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Spanish; Castilian Pages 1068 Year 2008
El viaje en la Literatura Hispanoamericana: el espíritu colombino Sonia Mattalia, Pilar Celma y Pilar Alonso (eds.)
FUNDACION JORGE GUILLEN
Universidad deVailadoiid
El viaje en la Literatura Hispanoamericana: el espíritu colombino
Sonia Mattalia, Pilar Celma y Pilar Alonso (eds.) Colaboradoras: Anna Chover Lafarga y Carmen Morán Rodríguez
VII Congreso Internacional de la AEELH Valladolid, 19 al 22 de septiembre de 2006
Iberoamericana • Vervuert • 2 0 0 8
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Reservados todos los derechos © Asociación Española de Estudios Literarios Hispanoamericanos (AEELH) De esta edición: © Iberoamericana, 2008 Amor de Dios, 1 — E-28014 Madrid Tel.: +34 91 429 35 22 Fax: +34 91 429 53 97 [email protected] www.ibero-americana.net © Vervuert, 2008 Elisabethenstr. 3-9 — D-60594 Frankfurt am Main Tel.: +49 69 597 46 17 Fax: +49 69 597 87 43 [email protected] www. ibero-americana, net ISBN 978-84-8489-391-2 (Iberoamericana) ISBN 978-3-86527-432-8 (Vervuert) Depósito Legal: S. 1.131-2008
Fotografía y diseño de cubierta: W Pérez Ciño
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ÍNDICE
SONIA MATTALIA / PILAR C E L M A / PILAR ALONSO
El viaje en la Literatura Hispanoamericana: el espíritu colombino
15
1. Escribir el viaje: la mirada aguda ANGÉLICA GORODISCHER
Viaje hacia ninguna parte
21
M E M P O GIARDINELLI
Literatura y viaje en el fin del mundo: La Patagonia y algo más
29
F E R N A N D O IWASAKI
El complejo de Colón
39
JUAN VILLORO
La víctima salvada
49
GIUSEPPE BELLINI
Colón y el Descubrimiento en la cultura italiana
59
DANTE LIANO
Del indígena cosmogónico al indígena antropológico
85
JOAQUÍN MARCO
Viaje literario en el mundo global: sobre Travesuras de la niña mala, de Mario Vargas Llosa
107
L u z RODRÍGUEZ-CARRANZA
Usos de la utopía
121
2. Cristóbal Colón y los escritos del descubrimiento RITA GNUTZMANN
El largo viaje de Alonso Cueto hacia el corazón de las tinieblas
135
BEATRIZ ARACIL
El monarca, su vasallo y el otro: Hernán Cortés y los vínculos de la escritura
147
GEMA ARETA MARIGÓ
La concepción lírica de Cristóbal Colón
161
JOSÉ CARLOS GONZÁLEZ BOIXO
La génesis del Descubrimiento y la nueva Imago Mundi, según los cronistas de Indias
171
JUAN-MANUEL GARCÍA RAMOS
Colón: el novelador novelado
183
EVA M . A V A L E R O J U A N
D e Valladolid a Chiloé, el viaje hacia la otredad de Alonso de Ercilla
199
JAVIER G O N Z Á L E Z M A R T Í N E Z
El Rey como espectador del teatro indiano: Las palabras a los reyes, de Luis Vélez de Guevara
213
M A R Í A TEGLIA
América en el Diario de Cristóbal Colón: ¿utopía o paraíso?
235
3. Viajes y viajeros entre siglos ANA MARCO GONZÁLEZ
La Reina del Sur: un corrido de ida y vuelta
243
RAÚL ANTELO
El viaje horizontal
261
EVELIN ARRO
Tentativas de intimidad. Para una lectura del relato de viaje en la narrativa argentina contemporánea
275
A Y M A R Á DE LLANO
El viaje interior en Travesía de extramares de Martín Adán: sobre el sujeto y su viaje por el lenguaje
291
BEATRIZ BARRANTES M A R T Í N
Desandando la ruta colombina: el viaje en los escritores argentinos de la primera mitad del siglo x x
301
BEATRIZ FERRÚS ANTÓN
La identidad en fuga: la historia de Catalina de Erauso y sus versiones
317
MILENA RODRÍGUEZ GUTIÉRREZ
Contra Colón: la distopía en la poesía cubana del xix y del x x
329
ADRIÁN CURIEL RIVERA
¿Pirata del Caribe o agente civilizador? Francis Drake en la narrativa del argentino Vicente Fidel López
341
LOLA LÓPEZ M A R T Í N
Entre la geografía argentina y el paisaje literario: viaje por el naturalismo científico, ideológico y narrativo de Eduardo Holmberg
359
ANTONIO LORENTE MEDINA
El viaje en la novela de la Revolución Mexicana
373
PATRIZIA SPINATO BRUSCHI
Un viajero milanés del siglo xix al Río de la Plata: Alessandro Litta Modignani
387
LAURA SCARABELLI
La Habana imaginada de la Condesa de Merlin
401
4. Literatura latinoamericana: el viaje en la modernidad JUAN MOLINA
El viaje y la errancia en la escritura de Álvaro Mutis
417
OLGA M U Ñ O Z CARRASCO
El viaje como fatum\ empresas y tribulaciones de Maqroll el Gaviero
425
B E N I T O DEL PLIEGO
«Como si quien emigra pudiera dejar de pertenecer»: la representación del desplazamiento en la obra poética de José Viñals
435
CARLOS FERREIRO GONZÁLEZ
El apocalipsis perpetuo de la nada infinita. Viaje a los sarcófagos del poder en El príncipe de Federico Andahazi
445
M A R Í A DEL ROSARIO A L O N S O M A R T Í N
Viaje a la semilla, el periplo interior de las genealogías
455
CHIARA BOLOGNESE
Huidas y búsquedas en la literatura de Roberto Bolaño
465
JUAN M A N U E L DEL R Í O SURRIBAS
Emilio Adolfo Westphalen, la poesía como naufragio
477
C A R M E N DE M O R A VALCÁRCEL
Rugendas en Aira: Un episodio en la vida del pintor viajero
489
VIRGINIA G I L AMATE
Vida, escritura e itinerario en El río del tiempo de Fernando Vallejo
499
DIANA DIACONU
La «vía corta» de los cínicos en la novela La Virgen de los sicarios de Fernando Vallejo
509
EDUARDO SAN JOSÉ VÁZQUEZ
Horizonte ideològico de los viajes colombinos en la narrativa histórica hispanoamericana del siglo xx
517
ELISA CALABRESE
Viajes urbanos en la poesía argentina. Borges y Fernández Moreno
533
EUGENIA M . A ACEDO TAPIA
El paisaje de Cómala: un viaje del paraíso al infierno
541
A N A GALLEGO C U I Ñ A S
El viaje en la narrativa de Ricardo Piglia: jugando con un ludópata
551
GRACIELA A L E T T A DE SYLVAS
Viaje, aventura y simbolismo en la producción de Angélica Gorodischer
565
JAVIER VALIENTE N Ú Ñ E Z
El conquistador conquistado en la nueva novela histórica latinoamericana: la transculturación religiosa de Cabeza de Vaca, el camino secreto del chamán y el surgimiento de una teología de la liberación indígena en El largo atardecer del caminante de Abel Posse
575
JUAN JESÚS PAYAN M A R T Í N
Viaje por la poesía de Wàshington Delgado
589
JOAQUÍN LAMEIRO TENREIRO
Cruzando puentes: para una teoría de la estructura profunda en Rayuela
599
JOSÉ M A R Í A M A R T Í N E Z SIMÓN
El viaje y el tiempo detenido: historia y memoria nacional
609
JOAQUÍN ROSES
El viaje neobarroco: alucinaciones y desconciertos (sobre El mundo alucinante y Concierto barroco)...
625
JOSEBA A R R E G U I PABOLLET
El descubrimiento de España de Fernando Iwasaki: un viaje de ida y vuelta
643
INMACULADA LERGO M A R T Í N
Simbolismo del viaje hacia el Nuevo Mundo en Terra nostra de Carlos Fuentes
651
Luis M I G U E L G A R C E R Á N VÁZQUEZ El infierno como sistema. Huellas distópicas en Anda Nada de Luis Britto García
667
FRANCISCO JOSÉ LÓPEZ ALFONSO
Hemos caminado más de lo que llevamos andando (sobre «Nos han dado la tierra», de Juan Rulfo) Luis VERES Colón y la Conquista de Gamaliel Churata
677
687
M A R C I N KAZMIERCZAK
Entre la utopía y la distopía. La imagen del «sur» en los relatos de J. L. Borges
699
M A R T A PLAZA VELASCO
Las fugas de Violetta
707
M A T Í A S BARCHINO
Viajes en el sillón: Julio Cortázar y Octavio Paz
719
PATRICIA ESTEBAN
Del nombre infundado: viajes culpables en el ensayo de Héctor Murena
729
M A R Í A AMALIA BARCHIESI
Del otro lado de las palabras: lo fantástico lingüístico en la narrativa de Julio Cortázar
739
CONCEPCIÓN REVERTE BERNAL
De Sevilla a Lima durante el Virreinato: acerca de Neguijón, de Fernando Iwasaki
749
ROSA PELLICER
El viaje a otro mundo en Una magia modesta y De un mundo a otro de Adolfo Bioy Casares
761
ROSA GARCÍA GUTIÉRREZ
Quinientos años después: Doce cuentos peregrinos
775
FERNANDO SAUCEDO LASTRA
Viaje vertical: notas sobre el proyecto literario de Roberto Bolaño en Entre paréntesis y Los detectives salvajes
795
H E L E N A USANDIZAGA
Cristóbal Colón en los Andes: búsquedas y descubrimientos en El Pez de Oro, de Gamaliel Churata
805
VEGA SÁNCHEZ APARICIO
Viaje e insularidad: desplazamientos literarios en Retrato de Abel con isla volcánica alfondo y El libro de Esther, de Juan Carlos Méndez Guédez
819
5. El viaje y la escritura de mujeres en América Latina SONIA MATTALIA
Silvina, Angélica, Cristina: viaje sin equipaje
833
A N A L O Z A N O D E LA POLA
Viajes de escritura y lectura en los cuentos de Silvina Ocampo
843
A N N A C H O V E R LAFARGA
Viajeras de ambos lados. El género y la noción de transterritorialidad en la narrativa de Achy Obejas y Ana Lidia Vega Serova 853 DORES TEMBRÁS CAMPOS
De «asesina» a «difunta». El viaje de la muerte en la obra poética de Alejandra Pizarnik
865
FANNY RAMÍREZ
De lo íntimo a lo público. Cronistas venezolanas de la segunda mitad del siglo xx y primer lustro del siglo xxi
877
ISABEL L U E N G O C O M E R Ó N
Un viaje al pasado de Venezuela en la novela Solitaria solidaria de la escritora venezolana Laura Antillano
889
MARGARITA C U E T O VEIGA
El viaje mítico en Los cuentos de Eva Luna
901
ROSA M A R Í A D Í E Z C O B O
La distopía universal a través del apocalipsis mexicano en Cielos de la tierra de Carmen Boullosa
911
ELIA SANELEUTERIO TEMPORAL
Los viajes de «La Storni»
921
6. Teatro contemporáneo latinoamericano CARMEN MÁRQUEZ MONTES
Viajes de Colón por la escena hispanoamericana en tres actos
933
EINAR GOYO PONTE
El Descubrimiento de América en Acto Cultural, de José Ignacio Cabrujas: conversión en mito, parodia y deconstrucción
943
OSVALDO OBREGÓN
El Descubrimiento de España por los aztecas (1491), «un viaje al revés», según la ficción teatral de Agustín Cuzzani
955
TERESITA MAURO CASTELLARÍN
Viajeros y emigrantes en la literatura argentina de fin de siglo: El mar que nos trajo de Griselda Gambaro y Lejos de aquí de Roberto Cossa y Mauricio Kartun
967
7. Discursos latinoamericanos contemporáneos G E M A D . PALAZÓN S Á E Z
El testimonio nicaragüense en los años ochenta
985
SILVIA H U E S O
Camp\ un viaje azul petróleo
1001
JAUME PERIS BLANES
Viaje, experiencia y narración en tiempos de turismo y de movilidad global: de las Notas de Guevara a Diarios de la Motocicleta (Walter Salles, 2004)
1017
JESÚS PERIS LLORCA
La primitiva claridad de la magia en un escritor latinoamericano llamado Max Aub
1031
SUSANA SCRAMIM
El viaje como confín
1043
XIMO GONZÁLEZ MARÍ
El viaje de los sin rostro. Anclajes y derivas de la nave Zapatista
1053
E L VIAJE EN LA LITERATURA HISPANOAMERICANA: EL ESPÍRITU COLOMBINO H O M E N A J E A J O S É L U I S DE LA F U E N T E
«A Castilla y a León un nuevo mundo dio Colón» Desde esta cita de Hernando Colón, extraída de la Historia del Almirante, presentamos las Actas del Congreso de la Asociación Española de Estudios Literarios Hispanoamericanos ( A E E L H ) : «El viaje en la Literatura Hispanoamericana: el espíritu colombino», que se realizó del 19 al 2 0 de Septiembre de 2 0 0 6 en la Universidad de Valladolid. E n primer lugar, queremos recordar a nuestro querido colega José Luis de la Fuente, quien perfiló este Congreso y lo hizo posible; por ello reproducimos fragmentos de los escritos que presentó para la candidatura del VII Congreso de la A E E L H . Decía José Luis: En el año 1506 moría en Valladolid el Almirante Cristóbal Colón, descubridor del Nuevo Mundo y primer hombre que escribió en español sobre América. Es, por tanto, el primer escritor hispanoamericano. El, más que nadie en la Historia, ha encarnado el espíritu viajero que ha animado después las obras más relevantes de la literatura hispanoamericana. Descubrimientos, conquistas, emigraciones, exilios y viajes han inspirado a escritores del área hispánica en una reiteración constante del espíritu colombino. En el año 2 0 0 6 se cumple el 5 o centenario de su muerte en la ciudad de Valladolid. El VII Congreso de la AEELH sería un homenaje al iniciador de la literatura hispanoamericana y a su espíritu, en la ciudad que lo vio morir.
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Sonia Mattalia / Pilar Celma / Pilar Alonso
En los objetivos del Congreso, José Luis de la Fuente, diseñaba los contenidos del encuentro: 1. Se trataría de conmemorar a Colón, descubridor y escritor, en la ciudad de Valladolid, donde murió hace 500 años, con un Congreso internacional que reúna a los principales especialistas españoles y del mundo en la literatura hispanoamericana. 2. Indagar en los aportes que la escritura de Cristóbal Colón ha proporcionado a la literatura hispanoamericana, en cuanto a su encuentro con mitos y leyendas; la definición de espacios y personajes maravillosos; las intromisiones de la fabulación ficcional en la realidad histórica; las preocupaciones de carácter antropológico, geográfico y literario que conformaran los escritores posteriores; la imagen del Nuevo Mundo; su determinación en lo que se ha denominado «realismo mágico» y la «nueva novela histórica hispanoamericana». En definitiva, las investigaciones acerca de la influencia de Colón en las letras hispanoamericanas y su imagen arquetípica del viajero servirán como interesante apoyo metodológico. 3. El buscar el interés de los especialistas en los primeros escritores de América que, como pioneros en los descubrimientos americanos, anunciaron el Nuevo Mundo a Europa, como Colón tan vinculado a Valladolid, o como Hernán Cortés mismo formado en Valladolid, o castellanos-leoneses como Francisco López de Gomara, Bernal Díaz del Castillo, Fray Bernardino de Sahagún, José Acosta, Fray Toribio de Benavente «Motolinia», Fray Andrés de Olmos, Jerónimo de Vivar, Agustín de Zárate, Antonio de Herrera y Tordesillas, Antonio de León Pinelo, Fray Juan de Torquemada y tantos otros. Nuestros escritores del siglo x v i serán contemplados como los auténticos iniciadores de personajes, ambientes y formas narrativas que se han desarrollado en toda plenitud bajo la pluma de los escritores actuales más reconocidos como Jorge Luis Borges, Juan Rulfo, Gabriel García Márquez, Abel Posse entre otros, que se extienden en las décadas recientes. En nuestros tiempos ninguno de éstos y otros escritores de la América de habla española se han podido sustraer a la inclinación por esas corrientes que hunden sus raíces en la escritura de los primeros castellanosleoneses llegados a América para describirla y definirla. A modo de conclusión, José Luis de la Fuente afirmaba: Con la celebración en la Universidad de Valladolid del VII Congreso Internacional de la Asociación Española de Estudios Literarios Hispanoamericanos (AEELH) se habrá logrado un hito más de nuestra Universidad, de nuestra ciudad, de nuestra provincia y de nuestra región. El reconocido prestigio de los miembros de la AEELH fomentará el interés de los estudiantes vallisoletanos y de otras
El viaje en la Literatura Hispanoamericana
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Universidades en el Congreso y en la consulta de las Actas que se publicarán que, como en otras ocasiones llegarán a las bibliotecas de las principales universidades del mundo dedicadas a la Literatura Hispanoamericana.
Como hemos reseñado, la mirada alegre y concentrada de José Luis nos abrió el camino del Congreso «El viaje en la literatura en la Literatura Hispanoamericana: el espíritu colombino» que ahora ponemos en Actas. Su presencia estará siempre con nosotros.
La voz de Bartolomé de las Casas consigna en el Diario del Primer Viaje de Colón lo siguiente: «El, con todo el pueblo, lloravan, tanto»; dize el Almirante «son gente de amor y sin cudria y convenibles para toda cosa, que certifico a Vuestras Altezas que en el mundo creo que no ay mejor gente ni mejor tierra. Ellos aman a sus próximos como a sí mismos, y tienen una la más dulce del mundo, y mansa y siempre con risa. Ellos andan desnudos, hombres y mugeres, como sus madres los parieron, mas Vuestras Altezas que entre sí tienen costumbres muy buenas, y el rey muy maravilloso estado, de una cierta manera tan continente qu'es plazer de verlo todo, y la memoria que tienen, y todo quieren ver, y preguntan qué es y para qué». Todo esto dize así el Almirante.
El motivo del viaje ha sido fundamental en la Literatura Hispanoamericana: la aventura del viaje, la novedad de lo desconocido o lo extraño, el encuentro con otras culturas. ¿Qué es viajar? Es un desplazamiento por el espacio, un traslado que implica un trayecto temporal sucesivo: Salir, llegar, regresar.. .un camino que se recorre saliendo de un lugar para llegar a otro, que puede tener desviaciones imprevistas, en las que uno se puede extraviar. Hay viajes sin regreso o con un regreso diluido, en el que se parte sin saber adonde se va o si se va para volver al lugar de origen. El trayecto de las ponencias y conferencias muestra la diversidad y variedad de los enfoques sobre el tema. El motivo del viaje ha sido un tema central en la Literatura Hispanoamericana, desde Colón y los Cronistas hasta las novelas contemporáneas; el viaje poético o el viaje místico; el viaje mítico al viaje turístico; viajes urbanos o el viaje inmóvil; el viaje del exilio; el viaje al pasado
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Sonia Mattalia / Pilar Celma / Pilar Alonso
o al futuro; el viaje del sueño y el de la vigilia. Un abanico heterogéneo en que se despliegan todas de las modalidades del viaje para concluir con el viaje de la escritura. El espíritu colombino se refleja en estas Actas, donde un número importante de profesores y escritores, de allá y de acá, reflexionan sobre el lazo cultural que los viajes de Colón significaron para nuestra cultura. Hemos organizado las conferencias y ponencias por líneas temáticas amplias con el objeto de mostrar la coherencia de las ponencias presentadas en el Congreso. Comenzamos con las conferencias de los escritores Angélica Gorodischer, Mempo Giardinelli, Fernando Iwasaki, Juan Villoro, Jorge Volpi y los profesores invitados Giussepe Bellini, Dante Liano, Joaquín Marco y Luz Rodríguez-Carranza. A todos ellos nuestra gratitud. A los participantes en el Congreso nuestro reconocimiento por el trabajo bien hecho y el júbilo de los encuentros. También agradecer a la Universidad de Valladolid que se comprometió en esta empresa y a las instituciones que nos apoyaron: Ayuntamiento de Valladolid, Fundación Jorge Guillen, Cátedra Miguel Delibes, Ayuntamiento de Tordesillas, Cátedra de Estudios de Iberoamérica y Portugal. Sonia Mattalia, Universität de Valencia Pilar Celma, Universidad de Valladolid Pilar Alonso, Fundación Jorge Guillén
1. Escribir el viaje: la mirada aguda
VIAJE HACIA NINGUNA PARTE Angélica Gorodischer
Rosario, Argentina
Quiero ocuparme de eso, de viajes secretos, misteriosos, silenciosos, que no van hacia un lugar tangible habitado por cosas que tienen peso, opacas, duras y a las que llamamos equívocamente reales. Viajes crípticos que estallan en palabras mucho después. Que es inevitable que terminen en el texto puesto que somos criaturas Acciónales, y si estamos en tren de salir del mundo en el que transcurrimos y crear otro ya que al llegar se crea, necesitamos, al suplantar con otra esa realidad en la que se vive, encontrarla, describirla, callarla y nombrarla alternadamente hasta esfumar el punto de partida y dejar pendientes las preguntas sin respuestas. La vieja opción (Soledad Puértolas): o no aventurarse más allá de lo desconocido (Lezama Lima: ¿para qué viajar?) o romper constantemente la línea del horizonte (Aldous Huxley: ¿cómo no viajar?) se convierte en el espejo de la incertidumbre, en la posibilidad de lanzarse hacia lugares impensados e impensables, e incluso hacia lugares que no lo han sido nunca y que tal vez jamás lo serán. Se puede por ejemplo, viajar hacia una misma o hacia el otro y sea como fuere el viaje será siempre un desplazamiento aunque no lo sea físicamente, un salirse de la plaza que se ocupa, del ámbito enigmático en el que se desarrolla una vida extraña — y todas las vidas son extrañas cuando las miramos desde la partida—, pero habrá que preguntarse qué clase de desplazamiento es el que nos espera más allá del continente conocido, qué hoja de ruta nos ayudará a viajar para arribar, y aun así es muy probable que lleguemos no a lo que pensábamos, no adonde pensábamos sino a algo muy distinto que, entonces,
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Angélica Gorodischer
a veces sin esperanzas, nos obliga a un retorno, por virtual que sea, al punto de partida: por qué, para qué viajar, cómo no viajar. Sea como fuere siempre habrá un salto que produce miedo y hasta terror. Podemos disfrazarlo, claro está, llevarlo a terreno conocido y amaestrarlo hasta no tener entre las manos nada más que un cúmulo de detalles que se nos llevan todas las miradas y los gestos. «El mundo se paría desde mis ojos» (Federico Jeanmaire) dice uno de los textos desde los que pretendo mirar el viaje, los viajes hacia ninguna parte. D e eso se trata. D e la línea curva que va marcando una circunferencia, un círculo, un globo, el de los ojos, el del mundo, el de las órbitas de los planetas como las concibieron los que por primera vez se preguntaron por la llamada de las luces celestiales. Por qué hacia ninguna parte. Pues simplemente porque no hay existencia verdadera que justifique ni siquiera la noción de viaje. N a d a ha sido decidido. N o hay guías de turismo, ni miradas que puedan descansar en un pretexto válido: no es un viaje pero sí lo es. Los personajes de El Pibe de Guillermo Saccomano, no se mueven de su barrio de camiones y calles de tierra; los que recorren el mundo desolado bajo la lluvia y en la oscuridad no saben siquiera si es que van a alguna parte, en Plop de Rafael Pinedo. Sólo el narrador de La Patria de Federico Jeanmaire emprende lo que nosotros, lectoras y lectores, visitantes, espías tal vez de una realidad extra, llamaríamos un verdadero viaje. Pero hay que tener en cuenta que en este caso se trata del exilio. La mirada a los cielos, el mundo que se pare desde los ojos, todo eso no tiene nada que ver con las agencias de viaje ni con la burocracia ni con la dificultosa convivencia en lugares cerrados. Ellos, allí, dirían que estos viajes son inútiles, cosa que a primera vista parece innegable. Y sin embargo. Sin embargo la infancia está ahí, rotando ella también alrededor de un sol, en una curva perfecta que el ojo, también perfecto, puede intentar recorrer fracasando siempre en el intento; y el exilio, dorado o sombrío, estuvo ahí dibujado en la sangre derramada y en el ensayo, en el número infinito de ensayos que se llevan a cabo todos los días sobre el escenario de países heridos por el acero y el candado; y la posibilidad de un mundo sin sol y sin letra, en el que la vida vale menos que un hueso roído por incontables dientes, también está ahí, agazapada, esperando.
Viaje hacia ninguna parte
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Hay similitudes. En los tres textos, en El Pibe de Guillermo Saccomano, en La Patria de Federico Jeanmaire, en Plop de Rafael Pinedo, resuenan las voces de los viejos. La abuela del pibe dice: — N o temas, rapaz. Es el viento. Duérmete. La abuela del pibe le habla del ángel: «No temas», dice. Y el pibe hace un lugar en la cama para que el ángel tenga donde acostarse. La madre de todos, la que da las órdenes, aparece en el vano de la puerta con un cuchillo y amenaza con la muerte a quien le desobedezca mientras el viejo cuenta cómo el volcán del centro de la tierra se hundió dejando a hombres y mujeres sin país, sin enseres, sin alma y sin esperanzas. La vieja de Plop es la sabia, la que sabe leer, la que tiene las letras, aquella que por lo tanto debe ser obedecida. Es la que guarda junto al corazón las únicas hojas escritas que han sobrevivido. Otra: si toda novela es un viaje (hay quienes sostienen eso y a veces estoy tentada de creerles), si toda novela es un viaje, estas tres novelas son explícitamente un intento de irse hacia ese otro lugar que no existe pero que nos espera. Quien lee hace un doble recorrido, por el libro y por el itinerario que le marca el adulto que va hacia la infancia, el viajero exilado que va hacia la escritura, la humanidad que va, que va, va, sigue yendo sin ir a ninguna parte. Pero yo no quiero contar las tres novelas, ni dos, ni una. Lo que quiero es apoderarme de la infancia, de la escritura, de la ninguna parte; describir si puedo; explicar si puedo; dar vueltas alrededor de esos viajes para, si puedo, mostrar lo fácil que es recorrer una línea curva perfecta y lo difícil que es emprender un viaje llevando sobre los hombros la carga de una fatal libertad que impide todo retroceso. Creo haber elegido bien. Creo que los grandes viajeros munidos de catalejos y de astrolabios, me saludan sonrientes desde la cubierta de un barco maltrecho o la canastilla frágil que cuelga de un globo aerostático. Y creo, sé que no me equivoco, que las intrépidas viajeras cubiertas de ropones y capelinas y sombrillas, subidas a lomos de camellos indiferentes, o disfrazadas como un viejo hombre mendicante y llevando una escudilla para el arroz que las almas caritativas quieran darles, decididas a entrar en ciudades prohibidas, me miran cómplices. Digo con cierta presunción que no me equivoco porque veo puntos de encuentro casi reverberantes entre las páginas de los tres viajes. El Nene (con mayúscula) de El Pibe y Plop de Plop y el retrato omnipresente de Tito en La Patria, se encuentran en algún punto de esa órbita perfecta que el ojo perfecto
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Angélica Gorodischer
alcanza apenas a ver por entre las palabras. Los tres tienen un momento de gloria: más corto, más largo, como sea, pero un momento en el que quienes viajan hacia los lugares imposibles alcanzan a verlos y siguen viéndolos hasta el instante de la caída, la guerra, el motín, la barba crecida, el agujero en la boca, allí en donde hubo un diente, la indiferencia, la derrota. Y es que estos tres textos, estos tres viajes hacia lo imposible, se hablan entre ellos. Se dicen cosas que sólo oímos si vamos más allá de la letra. No son simplemente recuerdos de infancia, decisión de escribir, infierno en la tierra. El pibe se mueve en una total inanición de miedos y deseos y el que viaja hacia allá, el que aspira a contemplarlo y a comprenderlo, se ve obligado a pasar a través del padre, a no poder evitarlo, a tener que oírlo otra vez y a oler el tabaco y el viento de las noches de verano mientras la voz de la mujer vieja se erige entre ellos, testigo insuperable de lo que hace falta para seguir viviendo, de lo que pudo ser y nunca fue. Es pura mirada hacia delante, el pibe, digo. Ante el viajero que marcha hacia él, el pibe no puede sino esconder bajo la almohada el rumor de las hojas secas tanto como los primeros escarceos sexuales que lo deleitan y lo asustan. El viajero mientras tanto, trata de romper la pared que los separa. Golpea una y otra vez el muro inasible de los años. A mí se me hace que lo que el viajero quiere es abrazar al pibe, guardarlo entre sus brazos, impedirle que mire demasiado a su alrededor, acariciarle tal vez la cabeza, darle una palmadita en la espalda y entonces, inevitablemente, dejarlo ir. —Yo soy ése, dice el pibe cuando se mira al espejo. Qué puede responder a eso el que va viajando hacia su propia infancia, qué sino que él también es/fue ése que se mira al espejo. Sólo que ahora, mientras viaja/escribe, ya no puede sino vislumbrar, apenas, los destellos, relámpagos casi que asaltan al pibe y que algún día lo alcanzarán a él. Tal vez en una tarde en la que se mire al espejo. Tal vez cuando esté escribiendo otro libro para el cual el pibe ya se habrá perdido de vista, apurado, para ir a buscar al médico porque la hermana, la princesa, dice él, está enferma, o para trepar a un lugar escondido con un compañero a medirse la hombría que no termina de asentarse en sus cuerpos flacos, pantalones cortos demasiado anchos, zapatillas, medias remendadas una y otra vez por la madre y la abuela. Pero tal vez vuelva la noche de felicidad bajo las estrellas, y de todas maneras de eso el viajero no puede hablar, no debe hablar. Sólo hay eso que hay: la noche, el mar, las mantas, las risas de la madre y de la hermana, la complicidad revoltosa del padre.
Viaje hacia ninguna parte
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Cómo viajar. A ver, hasta eso. Cómo irrumpir, cómo interrumpir el globo transparente en el que esos cuatro se han refugiado. El viajero habla de náufragos y las orillas están tan lejanas, son tan invisibles que sólo ellos saben a qué huele, a qué sabe la noche del mar, el siempre mar, ése que siempre estuvo y era. Quien lee se pregunta entonces hasta dónde habrá de llegar; y llega a entrever que el viaje hacia la infancia puede no ser un viaje. No sólo porque la infancia no es un lugar, no está, es imposible recorrerla, sino porque es quizás el olvido, como lo es el llanto del padre cuando comprende que no recuerda el número de teléfono que aulló la chica a la que secuestraban. Sino también porque casi puede haber sido un intento desplazado, confuso. Quizá no quiso él ir hacia la infancia sino que pretendió que el pibe, que lo estaba esperando, caminara de vuelta y lo mirara. Traerlo hasta él con la carga del viento, el conflicto, la enfermedad, la decadencia y la muerte. Exorcismos necesarios. Yo, lectora, arrellanada del lado de acá, pienso que se abrazaron en una tarde de invierno. Y después dicen que la literatura no sirve para nada. Distinto pero capaz de dialogar con el pibe, el viajero se va del país y recala en Holanda. Se dice fácil. Pero es que aquí hay efectivamente hoja de ruta, itinerario, lugar hasta el cual llegar. Y el exiliado lo sabe. Habrá ese lugar, pero llegar le va a costar dos novelas. Y más aún, los meandros , vueltas, recodos que va a ir dibujando con los pies, los amores, los recuerdos como mazazos que le dejan su marca en la carne. Pero esta vez el que habla y escribe es alguien que tiene un hijo que duerme sosegadamente en la habitación de al lado. Toda la novela, La Patria toda es un entremezclarse de tiempos y de lugares. Los gitanos, la vendimia, la vieja formidable amenazando a todo el pueblo nómade, los amigos, hacer dedo por la carretera y dormir en cualquier lugar, la muchacha de la bañadera, la felicidad y la riqueza que se encuentran allí donde las palabras son más difíciles: decir libertad, por ejemplo. Decir acá, decir muchas veces acá. Cito: «Me parece que escribir es eso, algo así como dar vueltas, no parar. No poder parar. Nunca». Y más adelante: «Pasa eso con la escritura, que nos obliga a atender sólo a aquello que realmente nos importa, que llevamos incrustado en el cuerpo. No nos deja mentir, la escritura. Se las ingenia para sacar desde dentro de las palabras sólo aquello que verdaderamente nos importa. Y creo que igual le pasaba a aquel cristiano viejo, al marido de la madre de todos, allá en Narbonne, hace de esto un montón de noches».
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Y entonces él, el que va viajando, el que confiesa que sólo puede escribir novelas de amor se ve obligado a reconocer que va camino de la patria. Q u e no hay países ni regiones ni provincias ni ríos ni límites. Q u e no se puede viajar hacia lo que todavía no existe pero quema. En ese momento es tan sabio como las viejas sabias y el viejo del volcán. En ese momento sabe que no hay curvas perfectas, que el ojo es ciego, que las idas y vueltas del itinerario son la verdadera línea recta hacia las palabras. Sabe entonces que va a llegar. Lo sabe con tanta seguridad como la que le asiste al recordar que en la habitación de al lado su hijo duerme un sueño tranquilo. Puede ser un espectador de la muerte. Puede decir: — M e voy. Quiero ser escritor. Y volver a la patria que es el lenguaje. N o hablo de folklorismos sino de la capacidad, de la inevitabilidad de andar por la vida dándole nombre al mundo, en inglés, en nushu, en castellano o en swahili. N o se habla de la llegada, no en La Patria. O sí, pero en alusiones, dispensando a quien lee de toda precisión, de todo detalle. El hijo, las novelas, el silencio de la noche en la que el escritor escribe. Puede creerse, en un momento del texto, en varios momentos, si es necesario aclarar este punto, que el escritor de La Patria es dos personas, no una. O varias. Y que esas personas que son una, lo son en la colonia de discapacitados, en la habitación junto a la del hijo que duerme, en el amor de Jolanda y en el oído puesto en las palabras. Puede creerse como quiere Margaret Atwood, que quien escribe tiene ineludiblemente un doble, que no se puede escribir sin ese otro que se sale del autor, narrador o testigo. En ese caso el viajero de La Patria logra recoger los hilos del diario de viaje y anudarlos en la mano que escribe, sola, de noche, después de la llegada. Los hombres y mujeres de Plop de Rafael Pinedo han perdido la capacidad de hablar. Emiten palabras y algunas de esas palabras despiertan un crudo interés porque se refieren a la comida, o al abrigo o al poder. Pero carecen de escritura, de sol, de finalidad. Son restos de restos. Se mueven hacia delante, siempre, viajando hacia ninguna parte, hacia lo imposible, hacia lo que tal vez le espere a la humanidad no como final sino peor, como principio del final. Salvo Plop y sus dos amigos, la Tini y el Urso, salvo la vieja que es la única que guarda las palabras de la tribu, eso ya no es la humanidad: es lo que queda en un mundo en el que nunca es de día, en el que siempre llueve, en el que se come insectos, ratas, los cadáveres de los que van muriendo en el camino.
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Tribu tampoco; clan, menos aún; pueblo, absolutamente no. Se proclaman a sí mismos El Grupo y hay varios Grupos y todos comparten una misma mitología absurda y mortal. Los encuentros entre los Grupos pueden resultar una carnicería, o, en el mejor de los casos, una sesión de trueque. Plop es una de las novelas más crueles que he leído en mi vida; en toda mi vida, y eso que aparte de haber escrito algunas cosas, lo que más he hecho en esta vida es leer. Se soporta sólo porque el lenguaje no da lugar a otra cosa, porque no sobra una palabra, no hay una letra de más, no hay oportunidad para la compasión. Sólo para el horror. Todos viajan, en Plop, pero a ninguna parte. Se mueven en busca de comida, de sexo, de poder. Y se mueven según líneas que son caricaturas de nuestras organizaciones sociales. La humanidad, lo que todavía, apenas, puede llamarse humanidad, sólo se da tregua para los ritos de los nombres, del baile, de la asignación de cada uno y cada una a una clase determinada, de los juicios y los castigos; para la fiesta del calendario. Todo lo demás es un viaje hacia el miedo. Y dentro de ese viaje hacia el miedo hay otro viaje, hacia arriba, hacia la cima del poder al que se llega con las atrocidades y la astucia para perpetrarlas. Plop viaja. Viaja con El Grupo y viaja hacia arriba. Y cuando la vieja muere, después de haber leído en varias ocasiones a los de El Grupo, las hojas escritas que guardaba en su bolsa de cuero, le deja las palabras a Plop. Con lo que él hereda parte del misterio y la relación de poder que la vieja guardaba con los demás. Plop no sabe, nosotros sí, lo que dicen las palabras. Dicen, detalladamente, científicamente, cómo nació el universo. Y terminan diciendo que el universo va a estar ahí, así, siempre. Siempre, siempre, para siempre. Por eso digo que quizás estos viajes hacia ninguna parte sean viajes hacia el miedo. Evidentemente en Plop\ seremos eso. No tan palpable en El Pibe aunque una puede preguntarse si el que va hacia la infancia no teme al encuentro. Si no le aterra la posibilidad de que el lugar efectivamente exista y de que él llegue a encontrarse ahí, sin pretextos, abrazado al pibe que es/fue, mientras afuera las hojas secas remedan los pasos de alguien que lo ha seguido mientras la abuela dice «No temas, rapaz. Duerme». Qué palabras, qué gestos hace uno hacia su propia historia, cómo enfrentarse con aquél y volver a decir «Yo soy ése». El pibe que se adormece mirando hacia arriba las esquinas del techo, oye a través de una puerta cerrada al viento,
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la voz del que lo reclama. Sólo que detrás de los ruidos de la noche esa voz le llega promisoria. Al viajero del amor de Jolanda lo espera la escritura. La infancia está ahí, en la habitación de al lado y él no necesita hacerle preguntas. Tiene las respuestas y va hacia ellas como El Grupo de Plop va y va y sigue yendo en busca de la supervivencia. Va hacia las palabras desconocidas. Ninguna vieja sabia le va a leer el origen del universo. Todo está en ese nudo que en su mano es la red de hilos que ha ido tirando hacia lo que no se sabe. Por eso escribe. Ni Plop ni nadie de El Grupo sabe hacia dónde van. Se arrastran entre el barro, los excrementos y los hierros retorcidos en busca de un cadáver que devorar. Abren la boca para beber la lluvia, se acoplan, matan y se mueren desgarrados, sin palabras, sin infancia, sin esperanzas. ¿Cómo no viajar? ¿Por qué viajar? Salvo un par de ociosas consideraciones moralizantes, no tengo respuesta para esas preguntas. Pero viajamos. No sólo a la Luna que está ahí al alcance de la mano, sino también hacia nosotros mismos. Hacia el horror, hacia lo desconocido, hacia lo que no existe, hacia la imaginación. Por eso escribimos. ¿Por qué escribir? ¿Cómo no escribir?
BIBLIOGRAFÍA
SACCOMANO, Guillermo (2006): El Pibe. Buenos Aires: Planeta. JEANMAIRE, Federico (2006): La Patria. Buenos Aires: Seix Barral. PINEDO, Rafael (2004): Plop. Buenos Aires: Interzona.
LITERATURA Y VIAJE EN EL FIN DEL MUNDO: L A PATAGONIA Y ALGO MÁS Mempo Giardinelli Argentina
En su primer libro, Periplo, que es de 1930, mi maestro Juan Filloy escribió: «Cuando usted viaje, deje su vida en su casa, en su pueblo, en su ciudad. Es un artefacto inútil». Literatura, pues, como viaje a la fantasía, como disparador de la imaginación que nos impulsa a descubrir. Literatura como camino hacia el conocimiento, Como indagación filosófica y psicológica —viaje interior— hacia el interior de la especie humana. Quiero decir: literatura y viaje son paralelos casi perfectos. Por supuesto que esto ya lo supo, o lo intuyó, Homero. Lo sentí cabalmente cuando caminé por la Acrópolis de Atenas, hace unos años. Desde aquellas alturas majestuosas, el mundo, la vida, no podían verse sino como un viaje: el mar está ahí y atrae, bajo el cielo infinito, pero sobre todo uno se siente impulsado a reflexionar sobre las miserias y grandezas de los hombres y mujeres que siempre transitaron esas tierras y todas las tierras del mundo. La odisea de Ulises, vista así, no es sino un viaje fabuloso hacia la verdadera dimensión del ser humano, además de que ser griego —entonces y siempre— ha sido sinónimo de la palabra «viajero». De igual modo algunos siglos después Virgilio hizo lo mismo, cuando Augusto lo convocó a escribir (o sea a inventar) la historia de Roma. Lo que en realidad hizo Virgilio fue escribir otro viaje fabuloso: Eneas cruza el Mediterráneo para desembarcar en el Lazio y fundar una civilización.
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Después de ellos, prácticamente toda la literatura universal se ocupa del viaje como materia casi esencial. Y la literatura misma resulta un viaje, siempre fabuloso, extraordinario, fantástico, en cada uno de los textos que se convirtieron en clásicos y hoy forman el acervo infinito de la escritura del mundo. El viaje es protagónico en los relatos de Las mil y una noches, cuyas máximas alturas imaginativas se alcanzan con el Pájaro Rujj, Sindbad el Marino, y otras huidas y navegaciones fabulosas. Lo es también en el Medioevo y en el Renacimiento: el Cid Campeador es un viajero, como lo es Marco Polo; y Dante Alighieri, en el 1300 florentino, retoma a un Virgilio imaginario que, en lugar de al Lazio, viaja al Infierno, peripecia alucinante que bordea el horror y que —mejor a ú n — refunda la literatura: porque la vincula a lo social y a lo político; porque la lleva a indagar en lo moral y lo religioso; porque la hace cuestionar todo lo establecido; porque revuelve las creencias más profundas de los seres humanos (que son Dios, el Cielo y el Infierno); y porque ese viaje Dante lo hace por amor a Beatriz y ya sabemos que el amor es el otro gran motivo de la literatura universal. El viaje es también protagónico en Cervantes, desde luego. El de la Triste Figura es un «caballero andante», esto es, un viajero irrefrenable. El movimiento es el sentido mismo de su vida literaria. El escenario de sus imaginarias proezas es el permanente cruce de territorios familiares como La Mancha, o desconocidos y peligrosos como Argelia y el Magreb. Cervantes continúa la tradición homérica y virgiliana, y las moderniza. Don Quijote de la Mancha funda la novela moderna basándose en el andar itinerante de ese personaje de locas y literarias ideas, que al desplazarse nos provoca tanto admiración como ternura. Y no casualmente una de las cimas de esa novela ejemplar es aquel pasaje impresionante en que el cautivo en Argel (alter ego del propio Cervantes, sin duda) huye en el Galeote con la bella Zoraida y sus compañeros y cruzan el Mediterráneo (como antes lo hizo Eneas y antes Ulises) hasta llegar a Sevilla. El viaje, una vez más, es escenario y motivo de la mejor literatura. Y es que Literatura y Viaje han sido, a lo largo de los siglos, no una misma cosa pero sí paralelos casi perfectos. Me atrevería a decir, incluso, que es difícil concebir a la literatura sin viaje, como es casi imposible que un viaje no provoque literatura. Esa es la tradición que inauguraron los Clásicos y que se difundió en todas las lenguas. Viaje y Literatura son paralelos en Rabelais como en Salgari, en Conrad como en Melville, en Sarmiento como en Dostoievsky. Aún en Shakespeare y en Goethe es posible encontrar viajes. Y ahí
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están, entre los grandes del siglo x x , James Joyce y Ernest Hemingway, Louis Ferdinand Celine y Romain Rolland, Jack London y John dos Passos, Giusseppe Ungaretti e Italo Calvino, Marguerite Yourcenar y Marguerite Duras. Y también en todo el llamado boom latinoamericano: Gabriel García Márquez y Alejo Carpentier, por supuesto. Y también hay viaje en Jorge Luis Borges y en Rosario Castellanos, en Pablo Neruda y en Joao Guimaráes-Rosa... La lista es interminable. Y es que la literatura no es otra cosa que la vida por escrito. La literatura no es sino una versión de la vida que ha sido puesta en palabras, como mágico testigo del paso de los hombres y las mujeres por la superficie de la Tierra y es, al mismo tiempo, la indescifrable e invisible huella de sus pasos, sus dudas, sus miedos, sus sueños y alucinaciones. Estoy diciendo: ese viaje infinito del ser hacia adentro del ser en forma de palabra escrita, palabra domiciliada en el papel y, ahora, es cierto, en la pantalla. Quizá por esto que digo, por esta convicción, para mí viajar y escribir han sido y son la vida misma. Actos tan naturales como respirar. Desde hace años salgo de mi tierra, el Chaco, en el Norte de Argentina, una o dos veces por mes, por razones profesionales. Asisto a congresos de escritores, ferias de libros y encuentros literarios; doy conferencias en academias y universidades de todas las Américas y Europa; y siempre aprovecho los viajes para zambullirme en mundos Acciónales. Porque ignoro lo que es la perspectiva turística y no viajo sólo para conocer ciudades o sitios nuevos o exóticos. A cada viaje voy como quien camina al azar: en apariencia distraído, lo que encuentre me hará feliz, sobre todo si me abre más los ojos. Me resulta imposible viajar distraídamente. Yo viajo alerta, con todos los sentidos despiertos y atentos. En grandes ciudades como Nueva York, París o Buenos Aires; en carreteras de Brasil, Canadá o Palestina; entre las piedras mitológicas de Grecia, Roma o México; o en ese extraño mundo despojado y misterioso que es la inmensa Patagonia, siempre lo que me turba y estimula del viaje es la incitación a escribir, la irrefrenable pasión escritural que en todo viaje se desata. Por supuesto que me acompañan — y me guían y salvan, diría y o — todos los libros que he leído. Ellos determinan la marcha, porque viajo haciendo literatura de cada observación y al observar evoco textos. Y así, conjeturalmente, cada cosa que veo y cada texto que recuerdo se asocian en mi imaginación. La invención literaria florece por la sencilla razón de que cuando se viaja se evoca. Quien viaja, siempre, mira y recuerda. Contempla y compara. Observa
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y mensura. Y así avanza, sabiendo que todo, aún lo aparentemente nimio, puede ser motivo escritural. La literatura concebida como viaje interminable y fantástico, fue y es, para mí, el impulso inexorable que prima en mis textos. Desde mi primera novela, el viaje fue mi motivo más constante: el exilio, la transterración, el movimiento, el zarandeo de los personajes en cada viaje interior. Particularmente en mi novela más conocida: Santo oficio de la memoria, que es —hay quien lo ha dicho— una versión contemporánea del viaje de Virgilio a los Infiernos. Texto que transcurre en un barco que navega desde Veracruz, México, hasta Buenos Aires, es también una incursión íntima en el mundo de la inmigración, el exilio, el desexilio y la democracia. En septiembre de 2000, curiosamente, porque ni sabía que concursaba, gané en España el «Premio Grandes Viajeros» por mi libro Final de novela en Patagonia. Un libro inclasificable, de género impreciso y que escribí durante y después de un viaje fabuloso a la Patagonia argentina en mi pequeño coche de ciudad y acompañado por un amigo (el poeta español Fernando Operé, catedrático de la Universidad de Virginia, en los Estados Unidos). La génesis de ese libro fue un periplo de más de cuarenta días por un territorio alucinante, que me afirmó en la idea de que todavía son posibles y además tienen sentido las escrituras alternativas, no convencionales. Lo que antes se llamaba experimentación, digamos, cuando la audacia y lo políticamente incorrecto no eran mal vistos como ahora. De hecho, los libros de los más célebres viajeros fueron, todos, experimentos. De vida, pero también y a la vez textuales. Cada viaje y cada descubrimiento desarrolló a la par y en consecuencia una textualidad que hoy también es clásica y está representada fundamentalmente por los viajeros europeos de los siglos xvm y xix. Quizás la diferencia con nuestro presente está en que aquellos señores viajaban por motivos científicos, antropológicos, comerciales o simplemente por afán aventurero. Realmente viajaban para descubrir lo desconocido. Pienso en Alexander von Humboldt, por supuesto, como pienso en Bonpland y en Darwin, todos ellos naturalistas y descubridores. Pienso en muchos de los que anduvieron por la Argentina feroz de los siglos pasados, que tan maravillosamente recuperó Christian Kupchik en La ruta argentina, un libro absolutamente delicioso y esclarecedor. Pienso incluso en el irónico Richard Francis Burton que describió lo humanamente fea que era la Argentina de mediados del siglo xix, y en los hermanos Robertson que remontaron el río Paraná junto al que hoy vivo y dejaron una obra invalorable. La Gran
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Literatura Universal le dio acogida a casi todos ellos y los colocó al lado de otros descubridores: los que experimentaron narrando, esa otra forma del viaje. Pienso en Horacio Quiroga y en Ambrose Bierce, por supuesto, y en Rosario Castellanos también. Pienso en Brett Harte y en Bruno Traven y en Carpentier. Ellos sólo hacían literatura, eran literatura en viaje, en movimiento. Pero todos, todos, descubrían viajando, viajaban experimentando y experimentaban escribiendo. Hoy, en cambio, la inmensa mayoría de los viajeros son o mansos turistas o desesperados que buscan nuevos horizontes. Quiero decir: han dejado de ser viajeros, o sea individuos inquietos que buscan rumbos desconocidos y son capaces de descubrir mundos nuevos o ignorados. No, hoy los viajeros-turistas van en grupos: manadas de seres humanos que se desplazan cámara en mano y jalados por esos especialistas en simplificación que son los guías turísticos. Desde luego que hay quienes escriben libros de viajes, y muchos lo hacen profesionalmente muy bien, pues además suelen ser personas con un gran sentido de la oportunidad. Precisamente por eso, nosotros quisimos hacer un viaje no convencional a la Patagonia, antiturístico si se quiere. Y creo que por eso mi libro salió como salió: de difícil caracterización dentro del género. Q u e es lo que a mí más me gusta porque yo no soy un viajero que escribe libros, sino un escritor que viaja. Y no escribí un viaje, sino una obra literaria que contiene un viaje. Y lo que hice no fue turismo, y por eso mi libro no da indicaciones ni sugerencias para futuros viajeros. Y es obvio que tampoco hacen turismo los desheredados de la Tierra que pueblan los aeropuertos, los barcos y las fronteras del mundo, para ser repudiados una y otra vez por las patrullas migratorias de aquí y de allá. Mientras escribía estas páginas yo sentía que una vez más me desesperaba este mundo en el que vivimos. Porque la idea del viaje, fabulosa e incitante, en el andar de estas páginas también me llenaba de inquietud. ¿Es lícito divagar sobre Viaje-Literatura, es ético y moral evadirnos de lo que observamos a diario, constantemente, o sea ese mundo en movimiento y lleno de ansiedades y frustraciones que son hoy los aeropuertos y las aduanas del mundo? ¿Es justo —me preguntaba— eludir en este texto esa circunstancia contemporánea de la transterración por necesidad y urgencia, por desesperación, que es hoy la marca más fuerte de todos los viajes? Porque es obvio, señoras y señores, que nosotros viajamos y gozamos y escribimos, pero somos una inmensa minoría. Y minoría muy privilegiada,
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cabe admitirlo. No para sentirnos culpables, que no lo somos, pero sí para ser conscientes. Porque hoy las grandes mayorías del mundo viajan por circunstancias antes dramáticas que placenteras, y me parece importante no ignorarlo. Yo necesito subrayarlo: las grandes mayorías del mundo, ahora mismo, viajan para emigrar. Huyen de la miseria y se enfrentan al rechazo. Escapan de realidades tremendas, del hambre, la miseria y la desesperanza de sus países sometidos por la voracidad de la globalización. Y acaban chocando con el chovinismo y la xenofobia de los países ricos y de los burgueses del mundo, que al menos en esta materia hoy están tan unidos como jamás lo estuvieron los proletarios. Lo que determina las ansias viajeras de las grandes masas humanas que se mueven hoy por el mundo es mucho más el dolor que la alegría. Es la transterración forzada por la explotación y la inequidad económica lo que determina la mayoría de los viajes en este sombrío inicio de milenio. Sombrío, digo, al menos para nosotros los que vivimos en la periferia, en los confines, en los bordes del pequeño mundo feliz de norteamericanos y euroccidentales. El siglo xxi ha comenzado con enormes masas humanas emigrando de hambrunas, enfermedades y desempleo. Yo mismo vengo de un país que debería ser un paraíso y sin embargo allá los muchachos y las chicas sólo piensan en irse porque no tienen trabajo ni futuro visible. La reconversión industrial que cierra fábricas y crea desempleados por millares — o que ahora nos instala las fábricas contaminantes que Europa expulsa—, y la tiránica economía mundial que hoy somete a los gobiernos, no sólo corrompen a nuestros dirigentes sino que encima nos acusan a nosotros, los ciudadanos, de ser incapaces de terminar con la corrupción en nuestras naciones. La globalización es así de cruel, así de perversa. Ha devenido máquina de exclusión social. Y esas masas expulsadas, desdichadamente, no tienen quién las escriba. No hay literatura de esa épica viajera porque los textos de viaje últimamente se han dedicado sobre todo a estimular los viajes de los ricos que visitan piadosamente las superficies más miserables del planeta, sea Camboya o Palestina, sea Bolivia o Costa de Marfil. Los textos turísticos y la gran mayoría de lo que hoy se escribe sobre viajes, espantarían a sabios como Humboldt o Darwin, porque ahora se promueve el conocimiento light, de a 500 dólares/ euros la semana, por arribita y sin ensuciarse las manos. Y los que pueden darse lujos mayores, se lanzan a ilusorias aventuras del tipo Marlboro o Camel, en territorios desolados en los que son capaces de viajar desentendidos del paisaje humano. En fin, yo lo que veo es que la epidermis de nuestro zarandeado
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planeta está sangrando más allá de los shopping centers y de los malls que hoy abundan en todos los países. Y lamento venir a decir esto a este Congreso, pero no me parecería decente disimular el fastidio que me produce un mundo de viajes frivolizados. Me resulta un poco chocante cuando, por citar un único ejemplo de nuestro mundo en movimiento, por causas perfectamente evitables muere un niño cada ocho segundos en algún lugar de la Tierra. Un niño cada ocho segundos, he dicho, lo cual acaso nos debiera forzar a pedir disculpas por lo menos en nombre de la Literatura. Por eso mi viaje a la Patagonia no fue un mero recorrido geográfico, y mi libro no es sólo el testimonio de un viajero por la corteza dura de su país. Final de novela en Patagonia es por eso un libro de viajes pero a la vez no lo es. Porque contiene una novela pero incluye las divagaciones de quien a medida que viaja va escribiendo una novela. Es ante todo un libro acerca de la escritura de una novela y por eso toca todos los géneros: el viaje por ese territorio maravilloso es sólo una parte del libro, que contiene una novela que a la vez describe la construcción de esa novela y además contiene cuentos, crónicas periodísticas, microrrelatos, poemas, textos apócrifos, reflexiones sobre el arte de escribir y múltiples intertextos, lo que hace que el viaje sea, de hecho, un viaje a la literatura. Parafraseando a Juan José Arreóla, yo intenté una «varia invención». Desde luego que el viaje a la Patagonia es el hecho cierto que le da origen. Pero todo lo demás es literatura, o sea imaginación, fantasía, permisos y transgresiones textuales. Si algo descubrí fue que la Patagonia es un territorio fascinante, pero no sólo en su topografía sino en sus incitaciones a la literatura. Y es que, como ustedes bien saben, la literatura intenta siempre explorar los límites y las variaciones de la condición humana. Ahí está, como prueba de que muchos lo han conseguido, toda la gran literatura universal. ¿Acaso existe algún libro —alguna buena novela, algún cuento magistral, algún poema fundacional— que no haya sido una exploración, una indagación acerca de lo que la condición humana es? Bueno, es por eso mismo que los grandes libros de viajes no quieren ser simples guías o instructivos para mansos viajeros. Si releemos a Darwin y a Humbodlt, eso es claro como el agua. Dicho sea con toda modestia, es por eso que en mis libros intento esas exploraciones, en algunos casos a partir de mis viajes. Y es que todo viaje es una cárcel abierta. Así lo escuché decir, acerca de la Patagonia, a un paisano en la Península de Valdez: la inmensidad es una cárcel abierta. Y ésa es una idea que me gusta como expresión poética pero además porque es cierto que la infinitud es una prisión
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sin rejas, de la que algunas gentes no pueden, no saben o no quieren salir. Y a la que muchas no se atreven siquiera a ir... Cuando el infinito adquiere forma territorial, cuando estás ante un verdadero océano de mesetas y de nadas —en la Patagonia como en la vida— te desespera quedarte allí, te sientes perdido. Te mueves para salir, aunque jamás lo consigas. Igual sucede con la literatura, ese otro infinito. Este escritor que soy a veces se complace de andar viajando, por supuesto. Pero no fueron mis decisiones las que me hicieron viajero. Fue la vida misma la que me llevó, cuando tuve que exiliarme, en México y por casi una década, durante la última y feroz dictadura que padecimos los argentinos. Hoy sigo viajando mucho, soy millonario en amigos aquí y allá, me agrada viajar por el mundo para verlos, y cada viaje me enriquece y me estimula. Pero ningún viaje determina ni obstaculiza mi producción. Viajar es una circunstancia que me otorga una mirada un poco más ancha, nada más. Para mí la escritura es movimiento, y es así como escribo y es así como viajo: sin propósitos preconcebidos, cada escritura será para mí como el viaje que la literatura es: la permanente nostalgia del allá cuando estoy acá, y del acá cuando estoy allá. Por eso tengo mi pequeño despacho en cualquier lugar del mundo. Mi mesa de trabajo, mi verdadera casa portátil, es el sitio en el que puedo colocar mi ordenador y soltarme a escribir con la pasión de siempre, la misma de ahora, la del instante en que escribo esto. Viajar por simple afán de aventuras es hoy una extravagancia, acaso sensible y divertida pero extravagancia al fin. Y viajar para descubrir también lo es, en cierto modo, porque los descubrimientos verdaderos han sido sustituidos por la navegación virtual. Q u e es otra ilusión a la que se lanzan diariamente millones de personas en todo el mundo. Ni siquiera hay ahora navegaciones interespaciales, desde que el final de la Guerra Fría nos quitó incluso la fascinación de ser testigos de una competencia técnica fenomenal. Pienso que el mundo se ha empobrecido. En todos los sentidos me parece más y más mediocre, de plástico, de segunda. Y tengo para mí que estamos apenas en el comienzo de un tiempo atroz en el que los fabulosos avances de la ciencia y la tecnología no necesariamente mejorarán la calidad de vida de los pueblos, de todos los pueblos, sino que, como sucede en este mismo momento, la seguirán empeorando. Esta Era Maldita de la Unificación Universal lo que está haciendo es desnudar por completo las debilidades humanas al aplastar las mejores contradicciones creativas de los seres pensantes que alguna vez fuimos.
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Y frente a eso, opino que quizá el único camino sea resistir. Como cada uno pueda, resistir. En mi caso, la bandera de mi resistencia personal tiene un único nombre y color: es la literatura. Porque sólo la literatura sabrá conservar siempre los aspectos más hermosos de los pueblos y del mundo que hemos conocido. Sólo la literatura será capaz de denunciar los horrores y miserias humanas con poesía. Sólo en ella se guardará el tesoro testimonial de la vida de los que ya no están pero han sido, como nos sucede ahora a nosotros con los clásicos. Es en la literatura donde están y estarán siempre las semillas de los sueños, de las ideas, de las revoluciones, de los cambios, de todos los cambios, incluso los imposibles.
E L COMPLEJO DE C O L Ó N Fernando Iwasaki Perú
Al héroe de un día, al que en el día de su heroicidad le sea dado derrocar un inmenso imperio y cambiar así el curso de la Historia, le está reservado en la memoria de las gentes un lugar más alto que el de muchos genios vitalicios que no derrocaron imperio alguno material. Ahí tenéis a Colón. ¿ Q u é es Colón sino un héroe de temporada? Miguel de U n a m u n o
La primera vez que oí el nombre de Colón fue en la cola del cine Canout, cuando alguien le gritó a mi padre: «¡Oiga, señor! No sea colón, pues». La segunda fue en casa, cierta vez que dije algo tan obvio que mi mamá me respondió burlona: «¡Qué colón que eres, papacito!». Pero a la tercera fue la vencida y recién en segundo de primaria recibí puntual información acerca del verdadero Colón; es decir, Cristóbal. Todo lo que aprendí sobre Colón en el colegio cabría en muy pocas líneas: su lugar de nacimiento es desconocido, aunque hay razones para pensar que fue genovés; sostenía que era posible llegar al Oriente navegando por Occidente; sus teorías fueron desoídas en numerosas cortes europeas antes de llegar a España convertido en mendigo; en el convento de La Rábida el clérigo Juan Pérez avaló sus proyectos y le llevó ante los Reyes Católicos; una vez firmada la Capitulación de Santa Fe zarpó del puerto de Palos al mando de tres carabelas; el 12 de octubre de 1492 avistó tierra y tomó posesión de aquellos parajes en
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nombre de la Corona de Castilla; después de cuatro viajes regresó a España cargado de cadenas y, finalmente, falleció convencido de haber hallado una ruta hacia el mítico Cipango. Como se puede apreciar, el Almirante fue una suerte de atónito bienaventurado que apenas disfrutó los beneficios de su fortuna, y por eso Colón no me parecía un nombre sino un apodo. Las primeras asignaturas de historia que cursé en la universidad también arrumbaron al genovés a un papel secundario, ya que los hechos del descubrimiento y conquista de América debían estudiarse dentro de Historia del Perú I, donde todo el protagonismo se lo llevaba Pizarro. En realidad, la expedición colombina ni siquiera figuraba en los programas de Historia Universal, que para mayor indiferencia establecían que el tránsito de la Edad Media a la Edad Moderna se había producido gracias a la caída de Bizancio en 1453. Al parecer, la humanidad habría obtenido granjerias más provechosas de la expansión otomana que del descubrimiento del Nuevo Mundo. Tampoco la Facultad de Letras le hizo justicia al Almirante, pero al menos compensé aquella turbia laguna con la lectura de los cronistas de Indias, quienes me dieron pistas para comprender la persistencia de esas brumas que difuminan la figura de Colón. Así, de las crónicas se desprende que los méritos del despistado genovés fueron mínimos, ya que el apoyo de los Reyes se lo debía a los frailes de La Rábida, la enderezada navegación a la pericia de los hermanos Pinzón y el propio descubrimiento a Rodrigo de Triana, que según Gonzalo Fernández de Oviedo fue «natural de la villa de Lepe» y el primero en divisar el continente americano. En el colmo del escamoteo, se tenía por cierto que la ruta descubierta se la había revelado en las islas Madeira un moribundo marinero español. De ahí que el cronista López de Gomara negara que el Almirante hubiera tenido alguna noticia sobre la existencia de las Indias «hasta que topó con aquel piloto español, que por fortuna de la mar las halló». En realidad, Colón habría sido incapaz de urdir teoría geográfica alguna, pues no era cosmógrafo ni hombre de letras. De hecho, en 1492 no reparó en las nuevas constelaciones del estrellado cielo antillano y todo el bagaje intelectual del Diario de su primer viaje se reduce al mapa de Toscanelli. Es decir, que antes del descubrimiento ni siquiera había leído la Historia Natural de Plinio o El Millón de Marco Polo y —por descontado— tampoco la Imago Mundi de Petrus de Alliaco ni la Historia Rerum de Eneas Silvio Piccolomini. Sin embargo, para defenderse de las críticas de sus enemigos el Almirante acabó recurriendo a esas y otras autoridades, a las cuales llegó a citar con boticaria erudición. Cuánta razón tenía López de Gomara cuando afirmaba que «No
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era docto Christóval Colón, mas era bien entendido». Pero ante sus contemporáneos el Almirante no sólo era una especie de truchimán, sino además un extranjero. En efecto, los inmigrantes instalados en España desde los tiempos de la unificación de las coronas de Castilla y Aragón, controlaron muy pronto la banca, el comercio y la usura, malquistándose así con una sociedad prejuiciosa que les requería y despreciaba a la vez. Ello facilitó la adhesión de los extranjeros residentes en la península, quienes formaron factorías, negocios y familias entre sí, como en el caso de Colón. Casado con portuguesa y vinculado a casas comerciales de Lisboa, Colón se avecindó en Sevilla, donde hizo negocios con los florentinos Simón Verde y Amérigo Vespucci, y donde una docena de banqueros genoveses financiaron algunos de sus viajes. Para mayor agravio castellano, el milanés Pedro Mártir de Anglería publicó en Sevilla sus Décadas del Nuevo Mundo (1511), obra de manifiesta propaganda colombina y de extraordinaria acogida en Italia. Por lo tanto, no debería extrañarnos que los cronistas españoles emborronaran la imagen de Colón y exageraran los presuntos méritos de sus compatriotas -—los Reyes Católicos, fray Juan Pérez, los hermanos Pinzón, Rodrigo de Triana y el anónimo piloto de Madeira— en la gesta de las tres carabelas, porque de lo contrario habría prevalecido la peligrosa idea de la exploración y colonización del Nuevo M u n d o como una empresa «extranjera». El descubrimiento de América no sólo supuso una revolución geográfica, sino también una controversia teológica: ¿por qué el Nuevo Mundo no aparecía en las Escrituras? ¿Acaso figuraba en la Biblia con otro nombre? El propio Colón se atrevió a insinuarlo cuando afirmó que La Española era el legendario Ofir, asiento de las ricas minas del rey Salomón; pero tales especulaciones sólo proporcionaron nuevos argumentos a sus criticastros, quienes le reprocharon al Almirante no haber descubierto ningún lugar desconocido además de infringir la Capitulación de Santa Fe, donde el impetuoso genovés se había comprometido a fondear en la India Oriental. N o obstante, la exégesis canónica le allanó el camino al escrutinio de los textos clásicos, y así el estudio de la geografía y la historia del Nuevo M u n d o se pobló de referencias al Diluvio, a las zonas tórridas entresacadas de Plinio, a los viajes de Josafat, al Timeo de Platón, a la clarividencia de los profetas y al continente perdido de los atlantes. Obnubilados por la Biblia — e s a summa de la literatura fantástica—, los doctores de la Iglesia incluso sentenciaron que un apóstol de Cristo había impartido doctrina en las Indias Occidentales,
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cumpliendo la consigna que el mismo Cristo dejó a sus discípulos antes de ascender a los cielos: «Id por todo el mundo y predicad el evangelio a toda criatura» (Marcos 16, 15). En consecuencia, Colón había llegado en 1492 a unas tierras que ya eran mencionadas en el Génesis, que aparecían en los Diálogos de Platón, que los mercaderes fenicios explotaron en tiempos de Salomón, que Plinio había descrito en su Historia Natural, que fueron evangelizadas según las Escrituras y que un desconocido piloto español recorrió antes que arribara a ellas un advenedizo genovés con carnet de descubrir. «¡Qué colón que eres, papacito!», le hubiera espetado mi madre al Almirante. En el colmo de la fatalidad, en 1513 Balboa descubrió el Mar del Sur, en 1519 Cortés conquistaba México, en 1522 Elcano dio la vuelta al mundo y en 1532 Pizarra sometió a los Incas del Perú. ¿Quién iba a recordar a Cristóbal Colón después de tantas epopeyas y hazañas realizadas por los castellanos? En menos de cincuenta años las inéditas riquezas de las Indias desmesuraron los yerros colombinos y el Almirante devino personaje insignificante, un héroe menor. De ahí que las crónicas de la conquista del Perú —sobre todo las redactadas a partir de 1550— no le concedan a Colón ni la más mínima importancia. Fue el caso de Pedro Sarmiento de Gamboa, quien en su Historia Indica (1572) no denotó interés alguno por el descubrimiento, sino más bien por demostrar que, camino a Itaca, Odiseo recorrió Campeche y Yucatán, y que los incas eran descendientes de los antiguos atlantes. Algo semejante ocurrió con Miguel Cabello Valboa, quien dedicó dos de las tres partes de su maciza Miscelánea Antàrtica (1586) a remendar pasajes bíblicos con la historia de los pueblos mediterráneos y los flamantes lugares descubiertos en las Indias, mencionando a Colón de refilón como coetáneo del Inca Huayna Cápac. Tampoco le prestó demasiada atención el jesuíta Joseph de Acosta, pues en su empeño de excusar la ignorancia de Platón y Aristóteles con respecto al continente americano, aseveró en 1590 que «así sucedió en el descubrimiento de nuestros tiempos, cuando aquel marinero (cuyo nombre aún no sabemos, para que negocio tan grande no se atribuya a otro autor sino a Dios) habiendo por un terrible e importuno temporal reconocido el Nuevo Mundo, dejó por paga del buen hospedaje a Cristóbal Colón la noticia de cosa tan grande» (Historia natural y moral de las Indias, XIX). Pero quien remató al Almirante hurtándole todo mérito fue mi paisano el Inca Garcilaso, pues en sus Comentarios reales de los Incas (1609, voi. 1, cap. 3) relata una sorprendente historia que no me resisto a transcribir:
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Cerca del año de mil y cuatrocientos y ochenta y cuatro, uno más o menos, un piloto natural de la villa de Huelva, en el condado de Niebla, llamado Alonso Sánchez de Huelva, tenía un navio pequeño, con el cual contrataba por la mar, y llevaba de España a las Canarias algunas mercaderías que se le vendían bien; y de las Canarias cargaba de los frutos de aquellas islas y las llevaba a la isla de la Madera, y de allí se volvía a España cargado de azúcar y conservas. Andando en esta su triangular contratación, atravesando de las Canarias a la isla de la Madera, le dio un temporal tan recio y tempestuoso, que no pudiendo resistirle se dejó llevar de la tormenta, y corrió veinte y ocho o veinte y nueve días sin saber por dónde, ni adonde; porque en todo este tiempo no pudo tomar el altura por el sol, ni por Norte. Padecieron los del Navio grandísimo en la tormenta, porque ni les dejaba comer ni dormir: al cabo de este largo tiempo se aplacó el viento, y se hallaron cerca de una isla; no se sabe de cierto cuál fue, mas de que se sospecha que fue la que ahora llaman Santo Domingo [...] El piloto saltó en tierra, tomó el altura, y escribió por menudo todo lo que vio, y lo que le sucedió por la mar a ida y a vuelta; y habiendo tomado agua y leña, se volvió a tiento, sin saber el viaje tampoco a la venida como a la ida, por lo cual gastó más tiempo del que le convenía. Y por la dilación del camino les faltó el agua y el bastimento, de cuya causa, y por el mucho trabajo que a ida y venida habían padecido, empezaron a enfermar y morir de tal manera, que de diez y siete hombres que salieron de España, no llegaron a la Tercera más de cinco, y entre ellos el piloto Alonso Sánchez de Huelva. Fueron a parar a casa del famoso Cristóbal Colón, genovés, porque supieron que era gran piloto y cosmógrafo, y que hacía cartas de marear. El cual los recibió con mucho amor, y les hizo todo regalo por saber cosas acaecidas en tan extraño y largo naufragio, como el que decían haber padecido. Y como llegaron tan descaecidos del trabajo pasado, por mucho que Cristóbal Colón les regaló, no pudieron volver en sí, y murieron todos en su casa, dejándole en herencia los trabajos que les causaron la muerte.
C o m o se p u e d e apreciar, para u n a mayoría de españoles de los siglos siguientes, el A l m i r a n t e sólo f u e u n o p o r t u n i s t a albacea q u e se aplicó a explotar sin c o n m i s e r a c i ó n el i n e s t i m a b l e legado del l e g í t i m o d e s c u b r i d o r n a u f r a g a d o , m u e r t o y sepultado. «¡Oiga, señor! N o sea colón, pues», provocaba decirle. Pero m i e n t r a s semejantes resquemores r e c o n c o m í a n las e n t e n d e d e r a s de E s p a ñ a y sus colonias, en el resto del m u n d o el genovés era considerado u n h é r o e y u n f a s c i n a n t e personaje. E n Italia t u v o varias reimpresiones la Historie... de'fatti
dell'ammiraglio
e vera relatione della vita e
Christoforo Colombo (1571) e n t r e g a d a a la e s t a m p a p o r
el p r o p i o H e r n a n d o C o l ó n ; T o m m a s o Stigliani le d e d i c ó su p o e m a heroico
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Del Mondo Nuovo (1617) y el cardenal Pietro Ottoboni le compuso una ópera, II Colombo, en 1690. En Francia fue exonerado por Montaigne y más tarde por el abate Raynal de la despellejadura de la conquista española, e incluso a mediados del siglo xix fue promovida desde París su disparatada causa de beatificación. En Alemania, Schiller escribió el Kolumbus (1795) y Alexander von Humboldt dejó reiterados testimonios de admiración en varios fragmentos de su vasta obra. Pero fueron los ingleses quienes con mayor ahínco se consagraron a glorificar a Colón. Así, Francis Bacon le honró con una gran estatua en su NewAtlantis (1626), Milton lo bendijo en su inmortal Paradise Lost (1667), y un curioso texto publicado en Londres en 1682, De jure marítimo et navali, aseguraba que Christopher Columbus era en realidad un piloto inglés exiliado en Génova. Esa anglosajona pasión colombina tuvo un auge extraordinario en la colonización norteamericana, donde numerosos ríos, cordilleras, mesetas y poblados recibieron el nombre de Columbia. Casi podríamos decir que un nuevo país brotó al conjuro de Christopher Columbus. En efecto, pocas naciones como los Estados Unidos de América han profesado por Cristóbal Colón una admiración tan incondicional y desenfrenada, pues la exaltación del Almirante ha sido invariable desde 1776. De tal suerte, los padres de la independencia americana fundaron la Columbian Order y uno de ellos —Joel Barlow— urdió el extenso poema épico The Columbiad (1787); las primeras monedas de la Confederación llevaron el epígrafe «Inmune Columbia» y en 1786 apareció en Philadelphia la Columbian Magazine, revista de pensamiento y divulgación científica que perseveró en el empeño del American Mercury. La temprana exploración del oeste americano también comenzó bajo los auspicios de Colón, pues a bordo de una barcaza llamada Columbia el pionero Robert Gray descubrió en 1792 la desembocadura del río más caudaloso de la costa oeste norteamericana, conocido todavía como Columbia River. Para entonces el vetusto King's College de Nueva York ya se había convertido en Columbia University (1784) —una de las más prestigiosas universidades del mundo— y en Washington D C se fundó el Columbian Institute, que más tarde daría origen al célebre Smithsonian Institution. Pero la imagen heroica y romántica de Colón se entronizó en el imaginario americano gracias a la obra de Washington Irving: The Life and Voyages of Columbus (1828), que en menos de tres años tuvo vertiginosas ediciones y fue traducida a más de seis lenguas. Colón se convirtió así en una figura literaria a quien honraron otros escritores
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como Walt Whitman, Alfred Tennyson o James Fenimore Cooper, autor de trepidantes novelas de aventuras como The Last ofthe Mohicans (1826); mas confieso que para mí los mejores homenajes de la literatura norteamericana fueron La incomparable aventura de un tal Hans Pfaall, de Edgar Alian Poe, y los relatos marineros de H. P. Lovecraft, donde sin mencionar a Colón abundan contraseñas que remiten al Libro de las profecías y al Diario del primer viaje. Después de todo, el Almirante también se había zambullido en la ficción cuando anotó que había visto huellas de grifos, que tuvo noticia de los monstruos cinocéfalos y que una noche divisó tres sirenas en el océano, aunque menos hermosas que las de los mares de Guinea. En los Estados Unidos sólo George Washington supera en popularidad a Christopher Columbus, pero la Casa Blanca —residencia del presidente en Washington D C — se encuentra en el distrito de Columbia. Asimismo, Columbus es la capital de Ohio y el nombre de más de media docena de ciudades repartidas por Indiana, Georgia, Nebraska y Mississippi; lo mismo que Columbia, capital de Carolina del Sur y la más importante de otras homónimas poblaciones de Missouri, Mississippi, Pennsylvania y Tennessee. Por otro lado, la primera Exposición Universal se celebró en Chicago para conmemorar el IV Centenario del Descubrimiento de América y fue conocida como la World's Columbian Exposition; la mayor empresa de radiotelevisión norteamericana es la Columbia Broadcasting System (CBS, Inc.); la gran obra de consulta de los Estados Unidos es la Columbia Encyclopœdia-, uno de los estudios de cine más representativos de Hollywood pertenece a la Columbia Pictures, Inc. y —entre otros halagos— el primer transbordador espacial de la NASA fue precisamente el Columbia; por no hablar del «Columbus Day», la segunda fiesta más importante de los Estados Unidos después del «Independence Day». Por desgracia, en España «Colón» sólo es un detergente. ¿Por qué el país que le debe toda su trascendencia histórica le ha despreciado de esa arbitraria manera? Si en Inglaterra se le honró como descubridor, en España muchos le escamotearon tales méritos; si en Francia tuvo fama de gobernante justo, en España fue apostrofado como «tirano faraón»; si en Alemania alabaron su ciencia y su curiosidad por la naturaleza, en España fue tachado de indocto e ignorante. Ni siquiera el valor le ha sido reconocido, pues hasta hoy en España se habla con más frecuencia del huevo de Colón —así, en singular— cuando el plural le haría más justicia al osado genovés. Pero mientras el moderno Diccionario de la Real Academia Española no admite nombres propios y sí la curiosa expresión Huevo de Colón como «cosa
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que aparenta tener mucha dificultad, pero resulta ser fácil al conocer su artificio» (¿como el descubrimiento de América?); Covarrubias incorporó la siguiente voz en su viejo Tesoro de la lengua castellana o española (1611): C O L O N . Nombre propio del que descubrió las Indias Occidentales [Conquistó e incorporó en la Corona de Castilla, don Cristóbal Colón, un nuevo mundo. Mereció salir, no sólo al lado de su rey, sino sentarse en su presencia. Fue Almirante de las Indias, Comendador y Virrey dellas; pero fuele a residenciar persona de bien diferente porte, y envióle preso a España. C o n grillos entró en Sevilla; murió y mandó en su testamento que le enterrasen con ellos, para que viniese en la memoria de los siglos un desengaño tan grande].
Las murmuraciones y el vilipendio infligidos a Colón tuvieron su origen en siglos de represiones de toda índole, pacatos providencialismos religiosos y prejuicios estamentales que amputaron de la mentalidad española el aprecio por el éxito, la felicidad y el placer. Mas la «memoria de los siglos» no ha olvidado aquellos indignos grilletes, y por eso españoles y latinoamericanos padecemos el complejo de Colón: nos escuece que nuestros méritos no sean reconocidos, pero jamás reconocemos los méritos ajenos. Si alguien cree haber descubierto algo, ya dirán que un anónimo piloto lo hizo antes. Si el descubrimiento resulta verdadero siempre habrá quien susurre que todo fue gracias al poder de los reyes, al enchufe del Juan Pérez de turno o a la ubicuidad de un Rodrigo de Triana. Y si uno alcanzara a disfrutar las prebendas del hallazgo, no faltará el Bobadilla industrioso en hierros y cepos. En suma, que por causa de la maldición del Almirante nunca nos libraremos de que alguien nos diga que somos unos colones o que no seamos colones, en cualquiera de las acepciones que conocí antes de saber quién era Colón. ¿Quién no ha escuchado alguna vez expresiones «colombinas» como las siguientes?: « ¡ Q u é suerte ha tenido tu hijo al encontrar trabajo!»; «Oye, me tienes que dar los contactos para publicar un libro»; «¿Se puede saber a quién conoces tú, que me he enterado que te han ascendido?». Al igual que el burro de la fábula, Colón habría soplado la flauta cuando descubrió América, fundando sin querer un modelo de estima y valoración personal genuinamente hispánico. Por ejemplo, ¿quién es la víctima más notable del «complejo de Colón»? Miguel de Cervantes Saavedra, el gran ausente de los fastos del IV Centenario de la publicación del Quijote. ¿Por qué celebramos al personaje y no a su creador? Los ingleses veneran primero a Shakespeare y después a sus criaturas, pero nosotros celebramos al Quijote y no a Cervantes porque no
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creemos en los méritos individuales de nadie. Ni siquiera en los del autor del Quijote. En realidad, desde nuestra mentalidad pacata, retrechera y envidiosa, Cervantes también habría tenido la «suerte» de escribir el Quijote y por eso —desde hace siglos— numerosos críticos, filólogos y escritores se han dedicado en cuerpo y alma a demostrarlo. N o quiero terminar sin mencionar que el cine y la literatura nos han enseñado que todas las historias de maldiciones y cuerpos encadenados pueden terminar felizmente si se exhuma la tumba apropiada. ¿Dónde están los despojos del Almirante, para destrabar los grillos que aprisionan al mezquino espíritu hispano? Habría que ser Colón para descubrirlos. La historia reza que en 1506 Cristóbal Colón fue sepultado aquí, en la iglesia de San Francisco de Valladolid, pero en 1509 su hijo Diego ordenó trasladar los restos a la cartuja sevillana de Santa María de las Cuevas. D e ahí salieron en 1544 rumbo a Santo Domingo, hasta que fueron traspalados a La Habana cuando España perdió la soberanía de la isla en 1795. N o obstante, al producirse la independencia de Cuba en 1898, las reliquias colombinas volvieron a cruzar el océano para hallar definitivo reposo en la catedral de Sevilla. Con todo, a pesar del documentado trasiego de sepulcros, cuatro ciudades se precian de atesorar los escombros del Almirante. Un reciente análisis de A D N ha demostrado que los huesos de la catedral hispalense son — e n efecto— colombinos, pero como el esqueleto está incompleto, lo más probable es que Colón haya sido troceado como los santos y los pollos. A guisa de coda debo añadir que se consuelan en vano quienes barruntan que algún día el tiempo y la historia pondrán las cosas derechas y su memoria será reparada, pues todavía quinientos años después de su fortuito descubrimiento, Cristóbal Colón ha sido acusado de genocida, paladín del capitalismo y precursor de la hecatombe ecológica. El «síndrome del Almirante» es implacable, pero es menester precisar que Colón — c o m o E d i p o — jamás tuvo su complejo.
L A VÍCTIMA SALVADA
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En 1967 Juan José Saer publica un libro de cuentos cuyo título representa un programa estético: Unidad de lugar. Como Faulkner, Proust, Onetti o Balzac, Saer pertenece a la estirpe de novelistas que escriben un solo libro interrumpido, donde resulta necesario aguardar la reaparición de un personaje, leer esa saga en clave sucesiva, tranquilizar los variados episodios con la certeza de que pertenecen a una serie. Lo que articula esta estrategia de la reincidencia es el territorio: todo sucede en un sitio común. En el caso de Saer, el Territorio es la provincia de Santa Fe. Aunque ubique un relato o comience una novela en una ciudad europea, su imaginación depende de una región precisa, el entorno rural junto a un río inmenso que interrumpe la tierra. Las nociones de «vastedad» y «límite» son esenciales a lo que ahí acontece. Unidad de lugar: un vértigo acotado. Aunque describe con deleite la maleza y las coloraciones de la luz, Saer trabaja el paisaje más en un sentido moral que geográfico. Resulta sintomático que no ofrezca los nombres de los muchos árboles que pueblan sus escenarios y en cambio describa con exactitud el efecto simbólico que produce la espesura, el follaje como un dogma de la densidad. En la narrativa de Saer, las plantas integran un sistema, determinan el ánimo tanto como las nubes movedizas y los crepúsculos rosáceos. Pero la experiencia central de ese sitio es la extensión. Circundados de vacío, los personajes se saben al fin de las cosas. En «La ocasión», el territorio es visto como un desafío intelectual; el protagonista, A. Bianco, enfrenta la desmedida intemperie como «el lugar más adecuado para dedicarse al pensamiento».
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A contrapelo del costumbrismo o del realismo mágico, Saer no busca lo tópico ni el arquetipo extremo. Al contrario, su naturaleza es un lugar de prueba, una planicie que exige una puesta en blanco, la renuncia a las ideas preconcebidas. La inquietud que la pampa y el río de aguas barrosas provocan en sus expedicionarios se acerca más a la del viaje a las estrellas, no porque se trate de parajes completamente desconocidos, sino porque generan una condición ingrávida, la desconcertante sensación de estar al final o al comienzo de algo, ante una materia demasiado fuerte, donde el grito es una hueca forma del viento. En el «espacio Saer», el campo no adquiere el menor registro pintoresco. Su realidad entraña un desafío lógico: una extensión para pensar. A propósito de «La ocasión», Graciela Montaldo comenta (en De pronto, el campo) que el protagonista no ve el entorno rural como una molestia que debe ser sometida por el colonizador: El extranjero, que una vez fue una celebridad en los centros intelectuales europeos, lo percibe como un enigma. N o es la barbarie para él; es ese lugar intangible en el que la materia y el pensamiento desarrollan, ante sus ojos, una batalla diaria.
La «zona», como Saer llama con frecuencia a ese espacio, es una encrucijada donde lo natural inquieta la mente. La curiosidad que anima a sus personajes no es la del naturalista; no se someten al «impulso Humboldt» de clasificar lo inédito. Ya colonizada, esa tierra tiene otro modo de sorprender: provoca novedades en quienes ahí se adentran. Los personajes son redefinidos por la lejanía, el límite, la vastedad: lo natural como problema, como desafío de introspección. La expresión «situarse en el mapa» adquiere peculiar fuerza en las novelas y los cuentos de Saer. El paisaje estimula la conciencia. Saer optó por el realismo en un momento en que buena parte de la literatura argentina privilegiaba lo fantástico. Sus tramas se dejan influir por la Historia y no son ajenas a la dicotomía «civilización y barbarie». Sin embargo, la desmesura de su territorio se refiere menos al «atraso» o al «despojo» que a una radical oportunidad de conocimiento. Vacío: hora cero, página en blanco. En los años sesenta y setenta, mientras otros autores describían los paraísos artificiales de la droga, Saer situó sus tramas en escenarios que producían alteraciones en la percepción no menos fuertes. Desde las prosas reunidas en Argumentos hasta la novela de madurez Las nubes, sus travesías exploran un
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territorio que despierta, según el caso, las ideas, la sinrazón o el delirio. En Las nubes un psicólogo educado en el París de la Ilustración viaja a Santa Fe, se hace cargo de un hospital de enfermos mentales y regresa a Buenos Aires en una caravana donde los cuerdos comienzan a confundirse con los locos. En un momento del recorrido la temperatura cambia en forma arbitraria. Durante ese «verano indebido» se produce un incendio del que se salvan de milagro. El viaje adquiere un tono alucinante: Salvados del fuego porque sí, ya no teníamos mucho que perder. Consumiéndonos, las llamas hubiesen consumido también nuestro delirio, que era lo único verdaderamente propio que nos distinguía en esa tierra chata y muda. Y puesto que, indiferentes, casi desdeñosas, habían pasado de largo sin siquiera detenerse para aniquilarnos, nuestro delirio, intacto, podía recomenzar a forjar el mundo a su imagen.
La única identidad constitutiva que se sobrepone al fuego es la demencia. Aunque ubique a sus personajes en distintas épocas y trabaje en distintos registros formales, Saer busca filiaciones al interior de su obra, construye una genealogía que no depende de lazos de parentesco (las familias tumultuosas de Faulkner o García Márquez) sino de la manera en que es imaginada: una tradición de la conciencia. En Diálogo, libro de conversaciones con Ricardo Piglia, comenta que no le importa matar a uno de sus personajes porque puede reincorporarlo sin mayor problema en otro texto. Cada uno de sus libros tiene un estatuto autónomo; sin embargo, el conjunto obedece a una estrategia de los antecedentes y los posibles desarrollos; una trama que no ocurre en forma lineal, pospone sus efectos, otorga coherencia retrospectiva a ciertas intuiciones. En 1983, la «unidad de lugar» a la que aspira la obra de Saer alcanzó un peculiar momento de condensación: El entenado articuló con mayor fuerza lo que había escrito antes y lo que escribiría después. Se trata de un libro fundacional, no en un sentido programático —situaciones que serán desarrolladas a partir de él—, sino de conocimiento: los principios que permiten un tipo de escritura. Saer aborda el tema de la Conquista en el territorio que le es familiar, y se sirve de un hecho real, ocurrido en 1515. La expedición de la que forma parte el protagonista es derrotada y transformada en la merienda de los vencedores. El narrador en primera persona se somete al asombro superior de ser salvado. Por alguna razón, sus captores permiten que sobreviva. Durante diez años vive
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en estado de perplejidad, sin entender del todo lo que ve, hasta que regresa a la vida de las ciudades y, ya anciano, escribe su historia. Una vez más, Saer revela su peculiar concepción del realismo. No le interesa la historicidad (la descripción de las ballestas españolas o los tatuajes vernáculos), sino ubicarse con precisión en esa circunstancia para explorar sus significados. ¿Cómo entender lo ajeno? El entenado es un huésped que se queda largo tiempo en la casa sin pertenecer del todo a la familia. Al salvar a su víctima, los indios le permiten estar con ellos pero no buscan que se asimile; al contrario, dejan que todo transcurra a su arbitrio y sea él quien busque la forma de comprenderlos. Varias fases marcan este aprendizaje. Al principio todo es desconcierto; luego el protagonista arriesga conjeturas, razones borrosas; finalmente cree entender, al margen de cualquier criterio de verificación. ¿Qué principios sigue la pedagogía de sus anfitriones? Al no interactuar con él ni enseñarle nada de manera propositiva, permiten que los conozca desde los márgenes, fuera de esa circunstancia. Otra moral y otro sentido del hedonismo rigen a esa gente: «No querían reconocer su propio goce. No les gustaba que algo, demoliendo sus fortificaciones, les gustara». Como en toda antropología, las peculiaridades ajenas arrojan luz sobre lo propio. ¿No tiene el deseo entre nosotros un poder debilitador? Quien siente es vulnerable, por eso el dandy apuesta por la frialdad de lo inconmovible. Una y otra vez El entenado vuelve al problema de conocer lo radicalmente distinto. En el ensayo «En el origen de la cultura argentina: Europa y el desierto. Búsqueda del fundamento», Beatriz Sarlo relaciona el espacio en el que ocurre la literatura argentina con un desafío de conocimiento: ¿cómo incorporar ahí al Otro?, ¿es posible dialogar con quien se desconoce? A propósito de esto apunta: La palabra 'desierto', más allá de una denominación geográfica o sociopolítica, tiene una particular densidad cultural para quien la enuncia, o más bien, implica un despojamiento de cultura respecto del espacio y los hombres a que se refiere. Donde hay desierto, no hay cultura, el Otro que lo habita es visto precisamente como Otro absoluto, hundido en una diferencia intransitable.
El entenado busca desandar los pasos hacia el momento en que se generó esa diferencia. Ya en el relato «El intérprete», Saer se había ocupado de una
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situación similar. Un hombre que habla el idioma de los indios y el de los conquistadores debe mediar en un juicio: Cuando los carniceros juzgaron a Ataliba, yo fui el intérprete. Las palabras pasaban por mí como pasa la voz de Dios por el sacerdote antes de llegar al pueblo. Yo fui la línea de blancura, inestable, agitada, que separó los dos ejércitos formidables, como la franja de espuma que separa la arena amarilla del mar; y mi cuerpo el telar afiebrado donde se tejió el destino de una muchedumbre con la aguja doble de mi lengua. ¿Entendí lo mismo que me dijeron? ¿Devolví lo mismo que recibí?
Aunque habla los dos idiomas, el intérprete no está seguro de ser un mediador hábil. Escrito desde la inseguridad, el relato arroja una luz distante sobre la condición del escritor latinoamericano, intercesor entre dos ámbitos, que no puede evitar la sensación de servirse de un segundo idioma respecto a las cosas del lugar, de depender de una lengua que traduce, siempre tentativa, cuya fuerza deriva, paradójicamente, de las exigencias a las que se somete al reconocer su fragilidad y obligarla a buscar equivalencias hacia un imposible idioma «original». A diferencia del intérprete, el entenado no sólo siente inseguridad sino impotencia ante el idioma vernáculo. Es demasiado lo que ignora: Esa vida me dejó — y el idioma que hablaban los indios no era ajeno a esa sensación— un sabor a planeta, a ganado humano, a mundo no infinito sino inacabado, a vida indiferenciada y confusa, a materia ciega y sin plan, a firmamento mudo: como otros dicen a ceniza.
Los indios permiten que vea sus costumbres sin adiestrarlo: es el Otro; debe encontrar su propia vía de acceso a la costumbre. Uno de los recursos que Saer admira en Faulkner es la capacidad de contar desde la incomprensión: alguien narra sin entender. Si la trama se aclara es gracias a relatos alternos. En el caso de El entenado ese recurso resulta imposible. No hay vecinos ni otros intermediarios que hablen de esa realidad. En el momento crítico en que los españoles interrumpen su cautiverio, el protagonista comprende, luego de años de silencioso aprendizaje, la ruptura de códigos que significa la Conquista: Cuando, desde el río, los soldados, con sus armas de fuego, avanzaban, no era la muerte lo que traían, sino lo innominado [...] Dispersos, los indios ya no podían
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estar del lado nítido del mundo [...] Es, sin duda alguna, mil veces preferible que sea uno y no el mundo lo que vacila. El huésped forzoso, el entenado, vive la singularidad del tiempo; los indios, viven la derrota del tiempo. Después de la Conquista resulta casi imposible conocer el mundo indígena en sus propios términos. La subjetividad que miró primero ese entorno se repliega en forma progresivamente impenetrable, entre otras cosas porque en la concepción cosmogónica de la realidad, la Conquista no liquida una etapa de la Historia sino la realidad misma. ¿Es posible reconstruir una percepción que se disipa al establecer contacto con ella, restituir una identidad que dependía para existir de su aislamiento? Saer se arriesga a atisbar esa imprecisa región. Muchas veces el relator se pregunta por qué es salvado por los antropófagos. Luego cede a otra perplejidad: si los indios desean tener un mediador con otra realidad, ¿por qué no le enseñan su cultura? Es algo más que un extraño, algo menos que un asimilado. Poco a poco comprende la singular antropología de la que es objeto: «Lo exterior era su principal problema. No lograban, como hubiesen querido, verse desde afuera». El Otro es el ojo externo que requieren; por eso no lo educan, por eso preservan su diferencia. Se trata, quizá, de una concepción mágica del entendimiento. Los aborígenes nunca sabrán lo que descifró el español, ni leerán el relato que los mira de lejos; sin embargo, la certeza de que eso es posible, los tranquiliza como un refulgente talismán. En otra mente eso puede tener lógica. Visto desde el interior, el universo de los indios es frágil, cada cosa amenaza con disolverse y debe ser forzada a permanecer a través de un incesante sistema de supersticiones. Visto desde fuera, en la zona adversa de lo resistente, puede, tal vez, durar. El narrador se abre camino con esfuerzo en el idioma del lugar, como si avanzara por una ciénega, y comprende el pavor que ahí despierta lo ajeno: «Lo externo, con su sola presencia, les quitaba realidad». La veracidad del mundo tenía que afirmarse a diario con los muchos rituales que exige la incertidumbre. El entenado es un recordatorio de lo que está fuera. ¿No debería entonces ser aniquilado? Con lento asombro descubre que si algo lo salvó fue su alteridad: los indios lo desconocían a tal grado que no se les ocurrió que él pudiera
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ignorar su idioma ni requiriera de indicaciones; lo sabían externo y ajeno como es externo y ajeno un espejo: D e mí esperaban que duplicara, como el agua, la imagen que se daban de sí mismos, que repitiera sus gestos y palabras, que los representara en su ausencia y que fuese capaz, cuando me devolvieran a mis semejantes, de hacer como el espía o el adelantado que, por haber sido testigo de algo que el resto de la tribu todavía no había visto, pudiese volver sobre sus pasos para contárselo en detalle a todos. Amenazados por todo eso que nos rige desde lo oscuro, manteniéndonos en el aire abierto hasta que un buen día, con un gesto súbito y caprichoso, nos devuelve a lo indistinto, querían que de su pasaje por ese espejismo material quedase un testigo y un sobreviviente que fuese, ante el mundo, su narrador.
El testigo obligado procura a los indios el consuelo de la versión ajena. Si ese entorno se derrumba, sólo sobrevivirá lo distinto, la mirada del huésped. La novela ofrece el trasvase de una cosmogonía (contar el mundo) en una singularidad (contar un mundo): del mito a la literatura. En la última escala de esta antropología, el narrador descubre el sentido profundo que la aventura tuvo para él. Recuperar la vida de sus adversarios es su principal necesidad, lo que da sentido a sus días: «Conmigo, los indios no se equivocaron; yo no tengo, aparte de ese centelleo confuso, ninguna otra cosa que contar». Resulta difícil leer El entenado sin tomar en cuenta la noción de lo «extraterritorial», que para George Steiner define la literatura moderna. El hombre escindido de su entorno cuenta desde una perspectiva desplazada, ajena a la norma. Las estrategias que permiten descolocar el punto de vista son tan variadas como los mapas de la narrativa del siglo xx: Musil practica un exilio interior sin moverse de Viena; Joyce crea una tensión con Dublín a la distancia; Nabokov recupera un entorno perdido por la fuerza y luego conquista su país de adopción en otra lengua. Descendiente de inmigrantes, Saer vivió en París desde 1968 hasta su muerte, en 2005, y sin embargo, su devoción por la región de Santa Fe no fue menos intensa que la del poeta Juan L. Ortiz por la provincia de Entre Ríos. Si se descuentan un par de viajes y una estancia en Buenos Aires en 1915, Ortiz vivió casi noventa años ante el río Paraná. En El concepto de ficción y En el río sin orillas este poeta esencial para Saer es retratado como alguien que ha hecho del aislamiento una moral: edita y distribuye sus libros, carece de contacto con la república de las letras. No es infrecuente el caso del ermitaño literario; lo
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Juan Villoro
productivo, en Ortiz, es que su forma de vida conduce a una autonomía de la voz, un tono único. El alejamiento de Saer fue más mundano pero no menos definitivo. Es posible conjeturar que Santa Fe (la zona imaginada) lo protegió de las tentaciones superficiales de la moda; al mismo tiempo, vivir lejos le permitió experimentar lo propio como una nostalgia, un desarraigo, un bien precario. El célebre comienzo de La mayor alude a un entorno previo, con el que aún hay contacto pero cuyos beneficios parecen haberse perdido: «Otros, ellos, antes, podían». Además de desplegar el sistema de comas que caracteriza la respiración narrativa de Saer, la frase trae un misterio ajeno al tiempo presente: ¿qué podían los otros, los de antes? El novelista se refiere a la forma de narrar y a la costumbre. Antes se podía decir: «la marquesa salió a las cinco», y espiar sus anticuados hábitos. La narrativa moderna indaga desde fuera, al margen de lo ya explicado. Saer escribe en esa zona, después, cuando la tradición parece haberse vaciado. Aunque se ocupen de otras épocas, no implican un regreso a lo ya documentado (de ahí la imposibilidad de considerarlas obras «históricas»), sino una exploración que refunda el tiempo, un presente imaginado de lejos. Algo más sobre la rítmica composición de Saer: la puntuación —el récord de comas que seguramente tiene— obliga a recordar que sus narradores mastican mientras escriben. N o se llevan a la boca viandas complejas, sino alimentos menudos que se pueden morder con ritmo preciso y ayudan a llevar el compás con la mano que a veces toca el plato, a veces los labios. Los narradores de Saer son impensables sin las aceitunas (El entenado), las cerezas (Las nubes) o la carne fría y el pan {La mayor)-. Amasijados, mezclados, pasan, de a pedacitos, por la garganta. El vino negro los disuelve y los empuja hacia atrás, hacia el fondo. H a n de estar, en la oscuridad, uno detrás de otro, bajando. H a n de irse depositando, en el fondo, donde la maquinaria ha comenzado, ya, a trabajar.
El fraseo depende de una cadencia, la del hombre que mastica entre pausas. «Originalidad: cuestión de estómago», escribió Valéry para referirse a la saludable asimilación de lo ajeno. Cronista de la antropofagia, Saer hace que sus narradores coman las aceitunas que permiten escanciar la prosa, guardar silencio, pulir los huesos. La primera parte de El entenado está escrita desde el azoro. El último tramo de la novela trata de lo que el protagonista entendió al revisar su vida. En este
La víctima salvada
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sentido, la trama avanza para comprender lo que pasó al principio. Sin embargo, no se trata de una novela de tesis ni de un relato que pida auxilio al ensayo. No hay una explicación unívoca. El narrador fue salvado para que contara los sucesos como sólo podía hacerlo alguien que estuviera al margen de ellos. En esta condición limítrofe, entiende el cometido esencial de su experiencia. Sin ese cautiverio, sin los días raros que tuvieron el sabor de la ceniza, su destino hubiera sido mucho más pobre. Más que explicar a posteriori lo que ocurrió durante la década en la que vio tantas cosas incomprensibles, descubre con perplejidad la importancia que todo eso tuvo para él, la invaluable lección de ser el Otro. El desafío de referir los hechos no termina ahí: para que el relato signifique en el mundo al que ha vuelto el narrador, debe adquirir nuevo sentido, volverse compartible. Un pasaje de El río sin orillas redondea esta reflexión: «El fin del arte no es representar lo Otro, sino lo Mismo»; debe buscar «el Logos común», hacer universal lo singular. En El entenado, el Otro escribe para ser el Mismo. Un dato importante es que rememora los sucesos mucho tiempo después de ocurridos. Su vida en las ciudades no ha borrado lo que conoció en el río lejano: «Así es como después de sesenta años esos indios ocupan, invencibles, mi memoria». El conquistador se ha sometido a la lenta e irresistible justicia de sus adversarios, el enigma de ser una víctima omitida. Salvado por desconocidos, preservado para preservarlos, es el primer intérprete de una tierra exagerada, hecha de mezclas y migraciones, inacabada y vacilante, sin otra identidad que una voz de adopción, la palabra del entenado.
C O L Ó N Y EL DESCUBRIMIENTO E N LA C U L T U R A ITALIANA
Giuseppe Bellini
Universidad de Milán, Italia
El veneciano Giovanni Battista Ramusio, celebrando la empresa y la figura de Cristóbal Colón, escribía que muchas veces había oído decir de parte de: gravissimi senatori, che in diversi tempi sono stati ambasciatori di questa Repubblica in Spagna, che o g n u n o di quella corte diceva ch'ei meriterebbe che gli fosse fatta u n a statua di bronzo, acciocché li posteri in tutti i regni di Spagna avessero sempre dinanzi agli occhi l'auttore di tanti tesori e grandezze aggiunte a quei regni 1 .
No menos entusiasta se mostraba Giuseppe Moleto en su dedicatoria de las Historie del S. D. Ferdinando Colombo a Baliano Fornari, cuando definía al Descubridor «uomo veramente divino», «degno veramente di vivere nella memoria degli uomini, fin che duri il mondo», que de haber vivido en los tiempos antiguos, no solamente lo habrían contado, sino puesto en el número de los Dioses y lo habrían hecho «Príncipe di quelli»2. 1
«Discorso di Gio. Battista Ramusio sopra il terzo volume delle Navigazioni et Viaggi nella parte del mondo nuovo», ahora en Ramusio, G.B. (1955): Navigazioni e Viaggi. Torino: Einaudi, voi. 5, p. 15. 2 «Al molto Mag. S. Il S. Baliano Fornari, Giuseppe Moleto», ahora en Le Historie della vita e dei fatti di Cristoforo Colombo per D. Fernando Colombo suo figlio, a cura di Caddeo, R. (1930). Milano: Alpes, voi. 1, p. 4. Existe una edición facsimilar de las Historie que estuvo a mi cuidado (1992): Roma: Bulzoni/C.N.R.
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Giuseppe Bellini
Con estos autores ha pasado ya la mitad del siglo xvi: el tercer tomo de las Navigationi et Viaggi de Ramusio aparece en 1556 y las Historie de Fernando Colombo nada menos que en 1571.La fama del Genovés hace tiempo que se ha afirmado, especialmente en Italia, mientras por parte hispánica intereses concretos de la Corona tienden a oscurecer su nombre, a disminuir sus méritos de descubridor del Nuevo Mundo. Las Historie, en su complicada estructuración, son, sustancialmente, una reacción a la injusticia, que los herederos colombinos no soportan y la Serenísima República se complace en favorecer a través de sus imprentas, persiguiendo finalidades visceralmente antiespañolas3. Por otra parte también Ramusio se indigna frente a las tentativas de reducir el alcance de la empresa colombina acudiendo a la invención del «piloto anónimo», que duramente califica de «favola veramente e invenzione ridicolosa, composta e formata con tanta malignità, in pregiudizio del nome di questo gran gentiluomo, quanto dire o imaginar si possa»4. Lo dicho para indicar cómo la cultura italiana —la veneciana en particular era parte relevante de ella—, tenía conciencia de la importancia del Descubrimiento, en contraste con la lentitud con que la oficialidad, o sea el gobierno de la Serenísima, empezó a mostrar interés por el Mundo Nuevo. Durante años, oficialmente, parecería como si nada hubiese ocurrido en el Atlántico. El embajador veneciano Gásparo Contarini informa al gobierno de la República acerca de las tierras descubiertas por Colón cuando ya son cinco años que Cortés ha desembarcado en Yucatán, se ha apoderado de Tenochtitlán y del imperio azteca5. Tampoco Navagero se había mostrado sensible a los acontecimientos colombinos y el único que ve las cosas claramente y las representa en su Relazione de 1559 ante el Senado veneciano es el embajador en España Michele Suriano. Como bien observa Giovanni Stiffoni6, la clase política veneciana alejaba de sí la realidad americana y la dejaba a los anhelos de conocimiento y sueños fantásticos de los hombres de cultura.
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En torno a este argumento cf. mis ensayos: «Colómbo, il 'Re secco' e Venezia», Temi Colombiani, 1°, 1988, y «Le Historie come strategia», estudio introductorio a la edición facsimilar del libro de Fernando Colombo, ya citada. 4 5
«Discorso...», en Ramusio, 1955, voi. 5, p. 13. Cf. en G. Comisso (ed.) (1985): Gli ambasciatori veneti: 1525-1792. Milano: Longanesi
& C., pp. 85-88. 6 Giovanni Stiffoni (1990): «La scoperta e la conquista dell'America nelle prime relazioni degli ambasciatori veneziani (1497-1559)», en Angela Caracciolo Aricò (ed.), L'impatto della scoperta dell'America nella cultura veneziana. Roma: Bulzoni Editore, p. 364.
C o l ó n y el Descubrimiento en la cultura italiana
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Debido a razones fácilmente comprensibles es el Papado el que, desde el momento inicial del descubrimiento colombino, se interesa por el evento. Los primeros documentos oficiales son las dos Bulas Inter Caetera, que Alejandro VI firma el 3 y el 4 de mayo de 1493. Se trataba, como bien se sabe, de repartir las nuevas tierras descubiertas por portugueses y españoles, marcando un límite que no diese motivo a conflictos entre las dos grandes potencias coloniales. Las numerosas Bulas de los años siguientes serán dedicadas a los problemas de la evangelización y a la definición de la naturaleza de las gentes americanas. Mientras oficialmente el gobierno de la Serenísima calla, Venecia, seguida a distancia por Roma, Florencia7 y Milán, es pronto el centro de una floreciente actividad editorial americanista, que será atenta en particular a las conquistas. Ya en 1524 aparece, por la traducción de Nicoló Liburnio, La preclara narratione di Ferdinando Córtese della nuova Hispagna del mare Océano, cuya edición original en castellano es de 1522, lo que demuestra el interés con que las cosas del «otro mundo» eran seguidas. Algunos traductores de crónicas americanas se afirmarán en los años siguientes: en Venecia Liburnio, ya mencionado; en Roma Agostino de Cravaliz, el cual da a la imprenta, en 1555, la traducción de La primera parte dell'Istoria del Perú, de Cieza de León. El Sur de Italia, Nápoles y Sicilia, ocupado por otros problemas, de conservación dinástica en Nápoles, frente a las presiones de don Fernando el Católico, y el peligro turco, parece no tener ojos por lo que ocurre en el Atlántico. Escribe Francesco Giunta que el Meridión de Italia, sensibilísimo en recibir determinados acontecimientos históricos, parece levantar un muro de silencio frente a la excepcional empresa atlántica de Colón 8 . Es el mundo oficial el que se muestra sordo, porque los humanistas meridionales, insertados en varios contextos culturales y políticos, no dejan de mostrar interés. Valga la intensa correspondencia de Pedro Mártir con Pomponio Leto y otros personajes relevantes italianos, quienes aparecen sedientos de noticias acerca de los descubrimientos 9 .
7 De interés el estudio de Antonio Melis (1994): «Firenze e la scoperta dell'America», en Pier Luigi Crovetto (ed.), Andando más, más se sabe. Roma: Bulzoni Editore. 8
Francesco Giunta (1982): «La Scoperta colombiana e l'Umanesimo del Mezzogiorno», A. Boscolo-F. Giunta, Saggi sull'età colombiana. Milano: Cisalpino-Goliardica/C.N.R., p. 50. 9 Cf. Giovanni Battista De Cesare (1994): «La Scoperta colombiana e la cultura napoletana», en Andando más, más se sabe; y Teresa Cirillo (1990): «La scoperta dell'America nei
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G i u s e p p e Bellini
Perplejo debía de encontrarse inicialmente el mismo Pedro Mártir frente al primer viaje de Colón, pero el 14 de mayo de 1493 escribía al conde Giovanni Borromeo informándole que hacía pocos días había regresado «cierto Cristoforo Colombo, un ligur que de mis Reyes con fatiga había obtenido tres embarcaciones» para su empresa, «puesto que estimaban fantasiosas las cosas que decía», y sin embargo «ha traído testimonio de muchas cosas preciosas, pero sobre todo de oro, que aquellas regiones producen espontáneamente» 10 . Y a pocos meses de distancia, en carta al conde de Tendilla y al arzobispo de Granada, don Hernando de Talavera11, llamaba su atención acerca de las empresas de quien antes había indicado como «Christophoro quidam Colonus, vir ligur», y ahora ya sentía, con evidente orgullo, compatriota. Lo mismo hace con el cardenal Ascanio Sforza Visconti, el 13 de septiembre del mismo año, desde Barcelona, infomándole acerca del primer viaje colombino 12 , y a primeros de noviembre para comunicarle que los reyes han nombrado a Colón «jefe del mar indiano» 13 . El 20 de octubre de 1494, Pedro Mártir escribe una larga carta a Giovanni Borromeo dándole informaciones acerca de los antípodas, descubiertos «gracias a ese ligur Colombo», subrayando con entusiasmo que «de día en día, nuevas cada vez más extraordinarias nos llegan del nuevo mundo» 14 . Y en carta a Pomponio Leto del primer día de diciembre de 1494, donde lamenta la situación de Italia, «patria en ruina», se detecta una suerte de consolación por el regreso de doce de las diez y ocho naves con las que Colón había zarpado para su segundo viaje, regreso que trae nuevas noticias fascinantes, de las que informa a su amigo con entusiasmo, insistiendo en lo maravilloso, sin olvidar ciertos motivos espeluznantes, como el canibalismo d e los
CaribP.
Letterati meridionali tra Cinque e Seicento», en Giovanni Battista D e Cesare (ed.), Il Nuovo Mondo tra storia e invcenzione. L'Italia e Napoli. Roma: Bulzoni Editore. 10 P. Màrtire d'Anghiera (1988): «A Giovanni Borromeo, cavaliere dello Sperone d'Oro», en E. Lunardi, E. Magioncalda, R. Mazzacane (eds.), La scoperta del Nuovo Mondo negli scritti di P. Martire d'Anghiera. Roma: Istituto Poligrafico e Zecca dello Stato («Nuova Raccolta Colombiana»), p. 34. 11 12 13 14
Cf. «Corniti Tendillas et Archiepiscopus Granatensi», ibid., p. 36. Cf. «Al Cardinale Ascanio Sforza Viconti, Vicecancelliere», ibid., p. 41. Cf. «Al Cardinale Ascanio Visconti, Vicecancelliere», ibid., p. 47. Cf. «Ioanni Borromeo, aureato equiti, civi Mediolanensi, corniti lacus Verbani», ibid.,
pp. 48-49. 15 Cf. «All'amico Pomponio Leto, uomo insigne», ibid., pp. 53-55.
C o l ó n y el D e s c u b r i m i e n t o en la c u l t u r a italiana
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Pomponio Leto es, en realidad, el destinatario privilegiado de las noticias que obtiene Pedro Mártir acerca de Colón y de sus descubrimientos, y a través de Leto la «inteligencia» italiana recibe estas informaciones exaltantes cuando ya el Genovés ha llegado a ser para don Pedro «nuestro Almirante Colón», como se expresa en carta del 5 de octubre de 1496 al cardenal Bernardino de Carvajal 16 . Las primeras Décadas de Orbe Novo relatarán sí atentamente las empresas de Colón, pero dan la impresión de que Pedro Mártir procede acerca del personaje con cierta cautela, atento más bien a la oportunidad política, sabiendo bien lo inestables que son las relaciones con los poderosos, aquellos que insiste en llamar «nuestros Reyes». Más valen las cartas para nuestro tema. En cuanto a Nicoló Scillacio, profesor eximio de la Universidad de Pavía, éste es, según afirma Giunta, quien más que todos conecta el Humanismo meridional con el descubrimiento colombino17. Hay que reconocer, sin embargo, que la Décades de Orbe Novo, del «milanés» Pedro Mártir de Anghiera y los escritos de Cristóbal Colón, fomentan el interés italiano hacia el Mundo Nuevo. En 1493 aparece en Roma La Historia della Inventione delle diese isole di Canaria indiane, extracta d'una epístola di Cristoforo Colombo, un poemita en octava rima, de escaso valor literario, pero significativo en cuanto resonancia casi inmediata del descubrimiento colombino. La obrita paga tributo a la potencia dominante, España, y entreteje alabanzas del rey don Fernando, a quien atribuye la decisión de dar comienzo a la empresa de Colón, dejando a un lado del todo a la reina Isabel. Fuente de la obrita es la carta del Descubridor a Gabriel Sánchez, donde le informa acerca de su viaje, pero el poema se resuelve en una exaltación del compromiso religioso y del evento como debido a la voluntad de Dios. Ciertamente de mayor significado es el librito de Scillacio, De insulis meridiani atque Indici maris nuper inventis, que el humanista publica en 1494, dedicándolo a Ludovico Maria Sforza, séptimo duque de Milán, y ello a pesar del conocido error de hacerle cumplir a Colón, en su segundo viaje, una travesía de poniente a levante, todo un periplo de África 18 . Pero el De insulis, redac16
Cf. «Al cardinale Bernardino de Carvajal», ibid., p. 75. Giunta: «La Scoperta colombiana e l'Umanesimo del Mezzogiorno», p. 57. 18 Acerca de las incongruencias del texto cf. Maria Grazia Scelfo (1990): «Introduzione» a Nicolò Scillacio, Sulle isole meridionali e del mare Indico nuovamente trovate. Roma: Bulzoni, 1 pp. 2 3 y ss.; y (1990): «Le geografie fantastiche di Nicolò Scillacio», en VV.AA., Il Mondo Nuovo tra storia e invenzione: l'Italia e Napoli. Roma: F. Volta. 17
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tado en un latín áulico para lectores cultos, tiene su significado, a pesar de la invención a menudo fantástica de su autor, por la visión que ofrece del mundo americano y sus habitantes. Lo que Scillacio capta del Nuevo Mundo, y con él lo aprende la cultura italiana, es lo excepcional de la naturaleza americana, la barbarie del canibalismo, y las novedades de los comestibles. No hay que olvidar lo que significó para la Italia del norte subdesarrollada, a pesar de las dificultades iniciales, la importación de productos como el maíz y la patata 19 . A la difusión del maíz en Lombardía daría particular empuje, en la segunda mitad del siglo xvi, el mismo San Carlos Borromeo. Para Scillacio existen en el mundo americano descubierto indios mansos, que son víctimas de los caníbales, gente a quiene define más bien feroz y no obstante con algo positivo, como la gran resistencia a las fatigas 20 . También la mujer es objeto de atención y el juicio de Scillacio queda ambiguamente en suspenso entre lo positivo y lo negativo; sin embargo trata de las mujeres americanas, que no ha visto, y las presenta como seres lindos y tentadores, defendiendo su fundamental seriedad moral. Según él tienen el porte delicado, un andar algo provocador y coquetean sin reparo con los «nuestros», con tal que no se trate de nada vergonzoso, y hasta se ofenden si se abusa del juego21. A pesar de ello el humanista insiste sobre su manera provocadora de bailar, afirma que «ejecutan con contorsiones sinuosas una danza flexuosa y lánguida» y la concluyen, «excitadas y agotadas por el juego desvergonzado y lascivo», acelerando sus pasos y con un grito final22. Probablemente Scillacio, cuando escribía acerca de la mujer americana, pensaba en el mundo clásico y aureola el mundo americano describiéndolo algo pecaminoso, en cierto sentido noble, y relumbrante por la abundancia de oro. También alude a un mítico reino de Saba y con ello la fantasía le hace acentuar las visiones fantásticas ya propias de Colón frente a las islas del Caribe; Colón que para el humanista italiano desplegó sus velas hacia el Océano Indico.
19
Cf. C. Maccagni (1987): «Alimenti e farmaci dal Nuovo al Vecchio Mondo», en Minerva Pediatrica 39, p. 21; cf. también Michele Fassina (1990): «Il mais nel veneto nel Cinquecento. Testimonianze iconografiche e prime esperienze culturali», en L'impatto della scoperta dell'America nella cultura veneziana; y Roberto Mantelli (1994); Le piante erbacee del Nuovo Mondo nella storiaz dell'agricoltura italiana. Genova, Università di Genova. 20 Cf. la traducción de Scelfo del De insulis, 1990, p. 65. 21 Ibid., p. 86. 22 I'dem.
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El De insulis tuvo gran fortuna no solamente en Italia, sino en toda Europa: fue editado en Amberes, Basilea, París. Mientras tanto, entre 1501 y 1502, Angelo Trevisán, secretario de Domenico Pisani, embajador de la Serenísima en España y Portugal, enviaba desde la península a Giovanni Malipiero, personaje principal de la república véneta, cuatro cartas 23 en las cuales le ponía al tanto acerca de los viajes colombinos, sacando sus informaciones de la generosa disponibilidad de Pedro Mártir y, según parece, de los escritos mismos del Genovés. Singularmente, los grandes diaristas vénetos, Marino Sañudo y Girolamo Priuli, no se hacen eco de los descubrimientos americanos sino de manera rápida y confusa, a pesar de que a partir de 1519 Sañudo enfatiza en sus diarios la abundancia del oro americano y celebra el aspecto económico de la conquista, condenando, more solito, de los americanos el canibalismo, en realidad haciendo escaso caso de la población indígena. Es Gasparo Contarini el primer personaje oficial veneciano que rompe el silencio acerca del Descubrimiento, en 1525, y asimismo el primero en presentar la figura de Colón y subrayar su insistencia acerca de los reyes para que le ayudaran a realizar su proyecto24. El abundante material informativo que ofrece Pedro Mártir en sus cartas y en De Orbe Novo, obra que se publica en Alcalá de Henares en 1530, domina los clichés que se van formando en Italia acerca de América. Cada vez más se afirma el mito de la abundancia de oro, de un mundo extraordinario por su naturaleza y que se presenta como una «tierra de Jauja», donde viven seres desnudos, en una especie de edad del oro, faltos felizmente del sentido de la propiedad, idólatras pero sin que ello desluzca las cualidades positivas del mundo nuevo. Por cierto, los caníbales representan una mancha, pero pronto todo se olvida cuando el encuentro con los grandes imperios del continente: azteca, maya y más tarde inca, expresión de civilizaciones importantes y por ello fundamentalmente positivas. Es siempre Pedro Mártir quien difunde noticias acerca de los mitos, las leyendas, la religión, la concepción de la muerte entre los americanos. La edición en Venecia, en 1534, de la traducción del Sumario dell'Historia dell'Indie
Occidentali cavato dalli libri scritti dal Sig. Don Pietro Martire Milanese, probablemente realizada por Navagero, contribuye a difundir en Italia una visión
Cf. Angelo Trevisan (1993): Lettere sul Nuovo Mondo, Granada 1501, ed. critica, introd. e note di Angela Caracciolo Aricò. Venezia: Albrizzi Editore, 1993. 24 Ibid.,p. 29. 23
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exaltante de América y sustancialmente de sus habitantes, si existen allá, como el autor cuenta en el libro tercero de la primera Década, uso hábil del exemplum filosófico25, personajes sabios, como el canoso viejo que desde una canoa entretiene a Colón sobre el destino de las almas y la recompensa final. En años anteriores otros textos habían tratado, en Italia, del Descubrimiento y del Nuevo Mundo y en 1504, se editaba anónimo en Venecia el Libretto de tutta la navigatione del Re di Spagna de le isole et terreni nuovamente trovati, que vuelve a presentar casi literalmente la correspondencia de Trevisan 26 . El texto formará parte más tarde, con pocas variaciones, del libro de Fracanzio di Montalboddo, Paesi nuovamente ritrovati et Nuovo Mondo da Alberigo Vesputio Florentino intitulato, que aparece en Vicencia en 1507. El año sucesivo, 1508, en Milán se publica la traducción latina, realizada por Arcangelo Madrignano, del Itinerarium Portugallensium in Indiam et inde in Occidente et demum adAquilonem, años después reproducida en Novus Orbis regionum ac insularum veteribus incognitarum, de Grimeo, texto editado en 1532 en Paris-Basilea27. Tampoco hay que olvidar que con fecha 15 de octubre de 1495 el caballero Michele da Cuneo, saonés, contestaba una carta de su amigo Gerolamo Annari, probablemente residente en Génova, en la que éste le pedía noticias sobre las tierras alcanzadas con Colón en su segundo viaje. Se trata del De Novitatibus Insularum Oceani Hesperii Repertarum a Don Christoforo Columbo Genuensi, que verá la luz de la imprenta sólo en 1893, editado por Giovanni Berchet con la ocasión del IV Centenario del Descubrimiento, y que seguramente circuló también a comienzos del siglo xvi 2 8 . Es un documento inquietante por la indi-
25
Cf. Paola Mildonian (1988): «Socrate nelle Indie Occidentali», en Studi di Letteratura Ispano-americana, pp. 15-16. 26 Cf. A. Caracciolo Aricò (1988): «L'editoria veneziana del Cinquecento di fronte alla Scoperta dell'America», Studi Colombiani, 1. 27 Cf. en torno al interés lombardo por los descubrimientos: Aldo Albònico (1994): «Il Mondo Nuovo e la cultura milanese (secoli XVI-XVIII)», en Andando más, más se sabe-, Albònico (1993): «Notizie americane nella Historia Universale del milanese Gaspare Bugatti», en Antonio Melis (ed.), Uomini dell'altro mondo. Roma: Bulzoni Editore. Cf. también Mariarosa Scaramuzza Vidoni (1994): «Prime pubblicazioni nel Ducato di Milano sul Nuovo Mondo (1495-1556)», en Andando más, más se sabe. 28 Formó parte de (1893): Raccolta di Documenti e Studi della Regia Commissione Colombiana, parte III, voi. II. Roma: Ministero della Pubblica Istruzione. Cf. ahora en Luigi Firpo (ed.) (1966): Prime relazioni di Navigatori italiani sulla Scoperta dell'America: Colombo, Vespucci, Verazzano. Torino: UTET.
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ferencia con que el autor considera al indígena; bien conocido es el episodio de la «camballa» que el Descubridor le había regalado, y a quien con la fuerza don Michele obliga a sus deseos, con plena satisfacción: «vi so dire che nel facto parea amaestrata a la scola de bagasse»29. Da Cuneo considera además al indio como fuerza negativa para el trabajo, mercancía que no sirve para el comercio de esclavos30. Aparte todo esto, la carta de Michele da Cuneo resulta preciosa, porque el saonés observa con atención las costumbres de los indígenas y en particular los productos de la tierra, se ocupa de la fauna, desde los mamíferos hasta las aves y los peces, y es el primero que intenta una sistematización de toda la naturaleza de las Indias, de modo que, como afirma Antonello Gerbi, «alla sua lettera [...], piuttosto che alle Decadi di Pietro Martire, si deve riconoscere 'la singularidad de ser la primera manifestación de historia general de las Indias'»31. Puesto relevante en el conocimiento de América de parte del mundo italiano tiene la correspondencia que sostiene Amerigo Vespucci entre 1500 y 1501 con Lorenzo y Pier Francesco de Medici, a quienes relata los sucesos ocurridos en la expedición portuguesa a las Isla de Cabo Verde y probablemente al Río Amazonas y al Río Marañón, en el período que va desde mayo de 1459 hasta junio de 1500. El Mundus Novus se publica en Florencia en 1503, versión de un texto italiano desconocido. Una tercera carta al «Gonfaloniere» de Florencia, Pietro Soderini, publicada en 1505, o 1506, que se conoce con el título de Lettera di Amerigo Vespucci delle isole nuovamente trovate in quattro suoi viaggi, tuvo gran difusión. El florentino describe fundamentalmente el Brasil y Venezuela, a la que bautiza con este nombre por el parecido de un centro urbano, que vio levantado sobre palos en el agua de una laguna, con Venecia32. Vespucci difunde en el mundo italiano una visión bárbara, ma non troppo, del mundo americano: le llama la atención la limpieza de los indígenas, aunque le indigna que orinen en público, mientras por sus necesidades mayores se esconden. En particular le
29
Cf. Prime relazioni di Navigatori italiani..., pp. 51-52. Ibíd., p. 74. 31 Antonello Gerbi (1975): La natura delle Indie Nove. Milano/Napoli: Ricciardi, p. 40. La cita en castellano se refiere a A. M. Salas (1959): Tres cronistas de Indias. Mexico: Fondo de Cultura Econòmica, p. 15. 32 Cf. (1941): Carta de Amerigo Vespucio de las islas nuevamente descubiertas en cuatro de sus viajes, ed. facsímil del texto italiano. México: Imprenta Universitaria, p. 10. 30
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llama la atención el hecho de que no existen reyes y cada uno es «signore di sé»33. Su mirada se detiene en la desnudez de las mujeres, pero también en el desinterés de los indígenas por la riqueza, aunque insiste en el tema del canibalismo, que acentúa en sus efectos bárbaros. A pesar de ello no se niega a lo maravilloso, como cuando relata el encuentro con siete mujeres «di tan alta statura, che per maraviglia le guardavamo», perfectamente proporcionadas y que piensan hacer prisioneras para llevarlas al rey de Castilla «per cosa meravigliosa»: proyecto que fracasa por la aparición de treinta y seis varones, «molto maggiori che le donne: e quali ci missono in tanta turbatione, che più tosto saremo voluti essere alle navi che trovarci con tal gente»34. En cuanto a que Vespucci viera realmente a esas gigantas y gigantes, Gerbi sospecha una posible interpolación o hasta «uno di quegli eccessi di febbre malarica, che sofferse il reduce prima di redigere la sua lettera»35, como informò en su tiempo Bandini 36 . En la huella de todas estas relaciones, y de otras bien conocidas, la literatura americanista florece en Italia. No hay que olvidar la traducción del Sumario de Gonzalo Fernández de Oviedo, que se edita en Venecia en 1534, con el título de Libro secondo delle Indie Occidentali. Sommario de la naturale et generale historia de l'Indie Occidentali composta da Gonzalo Ferdinando del Oviedo, traducción probablemente debida a Andrea Navagero, gran amigo de Oviedo. Desde el punto de vista de los datos geográficos el libro influyó ciertamente sobre el piamontés Giacomo Castaldi, autor de la Universale Descrittione del Mondo, publicada en 1562, pero todavía mayor fue la resonancia en nuestra cultura del tercer tomo de Ramusio, que publica en 1556, y donde toda la obra de Oviedo aparece traducida. El cronista español no contribuía con su obra a ofrecer una visión positiva del indio, pero en la cultura italiana la reacción fue pronto distinta, puesto que si por un lado el texto de Oviedo contribuyó a acentuar las interpretaciones negativas, fue eficazmente contrastado por otros textos presentes en la misma colección, entre ellos las Cartas de Cortés —ya aparecidas en Venecia en 1524 con el título de La preclara narratione di Ferdinando Cortese della Nuova Hispagna del Mare Oceano—, que revelaban la existencia de civilizaciones fabulosas, ricas y perfectamente organizadas, sobre las que había caído, según el creciente antiespañolismo italiano, injustamente, la violencia de la conquista. 33 34 35 36
Ibíd., p. 6. Ibíd., p. 22. A. Gerbi, La natura delle Indie Nove, p. 56. A. M. Bandini (1745): Vita e lettere di Amerigo Vespucci, Firenze: s. e.
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Vale recordar que la segunda Carta del conquistador de México fue determinante para la «confección» de las noticias en torno al imperio azteca y a Moctezuma, como aparecen en una obra de especial relieve, el Libro di Benedetto Bordone, editado en Venecia en 1528, más conocido como Isolarlo, varias veces reimpreso y enriquecido en la edición veneciana de 1534 por una «gionta del Monte de oro» —la montaña de Potosí—, copia o compendio, como recuerda De Cesare, de una relación acerca de la conquista del Perú de parte de Pizarro, llegada en marzo de 153337. De todos modos, la iniciativa de Ramusio en sus tres tomos de las Navigazioni et Viaggi, abre camino en Italia a un debate fecundo acerca de América. A través de su obra puede afirmarse que los textos fundamentales relacionados con el Nuevo Mundo quedan todos accesibles para el lector italiano culto. No hay que olvidar tampoco que en 1555, en Roma, Agostino de Cravaliz publica, además de la traducción de La primera parte dell'Istoria del Perù, de Cieza de León, la de la Historia de México, de Francisco López de Gomara, mientras en 1566 el mismo traductor edita de Gomara La Historia Generale delle Indie Occidentali, cuya influencia será notable sobre la visión italiana del mundo americano y sus habitantes. En Venecia había aparecido en 1563 la traducción de La Historia dello Scoprimento et Conquista del Perù, de Agustín de Zárate. ¿Y los poetas italianos? Singularmente el gran poeta épico del siglo xvi, Ludovico Ariosto, queda prácticamente indiferente ante Colón y los hechos americanos. Sumido en el clima refinado de la corte de Ferrara, su fantasía no la excita el Mundo Nuevo y en su Orlando Furioso sólo en el canto XV alude, acudiendo a la predicción de Andrónica, al Descubrimiento, a la evangelización de las tierras americanas y a las victorias extraordinarias de los capitanes de Carlos V. Su preocupación principal era la de ensalzar, celebrando a Cortés, como debida a la voluntad de Dios la conquista, a plena gloria del Emperador, a quien presentaba como «il più saggio imperatore e giusto, / che sia stato o sarà mai dopo Augusto». Distinta es la posición de Torquato Tasso en su poema Gerusalemme liberata-, pocas son las estrofas que dedica a Colón en el canto XV, pero desbordan entusiasmo por su empresa. El poeta entiende el Descubrimiento como un gran 37
Cf. Giovanni Battista De Cesare (19688): «L'Isolano di Benedetto Bordone tra geografia e immaginario», introducción al Libro di Benedetto Bordone. Roma, Bulzoni/C.N.R., p. 18. De Cesare individua el texto original en una relación al Doge de parte del embajador veneciano acerca de Carlos V. Cf. Ibid., n. 20.
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evento de la Historia, debido al cual los límites de lo desconocido son destinados a ser «favola vile a i naviganti industri»; los mares ocultos, sin nombre, y los ignotos reinos destinados a devenir «illustri». Un personaje extraordinario es Colón para el poeta: lígur intrépido frente al «minaccevol fremito del vento», a los peligros del «inospito mar» y el dudoso clima, destinado a realizar la alta empresa, superando la fama de cuantos fueron grandes por su valor. Cantarlo es, por consiguiente, legítimo y entra perfectamente en el clima de la Contrarreforma debido a la actividad evangelizadora. Una bibliografía imponente, la que acabo de indicar, que sustancialmente atestigua salvo escasos casos, el interés del mundo culto italiano por las cosas de América, a partir de las primeras noticias colombinas. Un interés que se hará cada vez más crítico, con relación a la conquista, hacia final del siglo xvi y sobre todo a partir de la primera mitad del Seiscientos, cuando las imprentas venecianas editarán las obras del padre Las Casas: en 1626 la Istoria o brevissima relatione della distruttione dell'Indie Occidentali, en 1636 II Supplice Schiavo Indiano, en 1645 La Conquista dell'Indie Occidentali0*. La intención política antihispánica es evidente; la Serenísima actúa con astucia y el traductor, con falsa inocencia, protesta su fidelidad al texto, presentándolo al frente de su traducción, primera vez que esto ocurre con libros de historia. Por otra parte los tiempos eran otros: Venecia, hostil a la alianza entre el Papado y España, se ofrecía como refugio a los críticos de la política española. El mismo Traiano Boccalini, autor de los virulentos Ragguagli di Parnaso (1612 y 1613), encuentra refugio en la capital veneciana. Pero la reacción contra la conquista de América había tenido ya en Gerolamo Benzoni, nacido «di umil padre nella mirabil città di Milano»39, un importante precursor, con su Historia del Mondo Nuovo, publicada en 1565 y ampliada en 1572, texto lleno de furor antihispánico, denuncia de los crímenes de la conquista, y no solamente, ya que el autor es escéptico acerca de los resultados de la introducción en América
38
Cf. las ediciones facsimilares, con estudio crítico, de Clara Camplani (1994): IlSuplice Schiavo Indiano. Roma, Bulzoni/C.N.R. y (1994): La liberta pretesa dal supplice schiavo Indiano. Roma: Bulzoni/C.N.R.. De la Istoria o brevissima relatione della distruttione dell'Indie Occidentali (Roma, Bulzoni/C.N.R.), cf. la edición facsimilar, con un estudio crítico, de Jesús Sepúlveda (1990). 35 Gerolamo Benzoni: «Dedica della prima edizione» de Historia del Mondo Nuovo, luego en la edición de 1572. Cf. ahora el texto, al cuidado de A. Vig (Milano: Giordano Editore, 1965, p. XXXIII).
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de plantas y hortalizas europeas, mientras veía frutos abundantísimos en la reproducción de los animales40. La adversión hacia España y su conquista americana se manifestaba también a través de otra intervención de las imprentas venecianas: la edición en 1571, por la traducción de Alfonso de Ulloa, de la Historia de la vida de su padre, escrita por don Fernando Colón, una narración extensa, llena de recriminaciones por la ingratitud del rey don Fernando, acusado de haber sido siempre «alquanto secco» con el Descubridor, mientras que la reina Isabel «lo sostentava e favoriva»41. En su breve introducción, dedicada a Baliano de Fornari, Giuseppe Moleto, celebrando la grandeza del Genovés, subrayaba la ingratitud de los soberanos y agradecía al Mecenas que hubiese «procacciato di far venire a luce la vita di così egregia persona», escrita por su hijo42. Al monumento que Fernando Colón levantaba a su padre como ejemplo grandioso de la inconstancia de la fortuna y de la ingratitud del poder, formaba eficaz contraste la miseria, la indignidad moral de los enemigos del Descubridor, devorados por la envidia. El acto de acusación aparecía en un momento crítico para la fortuna española en Italia y es evidente que no se trataba de una iniciativa inocente. Esto a pesar de que nunca como durante el reinado de Felipe II, recuerda Franco Meregalli, Italia hubiese gozado de tanta paz y prosperidad económica43. Para la cultura italiana fue decisiva, además, la iniciativa de Ramusio, que con sus Navigatíoni et Viaggi estimulaba el debate sobre el Nuevo Mundo entre los hombres cultos: en torno a él Pietro Bembo, Girolamo Fracastoro y Giacomo Gastaldi. A menudo ha sido subrayada la importancia del Discorso sopra le spetierie, que aparece en el tercer tomo de las Navigazioni et Viaggi, donde la 40
Ibid., pp. 74-75. Cf. Fernando Colombo (1990): Le Historie della vita e deifatti dell'Ammiraglio don Cristoforo Colombo, P. E. Taviani y I. Luzzana Caraci eds. Roma: Poligrafico e Zecca dello Stato («Nuova Raccolta Colombiana»), II, cap. CVIII, p. 300. Acerca del argumento cfr. G. Bellini (1998): «Colombo, il Re 'secco' e Venezia», en Studi Colombiani, 1, y el estudio introductorio a la edición facsimilar de la obra de don Fernando Colon (Roma, Bulzoni/C. N. R., 1992). 42 «Al molto Magnifico Signore il Signor Baliano di Fornari, Giuseppe Moleto», en Historie del S.D. Fernando Colombo, nelle quali s'ha particolare, & vera relatione della vita & de'fatti dell'Ammiraglio D. Christoforo Colombo, suo padre, nuovamente di lingua spagnuola tradotte nell'italiana dal S. Alfonso Ulloa, In Venetia, MDLXXI, Appresso Francesco de' Franceschi Sanese, p. s. n. 43 Franco Meregalli (1974): Presenza della letteratura spagnola in Italia. Firenze: Sansoni, p. 22. 41
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vision de una Venecia que resucita de los desastres financieros producidos por la caída de Constantinopla y el Descubrimiento de América, es optimista. En el Discorso, Colón está presente, pero la atención se dirige sobre todo a Caboto, o sea, con legítimo orgullo, a un veneciano. Hay que subrayar la apertura mental de Ramusio, la interpretación activa que ofrece del mundo en rápida transformación; superando los confines entre cultura y utilidad práctica; él afirma una visión global del mundo, donde todo es alcanzable y transferible. No faltan, naturalmente, en el texto, contradicciones, que se manifiestan precisamente donde el discurso se vuelve más filosófico, de una filosofía de renuncia, puesto que de repente Ramusio recrimina a los hombres de la edad presente, los cuales, sin darse cuenta de su fragilidad, como si fueran inmortales se meten en todas las dificultades, sea en la Zona Tórrida, sea en las dos Zonas Heladas, y no dudan «d'andare continuamente travagliando, rivolgendosi d'intorno a tutta la rotondità della terra per satiar la loro immensa cupidità et avaritia»44. Evidentemente, se había apoderado de Ramusio, con el problema moral, la desilusión, que le impedía apreciar ya el sentido de la aventura, entender el anhelo a descifrar lo desconocido, motor de todas las grandes empresas humanas. En efecto, la postura final del veneciano contrasta singularmente si la comparamos con el entusiasmo vitalista de Francisco López de Gomara, biógrafo de Cortés, que en 1522 había publicado en Zaragoza la Hispania Victrix, o Historia General de las Indias, dedicándola al emperador Carlos V, donde definía el descubrimiento de América «la mayor cosa después de la creación del mundo» y subrayaba la tensión, y el derecho del hombre, «si ya no vive como bruto», «a considerar sus maravillas, porque natural es a cada uno el deseo de saber»45. Entre las palabras de Gomara y las de Ramusio ha pasado inevitablemente mucho tiempo y llama la atención en este último la regresión del entusiasmo, pero el Discorso ramusiano es igualmente importante, porque lo determina el impacto profundo de la empresa americana sobre un hombre de amplia cultura. Igualmente relevante es el Discorso sopra il terzo volume delle Navigationi et Viaggi nella parte del Mondo Nuovo, que Ramusio dedica a Girolamo Fracastoro, autor del poema Syphilisseu de morbo gallico (1530). Ramusio parte del mito de 44
Cf. en G. B. Ramusio (1979): Navigazioni e viaggi, M. Milanesi ed. Torino: Einaudi, II, p. 990. 45 Francisco López de Gómara (1979): Historia general de las Indias. Caracas: Biblioteca Ayacucho, pp. 7 y 9.
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la Atlántida, fundándose en el Timeo de Platón, y llegado a tratar del Mundo Nuevo interpreta la cuestión del continente desaparecido como una sustancial contribución del filósofo griego a la teoría de la habitabilidad de la tierra. Por otra parte, estima que Dios no habría permitido que la mitad de su creación se perdiera y por consiguiente también América debía resultar habitada, sin que ello dependiera del tipo de clima. Con su teoría de la Atlántida, Platón había contribuido, así, al conocimiento de aquella parte del mundo que Colón debía descubrir por voluntad de Dios. En este Discorso España queda al margen y se ha visto en ello una postura polémica de Ramusio con relación a la gran potencia europea. Todo, en efecto, él lo hace depender de la voluntad divina y se entiende que, en su opinión, hombres y naciones son instrumentos ocasionales de ella. Sin embargo, Colón es exaltado por sus méritos, defendido contra las insinuaciones malignas relativas al «piloto anónimo». Ramusio propone una interpretación original del continente americano: frente a la euforia de las crónicas castellanas, ricas en menciones de conquistadores, acontecimientos y hechos de armas, sostiene que hay que entender el Mundo Nuevo como una realidad científica, a la manera de Oviedo. Su posición, crítica con relación a la conquista, se acentúa en el Discorso-, el autor atribuye a España la responsabilidad no solamente de la difusión de las epidemias, como la viruela, sino de la destrucción de poblaciones enteras, de los «infiniti strazi e fatiche»46 a los que fueron sometidos los indígenas, de los cuales, siempre remontándose a Oviedo, ilustra el tipo de escritura: con jeroglíficos en México y quipus en el Perú. Las nociones en torno a América son ya suficientemente claras para el público culto italiano. El folklore resulta superado por el interés científico, y Ramusio lo expresa con su importante recopilación, donde trata de usos y costumbres, naturaleza y formas culturales, así como de la manera de transmisión de la memoria. A finales del siglo xvi América es todavía motivo de interés y lo demuestra Giovanni Botero con sus Relationi Universali, que ven varias ediciones entre 1591 y 1596, en Roma, Bérgamo y Brescia, siendo esta última edición la más confiable y completa, como subrayó Aldo Albónico en un docto estudio47. El oblato cuneense al servicio de los duques de Saboya, representa en el panorama
46
G. B. Ramusio, op. cit., V, p. 11.
47
Cf. Aldo Albónico (1990): II mondo
C.N.R..
americano
di Giovanni
Botero.
Roma: Bulzoni/
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cultural italiano una singular regresión respecto a los conocimientos relativos al mundo americano. Entre reflexiones y comparaciones Botero intenta establecer cuál es la superioridad entre Viejo y Nuevo Mundo y concluye que el vivir «selvaggio» era la norma negativa de los americanos, sin ley, arte ni industria. Con este historiador, la visión americana da un enorme paso atrás respecto a la que nos ofrecen los humanistas. El sacerdote sigue, según Albònico48, al padre Acosta y las Litterae Annuae de los jesuítas, pero diría con poco provecho, sin entusiasmo, condición propia de un hombre gris, pobre en imaginación, que resume malamente textos ajenos. En cuanto a Colón, en el libro segundo de la cuarta parte de sus Relationi Universali, Botero, puestas de relieve las «buone qualità» de los primeros conquistadores de América49, celebra la constancia de ánimo del Descubridor, su religiosidad, la modestia del vestir y comer, denuncia la indiferencia del rey don Fernando, las oposiciones de personajes poderosos y de naciones enemigas de España. Una representación que, en dos paginitas50, no da dimensión alguna a la figura del Genovés. En conclusión, Botero se aleja de la visión entusiasmante de América, por tanto tiempo afirmada en Italia, más cerca de Guicciardini, el cual, al comienzo del siglo xvi en su Istoria d'Italia (primera edición, 1561) había puesto en duda un mundo de felicidad posible, «per il sito del cielo, per la fertilità della terra e perché (da certe popolazioni fierissime in fuora, che si cibano dei corpi umani) quasi tutti gli abitatori semplicissimi di costumi, e contenti di quel che produce la benignità della natura, non sono tormentati né da avarizia né da ambizione [...]», en realidad muy infeliz, «perché non avendo gli uomini né certa religione, né notizia di lettere, non perizia di artificii, non armi, non arte di guerra, non scienza, non esperienza alcuna delle cose, sono quasi non altrimenti, che animali mansueti, facilissima preda di chiunque li assalta»51. Vision problemática, que los humanistas y Ramusio habían decididamente rectificado. Volviendo a la edición veneciana de las obras más significativas de Bartolomé de Las Casas, sobre todo la Brevísima, hay que notar que con ellas 48
Ibid.,p. 119. G. Botero, Delle Relationi Universali, ahora en A. Albònico (ed.) (1990): Il mondo americano di Giovanni Botero. Con una selezione dalle Epistole e dalle Relationi Universali. Roma: Bulzoni/C.N.R., pp. 208-210. 50 Ibid., pp. 210-212. 51 Francesco Guicciardini (1829): Storia d'Italia. Milano: Bettoni, IV, Libro VI, pp. 206-207. 49
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entraba en Italia, con retraso respecto al resto de la Europa occidental, la «leyenda negra». El libro tuvo en Venecia dos ediciones, en 1630 y 1643, antes de que se publicara la segunda española, la de Barcelona de 1646. En la edición veneciana de la Istoria o brevissima relatione della distruttione dell'Indie Occidentali son interesantes para nuestro tema las intervenciones del traductor, centrada la primera, como prólogo, sobre el tema de la amistad y la explicación, dirigida al lector, acerca de la «utilità di questa storia». Tratando de la amistad, el traductor, Francesco Bersabita —en realidad el «Cavaliere» Giacomo Castellani—, afirma que se hubiera debido aplicar también al Nuevo Mundo, para mayor gloria de Dios y conservación de los nativos52; en cuanto a la utilidad de ésta, que era «la più tragica e la più horribile Istoria che da occhi humani, nella grande scena del Mondo, fosse veduta giammai»53, ponía a España y la misma Iglesia frente a sus responsabilidades, y de acuerdo con las ideas lascasianas expresadas en Del único modo de traer a todos los pueblos a la verdadera religión, condenaba la conversión impuesta con la fuerza: sólo los predicadores debían convertir a los indígenas, y de lo contrario derivarían a España las peores consecuencias54. El clima político e intelectual entre el final del Quinientos y el Seiscientos cambiaba totalmente en Italia: España era ahora abiertamente acusada y el pretexto mayor lo representaba la conquista de América. Desde Frankfurt, el protestante Theodore de Bry había difundido ampliamente, con sus grabados, a través de la Historia Americae sive Novi Orbis, una visión trágica de la conquista, aprovechando al Las Casas de la Brevísima, en tanto que en Italia en su libro Habiti antichi et moderni di tutto il Mondo'''', editado en Venecia hacia el final del siglo xvi, Cesare Vecellio desde hacía tiempo había promovido a los americanos principales de «salvajes» a personajes togados, y en sus ilustraciones los había representado ataviados como los grandes romanos. Si el interés hacia el mundo americano cambia radicalmente en el ámbito culto italiano, no es lo mismo entre los poetas, en gran parte menores. Entre el final del siglo xvi y comienzos del XVII hay todavía versificadores que tratan, F. Bersabita (1990): «Dell'utilità di questa istoria. Ai lettori», en Istoria o brevissima relatione della distruttione dell'Indie Occidentali di Monsig. Reverendiss. Don Bartolomeo delle Case, ed. facsímil, con estudio de Jesús Sepúlveda, p. 10. 53 Ibid., p. 12. 54 Ibidem. 55 Cesare Vecellio (1590): Habiti antichi et moderni di tutto il Mondo. Venezia, 1590; enriquecido con nuevos grabados en la edición de 1598. 52
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en latín o en italiano, a Colón y al Nuevo Mundo: el mismo Giambattista Marino lo celebra en el Adone (1624), y lo mencionan Fulvio Testi y Alessandro Tassoni, autor de un fragmento poético titulado Dell'Oceano. Tampoco en el siglo x v m la poesía italiana olvida a Colón, dando vida a algunos poemas indigestos, pero lo más notable lo da en 1765 Giuseppe Parini, en el poema II giorno (1763), con su Oda dedicada a L'innesto del vaiolo. El breve poema se abre con un homenaje entusiasta y generoso a Colón, presentado como gran navegador, insensible tanto al aplauso como a las burlas de la gente, vuelto únicamente a afirmar el valor de la vida como atrevimiento. Sin embargo, en el nuevo siglo el tema del hombre americano, no ya Colón ni el Descubrimiento, tendrá su momento más relevante, debido a los jesuitas expulsados de los territorios ibéricos e iberoamericanos: el debate se desarrolla en torno la inteligencia de los nativos. La cultura italiana, orientada hacia el Iluminismo francés, privilegia ahora entre los cronistas de Indias al Inca Garcilaso, con sus Comentarios reales., sin embargo nunca traducidos en Italia hasta finales del siglo xx, pero accesibles, no sólo en castellano, sino en la traducción francesa, realizada en 1633. Lo que llamaba la atención era ahora el fabuloso Perú y notable era la producción francesa sobre el argumento, desde las Lettres d'une peruvienne (1747), de Madame de Graffigny, hasta los Essais sur les moeurs (1754), de Voltaire, y los Incas (1777), de Marmontel. En Italia el entusiasmo por el mundo incaico lo atestiguan de manera diferente dos escritores, Francesco Algarotti y Gian Rinaldo Carli. El primero, viajero incansable, amigo de Voltaire, consejero del rey Federico II de Prusia y en ocasiones su embajador, escritor enciclopédico, publica en 1753 un breve Saggio sopra l'Imperio degl'Incas, donde, a diferencia de Garcilaso, no muestra entusiasmo, puesto que considera a los indígenas dormidos y «la più parte stupidi»56, siguiendo en esto, como piensa Morino 57 , al Lacondamine de la Relation Abrégée d'un voyagefaita l'interieur de l'Amérique méridionale, discurso pronunciado en 1745 en la Academia de las Ciencias, de París. Lo que sí entusiasmaba a Algarotti era el poder absoluto e iluminado del Inca que le había permitido al Perú vivir durante más de doscientos años en un verdadero siglo de oro58, y positivo le parecía para el bien general la eliminación de toda discusión filosófica, en cuanto, afirmaba, «gli uomini 56
F. Algarotti (1987): Saggio sopra l'Imperio degl'Incas, A. Morino ed. Palermo: Sellerio,
p. 26. 57 58
Ibid., p.41, n. 21. Ibid., p. 32.
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finiscono di esser buoni, quando i dotti incominciano a far figura»59. Por eso celebraba la destrucción de la Biblioteca de Alejandría por parte del inculto Omar, y que en el Perú la ciencia estuviera vedada al pueblo, defendida «come un arcano dell'imperio» 60 . Entusiasmo hacia el mundo peruano demostraría decenios después el conde Gian Rinaldo Carli, alto funcionario del gobierno austríaco en Milán, Consejero de Estado de Su Majestad Imperial y Real Austríaca —la Lombardia había cambiado de ocupante por efecto del Tratado de Utrecht—, en sus Lettere Americane, que aparecen entre 1785 y 1786. El autor se documenta no solamente en los Comentarios Reales, sino en las obras de Ramusio, Acosta, De Pauw, Raynal, Billy y algunos viajeros modernos 61 . También Carli aprecia la rígida estructura despótica del imperio incaico, a la que tanto se parecía la del gobierno de sus soberanos 62 , y entra directamente en la polémica suscitada por los detractores de los americanos, oponiéndose a las teorías del abad Cornelio De Pauw, expresadas en las Recherches philosophiques sur les Américains (publicadas en Berlín entre 1768 y 1769), y a los textos americanistas detractorios que siguieron: los de Raynal, autor de la Histoire philosophique et politique des établissements des Européens dans les deuxlndes (Amsterdam 1770), y de Robertson, recopilador de una History of America (Londres 1777), no solamente, sino también al Buffon de la Histoire naturelle (1749-1779) y al Voltaire de los Essai sur les moeurs (1756). Carli exalta de los peruanos la perfección de su organización política, las ventajas que el mundo ha sacado del conocimiento de América, sin dejar, según la tendencia de la época, de dar rienda suelta a su antiespañolismo. Para Carli los incas, contrapuestos a los mexicanos, habían logrado «togliere dal cuore dell'uomo ogni spirito d'interesse e d'ambizione e sradicare la gran peste che distrugge la società, cioè i bisogni fittizj»63. A este propòsito escribe Aldo Albònico:»Ormai adepto dell'incaico 'cammino di perfezione', il nostro
59
Ibid.,p. 25. ídem. 61 Cf. Aldo Albònico (1988): «Estudio introductorio» a Gianrinaldo Carli, Delle Lettere Americane. Roma: Bulzoni/C.N.R., p. 101. 60
62
Lo anota A. Annoni (1959): L'Europa nel pensiero italiano del Settecento. Milano: Marzorati, p. 80. 63
G. R. Carli (1988): «Lettera XI», en Delle Lettere Americane, p. 302.
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non ha occasioni di ripensamento critico, e avalla una serie di affermazioni contrarie al senso comune» 64 . Además de Carli, en Italia participa en el encarnizado debate sobre el Mundo Nuevo y en favor de los americanos también el abad napolitano, Ferdinando Galiani, en las Cartas dirigidas a sus amigos franceses, en especial a Madame d'Epinay, cuyo salón literario, animado por Voltaire y Rousseau, había frecuentado cuando era embajador del rey de Nápoles en París. Tampoco hay que olvidar al jesuíta Antonio Muratori, quien con II Cristianesimo felice (1743) había difundido una imagen idealizada de la evangelización y gobierno de su Orden en el Paraguay. La batalla campal contra los detractores de los americanos la sostienen, sin embargo, los jesuítas expulsados, establecidos en el confín norte del Estado de la Iglesia, la región Emilia-Romaña, mal tolerados por el gobierno pontificio. Ellos dan vida a una actividad escritorial intensa, en italiano y en español, combatiendo por el rescate del mundo hispánico y americano. Destaca en esta batalla sobre todos el mexicano Francisco Xavier Cavijero, quien en su Storia antica del Messico, editada en Cesena entre 1780 y 1781, y en las Dissertazioni sobre la misma, se opone decididamente a las opiniones negativas expresadas por De Pauw y compañía, afirmando, al contrario, que los americanos «son capaci di tutte le scienze, anche delle più astratte», sólo que tuvieran buenos maestros 65 . Sobre el argumento son todavía fundamentales los estudios del padre Batllori 66 . El tema americano y Colón interesan también a varios autores dramáticos del siglo xviii, donde aparecen, además de la figura de Colón, las de Atahualpa, Moctezuma, Cortés, salvajes y «salvajas». Lope y su teatro de argumento americano, especialmente El Nuevo Mundo, están bien presentes en Italia. De entre la serie americanista abundante de comedias de escasísimo valor, se salvan La peruviana y La bella selvaggia, de Cario Goldoni, representadas respectivamente en 1755 y 1758, la primera inspirada en las Lettres d'une péruvienne, de la ya mencionada Madame de Graffigny, la segunda en la Histoire général des voyages, del abad ¡luminista Antoine-François Prévost. Tampoco músicos 64
A. Albònico (1988): «LAmerica, il Mondo Antico e il Buon Governo in G. Carli», en G. Carli, Delle Lettere Americane, p. 111. 65 Francisco Xavier Clavijero, «Dissertazione V», en Storia antica del Messico, in Cesena, per Gregorio Biasini, M D C C L X X X , tomo IV, p. 191. 66 Ver Miguel Batllori (1966): La cultura hispano-italiana de losjesuitas expulsos. Madrid: Gredos.
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como Antonio Vivaldi y Metastasio desdeñan el tema americano. El primero compone, en 1733, sobre libreto de A. Giusti, un Motezuma y el segundo, nombrado por el emperador de Austria «Poeta Cesáreo», famoso hasta en la América hispana y en Brasil, compone los melodramas, L'impresario delle Canarie y L'isola disabitata (1753). La figura de Colón y su empresa, vuelven a ser objeto de atención en Italia hacia el final del siglo x v m y es Giacomo Leopardi quien toma al Genovés y su aventura como objetos de reflexión filosófica. En el Dialogo di Cristoforo Colombo e di Pietro Gutiérrez, que incluye en las Operette morali (1827), al poeta italiano no le interesa que el Descubrimiento haya ampliado los confines del mundo y del conocimiento, sino lo que representa en la lucha humana contra el aburrido vivir. En su Dialogo, el poeta presenta a un Colón por nada eufórico con relación a lo que está realizando: frente al descontento de sus hombres y a las señales de tierra todo se vuelve duda para el Navegador, y sus convicciones comienzan a vacilar. En el caso de que se encuentre otro mundo, ¿cómo será?, ¿cuáles sus habitantes? La naturaleza es tan grande y misteriosa que nada es posible decir acerca de lo que presentará, y sin embargo el hombre algo debe hacer para salvarse de la rutina del vivir cotidiano 67 . Acento distinto tiene la referencia a Colón y a su extraordinaria empresa en la canción Ad Angelo Maj. La audacia del Genovés, la grandeza del acontecimiento, adquieren en la poesía de Leopardi especial resonancia. A pesar de lo cual, siempre se confirma una visión pesimista del mundo. La «Ligure ardita prole» es aquí ensalzada y el evento del descubrimiento americano presentado como milagroso, subrayados los riesgos a los que, indomable, Colón hace frente y la gloria que con su empresa consigue. Los conocimientos americanos de Leopardi aparecen confusos, proceden de escasas lecturas, dominadas por la visión idílica difundida por los Comentarios Reales del Inca Garcilaso, presentes en francés en su biblioteca y anotados por él. Regiones remotas del Nuevo Mundo, como la California, asumen para el poeta el significado de lugares incontaminados, habitados por gente feliz, insidiada ahora por los europeos, como aparece en el Inno ai Patriarchi. El tema del «buen salvaje» queda vivo; los americanos son vistos como seres felices en el marco de una naturaleza maravillosa, libres de las mezquinas preocupaciones de los europeos, cuya vida «civilizada» los lleva a la infelicidad.
67 Giacomo Leopardi (1935): «Dialogo di Cristoforo Colombo e di Pietro Gutiérrez», de Operette morali, en Opere. Milano: Officina Tipografica Gregoriana, p. 246.
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En la época romántica el tema colombino vuelve en la poesía y Colón se ilumina, según un crítico, de una luz más apropiada 68 . En realidad, desde el punto de vista artístico los frutos no son extraordinarios. El mismo Manzoni trata de Colón, aunque muy de paso, en su himno II nome di María, y lo mismo hace Carducci en la oda La guerra-, Giovanni Pascoli canta II ritorno di Colombo, con la ocasión del traslado de sus cenizas de Cuba a Sevilla, al final del siglo. Poetas menores insisten sobre el tema y hasta lo hacen en dialecto. Pero lo más valioso artísticamente en la poesía de la época lo da Cesare Pascarella en 1894, con su ítalo-romanesco La scoperta de l'America, poema que Sapegno definió justamente «abilissimo e frizzante, ricco di trovate e di arguzie, spassoso e pungente» 69 . Parecida operación había realizado en 1866, en la Argentina, Estanislao del Campo con su Fausto. En La scoperta de l'America la narración que, entre un vaso de vino y otro, un hombre del pueblo hace de la empresa colombina a su amigo, deviene en una eficaz dimensión épico-popular, haciendo hincapié en las difíciles relaciones de Colón con el rey don Fernando, el favor de la reina, las peripecias de la travesía, la rebelión de la tripulación, y al final el encuentro con la maravilla del mundo nuevo, de desbordante naturaleza. El encuentro con los nativos es presentado con positivo humor, y a continuación se habla de Colón, víctima de la envidia y de la adversión del soberano, con improperios dirigidos a él: E er re (che lo possino ammazzallo Dove sta), dopo tanto e tanto bene Ch'aveva ricevuto, pe' straziallo, Co' l'antri boja ce faceva a gara, E dopo aveje messe le catene, Voleva fallo chiude' a la Longara. 70
Giorgio Spina (1988): Cristoforo Colombo e la poesia. Genova: E C I G , p. 51. Natalino Sapegno (1948): Disegno storico della letteratura italiana. Firenze: La Nuova Italia, p. 718. 68 69
70 Cesare Pascarella (1942): La scoperta de l'America. Milano: Mondadori. En traducción castellana: «Y el rey (que puedan matarlo / Donde está), después de tanto y tanto bien / Q u e había recibido, para destruirlo, // Con los otros verdugos competía, / Y después de haberle puesto las esposas, / Quería encerrarlo en la Longara». La Longara era una prisión romana del Estado Pontificio.
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Alcanzada la unidad del país, en 1870, y sobre todo hacia el final del siglo xix, con el acercarse del IV Centenario del Descubrimiento, se intensifican en Italia la preocupación por el tema colombino. Sin embargo, el resultado más relevante fue, en la época, la publicación de los numerosos tomos, en gran formato, de la Raccolta Colombiana, ricos en documentos inéditos. El tema, naturalmente, inunda también al teatro, produciendo textos justamente olvidados, mientras en el ámbito científico todo este entusiasmo llevará a nuevos títulos, estudios biográficos e investigaciones históricas, que se prolongan en el siglo xx, hasta el momento en que la llegada al poder de Mussolini funda el orgullo nacional en el Genovés y su empresa, que cada vez más, debido a la política y a la corriente migratoria italiana, hace de Colón casi el descubridor del Río de la Plata. En el teatro del Novecientos algo todavía persiste del tema colombino. El texto más relevante es el de Pier Maria Rosso di San Secondo, L'Ammiraglio dell'Oceano e delle anime, que se representó en Roma en 1940. En las décadas siguientes del siglo xx, sin embargo, después de la Segunda Guerra Mundial, y más aún en el clima actual, la visión de Colón y del Descubrimiento de América cambia en Italia. Hacia el final del siglo, sin embargo, la fecha del V Centenario ha determinado iniciativas culturales, editoriales y científicas relevantes. La Nuova Raccolta Colombiana es un monumento de primera importancia a este propósito, y no el único: también desde el Consiglio Nazionale delle Ricerche se han promovido congresos y publicaciones: la edición de varios textos de tema colombino, del Descubrimiento y la Conquista, además de las Historie de Fernando Colón. Un público más amplio ha seguido el revisionismo satírico del dramaturgo Dario Fo, en algunas de sus obras que contemplan a Colón y al descubrimiento de América. En una comedia novedosa, en dos tiempos, titulada Isabella, tre caravelle e un cacciaballe7\ representada por vez primera en Milán en 1963, el autor desacraliza con humor a Colón y su aventura, junto con los personajes que representaban el poder, con clara alusión al presente. Es un ejemplo de teatro en el teatro; el protagonista es un condenado a muerte, a quien se le impone el papel del Descubridor y al final vuelve a su propia realidad: el verdugo le corta la cabeza. El texto escrito no da más que una idea de lo que es la puesta en escena, que Fo enriquece originalmente de
71 Dario Fo (1983): Isabella, tre caravelle e un cacciaballe, en Le commedie di Dario Fo. Torino: Einaudi, voi. III.
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representación en representación, actuando directamente y con una serie de personajes absurdos y grotescos, cambios continuos de escenario, ficciones de navegaciones y batallas, una escenografía que solicita la colaboración del espectador. Sobre Colón, interpretado como un gran embustero, «cacciaballe» o embustero precisamente, Dario Fo vierte, a pesar de todo, una indudable simpatía. Su historia es resumida por eventos cumbre: sus viajes, dentro de la historia contemporánea de España, una nación todavía en vías de completar la Reconquista. El público asiste, de esta manera, al comienzo de la aventura colombina, a las vicisitudes infelices del protagonista, hasta su llegada a la Corte en cadenas, a los nuevos viajes y la última desdichada empresa. El Descubridor es al final un hombre acabado y la comedia termina entre traiciones o menos a la verdad histórica, sin que esto preocupe al dramaturgo, y mucho menos al espectador. En 1991 Dario Fo compone otro de sus conocidos, y celebrados, espectáculos de humor clownesco, sobre argumento americano: Johan Padan a la Descoverta de le Americhe72, donde la narración de los acontecimientos le tiene como actor exclusivo. El personaje se expresa en un lenguaje inventado por el mismo Fo, el «grammelot», mezcla de dialecto lombardo, veneto, palabras castellanas, catalanas, italianas, etcétera, modificadas libremente por el autor y cuyo significado real el público en buena parte intuye, más que entiende, pero que obtiene un gran resultado en el ámbito del espectáculo. Algo histriónico preside la actuación del protagonista, dentro de una sugestiva escenografía continuamente cambiante. En la pieza, Johan Padan, un tipo popular que huye de la Inquisición veneciana, llega a Sevilla, y para salvarse de la Inquisición local sube al primer barco que encuentra y se encuentra entre la tripulación de Colón que se dirige a las Antillas. La realidad histórica no interesa al dramaturgo; antes, en su obra realiza una mezcla eficaz de viajes y acontecimientos, de islas caribes y tierras de la Florida, encuentros con salvajes buenos y malos, con mujeres indígenas bellas y complacientes: un ejercicio extraordinario de síntesis, mezcla, invención. La finalidad es, a través del personaje popular que participa en la conquista del Caribe, presentar el choque de culturas, denunciar lo injustificado de la conquista, exaltar la resistencia indígena, eficaz sobre todo en la Florida, y tanto
72 Dario Fo (1993): Johan Padan a la Descoverta de le Americhe, a cura di Franca Rame. Firenze: Giunti.
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que el mismo Carlos V ya no puede más con tantos fracasos expedicionarios y reniega de ella: Declaro 'sta Florida malarbéta téra inespugnáble, lo que vol diré che, de 'sto m o m e n t o , ol prim cristián espagnol che, desobejéndo al m e orden ghe va a meter pie in 'sta téra, po', anca se putacáso ol riése a torna indrée, ziüro che lo impico mi, co' i m e mani! 7 3
Una forma de anti-historia o, mejor una historia cantada, una oralidad popular que no respeta hombres célebres ni fechas históricas, sino que evidencia la naturaleza real de los acontecimientos. Un largo recorrido el nuestro, que de la figura de Colón y el Descubrimiento ha intentado esbozar la alterna historia dentro de la cultura italiana, hasta la época actual, en la que, a pesar del V Centenario, no ha habido entusiasmo excepcional por la figura del Genovés y su empresa; temas que, en el mejor de los casos, han dado vida a algunos congresos de especialistas.
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Ibíd., p. 117. Traducido al castellano el pasaje es: «Declaro esta Florida maldita tierra
inexpugnable. Lo que quiere decir que, desde este momento, el primer cristiano español que desobedeciendo mis órdenes pone pie en ella, luego, aun si logra volver atrás, juro que lo cuelgo yo, con mis manos».
DEL INDÍGENA COSMOGÓNICO AL INDÍGENA ANTROPOLÓGICO Dante Liano
Universidad de Milán, Italia
El pequeño valle de Chimel está situado en el noroeste de Guatemala, allí donde termina el altiplano, y la cordillera de la Sierra Madre se alza hasta tocar las nubes. Todo es verde, allí, en tonalidades que van desde el verde claro de las plantas tempranas hasta la oscuridad verde de los árboles que ensombrecen las alturas. El valle está surcado por abundantes riachuelos, y eso hace del suelo una extensión arcillosa, fértil en extremo, alfombrada por una grama alta cuando no hay plantas o árboles tan antiguos que parecen tótems erigidos en honor de alguna divinidad arcaica. Por la humedad, a pesar de la altura, se siente una especie de calor molesto, que desaparece apenas el sol se pone y da paso al frío: hay necesidad de ponerse las chaquetas de lana de Momostenango, y de encender un fuego. Por la tarde, parece que las nubes nacieran de los montes que circundan a Chimel. Vagan las nubes de una montaña a otra y, a veces, se convierten en niebla, y otras se desparraman en espesa lluvia, con su circo de relámpagos y truenos. No falta el agua en Chimel. La gente se inclina delante de un arroyo y se moja la frente y las sienes: es un gesto sagrado. Antes de conocerlo, uno imagina que Chimel es un pueblo, como podrían serlo tantos otros. Quizá, una aldea. Al menos, un caserío. En cambio, hay tanta vegetación, la selva de la montaña húmeda está a un paso, la tierra es generosa y, sin embargo, las casas son pocas, alrededor de una escuela en donde no se ven muchos niños. Contamos dos, y uno de los dos no asistía a clases. Entonces, con la evidencia de lo que se ve y se vive, se comprende el significado de la estrategia de la tierra arrasada. Porque Chimel no era así. Chimel
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era un caserío con cuarenta y dos familias. En 1980, llegó el ejército y arrasó con todo: quemó las casas, mató a la gente, mató hasta a los animales. La vegetación, hoy, cubre todo. Donde había casas, árboles poderosos, crecidos en veintiséis años de abandono. Se podría decir: «No hay alma viva», sino fuera por los pocos que todavía habitan el lugar. Es gente recién llegada, que ocupó las tierras abandonadas. «No hay alma viva», se podría decir, y también: Chimel está poblado de las almas de los muertos, porque, según las creencias de los mayas (y me parece que no sólo de los mayas), cuando una persona no encuentra sepultura su alma sigue vagando por los lugares que conoció, hasta que los familiares o quién por ellos, entierran sus restos. Q u e esté poblado de espíritus lo recuerda Rigoberta Menchú, al recorrer esos parajes. Lo que para el viajero son árboles y plantas y flores y orquídeas que se aposentan salvajes sobre el musgo natural de la selva, para ella son sitios del recuerdo. «Aquí estaba la casa de mis padres», dice, y con agilidad inesperada, se encarama a una prominencia del terreno y se adentra entre lianas y matorrales. Su mirada es cansada: señala los linderos que ella sólo recuerda. «Ahora ya no queda nada», dice, sin expresión. Después, mientras camina por el sitio, el lugar se va poblando de recuerdos, dichos con voz impasible, como si no mencionaran hechos espantosos: «Éste es el cuxín, el árbol que se secó porque allí ahorcaron a don Gaspar Achí». Más adelante: «Aquí degollaron a mi hermano Víctor». «Allá había una familia, los sacaron a todos de su casa y los mataron». Uno se explica la infatigable búsqueda de las fosas comunes en todo el altiplano guatemalteco, para restituir a los sobrevivientes los huesos de sus seres queridos, para que puedan descansar al fin. Rigoberta ha recorrido todos los lugares en donde los antropólogos forenses han hallado restos humanos, por su necesidad religiosa y profundamente humana de poder dar fin a su luto. Uno ve la extensión desierta de Chimel y entiende, porque sus ojos entienden, la palabra «arrasar». Todas las tierras del Quiché, pero no sólo del Quiché, sino también Chimaltenango, Alta y Baja Verapaz, y Huehuetenango, nombres de antigua resonancia histórica, en Crónicas de Indias y en Memoriales de Indios, todas esas tierras sufrieron la técnica militar de la tierra arrasada. Uno ve la extensión desierta de Chimel y ve a sus habitantes actuales, apenas diferentes de los de esa época, y se pregunta cómo pudo ser posible que los militares guatemaltecos consideraran «subversivos» o «comunistas» a gentes que vivían en un valle en donde no hay todavía ahora ni luz eléctrica ni agua potable, ni un solo cable ni camino asfaltado, a donde para llegar hay que recorrer una carretera de terracería que a veces se interrumpe por los ríos que la atraviesan.
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Cuando cae la noche, se encienden las candelas, grandes como los cirios de iglesia. «Caminábamos nueve horas hasta el pueblo más cercano, Uspantán», dice Rigoberta. «Allí vendíamos lo poco que cultivábamos, y comprábamos azúcar, frijoles, candelas, caramelos. Nueve horas de ida, nueve horas de vuelta. Y siempre cargando algo». Uno ve la extensión desierta de Chimel y se admira del camino, algo más de nueve horas, recorrido por esa mujer batalladora y enérgica, desde su caserío arrasado hasta Oslo, en donde recibió el Premio Nobel de la Paz. Uno ve la extensión desierta de Chimel y se pregunta cómo fue posible llegar a tanto, en medio de la belleza espléndida de un lugar que habría merecido mejor suerte. ¿Cómo fue posible llegar a tanto? ¿Cuándo empieza esta historia, que deja poco lugar al sarcasmo o la ironía o el humor considerados típicamente guatemaltecos? Y sobre todo, ¿a dónde podemos pensar que pueda ir a parar, con su legado de rencores, lutos y divisiones? Y, por lo que nos interesa, ¿qué huella ha dejado en la literatura guatemalteca contemporánea? Siempre me he preguntado lo que sintió el joven Miguel Ángel Asturias cuando entró en el aula del profesor Georges Raynaud y este se interrumpió, lo señaló, y exclamó: «¡He aquí un verdadero indio maya!». Si conozco bien el ambiente guatemalteco, en particular el de las clases medias ladinas, Asturias debió de haber sentido un escalofrío de vergüenza, una sensación de ofensa, un estupor de admiración. Porque ser indio, en la Guatemala de ese entonces y en la Guatemala de hoy, no es precisamente un galardón social como para andarlo exhibiendo por todas partes. En Guatemala (pero basta consultar los principales diccionarios de la lengua, principalmente el de la Real Academia, para saber que en toda Hispanoamérica) la palabra «indio» es despectiva. Miguel Ángel Asturias Rosales no era un indio, era un ladino de buena familia, de tan buena familia que pudieron costearle un viaje de formación cultural a París. ¡Y en París, precisamente, el profesor Raynaud lo llamaba «indio»! Menuda paradoja para un muchacho, cuya genealogía proveniente de un Sancho, venido de Asturias, puede todavía encontrarse en algunos libros de prosopografía. Más: por muy joven que fuese, ya Asturias era un escritor reconocido en Guatemala. Había destacado durante sus años de estudiante universitario, sobre todo en la actividad goliàrdica llamada «La Huelga de Dolores», para la que compuso un himno (con música de otro talentoso intelectual, que aparecerá más adelante en este discurso, José Castañeda) llamado «La Chalana», canción jocosa que en muchas ocasiones fue también de guerra
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para el estudiantado guatemalteco. Asturias no era conocido como narrador, sino como poeta de facilidad dariana. Componía poemas con tal rapidez que, en las tómbolas de beneficencia, estaba la mesa del joven Asturias, que elaboraba sonetos según el gusto repentino de sus contratantes. Cosas de provincia, y tal debió de serlo la capital de Guatemala en esos años, si Porfirio Barba Jacob se lamentaba de la pobreza de sus librerías y de que detrás de la Catedral comenzaban los potreros. (Fue más ácido con una segunda ciudad, Quetzaltenango, de la que dijo, según su apasionado biógrafo Fernando Vallejo, que lo mejor de ella era el camino de regreso.) No era difícil descollar a los 24 años en esa sociedad en donde pocos ladinos tenían acceso a la cultura y el progreso, y una masa muy grande de indígenas vivían en la miseria y la indigencia. Tampoco era difícil despreciar al indio. Si uno se quedaba con lo que veía (por ejemplo, la admirable descripción de una fiesta en la finca hecha por Flavio Herrera, en El tigre), como muchos años más tarde hará Luis Cardoza y Aragón en Guatemala, las líneas de su mano, donde desmonta la leyenda folklórica del buen salvaje al mostrar a los indígenas antigüeños en las procesiones de Semana Santa, o a aquellos que, después del mercado de Chichicastenango, se quedan tirados como moscas luego de haberse emborrachado hasta la inconsciencia. Si uno se quedaba con lo que veía y además, si a esto le añadía las teorías sociológicas dominantes en Hispanoamérica, opiniones negativas y declaradamente racistas no podían llamar a extrañeza. Mucho se ha dicho y se ha escrito sobre la tesis de graduación de Asturias. Sin ninguna vocación para esa carrera, Asturias había estudiado leyes. La tesis no es un esfuerzo de investigación académica. Resulta muy claro que se trata del mínimo esfuerzo por salir del paso, repitiendo las teorías de José Ingenieros, en ese momento, con Vasconcelos, el máximo pensador de América. No por nada era considerado «maestro de juventudes», a raíz de su ensayo, muy difundido entonces, El hombre mediocre. Mas no es del difundido librito de consideraciones sobre la vida, de donde Asturias saca su inspiración. A mi modo de ver, la escuela positivista en boga, sea en la Escuela Normal para Varones, donde el escritor hizo su bachillerato, sea en la Universidad de San Carlos, seguía muy de cerca las tesis de Sarmiento, Lastarria e Ingenieros. La tesis visita todos los lugares comunes del racismo guatemalteco ante el indígena. Según el joven estudiante, sobre el descendiente de los mayas pesa el pecado capital de la esclavitud a la que ha sido sometido, la explotación de la que ha sido objeto, la horrenda situación de miseria y enfermedad en la que
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vive. Estas circunstancias las denuncia con fuerza y tal denuncia no puede pasar desapercibida. Una primera consideración respecto de la tesis asturiana, que cualquier lector desapasionado puede encontrar, es que Asturias vigorosamente declara su rechazo a la explotación que sufre el indígena. Ello no esconde las frases racistas, que pueden llamar a escándalo a espíritus contemporáneos que ignoren el predominio de las ideas de Ingenieros en los ambientes universitarios de la época. La descripción de la sociedad precolombina es aproximada y afirma, según los cánones epocales, que su estado era de «semi-barbarie». Por esa inteligencia «rudimentaria», al indígena no le fue posible absorber la «superior» civilización occidental. Ello no obsta para que Asturias reconozca que al indio se le sometió a la más dura de las esclavitudes, que en nada cambió con la Independencia y que se acrecentó con la Reforma Liberal. (En ello se encuentra de acuerdo con muchos indigenistas). Donde la tesis escandaliza es cuando hace la descripción fisonómica y psicológica del indígena. Allí lo describe como intrínsecamente feo y malo, defectos que no duda en atribuir «a las razas inferiores». Baste una frase para exasperar las susceptibilidades: «su existencia de bestias relajadas por el aguardiente, la chicha y el ardor del trópico». Sólo los chinos son peor tratados, pero no ha habido todavía sinólogo que denuncie a nuestro joven graduando. «Los chinos han venido a dar el tiro de gracia a nuestros valores de vida», dice. «Raza degenerada y viciosa cuya existencia mueve a bascas y cuyas aspiraciones son risibles». Para la degeneración de la raza, el remedio propuesto por el tesista había sido ya planteado a mitad del siglo xix por Sarmiento y propuesto con entusiasmo por todos los seguidores del positivismo en América Latina. Es la conocida tesis de la importación de europeos para que la nueva mezcla «mejore a nuestros indios». Lo que hace falta es «sangre nueva». Y con estas manidas ideas se cierra el esfuerzo del joven Asturias por graduarse de abogado. Consideremos, en primer lugar, una cuestión elemental y de sentido común. Juzgar a un gran autor por su tesis de graduación viene a ser como si diéramos un juicio definitivo sobre Vargas Llosa en virtud de sus encendidos escritos revolucionarios de sus primeros tiempos. ¿Qué decir de un hombre, como Asturias, que supera ampliamente su débil tesis de graduación con auténticas obras maestras de la literatura? Pero si este argumento no bastara (pero basta y sobra), existe la «Advertencia» escrita por el mismo Asturias a la edición francesa de su tesis. Allí insiste en decir que «la situación del indígena no ha mejorado desde entonces» (p.
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17) y que el problema de la tierra sigue siendo central, por lo que urge una reforma agraria completa en Guatemala. Enseguida reflexiona así, y me parece pertinente citarlo por entero: En mi tesis [...] proponía, con juvenil entusiasmo, la inmigración. [...] La experiencia ha demostrado que si se llevan inmigrantes, éstos, no sólo no se mezclan con el indio, sino muy pronto se convierten en jefes, patrones, amos o capataces del infeliz nativo. Por otra parte, últimamente ha surgido otra manera de enfocar este asunto. [...] Si se parte del concepto de que el indio guatemalteco es un ente que en sí encierra los elementos de otra cultura, de su cultura ancestral, propia, que alcanzó pasmoso desarrollo en las artes, los conocimientos de la naturaleza, etc., no hay que occidentalizarlo, sino tratar de despertar en él esos elementos de su cultura nativa, de su personalidad profunda. En este caso, lo que debe hacerse es proporcionarle los medios para desarrollarse, ampliar sus formas de vida, y unir la técnica a su cultura, para que así, si él quiere, más adelante, se incorpore a la nuestra.
Y cierra sus consideraciones reafirmando: En todo caso, al publicarse de nuevo mi tesis, quiero subrayar la vigencia de mi protesta de entonces frente a la injusticia con que se trata al indio, actualmente, su total abandono, y la explotación a que es sometido por las clases llamadas pudientes y el capital extranjero.
Me parece que la corrección del punto de vista que Asturias propone a su tesis no puede ser más clara. Pero volvamos al momento en el que Asturias entra en el aula de Georges Raynaud y éste lo señala como un ejemplar auténtico de indio maya. A partir de ese momento se opera en el escritor guatemalteco un proceso de reconocimiento, en primer lugar, de sí mismo y, en segundo lugar, de su propia cultura. Sabido es de todos que nadie tiene una percepción exacta de su propio físico, y que son los otros, o el espejo o la cámara de televisión, quienes nos dan la idea de cómo estamos hechos. ¿Cómo es posible que nadie, en Guatemala, antes del viaje a París, haya reconocido el perfil declaradamente maya del gran narrador? Es muy posible. Hay, en Guatemala, miles de individuos que se proclaman ladinos, y que ostentan desprecio por los indios, mientras exhiben hermosas fisionomías indígenas. Hace poco, la esposa de un amigo, de quien siempre he admirado la rigurosa apariencia maya, me sorprendió al declarar
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que no iba a un matrimonio entre indígenas, porque los indios no le gustan. (Esto nos llevaría por otro camino: cuánto de estatus étnico hay y cuánto de estatus cultural en la elección, si ella es posible, de ser indio o ladino. Basta decir que, en Guatemala, en muchos casos ser ladino o indio está determinado por la declaración de la persona de serlo. En pocas palabras: si un indio decide ser ladino, lo es por sus propias palabras.) Hay dos momentos importantes en la mirada de Raynaud sobre Asturias: el verse con los ojos de otro, y el verse con los ojos de una autoridad cultural. Que otro lo haya visto como recién salido de una estela maya habrá despertado en la conciencia de Asturias un sentimiento inédito sobre su aspecto físico. Que ese otro representara el más alto grado de la cultura francesa, con toda la carga de validación que para un latinoamericano representaba, implicaba que ese físico «maya» tenía un valor positivo, al menos en la sociedad francesa, no por cuestiones estéticas difíciles de elucidar aquí, sino porque representaba una cultura, la cultura maya, que era valorada positivamente por el canon occidental. (Sabemos, por Cardoza, que Asturias invirtió positivamente ese descubrimiento de belleza exótica en sus relaciones con las coetáneas parisinas; y sabemos, por una casualidad en la investigación de la correspondencia de José Carlos Mariátegui, que Cardoza imprimía un papel membreteado en donde decía: «Luis Cardoza y Aragón, príncipe maya». Desprecios o encumbramientos van variando, según el tiempo y el lugar). Parejamente, Asturias se apasiona por el Popol Vuh y la cultura de los mayas prehispánicos, en un modo que lo habrá contagiado de la exaltación de Morley, que los llamaba «los griegos de América», de Raphael Girard, para quien eran «los mayas eternos» o de Erick Thompson, cuya enumeración de las virtudes de los mayas (el uso del cero, la numeración superior a la de los romanos, las operaciones matemáticas perfectas, el calendario más preciso que el gregoriano, la revolución sinódica de Venus, la predicción de los eclipses solares, etcétera) los convierte en seres extraordinarios, verdaderamente admirables. Asturias descubre al que podríamos llamar el «maya cosmogónico», el ser fabuloso que habla con los astros y que languidece de calor y opulencia en las cálidas selvas de Quiriguá. Sin embargo, no podemos olvidar que Asturias ya conocía a los indígenas. No solamente por un conocimiento empírico, del cual es testimonio la tesis, sino también los conocía por la literatura costumbrista. Como todos sabemos, el indigenismo hispanoamericano, con raras excepciones, usa los módulos del realismo y del naturalismo para relatar sus avatares. Asturias ya había tratado
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de componer algunas historias con protagonistas indios, pero éstos aparecían conforme el canon realista. Gerald Martin nos hace conocer, en su edición crítica de Hombres de maíz, algunos de estos cuentos. Digamos, entonces, que es un poco exagerado decir que Asturias descubrió a los indios en París. N o podía dejar de conocerlos, en un país con la población mayoritaria indígena. Lo que conoció fue la admirable cultura prehispánica, a través de las clases de Raynaud y la traducción del Popol Vuh. Y, como ha señalado ya Selena Millares en su prólogo a El señor Presidente, el añadido es haber conocido el surrealismo. El filtro por el que pasa la imaginación asturiana es la lectura de los surrealistas franceses, y la aplicación de sus invenciones. La aplicación de las teorías freudianas y la valoración del inconsciente se encuentran con bastante evidencia en las Leyendas de Guatemala, con sus ecos de escritura automática. Parece curioso, pero hay una recurrencia del realismo en El señor Presidente, cuando una mujer indígena va al cuartel a buscar a su hijo. Pregunta por «Ismael Mijo», y el soldado le responde que ya sabe que es su hijo, que cuál es su apellido. Entonces la mujer le aclara: «El apellido es Mijo». El chiste, de invención asturiana, es un resabio de la época anterior a Leyendas..., y no aparecerá más. La radical novedad de la propuesta estética asturiana está en la creación de un indio cosmogónico, que proviene de los estudios etnológicos más que del Popol Vuh. Sabemos que éste último libro influencia a Hombres de Maíz, pero no podemos estar seguros de que esté presente, de modo fundamental, en Leyendas de Guatemala. Aquí, en las Leyendas, hay más de cronicón de costumbres: La carreta llega al pueblo rodando un paso hoy y otro mañana, y de tradición hispánica colonial: las leyendas de «el sombrerón», «la siguanaba» y «el cadejo» son de estirpe hispánica, aparte de que la poderosa imaginación asturiana las transforma en otra cosa diferente a su origen folclòrico, como se puede ver en las Tradiciones de Guatemala, cuidadosamente recopiladas en varios volúmenes por el folclorólogo Celso Lara. El mismo Asturias se encargó de divulgar un episodio de su infancia. Según esta anécdota, cuando su padre tuvo que refugiarse en Baja Verapaz, el niño Miguel Ángel jugaba con sus coetáneos indígenas. Veamos un poco esta cuestión. Asturias siempre ha declarado que hay dos momentos significativos en su infancia, de contacto con la población indígena: cuando jugaba con los niños indígenas de las Verapaces y cuando escuchaba a los arrieros, por las noches, que contaban viejas consejas alrededor del fuego, en la trastienda de la abarrotería de sus padres. El primer episodio sabe un poco a fábula, una
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especie de legítima reconstrucción de la propia infancia, operada por Asturias. En Guatemala, la separación étnica es radical. Si bien hay un comercio constante entre ladinos e indígenas, un intercambio motivado por la contigüidad y por el hecho de que los ladinos son una isla étnica rodeada de indígenas (las otras etnias guatemaltecas son la garífuna y la xinca), si bien todos los días se saluda y se habla y se comercia, a la hora de la integración, se erige una muralla muy alta. Un niño puede ir a la escuela con sus compañeros indígenas. Pero si organiza su fiesta de cumpleaños, difícilmente los invitará. Puedo dar un testimonio personal de esta separación. Pertenezco a una familia claramente ladina: por el ramo paterno, mi abuelo es italiano y mi abuela es de origen hispánico; por el ramo materno, toda mi familia viene de ladinos viejos de San Andrés Itzapa, un pueblecito en donde casi la totalidad de habitantes son indios, y en donde, por tanto, el racismo hacia ellos es más radical. No he encontrado mayor repulsión hacia el indio que entre mis familiares de pueblo pequeño. Es verdad que Asturias fue a dar a un pueblo kek'chí, y que ha habido una mayor mezcla entre kek'chíes y ladinos debido a la fuerte presencia de los alemanes en la década de 1930. En la región kek'chí se da un fenómeno igual al del Paraguay: la mayor parte de la población, indiferente de su etnia, es bilingüe. Pero Asturias estuvo demasiado poco tiempo como para atribuirle esa conmistión con los indígenas. Para el segundo momento de contacto, la historia de los arrieros que contaban cuentos en la parte de atrás de la tienda de los Asturias puede ser verdadera. Pero necesita una anotación: los arrieros llegaban del Oriente de Guatemala, lugar muy conocido porque la población no tiene mezcla con los mayas del altiplano. Ir al Oriente de Guatemala, partiendo de la ciudad, es como ir a otro país. Gente bastante alta, ruda, violenta, de piel blanca y de evidente origen español, sin mestizaje. Son ladinos altaneros, con un modo de hablar que se diferencia mucho del hablar del altiplano, pues en ellos priva el arcaísmo más que la contaminación con las lenguas indígenas. Así que el contacto con los arrieros, si bien es un riquísimo contacto con el pueblo errante de los contadores de cuentos, no es un contacto con los indígenas. El indígena de Asturias, en las Leyendas, es el que viene del estudio de su pasado precolombino, y, añadamos que, en muchos casos, las leyendas son coloniales, con poco de indígena. Lo que prima en las Leyendas es, sobre todo, el surrealismo en la práctica específica de la escritura. Se encuentra en la «Leyenda del Volcán», pero también antes, en «Ahora que me acuerdo»:
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Dante Liano Agarrándome una mano con otra, bailo al compás de las vocales de un grito: ¡A-e-i-o-u! ¡A-e-i-o-u! Y al compás monótono de los grillos. ¡A-e-i-o-u! ¡Más ligero! ¡A-e-i-o-u! ¡Más ligero! ¡No existe nada! ¡No existo yo, que estoy bailando en un pie! ¡A-e-i-o-u! ¡Más ligero! ¡U-o-i-e-a! ¡Más! ¡Criiii-criii! ¡Más!
A este indígena surrealista hay que añadir el indígena proveniente del Popol Vuh, cuya aparición mejor está en Hombres de maíz. En esa espléndida novela encontramos el nahualismo, tal y como se entiende todavía ahora en la campiña guatemalteca: no solamente la existencia de un animal que es nuestro doble (en términos más propios, sería el tonal) sino lo que es verdaderamente un nahual: la transformación del hombre en animal para lograr fines específicos (como D o n Nicho Aquino, que se transforma en coyote para llevar más rápidamente la correspondencia). Aparte de ese rasgo tan llamativo de la tradición indígena, está la tendencia a la narración oral para transmitir la cultura, el sincretismo religioso y la sacralidad casi panteísta de la religión maya. Quisiera introducir, aquí, una reflexión. Entre Leyendas de Guatemala y Hombres de maíz, Asturias publicó el texto de algunas conferencias que había impartido en viaje a Guatemala en 1928. El volumen recibe el nombre de La arquitectura de la vida nueva. Considero este volumen de capital importancia para comprender la obra asturiana porque propone algunas ideas fundamentales, ya muy lejos del ejercicio académico de la tesis. Luego de la experiencia francesa, o a mitad de ella, Asturias propone nada menos que la refundación de la nación guatemalteca, y aquí se nota la influencia de Vasconcelos. El joven escritor critica todos los defectos de sus connacionales. Y su análisis de la sociedad se encuentra en una serie de artículos intitulados La realidad social guatemalteca, fechados en París en mayo de 1925. Según el esquema del autor, la realidad guatemalteca está formada por dos capas sociales: la masa negra, que son los indios y los ladinos que sufren la miseria y la explotación, y lo semicivilizados, que son las clases dirigentes. N o se salvan ni los unos ni los otros. La masa negra vive sumergida en «un líquido profundo, inmóvil, lejano, donde impera la sombra y la ignorancia, la miseria y la bestialidad más absolutas», mientras la sociedad toda está compuesta de «mentirosos escenados» a los cuales resulta intolerable y bruto un señor don nadie «que viene a gritar lo que está viendo». Más adelante, al describir a los «semicivilizados», el cuadro se hace gustoso:
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Los abogados, entre nosotros, hablo de la generalidad, leen muy poco o casi no leen [...] El militar sigue creyendo en la fuerza de la espada, no como símbolo sino como machete [...] Los sacerdotes que siguen creyendo en la eficacia de la vida contemplativa están reñidos con su tiempo. [...] Nuestras señoritas saben actualmente tanto como la cocinera [...] El estudiante guatemalteco y la carabina de Ambrosio, en cuestión lectura, andan por el estilo.
Esta realidad «actual, vieja y cobarde» tiene que ser sustituida por una «nueva y valiente»: la vida nueva. En la «vida nueva», hay dos órdenes rectores: el pensamiento y el amor. Ambos deben tener la virtud de la probidad. Los intelectuales deben abandonar la pereza y la ostentación pedante, para acercarse con disciplinado trabajo a la verdad. En el amor debe suceder lo mismo. Hay que crear la verdad en el amor. Con estos cimientos, se debe construir un edificio cuyo máximo ideal es la belleza. De allí el título de «arquitectura». Partiendo del principio de que existen, en el hombre, elementos a priori que contienen el universo y que sólo debe descubrir para realizarlos, propone la comparación con un edificio. El edificio debe estar construido: a) En el orden de las ideas: a través de la disciplina, el método y el amor a la verdad; b) En el orden de los sentimientos: con sana ingenuidad, propone la preeminencia del amor puro por sobre todas las cosas. Al amor, en la construcción del edificio de la vida nueva, se ha de acompañar la belleza. Por supuesto, no es interesante la propuesta, por su exceso de ingenuidad. Interesa, en cambio, la actitud de Asturias, pues claramente está proponiendo la construcción de una nación, la refundación de ésta. Me parece que es una idea que acompañará a Asturias por toda la vida. Y que en esta etapa de su vida trata de poner en obra a través del campo en que le toca operar: en el de la refundación simbólica de la nación. Lo dice Cardoza, en su controvertido libro sobre Asturias: «Es un creador de nación, es un creador de la idea de patria». En la idea moderna de nación, ésta se acompaña con la idea de la creación de una identidad nacional. Sabemos, o, al menos, creemos saber, que la identidad nacional no es un ente monolítico, metafísico, universal o eterno. Las identidades nacionales se van creando según los hombres que van poblando determinadas áreas geográficas, y que, poblando esas áreas, generan símbolos necesarios para la supervivencia de esas naciones. La España de «charanga y pandereta», depreciada por Machado, proviene de una construcción del imaginario español originado por el romanticismo francés. Mientras que la
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España de «la movida» es otra construcción imaginaria, esta vez nacida de los flujos turísticos internacionales. Con razón, los españoles reclaman que esas construcciones no son la verdadera identidad de la nación española. Pero no es nuestro cometido incursionar en el espinoso cambio de la construcción de la identidad española, que gustosamente dejamos a sus especialistas. Era sólo un ejemplo para ilustrar cómo los procesos históricos van modelando diferentes modos de construir y elaborar el imaginario colectivo. En el momento en que Asturias escribe, la identidad nacional guatemalteca ha sido una elaboración histórica de los criollos: lo explica soberanamente el historiador Severo Peláez Martínez en su libro La patria del criollo. El título dice el contenido: la patria del guatemalteco es la del criollo, con sus símbolos anexos: bandera, flor nacional, himno nacional, moneda. La identidad guatemalteca se caracteriza por sus signos de exclusión: el indio está afuera de la puerta. Y si está adentro, sus condiciones son las del elemento añadido al paisaje, si bien le va; y si no, fuerza de trabajo bruta, en todos los sentidos del término. La propuesta asturiana de reconstrucción de la identidad guatemalteca resulta muy clara, a la luz de tales consideraciones. Es una propuesta de inclusión del indio dentro de la identidad nacional, ya no como elemento decorativo sino como ciudadano con todos los derechos. La frase anterior, que podría ser una declaración de principios muy hermosa, Asturias la hace obra en Hombres de maíz. En efecto, allí los indígenas no aparecen como tales, no aparecen como inditos, que es el refinado modo guatemalteco de decir desclasado, marginado, abyecto. Los personajes de la novela asturiana, cuyos nombres delatan un origen inequivocable: Goyo Yic, Domingo Revolorio, Nicho Aquino, María Tecún, no nos son presentados por el autor como «he aquí estos indígenas que van a ser protagonistas de mi obra», sino como cualquier ser humano común y corriente, con sus penas y sus sagas cotidianas. Resulta difícil distinguir entre ladinos e indios en Asturias, y sería tarea innecesaria, porque en el orden simbólico de la novela los indígenas aparecen como ciudadanos incluidos dentro del estado guatemalteco. Si hay algo de mágico y de mítico en esta novela, está en esa propuesta de orden social, porque, en la realidad de la década de 1930, lejos estaban los indios de Guatemala de ser considerados iguales a los otros ciudadanos del país. Pero la propuesta está, y está en el mejor de los modos que se podía hacer, desde el punto de vista de Asturias: con una obra de arte de alta calidad. Se hace necesario señalar, a este punto, que Asturias no estaba solo en ese intento. Toda obra existe dentro de un contexto. Y en la tentativa de construir
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un imaginario colectivo, una identidad nacional basada en la inclusión del indio dentro de la dinámica nacional, otros intelectuales participaron con igual pasión. Un caso recientemente estudiado por Marta Elena Casaús es el de José Castañeda, el joven estudiante que le puso música al himno goliàrdico escrito por Asturias. Castañeda, eminente músico, viajó a los Estados Unidos, en donde se especializó en el estudio de la antropología y la etnografía. Con la instauración de los gobiernos revolucionarios de Arévalo y Arbenz, la típica mentalidad progresista pensó en la inclusión de los indígenas guatemaltecos. Se fundó así (estoy resumiendo algunos años de historia reciente), el Instituto Guatemalteco Indigenista y el Seminario de Integración Social Guatemalteca. La serie de impresionantes monografías sobre los mayas de Guatemala, producidas en su mayor parte por etnólogos o antropólogos norteamericanos, constituyen una base indispensable para el conocimiento de la sociedad maya. Con tales instituciones, Castañeda contribuyó decisivamente al conocimiento científico de la realidad guatemalteca, específicamente, la del maya. Son libros basilares, como El capitalismo del centavo, de Sol Tax, o El ladino, de Richard Adams, o los importantes estudios de Richard Carmack sobre la sociedad quiché. Doy un ejemplo para ilustrar este tipo de libros. Al indagar, en un pueblo quiché, cuál es la diferencia entre un maya y un kashlán (quicheización de «castellano» y que significa «todo aquel que no es maya»), los mayas daban una serie de rasgos físicos muy interesantes: el color de la piel, la altura, la lengua, la religión y, cosa curiosa, la vellosidad. En efecto, los indígenas, quizá por los orígenes orientales, son, en general, lampiños; mientras los ladinos se jactan (y hacen ver) la abundancia de vello sobre su cuerpo. Es una curiosidad, pero llama la atención que en Guatemala sea signo de superioridad lo que en otros países puede indicar una cierta falta de estética (veo, ahora, en Europa, anuncios a favor de la depilación masculina). Más en profundidad, algunos errores culturales: un antropólogo que usa test norteamericanos para medir la inteligencia de los niños indígenas. Obviamente, mientras en los primeros años de edad los niños tienen inteligencias iguales, a los doce años los indígenas resultan notablemente inferiores. Bastaba ver qué les preguntaban. O la aplicación del test de Rorschach a un infeliz, con un diagnóstico semejante a la demencia, si no fuera porque, aplicado al resto de la población, el test arrojó idénticos resultados. En todo caso, hay, a partir de la década de 1930, un notable esfuerzo por reconocer el estatus cultural de la etnia maya de Guatemala y ello va a culminar en las políticas indigenistas, derivadas también del movimiento indigenista hispanoamericano.
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De acuerdo con tal movimiento, en particular con los dictámenes del I Congreso Indigenista Interamericano realizado en Pátzcuaro, en 1940, la cuestión indígena implicaba una integración del indio a la modernidad. En términos menos brutales de los que estoy empleando, los vehículos eran el mestizaje, la castellanización y, en fin, la incorporación a las dinámicas sociales, económicas y políticas nacionales. Tales postulados, llenos de las mejores intenciones, olvidaban una cuestión fundamental: la existencia de una fuerte cultura indígena, enraizada en la cotidianidad de la población, a tal punto que lengua, religión y organización social seguían pautas milenarias. La propuesta del mestizaje implicaba una conversión forzosa, que no consultaba al beneficiado sobre su aceptación de serlo. Un óptimo motivo para emprender tal política lo ha dado muchos años después el ya citado Severo Martínez. En su obra capital, Martínez afirma que el indio es una creación de la colonia. Antes de la llegada de los españoles, no había indios, dice, sino habitantes de la región: mayas, aztecas, olmecas. Los trajes indígenas, la adopción de la marimba como instrumento autóctono, la reducción en pueblos, razona, son todas imposiciones coloniales. La creación del indio, como categoría étnica, es una imposición colonial. Y desplaza el problema de la cuestión económica (la explotación de la mano de obra) a la cuestión cultural y étnica. Cuando el indio supere su condición de oprimido, señala Martínez, dejará de serlo: ni indio ni oprimido, sino ciudadano de la nación. Razonamientos semejantes manejó la llamada Revolución del 44, y los intelectuales de la época, hacia la década de 1950, apoyaban unánimemente la política integracionista. De signo distinto, como Richard Adams, brillante antropólogo norteamericano, o Joaquín Noval, punta de lanza de la antropología guatemalteca y miembro conspicuo del Partido Guatemalteco de los Trabajadores (comunista). La expresión literaria más cumplida y más alta de ese momento del pensamiento nacional es la obra de Mario Monteforte Toledo, una rara versión del hombre renacentista. Monteforte fue embajador, Presidente del Congreso, sociólogo, catedrático universitario, campeón de equitación y de esgrima, políglota y polígrafo, pero en lo que más se distinguió fue en su obra literaria. De ella, la que es considerada obra maestra es Entre la piedra y la cruz, novela que nace no sólo del conocimiento teórico del mundo indígena sino también de su experiencia de convivencia con los mayas. Monteforte, entre las muchas aventuras que constelan su vida, vivió entre los tzutujiles de Santiago Atitlán, y es uno de los pocos ladinos que se han casado con una indígena, con quien procreó un hijo. (El otro caso que conozco es el del poeta Luis Alfredo Arango,
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que no tiene la fama que merece, quien vivió entre los cak'chiqueles y se casó con una mujer de esa etnia). En la novela mencionada, Monteforte cuenta la historia de Lu (Pedro) Matzar, indígena que vive todas las experiencias típicas de su etnia hasta que estalla la Revolución del 44 y decide incorporarse a ella, dejando atrás su vida de indio. El final de la novela representa más un wishful thinking que una realidad: el abandono de lo viejo (lo indio) por lo nuevo (el mestizaje cultural). Si es por eso, también fue un wishful thinking el proyecto de la Revolución del 44: la creación de un estado guatemalteco moderno, hijo de la Revolución Francesa, progresista, quizá socialdemócrata, con la inclusión de todos los ciudadanos dentro de un mismo sentido de nación. Como casi todos los proyectos progresistas, el proyecto de Estado de los revolucionarios del 44 resultó invasivo para las culturas indígenas. Ahora que todo ello es historia, resulta comprensible la actitud de reserva de los indígenas ante un Estado que pretendía cambiar costumbres que se transmitían desde muchos años atrás. En todo caso, la idea de identidad nacional patrocinada por la revolución del 44 pasaba por lo indígena, y muchos de los signos de identidad guatemaltecos se confirmaron en esa época: la marimba como instrumento nacional, la monja blanca como «flor nacional», Tecún Umán como héroe épico, el himno, la bandera. Quien haya tratado a los ilustres exilados de esa revolución, Asturias, Cardoza, Monterroso, Monteforte y tantos otros, habrá notado su profundo apego a tales símbolos, en un modo entrañable, decidido, sin discusión. Un modo de ser profundamente guatemaltecos. De todas formas, el sueño de esos revolucionarios terminó en 1954 con la intervención norteamericana, cuyos extremos todos conocemos. Tal intervención asume los visos de una restauración, por lo que da un corte de tajo al proyecto integracionista y hace regresar a los mayas a su estatus de antes. En realidad, el intento de los «liberacionistas» era el de regresar a la etapa anterior, los añorados tiempos del General Jorge Ubico Castañeda. Sin embargo, determinados acontecimientos históricos a veces generan efectos impensables, que hacen pensar en la intervención del azar, aun dentro de las lógicas más férreas. Escuchen esta historia. Uno de las características de los regímenes liberales hispanoamericanos fue su eterna lucha contra el clero. En particular, contra las propiedades de la Iglesia. A ello no fueron ajenos ni Estrada Cabrera ni Ubico (y más recientemente, el fanático pastor protestante Efraín Ríos Montt). La restauración liberacionista debió pagar su deuda con la jerarquía eclesiástica que la había apoyado en su cruzada contra el comunismo. Monseñor Rossell y Arellano esgrimió el Cristo de
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Esquipulas, una de las imágenes más veneradas por la población, como símbolo del movimiento liberacionista. Una vez en el gobierno, la nueva constitución abolió la norma que prohibía la presencia de misioneros católicos en el país. Y, de esa forma, la Asociación de la Propaganda de la Fe mandó algunos grupos de misioneros, hacia 1955, provenientes de Bélgica, España e Italia. Su objetivo declarado era defender la fe católica contra los embates del comunismo. Algunos siguieron el cómodo trayecto de sus antecesores y se establecieron en floridas parroquias de la capital. Otros, en cambio, siguiendo su vocación, se internaron en el campo de Guatemala, y se fueron a vivir entre los indígenas. Allí descubrieron que de comunismo no había ni rastro, y que en cambio, el indígena guatemalteco vivía en condiciones de miseria, explotación y desamparo mucho peores que los de un siervo de la gleba de la Europa medieval. (Todo esto está contado y estudiado, en forma admirable, por el antropólogo y sacerdote jesuita Ricardo Falla, en un libro clásico: Quiché rebelde). Comprobaron que mucho de la religiosidad del indio era una mezcla de catolicismo con religión antigua. Algunos aceptaron el sincretismo. Otros trataron de llevar a los indígenas hacia un catolicismo más auténtico. Lo cierto es que fundaron la Acción Católica, trabajaron con los jóvenes de sus diócesis, y cuando años más tarde el Concilio Vaticano II emitió directivas con marcado acento social, las parroquias del interior, en modo particular las del Quiché, estaban preparadas para organizarse en comunidades de base. Los misioneros actuaban un decidido ministerio de conversión, por el cual, a través de un rito muy elaborado, el indígena declaraba abandonar las antiguas costumbres y abrazaba un modo más canónico de profesar la religión católica. Ello conllevaba dos pasos muy importantes que redundaban en un beneficio social y económico inmediato: el abandono de las bebidas alcohólicas y el ingreso en las cooperativas católicas. El sistema de reclutamiento de la Acción Católica era singular: cada convertido debía, a su vez, convencer a otros cinco, y así sucesivamente. Pronto, hacia fines de la década de 1960, el campo guatemalteco estaba lleno de catequistas y de comunidades de base, que comentaban el Evangelio, con la discreta guía de los curas. El problema era que muchos de los enunciados evangélicos llevaban directamente a la cuestión social. A nivel nacional, la restauración de la Liberación llevó paulatinamente al cierre de todos los espacios políticos de oposición, con un método que sabe a barbarie por su simplicidad: todos los opositores políticos fueron exilados o asesinados. Los fundadores de los partidos socialdemócratas fueron ametrallados
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por las calles y las bases y dirigencia del Partido Demócrata Cristiano fueron o asesinadas o perseguidas. Las oleadas represivas de 1962 y de 1967 condujeron a la oposición al único camino que le quedaba: la resistencia armada. La cuestión del cierre de los espacios políticos como origen de la violencia se encuentra asentada en los Acuerdos de Paz de 1996. Todos los sectores sufrieron de esa política represiva, y, en modo particular, los jóvenes literatos guatemaltecos fueron conminados al silencio o a la muerte. Fueron asesinados Otto René Castillo, Oscar Arturo Palencia, Roberto Obregón, Irma Flaquer, y tantos otros. Los que no terminaron en el exilio, tuvieron que sobrevivir, callando las más de las veces. Pero la muerte inmediata, en la calle, a la luz del día, se convirtió en un lujo en comparación con lo que sucedió en el campo. Siguiendo los consejos de estrategas extranjeros, veteranos de guerras sucias en todo el mundo, los militares guatemaltecos aplicaron, a partir de 1975, la estrategia militar de la tierra arrasada. Y, como decía al principio, uno no puede imaginar lo que fue eso hasta que no ve los resultados. Se leen los informes de las Comisiones de Derechos Humanos, el informe CEH de las Naciones Unidas, y el informe REHMI que costó la vida a monseñor Juan Gerardi, y uno se espanta pero no tiene la sensación de la realidad. Parecen las peores fantasías morbosas de algún enfermo. Nicolás, el hermano mayor de Rigoberta Menchú, me dice, en una casa que parece un sueño arcaico, pues hay que atravesar un río caminando sobre un árbol para llegar a ella: Yo no me pude escapar. Tenía mujer e hijos. ¿Cómo me iba a ir y dejarlos abandonados? Entonces vinieron los soldados y me llevaron a la base militar de Santa Cruz. Allí me torturaron durante ocho semanas. Luego me soltaron. Y regresé aquí, porque no podía irme. Pero al poco tiempo me andaban buscando otra vez. Entonces me fui a la montaña, junto con otras gentes. Tres años anduvimos vagando por la selva.
Nicolás formó parte del millón de personas que se refugió en las altas sierras de Guatemala para escapar del exterminio. «Este hombre tiene siete vidas», bromea Rigoberta. «Otro, en su lugar, se hubiera muerto». Y así. El alcalde San Pedro Jocopilas, quien me cuenta de su odisea en México. Perseguido por el ejército, pasa de dignatario municipal a peón de finca en el país vecino, hasta que percibe que el peligro ha pasado, y al regresar, se presenta humildemente ante los oficiales de la Base Militar, y les muestra
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las cartas de recomendación recopiladas en México, para demostrarles que no es un comunista ni un subversivo. Por todas partes vagan las huellas del genocidio. La persecución afectó también a los líderes indígenas religiosos, al considerar que las cooperativas de la Acción Católica estaban viciadas por la ideología comunista o, de alguna manera, emparentadas con el movimiento revolucionario que, en efecto, tenía un fuerte componente católico. Con todo el altiplano en guerra, al final de los largos años de conflicto armado, ese terremoto histórico había creado nuevos sujetos indígenas: El indígena que había escapado por la selva hasta encontrar hospitalidad en las comunidades de refugiados en Chiapas. El indígena de las CPR (Comunidades de Población en Resistencia), que, como se ha dicho, fueron más de un millón de personas que, por años, se desplazaron en las montañas de la Sierra Madre. El indígena que emigra a los Estados Unidos, que se establece allí, y en donde hace fortuna (incluso fortuna académica), y que manda cuantiosas remesas a su familia. El indígena urbano, que va a engrosar la población de ciudad de Guatemala en áreas periféricas, y que integra en la vida urbana, además de sus prácticas típicas: televisión, informática, telefonía celular, otras prácticas provenientes del área rural, y creencias y modos de organizarse propios de sus orígenes mayas. La represión actuada contra los indígenas, entre 1975 y 1990, tuvo como consecuencia una fuerte desarticulación de la organización tradicional de los mayas. Muchos ancianos murieron, dejando libres los puestos de principales a jóvenes emergentes. En el campo persiste un luto no elaborado, por la desaparición de miles de personas. Doy un ejemplo: la iglesia de San Pedro Jocopilas fue ocupada por el ejército, que desalojó a los religiosos y estableció allí su cuartel general. Muchas personas fueron torturadas y asesinadas, en la iglesia misma y en el convento adyacente. Al final del conflicto, se encontró una fosa común. Todas las personas fueron identificadas y hoy, en el centro del convento, hay una lápida, en donde están los nombres de los caídos. Todos indígenas. El sacerdote católico que tomó posesión de la Iglesia al final del conflicto es un indígena y viste como tal. Recorriendo el campo guatemalteco, se nota que la guerra destruyó dos mundos: el mundo del maya cosmogónico (resulta imposible ahora pensar en términos de Popol Vuh delante de los mayas contemporáneos), pero también
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el mundo del maya antropológico (aquél objeto de estudio de los antropólogos norteamericanos del Seminario de Integración Social) que dio origen al proyecto indigenista de la integración y el mestizaje. Los exilios y las migraciones han producido élites indígenas conscientes de su importancia en la reconstrucción de la nación. La misma guerra enseñó a los indígenas el poder de la rebelión. No obstante ser una guerra perdida, muchos indígenas experimentaron el poder que confiere la capacidad de rebelarse, principalmente aquellos que pasaron por la experiencia de la Acción Católica y luego se integraron a la lucha revolucionaria. También ha tenido un efecto muy grande el premio Nobel de la Paz a Rigoberta Menchú, pues enseñó a los indígenas que la valoración de su cultura podía traspasar las fronteras nacionales. Y que uno de ellos había logrado una posición que ninguno de ellos había tenido desde la época de los antiguos mayas. Antes del Premio Nobel, las mujeres indígenas que emigraban a la capital procuraban vestir a la manera occidental, para tratar de borrar su pertenencia a una etnia considerada inferior. Ahora, es notable y evidente el orgullo con que las mujeres mayas portan su vestimenta por las calles de la capital. Es sólo un símbolo, pero todos los que nos dedicamos a las letras sabemos la importancia de los símbolos, por pequeños que sean. Además, la inmigración a los Estados Unidos tuvo un efecto paradójico: muchos indígenas pudieron tener acceso a la Universidad, y se formaron en diversas ciencias. Algunos han estudiado antropología; otros, filología; otros, ciencias físicas y económicas. Y alternan su estancia en los Estados Unidos con su permanencia en Guatemala. Se han convertido en influyentes teóricos de la nueva presencia indígena en el país. Muchos firman columnas en periódicos importantes. Otros ocupan cargos en ministerios clave, como el Ministerio de Cultura o el de Educación, y, desde allí, hacen pesar fuertemente su pertenencia étnica. Otros se sientan en los escaños del Congreso. Un efecto no secundario de la guerra fue la disolución del concepto de integración, de una política indigenista de arriba hacia abajo. La integración o el mestizaje son improponibles por el simple hecho de que son los mismos mayas quienes los rechazan. La amarga experiencia de la guerra dejó diseminado el rencor, la revancha, la confrontación étnica. Difícilmente encontraremos un indígena que quiera ser ladino. Más bien, querrá continuar siendo indígena, con los privilegios de los ladinos. Poco a poco, la hora de las reivindicaciones y los reclamos se siente llegar, con una resistencia muy grande por parte de la población ladina, que ha acentuado su racismo y su desprecio por los mayas.
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En pocas palabras, la propuesta de un estado moderno, progresista y con un incipiente capitalismo, en donde la nación guatemalteca sería una sola, con una sola lengua, una sola religión y unos mismos símbolos de identidad fue arrasada junto con la tierra arrasada de los militares. Lo que emergió fue precisamente lo contrario: la constatación de que la nación guatemalteca está formada por una serie de pueblos, el maya, el ladino, el xinca y el garífuna, cada quien con su peso específico en la dinámica del país. Cualquiera que visite el país en esta época encontrará los signos de la disolución del Estado, y con él, de la desintegración de una nación: la corrupción y la violencia son de las más altas en toda Hispanoamérica, el narcotráfico hace lo que quiere, el gobierno es débil e inepto. La única alternativa a la disolución de este estado se encuentra en una coyuntura que vuelve a presentarse, como en la época en que el joven Asturias cruzaba el umbral del aula de Raynaud y era señalado como un auténtico ejemplar de indio maya. Tal coyuntura es la de la reconstrucción de la nación. Dicha reconstrucción no puede ignorar que Guatemala es una nación en donde, como se ha dicho, coexisten diferentes culturas y concepciones del mundo. No se puede ya proponer, por las razones expuestas, una mezcla de todas ellas en un solo estado ladino. Baste imaginar la ladinización de un garífuna de Livingston, con sus trenzas de rasta, su piel negra y su música caribeña, para darse cuenta de lo ridículo de la propuesta. Lo que parece posible, como propuesta de reconstrucción de la nación, es la aceptación de las diferencias, que son muchas, en un diálogo constante entre los miembros de tales culturas. La propuesta podrá parecer utópica o ingenua, da lo mismo. Sin embargo, puedo testimoniar que es posible un diálogo entre miembros de diferentes culturas, al menos en el ámbito literario. Visto que le he dado a esta intervención un carácter casi testimonial, termino con una referencia de este tipo. Desde hace ya varios años colaboramos, con Rigoberta Menchú, en la escritura de libros para niños, una colección de fábulas mayas. Debo declarar que el diálogo es posible, sobre todo cuando no hay visiones iguales en el campo lingüístico, religioso o de género. La colaboración con la Premio Nobel me ha permitido aprender mucho del mundo maya, y, sobre todo, aprender a respetarlo. Así como a profundizar en mi condición de ladino de formación occidental. Igual relación mantengo con el poeta quiché Humberto Ak'abal, uno de los más conocidos escritores guatemaltecos contemporáneos. Creo que, con Rodrigo Rey Rosa, Ak'abal es el escritor guatemalteco más conocido a nivel internacional. Aunque no
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estamos de acuerdo en muchas cosas, principalmente en política, el diálogo es posible. La situación actual de los mayas ve emerger a diferentes escritores de esa etnia, aparte de Ak'abal y Menchú. Está el narrador Gaspar González, el historiador y narrador Víctor Montejo, y una cantidad muy grande de literatos, como el filólogo Enrique Sam Colop. Todos escriben primero en su lengua madre y luego se traducen al español, pues una señal bastante importante de ese diálogo por venir está en la conciencia de la importancia que tiene dominar la lengua española, no renunciar a ella, sino aspirar al bilingüismo perfecto. Como señala el historiador Arturo Taracena, en el horizonte se perfila el peligro del fundamentalismo religioso. Cada vez más los mayas se identifican con las manifestaciones ancestrales de su religión y hacen un camino de regreso del sincretismo hacia una religión maya auténtica. Nada que decir. Si no fuera porque, a nivel mundial, las naciones más grandes son guiadas por líderes religiosos en contraposición, y la construcción de identidades está pasando más por la religión que por ideales liberales como los derechos humanos o el respeto de las minorías. Sólo cabe esperar que, en la reconstrucción de la nación guatemalteca, venza la idea primordial de Miguel Ángel Asturias, quien, ya en 1930, preconizaba una sociedad justa, una sociedad dialogante, una sociedad en la cual «crear la verdad en el amor», o dicho en términos más prosaicos, el reconocimiento de las diferencias dentro de un diálogo respetuoso y constante.
V I A J E LITERARIO EN EL MUNDO GLOBAL: S O B R E TRAVESURAS
DE LA NIÑA
MALA,
DE M A R I O VARGAS LLOSA Joaquín Marco Universidad de Barcelona,
España
El concepto de «globalidad», nacido en el ámbito de la economía, se ha expandido a otras disciplinas, pero su masiva utilización ha supuesto incrementar la confusión de su significado. Del mismo modo que se habla de la globalidad del mercado en el ámbito económico, lo global (en el universo semántico del cosmopolitismo •—tan grato a comienzos del siglo xx— y de lo «mundial», utilizado posteriormente, o del exotismo, referido a lejanos países, etc.) se ha trasladado también a lo literario, aunque no propondré ninguna definición restrictiva, sino que me limitaré al uso común, ajeno a cualquier premisa científica. Travesuras de la niña mala, de Mario Vargas Llosa, publicada en mayo de 2006, no es su mejor novela; aunque incluya elementos comunes a su ya extensa obra narrativa. Podría definirse como una novela de amor romántico, desaforado, perverso y folletinesco. La figura de la «niña mala», el personaje más atractivo, es trasunto de la mujer fatal, sin sentimientos aparentes, egoísta, incluso delincuente económica, enemiga de las costumbres de la pequeña burguesía, degradada finalmente desde los diversos ángulos morales y sociales en los que el autor la observará. Incluso por su misma forma de obtener el placer sexual pretende definirla. Sin embargo, no deja también de teñirla de un aura de cierto misterio, de sutilezas psicológicas. En la novela, el personaje activo lo constituye la figura femenina y el pasivo será el romántico enamorado contra toda esperanza, desde su niñez en Lima, en el verano de 1950 (el autor contaría
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entonces catorce años), cuando la descubre como falsa chilena, coincidiendo con la llegada de la orquesta de Pérez Prado1, hasta su muerte en una casita legada por su último amante en las afueras de Séte, en el sur de Francia, «desde la que se veía el hermoso mar cantado por Valery en El cementerio marino» (Vargas Llosa, 2006, p. 375)2, meses después de haberse convertido en «esposa modelo». Mas este amor desaforado tiene su núcleo en un París idealizado que coincide, además, con el papel que cobró la capital francesa, ya desde el siglo xix, en el núcleo de la literatura hispanoamericana moderna, elaborada fuera de los países de origen, decisiva, asimismo, como la canción francesa, en la promoción española de los cincuenta, durante la juventud de Mario Vargas Llosa. En el prólogo al primer volumen de su Obra Completa (2004, vol. 1, p. 19) recuerda aquellos años juveniles: París, donde viví casi siete años, era todavía entonces u n a ciudad muy literaria. El nouveau román estaba en boga y h u b o u n a polémica estupenda en torno del objetalismo', al mismo tiempo que críticos tan dispares como Roland Barthes y Lucien G o l d m a n n proponían aproximaciones antagónicas al fenómeno literario. El teatro del absurdo estaba en su apogeo, con Beckett, Ionesco y Adamov, y Francia
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Enlaza así con el ambiente de Los cachorros, donde escribirá literalmente: «Cuando Pérez Prado llegó a Lima con su orquesta, fuimos a esperarlo a la Córpac, y Cuellar, a ver quién se aventaba como yo, consiguió abrirse paso entre la multitud, llegó hasta él, lo cogió del saco y le gritó: 'Rey del mambo'. Pérez Prado le sonrió y también me dio la mano, les juro, y le firmó su álbum de autógrafos, miren. Lo siguieron, confundidos en la caravana de hinchas, en el auto de Boby Lozano, hasta la plaza San Martín, y, a pesar de la prohibición del arzobispo y de las advertencias de los hermanos del Colegio Champagnat, fuimos a la plaza de Acho, a Tribuna de Sol, a ver el campeonato nacional de mambo. Cada noche en casa de Cuellar, ponían Radio El Sol y escuchábamos, frenéticos, qué trompeta, hermano, qué ritmo, la audición de Pérez Prado, qué piano». (Vargas Llosa, 2004, vol. 1, p. 932). Los adolescentes que figuran en la novela responden a la misma generación que los de Los cachorros y A significado de la presencia de Pérez Prado en Lima será un punto de referencia en la biografía del propio novelista. José Miguel Oviedo los sitúa sociológica y geográficamente: «.. .los jovencitos de la pequeña burguesía limeña que estudian en el Colegio Champagnat de Miraflores. / Se trata de un colegio similar al de La Salle, donde hizo sus estudios el autor y que quedaba en una zona relativamente humilde de Lima. Él vivió en cambio, en Miraflores, cerca del Champagnat, colegio que centra este relato». (Oviedo, 1982, pp. 190-91). El episodio figura también en Elpez en el agua. Memorias. (Vargas Llosa, 1993, p. 67). Su entusiasmo parisino se relata también en estas Memorias (pp. 455-458). Llegaría por vez primera a la capital en enero de 1958. En esta ocasión estuvo un mes, pero en el segundo viaje permaneció siete años. 2
Utilizo siempre esta primera edición.
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acababa de descubrir a Bertolt Brecht, al que representaba y traducía por doquier. A mí los cielos me fueron propicios pues luego de pasar unos primeros tiempos difíciles —lo que Cortázar llamaba 'pagar el derecho de ciudad'— conseguí unos trabajos en la Escuela Berlitz, la Agencia France Presse y, finalmente, en la Radio Televisión Francesa, que me dejaban bastante tiempo para leer y escribir. Fueron unos años intensos y exaltantes, en los que descubrí la literatura latinoamericana y empecé a sentirme latinoamericano yo mismo, de amistades magníficas, sostenidas por ilusiones políticas y entusiasmos literarios y, también, años de trabajo sistemático, disciplinado, obsesivo, a la manera flaubertiana. Flaubert, cuyas novelas y cartas leí y releí con el fervor de un discípulo, había desplazado a Sartre como mi ídolo y modelo intelectual. Con Jorge Edwards intercambiábamos libros, sueños y proyectos, y dedicábamos los domingos a visitar casas y tumbas de los escritores amados.
Refiere a continuación de este idílico jumelage parisino que allí, por entonces, escribió La casa verde y Los cachorros. Pero tal vez lo más relevante de su estancia parisina fue el haber adquirido allí la conciencia de pertenecer al ámbito latinoamericano. En sus memorias precisa, sin embargo, que gracias a Luis Loayza había conocido la obra de Borges, pese a que su modelo fuera ya Sartre y los escritores mexicanos y argentinos (estos últimos descubiertos gracias a la revista «Sur»)3. En cierto modo, Ricardo Somocurcio, el protagonista de la novela, tiene también como único objetivo vivir en París (aunque parte de sus últimos años novelados transcurran en Madrid). Algo hay de ambiente autobiográfico en esta estrambótica figura literaria, en las antípodas de otro personaje literario trascendental en la narrativa del boom: el protagonista de El coronel no tiene quien le escriba, de Gabriel García Márquez, finalizada, también en París, en 1957. Este observa la realidad desde su pueblo aislado, anclado en él, esperando la ansiada carta que no ha de llegar, en un ambiente rural y cerrado. Ricardo, por el contrario, fruto de la civilización urbana, dada la naturaleza de su trabajo, viajará constantemente. El tiempo en el que discurre el relato de García Márquez es puntual; el de esta novela de Mario Vargas Llosa, por el contrario, se dilata a lo largo de una vida. En cierto modo, el viaje mismo, el hecho de sentirse ajeno a cualquier ciudad o país (salvo, como expondremos más adelante al barrio limeño miraflorino, escenario de su primera novela, así como de Los cachorros) se convierte en clave del relato. Los protagonistas
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De todo ello da cuenta en las Memorias citadas (1993, pp. 292-296).
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se mueven en un espacio internacionalizado en tanto que el tiempo fluye, de forma acompasada, con la rapidez que ofrecen los sucesivos encuentros y desencuentros de los protagonistas y la historia del Perú como telón de fondo, aunque no les afecte: ni la revolución cubana, de la que será símbolo y, a la vez, víctima del ejemplo guerrillero, Paúl que «recorre el mundo» (Vargas Llosa, 2006, p. 42) representando al MIR, ni el intento de rapto de Ben Barka en el París de 1962, ni cuando fue capturado y asesinado en 1965. Los viajes, sin embargo, no deben entenderse como descubrimientos exóticos o formas de placer, como en los escritores románticos, finiseculares, cosmopolitas, ni —salvo en algún caso— son resultado de exilios, como los del siglo xix o consecuencia dramática de aquellos intelectuales que huyeron en los años sesenta y setenta del pasado siglo de ciertas dictaduras. El caso de Paúl, muerto en un inútil intento guerrillero en 1965, es el del político viajero que ha de propagar su ideología en múltiples foros. Un exilio puede resultar tan sólo transtierro, aunque anclado en el país de destino. Pero el viaje en Otilia, «la niña mala», supone una constante huida. Casi niña, cuando la conoce, pretende ser chilena, aunque había nacido y vivía en Lima. Según concluirá Ricardo más tarde (Ibíd., pp. 77-78): el Perú [...] era para ella algo que con toda deliberación había expulsado de su memoria como una masa de malos recuerdos (¿pobreza, racismo, discriminación, postergación, frustraciones múltiples?), y, tal vez, hacía tiempo que había tomado la decisión de cortar para siempre con su tierra natal.
Elucubra pero dando en el clavo social, donde dinero y prestigio social serán determinantes. La había reencontrado en París (convertida ahora en la camarada Arlette, un nombre clave), camino de ser la aprendiz de guerrillera que nunca llegó a ser, de paso para Cuba. Es entonces cuando se produce su primera y difícil experiencia amorosa. El otro redescubrimiento se sitúa de nuevo en París, aunque ya casada con un diplomático francés de la U N E S C O , al que había conocido en La Habana, convertida, pese a las dificultades, en madame Arnoux, y al que acabará abandonando, tras robarle los ahorros de toda su vida. Cuenta, entonces, alrededor de treinta años. El reencuentro con su fiel Ricardo se producirá tres años más tarde, pero el día antes de que éste regrese a Lima. Ello no ha de impedirle declararle de nuevo su inquebrantable amor. Tras su regreso, se convierten en amantes, sirviéndose del piso que acaba de comprar gracias a la herencia en Lima de su tía, aunque la «niña mala»
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pronto desaparecerá. Pero París ha dejado ya de representar la ciudad idealizada. Mario Vargas Llosa había descrito críticamente la intelectualidad francesa del momento (Ibíd., p. 44). Ahora lo es Londres: «la ciudad de las modas»; es decir, nos situamos ya en la segunda mitad de la década de 1960 (p.93): Como antes a París a hacer la revolución, muchos latinoamericanos emigraron a Londres a enrolarse en las huestes del cannabis, la música pop y la vida promiscua. Carnaby Street sustituyó a Saint Germain como ombligo del mundo.
El novelista conjugará viaje y erotismo de forma parecida al héroe de Joanot Martorell, aunque sin su liberada ingenuidad. Porque la relación amorosa discontinua se mantiene gracias a altas dosis de erotismo, separando la mujer el amor del sexo, en tanto que Ricardo manifiesta una fidelidad enfermiza por alguien que, además de bígama, mantiene esta relación no sin cierta crueldad sentimental. Convertida ahora en Mrs. Richardson, acompaña a su marido, dedicado al negocio de los caballos de carreras, a Dubai, Corea, Taiwán, Tailandia y Japón (p. 131). El amigo y protector de Ricardo en París, Salomón Toledano, de origen sefardí e intérprete, como el protagonista, antes de estudiar en Boston y Berlín, hablaba ya: turco, árabe, inglés, francés, español, portugués, italiano y alemán y luego de graduarse en filología románica y germánica, vivió unos años en Tokio y Taiwán, donde aprendió, japonés, mandarín y el dialecto taiwanés [...] Cuando le conocí estaba aprendiendo ruso (p. 148).
Para él la patria no era, desde luego, la lengua. Ninguno de los peruanos de la novela que residen en Europa desea regresar a la patria, ni siquiera Juan Barreto, que pasa de hippy, pintor en las aceras, a codearse con lo mejor de la sociedad inglesa, dedicado al arte de retratar caballos de carreras. Toledano o el Trujimal, aunque reside en París y dada su profesión viaja constantemente, su gran y trágico amor —no sin ciertos ribetes melodramáticos— se da en el Japón, aunque su relación con Mitsuko será la inversa a la ópera de Puccini. Atraído por la magia del sexo y sus artilugios en Tokio, acabará cayendo en las redes matrimoniales, que detestaba desde una dolorosa separación anterior, frustrado (otro amor sublimado) y acabará suicidándose por amor. Pero según el narrador, su predisposición al conocimiento de las lenguas no llegó a transformarle en un hombre culto, sino en un ingenuo «hombre-niño». Su estancia en el Japón le pondrá en contacto
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tangencialmente con «la niña mala», a la que conocerá ahora como Kuriko, la mujer de un malévolo gángster japonés, Fukuda, quien dispone de un verdadero harén a su servicio y una gran fortuna conseguida gracias al comercio de los cuernos de rinoceronte africanos de supuestos efectos afrodisíacos. La anterior señora Richardson tuvo que huir de Inglaterra, contactó con nuestro héroe telefónicamente desde Londres y éste la descubrirá, llena de misterios, cuando ya cuenta 45 años, en la capital del Japón, centro, asimismo, de perversiones sexuales según le cuenta profusamente su amigo Toledano. Con anterioridad, el peruano ha sido consciente de su evolución. Sigue, gracias a su tío, la política de su país: la destrucción del intento guerrillero por el ejército, el «golpe» de Velasco Alvarado y sus doce años de dictadura, aunque observe también desde Londres el mayo francés del 68 y el nacimiento de Sendero Luminoso. Los negocios de Fukuda serán, en apariencia, el desencadenante de la desgracia de la mujer. Pero Ricardo, quien consigue una misión como traductor en Seúl para poder acceder hasta Tokio y reencontrarse con ella, recibe otro fuerte desengaño. El espejismo amoroso, tras varios encuentros amorosos en Tokio, se quiebra cuando descubre, ya en el éxtasis de la pasión al mismo Fukuda en la penumbra de un rincón de la habitación, un voyeur, maniobra que la ya no tan joven «niña» había planeado cuidadosamente. No deja de ser relevante la capacidad transformadora femenina, capaz de adaptarse a cualquier medio, a cualquier sociedad, siempre atraída por el dinero y el éxito social, aunque sirviéndose de este constante enamorado peruano. Pero su arma, de la que se convertirá en víctima, es el sexo. El gángster japonés utiliza a la mujer como mensajera y portadora de misteriosos paquetes. ¿En qué consistían los 'mandados' del señor Fukuda? ¿Contrabandear drogas, diamantes, cuadros, armas, dinero? Muchas veces, ella ni siquiera lo sabía. Llevaba y traía lo que él le preparaba, en maletas, paquetes, bolsas o carteras y hasta ahora — t o c ó la madera de la mesa— siempre había pasado las aduanas, las fronteras y las policías sin mucho problema. Viajando de ese modo por Asia y África, había descubierto lo que era el miedo pánico. Al mismo tiempo, nunca había vivido antes con tanta intensidad y esa energía que, en cada viaje, le hacían sentir que la vida era una maravillosa aventura (p. 176).
El concepto del viaje, unido al riesgo, se convierte en algo nuevo. Equivale a lo que posiblemente sentirían los descubridores españoles del Nuevo Mundo, avariciosos no sólo de imaginarias riquezas. No ha de ser tampoco un
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determinado destino lo que atrae a la viajera, sino el peligro, en el que creerá haber caído, abandonada por su protector, en Lagos (p. 221). Allí, asegura, fue violada reiteradamente e infectada, aunque, volvería a recuperarse. La imaginación traiciona la realidad literaria, doble traición. Dos años después, tras varias llamadas que el enamorado no responde, ya instalado de nuevo en París, porque tras el incidente sexual con Fukuda abandonó inmediatamente Tokio, vuelve a reincidir en la relación con aquella «niña mala», a quien descubrirá ahora casi en la miseria. París sigue siendo el epicentro de la narración. Allí se recupera de sus enfermedades físicas y mentales la «niña mala» tras el reencuentro y acabará convertida en ciudadana francesa, porque para regularizar sus papeles se casan en octubre de 1982, ya que Ricardo desde hacía años se había nacionalizado. Su romántico e inverosímil intento de suicidio, frustrado por un clochard, se produce en el Pont Mirabeau. Sin embargo, la transformación del emigrante peruano por razones económicas, sociales o estéticas (no políticas) se desarrolla con lucidez en varios pasajes de la novela. Tal vez el más representativo lo constituya el monólogo interior del protagonista: Había dejado de ser un peruano en muchos sentidos, sin duda. ¿Qué era entonces? Tampoco había llegado a ser un europeo ni en Francia, ni mucho menos en Inglaterra. ¿Qué eras, pues, Ricardito? Tal vez, lo que en sus rabietas me decía Mrs. Richardson: un pichiruchi, nada más que un intérprete, alguien que, como le gustaba definirnos a mi colega Salomón Toledano, sólo es cuando no es, un homínido que existe cuando deja de ser lo que es para que por él pasen mejor las cosas que piensan y dicen los otros (p. 141).
¿Responde este análisis al transterrado, que no acaba de asimilarse a ningún país, sociedad, cultura o grupo? Es posible que podamos descubrir en estas reflexiones algunos rasgos de la personalidad misma del autor, quien pasó, como su héroe también por Madrid, París y Londres, viajó por este mundo global, aunque, a diferencia de su criatura, nunca dejó de sentirse peruano. No se «desperuanizó», como asegura que le sucede a la «niña mala»: Y, acaso, aquí mismo, cuando era todavía una mocosita impúber, tomó ya la temeraria decisión de salir adelante, haciendo lo que fuera, de dejar de ser Otilita la hija de la cocinera y el constructor de rompeolas, de huir para siempre de esa trampa, cárcel y maldición que era para ella el Perú, y partir lejos, y ser rica — sobre todo eso: rica, riquísima -, aunque para ello tuviera que hacer las peores
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travesuras, correr los riesgos más temibles, cualquier cosa, hasta convertirse en una mujercita fría, desamorada, calculadora, cruel. Sólo lo había conseguido por cortos períodos y lo había pagado carísimo [...] Claro que tenías razón niña mala, de no querer volver al Perú, de odiar el país que te recordaba todo lo que habías aceptado, padecido y hecho para escapar de él (p. 324).
Esta reflexión no sólo justifica el exilio definitivo de «la niña mala», pretende razonar también sus rasgos psicológicos, tan exagerados, en esta historia que se pretende de amor casi romántico, en un contexto muy alejado de las novelas folletinescas, aunque inscrita en el ámbito del llamado «romanticismo social», puesto que serán las diferencias de clase lo que determinará su comportamiento psicológico. Con ello, el autor se muestra determinista y la justifica. Pero Vargas Llosa, probado admirador de Flaubert y de Víctor Hugo, llega al extremo de narrar que cuando su héroe visita Lima, en los ochenta, conoce casualmente a un extravagante especialista de mares, Arquímedes, intuitivo localizador de rompeolas, que resulta ser, nada menos (aquí se le desmanda el folletín) que el padre de la que entonces es ya su mujer. Esta nueva visita a Lima le llevará hasta Miraflores, el barrio de su infancia y adolescencia, transcrito en sus Memorial y evocado en La ciudad y los perros y Los cachorros, en los años y hasta en la lengua de su infancia y adolescencia, años escolares, con cuya espléndida evocación, que nos retorna al pasado y a sus propios orígenes literarios, en páginas antológicas, inicia la novela; pero ahora lo redescubre, deteriorado por el tiempo, transcurridos ya más de veinte años. Durante el mandato de Alan García, el paisaje urbano se ha transformado, aunque busca: «los itinerarios de mi juventud: el Parque Central, la avenida Larco, el Paque Salazar, los malecones». Es mera nostalgia, el deseo de recobrar un tiempo perdido; pero es en el barrio donde radican las auténticas raíces de este personaje trashumante, viajero de oficio y representante de un mundo globalizado, desnacionalizado, sin fronteras. Lo que justificará a la «niña mala» será, pues, su origen social, el medio que sublima mediante la avidez de riquezas — q u e nunca consigue— y el codearse con los mejores ambientes sociales de las capitales (salvo Madrid). Parece desprenderse de la novela que ella no llegará a amarle nunca, aunque acuda en su busca a la capital española cuando se encuentre ya al borde de la muerte. Tal vez jamás se habría enamorado «salvo
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«Pasar el fin de semana en Miraflores era una aventura libérrima, la posibilidad de mil cosas entretenidas y excitantes. Ir al club Terrazas a jugar a fulbito o a bañarse en la piscina, de la que habían salido grandes nadadores...» (Vargas Llosa, 1993, pp. 6 6 y ss.).
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de Fukuda» (p. 353), consecuencia de una relación sádica por parte del japonés y sumisa/ esclava de la peruana. La relación de Ricardo con ella irónicamente la calificará con lucidez: «Somos la pareja perfecta: la sádica y el masoquista». Bajo la superficie del amor romántico advierte el autor complejidades sexuales que convierten la relación en un franco catálogo de «fórmulas». Sabíamos ya, desde La ciudad y los perros, el abierto tratamiento de lo sexual en su narrativa como una característica más de las libertades que ostenta su obra literaria y la proclamada admiración generacional hacia el erotismo que encarnará en su momento parisino Georges Bataille. Tampoco tuvo empacho en publicar en «La Sonrisa Vertical», la colección erótica que dirigió Luis García Berlanga, que contribuiría a divulgar un erotismo descarnado que cabalga desde Apollinaire y los surrealistas sobre el siglo xxi, su Elogio de la madrastra de 1988. Tal vez las relaciones sexuales del personaje se tornan menos sofisticadas cuando vive una corta temporada con Marcella, a quien conoce en París y con quien se trasladará un año más tarde a Madrid. Marcella, una italiana más joven, de otra generación, la hippie, arquitecta, aunque dedicada a la escenografía teatral, aceptará el sexo con una naturalidad a la que el protagonista no está acostumbrado. La describe casi como la antítesis de Otilia: Era menuda, de cabellos claros, ojos verdes y una piel muy blanca y tersa, con una sonrisa muy alegre. Transpiraba dinamismo. Andaba vestida de cualquier manera, con sandalias, vaqueros y una chamarra gastada la mayor parte del tiempo y usaba anteojos para leer y para el cine, unas minúsculas gafas sin montura que daban a su expresión un aspecto algo payaso. Era desinteresada, falta de cálculo, generosa, capaz de dedicar mucho tiempo a trabajos insignificantes, como una única representación de una comedia de Lope de Vega por los estudiantes de un colegio (2006, p. 337).
Viene a ser el contrapunto de «la niña mala». Tal vez por ello el protagonista manifestará hacia ella un menor interés erótico y escasa dependencia. Su posterior separación le habrá de resultar poco dolorosa. El madrileño barrio de Lavapiés, donde vive con Marcella, se define como un microcosmos: Al salir de la calle Ave María, donde vivíamos en el tercer piso de un edificio descolorido y averiado, se hallaba uno en una Babilonia en la que convivían mercaderes chinos y paquistaníes, lavanderías y tiendas hindúes, saloncitos de té
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marroquíes, bares repletos de sudamericanos, narcos colombianos y africanos y, por doquier, formando grupos en los zaguanes y las esquinas, cantidad de rumanos, yugoslavos, moldavos, dominicanos, ecuatorianos, rusos y asiáticos. Las familias españolas del barrio oponían a las transformaciones los viejos usos haciendo tertulia de balcón a balcón, poniendo a secar la ropa en cordeles tendidos en aleros y ventanas y, los domingos, yendo en parejas, ellos con corbatas y ellas de negro, a oír misa a la iglesia de San Lorenzo en la esquina de las calles del Doctor Piga y del Salitre (pp. 331-332).
Vargas Llosa hace notar que cincuenta años antes era éste uno de los barrios más castizos de Madrid. Esta transformación responde —por lo menos en la primera parte de la exposición— a lo que calificaríamos como globalización social. El casticismo ha sido sustituido por la internacionalización, mezcla de culturas. En el antiguo espacio conviven no sólo nacionalidades diversas, sino los ejemplos de civilizaciones bien diferenciadas: chinos, árabes, europeos orientales. El peruano se identifica con este nuevo medio. Más discutible pudiera resultar no tanto la lógica oposición de algunos madrileños, sino el atuendo de las parejas y la misa dominical de los españoles, una licencia algo trasnochada, que resulta, tal vez, más folklórica y tradicional que real. Pero la transformación social, que se opera en un «microcosmos», constituye, a mi entender, una de las claves generales de la novela. Se inscribe ya en un contexto que sugiere el siglo xxi. Las migraciones —hoy en el candelera político— evocan un pasado del que el sobrino del tío Ataúlfo, ingeniero del M I T y amigo, Alberto Lamiel, constituyó un símbolo antagónico. En los ochenta, había rechazado ofertas de trabajo fuera de su país ya que eligió quedarse en el Perú: porque si todos los peruanos privilegiados se iban al extranjero '¿quién iba a meter el hombro y sacar adelante nuestro país?' [...] era la única persona de su medio social que lucía tanta confianza en el futuro del Perú. En esos meses finales del segundo gobierno de Fernando Belaunde Terry — f i n e s de 1 9 8 4 — , con la inflación disparada, el terrorismo de Sendero Luminoso, los apagones, los secuestros y la perspectiva de que el A P R A , con Alan García, ganara las elecciones del próximo año, había mucha incertidumbre y pesimismo en la clase media (pp. 288-89).
A diferencia de su sobrino, su tío, más conservador, en la línea de la democracia cristiana, entiende que las encuestas universitarias muestran cómo la
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mayor parte de graduados están interesados en abandonar el Perú. Años después, el propio Lamiel, casado con una estadounidense, está buscando trabajo en Boston, desengañado al fin de cualquier esperanza. Hay una suerte de fatalismo en el hecho de tener que abandonar el país de origen, aún reconociendo que, pese a disponer de pasaporte francés, tampoco llegará nunca a integrarse en aquella sociedad. Su «desperuanización» llega al extremo: N o pensaba volver al Perú. Desde la muerte de tío Ataúlfo mi país se me había desvanecido como los espejismos en el arenal. Ya no tenía allá ni parientes ni amigos y hasta se me habían ido esfumando los recuerdos de mi juventud (p. 340).
Ricardo se convierte, pues, en un apátrida, un ciudadano del mundo, sin atadura alguna ni siquiera en los países en los que reside. Nos hallamos en las antípodas de la novela patriótica o sentimental. No sólo los barrios de las ciudades pierden su naturaleza original, sino los individuos reniegan de sus orígenes. ¿Tendrá todo ello algo que ver con los avatares políticos de Mario Vargas Llosa, quien perdió las elecciones presidenciales frente al delincuente Alberto Fujimori y ahora el país, pese a todo, ha elegido a aquel mismo Alan García que, según Vargas Llosa, fue causa de tantas desdichas? ¿Tendrá que ver con ello la pérdida temporal de su nacionalidad peruana, venganza de Fujimori, su asilo en Londres y su actual nacionalidad española? Las novelas de nuestro autor contienen siempre rasgos autobiográficos, experiencias sentidas o compartidas. Ricardo, al ser abandonado de nuevo en París por la «niña mala», ahora aprovechándose del marido de Martine y de su dinero, la propietaria de la sociedad que organizaba convenciones, la que le había ofrecido el trabajo pese a sus oscuros papeles. Cuando cuente ya más de cincuenta años, sufrirá un derrame cerebral (p. 347) que habrá de impedirle ejercer de traductor. Su anclaje real, ya en el Lavapiés cosmopolita, se producirá gracias al editor Mario Muchnik, personaje real y común amigo, del que el autor se servirá como referencia simbólica. Porque Muchnik es también otro ejemplo de desarraigo, judío argentino que vive y trabaja desde hace años como editor, en varias editoriales, propias o ajenas, en España, siguiendo la gloriosa tradición paterna. Vargas Llosa lo convierte en el promotor de las traducciones literarias en las que trabajará Ricardo ocasionalmente mientras todavía ejerce de intérprete y, ya en España, tras su incapacidad de ejercer de traductor simultáneo, se refugiará en la escasa rentabilidad económica de la versión literaria.
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La reaparición de «la niña mala» en Madrid, tras haberle buscado durante casi un año, transformará la que fuera «mujer fatal» en un deshecho humano. H a sido mal operada en Francia de cáncer en dos ocasiones: — N o puedo hacer el amor contigo, no me toques ahí. M e han operado, me han sacado todo. N o quiero que me veas desnuda. Tengo el cuerpo lleno de cicatrices. N o quiero que tengas asco de mí (p. 372).
En tal condición se convertirá finalmente en una «esposa modelo». El novelista describe así el justo castigo o el fin moral de una mujer que vulneró casi todas las reglas y que siguió con su eterno enamorado (o simplemente amigo) como natural referencia. Y como la vida, para Vargas Llosa, no es sino un pretexto literario, las últimas palabras de esta mujer serán reveladoras: —Porque siempre has querido ser un escritor y no te atrevías. Ahora que te vas a quedar solito, puedes aprovechar, así no me extrañarás tanto. Por lo menos confiesa que te he dado tema para una novela. ¿No, niño bueno? (p. 375).
El personaje descubre, por fin, el juego de espejos a los que ha sometido a sus personajes. La lucidez de la «niña mala» es la del propio novelista, un «tema», porque la novela no es sólo un argumento, sino también, una tesis. El mundo en el que interactúan los principales personajes de la novela figura como, a diferencia del resto de la producción de Mario Vargas Llosa, globalizado, característico del siglo x x i , del que sus héroes, procedentes de otras generaciones, se mostrarán ajenos. Por otras diversas razones, advertimos al fin y de nuevo «la náusea» que les definirá frente a cuanto les rodea, aunque distinta en su sentido y circunstancias de la de su mentor repudiado, J. P. Sartre. Aquí, los seres de ficción no sólo viajarán de un extremo a otro de la Tierra, sino que manifestarán también su «descolocación». Han perdido su identidad, han logrado «desperuanizarse», pero tras este fenómeno advertimos el peso de un pasado insalvable. N o pueden permanecer ajenos a la Historia y a su historia. El viaje no será sólo la simple aventura o el descubrimiento de otras formas de vida. D e hecho, el mundo global acentúa la interiorización, extrema el individualismo, la extrañeza ante la realidad. Los personajes enlazan de este modo con aquel mundo existencial y simbólico que, en Vargas Llosa, ha constituido siempre su preocupación esencial.
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BIBLIOGRAFÍA
OVIEDO, José Miguel (1982): Mario Vargas Llosa, la invención de una realidad. Barcelona: Seix Barral. VARGAS LLOSA, Mario (1993): El pez en el agua. Memorias. Barcelona: Seix Barral. — (2004): Obras Completas, vol. I. Barcelona: Círculo de Lectores. — (2006): Travesuras de la niña mala. Madrid: Alfaguara.
U S O S DE LA UTOPÍA Luz Rodríguez-Carranza
Universidad de Leiden, Holanda
En esta conferencia me propongo hablar de un tipo particular de Utopía, y de una manera divertida de usarla pero, como se trata de un no-lugar, lo más simple es explicar primero lo que no es. No es la nostalgia de una Edad de Oro en el pasado, ni un milenarismo que quiere realizar un orden ideal en este mundo, ni el sueño de la razón, ni el de la fe de Vasco de Quiroga, ni la restauración del derecho natural, ni un totalitarismo, ni una biopolítica. Tampoco se trata de un proyecto neoplatónico de recuperación de la memoria total de una cultura, ni de darle la voz a las minorías silenciadas, ni de una crítica del lenguaje. Se trata, simplemente, de la experiencia: de la aparición de lo humano, como lo explica Miguel Abensour, «ya no bajo la forma de la conquista de un lugar propio o de un retorno al hogar, sino del descubrimiento del 'no lugar' —u-topos— que duplica y habita cualquier lugar» (Abensour, 2000, p. 17). Cortázar la llamó «la nostalgia del reino» (Cortázar, 1968, p. 71), Borges le dio cuerpo en los hrónir; César Aira la llama «lo nuevo», aquello que «no está adelante, ni arriba, ni abajo ni atrás, sino en otra dimensión, lo Desconocido» (Aira, 1995, p. 28). Lo que me interesa aquí no es describirla —todos sabemos lo que es y todos los poetas la han nombrado— sino lo que le abre la puerta, lo que provoca el salto a la realidad de Horacio Oliveira, «meterse en la realidad hasta las cachas» (Cortázar, 1968, p. 56), o el salto de César Aira a la acción y a la escritura, «salto del pensamiento, el discurso, la razón, a lo real de la realidad» (1995, p. 30): por encima, por debajo, por detrás e incluso adentro de la doxa, se llame ésta ciencia, ideología, creencia, opinión pública o realismo.
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Es a partir de una novela de César Aira, El Congreso de Literatura, que estas reflexiones sobre la utopía cobraron forma, y el análisis de ese texto es la segunda parte de mi conferencia. En una primera parte comentaré La Utopía de Tomas Moro, y usaré como bisagra entre las dos partes y entre los dos textos a «Tlón».
MENTIR
Rafael Hytlodeo, el narrador viajero de La Utopía, de Tomas Moro, posee un encanto indiscutible: los humanistas inteligentes del pequeño mundo cultivado europeo del 1500 se disputan el placer de su compañía, lo invitan y le brindan a sus amigos más queridos y a sus huéspedes más respetados el privilegio de conocerlo. Pierre Giles, joven humanista flamenco de Amberes, a quien Moro considera modelo de amistad, de discreción, de erudición y de ética, se apresura a presentárselo a éste. La conversación de los tres en el jardín de Moro es agradabilísima, y por ella nos enteramos de que Rafael ha sido siempre recibido en todas partes con afecto, tanto por los príncipes de países lejanos —Calcuta, Ceylán— como por el mismísimo Canciller de Inglaterra, el temido y adulado Cardenal Morton, quien interrumpía hastiado en sus tertulias a los cortesanos serviles pero que a Hytlodeo lo llamaba «Mi querido Rafael» y no se cansaba de escucharlo y de interrogarlo. Sin duda alguna, lo que inspira confianza, además de su simpatía y de su talento de narrador, es el modo directo utilizado por Hytlodeo, su obstinación en contar sus experiencias tal como las ha vivido y las recuerda, pese a que Moro le aconseja el duclus obliquus, mucho más eficaz políticamente 1 . Ninguno de los efectos de la personalidad y de los relatos de Rafael es más interesante, sin embargo, que una transformación muy sutil — y
1 La Utopía consta de a) u n a C a r t a - p r e f a c i o de M o r o - n a r r a d o r a Pierre Giles; b) el Libro I, en el que M o r o transcribe una conversación en Amberes entre él mismo, Pierre Giles y Rafael H y t l o d e o y c) el Libro II, la narración de Rafael sobre su viaje a Utopía. El Libro
I trata de la discusión platónica sobre el poder y la filosofía. Los filósofos deben aconsejar a los reyes y a la opinión pública: el problema es c ó m o hacerlo. Mientras Rafael se obstina en contar exactamente sus experiencias tal c o m o las recuerda, Moro-personaje propone el duclus obliquus: u n a filosofía retórica que tiene en cuenta la relación con el oyente y se adapta a él. Se trata de pensar al m i s m o tiempo la escritura y la política, en términos de Abensour, «una forma de intervención singular en el c a m p o político [...] La Utopía sería política, no por lo que dice — s u s proposiciones, sus tesis o sus t e m a s — sino en la realización m i s m a de su decir» (Abensour, 2 0 0 0 , p. 42).
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este adjetivo regresará en esta conferencia—, la que se opera en el mismísimo narrador de La Utopía, Sir Thomas More. Moro-narrador le envía a Pierre Giles, un año después de la conversación de ambos con Rafael en el jardín, su propio relato de esa conversación (el Libro I) y su transcripción de la narración de Rafael sobre Utopía (el Libro II). En la carta que hace las veces de prefacio descubrimos que ha adoptado la ética del narrador. Decir la verdad es ser coherente consigo mismo y, sobre todo, con el propio relato, incluso si esa verdad personal no concuerda con la verdad objetiva, la ciencia o la sabiduría. Moro sabe que después de un año en el que ha estado muy ocupado con sus obligaciones de juez, y en el que se ha dedicado también a su familia para no ser «un extranjero en su propio hogar» (Moro, 1966, p.4) su memoria puede traicionarlo. Así, por ejemplo, recuerda que, según Rafael, el puente sobre el río Anydrus (nombre imposible si los hay) cerca de la capital Amaurotum era de quinientos pasos. Su joven pupilo John Clement le hizo notar que esa medida no era verosímil, ya que el río en cuestión, a la altura de Amaurotum, tenía sólo trescientos pasos de ancho. La decisión de Moro al respecto es una maravillosa declaración de ética literaria: «Si tú estás de acuerdo con él», le escribe a Giles refiriéndose a la crítica realista de Clement, «adoptaré su punto de vista y pensaré que me equivoqué. De lo contrario, escribiré —como lo he hecho aquí— lo que a mí mismo me parece recordar. Precisamente porque quiero hacer todo lo posible para que no haya nada incorrecto en el libro, si hay alguna duda sobre algún punto, prefiero contar algo falso que mentir» (1966, p. 5)2. La razón de preferir la falsedad objetiva —mendacium— a mentir —mentitur— es que prefiere ser honesto a ser sabio si las dos cualidades se excluyen. Prefiere transmitir su propia experiencia a ceder a la doxa. Rafael se llama Hytlodeo, vale decir, narrador de tonterías, cuentero. Después de escuchar sus tonterías, sin embargo, Moro-personaje ha cambiado muchísimo. En el Libro I, la conversación en el jardín, Rafael había declarado escandalosamente que «el único medio de distribuir los bienes con equidad, con justicia, y de constituir la felicidad del género humano es la abolición de la propiedad» (p. 53). Moro había sentido radicalmente: «lejos de compartir vuestras convicciones, pienso que la vida no puede ser satisfactoria si todas las cosas son comunes» (pp. 54-55). Después del relato de Rafael sobre Utopía
2 Potius mendacium dicam, quam mentiar, quod malim bonus esse quam prudens. La traducción del francés y del latín es mía.
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(el Libro II), en cambio, aunque todavía no está convencido, las palabras de Moro- narrador son muy interesantes: A pesar de que en otros aspectos [Rafael] es un hombre de gran sabiduría y aún más conocimiento en asuntos humanos, no puedo acordar con todo lo que ha dicho. Por otro lado, confieso sin dificultad que hay muchos rasgos en la sociedad de los Utopistas que desearía ver realizadas en nuestras propias ciudades, aunque no tengo muchas esperanzas (p. 152).
Moro ha experimentado otra verdad, mucho más real que la de la verosimilitud: la de un deseo que se manifestó gracias al relato desaforado de Rafael. Es la otra cara del sujeto moderno que empieza a perfilarse, o, dicho de otro modo, el hueco en la afirmación de la subjetividad que, paradójicamente, trabaja contra ella. Encontrar ese no-lugar es una búsqueda que atraviesa la filosofía y el arte y siguió dos caminos: o bien buscar el exotismo en países lejanos o cambiar el cristal con que se mira. Leída hoy, sin embargo, la Utopía de Moro refiere a un cambio en la relación entre la mirada y la autenticidad: la conciencia de la duplicación de las cosas y también de la duplicación de la experiencia.
DUPLICADOS
«Desde que vive en un mundo semantizado, el hombre puede experimentar un acontecimiento que nunca conoció», explica Cyrulnik (1997, p. 208). Vivir por procuración es posible y real. Es lo que le paso a Moro con el relato de Rafael, y a muchos con el relato de Moro. Borges lo señaló en el prólogo a Crónicas Marcianas de Ray Bradbury: «¿Qué ha hecho este hombre de Illinois, me pregunto, al cerrar las páginas de su libro, para que episodios de la conquista de otro planeta me pueblen de terror y de soledad?» (1998, p.35). También lo afirma el narrador de El Congreso de Literatura desde el principio: «las experiencias admiten equivalencias». Cuando el doble o la equivalencia son falsos, exagerados, hiperbólicos y manifiestamente artificiales pueden funcionar como señuelos y provocar experiencias reales e intensas. Es el caso de los señuelos identitarios, cuyas víctimas no pueden resistirse aunque reconozcan los clichés, porque ven en ellos su propio deseo. Las utopías funcionan de la misma manera que los señuelos: provocan una experiencia real con mentiras evidentes e imposibles porque esas mentiras están hechas simultáneamente de realidad e irrealidad:
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El hombre no puede prescindir del cerebro para gozar: necesita secretar dopamina en cantidad suficiente y circuitar correctamente las neuronas del haz longitudinal inferior. [...] Creando un mundo de representaciones imperceptibles, el hombre habita un no-lugar. Narrando relatos, puebla ese no-lugar de utopías cuyos encantos lo seducen. Porque las utopías son al pensamiento lo que la ropa es a Claudia Schiffer, expresan y dan forma a nuestros deseos más profundos. No hay que sacar esa ropa, porque si las utopías y los señuelos engañan es porque hablan de nuestros sueños y de los temas fundamentales de nuestra condición humana. Si el señuelo es un super-signo, la utopía es un super-relato (Cyrulnik, 1997, p. 208). La Claudia Schiffer que seduce a Cyrulnik es una muñeca, un duplicado de Barbie, está así como U-topos es u n duplicado hiperbólico de otro duplicado, el del mapa de Inglaterra. Hace algunos años una campaña publicitaria multiplicó la imagen de una Schiffer-Barbie que por u n lado desató las iras de las feministas holandesas irritadas por la mujer objeto, y causó por otro lado accidentes innumerables en una encrucijada de Bruselas, donde el afiche, de grandes dimensiones, atraía irresistiblemente a los conductores y los distraía del semáforo en rojo. D e Barbie a Borges: en «Tlón» son el deseo o la esperanza, y también la distracción 3 , los que duplican objetos perdidos, y también duplican duplicados perdidos: se trata de los hrónir. Estos duplicados tienen además u n efecto temporal porque modifican el pasado. La metódica elaboración de hrónir (dice el Onceno Tomo) ha prestado servicios prodigiosos a los arquéologos. Ha permitido interrogar y hasta modificar el pasado, que ahora no es menos plástico y menos dócil que el porvenir (Borges, 1974, p.440).
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La distracción borgeana está emparentada con el hastío de Baudelaire del que habla Aira: «Baudelaire, en efecto, inventó lo nuevo tal como lo conocemos, y lo hizo en una operación que parece paradójica. Lo que inventó, o descubrió, fue la vejez, la decrepitud, de la civilización en la que había nacido. Para él lo nuevo es un epifenómeno de lo viejo; la innovación comienza y termina con la creación de ese aburrimiento en el que al fin podamos desear otra cosa, y no podamos no desearla. La gran invención de Baudelaire fue el hastío de lo contemporáneo [...] Lo nuevo no está adelante, ni arriba, ni abajo, ni atrás, sino en otra dimensión, en lo que nosotros también, como Baudelaire, podemos llamar lo Desconocido. La llave de oro de esa dimensión es el tedio y la ensoñación a la que el tedio nos precipita» (Aira, 1995, p. 28). Este no es el tema de este trabajo, sino de la investigación actual de Bodil Kok sobre literatura uruguaya. Ver Un sueño realizado (Kok, 2006), sobre el cuento homónimo de Onetti.
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Si alguna duda cabe del parentesco entre los hronir, Claudia Schiffer, los señuelos y las utopías, basta para confirmarlo el comentario borgeano de que «los hronir de segundo y de tercer grado —los hronir derivados de otro hrôn, los hronir derivados del hrôn de un hrôn— exageran las aberraciones del inicial» (Ibíd.). Son hiperbólicos pero además, a medida que se duplican unos de otros, se vuelven más estilizados: en los de undécimo grado —como el onceavo tomo de la Enciclopedia de Tlôn donde se habla de ellos— «hay una pureza de líneas que los originales no tienen». Los ur, a su vez, «son más extraños y puros que cualquier hrôn». Ur significa origen embrionario o prehistoria, anterior a la historia, pero en Tlôn los ur aparecen después de las copias, porque son provocados por ellas: son «la cosa producida por sugestión, el objeto educido por la esperanza» (Ibíd.). Irby acota con justeza que el sumario del tomo onceno termina describiendo cómo los objetos se desvanecen y desaparecen de la vista cuando se los olvida: La idea de proliferación es abruptamente yuxtapuesta a la de pérdida y, retroactivamente, la idea del olvido sugiere que la discusión precedente sobre los hronir era, por lo menos en parte, una extensa metáfora de los procesos de la memoria y de la historiografía. En sus recientes conversaciones con Richard Burgin, Borges recuerda cómo, de niño, escuchaba a su padre hablar de sus recuerdos de su propia infancia como recuerdos de otros recuerdos, semejantes a una pila de monedas cuyas efigies imperceptiblemente distorsionan las anteriores, moviéndose cada vez más lejos del original desconocido .
Proliferación y olvido son los procedimientos que me interesan, porque son los que utiliza Aira en El Congreso de Literatura, pero yo haría una salvedad a la interpretación de Irby: los hronir no se alejan del original, del ur, sino que se dirigen hacia él: nadie sabe ya de dónde han salido, pero son deseo de algo, y ese algo será reconocido cuando aparezca. La memoria no está proyectada al pasado, el recuerdo es deseo presente y su efigie distorsiona y olvida todas las anteriores. En momentos privilegiados, aparece un ur en lugar de un hronir. Un déjà-vu, diría Bergson, una imagen dialéctica, diría Benjamin, una imagen-cristal, diría Deleuze citando a Guattari, que duplica el presente con un pasado que parece haber estado siempre allí. Ese pasado es efecto, no causa, como el efecto del ron en El Congreso de Literatura: «como una perenne causa sin efecto, hasta que el efecto se manifiesta, y entonces uno se da cuenta de que
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el efecto ya estaba presente desde el principio, desde antes de que empezara a haber causa» (Aira, 1999, p. 86).
PROCEDIMIENTOS
Tanto Alessandro Baricco como César Aira apelan a la música para describir la transmisión de la experiencia mediante la duplicación y la proliferación. El primero ejemplifica con Rossini: en el preciso momento en que el sujeto moderno se adueña de la escena de la ópera seria sustituyendo al destino, la ópera buffa juega con sus metamorfosis caricaturescas en lo ornamental, que no es expresivo ni tiene significado. Es una utopía — l o dice Baricco y no yo, pero me viene como anillo al dedo—, la de transmitir la experiencia de lo real sin el filtro de la comprensión, que todo lo dramatiza en la teleología moderna. «Lo real logra una representación independiente de los personajes, y esto es alegre: cantan de placer», explica Baricco (2002, p.91). Eso es lo importante, que el sujeto se haga a un lado de una buena vez y no pretenda interpretar: no es casual que los personajes de Rossini sean en su mayoría completamente estúpidos. Stendhal decía que La Italiana «es una locura organizada» (Baricco, 2002, p. 95). Aira ejemplifica con Music ofChanges de John Cage, una pieza para piano creada mediante el azar usando los hexagramas del I Ching: otra locura organizada que se genera enteramente en cada jugada. En ambas obras lo que desaparece con el sujeto es la memoria teleológica: cada nueva ornamentación, cada nueva jugada del azar es una traducción de la anterior, la duplica y la olvida. El detonador del placer es la coincidencia alegre de formas que abren las puertas al deseo y a la aparición inesperada del ur. En mi caso ese ur fue El Congreso de Literatura, cuya energía se genera precisamente en la tensión entre unicidad y duplicación. N o tendré tiempo para mostrar el procedimiento que — c o m o en las partituras de Rossini— se multiplica al infinito en cada arabesco del texto, pero será más que suficiente hablar de la dinámica general. C o m o lo explica la contraportada del libro, se trata de un Sabio Loco que ha puesto a punto una máquina de clonación, y decide ponerla al servicio de la humanidad clonando a un genio único, indiscutible e intachable: Carlos Fuentes. Antes de que empiece el Congreso en Mérida donde podrá acercarse al escritor mexicano hay un prefacio en el cual el narrador descubre el funcionamiento del legendario Hilo de Macuto. El Hilo — c o m o la novela
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entera— es u n mecanismo que mantiene oculto un tesoro pirata y al mismo tiempo permite recuperarlo. El narrador presenta al Sabio, cuya actividad es la clonación, pero rápidamente, gracias a una 'traducción' sabemos que se trata de él mismo, el escritor César. Lo insólito es que, mientras el aparato está clonando a Carlos Fuentes, el tema de las digresiones del narrador es la unicidad, la diferencia absoluta. El prefacio discute procesos de individuación muy semejantes a los de las teorías de Simondon popularizadas por Virno: La individuación es el paso del bagaje psicosomático genérico a la configuración de una singularidad única. El narrador de El Congreso de Literatura lo explica mucho mejor que Virno: él es el único que pudo resolver el enigma del Hilo de Macuto porque sólo él es él, vale decir, la inteligencia singular que podía resolver el enigma: No es que yo sea un genio ni un superdotado, qué va. Todo lo contrario. Lo que pasa (trataré de explicarlo) es que cada mente se conforma de acuerdo con sus experiencias y memorias y saberes, con la suma total, y la acumulación personalísima de todos los datos que la han hecho ser lo que es la hace única (Aira, 1999, pp.14-15). Los clones son duplicados pero son únicos. La avispa que le trae una célula de Carlos Fuentes es u n monstruito: el maniquí genético es de avispa, pero ha injertado en él otros genes que la hacen más adecuada para el fin previsto: su manipulación es un proceso de individuación. Cuando el clon muere, el narrador se emociona: ¡Adiós, amiguita! ¡Adiós!... No nos veríamos más, pero yo no la olvidaría... No podría olvidarla, aunque quisiera. Porque nada la reemplazaría. A la melancolía se mezclaba la exaltación. El Sabio Loco (y yo mismo, en otro de los niveles de significación de este relato) podía jactarse del lujo inaudito de haber hecho que un proceso evolutivo completo sirviera a un fin determinado y único, y además subsidiario, casi como ir a comprar el diario... había necesitado alguien que fuera a conseguirme una célula de Carlos Fuentes, y para ello, y nada más que para ello, había creado un ser en el que confluían millones de años y muchos millones más de delicadezas de selección, adaptación y evolución... [...] Por supuesto que con los procedimientos de la clonación esos desmesurados períodos de labor natural se miniaturizaban en unos pocos días, pero aun así seguían siendo esencialmente los mismos (Aira, 1999, pp. 56-57).
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Clonar, pues, es reproducir de manera acelerada la genealogía de la evolución. Cada capítulo de los ocho de la segunda parte —el Congreso— es una nueva digresión, en él sucede otra cosa que es una nueva 'traducción', un duplicado que se aleja del anterior y lo sepulta en el olvido. Es la «huida hacia adelante» de Aira. Imposible aquí de hablar de todas ellas: sus historias de amor en las que cada nueva mujer de la que se enamora actualiza a la anterior —Nelly, Amelina, Florencia—; sus pensamientos, cada uno de los cuales «en su anamorfosis retórica toma la figura de un clon», y sobre todo el Velocímetro, un pensamiento perfectamente vacío al que se adhieren otros, como el maniquí de la avispa. La más desopilante de las traducciones es una mise-en-abyme hiperbólica y obvia, una pieza de teatro que se llama «En la corte de Adán y Eva», escrita por César en su «fase darwiniana» —ironía destinada a los críticos de Aira— y completamente olvidada por él. Los estudiantes del Congreso la ponen en escena y resulta ser el Génesis de la clonación, ya que Eva salió de la costilla de Adán. En mi lectura, claro está, Eva es un hrónir, salida del deseo, pero el amor es imposible porque el gran drama de la obra es que Adán es un hombre casado. Su esposa es también Eva, obviamente, porque no hay otras mujeres en el Paraíso. César se da cuenta, presenciando la representación, de que los diálogos son una transcripción de los que él mantenía con su mujer en la época de su divorcio, que había tenido lugar mientras escribía la obra: pero esa revelación la tiene sólo cuando ha olvidado su función de autor, de sujeto dueño del significado, y se ha vuelto «un espectador más» (1999, p. 69). Cada capítulo y cada traducción es un clon, tan perfecto como la avispa, y cada vez nos anuncia la explicación de su Gran Obra, que «en realidad» es otra cosa: la Velocidad es la Gran Obra, la Gran Obra es la apertura de las puertas de la realidad y, por supuesto, la Gran Obra será lo que saldrá del donador. Al mismo tiempo allí, a su lado, delante suyo, a sus pies, «lo real seguía naciendo, como un mineral que naciera, átomo por átomo» (p. 97). Porque lo que pasa «mientras tanto» es muy importante, o se vuelve importante cuando aparece a la conciencia. Ya en el prólogo César observa, mientras espera el Congreso, que «en realidad no existe el «mientras tanto» (p. 19). Paralelamente a la clonación narrativa, en ese mientras tanto que no existe, que es u-tópico porque no pensamos en él, la clonación de Carlos Fuentes sigue su curso. La mañana después de la representación de teatro, el narrador y Nelly observan el Exoscopio, un artefacto de utilería descrito en la obra como «una máquina soltera» y realizado por los estudiantes como el Grand Verre de Duchamp. En esos momentos —mientras tanto— se está produciendo una
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catástrofe: cientos de gusanos azules gigantescos se deslizan hacia la ciudad desde las montañas que la rodean y van a aplastarla sin escapatoria posible. No hubo mientras tanto. No hubo esfuerzo, no hubo explicaciones, pero el rompecabezas de hrónir dio luz al más desaforado de los ur. Tengo que contárselo a ustedes con las palabras de Aira, no hay otras. La cita es larga, pero es lo mejor de esta conferencia: Ya dije que el color y la textura de los gusanos era lo más llamativo en ellos. Fue lo que me dio la punta del ovillo de la explicación. Porque ese color, ese azul brillante tan peculiar, ya desde el primer momento me había hecho pensar en el color de la célula de Carlos Fuentes que me había traído la avispa...Aunque cuando lo vi en la célula no me evocó lo que me evocaba ahora, al verlo extendido en vastas superficies ondulantes. Ahora comprendía que yo había visto ese color en otra parte, y lo había visto el mismo día de la captura de la célula, una semana atrás. ¿Adonde? ¡En la corbata que lucía ese día Carlos Fuentes! Una espléndida corbata de seda natural italiana, sobre una inmaculada camisa blanca... y el traje gris claro... (un recuerdo atraía al otro, hasta completar el cuadro). Y la magnitud del error se me hacía patente con una evidencia horrenda. ¡La avispa me había traído una célula de la corbata de Carlos Fuentes, no de su cuerpo! Un gemido escapó de mis labios: —¡Avispa pelotuda y la reputísima madre que te parió! (pp. 110-111).
El lector ya se había olvidado de Carlos Fuentes y de su posible clon, aunque se lo mencionó de pasada en un coche con su esposa, huyendo de los gusanos en dirección al aeropuerto. El narrador perdona a su amiguita fallecida: «Cómo iba a saber ese pobre instrumento clónico descartable dónde terminaba el hombre y empezaba su ropa? Para ella era todo lo mismo, era todo Carlos Fuentes». Al fin de cuentas, no era distinto lo que pasaba con los críticos y profesores del Congreso, lo que nos pasa aquí. Eso sí, la avispa ya no es, como en el capítulo 4, un «ser en el que confluían millones de años y muchos millones más de delicadezas de selección, adaptación y evolución» sino un pobre instrumento clónico descartable. No es más tonta, de hecho, que Cyrulnik o los automovilistas belgas que no distinguen entre Claudia Schiffer y el señuelo-Barbie de su deseo. El bicho es un clon, y el Sabio se olvidó de meterle el gen que distingue la sangre de la seda. Ahora bien, lo que entró en el donador fue el ADN de un gusano de seda, pero lo que salió inesperadamente fue un ur hiperbólico y artificial como los señuelos y las utopías. Es maravillosamente azul y ese color es Carlos Fuentes: el color de su seducción y de su estilo. «El vampirismo es
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la clave de mi relación con el prójimo», confiesa César en el capítulo 7 de la novela, y «lo que le succiono al prójimo es el estilo [...] Los famosos clones, no son otra cosa que duplicación de células de estilo» (pp. 88-89). Como es un ur, además, el gusano es «más extraño y puro que cualquier hrón»: en palabras del narrador, «era hermoso, como una obra maestra». Quizás nunca antes había hollado la tierra una criatura semejante, un ser de seda azul, tan artificioso y a la vez tan natural. Su fascinación cabía toda en la magnificación. Seguía siendo una miniatura, sobre la que se realizaba la libertad sin límites del tamaño «[...] Tenía motivos para pensar que era mi obra maestra. Nunca volvería a hacer nada igual, ni aunque me lo propusiera. Lo que le daba esa tonalidad de azul era el espesor de su materia, el hecho de que cada célula estuviera compuesta de realidad e irrealidad». Esa es la definición de la utopía que he dado en este trabajo. Es la de Moro y la de todos los déjá-vu. Y el final es también el de todas las utopías. El gusano es hecho prisionero por el Exoscopio y queda reducido a una «filacteria» minúscula que desaparece en un rayo de sol, cuando desaparece el deseo: en el presente. Desaparecen todos los otros gusanos también, porque con los clones es así, «uno, son todos». Mientras tanto, sin embargo, hemos visto el donador en acción, la reproducción en miniatura del génesis de la creación literaria. Nuestro placer, nuestra risa es el ur. Hemos tenido acceso a una realidad que se hizo ahí, átomo por átomo y palabra por palabra. Es uno de los mundos sutiles que están al alcance de la mano, pero que no hay que tocar. Sólo se los puede atrapar con el Grand Verre, porque son ingrávidos y gentiles... como pompas de jabón.
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2. Cristóbal Colón escritos del descubrimiento
E L LARGO VIAJE DE A L O N S O C U E T O HACIA EL CORAZÓN DE LAS TINIEBLAS
Rita Gnutzmann Universidad del País Vasco, España
¿Es el viaje el topos más frecuente en la literatura occidental? Es lo que afirma el especialista en el tema, Georges van den Abbeele (1992: XIV), para quien es el «most common of commonplaces in the Western tradition». Aunque los motivos han cambiado a lo largo de los siglos, se puede señalar que principalmente se trata de viajes en el tiempo y el espacio en busca de saber, progreso, libertad, riquezas por conocer (y conquistar si pensamos en el estudio Orientalism de Edward Said)1, autoconocimiento, placer, la salvación, etc., es decir, nos encontramos con el típico viaje educativo, el antropológico y científico (al estilo del de Darwin y Humboldt), el viaje iniciático, el exótico, la peregrinación... El punto de partida suele ser el propio país (la propia casa) y el destino, un espacio desconocido, aunque es frecuente el viaje circular, ya que el viajero a menudo regresa al lugar de partida. Esta vuelta, sin embargo, no significa que el viajero sea el mismo ni que el espacio haya permanecido igual; al final del viaje, idealmente, debería haber un enriquecimiento tanto personal como objetivo (del saber, de otras culturas y ciencias). Cada época ha creado su propio tipo de viaje, por ejemplo, la griega, el del héroe épico, como Ulises y los Argonautas y, el que lleva al más allá, como el 1 R. Kabbani (1986:67) menciona otro aspecto, el sexual, reprimido en la Europa burguesa y asexuada: «Europe was charmed by an Orient that [...] promised a sexual space, a voyage away from the self, an escape from the dictates of the bourgeois morality of the metropolis [...]. The European was led into the East by sexuality, by the embodiment of it in a w o m a n or a young boy. H e entered an imaginary harem when entering the metaphor of the Orient».
Rita Gnutzmann
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que emprende Orfeo. La Edad Media inventa la figura del caballero andante y el viaje hacia la salvación religiosa (John Bunyan); el Siglo de Oro aporta el social, con la figura del picaro, y el místico en busca de la perfección (Santa Teresa); el Romanticismo nos lega el nostálgico hacia la unidad en tiempos pasados y el sentimental al estilo de Sterne; el Realismo recorre el camino de la autorrealización (o su fracaso) de un joven en el Bildungsroman-, el modernismo crea el viaje estético-cultural y cosmopolita a la vez que exótico que incluye el París transformado en mito, más imaginario que real, mientras que el final del siglo x x , sin duda, es el del exilio y de las migraciones, para mencionar sólo algunos de los tipos y topos más conocidos 2 . Sin embargo, aparte del viaje horizontal (en el tiempo y espacio) a menudo el viajero practica otro vertical o interior: en el espacio del ensueño, de la reflexión, de la sumersión en su propio ser. Recordemos la travesía alucinada de Rimbaud en su «Bateau ivre» o la invitación al viaje erótico de Baudelaire en «L'invitation au voyage» y también el del viajero de Kavafis en «Itaca» ocurre «dentro de tu alma» más que en un viaje espacial. Alonso Cueto, en sus dos últimas novelas, Grandes miradas (2003) y La hora azul, utiliza el viaje para penetrar en la historia política y privada de las dos décadas más terribles del Perú (1980-2000) y para sumergirse en el fondo de la conciencia humana. Por falta de espacio, me centraré aquí en la última, Premio Herralde del 2005. Desde que, a mediados de los años 80, el candente problema de la violencia política entrara en la literatura, no deja de inspirar nuevos textos y respuestas literarias como el texto de Cueto y el Premio Alfaguara de 2006, Abril rojo de Santiago Roncagliolo 3 . En La hora azul, se narran 2
Lucio V. M a n s i l l a reflexiona ( s u p o n g a m o s que con algo de ironía) sobre los motivos
del viaje en Una excursión a los indios ranqueles (1870): « N o todos viajan del m i s m o m o d o , ni por las m i s m a s razones, ni con el m i s m o resultado. Se viaja por gastar el dinero, adquirir un porte y u n aire chic, comer y beber bien. S e viaja por lucir la mujer propia y a veces la ajena. S e viaja por instruirse. Se viaja por hacerse notable. Se viaja por economía. Se viaja por huir de los acreedores. Se viaja por olvidar. S e viaja por no haber qué hacer. V a m o s , sería inacabable el enumerar todos los motivos por qué se viaja, c o m o sería inacabable decir para qué se viaja» (1966:113). M á s recientemente, J u a n José Saer (1997:18ss, 71ss.) enumera varios rasgos positivos de la literatura de viajes: la capacidad de maravillarse y abandonarse a influencias nuevas; la sustracción al sistema de valores acostumbrados; la consiguiente pérdida de seguridad y una conflictiva relación con la cultura propia; una m i r a d a sin prejuicios; u n a nueva interpretación de las cosas y la imparcialidad y naturalidad al expresar sus ideas sin prejuicios; la demolición de valores instaurados. 3
E n muchos casos los autores se h a n inspirado en las historias reales de testigos directos,
publicadas en 2 0 0 3 por la C o m i s i ó n de la Verdad y la Reconciliación. L a lista de autores y
El largo viaje de Alonso Cueto hacia el corazón de las tinieblas
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dos viajes: 1. el horizontal en el espacio y el tiempo, relacionado con la historia de un enigma y un crimen, referidos al pasado y a la figura del padre; 2. el vertical, en la conciencia del que busca resolver aquel enigma. En una entrevista con D. Salazar (2005:4), Cueto sitúa el origen de su historia en una conversación con el amigo Ricardo Uceda que investigaba sobre la guerra sucia para su libro-reportaje Muerte en elPentagonito. Uno de los relatos le fascinó especialmente y le sirvió de argumento para La hora azul: f u e la historia de u n general que había tenido a u n a prisionera como conviviente y que posiblemente se había e n a m o r a d o de ella. Esto o c u r r i ó en el cuartel de Los Cabitos, en A y a c u c h o [...] u n a n o c h e el G e n e r a l salió y dos oficiales, c o m o la chica era m u y guapa, la sacaron y e m p e z a r o n a beber con ella, en u n m o m e n t o les golpeó la cabeza y se escapó. La chica v i n o a Lima, trabajó c o m o empleada doméstica .
A esta historia real, Cueto añade otra, la de «alguien que años después descubrfe] estos hechos y que podía ser un abogado hijo de este militar», uniendo ahora este personaje en una nueva relación amorosa con la víctima. La revelación de que el padre fuera un militar brutal que torturaba y violaba, las últimas palabras del padre antes de morir acerca de una joven de Huanta y la carta amenazante encontrada en el baúl de la madre recientemente fallecida son los tres elementos que disparan la curiosidad y la investigación del abogado-'detective' limeño Adrián Ormache. La investigación, apoyada en todo momento por la ayudante y secretaria Jenny, se desarrolla mediante desplazamientos cuyo radio más extenso lo llevará hasta el pueblo de origen de la textos sobre el tema es larga; el estadounidense M. R. Cox le ha dedicado su tesis Violence and Relations of Power in Andean-based Peruvian Narrative since 1980 (1995); además es editor de una antología de cuentos sobre el tema, El cuento peruano en los años de violencia (2000) Aparte de los relatos mencionados de Cueto y Roncagliolo, hay que tener en cuenta las novelas Lituma en los Andes de Vargas Llosa, Candela quema luceros de Huaman Cabrera, Los años perdidos de Benavides, Rosa Cuchillo de Colchado... 4 El primer epígrafe de la novela ofrece el mismo resumen de la historia de Uceda; el lugar del ficticio encierro de Miriam - e l cuartel de Los Cabitos - coincide también con el testimonio de una mujer tomado del libro Las voces de los desaparecidos, publicado por la Defensoría del Pueblo. La misma historia del amor entre una víctima y su torturador ha inspirado a escritores argentinos como Miguel Bonasso, Recuerdo de la muerte (1984) y Mercedes Rein, El fin de la historia (1996; cf. F. Reati 2006), basándose en el caso aún más «escandaloso» de una líder montonera cuyo marido fue asesinado por su amante-torturador, más tarde convertido en marido. También el dramaturgo Eduardo Pavlovsky se centra en la misma relación en Paso de dos (1989), pero su drama termina con la muerte de «Ella».
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joven Miriam y al lugar del crimen, el cuartel de Huanta, ambos en Ayacucho. El primer viaje es decidido por el mismo Adrián y no lo aleja mucho de sus propios circuitos (casa en San Isidro, bufete, el Club Regata y restaurantes de la zona) y lo lleva al Café de Larcomar (Miraflores) donde intenta entrevistar a un ex oficial de su padre, Chacho Osorio. Este se resiste, pero toma la iniciativa, llevándolo a un bar de ambiente sórdido en el barrio miserable de Breña5, donde otro compinche, Guayo Martínez, bajo el efecto del alcohol, revela toda la historia abominable de torturas, violaciones y ejecuciones practicadas bajo el mando del padre. El ambiente repugnante y la situación de un hijo que interroga a un viejo empleado sobre el pasado del padre recuerda la situación de Zavalita y Ambrosio en La Catedral de la novela vargasllosiana. También Ambrosio es un ser degradado y probable asesino como los dos ex-torturadores preferidos del comandante Ormache. Si en el relato vargasllosiano la conversación dura cuatro horas, la de Adrián se extiende desde las 13 hasta las 20 horas (cap. V y VI) 6 y tiene como resultado que Adrián sufra la primera grieta en su compostura y tiene que borrar los efectos de la borrachera. Un nuevo viaje le lleva a casa de Vilma Agurto en La Victoria, barrio de cuya ralea el chófer y ex-policía da una indicación al exclamar: «qué va a hacer un señor como usted en ese barrio» (104). En este ambiente de mugre y cemento tiene lugar la extorsión por parte de la presunta tía de Miriam, en realidad tía de Chacho, con el que repartía el botín sacado a la madre del protagonista durante varios años. Este subalterno y supuesto admirador del padre justifica su acto de depravación e ingratitud por su difícil situación económica. Sin embargo, es verosímil una explicación psicológica, la del subalterno que sufrió el «aguijón» (E. Canetti 1997: 299 ss.) de la orden de entregar su presa al jefe de la horda (comandante de ejército) sin recibir su
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Desde la «Generación del 50», la ciudad y sus diferentes barrios y clases cobran impor-
tancia en la novela peruana (p.e. en No una, sino muchas muerte y En octubre no hay milagros), distancias sociales que son exploradas también por Ribeyro, Vargas Llosa y Bryce Echenique (precisamente en el viaje de Julius en coche con chófer y el de la lavandera en autobús a través de Lima en Un mundo para Julius). Cueto marca las mismas oposiciones de los diferentes barrios que recorre el protagonista; un excelente ejemplo ofrece la oposición entre los dos hospitales, el viejo Almenara y la Clínica Americana en San Isidro (97-100). 6 Aunque esta conversación también es fundamental para posteriores conversaciones, técnicamente no constituye el centro de «ondas dialógicas» como en Conversación en La Catedral, puesto que el narrador de La hora azul cuenta su historia cronológicamente. Antes que (el primer) Vargas Llosa, el gran modelo de Cueto es el novelista norteamericano Henry lames.
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parte ni siquiera en segundo lugar tal como establecían las normas entre ellos7. El viaje de vacaciones con sus suegros y su familia al Caribe no sólo habría abortado la pesquisa sino también significaría el retorno a la vida rutinaria y despreocupada. Por el contrario, la soledad elegida por Adrián y la visita nocturna al cementerio El Ángel en Barrios Altos, no apto para blancos de su clase, inaugura la verdadera pesquisa (la de la Agurto era la típica pista falsa de la novela policíaca) y el descenso a territorios desconocidos. Un nuevo viaje en busca de indicios lo lleva a Huanta 2 del barrio San Juan de Lurigancho, dirección que provoca la misma pregunta del chófer arriba citada (153). La entrada a esta zona resulta «como la puerta de ingreso a una cueva»; aunque sólo median unos pocos kilómetros entre su propia casa y la barriada, éstos resultan «una distancia sideral» como entre dos planetas (155), el mismo abismo que se abrirá más tarde entre él y los danzantes y la misteriosa Guiomar en Ayacucho (183). Si, en un primer momento, los habitantes de Lurigancho le resultan «una asamblea de irrealidad», pronto reconoce que es él quien vive «del otro lado de la realidad» (153, 155). Para adentrarse más en ésta y como paso previo al viaje al lugar del crimen, Adrián lee los testimonios recopilados en Las voces de los desaparecidos 8 , de los que se citan tres largos fragmentos; el terror y la destrucción psíquica en ellos descritos contrastan con el ambiente festivo y superficial del café donde Adrián los lee. Son estos testimonios los que cierran la primera parte de la novela, precisamente a la mitad del relato (cap. XII).
7 Canetti explica la relación entre orden y aguijón dentro del ejército (o mando de poder) en Masa y poder (1960/1997:299ss). Para el soldado la promoción y su propio mando sobre otros hace posible el desquite de anteriores «aguijones». En este caso la muerte del comandante Ormache permite que Chacho se vengue (aparte de mejorar sus ingresos) en la viuda del que le mandó y no cumplió con su «deber» (de entregarle la presa usada). En Grandes miradas (2005a:139-140) Cueto se refiere extensamente al libro de Canetti. Oscar Colchado, en Rosa Cuchillo (1997:204), narra una historia parecida de una verdadera «terruca» Angicha, capturada también en Huanta, violada por los oficiales «y hasta el comandante parece que la pasó. Cuando nos la dieron a nosotros, la muchacha en un principio parecía una fiera aterrada. Se defendía a arañazos y mordiscos. Pero entre varios la sometieron. Luego de abusarla [...] vinieron los interrogatorios, las torturas» para tirarla finalmente desde una avioneta. 8
Los personajes de Georgina Gamboa, violada por siete sinchis, Paula Socca, cuyo marido y seis hijos fueron asesinados (G. Ruiz-Ortega 2006:3) y el hijo del Sr. Sillipú, quemado por Sendero Luminoso (189-190), también son reales (D. Salazar 2005:4).
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En su viaje a Ayacucho, Adrián visitará el pueblo donde nació Miriam y el cuartel de Huanta, lugar de su detención y violación. Ahí se le revelan las atrocidades más terribles cometidas por hombres como su padre pero también por los de Sendero Luminoso: torturas, ejecuciones, montones de cadáveres sin nombre abandonados al borde de la carretera o en un puente. Pero llama la atención que el narrador no se limita a describir el terror sino que también le preocupa la psicología del torturador: su miedo ante la amenaza a su propia integridad física, superado únicamente al escuchar los gritos de dolor y la súplica de sus víctimas que le hacen sentirse —por momentos—invulnerable y todopoderoso (172-173). Ayacucho y Huanta son los lugares donde el protagonista no sólo aprende la verdad de la brutalidad y del sufrimiento sino también conoce a las personas dedicadas a ayudar a vivir con el dolor y mantener el recuerdo de los muertos9, como el padre Marco, los danzantes de tijera y la misteriosa Guiomar. Está claro que la novela no sólo trata de la «escandalosa» pregunta de cómo una víctima puede enamorarse de su torturador sino también de esta otra: cómo sobrevivir al dolor y la violencia en circunstancias tan feroces10. La importancia del nuevo «aprendizaje» para el narrador se deduce de tres hechos: 1. el libro está dedicado a Quinta Chipana y sus amigos de Vilcashuaman, personajes reales ficcionalizados, héroes que desafiaron a Sendero y dieron sepultura a un hombre degollado y ahorcado por éste (190); 2. el narrador, alertada su conciencia, comienza a escribir su relato esa misma noche en Ayacucho, lugar «donde nació este libro» (191); 3. después del viaje, una especie de descenso a los infiernos, Adrián está preparado para encontrar inmediatamente a la víctima con la que no supo dar a pesar de su cercanía. De vuelta en Lima, la historia de suspense termina acto seguido (cap. XVI) al encontrar el 'detective' a la víctima de su padre y con ella al hijo de ésta y aquel. Los siguientes capítulos (XVII a XIX) desarrollan la segunda historia de amor no menos «contra natura» entre la víctima y el hijo del victimario. Tal vez el autor no ha sabido evitar del todo el cliché del hombre de clase alta, casado en un matrimonio ventajoso pero aburrido, obsesionado por una mujer de clase inferior, por la que está dispuesto a dejarlo todo. Cierto tinglado descriptivo para las diferencias sociales y la estereotipada noche en el hotel tienen sabor 9 10
Es sabido que el nombre Ayacucho significa « R i n c ó n de los muertos». E n Grandes miradas,
el personaje de Beto es ejemplo del adolescente ayacuchano que
no ha superado la experiencia de ver a su padre y su hermano asesinados por Sendero y que se ha convertido él m i s m o en asesino. E n La hora azul, no queda claro si M i r i a m se suicida porque le 'pesan' sus muertos o si realmente murió de un infarto.
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de «déjà vu/lu»; Cueto tal vez se dejó llevar por la insana preocupación por entretener al lector, aunque es cierto que el autor nunca cae en el melodrama como algún crítico pretende (J. Agreda 2006). Ello nos lleva al segundo tipo de viaje, el interior hacia un autoconocimiento más profundo. Antes de entrar en la historia de su pesquisa, el narrador que se hace llamar Adrián Ormache (una máscara más ya que tampoco él es el autor definitivo de su historia sino que ha contratado a un hombre que pone su «estilo y nombre en este libro») hace la presentación de sí mismo y de su entorno social y familiar. Reconoce que lo que más le satisface es «tener una casa bien puesta, una mujer agradable y cariñosa y buena anfitriona, unas hijas adecuadas», aparte de vestirse bien. En efecto se trata de un exitoso abogado de 42 años, casado con una hermosa mujer de la buena sociedad, Laura, padre de dos hijas, socio del bufete de abogados en el que trabaja, con nueve mil dólares mensuales, Volvo a la puerta, amigos y colegas del mismo prestigio y nivel económico y relaciones políticas del rango de Lourdes Flores (aspirante a la presidencia en las elecciones de 2006) y el ex-presidente Belaúnde (15) a los que recibe en su casona de San Isidro, uno de los barrios más chic de Lima. En fin, nos encontramos al comienzo con un hombre orgulloso de determinados lujos y vanidades que incluyen el buen gusto, un buen bronceado, vacaciones en el Caribe y viajes relámpago a Miami. Todo ello se establece para confrontarlo con su carácter actual, el del momento de la escritura, diferencia que se subraya mediante la constante alusión al tiempo que media entre el «entonces» de «hace varios años» (19)11 y el «ahora» de la reflexión. Pero no sólo se establece una oposición entre el carácter anterior y el actual del protagonista sino también otra(s) con su hermano Rubén y su padre, el comandante Ormache y, aún una más, entre éstos y la madre, una mujer caracterizada por su elegancia e idealismo, la dignidad, la cultura y la mesura, todo ello simbolizado en su reloj de caoba (116). Por el contrario, el padre y el hermano son toscos, groseros, borrachos, jugadores y mujeriegos y, físicamente, lucen «manos canallas», melena aceitosa, barriga y papada (22, 30), nada que ver con el elegante, culto La Infantería de Marina se estableció en Huanta en enero de 1983 (hasta 1985) con lo que la provincia se convirtió en la zona con mayor número de muertos; destacan los asesinatos de 6 personas de la Iglesia Evangélica Presbiteriana, las fosas comunes de Pucayacu y la «desaparición» del periodista Jaime Ayala Sulca ( C V R - Huanta, 2003a:2-3). Las anteriores fechas pueden servir para la fijación temporal de la novela: Miriam tenía 17 años cuando fue violada y su hijo tiene 13 cuando Adrián comienza su pesquisa hacia 1 9 9 7 ó 1998; termina su manuscrito cuatro años más tarde, cuando Miguel tiene 17 años (301). 11
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y fino Adrián. Es ese parecido no sólo físico sino también psicológico entre el padre y el hermano, el que explica que éste, emigrado a Estados Unidos, paradójicamente, sepa más de su padre que Adrián que no abandonó el Perú. En efecto, es Rubén quien le abre los ojos acerca del «trabajo» sucio del padre en Ayacucho, lejos de la imagen creada por Adrián del héroe respetable que luchaba «contra los terroristas de Sendero Luminoso, y que había hecho algo por defender nuestra patria» (26, 37). Como vimos, Adrián (nombre que contiene el de Adán), es expulsado de su Edén12 de la ignorancia y la tranquilidad con la desconcertante información acerca de su padre. Sin embargo, bajo la aparente elegancia y finura del abogado, parece esconderse otra personalidad que él no acepta conscientemente: siente cierta «pesadez» y «pena» que lo empujan a cometer actos violentos que sólo afloran de noche en sueños agresivos contra su suegro (18), así como ventila su desprecio contra el exitoso y autocomplaciente socio Eduardo en meros fantaseos en los que se complace en provocar la caída de éste (53). No es hasta después de su viaje a Huanta que Adrián se rebela contra la frivolidad, presunción y falta de interés humano de clientes como Tito Terán, Cano, Wakeham, la Larrea, Haroldo Gala y el ridículo Pozuelo, dejando plantado con la palabra en la boca al último (232) y contándole la sucia historia de Huanta a Eduardo para minar la seguridad de éste (277). Sin embargo, es cierto que con personas de situación y rango inferiores no tiene los mismos remilgos: no oculta su placer al despedir a un empleado que le resulta antipático y con la chantajista Vilma Agurto emplea los métodos de la época de Montesinos (y sus famosos vídeos) al vigilarla y tomarle fotos a ella y su compinche; además miente, la amenaza, la chantajea y, finalmente, le paga con un billete de poco valor. Muestra el desprecio y la prepotencia del blanco rico al tutearla y llamarla «vieja bruta» y presumir con sus relaciones (reales o inventadas) con alcaldes, periodistas y canales de televisión. Junto a los anteriores episodios otros de descontrol en momentos de furia (por ejemplo al cubrir de insultos a Guayo y al batirse con Chacho) delatan ciertas contradicciones en el carácter del protagonista que no es tan ecuánime y sólido como él mismo se presentó. Ya antes de su viaje, Adrián pasa por algunas experiencias que significan un enriquecimiento de su personalidad, por ejemplo en el episodio del practicante Quique: si el pro-
12 En su presentación de la novela en España, Cueto habló de «un cuento de hadas, pero al revés porque el protagonista procede del país de las hadas, del confort, pero se encuentra con el infierno» (2005b).
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tagonista al principio duda de si hacer «el papel de alma noble» e implicarse personalmente en la ayuda al enfermo, al final ha comprendido la ironía de que «una niña rica con un tobillo torcido hace más ruido que una decena de pobres agonizando» (100). Como se dijo más arriba, los documentos reales de Las voces de los desaparecidos separan las dos partes de la novela; después de su lectura, el conmovido Adrián no sólo está molesto con el ambiente festivo de la cafetería en Miguel Dasso sino que, al llegar a su oficina, siente ganas de destruirla a golpes y provocarle al socio Eduardo con gritos desaforados. Pero el aprendizaje más profundo lo hace Adrián al encontrarse con las víctimas de las brutalidades, cometidas por ambos bandos, en Huanta. Termina este capítulo con la afirmación de que sus caras no lo abandonarán jamás y que ellos y el pueblo de los crímenes constituyen «un nuevo paraíso», el de la vida frente a la muerte. De vuelta en Lima, hay nuevos indicios de cambio en el protagonista, por ejemplo al reflexionar sobre las barreras que separan las clases de patrón y sirvienta (Justina), diferencia no sólo social sino también racial (señor alto y blanco frente a mujer baja y de piel oscura), relación degradante que hasta entonces le había resultado natural (200). Aunque Adrián afirma al reencontrarse con su mujer e hijas de vuelta del Caribe que «El mundo se había vuelto a ordenar [...]. Todo estaba bien» (199), su intento de penetrar en el misterio y la personalidad de Miriam lo alejan cada vez más de su clase y de su mujer para la que Miriam no es más que una «india cualquiera» (239, 295). Signo de su cambio de valores y lucha contra las apariencias y frivolidades de su propia clase son su abandono del cliente ridículo antes mencionado y su provocación grosera a la familia pretenciosa de Laura (292ss.). Por el contrario, el mundo de Miriam le atrae como un «espacio enorme», lleno de temas jamás abordados antes por él. Pero, también en esta relación, el 'señorito blanco' debe dar primero un paso hacia el reconocimiento del otro, socialmente 'inferior', como su igual. Adrián da ese paso al llevar a Miriam a su barrio, San Isidro, cruzando simbólicamente una «barrera» (241), lo que más tarde permite llevarla a restaurantes prestigiosos y presentarla a algún conocido. Después de la muerte de Miriam, el protagonista tiene la oportunidad de volver a su casa y a la indiferencia, borrando de su memoria todo lo ocurrido tanto entre su padre y Miriam como entre ésta y él mismo. Sin embargo, el hecho de que prefiere ir a su velorio y ocuparse en el futuro del hijo Miguel, hace pensar que finalmente ha admitido una «culpa» — tema recurrente en la novela— de los hijos heredada de los padres como propia
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suya. Por primera vez el amigo Platón le quiso inculcar la idea de que: «Todos tenemos la culpa de nuestros padres, y de nuestros hijos también» (149), idea nuevamente evocada en Ayacucho por la misteriosa Guiomar con respecto a la humillación y postergación de los seres despreciados por la clase y raza a la que pertenece Adrián (183). En ambos momentos el protagonista se niega a aceptar la «culpa»; pero su cambio final y su empeño en salvar a Miguel de la tristeza que amenaza con frustar su joven vida, igual que el hecho de haber elegido como epígrafe la cita de Javier Cercas: «uno no es sólo responsable de lo que hace, sino también de lo que ve o lee o escucha»13 son prueba de su definitivo aprendizaje. Tal vez esta cuestión de la culpa permite ver la historia de amor entre Adrián y Miriam bajo otra luz: si arriba se aludió a cierto clisé (hombre de clase alta y casado enfatuado con una mujer de clase inferior), el propio autor la ha explicado como repetición culposa para mostrar el parecido entre padre e hijo (D. Salazar 2005:2), parecido que éste se esforzaba en negar mediante los contrastes enumerados al comienzo. Para la víctima Miriam, sin embargo, no cabe duda de la similitud entre padre e hijo, la que incluye lo físico y lo espiritual: «un hombre bueno, más bueno que él, pero como él también» (254). El lector, en una última comparación, debe confrontar y cotejar las fotos de la violación de Miriam y las obtenidas por Adrián en Ayacucho, testimonios de la aberración humana, con las del álbum de instantes felices y despreocupados que le han compuesto su mujer e hijas para su cumpleaños. Aunque, al final, el protagonista retorne a su casa después de meses de ausencia, ello no significa que vuelva a la indiferencia y los valores de antes. No cesa en su preocupación por Miguel y finalmente reconoce en los ojos de éste a su propio padre y por lo tanto a sí mismo, ya que Miriam insistió precisamente en el parecido de los ojos (253, 303). Como se dijo al comienzo, La hora azul narra dos viajes: uno horizontal en el espacio y el tiempo; el otro vertical, en la conciencia. El primer viaje se inspira en el modelo de la novela policíaca (igual que el relato mencionado de Roncagliolo), pero con claros ribetes socio-políticos; el segundo es un relato de interés psicológico al gusto de Henry James, autor admirado por Cueto. Como se ha mostrado, las dos historias no están desligadas, sino que, al mismo tiempo que el narrador reconstruye el oscuro pasado del padre (y del Perú),
13 En todo el texto se deja claro que se trata de apuntes de Adrián (66, 90, 191, 207...), aunque «otro» autor haya prestado su buen estilo.
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explora su propia conciencia14. A Adrián le hacía falta ese largo viaje hacia el pasado criminal de su padre y de su país para encontrarse a sí mismo. En lugar del hombre de sociedad, liso y superficial, encuentra su verdadero ser con sus contradicciones, bondades y crueldades, como contradictoria es la extraña Guiomar, de ojos cristalinos y excepcional hermosura en ciertos momentos y crispada y maligna en otros y contradictoria, la amada Miriam, «extraordinariamente bella» y «desagradable» a la vez (184, 209, 239).
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14 En la entrevista de Luna Escudero (2003), el autor explica su atracción por la novela policíaca —pero con un detective problematizado— y su relación con la novela de amor romántico, todos ingredientes de La hora azul. Su preferencia por profundizar en la conciencia de la figura central e investigar en las relaciones humanas llenas de misterio, ambigüedad y perversión, incluso en novelas claramente policíacas como Deseo de noche (1993), recuerda a los relatos jamesianos.
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RABÍ DO CARMO,
E L MONARCA, SU VASALLO Y EL OTRO: H E R N Á N CORTÉS Y LOS VÍNCULOS DE LA ESCRITURA Beatriz Aracil Universidad de Alicante, España
D A R RELACIÓN AL REY
En 1522 (el mismo año en que Cortés recibe la gobernación del territorio mexicano), Jacobo Cromberger publica en Sevilla la Carta de relación enviada a Su Majestad... por el Capitán de la Nueva España, en la que el conquistador describe a su rey los hechos acontecidos entre la fundación de la Veracruz y la llamada Noche Triste. Para la portada de esta Segunda relación de Cortés (la primera publicada1), Cromberger recupera la imagen de un joven monarca ya utilizada en libros como la Historia de Alejandro Magno o la Crónica del rey don Rodrigo2. Ediciones posteriores de ésta y las siguientes cartas del conquistador, 1 Recordemos que la supuesta Primera relación permanece todavía perdida e incluso ha generado muy diversas opiniones entre la crítica sobre su verdadera existencia (a pesar de que ésta quede atestiguada por el propio Cortés, López de Gomara y Bernal Díaz del Castillo). En cualquier caso, desde el descubrimiento del Códice de Viena (el primer documento donde se encuentran las cinco cartas), ésta es habitualmente sustituida por la llamada Carta de Veracruz, firmada el mismo año de 1519 por los miembros del cabildo de la Villa Rica de la Veracruz y dirigida a la reina Juana y a su hijo Carlos V, que fue publicada por primera vez en la edición completa de las Cartas de relación que realizó Enrique de Vedia a mediados del xix (Historiadores primitivos de Indias, 1852). 2 Puede confrontarse la portada de la edición de Cromberger con algunas de las incluidas por Francisco Vindel en El arte tipográfico en España durante el siglo xv. Sevilla y Granada (1989),
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Beatriz Aracil
como la traducción latina de la Segunda y Tercera relación publicada en Colonia en 1532, incorporarán en sus portadas el retrato del propio emperador Carlos V en plena madurez. La figura del monarca encabezando estos escritos es la representación iconográfica de un vínculo esencial entre el autor de las Cartas de relación y su destinatario, continuamente destacado por Cortés a lo largo de éstas y asumido por sus editores contemporáneos, que determina a su vez la forma en que el yo del autor-protagonista se inscribe en la escritura. Porque, si bien es cierto que la dimensión autobiográfica es básica para comprender los escritos cortesianos3, también lo que es que, desde el momento en que decide por primera vez hacer «verdadera relación» de sus acciones al Emperador de forma exclusiva4, el conquistador destaca el nexo de unión que pretende crear con ese destinatario privilegiado, un nexo de unión marcado al menos por dos aspectos fundamentales: El primero de ellos consistiría en lo que Manuel Fernández Álvarez ha definido como «la seducción de Carlos V»5: la fascinación que ejercía sobre Cortés (y sobre otros muchos conquistadores) ese joven emperador señalado por la fortuna, llevó al extremeño a valorar sus propias acciones como parte del proceso de expansión del gran Imperio español, pero sobre todo también a creer compartir con su monarca una suerte providencial (todavía en la Quinta relación, Cortés evocará a ese Dios «que tantas veces me ha remediado y socorrido en ellas [las grandes necesidades] por andar yo en el real servicio de Vuestra Majestad» (Cortés, 1993, p. 591)6.
como las de Quintus Curtius Rufus, Historia de Alejandro Magno, Sevilla, Meinardo Ungut y Estanislao Polono, 1496 (Vindel, 1989, p. 242) o Pedro del Corral, Crónica del rey don Rodrigo, Sevilla, Meinardo Ungut y Estanislao Polono, 1499 (Vindel, 1989, p. 317). 3 De hecho, como explica Liria Evangelista, las Cartas adquieren, gracias a esta presencia autobiográfica, un valor literario que proviene de ese «yo que, al dejar su marca, transforma aquello que se encuadra dentro de unas fórmulas legales, en una poética histórica que es, a la vez, [...] relato minucioso de una vida en un transcurrir tanto social como individual» (Evangelista, 1999, p. 35). 4 Hay que advertir que éste sería uno de los aspectos que diferenciaría la Carta de Veracruz, dirigida también a la reina Juana, de la Primera relación hoy perdida. 5 Véase Manuel Fernández Álvarez, «Hernán Cortés y Carlos V», en Actas del Primer Congreso Internacional sobre Hernán Cortés (Navarro González, 1986, pp. 369-375, en especial pp. 372-373). 6 En adelante, se citará siempre de esta edición de las Cartas de relación, de forma abreviada.
El monarca, su vasallo y el otro
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Un segundo y quizá más determinante aspecto son las especiales circunstancias que rodean la redacción de las Cartas, al menos hasta el triunfo definitivo sobre México-Tenochtitlan (descrito hacia la mitad de la Tercera relación)-, recordemos que Cortés parte hacia el territorio mexicano sin la autorización de Diego Velázquez y, por tanto, desobedeciendo al poder real, por lo que, como ha argumentado detalladamente Beatriz Pastor, va a tener que emprender todo un proceso de justificación de sus acciones y de seducción del emperador hacia su causa transformando ese acto de rebelión en un servicio a su rey7. En este intento de definirse a sí mismo como un vasallo ejemplar que vela constantemente por los intereses de su monarca, va a ser fundamental el marco legal establecido para la escritura (el de la «relación»), que establece un vínculo unívoco con el Emperador como exclusivo destinatario 8 y que justifica además el discurso cortesiano como fruto de la obligación (no impuesta sino aceptada por el autor) de dar entera relación al monarca tanto de las tierras descubiertas y sus habitantes como de las acciones emprendidas en ese nuevo territorio. Ahora bien, dado que Carlos V es el eje central de la escritura de Cortés, será necesario admitir que su presencia constante en las Cartas de relación no sólo determina la forma en que el conquistador se inscribe en su escritura sino también el modo en que inscribe al Otro, al indígena, y de manera muy concreta a ese «otro» protagonista que es Moctezuma 9 . Es en este sentido en el que me parece necesario volver a la narración que hace el conquistador de 7
Sobre este aspecto de lo que Pastor define como un proceso de ficcionalización del conquistador, su acción y su proyecto en las Cartas de relación, véase Pastor, 1983, pp. 145-182. (Cf. argumentación completa en pp. 111-233.) 8 Esta vinculación es la que da sentido «legal» a la Carta de Veracruz, ya que en ella se apela a «la posibilidad, concebida como jurídicamente válida, de comunicación directa entre el monarca (sin intermediaciones) cada subdito y cada institución» (José Manuel PérezPrendes, «Los criterios jurídicos de Hernán Cortés», en Navarro González, 1986, p. 217; cf. pp. 217-218, y Frankl, 1962, p. 34). De hecho, Pedro Mártir de Anglería (1964) explicaba ya este aspecto en la época de la siguiente forma: «Según su argumento, era innecesario contar con la anuencia de Velázquez, por cuanto el negocio se sometía a un alto tribunal más alto, cual el del Rey, y así venció la mayoría» (Décadas del Nuevo Mundo, IV Década, Libro VI, voi. I, p. 423). 9
Al plantear las formas en que Cortés se va definiendo a sí mismo en las Cartas de acuerdo a su relación con los distintos «otros» (empezando por el mismo Cortés «contingente y trivial» anterior a la conquista), Blas Matamoro describe a Moctezuma como el más importante «otro» de Cortés, aquel sobre el que debe imponerse (véase «Cortés y el otro» en Actas delXXI Congreso del Instituto Internacional de Literatura Iberoamericana, 1994, voi. I, pp. 527-534).
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ese momento esencial de encuentro con el Otro que es su entrevista con el monarca azteca en la gran ciudad de Tenochtitlan, y, más concretamente, a las palabras que éste le dirige en dicho encuentro: como intentaré demostrar, el discurso del gran tlatoani, abundantemente citado por la crítica, sobre todo a propósito de la vinculación entre la llegada de Cortés y el mito del regreso del dios Quetzalcóatl por parte del mundo indígena, puede ser contemplado asimismo como un pasaje clave en este juego de relaciones que Cortés establece entre Moctezuma, Carlos V y él mismo.
E L D I S C U R S O DE M O C T E Z U M A Y SUS I N T E R P R E T A C I O N E S
Narra Cortés en su Segunda relación que, una vez aposentado en el palacio de Moctezuma, éste se dirigió a él para explicarle: M u c h o s días ha que por nuestras escripturas tenemos de nuestros antepasados noticia que yo ni todos los que en esta tierra habitamos no s o m o s naturales della, sino estranjeros y venidos a ellas de partes m u y estrañas. Y tenemos ansimesmo que a estas partes trajo nuestra generación un señor cuyos vasallos todos eran, el cual se volvió a su naturaleza [...] Y siempre hemos tenido que los que dél descendiesen habían de venir a sojuzgar esta tierra y a nosotros c o m o a sus vasallos (p. 210).
Y que, a continuación, le ofreció el gobierno de su territorio en los siguientes términos: ...bien podéis en toda la tierra, digo que en la que yo en m i señorío poseo, m a n d a r a vuestra voluntad, porque será obedescido y fecho. Y todo lo que nosotros tenemos es p a r a lo que vos dello quisiéredes disponer. Y pues estáis en vuestra naturaleza y en vuestra casa, holgad y descansad del trabajo del c a m i n o y guerras que habéis t e n i d o . . . (p. 211).
Aunque el conquistador no cite explícitamente al dios Quetzalcóatl ni en este ni en ningún otro momento de la relación (como sí lo hará más tarde Gomara 1 0 ), su texto es el primero de los numerosos testimonios de la época Explica Gomara, al hablar del encuentro de Cortés con los enviados de Moctezuma todavía en Veracruz, que «de las naos decían que venía el dios Quetzalcóatl con sus templos a cuestas, que era el dios del aire, que se había marchado y esperaban su vuelta» (Gomara, 2000, p. 91). 10
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sobre la identificación de la llegada de Cortés y los suyos con la vuelta del dios indígena, tal como pone de relieve Miguel León-Portilla en un fundamental artículo de 1974 titulado «Quetzalcóatl-Cortés en la conquista de México» (1974, pp. 13-35). En dicho trabajo, el investigador mexicano se propone abordar «la divulgada identificación de Quetzalcoátl-Cortés» a través del análisis de las distintas fuentes españolas e indígenas que recogen tanto este discurso como otros pasajes vinculados al argumento, entre las que destaca, además de la Segunda relación de Cortés, el texto de los informantes de Sahagún, quienes explican que Moctezuma creyó en la profecía según la cual Quetzalcóatl debía volver a su reino11 e identificó en su discurso a Cortés con el dios que regresaba: .. .tú has venido entre nubes, entre nieblas. C o m o que esto era lo que nos habían dicho los reyes (...) que habrías de instalarte en tu asiento, en tu sitial (...). Pues ahora se ha realizado: ya tú llegaste (...). Llega a la tierra: ven y descansa; t o m a posesión de tus casas reales 12 .
Tras estudiar las diversas fuentes, León-Portilla concluye que la identificación entre Cortés y Quetzalcóatl existió verdaderamente entre la población mexica al menos hasta la Matanza del Templo Mayor, que el conquistador tuvo conocimiento de esta identificación aun antes de su encuentro con Moctezuma (ya que, según los informantes de Sahagún, cuando desembarcó en las costas de Veracruz fue ataviado con las insignias de Quetzalcóatl y se le dijo que esas insignias se las daba «el que ocupa tu lugar, Moctezuma») y que supo aprovechar esta identificación desde su primera entrevista con los enviados del monarca azteca (y, por tanto, también una vez llegado a México). Interpretaciones posteriores del pasaje se han centrado en el grado de participación de Cortés en esta identificación, matizando, en cierto modo, la teoría de León-Portilla. Así, para Todorov (1989, pp. 127-130), Cortés tuvo un papel activo en la elaboración del mito de Quetzalcóatl, ya que, aunque no se puede asegurar que la identificación sea una obra suya, sí cabría pensar que el conquistador organiza los datos de manera que hace de ese mito del pasado un tanto marginal un nuevo mito cierto que además atribuye al propio Véase León-Portilla (1999, pp. 21-24). Cf. la versión castellana de los informantes de Sahagún (1988, vol. 1, pp. 820-823). 12 Véase León-Portilla (1999, pp. 65-66). Cf. la identificación con Quetzalcóatl (desde pp. 21-24). 11
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Moctezuma. En esta misma línea, pero con un mayor aporte documental, los trabajos recientes de Antonio Aimi proponen que el retorno de Quetzalcóatl es un mito inventado por Cortés a partir de las circunstancias y del conocimiento de determinadas ideas indígenas (Aimi, 2001, pp. 7-43) 13 . Aimi demuestra que la vuelta de Quetzalcóatl no puede deducirse de ninguno de los mitos sobre el dios; señala otros elementos del discurso de Cortés que son inverosímiles (el hecho de que Moctezuma insista en que es de carne y hueso; que se haga descender a los mexicas de Quetzalcóatl y no de Huitzilopochtli; que el origen de los mexicas se sitúe en el este y no en el noroeste, de donde realmente llegaron...); descubre que en ese discurso falta un elemento clave: la lectura obligatoria del requerimiento; y, por último, advierte que, si la identificación de los españoles con Quetzalcóatl era posible (ya que llegaron en el año 1 caña, el del nacimiento y muerte de Quetzalcóatl), también lo era (como parece deducirse de las fuentes) la identificación con otros dioses como Tlaloc o Tezcatlipoca 14 . Su conclusión es que Cortés, consciente de la posibilidad de ser asociado con Quetzalcóatl, inventa la idea del retorno del dios para justificar ante el Emperador el hecho de no haber hecho uso del requerimiento. De este modo, no contradice las ideas indígenas sino que enfatiza un elemento secundario de las profecías iniciales que fue después asimilado por los propios mexicas y transmitido en sus fuentes. En realidad, las tesis de Todorov o Aimi no son del todo novedosas: varias décadas antes, Víctor Frankl había atribuido a Cortés un papel esencial en la invención del mito del regreso de Quetzalcóatl en su artículo «Imperio particular e imperio universal en las Cartas de relación, de Hernán Cortés» (Frankl, 1963, pp. 443-482); sin embargo, en aquel trabajo de 1963, dicho historiador ofrecía una interpretación muy distinta del supuesto parlamento de Moctezuma (rebatida a su vez por León-Portilla en el artículo ya citado): para él, el llamado «mito de Quetzalcóatl» no fue previo sino posterior a la llegada de los españoles, nacido, por un lado, de las trágicas consecuencias de la conquista y, por otro, de ese supuesto discurso de Moctezuma que habría sido enteramente inventado por Cortés en su relación. Para Frankl (1963, pp. 451-452):
13
Cf. también Aimi (2002, pp. 149-178), donde las ideas que aquí resumo se enmarcan en una nueva interpretación global de la visión de los vencidos como construcción histórica realizada a posteriori por una oligarquía mexica hostil a Moctezuma. 14 Cf. León-Portilla (1999, p. 23).
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.. .la protohistoria azteca de la Segunda relación consiste en una ficción de Cortés con fines políticos [...] [que] confiere al dominio de Carlos V sobre México un fundamento jurídico similar al fundamento de su poder sobre el Imperio alemán: una combinación entre una especie de derecho consuetudinario de herencia y el reconocimiento por los príncipes (la «elección»).
Es difícil aceptar que Cortés pudiera «inventar» sin más un discurso con claros elementos indígenas como el pronunciado por Moctezuma, por lo que cabría convenir con León-Portilla que el punto de partida de esta tesis no se sostiene y que, por tanto, el gran tlatoani sí pronunció un parlamento sobre profecías autóctonas coincidente en sus líneas generales con el consignado por Cortés y el resto de las fuentes. Pero lo que me interesa destacar ahora del trabajo del investigador austríaco es cómo pone de relieve un matiz importante (citado también, aunque muy superficialmente, por León-Portilla15) que la crítica posterior ha ido relegando: dicho discurso, tal como es recogido por Cortés, no propone una identificación entre el dios y el conquistador, como sí hacen los informantes de Sahagún, sino entre Quetzalcóatl y Carlos V, lo cual tiene —como advierte Frankl— consecuencias políticas evidentes. En efecto, si volvemos a la versión ofrecida por el conquistador, podremos observar la particular manera en que Cortés presenta la creencia del mito por parte de Moctezuma: ...tenemos ansimesmo que a estas partes trajo nuestra generación un señor cuyos vasallos todos eran, el cual se volvió a su naturaleza [...]. Y siempre hemos tenido que los que dél descendiesen habían de venir a sojuzgar esta tierra y a nosotros como a sus vasallos, y según de la parte que vos decís que venís, que es hacia a do sale el sol, y las cosas que decís dese grand señor o rey que acá os invió, creemos y tenemos por cierto él ser nuestro señor natural, en especial que nos decís que él ha muchos días que tenía noticia de nosotros. Y por tanto, vos sed cierto que os obedeceremos y tememos por señor en lugar dese gran señor que decís, y que en ello no habrá falta ni engaño alguno (pp. 210-211) 16 .
15
Q u i e n afirma al respecto: «Es cierto, por otra parte, que en las m i s m a s palabras atribui-
das por C o r t é s a M o c t e c u h z o m a se da también base para establecer la aceptación del soberano indígena de obedecer a ese 'gran señor' del oriente, que, para el conquistador, era por supuesto Carlos V» (León-Portilla, 1974, p. 17). 16
L a cursiva es m í a .
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La identificación del dios con el monarca español en el texto es indudable, pero además Cortés se apresura a añadir: «Yo le respondí a todo lo que me dijo satisfaciendo a aquello que me paresció que convenía, en especial en hacerle creer que Vuestra Majestad era a quien ellos esperaban (p. 212)17, e incluye más tarde el discurso que, con similares términos, dirige el monarca a los nobles indígenas, asentándolo a su vez ante escribano como prueba de que «desde entonces para siempre ellos se daban por vasallos de Vuestra Alteza» (p. 228). De acuerdo a la documentación existente, no es posible afirmar si Moctezuma realizó efectivamente esta identificación entre su dios y Carlos V, como muestra Cortés y aceptan, entre otros, historiadores como Ramón Iglesia (1980, p.20), o si, como consta en el Códice Florentino, los indígenas lo identificaron en un principio con Cortés, y, por tanto, fue éste quien «reinterpretó» el mito en favor del monarca español 18 , pero me inclino a aceptar que, como propone Pérez-Prendes (Navarro González, 1986, pp. 222-223), la lealtad al Emperador obligó a Cortés a reorientar la identificación inicial con él mismo hacia Carlos V, más allá incluso de su escritura. En favor de esta última tesis, es posible acudir al testimonio de Bernal Díaz del Castillo, quien no alude en ningún momento al monarca español en su recreación del parlamento de Moctezuma y, sin embargo, lo convierte en el centro de la respuesta de Cortés al gran señor azteca: .. .luego comenzó el Montezuma un muy buen parlamento, e dijo que en gran manera se holgaba de tener en su casa y reino unos caballeros tan esforzados, como era el capitán Cortés y todos nosotros, e que había dos años que tuvo noticia de otro capitán que vino a lo de Champoton, e también el año pasado le trajeron nuevas de otro capitán que vino con cuatro navios, e que siempre lo deseó ver, e que ahora que nos tiene ya consigo para servirnos y darnos de todo lo que tuviese. Y que verdaderamente debe de ser cierto que somos los que sus antepasados muchos tiempos antes habían dicho, que vendrían hombres de hacia donde sale el sol a señorear aquestas tierras, y que debemos de ser nosotros, pues tan valientemente peleamos lo de Potonchán y Tabasco y con los tlascaltecas: porque todas las batallas se las trajeron pintadas al natural. Cortés le respondió con nuestras lenguas, que consigo siempre estaban, especial la doña Marina, y le dijo que no sabe con qué pagar él ni todos nosotros las grandes mercedes recibidas de cada día, e que ciertamente veníamos de donde sale el sol, y somos vasallos y criados de un gran 17
La cursiva es mía. D e hecho, para algunos autores esa interpretación ni siquiera existió. (Cf. Elliot, 2000, pp. 14-22, en especial pp. 16 y 21). 18
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señor que se dice el emperador don Carlos, que tiene sujetos a sí muchos y grandes príncipes... (Díaz del Castillo, 1992, p. 254).
Creo que la importancia del pasaje justifica la extensión de esta cita en la que no sólo se muestra a Moctezuma convencido de que los españoles «somos los que sus antepasados muchos tiempos antes habían dicho» (el plural en Bernal es inevitable) sino también a un Cortés preocupado por trasladar el mito del retorno de Quetzaicóatl a la figura de su monarca 19 . El texto cortesiano supondría un paso más, en la medida en que Cortés se presenta ya en el discurso mismo de Moctezuma como enviado de Quetzalcoátl-Carlos V, aunque pone buen cuidado, eso sí, en mostrarse como el único y verdadero representante del «gran señor» español: por eso omite cualquier referencia a exploraciones anteriores (según Bernal, como hemos visto, Moctezuma explicó a Cortés «que había dos años que tuvo noticia de otro capitán que vino a lo de Champoton, e también el año pasado le trajeron nuevas de otro capitán que vino con cuatro navios», lo cual, fuera expresado o no en el discurso, era cierto) e insiste en su versión en que es a él a quien Moctezuma promete obedecer y tener «por señor en lugar dese gran señor que decís».
LA DIPLOMACIA DEL CONQUISTADOR
Al incorporar en los términos señalados la descripción de su encuentro con Moctezuma, y al añadir más tarde el discurso de obediencia que éste pronuncia ante sus nobles (cuya traslación ante escribano no va a poder mostrar porque formaba parte de los escritos perdidos en la retirada de la Noche Triste) 20 , Cortés reafirma en primer lugar el vínculo que lo une a su señor como leal vasallo, afianzando así el que hemos definido como un objetivo básico de las Cartas de relación. 19
Al tiempo que por lograr la evangelización de los indígenas, ya que Cortés continúa su respuesta de la siguiente forma: «e que teniendo noticia de él y de c u á n gran señor es, nos envió a estas partes a le ver a rogar que sean cristianos, c o m o es nuestro emperador e todos nosotros, e que salvarán sus á n i m a s él y todos sus vasallos, e que adelante le declarará más c ó m o y de qué manera ha de ser, y c ó m o adoramos a u n solo Dios verdadero, y quién es, y otras muchas cosas buenas que oirá» (Díaz del Castillo, 1992, p. 254) Significativamente, este aspecto, que también es m u y i m p o r t a n t e en el c o n j u n t o de las Cartas de relación, es omitido por C o r t é s en su versión de este encuentro, centrada exclusivamente en el cariz político del mismo. 20
Véase Cartas de relación, pp. 227-229.
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Como señala Víctor Frankl, el vasallaje había sido un rasgo central del «retrato» de Cortés ofrecido en la Carta de Veracruz, donde se muestra ya la idea de que «el valor de un hombre radica en la intensidad de su servicio al Rey en cuanto representante de Estado y Nación y en la correspondiente renuncia a su provecho personal» (Frankl, 1962, p.42), y donde la propia fundación de Veracruz se presenta como un acto de vasallaje21. Además, éste va a ser un rasgo constante en la caracterización de sí mismo en las siguientes cartas aun en las circunstancias más adversas: «yo aunque Vuestra Majestad más me mande desfavorecer —escribirá en la Quinta relación— no tengo de dejar de servir, que no es posible que por tiempo Vuestra Majestad no conosca mis servicios» (Cortés, 1993, p. 661). En la Segunda relación, Cortés desarrolla esta idea fundamental de la fidelidad del vasallo al describir su proyecto de conquista al servicio del Imperio en contraposición con el de enriquecimiento personal de Diego Velázquez, sobre todo durante el pasaje referente al enfrentamiento con Pánfilo de Narváez y sus hombres, a quienes Cortés advierte que, de no rendirse, «procedería contra ellos como contra personas rebeldes y que no se querían someter debajo del dominio de Vuestra Alteza»22. Pero el extremeño se muestra también como vasallo en otros aspectos, y muy especialmente en su papel de «embajador» de Carlos V23, de hombre leal a su rey con dotes diplomáticas suficientes para lograr alianzas con distintos pueblos indígenas y, más tarde, la obediencia de Moctezuma a la Corona española. Ahora bien, si recordamos que las Cartas de relación se configuran como un discurso legal24, y que, como tal, certifican tanto su contenido como la existencia de otros discursos inscritos de diversas formas en el texto (y, por tanto,
21
Recordemos las palabras de los miembros del Cabildo: «...lo mejor que a todos nos parescía era que en nombre de Vuestras Reales Altezas se poblase y fundase allí un pueblo...» (Cartas de relación, p. 135). 22 Ibíd., p. 261; cf. pp. 248-265. 23 Introducido también desde la Carta de Veracruz-. «.. .yo les invié a rogar que viniesen a verme porque les quería hablar ciertas cosas de parte de Vuestra Alteza...» (p. 189). 24 Ángel Delgado nos recuerda que «como documento legal, todo lo que se afirma en las Cartas de relación es una declaración jurada que por tanto puede ser usada en pleitos y causas jurídicas, como de hecho así ocurrió a lo largo del juicio de residencia a Cortés» (introd. a Ibíd., p. 56). En este sentido, resulta de especial interés la argumentación de Beatriz Pastor sobre la forma en que la utilización del documento legal por parte de Cortés se convierte en una estrategia para crear un marco pretendidamente objetivo, veraz, a una narración que es esencialmente ficcional (Pastor, 1983, p. 152).
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también del discurso de obediencia de Moctezuma trasladado ante escribano, finalmente perdido), podremos observar cómo Cortés no sólo presenta sino que legitima a través de la escritura un nuevo vínculo: el de Moctezuma con Carlos V. De este modo, el fiel embajador incorpora legalmente el territorio azteca al Imperio español, creando así además el marco jurídico que podría justificar la guerra contra dicho territorio en caso de que (como ocurrió tras la Matanza del Templo Mayor) los aztecas no aceptaran la abdicación de su monarca. En definitiva, la narración que hace Cortés de su encuentro con Moctezuma en la Segunda relación puede interpretarse como una muestra más de la forma en que el autor-protagonista se plasma en su escritura como instrumento de la Corona española25, esto es, como imprescindible nexo de unión entre su rey y el gran señor azteca al que ha logrado someter de forma pacífica, al igual que hará más tarde por las armas con el «rebelde» Cuauhtemoc. Al obtener la gobernación de la Nueva España, el conquistador asumió plenamente, y esta vez sí de forma legal, ese papel de representante del Emperador y, por tanto, de intercesor entre éste y el pueblo azteca que se había asignado desde el inicio de su discurso. Desde luego, es cierto que el juicio de residencia iniciado contra él en 1526 y la posterior prohibición y quema pública de las Cartas, apenas trascurridos cinco años de la edición de Cromberger26, demuestran que esta imagen de fiel vasallo-embajador no caló más en el espíritu de Carlos V que la de un gran conquistador capaz de alzarse con el poder en esas tierras tan alejadas de la península. Sin embargo, tal vez el fracaso de Cortés en su propósito no fue definitivo: en la primera edición de las Cartas de relación en México, la Historia de Nueva-España publicada por Lorenzana en 1770, encontramos un significativo grabado que incluye la única imagen de Cortés en el libro; en ella, eliminados incluso Moctezuma o Cuauhtemoc, el conquistador, en el centro de la composición y a los pies de su Emperador, ofrece a Carlos V todo un «nuevo mundo».
25
Un sentimiento que irá transformándose en escritos posteriores hacia la consideración de sí mismo como instrumento divino: «De la parte que a Dios cupo de mis trabajos y vigilias —escribirá en su última carta al Emperador, de 1544— asaz estoy pagado, porque seyendo la obra suya, quiso tomarme por medio, y que las gentes me atribuyesen alguna parte, aunque quien conociere de mí lo que yo, verá claro que no sin causa la divina Providencia quiso que una obra tan grande se acabase por el más flaco e inútil medio que se pudo hallar, porque a solo Dios fuese el atributo». Valladolid, 3 de febrero de 1544 (Cortés, 1991-1992, vol. IV, p. 267). 26
Sobre el documento de prohibición, hoy perdido, cf. Bataillon, 1963, pp. 77-82.
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L A CONCEPCIÓN LÍRICA DE CRISTÓBAL COLÓN Gema Areta Marigó Universidad de Sevilla, España
En 1940 Ramón Menéndez Pidal publicó por primera vez su estudio sobre «La lengua de Cristóbal Colón» (1940, pp. 5-28) donde ofrecía pruebas irrefutables del español como lengua adoptiva de cultura del Almirante, lengua aprendida en Portugal, cargada de lusismos, extraña aunque elegida como lengua habitual de su escritura. De este «español imperfecto» de Colón dirá Menéndez Pidal que es «una lengua fácil, de vocabulario extenso y descriptivo, si bien a veces dialectal. Aunque con inhabilidad sintáctica, alcanza en alguna ocasión altura estilística inesperada» (1978, p.26). Reconociéndole una innegable fuerza expresiva, sin embargo en su opinión Colón no sintió con suficiente vehemencia el paisaje antillano, resaltando el estilo de Colón fundamentalmente cuando trata cosas desprovistas de exotismo (Ibíd., p.28). Más allá iría el maestro rumano Alejandro Cioranescu cuando en 1967 en su ensayo Colón, humanista vincularía el descubrimiento de América con «el arte de la descripción» y el desarrollo posterior del arte de la composición literaria. Es decir, el desenvolvimiento de una serie de procedimientos estilísticos necesarios para describir y enfrentarse a la novedad, proponiendo más allá de los principios de autoridad y de imitación de los modelos como bases en el arte de escribir, una verdadera revolución en las descripciones, las cuales dejarían de ser simple ejercicio retórico, o mantener una función enumerativa o de inventario, para convertirse en un «ejercicio de inteligencia». Los escritores aprendieron a individualizar los objetos y a distinguir las funciones específicas y las singularidades, allí donde el Medioevo acostumbraba
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Gema Areta Marigó ver solamente las categorías generales. De este modo, el objeto de la descripción adquirió una vida propia y matizada, así como una dignidad de que antes no se hacía merecedor: en adelante, lejos de confundirlo con la masa anónima de los objetos más o menos parecidos, este objeto interesará sobre todo por los atributos que lo separan y lo distinguen de lo general (Cioranescu, 1967, p.71).
Por lo tanto para Cioranescu el descubrimiento del Nuevo Mundo es también el descubrimiento de «oportunidades metodológicas» cuando la descripción enumerativa desaparece, y la singularidad llega a ser ejemplar. Manuel Alvar en su prólogo al Diario del Descubrimiento (1976, p.23) sentencia que fue «la lengua la cancilla por donde penetró el ensueño [...] El Almirante vio las cosas, las poseyó con las palabras. Resulta increíble que él, 'natural de otra lengua', tuviera tanta riqueza para nombrar a los seres de la naturaleza.» Frente a Menéndez Pidal, Alvar defenderá no sólo la sensibilidad del Almirante para sentir el paisaje antillano (como ya hiciera Gregorio Marañón en 1968 hablando del lirismo en su ensayo «La visión de Cristóbal Colón: ruiseñores en el mar»1) sino su «capacidad de ensueño», que junto a la sabiduría humanística le permitieron ese «dar fe de las cosas nuevas con los conocimientos viejos. Se crea así un mundo de difícil captación, en el que la verdad y la ficción no suelen andar bien deslindadas [...]» (Alvar, 1976, p.55). En 1982, Tzvetan Todorov parecía desarrollar este supuesto al destacar como fundamental en el sistema interpretativo de Colón no tanto la búsqueda de la verdad como la confirmación de una verdad conocida de antemano, salvo en aquellos momentos de admiración superlativa por la naturaleza cuando la belleza contemplada parece quebrar sus intereses. Para Todorov (1987, p.33), los «árboles son las verdaderas sirenas de Colón. Frente a ellos olvida sus interpretaciones y su búsqueda de ganancia, para reiterar incansablemente aquello que no sirve para nada, que no lleva a nada, y que por lo tanto sólo puede ser repetido: la belleza». Como ejemplo copia un fragmento de su primer Diario con fecha 27-11-1492 que dice así: «Se detenía más de lo que quería por el apetito y la deleitación que tenía y recebía de ver y mirar la hermosura y frescura de aquellas tierras donde quiera que entraba». Según Beatriz Pastor, aunque es evidente que Colón inicia ese proceso de ficcionalización de la realidad americana, no lo hace con criterios estéticos
' Como prólogo a la edición del Diario de Colón (1968).
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sino exclusivamente comerciales; aunque Colón extrae su modelo imaginario del Nuevo Mundo de lecturas diversas, éste «no es producto de las divagaciones de un soñador, sino la expresión simbólica del proyecto comercial de un mercader» (1983, p. 85). El resumen de todos estos puntos de vista pudiera estar en los principios del un trabajo de Julio Ortega sobre El discurso de la abundancia, cuando reconoce en los textos del Descubrimiento «un modelo resolutivo de percepción y representación «que desarrolla toda una serie de procesos cognitivos y formales donde «descubrir se convierte en interpretar; leer los signos se vuelve una relación ambivalente de lo sabido frente a lo dado, de lo sistemático ante lo extra-sistemático» (1990, pp. 37-38). Creemos reconocer en ese modelo resolutivo de lectura colombina de lo americano, la presencia sistemática de una construcción metafórica vinculada con el arte de lo posible, metáfora plural y continuada que convertirá sus textos en verdadera alegoría de un secreto apenas compartido. Aunque conservamos pocos textos autógrafos de Cristóbal Colón y buena parte de los considerados escritos colombinos han llegado a nosotros a través de copistas (como Bartolomé de Las Casas su principal admirador y panegirista), son pocos los estudios que sin embargo relacionan la escritura colombina de sus aventuras, su mundo letrado, con el proceso previo de aprobación de su empresa: aquella laboriosísima negociación colombina en la corte de los soberanos católicos que moldeó primeramente su estilo. Conocemos gracias al exhaustivo análisis del profesor Juan Manzano en Cristóbal Colón. Siete años decisivos de su vida 1485-1492 todo el proceso seguido por Colón para conseguir la aprobación de su proyecto de navegación a las Indias ante los Reyes Católicos, las dificultades padecidas por un extranjero, rechazado en secreto o públicamente de diversas maneras («de non doto en letras, de lego marinero, de hombre mundanal»2), la reticencia de unos monarcas ocupados en muchas otras guerras y conquistas, y especialmente en la de Granada, como para examinar y entender lo que el Almirante ofrecía. Desde su llegada al convento franciscano de Santa María de la Rábida acompañado de su hijo Diego en 1485, procedente de Lisboa, hasta la firma de las Capitulaciones de Santa Fe el 17 de abril de 1492, Manzano destaca la tenacidad pétrea, inasequible al desaliento, de los designios descubridores de Cristóbal Colón.
2
Reveladora confesión del propio Cristóbal Colón en carta dirigida a los reyes en 1501
sobre las posibles críticas recibidas (Manzano, 1989, p. 111).
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G e m a Areta Marigó
Fueron aquellos años de interminables disputas siguiendo a una corte itinerante, buscando aliados influyentes (fray Antonio de Marchena, guardián de La Rábida, el primero, que le escribirá a fray Hernando de Talavera, confesor de la reina; fray Diego de Deza, maestro del príncipe don Juan; Alonso de Quintanilla, contador mayor de Cuentas; Luis de Santangel, Escribano de ración en la Casa Real...) para conseguir una primera audiencia con los reyes que no llegaría hasta 1486. Por su hijo Hernando Colón sabemos que era «persona afable y de dulce conversación» (H. Colón, 1984, p. 87). Mucho tuvieron que servirle estos rasgos de su personalidad cuando sabemos del dictado adverso de los letrados del Consejo Real que, sin embargo, no impediría la concesión de una audiencia especial. De esa histórica entrevista del 20 de enero de 1486 en el palacio arzobispal de Alcalá de Henares (después de que la reina acabara de dar a luz a su hija Catalina, futura reina de Inglaterra) queda el valioso testimonio de Bernáldez del Castillo en sus Memorias del Reinado de los Reyes Católicos donde dice que «les fizo relación de su imaginación; al cual tanpoco no davan mucho crédito, e él les platicó muy de cierto lo que les dezía e les mostró el mapamundi, de manera que les puso en deseo de saber de aquellas tierras.»(Manzano, 1989, p. 70). Como dice Hernando Colón, al final «los reyes no quisieron dar oídos a las grandes promesas que les hacía el Almirante» (1984, p. 89), confiando en peritos de cosmografía que «no entendían lo que debían, ni el Almirante se quiso aclarar tanto que le sucediese lo mismo que en Portugal, y le quitasen la bienandanza» (Ibíd., p. 88)3. Para Francisco López de Gomara además «como era estrangero i andaba pobremente vestido, i sin otro mayor crédito que el de un fraile menor, ni le creían, ni aún le escuchaban; de lo qual sentía el gran tormento en la imaginación.» (Manzano, 1989, p.79). Aunque los Reyes encargaron a una junta extraordinaria el examen del proyecto colombino, con presencia de letrados y distintos especialistas en astronomía, cosmografía y astrología, durante los últimos meses de 1486 y los cuatro siguientes de 1487, el dictamen de la comisión de expertos falló en su Según Hernando el rey de Portugal después de escuchar las razones del Almirante «resolvió mandar una carabela secretamente, la cual intentase lo que el Almirante le había ofrecido, pues descubriéndose de tal modo dichas tierras, le parecía que no estaba obligado a tan gran premio como Colón pedía por su hallazgo. (...) lo cual habiendo llegado a noticia del Almirante, y siéndole ya muerta su mujer, tomó tanto odio a aquella ciudad y nación, que acordó irse a Castilla con un niño que le dejó su mujer, llamado Diego Colón, que después de la muerte de su padre le sucedió en su estado» (H. Colón, 1984, p. 85). 3
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contra, hecho que los reyes le comunican en Málaga el 27 de agosto de 1487. Sin embargo, hay un dato económico importante como fueron los distintos pagos hechos al genovés como indemnizaciones mientras duró todo este proceso (todavía el 15 de octubre de 1487 recibió en Córdoba una «ayuda de costa»). Tras dos largos años de permanencia en la corte hispana, Colón tuvo que ganar el diario sustento confeccionando cartas de marear para los navegantes y vendiendo libros de estampa, aunque fue una etapa breve de su vida, por cuanto el 20 de marzo de 1488 recibiría una carta del rey de Portugal Juan II aceptando su visita a la corte portuguesa, llegando además hasta el triunfo de Santa Fe a vivir a expensas de algunos de sus protectores. Tanto la carta del rey portugués, como la anterior de Colón a la que ésta responde, tienen relación con la llegada, a finales de 1487, de Bartolomé Díaz, descubridor del cabo de Buena Esperanza. Colón desea volver a Portugal, viendo peligrar su proyecto de navegación atlántica, y al recibir positiva respuesta marcha de nuevo entre junio y octubre de 1488, aunque el rey vuelve a rechazar su proyecto. Sin embargo la carta sería utilizada por Colón para intentar convencer a los monarcas españoles, aunque finalmente no consiguió audiencia. Fracasadas sus gestiones en Castilla y Portugal, Colón (para entonces padre de nuevo al dar a luz Beatriz Enríquez a su hijo Hernando, 15 de agosto de 1488) le propone al Duque de Medina Sidonia su negocio, por indicación de fray Antonio de Marchena, antes de trasladarse a Francia. Después haría lo mismo con el quinto conde de Medinaceli, don Luis de la Cerda, que finalmente acepta, comunicándole éste por carta a la reina su propósito de patrocinar la empresa siempre y cuando ella no estuviese interesada. Requerido por la reina en la corte en Jaén (mayo de 1489), Colón —dice Gomara— comienza «a ser estimado y graciosamente oído de los cortesanos, que hasta allí se burlaban de él» (Manzano, 1989, p.267), recibiendo esperanzas ciertas de que cuando terminase la guerra de Granada resolverían su negocio. Sin embargo, los acontecimientos granadinos retrasarían dos años esta promesa, mientras la desilusión irá minando poco a poco el fuerte ánimo de Colón. El regreso a La Rábida en 1491 acompañado de su hijo Diego, pidiendo techo y alimentos mientras espera embarcarse desde Palos para salir definitivamente de España, cierra aparentemente el círculo. Al final fray Juan Pérez, antiguo confesor de la reina le escribe desde la Rábida, y la reina lo manda venir de nuevo a San Fe... La escritura colombina está decididamente marcada por todas estas circunstancias previas, aquel acento extranjero entrenado en incontables exposiciones
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y declaraciones, una persistente oralidad donde se manifiesta la extrañeza de una lengua impropia, la burla constante de sus razonamientos, es decir una crítica de su razón que devino en razón crítica, y aquella progresiva ruina física y moral que tanto marcarían todas sus entrevistas donde aspecto físico y ánimo irán a menudo compaginados. En la construcción letrada del mundo de Colón también sería esencial su progresivo conocimiento cortesano, la búsqueda de mecenas y protectores, la conquista de un poder a través del convencimiento del poderoso. En el testimonio y la restitución de una verdad de los textos colombinos nos interesa seguir los movimientos de ese logos espurio que progresa a través de series expresivas, que tejen una ficción mediatizada sobre la que fundamentar un yo ejemplarizante. Creemos que la concepción lírica de Cristóbal Colón reside en ese refinamiento indispensable de toda imagen especular, una escritura entre «Narciso y Pigmalión» como diría Giorgio Agamben (2001, p. 117). De hecho la naturaleza ilusoria del mundo americano, descrito siempre desde la maravilla o el paraíso terrenal, permitirá el renacimiento del sujeto que la representa donde la cualidad de sus juicios remite a la causalidad en el juicio donde se constituyó el objeto. Las raíces de una expresión cuyo proceso repite en cada grado de la representación el mismo binarismo: lo que América es se traduce por lo que Colón quiere ver. El arché de la representación colombina postula este principio modal, la sustitución del uno por el otro constituye un evidente transporte metafórico (Ibíd., p.248). En el impulso ascendente del carácter ilusorio de las Indias en la representación colombina llegará un momento (Viernes, 21 de diciembre de 1492) cuando se postule el siguiente comentario: «que teme que sea juzgado por magnificador excesivo más de lo que es la verdad» (C. Colón, 1984, p.89), donde la preeminencia resolutiva remite al habitual juicio contingente y negativo que ya soportó previamente en España. El favor del objeto dado —«gente que mejor se libraría y convertiría a nuestra sancta fe con amor que no por fuerga» (Ibíd., p. 30), «grandísimas riquezas y piedras preciosas y especerías» (p.58)— apacigua aquella tensión nunca olvidada, aunque Colón siempre disimula el conflicto para salvar la plasticidad de su objeto. También es evidente que la gestión del objeto (el proyecto colombino) es sustituida en muchas ocasiones por su propia sugestión, donde la comprensible falta de entendimiento lingüístico se soluciona, en muchas ocasiones, a través de signos externos que van ganando en poder alegórico, como cuando el 18 de diciembre de 1492 Colón recibe en su nave a un joven cacique que, transportado en andas por cuatro hombres
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con gran veneración, llega acompañado por un séquito de más de doscientos hombres. Después de regalarle «un arambel que yo tenía sobre mi cama, y se le di, e unas cuentas muy buenas de ámbar que yo traya al pescue9o; y unos zapatos colorados, y una almarraxa de agua de azahar, de que quedó tan contento que fue maravilla», comentará lo siguiente: Y él y su ayo y consejeros llevan gran pena porque no me entendían, ni yo a ellos; con todo, le cognosci que me dixo que si me complia algo de aquí, que toda la isla estava a mi mandar. Yo envié por unas cuentas mías, adonde, por señal tengo un excelente de oro, en que están esculpidos Vuestras Altezas, y se lo amostré, y le dixe otra vez, como ayer, que Vuestras Altezas mandavan y señoreavan todo lo mejor del mundo, y que no avía tan grandes Príncipes; y les mostré las banderas Reales y las otras de la cruz que él tuvo en mucho; y qué grandes señores serían Vuestras Altezas, decía el con sus consejeros, pues de tan lejos y del cielo me avian enviado hasta aquí sin miedo; y otras cosas munchas se pasaron que yo no entendía, salvo que bien via que todo tenia a grande maravilla (H. Colón, 1984, p.130). El repertorio de los regalos se amplía hasta alcanzar una moneda de oro, las banderas y la cruz, iconografía emblemática que parece resolver la ausencia de comunicación lingüística, exhibición de un poder que es también el poder de una lengua que Colón ha manejado con una torrencial elocuencia en esos «siete años decisivos», para después enfrentarse a una realidad americana que forzosamente deberá seguir vendiendo a los reyes. Es en la adecuación y correspondencia de dicha realidad (América) con lo que se esperaba descubrir (las Indias), donde para solventar las primeras decepciones y desencantos Colón tiene que recurrir a múltiples procedimientos expresivos que van desde la comparación y analogía hasta la revelación milagrosa. Colón presiona al máximo esa lengua adoptiva cuando la realidad observada tenga que ser sustituida por la realidad imaginada. Como señala Juan Gil, el almirante: Hubo de enfrentarse a muchos problemas, pero quizás a ninguno tan peliagudo como el de interpretar el mundo que estaba contemplando. En efecto, por fuerza debía de adecuar la realidad circundante a los datos que sobre el Extremo Oriente habían transmitido tanto los geógrafos de la Antigüedad, que asimismo habían trazado y escrito mapas y descripciones de las Indias allende el Ganges, como Marco Polo y sus seguidores. La tarea, más que ardua, era imposible; pero Colón se
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aplicó a ella con una tenacidad y una habilidad que asombran, jugando de manera magistral con la intrínseca anfibología de la percepción lingüística, que le permite aplicar los mismos términos para designar seres y cosas del mundo soñado (la India) y de la realidad vista y vivida en las islas del poniente (Gil, 1989, p.21). Esta «anfibología lingüística» fue ejercitada en la manipulación de materiales muy distintos, cuya taxonomía muestra los amplios recursos alcanzados por un informante a través de un discurso que desarrolla un más que evidente arte narrativo: localización del descubrimiento, la fauna y la flora indiana, los monstruos del Oriente, el oro, las minas del rey Salomón y la comarca de Ofir (Gil, 1989, pp. 21-56). En ese largo proceso de decantación de datos y reflexiones podemos seguir la progresiva apropiación que de la realidad americana realiza Cristóbal Colón, confesada en su propio testamento de la siguiente manera: El Rey e la Reina, Nuestros Señores, cuando yo les serví en las Indias, digo serví, que parece que yo por la voluntad de Dios Nuestro señor, se las di, como cosa que era mía, puédolo decir, porque importuné a sus Altezas por ellas, las cuales eran ignotas e ascondido el camino a cuantos se fabló d'ellas, para las ir a descobrir, allende de poner el aviso y a mi persona [...] (C. Colón, 1992, p. 299). «Se las di, como cosa que era mía» define perfectamente la escritura de aquél que Gonzalo Fernández de Oviedo llamó «primer descubridor e inventor destas Indias», un escritor que iría al encuentro de las más diversas representaciones alegóricas del más allá, escenarios oníricos que terminarán formando parte de un viaje a los infiernos cuya historia interiorizada ya se encontraba en los preámbulos de la propia peripecia.
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L A GÉNESIS DEL DESCUBRIMIENTO Y LA NUEVA I M A G O
MUNDI,
SEGÚN LOS CRONISTAS DE
INDIAS
José Carlos González Boixo Universidad de León, España
El descubrimiento de América significó para los europeos un cambio sustancial en la concepción del globo terráqueo, el inicio de la «modernidad» y el abandono de muchas de las ideas que habían pervivido desde la Antigüedad. España vivía un proceso histórico singular con la culminación de una secular Reconquista y el inicio de una extraordinaria expansión que haría de ella, durante más de un siglo, la potencia hegemónica europea. El nuevo espíritu renacentista inflamaba los espíritus, deseosos de encontrar esas «novedades» que prometían los lugares lejanos. Se inauguraba la época de las grandes expediciones a América, cuyo testimonio fue recogido por los cronistas de Indias. El «viaje» se convierte en una forma de vivir, en la mejor expresión del afán de conocimiento que caracterizó al siglo xvi.
LA GÉNESIS DEL DESCUBRIMIENTO, SEGÚN LOS CRONISTAS
Hernando Colón, que escribió entre 1537 y 1539 la Historia del Almirante, señala que fueron tres tipos de causas las que movieron a su padre en su aventura descubridora: los conocimientos científicos, sus nutridas lecturas de autores clásicos y contemporáneos, y los datos experimentales. Es difícil saber la importancia que unas y otras tuvieron en el proyecto colombino. Cuantita-
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tivamente, el peso de los análisis teóricos es abrumador: a través de los propios textos de Colón y de las anotaciones o «apostillas» a determinados libros de su biblioteca se llegaría a la conclusión de que fue un verdadero erudito, imagen que aparece nítida en Hernando Colón y el padre Las Casas. Ambos cronistas mencionan a los autores que fueron determinantes en el proyecto colombino: filósofos de la Antigüedad como Aristóteles y Séneca, geógrafos clásicos como Ptolomeo, científicos árabes como Averroes y Alfragano, y, especialmente, tres textos, el Imago Mundi o Tractatus de imagine mundi (1410), de Petrus Alliacus (cardenal Pierre d'Ailly), publicado en Lovaina entre 1480 y 1483; la Historia rerum ubiquegestarum (1461), de Eneas Silvio Piccolomini, impresa en Venecia en 1477; y El libro de las maravillas de Marco Polo (escrito hacia 1300), en la edición de Amberes de 1485. El interés de Colón por dichos libros se manifiesta en las numerosas «apostillas» (898, 861 y 366, respectivamente). Desde luego, el padre Las Casas no tiene duda de la gran influencia que en Colón ejerció la lectura de Pierre d'Ailly: «y este doctor creo cierto que a Cristóbal Colón más que entre los pasados movió a su negocio; el libro del cual fue tan familiar al Cristóbal Colón, que todo lo tenía por las márgenes de su mano y en latín notado y rubricado» (1981, lib. I, p. 60). Es probable que el padre Las Casas desconociese que Colón leyó estos libros con posterioridad al Descubrimiento, dato que sabía Hernando Colón —ya que había contribuido a la anotación de algunos de ellos— y que oculta, buscando dar a su padre la imagen del hombre culto que dedujo de aquellas lecturas su proyecto descubridor. Es cierto que Colón ya conocía estas obras a través de otras fuentes y, de hecho, cita su autoridad como elemento a favor de su viaje. Hoy sabemos que fue a partir de 1497 (Gil, 1992, p. XXXI) cuando adquirió estos libros y los anotó, lo que debe entenderse como un acopio de argumentos que sirviesen de respuesta a las muchas quejas que habían surgido entre los defraudados viajeros que se habían enrolado en su segunda travesía o, como indica Francisco Socas, asumiendo el papel de un don Quijote al revés, intentando corroborar en los libros todas aquellas fantasías que había visto en sus dos viajes (Piccolomini, 1992, p. XXII). Si bien una parte considerable de los historiadores piensa que los conocimientos científicos de Colón eran escasos (tema bastante discutible), nadie le niega su experiencia como navegante. Este aspecto y los informes que obtiene en los puestos de avanzadilla en la exploración atlántica pudieron ser también importantes en la gestación de su proyecto. Colón surcó repetidamente el Mediterráneo, llegando a sus costas orientales, tal como menciona en el Diario del
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primer viaje (1982, p. 55): «yo he visto en la isla de Xío...» (12 de noviembre), lo que nos permite apreciar su experiencia marinera. Pero más nos interesan sus viajes atlánticos. Hernando Colón (1984, cap. IV) y el padre Las Casas (1981, lib. I, cap. III) señalan que viajó hasta Islandia. Ambos recogen las palabras de Colón escritas en unas «memorias» que no han llegado a nosotros: «Yo navegué el año de cuatrocientos y setenta y siete, en el mes de Hebrero ultra Tile, isla cient leguas» (H.Colón, 1984, p. 56; Las Casas, 1981, p. 32). Aunque la realización de dicho viaje ha sido puesta en duda por distintos historiadores, existen numerosos argumentos para pensar que el testimonio de los cronistas es cierto, tal como puede verse en Taviani (1982, pp. 288-300), que considera que tal viaje pudo influir notablemente en Colón, al recibir informaciones sobre tierras aún más occidentales. Hay que añadir, tal como recuerda su hijo Hernando, cuan experimentado fue el Almirante en las cosas del mar (1984, p. 57), ya que viajó a los lugares atlánticos que más se adentraban en el océano, las islas Azores, Cabo Verde y Madeira y, por el sur, hasta Guinea, el límite al que habían llegado los portugueses. También se refiere Hernando a ciertos datos empíricos que su padre conoció o de los que tuvo testimonio: la llegada a las costas de las Azores, con vientos occidentales, de maderos de especies diferentes a las de la región, algunos con raros grabados, y la aparición de dos cadáveres, arrastrados por las olas, con rasgos que se identificaron como asiáticos; de igual modo, en las costas de Guinea habían aparecido restos de extrañas embarcaciones, y no faltaban testimonios de navegantes que aseguraban haber divisado hacia el Occidente islas desconocidas. Una vez más coincide fray Bartolomé con la exposición de Hernando, citando con frecuencia que su fuente son textos colombinos que no han llegado a nosotros. El propio Descubridor alude a estos temas en la apostilla 10 de la Historia rerum, al anotar la información sobre la llegada de navegantes orientales a las costas de Germania y añadir su propia experiencia: «Nosotros vimos muchas cosas notables y especialmente en Galway, en Irlanda, un hombre y una mujer en dos leños arrastrados, de extraña catadura» (Piccolomini, 1992, p. 7). Hasta qué punto estos datos experimentales pudieron ser determinantes para Colón es algo, como ocurre con sus conocimientos teóricos, difícil de precisar. Este conglomerado de datos definirían el proyecto colombino desde una perspectiva «científica». Sin embargo, su «Descubrimiento» fue interpretado muy pronto por algunos de manera maliciosa: las informaciones precisas de un navegante le habrían permitido realizar el viaje y él se habría cuidado de ocultar este dato. Los cronistas recogieron profusa-
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mente esta historia de la que no se ha dejado de hablar hasta la actualidad y que, para algunos historiadores, resulta verosímil.
LA LEYENDA DEL PILOTO ANÓNIMO
La teoría de un predescubrimiento ha tenido (como en todo lo referente a Colón) animosos defensores y detractores. Se suele identificar dicha teoría con la del piloto anónimo pero, en realidad, hay que añadir otras dos formulaciones: la que a finales de los años veinte del siglo pasado hizo un curioso historiador, Luis Ulloa, para quien el protonauta habría sido el propio Colón, tesis que, sin ningún respaldo científico, pertenece al campo de la fantasía; y la «teoría del encuentro», formulada por Pérez de Tudela (1983), según la cual Colón habría recibido información, anterior a su viaje descubridor, de unas indígenas antillanas encontradas en pleno Océano Atlántico. La tesis del piloto anónimo se basa en la creencia de que un navegante (se dice que portugués) habría sido desviado por los vientos hasta las Antillas y, a su vuelta, informaría a Colón. Esta teoría fue ampliamente recogida por los cronistas que, en cambio, no hacen ninguna mención de las otras dos. Manzano (1976) ha sido el historiador que le ha dado más crédito. Es en la Historia (1959, lib. II, cap. II, 1.1, p.16) de Fernández de Oviedo, donde, por primera vez y de manera extensa, se recoge en un libro impreso la leyenda (edición de 1536). La opinión de Oviedo sobre este episodio es clara: «yo lo tengo por falso» y, desde luego, parece muy poco probable que tal como se describe la derrota de la nave (viajando de España a Inglaterra) pudiese haber tenido lugar. Sin embargo, en otros lugares del mimo libro II (cap. IV, p. 21 y cap. V, p.26) adopta una posición dubitativa, ante la carencia de pruebas a favor o en contra (vid. Manzano, 1976, p. 65). Las Casas, en su Historia de las Indias, dedica varias páginas a la leyenda (vol. I, pp.70-72). También él alude a «una vulgar opinión que hobo en los tiempos pasados» (p.70) y que «comúnmente en aquellos tiempos se decía y creía» (Ibíd.). Las Casas adopta un criterio científico similar al de un historiador moderno al indagar sobre las razones que justificaron la divulgación de la leyenda, aunque él mismo no esté convencido de su veracidad. Ya que no hay ningún testimonio directo, tratará de explicar que dicho viaje, teóricamente, sí era posible. Su erudición entra en ese momento en juego y citará a Herodoto, Cornelio Nepos y Aristóteles que, a su vez, contaban historias de navegantes que
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se habían encontrado en situaciones similares. Las Casas admite la posibilidad de la leyenda, aunque personalmente lo considera algo de escasa importancia, ya que la imagen que él tiene de Colón está teñida de mesianismo. Otros cronistas se referirán a la leyenda, siguiendo el texto de Oviedo. Hernando Colón saldrá al paso de lo que él considera ataques contra su padre, ofreciendo una versión que intenta ocultar lo dicho por Oviedo: «Gonzalo Fernández de Oviedo refiere en su Historia de las Indias que el Almirante tuvo en su poder una carta en que halló descritas las Indias por uno que las descubrió antes, lo cual sucedió de la forma siguiente...» (1984, cap. IX, p.75). «En efecto, la historia que cuenta se refiere a un portugués llamado Vicente Díaz que volviendo de Guinea vio o se imaginó ver una isla, la cual tuvo por cierto que fuese verdaderamente tierra» (Ibíd.). «Distintos viajes organizados en su búsqueda resultaron infructuosos» (Ibíd.). La difusión de la leyenda del piloto anónimo a través de la imprenta podía causar un demérito para Cristóbal Colón. De ahí que su hijo, que en opinión de Manzano (1976, p.79) tuvo que conocer la leyenda durante su estancia en La Española, intente hacerla olvidar aludiendo a otra historia que nada tiene que ver. En 1552 aparece la Historia general de las Indias de Francisco López de Gomara. Alude al protonauta, brevemente, en el cap. XIII, indicando diversas trayectorias posibles de su viaje, sin especificar las fuentes de su información. Una de esas trayectorias señaladas tendría su origen en la zona de las Canarias o al sur del archipiélago que, de ser cierta la leyenda, sería la única verdaderamente viable. Gomara está convencido de la veracidad de la leyenda. Aparte de que otros cronistas mencionasen ocasionalmente la leyenda, hay dos que la trataron con cierta extensión. Fray Jerónimo de Mendieta, que escribe a fines del siglo xvi, (1973 [1597], lib. I, cap. I, pp. 11-12) resume el texto de Oviedo con fidelidad, sin realizar ningún aporte personal. En cambio, sí es interesante su comentario de la leyenda que entronca directamente con la actitud providencialista de Las Casas y del propio Colón, lo que le lleva a dar rienda suelta a su imaginación, llena de fervor apostólico. Interés especial tiene el Inca Garcilaso de la Vega que, en sus Comentarios Reales (1609), ofrece una versión nueva y bastante sorprendente respecto a las anteriores basadas en Oviedo. La maestría del Inca convierte este episodio en un pequeño relato literario gracias al detallismo con que la historia se narra, sin que sepamos cuál fue su fuente de información. La concreción del texto hace pensar en una información muy directa del suceso (algo extraño si tenemos en cuenta que escribe en el siglo xvn) o en una recreación imaginativa. En todo caso,
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también es extraño que no citase la procedencia de esta información, siendo tan cuidadoso en este tipo de cuestiones.
EL MESIANISMO COLOMBINO
Tal como se ha podido apreciar, bien a través de datos experimentales o gracias a las informaciones librescas, Colón elabora un plan para llegar a Asia, cuyo éxito queda confirmado el 12 de octubre de 1492. Hasta su muerte se mantendrá firme en el convencimiento de haber alcanzado Asia. Las referencias que en este sentido pueden verse en los textos colombinos son incontables y perduran hasta sus últimos escritos. Desde nuestra perspectiva actual nos parece imposible que tal error pudiese mantenerse después del segundo viaje. Es algo admisible, sin embargo, en aquel momento, dado el nulo conocimiento que en Europa se tenía sobre las costas asiáticas (Vespuccio, en el viaje que realiza en 1499-1500, bajo la dirección de Ojeda y Juan de la Cosa, cree recorrer el Quersoneso Aureo (la península de Malaya), cuando en realidad se encuentra frente a las costas venezolanas; rectificará en el viaje de 1502, al servicio de Portugal, al apreciar que esas tierras que va descubriendo se alargan por el hemisferio sur, sin poderse establecer una correspondencia con las presuntas costas asiáticas). Sólo durante algún tiempo Colón tuvo dudas, al encontrarse en su tercer viaje frente a la desembocadura del Orinoco y pensar que podría tratarse de un continente desconocido, eso sí, prácticamente colindante con Asia (también Vespuccio, sin determinar la distancia, cree que el nuevo continente está cerca de Asia). Aquellos lugares mencionados por Marco Polo —Cipango, Catay, Quinsay— serán ubicados por Colón en su recorrido por las costas antillanas. Se trata de una especie de juego con el lector, al que indica que conoce su localización, aunque su situación hacia el interior del continente parece ser una excusa para no llegar a ellos, como si su deambular costero fuese una prioridad ineludible. Colón está preso de las ideas que han conformado un proyecto magnífico que asegura haber cumplido. Podría haberse percatado de que el descubrimiento de tierras y gentes desconocidas era aún más importante que encontrar la ruta para llegar a Asia a través del Océano, pero esta suposición trastocaba todo el fantástico edificio que había inventado y su papel mesiánico. Son muy numerosos los textos colombinos que reflejan la consideración en que su autor se tuvo como «elegido» por Dios para una misión trascendental. No son citas ocasionales sino que se integran en discursos
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extensos y coherentes, reiterativamente presentes a partir de la Relación de su tercer viaje, pero cuyo origen, no cabe la menor duda, se corresponde con el período anterior al Descubrimiento: sus referencias a la Casa Santa, Isaías, la profecía de Séneca, y algunas, más generales, a su papel como elegido de Dios, resultan clarificadoras. A medida que pasaba el tiempo, el pragmatismo de la Corona hizo inviable el cumplimiento de las Capitulaciones. Colón se sintió infravalorado y, herido en su orgullo, respondió con una actuación doble: por un lado, tratando de llegar a la veta sentimental de los Reyes, mostrándose viejo y enfermo y solicitando, a veces con tintes patéticos, los beneficios prometidos para él y su familia; al mismo tiempo, demostrando que él era un ser extraordinario ya que Dios lo había elegido para ser su Apóstol en aquellas lejanas tierras. No es difícil imaginar la puesta en escena de quien demostró, en sobradas ocasiones, su capacidad para lo teatral. Los últimos textos de Colón están cargados de autobiografismo. El Descubridor es ahora Cristóferens, culminando un proceso de alejamiento de la realidad que se inicia en su primer Diario. Los catorce años que mediaron entre su llegada a América y su muerte no fueron suficientes para hacerle cambiar de idea sobre el alcance de sus viajes. Pero en 1506 ya parecía claro que la definición de «Nuevo Mundo» era la que mejor convenía a aquellas tierras que se iban descubriendo.
LA IDEA DE AMÉRICA
La dificultad para incorporar el continente americano en el conjunto de tierras del globo terráqueo fue grande y sólo a partir de 1570, aproximadamente, los mapas empiezan a distribuir las masas continentales de forma correcta. Se trata de un proceso en el que se parte de las ideas cosmográficas medievales, que se modifican a medida que las exploraciones van precisando los límites de las nuevas tierras y su situación respecto de las ya conocidas. El viaje de Colón causó un fuerte impacto en Europa ya que establecía una ruta rápida para llegar a Asia, tierra asociada a grandes riquezas. Sin embargo, este supuesto descubrimiento no representaba ninguna variación en las ideas cosmográficas de la época. El primer mapa cartográfico que difunde el perfil atlántico recorrido por Vespuccio en 1502 es el de Waldssemüller y Ringmann, publicado en 1507. ¿Qué tierras eran aquellas que se extendían, hasta ese momento sin límite, hacia el Polo Sur? Se piensa que las tierras americanas son
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un apéndice desconocido de las propias tierras asiáticas que se interpone con las costas asiáticas mencionadas por Marco Polo. Si recordamos el concepto de «Ecumene» medieval, herencia del Mundo Antiguo, podremos entender mejor el sustancial cambio que las nuevas tierras americanas introducían en la mentalidad europea de la época. La tierra habitada se encontraba en el hemisferio norte formando un todo continuo (el mar Mediterráneo no dejaba de ser un mar interior) que se dividía en tres partes: Europa, África y Asia. Los límites norte de Europa, oriental de Asia y sur de África se desconocían (principalmente el sur de África que se creía que no llegaba más allá de la línea del Ecuador). El resto, es decir, el Océano que separaba Europa de Asia, se consideraba de extensión reducida (para hacemos una idea, como si el Pacífico no existiese) y poblado por numerosas islas (25.000 o 30.000). Por otro lado, la línea del Ecuador trazaba una barrera infranqueable (un anillo de fuego, según algunos autores), y se suponía que en el hemisferio sur, o bien sólo había mar, o la idea más extendida, que existía una «térra incógnita» de grandes dimensiones, deshabitada o habitada por seres monstruosos (imposición bíblica del origen común de la humanidad), que servía de contrapeso a las tierras conocidas. La idea de América como un continente separado del resto del mundo sólo podía irse afianzando gracias a la experiencia. El viaje alrededor del mundo de Magallanes y Elcano mostraba, por primera vez, la enorme extensión de mar que separaba América de Asia a través del hemisferio sur. Sin embargo, la duda de si América pertenecía a Asía aún sigue perdurando, ya que se especula sobre una posible unión o situación de cercanía entre ambas masas terrestres por el norte. En este sentido, tendrán especial importancia las expediciones que, saliendo de las costas mexicanas del Pacífico, envía Cortés (la de Saavedra en 1527-28, la de Hernando de Grijalva en 1537), y otras que recorren las costas californianas (la dirigida por el propio H. Cortés en 1540). Resultado de todas estas expediciones es un mejor conocimiento de las distancias que separan Asia de América en el hemisferio norte, tal como se aprecia en los mapas de Sebastián Münster (1540) y de Agnese y Alonso de Santa Cruz (1542). No obstante, las precisiones científicas pervivirán durante mucho tiempo con las fantasías de la imaginación. Así, mientras los mapas de Juan López de Velasco (1570) son bastante exactos, el de Franciscus Bassus (1570) sigue fusionando por el norte Asia y América. En el citado mapa de Münster, las inscripciones más destacadas son las de «ínsula Atlántica» (en el centro de América del Sur), «Cannibali» (en Brasil) y «Regio Gigantum» (en la Patagonia), bien representativas del poder
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de la imaginación. Todavía en el siglo xix algunos mapas siguen incluyendo islas fantásticas como la de San Brandián.
L A S ISLAS LEGENDARIAS ATLÁNTICAS, UN ESPACIO PARA LA IMAGINACIÓN
Poetas e historiadores, desde la Antigüedad, imaginaron que el Atlántico debía estar poblado por numerosas islas. El propio Colón esperaba encontrar en medio del Océano la fabulosa Antilia y creyó que Las Antillas eran parte de las miles de islas que se suponía bordeaban las costas asiáticas. Las Canarias, las islas de Cabo Verde y las Azores, formaban la avanzadilla real en el Océano de otras islas que había que descubrir, algo que, desde mediados del siglo xv, intentaron repetidamente los portugueses. El descubrimiento de América hizo que la atención se centrase en las nuevas tierras, aunque algunos navegantes siguieron buscando aquellas islas fantásticas. A pesar de la enorme difusión que en el siglo xvi seguían teniendo leyendas relativas a islas (la isla de San Brandán, o la Antilia o isla de las Siete Ciudades), los cronistas apenas si se refieren a ellas, fuera de la mención ocasional. La razón es que estas islas, que habían tenido un importante papel como incentivo para los descubrimientos en el Atlántico, seguían vagando en la leyenda sin poder ser encontradas, y los cronistas, en cambio, trataban de escribir la historia de algo mucho más real como eran las tierras americanas. Sólo cuando los cronistas se refieren a los antecedentes del Descubrimiento aparecen referencias a estas míticas islas. La Antilia o Isla de las Siete Ciudades es la que mejor quedó reflejada en las crónicas. A ella se refieren Las Casas (1981, lib. I, cap. XIII, t. I, pp. 68-69), Hernando Colón (1984, cap. IX, pp. 73-74) y Jerónimo de Mendieta (1973, lib IV, cap. XXIII, t. II, pp. 60-61). La leyenda alcanzó gran popularidad después de que Pedro del Corral la incluyese en su Crónica del rey don Rodrigo y la destrucción de España, y la isla aparece en mapa-mundis a partir de 1424; por ejemplo, en el famoso globo terráqueo de Martín Behaim (1492). Se situaba la isla a poco de más de 200 leguas al poniente de las islas Canarias. La leyenda, de origen portugués, según el relato de Las Casas y Hernando Colón, se refería a la «pérdida de España», invadida por los moros en el 714 y que por huir de aquella persecución se embarcaron siete obispos y mucha gente (Las Casas, 1981, p. 68), llegando a una isla donde fundaron siete ciudades, y a fin de que los suyos no pensaran más en la vuelta a España, quemaron las naves (H.
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Colón, 1984, p. 74). Sin mencionar más detalles de la leyenda pasan luego ambos cronistas a referir la llegada casual —debida a una tormenta— de una nave portuguesa a dicha isla (en tiempos del Infante don Enrique); los marineros temerosos de que los retuvieran, pensando que aquella gente deseaba no ser conocida (H. Colón, 1984, p.74) volvieron a Portugal, sin que después, intentando regresar a ella, lograsen encontrarla. Un dato, aparentemente de escasa importancia, sí resulta, en cambio, muy significativo: Dicen más, que los grumetes cogieron cierta tierra o arena para su fogón, y que hallaron que mucha parte della era oro (Las Casas, 1981, p. 68). La alusión al oro revela uno de los aspectos fundamentales de este tipo de leyendas: se trata de reinos llenos de riquezas, lo que es, a su vez, una manifestación de la imagen de paraíso que en las más diversas tradiciones se asocia a la isla. Este aspecto utópico es el que destaca Mendieta, quien añade, además, dos cuestiones: 1) La isla está encantada y desaparece cuando alguien se acerca a ella. Se trata de un tópico muy extendido al hablar de las misteriosas islas atlánticas. Así, por ejemplo, la isla de San Brandán (o San Borondón) desaparece de la vista de los navegantes ya que la circunda un anillo de niebla. 2) Veladamente, Mendieta hace alusión a uno de los elementos fundamentales de la leyenda de Antilia: nadie podría descubrirla hasta que los moros fuesen expulsados de España. Como muchos de sus contemporáneos, Mendieta está convencido de la existencia de Antilia o isla de las Siete Ciudades. Una vez más, el peso de tradiciones que venían de la Antigüedad hacía difícil no creer en aquellas islas fabulosas que parecían confirmar su existencia a través de difusos testimonios de navegantes. A pesar de que nadie las había encontrado, los cartógrafos siguieron dibujándolas en sus mapas (incluso hasta el siglo xix), porque, en el fondo, ¿alguien podía asegurar que no existiesen en un mar que, por su inmensidad, nadie conocía? En definitiva, prescindir de aquellas islas era tanto como poner coto a la imaginación del hombre que, a lo largo de los siglos, había sentido la necesidad de creer en mundos felices y perfectos que, lógicamente, sólo podían estar más allá de la realidad conocida. Las tierras árticas de los Hiperbóreos, las Islas Afortunadas, el Jardín de las Hespérides, fueron creaciones de la Antigüedad, y a ellas se sumaron leyendas medievales, como las célticas, referentes a la isla Brasil y, sobre todo, la isla de San Brandán, tierra prometida que cautivó la imaginación del hombre medieval a través de más de un centenar de manuscritos latinos e incontables traducciones. La etapa portuguesa de Colón coincide con la expansión de las navegaciones portuguesas por el Atlántico, y sabemos que el Descubridor estuvo muy
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atento a este tipo de informaciones singularmente significativas para el viaje que, poco a poco, iba proyectando. La ansiedad del momento por encontrar alguna de aquellas numerosas islas que, desde la Antigüedad, se ubicaban en el Océano se refleja en la información que proporciona Hernando Colón sobre su padre: N o faltaba quien decía haber visto algunas islas, entre los cuales hubo un Antonio Leme, casado en la isla de la Madera, quien le contó que habiendo navegado muy adelante hacia Occidente había visto tres islas (1984, p. 72).
Según el relato de su hijo, la información de Antonio Leme no le convenció, pero no —como podríamos pensar nosotros— por falta de pruebas, sino por razones tan fantásticas como las siguientes: Imaginaba también que éstas podían ser las islas movibles, de que habla Plinio [...] diciendo que en las regiones septentrionales el mar descubría algunas tierras cubiertas de árboles de muy gruesas raíces entretejidas, que lleva el viento a diversas partes del mar como islas o almadías; de las cuales queriendo Séneca [...] dar la razón, dice que son de piedra tan fofa y ligera, que nadan en el agua las que se forman en la India (1984, p. 73).
Y para completar la información, Hernando alude a los ejemplos que su padre da de otras islas, en las cuales, se refiere haberse visto muchas maravillas (ibíd.) y otras islas que están siempre ardiendo o las que van sobrenadando en el agua (ibíd). Es decir, el pensamiento de Colón, en este tipo de asuntos, sigue moviéndose en unas coordenadas medievales. Otros testimonios que recoge Hernando de las memorias paternas se orientan en el mismo sentido: las gentes de las islas Azores, de la Gomera y de Hierro aseguraban que todos los años veían islas hacia el Occidente; un vecino de la isla de Madera juraba lo mismo; Diego de Tiene intentó encontrar la Antilia; también Vicente Díaz y los Cazzana estuvieron convencidos de la existencia de islas en el Atlántico, aunque nunca las encontraron. ¿Creían los cronistas en las historias que sobre estas islas fantásticas había transmitido la tradición literaria? A falta de una experiencia que demostrase su no existencia lo más lógico es que los cronistas no se comprometiesen a negar a las autoridades que habían afirmado su existencia. Por lo menos, es lo que se deduce del testimonio de Las Casas y Hernando Colón, que se limitan a informar sobre el tema pero sin dar su opinión. Pero para los cronistas americanos
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el Atlántico iba perdiendo su carácter mítico, y sus historias comenzaban en las islas y costas americanas, en dirección hacia el interior del continente. El Océano era ya solamente un lugar de tránsito, la verdadera historia comenzaba cuando se llegaba a puerto.
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C O L Ó N : EL N O V E L A D O R N O V E L A D O Juan-Manuel García R a m o s
Universidad de la Laguna,
España
Para la cultura occidental, la literatura hispanoamericana comienza con un libro de viajes algo heterodoxo: el Diario del Primer Viaje de Colón. Y, según el escritor mexicano Carlos Fuentes, el intercambio atlántico de nuestra literatura en lengua española es tan viejo como ese Diario del almirante genovés, y los primeros escritores de América en castellano son los exploradores, conquistadores y recopiladores de Indias (Fuentes, 1993, p. 221). ¿No es la historia de la literatura en general una historia de la literatura de viajes? Si nos situamos en la tradición grecolatina, La Litada es un viaje del ejército griego a la sitiada Troya, La Odisea es el retorno del combatiente Ulises a su deseada ftaca, La Eneida es el traslado a Italia del héroe troyano Eneas después de la ruina de su patria. Si nos situamos en la tradición judeocristiana y en los libros históricos de la Biblia, Éxodo es la salida de los israelitas de Egipto, su paso por el Mar Rojo, su travesía por el desierto y la llegada al monte Sinaí. Un viaje apasionante y fantástico. Si nos situamos en tradiciones orientales, destacados relatos contenidos en una colectánea tan emblemática como Las mil y una noches, como el de Simbad el Marino, nos evidencian asimismo una fascinación por el viaje como rito iniciático, como estructura narrativa recurrente. Simbad es otro Ulises en busca de su destino, aunque Simbad, según Cansinos Asséns, es más viajero que Ulises y más marino, pues sus travesías azarosas no arrancan de ningún
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accidente fatal que a ello lo obligue, ni va buscando tampoco el camino de regreso a su hogar, sino, al contrario, busca deliberadamente alejarse de él y, si se lanza al mar, es por su voluntad. Si concebimos los géneros narrativos de una manera abierta, ¿no empieza la novela con el viaje del Ulises de Homero y termina con el viaje del Ulises de Joyce? Colón es una suerte de Simbad de la era moderna. Las motivaciones de sus viajes en algo coinciden: las nuevas rutas, la aventura, la riqueza, el comercio, la gloria, aunque el genovés también albergara la creencia de considerarse un elegido de Dios a la hora de acometer su empresa de navegación1. Todas esas obsesiones gravitan en su escritura, en su español dubitativo, tosco e ingenuo, tan comentado por fray Bartolomé de las Casas al hacer la transcripción de algunos de sus textos. Como luego descubriría Ramón Menéndez Pidal (1958, pp.9-46), las dificultades expresivas de Colón procedían de haber usado hasta los veinticinco años el dialecto genovés, que no era, ni es hoy, lengua de escritura; de haber aprendido luego el portugués hablado, pero no el escrito, siendo la lengua española la que el Almirante elige, desde su misma llegada a Portugal, como lengua para la escritura. Walter Mignolo, al clasificar el corpus heterogéneo de las «crónicas indianas» en Cartas relatorias, Relaciones y Crónicas, sitúa el Diario de Colón en un apartado de las Cartas relatorias y explica esta decisión con claridad: Las cartas y los diarios colombinos, resultados de un deber y de una obsesión, son los textos originales que definen, aunque equívocamente, el referente (Indias) de la familia discursiva en su posición geográfica; además, inician el discurso sobre lo 'natural' y lo 'moral' que se continuará en las historias posteriores. Por otra parte, sus cartas y diarios son los informes de una empresa política y comercial y el testimonio de la imaginería y las obsesiones del sujeto a cargo de tal empresa. He ahí una red tópica que otorga su lugar textual a estos escritos que, como tales, son el resultado de un acto secundario, siendo el principal el de descubrir. Estos escritos, que se enderezan hacia la verdad y no hacia la verosimilitud, que son pragmáticamente (definidos por la intencionalidad del sujeto) verdaderos, y semánticamente «erróneos» o «imaginarios»; son, por todos estos aspectos, partes de las «letras» de una cultura (Mignolo, 1982, pp. 57-116; 1980, p. 223). 1 Dios está presente en los textos de Colón como guía y guardián de su destino, desde que el 14 de febrero de 1493, a su regreso del primer viaje, el Almirante lo reconociera en sus escritos y nosotros lo supiéramos por los comentarios que Bartolomé de las Casas recogiera en su Historia de las Indias (1951, vol. I, pp. 212-213).
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Como reconoce Consuelo Varela (1989) en el prólogo a su Cristóbal Colón: Textos y documentos completos. Relaciones de viajes, cartas y memoriales, poco caso se ha prestado a los escritos de Colón si lo comparamos con el que su vida misma y su empresa descubridora han despertado a lo largo de los siglos. En ese libro, Varela reúne un total de noventa documentos, además de otros tres considerados dudosos o muy dudosos: una «Carta a Rodrigo de Escobedo», firmada en La Española el 4 de enero de 1493; una «Ordenanza de Colón», fechada en Cádiz el 20 de febrero de 1493; y el «Memorial de la Mejorada», de julio de 1497, adjudicado a Colón precisamente por Antonio Rumeu de Armas, aunque de muy discutible aceptación. En la «Introducción» a su libro, Varela nos ofrece, además, un apretado «Entorno histórico de los documentos» de suma utilidad. Dentro de ese epígrafe son situados uno por uno los textos reconocidos como obra directa (aunque a veces llegados por vía indirecta) del Almirante. Desde las impresiones del primer viaje, recogidas en la relación de esa inicial aventura, conservada en una copia de fray Bartolomé de las Casas; en una pequeña nota autógrafa, y en la famosa carta impresa anunciando el Descubrimiento, la «Carta a Luis de Santángel» (escribano de ración de los Reyes Católicos), de 15 de Febrero de 1493; desde esas primeras impresiones, hasta su «Testamento y Codicilo», dictado en Valladolid el 19 de Mayo de 1506. Entre aquellos tempranos documentos y su última y desconsolada voluntad, se encuentran sus muchas vicisitudes a lo largo de los cuatro viajes al Nuevo Mundo: su «Ordenanza» de 2 de febrero de 1493 (en la que da comienzo a su labor administrativa en el gobierno de las Indias), memoriales para los Reyes, instrucciones de toda índole, contratos con comerciantes sevillanos, la relación de su tercer viaje (también conservada merced a una copia obtenida por fray Bartolomé de las Casas), cartas conciliatorias, privilegios escriturados, memoriales de agravios, el Libro de las profecías (cuya redacción concluye antes de iniciar su cuarto y último viaje); memorial a su hijo Diego, libramientos para mitigar sus abundantes deudas, etc. Toda esa herencia testimonial es recogida por Varela y ordenada convenientemente para quizá darnos el perfil documental más exacto de la personalidad atribulada del Almirante, pero, al mismo tiempo, para abrir las infinitas incógnitas que rodearon a un hombre a la vez admirado y humillado por sus coetáneos, de vagos orígenes y de conducta muchas veces contradictoria. A pesar de todo lo aportado por Consuelo Varela, en lo que se entiende como la más completa recopilación de lo escrito y de lo atribuido a Colón, el
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navegante genovés ha permanecido, para el conocimiento de su mismo siglo y de los siglos posteriores, como uno de los grandes enigmas de la humanidad, como un personaje propicio a toda clase de cábalas sobre su ser profundo y sobre su verdadero papel en las páginas de la historia de la España y del mundo de su época. Lo que sin embargo ningún exegeta de sus textos parece negarle es la cualidad «adánica» de su empresa. En ese sentido se pronuncia el citado Walter Mignolo (1982, p.60): El «Diario de navegación», informe de Colón sobre su primer viaje, es el texto inaugural de la familia (se está refiriendo a lo por él clasificado como Cartas relatorias, ya analizadas con anterioridad). El sentido que tiene aquí la palabra «inaugural» es doble puesto que, por un lado, es el primero y, por otro, es el texto que marca un lugar especial en el contexto verbo-conceptual por ser, precisamente, el escrito que habla de tierras hasta ese momento nunca vistas; y por ello ignotas: lo que ofrece el «Diario» es la evidencia de una realidad y el comienzo de una trayectoria en la que, poco a poco, se va modificando el concepto de la estructura y la habitabilidad del orbe. Los textos del descubrimiento se diferencian, de este modo, de los de la conquista no solo por su tema, sino por la dimensión que tal tema adquiere...
El trabajo del profesor cubano José Juan Arrom: «La otra hazaña de Colón o la epifanía de América», leído en su día como discurso de ingreso a la Academia Norteamericana de la Lengua Española y aparecido posteriormente en distintas publicaciones, valora con generosidad la aportación colombina y llega a reconocer que el Almirante «descubre, o mejor, inventa, lo real maravilloso de estas tierras y compone el primer canto a la naturaleza americana. Instaura así una de las constantes de nuestras letras: la descripción subjetiva del paisaje» (Arrom, 1991, pp. 19-36). Arrom reconoce en el poder nominador de la prosa de Colón tres mecanismos: el primero consiste en la superposición de voces del Viejo Mundo sobre las realidades del Nuevo. Según Arrom, «apoyándose en las semejanzas, pero ignorando sustantivas diferencias, aquel mecanismo obedeció a la urgencia de la improvisación». Así llamó Colón «alfaneques» a los bohíos, «almadías» a las canoas, «pan» al cazabe. El segundo mecanismo es describir lo desconocido mediante breves circunloquios: «cercos verbales que el Almirante arma alrededor de la cosa descrita, con ánimo de atraparla como a un pez en las mallas de una red».
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El tercer mecanismo aislado por Arrom es, por último, «el más eficaz y perdurable de todos: el préstamo de voces indígenas». Arrom se detiene en su análisis en dos textos de Colón, su Diario, rescatado por Las Casas, y la conocida como «Lettera rarissima», en su versión italiana, nombrada simplemente como «Relación del cuarto viaje», dentro de la recopilación de Consuelo Varela. Para Arrom (Ibíd., pp. 35-36): [...] el «Diario» no es un mero cuaderno de bitácora. Ni su «Carta» un simple mensaje en demanda de auxilio. En conjunto constituyen los primeros y últimos capítulos de una fascinante novela de viajes y aventuras en la cual Colón se asigna a sí mismo el papel protagónico. Ambos documentos forman una sucesión de episodios en los cuales el interés jamás decae. Desde su primera salida hasta el trágico desenlace, la trayectoria de su gesta está llena de incertidumbres, peligros, accidentes, tempestades, encantamientos, naufragios y salvamentos inesperados. Reencarnando épicas empresas del mundo mediterráneo, prolonga las proezas de Odiseo más allá de las Columnas de Hércules 2 y procede a nuevas fundaciones. Tornando el papel de caballero andante en el de caballero navegante, continúa la estirpe de los Amadises y Palmerines. Prefigurando la novela bizantina que los humanistas pondrán en boga, impone a su narración la estructura episódica. Y si la estructura de la novela de Heliodoro sirve de inmediato dechado a los naufragios, quebrantos y salvamentos que Cervantes narra en Persiles y Segismunda ± Colón hace más en su singular relato. Traslada la historia al ámbito de la ficción, proyecta sobre Europa la epifanía de América, y postula los estatutos fundacionales de la narrativa americana. En el proceso inaugura la contemplación subjetiva del paisaje en su doble faz de Paraíso terrenal y de naturaleza alucinante; inserta en el paisaje al hombre, polarizándolo en los arquetipos del buen salvaje y el cruel indígena; inventa la América mítica e infunde sentido utópico a nuestro destino; resuelve el problema de expresar realidades del Nuevo M u n d o 3 en una lengua europea y sienta las bases del español de América. Y colma su ejecutoria iniciando posturas, procedimientos y recursos expresivos que se han hecho consustanciales con nuestras letras: el asombro, la euforia, la hipérbole, el circunloquio, la protesta, la reconvención airada y la confesión patética. Él es quien pinta una mar «fecha sangre» y cielos ardiendo en llamas, recurre al discurso profético y la visión onírica,
2 En los versos ciento treinta y tres y siguientes del canto X X V I del Infierno del Dante, tenemos conocimiento de un viaje apócrifo de Ulises que no se resiste a morar en su pequeña isla mediterránea, donde lo deja Homero, y se dirige hacia las columnas de Hércules para adentrarse en el O c é a n o Atlántico, para él todavía mar ignoto. 3 Para acercarnos a esta dimensión del Almirante, será también útil consultar Todorov (1987, pp. 14-23).
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Juan-Manuel García Ramos habla de tierras hechizadas donde las lluvias duran meses, como en Cien años de soledad, y de rutas sin retorno, como en Los pasos perdidos. D e sus textos arrancan nuestros mejores novelistas...
La cita es larga, pero en ella José Juan Arrom ha condensado toda la responsabilidad de la escritura colombina con respecto a sus sucesores en esa misión de seguir inventando América, como le gustaría matizar a Edmundo O'Gorman. ¿A quién podría extrañar, por tanto, que biógrafos y fabuladores acometieran sin descanso el desentrañamiento de la existencia de ese primer soñador de América? El recuento de todas las obras que se abalanzan sobre la vida y la obra de Colón se nos haría interminable desde el siglo xvi hasta hoy. Lo que sí está claro es que su figura ha generado todo tipo de versiones, contraversiones y ultraversiones al respecto. El Colón novelador ha terminado siendo novelado hasta la saciedad. Si fuera por el número de lugares de nacimiento que se le adjudican a Cristóbal Colón y por el número de lugares donde, al parecer, reposan sus restos mortales, podríamos pensar que el gran descubridor de América no fue una criatura de este mundo, sino un ser extraterrenal, un emisario de Dios enviado a nuestro planeta a terminar de diseñarlo. O a terminar de complicarlo. Este año Colón vuelve a la actualidad debido a la celebración, una celebración más, del quingentésimo aniversario de su muerte en Valladolid, un 20 de mayo de 1506. Congresos de todo pelaje y un aumento considerable de la bibliografía colombina, nos devuelven un Almirante de la Mar Océana más enigmático que nunca, más esquivo que nunca a las objetividades de la historia. Al menos nueve hipótesis distintas sobre el lugar de nacimiento de Colón se han manejado desde que en 1892 se celebrara el cuarto centenario del Descubrimiento de América. A partir de ese año se abrió un debate sobre la genovesidad de Colón, puesta en duda por su mismo hijo ilegítimo, Fernando Colón, desde 1571, cuando publicó en Venecia la biografía de su padre. En 1856 se defendió la idea de que Colón era francés; en 1892 que podría ser gallego; en 1903, extremeño; en 1927, catalán; en 2003, Emilio Múgica habló de un Colón vasco; en 1927, Patrocinio Ribeiro situó a Colón en Portugal; y desde 1892 también se pusieron sobre la mesa tesis sobre un Colón corso, un Colón
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sardo y hasta un Colón americano, defendido por un tal Antonio de la Riva (Lucena Giraldo, 2006, pp. 21-31). En cuanto al destino de sus restos mortales, también sabemos que, fallecido Colón en Valladolid ese 20 de mayo de 1506, fue enterrado en la capilla de Luis de la Cerda, Tercer Señor de Villoria, dentro del convento de San Francisco, convento desaparecido para siempre en 1837 y sobre el que se construyó la actual calle Constitución de la capital pucelana. Entre 1509 y 1513, no se pueden fijar esas fechas, Diego Colón, el hijo legítimo, y su esposa María de Toledo exhumaron el cadáver del Almirante y lo trasladaron a la cartuja de Santa María de las Cuevas en Sevilla hasta recibir autorización real para llevarlo hasta la isla de Santo Domingo, donde Cristóbal Colón había pedido descansar definitivamente. El 2 de junio de 1537, el cadáver viaja a Santo Domingo y en la catedral recibe sepultura. En 1795, tomada Santo Domingo por la Francia revolucionaria, las autoridades españolas deciden el pronto traslado de los restos de Cristóbal Colón a la catedral de La Habana, todavía bajo bandera imperial, no sin antes enviar fragmentos de esos huesos a tres localidades distintas: el Vaticano, Pavía y Caracas. Por esa misma regla de tres patriótica, una vez caída Cuba en manos estadounidenses en 1898, la tan traída y llevada osamenta colombina viaja de nuevo a España y es depositada en sepulcro de la catedral de Sevilla. En el año 2003, un equipo de especialistas de la Universidad de Granada, a cuyo frente se encontraba el profesor de Medicina Legal José Antonio Lorente, exhumaron los huesos custodiados en la catedral hispalense y los sometieron a un análisis de ADN mitocondrial que no resultó decisivo a la hora de identificar de manera concluyeme los despojos del Almirante, lo que motivó la continuación de los trabajos en esa misma dirección y lo que ha desembocado en la comprobación de que la pequeña parte de los restos del marino sepultados en Sevilla corresponden a lo previsto4. Es decir, a pesar de este último descubrimiento fragmentario, nacimiento y muerte definitiva de Colón siguen envueltos en un misterio que no cesa y que anima a estudiosos, amateurs y advenedizos de toda laya a seguir fabulando con la personalidad del descubridor. Si Colón se autoestimuló en su insólita empresa a base de la lectura de libros más deudores de la imaginación que de la ciencia historiográfica, libros que 4
Véanse las declaraciones del doctor José Antonio Lorente al periódico El Mundo, Madrid, 1 de agosto de 2006.
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conocemos a través de los estudiosos de la empresa colombina, la consumación de su hazaña descubridora y sus muchos equívocos han propiciado toda una biblioteca especializada donde la controvertida personalidad del Almirante ha suscitado un diálogo interminable entre la historia y la literatura. Ambas disciplinas y esferas del conocimiento se lo disputan, se lo intercambian para distorsionarlo hasta límites insospechados. La ausencia de datos fiables sobre su nacimiento y origen, sobre sus asuntos de Corte y sobre el descanso definitivo e integral de sus restos mortales, no ha hecho sino exacerbar la historiografía y la literatura dedicadas a apresar a tan ubicuo protagonista. De la biblioteca personal de Cristóbal Colón (Cf. Guillén, 2006) queda un remanente hoy conservado en unas dependencias de la catedral de Sevilla, junto al fresco y bello Patio de los Naranjos, y dentro de ese remanente destacan algunos títulos que además aparecen subrayados y anotados por el Almirante: la Historia Natural, de Plinio, en edición de 1489, y las Vidas paralelas, de Plutarco, de 1491; Imago Mundi, del cardenal reformador de Turena, Pierre dAilly; una edición del Libro de Marco Polo, de 1485, y el compendio geográfico del Papa Pío II, o Eneas Silvio Piccolomini, Historia rerum ubique gestarum, de 1477. En una de las páginas de esta última obra se encuentra escrita una copia de la carta que el físico y astrónomo florentino Paolo del Pozzo Toscanelli escribió en 1474 al canónigo lisboeta Fernando Martins, donde aseguraba que era posible navegar a la India por el oeste. Según ha señalado Consuelo Varela (2006, p.74), esa carta fue conocida por Colón en su estancia lisboeta y se convirtió en un documento decisivo en su aventura trasatlántica. A todos estos textos habría que añadir la colección de citas que constituye el Libro de las profecías de Colón, cuya redacción definitiva pudo quedar lista en 1502, como afirma Consuelo Varela (1989, p. LXXIV) pero que debió ser una compilación lentamente consumada de referencias bíblicas y patrísticas. Todos esos libros conforman el imaginario lector de Cristóbal Colón, ya sea antes de su primer viaje a América, ya sea a lo largo de su vida hasta 1506, y determinan su confusa concepción de las tierras descubiertas y su inserción en la literatura profética y geográfica de la época. Colón no sólo desafió a los geógrafos y a los cosmógrafos de su tiempo, sino a toda la curia teologal y a las mismas Sagradas Escrituras. En su tiempo, la superficie ocupada por el hombre se denominaba Ecumene, y constaba de tres partes: Europa, Asia y África. Esas partes se correspondían con la perfección mística del número tres: las tres partes del mundo y las tres personas de la Santísima Trinidad; el reparto del mundo
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y los tres hijos de Noé: Sem, Cam y Jofet; la adoración del Niño Dios por los tres embajadores del mundo: Melchor, Gaspar y Baltasar. Y por si fuera poco, durante su tercer viaje descubridor, cree haber llegado a las puertas del mismo Paraíso Terrenal, lo que le comunicará al Papa Alejandro VI en carta de febrero de 1502 para su conocimiento como depositario de la verdad de Cristo en la Tierra, pues Colón cree «aquello que creyeron y creen tantos sanctos y sacros theólogos, que allí en la comarca es el Paraíso Terrenal» (Varela, pp. 310-311). Colón murió embriagado de todas esas incertidumbres y los escritos de su cosecha contienen esa cuota de indefinición y de fantasía que provocará todo lo que vendrá después. Cuando Alejo Carpentier (cf. García Ramos, 1996) confiesa que su novela El arpa y la sombra (1979) nace frente a dos libros que habían perseguido la canonización de Cristóbal Colón: El libro de Cristóbal Colón, de Paul ClaudeJ (1868) y Le révelateur du Globe, de León Bloy (1884), inicia el más reciente escalón de publicaciones sobre el Almirante, un catálogo que llega a nuestros días intensificado por los aniversarios de 1992 y 2006 y que no ha hecho sino añadir confusión sobre la personalidad y la obra de Colón. Mientras Carpentier centra su interés en desmitificar las virtudes sobrehumanas y los supuestos perfiles beatíficos de Colón, sucesivos autores insistirán en darnos sus versiones particulares de la vida y la obra de nuestro personaje. Antonio Benítez Rojo analizará, en una de las cuatro historias incluidas en su novela El mar de las lentejas (1979), la gesta del Descubrimiento y, lateralmente, la figura de Colón, y lo hará desde uno de sus protagonistas más humildes, Antón Babtista, una criatura inventada por el novelista cubano, pero no distante, en sus escepticismos y fracasos, de la figura del mismo don Cristóbal caído en desgracia. Abel Posse en Los perros del paraíso (1983) nos entregará una ópera bufa de Colón y se detendrá en sus amores con Beatriz de Bobadilla 5 , señora de La Gomera, y en su obsesión por encontrar el Paraíso Terrenal. Carlos Fuentes en Cristóbal Nonato (1987) nos dará la versión futurista de los hechos del Descubrimiento.
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Para saber de esos amores hay que acudir a los textos de Antonio Rumeu de Armas, «Cristóbal Colón y Beatriz de Bobadilla en las antevísperas del Descubrimiento» (1960, pp. 255279) y de Alejandro Cioranescu, Una amiga de Cristóbal Colón. Beatriz de Bobadilla (1989).
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Stephen Marlowe en Memorias de Cristóbal Colón (1987) nos presenta a un Almirante humanizado hasta lo picaresco que vuelve desde su muerte para litigar con sus biógrafos y darnos el tamaño exacto de su personalidad sobre la Tierra (cf. Mentón, 1993, p. 63), siempre bajo la óptica de Marlowe. Homero Aridjis en Memorias del Nuevo Mundo (1988) practica algo parecido a lo de Antonio Benítez Rojo: el Colón que nos allega viene a través de personaje interpuesto. Si en Benítez Rojo se usa al marinero Antón Babtista para esos menesteres, en la obra de Aridjis será Juan Cabezón, personaje ya creado por Aridjis en una novela anterior: 1492: vida y tiempos de Juan Cabezón de Castilla (1985), el que nos dará cuenta de los hechos y obras del Almirante, todo ello mezclando el primer viaje del Descubrimiento con lo que significó la conquista de México. Herminio Martínez en Las puertas del mundo (una autobiografía hipócrita del Almirante) (1992), nos da desde el mismo subtítulo de su narración la clave de un Colón casi demente y rehén de sus lecturas más extravagantes. Herminio Martínez le hace guiños dentro de su fábula a las novelas ya citadas aquí de Carpentier y Posse (Pellicer, 2004, pp. 181-187). Augusto Roa Bastos en Vigilia del Almirante (1992) centrará su mediocre narración en la tesis del piloto desconocido que pudo informar en su día a Colón de la existencia de tierras al oeste de Europa, mermando así la dimensión de la hazaña del Almirante. Todos estos títulos citados, que podrían verse aumentados con facilidad, son en buena parte reos del aniversario de 1992. La otra conmemoración, la que nos recuerda la muerte de Cristóbal Colón en 1506, ha cogido a los novelistas algo cansados del asunto6, pero ha disparado otras caligrafías donde la historia, la misma literatura en sus versiones menos recomendables y el periodismo paracientífico han terminado por mancornarse para demostrarnos una vez más que Colón es una fuente inagotable de escritura en todas las direcciones. Un icono de interpretación infinita. Un mito en permanente metamorfosis. Quien siembra vientos, cosecha tempestades. Colón se empeñó siempre en ocultar muchos perfiles de su personalidad y de su paso por el mundo, y esos impulsos han atizado la imaginación de sus estudiosos y de los explotadores de 6 Aunque el televisivo Pedro Piqueras haya convertido su novela Colón a los ojos de Beatriz (2006), en un best-seller de este año de recordatorio de la desaparición del Almirante; una novela donde recorre las relaciones de Colón con Beatriz Enríquez de Arana, madre del ilegítimo Hernando Colón.
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su copyright. Según Manuel Lucena Giraldo (2006, p.22), la actitud personal de Colón «alimentó su propio misterio y no dudó en pasar por extravagante, por obvios motivos políticos: para proteger su sueño de alcanzar las Indias navegando por el oeste y para negar sus humildes orígenes». Sea por lo que sea, lo cierto es que Colón se ha convertido en un filón editorial. La filosofía, la historia, la literatura se han vuelto vicarias del mercado y devienen, en su orden, en los denominados libros de autoayuda, en esoterismos y en pura y alegre divulgación mediática. Todos bailan al son del mercado y se han visto influidos por él. Otro diagnóstico no cabe hacer de lo sucedido de unos años a esta parte con la bibliografía de Cristóbal Colón. No es que el novelador se haya visto novelado; se ha visto casi despellejado. Puede que todo empezara en unas pocas y divertidas páginas de El otoño del patriarca (1975), de Gabriel García Márquez, donde el anacronismo permite al patriarca Zacarías/Nicanor Alvarado observar desde su mansión sobre el Caribe la ridicula llegada de tres carabelas con tripulantes que intentan engañar a los subditos del dictador sin lograrlo; o que todo empezara con una ópera cómica titulada «Don Cristóbal», que el argentino Pedro Orgambide introdujera en su novela Aventuras de Edmund Ziller en tierras del Nuevo Mundo (1977), donde Colón es presentado como hijo de Américo Vespucio y de una mujer europea. Llega un momento en el que mengua la imaginación de los colombinistas, el dominio de la hipótesis posible o de lo verosímil, y comienza la novelería, el cultivo de lo improbable, del disparate gratuito. Hay que impactar. Colón es víctima entonces de algunas de su voluntarias excentricidades en vida y de sus defectos más acusados: el ocultamiento de sus orígenes, el comineo por las cortes europeas, su trato con el cielo y los poderes espirituales, sus amores clandestinos, su mal gobierno en las Indias, su ambición insaciable, su afán de perdurar más allá de su muerte. La sociedad lectora actual demanda espectáculo continuo, novedades incesantes; estamos en un tiempo en el que la información se autofagocita vertiginosamente y se ve en la necesidad de renovarse día a día. Lo cierto es que este último aniversario de la muerte del Almirante se ha permitido todas las licencias con la biografía y la empresa descomunal de Cristóbal Colón. Por exceso y por defecto. No sólo en cuanto a los posibles lugares de nacimiento de Cristóbal Colón, a los que ya nos hemos referido más arriba, al destino de sus restos mortales,
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sobre lo que ahora se empieza a saber algo fiable, sino a sus vinculaciones con el Temple, como sostienen Ruggero Marino en Cristóbal Colón, el último templario (2006) o Mariano Fernández Urresti en Colón, el almirante sin rostro (2006); a su condición de corsario contra las monarquías españolas de su tiempo, como nos aclara Consuelo Varela en su libro ya citado: Cristóbal Colón. De corsario a almirante7-, a su condición de hijo ilegítimo del papa genovés Inocencio VIII, fallecido precisamente en 1492, como también sostiene Ruggero Marino en las páginas del libro citado, o de hijo del príncipe de Viana, como apunta Fernández Urresti; a sus orígenes sardos, invocados por el antropólogo Ernest Vallhonrat i Llurba en su libro Colón, súbdito de la Corona de Aragón (2005), o a los ya aludidos orígenes americanos, como sostiene Antonio de la Riva en su libro Las claves del enigma de Colón (2004), una de las teorías más exóticas sobre la muy manoseada cuna de Cristóbal Colón. No hablemos ya de las ocurrencias contenidas en el libro de los periodistas de Der Spiegel, Klaus Brinkbäumer y Clemens Höges: El último viaje de Cristóbal Colón (2006). La lista es larga y no cesa. Y llega a cansar a todo aquel que pretenda agotarla, como nos ha pasado a nosotros mismos. La más reciente noticia, lo que hemos sabido de una fuente contrastada, es que Cristóbal Colón distó mucho de ser un personaje celestial, como en su día reclamaron Paul Claudel y Leon Bloy. Un documento escrito por el comendador de la Orden de Calatrava, Francisco de Bobadilla, por encargo de los Reyes Católicos, que llevó aparejada en 1500 la destitución del Almirante como virrey y gobernador de las Indias, acaba de ser descubierto el pasado año en el Archivo General de Simancas por una de sus responsables, Isabel Aguirre, y después de ser estudiado por Consuelo Varela, ha sido editado por Marcial Pons este 2006: La caída de Cristóbal Colón. La pesquisa de Bobadilla.
7 Libro éste, más mercantil que investigador, donde se introducen capítulos como el titulado «La atracción del Oriente» de muy precaria elaboración, cuando pudo aprovecharse lo anunciado en ese epígrafe para enriquecer un aspecto decisivo de la literatura de viajes de Colón, tan deudora de las noticias de Marco Polo, como sostiene Juan Gil en su edición de El Libro de Marco Polo. Las apostillas a la Historia Natural de Plinio el Viejo (1992a) y también en el primer volumen de su obra Mitos y utopías del Descubrimiento. 1. Colón y su tiempo (1992b). El Orientalismo de Colón ha sido con posterioridad una de las debilidades de la literatura hispanoamericana, basten los ejemplos de Rubén Darío en el Modernismo, de Jorge Luis Borges como representante de las vanguardias o de Gabriel García Márquez en el movimiento narrativo más notable de todas las letras de ese subcontinente.
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La crueldad de Colón al frente de sus responsabilidades en el Nuevo Mundo ha quedado demostrada de modo fidedigno. Este último hallazgo no hace sino ratificarnos otra cara oculta de un personaje que se nos escapa una y otra vez de cualquier clasificación y encasillamiento, y que ya tiene más que ver con la ficción que con la certera realidad. Colón es un ser fronterizo que ha estimulado por igual la creación histórica y la creación literaria. Entre lo que realmente ocurrió con su vida y su obra y lo que pudo o debió ocurrir, se ha suscitado un debate en sintonía aristotélica que por ahora no tiene fin. Baste como prueba más fresca y categórica de esta batalla incesante que se da entre la realidad y la ficción cuando nos referimos a Cristóbal Colón, el saber que ese último hallazgo histórico conocido y celebrado, esa instrucción sumarísima que le cuesta a Colón sus altos cargos en las Indias, es obra, como dijimos, de Francisco de Bobadilla, precisamente uno de los hermanos de la Beatriz de Bobadilla con la que el Almirante tuvo amores tan intensos como oscuros y no sabemos si bien resueltos8. ¿Tuvo esta severa inculpación de Colón protocolizada por el Bobadilla algo que ver con un ajuste de cuentas del cuñado que no fue? Llega uno a pensar, con el desengañado E. M. Cioran (2001, p.170), que la Historia, la escrita hasta con mayúsculas, no es sino la ironía en marcha, «la risotada del espíritu a través de los hombres y los acontecimientos». La Historia siempre termina pareciéndose a la literatura.
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8 El hecho está comprobado y de él hay fe en los trabajos citados antes de Antonio Rumeu de Armas (1960) y de Alejandro Cioranescu (1989). Ambos se hacen eco de un testimonio del hidalgo savonés que acompañó a Colón en su segundo viaje, Michele de Cuneo, de una carta-relación sobre ese segundo viaje escrita en Savona el 28 de octubre de 1495, dirigida a su amigo Girolano Annari, y recogida en Raccolta Colombiana de Roma (1893, parte III, voi. II, p. 96).
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D E VALLADOLID A CHILOÉ, EL VIAJE HACIA LA OTREDAD DE ALONSO DE ERCILLA Eva M. a Valero Juan Universidad de Alicante, España
Elegir un tema, autor u obra para plantear una reflexión sobre el viaje en la Literatura Hispanoamericana es por esencia tarea compleja, puesto que nos aboca —si acotamos el período de la conquista y la colonia— al panorama completo de tres siglos en que una buena parte de los fundadores y escritores de la tradición literaria hispanoamericana fueron viajeros a las Indias. De este amplísimo panorama, mi elección de La Araucana no es injustificada, ni se debe al mero hecho de que Alonso de Ercilla realizara el viaje que le condujo hasta el campo de batalla de la guerra de la Araucanía, sino que está basada en la idea de que el gran poema épico que de esos hechos se derivó, tiene en la experiencia del viaje uno de sus ejes estructurantes principales. De hecho, la poetización de la experiencia vivida en el periplo de Ercilla a América es, como veremos, el centro irradiador de algunos significados fundamentales de la obra. Partiendo de esta premisa inicial, la relectura del poema que me propongo realizar en estas páginas se basa, fundamentalmente, en su necesaria inserción en una tradición cultural sobre el viaje que los autores de la literatura áurea desarrollaron con profusión desde los tiempos de la conquista. Comencemos, por tanto, situando este contexto literario. El viaje en barco asociado a la codicia, a la necedad o a la locura, tiene una larga tradición en la cultura occidental, desde la antigüedad clásica, con el símbolo principal de la nave de Ulises en la isla de Circe, hasta el Renacimiento, con obras clásicas como La nave de los necios de Sebastián Brant, de
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14941, obras pictóricas como «La nave de los locos» del Bosco, y en la literatura española obras como la titulada Libro de los inventores del arte de marear, de 1539. En esta última su autor, fray Antonio de Guevara, introdujo este tópico en la literatura española de los Siglos de Oro, en la que se acumulan los textos contrarios a las navegaciones y, por añadidura, a las violentas empresas expansionistas. La asociación referida es muy clara en palabras de Guevara (1984, p. 325): «A mi parecer sobra de codicia y falta de cordura inventaron el arte de navegar [...] todos los animales huyen no por más de por huir la muerte, sólo el hombre navega en muy gran perjuicio de su vida». El mar era, entonces, el símbolo principal de la ambición del hombre, y la navegación el ejemplo paradigmático de una concepción antiestoica del mundo, por lo que suponía la locura de arriesgar la vida en el mar en busca de riquezas ajenas y de prosperidades inciertas. A partir del siglo xvi esta tradición se desarrolló en una corriente ideológica del humanismo que se mostró contraria al espíritu mercantilista y al expansionismo violento, en consonancia con el erasmismo pacifista y el humanismo cristiano. Y si históricamente el espíritu codicioso había tenido en el viaje en barco su aliado principal, después de 1492 esa alianza entre la codicia y la navegación se asoció de inmediato a las Indias españolas, convertidas en el espacio de una utopía que se construía en el imaginario europeo con una visión materialista desde los primeros testimonios escritos sobre el Nuevo Mundo. Así, la promesa de riquezas inimaginables derivaría con el tiempo en esa imagen peyorativa de las Indias asociadas a la codicia de sus colonizadores y al prototipo del indiano avariento que se construyó en la literatura española de los Siglos de Oro. Pensemos, por ejemplo, en Carrizales, El celoso extremeño de Cervantes, o en don Bela, de La Dorotea de Lope de Vega, como dos de los personajes más emblemáticos de esta figura en la literatura áurea. 1
Su editor y traductor al español, Antonio Regales Serna, señala en la «Introducción»
una serie de antecedentes sobre «la idea de recoger en un barco o en una carreta a los necios (o a los pecadores, a los locos o a los personajes del carnaval). Uno de los antecedentes más inmediatos es un discurso burlesco pronunciado por Jodoco Gallo, en Heidelberg, a finales de la década de 1 4 8 0 , sobre un escenario que representaba una nave. Wimpfeling, que presidía la reunión, publicó el discurso en 1489, en Estrasburgo, con el título de Monopolio y
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de la nave de la luz. El discurso apareció acompañado de xilografías con un barco lleno de pasajeros. [...] También se dice que es un antecedente un sermón sobre un barco espiritual de locos, en el que se describen veintiún necios, en una nave de los necios, mientras que Cristo, andando sobre las aguas, les dice que se pasen a la nave de Santa Ursula, una nave de penitencia que sigue al Señor» (Brant, 1 9 9 8 , p. 29).
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Contra ese espíritu codicioso que el descubrimiento de las Indias redimensionó en el ambiente español de la época, se alzaron los defensores del ideario antimercantilista, que crearon una corriente de literatura moral crítica con las navegaciones, la expansión y la codicia. Una de las obras más emblemáticas es el citado Libro de los inventores del arte de marear, en el que Guevara (Ibíd., p.325) relaciona esa ambición del hombre con el viaje en barco: «Ni miento ni me arrepiento de lo que digo, y es que si no hubiese en los corazones de los hombres codicia no habría sobre las mares flota». Posteriormente no fue otro el espíritu que movió a autores como Quevedo cuando, en Los sueños, clamaba contra los mercaderes genoveses haciendo referencia a las Indias españolas; o el de Fray Luis cuando utilizó el motivo mitológico de las naves como leños malditos que transmiten la plaga de la codicia; o el de Lope cuando en El peregrino en su patria convirtió al demonio en piloto explorador de las Indias. El arte de marear, o de navegar, se ofrecía así al lector de la época como locura del hombre. De modo que el camino hacia el mar, y en consecuencia la ruta hacia la exploración, primero, y explotación, después, del nuevo continente, se cargó en la literatura con la connotación de la locura e inmediatamente con la de la avaricia. ¿Qué lugar ocuparía entonces Alonso de Ercilla y su Araucana en este contexto literario? Pretender encasillar totalmente a Ercilla en esta tradición de inmediato plantea la imposibilidad porque, como vamos a ver, el poeta enjuició la codicia de los conquistadores y la violencia de la conquista, pero no el viaje hacia las Indias ni por supuesto tampoco el expansionismo. De hecho Ercilla fue ante todo un viajero. Así se deduce de la bellísima biografía escrita por José Toribio Medina con el título Vida de Ercilla, que apareció como segundo tomo de la más completa edición de La Araucana-, la edición del Centenario realizada por el bibliógrafo chileno y publicada en cinco tomos entre 1910 y 1918 en Santiago de Chile. Escribe Medina (1916, p.14): .. .los conocimientos de Ercilla no debemos buscarlos en el orden científico o literario. Acaso fue un beneficio para su obra esa falta de educación clásica [...] ellos hemos de encontrarlos en el resultado que para el cultivo de su espíritu le produjeron los viajes, tenidos entonces por tan dilatados, que su encomiador Mosquera de Figueroa los anteponía a los de Alejandro el Grande y Magallanes y al de Juan Sebastián el Cano, que había con él dado la vuelta al mundo.
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Estas palabras no son sino la corroboración de los propios versos en que Ercilla, en los últimos años de su vida, recordaba en La Araucana (1998) 2 su memoria de viajero: ¡Cuántas tierras corrí, cuántas naciones hacia el helado norte atravesando, y en las bajas antárticas regiones el antípoda ignoto conquistado; climas pasé, mudé constelaciones, golfos innavegables navegando, extendiendo, señor, vuestra corona hasta la casi austral frígida zona! (p. 970)
Estos viajes tuvieron en su origen una ciudad, Valladolid. Recordemos que Ercilla había nacido en Madrid en 1533, aunque en un curioso documento —su licencia para pasar a Indias3-—, él mismo se declara natural de Valladolid, donde su familia se radicó durante un tiempo. Al margen de este dato, la cuestión es que Ercilla, convertido en paje del príncipe Felipe, realizó el viaje que después le dirigiría hacia América en 1554. El destino era Inglaterra y la misión era acompañar al Príncipe para casarse con la reina María. El séquito partió de Valladolid y sería en Londres donde, según Medina, Ercilla tendría noticias de los acontecimientos de la guerra en Chile contra los araucanos. Su afán de viajes y aventuras le conduciría a América en 1555, llegando a la Ciudad de los Reyes, junto con el nuevo virrey del Perú, Andrés Hurtado de Mendoza, en junio de 1556. Al año siguiente Ercilla marcharía hacia el sur con el hijo del virrey, García Hurtado de Mendoza, para proseguir la conquista de Chile emprendida por Almagro y continuada por Valdivia hasta su muerte en manos de los araucanos. Es de suponer que comenzó entonces a pergeñarse La Araucana como diario de guerra escrito en el lugar y el tiempo de la acción para completarse y modificarse a lo largo de toda su vida (cf. Morínigo 1983, pp. 41-61), desde su regreso a España en el año 1563 hasta su muerte en 1594.
2
C i t o siempre a partir de esta edición.
3
M e d i n a (1916, p. 8) da noticia del d o c u m e n t o : «Se conserva en la Real A c a d e m i a de
la Historia entre sus apuntamientos, copias y extractos que hizo en los archivos españoles. H á l l a s e original en los libros de asientos de pasajeros de Indias en Sevilla, con la signatura 45-1-2/18».
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Concebido el proyecto de relatar la guerra de Arauco para cantar las glorias de los españoles, cabe pensar que fue allí donde el poeta vivió un proceso de enajenación con respecto al orden de guerra imperante. Como se desprende de tantos versos de La Araucana, Ercilla vio en sus compañeros de campaña una evidente degradación de valores que borraba, en la crueldad de algunas de sus acciones y en su espíritu avariento, los nobles ideales que, desde su visión, originaron la Conquista. Pero pese a la crítica a la que Ercilla somete la crueldad de la conquista y el espíritu avariento de sus compañeros, su regreso a España y a su posición de cortesano, y la necesidad de reingresar a su mundo y mantener el favor del rey, debió de cambiar la dirección ideológica del poema hacia la exaltación del orden imperial. Ahora bien, a pesar de esta evolución, lo cierto es que La Araucana se construye sobre un doble discurso, de modo que en el seno del discurso glorificador del Imperio y de su rey Felipe II — a quien recordemos que Ercilla dedica la obra— surge, solapado, otro discurso crítico con respecto tanto a la codicia como a los modos de hacer la guerra utilizados por los españoles, cuando estos se encarnizaban innecesariamente con los enemigos derrotados. Con esta doble crítica Ercilla se inscribía en dos tradiciones ideológicas. Por un lado en la tradición lascasiana4, que explicaría su actitud hacia los indígenas y su visión de la conquista. Sobre los sentimientos lascasianos del poeta, José Durand (1978, p. 369) plantea que «la actitud fundamental de honrar a unos héroes bárbaros se nutre en los grandes debates lascasianos sobre la dignidad humana de esos indios y la justicia de esas guerras». Asimismo, Marcos A. Morínigo (1983, pp. 7-8) llama la atención sobre el hecho de que Ercilla llegara en 1551 a Valladolid, tras uno de sus múltiples viajes, «cuando todavía estaba el aire cargado de las pasiones suscitadas por las discusiones entre Sepúlveda y Las Casas sobre la justicia de la guerra contra los indios», apuntando que esas discusiones de Valladolid, iniciadas en 1550 y prolongadas hasta mayo de 1551, podrían estar en «el origen de la actitud de Ercilla hacia los indios y su juicio sobre la Conquista». Por otro lado, con dicha crítica al espíritu codicioso de la conquista Ercilla se insertaba también en la tradición moralista que he sintetizado al comienzo de este artículo, cuando desde la primera parte de la obra la emprende contra la
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Véase el artículo de Ciríaco Pérez Bustamante, «El lascasismo en La Araucana» (1952,
pp 157-168).
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avaricia de los conquistadores como origen de la degradación de las costumbres en la España de su tiempo: ¡Oh incurable mal! Oh gran fatiga, con tanta diligencia alimentada! ¡Vicio común y pegajosa liga, voluntad sin razón desenfrenada, del provecho y bien público enemiga, sedienta bestia, hidrópica, hinchada, principio y fin de todos nuestros males! ¡oh insaciable codicia de mortales! (p. 135) El poeta enjuicia la codicia, además, como la corruptora de los nobles valores de la conquista. Y para ello toma como ejemplo a Pedro de Valdivia, planteando que el gran héroe de la guerra de Arauco torció el camino honroso de la conquista hacia el espíritu avariento: «Pero dejó el camino provechoso / y, descuidado dél, torció la vía,/ metiéndose por otro, codicioso, / que era donde una mina de oro había» (p. 134). En este sentido, Beatriz Pastor ha interpretado en este «torcer la vía» una crítica de Ercilla a la decadencia de la segunda mitad del siglo xvi, cuando el héroe mítico de los orígenes, al que Ercilla invoca, desaparece frente a la primacía del interés personal que desvía el camino produciendo un cambio de valores sustancial en el proceso de la conquista. Una vez agotado el impulso de la misma, las últimas décadas del siglo x v i vieron así cómo las Indias Occidentales se convertían en u n vasto espacio del Imperio que muy pronto se asoció a la codicia y a la corrupción; u n lugar lejano al que ahora ya no llegaban aquellos conquistadores que se creyeron en tierra americana héroes de los libros de caballería, y que en su gesta habían hecho pervivir los códigos medievales del honor y el valor (pensemos en H e r n á n Cortés como ejemplo paradigmático). Ahora, la América española comenzaba a poblarse de funcionarios, comerciantes, hombres de negocios y también de los famosos desesperados a los que se refirió Cervantes, en El celoso extremeño, en la conocidísima sentencia sobre la América colonial: «las Indias, refugio y amparo de los desesperados de España, iglesia de los alzados, salvoconduto de los homicidas, pala y cubierta de los jugadores (a quien llaman ciertos los peritos en el arte), añagaza general de mujeres libres, engaño común de muchos y remedio particular de pocos» (Cervantes, 2003, p.746).
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Ante estos cambios de orden social y económico, el poeta que creyó encarnar la imagen cada vez más olvidada del héroe conquistador, y también del caballero cristiano —siempre piadoso y compasivo con el enemigo—, no podía sino enjuiciar ese torcimiento del camino recto que vio con sus propios ojos en la guerra de la Araucanía. Y desde esta posición, lógicamente la parte autobiográfica escrita en su tiempo americano contiene en mayor grado la crítica de su discurso. Insistamos ahora sobre esa carga crítica de La Araucana, para lo cual me centraré en el último episodio de dicha parte autobiográfica, en el que Ercilla poetiza el que es el viaje más fascinante de La Araucana. El episodio al que me refiero comienza en la octava cuarenta y cinco del canto XXXIV hasta la sesenta y seis, continúa en el canto X X X V y concluye en las cuarenta y tres primeras octavas del canto XXXVI. Se trata de la expedición al sur de Chile protagonizada por Ercilla junto con García Hurtado de Mendoza, que la crítica ha juzgado como una de las más personales y atractivas del poema (Morínigo, 1983, p.59). Este relato contiene una de las claves principales de La Araucana, en primer lugar por el hecho sobresaliente de que, siendo la parte más personal que cierra el diario de guerra escrito en Chile, no apareciera —como planteó Morínigo— en las ediciones realizadas por Ercilla, sino postumamente en la edición completa de 15975. Según la hipótesis de Morínigo, Ercilla distribuyó la parte del poema que había escrito como diario en Chile a lo largo de la segunda y tercera parte de La Araucana (publicadas en 1578 y 1589), insertándolo entre largas disquisiciones de diversa índole añadidas a posteriori. Por ello, ante la omisión del episodio que narra la expedición hasta Ancud, Morínigo (Ibíd., p.59). se preguntó: ¿Por qué no incluyó, en las ediciones publicadas por él, el extenso relato de 6 8 8 versos de lo ocurrido en la expedición que iba a conquistar '...las últimas tierras nunca vistas...,' en la que se adjudica papel prominente, que es además la parte más personal y vivida y una de las más atractivas del poema, si n o de las más verídicas?
Tal vez se pueda intentar contestar a esta cuestión si tenemos en cuenta, por una parte, que Ercilla había perdido el favor del rey a raíz de una misión 5 Puntualicemos este hecho con la información aportada por José Durand (1978, p.293): «Existen ejemplares de la primera edición de la parte tercera, 1589, en ambos formatos, en 4° y en 8 o con 21 hojas trufadas, por las cuales se llega exactamente al texto postumo de 1597 [...] pienso que nada prueba que tales injertos se hicieran en vida del poeta».
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diplomática encargada por Felipe II al poeta tras la publicación de la segunda parte de La Araucana (motivo de la queja que expresa en el último canto escrito a manera de testamento vital6). Por ello, es de suponer que ante la necesidad de mantener su reputación a salvo y de no empeorar su relación con el monarca, no le convendría publicar la narración de esta expedición en la que, de acuerdo con la opinión de Beatriz Pastor (1983, p.540), se «consuma la crítica definitiva de la Conquista». Es más, desde su punto de vista se plantea «una crítica devastadora de esa conquista y del proyecto que la impulsó, y una alternativa posible al proceso histórico de dominio y explotación, que aparece irrevocablemente condenado». Pastor llega a esta conclusión partiendo de la imagen de la América precolombina que aparece representada en esta expedición, en la que se condensa el desarrollo de todo el siglo de la conquista americana, en un momento en el que este proceso está llegando ya a su fin. Veamos cómo se articula esta crítica. En la poetización de este viaje hacia tierras desconocidas, Ercilla desvía la historia de guerra hacia una historia de descubrimiento para autorepresentarse como un nuevo Colón que encuentra «otro nuevo mundo»: la América precolombina otra vez edénica y utópica reservada a ellos por la providencia. Tras un viaje lleno de sufrimientos atravesando una naturaleza inhóspita, aparece de repente, tras las montañas, un lugar paradisíaco: los archipiélagos del sur de Chile. En este momento Ercilla ya no es el soldado conquistador sino que se construye a sí mismo como el perfecto descubridor. Su meta no es material sino ideal, y desde su idealismo la cualidad paradisíaca del lugar va ligada no sólo a las maravillas naturales que la conforman sino, sobre todo, a la bondad natural de sus gentes. Es en este sentido que este relato contiene una de las claves fundamentales para interpretar la filosofía moral de Ercilla en su visión de América. Y es que la crítica inicial a la codicia de algunos conquistadores como Valdivia tiene su momento culminante en este episodio en el que el viaje hacia el sur le sirve para expresar y reelaborar, desde un punto de vista americano, uno de los tópicos centrales de la literatura española del Siglo de Oro: el clásico menosprecio de corte y alabanza de aldea, que fue inaugurado por el citado Fray Antonio de Guevara en la famosa obra que así se titula. La visión literaria sobre la corrup-
6 Sobre la relación de Ercilla con Felipe II y el famoso «disfavor cobarde» con que el rey obstaculizó la carrera del poeta, véase en la Vida de Ercilla de José Toribio Medina, el capítulo «El alma de Ercilla» (1916, pp. 160-170).
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ción que en España generaban sus centros urbanos frente a las virtudes que el campo y la aldea salvaguardaban de su pernicioso influjo, tiene en este canto su correlato poético americano. Aquí los portadores de esa codicia son los españoles que, con su avaricia, corrompen este espacio pintado por la pluma de Ercilla con los tintes del locus amoenus y del beatus ille\ equivalente por tanto a la aldea utópica creada por Guevara como lugar material y espiritual que invita al hombre a renunciar a las riquezas y las vanidades y a gozar de los privilegios materiales de la naturaleza: La sincera bondad y la caricia de la sencilla gente destas tierras daban bien a entender que la cudicia aún no había penetrado en aquellas sierras; ni la maldad, el robo y la injusticia (alimento ordinario de las guerras) entrada en esta parte habían hallado ni la ley natural inficionado, (pp. 937-938)
D e manera muy contundente, en este viaje se hace explícito el efecto corruptor y destructor de la Conquista desde el momento en que los españoles llegan y liquidan la armonía reinante en este lugar que simboliza la América precolombina: Pero luego nosotros, destruyendo todo lo que tocamos de pasada, con la usada insolencia el paso abriendo les dimos lugar ancho y ancha entrada; y la antigua costumbre corrompiendo, de los nuevos insultos estragada, plantó aquí la codicia su estandarte con más seguridad que en otra parte, (p. 938)
Por ello el viaje de Ercilla cobra en La Araucana la mayor relevancia para analizar el poema en relación con la literatura española de su tiempo y, a la vez, en su adscripción a la literatura chilena como poema fundacional de esta tradición. Fundamentalmente, porque en esta obra que Ercilla escribió a lo largo de toda su vida, como cortesano en España, sin duda asumió dos tópicos centrales de la literatura española de su tiempo: la crítica hacia la codicia de los
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viajeros a las Indias y, en estrecha relación con este lugar común de la literatura áurea, el tópico de Guevara sobre el «menosprecio de corte y alabanza de aldea» que estaban reescribiendo sus contemporáneos en su constante canto a la bondad de la vida pastoril, enfrentada a la corrupción de la ciudad. Pero al aplicar los tópicos de esta tradición española — y por tanto de su tradición— a la realidad americana, la experiencia del viaje efectivo a las Indias provoca una reelaboración de los mismos. D e modo que en el proceso de esa reformulación el poeta termina por dar la vuelta al argumento asociativo de las Indias con el espacio de la corrupción de los tradicionales valores hispánicos. Y lo hace al presentar en este episodio la América de los indígenas como un mundo que, lejos de ser el centro corruptor, es todo lo contrario: el lugar utópico donde habitan unos seres que, aunque bárbaros en algunos de sus rasgos —nueva imagen del buen salvaje—, son poseedores de una serie de virtudes morales que los dignifican frente al estandarte de la codicia plantado por los españoles en aquellas tierras. En este sentido, podemos decir que Ercilla se instala en la tradición moralista pero la reformula desde un punto de vista americano y desde esta perspectiva el viaje al Nuevo M u n d o es trascendental para dicha reformulación. Respirando en la atmósfera del humanismo antimercantilista y antiexpansionista que alimentó una literatura opuesta también a la colonización, creo, en consecuencia, que Ercilla filtró este clima ideológico tomando de él aquello que le convino para plantear su particular visión de la Conquista española. Asumió del ideario humanista al que me he referido su crítica al expansionismo violento y al materialismo como objetivo principal del imperialismo, pero no se posicionó frente a la colonización sino que planteó una alternativa armoniosa y utópica de conquista pacífica dentro de los límites de la guerra justa que, de hecho, defiende en el último canto: La clemencia a los mismos enemigos aplaca el odio y ánimo indignado, engendra devoción, produce amigos, y atrae el amor del pueblo aficionado; que el continuo rigor en los castigos hace al príncipe odioso y defamado: oficio es propio y propio de los reyes embotar el cuchillo de las leyes (p. 957).
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Por otra parte, hemos visto que Ercilla fue un personaje ávido de aventuras, de viajes y, por supuesto, también de navegaciones. Y ningún episodio es más idóneo que el de la expedición al sur para descubrir a este poeta-soldado que, en el penoso viaje en busca del estrecho de Magallanes, hace reaparecer el discurso utópico del descubrimiento: «Ibamos sin cuidar de bastimentos / por cumbres, valles hondos, cordelleras, / fabricando en los llenos pensamientos, /máquinas levantadas y quimeras» (p. 924), para mostrarse luego a sí mismo como valeroso aventurero afanado siempre en «poner el pie más adelante». El relato lo ratifica: tras llegar a unas islas con algunos compañeros y encontrar en la siguiente jornada un ancho canal cuya velocidad ponía a riesgo sus vidas, sabiendo que era locura, decide finalmente cruzarlo y llegar a la isla de Chiloé, donde grabó en un árbol los famosos versos en los que se erige como el héroe que llegó por primera vez «donde otro no ha llegado». En definitiva, en el episodio de la expedición al sur el poeta se construye a sí mismo como protagonista absoluto, envolviéndose así de un halo mítico con el que parece querer incluirse en la nómina de los grandes descubridores. Aquí él es el descubridor ideal y también el cantor de una América precolombina edénica que sin duda había que civilizar, pero no a través de una conquista violenta sino con una absorción que evitara, en lo posible, la crueldad. Todo ello trasluce una voluntad de ser en América mucho más que un simple soldado o uno más de los escritores que inmortalizaron la gesta americana, para erigirse en inaugurador de un discurso crítico americano en la poesía escrita en castellano. Un discurso que no ponía en duda el derecho de conquista pero sí las formas y medios para lograrla y los objetivos finales que se debían alcanzar. El entronque de Ercilla con la literatura moralista y su distanciamiento en lo que afecta a su perfil de viajero y aventurero nos descubre finalmente la figura del poeta como símbolo de la convergencia entre los códigos del mundo medieval y del renacentista; el momento en que la imagen idealizada del héroe conquistador de América, que creyó encarnar al antiguo caballero medieval, comenzó a desdibujarse con el ímpetu colonizador de los nuevos tiempos. Estos traían aparejados un nuevo orden económico en el que el dinero y la actividad financiera se sobreponían a la posesión de tierras y títulos, y por tanto también un cambio de valores culturales sustancial. El mismo cambio, a fin de cuentas, que ya a comienzos de siglo había avisado Antonio de Guevara en su Menosprecio de corte y alabanza de aldea poniendo el énfasis en la transmutación de la base económica fisiocrática por la mercantil, es
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decir, en el reemplazo del campo por el dinero, origen de la transformación de las costumbres, leyes y moral de la nueva sociedad. De modo que el culto a los tradicionales códigos del honor y el valor se desvanecía en La Araucana en la memoria de una Edad Media que tuvo en los conquistadores de América a sus últimos protagonistas. El Ercilla descubridor y conquistador, ya pasado el umbral de la mitad del siglo xvi, fue así una figura que ponía fin a una época. El clásico poeta soldado, el perfecto caballero cristiano, debía defender el hecho incuestionable de la conquista de América, pero desde su moralidad humanista y cristiana enjuició los modos de la misma cuando estos fueron deshonrosos. Esta crítica al proceso de la conquista, unida a la defensa del derecho a la misma y a todas las contradicciones internas con que Ercilla construyó su obra, ha dado lugar a múltiples lecturas sobre La Araucana. Pero sin entrar en el aspecto fundamental de la visión del otro, lo que aquí he querido poner de relieve es que esa visión de América, de su conquista y de sus protagonistas escenificada por Ercilla, tiene en el fenómeno del viaje, vital y literario, un eje significativo fundamental. Porque el viaje hacia la otredad americana nos descubre al moralista que fue Ercilla y, al mismo tiempo, al aventurero que nuevamente engarzó el viaje con la locura heroica que presidió su vida. No sin motivo Cervantes lo salvó de la quema en el famoso escrutinio de la biblioteca de don Quijote por ser «una de las más ricas prendas de poesía que tiene España». Y no sin razón recibiría más tarde otro título, esta vez americano: el de autor de la gran epopeya nacional de Chile y, en consecuencia, el de fundador de la literatura chilena.
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E L R E Y COMO E S P E C T A D O R D E L TEATRO I N D I A N O : LAS PALABRAS A LOS
DE
Luis V É L E Z
REYES,
DE GUEVARA
Javier González Martínez
Este es uno de los dramas históricos antológicos para la revalorización de los estudios basados en las circunstancias que rodean una composición literaria. Difícilmente se podría tener una idea completa de los significados de este texto si no se conocen bien la historia de la conquista, la evolución de la posición social de los conquistadores y la situación de la familia Pizarro en el momento de escritura de Las palabras a los reyes y gloria de los Pizarros La confrontación de los puntos de vista del productor y del receptor descifran muchos de los aspectos oscuros del mensaje que transmite la pieza. A través de la concepción histórica de los conquistadores se entenderá lo que se dice en el drama. Y si tomamos en consideración el público al que va dirigido, si consideramos la mentalidad de la clase dirigente, comprenderemos por qué se tocan ciertos temas y por qué se tratan de una manera determinada. Argumento En la apertura aparecen en escena Francisco Pizarro y Diego Almagro que han unido sus fuerzas para llevar a cabo una gran empresa de exploración hacia 1 Están localizadas las siguientes sueltas: S. 1., s. i., s. a. 16 h. Madrid, BNE, T-55314-3, Londres, BL, 11728.g.6; y S. 1., s. i., s. a. 16 h. Madrid, BNE, T-55314-4, Friburgo, PUF, E 1032, g-34. Utilizamos la edición moderna de William R. Manson y C . George Peale. Estudios introductorios de Glen F. Dille y Miguel Zugasti, Juan de la Cuesta, Juan de la Cuesta, 2004. Agradezco al profesor Vega García-Luengos las referencias bibliográficas de las piezas de Luis Vélez.
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el mar del Sur. Desde Panamá la acción se traslada a la corte española. Allí Fernando Pizarro, hermano del conquistador, intenta abrirse camino solicitando mercedes al emperador Carlos V. Confía en que las hazañas de su padre le sirvan de credenciales para obtener la plaza de capitán. Pero al emperador no le parecen suficientes méritos y le remite al marqués de Pescara que sólo le da una ayuda de costa. Fernando se va indignado y da su palabra de conquistar reinos, ofrecimiento que es aceptado por Carlos V. El marco vuelve a ser el Nuevo Mundo, concretamente Puna, una isla en Perú. Allí desembarca la tropa de Francisco que es recibida por los nativos con desconfianza y temor. Francisco descubre a Tucapela dormida y se admira de su belleza. Cuando despierta se identifica como la cacica de la isla y toma a Francisco por hijo del sol. Este encuentro sirve para que la india se enamore del español, sufra un rápido desengaño y huya muy afectada. A continuación aparece personificada América en forma de mujer que anima al extremeño en su expedición y le pronostica grandes éxitos. Esto le llena de tal coraje que promete hacer aún más grande el imperio español. El segundo acto presenta a Carlos V preocupado por los asuntos de Flandes y pide al marqués de Pescara que se reúna con él e impida que nadie les moleste mientras solucionan esos problemas. Pero su ayudante le informa de que Francisco Pizarro lleva tiempo esperando para ser recibido y no tiene más remedio que atenderle. En este segundo encuentro entre un miembro de la familia Pizarro y el emperador son expuestas las dificultades que el gobernador de Panamá pone a las nuevas conquistas. El emperador muestra comprensión y le da su apoyo para seguir adelante. Al otro lado del Atlántico se está produciendo un conato de sublevación en la fortaleza que los españoles tienen en Túmbez. Los soldados que custodian el fuerte se quejan a Fernando porque están cansados de esperar la ayuda que Francisco fue a buscar a España. El valiente Pizarro les reta a pasar por su cuchillo antes de irse y deciden apoyar a su capitán después de esta muestra de gallardía. En ese momento oyen gritos de auxilio de una persona que se ahoga. Fernando se lanza rápidamente al agua y trae rescatada a la cacica Tucapela que al principio le confunde con su hermano. A continuación ven llegar las esperadas velas de Francisco Pizarro. En el tercer acto Tucapela siente el peso del desprecio y aprovecha el descuido de un soldado para tomar un arcabuz y disparar a Francisco. Se
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produce un gran alboroto y la india huye del campo español. Ante la sorpresa de todos, el conquistador se levanta sin ninguna herida: el arcabuz no estaba cargado. Pero la tranquilidad no dura mucho porque en seguida se oye la voz de alarma ante la llegada del ejército enemigo. Comienza la batalla que acaba con la victoria de los españoles. La representación finaliza en Sevilla donde la emperatriz da la bienvenida a su marido que llega de vencer en Túnez y La Goleta. Al mismo tiempo es anunciada la llegada de Fernando como conquistador del Sur. Fernando comunica satisfecho al emperador que ha cumplido su palabra de conquistarle nuevos reinos. A continuación se produce la clásica distribución de mercedes y se confirman los bautismos de los indios que han traído del Sur.
FUENTES O ANTECEDENTES
De forma particular se observa en esta pieza poco afán de precisión histórica. Esto se pone de manifiesto no sólo en detalles concretos sino también en los propósitos generales de la obra literaria. Este distanciamiento respecto a la historia revela los motivos de la escritura dramática, las intenciones del dramaturgo y el propósito de la pieza. La precisión histórica pierde relevancia desde el momento que se concibe la obra como un acto de alabanza y reconocimiento de las hazañas llevadas a cabo por los hermanos Pizarra en Perú. De todas formas es innegable que utiliza una serie de fuentes que le sirven para documentar la historia dramatizada, para desarrollar el hilo argumental y para dar un aire de verosimilitud. Los cronistas que influyeron en Las palabras a los reyes son Antonio de Herrera y Tordesillas2, el Inca Garcilaso de la Vega3 y Prudencio de Sandoval4. 2
Spencer, Forrest Eugene y Rudolph Schevill (1937): The dramatic
works ofLuis
Vélez de
Guevara. Theirplots, sources and bibliography. Berkeley: University of California Press, p. 216, consideran que la Historia General de los Hechos de los Castellanos en las Islas i Tierra Firme del Mar Océano
(4 vols., 1601-1615) es la fuente principal de la que se sirve Luis Vélez.
3
El dramaturgo debió leer su obra Historia
4
Peale, C. George (2002): «Estudio introductorio», a La mayor desgracia
General
del Perú
(1617).
de Carlos
Quinto.
Newark: Juan de la Cuesta, p. 50. Además observa el crítico americano que las crónicas de estos autores salieron sin excepción del taller de la imprenta real.
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Pero la fuente principal de este drama histórico debió ser Varones ilustres del Nuevo Mundo, escrito por Fernando Pizarro y Orellana como informe para la solicitud de la restauración del título de marqués. Esta obra no se publicó hasta 1639, pero la fecha de censura nos notifica que debió estar completado en 1631. También sabemos que debió escribirse a partir de 1625 pues trae anexo un «Discurso legal» fechado en 16255. Es más, Zugasti sostiene que debió ser escrito entre 1625-28 «pues está probado que de él se sirvió Tirso de Molina para componer su Trilogía de los Pizarro»6. Resulta más interesante aún el contexto histórico-literario en el que se urdió la pieza de Luis Vélez de Guevara. Realmente la conquista de América no fue un argumento común en la literatura de la época. Esto puede estar relacionado con la Leyenda Negra que pronto surgió en torno a la acción de los españoles en aquellas tierras7. La percepción moral, social y política de lo ocurrido más allá del Atlántico no convirtió en tema literario algo que en principio contaba con todos los requisitos para ser motivo de éxito; prueba de esto último es que algunos de los dramaturgos más afamados lo trataron en algún momento: Lope, Tirso, Calderón. La mala imagen pudo ser la causa de la escasa producción. Esto también motivó que los afectados promovieran abundante literatura para lavar su imagen. De ahí que los protagonistas mayoritarios de estas piezas sean personalidades que se preocuparon de la perpetuación de su buena fama: La clasificación [del corpus americano] por protagonistas ofrece este curioso baremo: cuatro se centran en el marqués de Cañete (quien también aparece en el auto sacramental La Araucana y en La belígera española), cinco en los hermanos Pizarras, dos en H e r n á n Cortés y tan solo u n a en Cristóbal Colón; o sea, tal y como argumenta Dille: «Casi en orden inverso de su f a m a actual» 8 .
5 C£ Green, Otis H. (1936): «Notes on the Pizarro Trilogy of Tirso de Molina», en HRA, p. 203. 6
Zugasti, Miguel (1996): «Las palabras a los reyes y gloria de los Pizarras comedia olvidada, que no perdida, de Luis Vélez de Guevara», en Piedad Bolaños y Marina Martín (eds.), Luis Vélez de Guevara y su época. IV Congreso de Historia de Ecija (Ecija, 20-23 de octubre de 1994). Sevilla: Ayuntamiento de Ecija/Fundación El Monte, p. 307. 7 Cf. Laferl, Christopher F. (1992): «América en el teatro español del Siglo de Oro», en El teatro descubre América. Fiestas y teatro en la casa de Austria. Madrid: Mapire, p. 173. 8
Zugasti (2004): «La imagen de Francisco Pizarro en el teatro áureo: Tirso de Molina, Vélez de Guevara, Calderón de la Barca», en Revista Didascalia, año 1, n°. 1, julio. Artículo obtenido en agosto de 2006 de . A esa nómina de
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Las cinco que ponen en escena a alguno de los miembros de la familia Pizarro son «Todo es dar en una cosa», «Amazonas en las Indias» y «La lealtad contra la envidia», que forman la Trilogía de los Pizarros de Tirso de Molina; Las palabras a los reyes, de Luis Vélez; y La aurora de Copacabana, de Calderón de la Barca. Dos de las piezas tirsianas se escribieron en un período parecido al de la composición de Las palabras a los reyes. La tercera es algo posterior a la de Vélez pues sabemos que fue escrita después de 1631, fecha en la que ya debía estar terminada la del ecijano. Las obras de Tirso fueron escritas durante su exilio de Madrid. Debido al malestar que causaron las representaciones de sus comedias fue apartado al convento de su orden en Trujillo donde vivió entre 1626-29. Allí entró en contacto con la familia Pizarro que era benefactora del convento mercedario. «En efecto, el convento fue fundado en 1594 por Francisca Pizarro, hija de Francisco y esposa de Hernando. La estancia del dramaturgo en Trujillo coincidió con el momento en que la familia Pizarro emprendió su campaña publicitaria» 9 . Junto al trato personal con los descendientes de los conquistadores del Perú, «lo que singulariza a nuestro escritor [a Tirso], lo que le distingue de otros muchos ingenios del XVII es su conocimiento directo de las tierras del Nuevo Mundo» 10 . Así es, fray Gabriel Téllez partió desde Sanlúcar de Barrameda un 10 de abril de 1616 en dirección a Santo Domingo para llevar a cabo labores de gobierno en los conventos de su orden e impartir catequesis a los habitantes de la zona. Tirso debió escribir por los años de su estancia en Trujillo al menos dos de las piezas de su trilogía y es una hipótesis bastante fiable que las escribiese por encargo de la familia Pizarro. A lo que pudiese escuchar de la familia Pizarro sobre sus augustos ascendientes hay que sumar el uso del manuscrito inédito de Varones ilustres del Nuevo Mundo.
dramaturgos que trataron sobre Pizarra el estudioso Arco y Garay añade a Castillo: cf. Arco
y Garay (1944): La idea de imperio en la política y literatura
españolas. Madrid: Espasa-Calpe,
pp. 4 3 4 - 4 3 8 . 5 Dille, Glen F. (2004): «Estudio introductorio» a Las palabras a los reyes y gloria de los Pizarro. Newark: Juan de la Cuesta, p. 16. 10 Florit, Francisco (1991): «América en la Historia General de la Orden de la Merced de Tirso de Molina», en Edad de Oro, X, p. 98.
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Esta memoria es el único punto de conexión segura entre las obras de Tirso y la de Vélez. El ecijano, bien porque careció de la proximidad física de los descendientes bien porque no estaba tan familiarizado con el Nuevo Mundo, fue el que siguió más de cerca esta fuente histórica. No existen pruebas concluyentes que relacionen intrínsecamente las creaciones de Tirso y Vélez. En un principio se pensó que el drama histórico de nuestro autor era la pieza central de la trilogía comisionada por los Pizarro. Sin embargo, el conjunto tirsiano es compacto, cerrado, y no necesitaría de ningún añadido11. También se ha considerado la posibilidad de que Tirso se arrepintiese de la producción final realizada en colaboración y se decidiese a concluir él solo la trama iniciada. Es posible, pero desde luego los estilos y los objetivos son suficientemente dispares como para descartar la colaboración. Tirso tiende a mitificar al personaje y a rehuir las situaciones peliagudas; mientras que Vélez presenta unos personajes bastante humanos y afronta de lleno las luchas contra los nativos. En fin, si nos centramos propiamente en Las palabras a los reyes y gloria de los Pizarros, la pieza es catalogada dentro de los dramas históricos indianos que se definen por tener como tema central el descubrimiento, la conquista o la población del Nuevo Mundo. El patrón común de este modelo ha sido fijado de la siguiente manera: Mezcla lo heroico, lo alegórico, lo romántico y lo c ó m i c o con gran exuberancia verbal, escénica y dramática, c u l m i n a n d o todo con u n ceremonioso desfile delante del Emperador. Por supuesto, el desafío ante el cual se enfrentaron los comediógrafos de la conquista era la condensación de la vasta extensión cronológica y geográfica de la acción d r a m á t i c a en tres actos sin caer en trillados e s q u e m a s y clichés que fueran a aburrir al público. Para solucionar dichos problemas y a la vez satisfacer a los patrocinadores, los autores utilizaron largas relaciones que hilvanaban la genealogía heroica del conquistador, su participación en anteriores c a m p a ñ a s europeas y americanas y enumeraban los detalles de la expedición del momento. A d e m á s , solían incluir u n a relación alegórica o u n sueño profético del glorioso destino del conquistador y de las tierras conquistadas bajo el d o m i n i o de la C o r o n a española' 2 .
" Cf. Zugasti (2004): «Estudio introductorio» a Las palabras a los reyes y gloria de los Pizarros. Newark: Juan de la Cuesta, p. 74. 12 Dille (2004): «Estudio introductorio» a Las palabras a los reyes..., p. 19.
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Los diversos tonos a los que se alude en esta definición tienen su lugar en Las palabras a los reyes. Lo heroico es personificado en los hermanos Pizarro tanto en el liderazgo de su aguerrida tropa (por ejemplo, en el aplacamiento del motín, vv. 1262-1433) como en la lucha contra el ejército nativo (batalla contra el Inga, vv. 2274-2422). El tono gracioso corre a cargo de Galván, el desocupado que Fernando Pizarro recluta en la corte para su servicio. Los momentos románticos son protagonizados por Tucapela y Francisco, especialmente en los vv. 625-849, aunque el dramaturgo se preocupa de que haya al menos una escena romántica en cada uno de los actos13. Lo alegórico tiene relevancia por la variedad de factores que concurren en él. El primero y más evidente es la personificación de América (vv. 850-953) que anima a Pizarro y le profetiza tanta gloria y fama como a Cortés y Colón 14 . También es destacable la visión que tiene el Inga al comienzo del tercer acto para entender las motivaciones que Luis Vélez asigna a los conquistadores: expansión de la fe y extensión del reino español. La mención de la heroica genealogía y la relación de anteriores campañas europeas también tiene cabida: tanto el padre de los Pizarro como el mismo Fernando participaron en la lucha contra franceses, alemanes y flamencos (vv. 242-267). En cuanto a los personajes, no se ha de confundir el estereotipado del indiano en la Comedia Nueva con los protagonistas de estas comedias indianas. El indiano es una figura pintoresca que es burlado por su pose de grandeza y sus fantaseadas hazañas. Mientras el protagonista de las comedias indianas es un héroe con cierto matiz trágico porque se le reconocen sus méritos reales.
13
Sobre este tema del amor en las comedias indianas puede consultarse I. Castells (1998): «'Suele Amor trocar con Marte las armas': la conquista erótica y militar del Nuevo Mundo en tres comedias de Lope de Vega», en Anuario Lope de Vega, IV. En este artículo se estudian las relaciones entre castellanos e indígenas en el amor y la guerra. 14 Sobre el aprovechamiento de la alegoría americana en Las palabras a los reyes véase Zugasti (2005): La alegoría de América en el barroco hispánico: del arte efímero al teatro. Valencia: Pre-textos, especialmente las pp. 80-81.
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IMAGEN PÚBLICA DE LOS C O N Q U I S T A D O R E S
La pieza es una clara celebración del clan pizarrista. Se suceden las alabanzas a Francisco y Fernando Pizarro y se ennoblece la conquista. Es decir, Las palabras a los reyes subraya lo positivo de las personalidades de los hermanos y trata de lavar la sangrienta imagen que tuvo la hazaña peruana. En general, los conquistadores eran vistos con reticencia en España. Cuando los grandes conquistadores ganaron fama y riquezas en el Nuevo Mundo volvieron a la Península como a una especie de retiro glorioso. Consideraban la relevancia de sus acciones y su riqueza motivo suficiente para desenvolverse entre la clase aristocrática. La realidad con la que se encontraron fue muy diferente y toparon con numerosas dificultades para ser aceptados. La nobleza que imperaba en España no se basaba fundamentalmente en los méritos alcanzados sino en los méritos que lograron los antepasados. Es decir, en la grandeza nobiliaria lo que contaba era el linaje, cosa de la que carecían los conquistadores. La trayectoria de los conquistadores se observaba en visión de conjunto y el resultado final era oscuro. Muchos de ellos partieron de zonas pobres de España donde vivían con necesidades y sin un futuro halagador. Huyeron al Nuevo Mundo con la esperanza de cambiar su estancada vida por un río de riquezas, aventuras y glorias. Junto a los orígenes humildes, la otra pega que tenía la clase dominante contra los conquistadores era la crueldad que se decía que practicaron contra los nativos. En aquella época se debatía sobre el trato que se dio a los indios, sobre los derechos humanos, sobre el abuso comercial, sobre la legitimidad de la conquista española. En fin, desde un punto de vista social, los conquistares fueron juzgados como unos audaces rapiñadores aprovechados que huyeron muertos de hambre al Nuevo Mundo con el ansia de alcanzar fama y fortuna a cualquier precio y de cualquier modo. Así visto se entienden las dificultades que tuvieron a su vuelta a la Península15.
15
Durand, José (1953): La transformación
social del conquistador, vol. II. México: Porrúa/
Obregón, p. 8: «España, que no había prestado atención a los conquistadores, sólo se acordó de ellos cuando vinieron cargados de dinero. Y entonces, la envidia se cebó contra esos hombres enriquecidos, y la difamación cayó sobre ellos. N i el pueblo, ni la nobleza, ni el rey tuvieron, por lo general, gran aprecio de los soldados del Nuevo Mundo, a quienes este rechazo y esta indiferencia causaron tanta sorpresa como indignación».
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Pero sus problemas no acabaron en el quebradizo terreno social, también tuvieron que mantener el equilibrio en las movedizas arenas políticas. Las nuevas tierras conquistadas tenían un orden político y administrativo, quizás rudimentario si lo comparamos con el entramado burocrático europeo, pero sistema de gobierno, al fin, que dirigía gentes y propiedades. A la vez se ha de tener en cuenta que los conquistadores no estaban claramente incardinados en la estructura de gobierno español. Actuaban en buena parte con coste privado y les movía a la conquista cierto liderazgo carismàtico. Precisamente ese gobierno personalista, esa posibilidad de autosubsistencia económica y política en territorios tan alejados era lo que inquietaba a la corona española. De ahí que los primeros conquistadores recibieran, al mismo tiempo, el agradecimiento por la conquista de nuevos reinos y el apartamiento del gobierno de esos territorios. Con excepción de la familia Cortés, todos los demás conquistares fueron retirados de esas tierras. La razón por la que la familia del conquistador de la Nueva España prolongó más tiempo su permanencia en América fue la lealtad inquebrantable que demostraron. De todas formas no tardaron en incorporarse a la gravitación orbitaria cortesana de la Península. Junto con la retirada del protagonismo de los conquistadores y sus allegados, la directriz seguida por los organismos de gobierno españoles desde la Corte fue el envío de un nutrido cuerpo de funcionarios. Se destinó a los territorios americanos a jóvenes y eficientes funcionarios que eran trasladados de un lugar a otro cada poco tiempo. Este personal que actuaba en nombre de los intereses del gobierno español hizo lo posible para apartar del poder a los conquistadores y a la nobleza indiana: les fueron retirando sus privilegios, anularon las gratificaciones que se les otorgaron por sus servicios y ocuparon, por medio de nombramientos oficiales, los cargos que hasta ahora ostentaban los conquistadores16. Todas estas contrariedades no evitaron que los conquistadores y sus descendientes vivieran con el aura de la nobleza, muchas veces facilitada por su poder en las zonas de influencia alejadas de la Corte. Allí donde vivían lo hacían con ostentación y ocupaban puestos de poder, bien en el orden político bien en el económico y comercial. Actuaron como verdaderos señores desde el momento de la conquista ya que el carácter privado de las empresas les hacía considerar lo ganado como fruto de su esfuerzo. Por eso no se plantearon problemas legales 16
Ibíd., p. 77.
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al disponer a su criterio de las riquezas, territorios y gobierno, distribuyéndolo entre los suyos17.
HISTORIA FAMILIAR DE LOS PIZARRO
La empresa que se llevó a cabo tanto en la conquista como en la colonización de Perú no se entendería si no se tiene en cuenta que fue un proyecto conjunto de varios miembros de una misma familia. La única persona con poder en el proyecto que no pertenecía a los Pizarro era Diego Almagro. Intervinieron hasta cuatro hermanos Pizarro en las hazañas peruanas: Gonzalo, Juan, Francisco y Fernando. Francisco se convirtió en el líder aunque no era el hermano mayor (lo era Fernando). La procedencia de los Pizarro era una familia humilde de Extremadura. La gente tenía un conocimiento de la biografía de Francisco basado en los chismes. Se contaba que fue concebido fuera del matrimonio y no fue reconocido por su padre hasta que llegó a la adolescencia. También formaba parte de la memoria popular que fue abandonado por su madre y lo amamantó una puerca en sus primeros días. Más allá de la leyenda parece cierto que procedía de una de esas familias de nivel económico mediano que tuvo que deshacerse de propiedades en la Península para hacer frente a los proyectos en el Nuevo Mundo. Tras la coalición con Diego Almagro, los Pizarro se lanzan a explorar el Sur, nombre que recibía el Pacífico y las costas sudamericanas que bañaba. Llegaron en el mejor de los momentos pues las luchas internas entre las distintas facciones nativas les facilitaron enormemente el dominio de un extenso y rico territorio. Allí se constituyeron en autoridad durante la primera época y se encargaron de la explotación de plantaciones y minas. Cuando el personal del cuerpo de funcionarios real y los partidarios de Almagro les disputaron el poder, sólo las riquezas obtenidas al principio de la conquista y algunas de las propiedades agrícolas y mineralógicas les salvaron de ser aplastados. La implicación de la familia Pizarro en la muerte sangrienta de Diego Almagro y la ejecución de la máxima autoridad indígena del Perú fue pesando sobre la fama de valientes guerreros que tenían. Las voces contrarias a su poder
17
Cf. Ibíd., p. 19.
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empezaron a oírse pero no fueron suficientes aún para desarraigarles ya que eran los conquistadores y además empezaban a tener lazos de unión con la aristocracia local: Francisco Pizarro se casó con una princesa y tuvieron una hija que fue quien le heredó. Esa hija, llamada Francisca, aceptó en matrimonio a su tío Fernando. La unión se produjo en España cuando la familia Pizarro estaba ya diezmada. Además el matrimonio se celebró mientras Fernando cumplía pena de arresto en el Castillo de la Mota, en Medina del Campo. La unión tenía el propósito de juntar la riqueza de la familia en una sola línea. Francisca era entonces la única hija de Francisco que vivía y Fernando el único hermano, el resto murió de una forma u otra, pero siempre de forma violenta, en el Nuevo Mundo 18 . Hernando tuvo tres hijos legítimos: Juan, Inés y Francisco, que fue el único que tuvo descendencia. Este Francisco se casó en dos ocasiones: en primer lugar, con Francisca Sarmiento y Castro, hija de los segundos condes de Puñoenrostro; la segunda vez contrajo matrimonio con Estefanía de Orellana y Tapia19. El sucesor de la Casa fue su hijo Juan Fernando.
H I S T O R I A DE UN T Í T U L O NOBILIARIO
Una vez conocida la magnitud de las conquistas (sus gentes, su extensión, sus riquezas) la corona se vio en la necesidad de ensamblar a los conquistadores en la gran maquinaria del gobierno español. Por este motivo se llevó a cabo una política que tenía una doble finalidad: la del agradecimiento y la de asignación de autoridad. Entre 1519 y 1560 se otorgan títulos nobiliarios 18 Dille (2004): «Estudio introductorio» a Las palabras a los reyes..., p. 20: «desde la cúspide del poder, la fortuna de los Pizarro declinó súbitamente: Francisco murió asesinado [por el hijo de Almagro en las luchas que dividieron el nuevo reino], Juan cayó en el sitio de Cuzco y Gonzalo fue ejecutado como traidor. De los hermanos conquistadores sólo Hernando (Fernando en la comedia de Vélez) escapó vivo del Perú. Mas no escapó ileso. Acusado de complicidad en la rebelión y perseguido por los partidarios almagristas influyentes en la Corte, Hernando estuvo encarcelado en el Castillo de La Mota, en Medina del Campo, Valladolid, durante veintiún años, de 1540 a 1561». 19 Cf. Muñoz, Miguel (1950): «Las últimas disposiciones del último Pizarro de la conquista I», en BRAH, 126, 2, p. 414. Actualmente ha contradicho esta sucesión familiar Varón Gabai, Rafael (1997): La ilusión delpoder. Apogeo y decadencia de los Pizarro en la conquista del Perú. Lima: IEP-IFEA, p. 200: sostiene que don Francisco Pizarro —hijo de Hernando y doña Francisca— casó en primeras nupcias, y no en segundas, con doña Estefanía de Orellana.
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a los españoles nacidos en la Península que prestaron servicios de relevancia en el Nuevo Mundo. Desde luego, entre ellos se contaba a Francisco Pizarra al que el emperador concedió el título de marqués oficialmente en 1537 y la encomienda de veinte mil indios 20 . Pero tras la concesión del título, el mapa político y jurídico del Nuevo Mundo conocerá un cambio radical: a raíz de los intensos debates desarrollados en la Corte en torno a los derechos de los indígenas, se promulgan una serie de leyes que pasarán a regular estrictamente las relaciones con los indios y las propiedades. De la puesta en práctica se encargó el fortalecido grupo de funcionarios reales que fue desembarcando en América. Los encomenderos vieron diezmados de pronto sus privilegios y sus enormes fuentes de riqueza. Trataron de negociar con el virrey y ante la falta de soluciones decidieron acudir a uno de los Pizarra para que se volvieran a encargar del gobierno de Perú. Gonzalo aceptó la petición y dirigió el bando de los sublevados contra el poder establecido. El envío de tropas desde España sofocó el levantamiento. Como pena por la rebeldía, Gonzalo fue ejecutado y el título fue retirado por el mismo emperador en 1548 durante dos generaciones. Los Pizarra parecía que habían tocado fondo, pues recordemos que Fernando permanecía en la cárcel desde 1540 acusado de ejecutar a Almagro en 1539 sin pruebas suficientes. La política de institución de una nobleza de conquista acabó siendo un fracaso pero no sólo en el caso de los Pizarra. En general, no se consiguieron los objetivos por los que se creó dicha nobleza porque la condición guerrera de esos hombres los hizo poco manejables. Los primeros españoles impusieron tras sus conquistas un régimen cuasifeudal, rememorando el sistema vigente en la etapa medieval de la reconquista española. Este modelo de gobierno les otorgaba el estado de aristocracia militar hereditaria. Sin embargo, las tendencias políticas en España se focalizaban en el absolutismo. La monarquía deseaba acabar con el poder político de la nobleza y crear un único Estado moderno y centralizado 21 . Por tanto era inconcebible que desde la Corte se siguiese permitiendo el cariz feudal y menos aún en unas tierras tan alejadas de Palacio. Esta nobleza contó con: 20 Cfr. Green (1936): «Notes on the Pizarro Trilogy of Tirso de Molina», p. 2 0 2 . La encomienda de esos veinte mil indios nunca llegó a ejecutarse. 21 Cfr. Céspedes, Guillermo (1997): «Los orígenes de la nobleza en indias», en M a Carmen
Iglesias (ed.), Nobleza y sociedad en la España Moderna II. Oviedo: Nobel, p. 29.
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.. .la oposición abierta y decidida de la Corona, que lograría impedir la consolidación de la nobleza de la conquista; el rey contó para ello con el apoyo, pasivo pero eficaz, de la nobleza castellana peninsular, opuesta en principio a que se integrasen en ella los conquistadores 22.
La solución final para la nobleza de conquista que logró subsistir los embates fue su traslado a la Península. Se les permitió continuar con la explotación económica de sus posesiones en el Nuevo Mundo, pero se consiguió desarraigarles de América. Tras la llegada de Francisco Pizarro a España la familia comenzó a ponerse en funcionamiento para salvar parte de su posición. El primer paso fue el matrimonio entre Fernando y su sobrina para aunar el caudal familiar. A continuación se sucedieron los juicios para defenderse de los rapiñadores al mismo tiempo que comenzaban las gestiones para recuperar el mayorazgo perdido. Aunque la fortuna de Hernando (hermano del conquistador) era espléndida, si consideramos las riquezas sin par del Perú, de las que parte tan magnífica cupo a estos Conquistadores, tenemos que pensar que lo salvado fue el despojo —espléndido, pero despojo al fin— de una hacienda que pudo ser potencia económica de primer orden. Asombra el esfuerzo de este titán, del que podemos decir que fueron más duras y con más éxito que las batallas reñidas con los indios las que tuvo que sostener con la pluma contra los que querían arruinarlo. Porque en aquellas luchas lejanas el peligro radicaba en la cantidad de enemigos, cosa que podían neutralizar el valor, la estrategia y las superiores armas; pero en estos incruentos combates leguleyos jugaban factores peligrosos y de inconmensurable altura, pues hasta los mismo monarcas Carlos V y Felipe II, en quienes culminaban la autoridad y poderío regios, iban tras el oro de los Pizarro, del que se llevaron buena parte 23 . Fernando fue liberado sin cargo en 1561. Se trasladó con su esposa a Trujillo donde permaneció hasta su muerte en 1578. Le sucedió su hijo Francisco y a este su hijo Juan Fernando Pizarro. Este era el bisnieto de Francisco Pizarro, el Conquistador, por lo que con él se cumplían las dos generaciones sin título que estipulaba la pena por la rebelión de Gonzalo. 22 Ibíd., p. 23: Después de este fracaso se procede a la segunda etapa de creación de la nobleza indiana que transcurre entre 1560 y 1630 aproximadamente y trata de establecer una clase dirigente compuesta por españoles nacidos en América. 23 Muñoz (1950): «Las últimas disposiciones del último Pizarro de la conquista I», p. 411.
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Juan Fernando se convirtió en el heredero en 1622, año de la muerte de su padre. Coincide por tanto con el comienzo del reinado del joven Felipe IV. Con rapidez se echa al hombro la dificultosa tarea de reinstaurar el título pues sabemos que entre 1622 y 1625 envía al rey un pliego suelto de dos folios con la solicitud. A continuación, en 1625, vuelve a enviar un largo memorial suplicatorio. Por esos días ya se intitula señor de la villa de La Zarza, alférez mayor de Trujillo y alcaide perpetuo de sus alcázares 24 .
EL ENCARGO
La evolución de la campaña liderada por Juan Fernando para restaurar el título de marqués de su bisabuelo nos da alguna pista sobre las dificultades que se fue encontrando. Su primer paso resultó un tanto ingenuo por la brevedad del escrito de solicitud y por la seguridad que reflejaba en que el trámite se realizaría de forma automática. El siguiente memorial es bastante más largo y está mucho mejor argumentado. No se trataría de una solicitud de merced sino de la petición de que se hiciese justicia. El tercer paso para la consecución del título no pretende únicamente vencer sino convencer. No se trata sólo de obtener un frío acto de justicia sino que se busca ilusionar de nuevo con las empresas americanas. De ahí que se sigan dos caminos que requieren diferente andadura: la historiografía y la dramaturgia. Juan Hernando topó con la hierática y sólida imagen del conquistador que había esculpido la sociedad española. Para demoler dicha imagen o para construir otra diferente nada mejor, en aquellos tiempos, que una buena obra de teatro: el medio de difusión por excelencia en la época para transmitir ideas a las masas. El efecto público de las obras representadas en la mayor parte del pueblo, que no sabía leer, con toda seguridad fue mayor que el de los informes impresos y de escasa difusión. Estos dos aspectos, producción y recepción, son importantes naturalmente para todo género de textos; sin embargo, en una época en la que el desconocimiento de la escritura era más la regla que la excepción, corresponde al teatro desde el punto de vista de la recepción un rango espe-
24
Cfr. Zugasti (2004): Estudio introductorio
a Las palabras a los reyes..., p. 60.
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cial. Esto es lo que hace la investigación de la imagen teatral de América, lo que en último término cae en el terreno de la historia de las mentalidades, especialmente sugerente 25 . Los Pizarro no fueron los únicos descendientes de conquistadores que tuvieron problemas con la Corona por la concesión de títulos y el reparto de rentas. Los Cortés, los Hurtado de Mendoza, los Colón y los Alvarado sufrieron los envites de la infortuna. Tampoco fueron los únicos que acudieron al mecenazgo literario para restablecer su posición: los esfuerzos de la casa del marqués Cañete por contrarrestar los efectos de La Araucana de Ercilla no se quedan atrás. El patronazgo literario que siguieron las familias de los conquistadores era frecuente en el ámbito general de la aristocracia, especialmente, entre los nobles recientes, que se sirvieron del teatro para asimilarse a su nuevo estatus 2 6 . Al tratar las fuentes de Las palabras a los reyes nos referimos al documento histórico, Varones ilustres, que redactó un primo de Juan Hernando que era profesor en la Universidad de Salamanca. Ahora nos detendremos en la pieza teatral como fruto de un encargo. Resulta complicado demostrar con pruebas fehacientes los encargos realizados a dramaturgos de nuestro Siglo de Oro 27 . Sólo conocemos los contactos del secretario de una distinguida familia con Lope de Vega para que escribiese la «Historia Alfonsina», pero lamentablemente desconocemos si ese drama llegó a ver la luz. Si tenemos en cuenta las pretensiones de la familia Pizarro no podemos dejar de relacionar Las palabras a los reyes y gloria de los Pizarro con la orquestada campaña por la devolución del título. La trayectoria de Luis Vélez como dramaturgo áulico, sus antecedentes en el drama histórico genealógico y su fama como escritor de batallas le convierten en uno de los favoritos para la conquista de los tablados de la Corte.
Laferl (1992): «América en el teatro español del Siglo de Oro», p. 176. Sanz Ayán, Carmen (2006): Pedagogía de reyes: el teatro palaciego en el reinado de Carlos II. Discurso leído el 26 de febrero de 2006. Contestación por el excmo. sr. don José Alcalá-Zamora y Queipo de Llano. Madrid: Real Academia de la Historia, p. 21. 27 Es muy raro que se conserven pruebas de un encargo literario: cf. Zugasti (1996): «Propaganda y mecenazgo literario: la familia de los Pizarros, Tirso de Molina y Vélez de Guevara», en Teatro, Historia y Sociedad. Seminario Internacional sobre teatro del siglo de oro español. Murcia, octubre 1994. Murcia: Universidad de Murcia, p. 40. 25
26
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Además, la pieza puede llegar a entenderse mal si no se la considera una obra hecha por encargo, puede llegar a ser incomprensible si no se tienen en cuenta las circunstancias por las que atravesaba la familia Pizarro y, desde luego, no se alcanza todo su calado sin unos conocimientos básicos sobre la historia de la conquista americana 28 . Por tanto, es muy probable que Las palabras a los reyes sea fruto de un encargo de Juan Fernando Pizarro a Luis Vélez. Debió ser escrita después de Varones ilustres y antes de la concesión del título, lo cual nos aporta un margen de escritura de unos cinco años: 1625-163029. Existe aún cierta reticencia a estas obras de circunstancias, ocasionales, hechas por encargo. El hecho de que exista un impulso externo y unos condicionantes arguméntales no tiene porque restar valor a la obra de arte en sí. Tanto Lope, como Tirso, como Vélez no dejarían a un lado su buen hacer dramático cuando afrontasen piezas de encargo 30 . Es más, lo lógico sería pensar que esas circunstancias incentivasen la calidad de su producción 31 .
28
Laferl (1992): «América en el teatro español del Siglo de Oro», p. 170: «El contenido de estas obras sólo puede entenderse por su estar-incluidas en el respectivo contexto condicionado históricamente. Asimismo, la representación de América dentro de estas formas artísticas carecería relativamente de sentido sin las relaciones históricas [...] En todas las representaciones de América —ya sea en forma de alegoría, ya por la aparición, en último término metonímica, de indios en un trionfo- tienen que observarse conjuntamente las condiciones del ambiente. Con ello, el mensaje político no puede ser pasado por alto». 25
Cfr. Dille (2004): «Estudio introductorio a Las palabras a los reyes»..., p. 17 y Zugasti (2004): «Estudio introductorio» a Las palabras a los reyes..., p. 72. 30 Zugasti (2004): «La imagen de Francisco Pizarro en el teatro áureo...»: «La constatación del encargo podría quizás inducir a creer que dicha mitificación es producto de la influencia de terceros y no del pensar de Tirso, pero considero este argumento insostenible. Para los detalles anexos a la obra, para conocer algo más sobre el inicial proceso de creación, sí que es importante tener en cuenta este dato, pero ello no afecta al resultado final del drama ni a una valoración global del producto que el autor entrega, pues en última instancia serán su voluntad de ingenio y su hacer dramático los que prevalezcan sobre el hecho monetario o amistoso de un encargo». 31
Me parece muy acertado el siguiente análisis sobre la crítica a las obras de encargo: Laferl (1992): «América en el teatro español del Siglo de Oro», p. 169: «El carácter ocasional de estas obras de arte [se refiere a las obras hechas por encargo] ha impedido o distorsionado su consideración durante mucho tiempo a partir del romanticismo alemán. Estas obras no se prestaban para un modo de ver que iba a la búsqueda de 'obras de arte puras'; pero si, con todo, se convertían en objeto de una visión científica de este tipo, tenían que darse resultados que les hacían muy poca justicia».
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Si tuviésemos que valorar la pieza teatral por su eficacia tendríamos que ponerle una nota alta porque la campaña promovida consiguió que Felipe IV concediese de nuevo el marquesado. Lo hizo público a través de una carta fechada el 23 de diciembre de 1630. La peculiaridad de la nueva concesión era que tenía que ser un título español por lo que Juan Fernando eligió en 1631 el pueblo de la Zarza, cerca de Trujillo, y comenzó a llamarse marqués de la Conquista.
D E S D E EL PUNTO DE VISTA DEL PÚBLICO: F E L I P E I V Y LOS PIZARRO
A causa del costoso cuerpo de funcionarios y del agotamiento de la explotación de los recursos del Nuevo Mundo, las arcas reales vieron disminuir progresivamente el nivel de sus ingresos de procedencia americana. La conquista comenzó siendo de iniciativa privada y esta iniciativa insuflaba cuantiosas sumas al erario público. A medida que se fue produciendo la desprivatización, la hacienda pública tuvo que invertir mucho dinero y dejó de ingresar otro tanto. En los años que a nosotros nos interesan la situación económica del Estado español era crítica. La política diseñada por Olivares para unificar los gastos e ingresos de los Estados no obtiene resultados. Otras medidas que se tomaron fueron la depreciación de la moneda, la venta de posesiones reales y los impuestos especiales. Los parches van salvando el buque pero las fugas no dejan de surgir. La guerra reanudada en Flandes en 1621 supuso un esfuerzo financiero que España no estaba preparada a afrontar32. En fin, la Corona se declara en bancarrota en 1627. A estos factores económicos se suma uno político, de especial interés para la comprensión del drama velista. En los primeros años del reinado de Felipe IV comenzaba a producirse un cambio en la percepción de América. Ese enorme territorio no podía seguir siendo considerado un pozo sin fondo: a la gallina de Elliott, John H . (1990): El Conde-Duque de Olivares. Barcelona: Crítica, p. 351: Olivares no era muy partidario de la inversión en Flandes y procuró reducir el dinero que allí se enviaba: «A su juicio, al marqués de Balbases [Spínola, general de los ejércitos españoles en Flandes durante décadas] se le prometía una ayuda financiera de una generosidad nunca vista. A cualquiera que se le dieran 3.700.000 escudos al año para mantener un ejército de 57.000 soldados de infantería y 4.000 de caballería, le debería bastar e incluso sobra el dinero. En su fuero interno, estaba convencido de que los fondos que con tanto sacrificio se juntaban en España se dilapidaban vergonzosamente en Flandes». 32
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los huevos de oro tendrían que cuidarla porque sino se quedarían sin gallina y sin huevos. La corona dependía ya demasiado del oro de Ultramar, no podía arriesgar su principal baluarte. Hasta entonces América era una pieza secundaria en comparación con los intereses europeos. Lo que realmente preocupaba a los gobernantes era el mapa político del viejo continente: Flandes y los territorios italianos, sobre todo. En Las palabras a los reyes hay un guiño evidente a esta situación en los vv. 980-984: —CARLOS. Haced, Marqués, que ninguno entre donde estoy, en tanto que para Alemania y Flandes con vos a solas despacho. La intervención del emperador continúa con la justificación por no haber podido recibir a Francisco Pizarro (vv. 1007-1011): los Estados de Flandes, que me han tenido estos días ocupado, lugar me han dejado apenas para otro ningún despacho. En el drama, estos comentarios de Carlos V contrastan enormemente con las acciones que llevan a cabo los españoles en Perú. Resulta chocante que el emperador dedique más tiempo a los territorios que están sangrando al Estado que a los soldados que sangran por conquistarle riquezas, vasallos y tierras. La Corte no apreciaba, y por tanto no recompensaba, del mismo modo los méritos europeos que los americanos. El Nuevo M u n d o dejó de ser considerado sólo como fuente económica y pasó a tenerse en cuenta el factor político y social. Dentro de esta transformación se encuentra el cambio de actitud hacia las personas de la vanguardia conquistadora y colonizadora. Felipe IV tuvo una consideración especial hacia los encomenderos 3 3 y las familias de los conquistadores. 33
Sin que esto suponga ninguna rebaja en el respeto a los derechos humanos: Arco y Garay (1944): La idea de imperio en la política y literatura españolas, cita en la pp. 4 4 2 - 4 4 3 unas palabras de Felipe IV, de 3 de julio de 1627, en que dirigiéndose al Consejo de Indias el Rey puso de su mano estas palabras: «Quiero me déis satisfacción a mí, y al mundo, del modo
El Rey c o m o espectador del teatro indiano
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El monarca explotó una acción con los conquistadores y colonos que le reportó grandes beneficios en los dos aspectos que más le preocupaban: el económico y el político. La concesión de títulos premiaba sus esfuerzos y respondía a los sempiternos requerimientos de nobleza 34 . Estas mercedes garantizaban la lealtad y canalizaban la prestación de servicios de los indianos. Desde el punto de vista económico, al Estado no le costaba nada y sin embargo le retribuía grandes cantidades de dinero. Como ya sucedió con la venta de cargos y oficios públicos en las Indias, la monarquía volvió a encontrar un sistema que fue beneficioso, al menos a corto plazo, para los intereses de ambos. Las palabras a los reyes, lejos de incomodar al público cortesano, debió ser recibido con agrado pues el drama venía a salvar el único obstáculo que existía para satisfacer los intereses de la corona y los Pizarro: la leyenda negra que se cernía sobre los conquistadores extremeños. Se necesitaba ganar la opinión pública para facilitar la actuación política. La puesta en escena fue destruyendo cada una de las acusaciones. Los personajes son humanos que tratan con respeto a los indígenas, en vez de crueles monstruos. Los protagonistas son fieles vasallos cuya intención es servir a su monarca, en lugar de rebeldes que quieran usurpar el poder. Son representantes de los intereses nacionales y no meros agentes comerciales. Son castos soldados que respetan a las mujeres indígenas y anteponen su deber al placer. Se muestran como cristianos piadosos que realizan la conquista para convertir a los pueblos gentiles y no como ambiciosos ladrones preocupados exclusivamente por aumentar sus riquezas. de tratar esos mis vasallos, y de no hacerlo, con que en respuesta de esta carta vea yo ejecutados ejemplares castigos en los que hubieren excedido en esta parte, me daré por deservido. Y aseguraos, que aunque no lo remediéis, lo tengo de remediar, y mandaros hacer gran cargo de las más leves omisiones en esto, por ser contra Dios y contra mí, y en total destrucción de esos reinos, cuyos naturales estimo, y quiero sean tratados como lo merecen vasallos que tanto sirven a la Monarquía y tanto la han engrandecido e ilustrado». 34 Céspedes (1997): «Los orígenes de la nobleza en indias», pp. 37-38: «Desde el reinado de Felipe IV en particular, la concesión de honores y títulos estuvo a la orden del día. Sucedió con estos lo que años antes ocurriera con la venta en Indias de oficios y cargos públicos, y exactamente por las mismas razones: para una Hacienda real en bancarrota, otorgar tales prebendas no suponía más gasto que el coste del papel y el trabajo de firmar y escribir; en cambio, el fisco ingresaba dinero en sus vacías arcas, ya que la gente se halla siempre dispuesta a pagar, de una forma u otra, por satisfacer su vanidad y sus ambiciones. Comenzó a formarse la legión de caballeros americanos en las órdenes nobiliarias de Santiago, Alcántara, Calatrava y Montesa. Con la debida dignidad, empezó la concesión de títulos nobiliarios a hacendados y mercaderes ricos a cambio de un servicio pagado a la Corona en dinero contante y sonante».
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Javier González Martínez
ALABANZA PIZARRISTA: IMAGEN TIRSIANA (MITO) VS. IMAGEN VELISTA
Lo dicho sobre el valor intrínseco de la obra de arte, independientemente de que haya sido fruto de un encargo, ni resta importancia al contexto en el que se escribió ni esquiva el particular tratamiento de los personajes. En efecto, la forma de representar a los protagonistas es relevante en este tipo de encargos de dramas históricos. Para la creación de los personajes de la conquista, los dramaturgos debieron considerar qué imagen pública se tenía de los conquistadores, la cual era el punto de partida, y qué imagen tenían los propios conquistadores de sí mismos, la cual era el punto de destino. Ya hemos considerado qué opinión se tenía de los conquistadores y se pueden englobar las críticas al campo social y político (condición humilde y desgobierno). Desde luego esa imagen no coincidía con la que los conquistadores tenían de sí mismos. La primera reacción ante esta opinión generalizada fue la sorpresa; no se esperaban ese recibimiento ni por parte de la nación que les vio partir ni por parte de los gobernantes del reino que tanto engrandecieron. Tras la reacción de sorpresa llegó la respuesta a través de las dos armas que mejor podían esgrimir: las hazañas realizadas y las riquezas atesoradas. Estos dos ingredientes facilitaron la creación historiográfica y literaria. Los conquistadores y sus familias atribuyeron parte de la repulsa al desconocimiento que en Europa se tenía del Nuevo Mundo y de lo que allí encontraron. Por eso acercaron a la imprenta y a los tablados sus descubrimientos, sus conquistas y sus gobiernos. En el caso de los Pizarro, los dramaturgos que afrontaron la problemática optaron por dos caminos diferentes para cambiar la imagen que se tenía de los conquistadores del Perú. Tirso escogió el camino de la mitificación. Ruiz Ramón explica que en «Todo es dar en una cosa», primera parte de la Trilogía pizarrista: la historia no es leída — ¿ c ó m o ? — en clave histórica, por lo que no tiene sentido cazar sus fantasías e inexactitudes, c o m o t a m p o c o en clave teológica, pero sí en clave mítica. D e ahí la importancia de profecías, augurios, casualidades, y objetos y acciones de valor simbólico 3 5 .
35 Ruiz Ramón, Francisco (1988): «El nuevo mundo en el teatro clásico. Introducción a una visión dramática», en su Celebración y catarsis. (Leer el teatro español). Murcia: Universidad de Murcia, p. 120.
El Rey c o m o espectador del teatro i n d i a n o
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Por ejemplo, Tirso cambia radicalmente la versión del nacimiento de Francisco que circulaba de forma oral por todo el imperio: que era bastardo, fue abandonado de sus padres y lo amamantó una puerca. El dramaturgo toma parte de estos elementos y los utiliza para componer un relato genealógico de carácter profético. La encina en la que es depositado Francisco al nacer y la cabra que le alimenta son convertidos en objetos alegóricos. Su nacimiento es asemejado al de Ciro, Semíramis, Abides, Rómulo y Remo 36 . Después de haber dado la vuelta a su origen, Francisco ya puede ser presentado como el fundador de un gran linaje37. Luis Vélez tomará un camino distinto. Aunque en su obra haya numerosas referencias a la mitología clásica38, sin embargo, la referencia cultural a la que trata de reconducir al público es más bien la reconquista española: donde la gloria se alcanzaba con la valentía, el sudor y los milagros de la espada. Es decir, los protagonistas no son mitos sino héroes. Los personajes son más humanos: enamoradizos, ambiciosos, irascibles, nobles por naturaleza. Las hazañas se alcanzan con el esfuerzo de la lucha.
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Zugasti (2004): «La imagen de Francisco Pizarra en el teatro áureo...»: «El paralelismo con la antigüedad clásica es inmediato: Semíramis fue alimentada por unas palomas; Abides se crió con las fieras del bosque y lo protegió una cierva; el rey Ciro el Grande fue abandonado en el campo y salvado por unos pastores; una loba a m a m a n t ó a Rómulo y Remo. Extraña, según puntualizan Mayberry y Ruiz Ramón, que no se cite a Júpiter, cuya nodriza fue la cabra Amaltea». 37 L o h m a n n , Guillermo (1946): «Francisco Pizarro en el teatro clásico español», en Arbor 5, p. 429. 38
Zugasti (2004): «La imagen de Francisco Pizarro en el teatro áureo...», señala las siguientes referencias mitológicas: «en dos ocasiones será un Jasón cristiano (vv. 32 y 858) y los argonautas los soldados que llevaba consigo; tres veces se repite que es un nuevo Ulises (vv. 952, 1142 y 2433); por último, se establecen símiles con César (vv. 2277, 2480), Héctor y Aquiles (v. 2278), Pirro y Jerjes (v. 2479) o Alejandro Magno (vv. 2480)».
A M É R I C A EN EL DIARIO
DE CRISTÓBAL C O L Ó N :
¿UTOPÍA O PARAÍSO? María Teglia Universidad de Buenos Aires, Argentina
Antonello Gerbi, en su libro La Naturaleza de las Indias (1978), llegó a plantear lo siguiente sobre los textos de Colón: «algunas reacciones contienen in nuce todas las posteriores actitudes del europeo en América». Esta creencia otorga una importancia fundamental al corpus colombino en la constitución del imaginario europeo sobre el continente americano; mayormente, a las actitudes o reacciones latentes en estos textos. También, creemos, en relación con lo planteado, que los textos de Colón, pero, específicamente para nuestro análisis, el Diario del primer viaje como texto fundador, han iniciado una tradición de imágenes y tópicos, que, entre otros, han constituido la literatura occidental en sentido amplio. De esta manera, es nuestro propósito analizar algunas cuestiones referidas a la dimensión utópica del Diario, en tanto que, como muchos han considerado, ha tenido una larga impronta en la literatura colonial y en la posterior hispanoamericana. Quisiera extraer una cita del primer viaje. Es del día veintinueve de noviembre del Diario de a bordo y se refiere a los pobladores de lo que fue llamado Puerto Santo: «le contentaba mucho [al Almirante] la felicidad de aquella tierra y disposición que para poblar en ella avía»1. La frase reúne dos deseos yuxtapuestos en la escritura. Por un lado, el que escribe se contenta con haber hallado un poblado o una pequeña nueva sociedad en estado de felicidad; es decir, un pequeño paraíso en la tierra en
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Utilizamos la edición de los Textos y documentos completos de Colón (1982), de Consuelo Varela.
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María Teglia
donde sus habitantes son, todos ellos, felices. Sin embargo, en segundo lugar, la frase expresa una esperanza o deseo para el futuro: el de hacer crecer el poblado o, directamente, el de civilizarlo a partir de la disposición de su gente. Los anhelos se hallan unidos como si, entre ellos, no hubiera una contradicción: la de querer reformar una sociedad que se muestra, en apariencia, ya viviendo en estado de plena felicidad. Nos vienen al caso las palabras de Bronislaw Baczko (1991): «Contrariamente a los Edén y a las Islas Afortunadas, la utopía es una construcción multiplicable y modificable [...], obra puramente humana [...], que desencanta los Paraísos y su espacio-tiempo mítico». Es decir, con esto, la citada frase de Colón reúne tanto una proyección de la mítica imagen del paraíso deseado en la tierra como el deseo reformista presente en toda literatura utópica. Sobre este tema, queremos profundizar: sobre los lugares discursivos del Diario de a bordo que toman cuerpo como anhelo del Paraíso y su relación con los otros momentos discursivos del texto que asumen las características más propias de los textos utópicos. De este modo, la actitud de Colón frente a América es la del que contempla un paraíso: «Crean Vuestras Altezas que es esta tierra la mejor e más fértil y temperada y llana que aya en el mundo» (Baczko, 1991). El Almirante apela directamente a los reyes para remarcar lo increíble y maravilloso de la visión traducida por su escritura o, en parte, intraducibie (en «Crean Vuestras Altezas»). Los tópicos de la literatura clásica que el autor retoma para descripciones como ésta fueron relevados por Beatriz Pastor en Discurso narrativo de la Conquista de América (1983): la suavidad del aire, la fertilidad de la tierra, la abundancia del agua, el exotismo de la fauna, etc. Todos ellos recrean el paisaje paradisíaco constituido por la literatura clásica y ya incorporado al imaginario europeo. Del mismo modo Colón también transpone esta fantasía a la composición de la imagen del Nuevo Mundo, cuando dice oír cantar al ruiseñor. Junto con la distinción de Baczko, tomamos, para el análisis de la visión del paraíso, las figuras que, extraídas de Cioran, enhebran el diseño de otro libro de Pastor, El jardín y elperegrino (1999). Para esta autora, también son búsquedas diferentes la del paraíso y la de la utopía, representadas en esas figuras. De ambas, la que nos interesa, en este caso, no es la del peregrino sino la del jardín perdido, que sintetiza «la búsqueda de un objeto del deseo fijado en un estado de perfección inmutable» (Ibíd.). Esto es lo que proyecta Colón sobre América: características del nuevo espacio ya tenidas como tópicos para esa época: la fertilidad de la tierra, la suavidad del aire, etc., que fijan la visión de un paraíso ya constituido, invariable
América en el Diario
de Cristóbal Colón
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y perfecto, detenido en el tiempo. Lo mismo sucede con la descripción de los amerindios. Respecto de los pobladores de la isla Española, el autor señala: «Son los más hermosos hombres y mujeres que hasta allí ovieron hallado» y «Crean Vuestras Altezas que en el mundo todo no puede haber mejor gente ni más mansa» (Colón, 1982). El tono continúa siendo el mismo: de sorpresa ante la maravilla, hermosura y perfección de lo hallado. Los recursos retóricos son la exageración y el exceso, que están presentes constantemente en el Diario desde la fecha del descubrimiento, y que contrastan con el simple «tuvieron habla con la gente de la isla» cuando se refiere a los habitantes de la isla Santa María, una de las Azores. De esta manera, Colón describe un jardín edénico clausurado en un tiempo primitivo e ideal, seres viviendo en la perfección de su paraíso. Sin embargo, por otro lado, el Diario contiene párrafos que, de acuerdo con la distinción de Baczko, podrían ser llamados «utópicos». Por ejemplo, el mismo día del descubrimiento, el escritor explica: «porque conocí que era gente que mejor se libraría y convertiría a nuestra sancta fe con amor que no por fuerza» (Ibíd). Con esta cita, no se extasía ni se maravilla de la bondad de los pobladores amerindios; tampoco cierra su trabajo hermenéutico con la proyección de la imagen del Jardín del Edén terrenal sobre América. En cambio, inicia lo que Fernando Aínsa (1993) llama «una visión utópica prospectiva». Es decir, proyecta, desde el presente, un futuro utópico. Para enfatizarlo, introduce la frase con el evidencial «conocí», el que, además de otorgar testimonio, también agrega carácter revelador, y, así, la posibilidad futura de perfeccionamiento de esta sociedad se muestra como revelación. De esta manera la utopía puesta en el futuro es, como plantea Baczko, un desencantamiento de los paraísos. Por momentos, entonces, triunfa, en Colón, el deseo de transformación utópica, pero, en esta búsqueda del cambio, se abandona la concepción de América como paraíso. Ya no es el lugar en donde reside la perfección, y sus habitantes carecen de algo que podría otorgarles la felicidad plena. Mientras que, por un lado, en ciertos fragmentos, la carencia de armas y de vestimenta que cubra remite a imágenes de la Edad de Oro; en otras ocasiones, referidas especialmente a la religión y a la lengua, como bien analiza Beatriz Pastor, la falta es interpretada como oportunidad para la Corona de ofrecer, al Nuevo Mundo, aquello que necesita para constituirse en tierra de felicidad de perfecta completud. Esto contiene algunas de las actitudes que serán retomadas posteriormente, por ejemplo, por Las Casas, cuya labor estará fundada sobre
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María Teglia
la generosidad, las utopías cristianas reformistas y, también, sobre las ideas de carencia del otro amerindio. De este modo, América se constituye, para la mirada de Cristóbal Colón, tanto en paraíso terrenal como en tierra fértil para la utopía. Mientras que, con esta última, la actitud ante América es la del que busca la perfección del espacio imperfecto e incompleto mediante la transposición de valores europeos; con el primero, busca, para el mundo tal como era concebido por aquellos años, lo que a éste le faltaba: un paraíso. Si, como plantean muchos, y entre ellos Fernando Aínsa, las actitudes de los utópicos implican una crítica al orden vigente, las del descubridor de América, entonces, oscilan entre la crítica hacia este «nuevo» continente y la que también dirige hacia Europa. En tanto, si bien la búsqueda del paraíso y la de la utopía son inconciliables o, por lo menos, muy diferentes, si analizamos algunos otros párrafos del Diario, veremos que es posible reunirías aunque sea sólo en algunos aspectos de ellas; y esto constituiría una tercera postura o actitud presente en el texto. Así, por ejemplo, en la siguiente cita: «Esta gente es semejante a aquella de las dichas islas [...] salvo que estos ya me parecen algún tanto más domésticos [...]» y «Crean Vuestras Altezas que es esta tierra la mejor e más fértil y temperada y buena que aya en el mundo [...] que si las otras son muy hermosas, ésta es más [...] que si las otras ya vistas son muy hermosas y verdes y fértiles, ésta es mucho más [...]» (Colón, 1982). La misma expresión y estructura se repiten con la llegada a cada isla. Con esto, queremos plantear una progresión de la perfección, ya que, por un lado, las expresiones evocan los tópicos clásicos que describen la Edad de Oro: la tierra fértil, el clima templado, el buen salvaje, etc. Pero, en esta construcción del paraíso que constituyen todas estas islas del Caribe, la perfección ya no es inmutable sino que va en aumento hasta componer una progresión en la escritura. Más adelante, por ejemplo, dirá de la isla Española que tenía la «gente más hermosa y de mejor condición que ninguna otra de las que avían hasta allí hallado [...] y que son blancos más que los otros». Las primeras descripciones de América, como ésta, tienen, así, componentes de la del Paraíso clásico, pero a ellos se les agrega la progresión o el acrecentamiento del estado de perfección a lo largo del recorrido por las islas caribeñas. En relación con este «viaje particular» por el Caribe, debemos pensar que ingresan en él las características más propias de la utopía: la búsqueda de perfeccionamiento y la de transformación. Esto puede analizarse así, ya que, según el corpus colombino, el estado paradisíaco de las islas hallado primordialmente no es perfecto sino perfeccionable. Por otra parte, hay una
América en el Diario de Cristóbal Colón
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búsqueda continua de esta superioridad, y esto es más propio de las utopías, en tanto que no hay en ellas una clausura imperturbable como sucede en los edenes e islas afortunadas. Además, las utopías son fenómenos con esperanza y su visión siempre se ve proyectada hacia el futuro. En el caso de Colón, es curiosa la visión utópica que se da en su texto. El final del Diario, en el que se relata la vuelta de las carabelas hacia España, promete encontrar, en los próximos viajes, la isla de los caribes y la de Matinino o isla de las mujeres, porque, afirma, «hay mucho oro en Carib y en Matininó» (Ibíd). Y esto, de acuerdo con la lectura de Sergio Buarque de Holanda (1982), es promesa de un lugar bienaventurado: «la creencia peregrina de que, donde había esas naciones de mujeres sin hombres, también existían grandes riquezas minerales» y, también, «el Edén justamente se encontraba en las señales de abundantísimas riquezas». Es decir, el Diario promete continuar con el progreso de la perfección que venía ofreciendo en sus descripciones sobre las islas y de esta manera contiene una visión prospectiva propia de las utopías. Ahora bien, esta búsqueda a que nos referimos en este caso no lo es de una transformación social ni de una práctica social o sociedad (auto) constituida. En el sentido contemporáneo del término, «utopía» implica un programa de superación de una comunidad hasta alcanzar la excelencia; en cambio, el progreso y las promesas del texto de Colón lo son respecto de lo hallado, que se percibe cada vez más hermoso y paradisíaco, y también de la visión que de ello se tiene, cada vez más extasiada y maravillada. Por ejemplo, la escritura se vuelve autorreflexiva: .. .afirmó que ningún [puerto, como el de la Española] se le iguala de cuantos aya jamás visto [...] que teme ser juzgado por magnificador excesivo más de lo que es la verdad [...] más en todas estas partidas no se hallará la perfección de los puertos, fallados siempre uno mejor del otro; que yo con buen tiemto miraba mi escribir, y torno a decir que afirmo haber bien escrito. (Ibíd.)
Aquí, el Almirante se reconcentra en su texto para maravillarse ya no de lo que ve sino de lo que escribe. El progreso utópico del Diario no se relaciona con la transformación de una sociedad sino, más bien, con el progreso y grado de maravilla de lo hallado y, también, de lo escrito. El referente es, cada vez, más perfecto y maravilloso, y su escritura, cada vez más inverosímil y fantástica. Finalmente, concluimos que el Diario no es un texto completamente utópico en tanto que no propone mayormente, en el presente de la escritura, una
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María Teglia
transformación social, pero sí proyecta un crecimiento de la perfección a nivel del referente y una escritura cuyas modalidades descriptivas estarán progresivamente cada vez más alejadas del verosímil de la época; y esto es lo que tiene de utópico. Tampoco integra, entonces, la serie de textos de búsqueda del paraíso, en tanto que no describe un estado inmutable, pero sí es parte de ella porque busca constantemente el lugar perfecto. De esta manera, América, para la visión colombina y para la que en parte la continuará, será un perfecto paraíso, aunque lo maravilloso de ella sea lo que la escritura utópica promete describir, más que descubrir; como lo haría cualquier discurso utópico.
BIBLIOGRAFÍA
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utópico en América
3. Viajes y viajeros entre siglos
LA REINA
DEL
SUR:
U N C O R R I D O DE IDA Y VUELTA
A n a Marco González
Universidad
de Granada,
España
Voy a cantar un corrido, escuchen bien mi compás, para La Reina del Sur, traficante muy famosa, nacida allá en Sinaloa, la Tía Teresa Mendoza. Los Tigres del Norte, «La Reina del Sur», 2002 Siempre creí que los narcocorridos mejicanos eran sólo canciones, y que El conde de Montecristo era sólo una novela. Se lo comenté a Teresa Mendoza el último día, cuando accedió a recibirme rodeada de guardaespaldas y policías en la casa donde se alojaba en la colonia Chapultepec, Culiacán, estado de Sinaloa. Arturo Pérez-Reverte, La Reina del Sur, 2003 D e la misma manera que se discuten las aportaciones peninsulares y ultramarinas sobre rumbas, milongas o guajiras, formas paradigmáticas entre los denominados cantes de ida y vuelta, aproximarse a la fábula construida por Arturo Pérez-Reverte en torno a la figura de Teresa Mendoza exige recorrer un itinerario trasatlántico signado por el mestizaje y las numerosas idas y venidas históricas, lingüísticas y culturales entre el lado de acá y el de allá.
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Ana Marco González
No podía suceder de otra manera al advertir la presencia del corrido, hijo del romance, en La Reina del Sur (2002), obra en prosa de un murciano, a caballo entre la crónica de sucesos, el thriller policiaco y la convención del best-seller, inspiradora a su vez de un narcocorrido que la canta y la cuenta en la síntesis de treinta versos y que incorpora los motivos del viaje y del descubrimiento privado de México y el Mediterráneo como un topos central. Esta inscripción del narcocorrido en la novela corrobora el vigor de un fenómeno de hibridación de especies literarias y de niveles de cultura de honda raigambre en la conformación del cancionero popular en lengua española, pero también de absoluto protagonismo en el panorama narrativo iberoamericano de las últimas décadas. Es siguiendo estas dos rutas, la espacio-temporal que resuena en la ascendencia de algunos de los referentes nucleares del texto, el narcocorrido y la canción ranchera, y la intergenérica e intertextual que permite su paso a la narrativa, que plantearemos nuestra revisión de la obra de Reverte y de su profunda imbricación en el imaginario popular mexicano.
E L V I A J E EN EL T I E M P O Y EN EL ESPACIO
Puede afirmarse que la canción latinoamericana nace de la coincidencia feliz de los viejos géneros lírico-narrativos peninsulares con un entorno nuevo, hallando en el octosílabo, prototipo de lo castizo, según Vicente T. Mendoza, su raíz literaria. Ya el romance constituía una suerte de cajón de sastre receptor de numerosas influencias: heredero de la gesta, estilizado al asumir el influjo de la canción lírica, inspirará a cortesanos y literatos, para retornar a áreas rurales y, más tarde, volver a interesar a los recopiladores y escritores de los círculos urbanos. Un peregrinaje parecido se sitúa en el origen del cancionero lírico americano, conformado a partir de moldes procedentes de la escuela popularizante renacentista y difundido entre los sectores rurales e iletrados del continente. Frente a la creencia común, este tipo de trasvases entre formas folklóricas y otras de la denominada «alta cultura», no acelera necesariamente la desaparición del patrimonio colectivo. Es significativo a este respecto el testimonio ofrecido por un célebre investigador de la oralidad como Paul Zumthor (1991, p. 39): la tradición oral prosiguió de tal manera la publicación por Elias Lónrot en 1835 del conjunto de cantos épicos finlandeses bajo el título de Kalevala que, quince
La Reina del Sur. u n corrido de ida y vuelta
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años después, un nuevo Kalevala doblaba el volumen del primero. Se trata del mismo estímulo animador de la preservación y evolución simultáneas del romancero español y es un tránsito semejante al que reproduce la historia de La Reina del Sur, el relato de las andanzas en cine, en novela y en corrido de Teresa Mendoza, que se inspiran unas a otras, se contaminan y se modifican. Con todo, los cauces habituales de motivación genérica resultan aquí alterados. Pérez-Reverte, conocedor del mundo del tráfico de drogas de ambos lados del Atlántico, advierte tras escuchar «Camelia la Tejana», el narcocorrido clásico de Los Tigres del Norte, que tiene a su disposición ingredientes abundantes para construir una crónica ficticia, con notas de novela negra, apta para denunciar la corrupción policial y los intereses de importantes personalidades en las tramas de distribución de hachís y cocaína desde Marruecos y Gibraltar al norte de Europa y rendirle de paso homenaje a México. Según testimonio repetido del escritor, la mejor manera de conciliar estos elementos era hacerlo a ritmo de corrido. Imposibilitado Reverte, el corrido lo compondrán después de leer la novela los propios Tigres del Norte y así, frente al procedimiento común de amplificación en prosa de una canción, es la crónica escrita la que termina siendo cantada. En la actualidad, se prepara su adaptación cinematográfica. Pero, ¿qué es en realidad y qué función desempeñan entre sus receptores el corrido y su versión contemporánea de mayor éxito, el narcocorrido? Al primero lo definió en 1954 uno de sus estudiosos más reputados, el folklorista Vicente T. Mendoza, como un «género épico-lírico-narrativo, en cuartetas de rima variable», «forma literaria sobre la que se apoya una frase musical compuesta generalmente de cuatro miembros que relata hechos que hieren poderosamente la sensibilidad de las multitudes» (Mendoza, 1976, p. 9). El romance le proporciona «estructuras, temas y personajes elementales a partir de los cuales los compositores locales construyeron relatos basados en las vivencias y la problemática de su comunidad» (Hernández, 2000, p. 235). En cuanto a su designación, el término 'corrido' existía en la península desde antiguo y se hablaba de romances-corridos por la manera rápida en la que ocasionalmente se interpretaban aquéllos. Ni la amplitud del corpus ni su longevidad, ya que cuanto menos se le reconocen ciento cincuenta años de existencia1, podían haber impedido la
1 A este respecto resulta ya clásica la disputa entre los investigadores norteamericanos Merle E. Simmons y Américo Paredes, el primero defensor de la formación del corrido a par-
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Ana Marco González
proliferación de subgéneros o la introducción de variaciones significativas en su paradigma central. Ningún otro acontecimiento ha provocado una conmoción tan grande en este sentido como la aparición del llamado «narcocorrido». Su surgimiento canceló una tendencia progresiva a la depauperización estilística, observada más o menos desde 1930, cuando el universo corridístico empieza a resentir tanto la asimilación a las nuevas condiciones sociopolíticas como a las modernas formas de difusión masiva. Sin embargo, el aliento épico recobrará un vigor inusitado con la recuperación de la denominada por Aurelio González (2003, p.140) «temática de contrabandistas». «Recuperación», puesto que los antecedentes del narcocorrido son casi tan antiguos como el propio género. Primero se había hablado de los contrabandistas de textiles del siglo xix. Después, de los tequileros de los años veinte, que introducían el alcohol en la Norteamérica de la Prohibición. En octubre de 1934 es grabado en San Antonio, Texas, el que para muchos constituye el primer narcocorrido auténtico de la historia, «El Contrabandista», escrito por Juan Gaytán, del dúo Gaytán y Cantú. Siguen «Carga blanca», en 1940, «La Canela», en la década de 1950 y, en 1972, «Contrabando y traición», la historia ficticia de Emilio Varela y Camelia la Tejana, escrita por Ángel González y popularizada por Los Tigres, que determina la aparición del narcocorrido contemporáneo. Varias secuelas, una película y hasta una entrevista con Camelia aparecida en La Jornada el Día de los Inocentes de 1999 dan idea de la tremenda repercusión de esta balada, a la que seguiría una estela difícil de cuantificar. Pese a las innovaciones lingüísticas e ideológicas que puedan observarse, el grueso del género comparte notables vínculos con la tradición, particular-
tir de una tradición baladística americana que se habría ido constituyendo sobre la base del romance español desde los tiempos de la Colonia (Simmons, 1963, pp. 1-15); el segundo, de su origen en la frontera méxico-texana como consecuencia del intenso conflicto intercultural que las sucesivas actuaciones expansionistas estadounidenses habrían ido generando en la zona desde los inicios del siglo x i x y que sería propicio a una expresión folklórica de naturaleza épica (Paredes, 1963, pp. 231-235). Para Mendoza (1939), la descendencia del corrido de formas poéticas peninsulares es inequívoca, y probable el origen michoacano, dada la intensa presión poblacional española sobre el territorio, si bien su origen no habría de remontarse más allá de mediados del XIX. (En su estudio de 1954, sin embargo, sostiene que no es hasta el desencadenamiento de la Revolución Mexicana que puede hablarse del corrido como una forma completamente cristalizada). A estas perspectivas ha de sumarse la tesis antigua y oriunda de Celedonio Serrano Martínez, quien en El corrido no deriva del romance español (1973) atribuye las raíces del corpus a los cantos narrativos prehispánicos.
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mente con los corridos protoépicos de finales del xix y principios del xx, que celebraban las hazañas de bandidos y valientes opuestos al régimen de Díaz. Para Guillermo E. Hernández, «el héroe en el corrido del narcotráfico hereda el papel adjudicado al protagonista en el corrido tradicional», dado que no se asiste en las composiciones a una celebración del delito, sino del valor de unos personajes provenientes de estratos marginales que con su audacia tratan de salir de la pobreza y desestabilizan a un sistema que les ignora (1992). De esta manera, los ecos antiguos estarían resonando en las formas nuevas. Como el profesor Hernández expuso en un exhaustivo estudio, al escuchar en fecha reciente en una estación de radio californiana «El corrido de la Martina» interpretado por un grupo juvenil, estaba asistiendo a la recuperación de un romance cuya versión más temprana procede de un cancionero del siglo xvi, y que recrea a su vez una narrativa de adulterio relatada en diversos géneros desde antes de la Era cristiana (2000) 2 . La participación del narcocorrido en La Reina del Sur no hace sino añadir entonces un eslabón a una larga serie, en lo que constituye además una acomodación natural a la poética revertiana y a su propia concepción de la novela: La novela vocacionalmente europea, entendida ésta como u n amplio paisaje cultural que incluye Iberoamérica y no excluye absolutamente a nadie, cuenta con u n denso y riquísimo pasado a sus espaldas. Una herencia de tres mil años de solera que nace en la Biblia y la cultura mediterránea oriental, pasa por Grecia y Roma, llega a España y al sur de Europa enriquecida por el Islam, florece en la latinidad medieval y el Renacimiento, viaja a América en naves españolas y retorna en forma de barroco para estallar en u n a inmensa fiesta de ideas y de posibilidades en los siglos x v i i i y x i x . Es precisamente ese contexto, ese paisaje, el que hace posible u n a novela actual europea, respaldada por toda aquella historia y memoria, que puede plantar cara con pleno éxito a la invasión del huérfano —bastardo, apunté antes— best-seller anglosajón a palo seco. (Pérez-Reverte, 2000, p. 364.)
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La larga cadena narrativa en la base de esta composición incluye relatos de El asno de oro, del Decamerón, de un fablieau francés del siglo x m , una canción medieval francesa y del romance español de la Blancaniña, prodigado en versiones desde sefarditas hasta latinoamericanas.
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E L VIAJE I N T E R G E N É R I C O
Si asumir la inclusión del narcocorrido como estrategia discursiva central en la obra significa adherirse a una orientación mayoritaria entre la crítica 3 , lo cierto es que la atracción de Reverte por un referente popular, épico, impulsor de valores heroicos y próximo al modelo tradicional de relato como el narcocorrido no podía resultar sorprendente. Su literatura se enmarca en una tendencia característica de la ficción posmoderna que postula el retorno a la narratividad, aunque desde un revisionismo desengañado e irónico, y que participa de un nuevo tipo de episteme definida por la «intersección y reconfiguración de dos modos de aproximación diferentes al proceso de la representación estética e intelectual: la cultura elevada y la cultura no elevada o popular» (Navajas, 2000, p. 297). Esta reunión se concita en la prosa del cartagenero mediante mecanismos diversos, resultando sin duda el recurso a modelos narrativos procedentes de formas próximas a la subliteratura el más directamente reconocible, si bien complementado de manera característica, como apunta Gonzalo Navajas, con una reflexión textual a la que permanece ajena la literatura masificada y que induce al desenmascaramiento de sus estrategias (Ibíd., p. 302). Homenaje y lucidez abundan en La Reina del Sur, cuya tipología convoca motivos variados. Por sus páginas asoma la novela negra, la crónica de viaje o la de sucesos. Y, por supuesto, domina el hipotexto de la novela de aventuras, con un componente fundamental de bildungsroman o relato de formación. Alejandro Dumas padre le proporciona a Pérez-Reverte una apoyatura constructiva esencial, en tanto que el tipo de escritura practicado por Dumas constituye en cierto sentido el epítome de la práctica literaria defendida por Reverte: heroica, entretenida y propiciatoria de la identificación y el consuelo. Por tanto, no sólo en forma de homenaje y como intertexto recurrente, sino también como referente hipotextual, sobremanera en los temas del presidio, 3
José Belmonte Serrano y José M a n u e l López de Abiada (2003) defienden la existen-
cia de u n a «subtrama técnica» en la novela centrada en el uso de corridos mexicanos para ir e s t r u c t u r a n d o la acción. T a m b i é n Pedro Guerrero Ruiz afirma: «pero sin d u d a alguna, de los artefactos más sobresalientes en La Reina del Sur, el más original y el más relacionado íntimamente con la novelación, es la música» (en Belmonte y López de Abiada, 2003, p. 145). Por su parte, Alfredo Rodríguez López-Vázquez: «en t o d o caso, sí es seguro que la acción de poner título [de canción mexicana] a los capítulos es significativa, y que el resto de los versos, que Reverte o el pseudo-Reverte h a n omitido, tienen m u c h o que ver con la irrupción de la vida real, de la muerte real, en el m u n d o de la joven Teresa Mendoza» (Ibíd., p.383).
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el culto al libro, el tesoro y la venganza, así como en su defensa de elevados valores morales y en el carácter ejemplar de la narración, el modelo genérico, discursivo y cultural de la novela de 1844 ocupa de forma dominante el espacio de la obra de 2002. Si el de Juan Rulfo es el otro discurso libresco claramente homenajeado en La Reina del Sur, idéntica o mayor atención reclaman los referentes no escritos de la canción popular y el narcocorrido. Manifiesto el interés de una parte amplia de la novelística posmoderna por incorporar a su práctica modos propios de la oralidad, esta «escritura oralizada» que Julio Ortega define como metáfora de lo popular (Aínsa, 2002, p.164) es perseguida con preeminencia desde los años sesenta mediante la contaminación de los estamentos musical y narrativo. Pérez-Reverte realiza su apropiación de la música popular mexicana según los patrones habituales: citas en el paratexto 4 , interpolación de fragmentos de canciones, alusiones veladas o directas y mención constante de los nombres de grupos y solistas significativos: ... mientras Vicente Fernández cantaba sobre mujeres y traiciones, la voz rota de Chavela regaba alcohol entre balazos en suelos de cantinas, y Paquita la del Barrio bramaba aquello de como un perro / sin un reproche / siempre tirada a tus pies / de día y de noche. Teresa se sentía acunada por la nostalgia de la música y los acentos de su tierra, que sólo faltaban chirrines y unas medias Pacífico para que fuese completa, aturdida por el hachís que le ardía entre los dedos, pásalo nomás pa' andar iguales, carnalita, peores los he fumado yo, que de bajar al moro sé un rato. Por tus veinticinco brejes, chinorrilla, brindaba la gitana Carmela. Y cuando en el cásete Paquita empezó lo de tres veces te engañé, y llegó al estribillo, todas corearon, ya muy tomadas, eso de la primera por coraje, la segunda por capricho, la tercera por placer —tres veces te engañé, hijoputa, matizaba a grito pelado Pepa Trueno, sin duda en honor de su difunto—. [...] Y con Vicente Fernández cantando muy a lo charro y por enésima vez Mujeres divinas, y con Chavela tomadísima advirtiendo no me amenaces, no me amenaces se fueron pasando a morro la botella e hicieron culebritas blancas sobre las tapas de un libro que se llamaba El Gatopardo (Pérez-Reverte, 2003, pp. 257-258).
4 Las del propio título — q u e en un principio no aludía más que a la propia Teresa Mendoza, pero que pasará a convertirse en un narcocorrido y un álbum de los Tigres del N o r t e — , la dedicatoria inaugural, los epígrafes que designan cada capítulo — y a la vez mantienen relación con la trama, la resumen o anticipan su desarrollo—, las menciones del epílogo y las numerosas declaraciones en que Reverte declara su intención frustrada de haber compuesto un corrido en lugar de una novela.
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José Alfredo Jiménez como icono de la ranchera urbana establece parcialmente la ambientación y el registro sentimental de la novela. En José Alfredo persigue Reverte la reproducción de lo auténtico mexicano y la instalación de un clima de marginalidad que es también de hermanamiento entre los personajes y con el propio lector. A su vez, este cancionero popular expone recurrentemente su confianza en un destino inquebrantable y las más de las veces adverso, contra el que no por eso dejan de revelarse sus personajes. La insistencia en la temática de la derrota constituye otro vínculo con la heroína revertiana: «el perfil dado a Teresa [...] es el de una perdedora sentimental, que va a rastras de su destino, pero es atractivo como ninguno por eso mismo» (Pozuelo Yvancos, 2002). La proliferación de alusiones e interpolaciones del cancionero contemporáneo posibilita además la caracterización de la protagonista de una forma intensamente empática: Y allí seguía, con la botella casi mediada, acompañando las palabras de la canción con las suyas propias. Oyendo una canción que yo pedí. Me están sirviendo ahorita mi tequila. Ya va mi pensamiento junto a ti. Las luces del jardín y la piscina dejaban la habitación en penumbra, iluminando las sábanas revueltas, las manos de Teresa que fumaban cigarrillos taqueaditos con hachís, sus idas y venidas al vaso y la botella que estaban sobre la mesita de noche. Quién no sabe en esta vida la traición tan conocida que nos deja un mal amor. Quién no llega a la cantina exigiendo su tequila y exigiendo su canción. Y me pregunto qué soy ahora, se decía a medida que iba moviendo los labios en silencio. [...] Miró hacia arriba, al techo oscuro y no vio nada. Me están sirviendo ya la del estribo, decía en ese momento José Alfredo, y lo decía también ella. No, pues. Ahorita solamente ya les pido que toquen otra vez La que Se Fue (Pérez-Reverte, 2003, pp. 374-375).
Mala fortuna, desolación, vicio y soledad están en José Alfredo y en La Reina del Sur. El paralelismo entre el universo del de Guanajuato y la creación de personajes encuentra una realización sencilla pero privilegiada en la figura del Pote Gálvez. La canción favorita del gatillero es el «Corrido del Caballo Blanco» y, como el animal, el Pote es fiel y sacrificado y su final igualmente trágico. Esta presencia de la canción sentimental aumenta a medida que avanza la novela, disminuyendo la del narcocorrido que, sin embargo, había sido dominante en el inicio del libro y volverá a serlo en su cierre. Pedro Guerrero Ruiz (2003, p. 143) habla de un «verdadero homenaje a la música popular del norte de México», pero el diálogo con lo musical va más allá del mero homenaje.
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Las funciones que el narcocorrido desempeña en la arquitectura de la obra son múltiples. La primera, incuestionable por las reiteradas declaraciones del autor en este sentido, es la de animación a la escritura, la de proporcionar al novelista una fuente de inspiración: El día que oí el corrido de Camelia la Tejana sentí la necesidad de escribir yo mismo la letra de una de aquellas canciones. Pero no tengo ni idea de música, ni sé resumir en pocas palabras historias perfectas como las que esa raza cuenta. Carezco del talento de los Tigres del Norte o los Tucanes de Tijuana, o de Chalino Sánchez, que era compositor, vocalista y gatillero de las mafias, y lo abrasaron a tiros, todo exquisitamente canónico, al salir de una cantina, en Sinaloa, por el narco o por una hembra. O por las dos cosas. Así que, tras darle muchas vueltas al asunto, decidí escribir un corrido de quinientas páginas y mezclar en él dos mundos, dos fronteras, dos tráficos (Pérez-Reverte, 2002).
Además de las connivencias temáticas inevitables entre universos discursivos atraídos por la violencia, el hipotexto del narcocorrido suministra modelos para la fijación del escenarios y ambientes, un soporte elemental de la trama —crónica de la huida de la novia de un traficante, perseguida por las propias mafias que lo asesinaron—, una tipología de personajes —algunos reales 5 —, un tono —épico y amargo— y uno de los referentes idiomáticos sobre los que se construye la novela, altamente polifónica y plurilingüística. El castellano mestizo de la obra en prosa, enriquecido por la inclusión de mexicanismos, galleguismos, anglicismos, caló, jerga carcelaria y numerosos vulgarismos, guarda similitudes con el del propio narcocorrido, distinguido por el empleo de un español-mexicano fuertemente regionalizado con frecuentes injerencias del inglés. De la similitud intencional del corrido y de la novela revertiana, que pasa por la conmemoración de una historia ejemplar, contradictoria con la moral dominante, pero capaz de encarnar valores positivos y en cierto sentido con-
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«Hasta Chalino Sánchez, que también fue amigo suyo [del Güero Dávila], había prometido hacerle un corrido con ese título: El rey de la pista corta« (Pérez-Reverte, 2003, p. 58). A m é n del emblemático Chalino, cantante y compositor, dos figuras no provenientes directamente del universo narcocorridista, pero involucradas con él y con la realidad sinaloense desde sus posiciones de periodista y escritor, César Güemes y Elmer Mendoza (su novela corta Cada respiro que tomas ilustra elocuentemente el m u n d o del narcotráfico en el norte de México), son homenajeados mediante su inclusión en La Reina del Sur, pese a que en el caso de Güemes no se aproveche más que su nombre, ya que aparece en el rol de narcotraficante y villano.
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sustanciales a la comunidad en su concepción tradicional —la valentía, el heroísmo, la lealtad, la honestidad con los propios, el enaltecimiento de los desfavorecidos en su pugna con un enemigo superior—, van a desprenderse una serie de entronques, también derivados del protagonismo que ambas manifestaciones conceden a las clases populares. El carácter épico implícito en el negocio del narcotráfico trae aparejada para Pérez-Reverte una orientación ética: .. .Yo tengo la teoría, o mejor dicho la certeza, de que nuestro llamado «primer mundo», nuestro mundo de ahora, es un mundo en el que los malos son malos muy aburridos. Es más, ahora cualquier rata de cloaca puede ser mala. Basta con apretar botones, con firmar cheques, con manejar Internet; no arriesgan nada. Cualquier cobarde puede ser malo. Sin embargo, en sitios fronterizos tales como Méjico o como el sur de España el malo todavía necesita valor, coraje, jugársela para serlo. Y si gana, gana. Y si pierde, pierde. Y si pierde, paga. Y es ése el código, el juego que para mí es la última gran épica de nuestra época. Claro que me di cuenta de ello precisamente en esa cantina, con el tequila en la mano, oyendo la canción. Y a raíz de esa experiencia fue, como he dicho, cuando vi una historia maravillosa que maduré y fragüé durante un tiempo hasta que un día escribí la historia de Camelia La Tejana, que es la historia de Teresa Mendoza (Pérez-Reverte en Linares, 2002). También la imaginería del gremio ha seducido poderosamente al escritor murciano, en una línea de admiración metropolitana por la antigua colonia que se remonta en sus dimensiones hiperbólicas al Tirano Banderas de Valle: Aquello es un mundo fascinante y terrible: el México duro, la violencia, la raya del Bravo, la mariguana de la sierra y todo eso. Tipos bigotudos con botas de iguana, con pistolas fajadas a la cintura y con escapularios del santo Malverde, el patrón de los narcos. Tijuana. Sinaloa. Dólares. Lugares donde morir de forma violenta es morir de muerte natural (Pérez-Reverte, 2002). La tropología del corrido es utilizada para la caracterización de los personajes y la tipología del héroe, aunque bebe de fuentes diversas, guarda grandes similitudes con los de la balada mexicana, tanto en su forma clásica como en la más contemporánea. Guillermo E. Hernández señala entre los valores que definen a estas figuras el coraje, la defensa de un derecho arrebatado, el carisma, la sinceridad y la sencillez. Aurelio González completa la caracterización con algunos rasgos que singularizan a las composiciones
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más decididamente novelescas, herederas en buena medida de los romances de pliego y de cordel: la religiosidad, la valentía, la lealtad, la presunción, la relación con el padre y la madre, la generosidad, el enamoramiento, el machismo, la afición al alcohol, la venganza, la crueldad, el orgullo... No todas están presentes en Teresa Mendoza, pero sí muchas. La joven forma parte del abanico de personajes revertíanos que han sido definidos por el propio autor como «héroes cansados». Sus precedentes artísticos son varios, y del corrido le separa precisamente la introspección exhibida mediante la focalización interna dominante y el retrato de un proceso de crecimiento y cambio que difícilmente pueden darse en una composición oral de duración breve. Con todo, la orientación narrativa de ambas manifestaciones transita por rutas paralelas, encaminadas hacia el realismo, el dramatismo y el uso de estrategias efectistas y una querencia por la movilidad propia de los relatos de acción. Además, el hipotexto del corrido moderno funciona bien para una novela que estimula la confusión entre la historia verdadera y la atribución ficticia: «si de algo no necesitaban los narcocorridos, era de imaginación» (Pérez-Reverte, 2003, p. 34). Pero no sólo un hipotexto genérico, también una manifestación concreta está en la base de la caracterización de Teresa y en la gestación de su aventura. Se trata de «Contrabando y traición», ya que el propio Reverte declara haber escrito la historia de Camelia la Tejana. La historia de Teresa Mendoza no reproduce exactamente las andanzas de la Tejana, pero a ambas les anima un mismo espíritu desengañado y contestatario. Curiosamente, frente a las muestras tradicionales del género, La Reina del Sur rinde homenaje al fiero y noble mexicano con un corrido de absoluto protagonismo femenino, y además cantado con voz de mujer, por mucho que el narrador sea el propio Pérez-Reverte o un alter ego ficticio presente en la trama. Existían en la tradición corridos sobre mujeres, aunque eran los menos. Algunos como el de «La Carambada», que Vázquez Santa Ana fecha en torno a 1870, narraban las peripecias de hembras intrépidas, capaces de atracar las diligencias que hacían su viaje de Querétaro a la ciudad de México. El recuerdo de las hazañas de otras muchachas atrevidas pervive todavía, pero el caso es que la mayoría de los corridos que tienen que ver con las soldaderas son, como expone Elena Poniatowska (1999, p. 28), «ingenuos, y apabulla su candor». En la década de los setenta, con «Contrabando y traición» «un nuevo día para el rol de género en el corrido
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es m a r c a d o p o r u n a narrativa que culpa a E m i l i o p o r su destino y n o c o n d e n a a C a m e l i a » (Hernández, 1 9 9 9 , p. 7 1 ) 6 : Sonaron siete balazos, Camelia a Emilio mataba; la policía sólo halló una pistola tirada, del dinero y de Camelia nunca más se supo nada. La elección p o r Á n g e l G o n z á l e z de u n a heroína para ejercer de protagonista victoriosa supuso u n a alteración de las expectativas de género, de la m i s m a m a n e r a que lo f u e la de Teresa M e n d o z a p o r parte de Pérez-Reverte. En su trayectoria novelística anterior, la mujer tendía a desempeñar papeles secundarios o anti-heroicos. Reverte h a f u n d a m e n t a d o t a m b i é n m e d i a n t e declaraciones las razones de este cambio: « . . . e n m i opinión, la mujer es el ú l t i m o soldado perdido, el ú l t i m o héroe solitario de nuestro tiempo» (Pérez-Reverte en Linares, 2 0 0 2 ) . A b u n d a n igualmente las inclusiones en f o r m a de intertexto, que se aprov e c h a n lo m i s m o para la caracterización de los personajes: Así de irresponsable y valiente era el Güero Dávila. El rey de la pista corta, lo llamaban los amigos y también don Epifanio Vargas: capaz de levantar avionetas en trescientos metros, con sus pacas de a perico y de borrego sin garrapatas, y volar a ras del agua en noches negras, frontera arriba y frontera abajo, eludiendo los radares de la Federal y a los buitres de la DEA (Pérez-Reverte, 2 0 0 3 , p. 12), 7 6 Esta innovación ha sido fructífera y es reconocible en otros paradigmas como el del corrido chicano, respecto al cual Arturo Ramírez advierte una transformación significativa en las dos últimas décadas a raíz de la «incorporación de la heroína a las narrativas en verso. La Chicana emerge como una participante central en la vida de la comunidad, abandonando sus papeles tradicionales de esposa, madre, amante, etc. Desde este momento, la mujer se convierte en sujeto de exhibición de estatus económico y profesional, así como de valores abstractos de gran trascendencia» (Ramírez 76). 7 El párrafo está construido sobre alusiones continuas a «Pacas de a kilo», también de la banda de Jorge Hernández: ...Muy pegadito a la sierra tengo un rancho ganadero, ganado sin garrapatas que llevo pa'l extranjero, qué chulas se ven mis vacas con colitas de borrego. Los amigos de mi padre me admiran y me respetan, y en dos y trescientos metros levanto las avionetas, de diferentes calibres manejo las metralletas... Guillermo E. Hernández presenta un magnífico estudio de la composición y de los significados de sus expresiones encubiertas en «El corrido ayer y hoy: nuevas notas para su estudio»
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que para el desempeño de funciones narratológicas. El diálogo con un corpus textual de reglas codificadas fija un horizonte de expectativas para el lector. En La Reina del Sur, el destino trágico y el final violento que están en la base de la mayoría de los corridos actúan a menudo como anticipos dramáticos: En el estéreo del dormitorio, los Tigres del Norte cantaban historias de Camelia la Tejana. La traición y el contrabando, decían, son cosas incompartidas. Siempre temió que tales canciones fueran presagios, y de pronto eran realidad oscura y amenaza. [...] El teléfono estaba sobre la colcha, pequeño, negro y siniestro. Lo miró sin tocarlo. Bip-bip. Aterrada. Bip-bip. Su zumbido iba mezclándose con las palabras de la canción, como si formase parte de ella. Porque los contrabandistas, seguían diciendo los Tigres, ésos no perdonan nada. (Pérez-Reverte, 2003, pp. 11-12)
Otras veces, las inclusiones intertextuales ofrecen resúmenes de lo ya sucedido o promueven la evocación. Diseminadas por todo el libro se encuentran igualmente reflexiones de carácter metapoético sobre la naturaleza de los temas y menciones relativas a su gestación, a las peripecias biográficas de compositores e intérpretes y a la recepción de las canciones. Este recuento de coincidencias e influjos no pretende obviar la profunda distancia entre una manifestación oral, de carácter semi-folklórico, y otra de naturaleza culta, escrita e individual. La mayor complejidad admitida por el género novela nos sitúa ante una trama doble (la peripecia vital de Teresa Mendoza; la del investigador que busca desentrañarla), con amplio espacio para la introspección psicológica y estructurada a partir del recurso continuado a la analepsis. La técnica del flash-back, con todo, no es ajena al esquema tradicional del corrido, que suele anunciar la muerte de sus protagonistas antes de ofrecer el relato de las circunstancias que condujeron a ella. En cualquier caso, este esquema clásico se ve radicalmente alterado por el hecho de que, pese a los presagios, el de Teresa Mendoza es un corrido con final feliz.
(1992). «Pacas de a kilo» constituye de hecho otro intertexto decisivo de la novela. En ésta, como en La Reina del Sur, «la voz narrativa se confunde con la del protagonista, encomiando la independencia del narcotráfico y su vida de peligro» (Hernández, 1992, p. 228).
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CONCLUSIONES
El narcocorrido mexicano le proporciona a Pérez-Reverte un ideario y un imaginario de gran fuerza expresiva que se acomodan de manera natural a su propio concepto de la vida y de la literatura. En 2 0 0 2 , el autor murciano decidió asumir con libertad el testigo proporcionado por «Camelia La Tejana», testimonio carismàtico del corpus narcocorridístico, cuyo desarrollo impulsó notablemente y en cuyas atribuciones de género introdujo cambios sustanciales. Bajo este estímulo, Reverte construye una novela articulada, como el corrido, por la práctica de una literatura que busca entretener a su público y que privilegia los efectos proyectivos e identificadores. Tanto en estos aspectos como en la elección de temas y personajes, en el predominio de la acción y de un concepto tradicional del relato, en la defensa de códigos morales clásicos y en su registro lingüístico, ambas manifestaciones pertenecen o se aproximan a una visión popular del arte y a una misma intencionalidad: rendir tributo al heroísmo en su forma más contemporánea. A su vez, la inclusión de temas cantados en diversas formas de intertexto y paratexto privilegia la dimensión oral del discurso novelístico, intensificando el aire de mexicanidad con el que escritor procura distinguir a su obra, y propicia una caracterización empática de los personajes. Y no dejan de aprovecharse las posibilidades connotativas de la mención a figuras reconocidas del universo de la canción. N o sólo esta vertiente de la canción mexicana, otras muchas manifestaciones de la música popular resuenan en el relato, permitiendo, como señala Bakhtin, una percepción musical del texto que hace que la lectura no se limite a una reconstrucción abstracta y visual de lo representado, sino que se amplíe a una audición', en la cual se escuchan los diversos discursos culturales y las voces heterogéneas de personajes y los niveles de expresión (heteroglosia) de una época (Aínsa, 2002, p. 164). Las seiscientas páginas de La Reina del Sur convocan igualmente a la salsa de Willie Colon y Rubén Blades, a Luis Miguel, Julio Iglesias, Los D o s Reales, Paquita la del Barrio, Los Chunguitos, Los Chichos, Joaquín Sabina, Javivi, Vicente Fernández, José Alfredo Jiménez o Chavela Vargas. Se trata de una aventura que Reverte no acomete en soledad, ya que no hace con ella sino incorporarse a una de las tendencias más significativas de la novelística hispánica contemporánea que, mediante la apropiación de contenidos, estilos y estructuras de la canción latinoamericana busca democratizar su prosa y
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explotar al máximo las posibilidades narratológicas que esta intersección de discursos divergentes ofrece8. En última instancia, este aprovechamiento revertiano de la canción mexicana constituye una revisión peculiar de los anhelos de captación de lo auténtico nacional y popular presente en tantas expresiones del costumbrismo. La épica del corrido y el desengaño presente en la rancherada se incorporan a la prosa sin conflicto alguno, unidos en una celebración de la derrota. El autor explota provechosamente los paralelismos morales que la ley sencilla pero honrosa de la épica pone a su disposición, y los sentimentales de la soledad y la amargura que definen al bolero ranchero, en un guiño no disimulado a México y a su música. Es así como, a través de una nutrida ruta literario-musical, PérezReverte consigue remontar un espacio cultural compartido de sólidas raíces y recrear un paisaje iberoamericano mestizo considerado con orgullo patrimonio común de todo un mundo que habla español.
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E L V I A J E HORIZONTAL
R a ú l Antelo
Universidade Federal de Santa Catarina, Brasil
Freud y Colón se parecen en que los dos hubiesen querido descubrir una cosa diferente de la que descubrieron. Colón pensaba descubrir las Indias Occidentales, y Freud creía descubrir una determinación biológica del psiquismo; en lugar de lo esperado, Colón descubrió América y Freud la determinación lingüística del inconsciente. Y de la misma manera que podemos decir que el nombre de Colón fue cambiado —por el de América—, la metapsicología de Freud se ha transformado casi en la metalingüística de Lacan. Jacques-Alain Millar, Introducción a la clínica lacaniana, 2 0 0 6 La observación de Jacques-Alain Miller subraya el desorden que provocan las ideas de viaje y transferencia. Frente a esa evidencia, el saber metropolitano ha ido proliferando normas con las cuales clasificar y encuadrar a la literatura de viajes. Algunos adoptan entonces el criterio geográfico, así las excursiones se dirijan a Asia, África o América ( I h . de Bry, Joáo de Barros, A . Herrera, Barrow, Edden); otros adoptan el criterio de enunciación, según los viajeros sean misioneros, mercaderes o navegantes (Ibn Rusteh); otros adoptan el criterio científico, ya sea en vertiente histórica o marítima (Borges Coelho, J . Rocha Pinto, M . Virginia e Miguel Metzeltin); otros proponen repartirla en ámbitos
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visitados, según los desplazamientos sean en el tiempo, el espacio o la jerarquía social (Lévi Strauss); o según la nacionalidad del viajero (Laporte, Barrow, Navarrete); o por criterios temáticos, como simple expansión de ultramar, o del tipo naufragios (Cabeza de Vaca, Gomes de Brito, Hernáni Cidade, Sampson). Frente a esa dispersión, un estudioso portugués, Fernando Cristóváo, propuso clasificar esa literatura, temáticamente, en viajes de peregrinación, viajes comerciales, viajes de expansión, viajes eruditos y viajes imaginarios (Cristóváo, 2002). El enunciado se sobrepone así a la enunciación. En perspectiva de los márgenes, en cambio, David Viñas ya argumentaba en su pionero ensayo (1964) sobre literatura y política, que la propia literatura argentina (y por ende, al menos, la sur-atlántica) nace en función de un proyecto iluminista que, teniendo siempre al viaje como cuestión, puede reconocerse por una serie de nudos: Por el pasaje de la cultura entendida como eternidad a la convición de que es historia; por el tránsito de los escritores que interpretan a la literatura como tautología y la realizan como conducta mágica a los que se sienten sujetos de la historia; por la diferencia entre los que se prefieren erigiendo su opacidad como una garantía y los que eligen; por las coyunturas en que se acentúa lo dado al inscribirse en una nomenclatura a las que se lanzan a acrecentar lo puesto arriesgando las palabras. En forma similar, los mayores logros se definen por el desplazamiento del miedo hacia la responsabilidad cuando los escritores dejan de ser literatos para considerarse autores. A partir de ahí puede agregarse que la literatura argentina comenta a través de sus voceros la historia de los sucesivos intentos de una comunidad por convertirse en nación, entendiendo ese peculiar nacionalismo como «realismo» en tanto significación totalizadora, como eleccción y continuidad en un élan inicial y como estilo en tanto autonomía y autenticidad de los diversos grupos sociales de acuerdo con los momentos a los que se ven abocados. Se trata, en fin, de la producción de una identidad histórica, aun en los conflictos con «otros» que se le oponen hasta negarla pero que, finalmente, van siendo reconocidos de manera dramática, fecunda, dialécticamente (Viñas, 1995, p. 14)'. A pesar de su innegable marca lukacsiana, Viñas acompañaba, de algún modo, las hipótesis de Adorno y Horkheimer, en su famosa Dialéctica del Iluminismo, ensayo-diagnóstico de la Europa en guerra, divulgado por Sur poco después, en que sus autores evaluaron el viaje (cuyo emblema es La Odisea)
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Cito de la edición más reciente.
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como la epopeya burguesa por excelencia, ya que corporificaba la curiosidad, la racionalidad, la auto-confianza y la fe de un grupo que consiguió transformar en rasgos de clase dichos atributos (pero así también sus fallas: la codicia, el agobiante sentido de la propiedad, la trampa y hasta la crueldad, cuando cualquier amenaza de alteridad ponía en riesgo el patrimonio material y la hegemonía moral europeas). Es decir que convergen en el viaje dos vectores de la dialéctica iluminista: por un lado, la búsqueda de la verdad y de la libertad, en la conquista expansiva del mundo material; y, por el otro, el rechazo y repliegue en relación a la exploración simbólica, cuando ese mismo avance —movimiento en dirección al movimiento, lo llamaría Sloterdijk— demuele el poder construido por la burguesía europea (Burucua, 2006a; 2006b, pp. 15-52). Por eso hablará Viñas de un viaje colonial, utilitario, balzaciano, consumidor, ceremonial, estético o incluso militante, de izquierdas, como otros tantos géneros de la literatura argentina. Quisiera en esta comunicación detenerme no ya en los viajes letrados, los viajes a las ciudades letradas, sino en un viaje a una cultura ágrafa. Cuando se escribe el viaje hacia una cultura que desconoce la escritura, se actúa una diferencia irreductible. Al asumir ese hiato insalvable, el viajero manifiesta el encuentro imaginado, el desencuentro histórico, entre códigos culturales diversos y, por esa vía, rechaza la ficción integradora entre ambos extremos. La literatura, lo sabemos, nunca es comunicación, pero, nunca tampoco, como en condiciones de poder colonial, esa hipotética comunicación se vuelve tan claramente ilusoria, ya que entonces sólo puede significar el sometimiento de una cultura por otra. La escritura del modernismo latinoamericano se ha alimentado de esa paradoja. Admite la existencia de una tradición occidental, pero trata de reinventar la metafísica del ser nacional como su coto, como un desgarrado linde o entre-lugar que guarda la memoria del desgarramiento originario. Se busca así la reapropriación de lo mejor de la cultura universal, para utilizarlo como arma contra lo peor de ella misma, a partir de la situación ambivalente de los confines, donde el Occidente se mira a sí mismo para desconocerse alterado de sí. La identidad criolla, antropofágica o transcultural sería pues la constante construcción de una diferencia, pero también la búsqueda, en sí misma, de un modo sudamericano de ser universal. Para ilustrarla elegí un viaje entre márgenes, un traslado de sur a sur. En 1934, mientras en El Mundo, Roberto Arlt divulgaba el salvajismo patagónico {En el país del viento), el poeta brasileño Raúl Bopp (1898-1984)
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arma «un reportaje en esquemas», para mostrar otro salvajismo, el africano. Lo publica en la Revista Multicolor de los Sábados, suplemento editado por Borges y Ulyses Petit de Murat, que circulaba junto a otro diario de masas, Crítica. En ese periódico podían leerse, a la sazón, los textos que después conformarían la Historia Universal de la Infamia. El texto de Bopp, «El rostro lacerado del África», es, por decirlo así, en atribución errónea, un capítulo desgajado de las inverosímiles imposturas de Tom Castro o las piraterías de la viuda Ching. Por un instante, Bopp es Borges2. Su texto lee el África pero lee, fundamentalmente, a América Latina, su modernización, el tamaño de su esperanza. Aquello que habíamos captado en 1926 en el ensayo de interpretación nacional borgeano —ser o sentirse, tanto da, un extranjero en su propia tierra— se volvería a repetir exactos diez años después en el ensayo de Sérgio Buarque de Holanda, Raíces de Brasil (1955), inscribiéndolo en la tradición de los ensayos sobre la cordialidad de una cultura visitada. Pues es esa misma la oquedad africana que nos ayuda a definir, por el revés, una identidad urbana y de vanguardia en América Latina. Al África, en cambio, «fáltale cierta ternura cordial, algo más de sentimiento de vida —dice Bopp— de ahí esa ausencia de alegría, ese aire lúgubre en todo. Tal vez ese embotamiento provenga de un fondo continental inconsciente. O por las preocupaciones de lucro acelerado de quienes llegan hasta allí». O tal vez derive, según el poeta brasileño, de «cierto exceso de iglesias». Sea como fuere, en la pregunta por el ser —trazo plegado en tres otros aspectos, ser, sentido y ente, gracias al cual la cuestión identitaria se corporifica en una línea desconcertante, aunque continua—, anverso y reverso de la cuestión nacional se articulan, recíprocamente, por medio de las torsiones introducidas por dichos pliegues. Frente a una «África ya vendida, sin nostalgias, sin voces, sin mandinga, seca y salada», la vitalidad y la memoria latinoamericanas se robustecen. «El rostro lacerado del África» se inscribe, pues, en el circuito de rostros eludidos y desplazados por Borges en sus textos (los propios e incluso los ajenos, como las Vidas imaginarias de Marcel Schwob, de los que buena parte de los suyos derivan), y en ese sentido diríamos que el texto de Bopp se convierte en una desconstrucción hiperbólica del salvacionismo hispánico, su efecto resi2
En enero de 1934 Borges publica en la Revista Multicolor, «El rostro del profeta», pieza más tarde incorporada a la Historia universal de la infamia como «El tintorero enmascarado Hákim de Merv»; tres meses después el escritor editaría en ese mismo suplemento «El rostro lacerado del África», de Bopp. Aun sin mencionar este caso específico, es fundamental consultar a Louis (1997) y Saitta (1998).
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dual más insospechado, aunque reconocible en el remoto origen de la Historia universal de la infamia (o como rezaba la faja de propaganda del volumen de Borges: de toda la escoria del mundo3): En 1597 el P. Bartolomé de las Casas tuvo mucha lástima de los indios que se extenuaban en los laboriosos infiernos de las minas de oro antillanas, y propuso al emperador Carlos V la importación de negros, que se extenuaron en los laboriosos infiernos de las minas de oro antillanas. A esa curiosa variación de un filántropo debemos infinitos hechos: los blues de Handy, el éxito logrado en Paris por el pintor doctor oriental D. Pedro Figari, la buena prosa cimarrona del también oriental D. Vicente Rossi, el tamaño mitológico de Abraham Lincoln, los quinientos mil muertos de la Guerra de Secesión, los tres mil trescientos millones gastados en pensiones militares, la estatua del imaginario Falucho, la admisión del verbo linchar en la decimotercera edición del Diccionario de la Academia, el imperioso film Aleluya, la fornida carga a la bayoneta llevada por Soler al frente de sus Pardos y Morenos en el Cerrito, la gracia de la señorita de Tal, el moreno que asesinó Martín Fierro, la deplorable rumba El Manisero, el napoleonismo arrastrado y encalabozado de Toussaint-Louverture, la cruz y la serpiente en Haití, la sangre de las cabras degolladas por el machete del papaloi, la habanera madre del tango, el candombe (Borges, 1974, p. 295).
Y, más allá de «la culpable y magnífica existencia del atroz redentor Lazarus Morell», podríamos concluir esa lista heteróclita con «el rostro lacerado» de Bopp, lo cual, lejos de cerrarla, reabre la serie, si consideramos que allí mismo se leen buena parte de las piezas que constituirían El otro lado de la estrella, el libro de otro poeta, Raúl González Tuñón. N o pienso sólo en las más obvias, «Blues de Ébano y Catinga» o «Menina morta», sino en los «Blues de Cuatro Centavos», un texto de clara sintonía con la ópera de su amigo Brecht, que nos obliga a releer la primera de esas crónicas, «Los escritores y la Realidad» (González Tuñón, 1934). Es que, en la historia universal de la infamia, de la que la dilaceración africana de Bopp es tan sólo un capítulo, lo real del ser se vuelve una dimensión óntica imposible e irrepresentable, mientras que su elemento simbólico de base, el sujeto, el ego scriptor, es aquello que del ser se separa en la forma de una división, a través de un descentramiento operado en el yo. De este modo, la 3
En la primera edición (1935) de la Historia Universal de la Infamia, publicada por la editorial Tor, amén de la imagen de un barco en mar encrespado, la contratapa trae el emblema de la casa, que reza «Contra viento y marea».
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discontinuidad entre un yo imaginario, armado por identificaciones alienantes, se opone al sujeto, en tanto producto de la ley significante, introduciendo con ello una ruptura radical en relación al programa metafíisico y modernizador que instala al sujeto en un lugar central de lo nacional (o lo continental). A partir de la supremacía del significante sobre el signo, en cambio, ya no será posible plantear la identidad latinoamericana como una operación homogénea, sino más bien como su diferencia, su diferimento. Por ello mismo deja de existir un metalenguaje para captarla, pues siempre habrá un nuevo significante (el rostro lacerado otro, por ejemplo) que pueda agregársele a la serie, minando así su ilusoria completud. La conciencia de sí se constituye entonces en una ficción que aspira a producir el re-centramiento del sujeto sobre el eje de la conciencia pero, al mismo tiempo, la subversión del sujeto racional, supuesta en esa operación, ahueca, o por así decir, vacía las condiciones lógicas de esta captura, instaurando una oquedad esencial entre el sujeto de la representación y la propia experiencia representada, algo así como un borde que delimita «el perímetro exclusivamente europeo de lo no europeo» (Albano y Naughton, 2005, pp. 55-56). Esa comprensión estaba, a esas alturas, muy consolidada en el círculo nietzscheano francés, aglutinado por Georges Bataille, discípulo de Mauss y de ese gran viajero latinoamericano que fue Métraux, produciendo sus primeros frutos en la expedición Dakar-Djibouti (1930), liderada por Michel Griaule, y divulgada con lujo de detalles por Minotaure. Un poco en la línea abierta por Gide con su Viaje al Congo (1927), que Marc Allegret filma ese mismo año, o por Michaux con Un bárbaro en Asia (1933), se la puede leer en El Africa fantasma (1934), el libro de Michel Leiris, que asimismo cuestionará, a partir de un debate que viene de la teoría literaria, la inscripción del sujeto-etnógrafo en cualquier observación de ámbito colonial. Se la lee así en la obra de Cari Einstein, tanto en Negerplastik (1917), como en los «Aforismos metódicos» de Documents, en que Einstein proponía actuar, a través de la mirada, sobre el pensamiento, y de allí, retornar hacia lo real, provocando una nueva figuración del espacio y una consecuente transformación de las mentalidades. Se la lee además en el interés de un íntimo amigo de Joyce, el escritor Eugéne Jolas, líder del grupo órfico de la revista transition, quien reúne una serie de anamitos y psicografías de Samuel Beckett, Franz Kafka, Henri Michaux o Gertrude Stein, pero también de Miguel Ángel Asturias, Ventura García Calderón o Gustavo Barroso, para ilustrar, precisamente, la crisis meta-antropológica del arte teorizada por Frobenius, Ribemont-Dessaignes, Siqueiros, Soupault o Vitrac (VV. AA„ 1932, pp. 104-145).
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Estos artistas entendían que la escritura construye un nexo entre el yo y lo otro al abordar las emociones o profundidades telúricas ascendentes, para tratar así de iluminar una realidad colectiva, universal y totalizadora. Tal síntesis órfica sólo sería posible gracias a una comunidad de espíritus que aspirase a la construcción de una nueva realidad mitológica: un surrealismo de masas, el pop, el situacionismo (Arp et al., 1932, pp. 148-149). Uno de ellos, Raúl Bopp, recoge en sus lecturas del acefalismo nietzscheano de Paris, un debate del que, a continuación, participará en la república de Weimar. Recordemos que «El rostro lacerado del África» es inmediatamente posterior a uno de los libros clave de la antropofagia latinoamericana, Cobra Norato (1931), un texto de profanación, que devolvía a la literatura el valor de uso de lo imposible. En ese poema Bopp ilustra la idea de que, en la noche de los márgenes, plena de imágenes herméticas, se escondía toda la inquietud ventrílocua de las metrópolis modernas y, en ese sentido, la percepción anestética, a través de las fuerzas anónimas de la selva, educaría la sensibilidad del antropófago tecnificado, liberándola de las taras del monoteísmo. El nuevo hombre vertical, superando el rostro lacerado del colonialismo, se enfrentaría así, creativamente, con el propio miedo como marca identitaria de todos los hombres. Quisiéramos pues depurar esa idea de todo exotismo. Nos interesa particularmente destacar que Cobra Norato fue posteriormente editado en Barcelona CDau alSet, 1954), con ilustraciones de Miró (pintor sobre el cual Joáo Cabral de Meló Neto había escrito una aguda monografía cuatro años antes), y que ese libro de Bopp lleva agua al molino cuestionador no sólo de la relación escrituraria entre lo Uno y lo Otro, sino del mismo estatuto colonial con que aún se pensaba (y se sigue pensando), desde el monolingüismo, a las literaturas periféricas. Es decir que, si de viajes se trata, no es más posible leerlos a la vieja usanza, en un único plano, desde un origen hacia una meta. El viaje es un tropo, una figura, una catástrofe metafórica, como la llamaba Derrida, y evocando el carácter politrópico de su patrono, Ulises, diríamos que sólo cabe leer el viaje en la malla de una red discursiva y no-discursiva, porque un viaje, en rigor, no pasa de un dispositivo. Es un espejo que nos permite leer tiempos, espacios y jerarquías de donde se sale, por donde se pasa y de un término, no sólo hipotético, sino infinito, al que no se acaba de llegar nunca. El barroco — e s a estética del viaje— nos enseñó, como decía Bergamín, que el lenguaje es sombra pero que, al usarlo, contribuimos a la luz: «la palabra es sombra creadora de abstracto juego luminoso». Creo, modestamente, que esa es la única
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manera de leer el viaje en la literatura latinoamericana para poder situarnos, cabalmente, a la altura del presente.
APÉNDICE
«El rostro lacerado del Africa» de Raúl Bopp4 La primera vez que llegué a África fue en 1929, y viajaba en el mismo buque de carga un alemán de Buenos Aires, comerciante de vacaciones, un tipo alto, conversador con mucho de aventurero. Refería anécdotas de cacerías en Uganda: Mister Scherer. No creía ni poco ni mucho en los casos de Mister Scherer. Pero en aquellos días de mar iguales y repetidos, me entretenían mucho esas narraciones contadas con sabor de novela y me fui acostumbrando a ver un África movida, salvaje, peluda, con muchedumbres de negros y elefantes. Mister Scherer era un catálogo, entendía de todo, hablaba en bantú. Había ascendido al Revenzori. Era amigo personal del rey de Abisinia, que por toda señal le regaló una pipa formidable. Lo difícil para mí, después, fue desmontar aquella geografía esculpida a puro sol. Bosques a los empujones; había que derribarlos. Quería llegar al continente esclavo sin prejuicios de imaginación y ver las cosas con una cierta dosis de realidad. La tierra ofrecía asuntos fuertes y extraños. Interesábame formar de ellos una idea definida. Un reportaje en esquemas. Un día muy de mañana, apareció en el horizonte la Table Mountain, una enorme tromba de piedra junto al mar. Horas después anclábamos en los muelles de Capetown. Mister Scherer, todavía, al despedirnos, me dijo: «Mire, don Bopp, el África de que le hablé nos es aquí. Es más arriba». Después siguió no sé para qué puerto adelante con unas fierecillas que se traía a bordo. El África era de hecho muy distinta. Esclava de una civilización de segunda clase. Sin expresión propia. Orgullosa y grotesca. El elemento nativo quedó al margen. Segregado. Repudiado. No hubo absorción. Hubo utilización industrial, apenas. Las ciudades enraizaron y crecieron sin color local. Sin «algo nuevo» en la fisionomía. Parece que fueran importadas, encomendadas. Plantadas sin la 4
Bopp, 1934, p.3.
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sal de la tierra. Los barrios están en zonas apartadas. Y en los lugares públicos unos carteles delimitan el perímetro exclusivamente europeo de lo no europeo. Hay un cordón que separa las razas. El negro no se mezcla con el blanco. Ni para rezar, aunque pertenezcan al mismo credo. En Orange y en el Transvaal la iglesia de los negros se abre en un barrio especial. Tranvías, cinemas, salas de té en donde penetra el nativo, el blanco no entra. Lo mismo aparece en relación con los asiáticos. Algunos años atrás la Cámara de Comercio empeñábase en la exclusión total de esos elementos del territorio de la Unión o la fijación de los mismos en zonas aisladas fuera de las ciudades. Hasta 1926 ya habían sido repatriados más de 60.000 hindúes, coolies, chinos que habían sido traídos especialmente para atender las líneas férreas, fueron vueltos a la tierra natal bien pronto terminaron los trabajos. No quedó uno sólo. *
Quien arriba a África —me estoy refiriendo al África del sur— siente como primera impresión que se halla ante una tierra bravia. Fáltale cierta ternura cordial, algo más de sentimiento de vida. De ahí esa ausencia de alegría, ese aire lúgubre en todo. Tal vez ese embotamiento provenga de un fondo continental inconsciente. O por las preocupaciones de lucro acelerado de quienes llegan hasta allí. O tal vez todavía, cierto exceso de iglesias. Hay una sobrecarga de preceptos bíblicos. La naturaleza humana amarrada a las frases bíblicas. Las varias sectas religiosas ejercen un severo control en los espíritus, vigilan la vida pública y privada de los habitantes. Existen centenares de templos esparcidos por las ciudades. Es frecuente que trasciendan al público las discusiones escolásticas de los pastores, vesleyanos, anglicanos, presbiterianos y muchísimos más. Ocupan a veces la prensa diaria y no es raro que embarquen también a los tribunales en las cuestiones. Jamás se hallan de acuerdo en materia de fe, pero, en el fondo, todos concuerdan con la iglesia del estado, que es boer —Dutch Reform Church— con el cincuenta y cinco por ciento de los fieles de sangre europea. Forman entonces un frente único para impedir que la población blanca se pierda en el pecado. De ahí esa reglamentación de la alegría, con especificación de dosis y «modos de usar». Los domingos, por ejemplo, es obligatorio el rezo. No hay diversiones.
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En todo el territorio de la Unión Sudafricana no funciona un sólo cinema. N o hay partidos de football, no se juega al golf, ni al tennis, ni se realizan corridas de caballos. Todo eso se hace los sábados por la tarde. A la una cierra invariablemente sus puertas el comercio. No queda una sola casa abierta. Todo desaparece. Los judíos se van a las sinagogas. Otros aprovechan la tarde practicando algún deporte, porque el día siguiente los clubs no abren sus puertas. Hace poco tiempo realizóse el gran congreso de la Dutch Reform Church, con la asistencia de 322 ministros, quedó convenido prohibir terminantemente a los fieles la danza y cualquier suerte de pasatiempo los domingos con excepción de la lotería en las iglesias... Pero no es eso todo. El domingo no hay programas de radio: El séptimo día debe ser consagrado a los pensamientos puros, nada más. Los broadcastings irradian tan sólo cantos cristianos de liturgia o música sagrada de órgano. El tango fue definitivamente condenado. En el interior la vida de las chacras se detiene, se paraliza. Si uno tiene la desventura de almorzar en la casa de un Boer puede estar seguro que después de la sobremesa —leche con cebada— sucederá la Biblia. Y al dueño de casa con las barbas a lo general Cronge, se cala los lentes y deshilacha versículos durante algunas horas. La digestión se realiza pacientemente, a veces favorecida por un capítulo de Jonás. El África de sangre europea sólo se divierte en familia. N o existe alegría en abundancia. Les falta algo de amable en la sensibilidad reseca. En el fondo prevalece todavía un colonialismo áspero, que se trasunta en los rostros amargados. Percíbese, de llegada, la apostura de una civilización mercantil. Sangres cansadas. Gente repetida, sin valores desconocidos. África ya vendida, sin nostalgias, sin voces, sin mandinga, seca y salada. El desierto venció al hombre. De allí adelante, Karroo: piel de arena debajo de aquellos cielos permanentes. Vegetación espinosa y rastrera como arañas: «busch». Por la noche parece que brotaran esqueletos de entre las sombras. Faltó en ese ambiente pesado de sol un denominador común que diese a las habitaciones un fondo solidario de esas prenunciadas demarcaciones étnicas. Permanecerán, sin embargo, barreras de religión y raza. La población europea
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se fracciona en pequeños sectores, con un lastro anglomedieval, anacrónica y grotesca. Abastecióse de himnos y oraciones. Hízose de un paladar antiprofano, con altas obligaciones de consciencia. Así mismo hay más odios, más pasiones rencorosas, que ternura. En África del Sur no hay sexo: existe el matrimonio. Las relaciones de ese orden no van más allá del perímetro doméstico. El setenta y tres por ciento de la población blanca, en edad matrimonial, ya está casada, la juventud se queda presa en la familia con el sexo subyacente. La D. R. C. y el clima sitian agresivamente al individuo soltero. Existe hasta una sociedad en Londres —The Society For the Oversea Settlement of BritishWomen, cuya dirección por lo que pudiere, es esta: Caxton House, West Block, Thetyll Street, Westminster, S.W.l— cuya razón de ser es la de suministrar viudas de sangre inglesa para todo el imperio, de tal manera que no se produzca el desnivel estadístico, entre las poblaciones masculinas y femeninas. Todo eso bajo la apariencia de fórmulas de empleo honesto, templado con un alto rigor de moral, como las leyes del ambiente. De este modo se consigue sostener un África sin mezclas, sin conjunción con otras sangres. Ni se concibe tampoco, en este clima de altos principios, una evasión de instintos que aparten el hombre de aquellas líneas de moral sin mácula del África del sur. Estaba yo aún en ese honestísimo territorio, cuando leí en los diarios, en la sección policial, un caso de «Tar and Feather», de justicia con plumas de avestruz: una patota enmascarada, en la noche, carga con un individuo que «delinquió» y lo llevaron a afueras de la ciudad, lo pintaron de alquitrán. Después lo cubrieron con plumas de avestruz, abandonándole en la calle. «Son casos comunes —díjome un descendiente de los Wortroakker. Es la guerra al útero negro. Nuestro pueblo no tolera nuevas plantaciones de sangre. Repare usted en las cifras demográficas: un blanco cada siete nativos (en los Estados Unidos es un negro cada quince blancos). El problema exige aquí una posición de defensa. Un verdadero 'front' de razas. Nos es preciso mantener intransigentemente un 'western stand of life', garantizar la continuidad de la civilización cristiana de que somos herederos. Toda nuestra fuerza reside en la Biblia. Nuestro poderío tiene raíces en el fondo de la mina».
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El hombrecito comenzó, entonces, a explicarme con detalles aritméticos, lo que era, por ejemplo, la «Witwaterstand» con las minas de oro: verdaderos cráteres agujereados por la ingeniería. La «Village Deep», alcanzó, hace dos años, a 7.640 pies de profundidad. No prosiguió a niveles más bajos porque el trabajo, en llegando a ese punto, casi no compensa. Las minas de la Unión abastecen más de la mitad de la producción mundial de oro. En 1930 Transvaal contribuyó, sobre el total estadístico, un porcentaje de 52,5. Los demás países productores de oro apenas si contribuyeron, ese mismo año, con los siguientes coeficientes. Estados Unidos 11 %; Canadá 10.4, Rusia 4,3 %; México 3,3 %; Australia 3 %; Rhodesia del Sur 2,8 %; India 1,5 %; Costa de Oro, 1,2 %; Japón 0,18; Congo 0,07. Anoté esas cifras oficiales, expuestas en una pizarra en Capetown. Del oro del Brasil no se hacía la menor referencia. Ni del oro del Perú. También anoté lo siguiente: las minas de la Unión Sud-Africana —oro diamantes, carbón, cobre, estaño— ya rindieron hasta el 31 de diciembre de 1930 la suma de un billón, 530 millones, 609 mil, 796 libras esterlinas. Estas cifras no me conmueven, sin embargo. Lo que conmueve a un forastero es la situación actual del negro: 308.506 individuos trabajando en las minas. En aquellas galerías sofocantes y ardientes, a más de dos kilómetros bajo la superficie del suelo, un hormiguero humano carcome la tierra. El «Jackhammer» no se detiene un instante, agujereando aquellas caries fantásticas. Muévense en esos intestinos geológicos, entre lumbres enormes, espantosas, metiendo rocas. Tragan el aire traído por las máquinas. Allí no clarea el día, ni obscurece la noche. No existe más que el reloj, viviendo cantidades de trabajo. En esa lucha subterránea el negro necesita de una resistencia excepcional. Son escogidos entre los más fuertes, en una selección del 40 por ciento, los que se ocupan en el «drilling rock». Trabajan delante de la roca virgen, respirando el polvo del cuarzo, tostado en el calor lento. Tiempos después, cuando esos hacedores de cavernas vuelven nuevamente a la luz del sol, salen hechos unos atletas desgarbados, los pulmones marchitos, las narices hinchadas. Pocos años atrás, los responsables de la «Witwaterstand Mines» impresionáronse con las cifras de los tuberculosos. Construyeron entonces dos hospitales y un sanatorio para una «anteprimary stage of phtisis». En 1927, organizaron en combinación con la firma Dreyfus & Cia, unas factorías textiles para suministrar trabajo a las familias sin jefe, víctimas de aquellas catacumbas del oro.
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Datos oficiales: casi 1400 casos por año, invariablemente. En marzo de 1931, 5.026 viudas negras estaban, de este modo, a salvo del hambre, gracias a la ternura del alma de los magnates blancos.
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T E N T A T I V A S DE INTIMIDAD. PARA UNA L E C T U R A DEL RELATO DE V I A J E EN LA NARRATIVA ARGENTINA CONTEMPORANEA Evelin Arro
Universidad Nacional de Rosario, Argentina
INTRODUCCIÓN
En mi proyecto de investigación doctoral propongo estudiar los modos en los que el relato de viaje se actualiza en la narrativa argentina contemporánea. Para ello trabajo las retóricas, políticas y poéticas de la escritura de viaje en el contexto de la literatura argentina y latinoamericana. Los interrogantes que desde un primer momento guiaron mi tarea de estudio e investigación pueden enunciarse del siguiente modo: ¿cómo se narra el viaje? — l a pregunta instala el problema de las representaciones de la experiencia y hace surgir una primera intuición: el vínculo entre el viaje y su relato no puede ser pensado sólo en términos de representación—, y ¿cuáles son los alcances, las proyecciones de un relato de viaje en la narración de una vida? —esta inquietud lleva a pensar que acaso el viaje deba leerse en la escritura que se hace cargo de exhibir la parábola de una vida, es decir, en la escritura que posee rasgos autobiográficos porque es allí donde la figura del viajero adquiere sus rasgos específicos, comenzando por la primera persona. Dado que en los últimos años la literatura de viaje latinoamericana ha sido sometida a una amplia revisión por parte de la crítica, a continuación expongo un relevamiento de los trabajos más destacados sobre el tema, provenientes de los estudios culturales y postcoloniales, y también, de los estudios realizados recientemente en el ámbito de la crítica literaria latinoamericana
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y argentina. En términos generales se advierte que dichos enfoques avanzan en cuestiones claves sobre el viaje como práctica cultural pero evidencian una excesiva confianza en los poderes testimoniales de la literatura. Es por esto que notamos la necesidad de postular un modo de leer el mecanismo de invención del relato de viaje en textos Acciónales donde se despliegue el relato de un viaje, haciendo hincapié en las implicancias novelescas del desplazamiento en tanto motivo literario. Esto último supone una variante en relación con las perspectivas comentadas y se propone como un aporte a las actuales proposiciones teórico-metodológicas relativas al campo disciplinar donde se incluye nuestra investigación.
VARIACIONES METODOLÓGICAS
En los últimos años, el interés académico por los textos de viaje ha aumentado notablemente. Las aproximaciones a los mismos apelan a una amplia diversidad de discursos teóricos. Según afirma Jacinto Fombona (2005), quien ha investigado el texto de viaje de la época modernista, este hecho se vincula con la índole de una escritura que, al congregar características de la autobiografía, el informe científico, el intercambio epistolar, el testimonio, la crónica, la memoria, crea un espacio suficientemente ecléctico como para habilitar tratamientos desde múltiples orientaciones.. Dentro de la amplia bibliografía existente dedicada a la caracterización del viaje como uno de los grandes temas literarios destacamos en primer lugar el trabajo de Percy Adams, Travel literature and evolution ofthe novel (1983), en el cual traza una tradición que se remonta al antiguo Egipto, donde incluye a Herodoto y Jenofonte e incorpora textos de viajeros no europeos apostando a extender tanto como sea posible los alcances de su hipótesis del viaje en tanto práctica generadora de ficciones. Adams reconoce antigüedad y popularidad a una forma narrativa cuyos márgenes rebasan los límites genéricos más convencionales. Frente a la imposibilidad de una caracterización positiva de sus rasgos específicos por la presencia de algo que siempre la excede, el autor apela al camino de la negación de aquellos caracteres que con mayor frecuencia se le atribuyen para dar una idea de lo que el relato de viaje es, o mejor dicho, de lo que no es. Así articula una serie de impugnaciones a través de la cual el espacio textual aparece poco restringido en una enumeración de oposiciones que se cancelan, se contradicen o se reafirman conformando un acopio de
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negaciones proyectada al infinito: el relato de viaje no es sólo esto, ni esto, ni esto, etc. La serie incorpora una distinción respecto de cierto saber científico que nos incumbe especialmente: el viaje y su escritura, dice Adams, no constituye una rama de la antropología o de la historia porque «el viajero muchas veces se encuentra más cerca del novelista que del estudioso o el científico» (Adams, 1983)1. Por último, el autor niega que se trate de un género menor aunque la escasa consideración dedicada al mismo en las grandes historias de la literatura latinoamericana acaso sea un índice de la adhesión a esa creencia2. Según este autor, la necesidad de estudiar, pese a la complejidad formal, las constantes genéricas del relato de viaje —los imaginarios, las figuras de narrador, la retórica, las tramas desplegadas en las sucesivas etapas del desarrollo del género— halla su razón en la pertenencia del mismo a las belles lettres, es decir, a una prestigiosa tradición que merece ser revisada. Por su parte, Dennis Porter en HauntedJourneys. Desire and TransgRession in European Travel Writting (1991) despliega la constelación de conceptos legados por el psicoanálisis en su lectura de viajes y viajeros europeos. Las nociones de inconsciente, impulso, perversión, transferencia, retorno de lo reprimido, entre otras, constituyen las piezas claves para la creación de lo que el autor llama una «naciente teoría del viaje» (Porter, 1991). A través de esta perspectiva, Porter entiende la escritura del viaje como una forma del discurso cultural donde encuentra expresión, básicamente, el deseo erótico por el otro. Así, la partida del viajero implica un acto de transgresión (generalmente orientado hacia la figura paterna), y el desarrollo del itinerario del viaje representa la busca de la posibilidad de satisfacer aquel deseo. La idea del relato de viaje como espacio de múltiples intercambios y transformaciones se afirma en la definición de James Clifford en Routes. Travel and En todos los casos, la traducción del material citado en idioma original nos pertenece. Beatriz Colombi (2005, p. 20) llama la atención sobre la escasa consideración dedicada al tema de los relatos de viaje en las grandes historias de la literatura latinoamericana. Este hecho, según creemos, merecería desarrollos específicos. La autora menciona dos excepciones, a saber: una contribución de Estuardo Núñez titulada «Lo latinoamericano en otras literaturas» e incluida en el tomo coordinado por César Fernández Moreno de América Latina en su Literatura (México: Siglo XXI, 1972); y otra incluida en la colección organizada por Ana Pizarro, 1
2
América Latina: palabra, literatura e cultura, Sao Paulo, Unicamp, 1994 de Margarita Pierini titulada «La mirada y el discurso: la literatura de viajes». En el ámbito de las historias de la literatura argentina notamos que se repite la evidencia, con excepción del artículo de Claudia Torre, «Los relatos de viajeros», incluido en el Tomo 2, coordinado por Julio Schwartzman,
de Historia crítica de la literatura argentina (Torre 2003, pp. 517-538).
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Translation in the Late Twentieth Century (1997). Según este autor, el desplazamiento recupera para el viajero una ganancia que invariablemente se traduce en términos materiales, espirituales o científicos e involucra la obtención de un conocimiento o la vivencia de una experiencia excitante, edificante, placentera, expansiva, o de extrañamiento (Clifford, 1997). Entre los problemas más estudiados en relación con los relatos de viaje europeos contamos con el de la invención de América como objeto de conocimiento, como paisaje y como literatura. Mary Louis Pratt aborda esta temática en su libro Ojos imperiales. Literatura de viajes y transculturación (1997), realizando en paralelo un análisis del género literario y un trabajo de crítica ideológica centrado en la expansión económica del Viejo Mundo durante la segunda mitad del siglo x v m . En su propuesta, la literatura de viaje es leída como la instancia productora de una «conciencia planetaria» en la que toma expresión un nuevo orden de autoridad —burgués y moderno— que desplaza a los anteriores usos del dominio colonial. Las principales formas que por entonces asume la narrativa de viaje según esta autora corresponden al informe científico —registro ligado al ejercicio del poder colonial—, y el viaje sentimental —expresión de la ideología individualista y promotor de ficciones morales—. La nueva toma de posesión del planeta pertenece además, tal lo reconoce Pratt, a un sujeto masculino, blanco y burgués, artífice del relato dominador que los países de América Latina, tras independizarse, «transculturan» en la elaboración de las propias visiones cívicas al interior de las retóricas fundacionales (Pratt, 1997). El conjunto de los trabajos mencionados, entre otros que responden a líneas de investigación afines, conforman un amplio marco de conceptualizaciones teóricas y sólidos protocolos de lectura y análisis cuyos aportes e influencias repercuten en una extensa zona de la crítica interesada en el estudio de la literatura latinoamericana. Algunas de las tesis de Pratt, por ejemplo, son retomadas por Jens Andermann en su libro Mapas de poder. Una arqueología literaria del espacio argentino (2000) cuando propone como materia de su corpus, una parte de la narrativa de viaje producida por los intelectuales argentinos durante la segunda mitad del siglo xix. Prolongando en alguna medida la perspectiva de Pratt, el autor observa en la escenificación de diversos modos del viaje —el viaje al interior, el viaje nacional, el viaje sentimental, etc.—, una instancia estética y política. En ella se integra determinada imagen del Estado-nación cuyos contenidos se reinventan cada vez en relación con los procesos de expansión y consolidación de la soberanía (Andermann, 2000).
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Por su parte, Ernesto Livon-Grosman examina los relatos de aventureros, científicos y políticos a la zona más austral del territorio argentino en Geografías imaginarias. El relato de viaje y la construcción del espacio patagónico (2003) con el propósito de investigar la conformación del llamado «mito patagónico». La imagen cristalizada a lo largo del siglo x x de un desierto cuyos antiguos y escasos habitantes se reducen a piezas de museo, no es en modo alguno para el autor una metáfora melancólica y desinteresada. Muy por el contrario, se trata de una evidencia del modo en que los vaivenes de las relaciones internacionales condicionan las representaciones de la región dentro de la literatura nacional. En esa idea se funda la perspectiva de LivonGrosman a través de la cual el relato de viaje es leído al menos en tres direcciones convergentes: como una caja de resonancia de los cambios políticos de Argentina, como un discurso a través del cual se representa literariamente una zona y como género en cuya evolución se plasma la historia de un imaginario (Livon-Grosman, 2003). Entre las intervenciones críticas publicadas recientemente en Argentina se encuentran Viaje intelectual. Migraciones y desplazamientos en América Latina (1880-1915) (2005) de Beatriz Colombi y La Europa necesaria. Textos de viaje de la época modernista (2005) de Jacinto Fombona. Ambos autores introducen una variante para nosotros importante respecto de los enfoques anteriores: sólo se interesan por los textos de escritores. En dichos análisis el viaje es considerado básicamente como una práctica cultural ligada a las exigencias del oficio, pues se afirma que el escritor viaja fundamentalmente para luego escribir. Atenta a la figura del escritor desprendido de su medio, Beatriz Colombi apuesta a allanar las distancias establecidas por la crítica entre desplazamientos voluntarios o involuntarios en un intento por zanjar las diferencias entre el exilio, la autoexpatriación, la inmigración, la diáspora, el grand tour o el turismo, bajo un concepto de viaje complejo cuyo relato es pensado desde la categoría de escritura «desterritorializada» o «externa» y, para aquellos casos en los que se produjo el pasaje a otra lengua, «extraterritorial»3. La propuesta conceptual de la autora resulta altamente productiva para pensar la puesta a prueba que el desplazamiento del escritor viajero —migrante o residente— supone tanto
3
Las expresiones entrecomilladas corresponden a Beatriz Colombi (2005, p. 15). Con el término «extraterritorial» la autora alude al concepto de George Steiner en: Extraterritorial. Ensayos sobre literatura y la revolución del lenguaje (2000).
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para su autofiguración como para la reflexión sobre su pertenencia a una cultura invariablemente periférica 4 . Colombi destaca el eclecticismo de la literatura de viaje como una de sus particularidades más específicas. La escritura viajera, dice, es un lugar de convergencia y dispersión de todo tipo de saberes y, por ello, es preciso no perderse en asociaciones y analogías. La pegunta de rigor abre el campo de estudio a lo que no tiene medida: ¿De qué se habla c u a n d o se habla de viajes? N o se trata tan sólo de u n antiq u í s i m o género literario o discursivo, de u n copioso imaginario privilegiado y a l i m e n t a d o por la ficción o de u n a práctica ligada a la ciencia y la expansión territorial de Occidente. Su alcance encubre u n universo al que sólo p o d e m o s aludir c o m o u n a cultura: la cultura del viaje, cuyo estudio a d m i t e u n haz de perspectivas heterogéneas (Colombi, 2 0 0 5 , p. 13).
Antes de avanzar propongo un breve comentario sobre la operación crítica aludida en la cita, ya que la misma aborda uno de los problemas metodológicos más comunes en la consideración del relato de viaje como objeto de estudio. Además, en la estimación de este punto, las valoraciones de Colombi y Fombona se confrontan estableciendo una especie de polémica que, si bien no es nuestro objetivo desarrollar en profundidad, creemos pertinente mencionar. Al referir los poderes ambiguos e inestables de la alusión como aquellos operadores de un recorte necesario, Colombi descubre la potencia productiva de un imaginario a la vez informe e infinito cuya captación parcial no desconoce todo aquello que las «perspectivas heterogéneas» preservan como elementos inexplorados. La fórmula cultura de viaje manifiesta la decisión de optar por alguna estrategia con el fin de imponer un orden para trabajar sobre un grupo de manifestaciones literarias cuyas dimensiones, según se advierte, lindan lo inconcebible. Si bien leemos, entre la estrategia elegida y el universo implicado en el viaje como instancia de la imaginación, la investigadora despeja aquello que suscita curiosidad e impulsa sus preguntas, es decir, configura su 4 En el período de tiempo que ocupa el estudio de Colombi —fines del siglo xix y principios del xx—, «la disidencia política, el nomadismo o la búsqueda de espacios modernizados para la profesionalización del escritor latinoamericano provocó numerosos desprendimientos». Y fue precisamente la escritura desterritorializada el núcleo generador de «numerosas metáforas culturales (nuestra América, latinoameicanismo, hispanoamericanismo, iberoamericanismo) formuladas como narraciones de autoafirmación, emancipación o descolonización cultural» (Colombi, 2005, p. 15).
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punto de vista. El «haz de perspectivas heterogéneas» en este marco decisivo se habilita menos por la característica inabarcable del viaje y sus sempiternas proyecciones literarias que por la sujeción del mismo a un fenómeno cultural. La designación del viaje en tanto práctica perteneciente a la esfera cultural y el anuncio de ésta como verdadero campo de interés para la indagación invita a reconocer la pertinencia del trabajo misceláneo. Para la autora, gracias a los avances contemporáneos en torno a la cultura como problema, se consigue finalmente abordar los textos de viaje mediante un marco teórico y conceptual altamente eficaz. Mientras Colombi confirma en la variedad de enfoques de la actual bibliografía dedicada a la literatura viajera la «vitalidad de un área de estudios, múltiple y a la vez específica» (2005, p. 19), Jacinto Fombona la impugna porque encuentra en ella la evidencia de una falta de rigurosidad crítica y en última instancia, la certeza de una dificultad metodológica insoslayable. El núcleo del problema halla sus raíces, según el autor, en un «problema genérico» intrínseco a la literatura temáticamente vinculada al tópico del viaje: Existe un corpus inmenso de textos hispanoamericanos que relatan la experiencia del viajero y al cual la crítica le había prestado poca atención como textos de viajes. El problema es quizás un problema genérico pues el texto de viajes aparece en forma de crónicas periodísticas, cartas, ensayos e incluso en novelas y poemas que dificulta cualquier estudio metódico (Fombona, 2 0 0 5 , p. 22).
En rigor, el hecho de que el tema del viaje se despliegue en varios discursos o géneros no crea un problema de método. La certeza empírica sobre la multiplicidad de la literatura viajera remite al orden de lo dado, lo que aparece así desde La Odisea y La Divina Comedia. El problema surge cuando el investigador debe definir qué va a leer en lo dado. Así, la secuencia que Fombona establece para exponer su inquietud — d a d o un corpus inmenso aparece el problema de la pertenencia genérica que finalmente obstruye un óptimo abordaje adecuado del objeto de estudio— debe considerarse, según creemos, en sentido inverso: en el curso de una investigación sobre el viaje en la literatura es factible que surjan diversas preguntas de acuerdo a los intereses del investigador. La cuestión acerca del estatuto genérico de los textos es una inquietud, entre tantas. El inmenso corpus de la literatura de viajes nada puede ante esta evidencia.
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Por otro lado, Fombona alerta sobre los efectos adversos de una excesiva generalización. Esta surgiría toda vez que se considera al viaje como tema universal mediante el cual se privilegia el aspecto edificante del viajero por la experiencia del encuentro con lo que está fuera del ámbito de lo familiar: El problema con esta generalización está en la forma en que hace desvanecer al texto de viaje, a la escritura de viajes, en un todo inasible, demasiado general formado por la literatura entera (Ibíd., p. 48). Los peligros que encarna una materia cuya forma se juzga descomunal y por lo mismo ininteligible, son sorteados por el crítico, una vez más, mediante el recurso a un objeto distinto de la literatura que, si bien la incluye como uno de sus usos, no la supone en su singularidad. Las preguntas sobre «dónde reside el carácter huidizo de la literatura de viaje», dónde su «multiplicidad discursiva», envían a pensar la relevancia de una práctica (el viaje) cuyas extensiones discursivas atraviesan tanto los espacios de la escritura como otros ámbitos o manifestaciones culturales, imprimiendo cada vez marcas específicas5. El viaje es entonces considerado una práctica cultural más entre otras y su relato así contemplado permite observar complejas versiones de la traslación de lo europeo hacia América Latina. Volvemos al último fragmento citado donde se habla del desvanecimiento de la escritura de viajes por acción de cierto poder de disolución. Según lo anuncia la cita, la premisa de universalidad llevaría al límite la caracterización de los relatos de viaje hasta quedar éstos absorbidos en la llamada «literatura entera». Si bien nos inclinamos a pensar que la profecía de desintegración es en verdad una estrategia más por la cual el investigador, puesto ante la magnitud de un todo inasible, enfatiza la necesidad de acotar el campo de interés hacia problemas, insistimos, propios del campo cultural, nos peguntamos si la misma resolución no suscita nuevos interrogantes cuyas proyecciones sean acaso menos axiomáticas y por lo mismo más propicias para llevar el pensamiento un poco más allá. En todo caso, la generalización aludida en la cita, la del viaje como tema universal que implica la experiencia singular del encuentro con lo desconocido, es para nosotros la fuente de su potencia convocante. Si volvemos a ella y elegimos colocarla en el punto de partida de nuestra indagación, no es tanto por advertir allí el anuncio de un tema poco explorado por la crítica como por la interpelación que todavía provoca en nosotros el carácter inasible de su
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Las expresiones entrecomilladas corresponden a Fombona, 2005, p.48.
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persistente aparición. En el viaje, el encuentro con lo incógnito —horizontes, comunidades, individuos, naturalezas, sociedades, lenguas— puede sobrevenir y conmover las certidumbres de la identidad del viajero. Reunido en un conjunto cuya percepción es dificultosa e imprecisa, lo incógnito remueve las certezas del hombre en viaje cuando éste posee la predisposición necesaria para contemplar y experimentar, por primera vez, el mundo revelado. Lo incógnito tiene finalmente el poder de inventarle al hombre una nueva vida. «El viaje también es el encuentro con la ajenidad radical de lo más íntimo: los sueños, la propia muerte, el recuerdo, la infancia. El viaje es la ocasión de una pregunta por la experiencia: ¿cómo se narra eso?» (Astutti, 1999, p. 115). En la narración de un viaje, algo extraño participa de manera sutil y contundente en la construcción de la llamada identidad narrativa 6 . Una lectura de los relatos de viajes como la que intentamos tal vez deba declinar los impulsos perentorios de cierto saber en favor de una predisposición, más especulativa y menos concluyente, que intente decir los efectos del acontecimiento literario. Porque el hombre que cuenta un viaje narra las condiciones según las cuales una nueva vida sobrevino a su historia y es en las ambigüedades, las indecisiones, las imprecisiones y en las omisiones de esa narración donde, creemos, la literatura se afirma. Y es justamente allí donde queremos afirmar nuestra lectura: en los momentos en los que la escritura precipita cierta intimidad y percibimos las tentativas de su manifestación. La variante metodológica que esta intervención sobre la lectura crítica del relato de viaje supone en relación con las perspectivas arriba comentadas se relaciona con el objeto de nuestra investigación, es decir, con la epifanía de lo íntimo. Para llevarla a cabo adoptamos un punto de vista en el cual se articulan dos dimensiones relativas al viaje. Una de ellas remite a la consideración del viaje en tanto práctica que a lo largo de la historia de Occidente dio origen a un conjunto de escritos donde se perfila una heterogénea galería de figuras viajeras. Tener en cuenta dicha dimensión permite apreciar las poéticas y políticas del viaje a lo largo de la historia a fin de percibir los modos en los que se actualizan en la narrativa latinoamericana contemporánea determinados estereotipos e imágenes fijados en la tradición. La dimensión propiamente narrativa del viaje completa nuestra perspectiva de lectura. La misma está orientada hacia la deter-
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Llamamos identidad narrativa a aquella que el sujeto alcanza a través de la poética del relato, en una historia de vida. Ver al respecto Paul Ricoeur: «La identidad narrativa» en Historia y narratividad (1999, pp. 213-230).
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minación de los vínculos que la literatura de viaje establece con el dominio de la intimidad y para ello se prevé el análisis de los procedimientos específicos que intervienen en la particular construcción de la voz narradora. Esto último aparece estrechamente ligado a la actualización del relato de viaje en un modelo ficcional ligado a una forma narrativa específica: la novela7.
EL VIAJE: UN SUCESO NOVELESCO
El mecanismo de invención del relato de viaje implica una concepción de lo novelesco y por lo tanto, una idea sobre la aventura. En el ensayo titulado «Las formas del tiempo y del cronotopo en la novela», Mijael Bajtin (1989, pp. 237-409) precisa las características temporales de la aventura, atribuyéndole a las expresiones adverbiales precisamente y de repente la función de secuenciar los fragmentos específicos. Tales adverbios indican el tempo de la aventura cuya particularidad es comenzar «donde el curso normal y pragmático [...] de los acontecimientos, se interrumpe». En ese intervalo se manifiesta lo que Bajtin llama la «casualidad pura» instaurando la lógica de la «simultaneidad casual»: ésta remite al hecho de que en un instante determinado una serie de elementos heterogéneos se reúnen para dar lugar al «juego del destino»8. Y donde el juego del destino tiene lugar, comienza una novela. La aventura en la novela supone un ajuste temporal basado en la extrema tensión dado que un minuto, un día, una hora fuera de lugar cobra una importancia decisiva, fatal: «Si algo hubiera acontecido —dice Bajtin— un minuto antes o un minuto después, [...], si no hubiera existido una cierta simultaneidad o no simultaneidad casuales, tampoco hubiera existido el argumento ni el pretexto para escribir la novela»9. Es importante aclarar en este punto la diferencia entre las reminiscencias caballerescas de la palabra aventura y el sentido moderno del término. Erich Auerbach se encargó de despejar con claridad esta distinción en el ensayo que le dedica a los román courtois—«La salida del caballero andante»— en su libro
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Desarrollamos a continuación el tema del viaje como-motivo novelesco, dejando para
próximas comunicaciones la especificación de la epifanía de lo íntimo en los relatos de viaje de la narrativa contemporánea. 8 Las expresiones entrecomilladas corresponden a Ibíd., p. 2 4 4 . 9
Ibid., p. 245. Bajtin sostiene que los episodios secuenciales de una aventura están dirigidos
por una sola fuerza: la del suceso que ha promovido la feliz casualidad.
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Mimesis. El autor discrimina al menos dos sentidos del término aventura: uno de ellos designa una «forma por demás peculiar y rara del acontecer» (Auerbach, 1996, p.131) que sólo guarda cierta coherencia dentro de los parámetros de la llamada vida cortesana. Esta primera acepción alude a las pruebas llenas de riesgos y prodigios a las que será sometido el caballero cuando es arrojado fuera de las fronteras conocidas. Sin dudas el riesgo inesperado, lo que antes llamamos lo incógnito, coincide en gran medida con la idea del viaje que hasta aquí expusimos. Pero Auerbach introduce una especificidad insoslayable: el hecho de que una clase social asuma para sí tales peligros como oficio propio «a fin de crear un mundo encantado de lo caballeresco preparado ex profeso para que los encuentros fantásticos y los peligros se topen con los caballeros como si les fueran enviados en serie» (Ibíd.). Esta especial ordenación del acaecer es una creación del román courtois: en este género -y sólo en él- la aventura designa la existencia ideal caballeresca. En cambio, el sentido moderno de la palabra aventura supone, en palabras de Auerbach, «algo puramente casual: lo inconexo, periférico, desordenado o, como ha dicho Simmel alguna vez, lo que está al margen del sentido genuino de la existencia» (Ibíd.). En efecto, no podemos asimilar lo que aquí llamamos aventura del viaje al mundo de la «prueba caballeresca» que no deja de ser, sin embargo, un mundo de aventuras. La referencia de Auerbach envía al ensayo «La aventura» de Simmel, donde afirma que lo decisivo de aquélla se vincula con una particular «forma del experimentar». Para dicha forma, los contenidos vitales resultan insuficientes a la hora de otorgarle una entidad: .. .que se supere un peligro mortal o que se conquiste a u n a mujer con u n p o c o de suerte, que u n o se haya atrevido a jugar y factores desconocidos hayan propiciado una ganancia o pérdida sorprendentes, que se penetre bajo una hechura física o espiritual en esferas de la vida de las que se regresa c o m o de un m u n d o extraño a casa; nada de todo ello tiene por qué ser, c o m o tal, u n a aventura. Sólo se transforma en ella c u a n d o existe u n a cierta tensión del instinto vital a través del cual se realizan esos contenidos (Simmel, 2 0 0 1 , p. 33).
Desde la perspectiva de Simmel el episodio de una simple vivencia se transforma en aventura cuando cierta radicalidad, entendida como «tensión de la vida misma» 10 , ejerce su poder al punto de hacer que un hecho aislado y 10 La concepción de la aventura en Simmel se vincula con sus reflexiones sobre la especificidad de la existencia definida a partir de una tensión entre la vida y la forma, la continuidad
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accidental pueda responder a una necesidad y abrigar un sentido. Siendo un fragmento aislado de la existencia, la aventura como forma —que pertenece a la vida y a la vez se desprende de la ella, profundizándola—, tiene «la fuerza misteriosa de hacernos sentir por un momento la vida entera como su cumplimiento y su apoyo, como si no tuviese otro objeto que su realización» (Simmel, 2001, p. 41). En efecto, el viaje tiene la capacidad de promover que lo novelesco irrumpa en cualquier vida y ésta se vuelva, de pronto, una especie de sueño realizado. Este modo del suceder, que con Simmel podemos llamar forma del experimentar, es central para la escritura del viaje. Podemos afirmar que así como «no hay viaje sin relato» (Monteleone, 1998, p. 15); tampoco hay relato de viaje sin invención. Es decir, no hay relato sin descubrimientos. El primero de ellos consiste en que la narración del viaje, antes que el espacio particular de un recorrido geográfico confecciona la imagen de un sujeto (Ibíd.). Pero veamos por qué decimos que el mecanismo de invención del relato de viaje implica para nosotros un concepto de lo novelesco. En primer lugar, porque desde la perspectiva del lector siempre importan las motivaciones de la partida, aún y sobretodo las que permanecen ocultas. La indagación de los motivos por los cuales el viajero emprendió su travesía deberá ser escudriñada a lo largo de su relato que es, en última instancia, efectuación, consecuencia o derivación de aquellos acontecimientos precipitantes del suceso decisivo. En la escena de la partida la narración suele demorarse en detalles a veces irrelevantes, a veces escrupulosos, a veces inverosímiles, preservando para el lector en una zona puramente conjetural las incitaciones profundas del personaje, aquellas que promovieron el anhelo de una nueva vida. La enumeración de los elementos necesarios para la escena de la salida —billetes de barco o de avión, un puerto, una despedida, etc.— resguarda el secreto corazón del relato. En segundo lugar, porque en el origen del viaje tiene especial relevancia lo que ocurre precisamente y de repente, es decir, importa de un modo específico la reunión de hechos casuales que dan lugar a la frase crucial del personaje en la posición
y la individualidad. En este marco, el núcleo de la problemática de la vida radica en que ésta, siendo una continuidad sin límites, no puede exponerse más que en formas, en contenidos. Pero a la vez, siendo vida, necesita más que la forma porque la vida es siempre más vida que la que cabe en la forma. La expresión «tensión de la vida misma» remite al desbordamiento del límite de la existencia individual: indica su más íntima esencia que es salirse de sí misma, fijar sus límites pasando por encima de ellos. A este desbordamiento, este «salirse-de-sí de la vida», Simmel lo denomina, «la vida misma» (Simmel, 1950, pp. 18-25).
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de narrador-viajero: «salí», «me embarqué», «partí». Vamos a ejemplificar estas proposiciones con la manera en que Héctor Bianciotti narra su salida del país en 1955, último año del segundo período del gobierno peronista. En la novela autobiográfica Lo que la noche le cuenta al dían el escritor cuenta que su viaje a Europa se definió repentinamente cuando un conocido, agente de la policía secreta del Estado, en una visita a su casa en Buenos Aires le entregó «un sobre alargado» no sin antes exigirle nunca dar cuenta del evento: .. .el sobre sólo llevaba mis iniciales y la indicación «no doblar». Contenía un pasaje de barco a mi nombre, con destino a Nápoles. Una carta lo acompañaba aconsejándome partir. La palabra «aconsejar» me hizo sonreír. Tenía que presentarme cuanto antes en la jefatura de policía, preguntar por Fulano para obtener el pasaporte, aportando de entrada los documentos indispensables cuya lista venía a continuación; tenía que pasar por la agencia de viajes, y no olvidar de hacer una colecta entre mis conocidos (Bianciotti, 1993, p.267).
El fragmento inventa una situación enigmática donde ronda el peligro y ésta juega a favor de la figura del escritor exiliado: el que tuvo que partir rápida y subrepticiamente a causa de inspiraciones políticas secretas. Esto acontece en un espacio cuya representación enmarca uno de los mitos con mayor frecuencia retomado en las novelas de Bianciotti: el de Buenos Aires como ciudad de la persecución y el miedo en tanto sede de un peronismo recalcitrante. Es gracias a esta situación inesperada y a la vez urgente como el personaje siente que su vida coincide con la aventura «como si hubiera atrapado —dice— el destino al vuelo» (Ibíd., p.268). Una vez emprendido el viaje Bianciotti afirma haber sentido que no partía «hacia el Viejo Mundo sino que regresaba a él» (p.269). Finalmente, la última frase abre todo un paréntesis de cavilaciones pues ¿qué podrá inspirarle semejante sensación de regreso al hogar a un hombre que ha pasado toda su vida en la pampa argentina, entre las ciudades de Córdoba y Buenos Aires? ¿Por qué, en la frase con la cual el viajero nombra la partida hacia un lugar nuevo, necesita afirmar su equívoco lugar de pertenencia en un gesto de identificación con algo que, en términos biográficos, no le corresponde? Será la vida interior del narrador viajero, sus constantes psicológicas trenzadas en
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Ésta es una de las novelas que conforman el Corpus sobre el cual desarrollamos nuestra investigación.
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los hilos de la historia de vida contada en primera persona, las que resguarden algún sentido para estas preguntas. La semejanza que este narrador viajero pretende mantener con los hombres comunes, con los escritores en general, es sólo aparente o más bien superficial: su vida se define en la excepcionalidad de un niño de la pampa argentina que logró, a fuerza de empeño y capacidad, convertirse un escritor consagrado en la más prestigiosa de las lenguas literarias: la francesa. La imagen que Bianciotti construye de sí mismo con metódica minucia extrae de la distancia geográfica y temporal que lo mantuvo alejado de la llanura donde nació y de los familiares entre los cuales creció, su materia narrativa. La distancia invocada por el viajero en su relato se relaciona por un lado, con la geografía y, por otro lado, con la interrupción de la continuidad de una vida anodina que no hacía más que alejarlo de la realización de su auténtico destino. Aquello que un «designio anterior que la sangre y el sueño ya conocen» (Ibíd., p. 9), es decir, la consagración del escritor en la cultura francesa, comienza a tomar forma en la vida del narrador cuando éste emprende el viaje a Europa. Así, el traslado se realiza para proseguir la consecución de una vida que, tal lo presiente Bianciotti, esperaba por él. De regreso a Buenos Aires luego de muchos años, al reencontrarse con sus hermanos y con los paisajes de la infancia, el viajero reconoce en la distancia, en la extrañeza de la lejanía, el resorte que impulsa su relato pues «por una parte —dice—, no percibimos con nitidez la realidad sino cuando está lejos, y, por otra, cuando las historias provenientes de otro lugar exigen ser contadas»12. Para terminar, diremos que nuestra investigación se basa en la estrecha relación que existe entre el viaje y su relato. Indagamos, en el relato de la vuelta de lo viajeros, los procedimientos ligados a la voz narradora en su conversión a la figura textual que denominamos narrador-protagonista-viajero. Al especificar desde esta perspectiva las operaciones de la retórica narrativa en el relato de viaje percibimos los modos en los que se manifiesta aquello que denominamos intimidad, es decir, las tensiones, los conflictos y desdoblamientos del sujeto que narra su propio desplazamiento. Destacamos en la escritura del viaje una característica particular que convierten a este último en un motivo literario por excelencia: se trata de la condición por la cual un 12
La frase entrecomillada corresponde a Como la huella del pájaro en el aire (Bianciotti, 2001, p. 95). En la novela Bianciotti narra el regreso a Argentina pasados cuarenta desde su partida, el reencuentro con sus hermanos septuagenarios y los agasajos con los cuales la cultura nacional recibe al escritor consagrado en Francia.
Tentativas de intimidad
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hombre sale al encuentro de un destino. Por la constatación de esta evidencia proponemos un modo de leer el mecanismo de invención del relato de viaje teniendo en cuenta sus implicancias en tanto motivo que suscita la irrupción de lo novelesco en la vida.
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Evelin Arro
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E L VIAJE INTERIOR E N TRAVESÍA DE EXTRAMARES D E M A R T Í N A D Á N : SOBRE EL S U J E T O Y SU VIAJE POR EL LENGUAJE Aymará de Llano Universidad Nacional de Mar del Plata, Argentina
PRIMERAS PREGUNTAS
¿Cómo explicar que desde un formato tradicional, como el soneto, el poeta se asoma a una palabra llena de contenido pero que se vacía en la articulación poética? ¿Cómo explicar que el yo se fragmenta a tal punto que tiende a mimetizarse y perder la propia identidad para encontrar/encontrarse en la tradición literaria? Travesía de extramares (1946) de Martín Adán nos permite y nos exige cuestionamientos que no intentamos resolver en el trabajo crítico como si resolviéramos un ejercicio matemático pero confiamos adentrarnos en su poesía como si pudiéramos interpretar la cifra de un universo lingüístico en un despliegue permanente de sentidos. A d á n se pregunta a sí m i s m o sobre su o r i g e n . . . ¿ Q u e m a r é la casa paterna?... ¿partiré de la patria?... ¿Seré u n monje en un monasterio?... ¿Me echaré a marear, tatuado, barbudo, descalzo, E n el último de los veleros? ... ¡Todo m e es igual!, Aloysius Acker!... ¡Sólo tú m e eres idéntico! (DeP, 41)'
1
L a s citas de cada p o e m a tendrán las iniciales del m i s m o entre paréntesis al finalizar la
cita del texto y, a continuación, el número de página. La edición de referencia es A d á n , 1976;
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El despojo y la incertidumbre plasmados en preguntas retóricas atraviesan el poemario y, ante la lectura, dejan una imagen tan huidiza como la huella del velero echado a andar a la deriva. Se cuestiona acerca del posible abandono del lugar de origen y sin embargo esa desazón se articula con verbos en futuro, lo que admite suponer una distancia temporal hasta que ocurra la caída —todavía no partió de la casa paterna—, de tal manera que ese sentido caótico se recompone en la eficacia de la escritura y, en ese mismo instante, casi paradójicamente, pierde aquel sentido que recibimos como efecto de primera lectura. Cuando quedamos en esa deriva, entonces, surge otro punto de fuga de sentido a partir de la contraposición de dos términos perteneciente al mismo paradigma semántico —«igual» e «idéntico». La generalización indiferencia, mientras que la particularización distingue al sujeto de otros. En Martín Adán, las normas se subvierten; si bien se cumple la primera ley —«¡Todo me es igual!»—, no así la segunda, ya que el sujeto no es distinto de todos porque tiene un otro idéntico a sí mismo —«¡Sólo tú me eres idéntico!»—. Así se contesta las preguntas sobre su origen planteando otro interrogante, ahora sobre su identidad: ¡Todo m e es igual!, Aloysius A c k e r ! . . } ¡Sólo tú m e eres idéntico! (DeP, 41)
Así, la presencia del doble, del hermano, el antiscio 3 o la imagen de Narciso proponen el cuestionamiento de la propia identidad: una figura que sólo es coincidente en la desgracia, en la desesperación por aprehender lo inhallable que también es lo inefable, lo que no se puede materializar en la palabra y, como el agua del mar, se escurre, se expande y se confunde, no hay unicidad, no hay objeto, no hay materialidad aprehensible: «Narciso, ciego, desespera; / Y puede ser el agua entera / Y arder los mares en la mano...» (DeP, 39). que corresponde a la Obra poética (1927-1971) de Martín Adán, publicada en Lima, Perú, por el Instituto Nacional de Cultura, 2 a . edición. 2 Aloysius Acker: Adán escribe el Aloysius Acker —hacia 1931— y lo destruye hacia 1934. Se cree que era un extenso poema elegiaco, dedicado a un desconocido o ente ficticio. El poeta manifestó el deseo de no publicar las partes conocidas. Algunos fragmentos fueron publicados en 1947, otros fueron utilizados como epígrafes en sus otras composiciones, hay citas de sus amigos. 3 Antiscio: Se dice de cada uno de los habitantes de las dos zonas templadas que, por vivir sobre el mismo meridiano y en hemisferios opuestos, proyectan al mediodía la sombra en dirección contraria (DRAE, vigésima segunda edición).
El viaje interior en Travesía de extramares
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N o se encuentra y no descubre otra forma que la consagrada por la tradición literaria para volcar la desesperación en forma poética. Lo que el sujeto/narciso percibe sólo internamente ante la incapacidad de poder verlo en el exterior es su propia imagen desgraciada: «... si cantare la figura, / Disonará, divina, inhumana: / 'Toda imagen es de tu desventura'!» (IP, 44). Esta persistencia del interrogante sobre un sí mismo aterrado es una primera exteriorización del constante inquirir por el poeta y su posibilidad o imposibilidad de plasmar en la escritura sus angustias existenciales.
TRAVESÍA DE EXTRAMARES
Ahora bien: el poemario está compuesto por sesenta y un poemas, casi todos son sonetos perfectos —endecasílabos con rima y ritmo intachables— exceptuando «Dissonanza e preparazione», composición interesante que aparece en cuarto lugar y la que, también, está formada por un soneto, y además reúne citas de otros autores inaugurando un juego innovador. Es relevante informar sobre otro dato paratextual: todos los poemas tienen dos y tres epígrafes algunos firmados por el mismo Adán con una excepción —«Arpeggio e quanto cli segue»— en donde aparece uno del propio autor. A esta descripción del formato debemos agregar que el título del poemario —Travesía de extramares— tiene un subtítulo escrito entre paréntesis, que remeda ser una dedicatoria y versa de la siguiente manera: (sonetos a Chopin). Esto funciona como un anticipo que se completa en cada soneto ya que todos tienen un título en italiano —idioma universal de las composiciones musicales— y además, en un tercio de los sonetos, el subtítulo hace referencia a determinada obra de Chopin (ej: Op.27, III op.28, VI Op.25). Se observa, así, una consonancia entre los sonetos y la obra de Chopin, que ha sido una fuente de inspiración junto con la presencia y cercanía del mar, según lo ha declarado Adán; de ahí la metáfora de la travesía en barco que sostienen todas las composiciones 4 . C o m o se ratifica nuevamente con estos datos, al desplegar la construcción del poemario se hace evidente una fuerte inscripción en la tradición occidental no sólo literaria sino musical. Por otro lado, después de las vanguardias históricas, la distribución de la letra en la página puso de manifiesto —entre otras estrategias— la materialidad 4 Edmundo Bendezú en La poética de Martín Adán se centra en la relación entre los poemas y la música.
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de la escritura. En este poemario, Adán trabaja básicamente con un formato de identificación rápida para el lector frecuente de poesía —nos referimos al soneto— y, obviamente, con una remisión directa a la tradición literaria; sin embargo, logra ponerlo en cuestión incluso desde lo gráfico al incorporar citas y epígrafes en exergo, generalmente sobre el margen izquierdo aunque también los hay sobre el derecho; además el agregado posterior de poemas propios con otros esquemas métricos. Atención: esta descripción formal —necesaria, quizá, para hacer un «barrido» externo del poemario— nos aleja peligrosamente de lo medular en la Travesía.
E L S U J E T O E N S U V I A J E H A C I A U N VACÍO D E SÍ
Los sesenta y un poemas mantienen un formato clásico respetado por completo en cuanto a medida, rima y acentuación. La inclusión de los epígrafes abre un campo de significaciones amplificador de sentido por extensión pero, al mismo tiempo, establece una distancia respetable con la tradición del soneto gongorino que no tiene epígrafes. Por otro lado, la excesiva cantidad de citas no sólo postergan la lectura del texto en sí, sino que también mantienen el nombre del autor básico, Martín Adán, en un segundo plano. Distraen de manera tal que el abordaje del soneto es retardado por el asedio de las citas en el idioma original y la atracción que ejercen autores clásicos y prestigiosos: Shakespeare, Leopardi, Goethe, Nerval, Hölderlin, Shelley, Rimbaud, Whitman o Joyce, entre otros. Algunos autores están repetidos como Keats que, además de estar citado cinco veces, abre y cierra el libro; por otro lado, el Arcipreste de Hita junto con Berceo, el Marqués de Santillana, Fray Luis de León, Cervantes y Quevedo lo inscriben en la serie literaria española. En cuanto a las diversas funciones que pueden cumplir los epígrafes, según Genette, «epigrafiar es siempre un gesto mudo cuya interpretación estará a cargo del lector» (Genette, 2001, p.133). Observamos que no operan a la manera en que lo hace la tradición y norma, es decir, como comentario o esclarecimiento del título. Son anticipos temáticos del núcleo que va a desarrollarse en el soneto; un uso frecuente en prácticas contemporáneas. Tal es el caso de «¡Oh muerte que das vida!» de Fray Luis de León (VS, 90) que anuncia la muerte próxima o los problemas de amores expresados en «Berceuse», ya anticipados en: «Pastorcico lastimado, / Descordoja tus dolo-
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extramares
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res». / — ¡ A y , Dios, que muero de amores!» de Lucas Fernández 5 . El soneto sigue la línea temática. —¡No me dejes memoria, Amor, ninguna, Y sordo tórname a razón y a canto, Que pueda oír el hilo de mi llanto Caer por la mejilla de la Luna! —¡Deja que arrulle a mi vacía cuna!... ¡Que clave en mi ataúd martillo tanto!... ¡Que, a la rita más recia, postre cuanto Al altozano alzóse, no a ala alguna!... —¡Apártate, mi amor, que eres de amores!... ¡Mi cordero no trisque entre tus flores!... ¡ni aún mi azor anide en tu hondo velo!... —¡Mi ser, aparta, ea: Amor insiste!... ¡Otro tú me rehaga, impar el triste!... ¡Incapaz de caricia y de consuelo!... (B, 60). También el autor se inscribe, así, en una tradición literaria y establece una relación de afinidad con el autor de la obra de la cual proviene la cita. Dicha tradición se presenta ampliada, no circunscripta al barroco a pesar de adscribir, en esta obra, por entero a dicho m o v i m i e n t o (Genette, 1987, pp. 145-149). S o n necesarias, a esta altura, unas líneas de referencia al barroco. de extramares
Travesía
ha sido relacionada con el barroco de Góngora; el aspecto más
ligado quizá sea la increíble experimentación con el lenguaje. Su ensayo De lo barroco
en el Perú,
es una interpretación de la literatura peruana. 6 A d á n
5 Lucas Fernández (1474-1541), escritor y dramaturgo español. Su obra se conserva en un único volumen titulado Farsas y églogas al modo y estilo pastoril y castellano, impreso en Salamanca en 1514. Contiene seis textos dramáticos, tres religiosos y tres profanos, escritos entre 1495 y 1505. Los profanos: Comedia de Bras-Gily Beringuella y Farsa o cuasi comedia de una doncella, un pastor y un caballero. 6 Fue presentado como tesis para el Doctorado en Letras en la Universidad Mayor de San Marcos en 1938. Se trata de un texto denso como si el tema del barroco debiera ser trabajado, también, en una prosa barroca. Parte en su estudio del barroquismo del siglo xvn con Peralta (Pedro de Peralta Barnuevo 1663-1743) y los poetas culteranos; luego le dedica el segundo capítulo a Mariano Melgar (1790-1815), escritor del período de la emancipación,
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re-escribe este ensayo posteriormente a su primera publicación; estos tiempos son compartidos con la escritura y re-escritura de los sonetos de Travesía. Podemos insinuar una ida y vuelta entre ambos trabajos —De lo barroco... a la Travesía...— no como un determinismo sino como el hallazgo de una experiencia, la del barroco y más precisamente, la del gongorismo. Lo significativo es que Adán estudia en el culteranismo —además de la aptitud formal para el amaneramiento y la circunlocuencia— cómo «el sentido se supedita al modo, y éste lo confunde y configura» (Adán, 1984, p. 99). Nosotros podemos agregar que el modo re-configura el sentido expresado en su poética. Esto explica nuestro trabajo que ha pretendido desmontar desde la configuración formal hasta llegar al sentido. La estructura confunde porque aparenta lo que no es, es decir que remite a un tipo de composición tradicional, mientras que hay otros elementos en juego que incorporan sentidos innovadores y resemantizan los sonetos. Retomemos, entonces, la cuestión de los epígrafes que, según toda la información reunida, cobran una dimensión inusual y, al mismo tiempo, generadora de nuevos sentidos. Así, el soneto —formato fijo— no es centro; más allá del poema, otros textos están operando aunque de diferente modo: uno, el de Chopin, no lingüístico, como referencia externa a este texto. El otro, la red de epígrafes, disputa el protagonismo con el soneto por constituirse en una presencia que se impone por permanencia en todos los poemas y por cantidad de espacio en la página. La mayoría de las composiciones cuenta con dos o más epígrafes cada una7. La inclusión de epígrafes propios amerita un párrafo aparte. Por un lado el Martín Adán de los epígrafes inviste una materialidad distinta de quien firma el libro completo porque aparece como otro, fuera del texto base, que es el soneto, a veces compartiendo la página en el lugar excéntrico del epígrafe con un clásico de la literatura como Klopstock o Baudelaire. Si las citas ocultan al sujeto cuya marca básica es el soneto, el epígrafe firmado por sí mismo lo reinscribe desde otro lugar, en el de la tradición, el de los consagrados. Así el sujeto opera desde dos lugares de enunciación diferentes, de distinto estatuto discursivo: el poema y el epígrafe, siendo el mismo, el para llegar al modernismo con José Santos Chocano (1875-1934) y finalizar con José María Eguren (1874-1942) y el postmodernismo. 7 Hay excepciones — u n o con tres epígrafes y otro con sólo uno pero del propio autor— según las varias versiones, que hoy constan en Internet en la Colección Martín Adán de la Pontificia Universidad Católica del Perú. Cada soneto tenía hasta siete epígrafes que fueron retirados durante las correcciones.
El viaje interior en Travesía de extramares
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idéntico, el doble. La presencia se densifica y, a pesar de que el nombre propio en la página oculta al sujeto del soneto, algunas problemáticas de ese sujeto están ya tratadas en los epígrafes, tal es el caso de la identidad que hemos mencionado desde el principio. ¡Mi identidad hostil, mi hermano verdadero Según seno incapaz de la propia natura! ¡Ay, echado, nonato, el ternísimo cero A cenagosa estrella de inmediata ternura!... (DyP, 39)
La voz que emite el discurso queda así, disimulada, porque ingresan otras voces, otros textos. Parecería que esa voz no quiere ser identificada, prefiere permanecer oculta, bajo otras huellas pero presente en ellas mismas y como una pulsión de presencia del sujeto aparecen los propios epígrafes, como emergentes de un deseo de apariencia de ser en la superficie del epígrafe firmado por sí mismo como el otro idéntico a sí mismo y como materialización de un sujeto descentrado —fuera del soneto— y en búsqueda continua. Le cede el lugar a la letra, al lenguaje en sí mismo, a la literatura y el sujeto se escurre, desapareciendo y reapareciendo en otro formato paratextual, que le posibilita estar presente con la inscripción de su propio nombre en la página. Deja de ser importante llegar al final, se nos impone y exige una re-lectura, se va descubriendo una forma de leer distinta en la que se va produciendo un des-cubrimiento, un des-velamiento de un sentido que está más allá de los sonetos y cuando eso se entiende el ojo lector ancla en los títulos, los epígrafes, en los subtítulos que remedan a Chopin; empieza la necesidad, o se crea desde el texto, de recurrir a otros textos. Por ejemplo, la necesidad de escuchar a Chopin o de actualizar las imágenes auditivas del mar de Pacífico, del sonido del agua del mar contra el canto rodado, de escuchar el flujo marítimo, de encontrarlo en los sonetos a partir del ritmo reiterado en la acentuación de los sesenta y un sonetos o en la rima de las otras composiciones. Así se va abriendo una significación que recién cuando se encuentra, empieza a operar en torno a otros sentidos ocultos hasta el momento. La máxima concentración de epígrafes o citas se observa en la cuarta composición «Dissonanza e preparazione» en la que el soneto se encuentra precedido por siete textos presentados como citas, no como epígrafes —al menos por la interpretación que podemos darle al armado gráfico de la página—, ya que conservan el margen izquierdo y no el derecho. Tres de éstos son de Martín
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Adán. Aparecen otras dos composiciones del autor después del soneto base que se indiferencia como un fragmento poético. Según Marco Martos, Adán es un poeta diacrónico porque «atraviesa las capas históricas del lenguaje, caza literalmente vocablos, los desempolva y los deja transparentes para nuevos usos» (Martos, 2001, p.50). Este proceso de actualización y resemantización, que refiere Martos exclusivamente al léxico, puede hacerse extensivo como operatoria en Travesía de extramares ya que la red de citas construyen un nuevo sentido en consonancia con el soneto que anteceden, además de funcionar permanentemente el agregado de la referencia musical. Los sonetos, como el sonido ininterrumpido del mar, reiteran su ritmo y, aunque es casi siempre el mismo, al pasar las páginas siempre es otro con un nuevo sentido. La poesía de Martín Adán construye un código dentro del código literario/ poético y, desde esta óptica, todo desciframiento será provisional tratando de imprimirle pautas de sentido al desorden y disciplina a la desolación. De alguna manera la desesperación reside en otra versión más de lo que muchos poetas han tratado de dar a entender: la imposibilidad de asirse a la poesía para dejar de ser inefable. Años después, en otro trabajo, Escrito a ciegas (1961), Adán sentencia: Poesía no dice nada: Poesía se está callada, Escuchando su propia voz.
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ADÁN,
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D E S A N D A N D O LA RUTA C O L O M B I N A : E L V I A J E E N LOS E S C R I T O R E S A R G E N T I N O S D E LA P R I M E R A M I T A D D E L SIGLO X X Beatriz Barrantes Martín Universidad de Valladolid, España
A finales del siglo xix y principios del siglo xx, varias décadas después de la independencia de los países latinoamericanos, los escritores e intelectuales argentinos —los latinoamericanos, en general— continuaban preocupados por encontrar las claves de su «americanidad». Numerosos fueron los que dedicaron sus esfuerzos a ahondar en esta cuestión, y no sólo argentinos1, sino también extranjeros, como Waldo Frank (España virgen, América Hispana), José Ortega y Gasset («La Pampa... promesas», «El hombre a la defensiva») o Hermán Keyserling (Diario de viaje de unfilósofo,Meditaciones Sudamericanas). La búsqueda de la identidad2 se daba en dos niveles: por un lado, continental —qué significa ser «americano»— y, por otro, nacional —en el caso que nos ocupa, qué significa ser «argentino»—. Era un asunto vertebral, y no sólo para los propios latinoamericanos, sino también para el resto del mundo, como lo demuestra el interés de los extranjeros arriba mencionados. 1
Se podrían citar multitud de ejemplos. Quedémonos con tres: Manuel Gálvez (El solar de la raza, 1911), Ezequiel Martínez Estrada (Radiografía de la Pampa, 1933) y Eduardo Mallea (Historia de una pasión argentina, 1935). 2 Miguel León Portilla define identidad como «una conciencia compartida por los miembros de una sociedad que se consideran en posesión de características o elementos que los hacen percibirse como distintos a otros grupos, dueños, a su vez, de fisonomías propias» (1975, p. 16).
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Beatriz Barrantes M a r t í n
Latinoamérica había ido avanzando en su devenir histórico al calor de los acontecimientos exteriores y no es difícil encontrar testimonios al respecto. La idea de que el continente sudamericano carecía de historia propia fue recurrente. Vasconcelos, por ejemplo, en La raza cósmica (1925), hablaba de una cierta «discontinuidad» en el desarrollo histórico latinoamericano debida a la acumulación de periodos históricos y a la falta de asimilación previa de los mismos. Pero esta idea venía de lejos: la lectura pesimista de Latinoamérica aparece ya en obras como Continente enfermo (1899), de César Zumeta, El porvenir de los pueblos latinoamericanos (1899), de Francisco Bulnes, o en Nuestra América (1903), de Carlos Octavio Bunge. La encontramos también en la propia Victoria Ocampo, figura central de este artículo, cuando al describir en su Autobiografía una iglesia de su Buenos Aires infantil señala que «aquel lugar era histórico (a la manera sudamericana)» (1991, p. 24). Y subrayo la expresión «manera sudamericana» porque creo que define de forma explícita lo que los latinoamericanos pensaban de su propia historia. La propia Victoria Ocampo es la que hablaba de «almas sin pasaporte» para referirse a los argentinos, haciendo alusión a la desubicación tanto histórica como espacial de sus compatriotas. De esto hablaremos más adelante. Una de las obras capitales que resume los sentimientos ambivalentes de los latinoamericanos hacia su propio ser y que nos da la pauta a seguir en este trabajo es quizá Elpecado original de América, de H. A. Murena. Allí se ofrecen afirmaciones como la siguiente: «No podemos continuar a España ni podemos continuar a los incas, porque no somos europeos ni indígenas. Somos europeos desterrados y nuestra tarea consiste en lograr que nuestra alma europea se haga con la nueva tierra». La tarea a la que se refiere Murena era ardua, pues trasplantados en un continente de indios y campesinos, los sudamericanos no encontraban su «ser» americano y, además, se debatían en contradicciones internas que les impulsaban a un «deber ser» occidental. Esta tensión dialéctica entre «ser» y «deber ser», apuntada por Fernando Aínsa (1986), es de tal calibre que determina un debate sobre la identidad sudamericana que llega hasta nuestros días3. 3 Opiniones más extremas, en relación con las causas del «problema» sudamericano, aparecen en autores como Juan Bautista Alberdi, a mediados del siglo xix, de quien habla Maza Zavala al explicar por qué Estados Unidos y Sudamérica han corrido suertes tan diversas: «El concepto prejuiciado de la superioridad de la raza blanca, y especialmente de la anglosajona, se encuentra claramente expresado en Juan Bautista Alberdi, intelectual y estadista argentino quien propugnaba para su país, además de la importación de capitales europeos y norteamericanos,
Desandando la ruta colombina: el viaje en los escritores argentinos
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Si tanto se ha escrito sobre el proceso identitario de Latinoamérica es porque los factores que entran en juego son tan numerosos y complejos que la dificultad para llegar a conclusiones univalentes es palmaria. En primer lugar, desde siempre existió — y existe— un desfase entre el ritmo de la Argentina «visible» y el de la «invisible»4 —volvamos al cono Sur—, determinado por las relaciones asimétricas entre las grandes ciudades argentinas, el interior del país y las más importantes ciudades extranjeras —Madrid, Londres, París, Roma. En segunda instancia, es necesario considerar elementos como la multiculturalidad —gentes procedentes de diferentes países de Europa—, las dificultades comunicativas por las deficiencias en el transporte, las tensiones sociales —el repetido debate sobre «civilización y barbarie»—, o la explicación histórica a partir de la conjura —los problemas argentinos y latinoamericanos parten de Norteamérica o de España. Todos esos factores terminan por tejer una red de «distorsiones» culturales que, en último término, crean unos seres humanos angustiados por la falta de referencias objetivas y por un sentimiento de vacío espacial, temporal e histórico; de vacío existencial, en suma. El trasvase a la literatura o a la escritura autobiográfica es inmediato, y Victoria Ocampo lo explica de la siguiente manera: A veces pensaba: Si pudiera volver la cabeza ligerito, ligerito, y mirar detrás de mí vería: N A D A . Tal vez llegara a descubrir que no hay nada. Nada. La palabra me fascinaba. Me preguntaba: ¿Y si todo lo que está pasando delante de mis ojos no pasara sino delante de mis ojos, nunca detrás? Esta idea me deprimía y me atraía. Cuando cavilaba sobre eso me encontraba como prisionera de un mundo sin salida. (1991, p. 35)
Victoria Ocampo se encontraba «prisionera de un mundo sin salida» que era el mundo de su adolescencia en ese momento, pero que continuaría siendo
el trasplante masivo de población anglosajona, en la cual apreciaba ciertas virtudes de trabajo, ausentes, según él, en la población nativa. Más tarde, el positivismo, en auge en Hispanoamérica en el último tercio del xix y principios del xx, apreciaría en el elemento indígena de la población latinoamericana la causa última del atraso económico de esta parte del continente» (Maza Zavala, 1992, pp 147-148). Postura ésta criticada por intelectuales como José Enrique Rodó en su Ariel: «Se imita a aquel en cuya superioridad o cuyo prestigio se cree. Es así como la visión de una América deslatinizada por voluntad propia, sin la extorsión de la conquista, y regenerada luego a imagen y semejanza del arquetipo del Norte, flota ya sobre los sueños de muchos sinceros interesados por nuestro porvenir» (Rodó, 1967, p. 232). 4
Me remito aquí a la distinción que establece Eduardo Mallea.
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el mismo durante toda su vida. Uno de los órdenes que mayor apariencia de estabilidad identitaria proporcionaba a las clases altas argentinas — a las que pertenecía Victoria O c a m p o — era la posesión de acomodados caserones. Eran éstos mundos cerrados en los que la identidad venía dada por los valores familiares que, en una extraña combinación pre-posmodernista, fusionaban el tradicionalismo más rancio con la búsqueda de lo más novedoso y europeizante. Los Ocampo eran una de estas familias y eso fue lo que vivió Victoria, la mayor de sus hijas, quien por un lado disfrutó de una educación completamente europea y, por otro, sufrió el rígido sistema tradicional donde la mujer no tenía ningún papel activo en la sociedad: ...esas cosas no se tomaban muy en serio; pero sí muy en serio la tradición cuando tocaba a lo argentino [se refiere a las relaciones hombre-mujer]. Esto era bien marcado, a pesar de la educación extranjerizante que recibíamos, tal vez porque la consideraban (no sin razón) más refinada (Ibíd., p. 80).
El caso de personajes como Victoria Ocampo es especialmente interesante cuando se trata de analizar el problema —porque así lo consideraban ellos mismos— de la identidad argentina, ya que se vio obligada a casi una disociación de su personalidad. Nacida en Argentina y habiendo vivido la mayoría de su vida allí, sus primeros idiomas fueron el inglés y francés y sus referencias culturales resultaron europeas, pero ni siquiera europeo-españolas —como eran sus antepasados—, sino en su inmensa mayoría anglosajonas y francesas. Es sintomático y al mismo tiempo paradójico observar, en este sentido, que la Victoria Ocampo que fundó Sur y que ayudó tanto al desarrollo de la cultura argentina fuera, sin embargo, un ser inseguro cuando de escribir en español se trataba. Uno de los principales elementos configuradores de una determinada identidad — o su mal manejo, en este caso—, como es el idioma, provocaba en Victoria Ocampo un conflicto añadido. Los viajes que los Ocampo y las familias patricias argentinas llevaban a cabo hacia Europa formaban parte del imaginario colectivo de la época. Y no sólo de las clases más pudientes, sino también de intelectuales y escritores. Es el caso de Borges, quien estudió en casa con una institutriz inglesa y realizó numerosos viajes a Europa; o el de Cortázar, más extremo, que estableció su residencia definitiva en París. Lo mismo ocurrió con otros escritores argentinos como Eduardo Mallea, quien también viajó en numerosas ocasiones a Europa; es más, de esta identificación con Europa tampoco se escapaban las mujeres de
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aquella época, ya que a pesar de no permitírseles estudiar formalmente —la alta sociedad argentina de aquel tiempo tenía unas estrictas normas en lo que se refería a la cuestión femenina—, sí se las educaba en el conocimiento de las lenguas europeas —como hemos visto con Victoria Ocampo— y eran enviadas al Viejo Continente en cuanto la ocasión era propicia. La función del viaje a Europa en la búsqueda de la identidad argentina no está, sin embargo, desprovista de contradicciones y ambivalencias. Una vez constatado el hecho de que el viaje al interior — a la pampa, a los indígenas, a los campesinos— no sirve para construir un centro vital unificado, se recurre al viaje al exterior, en un movimiento centrífugo, según explica Fernando Aínsa: El movimiento se inicia como parte de una tensión activa entre el «yo» y el «medio» exterior, donde no encuentra la suficiente justificación o ayuda para evitar la desintegración de la identidad. Pero la meta de estos viajes, en lugar de encontrarla en el «interior» de América, lleva a la Europa de donde provenimos (1986, p. 214).
Ese viaje al exterior, no obstante, se basa en un movimiento puramente idealizado e idealizador. La propia ciudad-puerto de Buenos Aires mira hacia Europa 5 , como buscando algo allá que la explique, pero la realidad es que el camino hacia Londres o París es, en la mayoría de las ocasiones, un periplo con vuelta obligada y, aún más, desengañada. El argentino va a Europa a cumplir el sueño de encontrar sus raíces, pero no encuentra más que un reflejo de sí mismo; el verdadero «ser» continúa manteniéndose oculto. Sintiéndose extranjero en Argentina, viaja a su espacio original europeo, pero descubre que allí no sólo no encuentra su identidad, sino que también se siente extraño. Además, el argentino viaja del Sur, retraído y atrasado —el hemisferio Sur—, al supuestamente innovador y cosmopolita Norte —el hemisferio Norte—, pero tampoco esta idealización responde a la realidad que encuentra. En conclusión, un viaje que se reduce a la constatación de que la identidad no es un factor espacial, familiar o temporal, sino algo más complejo, un «algo» que intelectuales y escritores argentinos buscarán sin descanso 6 . 5
La idea de que Argentina, y Latinoamérica en general, es en el fondo un apéndice de Europa viene de lejos. Ya Sarmiento, en su Facundo, señalaba que «las ciudades argentinas [...] eran, como todas las ciudades americanas, una continuación de la Europa y de la España» (1969, p. 87). 6
La literatura que recoge los viajes a Europa crece enormemente a partir de la generación argentina de 1880 (Ricardo Güiraldes, Raucho, o Eugenio Cambaceres, Sin rumbo) y se extiende a todos los países latinoamericanos: Chile (Alberto Blest Gana, Los trasplantados-,
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Victoria Ocampo en su Autobiografía retrata magníficamente esa evolución del argentino ilusionado ante el viaje a Europa que, poco a poco y con el paso de los años, va percatándose de que la realidad tiene más aristas de las previstas. En la reflexión sobre su primer viaje a París, recuerda lo que de niña pensó a su vuelta a Buenos Aires: Esta calle estrecha tan fea no puede ser Florida. C u a n d o m e f u i era ancha. M e aseguran que era igual. N a d i e m e convencerá. H a b l o mejor francés que español y m e gusta más. ¿ C ó m o ha pasado? (1991, p. 29).
Pero, más adelante, en sucesivos viajes a Francia, la realidad comienza a matizarse y se da cuenta de que la sensación de una identidad centralizada se asienta más en la subjetividad de las circunstancias: L a vida que llevo aquí [en París] es casi m i ideal. Pero el pensar en J é r o m e [su a m a d o de aquel momento] m e estropea esta felicidad. C u a n d o pienso que allá [Buenos Aires] es verano, que el jardín está lleno de flores, que hay duraznos y cielo azul, m e siento desgraciada, desterrada. (Ibíd., p. 117).
Ya hemos visto que el término «desterrado» es recurrente en el discurso de intelectuales y escritores de la época. «Desterrados» aquí y «desterrados» allá; exiliados en su propio país y también en el extranjero. La historia vital e intelectual de Victoria Ocampo gira en torno a esa idea de destierro interior, tanto como ciudadana argentina —«Soy un ser hecho de superabundancia de vida, pero también de pensamiento y desencanto, que se complacen en quebrar los resortes de la felicidad»— como desde su condición de mujer intelectual —«en aquellos años, la actitud de la sociedad argentina frente a una mujer escritora no era precisamente indulgente». La solución que ideó fue la de valerse de su «poder» económico y social para educarse a sí misma y educar a su Argentina, y a través de ello, intentar ir construyendo una identidad personal y nacional. Victoria Ocampo es un caso singular en la historia de la literatura y la cultura argentinas. Por un lado, por los logros que consiguió en una sociedad fuertemente cerrada a la inclusión de la mujer en el mundo intelectual y, sobre todo, y es lo que aquí más interesa, por la extrapolación que realizó del mundo o Joaquín Edwards Bello, Criollos en París), Venezuela (Rómulo Gallegos, Reinaldo Solar), Uruguay (Juan Carlos Onetti).
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cultural europeo a su propio mundo argentino. Como se irá analizando a continuación, Victoria Ocampo vivió volcada en construir una argentinidad a su medida y a la medida de los intelectuales que la rodeaban. Y la mayoría de las veces esa identidad argentina pasaba por el tamiz de los escritores europeos que conocía en sus viajes o que hacía viajar hasta el cono Sur. Bien es verdad que, en su discurso intelectual —que luego se reflejaría en su declaración de intenciones al fundar la revista Sur— Victoria Ocampo defendía la búsqueda de la propia cultura argentina, pero también es cierto que muchos criticaron su persona y su proyecto por europeizante. Al fin y al cabo, ella y sus coetáneos tenían por delante una complicada «misión», tan complicada que inmersos ya en el siglo xxi todavía no ha sido resuelta. Los viajes a Europa fueron enormemente influyentes en la vida personal e intelectual de esta escritora argentina. Victoria fue a Europa y Europa entró en Argentina, a su vez, gracias, en gran medida, a Victoria. El primer viaje que realizó al continente europeo fue siendo una niña de seis años, con su familia. Allí estuvieron alrededor de un año, pasando temporadas en París, Londres, Ginebra y Roma y allí aprendió inglés y francés como primeras lenguas. Por segunda vez, regresó la familia a París, en 1908, cuando Victoria ya era una jovencita de dieciocho años; entonces tuvo la oportunidad de asistir a la Soborna, donde estudió literatura, la obra de Dante, y también acudió al Collège de France, donde escuchó las lecciones de Henri Bergson. El tercer viaje a Europa correspondería a su luna de miel, en 1912, y no sería un periplo muy agradable debido a que pronto estuvo claro que aquel matrimonio no funcionaba. Hasta 1929, Victoria no vuelve a Europa pero, durante esos diecisiete años, estaría en contacto permanente con la cultura europea a través de los intelectuales que llegaban a Buenos Aires. En este período, conoce y acoge en su casa, por ejemplo, a Ortega y Gasset, Tagore o el músico Ansermet. Pero no será hasta conocer la obra del conde Herman von Keyserling —filósofo báltico fundador de la Escuela de la Sabiduría, hoy prácticamente desconocido, pero que en aquella época gozaba de enorme popularidad— cuando Victoria Ocampo decida volver a Europa. Se ha elegido aquí la historia de los encuentros y desencuentros de Victoria Ocampo con el conde Keyserling porque pueden servir muy pertinentemente como metáfora de la conflictiva relación entre la Argentina y la Europa de aquel entonces, o mejor dicho, de la conflictiva relación entre los intelectuales
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argentinos de la primera mitad del siglo x x y su búsqueda identitaria, por un lado, y Europa, por el otro. Desde mediados del siglo xix, con pensadores como Domingo Faustino Sarmiento y su Facundo, la preocupación en torno a la Argentina residía en cómo convertir un país semipoblado e inabarcable en otro moderno y a la altura del desarrollo occidental: El mal que aqueja a la República Argentina es la extensión; el desierto la rodea por todas partes; la soledad, el despoblado sin una habitación humana son, por lo general, los límites incuestionables entre unas y otras provincias (1969, pp. 35-36).
Y proponía la importación de inmigrantes de Europa como solución inmediata a esta cuestión: ¿Hemos de cerrar voluntariamente la puerta a la inmigración europea, que llama con golpes repetidos para poblar nuestros desiertos y hacernos, a la sombra de nuestro pabellón, pueblo innumerable como las arenas del mar? (Ibíd., p. 27)7.
Sarmiento buscaba la «argentinización» de su país a través de la modernización; no importaba tanto qué eran los argentinos, sino a dónde iban y, sobre todo, cómo ir hacia ese «adonde» de la manera más productiva posible. A finales de ese mismo siglo xix, sin embargo, el debate sobre Argentina se vuelve más teórico e ideológico. En los círculos y tertulias intelectuales se habla sobre qué significa ser argentino, hasta qué punto un argentino es europeo o no; en qué medida un argentino debe mirar hacia Europa en busca de su propia identidad, etc., etc. Este giro del debate continúa durante las primeras décadas del siglo xx y es en ese contexto donde se encuadra el mundo literario e intelectual en que vivía Victoria Ocampo. Además, no sólo ella y sus amigos polemizaban al respecto. Argentina —Latinoamérica, en general— pasó a ser el gran enigma 7 Sarmiento hacía esta pregunta a esos otros intelectuales que consideraban, como Rodó, que la llegada masiva de inmigrantes para «rellenar» ese espacio inmenso americano no era lo más apropiado: «Ha tiempo que la suprema necesidad de colmar el vacío moral del desierto hizo decir a un publicista ilustre que, en América, gobernar es poblar. Pero esta fórmula famosa encierra una verdad contra cuya estrecha interpretación es necesario prevenirse, porque conduciría a atribuir una incondicional eficacia civilizadora al valor cuantitativo de la muchedumbre» (1969, p. 225).
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que debía ser resuelto, y a dicha labor se encomendaron también norteamericanos —como Waldo Frank, gran amigo de Victoria Ocampo y quien la empujó a fundar Sur— y europeos —como José Ortega y Gasset o el propio conde Keyserling. Ortega y Gasset, por ejemplo, entendía Argentina como una promesa —en esa dirección se movían la mayoría de los intelectuales al hablar de Latinoamérica— y hablaba de la Pampa metonímicamente, en lugar de la Argentina, como un espacio inconmesurable donde todo era posible. El mismo Keyserling, como tantos otros, escribiría sobre el continente sudamericano —aunque a veces de forma no muy amable 8 —, intentando descifrar ese misterio que unía a un continente entero y cuya solución expondría qué significaba eso de ser americano/ argentino. Los extranjeros, por tanto, que habían fomentado una interpretación negativa del continente americano, como el lugar sin historia9, fueron también los impulsores de esa idea generada a su alrededor de tierra de promesa donde todo estaba por hacer y lo convirtieron en esperanza del mundo: Las ideas irracionales y patéticas de Spengler, Lawrence y Keyserling se habían confirmado en la crisis de 1929 [...] El Río de la Plata recibió estas ideas con sentimientos ambivalentes. En efecto, América era un continente «sin historia», como la había definido Hegel, o del «tercer día de la creación» como lo bautizara Keyserling en sus Meditaciones, pero, al mismo tiempo, la «juventud» y el carácter de «Nuevo Mundo» que se adjudicaba al continente americano, permitían seguir imaginando el futuro como un tiempo para la esperanza y el territorio americano como un «espacio» donde la utopía era posible» (Aínsa, 1986, p. 325).
Ya tenía precedentes, de cualquier forma, esta idea entre los mismos latinoamericanos. El uruguayo José Enrique Rodó, por ejemplo, basaba también en la juventud sus esperanzas de que Latinoamérica despegara algún día. Así se lo explica a sus jóvenes discípulos en Ariel: Lo que a la Humanidad importa salvar contra toda negación pesimista es, no tanto la idea de la relativa bondad de lo presente, sino la de la posibilidad de llegar
8 Eduardo Mallea recoge en su Historia de una pasión argentina esas aportaciones extranjeras y, en relación con los escritos de Keyserling sobre el continente, se queja: «Y he aquí que, más o menos por los mismos días, otro espectador concebía entre nosotros su contracanto espiritual a esas tentativas de armonización. Nada de positivo esta vez, sino una suerte de intransigencia alucinada, de negación delirante, ululante, a nuestro continente» (1994, p. 133). 9 El mismo Ortega y Gasset, por ejemplo, en Meditaciones de un pueblo joven.
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Beatriz Barrantes Martín a un término mejor por el desenvolvimiento de la vida, apresurado y orientado mediante el esfuerzo de los hombres. La fe en el porvenir [...] [es] el antecedente necesario de toda acción enérgica y de todo propósito fecundo. Tal es la razón por la que he querido comenzar encareciéndoos la inmortal excelencia de esa fe que, siendo en la juventud un instinto, no debe necesitar seros impuesta por ninguna enseñanza (1967, p. 212).
Por su parte, la búsqueda de la argentinidad en Victoria Ocampo no era meramente una búsqueda intelectual, sino que implicaba el deseo de su propio descubrimiento personal; entender qué era ser argentina le facilitaría entender quién era ella como individuo. Por ello nunca pudo separar la curiosidad intelectual de la búsqueda metafísica del sentido de la vida y por ello tampoco nunca fue capaz de disociar —aunque probablemente le hubiera gustado— al escritor de la persona. Cuando se enamoraba de un libro, se enamoraba de su autor, de igual forma que los argentinos de principios del siglo xx, cuando encontraban una posible explicación a su argentinidad —su descendencia europea, por ejemplo—, se enamoraban inmediatamente también de sus ropas, idiomas y costumbres. El enamoramiento intelectual de Keyserling por parte de Victoria Ocampo fue inmediato. Desde el primer libro que cayó en sus manos, el flechazo fue en aumento. Durante mucho tiempo —al menos dos años— Victoria Ocampo mantuvo una relación epistolar con el filósofo que, sin un contexto muy bien definido, un lector desinformado podría interpretar como una especie de correspondencia amorosa. En varios de sus escritos, Ocampo hace alusión a aquella especial relación que mantuvo con Keyserling. Llegó incluso, como se verá más adelante, a escribir un librito sobre ello. El tomo V de su Autobiografía comienza con una sección titulada «Figuras simbólicas». Bajo este significativo membrete encontramos, en un principio, la relación de su primer encuentro con Keyserling. El capítulo comienza así: El cinco de enero de 1929, hacia las cuatro de la tarde, yo me examinaba en el espejo del guardarropa [...] Llevaba un pullover nuevo azul, rosa y marrón (Chanel). Un sombrero de fieltro encasquetado hasta las cejas me ceñía la cabeza. Yo llevaba el pelo corto. El sombrero me quedaba bien [...] En el auto que me llevaba a Versailles me miré muchas veces en el espejo de la cartera para una última inspección. La compañía de mi cara me tranquilizaba. Sin razón. Yo hubiera debido dudar de esa cara; maquillada por la brisa marina, podía
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causarme dificultades ese día y convertirse en mi enemigo. Pensaba entrar en relación con el fundador de la Escuela de la Sabiduría. Desde el primer apretón de manos, desde el primer saludo, presentí que me había metido en un avispero (1991, vol. 5, pp. 9-10).
El párrafo es significativamente sustancioso. Por un lado, Ocampo se retrata a sí misma como una mujer preocupada por su belleza física ante el próximo encuentro con un posible amante; por otro, reconoce que todo el interés intelectual que había vertido en la figura de Keyserling se ha disipado ante la visión física del filósofo de la Escuela de la Sabiduría. Pero ¿por qué la repugnancia física ha interferido en la admiración espiritual/intelectual que Ocampo sentía por él? Quizá Victoria, que había sufrido un matrimonio desafortunado e impuesto por las conveniencias sociales y que, más tarde, no pudo amar abiertamente al hombre que había elegido, necesitaba encontrar un compañero que la acompañara tanto sentimental como intelectualmente. Pero, en fin, esto queda para el campo de las elucubraciones psicológicas. De cualquier forma, no fue Victoria Ocampo la única que sufrió una conflictiva relación con Keyserling. Eduardo Mallea, quien mantuvo un estrecho contacto con Ocampo — n o podemos saber hasta qué punto esto influyó en su opinión sobre el filósofo báltico— también experimentó un fuerte rechazo ante la persona física de Keyserling y su obra; en Historia de una pasión argentina le dedica un capítulo entero: Nunca he reaccionado ante los libros sino tratándolos como personas, y al encontrarme con las meditaciones de Keyserling, la réplica salió a mi boca desde mi sangre, con la prontitud de ese ramalazo rojo que ciertas flagrantes injusticias llevan al rostro de los niños. Ahí estaba frente a un hombre que al tocar las verdades generales lindaba con una pureza genial y al tocar tierra trastabillaba, se enloquecía, se aterraba (1994, p. 135).
Aquí, sin embargo, nos interesa la relación Ocampo-Keyserling por la proyección que las actuaciones de Ocampo, en el campo meramente personal, tenían en la configuración de un contexto cultural e identitario en Argentina. Ocampo había invitado a Keyserling a visitarla en Buenos Aires y a dar allí sus conferencias ya durante la correspondencia previa, mucho antes de este primer encuentro de 1929. Y a pesar de ver que se estaba metiendo en un «avispero» —utilizando sus propias palabras-—, decidió mantener su invitación.
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Ese primer rechazo por parte de O c a m p o del filósofo báltico se fue acrecentando por el particular interés que Keyserling puso en llevar a la práctica sus teorías sobre la mujer. Para él, existían tres tipos de féminas: la esposa, la prostituta y la Musa o Sibila. El hombre debía tener acceso a los tres tipos de mujer, pero el más deseable era el tercero pues era el inspirador de la creación artística. Además, para llegar a este estadio, el hombre debía consumar tanto espiritual como sexualmente la unión con la Musa. Pero Victoria Ocampo, que defendía enérgicamente los derechos de las mujeres, nunca había contemplado la posibilidad de que para un hombre existiera ese tercer tipo de mujer, al margen de la esposa y la prostituta: «[Los hombres argentinos] dividen a la humanidad en hembras esclavas que colocan en altares (jaulas) y en hembras esclavas que colocan materialmente o moralmente en burdeles» 10 . Desafortunadamente para ella, su correspondencia con Keyserling había abonado el terreno para que el alemán viera en Victoria a su Sibila. Verla, en la plenitud de su belleza en Versalles, después de haber leído sus apasionadas cartas debió de parecer al filósofo simplemente un guiño del destino, que le ponía delante la Musa que había estado esperando. La misma Victoria reconoce en su Autobiografía: Para tratar de explicarme lo que sobrevino entre Keyserling y yo desde nuestro encuentro (o choque) en Versailles, debo recurrir continuamente al Diario de viaje [libro escrito por Keyserling]. R e c o n o z c o que si lo hubiera leido de una manera m á s estrictamente objetiva, ciertas actitudes de su autor no m e hubieran t o m a d o desprevenida en el m o m e n t o de nuestro encuentro (1991, vol. 5, p. 16).
En su Autobiografía, O c a m p o , al hablar de Keyserling y los hombres, mezcla intermitentemente el relato de sus vivencias amorosas con la narración de sus búsquedas intelectuales. Al referirse a la decepción ante Keyserling habla de «quedar de nuevo decepcionada en mi búsqueda del absoluto» (Ibíd., p. 21). Victoria O c a m p o reconoce también en un momento de su narración autobiográfica que quizá el tono de las cartas que le enviaba a Keyserling pudo dar lugar al malentendido, pero lo justifica diciendo que «los argentinos somos todavía [...] una raza de reacciones muy primitivas» (Ibíd., p. 28). Q u i z á aquí 10 Ocampo recoge esta afirmación en su Autobiografía (1991, p. 172) refiriéndose a los hombres argentinos. Es obvio que, como mujer, no contaba con las sofisticaciones intelectuales del báltico.
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esté la clave para entender esos encuentros/desencuentros entre Ocampo y Keyserling, entre Argentina y Europa. Keyserling habla en sus libros del concepto de la «gana» y lo atribuye exclusivamente a los pueblos latinoamericanos. Bajo este concepto, Keyserling engloba todo aquello irracional y telúrico que los argentinos esconden bajo su vida europeizante y su admiración por la cultura del otro lado del Atlántico. En la obra que escribió tras su viaje a Argentina invitado por Victoria Ocampo, Keyserling definía la «gana» de la siguiente forma: El impulso ciego, por oposición a vida determinada, o por lo menos codeterminada por el Espíritu [...] La gana es a la vez la más fuerte de las fuerzas y la más débil de las debilidades, potencia original e impotencia a un tiempo. Carece de todo elemento de imaginación [...] La gana sudamericana es un impulso totalmente ciego para el cual la pretensión de prever es un verdadero escándalo, pues ello equivale a negar su existencia misma (1993, p. 24).
Y sigue Keyserling definiendo la vida latinoamericana como una vida de indisciplina, carente de toda iniciativa, de toda previsión, y por tanto de una acción consecuente. Toda acción sudamericana nace de un abandonarse al impulso interior [...] La última instancia irreductible continúa siempre siendo la gana masiva e indiferenciada. Ella es y no la sexualidad, y menos aun el instinto de dominio y de autoridad [...] Ella es el fenómeno primordial (1993, p. 25).
Para los europeos de aquel entonces, Argentina —Latinoamérica— era eso precisamente; un continente ilógico, por desconocido, pero atractivo, al mismo tiempo, por misterioso. Para Keyserling, Victoria Ocampo era la metáfora de su continente: incontenible, fervorosa, apasionada, incomprensible. Para Ocampo, Keyserling traía todo aquello que su patria necesitaba de Europa: la filosofía, la reflexión milenaria y el pensamiento lógico-racional. Ambos se equivocaron al querer aplicar sus teorías a personas de carne y hueso, al intentar extrapolar lo que presuponían de un continente a un ser humano. Victoria Ocampo, al enfrentarse al hombre, descubrió que tras sus libros había un individuo lleno también, como su Argentina, de pasiones y voluptuosidades, que comía y bebía en relación proporcional a sus casi dos metros de estatura. Así lo describe en su Autobiografía:
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Beatriz Barrantes Martín Keyserling en sus cuarenta años acusaba bien su edad. De gran estatura; pies y manos a escala de ésta; frente alta; ojos claros, pequeños, ligeramente oblicuos, de mirada viva y penetrante; nariz bien proporcionada, más bien aquilina, delicada, bella; boca brutal y grande, de labios abultados de apetitos y prontos al reír homérico, ávidos de comidas y bebidas. El todo acompañado de bigotes y una barba en punta que daban a esa cara ruso-mongol un acento de gravedad (1991, vol. 5, pp. 21-22).
Y en El viajero y una de sus sombras lo retrata de la siguiente forma: «Gran bebedor, gran comilón, gran conversador, desbordante de vitalidad, exuberante, ególatra, infantil, orgulloso, genial y arbitrario en sus interpretaciones» (1951, p. 14). Por su parte, Keyserling tampoco encontró en Victoria Ocampo la Sudamérica que buscaba. No encontró la mujer india y polígama, a quien no le importaría ser infiel porque supuestamente ya vivía amancebada con un hombre mientras seguía casada de otro. El desencuentro seguiría hasta la muerte de Keyserling, cuando todavía en sus memorias el conde dedica un capítulo a su Sibila frustrada. La mujer de Keyserling le manda un ejemplar a Victoria Ocampo y ésta se siente aludida y en la necesidad de aclarar, de una vez por todas, los malentendidos entre ambos. Para ello escribe un libro titulado El viajero y una de sus sombras. Keyserling en mis memorias, que se publicó en la editorial Sudamericana en 1951, más de veinte años después de aquel primer encuentro en Versalles. En esta obra, Victoria Ocampo hace un recorrido minucioso por la relación que tuvo con Keyserling desde 1927, momento en que comienza su relación epistolar, hasta los años cuarenta, cuando el conde muere. Allí recoge testimonios de Keyserling, así como sus propias reflexiones al respecto. Quizá el propio Keyserling — y la argentina lo recoge aquí también— supo captar muy agudamente dónde estuvo la raíz de los malentendidos entre ambos. Ocampo recoge una carta que le envió Keyserling donde éste explica: La peor de las injusticias, un millón de veces peor, a mis ojos, que la injusticia que usted padeció por mi culpa, es idealizar a un ser humano como me idealizó; pues ningún hombre podría ser tal como usted me concebía y semejante idealización se torna por eso, en la práctica, una denigración y una mancilla del hombre verdadero. Inconscientemente usted ha exigido que yo fuese como no podía ser, y todo lo ocurrido después es debido a un proceso psicológico por vía del cual —inconscientemente desde luego— usted me hizo pagar el hecho de mi realidad (1951, p. 87).
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A lo que Ocampo, y a modo de conclusión, replica unas páginas más adelante: «Sólo había para [Keyserling] un mito: él mismo. Y para acompañar ese mito central, las transformaciones míticas que imponía a los que entraban en polarización con él» (Ibíd., p. 133). Podemos concluir señalando que los argentinos hicieron su particular periplo a Europa especialmente a partir de la segunda mitad del siglo xix y, sobre todo, la primera parte del siglo xx; para ellos el viaje significaba la búsqueda de unas raíces que, en parte, situaban en el Viejo Continente. Victoria Ocampo, como tantos otros narradores e intelectuales argentinos, también vivió su particular búsqueda personal, por un lado, y en nombre de Argentina, por otro. Sus viajes a Europa están presentes en muchos de sus escritos: la serie de Testimonios, la de su Autobiografía, y también en otro tipo de narraciones como Domingos en Hyde Park. En estos relatos muestra su admiración por Europa, sus intelectuales y artistas, y lucha en pos de que Argentina asimile lo que para ella tiene de imitable la cultura europea; por otro lado, su conocimiento de las manifestaciones europeas —Keyserling u otros, como Cari Jung— que, a veces, contemplan Argentina como un país semisalvaje la llevan a pensar que quizá no todo lo que Argentina necesita para su desarrollo cultural y social haya que buscarlo en sus antepasados gallegos. Cuando invita, por ejemplo, a Jung a dictar una conferencia en Argentina queda totalmente confundida cuando el psiquiatra rechaza el ofrecimiento alegando que los argentinos no entenderían sus teorías. Es en estas ocasiones cuando Victoria Ocampo vuelve los ojos al continente sudamericano y se da cuenta de que su país no va a encontrar su identidad a través de los viajes, sino examinando su propia trayectoria histórica e idiosincrática.
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L A I D E N T I D A D E N FUGA: LA HISTORIA DE C A T A L I N A D E E R A U S O Y SUS V E R S I O N E S
Beatriz Ferrús Antón Universität Autónoma de Barcelona, España
Sostengo que una mujer no debería parecerse en absoluto a un hombre en su modo de andar, sus maneras, sus palabras, sus gestos y su porte. Y así como es muy adecuado que un hombre despliegue una cierta masculinidad robusta y lozana, así también es bueno que una mujer tenga una cierta ternura suave y delicada, con aire de dulzura femenina en cada uno de sus movimientos. Baltasar Castiglione, El cortesano
La Historia de la Monja Alférez escrita por ella misma ha sido y sigue siendo un motivo de fascinación. Lectores de diferentes épocas y generaciones, pero también espectadores de cine y de teatro, quedan prendados de un gesto increíblemente sencillo: una mujer cambia sus vestidos, pasa de lo femenino a lo masculino, y lo hace porque ese es su deseo. No obstante, tras la simpleza del acto, se esconde un complejo itinerario, que atraviesa diferentes capas de significados culturales; al tiempo que juega con ellos y los transforma, para terminar por relegarlos a un espacio de indefinición permanente, que asusta; pues malea las aparentemente estables fronteras del conocimiento, demostrando que nada es lo que parece, ni siquiera el siempre engañosamente firme 'yo mismo'. El objetivo de esta comunicación será revisar el itinerario identitario
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que Catalina de Erauso describe en su Historia, pero también el modo en que las relecturas y versiones del texto lo han trastocado y obturado, intentando descifrar sus porqués.
LEER SIN TOMAR DECISIONES, O LA IDENTIDAD EN FUGA
Durante el período colonial las opciones vitales de la mujer se restringen a un sencillo binomio: matrimonio o convento. Como depositarias de la honra familiar, pero también como «varones imperfectos», «úteros andantes» o «lasciva tentación de Satanás», las mujeres serán siempre depositarias del cuerpo, un cuerpo peligroso que debe ser controlado y clausurado y cuyo destino privilegiado es el convento, o en su defecto un matrimonio vigilado donde la mujer sea sólo madre, nunca sujeto de deseo. Así, la profesión religiosa borra las marcas específicas del cuerpo femenino y convierte a la mujer en virago, hombre honorario al servicio de la Iglesia. Aun más, ya que la monja consagrada vive para censurar y tachar su cuerpo: el flagelo, la penitencia, el hábito o el voto de castidad de ello dan testimonio 1 . Catalina de Erauso ingresa con cuatro años en el convento, la elección de su destino en este momento es nula, pero más tarde se niega a profesar e inicia su fuga desatando con ello una cadena de gestos subversivos de especial significancia, que tratarán de ser descifrados a continuación 2 : Salí del coro, tome una luz, fuime a la celda de mi tía, tomé allí unas tijeras y hilo, y una aguja; tomé unos reales de a ocho que allí estaban, tome las llaves del convento y salí y fui abriendo puertas y emparejándolas, y en la última, que fue la de la calle, dejé mi escapulario y me salí a la calle, sin haberla visto ni saber por dónde echar... (Erauso, 1988, p. 8).3
EL VESTIDO
Catalina se refugia en un castañar cercano al convento y el primer gesto de su nueva vida es el de ese fascinante acto que supone el cambio de vestido: 1 2 3
Una información más amplia a este respecto puede encontrase en Ferrús Antón, 2 0 0 6 . Una información más completa sobre este tema puede leerse en Ferrús Antón, 2 0 0 4 . Todas las citas siguientes son de esta edición (1988) de Historia de la monja
escrita por ella misma. En adelante se indica sólo el número de página.
alférez
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y fui a dar en un castañar que está fuera, y cerca de las espaldas del convento, y acogíme allí y estuve tres días trazando y acomodándome y cortando de vestir. Corté y hícime, de una basquiña de paño azul con que me hallaba, unos calzones; de un faldellín verde de perpetúan que traía debajo, una ropilla y polainas; el hábito me lo dejé por allí, por no ver qué hacer de él. Córteme el cabello y échelo por ahí... (p. 41).
Vestirse para aprehenderse, socializarse, diseñarse una identidad. La ropa infunde sentido al cuerpo al añadirle capas de significados culturales, que debido a un efecto de contacto terminan por ser pensados como naturales. La moda acaba por configurarse como un arte de fronteras, entre clases sociales, pero sobre todo entre géneros, punto de encuentro de lo público y lo privado; nos re-conocemos en la norma estética e identificamos los límites del otro, lo hacemos legible. De este modo, vestirse con la ropa del sexo opuesto, travestirse, abre un espacio de posibilidad que re-estructura, des-estructura la cultura, con un efecto de disrupción que provoca la crisis de las categorías hombre/mujer. Cuando el hacerse pasar resulta triunfante se demuestra hasta qué punto el sexo puede estar radicalmente separado del género. Pero si travestismo masculino y femenino son actos hermanos, sus sentidos se suplementan. El travestismo masculino se presenta como un acto que persigue una realidad infinita, huidiza, inalcanzable, ser cada vez más mujer hasta llegar más allá de la mujer, protagonizar un acto de camuflaje, donde la condición cosmética conduzca a la desaparición y a la invisibilidad, a la tachadura de la condición de macho. Frente a éste el travestismo femenino olvida los excesos para emprender una lógica del camuflaje, se actúa por defecto, no se cosmetiza, sino que se borra y se teatraliza. La mujer travesti se desmaquilla, representa una contención: la de un deber-ser-mujer que es tachado. Si el hombre travestido escenifica el exceso de la construcción-mujer y lo trasciende, la mujer que se viste de hombre evita la demasía que se le supone propia y despliega la representación de un ahorro, se deshace de un resto. Por eso, desde el momento en que Catalina elimina la tela que sobra o corta sus cabellos inicia una historia de contención que afecta a los gestos y a las palabras, pero también a la propia escritura que las consigna. De esta manera, la Historia de la Monja Alférez se levanta sobre una tensión: la de la identidad propia frente a la prestada, inaugurada por un primer acto
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de travestismo que se torna permanente; ya que Catalina de Erauso consigue el permiso papal de vivir vestida de hombre siendo mujer, gesto inédito y loco para su tiempo. Desde aquí se tematiza la imposibilidad de re-conocimiento, se alegoriza la oscilación identitaria, el relato se monta sobre un eje fluctuante.
E L MORFEMA, EL N O M B R E
No obstante, Catalina no se contenta con cambiar de vestido, sino que renuncia a su nombre inaugurando una secuencia de nombres sucesivos, que cambian según los oficios que asume (es paje, grumete, soldado) o los lugares que habita (no debe olvidarse de que el texto es una cartografía de la América virreinal, el mapa de un viaje geográfico, además de interior). Pero todavía hay más, ya que junto con los nombres cambian los morfemas con los que se nombra el 'y°' que regula el texto. La Monja Alférez se dice en femenino hasta que exhibe su disfraz ante el primero de sus amos, Francisco de Cerralta. Desde entonces el texto se hilvana desde un 'yo' omnipresente que a veces está «cansada y descalza» y otras anda «rendido al favor y a la voluntad». Ninguna lógica textual dirige la aparición de los morfemas, la Monja Alférez no es sólo en femenino cuando los demás la miran como mujer, tampoco lo es en momentos de especial debilidad o proximidad a la muerte. El yo que guía el texto es -a, es -o, y es también un neutro en aquellos lugares del texto que apuntan a la imposibilidad de un sola lectura genérica. Tras el gesto iniciático del primer acto de travestismo ya no se puede ser yo sin ser otro. «Monja Alférez» es un pseudónimo que rompe la lógica binaria para hablar de un tercer lugar, que, además, ha legitimado un permiso papal.
L o s JUEGOS TEXTUALES
Así, el relato se contagia de las estrategias de hibridación y ruptura de fronteras, y acaba por desficcionalizar una ficcionalización para decir una verdad que no es menos ficticia: «Señor todo esto que he referido a V.S Ilustrísima no es así. La verdad es ésta» (p. 88). La duda horada la narración y la ensarta. N o sólo por la historia que se cuenta, sino también por el género que se elige: memorial de solados, aventura picaresca, inversa vida conventual, diario de viajes. La Historia es todos ellos y ninguno a la vez, pues hiperboliza la hibridación y construye también su propio lugar.
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Llegados a este punto, debemos afirmar que nos hallamos ante un relato en perpetua fuga, que, no en vano, es el de una fuga identitaria: ni el contenido de la historia, ni su protagonista, pero tampoco el género textual, ni sus estrategias narrativas pueden aprehenderse desde un solo lugar, ya que estamos ante un texto móvil donde nada es lo que parece, al tiempo que todo lo es. El lector que pide el relato es aquel que no toma decisiones, que acepta que en nuestro pensamiento existen no-lugares.
DETENER AL FUGADO: VERSIONES DE LA HISTORIA DE LA MONJA
ALFÉREZ
Sin embargo, si todo lo dicho hasta aquí no es más que el fruto de una lectura lenta de la Historia de la Monja Alférez escrita por ella misma, por qué el texto suscita permanentes aproximaciones erradas, donde «decidir» es más importante que leer, donde reubicar el pensamiento binario se vuelve un gesto obsesivo. Si revisamos algunas de las «tomas de decisión de lectura» podremos dar una mejor respuesta a esa pregunta.
La lectura cultural del texto. La maldición de Joaquín María Ferrer1i Durante mucho tiempo la edición más antigua conservada de la Historia fue la impresa en París en 1829 por Julio Didot y firmada por Joaquín María Ferrer. El mismo relata en sus páginas introductorias los diversos avatares que le llevaron a encontrarse con un texto del que dice «confieso sencillamente que me pareció una fábula». Pese a ello, después del hallazgo de distintos documentos históricos que probaban la existencia de Catalina de Erauso y de su vida, primero como monja en el convento de San Sebastián el Antiguo, y luego como Alférez en distintas campañas militares por tierras de Indias, Ferrer quedó «persuadido de que no se trataba de un ente imaginario» y dedicó numerosos esfuerzos a esclarecer los detalles de la vida de la protagonista del relato, al tiempo que a tratar de averiguar el paradero del posible primitivo manuscrito autobiográfico que ésta redactó. Por todo ello el grueso del «Prólogo» que acompaña a la edición de 1829, lo mismo que sus notas, corresponden al de una cuidada edición de comprobación histórica.
4 Véase nuestro artículo al respecto: «Los pretextos del paratexto: Historia de la Monja Alférez Escrita por ella misma y la edición de Joaquín María Ferrer» (Ferrus Antón, 2002b).
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No obstante, pese al enorme interés que todas estas aportaciones revisten, son las páginas del «Prólogo» y las notas en las que Joaquín María Ferrer se aleja de la pesquisa histórica para «interpretar» lo que el texto dice y representa, aquellas que más nos interesan. A esto se suma un interrogante que a nuestro juicio reviste un notable interés: por qué ediciones del texto relativamente modernas reproducen una y otra vez el texto fijado por Ferrer, junto con su prólogo, apéndices y notas5. Puesto que si el hallazgo tardío de otras copias y manuscritos hacen de esta edición el único punto de partida posible para recrear el texto, nada impedía que la Historia fuera leída desde distintas claves, dando lugar a estudios interpretativos que, complementaran, suplementaran o, incluso, desplazaran al del primero de sus editores. «Si los que acusan a la naturaleza de uniformidad o monotonía en su acción estudiasen sus portentos». La mirada de Ferrer emula la del descubridorconquistador que se encuentra ante una realidad ignota, que suscita problemas de cognición y activa como drama el encuentro con la alteridad. Desde aquí, dos temas de reflexión atraen la atención del editor: aquel relacionado con el cuerpo, con la naturaleza, es decir, la que afecta al espacio de lo fisiólogo, y que sitúa a la Monja Alférez del lado de los «acéfalos, y los andróginos o hermafroditas», «quimeras del naturalista», pero sobre todo la dimensión moral que corresponde al legislador o filósofo, al que Ferrer arenga para que reflexione, pues si éste reconoce que «Mas, por desgracia, la doña Catalina de Erauso está muy distante de ser un modelo de imitación», también nos dice que «El heroísmo y la atrocidad no son acaso en su origen sino una disposición a todo lo que es grande y desmesurado; un problema que la educación resuelve en un sentido u otro». De esta forma, el editor del x i x logra dar con los argumentos morales que legitiman el hecho de que la Historia haya visto la luz. Para ello emprende una doble estrategia de justificación. Por una parte, vincula a Catalina de Erauso con un linaje excepcional de mujeres, al que no pertenece, pero al que «podría haber pertenecido». Con ello retuerce una estrategia común en la literatura de mujeres, aquella que valida un texto desde su carácter de «excepción que confirma la regla», y que demuestra que las excepciones también han sido admitidas en otros momentos de la historia, eliminando, así, cualquier sospeExcepción a esta regla la constituyen las ediciones de Rima de Vallbona (1992) o la de Ángel Esteban (2002), junto con el texto de Pedro Rubio Merino, La Monja Alférez Doña 5
Catalina de Erauso: Dos manuscritos autobiográficos en la historia del manuscrito.
inéditos (1995), que supone una revolución
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cha de subversión o trasgresión y suscribiendo la distribución social patriarcal, respetando los espacios que ésta reserva a la mujer: «¿Quién sabe, repito, si cultivado su ingenio por la educación, no habría sido por la piedad una Santa Teresa de Jesús, inclinada a la elocuencia y la política una Aspasia, exaltada por el entusiasmo patriótico una Porcia, o dada a la literatura una Staél?» A partir de aquí, el «Prólogo» dedica más de tres páginas a hablar de la educación de la mujer, elaborando lo que podría ser un tratado decimonónico de educación femenina. Ferrer acusa a los legisladores de su tiempo de haberse ocupado de educar a los varones olvidando a la mujer. Si con su gesto está denunciando una desigualdad de oportunidades entre los sexos, que podría ser pensada como «revolucionaria», también es cierto que en ningún momento hay por su parte un intento de desmontaje de los roles o los espacios que la sociedad decimonónica reserva para «sus» mujeres: domesticidad y maternidad. Sin embargo, todos estos argumentos no salvarían al lector del «escándalo de la historia» si ésta relatara la vida de una heroína promiscua. El mismo argumento que salva la vida de Catalina de Erauso ante el obispo de Guacamanga rescata al texto del olvido editorial: «me allanaré por matronas», el relato es la historia de un himen, el virgo es el salvoconducto ante cualquier impostura, sin él la heroína posiblemente hubiera sido condenada a muerte y el texto no hubiera visto la luz en una edición del siglo xix. Joaquín María Ferrer no interpreta la presencia de ese himen, ni tampoco responde a la ambigua y oscilante relación sexo/género con la que juega todo el tiempo la Historia, es más, elude hacerse cualquier pregunta en relación a ella e impone su «opinión necesaria» con rotundidad. Para evitar que el lector ignore la «lectura derecha», las notas con las que Ferrer puntúa el texto actúan como una «falsilla cultural», conducen la lectura: «Su castidad es en mi dictamen el punto más incontestable de su historia... No había nacido Catalina de Erauso para refrenar sus pasiones. La que no apareció fue porque no la tuvo» [...] «Ya en otra nota he manifestado esta inclinación singular de esta rara mujer, que, aun hablando de buena fe con sus lectores, parece que quiere llevar adelante su manía de pasar por hombre, afectando una pasión decidida por el bello sexo». Si aceptamos la opinión de su editor el texto no sabe lo que dice, miente sin saberlo, y por eso hay que evitar a aquél que se le aproxima los posibles espejismos de una lectura errónea. Quizá, por eso, las sucesivas ediciones del texto repitieron una y otra vez la inclusión del prólogo y las notas de Ferrer. Quizá, por eso, las distintas ver-
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siones cinematográficas, teatrales o literarias del texto, no sólo proyectan las inquietudes de diferentes épocas y países sobre la Historia, sino que continúan tomando decisiones. Analizaremos a continuación, y de manera muy, breve dos de ellas.
Thomas de
Quincey
Asombrado por la Historia de Catalina de Erauso, en tanto relato de viajes y canto a la libertad, Thomas de Quincey decide rescribirla en 1854, dando lugar a una versión de peculiar estilo romántico. Con su gesto inaugura una de las vertientes por las que han trascurrido un buen número de versiones de la Historia, especialmente las cinematográficas: aquella que dulcifica al personaje para convertirlo en heroína romántica, que sólo reparte estocadas por justicia, sin renunciar jamás a cierta aureola espiritual. El estilo hiperbólico e irónico suponen un retorno del relato al «espacio de lo maravilloso». «Catalina, debe comprender el lector, no pertenece a la clase de personas que más me inspiran. Pero amo la energía y el valor indomable dondequiera que se encuentren» (De Quincey, 2006, p. 23). De Quincey, como Ferrer, se siente obligado a justificar una admiración que podría caer en la reprobación moral, y para ello reconduce al personaje, recordando el siempre valioso himen: .. .era fresca y hermosa con la piel que conviene a una joven de buena familia del extremo norte de España; pero su sensibilidad era deficiente en cuanto algunas formas de delicadeza, algunas formas de equidad, algunas formas de opinión ajena y todas las formas de debilidad. Insistimos en la palabra algunas, pues en lo que toca a la delicadeza nunca perdió aquella que es privativa de su sexo. Mucho tiempo después le diría al mismísimo Papa... que en lo que respecta al honor sexual seguía siendo tan pura como una niña (Ibíd., p. 24).
La mujer que describe el narrador inglés se reestablece en una posición cosmética, y aunque no llega a casar a la heroína con un apuesto noble, como hacen las versiones cinematográficas, anula la fuga identitaria de Catalina al recordar persistentemente su nombre de bautismo, y acompañarlo de epítetos como «fierecilla», «osada joven». Desde aquí, el autor se decide por uno de los sentidos del ambivalente texto original y recuerda, una y otra vez, cuál ha sido su elección: «al alférez (Catalina)», «Don Pedro, (fingido)». El paréntesis encamina, de nuevo, al lector hacia una «lectura derecha».
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Por todas estas razones, de Quincey extrema la economía de la historia original y elude cualquier episodio sexual. Sólo allí donde la total elusión se hubiera convertido en extremo elocuente, sexualidad se metamorfosea en fraternidad: «Juana fue para Catalina un breve remanso en una existencia demasiado tempestuosa. Si la dulce realidad de una hermana le hubiese estado permitida, ésta es la hermana que hubiese elegido» (Ibíd., p. 95), mientras la afición de Juana se justifica por su candidez y desconocimiento del mundo. Thomas de Quincey elige el morfema -a, al tiempo que sólo valida un nombre: «Catalina».
Ricardlbáñez Junto a ésta, la versión de Ricard Ibáñez, una de las últimas escritas sobre la Historia, incluye numerosos episodios novelescos que amplifican el relato. Convertida en un personaje bruto y violento, Catalina pasa un tiempo en el convento después de confesar su identidad, y allí relata su vida a una hermana. Esta es una vida que se dice en -a, una -a articulada desde la primera persona, pero donde el continuo diálogo recuerda la dimensión travestida de la protagonista, donde la -o no se diluye como en el texto de De Quincey, aunque sí se relega a un segundo plano, el de lo ficticio vs. lo verdadero. La juventud travestida de Catalina de Erauso es el subtítulo de la novela. Travestí y homosexual, Ibáñez recrea numerosos episodios donde la protagonista tiene encuentros sexuales con mujeres, corrige las notas de Ferrer, dándoles la interpretación inversa, pero igualmente marcada. La llegada de una nueva novicia al convento se describe del siguiente modo: Era María de Henar rubia y hermosa como un ángel, de modales delicados, solícita con sus superiores, amable con sus iguales. Demasiado amable, pues pronto empezó a enseñar, a unas y a otras, cómo acariciarse la hendidura, de tal manera que una se proporcionaba placer a sí misma... Y eso que las caricias que María nos enseñó a hacernos no eran nada comparadas con las que ella sabía dar... Por ello, cuando luego, años más tarde una mujer me enseñó a amar como hombre a las mujeres, rompí definitivamente con la naturaleza que nuestro Dios había tenido a bien darme (Ibáñez, 2004, pp. 25-26).
Esa mujer es una de las primeras en reconocer la condición de Catalina, quien años más tarde llega a tener una amante permanente: «—¡Tonta que soy,
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que tendría que habérmelo olido!... ¡Eres demasiado buena para ser hombre! Y para mi sorpresa me cogió de la mano y yo me dejé hacer...» (Ibíd., p.101). Pero, la versión de Ibáñez todavía va más allá, y cuando la verdadera identidad de la monja alférez es descubierta sólo resta la restitución, volver a ocupar el lugar asignado en el binomio hombre/mujer, aunque este gesto se revista de falso feminismo: Has nacido mujer, Catalina, y las mujeres no tenemos honor en este mundo de hombres. Para ganarlo tuviste que hacerte pasar por uno de ellos. Ahora tendrás que ganártelo como mujer... Tú todo eres lo que las mujeres podemos llegar a ser algún día. Demuéstrales a los hombres que se puede ser mujer en su mundo. Demuéstrales que una mujer puede tener orgullo y puede tener honor. (Ibíd., pp. 273-274)
E L M I E D O A LO QUEER
Desde aquí sólo puede decirse que la historia de las versiones, re-visiones, del relato de la monja alférez es la del miedo y la incomprensión ante el espacio de lo queer. Ni Ferrer, de Quincey, Ibáñez, Pérez Montalván o Domingo Miras, por citar sólo algunos nombres, aceptan el no-lugar o tercer lugar, que la Historia de la Monja Alférez escrita por ella misma trabaja, y prefieren restituir el texto hacia el espacio de las oposiciones binarias hombre/mujer, homosexual/heterosexual. .. espacio controlado que no representa ningún desafío de cognición, sino que refuerza el espacio de la Ley, que la Historia trata de boicotear, que se convierte en el anclaje de un yo-mismo, que el relato de Catalina de Erauso ha pensado como inconsistente. Sin embargo, pese a enmiendas y pretextos con que las versiones corrigen al texto original, La Historia de la monja alférez escrita por ella misma continúa su fuga, demandando lectores que no tomen decisiones, fascinando cuatro siglos después desde el no-lugar que dibuja.
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C O N T R A C O L Ó N : LA DISTOPÍA E N LA POESÍA C U B A N A D E L X I X Y D E L X X Milena Rodríguez Gutiérrez Universidad de Granada, España
La visión utópica, mítica, paradisíaca, de la isla de Cuba puede considerarse una tradición dentro de la poesía cubana. Esta tradición se inicia con los viajeros, más precisamente con el primer viajero, Colón, de cuyo Diario de navegación dijera Lezama (2002, p. 3), que «debe estar en el umbral de nuestra poesía». Esta visión, en cierta medida, está basada en el chisme, en el cotilleo (Colón, 2000, p.125): «Dice que es aquella isla la más fermosa que ojos hayan visto» (lo que dijo Las Casas que dijo Colón) y, también, en el malentendido (Cuba era, en la mente de Colón, Cipango, la tierra del oro y las riquezas). Dicha visión encarna lo que Lezama (2002, p. 3) dio en llamar la «perspectiva mitológica» (malentendido y cotilleo, ¿no son acaso ingredientes esenciales de cualquier mito?), y puede decirse que comienza en sentido estricto en la poesía en el siglo XVII, con el considerado primer poema cubano, «Espejo de paciencia», del canario Silvestre de Balboa, y prosigue, ya en el x v m , con poemas como «A la piña», de Manuel de Zequeira; o la «Silva cubana», de Manuel Justo de Rubalcava. Se manifiesta, ya con mayor solidez literaria en el x i x y se desarrolla en el x x , frecuentemente asociada, en la poesía posterior a 1959 y hasta los años ochenta, a la visión idílica y mitificada de la Revolución. Existe, sin embargo, otra tradición, o una tradición otra en la poesía cubana; una tradición que podríamos nombrar negativa y que ha resultado mucho menos conocida y difundida, mal recibida a veces, e incluso oculta u ocultada. Esa tradición (y también la otra) la ha recogido, en fechas cercanas, Francisco Morán en su antología La isla en su tinta, publicada en Madrid en 1997;
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M i l e n a Rodríguez Gutiérrez
concretamente en la sección titulada «Palma Negra», en alusión a un verso de Virgilio Piñera, sin duda el máximo exponente de esta tradición negativa 1 . Se trata, como muy bien dice Morán, de un discurso poético que «descalifica y socava el mito» (1997, p. 23). Un discurso que, podríamos añadir, resulta, en última instancia, contra-colombino: Cipango se convierte en esta tradición otra en una isla cualquiera, en una isla frustrante para el individuo o, incluso, en la isla de los infiernos. De esta otra tradición Morán considera precursor el poema «La ronda», de Manuel de Zequeira, y por tanto del siglo x v m , y, ya como iniciador, en el xix, «El verano en La Habana» de Francisco Muñoz del Monte. Dentro de esta tradición contracolombina se incluyen otros poemas decimonónicos muy significativos, como «En días de esclavitud», de Juan Clemente Zenea, o «Nostalgias», de Julián del Casal. Este discurso poético iconoclasta alcanza su máxima intensidad y uno de sus niveles literarios más altos a mediados del siglo x x con «La isla en peso» de Virgilio Piñera. En los últimos años de ese siglo y en los primeros años de este xxi, dicho discurso, antes periférico y subterráneo, se ha afianzado en la literatura cubana (en la poesía, pero también en la narrativa), convirtiéndose en dominante y central, en uno de los rumbos más visibles de la poesía de la isla, escrita tanto dentro como fuera de Cuba. Como dice Morán, es este discurso iconoclasta el que «hace confluir, por primera vez en treinta y ocho años, a los escritores del exilio [...] con los escritores de la isla» (1997, p. 25). En cierto modo, este trabajo constituye una ampliación y una continuación, con algunos añadidos, a esta sección de «Palma Negra» de Francisco Morán; pero comentando algunos poemas que no aparecen en su antología.
EL SIGLO XIX
Quiero comenzar refiriéndome a un texto que puede servir como presentación a esta visión, un poema que, hasta ahora, no ha sido tenido en cuenta por los estudiosos de la literatura y la poesía cubanas 2 . Se trata de unos versos
1
Un libro fundamental para situar esta tradición negativa es Los años
de Orígenes,
de
Lorenzo García Vega (1979), donde se relata, en cierto modo, el «lado oscuro» de Orígenes; pero también son significativos diversos artículos de poetas y ensayistas más jóvenes, como Rolando Sánchez Mejías y Antonio José Ponte. 2
La única referencia que he encontrado a este poema aparece en el prólogo a la edición de
las Poesías
líricas de Gertrudis Gómez de Avellaneda, publicada en Madrid, en la editorial Atlas,
C o n t r a Colón: la distopía en la poesía cubana del x i x y del x x
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menores, costumbristas, aunque escritos con bastante gracia, una gracia que se percibe todavía hoy, y que demuestran la importancia que tiene, también en esta tradición negativa, iconoclasta, la mirada del viajero, la mirada del otro. El poema fue incluido por Antonio de las Barras y Prado en un libro poco citado, aunque de gran interés, sus memorias3, tituladas La Habana a mediados del siglo xix. Así lo presenta en estas memorias: «Por entonces circulaban por La Habana unos versos humorísticos, escritos, según me han dicho, por un guardia marino, desesperado por la nostalgia, que estuvo de guarnición en un buque de este apostadero» (1925, p. 53). Y añade de las Barras que, «aún cuando no muestran simpatía por la Isla tampoco pueden tacharse de ofensivos» (Ibíd.). «A la isla de Cuba», que así se titula el poema, es pues un texto anónimo; un poema, también, como en cierto sentido la frase fundadora del Diario de Colón, que aparece sin la certificación del autor original, un texto obtenido pues, también, a través del chisme, del cotilleo (de las Casas, el relator y chismoso serio, ha sido sustituido por de las Barras, chismoso menor, y el gran Almirante, por el desconocido guardia marino). Son curiosos, llamativos, estos versos, porque encontramos, en primer lugar, a un viajero español que mira con una mirada que podríamos denominar anti-colombina (la famosa cita de Colón encabeza, con ironía, el poema), no sólo por su visión negativa de la isla, sino, también, por el tono, un tono de sátira, de mofa, que recorre todo el poema. Se trata así de un texto, más que de la distopía, de la antiutopía, del hartazgo. «Espejo de impaciencia», podríamos, quizás, llamarlo. Aparecen aquí, como en «El verano en La Habana» de Muñoz del Monte, las referencias negativas al clima de la isla; pero se añade el descontento por la presencia de mosquitos, enfermedades, huracanes; junto al desconcierto burlón y al extrañamiento por el empleo que se hace en la isla de la lengua propia; y, por último, la burla hacia los habitantes de la siempre poética isla de Cuba, todos prestos a poetizar y a componer alabanzas a cualquier cosa típica del terruño —por menor que resulte antes los ojos del otro, del extranjero. Tiene razón de las Barras cuando dice que el poema, a pesar de todo, no resulta ofensivo. Desde el punto de vista cubano, y siguiendo a Jorge
por José María Castro y Calvo en 1974. Castro y Calvo coméntalas memorias de Antonio de las Barras e incluye el poema, aunque su reproducción contiene bastantes erratas (pp. 24-25). 3 Publicadas en Madrid por su hijo Francisco de las Barras de Aragón, en 1925.
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Milena Rodríguez Gutiérrez
Mañach, considero que constituye una de las mejores muestras escritas en verso —por un español— de choteo de la cubanidad. O sea, de «tirar a relajo» la cubanidad. Los versos ponen en evidencia la perspicacia de este choteador, su habilidad para, como dijera Mañach (1991, p. 63), «discernir lo cómico en la autoridad», para «descubrir lo objetivo risible que había pasado inadvertido a los observadores más intensos» (Ibíd.). El choteador español chotea así lo único que los choteadores por antonomasia (según Mañach) no se habían atrevido a chotear: su identidad, su cubanía. Vamos a leer el poema (de las Barras, 1925, pp. 53-55): A la isla de Cuba «La tierra más fermosa que vieron mis ojos». C. Colón ¡Salve! Feliz morada de alacranes, mansión de filarmónicos mosquitos, tierra de terremotos y huracanes, salve con tus Panchitas y Panchitos; con tus ríos poblados de caimanes, tus plátanos, híscaros y caimitos. ¡De admiración yo te contemplo mudo! ¡Sartén de Nuevo Mundo!... te saludo. ¡Salve, fértil país de cucarachas, clásica tierra de la cascarilla, donde hacen tus simpáticas muchachas (blancas, mulatas, chinas y amarillas) de su cara un depósito de gachas mosáico de albayalde y cochinilla! ¡Salve con tus guayabas y mamones, tus tortugas y enormes tiburones! Tierra feliz en donde el sol radiante, El cerebro derrite a los humanos; en donde reina el vómito arrogante, matando sin piedad a los cristianos. Donde el pasmo y el cólera triunfante Se muestran absolutos soberanos,
Contra Colón: la distopía en la poesía cubana del xix y del xx y se pasa sudando el año entero, lo mismo en agosto que en febrero. Tierra en donde los negros son morenos y pardos se apellida a los mulatos, y a los hombres pacíficos y buenos, mansos los llaman, cual si fueran gatos; niños a los que tienen cuando menos más años que han mudado de zapatos; donde casacas llaman a los fraques, y malakkof a los huecos miriñaques. Tierra de las volantas y quitrines, en donde dicen grande en vez de anciano, bailadores en vez de bailarines, y al que es vivo y ligero que es liviano; chupas lo que allá son levitines, tibores a una cosa que callamos, al que gusta de andar caminador, y al que es algo locuaz conversador. Tierra que muestras a la luz del día, tus jóvenes montados en alambres, verdes como corteza de sandías, y gordos, el que más, como un estambre. Pero en cambio su ardiente fantasía morir no les hará nunca de hambre, que cada cual percibe en su alma inquieta, la inspiración bullir del que es poeta. Todos nacen poetas en tu suelo, y a Apolo por doquier alzando altares, todos ensalzan con ardiente anhelo las aguas del simpático Almendares. Todos cantan aquí el cubano cielo, los mangles, las palmeras y los mares, los felices natales de Panchita, y el prematuro fin de mi abuelita.
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Milena Rodríguez Gutiérrez ¡Cuba! ¡Hermoso país! ¿Quién no te adora, si tus brisas un punto ha respirado; si ha sentido la llama abrasadora de tu sol, su cerebro calcinado? Si ha pensado morir en mala hora a impulso de tu clima endemoniado. ¿Quién no creerá al verte que el Eterno bajo tu suelo colocó el Infierno? Queda a Dios con tu azúcar y tabaco y tus bosques plantados de palmeras, con tu aguacate, quimbombó y ajiaco, con tus niveas beldades hechiceras. Sigan cantando a Venus y al dios Baco sus poetas, y al cielo y a las fieras, y tú entre tanto canta, baila y fuma que yo harto de ti dejo la pluma.
Este punto de vista contracolombino no es, desde luego, sobre todo en el xix, tan explícito entre los poetas cubanos como en la mirada del guardia marino español. En el xix no se trata así tanto de que se perciba la palma negra per se, sino de la vivencia de un contraste entre la belleza física de la isla y su vida social («las bellezas del físico mundo y los horrores del mundo moral», que dijera Heredia; o la «Sátira contra los vicios de la sociedad cubana», como escribiera Federico Milanés); o, de un modo más elaborado, más profundo, del sentimiento de una hendidura, de una falta de correspondencia, de continuidad, entre el paisaje exterior y el interior. Esta hendidura genera entonces una tensión en la voz poética, que acaba sintiéndose no identificada, ajena, arrojada fuera del mito de la isla más fermosa, una fermosura que puede, de este modo, acabar resultándole extraña, o, incluso, ofensiva, dañina. Así sucede, por ejemplo, en algunos poemas de Julián del Casal y, también, en estos dos poemas de nítida estirpe casaliana de una mujer de entre siglos, la modernista, o más exactamente postmodernista, Mercedes Matamoros (18511906), una poeta, pienso, cuyo nombre irá creciendo dentro de la literatura cubana. Y no sólo por sus famosos Sonetos a Safo, iniciadores, como se ha dicho, «de aquella corriente erótica de la poesía surgida dentro de los límites modernistas y culminada por Delmira Agustini, Alfonsina Storni, Juana de Ibarbouru» (Montero, 2002, vol. 1, p. 509), sino, en general, por la solidez
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y la modernidad de su obra, sobre todo, de la escrita con posterioridad a sus Poesías completas de 1892, y recogida en el libro recientemente editado de sus Poesías (1892-1906). Pero veamos los poemas: Himno matinal
(1894)
Se oye el rumor suavísimo y lejano de un mar que exhala endechas gemidoras, y las cañas de azúcar, cimbradoras rompen en dulce música en el llano. Sus hojas mueve el plátano lozano se estremecen las palmas vibradoras; el gallo anuncia las primeras horas; bulle el torrente bajo el cielo indiano. Abre el aura cantando armoniosa de blancas nubes los flotantes linos, y al asomar el sol la faz gloriosa ante el himno de amor que lo saluda, cual ave herida que olvidó sus trinos sólo mi alma permanece muda. (Matamoros, 2004, p. 51)4
XVI (Mirtos de antaño
1903-1904)
Más triste que en regiones tenebrosas es en Cuba el amor desventurado; aquí donde su imperio tiene la luz ardiente, el corazón se siente lastimado con la eterna sonrisa indiferente del sol y de las rosas. Mi tierra bien amada, tú sin duda naciste para albergar tan sólo al ser dichoso; yo soy bajo tu cielo esplendoroso una exótica planta, desterrada de otro mundo más triste, y mi dolor aumentas, 4
Publicado por la poeta en el periódico El Fígaro, 19 de agosto de 1894.
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Milena Rodríguez Gutiérrez pues si tu dulce compasión reclamo parece responderme tu sonrisa: —¡Yo t a m p o c o te amo! (Ibíd., p. 192)
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En estos dos poemas la hendidura que antes señalábamos se hace evidente. En el primero de ellos, la enumeración de una serie de elementos, dulces, amorosos y armoniosos, que conforman el himno cubano de la mañana (el rumor del mar, la música de las cañas, de las hojas del plátano, de las palmas, el canto del gallo, el glorioso sol) contrasta con la mudez y el dolor de la voz poética, única que permanece silenciosa, anclada en su dolor, «cual ave herida que olvidó sus trinos», sin ninguna vibración ante este poderoso espectáculo de belleza. En el segundo poema, el motivo se repite y el sentimiento de separación entre el paisaje exterior y el interior es aún mayor. En este «Mirto» hay ya un reproche explícito a la «isla más fermosa»: «tú sin duda naciste / para albergar tan sólo al ser dichoso», y la sensación de extrañeza, de otredad, que produce el no considerarse como uno de esos habitantes ideales es también manifiesta, rotunda y dolorosa: «yo soy bajo tu cielo esplendoroso / una exótica planta / desterrada / de otro mundo más triste». La belleza de la isla más fermosa acaba resultando pues insultante, dañina: «y mi dolor aumentas, / pues si tu dulce compasión reclamo / parece responderme tu sonrisa: / —¡Yo tampoco te amo!
EL SIGLO x x
Es, sin embargo, en el siglo x x y con el poema «La isla en peso» de Virgilio Piñera, publicado en 1943, donde la mirada contracolombina alcanza su plenitud. Con este texto, tanto el paisaje interior como el exterior pierden su condición paradisíaca. Como el guardia marino, Piñera cuestiona el sol del trópico (y la simbología de la luz) en ese verso impresionante: «los cuerpos, devorando oleadas de luz, revientan como / girasoles de fuego / encima de las aguas estáticas»; además, varias imágenes sobre la isla van a adquirir fuerza: el sentimiento de naufragio y la pérdida de la noción de la singularidad de Cuba. Colón se ha convertido en un náufrago desamparado, a la intemperie; Cipango, en una vulgar isla antillana que lo devora, la «caótica, telúrica y atroz antilla cualquiera» que no conseguía soportar Cintio Vitier (1958, p. 406). Varios conceptos centrales de la 'perspectiva mitológica' entran también 5
Publicado por la autora en el Diario de la Marina, 11 de octubre de 1903.
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en crisis: la memoria, la historia. De los poemas de la «palma negra» podría decirse acaso lo mismo que dijera Borges de los poetas argentinos respecto a Lugones. Todos son, en cierto modo, hipóstasis de «La isla en peso». Veamos el fragmento final del poema: Bajo la lluvia, bajo el olor, bajo todo lo que es una realidad, / un pueblo se hace y se deshace dejando los testimonios: / un velorio, un guateque, una mano, un crimen, / revueltos, confundidos, fundidos en la resaca perpetua, / haciendo leves saludos, enseñando los dientes, golpeando / sus ríñones, / un pueblo desciende resuelto en enormes postas de abono, / sintiendo cómo el agua lo rodea por todas partes, / más abajo, más abajo, y el mar picando en sus espaldas; / un pueblo permanece junto a su bestia en la hora de partir, / aullando en el mar, devorando frutas, sacrificando animales, / siempre más abajo, hasta saber el peso de su isla; / el peso de una isla en el amor de un pueblo (Piñera, 1998, pp. 33-24).
A finales del siglo xx, con el derrumbe del otro mito cubano, el mito colombino por antonomasia del siglo xx en Cuba, la Revolución, especie de escena segunda que apuntalaba la onírica escena primera (para decirlo en lenguaje freudiano), la visión de la isla en peso comienza a cobrar una fuerza inusitada. Los poemas de la «palma negra» se multiplican, con la novedad, podríamos decir, de que las consecuencias del contra-mito, esencialmente colectivas en Piñera, suelen ahora estar centradas en la individualidad, y que aparecen, en ocasiones, unos otros poderosos (a veces figuras vagas, a veces más identificados) responsables de la presentificación de este contra-mito, o, al menos, desentendidos de sus consecuencias sobre el individuo. En muchos de estos textos seguimos encontrando la mirada del náufrago, que describe su naufragio concebido, a veces, como ruina: «porque ahora sé que el país puede ser mi enemigo [...] / que el país es también el lugar donde puedo ser escarnecido [...] que soy un náufrago en mi propio país», escribe, por ejemplo Jorge Luis Arcos en «Discurso del país» (1999, pp. 26-28); «por qué me tengo que morir no en mi patria sino en las ruinas de este país que casi no conozco», dice Raúl Rivero en «Preguntas» (1998, p.74). Quisiera terminar este breve recorrido con el poema de otro poeta destinado, también, a ubicarse entre los más significativos de la literatura cubana, Ángel Escobar (1957-1997). El poema se llama «El otro» y pertenece al libro Cuando salí de La Habana, de 1996. Veamos el poema de Escobar (1996, pp. 26-27):
Milena Rodríguez Gutiérrez
El otro E n esta ciudad sucia no nos espera nadie. La luna hembra nos fijó como sombra. Aunque entremos, tú, la madrugada y yo, sigilosos y mudos, no encontraremos nada. Acaso lograremos salir de esta gran boca. El sol vendrá, y arremeterá también contra esta piedra. Será inútil: ni un reflejo, ni un cambio; oh, sol estéril, antro de perdición, detesto tu costumbre — l a mía, no soy ni puedo ser un nombre. Esta ciudad me expulsa. Y yo me voy hasta lo mío con miedo, con recelo. Porque sé demasiado de las calles que envenenan mi sangre. La luna sobre el humo también es silogismo: no completa una espalda. Los sofistas se la muestran al tonto y a los apabullados como una joya en vilo. Y así nada es el sol, nada es la luna, el antes. Si hoy íbamos a estar, estamos en la ciudad con sus vidrieras. Salir o entrar, qué importa; ya todo es el desierto— un baño, una habitación sola, un símbolo, un decreto. Digo ciudad y sombra y sol y luna y piedra— subterfugios del hablante ritual que se atolondra. N o son palabras mías, porque yo soy el otro, el bobo, mi ingeniero. En esta ciudad sucia no nos despedirá nadie. Ir o venir, qué sabes de la dicha o el encanto, del sueño; qué sabes de la rosa negra sobre tu piel marcada. Sabes sólo lo que ellos te dijeron— y esa ortopedia abusa, corrige y destartala. Sólo lo que ya no hay en ti no está perdido. Ya no hay vergel ni cielo ni figura en qué aguantar— allí ya están: los bárbaros son ellos legislando sobre la recesión y el crimen, entre nuestros despojos. Puedo decirte: «Tomemos nuestros cuerpos y vámonos»; pero ya no sé adonde. El cuándo, el cómo, el cuerpo ya son frutas podridas: los tomó el alguacil, y ahora levanta la cadena, el palo, el látigo, la piedra y los golpea. N o son golpes de dados, no — p o r otra parte, tu azar ya fue abolido. Queda la infernalización de lo idéntico que huye —este recodo frío, a la intemperie, roto,
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donde nos acurrucamos, donde no está la música ni hay uno solo más que aguante este silencio.
Son indudables y sugestivas las concomitancias entre este poema y los de Mercedes Matamoros. Aparece también aquí, en «El otro», la idea de la expulsión del mito, como ocurría en el «Mirto» de Mercedes Matamoros («Esta ciudad me expulsa»); pero el afuera de Escobar ya no es la fermosura, como era en el de Matamoros («Ya no hay vergel ni cielo ni figura en qué aguantar»), sino, como en «La isla en peso,» lo vulgar («una sucia ciudad») o lo atroz («la gran boca», «la infernalización de lo idéntico que huye»); el mito destrozado («nada es el sol», «nada es la luna», «ya todo es el desierto»), desmitificado («subterfugios del hablante ritual que se atolondra»), destroza y destruye también a los que en él habitan, los convierte en «despojos», en «frutas podridas». Aquí están esos otros responsables y ajenos a lo que ocurre (la ortopedia que destartala, los «bárbaros legislando entre despojos»). Escobar deja aquí leer el símbolo de la palma negra, convertida en «rosa negra», marcada sobre la piel. El naufragio, pues, tatuado en el propio cuerpo; la distopía, en fin, convertida, como en el guardia marino español, pero ahora sin choteo, en hastío. Pero un hastío sin solución, frente al que no se puede dejar la pluma, sino sólo acurrucarse, sin música, en cualquier rincón solo, roto, insoportable. El símbolo, en fin, del mito, se ha quedado ya vacío, mudo, como aquellos perros que encontró el Almirante en Cuba y en el Nuevo Mundo.
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Milena Rodríguez Gutiérrez
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¿PIRATA DEL C A R I B E O AGENTE CIVILIZADOR? FRANCIS D R A K E EN LA NARRATIVA DEL ARGENTINO V I C E N T E FIDEL LÓPEZ
Adrián Curiel Rivera Universidad Nacional Autónoma de México
Uno de los episodios menos estudiados en el ámbito de la narrativa hispanoamericana es el que Enrique Anderson Imbert (1997, pp. 254-255) definiera por primera vez como «paréntesis sobre el tema del pirata», esto es, un conjunto de novelas históricas del siglo xix en las cuales los ladrones y aventureros que se enseñorearon del Mar Caribe entre las centurias xvi y xvm son recreados como protagonistas o deuteragonistas de la acción novelesca. El asunto del pirata no es, desde luego, exclusivo de la etapa decimonónica. La literatura de Hispanoamérica cuenta con importantes antecedentes coloniales. El poema épico Espejo de paciencia (1608) del cubano Silvestre de Balboa; el heterogéneo Infortunios de Alonso Ramírez (1690), del mexicano Carlos de Sigüenza y Góngora; El desierto prodigioso y prodigio del desierto, compuesto alrededor de 1650 por el colombiano Pedro de Solís y Valenzuela. Pero sean crónicas, odas «nacionales» —como La Argentina (1602) del extremeño Martín del Barco Centenera—, piezas teatrales o primitivos ensayos novelescos, estos y otros textos comparten una rasgo común: anatematizan al pirata que vulneraba la hegemonía económica y política impuesta por España en América a raíz del descubrimiento y el reparto de tierras decretado por el Papa Alejandro VI. Trátese de los piratas franceses durante la guerra franco-española entre 1520 y 1559; de los corsarios ingleses entre 1568 y 1596, cuando las relaciones entre Felipe II y la reina Isabel alcanzan el punto de mayor rispidez; de los holán-
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deses que hostigaban las embarcaciones íberas antes de la paz de Westfalia en 1648, o de los bucaneros y filibusteros dueños del Caribe hasta mediados del siglo XVIII (Ibíd.), el retrato que la inaugural literatura hispanoamericana hace de ellos es siempre negativo: agentes del demonio, némesis de Dios, herejes protestantes, monstruos depravados. Caracterizaciones de extrema maldad que, paradójicamente, lo tornan un personaje de lo más atractivo para el lector contemporáneo. Incluso un poeta como el arcediano Del Barco Centenera, cautivado por el arrojo y la pericia marina de Francis Drake al cruzar el Estrecho de Magallanes, termina censurando la codicia colérica del corsario inglés, cuyos saqueos a lo largo de las costas de Chile y Perú, por temibles, sólo con dificultad puede referir1. A partir del Romanticismo, la gran mayoría de los narradores hispanoamericanos que inciden en el tema exaltan las gestas de los piratas y encomian sus acciones sediciosas en perjuicio del absolutismo religioso, político y económico de España, de la cual dichos escritores acaban de emanciparse 2 . Éste es un dato fundamental para comprender el «paréntesis pirático» literario, pues el buen crédito de que goza ahora el pirata está vinculado de manera indisolu-
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«Su hambre tan canina y tan rabiosa / De plata bien hartó aqueste adversario / Que
es cosa de decir muy monstruosa / El número de plata, y temerario / Negocio nunca visto ni leído/». Algunos pasajes de la caudalosa épica de Del Barco Centenera son ilustrativos de la ambivalencia que suscita la figura del pirata entre los escritores de la América colonial, sean peninsulares, criollos o mestizos. Así, antes de condenarlo, el eclesiástico se refiere a Drake en estos términos: «No es justo al enemigo que tenemos / Celarle sus hazañas y sus hechos / Ni dejar de decir lo que sabemos / Que invidia es quitarle sus derechos / [...] Aqueste inglés y noble caballero / Al arte del mar era inclinado / Mas era que piloto y marinero / Porque era caballero y buen soldado / [...]». Sin embargo Del Barco considera, y esta valoración hacia los enemigos de España es una constante de la literatura hispanoamericana hasta la Ilustración, que el marino de Crowndale carece de una cualidad moral que lo sitúa en un plano de inferioridad frente a los subditos de Felipe II: «Mas, como lo mejor y necesario / Le falta, que es amor de Jesu-Cristo/ Emprende de hacerse gran corsario / [...]». Véase La Argentina, canto vigésimo segundo (Del Barco, 1836, p. 32), y libro segundo — q u e no se organiza en cantos (p. 248). 2
La excepción que confirma la regla la constituye, sin duda, Los piratas en Cartagena, de
la colombiana Soledad Acosta de Samper. En esta novela, a través de cinco cuadros históricos cuyo hilo conductor es una serie de ataques piratescos a la ciudad cartagenera heroicamente resistidos por los habitantes y las autoridades coloniales, se reivindica la grandeza espiritual y moral de la madre patria y se expresa la necesidad de recuperar la herencia española con vistas a la edificación del propio porvenir nacional. En la tónica de sus predecesores hispanoamericanos, de Samper presenta a los atacantes ingleses y franceses, o bien como una panda de herejes sanguinarios y brutales, o bien como ladrones envidiosos del poder de España (Acosta de Samper, 1886).
¿Pirata del Caribe o agente civilizador?
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ble a los movimientos independentistas de los nacientes países americanos. Al margen de la circunstancia de que naciones como Puerto Rico y Cuba permanezcan integradas al imperio español hasta la intervención de Estados Unidos en 1898, es indudable que en la literatura hispanoamericana del x i x se opera un cambio semántico en el vocablo «pirata», que éste se «resignifica» positivamente. El pirata, o para ser más precisos, su imagen idealizada en la ficción, adquiere el estatus de un símbolo de libertad que, de algún modo, remite al lector a la libertad política recién obtenida. Esto habilita a los literatos que han sufrido en propia carne los complejos y contradictorios procesos de desmembramiento de la Metrópoli, y que viven involucrados en la problemática de su actualidad, para criticar más o menos veladamente los males y taras nacionales, consecuencia de tres siglos de dominación y de un régimen virreinal corrupto e inepto. Nunca se insistirá lo suficiente al subrayar la importancia del papel cívico que en este período desempeña el escritor —quien además cumple otras funciones profesionales—, la misión pedagógica que se le adjudica en la sociedad 3 . En un trabajo pionero que explora los ricos filones del tema 4 , la investigadora Nina Gerassi-Navarro ha sostenido recientemente que La novia del hereje o la Inquisición de Lima, de Vicente Fidel López, debe leerse como una metáfora del proceso de construcción nacional de Argentina, como una forma de propaganda «literaturizada» por la cual el narrador, desde una visión unificada del pasado, proyecta en la ficción sus ideales políticos. El objetivo del presente ensayo, que se inscribe en una investigación más amplia acerca de la narrativa hispanoamericana sobre los piratas del Caribe, es entablar un diálogo con el estudio de Gerassi-Navarro y proponer una lectura de la novela de López que atienda también a sus cualidades literarias.
3 Ángel Rama observa que en Hispanoamérica, con medio siglo de retraso en relación con Europa, en la segunda mitad del xix, el concepto de literatura tomó forma sustituyendo al de bellas artes y legitimándose en el sentimiento nacional que era capaz de construir. En la misma línea de razonamiento, Emmanuel Carballo ha aseverado recientemente que el cometido artístico será desplazado a un lugar secundario. «[...] los novelistas se fijan tareas que deben cumplir en plazos breves. Sus obras son de contenido moralizante, educacional, de tesis [...] La novela del xix, en este sentido, guarda cercano parentesco con el teatro del siglo xvi. Como el teatro catequista, los narradores usan textos para infundir ideas, para propagar normas de conducta». Véase Rama, 1998, p. 73; y Carballo 2004, p. 26, respectivamente. 4
Pírate novéis. Fictions ofNation
Buildingin
Spanish America (Gerassi-Navarro, 1999).
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E L PIRATA LITERARIO COMO METÁFORA DEL DESTINO NACIONAL
Según Navarro-Gerassi, La novia del hereje... comparte características generales con la novela de Acosta de Samper y con las homónimas de Justo Sierra O'Reilly y Eligió Ancona.5 No evoca, porque no podría hacerlo, una historia nacional de heroísmo y grandeza que se remonte a la noche de los tiempos. Más bien, López intenta recuperar un pasado para dar cuerpo a una identidad que una los fragmentos dispersos de una Argentina independizada y en vías de reconstitución. Pero en su empeño, al recrear unos incidentes del siglo xvi acaecidos en Lima, el novelista transfiere al texto los debates ideológicos sobre el futuro nacional de su país que se están llevando a cabo en el presente del xix. La preocupación de López, a pesar del trasfondo de veracidad histórica en que vertebra la novela, estriba menos en reconstruir un retrato acabado de la sociedad colonial que en plantear una discusión acerca del camino que debe seguir Argentina (Gerassi-Navarro, 1999, pp. 125-126). La figura de Francis Drake cobra, consiguientemente, un rango que excede el de ser un mero elemento funcional de la acción novelesca, convirtiéndose en la bisagra o imagen articuladora entre el entramado ficticio donde se desenvuelve su actuación, y la ideología del narrador que da vida al personaje, orientación política que permea la obra. En el pirata literario encarnan así los valores que cada novelista desea legitimar como benignos o desfavorables para la conducción del destino de la nación, lo que se traduce en un juego de mensajes ambivalentes6 que pone en evidencia una perturbadora incapacidad para conciliar proyectos políticos opuestos en el seno de la colectividad7. Gerassi-Navarro traza algunas sugerentes analogías ya no sólo entre el pirata de papel y tinta y las aspiraciones y ambiciones políticas del escritor del xix, sino entre la historia verdadera de los piratas y la evolución económica y social
El filibustero de Sierra es de 1841; el de Ancona, de 1864. A nuestro juicio, la percepción que los narradores hispanoamericanos del XIX tienen sobre los piratas es, en realidad, bastante consistente. Con los matices del caso, excepción hecha de Acosta de Samper en la novelística, y de Carlos Sáenz Echeverría en su extemporánea composición poética, donde los malos de la Colonia siguen siendo los malos, la literatura de piratas de Hispanoamérica y de Europa guardan afinidad en otro aspecto: los villanos históricos son metamorfoseados, gracias a la alquimia romántica de la ficción, en héroes emancipadores, ya sea de las cadenas de la comunidad, ya sea de las que imponen las propias limitaciones personales. 7 «A disturbing inability to come to terms with the valúes to be legítimized fot the wellbeing of the nation» (Gerassi-Navarro, 1999, p. 5). 5
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¿Pirata del C a r i b e o agente civilizador?
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de la incipiente República Argentina. Cuando López, desde su posición contemporánea, recrea un episodio colonial para proyectar su ideal de la nación argentina del porvenir, lo hace visualizando un horizonte cultural muy preciso: Europa. Y, dentro de Europa, Inglaterra. Esta simpatía hacia el Imperio Británico es compartida tanto por los argentinos de la elite liberal en general como por los miembros de la generación del 37 que sufrieron las persecuciones del dictador Juan Manuel de Rosas. López, que tuvo que exiliarse a Chile en 1840 a causa de su disconformidad con el régimen, manifiesta abiertamente su admiración por Inglaterra en sus escritos históricos 8 . En opinión de Gerassi-Navarro, algo casi idéntico sucede con La novia del hereje..., si bien la fascinación por lo angloamericano se atempera un poco con la peripecia novelesca que sirve de pretexto a López para formular una especie de estatuto moral y político de Argentina basado en el esplendor de Inglaterra. Este parangón inquieta a la académica hasta el extremo de censurar a López que en la novela haya hecho un uso tendencioso de la historia (no se alude a la historia narrativa en sí sino a la de la presencia de España en América en el siglo xvi, aunque por momentos una y otra sean indiscernibles) para «recolonizar», de acuerdo a los parámetros de la sociedad inglesa, el futuro de Argentina. Conforme a esta lectura, el personaje Francis Drake, o Sir Francisco Drake como se lo denomina en La novia del hereje..., no sería sino el portavoz de los ideales, prejuicios y preferencias políticas de López, un símbolo un tanto obvio del civilizado progreso al que la nación debía aspirar.
D R A K E E N LA F I C C I Ó N Y E L I N C I D E N T E H I S T Ó R I C O D E L C A G A F U E G O
El argumento de La novia del hereje... es más bien sencillo, aunque su desarrollo está condimentado con todo tipo de peripecias y digresiones. La novela principia con un breve recuento del esplendor de la cultura inca antes de la llegada de los peninsulares, y de la crueldad con que éstos sometieron y esclavizaron a los aborígenes, así como de la fortuna con que corrieron las primeras acciones de los corsarios ingleses.
8
L ó p e z estaba convencido de que las dos revoluciones que mejor cifraban la naturaleza
moderna de la historia contemporánea universal eran la argentina de 1810 y la de las colonias británicas de 1776. Véase su Manual
de historia argentina
(1920, vol.l).
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Un diálogo entre el español Antonio Romea y su amigo Gómez introduce posteriormente al lector en la «conseja» que López referirá. La acción se sitúa en Lima en el año 1578. Romea es el prometido de la hija de don Felipe Pérez y Gonzalvo, un castellano adusto y devoto, comerciante de buenos haberes y nombrado por el virrey, superintendente de los «situados» del Perú, o sea, la masa de caudales que ese año tendrá que partir hacia Sevilla. Pérez y Gonzalvo es, en definitiva, el responsable de llevar la contabilidad en libros y de supervisar el correcto traslado de la plata que, extraída de las minas peruanas 9 , partirá del puerto de Callao a un punto más al norte de la costa del Pacífico. Después, operación que ya no compete al superintendente, recuas de muías transportarán por tierra el tesoro hasta Nombre de Dios, donde será finalmente transbordado a la Flota de Tierra Firme que espera anclada. Antonio Romea, el futuro yerno, está por embarcarse con los Pérez para asegurarse el favor de don Felipe y, acaso, conseguir un mínimo acercamiento a su «novia» María, quien lo desprecia. Una tapada limeña se cruza en el camino de Romea y le desaconseja salir al mar. Ha oído que los «herejes» andan merodeando en las aguas en busca de un sustancioso botín. Pero Antonio ignora la advertencia y los pasajeros zarpan al día siguiente, conforme a lo planeado, a bordo del San Juan de Ortón o Cagafuego 10 . Un flash back traslada al lector al Tedeum que se celebra en Lima con motivo del natalicio de Francisco de Toledo, el segundo virrey de Perú. La ceremonia transcurre por los cauces protocolarios de rigor cuando un chasqui comparece en la plaza frente a la catedral y difunde la noticia de que los herejes, luego de haber recalado en Arequipa y saqueado el puerto y las embarcaciones, se aproximan al Callao. La muchedumbre, enajenada por el pánico, se dispersa atropelladamente, hasta que los curas deciden cerrar las puertas del templo dejando dentro a muchas familias. Más tarde fray Andrés, el jefe de la Inquisición de Lima, convoca a los fieles a reunirse en el puente del río Rímac, donde pronuncia un fervoroso sermón condenando a las llamas del
Si bien López sólo hace referencia a este metal, el Cagafuego iba cargado también de oro y otros efectos y joyas que, en total, sumaban alrededor de setecientos sesenta y dos mil pesos, una auténtica fortuna para la época (Cordingly, 1997, pp. 29-30). 10 López equivoca los datos históricos, bastante confusos por otra parte, pues hay varias versiones del episodio de Cagafuego. San Juan de Ortón o Antón era el capitán del barco, llamado originalmente Nuestra Señora de la Concepción. Tampoco hay demasiada escrupulosidad en la descripción y designación de los navios, y la misma embarcación ora es una goleta, ora un bergantín, y páginas después una carabela o un bajel. 9
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infierno a los ingleses, quienes se configuran en la mente excitada del auditorio como una caterva de diablillos protestantes. Entre tanto Drake, a quien los indios y negros de Arequipa le habían dado el soplo de la inminente salida del San Juan de Ortón, llega a Callao. La costa y la villa se encuentran desiertas ya que los españoles han preferido huir antes que oponer resistencia. Ahí se entera, a través de otro aliado negro11, de que el navio que busca ya ha partido. No le será difícil alcanzarlo, le informan. Su opulenta carga lo obliga a navegar con pesantez y lo tripulan pocos hombres. Un cambio de plano nos devuelve al momento en que el San Juan de Ortón ha avistado una vela, misma que se convierte de pronto en un bergantín y una goleta piratas. Hay una secuencia de persecuciones marinas, una refriega novelesca a la luz de la luna que López adereza con andanadas, foques desgarrados a la deriva, combatientes tragados por el agua, niebla y mástiles rotos. Esta escaramuza dista mucho del sencillo expediente con que Drake se apoderó del barco en realidad. En La novia del hereje..., los ingleses efectúan el abordaje y toman el control. Entonces salta a cubierta un joven que destaca por su aire apuesto y su bravura: lord Roberto Henderson, brazo derecho del capitán, uno de los varios hijos de la nobleza que se embarcaron con Drake12 para arrasar, pasando por el Estrecho de Magallanes, los litorales de Chile y Perú13. Al principio los peninsulares capturados se muestran díscolos y hasta insolentes. Felipe Pérez y Gonzalvo declara que responderá con su vida antes que 11 La buena relación que mantenía Drake con negros e indios enemigos de los españoles en América, y el generoso trato que les brindaba, están de sobra documentados. Véase, por ejemplo, el capítulo que Germán Arciniegas le dedica a los ladrones de la reina de Inglaterra en su célebre Biografía del Caribe (1983, pp. 9 2 a 113); o el que Peter Gerhard destina al estudio
de los piratas isabelinos en Pirates ofNew Spain (1575-1742) (2003, pp. 55-97). 12 Cf. López, 2 0 0 1 , p. 83, nota al pie 1. Con ellos viajaba también el muchacho John Drake, primo de Francis, quien recibiría una cadena de oro como recompensa por haber sido el primero en avistar al Cagafuego desde la cofa del palo mayor (Cummins, 1995, pp. 100 y 101). Otro de los conocidos correligionarios de Drake que participó en la aventura de Nuestra Señora de la Concepción fue John Oxenham, ahorcado en Lima poco después, al separarse de Drake para probar suerte en el Istmo de Panamá, según ha indagado la historiografía pirática, y desmembrado por cuatro caballos, a la romana, gracias a la imaginación novelística de López,
en el último capítulo de La novia del
hereje....
Entre 1577 y 1580, al mando de la Golden Hind, Drake realiza la hazaña de la segunda circunnavegación alrededor del mundo, la cual, a diferencia de la primera de Magallanes, concluye con éxito. Ocho años más tarde consumaría otra de sus proezas más sonadas, la derrota de la Armada Invencible de Felipe II a las puertas mismas de Cádiz. 13
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entregar los libros y el tesoro de los que es guardián. Pero los piratas, con diversas estratagemas y la exquisita urbanidad de la que hacía gala el Drake histórico, doblegan la voluntad del anciano. Drake le ofrece a don Felipe «poner reservadamente», en la casa Onetto y Compañía que un amigo suyo regentaba en Cádiz, fondos equivalentes a lo que ahora perdía a título personal más otro tanto en compensación por las molestias. Si quería, incluso estaba dispuesto a entregarle la suma ahí mismo, pero los dos comprendían la suspicacia de que sería objeto don Felipe si las autoridades españolas le descubrían en sus bolsillos esos caudales. Convencido de que con su asentimiento no hacía sino recuperar lo que por ley le correspondía, Pérez y Gonzalvo accede a ser trasladado junto con Drake al Pelícano, en cuyo camarote principal instruye al corsario sobre la cuantía del botín. En la goleta, bajo la custodia de lord Henderson, han quedado Mencia Manrique de Pérez, esposa de don Felipe, Mariquita, la sirvienta Juana y Antonio Romea. Henderson resulta ser tan respetuoso y gentil que, salvo en Romea, que es incapaz de sostenerle la mirada, provoca asombro en el resto de los cautivos. La madre de María no sólo lo considera encantador sino que se maravilla de que su figura no concuerde con la de los monstruos coludos y cornudos tallados en los altares de Lima. La hija, por su parte, apenas ha obtenido de Henderson las seguridades de que ni su padre ni nadie de su familia sufrirán daño, se siente irresistiblemente atraída por el lobato de mar, con una pasión que sólo es comparable con la que éste experimenta por ella. Surge entre ellos, a despecho de Romea que órbita a su alrededor como una sombra insignificante y resentida, un tormentoso romance náutico al que no falta ninguno de los manierismos folletinescos decimonónicos. Los enamorados se comunican inicialmente por «una especie de inteligencia acordada por el lenguaje supremo de los ojos» (López, 2001, p. 87) y, ya con más confianza, incurren en arrebatos del tenor de este de Henderson, difícil de imaginar en la jerga de los roughes y squanders del siglo xvi o en boca de los bucaneros que campeaban en los prostíbulos de Port Royal una centuria más tarde: «Tome usted mi brazo, Mariquita, al lado de él hay un corazón que latirá siempre por usted, hay impresiones que jamás se pierden, ¡y las que usted me dejará serán eternas!» (Ibíd., p. 91). El amor que se acrecienta almibaradamente entre María Pérez y lord Roberto Henderson no impide a los corsarios, bajo las órdenes de Drake, cumplir con su cometido. Transbordan las barras de plata, las joyas, los zurrones con monedas. Luego López decide sacrificar la fidelidad del historiador para ejercer la imaginación del novelista. En lugar de libertar al Cagafuego, como ocurrió
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en los hechos, le prende llamas por medio de sus personajes piratas. Drake dispone que la familia Pérez y Gonzalvo, junto con su séquito, sea transferida a un galeón español recién apresado, y que éste prosiga su singladura. En estas circunstancias, los corsarios tienen oportunidades de sobra para demostrar que, en el fondo, son unos auténticos caballeros. Como primera medida, Henderson resuelve no raptar a su enamorada, como se hubiera esperado de cualquier bandolero, cowboy o pirata, sino ofrendarle en señal de compromiso un anillo que había pertenecido a su madre. Su intención es, una vez que se cerciore de que su capitán esté a salvo de probables persecuciones, ¡viajar a Lima para pedir formalmente la mano de María a los padres a quienes tuvo secuestrados! Es tan poderosa la atracción que Mariquita obra sobre él, y tan inexorable su designio de construir una nueva vida a su lado, que ni siquiera Drake logra convencerlo de que, tan pronto hayan aparejado los barcos para la larga travesía, siga con él por el Pacífico hacia los mares de China e India, en cuyos territorios podrán disfrutar de cuanta «sultana» se requiera. Pero lord Henderson, tratándose de María, no está para sultanatos. Y para probárselo no sólo la deja embarcar en el galeón español sino que poco antes intercede para que sus compañeros no mancillen un crucifijo del que se han apoderado. «La cruz del Salvador es para nosotros un dogma como para los papistas», perora, «y no obstante que miramos como una abominación el degradarlo a la imagen material que puede hacerse de él con un pedazo de vil madera», Henderson cuestiona a Drake si «no sería justo excluir de nuestros odios lo que forma la base de nuestras dos creencias». En la misma vena, al despedirse entre esponsales, Roberto suplica a María que recuerde siempre, cualesquiera sean los enconos que dividen a las dos razas, que «habéis encontrado entre nosotros las virtudes simpáticas con que deben tratarse los cristianos, porque lo somos, señora, por más que nos llaméis herejes y grasa de hogueras». López da un nuevo salto temporal retrospectivo en la narración. Pedro Sarmiento de Gamboa capitanea los preparativos de la expedición de castigo. Así, después del ataque a Callao y antes del abordaje al Cagafuego, los españoles y limeños se han puesto en pie de guerra. A propósito de esto, como apunta Adolfo Bioy Casares en su texto introductorio a La novia del hereje.. .14, el sarcasmo de López hacia la bravura hispánica y la impericia de las institu-
14 El escrito de Bioy, que antecede a la carta-prólogo, se titula «La novelesca y La novia del hereje» (López, 2001, pp.11-15).
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ciones virreinales es evidente. Primero el virrey manda montar un pomposo campamento militar para prevenir nuevas insolencias del pirata ausente; acto seguido encomienda a Sarmiento la tarea de zarpar en su «carabela», dar alcance y aprehender al corsario. La demostración castrense deriva en una verbena popular. La búsqueda de Drake emprendida por Sarmiento fracasa con estrépito pues, cuando los barcos enemigos se hallan en la coyuntura de una batalla en mar abierto, los españoles se percatan de pronto de que se les ha olvidado avituallarse. A esta ineptitud, López suma otra. El pontevedrés retorna a Lima con la familia Pérez y el segundo barco desvalijado, pero sin Drake. La turbamulta, decepcionada de que no sea cierto el rumor de que el inglés yazca en una jaula de hierro de donde saldrá sólo para ser ajusticiado con garrote u hoguera, murmura contra Sarmiento acusándolo de traición y venta, «dos causas con que pueblos de raza española explican todo lo que les contraría» (Ibíd., pp.96, 159). Francisco de Toledo lo insta a intentarlo de nuevo. Sarmiento yerra otra vez pues, presuponiendo que en el tornaviaje a Europa los piratas pasarán por el Estrecho de Magallanes, aposta sus naves en las costas patagónicas 15 . En el capítulo X, Francisco Drake y los piratas del Caribe se disuelven virtualmente en la novela, y a partir del XV apenas si son mencionados. Los capítulos que van del XI al XXVII pueden sintetizarse como la historia de la ignominia de don Felipe, víctima de las inescrupulosas artimañas de la Inquisición —bajo la presidencia omnisciente del dominico fray Andrés— para deshonrarlo y usurpar su patrimonio. Cuando la familia Pérez y Gonzalvo al fin regresa a Lima luego de su accidentado periplo, Antonio Romea refiere una delirante versión de lo acaecido, en la cual los piratas celebraban hórridos aquelarres nocturnos transformándose en cabras y buhos satánicos mientras él acechaba valerosamente desde un escondrijo en cubierta. Como nadie le da 15 La expedición de Sarmiento, en realidad, tuvo un carácter más científico-económico que castrense, y fue concebida como una maniobra preventiva, no de represalia. Ordenada por el virrey de Toledo después de los asedios de Drake, su objetivo no era salir en pos de este último hasta capturarlo sino hallar y medir con precisión las bocas o abras del Estrecho de Magallanes, bautizándolas, con la idea de erigir más tarde fortificaciones en lugares adecuados. El plan incluía un acercamiento a los indígenas de la zona para averiguar por medio de intérpretes sus ritos y costumbres, granjeándose su amistad con halagos, quincalla y telas de colores. Los españoles pretendían así matar dos pájaros de una pedrada: bloquearían el paso naval de los enemigos hacia el Pacífico y aprovecharían la información sobre metales preciosos y especias que pudieran sonsacarle a los nativos. Véase las relaciones del propio Sarmiento, dictadas a su escribano, en Sarmiento de Gamboa, 1988.
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crédito, despechado por el romance que ha nacido entre Mariquita y Henderson a bordo del Cagafuego, trata de chantajear al suegro para que le adelante la dote y, ante su negativa, difunde el rumor de que María ha quedado «manchada con el pestífero aliento de la herejía» (Ibíd., p.168). Impuesto fray Andrés del comportamiento licencioso de María, ha emplazado a don Felipe exigiéndole la penitencia pública de su hija, más una cuantiosa multa y una indemnización por los inconvenientes causados. Pérez se niega y solicita la ayuda del arzobispo de la ciudad, Alfonso de Morgrovejo, quien acata pero no aprueba los procederes de Andrés. Morgrovejo urge a Felipe para que María y Romea se desposen cuanto antes si no quiere que el Santo Oficio le secuestre la hacienda y dé suplicio a su sucesora. En consecuencia, el suegro visita al desagradecido yerno para sobornarlo de la manera menos onerosa, pero al poco las circunstancias varían significativamente. Antonio, atormentado tanto por el sentimiento de culpa como por dudas personales de diversa índole, decide tomar los hábitos. Esto no amaina el ensañamiento del padre Andrés. Junto con el fiscal del Santo Oficio, Marcelino Estaca y Ferracuja, prepara el siguiente plan: encerrar a María y prolongar la causa sin declararla culpable, hasta que «muera» su padre, de modo que éste no pueda heredarla y quede allanado el camino para la confiscación absoluta. Sin mayores trámites, mandan aprender a María, quien es humillada con la imposición del sambenito y trasladada por las calles de Lima en la lúgubre litera inquisitorial. En paralelo a estos incidentes, la tapada Mercedes y el boticario Bautista han estado conspirando. Contra el Virreinato del Perú, en general, y contra sus más acendrados odios, en particular. El boticario —cuyo genuino nombre es Juan Bautista Lentini— se ha propuesto luchar, junto al indio, el pirata, el aventurero y los desposeídos, contra la tiranía de Felipe II, a quien aborrece no sólo por haber ocupado su patria sino porque su padre fue ahorcado por los españoles en Nápoles 16 . Mercedes, por su lado, detesta sobre todos los seres y sobre todas las cosas a fray Andrés. Sus razones, sin embargo, son menos patrióticas que emotivas. La furtiva relación que antaño mantuviera con el Inquisidor se pormenoriza en lo que sin duda es el pasaje más farragoso de la 16 En el antepenúltimo capítulo se devela el dato escondido de que Sicilia fue la cuna del boticario Bautista. Véase Ibid., pp. 391 y 392. Aunque López no precisa exactamente en qué fechas sitúa este suceso histórico, origen del resentimiento de Lentini, es de suponerse que corresponde a un periodo comprendido entre la toma de Nápoles por parte de los franceses —lo que originaría la batalla de San Quintín en 1556— y la recuperación hispana de la ciudad y el posterior tratado de paz de Chateau-Cambrésis en 1559.
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novela17. Por lo que de él se puede entender, cuarenta y pico años atrás —López habla desde las vísperas del terremoto que sacudió a Lima en 1579—, en tiempos de los Pizarro, Mercedes y su hermana Rosalía, quienes entonces se llamaban Sinchiloya y Mamapanki, dan refugio y protección a un joven fraile que había cometido un asesinato. Seducidos tanto ellas como su padre inca por la idea del religioso de fundar un imperio mixto desposando a Gonzalo Pizarro con la nieta de Atahualpa, las jóvenes se hacen amantes del extraño. Pero éste pronto se revela como un gran mentiroso y traidor. Primero, bajo las órdenes de Gonzalo Pizarro, se levanta contra el virrey Blasco Núñez Vela, a quien mata a puñaladas merced a una nueva licencia histórica de López18;después, cuando Carlos V asigna a Pedro de Gasea la tarea de debelar la rebelión de Pizarro, cambia de bando y se dedica a perseguir y ejecutar a sus antiguos aliados. También traiciona a las hermanas, prometiéndole el sol y las estrellas a Sinchiloya-Mercedes, y engendrando un hijo, más tarde, con MamapankiRosalía; lo que origina un enfrentamiento entre las hermanas que finaliza con la muerte accidental de la segunda. Desgarrada por el dolor, en total secreto, Mercedes se hace cargo de la niña huérfana (quien resultará ser Juana) y se apodera de unos papeles que ocultaba la occisa y que al parecer, pues nunca se hace explícito su contenido, comprometen al asesino impune de Núñez Vela: el imberbe dominico que con los años llegaría a convertirse en el Inquisidor de Lima. Fray Andrés. Los corsarios resucitan en el tramo final de la novela. H a n naufragado frente a Panamá y conseguido mantener a flote el Pelícano rescatando el botín del Cagafuego. Posteriormente se han reunido con sus amigos cimarrones. Después de una serie de aventuras hiperbólicas en la selva, Drake resuelve retomar el rumbo hacia Asia, por el Pacífico, para proseguir con su célebre circunnavegación, mientras que Henderson y Oxenham inician una accidentada caminata desde Panamá hasta las ruinas de Pachacamac en Perú. Ahí, en medio de una retahila de diálogos filosóficos sobre la vida y el amor que ni un pirata tan exquisito como William Dampier pudo haber siquiera imagi-
17 Véase el capítulo XX, «Los recuerdos» (pp. 213-223). López no sólo es oscuro en la redacción sino que, en algunos párrafos, adelantándose involuntariamente a su época, alcanza un tono de auténtico culebrón radiofónico. 18 Núñez Vela murió, en efecto, violentamente, pero no como lo describe López sino ejecutado. Para un panorama de las guerras civiles y rencillas entre los conquistadores, véase el libro segundo del ya clásico El trágico fin del imperio inca: historia de la conquista de Perú de William Hickling Prescott (1972).
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nado, y de disquisiciones históricas de López sobre el valor arqueológico y el carácter sagrado del sitio19, reciben el anuncio de que María y Juana han caído bajo las garras de fray Andrés. La desesperación que los invade ante la simple posibilidad de que sus respectivas amadas se hallen en esos instantes sobre sendos potros de tortura, precipita sus acciones. A tal efecto, aconsejados por el cholo Mateo, que está al tanto de todo, en tanto Bautista Lentini soborna al alguacil mayor de las Cajas Reales para que se haga de la vista gorda con un contrabando de negros, los piratas se embetunan para hacerse pasar por dichos esclavos. Dispuestas las providencias de tan singular lance, los piratas descienden la cordillera y, beneficiándose de la oscuridad, irrumpen en Lima por los arrabales de Chorrillos. Se dirigen al edificio de la Santa Sede, adonde se ha adelantado ya el Inquisidor. Éste le ha pedido al ex pretendiente de María Pérez y ahora monje Antonio Romea que lo acompañe a los calabozos. Su propósito es martirizar a Mercedes, por cualquier medio físico y moral, hasta que pueda extraerle el dato del escondite de los mentados papeles. Tanto fray Andrés como Romea van armados con puñal, aunque el fraile desconoce que, mientras él se ensaña con la tapada, su inferior oculta el arma bajo la sotana. Exasperado por la entereza de Mercedes, el Inquisidor termina por liquidarla apuñalándola. En eso, comienza a temblar. El Máximo Averiguador huye despavorido pero Romea le cierra el paso en la puerta y, tras un forcejeo, le clava la daga en la espalda. Sobre los escombros, sorteando las trepidaciones que aún no cesan, salta la escuadrilla de corsarios embetunados liderada por el boticario y Mateo. Henderson rescata a María de las mazmorras, y Oxenham a Juana. Bautista Lentini, pistola en mano, obliga a Romea a casar a la primera pareja. Una semana más tarde, Romea organiza una expedición para cazar a los forajidos. Los españoles consiguen acorralar a los piratas cerca de un abra. Henderson se desploma; Oxenham y el boticario Bautista caen en manos de los hispanos. La novia del hereje... concluye con una prolepsis que nos ubica en 1589, una década después del terremoto. El escenario es una country-mansion. En ella se desarrolla una apacible escena doméstica. Un niño de siete años importuna a su papá con diversas preguntas: «¿Cómo te quitaron este brazo?» «¿Y de 19
«Pachacamac había sido para los peruanos lo que Jerusalén para los cristianos, lo que la Meca para los musulmanes, el objeto de las peregrinaciones de los devotos, que en grandes comitivas venían incesantemente de todos los rincones del imperio a rendir sus ofrendas y recibir los oráculos del Dios» (López, 2001, p. 330).
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qué las querías salvar [a la madre y su acompañante]? ¿De unos hombres que las querían quemar?» «Y los que hicieron todo eso fueron los compatriotas de mamá, ¿no es verdad?». Y gracias a las respuestas del adulto, la identidad de los circunstantes tan acogedoramente reunidos se va definiendo. El manco es lord Henderson, quien logró sobrevivir a la emboscada a costa de un alto precio; más allá departen Mistress Henderson, o sea Mariquita Pérez y Gonzalvo, y Juana, transformada nada más y nada menos que en Mistress Drake20. Lozanos crios procreados por ambas familias, los Henderson y los Drake, corretean por doquier. Al poco llega un mensajero con un salvoconducto que tiene la firma y el sello de Sir Francisco. Se trata de Manuel Argénsola y Manrique, quien relata el destino fúnebre de Oxenham y el boticario Bautista21, así como el de Antonio Romea, quien viajaba con él en el mismo buque en calidad de Gran Inquisidor de Inglaterra22. Al ser capturados por el Dragón, Romea, sobrecogido por el pánico, se había tirado por la borda. La novela cierra con un happy ending en toda regla.
L A NOVIA DEL HEREJE. . . EN EL SIGLO XXI
Reprochar a Vicente Fidel López —como hace Nina Gerassi Navarro—23 que no haya planteado en su texto una discusión de las diferencias raciales de la sociedad colonial, enmascarándolas por el contrario con valores estéticos, o que no haya propuesto una reconciliación política o familiar en la naciente República Argentina, es tanto como condenar a Julio César por no haber establecido en Alesia, cuando Vercingetórix depuso las armas a sus pies, un 20
Era tan grande el cariño del pirata Juan Oxenham por Juana que, temiendo una negativa
de la criada, le había entregado a Drake, antes de despedirse, una carta en la que le pedía que la cuidara como su bien más preciado, cosa que el Drake ficticio de López, como consta en el último capítulo, en efecto hizo. 21
A quien se le encontraron atados a su cuerpo, poco antes de morir, los famosos papeles
comprometedores del padre Andrés. López concibe para Lentini la misma ejecución históricamente falsa que atribuye a Oxenham, por desmembramiento (López, 2 0 0 1 , p. 418). 22
Ibíd., p. 4 2 0 . Aquí López obvia la imposibilidad de que Isabel I permitiera el funcio-
namiento de dicha institución católica en territorio protestante. 23
«These texts [refiriéndose también a las novelas de Acosta de Samper, Sierra O'Reilley
y Ancona] refuse to address the racial differences of colonial society by masking them through aesthetic values. [...] These texts are not about reconciliation, whether political or familiar. They are about one political project overcoming the other, one nacional identity suppressing the other, one domestic idea replacing all others» (Gerassi-Navarro, 1999, pp. 182-183).
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diálogo sobre las discrepancias culturales y étnicas entre los romanos conquistadores y los galos sometidos. Una lectura de La novia del hereje... desde los estudios culturales y feministas, con independencia de los valiosos aportes que el trabajo de Gerassi-Navarro brinda, tiene no sólo el inconveniente de incurrir en flagrantes anacronismos sino que oblitera la cualidad estrictamente literaria de la novela. Es cierto que la obra de López debe interpretarse —como la de cualquier autor— a la luz de su contexto, pero para apreciarla mejor, no para vituperar, incidiendo en la misma pretensión moralizadora del discurso que se analiza, la ideología que haya enarbolado en vida el novelista. Efectivamente, La novia del hereje... y su idealización de Drake como emblema de progreso no se comprenderían de manera cabal sin los modelos civilizadores europeizantes propugnados por Esteban Echeverría en el Dogma socialista (1846) o, sobre todo, por Domingo Faustino Sarmiento en Facundo (1845). Tampoco es factible prescindir, en este marco de referencias y de dicotomías morales y políticas entre civilización y barbarie, del célebre relato de Echeverría, «El matadero» (1871). También es verdad que la novela de López, como se ha podido advertir, está cuajada de defectos: tono pedagógico y edificante, maniqueísmo, digresiones sociológicas e historiográficas que en ocasiones entorpecen el ritmo narrativo, intromisiones injustificadas, acartonamiento, inverosimilitud. Sin embargo, hay razones suficientes para considerar a La novia del hereje... como algo más que un voluminoso y reaccionario panfleto decimonónico, o como algo distinto a una elemental novela primitiva —si se acepta la terminología acuñada por Mario Vargas Llosa— que se vale de la figura del corsario Drake para defender una postura ideológica y transmitir simplemente un mensaje ejemplarizante. Entre ellas destacan algunas que podrían calificarse de «extratextuales» aunque, es obvio, derivan del hecho de que Fidel escribiera el libro, como la circunstancia de que La novia del hereje... haya podido disputar a Amalia (1851-1855), de José Mármol, el honor de ser la primera novela argentina, si no fuera porque López publica una versión parcial en 1840 y porque todavía haría sustanciales modificaciones a la de 1854-1855. A lo que se suma el haber inaugurado una tendencia narrativa hispanoamericana. Precisamente la que toma a los piratas del Caribe, y a los incidentes históricos por ellos protagonizados, como ingredientes medulares de la trama. Pero hay asimismo una razón que atiende a la calidad literaria del texto y al disfrute que produce su lectura. Porque si bien de gustibus non est disputandum, no es aventurado sostener que La novia del hereje..., a casi ciento
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cuarenta años de su edición definitiva, reivindica para sí un acercamiento literario que permita regodearse en los componentes, la diégesis y las propiedades intrínsecas de la ficción. No sólo por la feliz reconstrucción estética del ambiente y las costumbres de la sociedad colonial limeña que consigue, como hace notar Adolfo Bioy Casares. Ni por el extraño encanto que, como admite la propia Gerassi-Navarro 24 , opera sobre el lector a pesar de las múltiples taras de que, desde la perspectiva de la narrativa moderna, adolece. Sino también por un atributo descubierto por Scott y siempre presente en las buenas novelas históricas —llámese intriga o suspense— que podría traducirse, en términos coloquiales, como un misterioso efecto atrapante mediante el cual el receptor vive la experiencia lectora como agradable fluir. La novia del hereje..., para decirlo con Bioy, es un libro eminentemente novelesco. Por otra parte, la acusación moral hecha a López de pretender «recolonizar» Argentina imponiéndole al pueblo recién independizado modelos europeos a través de su novela, es fácilmente rebatible desde otro punto de vista. Si bien es claro que en La novia del hereje... Drake y Henderson aparecen idealizados y representan una especie de progresista sinécdoque de Inglaterra frente al retrato de una España decadente, no lo es menos que así como los piratas protagonistas no se corresponden fielmente a los Drake y Henderson históricos, la Europa referida por López, y sus pautas civilizadoras, son también inventadas en gran medida y no constituyen una radiografía especular de la época — n i del siglo xvi ni del xix—, ni mucho menos un instrumento con el cual se haya manipulado en la práctica a la población para que se sometiera a un proyecto de nación que perpetuaba las injusticias, los prejuicios y las diferencias económicas y raciales imperantes tras la Colonia. Sustentar lo opuesto es, cuando menos, indemostrable. Tan ingenuo sería afirmar que el autor no vuelca su ideología al escribir como concluir que un texto que reúne, aun hoy día, todas las convenciones y condiciones para ser considerado una novela, no sea sino la suma de equivocaciones y anhelos políticamente clasistas y sexistas de su creador. La novia del hereje..., por supuesto, como toda literatura, dice mucho de los hombres que actúan en el interior de las tapas y de los que han habitado el tiempo histórico de su redacción y sufrido las penurias individuales y
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En la página de agradecimientos, la académica celebra que María Elena Qués que le haya prestado la «1917 edition of Lopez's novel, which first sparked my excitement in this project» (Ibid., p. IX).
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colectivas reales. En este sentido, ofrece una historia de piratas y además una multiplicidad de lecturas — n o una única verdad interpretativa— de lo que fue y ha sido, dentro de las particularidades, la historia común de la edificación de los estados nacionales en la América Hispana. Por ello, al igual que otros títulos de la novelística del paréntesis pirático, más que propiciar una «desestabilización» de la certeza de las ficciones fundacionales de Hispanoamérica, como pretende Gerassi-Navarro, abona el repertorio de visiones de que dispone la historia literaria del continente. Y por lo tanto, lejos de la censura desaprobatoria de quien desde el presente se sitúa cívicamente en un nivel de moralidad superior, merece ser leída también, y rehabilitada, en su dimensión de producto imaginario.
BIBLIOGRAFÍA ACOSTA DE SAMPER,
Soledad (1886): Los piratas en Cartagena. Bogotá: Imprenta de
la Luz. ANDERSON IMBERT,
Enrique
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IDEOLÓGICO Y NARRATIVO DE E D U A R D O H O L M B E R G Lola López Martín Universidad Autónoma de Madrid,
España
Los escritores argentinos de la generación de 1880 compartían un común entusiasmo por el principio positivista que cuestionaba la realidad en términos de razón y ciencia. Todos ellos siguieron las directrices del naturalismo1 para mostrar en sus producciones literarias el pulso de la sociedad de la época y, principalmente, de aquellos aspectos más criticables. Educación y progreso se convirtieron en el lema del espíritu civilizador que defendían los intelectuales. Para lograr este objetivo uno de los escollos que había que salvar era la mejora de las infraestructuras de comunicación y transporte de la extensa nación argentina. Con el mismo material con el que se construiría la Torre Eiffel, y como una columna vertebral de hierro, el ferrocarril comenzó a recorrer toda Argentina. Las ciudades adaptaron su aspecto a las exigencias urbanísticas de la vida moderna del andar contra reloj, de los negocios a pequeña y gran escala. Las calles principales, arterias metropolitanas siempre concurridas, se ensancharon para dejar paso a los tranvías en continuo movimiento y se vistieron de residencias suntuosas, teatros, cafés, pasajes comerciales y grandes edificios que albergaban oficinas, centros administrativos, gabinetes de abogados y doctores, siguiendo el diseño arquitectónico francés que Haussmann había puesto de moda (Romero, 1976). 1
Cf. Ara, 1979; Morales, 1997; Gnutzmann, 1998; Schlickers, 2003 y Prendes, 2003.
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Buenos Aires fue considerada el paradigma urbano de la modernidad, el París de América, la ciudad donde prosperaron economistas y burgueses, ciudad letrada 2 y al mismo tiempo receptora de millares de inmigrantes de todas partes del mundo y especialmente de Europa. En sentido lato, el océano Atlántico acogía un incesante desplazamiento entre los pueblos de América y Europa en busca de diversas aspiraciones. Buenos Aires resultaba una ciudad especialmente atractiva debido a las relaciones culturales que mantenía con el viejo continente y a la pujanza del comercio internacional a través del puerto. En Buenos Aires se radicaron la mayoría de los miembros de la generación de 1880, hombres de la vida social, cultural y política del momento que compartían ideales cívicos y una formación común (Jitrik, 1982). Para los escritores del ochenta, intelectuales que poseían una curiosidad insaciable y una erudición heterogénea en materias de ciencias y de letras, el viaje suponía una fuente de conocimiento muy importante, y en concreto el viaje a Europa fue para ellos la vía principal para conocer in situ las civilizaciones que habían sido cuna de la revolución y el desarrollo industrial. La empresa más ambiciosa de los letrados del ochenta fue la de llevar a cabo una plena regeneración del país que se apoyara en un plan de educación cívica, laica y liberal, un proyecto pedagógico que abarcara desde la espiritualidad argentina hasta la coyuntura cultural, política, económica y social de la república. Gracias a esta iniciativa tuvo lugar en Buenos Aires en 1882 el Primer Congreso Pedagógico Sudamericano. En lo que concierne al ámbito académico, en tanto, el método positivista se aplicó a los planes de estudio universitario, que fueron modificados atendiendo a las enseñanzas científicas de Humboldt —el geógrafo, naturalista y explorador alemán que había viajado por Argentina y América. El cuento costumbrista fue uno de los géneros más trabajados por estos escritores; entre las diferentes razones, la principal es debido a la capacidad de concentrar escenas de las que se pueda obtener una reflexión didáctica de la realidad. Parejamente al cuento, la prensa de la época publicaba con asiduidad otras modalidades de narrativa breve que eran bien acogidas por el público lector interesado en temas diferentes; estas variedades eran precisamente las notas de viaje, las pinceladas descriptivas, las charlas, el apunte crítico, el retrato biográfico, las impresiones personales. Esta preferencia por la prosa fragmentaria se distingue en obras de mayor extensión como Recuerdos de viaje (1881),
2
El concepto remite al libro de La ciudad letrada, de Ángel Rama (2004).
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de Lucio Vicente López; Juvenilia (1884), de Miguel Cañé; Memorias de un viejo (1887) y Las beldades de mi tiempo (1891), ambas de Santiago Calzadilla; Entrenos. Causeries deljueves (1889-1990), Retratos y recuerdos (1894), de Lucio Victorio Mansilla; o Recuerdos literarios (1915) y las posteriores Confidencias literarias, de Martín García Mérou. A la generación del ochenta perteneció Eduardo Holmberg (1852-1937), un autor que ilustra de modo peculiar el casamiento entre las ciencias y las letras. El viaje por la obra de este autor pone de relieve algunas de las cuestiones expuestas como la correlación entre la ciudad física y la ciudad letrada o las secuelas del progreso. Además de ello, Holmberg ejemplifica, de una parte como médico y científico, la puesta en práctica del cientificismo naturalista y, por otra parte como escritor, la verbalización creativa de las premisas del naturalismo filosófico. Holmberg era doctor en medicina y poseía un profundo conocimiento de botánica, zoología y geología. Hizo importantes estudios sobre abejas, peces, moluscos, aves y pájaros y documentó exámenes sobre las piedras y los fenómenos climáticos. Sus investigaciones al respecto datan ya desde fechas tempranas: de 1876 es su monografía Arácnidos argentinos-, de 1877 es la reseña descriptiva que apareció en Boletín del Consejo de Educación sobre Mamíferos y Aves de Salta después de su viaje por las provincias del norte; y de 1881 es Ojeada sobre la flora de la provincia de Buenos Aires. Holmberg se dedicó a la enseñanza pública durante más de cuarenta años; con él comienza a instruirse la materia de historia natural por primera vez en la República Argentina, que impartió en la Escuela Normal de Varones, luego de agricultura, higiene pública y privada. Su vinculación al mundo académico continuó como profesor de física y química de la Universidad de Buenos Aires, y de botánica en la Facultad de Ciencias Exactas, además de inspector de enseñanza secundaria. Con el fin pedagógico de instruir a los jóvenes e incentivar en ellos el afecto y el conocimiento de la naturaleza, publica en 1908 Botánica elemental (con quinientas ilustraciones originales) y El joven coleccionista de historia natural en la República Argentina. A su sabiduría de las ciencias naturales hay que sumar una educación humanística esmerada (música, idiomas, filosofía...), que recibió desde pequeño y cultivaba con voluntad, y su intervención en la vida intelectual (como profesor de cátedra, escritor para periódicos de diversa índole, científico, director del zoológico de Buenos Aires durante veinte años). Este bagaje personal del autor se trasluce en los matices creativos de su producción y en este acervo está
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quizá el atractivo de que sus cuadernos de naturalista y sus reseñas de viaje constituyan para el lector de hoy en día un apreciable retrato de la fisonomía argentina del siglo xix. Late continuamente en el carácter de Holmberg el ansia por desentrañar las maravillas de la naturaleza. Antonio Pagés Larraya, en un estudio fundamental sobre el autor que precedía a la primera edición de sus Cuentos fantásticos, destacó de su semblante que fuera un atento observador, curioso y andariego, cualidades que sin duda repercutirán en su sensibilidad literaria. El párrafo en concreto dice así: Miró a la naturaleza con la curiosidad asombrada del niño. Insectos, aves, plantas. Principalmente pájaros: el boyero, el tordo, los zorzales, las calandrias... N o fue un sabio de hojarasca erudita: andariego, como todo naturalista de verdad, caminó el país hacia todos los rumbos. Supo descubrir la belleza dormida en las plantas, en los colores de la piedra, en los animales, y describía sus hallazgos en un estilo repentista, salpicado de anécdotas (Pagés, 1957, p. 15).
Sus investigaciones científicas, que siguen el método empirista de la ciencia moderna, lo convirtieron en uno de los primeros expertos naturalistas de Argentina, especialmente de entomología. Eduardo Holmberg viajó por todo el país, trabajó como explorador y escribió más de doscientas obras 3 de investigación sobre la historia natural del Río de la Plata. Los viajes que Holmberg realizó se verifican en valiosos estudios de las especies —algunas catalogadas por vez primera— de la vegetación y la fauna de gran parte del territorio argentino 4 . Sus manuales académicos comparten tanto la iniciativa pedagógica como la visión miscelánea de su generación y gran parte de sus trabajos naturalistas participan del género autobiográfico, del ensayo y de la literatura de viajes. En estos manuales la naturaleza alcanza la exaltación de
3 U n discípulo de Eduardo Holmberg, Cristóbal M . Hicken, hizo un inventario de toda su obra en Bibliografía del Doctor Eduardo Ladislao Holmberg (1922, pp. 7-21). Cf. también Luis Holmberg, Holmberg. El último enciclopedista (1952). 4 Holmberg atravesó tierra de indios en su expedición a Río Negro, en otra excursión sobrepasó el río Luján, escribió acerca de sus Viajes a Tandil y a la Tinta (Resultados científicos, especialmente zoológicos y botánicos de los tres viajes llevados a cabo en 1881, 1882 y 1883 a la sierra de Tandil), paró largo tiempo en el Chaco, estuvo en Corrientes, en la Patagonia (Viajes por la Patagonia y Viaje a Carmen de Patagones, 1872) y en la Tierra de Fuego; llegó hasta Uruguay, atravesó las riberas del Paraná y quedó enamorado de las ruinas, las palmeras, los minerales y la vegetación salvaje de Misiones.
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los sentidos y el entorno se representa con dinamismo y vitalidad. Aparte de plantas y animales, el autor plasmó también el perfil de la gente del lugar, y prestó atención a las pequeñas expresiones del entorno que en conjunto forman el Ser de la naturaleza. Es significativo que la obra de ficción de Holmberg esté frecuentemente salpicada de razonamientos e indicaciones científicas; y, a la inversa, su producción teórica se solaza con evocaciones literarias, y contiene fragmentos con una prosa melódica y delicada. La objetividad de sus informes teóricos se compagina con ironías, sinestesias, comparaciones ingeniosas y recursos narrativos que no desmienten la especificidad y el alcance del conocimiento en la materia. Con esta mezcla de lirismo y de ciencia en el estilo el autor se opone conscientemente a la sentencia del positivismo de que la ciencia debe rechazar el lenguaje metafórico o figurado. Lo que Holmberg proponía era el hermanamiento entre ciencia y arte, la armonía entre dos lenguajes que en sí representaban las contradicciones del siglo. Esta simbiosis de formas se puede apreciar en su artículo «Molestias de viaje» (1894), publicado en el que era órgano oficial de la Sociedad Científica, Anales de la Sociedad Científica Argentina-. Y el sol tendió una vez más sobre los ríos, sobre los campos, sobre las selvas, los velos de su túnica de luz. Las mariposas esmaltadas trepidaron en el aire cálido del ambiente tropical, y entonaron las aves de los bosques su cántico de amor y de alegría. ¡Gloria al sol que nos da la vida y el perfume!, decían las flores, estremeciendo en vértigo de polen sus corolas encendidas; y el r u m o r de las selvas, y de los campos, y de los ríos, f o r m a b a c o m o u n h i m n o misterioso, u n grande h i m n o solemne, en el coro i n m e n s o de las palpitaciones de la vida (Holmberg, 2 0 0 0 , pp. 212-213).
Muchos de los compendios de botánica que Holmberg escribió bajo la perspectiva del darwinismo5 y la disciplina positivista se pueden considerar apuntes de viaje, diarios de naturalista, soliloquios nocturnos pasados a papel cuando el insomnio hace la noche interminable y la lluvia o los mosquitos recuerdan el lado penoso de la travesía. En ellos el autor se permite acotaciones subjetivas de buen humor como esta de «Molestias de viaje»: «Así pasaba el 5 Holmberg es seguidor del determinismo de Darwin, Spencer, Comte y Claude Bernard. Cf. Guzman Conejeros, 2000, pp. 37-62; Martin, 2002, pp. 15-21.
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tiempo la Fantasía. Como a ella no le picaban los mosquitos podía entregarse a su charla inagotable» (Ibíd., p. 212). Holmberg hubo de hacer frente a la geografía indómita y arriesgada valiéndose de instrumentos rudimentarios y en condiciones desapacibles. Solventó trabas administrativas, viajó en ferrocarril, a caballo, en bote y anduvo a pie largas distancias para profundizar en el estudio de la naturaleza mientras aprovechaba los momentos de descanso para pensar, imaginar y escribir. El diálogo consigo mismo se inserta en las reseñas de viaje, de modo que a la descripción naturalista del terreno a veces acompaña una pequeña divagación metafísica, como en este ejemplo: ¿Se compensan esos martirios pasajeros de tu piel no acostumbrada con satisfacciones de este mundo interior, turbulento, inquieto, y a veces soñador en que la catarata del pensamiento no me da tregua un instante para reconocerme y saber siquiera dónde estoy, a dónde voy, y por qué me llevas sin cesar de una a otra onda de tinieblas o de luz? (Ibíd., p. 211).
En efecto, durante el siglo xix el empirismo y otras ciencias estaban determinando las propiedades de los elementos naturales. El positivismo había logrado cambiar el método inductivo por el deductivo en los procedimientos científicos y expulsar la filosofía del ámbito de la experimentación. Pero a medida que la ciencia resolvía los misterios de la vida objetiva, a medida que se iba delimitando el mundo exterior, las incógnitas de la muerte y de la esencia humana permanecían sin respuesta. Holmberg provoca el encuentro entre física y metafísica. Es por eso que, consciente además del peligro que los efectos de la industrialización y de la tecnología revertían sobre la posible deshumanización del hombre 6 , en su trabajo científico el naturalista dedica pequeños espacios a las inquietudes del «mundo interior». En sus ensayos se pueden rastrear algunas de las ideas o circunstancias que motivaron sus relatos. Las desaveniencias del itinerario, la irregularidad del suelo que se debe atravesar, la enfermedad ocasional durante las exploraciones, el acoso de bichos y de animales feroces y la falta de sueño se compensaban con los alivios de la imaginación. Escribir en esos instantes, o construir ideas para una futura obra de ficción, debía gratificar el cansancio físico y servir de 6 El cuento de Holmberg «Horacio Kalibang y los autómatas» (1879) refleja perfectamente esta preocupación común en el espíritu del siglo sobre la mecanización y la pérdida de los valores humanos.
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remedio para exorcizar la intensa impresión que provoca el convivio con un entorno selvático virgen (Misiones, Mendoza, el Paraná, la Patagonia, el Chaco). Así se puede ver en estas confidencias de los textos «Las nupcias de una Néfila (Amor de colmillo)» (1887) y «Pinceladas descriptivas» (1896): Las observaciones que llevan mucho tiempo y exigen bastante paciencia tienen su lado desagradable para el cuerpo, porque deben llevarse a cabo por terrenos casi siempre húmedos, y entre nubes de jejenes y otras sabandijas bastante incómodas; pero ese tiempo lo pasa el espíritu de un m o d o relativamente agradable, porque la imaginación, entre tanto, evoca un mundo de reminiscencias [...] (Ibíd., pp. 140-141). Cuando el sol desciende, un sentimiento extraño se apodera del espíritu educado. Se experimenta como una absorción que la Naturaleza ejerciera sobre los cuerpos, y el pensamiento se transporta al mundo de las ficciones (Ibíd., p. 199).
Igualmente, la obra literaria de Holmberg contiene numerosas observaciones que descubren la mirada cálida del caminante de mundo. En los cuentos costumbristas abundan las referencias a su Buenos Aires natal, cosmopolita, la descripción de las diferentes caras de una urbe inmensa en sus eventos diarios, en el perfil de su gente. Dos cuentos de 1875 están inspirados en el motivo del viaje, en una original singladura de ciencia ficción que acerca la Tierra a Marte: «El maravilloso viaje del señor Nic-Nac» y «El tipo más original». En el primero, cuyo título completo era «Viaje maravilloso del señor NicNac. En el que se refieren las prodigiosas aventuras de este señor y se dan a conocer las instituciones, costumbres y preocupaciones de un mundo desconocido»7, Holmberg manifiesta parte de sus saberes astronómicos y sus lecturas de H u m boldt (El Cosmos), de Julio Verne (Veinte mil leguas de viaje submarino, Viaje a la Luna, Viaje al centro de la Tierra) y de Camille Flammarion (Estudios y lecturas sobre astronomía, La pluralidad de los mundos habitados, Mundos reales. Mundos imaginarios). La influencia ideológica de este último es clara ya que en Mundos reales. Mundos imaginarios, Flammarion se refería al Viaje a la Luna de Cyrano de Bergerac y, acudiendo a autoridades como Voltaire y Gassendi, reflexiona sobre la tesis de la diversidad estelar y la posibilidad de habitar otros
7
Publicado en El Nacional de Buenos Aires en noviembre de 1875.
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planetas (Saturno, Júpiter, Venus, y sobre todo Marte)8. Parejamente, hay que señalar que las novelas de Verne junto a toda una literatura de fantaciencia —que luego ha permanecido en el anonimato— supusieron el componente ficcional de las teorías astronómicas y pseudoastrológicas en un contexto en el que hipótesis científica y utopía literaria se retroalimentaban. La astronomía no es la única fuente de este cuento, las otras son las doctrinas en boga de las ciencias ocultas (esoterismo, teosofismo, neoplatonismo, pitagorismo), el espiritismo (cuyo principal axioma era la escisión «superficial» entre cuerpo y alma, su unidad en el otro mundo y el contacto con los espíritus) y el antroposofismo, movimiento filosófico ideado por Rudolf Steiner que pretendía integrar lo espiritual del hombre con lo espiritual del universo. El periplo que Holmberg traza con su personaje Nic-Nac es el del alma, que, con ayuda de un intermediario —el médium Seele— se desprende de la materia corpórea y vuela hacia Marte. Seguramente el autor leyó los comentarios de Flammarion sobre La pluralidad de las existencias del alma, conforme con la doctrina de la Pluralidad de los Mundos (1864) y Habitante del planeta Marte (1865). Probablemente también influyó en el escritor bonaerense la obra Viaje extático celeste (1656), de Atanasio Kircher, en la cual el ánima asciende al universo. En el cuento, Marte está habitado por una civilización organizada a imagen y semejanza de la Tierra. Marte no es tan distinto de Buenos Aires, donde en tiempos de Holmberg se comían unas galletitas de la marca Nic-Nac. La descripción sarcàstica de la sociedad marciana, donde el señor Nic-Nac vive situaciones de lo más variopinto, tiene su paralelismo en las instituciones y en las costumbres de la sociedad argentina. Este paralelismo lo encontramos en otro cuento, «Insomnio» (1876)9, en el que el narrador se aproxima a Marte para detallar cómo es el paisaje de este planeta durante la noche; un paisaje sideral y paradisíaco, pletòrico de flores, aves y árboles que, no obstante, bien se puede confundir con cualquier paraje exuberante del paisaje misionero. El autor conecta otra vez con Flammarion en la tesis astronómico-filosófica que sostiene que los otros orbes planetarios son habitables como el nuestro.
8 9
Cf. Flammarion, 1981. Publicado el 13 de febrero de 1876 en La Ondina del Plata.
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La importancia del sueño que se venía dando desde el romanticismo alemán 10 (movimiento con el que Holmberg manifiesta bastante empatia) hasta llegar al modernismo, sería el antecedente para el libro de Rubén Darío El mundo de los sueños (1914). Holmberg no podía quedar al margen de la revalorización en la literatura fantástica del perfil crepuscular de la vida, del soñar despierto, del viaje onírico. En la descripción del paisaje el escritor argentino emplea un lenguaje impresionista cargado de cromatismo, tan cercano a la prosa poética que llega a formar construcciones de tipo métrico como la siguiente, que pertenece a «Insomnio»: «La noche callada, / volando en el aire, / derrama en los seres / extraño vigor, / y el lumen que brilla / con vividos rayos, / esparce en sus velos / misterio y amor» (Holmberg, E., 2000, p. 120)". «El tipo más original» es otro relato de fantaciencia cuyo argumento incluye el tema del viaje, un viaje geográfico, ya no estelar ni metafísico. «El tipo más original que he conocido», epígrafe completo que en principio Holmberg pensó para este cuento, fue escrito en 1875 pero publicado como folletín entre 1878 y 187912. El relato, sin embargo, quedó inconcluso. En él, Ladislao Kaillitz (proyección ficticia de Eduardo Ladislao Holmberg) rememora sus andanzas viajeras con el profesor Burbullus ante la asamblea de la Academia de Ciencias, Artes y Letras de Argentina. Burbullus es zoólogo, habla treinta y cinco lenguas diferentes y es experto en meteorología y fisiología. Pero Burbullus es excéntrico hasta el punto de que sus razonamientos vacilan entre la demencia y la genialidad. En la experiencia del protagonista junto a Burbullus está inscrito el concepto dieciochesco —compartido por la generación del ochenta— del viaje que en cualquier modo es siempre una fuente de sabiduría. En Olimpio Pitango deMonalia (1915)13, novela postuma, aparece una geografía utópica, Monalia, cuyo pueblo disfruta de los ideales de la modernidad encarnados en sus expresiones cívicas y en su política estructurada según las bases de una constitución liberal. La creación narrativa de Holmberg responde a la ambición del positivismo de lograr una ciudadanía ejemplar en su cultura y en sus costumbres siguiendo los principios de Comte de «orden y progreso». El 10
Sobre este tema, véase Béguin, 1954. La sintaxis aquí se aproxima a la versificación en metros de seis sílabas con sus correspondientes pausas de lectura. 12 En El Album del Hogar, año I, núm.3, 21 de julio de 1878, pp. 19-20, hasta año II, núm.53, 6 de julio de 1879. 13 Edición Príncipe a cargo de Gioconda M a r ú n (Holmberg, 1994). 11
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pensamiento de la doctrina evolucionista en su vertiente darwiniana era que el avance del progreso debía llevar a un perfeccionamiento de la civilización. La filosofía positiva había puesto las bases prácticas para los procesos educativos, políticos e institucionales realizados por las oligarquías hispanoamericanas de la segunda mitad del xix. Pero el cientificismo no se había liberado de cierto tono ético que se materializaba en campañas de propaganda destinadas a cambiar los malos hábitos ciudadanos. Esta confianza en la transformación masiva de las conductas cotidianas corría pareja a la edición de novelas sociológicas y reseñas ideológicas publicadas en los periódicos e incluso en las revistas especializadas (como La Filosofía Positiva, revista bonaerense de fines de siglo que publicaba indistintamente fragmentos de la obra de Comte, artículos sobre el materialismo y relatos de contenido teosòfico14). Por un lado, Holmberg manifiesta su reclamo de la ideología del progreso con la invención de una sociedad, de un país entero, que asumía afinidades alegóricas con la historia de Argentina; pero, al mismo tiempo, el entusiasmo de estos ideales que albergaba la intelectualidad burguesa por la transformación de la modernidad, acabaron desencantados por el contraste con la realidad histórica de Hispanoamérica. En Olimpio Pitango Holmberg expresa este dilema con las claves de un simbolismo ya cercano a la vanguardia15. En «La ciudad imaginaria (artículo fantástico para mañana)», de 1884, reaparece el recurso del topos, aunque, invirtiendo el postulado respecto a Monalia, esta vez el topos es real, Buenos Aires; mas aparece junto a un doble mítico. La «Gran Aldea» asienta su propia noción trascendental en la cara mágica de esta ciudad-mundo, urbe de la luz y los colores, con su bullicio y hormigueo de gentes, tan solitaria en la quietud de la noche, «la ciudad imaginaria, surgida apenas de la Pampa ondulosa», que se hermana con La Plata, ciudad de «origen moderno» en cuanto a la fecha y en cuanto a su concepto y construcción (Holmberg, E., 2000, p. 126). Con esta representativa «ciudad imaginaria» Holmberg logra la conexión simbólica entre la existencia histórica del lugar y el sentido profundo, cultural, histórico y más abstracto de una civilización.
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Cf. Lucía, 1998, pp. 99-112. Olimpio Pitango es «un temprano ejemplo de la vanguardia, de la textualización de la modernidad hispanoamericana, no sólo por la visión carnavalesca del mundo representado [...] sino por la pluralidad de discursos opuestos, la multiplicidad de géneros y la conciencia de una diversidad de voces y de culturas en Hispanoamérica» (Marún, 1996, p. 102). 15
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Al parecer, el autor escribió este texto, de género incierto entre cuento y ensayo, para celebrar la fundación de La Plata, ciudad que representaba el progreso en Argentina. La pintura fantástica de la ciudad viene construida a través del lenguaje figurado e impresionista. La narración a manera de monólogo metafórico da signos de que este relato bien pudiera pertenecer a la composición de un diario poético y que el estilo subjetivo participe del mismo caracteriza los cuadernos de viaje. La pluralidad genética de la producción de Holmberg (poema épico, cuento fantástico, ciencia ficción, relato de costumbres, cuaderno del naturalista, novela policial, diatriba filosófica, crítica social y literaria para la prensa) es reflejo de esa ambición de totalidad compartida por los escritores argentinos del ochenta y de fin de siglo16. En su universo creativo el autor abarca la disposición-escisión bipolar de la realidad en sus cuantiosos aspectos (lo positivo y lo mítico, lo cotidiano y lo insólito, arte e inspiración, ciencias y letras, sueño y vigilia, razón y sentimiento, objetividad y fantasía, ciudad y naturaleza...), rasgo éste también compartido por los finiseculares. Hay que señalar, por otro lado, que la obra de Holmberg presenta bastantes concordancias con el modernismo: la problemática intelectual de la modernidad, la atracción por las filosofías orientales, el interés por el ocultismo, la estetización de la realidad, la incursión de lo sobrenatural y la disposición hacia el exotismo. Holmberg comparte la necesidad de los modernistas de buscar un lenguaje nuevo con el que formular una experiencia no racional e inefable; los mecanismos que encuentra para comunicar esa experiencia irracional son el lirismo y la fantasía17. Analógicamente, la experiencia se transpone al texto por la poetización sensitiva y la actuación de lo onírico 18 . El preciosismo y la musicalidad del discurso de Holmberg revelan una posición ontològica más compleja que abarca desde la estética a la espiritualidad, desde una cosmovisión personal del mundo a una sensibilidad de raíces culturales colectivas. Estas
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«La triple verdad que buscaban los finiseculares era la de una nueva totalidad, era la superación de las escisiones de la vida moderna. Pero la nueva totalidad que buscaban, la que abarcara el cuerpo, el sentimiento y el pensamiento, la Naturaleza y el espíritu, la interioridad y el m u n d o exterior, era una totalidad inmanente, sin más allá, y captable y expresable con símbolos nítidos y el lenguaje de la ciencia» (Gutiérrez Girardot, 1986, p. 108). 17
En este p u n t o es interesante el estudio de C a r m e n Luna Sellés, La exploración de lo irracional en los escritores modernistas hispanoamericanos: literatura onírica y poetización de la realidad (2002). 18
Cf. Selles, 2002.
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señas de un modernismo temprano en la prosa de Holmberg se amalgaman además con el influjo de otras corrientes literarias como la romántica, la costumbrista y la naturalista-positivista. El interés real del escritor andariego en viajar por paisajes distintos se traspasa al campo literario en su disposición por transitar por géneros narrativos diferentes y por escuelas estéticas diversas. Pero es la cuentística fantástica de Holmberg la que lo sitúa entre los mejores exponentes de esta corriente19 que triunfa definitivamente en las letras argentinas después de la segunda mitad del siglo xix. El fantástico ha llegado a convertirse en el género por excelencia de la literatura argentina. La crítica suele señalar la importancia del territorio desolado de la pampa, su paisaje abstracto, la mezcla cultural debida a la inmigración, y el individualismo del hombre argentino como atributos que condicionan una especie de «vocación» artística de los escritores de este país hacia lo ignoto y lo sobrenatural. Esta teoría cobra relevancia cuando a través de los textos de Holmberg se puede comprobar cómo el contacto con el paisaje imprime una huella en la inspiración del escritor naturalista y cómo la influencia de una naturaleza impresionante no permite olvidar que lo real excede al hombre, a su razón y a sus capacidades.
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E L VIAJE EN LA NOVELA D E LA R E V O L U C I Ó N M E X I C A N A Antonio Lorente Medina UNED, Madrid, España
Es ya un lugar común hablar del impacto que causó la Revolución de 1910 en la sociedad mexicana durante las primeras décadas del siglo xx. Un cataclismo de tales dimensiones tenía que incidir necesariamente, como así ocurrió, en toda la población mexicana y, desde luego, en sus intelectuales, que se vieron urgidos por incorporar a México en un proceso de modernización, encaminado hacia el logro de una sociedad más justa y más dinámica, pese a la gran heterogeneidad que la caracterizaba. La Revolución Mexicana, entre otros muchos hechos, puso en contacto a gentes muy dispares desde el río Bravo hasta el Suchiate, posibilitó la normalización lingüística en todo el país y aunó intereses contrapuestos, entre los que encontramos amalgamados anhelos milenaristas con reivindicaciones agrarias, reivindicaciones obreras y feministas con defensas del sistema hacendístico de la propiedad privada, sentimientos anticlericales con conservadurismo religioso. Y todo ello en el marco de una tensión internacional, provocada por el conflicto de intereses entre poderosos grupos financieros de Estados Unidos, vinculados al petróleo, la banca y el transporte, y las potencias europeas en su afán por hacerse con el control efectivo de las reservas energéticas del país (Katz, 2004, pp. 11-70). El trasiego general de gentes diversas, geográfica y socialmente hablando, caracterizó a este «movimiento general de la orilla hacia el centro», como lo definiera López y Fuentes (1981, vol. 2, p. 320). Por momentos, el territorio entero de la República se convirtió en un magno «campamento» itinerante. No es extraño, por esto, que el viaje se erigiera en un elemento esencial de muchas de las novelas englobadas en el ciclo temático de la Novela de la Revolución
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Mexicana, cuando no en el hilo constructor y estructural, como en el caso de Las moscas, de Mariano Azuela, o Undécimo. Episodios deshilvanados de un caballero sin ventura, novela prácticamente desconocida por la crítica mundial, de la que me he ocupado no hace mucho (Lorente Medina, 2005, pp. 396399). Y con el viaje dos iconos básicos que los simbolizan —el caballo y el tren— junto con los componentes semánticos inherentes a todo viaje: huida, desplazamientos espaciales y/o temporales, aprendizaje, esperanzas, desarraigo, zozobras, iniciación y muerte. A veces en estos relatos se potencia el movimiento como un fin en sí mismo, del que se desprende una sensación —real o ficticia, eso aquí no importa— de dominio del territorio por el que se pasa, próximo al placer sensual. Este es el caso de la salida de la partida que manda Demetrio Ramos, en Los de abajo, cuando marcha del pueblo en que éste ha estado restableciéndose de su herida en la pierna para unirse a las tropas de Natera, que acampadas en Fresnillo, se preparan para el asalto al bastión federal de Zacatecas. La sensación de placer y de felicidad está narrada con epítetos literarios que la subrayan: En caballo zaino, Demetrio se sentía rejuvenecido: sus ojos recuperaban su brillo metálico peculiar, y en sus mejillas cobrizas de indígena de pura raza corría de nuevo la sangre roja y caliente. Otras veces se destaca del movimiento el sinsentido, o una suerte de determinismo fatalista que lleva a los personajes hasta su propio aniquilamiento, por una exacerbación de la virilidad o un sentido irracional de lealtad al jefe. Lo vemos de nuevo en la figura heroica de Demetrio Macías cuando asume que su destino es darles sin descanso a los carrancistas hasta «debajo de la lengua» y precipitarse hacia la muerte, como la piedra lanzada al vacío que le sirve de imagen cuando responde a la pregunta que le hace su mujer de por qué continúa peleando. Y todo ello a pesar de que ya ha percibido la sinrazón de la lucha y el sacrificio inútil de la contienda civil, de la que, sin embargo, le resulta imposible sustraerse, como explica él mismo con lucidez a su compadre Anastasio Montañés: Y nosotros estamos ya pa despachar a Villa y a Carranza a la... a que se diviertan solos... Pero se me figura que nos está sucediendo lo que a aquel peón de Tepatitlán. ¿Se acuerda, compadre? N o paraba de rezongar de su patrón, pero no paraba de trabajar tampoco. Y así estamos nosotros: a reniega y reniega y a mátenos y mátenos... Pero eso no hay que decirlo, compadre... (Azuela, 1976, vol. 1, p. 413).
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Pero sobre todo lo vemos en las figuras de Alvaro Abasolo, narrador y protagonista de Se llevaron el cañón para Bachimba (1941) y de Tiburcio Maya, personaje esencial de ¡Vamonos con Pancho Villa! (1931). En ambos casos la fascinación por los jefes les lleva a abandonar hogar y comodidades para embarcarse en una aventura de final funesto, o, cuando menos, desalentador. En el primero de ellos, el protagonista es un joven adolescente que en los meses que dura la insurrección orozquista contra el gobierno de Madero (marzo de 1912julio de 1912) realiza un viaje iniciático de madurez que le lleva a convertirse de Alvarito en «Abasolo el colorado», por una suerte de admiración juvenil hacia la figura de Marcos Ruiz, general orozquista que manda la columna que allana su casa, y con quien se marcha alborozado a la guerra para convertirse en su réplica juvenil. Renuncio a describir las relaciones afectivas que se establecen entre ambos personajes, para subrayar los duros desplazamientos de la columna, expresados con imágenes de polvo, sudor, sed y privaciones, ante las inclemencias del arenal o de los mezquitales durante las horas caniculares. Dichos desplazamientos, junto con una escaramuza con Villa, se convierten en las primeras lecciones del afianzamiento de la personalidad del protagonista ante un destino incierto, en el que ni siquiera está claro la justicia de lo que se defiende. Tan sólo el orgullo de ser orozquista y sus duros bautizos de fuego en Rellano y Bachimba, con derrota final incluida. Si en Los de abajo, el viaje circular del protagonista lo lleva a la muerte, aquí el viaje circular (Alvaro Abasolo acaba confinado en su casa, donde había iniciado su aventura) y el tono de introspección generado por el punto de vista autobiográfico resaltan el carácter iniciático de la aventura y el regreso final del héroe, convertido en todo un hombre, con una clara conciencia de sí mismo y una determinación futura a prueba de balas, pese a haber vuelto a casa derrotado: ¡Ah, qué alegría! Yo soy un hombre completo desde hace mucho tiempo. Yo sé luchar, yo sé resistir, yo sé perder. Yo tengo ya las enseñanzas de una vida y un propósito muy alto para el futuro. Vencido, solitario, extraviado, no me he rendido ni me rendiré. Adondequiera que vaya, alto o bajo, tengo ya una finalidad que seguir, una lección que obedecer, un sentimiento íntimo que practicar (Muñoz 1981, vol. 2, p. 856).
Una escena fortuita de violencia constituye el desencadenante de la seducción de Alvaro Abasolo por la figura de Marcos Ruiz y, de rebote, por la
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facción orozquista. Y otra escena similar, pero ésta cruel y sanguinaria, sirve a Rafael F. Muñoz para hacer que Tiburcio Maya, el último superviviente de los Leones de San Pablo, abandone su rancho y se incorpore a la columna de Francisco Villa casi dos años después de su deserción en Zacatecas, subyugado por el magnetismo que se desprende del caudillo, a pesar de que éste acaba de asesinar en su presencia a su mujer y a su hija: Con los ojos enrojecidos y la mandíbula inferior suelta y temblorosa, las manos convulsas, sudorosa la frente, sobre la que caían como espuma de jabón los cabellos blancos, el hombre tomó a su hijo de la mano y avanzó hacia la puerta. Al primer villista que encontró pidió una cartuchera, que terció sobre el hombro, le pidió la carabina, que el otro entregó a una señal del cabecilla y echó a andar por la tierra de su parcela que los caballos habían removido, hacia el Norte, hacia la guerra, hacia su destino, con el pecho saliente, los hombros echados hacia atrás y la cabeza levantada al viento, dispuesto a dar la vida por Francisco Villa (Ibíd., p. 728). Pero la columna a que se incorpora no es ya la otrora poderosa División del Norte que él había conocido y por la que habían peleado y muerto los otros cinco leones de San Pablo. Es una versión raquítica y diezmada de un ejército en derrota y a la defensiva, que sobrevive con audaces golpes de mano, hostigado constantemente por los ejércitos carrancistas y por las Defensas Sociales organizadas en los pueblos en su contra, y bombardeado por la propaganda oficial del gobierno, que los moteja de bandidos y fuera de la ley. Pronto percibe que todos los componentes de la columna están uncidos al mismo destino aciago —«trenzados», dice el narrador—, y son sombras silenciosas, en perpetua vigilancia y temor ante los accidentes del terreno, conscientes de que atraviesan territorio enemigo, cuando tres años antes «en aquellos contornos todo era villista: tierra y aire, hombres y cosas». La evocación de la idílica etapa anterior le lleva a enfrentar sus recuerdos con la situación de la columna actual, en una antítesis que enfatiza la intensidad de su observación. Antes, la División del Norte contaba con batallones, regimientos, artillería, trenes y ciudades, dentro de una férrea disciplina, y perfectamente uniformada; sus colosales dimensiones le permitían rodear ciudades e inundar llanuras, por grandes que fueran; y sus hombres morían entusiasmados mientras veían avanzar a los suyos en pos del triunfo, ante la admiración y el estímulo del pueblo. Ahora la columna a que se ha incorporado es rápida, pero pequeña; únicamente jinetes; nada más fusiles. Les rodea el desierto, les cubre el silencio. Por fuera todos los hombres iguales en aspecto: de miseria. Por dentro, todos
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iguales: despecho, odio. Unos cuantos. La derrota, la persecución. Se huye de los pueblos por más pequeños que sean, se evita la pradera, porque en ella aun esa mísera columna es notable. El silencio es índice de temor, de inconformidad. El que caiga quizá verá a los otros abandonarle y huir para salvarse. En derredor la animadversión de los campesinos, ahora organizados en las Defensas Sociales; la hostilidad, la lucha, el golpe (p. 735). Asumida la especial situación de «preso y carcelero» que tienen todos los componentes de la columna, Tiburcio acompaña a Villa en sus continuos desplazamientos, plenos de sobresaltos y escaramuzas, ante la mirada desconfiada y vigilante del cabecilla, que desaparece todas las noches sin que nadie sepa dónde duerme. También ignoran que ya ha tomado la arriesgada decisión de atacar Columbus, en represalia por la muerte accidental de diecisiete mexicanos en El Paso y —posiblemente—- con la esperanza secreta de que una posible expedición punitiva catalizara el patriotismo mexicano en su favor y en contra del carrancismo triunfante. Miñaca, Ciudad Guerrero y su victoria contra el general Cavazos son los hitos de una gradación que jalona las andanzas heroicas de Villa, tras su fracasado intento de aunar voluntades contra la expedición punitiva del general Pershing. Pero es la suya una estrella declinante y, junto a ella, la de los demás que le acompañan. Una bala perdida hiere a Villa en una pierna y le impide aniquilar al contingente carrancista en retirada. Busca refugio en la casa de un rico guerrerense y esa misma noche decide disolver la columna hasta su restablecimiento, con órdenes estrictas de que, si algún grupo es capturado, difundan la noticia de que Villa ha muerto y ha sido incinerado para evitar que su cuerpo caiga en manos de los carrancistas o de la punitiva. Mientras él se retira con cinco de sus incondicionales —entre los que se encuentra Tiburcio— a una cueva ignota e inaccesible de la sierra de Santa Ana. Nos encontramos, pues, ante una nueva situación, en que el cabecilla, que ejercía un dominio subyugante sobre la columna con su voz y sus hechos, se encuentra a merced de sus hombres y expuesto a cualquier delación, favorecida por la generosa recompensa que los soldados estadounidenses han puesto a su cabeza. Es entonces cuando la figura de Tiburcio Maya gana en protagonismo. En primer lugar, conduciendo el guayín que transporta el cuerpo herido y febril del general a través de las líneas enemigas; y al final de la novela, cuando cae prisionero de «los punitivos», soportando la tortura de los apaches que los acompañan y posteriormente el sutil asedio a que lo somete en su interrogatorio el sargento estadounidense, en el que salen a relucir la brutalidad que Villa
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cometió con su mujer y su hija. Su respuesta, escueta y serena, y su fidelidad al caudillo encorajinan a su interrogador, que ordena se le lleve en un camión a Ciudad Guerrero, donde los carrancistas, que también intentan infructuosamente hacerle hablar, lo cuelgan a orillas del río Papigóchic. A veces las circunstancias obligan al desplazamiento forzoso de grandes masas humanas, hasta el punto de que el viaje se convierte en el espacio móvil e inestable en que se desenvuelven los personajes, como ocurre en Las moscas (1916). En esta novela, Azuela tuvo el acierto de narrar las consecuencias que las batallas de Celaya (abril de 1915) tuvieron en la abigarrada muchedumbre que acompañaba al ejército villista y constituía su maquinaria burocrática, y que, después de la derrota, se aprestaba a abandonarlo para arrojarse sobre el pastel del vencedor «con la voracidad de un mosquero de estío». En diez «cuadros y escenas», de fuerte sabor teatral 1 , condensa Azuela un retrato cruel, despiadado y pesimista —«los pensadores preparan las revoluciones; los bandidos las realizan», llegará a decir por boca del mayor de los causantes, para él, del fracaso de la Revolución 2 —, sin más ideales que los de su propia supervivencia, convencido de que «ideas, sentimientos, opiniones, todo se los inspira su estómago». Si exceptuamos la brevísima descripción del hervidero humano de la estación de México D. F. y la obligada excursión por Irapuato, el vagón sanitario en que van huyendo de las fuerzas carrancistas se erige en el microcosmos donde se desenvuelven los anhelos, miedos e indecisiones de todos los personajes, o el lugar en que manifiestan sus verdaderas intenciones. Es normal, por ello que el diálogo se convierta en parte esencial de su discurso narrativo. El espacio cerrado en el que coexisten de forma abigarrada los distintos personajes que pueblan la novela se presta a las confidencias, a 1
N o es la primera vez que Azuela compone una novela con estructura próxima a las formas teatrales, y el mismo subtítulo de algunas de sus novelas —«cuadros y escenas»- lo anticipa. Ya lo había hecho en Andrés Pérez maderista (1911), donde nos presenta sucesivas escenas equívocas con una estructura próxima a la comedia de enredos. Pero quizá sea en Las moscas donde los recursos propios del teatro se manifiesten con mayor rotundidad: las brevísimas descripciones más parecen acotaciones destinadas a presentar a personajes que entran en escena; las unidades de lugar, tiempo y acción del teatro neoclásico se siguen con bastante fidelidad en el desarrollo de la novela; y el diálogo resulta fundamental en la caracterización de los personajes. 1 Muchos años después atenuará su dura crítica hacia esa «gente convenenciera, versátil e indigna de piedad», cuando reconozca la enorme diferencia que había «entre ellos y los verdaderos logreros de la revolución, la forma cínica y escandalosa de éstos para medrar con ella» (Azuela, 1976, vol. 3, pp. 1091-1092).
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la creación de situaciones enojosas y al lenguaje adulador y artero, tras el que encontramos la falta de escrúpulos, la discriminación social y la simulación ideológica. Paradigma de la afirmación anterior lo constituye la familia Reyes Téllez, oficinistas del Estado desde su nacimiento, oportunistas advenedizos que reparten entre ellos sus papeles con el fin de «caer siempre parados»: Matilde la ejecutiva «cortés» y activa, que no desaprovecha ocasión de obtener beneficios para su familia; Rosita, la coqueta, producto ella misma de un devaneo de su madre, que utiliza su juventud y sus encantos para el logro de los fines familiares; Rubén, el hermano menor, que representa el seguro futuro de un puesto en la administración carrancista quedándose con Quiñónez, antiguo condiscípulo suyo, devenido carrancista; o Marta, la madre «desgarrada» y «pacata», que sanciona con su beneplácito las acciones de Matilde. Y junto a ellas la pareja complementaria Ríos/ Rodolfo Bocanegra, burócratas reaccionarios formados durante el porfirismo, que se reconocen en la intimidad de la noche y se sinceran confidencialmente. Tras recordar ambos los «tormentos» sufridos al «pasar de un gran gobierno a la tragicomedia de Madero y luego de otro gobierno fuerte y honesto a esta cafrería», Bocanegra infunde ánimos a su medroso compañero, con la seguridad obtenida en su larga experiencia por las distintas administraciones de que ellos, auténticos «profesores de energía», son una fuerza inerte, fatal y necesaria para cualquiera de las facciones revolucionarias que triunfe (Ruffinelli, 1982, p. 89). Sin ellos sólo hay anarquía y desgobierno: S o n m á s t o r p e s q u e m a l o s . I g n o r a n el c a t e c i s m o h a c e n d a r i o h a s t a e n s u s e n c a b e z a d o s . L a r e v o l u c i ó n es m e d i o c i e r t o d e d e h a c e r f o r t u n a , el g o b i e r n o es el ú n i c o d e c o n s e r v a r l a y d a r l e el i n c r e m e n t o q u e a m e r i t a ; p e r o así c o m o p a r a lo p r i m e r o es i n d i s p e n s a b l e el rifle, el o f i c i n i s t a lo es p a r a lo s e g u n d o . E l l o s q u i e r e n h a c e r g o b i e r n o s o l o s y s o n c o m o las p i e d r a s l a n z a d a s a las a l t u r a s q u e n o f u e r o n h e c h a s p a r a las p i e d r a s . C a e r á n i r r e m i s i b l e m e n t e , y c o m o n o s o t r o s r e p r e s e n t a m o s u n a f u e r z a i n c o n t r a s t a b l e , la f u e r z a d e la inercia, o c a e n e n n u e s t r a s m a n o s o se a n i q u i l a n en p l e n a a n a r q u í a ( A z u e l a , 1 9 7 6 , vol. II, p. 881). 3
Completan el coro de personajes Don Sinforoso, aparentemente ex-oficial federal y en realidad un simple fanfarrón sin pasado militar, que actualiza el tópico del «miles gloriosus»; el general Malacara y las mujeres que lo acompañan, representantes -como en Los de abajo el güero Margarito y Pintada- de la 3
Todas las citas de Las moscas las hago de esta edición.
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irrupción y el ascenso de las capas sociales más groseras e incultas, Moralitos y su abuela, y Neftalí, el «excelso portaliras» 4 . Frente a todos ellos las figuras del doctor, extraída de su propia experiencia como médico de campaña, y la del mayor villista muestran su coincidencia esencial con las opiniones del propio Azuela y se convierten por momentos en sus voceros. La inminencia de la llegada del ejército de Obregón obliga a la marcha precipitada de los trenes estacionados en Irapuato y con ellos a la de la turbamulta que inundaba sus calles y andenes, no sin antes haberse dividido la familia Téllez para continuar medrando en cualquiera de las dos facciones enfrentadas. Sólo quedan el tren de Villa y sus dorados, y los escasos grupos del pueblo que asisten en silencio a la partida. Un aire de melancolía envuelve la escena final de Las moscas. Es el canto del cisne ante el final de la aventura villista, que el narrador ha subrayado con una hora crepuscular, cuyos tonos cromáticos simbolizan la extinción definitiva de un sueño. La imponente figura de Pancho Villa que había aparecido en la puerta posterior del pullman, retrocede de forma teatral mientras su mirada se tiende a lo lejos, hacia una nube blanca, hacia la polvareda de las caballerías que cubren la retirada. Y entre el polvo hay celajes de oro, pinceladas de sangre caliente de un sol que se extingue... que se extingue para siempre (Ibíd., pp. 924-925). Como hemos podido ver, hay un continuo movimiento del campo a la ciudad y de la ciudad al campo, que reviste las más variadas formulaciones. La percepción de la ciudad en estas novelas es ambivalente. Es el lugar donde residen los «curros» adinerados, refractarios a la Revolución; el reservorio de riquezas y centro de aprovisionamiento y operaciones de las tropas, a la par que el espacio sagrado donde se refugia la cultura, que hay que defender de la barbarie y de las embestidas revolucionarias. Por otra parte, es el escenario — y México capital es la máxima expresión de este paradigma— donde reside la legalidad institucional y el gobierno, a la vez que donde se consuma la suprema traición. Por eso ejerce tan fuerte atracción sobre el guerrillero campesino o sobre el pequeño ranchero. Su ambiente falsamente acogedor, punto de encuentro de las distintas partidas insurgentes, actúa como un disolvente de 4 Aunque no sea el momento de desarrollar las actitudes de este personaje, conviene subrayar la ambigüedad con que lo trata Azuela, dentro de la sátira general de los personajes presentados. ¿Remite a él irónicamente, e indirectamente a Darío, el recuerdo del sintagma «profesores de energía» que pone en boca de Rodolfo Bocanegra? En cualquier caso, es preciso recordar que la diferenciación entre literatura y vida que lleva a cabo coincide básicamente con la del propio Azuela.
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las virtudes heroicas de los personajes, los relaja y los degrada hasta extremos inconcebibles. Lo advertimos con claridad en el proceso de envilecimiento que sufre Demetrio Macías, tras su encumbramiento militar por sus hechos heroicos en Zacatecas, y del que sólo se recupera temporalmente cuando acude a Moyagua para ajustar cuentas con el cacique, Don Mónico, o cuando recibe la orden de salir a batir una partida de orozquistas: Todo fue regocijo y entusiasmo. Los amigos de Demetrio, en la excitación de la borrachera, le ofrecieron incorporarse a sus filas. Demetrio no podía hablar de gusto. «¡Ah, ir a batir a los orozquistas!... ¡Habérselas al fin con hombres de veras!... ¡Dejar de matar federales como se matan liebres o guajolotes! (Azuela, 1976, vol. 1, p. 389) 5 .
Donde esta ambivalencia se muestra con mayor nitidez es en la novela ¡Mi general! (1934), de Gregorio López y Fuentes. Narrada en forma autobiográfica, cuenta la llegada a la capital del estado de un ranchero rudo y valiente tras la victoria del ejército constitucional sobre Huerta y su deslumbramiento ante tanta munificencia. Cualquier lector, medianamente avezado, advierte de inmediato que López y Fuentes construye estos episodios teniendo muy presente el modelo literario establecido por Los de abajo, ofreciendo un claro paralelismo antitético entre ambos protagonistas. Como Demetrio, el protagonista de Mi general entra en la ciudad; pero en oposición a aquél no lo precede la fama por sus hechos de armas. Al contrario, es un perfecto desconocido. Para salir de la anonimía realiza una serie de acciones — d e las que se hacen eco los periódicos capitalinos— que le conceden triste notoriedad: tiroteos en una cantina y en un lupanar; escándalo en una casa de huéspedes; abandono de su gastado traje de campaña por el de un flamante traje militar. Afortunadamente una orden de volver a campaña le hace renacer, como a Demetrio. Pero a diferencia de éste, que termina muriendo en una emboscada, sus éxitos militares lo encumbran hasta la jefatura de operaciones de un estado. Intrigas políticas le obligan a abandonar su carrera militar, aunque manteniendo su rango y su situación en activo, e iniciar su carrera política como diputado en el Congreso. Frente al
5
La alegría y vitalidad que nos transmite el narrador es similar a la que nos transmite en el camino de Moyagua, en el que el espíritu de los allegados de Demetrio se compara con las sensaciones de los potros cuando presagian la llegada de las tormentas primaverales. Y en ambos casos por abandonar la ciudad que los paraliza y adormece: «Como los potros que relinchan y retozan a los primeros truenos de mayo, así van por la sierra los hombres de Demetrio».
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héroe muerto de Los de abajo, nos encontramos aquí al general en ascenso con los primeros gobiernos revolucionarios, entre los que se deja traslucir veladamente la figura omnímoda de Obregón. Es aquí cuando López y Fuentes abandona el modelo literario de Los de abajo, que le sirvió de guía al comienzo de la segunda parte de la novela, para acogerse al que le ofrece La sombra del caudillo (1929), de Martín Luis Guzmán. Se suceden diversos episodios —muerte de un diputado en el Congreso, banquetes, amante, cambio del caballo por el automóvil, peregrinaciones continuas de los personajes más diversos a su despacho en demanda de apoyo a sus peticiones— que recuerdan al joven Ignacio Aguirre de La sombra del caudillo e inciden en la vida muelle y disipada que lleva y que le hace perder su forma física y engordar peligrosamente. Pero inesperadamente el vértigo de la política le hace perder el sentido de la realidad. Apoya un complot contra el gobierno, sin sopesar las consecuencias que le puede acarrear esta decisión, porque envanecido por el halago quiere creer que con nosotros está el pueblo, el ejército, los políticos de más fuerza y, más eficaz que todo lo anterior, la razón (López y Fuentes, 1981, vol. 2, p. 342). Las similitudes entre el protagonista e Ignacio Aguirre son evidentes, aunque trivializadas, como corresponde al discurso autobiográfico del personaje, un rudo ranchero, deslumhrado por el mundo que lo rodea y por su aparente fama. Perdido el favor oficial, se acentúa el paralelismo antitético entre el protagonista y el modelo literario que le sirve de base. Si La sombra del caudillo relata la apoteosis trágica de Ignacio Aguirre y el triunfo final de la corrupción y el crimen, el desenlace de ¡Mi general! mantiene el tono ingenuo y pretencioso del narrador-protagonista para mostrar en un relato casi apicarado las zozobras íntimas, los miedos y exaltaciones, y la humillación como motores que impulsan la supervivencia del general en desgracia. Porque como muy bien dice el Presidente de la República y retoma el protagonista al final del relato, «algunos hombres tienen una trayectoria que cabe en el hueco de la mano. Otros tienen trayectorias para las cuales resulta estrecho el universo». La suya, colmada de peripecias que paulatinamente lo van envileciendo, parece incluirse en la primera de ellas. Con gran sigilo abandona la capital esperanzado todavía en que sea cierta la información que le han dado de que la mitad del ejército está con ellos. Pero su ardor guerrero dura muy poco: el tiempo en que un capitán, antiguo subordinado suyo, le aconseja que abandone el tren y continúe su viaje por el campo. Enfrentado a este hecho, descubre horrorizado que ya no es el mismo de años
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antes: ni aguanta las duras jornadas a caballo, ni soporta las privaciones, ni tan siquiera se le toma en consideración cuando, exhausto, decide entregarse al jefe del destacamento del pueblo donde se repone de su mucha fatiga. Vuelve a la capital con el rabo entre las patas, «como animal medroso», para comprobar la dimensión de su desgracia: antiguos subordinados suyos lo ningunean; sus correligionarios lo abandonan o están en la misma situación que él; los diarios informan del fusilamiento de otro general próximo a él. Sin dinero, sin trabajo, encarcelado por una charla imprudente de café, aunque salvado por el anonimato, termina cayendo en las casa de juego y, poco después, como guardaespaldas y miembro de la porra de un candidato a gobernador, que lo abandona en cuanto que resulta electo. Es tan precaria su situación, que se ve obligado a vender la pistola con la que, mal que bien, conseguía algunos encargos. Entonces recibe una carta providencial de su «primer soldado» y hombre de confianza, comentándole el buen estado en que se encuentran los pastos de su rancho, la necesidad de cobrar las jornadas a los arrieros y lo barato que está el ganado. Esto y la añoranza de su tierra le hacen abandonar la ciudad y regresar a su origen, con una reata nueva que le servirá para reanudar su sana y sencilla vida perdida. Todos los personajes que pueblan las novelas anteriores son hombres libres, que viajan impulsados por alguna finalidad, aunque sus motivos nos puedan parecer irracionales. Pero hay otros viajes que hacen los olvidados de la tierra, aquellos que no paran de andar de un lado a otro, movidos siempre por decisiones ajenas. Este es el caso de Espiridión Sifuentes, protagonista y narrador de Tropa vieja (1943), que encarna el punto de vista del soldado de leva, enrolado a la fuerza en el ejército federal, por decisión de Don Julián, el cacique de la Casa Grande, y su opinión ante el proceso revolucionario de México entre la primavera de 1910 y los días inmediatamente posteriores a la Decena Trágica. Rehuso a detenerme en el paralelismo de las causas que motivan la huida de Demetrio Macías y el prendimiento y reclutado de Espiridión Sifuentes. También rehuso a explicar lo que suponía el caciquismo en el sistema hacendístico de México, identificado en Tropa vieja con los españoles, en el que sus decisiones eran leyes respaldadas por los jueces, la policía y la acordada de rurales. Sí quiero recordar, en cambio, que ocasiona la marcha de Espiridión, sableado y amarrado como un malhechor, desde San Pedro de las Colonias hasta el cuartel del IX o Batallón de Infantería en Monterrey. Numerosos ranchos y poblaciones — S a n t a Teresa, Bolívar, Mezquite Charro, Torreón,
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Laguna de Meyrán, Hipólito y Monterrey- configuran el itinerario físico del viaje, pero también el inicio de las vejaciones sin cuento del protagonista, en un aprendizaje que subraya sus pasos desde hombre libre hasta «pelón» en el cuartel de Monterrey. El dinamismo espacial de los primeros capítulos contrasta con el estatismo de su estancia cuartelera, que contiene las múltiples experiencias que lo anonadan hasta convertirlo en un autómata que reacciona ante las órdenes dadas a toque de corneta y el recuerdo abrumador de las leyes penales militares. En este sentido, es fundamental para el desarrollo del discurso novelesco el primer día de cuartel, porque constituye un curso acelerado de resignación y paciencia para soportar las novatadas, la instrucción, los cintarazos y los ejercicios de combate. Pese al estricto control y a la férrea disciplina, los acontecimientos exteriores van acaparando paulatinamente las charlas informales de los soldados y aceleran el ritmo monótono de la rutina cuartelera 6 . El 20 de noviembre estalla la Bola y Espiridión es embarcado con su batallón rumbo a Torreón, en un viaje inverso del viaje original. Hacendados y vecinos ricos los reciben alborozados por donde pasan, encomendándoles el rápido exterminio de la rebelión. Mas a pesar del secretismo oficial, Espiridión va percibiendo las dimensiones reales del levantamiento: Durango, Chihuahua, la zona lagunera de Coahuila; todo el norte está infectado de rebeldes y los «pelones», como se les llama a ellos, son malquistos por la mayoría de la población. En Cuencamé su batallón tiene la primera «agarrada» con los rebeldes. Es herido en una pierna y trasladado a un hospital improvisado, y allí se entera de la situación real gracias a su soldadera, la Chata Micaela. Por fin es trasladado a Torreón, donde convalece de su herida hasta el 1 de abril de 1911, en que se reincorpora al Noveno de Infantería. En este tiempo la situación ha empeorado sensiblemente, pero su experiencia de lo que los rebeldes hacen con los pelones le aconseja seguir luchando con la Federación, como único modo de sobrevivir. En Lerdo y Torreón tienen un encuentro definitivo con los maderistas. El triunfo rotundo de éstos provoca la huida desordenada del ejército federal; momento que aprovecha para vislumbrar la ocasión de huir y desertar con su comadre Juanita, de la que siempre estuvo secretamente enamorado. 6
Sobre todo las discusiones políticas entre Otamendi y el compadre Carmona, que, en un momento dado, le dice: «No, compadre; el que se levante aquí, fracasa como fracasaron los Flores Magón en Las Vacas y en Biseca. Aquí, en México, no hay más huevos que los de don Porfirio, con sus diez mil bayonetas» (Urquizo, 1981, p. 412).
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Las esperanzas con que concluye la primera parte de la novela, resultan fallidas, como se encarga de referirnos el narrador-protagonista al comienzo de la segunda parte. Ha transcurrido un año y medio desde el desastre de Torreón y ahora, integrados los federales en el ejército constitucional, vive feliz en México como asistente de un oficial del ejército. Ha presenciado el licénciamiento del ejército maderista y el fortalecimiento del ejército federal; las fuertes disensiones entre los oficiales maderistas y los antiguos oficiales de escuela; los levantamientos de Zapata y de Orozco. Mas es feliz con su mayor y al lado de Juanita. Es entonces cuando lo acontecimientos vuelven a precipitarse, reflejándose de nuevo en el discurso narrativo con la alternancia dinamismo espacial/ estatismo espacial que ya había aparecido en la primera parte de la novela, condensado en la estoica frase del protagonista: «Todo es pasajero en el mundo y la buena vida dura poco». La guarnición de Veracruz, mandada por el general Félix Díaz, se ha sublevado y su mayor es enviado con el Undécimo Batallón a combatirlo. Consigue acompañarle con la ilusión de que éste lo pueda retener, e inicia un nuevo viaje por tierras de México para él ignotas, hasta sentirse deslumhrado por el paisaje veracruzano. Tras una breve escaramuza, el sobrino del dictador se rinde el 23 de diciembre a las fuerzas que dirige el general Beltrán. Su rápido regreso a México, su incorporación al Vigésimo Cuarto Batallón y la dura vigilancia en la Prevención, con la muerte de Tiagonones, muestran el cambio de vida sufrido por el protagonista, aunque continúe feliz viviendo con Juanita, ignorante de lo que se está fraguando en la capital. Así es que cuando «truena el cohete» (9 de febrero de 1913), Espiridión se ve envuelto en el torbellino bélico con el que se despierta la ciudad de México. Colabora en la actuación heroica del general Villar durante la recuperación y el sostenimiento del Palacio Nacional, en la escaramuza en que halla la muerte el general Bernardo Reyes, y en los simulacros de combates entre Victoriano Huerta, a la sazón Jefe Supremo del Ejército, y los sitiados de la Ciudadela, Félix Díaz y Mondragón. Intuye vagamente que tras dichos simulacros se esconde algún tipo de componenda, aunque desconozca a quién beneficiará finalmente, hasta que es herido en un brazo. Cuando despierta la traición se ha consumado: Victoriano Huerta ha ejecutado a Madero y, con apoyo del embajador de los Estados Unidos, ha asumido la Presidencia de la República. Juanita, como antes la Chata Micaela, será la encargada de transmitirle las noticias y la que lo intenta tranquilizar diciéndole que «Todo está tranquilo,
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ya se acabaron los combates». Ante lo que él, con la experiencia acumulada de hombre maltratado, responde augurando una terrible tormenta: ¿Se acabaron? ¡Quién sabe si sea ahora cuando van a comenzar de veras! —Todo el Ejército está con Huerta. El Ejército, los agarrados de leva, pero quedan los libres, los que pelean por su gusto; ¿tú crees que esa gente se va a conformar? Otro Madero saldrá y entonces... entonces ¡quién sabe!
No queremos extendernos más. Quedan por estudiar numerosas facetas relacionadas con el viaje. Como el proceso de adaptación de la familia de Procopio ante el avance de los revolucionarios en el campo y su marcha a México para obtener su supervivencia con el salario de éste, en Las tribulaciones de una familia decente (1918); o el proceso de concienciación del protagonista en La asonada (1931), o en Cuando engorda el Quijote (1937) a través de sus desplazamientos. Con todo, creemos haber mostrado con los ejemplos seleccionados la importancia capital que el viaje y sus múltiples formas (partida, desplazamiento, errancia, marcha, itinerario, recorrido, llegada) adquiere en la conformación espacial de la Novela de la Revolución Mexicana y en la configuración de sus personajes.
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U N VIAJERO MILANÉS DEL SIGLO XIX AL R í o DE LA PLATA: A L E S S A N D R O LITTA M O D I G N A N I
Patrizia Spinato Bruschi Università di Milano, Italia
En el fondo de manuscritos de la Biblioteca Ambrosiana1 de Milán se conservan muchos documentos de notable interés para el estudio de las relaciones entre Italia y el ámbito ibérico e iberoamericano. Aunque mucho material fue dispersado o se perdió en los incendios de la Segunda Guerra Mundial, quedan textos de gran valor que pueden ser aprovechados por los estudiosos desde hace pocos años, es decir desde la nueva apertura al público de la biblioteca, de propiedad de la curia milanesa. Entre los muchos benefactores de la institución encontramos en el siglo xix a Alessandro Litta Modignani. Noble milanés, culto, libre de empeños familiares, sin preocupaciones económicas, inteligente y fundamentalmente curioso, viajó mucho en Italia y al extranjero y recogió material de sumo interés para las instituciones bibliotecarias y museales que iban surgiendo en Lombardia. Además de donar su colección de antigüedades americanas y dos cuadros de tema peruano2, al parecer perdidos en los bombardeos, dejó 1 En 1609 el cardenal Federico Borromeo abrió la biblioteca al público: él la dedicó al santo protector de Milán, y la concibió como un centro de estudio y de cultura. Junto a la biblioteca, florecieron un Collegio dei Dottori, la Pinacoteca (1618) y la Accademia di Belle Arti (1621). 2 «Lascio alla Biblioteca Ambrosiana la raccolta di antichità Americane da me fatta nei miei viaggi, insieme coi due quadri rappresentanti l'Inca-Manco-Cupac e sua moglie Mama Ocllo dipinti da un indigeno del Cuzco nel Perú». Archivio di Stato di Milano (ASMI), Fondo
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a la Biblioteca Ambrosiana cinco de sus diarios de viaje3, sólo parcialmente publicados en 1869. Nacido en Milán en 1800, Alessandro era el quinto hijo del marqués Giovanni Battista y de Beatrice Cusani. Ocupaba un piso en la planta baja del palacio de familia en el centro de la ciudad, actualmente en corso Europa, y allí leía, estudiaba, escribía, tocaba música. Según su sobrino, que nos dejó una breve ficha biográfica, se trataba de un hombre «superior», que hablaba poco y que no quiso casarse. A través de todos los apuntes que su tío tomaba casi diariamente, pudo trazar un mapa de sus viajes, aunque al parecer faltan noticias sobre muchos de sus recorridos. Para recordar los más atrevidos, entre 1838 y 1839 Alessandro visitó Oriente próximo; desde 1841 hasta 1843 estuvo en la América del Sur; en 1847 viajó a Suecia y Noruega; en 1852 visitó la América del Norte y del Centro, junto con su hermano Giulio. Participó en la revolución de Milán de 1848, fue nombrado en la delegación de hacienda del Gobierno Provisorio y con el ejército sardo se batió contra de los austríacos, hasta que decidió retirarse a una vida más tranquila. Pasaba mucho tiempo en la casa de Portezza, a orillas del lago de Como, donde parece que en aquel período se formó un círculo literario de cierto relieve, y murió en Milán, de viruela negra, en 1871. El manuscrito conservado en la Biblioteca Ambrosiana se compone de ciento siete folios que describen cinco diferentes recorridos de los viajes al Vecino Oriente y a la América Meridional 4 : la sección americana, más extensa, empieza con la descripción de la estancia argentina desde el folio treinta hasta el folio cuarenta y cuatro. En la portada, bajo el membrete de la biblioteca, se encuentra el título: «II: Buenos-Ayres e il General Rosas 1841». La letra de estos apuntes no es la de don Alessandro, como he verificado comparándola con la del testamento; sin embargo, para disipar las dudas, al final del texto, en el folio cuarenta y cuatro, recto, se lee entre paréntesis una declaración que aclara la autoría, «Scritto dal viaggiatore», lo que deja suponer que se trataba de un borrador dictado antes de su definitiva reelaboración.
Litta Modigliani, Titolo VII, c. 21, Testamento del Nobile Don Alessandro Litta Modignani
del
fu Sig. Marchese don Gio. Battista. 3 En 1908, por medio del sobrino Alessandro (1854-1915), hijo del hermano Paolo, a quien se deben también las noticias biográficas que citamos. 4 Biblioteca Ambrosiana (BAM), Manoscritto Z.306sup., ff. 107, Brani di Viaggi di Don Alessandro Litta Modignani di Gio. Batta, 1839-1841.
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La relación se abre in medias res, el 28 de febrero de 1841, cuando el viajero se embarca en un paquebote inglés para ir desde Río de Janeiro hasta Buenos Aires. Pocas son las noticias acerca de su estadía en Brasil, por cierto larga puesto que Alessandro Litta Modignani había salido en junio de 1840 de Europa: de este lapso de tiempo no quedan, al parecer, apuntes directos, sino rápidas alusiones a lo largo de otros carnets de viaje5. Saliendo del puerto, ante la encantadora vista de la ciudad al amanecer, evidentemente a posteriori el viajero observa que ésta había sido la cuarta y última oportunidad para ver la ciudad desde el golfo. Río de Janeiro, en su opinión, supera en belleza incluso a la muy celebrada y admirada Constantinopla 6 : en efecto, mientras que ésta se caracteriza por su arquitectura exótica y su atmósfera fabulosa, Río se distingue por el encanto natural de su paisaje. Su golfo, con la «gigantesca piramide del Pan dAzucar sorgente dalle sue onde, col Corcovado che coperto di una vegetazione lussureggiante vi bagna il piede, sarà sempre, anche senza la città che vi si specchia, una delle più pittoresche situazioni che sieno uscite dalle mani della natura» 7 . El viajero no menciona ni el recorrido en buque, que juzga sin aventuras 8 , ni la ciudad de Montevideo, «dove non mi fermai che un giorno»9, mientras que aplaza la descripción del Río de la Plata. Falta incluso cualquier referencia a las crónicas coevas y a los personajes encontrados, hasta llegar a Buenos Aires, «a cinque miglia dalla quale si gettò l'ancora l'I 1 marzo sul far del giorno»10. Si Río se parece, por su bellezza, a Constantinopla, la capital argentina le recuerda muchísimo a Alejandría, «le cui moschee, e i cui minareti, sorgono in lontananza dalle onde azzurre del Mediterraneo, come le cupole, e i campanili di Buenos-Ayres dalle onde giallognole del Rio della Piata»11. La primera rareza anotada por el viajero se refiere a las modalidades del desembarque, que se realiza por medio de unos carruajes dotados de ruedas grandísimas que les permitían acercarse a los buques:
5 Cf. Patrizia Spinato Bruschi, «Il Brasile nei diari di un viaggiatore milanese dell'Ottocento, Alessandro Litta Modignani», in L'acqua era d'oro sotto iponti, per le cure di Giuseppe Bellini e Donatella Ferro, Roma, Bulzoni Editore, 2001, pp. 297-310. 6 BAM, Manoscritto Z.306sup., £ 31 r. 7 Ibid., ff. 31 r. - 31 v. 8 Ibid., f. 31 v. 9 Idem. 10 BAM, Manoscritto Z.306sup., cit., f. 31 v. 11 I'dem.
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Ad un buon tiro di fucile dalla spiaggia, non essendovi acqua bastante per le barche cariche, o troppo pesanti, dei carri con ruote altissime s'innoltrano nel fiume, per prendere i viaggiatori e le merci. Il nostro passaggio dalla barca al carro, non fu senza pericolo, ché le onde agitate alzando e abbassando a modo d'altalena la barca, rendevano difficile il passare dall'una all'altro. Pure dopo diversi tentativi inutili, il Comandante e io, preso il momento opportuno, balzamo felicemente sul carro. Ma una giovane inglese, nostra compagna di viaggio, essendosi slanciata mal a proposito, mentre un'onda aveva scostata la barca, fu per cadere nel fiume: e a stento prendendola per cosi dire a volo, ci riuscì di tirarla sul carro, dove cadde mezzo svenuta dallo spavento, e per lo sforzo fatto nello slanciarvisi. Allora il nostro auriga, stando in piedi sulle due stanghe del carro immerso nell'acqua, lo diresse verso terra: e cosi a poco a poco uscimmo sul nostro carro dal fiume, come N e t t u n o sulla sua conchiglia, dal mare 12 .
La regularidad del trazado urbano de la Gran Aidea, en la opinion de Litta, degenera en monotonía 13 . Para describir el sistema de calles larguísimas y rectísimas, que se cruzan perpendicularmente, remite a Arsène Isabelle, diplomático francés que había viajado diez años antes a la América del Sur y había sacado una extensa relación de su experiencia14. Los cuadrados regularísimos que resultan, además, están delimitados por casas igualmente muy parecidas una a la otra, generalmente de una sola planta baja. Unas hermosas iglesias, si por un lado interrumpen la uniformidad de los edificios, por el otro subrayan la «grettezza dei fabbricati che le circondano»15: en particular, cita la iglesia de San Francisco y la Catedral, esta última lamentablemente inconclusa. Hasta en las afueras de la capital, la mirada se pierde en la monótona extensión de las inmensas llanuras que llegan hasta la cordillera, por un lado, y hasta las aguas del Río de la Plata por el otro. El sentido de desamparo y de decadencia que oprime al viajero al dejar el centro de la ciudad, bien representa la situación política y económica argentina: la antinomia entre ciudad y campo, extendida por los interlocutores a riqueza/pobreza y civilización/barbarie16, inaugura el capítulo 12
Ibíd., ff. 31 v. — 32 r. Ibíd., f. 32 r. 14 Naturalista, comerciante, diplomático y periodista, Isabelle contó su propia experiencia en la obra de 1835: Voyage à Buénos-Ayres et à Porto-Alègre, par la Banda-Oriental, les missions d'Uruguay et la province de Rio-Grande-do-Sul (de 1830 à 1834), suivi de considérations sur l'état du commerce français à l'extérieur et principalement au Brésil et au Rio-de-la-Plata. 13
15 16
BAM, Manoscritto Z.306sup.,
cit., f. 32 v.
Véase, sobre el asunto, el volumen de Fausta Antonucci, Città/campagna nella letteratura argentina, Roma, Bulzoni, 1992.
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dedicado al «ilustre»17 Juan Manuel de Rosas, desde 1829 nombrado gobernador con poderes especiales para conseguir la pacificación del país. Que se trata de un personaje negativo está claro desde el principio, por la sutil ironía que Litta emplea al enumerar los apelativos utilizados por el dictador y por la cantidad y calidad de detalles que inmediatamente, como refiere, le impresionan. La anarquía revolucionaria y el despotismo del Restaurador de las leyes tienen la culpa de la despoblación de la capital y del consiguiente abandono de la periferia. Además, los ciudadanos, por voluntad del Héroe del desierto, llevan vistosas cintas rojas, para subrayar su simpatía por el Partido Federal; en esta ocasión, el viajero abandona su acostumbrada neutralidad de observador imparcial para contar en detalle lo que ve o que le cuentan personas muy dignas de fe18. Una anotación al pie de la página explica la diferencia entre los partidos Unitario — inclinado hacia un gobierno central con sede en Buenos Aires— y Federal —favorable a una organización federativa con una fuerte descentralización provincial—, que en resumidas cuentas acaban por coincidir con la fuerte autoridad individual del dictador; sin embargo, desde un punto de vista formal, era el color rojo que llevaban los argentinos lo que decretaba una salvación de fachada: Sul nastro portato dagli uomini c'era stampato il ritratto di Rosas con sotto questa iscrizione: «Rosas, federación, independencia o muerte. Vivan los Federales, mueran los salvajes, asquerosos, immundos, traidores Unitarios.» Si può pensare con che animo un galantuomo doveva portare sul cuore cosí selvagge parole. Ma tant'è, bisognava portarle, perché chi avesse osato farne senza, potea esser certo d'esser maltrattato, ed anche bastonato dai soldati di Rosas. E siccome gli estremi si toccano, i più fanatici, e i più timidi, e questi erano i più, abbondavano nel senso della dimostrazione, col panciotto, e col berretto rosso, e le donne collo scialle indosso, e col fazzoletto in capo dello stesso colore. Anche i cavalli avevano nastri elegantemente intrecciati alla coda, e alla criniera, e persino le imposte delle porte, le persiane, e il basamento delle case, brillavano del più bel rosso. Con tanto sciupinio di rosso, quella tintura era divenuta si rara, che un mercante Italiano di mia conoscenza, avendo per caso trovato una botte di terra rossa dimenticata, la potè vendere a peso d'oro19.
17 18 19
BAM, Manoscritto Z.306sup., cit., £ 33 r. Ibid.,f.34v. Ibid., ff. 33 r. — 34 r.
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La descripción de los hiperbólicos hábitos de la gente para manifestar su inclinación hacia el dictador induce al viajero italiano a intentar una justificación del terror que dominaba todas las clases sociales. El introduce entonces algunas noticias acerca de la sociedad popular restauradora constituida por Rosas, llamada también de la mas-horca [sic], «per significare che i suoi soci, erano fra loro uniti come i chicchi del grano turco nella panocchia»20: a la asociación pertenecían no sólo gente de los barrios más pobres y del hampa, sino también personas ricas y cultas que, por vileza, se apuntaban incluso sólo formalmente. Según don Alessandro, cada noche grupos de esa guardia sembraban terror y muerte en la capital, dejando cada mañana en la calle o cerca del río cinco o seis cadáveres de supuestos unitarios: no se perdonaba ni a las mujeres, ni a los ciudadanos más inofensivos, puesto que «il non essere apertamente con lui, era lo stesso che essere contro di lui»21. Litta Modignani prefiere evitar contar la mayoría de los episodios sangrientos y crueles que le refieren acerca de la refinada barbarie de Rosas y de sus partidarios, barbarie siempre propia de los regímenes dictatoriales en todo el mundo, en todas las épocas. Después de visitar la ciudad y sus alrededores, al viajero italiano le quedaba sólo por conocer la mayor atracción de la época, es decir al extraordinario General que había sometido la nación argentina. La organización de la entrevista no parecía fácil, puesto que Rosas, «o fosse pel timore dei nemici, che le sue terribili persecuzioni gli avevano suscitati: o per serbare un certo prestigio sulla moltitudine che si lascia facilmente abbagliare dal misterioso, o dallo straordinario»22, vivía muy retirado y casi no veía a nadie, ni de su propia familia, ni de su entourage político. Muy de vez en cuando recibía a sus ministros, que normalmente para comunicarse con él y consultarlo acerca de los asuntos de la república debían contentarse con escribirle23. Alessandro Litta Modignani cuenta que un ministro brasileño había llegado a la capital un año antes y aún no había conseguido obtener una cita con el Jefe, mientras que el ministro inglés, debido a los acuerdos políticos y económicos Ibid., f. 3 4 r. Ibid., f. 3 4 V. 22 Ibid., f. 35 v. 23 Cf. Domingo Faustino Sarmiento, Facundo, Madrid, Mestas Ediciones, 2 0 0 1 , p. 2 6 8 : «Rosas no administra; no gobierna, en el sentido oficial de la palabra. Encerrado meses en su casa, sin dejarse ver de nadie, él solo dirige la guerra, las intrigas, el espionaje, la Mazorca, todos los diversos resortes de su tenebrosa política». 20 21
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del momento, era el único a quien recibía en cualquier momento. Es precisamente por medio del representante de Inglaterra que el viajero milanés logra que Rosas lo reciba en la ansiada audiencia y a este fin, durante su estancia en Río, había conseguido una carta de recomendación del ministro austriaco para Mandeville: A p p e n a si seppe in B u e n o s — A y r e s che un viaggiatore italiano aveva ottenuto u n udienza dal Generale, non vi f u pazza supposizione che non si facesse sul m i o conto. C i f u per sino chi disse ch'io doveva essere incaricato dal Governo Austriaco di u n a missione segreta presso Rosas, e D i o sa che razza di missione mi si affibiava! Forse di tutti gli abitanti di B u e n o s — A y r e s , ero io il solo che avesse delle buone ragioni per non credermi u n gran personaggio 2 4 .
El diecinueve de marzo, a las nueve de la noche, el viajero italiano encuentra al embajador británico, que se había prestado a arreglar la entrevista, y juntos se dirigen al lugar de la cita. Puesto que la nueva residencia de gobierno estaba todavía en obras, Rosas recibe a los dos extranjeros en su antigua vivienda familiar, es decir una casa cualquiera, «senza punto d'apparenza, consistendo in tutto e per tutto in un solo piano terreno»25. En un pequeño patio encuentran a un grupo de soldados sucios y harapientos tumbados en el suelo, en la mayoría descalzos: una visión insólita y chocante para los visitantes europeos de este período, los cuales en sus crónicas nunca omiten por lo menos algunas referencias a la peculiar situación de las milicias americanas 26 . Los visitantes entran entonces por la única puerta existente y acceden a una gran sala de reunión, modestamente empapelada y agolpada de gente. Doña Manuelita hace los honores: insiste para dejar su propio asiento en el canapé al huésped europeo, con el cual puede intercambiar sólo pocas frases de circunstancia, debido a la barrera lingüística. A continuación, lo conduce teniéndole de la mano todo alrededor de la sala para hacer las presentaciones: entre las señoras, el procer lombardo señala por su gran belleza a doña Agustina, hermana del dictador y esposa del terrible general Mondila:
BAM, Manoscritto Z.306sup., cit., f. 36 r. Ibid. 26 Cf., por ejemplo: Giuseppe Lampiano, Attraverso il mondo. Ricordi di un vecchio viaggiatore di commercio, Bene Vagienna, Tipografia Editrice F. Vissio, 1937; Ubaldo A. Monconi, Da Genova ai Deserti dei Mayas (Ricordi d'un viaggio commerciale), Bergamo, Istituto Italiano d'Arti Grafiche-Editore, 1902. 24
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Patrizia Spinato Bruschi Costui si vantava di essere uno dei capi della mas-horca, e quel che è peggio, di aver scannato di propria mano più d'un infelice nelle notturne imprese della società. Provai un certo ribrezzo nell'essere presentato a questo campione della mas-horca, che co'suoi gran baffi, col suo sguardo bieco, colla sua voce cupa, e colle sue maniere ruvide, aveva un aspetto ignobilmente sinistro, e da vero tiranno da melodramma 2 7 .
Por lo general, las mujeres le parecen a Litta amables y corteses, aunque su conversación es vacía y evanescente por falta de cultura; sus pasatiempos son el baile y la música, a pesar de que en la ciudad faltan buenos maestros: quasi tutte, almeno le giovani, s'ingegnano a cantare, a suonare alla meglio: peccato che a Buenos—Ayres non vi sieno di buoni maestri. C i ò che cantano veramente a meraviglia, sono le canzonette spagnole che sin dalle fasce sentono catarellare dalle loro balie: sicché s'imprimono nel loro orecchio in modo, che le cantano poi con un effetto, con un brio, con quella facilità insomma con cui uno parla la propria lingua 2 8 .
Al final de las presentaciones, la reina de la sala se sienta para tocar el clavicémbalo y entretener a sus huéspedes, y «per disgrazia della sua reputazione musicale, e dei miei orecchi, straziò senza pietà il famoso Di tanti palpiti di Rossini»29. A pesar de la pésima actuación, sin embargo, al final le tributan a la tañedora una salva de aplausos, debidos, según el escritor, más al terror por la figura paterna que a verdadera admiración por las capacidades de su hija. Al viajero italiano le parece que Doña Manuelita, en la época, podía tener entre los ventiséis y los veintisiete años, no la juzga excesivamente hermosa ni esmeradamente educada, pero, de todos modos, reconoce que era físicamente agradable, alegre y graciosa. Como todas las hijas predilectas de los dictadores, según los cánones luego utilizados en toda la narrativa de la dictadura 30 , Doña Manuelita no parece en vísperas de casarse: por otra parte «chi avrebbe in tutta Buenos-Ayres osato alzar lo sguardo sino alla figlia di Rosas? Rosas avrebbe trovato in tutta la
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B A M , Manoscritto
Z.306sup.,
cit., ff. 3 6 v. - 3 7 r.
Ibíd., ff. 37 r. - 37 v. 29 Ibíd., f. 37 v. 30 Es suficiente citar el ejemplo de Ofelia, hija del inmortal 'Primer Magistrado' de Carpentier. 28
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Repubblica chi fosse degno della mano di sua figlia?»31. Además, la reputaban perversa, cruel, vengativa, aunque don Alessandro, diplomáticamente, considera la posibilidad de que las anécdotas fueran un producto de las facciones políticas enemigas. El encuentro con el dictador se realiza una hora más tarde, cuando la hija de Rosas introduce al visitante en una pequeña alcoba en penumbra, donde Rosas se encontraba hablando con Mandeville; mientras Doña Manuelita se marcha, el ministro presenta al huésped, que el general quiere se siente junto a sí. Merece la pena leer directamente en el diario la descripción del personaje: Per essere trito, non è però men vero il proverbio dell'apparenza inganna, ché davvero nessuno a prima vista giudicherebbe Rosas un uomo di violenza e di sangue. M a quell'aria di bonarietà triviale che traspariva dalla sua cera rubiconda e comune, e da un sorriso quasi continuo, si dileguava presto sotto uno sguardo falso, inquieto, e sospettoso, che mai non si fissava nello sguardo altrui. Era grande e ben fatto, ma un abito grigio cupo, dei pantaloni dello stesso colore, con dei bottoni di metallo lungo la gamba, ed un panciotto rosso, tutt'altro che dargli un aspetto marziale, e dignitoso, gli davano l'aspetto trivialissimo di un gendarme travestito 32 .
Como puede presumirse, la conversación debió de mantenerse sobre temas generales: agradecimientos, convencionalismos, apreciaciones sobre la ciudad y sus habitantes. El general de cierta manera pide disculpas por la situación de depresión económica y moral del país, que imputa a la larga guerra civil. A continuación hace su propio panegírico: recuerda sus victorias sobre el ejército del general Juan Lavalle para consolidar su poder y contra los indios pampas en su Campaña del Desierto 33 ; declara su consagración al bien del país, y que por esto no tenía intención alguna de retirarse de la escena política hasta su definitiva «liberación»; confiesa, además, que se dedica a los asuntos políticos encerrado en su casa día y noche, sin respetar horarios fijos, siquiera para comer, ni para dormir. Litta Modignani anota sus reflexiones personales: «Chi non avrebbe applaudito a sí patriotici e generosi sentimenti? Ma purtroppo per Rosas il bene, e i
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B A M , Manoscritto Z.306sup.,
32
Ibid., ff. 38 r. - 38 v. Desarrollada entre 1831y 1835.
33
cit., f. 37 v.
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nemici del paese, erano il bene suo proprio, e i nemici del suo dispotismo» 34 . Y aunque existían las pruebas de la prodigiosa actividad del dictador, ésta parece desperdiciada, puesto que con tanto trabajo hubiera podido realmente liberar al país y llegar a ser un verdadero benefactor. El noble milanés refleja en estos comentarios también sus personales preocupaciones por los destinos de su tierra; las referencias a los conceptos de patria, despotismo, libertad y de felicidad merecen una lectura contextualizada, teniendo presente toda la pujanza genuina y novedosa de los fermentos revolucionarios milaneses y europeos de la mitad del siglo x i x . Apenas la conversación asume una connotación más personal, el general se inmoviliza y vuelve a imponerse con autoridad al centro de la atención, por ejemplo cuando, al despedirse, Litta manifiesta su voluntad de pasar a Chile vía tierra para evitar las dificultades, en la temporada invernal, del temido C a b o de Hornos. Rosas, que no toleraba que ni los habitantes de la capital ni los extranjeros vieran la situación penosa del interior, lo exhorta a cambiar sus planes, debido al peligro de los indígenas. Concluye de esta manera el coloquio privado, y el viajero vuelve a la sala de reunión donde, mientras tanto, los invitados habían empezado a bailar: después de dos años de luto riguroso por la muerte de la esposa del gobernador, durante los cuales los socios de la mazorca azotaban a todos los que no llevaban señales de luto, volvían a permitirse algunas diversiones. Durante quei due anni tutta la popolazione di Buenos-Ayres, per onorare la memoria dell'Eroina, fu costretta a portare il lutto, o coll'abito nero, o col velo nel cappello, o al braccio: ché i soci della mas-horca correvano per le vie della città armati di un nervo di bove, e flagellavano spietatamente chiunque incontravano senza segno di lutto: bel suffragio che Rosas dava all'anima della sua defunta consorte!35 Pensando en su viaje a Siria, cuando después de la batalla de Nizip a los vencidos no les estaba permitido mostrarse tristes, don Alessandro considera c o m o todos los regímenes autoritarios se parecen, sin diferencias de tiempo, de lugar o de color político: 2il dispotismo è lo stesso da per tutto, o si mostri a
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BAM, Manoscritto Z.306sup., cit., f. 39 r. Ibid.,f.40r.
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visiera calata come in Oriente per incuter terrore, o si copra come in America col berretto della libertà per meglio sedurre»36. Con una muestra del minuet federai de parte de doña Manuelita y de su siniestro tío para el huésped italiano, concluye alegremente la reunión en la casa de Rosas: no hay ningún presagio de las noticias del día siguiente, cuando, en ocasión del cumpleaños del dictador, su hija recibe una cajita que hubiera tenido que estallar en manos de su padre. Si bien muchos pensaban que se trataba de una invención del tirano para justificar nuevas represiones contra los centralistas y para fortalecer el entusiasmo del pueblo hacia él, se multiplican misas solemnes, procesiones, oraciones e himnos de agradecimiento. Don Alessandro declara su disgusto por el servilismo del clero y de la gente, empeñados en competir en manifestaciones de solidaridad: Inni e preci che a b b o m i n a il ciel, piovevano alla dirotta. In tutte le chiese si faceva a gara a chi mostrasse maggior fervore, e spiegasse m a g g i o r p o m p a negli addobbi, e nei paramenti. D i queste funzioni, o piuttosto profanazioni, ne vidi più d'una, e le incredibili bassezze del Clero che le faceva, e del p o p o l o che vi prendeva parte, mi destarono sempre un senso di ribrezzo, che non saprei esprimere 3 7 .
El mismo viajero, que entre la multitud asistía curioso a la solemne función organizada en la Catedral por los guardas nocturnos, es reconocido por el vicegobernador, que lo invita a ocupar uno de los asientos reservados a las autoridades. Declara Litta Modignani: D i sí onorifico privilegio ne avrei fatto senza volentieri, ché il trovarmi in mezzo a quell'onorata c o m p a g n i a di masorqueros e di serenos, tutta gente che aveva più di un omicidio sulla coscienza, non mi garbava punto, né blandiva il m i o a m o r proprio. M a che farci! Era in ballo e bisognava ballare 3 8 .
Mientras que los personajes más destacados de la capital arrastraban un carro triunfal con el retrato del dictador por las calles lujosamente adornadas, entre el toque de campanas, música, retumbo de cañones, fuegos artificiales y gritos del populacho, «tutte le teste si scoprivano, e guai a chi non l'avesse fatto! E come se ciò non fosse bastato, vidi più d'uno inchinarsi profonda-
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I b i d . , fF. 4 0 r. — 40 v.
Ibid., f. 41 v. Ibid., f. 42 v.
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mente, e fargli la genuflessione!!» 39 . El Obispo, después de bendecir con el hisopo el retrato de Rosas, lo puso en el altar mayor y celebró la Misa, luego cedió el pulpito a un predicador para una homilía decididamente blasfema, que empezó con un panegirico di San Rosas, che davvero non saprei come chiamare altrimenti un discorso in cui non si parlò d'altro che delle eroiche gesta dell'Héroe de el desierto, e delle sublimi virtù del Restaurador de las leyes. Tra le altre cose disse che la Provvidenza, nel salvare i preziosi giorni di Rosas, non aveva fatto che il suo dovere, giacché —soggiungeva— come avrebbe potuto surrogare un uomo che Dio aveva creato a posta pel bene dell'umanità, e per dare un saggio della propria onnipotenza? Poi levatasi la berretta, e tutta l'udienza essendosi inginocchiata, voltosi al ritratto, come al santo della festa, gl'indirizzo i più fervorosi ringraziamenti per gl'immensi sagrifici da lui sofferti pel bene del suo popolo, e della religione: e dimenandosi da energumeno, coronò degnamente quella predica con queste infami parole: —ed io giuro da questo pulpito un odio eterno ed implacabile a Lavalle, e a tutti i suoi partigiani: cosi Dio li disperda, come io li maledico. —Queste parole più degne d'un selvaggio che di un ministro del vangelo, furono accolte da un mormorio d'approvazione da quella scelta compagnia tra cui pur troppo ero cascato dfì . Litta se detiene en los detalles de la función como ejemplo de sublime e increíble bajeza, determinada por el miedo: testigos oculares le habían referido episodios similares, cuando las más destacadas personalidades, incluso mujeres, se abandonaban a vil servilismo, ridiculizadas incluso por el mismo tirano a quien se dedicaban. El viajero milanés señala cómo solamente los jesuítas se distinguían por su independencia, a pesar de que la propaganda de los periodistas franceses intentara desvirtuar a la orden en el contexto argentino: I soli Gesuiti, bisogna dirlo a loro lode, e per amore della verità, seppero mantenere un dignitoso contegno, e soli, nell'avvilimento generale ebbero il coraggio di opporsi all'ordine di esporre il famoso ritratto sui loro altari. Né fu questa l'unica prova della loro fermezza: anzi come ministri di un Dio di pace e perdono, già avevano rifiutato di portare sul petto le selvagge parole di morte e sterminio
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Ibid., f. 42 r. Ibid., ff. 42 v. - 43 r.
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contro gli Unitari: e solo portarono un pezzetto di stoffa rossa, in cui era scritto Federación 41 .
Su actitud los había puesto en una situación incómoda y, después de sufrir todo tipo de persecución, padecieron la expulsión de los territorios de la República. El diario argentino termina con la relación de los bailes dedicados al tirano y a su hija, a los que fue invitado incluso Litta Modignani: la primera fiesta, organizada por los serenos en un teatro de la ciudad, con en el escenario una maravillosa mesa aderezada para pocos privilegiados. Al día siguiente es el turno del ministro Díaz, quien arma un baile no muy diferente de los europeos, exceptuado por los adornos y los vestidos rojps que deslumhraban. El huésped italiano elogia a las bellezas locales y los suntuosos banquetes, pero subraya que nunca brindó ni a favor ni en contra de Rosas o de sus enemigos, con el pretexto de un fuerte dolor de garganta. Éste que acabo de exponer es sólo un pequeño acercamiento a un texto que, a mi modo de ver, resulta de gran interés debido al tipo de aproximación a una realidad entonces escasamente conocida. Alessandro Litta Modignani procede de una sociedad particularmente adelantada por la época, y en sus apuntes expresa su visual privilegiada. El espíritu que lo anima no está condicionado por esquemas culturales y ello no le consiente falsificar la realidad. La reelaboración de sus apuntes, incluso a distancia de años, no comporta mistificaciones vueltas a modificar sus primeras impresiones. Con un estilo sobrio y preciso, con sus peculiares códigos lingüísticos, el noble milanés consigue trazar un panorama sincero de sus experiencias, donde se armoniza el espíritu iluminista con los incipientes impulsos románticos. En especial se aprecia su precisión descriptiva, la observación directa, la crónica imparcial, el deseo dominante de conocimiento. Sus intentos son aparentemente pedagógicos, puesto que los diarios están dedicados al sobrino; sin embargo, pueden sumarse en ellos muchos sentimientos diferentes, como un ansia de compartir conocimientos y experiencias y una voluntad de divulgarlos, puesto que parte de estos diarios se imprimieron cuando todavía su autor vivía. Litta no pretende copiar trabajos ajenos y evita descripciones de monumentos o noticias históricas y geográficas que ya circulan, como testimonia la incipiente tradición de las guías; su intento literario es,
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Ibíd., ff. 43 r. - 43 V.
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Patrizia Spinato Bruschi
considerado el tipo de texto, marginal. En resumidas cuentas, podría aplicarse a sus diarios lo que, al no encontrar definición ni motivación específica para justificar sus textos, Sarmiento escribe en el prólogo a sus Viajes: «He escrito [...] lo que he escrito, porque no sabría cómo clasificarlo de otro modo, obedeciendo a instintos i a impulsos que vienen de adentro» 42 . La moda de las impresiones de viaje, muy apreciadas por los lectores del siglo xix, como indican incluso las numerosas publicaciones periodísticas sobre el tema, empieza a imponer la admisión de un género literario nuevo, transversal, que rehuye clasificaciones debido a su carácter multiforme y sin embargo atrae por las muchas perspectivas que abre. Los primeros turistas son, evidentemente, individuos privilegiados desde el punto de vista económico; si, además, unen a su determinante curiosidad y espíritu de aventura una adecuada preparación cultural, el producto son no solamente obras amenas, sino testimonios de primera mano, destinados a imponerse a la atención sea de los historiadores, sea de los literatos.
42 D. F. Sarmiento, Viajes, Madrid, Archivos-Fondo de Cultura Económica de España, 1993, pp. 4-5.
L A H A B A N A IMAGINADA DE LA C O N D E S A D E M E R L I N
Laura Scarabelli Universidad IULM de Milán,
Italia
L A C O N D E S A DE M E R L I N Y LA E S C R I T U R A DE LA PIEL
Viaje a la Habana, controvertida crónica de viaje escrita en Francia y en francés por la habanera Condesa de Merlin y dirigida a describir su personal experiencia en las Américas, desde sus mismas premisas nos revela tanto la complejidad de la articulación textual como la ambigüedad de su autora, exhibiendo la problemática fundamental alrededor de la cual se articulan todos los discursos hermenéuticos sobre el texto. En el conjunto de la producción literaria de María de las Mercedes Santa Cruz y Montalvo, La Havane1 y su traducción española, Viaje a la Habana 2
L a primera edición en francés de La Havane se publicó en París y Bruselas en el año 1844. (Société belge de Librairie H a u m a n et Cie, 3 vol., 16°). 1
2 En el mismo año de su primera edición francesa se publicó en Madrid una traducción reducida del texto, compuesta por una selección de diez cartas, y prologada por Gertrudis G ó m e z de Avellaneda. L a manipulación y multiplicación del texto se enriqueció con una serie de ediciones posteriores que contribuyeron a alterar la consistencia de la narración originaria, editada por la Sociedad Literaria y Tipográfica de Madrid. Figarola C a n e d a en su estudio bibliográfico redacta un elenco de las principales, y parciales, reediciones: año 1892 por la editorial de la Biblioteca de la Unión Constitucional; año 1905, por la editorial de la Revista de C u b a y América; año 1922, comisionada por varios patrocinadores y que reproduce la edición de 1905. M á s reciente la edición del año 1974, por la editorial Arte y Literatura. Para la
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Laura Scarabelli
representan los textos más complejos y que mejor evidencian la originalidad de su escritura femenina. En primer lugar, hay que considerar que el texto no es el reflejo de un universo homogéneo y uniforme sino todo lo contrario: la articulación narrativa se produce en el locus de la hibridez y de la heterogeneidad. Hibridez que representa magistralmente la misma condición existencial de la escritora, doble y marginal, situada en un espacio intersticial, en la frontera entre dos horizontes culturales: Europa y la Colonia y, por encima, alternativamente ubicada en la periferia del Centro y en la periferia de la Periferia. La escritura de Merlin encarna la lucha entre el movimiento centrípeto vinculado a su rol social femenino, de mujer y de madre, y el movimiento centrífugo representado por la voluntad férrea de apoderarse de la Tierra/Madre parafraseando o, mejor dicho, robando y traduciendo las hazañas de los Padres de la Patria. La identidad fragmentada y controvertida de la escritora se irradia en su obra diseñando una trama textual múltiple y variada. La falta de homogeneidad de la narración se debe en primer lugar a la elección lingüística: la praxis narrativa cubana abandona su lengua de expresión, el español, para abrazar el francés, quizás representando el ansia de totalidad que encarna una de las principales tensiones de la Condesa. Hay algo más: la redacción de la estancia en La Habana, al mezclar en un mismo espacio narrativo características del ensayo, de la crónica, del relato de viaje, del memorial, desdibuja todo género literario establecido, intentando situar en un mismo locus las principales corrientes de la producción literaria cubana 3 . Otro elemento propio de la poética de la Merlin es la peculiar estrategia narrativa que basa su originalidad en el mismo desconocimiento del «original»: contraviniendo las principales directivas que definen la narrativa de la Isla, establecidas por el círculo de Domingo del Monte y de clara inspiración realista. La autora fundamenta su percepción de la textura del país no sólo en el reconocimiento de la unidad/univocidad de lo visto y de lo oído sino también en el empleo de una técnica mixta que le
traducción integral de la versión francesa tenemos que esperar el año 1981: La Habana, trad. de Amalia E. Bacardí, por la editorial Cronocolor (Figarola Caneda, 1928, pp. 63-65). 3 Adriana Méndez Rodenas sostiene que el doble estatuto existencial de la Condesa se refleja en el texto fragmentando la homogeneidad narrativa y creando dos líneas de escritura: la primera, de orientación política y social, y la segunda, lírica y sentimental. Dicho desdoblamiento se traduce en la elección de los materiales destinados a la versión española, privilegiando los fragmentos textuales que consiguen reproducir con exactitud el imaginario poético-sentimental de la autora (Mendez Rodenas, 1998, p. 10).
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L a H a b a n a i m a g i n a d a d e la C o n d e s a d e M e r l i n
concede un mismo estatuto ontológico a lo percibido y a lo leído. La Condesa de Merlin se apropia de las voces más significativas de Cuba para estructurar su personal imagen de la Isla. La acumulación inclusiva de los Padres literarios de la Patria se convierte en modalidad de fundación de un texto plural y multifacético, acogedor, de clara matriz maternal y femenina, que no se resuelve en el simple collage sino que obtiene su especificidad de la capacidad traductora de la Merlin o, en otros términos, utilizando una expresión de Pérez Firmat (1989), en el específico estilo traductor de la conciencia autorial. Si bien la «originalidad» de la narración puede en parte reconducirse a la controvertida reescritura del corpus literario abolicionista cubano, es sintomático que el texto no se limite a padecer la acción de explícita «manipulación» de su autora: una cadena de ambiguos acontecimientos se encargan de alterar su consistencia originaria, contribuyendo a la fragmentación del trama narrativo y de la autoridad autorial. En primer lugar el explícito homenaje a las fuentes no aparece en el original francés, quizás debido a una falta de comunicación entre la condesa y su distraído editor y amante, Teophile Chasnes. Esos elogios hubieran podido alterar la recepción de la obra, transformando la simplista acusación de plagio en renovada curiosidad por la aparente extrañeza4 de la técnica narrativa. En segundo lugar, la operación de selección de los materiales para la edición española deconstruye la narración, reduciendo las 36 cartas de la versión francesa a diez5. La eliminación de los textos de declarado corte político, que comentan el estado social del país y exponen abiertas críticas sobre el gobierno peninsular de la Colonia, altera la intrínseca multiplicidad de matices de la voz narrativa, exaltando la vena más impresionista, imaginativa y lírica.
4
U n análisis detenido del corpus literario abolicionista evidencia el exuberante empleo
de la técnica de la reescritura y de la traducción. N o s atrevernos a afirmar que la producción antiesclavista de C u b a se refleja en la práctica de la imitación y refundición de dos grandes originales: la Autobiografía
de J u a n Francisco M a n z a n o y Cecilia Valdés de Cirilo Villaverde.
H e m o s intentado demostrar dicha argumentación en nuestra tesis doctoral titulada:
de azúcar. El imaginario 5
del negro en la narrativa
L a versión integral de Viaje a la Habana
Identidad
cubana, en prensa. aparece en C u b a a distancia de un siglo y
m e d i o d e la primera traducción española. L a dilación en la publicación del relato de viaje de la C o n d e s a de Merlin cuenta con u n célebre antecedente: la Autobiografía
de J u a n Francisco
M a n z a n o . O t r a vez la «rebelión de la escritura» sella un tácito pacto entre dos seres marginales y m a r g i n a d o s : la mujer y el esclavo.
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L a u r a Scarabelli
Sin duda alguna, la institución de dicha dicotomía aparta la historia del original francés de su filiación española. La alteración de su compleja consistencia representa una modalidad de apropiación de la voz de la Condesa, dirigida a la manipulación de su (auto) retrato, de su reescritura femenina de la Patria. Afortunadamente, la personalidad de la escritora consigue exceder las cadenas de la fragmentación textual, afirmando su peculiar «estar en el mundo» mediante el empleo de diferentes registros narrativos que enmascaran y disfrazan la verdadera finalidad del texto: refundar la Isla. Dejándonos estimular por esos cruces interpretativos, intentaremos rescatar los límites de la traducción española, lugar de emersión del lado onírico de la escritora, materialización de su originalidad imaginativa y de su memoria creadora. La producción más «libre» o liberada tanto de propósitos políticos como de la remisión a la autoridad de las fuentes, en otros términos, de la ambición de apropiarse de la Isla posicionándose socialmente; los textos que ceden a la contemplación y a la pasión o, mejor dicho, al padecimiento y a la fusión con el paisaje, permiten la aparición de fisuras textuales necesarias para una comprensión total de la entidad del discurso, encarnada en la controvertida identidad de su autora, y evidencian una precisa estrategia de asimilación y digestión de lo real, «re-presentificada» en el acto de renovado descubrimiento y representada mediante una cadena de imágenes verbales.
E L C U E N T O DE UN VIAJE A LA SEMILLA
Para entender el núcleo problemático que conduce al proceso de construcción del relato, vamos a examinar el mismo título de la obra que presenta una sencillez sólo aparente. De su análisis podemos desprender dos términos fundamentales: Viaje y La Habana: ambos remiten a la complejidad del acto de escritura y de la autoridad autorial. Ante todo estamos hablando de un relato de viaje: las implicaciones inscritas en dicha modalidad narrativa son muchas, sobre todo si nos detenemos a considerar la entidad y las peculiaridades del viajero. Todo relato de viaje requiere un sujeto que viaja y una región que lo albergue. La alquimia del relato se asienta en la disponibilidad a la «invasión» de la alteridad que hospeda, en las resistencias a la misma y en la capacidad de crear, o volver a crear, mediante la experiencia del contacto, un mundo posible. Todo viajero que dice su viaje,
L a H a b a n a imaginada de la Condesa de Merlin
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activa una operación de traducción: conduce un fragmento de realidad, reconstruida mediante su peculiar asimilación de la misma, supeditada a la opacidad de la experiencia y de la vivencia individual. La especificidad de todo relato de viaje es el cuerpo del viaje, es decir la materialización de la distancia, del espacio kilométrico, entre el sujeto que viaja y el objeto/región de su viaje, el horizonte cultural de detección, conducción y comprensión. La eliminación de dicha distancia contribuye a la cancelación de la diferencia entre el Yo y el Objeto-Región y a la disolución del viaje. Estas observaciones alcanzan un relieve excepcional a la hora de examinar la destinación del viaje y la natura de la viajera: la habanera Maria de las Mercedes Santa Cruz y Montalvo viaja a La Habana. Un nuevo elemento se introduce en nuestra especulación: la distancia del otro se convierte en distanciamiento. Lo que permite y autoriza el viaje es una condición de separación, de desviación de su propio mundo, renegado y convertido en «Otro» del Yo, única vía para poder materializar la condición del regreso.
E L VIAJE NO CONDUCE, RECONDUCE
Dicha reconducción provoca un desdibujamiento de términos: el sujeto sólido que se encarga de conducir un mundo otro en su espacio cultural ha desaparecido, dejando en su lugar un sujeto fragmentado que se reconduce a través de su propio mundo que es otro. La existencia de la Condesa de Merlin, ubicada entre dos mundos: Cuba, el universo que marca su origen y Francia, el universo que la hospeda, se convierte en modalidad de apropiación y resolución del conflicto encarnado en sus entrañas: el múltiple estatuto cultural, la confluencia de diferentes modos y formas en un mismo lugar/cuerpo, la condición cubana y colonial. El exilio contribuye a dibujar la percepción del ser fronterizo que ha dejado de ser cubano no siendo suficientemente europeo. La consiguiente privación y fragmentación de identidad no representa únicamente un obstáculo a la plena realización del ser, sino todo lo contrario: constituye una variable fundamental para la elaboración del ser hispanoamericano, un ser complejo e implícitamente colocado entre horizontes culturales diferentes. Según Octavio Paz la posibilidad de asimilar literariamente la Nación se fundamenta en la misma condición de exilio y separación de la Madre Patria:
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Laura Scarabelli Los primeros escritores hispanoamericanos que tuvieron conciencia de sí mismos y de su singularidad histórica fueron una generación de desterrados: [...] para volver a nuestra casa es necesario primero arriesgarse a abandonarla. Sólo regresa el hijo prodigo. Reprocharle a la literatura hispanoamericana su desarraigo es ignorar que sólo el desarraigo nos permitió recordar nuestra porción de realidad. La distancia fue la condición del descubrimiento (Paz, 1989, p. 19).
Si el distanciamiento de la Tierra (y de la Lengua) Madre lleva al reconocimiento de la plenitud fragmentada de su propio ser, la dimensión del retorno y del recuerdo encarna la modalidad de desvelamiento y reconducción del Yo. La personal estratagema de reconducción de la Condesa de Merlin si bien representa la voluntad de traducir el universo de Cuba y consentir su penetración en Francia, refleja una huella más íntima y atormentada: la exigencia existencial del traducirle). La Condesa se oculta tras el disfraz de afrancesada traductora de Cuba: el intento de llevar la Isla a Francia, dando a conocer sus maravillas y contradicciones, encubre el recóndito eje de la narración: el redescubrimiento de su identidad. La Condesa narra su experiencia de Cuba porque el relato representa el lugar de la reflexión: Santa Cruz y Montalvo se mira en el espejismo de sus palabras, intentando reconocerle) entre los opacos senderos textuales. La narración le sirve para fundar literariamente su ser, su identidad. La misma naturaleza del relato, viaje y autobiografía a la vez, impide la creación de márgenes fijos y establecidos entre el Yo (la Condesa) y el Otro (la Tierra/Lengua/Cuba). Lo que pudiera simplemente resolverse en una cadena de dicotomías, de parejas opositivas, de metáforas y términos de comparación, destinados a separar lo conocido y lo desconocido, encauzados hacia el esbozo de rígidos confines entre el Ser y la Alteridad que lo invade, figuración de las premisas para una única, unívoca y posible asimilación, se deshace y se diluye en una líquida frontera, abierta a toda incursión, en un espacio total y totalizador que expresa la in-diferenciación del ser. La Condesa sabe que no puede tomar partido: es una peregrina que vuelve a su patria. Su modalidad de escritura refleja la condición de nomadismo que su postura existencial engendra y requiere. María de las Mercedes parece intuir las implicaciones hermenéuticas del acto de desvelamiento y utiliza precisas estrategias narrativas para evitar que
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la entidad/identidad liberada e incontenible que pulsa en sus venas la arrastre y la aglutine. La Merlin «mantiene las distancias» con su controvertido (sujeto) objeto de observación intentando impedir que la Tierra/Madre, en su abrazo voraz, le impida controlar su conciencia autorial. La primera forma de control sobre lo escrito se materializa en el empleo de una lengua ajena: el francés. El alejamiento de la Lengua Madre, considerado por la mayoría de la crítica síntoma de esnobismo y aculturación, se convierte en garantía de separación del (sujeto) objeto. Mediante dicho desplazamiento la Condesa consigue manipular y traducir la materia narrativa, reescribiéndola y reescribiéndose en su textura. El movimiento de alejamiento y reunión revela todos sus extraordinarios matices en la consistencia de la expresión [...] que, a pesar de la «sumisión» a la gramática francesa, logra encarnar la expresión más honda de la cubanía 6 . Otra modalidad de autocensura textual coincide con la constante y casi obsesiva remisión a las fuentes literarias de la época. Si bien la praxis narrativa refleja la voluntad de anclarse a un principio de autoridad que legitime y garantice sus argumentaciones, la apertura a una experiencia de escritura colectiva evidencia la voluntad de abarcar en el acto de traducción los múltiples matices del universo de pertenencia. La Condesa no se encierra en una torre de marfil, no se deja arrastrar por las pasivas impresiones de la Isla, plasmadas en recuerdos lejanos y presencias perturbadoras. Maria de las Mercedes opta por abrazar la alteridad/identidad que la rodea y deja que tanto sus fantasmagóricas imágenes como sus extraordinarios relatos fluyan generosamente y pulsen en sus venas, abandonándose con la misma intensidad a la «maravilla de la mar» y a la maravilla de las descripciones de sus aguas cristalinas. Partiendo de estas premisas, la acusación de plagio de las principales voces de la época, entre otros Ramón de Palma, Cirilo Villaverde y Betancourt, pierde su sentido. La reescritura de las fuentes revela una inusitada capacidad de escucha y recepción. La Condesa, gracias a las extraordinarias sugestiones del juego intertextual crear y fundar una narración total y abarcadora, que logre desdibujar los márgenes del relato y recontratar su consistencia.
6 Por otra parte, el empleo del mismo idioma requiere el desarrollo de estrategias de distanciamiento y transliteración.
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Laura Scarabelli
EL IMAGINARIO COMO EXPERIENCIA DEL MARGEN
Una vez establecidos los mecanismos de alejamiento del (sujeto) objeto de observación, intentaremos focalizar nuestra atención sobre las técnicas narrativas de reapropiación de la memoria, desentrañando la praxis textual que, a la vez, traduce la Isla y libera las raíces profundas del ser. Las íntimas descripciones de la Tierra/Patria cubana expresan magistralmente las estrategias narrativas de Merlin 7 , orientadas a resolver y disolver en el acto de escritura el conflicto y la contradicción inscrita en su peculiar operación de descubrimiento. Toda práctica de exploración implica una variación en el posicionamiento del Yo y del Otro, se desarrolla en el espacio intersticial que cubre la distancia entre el descubridor y lo descubierto. La supresión de dicha oposición binaria y la dispersión de los confines entre el sujeto que observa y su objeto disgrega y cuestiona toda articulación abstracta de pensamiento. La Condesa sabe que para «decir» el redescubrimiento, para definir la ocurrencia del reencuentro no debe trazar líneas de demarcación, no puede crear confines. La experiencia del retorno coincide con la creación de un espacio literario fronterizo, locus indefinido, fluido y abarcador. Dejada la pretensión de explicarlo todo mediante las rigurosas articulaciones del pensamiento racional, María de las Mercedes decide buscar nuevas modalidades de percepción, nuevos recursos movibles e inclusivos que le permitan asimilar y digerir lo real. Y los encuentra en el imaginario. Entre sus escritos, las composiciones más íntimas y personales parecen desprenderse de la creación de cadenas de imágenes verbales, moduladas mediante una lógica secuencial perfectamente trabada. El empleo de la imagen verbal se debe a su gran flexibilidad que la habilita a contener más que a excluir. Las imágenes verbales en efecto presentan una estructura informativa compleja y, al mismo tiempo, flexible, apta a garantizar plena apertura a las operaciones intelectuales más variadas 8 .
LA IMAGEN RETIENE Y CONTIENE
Su intrínseca opacidad le permite pasar los limites, superar(se). Metáfora y símbolo, excede los confines y anula las distancias, vive en lo más allá. Gracias 7
Nos referimos a las cartas I, II, III, IV y VII de la primera traducción española (Merlin,
1974). 8
Véase Wunenburger, 1997.
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a sus calidades traductivas, la imagen consigue desplegar en un mismo lugar el Yo y el Otro, superponer el Sujeto y el Objeto, diseminando las diferencias. La actividad de redescubrimiento desarrollada por Santa Cruz y Montalvo coincide con la creación/invención de una Habana imaginaria, con la fundación de un espacio identitario variable y heterogéneo. Ejemplo revelador de dicha estrategia de reapropiación de la entidad/identidad cubana es la carta VII de Viaje a La Habana (carta XX en el original francés). El texto, casi desconocido por la crítica, quizás por los mismos «límites» que en la economía de nuestro análisis adquieren un rol sustancial e imprescindible, muestra la praxis imaginativa de la Condesa, encarnada en la evocación de un paisaje soñado y en el abandono a una secuencia de descripciones aparentemente (y afirmamos sólo aparentemente) incoherentes y poco claras. A partir de las primeras líneas de la carta, la Condesa intenta fundar su peculiar posicionamiento narrativo dibujando un escenario con características bien definidas: está anocheciendo, las luces del día están por apagarse. La posibilidad de distinguir con certeza los perímetros de las cosas se desvanece, convirtiendo los objetos en reflejos fluidos y fragmentados. La realidad parece esfumarse dejando en su lugar un calidoscopio de luces irisadas. La condición de inestabilidad generada por la puesta del sol le permite a la Condesa transliterar sus impresiones gracias a las virtudes de la memoria creativa y de la creación imaginativa. La Merlin destaca con exactitud el momento en que la simple contemplación del paisaje abre y activa el imaginario, evidenciando su condición fronteriza, su natura de espacio intersticial: El cielo poblado de estrellas se reflejaba en la superficie del mar, que llenaba el espacio de centellas fosfóricas y fugitivas que brillaban y se apagaban sucesivamente al soplo de la brisa. Todo era grandeza, silencio y deleite de la naturaleza. Aunque cansada del paseo, al contemplar este espectáculo, no podía yo trocar la vigilia por el sueño, la vida por la muerte (1974, p. 135).
La fascinación de la naturaleza que desdibuja los confines de la tierra y el mar se refleja en el estado espiritual de la protagonista, bloqueado en las fisuras que definen sus diferentes dimensiones existenciales, enclavado en un territorio de frontera donde los contrarios parecen diluirse, diseminarse e incluso coincidir: el espacio de la reverle. La posibilidad de reconciliar los elementos contradicto-
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rios y contenerlos en un abrazo totalizador le consiente al Yo, desgarrado por los diferentes posicionamientos de su peculiar estar, recomponer sus llagas y encontrar plena unidad y coherencia en la dimensión de lo in-diferenciado. Después de inaugurar dicha apertura a la imagen, la Condesa delinea una serie de figuras organizadas en una precisa estructura narrativa, basada en el giro verbal y en el oxímoron. El contexto que posibilita la evocación es el recuerdo de los funerales de una joven vecina, víctima de una enfermedad incurable. La cadena de coincidencias de los contrarios, inaugurada por la asimilación de tierra y mar, unidas en un fascinante juego de espejismos, se desarrolla mediante la evocación de vida y muerte, vigilia y sueño, memoria y olvido, risa y llanto. La primera réverie que aparece en el texto coincide con la figuración de la niña enferma. Su rostro refleja, a la vez, los signos de la proximidad de la muerte y la alegría y la despreocupación de la juventud: «Su delicada tez era pálida y transparente; y aunque en un estado habitual de languidez, tenía movimientos de grande alegría que hacían brillar sus negros y hundidos ojos con un resplandor extraordinario» (Ibíd., p.136). El recuerdo de la escena dramática desencadena la aparición de la imagen del negro con librea, grotesco simulacro de la familia de la difunta. El servidor, con sus ridículos y azorados movimientos, es un Jano bifronte, a la vez grave y jocoso, una efigie carnavalesca destinada a mostrar la solemnidad del momento y su contrario, capaz de mudar el llanto en risa, de introducir sentimientos cómicos en un contexto trágico: Un negro en librea es, mi querido marqués, un espectáculo curioso y divertido, bien poco en armonía con la seriedad de semejante comitiva, y aunque muy a pesar mío, me veo obligada, para no faltar a la verdad histórica, a mezclar las tristes imágenes que ofrece esta carta, la pintura de este vestido lujoso y grotesco, que aquí se lleva solamente en estos casos (p. 138).
La representación de la vegetación sirve de apoyo a la imagen recién trazada y contradice el sentimiento de solemnidad y melancolía generado por la triste circunstancia. La inmensidad del mar parece resolver y solucionar las tensiones del texto, diluyendo la vida en la muerte: Bien pronto volvimos a ver el mar a nuestra derecha, sereno, azul, inmóvil, y como anegado en los torrentes de luz que caían sobre la superficie. A mi izquierda
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se extendía una vegetación magnifica, bañada por los rayos ardientes del sol, pero que lejos de debilitarse bajo su peso, dibujaba sus contornos grandes y suaves a un mismo tiempo que un golfo de dorados resplandores. En vano buscaba mi espíritu en aquella naturaleza resplandeciente algunos sonidos melancólicos que respondiesen al sentimiento doloroso, a las ideas de muerte que me habían agitado una parte de la noche; todo en ella era vida; una vida movible y ardiente, como si la naturaleza fuese a desposarse (p. 139). La memoria de las exequias abre la puerta a un nuevo escenario: el cementerio. El solemne lugar del recuerdo y del pasado en el peculiar retrato de la Merlin se resuelve y disuelve en un lozano jardín de las delicias, lugar de la felicidad y de exuberante eterno presente: A los pocos minutos nos entramos en frente de un pórtico de piedra de muy buen gusto, adornado de bajorrelieves y rodeado de árboles, cuyas frutas y flores caían con profusión sobre las urnas cinerarias colocadas a los lados del edificio. Era la puerta del cementerio (p. 140). El contraste entre el sentimiento de la muerte y la maravilla de las flores y de las plantas lleva a la articulación de una serie de consideraciones vinculadas al pasado histórico de Cuba y a la obra del Obispo Espada que, entre otras cosas, reglamentó la morfología de los cementerios, alejándolos de la ciudad, eliminando las antiguas capillas y creando grandes tumbas colectivas articuladas mediante precisas líneas de demarcación territorial a partir de las diferentes jerarquías sociales. La reflexión sobre la peculiar fórmula de recuerdo (de los grupos sociales) en el olvido y en el desconocimiento (de la individualidad) se convierte en una nueva revene de carácter natural, que se encarga de evidenciar la imposibilidad de la penetración y permanencia de la memoria en la Isla. La Condesa de Merlin afirma que la dimensión del recuerdo lucha contra las presiones de un eterno presente, que parece aglutinar y envolver todo intento orgánico de dibujar una arqueología de las fuentes: La viva imaginación de estos habitantes es muy ocasionada al olvido. Su vida interior refleja la naturaleza que les rodea; ni se acuerdan de la muerte, ni la comprenden, ni les inquieta, y hablan de ella tan alegremente como de un banquete en un baile. Bajo un clima tan poderoso que todo es vida, su ardiente energía absorbe todas las facultades y les tiene como encadenados al renacimiento perpetuo de la naturaleza. Embebido constantemente en el espectáculo de una vegetación magnifica, que se reproduce bajo mil formas y mil colores; acostumbrado a ver
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Laura Scarabelli sin cesar las flores, los capullos y los frutos renovarse a la vez en los árboles, ¿cómo podría el habanero comprender la muerte? (p. 142).
Mediante la articulación de la cadena de figuras que acabamos de examinar, imágenes opacas y fragmentadas, capaces de abarcar la dialéctica de los contrarios, la escritora nos conduce hacia el núcleo central del texto: la descripción de la catedral, simulacro de la controvertida identidad de la Isla. La consistencia del templo se despliega mediante la superposición de tiempos y espacios diferentes, se modula en la heterogénea unión de épocas y mundos. Lo que llama la atención es la in-diferenciación de la descripción: la Condesa bosqueja la imagen mediante una serie de negativas, capaces de diseminar y fragmentar todo intento de clasificación: «Su arquitectura semi española y semiclásica no tiene ni estilo ni antigüedad» (p.144). La imposibilidad de definición estalla en una exuberante acumulación de elementos, incongruentes e inestables. Dicha encarnación de la naturaleza heterogénea y conflictiva de la Isla, perfilada en la cadena de cíclicas estratificaciones y superposiciones parece desvelarse para comunicar algo importante a la Condesa. Los toques del campanario, personificación de dicha llamada, consiguen transferir el discurso de un plano colectivo y nacional a una dimensión más íntima e individual: «Yo no lo sé, pero me parece que este toque se dirige particularmente a mí» (p. 145). El ingreso en el templo simboliza el despliegue de la conciencia autorial, materializa la consistencia de su controvertido «estar». Y una nueva imagen inunda la textura del relato, contribuyendo a esbozar la entidad/identidad de la Condesa: la Virgen, envuelta en un triunfo de colores y flores. Toda la iglesia estaba sembrada de flores cuyos perfumes se mezclaban al olor del incienso, y que unidos con la armonía suave del órgano producían una turbación que se asemejaba a un vértigo. Se celebraba la fiesta de la Virgen, cuya imagen cuajada de brillantes, resplandecía en el altar entre coronas de flores y tisúes (Ibíd.). La aparición de la Virgen de las Mercedes, traducción sincrética de la africana Regla de Ocha y del catolicismo, protectora de la maternidad y marina imagen de fertilidad y abundancia, representa el locus de conciliación de las dos almas de Cuba, la blanca y la negra. La sagrada efigie, acabado ejemplo de heterogeneidad cultural, se «presentifica» para diseminar los conflictos existenciales de la escritora. La materialización de las contradicciones de la Santa vehicula la disolución de las diferentes
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almas que definen la naturaleza de Merlin y autoriza la recomposición del Yo en una unidad fluida y resolutiva. Y, al definir la Virgen «mi santa», la Merlin ratifica dicha asimilación y acredita la resolución de su fragmentada y multifacética entidad/identidad en el acto totalizador de la imagen. Una vez solucionado el problema de la codificación del ser, «María de las Mercedes» intenta establecer y descifrar su rol en el mundo, la función trascendental que le está asignada por la Providencia. La intervención de una nueva figura en la economía narrativa aclara la misión de la Condesa. Un buque llega a las costas de La Habana, llevando preciosos tejidos para la Virgen. La evocación de la embarcación española que irrumpe en las aguas cubanas, clásica imagen de la Conquista, parece insinuar el cargo de la inusitada María: re-descubrir la Isla, parafraseando las hazañas de sus predecesores, fragmentando el momento histórico en un relato que es calco y parodia a la vez9. Para atestiguar y legitimar el acto de renovado descubrimiento, la Condesa convoca un testimonio acreditado: Cristóbal Colón, recordado en la imagen de su sepultura y anunciado como «el primer descubridor de Cuba». Ya que dicha afirmación implica y remite a un segundo término, es decir, esboza un supuesto segundo descubridor, cabe interrogarse sobre la consistencia de la remisión: ¿la escritora estaba pensando en Alexander Von Humboldt o, más bien, en sí misma? En una dispersión circular de identidad e identificación, la memoria del gran navegador parece anidarse y recomponerse en la figura, física y textual, de Mercedes Merlin: Así después de su muerte c o m o durante su vida, su destino f u e correr el m u n d o . L a H a b a n a sabrá conservar este noble depósito. L a s cenizas de C o l ó n d e b e n permanecer en esta tierra que el descubrió, y a la cual llevó los beneficios de la civilización. ¡Es u n acto de necesaria justicia y de solemne poesía! (p.148).
Opinamos que las grotescas reproducciones de la Condesa realizadas por Reinaldo Arenas en La Loma del Angel (1987), claro homenaje a la escritora, contribuyen a la multiplicación paródica del texto, fragmentando el espacio que separa al Yo del Otro mediante una cadena de viajes de ida y vuelta. En una extraordinaria danza paródica, los buques que salieron del puerto de La Habana repletos de oro y metales preciosos, vuelven a casa, reconduciendo «las telas más ricas de plata y de oro». Quizás la sugestión de la imagen condicione la traducción de la figura de la Condesa, diseminada en la obra de Reinaldo Arenas. 5
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Laura Scarabelli El c a n t o de esperanza de la peregrina en su patria, expresado en la identifi-
cación c o n el navegador y en la reescritura del acto de descubrimiento, después de u n siglo y m e d i o de silencio y de olvido, se ha c u m p l i d o .
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4. Literatura latinoamericana: el viaje en la modernidad
E L VIAJE Y LA ERRANCIA EN LA ESCRITURA DE ALVARO M U T I S Juan Molina Universidad de Los Andes, Mérida,
Venezuela
La escritura de Alvaro Mutis está atravesada por la saga de Maqroll el Gaviero. Desde la Reseña de los hospitales de ultramar, texto publicado como separata en la revista Mito a mediados de los años cincuenta, su escritura traza la historia de este personaje que aparece en los poemarios Los elementos del desastre (1953), en Caravansary (1981), Los emisarios (1984), y también en las novelas donde será el protagonista de todas las empresas y tribulaciones. Ciertamente, la pregunta por la obra de Mutis es al mismo tiempo por Maqroll. Al parecer se trata de un viajero: su vida se realiza por fragmentos (de Maqroll sabemos por cartas, documentos, libretas, el diario, un poema o el relato de un amigo común del narrador), y del viaje que emprende sabemos que no tiene clausura. Maqroll es un errante y la errancia parece ser una condición privativa de las bestias más que de los hombres, pues engendra un espacio sin amparo. Detenerse para un nómada no sólo es abandonar las variables del viaje e impedir el desvío, es dar con un paraje, con una verdad. Y en la errancia pareciera que nada puede fijarse de forma duradera, pues el errante no tiene continente, meta ni familia. El errante vive en un afuera. Maqroll, como la nube nacida en el medio del mar, vive en lo alto de la vela que se coloca en el mastelero mayor de las naves: es el Gaviero. Maqroll, como el narrador de Melville en Moby Dick (1851), desde el palo mayor del barco es el que ve más lejos; según el propio Mutis, es el poeta. En la novela de Melville se avizora la obsesión del protagonista. En Maqroll, desde una gavia metafórica, se advierte lo dejado y lo por venir: la nada. No tenemos noticias del lugar de su partida ni tampoco como errante podemos
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imaginarlo en la meta. Aunque hay algo en la infancia que lo corroe, a donde vuelve buscando un sentido del vivir y un tiempo de expectación en el éxodo. Pero sin duda lo que determina su experiencia del viaje es la conciencia de exilio. Cuenta Alvaro Mutis que en el Crac de los Caballeros de Rodas, cuyas ruinas se levantan en un acantilado cerca de Trípoli, hay una tumba anónima que tiene la siguiente inscripción: «No era aquí». Dice Maqroll: «No hay día en que no medite en estas palabras. Son tan claras y al mismo tiempo encierran todo el misterio que nos es dado soportar». No obstante, como en todo relato de viaje la travesía es una descripción de escenarios: las cavidades de una mina, las riberas de un río, el viento de los páramos, un mar quieto y caluroso, las tierras calientes y las aguas emponzoñadas. En fin, como dice una advertencia en la Reseña de los hospitales de ultramar, todos esos escenarios por donde transita el hombre usándose para la muerte para terminar encogido en su propio desperdicio. Octavio Paz, en uno de los textos que le dedica a Mutis, intuye que el paisaje espiritual y físico del Gaviero es insoportable de varias maneras. Si el viaje se revela en la escritura de Mutis como recurrente, su referencia con el modelo clásico se hace imprescindible. Con Ulises, como se sabe, el viaje se convierte en la más persistente metáfora del vivir. Con Ulises se pone de manifiesto el deseo que tienen los hombres de hacer feliz la jornada, pues con el viaje se inaugura la llegada como sentido de plenitud. Al llegar se quiere ser reconocido no sólo por Argo, el perro de la casa, sino por todos, pues la plenitud del viaje está en la llegada y en el reconocimiento del viajero. Pero con Ulises, como lo sabe cualquier lector de Cavafis, también se conoce otra forma del viaje. Con Ulises se sabe que el sentido del viaje está en el recorrido, en la experiencia que todo viaje en sí mismo procura. Entonces, el sentido del viaje no está sólo en la llegada sino en el camino que se hace al transitar y que hace a quien lo transita. Maqroll es heredero de esta tradición, donde el viaje agota su significación en el mismo desplazamiento. Mutis lo advierte: «Hablo del viaje, no de sus etapas». En la Odisea el viaje se vive como retorno. El viajero antes de partir conoce y ama el lugar de arribo. En el Gaviero el sentido de desesperanza lo aleja de todo héroe que tiene como finalidad la clausura del viaje. La acción desinteresada lo aleja del Ulises clásico para acercarlo a otro moderno, al Ulises de Joyce, al Leopold Bloom, errante y extraviado. A diferencia del Ulises clásico que —ante Circe, Polifemo, las Sirenas— es la excepción, pues al romper la repetición en la que se fundamenta el tiempo mítico impone la razón al mito, en Mutis hay
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una especie de conciencia de ver en el tiempo siempre lo mismo. Ahí radica su sentido de desesperanza. En La nieve del almirante (1986), advierte: «Me intriga sobremanera la forma como se repiten en mi vida estas caídas, estas decisiones erróneas desde sus inicios, estos callejones sin salida cuya suma vendría a ser la historia de mi vida». Sus personajes están marcados por esta lógica de la repetición: el piloto se suicida después de matar a la Machiche en La mansión de Araucaíma (1973); Larissa se incendia y el capitán del barco se suicida de un tiro en la cabeza en liona llega con la lluvia (1987); Jensen, el viejo socio de correrías de pesca, de «Cita en Bergen», en Tríptico de mar y tierra (1993), también se suicida; el capitán de La nieve del almirante se ahorca. Sería ingenuo pensar que en su escritura no discurre esta lógica, pues en Maqroll hay una familiaridad con el irse muriendo de las cosas. Esta familiaridad sugiere un tiempo de repetición, de fatiga y de fracaso. Lógica anómala que promueve trasponer ese destino de ruina y de olvido que le toca vivir, comenzando nuevamente otra empresa que de antemano también conoce perdida. En Mutis el viaje se vive a contra corriente de la Odisea. En Ulises el viaje está vinculado al asombro, el retorno y la clausura. Maqroll en el errar se aleja del héroe homérico y parece acercarse a otra estirpe: a las bestias, a los inmortales. Para Borges, «ser inmortal es baladí; menos el hombre, todas las criaturas lo son, pues ignoran la muerte». Si el viaje es afín a la condición finita; la errancia, según Borges, sólo pertenece a los inmortales y a los dioses. Para Borges es la muerte cuanto hace preciosos o patéticos a los hombres, pues el sentido en lo humano está en lo finito. Por eso la errancia no les pertenece; el viaje sí. Del relato de Borges se deduce que en el tiempo de los inmortales nada puede ocurrir una sola vez. Por eso dirá Borges que «en un plazo infinito le ocurre a todo hombre todas las cosas». Para Mutis, la errancia agota su significado en su mismo desplazamiento: lo saben las bestias; lo ignoran los hombres. Juzgando que en la errancia toda empresa es vana, hay mucho que aleja a Maqroll de Ulises y lo acerca a Sísifo. Al remontar de nuevo la piedra en la pendiente cien veces recorrida, Mutis busca dialogar con alguna forma esperanzada del viaje: la fe, la historia y el arte. En el relato apócrifo de Alar el Ilirio, estratega de la emperatriz Irene, en la época bizantina, advierte sobre la fe. O más próximo a nosotros, en Bolívar, la figura de la independencia latinoamericana, atiende sobre la historia y sobre el relato emancipador. Y en
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uno de sus encuentros con el pintor Alejandro Obregón, repara sobre el arte. Sus consideraciones sobre la historia y sus protagonistas son inagotables. Sin embargo la letanía siempre repetida en el transcurso de los textos, imposibilita la aparición de lo diferente, de lo que se aparte de la condición natural del fracaso. En «La muerte del estratega» (Mutis, 1973) que, según Borges, es una de las historias de amor más hermosas que había leído, a Alar el Ilirio lo acosaban las dudas de la fe como perros feroces. Y desde estas dudas entiende que no tiene ningún sentido hacer nada. Estamos en una trampa. En «El último rostro» (Mutis, 1978)1, relato sobre los días finales de Bolívar que dará pie a El general en su laberinto (1989), de Gabriel García Márquez, la enfermedad prevalece sobre todo signo de fortaleza del héroe. En el relato la enfermedad es la visión acelerada del deterioro. En ambos, en el estratega de la emperatriz Irene y en Bolívar, el tránsito efímero y lo vano de toda empresa. La letanía del poeta: lo de siempre. En Mutis, el transitar y el deterioro de las cosas parecen determinar la reflexión y la escritura. De ahí, por un lado, el escepticismo que se expresa en la desconfianza de los finales; y, por otra, la pregunta por las formas esperanzadas que transponen ese sentido de negatividad. Por ejemplo, los dos grandes relatos de Occidente: el cristianismo y el discurso emancipador. Al parecer la vida humana y la aventura de la humanidad se conciben como un viaje y ese viaje promete al final alguna forma de plenitud. El cristianismo ve un horizonte más allá de la muerte, para dar fe de una recompensa eterna. Desde la Ilustración y la Revolución Francesa la idea moderna de progreso podría pensarse como una versión laica, secular, de la primera, ya que la modernidad también ve al final la verdad y la perfección en las utopías. En Mutis el sentido de desesperanza impregnada en los textos lo hace un ser contemporáneo del desencanto de los grandes relatos. En Mutis hay una desconfianza por la vanidad de los finales. Y desde esta desconfianza muestra la imagen de la fe, del progreso y de las utopías con todos sus vértigos y sus paradojas.
L A OTRA FORMA DE UTOPÍA ES EL ARTE
El arte quizás sea una de esas formas de la duración en que la experiencia humana busca un sentido. Al indagar sobre el arte hay que acercar a Mutis 1
En 1978, Seix Barral de Barcelona hace una nueva edición de La mansión
aumentada con el relato «El último rostro».
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con el pintor Alejandro Obregón. Y también, en la pintura, interrogar la acción del tiempo, pues los pintores han jugado con el tiempo más de lo que piensan los filósofos. La variación de los instantes en el impresionismo. El tiempo subjetivo en la negatividad expresionista o de los sueños en el surrealismo. La ambición del torrente temporal en las telas de Baila y Severini. Desde Tiziano la triple cabeza de la prudencia hace que tiempo y sabiduría se asemejen: el pasado se convierte en lobo, el presente en león y el futuro en perro. En Dalí la metáfora insólita producida por la aparente relación de contextos separados, entre el reloj y el queso, da la posibilidad de entender el tiempo como algo que se derrite. En Magritte se pueden ver esos juegos que funden un tiempo privado, nocturno, de una casa con ventanas iluminadas, con un cielo de mediodía. En Duchamp, en Desnudo bajando la escalera, la coexistencia de los tres tiempos agustinianos antes, durante y después. Para los pintores no existe una visión única del tiempo, al contrario, parece existir como elección. Como alegoría en Tiziano. Como tiempo individual y subjetivo en Dalí y Magritte. O la pintura puede mostrar otro tiempo como en Duchamp, la coexistencia temporal propia de la estética moderna. O en Alejandro Obregón la pintura alterna un juego entre la fijeza de lo pintado y el dinamismo de un mundo donde el tiempo todo lo destruye. La estética de Alejandro Obregón, como bien señala Marta Traba en «Comienzo de la pintura moderna en Colombia» (Traba, 1984a), es la estética del deterioro. No es de sorprender, entonces, que el segundo de los relatos de Tríptico de mar y tierra, se titule: «Razón verídica de los encuentros y complicidades de Maqroll el Gaviero con el pintor Alejandro Obregón». El primer encuentro fue en Cartagena. Y, luego, como dos viejos amigos emprendieron un viaje entre Curazao y Cartagena. El narrador no se sorprende del encuentro por la suma de rasgos comunes que unen a estos dos personajes. El Gaviero, dice el narrador, había aprendido a admirar la pintura de Alejandro Obregón, sintiéndola curiosamente cercana porque le revelaba zonas abismales de su propia conciencia. Pero, ¿qué encuentra en sus pinturas? ¿Qué es lo que le permite dialogar con otra modalidad del lenguaje de creación? ¿Acaso será esa geografía de conjunciones ambivalentes entre la cordillera y el trópico, tan característica en uno y otro? ¿O el mar, tan transitado por ambos? Tal vez el mar que Alejandro Obregón, según Marta Traba en «Estalla el mar» (Traba, 1984b), pinta como forma simbólica: el pescado, la mojarra; como idea: líquido, azul; como un alto horizonte, una clara muralla, o como vasta extensión vacía —apocalíptica, serena o metafísica. También para Mutis el mar es un escena-
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rio propio. En esa mirada crepuscular que tiene del trópico, la belleza parece hallarse sólo en sus profundidades: En el fondo del mar — d i c e — se cumplen lentas ceremonias presididas por la quietud de las materias que la tierra relegó hace millones de años al opalino olvido de las profundidades. La coraza calcárea conoció un día el sol y los densos alcoholes del alba. Por eso reina en su quietud con la certeza de los nomeolvides. Florece en gestos desmayados el despertar de las medusas. C o m o si la vida inaugurara el nuevo rostro de la tierra 2 .
Pero no es el mar sino el viento. Salí del mar, dice la voz del propio Alejandro Obregón y ahora estoy pintando los vientos. «Los vientos tienen mucha fascinación porque cada viento tiene su personalidad. Hay vientos violentos como los huracanes, los tifones, las galeras. Hay vientos que exasperan como el siroco y brisas frescas que alegran»3. En su pintura, sin duda, hay una preocupación por la velocidad, por el gesto en la superficie de la tela. Por el viento. Y también por el vuelo, pues su pintura es un espacio habitado por figuras angélicas y heréticas, por palomas, alcatraces, cóndores. Alejandro Obregón relata el mito del hombre soñando elevarse en Icaro calcinado (1967), en Dédalo (1985). Y como Icaro su pintura tiene una ambición insensata: querer pintar el viento como metáfora del tiempo. Y este deseo insensato curiosamente lo hace moderno, pues la prudencia de la pintura, desde el mundo clásico, está en la inmovilidad y en lo permanente. Pintar el viento pero no el que pasa por los árboles ni el que empuja las olas y mece las faldas de las muchachas. No, quiero pintar el viento que entra por una ventana y sale por otra, así, sin más. El viento que no deja huella, ese tan parecido a nosotros, a nuestra tarea de vivir, a lo que no tiene nombre y se nos va de entre las manos sin saber cómo 4 .
El viento es lo más parecido al tiempo. Al viento nadie lo ve. Vemos sus efectos, las ramas, las olas o las faldas que se mueven. Nadie ha visto en sí al 2 3
Fragmento del poema «Cinco imágenes» del libro Caravansary (Mutis, 1985, p. 113). Esta es la voz del pintor Alejandro Obregón que acompaña la serie de pinturas titulada:
Los vientos. 4
Esta es la voz del personaje Alejandro Obregón que acompaña a Maqroll el Gaviero en «Razón verídica de los encuentros y complicidades de Maqroll el Gaviero con el pintor Alejandro Obregón» (Mutis, 1998, p. 83).
El viaje y la errancia en la escritura de Alvaro Mutis
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tiempo. Pero somos sus testigos y conocemos sus estragos. Nuestro cuerpo está determinado por el tiempo y el rostro transporta sus huellas. La pintura de Alejandro Obregón pretende captar ese paso del tiempo. Y quizás sea en los autorretratos donde logra con mayor claridad ese propósito. Según las palabras del propio Maqroll: «Cuando vi alguno de sus autorretratos, la noche en que nos conocimos, tuve el primer aviso de que me encontraba ante alguien fuera de lo común, ante un visionario señalado por vaya a saber qué dioses corroídos por la plaga». Uno de esos autorretratos es Blas de Lezo (1979). Don Blas, como lo llama Arciniegas, era el hombre más averiado de todas las milicias del siglo x v m en la América hispana, pues iba dejando en cada batalla un pedazo de cuerpo, para ganar un poquito de gloria (Arciniegas, 1993, pp. 317-324). Contrariedades del héroe, la gloria se logra por la suma de amputaciones del cuerpo. Curioso: el cojo, el tuerto, el manco de don Blas, es el heterónimo del autorretrato de Alejandro Obregón. Cuanto fascina del héroe, sin duda, es la contrariedad de la gloria en un cuerpo en ruinas. Sin embargo, cuanto fascina del autorretrato de Alejandro Obregón es la sutileza de la representación, lo que podría llamarse la región más transparente del deterioro: el viento como metáfora del desgaste. En el autorretrato el tiempo se detiene en la superficie de la tela, pues ésa es la plenitud de la pintura. Pero, por extraño que parezca la dinámica es una de las dominantes del autorretrato. El dinamismo es introducido en el cuadro desde tres registros. Primero, en el autorretrato, la conciencia del desgaste de los seres está presente en la imagen del tiempo como erosión eólica y en la velocidad que se le imprime a la pincelada. Segundo, el pintor se convierte en testigo y en objeto de lo pintado, pues en el autorretrato la pintura gira en un eje vertical, donde el ojo de lo pintado se vuelve sobre el pintor y el pintor ve colocar el pincel en su pupila. Tercero, la imagen reflejada revela un doble poder: a medio camino entre el retrato y el autorretrato, en la medida que representa a Obregón refleja a Blas de Lezo. En su interior la pintura une lo «mismo» (Obregón) y lo «otro» (Don Blas). Además condensa tres tiempos: el pasado (Don Blas), el presente (Obregón) y un después que se nos escapa (metafóricamente representado por la velocidad de la pincelada). Es como si el autorretrato encarnara la esencia misma de lo humano, en la coexistencia temporal y en la dinámica donde el tiempo todo lo destruye. En la pintura de Alejandro Obregón hay una conciencia de que estamos hechos de tiempo, que somos apenas una impronta perecedera y fugaz. Esto es
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Juan Molina
cuanto le revelan a Maqroll sus pinturas. Mutis y Obregón están trazados por «ese destino de ruina y olvido que toca a todas las cosas de la tierra» (Mutis, 1996, pp. 11-12). Por eso, Maqroll siente la pintura de Obregón curiosamente cercana. Cuanto nos abisma es ver cómo el lenguaje desemboca en otro lenguaje: la pintura y la escritura son expedientes de lo mismo, del escepticismo casi barroco ante el deterioro de las cosas. Sin embargo, hay diferencias que los separan. En Alejandro Obregón hay una vitalidad en la pintura, en las representaciones del mar, en los vientos y en los autorretratos, hay una utopía estética. En Mutis, al contrario, no existe una mitología de la palabra, según este autor el poeta tiene que vérselas con palabras muy usadas y el poema sólo es una «fértil miseria».
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de la
E L VIAJE COMO FATUM: EMPRESAS Y TRIBULACIONES DE MAQROLL EL GAVIERO Olga Muñoz Carrasco Saint Louis University, Madrid, España
Maqroll se prefigura por vez primera en el ámbito poético (Los elementos del desastre, «Oración de Maqroll el Gaviero»), pero poco a poco se apodera de un espacio más extenso, el de la novela. Así, aparecen como una saga La Nieve del Almirante (1986), liona llega con la lluvia (1988), La última escala del Tramp Steamer (1988) y Un bel morir (1989). Son varias las novelas que después se han añadido a la constelación de historias de Maqroll: Amirbar (1990), Abdul Bashur, soñador de navios (1990) y Tríptico de mar y tierra (1993). Asimismo, se han recopilado sus poemas en la Summa de Maqroll el Gaviero (1992). Pese a todo ello, el Gaviero parece desvanecerse más que instalarse en los relatos, como si esa fijación de la palabra resultara una contrariedad para su inevitable condición errante. En cualquiera de las novelas se ofrecen los datos suficientes para seguirle el rastro, para verlo construirse y deshacerse con cada aventura inverosímil. En las siguientes páginas intentaré analizar brevemente cómo en las «empresas y tribulaciones de Maqroll el Gaviero» el viaje adquiere casi la condición de fatum, de destino ineludible e improrrogable al que el protagonista se ve abocado. Me detendré también en el análisis de ciertos lugares por los que nos lleva el Gaviero, con el fin de comentar cómo esta dimensión espacial se plantea como un escenario continuo, a la vez que intentaré abordar la resonancia íntima de los distintos paisajes en Maqroll.
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E L VIAJE SIN ORILLAS
D e Maqroll sabemos que viaja con un pasaporte chipriota de dudosa legalidad. Su nombre, c o m o declara Mutis, no nos traslada a n i n g ú n espacio concreto, más bien evoca, sin certeza, lugares en los que el personaje podría, o no, haber nacido: El nombre de Maqroll se originó en un instante. Trataba de buscar un nombre que no tuviera ninguna significación geográfica, nacional o regional y se me ocurrió de repente. El acierto fue poner la Q sin u, que es la usada en la transcripción al español de lenguaje árabe (García Aguilar, 1993, p. 16). El Gaviero, con su constante extranjería, deambula por lo que Michel Serres ha denominado «espacio blanco», la frontera neutra que no aparece en ningún mapa y que ningún territorio representa, esa franja blanca que no pertenece ni al origen ni al destino del viaje, a ninguna de las dos orillas, o que pertenece a ambas a la vez 1 . Es la zona donde puede crearse un «tercer hombre», el «viajero que explora y reconoce, entre dos espacios alejados, este lugar tercero» 2 . El espacio blanco, que se da en el área entre dos territorios definidos, es el suelo casi permanente de Maqroll, que no puede sino seguir una voluntad que lo arrastra de lado a lado del mundo. Debido a su vocación irremediable de viajero, convierte muchos de los lugares por los que pasa en ese territorio sin color del que habla el crítico francés, ya que los hace tránsito entre otros muchos desplazamientos y los vacía de inmediato. Tal es el caso
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«Esta es [la sutileza]: cuando un valiente nadador cruza un río ancho o un estrecho
azotado por el viento, el itinerario de su viaje se divide en tres partes. Durante todo el tiempo que no pierde de vista la orilla de partida o descubre la de llegada, sigue habitando en su morada de origen o en la meta de sus deseos; [...] Ahora bien, en la mitad de su recorrido llega un momento, decisivo y patético, en el que a igual distancia de ambas orillas, al cruzar, durante un tiempo más o menos largo, una gran franja neutra o blanca, ya no pertenece ni a una ni a otra, y quizá puede llegar a ser de una y de otra a la vez. Inquieto, suspendido, como en equilibrio en su movimiento, reconoce un espacio inexplorado, ausente de todos los mapas y que no describió atlas ni viajero alguno» (Serres, 1995, pp. 26-27). 2
«En este espacio mediano se alza, efectivamente, transparente, invisible, el fantasma de
un tercer hombre, que conecta el intercambio entre lo semejante y lo diferente, que abrevia el tránsito entre lo cercano y lo lejano, cuyo cuerpo cruzado o disuelto encadena los extremos opuestos de las diferencias o las transiciones similares de las identidades. Mejor que describirlo o definirlo, quiero llegar a serlo, viajero que explora y reconoce, entre dos espacios alejados, este lugar tercero» (Serres, 1995, pp. 30-31).
El viaje como fatunr. empresas y tribulaciones de Maqroll el Gaviero
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de Panamá en liona llega con la lluvia-. «Aquí hay que estar de paso, nada más. Sólo de paso» (1988, p. 56). En cualquier caso, y aunque en Panamá se acentúa ese deseo de provisionalidad, todo destino imaginable no es sino un lugar de paso para el Gaviero. Así lo vive también su malograda compañera liona: «Sí, ya sé, este no es lugar para quedarse toda la vida. No existe, por lo demás, semejante sitio. Al menos para nosotros» (Ibíd., pp. 66-67). Aunque en un principio podemos asumir la propuesta de viaje constante como un rasgo más de la excéntrica personalidad de Maqroll, el desarrollo de las novelas nos muestra que aquello que provoca ese deambular no se corresponde simplemente con la voluntad, sino que hay algo más determinante e inasible: «No tiene remedio mi errancia atolondrada, siempre a contrapelo, siempre dañina, siempre ajena a mi verdadera vocación» (1994, p. 59). En este personaje la vocación de errancia actúa como un resorte íntimo cuyo funcionamiento ni él mismo conoce del todo, y que sin elección le lleva a participar en las empresas más inauditas. A veces Maqroll parece atisbar el anhelo que éstas esconden: [...] porque toda la vida he emprendido esta clase de aventuras, al final de las cuales encuentro el mismo desengaño. Si bien termino siempre por consolarme pensando que en la aventura misma estaba el premio y que no hay que buscar otra cosa diferente que la satisfacción de probar los caminos del mundo que, al final, van pareciéndose sospechosamente unos a otros. Así y todo, vale la pena recorrerlos para ahuyentar el tedio de nuestra propia muerte, esa que nos pertenece de veras y espera que sepamos reconocerla y aceptarla (Ibíd., p. 102).
Y sin embargo, en otros momentos Maqroll acusa la banalidad de sus viajes: Lo que ahora registro en estas páginas, al estar relacionado exclusivamente conmigo y con las cosas que veo o los hechos que suceden a mi lado, adolece de un vacío, de una falta de peso, que me hace sentir como un viajero de tantos en busca de experiencias nuevas y de emociones inesperadas, o sea, lo que mueve mi rechazo más radical, casi fisiológico (Ibíd., p. 97).
Maqroll no se embarca por un insaciable deseo de aventura, sino porque algo inevitable le lleva a habitar ese espacio de tránsito perpetuo. Con frecuencia él se muestra tan sorprendido como el lector cuando se ve aceptando aventuras
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que le exceden, pero indefectiblemente sucumbe a ellas, aun sabiendo que el desenlace no responderá a su necesidad real, profunda. Como si la predisposición para el viaje le hubiera sido impuesta desde siempre, como un fatum\ «[...] hay un ángel de la guarda diabólico que me obliga a emprender necias empresas, a participar en las de mis semejantes, mezclarme con ellos y sentirme dueño de una exigua parcela de su destino» (1989b, p. 84). Las empresas que se le presentan son siempre tan descabelladas como obstinado el propósito de implicarse en ellas: la búsqueda de unos aserraderos malditos, la custodia de una mina abandonada, el traslado de material explosivo ilegal a través de la cordillera... Pero algo vislumbramos tras la pérdida y la derrota. En una de sus aventuras Maqroll cae enfermo y sufre la llamada «fiebre del pozo»; a ese momento pertenece el siguiente fragmento: C o m o sin apetito, y nada logra aplacarme la sed. N o es una sed de agua, sino de alguna bebida que tuviera un intenso amargor vegetal y una aura blanca como la de la menta. N o existe, lo sé, pero existe esa apetencia específica y claramente identificable y me propongo algún día encontrar esa infusión con la que sueño día y noche (1994, p. 59).
El viaje para nuestro personaje resulta muy similar a la búsqueda esta bebida, como si tuviera la necesidad exacta de algo que no existe, una sed sin saciedad posible. A ratos, en ciertos momentos de las novelas, parece que el Gaviero ha hallado lo que con tanto ahínco viene persiguiendo, pero los abruptos finales de las historias reavivan de nuevo el desasosiego. Vemos un caso ilustrativo en La Nieve del Almirante: tras la búsqueda desafortunada de los aserraderos fantasmas, Maqroll cree haber encontrado por fin su espacio real, y decide volver a Flor Estévez, la mujer que le vio partir de la posada que da nombre a la novela. Pero a su regreso sólo encuentra los despojos de la tienda, y ni siquiera un rastro de la amante. La convicción de haber hallado el reposo a su tambaleante andadura se ve bruscamente contradicha por esta desaparición inesperada. Maqroll nos confunde al encadenar sus andanzas, pues cuando nos familiarizamos con sus paisajes, nos percatamos de que en realidad son los viajes los que lo recorren a él, y no tanto al revés. Apenas nada nuevo, necesario, le sucede durante sus idas y venidas. Sólo se repite la constatación de lo que ya conocía y él insiste en la inutilidad de tanto ajetreo:
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M e intriga sobremanera la f o r m a c o m o se repiten en m i vida estas caídas, estas decisiones erróneas desde su inicio, estos callejones sin salida cuya s u m a vendría a ser la historia de mi existencia. U n a fervorosa vocación de felicidad constantemente traicionada, a diario desviada y d e s e m b o c a n d o siempre en la necesidad de míseros fracasos, todos por entero ajenos a lo que, en lo m á s h o n d o y cierto de m i ser, he sabido siempre que debiera cumplirse si no fuera por esta querencia mía hacia u n a incesante derrota (Ibíd., p. 23).
E L ESPACIO E X T E N D I D O
Como vemos, el espacio de Maqroll se refiere a una geografía psíquica tanto como física. Su escepticismo intenta mostrarnos que el lugar en que se encuentra resulta tan determinante o indiferente como cualquier otro. Y en parte así es, porque de alguna manera sus aventuras son en el fondo una sola, que se repite no importa dónde. Pero no por ello la geografía concreta en que se desarrollan las novelas es gratuita. Otra cualquiera, en efecto, tendría una trascendencia similar, pero en todo caso no podemos evitar acercarnos a la vivencia esencial del espacio que acoge o desdeña al Gaviero. Para analizar los escenarios en que Maqroll vaga, es necesario comentar que el espacio en estas novelas no se fija como una estructura compartimentada. El azar, que puede llegar a unir los paisajes más remotos, es el lema que guía la peregrinación de nuestro viajero. Cualquier lugar puede convertirse en destino, y todos resultan igualmente innecesarios o cruciales. En realidad, todos los espacios son susceptibles de formar la trayectoria del Gaviero: la probabilidad de ser elegido es igual para cualquiera de ellos, y las consecuencias resultan similares en todos los casos también. El espacio es a menudo el anuncio, la expectativa del verdadero destino. Y mientras que se estima el viaje en sí mismo, los lugares concretos raramente ofrecen este valor, pocas veces se transforman en deseo de permanencia. En general, el espacio se experimenta como la posibilidad pospuesta de cumplir un propósito siempre demorado. En La Nieve del Almirante, por ejemplo, el río es el escenario de la trama. Maqroll remonta la corriente hacia la cordillera en busca de un negocio de maderas rentable. Desde el inicio de la travesía el espacio de los aserraderos está presente, aun cuando la selva y el río imponen su protagonismo. En el momento en que la iniciativa de la madera se confirma como una entelequia, la posada de Flor Estévez, llamada La Nieve del Almirante, aparece en el
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horizonte como destino, hasta que el Gaviero se encuentra con sus restos abandonados. La errancia a la que Maqroll somete su cansado cuerpo es lo más determinante en la caracterización del espacio. Cada lugar se convierte en el objetivo del escenario que lo precedió y encuentra su verdadero significado en el siguiente. En este sentido vale la pena citar a Maurice Merleau-Ponty, quien describe la percepción del espacio como una experiencia abarcadora: frente a una concepción cartesiana en que los objetos están separados entre sí por el espacio, el filósofo francés aboga por un espacio envolvente, un espacio en que todo está ya presente desde el principio de la percepción y cuyos elementos se presuponen y entretejen (Merleau-Ponty, 1975, pp. 258-312). Algo similar encontramos en la vivencia íntima del espacio a lo largo del tiempo en Maqroll. La experiencia del lugar en que se ubica el viajero envuelve siempre el espacio anterior, y el anterior a este último, al igual que el siguiente y el sustituto del siguiente. Cuando avanza en el río hacia la cordillera, las montañas están tan presentes como la corriente, o aun más; y cuando se desechan los aserraderos, La Nieve del Almirante se repite como espacio evocado y, por extensión, imaginariamente habitado. Posiblemente la condición errabunda de Maqroll no permite sino esta actualización del espacio, en la que cada lugar exhibe no sólo la geografía del momento sino también las anteriores y posteriores. Esto vendría a confirmar otro concepto del pensador francés, la idea de que el espacio es existencial y la existencia espacial (Ibíd., pp. 243-298, más en concreto p. 308). Gastón Bachelard, por su parte, ha aludido a la dimensión íntima del espacio, y también esta aproximación resulta significativa en la experiencia del Gaviero. En su libro La poética del espacio, la estructura espacial propuesta excede la simple articulación dentro/fuera como conceptos opuestos, y se aboga por una percepción interiorizada del espacio exterior, es decir, por la difuminación de los límites entre el ámbito interno y el externo, ya que el espacio del ser excluye tal separación (Bachelard, 1965, pp. 250-270). Otra noción que encontramos en este mismo estudio es la del espacio poético, esto es, aquel que recibe un objeto más allá del que objetivamente le corresponde (pp. 239-240). Podría decirse que cada uno de los paisajes en que Maqroll se sitúa adquiere este valor de expansión. El espacio se hace continuo interior y exteriormente, si es que estas nociones de dentro y fuera tienen algún valor que no sea el de una dimensión íntima en que ambas se reconocen, como argumenta Bachelard. En todo caso, que todos los espacios
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se hagan u n o esencial en la experiencia del viajero no significa que cada uno de los lugares no tenga una trascendencia significativa. El espacio, los paisajes entonces se fusionan en la experiencia del personaje. Pero esto sucede, paradójicamente, con aquellos lugares que son diferentes entre sí (montañas, minas, ríos), y no con un espacio que es igual a sí mismo en cualquier punto del mundo: los puertos. Los puertos son las zonas menos ajenas a Maqroll. Su condición primordial de marinero se siente acogida en los márgenes portuarios. Se trata, una vez más, de u n espacio de transición entre mar y tierra firme, en la que el marino no sabe mantenerse erguido. Los puertos permanecen lejos de ese «deslizar[s] e hacia la nada» que es la vida del protagonista (Mutis 1994, p. 124); en ellos encuentra el único lugar en tierra que le puede estar destinado, sin que ello suponga, por supuesto, una estancia definitiva, pues el mar siempre intenta arrancarle del sedentarismo: Ya va llegando la hora —pensaba— en que suelo preguntarme: ¿qué hago aquí?, ¿quién diablos me ha traído aquí? Son las preguntas a donde va a parar esta mezcla de hastío sin fondo y de vago miedo cuando sé que me espera una larga permanencia en tierra (1988, p. 38). El mar, y la naturaleza desplegada en sus viajes, son los únicos lugares en los que Maqroll halla cierta armonía. Su vida apenas recoge nada de estadías en espacios interiores, a no ser del encierro en la mina de Cocora, donde casi perdió la cordura. Incluso durante la relativamente larga permanencia en la cabaña de Un bel morir, ésta adquiere importancia debido a su ubicación sobre un río. Las desvaídas habitaciones de hoteles o los cuartos de alquiler desvencijados no aportan nada fundamental al viajero, aparte de la convicción de que ese modo de habitar el m u n d o es tan válido o prescindible como cualquier otro.En cambio, la naturaleza sí juega un papel cardinal, como el mismo Maqroll comenta: [...] las constantes que tejen mi destino: [...] una muy peculiar costumbre de consultar constantemente la naturaleza, sus presencias, sus transformaciones, sus trampas, sus ocultas voces a las que, sin embargo, confío plenamente la decisión de mis perplejidades, el veredicto sobre mis actos, tan gratuitos, en apariencia, pero siempre tan obedientes a dichos llamados (1994, pp. 57-58).
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Olga Muñoz Carrasco L a constatación de estas palabras la encontramos dispersa en poemas, nove-
las y relatos. E n La Nieve del Almirante
la cordillera proporciona una de las
escasas apariciones de cierto sentimiento de pertenencia: Ante el espectáculo de esa cadena de montañas opacadas por el tono azulino del aire, siento subir del fondo de mí mismo una muda confesión que me llena de gozo y que sólo yo sé hasta dónde explica y da sentido a cada hora de mi vida: Soy de allí. Cuando salgo de allí, comienzo a morir (1994, p. 89). Dicha confesión, la del viajero que reconoce cierto espacio como propio, se ve brutalmente negada por la desolación del lugar a su regreso, y nos lleva a preguntarnos si realmente existe algún sitio para Maqroll, como su escepticismo fatalista parece negar: Pensaba que tal vez no hubiera, en verdad, lugar para él en el mundo. N o existía el país en donde terminar sus pasos. Lo mismo que ese poeta, compañero suyo de largos recorridos por cantinas y cafés de una lluviosa ciudad andina, el Gaviero podía decir: Yo imagino un País, un borroso, un brumoso País, un encantado, un feérico País del que yo sea ciudadano. ¿Cómo el País? ¿Dónde el País?3 (1989b, p. 133). O t r o momento similar, en tanto que supone la felicidad vinculada a un espacio muy concreto, es el de la ascensión a los cafetales en Un bel morir, pasaje interesante además porque es una de las pocas citas relativas a la niñez: Rodeado por todas partes de cafetales dispuestos en un orden casi versallesco, Maqroll sintió la invasión de una felicidad sin sombras y sin límites; la misma que había predominado en su niñez. Iba caminando, lentamente, para disfrutar con mayor plenitud ese regreso, intacto y certero, de lo que había sido su única e irrebatible dicha sobre la tierra (1989b, p. 26). L a felicidad nos lleva a la niñez. D e esta zona de la vida del personaje apenas tenemos datos, si bien podría considerarse la novelita Jamil una confrontación indirecta y crepuscular con la propia infancia. Para terminar, quiero citar unas líneas de La Nieve del Almirante-,
Estas últimas palabras pertenecen a Prosas de Gaspar, obra del poeta colombiano León de Greiff. 3
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Una caravana no simboliza ni representa cosa alguna. Nuestro error consiste en pensar que va hacia alguna parte o viene de otra. La caravana agota su significado en su mismo desplazamiento. Lo saben las bestias que la componen, lo ignoran los caravaneros. Siempre será así. (1994, p. 28). A la hora de comentar la errancia de Maqroll hay que tener siempre presentes estas palabras, ya que adjudicar sólo un valor de experiencia a su peregrinación sin rumbo supondría trivializarla. El viaje implica para el Gaviero ir conociendo los lugares en que espera la muerte y remontar las corrientes que lo precipitan en la nada. Y en esa tentativa la escritura fija espacios, como intentando conjurar el sinsentido que la crea.
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«COMO SI QUIEN EMIGRA PUDIERA DEJAR DE PERTENECER»: LA REPRESENTACIÓN DEL DESPLAZAMIENTO EN LA OBRA POETICA DE JOSE VLÑALS Benito del Pliego
Appalachian State University, Carolina del Norte, EE.UU.
Tratándose de un congreso sobre literatura y viajes no está de más que comience aclarando de dónde vengo y a dónde quiero ir con esta presentación. Cuando pienso en el interés que tiene una figura como la del poeta y narrador José Viñals en relación con el tema del desplazamiento, tiendo a comenzar desde los siguientes presupuestos: uno de los fenómenos protagonistas en las sociedades postmodernas es el del desplazamiento masivo de personas; no sólo se trata de que las facilidades para el viaje hayan hecho de este un acto cotidiano, además el número de personas que residen y trabajan fuera de su lugar de origen es mayor que nunca (de acuerdo con el Informe del Secretario General de las Naciones Unidas sobre migración internacional y desarrollo hecho público en mayo del 2006). Basta con leer los periódicos, o pasearse por las calles de cualquier ciudad española para darse cuenta del calado que tiene este fenómeno. No me parece exagerado reconocer (como hacía Caren Kaplan en 1996) que se trata de un asunto central en el mundo contemporáneo, un asunto que exige de nosotros fórmulas nuevas para comprender los frutos (también los literarios) que está produciendo (Kaplan, 1996, pp. 101-102). No todos los viajes de los que la literatura ha dado cuenta atraen por igual el interés de críticos y lectores. Además de su tradición y su importancia numérica, parece que existen otros factores, con matices ideológicos, que contribuyen a hacer más atractivos para los medios de comunicación un tipo
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Benito del Pliego
de viajes sobre otros. Por ejemplo, no hay duda de que la migración hispana a los Estados Unidos despierta mucha mayor curiosidad que la inmigración de los latinoamericanos dentro del propio ámbito geográfico. Quizás una de las claves de la disparidad tenga que ver con el hecho de que la emigración a Estados Unidos ratifica la construcción de una identidad latinoamericana común al contraponerla con otra esfera cultural fácilmente distinguible, al menos en teoría. Las tensiones que suscitan, por ejemplo, la presencia de inmigrantes haitianos en la República Dominicana, o la de otros centroamericanos que cruzan México en tránsito hacia Estados Unidos (ambos casos denunciados por Amnistía Internacional), cuestionan esa misma construcción identitaria dificultando la puesta en práctica de parámetros de comprensión profundamente asumidos. Pero volviendo a las repercusiones estrictamente literarias, no hay en este campo asunto más atractivo (para mí gusto) como la situación en que se encuentra el nutrido grupo los autores de origen latinoamericano afincados en España1. Uno de ellos es, por supuesto, José Viñals. Su actividad, su mera presencia, hace que entren en colisión de manera irrevocable los criterios nacionalistas y los tópicos panhispánicos de la crítica española que afirma en teoría y desmiente en la práctica que la literatura escrita en español pertenece a una bien avenida tradición. No hay duda que, de continuar el flujo migratorio entre Latinoamérica y España al ritmo actual, pronto reconoceremos y comenzaremos a discutir sus efectos, como se hace ya con la presencia de hispanos en Estados Unidos. Hay otro asunto que me interesa singularmente en relación al tema del desplazamiento tal y como se manifiesta en la obra de José Viñals. Además de reflejar un viaje al que la crítica aún no ha prestado demasiada atención, lo hace desde una perspectiva que desbloquea la visión estereotipada que la literatura heredó de las prácticas teóricas y literarias de la modernidad. En este asunto parto de las teorías expresadas por Caren Kaplan en su
ensayo de 1996, Questions of Travel. Postmodern Discourses of
Displacement,
en el que pone en evidencia la dependencia de la crítica actual respecto a la Sobre este asunto véase mi artículo: «Extranjeros en su lengua. Aporías críticas ante los poetas latinoamericanos en España» (Pliego, 2006a). Sobre José Viñals véase: «La poesía de José Viñals: exilios e hibridaciones de vanguardia» y «Es una cosa muy grande la poesía. Entrevista con José Viñals», en Hispanic Poetry Review (Pliego/Fisher, en prensa). Con esta misma aproximación puede consultarse un texto sobre otra poeta representativa de este grupo de autores: «Solitaria entre las estatuas: identidad y exilio en la obra de Ana Becciu» (Pliego, 2006b, pp. 79-86). 1
«Como si quien emigra pudiera dejar de pertenecer»
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mitificación del viaje en la literatura de las vanguardias. Creo que, como propone esta autora, la literatura sigue favoreciendo una imagen homogénea de una situación histórica en la que los desplazamientos son más diversos y nos afectan de un modo cada vez más complejo. La tradicional celebración de la aventura viajera o del exilio, la reducción del desplazamiento a la experiencia cosmopolita de una minoría y la insistencia en subrayar la nostalgia nacionalista del lugar de origen, son ideas que, pese a ser ubicuas para un gran número de autores contemporáneos, no se avienen con las rastreables en la obra de José Viñals. A mi juicio, casos como el de este autor, ejemplifican con mayor acierto la situación postmoderna por el tipo de desplazamiento que reflejan, por los polos geográficos entre los que se produce el viaje y por la manera en que se representa su periplo. Para terminar de situarnos en el tema y comprender desde donde habla el poeta, me gustaría citar uno de los fragmentos incluidos en uno de sus libros de aforismos, Huellas dactilares (2001, pp. 27-28): Todos mis mayores por línea materna, incluida mi madre, son extremeños, del pueblo de Losar de la Vera, en la provincia de Cáceres. Por línea paterna, incluido mi padre, todos son catalanes, de Barcelona y Lérida. Así pues, por derecho de sangre, soy español. Habiendo nacido en Argentina [en 1930], por derecho de suelo soy argentino, es decir, latinoamericano. Conservo ambas nacionalidades y, como mínimo, aspiro a una tercera, la colombiana, pues fue Colombia el país del conocimiento y la más alta experiencia de vida. Pero aquí no acaba la cosa: por razones de significado querría ser también cubano; y francés por ser el idioma de Francia el de mis grandes maestros en poesía; y mucho más —todo, menos norteamericano—, caribeño, por ejemplo, y más concretamente de Guadalupe, donde nació Saint John-Perse.
Supongo que bastaría esta declaración para darse cuenta de que nos encontramos ante un autor en el que la ubicación nacional no es del todo sencilla. Más allá de la intencionada exageración con que las presenta en este pasaje, lo cierto es que la vivencia y la herencia migrante dejan en su obra una huella profunda, que impide una identificación sin paliativos con un lugar. En Viñals esto no da lugar a una síntesis, sino a una hibridación en el sentido que otorga al término Homi Bhabha en The Location of Culture (1994): una tensión en la que las diferencias conviven sin eliminarse. En esa hibridación se pone de relieve una identidad construida mediante la superposición de diferencias, en la que la contradicción no se entiende como un signo de su precariedad, sino
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como uno de los rasgos fundadores. Lo híbrido, se abre paso para lidiar con aquello que no responde al modelo dual de contraposiciones: —nosotros/ellos, familiar/extranjero. Si, como hace Viñals mismo en «Espejo espejo» (incluido en Milagro a milagro) resumimos el debate al que se enfrenta mediante la contraposición de dos adverbios («aquí o allí»), la única solución posible es responder con una pregunta que deconstruye la lógica implícita de la oposición («¿Dónde es aquí y dónde allí?»). El autor utiliza, en este y en otros poemas, la estrategia de dejar de lado la necesidad de optar; prefiere la suspensión de toda pregunta sobre su destino migrante. Su respuesta a la tensión que genera esta encrucijada suele consistir en desviarse hacia un espacio donde es posible la afirmación de sus vivencias, más allá y por encima de la nacionalidad, la nostalgia y la geografía. El ámbito característico en el que se refugia es la celebración del amor. Este gesto elusivo se aprecia en el poema «Así se inician siempre la grandes conversaciones», incluido en uno de los libro de la época colombiana, Jaula para Juan (1995b, pp. 205-206), donde la conversación sobre dos objetos que el autor vincula metafóricamente con el desplazamiento —unos zapatos que llevaba puestos «la primera vez en mi vida que me sentí extranjero» y un reloj que «estuvo en todos los sitios conspicuos que no puede desconocer ningún viajero que se precie»— terminan revelándose como una excusa para hacer una declaración de amor. Estos objetos le dan [...] unos pocos minutos y algunas anécdotas itinerantes como pretexto para eludir tus ojos y el musgo de tus ojos y la tierra de tus ojos y la inmovilidad de tus ojos observando sin entusiasmo mis ingenuas mentiras, la verdad con la que trafico sin darle demasiada importancia ni a mis zapatos ni a mi reloj. Dicho en pocas palabras: Te amo.
Esta es la conducta que predomina en la obra de José Viñals cuando asoma el tema del desplazamiento: contar los pormenores relacionados con la experiencia, compensar con escepticismo lo que pudiera tener de dramático y desviarse, sin haber podido resolver el asunto, hacia campos de los que obtiene mayor placer y menos dudas. El viaje, que en la tradición moderna suele presentarse como una experiencia privilegiada, o como la oportunidad de realizar algún tipo de descubrimiento excepcional, en Viñals puede presentarse bajo cierto halo de angustia, o se
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desestima como «la actividad menos provechosa de mi vida» como ocurre respectivamente en el «Aquellos andenes», de Milagro a milagro (1999, p. 28), y «Nupcial», aparecido en El amor (2002a, p.57). En contraposición directa con la postura de ciertos autores de vanguardia con quienes, por lo demás, Viñals se siente fuertemente emparentado, es especialmente interesante el poema «Un bárbaro en Asia», incluido en Transmutaciones (2000, p. 39). En él la voz poética desdoblada debate si debe seguir o no el ejemplo del belga Henri Michaux. Misterios de Michaux en los charcos asiáticos con la pupila encendida por el opio, los dioses diminutos que descubre en los pliegues de la cortina de hilo flojo, la vocecita aguda de las chinches, los penes tántricos de dimensiones luminosas. Y tú no obstante aquí, comiéndote las liendres, atento a tus diarreas vulgares, con las fiebres periódicas del paludismo y tus obtusas cefaleas, aunque amaestrando tu jilguero de plumaje inventado. ¿Para qué?, dime. Vete a la India o a Birmania, chúpale al belga las vértebras del coxis. Encontrarás maestros o gurúes. trascenderás el limbo o la plasta del limbo de la razón, supurará tu lívida gangrena. [...]
Pero tras el elogio de Michaux y su propio menosprecio, termina negándose a asumir el papel de aventurero, apropiado para el belga pero no para el autor; así concluye reivindicando al ejemplo poético, pero apartándose del vital: «Pero no mires su sandalia pues tu pie no se ajusta a su medida.» No es que el autor rechace el potencial de conocimiento que puede estar ligado al viaje, sino que no se conforma con la asociación al uso que la tradición confiere a esta experiencia. En otro poema singularmente significativo para este asunto, «Conveniencia de instalar letreros de entrada y salida a cada lado de las puertas», incluido en 72 lecciones de ignorancia (1995c, p. 340), vuelve a abordar de forma crítica la relación entre migración y cierto tipo de conciencia, al que a veces se ha tildado de escapista y que con frecuencia se ha asociado con al viaje, el sueño. «Soñé tanto que ya no soy de aquí», acaba de decirme León Paul Fargue. C o m o si no ser de aquí significara ser de otra parte. C o m o si soñar equivaliese a emigrar. C o m o si quien emigra pudiera dejar de pertenecer. C o m o si el emigrante pudiese emigrar de su sueño y no soñar su extrañamiento.
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Benito del Pliego C o m o si quien emigra del sueño no inmigrara al sueño. C o m o si el que inmigra al sueño no fuese un extranjero en los sueños.
Si, como podría inferirse de la lectura de este poema, el viaje no es capaz de romper la cadena de contradicciones en que el poeta viajero se ve inmerso, si no es capaz de conducirle a ningún tipo de conclusión ni mejoría, hay al menos una sensación a la que le lleva de manera inequívoca: el desplazamiento entraña el establecimiento de vínculos inquebrantables con las personas que le han dado acogida. Más aún, Viñals plantea la itinerancia como una actividad grupal y solidaria, no individual y elitista. Los personajes de los poemas «Aquellos andenes» y «Nupcial», ya mencionados, son parejas que hablan en plural de su angustiosa itinerancia. En otras ocasiones, como en el poema «Conjunción de los métodos dialéctico y psicoanalítico», de 72 lecciones de ignorancia (1995c, p. 379) o en el largo poema narrativo El Osar, incluido en el volumen He amado (2006, pp. 538-562), la voz poética da cuenta de una emigración de tipo familiar en la que el autor es sólo uno de los muchos participantes en la experiencia de sucesivos arraigos y desarraigos. Los lugares que han formado parte de ese itinerario no quedan atrás, no son solo nombres en una larga lista de ciudades visitadas en busca de las claves de uno mismo —como hicieron algunos de los viajeros vanguardistas a los que el propio José vincula su estética; por el contrario, el autor subraya la índole solidaria de su andadura y la importancia del entramado de relaciones humanas establecidas. «Un violín y los hechos», de Telón de boca (1995d, pp. 457-458) y «Bogotá», incluido en Animales, amores, pasajes y blasfemias (1998a, pp. 76-77) expresan de forma especialmente acertada esta certidumbre. El primer párrafo del último de los poemas mencionados es en sí mismo elocuente. Nótese que en él se refiere a los amigos colombianos que rememora desde España como «forajidos», es decir, «desterrados» o «delincuentes que andan fuera de poblado», según la definición que ofrece de esta palabra el diccionario de la R.A.E.: Bajo las ruanas y la cordillera, allí estaban los ocho primeros forajidos; y aquí están, por sus nombres queridos, en el centro del pecho y de la vida. Y seguirán estando aunque se pongan otros, a trescientos centímetros de la chimenea, estufa, hogar o como quiera que se llame la vieja salamandra de las congregaciones.
La presencia de ese vínculo amistoso-familiar es constante en la obra narrativa y poética de Viñals, hasta el punto de ser uno de los ejes de su desarrollo.
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Los vínculos sanguíneos o casi sanguíneos se tejen y destejen al mismo tiempo que transita por los lugares de su migración. Me gustaría concluir este tour por los espacios representativos del viaje en la obra de José Viñals mencionando uno de los que se elaboran con mayor detalle tanto en su poesía como en su narrativa. Me refiero a la representación del lugar de origen. Servirá además para hacer un último repaso a los aspectos fundamentales que se han mencionado en esta presentación. La relación de la escritura moderna con el espacio que el desplazado identifica como su lugar de origen puede ser especialmente reveladora para comprender su actitud hacia el desplazamiento. No es infrecuente descubrir en los relatos de exiliados, turistas, emigrantes o expatriados una actitud doble o ambigua; por un lado, de orgullo por haberlo dejado atrás y haber tenido la experiencia de ganar así un caudal de experiencias que no está al alcance de los que se quedaron; y, por otro, una nostalgia provocada por la sensación de que lo natural es estar en el lugar que consideramos nuestra casa, un sentimiento de pérdida que solo puede ser aliviada por el retorno. No estoy seguro de que ninguno de estos aspectos se dé con claridad en la representación del origen en la obra de Viñals. Existe, para empezar, cierta ambivalencia al localizar geográficamente este espacio. En la mayor parte de los poemas el paisaje que enmarca los relatos de la infancia es el de la Córdoba argentina natal; como dice en Elogio de la miniatura, es bajo la Cruz del Sur donde se encuentra «el culo de mono del origen» (2002b, p. 94). Sin embargo, con frecuencia la historia personal queda entrelazada con la de los ancestros, y en esos casos la Extremadura de la familia materna compite y se funde con el paisaje original. Fortalece de esta forma la sensación de que no siempre es sencillo para el autor definir dónde es aquí y dónde allí. Corralito, el pueblo cordobés donde nació el poeta, es en su poesía uno de los lugares preferentes de la memoria. Este espacio se asocia con notable fuerza lírica al descubrimiento de los impulsos vitales que celebra su poesía. Pero precisamente por la fuerza con la que este homenaje está ligado al presente, resulta difícil leer la representación de Corralito como una contraposición melancólica a lo que significa su aquí y ahora. Más que como una representación en términos espaciales del pasado, Corralito encarna la permanencia de ciertas pulsiones y rasgos vitales. El lugar tampoco queda consagrado como un lugar paradisíaco; por el contrario, su narrativa, que con frecuencia localiza allí sus ficciones, se complace en retratar una vida en que la belleza de lo simple se
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amalgama de forma alucinatoria con la mayor de las crueldades. Probablemente los mejores ejemplos de esta mixtura se den en la novela Padreoscuro y en su libro de relatos Miel de avispa. Tanto la novela, como algunos de los relatos, comienzan con la llegada de un forastero, un visitante, aparentemente ajeno a la vida de los habitantes del pequeño pueblo, que escucha, mudo o atónito, las declaraciones delirantes que los lugareños hacen de este mundo donde las fronteras entre el amor y la crueldad responden a un mapa propio. La ficción es en este sentido una oportunidad de mantener un diálogo (con frecuencia inquisitivo) sobre las experiencias que marcaron los primeros años de vida. La actitud de la narrativa, de este modo, compensa el lirismo con que la poesía tiende a presentarlo. Los rasgos que traducen ese lugar tienden a hacer de él encarnación del pasado familiar. No hay, sin embargo, una expresión clara de nostalgia nacionalista o de exhumación de una identidad desplazada por el cambio; su evocación responde menos a la articulación de un deseo de regreso que a una conciencia de clase, una condición social y un impulso solidario. El papel que ocupa el lugar de origen, nos trae de regreso a la certidumbre que estructura el discurso sobre el desplazamiento en la obra de Viñals: el deseo de hacer de la experiencia migrante un símbolo de solidaridad. También Corralito se hace imagen de ese deseo, ofreciendo una imagen del autor en términos de conciencia política y origen social. El vínculo con los campesinos, los desposeídos, los locos, los trabajadores, los emigrantes (la solidaridad con todos los desplazados), es el punto de fuga en torno al que se construye su representación del desplazamiento.
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EL APOCALIPSIS PERPETUO DE LA NADA INFINITA. V I A J E A LOS SARCÓFAGOS DEL PODER EN EL PRÍNCIPE DE FEDERICO ANDAHAZI Carlos Ferreiro González Universidade da Coruna, España
La estrategia constructiva de El Príncipe, del novelista argentino Federico Andahazi (Buenos Aires, 1963) se basa en la interrelación de dos niveles de relato, el mítico-fabulístico y el pseudo-histórico, para incidir en el carácter atemporal y globalizador del texto. La estructura argumental es relativamente simple: la biografía retrospectiva de un dictador desde el momento de su aparente ascensión a los cielos, que da pretexto a la voz narrativa para transmitir la trayectoria vital del protagonista desde su nacimiento, hasta más tarde repasar sus múltiples atrocidades como conductor del país, que incluye el asesinato político de sus propios hijos y finalmente testimoniar el holocausto de su pueblo. El comienzo del relato posee un tono apocalíptico que describe un espacio urbano con tintes futuristas, al borde de una catástrofe. La sintaxis presenta una armazón salmòdica, con períodos oracionales muy largos, en forma de versículos, de tal modo que, a título de curiosidad, el verbo que aporta sentido al primer párrafo, surge tras 54 líneas de descripción contextual. El tono humorístico podría calificarse como el único hilo conductor de la novela y se manifiesta en una delirante alternancia entre lo solemne y lo grotesco, el hiperrealismo y la fantasía, que, paradójicamente, dejan en la atmósfera del relato un pozo de desolación y pesimismo irremediables. La escena de la Ascensión del Dictador responde a estos parámetros:
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Carlos Ferreiro González Con la levedad de un ángel movía los pesados badajos como si pulsara las cuerdas de una lira: tocó la instrucción de un Himno Nacional, las primeras notas de la «Zamba de mi esperanza» y el estribillo, en versión celestial, de «A mi manera». Con los cabellos al viento planeó serenamente sobre los techos de Ministerio de Hacienda, descendió a pique cerca de las terrazas del Hilton, hizo un looping sobre los silos del puerto y en una maniobra vertiginosa voló, rasante y veloz, sobre nuestras azoradas cabezas... (Andahazi, 2001, p. 23)1. El Dictador resulta innominado, o es partícipe de innumerables calificativos
y apodos. Su esposa, María de los Perros Amor, es una cabaretera; se conocen en un burdel de un pueblucho donde él comienza su «carrera» política como una especie de chamán milagrero. La cohorte de ministros que los rodean parece salida de una suerte de «patio de Monipodio» cervantino. Planteado este desarrollo temático esperpéntico, surge toda una reflexión pseudo-filosófica y política que va introduciendo la voz narrativa. L a novela se conforma por fin como una reelaboración paratextual del El Príncipe de Nicolás Maquiavelo. D e hecho, aparecen interpolaciones textuales de la obra del pensador italiano, pero sólo en primera instancia y en los primeros instantes, pues rápidamente son manipuladas y dinamitadas para adaptarlas a la mentalidad corrupta del líder autoritario. Así sucede en los momentos iniciáticos del éxito populista del Dictador, en el que se introduce la siguiente reflexión: Nada suscita en el vulgo más ciega e incondicional lealtad que la mágica materialización de lo imposible. No existió profeta ni Mesías que no apelara al recurso del milagro para multiplicar la fuerza de su prédica. De todas las artes que debe conocer el príncipe, la magia es la más simple, la menos onerosa y la más deslumbrante arma de persuasión. Un príncipe puede ser respetado como estratega, venerado por su magnanimidad, puede ser reverenciado y obedecido por el temor o imponerse por la fuerza de las armas, pero todos caerán rendidos a los pies de aquel que abre las aguas de los mares, del que levanta los muertos de las tumbas, del que multiplica peces y panes, del que convierte en piedra el enemigo o, simplemente, del que hace aparecer baratijas entre sus manos para arrojarlas a la multitud. En fin, un príncipe no puede ser menos que un mago de poca monta (pp. 98-99). El Dictador es, por definición, un ser que promete hechos y siempre los cumple en una pequeña parte. D e tal modo, el primer y el segundo capítulo 1
En adelante, todas las citas textuales harán referencia a esta edición.
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culminan con sendas evasiones, fugas del poderoso que se fundamentan en el valor de la esperanza y el deseo que suscitan en el pueblo frente a la vulgaridad de los actos tangibles. Así, el protagonista diseña estrategias que le conviertan en un referente deífico. Nunca desarrolla sus compromisos en su totalidad. La propia figura del príncipe deberá obedecer a este principio. Tendrá que entregarse al vulgo con la misma etérea perfidia de una mujer fatal. Alternativamente deberá mostrarse enamorado de sus subditos y, al día siguiente, evasivo y escurridizo del fervor popular. N u n c a un amante puede mostrarse posesivo y mendicante de amor. El príncipe debe proceder como el amante perfecto: si para conservar la estima del vulgo tiene que posponer el cumplimiento de una promesa, habrá de estar dispuesto, también a privar al vulgo de su propia presencia para hacerla infinitamente más deseable (p. 106).
Sin duda, la paratextualidad frente a El Príncipe de Maquiavelo no es la única en la novela. Continuamente se apela a la parodización de los textos bíblicos. Antes de la Ascensión del Dictador (calificado por el pueblo como la Madre) se produce una «Última Cena» con la presencia de doce ministros, entre los que figura un traidor, Orestes. Por otra parte, la génesis del protagonista mezcla dos variantes de relato, el mítico y el fabulístico, que inciden en el carácter aparentemente ahistórico del texto. La confusión babélica de lenguas que se da en el episodio de su nacimiento (castellano-portugués-italianoaymara), difumina la focalización localizadora de la narración en la frontera argentino boliviana. La novela presenta, además, pequeños Apocalipsis, que conducirán al definitivo. El nacimiento del Dictador provoca la destrucción de lnti Cuntur. Su fuga del poder provoca la decadencia de la Ciudad Moderna y su retorno, provoca el cataclismo último de la nación y su disolución en la Nada de la Historia. Desde el punto de vista técnico, la aportación más interesante del relato de Andahazi es la configuración de la voz narrativa. El narrador-múltiple asume un carácter colectivo (periodista, jurado, ministro, obrero, etc.) y se sumerge en cada una de las diferentes reacciones y sentimientos frente al Soberano. Oscila desde la incredulidad a la devoción, del pánico a la euforia, etc. En cierto modo, podría ser definido como un «narrador bovino», parafraseando una actitud que él mismo reconoce en ocasiones:
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Carlos Ferreira González Nos fueron creciendo las barbas de la indolencia, echados boca arriba nos rascábamos las pulgas gordas del tedio. Frente a nuestros impávidos ojos de vaca, los días pasaban con la misma lenta mansedumbre con la que iba cayendo la hojarasca otoñal del calendario. Recostados sobre la almohada pringosa de la decepción, veíamos pasar la sucesión de santos del santoral: [...] Vivíamos en un sempiterno domingo de lluvia. Sometidos por la melancolía, solamente nos quedaba el recuerdo cada vez más remoto del Hijo de Wari. Rememorábamos sus días de gloria y lo esperábamos, como en los viejos tiempos, conservando entre las manos el tesoro impar de los milagros gestados en la tripa de serpiente que sólo habrían de consumarse con su segunda vuelta (pp. 126-127).
Sin embargo, esa apatía, salpicada por un humor desencantado, acaba por transformar en aparente relato mítico en una disección inmisericorde de la historia latinoamericana, y en particular, de la reciente historia argentina. El maléfico dictador, de estirpe demoníaca, nacido entre alimañas en los subsuelos de un volcán, alcanza el poder tras asesinar a sus progenitores y tras una «tournée» por el empobrecido país, signada por las promesas vacuas y populistas, gobernará cruelmente durante décadas: Y así, vendiendo a su madre cuando era necesario y volviéndola a comprar; haciendo aparecer de las fauces de los reptiles las promesas impares que algún día habría de completar, caminando de pueblo en pueblo, durmiendo al sereno rodeado por sus bestias, poco a poco el Hijo de Wari logró que su nombre fuera viajando de boca en boca... (p. 101).
Se produce una sarcàstica descripción de la absurda política exterior diseñada tradicionalmente por los sátrapas de latinoamericanos. Ante el desbordamiento de las cloacas londinenses, la Provincia decide importar «fertilizante» a cambio de vender a Inglaterra los derechos de las minas de cobre y plata. El desenlace hilarante del convenio muestra las debilidades históricas de los mandatarios latinoamericanos. La Corona redobló la apuesta y propuso que, además de los yacimientos de cobre las minas de plata, la Provincia se comprometiera a que todas las cosechas que dieran los áridos suelos abonados con su «fertilizante» fuesen exportadas a la ínsula a la mitad de precio que fijara el mercado y, luego, que toda la producción manufacturada con el producto de las cosechas fuera importada a la Provincia según los precios estipulados por el mercado libre. A los dos meses de sellado
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el acuerdo, la lejana provincia caída del mapa ingresaba al M u n d o recibiendo cincuenta mil toneladas de mierda de pura cepa británica (p. 124). Las escasas alteraciones en el poder entre Gobierno y Oposición se revelan como una espiral irrealista teñida de una cosmética de cambio. Después de décadas de aplastamiento, el pueblo, asumido en la voz narrativa, navega entre la narcosis y el insomnio. Al igual que el régimen del Soberano y sus ministros representa u n mando que no gobierna, sus fastuosos viajes se nos revelan como una ficción, un pobre truco de ilusionismo a base de decorados de cine que sitúan el palacio en Estambul, París, Roma, etc., coordinados por Héctor Perón del Bosque, Director Oficial de Cine. Así, bruscamente, el Libro Tercero manifiesta toda su historicidad real surgida de las bases irreales e indefinidas del prerrelato mítico. El título Argentina Sono Fin y la referencia al apellido del director vinculan con exactitud y sin ambages el contenido del texto con las crisis económicas, políticas y sociales del último peronismo o también de la etapa del «corralito», marcadas por la corrupción, la indolencia y la mezquindad: Echados en la hamaca pendular de la resignación, no atinábamos a otra cosa que a rascarnos el culo escaldado por el letargo. Igual que el nuevo Presidente, aquel espantajo durmiente al que le colgaban las babas desde las comisuras de los labios mientras saqueaban lo poco que quedaba del Palacio de Gobierno, asistíamos impávidos al desvalijamiento de nuestras propias casas: sin llamar a la puerta entraban los acreedores de deudas que nunca habíamos contraído y frente a nuestros somnolientos ojos intentaban vaciarnos los bolsillos desfondados de los sacos y los pantalones diezmados antes por la polillas [...] Y mientras esperábamos el anhelado regreso de Aquel que se había perdido entre las nubes de la gloria, hincábamos el diente voraz en la carne magra de nuestros propios dedos, (pp. 148-149)
D e esta manera, el relato desnuda la distancia abismal entre el ascenso a los cielos, glorioso y mesiánico del dictador que creen ver sus súbditos, con la cruel realidad de una fuga mísera, que busca desaforadamente el enriquecimiento personal, hasta el punto de ser engañados por el Ministro de Finanzas que en su avaricia, evita que ninguno de los corruptos pueda disfrutar del dinero robado: Y ahora, habiendo acariciado durante tanto tiempo el ansiado momento de repartir el tesoro amasado a fuerza de imaginación, contratos, prebendas, favo-
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Carlos Ferreiro González res, concesiones, privatizaciones, enajenaciones, licitaciones y hasta pequeños e involuntarios actos de cleptomanía, veían cómo el ansiado botín se les escabullía como agua entre las manos (p. 151).
El negro capítulo de la dictadura militar argentina es revivido en la novela a través de la irónica visión del curriculum profesional de los ministros. Este se articula como una ficha policial: APELLIDO Y NOMBRES: Tamburrini, Sabatino Sixto. Alias: La Pelada. Señas particulares: Redondo, visto de frente y perfil; a contraluz, no se notaría la diferencia. Ocupación: Ex Secretario de finanzas durante el mandato de la junta militar presidida por el general Grondona, ex director del Banco de la República bajo el mando de la junta militar conducida por el almirante Zaranga y Hobbes, Ministro de Finanzas en el período de gobierno de la junta militar a las órdenes del general Balín. Impulsor de la campaña oficial contra la pobreza «Muerto el Perro, Muerta la rabia». Antecedentes: Denunciado como autor intelectual del operativo que desmanteló, a fuerza de topadoras, el barrio Virgen Santa, lindero al Paseo del Retiro, barriendo con las máquinas las casillas de cartón con sus habitantes dentro, en el marco de la campaña contra la pobreza «Muerto el Perro, Muerta la Rabia». Absuelto. Ultimo trabajo: Ministro de Finanzas. Paradero: Desconocido. Fue visto por última vez sobrevolando la cúpula del Parlamento (p. 154). APELLIDO Y NOMBRES: San Miguel, Ubaldo Matildo. Alias: El Chancho. Señas particulares: Tatuaje en parte íntima que reza: «Codetas», o bien, «Colgate de esta y hacé piruetas»2. Ocupaciones: Conductor de transporte colectivo, más tarde ascendido a inspector. Delegado gremial y luego dirigente sindical de la agrupación, llegó a ser empresario en el área de transporte y turismo. Socio de la compañía Transandina La Muía. Antecedentes: Robo a mano armada, portación de armas de guerra, heridas múltiples con arma blanca en reyerta, estafa reiterada, falsificación de documento público. Absuelto en todas las causas. 2
No es preciso explicar en qué situación se puede leer el tatuaje apocopado o el extenso.
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Última ocupación: Ministro de Trabajo. Paradero: Desconocido. Fue visto por última vez sobrevolando la cúpula del Parlamento (p. 157). A P E L L I D O Y N O M B R E S : Santa Marina, Gregorio Félix. Alias: La Garza. Señas particulares: Ninguna. Ocupaciones: Titular de la Corporación Santa Marina. Abogado. Profesor de Derecho Constitucional. Redactor de la proclama «Abolir la Constitución para preservar la Constitución o Muerto el Rey, viva el Rey o Comunicado Número Uno», del alzamiento militar encabezado por el general Grondona. Redactor del manifiesto «La Fuerza del Derecho y el Derecho de la Fuerza o Todos Contra la Pared» que servirá de constitución provisional durante el gobierno del almirante Zaranga y Hobbes. Autor de la declaración «Bases Para la Reorganización Nacional o El Q u e se Mueve es Boleta», que proclama la junta militar al mando del general Balín. 3 Antecedentes: Expedientes extraviados. Ultimo trabajo: Ministro de Justicia. Paradero: Desconocido. Fue visto por última vez sobrevolando la cúpula del Parlamento (p. 160). El paratexto pseudomaquiavélico apoya y justifica cínicamente el crimen de estado, mediante un sistema de actuación perfectamente identificable con los regímenes dictatoriales latinoamericanos de los años setenta y ochenta: Existen Estados que reservan para sí la potestad sobre la vida o la muerte de los súbditos. Así como velan por la vida de los ciudadanos honorables, tienen la atribución de suprimir la de aquellos que emponzoñan los cimientos de las normas del propio Estado. [...] En el homicidio por interés político, la supresión del «reo» debe ser tan brutal e indisimulada que, por su misma torpeza, no pueda ser atribuida al sospechoso habitual, es decir, al gobernante. Ha de aparecer a los ojos públicos como una burda patraña urdida por la oposición con el propósito de inculpar al principal sospechoso, esto es, el gobierno (pp. 173-174). U n a vez destruido el sueño totalitario del Soberano, verificamos la destrucción paralela de la esperanza colectiva e individual de sus súbditos. Esta 3
Reorganización Nacional es el triste eufemismo utilizado para justificar y maquillar las
operaciones genocidas de Videla y Massera.
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aflora vigorosa en el último episodio, «El reino de las luces». La voz narrativa asume el protagonismo mediante una alternancia esquizoide que lo convierte en variadas individualidades que germinan sucesivas, en el pasaje de la «Algarada de los perros». Nos despertamos sobresaltados por ese aullido absoluto que, por provenir de todas partes, parecía no venir de ninguna [...] Y entonces, en la mitad de la noche, volvió a suceder. Pero esta vez no fue el solitario lamento de un perro. Desde todas partes llegaban, primero en sordina y luego con una proximidad inquietante, un sinnúmero de espeluznantes aullidos [...] Los parquímetros, los bancos de las plazas, los canteros, los pedestales de los monumentos, todo, absolutamente todo cuanto dormía a la intemperie, había sido ferozmente devorado por los perros [...] Las hordas de perros saqueaban y destruían negocios y supermercados [...] Los perros de policía nos declaramos, de hecho, en rebelión contra nuestros superiores y desconocíamos las voces de mando (pp. 192-194). La subversión canina finaliza con una exhibición propagandística ridicula del Régimen agonizante que llega incluso al remedo hiperbólico de una cita de Bertold Brecht: Primero fueron los gatos, pero no me preocupé porque yo no era gato. Después fueron las patas de los sillones pero no me preocupé, porque yo no era sillón. Luego fueron los tachos de basura pero no me preocupé, porque yo no era tacho de basura. Ahora están golpeando a mi puerta. La cámara hacía un traveling y revelaba la borrosa presencia de un perro con uniforme nazi (p. 201). Arruinado y traicionado, las últimas escenas del exilio del Príncipe-Soberano-Presidente desdibujan los sutilísimos límites entre vigilia y sueño, y alcanzan el paroxismo del delirio cuando almas en pena que pueblan los viejos estudios cinematográficos donde residen los ministros, comienzan a escenificar ante ellos su condena, la repetición eterna de sus peores actuaciones en vida: Sentado en una silla de tres patas, José Marrone, mientras se rascaba ostensiblemente la entrepierna repetía como una autómata: —Laburás, te cansás, ¿qué ganás? Y así, buscando entre la multitud de almas en pena la figura de su consejero, el Presidente se abría paso entre las voces que le susurraban al oído: —Una moneda señor, por el amor de Dios.
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—Voy a darte el dulce beso de la muerte. —Es para ti, canalla. —¡La vieja ve lo colore! ¡La vieja ve lo colore! —Laburás, te cansas, ¿qué ganas? (p. 225). En conclusión, el nihilismo ataráxico y la plasmación del narrador a la usanza de un mero voyeur dotan al texto del clima idóneo para exponer a la colectividad dominada. Por fin, el Apocalipsis, el tercero y definitivo, llega con el azote vengativo del Presidente. Despiadado y luciferino, descarga las bombas del Enola Gay sobre su pueblo, que se entrega como víctima gozosa a una muerte redentora: El Presidente elevó la máquina, giró y volvió a volar sobre nuestras cabezas. Todos pudimos ver como se desprendía la primera de las bombas. Fue una explosión gloriosa que nos despedazó antes de que pudiéramos escuchar es estruendo. Un hongo anaranjado y negro se levantó sobre nuestros despojos. La ciudad se había convertido en un páramo negro y humeante, en un camposanto que albergaba nuestros cadáveres calcinados. Algunos de nosotros todavía nos arrastrábamos entre las brasas. Entonces el Hijo de Wari por primera vez cumplió su promesa impar; volvió a virar y soltó la segunda carga. Nada. Ni siquiera un desierto devastado. Aquella Patria que nunca había existido más que en los sueños de unos pocos ilusos olvidados, fue destruida antes de nacer. Aquel hueco en el mapa, aquella nada hecha de vergüenza pronto fue cubierta por el piadoso manto del mar y el sudario del olvido (pp. 234-235). Aunque la relectura paratextual de El Príncipe de Maquiavelo busque una ilación del relato, dicho paratexto evoluciona hacía el nonsense y la autodestrucción del discurso. Bajo las ruinas del intento novelístico subyace el patetismo de la reciente historia argentina y, por extensión, el caos político, social y cultural de la Hispanoamérica de las últimas décadas.
BIBLIOGRAFÍA ANDAHAZI,
Federico ( 2 0 0 1 ) : El Príncipe. Barcelona: Planeta.
V I A J E A LA SEMILLA, EL PERIPLO INTERIOR DE LAS GENEALOGÍAS María del Rosario Alonso Martin
Hay trabajos críticos paradigmáticos que constituyen un hallazgo desde su propia enunciación. Hallazgos sumamente fructíferos como el que se produjo a partir de la conferencia inaugural pronunciada por la escritora y crítica mexicana Margo Glantz con motivo de la apertura de un simposio sobre literatura mexicana en la universidad católica de Eichstätt, Alemania, en octubre de 1989. Titulada muy certeramente «Las hijas de la Malinche, una genealogía literaria» (Glantz, 1991), la intervención se iniciaba con el reconocimiento implícito de un silencio por parte de la mujer a lo largo de la historia mexicana, silencio sólo roto por las imprescindibles voces de la Malinche y de Sor Juan Inés de la Cruz, unidas a la presencia inmutable de la Virgen de Guadalupe, partícipes del imaginario mexicano siempre atento a las elucubraciones sobre su identidad escindida. Partiendo de la lectura de El laberinto de la soledad, la obra de Octavio Paz (1988) que representa de forma inmejorable la sempiterna preocupación genealógica del mexicano, consciente en todo momento de su propia historia y de su propia identidad, hijo de la Malinche y silenciador de la voz femenina, Glantz recorre la producción literaria de la mujer, exigua y silenciada y se detiene en la década de los ochenta, época que exhibe una situación completamente distinta al mutismo tradicional: la presencia femenina en el panorama novelístico mexicano es muy notable, y en muchas de estas obras escritas por mujeres, la principal preocupación sigue siendo la genealógica. Es decir, las hijas de la Malinche enfrentan su particular laberinto de la soledad y configuran una
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nueva tradición discursiva en la que la biografía personal es fuente generadora de discurso, como afirma Margo Glantz (1991, p. 122): La preocupación por el origen, por la identidad se manifiesta en esa búsqueda de raíces familiares en donde la figura de la madre o del padre se aclaran, ya sean estos los progenitores biológicos o los antecesores literarios. Y pareciera que a medida que la proporción de mujeres en la literatura mexicana se acrecienta, la preocupación por la genealogía familiar aumenta también.
Glantz cita como ejemplos La morada en el tiempo de Ester Seligson de 1981; su propia novela titulada precisamente Las genealogías también del 81; Las hojas muertas de Bárbara Jacobs del 1987 así como La familia vino del norte de Silvia Molina; La Flor de Lys publicada en 1988 de Elena Poniatowska; Mejor desaparece y Duerme, ambas de Carmen Boullosa de 1988 y 1989 respectivamente. Obras que podemos relacionar con la novela Balúm Canán de 1957 de Rosario Castellanos y el libro de cuentos La semana de colores de Elena Garro de 1964, títulos en los que de nuevo, la autora se detiene a reflexionar sobre su propia genealogía. Nómina a la que podemos añadir las posteriores novelas de Rosa Nissan y la que nos ocupa en particular, la novela breve La bobe de Sabina Berman, publicada en 1990. Obras que se caracterizan por una búsqueda de la identidad femenina a través de la autobiografía, del recurso de la primera persona narrativa que supone una indagación existencial que define al sujeto narrado como partícipe de una herencia anterior que se evoca a través de la literatura. Las autoras, faltas de una tradición, la crean, estableciendo un canon fácilmente identificable en numerosas novelas escritas tras el 1968, con los ya citados prolegómenos de Castellanos y Garro: el de la genealogía. El discurso autobiográfico escrito por mujeres en Hispanoamérica se convierte en un discurso histórico y literario de carácter híbrido enormemente complejo, que inserta al sujeto en un contexto familiar e histórico, y que transciende la biografía personal y familiar para convertirse en social, cultural y nacional. Y particularmente en el caso de Glantz, Jacobs y Poniatowska, la identidad viene marcada por la diferencia: son extranjeras, judías, ajenas. Su búsqueda de la genealogía irá más allá de la realidad mexicana y dotará a sus bildungsromans1 de identidad histórica, suponen un viaje en el espacio y en el tiempo y servirán para analizar la compleja y multiforme realidad mexicana ' El concepto de bildungsroman o «novela de aprendizaje» aparece en el siglo xviii en Alemania con una novela de Goethe. Se define como la narración del proceso de aprendizaje
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huyendo de los tópicos y de los arquetipos manidos aquello que se entiende por «lo mexicano». Tanto en el caso de las dos primeras, descendientes de judíos que llegaron a México huyendo de la historia, como en el de Poniatowska, descendiente de franceses, polacos y rusos, nos encontramos con biografías escindidas que representan a la perfección una sociedad en crisis que busca su integración y que se somete a un proceso doloroso de autoindagación que va de lo particular, a lo colectivo. El viaje personal a la semilla en estas autoras genealógicas se convierte, desde una perspectiva más amplia, en un certero análisis de la sociedad. La autobiografía funciona por lo tanto, como un mecanismo social de búsqueda que parte de la intimidad. Discurso vigente y revisado en la actualidad, la autobiografía puede definirse básicamente según Lejeune (1994, p. 40) como «un relato retrospectivo en prosa que una persona real hace de su propia existencia, poniendo énfasis en su vida individual, en particular, en la historia de su personalidad». La autobiografía se caracteriza por su ubicación del sujeto de la enunciación: el sujeto del enunciado y el autor empírico del relato son el mismo, por lo que su reflejo dominante está constituido por el uso de la primera persona. La clasificación de una obra narrativa como autobiográfica nos va a revelar que, implícita o explícitamente, se establece «un pacto autobiográfico» que se define por una triple identidad de nominación entre autor, narrador y personaje en el nivel del texto. La mujer utiliza este discurso autobiográfico con fuertes implicaciones ideológicas, hecho que parece caracterizar a la escritura de género. Se trata de una distinción muy reconocida entre la escritura pública, masculina, y una escritura privada, femenina, diferencia que, pese a las nuevas aportaciones críticas, sigue siendo, a nuestro parecer, pertinente en ciertos casos: Durante mucho tiempo fue un tópico decir que la mujer se caracterizaba por su escritura intimista, lírica, subjetiva, que solía escribir en primera persona y de forma muy autobiográfica. H o y son conceptos superados. N o obstante, es cierto que al hilo de la aceleración histórica del siglo veinte, en muchos casos la mujer ha utilizado la escritura para verter su mundo interior, para responder a las grandes cuestiones del ser humano: ¿quién soy yo? La reflexión sobre la propia identidad corrige o complementa la imagen del yo forjado desde fuera (Caballero, 1998, p. 24).
de un personaje, generalmente masculino, desde la infancia hasta la madurez, que busca su identidad y su autorrealización.
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El proceso de creación autobiográfica, el impulso del registro y el deseo de interpretación son propios principalmente de quien se siente diferente. En el caso concreto de las escritoras citadas: Glantz, Jacobs y Poniatowska, la diferencia no es sólo genérica. Su itinerario vital es tan complejo que precisa de una búsqueda incesante. En su caso se trata de un sujeto femenino descentrado, múltiple y marginal, y su producción autobiográfica por consiguiente debe ser codificada desde estos supuestos. Un sujeto que va hacia una nueva identidad conscientemente elegida, focalizando el relato de tal forma que articula la biografía hacia lo colectivo y familiar ampliando su carácter autobiográfico centrado en el yo. Se trata de una estrategia narrativa que les permite asumir a las autoras la construcción de un sujeto plural o colectivo mientras se centra en su autorrepresentación. La estrategia de narración que eligen las autoras es la estructura de Bildungsroman o novela de aprendizaje, un recurso propio de la escritura de género como afirma la crítica feminista que se decanta no por una sucesión de anécdotas que articulen una novela de formación, relato de hechos vivenciales, sino por una narración que constituya el desarrollo de una conciencia (Ciplijauskaité, 1988, p. 20).
La manifestación más característica en la escritura femenina de hoy es la novela de formación ( b i l d u n g s r o m a n ) que Elisabeth Abel propone denominar «novela del despertar» para subrayar las diferencias entre las estrategias narrativas masculinas y femeninas. Esta etiqueta se refiere a una novela de formación, pero sobre todo que incide en el desarrollo de la conciencia que va más allá del aprendizaje de un Lazarillo o de un Wilhem Meister. A lo largo de la preparación de este trabajo, hemos sopesado la posibilidad de analizar brevemente la totalidad de las obras citadas por Margo Glantz en su particular genealogía, posibilidad que nos enfrentaba a un particular grupo de autoras caracterizadas por su origen judío, Jacobs, Krauze, la misma Glantz y más posteriormente Rosa Nissan y Sabina Berman entre otras, escritoras sumamente conscientes del peso de la tradición y, que a la manera de las mujeres cuyo papel es transmitir la historia y las costumbres de su pueblo como continuadoras orales de las mismas, habían accedido a la escritura genealógica como medio de indagación personal y transmisión colectiva. Autoras judío-mexicanas o mexicanas-judías entre las que destaca una personalidad controvertida y versátil cuya aportación a esta tradición genealógica del viaje interior resulta cuanto menos sorprendente: Sabina
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Berman Golberg quien publica en 1990 una breve novela titulada La bobe, abuela en lengua yidish. Definida en su contraportada como una «historia iniciática», La bobe supone la primera incursión narrativa de una de las autoras mexicanas más originales y mediáticas de la actualidad. Nacida en la capital en 1956, psicóloga de formación y dramaturga reconocida partícipe del Taller Teatral de Hugo Argüelles de quien se considera deudora, Berman es directora escénica, poeta, actriz y participa activamente en la vida cultural con sus crónicas periodísticas y sus agudas observaciones de la realidad desde una posición declaradamente feminista. Su manejo de los más diferentes géneros y su originalidad como dramaturga hacen que resulte sorprendente la elección de su primera incursión narrativa: La bobe (Berman, 1990) se inserta no sólo en una probada tradición de «novelas de formación» centradas directamente en la autobiografía — l a autora respeta hasta su propio nombre, se denomina «Sabita»— sino en la de las mujeres que abrieron camino en la década de los ochenta a la eclosión de la producción narrativa femenina. Indudablemente, Berman no sufre ninguna de las presiones hacia la mujer que sabe latín que se dedica a escribir, como les sucediera a Elena Garro y a Rosario Castellanos, y en los noventa, la repercusión de la literatura femenina ya no está tan cargada de suspicacias como en la de los ochenta que estudia Glantz. Berman está instalada en un puesto de privilegio y, desde una posición transgresora como autora de obras dramáticas originales entre las que destacamos Muerte súbita, Yanqui o Entre Villa y una mujer desnuda, se aproxima a la novela aparentemente de una forma muy convencional. En ella parece cierto el tópico de que toda primera novela es directamente autobiográfica, un ejercicio clásico de recuperación de su propio pasado en una sucesión cronológica perfectamente definida. La originalidad de esta breve novela consiste en el personaje central, que no coincide con el narrador y autor, la abuela que da título al libro y cuya muerte abre y cierra el relato.
La bobe, repetimos, se enmarca perfectamente en el molde genealógico de las autoras citadas por Glantz En ella basándose en sus recuerdos familiares, la niña narra a través de imágenes de gran fuerza y de un lenguaje poético muy sugestivo una infancia relativamente armónica en medio de dos ámbitos divididos. El ámbito familiar cerrado, judío, aquel que Jacobs en Las hojas muertas define constantemente con el «nosotros» y «lo nuestro», parece coexistir en medio del caos de la Ciudad de México, no en vano, la vida en la Colonia Hipódromo-Condesa, como señala la misma autora, se desarrolla en medio
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de una comunidad judía askenazí bastante notable (otra autora, Rosa Nissan 2 documentará la vida en otra comunidad también muy numerosa, la de los judíos sefardíes comerciantes). N o hay aparente conflicto entre la existencia en México de una minoría que, sólo en 1968 con la toma del ejército de las calles y la posterior matanza de Tlatelolco, recuerda dolorosamente un pasado de guerra y destrucción. El conflicto de la niña Sabita no es su pertenencia a un círculo minoritario, el conflicto parece producirse entre la forma de vivir de su abuela, la bobe, y las sesiones de psicoanálisis a las que se somete su madre, una madre que acude a la sinagoga el día del Yom Kippur pero no lleva libro de oraciones, lee muy concentrada La interpretación de los sueños de Sigmund Freud. Para Sabina Berman, definida siempre como dramaturga pese a su creciente producción narrativa y periodística, la escritura es un todo que muestra tanto la herencia como la originalidad de cada uno de nosotros: «en abstracto, mi escritura tiene la necesidad de capturar personalmente los trayectos largos de las historias a las cuales pertenecemos, a no desperdiciar, cortar, esconder, la herencia que tenemos cada uno de nosotros, y aceptarla, para atrevernos a ser distintos a la mayoría, extravagantemente diferentes». Declaraciones hechas en una lectura pública en el Palacio de Bellas Artes catorce años después de publicar la que sería su primera novela, una muestra de su herencia personal y de su original y particular visión de la realidad que nos hace diferentes. Berman no vive su diferencia como conflicto, diglosia, su aceptación de la escisión es tan sencilla como la naturalidad con la que acepta su infancia bilingüe: «De cualquier forma, hablo yidish. En un sector de mi memoria está el yidish» (Berman, 1990, p. 9). Acude de la mano de la abuela a la sinagoga, recita las oraciones, la diferencia, generadora de conflictos, parece latente hasta que entra en escena el personaje catalizador del drama... la auténtica dicotomía estriba en sus relaciones con la madre — e n el caso de Berman se cumple el hecho repetido a lo largo de numerosas obras genealógicas, el papel del progenitor deseado por el niño protagonista no es el que le corresponde, por ejemplo, en el de Castellanos, Garro y Poniatowska, la madre ideal estaba representada por la criada indígena— y en la evocación del pasado que constituye la historia familiar. Historia que es una especie de secreto y 2
Rosa Nissán publica, a instancias de Elena Poniatowska, una novela de formación titulada Novia que te vea (1992), cuya continuación Hisho que te nazca (1996), inciden en sus recuerdos personales como miembro de la colectividad judía sefardí de la capital mexicanas, dedicada fundamentalmente al comercio textil y sumamente conservadora.
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tanto Berman como Glantz deben aplicarse en descubrirla, documentarla. En el caso de la segunda la búsqueda exhaustiva conformará sus Genealogías, en el caso de Berman, el relato de la huida familiar de Polonia a Moscú, de Moscú a Tokio y de ahí al continente americano se constituye como una saga aventurera y trágica que se narra de forma vertiginosa ya que lo más importante no es la anécdota, sumamente rica, sino el hecho de que la abuela haya contado a su hija ese periplo de forma amable: «Hasta el día de hoy me parece una hazaña que mi abuela le haya relatado a su hija la escapada de los nazis como un viaje bendito» (Ibíd., p. 2). El conflicto, repetimos, no reside en la narradora de personalidad escindida que debe configurar su personalidad a la luz del conflicto y del discurso autorreferencial, sino en la generación anterior, trasplantada a un país distinto y sobre todo, sometida a una tradición que le pide sumisión a las mujeres. La auténtica urdimbre de la trama que compone el tejido narrativo de La bobe está formada por dos dicotomías sumamente tensas: la del sometimiento y la libertad, encarnadas por la abuela y la madre y la hija respectivamente, y la de la experiencia de lo sagrado, encarnado también por la abuela, y la falta de misticismo y experiencia religiosa de lo cotidiano que caracteriza a la madre y que no va a perpetuarse en la hija. La herencia de la nieta narradora será esa visión de lo absoluto a través de la luz y de la experiencia de lo eterno e inmutable representado por ciertos comportamientos y tradiciones y no tanto por la Torá o las grandes escrituras. El discurso genealógico se caracteriza por un estilo fragmentado que responde a la naturaleza de su narrador: la visión impresionista de los niños conforma el recuerdo de la infancia a través de fugaces fragmentos, imágenes de gran fuerza descriptiva narradas con una sintaxis sumamente sencilla y contundente. Este testigo que conforma la voz narrativa también es reflexivo, el hecho retrospectivo hace de las imágenes inconexas un discurso que alcanza posteriores conclusiones. En el caso de Berman, la niña sabe intuitivamente que hay una confrontación entre su madre y su abuela, oposición que articula en cierto modo el relato y que las sitúa enfrentando tradición y modernidad, cuestionando el papel femenino, el auténtico conflicto de la obra. La de Berman no es una novela sobre la minoría judía enfrentada al medio, sino que supone una reflexión sobre dos formas de enfrentar la vida desde el sujeto femenino, una centrada en la individualidad y la tradición y otra, que asume dolorosamente los avances y se siente parte de una colectividad.
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María del Rosario Alonso Martín ¿ Q u é puede responder la abuela? Ahora, al recordarla mirando la taza vacía, sé que no tiene palabras para responder. Creo que tampoco comprende del todo. M i madre usa términos amplios: historia, generaciones, habla de la mujer como un género. M i abuela está adherida a lo inmediato, a las cosas, a historias personales: no a la Historia. Al interés por el futuro de sus hijos, de la gente cuyo rostro le es costumbre. M i madre se eleva sobre eso, se remonta de lo particular a lo genérico y desde ahí lo juzga (Ibíd., p. 59).
La aparente inocencia de la rememoración infantil, resulta en las obras genealógicas sumamente subversivo. El relato impresionista de los hechos y las descripción de los personajes, la forma de recuperar la historia familiar en muchas ocasiones silenciada es una característica común a todas las obras que hemos citado, obras que, finalmente, minan los roles genéricos tradicionales y sitúan la atención del lector en aspectos insospechados de una historia colectiva que no ha reparado en sus protagonistas principales. Así como la niña Sabita descubre que no hay ni una sola fotografía familiar en la que su abuela aparezca en solitario, la autora que practica el discurso de la memoria focaliza el relato en sujetos ajenos al discurso cultural al uso. Las genealogías constituyen según nuestra interpretación, una declarada crítica al sistema que soslaya los márgenes de una sociedad que no repara en las minorías. Entendiendo minorías como minorías genéricas, sociales, culturales, religiosas y étnicas. Deudora de una tradición que yendo más allá podemos considerar un discurso de la memoria «judío-mexicana», Berman, de forma consciente elige una postura discursiva que la vincula con una recién creada tradición de autoras, aquellas que cita Margo Glantz, y a la vez, da un paso más reconociendo que esta recuperación de la memoria no es más que uno de los deberes tradicionales de la mujer cuyo deber es mantener los rituales sagrados y transmitir historias y oraciones colectivas. Muerta la abuela, quien enciende las velas del Sabat y pronuncia las oraciones es la nieta, no la madre, quien declina el deber que le corresponde: Enciendo un cerillo, empiezo a murmurar la bendición de las velas del Shabat, me detengo [...] Le corresponde por edad encender las velas. Gut, maj dos, hazlo. N o recuerdo que mi madre me haya hablado en yidish antes, o después. If job fragesen di bruje, dice, de cualquier forma yo he olvidado la oración (Ibíd., p. 120).
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La violenta confrontación con el pasado de las protagonistas genealógicas en una búsqueda desesperada de su propia identidad escindida entre el origen familiar y la realidad mexicana de su propia vida, parece no existir en Berman, la aceptación es total, la identificación con las raíces absoluta, la conciencia de pertenecer a una nueva realidad, sensata, por lo tanto estamos ante un avance del discurso genealógico que no necesita reivindicar violentamente la diferencia o la integración. El conflicto se aborda desde otra perspectiva más compleja, enormemente sutil, en la escritura de Sabina Berman la sugerencia es más poderosa que la argumentación. Sugerencia que podemos vincular a la prosa de otra escritora genealógica citada por Margo Glantz, Carmen Boullosa, cuyo discurso autorreferencial supone una ruptura tanto en el plano del lenguaje como en el de la concepción de la novela. La complejidad estructural de sus novelas, principalmente en Mejor desaparece y Antes nos sitúa en una nueva utilización del discurso autobiográfico centrado en la visión fragmentada tanto de la realidad como del lenguaje que suponen la elección de un narrador testigo infantil. Hemos de concluir, por tanto, que en un futuro, dicho discurso autobiográfico, perteneciente a una tradición genealógica ya ampliamente probada, irá volviéndose más complejo a medida que cambien las situaciones socio culturales de la realidad que lo produce. Con absoluta celeridad, los cambios configuran el transcurso de una tradición que, sin embargo, sigue siendo absolutamente productiva.
BIBLIOGRAFÍA
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LEJEUNE, Philipe (1994): El pacto autobiográfico y otros estudios. Málaga: Magazul/ Endymion. NISSÁN, Rosa (1992): Novia que te vea. México: Planeta. — (1996): Hisho que te nazca. México: Plaza y Janés PAZ, Octavio (1988): El laberinto de la soledad. México: FCE.
HUIDAS Y BÚSQUEDAS EN LA LITERATURA DE ROBERTO BOLAÑO Chiara Bolognese Universidad Autónoma de Madrid, España
«Ahí estábamos, por irnos y no» Antonio Di Benedetto El problema del mestizaje, de la fusión de horizontes y culturas, y la relación conflictiva con la patria acompañan siempre a los personajes de Bolaño. De ahí nace el importante papel del tema del viaje, elemento que muestra la inevitable condición de extranjeros de los protagonistas. Estos muy a menudo emprenden el desplazamiento desde Latinoamérica y siguen moviéndose constantemente porque perciben que no pertenecen a ninguno de los lugares en donde se establecen sin echar nunca raíces definitivas. Los individuos de Bolaño crean una literatura del desarraigo y de desarraigados, en la cual el movimiento se convierte en una necesidad para intentar encontrar un equilibrio, aunque siempre inestable, en una realidad en continuo movimiento. El desplazamiento, por lo tanto, es una constante en las experiencias de los protagonistas: a menudo, lo que trastoca la aparente tranquilidad de sus vidas es la llegada de algún viajero o la inminencia de una salida. Este hecho constituye en sí mismo un recurso narrativo que condiciona el desarrollo de la trama. Aun reconociendo los límites y los riesgos de cualquier categorización rígida, se pueden divisar ciertas tipologías de viaje que vertebran el territorio Bolaño y que a menudo se reiteran y entrelazan. En efecto, en algunas historias los protagonistas se marchan de Hispanoamérica porque intentan salvarse de
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la violencia física y psicológica de las dictaduras de los años setenta; en otras ocasiones, la huida se fusiona con el sentimiento de desarraigo que empuja a los protagonistas al desplazamiento en busca de sus mitos, para acabar con ellos o reevaluarlos. Otra clase de viaje recurrente es el que representa el inicio del paso a la vida adulta. Resulta bastante evidente que, sean cuales sean las razones que empujan al movimiento, siempre los individuos bolañanos acaban por ser personajes condenados a una vida nómada, a vagar por una realidad que no entienden.
LA H U I D A
A pesar de no ser una literatura política, la obra de Bolaño hace constantemente referencia a las represiones perpetradas por las dictaduras. De esta situación de prevaricación y silenciamiento nace el deseo de marcharse, como ponen de manifiesto estos dramáticos versos, que animan a emprender el camino, sin término ni finalidad: a caminar, entonces, latinoamericanos a caminar a caminar a buscar las pisadas extraviadas de los poetas perdidos en el fango inmóvil a perdernos en la nada (Bolaño, 1995, pp. 84-85). 1
La voz del poeta invita a sus compatriotas a no abandonar la errancia que ya habían emprendido los derrotados que los precedieron, a pesar de que esté destinada al fracaso y no tenga una meta precisa. Además, se dan algunos casos de huidas simbólicamente circulares, ya que los protagonistas las terminan donde las habían empezado. A esta conclusión llega el Ojo Silva —chileno exiliado y marginado por ser homosexual— quien emprende una serie de vagabundeos que lo llevan a reflexionar que «la huida había sido en espiral» (2001, p.24). Esta consideración es relevante porque da cuenta de la imposibilidad de fugarse de la situación desesperada en la cual muchos individuos bolañanos se encuentran.
1 Todas las citas corresponden a obras de Roberto Bolaño (identificadas por el año de edición), salvo cuando se indique expresamente lo contrario.
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También, en este sentido, es significativo el cuento «El azar», en el que el protagonista empieza la marcha hacia lo desconocido: Me despedí de todo lo que iba viendo [...] Crucé el puente y fue como si cruzara el túnel del tiempo [...] En los lavabos de la estación limpié mis viejos zapatos [...] borré las manchas de sangre [...] Después compré un billete en el siguiente tren. En cualquiera, sin importarme su destino (2003, pp. 133-134).
El único proyecto del joven es viajar, prescindiendo de lo que se pueda, o tal vez no se pueda, encontrar al llegar a la meta o durante el camino. Alejarse de la tierra de origen parece, entonces, la solución al desasosiego existencial, ya que permite huir de una realidad intolerable. Con la misma perspectiva se puede profundizar en el poema «Los Neochilenos», que es el relato del viaje de un grupo de jóvenes músicos que se marchan separándose de lo que había constituido hasta ese momento su vida y su cultura. Los jóvenes se despiden para empezar una gira musical que es en realidad una excusa para esconder su deseo de huir de una situación existencial inaguantable. Por esto se marchan hacia el norte, ese norte que, en palabras de uno de ellos: imanta los sueños Y las canciones sin sentido Aparente de los Neochilenos, Un norte [...] Presentido en el pañuelo blanco que a veces cubría Como un sudario Mi rostro (1995, p. 55).
En estos primeros versos se preconiza un final de muerte que está al acecho en el horizonte desolador que los músicos encuentran, por ejemplo, cuando van a caminar por Las calles del Perú Entre patrullas militares, vendedores Ambulantes y desocupados,
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Chiara Bolognese Oteando En las colinas [...] pero nada vimos. La oscuridad que rodeaba los Núcleos urbanos Era total (Ibíd., p. 66). Los jóvenes saben que emprenden el viaje hacia el abismo: Un amanecer, Como una banda de ladrones, Salimos de Arica Y cruzamos la frontera De la República. Por nuestros semblantes Hubiérase dicho que cruzábamos La frontera de la Razón (Ibíd., p. 63).
Se sienten como si estuvieran locos porque abandonan las certidumbres en favor de lo que no conocen; viajan como desquiciados cuestionándose sobre qué es lo que los empuja a moverse: «¿Y si la fiebre / De Pancho Misterio / Fuera nuestro combustible / O nuestro aparato de navegación?» (Ibíd., p. 65). A medida que el poema se desarrolla, se va esbozando, además, una diferencia entre el viaje real y el viaje espiritual del grupo de jóvenes, que reconocen que Nuestro miedo y nuestros sueños [...] marchaban de Este a Oeste Y de Oeste a Este, Mientras nosotros, los Neochilenos Reales viajábamos de Sur A Norte Y tan lentos Que parecía que no nos movíamos (Ibíd., pp. 70-71).
Sólo al final del texto se comprende que la dirección efectiva del viaje es completamente casual: «Cara, al sur / Cruz, al norte» (Ibíd., p. 72), lo importante para los jóvenes es dejar atrás «la ciudad / De las leyendas / Y del miedo» (ídem).
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Análoga situación es la de Auxilio Lacouture, en Amuleto, quien se mueve impulsada por lo que le dicta su propia inquietud, como reflejan las siguientes palabras acerca de su decisión de marcharse de Montevideo: un día llegué a México sin saber muy bien por qué, ni a qué, ni cómo, ni cuándo [...] en el año 1967 o tal vez en el año 1965 o 1962. Ya no me acuerdo ni de las fechas ni de los peregrinajes, lo único que sé es que llegué a México [...] A mí nadie me había echado de Montevideo, simplemente un día decidí partir (1999, p. 12).
La mujer piensa que ha elegido libremente su viaje y, con él, su destino; en realidad lo que se desprende de sus recuerdos es que el desplazamiento únicamente la ha llevado a una condición existencial de marginada, que nunca se integra en la nueva realidad. Auxilio llega incluso a intuir todo ello cuando dice que lo que la estimuló a viajar fue la locura. Esta nómada se cuestiona sobre las razones más profundas que la animaron a dejar la capital uruguaya rumbo a una nueva vida en México, y dice: tal vez fue la locura lo que me impulsó a viajar [...] Yo decía que había sido la cultura. Claro que la cultura a veces es la locura, o comprende la locura. Tal vez fue el desamor el que me impulsó a viajar. Tal vez fue un amor excesivo y desbordante. Tal vez fue la locura (Ibíd., p. 13).
Esta locura es la de dejar atrás lo que se tiene por lo que no se tiene, es el desequilibrio mental que, vaya adonde vaya, nunca la abandona, obligándola a una existencia fuera de la sociedad, tal como les ocurría a los neochilenos del poema anterior. La situación del viaje presenta en sí un carácter de ambigüedad. Los mismos elementos positivos que una existencia nómada conlleva —la libertad, las ocasiones de descubrir y conocer, las numerosas posibilidades de encuentro— son, a la vez, los aspectos más negativos de ésta, ya que, por ejemplo, la libertad puede ser una condena a la soledad, y los continuos cambios de lugar impiden una profundización en el conocimiento de las distintas realidades en las que los individuos se hallan. Los infinitos encuentros que caracterizan las vidas de los personajes se pueden convertir así en otros tantos desencuentros en los que los protagonistas se limitan a relaciones superficiales que se entablan con rapidez y que se deshacen con velocidad aún mayor.
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Chiara Bolognese
L A BÚSQUEDA Y EL D E R R U M B E DEL MITO: RELACIONES E N T R E DOS VIAJES
Los viajeros bolañanos dejan atrás el fracaso de los sueños latinoamericanos para encontrar otro fracaso, que todo lo abarca. En el periplo entre las dos orillas los personajes sólo consiguen fusionar su desesperación debida a la escisión latinoamericana con la fragmentación posmoderna. De los viajes que aparecen en la literatura de Bolaño dos merece la pena analizarlos paralelamente: el de Arturo Belano, Ulises Lima y Juan García Madero hacia el encuentro con la disolución de un modelo, y el de los críticos en la primera parte de 2666, quienes, tal vez más maduros, o más desengañados, fingen no darse cuenta del fracaso que caracteriza su movimiento. Ambos recorridos tienen como luz-guía la literatura o, más bien, la mitificación de un escritor, que, según la ilusión de los protagonistas, logrará dar definitivamente un sentido a sus vidas desordenadas. Se trata de viajes que empiezan como una búsqueda que presenta connotaciones literarias. Luego, a lo largo de la historia, ésta pasa a cobrar una significación más global, ya que quienes la acometen tratan de encontrar un sentido a su estar en el mundo, salvándose así de la desesperación, de la represión y del peso de vivir. Para los tres primeros se trata de un viaje fáustico, hacia el conocimiento encarnado en la maestra del Estridentismo, Cesárea Tinajero, al tiempo que es un viaje iniciático, ya que, después de haber causado su muerte involuntariamente, los jóvenes pueden por fin empezar a moverse en el mundo como hombres autónomos. Es un viaje que los protagonistas comienzan abruptamente en el intento de salvar a su amiga Lupe y, más bien, para buscar a Cesárea y lograr aclarar sus inquietudes poéticas confrontándose con ella. La preocupación por proteger a Lupe también puede interpretarse como una excusa para emprender un viaje que los muchachos ya sospechan de antemano destinado al fracaso: el rescate de la chica permitiría disfrazar de acto de solidaridad el desastroso proyecto. El recorrido de los jóvenes termina repentinamente con la muerte de Cesárea. El trayecto no ha conducido a los detectives hacia horizontes abiertos, sino hacia la concreción del derrumbe. Es un movimiento dirigido al lugar del fracaso, tal y como ocurre en 2666, en la cual todas las existencias confluyen en Sonora. Son dos viajes que naufragan y cuyas estructuras se parecen: tanto los chicos como los críticos buscan los rastros de su autor-símbolo, y siguen más una obsesión que a una persona real. Además, los perseguidos también llevan unas vidas que son un desplazamiento continuo. Por lo tanto, en cierta medida los
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discípulos emprenden un viaje simulando lo que ya hicieron sus maestros. Sin embargo, el significado más profundo de los dos desplazamientos es parcialmente diferente, puesto que sus protagonistas se encuentran en fases distintas de la existencia: para los chicos Cesárea es el modelo al cual quieren parecerse en sus vidas de poetas adultos; mientras que para los profesores Archimboldi es la figura a la que han dedicado su labor de investigadores, sacrificando incluso un poco de la vida privada, que resulta ser bastante desordenada a lo largo de toda la historia 2 . Los jóvenes tratan de mantener un contacto real y directo con su modelo que va a constituir la referencia en base a la cual planear su futuro, mientras que los académicos buscan para encontrar una prueba más a lo que han descubierto hasta el momento y comprender así qué persona hay detrás del escritor que tanto aprecian. Para los muchachos, el viaje representa un comienzo, mientras que para los académicos simboliza más bien la conclusión de su itinerario que habría de culminar en el añorado encuentro con el mito; por eso en Los detectives salvajes se da una cierta atmósfera de festividad —tal vez de ilusión—, que se pierde totalmente en 2666, donde el peregrinaje sirve además para conocer la realidad de deterioro que caracteriza la otra parte del mundo, desconocida para los críticos. El final es otra de las diferencias significativas entre los dos periplos. Los chicos vuelven al D.F. después del breve encuentro con Cesárea y reanudan sus vidas inquietas que los llevarán a viajar nuevamente; mientras que el relato del viaje de los académicos termina en Santa Teresa sin que hayan encontrado el objeto de su búsqueda, y no se cuenta el desarrollo posterior de sus vidas. El viaje no es sólo un desplazamiento físico, sino también la fórmula narrativa de expresar un dilema en el perfil de los personajes. Los episodios citados ponen de manifiesto el problema del sentido poco útil del viaje; tenga lugar o no, la vida sigue igual de vacía.
2 Pueden resultar interesantes las siguientes reflexiones que llevan a cabo dos de ellos acerca de este aspecto: «Pelletier y Espinosa [...] se dieron cuenta de que la búsqueda de Archimboldi no podría llenar jamás sus vidas. Podían leerlo, podían estudiarlo, podían desmenuzarlo, pero no podían morirse de risa con él ni deprimirse con él, en parte porque Archimboldi siempre estaba lejos, en parte porque su obra, a medida que uno se internaba en ella, devoraba a sus exploradores» (2004b, p. 47).
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E L VIAJE C O M O PASO HACIA LA M A D U R E Z
El tema del viaje iniciático está presente en muchas obras del autor, cuyos protagonistas comprenden que para hacerse personas adultas tienen que alejarse del entorno cotidiano. En este sentido es preciso volver a considerar el papel de Arturo Belano, quien desempeña también una función imprescindible con respecto a la unidad de la obra bolañana. Arturo es el punto de contacto entre Chile y México, el personaje que representa la universalización del problema de la búsqueda de identidad en América Latina y que también conoce profundamente la otra orilla del mundo, por haber vivido mucho tiempo en Europa. Chileno, emigrante en el D.F., empieza a viajar desde muy joven, como da fe Auxilio Lacouture cuando explica su marcha hacia Chile, poco antes de la caída de Allende: «Arturito Belano se marchó [...] un viaje largo, larguísimo, plagado de peligros, el viaje iniciático de todos los pobres muchachos latinoamericanos, recorrer este continente absurdo que entendemos mal o que de plano no entendemos» (1999, p. 63)3. La travesía que hace este joven muestra su firme voluntad de descubrir el mundo. En algunos cuentos también se aborda el tema desde este punto de vista. Un ejemplo es B, el protagonista de «Ultimos atardeceres en la tierra», otro chileno veinteañero residente en Ciudad de México, quien empieza unos días de vacaciones con su padre en Acapulco. Durante este periodo, B toma conciencia de la fragilidad de su progenitor, al tiempo que se hace hombre adulto y pierde así la visión mitificada que tenía del padre. Este pasa a ser una persona más cercana, con sus miedos y sus debilidades, y B entiende que «aquél es el último viaje que hará con su padre [...] Nunca más volverán a viajar juntos» (2001, p.59), porque ninguno de los dos volverá a ser el mismo después de los días en Acapulco.
E L VIAJE EXISTENCIAL
La condición de viajeros sigue estando asociada a los personajes incluso cuando éstos se encuentran establecidos en un lugar, convirtiendo así el noma-
3
Es peculiar el hecho de que, a pesar de la importancia que reviste el país de origen, en
la literatura del autor éste sea la única mención de u n viaje allí dirigido. Chile parece casi u n a meta fantasma, cubierta siempre por el recuerdo del horror de la dictadura.
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dismo físico en una condición mental; se produce por lo tanto una suerte de cambio del viaje real al viaje existencial. Bolaño mantenía que el desplazamiento deja siempre algo de insatisfacción en los viajeros, porque nunca cumple con las ilusiones que éstos se habían creado planeándolo; por ello subraya que al entusiasmo que antecede la marcha se sustituye «la amargura que todo viaje a la postre deja en el viajero» (2003a, p. 147). Una situación esta, que en su ficción se percibe en la condición existencial en la que se hallan los jóvenes detectives salvajes después de haber encontrado a Cesárea, y finalizado así su travesía. El aspecto más relevante es el hecho de ser y de sentirse viajeros por dentro. El desplazamiento tiene su principal valor en sí mismo, en concebir la idea de marcharse, lo cual implica replantearse todas las certezas que hasta el momento de la decisión habían constituido las bases de la existencia. Y, tal vez, los únicos que no quedan desilusionados con el viaje son justamente quienes no lo emprenden realmente. Un ejemplo reseñable de esta situación se da de nuevo en la primera parte de 2666, cuando los cuatro académicos tienen por fin decidido mudarse a México en busca de Archimboldi. El profesor italiano Piero Morini, a causa de sus problemas de salud, en el último instante se retira del plan, asegurándoles a sus compañeros que se mantendrá en contacto con ellos. Es en ese momento cuando el académico, al no poderse desplazar físicamente, empieza su viaje existencial que le proporcionará una mayor comprensión de sí. A propósito de esto, él mismo reflexiona que se trata de un recorrido alrededor de una resignación, una experiencia en cierto sentido nueva, pues esta resignación no era lo que comúnmente se llama resignación, ni siquiera paciencia o conformidad, sino más bien un estado de mansedumbre, una humildad exquisita e incomprensible que lo hacía llorar sin que viniera a cuento y en donde su propia imagen, lo que Morini percibía de Morini, se iba diluyendo de forma gradual e incontenible (2004b, p. 145).
Resulta evidente que el solo proyecto del viaje ha ocasionado un cambio existencial en el italiano.
L A CONDENA AL NOMADISMO
Por los temas que trata, se puede llegar a interpretar la literatura de Bolaño como un discurso que se cuestiona el concepto mismo de viaje. Se va así a
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armar un corpus de la literatura nómada (Carrión, 2005, p. 30), que anula todas las fronteras hasta llegar a delinear una situación de extraterritorialidad en la que ya no existen países ni confines. Es más, los hombres bolañanos están condenados a esta extraterritorialidad. El dilema se complica porque los personajes reniegan de sus características para integrarse en la nueva realidad a la cual llegan, y, sin embargo, al despojarse de sus elementos definitorios obtienen el resultado contrario, ya que no tienen puntos de referencia y no saben hacia dónde dirigir su búsqueda. Esto hace que los individuos nunca se integren totalmente y siempre estén de paso, acabando por ser extranjeros en todos los sitios. El crítico Ignacio Echevarría describe con acierto la situación en las siguientes palabras: «Por la obra de Bolaño transitan —errantes, fantasmales— los náufragos de un continente en el que el exilio es la figura épica de la desolación y de la vastedad. Laberinto de la identidad, Latinoamérica es para Bolaño una metáfora del abismo, un territorio en fuga» (Echeverría, 2002, p. 193). Es significativa esta caracterización del espacio narrativo de Bolaño, porque, por un lado, implica la idea de que la gente se quiere fugar de su continente de origen, buscando siempre nuevos lugares, y, por otro, se puede interpretar como si el territorio mismo estuviera siempre en movimiento, como si los emigrantes se lo llevaran consigo en sus desplazamientos, dibujando así un territorio existencial, un espacio en marcha. Los protagonistas siempre albergan esperanzas a la hora de emprender el desplazamiento, pero, en cambio, nada se concreta. Además, la realidad que encuentran al acabar el viaje no responde nunca a sus expectativas, ya que la situación en el lugar de llegada es igual, si no peor, que la que dejaron. A la realidad concreta se añade la condición de desubicación existencial, la del exilio interior. Sea el viaje real o ya sólo el recuerdo de la decisión de dejar la tierra natal, tomada tiempo atrás, el movimiento representa el único elemento que logra caracterizar a estos individuos por lo que son: es decir por nómadas que viven en una tierra de frontera, en un mundo que ya no logra ofrecer razones por las cuales valga la pena enraizarse en algún sitio. Los personajes, en efecto, se caracterizan por su condición de estar siempre de paso, como por ejemplo le ocurre a Carmen, la marginada asesinada en La pista de hielo, mencionada como la «transeúnte» (2003b, p. 148), o a Auxilio Lacouture, quien se define a sí misma como «la madre caminante. La transeúnte» (1999, p. 68): indivi-
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dúos que hallan una realidad en continua fluctuación que les obliga a seguir desplazándose para escapar de la inquietud de la no pertenencia. Emblemática en este sentido es también la segunda parte de Los detectives salvajes, en la que se da cuenta de vidas que transcurren en perpetuo movimiento. Casi ninguno de sus protagonistas consigue encontrar un sitio donde establecer su demora definitiva, y, cuando lo hacen, siempre mantienen en su mente y en sus sueños el proyecto de volver a marcharse. Ulises Lima es un ejemplo muy significativo de esto. Poco se sabe de él, que, al igual que Arturo Belano, es como un fantasma, siempre desplazándose y vagando por el D.F., o por Tel Aviv o por París, y en los pocos momentos de sedentarismo se prepara para un nuevo viaje. El autor resalta la provisionalidad de las experiencias de los personajes, agudizando el sentido de lo temporal y lo pasajero que desemboca en la nada. Los recorridos terminan en espacios que se pueden definir como «tierra de nadie» 4 , a la cual nunca pertenecerán porque, al fin y al cabo, son los lugares del paso, lugares que marcan el tránsito hacia el vacío. En este sentido, es interesante recordar las palabras de Ulises Lima acerca de su grupo poético: «los actuales real visceralistas camina[ba]n hacia atrás [...] De espaldas, mirando un punto pero alejándose de él, en línea recta hacia lo desconocido» (1998, p. 17). Esta observación del líder del grupo de poetas novatos muestra que efectivamente estos jóvenes emprenden un camino sin sentido, conocen la realidad de la cual quieren huir, pero no saben adonde van, moviéndose hacia la deriva. Del análisis que se ha desarrollado hasta aquí, es de concluir que el viaje de los latinoamericanos de Bolaño no tiene posibilidad de encontrar un final definitivo, porque éste ha dejado de existir, son individuos desarraigados y, lo que es aún peor, para ellos no se vislumbra ninguna esperanza de rearraigo. El viaje ha acabado en un fracaso, ya que ningún sitio para los personajes representa su lugar en el mundo, como muestran estas dramáticas palabras conclusivas: «Nunca regresarás a tu tierra (¿pero cuál es tu tierra?)» (1995, p. 57).
4
41).
U n concepto que Bolaño trata en «Literatura y exilio» en Entre paréntesis
(2004a, p.
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BIBLIOGRAFÍA
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EMILIO ADOLFO WESTPHALEN, LA POESÍA COMO NAUFRAGIO Juan Manuel del Rio Surribas Universidade da Coruna, España
La escritura es lo que queda en las arenas, húmedas, fulgurantes todavía, después de la retirada del mar. Resto, residuo. José Ángel Valente, Notas de un
simulador
El filósofo alemán Hans Blumemberg explica en la introducción a su libro Paradigmas para una metaforología (2003, pp. 41 y ss.) que los fines que persigue la investigación metaforológica son: analizar y reflexionar sobre el empleo de las metáforas en la construcción del discurso filosófico. Señala Blumemberg que la misión de su labor tiene dos momentos. El primero de ellos, de naturaleza crítica, pretende definir la legitimidad o ilegitimidad del empleo de metáforas en el lenguaje filosófico. Este trabajo crítico se encaminaría, pues, a denunciar la impropiedad de dichas formas de enunciación: la naturaleza multívoca y connotativa de la metáfora contraviene los principios cartesianos de claridad y distinción que debe regir un juicio filosófico. La distancia significativa entre lo que se quiere decir y lo que realmente se designa con una metáfora es tal que no podría vehicular un juicio verdadero1.
En este sentido la metaforología se enmarcaría en la denuncia moderna de la falsedad del lenguaje. 1
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El segundo objetivo de la metaforología surge cuando, después de demostrada la impropiedad del enunciado traslaticio que subyace en el empleo de la metáfora, se cae en la cuenta de que existe una serie de metáforas que Blumemberg denomina «metáforas absolutas». En este conjunto engloba aquellas formas de enunciación cuya pertinencia no puede ser rebatida en la medida en que estas metáforas son los únicos instrumentos lingüísticos aptos para poder pensar determinados contenidos cuya complejidad conceptual no puede ser expresada sino a través de este tipo de enunciaciones de naturaleza alusiva: existencia, justicia, verdad, dios, belleza, etcétera2. En idéntica circunstancia se halla el discurso teórico estético-poético en tanto que presenta una serie de conceptos (poesía, por ejemplo) difícilmente comprensibles o expresables a través de un discurso unívoco. En esta línea de análisis se enmarca el presente estudio, que busca analizar la plasmación del pensamiento poético de Emilio Adolfo Westphalen a través de la metáfora del naufragio. A pesar de que Emilio Adolfo Westphalen señaló en diversas ocasiones lo inútil que resulta engendrar poéticas 3 y, todavía más inútil, tratar de seguirlas programáticamente en la creación4, supone una evidencia que un buen número de textos de Westphalen, ya sean poemas o ensayos, tienen como objeto de enunciación lo poético. A través de la lectura entrelazada de dichos textos, se puede reconstruir el pensamiento estético del escritor peruano, su poética. En diversos momentos del discurso poético y ensayístico de Westphalen la presencia de lo poético suele estar ligada al mar, articulada de modo frecuente en la conexión entre lo poético y la navegación y materializada en la metáfora de la poesía como naufragio. La riqueza semántica y el desarrollo conceptual de esta «metáfora primera» generan, dentro del pensamiento teórico de Westphalen, una serie implicaciones sobre otros conceptos de lo poético —tales como poeta, escritura poética, poema, creación poética, etc. Estas implicaciones derivan, a su vez, en otra serie de metáforas, «metáforas segundas» 5 , 2 En esta segunda cuestión, la metaforología entra en relación con uno de los temas capitales del pensamiento crítico moderno: la insuficiencia expresiva del lenguaje. 3 En «Conversación con Nedda Anhalt» se puede leer: «En poesía no hay fórmulas de aplicación asegurada y es vana toda 'poética'» (Westphalen, 1995, p. 117). 4 En «Un poema auténtico es imprevisible e irrepetible», Westphalen señala que «nada es más dañino para adecuarse a la disponibilidad creadora que cualquier preocupación para adoptar preceptos o poéticas —incluso una poética ideada por el mismo autor» (1995, p. 95). 5 Establezco esta distinción entre «metáfora primera» y «metáfora segunda» con un sentido jerárquico (las segundas se derivan de la primera), no con el sentido ontològico con que Blumenberg distingue las metáforas absolutas.
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que se interrelacionan entre sí y con la metáfora primera, dando lugar a una suerte de red metafórica donde cada nudo es expresión de un concepto y en la interrelación de todas ellas se construye un discurso teórico que transmite la visión que de la poesía tiene Emilio Adolfo Westphalen. La referencia al naufragio invoca la existencia de un viaje y, de modo específico, un viaje marítimo o navegación. Aparecen, pues, como términos implicados en la enunciación de la metáfora de la poesía como naufragio los símbolos del «viaje» como proceso y del «mar» como espacio en el que se desarrolla dicho proceso. En consecuencia, la metáfora del naufragio, aunque el discurso en donde se inserta no haga referencia a ello, arrastra la presencia, velada o no velada, del viaje y del mar y, con ellos, sus evocaciones semánticas. El viaje, como indica Cirlot (2003, p. 463), «no es nunca la mera traslación en el espacio, sino la tensión de búsqueda y cambio que determina el movimiento y la experiencia que se deriva del mismo», idea que completa con una referencia a Jung en la que se señala que el viajar es una imagen de la aspiración, del anhelo nunca saciado, que en parte alguna encuentra su objeto. El naufragio westphaleano guarda relación con estos valores connotativos que Cirlot apunta al referirse al viaje en tanto que la aspiración que impulsa a Westphalen es la de alcanzar a la Poesía, deseo que no se resuelve y, por tanto, no queda saciado. También en Cirlot se puede rastrear otra clave válida para comprender la elección por parte del poeta peruano del viaje marítimo como expresión de su pensamiento poético, puesto que el sentido simbólico del mar «corresponde con las aguas en movimiento, agente transitivo y mediador entre lo no formal y lo formal» (Ibíd., p. 305). La referencia que hace Cirlot a la naturaleza intermedia del mar, entre lo informal y lo formal, ayuda a comprender por qué es pertinente que la pérdida westphaleana remita a la pérdida marítima del naufragio, dado que uno de los puntos clave de la poética del peruano es la visión de la Poesía como una realidad superior o corriente informal que raras veces consigue ser expresada a través del lenguaje, esto es, «formalizada». Entre los escasos poemas que Westphalen escribió durante el periodo de 45 años que marca el silencio editorial posterior a Abolición de la muerte aparece «Poema inútil»6, en el que se lee la siguiente afirmación sobre la labor del poeta:
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Como señala la «Noticia sobre publicación primera» de «Otra imagen deleznable...», este poema fue publicado en 1977, en el número 20 de la revista limeña Creación & Crítica, dedicado a E. A. Westphalen.
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Juan Manuel del Río Surribas E m p e ñ o m a n c o este esforzarse en j u n t a r palabras Q u e n o se parecen ni a la cascada ni al remanso, Q u e m e n o s transmiten el ajetreo de vivir (Westphalen, 1991, p. 90).
Aquí el ejercicio de escritura poética se define como «empeño manco», esto es, ejercicio sin la posibilidad de atrapar que ofrecería la mano amputada y sin el recorrido que aportaría el brazo7. La palabra que nace de ese ejercicio carece, por tanto, de distancia y de aprehender la vida en su seno: es estéril en tanto en cuanto no está habitada por la vida esa palabra, no está tocada por lo poético. Pero, sobre todo, es inútil en tanto que lo que se desea realizar (escribir) carece del órgano necesario para materializarse: la mano. En esta afirmación se manifiesta una visión triste y desencantada del esfuerzo del poeta, cuya insatisfacción es generada por la patente distancia que media entre lo deseado y lo logrado. La causa última de ese fracaso, que deviene decepción, lo ocasiona la propia incapacidad del poeta a la hora de transmitir vitalidad poética a las palabras que constituyen el poema. «Máscara informe», «espejo de feria», «espejismo lunar», «cáscara desmenuzable», «torre falsa más triste y despreciable», todas estas formas con que Westphalen alude al resultado del trabajo del poeta no son sino denuncia de que lo que éste obtiene es ilusión de vida (por tanto, falso y engañoso) y reflejo distante y distinto de la realidad perseguida. Esta derrota del poeta, este desencanto con el que Westphalen percibe el ejercicio poético es el germen sobre el que se va a construir la metáfora de la poesía como naufragio, pues uno de los valores que ofrece esta imagen es el de plasmar el distanciamiento entre la meta perseguida (arribar a buen puerto o al puerto anhelado) y la meta obtenida (una orilla distinta y alejada de la deseada). Si bien en varios poemas anteriores, Westphalen asocia escritura y, sobre todo, lenguaje al mar, la primera manifestación de la metáfora de la poesía como naufragio se produce en 19808, cuando el poeta lee la conferencia que lleva por título «Pecios de una actividad incruenta», donde se señala el riesgo
7 El DRAEseñala que manco, aplicado a una embarcación, significa que carece de remos, es decir, que no se puede mover. 8 La noticia sobre la procedencia de los textos que aparece al final de La poesía los poemas los poetas señala que este ensayo fue leído en la primera mesa redonda del Encuentro Internacional de Escritores, celebrado en México D.F., entre los días 3 y 11 de mayo de 1980 y que, con posterioridad, sería publicado en Nueva York en la revista Escandalar.
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de encallar si no se acierta con el ritmo adecuado. En un momento Westphalen (1995, p. 25) expone que: «[...] la voluntad no tiene mucha parte en el asunto ya que escribir un poema es casi como tener un sueño —igualmente imprevisible e incontrolable». Esta afirmación guarda relación con la cita de «Poema inútil»: aquí se habla de la voluntad, allá del empeño. Sin embargo, si en el poema la reflexión apunta al resultado de la escritura (el después del poema), a la decepción al final del viaje; aquí la reflexión se centra en el momento inicial del viaje (el antes del poema). Westphalen sostiene en este ensayo que el poema no puede surgir de una actividad programática sometida a reglas y que la propia voluntad del poeta —empeño decía en «Poema inútil»— no es suficiente para la creación poética. Y, puesto que un poema no puede surgir de la voluntad del poeta, puesto que no nace de él, éste carece de la fuerza necesaria para hacer que lo poético se manifieste en la escritura. En consecuencia, la fuerza rectora del poeta —su voluntad— es incapaz de controlar el proceso, es decir, es inferior ésta a la acción que se pretende efectuar —escritura del poema—, del mismo modo que el náufrago es incapaz de gobernar la embarcación. Esta conexión y esta idea hallan, no obstante, su expresión más directa en el ensayo «Un poema auténtico es imprevisible e irrepetible», donde el poeta peruano relata su experiencia personal como escritor y el modo en que vive la actividad poética. En un momento de este texto se dice que el poeta naufraga en la escritura, que es víctima del proceso y no causa eficiente del mismo: [...] el acto de creación no se realiza en un trance o un éxtasis y menos puede ser el resultado de cálculos y reflexiones. Exige más bien que el pretendido poeta [...] reniegue de su yo — ceda a la corriente poética y se deje llevar — en imprevisible carrera — por esas aguas pertinaces y vivas que al cavar su propio lecho dan forma y vida al poema (1995, p. 95).
El poeta sólo puede ofrecer al proceso su colaboración y esta colaboración la cifra Westphalen en la renuncia del yo del poeta. Perder la identidad supone reconocer incapacidad a la hora de dirigir el proceso y con la des-identificación se neutraliza la voluntad, factor ineficiente y contrario al deseo de manifestación de lo poético en la escritura. Además, la pérdida de la identidad provoca que la fuerza y gravedad con que ésta dotaba al poeta lo abandone y, por tanto, se vea arrastrado por la corriente poética, como el náufrago es arrastrado por la corriente marítima. Así pues, Westphalen aconseja imitar en la creación
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poética la actitud de impotencia del náufrago y que se abandone a las fuerzas externas. Con esta exposición, Westphalen está proponiendo una ruptura con del esquema que la teoría romántica había postulado sobre el proceso creativo, pues el Romanticismo, influido por las doctrinas filosóficas del Idealismo, había dotado a la institución poeta de un poder mágico y de una naturaleza semidivina, gracias a su poder y dominio del lenguaje 9 , cuya actividad verbal ordena la Naturaleza, la dota de sentido y le transfiere vitalidad y realidad a través de su actividad lingüística 10 . Sin embargo, al exigir la pérdida de identidad del poeta, y con ella su autoridad y fuerza rectora, no sólo abandona esa visión (como apunta ya en «Poema inútil»), sino que invierte las relaciones y funciones de los elementos del proceso: el poeta, antes fuerza rectora, es instrumento; y el lenguaje o corriente poética, antes instrumento, es fuerza rectora. En la teoría poética westphaleana se percibe un deseo de reducir la inflación conceptual, la sobrevaloración de la institución poeta y su función dentro del fenómeno poético 11 . De la imagen del poeta arrastrado por el empuje de la corriente poética se desprende una segunda implicación de la poesía como naufragio: la superioridad del lenguaje. Una de las más claras manifestaciones de esta percep9 En el capítulo II del Enrique de Ofterdingen de Novalis se puede leer: «lo que el poeta dice tiene un poder mágico: hasta las palabras más usuales adquieren en sus labios un sonido especial y son capaces de arrebatar y fascinar al que las oye» (Novalis, 2004, p. 106). 10 «debió de haber poetas que, con el extraño son de maravillosos instrumentos, despertaban la secreta vida de los bosques [...] su arte mágico era capaz de hacer descender a este mundo a los seres más elevados, instruirles en los secretos del futuro y revelarles las proporciones y la estructura natural de las cosas, y hasta las fuerzas interiores y las virtudes curativas de los números, de las plantas y de todas las criaturas [...] la naturaleza, que hasta aquel momento había sido una selva en la que reinaba la confusión y la discordia, se llenó de múltiples y variados sonidos y de extrañas simpatías y proporciones» (Ibíd., p. 107). 11 Para observar la evolución que sufre la imagen del poeta en el pensamiento teórico de Westphalen pueden compararse los siguientes fragmentos, el primero de 1974 y el segundo de 1984: «[...] la medida del logro de la experiencia poética no puede ser sino el poema mismo, única explicación y justificación de la actividad poética. Y como hay más bien la tendencia a sobreestimar al poeta yo propondría que se volviera costumbre publicar anónimamente toda poesía» (1974, pp. 47-48). Y «Prurito de pueta»: « ¿ Q U E te suena mejor «flecha desnuda» o «flecha vestida»? — ¡Pamplinas! —Admirable es sólo la flecha clavada — en el ojo por supuesto (1991, p. 147). En el primero, Westphalen se contenta con restar protagonismo al poeta; en el segundo la ironía actúa en la base de esta institución con una clara voluntad ridiculizadora y peyorativa.
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ción la podemos encontrar en este poema de Máximas y mínimas de sapiencia pedestre: Idolo Se arremolinaron de repente las palabras para f o r m a r u n bloque c o m p a c t o e indisoluble al cual n o q u e d a b a sino someterse (1991, p. 112).
Este poema muestra el instante previo a la actividad poética. Cuando el poeta se aproxima al lenguaje, éste se le revela como una realidad infranqueable, cuya naturaleza y cualidades contradicen la función del poeta. La acción lingüística del poeta es labor de búsqueda y selección; sin embargo, el lenguaje se presenta al poeta como unidad indivisible (compacta) y que no acepta ninguna acción disgregadora (indisoluble): no acepta, pues, intervención externa. La voz lírica, tras observar esta circunstancia material del lenguaje, desemboca en una aceptación de su inferioridad. Y ese sometimiento es el que resemantiza el bloque y lo dota de valor religioso, divino, que, de este modo, se convierte en un ídolo, representación física de una fuerza superior. En «Remanentes de naufragio», última sección del poemario publicado en 1984 con el título de Nueva serie de escritos.. ,12, aparece el siguiente poema: C A R T E L A L D O R S O D E LA E S F I N G E C U A L E S palabras vivas para transmitir el peso m u e r t o del m a r sobre ojos y á n i m a — el silencio y el r u m o r entremezclados con que muele y remuele y recrea el t i e m p o — la tranquilidad angustiosa con que cubre su m u n d o y amenaza devorar el resto — ¡Oh! m a r nuestro de paz y violencia — síntesis de t o d a vida y t o d a m u e r t e — tráganos para n u n c a y para siempre (1991, p. 187).
En este texto, donde lenguaje y mar están interrelacionados, se establece una reflexión sobre el conflicto de dotar de vida al lenguaje. Este conflicto desemboca en derrota en el ejercicio poético y supone una nueva manifestación de la naturaleza superior del lenguaje, al igual que sucedía en el anterior poema. Sin embargo, las cualidades que se señalan son de otro orden: si en «Idolo» la fuerza del lenguaje residía en su indisolubilidad, ahora ésta reside en su inmensidad, en la imposibilidad de poder abarcarlo. No obstante, ambas cualidades
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En la edición de Alianza (1991) este poemario pasó a llamarse amago de poema — de lampo — de nada.
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remiten a la inaprensibilidad del lenguaje por parte del poeta. Por este motivo, al final del poema, la voz lírica formula una súplica al mar que comporta una doble manifestación: por un lado, el reconocimiento de la derrota; por el otro, la rendición en forma de sacrificio de su vida. Y este sacrificio asume la forma de un sacrificio marítimo, de un naufragio: el poeta se abandona a la voluntad del mar-lenguaje, esto es, se niega como entidad actuante y acepta pasivamente el destino trágico que la corriente poética le pueda deparar «para nunca y para siempre». En otro poema, perteneciente a Porciones de sueño para mitigar avernos, de 1986, vuelve a establecerse una relación entre mar y escritura poética: ¿ C O M O será escribir un p o e m a para Demelebé? ¿Acaso u n a guirnalda tupida de palabras para que aparezca — de pronto — sobre la p á g i n a — sirena completa y coleante? Ella m i s m a y ella sola — m á s grande que todas las palabras — con voz piel cabellera mirada. D e n t r o o fuera — ¿dónde estás si te veo por doquier? D e la red o guirnalda tendida te escapas para invadirlo todo — fuera y dentro — m a r que deglute red barca e iluso que quiso pescar la inhallable perla. (El derrotado poeta — perenne en tu gloria — te exalta — subdito orgulloso de que le permitieras tu presencia) (Ibíd., p. 201).
En este texto las relaciones metafóricas han sufrido una variación que afecta a la superficie del enunciado pero no a su sentido profundo. El poeta es representado como un pescador; el lenguaje ya no es el mar sino el instrumento de pesca que emplea el pescador —la red—; y el objeto que se pretende aprender o hacer vivir en el poema no es el mar, como en «Cartel al dorso de la esfinge», sino la amada-sirena13. A pesar de esas variaciones, el sentido profundo de ser manifestación de la incapacidad del ejercicio poético se mantiene. El »poeta derrotado» pretende transmitir la imagen de una sirena, cuya primera cualidad La sirena como presencia también remite a los conceptos y a los sentidos y valores que fijan el pensamiento de Westphalen. La sirena como representación de la belleza aproxima su valor al que Westphalen concede a la poesía (realidad que raras veces se manifiesta y que es imprevisible), pudiendo también ser imagen ilusoria, engañosa y defraudante. También representa el sentimiento o deseo de poseerla, de atraparla y expresarla. Pero, a su vez, produce con su atracción por el canto que el poeta-marinero se abandone a la mera acción de escuchar, se deje arrastrar y adopte una actitud pasiva ante el hecho estético. Por último, la aparición de la sirena suele ocasionar, de un modo voluntario o involuntario, un trágico desenlace; pues los marineros, atraídos por su canto, abandonan el gobierno de la embarcación y, en consecuencia, naufragan. Cf. la sección inicial de Maurice Blanchot, El libro por venir, donde se hace una reflexión sobre la figura de la sirena y la ilusión estética. 13
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es «completa», es decir, la imagen poética debe coincidir perfectamente con la imagen real en todos sus matices: «con voz piel cabellera mirada». Y la segunda cualidad de la sirena es «coleante», aspecto que reitera y enfatiza la dificultad de su asimiento: está viva, por tanto, apegada a la esfera de la realidad exterior o previa al poema; y, por otro lado, esa vitalidad se manifiesta a través de un movimiento enérgico que impide que se pueda retener entre las manos o red, que se pueda fijar o encerrar en el texto. Ahora bien, en «¿COMO será escribir un poema...?» la derrota del poeta es una derrota ya aceptada de antemano, es una decepción asumida («subdito orgulloso»). En última instancia, el discurso del poema ya no es tanto un ejercicio de expresar una realidad inaprensible ni la manifestación de ese deseo o de la derrota, sino que el discurso del poema es un ejercicio de imaginación: imaginar «cómo será escribir un poema para Demelebé». Desde el inicio ya se ha aceptado que no se puede llegar a dónde se desea. En esta línea de interpretación se puede suponer, pues, que el poema es el poema antes del poema que se debería escribir pero que no se puede: es la imaginación del viaje antes del viaje; por tanto, el naufragio es un naufragio en tierra, presentido antes que vivido. En este sentido, el poema supone una plasmación del hecho de que el naufragio ya se ha interiorizado, ha pasado a formar parte del pensamiento y percepción del poeta. La implicación segunda de la metáfora de la poesía como naufragio, esto es, la superioridad del lenguaje, nos lleva otra vez al punto de partida y, en ese retorno, surge una tercera implicación referida a la actitud que debe asumir el poeta en el proceso de escritura. Puesto que el poeta se muestra superado por la naturaleza inaprensible del lenguaje, no puede ejercer ninguna acción de control sobre el proceso. Rechazada esa función que estaba asignada al poeta dentro de la tradición poética, ¿cuál es la función o cómo debe intervenir el poeta en dicho proceso? En «Pecios de una actividad incruenta» Westphalen señala los factores que deben darse para que el poeta pueda escribir un poema. Las dos primeras circunstancias que señala se refieren al estado previo a la escritura: un terreno idóneo, un «ambiente cultural propicio»; y la «aparición de un incidente singular». Sin embargo, la tercera circunstancia está referida al momento de la escritura: «sería recomendable —ya en pleno proceso de creación— que el presunto autor se pusiera en perfecto estado de disponibilidad» (Westphalen, 1995, p. 24). A esta tercera circunstancia se suma una nueva exigencia que puede servir de ayuda a que el poema materialice con éxito su tarea: «habrá de acertar también con el ritmo adecuado para seguir las corrientes o alejarse
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de ellas cuando se presienta peligro de estrellarse contra escollos visibles o imaginarios» (Ibíd., p. 25). El poeta debe, por tanto, hallarse en estado de disponibilidad 14 y prestar atención al ritmo y movimiento de las corrientes —marinas y poéticas—, es decir, debe atender a lo que escucha. En este ensayo Westphalen parece conceder al poeta una función dentro del proceso, pues, guiado por su cualidad auditiva, puede reorientar la embarcación y evitar el naufragio, alejándose «cuando se presiente peligro de estrellarse contra escollos visibles ocultos o imaginarios» (Ibíd.). Sin embargo, esta posibilidad que podría abrir una ventana de escape del naufragio como destino del poeta se cierra unas líneas más abajo: Tampoco conoceremos por anticipado si después de la fatiga y el esfuerzo veremos a Venus surgir de la onda o nada más que los pecios de un naufragio incruento. Lo más probable será esto último —sin duda (Idem).
Esa visión decepcionante a la vez que trágica del proceso encuentra su manifestación más radical en el ensayo con que se abría este análisis, donde se dice que el poeta debe renegar de su yo, abandonarse y dejar actuar a la imprevisible corriente poética. El poeta, por tanto, sólo puede adoptar una actitud pasiva, de escucha (Miranda Lévano, 2005, pp. 439-446), dejando actuar, dejando intervenir a la corriente poética, la cual en su movimiento engendra el poema: «[las] aguas pertinaces y vivas [...] al cavar su propio lecho dan forma y vida al poema» (Westphalen, 1995, p. 95). Proceso y forma, pues, son lo mismo. Esta última afirmación preanuncia y nos aproxima a la cuarta implicación de la metáfora del naufragio: el poema como resto, residuo, como pecio. En el ensayo que lleva por título este término («Pecios de una actividad incruenta») establecía ya la relación entre lo que queda tras la escritura, el poema, y lo que queda tras el naufragio: «los pecios de un naufragio incruento» (Ibíd., p. 25). Toda la metafórica que Westphalen configura en su poética halla en esta relación poema-pecio su definición más precisa y completa, pues en esta metáfora se implican todas las anteriores. Por un lado, el pecio como residuo es testimonio de una actividad que en su desarrollo se consume y autoaniquila hasta el punto de que esa presencia, el pecio, es la única manifestación de todo el proceso. Como resultado del
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Este asunto ha sido tratado en Río Surribas, 2 0 0 6 .
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mismo, la existencia del pecio remite al viaje, a la búsqueda poética; por tanto, el poema-pecio remite a lo poético o a lo que resta de la experiencia poética. Por otro lado, esa naturaleza residual del poema supone, no obstante, también manifestación de pérdida: supone el reconocimiento de la derrota en el viaje y la insatisfacción que deja dicha experiencia frustrante ya que el modo en cómo se llega y el punto a donde se llega distan del proyecto inicial de partida. Sin embargo, esta metáfora del poema como pecio ofrece una precisión conceptual que no debe ser obviada. La gran conciencia lingüística con que emplea Westphalen este término queda demostrada en el hecho de que el pecio cifra tanto los fragmentos que quedan de la embarcación tras el naufragio como lo que de ella se rescata 15 . En este sentido se vislumbra el por qué del empleo del término marítimo, pues el poema es al lenguaje lo que el pecio es a la embarcación: materia residual que se consigue rescatar y que se manifiesta tras el proceso de naufragio, poético el primero y marítimo el segundo. En este sentido, y de modo paradójico, el pecio supone también una victoria, la única victoria posible a juicio del poeta peruano. El poema, al igual que el pecio, es la materia que se puede rescatar del naufragio y, por tanto, supone el punto o lugar de aproximación máxima a la Poesía. Por tanto, la relación metafórica que se establece entre pecio y poema fija un enunciado teórico plurisignificativo en el que se produce una tensión conceptual en la medida en que en su interior conviven de modo paradójico dos sentimientos enfrentados y a priori contradictorios, pero que el planteamiento poético de Westphalen, expresado oblicuamente en esta red metafórica de la poesía como naufragio, logra hacer conciliar. Esta última reflexión nos lleva de vuelta a la referencia inicial sobre las investigaciones de Blumenberg y la metaforología. Uno de los aciertos del trabajo especulativo de este pensador alemán radica en llamar la atención sobre el fenómeno paradójico de la labor reflexiva de orden teórico: cómo se puede expresar lingüísticamente una idea, un concepto o una realidad que se resiste a la definición, en tanto que el lenguaje se muestra insuficiente para tales fines. Igualmente paradójico resulta el ejercicio de reflexión teórica sobre la poesía: para expresar una poética, para hablar de ese sentimiento de lo poético sólo se puede emplear el lenguaje, que es el instrumento material a través del cual se manifiesta la poesía, objeto último de la reflexión poética. Es decir, pers-
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Según el DRAE.
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pectiva reflexiva y objeto reflexionado, ojo e imagen convergen y participan de la misma naturaleza y padecen sus mismas limitaciones. Esa circunstancia teórica paradójica obtiene en Westphalen una solución igualmente paradójica; pues, en lugar de expresar su pensamiento crítico a través de un discurso que enfrente de modo directo su objeto de reflexión, éste se vehicula a través de un mecanismo lingüístico de expresión oblicua, mecanismo que, gracias a su naturaleza multívoca, permite condensar y enunciar de modo coherente su idea poética con toda riqueza de matices.
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RUGENDAS EN A I R A : UN EPISODIO
EN LA VIDA DEL PINTOR
VIAJERO
Carmen de Mora Valcárcel Universidad de Sevilla, España
En una entrevista a propósito de esta novela, Aira sostenía que era poco lo que había de ficción en ella, pues la biografía de Rugendas era una especie de ready-made que él se limitaba a recoger: «Encontré por azar todos mis temas reunidos en una historia real» (Ayén, 2005). En efecto, la figura del pintor viajero de origen alemán le permite regresar a uno de los temas fundacionales de la literatura argentina, la Pampa, sus mitos y clisés, tratado en otras novelas suyas. El paisaje vacío del sur es escenario de La liebre y Erna la Cautiva. En ellas también está presente la figura del viajero europeo en América, en el siglo xix; Clarke, un científico y explorador británico que viaja a las tolderías indígenas, en la aventura darwinista de La liebre, y el ingeniero francés Duval, en Erna, la cautiva. «Cuando se quiere pintar algo —dice Aira—, conviene poner un testigo procedente de otro lugar» (Berti, 2006). Hablar de Rugendas significa también recordar a Humboldt, maestro suyo, tan presente en los viajeros extranjeros que recorrieron el territorio americano en el siglo xix, y de su legado, transmisor de una nueva imagen de América que echó raíces en la imaginación de europeos y americanos. A pesar de que Humboldt no llegó a Argentina, los viajeros que recorrieron este paisaje y dejaron testimonio escrito se basaron en ese modelo. Frente a otras producciones de Aira, esta novela presenta la singularidad de estar basada en un hecho real: el primer viaje de Johann Moritz Rugendas (1802-1858), «pintor de las Américas», a la Argentina, el descubrimiento de la pampa y de los malones, y el trágico accidente que sufrió al ser alcanzado por un
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rayo que le desfiguró la cara y marcó su vida. En este sentido aparenta ser una crónica de aquel viaje y de todo lo sucedido en él, fundamentada en la correspondencia del pintor y en una abundante documentación. Pero en Aira, siempre proclive al metalenguaje, este episodio, que está ficcionalizado1, se convierte también en un pretexto para reflexionar sobre las relaciones entre la realidad y el arte, para provocar un juego de analogías con algunos temas y obras canónicas de la literatura argentina, y para ejecutar algunas claves representativas de su literatura: el exotismo, el retorno a los orígenes, el procedimiento, la perspectiva, el monstruo, los desdoblamientos y juegos de identidades, la proyección autobiográfica, la parodia, el humor y el azar, entre otras. En un curioso paralelismo con «Deutsches Réquiem», la novela empieza con la genealogía de Rugendas, en Augsburgo (Alemania), pues nació «hijo, nieto y bisnieto de prestigiosos pintores de género». Detrás de esta táctica característica de un trabajo historiográfico —remontarse a los orígenes— está implícito uno de los conceptos más significativos manejados en la obra para representar la cosmovisión del viajero romántico y su apreciación integrada del mundo: el panteísmo. El bisabuelo, Georg Philip Rugendas (1666-1742) era relojero, pero, todavía en su juventud, perdió la mano derecha, decidió entonces dedicarse a la pintura y se especializó en la representación de batallas. Él fue el fundador de una saga de pintores. Sus tres hijos, heredaron la técnica, luego, el hijo de uno de ellos, el padre de Rugendas, que pintó las batallas de Napoleón. Y más tarde el propio Rugendas. Existe una estrecha relación entre el bisabuelo que sufre un accidente que le cambia la vida y le lleva a pintar batallas, y el biznieto fulminado por un rayo que muda su visión de la naturaleza y se obsesiona con la pintura de un malón. El panteísmo, por tanto, no es simplemente una reconstrucción histórico-ficcional de la filosofía de la naturaleza que tanto auge tuvo en la Alemania del siglo xix; es también un concepto — d e indudable filiación borgiana— que recorre todos los niveles (significativo, formal, simbólico, intertextual, histórico, etc.) y afecta al planteamiento mismo de la lectura del libro al acompañar el texto con ilustraciones de los cuadros de Rugendas 2 . Una de las manifestaciones del panteísmo narrativo («todo es uno» y «uno es 1 En «El viaje y su relato» afirma: «Que las cosas sucedan "en otro lado" basta para que sea ficción. Pero para hacer posible la ficción, el viaje tuvo que ser real» (Aira, 2001). 2 N o me refiero al hecho de que los dibujos correspondan al paisaje de la Pampa, pues algunos pertenecen a otros lugares, sino que a través de ellos queda ilustrada la transformación estética experimentada por Rugendas en la llanura, que es precisamente el asunto de la novela.
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todo») manejado en la novela es este incipit en que la genealogía de Rugendas prefigura su futura vocación y hasta su vida. Rugendas fue el cronista gráfico por excelencia en Hispanoamérica en la primera mitad del siglo xix 3 . Viajó por primera vez a América en 1821 para participar como grabador y dibujante en la expedición de Georg Heinrich von Langsdorff al Brasil (1822-1825). A instancias de Humboldt, Rugendas hizo su segundo viaje a América en 1831 que se prolongó hasta 1847. Recorrió México, Chile, Argentina, Uruguay, Perú y de nuevo Brasil. Viajó dos veces a Argentina, una en 1837, por el oeste, atravesando los Andes. Y la segunda, en 1847, a Buenos Aires, por el Río de la Plata. El viaje que recrea Aira en la novela es el primero. Acompañado por un amigo más joven, admirador suyo, el pintor alemán Robert Krause, y dos baqueanos chilenos cruzaron los Andes por el Paso de Uspallata en dirección a Argentina. La idea era llegar a Buenos Aires desde Mendoza, pero en el largo trayecto hacia San Luis lo alcanzó el rayo y, aunque salvó la vida milagrosamente, decidió abandonar el viaje y de San Luis regresó a Chile. La vida del pintor y, en particular, el viaje que se evoca en Un episodio en la vida delpintor viajero4 ya de por sí es una novela5 y a su vez, dentro de esa «novela», el artista pinta o crea la Naturaleza americana. En este sentido, Rugendas se podría considerar un vanguardista avant la lettre, puesto que en él arte y vida caminan unidos. Pinta un paisaje al mismo tiempo que está viviendo en ese paisaje, y su pintura cambia cuando un acontecimiento (el rayo) le da un giro fundamental a su vida: «Viaje y pintura se entrelazaban como en una cuerda» (Aira, 2005, p. 21). La unión arte-vida en el caso de Rugendas está sugerida también por la
3 Aunque Rugendas tenía una formación neoclásica, su obra se inscribe en el romanticismo y fue uno de los iniciadores de la pintura romántica en América. Su propósito era mostrar a Europa el m u n d o americano con una visión integral que abarcaba tanto la topografía como los detalles de la vida vegetal, animal y h u m a n a de cada región. Para ello se preocupaba de conocer a fondo el medio anotando minuciosamente todas sus observaciones; así hizo de sus dibujos y óleos verdaderos documentos históricos. 4
Las citas de la novela corresponden a la edición de Mondadori (Aira, 2005). La primera edición fue hecha en 2001, por Beatriz Viterbo. 5 En «El viaje y su relato» Aira alude a esta característica: «Pero ahí estaban los viajes, que eran un relato antes de que hubiera relato: ellos sí tenían principio y fin, por definición: no hay viaje sin una partida y un regreso. La estructura misma del viaje ya es narrativa. Y como salir de la realidad cotidiana ya tiene algo de ficción, no había que inventar nada —lo que permitía inventarlo todo» (Aira, 2001).
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inclusión en el libro de ilustraciones de sus pinturas que evoca la forma misma en que el artista daba a conocer sus grabados: D e b e tenerse en cuenta que el grueso del trabajo que realizaban era preliminar: bocetos, apuntes, anotaciones. D i b u j o y escritura se c o n f u n d í a n en sus papeles; q u e d a b a para m á s adelante la elaboración de esas experiencias en cuadros y grabados. Estos últimos eran la clave de la difusión, y su reproducción potencialmente infinita debía ser objeto de u n a consideración detallada. El círculo se cerraba con la inserción de esos grabados en u n libro, envueltos en el texto. (Ibíd., p.19)
En la novela de Aira, esas ilustraciones son una invitación a que sean confrontadas con el texto. Mediante un juego de cajas chinas, la «novela» y el arte de Rugendas están contenidos dentro de la novela y el arte de Aira. La perspectiva adoptada por el escritor para enfocar la aventura y el proceso de creación que practicaba el alemán generan un juego de espejos y de escritura en diorama por el que Aira se mira en Rugendas; mientras recrea el episodio biográfico que tanto lo marcó, en una especie de desdoblamiento, consigue representar los mecanismos que mueven su escritura. Hay dos aspectos estructurantes en la novela, uno la aventura del viaje, otro las reflexiones estéticas que lo acompañan. Por razones de tiempo me centraré sólo en el primero.
VIAJE AL SUR: MONSTRUOS PAMPEANOS
La narración de la aventura viajera de Rugendas en este libro está construida a modo de círculos concéntricos que envuelven el hecho histórico, la experiencia real situada en el origen de la novela. Ésta constituye sin duda el punto de partida y a ella obedecen los aspectos biográficos tratados: el árbol familiar, el viaje mismo en compañía de Krause, el accidente del rayo, las cartas a su hermana Luise, etc. Los círculos serían: una matriz mítica y bíblica, una novela de aventuras y una fábula de identidad nacional, el viaje de la civilización a la barbarie 6 . Rugendas es Orfeo, símbolo del artista, cuando habiendo salido de Chile, desciende por los Andes y llega hasta la planicie argentina.
6 Para el tema de los viajeros extranjeros en la Pampa véase el capítulo primero de Las vueltas de César Aira de Sandra Contreras (2002).
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El contraste entre la abundancia de los faldeos andinos (árboles, ríos, pájaros) y el vacío de la llanura está metaforizado como una «buena trampa para Orfeos desobedientes: borrar todo lo que hubiera atrás; ya no valía la pena volverse». Esta matriz mítica condensa el esquema de la aventura, que presenta todos los rasgos del viaje del héroe al Más Allá en pos de algo que desea, «el centro soñado», la prueba a superar (el rayo) de la que sale transformado y el regreso7. El viaje de Rugendas se puede considerar tal como está planteado aquí una katábasis, un viaje iniciático al inframundo. Hay una muerte y una resurrección, se dice literalmente: «Se había izado con vigor de titán, desde el agujero profundo de la muerte» (Ibíd., p. 51). La caída recuerda el accidente bíblico de San Pablo derribado del caballo por una luz deslumbrante cuando iba camino de Damasco. La luz le provocó una ceguera de la que se curó milagrosamente al convertirse al cristianismo. Cuando Rugendas se recupera del accidente le queda como secuela, además de una deformidad monstruosa en la cara, una fotofobia que le obliga a llevar una mantilla negra de mujer en la cabeza para protegerse 8 . Aira no necesita recurrir al mito, la experiencia vivida por Rugendas es ya de por sí mítica o novelesca. En determinados momentos se evoca la plaga de la langosta o el Apocalipsis y se describe el paisaje en términos que sólo podemos asociar con el Infierno. Pero, al mismo tiempo, todo eso es muy real, pues hay testimonios de tales visiones en los escritos de viajeros; por ejemplo, Edmond Temple, en Travels in Various Parts ofPeru (1830) describe los efectos de un terremoto en una región del noroeste argentino en enero de 1826 y de una plaga de langostas en Salta poco después 9 . La novela de aventuras, encauzada a través del viaje, es el género que recorre toda la novela desde el principio al fin. El género viene dado por la índole del viaje real de Rugendas, pero a él se suma el uso específico que le atribuye Aira en la novela como principio artístico: el de su eficacia narrativa (Contreras, 2 0 0 2 , p.141).
No suceden demasiados episodios porque aquí lo novelesco puro está interferido por constantes comentarios sobre el arte y los procedimientos artísticos
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A u n q u e en la novela no se narra el regreso a Chile, está aludido al comienzo de la narración. 8 La imagen de Rugendas con la mantilla recuerda lógicamente sus pinturas de tapadas, término que se refiere a las mujeres limeñas que tenían costumbre de cubrirse con una mantilla para salir a la calle. Rugendas muy sorprendido por este atuendo pintó numerosas escenas de tapadas. 9
Tomo el dato de Adolfo Prieto (2003, p. 59).
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del pintor. Lo paradójico, en apariencia, es que siendo la Pampa un espacio casi vacío es precisamente ahí donde suceden los hechos y no en las descomunales cumbres andinas que más bien prefiguran los «abismos» (mises en abyme) de la novela. La Pampa se convierte de ese modo en un retorno a los orígenes, a la génesis de la ficción. Todo cuanto hemos dicho hasta ahora sobre la presencia del relato mítico, bíblico y la novela de aventuras debe entenderse en términos humorísticos, paródicos y grotescos. Hay, en efecto, un humor grotesco que hace aparición en la Pampa cuando Rugendas cae del caballo; ese momento introduce un cambio en el personaje y también un cambio en la narración, la deformación física de aquél deforma, por así decir, el estilo, que se aparta de la ilusión realista en que había discurrido hasta ese momento para caer a ratos en un expresionismo esperpéntico o en descripciones surrealistas. Por último, la novela retoma algunos de los relatos identitarios de la literatura argentina relacionados con la Pampa, verdadera cantera para el imaginario cultural del país: el malón, los indios, la cautiva y el choque entre civilización y barbarie. Son muy numerosos los guiños textuales a esta vertiente de la tradición literaria argentina hasta en detalles mínimos como los cuentos de fogón (Cunningham Graham, Mansilla, Güiraldes, etc.). La pareja Rugendas-Krause (maestro y discípulo —cuyo modelo sería Humboldt-Rugendas— recuerda a Don Segundo Sombra y su ahijado Fabio Cáceres y, por asociación, a otra pareja, Martín Fierro y Cruz. Otra presencia libresca podría ser Una excursión a los indios ranqueles (1870) de Lucio V. Mansilla. La resurrección de Rugendas tiene un precedente en la del cabo Gómez — e n la obra de Mansilla—, caído en el asalto de Curupaití, en la Guerra del Paraguay, a quien todos habían dado por muerto. El Facundo y la archiconocida dicotomía civilización/barbarie están presentes en la perspectiva: la naturaleza y los tipos de la pampa observados y retratados por un viajero europeo, pero esa dicotomía se neutraliza en el texto en ciertos momentos. Rugendas tuvo, además, relación con dos de los miembros más representativos de la generación del 37: Sarmiento y Echeverría. Él hizo las ilustraciones para Recuerdos de Provincia (1850) y La cautiva (1837), y compuso cuadros inspirándose en Las rimas™. Sarmiento habla con gran admiración de Rugendas
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Sarmiento y Rugendas se conocieron en Chile. Lo menciona en la tercera carta de sus Viajes por Europa, Africa y América 1845-1847y comenta sus pinturas para ilustrar La cautiva
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en sus Viajes, cuando se encontraba en Río de Janeiro y sentenció: «Humboldt con la pluma y Rugendas con el lápiz son los dos europeos que más a lo vivo han descripto la América» (1996, p. 73). Los motivos épicos que tanto interesaron a Rugendas en la pintura de la Pampa, con escenas de malones y cautivas, también sedujeron a Lugones cuando escribió dos series de temática indígena y gauchesca, tras su primer contacto con Julio A. Roca: la indígena, con «Lokomá», El imperio jesuítico (1904) e Historia de Roca (1938); y la gaucha con La guerra gaucha y El payador (1916)11. Por último, hay varios detalles en la novela que remiten a «El Sur» de Borges: el linaje de Rugendas, que, en gran parte, determina su destino; «la sangre germánica»; el accidente del rayo transcurre en 1838; como Juan Dahlmann el pintor es un hombre civilizado que viaja al sur, a la barbarie, y paga un alto precio por ello. Y los dos han adquirido un criollismo «algo voluntario». Pero, por si cabía alguna duda, Aira dedica un largo párrafo burlón a una breve frase de Borges que aparece al comienzo de «El Sur»: «algo en la oscuridad le rozó la frente, ¡un murciélago, un pájaro?». En el citado párrafo escribe Aira, entre otras cosas: «Es rarísimo sentir el roce de un murciélago, porque esos animalitos están dotados de un mecanismo antichoque infalible» (2005, p. 103). Pero indudablemente hay otros préstamos más profundos que se refieren a la construcción de la novela, como las ideas panteístas de Borges («todo está en todas partes», «cualquier cosa es todas las cosas», «cualquier vida consta de un solo momento» y «la Historia universal está en cada hombre»), la disolución de fronteras entre realidad y ficción o la técnica de los espejos enfrentados. Así el viaje de Rugendas se transforma en la novela en un retorno a los orígenes de toda la tradición cultural argentina de la Pampa, a los tiempos en que la Pampa era lo exótico para los visitantes extranjeros y todavía no se había convertido en tema explotado por la literatura12. Adolfo Prieto sostiene de Echeverría. 11
Para Lugones el indio y el gaucho aglutinaban lo épico de la historia argentina. Véase
al respecto: Alejandra Laera, «Genealogía de un mito imposible: 'La cautiva' de Leopoldo Lugones» (1997). 12
A propósito del exotismo, explica Aira en Nouvelles
impresions du Petit Maroc: «Lo
agotado es lo que ha perdido valor. Pero el exotismo es justamente eso: el valor. O la actividad de adjudicar valores, la cual, contrario sensu, puede considerarse un ejercicio de exotismo, así se trate de encarecer el valor de un vino o de un paseo al atardecer» (1991, p. 64-65). Ese valor, en la novela, son las escenas perseguidas con vehemencia por Rugendas y registradas en sus dibujos: la pampa, los malones y las escenas de cautivas, principalmente.
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Carmen de Mora Valcárcel
al respecto: «Algunos de los viajeros ingleses que llegaron a la Argentina entre los años 1820 y 1835 aproximadamente, elaboraron una imagen del país según pautas de selección y de jerarquización muy específicas». Y algunas de ellas se anticiparon o coincidieron con las empleadas por escritores como Alberdi, Echeverría, Sarmiento y Mármol, iniciadores de la literatura argentina, formados en esas lecturas (Prieto, 2003, p. 11). Se refiere principalmente a motivos como el gaucho, el matadero, la pampa, el indio, la cautiva y los malones. Es decir, que parte de la temática de la literatura nacional habría seguido las huellas trazadas por los discursos de viajeros extranjeros. Y en esos discursos se integrarían las representaciones de Rugendas, quien evidentemente ya tenía algunas ideas preconcebidas sobre qué podía encontrar en la Pampa. Le interesaban ante todo los terremotos y los malones. Rugendas forma parte de una extensa lista de viajeros europeos que recorrieron Argentina: los científicos Bonpland, Guillermo Enrique Hudson {Allá lejos y hace tiempo, 1918), Charles Darwin (El viaje del Beagle, 1831) y Woodbine Parish (Buenos Aires y las provincias del Plata, 1839 y 1852). Y entre los artistas: el británico Emeric Essex Vidal, los franceses Carlos Enrique Pellegrini, Adolfo d'Hastrel de Rivedoux y Juan León Palliére. La identificación de Rugendas con América, su interés, en este caso, por Argentina se pueden asociar con la transculturación experimentada por el inglés Cunninghame Graham, quien se sumergió en la pampa hasta convertirse en un verdadero gaucho y escribió El Río de la Plata (1914), un clásico sobre el tema. Como se ve, las ramificaciones del viaje y los viajeros en este libro son innumerables y adquieren un alcance universal. En el libro de Parish se habla de los «monstruos pampeanos», huesos fósiles apenas enterrados que podían encontrarse en las llanuras. Metafóricamente se puede decir que la novela de Aira está sembrada de fósiles (desde los viajeros científicos y artistas, hasta los numerosos escritores argentinos que desde perspectivas distintas se han acercado al tema de la pampa). Al convertir la experiencia de Rugendas en novela, Aira adopta una perspectiva para enfrentarse a la tradición y a los estereotipos argentinos poco habitual, la del pintor viajero, la del extranjero. «Cuando se quiere pintar algo, conviene poner un testigo procedente de otro lugar [...]. Para ver el salvajismo argentino hay que poner a un civilizado europeo» —ha declarado en una entrevista (Berti, 2006). Esa figura (la de los viajeros europeos que dejaron testimonio de sus percepciones ya sea a través de la escritura o de la pintura) de la que Rugendas es un paradigma en esta obra, generó los estereotipos de la tradición argentina,
Rugendas en Aira
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y hasta él mismo se convirtió en estereotipo, pues en la poesía gauchesca con frecuencia aparece la figura del extranjero con rasgos caricaturescos, como lo pinta aquí el propio Aira. En virtud de ellos (los estereotipos) se han producido después innumerables obras, desde la generación del 37 hasta el presente, entre ellas ésta de Aira. Y ese fenómeno es una proyección de lo que el escritor denomina «el procedimiento». Además del episodio biográfico y real, en un plano metaficticio, lo que cuenta la novela es el proceso a través del cual se crea el estereotipo (la pampa, la cautiva, el malón, los indios, la barbarie) que permitirá seguir creando, es decir, el origen de la ficción. En este sentido, la imagen del «tapado» en que se convierte el pintor cuando, después de resultar deformado por el rayo, se cubre la cabeza con una mantilla, puede servir para representar el camuflaje de Aira y su «ars narrativa» en el texto y en el personaje.
BIBLIOGRAFÍA AIRA, César (1998): «La nueva escritura», en La Jornada semanal, 12 de abril. — (2000): Un episodio en la vida del pintor viajero. Rosario: Beatriz Viterbo. — (2001): «El viaje y su relato», en El País, «Babelia», 21 de julio. — (2005): Un episodio en la vida del pintor viajero. Barcelona: Mondadori. AYÉN, Xavi (2005): «El artista puede ser u n criminal», en La Nación, «Domingo», 26 de junio. BERTI, Eduardo ( 2 0 0 6 ) : «César Aira: Quisiera ser u n salvaje», en 3puntos, El protagonista, 2 7 de julio. CONTRERAS, Sandra (2002): Las vueltas de César Aira. Rosario: Beatriz Viterbo. LAERA, Alejandra (1997): «Genealogía de un mito imposible: "La cautiva" de Leopoldo Lugones», en Revista Interamericana de Bibliografía. PRIETO, Adolfo (2003): Los viajeros ingleses y la emergencia de la literatura argentina 1820-1850. México: F C E . SARMIENTO, D o m i n g o Faustino (1996): Viajes por Europa, Africa y América 1845-1847. Edición crítica. M a d r i d et al.: A L L C A X X . SILVESTRI, Graciela (2001): «Cuadros de la naturaleza. Descripciones científicas, literarias y visuales del paisaje rioplatense (1853-1890)», en Revista Theomai n°. 3, .
VIDA, ESCRITURA E ITINERARIO EN EL RÍO DEL TIEMPO DE FERNANDO VALLEJO Virginia Gil Amate Universidad de Oviedo, España
En el marco de este Congreso, obviamente, el estudio de las cinco novelas que componen El río del tiempo'1 de Fernando Vallejo se inscriben en las sesiones dedicadas al viaje en la narrativa hispanoamericana contemporánea; aunque, bien mirado, si el apartado titulado «El espíritu colombino» se refiere a una irrefrenable pulsión que obliga al sujeto a ir más allá, rompiendo las barreras de lo establecido por ser incapaz de conformarse con lo de siempre, con los límites convencionales, también encontraría acomodo el ciclo autobiográfico del escritor colombiano. Incluso si pensáramos en el esfuerzo de buena parte de los cronistas de Indias por arrebatar el discurso histórico a los estudiosos y eruditos para convertirlo en el relato del testigo, convencidos de que la verdad de la experiencia personal desmontaba la preceptiva histórica, la norma de la escritura y uniéramos esta característica a lo declarado por algunos, como Bernal Díaz del Castillo (1984, vol. B, p. 476) que escribió, entre otras cosas, «para que quede memoria de mi», receloso de que si la cosa dependía de otros, prueba tenía de ello en los escritos de Cortés o en los de López de Gomara, no ocupara su existencia ni una línea y persuadido de que el detalle de lo vivido sólo podría rescatarlo él —«¿habíanlo de parlar los pájaros...?» (Ibíd.), se preguntaba—, no resultaría un pariente tan lejano Fernando Vallejo sabedor, no 1
Las cinco novelas que componen el ciclo: Los días azules (1985), Elfuego secreto (1987), Los caminos a Roma (1988), Años de indulgencia (1989) y Entre fantasmas (1993), fueron editadas conjuntamente en 1998. La edición por la que cito es la de Alfaguara (Vallejo, 2003). A n o t o el número de página al lado de la cita, con el título de la novela de la que fue extraída.
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sin ironía, de que la reconstrucción verbal de su existencia no la puede dejar en m a n o de nadie: «¿Escribirán mis hermanos u n libro tierno para recordarme? Ahora sé que no. El libro lo escribo yo o me tiran al bote del olvido» {Elfuego secreto, p. 254). Y no sólo al vacío que pueda dejar su propia vida, tampoco cree que la memoria pública esté segura fuera de una conciencia h u m a n a dispuesta a no olvidar, a no transigir, a no negociar y a cantarlo a los cuatro vientos sea, en párrafos idénticos, a través de la literatura: ...Colombia, país eminentemente novelero, qué se iba a interesar por mis antiguallas, por esos campesinos descalzos decapitados con machete: cincuenta, setenta, cien, cuente cabezas, con las cabezas separadas de los cuerpos que después habían de acomodar como armando un rompecabezas. ¿A quién le corresponde este cuerpo, a cuál cabeza? Este cuerpo es de niño, esta cabeza de mujer. Vaya probando. O con cabezas pero sin lengua: «Pa que no le volvás a gritar vivas al partido conservador, hijueputa». O al liberal, lo mismo pero al revés. El genocidio del Dovio, el genocidio del Fresno, el genocidio de Irra, el genocidio de Salento, el genocidio de Armero, el genocidio de Icononzo, el genocidio de Cajamarca, el genocidio de El Águila, el genocidio de Falan, ¿quién los recordaba? Colombia no, la desmemoriada: yo que no olvido (Entre fantasmas, pp. 577-578). O en cualquier foro que se le ponga a mano: ¿Habrá que esperar a los historiadores del año tres mil para que la etiqueta de la infamia se la pongan ellos a quienes se la ganaron? ¿O seremos capaces de ponérsela de una vez nosotros? Y para que no digan que soy un calumniador y que les estoy poniendo a quienes no debo los calificativos que no debo, y que en un congreso de escritores, y justamente el primero que se celebra en Colombia, estoy usando mal las palabras, les voy a recordar unos nombres: El Dovio, Fresno, Irra, Salento, Armero, La línea, Letras, Icononzo, Supía, Anserma, Cajamarca, El Águila, Falan. El genocidio de El Dovio, el genocidio de Fresno, el genocidio de Irra, el genocidio de Salento, el genocidio de Armero, el genocidio de La línea, el genocidio de Letras, el genocidio de Icononzo, el genocidio de Supía, el genocidio de Anserma, el genocidio de Cajamarca, el genocidio de El Águila, el genocidio de Falan, ¿qué?, ¿nunca ocurrieron? Centenares de campesinos decapitados, extendidos en fila por el suelo con las cabezas asignadas por manos caritativas a los cuerpos a la buena de Dios. ¡Qué! ¿Colombia ya los olvidó? ¿Es que con tanto muerto le entró el mal de la desmemoria y se le borró la historia? A mí no (Vallejo, 1998).
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Así pues, la sustancia narrativa de El río del tiempo trata de ser un dique ante la fuerza corrosiva del olvido y frente al paso arrasador del tiempo, sabiendo, porque no hay inocencia ni juegos de la imaginación en esta páginas, que la memoria es hipócrita porque cada uno recuerda lo que quiere como quiere y que, y esto es definitivo, la vida, ya se sabe, conduce a la muerte. No hay atisbos de ningún triunfo de la ficción sobre la realidad, se escribe porque sí, sin más. En numerosas ocasiones el narrador se describe a sí mismo a lo largo de estos relatos, y ese viejo que escribe, borra, corrige, juzga y dirige su texto explícitamente ante el lector, en poco se diferencia de aquel otro viejo, el conquistador que desde Nueva España enmendaba la plana a las élites culturales, mostrando, a veces, sus zozobras, y exhibiendo, siempre, su rotundo «yo» como prueba de la verdad histórica de su escritura. Demostrando con ello su disparatado, para los cánones que regían y rigen la narración histórica, planteamiento, a saber: que vacía está la narración de hitos históricos, por elegante y estructurado que esté el relato, si esta no se cruza con la vivencia. Bernal creía que contando su vida, contaba la historia y que esa era la única certeza posible: la subjetiva, la sustentada por el punto de vista del testigo, por una poderosa voz narrativa que no desconocerá su carga arbitraria en el narrador de nuestros días, «.. .en mi recuerdo no hay medias tintas» advertirá en Los días azules (p. 31). Más que liberado de las ataduras del cronista, porque Bernal disputaba el podium de la verdad en la que creía como todos sus contemporáneos, mientras Fernando Vallejo escribe dentro de un marco cultural donde la verdad no cuenta a fuerza de versiones y omisiones. Incómodo hijo de su época no disputa verdad devaluada alguna —lo cual no significa que renuncie a la certidumbre— sino que impone su individualidad, su particular punto de vista: Y puesto que la quería a ella lo quise a él [se refiere al hijo de una hermana de su abuela], con esa lógica soberana mía del amor: Colombia limita con Venezuela, Venezuela limita con la Guayana, luego Colombia limita con la Guayana; mentira geográfica que en mi cabeza, si se me antoja, será verdad (Los días azules, p. 151).
Que por lo demás sufre el mismo asedio sarcàstico que cualquier otro asunto narrado: «Mirando desde aquí las cosas sin apasionamiento, con objetividad, como soy yo...» (Ibíd., p. 93).
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Con esa mirada encadena la historia del país de origen con la propia vida, con lo que la crónica familiar es la vía literaria para acceder al recuento de lo sucedido, erigiéndose la vivencia concreta de cada cual sobre la evanescencia de héroes y de mitos: El Libertador de nada nos libertó. Al hombre lo liberan héroes anónimos, como sé que mi primo Armando lo fue, en la guerra incruenta de la cotidiana mezquindad. Son mis soldados desconocidos, sin monumentos. Baal se alza sobre un pedestal de barro, que hay que tumbar a patadas (Ibíd., p. 152).
De igual modo que el narrador no limita el concepto de vida a los hechos experimentados, sino que lo abre a lo sentido, a lo pensado, a lo que nunca hizo y deseó hacer; el concepto de historia tampoco se detiene en lo sucedido, abarcando una dimensión cultural en la que se ponen en la picota todos los grandes discursos sobre los que se sustenta la realidad occidental (sea el político, el filosófico, el científico, el religioso o el popular que para todos hay por igual en El río del tiempo) para que vayan cayendo en el absoluto descrédito, alejando a la vez su prosa de la letanía triste, porque eso sería engaño sensiblero, para ajustaría a tesituras amargas o divertidas, según el párrafo y según el relato, ya que conforme avanza el ciclo aumenta la ira del narrador y la sustancia del contenido ya no fluye tanto sobre los hechos, que al ser, en ocasiones, felices, servían de descanso, para versar sobre los pensamientos. El desenfreno puede llevar al disparate pero nunca al cinismo porque este narrador no ha escrito ni para morderse la lengua, ni para disimular.
V I D A E ITINERARIO
Desde el título del ciclo, El río del tiempo trata de ser al mismo tiempo una crónica biográfica y una reflexión sobre el sentido de la existencia. Como crónica biográfica cada texto se ubica en un periodo de la vida del narrador: la infancia en Los días azules, la adolescencia en Elfuego secreto, la juventud en Los caminos a Roma, la madurez en Años de indulgencia y la vejez en Entre fantasmas. Sólo a los días de la infancia le corresponde la dicha y la plenitud de la existencia, de ahí que el tiempo cuente en su devenir cronológico, son «días» cargados de hechos y de sentido en el presente de la narración. A partir de Elfuego secreto el desasosiego acompaña a la evocación del pasado en un incremento gradual que culminará en el delirio de Entre fantasmas. Las reflexiones (sobre la escritura, el
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idioma, la literatura, la historia...) irán progresivamente solapando a los hechos hasta el punto de que, desde Años de indulgencia, la narración se va separando de la vida en sí misma para situarse en el terreno de las polémicas que sus propios textos le han ocasionado a Fernando Vallejo. Es decir, palabras sobre lo dicho, por él o por otros, y no palabras con las que transmitir el recuento de sucesos de una vida. Esta pérdida de materialidad del argumento va unida a la visión de la vida como itinerario, al lugar seguro que representa la casa de la infancia, el entorno concreto de la familia y el espacio de origen, Santa Anita, Medellín, Antioquia; le sigue, la apertura social hacia la obligada convivencia con los otros y el cambio de espacio, hacia Bogotá en El fuego secreto, hacia Europa en Los caminos de Roma, hacia Nueva York y México en Años de indulgencia, y hacia el continuo trasiego de viajes en Entre fantasmas. Esta itinerancia es narrada como el camino del desarraigo y la despersonalización. Produciéndose un juego paradójico entre la experiencia de la vida proyectada como un inexorable fátum que lleva hacia delante: al crecimiento, al conocimiento, al traslado y con ello a la pérdida de la inocencia y la seguridad, a la conciencia, dolorida, de que ese movimiento conduce al deterioro y a la muerte; y la rememoración autobiográfica, es decir el relato, que lleva hacia atrás, a «contravida» en expresión roabastiana, y que conduce al mismo sinsentido, a la misma nada de lo ya perdido irremediablemente. Símbolo de ello es el lugar en el que comienza la acción de Años de indulgencia, una especie de cementerio de muertos charlatanes cuya condición metafórica designa lo concreto, mediante el guiño metaliterario, el lugar desde el que se escribe: México. Y cuya carga simbólica expresa la situación moral del escritor: «¿Quién soy? ¿Dónde estoy? ¿A qué vine? ¿A qué voy? Yo ya no soy yo, mi yo es un espejismo. No tengo pasado, no tengo futuro, y en estas estaciones del moho y del orín la vida es mierda» (Años de indulgencia, p. 482). Escenario, en definitiva, no marcado por ninguna contingencia donde el narrador, ya convertido en el «Diablo» (y no debe dejarse de pensar si esa es una condición y un nombre libremente elegido o la respuesta irónica a los muchos detractores que a esas alturas ya se había ganado Fernando Vallejo) que hace «lo que se me da la gana» (Ibíd., p. 449) y escribe liberado de cualquier ética —«me da lo mismo el amor que el odio y no me exijan verdad, que la verdad es inestable» (p. 513). Ahora bien, las razones por las que ha llegado a esta ruptura absoluta con los parámetros convencionales han sido verbalizadas al detalle desde El fuego secreto: la violencia, la desorganización social, la farsa política, que, como todos los asuntos narrados, se designan desde el entorno
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conocido, Colombia, sin veleidades novelísticas que, al fin al cabo, terminan embelleciendo el horror. No, este narrador ha decidido narrar lo que pasa (y lo que le pasa) violando todas las normas de la moralidad pública y no para denunciar nada, porque, por supuesto, no quiere darle un sentido solemne a su obra. Lo suyo es pintar del natural sin lo que llama «perífrasis», «circunloquios» o «metáforas», y entendamos que claro que hay metáforas y símbolos y hasta intensos pasajes llenos de lirismo, pero no en función de inventar otro mundo sino para señalar el suyo, no busca «la distorsión de la realidad. ¿Para qué iba a buscarla? Siempre la he encontrado de sobra distorsionada» {Elfuego secreto, p. 309). Con ímpetu incendiario este narrador socava uno de los pilares sagrados de la teoría literaria del siglo xx: que el texto literario está separado de la vida y no son mas que unos pobres ingenuos aquellos que sufren el espejismo de ver realidad donde sólo hay ficción, sin categoría como lectores y mucho menos como escritores o críticos. Este narrador, por el contrario, declara que «el idioma es un red de trama tan burda, tan ancha, que deja colar la realidad» (Ibíd., p. 305). Así los cimientos de El río del tiempo son los hechos de la vida. Los sentimientos también se cuelan más veces de las que el narrador hubiera deseado, según el criterio que va exponiendo —«sin sentimiento, como toco yo» (Los días azules, p. 145); «.. .a mi me dejan el corazón, que me estorba» (Los caminos a Roma, p. 357). Aunque hay una dimensión afectiva y absoluta que no ha podido ser verbalizada, que se corresponde con la intimidad y representa el verdadero ser, no el «yo» que está en el mundo y en esta páginas, ya avisó el mismo narrador de que lo que ha contado es «un mísero uno por ciento. El resto por una razón o por otra, se me escapa. La literatura es así, e igual la vida: uno no es, ni vive, ni escribe lo que quiere, sino lo que puede» {Elfuego secreto, p. 324) y lo que no ha podido escribir este narrador tan deslenguado es una carta a su abuela, encarnación de los sentimientos más nobles del narrador y exponente de aquello de lo que carece, la inocencia. La imposibilidad de redactar ese texto aparece en Los caminos a Roma, cuando el sujeto ya está fuera de Medellín, en la etapa de la vida en la que la toma de conciencia le impide cualquier ilusión sobre el mundo y el género humano y experimenta el acto de vivir como un puro desarraigo sin sentido. La ira comienza en Los caminos a Roma, continua con furia en Años de indulgencia hasta llegar a la absoluta descomposición del narrador en Entrefantasmas, texto final del ciclo autobiográfico, escrito por un «derrotado» (p. 598) que se autocubre de oprobios al que ni siquiera le está permitido ya recordar a la abuela (p. 599).
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A partir de la juventud, y totalmente en la madurez y la vejez, el narrador experimenta que la vida podrá ser evocada a través de la imagen clásica del río pero este nunca será el de Heráclito, porque no tiene una dimensión abstracta, intelectual, puramente platónica y general sino que se arranca de la idea a la realidad: el suyo es el Magdalena, contundente, físico, voraz y mortal, lo que viene a ser más arbitrario, más verdadero y, paradójicamente, más complejo que el axioma filosófico. Pero El río del tiempo guardaba una sorpresa final: en las tres últimas crónicas del ciclo autobiográfico, justo cuando rechaza la conjetura «por necia» ya que «la vida no avanza en condicional. Va derecho, sin titubeos, dejando atrás en cada punto de su línea recta las infinitas encrucijadas de lo posible de las que parte» (Elfuego secreto, p. 295) y del género novelístico por iluso, y del cine por no tener nada que ver con lo real, el narrador llega a la literatura como mimbre indispensable de su prosa. Es de sobra conocido que Fernando Vallejo suele declarar que él no lee, o, al menos, que ya no lee, pero su narrador si lee, y mucho, y cita en abundancia, y lo que es más importante, apoya sus narraciones finales en textos literarios: el primero de ellos, el pilar del sentido profundo de su obra, podríamos rastrearlo en los versos de Porfirio Barba Jacob. Así en «Canción del tiempo y el espacio»2 se sintetiza la inocencia frente a la consciencia, el paso de la vida a través del niño que juega ilusionado con una etérea «pompa de jabón» y el sujeto poético que lo observa con la carga del «corazón»: Yo pongo el corazón —¡pongo el lamento! entre la pompa de ilusión del día, en la mentira azul de la extensión El dulce niño pone el sentimiento y el contento. Yo pongo el corazón...
O la «Elegía de septiembre»3, donde el sujeto poético consigue traspasar la estetizada forma para imponer su voz y declarar la intensidad de su vivir:
2 Firmado todavía por Ricardo Arenales e incluido en Las cinco antorchas contra el viento junto con «La carne ardiente», «Paternidad», «Los desposados de la muerte» y «Lamentaciones de octubre», publicado en la revista México Moderno (Barba Jacob, 1920). 3 La Habana, 1915
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florecido,
lebreles sin amo, luceros, crepúsculos, escuchadme esta cosa tremenda: H e vivido! H e vivido con alma, con sangre, con nervios, con músculos y voy al olvido...
Barba Jacob y sus poemas sobre la vida, la muerte, transidos por la amargura que provoca el paso del tiempo y la pérdida de la juventud, y con la idea fija del absurdo de las cosas, es una buena vía para entender el sentido de la obra de Fernando Vallejo, incluso los versos finales de «Nueva canción de la vida profunda», declaración de su actitud vital y de su escritura que, no sin ironía, viene dada en forma de parodia de los versos de Rubén y que, siendo parodia literaria, alberga una verdad no estética sino honda y vivida y que sirven para entender el proyecto literario, no sólo el ciclo de El río del tiempo, de Fernando Vallejo: Y luego... ser yo el arbitro de mi torpe destino actor en mis tragedias, verdugo de mi honor! ¡Mi lira tiene un trémolo de caracol marino, y entre el dolor humano, yo expreso otro dolor!
El otro intertexto fundamental, a mi modo de ver, es Altazor de Vicente Huidobro, porque las páginas de este ciclo autobiográfico representan un viaje a los abismos del ser y de la escritura, pasando por el juego con las palabras de aquel que es Dios y Lucifer a un tiempo; que comienza feliz su itinerario y termina ahogado en su propio grito. El narrador de El río del tiempo que tanto ha podido contar de su infancia y su adolescencia terminará en el mero sonido de la palabra dicha. Su último texto Entre fantasmas, se construye a partir de largos monólogos deshilvanados sobre lo que hizo, lo que no pudo hacer, lo que recuerda, lo que odia y denigra, que, a veces, toman la forma de conversación con los lectores o con la perra Bruja que lo acompaña a la hora de escribir en un continuo ejercicio metaliterario donde los asuntos narrados no se extraen de la memoria o la vida sino de un libro a otro (de los escritos por él) en su soporte de papel, en la total despersonalización del narrador una vez que el paso de la vida lo ha dejado, «con la conciencia desmantelada» (Entrefantasmas, p. 708), y al que su deliberado intento de reconstrucción autobiográfica lo ha llevado a contemplar, desde la certidumbre, los restos de un naufragio: «Desde el incierto
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puente del presente que se desploma miro el lodazal de las aguas del tiempo corriendo abajo» (Ibíd., p. 690). Si Barba Jacob y Altazor son profusamente nombrado el primero y citado el segundo en Entre fantasmas, el intento vanguardista de Macedonio Fernández de construir una nueva ficción en las que el lector no tuviera la veleidad de creer estar viendo un vivir, para que la literatura fuera el único espacio en el que no entrara la muerte y con ella la angustia y el dolor, es contraescrito por este narrador que, si bien para nada cita a Macedonio, se centra, al final de su ejercicio autobiográfico, una vez situado en la nada, en el «cementerio» hablando de muertos, en elementos fundamentales de la teoría desarrollada en Museo de la novela de la Eterna, en especial las alusiones al Autor, que no muere como necesaria condición ficcional y que es dueño y señor absoluto del discurso, del argumento, del desarrollo de la trama y de los personajes; o las invectivas al Lector, al que se obliga a observar el ejercicio de escribir y reescribir, al que tanto se le tiene en cuenta como se le desprecia; o la fundamental reflexión sobre la atemporalidad de lo escrito y la férrea cronología de vida que bifurcan sus caminos al conducir al final, evitable, de la obra literaria, y al fin último, obligado e inexorable, de la existencia. Aunque el narrador de El río del tiempo sea tan disparatado, está dotado sin embargo de un raro, a veces aterrador, sentido común, y deja la especulación o los vuelos de la fantasía al margen de su escritura, lo suyo es otra cosa. Afortunadamente.
BIBLIOGRAFÍA
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L A «VÍA CORTA» DE LOS CÍNICOS
EN LA NOVELA LA VlRGEN DE LOS SICARIOS DE FERNANDO VALLEJO Diana Diaconu
En 1982, al recibir el Nobel, Gabriel García Márquez se mostraba optimista en cuanto al futuro de los países latinoamericanos, a pesar de todos los problemas existentes (porque, decía, tienen dos ventajas importantes: la fuerza vital y el potencial creador). Sin embargo, al finalizar la década de los ochenta, la ola de violencia y las ráfagas de muertes abatidas sobre Colombia, acompañadas por la proliferación sin precedentes de los discursos demagógicos, de las falsas ideologías, en la época posmoderna, ya no dejan lugar para discursos que celebren el triunfo de la vida. La realidad latinoamericana supera realmente con creces la imaginación más desbordante, según había afirmado Gabriel García Márquez en muchas entrevistas, pero esta vez lo está haciendo en el sentido opuesto al que daba por sobreentendido el novelista: la está superando en horror1. A partir de los ochenta, la creciente politización del medio cultural latinoamericano, como consecuencia de la revolución mexicana y de la revolu-
1 Hacia el final de la novela La Virgen de los sicarios, el narrador y protagonista, convertido en «hombre invisible», según sus propias palabras, ve en la morgue, donde había sido llamado para reconocer el cuerpo de su amante, el cadáver de un niño, acomodado encima del de un hombre porque «simplemente no tenían mesa vacía». Esta imagen provoca el siguiente comentario: «El hombre invisible recordó esas combinaciones de objetos mágicas, insólitas con que soñaban los surrealistas, como por ejemplo un paraguas sobre una mesa de disección. ¡Surrealistas estúpidos! Pasaron por este mundo castos y puros sin entender nada de nada, ni de la vida, ni del surrealismo. El pobre surrealismo se estrella en añicos contra la realidad de Colombia» (Vallejo, 1994, p. 118).
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ción cubana, determina un cambio general de tono en el campo de las letras hispanoamericanas: las utopías y los discursos eufóricos despiertan cada vez más suspicacias y reacciones escépticas. Son tiempos que reclaman brusca y brutalmente volver a poner los pies en la tierra. El propio Gabriel García Márquez se siente llamado por una vocación más antigua, de juventud —el periodismo— y escribe Noticia de un secuestro (1996), un reportaje sobre la corrupción y la violencia de los años cumbre del narcotráfico. Se trata de un tema que, aunque no le atrae como escritor, le obliga a romper el silencio y a abandonar el realismo mágico. En cambio, los narradores más jóvenes, muchos de ellos nacidos en Medellín -—centro del horror del narcotráfico—, logran tratar temas parecidos aprovechando los medios de la ficción, pero ya no están dispuestos a cerrar los ojos, a «corregir» la realidad siquiera con un maquillaje discreto, sino que, al contrario, con los ojos abiertos al máximo, transmiten una visión hipercrítica de su mundo. La novela que Fernando Vallejo escribe sobre esta realidad de pesadilla, La Virgen de los sicarios (1994), tiene en Colombia el efecto de una ducha fría. La calidad literaria es excelente, aunque ha tardado en ser reconocida unánimemente debido al acusado carácter polémico del libro. Aun más, como la visión propuesta es original y radicalmente distinta de la consagrada por Gabriel García Márquez —inevitable punto de referencia en el campo literario colombiano—, muchos críticos conformistas, molestos por el estilo incisivo e irreverente de Fernando Vallejo, niegan la literaridad del texto, con lo que, implícita e involuntariamente, reconocen su carácter innovador. La visión del mundo, desmitificadora y extremadamente crítica y, por supuesto, la estética propuesta por Fernando Vallejo son, al mismo tiempo, muy nuevas y muy antiguas: encajan en la tendencia posmoderna de revisión de los mitos de la modernidad, pero tienen raíces profundas en una de las éticas individualistas propuestas por la filosofía antigua de la época helenística, el cinismo. Narrador y protagonista es, como en casi todas las novelas de Fernando Vallejo, un alter ego del autor, Fernando, figura contemporánea dotada con muchos de los atributos del filósofo cínico. Se trata de un intelectual con una amplia cultura (por consiguiente, un sabio), gramático de formación, es decir, un vehemente defensor del idioma, horrorizado por la corrupción a la cual lo someten los contemporáneos, igual que el cínico es un terrible perro guardián cuando se trata de sus principios morales. El narrador, como también el autor, es un excelente conocedor del idioma y de sus registros, igual que el cínico, cuyas diatribas tienen a menudo como fundamento un juego de palabras. Su
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condición de homosexual, con el agravante de parecer casi un viejo en la compañía de los adolescentes espléndidos de cuyas filas suele reclutar a sus amantes, se relaciona con su rebeldía contra la familia, la procreación, el orden tradicional, contra toda forma de institucionalización de la vida, a las que desafía. Finalmente, Fernando, igual que Diógenes, es un exiliado: regresa a su país después de una larga ausencia, por lo tanto, es un cosmopolita, un ciudadano del universo (como se declaraba Diógenes), libre de toda óptica subjetiva, nacionalista. Al volver ya no encuentra nada de la antigua Colombia, idílica, patriarcal, de comienzos del siglo xx, sino un país profundamente corrupto, degradado, injusto, lleno de vicios y prejuicios de todo tipo. Profundamente disgustado por todo lo que descubre alrededor su mirada despiadada, se enamora en cambio de Alexis, el único ser que le parece valioso y auténtico: un adolescente de una belleza perfecta, que procede de la clase social más baja y se gana la vida como sicario. Por lo demás, la crítica emprendida por un narrador y protagonista sin pelos en la lengua tiende a generalizarse, abarcando todo el mundo actual, injusto y corrupto. Fernando va despotricando en igual medida en contra de los que están en el poder —unos payasos huecos— y de los humildes, que se están complaciendo con la pobreza y la animalización, por consiguiente, merecen plenamente su destino; desenmascara las mentiras desvergonzadas de los representantes de la Iglesia —ladrones perversos cuyo jefe es el gran zángano de Roma—, denuncia a Cristo como impostor, que además instauró la impunidad sobre la tierra, y a Dios como alcahueta de la injusticia, que lo ve todo y se calla como un cómplice 2 . Pronunciado en Colombia, semejante discurso provoca inevitablemente una desaprobación y una indignación casi unánimes, a pesar de las inmensas diferencias que existen entre las distintas clases sociales. No por eso aceptará Fernando Vallejo autocensurarse, ni siquiera endulzar su mensaje, porque la provocación y la irritación del público forman parte de su proyecto. Con estas miras va todavía más lejos y, después de haber llenado de barro todos los valores oficiales, en la mejor tradición cínica, habla por fin con admiración, con ternura y aun con místico fervor de su amor, Alexis, su «ángel de la guarda», al que apoda el «Ángel Exterminador». 2 El tono contestatario va amplificándose, g a n a n d o territorio y fuerza, hasta llegar a transformarse en una especie de rito encantatorio de la provocación, donde la blasfemia usurpa el lugar de la oración: «Bendito seas Satanás que a falta de Dios, que no se ocupa, viniste a enderezar los entuertos de este mundo...» (Ibíd., p. 99).
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La dimensión provocadora es obvia para cualquier lector, pero sólo el lector avisado se da cuenta de que la provocación dista mucho de ser gratuita: desde el nuevo sistema de valores propuesto por Fernando, Alexis aparece realmente como la encarnación de la pureza porque es un ser auténtico, no tocado por la impostura y la disimulación —-vicios que desencadenan las invectivas vehementes de Fernando Vallejo. Producto típico de la época posmoderna, cuando la velocidad y la fugacidad exigen la sustitución del lenguaje articulado por otros lenguajes más directos, más elementales, más impactantes, que se dirigen de manera más inmediata a los sentidos, el joven Alexis es casi un analfabeto, que todavía no está contaminado, mediante la palabra, de la mentira bajo sus múltiples formas: las falsas ideologías, los discursos demagógicos, etc. Habla poco y va al grano, se limita a lo estrictamente necesario; escucha el lenguaje de los tronidos de su música preferida (que exaspera a Fernando) y se comunica mediante el lenguaje onomatopéyico de los dibujos animados, mediante el lenguaje de los golpes de las películas de violencia y, sobre todo, mediante el lenguaje más corto y directo posible de los sicarios: el disparo. A Fernando le fascina la manera que tiene Alexis de convertir la palabra en hecho, en menos de un segundo. El Ángel Exterminador lleva a la perfección la «vía corta» por la que opta el cínico, la vía de la diatriba en el sentido etimológico de la palabra, la vía del gesto, del acto que prescinde de la mediación del discurso. Al mismo tiempo, el personaje de Alexis representa un magnífico ejemplo de lo que significa «invalidar la moneda en curso» al estilo de Diógenes, invirtiendo el sistema axiológico, cambiando de manera radical y, obviamente, traumática, la perspectiva tradicional. La provocación lanzada por el autor es múltiple. Fernando, un intelectual apasionado por la cultura, declara abiertamente que está enamorado de un adolescente analfabeto. Por supuesto, se enamora sin perder su facultad crítica, su lucidez. En gran medida, su declaración de amor tiene más bien el significado de una declaración de guerra abierta en contra de la cultura oficial, de parte de un francotirador, un partidario de la contracultura o de una cultura alternativa, dado que la variante oficial le repugna más que la incultura más bárbara. La provocación es comparable con la que proponía antaño Diógenes a sus contemporáneos, cuando destituía a Prometeo de su función de héroe civilizador y, tachándole de malhechor y criminal, celebraba el justo castigo de Zeus; o cuando desenmascaraba a los sofistas, considerándolos unos ignorantes engreídos y huecos como pompas de jabón.
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Para aquellos sectores del público que no se sintieron demasiado afectados al descubrir que Fernando sitúa a un analfabeto en el escalón más alto de la jerarquía humana, el narrador, siempre en contra de la corriente, lanza otra provocación, de distinta índole y de mayor impacto entre los colombianos. Fernando no sólo es homosexual sino que, además, teniendo ya cierta edad, se muestra en público con su amante muchísimo más joven; no sólo habla abiertamente de su relación, sino que, además, transforma la disidencia, digamos, «biológica» del homosexual, en una disidencia cultural. Desde estas posiciones critica de manera intransigente la institución tradicional de la familia, la procreación y la figura de la madre de tipo matriarcal al estilo de Úrsula —tres valores que siguen siendo todavía tabú en Colombia. Para con los que tienen familia, Fernando se muestra condescendiente porque considera que, pobres de ellos, nunca conocerán el verdadero amor; además, tales como nos los muestra, inmersos en una felicidad tibia, hollywoodiense, con mujer gorda, muchos niños y la tele encendida a toda hora, parecen estar firmemente comprometidos en el camino sin regreso de la idiotez3. En un mundo como el que describe Fernando, la procreación no significa sino la proliferación del mal, una inconsciencia o una crueldad, de todos modos, un crimen. La madre —¡¿una santa?!: es una vagina desvergonzada que la ley no castiga. ¡¿Madre no hay más que una?!: cuando es obvio que hay decenas de millones, ¡una verdadera plaga!4 Sin embargo, la provocación más grave, la inversión de valores más espectacular y polémica que implica el personaje del Ángel Exterminador se produce al declarar abiertamente el narrador su mayor aprecio por la calidad de sicario, de asesino profesional que mata sin vacilar, sin remordimiento alguno (los problemas de conciencia del criminal, aclara Fernando, son «pendejadas de Dostoievsky»): «Mi niño era el enviado de Satanás que había venido a poner orden en este mundo con el que Dios no puede. A Dios, como al doctor Frankenstein
3 C £ : «Vuelvo y repito: no hay que contar plata delante del pobre. Por eso no les pienso contar lo que esa noche antes de dormirnos pasó. Básteles saber dos cosas: Q u e su desnuda belleza se realzaba por el escapulario de la Virgen que le colgaba del pecho. Y que al desvestirse se le cayó un revólver» (p. 94). 4 Cf: «Cuentan que poco antes de mi regreso a Medellín pasó por esta ciudad destornillada un loco que iba inyectando en los buses cianuro a cuanta perra humana embarazada encontraba y a sus retoños. ¿Un loco? ¿Llamáis «loco» a un santo? ¡Desventurados! Dejádmelo conocer para darle más de lo dicho y un diploma que lo acredite como miembro activo de la Orden del Santo Rey [Herodes]» (pp. 101-102).
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su monstruo, el hombre se le fue de las manos» (p. 99). Sobre todo en un país como Colombia, donde el crimen y la violencia no son sólo problemas teóricos, se está tocando así un tema que ya no puede dejar indiferente a nadie, ni a los que adoptan la óptica cristiana —en un país en el cual la religión representa todavía un poder incontestable—, ni a los que se adhieren a la ética humanista, agarrándose con más o menos fe a esta reliquia moderna. Desde luego, más allá del aspecto provocador, la valoración positiva del crimen es perfectamente coherente desde el punto de vista de la nueva ética propuesta, pues si el mundo es abyecto y la procreación un crimen, porque no hace sino perpetuar el vicio y la inconsciencia, matar llega a ser sinónimo de hacer una obra de caridad. Herodes era un santo porque aniquilaba el mal desde la cuna. El narrador que está evaluando el mundo de esta manera es por supuesto un heredero de Diógenes, el cual, con la linterna encendida en pleno día, andaba buscando un hombre por las plazas aglomeradas de Atenas. A una distancia de más de dos milenios —culpables, quizás, del radicalismo extremo del heredero exasperado—, Fernando, acompañado por Alexis, deambula por las calles de Medellín y observa la humanidad, como hacía antaño Diógenes, en Atenas. Igual que Diógenes, Fernando es un solitario irremediable que sin embargo no se retira del mundo, porque también es un crítico apasionado por la actualidad y por los problemas de la sociedad. Su mensaje, para que no sufra deformación alguna, se debe transmitir de manera directa, sin la mediación de los discursos convencionales; no a través de conferencias o textos, sino mediante demostraciones prácticas, circunstanciales y que susciten reacciones espontáneas, provocadas por el observador perspicaz. Diógenes echaba mano de la diatriba, de la anécdota en la cual el aprendiz jugaba un papel activo y mediante la cual el iniciado transmitía una sabiduría cínica, siempre una lección de vida. La fórmula de la diatriba sobrevive a lo largo de los siglos, su espíritu se puede rastrear, por ejemplo, en los escritos picarescos, hasta llegar a Fernando Vallejo, que le da una interpretación muy personal. Volviendo al Medellín de los noventa, presentada como la ciudad más criminal del país, más criminal del mundo: Fernando y Alexis están callejeando y observando a la gente. Fernando es el cerebro; Alexis, el brazo. Tras la crítica más leve de algún vicio o de alguna injusticia que profiere Fernando, Alexis aprieta el gatillo. Entre los dos están llevando a cabo la tarea de «limpiar» a la humanidad de sus vicios, pero sin duda, de una manera extrema, pues las «lecciones» impartidas por Fernando sólo las puede aprovechar el lector.
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Queda excluida la posibilidad de que el otro asimile la lección, reconozca el error, escarmiente: la bala mandada por la mano hábil de Alexis no deja lugar para todo eso. Ahora bien, los dos personajes, que han sido capaces de mandar al otro mundo un buen número de seres humanos sin pestañear, después del somero juicio de Fernando, encuentran en uno de sus paseos un perro gravemente herido por un coche y caído en una zanja con agua. De manera sorprendente, la agonía del perro los hace estremecerse. Turbados, deciden cortarle el sufrimiento, pero esta vez a Alexis le resulta sumamente difícil decidirse a disparar. Una vez más, como los cínicos, Vallejo «invalida la moneda en curso»: sitúa al animal, y en concreto al perro, en un escalón superior respecto al hombre, más cerca de la trascendencia. El perro es un ser superior no sólo porque es inocente, no tocado por la mentira, como todos los animales, sino porque, además, tiene instinto u «olfato», es decir, posee la calidad de discernir, de reconocer la esencia independientemente de la forma bajo la cual se presenta. Este atributo del perro les había llamado la atención también a los cínicos, que lo habían elegido como animal emblemático y que habían destacado cómo Argos, el perro de Ulises, fue el único ser que reconoció al rey bajo su apariencia de mendigo. Los cínicos son, precisamente, quizás los más aptos para apreciar esta cualidad, porque tienen una alta conciencia de que todo es circunstancial, pasajero, en continua transformación. Convencidos de que cualquier tipo de petrificación o descontextualización de la realidad no contribuye a su mejor conocimiento, más bien al contrario, la falsifica, los cínicos no se han preocupado nunca por construir un sistema filosófico, por fundar una escuela, por dejar textos escritos. Antístenes, por ejemplo, mostraba cómo los juicios aparentemente contradictorios, en realidad, no se excluyen porque todos son válidos en su momento y en su contexto. La forma y el tipo de escritura por las que opta Fernando Vallejo lo sitúan también en la descendencia directa de los cínicos. El novelista colombiano huye de la forma definitiva, anquilosada, y escribe torrencialmente, de manera no académica, volviendo siempre sobre las afirmaciones hechas, sin sentirse incomodado por las repeticiones o las contradicciones. Es una escritura en pleno movimiento, que no permite la congelación del sentido, una escritura con apariencia salvaje que recuerda el aspecto h i p p i e de los cínicos, pero que esconde mucha filosofía; y no en último lugar, un conocimiento impecable del idioma y decenas de años de experiencia en el manejo de las palabras.
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BIBLIOGRAFÍA
Fernando ( 1 9 9 4 ) : La Virgen de los sicarios. Bogotá: Alfaguara. PAQUET, Léonce (ed.) (2000): Les Cyniques grecs. Fragments et témoignages. Paris: Le Livre de Poche.
VALLEJO,
HORIZONTE IDEOLÓGICO DE LOS VIAJES COLOMBINOS EN LA NARRATIVA HISTÓRICA HISPANOAMERICANA DEL SIGLO XX Eduardo San José Vázquez Universidad de Oviedo, España
El presente estudio intenta responder a una pregunta fundamental, que podría presidir e ilustrar cualquier lectura de la amplia narrativa hispanoamericana del siglo xx que ha recuperado la figura de Cristóbal Colón. Esta cuestión de partida es cuál ha sido el horizonte ideológico sobre el que se han compuesto esas narraciones históricas, o, dicho de otro modo, comprobar si estas lecturas aportan algún tipo de propuesta general que se inserte en los debates ideológicos contemporáneos de más amplia trayectoria en Hispanoamérica. Esto es otra forma de preguntarse si la autoconciencia y la intención contextual de estas obras implican un debate interno a esta producción, o si su contenido entabla algún tipo de diálogo o réplicas. Como lista representativa, se pueden apuntar las novelas El arpa y la sombra (1979), de Alejo Carpentier; El mar de las lentejas (1979), de Antonio Benítez Rojo; Crónica del Descubrimiento (1980), de Alejandro Paternáin; Los perros del paraíso (1983), de Abel Posse; Memorias del Nuevo Mundo (1988), de Homero Aridjis; Vigilia del Almirante (1992), de Augusto Roa Bastos; Las puertas del mundo (una autobiografía hipócrita del Almirante) (1992), de Herminio Martínez; Colombo de Terrarrubra (1994), de Mary Cruz; y El último crimen de Colón (2001), de Marcelo Leonardo Levinas, además del relato «Las dos Américas», incluido en el libro de cuentos El naranjo (1993), de Carlos Fuentes. A esta lista se puede añadir, con las reservas obligadas, la novela Cristóbal Nonato (1987), de este mismo autor.
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Puede verificarse la existencia de una corriente polémica que atraviesa estos intentos de recuperaciones narrativas de la figura de Cristóbal Colón; una polémica de muy largo recorrido y en la que los distintos autores se integran con mayor o menor conciencia. Así, pues, depurando en lo posible los rasgos convergentes de estas narraciones, las poéticas presentes en la recuperación narrativa del personaje colombino han sido de dos tipos, coincidiendo con la revitalización y renovación de la novela histórica hispanoamericana desde los años setenta. Más adelante se verán las implicaciones ideológicas de dichas estéticas. Por un lado, una tendencia positivista, arqueológica y de afán verista, que suele respetar una función hermenéutica de la obra literaria en el contexto histórico-político de su producción. Este tipo de narraciones, respetuosas con la formulación clásica del género de la novela histórica, tal como se deduce de la poética implícita de las obras de Walter Scott o de la poética explícita propuesta por Georg Lukács en La novela histórica, su ensayo de 1937, han dependido en general de un afán descriptivo y polémico, ya sea condenatorio o apologético, de diversas causas históricas. Se verá, en concreto, a través de las novelas de Mary Cruz y de Homero Aridjis, sendos acercamientos a la figura colombina como pretexto, respectivamente, para una defensa del autarquismo castrista y del papel histórico de los judíos. Por otro lado, si el anterior grupo se define por una intención hermenéutica, esto es, por el afán de ofrecer una interpretación de los hechos y personajes de la Historia, el segundo grupo, sensiblemente más numeroso en sintonía con los rumbos actuales de la narrativa histórica, relega el optimismo historiográfico distintivo del grupo anterior ante una intención básicamente crítica. A este último grupo de autores no les preocupa, pues, la lección histórica que pueda desprender la figura colombina, al tiempo que su interés específico por Cristóbal Colón es secundario o nulo. Su atención se sitúa, sobre todo, en los métodos, expectativas y límites de la escritura histórica. Según esto, la figura colombina es, ahora, un mero pretexto con el que asediar críticamente la construcción discursiva de América, a través de la primera conciencia escrita enfrentada al Nuevo Mundo. La estética paródica, irónica y barroquizante a que da lugar este segundo grupo de ficciones, asimilable a la tendencia conocida, según la etiqueta propuesta entre otros por Seymour Mentón (1993), como nueva novela histórica hispanoamericana, se explica, de este modo, como la consecuencia de un orden de observaciones de carácter general, renovadas por estos autores
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al hacer una lectura crítica de la escritura fundacional de Cristóbal Colón. Este grupo justifica dichas conclusiones observando la suerte corrida por la propia figura colombina en la historiografía y el arte occidental desde el siglo xvi. Es decir, esta narrativa atiende a los avatares de Colón como sujeto y como objeto del relato histórico americano; una peripecia sin duda particular, pero en cuyo carácter proverbialmente ejemplar de la producción del discurso histórico se han fijado estos autores. Sería muy largo explicar este orden de observaciones con cierto detalle, y hacerlo cae lejos de la intención de este trabajo. Con todo, las apreciaciones de las que ha partido este grupo de la nueva novela histórica para sus recuperaciones colombinas pueden resumirse en tres frases. La primera es de Tzvetan Todorov, cuando afirma que «hoy día cualquier niño sabe que "Colón descubrió América"; sin embargo, esta es una proposición rica en 'ficciones'» (Todorov, 1993, p.129). La segunda corresponde a Fernando Aínsa, quien observa que la nueva novela histórica se distingue básicamente por «haber eliminado la alteridad del acontecimiento» (Aínsa, 1991, p. 19). Esto podría completarse, por último, con la caracterización que de este tipo de narraciones lleva a cabo Fernando Moreno. Para éste, la nueva novela histórica, más que novela histórica, merecería denominarse «novela historiográfica», pues descarta la noción de objeto histórico y desplaza el propósito de sus textos hacia una reflexión de los métodos y límites de la propia Historia, lo que hace que el relato histórico sea suplantado por una «serie inagotable de preguntas» (Moreno, 1992, pp. 155-156). Podemos detenernos en la frase de Todorov para sintetizar el orden de observaciones invocadas por los autores de la nueva narrativa histórica para sostener la imposibilidad de la representación histórica desde criterios realistas, al mismo tiempo que comprenderemos así las razones que han movilizado el interés de éstos hacia el personaje histórico de Cristóbal Colón. De este modo, «Colón descubrió América» forma una proposición rica en ficciones, tal como puede verse, sin dejar de lado la sintaxis de la frase, en tres ejes: Sujeto, Verbo y Objeto. Así, en primer lugar, estaríamos ante la inestabilidad biográfica del propio sujeto-Colón. Las dudas insalvables sobre su identidad verdadera, su procedencia geográfica, su genealogía, el paradero de sus restos mortales e incluso su misma apariencia física han constituido para los historiadores otros tantos atolladeros, algunos de ellos debidos al cálculo del propio Colón, interesado en una labor de oscurecimiento biográfico que habría de continuar su hijo
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Hernando 1 . Estas incógnitas se proyectan, acto seguido, a la contextualización de su empresa descubridora: las incoherencias señaladas, por ejemplo, por historiadores como Consuelo Varela (1992) o Luis Arranz (2000, pp. 5-77) no terminan de aclararse: así algunas desconcertantes cláusulas incluidas en las Capitulaciones de Santa Fe, o la inconsistencia de partida al pretender tomar posesión de tierras que pertenecerían al Gran Khan. Asimismo operan, entre otras incógnitas, el «secreto» de Colón y la leyenda del protonauta desconocido aducida por Juan Manzano Manzano (1989) (leyenda que, por su parte, presenta distintas versiones 2 ), o la escondida causa sionista que justificaría el viaje colombino inaugural como un intento del Almirante por fundar o hallar la Nueva Jerusalén, según los estudios de Simón Wiesenthal (1976) o Salvador de Madariaga (1975), tesis hebraizante de larga data, que a su vez pretendiera ser descartada a través del estudio filológico por Menéndez Pidal (1944). Cualquiera que sea la opción, se hace evidente la estricta verosimilitud y coherencia interna de una mayoría de versiones sobre la biografía de Colón 3 o sobre las circunstancias de su empresa. Esto nos sitúa ante la equiprobabilidad de, si no todos, al menos varios «Colones». En definitiva, Colón permanece como el perfil en sombra de alguien que ni siquiera alcanzó a tener un retrato pictórico fidedigno. Esto se traslada a su propia escritura, en buena medida desaparecida, filtrada o apropiada por diversos motivos e instancias textuales. En segundo lugar, el verbo «descubrir» no deja de resultar un ejercicio de voluntarismo. Los debates sobre los nombres de 1492, reanimados con ocasión del V Centenario de lo que se ha llamado el Descubrimiento 4 , son de sobra conocidos: el «Encubrimiento» americano, del que ha hablado, entre otros, el escritor uruguayo Eduardo Galeano (1991); el conciliador «Encuentro de dos mundos», propuesto por Miguel León-Portilla (1992); el «Choque» o 1
Los debates acerca de estos aspectos son inabarcables para este estudio, pero una síntesis
y (pen)última propuesta se puede encontrar en Enseñat de Villalonga, 2 0 0 0 , pp. 1 0 - 3 6 . Este historiador dedica la parte fundamental de su trabajo a defender los orígenes genoveses de Colón, pero los emplaza lejos de la genealogía humilde que diera por buena la decimonónica Raccolta colombiana. 2 Otra versión del predescubrimiento, en la que interviene el encuentro con unas amazonas amerindias, es la de Pérez de Tudela y Bueso, 1983. 3
Tal vez haya partido de parecida certidumbre una novela biográfica que reduce al absurdo
humorístico la cuestión: Colón nació en América, de Zuloaga/Marroquín (1948). 4
Para un resumen, véase Bernecker et alt., 1 9 9 6 .
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«Encontronazo»5, que a propósito se adujo en contra; la «Invención de América», en la que Edmundo O'Gorman (1958) cifraba la dimensión especular del continente 6 , o la «Imaginación del Nuevo Mundo», de la que en sentido análogo habla José Juan Arrom (1991) en coincidencia con lo que Pupo-Walker (1982) señalaba ya como la vocación literaria del pensamiento histórico americano, son sólo algunos de los términos que cuestionan los alcances semánticos y pragmáticos del descubrimiento. La pretensión de haber «descubierto» omite la interferencia y la mediación adulterante de diversa índole que es la base de la poética de la mirada tanto de Colón como de sus depositarios y exegetas. La escritura colombina, cuando no intencionadamente falsaria, se asienta sin remedio sobre el prejuicio cultural: juzga lo visto por lo leído, y lo insólito por lo sólito, como notan Noé Jitrik (1983) y Alberto Cardín (1990, pp. 110-116). Los viajes colombinos estuvieron, así, orientados por fuentes cosmográficas (los mapas de Ptolomeo, Toscanelli y Alfagrano, el Libro de las maravillas, de Marco Polo, la Historia rerum ubique gestarum, de Eneas Silvio Piccolomini, o la Imago mundi, de Pierre dAilly), pero también, y suponiendo el caso en que la propia cosmografía dejara de ser un centón de supersticiones contemporáneas, sus viajes miraron al trasluz de múltiples fuentes literarias, mitológicas y escatológicas: Séneca, Isidoro de Sevilla o Isaías, por ejemplo. Este pretendido encubrimiento histórico de lo americano figura como una acusación historiográfica en toda una línea de pensamiento preocupada por las fuentes y orígenes de la identidad americana. La nómina es muy amplia, si bien comparte sus apreciaciones con dos obras que han tratado la cuestión historiográfica americana en las últimas décadas: una es el ensayo histórico de Todorov de 1982: La Conquista de América. La cuestión del otro (1987). La otra es el no menos conocido y controvertido ensayo de Beatriz Pastor Discurso narrativo de la conquista de América: mitificacióny emergencia (1983, pp. 17-109). El orden de conclusiones alcanzadas por ambos permite entretenerse en un juego dialéctico que, desde otro punto de vista, ha sido apelado por el título de una obra de Arturo Uslar Pietri7: la diferencia entre el «Mundo Nuevo» que prometía la literatura utópica renacentista y el «Nuevo Mundo» que en cambio resultó, según una conmutación que define la antítesis entre la 5
Debray, 1992 y Colombres, 1991. Para un resumen del agrio debate nominalista entre O'Gorman y León-Portilla, véase Ortega y Medina, 1992, pp. 29-37. 7 Nuevo Mundo, Mundo Nuevo (Uslar Pietri, 1998). 6
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novedad sustantiva y la reiteración especular (Nueva España, Nueva Granada, Nueva Galicia...): no son lo mismo un error nuevo y un nuevo error. Esto permite, por último, comprobar la ficción que, siguiendo el hilo de la frase de Todorov citada, se esconde bajo el sintagma «América», pues, en efecto, éste puede refutarse tanto en la paradoja semántica de descubrir algo que ya posee su nombre, como en la insidia historiográfica a la que responde la consagración como epónimo de Américo Vespucio por parte de Martin Waldseemüller, en su Cosmographiae introductio, de 15078. Con esto, se puede avanzar la respuesta al interrogante básico que comenzaba proponiendo: la producción narrativa del siglo xx hispanoamericano sobre la figura de Cristóbal Colón permite discernir dos grupos reducibles a categorías básicas: uno, vinculado a una concepción tradicional de la novela histórica y articulada por criterios dialécticos o dilemáticos (verdad/falsedad, apología/condena, mitificación/desmitificación, leyenda áurea/leyenda negra, etc.); y otro identificado con la nueva novela histórica, cuya entidad es, por otra parte, tan confusa como sus propios límites, pero que permite desprender una misma reacción ante ciertos discursos esencialistas de lo americano y del mito de los orígenes, partiendo del hecho de la proverbial insustancialidad histórica de Cristóbal Colón y del carácter europeizante e interesado de sus representaciones de la realidad americana, tal como figuran en sus diarios, cartas y memoriales. Esta doble filiación con los códigos genéricos de la novela histórica está lejos de responder a una mera cuestión estética o estilística, y es la razón de este trabajo descubrir el fondo ideológico de una renovación del género que surge, eminentemente, con la recuperación literaria del protohistoriador americano a partir de la década de los setenta. Esta doble respuesta estética de la narrativa hispanoamericana del siglo xx describe la curva ideológica de la centuria y de los debates entre lo que José Enrique Rodó adelantó a comienzos de siglo como la disputa entre liberalismo y jacobinismo (1967, pp. 253-298), definida por el conflicto ideológico que, heredado de los debates constitucionalistas en el seno de las recientes repúblicas, habría de definir, para el uruguayo, el tono del siglo xx, entre concepciones rigoristas y liberales de la memoria histórica y la identidad cultural. A la vez, podemos considerar una expresiva caracterización de estos dos grupos, no
A propósito de esta cuestión, apuntaba Uslar Pietri: «En rigor, lo que Colón y sus compañeros de viaje encontraron no fue sino una parte [...] de lo que más tarde vino a constituir el hecho americano [...] ¿Cuándo empieza a haber una América?» (Ibíd., p. 320). 8
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exenta de cierta paradoja: así, mientras que la narrativa histórica de corte tradicional ha pretendido reflejar con una sedicente responsabilidad histórica el referente colombino, sin embargo, es el grupo de la nueva narrativa histórica el que demuestra conocer mejor la larga e inestable tradición figurativa del personaje colombino, cuajada de contradicciones y discontinuidades que no hacen sino subrayar la imposible fidelidad histórica hacia Colón. Al mismo tiempo, la tornadiza posteridad del Almirante avisa sobre la subjetividad inherente del acontecimiento histórico, que asimismo estuvo en la base de su propia poética histórica. Creo muy útil, por esto, ensayar un breve y apenas orientativo resumen de la distinta fortuna que ha corrido la figura colombina en la tradición occidental. Tal como hace Ricardo García Cárcel (1992), lo más ilustrativo y apropiado es relacionar la veleidosa posteridad de Colón con la dilatada leyenda negra en contra de lo hispánico. De este modo, la marginación inicial del Almirante en la historiografía indiana peninsular, provocada por las resistencias que encontró la familia Colón en la Corte y entre el resto de agentes de la Conquista, y el desinterés contemporáneo en el que muere Colón, si bien sorprendentes hoy, avisan de la variable suerte experimentada por esta figura. Debe tenerse en cuenta la inicial postergación de Colón en el relato oficial, así como que su primer lugar en la Historia se debe únicamente a la constancia de su familia, sobre todo de su hijo Hernando, y de sus defensores, entre los que destaca Las Casas. Así, hasta que en 1509 no tienen ocasión los llamados «Juicios colombinos», requeridos por su familia para la probanza de méritos y la restitución de mercedes y fama, la figura de Colón ha caído en el olvido. Las primeras biografías del Almirante son la Vida a cargo de Hernando Colón (1539), y las noticias que da Las Casas en la Brevísima relación de la destrucción de las Indias (1542) y en su Historia de las Indias (1559), que arrancan, en lo que se refiere a este asunto, de la obra de Hernando. Sin embargo, los intentos de la familia y de Las Casas no fueron suficientes para evitar la postergación historiográfica durante un largo siglo y medio, a pesar de haberse convertido, en la práctica, en un argumento más de la leyenda negra, que pretendía oponer a Colón frente a la política imperial española e intentaba quitar el mérito del Descubrimiento a España para devolvérselo a la iniciativa visionaria de un extranjero. La verdadera eclosión del personaje histórico se produce como un episodio consecuente de la dieciochesca «polémica del Nuevo Mundo» documentada por Antonello Gerbi (1982) o Silvio Zavala
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(1949), entre otros autores9: la ilustrada «calumnia de América» a la que, de otro modo, se refiere Edmundo O'Gorman (1942). Es inevitable, a tenor del estudio de Ricardo García Cárcel, observar esta «calumnia» como una vuelta más de la leyenda negra. Ahora son autores europeos, como Voltaire o Rousseau, quien llegó a componer una ópera en honor del descubridor, los que proyectan una figura colombina estilizada: en realidad, un arma arrojadiza contra lo hispánico, de acuerdo con sus programas ideológicos y según el menosprecio que la mayoría de autores ilustrados europeos hacían de la naturaleza y los habitantes americanos. Mientras, en el mundo hispánico, en particular en la Península, el silenciamiento o incluso la condena histórica recaen sobre Colón. El prohispánico católico escocés William Robertson extiende en su History of America (1777) la especie de que Las Casas, a través de la inicial propuesta de Colón, fue el responsable de la introducción de la esclavitud en el Nuevo Mundo10. No obstante, el último cuarto del siglo x v i i i experimenta en España, bajo la protección borbónica, lo que García Cárcel llama una «contraofensiva informativa» (1992, p. 305), cuyo principal depositario es Juan Bautista Muñoz, y en la cual Colón comienza a ser reclamado como parte inextricable de la iniciativa histórica española. Esta tendencia continúa en el siglo xix, cuando europeos, anglosajones, norteamericanos y criollos hispanoamericanos realizan una mitificación humanística y aun providencial de Colón: éste es el caso de León Bloy y James Fenimore Cooper, con sendas biografías literarias. Hasta que la historiografía científica de los albores del siglo XIX, anunciada en el positivismo decimonónico, acometa una labor mucho más ponderada, ésta es la pauta fundamental con la que la figura de Colón pasa a ser ignorada, ensalzada o condenada por opuestas instancias. La frontera que delimita el comienzo de una historia colombina científica lo pone, sin duda, el IV Centenario del Descubrimiento, consagrado a la figura del Almirante. La monumental Raccolta colombiana, que organizaba
9 Para un resumen actualizado de las contribuciones a la polémica, véase CañizaresEsguerra, 2001. 10 Fray Servando Teresa de Mier fue el primer autor en denunciar este error historiográfico, en el Libro XIV de su Historia de la revolución de la Nueva España (1783), así como en identificar la fuente de la calumnia en Robertson, que contestaba así a la leyenda negra. Robertson pretendió que la propuesta de Las Casas para la sustitución del trabajo forzoso de los nativos por esclavos impuso esta institución en la economía indiana, ignorando, sin embargo, que ésta era una práctica habitual desde los Reyes Católicos. Véase Saco, 1965, pp. 163-169; Ortiz, 2002, pp. 552-627 y Alcina Franch, 1995, pp. 18.
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desde Italia a investigadores de varios países, se propuso rescatar las verdaderas fuentes colombinas de su injustificable silencio. Esto dio lugar, por ejemplo, al hallazgo en Génova del «Documento Asseretto», donde aparece un Cristoforo Colombo, genovés, navegante desde joven por las rutas comerciales y negreras del Mediterráneo y el África atlántica, e hijo de un tabernero. Con todo, la iniciativa no clausuró el capricho o el prejuicio ideológico en los acercamientos a la figura, que sigue disputada por las posturas antilascasianas o lascasianas, imperialistas o antiimperialistas, doradas o negras. En la estricta producción literaria", el protagonismo y la valoración del personaje colombino siguen un plano paralelo al de la polémica historiográfica, tanto en Hispanoamérica como en el resto. La primera recreación literaria de la figura histórica de Colón se atribuye al poeta de la corte de la reina Isabel Ambrosio Montesinos, autor de un poema publicado en 1508. En el siglo xvi destaca la pieza teatral Las cortes de la muerte (1552-1557), sobre la represión de los nativos americanos, así como la entrada correspondiente en las Elegías de varones ilustres de Indias (1570-1592), del poeta Juan de Castellanos. En el siglo xvii, el drama épico de Lope de Vega El Nuevo Mundo descubierto por Cristóbal Colón (1604) y el soneto de Quevedo «Túmulo a Colón». En adelante, la literatura se hace eco de la historiografía y propicia que Colón trascienda como personaje incuestionable a partir del siglo xviii. De otra manera, podrían considerarse algunas de las obras de la historiografía romántica como ejercicios literarios, así las biografías de Washington Irving y Jacob Wassermann, no menos que otras del siglo xx, como la citada de Salvador de Madariaga, que se asienta sobre la comparación de Colón con don Quijote. Hasta el siglo x v i i i destacan referencias literarias aisladas en la obra de Sor Juana Inés de la Cruz, así como en Paradise Lost, de John Milton y en los mexicanos Bernardo de Balbuena y Juan Ruiz de Alarcón. Todos ellos recurren a la dimensión humana de Colón, héroe, genio o loco, pero parecen ignorar su importancia histórica. En el siglo xix, como estrictas recuperaciones literarias de Cristóbal Colón aparte de las biografías histórico-literarias ya tratadas, destacan las de Julio Verne (quien puede suponer el único ejemplo romántico europeo de leyenda
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Para los datos de esta lista, además de la obra de García Cárcel, utilizo en parte las siguientes monografías: Stavans, 2001 y Caistor, 1992. Ante sus alternativas omisiones, es aconsejable completarlas con la pesquisa en detalle.
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negra colombina), Walt Whitman, Nietzsche o Alfonso de Lamartine 12 , así como, en España, las semblanzas biográficas de Ramón de Campoamor en el poema épico Colón (1854) y de Jacint Verdaguer en la obra poética Colón seguit de Tenerife (1907, edición postuma). En Hispanoamérica, además de los poemas de José María de Heredia o Gertudris Gómez de Avellaneda, o la posterior Colombiada, de Ciro Bayo, destaca el poema de Rubén Darío «A Colón» (.El canto errante, 1892), donde, inmerso en el periodo de las guerras civiles, el poeta lamenta la frustrada utopía colombina, arrumbada por el ciego imperialismo hispánico; un gesto que constituye de hecho una invocación al proyecto bolivariano de la Gran Colombia, en consonancia con el retrato apologético que del Almirante ensayaran los criollos insurgentes. Hasta Rubén, y con la excepción de Julio Verne, quien hace un retrato cruel del Almirante, las obras europeas, estadounidenses e hispanoamericanas llevan a cabo retratos ponderativos del héroe Colón, ya sea reconociendo su extraordinaria significación histórica, como en Bloy o Nietzsche, ya sea tomándolo como un ejemplo de virtudes personales (Cooper), piadosas (Bloy) o en la identificación del autor con su vejez patética (Whitman). Asimismo, desde España se construye un Colón que ahora no se resiste a representar las glorias del pasado nacional, como en La aurora de Colón (1838), de Patricio de la Escosura; Cristóbal Colón o las glorias de España (1840), de Ribot; Isabel la Católica (1849), de Rodríguez Rubí; Cristóbal Colón (1851), de Avecilla; La agonía (1861), de Larra; Cristóbal Colón (1863), de Juan de Dios de la Rada, así como otro número de obras sin año y de distintos autores. A lo largo del siglo xx, la producción literaria se muestra heredera de la dinámica historiográfica de apropiación del signo histórico de Colón para su uso en una polémica de mayores alcances culturales. Así la novela En busca del Gran Khan (1927), de Vicente Blasco Ibáñez, o, desde Hispanoamérica, ciertos poemas de Gabriela Mistral, Vicente Huidobro, Pablo Neruda o Ernesto Cardenal, más un largo etcétera. Esto nos sitúa ante las fechas en que se dan las narraciones que aquí interesan. En cuanto a las novelas que he calificado como tradicionales o arqueológicas, destacan Memorias del Nuevo Mundo, del mexicano Homero Aridjis (1988), y Colombo de Terrarrubra, de la cubana Mary Cruz (1994). Esta última es una defensa de Colón como 12
James Fenimore Cooper, The voyage to Cathay (1840); Alphonse de Lamartine, Christophe Colomb (1853); Jules Verne, Christoph Colomb (1870); Walt Whitman, el poema «Prayer of Columbus» (1874); Leon Bloy, Le Révélateur du Globe (1889); Friedrich Nietzsche, el poema «Der neue Colombus» (1892).
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pretexto de la resistencia al poder imperial, mediante el frustrado proyecto colombino de las factorías, y una apología velada de la autarquía castrista. La segunda es una defensa del papel histórico de los judíos y una condena de su secular persecución, tomando las tesis citadas sobre el oculto sionismo de Colón, al zarpar el 3 de agosto de 1492, fecha de la entrada en vigor del decreto de expulsión de los judíos. En ambas obras, la pretensión de fidelidad histórica se marca mediante los recursos de la forma clásica del género, sobre todo desde el respeto por el rigor cronológico y la coherencia unitaria, privilegiando una única versión documentada, en detrimento de otras que pudieran ser contradictorias. El resto de narraciones mencionadas en la lista inicial caen dentro de la nueva novela histórica: El arpa y la sombra, de Alejo Carpentier, y El mar de las lentejas, del también cubano Antonio Benítez Rojo, ambas de 1979, inauguran la lista. Es común a ambas la intención de apartar el debate histórico y político del plano de las oposiciones y las dialécticas positivistas, desde las que se alimentan las visiones categóricas de lo americano. Parte de la crítica, Mentón entre ella, ha creído que la «derrisión»13, la parodia y el escandalizador anacronismo por los que se han regido este tipo de narrativas buscan denunciar el discurso histórico occidental como una apropiación ilegítima, desvirtuadora y aculturadora de la realidad americana, así como resarcir la vieja traición referencial reapropiándose del discurso. Más bien, sin embargo, la intención de estos autores es reducir al absurdo la dialéctica positivista, comenzando por los valores de verdad, factualidad e identidad, criticando todo esencialismo cultural desde una postura asimilable al liberalismo con que Rodó anunciaba el horizonte ideológico básico del siglo xx. Así, pese a su ánimo irreverente, no es posible sostener, como tanto se ha hecho, que la nueva narrativa histórica ha desmitificado a Colón, sino que se limita a desubicarlo, rehuyendo pasadas antinomias. Tal como señala Roberto González Echevarría (1986, pp. 161-165; 2004, pp. 342-366), El arpa y la sombra no constituye un intento de desmitificar a Colón replicando la mistificadora ópera del autor católico francés Paul Claudel El libro de Cristóbal Colón (1930) que le sirve de precedente. Antes bien, Carpentier adelanta los argumentos para su propia refutación, y sienta las bases para la nueva narrativa histórica a través de una autocrítica a su adánico
13 Término propuesto por Fernando Aínsa para caracterizar, con una referencia ludica a las teorías de Jacques Derrida, el humorismo metarreflexivo de la nueva novela histórica (Ainsa, 1991 p. 16).
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proyecto de lo real maravilloso americano, que sería una serie de «antruejos» identificables con aquéllos de los que se acaba confesando el «farsante» ColónCarpentier de la novela, mientras pasea «de trono en trono mi Retablo de las Maravillas» (1994, pp. 190 y 178). Asimismo, El mar de las lentejas de Benítez Rojo (1999) supone un cuestionamiento de las leyes de la causalidad histórica, al servir el azar de norma para la ilación de dispares episodios históricos, entre los que figura el segundo viaje colombino, que sirven al autor cubano para criticar el totalitarismo histórico y la totalización historiográfica 14 . Estas dos novelas cubanas imponen, pues, el tono crítico, reflexivo y por último aporístico de las subsiguientes muestras de nueva narrativa histórica dedicada a Colón. Así la inversión histórica de Crónica del Descubrimiento, del uruguayo Alejandro Paternáin (1980), donde un grupo de indígenas que salen del estuario del Plata realizan el descubrimiento del Viejo Mundo; o el histrionismo humorístico, el anacronismo y las borgeanas interferencias metatextuales que presiden la farsa de Los perros del paraíso, del argentino Abel Posse (1983), donde el descubrimiento amerindio del Viejo M u n d o toma también lugar, ahora mediante una expedición aerostática de los aztecas. En esta línea se inserta a su vez la particular recreación quijotesca del Almirante que, en su Vigilia del Almirante, lleva a cabo Roa Bastos (1992), quien naturaliza heterogéneas fuentes documentales en un contexto irrisorio para nuestro conocimiento de la Historia; o la «hipócrita» y canalla autobiografía colombina del mexicano Herminio Martínez en Las puertas del mundo, donde el Almirante desvela el mesiánico y crematístico «retablo de las maravillas» contenido en su interesada imagen histórica (1992, p. 31). La intencionalidad aporística del nuevo relato histórico alcanza cotas sin vuelta posible hacia la referencia lógica en el cuento de Carlos Fuentes «Las dos Américas», coda o amplificatio de la novela de Posse, en lo que posee de patética burla hacia el anhelo arcádico que asoma en los escritos colombinos, continuado secularmente por el mito de una Edad de Oro americana (Fuentes, 1993, pp. 227-253). Merece destacarse la novela de Marcelo Leonardo Levinas El último crimen de Colón (2001), con la que este historiador argentino usa el pretexto colombino para reflexionar sobre los métodos de la escritura histórica y mostrar que la Historia depende, en último extremo, de la verosimilitud interna más
14 Muchos de tales aspectos no son visibles hasta esta última edición de la novela. Para un estudio, véase San José Vázquez, 2004-2005, pp. 7-20.
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que de la veracidad. Con citas fehacientes y literales, Levinas alcanza una demostración inmanente, en la estela de los más adustos códigos de la verdad histórica, de los asesinatos que Colón habría cometido entre la tripulación del primer viaje con el fin de impedir que se supiera lo que, en efecto, el autor vuelve a «demostrar»: la secreta alianza entre Colón y Vespucio para que éste llevara la fama de descubrir la novedad geográfica de América a cambio de que Colón pasara por el incauto que creyó haber llegado a Indias, con lo que lograrían ocultar la existencia de otros protonautas. En última instancia, las obras estudiadas se distribuyen en dos grupos que responden a lo que, aplicado a una reflexión crítica de la primera historiografía de Indias, equivale a la larga disyuntiva conceptual entre el «Descubrimiento» y la «Invención», oposición que ha animado la disputa ideológica sobre la noción de orígenes en el siglo x x hispanoamericano.
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VIAJES URBANOS EN LA POESÍA ARGENTINA. BORGES Y FERNÁNDEZ MORENO
Universidad
Elisa Calabrese de Mar del Plata,
Argentina
Decir que Borges funda, poéticamente hablando, la ciudad de Buenos Aires es ya un lugar común de la crítica; afirmar que las vanguardias llamadas «históricas» son una manifestación estética propia de la cultura urbana moderna, también lo es. Sin embargo, tales supuestos podrían dejar ver una operación cultural de Borges no tan obvia, por la cual se muestre cómo su modernidad no se limita a una «importación» de la experiencia europea, sino implica un complejo juego entre la tradición y la vanguardia, puesto que fundar lo nuevo, en el incipiente siglo xx de la Argentina, requiere, previamente, inventar una tradición cultural frente a la cual situarse como si fuese una consolidada enciclopedia de siglos, aunque en rigor, apenas una década atrás, en 1913, Leopoldo Lugones, el poeta nacional, ensayaba, a su vez, la instauración de la epopeya vernácula con su lectura del Martín Fierro. Tan compleja operación, por parte de Borges, requiere varias facetas cruzadas: por un lado, el parricidio, en el cual lo acompañaron los jóvenes del grupo Florida, asesinando simbólicamente a Lugones, como consta en los cómicos «Epitafios» de la revista que los nucleaba, Martín Fierro; por otra parte, dos vertientes de la escritura del propio Borges: la crítica y la poética. En la primera, se procuraba leer el máximo poema nacional de una manera no sólo singular, sino opuesta a la del precursor: nada de epopeyas; el gaucho matrero Martín Fierro, discute Borges, es un típico protagonista de novela, género moderno por excelencia; lejos de ser una figura heroica y ejemplar, se trataba de un marginal, un perseguido por la justicia. Pero también están los textos programáticos, donde el escritor enuncia la estética del criollismo. Esta
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estética se plantea desde una paradójica tensión en pugna con el nacionalismo y sus raíces románticas; se trataba de instaurar un criollismo universalista. La perspectiva que asume el joven Borges de nuestro pasado literario es que le ha faltado «aliento metafíisico», por eso es que tal criollismo sui géneris demanda ser «conversador de Dios y del mundo». Eludir, entonces, todo color local es un mandato imprescindible para un arte que aspira, como es propio de las utopías vanguardistas, a instalar un objeto nuevo en el mundo y no a reproducir lo real. Si esto es así, el viaje urbano forma parte de este propósito, pues dotar de entidad poética a la ciudad es desplazar, de acuerdo con ese programa de escritura, el eje de la cultura argentina, mediante el traslado de la producción original que funda nuestra literatura, la serie gauchesca, desde el campo a la ciudad. Este es, pues, el contexto donde emerge Fervor de Buenos Aires, de 1923, en cuya estela y poética se inscriben también los dos volúmenes que le siguen, Luna de enfrente (1925) y Cuaderno San Martín (1929). La perspectiva que abordo se propone leer esta producción poética no como fruto de la experiencia del regreso a la ciudad natal (o, por lo menos, no exclusivamente) tan transitada por la crítica, sino como parte de esa compleja operación cultural antes mencionada: el vaivén entre lo nuevo de la vanguardia y la tradición, pero no por mero conservadurismo o apego al linaje, sino porque lo nuevo, aprendido en la vanguardia madrileña, y en sus propias traducciones de la poesía moderna —así, por ejemplo, el expresionismo alemán— podrá sólo emerger como ruptura si se crea una tradición imaginaria. De tal modo, Buenos Aires, la ciudad por donde el poeta convertido en baudeleriano flâneur, practica sus poéticas caminatas, se constituye como un privilegiado operador de sentido del que deriva y por el que pasa una constelación de motivos: desde la construcción de la subjetividad en relación con el espacio urbano, hasta la historia presente en los restos urbanísticos, o la topografía de los espacios del sueño y la reflexión sobre el lenguaje poético. Es un muy claro ejemplo de lo señalado en primer término, el poema inicial de Fervor... : «Las calles de Buenos Aires / ya son mi entraña. / No las ávidas calles / incómodas de turbas y ajetreo / sino las calles desganadas del barrio, / casi invisibles de habituales, / enternecidas de penumbra y ocaso». Sería obvio detenerse en la identificación entre el espacio urbano y el sujeto poético; lo sorprendente es el rechazo explícito («...no las ávidas calles»...) del centro, pues allí sería de esperar que se situara la mirada de un flâneur deslumhrado por la rapidez y el brillante flujo de la ciudad moderna. Por el contrario, este paseante busca un ambiguo espacio de barrio porque es allí
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donde la ciudad exhibe su precaria consistencia ontológica, la fragilidad de su permanencia temporal. En efecto, las calles desganadas son un tránsito hacia donde «[...] austeras casitas apenas aventuran, / abrumadas por inmortales distancias/ a perderse en la honda visión/ de cielo y de llanura»... Lo permanente son las inmortales distancias, el cielo, la llanura; mientras las casitas —cuyo diminutivo también connota, en este caso, la fragilidad— son una osada y chata avanzada de la cultura en el dominio poderoso de la naturaleza. En este primer poema están condensados ya todos los motivos poéticos del primer Borges: la homologación del espacio y el tiempo en una zona intermedia, crepuscular, de límites difusos entre lo urbano y lo rural; entre el presente moderno y el pasado bárbaro; también se enumeran los puntos cardinales —el oeste, el norte y el sur, pues el este lo ocupa el inmenso estuario—, enumeración donde el sur ocupa un lugar relevante. En efecto, el sur de la ciudad marca el rumbo hacia el campo, es decir la llanura sin límites, aquello que en los textos del siglo x i x fue llamado «el desierto», pues nadie lo habitaba excepto «el salvaje», el indígena; es por tanto, el rumbo hacia la barbarie, pero también por eso es el nexo con el pasado: el punto imprescindible para consolidar una tradición cultural de breve transcurso temporal, compensada por su mítica intensidad heroica, estableciendo una línea de sentido: sur-pasado-lo épico-el campo- la ciudad- el compadrito. Esta constelación de sentido ha sido explicitada frecuentemente por el escritor; algunas de sus líneas de fuga permanecen a lo largo de su producción, una vez abandonada la estética criollista y en registros genéricos variados, no necesaria ni exclusivamente en la poesía; así, en el cuento «El sur» que integra el volumen Artificios, de 1944, se explica que: «[...] el Sur empieza del otro lado de Rivadavia. Dalhmann solía repetir que eso no es una convención y que quien atraviesa esa calle entra en un mundo más antiguo y más firme». Volvamos a Fervor... para ver que hay dos poemas con el nombre de ese punto cardinal: «El sur» y «Sur». El primero expone al sujeto lírico en contemplación del mundo natural (el cielo estrellado, el agua, el olor del jazmín y la madreselva), pero en consonancia con ciertos elementos arquitectónicos, pocos, pero suficientes para notar que son restos del pasado colonial, sustentando así, en el sur de una ciudad moderna donde tales construcciones han desaparecido, el íntimo vínculo con el pasado (el aljibe, el patio, el zaguán); la conjunción de ambos órdenes: el natural y el construido, constituye nada menos que la materia misma del poema: «esas cosas, acaso, son el poema». El segundo, por su parte, se instala en el conocido espacio intermedio del arrabal pero que se
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erige también como una frontera borrosa entre la vigilia y el sueño, pues da lugar a una fantasmática visión, donde el paisaje suburbano de los terraplenes por donde pasan las vías del ferrocarril se transforma en escenario de luchas ocurridas en un pasado épico: [...] En estos arrabales / hay vislumbres de sitios de batalla: / tenaces terraplenes / que abaten alrededor los campos serviles, / charcos abandonados / que las puestas de sol criminan de sangre, / zanjones, humaredas, puentes, clangores / y el tajo renegrido de los rieles / apartando las casas.
Los dos poemarios que siguen —recordé más arriba— son una continuidad de Fervor..., si bien hay contrastes; Borges lo dice en un prólogo escrito cuarenta años después: mientras la ciudad del primer libro es siempre íntima, la de Luna de enfrente tiene algo de ostentoso y de público. Y es lógico que se sigan precisando los motivos antes enumerados, esta vez con el énfasis en lo monumental, sea éste arquitectónico o histórico. Basta recorrer algunos títulos para comprobarlo, como pueden ser «Último sol en Villa Ortúzar»; «Calle con almacén rosado» o el famosísimo «El general Quiroga va en coche al muere», donde se hace patente la reescritura de uno de los textos fundacionales de la cultura argentina, el Facundo... de Sarmiento. Si el poderoso escritor sanjuanino instauró, tal vez para siempre, una metáfora que burila la realidad en el imaginario de nuestra cultura con la dicotomía civilización versus barbarie y corporiza esta última en el caudillo Quiroga, apodado el Tigre de los Llanos, la imagen de Borges se inscribe en la estirpe bárbara fundada por Sarmiento. Así, se repone el mito del Tigre, pues el caudillo pertenece al orden de la naturaleza, o mejor, es su encarnación misma: «Yo, que he sobrevivido a millares de tardes / y cuyo nombre pone retemblor en las lanzas / no he de soltar la vida por estos pedregales./ ¿Muere acaso el pampero? ¿Se mueren las espadas?...». Por su parte, en Cuaderno San Martín, de 1929, este derrotero por la ciudad, que incluye a los propios antepasados, inaugura el motivo del linaje, nunca ausente desde entonces de la poesía borgeana, como por ejemplo en «Isidoro Acevedo», para culminar en el poema que amplifica y aglutina estos motivos, «Fundación mítica de Buenos Aires». «Mítica» en vez del «mitológica» de la primera versión, pues, en efecto, en la raíz de toda literatura está el mito, pero también la historia, retomada desde su origen colonial, poniendo en un primer plano el viaje de las naves por el río «de sueñera y de barro» desde Asunción hasta donde estaría Buenos Aires. En ese pasado confluyen,
Viajes urbanos en la poesía argentina. Borges y Fernández Moreno
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así como en las crónicas indianas, el episodio histórico de la muerte de Solís: «donde ayunó Juan Díaz y los indios comieron» con la leyenda: «aún estaba poblado de sirenas y endriagos»... para instalar la fundación ciudadana en el espacio personalizado del sujeto lírico, «fue en mi barrio, en Palermo», y en el momento que corresponde a la actualidad de la escritura; allí se reúne un haz de motivos que sintetizan la cultura de mezcla: el tango, el compadrito, el arrabal, el inmigrante: Un almacén rosado como revés de naipe / brilló y en la trastienda conversaron un truco; / el almacén rosado floreció en un compadre, ya patrón de la esquina, / ya resentido y duro. / El primer organito salvaba el horizonte / con su achacoso porte, su habanera y su gringo. / El corralón seguro ya opinaba Irigoyen, / algún piano mandaba tangos de Saborido.
Abandono, ahora, a Borges luego de este breve ojeada por las estrategias que lograron construir una vanguardia vernácula; con ellas instala a la vez que lo nuevo, su invención de una tradición contra la cual éste pueda alzarse. ¿Por qué el otro poeta elegido para este viaje ciudadano? De entre las posibles razones, escojo la siguiente: en el recorte temporal efectuado aquí, que señala dos momentos vanguardistas, el de los años veinte a treinta y el de la década de los sesenta, unánimemente reconocido como de vanguardia estética y política, César Fernández Moreno (1919-1985), hijo primogénito de su famoso padre, Baldomero, es una figura difícil de encasillar, algo mayor que los llamados «sesentistas» o antipoetas, estéticamente encabalgada entre dos generaciones, pues su primera producción muestra aún las marcas del confesionalismo neorromántico, mientras la poesía que escribe en los sesenta resulta precursora del giro hacia el prosaísmo, el coloquialismo y el humor que caracterizan a la poesía conversacional. Las poéticas sesentistas entran en conflicto no sólo estético, sino epistemológico con el modelo hegemónico de la vertiente vanguardista dominante desde las vanguardias históricas, y tal cuestionamiento se produce, fundamentalmente, en torno de tres aspectos: la concepción trascendentalista del arte, la ideología del artista carismàtico (el vate, profeta cuyo arraigo proviene de la matriz romántica alemana) y la autonomía de la obra de arte. En las poéticas «sociales» o «comprometidas» de los sesentistas (ampliamente, de los poetas coloquiales, o antipoetas), el sujeto escritural manifiesta un interés en el mundo «exterior» al arte (es el caso del nombre elegido por
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el nicaragüense Ernesto Cardenal para describir su poesía, el exteriorismo), además de procurar identificarse con las mayorías que no detentan el poder, los marginados, los excluidos, los resistentes desde la clandestinidad o los subalternos. El sujeto poético proclama la necesidad de una poesía de denuncia política, social y revolucionaria; es lógico así que el dibujo escriturario de la figura del poeta no tienda a desvanecerse, o a trasladarse del centro a la periferia del poema, dando lugar de privilegio a la voz o al mismo poema haciéndose, sino que desarticule los constituyentes que armaban la figura del vate. Así, es frecuente que el yo magnifícente o excelso se vea sustituido por un sujeto común, instalado en su contexto cotidiano cuando no colectivizado, o disociado en otros. Otro procedimiento usual es lo que denominamos «ficción autobiográfica» en el sentido de que el sujeto textual buscará difuminar su carácter de artificio, mediante una retórica que trabaja sobre la imitación del lenguaje oral, por el cual el sujeto pretende exhibirse en un locus enunciativo «realista», aludiendo con este término a una situación reconocible contextualmente y a una lengua pretendidamente neutra o prosaica. César Fernández Moreno —hijo del famoso Baldomero, con quien su escritura juega un permanente contrapunto de identificación/rechazo en el que no me detendré ahora-— culmina con Sentimientos, de 1960, ese proceso de transformación desde el neo romanticismo de su juventud en los años cuarenta hasta su paulatina separación del modelo paterno (poética y biográficamente hablando). Proceso que se intensifica en Argentino hasta la muerte, de 1963, cuyo discurso parece distanciarse al máximo de lo poético, con una enunciación irónica y humorística, que tiende al género ensayístico y retoma los temas caros a la serie ensayística argentina, de indagación del «ser nacional», incorporando las jergas urbanas populares: no sólo el coloquialismo rioplatense, sino hasta el cocoliche y el lunfardo, jugando con el contraste de elementos provenientes de la alta cultura, aunque resignificados al incrustarse en otro contexto, así el poliglotismo con el inglés y el francés, marca típica en la educación de las clases altas argentinas. La ciudad, en el marco de esta poética, presentará entonces una función muy diferente a la que veíamos en Borges, pues formará parte de ese contexto reconocible al que nos referíamos, y no sólo espacialmente, sino por la fuerte impronta de los registros del habla coloquial que identifican las marcas de una cultura muy situada. Como ejemplo de una cotidianeidad que sustenta la ficción autobiográfica, podemos ver, en «amores en buenos aires», de Sentimientos, cómo la ciudad es el escenario de la poesía amorosa, que renegando de la efusión
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sentimental, se detiene en el erotismo y exalta la relación ocasional, ironizando por inversión, el motivo romántico del amor eterno: pongo sitio a tu cintura / escalo tu columna vertebral / trato de arrancarte como uvas los besos / [...] pero estamos en buenos aires la de insinuantes calles / a nosotros todos los taxímetros desocupados /.. .serás mi último amor eterno / full time hasta que me aburra no importa / te lo juro por la avenida de los incas.
Finalmente, daré un último ejemplo de otra veta característica de lo que fue denominado, por Juan Jacobo Bajarlía, una «polipoética», refiriéndose a la preocupación social y política de las poéticas sesentistas. Ya en Sentimientos, en los poemas agrupados en un apartado de nombre genérico, «Epicedios», aparecía esta temática, cono se puede ver claramente en «Epicedio a un manifestante», donde el sujeto lírico, asumiendo su propia imagen, y ubicado en una situación cotidiana —un café próximo al cruce entre dos calles céntricas, Corrientes y Esmeralda, llamada aquí «esa cruz de asfalto»— se dirige al manifestante asesinado, para ver de limpiar su culpa, provocada por la mala conciencia del yo poético, quien contemplaba la escena desde afuera. Aquí, la ciudad es el escenario del acontecimiento político y de la violencia: «...la manifestación pudo llegar hasta cierta esquina / se produjeron varios disparos /se produjo tu muerte....» El lenguaje parodiza el discurso periodístico, pero bajo esta aparente neutralidad referencial, laten la crítica y la autocrítica, que culminan en el remate: yo miraba detrás de un cristal / mejor dicho detrás de un cristal y una cortina / a mí me toca una ínfima parte de tu muerte / pero en materia de muerte la menor fracción equivale al todo / es decir te debo la vida / para no pagarte cometo esta felonía / intento sobornarte con este versito.
En síntesis: en las dos vanguardias, la poesía da cuenta de la ciudad, tanto temáticamente, cuanto en las dimensiones discursivas que constituyen al sujeto en sus experiencias íntimas, sociales y políticas; pero mientras en Borges se procura cristalizar las imágenes del espacio urbano, arquitectónico e histórico, en César Fernández Moreno la ciudad ya está como algo dado a la vivencia cotidiana de quien la habita, y se incorpora a través de los discursos-otros —no pertenecientes al dominio tradicional de lo poético—, y en las percepciones que constituyen las modalidades de la subjetividad.
E L PAISAJE D E C Ó M A L A : U N VIAJE DEL PARAÍSO AL I N F I E R N O Eugenia M . a Acedo Tapia Universidad de Málaga, España
La literatura de J u a n Rulfo no puede concebirse sin tener en cuenta el fondo histórico de la Revolución y su secuencia de la guerra de los «cristeros». Ambas contiendas, que asolaron tanto a su patria como a su hogar (durante estos años quedó huérfano), constituyen una experiencia traumática decisiva, en donde se origina la actitud desolada y trágica del novelista. D e ahí que los temas obsesivos de Rulfo sean la violencia, la crueldad, la insensibilidad moral, el incesto, la religiosidad mal entendida, la frustración, el fracaso, el remordimiento. N o hay ni justicia, ni bondad, ni esperanza de redención en el mundo terrible de la ficción rulfiana. La novela Pedro Páramo tiene por escenario el pueblo de Cómala y la región circunvecina. El espacio que se hace presente en la novela no se refiere detalladamente a una instancia real de México, ni tampoco intenta una descripción realista del paisaje de Jalisco. N o es exclusivamente un espacio evocado, ni uno soñado, ni uno creado de la nada, aunque tiene elementos comunes a estos tres. Los habitantes de Cómala son espectros que ni en la muerte han hallado reposo. Viven en Cómala evocando sucesos tristes. Un cacique cruel, Pedro Páramo, dueño de la hacienda de la Media Luna, durante años tiranizó a la comarca, después de haberse apoderado por la astucia o la violencia de todas las tierras. Se casó con Dolores Preciado con la única intención de obtener su fortuna, pero no la amaba. D e hecho, su único amor fue Susana San Juan, de la que estaba enamorado desde la niñez. Pero Susana había abandonado la región y se casó lejos de Cómala, aunque al tiempo enviudó. Treinta años
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después regresó al pueblo y Pedro al fin pudo convertirla en su esposa. Susana, entre tanto, había perdido la razón y vivía en un perpetuo delirio amoroso por su esposo muerto. Pedro Páramo había esperado, pues, treinta años en vano, porque el amor de Susana fue siempre para su difunto esposo. Cuando Susana murió, doblaron a muerto todas las campanas. Cómala no entendió lo que pasaba e interpretó mal el sentido de los repiques. La gente creyó que el pueblo estaba de fiesta, no de luto. Por ello, Pedro Páramo, furioso, juró cruzarse de brazos y dejar morir al pueblo. Su venganza se cumplió y Cómala, pueblo antes hermoso, se arruinó y murió. La novela tiene una estructura muy peculiar, pues comienza cuando el mismo Pedro Páramo ha muerto y en Cómala ya sólo quedan los espectros de sus antiguos moradores. Es entonces cuando un mozo joven, Juan Preciado, hijo del cacique y de Dolores Preciado, viene a Cómala a visitar a Pedro Páramo. Juan se asombra de no encontrar en Cómala ese pueblo hermoso y alegre, ese lugar paradisíaco del que su madre tanto le había hablado, sino que halla un pueblo de fantasmas, resonante de voces y murmullos de ultratumba, donde el aire falta y el calor es intolerable. La historia de su padre le es contada a Juan por fantasmas y allí en ese pueblo ardiente y sin aire que encuentra, morirá de espanto y asfixia. Centrándose ya específicamente en el espacio, existe un gran contraste entre esos dos mundos, ese paraíso evocado desde el infierno, el Paraíso perdido, pero jamás olvidado, y que sirve también para apuntalar la lucha básica entre vida y muerte que recorre toda la novela (Dorfman, 1974, pp. 194 y ss.). Lo que se puede denominar la «Cómala Paraíso» vive en el recuerdo de Dolores Preciado, en su memoria. Se conoce aquella Cómala desaparecida por las palabras que Juan Preciado recuerda de su madre: «Yo imaginaba ver aquello a través de los recuerdos de mi madre» (Rulfo, 2004, p. 66) 1 o «Traigo los ojos con que ella miró estas cosas, porque me dio sus ojos para ver» (Ibíd.). Es a través de los ojos de ella como Juan Preciado puede evocar aquello que Cómala fue y ya no es. En dicha evocación, Cómala era una región llena de vida y de poesía. Su madre creyó enviarle a la Cómala de sus recuerdos, por eso le decía: «Allá me oirás mejor. Estaré más cerca de ti. Encontrarás más cercana la voz de mis recuerdos que la de mi muerte, si es que alguna vez la muerte ha tenido alguna voz» (p. 70). Pero la madre de Juan Preciado se equivocaba, pues esa Cómala
1 Todas las citas de Pedro Páramo han sido tomadas de la misma edición: Rulfo, 2004. En adelante sólo consignamos el número de página.
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existía sólo en su mente, en la evocación de su pasado, ya ido y muerto. En esta Cómala que encuentra Juan Preciado no llega a estar más cerca de su madre, como ella había dicho, sino, tal vez, más lejos. Dolores Preciado hablaba de un lugar que no era de este mundo, eterno, pero inalcanzable, con la eternidad del pasado. Cómala se presenta como ese tópico de la Arcadia que presenta tradicionalmente una primavera eterna, con una naturaleza agradable, propicia al pastoreo y a la cría de ganado y en donde predomina el verdor y el frescor del aire y del agua de las fuentes: Allá hallarás mi querencia. El lugar que yo quise. D o n d e los sueños me enflaquecieron. M i pueblo, levantado sobre la llanura. Lleno de árboles y de hojas, como una alcancía donde hemos guardado nuestros recuerdos. Sentirás que allí uno quisiera vivir para la eternidad. El amanecer; la mañana; el mediodía y la noche, siempre los mismos; pero con la diferencia del aire. Allí, donde el aire cambia el color de las cosas; donde se ventila la vida como si fuera un murmullo; como si fuera un puro murmullo de la vida... (pp. 117-118)
Pero ese mundo no existe en el presente. Es un mundo vivo, tal vez, en el pasado, pero muerto a la realidad del presente. A pesar de todo, es descrito con los tópicos clásicos, a los cuales se añaden algunos elementos vernáculos, como podía ser el maíz: H a y allí, pasando el puerto de Los Colimotes, la vista muy hermosa de una llanura verde, algo amarilla por el maíz maduro. Desde ese lugar se ve Cómala, blanqueando la tierra, iluminándola durante la noche, (p. 6 6 )
Junto al verde, el otro color predominante en el pueblo es el blanco. Además de los colores, se describen los sonidos y olores de este paraíso. Es descrito a través de todos los sentidos. En lo referente a los sonidos, son las abejas y las chuparrosas las que rompen el leve murmullo del viento, el agua, y otros elementos naturales: «Había chuparrosas. Era la época. Se oía el zumbido de sus alas entre las flores del jazmín que se caía de flores» (p. 76). Son estas abejas las que producen ese olor a miel: .. .Llanuras verdes. Ver subir y bajar el horizonte con el viento que mueve las espigas, el rizar de la tarde con una lluvia de triples rizos. El color de la tierra, el olor de la alfalfa y del pan. U n pueblo que huele a miel derramada... (p. 80).
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Destaca la repetición de ese olor a pan recién horneado: .. .Todas las madrugadas el pueblo tiembla con el paso de las carretas. Llegan de todas partes, copeteadas de salitre, de mazorcas, de yerba de pará. Rechinan sus ruedas haciendo vibrar las ventanas, despertando a la gente. Es la misma hora en que se abren los hornos y huele a pan recién horneado. Y de pronto puede tronar el cielo. Caer la lluvia. Puede venir la primavera. Allá te acostumbrarás a los «derrepentes», mi hijo (p. 106).
Y junto a este olor producido por el hombre, se halla el olor natural de los árboles: «.. .No sentir otro sabor sino el del azahar de los naranjos en la tibieza del tiempo» (p. 81). Se mezclan olores y sabores. Igualmente, el agua es vida en la Cómala paraíso: «Mi madre me decía que, en cuanto comenzaba a llover, todo se llenaba de luces y del olor verde de los retoños» (p. 124). Se observa en numerosas referencias: «El río llenó su agua de colores luminosos» (p. 128). Cómala se visualiza así en función de los efectos atmosféricos que produce. Se capta la visión de una atmósfera, de unos colores que llenan el ambiente y que nos hablan de la época del año o de la hora del día. Rulfo se detiene en los detalles del momento, en lo pasajero, en lo cambiante, en la atmósfera. Las más concretas imágenes visuales sirven para darnos la visión de lo no duradero, de lo cambiante, de la acción momentánea. Son esas cosas en estado de cambio, que indefiniblemente se van hacia el pasado, las que hacen nacer el tiempo. Se presenta, por ello, esta Cómala paraíso como una constante evocación, cuya única realidad permanente es el pasado, el cual es una realidad fuera del tiempo, fuera de este mundo (Jaén, 1974, pp. 201 y ss.). Algunos críticos, como Joseph Sommers (1974, pp. 49 y ss.), han diferenciado cuatro niveles en el proceso mediante el cual el impacto de Pedro Páramo cambia el paisaje: 1. Primero, en el pasado está la belleza lírica descrita a través de la memoria de Dolores Preciado, que ya se ha recogido. 2. A la muerte de de Miguel, empiezan a notarse algunos cambios. Así, dice el padre Rentería: «Allá en Cómala he intentado sembrar uvas. No se dan. Sólo crecen arrayanes y naranjos; naranjos agrios y arrayanes agrios. A mí se me ha olvidado el sabor de las cosas dulces» (p. 130). 3. Años más tarde, cuando los disturbios sociales de la inminente Revolución de 1910, fuerzan su regreso, el padre de Susana describe a Cómala
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así: «Hay pueblos que saben a desdicha. Se les conoce con sorber un poco de su aire viejo y entumido, pobre y flaco como todo lo viejo. Este es uno de esos pueblos, Susana [...] éste es un pueblo desdichado» (p. 140). 4. Con la muerte de Pedro Páramo, el pueblo es conducido hacia la desolación total. Efectivamente, tras la muerte de Susana San Juan, Pedro Páramo jura vengarse de Cómala: «Me cruzaré de brazos y Cómala se morirá de hambre. Y así lo hizo» (p. 171). A partir de ahí, se inicia un cambio en el paisaje de Cómala que llega al presente de Juan Preciado, en el cual ya se puede identificar a Cómala con el infierno. El paraíso se pierde. En el último fragmento de la obra se dice que Pedro Páramo «vio cómo se sacudía el paraíso dejando caer sus hojas» (p. 177) y comienzan a aparecer rasgos característicos del infierno, como el calor: «El sol se fue volteando sobre las cosas y les devolvió su forma. La tierra en ruinas estaba frente a él, vacía. El calor caldeaba su cuerpo» (p. 178). El paraíso se marchita y está siendo abandonado. La muerte de Pedro Páramo: «Dio un golpe seco contra la tierra y se fue desmoronando como si fuera un montón de piedras» (Ibíd.), va a conducir a Cómala a convertirse en un pueblo desierto, con piedras, las casas en ruinas. .. Es significativo, en este sentido, ver el valor simbólico del nombre de este personaje. «Pedro» significa piedra y «Páramo», desierto o tierra baldía. Simboliza también la muerte y el deterioro que suscita el poder. Pedro decide «cruzarse de brazos» para que Cómala muera, habiéndola ya matado con el uso de su poder total. Cómala se convierte así en un infierno porque el padre ha muerto y porque este padre, cuando estaba vivo, mató a Cómala. Pedro Páramo destruyó su pueblo al conquistarlo con la violencia del terrateniente. Cómala, por ello, no es sólo un infierno en el sentido, casi exterior, de rasgos demoníacos: es el infierno porque Pedro Páramo es Lucifer que aspira a ser Dios, que arrastra a sus huestes hacia la muerte eterna, la omnipresencia de la tierra oscura. Ese pueblo estaba muerto antes de que sus habitantes murieran físicamente, porque nunca se rebeló, porque se puso en manos de otro (Dorfman, 1974, p. 156). Y en este infierno los muertos están presos, encadenados al lugar. En el infierno, los muertos prolongan el sufrimiento de sus vidas, la inocencia o la culpa de las mismas.
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Algunos de estos mismos personajes muertos son los que se refieren a este cambio que se produjo en el pueblo. Así, por ejemplo, Dorotea dice que, tras la muerte de Susana San Juan, Le perdió interés a todo. Desalojó sus tierras y mandó quemar los enseres [...] Echó fuera a la gente y se sentó en su equipal, cara al camino. Desde entonces la tierra se quedó baldía y como en ruinas. Daba pena verla llenándose de achaques con tanta plaga que la invadió en cuanto la dejaron sola. De allá para acá se consumió la gente (p. 137).
Así, se llegó a la Cómala infierno que encuentra Juan Preciado desde el principio de la obra y que contrasta claramente con la Cómala paraíso, de la que su madre tanto le había hablado. En el comienzo de la obra se nos presenta esa búsqueda del padre, ese viaje hacia un paraíso, se podría suponer. Su búsqueda del padre equivale también a su encuentro del lugar: el lugar es la extensión del padre, su sombra, la equivalencia también del antiguo paraíso perseguido. Pero en este viaje la conquista del paraíso patriarcal es también la pérdida de ese paraíso, y el hijo morirá fundiéndose en el lugar que le arrebata la vida y también la muerte, porque aquí el mundo es el trasmundo (Ortega, 1974, pp. 138 y ss.). En este sentido, la tradicional metáfora de la búsqueda del paraíso aparece en esta obra tratada al revés. Desde que el padre ha muerto, el paraíso también ha muerto, y ese viaje hacia lo que el protagonista creía que era el paraíso va a ser un viaje al infierno. Realmente, lo que aparece al comienzo de la obra es un descenso al infierno de tradición clásica. En el segundo fragmento de la novela, Juan Preciado habla de su encuentro con el arriero Abundio y dice: «Me había topado con él en Los Encuentros, donde se cruzaban varios caminos» (p. 67). Este cruce de caminos podría identificarse con la bifurcación que aparece en obras de tradición clásica y que conducen, el de ascenso al cielo y el de descenso al infierno. Por ello, aquí, Juan Preciado va a descender: «Voy para abajo, señor» (Ibíd.). En dicho descenso, Juan Preciado comienza a sentir un gran calor 2 : «Después de trastumbar los cerros bajamos cada vez más. Habíamos dejado el aire caliente allá arriba y nos íbamos hundiendo en el puro calor sin aire» (Ibíd.).
2 La ciudad de Cómala, en la realidad, se encuentra situada en una llanura rodeada de montes y la temperatura media anual varía entre 23°C en enero y 27°C en junio.
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El arriero Abundio, que constituye una especie de guía en este descenso, imitando a los de la tradición clásica, le indica la exacta situación de Cómala: «Ya lo sentirá más fuerte cuando lleguemos a Cómala. Aquello está sobre las brasas de la tierra, en la mera boca del Infierno. Con decirle que muchos de los que allí se mueren, al llegar al Infierno regresan por su cobija» (Ibíd.). Los habitantes de Cómala, realmente, sienten el cielo lejos de allí. Así, por ejemplo, Eduviges dice: «Sólo yo entiendo lo lejos que está el Cielo de nosotros» (p. 73). Reconocen que Cómala constituye otro mundo y que su unión con el exterior se produce gracias a Abundio: «Nos contaba cómo andaban las cosas allá del otro lado del mundo» (p. 78). La identificación de Cómala con el Infierno es tal que incluso algunos personajes (como Donis) hablan de que había llegado gente preguntando por él: «Acuérdate cuando cayeron por aquí aquellos que dijeron andar perdidos. Buscaban un lugar llamado Los Confines» (p. 107). El infierno de Cómala es descrito a través de una serie de elementos que se pueden considerar universales (de tradición clásica) y otros elementos vernáculos. El primero de los elementos que se podría considerar universal es la nocturnidad y la oscuridad en la que se desarrolla toda la obra de Rulfo. Multitud de citas lo indican: «Entonces el cielo se adueñó de la noche» (p. 91), «sintió la envoltura de la noche cubriendo la tierra» (p. 93), «color gris de un cielo hecho de ceniza, triste» (p. 125). Se observa desde el comienzo de su llegada a Cómala: Por la puerta se veía el amanecer en el cielo. N o había estrellas. Sólo un cielo plomizo, gris, aún no aclarado por la luminosidad del sol. Una luz parda, como si no fuera a comenzar el día, sino como si apenas estuviera llegando el principio de la noche (p. 86).
Otra característica es la soledad de Cómala infierno. Se trata de un lugar desértico, «un pueblo solitario» (p. 70). La combinación de silencios y espacios despoblados va creando una tensa sensación de vacío: Ahora estaba aquí, en este pueblo sin ruidos. Oía caer mis pisadas sobre las piedras redondas con que estaban empedradas las calles. Mis pisadas huecas, repitiendo su sonido en el eco de las paredes teñidas por el sol del atardecer. Fui andando por la calle real a esa hora. Miré las casas vacías; las puertas desportilladas, invadidas de yerba (p. 69).
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Varias citas indican el abandono de las casas: «Las ventanas de las casas abiertas al cielo, dejando asomar las varas correosas de la yerba. Bardas descarapeladas que enseñaban sus adobes revenidos» (p. 103). Los árboles que aparecían en la Cómala paraíso han desaparecido, aunque queda su rumor y, a veces, sus hojas, como se observa en las siguientes citas: Y en días de aire se ve al viento arrastrando hojas de árboles, c u a n d o aquí, c o m o tú ves, no hay árboles. L o s hubo en algún tiempo, porque si no ¿de d ó n d e saldrían esas hojas? (p. 102). U n r u m o r parejo, sin ton ni son, parecido al que hace el viento contra las ramas de un árbol en la noche, c u a n d o no se ven ni el árbol ni las ramas, pero se oye el m u r m u r a r (p. 119).
A pesar de la soledad en que halla a Cómala, los murmullos, los ecos, los rumores son constantes. Así, dice Juan Preciado: «Y aunque no había niños jugando, ni palomas, ni tejados azules, sentí que el pueblo vivía» (p. 70). Y comienza a oír esos ecos: Este pueblo está lleno de ecos. Tal parece que estuvieran encerrados en el hueco de las paredes o debajo de las piedras. C u a n d o c a m i n a s , sientes que te van pisando los pasos. O y e s crujidos. Risas. U n a s risas ya m u y viejas, c o m o c a n s a d a s de reír. Y voces ya desgastadas por el uso (p. 101).
Todos estos ruidos llevan a Juan Preciado a la muerte: «Es cierto, Dorotea. Me mataron los murmullos» (p. 117). Por otro lado, otro elemento que también suele aparecer en el infierno clásico son los vapores, que también aparecen en Cómala: «En la reverberación del sol, la llanura parecía una laguna transparente, deshecha en vapores por donde se traslucía un horizonte gris» (p. 67), o en esta otra cita: «La tierra estaba llena de hervores, como cuando ha llovido y se enchina de gusanos. Sentía que se levantaba algo así como el calor de muchos hombres» (p. 162). Otro elemento que conforma el paisaje de la Cómala infierno y que cabe destacar dentro de los elementos infernales es el río3. Juan Preciado dice «llegué a la casa del puente orientándome por el sonar del río» (p. 71), el cual se caracteriza por su «agua negra» (p. 127).
3 En la Cómala real existe el río Cómala, que es afluente del río Armería que nace en Jalisco.
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Por su parte, el calor que hace en Cómala, aunque es un elemento característico del Hades de la mitología, también se podría considerar un elemento vernáculo, pues la temperatura media de esta zona es muy alta: «Y es que no había aire; sólo la noche entorpecida y quieta, acalorada por la canícula de agosto» (p. 117). Este calor y la lluvia incesante que cae en Cómala —«sobre los campos del valle de Cómala está cayendo la lluvia» (p. 142)— dan lugar a plantas como las saponarias, propias de terrenos húmedos, como es esta zona: «Era ese tiempo de la canícula, cuando el aire de agosto sopla caliente, envenenado por el olor podrido de las saponarias» (p. 66). Se puede considerar un elemento vernáculo de esta Cómala infierno, pues el clima de esta ciudad es húmedo. De hecho, la precipitación pluvial media anual es de 1.163 milímetros y las lluvias suelen caer desde mayo hasta septiembre. Es constante la presencia de la lluvia en la novela: «la tierra anegada, bajo la lluvia» (p. 143), o «el valle de Cómala seguía anegándose en lluvia» (p. 148). Desde su tumba Juan Preciado sigue diciendo: Allá afuera se oía el caer de la lluvia sobre las horas de los plátanos, se sentía como si el agua hirviera sobre el agua estancada en la tierra. Las sábanas estaban frías de humedad. Los caños borbotaban, hacían espuma, cansados de trabajar durante el día, durante la noche, durante el día. El agua seguía corriendo, diluviando en incesantes burbujas (p. 145).
Por último, otras características de la Cómala infierno que se podrían considerar particulares de la misma son las ruinas en las que aparece la ciudad, ya destruida por el tiempo, y los pájaros que aparecen nombrados y que son propios de la zona. Se nombra a los cuervos —«Una bandada de cuervos pasó cruzando el cielo vacío, haciendo cuar, cuar, cuar» (p. 67)—, y a los tordos —«Por el techo abierto al cielo vi pasar parvadas de tordos, esos pájaros que vuelan al atardecer antes que la oscuridad les cierre los caminos» (p. 113). En conclusión, con este paso de la Cómala del pasado, la Cómala paraíso, que sólo existe en la memoria, a la Cómala del presente, la Cómala infierno, Juan Rulfo muestra la idea de la pérdida del paraíso y el mundo como infierno en el que el hombre está condenado a la desdicha. El sentimiento de la evocación del pasado es un sentimiento de tristeza, de dolor y amargura, pero en un tono muy suave, casi dulcificado, ya que, al estar fuera de nuestro alcance, ese recuerdo no produce la frustración y la ansiedad de las cosas deseadas y posibles que nos son negadas, sino más bien la suave fortaleza de
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la resignación y el r e n u n c i a m i e n t o . Expresa R u l f o , c o n sobrias expresiones poéticas, u n o d e los eternos d i l e m a s d e n u e s t r a c o n d i c i ó n h u m a n a : la e t e r n a inaccesibilidad del p a s a d o y el e t e r n o fluir del t i e m p o . El f o n d o m í t i c o d e la novela es esa nostalgia d e u n Paraíso, p o r u n lado, pero, p o r otro, t a m b i é n la conversión d e C ó m a l a y su región en u n a tierra en r u i n a s sugiere la nostalgia d e ese m u n d o a n t e r i o r a la l u c h a fratricida, a esa R e v o l u c i ó n m e x i c a n a y la g u e r r a de los cristeros, q u e a r r u i n ó a los p u e b l o s y los c a m p o s de la p a t r i a de R u l f o y d e s t r u y ó su hogar. E n lo esencial se t r a t a d e u n a visión fatalista d e la existencia.
BIBLIOGRAFÍA
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EL VIAJE EN LA NARRATIVA DE RICARDO PIGLIA: JUGANDO CON UN LUDÓPATA Ana Gallego Cuiñas Universidad de Granada, España A Egui
Las bibliotecas acabarán siendo ciudades, dice Leibniz. Lichtenberg
Hablar de viaje en literatura significa hablar de cruzar fronteras, esto es, pasar la aduana de las convenciones literarias y llegar hasta la estación donde la ficción funciona como puente que liga lo real con lo imaginario, la secreta relación de la ciudad con su réplica oculta, trasgrediendo las leyes que la constituyen. Hablar de viaje en la narrativa de Piglia también nos remite a este presupuesto, que halla su más clara concreción en El último lector, donde nos enfrentamos nuevamente con una «escritura errante, ficticia y crítica» (Demaría, 2004, p. 225), ludópata, que muestra los vericuetos de una «lectura ficcional»: «historia secreta de la literatura según el modo en que las cuestiones literarias aparecen en algunas novelas o relatos» (Alfieri, 2006, p. 3). Y esto es precisamente lo que voy a hacer: analizar el modo en que asoma una cuestión literaria, la del «viaje», en la narrativa de Piglia1 —en Respiración artificial—, partiendo de 1 Ei viaje es una constante en la escritura de Ricardo Piglia; pensemos en La ciudad ausente y en el personaje de Júnior: un periodista investigador que, por un lado, ha viajado por el interior de Argentina -en tren, coche y autobús- para recuperar la mirada de los viajeros ingleses del siglo xix. Y por otro, viaja en el presente ficcional para desentrañar la verdad oculta en los relatos que circulan por la ciudad. En sus cuentos también aparece este asunto, e incluso en
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una de las lecturas Acciónales que se recoge en El último lector: «La linterna de Anna Karenina». No obstante, he de aclarar que en esta primera novela del argentino no asistimos a una tematización del viaje, sino a un mecanismo más interesante: el despliegue de éste como dispositivo narrativo. En las narraciones de Piglia la escritura del viaje, tal y como Barthes consignaba, es una forma de pensar la literatura, de lectura, porque «los lectores son viajeros» (Chartier, 2004, p. 15) y leer implica una «movida» mayúscula: la asociación. La historia de las lecturas, enuncia Chartier, es la historia de la «utilización, de la comprensión y de la apropiación de los textos» (Ibíd., p. 17). La historia que en El último lector nos presenta Piglia es esto mismo, y funciona con los resortes que ponen en marcha la articulación de su ficción: ese «principio de apropiación» que cristaliza la parodia, la cita, el plagio y el homenaje (Fornet, 2000, p. 352). Esto nos sitúa en una encrucijada que ya advierte el mismo autor al comienzo de este libro: «hay que saber leer entre líneas» (Crítica y ficción, p. 15)2, y, además, entender la (su) literatura como un work in progress, una «máquina sinóptica», una urdimbre confeccionada con materiales literarios relacionados entre sí que ofrecen una visión de conjunto cosido a máquina. Si partimos de estas premisas, y no perdemos de vista la posición de Piglia como agente lector-escritor, el punto de partida será poner el énfasis en la construcción —y no en la interpretación— de su ficción, en las estrategias y tácticas que se coagulan en los márgenes, los huecos, los silencios3. Ya sabemos que la escritura de Piglia requiere la complicidad del lector: es necesario re-leer al compás de su re-escritura, y apropiarse de los «fragmentos» de sus lecturas, porque la verdad, como él la concibe, no es totalizante sino fragmentaria. Respiración artificial está construida divididamente, porque la fracción es la que produce el sentido. Y «Anna Karenina», la porción que se recorta en El último lector, de-muestra el sentido narrativo del viaje en tren y su empleo en esta novela de Ricardo Piglia. Lo primero que hay que tener en cuenta antes de abordar el análisis propuesto es que El último lector, Piglia dixit, «es un recorrido arbitrario por algunos modos de leer que están en mi recuerdo. Mi propia vida de lector está Nombre falso tenemos un texto intitulado «El fin del viaje», que cuenta el viaje de Renzi a Mar de Plata para ver a su padre ingresado en una clínica. 2 En las citas correspondientes a la obra de Piglia, harto conocida, sólo especificaré el título del texto y el número de página. 3 «En literatura [...] lo más importante nunca debe ser nombrado» (Respiración artificial, p. 180).
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presente y por eso este libro es, acaso, el más personal y el más íntimo de todos los que he escrito» (p. 190). Pero no sólo se trata de la vida de Piglia como lector, de la vindicación de su poética a través de la otredad literaria, sino también de su vida como escritor; ya que la inevitable selección de facetas que hace de su memoria —recordemos que para él la memoria es la tradición elaborada de citas, «papeles rotos»4, retales y tonos «de otras escrituras que vuelven como recuerdos personales» (Memoria y tradición, p. 55)— condensa las distintas variables, motivaciones e historias de su narrativa. Y para Piglia: «Sólo existen dos grandes historias básicas: o contamos un viaje o contamos una investigación [...] El escritor es Ulises o es Edipo» (Alfieri, 2006, p. 3). Sabemos que estos vectores literarios atraviesan sus obras y que el autor argentino es Edipo en la mayoría de ellas, donde se imbrican la investigación, el policial y el intercambio de correspondencia. Ciertamente, la crítica literaria ha vertido ríos de tinta a este respecto y ha señalado estas constantes que, como he sugerido, emergen también en El último lector, puesto que este libro funge de mapa que nos ayuda a circular por las calles de la ciudad de su literatura5. Ya encontramos esta imagen6 en el prólogo de la obra: Piglia entra en una casa del barrio de Flores, donde Russel ha construido una ciudad microscópica, réplica de Buenos Aires (paranoica, criminal) que vendría a ser una suerte de Aleph, a representar su deseo de «construir una novela como si fuera una ciudad» (Rodríguez Pérsico, 2004, p. 17): una ciudad que es una «máquina de recordar». Ahora bien: a decir de Piglia, «Uno no necesita un mapa para la ciudad donde nació, uno necesita un mapa para el lugar donde es extranjero. El mapa es la metáfora de que es un forastero. Si aparece el mapa quiere decir que alguien está ahí perdido» {Crítica y ficción, p. 114). Efectivamente, los lectores de Piglia nos perdemos —somos viajeros, extranjeros— en su tentativa de fundar una «ciudad futura», es decir, de hacer una literatura nueva 4
De hecho, en El último lector se cita este 'fragmento' de El Quijote-. «Leía incluso los papeles rotos que encontraba en la calle» (p. 20). 5 Piglia nos dice que la metáfora de la ciudad como forma de la novela parte de Borges, de la idea de que «la trama es como una calle donde abrís una puerta y cambiaste de vida, me gustaba mucho. De ahí, quizá, mi decisión de utilizar la metáfora de la ciudad como el espacio de la novela» (Saavedra, 1993, p. 107). 6 Utilizo este vocablo en el mismo sentido que Pound (1983, p. 173): la «Imagen es lo que presenta un complejo intelectual y emocional en un instante de tiempo [...] La presentación de tal complejo' es lo que da de manera instantánea una sensación de súbita liberación; una sensación de libertad de los límites del tiempo y los límites del espacio; la sensación de repentino crecimiento que experimentamos en presencia de las más grandes obras de arte».
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que funcione con otros parámetros y compendie el porvenir. Necesitamos un mapa para orientarnos en la poética del argentino, en su ciudad, y El último lector es una buena guía para lograrlo. En este libro observamos cómo Piglia se detiene en escenas literarias que han permeado sus textos: me refiero, aunque estén presentes sólo de un modo microscópico o como un detalle, a la atención puesta en las cartas de Kafka a Felice, al papel del detective privado en el género policial (los textos de Poe, Chandler), a la intersección entre literatura y política encarnada en el Che Guevara, y al viaje de Anna Karenina. Porque Piglia también es Ulises, y por tanto cuenta viajes: la Odisea, como la retórica del argentino, «abre paso al debate sobre parodia, texto doble, cita, alegoría» {Crítica y ficción, p. 170). El viaje se cifra en El último lector en el capítulo de «La linterna de Ana Karenina», donde la Anna de Tolstoi viaja en tren leyendo una novela inglesa. El acto de la lectura unido al viaje en tren representa un lugar común en la historia de la literatura occidental (y en la Argentina en particular, verbigracia «El sur» de Borges o «Continuidad de los parques» de Cortázar). Se lee en función del contexto, porque la lectura es una «práctica encarnada en ciertos gestos, espacios1 y hábitos» (Chartier, 2004, p. 16), y este fragmento de Tolstoi que describe la consabida lectura durante el viaje en tren condiciona un modo de leer que está relacionado con varios factores interconectados que tienen una relevancia cardinal —no casual sino causal— en la poética de Ricardo Piglia: Benjamin, el siglo xix, la luz, la soledad y la mujer. La primera «movida» le corresponde a Benjamin, y, dejo hablar de nuevo a Piglia: Benjamin tiene u n texto m u y sagaz sobre la lectura en los trenes, sobre el movimiento del viaje que supone la lectura en el interior de otro viaje. «¿Qué le proporciona el viaje al lector?», se pregunta. «¿En qué otra circunstancia está tan compenetrado en la lectura y puede sentir su existencia mezclada tan fuertemente con la del héroe? ¿No es su cuerpo la lanzadera del tejedor que al compás de las ruedas atraviesa infatigable la urdimbre, el destino de su héroe? N o se leía en la carreta y no se lee en el auto. La lectura de viaje está tan ligada a viajar en tren como lo está a la permanencia en las estaciones» {Crítica y ficción, p. 140).
La elección de este párrafo por parte del autor nos da muchas pistas: el tren es el escenario ideal para que se produzca el movimiento, el cruce entre ficción y realidad, y por eso 7
La cursiva es mía.
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En el tren, Anna repite el viejo rito de entrar en lo irreal y en la ilusión a través de la lectura de un libro, para volver luego desde allí a confrontar la realidad [...] Anna lee para descifrar una verdad sepultada en ella. Sólo entiende el sentido posible de su vida verdadera cuando lo lee en el libro. La tensión entre ilusión y realidad, entre experiencia y sentido, aparece ligada a la lectura de novelas {El último lector, p. 145).
Esto nos remite ineluctablemente al Renzi de Respiración artificial, que también viaja en tren y lee para entrar en un mundo irreal, ficticio, ilusorio y «descifrar una verdad». Recordemos que Renzi va a Concordia a reunirse con Maggi en aras de emprender ese doble viaje espacial y temporal y subsumirse en la otredad decimonónica: «el sujeto se construye en el viaje; viaja para transformarse en otro» (El último lector, p. 116). El viaje en tren es el dispositivo que hace posible la narración de la experiencia de otro mundo y, como sostiene Marcelo Gobbo, «Esa posibilidad de viaje se presenta en Piglia como exilio y también como traición. Sus páginas están signadas por viajes de todo tipo y habitadas por numerosos exiliados y/o traidores» (Rodríguez Pérsico, 2004, p. 48). La historia argentina, como la familia de Renzi (especialmente Ossorio), está ligada al exilio y la traición, por ello viaja al pasado amén de aprehenderlo y vaticinar el futuro, lo que está por venir: «La mirada puesta sobre el siglo xix argentino es un intento por capturar un origen que otorgue continuidad a los hechos a lo largo de dos siglos» (Quintana, 2001, p. 75). Rita de Grandis también resalta esta «movida» hacia atrás, y concluye: En Respiración Artificial volver al siglo x i x permite inscribir y conectar el presente de enunciación del relato —fines de la década de 1970— con los orígenes del estado moderno [...] Así, la reutilización de procedimientos narrativos y de contextos históricos del siglo x i x es la forma en que Respiración Artificial mantiene su continuidad con la literatura de los albores de la nación, y su relación dialéctica con la misma y con aquel siglo como clave de interpretación del presente (Rodríguez Pérsico, 2004, pp. 280-281).
Esta inserción en un enclave decimonónico se manifiesta en los procesos formales que usa Piglia: el viaje, el archivo, y el género epistolar8. De hecho, otro detalle que alude al pasaje de Anna Karenina se desvela en una de las 8
Joseph Urgo afirma que «La obra de Piglia es una novela epistolar y es la escritura de la carta, precisamente, la que hace posible la respiración intelectual» (Rodríguez Pérsico, 2004, p. 260).
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cartas que envía Renzi a Maggi: el viaje de la lectura durante el viaje en tren. Escribe Renzi: Marcelo, voy a pararme en las escalinatas de la estación 9 (seguro habrá escalinatas en la estación de trenes de Concordia), soy más bien bajo, pelo crespo, uso anteojos, llevaré un bolso de lona y en la otra mano (en la que me quede libre) un libro de tapas negras, firme contra mi pecho: serán los Cuentos completos de Martínez Estrada que acabo de comprar para leer en el viaje (Respiración artificial, pp. 90-91).
Tolstoi sólo nos dice que Anna lee una novela inglesa, pero a Piglia le interesa concretar más: Renzi lee la narrativa corta completa de Martínez Estrada (salió a la luz en 1975), del que sabemos que es un ilustre viajero, admirador de Tolstoi, Kafka, Sarmiento, Martí y José Hernández entre otros —como el propio Renzi—, y que marcó especialmente a Piglia, ya que fue el primer escritor al que vio en persona, por la intervención de su «mentor» Steve Rattlif. De él sólo recuerda «nítidamente una frase»: «La Argentina se tiene que hundir. Se tiene que hundir y desaparecer, no hay que hacer nada para salvarla, si lo merece volverá a reaparecer y si no lo merece es mejor que se pierda» (tCrítica y ficción, p. 53). Además: en la antología Yo de 1968, Piglia selecciona una serie de fragmentos «autobiográficos» argentinos en el que habla de sí mismo, de su poética, como si se tratara de varios «otros». Entre esos «otros» encontramos una «Carta personal» de Martínez Estrada en la que leemos: «Estoy disconforme con lo malo porque creo que lo bueno es posible» (Yo, p. 82). De esta forma, el nombre de Martínez Estrada en Respiración artificial deviene doble significación: la alusión a la lectura de la historia argentina que hacía Estrada —que se «mezcla», se «compenetra» con la de Renz— y a los proyectos utópicos del siglo xix. Es decir, Renzi que es un nostálgico de la aventura, un indigente de la experiencia10, viaja con los cuentos de Martínez Estrada porque esa es su «entrada» al marco decimonónico: esa es la única forma de construir la experiencia, idest, el sentido de la forma es la misma experiencia, ya que ésta, como he expuesto, se relaciona con los procesos discursivos y modos de construcción narrativa de Piglia.
' La estación es un lugar de tránsito: un no-lugar. 10 En el presente no hay experiencias, sólo es posible la parodia.
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A h o r a b i e n : el v i a j e e n t r e n d e R e n z i le s i r v e a n u e s t r o e s c r i t o r p a r a l o g r a r q u e é s t e i n c u r s i o n e e n el m u n d o d e la
ficción",
que Borges hace que su protagonista h o m ó n i m o
12
del otro, del m i s m o b a j e las e s c a l e r a s
13
modo
—«esca-
l i n a t a s » — d e u n s ó t a n o p a r a e n t r a r e n el u n i v e r s o d e l A l e p h , c o n e c t a n d o la l ó g i c a 1 d e l t e x t o c o n la l ó g i c a 2 . S e trata d e u n a c t o s e n c i l l o q u e o p e r a c o m o bisagra o dispositivo entre estos d o s planos, y q u e apenas es percibido por el l e c t o r . R e n z i n o s l o a n t i c i p a e n las p r i m e r a s p á g i n a s d e la a f a m a d a n o v e l a d e Piglia: Casi u n a ñ o después y o iba hacia él, m u e r t o d e sueño en el v a g ó n destartalado de u n tren que seguía viaje al Paraguay. U n o s tipos q u e j u g a b a n a los naipes14 sobre una valija de cartón m e c o n v i d a r o n c o n ginebra. Para m í era c o m o avanzar hacia el pasado y al final de ese viaje comprendí hasta qué p u n t o M a g g i lo había previsto todo» (Respiración artificial,
p. 19).
E s d e c i r : v i a j a p a r a e n t e n d e r , p a r a c a p t u r a r el p r e s e n t e d e s d e el p a s a d o , y l o h a c e m u e r t o d e « s u e ñ o » . ¿Por q u é ? P o r q u e la p o é t i c a d e P i g l i a t i e n e el m o d o d e l o s s u e ñ o s : d e a h í q u e el r e l a t o t e n g a e s a f o r m a i n t e r r u m p i d a , f r a g m e n t a d a 1 5 . P o r o t r a p a r t e , e n el p r ó l o g o d e El último
lector se n o s d a o t r a p r u e b a i r r e f u t a -
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Piglia enuncia en una entrevista: «Me tomo el tren en Constitución y empiezo a volver atrás en el tiempo» (Briante, 1984). Y más adelante dice que lo hace «como una mezcla de D h a l m a n con Silvio Astier». Este cruce de Borges con Arlt que recala en toda su poética también podría ser representado por Renzi. 12
N o hay que olvidar que Renzi es una suerte de autobiografía para Piglia: «Hay una zona propia, pero en estado puro, ahí. Claro que Renzi es también un tipo de personaje, un tipo de héroe que se reitera en la literatura» {Crítica y ficción, p. 110). 13 Y hay que recordar que Benjamín dice que es c o m ú n a todos lo grandes narradores la facilidad con que se mueven, subiendo y bajando por los peldaños de su «experiencia» como si fuera una «escalera». Esto es: de la falta de experiencia y del vacío social de los años ochenta, se sube la escalera que conduce a la experiencia decimonónica para restituir el sentido y vislumbrar los pasos de la escritura futura. 14
La cursiva es mía. Para ser visionario, para ver, hay que tener los ojos cerrados: sólo soñando existe la posibilidad, como en Coleridge, de despertar con una flor en la m a n o y tener una prueba incontestable de que el paraíso — q u e es futuro y eterno— es factible: existe. Su ficción «especulativa», su paraíso, tal y como explica Piglia en su conferencia «Tres propuestas para el próximo milenio (y cinco dificultades)», pasa por las características de lo onírico: la levedad, la rapidez, la visibilidad, la multiplicidad y la claridad; y tiene la forma de una ciudad. El paraíso, en cambio, para Borges tenía la forma de una biblioteca. Ciertamente, como vaticinó Leibniz, las bibliotecas acabarán siendo ciudades. 15
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ble de la aseveración anterior: «La lectura, decía Ezra Pound, es un arte de la réplica. A veces los lectores viven en un mundo paralelo y a veces imaginan que ese mundo entra en la realidad» (p. 12). Y el mundo del senador Ossorio y de Maggi entra en la realidad de Renzi, en la realidad de la ficción de Piglia. Pero volvamos, en una tercera «movida», a la lectura de Anna Karenina y a su trayecto en tren, partiendo ahora de dos premisas: «Primera cuestión: la lectura es un arte de la microscopía, de la perspectiva y del espacio [...] Segunda cuestión: la lectura es un asunto de óptica, de luz, una dimensión de la física» (El último lector, p. 20). Estas dos cuestiones pueden ser aplicadas al pasaje de Anna Karenina: en efecto, Anna viaja en el espacio de un tren, y para leer saca una pequeña linterna: La luz de la linterna de Anna es la metáfora de la luz del lector, del aislamiento del lector en la oscuridad. La realidad está del lado de la lámpara (lo hemos visto en Tolstói y también en Kafka): la lámpara, la luz, la ventana, la ventanilla. Lo irreal y lo fantástico están, en cambio, del lado de libro: las letras mínimas, los signos impresos y su efecto enceguecedor (El último lector, p. 147).
Esto lo podemos trasladar a Renzi, porque en él la lectura también «está asimilada con el aislamiento y la soledad, con otro tipo de subjetividad»16 (El último lector, p. 37), nítidamente decimonónica. Renzi está situado del lado de la ficción —la «realidad»—, que para Piglia es el «destello de una luz perdida en el ángulo de la ventana» (Formas breves, p. 50). El uso de esta metáfora nos lleva a Henry James y su «House of fiction»: «el narrador pasa por delante de esa casa que tiene las ventanas iluminadas»17. La ventana, el espejo, el reflejo de «un hombre sin cara» para Borges en «La memoria de Shakespeare», y para Piglia la «indecisa imagen» de su rostro que «se reflejaba en el cristal de la ventana» (El último lector, p. 17). Se repite la misma «imagen»: la metáfora del extrañamiento, de «Vivir con recuerdos ajenos», que al fin y al cabo, «es una variante del tema del doble pero también es una metáfora de los usos de la tradición» (Memoria y tradición, p. 58). Piglia vive con una parte de la memoria, la ficción, de Tolstoi y éste «tiene con los trenes la misma fascinación que tenía Sarmiento y los hombres de ese 16
Piglia se hace eco aquí de los juicios de Chartier, que sostiene que la lectura en el m u n d o moderno se hace desde la individualidad, es una práctica «privada» que requiere «intimidad»
y «aislamiento» (Libro, lecturas y lectores, p. 34). 17
Véase Piglia, 2006, p. 196.
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siglo» {El último lector, p. 140). El argentino de Adrogué también comparte esa fascinación. ¿Pero por qué elige este medio?: El tren es un lugar mítico: es el progreso, la industria, la máquina; abre paso a la velocidad, a las distancias y a la geografía (y en un sentido se contrapone, en especial en Anna Karenina, al mundo familiar, a los sentimientos, a la intimidad. Ya no se trata de la lectura en la corte o en la ciudad, sino en el viaje» (Crítica y ficción, p. 140).
Así, el tren representa la «modernidad» en el siglo xix, y por eso Renzi se sube a uno para viajar al pasado, para entroncar con el acervo histórico y literario de este siglo, utilizando igualmente el medio de comunicación por excelencia del xix: la correspondencia. Borges, en opinión de Renzi, es un escritor sustancialmente decimonónico, pero Renzi también lleva este marchamo. En los relatos de Piglia, cada personaje parece el arquetipo de un estilo» (Rodríguez Pérsico, 2004, p. 46), y Renzi en esta novela pareciera el arquetipo del estilo decimonónico, anacrónico, aunque no hay que olvidar que éste transita —vive— por toda su obra, y en una vida hay muchos estilos, muchos cruces. En esta relación dialógica que vengo estableciendo entre El último lector y Respiración artificial existe otro nexo de unión, otra clave, otra «movida»: el papel destacado de la mujer y lo femenino en la narración, como «una figura sentimental que une la escritura y la vida» {Crítica y ficción, p. 69) y se posiciona en el espacio propio de la ficción. De un lado, en El último lector se nos habla de «La mujer perfecta», que sería la «lectora fiel», la copista (de manuscritos del hombre que escribe), y, de otro, de la mujer-musa, «mujer fatal que inspira». Desde la óptica de Piglia, «Las mujeres complejizan la figura del lector moderno» {El último lector, p. 139), porque si el «modelo perfecto» de lector masculino es Dupin, el célibe, el de «lectora perfecta» es la «adúltera», Madame Bovary o nuestra Anna Karenina. Algo de esto ya es concertado por Borges en sus relatos: la relación entre la mujer perdida —«El Aleph» o «El Zahír»— y lo que se encuentra a cambio, el acceso a la ficción. Como en La ciudad ausente, donde «Las mujeres son sustituidas por voces que cuentan historias atemporales» (Rodríguez Pérsico, 2004, p. 17), y son las encargadas de descifrar lo universal, ligadas ineluctablemente a la memoria, a la imposibilidad, como en Borges, del olvido. Lo vemos también en Respiración artificial: el profesor Maggi se ha ido para encontrar a una mujer perdida en el Uruguay con la que
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había vivido: «Quería despedirse de ella, dijo, porque pensaba irse de viaje y no estaba seguro de poder volver a verla» (Respiración artificial, p. 108). La pérdida de la mujer viene —tangueramente x s — entreverada con la posibilidad de la «memoria» (de una lectura) y del recuerdo (de una escritura). Ya lo anunciaba Piglia en «El último cuento de Borges»: «Tal vez en el porvenir alguien, una mujer que aún no ha nacido, sueñe que recibe la memoria de Borges como Borges soñó que recibiría la memoria de Shakespeare» (Formas breves, p. 54). La identidad femenina es la portadora del mañana, de la narración de la ciudad ausente, mínima, perdida, futura; por esta razón buena parte de las escenas que recrea en El último lector tienen como protagonista a una mujer. Piglia vuelve a preparar el «escenario de una lectura de sus textos en la medida en que intenta familiarizar a probables lectores con recursos y elementos en los que dichos textos se apoyan» (Fornet, 2000, p. 348). Y es que, como afirma Arcadio Díaz-Quiñones, al que está dedicado el libro, cada publicación «nos obliga a leer de otro modo la narrativa de Piglia, a empezar de nuevo» (1999, p. XV), por ejemplo, reparando en la representación literaria de la mujer en su obra. Y en este sentido si miramos otra vez hacia Respiración artificial, comprobamos que la política y la literatura, los dos grandes centros en torno a los que pivota la narrativa de Piglia, se encarnan en mujeres. Para mí [aclara Piglia] lo más importante de un relato es lo que está oculto. En este sentido las mujeres son decisivas en la trama de la novela: empezando por la Coca, que desencadena (en sentido literal) la vida de Maggi, y terminando con Angela, que al caer cierra la historia. Pero lo que no está narrado [...], lo que sostiene secretamente la intriga sólo debe ser revelado parcialmente (y nunca por el propio novelista) {Crítica y ficción, pp. 128-129).
Pero si, ciertamente, «la escritura de ficción cambia el modo de leer y la crítica que escribe un escritor es el espejo secreto de su obra» (p. 141), El último lector funciona como un espejo (no sólo como un mapa), una linterna que alumbra las zonas ensombrecidas de la ciudad de su literatura, el paraíso en el que habita Renzi. El alter ego de Piglia se percata de la relación existente entre literatura y futuro, la «extraña conexión entre los libros y la realidad». 18 Piglia nos confiesa: «Para mí los tangos son interesantes como relatos porque la condición para que el tipo pueda mirar el mundo es la pérdida de la mujer [...] Un hombre pierde a una mujer y construye un universo, un hombre pierde a una mujer y ve el universo metido en una mujer» (Saavedra, 1993, p. 107), ve el Aleph.
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Se pregunta: «Tengo solamente una duda: ¿Podré modificar esas escenas? ¿Habrá forma de intervenir o sólo puedo ser un espectador?» (Respiración artificial, p. 100). La respuesta está en las mujeres, en el bovarismo, porque ellas son las que llevan al futuro, a sus vidas, el deseo de Renzi: «A veces me ha pasado que me entusiasmo con lo que leo y siento el deseo de vivirlo inmediatamente» (Respiración artificial, p. 99). La novela de Tolstoi, la de Flaubert, desde el punto de vista de Piglia, consigue construir la imagen de la lectora de novelas que descifra su propia vida a través de las ficciones de la intriga y ve, como él afirma, en la novela un modelo privilegiado de experiencia real. La literatura es la salida, es decir, el adulterio —las relaciones adúlteras con la ficción—, es el lugar donde se empoza la posibilidad del cambio, los efluvios de vida; lo que permite a estas «lectoras perfectas» (frágiles y fuertes) modificar las escenas de la realidad de su existencia. En conclusión, El último lector altera «las relaciones de representación» fijándolas en la maqueta de una ciudad cuyas lecturas están «perdidas en la memoria», y se repiten como se recuerdan, como las ha escrito el argentino: en discontinuidad, en retales. La lectura para Piglia es el «arte de la réplica», y la utopía moderna está ahí, en esa réplica de Buenos Aires, en la eventualidad de narrar «mundos posibles» que se ubican en una ciudad que no es imaginaria ni desconocida, sino que re-produce, metonímicamente, el barrio de Flores. Pero la lectura también es el doble, la paranoia y la «obsesión», porque «en última instancia, en toda crítica se cifran las obsesiones, las vacilaciones y las señas, no tanto presentes como futuras, de quien las escribe» (Rodríguez Pérsico, 2004, p. 54). Y es que el lector ideal para Piglia es el que lee desde una posición cercana a la composición misma, como si fuese el escritor del texto, pensando en la «estructura oculta»; ya que no existe un texto cerrado, completo: hay que «leer como si el libro no estuviera nunca terminado» {El último lector, p. 166). Por esta razón, habría que leer a Piglia con el mapa de El último lector en la mano (en la que nos quede libre), «firme» contra nuestro «pecho», y escribirlo jugando con las reglas de un tahúr: las normas desplazadas, a la manera de notas al pie, que cristalizan la verdad. Esa verdad está sucinta en el cómo, en los «elementos formales» que reducen el escrito a un sistema de correspondencias y de relaciones secretas, las cuales se han ido desentrañando en cada una de las «movidas» de esta partida. Ahora bien: la narración está plagada de «pistas falsas», detalles, líneas y páginas ausentes. Es necesario leer con una lupa, acercar la vista, como Borges, asociar, dudar y ser conscientes de que la
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poética ludópata de Ricardo Piglia, indolente, osado y perspicaz jugador, se sujeta a una causalidad secreta en la que «el azar no existe [...] todo obedece a una causa que puede estar oculta», «una suerte de mensaje cifrado» (Fornet, 2000, p. 354), que altera las reglas del juego de «naipes» ficcional. Y si creemos a Piglia cuando habla del «otro»: «Frente a la obra de Martínez Estrada, digamos, de los que se ocupaban del ser nacional, de la tradición profunda y de los grandes problemas de la 'Argentina invisible', Borges aparecía como un ajedrecista ingenioso que se la pasaba haciendo juegos verbales» (Pastormelo, 1997, p. 23). Entonces: él también aparece como un ajedrecista del verbo —al igual que Tardewsky— que, como decía «otro», Arlt, es consciente de que el ajedrez es el juego maquiavélico por excelencia: hay que elaborar un juego [...] en el que las posiciones no permanezcan siempre iguales, en el que la función de las piezas, después de estar en el mismo sitio, se modifique: se volverán más eficaces o más débiles. Con las reglas actuales [...] esto no se desarrolla, esto permanece siempre idéntico a sí mismo» {Respiración
artificial, pp. 23-24). Las bibliotecas acabarán siendo ciudades en una partida donde se desplieguen «movidas» que se rijan por reglas del porvenir.
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V I A J E , AVENTURA Y SIMBOLISMO E N LA PRODUCCIÓN DE A N G E L I C A G O R O D I S C H E R Graciela Aletta de Sylvas
Universidad Nacional de Rosario, Argentina
Descubrir lo desconocido no es una especialidad de Simbad, de Erico el Rojo o de Copérnico. N o hay un solo hombre que no sea un descubridor. Empieza descubriendo lo amargo, lo salado, lo cóncavo, lo liso, lo áspero, los siete colores del arco iris y las veintitantas letras del alfabeto; pasa por los rostros, los mapas, los animales y los astros; concluye por la duda o por la fe y por la certidumbre casi total de su propia ignorancia. Borges: prólogo a Atlas, 1984
Angélica Gorodischer se posiciona en la producción literaria rosarina y argentina con una sólida obra de reconocimiento local, nacional e internacional. Transita los caminos de la narrativa abordando distintos géneros literarios, desde la ciencia ficción, lo fantástico, lo maravilloso, el policial hasta el gótico y, recientemente lo erótico. Disuelve las fronteras entre los géneros cultivando a menudo la mezcla y la impregnación de los mismos. La problemática del viaje y de los viajeros propuesta por este Congreso, se vincula en la escritura de la autora, en una primera etapa, con la ciencia ficción. Este género, en su versión convencional, se refirió a viajes espaciales, encuentros con otros mundos, seres de otros planetas de aspecto sorprendente,
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robots, viajes en el tiempo, y a veces, a sofisticadas máquinas y procedimientos científicos avalados o no por teorías científicas reales. En estas expresiones, haciendo honor al nombre genérico, la ciencia y la tecnología ocupan un lugar de privilegio, constituyendo así lo que se ha dado en llamar la hard ciencia ficción o ciencia ficción dura. La rama soft o blanda, pone el acento en el efecto que estas ciencias puedan tener sobre los seres humanos. Dos orientaciones del género, la dura y la blanda, que permiten visualizar que la ciencia ficción no es una sola, no hay una definición en bloque para ella porque está en constante evolución; sus contenidos, al decir de Edward James (1994), están cambiando de manera constante, de década en década, de crítica en crítica, de país en país. James Gunn (1982) la compara con la música de jazz que se metamorfosea continuamente. La producción del género, con un fuerte auge en EE.UU. en el siglo xx, tiene una gran influencia en los lectores argentinos en los setenta y comienzos de los ochenta. La producción de Gorodischer se distancia de las convenciones tradicionales del género, ya que nada tiene que ver con la vertiente hard. Su sello de originalidad la vincula con la «New Wave»1, la Nueva Ola, vanguardia considerada un subgénero de la soft, también llamada ciencia ficción especulativa. Surge en los años sesenta en Gran Bretaña en la época de los Beatles, cuando Michael Moorcock escribe una editorial a modo de manifiesto en la revista New Worlds. Sus representantes eran escépticos de izquierda y podemos mencionar a Brian Aldiss, a J. G. Ballard, Phillipe Dick y Ursula Le Guin. Citando a Marcelo Cohén: «La ciencia para ellos era un soporte o una provisión de imágenes; la tecnología, una metáfora. Sus fábula de la escisión psicológica creciente se inspiraban más en Lautréamont y Dalí que en Karl Popper».
L o s VIAJES ESPACIALES
La mayor parte de la producción de ciencia ficción de Gorodischer se escribe en la década de los setenta: Bajo lasjubeas en flor (1973), Casta luna electrónica (1977) y Trafalgar (1979). Hay viajes espaciales a otros planetas y contactos con otros seres, alternados y matizados con lo fantástico. En «Bajo las jubeas en flor», cuento homónimo de la colección de relatos, el protagonista sin nom-
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Quilez, 2005; Cajón de Prensa (VV.AA., 2002 y 2005); James, 1994.
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bre, casi un antecedente de Trafalgar, se autodenomina como «descubridor de mundos». Llega a un planeta al que bautiza Colatino, regido por el ceremonial y el protocolo y donde lo internan en un establecimiento penitenciario. Este planeta tiene sus propias reglas que el protagonista no alcanza a comprender. «Onomatopeya del ojo silencioso» es un cuento de esta colección que también incluye la reflexión sobre el lenguaje. La tripulación terrestre en un planeta sin nombre, espera poder llevar a cabo la firma de un tratado. Descubren que los habitantes del planeta invierten para la cosmovisión terrestre, el significado de las palabras «cuerpo» y «alma» y aquello que designan, llamando cuerpo al alma y alma al cuerpo. Se comen el cuerpo, o sea el alma, por medio de un proceso de simbiosis de conciencias, un acto de vampirismo y consiguen para ellos un alma inmortal, para nosotros «un muerto que camina». El lenguaje de los habitantes de este planeta no sólo invierte los significados de las palabras, sino que las definiciones son descripciones y las descripciones admiten más de una interpretación y utilizan perífrasis en vez de una sola palabra. «Los embriones de violeta», señalado por la crítica como el mejor cuento del género, no problematiza el viaje espacial, que parece ser una práctica frecuente instalada en un tiempo sin precisar (Gorodischer, 1973). La nave llega al planeta Salari II donde encuentran un lugar feraz, con ríos, torrentes, animales, dos soles y cinco lunas. Los tripulantes de la expedición anterior obtienen todo lo que desean ubicándose en unas manchas color violeta, que no entienden qué son o qué tienen, pero que les proporcionan todos los deseos, con la condición de que el solicitante se sienta como lo que quiere obtener. Por eso es imposible crear una mujer, sí en cambio, efebos, lo que limita su actividad sexual a la homosexualidad. El mundo que compone Salari II es un mundo ficticio, producto nacido del violeta. Pero nada de lo engendrado por las manchas puede abandonar el planeta, pues se desintegrarían al dejar la atmósfera. Relato en el que los rasgos de ciencia ficción subrayan no la ciencia, sino las experiencias del ser humano, sus deseos y frustraciones y lo cruzan con el fantasy y la poderosa imaginación de la autora. Si bien en el cuento anterior los nombres y los lugares establecen una distancia con la realidad, en cambio en Trafalgar (1979), colección de relatos unidos por la presencia del protagonista, inspirado en una música de los Bee Gees, la autora transforma los modelos anglo-americanos acentuando el humor y lo cotidiano. El lunfardo familiariza los viajes espaciales de este personaje rosarino que practica el comercio, vive una serie de aventuras intergalácticas y las matiza con escenas de color local. Gran bebedor de café y
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fumador de cigarrillos negros, el texto hace verosímil a Trafalgar Medrano incluyendo una reseña de su personalidad extraída de una supuesta guía social de la ciudad. Asiduo concurrente del café Burgundy, de estilo clásico, donde mantiene largas conversaciones con sus interlocutores, un abogado, la autora con claras marcas de su identidad convertida en personaje, la tía Josefina y Jorge (Isaías) un conocido poeta rosarino característico por el uso de la pipa y el portafolios. De esta manera, al introducir personajes de la vida real en la narración ficticia, activa, al mejor estilo borgeano, otro de los mecanismos de verosimilitud. Enamorado de las mujeres hermosas, enhebra una conquista amorosa tras otra en esos universos de ficción que visita. Alcanza un nivel de realidad que termina por imponerse sobre la ficción, de tal manera que Gorodischer afirma que: Trafalgar es un personaje que yo encontré y que es tan poderoso que me voy a topar con él, en cualquier momento en la calle, o va a venir a tocar el timbre de casa y me va a invitar a tomar un café (Gandolfo, 1977, pp. 183-184).
Tiene rasgos de persona, de ser humano, un sujeto colocado en el centro de la historia y cercano al lector. En contradicción con la ciencia ficción norteamericana en la que, según señala Le Guin en The language ofthe night, no tiene cabida el ser humano porque sus personajes son meros nombres a manera de meras etiquetas. En ella priman la ciencia, la tecnología, el behaviorismo pero no la persona. Trafalgar Medrano es sobre todo un contador de historias, las que hilvana a lo largo del libro ante un oyente interesado y curioso que incentiva la continuación del relato a través del diálogo. Contar una historia es un verdadero arte equivalente al ejercicio de escribir un poema, sostiene el protagonista, tiene sus propios ritmos, pausas y silencios. Se dibuja en el texto una geografía galáctica de invención que menciona mundos como Veroboar, Seskundrea, Drenekuta, Ananda-ha, Edessbuss, Eiquen, Serprabel, Uunu, Dontéa-Doreá y otros, donde compra y vende productos de lo más variados: «Yo armas no vendo, es en lo único que no transijo. Todo lo demás sí, desde ganado en pie hasta diamantes de Quitiloe» (Gorodischer, 1979, p. 129). Mundos todos diferentes entre sí en los que vive las más emocionantes aventuras. Siempre se involucra en la sociedad a la que llega, a veces para cambiar el rumbo de la historia, otras para mezclarse en sucesos peligrosos y arriesgarse en episodios que ponen en peligro su vida y de los que huye por muy poco. Se
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trata de la apoteosis de la aventura, que es uno de los ingredientes de la space opera, entrelazada con elementos metafísicos de la «New Wave» y enmarcada en un ámbito realista situado en la ciudad de Rosario. Las fronteras permeables entre mundos y personajes de ciencia ficción y otros que se caracterizan por la cotidianeidad, tienen un efecto de realidad que contribuye a hacer verosímil el relato. No hay impacto por el encuentro con el «otro» extraterrestre, salvo por modalidades de existencia, costumbres diferentes y características constitutivas de esos planetas. Sin embargo en algunas ocasiones la referencia no funciona como enlace con la realidad sino que se convierte en una cadena de referencias ficticias que desrealizan por completo el texto. Juego constante e interacción entre realidad y ficción. La anfitriona de Gonzwaledworkamenjkaleidos, uno de los planetas visitados, le sirve a Medrano un huevo de «plasco»: Un huevo relleno era tomar demasiado al pie de la letra lo de algo liviano, pero no era un huevo de gallina, sino un huevo de plasco. El plasco es un mamífero ovíparo parecido al farfarla de Pilandeos VII, así que imagínese el tamaño del huevo (Ibíd., p. 141).
En este planeta los muertos se mezclan con los vivos, dejan de ser siniestros y se convierten en enemigos del cambio y del progreso. El protagonista consigue ayuda de la gente de Edesshiss para construir un «techo» o pantalla que impidiera que la cola de un cometa, motivo de que los muertos no murieran del todo, tocara el planeta y así soluciona el problema. En «A la luz de la casta luna electrónica»2 se relata la aventura vivida en Veroboar, donde el protagonista tiene relaciones amorosas con una mujer poderosa, Guinevera Lapislázuli, reemplazando sin que ella tomara conciencia, a una máquina que le proporcionaba los placeres del orgasmo. Es perseguido y debe escapar del peligro de muerte. Veintiséis años más tarde, la autora resucita a Trafalgar y continúa esta historia en «Strelitzias, langestremias e hisophilas» (Gorodischer, 2005). El personaje descubre que de esta relación ha nacido una hija, Eritrea, a la que lleva a vivir a su casa en Rosario. Allí la educa y en este cuento se narra la tradicional aventura vivida en Susakiiri-Do, a donde ella lo acompaña para vender un cargamento de papel, ya que los habitantes de ese planeta debían rescribir los libros quemados en un incendio. Ya en el lugar, descubren que estos seres son los «pozoforgos», quienes habiCuento publicado con anterioridad en Casta luna electrónica (1979). 2
(1977) y luego en Trafalgar
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tan el subsuelo del mundo, comen y producen fuego. Necesitaban el papel para alimentar la hoguera. También en este cuento deben librarse del peligro huyendo en el «cacharro» para salvar la vida. Los lugares extraños, los planetas desconocidos, las palabras inventadas, están matizadas por la cotidianeidad de la relación padre-hija y de datos contextualizados de la ciudad que hacen al perfil del protagonista y su hija, quien se dedica a la jardinería, de allí el título del cuento. En «Sensatez del círculo», Trafalgar narra a un grupo de amigos, una historia en la que él no es protagonista sino testigo. Cuento difícil, intelectual, se relaciona con «Onomatopeya del ojo silencioso» y con «Bajo las jubeas en flor» por la exégesis que se practica de símbolos oscuros que son la clave de una civilización. Se descifran textos y se leen alfabetos. El relato prestigia el inconsciente a nivel del cual se logra la comunicación colectiva, en detrimento de la razón que establecería barreras entre los hombres. El vehículo es el baile y la música que producen una experiencia compartida por la comunidad. Transcurre en el planeta Ananda-A, un mundo horrible y oscuro donde no hay casi diferencia entre el día y la noche, con gente que saca unas hojas grises o unos gusanos del fondo de los ríos, los machaca con los dedos, los mezcla con agua y se los come. Medrano había bajado cerca de un campamento donde había geólogos, psicoanalistas, ingenieros, antropólogos y una experta en lingüística comparada, Veri Halabi, una hermosa mujer. Los habitantes de este mundo se entregan a un baile acompañado de música, que practican durante interminables horas. Pero eran de un primitivismo bestial y habían perdido la capacidad de comunicarse, por lo menos para la óptica terrestre. No hacían otra cosa salvo bailar. El equipo de investigación hace un descubrimiento trascendente: encuentra un libro de metal escrito en un quintuple alfabeto y, a los pocos días, Veri Halabi se consagra a descifrarlo, pero simultáneamente desarrolla una aversión patológica hacia la música y el baile. Hasta que en sueños descifra y traduce los textos, pero ya despierta, en medio de una crisis, los destruye. El psicoanalista Simónides logra rescatar algunos fragmentos claves, como la frase que da título al cuento: la descripción del círculo para el protocolo de la sensatez de Ananda-A: «Un círculo —dijo Trafalgar— se forma en el reino cuando el candil se apaga en el juego sensible» (Gorodischer, 1979, p. 52). Simónides arriesga una interpretación: el círculo se forma cuando se deja la mente en blanco, se deja fluir el inconsciente, en este caso, si se apaga el candil, cada recinto lejano, o sea cada individuo logra romper las barreras
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que los separa y todos se encuentran, no están solos y pueden unirse y saber todo más allá de lo intelectual. Los actuales habitantes de este mundo eran descendientes de esa civilización que floreció y viajó a otros mundos y ahora les bastaba con la sensatez del círculo. Se unían en la inconsciencia del baile y de la música, estrechados en una experiencia común. Finalmente Halabi se despoja de sus ropas y se integra al baile como uno de ellos, sin escuchar los requerimientos de sus compañeros.
LA METAFÍSICA DEL TIEMPO
De regreso de Karperp, que es un planeta integrante de un sistema de trece alrededor de una estrella llamada Neyiomdav, a donde había vendido violines, laúdes, guitarras, cítaras y violas, viaja en Uunu, miembro de ese mismo sistema, «que era una joya». Allí cada día que transcurre corresponde a un tiempo y a un espacio distinto, aunque siga siendo el mismo planeta. Trafalgar, completamente desorientado y sin poder entender nada, atraviesa un tiempo futuro con taxis manejados a control remoto y en el que su «cacharro», como el denomina a su nave espacial, ha quedado reducido a chatarra. Se remonta a una guerra, en la que se involucra, entre los Capitanes y guerrilleros y a una época primitiva, la edad de piedra, en la que los hombres vestían taparrabos. Hasta que al cuarto día vuelve al tiempo inicial. En ese momento le explican que «el tiempo no es sucesivo sino concreto, constante, simultáneo y no uniforme». El tiempo sería como una barra infinita y eterna, de un material que tiene distintos grados de consistencia, tanto a lo largo de su duración como de su longitud. Una vez por día o por noche, se produce en Uunu un «infundibulum cronosinclástico», expresión que ya había usado Kurt Vonnegut. Cuando se produce abarca y envuelve todo Uunu y entonces afloran las partes de esa barra temporal que en ese momento tienen más consistencia y por eso si hoy es hoy, mañana puede ser de aquí a cien años o dos mil o hace diez mil quinientos (Gorodischer, 1979, p. 16).
Cada neyiomdaviano sigue con su vida en la época en que ha nacido y en la que vive, gracias a la adaptación al medio. Las épocas coexisten, son simultáneas. Moreno quedó a merced del «infundibulum cronosinclástico» porque tenía, no habiendo nacido en Uunu, atrofiada la conciencia sincrética del tiempo y se vio arrastrado primero a cien o doscientos años después y luego a siglos
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atrás. Lo que en realidad coexiste no es el tiempo, un tiempo, sino las infinitas variantes del tiempo. En un fragmento digno de Borges, que nos recuerda las reflexiones sobre las infinitas series de tiempos, divergentes, convergentes y paralelos del cuento «El jardín de senderos que se bifurcan» (Borges, 1966), el personaje explica: Por eso los neyiomdavianos de Uunu no hacen nada por modificar el futuro, no hay nada que modificar. Porque en una de esas barras, de esas variantes, de esas ramas, los Capitanes no llegan al poder. En otra, el que llega al poder es ser Divinus. En otra Welwyn no se convierte en Nueva York. En otra no existe dra Iratoni, en otra existe pero es un maestro de escuela solterón, en otras existe y es lo que es y es como espero, no tiene una casa metida en el bosque que si la Frank Lloyd Wright se suicida de la envidia, en otra yo no llego nunca a Uunu, en otra U u n u está deshabitado, en otra (Gorodischer, 1979, p. 119).
En otro cuento, «De navegantes», el comerciante viajero llega a un mundo paralelo donde se reproduce la geografía y la historia de nuestro planeta pero ubicadas cinco siglos atrás. No se trata de un viaje por el tiempo sino de un universo infinito y simétrico. Llega a la corte de la reina Isabel y de Fernando en la época anterior al descubrimiento, y conoce a Colón. Allí tiene que defenderse de la Inquisición y decide cambiar el rumbo de la historia. Lleva a Colón y a tripulación en el «cacharro» y descubren América antes de la fecha establecida por la historia: el veintinueve de julio de 1492. También los lleva a dar una vuelta al mundo para que vieran que era redondo. La conquista se transforma en colonización, incluso Brasil y América del Norte son colonizados por Castilla y Aragón. Tiene que salir huyendo, como suele ocurrirle, a raíz de una relación amorosa con una mujer de la corte. Es evidente que Gorodischer es una buena lectora de ciencia ficción pero trasciende los modelos canonizados para inclinarse por una versión «a la argentina» y personal del género: «.. .me apoderé del silabario de la ciencia ficción y lo apliqué como pude, sin ciencia, sin tecnología, contra las puertas cerradas de los sótanos y de las casas tapiadas y ciegas» (Gorodischer, 1995). En este primer trayecto narrativo, todos los personajes son hombres, pero después, feminismo mediante, aborda la riqueza de la vida de las mujeres y las convierte en centro de sus relatos. Sus escritos posteriores se inscriben en otros rumbos que transitan lo maravilloso y lo fantástico y desbordan los moldes genéricos de su contexto cultural e histórico. La ciencia ficción constituye la culminación de una etapa en el corpus narrativo de la autora.
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En una novela epistolar de reciente aparición: Querido amigo (2006), Gorodischer representa la extrañeza del autor inglés de las cartas ante una cultura oriental diferente y exótica desde su perspectiva. Diplomático enviado a Birnassam, contempla al principio, desde afuera, esta civilización fronteriza con el desierto, inundada por el calor y el viento, azotada por huracanes y tormentas. Paulatinamente va incorporando los usos y costumbres de la ciudad de las sedas, transforma en sus escritos el «ellos» en un «nosotros» en el que se incluye, y adopta una mujer en matrimonio, la que encenderá de luz su casa. Nuevos códigos eróticos regirán su vida, ya que, alejado de su esposa inglesa a la que abandona, compartirá su nueva mujer con los visitantes. Se integra a la vida política de los abdassiris, suspende la extrañeza inicial por el otro, el diferente, para incorporarse a la sociedad como uno más de sus miembros. En esta novela ambientada en el siglo xix, el viaje hacia Oriente que significa un desplazamiento en el espacio y en el tiempo, va acompañado por un simbólico viaje interior que permite al personaje indagar y definir su propia identidad. El mundo occidental es abandonado por otro juzgado superior, el cual perfilará la futura vida del protagonista. Mezcla de realismo y fantasía en un texto pleno de sensualidad y erotismo que se trasuntan en el recorrido de la trama, en las descripciones y en la factura del lenguaje. Gorodischer aborda el tema del viaje en producciones que se sitúan al comienzo de su labor de creación como escritora y en la etapa de más reciente publicación, expresado a través de la aventura en la ciencia ficción y de un sentido más profundo y subjetivo enlazado con el erotismo de la escritura.
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E L CONQUISTADOR CONQUISTADO E N LA NUEVA NOVELA HISTÓRICA LATINOAMERICANA: LA T R A N S C U L T U R A C I Ó N
RELIGIOSA
DE C A B E Z A DE VACA, EL CAMINO SECRETO DEL CHAMÁN Y EL SURGIMIENTO D E U N A T E O L O G Í A D E LA LIBERACIÓN E N EL LARGO ATARDECER
DEL
INDÍGENA
CAMINANTE
DE A B E L POSSE
Javier Valiente Núñez Universidade da Coruna, España
Publicada en 1992, la novela El largo atardecer del caminante, del argentino Abel Posse, es uno de los ejemplos más significativos de lo que Seymour Mentón ha llamado «nueva novela histórica» y Linda Hutcheon «metaficción historiográfica»1. Aunque Seymour Mentón ha sido el primer crítico que ha
Seymour Mentón (1993, pp. 29-30) ha observado con respecto a la nueva novela histórica de América Latina que «los datos empíricos atestiguan el predominio, desde 1979, de la Nueva Novela Histórica, muchas de las cuales comparten con las novelas claves del boom el afán muralístico, totalizante; el erotismo exuberante; y la experimentación estructural y lingüística (aunque menos hermética)». Linda Hutcheon, por otra parte, señala en referencia a la metaficción historiográfica que «fiction and history are narratives distinguished by their frames (see B. H. Smith 1978), frames which historiographic metafiction first establishes and then crosses, positing both the generic contracts of fiction and of history» (Hutcheon, 1988, pp. 109-110). La consecuencia de esto es que «postmodern fiction suggests that to re-write or to re-present the past in fiction and in history is, in both cases, to open it up to the present, to prevent it from being conclusive and teleological» (Ibid., p. 110). 1
Javier Valiente N ú ñ e z
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elaborado una teorización sistemática de la «nueva novela histórica» en América Latina, deben recordarse los estudios pioneros sobre el tema de Fernando Aínsa y Elzbieta Sklodowska, contribuciones fundamentales para que cristalizaran todas las obras y artículos posteriores, incluida la de Mentón 2 . El largo atardecer del caminante es, por consiguiente, una novela histórica postmoderna donde se teje el complejo juego postmoderno entre ficción e historia y se dan cita los seis rasgos básicos que Seymour Mentón considera que están presentes —ya sea en su totalidad o en parte— en las nuevas novelas históricas escritas en América Latina entre 1949 y 19923.
2 En su artículo «La reescritura de la historia en la nueva narrativa latinoamericana,» Fernando Aínsa (1991a, p. 31) ha observado que la nueva novela histórica propone «una lectura desmitificadora del pasado a través de su reescritura» con el fin de «buscar entre las ruinas de una historia desmantelada por la retórica y la mentira al individuo auténtico perdido detrás de los acontecimientos, descubrir y ensalzar al ser h u m a n o en su dimensión más auténtica, aunque parezca inventado, aunque en definitiva lo sea» (Ibíd.). Aínsa subraya asimismo el carácter polifónico de la nueva novela histórica dada la variedad de estilos y modalidades discursivas que presenta y menciona algunas de sus características (Ibíd.)- En su artículo «La nueva novela histórica latinoamericana», Aínsa profundiza su estudio y da un total de diez características de la nueva novela histórica en América Latina. A saber: La relectura crítica de la historia. El cuestionamiento de la historia oficial. La diversidad de puntos de vista que expresan diferentes versiones de la historia. La supresión de la distancia histórica que caracteriza a la novela decimonónica. El uso de la parodia para distanciarse de la historia oficial. La superposición de diferentes tiempos. La variedad en el uso de materiales históricos — d e s d e la cita textual a la imitación de crónicas y relaciones. La utilización de pseudocrónicas o crónicas apócrifas que pretenden pasar por crónicas históricas. La reescritura de la historia a través del uso de la «carnavalización», lo cual contribuye a fantasearla, y la preocupación por el lenguaje a través del uso del pastiche, la parodia y la comicidad. (Aínsa, 1991b, pp. 83-85). En su obra «La parodia en la nueva novela hispanoamericana», Elzbieta Sklodowska ha señalado que la potencialidad defamiliarizadora de la parodia es particularmente apropiada para los propósitos de la nueva novela histórica ya que permite desautomatizar la percepción de lo aceptado y lo familiar, dotándola así de un carácter subversivo que cuestiona la historia oficial (Sklodowska, 1991, p. 33). 3
Las seis características de la nueva novela histórica latinoamericana señaladas por Mentón son: La subordinación de la recreación mimética de un período histórico al predominio de ideas filosóficas borgianas relacionadas con la imposibilidad de discernir la verdadera naturaleza de la realidad y la historia así como su carácter cíclico e impredecible. La distorsión consciente de la historia a través de omisiones, exageraciones y anacronismos. La utilización de personajes históricos reales y famosos como protagonistas. El uso de la metaficción. Y, por último, la presencia del fenómeno de la intertextualidad así como de los conceptos bakhtinianos de lo dialógico, lo carnavalesco, la parodia y la heteroglosia (Mentón, 1993, pp. 42-45).
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La presente comunicación discutirá la presencia de la figura del «conquistador conquistado» en la nueva novela histórica latinoamericana a través del estudio de la transculturación religiosa que afecta al Alvar Núñez Cabeza de Vaca ficcionalizado por Posse según las teorías de transculturación e hibridez cultural desarrolladas en el campo de los estudios latinoamericanos contemporáneos por Fernando Ortiz, Silvia Spitta y Néstor García Canclini 4 . Dicho estudio tratará de demostrar cómo Cabeza de Vaca es un sujeto transcultural que se mueve entre dos culturas sin pertenecer totalmente a ninguna de las dos y, muy especialmente, cómo ese complejo proceso transcultural que experimenta altera de forma radical y permanente su visión y percepción del mundo así como su sistema de representación de la realidad. Cabeza de Vaca pasa a convertirse así en un «híbrido cultural» y uno de los elementos más significativos para ello es su iniciación en el chamanismo de los indios del suroeste de Estados Unidos y de los indios suramericanos del área geográfica de México, iniciación que será estudiada siguiendo las teorías de Mircea Eliade sobre el fenómeno del chamanismo. La transculturación religiosa de Cabeza de Vaca y su identidad como chamán permitirá, por último, postular la necesidad de considerar a éste como precursor de una teología de la liberación indígena, que, de acuerdo con la teorización de una teología de la liberación para América Latina llevada a cabo por Gustavo Gutiérrez, busca dignificar al sujeto subalterno indígena y defender su derecho a la libertad. El proyecto teológico liberador de Cabeza de Vaca postula de este modo la hibridación de la espiritualidad nativo americana y cristiana desde una conciencia y una praxis liberadora que no sólo busca liberar al oprimido de la opresión, explotación y esclavitud sino también al opresor de su mentalidad, sus costumbres y su praxis opresoras. Fue el antropólogo cubano Fernando Ortiz quien acuñó el término «transculturación» en 1940 en su influyente obra Contrapunteo cubano del tabaco y el azúcar con el fin de explicar y teorizar situaciones de contacto cultural. El concepto de «transculturación» teorizado por Ortiz experimentó un proceso de redefinición y revisión desde diferentes perspectivas en los años setenta, ochenta y noventa, tal y como puede apreciarse en las significativas contribuciones al tema de Ángel Rama, Néstor García Canclini y Antonio Cornejo 4
A lo largo de este trabajo nos referiremos al narrador de la novela de Posse como «Cabeza de Vaca», «Alvar Núñez» o «Alvar Núñez Cabeza de Vaca» teniendo en cuenta que éste es una ficcionalización del Cabeza de Vaca real e histórico que es sujeto autobiográfico de sus crónicas Naufragios y comentarios.
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Polar — e n América Latina—, de Friedhelm Schmidt y Martín Lienhard — e n E u r o p a — y de Mary Louise Pratt, Silvia Spitta y Nicolás Wey-Gómez — e n Estados Unidos. Según Ortiz, el concepto de «aculturación» — q u e empezaba a estar de moda entre los antropólogos norteamericanos en los años cuarenta— sólo indicaba la imposición unidireccional de la cultura del colonizador sobre la del colonizado (Ortiz, 2002, p. 260). Silvia Spitta ha observado que la definición de Ortiz del término transculturación desde un contexto geopolítico específicamente cubano implica un acercamiento bidireccional que insiste en «understanding intercultural dynamics as a two-way toma y daca (give and take)» (Spitta, 1995, p. 4). Las reflexiones de Ortiz y Spitta demuestran que no sólo la cultura del colonizado es radicalmente alterada y transformada por la del colonizador en situaciones de contacto cultural sino que la del colonizador también es transformada por la influencia de la del colonizado, tal y como se verá más adelante en el caso de Cabeza de Vaca. Ortiz expresó esta bidireccionalidad a través de la imagen del contrapunteo del tabaco y el azúcar, los dos productos más importantes de la economía cubana. N o sólo el azúcar — u n a importación europea— ha modificado la economía de la isla sino que el tabaco — u n a planta genuinamente cubana— ha transformado igualmente los hábitos, comportamientos sociales y economía del mundo occidental desde Colón hasta el presente (Ortiz, 2 0 0 2 , pp. 135-250, 414-527; Spitta, 1995, pp. 4-5). Este complejo proceso de carácter híbrido y heterogéneo que fusiona prácticas culturales de la cultura desplazada y del código cultural impuesto se ha denominado «transculturación» y, tal y como se verá a continuación, define la identidad de Cabeza de Vaca en la novela de Posse. Ésta contiene la que pudo haber sido la versión oculta de Naufragios y comentarios contada en primera persona por Alvar Núñez y escrita en secreto, desafiando así a las mentiras de la historia oficial y ejerciendo el derecho a poder pensar y escribir con libertad y, por consiguiente, rebelándose de forma muy subversiva contra el poderoso aparato censurador desplegado por la corona española y la Inquisición en el siglo XVI. Las disertaciones metafictivas de Alvar Núñez muestran que mintió en su crónica Naufragios cuando dice que esperó seis años como esclavo en la isla de Malhado, frente a las costas de Florida, a que se repusiera Lope de Oviedo. La crónica secreta del famoso caminante andaluz revela que fue entregado como esclavo al cacique Dulján de la nación de los chorrucos pero que él y sus amos abandonaron pronto la isla de Malhado para adentrarse tierra adentro hacia la
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región de los grandes llanos, las vacas gigantes y los venados corredores. Es el cacique Dulján quien cree posible que Cabeza de Vaca sea devuelto al cosmos, alcanzando de este modo el ritmo universal ya que «[Dulján] suponía que yo tenía extraordinarios poderes y conocimientos y entonces no podía comprender mi incapacidad física, mi melancolía, mi abstención de borrachera sagrada» (Posse, 2003, p. 73)5. Dulján pide a Cabeza de Vaca que adopte las prácticas religiosas de los chorrucos, es decir, que acepte experimentar una transculturación. Sus sabias palabras surten su efecto tras un tiempo de convivencia con los chorrucos ya que Alvar Núñez llega a confesar que «cedía yo a esa obscura tentación que nunca confesé, que más bien oculté cuidadosamente: aceptar mi situación, despojarme de todo lo que podría sintetizar con la palabra España» (p. 74). Esto es algo necesario para aprender a sobrevivir entre los chorrucos y no significa que Cabeza de Vaca se asimilara a su cultura olvidando la española, pues ésta ha dejado inscrita una huella perenne en su identidad, sino que ahora tiene que adaptarse a un nuevo espacio y mundo cultural que, al igual que la cultura española, contribuirá a conformar y definir su subjetividad convirtiéndole en un sujeto transcultural que oscila entre dos culturas. El entrenamiento que Cabeza de Vaca recibe del cacique Dulján con el fin de ser devuelto al ritmo cósmico señala el avance de su proceso de transculturación: Alvar Núñez aprende a correr olvidándose de su peso de hombre y sintiendo el aire como el pájaro. Aprende asimismo a correr los venados cortándoles el camino hacia su refugio, a que la noche lo lleve en su manto de estrellas, a guiarse por los vientos y por la posición de los astros y a distinguir las aguas y los pastos por su sabor. También va poco a poco entrando cada vez más en el desierto que conduce al camino de las vacas para descubrir la vida que hay en éste y acaba considerando un manjar la carne sangrante de buey. El matrimonio de Alvar Núñez con Niña-Nube —la sobrina del cacique Dulján— a quien éste rebautiza como Amaría —el hecho mismo de que la rebautice demuestra una vez más la hibridez cultural de Cabeza de Vaca— supone que el hidalgo andaluz experimente asimismo una transculturación en el terreno sexual al practicar las artes amatorias de los chorrucos, gran secreto celosamente ocultado en sus Naufragios. Por otra parte, no debe olvidarse que la revelación por parte de Cabeza de Vaca a los chorrucos del uso del fuego y de la utilización de la catapulta y las defensas de piedras sostenidas por troncos para vencer a las
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Las citas siguientes corresponden a El largo atardecer del caminante (Posse, 2003), salvo
indicación expresa. Anotaremos sólo el número de página.
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naciones rivales de los quevenes y mayeyes demuestra el carácter bidireccional de la transculturación. Cuando comienza la temporada de tres meses de fiestas religiosas antes de emigrar a la isla de Malhado, los chorrucos ponen en práctica sus ritos chamánicos. Estos consisten en la consumición de alcoholes sagrados y en la inhalación de tabaco con el fin de entrar en trance e iniciar un largo viaje astral al país de los muertos y a la región del Dios misterioso, a quien deben informar de la creciente anemia del Sol, el Dador de Vida en la Tierra, e implorarle por su salud. En su importante obra El chamanismo y las técnicasjtrcaicas del éxtasis, Mircea Eliade ha señalado que «los pueblos que se declaran 'chamanistas' conceden una considerable importancia a las experiencias extáticas de sus chamanes» (Eliade, 2001, p. 25) ya que «son los chamanes quienes, valiéndose de sus trances, los curan, acompañan a sus muertos al 'Reino de las Sombras', y sirven de mediadores entre ellos y sus dioses, celestes o infernales, grandes o pequeños» (Ibíd.). Es la última función del chamán mencionada por Eliade la que los chorrucos practican en sus meses de fiestas. Cabeza de Vaca, sin embargo, es iniciado en el chamanismo chorruco por el cacique Dulján a través de la que Eliade considera la principal función de los chamanes de los pueblos nativo americanos de Estados Unidos: La curación (Ibíd., p. 240). Dulján enseña a Cabeza de Vaca a distinguir los diferentes tipos de piedras con facultades de atraer el mal y el dolor, cómo deben pasarse éstas por distintas partes del cuerpo para que absorban el mal y cómo saber si después de utilizarlas para curar, están descargadas de nuevo o si hay que enterrarlas en caso de que sólo traigan mal agüero y desdicha. Dulján explica que un chamán lleva seis o siete piedras en su morral y que ha de usar la que brille más al acercarla a los ojos de la persona enferma. La metodología para curar a los enfermos es descrita por Alvar Núñez en los siguientes términos: La forma general y normal de curar es con las manos. Hay que cerrar los ojos y pronunciar oraciones a los dioses y pasar las manos cerca del cuerpo enfermo. Un brujo avezado sentirá enseguida un muy leve cosquilleo en las palmas de sus manos. Es el cosquilleo del mal. Vibraciones. Muy raramente el mal es tan intenso como para dañar al curandero. Pero si esto pasa, hay que abandonar inmediatamente al enfermo a su destino. Dulján entendió como perfectamente comprensible que yo usase oraciones en mi idioma. Eran el Ave María y el Padre Nuestro. Ese aprendizaje me iba a salvar y alimentar en los duros trabajos que me esperaban. Dulján me convenció de no
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negarme a curar. Y como narré en los Naufragios hasta fui capaz de resucitar a uno dado por muerto (pp. 96-97).
El chamanismo de Cabeza de Vaca combina así las oraciones y cantos a los dioses chorrucos con el Padre Nuestro y el Ave María de la religión cristiana. Néstor García Canclini ha teorizado el concepto de «hibridación» en el campo de los estudios latinoamericanos contemporáneos. García Canclini explica que «entiendo por hibridación procesos socioculturales en los que estructuras o prácticas discretas, que existían en forma separada, se combinan para generar nuevas estructuras, objetos y prácticas» (García Canclini, 2001, p. 14). Según el intelectual mexicano, las estructuras discretas —aquéllas que existen por separado— son el fruto de procesos de hibridación, lo cual significa que no pueden ser consideradas homogéneas o puras (Ibíd.). A consecuencia de esto, García Canclini concluye —adoptando la teoría de los ciclos de hibridación formulada por Brian Stross— que todas las formas —y, por consiguiente, todas las culturas— son heterogéneas, se hacen más homogéneas y luego se convierten en formas más bien heterogéneas sin que ninguna de ellas sea completamente pura u homogénea (Ibíd., p. 15). El chamanismo que practica Álvar Núñez en los llanos de La Florida se convierte así en un excelente ejemplo de hibridación donde las estructuras discretas que representan la religión cristiana y la chorruca se combinan para dar lugar así al nacimiento de una nueva estructura o práctica cultural híbrida y heterogénea: El chamanismo cristiano-chorruco. Álvar Núñez, sin embargo, está en territorio indio y ha de tener cuidado con la introducción de prácticas culturales europeas ya que su crecimiento en fama y poder genera odio y resentimiento entre los caciques y chamanes. Es por esta razón que Dulján anima a Cabeza de Vaca a llegar hasta el final de lo que podría llamarse «el camino secreto del chamán», representado por la búsqueda de las Siete Ciudades —símbolo del máximo crecimiento espiritual en conexión con el mundo material y, por tanto, de la capacidad de ver el mundo completo y no sólo la mitad que ven los pueblos indígenas de los llanos de Florida— y, todavía más allá, las alturas de los grandes Fundadores donde Álvar Núñez podrá crecer espiritualmente y llegar a conocer los secretos antiguos, los secretos supremos de los pueblos. Es a causa del prestigio que tiene como chamán en los llanos y en la ruta de las vacas y que el talismán de turquesa que le entregó Dulján al despedirse confirma que Cabeza de Vaca cree que se le concede el privilegio de poder
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contemplar durante una noche los muros resplandecientes de Ahacus, la primera de las Siete Ciudades, ciudad oculta y secreta de tan sólo unas horas nocturnas cuyos muros reflejan las llamas de las antorchas produciendo un efecto luminoso aurífero. Después de pasar Ahacus, Cabeza de Vaca y los suyos entran en el camino del maíz. La ceremonia del Ciguri, que Cabeza de Vaca experimenta entre los tarahumaras antes de llegar a México y ser recibido por Cortés, presenta las técnicas arcaicas del éxtasis estudiadas por Eliade que caracterizan al chamanismo suramericano. El Ciguri, vegetal sagrado que preparan los chamanes tarahumaras, se mastica y tiene unas extrañas propiedades alucinatorias. Después de masticar una segunda ración de Ciguri, Cabeza de Vaca entra en trance e inicia su viaje astral en el más allá. En un primer momento entra en el reino de los muertos ya que «quedé tendido al pie de la viga, comprendiendo que entraba en la muerte» (p. 152). Pero poco a poco vence su temor y empieza a viajar por el espacio y el tiempo. El viaje astral emprendido por Cabeza de Vaca recuerda en muchos aspectos al viaje celeste del chamán caribe estudiado por Mircea Eliade. Después de todo, el propio Eliade admite que muchos elementos del chamanismo caribeño, como la intoxicación por el tabaco, se encuentran en otras partes de América del Sur (Eliade, 2001, p. 119). El uso del Ciguri por los tarahumaras recuerda la inhalación de tabaco llevada a cabo por los chamanes caribes y no debe olvidarse que el paso del reino de los muertos al reino de la vida que experimenta inicialmente Alvar Núñez coincide con la encrucijada de la Vida y de la Muerte del chamanismo del Caribe. Eliade señala en referencia al chamán caribeño que «el futuro chamán puede ir, a su antojo, bien al 'País-sin-noche', bien al 'País-sin-aurora'» (Ibíd., p. 118). El primero de esto países representa la dimensión de la Vida y el segundo representa la de la Muerte. El hecho de que el iniciado experimente un viaje hacia el Cielo acompañado de un guía que es un experto chamán es otra de las características del chamanismo de la zona del Caribe que está presente en el rito chamánico practicado por Cabeza de Vaca. Una vez que entra en el reino de la vida, Cabeza de Vaca se pasea por su Jerez natal, ve cómo sus padres lo engendraron y una serie de acoplamientos monstruosos en los que él participa gozando como hombre y mujer. Estas visiones parecen sugerir a un nivel subconsciente la identidad bisexual de Álvar Núñez, especialmente si tenemos en cuenta que éste llega a confesar que se vio abrazado a Estebanico, el esclavo africano de su expedición. Después de esto, Cabeza de Vaca vuelve a ingresar en el País-sin-aurora, es decir, en el reino de la muerte.
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Es entonces cuando comienza el verdadero viaje astral de Álvar Núñez. Éste siente que su alma se separa de su cuerpo. El espíritu abandona el cuerpo de Cabeza de Vaca pero sólo para ascender al Cielo y fusionarse con Onorname, el dios de los tarahumaras, ya que «me fui levantando de la playa quieta de la muerte... Me parí desde mi propio cuerpo... Me dolieron los ojos. Sentí, horrorizado, que éstos también llameaban y que caía en Onorname sin remisión. Un fuego que no quemaba» (p. 153). Acto seguido, la aparición de la misteriosa Puerta instalada en el desierto que Álvar Núñez identifica con el portal que le describiría años más tarde Pedro Cieza de León representa la hibridación de cuerpo y espíritu ya que Cabeza de Vaca observa que «tuve miedo de verlo. Pero después pasé por él. No sé si salí hacia el universo o si volví a entrar en la Tierra» (Ibíd.). La Puerta de la sabiduría es una suerte de espacio liminal o intersticial, una tierra de nadie donde se produce esa mágica conexión entre lo material y lo espiritual. La extraña y confusa descomposición de imágenes que celebran el color y los sentidos vistas por Álvar Núñez le permite concluir que «comprendí que había viajado por avenidas de ciudades secretas. Que Marata o Totonteac bien podrían ser esas residencias indescriptibles a las que sólo se accede por el Ciguri, por la descomposición de todos los sentidos, con el viaje a lo transreal» (p. 154)6. A su llegada a México, Cortés recrimina a Cabeza de Vaca el que haya caminado durante tantos años ya que no trajo conquistas ni riquezas a la Corona. Álvar Núñez se da cuenta de que desde la perspectiva imperialista y colonialista de Cortés «era como un conquistador conquistado» (p. 157), pues no había anexionado tierras ni esclavizado indios. Sin embargo, el respeto que Cortés y los suyos le muestran es el fruto de su otredad o alteridad con respecto a la empresa imperialista y colonialista de la conquista. Es por ello que, de vuelta a España, «yo pasaba a ser el protagonista viviente y ejemplar de la encíclica Sublimis Deus que el Papa había informado urbi et orbi en el mes de junio de ese año» (p. 185). Dicha encíclica reconocía que los indios eran seres
6 Luis Sáinz de Medrano ha señalado que las novelas de Abel Posse presentan la ansiedad de unos seres que, como Cabeza de Vaca en El largo atardecer del caminante, intentan alcanzar la dimensión trascendente de lo absoluto (Sáinz de Medrano 1992, p. 467; 2004, p. 226). Partiendo de la tesis de Sáinz de Medrano sobre la importancia del salto a lo Abierto o lo absoluto en la obra de Posse, M a Beatriz Aracil Varón ha interpretado el episodio del rito del Ciguri desde una interesante perspectiva filosófica representada por el pensamiento del filósofo argentino Rodolfo Kusch y su reinterpretación del concepto de apertura al ser de Heidegger desde una perspectiva indígena (Aracil Varón, 2004, pp. 196-197; 199-200).
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humanos, que debían ser respetados y que era delito privarlos de su libertad. La encíclica del Papa representa la ortodoxia del magisterio de la Iglesia pero olvida la necesidad de llevar a cabo una praxis cristiana, es decir, una ortopraxis. Gustavo Gutiérrez ha subrayado la importancia del concepto de ortopraxis para teorizar una teología de la liberación. Según Gutiérrez, ortopraxis es «la importancia del comportamiento concreto, del gesto, de la acción, de la praxis en la vida cristiana» (Gutiérrez, 1999, p. 66). Gutiérrez explica asimismo que la ortopraxis no pretende negar el sentido que pueda tener la ortodoxia entendida como la presencia de lo doctrinal y la reflexión que esto conlleva sino que lo que se busca es equilibrar la relación entre ortodoxia y ortopraxis ya que «lo cierto es que entre ortodoxia y ortopraxis se da una relación circular y una alimentación recíproca. Limitarse a una de ellas es rechazar las dos» (Ibíd.). Es, pues, necesario hibridar ortodoxia y ortopraxis para conectar el plano material con el espiritual, lo que nos permitirá acercarnos a la comunión con Dios y, al mismo tiempo, construir dicha fraternidad y comunión entre los seres humanos aquí y ahora. La humanidad de los indios, por tanto, no sólo ha de reconocerse de palabra sino también de acción, obra y hecho confiriéndoles dignidad como seres humanos así como el derecho a su libertad y a sus tierras. Sólo con una praxis social e histórica transformadora y liberadora, es decir, una ortopraxis, podrá llevarse a cabo un auténtico proyecto teológico liberador que respete a los indios como seres humanos. Dicha praxis es la que Cabeza de Vaca trata de llevar a cabo en su segundo viaje al Nuevo Mundo como Adelantado del Río de la Plata pero la corrupción y falta de ética de sus hombres le supone ser acusado injustamente y devuelto a España en cadenas. No debe olvidarse que la praxis liberadora de Cabeza de Vaca es el fruto del aprendizaje religioso liberador que experimentó con Dulján y los tarahumaras —el cual consiste en alcanzar la conexión del plano material con el espiritual-— al que hay que añadir la influencia del cristianismo que contribuye a hibridarlo y resemantizarlo todavía más. El mensaje de Dulján y de los tarahumaras es que la única espiritualidad que puede liberar al ser humano es aquella que hibride la esfera material y la espiritual. Esto mismo es lo que ha postulado Gutiérrez desde una perspectiva cristiana (Ibíd., p. 119). La última parte de la novela tiene lugar en Sevilla y es en ella donde el Cabeza de Vaca ya senil y próximo a la muerte se encuentra a su hijo indio Amadís encerrado en uno de los jaulones del puerto en los que se traen esclavos del Nuevo Mundo. La copia de la bula papal Sublimis Deus que la Iglesia le entrega
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a Cabeza de Vaca no tiene ninguna validez ya que, como se ha observado con anterioridad, dicha bula sólo funciona en el plano teórico de la ortodoxia pero no en el práctico que representa la ortopraxis. Dadas las circunstancias, Cabeza de Vaca decide emprender una nueva praxis liberadora, esta vez en España, que demuestra el gran amor que siente por Amadís, como debe sentirlo todo buen padre y todo buen cristiano: Entrega su casa a Fontán Gómez, el propietario de Amadís y los demás esclavos indios, para poder conseguir la libertad de su hijo. Auténtica praxis cristiana, la noble acción de Alvar Núñez no pasa desapercibida para el mismo Fontán Gómez, quien no puede evitar tener remordimientos de conciencia e intenta mejorar la situación concediendo el usufructo de la casa a Cabeza de Vaca mientras viva. Álvar Núñez confiesa que antes de enterrar a Amadís reza Padrenuestros y Avemarias extendiendo la mano sobre su cuerpo pero también invoca a Aguar, el dios de los llanos, a Onorname, el dios de los tarahumaras, y a la serpiente emplumada que es el dios de los mexicas. Cabeza de Vaca favorece así un auténtico proyecto teológico liberador que hibrida las religiones amerindias con la religión cristiana. La teorización de dicho proyecto está presente igualmente cuando, antes de morir, Álvar Núñez se encomienda a Cristo pero, al igual que los tarahumaras, siente que retornará al universo. Puede apreciarse asimismo en el hecho de que Cabeza de Vaca confiese que no cree en el infierno ni en el juicio final sino en el retorno al cosmos, a los gigantescos espacios del enigmático universo que caracteriza a la espiritualidad de los sabios tarahumaras. El estudio de EL largo atardecer del caminante desde el enfoque que representan las teorías de transculturación e hibridez cultural desarrolladas por Fernando Ortiz, Silvia Spitta y Néstor García Canclini ha demostrado cómo Álvar Núñez Cabeza de Vaca es un sujeto transcultural que amalgama prácticas culturales pertenecientes a las culturas cristiano-española, chorruca y tarahumara. Esta transculturación es particularmente significativa desde el punto de vista religioso, pues Cabeza de Vaca se convierte en un gran chamán que hibrida prácticas religiosas amerindias y cristianas, dando lugar así al surgimiento de un chamanismo heterogéneo y sincrético. El estudio de Eliade del fenómeno del chamanismo sugiere asimismo la importancia de la curación y los viajes astrales en el chamanismo amerindio de Estados Unidos y América Latina y demuestra su carácter sincrético, el cual puede apreciarse en las influencias de los ritos chamánicos caribeños en las prácticas chamánicas de los tarahumaras y chorrucos. El aprendizaje religioso de Cabeza de Vaca —que permite a Álvar Núñez alcanzar el conocimiento y la sabiduría de los grandes Fundadores a
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través de una experiencia religiosa que conecta la dimensión material con la espiritual— dará lugar al surgimiento de una conciencia postcolonial liberadora en Cabeza de Vaca7, quien tratará de defender los derechos de los pueblos nativo americanos poniendo en práctica una ortopraxis, es decir, la praxis social e histórica transformadora y liberadora que caracteriza a la teología de la liberación teorizada por Gustavo Gutiérrez. Todo ello permite concluir que Alvar Núñez Cabeza de Vaca es pionero y precursor de la teología de la liberación en las Américas, y, particularmente, de una teología de la liberación indígena que no sólo defiende la libertad y derechos de los pueblos amerindios —ya sea en el Nuevo Mundo o en España— frente a los abusos de los españoles sino que también busca liberar al colonizador de su ideología, hábitos y praxis teológica dominadora.
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7 El nacimiento de esta conciencia postcolonial liberadora puede conectarse con la observación de Kerstin Bowsher de que la novela de Posse es una crítica postcolonial de la Modernidad. Según Bowsher (2002, p. 97), Posse utiliza técnicas postmodernas como parte de dicha crítica M a Beatriz Aracil Varón, por otra parte, ha señalado que el concepto de «postcolonialismo» explica mejor que el de «postmodernismo» los presupuestos de los que parte el autor aunque admite que el término «postmodernismo» aplicado a las obras de Posse podría abarcar, dada su imprecisión y heterogeneidad, la actitud postcolonial que resulta central en sus obras (Aracil Varón, 2004, p. 73). Quizá sería más conveniente concebir El largo atardecer del caminante como una nueva novela histórica que híbrida características postmodernas y postcoloniales, especialmente si tenemos en cuenta que ésta presenta, además de una técnica narrativa postmoderna, un contenido ideológico de carácter postmoderno que puede apreciarse en la deconstrucción de la historia oficial que lleva a cabo y que se fusiona con la ya mencionada conciencia postcolonial liberadora.
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VIAJE POR LA POESÍA DE WÀSHINGTON DELGADO Juan Jesús Payán Martín Universidad de Cádiz, España
A lo largo de la historia, el viaje ha sido uno de los motivos centrales de la literatura: desde la Odisea homérica, la peregrinación alegórica (visible en la Divina Comedia), pasando por las cruzadas, la ruta jacobea, la aventura trasatlántica (y su reflejo en la crónicas de Indias), las andanzas de don Quijote, los desplazamientos de los viajeros románticos, hasta arribar, tras un abundantísimo etcétera, a los modernos periplos espaciales (en la moderna ciencia ficción), el motivo del viaje ha permitido no sólo la formulación novelesca del género de aventuras (entiéndase de una manera amplia) sino también la representación simbólica del crecimiento interior de personajes. Por ello, no es de extrañar que también la poesía se haya servido de este motivo para el desarrollo de los conflictos internos del yo poético. La obra de Wàshington Delgado, reunida por primera vez bajo el título de Un mundo dividido, sería inconcebible sin una dimensión espacial que justificara su actitud vital y sus esfuerzos por conciliar el mundo material con los deseos trascendentes del ser humano. Dos constantes, reclusión y destierro, se constituyen como ejes centrales de su producción y no como mera escenografía. Es preciso aclarar que no se trata de una visión antinómica entre ambos extremos, sino más bien de dos polos de un mismo sentimiento de desarraigo. Un mero vistazo a los títulos fundamentales de su producción confirma la relevancia que en su obra tuvo el sentimiento de extranjeridad —en línea con Edmond Jabès (2001). Así lo advierte James Higgins (1993, p. 107) cuando ofrece las señas más características de la poesía delgadiana: Es significativo que dos libros de Delgado se titulen El Extranjero (1956) y Destierro por Vida
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(1970), porque en toda su obra subyace la vivencia de sentirse exiliado en su propio país, ya que el Perú nunca ha sido para él una verdadera patria con la cual pueda identificarse. No sólo ambos poemarios, sino numerosos textos a lo largo de su obra desarrollan esta reactivación del símbolo del vagabundo o el peregrino. El propio autor llegará a decir: Yo he sentido, por ejemplo, que la vida que he vivido no es una vida en un país propio, en un hogar propio, en u n a situación que m e correspondía, sino que he estado siempre c o m o en u n exilio, y que en vez de vivir he estado viviendo u n a existencia falsa y supuesta (Verástegui, 1935, p. 35).
Esta experiencia del destierro de una u otra manera caracterizó a los poetas de la Generación del 50. El exilio, por motivos personales o razones políticas, señaló las evoluciones de buena parte de la promoción: a mediados de siglo abandonan el Perú Sologuren, Eielson (que ya no regresaría) y Blanca Varela; paralelamente, por su pertenencia al APRA, o su afinidad ideológica hacia el partido comunista, se exilan Francisco Bendezú (que fue expatriado a Chile), Gustavo Valcárcel, Manuel Scorza y Juan Gonzalo Rose (rumbo a México). El caso más representativo de exilio lo conforma la trayectoria de Leopoldo Chariarse, quien hizo del viaje su propia patria.
E L VIAJE EN LA VIDA DE WASHINGTON D E L G A D O
En el caso de Delgado el sentimiento de extranjeridad no obedece a una experiencia real del exilio. Desde el punto de vista biográfico, el cuzqueño no se singularizó por un carácter viajero. Sus estancias lejos del Perú fueron contadas y espaciadas en el tiempo, pero influyeron notablemente en su visión sobre su país natal y en la evolución de su escritura. La primera de tales estadías se produjo al poco tiempo de publicar su primer poemario de estirpe saliniana, Formas de la Ausencia (1955), premio «José Santos Giocano» en 1952. A raíz del galardón, Delgado acepta una estancia en España junto a Pablo Guevara que se dilataría desde 1955 a 1957. Son estos los años en los que se acentúa el interés del autor por los poetas del 27 y la lírica tradicional romance (como se refleja en Días del Corazón, inspirada en el poemario casi homónimo de Vicente Aleixandre, y Canción Española de estilo neopopular). El choque que supuso el retorno de Delgado a la realidad peruana tuvo su manifestación en los títulos
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subsiguientes, donde toma a Bertolt Brecht como referente de una poesía que aunaba compromiso ético y rigor estético. A lo largo de los años sesenta, Washington Delgado, ya como profesor de la Universidad Nacional de San Marcos, va realizando algunas expediciones por el interior del país. Su visión cultural e histórica sobre el Perú se amplía sobremanera, acentuando el carácter escéptico y fatalista inherente a ciertas manifestaciones culturales peruanas. Brecht y el pasado colonial se asocian por vez primera desde una óptica marxista en Para vivir Mañana. En él podemos encontrar poemas como «Historia del Perú» que da nombre a una de las secciones del poemario: N o hay un pasado sino una multitud de muertos. N o hay incas ni virreyes ni grandes capitanes sino un ciento de amarillos papeles y un poquito de tierra. U n señor hubo y decía a sus esclavos: El oro es bueno y Dios está en el cielo. Pero ésta no es una historia sino veinte palabras que nada dicen (p. 160).1
El examen pragmático y realista sobre la historia del Perú se dirige fundamentalmente a anular la tradicional nostalgia de ciertos sectores sobre el pasado colonial ya perdido. Delgado habla en presente con objeto de desautorizar cualquier tipo de evasión de la realidad. Este revisionismo crítico sobre la historia peruana supuso un referente para muchos poetas, principalmente para Antonio Cisneros (Gutiérrez, 1968, p. 67), cuya deuda se hace manifiesta en títulos tan principales como Comentarios reales (1964) o Canto ceremonial contra un oso hormiguero (1968). 1
Todas las citas de Wàshington Delgado han sido extractadas de Un mundo dividido (Delgado, 1970). Se indica solamente el número de página en cada cita.
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A fines de los años ochenta, comienza una nueva etapa viajera en Wàshington Delgado. En 1988, viaja a Francia, España y la URSS, comisionado por el Ministerio de Relaciones Exteriores y en compañía de Jorge Puccinelli, Manuel Moreno Jimeno y Max Silva, con motivo de los actos conmemorativos por el nacimiento de César Vallejo. Al año siguiente, realiza su primer viaje a los Estados Unidos, donde dicta cursos de Literatura Española como Profesor Visitante en la prestigiosa Darmouth College (New Hampshire). El poeta, desde años atrás, ya poseía contactos con algunos miembros del departamento de Español y Portugués en la citada universidad americana, como atestigua el hecho de que en 1988 fuera publicada una selección de su poesía en edición bilingüe. En los meses de septiembre a diciembre de 1992, repetiría destino, ya invitado como Profesor Visitante. El resto de su biografía atestigua un especial sedentarismo que explica buena parte de la cosmovisión del poeta.
CLAUSURA Y DESTIERRO EN LA OBRA DE WASHINGTON D E L G A D O
El motivo del destierro aparece tempranamente en la poesía de Wàshington Delgado. Entre 1952 y 1956 compone el poema «El extranjero», donde ya se hace visible su disconformidad con la realidad del Perú: Pregunto por m i patria, por su noche inacabable y su leyenda. T o c o los ojos de los ancianos, respiro en el sueño de las doncellas, y pregunto, pregunto por mi patria y m i niñez (p. 51).
Una atenta lectura nos permite comprobar que la noción de extranjeridad no sólo va ligada a un concepto espacial, sino también temporal y de signo existencialista. El extranjero no es sino un ángel caído, a quien se ha despojado de su patria, de su infancia. El respeto reverencial hacia los ancianos, la pasión hacia las doncellas no consiguen anular la derrota de partida, que conduce innegablemente hacia una obsesión por la muerte: Pregunto por m i patria y m i niñez, por los días que he vivido y la alegría. M a s nadie m e conoce y yo n a d a conozco sino la muerte (p. 52).
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El título del libro (con resonancias de la novela homónima de Camus) tiene conexión con un espíritu de época. Es conocida la famosa cita de Víctor Li Carrillo: «La situación del intelectual contemporáneo es una situación infeliz... Es un extranjero en su propio mundo» (Gutiérrez, 1968, p. 24). El mismo motivo del extranjero aparece en los dos poemas que cierran el libro, significativamente titulados «Patria» e «Hijos». En «Patria», Delgado formula una pregunta que trasciende lo meramente etimológico: «Donde duermen mis padres/ ¿está mi patria?» (p. 78). La solución afirmativa se contradice con la conclusión del poema final: Hijo soy de la lluvia sin fuego amigo, sin madre tierra. Hijo soy de los aires y nada es mío. Hijo soy... N o recuerdo (p. 79).
El viaje interior prosigue en Días del Corazón en una nueva dirección: «Viajarán mis ojos por riberas/ distintas de los sueños». («Conmigo» en p. 83). El camino deja de verse como un vagabundeo, como un obstáculo del sentido existencial. Ahora el poeta habla desde una esperanza plural en el cambio y la mejora del ser humano: Un camino equivocado también es un camino N o nos detendremos aunque la muerte nos espere (p. 86).
La ruta deja de ser relevante, ya que el poeta confía en la brújula del corazón, del amor entendido como solidaridad humana. La poesía aparece como respuesta a las urgentes demandas del extranjero; ahora es la verdadera patria, en clara sintonía con la declaración de Eielson estos mismos años: «Mi verdadera, mi única patria es la poesía» (Gutiérrez, 1968, p. 82). Porque la poesía también es una patria con sus reyes antiguos, destronados y muertos («Una sonora mano», p. 98).
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Juan Jesús Payan Martín Yo construyo mi país con palabras («Héroe del pueblo», p. 101).
Esta visión se deshoja progresivamente en Canción Española, donde se gesta la oposición entre el personaje del viajero y el sedentario. Delgado echa mano de los motivos tradicionales: el agua, el aire, el mar, el marinero encarnan el afán de cambio, de aventura; la tierra, en cambio, aparece como inconmovible cárcel de la rutina. La angustia, por la falta de libertad, se deja entrever con ligera timidez: Del aire soy y del agua y de todos los caminos viene el amor y me lleva a cualquier sitio. [...] Campos, mares y ciudades me atraviesan el espíritu. No tengo sitio («Canción en el aire», p. 140). El viaje interior comienza a entenebrecerse a partir de este momento. La descoordinación corporal surge como metáfora de esta tensión interna: «El talón / marcha hacia el norte. / El meñique / corre hacia el sur» («Residencia en la tierra», p.151). La resignación se abre paso por primera vez mediante la imagen del encierro. «El ciudadano en su rincón» configura la fundación de uno de los motivos fundamentales de la última poesía delgadiana. El autor nos muestra a un poeta confinado al encierro, testigo reflexivo y estoico de u n m u n d o en descomposición. La desorientación del viaje sin sentido, se conjuga al lado de la pasividad del prisionero que se halla limitado a la observación y la denuncia. La impotencia del poeta es vista a través de una supervivencia reclusa, alimentada por acciones nimias y sin sentido que conducen a la animalización del ser humano: Tomo la vida como es y, si me place, orino. Bien sé que esto no basta, pero me esfuerzo en ser un hombre
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bueno, sencillo, afable («El ciudadano en su rincón», p. 153).
Delgado da un volantazo poético con la publicación de Parque en 1965. Consciente de sus limitaciones, el autor busca el espacio que pueda redimirle de la realidad corrupta de la gran urbe. Para ello, elige el símbolo del parque, de ascendente modernista, vinculado a la introspección del poeta. Nos conduce a un paseo solitario por este espacio doméstico, perfecto en sí mismo y ajeno a la confusión de la urbe. El parque es el espacio que concilia al ser humano con el mundo natural, devolviéndole su antigua pureza; representa el triunfo de la sencillez y de la vida; es el ámbito que refugia a los amantes y donde juegan los niños. El autor nos hace creer que este recorrido por un parque poético y abstracto ocupa un sólo día, pero los saltos estacionales nos permiten comprobar que este viaje dura un tiempo impreciso que supera el año. El paseo se convierte, pues, en un trasunto de la vida que se desarrolla con mansedumbre hasta su conclusión en la noche y la muerte. Junto a la dimensión temporal existen vagas referencias espaciales que nos hablan no de un paseo como cabría esperar, sino de un «camino» en clave machadiana. El poeta no acude al parque por mera evasión, sino que lo visita como medio de aprendizaje de esencias eternas. Cada poema es una velada interrogación en busca de una respuesta existencial, conforma teselas de un mosaico, un cuadro vivo inserto en un museo de arte natural que ofrece al hombre los vestigios del Paraíso Perdido. La propia naturaleza protagoniza los sucesos que ocurren dentro del parque. Tocada por un mágico hechizo, las flores, árboles y animales, e incluso los elementos, actúan con voluntad e inteligencia. La hora del desencanto se produce en Destierro por Vida, su libro más desolado y donde alcanzan su cabal desarrollo los motivos del destierro y la reclusión. La idea de confinamiento se expresa a través de una progresiva limitación del espacio: En mi país estoy, en mi casa, en mi cuarto, en mi destierro. («Canción del destierro», p. 205) En mi lecho respiro, dentro de mí la realidad respira.
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Juan Jesús Payán Martín Un día o una noche ya no respiraré. Y la realidad se habrá marchado de mi casa, de mi lecho, de mi cuerpo y de mi alma («Explica la vida y avizora la muerte», p. 209).
La visión solitaria del poeta alcanza a veces un tono trágico, como en «Madrid, la lluvia y el eterno retorno», «Monólogo del habitante», «Los amores inútiles» o «Pluralidad de los mundos»; otras en cambio alcanza un tono de clara parodia: Disecan flores en sus gabinetes o cuentan pelos [...]. Se asoman a sus ventanas, contemplan el mundo y sonríen porque la soledad es confortable. O lloran porque es melancólica. O maldicen porque si no ¿qué sentido tendrían sus vidas? («Poetas», p. 212). No obstante, la perspectiva general es especialmente desoladora. El encierro se resuelve en huida como fruto de una persecución kafkiana, inexplicable y terrible, con resonancias de episodios bíblicos como el de Caín o Jonás: Para aplacar la enemistad del cielo, siempre implacable, siempre enemigo he abandonado la tierra. Me he refugiado en los cinemas [...] He vivido en el desván, esquivando por igual besos y lluvias. [...] He cerrado libros, carpetas, microscopios y he abandonado todos los caminos. Jamás llegaré a parte alguna donde pueda aplacar o combatir
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la interminable enemistad del cielo («Poema Fabiano», p. 217).
El desierto, el laberinto se convierten en paisajes esenciales del destierro. «Globe Trotter», epílogo del libro, constituye una apretada síntesis de su vagar sin rumbo: Sobre arenas tan interminables como el día imaginando nubes, palmeras, aguas, noches de luna he caminado por los desiertos toda mi vida (p. 232).
Agotado por esta huida, Delgado anuncia el abandono de la poesía tras la publicación de Un mundo dividido en 1970. No obstante, dos años más tarde emprende la redacción de nuevos poemas y el devenir existencial prosigue a través de heterónimos y desdoblamientos ficticios. La serie Baladas viejas y lejanas (incluida en Reunión Elegida, 1988) traslada el campo del peregrinaje a una escenografía anglòfona. El dramático destino de Fred Murray, marinero, que no vuelve a ver las costas de su tierra natal, o de la picara Mae Browne desaparecida en el Bosque de Bristol al huir de su casa, representa una continuación de las obsesiones del autor. En Historia de Artidoro, Delgado afinca por primera vez su desarraigo en un entorno más próximo y conocible: el centro de Lima. El poeta peruano elige como protagonista de la diluida acción poética a un personaje cervantino, inserto en una de las tramas secundarias de La Galatea. En la elección de Artidoro no sólo debió influir su atractiva sonoridad (como trata de hacernos creer el autor en un prólogo ficticio), sino fundamentalmente su condición de doble, de gemelo. Gracias a este artificio, Delgado consigue confundir su identidad entre un juego de máscaras y así desembarazarse de sus propias angustias, examinándolas en el reflejo de un personaje con el que se identificaba sólo parcialmente. Peregrinaje y encierro adquieren una nueva lectura en este recorrido por las antiguas calles de Lima. Su trayecto permite ser seguido mapa en mano. Y no resulta extraño que autores como Miguel Gutiérrez (1988, pp. 72-73) propongan su vinculación con el Ulises de James Joyce: Wàshington Delgado, por ejemplo, en torno a un personaje, Artidoro, construye, una especie de pequeña saga en la que vemos desde una perspectiva omnisciente, no a Leopoldo Bloom sino a una suerte de Esteban Dedalus desilusionado, envejecido, errar por una ciudad que desconoce y lo aterra.
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Su título p ò s t u m o , Cuan impunemente
se está uno muerto, recupera a l g u n o
de los textos inéditos del autor. A q u í se evidencia n o sólo el vallejianismo expreso del título (tomado del p o e m a L X X V de Trilce), sino que a b u n d a en el cervantinismo del autor. « D o n Alonso de Quijandría» o «Sátiro sobreviviente» son nuevas máscaras que esconden el viaje f r u s t r a d o hacia n i n g u n a p a r t e del propio poeta. Q u i z á el texto más emotivo de la serie sea «Iremos a Lisboa», d o n d e el poeta proyecta u n viaje soñado a Portugal, que la m u e r t e
finalmente
t r u n c ó para siempre. Iremos a tierras portuguesas o a cualquier otro sitio que nos levante un ideal en el alma, el de comer sardinas, por ejemplo, y beber vino verde (Delgado, 2003, p. 50). A q u í concluye el viaje ficticio e interior por la poesía de W a s h i n g t o n Delgado, p o e t a del espacio d i v i d i d o entre la realidad y el deseo de libertad y justicia.
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CRUZANDO PUENTES: PARA UNA TEORÍA DE LA ESTRUCTURA PROFUNDA EN RAYUELA Joaquín Lameiro Tenreiro Universidade da Coruña, España
La investigación que se presenta constituye un intento de aproximación a la teoría y a la praxis de la generación de un texto literario de posvanguardia como lo es Rayuelax. La tesis que sostenemos defiende que toda obra literaria se basa, en último término, en una relación dialógica entre la propia obra y sus lectores, relación que perdura a lo largo de la Historia en virtud de una ideología subyacente que permite que la obra, más allá del texto concreto, sea susceptible de continuas y nuevas asimilaciones por parte de los lectores. La elección de la obra que serviría para ilustrar está argumentación recayó en Rayuela porque en ella se produce un fenómeno especialmente interesante en cuanto a la relación entre la teoría y la praxis de su génesis: el texto final introduce, de manera explícita, los postulados de su teoría profunda, de su ideología subyacente, de forma que la relación entre ideología, obra y lector es especialmente patente. A lo largo de esta comunicación, utilizo los términos «estructura profunda» y «estructura superficial», tomados de la Teoría Gramatical Generativa y que suponen un rechazo a la falsa división estructuralista entre fondo y forma2. 1 Citamos por la edición de Andrés Amorós (Cortázar, 2005), indicando en cada cita el número de capítulo y de página. 2 Lo que en este trabajo se pretende es estudiar las relaciones entre el genotexto o estructura profunda y la ideología subyacente. Aunque utilizaremos la terminología de Van Dijk, ya que es más común y, además, supone un acercamiento a la Gramática Generativa que nos parece interesante, conviene aquí citar la definición de genotexto, con la que estableceremos
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J o a q u í n Lameiro Tenreiro
Así, lo primero que debemos tener en cuenta es cómo Rayuelo, ejemplifica una tendencia de la narrativa contemporánea, desde el Romanticismo, a aligerar el peso argumental del texto, esto es, lo que se cuenta, en favor de una introducción más explícita de la subjetividad del autor, a través de una mayor carga ideológica, esto es, lo que se comunica. La estructura profunda de Rayuela, como vehículo de la ideología del autor, cristaliza en una estructura superficial de argumento anecdótico y mediocre, de forma que el lector, a través del narrador, debe penetrar «más allá» de la narración para reconstruir la estructura profunda y entrar en diálogo con la estructura subyacente, diálogo que es históricamente infinito tanto en extensión como en posibilidades de interpretación. En este sentido habla Cortázar de un lector activo 3 , de un lector que debe continuar el fenómeno ideológico puesto en marcha por el autor, principio de una cadena de sucesivas revisitaciones que promueven una dinámica de interacción entre lector e historia (de la novela) e Historia (de la Humanidad). Es por ello que podemos decir que se opera en Rayuela una «estrategia de trascendencia»: la utilización de motivos mínimos, sencillos y mediocres en la estructura superficial promueve una necesidad de trascender esa materia tan parca hasta algo más enriquecedor, es decir, hasta la estructura profunda que mueve esas pequeñas cosas presentes en la superficie. M e permito hablar así de la práctica de un «materialismo trascendente» en Rayuela, en el sentido en que, si bien la dicotomía espíritu-materia se ve rechazada, se busca un materialismo más completo, integral, que ofrezca una interpretación satisfactoria acerca del fenómeno profundo que se oculta tras estas «pequeñas cosas». Esta estrategia de trascendencia se lleva a la práctica a través de la utilización sistemática del símbolo. Si bien toda obra literaria se comprende siempre como un símbolo, en Rayuela no existe más lectura posible que la de exégesis del símbolo. N o se puede leer Rayuela como una obra narrativa o argumental, sino como un gran símbolo, poblado de connotaciones, que espera a ser descifrado por el lector.
el marco metodológico en el que nos moveremos: «El genotexto sería una fase (teóricamente reconstruida) del funcionamiento del lenguaje poético en la que interviene lo que llamaremos una significancia: la infinita generación sintáctica o semántica de lo que se presentará como fenotexto» (Kristeva, 1978. Apud. Estébanez Calderón, 2001). Preferimos el término «lector activo» al menos ortodoxo de «lector macho» que se utiliza en la novela, si bien éste último presenta una relación con la dicotomía yin /yan que no se debe obviar. 3
Cruzando puentes: para una teoría de la estructura profunda en Rayuela
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Se hace así uso del símbolo como «médium» entre una realidad palpable —«manejable» por autor y lector— y otra trascendente, y se acude a la primera como vía mediata para alcanzar la segunda. El principal problema que plantea esta estrategia es que el «puente» que se traza entre lo limitado y lo trascendente es enteramente limitado, de forma que nunca se llega a cruzar «a la otra orilla». Este puente no es otra cosa que la más elemental formulación del símbolo: el lenguaje. La limitación del lenguaje se presenta como un obstáculo insalvable para su propia trascendencia. Se conviene en Rayuela, por tanto, en la destrucción del lenguaje como única vía de trascendencia: ¿Para qué sirve un escritor si no para destruir la literatura? Y nosotros, que no queremos ser lectores-hembra, ¿para qué servimos si no para ayudar en lo posible a esa destrucción? (cap. 99, p. 614).
Este quemar los puentes para cruzarlos supone una radicalización suicida del fenómeno interpretativo y, en este sentido, los puentes de Rayuela, y Rayuela misma, están abocados desde su mismo planteamiento al fracaso, a un fracaso que supone el mayor acercamiento posible al triunfo. Veamos, pues, cómo el símbolo de mayor pertinencia, el puente, se ve sistemáticamente frustrado en su intento de trascender. Para abordar el tema de los puentes en Rayuela debemos comenzar por aquellos puentes que se presentan como un ente físico, para luego introducir los valores simbólicos que suscitan. Por ello, hay que tener en cuenta la visión que se da en la novela acerca de París y sus puentes. En efecto, es cruzando de un lado a otro del Sena donde comienza la historia —o, incluso, la prehistoria— de la novela: ¿Qué venía yo a hacer al Pont des Arts? Me parece que ese jueves de diciembre tenía pensado cruzar a la orilla derecha y beber vino en el cafecito de la rué des Lombards donde madam Léonie me mira la palma de la mano y me anuncia viajes y sorpresas (cap. 1, pp. 121-122).
El puente es por tanto lugar de encuentro, de conocimiento del otro. Sin embargo, para conocer al otro se debe cruzar hasta la otra orilla, y no permanecer estáticamente sobre el puente, pues, en ese caso, aquellos con quienes se produce el encuentro estarán sólo de pasada. Es éste el eterno problema de Oliveira, y, consecuentemente, de toda la novela: el desencuentro
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Joaquín Lameiro Tenreiro
con los que están de paso, en estado de transición, mientras él se ve incapaz de seguirlos. Si contraponemos a Oliveira el personaje de la Maga, observaremos que ella es el paradigma de personaje con voluntad de transición. Ella quiere moverse hacia Oliveira, hacia el porvenir y, en resumidas cuentas, hacia sí misma. Oliveira la detiene, la ancla con él, la saca del tiempo y contribuye a la perdición de ambos. Los paseos sin rumbo por el París de los puentes conducen a una desidia respecto al hecho de cruzar o no el puente: no hay rumbo, y por tanto no se establece un destino, no hay orilla a donde cruzar. Sin embargo, frente a esta desidia, existe una paradójica voluntad de cruzar, de llegar al otro lado, de pasar «de la Tierra al Cielo» ¿Dónde reside, entonces, el problema? Básicamente en que, frente a esta voluntad de cambio, que es de naturaleza trascendente, no hay una voluntad de movimiento: el cambio se espera contemplativamente, y toda acción es considerada inútil. De este desfase surge un ansia de trascendencia continuamente frustrada que, en último término, supondrá la destrucción de Oliveira y su mundo. Esta frustración se plasma en la estructura de la novela a través de la dicotomía «Del lado de allá» y «Del lado de acá». Aunque aparece como una marca muy superficial en el texto (dos partes de la novela, expresamente divididas, diegética y tipográficamente), esta dicotomía se hace eco de una significación en la estructura profunda. En efecto, el viaje no se realiza «de la Tierra al Cielo» o «del Cielo a la Tierra» y, en este sentido, no es ni una elevación ni una caída. La diferencia entre «acá» y «allá» es puramente circunstancial y, en realidad, «acá» es un estado permanente, frente a «allá», que es siempre potencial. Esto significa que el ir de acá a allá es un sinsentido, pues nunca se saldrá del acá y jamás se alcanzará el allá. Es más, si de entre estas dos categorías relativas hay una especialmente deseable, es el allá, precisamente por su carácter utópico, pero Oliveira comienza su andadura del lado de allá y la termina del lado de acá, índice claro de su impotencia para trascender. En cierto modo, a Oliveira se le ofrece la posibilidad de la trascendencia («Allá», París, la Maga, el conocimiento de «lo otro»4) pero él la rechaza y vuelve al ostracismo del Acá, que en la prehistoria de la novela, es su punto de partida.
Entendemos aquí el concepto de «otredad» como lo humano que está fuera del yo, es decir, los otros yo ajenos al yo propio, y las relaciones que se establecen entre lo humano propio y lo humano ajeno. 4
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Frente a este limitado devenir por el Acá y el Allá, se encuentran la Tierra y el Cielo de la rayuela, categorías absolutas que sí suponen un cambio ontológico. La vía para el Cielo se encuentra en los «otros lados», de forma que, aunque éstos tal vez sean más asequibles del lado de allá, suponen un esfuerzo extra que no siempre es realizable; en este sentido, los capítulos «De los otros lados» son calificados por el narrador-autor implícito como «capítulos prescindibles», entendiendo prescindible como «innecesario para existir», pero que debemos considerar como indispensable para trascender. Al lector, por tanto, se le proponen las dos vías que París propone a Oliveira, de modo que, si se busca el Cielo, se ha de pasar por toda la Tierra (acá, allá y los otros lados) y aun así la trascendencia seguirá dependiendo del propio lector: el lector activo no es el que lee la novela completa. Es, ante todo, el que se implica en la obra, el que busca por todos los medios la forma de cruzar el puente. Este puente sólo puede cruzarse mediante el encuentro con el otro, pues la trascendencia es una tarea de toda la humanidad, no de unos pocos. Oliveira tiende esto claro cuando dice que: Va a ser difícil llegar al famoso Yonder de Ronald, porque nadie negará que el problema de la realidad tiene que plantearse en términos colectivos, no en la mera salvación de algunos elegidos. [...] yo siento que mi salvación, suponiendo que pudiera alcanzarla, tiene que ser también la salvación de todos, hasta el último de los hombres (cap. 99, p. 618).
Pero de nuevo su abulia existencial le impide moverse hacia el otro. Sin embargo, hay algo más que abulia en este proceder; se trata de un rechazo visceral a la implicación con el otro, representado por una constante violencia o tensión emocional. Esta violencia proviene de un afán de posesión que, aunque negado por el propio Oliveira, está en la base de su egocentrismo. Horacio quiere apropiarse lo otro, y el rechazo que su propia actitud le produce ahonda en su desarraigo. Y es que, efectivamente, es Oliveira el prototipo del hombre desarraigado, del que es incapaz de asirse a algo con constancia; por ello desgarra todo lo que toca con la desesperación del que busca una última salvación. La razón por la cual, pese a ser un sujeto egocéntrico, necesita al otro es precisamente porque el encuentro consigo mismo requiere un encuentro previo con la humanidad. La humanidad está representada por «el otro», por lo que se es fuera del yo, por todo aquello que hay de persona en lo que no
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es el yo. Es evidente que para encontrar la propia humanidad se debe buscar primero la humanidad ajena. Decimos que es evidente porque sin una ética de la interrelación, sin una moral del otro5, la pura introspección se vuelve una visión parcial del fenómeno del ser: es imposible el conocimiento del yo propio sin una perspectiva externa, que debe convertirse en una perspectiva del yo ajeno, del otro: Pero gentes como él y tantos otros, que se aceptaban a sí mismos (o que se rechazaban pero conociéndose de cerca) entraban en la peor paradoja, la de estar quizá al borde de la otredad y no poder franquearlo. L a verdadera otredad hecha de delicados contactos, de maravillosos ajustes con el mundo, no podía cumplirse desde un solo término, a la m a n o tendida debía responder otra mano desde el afuera, desde lo otro (cap. 22, p. 240).
Por tanto, Oliveira, al verse impedido para trascender hacia el otro, (pues en esto consiste esencialmente la trascendencia en Rayuela), y obsesionado al mismo tiempo por su impotencia, acabará destruyendo todos los puentes que lo unen tanto con el Cielo como con la Tierra. Sin embargo, debemos tener en cuenta un hecho crucial en la concepción del puente en la novela. Se trata de que, en realidad, el descubrimiento que acaba por destruir a Horacio Oliveira es el de que los puentes, sus puentes, no unen dos orillas, sino que ambos extremos conducen al mismo lugar: Dicotomías occidentales — d i j o Oliveira—. Vida y muerte, más acá y más allá. N o es eso lo que enseña tu Bardo, Ossip, aunque personalmente no tengo la más remota idea de lo que enseña tu Bardo. D e todas formas será algo más plástico, menos categorizado (cap. 28, p. 307).
Esta voluntad de anulación de las dicotomías occidentales prolifera por toda la obra, y se presenta como la visión multifocal de una realidad orgánica: todo es en su esencia ontològica igual, lo único que cambia es la recepción que de ese todo tiene el individuo; pero esto implica, al mismo tiempo, una pluralidad de realidades posibles, porque cada realidad subjetiva es tan válida como la realidad objetiva. De hecho, no existe una realidad objetiva. Esta es sólo una canonización cultural de una realidad subjetiva.
3
Moral entendida en su sentido etimológico de hábito.
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El caso es que, una vez cruzado el puente, surge la desesperación ante la permanencia de la misma realidad al otro lado. Esto se debe a que, en realidad, no existe ese puente o, al menos, éste no une dos realidades: se trata de un falso puente o un puente paradójico, un espejismo producido por las categorías ad hoc institucionalizadas por el pensamiento occidental y que se revelan insuficientes para la voluntad de comprensión de Oliveira, del autor implícito y del lector activo. Aquí no podemos por menos que retomar el concepto de estructura profunda; la división tradicional entre fondo y forma no responde sino a una de esas categorías impuestas, esos puentes paradójicos que introducen una falsedad cómoda por su ductilidad metodológica, pero que falla en su visión del todo. Es necesario que la visión de la obra de arte se realice, también, de forma multifocal y orgánica. Y no hablamos aquí sólo de la visión crítica, sino, lo que es más importante, de la visión creadora. El artista crea su obra como imitación de una realidad subjetiva, pero esta imitación no es divisible ad hoc en «fondo y forma», es una plasmación de unos procesos cognitivos que no responden a esta diferenciación y, por tanto, la introducción de la misma en el proceso imitativo condiciona el propio proceso y lo falsea. La concepción de la obra debe realizarse a través del tratamiento de una estructura profunda, en la que no cabe hablar de forma y fondo, sino de la utilización de un medio limitado (el lenguaje o, en última instancia, una lengua) para representar una realidad inabarcable e inefable por definición (el concepto ideológico de humanidad adquirido de forma tanto individual como histórica): Sin contar que el distingo entre forma y fondo es falso —dijo Etienne—. Hace años que cualquiera lo sabe. Distingamos más bien entre elemento expresivo, o sea el lenguaje en sí, y la cosa expresada, o sea la realidad haciéndose conciencia (cap. 99, p. 620).
Y esta falsedad en las dicotomías se presenta como una constante en el devenir errático de Oliveira. Al encontrar inútiles sus puentes, acabará por quemarlos, sin por ello superarlos. De entre estas dicotomías, la más sangrante, la más hiriente para Horacio es la de la búsqueda y el encuentro: «¿Encontraría a la Maga?» (cap. 1, p. 119). Pero, en realidad, todo está presente per se en la propia humanidad del sujeto, y no hace falta buscarlo, tan solo encontrarlo. Es decir, lo más obvio es, al mismo tiempo, lo más vital y lo más oculto, perdidos como estamos en los falsos puentes.
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Joaquín Lameiro Tenreiro Entonces equivocarse ya no importaba tanto como si la búsqueda de su kibbutz se hubiera organizado con mapas de la Sociedad Geográfica, brújulas certificadas auténticas, el N o r t e al norte, el Oeste al oeste; bastaba, apenas, comprender,
vislumbrar fugazmente que al fin y al cabo su kibbutz no era más imposible a esa hora y con ese frío y después de esos días, que si lo hubiera perseguido de acuerdo con la tribu [...] (cap.36, p. 355).
El narrador de Rayuela intenta por tanto perdernos por un laberinto de puentes (ya en la disposición tipográfica de la novela, pero también en continuos devenires que se resuelven como callejones sin salida) de forma que, sólo cuando se trascienda la búsqueda se llegará al encuentro. He aquí la razón última de la anecdotización del argumento: el narrador y el autor implícito se ocultan tras una mueca argumental que sólo el lector activo es capaz de trascender —y retomamos así el camino de la Tierra al Cielo— no mediante la violencia y el enfrentamiento, sino siguiendo el juego de las máscaras. El lector debe dejarse engañar, pero sabiendo siempre que está siendo engañado, resumiendo así la actitud del lector histórico de ficción. Sin embargo, debe al mismo tiempo saber que en toda ficción se esconde una verdad y que, precisamente, si se deja engañar con cautela llegará, por lo menos en parte, a conocerla. Es éste precisamente el problema de Oliveira, que se erige como crítico de la realidad, para acabar por descubrir que sus esfuerzos han sido inútiles, que todo lo que buscaba fuera de él estaba ya presente en él y que, en definitiva, no ha hecho más que cruzar puentes que lo devolvían a la misma orilla. Oliveira pierde de vista la perspectiva de la otredad, que lo conduciría a su mismidad última a través de una comprensión de la humanidad dentro y fuera de él. En su intento por «buscar» se obceca en el propio procedimiento metodológico, en la «búsqueda», intentando depurarse de todo lo que considera ajeno a esta búsqueda, sin tener en cuenta que el encuentro debe producirse de forma completa y natural, cargado de todos los atributos de humanidad del yo y poniéndolos en contacto con los del otro. Es así como Oliveira quema sus puentes, cómo la (anti)novela se frustra voluntariamente en un intento suicida por cruzar el puente insalvable hacia la trascendencia.
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E L VIAJE Y EL T I E M P O D E T E N I D O : H I S T O R I A Y M E M O R I A NACIONAL José María Martínez Simón
Universität de Valencia, España
L A C O N C I E N C I A N Ó M A D E DE UNA L I T E R A T U R A
Las partidas de los viajes más largos e intrépidos son momentos de una sinceridad llena de buenos propósitos. Si el final de un viaje puede decepcionar por los resultados, nada de esto se puede esperar del momento en que el viajante echa a andar: sólo le acuden esperanzas y firmes propósitos que, luego, sobre la marcha se irán cumpliendo unos, frustrando, otros. Cuando el 7 de Mayo de 1927 Mário de Andrade empuña la bengala en Sao Paulo para poner rumbo hacia el Amazonas, las primeras líneas del diario personal se abren con un reconocimiento sincero: Sei bem que esta viagem que v a m o s fazer nao tem nada de aventura nem perigo, m a s cada u m de nós, além d a consciéncia lógica possui urna consciéncia poética t a m b é m . A s reminiscencias de leitura m e i m p u l s i o n a r a m m a i s que a verdade, tribos selvagens, jacarés e formigoes. E a m i n h a a l m i n h a santa i m a g i n o u : canhao, revólver, bengala, cañivete (Andrade, 2 0 0 2 , p. 51).
Aquello que desencadena el viaje es menos la esperanza de hallar lo desconocido como revisitar una realidad ya descrita. De este modo, la estructura del periplo por toda la cuenca Amazónica se estructura en dos dimensiones paralelas: una «verdade» por confirmar a la que se superponen las «reminiscencias de leitura» en permanente tensión o, si se quiere, hace una alusión doble:
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por un lado, a un desplazamiento geográfico, por otro, al movimiento de un discurso que acompaña en todo momento la visión del viajero. Esta franqueza del narrador, que revela sin ambages la fuente de su curiosidad, parodia la esperanza del conquistador por encontrar la referencia real de los mitos con que puebla los paisajes descubiertos. En efecto, la salida de Mário de Andrade renuncia de entrada a cualquier asombro: la realidad ya está descubierta en la escritura. Entonces por qué moverse, por qué iniciar el viaje. La escritura es ya un destino que precede al origen, al tiempo que impulsa a una búsqueda nueva Es un fin y un inicio. Más que el recorrido a que da lugar, lo que nos interesa es ese pequeño intervalo en el que los textos que preceden la partida tienen un efecto reactivo en el intelectual. En pocas palabras, lo que importa es subrayar cómo estos textos funcionan como una máquina productiva de escritura que produce efectos de realidad al mismo tiempo que los parodia. Estas «alucinaciones», por llamarlas de alguna manera, abren un fino intersticio por el que se puede contemplar la historia en el tiempo de larga duración —por decirlo con Braudel— y se comprende el infinito proceso de lectura y escritura. El texto de Mário funciona en este doble nivel: por debajo de la cronología lineal conforme a la ortodoxia del diario corre el tiempo detenido en los estratos de la lectura reposada y ociosa. Este tiempo se expresa, para usar una metáfora nietzscheana, en un lento «rumiar» en el que una interpretación detona la reacción de partida, de nuevo descubrimiento, que termina a su vez en otra interpretación y así sucesivamente 1 . El viaje no busca ningún destino, más que poner de relieve el «arte de interpretar» que significa en el fondo escribir la historia. Pone en marcha el «lento rumiar» que revisita los mismos espacios (Amazonas) y revisa las escrituras que lo construyeron en el imaginario. De ahí que el tiempo del viaje exprese ante todo un «reflujo» y sea imposible comprender en él una forma discursiva determinada. El diario andradiano presenta una hibridez genérica y de propósitos que traduce la dispersión como única experiencia de lo nacional. Es al mismo tiempo un estudio antropológico y un diario sentimental, un ensayo sobre la nacionalidad y una crónica periodística.
1
«Desde luego, para practicar de este modo la lectura como arte se necesita ante todo una cosa que es precisamente hoy en día la más olvidada —y por ello ha de pasar tiempo todavía hasta que mis escritos resulten "legibles"—, una cosa para la cual se ha de ser casi vaca y, en todo caso, no 'hombre moderno': el rumiar» (Nietzsche, 1997, p.31).
El viaje y el t i e m p o detenido: historia y m e m o r i a nacional
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El propósito de esta breve disertación consiste en señalar cómo los textos que toman como objeto la nacionalidad o aspectos culturales definitorios de lo brasileño transgreden sistemáticamente las categorías genéricas heredadas, ya sean de la historiografía, del periodismo, las ciencias de la naturaleza o de la literatura. Dicho de otro modo, queremos prestar atención a fenómenos textuales circunscritos a las «zonas de contacto» cultural, en la medida en que todo escrito de viaje se postula sobretodo como exploración de las fronteras geográficas y discursivas, siendo la transgresión de límites genéricos, a menudo, una alegoría del desplazamiento en el espacio2. A partir de esta identificación primera que iguala texto a nación es posible hablar de una renuncia a la literatura de lo nacional, en el sentido de depósito de la esencia de lo brasileño. La literatura de viajes, en su nomadismo 3 geográfico y disciplinario, supone el abandono de la narración nacional, si por esto entendemos un testimonio totalizador o como expresión orgánica de un lazo comunitario que cristalice en formas y temas característicos. Más bien, se ensaya en las obras de viaje una voz que rechaza la idea de literatura y se complace, en cambio, en su transgresión. Una voz nómada que testimonia la realidad cultural — y en este sentido puede asimilarse a la de un historiador— para, a continuación, rechazar la posibilidad de una codificación precisa que la reúna en el discurso. Lo que convoca el movimiento del viaje es el vacío inherente del lenguaje moderno que se abre en negociación con su exterioridad, entendiendo esta en los dos planos en que entendíamos la experiencia viajera; es decir, como el «otro» fuera del espacio nacional y el «otro» en el sentido de margen de la escritura: ese espacio en blanco cuya transgresión da, desde el siglo xix, significado a cada discurso, ya sea literario, filosófico, historiográfico, científico, etc. (Foucault, 1996). Extrañamente, la partida de todo viaje no conduce a un destino, sino antes bien a un vacío geográfico y discursivo.
2 Este concepto de zona de contacto o contact zone has sido desarrollado por M a r y Louise Pratt para explicar fenómenos circunscritos a «social spaces where disparate cultures meet, clash, and grapple with each other, often in highly asymmetrical relations of dominations and subordination, like colonialism, slavery, or their aftermaths.» (Pratt, 1991, p. 4) A nosotros nos interesa el concepto por la luz que puede arrojar en el tratamiento de fenómenos implicados en la dependencia cultural en relaciones de centro y periferia, donde las categorías heredadas son sometidas a redefiniciones y reescrituras. 3 El término nómade o sus variantes (nomadismo, (15 de agosto). R O J A S M A R C O S , Luis ( 2 0 0 1 ) : La ciudad y sus desafios. Madrid: Espasa Calpe. T O M A S S I N I , Graciela ( 2 0 0 6 ) : «Hipertextualidad y ética en "Rajatabla" de Luis Britto García», en . T A R C U S , Horacio ( 2 0 0 6 ) : «Entre la utopía y la eu-topía. Las dos dimensiones de la utopía», en , (15 de agosto). Z A V A L A , Lauro (2004): Cartografías del cuento y la minificción. Sevilla: Renacimiento.
H E M O S C A M I N A D O MÁS D E LO Q U E LLEVAMOS A N D A N D O (SOBRE « N O S H A N DADO LA T I E R R A » , DE J U A N RULFO) Francisco José López Alfonso Universität de Valencia, España
Tal vez sea cierto que los hombres necesitan imaginar para sí historias en las que todo está en concordancia con todo; en las que la percepción del presente se une a los recuerdos del pasado y a la expectativa del futuro. Entonces la vida adquiere sentido y el fluir fofo del tiempo revela la solidez de su esqueleto. Lo que era kronos, de repente, se vuelve kairos, un punto en el tiempo lleno de significación, una auténtica epifanía. Estos modelos del mundo, acuerdos ficticios con el origen y con el fin, proporcionan consuelo, hacen tolerable nuestra existencia. Quizá Chéjov aludiese a ello cuando le decía a Gorki que «escribimos porque nos hemos roto la nariz y no tenemos ningún lugar al que ir» (Chéjov, 2005, p. 31); porque es indudable que esta búsqueda del sentido guarda relación con los argumentos literarios, imágenes de la pretendida consonancia temporal. Con excepción de un par de textos1, todo lo que dio a conocer Rulfo, quien debía tener la nariz realmente destrozada, transcurre en el ámbito rural. Esto vincula su obra con la narrativa regionalista, que, contrariamente a lo que afirma la lección tradicional, no se caracteriza ni por estar concebida según los 1 Se trata de «La vida no es muy seria en sus cosas» y de «Un pedazo de noche», relato extraído de una novela malograda.
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moldes del realismo decimonónico ni por constreñirse de manera obsesiva a dos núcleos temáticos: la tremenda lucha del hombre contra la naturaleza y el conflicto, no menos dramático, del hombre enfrentado a las injusticias sociales, en el repetido esquema de explotadores y explotados. En realidad, el regionalismo aborda el problema de la modernidad en el ámbito rural; en términos más concretos, contempla la irrupción en el campo del capital monopolista; una segunda etapa, cuya primera estación a finales del siglo xix había afectado fundamentalmente a las grandes ciudades posibilitando el surgimiento del modernismo. En este contexto del capitalismo tardío, señala Fredric Jameson, el género romance vuelve a sentirse como el lugar de la variedad narrativa y de la libertad frente al principio de realidad del que la representación realista había pasado gradualmente a ser el rehén. El romance ofrecía la posibilidad de otros cauces narrativos a los nuevos ritmos históricos (Jameson, 1989, p. 84); porque es el romance y no el realismo decimonónico el que conforma a la narrativa regionalista, con sus transfiguraciones utópicas del mundo de la vida cotidiana, de tal manera que se restauren las condiciones de algún utópico edén perdido. Esto supone que, para este género, el mundo ordinario es el resultado final de la maldición o el encantamiento. El romance regionalista se muestra así como la lucha entre el bien y el mal, entre lo angélico y lo demoníaco, entre Santos Luzardo y doña Bárbara, entre los indios comuneros y el terrateniente. ¿Cómo no pensar en novelas de caballerías al leer Don Segundo Sombra? Pero Rulfo no es propiamente un regionalista, por más que su literatura se elabore sobre el mismo material. Ello se debe, entre otras cosas, a la presión que ejerce sobre su conciencia el fenómeno de la revolución. Como ha observado Reina Roffé, Pedro Páramo y los cuentos de El llano en llamas tienen «a la revolución y a la cristíada como protagonistas directas» o «como telón de fondo que da significación paradigmática a todas sus narraciones» (Roffé, 2003, p. 43). La observación interesa porque subraya la imposibilidad de comprender, al menos de comprender adecuadamente, los relatos de Rulfo al margen de la historia. Esto, que es cierto para cualquier producción literaria, lo es especialmente en el caso de Rulfo, dado que la cuestión de los orígenes, según apunté, es decisiva en la elaboración de las tramas arguméntales y la revolución constituye el único acontecimiento político que nos pone directa e inevitablemente en contacto con el problema del origen 2 .
2
A propósito de esta cuestión, véase Arendt, 1988.
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El concepto de revolución va unido de manera inextricable a la idea de que el curso de la historia comienza súbitamente de nuevo, un nuevo origen que debe coincidir con la experiencia de la libertad. Paradójicamente, estas semillas del nuevo tiempo suelen ir empaquetadas en viejos sobres, como si el uso astronómico del vocablo revolución, con su idea de movimiento recurrente y cíclico, impusiera su peso. De hecho, la palabra significó inicialmente restauración y las revoluciones de los siglos x v n y x v m se proyectaron como intentos de restaurar un antiguo orden de cosas que había sido perturbado, proyecto — e n lo que tienen de intensa nostalgia historicista— muy similares al que atañe al romance. Por supuesto, estas revoluciones no restauraron ningún pasado feliz. Tampoco lo hizo la revolución mexicana que impuso el proyecto de reformas capitalistas liderado por la burguesía terrateniente del norte. Pero este proyecto era muy distinto al que soñaban los campesinos que seguían a Zapata en el centro del país; gentes prepolíticas que todavía no habían dado o acababan de dar con un lenguaje específico en el que expresar sus aspiraciones; rebeldes primitivos, como los llama Hobsbawm, que posiblemente no quisieran un mundo nuevo, sino un mundo tradicional en el que los hombres recibiesen un trato de justicia. Pero la burguesía y el ejército triunfaron sobre estos campesinos que vieron fracasar su utopía y cómo el caciquismo pervivía. Ellos son los protagonistas de la ficción rulfiana, personajes que han llegado al mundo capitalista en calidad de inmigrantes de primera generación; un mundo que les llega desde afuera por el operar de fuerzas económicas que no comprenden y sobre las que no tienen control alguno, un mundo que les parece el de siempre, aunque ellos hayan contribuido a transformarlo, porque la revolución ha triunfado de un modo paradójico. «Nos han dado la tierra» ilustra de manera ejemplar el desencanto por el fracaso de la utopía revolucionaria. El relato, uno de los primeros de Rulfo, se publicó inicialmente en el número 2 de la revista Pan, en 1945, y narra, en boca de un campesino, el largo viaje a pie de un grupo 3 para tomar posesión de la tierra que les ha concedido el gobierno. Se trata, pues, del relato de una 3
En realidad, se trata de una «comunidad», como sugiere el texto: «Hace rato, como a eso de las once, éramos veintitantos, [...]» (Rulfo, p. 129). En conversación con Luis Harss, «Juan Rulfo, o la pena sin nombre», en Los nuestros (1977, pp. 301-337), explicaba Rulfo cómo se llevó a cabo el reparto de tierras: «Para formar una comunidad se necesitaban veinticinco personas. Se reunían veinticinco personas y solicitaban tierras. Los campesinos no las pedían. La prueba está en que hasta la fecha los campesinos no tienen la tierra.» Donald K. Gordon,
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fundación, como la historia bíblica del éxodo de las tribus israelitas desde Egipto o la narración de Virgilio acerca de los viajes de Eneas tras escapar de Troya en llamas. Pero se trata de una fundación frustrada, porque la tierra que el gobierno les ha concedido es una tierra estéril, sin agua, en la que nada puede crecer: «esta costra de tepetate» (p. 131), «este duro pellejo de vaca que se llama el Llano»4, dice el narrador. La pregunta «para qué» resuena a lo largo del relato. «¿Para qué sirve, eh?» (p. 130). Y la pregunta es una queja, no solo porque la tierra concedida de nada sirve, sino también porque no se entiende para qué se hizo la revolución. La perplejidad del narrador ante la actitud del gobierno que los trata como si fueran el enemigo, arrebatándoles los fusiles y los caballos, apunta a un desconcierto mayor, porque el fratricidio, que debía ser el origen de la nueva fraternidad, no dio lugar a una sociedad nueva y estable. Por el contrario, arrastró en una enloquecida vorágine revolucionaria tanto al origen como a los iniciadores. «La revolución —le decía Rulfo a Harss—- desató pasiones que con el tiempo se han vuelto hábitos en algunos de estos pueblos»5. «Por acá —dice el narrador— resulta peligroso andar armado. Lo matan a uno sin avisarle, viéndolo a toda hora con «la 30» amarrada a las correas» (p. 130). El presente, la revolución, ha abierto una brecha en el tiempo que impide conectar con el pasado y el futuro. De hecho, no hay pasado ni futuro, solo un presente eternizado. Por esta razón, el relato comienza igual que termina, con los campesinos caminado bajo un sol abrasador en un viaje interminable a la tierra que les han dado. «Nosotros seguimos adelante, más adentro del pueblo. La tierra que nos han dado está allá arriba» (p.133). El origen abortado impide cualquier integración temporal en una estructura. Y la trama se reduce a un tic cuyo tac nunca se alcanza. «En México —dice Rulfo— estamos en un punto muerto» (p. 312). Lo que resulta históricamente significativo en la obra de Rulfo es precisamente su desviación de la estructura subyacente, ese volver a poner en tela de juicio la autenticidad misma del romance regionalista. No es un capricho ni
Los cuentos de Juan Rulfo (1976), reproduce en las páginas 62 y 63 una interesante nota al respecto publicada en la prensa de la época. 4 Juan Rulfo (2002): «Nos han dado la tierra», El llano en llamas, en Pedro Páramo y El llano en llamas, Barcelona, Editorial Planeta (pp. 129-133) En adelante, los números entre paréntesis remiten a las páginas de esta edición. 5 Harss, 1977, p. 318.
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un afán de originalidad. Es más bien la conciencia histórica; quizá porque las ideas no dependen tanto de la psique individual como del grupo social. Es cierto que ya en Los de abajo, de Mariano Azuela, percibimos una similar desmitificación del proceso revolucionario; pero tal vez con esta novela suceda como con el caso de Caco, el ladrón de la mitología romana, que hacía entrar de espaldas en su cueva a los bueyes que robaba para que pareciese que estaban saliendo, en lugar de entrando. Lo que se quiere decir con este ejemplo de Caco y sus bueyes es que la ideología no falsifica los detalles sino que los tergiversa para invertir el sentido de lo que sucede. De hecho, la novela se tituló Los de abajo y no Los nuestros o Nosotros, por ejemplo. Porque se quiso responsabilizar a los que no sabían leer del fracaso de la revolución, por su bárbara ignorancia; mientras que en el texto de Rulfo los campesinos son, en buen medida, los peones manipulados y engañados por el gobierno revolucionario, víctimas a las que, además, se les cede la palabra para que expresen lo que pudo ser su queja. Dice Jameson que la condición última del romance «debe buscarse en un momento de transición en que dos modos distintos de producción o momentos de desarrollo coexisten. Su antagonismo no está articulado todavía en términos de lucha de clases sociales, de modo que su resolución puede proyectarse en la forma de una armonía nostálgica (o, más a menudo, utópica) (Jameson, p. 119). En el caso regionalista, ese momento transicional —ya lo he señalado— es el de la penetración e imposición del capitalismo en un universo agrario de carácter tradicional que, en buena medida, va subsistir durante mucho tiempo subordinándose al primero. En México, la revolución dio cuerpo histórico a este pasaje. Pero treinta y tantos años de existencia no daban para mantener la ilusión. La cuestión social, lo que podría llamarse de modo más apropiado la pobreza de los campesinos, lo impedía. Cuando Rulfo se apropia del género regionalista en un contexto cultural y político bastante diferente, el mensaje salvacional característico del romance permanece, pero coexistiendo como una enorme contradicción con el contenido. Esto explica el carácter alucinado del viaje, bajo un sol calcinante y a través de un páramo que parece no tener fin. Este paisaje rural vacío revela un mundo suspendido para siempre al borde de la significación. Este vacío es algo así como una palabra que tenemos en la punta de la lengua, como una adivinaza que no logramos resolver: hemos hecho la revolución y nos han dado la tierra, pero una tierra que no vale nada. Y ahora qué. Y es que, en contraste con el realismo, en el romance regionalista o en
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su vaciamiento, el paisaje, se trate de la aldea, d e la p a m p a o del llano, es algo m á s q u e u n habitat o u n a e t a p a del viaje. E s u n a expresión del m u n d o en su sentido f e n o m e n o l ó g i c o : u n m a r c o ú l t i m o , u n a categoría organizativa global. E s t a i m a g e n del p a r a í s o o del p á r a m o es u n f e n ó m e n o natural, pero es sobre t o d o u n f e n ó m e n o social e histórico concreto. Ello no p u e d e sorprender si se percibe que, en ú l t i m a instancia, la p r e g u n t a del r e g i o n a l i s m o es ¿a quién pertenece la tierra?, ¿quién tiene legítimo derecho a ella? L a s respuestas a veces son claras. E s el c a s o de Don Segundo d e Doña Bárbara
e incluso d e La vorágine.
Sombra y
E n otras ocasiones, las respuestas
son m e n o s directas, s e ñ a l a n d o quién no tiene derecho a ella, c o m o suele p a s a r c o n el i n d i g e n i s m o . Y hay textos en los q u e la respuesta es t a n elusiva q u e se diría q u e n a d i e h a f o r m u l a d o la p r e g u n t a . E s lo q u e sucede, p o r ejemplo, c o n los textos de la selva d e H o r a c i o Q u i r o g a . El c a s o se i l u m i n a u n p o c o c u a n d o se considera q u e el espacio narrativo está relacionado c o n u n a serie d e pres u p u e s t o s ideológicos, m á s o m e n o s ocultos, acerca d e la p r o p i e d a d y d e las tierras, extranjeras o nacionales, d e las relaciones entre razas h u m a n a s y clases sociales c o n d i c h a s tierras. U n posible origen de este f e n ó m e n o lo e n c o n t r a m o s en los Diarios de C o l ó n . S u obligación de i n f o r m a r a la C o r o n a t r a n s f o r m ó el territorio d e s c o n o c i d o en u n a representación textual; u n a simplificación q u e f a l s e a b a la realidad, u n a realidad d e f o r m a d a p o r u n a m i r a d a c o n d i c i o n a d a , entre otras cosas, p o r sus lecturas y sus deseos, sí; p e r o u n a representación q u e l o g r a b a q u e su objeto dejase de ser u n conjunto de signos impenetrables y se convirtiera en u n a colonia lista p a r a la d o m i n a c i ó n . S e p r o d u j o así lo q u e en u n libro excelente E d m u n d o O ' G o r m a n ha l l a m a d o «la invención d e A m é r i c a » . C o n su Robinson,
D a n i e l D e f o e siguió la estela de los cronistas y logró en el
á m b i t o d e la ficción lo q u e aquéllos habían a l c a n z a d o en el de la historia. E n su novela, la isla es descrita c o m o u n inventario de bienes, pero la representación del espacio está entretejida c o n el derecho ideológico sobre él: la industria, el e s f u e r z o y la m o r a l , v i r t u d e s q u e parecen faltar a los i n d í g e n a s , lo l e g i t i m a n c o m o propietario. L a c o n q u i s t a d e C r u s o e es el correlato de la e x p a n s i ó n colonial inglesa, c o m o la conquista del desierto — « n u e s t r o m á s p i n g ü e patrimonio», lo l l a m a E c h e v e r r í a — lo es del r o m a n t i c i s m o argentino. Para d o m i n a r algo q u e parece incontrolable es necesario verbalizar y h u m a nizar ese algo. E s lo q u e h a c e Q u i r o g a c o n la selva, representándola p a r a q u e p u e d a ser reconocible. Pero a principios del siglo x x la justificación ideológica d e la p r o p i e d a d n o p o d í a resultar tan explícitamente etnocéntrica c o m o en
H e m o s c a m i n a d o más de lo que llevamos a n d a n d o
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etapas anteriores. La lucha a brazo partido contra una naturaleza implacable, el trabajo hasta más allá de lo que un ser humano es capaz de soportar, parece justificar moralmente la posesión de la tierra arrebatada a la selva; pues solo los que tienen pasta de héroes, los mejores, pueden sobrevivir en ese medio. Aún así, las torpezas de los peones indígenas, como el que indirectamente provoca la muerte de Mr. Jones en «La insolación», su primer cuento de monte, sugieren posiciones no muy distantes a las que manejó Defoe. De otro lado, la actividad empresarial, no literaria, de Quiroga en Misiones parece corroborar esta interpretación. En Rulfo, sin embargo, casi no hay descripción. La descripción es sustituida por una «atmósfera» (Ortega Galindo, 1984, p. 21). Para humanizar el llano es preciso representarlo. Pero, justamente, lo que Rulfo pretende es denunciar la total imposibilidad de humanizar ese terreno, porque es el trabajo lo que humaniza a la naturaleza y «el llano —cito— no es cosa que sirva» (p. 130). La representación se erige sobre unos pocos trazos: el llano es «una llanura rajada de grietas» (p.129), «un blanco terregal endurecido» (p 132) y una enorme extensión, «tanta y tamaña tierra» (p.131). Pero son las carencias fundamentalmente las que definen al llano: «ni una sombra de árbol, ni una semilla de árbol, ni una raíz de nada» (p. 129), «No hay ni conejos ni pájaros. N o hay nada» (p. 130) y, sobre todo, lo que no hay es agua, «Ni siquiera para hacer un buche hay agua» (p. 131). El llano en «Nos han dado la tierra» es un inventario de carencias, algo que únicamente puede concebirse al contrastarlo con su opuesto, esas tierras fértiles, próximas al río, la tierra buena que querían los campesinos y que quedó para otros, posiblemente para algún latifundista. N o hay paisaje porque no hay verdadera propiedad 6 . El llano es algo parecido a lo que Marc Auge llama un «no lugar», algo así como una inmensa autopista, pero sin tránsito: «[...] este camino sin orillas [...]», dice el narrador. El procedimiento empleado por Rulfo para alcanzar esta impresión desrealizadora no es otro que el extrañamiento. El agotamiento y el efecto del calor justifican verosímilmente la visón del narrador, quien con un par de deslumbrantes intuiciones revela todo el absurdo del viaje: «Y a mí se me ocurre que hemos caminado más de lo que llevamos andando», dice y, más abajo, que
6 A propósito de esta cuestión, véase el interesante tercer capítulo, «Localizaciones desconocidas reconocibles-, la ideología del espacio físico» de Lennard J. Davis, Resistirse a la novela. Novelas para resistir (Lennard, 2002, pp. 73-134).
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por esa tierra «uno camina como reculando», lo que nos recuerda a los bueyes de Caco. Puede que el sol le haya calentado la cabeza al narrador, como él supone que le ha ocurrido a Melitón, un compañero de viaje, pero es indudable que la visión del llano, sin dejar de ser fiel a la geografía, está cubierta por el desencanto. Como sucede en el romance regionalista, también aquí la región es una metáfora, una sinécdoque de la nación que se define no por antagonismo con los países vecinos, sino mediante una relación que ordena jerárquicamente el país. La diferencia estriba en que en el relato de Rulfo son los de abajo los que tienen la ocasión de expresarse. Y para ellos, para los campesinos, porque el narrador, no se olvide, habla en plural, la reforma agraria es un sinsentido y el México revolucionario, un país entregado al desencanto por el fracaso de la utopía. Esta asunción de la voz es una diferencia importante porque en toda la narrativa de expansión territorial —desde las crónicas hasta el regionalismo— se hacía necesario considerar al indígena o al campesino como alguien esencialmente desprovisto de lenguaje. Siendo incapaz de describir su propio espacio no podía decirse de él que lo poseyera del mismo modo que el europeo o el poderoso. Y en este ámbito, la competencia lingüística tiene sus consecuencias legales, ya que las escrituras y las reclamaciones de tierras exigen un tipo de notación especializada; como les recuerda a los campesinos el delegado del Gobierno cuando se quejan del reparto: «Eso manifiéstenlo por escrito» (p. 132). Rulfo se está moviendo en otra tradición no menos longeva y que tiene en El libro áureo de Marco Aurelio, de fray Antonio de Guevara, un precedente decisivo. El texto publicado en Valladolid, en 1528, era la supuesta traducción expurgada de un original del emperador romano. El éxito editorial del libro fue grande y se tradujo a numerosos idiomas. Lo que nos interesa de él son los capítulos XXXI y XXXII, que antes de la impresión circularon por la corte de forma autónoma con el título de «El villano del Danubio». Se trata de la arenga que un campesino germano hace ante Marco Aurelio y los senadores denunciando el imperialismo romano. Para un lector del siglo xvi, como Vasco de Quiroga, el verdadero blanco del discurso era obvio: la conquista española. La queja del rústico Mileno es un sermón «ficcionalizado» del predicador de la corte, fray Antonio de Guevara, al emperador Carlos V. Este discurso del campesino, con apariencia animal —«[...] quando le vi entrar en el senado —dice Marco Aurelio— pensé que era algún animal en forma de hombre [...]» (p. 123). —es un discurso de la verdad, pues el relato es introducido a
Hemos caminado más de lo que llevamos andando
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propósito de la escasez en Roma «de hombres que ossen decir las verdades» (p. 123). El texto de Guevara, merced a su difusión, influyó decisivamente en el desarrollo del extrañamiento como técnica literaria. Desde entonces, el salvaje, el campesino o el animal, aisladamente o combinados entre sí, proporcionan un modo diferente de mirar la sociedad, un modo distinto de entender lo que se supone obvio o de no entenderlo, para desvelar las cosas como realmente son. Lejos de metafísicas lecturas existenciales, la oscuridad de ese viaje por el llano, su sinsentido, se transforma en una lúcida crítica social.
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C O L Ó N Y LA C O N Q U I S T A DE GAMALIEL C H U R A T A
Luis Veres Universidad CardenalHerrera-CEU,
Valencia, España
Uno de los escritores más significativos del indigenismo peruano fue Gamaliel Churata. Su novela El Pez de oro es, posiblemente, el libro más curioso y peculiar del indigenismo en el Perú. En el período que va de 1926 a 1930 se desarrolla gran parte de la carrera intelectual de Gamaliel Churata. En esos años se funda el grupo Orkopata, se publica el Boletín Titikaka y él consigue escribir en La Sierra II y en Amanta, revista de la cual era agente comercial en Puno1. El grueso de la obra de Gamaliel Churata supone un conjunto bastante heterogéneo, ya que, si bien encontramos evidentes manifestaciones mesiánicas, utópicas y milenaristas en obras como El gamonal, su libro más famoso, El pez de oro, entronca con la tradición andinista marcada por Uriel García y su libro El nuevo indio, aunque como veremos se observan algunas contradicciones. Como se sabe, Uriel García se inclinaba por una reivindicación de la cultura indígena a través de un sentimiento de exaltación del paisaje, la naturaleza y las costumbres indígenas, ideas que variaron a partir de 1931, cuando se afilió al Partido Comunista y rehizo algunos pasajes de su libro. Esa ambigüedad, presente en el libro de Uriel García, también se encuentra en muchos de los escritos de la revista que dirigió Churata, el Boletín Titikaka, y al mismo tiempo en El pez de oro, manifestando diversas singularidades. 1
Además Churata publicó un poema y un artículo en Amanta: «Elegía plebeya por la compañera que murió imilla», n°. 23, mayo de 1929, p. 21; «Elogio de José Carlos Mariátegui», n°. 32, 1929, pp. 64-69.
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Luis Veres
El pez de oro está salpicado de numerosas consideraciones en las que se postula el mestizaje como explicación de la realidad en el Perú teniendo como referente la Conquista y la figura de Colón, pero, al mismo tiempo, ese mestizaje se tiñe de muchos de los prejuicios que son frecuentes en los relatos indigenistas. Cuestiones como la repulsa de la Conquista, el odio al español, la parodia de Colón y de sus acompañantes se mezclan con esa idea de herederos de dos mundos que se fusionaron en ese repetido mestizaje racial y cultural reivindicado a veces como la única salida posible o como una realidad insoslayable que no se puede deslindar de la convivencia racial. Desde las primeras páginas, Churata apuesta por un mestizaje lingüístico que salpica de voces quechuas la lengua española que le es dada, sin poder negar que ésta forma parte de su cultura: El caso es que nos empeñamos en tenerla valiéndonos de una lengua no kuika: la hispana. Y en ella borroneamos como indios, aunque no en indio que es cosa distinta. Y aun así esto será posible sólo si resultamos capaces de hacer del español —solución provisional y aleatoria- lo que el español hizo de nosotros: mestizos —para España también aleatoria y provisional solución (Churata, 1987, p. 20).
Pero, frente a esta justificación del mestizaje lingüístico, se plantea en otros pasajes del libro un rechazo de la retórica española, porque, como señala Helena Usandizaga, no ha habido independencia: «De la España española sí. No de sus porquerizos» (Usandizaga, 2001, p. 128). Cualquier mestizaje es imposible, más hay alguno impasable: y uno-bien se lo ve en este libro- es el del hispanismo y las lenguas aborígenes de la América, si en lo que llevamos de cultura cristiana, y lo mismo es decir española, hemos originado hasta el deleitoso y pecador connubio de Juan de la Cruz y Verlaine; mas hay infarto estético en que podamos decir: he aquí el connubio indo-hispano (Churata, 1987, p. 320).
No obstante, bajo ese confuso mestizaje se sitúan prejuicios en torno a esa misma raza que el indigenismo aparentaba defender. Gamaliel Churata se incluye dentro de los «libertadores de América» (p. 23), pero habla del indio en tercera persona, con epítetos descalificadores, resaltando una distancia entre indigenistas e indios que no hacía otra cosa que señalar los prejuicios de clase que separaban a ambas entidades:
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El indio busca superar el mono antropoide en que acabó colándose a las heráldicas del mestizo. Es en cholo que cholifica el español, puesto que es cosa patente que el cholo es indio, posee sus ataxias, y habla si no con la pureza traslativa del indio, con un genio del injerto que hace del romance de las plebes coloniales obra maestra del ringorrango (Ibíd., p. 23).
El indio aparece como una realidad opuesta a la Conquista y a la Colonia: Y es que en América la génesis patricia —debe sabérselo— desde acá no puede venir de las patrias coloniales, a causa de otro imperativo. Y es el de que la colonia española constituye la negación de la patria americana; por más que tabardillos sostengan que no sólo nos han dado naturaleza con llamarnos indios, sino que España menos conquistó América cuanto que la ha inventado. ¡No la inventó; la ha borrado! Y el borrador somos nosotros, criollos y mestizos, en quienes ni España vale lo que un cuesco y el indio menos (p. 28).
Frente a esa repulsa de la Conquista, tal y como es frecuente en la narrativa indigenista, el incario aparece intensamente idealizado, pues, como señaló Alberto Flores Galindo, «los imperios han sido fenómenos recientes» (Flores Galindo, 2001, p. 16), de modo que poco de unión armoniosa había en un incanato marcado por la estratificación en castas y con los sacrificios humanos como principal acontecimiento social y religioso: «La idea de un hombre andino inalterable en el tiempo y con una totalidad armónica de rasgos comunes, expresa, entonces, la historia imaginada o deseada, pero no la realidad de un mundo demasiado fragmentado» (2001, p. 27). Siguiendo la estela de Mariátegui, cuya lectura marcó profundamente a Churata (Gonzáles Fernández, 1988), en dicha cultura se observa la presencia de un aparente comunismo arcaico que queda vinculado al frente único de intelectuales manuales e intelectuales pregonado por Haya de la Torre y el APRA: De la misma manera que en la Helade todo lo que no es inkaiko es considerado bárbaro, pues se reconocen — c o m o el sumerio— derecho de soberanía por el Sol, sobre los cuatro límites del mundo. Practican, y en reducida escala, el comercio de trueque, pues el abastecimiento está sistematizado y se regula en los tampus imperiales, esperdigados en el haz de la tierra americana. N o llegan a la dinámica nuclear del capitalismo, o la huyen; por tanto se desconoce el infierno social. Sitian al enemigo durante meses, y hasta el año, mas le sitian con presentes, embajadas,
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Luis Veres música, danzas, para inducirle a aceptar el sistema providente del Hijo del Sol. Y en esto hacen consistir la superioridad de su cultura; pues luego atienden a imponer sus coordenadas vitales: la tierra se reserva para quien puede ser marido de una mujer y padre de sus hijos; y por cada retoño debe acrecentarse el área de cultivo. Fuera de esto el incario constituye el primer Imperio Histórico de Trabajadores: lo son el inka, el funcionario, el intelectual, el sacerdote. Su destino político mira al hombre. He aquí el lean histórico (1987, p. 28). La C o n q u i s t a es vista c o m o u n proceso biológico s e g ú n la lógica positivista
d e la sociología del siglo x i x . C h u r a t a observa a la M e t r ó p o l i c o m o u n h o m bre q u e p e r d i ó la b r a v u r a en la empresa colonial al p e n e t r a r en la h e m b r a del incario, en la P a c h a - m a m a . C o n ello se seguía la lógica d e q u e las civilizaciones t e n í a n vida y m u e r t e , del m i s m o m o d o q u e cualquier o t r o ser. T o d o ello se a c o m p a ñ a de d u r a s críticas al c o n q u i s t a d o r : Descubrimiento y Conquista fueron desmasculinización de España, y, si, se permite, chorro seminal que absorbe la maternidad inkaika. He aquí el cosmos volívolo y el primer acto de las guerras arteriales de la humanidad... Sólo cuando se comprende que el genocidio aplicado al Tawantinsuyu (de diez millones de indios dejaron dos o tres) no importaba la cancelación de súbito del Imperio, sino la sembradura de genes indios en la naturaleza del dominador, se verá que la resistencia del Khawiti (activa aun hoy) se había trasladado para enloquecerlo o estrangularlo, al corazón del amo español. Y que éste, al penetrar en entraña india, estaba dando carnatura hispana al indomable orejón. Pero, así mismo, con morfologías de mollete, nacerá el caballero español, dando origen al pandemónium de las republiquetas y a la mazamorra mestiza. De tal manera que la destrucción del Tawantinsuyu hizo más que tornarse guerra de células genésicas; y es a esa guerra a donde debiera acudirse para estudiar la histología de la hispanidad americana (p. 41). D e este m o d o el c o n q u i s t a d o r se presenta c o m o u n ser q u e convierte a los indios en españoles para apoderarse de su oro al cual idolatra: «El acabó español t a m b i é n y espía t u oro. M i e n t r a s d a n z a s , él ora al oro.» (p. 63) E n clave jocosa el m i s m o C o l ó n n o pasa p o r descubridor, sino p o r descubierto. C o n d i c h a p a r a d o j a C h u r a t a destacaba la idea d e q u e el f e n ó m e n o del d e s c u b r i m i e n t o r e s p o n d í a siempre a u n a óptica E u r o p e a . C o l ó n llega a las I n d i a s Orientales, luego descubre u n c o n t i n e n t e q u e ya h a b í a n avistado otros navegantes y finalm e n t e le p o n e n o m b r e . C o m o h a señalado G i u s e p p e C o c c h i a r a antes d e ser descubierto el salvaje, t u v o q u e ser inventado» ( C o c c h i a r a , 1996, p .23).
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¿Y si de allí no Cristóforo: de dónde? Q u é genial el marino... Los Kanibas le habían dicho que vino del cielo, y era lo sensato, lo silogístico, y único admisible, ya que no podía del regüeldo de la ballena de Jonás a causa de que entonces era muerta; y para que de otra ballena fuera, fuera menester, milagro, milagro a quien se oponían las poco esclarecidas mancebías de que parecen resultado algunos de los eslabones de su cadena, y que no poco le abonaban famas de pudendo en el cielo, aunque en el otro, no en aquel al que los Kanibas habían hecho referencia, según cree que creen... Si las aguas de la mar océana están en la tierra, en la tierra habitan, y la tierra en el cielo, decirle que vino de éste, revela sólo que los antropófagos de kanidia eran cuando menos más reflexivos y observadores que el Almirante. ¡Y este sublime iluso nos descubrió! Aunque la traposa verdad esté de su parte, la realidad no está de parte de Colón, sí de los Kanidios; que de ese oscuro marino de la sangre de Jonás, usufructuario de las viejas cartas de marear de ciertos filibusteros fenicios, no menos que de las secretas señas en la lengua de Erin el rubicundo dejaran marinos wikingos, del más ilustre cainita, por venir de la estirpe de Can, hicieron genio de los siglos. Colón se salió de Palos de Moguer al encuentro del Gran Khan, y cayó en América, sosteniendo a causa de su caída que la había descubierto. N o puede nadie descubrir un mundo descubierto ya, conforme a esta profecía con dos mil años de vejez, si en otra mayor esa América fue cubierta por hombres rudos y sabios de cierto país perdido a media mar, y del cual quedaban, a uno y otro lado, tribus errantes o dispersas. Allí en las piedras néfitas, se dijo que un tal Cristóforo, o cosa así como SEJHESUA, en lengua hermética —sería descubierto al mundo a causa de tal prodigio; que no es poco que un mundo saliese por un hombre. Se ve que el descubierto no puede ser el descubridor (p. 117).
A u n q u e en un tono menor, la denuncia de las injusticias cometidas contra la raza están también presentes en El pez de oro. Gamaliel Churata había escrito ya en años anteriores textos de dura denuncia, c o m o la novela breve «El gamonal», publicado en A m a u t a por entregas en los números cinco y seis, en enero y febrero de 1927 2 . En «El gamonal» se contaba la historia de u n matrimonio de indios que trabajan en una hacienda andina. La historia de Encarnita y su esposo se puede resumir en los siguientes términos: Encarnita era el estereotipo de mujer india. Se casó joven, tuvo un hijo joven y, mientras su marido estaba dedicado a las tareas del campo, ella se veía obligada a conceder sus favores al mayordomo de la hacienda. El esposo un día los sorprende y mata al mayordomo. Este acontecimiento se convertirá en detonante para que
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Gamaliel Churata, 1927.
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toda la rabia acumulada por la raza durante siglos se dispare en contra de los hacendados. La historia finalizaba en una rebelión que tenía como resultado una cruel matanza en la región. La rebelión será apaciguada y todo volverá a su sitio. Después del encarcelamiento del esposo de Encarnita, que ha dirigido la rebelión, las aguas regresarán a su cauce, y el gamonal no sólo recuperará sus propiedades sino que las agrandará con la anexión de las tierras que cultivaban los rebeldes muertos. La propuesta narrativa de Churata era desde el punto de vista ideológico una de las más radicales que aparecieron en Amauta. Churata, al igual que Valcárcel, apuntaba a la solución armada como medio para deshacerse del yugo impuesto por el sistema de haciendas en los Andes y esa apuesta, como en la obra de Valcárcel, se convertía en una amenaza contra los dirigentes ante las injusticias que se cometían en el interior del país. En «El gamonal» se denunciaba el mal trato que recibían los indios, los abusos que sufrían sus esposas, la claudicación ante los gamonales, la desaparición del ayllu y el olvido y el atraso al que estaban condenadas las regiones frente al poderío de la Costa. N o era tan desacertada la propuesta puesto que lo que se pretendía era acercar la literatura a la vida y construir, de ese modo, una nueva percepción de la realidad. Así, en «El gamonal» se intentaba el acercamiento a lo que era la vida en las regiones, olvidadas social y económicamente 3 , y, a la vez, el narrador introducía un programa de denuncias que ponía de relieve estos puntos con la misma virulencia con que los vanguardistas abrían los manifiestos de sus revistas: Vamos a protestar de forma rotunda. El indio es la bestia del Ande. Y ha sido el constructor de una de las civilizaciones, o mejor, de una de las culturas, más humana y de más profunda proyección sicológica. Cayendo bajo la garra de España, el español le ha contagiado sus defectos sin dejarle sus virtudes. Le vilipendia hoy el mestizo, el blanco y el indio alzado en cacique. Esta extorsión no tiene ningún objeto progresivo (Churata, 1927, p. 19).
El mensaje, al igual que en los escritos de Mariátegui y de Valcárcel partían de una visión errónea de la historia. Se cometía el mismo exceso enaltecedor que los hispanistas de la generación de José de la Riva-Agüero habían cometido en la revisión de la tradición española, aunque esta vez en sentido contrario. La Conquista volvía a ser el origen de todos los males del indio 3
Véase Francisco José López Alfonso 2001.
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y se apuntaba a la necesidad de reincorporar al indio a la marcha del país. Pero, en esta incorporación existían dificultades que interponían los blancos como el carácter ocioso del indígena, sus delitos y la situación de atraso en que vivía, los mismos defectos que eran propios de otras razas y que López Albújar había destacado en su artículo «Sobre la psicología del indio» o en sus Cuentos andinos. C o m o Mariátegui, Churata exaltaba la antigua cultura incaica y criticaba la acción colonizadora de los españoles que no habían sabido proporcionar las bases económicas para el desarrollo de una economía moderna. Churata denunciaba el centralismo limeño y, a su vez, el desatendimiento de las regiones que otorgaba mayores poderes al gamonal. A todas luces la responsabilidad era del blanco y del mestizo en la corrupción del indio. El paralelismo con los Siete ensayos, al igual que con el pensamiento de Haya de la Torre, resultaba evidente y, de nuevo, se denunciaba a la colonización española de flagrantes carencias en la imposición de un sistema económico: A la América española no vinieron casi sino virreyes, cortesanos, aventureros y clérigos, doctores y soldados. No se formó, por esto, en el Perú una verdadera fuerza de colonización. La población de Lima estaba compuesta por una pequeña corte, una burocracia, algunos conventos, inquisidores, mercaderes, criados, esclavos. El pioneer español carecía, además de aptitud para crear núcleos de trabajo. En lugar de la utilización del indio, parecía perseguir su exterminio. Y los colonizadores no se bastaban a sí mismos para crear una economía sólida y orgánica (Maríategui,
1995, pp. 14-15). Churata recogía la misma idea en «El gamonal» y comparaba la idealizada plenitud de la antigüedad indígena con la decadencia que afectaba al indio en esos años, achacando la responsabilidad de esa decadencia a la colonización y asumiendo el mismo lirismo con que Valcárcel profetizaba la llegada de la tempestad: En la pampa inmensa y solemne se desperdigaban los ayllus y hoy, sólo queda la cabaña miserable sin una flauta ni un ahuaiño. La cabaña de la hacienda sustituyendo al ayllu es como la casa para el indómito kelluncho. El ayllu, reducido conglomerado de indios, era la paz y el amor abrazados en la rinconada. Al ayllu ha seguido la cabaña del colono, indio esclavo, obligado a vivir como bestia, con un miserable salario, sin fraternidad ni sociedad. En la cabaña se convierte al hombre en bruto y cuando como el kelluncho prefiere morirse de hambre, a soportar las
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rejas de la jaula, se le m a n d a a la C Á R C E L . Eso es la pampa. N i n g ú n hombre santo debe mirar esa extensión gris con necia indiferencia. La p a m p a es una llaga sangrante; por todas partes deben oírse los gemidos del indio 4 .
Churata insistía en dar constancia de esa realidad configurada por las injusticias cometidas contra el indígena, de modo que se distanciaba de la tradición narrativa indianista representada por Clorinda Matto de Turner y García Calderón, donde el indio no dejaba de ser un personaje exótico, aquejado de una continua tristeza, más cerca de la estética romántica que de la realidad. Por eso, lo narrado no era «literatura» y otorgaba a su texto un carácter de verdad que ponía en tela de juicio la literatura anterior del mismo modo que lo había hecho Mariátegui en «El proceso de la literatura». Por este camino, Gamaliel Churata entroncaba con la vanguardia: se sacaba al habitante americano del contexto romántico de antaño, se devolvía el arte a la vida, a la praxis vital, y se liberaba a la literatura del sagrario en que los modernistas la habían ubicado. Este indigenismo era un regionalismo, pero, a la vez, se apoderaba de la sensibilidad vanguardista, pues representaba una nueva percepción de la realidad circundante, ante ese indio que había sido mostrado anteriormente en los folletines decimonónicos como algo exótico que decoraba los relatos. Por ello no era casual que esa nueva sensibilidad se manifestara en «El gamonal» en aspectos formales como los juicios explícitos que fragmentaban el relato y las digresiones en las que el narrador enjuiciaba los acontecimientos y daba un veredicto. La cuestión que subyacía en el relato de Churata, al igual que en los escritos de Valcárcel, era introducir la modernidad en el mundo del indio y salvaguardar su identidad, sin que esa apuesta por el cambio significara desvincularse del pasado. Churata, no sólo denunciaba unos hechos, sino que también advertía de que, en caso de que la solución no llegase pronto, el levantamiento de los oprimidos sería inevitable, incluso esta aseveración servía de justificante a los últimos levantamientos indígenas y a las crueldades que del mismo modo realizaban los indios. La literatura era acción política, y de ese modo, vida y literatura quedaban indisolublemente unidas: Los poemas de hoy son la sangre de los miserables convertida en gritos o la inquietud o la quietud de los huesos por alcanzar la perfección teológica. En la p a m p a hay poco color. Violeta en los lindes del cielo, amarillo el pajonal indoma4
Amanta, n°. 5 (Churata, 1927, p. 31).
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ble, blanca la nube y rojo el corazón del colono. Ya vamos. ¡Donde se siembra la injusticia se cosecha el vengador! (1927, p. 31). Esa m i s m a a m e n a z a se m a n t e n d r á presente en El pez de oro. Las m u e s t r a s son frecuentes, a u n q u e la d e n u n c i a quizás se diluye tras el t o n o delirante y surrealista del c o n j u n t o de la narración: «El indio sabe tres cosas claras: cuando callar, cuando llorar y cuando matar... ¡Y no tiene imaginación!» (Churata, 1987, p. 25). «¡Pero ha llegado tu hora, Khori-Challwa!... Rompe ya tu trino y emboca la trompeta. Hay quienes en el mundo aguardan las tempestades de tu trino» (1987, p. 45). «No estoy solo; están conmigo el rayo y la tormenta: Están el Cherekhena y el suspiro. Gruñen dos Pumas en mi puerta. Flamea en kharkha la Wiphala. Y si phusiris y Pinkhollos aullan como el anu, yo con su rayo azoto al Chullpa-tullu, a la danza le obligo y a meter en la suya mi tormenta. N o soportó la imilla la Conquista; pero ahora soporta la fogata. Al alba, al mediodía, en la noche, una línea india se perfila bajo el cielo y sobre el agua. Y el ala vuela satisfecha y el viento arde en llamarada. ¡Ala, hala!» (p. 37). A todo esto ha llegado la hora de nuestra batalla. Y voy a dársela, no con bombas atómicas; batalla de flechas y de clavas, con una táctica descriptiva, y si alcanzo, estética que infiero se llamaron así desde Federico el Grande aquellas guerras, que si bien, como toda guerra, perseguían destruir al enemigo, no se proponían destruir la vida; por lo que sería más propio llamarlas estrategias del Inka, que él empleó con un sentimiento humano de la guerra que no tiene paralelo. Y es que eso de sitiar al enemigo con la persuasión, sin hacer persuasión de las armas, es cosa que no han entendido ni Hitler ni Tamerlán, ni entendería el hombre hasta entender al Inka (p. 85). Esas i n t e n t o n a s d e rebelión, esas a m e n a z a s d e revuelta t a m b i é n f u e r o n u n a f o r m a de salvaguardar la i d e n t i d a d y, c o m o h a señalado T a m a y o H e r r e r a ( T a m a y o , 1982, pp. 214-215), m u c h a s veces pasaron a la m e m o r i a colectiva c o m o consecuencia d e u n a invención f r a g u a d a p o r terratenientes y g a m o n a l e s c o n la finalidad de a r r u i n a r tierras q u e luego p a s a b a n a sus m a n o s . D e la m a n o d e Valcárcel y su Tempestad en los Andes p a s a r o n a g r a n p a r t e de los relatos indigenistas q u e a c t u a r o n c o m o u n i n t e n t o d e d a r respuesta a la situación en q u e vivían los indígenas. Pero dicha respuesta sirvió de poco. C o m o h a señalado Carlos F r a n c o (Franco, 1984), el i n d i g e n i s m o m o s t r ó p o c a u t i l i d a d m á s allá
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de una sensible concienciación y sirvió quizás más a indigenistas que a indios 5 . Y todo ello no dejaba de crear mala conciencia en el propio grupúsculo del indigenismo. Dicha mala conciencia se mantendrá en esos hombres a mitad camino entre indios y los hijos de los antiguos colonizadores. Por ello Churata escribirá: «Eres tan indio como eres español» (p. 53) o «Serás indio, si bien se quiere; pero en ti están los caballeros que aventuraron todo por tu gleba americana» (p. 141); «Ya en la borra de su alma fugaban enjambres indios con estridores de waka-tokoris, sinta-khana, iru-iutus, hañachu-dansiris, llameritos-cutun-cuyun, chunchuchunchus, chukchuchukchus, y otras khaswas de borrascosa alegría. Entonces fue que saboreó el que le cocinan en la sangre; saboreó al Diablo conventual, aquel que le codifica y gramaticaliza; conoció al alcahuete español, que es el tirso de Tirsos, Zorrillas, Tassis de Peraltas y de toda la carnada de Tenorios sin arrepentimiento que se aferran a las telarañas de sus ojos» (p. 141). Y consecuencia de sea conciencia es la esperanza contradictoria en un futuro mejor, la esperanza en el resurgir de la raza, en el renacimiento de una raza cósmica, de ese sedimento que ha pervivido falseado durante siglos y que se configura como un pez de oro que debe resurgir de las profundidades del lago sagrado: el Titikaka. ¡Levántese del chullpar EL PEZ DE O R O ! Mientras dormía me clavaron su cruz. En la cruz de sus ojos ya florece mi lágrima. Se alzarán los chullpares el día de mi lágrima. Su verbo ya sazona y se bruñe en mi lágrima Cenizas de su madre palpitan en mi lágrima. Danza, alegre, y le bendice mi lágrima. Q u e ascienda el Pez a la cruz de mi lágrima. N o tema que el barbudo legruña tras mi lágrima. Sea entero no se fraccione en mi lágrima. Peñasco tierno de su cuerpo es mi lágrima. Lupi-tata le incendiará en mi lágrima. -tata, le hará carámbano en mi lágrima. ¡Ya del Khori-Puma le bautizaron lágrimas! [...] (pp. 148- 149).
5 Véanse mis trabajos La narrativa del indio en la revista Amauta (2001) y Periodismo y literatura de vanguardia en América Latina: el caso peruano (Veres, 2003).
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E N T R E LA UTOPÍA Y LA DISTOPÍA. L A IMAGEN DEL «SUR» EN LOS RELATOS DE J . L . BORGES
Marcin Kazmierczak
Universität Autònoma de Barcelona, España
UTOPÍA IDEALISTA
En el mundo literario de Borges casi todo es utopía. Es así porque el escritor argentino construye sus relatos filosóficos, y también una buena parte de su poesía, basándose en los parámetros ontológicos de una serie de filosofías idealistas, para las cuales uno de los principios fundamentales es el rechazo de la realidad material y el postulado de una realidad basada en las (bien sean las ideas platónicas, la visión emanantista de Plotino, la voluntad schopenhaueriana, el pleroma de los gnósticos o bien el mundo sefirótico de los cabalistas). En este sentido sería plenamente aplicable a su mundo literario, y en especial a los relatos fantásticos como «El jardín de senderos que se bifurcan», «El Aleph», «La casa de Asterión», etc., el significado griego de la palabra utopía, el lugar que no existe que, en cualquier caso, no existe en el sentido material (sabemos que en la visión platónica y en la mayoría de las corrientes idealistas las ideas son más reales que la materia, que no es sino un nimio reflejo de aquellas). Sin realmente creer en estas ideas —según asegura el mismo Borges, que se declara un agnóstico y escéptico empedernido—, juega con ellas estéticamente y las dramatiza hasta convertirlas en relatos fantásticos.
N O S T A L G I A POR LA VIOLENCIA
N o obstante, al mismo tiempo, está presente en un gran número de sus relatos y poemas cierta añoranza por algo muy concreto y real; tan real como
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pueden serlo el cuchillo de un gaucho que pelea en la Pampa, el puño de un compadrito en los arrabales de Buenos Aires o la espada del coronel que luchó en la guerra del desierto. En definitiva, se trata de una fascinación y una nostalgia —sorprendente en un erudito adicto a la literatura occidental y a la filosofía— por la violencia atávica y ancestral, por el mundo de la acción sangrienta, por el cada vez más lejano paradigma de la barbarie, que, desde la perspectiva sarmientina, correspondía más bien al concepto de la distopía que de la utopía. Evidentemente tratamos aquí estos dos conceptos de una manera aproximada, no meramente como unas doctrinas optimistas e irrealizables en el momento de formularlas, sino como unas proyecciones idealizadas (utopía) o deformadas (distopía) a las realidades existentes y contemporáneas, pero concebidas desde el prisma de una actitud marcada por la subjetividad afectiva y perceptiva del sujeto. La «barbarie» en la poesía gauchesca, en tanto que símbolo de la barbarie, representaría el espacio distópico. Sin embargo, este esquema funciona también al revés, puesto que Borges irónicamente (¿nostálgicamente?) cambia la perspectiva poniendo la utopía y la distopía frente a un espejo invertido. En su poesía gauchesca son frecuentes los ejemplos que demuestran su exaltación por el Sur, por la Pampa, por el ciego coraje de los gauchos frente a la lucha, el dolor y la muerte. Así, en el poema «El gaucho» escribe: Dios le quedaba lejos. Profesaban La antigua ley de hierro y del coraje, Que no consiente súplicas ni gaje. Por esa fe murieron y mataron (Borges, 1983, p. 105).
He aquí fervorosamente expresada su fascinación por la lucha y hasta por la violencia, la nostalgia del irrecuperable pasado heroico del Sur, cuyo reflejo en menor escala ha encontrado el escritor en los arrabales de su ciudad (exclama en «El Tango»: «¿Dónde estará el malevaje [...] / la secta del cuchillo y del coraje? [...] Una mitología de puñales [...] una canción de gesta [...] los soberbios cuchilleros) (Ibíd., p. 62). Al mismo tiempo, los que parecen ser dos ámbitos de intereses opuestos y excluyentes -—el folklore gauchesco y la filosofía occidental— tal vez tengan unos sorprendentes puntos de conexión en la aproximación de Borges. No parece imposible que el erudito argentino, hijo de un profesor de filosofía y verdadero nihilista, haya encontrado la afirmación de esta fascinación en la
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Nueva moral de Nietzsche; el paradigma del antiguo conflicto entre la civilización y la barbarie, del que están llenas las páginas de la literatura argentina, en el concepto nietzscheano de la lucha del elemento dionisíaco con el apolíneo; que haya hallado en el coraje de aquel despiadado gaucho genérico o del cuchillero de los suburbios de Buenos Aires la «virtud sin escrúpulos» de la cual habla Nietzsche en el Anticristo, y —finalmente— que perciba esa explosión de libertad y de dura lucha que ofrecía la vida en la Pampa, como la exaltación por la Vida, vista por el prisma de la interpretación biologista y fisiologista propuesta por Nietzsche en Zaratustra y otros escritos. En el poema «Milonga de dos hermanos» vemos que la leyenda argentina de los hermanos Iberra (expresada además de una manera muy argentina, es decir, en forma de milonga) puede servir para recuperar uno de los más antiguos mitos bíblicos, el de Caín y Abel, que representa a su vez la eterna lucha del mal contra el bien. Según relata el sujeto lírico de este poema, «Vienen del sur los recuerdos [...] / de los hermanos Iberra / hombres de amor y de guerra / y en el peligro primeros/ la flor de los cuchilleros / y ahora los tapa la tierra» (pp. 84-85). En las estrofas que siguen se nos cuenta que el mayor de los hermanos se pone celoso porque el menor «lo aventajaba» pues «debía más muertes a la justicia». Como Abel «aventajaba» a Caín en el sacrificio a Dios, así, paralelamente, el menor de los Iberra superaba al mayor en la virtud sin escrúpulos. Sin demora y sin apuro lo fue tendiendo en la vía para que el tren lo pisara El tren lo dejó sin cara, que es lo que el mayor quería (pp. 84-85).
De este modo se nos describe la actualización gauchesca del crimen arquetípico, para luego concluir en los siguientes términos: Así de manera fiel conté la historia hasta el fin; es la historia de Caín que sigue matando a Abel (pp. 84-85).
Basándonos en esta conclusión, vemos que la recuperación de una leyenda argentina va más allá de una simple asociación con un antiguo mito bíblico
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porque, además, contiene la sugerencia de uno de los elementos más importantes de la construcción del mundo literario de Borges, uno de los principios de su visión teórica de la literatura y una de sus referencias filosóficas y religiosas fundamentales: la visión circular del tiempo. Al mismo tiempo la analogía entre la virtud de servir a Dios representada por Abel y la virtud del coraje, malevaje y violencia encarnada por el menor de los hermanos Iberra están también en una relación de «espejo invertido».
LA CIVILIZACIÓN Y LA BARBARIE EN EL RELATO «EL SUR»
De todas formas, entre los poemas y entre los cuentos ninguno demuestra este apasionante fenómeno de la tensión entre la pertenencia a los dos linajes y la fascinación ambivalente por las dos utopías de una manera más clara que el relato «El sur», en el que la dialéctica de las identidades culturales toma la forma de un conflicto de destinos. La encarnación viva y personalizada del conflicto es el protagonista del relato, Juan Dahlmann, «secretario de una biblioteca municipal [...]. Su abuelo materno había sido aquel Francisco Flores, del 2 de infantería de línea, que murió en la frontera de Buenos Aires, lanceado por los indios de Catriel» (Borges, 1999, p. 524), datos que no dejan de indicar el carácter autobiográfico, a la vez que irónico, del relato. Merece la pena mencionar que esa «discordia de sus dos linajes» está sugerentemente expresada mediante la estructura del relato, que reposa en una serie de pares de ideas contradictorias. La primera es la de los linajes alemán y argentino del protagonista; luego, la del Norte y el Sur, que coincide con la de Buenos Aires y la Pampa, que al mismo tiempo se comparan con el presente y el pasado1 y que, al final, se resuelven en el emblemático conflicto sarmientino entre la civilización y la barbarie. La yuxtaposición del sur y del norte (junto con las demás emanaciones de este dualismo o, en otras palabras, con los demás conflictos que esta división representa) denuncia el contraste presente no sólo en la topografía del país, sino también en el fondo del alma argentina y, por consiguiente, en el alma del mismo Borges, por un lado gran conocedor y lector entusiasmado de la literatura y la filosofía europeas y, por otro, fascinado por el primitivo folklore de los gauchos, el olor fresco y salvaje de la Pampa y el ruido estrepitoso de las batallas en que sangraron gloriosamente sus antepasados.
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«[...] viajaba al pasado y no sólo al sur» (pp. 526-527).
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De este modo, un alma argentina se nos presenta como una miniatura de este incesante campo de batalla entre la civilización y la barbarie. Jaime Alazraki en su ensayo «Discurso del método: "El Sur"» (Alazraki, 1977, pp. 27-45), expone la interesante idea sugerida por Borges2 de que existen dos posibles lecturas del relato. La primera es la «lectura lineal» y la otra es «la lectura que propone la estructura del relato». La primera de ellas contiene una condena de Borges respecto a la pelea «como un acto de vanidad —vanidad en la provocación del compadrito, vanidad en la aceptación de Dahlmann, vanidad en un acto ciego que suscribe y celebra la barbarie». En este nivel de lectura, la muerte de Dahlmann no es resultado de su propia elección, sino una derrota involuntaria frente a la «ley del cuchillo». Más adelante, J. Alazraki pone énfasis en la otra lectura, partiendo de la estructura del relato, con las siguientes palabras: «la pelea se reorganiza como un sueño. Antes de morir en su lecho de enfermo, Dahlmann sueña una muerte en consonancia con su antepasado de muerte romántica. Este sueño es un reencuentro con el otro, con la sangre de su abuelo [...]. El sueño de Dahlmann es también un reencuentro con su pasado, es un último viaje a esa historia que se agota en 'un pobre duelo a cuchillo', un último esfuerzo por ingresar en ese 'sueño de uno que es parte de la memoria de todos' —la pelea descrita en el Martín Fierro» (1977, pp. 39-40). Por consiguiente, esta doble solución es a la vez un logro de la técnica literaria de Borges y una expresión de «la dualidad de sentidos que, como un arma de doble filo, propone el viaje al Sur», (pp. 39-40). Además, la idea de la doble lectura del relato propuesta por J. Alazraki tiene su extensión en el postulado de otro posible dualismo existente en la obra: el de la «conciencia individual» de Borges —según la cual rechaza y condena el coraje y la violencia, visión que coincide con la lectura lineal del relato— contrapuesta a un «inconsciente colectivo» que hace del coraje un objeto de culto. De este modo, Borges como individuo rechaza rotundamente la violencia representada por el mito del coraje como emblema de la barbarie. No obstante, «como descendiente de héroes que tejieron un buen tramo de la historia de su país, el coraje es para Borges una nostalgia, una íntima necesi2 «Ma nouvelle est donc ambiguë. On peut la lire au premier degré. Mais aussi considérer qu'il s'agit d'un rêve, celui d'un homme qui meurt à l'hôpital et aurait préféré mourir sur le pavé, l'arme à la main. O u celui de Borges qui préférerait mourir comme son grand-père le général, à cheval plutôt que dans son lit -ou encore que l'homme est tué par son rêve, cette idée du Sud, de la Pampa, qui l'avait conduit là» (Alazraki, 1977, p. 27).
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dad épica, un deseo de muerte romántica [...] que se expresa en un sueño que todos los argentinos hemos soñado desde el Martín Fierro o desde la letra de alguna milonga» (p. 45).
RELATIVIZACIÓN DE LA UTOPÍA Y LA DISTOPÍA EN UN JUEGO DE ESPEJOS
Si suponemos que en la visión sarmientina la utopía paradigmática es la civilización y la distopía, la barbarie, el relato Historia del guerrero y de la cautiva se nos presenta como el ejemplo más claro de la solución borgesiana de este conflicto, que consiste en una relativización irónica de los conceptos de utopía y distopía. Este conocidísimo relato tiene una estructura que podríamos considerar oximorónica, puesto que está compuesto por dos relatos aparentemente independientes el uno del otro, cuya trama, no obstante, gira en torno al mismo eje: el descubrimiento por parte del protagonista de su utopía personal en el ámbito opuesto, al que él consideraba hasta entonces plenamente distópico. El oxímoron estructural consiste en el hecho de que el descubrimiento y el cambio de identidad se desarrollan en el sentido opuesto en cada uno de los relatos. Así, Droctulft, el protagonista de la primera de las historias incluidas en el relato, es un guerrero lombardo provisto de todos los atributos que le convierten en un modélico representante de la barbarie. Sin embargo, durante el asedio de Ravena, al entrar en contacto con la civilización sufre una extraña iluminación: Bruscamente lo ciega y lo renueva esa revelación, la C i u d a d . Sabe que en ella será un perro, o un niño, y que no empezará siquiera a entenderla, pero sabe también que ella vale m á s que sus dioses y que la fe jurada y que todas las ciénagas de A l e m a n i a . D r o c t u l f t a b a n d o n a a los suyos y pelea por Ravena (Borges, 1999, p. 558).
Así pues, el distópico bárbaro descubre su destino, el sentido de su existencia y su muerte gloriosa en el seno de la civilización. Exactamente lo contrario sucede con la protagonista de la segunda historia, la enigmática inglesa encontrada por la abuela de Borges en la Pampa. Ella rechaza la civilización en favor de la barbarie:
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una vida feral: los toldos de cuero de caballo, las hogueras de estiércol, los festines de carne chamuscada o de visceras crudas, las sigilosas marchas del alba; el asalto de los corrales, el alarido y el saqueo, la guerra, el caudaloso arreo de las haciendas por jinetes desnudos, la poligamia, la hediondez y la magia. A esa barbarie se había rebajado una inglesa (1999, p. 558). El mismo Borges expresa explícitamente en el último párrafo de «Historia del guerrero y de la cautiva» su idea de la relativización del elemento valorativo de lo que podríamos llamar utópico y lo distópico en el conflicto paradigmático entre civilización y barbarie —tema presente en varios relatos más, como «Biografía de Tadeo Isidoro Cruz» o «El informe de Brodie»—. A la luz de esta afirmación podemos ver cómo su aproximación a esta cuestión no es sino otra de las múltiples variantes de su lúcido e irónico juego de espejos invertidos: La figura del bárbaro que abraza la causa de Ravena, la figura de la mujer europea que opta por el desierto, pueden parecer antagónicas. Sin embargo, a los dos los arrebató un ímpetu secreto, un ímpetu más hondo que la razón, y los dos acataron ese ímpetu que no hubieran sabido justificar. Acaso las historias que he referido son una sola historia (p. 558).
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LAS FUGAS DE VIOLETTA M a r t a Plaza Velasco
Universität de Valencia, España
Ave María Purísima: me acuso de ser yo por todas partes. O sea de querer siempre ser otra. Y hasta peor: conseguirlo, ¿ajá? Me acuso de bitchear, witchear y rascuachear, de ser barata como vino en tetra-pak, y al mismo tiempo cara, como cualquier coatlicue traicionera. Me acuso de haber robado, no una y dos veces sino a toda hora y en todo lugar, como chingado pac-man cocainómano. Me acuso de acusar al confesor por mis pecados, y de haberlo nombrado Demonio de Mi Guarda sin siquiera explicarse la clase de alimaña que estaba contrayendo. Porque a mujeres como yo no las conoces; las contraes. Como los matrimonios y las enfermedades y las deudas. Ay, mi Diablo Guardián: Dios te lo pague. Velasco, 2003, pp. 11-12 Éstas son algunas de las primeras palabras de la novela de Xavier Velasco, Diablo Guardián. En ella encontramos la confesión que Violetta —Rosalba— Rosa del Alba hace ante su Diablo de la Guarda junto a una narración en tercera persona que nos relata los hechos desde el punto de vista del Diablo Guardián. De tal modo que la confesión en primera persona de Violetta ocupa los capítulos pares, mientras que en los impares encontramos la narración de la vida de Pig,
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Diablo Guardián y biógrafo de Violetta. Como podemos intuir, la confesión de Violetta ante Pig no es una confesión convencional. Violetta, a la que, según nos dice, se le ha agotado su reserva de patrañas, se decide a contar la verdad por primera vez en su vida, y no para lograr alcanzar una absolución. En realidad, la confesión de Violetta va a convertirse en el relato de sus viajes, de sus fugas, de sus escapes —«puede que sí sea yo una escapista natural» (Velasco, 2003, p. 472), le dice a su confesor en un momento del texto. Agazapada en el baño de un hotel en el que lleva más de tres meses encerrada, Violetta graba su confesión en unas cintas destinadas a Pig para que éste comprenda las razones de su fuga y para pedirle que, en calidad de Diablo de la Guarda, le ayude a llevar a cabo la fuga definitiva. En este trabajo me propongo abordar el análisis de esta novela desde esta idea, es decir, a partir del tema del viaje, el viaje entendido como fuga. Para ello, resultará útil acudir a Deleuze, a sus herramientas de análisis y a su idea del viaje como línea de fuga. Siendo consciente en todo momento de que la teoría de Deleuze se produjo en un tiempo muy distinto al tiempo en el cual Velasco escribió la novela y de que, por tanto, sería necesario someter a una cierta revisión los planteamientos de Deleuze, tarea que excede los límites de este breve trabajo y de la que, por tanto, no voy a ocuparme en este momento, siendo consciente de todo esto, voy a abordar el análisis de la novela a partir de algunos planteamientos deleuzianos porque me parecen realmente útiles e interesantes para reflexionar acerca de la idea del viaje entendido como fuga. «Individuos o grupos estamos hechos de líneas, de líneas de muy diversa naturaleza» (Deleuze, 1980, p. 141), nos dice Deleuze en uno de los textos de los Diálogos escritos junto a Claire Parnet, «llamamos «esquizo-análisis» a este análisis de las líneas, de los espacios, de los devenires» (Deleuze, 1995, p. 56). Pues bien, este va a ser nuestro punto de partida: estudiar las líneas que componen a Violetta, o las líneas que ella compone, las que toma prestadas o las que crea. Y, puesto que el esquizo-análisis no consiste nunca en interpretar sino únicamente en preguntar, debemos comenzar preguntándonos: ¿cuáles son las líneas de Violetta y qué riesgos conlleva cada una? Para intentar dar una respuesta es necesario que partamos de la distinción que establece Deleuze entre los diferentes tipos de líneas. Deleuze nos habla de tres líneas: la línea de fuga y de ruptura, la línea molecular y la línea molar. Comencemos cartografiando estas últimas, es decir, los segmentos duros de Violetta, sus máquinas binarias y de sobrecodificación. Los segmentos duros, las líneas molares de segmentariedad dura son líneas como la fami-
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lia-la profesión, el trabajo-las vacaciones, la familia-la escuela-el ejército-la fábrica-el retiro, es decir, son los segmentos de todo tipo, bien determinados en todas direcciones, que nos cortan en todos los sentidos. N o es extraño, por tanto, que Violetta comience su confesión hablándonos de su familia y, en concreto, de lo primero que ellos le han dado: un nombre propio, Rosa del Alba. Violetta nos dibuja a su familia como una familia de la mediocre clase media a la que le gusta mucho el dinero. Una familia egoísta vanidosa, trendy, una familia cheesy, plasticosa, baratona, rascuache, prófuga del pinche Woolworth. Una familia mexicana que habla en inglés y se tinta el pelo de rubio para parecer gringa. Aquí encontramos, por lo tanto, la primera línea de segmentariedad dura que corta a Violetta. Una línea contra la que pronto Violetta se va a rebelar: Desde que yo me acuerdo todo era idéntico. Ibamos a la iglesia, salíamos de visita, nos llevaban al parque. Y yo no me enteraba más que de lo básico. Sípapi, no papi, de chocolate, con queso, sin chile, con permiso, me da igual. Todo me daba igual porque era como si todo lo que pasaba alrededor de mí fuera parte de un tiempo no sé, ajeno. Luego empezaban a tomarse fotos, sobre todo cuando mi hermano más chico ya era rubio, y entonces yo sentía que todo eso pasaba a espaldas de no sé, mis pensamientos. O de lo que yo era, pues (Velasco, 2003, pp. 44-45). «Mi mamá dice que no les heredé nada», nos dice Violetta, «yo digo que nomás los puros defectos» (Ibíd., p. 20), y por eso mismo se da asco a sí misma. De este modo, a través de una serie de actos que podríamos considerar simbólicos, Violetta se empieza a rebelar contra esta herencia familiar. Deleuze nos dice que junto a las líneas de segmentariedad dura hay otro tipo de líneas que trazan pequeñas modificaciones, se desvían, esbozan caídas o impulsos, que incluso llegan a producir procesos irreversibles. Son las líneas de segmentariedad flexible, las líneas moleculares segmentarias. Son líneas, devenires, micro-devenires a través de los cuales se franquea un umbral. Debemos, por tanto, cartografiar junto a las anteriores las líneas flexibles de Violetta, sus flujos y sus umbrales. La primera rebelión de Violetta consiste en cambiarse el nombre. Frente a Rosa del Alba, nombre con el que sus padres le han bautizado porque, según su abuelo, Violetta era nombre de piruja, Violetta decide llamarse Violetta: Las Violettas jamás se van al cielo. [...] Era mi papá el que decía eso de las Violettas. Y como yo en el fondo no quería irme al Cielo, decidí hacerle caso a mi
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Marta Plaza Velasco mamá y llamarme como ella me había querido bautizar. Pero siempre en secreto, porque mi papá me ponía morada a cinturonazos si llegaba a enterarse de que yo me presentaba como Violetta (p. 20). La segunda rebelión de Violetta consiste en el deseo de ser puta: Eso de que era la hija de una santa me daba como náusea, tú me entiendes. Yo creo que también eso influyó en que a los quince años todavía siguiera deseando ser putita. Quería estar del otro lado de las santas, ¿sí? Las tías que te conté pedían siempre que les dijeran señorita. [...] Pero ni modo de pedir: Dios mío, hazme puta. [...] Yo quería ser lo peor, pero por gusto. Eso de hacerme puta por necesidad me parecía no sé, inaceptable (p. 77). «Ser p u t a es c o m o bailar: cuestión de agarrar el ritmo» (p. 77), y así lo hace
Violetta desde p e q u e ñ a c u a n d o oye a sus tíos hablar de las putas c o m o las tramposas y por hacer trampas se considera u n a de ellas. Las pequeñas trampas de Violetta irán creciendo, c o m e n z a r á a robar y pronto acabará «encuerada» delante del hijo del jardinero por u n simbólico precio (que poco a poco, ya veremos, irá a u m e n t a n d o ) . Y en poco t i e m p o comenzará a aparecer la idea del escape, lo que nos llevará al tercer de tipo de línea: «¿Ya te conté que entre ellos hablan en inglés? Sólo que luego ya n o quise hablar inglés para ser igual que ellos. M á s bien quería hablar inglés p a r a escaparme de ellos. H a b l a r inglés, tener el pelo negro, n o vivir en m i casa» (p. 43). Esta idea del escape nos lleva, c o m o hemos dicho, al tercer tipo de línea: las líneas de gravedad o celeridad, las líneas de f u g a o de mayor pendiente. Es «como si algo nos arrastrara a través de nuestros segmentos, pero t a m b i é n a través de nuestros umbrales, hacia u n destino desconocido, imprevisible, n o preexistente» (Deleuze, 1980, p. 142), nos dice Deleuze. Pero todavía n o d e b e m o s adelantarnos. Y es que n o debemos olvidar que t a n t o las líneas moleculares segmentarias c o m o las líneas de fuga se encuentran segmentarizadas, organizadas, sobrecodificadas por las líneas molares de segmentariedad dura. N o podemos, por tanto, subestimar el p o d e r de las líneas de segmentariedad d u r a puesto que en ellas se e n c u e n t r a n nuestras relaciones con el Estado, los dispositivos de poder que trabajan nuestros cuerpos, todas las m á q u i n a s binarias que nos cortan, todas las m á q u i n a s abstractas que nos sobrecodifican y los regímenes de signos que m a r c a n nuestra m a n e r a de percibir, de actuar y de sentir. Por eso, no debemos olvidarnos de su poder, de su capacidad p a r a interceptar las líneas moleculares
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y las líneas de fuga. Es por eso que debemos tener en cuenta los peligros que corre Violetta haciendo saltar demasiado rápido sus segmentos duros. Y es que, ante el desvío de Violetta, la máquina abstracta comienza a funcionar, trabajando para bloquear los movimientos, fijar los afectos, organizar las formas y los sujetos. Es decir, vienen los castigos. La primera medida será sacarla de la escuela de monjas para meterla a la secundaria con secretariado y hacerle pagar la colegiatura a servientazo limpio, es decir, haciendo en casa de criada. Cuando la cosa se complique y aparezcan los primeros intentos de fuga las medidas serán más drásticas: O sea que mis papas no sabían del robo, ni de los shows con el jardinerito, ni de nada. Lo único que sabían era que reprobaba y no quería ser rubia. Con eso les bastó para diagnosticar que estaba loca. Nunca me lo dijeron de ese modo. [...] Pero luego en su cuarto soltaban en secreto las verdades. Todas las noches discutían de lo mismo, era obvio que me iban a encerrar (p. 80).
Es decir, las opciones serán el manicomio o la fuga. Y lo que hace finalmente Violetta es escaparse, viajar a New York. Y de nuevo es el momento de cartografiar, esta vez las líneas de fuga de Violetta, para intentar responder a una pregunta: ¿Supone el viaje de Violetta una línea de fuga? Merece la pena que nos detengamos un poco aquí para reflexionar acerca del concepto de línea de fuga y la idea del viaje como tal. Frente a las líneas molares, las líneas de fuga no están compuestas por segmentos, sino que proceden por umbrales, constituyen devenires, bloques de devenir, marcan continuos de intensidad, conjugaciones de flujos y se caracterizan, en primer lugar, porque las máquinas binarias ya no tienen sobre ellas ningún poder, en segundo lugar, porque las máquinas abstractas ya no son las mismas, son mutantes y no sobrecodificantes y, en tercer lugar, porque el plano ya no es el mismo, no es un plano de organización, sino un plano de inmanencia que arranca partículas a las formas, y a los sujetos, afectos. Estas líneas de fuga, como hemos dicho, se encuentran segmentarizadas, organizadas, sobrecodificadas por las líneas molares de segmentariedad dura, pero al mismo tiempo las minan, puesto que cada una actúa sobre la otra en el seno del agenciamiento. Así pues, nos encontramos ante una multiplicidad de dimensiones, de líneas, de direcciones. De este modo, podemos definir los tipos de líneas, pero no podemos concluir, a partir de eso, que tal línea sea buena y que tal otra mala. «No podemos decir que las líneas de fuga sean necesaria-
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mente creadoras, o que los espacio lisos sean mejores que los segmentados o los estriados» (Deleuze, 1995, p. 56). Sin embargo, debemos tener en cuenta que «siempre hay una frontera, una línea de fuga o de fluencia, aunque no se vea, aunque no sea, como es, lo menos perceptible. Ello no obstante, las cosas pasan siempre en esa línea de fuga, en ella tienen lugar los devenires y se planean las revoluciones. [...] Sabemos cuando menos que es ahí donde ocurren las cosas (Ibíd., pp. 73-74). Pero, demos ahora un paso más para acercarnos a esa idea del viaje como línea de fuga. Y es que Deleuze, en momento de su texto, relaciona las grandes aventuras geográficas de la historia con las líneas de fuga. Las largas marchas históricas a pie, en caballo o en barco son líneas de fuga. Acerca del viaje, nos dice Deleuze: «Quizá toda reflexión acerca del viaje comporte cuatro notas, la primera de las cuales procede de Fitzgerald, la segunda de Toynbee, la tercera de Beckett y la cuarta de Proust. La primera es la constatación de que el viaje, incluso a las Islas o a los espacios inmensos, no acarrea una auténtica ruptura si uno se lleva consigo su Biblia, sus recuerdos infantiles y su discurso ordinario. La segunda es que el viaje persigue un ideal nómada, pero a modo de un deseo ridículo, ya que el nómada es, bien al contrario, el que no se mueve, el que no quiere irse y se aferra a su tierra desheredada o región central ([...] ir hacia el sur implica necesariamente cruzarse con aquellos que quieren quedarse donde están). Y es que, según la tercera nota, la más profunda, la de Beckett, «no viajamos, que yo sepa, por el mero placer de viajar: somos mentecatos pero no hasta ese punto»... ¿Por qué razón, entonces, si no es para verificar algo, algo inexpresable que procede del alma, de un sueño o de una pesadilla, aunque no sea más que el deseo de saber si los chinos son tan amarillos como dicen o si existe realmente al sur ese improbable color, ese destello verdoso, esa atmósfera azulada y purpúrea? El verdadero soñador, decía Proust, es el que va a verificar algo» (p. 128). Debemos, pues, volver al texto para intentar averiguar si Violetta se ha llevado consigo su Biblia, sus recuerdos infantiles y su discurso ordinario a su viaje, para intentar averiguar qué ideal nómada persigue, para qué viaja, qué es lo que quiere verificar. En definitiva, intentar saber si el viaje de Violetta ha supuesto realmente una línea de fuga, si en él ella ha alcanzado el umbral absoluto, si se ha vuelto imperceptible, clandestina. En su confesión Violetta va explicando a su Diablo de la Guarda cómo poco a poco, con la ayuda del jardinero, va robando dinero a sus padres. Cómo se escapa con esos cien mil dólares que sus padres habían robado a la Cruz
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Roja. Cómo cruza la frontera ayudada por un viejo taxista al que previamente había pagado. Cómo conoce a Eric, su Superman, que le ayudará a llegar y a establecerse en New York, donde comenzarán a gastar su dinero. Hasta aquí todo parece indicar que la fuga sí se está llevando a cabo, que Violetta sí está logrando escapar de sus padres y vivir en libertad con su dinero. Sin embargo, debemos tener en cuenta que las líneas de fuga, al igual que las líneas molares, también acarrean sus peligros. En ellas encontramos diseminados los mismos peligros que en una línea dura y el peligro inherente de caer en un «agujero negro». Pero las líneas de fuga no sólo corren el riesgo de ser interceptadas, segmentarizadas, precipitadas en los agujeros negros, sino que «además tienen un riesgo particular: convertirse en líneas de abolición, de destrucción, de los demás y de sí mismo» (Deleuze, 1980, p. 158). Y es que las líneas de fuga se cortocircuitan a sí mismas como consecuencia de un peligro que ellas mismas segregan. El peligro de la muerte les es inherente. Es necesario, por lo tanto, que nos planteemos si las líneas de fuga de Violetta están ya atrapadas en una máquina de destrucción y de autodestrucción. No tardaremos mucho en darnos cuenta de que sí. Una vez que Eric la abandona, Violetta se queda sola en New York: New York es como yo: tiene prisa por ser. ¿Ser qué? Lo que tú quieras. O lo que tú no quieras, pero no va a haber términos medios. Puedes vivir alejada de la calle y no enterarte y ser todo lo desgraciada que decidas, pero sal y verás: New York te
jala. Ven para acáputita. Y tú dices: Yo no, te estás equivocando,
cómo puedes
creer.
Pero New York siempre te llega al precio. [...] ¿Qué veneno buscabas? New York te lo regala. En New York puedes ser la porquería que tú gustes. En New York comes mierda a la carta. Y si te duele el alma todavía mejor, porque a New York le encantan las ratas vulnerables. [...] No creo que nadie olvide su noche de bodas con New York (Velasco, 2003, p. 181-182).
Sola, por tanto, en esa ciudad en la que nadie es rico. Esa ciudad que te tiene, te atrapa entre sus garras y no te suelta. Esa ciudad en la que ni tu dinero es tuyo, porque es de la ciudad; que te compra y te tira, que no te adopta, te soborna. Esa ciudad que te envicia. En efecto, New York envicia totalmente a Violetta. Y en ella empieza a gastar su dinero de manera desenfrenada y a necesitar más y más: Tengo una relación muy rara con el cash. Lo amo y lo desprecio. Puedo atreverme a cualquier cosa por tenerlo, puedo pasarme noches enteras contándolo, y
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Marta Plaza Velasco a la primera oportunidad acabo con él. Finalmente, si no se va a quedar conmigo, no voy a darle el gusto de que sea él quien me abandone. El dinero sólo abandona a los jodidos. Y eso sí no lo aguanto (Ibíd., p. 140).
Así pues, cuando el «lunes cuatro de junio del noventa, nearly five, pm» (Velasco, 2003: 217), se le acaba el dinero comienza a conseguir más buscando mariditos en los lobbies de los hoteles, trabajo para el que ha estado entrenando durante meses. Todo se complicará con su pequeño viaje a las Vegas, donde prueba la coca, que se convertirá en su amiga de toda la vida, de modo que a los dos días de volver a New York, se encuentra persiguiendo vendedores de coke-and-smoke. «Violetta abaratándose a velocidades supersónicas, lista para volver al robadera para poder pagarse sus polvitos mágicos. C o m o decía un maridito madrileño: Un polvo paga otro polvo» (p. 265). Y así continúa hasta conocer a Nefastófeles, uno de sus mariditos que acaba por colarse en su casa y, a base de palizas y chantajes, comienza a explotarla, hasta llegar a anunciarla en la sección clasificada de las putas de N e w York en el Screw. El resultado de su viaje es obvio: Yo no era una newyorka. No tenía ni un amigo, ni una casa, ni un pariente en New York, ni siquiera recuerdos que valieran la pena. Yo era lo que se dice población flotante. Una puta libélula menesterosa que va de lobby en lobby, y cuando le va bien de tienda en tienda. O de dealer en dealer, pero nunca en conciertos, ni en el teatro, ni en nada. Siempre hasta arriba de cois, con una hueva inmensa de salir a la calle. Con los ojos cerrados y las piernas abiertas (p. 323). La línea de fuga, como vemos, ha sido interceptada, segmentarizada, precipitada en un agujero negro. La desterritorialización de Violetta ha sido sólo relativa, puesto que ha sido compensada por una re-territorialización. D e la explotación por parte de sus padres ha pasado a una explotación por parte de Nefastófeles. Y de este modo, además, la línea de fuga se ha convertido en línea de abolición, de destrucción, de autodestrucción: «Siempre digo que me escapé de mi casa buscando la libertad, pero no es cierto. Casi nada de lo que digo es cierto. Me escapé de la casa para criar mis propias esclavitudes. Más perfectas, más sólidas. Esclavitudes diseñadas a la medida de ambiciones u n poquitito menos estúpidas» (p. 323). Surge entonces la idea de irse a México: «Ya no era u n viaje, ni u n regreso, era otra vez una maldita fuga desquiciada» (Velasco, 2003, p. 326). Pero su viaje a México, tampoco supondrá una línea de fuga. Violetta, a pesar de su
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proposición de no ser ratera, de borrar el pizarrón, estrenar un cuaderno y cambiarse de escuelita, acabará convertida en «La Chica del Pastel» y seguirá haciendo trampas hasta verse implicada en un asesinato por su adicción al cois. Entonces volverá a aparecer Nefastófeles, convertido en Ferreiro, y volverá a aparecer su familia. Sus viajes habrán sido un fracaso: ¿Sabes lo que estábamos celebrando? El fracaso total de mi estrategia. Me había liberado de mi familia para ir a esclavizarme con Ferreiro, y después me había liberado de Ferreiro para acabar esclavizada por Ferreiro y mi familia juntos. Por favor, un aplauso para la pendeja. [...] Nunca había estado en la cárcel, pero así me sentía. [...] Cuando estás en la cárcel sabes que sólo tienes que saltarte los muros para escaparte, pero yo no tenía para dónde saltar. La cárcel era el mundo, ¿ajá? (2003, pp. 447-448).
Pero aquí debemos tener en cuenta una advertencia de Deleuze. Los grandes segmentos, cambios o viajes, las mutaciones más secretas, los umbrales móviles y fluidos no crean necesariamente una línea de fuga. Se necesita algo más. En una línea de fuga uno ha alcanzado el umbral absoluto, ya no hay secreto, «uno se ha vuelto como todo el mundo, pero precisamente a hecho de ese todo-el-mundo un devenir». Uno se ha vuelto imperceptible, clandestino. Uno ha hecho un curioso viaje inmóvil (Deleuze, 1980, p. 144). Y es que hay viajes inmóviles que sólo pueden ser medidos con las emociones y sólo pueden ser expresados de la manera más oblicua y desviada. Debemos plantear, por tanto, una pregunta: ¿cómo realiza Violetta ese viaje inmóvil que le permitirá la fuga definitiva? Cuando Nefastófales encuentra a Violetta, le obliga a volver con sus padres y la acomoda en su empresa de publicidad en un puesto oficialmente ejecutivo donde al final acaba haciendo lo mismo de siempre, hacerse «novia» de los clientes, sólo que ahora con el apoyo de la empresa y la cooperación de los clientes. Y de esta manera Violetta se va a ir subiendo al carro de la rutina. Pero, viviendo dividida todo el día, siendo Rosalba en la oficina, Rosa del Alba en la casa y Violetta ante el espejo, dejándose conducir por un piloto automático, Violetta no para de preguntarse por dentro cuándo carajo va a cambiar su vida, cómo puede ingeniárselas para abrir «grietas, huecos, wathever» (Velasco, 2003, p. 464). Y, como siempre, esta presente la idea del escape, de la fuga definitiva: Si yo dejaba que la rutina terminara de emputecerme, no iba a dejar de ser jamás la chalana del Nefas, ni la miau de mi casa, ni el colchón de los clientes. [...]
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Marta Plaza Velasco Era cosa de timing, nada más. Una se sienta encima de la rutina como si fuera la banqueta de una avenida. De pronto ve camiones, taxis, pipas, motos, bicicletas, trolebuses y dice: No, ahí no quiero irme. Luego pasa un Jaguar, un Ferrari, un Porsche, y una vuelve a decir: No. Digo, mal no está, pero eso no es exactamente lo que quiero. ¿Sabes por qué me quedo en la banqueta? [...] Porque estoy esperando un Corvette amarillo. Convertible, con vestiduras negras, hocicón. [...] Según Violetta, eso tenía que ser el amor. [...] No sé si tiene caso que te explique. Mi Corvette amarillo es un coche, pero no sólo un coche. Es mucho más. Mi Corvette amarillo es todo lo que pasa dentro o fuera de él. Una fiesta, una orgía, una revolución, unas olimpiadas. Aunque eso sí: hay un par de límites. El de la velocidad y el de los pasajeros: dos (pp. 4 6 6 - 4 7 0 ) .
Y es justamente en la empresa de publicidad donde conoce a Pig. Personaje tan tramposo como ella, pronto comenzarán una extraña relación, la más cercana al amor que vive Violetta, que acabará nombrándolo Diablo de su Guarda: «Sólo hay un tipo de persona a la que puedo estar muriéndome por darle un beso y recibirla con un botellazo: el chofer de mi Corvette amarillo. Atención, escapistas: Ofrezco mis servicios profesionales como conductor de Corvettes amarillos. Eso fue lo que yo leí en tu solicitud de empleo» (p. 472). Así, después de robarle a la empresa de Ferreiro-Nefastófales dos millones de dólares, Violetta desaparece y se esconde en un hotel. Allí permanecerá tres meses hasta comenzar a grabar su confesión en las cintas que mandará a Pig, su Diablo Guardián, pidiéndole que le ayude a escapar, que le ayude a fingir su muerte. Pig asistirá al entierro de Violetta escondido en un mausoleo que ha profanado. Al salir del cementerio, ya en su coche, mientras va pensando amargamente en la necesidad de hacer justamente lo que hizo [«matarla, desaparecerla, moverla de la escena, condenarla al olvido de los vivos» (p. 500).], en su retrovisor, se encienden y se apagan sin cesar los fanales de un Corvette amarillo. Pero este no es la única fuga que encontramos en la novela de Velasco, puesto que en ella se produce también una fuga en el lenguaje, un viaje fuera del lenguaje. Y es que en la escritura de Velasco encontramos formas de expresión que arrastran el lenguaje fuera de sus límites. Aparece, así, la cuestión de la escritura como viaje. Sería necesario, por tanto, hacer referencia a ese otro viaje que es el viaje de la palabra que se produce en Diablo Guardian. Sin embargo, no podemos desarrollar esta cuestión ahora. Es necesario, no obstante, apuntarla y dejarla abierta. Su importancia e interés se hacen explí-
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citos si tenemos en cuenta el origen de un término como metáfora, que en griego significaba 'carro', es decir, algo que sirve para desplazarse, para viajar. Es el momento de ir concluyendo y debemos volver al viaje de Violetta. Hemos visto cómo se fuga Violetta, llevando a cabo una experimentación activa con las líneas que la componen, y es sólo esta experimentación la que le llevará a la línea de fuga definitiva. Y, para Deleuze, esto es precisamente un acto político. Puesto que nadie puede saber de antemano lo que va a pasar con una línea, la política se define como una experimentación activa. Pero debemos tener también en cuenta que: «No se trata de que cada uno escape «personalmente», sino de provocar una fuga, como cuando se revienta una cañería o se abre un absceso. Dejar que pasen los fluidos por debajo de los códigos sociales que pretenden canalizar o cortarles el paso. Toda posición de deseo contra la opresión, por muy local y minúscula que sea, terminará por cuestionar el conjunto del sistema capitalista, y contribuye a abrir en él una fuga» (Deleuze, 1995, p. 34). Así, debemos leer las fugas de Violetta, no como un simple escape «personal», sino como una posición de deseo contra la opresión, local y minúscula, que se constituye como un acto político, cuestionando y contribuyendo a abrir fugas en el sistema capitalista. Debemos terminar, por tanto, dando un salto a la generalidad y preguntándonos acerca de la productividad política del viaje en la actualidad; acerca de la productividad de nuestros actuales viajes en coche, en tren, en avión o en patera como actos políticos que contribuyen a abrir fugas en el sistema; acerca de la posibilidad de llevar a cabo en nuestros días ese tipo especial de viajes que son los viajes inmóviles.
BIBLIOGRAFÍA DELEUZE, Gilíes (1995): Conversaciones. Valencia: Pre-Textos. DELEUZE, GÍIICS/PARNET, Claire (1980): Diálogos. Valencia: Pre-Textos. NAVARRO CASABONA, Alberto (2001): Introducción al pensamiento estético de Gilíes Deleuze. Valencia: Tirant lo Blanch. VELASCO, Xavier (2003): Diablo Guardián. Madrid: Alfaguara.
VIAJES EN EL SILLÓN: JULIO CORTÁZAR Y OCTAVIO PAZ
Universidad
Matías Barchino de Castilla-La Mancha,
España
Este título Viajes en el sillón recuerda algo a la irónica novela de Xavier de Maistre, Viaje alrededor de mi cuarto (1795), escrito durante el confinamiento obligatorio del aristócrata francés a consecuencia de un duelo, que tuvo su continuación en la Expedición nocturna alrededor de mi cuarto-., también evoca en el título la novela de Paul Auster, Viajes en el Scriptorium; también puede recordar Los cuadernos de navegación en un sillón Voltaire, de Alfredo Bryce Echenique, y aquí tengo que hacer obligatoriamente un recuerdo emocionado de José Luis de la Fuente, el hombre que sin duda más sabía de Bryce y de su sillón Voltaire. A poco que indaguemos, se multiplicarán las imágenes en que vemos que la escritura y la literatura es una forma de viajar sin moverse del sillón. Viajar en el sillón es un paradigma de la propia literatura, el viaje es una metáfora de la vida y también funciona como metáfora de la lectura, que es una simulación de la vida. Cuando leemos o escribimos en nuestro sillón o en nuestro escritorio iniciamos un viaje, una aventura en la que el tiempo y los acontecimientos transcurren de una forma muy similar al viaje, de ahí la facilidad con la que se funden ambos términos, escritura y viaje. Seguramente la palabra más repetida en los últimos tiempos es la palabra blog, referida a esos diarios que últimamente abundan en Internet en los que puedes leer de todo. Se ha traducido por cuaderno de bitácora o simplemente por bitácora, es decir, como diario de navegación. Si hablo de blogs es porque también simulan
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un viaje hecho desde el sillón o la silla ante la pantalla del ordenador. La idea es llevar un diario de a bordo de la vida y, aunque casi ninguno de esos blogs refleja realmente un viaje, sí simulan la vida como un periplo, como un desplazamiento en el tiempo y en el espacio. Después del presumible retroceso que la práctica del diario íntimo ha podido tener en los últimos tiempos, resulta que ahora este tipo de diario en la red es el género literario, si le podemos llamar así, ya que tiene sus propias reglas y su retórica, más practicado en todo el mundo, ya que cada día se crean y se escriben miles de páginas de blogs1. Por cierto, quiero recordar, ya que este año conmemoramos a Cristóbal Colón, que la primera obra de la tradición literaria hispanoamericana es obligatoriamente un cuaderno de bitácora, sus cartas de navegación, bastante parecido formalmente a los contemporáneos blogs. Nuestra literatura comienza por un diario de viajes. Entrando en materia, me propongo hablar de dos libros bien conocidos que se plantean ambos, aunque de manera distinta, la escritura como un viaje. Se trata de La vuelta al día en ochenta mundos de Julio Cortázar y de El mono gramático de Octavio Paz. Libros de apariencia muy diferente pero que fueron escritos en un tiempo muy cercano —en 1967 y 1970, respectivamente— por dos escritores hispanoamericanos pertenecientes a la misma generación (ambos nacieron en 1914) y que, pese a su diferente temperamento, compartieron aficiones y preocupaciones, y se admiraron mutuamente, como dan cuenta las anotaciones y dedicatorias de los libros de Paz que se encuentran en la biblioteca del argentino. Coincidieron en la India en los años sesenta cuando Octavio Paz era embajador de México y Cortázar visitó el país; ambos fueron deslumhrados por la India y Japón y se acercaron a la cultura y el pensamiento oriental, como muchos de sus contemporáneos, y ambos lo reflejaron en sus obras. Aunque sus preocupaciones literarias difieran en algunos aspectos, Cortázar y Paz se profesaron admiración y amistad mutua, incluso fundieron sus obras. Recuerdo que mi primera lectura de Octavio Paz fue aquel capítulo 199 de Rayuela que se limita a reproducir un enigmático poema: «Mis pasos en esta calle / resuena en otra calle / donde oigo mis pasos / pasar en esta calle / donde sólo es real la niebla» o el poema «Jardín para Octavio Paz», publicado en Ultimo round.
1
Véase el creciente interés crítico sobre los diarios en Manuel Alberca, La escritura invisible. Testimonios sobre el diario íntimo (Alberca, 2000); ver también Alan Pauls Cómo se escribe un diario íntimo (Pauls, 1996).
Viajes en el sillón: Julio Cortázar y Octavio Paz
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Ambos escritores, como muchos de sus contemporáneos europeos y americanos en los años sesenta, compartieron una búsqueda de lo trascendente que se tradujo en su interés por la filosofía, la religión y las creencias orientales, por un lado, y también por el interés por los movimientos de vanguardia, especialmente por el surrealismo y por el movimiento Dadá y la figura de Marcel Duchamp. Ambos se debatieron por buscar y trazar los caminos que unen a la vida con la creación literaria. En este sentido muchos de sus libros son búsquedas, rastreos por las posibilidades y los límites de la escritura. Los dos libros citados lo son. Aunque se disfracen de libros de viajes más o menos inventados, son en realidad exploraciones sobre la literatura y sus límites. Su escritura responde al intento personal de profundizar en las posibilidades de la literatura, por eso no responden a ningún género concreto y funden con libertad distintas formas de escritura, dando lugar a mestizajes genéricos difíciles de definir. Esto explica la abundancia de elementos de metaliteratura en ambos escritos que intentan con dificultad marcar una senda en el camino comenzado por la propia escritura, desvelando las dudas y los problemas del autor ante su obra. También exterioriza el carácter experimental y anómalo de dos libros que se plantearon como libros de viaje, aunque sus destinos sean diferentes. Julio Cortázar, tras la publicación y el éxito de Rayuela decide dar otra vuelta de tuerca a la escritura mediante la realización de un libro indefinible a priori que se despreocuparía en absoluto por su género o su consideración literaria. Cuando se sienta a reunirlo, ya que es fundamentalmente una colección de textos y material gráfico, se lo plantea como un viaje y también como un juego. El juego de palabras que da título al libro, La vuelta al día en ochenta mundos, proviene directamente de Julio Verne y remite a sus libros de aventuras y viajes, aunque aquí la aventura va a ser más bien de tipo intelectual y el viaje se va a realizar sin levantarse del sillón. Es importante el punto de partida que se expresa en el primer fragmento, titulado «Así se empieza», donde se menciona ya a Julio Verne, también presente en las ilustraciones del propio Verne y de sus personajes de La vuelta al mundo en ochenta días, Phileas Fogg y el mayordomo Passepartout. Además, el libro procede sorpresivamente de Lester Young, el gran saxofonista de jazz: «A mi tocayo le debo el título de este libro y a Lester Young la libertad de alterarlo sin ofender la saga planetaria de Phileas Fogg, Esq.» (Cortázar, 1967: 7). Escuchar a Young trasporta al autor a un laberinto de imágenes que surgen por analogía: «en algún momento me trajeron inexplicablemente el recuerdo
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de mi tocayo y de golpe fueron Passepartout y la bella Aouda, fue la vuelta al día en ochenta mundos porque a mi me funciona la analogía como a Lester el esquema melódico (Cortázar, 1967, p. 7). El jazz, la forma de componer e interpretar esta música a la que era tan aficionado Cortázar (e intérprete también al parecer), será esencial en la escritura de este libro, que en muchos fragmentos se abandonará a una escritura semiautomática o no planeada previamente, que convertirá en un discurso digresivo y anticanónico. La escritura no pasa por la lógica, aparece intuitivamente de una forma vital y directa. Cortázar trata de explicarlo: «Aludo a un sentimiento de sustancialidad, a ese estar vivo que falta en tantos libros nuestros, a que escribir y respirar (en el sentido indio de la respiración como flujo y reflujo del ser universal) no sean dos ritmos diferentes» (Ibíd., p. 7). Se refiere aquí a su intento más importante en este libro y de otros de parecido carácter que más tarde escribiría, la asociación de la escritura y de la vida, y también alude significativamente a un elemento fundamental en la práctica de la meditación y de la concepción hinduista de la vida como es la respiración. Para Julio Cortázar en este libro, el viaje de la escritura parte de un lugar muy concreto, localizable en el mapa, su casa veraniega de Saignon, en la Alta Provenza, desde donde ve el pueblo de Cazeneuve, situación que da lugar a la primera anotación del libro. Unos tras otros se van sucediendo los comentarios sobre temas variados que incluyen también una especie de escritura del yo, más concretamente, la posibilidad de escribir unas memorias personales. Un comentario casual de su mujer que le ve escribir, da lugar a una reflexión sobre el género en la literatura hispanoamericana, que pronto olvida y niega para inmediatamente acudir a sus recuerdos infantiles y juveniles, en textos como «Del sentimiento de no estar del todo», para explicar algunos de los aspectos básicos de su escritura: el extrañamiento de la realidad, el juego, el humor, la excentricidad. Julio Cortázar utiliza este libro para explicarse a sí mimo y para explicar su literatura, sus cuentos y novelas, y también para plantear asuntos que van saliendo al paso sin aparente orden como la falta de humor y de naturalidad en al expresión literaria latinoamericana, su sentimiento de lo fantástico y sus lecturas y músicas favoritas, junto a fragmentos de tema variado, colecciones de anécdotas diversas, casi siempre marcadas por el humor y el comentario irónico. La falta de orden es sólo aparente porque la sucesión de discursos tiene un sentido, unos dependen de otros, hay una serie de enlaces y de repeticiones que dan al libro una suerte de coherencia. Los pasajes metaliterarios se acompañan de ejemplificaciones de los mismos,
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cuando habla del humor en la literatura inmediatamente incluye una anécdota humorística o jocosa. Hay un hilo conductor que es el viaje propuesto por su autor, aunque aquí la bitácora es el mismo viaje, no hay referencias externas o son mínimas. Un par de veces alude directamente a desplazamientos reales, a viajes efectivamente realizados, como el titulado «A cerca de la manera de viajar de Atenas al cabo Sunion», donde intenta explicarse los extraños juegos de la memoria. El viaje a Cabo Sunion desde Atenas le fue narrado por un amigo a Cortázar, quien lo pudo realizar fechas más tarde: Me lo explicó junto con otros itinerarios griegos, cediendo al placer de todo viajero que al narrar su periplo lo rehace (por eso Penélope esperará eternamente) y al mismo tiempo saborea un viaje vicario, el que hará ese amigo al que ahora le está explicando cómo se va desde Atenas a Cabo Sunion. Tres viajes en uno, el real pero ya transcurrido, el imaginario pero presente en la palabra, y el que otro hará en el futuro siguiendo las huellas del pasado y a base de los consejos del presente, es decir que el autocar salía de una plaza ateniense hacia las diez de la mañana y convenía llegar con tiempo porque se llenaba de pasajeros locales y de turistas (p. 89).
Finalmente, el autor fue incapaz a su vuelta de contar su propio viaje a Sunion, porque las imágenes de la narración del amigo se superponían a las de la experiencia propia hasta anularlas. Julio Cortázar hace en este fragmento una reflexión sobre el funcionamiento autónomo de la memoria y de la narración, y la peculiar preponderancia del relato de los hechos sobre la experiencia real de los mismos. De alguna manera, el viaje real es de inferior calidad al que se tiene en la memoria, aunque esté lleno de falsedades, adaptaciones y olvidos: «Y además está el viaje de Atenas a Cabo Sunion, y sigue siendo la plaza de Carlos y el autocar de Carlos, inventados una noche en París mientras él me aconsejaba llegar con tiempo para encontrar asiento; son su plaza y su autocar, y los que busqué y conocí en Atenas no existen para mí, desalojados, desmentidos por esos fantasmas más fuertes que el mundo, inventándolo por adelantado para destruirlo mejor en su último reducto, la falsa ciudadela de recuerdo» (p. 92). Otro de los viajes reales que evoca Cortázar en La vuelta al día... es un delirante viaje a Cuba en el fragmento «Viaje a un país de cronopios», narrado como una de las Historias de cronopios y defamas. Se limita al viaje propiamente dicho, con tránsito en Praga, aunque el cronopio protagonista promete escribir
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a la vuelta las memorias del viaje: «Desde luego, el cronopio viajero visitará el país y un día, cuando regrese al suyo, escribirá las memorias de su viaje en papelitos de diferentes colores y las distribuirá en la esquina de su casa para que todos puedan leerlas.» (p. 315). Es una de las muestras de su fascinación por la joven revolución cubana. N o obstante, no es el viaje real, sino el metafórico de la escritura el que interesa a Cortázar en este libro, en el que apuesta por la literatura a través del humor. Igual que la idea de viaje está presente también en otros de los libros de Cortázar como Ultimo Round, un libro en cierto modo continuación de este La vuelta al día... que en algunas de sus partes se refiere a viajes, como la titulada irónicamente «Turismo aconsejable», dedicada justamente a la India y a su pobreza. También lo está en el título de uno de sus ensayos en el que trata sobre su compromiso político Viaje alrededor de una mesa que sin embargo es una ponencia presentada en la mesa redonda «El intelectual y la política», celebrada en París en abril de 1970). Y por supuesto el viaje está presente en Los autonautas de la cosmopista o Un viaje atemporal París-Marsella, el único que se puede calificar directamente de libro de viajes y de cuaderno de bitácora de u n viaje hecho junto a Carol Dunlop, quien también firma el libro postumamente. N o deja de sorprender que éste viaje tan común por una autopista francesa sea en realidad su verdadero libro de viajes de Julio Cortázar, en el que se inspiran nada menos que en los viajes de Marco Polo. Sin agotar lo referente al viaje en Cortázar, nos referiremos ahora a El mono gramático de Octavio Paz. Es una experiencia básicamente literaria, aunque parte de una ruta real, que no se puede llamar estrictamente viaje, a los templos de Gaita, cerca de Jaipur en la India. Sin embargo, el libro responde a una intención inicial de escribir sobre la creación por la palabra: Al comenzar estas páginas decidí seguir literalmente la metáfora del título de la colección a que están destinadas, Los Caminos de la Creación, y escribir, trazar un texto que fuese efectivamente un camino y que pudiese ser leído, recorrido como tal». El recuerdo de la peregrinación a Gaita, la imagen de sus templos y los peregrinos, aparece como referente de algunas partes del texto y lo alimenta a través de los recuerdos que van surgiendo en la mente del poeta, abandonado en ocasiones a una escritura semiautomàtica en prosa, que se van alternando sin orden aparente con visiones de la realidad circundante, centrada en el lugar desde donde escribe, un tiempo después de la estancia en la India, en la residencia de un college de Cambridge. Desde allí puede ver por la ventana una arboleda y parte del jardín de un vecino, que también serán tema de la reflexión sobre la escritura;
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otras imágenes que surgen en el libro son las escenas mitológicas que puede ver en los murales o en libros sobre la India, pasajes del Mahavarata,
escenas de sexo,
descripciones de obras de arte, entre otras.
Con todo ello Octavio Paz no quiere elaborar un auténtico libro de viajes sino también una exploración de la propia literatura, como hemos dicho, y para ello toma la decisión de servirse de ese camino real que le servirá de referencia intermitente en la redacción, como da a entender al comienzo del libro: L o mejor es escoger el c a m i n o de Gaita, recorrerlo de nuevo (inventarlo a medida que lo recorro) y sin darme cuenta, casi insensiblemente, ir hasta el fin — s i n preocuparme por saber qué quiere decir «ir hasta el fin» ni qué es lo que yo he querido decir al escribir esta frase (Paz, 2 0 0 4 , p. 539).
Desde luego, en la obra se encuentra la fascinación del viajero ante la novedad de las imágenes que llegan a su vista, pero todo tiene una función vicaria respecto a su función más importante: la exploración de las posibilidades del lenguaje y de la poesía para relacionarse con la realidad. El mono gramático del título hace referencia directa a la leyenda de Hanumán, el dios mono adorado en la India y en otras partes de Asia, que aparece en el Mahabharata y en el Ramayana. La circunstancia de que Hanumán, además de su gran fuerza física y de su virtuosismo, sea un erudito de gran sabiduría que domina las artes de la gramática, le sirve a Octavio Paz para su reflexión, no tanto sobre las creencias hindúes sino sobre la propia palabra. El libro de Octavio Paz es continuamente citado y ha sido estudiado por múltiples críticos como Harold Blomm, casi siempre en busca de sus reflexiones sobre la escritura o su interés por la India. Nos interesa la condición de batalla del lenguaje que el texto de Paz representa, en el sentido que hemos señalado, como la entiende, por ejemplo, Eduardo Becerra: «Esta obra de Octavio Paz encarna un ejemplo capital de este tipo de novelística tanto por su complejidad y riqueza de matices como por el hecho de que la factura de su producción se hace explícita en cada página, reiterándose y renovándose al tiempo mediante una multiplicidad de espacios que finalmente quedan absorbidos en el punto del que surge su constante evocación: mesa de la habitación de Cambridge como campo de batalla que abarca el camino de Gaita y el jardín de la casa inglesa, el paseo de Hanumán y las ceremonias eróticas de Esplendor. La lucha por otorgar un significado a
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las figuras y lugares de la novela se muda en batalla contra el lenguaje que los nombra» (Becerra, 1996, p. 126). Para desarrollar esa lucha de final dudoso se multiplican las rupturas con cualquier tipo de género o forma reconocible de la literatura canónica: descripciones de los templos y de los murales, reflexiones, oraciones, imprecaciones, anécdotas del camino, todo entra en un libro que, como el de Cortázar, también siente la necesidad de conectar con la imagen mediante fotografías y grabados de los referentes, a modo de una ficción hipertextual. El tipo de escritura practicada por Octavio Paz está arraigada en la escritura poética que finalmente es su motivo fundamental de reflexión. El libro de Octavio Paz, tiene semejanzas con otro de Julio Cortázar que adrede hemos silenciado, Prosa del observatorio, un libro que, aunque escrito en prosa, está basado también en las imágenes poéticas. Aunque no tiene la estructura de un libro de viajes ni tampoco el carácter radical y ambicioso en cuanto a reflexión sobre el lenguaje, que El mono gramático establece con él algunas coincidencias notables. La más importante es que los referentes que se evocan en el libro son muy semejantes: los observatorios indios de Jai Sinh, situado en Jaipur a pocos kilómetros de Gaita, y de Delhi. También es un libro ilustrado con imágenes de estos enigmáticos lugares. Ambos representan la atracción que Cortázar y Paz sentían por el mundo y el pensamiento hindú. Finalmente reiteraré, a modo de conclusión, el objetivo que me ha llevado a identificar La vuelta al día en ochenta mundos y El mono gramático. Pese a sus diferencias, ambos están explorando los límites del lenguaje y su capacidad para significar la realidad, son libros experimentales en distinto sentido. La estrategia que elige Paz es el enfrentamiento directo con la escritura, en una batalla de difícil resolución; por el contrario, Julio Cortázar, prefiere la vía de la ironía, el humor y el azar para organizar un libro que tiene mucho del ritmo y la libertad de improvisación del jazz y también de exploración interior. Les une que ambos eligen para sus libros, al menos como metáfora, la estructura del viaje y que ambos están menos interesados en el periplo físico en sí mismo que en la propia metáfora, es decir en el lenguaje como instrumento y bitácora de exploración del mundo.
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D E L NOMBRE INFUNDADO: VIAJES CULPABLES E N EL ENSAYO DE H É C T O R M U R E N A Patricia Esteban
E L Q U E E S C R I B E SIN SALIR D E L H O T E L
Cuando publica su primer libro de ensayos, El pecado original de América (1954), Murena contaba ya con una trayectoria intelectual avalada por numerosos trabajos aparecidos en influyentes medios argentinos del momento como Sur, o La Nación. La publicación de este libro — q u e veía la luz tras una obra narrativa, Primer testamento (1946) y un poemario, La vida nueva (1951)— supone para Murena la posibilidad de presentar de un modo conjunto algunos de los textos que, desde muy temprano y de un modo fragmentario, habían ido conformando la base de su pensamiento sobre la especificidad americana. Al reunirlos, el autor buscaba sentar las bases del proyecto intelectual que desarrollaría en su siguiente obra ensayística. El personal simbolismo religioso y el tono ambiguamente pesimista de su título anunciaban ya algunas de las notas diferenciales que determinarían el aislamiento de Murena con respecto a su contexto inmediato. Este aislamiento, traducido en abnegada «soledad crítica», le llevará a alejarse tanto de los consagrados autores del grupo Sur, — e n cuya revista y editorial desempeñó diversos cargos—, como de los jóvenes escritores del grupo Contorno, que viendo en él en un primer momento la figura de un guía intelectual, terminaron por renegar de su influencia desde posiciones marcadamente sartreanas y materialistas. En su solitaria trayectoria Murena retomaba el pensamiento de otro personalísimo autor, Martínez Estrada, que desde los años 30 con obras como Radiografía de la pampa, o La cabeza de Goliat, había profundizado en una
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de las obsesiones que marcarán la ensayística hispanoamericana del siglo xx: el problema de una irresuelta identidad cultural. Murena, autodesignándose «discípulo» de Martínez Estrada, reformula desde una perspectiva crítica una de sus intuiciones fundamentales, la de una falta originaria definitoria de lo americano: «Sabemos o sentimos que nacer en Hispanoamérica significa nacer con un segundo pecado original, con una misteriosa culpa de carácter geográfico-cultural». Esta culpa derivada de un aislamiento histórico, tendrá como trasunto en el plano simbólico la idea de un exilio originario: «América es destierro del recinto de la historia». De acuerdo a dicha concepción, estos autores volverán insistentemente la mirada hacia el origen, límite inalcanzable hacia el que tiende el fundamento de toda identidad, y que resulta especialmente problemático en un continente rebautizado como «nuevo». Martínez Estrada señalará cómo la perturbación del origen —un origen cuya engañosa nitidez por su identificación con la conquista, encubre un no-inicio que anula toda posibilidad de comienzo histórico- se encuentra en la base de muchas de las contradicciones nacionales, extensibles también a todo el continente. Murena revisitará estas ideas reivindicando la necesidad de volver a enfrentar ese momento difícil: lo que está en juego es la posibilidad de hacer de la falta de fundación, un mito a partir del que pensarse en el presente. La concepción de un segundo pecado original americano remite desde su cualidad metafórica a uno de los relatos fundamentales de occidente, el Génesis bíblico. El hecho de que Murena recurra a este mito primigenio —ante la alternativa de una recuperación de un estrato mítico autóctono —, parece presuponer la adopción de una mirada europeísta. Desde su propia etimología la palabra «occidente» refiere la idea de caída: lugar del declinar del día, pero también lugar donde se cumple el paso en falso que desencadena la Historia, la inmersión en una temporalidad culpable. María Rosa Lojo, al reflexionar sobre esta concepción mureniana, recuerda lo apuntado por Paul de Ricoeur en Finitudy culpabilidad sobre el matiz «espacial» de la naturaleza pecaminosa en el relato bíblico: El pecado de Adán no es esencialmente caída (concepto que pertenece más a una tradición órfico-pitagórica, platónica y gnóstica) sino écart. separación, desviación, desplazamiento. Al pecar, Adán se desvía del Centro, del espacio sagrado, por la infinitud del deseo (le mauvais infini) y su castigo es también un desplazamiento, la prolongación de ese desvío iniciado por la falta, hacia la penuria de la tierra exterior y de la Historia.
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La extralimitación de lo occidental que supone el descubrimiento de América conlleva una distancia del núcleo histórico-cultural, provocada por el deseo — d e expansión territorial y económica—, cuya consecuencia será un destierro transgeográfico, fuera de los márgenes de ese otro ámbito de expulsión que es lo histórico. Esta distancia se cumple no sólo con respecto a Europa, sino en lo referente al sustrato cultural anterior a la conquista que queda abruptamente separado de sí mismo. Murena propone asumir las consecuencias de esta nocontinuidad, de esta novedosa fractura por la que América lejos de ser concebida como un nuevo Paraíso —visión utopista presente en el pensamiento americano desde el descubrimiento—, aparece investida con los estigmas de la clausura: América como Finisterrae, como un horizonte ominosamente impenetrable.
L A INUTILIDAD DE V I A J A R
Para Murena entonces, América sería aquello de lo qué escribir porque aún no se conoce, pero ¿cómo trazar el mapa de un territorio que no se ha visto? La pregunta que se anula en su obviedad, es suscitada reiteradamente por la irritación de aquellos que ante un ensayo que se dice americanista esperan, exigen, un conocimiento previo de la realidad tratada. Una de las recriminaciones que constantemente se le hacían a Murena era su falta de contacto directo con la realidad americana. En este sentido es significativo el testimonio de un corresponsal viajero de II Corriere de la Sera de Milán, que tras entrevistarlo escribió de él: Personaje absurdo, casi fuera de nuestro tiempo, lunático y lunar, interesado en las ciencias esotéricas, dotado de memoria prodigiosa y de extraordinaria cultura, por señales para otros inadvertidas logra captar la realidad que lo circunda con extraordinaria exactitud. De los hoteles de los que no salió en México y Brasil, escribió sobre esos dos países las dos radiografías más paradójicas y exactas que yo conozca.
A lo que el ensayista argentino responde: «Completamente falso. ¿Cómo no voy a salir de los hoteles? Pero estoy acostumbrado a las tergiversaciones [...]». Al hilo de las mencionadas recriminaciones y de su caracterización como «turista de interiores» Murena aprovecha el prólogo a la segunda edición de El pecado original de América (1965), para hacer una relectura de sus presupuestos iniciales, a la luz precisamente de los diversos viajes realizados por Europa y
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América durante los veinte años que separan una y otra edición. Según sus palabras la primera vez que cruza el Atlántico es para este autor una experiencia fundamental; como si se tratara de una ejecución inversa e individual del destierro histórico de América: «Una de las perplejidades de tipo agudo se me produjo con ocasión de mi primer viaje a Europa. Desde el momento mismo en que pise tierra europea me había asaltado el recuerdo de este libro ¿Qué sentido tenía?». La turbación que le produce este encuentro se debe a que Murena cree ver frustrada su percepción de la diferencia entre América y Europa, diferencia que era la base de su pensamiento, y que había experimentado principalmente a partir de sus lecturas. Pero según este relato, cuando creía haber perdido toda la convicción en sus ideas, durante una visita a Florencia, experimenta una especie de revelación: Una tarde sentado en la Plaza de la Signoria, aplastado por el espíritu del lugar, mi mundo cedió. Ante lo que estaba contemplando ¿qué significaba esa diferencia que ya sonaba con tono ridículo? [...] fue de semejante nadir de donde salió la respuesta a esa perplejidad que sin duda yacía en mí desde antes del viaje.
La respuesta no revela más que la igualdad de lo americano y lo europeo implicando paradójicamente una distancia: «Porque aunque lo que los americanos buscábamos fuera igual que lo que ya habían logrado otros, debíamos buscarlo a través de la diferencia. Sólo separándonos de los demás llegaríamos adonde los demás estaban». El segundo viaje al que alude Murena en su prólogo es un recorrido realizado por varios países de Sudamérica. Con estos viajes buscaba una respuesta a otra de las observaciones surgidas con respecto a su primera obra, y es que ésta a pesar de aludir genéricamente desde el título a América como totalidad, parecía responder exclusivamente a la realidad argentina, lo que relativizaba el alcance de su teoría por tratarse de un caso especial de europeización. Aunque conocer la gran mayoría de los países americanos lleva a Murena a percibir las características diferenciales de cada uno de ellos, esta especificidad no variará su primera reflexión global sobre América, ya que las diferencias observadas en sus viajes son únicamente de naturaleza social, y la intención de su primer libro era claramente otra: «buscaba apuntar a las razones metafísicas que yacen tras de la superficie social y que determinan a ésta». Esta posición a contracorriente del pensamiento imperante en aquellos años, donde predominaba una praxis de las ciencias sociales de cuño cienti-
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fista, suscitó diversas críticas, entre ellas, la de los integrantes de Contorno que leían en Murena: «un misticismo telurizante que anula todo esfuerzo por comprender e interpretar de un modo verificable y eficaz para la acción nuestra realidad argentina». Sin embargo la falta de verificación del discurso de Murena, es precisamente una de las claves de su lectura, ya que como apunta Américo Cristófalo: «que Murena haya tenido tema, en el sentido de objeto, y que ese tema haya estado en relación con la 'identidad nacional' es discutible». La escritura de Murena sería así intolerable en su calidad de «ensayo no realista». El mencionado crítico llega incluso a reconsiderar la naturaleza genérica de los textos desde este autor: «El género que ensaya Murena es la invocación, el llamamiento de una presencia». Por ello, el encuentro directo con la realidad no posibilita el reconocimiento del mapa o de la huella del mapa que Murena intenta recorrer en su escritura. Él mismo, tras valorar la repercusión de su visita a Europa y América en el prólogo a la segunda edición de El pecado original de América termina por concluir: «Así los viajes me sirvieron para confirmar en cierta medida mi antigua sospecha respecto a la inutilidad de los viajes». Bajo la rúbrica de la «inutilidad de viajar», Martínez Estrada, un gran viajero y escritor de diarios de viaje, hace suya una conocida frase de Montaigne: «Cuando se viaja lo mejor es estar en casa», frase actualizada inversamente por ese gran no-viajero que es José Lezama Lima cuando afirma que el viaje más apasionante es aquel realizado por el pasillo de su propia casa. Martínez Estrada en su valiosa evocación biográfica del padre del ensayismo, insiste en su actitud de viajero potencial: Constantemente está [Montaigne] en el estado de ánimo de quien se apresta para zarpar, para abandonar la playa [...] pero estaba anclado. Esa manera de anclar es la más propicia para los viajes más aventurados y fantásticos. Sólo en la rada el navegante realiza sus periplos a tierras fabulosas. Lanzado a la mar todo viaje se malogra o se convierte en negación de sí mismo.
El estribillo que constituye la inutilidad del viajar y el consejo de que para hacerlo es mejor quedarse en casa, conspirará también en la forma de la escritura de Murena: el recorrido planteado en sus ensayos más que un desplazamiento geográfico es un descendimiento, un viaje vertical que tiene como origen y como punto de llegada el enigma de la tierra natal.
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D E R I V A S DE UNA N O - F U N D A C I Ó N
En su libro El nombre secreto (1969) la sospecha sobre la inutilidad de los viajes se convertirá en la certeza de la culpabilidad de viajar. Después Homo atomicus (1961) y Ensayos sobre subversión (1963), obras dedicadas a aspectos relacionados con la crisis de la modernidad, este libro supone el regreso de Murena a una temática específicamente americanista. En el ensayo que da nombre al libro «El nombre secreto», el autor desarrolla su reflexión en torno a dos motivos: la fundación, entendida otra vez como falta de una apropiación ritual de la tierra, y el viaje, asociado a una actitud culpable. Para trazar la genealogía de esta culpabilidad Murena alude a fuentes de diferentes tradiciones. Recuerda como el Talmud: «autoriza al creyente a abandonar un poblado y marcharse a otro sólo cuando la mala fortuna abusa de él en el primero». Y se refiere a una parábola de Lao Tse «El poblado más cercano», citada por Walter Benjamín en un ensayo sobre Kafka, ensayo que a su vez traduce Murena y que en síntesis dice así: «Los poblados vecinos pueden encontrarse al alcance de la mirada, puede incluso oírse a lo lejos el gritar de sus gallos y sus perros, no obstante los hombres deberían morirse sin haber viajado nunca lejos». Murena hace también referencia a cómo en las obras fundamentales de la literatura universal de viajes (Odisea, Eneida, Divina Comedia, Libro del Viaje nocturno de Mahoma..) la salida de la propia tierra solo está justificada por una necesidad irrecusable, aquella que constituye la base del viaje como rito inicíatico: «Todo viaje es la riesgosa repetición de la primordial expulsión del Paraíso por un abuso del juicio». Y será precisamente este quebrantamiento de carácter espiritual del vínculo con el lugar originario donde radica para Murena la culpa de una empresa desmesurada como es la conquista: «El fundador postcolombino es el hombre para quién la culpabilidad de viajar ha desaparecido: poseído por la razón encuentra el viajar razonable».
El hombre renacentista que emprende la conquista se moviliza con un fin utilitario que terminará revirtiendo en un delirio colectivo, mal endémico, referido por Murena como «la fiebre del oro». Esta voracidad originaria se traducirá en una recurrencia de sucesos político-sociales que marcan el devenir de la historia americana, llegando a identificarse con esta. «La «fiebre del oro» tendrá su contrapartida en lo que Murena designa como la «Prehistoria», resurgimiento cíclico de un orden que aspira a doblegar el impulso febrilmente
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extractivo, mediante un brutal vuelta al origen; origen identificado con una tierra sin atributos, representado en el plano político por los diversos regímenes autoritarios. Una desmedida pulsión económica, como recuerda Blumenberg, está presente en la metaforización de la navegación desde los tiempos clásicos. El autor alemán comentando la visión de Hesiodo en Los trabajos y los días afirma: «¿Qué motivo puede haber impulsado el paso de la tierra al mar, sino el hastío por ese escaso abastecimiento mediante la naturaleza y el tedio por el trabajo del campo; la ávida visión de ganancias al alcance de la mano, de más de lo racionalmente necesario [...] la visión de la opulencia y el lujo?». Blumenberg señala además que en Hesiodo encontramos por primera vez la asociación crítica entre agua y dinero, dos elementos caracterizados por la liquidez. Murena advierte que nombres como el de «Río de la Plata» o «Argentina» estarían evidenciando una clara actitud ante la conquista fruto de una mentalidad contra-fundacional, que lleva a adoptar para los asentamientos en el nuevo continente la forma precaria y lucrativa del campamento: «El Campamento nunca es hecho para durar y por consiguiente excluye la idea misma de Historia». Este origen de los núcleos civilizadores en América, se aleja mucho de la verdadera fundación de una ciudad tal como era concebida en la antigüedad. Murena se refiere a lo apuntado por Rykwert en su conocido estudio sobre civilizaciones antiguas, La idea de ciudad, sobre la importancia de los antiquísimos ritos de fundación que se repiten en las culturas de Europa, china, India, América y África. El ensayista argentino apela en particular al rito de imposición de los tres nombres de la ciudad: uno de uso profano, otro de uso religioso, y el tercero, un nombre impronunciable, el nombre secreto que «No es un valor de uso: es del todo 'inútil' porque es la suprema 'utilidad'. Es así lo más fuerte y lo más vulnerable: por ambas causas debe permanecer secreto». Las ciudades postcolombinas regidas por fines meramente utilitarios carecerán de este nombre secreto, y por tanto del fundamento desinteresado que posibilita la idea misma de comunidad. Pensar la ciudad desde su fundación, es en el caso de Murena, un gesto anacrónico —en el sentido de estar contra el tiempo, como siempre reivindicó el autor—, pero no por ello desvinculado de la contemporaneidad. El propio Murena no deja de insistir en que la anomalía fundadora de América es un síntoma de una crisis generalizada de occidente que se agudiza desde la modernidad, por ello desplegará de modo paralelo a sus preguntas sobre el origen de América, una reflexión sobre el sentido del viaje contemporáneo,
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ya que según el ensayista argentino el viaje asociado a la velocidad será una de las notas distintivas de la vida contemporánea. Pero esta exaltación viajera del hombre actual —ya sea por negocios o placer— que se ha visto favorecido por el desarrollo de las tecnologías supone paradójicamente una tendencia a la negación del viaje: «La tecnología tiende —con la misma aceleración de la velocidad— a eliminar virtualmente los viajes a partir del instante en que anule el espacio y convierta a la tierra en un punto». En un ensayo de su libro Homo atomicus, Murena ya había mostrado su estupor ante la metáfora encarnada por el hecho de que el primer viaje al espacio fuera tripulado por un animal: «El hecho desnudo era [...] que un perro había estado observándonos desde la vastedad sideral. [...] Para poder iniciar la aventura sobrehumana de salir fuera de la tierra el hombre había necesitado apelar a lo subhumano». Ante la mirada titánica de la tecnología, eco de aquella cegada por la codicia del antiguo conquistador, Murena esgrimirá la necesidad de una visón metafórica e introspectiva. Los diversos rodeos, tanteos e insistencias que conforman el viaje ensayístico de este autor a lo largo de su trayectoria le llevarán en su último libro de ensayos La metáfora y lo sagrado a una intuición radical: «la única forma legítima de conocimiento es aquella similar a la de los ciegos: por el tacto». En relación a dicha intuición, podría evocarse para terminar una imagen, el cuadro «La parábola de los ciegos» de Brueghel, —en el que un ciego es guiado por otro y este a su vez por otro en una cadena interminable— como ilustración certera de aquello que quizá constituya el legado más valioso de la riesgosa obra de Murena: la confianza en que la incertidumbre es lo único que puede guiar el viaje de nuestro conocimiento.
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DEL OTRO LADO DE LAS PALABRAS: LO FANTÁSTICO LINGÜÍSTICO EN LA NARRATIVA DE JULIO CORTAZAR Maria Amalia Barchiesi
Università degli Studi di Macerata, Italia
TRADUCCIÓN COMO VIAJE DOMÉSTICO Y TRADUCCIÓN COMO VIAJE EXTRAMUROS
La traducción como el viaje, contiene en sí misma la idea de pasaje, de transición, es un proceso que presupone la existencia de dos mundos, de dos textos, uno conocido y ordinario y otro posible y siempre ajeno. Traducir y viajar implican además trasladar nuestro equipaje de significados y de sonidos habituales a otras semiotizaciones de lo real, a la enriquecedora espesura de territorios aún inexplorados, donde lo propio puede cobrar nueva luz. Sobre esta idea de 'traducción-viaje' gravitará la cuestión central del presente trabajo, en el que nos proponemos abordar, desde una perspectiva bilingüe, la narrativa fantástica que Julio Cortázar escribió en sus primeros veinte años de permanencia en Francia; una escritura que nace precisamente de un pliegue bilingüe, en una lengua exiliada, en tránsito, en permanente 'traducción'. Antes de introducirnos en el tema central de este trabajo, es necesario hacer brevemente referencia, y para contextualizarnos mejor, a dos paradigmas de traducción de la alteridad y a sus correspondientes semiosis, que han acompañado la doble travesía de la literatura hispanoamericana: la de una Europa que descubre un continente ignoto y por ello afásico' y, posteriormente, la de una América monolingüe que se exilia o se establece en Europa para volverse
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bilingüe y verse a sí misma «exotópicamente»1, a través de la mirada distanciadora de culturas e idiomas diferentes, con resultados en el campo de las letras hispanoamericanas sumamente creativos e innovadores, como el «realismo mágico» de Miguel Ángel Asturias, la estética de lo «real maravilloso» de Alejo Carpentier y la literatura fantástica argentina de los años cuarenta, de Jorge Luis Borges, Adolfo Bioy Casares y Silvina Ocampo; escrituras que fueron producidas no casualmente por escritores que navegaron entre dos o más culturas y lenguas. Según la interpretación del celebérrimo libro de un exiliado y refugiado en Francia, el semiólogo búlgaro Tzvetan Todorov, La conquista de América. La cuestión del otro (1987), la primera traducción que hace Europa de América está encarnada actancialmente en las devastadoras traducciones que Cristóbal Colón realizó de las lenguas del nuevo mundo. Todorov, seguramente sensibilizado por su propia experiencia de sujeto exiliado y bilingüe, entreve en Colón la errónea e inocente convicción de que sólo es posible traducir otros sistemas semióticos mediante equivalencias totales (tanto semánticas como fónicas)2, claramente ignorando lo que hoy en el campo de la teoría de la traducción se conoce con el término de «inconmensurabilidad» 3 , o sea, desconociendo la existencia de visiones diferentes de mundo, de peculiares e intraducibies selecciones y organizaciones de significados y sonidos que la idiosincrasia de cada idioma ofrece. El Cristóbal Colón todoroviano lleva a cabo una traducción centrípeta', que consiste en un aparente desplazamiento interpretativo hacia el otro, pues quien traduce según esta modalidad permanece, en realidad, dentro de las coordenadas de un único interpretante cultural y lingüístico, es decir, el propio. Este tipo de interpretación «intransitivo»4 equivaldría a una suerte de viaje circular dentro del mundo
1 Para Bajtin el concepto de «exotopia», opuesto al de «empatia», es la actitud de reconocer la cultura del otro como distinta a la nuestra. Dicho planteamiento permite considerar la relación con el otro como una confrontación y un diálogo que iluminan las recíprocas peculiaridades de cada cultura, en lugar de intentar reducirlas a una unidad (Bajtin, 1993). 2 Véase Todorov, 1992, pp. 35-38 (utilizamos aquí la edición italiana). 3 Entendemos por «inconmensurabilidad» la imposibilidad de traducción interlingüistica total, de coincidencia semántica completa entre dos sistemas lingüísticos. Cabe aquí hacer la salvedad, como advierte Umberto Eco (2003, pp. 350-351), que si bien es verdad que los sistemas lingüísticos son inconmensurables, no por esto dejan de ser comparables. 4 Todorov hace notar que la acción de descubrir era para Colón «intransitiva». (Todorov, 1992, p. 16).
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'doméstico originario', a un periplo intra muros, sin posibilidad de incremento cognoscitivo. La variante de traducción, sobre la cual nos centraremos en este breve estudio es justamente aquella que surge bajo el efecto extrañante del exilio, circunstancia que conlleva un inevitable y doloroso movimiento hacia la alteridad, pero también un fértil abandono de seguridades semánticas y fonéticas. Traducción entonces que definimos aquí como verdadero viaje extramuros, o sea, ingreso de un mundo domi en un mundo foris. Los signos y las escrituras de sujetos en transición, como los de un escritor hispanoamericano en los años cincuenta en París, son siempre traducciones. En sus textos el emigrante busca trazar conexiones relaciónales entre bordes culturales y lingüísticos, trata de diseñar formas o «figuras» psico-espaciales y psico-lingüísticas, que dan lugar a estéticas híbridas y plurilingües, a estilos signados por lugares reales, como el «acá» y «allá» de Rayuela (1963) y por lugares imaginarios, como la «ciudad» y la «zona» de 62 modelo para armar (1968). Quien viaja en el límite de dos culturas, como sostiene Paola Zaccaria, conjuga dichas formas y estilos con su abandono a lo nuevo, pero sin separarse del todo del «espacio-percepción» del origen (Cf. Zaccaria, 2001, p. 139). Las cartografías que esboza una lengua en exilio, como la de los escritos cortazianos que tomamos en análisis, difieren radicalmente de aquellas de los viajeros conquistadores y colonizadores de América, cuya monolítica grafomanía estaba marcada únicamente por el deseo de potestas e dominum, por una pulsión hegemónica, monológica y centrípeta que volvía lo nuevo americano espejo del espacio de percepción de origen. El autor de Rayuela fue uno de los primeros escritores latinoamericanos que supo mejor expresar y exorcizar en su obra literaria el desarraigo de un latinoamericano hispanohablante trasplantado en Francia en 1951. Un cuento magistral, «La noche boca arriba», publicado en 1964 en el volumen Final del juego, «petrifica»5 (como solía metaforizar el mismo Cortázar sobre la génesis de su escritura) este desgarramiento distanciador, representando dos actitudes traductivas básicas, que se pueden adoptar cuando nos enfrentamos a culturas Julio Cortázar define su escritura como fruto de un extrañamiento con estas palabras: «Si por poeta entendemos funcionalmente el que escribe poemas, la razón de que los escriba (no se discute la calidad) nace de que su extrañamiento como persona suscita siempre un mecanismo de challenge and response, así que cada vez el poeta es sensible a su lateralidad, a su situación extrínseca en una realidad aparentemente intrínseca, reacciona poéticamente [...] escribe poemas que son como petrificaciones de ese extrañamiento» [...] (Cortázar 1995, p. 36). 5
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e idiomas foráneos. E n «La n o c h e boca arriba» u n motociclista que ha s u f r i d o u n accidente intenta decodificar en el hospital su delirio post-operatorio, altern a n d o dos tipos de interpretaciones, que obedecen a lo que a l g u n a vez Bajtin (1986) d e n o m i n ó c o m o las «fuerzas centrípetas» y las «fuerzas centrífugas» d e u n d e t e r m i n a d o idioma, o sea, la propensión de cada lengua a la centralización o a la descentralización, al m o n o l i n g ü i s m o o al plurilingüismo, a la i d e n t i d a d o a la alteridad. C o r t á z a r siempre nos ha recordado en sus novelas y cuentos la necesidad de las traducciones centrífugas', «ex-céntricas», c o m o la q u e se lleva a c a b o en el m o m e n t o crucial d e su c u e n t o «La n o c h e . . . » , cuyo protagonista, al trascender las fronteras de su identidad cultural, logra interpretar su realidad m e d i a n t e signos ajenos a su enciclopedia 6 . Es posible ubicar en el texto d i c h o proceso traductivo en la resemantización que hace el personaje de la prosaica c o m i d a que le sirven en el hospital: «Vino u n a taza de maravilloso caldo de oro oliendo a puerro, a apio, a perejil» (Cortázar, 1979, p. 161, énfasis mío), o bien c u a n d o sueña ser u n a víctima de la guerra florida azteca y percibe el m o v i m i e n t o de su m a n o c o m o el de «un escorpión de los pantanos» (p. 162), r e m i t i e n d o con a m b a s metáforas al interpretante cultural del indio de su experiencia onírica. Si la traducción c e n t r í f u g a revela en el motociclista de «La noche...» su actitud de entrega y a b a n d o n o a lo otro, prefiriendo n o luchar contra la interferencia de la enciclopedia del indígena; en otros m o m e n t o s advertimos u n c o m p o r t a m i e n t o de signo opuesto, u n a tentativa de traducción 'centrípeta', «un atraer hacia sí» la nueva experiencia: Caía la noche y la fiebre lo iba arrastrando blandamente a un estado donde las cosas tenían un relieve como de gemelos de teatro, eran reales y dulces y a la vez ligeramente repugnantes, como estar viendo una película aburrida y pensar que sin embargo en la calle es peor, y quedarse, (p. 161, énfasis mío) La obstinación del personaje en traducir nuevas sensaciones, según el interpretante de su cultura occidental y m o d e r n a , lo c o n d e n a n , c o m o el Cristóbal C o l ó n forjado por Todorov, a transitar exclusivamente en el d o m i n i o
intra
muros de u n ú n i c o universo semiótico, p e r m a n e c i e n d o c ó m o d a m e n t e en lo conocido, en el m o d o habitual de interpretar y de n o m b r a r las cosas. 6
La enciclopedia es la competencia cultural de un individuo respecto de un conjunto de conocimientos implícitos del m u n d o , proporcionados por la cultura a la cual pertenece. Para una explicación exhaustiva del concepto ver Eco, 1988, pp. 143-44)
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Los protagonistas de las protohistorias y relatos que fueron escritos en el período mencionado circulan, como los actantes de «La Noche...», en los territorios intercesores que traza toda escritura en exilio. Grafía mixta, de matriz bilingüe, en la cual sonidos y campos semánticos de las lenguas que conoció Cortázar se interrelacionan, se reflejan, se traducen, se iluminan recíprocamente; donde la hibridación lingüística y semiótica es pivote y génesis de la narración. En las fronteras o «intersticios» cortazianos encontramos una lengua desterritorializada, verdadera fragua de nuevas formas de enunciación fantástica.
L o FANTÁSTICO BILINGÜE
Si nos planteamos la ficción fantástica de Julio Cortázar desde una perspectiva idiomàtica, es posible interpretar la noción de «fantástico» de su primera etapa literaria parisina como cristalización de la circunstancia de quien se siente un extranjero en la realidad de la propia lengua. Cortázar, al verse obligado a adoptar, por razones laborales y de exilio voluntario, la mirada de otros idiomas conocidos, pudo observar que en general éstos dejan inmediatamente de ser medios de comunicación para transformase en medios de distanciamiento con respecto al idioma que se habla habitualmente. Es posible por tanto ver lo fantástico cortaziano, empleando aquí la terminología de la semiótica de Jurij Lotman, como la inserción del «propio texto» (en la medida en que cada realidad idiomàtica se configura, se vive y se lee como texto) en un nuevo ambiente lingüístico y cultural (Lotman, 1996. p. 255). Cuando una realidad lingüística entra en contacto con otro contexto semiotico, ésta se transforma para mostrar significados inéditos, que se activan sólo al encontrarse en un territorio que les es ajeno. Lotman lo explica así: «el hecho de que el texto forme parte de una serie semióticamente heterogénea, produce un efecto retórico, causado por los conflictos de sentido entre el texto y su nuevo contexto» (1996, p. 258). Junto a un Cortázar hispanohablante migran a Francia palabras y expresiones cristalizadas que, al entrar en contacto con un contexto lingüístico diferente, logran cobrar vida 'fantásticamente'. Una lectura atenta de algunos relatos, principalmente de los libros Bestiario (1951), Final del Juego (1964) y Todos los fuegos el fuego (1966), nos permite observar que las verdaderas desterradas son las palabras. El escritor argentino da cuenta en sus escritos de un
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exilio verbal, recurriendo a diferentes procedimientos lingüísticos. Aquí sólo mencionaremos un procedimiento ejemplar que llamaremos desautomatización de catacresis1'. En «La noche boca arriba», por ejemplo, el hecho de que algunas metáforas muertas de nuestro castellano como «hoja de piedra» (Cortázar, 1979b, p. 162) por una parte y «cielo raso» y «mesa de noche» (p. 165), por otra, sean interpretadas respectivamente por las enciclopedias del motociclista y del indio, hace que dichas expresiones revelen su originaria estructura frástica, con un sentido literal y traslaticio (Barchiesi, 1993, p. 181). Con este recurso Cortázar ha querido indicar que sólo la perspectiva de una lengua extranjera puede descontruir la lengua de «acá», que son los interpretantes de otros idiomas los que desnudan las palabras de gastados ropajes, los que permiten ver los habituales códigos de pertenencia como si fuera por la primera vez. Catacresis o metáforas muertas se alojan asimismo en los títulos de varios textos del escritor argentino; sus programas narrativos nos hablan de una 'travesía verbal', narran la llegada a un territorio olvidado y desconocido de las palabras, nos trasmiten la conmoción de un fulgurante descubrimiento lingüístico. Pensemos en el relato «La Puerta condenada» (Todos los fuegos el fuego), cuya fantasticidad reside en la expansión de los semas desautomatizados de esta metáfora muerta, o en el título del cuento «Sobremesa» (Final del juego), donde el sentido usual de la expresión «sobremesa»: «el tiempo que se está a la mesa después de haber comido», cubre' su ya olvidado significado del cual en realidad se ha originado: «tapete que se pone sobre la mesa por adorno, limpieza cubre mesa o comodidad» (según las definiciones de término que podemos leer en el Diccionario de la Real Academia). Sobre la diferencia sémica entre los posibles sentidos del vocablo, Cortázar ha ideado la malla del relato, cuyo tema central es precisamente el ocultamiento de un asesinato que se deja intuir de un carteo entre dos hombres, que han asistido a una serie de comidas entre viejos amigos. O bien la historia de «Conservación de los recuerdos» de Historia de Cronopios y de famas que se articula según el mismo procedimiento de desautomatización de catacresis, sólo para citar algunos de los ejemplos más evidentes El procedimiento semiótico que lleva a cabo Cortázar en este tipo de escritos estriba en el despliegue textual de lo que Greimas denominó la «figuratividad de 7
La catacresis es una figura de lenguaje que sirve para cubrir los huecos léxicos de una lengua. En realidad es una especie de metáfora mediante la cual se amplía el significado de una palabra con nuevos sentidos que se extienden a otros dominios (Alcaraz Varo/ Martínez Linares).
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un lexema», dicho en otras palabras, cualquier lexema es un potencial programa narrativo (Greimas, Del Senso II). Humberto Eco nos explica el concepto en estos términos: «Un semema es un texto virtual y un texto es la expansión de un semema» (Eco, 1998, p. 125). Cabe aclarar que en los textos cortazianos las propiedades semánticas seleccionadas provienen de lexemas narcotizados por el habla común; en la unidad semántica de una palabra cristalizada, en su lado más desconocido Cortázar entreveía un programa narrativo o una trama fantástica, susceptibles de activarse, agregamos en un único contexto: el de otro idioma.
L A I N T E R F E R E N C I A LINGÜÍSTICA: PARADIGMA DE LA «FIGURA» CORTAZIANA
Los idiomas en exilio llevan sus estigmas y éstas son las interferencias lingüísticas, o sea las contaminaciones de la lengua del emigrante con la del país de acogida. Un sujeto bilingüe tiene que enfrentarse cotidianamente al obstáculo de interferencias lingüísticas que se manifiestan en todos los niveles de las lenguas en contacto: semántico, fonético, sintáctico. Esta contaminación puede llegar a cobrar incluso la forma de una «intolerable» y agotadora «parálisis verbal», como sostiene el escritor franco-español Claude Esteban (OustinofF, 2001, pp. 51-52), pues la primera palabra que se asoma presurosa a los labios suele no provenir de la lengua que ese está hablando, sino de la lengua subalterna, secundaria, que es necesario relegar rápidamente para dar lugar a la otra. Por este motivo, como sostiene el escritor bilingüe Claude Esteban, en situación de exilio «la palabra que antes era única se hace doble» (2001, p. 51). De estas circunstancias y otras similares surge la necesidad en muchos escritores bilingües de 'resolver' idealmente su condición bífida, de poner en acto en sus textos un proceso de mediación, elaborando peculiares cruces de idiomas, buscando en la interconexión de sonidos y visiones de mundos, que cada lengua le proporciona, una totalidad complementaria superior, como si se quisiera recuperar un paraíso perdido, una lengua única originaria. En la narrativa de Julio Cortázar la interferencia lingüística puede actuar también como paradigma y embrión de diegésis; es la coagulación de lo que el escritor argentino llamó «figura»: «la posibilidad de ligazones, de circuitos que se cierran y que nos interrelacionan al margen de toda explicación y relación humana» (Harss, 1978, pp. 277-278). La figura cortaziana está conformada
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esencialmente por inéditas y caprichosas conexiones o relaciones, que en ultima instancia son de índole lingüística, (semánticas, fonéticas y morfológicas), y que pueden establecerse, en una infinidad de variantes, entre nombres de personajes: «Calac-Polanco» o entre términos geográficos y nombres de vinos: «Transilvasnia-Silvaner», según algunos ejemplos extraídos de 62 modelo para armar. La «figura» es la representación escritural de un momento fugaz de máxima intuición de otra realidad, instante en el cual, como suponemos, el escritor lograba colmar las fisuras que en todo sujeto bilingüe nacen del desfasaje entre un idioma y otro, entre sus heterogéneas y siempre intraducibies visiones de mundo. En sus textos, como sabemos, los personajes buscan un centro, una fusión ideal (el «kibbutz del deseo», «el Cielo», «el centro del mandala», «el Ygdrassil» de Rayuelo), que en el plano de lo estrictamente lingüístico se traduciría en la búsqueda de una 'pura lengua benjaminiana 8 , en la cual se complementarían las diferencias entre idiomas y culturas; una panlengua que lograra reparar la escisión de identidad, que siempre ocasiona toda condición bilingüe. Un ejemplo de esta complementaridad nos lo ofrece el incipit bilingüe del cual se generará la intriga de la novela de Cortázar, 62 Modelo para armar (1968), a través del desplazamiento de sentido de una frase descontextualizada: «Quisiera un castillo sangriento, habría dicho un comensal gordo» (Cortázar, 2004, p. 9, énfasis mío), calco español invertido y erróneo de de la frase equivalente' en francés «Je voudrais un château saignant»{Modelo 10), que en realidad es una traducción espontánea, surgida de una red de recónditas asociaciones lingüísticas, de uno de los protagonistas, Juan, un traductor que se encuentra en el restaurante Polidor sentado frente a un gran espejo, emblema cortaziano de frontera plurilingüe, de «territorio intercesor»(p. 17).
CONCLUSIONES
Julio Cortázar, admirador de las mixturas plurilingüísticas joyceanas, supo edificar cuentos y novelas sobre la franqueza de su inconsciencia plurilingüe. Lo que podría aparecer como un aparente extravío lingüístico, una incómoda interferencia, para el escritor sudamericano se revela materia de narración, 8
Walter Benjamín ante la imposibilidad de u n a convergencia semántica absoluta entre las
lenguas propone la necesidad de confiar en «una sola y m i s m a cosa» (la «pura» lengua), que no es accesible a n i n g u n a de estas lenguas por separado, sino sólo a la totalidad de sus intenciones que se completan recíprocamente (Benjamín, 1971, pp. 64-70).
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signo-síntoma de una «fulgurante unidad que se deshace en el mismo instante que [...] arrasa [...]» (p. 13), de subterránea intercomunicación, en ultima instancia, entre las lenguas conocidas y los mundos que éstas recortan. Las lúcidas palabras de otro escritor bilingüe, el franco-chino Francois Cheng son elocuentes al respecto: A pesar de los elementos irreductibles de cada lengua y de las dificultades casi insuperables, he podido establecer internamente una red de canales subterráneos (entre el chino y el francés) [...] he podido romper los espejos que me encerraban y finalmente habitar un espacio abierto, compuesto de apasionadas ejecuciones y de reencuentros fulgurantes (Cheng, 1985, p. 233).
En este breve estudio hemos podido también observar que es siempre en lo foráneo, en una travesía extramuros, donde el doble fantástico del lenguaje corriente se activa y se revela, donde la propia lengua se vuelve territorio inexplorado. El efecto de extrañamiento y conmoción de lo fantástico cortaziano se configura entonces como un mecanismo de construcción de un contenido, que no nace en el seno de una sola lengua, sino en el punto de conjunción de por lo menos dos lenguas, la de origen y la de destino, la de adentro y la de afuera. Uno de los paradigmas al cual obedece la retórica fantástica cortaziana es, por consiguiente, bilingüe y opera, como todo metalenguaje, con la lengua, en la lengua y sobre la lengua, es decir, sobre las cosas vistas a través de un determinado idioma.
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D E SEVILLA A LIMA DURANTE EL VIRREINATO: ACERCA DE NEGUIJÓN, DE FERNANDO IWASAKI Concepción Reverte Bernal Universidad de Cádiz, España
Fernando Iwasaki (Perú, 1961) es un hombre polifacético, con formación histórica, pero que se ha ido abriendo paso de mano de la literatura en España, donde muchos lo aprecian como amigo y escritor1. Su novela Neguijón, cuyo asunto se relaciona con el tema del Congreso, el viaje, es una obra breve que destaca por su estilo y porque tras el cuidado lenguaje encierra reflexiones profundas sobre la vida y la corrupción social. Está escrita con la técnica del contrapunto, en dos líneas paralelas desarrolladas en capítulos alternos, que tienen como nexo de unión a los personajes principales. La novela se inicia en la Plaza Mayor de Lima, en Perú, el 22 de abril de 1616, donde algunas personas hacen cola para ser atendidas por un sacamuelas llamado Gregorio de Utrilla. La segunda línea transcurre mayoritariamente en la enfermería de la cárcel de Sevilla, en España, el 22 de enero de 1598, día de S. Anastasio mártir; allí se reúnen presos de cierto rango para defenderse de un motín de 1 Este trabajo fue leído en Valladolid en presencia del autor, al que agradezco algunas puntualizaciones. De origen japonés y nacido en Lima, Iwasaki reside desde 1989 en Sevilla, donde dirige la revista literaria Renacimiento. Colaborador habitual en periódicos y revistas, es autor de más de una docena de libros, que incluyen colecciones de relatos y novelas: Tres noches de corbata (1987), A Troya, Helena (1993), Inquisiciones Peruanas (1994, 1997), Libro de mal amor (2001), Un milagro informal (2003), Ajuar funerario (2004), Helarte de amar (2006); ensayos y recopilaciones de crónicas: Nación peruana: Entelequia o Utopía (1988), Mario Vargas Llosa, entre la libertad y el infierno (1992), El sentimiento trágico de la Liga (1995), El descubrimiento de España (1996), La caja de pan duro (2000); investigación histórica: Extremo Oriente y Perú en el siglo XVI (1992).
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presos comunes. Varios de los personajes reunidos en Sevilla reaparecerán en la trama del Nuevo Mundo, adonde viajaron posteriormente. La estructura es circular, pues, pese a los saltos espacio-temporales, la novela empieza y acaba el mismo día. El desarrollo de la primera línea, la peruana, en 1616, hace que la segunda, en Sevilla, pueda interpretarse como un amplio flashback o ejercicio de memoria del grupo protagonista. La novela, o novella, como eran llamadas las novelas breves de inspiración italiana en el Siglo de Oro, está dedicada, con un primer juego de palabras de los muchos que encierra, «A Marle, siempre al dente» y va precedida por tres citas que dan pistas para su lectura. La primera cita es la explicación de la voz neguijón, título de la obra, en el Diccionario de Autoridades, como término que designaba al gusanillo que antiguamente creían horadaba los dientes, provocando su putrefacción. La segunda cita es un pasaje de El Quijote de Cervantes, donde el caballero y su escudero hablan de la escasez de piezas dentales del hidalgo. La tercera es un fragmento de El sueño de la muerte, uno de los Sueños de Quevedo, donde se habla de los demonios sacamuelas, oficio que se califica como el «más maldito del mundo». Tanto el recuerdo de la cárcel sevillana como el presente de la Plaza Mayor limeña parecen malos sueños o pesadillas quevedescos, hiriente y dolorosa visión de la podredumbre social en la ciudad andaluza y limeña; similar, desde el punto de vista metafórico, a la ruina que produciría ese imaginario gusanillo barroco en los dientes. Si Iwasaki hace pensar en Quevedo, también hace evocar los Sueños morales de su imitador dieciochesco Diego de Torres Villarroel y las obras de los poetas satíricos americanos. Los personajes que sobresalen en ambas historias son: En primer lugar, el aprendiz de barbero, posteriormente reconocido sacamuelas, Gregorio de Utrilla, quien, según explica Iwasaki en uno de los apéndices de la novela, fue el fundador de una saga de médicos de carne y hueso zaheridos por el jienense Juan del Valle y Caviedes en su célebre Diente del Parnaso, poemario contra los médicos que escribió en Lima por esos años. Caviedes fue llamado con justicia por el crítico Giuseppe Bellini y otros un Quevedo americano, por lo que esta referencia puede asociarse a la percepción de la decadencia en territorio americano. También hay que indicar que la fecha sevillana de 1598 coincide con la que posee la Sátira a las cosas que pasan en el Pirú, de Mateo Rosas de Oquendo, quien ofrece otra imagen crítica de la sociedad peruana. En la cárcel andaluza y en Lima se hallará asimismo el librero Linares, quien se dice aquí que viajó a Nueva España y después al Virreinato del Perú en el
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séquito de D. Juan de Mendoza y Luna, Marqués de Montesclaros, Virrey del Perú. Claramente el librero del Siglo de Oro apunta al librero y editor sevillano contemporáneo Abelardo Linares, quien es visto con gran respeto por Iwasaki por su amor a los libros y que, según se dice dentro de la novela, será tomado por Miguel de Cervantes como modelo para su famoso hidalgo. En Neguijón hay otros guiños a la actualidad sevillana, como, por ejemplo, el siguiente pasaje, que hace pensar en el nepotismo: Valenzuela cumplía condena por haber robado azulejos de la casa palacio del Duque de Segorbe, siguiendo instrucciones de su mentor, el Marqués de Marchelina, señor de Carmona y del castillo de Lopera, quien le había prometido galera en la Puerta del Oro. Por desgracia, el Duque de Segorbe era pariente del Duque de Alcalá y la cárcel de Sevilla era prebenda del primo del amo de los lacayos que le rompieron los dientes antes de confinarlo en la Rasca, un antro abyecto situado en los ranchos reservados a los criminales de baja estofa (Iwasaki, 2005, p. 23) 2 .
Aparte de alusiones que no alcanzo del todo por no residir en Sevilla, hay otros encomios o pullas que parecen dirigirse a la realidad andaluza, como los que hace Iwasaki representando su religiosidad, con las cofradías sevillanas.3 El personaje apodado cómicamente «el Muñones» en la trama española, poco a poco se irá revelando como D. Miguel de Cervantes, el autor de El Quijote, de quien sabemos su paso por la cárcel de Sevilla y que, al parecer, quiso pero no pudo viajar a América, por lo que desaparecerá físicamente de la acción en Lima, aunque otros personajes traten bastante de él allí. El cervantismo de la novela de Iwasaki, terminada y publicada el mismo año en que se conmemora la publicación de la primera parte de su obra maestra es constante, recogiendo en ella bastantes datos de la biografía del autor y de sus obras, principalmente de El Quijote y del Viaje del Parnaso. En esta última obra, Cervantes excluyó de su lista de agasajados el nombre del llamado «Virrey poeta», D. Juan de Mendoza y Luna, Marqués de Montesclaros, alabado, sin embargo, por numerosos escritores coetáneos, incluido Lope de Vega, pese a sus escasas dotes artísticas, de lo cual se burla también Iwasaki. Iwasaki no
En adelante cito por esta edición. También habla de ciertos «falsos profetas como la beata de Piedrahita, el cura Chamizo y la monja Magdalena de la Cruz» (p. 81), figuras históricas que recogía como «alumbrados» Marcelino Menéndez Pelayo en su Historia de los Heterodoxos Españoles, pero que pienso apuntan también a la sociedad sevillana. 2 3
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menciona en la bibliografía que pone al final como «La biblioteca del Neguijón», según me explicó el propio autor y dice allí «Los libros y autores citados por los personajes de esta novela» (p. 157), el libro que dedicó al Virrey el peruano Aurelio Miró Quesada, de donde procede su elogioso mote4. La desacralización de Cervantes, mediante el epíteto antiheroico de «el Muñones», no impide que Iwasaki manifieste la devoción que siente por el escritor y su obra, y así, en Neguijón, reconocemos numerosas huellas de El Quijote. Por ejemplo, Iwasaki menciona o recrea pasajes famosos de la novela, como el expurgo de los libros del hidalgo o el debate entre las armas y las letras; el caballero Valenzuela actuará pensando constantemente en su mentor, el Marqués de Marchelina, como don Quijote guiado por sus caballeros fabulosos, y en la novela este personaje concluirá recibiendo el apodo de Dulcineo; el librero Linares y el inquisidor Tortajada en Lima, tras haber leído El Quijote, se reconocerán en la pareja protagonista de la novela, Quijote y Sancho, etc. Valgan como muestra estas dos citas de Neguijón: El librero Linares se desahogó con el «Muñones», pues ser eminente en letras le había costado tiempo, vigilias, fatigas y hasta un ojo perdido para la lectura y la erudición. ¿No era injusto tener que morir así, baldío en armas y huérfano de gloria? En realidad, el librero Linares se sabía incapaz de acometer con lanza o espada, aunque sus enemigos fueran cueros de vino, rebaños de ovejas o molinos de viento (p. 157). Linares se tanteó el chichón de la última escaramuza y — a falta de morrión o yelmo consistente- se encasquetó en la cabeza una bacía de barbero. «¡Quitaos la bacinica, caballero —lo amonestó Valenzuela—, que vuestra figura ya es muy triste!» (p. 126).
El ridículo caballero Valenzuela, cuyo nombre se acompaña siempre de las frases «gentilhombre de Lopera» o «gentilhombre de Jaén», formará también parte del séquito peruano del Marqués de Montesclaros, ejempli4
Aunque Miró Quesada elogie el interés cultural del Marqués y refiera sus numerosos contactos con escritores, confiesa su escaso estro poético, dice, por ej.: «su verso grave con frecuencia es prosaico» (p. 137), «Su inspiración poética no había sido nunca, en verdad, muy brillante» (p. 223) o fue «Débil como poeta» (p. 257). Miró Quesada indica (pp. 216-217) que quizás unos versos del cap. VII del Viaje del Parnaso se refieran a él; con todo, en su poema Cervantes reniega de la Adulación y la Mentira, a las que llama hermanas de la «altiva Vanagloria», defecto achacable a Montesclaros.
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ficando con su vida los sueños y derrotas del viaje a las Indias en busca de fortuna, pues cuando Valenzuela llega a Lima descubre que sus esperados protectores, supuestos parientes acomodados en la ciudad, resultan ser reos de la Inquisición, por lo que debe ocultar allí su origen y parentesco. Las mentiras suscitadas por la gran distancia que media entre Europa y América fueron objeto de burla en célebres poemas coloniales, como los sonetos de Francisco de Terrazas en México o los de Juan del Valle Caviedes en el Perú. Cuando llega a Lima, Valenzuela se vincula al Padre jesuita Bernabé Cobo, a quien llama simplemente Iwasaki «Bernabillo, el de las plantas», que no es otro que el famoso naturalista, autor de una Historia del Nuevo Mundo, que sobresale dentro de las crónicas de Indias. Iwasaki me ha declarado que el caballero Valenzuela está inspirado en la realidad en el periodista de EFE Alfredo Valenzuela Barberán, que está además como personaje en su Libro de mal amor. En la cárcel de Sevilla se encuentra además el cura Tortajada, ascendido en el Perú a inquisidor, cuyo nombre evoca el del famoso inquisidor Don Juan de Torquemada, pero cuyo referente real es tomado por Iwasaki del poeta sevillano recientemente fallecido Vicente Tortajada, quien sufrió, como el personaje novelesco aunque por diferente motivo, la amputación de una pierna. Este religioso es presentado por Iwasaki en la novela como un hombre bastante juicioso, en sus cabales, frente a muchos engañados por la credulidad de la época. En un retorcimiento humorístico barroco, la pierna mutilada del inquisidor servirá como amuleto y falsa reliquia a Utrilla. Linares, Tortajada y Valenzuela coincidirán como sufridos pacientes del sacamuelas en la Plaza Mayor de Lima. El tercer Marqués de Montesclaros, que sirve para enmarcar históricamente la novela con un pequeño ajuste de fechas, fue Asistente de Sevilla entre 1600 y 1603 (en la novela de Iwasaki se dice Asistente en 1598) y residió en el Perú como Virrey entre 1607 y 1616. Aunque Montesclaros está presente como personaje en la parte sevillana de la novela, donde aparece para sofocar el levantamiento de la cárcel, en la parte limeña del texto se habla de sus actuaciones en el Perú sin que intervenga, pues ese mismo año se había marchado de ahí y gobernaba el Virreinato el Príncipe de Esquilache, con el cual habría pasado a América Gregorio de Utrilla. A la enfermería de la cárcel sevillana acude otro personaje significativo, D. Iñigo de Tomares, figura imaginaria desde el punto de vista histórico, que se caracteriza por ser un caballero templario y reo culpado por haber cometido
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el pecado nefando, lo cual suscita que los demás personajes lo saluden con insultos. A través de D. Iñigo se ríe Iwasaki de la moda actual de escribir y leer bestsellers de materia esotérica y supuesta base histórica, poniendo en boca del librero Linares en Neguijón: Y en lo tocante al futuro de los libros y la literatura advirtió que muy malamente tendría que estar la república de los doctos y de las letras para que el mundo perdiera el culo al retortero de los templarios (p. 98).
En el apéndice citado que Iwasaki titula «La biblioteca del Neguijón», donde recoge las principales fuentes históricas de la novela, el peruano advierte —y en ello se nota que es además de escritor historiador—: los libros y autores citados por los personajes de esta novela no forman parte de la ficción. Ni siquiera las referencias a sus contenidos. No obstante, debo reconocer que el Libro del tesoro y el candado de los Pobres Caballeros de Cristo y del Templo de Salomón sí es apócrifo, porque —como todo el mundo sabe- la literatura templaría es un capricho del siglo xxi y simplemente no existió durante los siglos xvi y XVII. La biblioteca del Neguijón es un inventario de la cultura y la erudición del Siglo de Oro, un siglo de viajes y descubrimientos, pero también de disparates y supersticiones. Alonso Quijano enloqueció por leer libros de caballerías, aunque habría terminado igual de loco si hubiera leído tratados de mística o de medicina. Neguijón es un recorrido imaginario por España y América en los tiempos Quijote, porque me hacía ilusión sugerir que la mariposa hispanoamericana
del del
realismo mágico alguna vez fue un gusano barroco español.
Este realismo mágico de base histórica, en la estela de lo real maravilloso de Alejo Carpentier, está asimismo representado a través del personaje limeño de la beata Luisa de Melgarejo, que alcanzó fama de santidad entre sus coetáneos y fue testigo en los procesos de beatificación de santos ligados al Virreinato del Perú, como los famosos S. Francisco Solano, Sta. Rosa de Lima, S. Martín de Porres y los jesuítas Diego Martínez y Juan Sebastián Parra, hasta que la Melgarejo fue procesada por la Inquisición y condenada por alumbrada en 1622. La superchería religiosa de la época y de la beata se ponen en evidencia a lo largo de la novela; su importancia se destaca porque Iwasaki cierra los capítulos limeños con este personaje, hasta culminar la novela con una anécdota centrada en ella. En su faceta de historiador, Iwasaki
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ha dedicado estudios a ésa y otras figuras coetáneas con fama, merecida o inmerecida, de santidad 5 . Otro caso notable de esos años relacionado con la Inquisición fue el de Fr. Francisco de la Cruz, Rector de San Marcos, y Luisa Valenzuela, parientes del «gentilhombre de Lopera», a quienes dedicó un cuento histórico el excelente narrador cuzqueño Luis Nieto Degregori 6 Francisco de la Cruz protagoniza asimismo el primer cuento histórico de Inquisiciones Peruanas, de Iwasaki7. La desgracia de sus familiares limeños trastoca la fortuna del caballero Valenzuela, quien opta por disimular su origen para evitar que la condena inquisitorial lo salpique. En la novela de Iwasaki se dice que el sacamuelas Utrilla fue condenado a destierro por la Inquisición, al haber sido acusado de «hereje y nigromante», por su manía de atrapar al temido neguijón. Como he mencionado antes, en medio de muchos personajes desquiciados por creencias fabulosas, resulta un hombre cuerdo el Inquisidor Tortajada, quien, por otra parte, blasfema en varios momentos del relato. Al librero Linares, hombre culto e inteligente, también le llama la atención la credulidad del vulgo y de sus señores; comenta en un determinado momento el narrador de la novela: Al librero Linares no le arredraban ni el dolor, ni las intrigas cortesanas, ni los falsos parnasos que crecían como uñeros, sino los disparates que se engendraban en las mentes quebradizas por culpa de santurrones y profetas mentecatos. ¿Cómo era posible que su señor —el Virrey poeta- hubiera caído en los engaños de confesores, beatas y visionarios? (Iwasaki, 1997, pp. 53-54).
Resumiendo la novela con palabras del propio Iwasaki, en ella «un manco [Cervantes], un tuerto [Linares], un cojo [Tortajada], un mozuelo [Gregorio 5 Debo las referencias al autor: «Luisa Melgarejo de Soto y la alegría de ser tu testigo, Señor», Histórica, Lima, Pontificia Universidad Católica del Perú, vol. XIX, núm. 2, 1995; «Vidas de santos y santas vidas: hagiografías reales e imaginarias en Lima colonial», Anuario de Estudios Americanos, Sevilla, Escuela de Estudios Hispano-Americanos, vol. LI-1, 1994; «Fray Martín de Porras. Santo, ensalmador y sacamuelas», N e w York, Colonial Latin American Review, III, vol. 1-2, 1994; «Mujeres al borde de la perfección», Durham, N C , Hispanic American Historical Review, p. 4, 1993. 6
Recogido en Señores destos Reynos (Degregori, 1994). Claramente inspiradas en las Tradiciones Peruanas, de Ricardo Palma, tal como destaca Mario Vargas Llosa en el «Prólogo» del libro, en su audacia recuerdan las postumas Tradiciones en salsa verde de Palma (Palma, 1973). En las supercherías de los alumbrados de los relatos, acusados ante el Tribunal del Santo Oficio, Iwasaki hace hincapié en la relación entre religiosidad y trato carnal. 7
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de Utrilla] y un templario [Iñigo de Tomares]» (Ibid., p. 124) coinciden en la enfermería de la cárcel de Sevilla y cuatro de ellos tiempo después en Lima, al requerir los servicios de Utrilla convertido en sacamuelas; allí se suma a ellos la beata Luisa de Melgarejo, como centro de una anécdota que pone fin a la sucesión de cuadros. Como señalé al principio, Neguijón destaca por su estilo, que es claramente barroco y arcaizante. Iwasaki hace gala de un humor negro escatológico, que se recrea en detalles sórdidos que pueden ser considerados naturalistas, al describir la podredumbre y las heces. La crueldad de los tratamientos médicos de antaño se resalta además en el plano visual, pues Iwasaki edita la novela con ilustraciones de instrumentos de barbero de los siglos xvi y XVII, tomadas algunas de ellas del primer tratado español sobre el cuidado de la dentadura, publicado en Valladolid, en 1557. Un ejemplo suficientemente asqueroso de esta complacencia naturalista es el siguiente fragmento relativo a la obsesión del sacamuelas por atrapar al neguijón: Utrilla dobló un lienzo encima de una palangana y aguó con más vinagre la pus de los flemones, con idea de cernir aquella colada y sorprender a los gusanos; pero a pesar de la extrema sutileza de su operación no encontró ningún género de lombrices, gusanos o sanguijuelas retorciéndose por la tela. De pronto sintió que una alimaña culebreaba por su dedo, mas sólo era un goterón de sangre que no llegaron a rebañar las moscas que hozaban dentro de la herida (Ibíd., p.75).
No en vano el sacamuelas apostilla más adelante, apuntando a una interpretación moral de la corrupción física del cuerpo: La boca es la cloaca del mundo —sentenció casi en un susurro— con su compendio de llagas, sus hollines pestilentes y su tumulto de gusanos (p. 85).
Iwasaki trabaja esmeradamente la prosa, con numerosas referencias cultas, propias del uso y abuso de las Autoridades para apoyar las ideas en la época, acompañándolas, eso sí, con una fuerte dosis de humor irónico, que simultáneamente desbarata lo anterior; por ejemplo: Linares suspiraba por esos mundos nuevos y remotos de los que sólo tenía noticia por libros como los Naufragios
de Álvar Núñez Cabeza de Vaca, la Verda-
dera relación de la conquista del Perú y Provincia del Cuzco de Francisco de Xerez
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o la Historia de los reinos de la gran China, Tartaria, Cochinchina, Malaca, Sian, Camboyay Japón de fray Marcelo de Ribadeneyra, todos muy bien encajados como carne de cañón entre las defensas de la enfermería. El capellán Tortajada reprendió al «Muñones» y a Linares cuando los descubrió compungidos por la suerte de las crónicas de sucesos y conquistas de los reinos de Ultramar, pues aquellas repúblicas eran un despreciable imperio de apóstatas y herejes. ¿Acaso no sabían que los incas, los chinos, los mexicas y los japones habían renegado de las enseñanzas que recibieron por boca de los propios apóstoles de Nuestro Señor Jesucristo? (p. 85). Entre las Autoridades evoca en más de una ocasión a Juan Huarte de San Juan y su famoso Examen de ingenios. El autor emplea la acumulación barroca, con abundantes comparaciones y juegos de palabras, que recuerdan textos antiguos. Sirvan de muestra dos juegos de palabras que sobresalen en el debate entre las armas y las letras que hace el «Muñones» (Cervantes), quien, al clasificar a los poetas por su capacidad, declara: Lo segundo en calidad era ser gran poeta y soldado más bien molondro, como Manrique, Garcilaso y Gutierre de Cetina, quienes palmaron en batalla porque lo suyo no eran las tropas sino los tropos. En el tercer orden —y ya en situación puñetera- estaban los poetas modorros pero aguerridos soldados, caterva infinita y harto peligrosa porque se creen que el Parnaso también hay que tomarlo por asalto, y así donde ponen la endecha ponen la flecha (p. 85). La verdad es que el lenguaje de Cervantes en la novela resulta harto vulgar, pero habría hecho reír al gran escritor. Iwasaki escribe con una gran plasticidad, usando un amplio abanico de percepciones sensoriales. El inicio de la novela, muy musical, donde se vale de un ritmo marcado y de la aliteración mediante consonantes vibrantes, evoca la prosa poética del comienzo de El Señor Presidente, de Miguel Ángel Asturias. Neguijón empieza: Cuando el sollozo de la campana rasgó el silencio supurante de la ciudad, los pobladores de Lima advirtieron sobrecogidos que aquél no era el tañido de la peste, ni el repique del fuego, ni el doblar de los duelos, ni el rebato contra las ratas, sino algo infinitamente peor y más doloroso. En realidad, a todos les dolía algo aquella mañana: uñeros, lobanillos, sietecueros, hernias, migrañas, cólicos, panadizos, tumores, ciáticas y almorranas; pero cuando el estrépito de cencerros reverberó
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Concepción Reverte Bernal h e l a d o e n s u s m u e l a s , t o d o s s i n t i e r o n la m i s m a p u n z a d a i n e f a b l e y p r o f u n d a . E l m i s m o f r a g o r d e g u s a n o s e n las e n c í a s (p. 15). A lo l a r g o d e l t e x t o v e r e m o s c ó m o , s e g ú n la m e n t a l i d a d d e e n t o n c e s , los
dolores
físicos
q u e p r o v o c a el d e n t i s t a s i r v e n p a r a r e m e m o r a r l a P a s i ó n
de
C r i s t o , e n c o n s o n a n c i a c o n la a t r i b u c i ó n d e los t e r r e m o t o s a p e c a d o s h u m a n o s . Así, Utrilla c u m p l e g o z o s a m e n t e su oficio d e sacamuelas, a r g u m e n t á n d o s e a sí m i s m o : ¿ N o s e r í a n D i o s y la c i e n c i a b i e n s e r v i d o s , a u n q u e se p e r d i e r a n u n a s c u a n t a s m u e l a s c o m o sacrificio? D e s p u é s d e t o d o , u n a b o c a s i n d i e n t e s j a m á s p e c a r í a d e g u l a , reiría m á s b i e n c o n r e c a t o , se g u a r d a r í a d e l a d u l t e r i o y n o p o d r í a m o r d e r los f r u t o s p o n z o ñ o s o s d e l p l a c e r . U n a b o c a s i n d i e n t e s a l l a n a r í a la s a l v a c i ó n a través de u n a v i d a c o n t e m p l a t i v a , m í s t i c a y a n a c o r e t a . U n a b o c a sin d i e n t e s — e n s u m a — r e t a r d a r í a la m u e r t e , p o r q u e la c o r r u p c i ó n d e la c a r n e c o m e n z a b a e n las c i é n a g a s d e la d e n t a d u r a (p. 2 9 ) .
E s c l a r o q u e s o b r e u n a b a s e h i s t ó r i c a I w a s a k i u s a la e x a g e r a c i ó n p r o p i a d e l B a r r o c o , c o n u n g u s t o p o r l a d e s m e s u r a , p u e s , p o r e j e m p l o , si h a b l a d e h e c e s , l o h a c e c o n m ú l t i p l e s m a t i c e s , a n e g á n d o n o s e n el f é t i d o e l e m e n t o 8 . E l a u t o r l i m e ñ o e s c o g e l a s i m á g e n e s p a r a q u e e n c a j e n e n el e n t o r n o b a r r o c o d e l a n o v e l a ; d e e s t a m a n e r a d e s c r i b e a T o r t a j a d a : «Y e n t r ó b u f a n d o y r e n q u e a n t e , c o m o u n j a b a l í m i t o l ó g i c o , e r i z a d o d e venablos» (p. 4 6 ) . L a a d j e t i v a c i ó n es c u i d a d a p o r lo m i s m o , c o m o se o b s e r v a , p o r e j e m p l o , al e x p l i c a r el g o l p e r e c i b i d o p o r el l i b r e r o L i n a r e s e n l a c á r c e l :
8 Ej., pp. 32-33: «Si bien era herejía erasmista y quizás luterana, el capellán T o r t a j a d a t a m b i é n hizo provisión de mierda en la enfermería, pues c u a n d o f u e párroco de Alájar había escuchado a d o n Benito Arias M o n t a n o ponderar las virtudes curativas del estiércol del vientre, señalado por Dios para asombro de los hombres. Así, los excrementos de las cerdas c o r t a b a n las hemorragias y los del b u r r o la disentería, tal c o m o la boñiga del caballo curaba la pleuresía y la de vaca era remedio eficaz contra la epilepsia de los niños. C o m o teólogo, d o n Benito había c o m b a t i d o a los herejes en el Concilio de Trento, y c o m o médico observó que los luteranos se q u i t a b a n heridas y pústulas negras con sus propias heces. Desde entonces Arias M o n t a n o
llevaba mojoncicos de n i ñ o en u n relicario, que siempre ofrecía en su casa de Aracena a quienes descubrían las raspaduras del c a m i n o . "Caca de santo", d o n Benito, correspondía T o r t a j a d a socarrón». Los olores n a u s e a b u n d o s que resalta la novela vienen a ser el reverso de esa imagen idealizada de la Lima colonial c o m o «una limpia ciudad p e r f u m a d a de magnolias, d o n d e apenas el l a m e n t o de los c a m p a n a r i o s quebraba el m o d o s o silencio de u n a austera población entregada al rezo y los cilicios»; en «Exordio» a Inquisiciones Peruanas (p. 13).
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C o n la espada humeante y llagada, el jayán se resolvió en un grito y descargó su enorme garrote sobre la desencuadernada humanidad del librero (p. 69).
Iwasaki altera expresiones hechas para llamar la atención del lector y con una intencionalidad, como cuando habla de «La peste de santidad» (p. 103), en lugar del olor de santidad, que se había extendido en L i m a a principios del siglo XVII. C o n destreza, usa el recurso retórico de la contaminación semántica, como se ve en el siguiente pasaje sobre las crueles prácticas de los médicos: El niño Gregorio quería recordar cómo separaba las carnes de los huesos durante la matanza del cochino, cuando la primavera reclamaba su primera víctima y la luz de mayo barnizaba de sol la cal fresca de las paredes cuajadas de flores: geranios de color furioso de la sangre y gitanillas que colgaban boca abajo formando racimos de nervios y tendones (pp. 111-112).
C o m o si de un texto teatral barroco se tratara, Iwasaki sitúa en un punto culminante de la trama, al final de la novela, con un sentido burlesco, un soneto del Marqués de Montesclaros, ya que el librero lo recita al unísono con el Marqués para halagarlo, cuando él y sus compañeros son rescatados en la enfermería de la cárcel sevillana (p. 127). Si comparamos a Fernando Iwasaki con otros autores peruanos contemporáneos que escriben narrativa histórica, 9 advertiremos cómo al igual que ellos este escritor escoge el período colonial mirando simultáneamente el presente, apoyando la ficción en una sólida base histórica, que se interpreta con la mentalidad de un hombre de nuestros días. Sin embargo, a diferencia de ellos, el limeño no elige el Perú andino del siglo x v i c o m o marco para lo narrado, período histórico decisivo para el futuro del país, con las fuertes tensiones existentes entre vencedores y vencidos, sino que se centra en el primer cuarto del siglo XVII, cuando el m u n d o colonial está asentado, haciendo hincapié en los defectos de una sociedad — a la par española y americana, con una visión cómica y trágica— que está en vías de putrefacción, como los dientes atacados por el temido gusanillo. En Neguijón domina el punto de vista de los blancos, españoles y criollos. Otra diferencia importante respecto a los narradores peruanos es que Iwasaki sitúa los hechos paritariamente en dos ciudades, Lima y Sevilla, en Perú y España, haciendo eco con ello a su propia biografía. C o n fiemos en que este sólido narrador siga escribiendo novelas como Neguijón para 9
Remito a un artículo mío anterior, publicado en RILCE, Universidad de Navarra.
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beneficio de dos literaturas, la peruana y la española, que se sirven de la misma lengua común, a la que prefieren llamar unos castellano y otros español.
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ASTURIAS,
E L VIAJE A OTRO M U N D O E N UNA MAGIA MODESTA Y DE
UN MUNDO
A OTRO
DE A D O L F O B I O Y C A S A R E S Rosa Pellicer Universidad de Zaragoza,
España
N o hay que insistir en que el viaje es el eje principal de muchos de los relatos de Bioy Casares. Sus personajes pueden entrar en peligro o en contacto con lo fantástico cuando salen de su casa. Bioy insiste tanto en las entrevistas como en las narraciones en la necesidad del viaje: «Dijo otro que los viajes nos deparan la revelación de que la vida es mientras tanto» (Martino, 1991, p. 176). Además nos aleja de la muerte que supone la costumbre, al abrirnos a la magia del mundo. Dice el protagonista de «Un viaje o El mago inmortal», de Una muñeca rusa-, «como la vida fluye y no quiero morir sin entrever lo sobrenatural concurro a lugares propicios y viajo. ¡En el viaje sucede todo!» (Bioy, 1991c, p. 115). Desde las primeras ficciones, como ya señaló Gallagher, la aventura puede ser voluntaria; otras veces es impuesta a los personajes por circunstancias imprevistas: «En este caso se acude a la fantasía para destacar la perplejidad de lo inesperado ante gente que no está preparada más que para las situaciones vulgares. En general, Bioy Casares impone sobre sus personajes una aventura, ya sea ésta plausible o fantástica, para revelar su cómica pequeñez» (Gallagher, 1991, p. 26) 1 . El viaje es medio mediante el cual las criaturas de Adolfo Bioy 1
D i c e Bioy: «Realmente me hace gracia que personas de p o c a s luces se vean enfrentadas
con problemas tremendos y me parece que, en realidad, esos personajes sirven para enfatizar
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Casares se mueven entre dos realidades, en el camino descubren esa «grieta en la imperturbable realidad», que supone la intrusión de lo fantástico en lo cotidiano 2 . Hay que asomarse y regresar, pero la vuelta no siempre es posible. Graciela Scheines indica que en las ficciones de Bioy: El viaje preludia el salto a la otra realidad que siempre se produce desde lo cerrado o circunscripto. Casas y caserones anacrónicos con respecto al entorno, islas o lugares aislados por las aguas, cuarteles y hospitales, trenes, barcos y aviones constituyen la escenografía desde donde el protagonista es catapultado a lo desconocido. Pese a su aparente variedad, estos lugares comparten la condición de circunscriptos, es decir separados del entorno por un límite definido (Scheines, 1991, p. 17).
A pesar de los cambios que experimentan las narraciones de Bioy a lo largo del tiempo, éstas continúan el camino iniciado en los años cuarenta. En estas páginas me ocuparé de los dos últimos libros: la colección de cuentos, algunos muy breves, Una magia modesta y la novela corta De un mundo a otro, publicados en 1998. Ambos presentan una novedad con respecto a los anteriores, ahora los viajes pueden ser al espacio, donde existen, como no podía ser de otro modo, otros mundos. De este modo, lo fantástico se desliza, bien que débilmente, a la ciencia ficción. Bioy, desde La invención de Morely La trama celeste ya había hablado de extraterrestres, de universos paralelos, de clones, de telepatía, de manipulaciones genéticas, del espacio y del tiempo; también son frecuentes en su mundo los inventores, científicos, médicos. Todo ello corresponde a la idea central de que existen para las historias fantásticas dos tipos: «aquellos en que el hecho extraordinario requiere la intervención de máquinas o de operaciones quirúrgicas y aquellas en el que el hecho supone una grieta en el orden de las cosas» (Martino, 1991, p. 195). Señala Marcelo Pichón Rivière que: «En su juventud Bioy Casares se deja dominar por el inventor; en su madurez, por el narrador; en su vejez, por el escritor satírico» (Pichón Rivière, 1991, p.14); la sátira amable es uno de los aspectos la magnitud de las dificultades. Son la elocuente imagen de todos nosotros» (Martino, 1991, p. 81). 2 Señala Graciela Scheines: «La posibilidad de salir y entrar del personaje, el acceso a otra realidad donde rigen otras reglas, donde es factible jugar un rol diferente al habitual, otorga importancia a los viajes, ingrediente casi infaltable en la narrativa de este autor. En efecto, en los cuentos y novelas de Bioy casi siempre el protagonista emprende un viaje que lo conduce, sin buscarlo, a lo sobrenatural» (Scheines, 1988, p. 32).
El viaje a o t r o m u n d o
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fundamentales de los últimos libros, que retoman viejos argumentos 3 . En el «Libro segundo» de Una magia modesta se presentan agrupados tres relatos breves relacionados con la ciencia ficción, que tienen un tono totalmente distinto. En «Oswalt Henry, viajero» y «La colisión» aparece por primera vez el viaje espacial. En el primero la nave entra en una órbita equivocada de la que el viajero no podrá salir. El astronauta, atrapado en la nave espacial, sueña que se encuentra en la casa de su infancia, el espacio familiar y seguro, y oye que lo llaman para el desayuno pero enseguida comprende que todo ha sido un sueño: Esa mañana, tal vez por la terrorífica experiencia del sueño, valoró como es debido el calor de hogar que le ofrecía su casa. Realmente le pareció que su casa era el hogar por antonomasia, el hogar original, o quizá la suma de cuento tuvieron de hogareño las casas en que vivió a lo largo de su vida. Su vieja niñera le preguntó si algo le preocupaba y lo estrechó contra el regazo (1998a, p. 77).
Pero en «ese momento de supremo bienestar» se instala la duda: la niñera había muerto, por lo tanto está soñando. Despierta asustado, y comprendió «que volaba en una órbita de la que ya no podría salir» (Ibíd., p. 78). Este breve relato contiene dos temas fantásticos el viaje y el sueño. En cuanto al viaje, como ocurre en la mayoría de los relatos de Bioy, tenemos un espacio claustral, del que no se puede salir, opuesto al espacio cotidiano, la casa, que representa la seguridad. También comparte con otros textos el hecho de que un accidente provocado «por una falla del mecanismo o por un error del astronauta» (p. 77) es la causa del acceso a otro espacio4. La diferencia que presenta «Oswalt Henry, viajero» con otros textos semejantes es que ahora la vuelta a casa es imposible, sólo se produce en el sueño en el que se traslada a otro tiempo y lugar, el pasado, el paraíso perdido.
3
Escribe Alberto Giordano: «Los últimos años de Bioy Casares fueron, en más de un sentido, años de declinación. La vejez le llegó, como a todos, con su cohorte de achaques, enfermedades y pérdidas. A despecho del continuo crecimiento de su prestigio y su fama, el debilitamiento progresivo e irreversible alcanzó también a sus destrezas literarias. El Bioy de Un campeón desparejo (1993) y De un mundo a otro (1998), es un narrador «cansado y repetitivo [que] presenta, con debilitada hilaridad e ingenio remanido, los temas de siempre» (Podhubne, 2004, p. 212). 4
Escribe Graciela Scheines: «en momento irrecuperables, durante descuidos involuntarios, por la aceleración del tiempo, es posible vislumbrar la otra dimensión de lo real. Pero siempre se accede a ella desde lo cerrado o circunscripto, sitios no contaminados de cotidianeidad que operan como pasadizos secretos que conducen a la zona de misterio» (Scheines, 1988, p. 36).
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En el cuento siguiente, «La colisión», la necesidad de dejar el espacio familiar, que en este caso como en el anterior se trata de la Tierra, se debe al choque de nuestro planeta con algo innominado, tal vez un enorme meteorito. Al principio, «Diríase que ese pavoroso fenómeno ya participaba del orden de las cosas y que mencionarlo era propio de gente de mal gusto», (p. 79), es decir, lo extraordinario se convierte en habitual. Las cosas cambian cuando el agujero se va extendiendo: «Cuando los bordes del boquete llegaron al Chaco, ya nadie dudó de que un día cercano (si la Tierra no se destruía antes) llegarían a Buenos Aires» (p. 79). Los que comienzan a volar a Lucio, un asteroide cercano, «una tierra en miniatura», son considerados cobardes, aunque explican que allí está todo por hacerse y hay trabajo; es decir, van a dar la forma de nuestro mundo al otro, al desconocido. Villanueva no quiere marcharse, arguye la dureza del trabajo y el tener que andar con pesadas máscaras. Cuando el peligro es inminente, decide partir en el último viaje, pero aparece una antigua enamorada, no hay asientos vacíos y le cede el suyo. Dos viajeros comentan durante el vuelo: — Q u é valiente— dijo uno. Debió de quererla mucho para cederle su lugar. —¿Vos creés? —replicó el otro—, quién te dice que no temiera irse a lo desconocido. A lo mejor prefiere quedarse en su casa, esperando una amenaza que tal vez no se cumpla. Yo lo comprendo y, si me apuras un poco, lo envidio (p. 80).
En este caso, Villanueva entraría en el grupo de los escasos personajes de Bioy que renuncian al viaje por miedo a lo desconocido y a la imposibilidad de vuelta a casa. Por el contrario, si la primera posibilidad —el quedarse por amor— fuera la correcta el sentido del cuento varía, ya que se supondría el sacrificio por la mujer amada. En el cuento siguiente, «Una invasión. Trascendidos policiales», el viaje es inverso: nuestro planeta —mejor, «el territorio nacional»— ha sido invadido por seres extraños, «por hombres y mujeres artificiales» (p. 84). Ahora no se trata de la creación de estos seres por el hombre, como ocurre en «El hombre artificial», sino de una invasión. El descubrimiento lo hace el subcomisario Horacio Ruzo Camba: «Las primeras tandas fueron por lo visto dobles de gente de este mundo», luego, continúa en su reflexión, «cuando comprendieron que por eso podrían descubrirlos, produjeron modelos originales» (pp. 84-85). Aunque no se conocen sus intenciones, los superiores deciden exterminarlos sin que el hecho trascienda. Ante esta decisión algunos policías manifiestan
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su reticencia, pero el comisario Bernárdez observa que no son hombres sino engendros, sin padre ni madre, por más que se parezcan a los humanos. Horacio Ruzo Camba tiene una revelación al ver a la misma persona dos veces, dado que no podía haber llegado donde se encontraba el subcomisario por ir en sentido contrario: Para llegar a este resultado, la mente de Ruzo Camba debió de dar, por así decirlo, un gran salto (que a algún hombre no tan seguro de sí, lo hubiera desestabilizado). El salto le deparó una revelación: el territorio nacional estaba siendo invadido, por increíble que parezca, por hombres y mujeres artificiales. ¿Con qué fines? Esto todavía estaba por verse, pero la prudencia aconsejaba suponer que no serían benéficos. «Las primeras tandas», Reflexionó Ruzo Camba, «fueron por lo visto dobles de gente de este mundo.» Ruzo Camba siguió reflexionando: «Cuando comprendieron que por eso podrían descubrirlos, produjeron modelos originales. Hoy por hoy, la única manera de descubrirlos sería por interrogatorios. No tienen familia» (pp. 84-85).
Finalmente, haciendo caso omiso de las censuras, se decide el exterminio de estos seres, a pesar de que como comenta el cabo Luna a Ruzo Camba, «No se lo diga a nadie, pero tengo la impresión de que la República se estableció y progresó como nunca, justo en los años en que los hombres artificiales nos visitaron» (p. 86). «La invasión. Trascendidos policiales» presenta de forma satírica la reacción ante lo desconocido, en este caso hombres artificiales: la estrechez de miras otra vez acaba, brutalmente, con unos seres benéficos, procedentes tal vez de otro mundo. Bioy ya había presentado un habitante de otros mundos, en «El calamar opta por su tinta» de El lado de la sombra. El extraterrestre parecido a un bagre, que recordemos necesita humedad para sobrevivir, ha venido de un planeta cercano para salvarnos antes de que el mundo sea destruido por la bomba atómica. A diferencia del breve relato de Una magia modesta, aquí se indica brevemente cómo ha llegado el bagre a nuestro planeta y cuál es su propósito. Dice don Tadeíto: Dijo padrino que la visita dijo que vino de su planeta en un vehículo especialmente fabricado a puro pulmón, porque allá escasea el material adecuado y que es el fruto de años de investigación y trabajo. Que vino como amigo y como libertador, y que pedía el pleno apoyo del padrino para llevar adelante un plan para salvar el mundo (Bioy, 1991a, p. 107).
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Pero, pasados unos días, don Juan vuelve a poner el molinete de regar en el jardín y deja que el avispado ser muera. El narrador exclama: —Yo le echo en cara la falta de curiosidad— para agregar con la mirada absorta en las constelaciones—: Cuántas Américas y Terranovas infinitas perdimos esta noche. — D o n J u a n — dijo Villarroel —prefirió vivir en su ley de hombre limitado. Yo le admiro el coraje. Nosotros dos, ni siquiera a entrar aquí nos atrevemos (Ibíd., p. 112).
En este cuento, como en «La invasión. Trascendidos policiales», los personajes optan por matar al desconocido benefactor antes que abandonar la costumbre en la que están anclados. En los cuentos anteriores el viaje es de otro mundo a éste, por lo que no hay descripción de aquél; no hay una creación de un mundo imaginario y los que vienen de fuera apenas son descritos, ya que lo que interesa es la reacción que provocan en personajes limitados, tan comunes en Bioy. Es el caso opuesto a los mundos posibles de otras narraciones, como La invención de Morel y muchos cuentos de La trama celeste, por citar los más conocidos. La última entrega narrativa de Bioy se titula De un mundo a otro, está dedicada a Wells, y hasta el momento ha recibido poca atención. Se trata de una novela breve en la que, por primera y última vez, los personajes van a viajar en una nave espacial y encontrar otro mundo no por azar, como le ocurrió a Ireneo Morris, sino voluntariamente, aunque, como no podía ser de otra manera, un descuido los lleva a otro destino 5 . En esta novela corta lo importante no es tanto la creación de otro mundo como el tema del amor, en este caso la imposibilidad de estar con la mujer amada. En el comienzo de la narración el joven periodista Javier Almagro no logra encontrarse con su novia Margarita en Buenos Aires; tras una serie de desencuentros, el diario para el que trabaja lo envía a cubrir el primer viaje argentino al espacio interplanetario. Margarita, que acaba de terminar su carrera como astronauta, será quien pilote la nave hacia el planeta 14. El espacio cerrado, llamado «cárcel», que debería ser el ansiado lugar de encuentro, aparece dividido 5
El título es el mismo que el del cuento de Carlos Monsalve, publicado en 1881. En «De un mundo a otro» se trata, según se lee en el manuscrito en sánscrito que traduce el ayudante del doctor Pánax, del viaje que realizaron Adán y Eva a este mundo desde otro, cómo lo poblaron y
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en dos, de modo que nunca están juntos. Cuando llegan al planeta desconocido, también son separados. A la vuelta a Buenos Aires, lo primero que hacen las autoridades es enviarlos a un hospital para pasar la cuarentena, una vez más cada uno por su lado, como había sucedido al llegar al otro mundo. En esta obra menor, Bioy mantiene el espíritu satírico ya mencionado al describir tanto este mundo como el otro, a la vez que encontramos referencias a su propia vida y obra. El viaje es vivamente desaconsejado por Castro, el amigo de Javier Almagro: — T e d i g o c o n la m a n o e n el c o r a z ó n : lo m á s p r o b a b l e es q u e n o l l e g u e s a n i n g u n a p a r t e y q u e te p i e r d a s e n el e s p a c i o . P e r o si l l e g a s al o t r o m u n d o , lo q u e m e p a r e c e i m p r o b a b l e ¿ h a s p e n s a d o e n lo q u e a l l á v a s a e n c o n t r a r ? A lo m e j o r seres r a r í s i m o s , q u e los a t a c a r á n a u s t e d e s y los m a t a r á n ( 1 9 9 8 b , p . 2 6 ) .
Los preparativos del viaje interplanetario son los de un viaje habitual. Así, el equipaje de Almagro es el un viajero convencional: d e lo a l t o d e u n a r m a r i o b a j ó u n a v a l i j a , la a b r i ó en el s u e l o y f u e p o n i e n d o e n ella d o s trajes, u n o d e i n v i e r n o y o t r o d e v e r a n o , u n p o n c h o d e v i c u ñ a , tres p i j a m a s , tres c a m i s a s y tres d e las o t r a s p r e n d a s del v e s t u a r i o m a s c u l i n o » ( I b í d . , p . 2 9 ) .
Como lectura lleva el Martín Fierro, del que transcribe la primera estrofa y se siente identificado con el personaje, lo que lleva, como a tantos viajeros de Bioy, a empezar a escribir su aventura que, en definitiva, es el motivo de su viaje6. La escritura quedará pronto interrumpida y abandonada al producirse el accidente que deja a los protagonistas en un planeta desconocido.
lo civilizaron. Pánax piensa que llegaron a T a p r o b a n a , Ceilán, donde se encontraba el antiguo paraíso hindú. Y es probable que allí llegara A d i m a : — ¿ E n su viaje extraplanetario? — J u s t a m e n t e . Ya ve que el A d a m de la Biblia, t o m a d o de las tradiciones de la India, tiene derecho a ser un tipo real. — N a t u r a l m e n t e , puesto que según es manuscrito, A d i m a era un descubridor de mundos, y hasta me parece que el progenitor de los hombres de raza blanca. El ayudante va m á s allá: por medio de la metempsicosis Pánax es la reencarnación de A d i m a , que vino «después de miles de años, expresamente para recoger el perdido manuscrito» (Monsalve, 1970, pp. 194-195). 6
Podemos recordar que en Los primeros
obras de Shakespeare.
hombres en la Luna, de Wells, Cavor lleva las
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A partir de este momento es cuando comienza la descripción de «otro mundo», que no es un mundo creado por el hombre, sino uno de los mundos posibles7. No asistimos al proceso de su creación, simplemente, como ocurre a partir de El sueño de los héroes, esos mundos paralelos están ahí. Conviene recordar lo que señala Pierre Jourde: Le m o n d e imaginaire ne connaît pas la génération spontanée. Il est fait de morceaux de «realités». O u , plus exactement, il se constitue en opérant u n travail complexe de métamorphoses et de croisement à partir d'un donné qui n'est pas seulement fait de la réalité telle qu'elle apparaît dans les atlas et les encyclopedies, mais également des mythes, des légendes de tous les univers imaginaires déjà existants. D e ce matériau naissent des ensembles nouveaux qui présenteront de façon plus ou moins évidente un air de parenté avec leur origine (Jourde, 1 9 9 1 , p. 2 2 3 ) .
Como ya apuntaron Walter Mignolo y Lisa Block de Behar, el inclasificable libro de Auguste Blanqui L'éternité par les astres está detrás de algunas invenciones de Bioy. Aunque De un mundo a otro carece la complejidad de «La trama celeste», por citar un ejemplo, no podemos obviar que detrás de esta novelita sigue estando la idea de la repetición, con leves variaciones, de los distintos mundos paralelos. De ahí la semejanza del otro planeta con el nuestro y con otras ficciones de Bioy. La caída en paracaídas se produce cerca de un lago y Javier Almagro cree que está en Buenos Aires: «Muy sorprendido se preguntó: «¿Después de tantos días de viaje llegué a Palermo? ¿Estaré en el bosque de Palermo?» (Bioy, 1998b, p. 42). Pero pronto se da cuenta de estaba en una ciudad desconocida y, como los demás personajes de Bioy, siente miedo. En primer lugar, describe a sus habitantes, divisados a lo lejos; se trata de una especie de hombres pájaro, muy frecuentes en la ciencia ficción:
7 Umberto Eco establece la distinción entre mundos posibles, verosímiles, inverosímiles, mundos inconcebibles-posibles o imposibles, «porque sus presuntos individuos y propiedades violan nuestras costumbres lógicas y epistemológicas». Estos últimos convienen a parte de las ficciones de Bioy Casares: «Un mundo posible no menciona simplemente algo concebible. Construye las condiciones mismas de su propia inconcebilidad». (Eco, 2 0 0 0 , pp. 2 2 9 y 231). Para la diferencia entre «construir» y «nombrar», que es lo que se produce en este tipo de textos, véase del mismo autor Lector in fabula, (Eco, 1987, pp. 211-216). También el trabajo de E. Lynch (1986)
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Asustado se dijo que no eran hombres, sino pájaros muy altos y cubiertos de plumas. C u a n d o el cerco se estrechó, advirtió que todos tenían pico y que entre ellos había seres de dos especies, unos muy altos, corpulentos, y otros que ahora parecían chicos, tal vez porque estaban al lado de los más grandes; en resumen, todos eran más altos que los hombres y bastante parecidos a los pájaros. Alrededor del pico tenían una cara no muy distinta de la nuestra y debajo de las alas ocultaban brazos cortos, provistos de manos. Abrigados por las plumas quizá nunca necesitaron inventar el traje (Ibíd., p. 43).
Dejando de lado estas características de su aspecto, son muy parecidos a los hombres. C o m o sucede habitualmente, se diferencian en los usos alimentarios (comen una especie de bolitas que sacian), las costumbres sexuales («el acto del amor consiste en tomarse las manos y besarse») (p. 57), y en el idioma, que no se describe, sólo se indica que durante el tiempo que Javier pasó en prisión en compañía de Grum, ambos aprendieron los rudimentos de sus respectivos lenguajes. A partir de ese momento, Bioy da por supuesto que Javier Almagro y Margarita logran comunicarse con los habitantes de ese planeta desconocido, pero muy semejante al suyo. En realidad, se trata de una copia: lo primero que hacen es poner a los viajeros en cuarentena en un hospital; en segundo lugar, también existe la cárcel, a la que va a parar Javier por robar un pan; hay una policía represora, persecuciones políticas, xenofobia, equipos de rugby y hasta un club de escritores. Las semejanzas se hacen más patentes cuando Javier recorre la innominada ciudad en busca de su amada, que, como luego sabremos, ha sido capturada y luego liberada por un hombre pájaro enamorado de ella. Por un tiempo fue bondadoso con Margarita: «paraban en la guarida de un hermano de M u m que estaba en un barrio de la ciudad parecido al de Palermo, de Buenos Aires» (p. 72). Almagro entra en un restaurante y la comida es igual a la argentina: come un sándwich de miga; el café no lo conocen, pero toman una hierba que resulta ser mate; en otra ocasión, entra en un café «y como si estuviera en Buenos Aires, pidió un especial de queso» (p. 67), aunque en esta ocasión no le sirven puesto la animadversión a ellos, por ser extranjeros, ha crecido, y son perseguidos. Un ingeniero amigo de G r u m logra reparar la nave y pueden escapar. Grum, su benefactor, muere a manos de sus enemigos. Aunque en apariencia De un mundo a otro cuenta la aventura de Javier Almagro y Margarita en otro planeta, podemos también pensar, que en realidad no se trata tanto del descubrimiento de otro mundo, sino de las relaciones que se establecen entre ficción y realidad, entre seres reales e imágenes cinematográfi-
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cas, y, finalmente, todo pudiera ser un sueño, por lo que este relato alcanzaría una complejidad mayor de la que muestra en una primera lectura 8 . El cine es el remedio al que recurre Almagro ante las situaciones que no tolera9. Podemos recordar que en el primer capítulo, Javier al no encontrar a Margarita, se va al cine Astral, inaugurado en Buenos Aires en 1927; mientras espera que termine el pase anterior se muestra celoso y al entrar ve a su novia con un desconocido. Esa misma noche, después de salir de casa de su amigo Castro, va al teatro Porteño donde pasan la película El Porteño de los años treinta y sus treinta caras bonitas, momento que aprovecha Bioy para insertar un recuerdo personal, recogido en sus Memorias-. Eligió una butaca en la última fila, pera tener la salida fácil si la película era tediosa. N o lo era. Entre las coristas, las «caras bonitas» del título, entrevio a una de quien, años atrás, llegó a enamorarse. Lo que realmente lo conmovió fue ver y oír a Sofía Bozán que en la película cantaba con gracia y desenfado Flor de fango, haragán, Mi noche triste, Ivette, El Entrerriano, Hotel Victoria (p. 28)10.
En la nave espacial hay un «rectángulo blanco», que resulta ser una pantalla; allí Almagro ve una película de persecuciones en la que el coche del protagonista queda frágilmente sostenido por las ramas de un árbol, asomado al abismo. Inmediatamente después la nave cae a un lugar desconocido. La «aventura» para rescatar a Margarita, encerrada en una casa en la cima de una montaña parecida al Pan de Azúcar de Río de Janeiro, es semejante a la película vista durante el viaje espacial. Finalmente, mientras Grum sale a buscar a la novia de Javier, éste va al cine en la ciudad desconocida: se encaminó al barrio de los cinematógrafos, una suerte de calle Lavalle de aquella ciudad. En algún momento se preguntó si lo seguían y le bastó girar la cabeza 8
Es bien conocida la afición por el cine que muestra Bioy desde la infancia. Leemos en sus Memorias-. «Progresivamente me aficioné a las películas, me convertí en espectador asiduo y ahora pienso que la sala de un cinematógrafo es el lugar que yo elegiría para esperar el fin del mundo» (Bioy, 1994, p. 43). 9 «Comprendió que toleraba la situación, que un remedio provisorio, pero remedio al fin, sería meterse en un cinematógrafo. Reflexionó: 'Pasando de una función de cine a otra, el mismo camino hacia la muerte sería, para mí, llevadero'. Se largó, pues, al Astral» (Scheines, 1998, p.16). 10 «Cuando me enamoré perdidamente de Haydée Bozán, una de las Treinta Caras Bonitas del Porteño, no pude impedir que los nervios menguaran mi inteligencia, aumentaran mi torpeza.» (Bioy, 1994, p.36)
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para confirmar la sospecha. Sorteó filas de pájaros que esperaban el momento de entrar en los cinematógrafos y por último junto coraje y logró incluirse en una de esas filas. Advirtió que vendían las entradas en un quiosco azul que Almagro juzgó de estilo «chinesco». Pidió a un vecino de fila que le cuidara el lugar, compró su entrada y con un suspiro jubiloso pudo refugiarse en la sala» (p. 77).
El cine, en el idioma del extraño planeta, se llama Astral, igual que el de Buenos Aires. Almagro comprueba que lo siguen, pero el suspenso que ejerce la película, a pesar de que los personajes son pájaros, lo fascina. Al terminar la sesión, la luz le revela que la persona que se encuentra en la butaca de al lado es Margarita. Van a casa de Grum, donde se enteran de que lo han matado; los amigos los conducen a la nave, y se repite la separación durante el viaje de vuelta. La llegada a Ezeiza, es similar a la del «otro mundo»: no se atreven a tocarlos y deben estar separados para pasar la cuarentena en un hospital: «Después nada les impediría reunirse» (p. 78). Como vemos, prácticamente, la novela comienza y termina en el mismo sitio: el cine Astral, donde Javier Almagro encuentra a Margarita; también la situación de la vuelta a la Tierra es semejante a la caída en la extraña ciudad, tan semejante a Buenos Aires: los enamorados deben seguir separados. Las leves variaciones sugieren también que el planeta innominado es una copia del nuestro. Así, en la última entrega de Bioy Casares volvemos a encontrar el tema de sus primeras narraciones: los mundos posibles y la idea de Blanqui que «hay infinitos mundos idénticos, infinitos mundos levemente diversos, infinitos mundos diversos» (Bioy, 1990, p. 184), como leemos en «La trama celeste». Los mundos posibles imaginados por Bioy desde «La trama celeste» a los cuentos de Una magia modesta y a De un mundo a otro, se muestran demasiado parecidos al nuestro, incluso duplicados, por lo que quizá no quepa la esperanza enunciada por Blanqui en su resumen» de La eternidad por los astros-. «Seúl le chapitre des bifurcations reste ouverte á l'esperance. N'oublions pas que tout ce qu'on auraitpu éter ic-bas, on l'est quelquepart ailleurs» (Blanqui, 1996, p. 149). A pesar de que en las narraciones de Bioy los mundos posibles, a diferencia de lo expuesto por Blanqui, puedan comunicarse entre sí, este hecho no les resta cierta tristeza y melancolía, ya que los personajes siguen manteniendo su identidad en uno y otro mundo, en este y otros tiempos, sin cambios visibles. El deseo siempre truncado de Javier Almagro de estar con su amada Margarita se produce en Buenos Aires, en la nave espacial, en la extraña ciudad, tan semejante a la propia, y en la vuelta a la Tierra. Por ello, tal vez
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le convengan las últimas palabras del libro de Blanqui en traducción libre de Carlos Alberto Serviam: En infinitos mundos mi situación será la misma, pero tal vez haya variaciones en la causa de mi encierro o en la elocuencia o en el tono de mis páginas. (Bioy, 1990, p.184)
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Q U I N I E N T O S AÑOS DESPUÉS:
DOCE CUENTOS PEREGRINOS Rosa García Gutiérrez Universidad de Huelva, España
En febrero de 1992, con motivo de los actos conmemorativos de la llegada de Colón a América, Germán Arciniegas escribió: De Cien años de soledad [...] hubiera querido que no fuera, como fue, de 1967, sino de 1992. Por el mismo título. Por el discurso de García Márquez en Estocolmo. [...] ¡Vaya usted a buscar en ese Macondo el encuentro de dos culturas! No. [...] Saltado a manera de globo, al 12 de octubre de 1992, hubiéramos dado con esa novela a la celebración, el sentido justo de invento que tocaba al acontecimiento. Algo para despertar a los otros continentes y producir una reacción mágica (Arciniegas, 1992, p. 3).
No fueron cien, sino doce, y no años sino cuentos, los que García Márquez publicó en el emblemático 1992 de manera estratégica, como queriendo responder al deseo de su amigo de «despertar a los otros continentes». Llevaba años reflexionando sobre las relaciones entre Europa y Latinoamérica, sus conexiones, herencias compartidas, divergencias y desencuentros, y había materializado parte de sus conclusiones, más que en planteamientos intelectuales, que siempre ha rechazado, en sus acostumbradas historias sobre vidas particulares, algunas plasmadas en sus novelas y cuentos y otras publicadas en prensa, en artículos o notas, estas últimas especialmente a partir de la década de los ochenta. Cuando en 1982 recibió el premio Nobel de literatura algo empezó a cambiar en su modo de afrontar «la soledad» de América Latina de cara al
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futuro, o lo que es lo mismo: la «insolidaridad», la «falta de amor» que había percibido de Europa hacia América Latina de cara al futuro1. El premio le dio la posibilidad de hacerse oír universalmente. Oficialmente quedó convertido en auctoritas, y asumió esa su canonización como la oportunidad, incluso el deber de contribuir a solventar el desencuentro —la «soledad» y sus consecuencias: incomunicación, aislamiento, desinterés, desconocimiento, olvido— en dos direcciones que sintetizó en «La soledad de América Latina», su meditado y espléndido discurso de aceptación del premio: de un lado, hacer creíble, esto es, real para Europa la realidad latinoamericana2; y del otro, mostrar a Europa la falibilidad de sus instrumentos de interpretación de esa realidad —el método científico, la categorización intelectual, el racionalismo-, y la mentira de los discursos que, desde 1492, ha oficializado para encajarla en su verdad, blindada por la rigidez del armazón discursivo intelectual y por mecanismos de autoprotección como la canonización en sus diversas versiones a través de las distintas formas de la Academia3. 1
La definición más clara del concepto de soledad de García Márquez, tan representativo de su manera de entender lo político, filosófico, histórico o cultural desde la particularidad de cada ser humano y su vida cotidiana, está en su imprescindible conversación con Plinio Apuleyo Mendoza poco antes del Nobel. Huyendo, como siempre, de generalizaciones y teorías, explicó ahí ese «problema de todo el mundo» que es el eje de sus libros a partir del caso concreto de los Buendía: «no eran capaces de amor, y ahí está el secreto de su soledad, de su frustración. La soledad, para mí, es lo contrario de la solidaridad» (García Márquez/ Mendoza, 1982, p. 108). Ya en 1970, hablando con Ernesto González Bermejo, había precisado: «Yo creo que ahí hay un concepto político-, la soledad considerada como la negación de la solidaridad es un concepto político muy importante. Es la falta de amor». Cito por Cobo Borda, «Vueltas en redondo en torno a Gabriel García Márquez» (1992, p. 153). El subrayado es mío. 2 «Me atrevo a pensar que es esta realidad descomunal, y no sólo su expresión literaria, la que este año ha merecido la atención de la Academia Sueca de Letras. Una realidad que no es la del papel, sino que vive con nosotros [...], porque el desafío mayor para nosotros ha sido la insuficiencia de los recursos convencionales para hacer creíble nuestra vida. Este es, amigos, el nudo de nuestra soledad». El discurso se publicó por primera vez en El País, 9 de diciembre de 1982. Ese mismo año se editó en Barcelona, Ediciones Originales, como La soledad de América Latina. Brindis por la poesía. Desde entonces ha sido frecuentemente reeditado, por lo que no remito a una fuente concreta. 3 «[...] no es difícil entender que los talentos racionales de este lado del mundo, extasiados en la contemplación de sus propias culturas, se hayan quedado sin un método valido para interpretarnos. Es comprensible que insistan en medirnos con la misma vara con que se miden a sí mismos, sin recordar que los estragos de la vida no son iguales para todos, y que la búsqueda de la identidad propia es tan ardua y sangrienta para nosotros como lo fue para ellos. La interpretación de nuestra realidad con esquemas ajenos sólo contribuye a hacernos cada vez más desconocidos, cada vez menos libres, cada vez más solitarios».
Quinientos años después: Doce cuentos
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Unos meses después del Nobel, en julio de 1983, García Márquez publicó un artículo sobre la Comisión de «11 hombres y 1 mujer» —doce en total, como los cuentos— que el presidente Belisario Betancur había convocado para organizar «la participación de Colombia en la celebración de los quinientos años de las Américas» («Nueve años no es nada», en García Márquez, 1991, p. 513). Tras cuestionar el nombre elegido para las conmemoraciones —«los europeos decidieron llamarlo, por su cuenta, el Descubrimiento de América, y nosotros lo aceptamos así, sin reflexionar demasiado sobre la facilidad del término» —y citar la humorada amarga de Germán Arciniegas —«el cubrimiento de América» —, añadió que, sin ser tal vez «justo [...] llegar a esos extremos», «no cabe duda de que la relación de descubridores y descubiertos no es la que mejor conviene a la verdad histórica y al cariño recíproco, y la fiesta de los quinientos años es una buena ocasión para ponernos de acuerdo». El «ponerse de acuerdo» no se refería sólo a la cuestión del nombre, sino que pasaba por el reconocimiento —cabría decir, incluso, el conocimiento— de la realidad latinoamericana y la extracción del continente de la ficción, la otredad, el extrañamiento y el olvido. «Sería gracioso —proponía— jugar a la ficción de que todo hubiera sido al revés» —de que el poder a la hora de determinar quién es el otro hubiera estado en América—, para luego sintetizar su propuesta, como contador de cuentos nato y persona poco dada a las abstracciones, en la recuperación de los avatares de aquellos individuos concretos que experimentaron la perplejidad, el pavor y la sorpresa de descubrir Europa: «¿qué fue de aquellos pobres caribes que Colón llevó consigo en su primer viaje de regreso?». Conocemos los detalles de los primeros españoles que pisaron América, la extrañeza que plasmaron en cartas y testimonios oficiales y familiares, pero nada sabemos de lo que pensaron o sintieron los primeros americanos que pusieron pie en Europa. García Márquez sugiere restituir su memoria, investigar quiénes fueron «[...] antes de que llegaran arrastrando sus nostalgias amargas a una Europa dispersa y en ruinas, sin papas, ni chocolates, ni maíz, ni tomates, y que tal vez no hubiera conocido jamás —sin el oro de América— el esplendor del Renacimiento», pero hay mucho más bajo la aparente ingenuidad colorista, casi folclòrica, de su pedido. Lo que García Márquez propone es desjerarquizar la relación descubridor-descubierto, y ubicarlos a ambos en el mismo plano de observación: en la experiencia similar del miedo y la fascinación ante lo nuevo y distinto, con el consiguiente tambaleo, cuestionamiento y redescubrimiento de lo propio; y en la posibilidad de que la influencia o presencia del otro lado del océano haya operado también en
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la nunca contemplada dirección, más allá de las papas o el cacao que hoy son parte de la cultura —aunque sea culinaria— europea: «tal vez nos llevemos todos la sorpresa de descubrir cuántos españoles ilustres descienden de ellos, a tanta honra para nosotros como para ellos». Los Doce cuentos peregrinos no fueron literalmente la recuperación histórica de esos caribes traídos por Colón, pero sí lo fueron en esencia: fueron el relato de las «cosas» naturalmente «extrañas» que ocurren a los latinoamericanos en una Europa convertida ejemplarmente en «lo otro», en una novedad a descubrir, categorizar, comprender, temer y querer; y también el relato de la presencia de rasgos constitutivos —más allá, repito, de las papas y el cacao— en una Europa que los ubica al otro lado del océano, negándose a reconocer en ellos un puente de solidaridad de la buena, de la desjerarquizada y no paternalista, con América4. A 9 años de las celebraciones, el pesimismo que Arciniegas notó en Cien años de soledad parecía haber disminuido y los quinientos años eran para este García Márquez recién asumido en su condición oficial de star intelectual un horizonte favorable para el entendimiento y la comunicación mutuos, «para acabar de hacer juntos tantas cosas comunes que se nos han quedado sin terminar». De unos meses después, de enero de 1984, es otra nota de prensa en la que García Márquez menciona un proyecto de «sesenta o más cuentos sobre la
4 Contra esta falsa solidaridad que mantiene jerarquías y no deshace el binomio descubridor/descubierto escribió también García Márquez en su discurso del Nobel: «[...]creo que los europeos de espíritu clarificador, los que luchan también aquí por una patria grande más humana y más justa, podrían ayudarnos mejor si revisaran a fondo su manera de vernos. La solidaridad con nuestros sueños no nos haría sentir menos solos, mientras no se concrete con actos de respaldo legítimo a los pueblos que asuman la ilusión de tener una vida propia en el reparto del mundo. [...]. La violencia y el dolor desmesurados de nuestra historia son el resultado de injusticias seculares y amarguras sin cuento, y no una confabulación urdida a tres mil leguas de nuestra casa. Pero muchos dirigentes y pensadores lo han creído, con el infantilismo de los abuelos que olvidaron las locuras fructíferas de su juventud, como si no fuera posible otro destino que vivir a merced de los dos grandes dueños del mundo. Este es, amigos, el tamaño de nuestra soledad». Poco antes, en septiembre de 1981, con motivo de un congreso de intelectuales latinoamericanos, había sido más tajante: «durante la década de los sesenta los intelectuales europeos se colocaron en la primera línea de la solidaridad con nosotros, nos desbordaron con un alborozo idealista que, sin embargo, no resistió el primer embate serio de la realidad. Su análisis tenía, y sigue teniendo, un rezago colonial: sólo ellos se creen depositarios de la verdad. Para ellos sólo es bueno lo que ha probado serlo en su propia experiencia. Todo lo demás es extraño, y, por consiguiente, inaceptable y corruptor» (García Márquez 1991, p. 197. Publicado originalmente el 16 de septiembre de 1981).
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vida de los latinoamericanos en Europa» que había paralizado un año antes y que se disponía a retomar («¿Cómo se escribe una novela?», en 1991, p. 606). Son, claro está, los cuentos peregrinos que, con el doble estímulo del Nobel y la «buena ocasión» propiciada por los quinientos años, y tras una génesis azarosa y compleja, peregrina en el doble sentido de la palabra, se publicaron en diciembre del emblemático 1992 con calculada intención. En el «Prólogo. Porqué doce, porqué cuentos, porqué peregrinos», dice haber puesto punto final al libro en septiembre de 1991 —justo para que estuviera en la calle en la fecha escogida—, pero que a «última hora le mordió una duda final» que le obligó a viajar a las ciudades protagonistas —Barcelona, Ginebra, Roma y París— para «comprobar la fidelidad de (sus) recuerdos»: Todas, como toda la Europa actual, estaban enrarecidas por una inversión asombrosa: los recuerdos reales me parecían fantasmas de la memoria, mientras los recuerdos falsos eran tan convincentes que habían suplantado a la realidad. De modo que me era imposible distinguir la línea divisoria entre la desilusión y la nostalgia. Fue la solución final. Pues por fin había encontrado lo que más me hacía falta para terminar el libro, y que sólo podía dármelo el transcurso de los años: una perspectiva en el tiempo (García Márquez, 1992, p. 18)
En ese párrafo está sintetizada la poética del libro y toda la disquisición marquiana sobre ficción/realidad/verdad, y a ella volveremos luego, pero interesan ahora los ocho meses «febriles» en que, según dice en el prólogo, reescribió los cuentos bajo una presión innecesaria —sobre todo teniendo en cuenta que trabajó lenta, minuciosamente los textos durante años-, de la que cabe deducir el propósito de coincidir con el año 1992; y sobre todo esa «perspectiva en el tiempo», cuya clave está en la desaparición de la «línea divisoria» entre la invención del futuro (desilusión) y la del pasado (nostalgia), que nos conduce a un no tiempo o tiempo universal y eterno, un permanente presente, en el que habitan los cuentos populares, primitivos, tradicionales o folclóricos que García Márquez usó como modelo para construir los suyos, transmitidos desde tiempos inmemoriales generación tras generación, migrantes de unas culturas y continentes a otros. Decepcionado por las críticas a su actividad pública y por los diálogos muchas veces sordos con políticos y autoridades diversas, poco dado a figurar en fastos oficiales y reticente a los logros del intelectualismo —«la cosa que más detesto porque reduce la rea-
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lidad a una teoría inmutable» 5 — García Márquez fue descubriendo despacio la táctica con la que cumplir los dos propósitos que enunció en el estrado de la Academia sueca. Aprovechó dos estrategias típicamente occidentales de canonización —las celebraciones institucionales y el prestigio del Nobel — para hacer audible su postura sobre la relación Europa-Latinoamérica; y configuró su voz valiéndose del único discurso a su juicio capaz de derribar la barrera de la «insolidaridad», el literario, que quedó así reivindicado como manera suprema de desciframiento y plasmación de la realidad, con la realidad latinoamericana misma: E n c a d a línea que escribo trato siempre, con mayor o m e n o r f o r t u n a , de invocar los espíritus esquivos de la poesía, y trato de dejar en c a d a palabra el testimonio de m i devoción por sus virtudes de adivinación, y por su permanente victoria contra los sordos poderes de la muerte. El premio que acabo de recibir lo entiendo, con t o d a h u m i l d a d , c o m o la consoladora revelación de que m i intento no ha sido en vano. E s por eso que invito a todos ustedes a brindar por lo que u n gran p o e t a de nuestras A m é r i c a s , Luis C a r d o z a y A r a g ó n , ha definido c o m o la única prueba concreta de la existencia del hombre: la poesía (García M á r q u e z
1992, p. 246). El cuento como género inmortal y universal, y también como «género natural de la humanidad por su incorporación espontánea a la vida cotidiana» 6 , posibilitó esa «perspectiva en el tiempo» proporcionada por la «magia de la poesía» que no logró el necesariamente reflexivo texto del Nobel. Con ella García Márquez crea un no tiempo ubicuo y trashumante que hace eternamente reencarnable, eternamente presente en sus diversas concreciones particulares, la verdad subyacente al cuento. Los cuentos peregrinos y el discurso comparten, efectivamente, la misma verdad esencial, una verdad particularmente significativa en el contexto de los actos de 1992 y en el de las preocupaciones marquianas por la soledad de América Latina. Tras someter a sus circunstanciales protagonistas a un trasiego inclemente de la mesa de trabajo al cesto de los papeles, de un país y una fecha a otros, de la canónica verdad del periódico al poder de convocatoria del cine, y de ahí a los territorios de la ficción, tras probar, en fin, los poderes de supervivencia y universalidad de sus historias particulares,
Gabriel García Márquez (1981). Gabriel García Márquez, «Gabo contesta. ¿Todo es un cuento chino?», . 5
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les dio forma definitiva invocando a la poesía y «su permanente victoria contra los sordos poderes de la muerte» para rescatar a Latinoamérica de la nada —la muerte— que es la inexistencia oficial, la falsificación y el olvido7. Esperaba quizás que a través de ese género viajero por excelencia que es el cuento en su forma más popular y primitiva, a medio camino, como demostró Propp, entre su condición de documento histórico-cultural, simbólica concreción ontològica, testimonio vital e invención poética, esa verdad esencial adquiriese estatuto de realidad y permaneciera siempre viva, socavando la sacralidad imperturbable de los esquemas culturales de las comunidades que constituyan el trayecto de su peregrinación.
G R I E T A S , A P O R Í A S , FALACIAS DEL SABER
Las constataciones de las que partió García Márquez para escribir Doce cuentos peregrinos son las mismas que aparecen en el tantas veces citado hasta aquí «La soledad de América Latina». La Razón, la Ciencia y la Academia — o el Saber institucional—, que están en la base de los discursos intelectuales oficiales europeos desde la crisis de la modernidad, se han otorgado el monopolio de la verdad, adjudicándosela en exclusividad como equivalente discursivo de la realidad empírica; pero la «teoría inmutable» sobre la realidad que de ahí se deriva excluye a Latinoamérica, que sólo llega a Europa, si llega, convertida en «noticia fantasmal», «leyenda» o «quimera» 8 . «Los talentos racionales de este lado del mundo, extasiados en la contemplación de sus propias culturas, se han quedado sin un método válido para interpretarnos», concluye, como vimos, García Márquez, y propone como solución que «los europeos de espíritu clarificador» revisen «a fondo su manera de vernos». Los cuentos peregrinos están concebidos como ayuda para esa revisión en cuatro vías: mostrar la falibilidad de lo que García Márquez ha llamado «cultura científica» 9 , «racionalismo oscurantista» 10 , o de un modo más sintético en el prólogo a los Doce
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Esperanza López Parada (1995) ofrece una espléndida explicación de estos cuentos a partir del concepto de «récit primitif» de Todorov, analizando el sentido en que hay que entender su «peregrinaje» textual. Véase también Isabel Rodríguez Vergara (1994), especialmente pp. 346-350. 8 Son palabras, nuevamente, del discurso de aceptación del Nobel. 9 Gabriel García Márquez (1981a). 10 Gabriel García Márquez, «La poesía, al alcance de los niños» (1991, p. 81).
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cuentos, «leyes de la inteligencia»; que la no aceptación de esa falibilidad genera incomprensión e incomunicación, y conduce al desencuentro de Europa con Latinoamérica y también al de Europa consigo misma; que para establecer el encuentro a partir de esa «buena ocasión» que es el Quinto Centenario Europa necesita saber que también ella es (o puede llegar a ser), según la perspectiva (o el azar, o las vicisitudes de la historia), un «otro» condenado al desconocimiento, la falsificación y el olvido; y que de esa revelación puede derivar una comprensión más justa, completa y acertada de la realidad sin verdades absolutas y extrañezas, sin centros ni periferias, sin jerarquías valorativas y excluyentes, expresable a través del discurso universal y libre de la poesía.
Los ejemplos con los que García Márquez muestra a lo largo del libro la invalidez de los discursos prestigiados como portadores de la verdad en la cultura occidental son muchos. En «La santa», el vigilante del león de Villa Borguese, respaldado por su condición de «doctor en letras clásicas de la Universidad de Siena», pontifica su interpretación estrictamente racional de los rugidos del león hacia Margarito —«debió estar ese día con otros leones que lo habían contaminado de su olor» (1992, p. 67)—, pero ésta no sólo resulta falsa, sino claramente absurda. Las razones esgrimidas por la ciencia médica para ingresar a la mexicana María de la Luz Cervantes en el manicomio son impecables desde el punto de vista de la lógica de su discurso, pero constituyen un error y otra caída más en el absurdo —justo lo contrario a la razón y al causalismo del intelectualismo—, plasmado por García Márquez en un relato, como ha escrito Carmen Alemany, ostensiblemente kafkiano". El origen del delirio ramificado y acumulativo de esta historia lo señala María de la Luz en la primera página del cuento: «Lo único que necesito es un teléfono» (p. 105). La falta de este objeto simbólico, es decir, la imposibilidad de entablar comunicación y hacerse entender, está en la base de sus problemas, que son 11 Carmen Alemany (1997, p. 349). Sobre los monstruos producidos por el sueño de la razón escribió García Márquez el mismo 1992: «la razón [...] es el comodín con que los hombres hemos legitimado nuestras ideologías, casi todas absurdas o abominables», «¿Cuáles son las prioridades de la humanidad para las próximas décadas?», en Gabriel García Márquez, Por la libre. Obra periodística 4, 1974-1995, Barcelona, Mondadori, 1999, p. 303. Publicado en respuesta a la encuesta «What should humankind aim to accomplish in the coming decades?», en Time Magazine, SpecialIssueMillenium, 15 de octubre de 1992.
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dos: primero, ser una excepción, una extrañeza, no sólo en la España franquista sino también en el todo categorizado e inmutable, etiquetado y uniformado del autobús de internas del manicomio, en el contexto de un mundo en el que las excepciones, para que sigan «confirmando la regla», se neutralizan en categorías homogeneizadoras como la locura, cuya «teoría inmutable» justifica la segregación, paternalista o no, y el ocultamiento; y segundo, ser incapaz de «hacer verosímil» su verdad, comunicarla, hacerla real fuera de los límites del concepto prefijado «locura». La extrapolación al desencuentro Europa-América Latina es claro: el «otro» —en este caso América- es demonizado como «loco» por su diferencia, categorización que lo anula, excluye y falsifica; y el «otro» se enfrenta al «mayor desafío» de cualquier latinoamericano según García Márquez en su discurso del Nobel: «la insuficiencia de los recursos convencionales para hacer creíble (su) vida», la dificultad de lograr que se acepte como real su realidad. García Márquez, sin embargo, no se queda en la dicotomía simple y demagógica y va más allá: su denuncia no es sólo contra los «racionalistas sin corazón incapaces de entender»12 sino contra el paternalismo europeo, aun bienintencionado, que atacó en su ya citada nota sobre el congreso de intelectuales latinoamericanos de 1981. Por eso del médico del sanatorio se destaca siempre su amabilidad sin fin, su ternura sincera, el cariño con que por un momento consigue hacer creer a la mexicana que le está ocurriendo «el prodigio de ser comprendida» (p. 110), aunque tal vez la tristeza mayor, por insoluble, de la historia, esté en que el médico crea en otro prodigio aún mayor: que, efectivamente, la está comprendiendo. Pero en «Sólo vine a hablar por teléfono» el desencuentro Europa-América es sólo uno de otros muchos desencuentros fruto del problema universal de la soledad y su más pernicioso efecto, la incomunicación, lo que explica el personaje de Saturno el mago, mexicano como María, y cómplice máximo en su anulación. Por su profesión y nacionalidad cabría la tentación de adjudicarle la capacidad de entender a María, a la que en teoría, además, ama. Con su participación en la trama, García Márquez convierte la insolidaridad en un problema que trasciende nacionalidades, aún cuando haya tenido encarnaciones políticas concretas en las relaciones Europa-América; y ubica la raíz de la «falta de amor» —la causa, recuerdo, de la insolidaridad— en el miedo, sentimiento que opera mediante demonizaciones y que trató en profundidad en Del amor y otros demonios, publicada sólo dos años después de los Doce cuentos. 12
Cf. «Fantasmas de carretera», (García Márquez, 1991, p. 182)
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La mexicana demonizada, ficcionalizada y anulada por el miedo a lo otro y por la maquinaria discursiva y autoprestigiante del intelectualismo y la autoridad científica, conduce a otra idea subyacente a los cuentos: después de quinientos años demonizando, ficcionalizando y anulando la realidad latinoamericana, el continente sigue olvidado, solo, muerto simbólicamente más allá de la muerte física, como los muertos de Rulfo o las muertas de Bolaño, inexistente en lo único existente, la letra impresa de la Academia. En este sentido, tal vez, hay que entender la obsesión por la muerte que la crítica ha subrayado al leer los cuentos, una muerte que sin duda nos hermana a todos en nuestra compartida peregrinatio vitae, pero que es algo más: la noexistencia en vida a que parte de la humanidad está condenada 13 . No es casual que María Dos Prazeres se identifique con Durruti y los otros dos anarquistas asesinados y se haga encargar, como ellos, borrados de la realidad española por el discurso oficial franquista, una lápida sin nombre ni fecha; pero más llamativa y reivindicativa es su obsesión por, al menos, asegurarse un sitio en el cementerio de Montjuich, lugar con nombre y espacio en el mapa, a la espera de que alguien (¿el autor/narrador García Márquez quizás?) escriba su nombre sobre la lápida, del mismo modo que ella hace cada día con Durruti, levantando acta de su existencia. Su terror a ser una muerta doblemente muerta arrastrada por las lluvias torrenciales de Manao hacia la nada del río Amazonas es el mismo del marido de Prudencia Linero fotografiándose compulsivamente en el lecho de muerte, y es el mismo de García Márquez a que nadie recuerde que «20 millones de niños latinoamericanos (mueren) antes de cumplir dos años» o que son «casi 120.000 los desaparecidos por motivos de represión»14. Si en algunos casos la muerte simbólica de Latinoamérica la ha ocasionado el olvido, en otras ha sido la falacia de quinientos años de discursos exotistas que han convertido su realidad en el sueño europeo de la utopía o en la pesadilla también europea de la barbarie. Volveré sobre ello, pero baste decir que, en esa dirección, García Márquez desmantela en sus Doce cuentos la convención crítica —académica— que ha acabado oficializando el discurso exotista en la literatura: el realismo mágico. La conversión de lo que en su momento fue hallazgo feliz en tópico ingenuo y la recodificación de lo real maravilloso por parte de Europa como exigencia folclórica para lo escrito fuera de sus fronte-
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Sobre la presencia de la muerte en los cuentos y su relación con el poder salvador de la escritura, véase, sobre todo, Consuelo Treviño, 1995. 14
«La soledad de América Latina».
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ras, acabó alejando a García Márquez de los recursos mítico-mágicos de Cien años de soledad, cuya normalización dentro de los límites de lo académico se dinamita en Doce cuentos. Para ello presenta algunos de sus relatos como reelaboraciones de notas de prensa, es decir, como verdades procedentes de un género, el periodismo, convencionalmente asociado a la reproducción literal de la realidad 15 . Y como Nobel, es decir, como auctoritas, asume la voz narrativa de sus cuentos certificando la verdad de historias protagonizadas por él mismo o de las que ha sido testigo, en las que pululan fantasmas o infalibles intérpretes de sueños, y en las que la intuición o la superstición constituyen la clave interpretativa de los acontecimientos. La verdad de la vida de los muertos o la responsabilidad de los sueños y premoniciones en las vidas cotidianas no son, así, realismo mágico sino «ortodoxo» y material, comprobable y experiencial' 6 . Sólo así se explica el desenlace terrible de «La luz es como el agua», el más extraño de la colección. Lo que empieza siendo una «aventura fabulosa», fruto de «una ligereza mía cuando participaba en un seminario sobre la poesía de los utensilios domésticos», acaba en el ahogamiento trágico de treinta y siete niños incapaces de flotar en la masa de agua procedente de la llave de la luz. La «ligereza» que acaba convirtiendo «la poesía de los utensilios domésticos» en un divertimento inofensivo de europeos en busca de exotismo, o en una fórmula hecha que se lee como ficción cuando expresa una verdad real en su literalidad, muestra sus peligros en un relato que es, como diría García Márquez, un ejemplo más de 15 El mismo García Márquez llama la atención sobre ello en el prólogo del libro. Sobre las diversas formas —periodística, cinematográfica y literaria— de «La Santa», cf. Michael Palencia-Roth (1997). Sobre «El avión de la bella durmiente» y «Tramontana», que también fueron notas de prensa, cf. María Alvarez (1997). Otros relatos que tuvieron previa versión periodística son «Sólo vine a hablar por teléfono» («María de mi corazón», 5 de mayo de 1981, tn Notas de prensa. Obra periodística, 1991,pp. 130-132); «Me alquilo para soñar» («Me alquilo para soñar», 7 de septiembre de 1983, en Ibíd., pp. 545-548); «Espantos de agosto» («Cuento de horror para la Nochevieja», 30 de diciembre de 1980, en Ibíd., pp. 67-69); y, en parte, «Diecisiete ingleses envenenados» («Roma en verano», 9 de junio de 1982, en Ibíd., pp. 329-331). 16
Es bien conocida, por otra parte, la defensa marquiana de esas facultades. En 1994 exaltó las virtudes de «la clarividencia precoz y la sabiduría del corazón» frente a determinados programas educativos («Por un país al alcance de los niños», en Por la libre, ed. cit., p. 315); aunque más explícito fue en «Telepatía sin hilos», publicado el 25 de noviembre de 1980, mostrando su fe en «los presagios, los sueños premonitorios y la transmisión del pensamiento», medios diversos de la «telepatía» que «no son cosas de brujos, como parecen creerlo los incrédulos, sino simples facultades orgánicas que la ciencia repudia porque no las conoce» (en 1991, p. 52). Cf., además, Gabriel García Márquez y Plinio Apuleyo Mendoza, 1982, pp. 165 y ss.
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«materialización de la poesía»17, pero también una llamada de atención sobre la banalización superficial de lo mágico-maravilloso como cliché de una Latinoamérica convertida en postal turística18. De lo dicho hasta ahora podría deducirse una visión dicotòmica por parte de García Márquez de Europa-América como representantes de «las leyes de la inteligencia» y «la magia de los instintos»19, pero revisando los cuentos salta a la vista que la incomunicación de las dos orillas del Atlántico existe más a nivel oficial, en los discursos y retóricas, en la Cultura y el Saber, que en la vida cotidiana. Como explica Carolina Sanabria, «las creencias en lo sobrenatural, en lo mágico, no son, así, exclusividad de las 'supercherías africanas' [...] o de la 'barbarie y exotismo americanos' sino que la Europa venerable, la Europa moderna, cuna del racionalismo y el progreso, genera también esa apreciación», como si «el racionalismo a partir del cual se sustenta el ideal de la civilización» fuera «parte de una imagen que ha proyectado esa cultura» y que no se corresponde con su realidad total20. Es europeo el fantasma de Ludovico cuya presencia aterroriza a García Márquez y esposa, y tópicamente europeo y renacentista el castillo que desde hace siglos habita. Europea es la familia que contrata los servicios de Frau Frida, la lectora de sueños, convirtiendo en profesión remunerada y clave de la existencia lo que convencionalmente se menosprecia y tacha de fraude, y europeo es también el marinero que sucumbe a la superstición de la tramontana. La vida real en Europa, la cotidianidad de los individuos, se desenvuelve entre mitos, intuiciones, supersticiones, sueños, premoniciones, aunque estos no existan en el discurso consagratorio de su verdad, empirista y racionalista por imposición oficial. En sus casos más extremos, ese desencuentro de Europa consigo misma, esa distancia entre discurso y realidad, degenera en comportamientos esquizofrénicos como el de la señora Forbes, de la que se dice explícitamente en el 17 Ésa es la expresión que usó para referirse a la famosa leyenda urbana de la mujer de la curva, después de haberla oído de diferentes bocas en distintos países: «A mí -que soy un materialista convencido- no me cabe ninguna duda de que aquél fue un episodio más, y de los más hermosos, en la muy rica historia de la materialización de la poesía» («Fantasmas de carretera», p. 182). Sobre la literalidad del título como clave de lectura del cuento, véase Martha L. Canfield (1997). 18 En ese sentido hay que interpretar el alejamiento del «macondismo» y «el cansancio de los tiempos de la utopía y la maravilla» que Luz Mery Giraldo ha subrayado en Doce Cuentos. (Cf. «Peregrinaje y levitación en Doce cuentos peregrinos», en Carmenza Kline 1997, p. 50). 19 García Márquez, 1997. 20 Carolina Sanabria (2001, pp. 57-58).
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cuento que hay dos: la diurna y pública que enseña «urbanidad» y se somete disciplinadamente a las convenciones más extremas de lo que en el mismo cuento se denomina «civilización»; y la nocturna y privada que come y bebe hasta la desmesura y la embriaguez, ríe, canta, llora y gime de placer y dolor, sustituye las lecciones sobre el deber patrio por los versos de Schiller, y acaba desangrándose víctima de una contradicción invisible, brutalmente asaeteada por cuchillos de procedencia desconocida. La existencia hipócrita de Forbes es un trasunto del delirio de la Alemania nazi de la que -se insinúa- procede, capaz del pensamiento filosófico más exquisito y la barbarie más extrema, pero es mucho más: el premonitorio final de una sociedad que se somete a una auctoritas intelectual y moral reverenciada sin fin que no se corresponde con su realidad. Ahí, en esa realidad no contemplada por el intelectualismo, ubica García Márquez la única posibilidad de comunicación entre Europa y América Latina.
EL DESCUBRIMIENTO DE EUROPA
Desde su doble posición de «extraño» latinoamericano y miembro oficial de esa reverenciada auctoritas intelectual y moral depositaría de la verdad, García Márquez ofrece a Europa la ficción aleccionadora de ser «el otro» que anunció en su artículo sobre los preparativos del Quinto Centenario. Todos los cuentos están escritos desde la perspectiva de latinoamericanos que viajan a Europa y la etiquetan, juzgan y categorizan desde su verdad, quedando así ubicada al otro lado del espejo. Para Prudencia Linero, trasunto de esos caribes que Colón trajo en su viaje de regreso a España, el puerto de Nápoles es un circo de magia y prodigio que la aterroriza y la hace rezar «contra las tentaciones y peligros en tierras de infieles»: «el ambiente era de fiesta, pero a la señora Prudencia Linero le pareció de catástrofe» (1992, p. 89). A lo largo del cuento se insiste en lo parecido que era el puerto italiano al de Riohacha, pero el miedo impide a Prudencia comprender. Ella no sabe que en agosto las vacaciones dejan las calles solitarias y es ese desconocimiento el que la hace vivir la ciudad a mediodía como un fantasmagórico infierno de sopor demoníaco y hostil. Los 17 ingleses de la sala de espera del hotel son para ella, como lo fueron los indígenas para los españoles, indiferenciables los unos de los otros y monstruosos por lo rosado de sus rodillas en hilera que le parecen «presas de cerdo colgadas». Para el caribeño que viaja a Manhattan al lado
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de la bella durmiente su destino es «la amazonia de Nueva York») (Ibíd.), esa otra barbarie encubierta de civilización y modernidad. Y para los niños al cuidado de la señora Forbes es inconcebiblemente repugnante que la murena haya sido «un manjar de reyes en la antigüedad» y «el pescado más fino del mundo» (Ibíd., p. 193). La Europa de estos viajeros es tan exótica y tópica como América lo ha venido siendo en los últimos quinientos años, y en ella ubican utopías diversas y experimentan el terror de la barbarie, que es el miedo a lo desconocido. El ex-presidente que abre el libro viaja a Ginebra atraído por el mito de la medicina occidental, buscando remedio para unos males que él ubica, científicamente, sólo en el cuerpo; y aunque viola prohibiciones alimenticias en actos que interpreta como despedidas ante su inminente muerte, se cura al abrigo de sus compatriotas porque su enfermedad era del alma y el amor que recibe conjura su soledad-muerte. Para los adolescentes recién casados de «El rastro de tu sangre en la nieve» no hay luna de miel como la de la mítica París; y tampoco hay educación como la que puede transmitir una alemana estricta como Forbes para los padres de los niños de «El verano feliz [...]». El desconocimiento convierte a Europa en territorio inventado a base de tópicos y utopías, pero es ese mismo desconocimiento el que produce el miedo a lo otro que degenera en barbarie igualmente falaz. En la legendaria París, mito por antonomasia de la exquisitez y la razón ilustrada, Billy Sánchez vive como en ninguna selva amazónica la experiencia de lo salvaje: cada norma civilizada impuesta para ordenar el funcionamiento de la ciudad es para él un obstáculo insalvable, una fiera violenta que le impide llegar hasta Nena Daconte en su lecho de muerte. Aquí la crítica no es sólo a la arbitrariedad del orden en la civilización occidental: en su ignorancia, en su despreocupación por aprender a manejarse en los códigos del otro, en su desinterés por ver más allá de sí mismo, Billy es también culpable de su desgracia. Esa lección sobre la incomunicación, el desinterés y el ombliguismo como causas del desencuentro es más brutal si cabe en «Tramontana», donde resulta inhumana la pandilla de suecos empeñada en demostrar al joven caribe que su superstición tercermundista es desmontable gracias a la infalibilidad de la demostración empírica newtoniana, pilar de la ciencia moderna. Al morir es él quien demuestra la superioridad de la intuición sobre la razón, pero más terribles que esa broma macabra son otras conclusiones que ofrece el cuento: la cosificación despreciativa y subordinante a que los suecos someten al caribe —«Es nuestro —gritó-. Nos lo encontramos en el cajón de la basura» — hace imposible que «la certidumbre caribe» sea
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«entendida por una banda de nórdicos racionalistas» (p. 180); pero es también su propio pánico el que conduce al caribeño a la muerte. Colocándola al otro lado del espejo, convirtiéndola en el «otro», el «olvidado», el «exotizado», el «mitificado» y el demonizado por el terror a lo desconocido como «barbarie», García Márquez busca que Europa asuma una conciencia de sí más justa y vivificadora, que redunde en una comprensión mayor de Latinoamérica. Si en un artículo de diciembre de 1982 agradecía a París haberle curado de su condición de «caribe crudo» dándole «una perspectiva nueva y resuelta de Latinoamérica» 21 , diez años después le ofrece a la «Europa cruda» una posibilidad similar. Para asegurar la llegada del mensaje al destinatario García Márquez unificó los cuentos a través de una voz narrativa única más compleja de lo que aparenta. Su clave está en la identificación autor/narrador y en la exhibición constante de la identidad del mismo —Gabriel García Márquez, latinoamericano y peregrino a Europa, premio Nobel: es decir, auctoritas— para enunciar sus mensajes. Algunas historias son protagonizadas por él, y de la mayoría es testigo directo: «vi», «me dijo». Y algunos personajes, incluso, viven experiencias que realmente le ocurrieron a la persona García Márquez —públicamente conocidas por haberlas relatado en artículos o notas de prensa y entrevistas— con lo que la identificación es total: el pánico del joven «de rizos empavonados» a la tramontana de Cadaqués fue suyo, como la premonición que lo salvó de morir envenenado con los diecisiete ingleses que repugnaron a Prudencia Linero, o el estupor al contemplar el cuerpo empolvado de la prostituta que llamó a la puerta de Margarito Duarte 2 2 . Pero de todas esas identificaciones interesa especialmente una, la de García Márquez con Margarito en «La santa», tal vez el más complejo de los cuentos y el de más azarosa y errabunda peregrinación formal 23 . Como Margarito, García Márquez es un latinoamericano que lleva sus muertos a cuesta en busca de reconocimiento, en busca de una «canonización» que les dé estatus de realidad. Esa legión de olvidados, desaparecidos, falsificados, incomprendidos —en una palabra: muertos—, que quiso recordar en el discurso del Nobel es, como la muerta-viva de Margarito, inubicable Cf. Gabriel García Márquez, «Desde París, con amor» (1991, p. 425). Las aventuras de los ingleses envenenados y la prostituta romana que le «regalaron» los amigos las contó García Márquez en «Roma en verano» (1991, p. 329. Se publicó el 9 de junio de 1982. La del viento arrasador de Cadaqués en «El mar de mis cuentos perdidos», art. cit., pp. 368-370 y «Tramontana mortal», (1991, pp. 609-612). 23 Cf. Michael Palencia-Roth 1997. 21
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en ninguno de los compartimentos discursivos de la Cultura occidental: la niña no se parece a ninguna momia de ningún museo del mundo, ni siquiera a los cuerpos del «museo de cadáveres incorruptos» que visita su padre para concluir con una frase demoledora: «no es el mismo caso». Empeñado en que el Nobel sirva para que sea «esta realidad descomunal», con sus millones de muertos reales y simbólicos, «y no sólo su literatura», la que reciba «la atención de la Academia Sueca de Letras», García Márquez empuña la maleta y toma el relevo a Margarito. El cuento comienza con el encuentro, después de décadas, de ambos, y con el saludo nada casual que Margarito espeta al autor: «Hola, poeta». Si la batalla por el reconocimiento de la santa se había convertido en «un asunto de la nación», García Márquez la convierte en asunto de un continente sustituyendo la canonización religiosa por la laica, y disponiéndose a solventar un viejo pleito de quinientos años de duración. «He esperado tanto que ya no puede faltar mucho más»... «puede ser cosa de meses», dice Margarito en agosto de 1981 al «poeta» que, efectivamente, unos meses después, exaltaría en otra santa sede, la de la cultura laica, la «victoria permanente» de la poesía «contra los sordos poderes de la muerte»24.
POESÍA CLARIVIDENTE
Cierro esta lectura de Doce cuentos peregrinos con este subtítulo porque el libro no sólo busca el reconocimiento de la realidad latinoamericana sino también de la poesía como único lenguaje capaz de expresar, no ya la realidad latinoamericana, sino, en general, la realidad, más allá de la Razón y la Academia. Cabe aquí una mención a esa disquisición marquiana sobre los límites de la ficción, la realidad, y la verdad que explica la compleja génesis de los cuentos, sus relaciones con el periodismo y el cine, y el nada inocente prólogo que los encabeza, anunciada al comienzo de estas páginas; pero en esto, como en tantas otras cosas, el García Márquez que se expresa a través de anécdotas es más claro que cualquier sesuda reflexión, y es del comentario a su viaje por el sur de los Estados Unidos de donde se deduce su disconformidad con la convención que asocia a la ficción la mentira y la irrealidad:
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Según García Márquez, ya antes Saint-Jonh Perse había hecho algo similar en su «hermoso y sabio discurso [...] cuando recibió el Premio Nobel, y en el cual demostró que los métodos de la poesía podían ser de una enorme utilidad para la investigación científica» («¿Para qué sirven los escritores?», 1991, p. 453).
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Al término de aquella travesía heroica h a b í a m o s logrado confrontar u n a vez m á s la realidad y la ficción [...]: la vida terrible del c o n d a d o de Yocknapatapha había desfilado ante nuestros ojos desde la ventanilla de un autobús, y era tan cierta y h u m a n a c o m o en las novelas del viejo maestro 2 5 .
En su constante definición de sí mismo como «notario de la realidad»26 —«lo más lejos que he podido llegar es a trasponerla con recursos poéticos, pero no hay una sola línea en ninguno de mis libros que no tenga su origen en un hecho real»27 —García Márquez reivindica la capacidad de expresión y desciframiento de «los recursos mágicos de la ficción»28, exaltando sus posibilidades para con la verdad y la realidad por encima de la razón y la inteligencia. En los Doce cuentos esa reivindicación se encarna en Frau Frida, la lectora de sueños. En su soledad errabunda, en el miedo y la atracción exótica que genera en los «incrédulos racionalistas» su código mágico de interpretación de la realidad, Frau Frida es América Latina, pero también la encarnación viviente de la poesía como discurso alternativo, como sugiere su fusión mágica con el corpulento y ajado como ella Pablo Neruda, también Nobel. En uno de sus viajes a Barcelona, se nos cuenta, este viajero impenitente, cifra de todas las peregrinaciones, se roza con Frau Frida bajo la mirada atónita de un narrador —García Márquez de carne y hueso- que asiste al intercambio mágico entre ambos: Neruda sueña con esa mujer extraña que apenas ha visto unos minutos, mientras ella sueña que el poeta la sueña también. Ante los poderes adivinatorios de Frau Frida, Neruda se pertrecha en su fe particular y exclama «sólo la poesía es clarividente», en una asunción de la tradición romántica de la poesía visionaria que, con su relato, García Márquez suscribe. Pero el simbolismo de Frau Frida va más allá. La Frida-Freud29 sobre cuya familiaridad con los sueños bromean los estudiantes vieneses es mucho más que una ciencia sistematizadora y racionalizadora del subconsciente (el psicoanálisis). Eso pone de relieve las diferencias entre el discurso intelectual, conducente a la exclusión de lo «otro» y en consecuencia a la soledad, y el poético, carente de verdades absolutas y conducente a la solidaridad. Si Freud intentó someter el
Gabriel García Márquez, «Regreso a México» (1991, p. 436). Gabriel García Márquez, «Un domingo de delirio», (Ibíd., p. 98). 27 Gabriel García Márquez, «Algo más sobre literatura y realidad», (Ibid, p. 155). 28 Gabriel García Márquez, «¿Una entrevista? No, gracias», (Ibid, p. 163). 29 Sobre la parodia Frida-Freud en torno al mundo de los sueños, véase Isabel Rodríguez Vergara. (1994, pp. 351-352). 25
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mundo de los sueños a «una teoría inmutable», a un código único de interpretación aplicable a cada individuo como plantilla infalible, si intentó reducir el instinto a la ciencia, Frau Frida posee «un sistema propio de vaticinios» —una verdad que es sólo su verdad— que escapa a toda sistematización o intelectualización. Ella es un torrente poético puro pero, además, la encarnación de un mito indicado por el anillo-serpiente verde que lleva en el dedo índice (el indicador de caminos, el dedo de descubridores y poetas), y ese es Mercurio, Hermes, dios de viajeros, poetas y comerciantes, sintetizado por esta mujer que viaja, sueña y comercia con sus sueños, incrustando así su talento en la realidad, naturalizándolo e institucionalizándolo como forma de vida. Diversas simbologías adscritas a ese atributo de Hermes que es la serpiente enrollada en la vara (el dedo de Frau Frida), encajan con el pensamiento marquiano sintetizado hasta aquí: la alquimia que inventara Hermes como ciencia médica no dualista, conciliadora del cuerpo y el alma, es relevada en pleno siglo x x por la alquimia del verbo poético que cantara Rimbaud, única «ciencia» capaz de mantener el diálogo entre los dos mundos, el natural y el sobrenatural, el de la razón y el instinto, el de la inteligencia y el corazón. Si a Hermes se le criticó que comercializara con su ciencia, García Márquez apuesta por la profesionalización del don de Frau Frida como manera de irrumpir en la realidad occidental, naturalizarse e instituirse como verdad. Como Hermes, que traspasaba la frontera entre vivos y muertos conectando ambos mundos, Frau Frida se desplaza de la razón al instinto demostrando su coexistencia posible, su perfecta compatibilidad. Frau Frida —la poesía— es así extraordinario y excepcional punto de diálogo entre Occidente y América Latina, entre lo uno y lo otro, o mejor, entre lo otro y lo otro. El anillo de serpiente penetrado por el dedo sugiere una simbologia más: Ouroboros, la serpiente que se muerde la cola, matriz y falo al mismo tiempo, emblema milenario de la unión del mundo crónico y el celeste, el sueño y la vigilia, el instinto y la razón, Europa y América Latina. El papel creador, fecundador de Frau Frida, en el contexto de esa «buena ocasión» «para acabar de hacer juntos tantas cosas comunes que se nos han quedado sin terminar», permanece más allá de la muerte, a pesar de su muerte, y es García Márquez, con su relato, el encargado de mantenerlo vivo. En el tránsito de las doce historias peregrinas de la realidad al cuento en su forma más cercana al folclòrico, popular o tradicional, universal y superviviente a todos los naufragios, subyace la lección de las crónicas de Indias que García Márquez nunca ha dejado de reconocer: un género asociado a la historia, es
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decir, al discurso de la verdad, del que han acabado permaneciendo las leyendas, los cuentos, las ficciones que esa realidad generó. Siguiendo su rastro, su huella inmortal y universal en esas «crónicas rigurosas» que parecen «una aventura de la imaginación» 3 0 , se llega a una realidad que sigue esperando ser vista como el cadáver de N e n a Daconte al final de su rastro de sangre: «'si alguien nos quiere encontrar será muy fácil', dijo con su encanto natural. 'Sólo tendrá que seguir el rastro de mi sangre en la nieve'». D a para mucho explorar los guiños de los cuentos peregrinos a los cuentos tradicionales, pero es uno ahora el que viene a colación, «Hansel y Gretel», señalado por Carolina Sanabria en su excelente artículo 31 . D o c e cuentos, doce miguitas de pan en el suelo para ponérselo fácil a quien quiera encontrar lo que hay al final del camino: «Sólo tendrá que seguir el rastro de mi sangre en la nieve».
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VIAJE VERTICAL: NOTAS SOBRE EL PROYECTO LITERARIO DE ROBERTO B O L A Ñ O EN ENTRE PARÉNTESIS Y LOS DETECTIVES SALVAJES Fernando Saucedo Lastra Universidad Kyung Hee, Seúl, República de Corea
N o hallarás nuevas tierras, no hallarás otros mares. C. P. Cavafis
I En el inicio de la novela Los detectives salvajes de Roberto Bolaño, encontramos a los personajes centrales movidos por un impulso urgente: la búsqueda de la pertenencia a un territorio. El territorio puede ser un grupo literario, una ciudad, el amor o la poesía. Esta afirmación podría leerse de otra manera: los personajes intentan acceder y pertenecer a un territorio llamado realidad o, en último análisis, llamado ideal. En efecto, el diario de Juan García Madero es una bitácora de aspiraciones que, al menos en sus inicios, parecen realizarse: así por ejemplo, el grupo vanguardista de los real visceralistas es para él ideal creativo, ideal de revolución poética, ideal de pertenencia e identidad. Sin embargo, muy pronto, los personajes descubren que los territorios elegidos por su deseo se fracturan y disuelven. Aprenden que el ideal es inestable, mutable y, por lo tanto, inaccesible. Frente a la imposibilidad de pertenecer o acceder a un ideal (llámese territorio o realidad), los personajes asumen la figura
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del intruso, del expulsado, del exiliado, del extranjero, en suma, la figura del viajero, pero un viajero marginado y voluntariamente marginal. A lo largo de la segunda y tercera parte de la novela, los personajes abandonan el centro que fundaron y, extraviados, comienzan a viajar incansable y desesperadamente en búsqueda de un territorio que se verificará inaccesible. Lo indica con claridad Patricia Espinosa cuando afirma que: Roberto Bolaño reformula la retórica de la marginalidad potenciando la clásica confrontación centro/periferia desde un entre paréntesis de la noción de centro. Es decir, todo ocurre en un mundo de sujetos marginales que han eliminado cualquier posible acceso a un nivel externo o modélico respecto de su condición
(Territorio por armar, p. 128), El viaje de los personajes es de doble signo: el viaje es horizontal por las «mil mesetas»1 de países y ciudades del mundo, pero lo es también y sobre todo, vertical: a lo largo de los años los personajes descienden, caen, se abisman en la mediocridad, en la enfermedad, en la muerte. No hallarán nuevas tierras ni nuevos mares, en palabras de Cavafis, porque en algún momento han cometido un error que no saben descubrir, pero que los conduce al fracaso: Y entonces me di cuenta que algo había fallado en los últimos días, algo había fallado en mi relación con los nuevos poetas de México o con las nuevas mujeres de mi vida, pero por más vueltas que le di no hallé el fallo [...] Y entonces [...] mi silencio y el silencio de Pancho me sobrecogieron el corazón (pp. 123-124).
Un único conocimiento parece aguardarles al final de ese viaje vertical: detrás del ideal se esconde la nada y el vacío.
2 Ahora bien, debemos interrogarnos, así sea brevemente y en forma de aproximación, sobre la lógica subyacente, sobre el proyecto narrativo o, en palabras de Greimas (Du Sens, 1983), sobre la gramática profunda que da sentido a las ideas hasta aquí sugeridas: todo ideal es inaccesible; el intento por conquistar un territorio es una batalla perdida; el hombre es un ser que viaja exiliado y 1 El concepto está tomado del excelente análisis de Pablo Catalán (2003), que examina la obra de Roberto Bolaño a partir del texto Mille Plateaux de Gilíes Deleuze y Félix Guattari.
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marginado destinado a la desaparición y a la muerte. Estas nociones que fundamentan el tono, el estilo, la construcción narrativa de Los detectives salvajes no son fruto del azar o de una lectura excesivamente obscura y negativa de la novela del autor chileno, sino surgen indisolublemente vinculadas con la idea de la literatura y del artista que profesaba Roberto Bolaño y que podemos rastrear en su expresión más directa fuera de su obra narrativa y poética, en sus textos ensayísticos y periodísticos reunidos por Ignacio Echevarría en el libro Entre paréntesis. En este libro esencial, Bolaño reseña, critica, recomienda, argumenta con las armas de la inteligencia y de la visceralidad. En el examen que hace de la obra de otros autores reconocemos, como bien dice Echevarría, una «cartografía personal», una suerte de «autobiografía fragmentada» (p. 7) que nos revela ese proyecto, esa gramática de la que hablábamos, y es que, en palabras de Pablo D'Ors, «todo en Bolaño [...] tiene el color y la temperatura de lo autobiográfico» (p. 197). En estos discursos, artículos y ensayos, se escribe de autores tan diversos y dispares como Borges, Lemebel, Cercas, Bayly, Vila-Matas, Vargas Llosa, etc., pero siempre se reiteran enfáticamente un número constante de ideas sobre la literatura que son verdaderos signos de identidad de Bolaño como escritor y artista. Una de esas primeras ideas se refiere a la inutilidad de todo nacionalismo, como si Bolaño nos dijera que la reivindicación de lo nacional, de sus valores y maneras fuera para el escritor una limitante absurda e inservible: «.. .el más grosero de los nacionalismos...soberana ignorancia...provincianismo amatonado» (p. 87). No es difícil encontrar aquí una confesión de principios de un autor que se consideraba de México, España y Chile, y a la vez de ninguna parte. El escritor, nos dice Bolaño, encuentra sólo en su lengua o en su oficio o en su biblioteca la única patria. Por eso, los mejores poetas chilenos, afirma (y provoca) Bolaño: [...] fueron un español y un nicaragüense que pasaron por esas tierras australes... ambos sin ninguna intención de quedarse, ambos sin ninguna intención de convertirse en los más grandes poetas chilenos, simplemente dos personas, dos viajeros. Y con esto creo que queda claro lo que pienso sobre [...] literatura y destierro (p. 46).
El escritor es, pues, el viajero, el desterrado, el exiliado. Es ésta una segunda idea recurrente en el trabajo ensayístico de Bolaño: el exilio es condición esencial
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para la creación. A un escritor «fuera de su país de origen pareciera como si le crecieran alas» (p. 55). «Literatura y exilio son, creo, las dos caras de la misma moneda» (p. 44), afirma Bolaño, para enfatizar en otro momento: «El exilio es el valor real de cada escritor» (p. 50). La escritura y la lectura se manifiestan necesariamente como experiencia del exilio: [...] todos los escritores, por el solo hecho de asomarse a la literatura lo son (exiliados), y todos los lectores, ante el solo hecho de abrir un libro, también lo son (p. 51)
Y, sin embargo, la repetición de la idea del exilio la vuelve volátil, múltiple, se carga de una cualidad nómada. Parecería que «exilio» podría significar todo y nada a la vez. Me parece que tal noción se define e ilumina cuando la vinculamos con otro concepto importante para Bolaño: la marginalidad. Bolaño ve al escritor y a la literatura como el ser y el hacer en el margen, en la frontera. Nos lo dice irónicamente, de manera tangencial y oblicua (y hemos aprendido que lo más esencial para este escritor debe decirse a través de la alusión y la elusión) cuando compara el oficio de la literatura con la prostitución: «El escritor es y trabaja en cualquier situación.. .Las putas, tal vez, sean las que más se acercan al oficio de la literatura» (p. 96). Nos lo dice cuando recurre a la imagen de la frontera: «.. .la Frontera, ese vasto territorio inexistente en donde la libertad y las metamorfosis constituían el espectáculo de cada día» (p. 52). Lo enfatiza cuando habla de clandestinidad o cuando afirma que la obra maestra es aquella que vive en el margen, en el borde, en la periferia: Primer requisito de una obra maestra: pasar inadvertida (p. 92). En cierta ocasión, en los últimos años de su vida, Bretón habló de la necesidad de que el surrealismo pasara a la clandestinidad, se sumergiera en las cloacas de las ciudades y de las bibliotecas (p. 93).
Nos lo dice cuando iguala al marginal con el héroe: «.. .y entonces supe que ese marica, mi héroe, podía estar en el bando de los perdedores pero que la victoria.. .sin duda era suya» (65). Nos lo dice, en fin, con una de sus imágenes predilectas. Sólo se es un escritor verdadero cuando, frente a la comodidad arribista de las becas y los cenáculos sancionados, se elige la intemperie: «Ahora los poetas chilenos viven una vez más en la intemperie. Y pueden volver a leer poesía [...] Y pueden volver a escribir poesía» (p. 87). Bolaño sanciona y
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aprueba sólo a aquellos que han elegido el «afuera» de la marginalidad, del exilio y de la «intemperie». Pero vivir en la periferia del exilio y la intemperie requiere fortaleza y valor. Bolaño hace una apología de todos aquellos escritores que han ejercido en su escritura y en su vida el valor frente al exilio: ¿Y qué le queda a Ercilla antes de escribir La Araucana y morir? A Ercilla le queda algo que tienen todos los verdaderos poetas, si bien en sus formas más extremas y bizarras. Le queda el valor [...] El exilio es el valor (p. 50). Es aquí donde la idea, el programa literario de Bolaño se transforma en ideal y en una verdadera ética. Todo escritor que asume esa ética arriesgada, extrema, despierta en Bolaño una admiración entusiasmada: «Nadie llega más hondo que Lemebel. Y encima, por si fuera poco, Lemebel es valiente» (p. 65). Y es que, «[...] la única patria de u n escritor es su lealtad y su valor» (p. 36). Me parece importante señalar que Bolaño tiende a identificar juventud con valentía: «El que sea valiente que siga a Parra. Sólo los jóvenes son valientes, sólo los jóvenes tienen el espíritu puro entre los puros» (p. 92). En otros momentos, la valentía se expresa en la lucha: «No hay campo de batalla en donde Lemebel, fragilísimo, no haya combatido y perdido» (p. 77). ¿Lucha contra el mundo, contra los prejuicios, contra la hipocresía del estatus literario, contra el tiempo y la muerte? En todo caso, una lucha que, parece indicar Bolaño, es inútil, está perdida de antemano, pero que es esencial, necesaria y requiere, por lo tanto, mayor valentía. Sirva de ejemplo, uno de los pasajes más abiertamente personales de Roberto Bolaño y, por ello, uno de los más intensos en su singularidad: [...] en gran medida todo lo que he escrito es una carta de amor o de despedida a mi propia generación, los que nacimos en la década del cincuenta y los que escogimos en un momento dado el ejercicio de la milicia [...] y entregamos lo poco que teníamos, lo mucho que teníamos, que era nuestra juventud [...] De más está decir que luchamos a brazo partido...luchamos...luchamos y pusimos toda nuestra generosidad en un ideal que hacía más de cincuenta años que estaba muerto [...] Toda Latinoamérica está sembrada con los huesos de estos jóvenes olvidados (pp. 37-38). M e parece descubrir en estos textos la recuperación de un ideal estoico según el cual el deber, la obligación de una conducta de fortaleza y de ecuani-
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midad frente a la desgracia o la dificultad adquieren, según mi interpretación, una importancia clave para entender la obra de Roberto Bolaño. ¿La estética se vuelve ética? El escritor debe vivir en el exilio y en la marginalidad, el escritor verdadero está obligado a ejercer y mostrar valor en su vida y en su escritura, porque sólo así puede enfrentarse a la literatura que «es un oficio peligroso» (p. 38). Ahora bien, Bolaño traduce esta idea con dos imágenes poderosas: la obscuridad y el abismo: Lemebel es valiente.. .es decir sabe abrir los ojos en la oscuridad, en esos territorios en los que nadie se atreve a entrar (p. 65) ¿Entonces, que es una escritura de calidad? Pues lo que siempre ha sido: saber meter la cabeza en lo oscuro, saber saltar al vacío, saber que la literatura básicamente es un oficio peligroso. Correr por el borde del precipicio: a un lado el abismo sin fondo (pp. 3 6 - 3 7 ) .
¿Qué es entonces la literatura? O mejor, ¿qué hace, qué peligrosa operación ejecuta la literatura de acuerdo a nuestro escritor? Roberto Bolaño parece decirnos que la literatura ante todo, es un viaje, un recorrido vertical hacia el interior del mundo y de sí mismo. El hecho mismo de aceptar este viaje crea un acceso hacia una visión, sí, pero una visión del «precipicio», del «abismo sin fondo». En otras palabras, ¿no nos indica Bolaño que el escritor, el artista, por medio del arte, de la literatura, descubre el vacío y la nada?
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Esto nos conduce de nuevo a nuestra novela, Los detectives salvajes. Es evidente que Arturo Belano y Ulises Lima, los personajes alrededor de los cuales gira toda la obra, son manifestación literaria del programa e ideal narrativo de Bolaño y de la biografía ficcional del mismo Bolaño, si aceptamos que Belano es la máscara del autor chileno como han insistido en numerosas ocasiones críticos como Grínor Rojo (2003) y José Promis (2003) o como ha admitido, a medias, el mismo Bolaño: «Arturo Belano es un alter ego en el sentido que hay cosas que le pasan a él que a mí me han ocurrido. Pero en otros casos, no, por supuesto. Como cualquier alter ego» (Gras Miravet, p. 62). Lima y Belano son viajeros y desterrados que han renunciado a la pertenencia a un país y a una nacionalidad. Su patria es la literatura y la errancia por el
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planeta. Ambos son poetas, por lo que sólo en el exilio y en la marginalidad pueden existir. Son jóvenes cuando se inician en el peligroso oficio de la literatura y cuando comienzan su viaje que se verificará perpetuo, interminable. Luchan y descubren que toda batalla está perdida de antemano, que la única certeza es la imposibilidad de un territorio a la vez en su interior y en el mundo. Pero siguen luchando. Nótese que, a diferencia del resto de los personajes de la novela, Lima y Belano siguen buscando un sentido, así sea en el extravío y el caos, así sea sólo por elegir el movimiento del viaje vertical abismo adentro, al estancamiento de la inacción y de la renuncia. Porque apuestan por el margen y el movimiento, poseen el valor doble del que sabe que no encontrará y continúa. Como poetas buscan a la poesía en su encarnación extrema, vanguardista, rebelde: Cesárea Tinajero. Y descubren el privilegio peligroso y devastador que ofrece la poesía (el arte) y que, nuevamente, sólo pueden soportar gracias a un profundo valor estoico: la visión del horror, es decir, el acceso al conocimiento de que la nada los observa con su ojo vacío detrás de la realidad. Esto se manifiesta en la novela en la tercera parte cuando los personajes vagan extraviados en la órbita del desierto, en donde encontrarán finalmente a Cesárea Tinajero únicamente para matarla. Y continúan, quizá movidos por el vértigo, «el embriagador, el insuperable deseo de caer» (Kundera, p. 41) en la disolución y en la muerte del viaje horizontal a través de países y territorios que sólo encubre el viaje vertical, interior. Bolaño se plantea un ideal estético, que es, a la vez, ideal ético difícil, problemático. La suya, es una escritura «que opera en la frontera» (Espinosa, Estudio 24) o, mejor, que establece como principio operar en la frontera, en la marginalidad. Su proyecto literario es una apuesta por la idea vanguardista, inconforme, rebelde del escritor y de la literatura y esa apuesta presupone el extremo y el pesimismo, porque niega el ideal y la trascendencia en la realidad y afirma, en cambio, su imperfección. ¿Con qué pensamiento se puede vincular este proyecto literario? Quizá podamos concluir avanzando una respuesta: la obra de Bolaño pertenecería al mismo tiempo a dos tradiciones aparentemente contradictorias: el romanticismo y la posmodernidad. Promis, en una nota marginal del excelente trabajo «Poética de Roberto Bolaño» nos recuerda: «[...] la filiación romántica liberal del concepto de poeta que se materializa en los textos de Bolaño» (p. 59). Sí, en una obra como Los detectives salvajes encontramos la idea del poeta revolucionario, joven, rebelde, valiente y visionario, en suma, la idea de un yo constituido que se enfrenta al mundo, pero la hallamos en contacto permanente con operaciones narrativas frecuentes en la
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novela de la posmodernidad, como la ausencia del protagonista, la multiplicación fragmentaria de las voces y, en suma, la disolución del sujeto literario (Flores, p. 93): Esta imprecisión de los personajes que están allí en el texto junto a la visión múltiple de los múltiples personajes lleva a pensar que en el fondo no hay protagonistas y que es una manera de elaborar narrativamente un concepto y tema caro a la posmodernidad: la disolución del sujeto. En palabras de Espinosa: «Bolaño asume la crisis de la identidad que impone el paradigma posmoderno. La única seguridad que puede encontrar el autor es la escritura de la crisis... El debate posmoderno aún se mantiene abierto en Latinoamérica y la escritura de Roberto Bolaño se inserta en tal discusión mediante su permanente desafío a la crítica, la conciencia de vivir el fin de una historia, del sujeto, de la representatividad y asumir, a fin de cuentas, a la identidad como u n referente utópico» (Territorio por armar, pp. 173, 175). La contradicción aparente entre romanticismo y postmodernidad desaparece, pues, cuando se considera una obra como Los detectives salvajes y su concepción de la existencia como un viaje vertical que abisma toda historia, todo sujeto, todo ideal. El posible romanticismo de Roberto Bolaño en las ideas se fundiría así con una posmodernidad rabiosamente escéptica en la forma. Es ésta uno de las posibilidades de interpretación para acercarse a la obra compleja, perturbadora, desafiante de Roberto Bolaño.
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Viaje vertical: notas sobre el proyecto literario de Roberto Bolaño
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CRISTÓBAL COLÓN EN LOS ANDES: BÚSQUEDAS Y DESCUBRIMIENTOS EN EL PEZ DE ORO, DE GAMALIEL CHURATA Helena Usandizaga Universität Autónoma de Barcelona, España
«Creen que vine del cielo» son las palabras de Colón con que comienza el capítulo de El Pez de Oro (Churata, 1957) titulado Pachamama, en el que Colón es uno de los personajes centrales. ¿Qué significado tiene el personaje en un capítulo que se presenta como un viaje hacia las raíces americanas? ¿Cuál es la relación de Colón con la sagrada tierra, la madre tierra andina, y otros elementos míticos en los que se integra al Almirante? Este significado habrá que contextualizarlo en la obra de que hablamos, escrita por Gamaliel Churata (Arequipa, 1897-Lima, 1969), el promotor y director del movimiento Orkopata y del Boletín Titikaka, aunque hay que decir que El Pez de Oro excede temporalmente los años veinte en que se desarrolla este «indigenismo de vanguardia» estudiado por Vich (2000): sabemos que Churata tenía ya en la imprenta una primera versión en 1932, pero en la definitiva de 1957 se añaden algunos capítulos tan importantes como Homilía del KhoriChallwa y Morir de América, y se da al libro más unidad y desarrollo1.
1 Según Pantigoso (1999, pp. 303-304), Churata debió de ser sensible a algunas sugerencias de escritores y críticos bolivianos como Fernando Diez de Medina, quien alaba la versión que iba a aparecer en 1955, pero opina que falta a la síntesis final, el aristado pulimento de una mano eliminatoria.
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Se trata de una obra que se resiste a la clasificación genérica: ni ensayo, ni novela, ni libro de poemas, tiene sin embargo una importante parte de reflexión, está basado en una serie de esquemas narrativos y salpicado de numerosos poemas en castellano, quechua y aymara cercanos a las formas tradicionales. El contenido andino tradicional de la obra se ha discutido, pero en los últimos años se viene ya demostrando y trabajando (Bosshard, 2002; Huamán, 1994; Pantigoso, 1999; Zevallos, 2002). Además de la hibridez lingüística y de las formas literarias, el texto intenta incorporar la sabiduría y el conocimiento andinos, canalizándolo sobre todo a través de los mitos y también de modos de conocimiento o articulación del mundo que se convierten en procesos discursivos: los modos cognoscitivos basados en la oposición y complementariedad de los contrarios (Huamán, Bosshard) a través de conceptos como pachakuti, tinkuy, yanantin, taypi, kuti, así como el pukllay o carnaval andino (Huamán); el animismo; la sabiduría chamánica y sus modos peculiares de enunciación, en especial la estructura de la convocación. Todo esto hace que el texto sea polifónico y dialógico, pues a menudo cambia el enunciador, quien se dirige a diversos enunciatarios, incluido por supuesto el lector, de modo que el texto se estructura como una conversación que logra presentar los temas no como algo dado, sino como un saber que se construye en el texto mediante estos modos dialógicos y a menudo paradójicos. La preocupación de Churata no es tanto «representar» al indio como conectar con su saber, que, según apunta el autor, no se manifiesta debido a circunstancias históricas. La confrontación del universo colombino con el mundo mítico andino es la clave de la reflexión ligada al relato en que Colón descubre las aves y los peces del lago Titikaka, así como el ser mítico que lo habita y que Churata denomina «El Pez de Oro». El mito que subyace a todo el libro, en efecto, es el del Pez de Oro; se trata del relato del nacimiento de este hijo mítico, el Pez de Oro o Khori-Challwa, engendrado por la unión del Puma de Oro o Khori-Puma con una sirena del lago Titikaka, tras una serie de búsquedas y pruebas que incluyen episodios de canibalismo (tal vez simbólicos, porque el Khori-Puma devora a la Sirena y al Khori-Challwa, hijo de ambos, aún antes de la secuencia en que se describe su nacimiento, tal como recalca Bosshard (2002, p. 14), y que acompañan el cambio de era que supone la caída del Lodo ardiente (p. 16). En este mito sincrético se sitúa el hilo narrativo de El Pez de Oro, pero la interpretación de esta historia tiene diferentes niveles, a través del núcleo de
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significado del advenimiento del Pez de Oro, el Hijo: histórico-reivindicativo, existencial y creativo. En el primero de ellos el Pez de Oro, en tanto que sucesor del Puma de Oro, su padre, sugiere una continuidad de la dinastía inca o más bien una restauración y una regeneración que apuntan a un contenido reivindicativo del mito, paralelo al del mito de Inkarrí (tal como lo presenta Flores Galindo, 1986). En el segundo, el Pez de Oro aparece relacionado con la reflexión existencial del relato, en la que esta figura, en su cualidad de hijo, representa la continuidad de la cadena vital y la posibilidad de la permanencia en la materia ligada al pensamiento animista andino, estudiado (Usandizaga, 2005) a propósito de otro capítulo. En tercer lugar, el Pez de Oro se relaciona con la expresión y la creación, pues la dificultad de crear una escritura andina relacionada con las lenguas nativas y los contenidos andinos se presenta desde el punto de vista de la conexión con la raíz del canto, representada por el Pez de Oro y por una serie de personajes míticos ligados a las cavernas y a lo acuático2. La voz que narra en este capítulo podría ser la del escritor, por el carácter reflexivo de su enunciación; pero en seguida percibimos que a menudo el narrador se identifica con el Puma de Oro, el ser mítico antes mencionado, que habla muchas veces en la obra. El enunciador, el Khori-Puma, guarda las distancias entre los descubrimientos de Colón y los propios: con ironía reflexiona sobre el delirio de Colón llegando a Cipango en busca del Gran Khan, su deleite en las amenas vegas caribeñas, y su sueño de oro y evangelio tan ingenuo como errado y perverso. Paralelamente a la obsesión colombina con el infértil oro, el Puma de Oro vuelve a la caverna que es el descubrimiento de lo propio y lo profundo, a conectar con otro oro espiritual que Colón sólo conquistará con el dolor: resuella el universo y hierve el Titikaka mientras el Khori-Puma se refugia en el regazo de la madre, de la Pachamama, y espera a los antepasados y los seres del mundo de abajo que le darán energía, sabiduría y arte. Conceptos andinos como Naya (el yo aymara) engloban la conciencia 2
En este valor semántico del mito hay que observar un aspecto especialmente interesante: si bien el relato se puede sólo parcialmente asimilar con unidades narrativas de la tradición andina (transcritas en el momento de la colonia o transmitidas oralmente), el relato «inventado» por C h u r a t a funciona siempre utilizando elementos estructurales de la cosmovisión mítica andina, tal como podemos reconstruir a partir de los testimonios antiguos (Duviols, 1986; Avila, 1987), de la tradición oral (Morote Best, 1988) y de prácticas rituales actuales (Fernández Juárez , 1997).
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social, universal y cósmica, y las constelaciones acompañan la búsqueda, pero lo sorprendente es que se encuentra una manera de incorporar a Colón a esta búsqueda del origen. El personaje de Colón no está ni idealizado ni condenado en estas páginas: Churata presenta a Colón como un «sublime iluso», un ingenuo que sin embargo no está libre de los intereses que animan la empresa de la Conquista, y de la ideología que, al imponerse, destruye el mundo americano: Aque no fue el hombre quien destruyó a Kanidia, sino el Diablo y la Cruz... (Churata, 1957, p. 161). Pero, para Churata, no es Colón el culpable: «Otros que no tuvieron tu alta cerviz, aunque espuelas resonantes sí, y no menos musicales cascos, han derrumbado ese Imperio; y del oro no hay que decir que lo obtuvieron sin reato ni recato, y tanto, que cuando el oro se les corrió se quedaron sin reato ni recato» (Ibíd.). Tras esta ironía intertextual con los conquistadores celebrados por el poeta modernista José Santos Chocano en el poema «Los caballos de los conquistadores» («Sus pescuezos eran finos, y sus ancas/ relucientes, y sus cascos musicales...», dice Chocano), Churata afirma: «No. No hiciste fulería tal, tú, Colombo. Los fuleros fueron los otros: los que la adobaron, propalaron y la mercaron» (p. 160). Algo de la mirada positiva con que Las Casas ve a Colón puede traslucirse en la visión de Churata, pero hay también una carga de ironía considerable en la contraposición que hace el narrador entre las ilusiones de Colón y la lógica de los Kanidios (identificados en la narración con «el otro» americano que encuentra Colón), a la que se enfrenta el Almirante, y la lógica de América, pues como veremos el escenario caribeño de la hazaña de Colón se ensancha oníricamente hasta convertirse en los Andes como símbolo de América. Sin darnos cuenta, de inmediato estamos en el altiplano, comparado a la manigua caribeña: en efecto, «los diocezuelos de la manigua y el Anchancho del Suni» (p. 149) son los espíritus de los lugares asimilados en una misma espacialidad. La autoridad se identifica como el «Warayok» (el alcalde indígena andino) «de Kanidia», y pronto nos encontramos entre la fauna y la vegetación andinas, en medio de una «lucha cósmica», de un «drama elemental» (p. 149) de la naturaleza, en el que intervienen los seres míticos andinos, benéficos o temibles, como el Achachila y los Haipuñis. Nada más ver tierra, el mundo y el discurso de Colón se andinizan, en un contrapunto que luego comentaremos: «Allí el aire tomó gusto dulce y sabroso, y dizque sólo faltaban los trinos del Cherekeña de Orkopata, para ver que sobre la mar danzaban los Huturis» (p. 144). El ruiseñor andino y la divinidad ofídica del Titicaca, tal como Churata define
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a los personajes mencionados (pp. 540, 542), aparecen en medio del locus amoenus colombino. Desde que Rodrigo de Triana, al aproximarse a la primera tierra americana, ve la estrella que se zambulle «con una carcajada de mecha-chuwa» (p. 145), las estrellas del Caribe son andinas, como la Warawarani, que hace referencia al piélago estelar: «La mar se extendía bajo el palor de la Warawarani, el marino no quitaba el ojo de la estrella [...]» (p. 145). Y, más paradójicamente aún, lo que descubren los marineros no es tierra sino el Pez de Oro, cuando: [...] soltaron sus voces roncas: —¡Tierra! ¡Tierra! Y no: era oro... (p. 145) Y más adelante: Ay tierra no era: era EL PEZ DE ORO. Y fueron los descubridores (p. 146). El capítulo, de hecho, está articulado por la contraposición entre oro codiciado y oro como valor espiritual, lo cual se combina en el texto con la idea de que Colón no descubrió lo que creía ver y, más aún, que el descubierto fue él. En el capítulo se describe la ilusa búsqueda por parte de Colón de los referentes que tiene como guía, en especial del Gran Khan que reina en la tierra de abundancia y lujo con que sueña el navegante, a partir de la narración que hace Toscanelli de los viajes de Marco Polo. Colón avizora la presencia del otro y lo define de manera sesgada y parcial, un aspecto sobre el que no deja de ironizar el narrador del relato: «¡Allí están ellos! —pensaba, dentro el Almirante, otro, otro, perspicuo y nada bobo—: ¡Allí están!» (p. 145). Sin embargo, este descubrimiento se tiñe de una mayor ironía cuando nos damos cuenta de que es en buena medida involuntario y pasivo, como en la escena del encuentro entre América y sus habitantes y Colón: mientras un sujeto indeterminado, los Kanidios o los españoles, o tal vez ambos, exclaman «¡Nos han descubierto!» (p. 145), la estrella que ve Rodrigo de Triana se zambulle con una carcajada en cuanto le ve a él (p. 145), pues queda claro que es el m u n d o supuestamente nuevo el que atrae a los españoles, y no al revés: Todo lo que allí pasó fue que la nova descubrió a su descubridor (p. 147).
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El narrador ha preguntado a un narratario, trasunto del lector, que es el interlocutor intermitente en El Pez de Oro, por este descubrimiento que en realidad hace Inti, el Sol, del propio Colón: «¿Estáis de acuerdo ya en que el INTI descubrió el alma del descubridor?» (p. 146). Colón no pudo atrapar Baneke, la constelación del oro, «pero el horizonte le atrapó a él» (p.146). Y hasta el Sol, malhumorado, interviene: «—Pobre colonida —refunfuñaba—. A fijo que hoy crees haberme descubierto» (p. 148). Insistiendo también en lo desvalido del personaje, se presenta en algún momento al Colón del fracaso en el cuarto viaje, el Colón abandonado por todos que conoce el valor del llanto y el dolor: «el bueno del Almirante es ya menos presumido, y sabe que lo que se desea hay que llorarlo para verlo crecer» (p. 148). Como hemos apuntado, éste es uno de los aspectos que se ven como positivos en Colón, pues el dolor, para Churata, germina vital y artísticamente. A este sujeto construido por confrontación con el mundo en el que se inserta se añade otra confrontación: la de los Diarios de Colón usados como intertexto en interacción con el discurso del narrador, que, como hemos visto, llega a andinizarse en el léxico y en la sintaxis: se produce un contrapunto irónico entre el discurso del Almirante, transcrito entre comillas, y el del narrador: El país donde el oro Anasce fue Kanidia; pero ésa, tu Kanidia, una de sus provincias mostrencas, y no la menos cascajal; aunque en ella nemorosos aires soplen y las avecicas sean de trinos tan subtiles que de Atentallas como a hembras venga gana, sus verdolagas y sus bledos alfombren hasta los páramos, y con tanto juicio anden las gentes que muchas viven en una casa y usan los hombres de todas las mujeres y las mujeres de todos los hombres (p. 161).
En este idílico contexto, la crítica se hace explícita: Por eso Colón, a trueque de quemarse en una herejía, pero con ánimo benigno, en vez de su manida alabanza de frescuras, aves, amenidad tanta, que «no bastaran mil lenguas a referillo, ni mano con pulso, para lo escrebir [...]» (p. 147). No se trata exactamente de una descalificación: se repiten con frecuente ironía las expresiones más trilladas del los Diarios, pero se recupera también su poesía y su frescura. Esta confrontación de mundos y de discursos —americano e hispánico— se encamina a producir una tensión y una catarsis que rescata lo más creativo de ambos, como he analizado en otro lugar (Usandizaga, en prensa). El rechazo de lo español que propone Churata es más bien una manera de acceder a lo propio (que para Churata reside en un punto previo, en la célula, en la caverna donde están también los muertos) que un rechazo definitivo de lo otro porque
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Churata reivindica una corriente autóctona oculta pero viva, una corriente que se manifiesta en la oralidad y también en la escritura, y que a veces contagia a los españoles3. Por eso, Colón es el descubridor descubierto, porque América lo descubre a él: se trata del papel activo de América, que incorporará lo hispano en su ser, no sin contradicciones ni conflictos. Yendo un poco más allá en la lectura, ¿qué sentido tiene la llegada a América de este descubridor descubierto por ella y rescatado por el dolor? Podemos parcialmente responder a la pregunta examinando las referencias míticas, la trama mítica del texto. El viaje de Colón se inserta en el viaje de la humanidad desde y hacia su origen (el mundo espectral en el que se interna Colón es la cueva que abarca el Universo, p. 146), y tal vez por ello la manera de empezar el viaje americano es gracias a la protección de la Pachamama, la madre tierra andina, una protección que el narrador ve irónicamente, como una metida de pata y al tiempo como algo inevitable por el carácter integrador cósmico de estos seres míticos y sus awayus o tejidos que tienden como redes: la Pachamama tendió sus awayus infinitos, y sobre ellos Cristóforo y los suyos llegaron a América, dice, y añade: Aué nimio error para la madre omnímoda. Pero es que esta gran madre no siempre sabe lo que se hace (p. 146). No se trata entonces, es cierto, de una historia de amor; pero sí de un encuentro que se presenta como algo inevitable que hay que asumir. La inserción de Colón en la trama mítica andina da otro sentido a su aventura: a la vez que lo exculpa, explica la inserción violenta del otro en América, vale decir en la fuerza y la violencia de la energía vital: «Creas pariendo lo que mataste» (p. 163), se dice de la Pachamama. 3
En la exposición que hace de las relaciones entre lo andino y lo español, muestra una
perspectiva muy p o c o idealizante del mestizaje, y una conciencia clara de la subalternidad de lo andino respecto a lo español, así c o m o de la importancia de la conservación de la percepción andina en determinados sujetos coloniales ( H u a m á n P o m a es para él u n ejemplo, al contrario de Garcilaso) y del contagio de la percepción andina a los españoles. Porque, por otro lado, los indios labraron los templos cristianos y los religiosos que aprendieron las lenguas indígenas para evangelizar acabaron de conversores en convertidos: «y c u a n d o quiera elevar preces a la D i v i n a M a d r e por cuenta de sus deliquios, la hablará en indio, e invocará a los sirpas y achachilas de las m o n t a ñ a s y de los légamos. Finalmente, la matrona davídica se confesará india, y en m a n o s de Yupanqui, su escultor cinegético, habrá de transmutar la color» (p. 13). C h u r a t a concibe la relación entre las dos culturas c o m o conflictiva y d i n á m i c a : ya que los americanos se valen de una lengua no indígena (la española) para expresar lo indígena, entonces la única solución «provisional y aleatoria» es hacer con ella «lo que el español hizo de nosotros: mestizos»; el problema es que u n mestizo se hace en nueve meses, pero un idioma necesita gestarse en u n tiempo genésico y desarrollarse en largo tiempo (p. 10).
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Así, este Colón híbrido y mestizo él mismo (se insiste en el texto en lo judaico de Colón) recibe la protección de los elementos contrarios: es descubierto por INTI, sol, masculino, y protegido por la Pachamama, tierra, femenina; esto no le asegura las riquezas buscadas, no le permite poseer Baneke (punto del Gran Khan, residencia de reyezuelo), ese Baneke que la Pachamama «reservaba para los ruines y rudos filibusteros que tras el pobre Almirante habían de venir» (p. 147), pero sí emprender un viaje estelar en el que se encuentra con el Puma de Oro y que le conecta con la búsqueda americana y con el universo. Un haylli o himno andino sintetiza el papel adjudicado a este Colón descubierto por el espíritu andino y por los sabios o laykas para conectarlo con la ahayu o alma colectiva: HAYLLI Sábete feliz si en el reparto de dones y trabucos de la cristiana encrucijada te ha cabido ayahu atlanta, que en los entresijos no se pierda; si descubrir descubridores, fue todo el laykakuy de los Laykas (p. 147).
Pues Colón no simplemente es descubierto, sino asimilado al universo americano a través de esta fuerza generadora que une los contrarios: muerte y nacimiento son en este proceso las dos caras de una misma moneda, las dos manifestaciones de la energía vital que mantienen la cadena de la vida y permiten en ella la persistencia individual a través del naya, concepto aymara que señala la parte consciente e individuada del alma colectiva, una vertiente del yo o del ego incluida en la peculiar cosmovisión andina, mientras que la ahayu sería Auna especie de presciencia en la tierra»; «la semilla»del hombre y de la naturaleza (p. 110). Las fuerzas generadas en el vínculo materno son como el Universo, ligadas a la tensión entre contrarios («Lo que niega afirma; lo que contiende ya es en ella», p. 152), y escenifican esta tensión. En este contexto la reflexión del Puma de Oro se conecta con la preocupación por la persistencia vital, y tiene también un sentido histórico. Ambas dimensiones se relacionan con la ascendencia y la descendencia, con los muertos protectores y los hijos que prolongan la cadena vital (ver Usandizaga, 2005). La permanencia del naya tiene que ver con la generación: en otro capítulo dice Churata que El +Naya = Ego (p. 128), pues en El, el hijo, queda el yo del
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padre considerado como ego permanente. Pero la cadena vital no incluye sólo a la descendencia, sino también a la ascendencia: en la visión de Churata, y de acuerdo con la visión andina, los muertos son la semilla de la vida. Conectar con el universo, entonces, es conectar con el origen, con los chullpares o lugares de los muertos (p. 154) y a la vez con el futuro: Hilar, hilar en la rueca de la estrella, de que procedo, y en que me contengo. Un día, para volver a la Warawarani, fugaré de la Warawarani. Ella gravita en el hombre y el hombre gravita en ella. El polvo vivo viene de la estrella. Pero las estrellas vivas vienen de los chullpares (p. 154). Por ello también la fuerza generadora es persistencia e inmortalidad: la madre, la mama Margacha, María, la Pachamama, son las encargadas de conectar al Puma de Oro con el universo, y el Sol es el que propicia esta fusión iluminando y calentando el mundo: «Y de esta guisa, hasta el mestizo patiecito cargado de begonias, en mansas oleadas llegaba el resuello del Universo» (p. 150). No es casual que Colón vaya a confluir en el universo con el Puma de Oro, ya que existe un paralelismo entre ambos, pues los dos son seres primigenios que crean desde el dolor y el llanto: Y qué hace Cristóforo acá? ¿Y qué los mundos que circulan en este Mare Magnum? Crearán otro Colón? )Otro hombre de las cavernas, quizá? [...] Y quién el Khori-Puma, si no el hombre de las cavernas, el hombre genital, con la potencia genésica de la bestia, hijo y padre de la radiación cósmica y en sí la misma proyección radial? ¿Podré yo destruir sustancialmente, ya que no puedo crear sustancia? (p. 161)
El Puma de Oro, en un proceso al que se asimilará Colón, se une así por su deseo y a través de la madre con el Todo; la madre se manifiesta como esta conexión con el universo a través de las constelaciones; es trasunto de la maternidad pura y fluyente, y el sentimiento conecta con la materia y la cadena vital gracias a la maternidad: Y yo, al sentirla, me sentí poblado... Sentíme poblado de astros, luminosos unos, opacos otros, todos acometidos de locura fiel. (p. 151) Se genera esta conexión a través de la fuerza vital con la que se establece una reciprocidad, lo cual implica entrar en un orden, el orden de los astros... y ese hervor es el eje común, por lo que aún cuando sueñan, o burbujan, o se rompen en colisiones, perdido el régimen individual, vuelven a él, porque el suyo es sólo
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Más adelante habla de la armonía, del orden que es Avacío tholomeico para los bienaventurados (p. 159). En este contexto se produce la integración de Colón en el universo americano; esa integración es la entrada de lo otro y el establecimiento de una tensión entre lo americano y lo europeo. Esta conexión entre el yo y el universo se expresa líricamente en boca del Puma de Oro en otro Haylliy que es el molde adecuado para la dinámica fusión: Yo pienso; ellos corren. Reposo yo; ellos engendran. Corriendo, estoy quieto; engendrando, me engendran. Somos lo estático que late estético. En la inmensidad hervimos. Nos dan energía; energía damos. Soy astro, asteroide, árbol soy y soy liquen. Ellos lujuria; yo la esperma que incendia la caverna... (p. 152)
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Hay que insistir en que todo esto se produce en el marco de la cosmovisión andina: esta conexión con el universo a través de las constelaciones se integra en el orden cosmológico andino. La idea de reciprocidad contenida en el poema nos remite a una peculiar idea de armonía y orden: se trata del sistema de los contrarios complementarios como base del conocimiento andino (Flores Galindo, 1986), y la vertiente espacial de este sistema aparece a través de la versión doble del cielo donde se pierde Colón, que enlaza con la relación entre el «Lago de Arriba», donde vive la Sirena, quien será la esposa del Puma de Oro, y el «Cielo de Abajo», el lago Titikaka donde mora el Achachila, el antepasado, y donde el Puma de Oro acude para buscar esposa: entonces la relación entre los contrarios se produce en la unión del Puma de Oro con la sirena del Titikaka (p. 132). En este contexto entendemos la frase con que se iniciaba este trabajo: los Kanidios creen que Colón vino del cielo, pero no del cielo cristiano sino de ese cielo que en la cosmovisión andina es simétrico y quizás intercambiable con la tierra y que para los Kanidios, según Churata, engloba a la tierra y al mar, y por lo tanto forma parte de una misma unidad. Resulta, por lo tanto, lógica la afirmación de los Kanidios e ilusa la idea de Colón de creerse un enviado del cielo a los ojos de ellos. Colón cree ser divino a sus ojos, pero resulta que para los Kanidios venir del cielo es algo casi normal: el mar está en la tierra y la tierra en el cielo. Todo se explica por esta pertenencia de Colón al universo gracias a la buena voluntad de la Pachamama, a su energía casi fatal: se trata de la inclusión en la cadena americana, de su fractura y de su renovación: «Si la phorekha, Pacha-mama, revienta con yema tierna, y puedo llegar al Sol y las constelaciones, es sólo porque estamos en ti, y en ti somos proyección sin límite [...]» (p. 163). Churata menciona este sistema de los contrarios complementarios en otro capítulo, en un momento de su particular razonamiento sobre el alma y la eternidad, cuando trata de establecer la solidaridad entre la vida y la muerte, entre la materia y el espíritu, entre el alma y la sangre, entre el movimiento y la materia, entre el instinto y la conciencia. El movimiento, eterno mientras la materia Asiga siendo materia, así como la conciencia instintiva, son los resultados paradójicos de esta complementariedad de los contrarios, que fundamenta en el modelo cosmológico andino (p. 91). Se habla también de Cielo de arriba y Cielo de abajo, de tierra de abajo, la nuestra, y tierra de arriba, el piélago estelar: «El runa-hake sintió la universalidad de la tierra; y llamó tierra de arriba al piélago estelar; a la suya, tierra
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de abajo. Él es sólo tierra animada. Mídase en la profundidad de la síntesis; el hombre tierra animada, y animada en la madre tierra, esto es, en sí mismo» (p. 91). Se entiende que venir del cielo, entonces, es algo natural. Esta tensión y unión entre los contrarios tiene en Pachamama un escenario cósmico, y los personajes se trasladan al piélago estelar donde, como se veía antes, la Pachamama los conecta con el universo. Este es el peculiar orden donde las fuerzas vitales incluyen a Colón para generar un nuevo sistema de tensiones después de la llegada de lo foráneo a América, que implica integrarlo en el viaje que es «renacimiento y existencia»: por ese estado de renacimiento, el Puma encuentra a Colón desnudo, antropófago, y con plumas de papagayo (p. 160). La Pachamama, fecundadora y propiciadora, engloba todo lo existente y su poder genésico, de permanencia vital y unificador incluye así a Colón: «Nada está más allá de tu fuerza. Los soles están en ti. Las nebulosas son tus formas. Los Colones, los Kanidios, los Khori-Challwas, desnudos como su madre los parió, te conforman en tus formas» (p. 162). La madre es tiempo, espacio e infinitud: «la infinitud es tu sola medida» (p. 148), y por ello lo abarca todo: «Eres todo sin unidades. Y como fuera de ti nada hay, tu no llenas, sino estás (p. 163). El orden cósmico en el que la Pachamama y otros seres míticos incluyen al Puma de Oro y a Colón tiene como geografía las constelaciones andinas, lo que desarrolla un simbolismo digno de estudiarse y al que se ha acercado Pantigoso. Según este autor (Pantigoso, 1999, p. 305), la unidad del libro se basa por un lado en el diseño de la constelación de la Cruz del Sur (Ibíd.,), y por otro en el espíritu que surge de la constelación de la Khatari-Pacac o Sierpe Alada, símbolo de la sabiduría y luminosidad que mediante sus movimientos -proceso y progreso- va uniendo o entrelazando por la voluntad mágica (laykhakuy) al «cielo de arriba» con el «cielo de abajo», así como a los diez retablos recreados a partir de un referente mítico: los Mandamientos contenidos en las Tablas de la Ley recibidas por Moisés (Ibíd., pp. 305-306). Volviendo a la pregunta que articula este trabajo, ¿por qué Churata elige la figura de Colón para ejemplificar la fractura americana, y sobre todo la posibilidad de que la tensión con lo llegado de fuera -una vez asimilado al orden andino- se haga productiva y creativa, y pueda conectar con el origen, con lo indio, pero ya luchando con lo hispano o europeo? Algo aportan a la respuesta ciertas connotaciones cristológicas y mesiánicas que Churata desarrolla con reminiscencias antiguas, ya que las connotaciones nos remiten al carácter salvador del personaje mítico de El Pez de Oro, y podrían tener como intertexto la
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Nueva coronicay buen gobierno de Guamán Poma de Ayala: «Cristóforo por traer la cruz del SEJHESUA se aventura y cristianar el oro es su menester» (p. 146). Pero, más allá de la seriedad e ironía a la vez que contienen estas referencias, resulta más sugerente aún la conexión del Colón mestizo y plebeyo con el dolor, con el «oro del lloro», el oro espiritual de El Pez de Oro (poetizado en géneros andinos, por ejemplo, p. 155), desengañado ya del oro material ambicionado: «A nadie le vino en miente que el oro que no se pierde es el que se amasa con el oro del lloro, pues el lloro es el padre de que el oro nasce» (p. 161). D e hecho, es el dolor lo que convierte la búsqueda del oro en un viaje espiritual en el que a Colón le ayudan los personajes míticos andinos, el Puma de O r o y la Pachamama. Sólo este dolor permite conectar con el descubrimiento y la conquista como ya inevitables traumas; tras esta conexión, integrarlos en u n orden dinámico permitirá luchar con lo negativo e incorporar lo mejor de ambas herencias.
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VIAJE E INSULARIDAD: DESPLAZAMIENTOS E N RETRATO
DE ABEL
LITERARIOS
CON ISLA VOLCÁNICA AL
Y EL LIBRO DE
FONDO
ESTHER,
DE JUAN CARLOS M É N D E Z
GUÉDEZ
Vega Sánchez Aparicio Universidad de Salamanca, España
E s la h i s t o r i a d e u n p e r s o n a j e c u y o d e s t i n o s e a l t e r a e n c a d a n u e v a l í n e a q u e c o n o c e el lector José Balza, «Fidelidad»
La perspectiva literaria del autor venezolano Juan Carlos Méndez Guédez (Barquisimeto, Venezuela, 1967) se inserta íntegramente en el mundo del viaje1. En gran parte de su narrativa los protagonistas inician un desplazamiento geográfico, psíquico o amoroso, una huida que los ubique en un nuevo espacio en el que poder encontrar y encontrarse. Sin embargo, las historias de Méndez Guédez no se estancan en la mera observación del nuevo lugar sino que, como bien señalara Todorov con respecto a este género, mantienen un «equilibrio» pleno entre el «sujeto observador» y el «objeto observado» 2 . 1
Para una revisión de la obra c o m p l e t a del autor véase < h t t p : / / w w w . m e n d e z g u e d e z .
com>. 2
M e remito a la cita señalada por Julio Peñate Rivero ( 2 0 0 4 , p. 3 4 6 ) : «También Todorov
estaría en esta línea de pensamiento al afirmar que el relato de viaje implica cierta tensión o
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La situación política del país de origen obliga, en sus novelas, a la mayoría de los personajes, a establecer un vínculo con otro lugar, con otra patria en la que trazar el itinerario de sus vidas. Éste es el caso de las novelas como Árbol de Luna (2000) o Retrato de Abel con isla volcánica al fondo (1998), historias cuyos protagonistas, de aptitudes psicológicas sospechosas, se embarcan en la huida hacia la tierra protectora. Una tarde con campanas (2004) subraya esta misma necesidad de escape, sin embargo el autor sitúa la narración en la boca de un niño de seis años, José Luis, quien guiará al lector por los rincones más sobrecogedores de la inmigración forzosa. Otra de las causas que impulsan al abandono de la tierra propia es la búsqueda del pasado perdido, la recuperación de un personaje imborrable en la memoria. Principalmente, estos desplazamientos describen una estancia breve del protagonista, un acontecimiento que no implica la permanencia eterna en el lugar de destino. Así, en El libro de Esther (1999) o en Nueve mil kilómetros y tu abrazo (2006), última novela publicada del autor, el sujeto emprende un viaje hacia la conquista de un tiempo que pudo haber sido suyo.
VIAJERO, ISLA, RETORNO 3
Las novelas que se presentan en esta comunicación se acercan a la dialéctica del viaje dentro de los procedimientos más representativos en la obra del autor venezolano: la fuga y la búsqueda. En la primera de ellas, Claudio, alienado e inmóvil, huye hacia las Islas Canarias para salvarse de un pasado depredador, pero la carga de los días vividos y de los fantasmas del viaje le acompañará hasta el final del camino, el aislamiento total. En El libro de Esther, Eleazar parte desde Venezuela para encontrar a su amor de la adolescencia, la mujer que da título a la obra, sin embargo, el plan de búsqueda se tuerce hacia el encuentro con su misma persona. Ambos personajes son presentados como outsiders; mientras que Claudio simboliza el desarraigo y el exilio, Eleazar se sentirá desprovisto del mundo, separado de la única posibilidad de amar perdida en un tiempo atrás. En
equilibrio entre el sujeto observador u el objeto observado. Si privilegia al primero se inclina hacia la autobiografía; si el segundo hacia la ciencia: el relato de viaje vive la interpenetración de ambos». 3 Las obras referidas en este texto, Retrato de Abel con isla volcánica al fondo (1998), y El libro de Esther serán mencionadas, a partir de este momento, como RA y LE, respectivamente.
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cada uno de ellos el viaje marcará las esperanzas para escapar de la condena de la soledad, castigo que asoma sus fauces al señalar, desde el comienzo, el destino de estos antihéroes. Ninguno de ellos ignora que su empresa derivará en la fatalidad del náufrago, el ser desamparado dentro de un mar infinito de dudas y penurias, sin embargo cada uno asume por separado la respuesta a esa predestinación. Claudio abandona levemente la inmovilidad en la que está sumergido y se adentra, aunque, como bien señala, «son siempre los hechos externos los que llegan a regirme» (RA, p.9), en la revisión de un pasado que le obsesiona, que limita su capacidad de individuo pleno. De este modo, sortea su futuro y cede al aislamiento en el que está en todo momento encaminado. Así, el personaje de Méndez Guédez se incorpora a la apreciación que realiza Fernando Aínsa4 para el viajero outsider, ya que la frialdad de Claudio ante los acontecimientos lo estigmatiza como aquel que elige por sí mismo la apatía, «fui yo quien eligió este camino, esta abulia» (RA, p.70), constatan sus propias palabras. Eleazar dispone sus expectativas para el encuentro con Esther, busca la existencia utópica de un ayer aferrado a las lecturas adolescentes bajo el árbol del parque, la recreación de un mundo al que un «accidente» con la Pepsi Cola ha frustrado sus anhelos y aspiraciones. Emprender este «viaje demencial», al que el personaje se refiere, es considerado un fracaso a lo largo de la novela, sin embargo la búsqueda va más allá del objeto que intenta volver a poseer, el tesoro derivará en un hallazgo aún mayor: venir acá ha sido el resumen de muchos viajes, palabras que ruedan, giran y se deslizan. Mudanza de la mudanza. [...] Ignoro qué día es hoy pero sé que en mí algo concluye» (LE, p. 185). La indiferencia a la que se hacía mención anteriormente se transgrede en este protagonista, el cambio interior conduce a la ruptura de la condición de outsider con la que comienza la narración, pues el viaje de Eleazar se torna en un descubrimiento, más allá de la isla, más allá de Esther, y la metamorfosis implícita del personaje es crucial para la novela. De este modo, es importante destacar aquí las palabras de Friedrich Wolfzettel y su apreciación del viaje 4
Esta caracterización del personaje desarraigado fundamenta la descripción del viajero onettiano, según Fernando Aínsa. Onetti, en Tierra de nadie (1965), reconocía sentirse pintor del individuo de una época, el indiferente moral, «del hombre sin fe ni interés por su destino» (Aínsa, 1986, p. 321).
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como un descubrimiento en «un sentido de aprendizaje y de transformación mental del yo descubridor» (Wolfzettel, 2005, p. 11). En el ámbito de la isla, como espacio decisivo en ambas novelas, el autor maneja el síndrome del isleño, caracterización usada ya por otros autores, entre ellos el cubano José Lezama Lima, para explicar la nueva sensibilidad de los hombres de estas regiones. El autor cubano, en el «Coloquio con Juan Ramón Jiménez» (1937) (Lezama Lima, 1975-1977, pp. 44-64), presenta el sentimiento de lejanía, propio de los insulares, como una percepción del mundo acorralada por las fronteras acuáticas. En las dos obras seleccionadas de Méndez Guédez, la insularidad aflora siguiendo tácticas distintas. El atormentado protagonista de Retrato de Abel con isla volcánica al fondo incorpora el síndrome insular a su locura personal, solapa ambos delirios de la psicosis mental, de este modo, el daño del enajenado se intensifica con el viaje a la isla. Sin embargo, en El libro de Esther, la demencia insular es percibida en el ambiente y en los espacios. El clima y las alusiones del personaje principal al aspecto físico de la isla de Tenerife, una remisión constante al tono «grisáceo» del terreno, enmarcan la crisis de la realidad que encuentra su máximo esplendor en la vivencia del carnaval. Para establecer una diferencia crucial entre ambos tipos de éxodo, es preciso señalar la importancia del rasgo temporal de la dualidad fuga-búsqueda, así, el aspecto del retorno varía en las dos novelas. Claudio, hundido por su familia, en el trabajo y en el amor, parte hacia el lugar en el que la posibilidad de regreso es nula, algo que se explica claramente en su reflexión final: No volveré. El regreso se gana, se pelea. Sólo retornan los triunfadores, los que después de superar las pruebas a las que nos somete la lejanía llevan entre sus manos el esplendor de algún aprendizaje, los que vuelven a su casa con el fuego robado de los dioses {RA, p.103). Por el contrario, el retorno parece inminente en El libro de Esther. Eleazar agota todos los posibles encuentros con su enamorada, de tal manera que la vuelta al hogar no puede prolongarse más. Pero el suspense invade las últimas páginas de la historia, el autor juega con la ventaja de permitir al lector presenciar una unión tan íntima entre ambos personajes, un punto final al viaje que tarde o temprano contará con un regreso. Por lo tanto, se verifica la apreciación del investigador Paolo Scarpi, retomada por Wolfzettel, en la que el movimiento de «fuga» está unido al de «retorno». Así, el primero de
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los pasos se distingue por una huida para librarse de un problema familiar o personal y la intención del cambio, mientras que el retorno presupone esa transformación del viajero. En ambas historias el primero de los puntos se confirma, sin embargo la vuelta sólo será posible en el caso de Eleazar, aunque no quede claro el momento de su ejecución. Claudio no se ha transformado sino se que ha intensificado su locura interna, ha derivado en un viaje inconcluso, viaje sin retorno.
EL VIAJE DEL AISLADO
La primera de las novelas propuestas, Retrato de Abel con isla volcánica al fondo, plantea el trayecto del personaje principal hacia el interior, el lugar más profundo del sujeto. Claudio, arrastrado por los acontecimientos desde su infancia, intenta una lucha con los ejes de su locura: José, el hermano mayor, y Victoria, su esposa. Ambos personajes profesan sobre él un dominio que los coloca en posiciones superiores a su voluntad. José, y previamente el padre de Claudio, ha ido destruyendo las esperanzas de un niño que contempla la caída del simulacro familiar, la posibilidad de la figura paterna, y del hermano, para no ser «el hijo de nadie». Victoria, por su parte, se presenta como la actriz que encarna el papel de la esposa, la que continúa interpretando la escena del matrimonio feliz. El sujeto literario de la historia, asaltado continuamente por las obsesiones que rondan las imágenes de los dos, e incluso tres, individuos-obstáculo, emprende un camino hacia su propia isla. Este largo itinerario le permite una revisión profunda de sí mismo, su pasado, sus conflictos, los constantes accidentes que han diseñado la ruta de su vida. De este modo, el viaje kafkiano se presenta como la nueva opción de fuga, el planteamiento del viaje como reflexión del ser, de la identidad que lo acompaña o que lo señala como miembro de la «generación jodida» {RA, p. 35), en la que se inserta. Así, esta abstracción del individuo permite trazar una relación con lo ya señalado por Aínsa: «Hay una claudicación decretada de antemano, una negación de todo lo que pueda ser alborozado entusiasmo vitalista configurando la postura extrema del intelectualismo de hombres que reflexionan demasiado para gozar abiertamente de la vida»(Aínsa, 1986, p. 326). En este mismo sentido se sitúa otra de las empresas de Claudio: la elaboración de un manual para bailar Lambada, motivo cuya traducción establece un correlato con la vida presente del protagonista. El
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proyecto se frustra, como cualquiera de los planes que inicia el personaje, y da lugar a una de las reflexiones del hombre sufriente, que conecta directamente con las teorías del héroe vacío, del personaje que camina hacia la nada, del existencialismo sartreano que tanto repudia: «En Cabudare Lambada significa viaje hacia la nada, viaje hacia lo blanco, viaje hacia lo invisible, viaje hacia el sin retorno, viaje último» (RA, p. 67). Esta preocupación rutinaria se asimila al viaje geográfico que emprende el individuo. El exiliado sufre el destierro hacia otro interior menos profundo pero tan trágico y desgarrado como el introspectivo, el interior físico de la isla. En 1934 el autor canario Agustín Espinosa publica Crimen, obra surrealista sumergida en lo decadente y grotesco. Los textos, que rozan incontables veces los límites de lo escatológico, elaboran en diversos momentos el esbozo de una sensibilidad particularmente isleña. El sujeto delirante expresa la alienación que le provoca la carga de la isla, germen evidente de la insularidad, y se presenta como «el hijastro de la isla. El aislado» (Espinosa A„ 1990, pp. 73-74), estribillo que se convierte en el 'leit motiv' del texto «Epílogo en la isla de las maldiciones». Juan Carlos Méndez Guédez recoge, asimismo, la idéntica deliberación para las palabras de Claudio, un sentimiento de ahogo que se expresa claramente en boca del personaje principal («Mi vida transcurre como un enfermizo y perenne presente», RA, p. 28), del mismo modo que en otro texto de Espinosa: «Por fervor a hombres que vivimos cara a un mar que todo lo engulle y devora como los coiboteadores pájaros de la inventiva de Aristófanes» {RA, p. 79). Otro de los viajes que se ejecuta en la mente del individuo lo arrastra hacia el pasado fantasmagórico, el terror al que se refiere Umbral en la cita incorporada por el autor en el comienzo de la segunda parte5. El 'flashback', como también veremos en El libro de Esther, se apodera del juicio del sujeto, transportándolo hacia un desplazamiento histórico desde la infancia hasta la adultez. Los recuerdos colisionan en Claudio, se difuminan o se perciben con nitidez, se mezclan para proponer la confusión entre realidad y proyección del ayer. Este excéntrico Abel, como el «viajero sobre un mar de niebla»6, paraliza su camino para contemplar el tiempo vivido. Así, también es preciso señalar la pertinencia del espacio insular para el encuentro con el pasado, ya que la isla provoca la revisión de un tiempo anterior, como constata el personaje de Ulises
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«Se puede vivir indefinidamente en el terror. Se puede». Caspar David Friedich, «El viajero sobre u n mar de niebla», 1918.
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Lima en Los detectives salvajes: «La isla del pasado, dijo, en donde sólo existía el tiempo pasado y en la cual sus moradores se aburrían y eran razonablemente felices, pero en donde el peso de lo ilusorio era tal que la isla se iba hundiendo cada día un poco más en el río» (Bolaño, 1998, p. 367). El peso de la isla, como ya enunciara Virgilio Piñera7, se instala, junto con la locura inicial del individuo y los fantasmas del pasado, en una conciencia atormentada, y así surge un nuevo «extranjero» siguiendo el ejemplo claro de Camus 8 . Claudio, el inmovilizado, encarna la rendición, la imposibilidad del héroe, el encadenamiento de un hombre a la frustración del «no poder ser». Sin embargo, la carga que soporta el personaje se intensifica, como ya hemos señalado anteriormente, debido a la condición isleña. La isla es la culpable de las revisiones, de la obsesión por la soledad, del aterrador vagar por la memoria. La isla, como precisa Vicente Cervera citando a Cari Jung, «es la metáfora de la conciencia, que emerge solitaria y terriblemente rodeada por el océano abismal y abisal del inconsciente» (Cervera, 2007). Por lo tanto, y para recordar de nuevo a Camus, son pertinentes las alusiones del protagonista al lugar geográfico, al clima que lo rodea y aplasta, a ese «clima de zozobra ideal» {RA, p. 91) que condiciona al individuo.
EL VIAJE INICIÁTICO: CONOCER Y CONOCERSE
Ante El Libro de Esther es posible una lectura como relato de aventuras. La obra cumple todos los preceptos para ser considerada un viaje similar a La 1 «Un pueblo desciende resuelto en enormes postas de abono,/ sintiendo cómo el agua lo rodea por todas partes, / más abajo, más abajo, y el mar picando en sus espaldas;/ un pueblo permanece junto a su bestia en la hora de partir,/ aullando en el mar, devorando frutas, sacrificando animales,/ siempre más abajo, hasta saber el peso de su isla;/ el peso de una isla en el amor de un pueblo» (Piñera, 2000). 8 Me refiero concretamente a la relación entre ambos personajes, Meursault de Camus, en El extranjero, y Claudio. Los dos en su discurso narrativo, en su monólogo interior, se sitúan al margen de los acontecimientos, en una posición de simples testigos. Sin embargo, al verse implicados en ellos, se defienden como víctimas de un impulso del que no pudieron escapar. Así, tanto Meursault, tras el asesinato, y Claudio, después de la violación, se verán envueltos en las palabras finales del protagonista mendezguediano para Simone de Beauvoir: «Supongo que me odiarás por lo que hice, peor aún, por lo que intenté hacer, pero pienso que aquello equivale a esos gestos de los ahogados cuando al percatarse de que ya tienen los pulmones hinchados a reventar de tanta agua, lanzan un último manotazo, un golpe furioso en el que sus manos se llenan de algas y burbuja. Una brazada final, inútil» (RA, p. 101).
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isla del tesoro (1883) de Rovert L. Stevenson o, en una perspectiva quizá más cercana, a La vorágine (1928) de José Eustasio Rivera, entre otros. Los relatos señalados se desarrollan partiendo de las andanzas, en el caso de Rivera la aventura fatal, de un héroe o antihéroe que se implica en una búsqueda obsesiva cuyo encuentro parece no poder cumplirse. De este modo, la obra de Méndez Guédez se inserta en la caracterización de un género novelesco en el que los mapas y los territorios ignotos resultan lugares comunes para el lector. Sin embargo, ésta no es la única identificación narrativa de la obra, El libro de Esther muestra, siguiendo las pautas del género épico, tan exitoso en la época medieval, la transformación de un personaje en su peligroso itinerario. Así, nos encontramos, pues, ante una novela cuyo carácter híbrido permite la incorporación de dos lecturas: la aventura del explorador y la novela de iniciación. El riesgo y la consecuencia de una pérdida establecen los puntos iniciales de los que emana la novela de aventuras, además emerge el viaje iniciático que, como en el caso de Méndez Guédez, incorpora el desarrollo de la conciencia interior. Eleazar se une a esta mitología de la búsqueda, del héroe embarcado en las pruebas de valor, como analizara con lucidez Joseph Campbell (2001). Su camino se asemeja al de otros personajes que persiguieron tesoros en islas embrujadas, o al de todos aquellos fieles a la búsqueda del santo Grial, su viaje se convierte en una superposición de héroes, una interminable exploración como la de Jim Hawkins o un descubrimiento interior como el de Perceval. Pero la perspectiva del autor para esta obra es más amplia que la simple recuperación de dos géneros narrativos. El autor sitúa su discurso dentro de las pautas de este tipo de relatos pero modifica el sentido del texto, de tal modo que el héroe épico, en la narrativa mendezguediana, se convertirá en un paria, el antihéroe cuyas torpezas humanas lo acercan al extremo patetismo: «Es cierto que jamás abrigué mayores esperanzas conmigo mismo. Nunca me creí elegido y frondoso para ninguna tarea especial» {LE, p. 144), señala el protagonista. Asimismo, otros personajes y motivos de ambas modalidades de relatos son invertidos intencionadamente por el narrador, de este modo pueden señalarse la llamada a la aventura, satirizada en la televisión y en la aparición de la imagen erótica de Bo Derek; los personajes guía, Máximo y Hendrina; las visiones del viejo ermitaño, Aurelio; y, por supuesto, la comunicación mística del antihéroe en la vivencia del carnaval9. Estos elementos tienen una función conductora
9 Como ya se señaló anteriormente el análisis mitológico del camino del héroe ha sido trazado por Joseph Campbell, del que se han extraído los elementos que el autor incorpora a
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a lo largo del texto ya que, aún presentándose como mecanismos invertidos, dirigen el sentido del relato de aventuras. Eleazar se sumerge en la búsqueda de un pasado remoto, un pasado que, en contraposición al caso de Claudio, no es tormentoso sino que le presenta la llave hacia la felicidad plena. El protagonista recuerda sus días con Esther, recrea, partiendo de nuevo de la base del flashback, la historia de sus años en el liceo cuando el bienestar tenía «aquellos dulces pasos de jirafa» {LE, p. 31). El accidente de la Pepsi Cola, que funciona como el error cometido en el pasado, lo atormenta durante los años siguientes, y de él surge la pregunta de cómo habría sido su vida de no haberse cruzado con las maravillosas piernas de Marilyn. El autor remarca continuamente este suceso en la cabeza de Eleazar, de tal modo que ese error primero se convertirá en el motor del personaje hacia la búsqueda, y ya no sólo de Esther, una falta que «puede significar un destino que se abre», como señala Campbell (2001, p. 54). Las alusiones temporales cobran importancia a lo largo de la narración, así, Eleazar hablará de la posibilidad de varias concepciones del tiempo. En un primer lugar surge la idea del viaje como continuación de un momento anterior, la omisión del tiempo sin Esther, el momento de Marilyn, la mujer que no ama, para, más tarde, recuperar a su amor perdido («No se trata de una ruptura sino de la continuación de un momento que ambos debimos presenciar», LE, p. 22). Otra reflexión menciona la vuelta a un tiempo circular, a un sentido cíclico de los acontecimientos que le permitirá revivir como presentes situaciones pasadas, síndrome en el que se encuentra el personaje principal de uno de sus libros del recuerdo favoritos10 («Alguien dijo que lo único que se hace por primera vez es nacer. El resto son repeticiones, vueltas, espirales», LE, p.80). Y, por último, la alusión a un futuro únicamente posible recuperando la historia perdida («No sé por qué... pero ahora creo entender que yo he venido acá a recordar mi futuro», LE, p. 182). Las lecturas de la adolescencia acompañan el viaje del recuerdo, de este modo el autor crea un nuevo desplazamiento empapado de literatura. Bryce Echenique es recuperado en La última mudanza de Felipe Carrillo (1988) para volver sobre el tema de la indagación, del cambio del individuo por la persecución del amor, del reencuentro con el destino de la soledad. Este autor
su personal visión del viaje del antihéroe en El libro de Esther. 10 Me refiero concretamente al protagonista de La mudanza de Felipe Carrillo, de Alfredo Bryce Echenique, a la que volveré más adelante.
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forma parte de la maleta literaria de Méndez Guédez, pues Bryce Echenique es homenajeado en la mayor parte de las novelas del escritor venezolano, ya que elementos como su sintaxis cercana, o la meditación y el diálogo de los protagonistas consigo mismos, forman parte de la base narrativa de Méndez Guédez. Del mismo modo, se inserta al viaje por el pasado la novela Piedra de mar (1968), de Francisco Massiani, de la que incorpora el desarraigo de Corcho, personaje principal y narrador de la historia propia, otro joven patético que se abandona y es abandonado en la búsqueda de Carolina11. Eleazar, al final de su trayecto por la isla, es sometido a una serie de pruebas que le plantean la credibilidad en el espacio y el tiempo vivido. Así, el autor elabora un juego con la percepción que permite una confusión entre lo real y lo irreal, de este modo, el absurdo surge con una puesta en escena similar a Rajuela (1969), algo que nos acerca de nuevo al estudio de Aínsa: «El trazado del juego de la rayuela se convierte en una verdadera obsesión en la medida en que su significado deja de ser la de un simple juego y se convierte en una metáfora simbólica de búsqueda existencial» (Aínsa, 1986, p. 371). Los ambientes pierden su consistencia ante los ojos del lector que se plantea la posibilidad de la recreación del mundo de los sueños en los pasajes por Tenerife. Tras esta imprecisión de verosimilitud, Méndez Guédez recupera la autenticidad de los hechos: el personaje, rodeado de figuras e imágenes paradójicas, como Caperucita Roja, diez mujeres vestidas de limón, dragones o «una libélula que tiene unas piernas torneadas y sólidas como las de Marilyn» (LE, p. 52), se introduce en el mundo eufórico del carnaval, la fiesta explosiva de una isla que roza los límites del delirio. Como ha podido comprobarse, ambas novelas siguen el esquema de un itinerario hacia la propia identidad, sin embargo en El libro de Esther, el encuentro con el futuro, al revivir el pasado, cambiará el destino del protagonista, tornará el sentimiento de derrota: el certero fracaso ante el hallazgo queda solventado por el conocimiento de su propio ser: E n m í a l g o concluye. S o y tan sólo estas calles, esta euforia, soy ú n i c a m e n t e este espacio en d o n d e transitan miles de canciones. E s e h a sido m i ú n i c o t i e m p o .
"
«Yo lo único que quería era estar solo para poder llorar en paz. T r a g a b a saliva y cerraba
los ojos y los puños.; y Julia continuaba hablando del mar hasta que se levantó de la c a m a y se f u e cerrando la puerta lo m á s cuidadosamente posible. L a s lágrimas m e salían a montones. T e confieso C a r o l i n a que tenía tiempo sin llorar» (Massiani, 1968).
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La risa de un merengue. Una vuelta, un paso, las caderas de cien mil mujeres que al unísono mecen el mundo en su vaivén {LE, p. 185). De este modo, la última mudanza de Eleazar únicamente podía tener como destino la isla, el lugar donde los universos acuáticos son posibles, espacio en el que el mar amenaza y rodea la tierra, la rodea. La isla es el único punto geográfico que puede permitirle comenzar desde el principio, recuperar una vida, volver a un estado en el que el viajero ha conseguido encontrar el fuego de los dioses. Asistimos, pues, en las dos obras estudiadas, a la revisión del relato de viajes, a la reescritura de una propuesta literaria que se contamina constantemente, como ha señalado la crítica a propósito de este género, con otros tipos de discurso enriqueciéndose12. Un modelo literario esencial para la escritura que señala el viaje como punto de partida de cualquier autor ante la hoja en blanco.
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12 Peñate Rivero señala: «Con lo dicho ya se percibe la necesidad de incorporar aportes como los de la teoría de la argumentación, la antropología cultural, la teoría de la recepción, la mercadotecnia (el funcionamiento del libro en el mercado), etc.», en «Camino del viaje hacia la literatura» (Peñate Rivero, 2004, p. 26).
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5. El viaje y la escritura de mujeres en América Latina
SILVINA, ANGÉLICA, CRISTINA: VIAJE SIN EQUIPAJE
Sonia Mattalia Universität de Valencia, España
El diccionario me cuenta que la palabra 'viaje' viene, claro, del latín via —camino, carretera, calle, viaje—. La palabra castellana entra en 1335 como derivado del catalán viatge, a su vez del latín: viaticum: provisiones o dinero para el viaje. Pero hay algunas derivaciones de esta vía: de sviar — d e deviare— que dará desvío, desviado o el tardío 'inviare', que significaba recorrer un camino, de allí mandar a alguien o algo por un camino. Otras, también, extraviar, extraviado: perdido en un camino y sus derivados psicológicos como pérdida de razón. ¿Qué es viajar? Un desplazamiento por el espacio, un traslado espacial que implica un trayecto temporal sucesivo: Salir, recorrer, llegar, regresar... un camino que se recorre saliendo de un lugar para llegar a otro, que puede tener desviaciones imprevistas, en las que uno se puede extraviar. Hay viajes sin regreso o con un regreso diluido, por ejemplo el del exilio, en el que se parte sin saber adonde se va ni si se va a volver al lugar de origen. Por otra parte, la misoginia ha producido una afirmación tópica: «las mujeres son locas». Podemos interrogar este tópico y preguntarnos cuánto tiene de sustancia: ¿son locas porque ejercitan una lógica diferente y, en este sentido, se desvían o extravían del recto camino? Más allá de su connotación denigratoria, creo que este tópico apunta a un reconocimiento: la particular vivencia de la temporalidad y la espacialidad que caracteriza a la subjetividad del lado
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de la mujer que podemos describir como una resistencia al tiempo recursivo. Es decir, como señala Kristeva, la concepción del tiempo lineal, configurada históricamente, parece diferir de la vivencia del tiempo en la subjetividad femenina. En este sentido la escritura de mujeres ha tejido y escenificado con frecuencia estas particularidades y podemos pensarla en la representación del motivo del viaje. La épica clásica —de Homero a los cronistas de Indias— se sustentaba en dos temas básicos: el viaje y la guerra; en la épica moderna, desde los románticos, el viaje adquiere el valor de un bildungsroman, un proceso de aprendizaje y una construcción del héroe en el viaje exterior e interior. La aventura clásica y el viaje de aprendizaje se truecan, en el siglo xx, el viaje interior expuesto en diversas modalidades: en la introspección y el ensimismamiento del héroe —el despliegue de la memoria en Proust—; en la pérdida del sentido de la secuencia tempo- espacial clásica, con la cual se alegoriza la pérdida del sentido de dirección y del fin de viaje: es deambuleo en el Molloy de Becket o viaje coagulado en Esperando a Godot de Ionesco o El castillo de Kafka, o el camino alucinatorio en Ginsberg. Postulo una sencilla hipótesis: la escritura de mujeres trabaja el motivo del viaje, pero más que el viaje iniciático de ida y vuelta del héroe clásico, o el viaje de aventuras extraordinarias de la primera modernidad, o el viaje de aprendizaje interior y de construcción épica de la subjetividad de fines del xix y comienzos del xx, o el viaje sin objetivos posterior, la escritura de mujeres ha señalado el extravío' de los viajes. Esto pone en escena la idea de un viaje que se desvía de su línea temporal y bascula hacia la espacialización, donde la sensorialidad corporal o la detención contemplativa apunta a una construcción-deconstrucción de la identidad femenina y la deriva identitaria. En este sentido, el viaje que representan algunas escrituras de mujeres es, justamente, la de la deriva del tiempo sobre el espacio donde se detiene el viaje sustituyéndolo por el viaje inmóvil. La idea es que el viaje tempo-espacial se transforma en deriva de la escritura: el viaje tempo-espacial se desvía hacia la construcción de una escritura que viaja, que migra, que se extravía. A partir de estas preguntas comentaré, entonces, tres viajes peculiares propuestos por tres narradoras centrales de la narrativa rioplatense: el relato «Los funámbulos» del primer libro de Silvina Ocampo Viaje olvidado (1937); «La vieja ruta del incienso», último cuento de Kalpa Imperial (1983) de Angélica Gorodischer, que nos conduce por el relato fantástico y la ciencia ficción; y,
Silvina, Angélica, Cristina: viaje sin equipaje
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finalmente, un viaje por un cuerpo de mujer en Solitario de amor (1988) 1 de Cristina Peri Rossi.
SILVINA: VIAJE VERTICAL
En sus conversaciones con Manuel Lozano decía Silvina O c a m p o en 1987: Yo vivo en un eterno presente... ¿ N o es francamente patético ser el último de u n a estirpe, el último de u n a raza, el último escritor? ¿ C u á l será su verdadero rostro en el instante que lo separe de la vida?... Manuel, ¿nunca te preguntaste si el tiempo de los espejos coincide con el de nuestras vidas? Pienso en un espejo de arena para perdernos, irremediablemente. O acaso para encontrarnos, irremediablemente. L a arena es el vestíbulo de la dispersión total.
La versátil producción de Silvina O c a m p o la convierte en una de las referencias centrales de la narrativa latinoamericana contemporánea; sin embargo, «durante décadas Silvina O c a m p o fue el secreto más guardado de las letras argentinas. Admirada por los mejores escritores, recibió sólo menciones breves, incómodas, en manuales e historias de la literatura. Ante el desafío de una obra inclasificable, muchos críticos se conformaban con archivarla mediante asociaciones obvias: la autora era la hermana menor de Victoria Ocampo, que había prologado y publicado en la editorial Sur su primer libro de relatos; amiga de Borges y esposa de Bioy Casares, había compuesto con ellos esa Antología de la literatura fantástica (1940)...», dice Cozarinski (2003). Un cierto cono de sombra diluyó el reconocimiento de la obra de Silvina Ocampo; quizá porque su potente y original narrativa conmovía, con muy buena educación y bastante ironía, algunos de los fetiches culturales del campo literario argentino; quizá porque esta discípula de Giorgio de Chirico, poeta y narradora, es una de las primeras escritoras profesionales en el sentido de plena dedicación a una obra personal y original que no termina de encajar en los modelos del momento. El humor negro o sarcàstico, la crueldad y la perversidad proponen tramas que cuestionan la adscripción de Silvina al fantástico
Los análisis que siguen retoman algunos núcleos de los capítulos III y IV de mi libro: Máscaras suele vestir (Pasión y revuelta: escrituras de mujeres en América Latina) (Mattalia, 2003). 1
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rioplatense2 (Fernández, 2003). En el peculiar uso de un realismo mechado por lo onírico, lo horroroso, lo siniestro, insistirá Silvina en su producción narrativa3. Su primer libro de cuentos, Viaje olvidado, es ya de difícil catalogación. Relatos inquietantes como «Los funámbulos» donde se escenifica la peculiar relación de una madre sorda, planchadora en una casa de ricos, con sus dos hijos que ejercitan juegos raros inspirados por «un libro de cuentos de saltimbanquis, regalado por los dueños de la casa». Las arriesgadas acrobacias circenses de Cipriano y el insistente juego con muñecas de Valerio van creando una atmósfera angustiosa, que culmina cuando ambos desde el tercer piso dan «un salto glorioso y, envueltos en un saludo cayeron aplastados contra las baldosas del patio». La madre muda los ve caer, sonríe y sigue planchando. El tono liviano del narrador y la impasibilidad de la madre produce lo siniestro4. Las atmósferas de los cuentos de Silvina Ocampo se presentan en una normalidad cotidiana, intrascendente, monótona, que se va deslizando hacia la violencia y el horror manteniendo un tono sin exaltaciones, que provoca el efecto angustioso de sus tramas. La frecuente elección de niños como protagonistas de sus cuentos aumenta la carga siniestra y le permite simultanear la recusación del orden de la ficción y del orden social como señala Pezonni (1986). Bianco afirmaba que «los cuentos de Viaje olvidado ejercitan una especie de depreciación evangélica de la inteligencia. Elige a los seres humildes, los simples de entendimiento y de corazón, los que están más próximos a los niños» (Bianco, 1998). Agrego que la dúctil figura de niños y adolescentes, su condición de seres informes, no acabados, permite el juego de figuras que se mueven en la frontera de lo permitido y lo excluido. Dice Angélica Gorodischer en una entrevista: Prefiero escribir sin hojas de ruta, simplemente. En eso la escritura se parece mucho al acto psicoanalítico: vas al analista, te sentás ahí por tres sesiones hablando 2
Véase Fernández, Teodosio: «Del lado del misterio: los relatos de Silvina Ocampo», en Alemany, 2003. 3 Ocampo, Silvina, Viaje olvidado (1937), Autobiografía de Irene (1948), La furia y otros cuentos (1959), Las invitadas (1961), Los días de la noche (1970), Y así sucesivamente (1987), Cornelia ante el espejo (1988). 4 Véase López-Luaces, Marta: Ese extraño territorio de la infancia: la representación de la infancia en tres escritoras latinoamericanas. Norah Lange, Silvina Ocampo y Elena Garro, en Alemany, 2003.
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de tu tía Pocha, y a la cuarta, cuando volvés a sacar el tema, un segundo antes de irte porque pensás que no sirve, te das cuenta de que la pobre tía era una excusa para contar otra historia, secreta, escondida detrás de tanto palabrerío. Con la literatura es igual. Imaginás un cuento, pero no sabés qué hay detrás de él, a dónde va a llevarte el argumento o qué efecto va a causar en el lector. Y hay que dejarse ir. Creo que a eso se refería Borges cuando decía: «Hay que escribir en estado de inocencia».
Esa idea borgiana de la inocencia se asocia también a la inconsciencia; es decir, la de hacer pasar lo oculto, lo secreto, lo enigmático, a través de una historia; y su eficacia se acentúa en el territorio de lo fantástico o de la ciencia ficción, en los que la trama se concentra obsesivamente en la elusión de la referencia realista5 La extensa escritura de Gorodischer pasea por todos los géneros narrativos: la novela histórica, la ciencia ficción, el fantástico, el relato policial y todos los demás6. Comienza en 1965 con Cuentos con soldados, y con pluma firme continúa sin cesar. En la presentación de Kalpa Imperial de la editorial Gilgamesh, en 2000, dedicada a la ciencia ficción, señala Juanma Santiago: «Kalpa imperial esboza sin vocación de exhaustividad de unos hechos, escogidos al azar, de la inmensa, inabarcable historia del Imperio Más Vasto que Nunca existió, entidad de dimensiones colosales —en lo geográfico y en lo literario— cuya existencia debe tanto a una provechosa asimilación de la literatura popular como un riguroso análisis de la realidad latinoamericana. Al respecto, Gorodischer ha confesado que pretendía unas Mil y Una Noches, pero le salió una feroz parábola de la última dictadura argentina» (Santiago, 2000, p. 7). 5 En su sustancioso artículo, «Mujeres y Literatura Fantástica: los caminos de(l) género», Anabel Enríquez Piñeiro señalaba las dificultades de hacer literatura fantástica asociada a la ciencia ficción, tanto en la publicación como en la difusión. Y apunta «Salvo, Angélica Gorodischer, en Argentina (a quien Ursula K. LeGuin tuvo a bien traducir e introducir en el mundo literario anglosajón) y Elia Barceló y Pilar Pedraza en España —-con su literatura gótica inusual—, los otros nombres femeninos del fantástico, la fantasía y la ciencia ficción hispanoamericanas son intermitentes y poco referidos» (Roble, Lola: «Mujeres y Ciencia ficción», en sitio web Mujer Palabra, 2000). 6 Opus2,1967. Las pelucas, 1968. Bajo lasjubeas en flor, 1973. Casta luna electrónica, 1977. Trafalgar, 1979. Orbis, 1986. Kalpa Imperial, 1983. Mala noche y parir hembra, 1983. Floreros de alabastro, alfombras de Bokhara, 1985. Jugo de mango, 1988. Las Repúblicas, 1991. Fábula déla Virgen y el Bombero, 1993. Técnicas de Supervivencia, 1994. Prodigios, 1994. Lanochedel inocente, 1996. Cómo triunfar en la vida, 1998. Menta, 2001. Doquier, 2002. Historia de mi madre, 2004. Tumba de jaguares, 2005.
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Cabe destacar que Kalpa se publica en 1983, pero desde una lectura actual podemos reseñar que esa «feroz parábola» se ha extendido y podemos referirla al Imperio siniestro que ocupa hoy nuestro planeta. La lectura de Kalpa nos invita a un viaje que oscila entre el movimiento y la quietud. Esta saga comprimida que es Kalpa Imperial se. despliega a través y desde de la voz de un narrador, un cuentista, un cuentero, que va enrollando diferentes momentos del increíble Imperio. Desde allí se suceden una serie de historias mezcladas que, en vaivén intercalan, lo mínimo, lo íntimo, con lo épico. Su último relato, «La vieja ruta del incienso», es una condensación de los otros relatos del volumen: a diferencia de los otros, en éste la voz de ese narrador juglar que circula por el libro desaparece. Una voz anónima nos informa las etapas de una caravana que atraviesa un desierto para comerciar; pero en el decurso del relato aparece un cuentero, el viejo ventero Z'ydagg que, a pedido de un niño huérfano y desvalido que se incorpora a la caravana, consiente en contar historias de sus experiencias. Los cuentos de Z'ydagg se insertan en el relato del viaje —donde despunta la herencia del Quijote. También este relato es una alegoría de la creación del mundo que, como todos sabemos, surge por una motita de polvo; a su vez, es la historia de los orígenes de la humanidad. La alegre escritura de Gorodischer se recrea en las figuras de los primeros humanos; para ello juega y altera sitios y nombres sacados de actores del cine y algunos intelectuales. Como ejemplos: la primera casa que se levanta se llama «la carga de la brigada ligera»; otras se llaman «dosmiluno», «rosa de abolengo», «a la hora señalada». La mujer más bella se llama Marillín y el hombre que la roba es Kirdaglass; el jefe de todos los jefes se llama «Orsonuels», «el gran oso»; otros son la Vivianling, Samuelgolduin, el rey Yeimbon que es un rey valeroso pero que tenía una mujer malvada llamada Magareta Acher y más. Es importante reseñar la presencia de Yanpolsar que se casó con Emaboverí, y pidió «a un escriba que hiciera constar los hechos y guardar los folios, que se encontraron muchos cientos de años después. Hubo quienes leyeron ese escrito y lo contaron a otros, y esos otros lo contaron a otros y así a lo largo del tiempo, y es por eso que yo llegué a conocer esta triste historia» como apunta el ventero Z'ydagg. Este juego de nombres y espacios trasladados dan cuenta de la distorsión que el tiempo ejercita sobre el discurso de la Historia. «La vieja ruta del incienso» está construido con deshechos, con los retales del deshilachado siglo xx; así
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el discurso de la Historia normativa estalla y se convierte en un cambalache, en una acumulación dispar de datos, nombres y escenas apócrifas, donde las palabras se retuercen.
C R I S T I N A P E R I R O S S I : VIAJES POR EL CUERPO DE UNA M U J E R
Dice Cristina Peri Rossi: La escritura es una especie de imperativo categórico que es la literatura para los escritores cuando consideramos un deber moral dar testimonio. Dar testimonio quiere decir, no solamente hablar de la opresión, de la injusticia, sino también de nuestras dudas, de nuestras obsesiones que son las de todos (Peri Rossi, 2 0 0 0 , PP- 7-9).
He dicho en otro lugar que la escritura de Peri Rossi puede leerse como un tratado de las pasiones; no obstante, en la obra de Peri Rossi intento recuperar el concepto de tratado en los sentidos débiles: manejo, disposición, convenio; también convite, invitación al pacto. Si seguimos el trayecto —cronológico y semiológico— de las novelas últimas de Peri asistimos a un incansable rondar alrededor de las pasiones7. Amor, odio, ignorancia: pasiones del sujeto que se imbrican y se apuntan en un deambular, cada vez revisitado y cada vez descompletado, en una deriva que deja atisbar sus continuidades pero no concluye. Me detengo en Solitario de amor (1988) —que trabaja el motivo del viaje de una voz narradora sobre el cuerpo de una mujer. Un extenso, exasperante monólogo, pretende retener —cubrir— con palabras el mensaje cifrado de la amada: Solitario de amor. El cuerpo de una mujer, en el acto de amar, en su banalidad cotidiana, en sus palabras y gestos, constituye el objeto discursivo de un narrador. De él no sabremos nada, no tendremos más datos que la presencia obsesiva de su voz rodeando el mundo de Aída, la amada. Una voz que no avanza, que se atranca. Un sujeto que se repite, que se dice vivir solamente en el intenso momento de la luz amorosa.
Peri Rossi, Cristina: La nave de los locos (1984), Solitario de amor (1988), La última de Dostoyevski (1993) y El amor es una droga dura (1999). 7
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Presentadas en treinta y cinco fragmentos más un epílogo, las variaciones dispositivas del juego amoroso pueden ser leídas al azar: Contadas en un estricto presente iterativo se despliegan en un tiempo detenido en cada instante por el sujeto que lo vive en un fuera del tiempo y que escoge, siguiendo la arbitrariedad del goce pulsional, un detalle, una reflexión, una anécdota, que rodea a un objeto causa del deseo que se escapa, que se niega a ser atrapado, que siempre lo deja insatisfecho. Tal los naipes de un solitario contingente cada fragmento sugiere un orden secreto pero inexpugnable para el amante (Peri Rossi, 1988). Lector: mi hermano, mi creyente, mi amante, podría ser el frontis de esta novela concentrada en la ladera imaginaria del amor. Salimos de ese lugar junto con el narrador: el fragmento final funciona como un epílogo y, claro, escenifica la pérdida y el comienzo del duelo amoroso. Es en su final donde comienza el tiempo de la narración: Solitario de amor termina con el comienzo de un viaje en el que la escritura se propone como un futuro que es el recuento del pasado y trayecto de un duelo. Recién desde allí seremos lectores fuera del texto, separados de la fascinación de la voz narrativa podemos recuperar la letra, testigo de la historia, donde la ficción se recupera como testimonio. El anónimo narrador de la novela no tiene nombre, ni profesión, ni anclaje social. Es sólo un amante. La narración se sostiene en este yo que describe los síntomas de su enamoramiento de una manera casi programática: desde la investidura imaginaria del cuerpo de Aída hasta las afecciones del enamorado como un adicto, un enfermo, un sujeto improductivo y desgajado de la sociabilidad. Su desarrollo, en un monólogo moroso y concentrado, expone la dialéctica del amo y del esclavo en la pasión amorosa; escenificación casi apologética de la locura de amor, el ser del sujeto se define por el tener atribuido al otro —el objeto amado. Entre este narrador ensimismado y esta Ella-tú, atrapada en su red de palabras, serpentean la sexualidad y el sueño. «El sexo que nos destierra», decía Vallejo. «El sueño, autor de representaciones», decía Góngora. Ambos se alternan en Solitario de amor y escenifican los núcleos formativos de la subjetividad.
CODA
Viajes y detención, viajes detenidos, viajes desde la inmovilidad de la escritura. Poder y contrapoder, impugnaciones de los mitos coagulados que se
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proponen como trayectos, viajes, traslados, que recusan el tiempo recursivo del viaje lineal, para hacerlo migrar hacia otras temporalidades: las de la memoria, el imaginario y la escritura. Nuevos lugares de enunciación de unas mujeres, que ponen sobre el tapete de los discursos, sus querellas radicales.
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VIAJES DE ESCRITURA Y LECTURA EN LOS CUENTOS DE SLLVINA O C A M P O A n a Lozano de la Pola Universität de Valencia, España
A V I S O S PARA U N V I A J E F A N T A S T I C O
Antes de comenzar con la lectura de esta comunicación, necesito hacer algo así como una explicación que justifique el tema y las obras que a continuación voy a mencionar ya que el interés principal que ha me suscitado una autora como Silvina Ocampo, en principio, tiene que ver con la línea de investigación más amplia por la que estoy empezando a transitar: la de la literatura fantástica escrita por mujeres en el siglo x x . Al ofrecernos la posibilidad de asistir a este congreso dedicado al viaje en la literatura latinoamericana se me ocurrió que podría hacer un estudio de Viaje olvidado, primer volumen de cuentos publicado por la autora en 1937 con el que inaugura una trayectoria tremendamente original en lo que se refiere a narraciones breves. Pero la sorpresa llegó cuando, según iba avanzando en la lectura de sus páginas, como ocurre en los verdaderos viajes, empezaron a surgir cantidad de imprevistos — e n forma de cuento, de personaje, de contestación en una entrevista, etc.— que proyectaban el camino de esta comunicación en direcciones muy distintas a las que había sospechado en un principio y que, como veremos, culminan en la lectura del volumen quizá más conocido de Silvina, el que publicó en 1959 bajo el título de La furia y otros cuentos.
VIAJE OLVIDADO-, E L V I A J E C O M O P R O P U E S T A D E E S C R I T U R A
Si algo tenemos que advertir antes de comenzar a analizar cualquier composición de Silvina es que, en sus cuentos, tanto los elementos como los efectos que
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éstos producen están perfectamente medidos y calculados, a pesar de que ella intente engañarnos en las manifestaciones en las que habla de su propia escritura insistiendo en calificarla de natural y espontánea. Por poner un ejemplo que tiene que ver con el volumen de cuentos que vamos a tratar, nos fijaremos en la entrevista que Noemí Ulla publica con el título de «La escritura» en la que ambas escritoras hablan acerca de Viaje olvidado-, cuando la entrevistadora le pregunta cómo se le ocurrió este título, Silvina contesta: Por uno de los cuentos. Nunca pensé sobre ese particular título, me vinieron los nombres así [...] De Viaje olvidado [...] tal vez sea agradable el sonido
Tras esta inquietante respuesta que no es más que una estrategia que Torres Fierro calificaba como «versión voluntaria, y calculada por tanto, del poder detrás del trono», es decir, una estrategia que trata de esconder, de preservar siempre la trastienda de la escritura, la entrevistadora le realiza una segunda cuestión gracias a la cual obtenemos, aunque de manera oblicua, una respuesta clave por la que entrar en el libro: N. U.- ¿Es un viaje escribir? S. O.- Muchos viajes. No uno, sino muchos. Los viajes más lindos, porque viajar está lleno de valijas, documentos, fechas, despedidas y todo eso tan molesto no está en escribir. Yo nunca supe hacer valijas. Durante un tiempo viajábamos en barco —la manera más linda de viajar— y le propuse a Bioy que vendiéramos todo, que compráramos un barco de carga y lleváramos a los amigos «¿Y de qué viviríamos?», me decía él. Sin tierra, qué maravilla. No era un viaje olvidado ese que yo imaginaba
Los viajes que nos va a proponer Silvina en sus cuentos por lo tanto, son aquellos que se realizan sin equipaje, sin documentos y, lo que es más importante, sin fecha de vuelta, es decir, verdaderos viajes totalmente alejados de la comercialización que de ellos han hecho nuestras actuales vacaciones; viajes con imprevistos, con descubrimientos y sin un destino último definido que, además, no respetan en absoluto las pautas esenciales que los críticos suelen reconocer en este tipo de narraciones. «Así son los viajes [...] tan distintos de lo que uno ha previsto», son las palabras de Claude, la niña protagonista del relato «El pasaporte perdido» mientras realiza el trayecto de Buenos Aires-Liverpool en un trasatlántico de lujo. Como en todo relato de viajes, se nos cuenta, en voz de un narrador
Viajes de escritura y lectura en los cuentos de Silvina Ocampo
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en tercera persona, el momento de la partida, de la triste despedida de sus padres en el puerto bonaerense y de los malos presagios que el almuerzo en el restaurante «La Sonámbula» le ha traído. Desde ese momento, la voz del narrador, ayudado por la trascripción directa de los pensamientos que Claude enuncia en primera persona, cuenta cómo sus primeros momentos a bordo son de angustia por el de miedo que le provocan, en primer lugar, un posible naufragio que, sin embargo, como la propia niña confiesa, junto con los desayunos, es lo que más le gusta del viaje; en segundo lugar, en cambio, Claude experimenta un miedo real, el de perder el pasaporte en el que figuran todos sus datos: N o tengo que perder este pasaporte. Soy Claude Vildrac y tengo 14 años. N o tengo que olvidarme; si pierdo este pasaporte ya nadie me reconocería, ni yo misma. N o tengo que perder este pasaporte. Si llegara a perderlo, seguiría eternamente en este barco hasta que los años lo usaran y lo prepararan para el naufragio
Finalmente, los peores presagios de Claude se cumplen cuando una noche se declara un incendio en el barco y los pasajeros comienzan a ser evacuados en botes salvavidas. Es en este preciso instante donde emerge el elemento fantástico en este cuento: la figura de Elvia, una joven prostituta a la que Claude admira, aparece en medio del caos andando lento por un puente y formando la misma figura que la niña había visto dibujada en los platos del restaurante el día de su partida: la sonámbula chiquitita, de cabello suelto con los brazos tendidos, cruzando el puente; esa sonámbula que era más bien una mujer recién desembarcada de un naufragio, que perdió su pasaporte a los catorce años, su casa y su familia
El relato termina en el momento en que Claude ofrece su vida a cambio de salvar la de Elvia —su doble adulta— y produce, así, que la narración quede truncada, ya que ni se completa el trayecto de ida, ni se produce la última de las fases que todo relato de viajes tradicional comportaba, es decir, la del regreso. Sin embargo, no es este abrupto final en el que los personajes se quedan suspendidos como flotando en la eternidad, lo que de manera más radical hace a este cuento apartarse de las usuales narraciones de viajes; hacía ya tiempo que Poe había tomado el viaje en barco inacabado como motivo principal de su «Manuscrito hallado en una botella»; si nos damos cuenta, hay un segundo nivel
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fantástico que inquieta más al lector y que lo aparta de un relato clásico como el anterior, lo que María Bermúdez ha llamado, refiriéndose a esta autora, su «enunciación desconcertante» que, en nuestro caso, también podríamos calificar de «fantástica» ya que, como los clásicos elementos fantásticos definidos por Todorov, tiene la capacidad de provocar una vacilación en el lector: si Claude se ha hundido en el fondo del mar, la que ha estado hablando y pensando por ella en primera persona, ¿quién es?; ¿es ella o es Elvia, su doble sonámbula que ha sobrevivido vagando de barco en barco para contarlo? Una propuesta más radical de subversión de la narración de viajes es la que presenta en el cuento que da nombre al volumen. «Viaje olvidado» cuenta en tercera persona la historia de una niña que intenta desesperadamente acordarse del día de su nacimiento, es decir, del día en que llegó a su casa procedente de París, de esa ciudad en la que existe una tienda donde los bebés están almacenados antes de nacer. Un día «su madre la sentó sobre sus faldas en su cuarto de vestir y le dijo que los chicos no venían de París. Le habló de flores, le habló de pájaros; y todo eso se mezclaba con los secretos horribles de Germaine». Tras este desengaño, la figura de su madre se transforma en «una señora que estaba de visita en casa» y por la ventana, un día de espléndido sol se convierte para ella en un «cielo negro de la noche donde no cantaba un solo pájaro». Toda la narración está construida sobre dos tópicos que se suelen asociar al viaje en la literatura, por una parte la vida como viaje cuya partida es el nacimiento y, por otra, las transformaciones interiores que producen los viajes en sus protagonistas, pero mezclados ambos con estrategias propias de la narrativa de la autora: en primer lugar, el juego con el lenguaje, con frases hechas que se transforman en lo que Pezzoni llama «estereotipos reactivados» que provocan la aparición de lo fantástico, en este caso, tomar de manera literal que los niños vengan de París. En segundo lugar, la protagonista es una niña cruel, cuya reacción ante el desvelamiento del secreto fatal es la de no reconocer a su madre. Si a esto le unimos que el cuento intenta narrar un viaje negando a la vez la condición de posibilidad de dicha narración, es decir, el recuerdo de la partida, no cabe duda de que nos encontramos ante un verdadero cuento desconcertante, que toma una tradición de la literatura universal para transformarla en un auténtico oxímoron desde el título, ya que, un viaje que no se recuerda, parece no ser un viaje. Si en el noveno canto de la Odisea, relato fundador de la literatura de viajes occidental, Ulises advierte a sus hombres de que no coman flores de loto porque les harían olvidar el regreso, es decir, les impo-
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sibilitarían para completar el viaje, parece como si Silvina propusiera, desde el principio, una protagonista lotófaga que, sin embargo, no ha perdido la capacidad de narrar. A la luz de los dos cuentos que acabamos de ver, resultan tremendamente aclaradoras las palabras de Nacha Martí cuando señala que los cuentos de Silvina «son historias que están construidas como recortes o esquirlas, y no como narraciones conclusas: de ahí su aura desconcertante». Pero la cita continúa advirtiéndonos que: «Un lector, para ser merecedor del texto, debe experimentar la fascinación por lo incompleto, lo abierto, lo indescifrable», por los viajes sin destino, sin regreso o, lo que es más llamativo, sin origen, que, sin embargo, se han convertido en nuestro punto de partida para comenzar a transitar un camino diferente en la obra de esta inquietante autora argentina, el camino de la lectura.
L A FURIA Y OTROS CUENTOS: INVITACIÓN A UNA LECTURA-VIAJE
Si hasta aquí hemos visto de qué manera Silvina toma y desarrolla la temática del viaje en dos de sus cuentos, esta segunda parte la vamos a dedicar a un viaje de dimensiones diferentes: el que nos hemos encontrado en la lectura de La furia y otros cuentos que, como los reales, tiene una partida, un desarrollo lleno de contratiempos y, finalmente, un regreso algo incierto. El punto de partida de mi particular viaje es bastante exacto, el prólogo de Enrique Pezzoni que encabeza la edición española de 1982 y que, desde sus primeras líneas, nos advierte del peligro cuando dice: Los cuentos de Silvina Ocampo subyugan y desarman al lector: lo hacen verse una y otra vez desprevenidos ante unos textos irresistibles y anómalos [...] incitan a una empresa de redescubrimiento que sólo podrá iniciar un lector ya de antemano y deliberadamente desprevenido, olvidado de rótulos y pactos de lectura consabidos.
Después de los avisos de la partida, comienza la lectura por las primeras composiciones del volumen en las que apreciamos muchas de las características que ya habíamos visto en el libro anterior: al aura inquietante de narradores y personajes, los finales abruptos, los juegos con el lenguaje, y lo que Sonia Mattalia ha denominado «tono sin exaltaciones» que presenta «una normalidad cotidiana, intrascendente, monótona, que se va deslizando hacia la violencia y
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el horror», hay que añadir, en este caso, un uso más atrevido de elementos de la tradición fantástica y de sus desarrollos neofantásticos. Aunque al leer las primeras narraciones no dejamos de percibir algo extraño, algo desconcertante que tiene que ver con el aviso del prólogo, no es hasta el cuento número catorce cuando empezamos a adivinar qué está ocurriendo pues, nuestra lectura, sin saber muy bien cómo, se ha ido alejando de las dos dimensiones para convertirse en un verdadero recorrido que surca un espacio no configurado sólo por las páginas de este libro, sino abierto en dirección a un campo literario mucho más amplio. En este sentido, la pista que nos ofrece este decimocuarto cuento titulado «Nosotros» es la aparición de un personaje llamado Leticia que repite estrictamente tanto el nombre como la situación de otro personaje-doble aparecido en un cuento anterior titulado «El vástago»; en ambos casos, Leticia es esposa y amante, respectivamente, de dos hermanos. Esta circunstancia podría ser tomada como una coincidencia sin más, aunque, como hemos sido advertidos desde el principio, las coincidencias en la obra de Silvina nunca son espontáneas. Efectivamente, si continuamos leyendo en orden los cuentos siguientes, las coincidencias se multiplican llenando de dobles los pasillos de un volumen que, cada vez se parece más a una casa de espejos: el vestido de terciopelo que aparece en el relato «La casa de azúcar» y que provoca que la protagonista herede fatalmente la vida de otra mujer, se repite en el titulado «El vestido de terciopelo» en el que la suntuosa prenda acaba asfixiando a una arrogante señora mientras se la prueba; el bebé, doble de una fotografía, que aparece en «El cuaderno», vuelve a aparecer en «El goce y la penitencia» aunque, en este caso, sea el doble de un retrato pintado por el amante de la madre. De la misma forma, aparecen caballos que se hunden en pantanos, reflejos en el agua e, incluso, comportamientos y frases repetidas por personajes de diferentes cuentos como por ejemplo la reacción de Gabriela en el relato «La boda» y la de la mujer protagonista de «La paciente y el médico» cuando repiten: «Me habría tirado por la ventana si me lo hubiese ordenado». Si, como señala Michel de Certeau «la lectura es el espacio producido por la práctica del lugar que constituye un sistema de signos, un escrito», en nuestro caso, son estas repeticiones las que lo ponen de manifiesto. «Hay espacio en cuanto se toma en consideración los vectores de dirección, las cantidades de velocidad y la variable tiempo. El espacio es un cruzamiento de movilidades» sigue de Certeau.
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Si la segunda aparición de Leticia, así como la de los demás elementos repetidos, reflejos de los primeros, establecen una red de relaciones que va más allá del orden sintagmático según el cual solemos leer los libros de cuentos, lo que se está poniendo de manifiesto en éste es que no hay sólo una línea de lectura, únicamente un orden, sino que las tramas y los personajes se entrecruzan en una especie de red de direcciones, de red de movilidades que, en definitiva, ponen ante los ojos del lector no el mapa, que sería el índice de la obra, sino el recorrido que está realizando en su lectura. Una vez hemos tomado conciencia de que nuestra lectura es, en realidad, uno de los múltiples trayectos posibles a través de las páginas del libro que en poco tiempo llegará a su final, a su destino, un último imprevisto nos salta al paso y nos hace ver que las líneas invisibles que relacionaban los trayectos entre los cuentos van más allá de los márgenes del volumen y empiezan a apuntar a cuentos externos a él; por cuestiones de tiempo, nos vamos a referir únicamente a las relaciones que nos han resultado más evidentes, ya que este tema daría para un amplio estudio comparatista. A pesar de que la primera intuición sobre este fenómeno la tuvimos en el cuento «La continuación», cuyo título y estructura parecen ser dobles de «Continuidad de los parques», publicado por Cortázar tres años antes en Final deljuego, es de nuevo la repetición de coincidencias lo que nos mantiene alerta: «Mimoso», la historia de un perro disecado que defiende a su ama cuando es cocinado, se constituye como doble de «The leg of the lamb» de Roal Dahl publicado a principios de los cincuenta; «El vestido de terciopelo», en el que la prenda asfixia a la mujer que se lo prueba, parece otra versión de «No se culpe a nadie» también publicado en Final del juego. El cuento que da título al libro, «La furia», es una reescritura del mito clásico de estas divinidades infernales. Un caso especial lo constituye el relato «Nosotros» que podría ser interpretado como la contestación de Silvina al cuento «La intrusa» de Borges en una primera lectura; pero de nuevo, las primeras lecturas fallan con esta autora, pues «La intrusa» es un texto posterior, publicado por Borges en El informe Brodie en 1970; el que escribe un cuento-doble, en este caso, sería Borges, aunque la relación entre ambos textos queda intacta. Según hemos ido avanzando en las líneas de la narración de esta lecturaviaje, nuestro destino se ha ido difuminando cada vez más deprisa; hemos pasado del lugar configurado por la yuxtaposición de cuentos, al espacio producido por nuestra lectura que, finalmente, se ha visto ampliado hacia obras
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de otros autores y otras tradiciones abriendo así posibilidades casi infinitas a un espacio literario que, gracias a las pistas diseminadas por Silvina, hemos podido recorrer de manera semi-consciente. La transformación que promete todo viaje se ha cumplido; ha cambiado, por una parte, nuestra idea sobre lo fantástico y sus posibilidades literarias y, por otra, la manera en que se puede construir un libro de cuentos como artefacto dotado de una «maquinaria compleja» (Nacha Martí) de elementos literarios y metaliterarios. El regreso, sin embargo, es más incierto, pues no parece justo cerrar el viaje con una conclusión que traicione la fascinación por lo incompleto que infunden los textos de esta autora; si los destinos y los trayectos de nuestra lectura se han multiplicado entrecruzándose, el viaje de vuelta adquiere de la misma forma, diversas posibilidades, entre las cuales, tal vez, podamos contar esta comunicación.
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TODOROV,
VIAJERAS DE AMBOS LADOS. EL GÉNERO Y LA NOCIÓN DE TRANSTERRITORIALIDAD EN LA NARRATIVA DE ACHY OßEJAS Y A N A LIDIA VEGA SEROVA Anna Chover Lafarga Universität de Valencia, España
Nations, like narratives, lose their origins in the myths of time and only fully realice their horizons in the mind's eye Homi Bhabha «LA MALDITA CIRCUNSTANCIA DEL AGUA POR TODAS PARTES»
Pero no fue la caída de un féretro sobre la tierra lo que se escuchó, sino el chapoteo de algo que cae en el agua: un agua que además salpicó a todos los que estaban cerca de la tumba recién abierta. Evidentemente, no podía hablarse de un entierro, pues el cadáver no había caído en tierra sino en agua. Al oír el murmullo de aquella agua que corría a unos dos o tres metros de profundidad, todos comprendieron que la isla había sido al fin separada de su plataforma y que aquel chapuzón fúnebre era el aviso de la liberación total (Arenas, 1999, p. 445). Quizá, éste que proponemos como epígrafe sea uno de los pasajes más emblemáticos de la novela de Reinaldo Arenas, El color del verano. Un capítulo conciso en su brevedad que con el título de «La Partida» refiere la poco protocolaria despedida de su amigo el escritor Virgilio Piñera. Despedida, partida, no como eufemismos, porque en verdad, difícilmente se puede llamar entierro cuando la tumba de destino no es de tierra sino de mar. Así es como Piñera, tras
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su muerte, queda preso de su propia maleficencia poética, aquella del poema «La isla en peso»: «La maldita circunstancia del agua por todas partes». De lo que se desprende el grave peso de la insularidad, el determinismo geográfico —[...] «y lo acepto porque no está en mi mano negarme, y sería por otra parte una descortesía», afirmaría en el poema «Isla» de 1979—; el mismo poema en el que en un juego intertextual con Arenas vaticina la conversión de su propio ser en una isla: Se me ha anunciado que mañana / a las siete y seis minutos de la tarde, / me convertiré en una isla/ isla como suelen ser las islas. / Mis piernas se irán haciendo tierra y mar, / y poco a poco, igual que un andante chopiniano, / empezarán a salirme árboles en los brazos, / rosas en los ojos y arena en el pecho. / En la boca las palabras morirán / para que el viento a su deseo pueda ulular. / Después, tendido como suelen hacer las islas, / miraré fijamente al horizonte / veré salir el sol, la luna / y lejos ya de la inquietud, / diré muy bajito: / ¿Así que era verdad?
Este es, por tanto, el modo en que Virgilio Piñera, como tantos otros que supieron del insilio antes de que la propia crítica acuñara el término, vence finalmente esa condición insular que como él mismo afirmara no lo dejaba dormir a pierna suelta: el «hedor del puerto», «el soldado de guardia en medio del sueño de los peces»...imágenes todas de su poesía que apuntan al de un anhelo primordial: el de «vivir secamente», puro antagonismo pues de aquella «fiesta innombrable» de Lezama. Resulta entonces cuanto menos paradójica esta metamorfosis en isla que finalmente libera al poeta de la inquietud, permitiéndole advertir en el horizonte su propia verdad. Pero Piñera no fue el único. En 1947 Dulce María Loynaz se autorretrataba en un poema titulado, cómo no, «Isla»: «Rodeada de mar por todas partes/ soy isla asida al tallo de los vientos [...]/ soy tierra desgajándose». Distinto el tono pero idéntica la imagen, de la que no nos interesa tanto la incertidumbre de futuridad que encierra (y que Piñera, por otra parte, nunca estuvo dispuesto a asumir), como el diálogo de ambos poetas con la Historia. Una metáfora esencial que permuta en otra más grande (que también atraviesa toda la novela de Arenas): la de la isla entera a la deriva una vez separada de su plataforma. En este sentido, la partida de Piñera finaliza con el siguiente epítome: «La isla, desprendida de su base, partía hacia lo ignoto». He aquí la escena elegida para enmarcar esta travesía conceptual que hoy les propongo y, a la vez, el primer viaje al que vamos a asistir: el de una isla que pierde sus coordenadas geográficas específicas y ya no es meramente isla
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o archipiélago, sino una plataforma terrestre en movimiento que va dejando por el atlántico un rastro de frustraciones y utopías. Esta, es nuestra propuesta de partida, nuestro muelle de amarre: el cuerpo de Piñera flotando en el mar, su metamorfosis, como la de Loynaz en una isla «abierta a mares y ciclones», puede leerse como una metáfora de la noción contemporánea de la identidad cubana, de la «Cubanía» en sí, como algo fluido y transportable. Entiéndanme, la idea no pasa por una definición sobre lo que significa hoy ser cubano o cubana. Esto sería, por mi parte, un gesto pretencioso y a la vez un ejercicio baladí tras la clarividencia de estudios clásicos como los que nos legó Fernando Ortiz; quien claramente dejó escrito que Cuba no es un concepto igual para todos, entre otras cosas porque la cubana, como cualquier identidad nacional, está determinada por factores humanos. «Dos elementos focales y uno de referencia —especifica Ortiz— la cubanidad, lo humano, y su relación» (Suárez, 1996, p. 3). Aunque escrito en 1906 las tesis del ensayo de Ortiz, «Los factores humanos de la cubanidad» siguen plenamente vigentes hoy para abordar la cuestión identitaria cubana. La metáfora del ajiaco para referirse a la mezcolanza de elementos humanos que codeterminan la identidad y la cultura cubana, inevitablemente recuerdan a tesis actuales como la de «lo híbrido» de Canclini por citar algún ejemplo dentro del amplio debate sobre la postmodernidad. Sin embargo hay otros factores de orden histórico que permiten hoy integrar las teorías de Ortiz en una nueva perspectiva. N o me refiero tanto al proyecto revolucionario que abrió en los sesenta, nuevos y vetustos debates sobre lo que debía ser la identidad nacional, sino a los estragos de una comunidad dividida entre el exilio, la diàspora, la experiencia del insilio y no menos importante, los efectos de la globalización. De este modo, como señalara Ortiz con su metáfora del ajiaco y recalca en la actualidad Susana Regazzoni: «La isla representa un mundo caracterizado por la diversidad étnica, lingüística, religiosa, social... lo que comporta también una identidad dispersa, ambigua» (Regazzoni, 2001, p.12). Sin embargo, el exilio con la llegada de la Revolución y de forma mucho más intensa la diàspora desbordada de las últimas décadas —cuando ya se estima que alrededor de un tercio de los intelectuales residen fuera del país— añade otro elemento crucial de dispersión a la ya de por sí múltiple composición de la cultura cubana. Hoy, nos encontramos por tanto, con una Cuba cubista tal y como Antonio Vera-León la pintó. Una Cuba fragmentada, dividida (demasiadas veces de forma antagónica) entre los que viven en el país y los que viven en
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el exilio. Pero también entre el exilio de Miami y el que algunos denominan «exilio de terciopelo», entre la Cuba del turista y la del cubano de a pie y así, hasta el infinito. Cada uno de estos grupos humanos conforma, como sugiere el crítico Iván de la Nuez (2001), un mapa de sal de la Cuba actual. Es la tierra desgajándose que poetizaba Loynaz, son los estragos del poscomunismo, el tránsito de la utopía a la intemperie; fenómenos que obligan a localizar lo cubano y su identidad en una poética diferente: la del viaje (hacia fuera y hacia dentro), la de la isla flotando en el Atlántico. El dibujo de un mapa cuyos puntos cardinales
están marcados con sal —«sal de salar, sal de salir»—. El presente trabajo pretende ser una pequeña aportación al deseo, por otra parte cada vez mayor1, de integrar las distintas perspectivas de la realidad cultural cubana bajo un prisma de género único y a la vez diverso. Una pretensión reconstructiva, mediante la propuesta de la transterritorialidad como proceso migratorio de la identidad y la cultura cubana a través de la mirada de dos narradoras ubicadas en el marco temporal de la década de los noventa. Narradoras, por supuesto de dentro —Ana Lidia Vega Serova— y de fuera de la isla —Achy Obejas— en un intento comparativo de estrechar lazos, entablar puentes. Se trata de ver cómo los textos de ambas autoras, rompiendo con el antagonismo y las fronteras, descentran el concepto tradicional de comunidad. Cómo en su elección de lenguaje, temas y otros artilugios narrativos; y cómo también desde una perspectiva de género contribuyen a una nueva forma de cubanidad, la de la desterritorialización de la identidad.
ENTRE DOS AGUAS
In between I Afirma, una vez más, Iván de la Nuez que quizá sea la tragedia de los balseros la más absoluta metáfora de la Cuba actual: «La balsa —otra vez— Tanto en la Isla como en el exterior cada vez son más abundantes los trabajos y las antologías que integran en un todo común a los escritores y escritoras de dentro y fuera de la Isla. Entre los de referencia obligada podemos citar Bridges to Cuba/ Puentes a Cuba, Behar, Ruth (ed.), University of Michigan, 1995; o la antología pionera de la narrativa de mujeres cubanas que también incluía a las de fuera, en gran medida un punto de partida para la crítica feminista cubana: Bobes, Marilyn y Mirta Yáñez, Estatuas de sal. Cuentistas cubanas contemporáneas, La Habana: Unión, 1998. 1
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como una isla flotante, como esa pieza perdida en el puzzle del mundo que cada cual quiere insertar a su manera y según su propio mapa». En el viaje que ahora les presentamos, el segundo de esta travesía, la balsa original no llegó, la pieza del puzzle se hizo trizas y «forma parte ahora de los escombros que se recogerán en las playas a lo largo de todo el Caribe» (Obejas, 1996, p. 260). Sus tripulantes, no obstante, tuvieron más suerte. Elegguá los bendijo cuando un petrolero recogió a la familia (los padres y una niña de diez años) a medio camino entre La Habana y Miami. El viaje, por tanto, se había realizado con éxito, habían alcanzado el punto marcado en el mapa de sus aspiraciones: Miami, otra forma de ser cubano. Es el año 1963, época en la que se produce la primera oleada migratoria importante del período revolucionario y es, a la vez, el contexto del viaje con el que se inicia el relato de la escritora cubano-americana Achy Obejas, titulado «¿Vinimos de Cuba para que te pudieras vestir así?» (1994). Un texto con claras reminiscencias autobiográficas, en el que esa misma niña desplazada de su lugar de origen, al crecer y en pos de una definición de ella misma, se cuestionará la construcción del imaginario cubano y el rol identitario que sus padres le han inculcado. Es por ello que Achy Obejas, tal y como ocurre en la mayor parte de escritoras cubanas que pertenecen a la segunda generación en el exilio —Cristina García podría ser otro ejemplo— al haber crecido en Estados Unidos, el fantasma de Cuba es para ellas, un dibujo a trazos entre sus recuerdos infantiles y las memorias de sus mayores. Como consecuencia — y de forma similar en su novela posterior Memory Mambo (1996)— el núcleo sobre el que se construye el relato que ahora traemos a colación, es la necesidad de buscar el origen, la ansiedad por encontrar el punto de regreso. A este respecto, en una entrevista con Vitalina Alfonso, Achy Obejas afirma con rotundidad: Es muy importante saber de dónde viniste, hacia dónde vas y por qué». Una entrevista en la que también hace referencia a la etnicidad (bien seas judío, negro, japonés o cubano) como forma de identidad frente a la anomia del americano blanco. Por supuesto, este tipo de construcción identitaria atravesada por lo étnico, entraña a su vez prejuicios de grave repercusión económica y social. Aun con todo, para la autora, lo étnico lleva aparejado una serie de elementos culturales que indican la pertenencia a un grupo, «son quizás una manera de ser especial, de poseer algo, de ser alguien, de tener una identidad, de atarte a algo familiar entre toda la multiplicidad y la vastedad (Alfonso, 2002, p.133).
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Esta misma necesidad identitaria expresada por la autora va a topar en el nivel ficcional con una serie de obstáculos que evidencian la dificultad de la protagonista para autodefinirse a la vez que dejan al descubierto las fallas del rol cubano asumido por sus padres en el exilio. De niña, su padre la sueña «Abogada, después juez, en un sistema legal donde todo es respetable y justo». La madre, tiene otros planes, será «la esposa de un aniñado y apuesto norteamericano que desayuna con Pepsi», en definitiva la «ve realizada, como imagina que ella está» (Obejas, 1996, p. 264). Y es que hay cosas del sueño americano-miamense que, como apunta la narradora, «no pueden contarse». Cosas, como el intento de suicidio de su padre, mientras su madre «limpiaba habitaciones en un cercano hotel de lujo». Cosas, «como saber que, muchas veces, dar dinero a los grupos del exilio significaba contribuir a que alguien se comprara un yate para sus vacaciones particulares en el Caribe y no para invadir Cuba, pero sabiendo también que negarse a colaborar sólo provocaría dudas acerca de nuestro propio patriotismo» (Ibíd., p. 269). Cosas, en fin, de las que la protagonista va tomando conciencia y asumiendo como una discolación de partes que conforman su identidad y que ella quiere hacer converger en una sola. De ahí la decisión, cuando cumple treinta años, de querer regresar a Cuba para encarar el fantasma de su propio origen. Un viaje de retorno que su padre no consentirá, argumentando una traición imperdonable. El, que la salvó de haber sido «una joven comunista, víctima de la propaganda de la revolución» (p. 270), él que arriesgó la vida de los tres para que creciera en un país libre... Sin embargo, no hay una única verdad: «tú, no viniste por mí, —contesta la hija— viniste por ti, y porque todos tus clientes ricos se fueron y habrías terminado como cajero en la ferretería de tu padre si no te ibas» (p. 260) Y es con esta respuesta cómo la heroína que venía a redimir las faltas de sus progenitores se desembaraza del relato familiar. Solo tras la muerte de su padre, ella recibirá de manos de su madre una cajita que contiene los retazos más íntimos de su identidad: Tarjetas de notas de la primaria, fotos de los tres [...], fotocopias de mi certificado de nacimiento, copias de nuestra petición de asilo político y mi desteñido pasaporte cubano en tinta azul (Fecha de vencimiento: Junio de 1965), todo envuelto en mi viejo sweater verde (p. 274).
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El sweater verde. El mismo que llevaba la noche en que llegó, y que una voluntaria católica de inmigración, trató en balde de cambiarle «por un abriguito deportivo gris con una banderita americana» (p. 261). El mismo del que no se quiso desprender aquella noche porque todavía olía a sol, a suciedad cubana y a casa de su abuela. Y el único que envuelve ahora las pocas credenciales legales de su cubanía: el certificado de su nacimiento y el pasaporte vencido. Resulta comprensible entonces que esta prenda sea para la protagonista un objeto fetiche de momentos clave de su vida. Ahora bien, la cuestión no pasa únicamente por el sweater verde porque desde el título mismo del relato —«¿Vinimos de Cuba para que pudieras vestirte así?»—, la vestimenta se convierte en una metáfora atravesada por toda la problemática de la identidad. Precisamente sobre este aspecto el cubano Flavio Risech (1995) habla del «cruce de vestimentas» (cross-dressing) que se produce en la medida en que cada uno de los dos países entre los cuales el sujeto se encuentra dividido, le demanda formas diferentes de presentarse a sí mismo ante la sociedad. La forma de vestir se convierte, por tanto, en un recurso metonímico del problema de la identidad. En este sentido — y ésta es, según Risech (1995), una pendencia muy característica de los cubanos exiliados de segunda generación—, el cruce de fronteras entre identidades implica la imposibilidad de presentar lo que el crítico denomina «un único armario de identidad»; ya que existen unos estrictos tabús o roles —en el reproche del padre de la protagonista queda muy claro—, la omisión de los cuales supone para la sociedad, como le ocurre a la protagonista, una incógnita identitaria. Pero, además, en el caso de Achy Obejas, la cuestión del vestuario también está relacionada con la problemática de la identidad sexual dentro del seno de la familia cubana en el exilio. El hecho de que ella sea lesbiana agrega una nueva dimensión a sus preocupaciones. La cuestión identitaria adquiere entonces una resonancia político-sexual y es ¿cómo puede presentarse un homosexual cubano-americano con una ideología de izquierdas ante el conservadurismo del exilio miamense? Y al revés ¿cómo se autorrepresenta un homosexual en Cuba frente al estereotipo patriarcal del héroe revolucionario? De este modo, la disyuntiva entre Estados Unidos y Cuba, la corta distancia de 90 millas de mar, se convierte para estos cubanos, tal y como señala Flavio Reich, en una frontera fundamentalmente identitaria entre la imagen de ellos mismos como cubanos desplazados y como americanos «por añadidura».
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In between II «Las ventanas»: fronteras que delimitan el adentro del afuera, lo privado y lo público. Espacios del vacío, marcos para asomarse a la realidad o para dejar volar la imaginación. En algunos casos, también una posibilidad para el viaje. La protagonista del relato «Las ventanas» de la escritora cubana Ana Lidia Vega Serova, vive exhaustivamente adentro: de ella misma, de la casa, de La Habana, de Cuba. Se trata de nuevo de un personaje femenino con una dislocación identitaria que se debate ahora entre el afuera y las posibilidades que ello connota y el encierro cotidiano en el que irremediablemente permanece: Tus manos conocen el trabajo: moldear una salchicha gorda de barro, separarla en trozos iguales, colocar cuatro filas de a diez. Serán veinte muñecas, veinte cabezas y veinte cuerpos, todos iguales. [ . . J a las ocho viene Luis Esteban a llevárselas. . .Día tras días igual, como si los hubieran calcado, sólo tú cambias: cada día te sientes un poco más triste, un poco más cansada [...] (Vega, p. 43).
La fabricación en serie de muñecas, las franjas horarias que estructuran y marcan el compás del relato (las 10:00, las 11:00, las 12:00...), junto a la disposición de párrafos en que se alterna el fluir de su conciencia y la realidad mecánica de sus manos, conforman un texto casi esquizofrénico sobre los estragos psíquicos de un sujeto literalmente aislado. De ahí, la necesidad de abrir ventanas: Abres la ventana de la sala que da al pasillo y a la puerta de casa de Vivian al otro lado del pasillo; abres la ventana del taller que da al hueco de ventilación y más allá a la ventana de la vieja María y más abajo al patio de la gente de la otra escalera (p. 39).
Tal y como podemos ver, la protagonista expresa una percepción obsesiva de la ventana como una reiteración infinita que, sin embargo, esconde siempre, un más allá de corta distancia: la casa de Vivian o, como mucho, el patio de la otra escalera. La ventana se convierte entonces en un obstáculo, en un marco que no posibilita el afuera sino que acentúa el aislamiento. Es por ello que en un momento determinado, el personaje fantasea con la posibilidad de poner cortinas con paisajes en todas las ventanas: «En la sala, un paisaje de la playa con palmeras [...]. En el cuarto, una con montañas y vacas [...]». De este modo, se invertiría el sentido lógico de la ventana al integrar el paisaje en el adentro —«En el taller, una cortina con vistas de La Habana, para ver las calles y los
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edificios coloniales [...]» (p. 43)—; sustituyendo entonces la posibilidad del afuera por una ficción de realidad exclusivamente interior o una experiencia total de aislamiento. Pero hay todavía un motivo más que agrava su incomunicación, el que paradójicamente va a convertirse en una posibilidad para el viaje. La única ventana de la casa que daba a la calle fue tapiada por su madre para que su hija no se entretuviera con el afuera, demorándose con el trabajo. Y es en este punto que acudimos al climax del relato cuando la protagonista, hacha en mano se dispone a abrir un hueco en la ventana; por el que, si bien no cabe su cuerpo, sobra espacio para sus manos: «Entonces sacas las manos, las agitas allá afuera, haces murumacas con los dedos [...]. Al fin tus manos son libres...». La protagonista ha encontrado un modo, minúsculo, pero modo al fin para combatir su aislamiento; motivo por el que, con la misma hacha, sajará de cuajo cuatro de los cinco dedos de su mano y los irá echando uno a uno por la ventana: T i r a s un dedo, el meñique y este cae a la calle y se p o n e a hacer ejercicios aeróbicos [...], L a n z a s el anular y este aprende inglés, francés, alemán, se casa con el extranjero que lo lleva a París y le regala el vestido violeta y las rosas y un hijo y u n perro y u n a casa con ventanas a la calle... Arrojas el del m e d i o y comienza a pintar y llena el m u n d o de cuadros inigualables y piezas de cerámica j a m á s vistas y se hace millonario y reparte los millones.[...] Reúnes las últimas fuerzas, tus últimas fuerzas para dejar caer tras la ventana el dedo índice y miras c ó m o tu dedo índice pasea lentamente por el Bulevar (p. 46).
Afirma Gustavo Pérez Firmat (1989, p. 3) que es con el debate sobre la identidad nacional que se inicia en el siglo xix cuando empieza a pensarse la autenticidad de Cuba a partir de su naturaleza insular, la que llevará implícita la cualidad del aislamiento como fenómeno identitario. Es la «Conciencia de Isla» de la que también hablaba Mañach 2 y que hemos podido ver ejemplificada en los versos iniciales de Loynaz y Piñera. Una realidad, sin embargo, que en el caso concreto de las escritoras cubanas y según el criterio de Yvette Fuentes (2002, p. 2), no debe identificarse con una experiencia de lo marginal, sino como una forma de supervivencia para la mujer, dentro de múltiples espacios. El caso del relato de Ana Lidia Vega Serova creo puede leerse desde esta tesis, porque si bien el personaje transmite 2
Citado por Pérez Firmat (1989, p. 3).
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una vivencia angustiosa e incluso obsesiva de su aislamiento, el acto desgarrador de la amputación y liberación de sus dedos puede leerse como una ruptura tajante de ese mismo aislamiento. Cada uno de esos dedos forma parte de una identidad fragmentada que finalmente consigue traspasar el espacio vacío de la ventana y corporeizar diferentes realidades anheladas por la protagonista. Es más, aplicando la propuesta de Ivette Fuentes (2002, p. 3) a este relato, el aislamiento recreado por Vega Serova se convierte en una técnica discursiva ligada a la escritura de mujeres sobre la isla que se traduce en una respuesta al discurso patriarcal y dictatorial del régimen castrista. Porque, en última instancia, me planteo ¿a qué aislamiento se está refiriendo la autora? ¿Al de un sujeto concreto o al de la Isla entera? El viaje, por tanto de esta protagonista, tiene un carácter interior, metafísico. Si Achy Obejas, nos presentaba el viaje hacia el exilio; Vega Serova, vira en su relato hacia otra forma de viaje: el del insilio; lo que convierte el apartamento de la protagonista en un espacio para la resistencia e incluso para la respuesta. Afirma con rotundidad el personaje: «Si la muñeca quiere salir, sale, nadie la puede detener» (Vega, p. 46).
A L G O MÁS Q U E UNA T E R C E R A OPCIÓN
Vale la pena experimentar una reconstrucción de nuestra conciencia geográfica y dejarse llevar hasta la intemperie del vasto espacio del mundo, antes que permanecer en el idilio doméstico de la Isla, la Identidad, la Patria Absoluta y Mayúscula. De la Nuez, 2001, pp. 106-107
«Ni de aquí, ni de allá» dice un estribillo del cantante cubano Descemer Bueno. En este punto de intersección y una vez apuntado el carácter hibridatorio basado en deudas multiétnicas que caracteriza, no solo a Cuba, sino a todo el Caribe, como afirma Maria Julia Daroqui; no podemos sino concluir como dijo Fernando Ortiz que «la cubanidad no puede definirse sino vagamente como una relación de pertenencia a Cuba» (Suárez, 1996, p.7) Un sentido de pertenencia que, como muestran los textos analizados, transgrede las barreras geográficas y se convierte en una condición de ser.
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Por otro lado, a punto de finalizar el trayecto y llegar a puerto, queremos leer el epígrafe de Iván de la Nuez como una invitación a evitar los absolutos y situarnos en un punto reconstructivo de mediación. Ese lugar de intersección puede ser factible desde una perspectiva de género con lo que Madeline Cámara denomina una «tercera opción». Frente a la Identidad y la Patria absoluta y Mayúscula, frente a la imposibilidad —como hemos visto en las protagonistas de Vega Serova y de Achy Obejas— de encontrar una integridad identitaria, la propuesta de Cámara pasa por fundar un tercer espacio de interrogación. Es desde este lugar desde el que los textos analizados adquieren el sentido de una contrarrespuesta, de una reescritura de la identidad que trasciende los bordes geográficos y piensa la Nación como transterritorial. Esta tercera opción permite entonces evitar el totalitarismo de las polaridades ideológicas y la segregación intelectual, a la vez que permite a la escritora cubana reinscribirse en un nuevo proyecto de lo nacional. Este tercer lugar entonces, no es otro que el de la isla metafórica de Loynaz, solo que esta vez la poeta se equivocaba al decir: «nadie escucha mi voz si rezo o grito» porque entre «volar o hundirse» hay mucho más que una tercera opción.
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ROSELL,
D E «ASESINA» A « D I F U N T A » . E L VIAJE DE LA M U E R T E E N LA OBRA POÉTICA DE A L E J A N D R A P I Z A R N I K Dores Tembrás C a m p o s
L a muerte es uno de los temas fundamentales de la obra de Alejandra Pizarnik, desde los primeros poemarios hasta los últimos la muerte es una constante que se prueba y se sondea en profundidad, la compañera fiel del yo poético que se ofrece sin descanso como camino y como destino último. C o m o dice Depetris: Pizarnik ensaya, en los escritos a partir de 1968, las maneras de morir, de desnudarse, de desprenderse de si en lo Otro como vía de trascendencia, no hacia lo divino como sucede con la mística, sino hacia una instancia unitiva que ponga solución al denso contrapunto de contrarios en que su ontología y su poesía se debaten, una forma de traspasar el rebote aporético que pone la dinámica reflexiva o dialógica en su poética. (Depetris, 2004, p. 162). L a muerte en Pizarnik lleva al límite sus dos filos, como recoge Enid Álvarez: De nuevo puede apreciarse un horror a la muerte que ese yo encarna (yo soy muerte, la muerte está en mí); no hay separación entre el adentro y el afuera. Este horror (y la fascinación ante la muerte) se proyecta hacia afuera y aparecen todas las fantasías de que puede ser asesinada, esa voluntad asesina que está afuera eventualmente es aspirada. Como en las cajas chinas una está dentro de la otra.
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Dores Tembrás Campos El asesino potencial ubicado c o m o amenaza externa se convierte en el yo que pasa a ser la víctima y la v i c t i m a d a . (Álvarez, 1991, p. 29).
Relacionadas estrechamente con la muerte hay una serie de presencias femeninas 1 con las que el yo poético, a su vez, mantiene un fuerte vínculo, desdoblándose en ellas se interroga por medio de sus voces, como propone Alicia Genovese, se lleva a cabo la búsqueda del yo por medio de las otras, «la configuración de una subjetividad propia» (Genovese, 1996, p. 10). Así se realiza un viaje que le permite probar todas las posiciones: como el sujeto que ejecuta la muerte («asesina», «matadora»), pasando por el testigo ante la misma («veladora»), hasta llegar al sujeto que la padece («muerta», «difunta», «yacente» y «ahogada»). En dicho viaje no hay progresión, el recorrido entre la «asesina» y la «difunta», pasando por la «veladora», conduce a un único punto, el punto de encuentro entre la muerte y el yo poético. El viaje propuesto con tres posibles direcciones (el sujeto que ejecuta, el que atestigua y el que padece), desemboca en la identificación en la mayoría de los casos, permitiendo que en este trayecto se descubra como acortar la distancia entre el yo poético y la muerte, recorriendo por medio de la multiplicidad de perspectivas todos aquellos caminos en los que la muerte es el centro. El cambio en la perspectiva no ofrece una elección final, no es ése el objetivo del viaje, la intención del yo lírico
1 Con este término nos referimos a cada una de las personas poéticas de género femenino que se registran a lo largo de la producción poética y que se individualizan por medio de una caracterización que las diferencia y las hace únicas, su perfil se realiza con mayor o menor minuciosidad dependiendo, entre otros factores, de la proximidad que el sujeto poético mantiene con cada una de ellas. El contexto en el que se ubican este conjunto de presencias femeninas se describe cuidadosamente, varía y evoluciona en el caso de algunas presencias, y se establece como un ámbito fijo desde el principio para otras, su caracterización permite a establecer si este ámbito es afín o no al yo poético, cuyo análisis contribuye a medir el grado de proximidad. Por otra parte, las acciones y los sentimientos con que se caracterizan estas figuraciones nos permiten hablar de su volumen, no se trata exactamente de voces, máscaras o rostros, sino de presencias, cuya corporeización muestra cómo se materializan los diferentes registros. El análisis de cada una de estas claves permite acceder a la multiplicidad de retratos, fragmentos que constituyen al yo poético y que se construyen con extremo detalle, corporeizaciones de la voz que el yo poético se prueba, en el intento de superar la fragmentación y acceder a sí mismo. El sujeto lírico se desdobla, mostrándose o escondiéndose tras cada una de estas presencias, intentando sustituirlas o rechazándolas. Pizarnik aprovecha su caracterización arquetípica para filtrar todo un imaginario personal, creando un espacio eminentemente femenino donde se lleva a cabo el intento de un reencuentro con partes de un yo poético fragmentado. En esta ocasión sólo nos ocuparemos del grupo de presencias femeninas relacionadas con la muerte.
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es rodearse de muerte, experimentar las distintas posibilidades, aceptando el destino que ha de acompañarla, consciente y «Cansada por fin de las muertes de turno/ a la espera de la hermana mayor/ la otra gran muerte/ dulce morada para tanto cansancio»2. A continuación proponemos el análisis de este conjunto de presencias femeninas que permitirán establecer de forma detallada el itinerario del viaje de la muerte.
SUJETO Q U E EJECUTA LA MUERTE: «ASESINA» Y «MATADORA».
Las primeras posiciones que analizaremos son las del sujeto que realiza la muerte al ejecutarla, el intento de proximidad por parte del yo poético delata la aspiración de trascender esa posición como herramienta que ejecuta la muerte, insistiendo en la finalidad de este proceso que es encarnarla, acceder completamente a ella. Son dos las presencias femeninas que se identifican con el sujeto activo que mata: la «asesina» y la «matadora». En primer lugar «asesina» manifiesta, como ocurría en algún otro caso, bastante proximidad con la presencia «niña» por medio del adjetivo «pequeña», el primer ejemplo se encuentra en el poema Extracción de la piedra de locura: Ingenuamente existes, te disfrazas de pequeña asesina, te das miedo frente al espejo. H u n d i r m e en la tierra y que la tierra se cierre sobre mí. Extasis innoble. T ú sabes que te han h u m i l l a d o hasta c u a n d o te m o s t r a b a n el sol. T ú sabes que nunca sabrás defenderte, que sólo deseas presentarles el trofeo, quiero decir tu cadáver, y que se lo c o m a n y se lo beban. (Pizarnik, 2 0 0 0 , p. 249)
El desdoblamiento que aparece en este fragmento a través del cambio de primera y segunda persona, dará lugar a un monólogo en el que el espejo no sólo será una técnica sino que se evocará en el contenido, multiplicando las imágenes. Es muy interesante advertir como en el propio texto se desvela la relación del yo poético con la presencia, reconociendo que es una máscara que se prueba, como en un juego infantil: «te disfrazas de pequeña asesina, te das miedo frente al espejo». El reflejo de sí misma le provoca miedo, este disfraz Pizarnik, Alejandra. 2000, p. 63. Todas las citas de su obra incluidas en este estudio pertenecen a esta edición. 2
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de «pequeña asesina» que se prueba frente al espejo revela que la figuración se prueba como una máscara y que el espejo es una forma de multiplicar el efecto del desdoblamiento. Un poco más adelante, en este mismo fragmento el yo poético se refiere a su propio «cadáver», el deseo se asocia a la muerte, el deseo de ser cadáver frente a los otros tras asumir que el yo lírico no será capaz de defenderse. La intensidad de la muerte alcanza en este poema un punto climático, el ofrecimiento del propio cadáver, convirtiéndose en protagonista del acto ceremonial otorga a la muerte la posibilidad de acceder a sí misma. Además la oposición yo /ellos, donde la humillación juega un papel importante, mostrando la imposibilidad de pertenecer a un todo incluyente, el destierro es el sino del yo poético que, como ocurre en este fragmento, asume su posición. En el caso de la presencia femenina «matadora» el desdoblamiento no es tan explícito, la única ocasión en que aparece se encuentra en Los poseídos entre lilas-. Las palabras hubieran podido salvarme, pero estoy demasiado viviente. N o , no quiero cantar muerte. M i muerte... el lobo gris... la matadora que viene de la lejanía...» (p. 295)
Vida y muerte se oponen en los anhelos del yo poético. Se juega con la certeza de que el lenguaje contenía poder de salvación, y aquí podría identificarse la salvación con la muerte puesto que a continuación de la salvación anhelada se opone el exceso de vida del yo lírico «pero estoy demasiado viviente». Sin embargo vuelve a negarse la muerte, se rechaza su canto y se centra en su propia muerte y lo que la acompaña «mi muerte... el lobo gris... la matadora que viene de la lejanía...» Se crean silencios a través de los puntos suspensivos, espacios en blanco que ocupan la distancia sugerente entre imágenes, posibilitando múltiples relaciones entre ellas. Ahí justamente aparece la presencia femenina, incluida en esta enumeración que constituye parte fundamental del imaginario de la muerte «matadora que viene de la lejanía» encarnación de la propia muerte próxima al yo poético, pero sobre la que apenas se profundiza, situando su origen en la «lejanía», distanciándola espacialmente del yo lírico, distancia que está en proceso de reducción.
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E L T E S T I G O A N T E LA M U E R T E : « V E L A D O R A »
La presencia femenina «veladora» muestra un aspecto muy interesante dentro de este proceso de muerte, el testigo ante la muerte del otro, del otro que puede ser un doble del yo, que asume una posición de espectador, no se trata únicamente de acompañarle) en la última parada, de acabar con la soledad esencial que habita en el yo lírico, es también un modo de abismarse, de sentirse parte del proceso mortal que se anhela. La presencia femenina «veladora» aparece en una única ocasión a lo largo de toda la producción poética, y la identificación del yo poético con dicha figuración es explícita, el ejemplo se encuentra en La celeste silenciosa al borde del pantano: Soy tu silencio, tu tragedia, tu veladora. Puesto que sólo soy noche, puesto que t o d a noche de m i vida es tuya (p. 347).
En este poema dedicado a Enrique Pichón Rivière el yo poético propone una interesante enumeración de identificaciones en las que el yo lírico se ofrece metamorfoseada al tu: silencio, tragedia, «veladora» y noche son las formas que el yo poético adopta en este ofrecimiento. La única presencia femenina entre ellas es «veladora». Silencio, tragedia y noche contribuyen a configurar una atmósfera en la que la muerte es el centro. La «veladora» que guarda durante la noche, permaneciendo sin dormir, en un espacio ocupado únicamente por el yo poético que lo encarna todo. En sus diarios, Pizarnik escribe sobre la función de velar en dos ocasiones, en un juego muy similar al texto que acabamos de ver, la primera es la entrada del veintitrés de octubre de 1962: M i memoria vela el cadáver de la que fui. Voz de la violada alzándose en la m e d i a n o c h e (Pizarnik, 2 0 0 3 , p. 2 8 4 ) .
En la entrada del nueve de noviembre de ese mismo año: L o s ojos velan el cadáver de la que fui. Se la recuerda c o m o a otra, u n a lejana y m u y querida c o m p a ñ e r a de otros años. A veces hay deseos de vengarla, de putear contra los verdugos. E s la voz de la violada que se alza en un cementerio a m e d i a noche (2003, p. 288).
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Las variaciones son sutiles pero muy significativas entre ambas entradas, pero lo interesante es el desdoblamiento que se realiza acompañando a la acción de velar.
L A VÍCTIMA DE LA MUERTE: «MUERTA», « D I F U N T A » , « ( L A ) YACENTE», «AHOGADA»
A lo largo de la obra poética de Pizarnik se registran, al menos, cuatro presencias femeninas que padecen los efectos de la muerte, pero cada una de ellas presenta distintos matices. En este proceso de intentar acceder a la muerte, este conjunto de presencias constituyen el último intento después de intentar ser el sujeto que ejecuta la muerte, el sujeto que es testigo ante ella, la última posibilidad es intentar encarnar el sujeto que sufre sus efectos, intentar hablar desde la muerte constituye la prueba del fracaso, el yo poético vivo se desdobla en «muerta» para intentar acceder a ese espacio que se le niega a lo largo de toda la producción. La primera presencia femenina en la que nos detendremos es «muerta», siempre acompañada del adjetivo «pequeña» o interactuando con otra figuración, el primer texto en que aparece es el poema 22 del poemario Arbol de Diana: en la noche u n espejo para la pequeña muerta un espejo de cenizas ( 2 0 0 0 , p. 124)
En este poema se acumulan tres símbolos importantes en la poética pizarnikiana: noche, espejo y cenizas. El desdoblamiento del yo poético en «la pequeña muerta», presencia con la cual se produce identificación, indica que la proximidad es total, además la relación del yo lírico con la noche, espacio que habita a lo largo de toda la producción poética, y las cenizas, símbolo también muy próximo al sujeto lírico, inciden en la identificación entre yo poético y figuración. El espejo es el instrumento fundamental en el juego de la otredad, donde los reflejos se multiplican aprovechando todo el espectro de figuraciones, sin embargo, su funcionalidad le es negada a la presencia femenina, este espejo no refleja, el material que lo compone lo impide: «cenizas». Es importante destacar la función del adjetivo junto a la figuración, «pequeña muerta», avanzábamos antes que esta presencia no aparece nunca si no es acompañada de este adjetivo,
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convirtiéndose en característica fundamental de la presencia femenina, adquiriendo todas las connotaciones que implica el adjetivo «pequeña», aludiendo al sujeto infantil, a la «niña», presencia femenina que es eje central del entramado simbólico de figuraciones. Delfina Muschietti se refiere a esta figuración en los siguientes términos: «De este modo la yacente, la pequeña muerta reitera una y otra vez el acontecimiento y se encuentra frente al silencio como muro. El silencio muro-hendija tiene precisamente ese carácter doble, ambivalente: es el tabique de la cripta, el lugar de la muerte, y la posibilidad de hablar, de prestar oído al viento.» (Muschietti, 1995, p. 82). En el poema «Nuit du coeur» reaparece la figuración, en este caso en plural: «Otoño en el azul de un muro: sé amparo de las pequeñas muertas.» (Pizarnik, 2 0 0 0 , p. 218)
En este texto la fragmentación del yo se manifiesta de forma explícita señalando el espectro de presencias que habitan el yo poético, la figuración se presenta en plural en esta ocasión, respondiendo a esa multiplicidad de presencias femeninas que configuran al yo poético, como sucedía en el ejemplo anterior. El entorno en el que se ubica esta pluralidad de figuraciones vuelve a ser próximo al yo poético: otoño, muro, azul, estas tres formas aparecen a lo largo de la producción poética asociadas en la mayoría de las ocasiones al yo lírico, guardando gran proximidad con respecto a él. El caso de la figuración «joven muerta» aparece en dos ocasiones, las connotaciones que aporta el adjetivo «joven» y los contextos varían sustancialmente con respecto a «pequeña muerta». El primer ejemplo se encuentra en el poema Formas (p. 199): no sé si pájaro o jaula mano asesina o joven muerta entre cirios o amazona jadeando en la gran garganta oscura o silenciosa pero tal vez oral como una fuente tal vez juglar o princesa en la torre más alta.
La acumulación de presencias femeninas, ofrece la posibilidad de comprobar como interactúan unas con otras y cuáles se seleccionan para aparecer juntas en el mismo contexto. En la duda que el yo lírico expresa sobre su propia
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identidad se formula una serie de posibilidades en las que se incluyen esta serie de sujetos femeninos 3 : «joven muerta», «amazona», «silenciosa» y «princesa». Es precisamente la variedad de figuraciones en este texto la que provoca que «la joven muerta» no sea el centro, sino parte del coro de presencias. En este sentido no se profundiza caracterizándola, simplemente se evoca al lado de otras figuraciones femeninas que podrían constituir esa autodefinición del yo poético. Cristina Piña desarrolla la problemática entre las partes y el todo partiendo de este mismo poema: «Un poema titulado Formas lleva a la práctica esta dialéctica entre las partes y el todo inaccesible. Las imágenes yuxtapuestas están acompañadas por «no sé sí», «tal vez» y disyunciones, como expresión de la conciencia del «nunca es eso lo que uno quiere decir» (Piña, 1981, p. 110). En la prosa poética Extracción de la piedra de locura (Pizarnik, 2000, p. 251) vuelve a aparecer la figuración: «con lo que esa sombra deja en la memoria, con lo que permanece cuando avientan las cenizas de una joven muerta» Tampoco en esta ocasión se profundiza en la presencia, caracterizándola únicamente con su aparición, incluida entre los restos, entre lo que queda después de la nada, subrayando el tópico de la juventud segada por la muerte. Por medio del análisis de estos dos ejemplos puede observarse que no se profundiza en la caracterización de la presencia femenina «joven muerta», sólo se evoca sin llegar a singularizarla. Esto contrasta notablemente con «pequeña muerta», figuración en la que la proximidad con el yo poético es mayor y cuyo contexto se perfila de modo más detallado. A continuación analizaremos el único ejemplo de la figuración «reina muerta» que se encuentra en el poema Ojos primitivos (p. 425): Alguien canta una canción del color del nacimiento: por el estribillo pasa la loca con su corona plateada. Le arrojan piedras. Yo no miro nunca el interior de los cantos. Siempre, en el fondo, hay una reina muerta.
En esta ocasión la figuración femenina interactúa con otra, la «loca», el yo poético se sitúa afuera, en la no mirada, reconociendo que lejos, en el fondo está la «reina muerta». La seguridad de la afirmación, avalada por el adverbio «siempre», señala el mismo final, la situación que se repite sin alternativas, asumiendo la presencia de la figuración al final. 3 Esta serie de sujetos se acompaña de otras posibilidades de ser: animal, objeto o parte del cuerpo.
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La figuración «reina muerta» cierra esta sección de «muertas» a través de las cuales podemos observar una gradación con respecto a la proximidad que el yo poético mantiene con cada una de ellas. Veíamos que había una identificación total con «pequeña muerta», dicha identificación se diluía levemente en el caso de «joven muerta» hasta llegar a la distancia que se mantiene con la última figuración de esta serie «reina muerta». Esta distancia es total, el yo poético no mira pero sabe, y la figuración como víctima de la muerte, la «reina muerta» forma parte del paisaje musical. La presencia femenina «difunta», que aparece en una sola ocasión, se caracteriza por medio del adjetivo «pequeña» como sucedía con la figuración «muerta», el ejemplo se encuentra en el poema El sueño de la muerte o el lugar de los cuerpos poéticos-. Y tantos sueños unidos, tantas posesiones, tantas inmersiones en mis posesiones de pequeña difunta en un jardín de ruinas y de lilas (p. 254).
La proximidad entre el yo poético y la figuración «difunta» es total, la identificación que se produce por medio de «mis posesiones» y los detalles con la que se describe la situación espacial de la presencia femenina revela de nuevo la exhaustividad con la que se construyen algunas figuraciones. La presencia de los símbolos jardín y lilas subraya de nuevo esa proximidad con el yo poético, ambos evocan un espacio relacionado con la infancia, que ya se avanzaba con la presencia del adjetivo «pequeña». El hecho de que este adjetivo aparezca relacionado en algunos casos con las figuraciones femeninas en las que la muerte es la clave implica infantilizar la presencia, indicando que además se trata de una niña. La infancia y la muerte constituyen un binomio importante en la poética alejandrina, ambos espacios son intensamente anhelados por el yo poético y conjugados dan lugar a una atmósfera en la que ensamblan a la perfección, donde la inocencia se combina con los destellos de la muerte en una fascinación que recorre la obra de Pizarnik. La presencia femenina «yacente» acompañada del artículo femenino «la» que marca el género de la figuración aparece en Fragmentos para dominar el silencio: H e querido iluminarme a la luz de mi falta de luz. Los ramos se mueren en la memoria. L a yacente anida en mí con su máscara de loba. La que no pudo más e imploró llamas y ardimos (p. 223).
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La proximidad es casi total, el yo poético contiene a la presencia femenina en su interior, que la habita: «la yacente anida en mí». En ese reconocimiento explícito por parte del yo poético de ese desdoblamiento, la figuración se perfila con cierto detenimiento; una descripción «física» que implica otro desdoblamiento «de loba» y una descripción que se realiza por medio de sus acciones: «la que no pudo más e imploró llamas y ardimos». El hecho de que aparezca la máscara en este juego de la otredad en el que la desdoblada se esconde, multiplicando los reflejos, incide de nuevo en el la multiplicidad de figuraciones que constituyen al yo poético, indivisibles del él, por eso sus acciones afectan siempre al yo poético aunque sea la figuración desdoblada quien las lleve a cabo: «la que no pudo más e imploró llamas y ardimos». Suzanne Chávez-Silverman analiza este texto en su artículo «The autobiographical as horror in the poetry of Alejandra Pizarnik», relacionándolo con el lesbianismo: Far away also, «yace una niña [quien] a n i d a en mí con su m á s c a r a de loba». This singular i m a g e forms a c o m p e n d i u m which I have been reading under the sign o f lesbianism (the little girl, the mask, the she-wolf), a n d yet the text pushes further: the «yacente» «nested» within the speker «begs for flames», which c o n s u m e both o f them in a semantically a m b i g u o u s yet gramatically incisive first person plural: «ardimos» (Chávez-Silverman, 1997, p. 275).
Una de sus principales características de la presencia femenina «ahogada», con respecto a las otras figuraciones, es que se concreta el modo en cómo se muere, aparece en dos ocasiones, la primera de ellas en una de las prosas poéticas que pertenece la sección
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D e s l u m b r a m i e n t o del día, pájaros amarillos en la m a ñ a n a . U n a m a n o desata tinieblas, una m a n o arrastra la cabellera de una a h o g a d a que no cesa de pasar por el espejo. Volver a la memoria del cuerpo, he de volver a mis huesos en duelo, he de comprender lo que dice m i voz (Pizarnik, 2 0 0 0 , p. 2 4 4 ) .
En esta prosa poética aparecen dos elementos fundamentales y recurrentes en el análisis de las presencias femeninas, el espejo y la voz. Hemos podido comprobar a lo largo de este análisis que el espejo es un símbolo cuya aparición
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permite al yo poético establecer ese juego de desdoblamiento y reflejos que le sirve para esconderse, indicando la multiplicidad a la que nos referimos a lo largo de este análisis. La atmósfera en la que se ubica a la «ahogada» se retrata con detenimiento, incluyendo una de las oposiciones más comunes en la poética alejandrina: luz (deslumbramiento del día) / oscuridad (tinieblas). Esta «ahogada» que «no cesa de pasar por el espejo» en una acción que recuerda los movimientos de una autómata, vuelve a ser reflejo del yo poético, que se presenta en un movimiento verbal interesante en la que se pasa de un infinitivo impersonal a formas verbales en primera persona de singular en las que el yo poético asume las acciones: «volver», «he de volver», «he de comprender». La repetición que experimentaba la presencia femenina frente al espejo «no cesa» se reitera aquí con la repetición por medio de «volver», manteniendo ese reflejo que vuelve a incidir en lo corporal «memoria del cuerpo» y «huesos en duelo». Es el yo poético el que afronta ahora ese «volver sobre sí mismo» para encontrarse, para ubicar cuerpo y voz. La presencia femenina «ahogada» vuelve a aparecer en el poema VII: Cubres con un canto la hendidura. Creces en la oscuridad como una ahogada. ¡Oh! cubre con más cantos la fisura, la hendidura, la desgarradura (p. 385).
En esta ocasión la información que se ofrece en el poema sobre la presencia «ahogada» es muy escasa, pero vuelve a incidir en la oscuridad como el espacio en el que se ubica a la figuración, información que ya se recogía en el ejemplo anterior. De nuevo la proximidad entre el yo poético y la figuración se establece por medio de esa comparación en la que se registra un doble reflejo, por una parte el yo poético se dirige a si mismo por medio de la segunda persona del singular estableciendo la comparación con la presencia «ahogada», segundo reflejo del yo poético. El análisis de las presencias femeninas relacionadas con la muerte revela la relación que el yo lírico establece con la muerte a través de ellas. Analizamos tres caminos que se prueban y que inevitablemente conducen al desencuentro, tres posiciones que tratan de acortar la distancia entre el yo poético y la muerte en un intento por encarnarla. Apenas se roza el encuentro en los diferentes grados de desdoblamiento que el yo lírico experimenta a través de las figuraciones, no
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Dores Tembrás Campos
hay tregua, el destino del viaje se conocía antes del comienzo, el objetivo no se cumple y el yo poético no logra acercarse a la muerte, siempre distante. En primer lugar se encuentra la «asesina» que muestra el intento de proximidad total que pretende el yo poético, en segundo lugar la «veladora», que representa otra vía fallida ante el intento de comunión con la muerte y por ultimo la «difunta», semi-piel del yo lírico que fracasa una vez más en el acercamiento. El viaje de la muerte, finalmente, no proporciona la solución al yo lírico, entre la «asesina» y la «difunta» la muerte se hace inaprensible.
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D E LO Í N T I M O A LO PÚBLICO. CRONISTAS VENEZOLANAS DE LA SEGUNDA MITAD D E L SIGLO X X Y P R I M E R LUSTRO DEL SIGLO X X I Fanny Ramírez Universidad Pedagógica Experimental Libertador, Caracas, Venezuela
[...] los muchachos de Operación Alegría de la Gobernación de Carabobo emprendían un 'operativo de limpieza junto a su ex gobernador, que pasó a nuestro lado con esa congelada sonrisa y perfecta cabellera. Pobre. Me dio cosa. El y muchos más: no entienden nada. Siguen sin entender nada. Como el rey, igual que el rey que está desnudo Pantin, 2 0 0 2
Durante los siglos xix y xx es manifiesta la necesidad de obtener espacios legítimos de inserción y permanencia cultural en la mujer. Lugares que pudiesen franquear posiciones misóginas hegemónicas en Occidente. A finales del siglo xix, la prensa funda nuevos lugares de enunciación (la crónica entre ellos) que tienden a democratizar los espacios de discusión e intervención pública, por lo que nuevos sujetos adquieren nuevos protagonismos. Ambos fenómenos determinantes para pensar ese nuevo orden histórico que en un sentido amplio llamamos modernidad, funcionan como marco a esta investigación. Me interesa, en consecuencia, las cronistas venezolanas que
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a partir de la segunda mitad del siglo x x se incorporan —como mujeres y a través de la crónica— al intercambio simbólico1. Desde esta perspectiva, podemos pensar que tanto en América Latina, como en el caso específico de Venezuela, la modernización produce una reorganización y apertura de los espacios intelectuales que resultan favorables a las mujeres, quienes identificarán en periódicos y magazines lugares propicios para asumir la escritura que en primer momento funciona como una actividad concentrada en los «florilegios», columnas de moda, consejos culinarios y de belleza, higiene y «buenas costumbres», crónicas sociales, pero que tiende a involucrarse cada vez más en los asuntos públicos del acontecer nacional. Así, las que inicialmente escribían, como mujeres, textos para mujeres, van ampliando su participación y asumiendo una voz cada vez más convencida de su derecho a entrar en la discusión sobre los destinos de la nación. De allí mi intención de identificar en el corpus que propongo de cronistas venezolanas, un trayecto de viaje que transita, «De lo íntimo a lo público», entre el género discursivo y el sexual. Se trata, por lo tanto, de un fenómeno de varias caras: una tiene que ver con la escritura de mujeres y cómo ellas asumen a plena conciencia un lugar de intervención pública, desde donde emplean ciertas estrategias discursivas. La otra se define por la decisión de asumir un determinado género textual que deliberadamente se considera menor dentro del canon literario y que les permite, en su condición de sujetos menores, asumir esa minoridad para contestar al poder desde ese específico y asumido lugar de enunciación. En consecuencia, desde allí, con su memoria como recurso y su experiencia como justificación, asumen la especificidad de su palabra. Quizás por esto, «acostumbradas» como están a ocuparse de lo menor, vean en la crónica —género por demás de la horizontalidad, de la cotidianidad, del registro de
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A propósito del ingreso de las mujeres al espacio público del intercambio simbólico,
larga es ya la discusión. D e s d e textos fundacionales c o m o los de Virginia W o o l f y S i m o n e de Beauvoir, hasta indagaciones m á s recientes c o m o las de Celia A m o r ó s (1991), p a s a n d o por trabajos m á s específicos sobre el tema en América Latina, conocemos las etapas de esa lucha: el uso de seudónimos masculinos, su circunscripción a temas y géneros discursivos «apropiados» para ellas, la adopción de estrategias indirectas de enunciación... A s i m i s m o , con respecto a la prensa y a su relación con la modernización del lugar de la escritura, Julio R a m o s (1999) ha explicado suficientemente en qué m e d i d a la crónica, género periodístico por excelencia, funciona c o m o una suerte de «vitrina» de la vida moderna; y el cronista, c o m o un «observador» no necesariamente respaldado por la rigurosidad académica de la cotidianidad urbana, aunque sí autorizado para dirigir la «mirada» de sus lectores e intervenir en ella. Entre estos dos ejes de problematización se inscribe el objeto de este trabajo.
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las impresiones— el mejor y más adecuado espacio para hacerse de una presencia cultural. Es importante destacar la especificidad de ese lugar de enunciación y la remisión permanente al espacio interno del hogar y sus oficios, así como la presencia de la mujer en la crónica, pero sólo para mostrar la especificidad de su mirada: una mirada oblicua que detenida en lo mínimo, trasciende hacia lo relevante. A esto se suman: la ubicación focal de la cronista en los lugares que como mujer parecen corresponderle (la cocina, las reuniones sociales donde desempeña el rol de acompañante, la sala de costuras); también la presencia de los objetos aparentemente más superfluos (medallas, medias, manteles, mesas), pero desde donde se apuntala el papel crítico y hasta moral de la mujer en la sociedad; la anotación irónica en medio de la «conversación» trivial. En lo concerniente al problema de la elección género discursivo, precisaré la relación entre sujeto menor/género menor. Allí hay una elección de un tipo de escritura que favorece el desplazamiento «de lo íntimo a lo público», que en mi opinión sintetiza las estrategias elegidas por estas mujeres para reivindicar su especificidad en la escena de la opinión nacional 2 . Se trata, entonces, de la mirada femenina y del ámbito nacional que desde allí se construye. Una mirada que viaja cuestionando y que hace alarde de su conciencia con respecto a la marginalidad de la mujer; de allí se vale de la ironía, o de la nostalgia, pero también de la rabia y del análisis agudo, para decir acerca de la nación venezolana: son mujeres y como tales escriben. Desde el lugar «asignado» cuestionan tanto los valores falogocéntricos hegemónicos, como las instituciones que los respaldan: estado, familia y tradición. El género discursivo de la crónica se caracteriza por ser ágil, ligero, contundente. Es de aparente sencillez y simpleza y también aparentemente es propio para los sentimientos, cuando en realidad en ella hay reflexión profunda y donde se apuesta a la ironía. Al asumirse como el género adecuado a un grupo de escritoras, se convierte en el lugar preferido para contestar al poder que ha definido no sólo la imagen de la mujer, sino su entorno de actuación; porque quienes asumen la crónica, aceptan el lugar asignado y desde él muestran su saber3. 2 Sobre la crónica uso las reflexiones de Socorro (2004), Ramos (1999), Rotker (1992), Herrera (1991), IV Encuentro Internacional de Narrativa. La escritura de la crónica (Morelia. México, 1989) y Monsiváis (1980) 3 Bien ha señalado Susan Gubar, en «'La página en blanco' y los problemas de la creatividad femenina» (1999), cómo nuestra cultura «empapada por los mitos de primacía masculina»
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Me interesa, en consecuencia, comenzar sosteniendo la existencia de una línea de coherencia entre las cronistas que escriben en Venezuela, quienes se hacen del espacio público no sólo porque participan del debate político, sino porque parece haber entre ellas una cierta similitud: va proliferando una voz que hace de la autoconciencia y de la disensión una «marca de identidad» y un lugar desde donde pensar/cuestionar el destino de la nación. Voz que se asume, deliberadamente, desde el género «menor» de la crónica. También debemos señalar que no hay estudios previos que recojan, puntualmente, la producción periodística de estas mujeres quienes hoy por hoy constituyen una voz fortalecida que interviene en el diálogo nacional desde el lugar asumido de su feminidad, con todas las marcas que lo han estereotipado a lo largo de la historia de Occidente4. Son el interior doméstico y los modos «afectados» de «lo femenino»: el «adentro» de la casa, las medias de seda, la escritura de diarios «para matar el aburrimiento», los manteles blancos, las reuniones sociales... en fin, lo banal y lo cotidiano, las marcas que parecen determinar la especificidad de su mirada sobre el acontecer del país; y la prensa, el espacio que eligen para darla a conocer. Ser mujer y cronista, entonces, constituyen las coordenadas desde las cuales estas mujeres despliegan sus estrategias de intervención pública; y, por ende, los aspectos centrales de la lectura que aquí me interesa desarrollar5. Además, no hay estudios previos que recojan, puntualmente, la
ha colocado al hombre como creador y a la mujer como la creación. No obstante, a partir del siglo xix, las mujeres recusan ese lugar de objeto y se plantean la necesidad de hacerse de una especificidad. En un principio, por supuesto, echan mano de lo que conocen: su propio cuerpo, los confines del interior doméstico y la espontaneidad de su mirada no especializada. La crónica, ese género que, con Bajtín (1982), podemos relacionar con formas «familiares e íntimas» como el diario, la carta, la autobiografía y la poesía confesional, parece ofrecer el terreno apropiado para que ellas desplieguen sus saberes y miradas. Propensa a la observación aparentemente ligera y a la divagación (siempre a caballo entre el relato y la reflexión), la crónica permite el desplazamiento de lo íntimo a lo público, fin último y comportamiento escritural de las cronistas que me interesan. 4 Son muchos los trabajos que en los últimos años abordan el problema de la escritura de mujeres; sin embargo, estos se han concentrado sobre todo en narradoras y poetas. Por otra parte, quizás algunas de las cronistas que han llamado mi atención han sido estudiadas individualmente (Elisa Lerner o Milagros Socorro, por ejemplo), no así como parte de un fenómeno más bien general: la presencia sostenida de mujeres cronistas (que se saben y promocionan como parte de una tradición, además) en la prensa venezolana de las últimas décadas. 5 Es larga la discusión acerca de una especificidad de lo «femenino». Los estudios sobre mujeres han debatido el problema desde perspectivas diversas: desde las posiciones feministas más radicales, que asumen lo «femenino» como una marca de exclusión, hasta otra, de tra-
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producción periodística de estas mujeres quienes hoy por hoy, constituyen una voz fortalecida que interviene en el diálogo nacional. En consecuencia, me concentraré en las cinco cronistas venezolanas (Elisa Lerner, Blanca Elena Pantin, Carolina Espada, Ana Black y Milagros Socorro) desde dos ejes: la autoconciencia o conciencia de género, dada como lugar de enunciación y su mirada que disiente a través del género discursivo «crónica». Entonces, la premisa que atraviesa toda mi propuesta es que estas mujeres, en una estrategia que Josefina Ludmer enunció como «treta del débil» (1984), aceptan y validan su diferencia identificándose con el lugar de minoridad que históricamente las ha marginado del discurso (y, en consecuencia, del saber y el poder que este constituye), pero usando ese lugar a su favor. Por ello, sin dejar de ser las Penélopes de la obediencia, desobedecen; es decir, tejen y destejen. O, mejor, ocupan el lugar asignado al tiempo que disienten. Denuncian en un viaje de recorrida por el espacio público mirado irónicamente como se observa a la clase media caótica, en «La Venus del Cafetal» de Milagros Socorro, donde señala: Los nombres inscritos en las fachadas de los edificios de este bulevar revelan las aspiraciones, fantasías y demonios de nuestra clase. Sólo la clase media acepta dormir, defecar y mojar las sábanas, todo bajo estos títulos. Es tan divertido [...] en fin, esa cotidianidad no distraída por la destrucción de tal o cual esquina tradicional, producirá en la Venus, una mezcla de asco y conmiseración (pp. 76-78).
También las cronistas establecen un diálogo irónico entre el mundo de fuera del hogar y el de las labores «propias» de las mujeres, inclusive en quienes ya pertenecen de alguna manera al espacio público, como sucede en «La misma medalla» donde ella ha recibido una condecoración oficial. En esta crónica Elisa Lerner apunta: Soy una mujer ejemplar. Las no ejemplares consiguen hombres. Nosotras las sobrias, las virtuosas, conseguimos medallas. U n a mujer virtuosa permanece el dición francesa, que lo defiende como posición diferenciada frente al poder. (Cf. Toril Moi, 1988: Teoría literaria feminista. Madrid: Cátedra). En mi trabajo uso el término en un doble sentido: «lo femenino» es, en efecto, un constructo esencialista de las sociedades patriarcales; pero constituye también un espacio de «identificación» para las mujeres que lo aceptan y lo cuestionan. Son muchas las mujeres que, en efecto, han usado la categoría como recurso: la venezolana Teresa de la Parra, para nombrar un caso emblemático, quien elige un género de señoritas para construir una tragedia en Ifigenia.
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Fanny Ramírez mayor tiempo posible en el severo, estricto ámbito de la cocina [...] Mis tortas Royal son una delicia [...] ¿Qué se creen ustedes? Al rival hay que hacerle la guerra. Pero con tino, con sutileza. A mis amigas las quiero gordas (p. 31).
Igualmente exhiben desfachatadamente sus afectos — h a c e n público lo privado— («Un mal marido» de Ana Black, «Nada especial» de Blanca Elena Pantin); también despliegan su opinión política y su concepto de nación a partir de atmósferas de lo íntimo y lo humano, como sucede en «Julio, mi chévere hermano» de Elisa Lerner o «En la parada, por favor» de Ana Black, o «Entre nalgas», donde Carolina Espada expresa: Es superior a mí, no me puedo vestir de bandera. Sí, lo asumo, pertenezco a otra generación. En la mía, los símbolos patrios eran sagrados [...] Paso por la Plaza Altamira convertida en tenderete y bazar de feria- y me convulsiono [...] Findemundo. Fin-De-Mun-Do. Me conmociono, agito, disturbo y altero. Y me sublevo: ¡me niego a ver mi bandera, que me duele tanto, de hilo dental! Es demasiado fuerte. Es too much. «Demasiado de mucho», como dicen en Puerto Rico (p. 5, Opinión). Intervienen desde temas aparentemente banales para mostrar el m u n d o al revés, como sucede en la asistencia a fiestas aburridas, como en «El ocio prehistórico femenino» de Carolina Espada, en donde, tras narrar a partir de Lulín, la nada importante actividad de la mujer a lo largo de la historia, apunta: Es decir, que la ingeniosa Penélope bordaba frenética para liberarse del hombrecito en cuestión y, así, poder tener un sano, necesario y agitado esparcimiento con sus enamorados. De Penélope, Lulín se fue más atrás, a la era de las cavernas [...] Los machos, exponiendo sus vidas para traer alimento al hogar. Las hembras, a punto de morir de puro aburrimiento. Una de ellas, con sarna, fastidio, callos y muy mal humor, se sentó sobre una estalagmita[...] Enfurruñada por falta de ,marido y exceso de humedad en esas paredes tan llenas de carbonato de cal, agarró dos piedras y las comenzó a chocar una contra la otra [...] Con cada golpe contaba sus miserias, sus sueños rotos, su destino tan cruel. Chak, chak, chak [...] Se hizo fuego. Ahora con luz propia, las muchachas estaban animaditas y se dedicaron a la decoración de interiores [...] en pleno frenesí creativo, fueron estas chicas las que inventaron la rueda y el peine y otras tantas cosas más. Los amigos de Lulín aún no entienden cómo, si lo único que toma ella es agua, y siempre anda calladita, la pasa divinamente en todas fiestas. {El Nacional. 3 de marzo de 2003, p. 11, Opinión).
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Digamos también, que además se expresan desde temas aparentemente poco significativos (como en «Fiesta con galletitas María» de Elisa Lerner) o basadas en el cuerpo («Siempre quise ser un objeto sexual» de Milagros Socorro), o desde la cocina («Cocinandito con mamá» de Ana Black); o temas que venían siendo exclusivos de la mirada masculina («Detesto el fútbol» de Blanca Elena Pantin). Estas cinco mujeres-escritoras-cronistas emprenden la escritura —como vemos— desde una expresa conciencia de minoridad y desde ella luchan por el «poder interpretativo» (Franco, 1994): Elisa Lerner, Blanca Elena Pantin, Ana Black, Carolina Espada y Milagros Socorro, desde lo menor 6 , quienes como decía, son Penélopes de la (desobediencia (así he dado en llamarlas) tejen y destejen desde el lugar que les ha sido asignado (el de la intimidad, la banalidad, el afecto); pero no por ello dejan de disentir y cuestionar duramente los episodios que han ido marcando el acontecer nacional a partir de la segunda mitad del siglo xx (las formas del ejercicio político de gobernantes y partidos, la organización de la ciudad, los hábitos y costumbres de los venezolanos, los usos del espacio público, los valores de la identidad, las maneras de relacionarse con el pasado histórico), pues la misma aceptación de su diferencia las lleva a reivindicar su derecho a mirar de otra manera y a hacer pública esa mirada. Estas mujeres se instalan, insistimos, en el lugar de ese género discursivo menor, libre e híbrido aunque categórico, que es la crónica, y lo asumen como mujeres-escritoras-cronistas: en eso se cifra su autoridad. Así pues, en una línea que se inaugura con Elisa Lerner y se continúa hasta el presente en la prensa venezolana, estas Penélopes marcan su lugar de enunciación en y desde la escritura; es decir, seleccionan recursos lingüísticos y géneros discursivos que dan sentido a su presencia en el diálogo nacional; y en función de la expresividad que le confieren a su palabra y de los recursos léxicos, gramaticales y composicionales de sus enunciados, luchan por conseguir mostrar las líneas heterogéneas y tensionales que implica colocarse en una posición de disidencia. Con la palabra, como sabemos, se escriben las leyes de obediencia obligada, se sancionan conductas, se educa a los ciudadanos; pero también con ella, se responde. Respuestas que va recibiendo la nación venezo6
Como exponen Deleuze y Guattari, lo menor se refiere a ese tipo de experiencia de marginalidad que sufren grupos no tanto excluidos como desplazados en las relaciones centro/ periferia que organizan una cultura (Deleuze/Guattari, 1978). En el caso de las mujeres, no podemos decir después de dos siglos de participación pública, que sean del todo silenciadas. N o obstante, su palabra enfrenta descalificaciones y encierros.
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lana de la palabra, palabra de mujer, de estas cronistas, quienes dan respuesta a la mirada oficial sobre el país. Veamos un ejemplo entre tantos, en «Respuestas revolucionarias» de Ana Black: Uno de mis mayores defectos, el que más saca de quicio a quienes me conocen (sobre todo por primera vez) es que soy corta de entendimiento. En realidad; soy lenta para todo; [...] Nunca se lo he dicho porque, a modo de mecanismo de defensa he desarrollado el arte del disimulo [...] Mis amigos de la conspiración transparente (suena divino), [...] el día que dije «ahora sí es verdad que no entiendo nada» [...] y por unanimidad tomaron la decisión de dejarme para colar café, instalar pendones y organizar bailantas [...] Lo grande es que ahora soy Comandanta Reparadora [...] Ahora soy Comandanta Panadera [...] Comandanta Sastra [...] Comandanta Analista Política porque me reúno con los vecinos a hablar mal del gobierno [...] Para mí, el término remiendo cobró nuevo sentido gracias a las luces que tan generosamente me brindara el gran Comandante Chapuza («Respuestas revolucionarias». El Nacional, 29 de diciembre, 2002).
De hecho, instaladas en su palabra menuda y de aparente insignificancia, haciendo uso de la memoria y de la anécdota trivial o refiriendo prácticas propias del espacio doméstico, estas cronistas enarbolan una escritura irónica y en ocasiones hasta mordaz, no para asumir el espacio falogocéntrico que el hombre ocupa, sino para resistir y reivindicar lo que sólo desde ese lugar «otro» se puede saber y decir. Por ello, como nos enseña Foucault, de cara a este tipo de fenómeno: «a lo que debemos referirnos no es al gran modelo de los signos, sino a la guerra y a la batalla [...] Relación de poder y no relación de sentido» (Foucault, 1995, p.133). No otra cosa identificamos, finalmente, en la aparición sostenida y sucesiva de estas Penélopes de la (desobediencia venezolanas, quienes con sus voces no dejan de insistir en la denuncia de la corrupción, el caos urbano, la pérdida de valores, los peligros de la indiferencia ciudadana, las formas de olvido histórico, la delincuencia, y todo ello en el marco de una crítica severa a la subestimación y al encierro al que han sido sometidas las mujeres a lo largo de la historia 7 .
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Con esta selección no pretendo agotar el universo de las cronistas venezolanas. Hay muchas más que han escrito en nuestro país (Isabel Allende, Miyó Vestrini, Mary Ferrero, Blanca Strepponi, Adriana Villanueva, entre otras). Me circunscribiré a las mencionadas porque las considero casi emblemáticas respecto de lo que he querido proponer aquí; aunque estoy consciente de que éste es apenas el comienzo de un trabajo más abarcante.
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U N VIAJE AL PASADO D E V E N E Z U E L A E N L A N O V E L A SOLITARIA
SOLIDARIA
D E LA E S C R I T O R A V E N E Z O L A N A L A U R A A N T I L L A N O Isabel Luengo Comerón Universidad de Salamanca, España
E s b e l l a y t e r r i b l e a la vez; e n ella c a b e n , h o l gadamente, hermosa vida y muerte atroz Rómulo Gallegos
En esta ponencia hablaré de una novela que nos permite viajar al pasado, a Venezuela, la «pequeña Venecia» como la llamaron los españoles al ver los palafitos de los indios del lago Maracaibo. Colón en su tercer viaje, en 1498 escribía de Venezuela «En esta tierra de gracia hallé temperancia suavísima y las tierras y árboles muy verdes y tan hermosos como en abril en las huertas de Valencia». El título de la novela es Solitaria Solidariapublicada en 1990 en Caracas de la escritora nacida en Venezuela Laura Antillano, una de las escritoras más notables del panorama literario venezolano del siglo xx, cuyo discurso narrativo, está marcado por la experimentación y por la reescritura de la Historia. Antillano ha incursionado en el cuento, la novela, el ensayo y la narrativa infantil. Su producción literaria se inicia en la adolescencia y continúa en la actualidad.
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Antillano, L a u r a (2001): Solitaria
Solidaria.
Mérida, Venezuela: Ediciones El otro, el
m i s m o I a ed. 1990], Al citar algún texto de esta obra, indicaremos entre paréntesis al final de cada cita, los números que corresponden a las páginas de la segunda edición, la de 2 0 0 1 .
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Isabel L u e n g o C o m e r ó n
Esta novela se inscribe en la modalidad llamada «nueva novela histórica 2 «. Es histórica al recrear la segunda mitad del siglo xix y los años ochenta del siglo xx venezolano. También participa de la nominación novela intrahistórica 3 al aparecer datos de la vida cotidiana que se filtran en el diario y las cartas de las protagonistas, aludiendo a hechos históricos que no son objeto directo del relato, pero que repercuten en la vida de los personajes ficticios, anónimos y poco relevantes de la sociedad. Antillano está dentro de una literatura contemporánea escrita por mujeres caracteriza por un espíritu trasgresor, subversivo y contestatario, elaborando novelas que ficcionalizan la Historia desde espacios y lugares marginales. Sus objetivos fundamentales son la búsqueda de la visibilidad y la identidad femenina, además de revisar las falsas imágenes de las mujeres fijadas a lo largo de los siglos por el discurso patriarcal. Especialmente la literatura escrita por mujeres ha estado desmontando estos discursos. El inicio de los años sesenta trae consigo una etapa de experimentación en la escritura que se prolonga hasta nuestros días, y origina obras en las que se cuestionan tanto la realidad histórica como la posición de la mujer frente a su entorno social. Durante esta etapa, autoras como Laura Antillano inician su carrera literaria. En las décadas de 1980-1990 las novelas escritas por mujeres experimentaron un gran auge en Venezuela. Destacan en estas obras el tema histórico pero desde una visión diferente. Aquí la Historia está presente a través de los espa2
Seymour Mentón es quien acuña el concepto de «nueva novela histórica» para referirse a las obras latinoamericanas más recientes y afines a la narrativa postmoderna. Se pueden encontrar rasgos en cada novela como son: la subordinación de la reproducción mimética de cierto periodo histórico a la presentación de algunas ideas filosóficas (imposibilidad de conocer la verdad histórica o la realidad, el carácter cíclico de la historia, el carácter imprevisible de ésta), distorsión consciente de la Historia mediante anacronismos, exageraciones u omisiones, ficcionalización de personajes históricos, la metaficción, la intertextualidad, los conceptos bajtinianos de lo dialógico, lo carnavalesco, la parodia y la heteroglosia (1993, pp. 42-44). 3 Según Carlos Pacheco, y son precisamente las novelistas las más asiduas de esta ruta intrahistórica, como puede verse en las obras de las venezolanas Laura Antillano, Ana Teresa Torres y Milagros Mata Gil, de las puertorriqueñas Rosario Ferré, Ana Lydia Vega y Magali García Ramis, de las cubanas Cristina García y Zoé Valdez, de la dominicana Julia Alvarez o de las mexicanas Elena Poniatowska o Ángeles Mastretta, por sólo citar algunos nombres de narradoras que nos ofrecen un discurso disidente frente a la Historia. Esta ruta, diferenciable por supuesto del género testimonio, se emparenta con él, a causa de la atención que ambos prestan a la oralidad de personajes antes silenciados, que puedan ahora finalmente contar su historia (1997, p. 37).
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cios marginados: lo doméstico, lo íntimo, la familia. Lo fragmentario aparece igualmente, siendo una clave característica de lo postmoderno. Lo original radica en que los personajes femeninos cuentan su historia desde sus propios espacios, los espacios íntimos a los que habían sido relegadas 4 . Existe una relación entre la nueva novela histórica y el papel que las mujeres juegan en ella. H a habido una falta de memoria y ahora hay una necesidad de volver a narrar los acontecimientos para esclarecer los errores y recuperar del pasado las Historias de mujeres. Esta novela nos proporciona un repaso a la Historia venezolana, desde el análisis que nos ofrecen sus dos protagonistas principales: Zulay, a finales del x x , y Leonora en la época de finales del xix. Ambas son como un espejo en el que se miran, una adivina el futuro y la otra se encuentra a sí misma a través de un personaje del pasado, incluso podrían ser la misma persona donde una gran extensión de tiempo las separa. Laura Antillano se ha documentado ampliamente para reconstruir el marco histórico, después ha dado vida a los personajes ficticios dentro de un estilo narrativo compuesto por diferentes voces, y los sucesivos paralelismos entre las dos historias 5 . A Laura Antillano siempre le ha fascinado la Historia y la considera imprescindible, así lo declaraba en una entrevista:
4 Edith Dimo sostiene: « C o m o en el resto de los países latinoamericanos, en Venezuela el auge de las vanguardias literarias a comienzos del siglo x x abre brechas para la creación de estructuras narrativas que revelan cambios sociales en favor de la mujer como Sujeto inscrito en la Historia [...] presentándolos como estrategias discursivas enmascaradas bajo una feminización de la escritura, la cual deconstruye los niveles ideológicos y las prácticas culturales como procesos autoritarios que denigran el papel de la mujer dentro del sistema social. En Venezuela, aunque la escritura de la mujer ha sido básicamente excluida del canon literario nacional, en los años más recientes han surgido valiosos estudios en torno a la literatura producida por mujeres, gracias al interés y al esfuerzo de numerosas investigaciones que han visto la necesidad de elaborar simposios y publicar ensayos pertinentes al tema» (1996, p. 8). 5 Ángel Esteban hace hincapié en el paralelismo que se encuentra en esta novela: «La indagación en los elementos íntimos y comunes de los dos relatos construirá el mundo de los valores universales que sale a flote mediante el desarrollo e interpretación de los acontecimientos. Lo que da verdadero carácter universal a la obra no es ni la historia contemporánea ni la evocación realista de una personalidad del siglo x i x sino el paralelismo entre las dos historias, sus diferencias y el resultado final de la comparación. El deseo de parangonarse con el otro modelo, expresado tanto por Zulay como por Leonora, abre un arco que resume la lucha de la mujer en el transcurso de un siglo por liberarse de ciertas lacras del pasado. Zulay, mediante su labor científica y su vida independiente, se realiza como mujer contemporánea, y Leonora, a través de la crítica a los diversos modos de vida obsoletos y el deseo de ser una mujer libre e
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Isabel Luengo Comerón H a c e varios años, yo le hice u n a entrevista a R a m ó n J. Velásquez, y él m e dijo que n o había mayor literatura que la historia de Venezuela. [...] a m í siempre m e ha interesado el siglo diecinueve venezolano p o r q u e es d e t e r m i n a n t e para el país de hoy, la mayor parte de las cosas que estamos viviendo son consecuencia de lo que pasó entonces. G u z m á n Blanco para m í es c o m o u n personaje de novelas y la historia de Venezuela la he leído c o m o quien lee literatura [...] de m a n e r a que lo que he hecho es c o m b i n a r personajes y situaciones reales, fechas posibles, con personajes y hechos imaginarios (Socorro, 1990) A s í esta novela, se m u e v e entre la investigación histórica y la creación lite-
raria 6 . I g u a l m e n t e se intenta esclarecer a c o n t e c i m i e n t o s i m p o r t a n t e s , p o c o c o n o c i d o s o m a l interpretados d e la Historia V e n e z o l a n a , c o n escenas d e la v i d a c o t i d i a n a , lo que t a m b i é n tiene q u e ver c o n la microhistoria. H a creado v í n c u l o s literarios q u e u n e n la H i s t o r i a d e m o s t r a b l e c o n la ficción, e n u n recorrido c r o n o l ó g i c o a m p l i o . L o s a ñ o s seleccionados por la autora se insertan de 1 8 7 7 a 1 8 9 6 , y de 1974 a 1 9 8 8 , a u n q u e t a m b i é n hay referencias a principios del siglo x i x c u a n d o L e o n o r a habla d e su familia, estableciendo u n a genealogía, b u s c a n d o indicios, e n la generación q u e la p r e c e d i ó y así d a n d o v o z a la historia c o n t a d a por las mujeres de otras é p o c a s m á s lejanas, o f r e c i e n d o sus versiones d e la H i s t o r i a q u e vivieron 7 .
independiente, elabora una profecía acerca de la situación de la mujer en el siglo xx que coincide en esencia con los planteamientos vitales de Zulay» (2000, pp. 85-86). 6 Le pregunté en una entrevista a la escritora Antillano sobre las lecturas que le han influido en la construcción de Solitaria Solidaría. La respuesta fue: «[...] cuando voy a escribir una novela no son lecturas literarias las que me llevan allí sino lecturas de otro tipo (entre muchas otras cosas que llevan a escribir la novela).En el caso de Solitaria Solidaria, influyeron textos como las crónicas de viaje de las viajeras por el Caribe en el siglo xix. Tengo presente un libro publicado por la Casa de las Américas de Cuba, que reúne unas cuantas cronistas de ese tipo y las leí con mucho placer y curiosidad, también una biografía de Agustín Codazzi, la poesía de José Martí, un estudio sobre los movimientos sindicales en Venezuela en el año de 1896, una historia de la cartografía en Venezuela, unos libros pequefiitos sobre modales en sociedad (El Tocador de las Damas, traducidos del francés, editados por Calleja, Madrid, 1876), la historia del Teatro Baralt en la ciudad de Maracaibo, ElZulia Ilustrado (un periódico del siglo xix), las crónicas de prensa sobre Portugal en los setenta, las crónicas de prensa sobre Swing, el cantante, una bibliografía sobre el proceso histórico de la Venezuela de finales del siglo xix, La historia del Traje en Venezuela de Carlos Duarte, ¡y mil cosas más!». 7
Al respecto, la autora ha declarado en una entrevista: «Yo creo que hay una historia épica que siempre quiere hablar en mayúsculas, es la oficial, la referida a los grandes pregoneros, pero hay una historia no contada, la de aquellos que permanecen siempre fuera de los círculos del poder, los que están detrás, haciendo la comida, cuidando a los niños, enterándose de lo
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Existe en Solitaria Solidaria una defensa de la soledad, la individualidad, pero también del compromiso. Se observan los cambios de una época a otra, cambios ideológicos, culturales, incluso sociales, desde una sociedad con una gran preocupación ética y política a la sociedad del periodo de Pérez Jiménez y del boom petrolero que detrás tenía todavía una presión política, a un quiebre total en los ochenta, marcados por la crisis económica, en el que además hay una pérdida total de ideologías. La época que le ha tocado vivir al personaje de Zulay, coincide con la de la propia autora Laura Antillano. Representa el acontecer político y social de Venezuela de los setenta y los ochenta. Desde la administración de Carlos Andrés Pérez que firma la ley de nacionalización de la industria del petróleo llegando a la Administración de Jaime Lusinchi donde la deuda venezolana sigue preocupando. Coincide casi con la segunda oleada feminista, a finales de los sesenta, determinada por su carácter revolucionario: movimientos estudiantiles, mayo del 68 francés, rebelión de los hippies. Viendo los personajes se constata que por un lado están los personajes históricos que van a servir para marcar el fondo y darnos el contexto histórico, y por otro los personajes ficticios que son los personajes principales de la novela. Nos guiarán por el relato, sirviendo de puente entre las dos épocas, y el lector. Antillano consigue que sus personajes sean «reales», pensarán, hablarán y actuarán de modo diferente al discurso dominante de la sociedad de ambas épocas. El sueño de Leonora se realiza en Zulay, de manera que el desdoblamiento del «yo» de Leonora no sólo ocurre en el interior de sus diarios y cartas, sino también en la proyección del pasado sobre el futuro y viceversa8.
que ocurre por la prensa y no porque sean protagonistas de los hechos. Y ésa es la historia de la mayoría, porque son muy pocos los héroes de panteón, y muy pocos los que llegan a ejercer el poder. Por eso Leonora es una simple empleada de cartografía, los trabajos que ella ejercita, su conexión con la vida del país es como por detrás, ella tiene que colocar en un mapa los ríos, las fronteras del país y así nos pone al tanto de toda la discusión de Guzmán Blanco por las fronteras con los ingleses, por ejemplo, porque ella se ve obligada a enmendar el mapa varias veces porque esa gente lo está cambiando. Así, Leonora, que es ficción, trabaja con Alfredo Jahn, en verdad padre de la cartografía en Venezuela, y el fotógrafo es Henrique Avril que también es un personaje de la realidad» (Socorro, 1990). 8 «Uno de los aspectos más notables del texto de Laura Antillano radica en el carácter dual de su estructura. Esta dualidad se manifiesta a nivel de la creación literaria, procedimiento que deja constancia del valor autorreflexivo del acto de la escritura. En Solitaria Solidaria, la escritura se lleva a cabo dentro de una cultura que se rige por un modelo tradicional falocéntrico, razón por la cual la estrategia literaria busca en la autobiografía una construcción que refleje
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Se reflejan dialógicamente: Zulay explica su presente por el pasado de Leonora y Leonora imagina a Zulay como mujer en un m u n d o ideal, ambas son «solitarias solidarias». El personaje de Leonora Armundeloy se sitúa en un marco histórico social que no le permite apenas independencia. Utiliza la escritura como salvación, para escapar de toda aquella realidad que la rodea y con la cual no se siente identificada 9 . Leonora piensa desde la narrativa, desde su relato de construcción y autorreflexión, por medio de la escritura, el proceso de concienciación aumenta, como individuo, como mujer, como creadora de la Historia. Se trata de estudiar lo escrito, pero también del proceso de la escritura como reflejo de la realidad histórica, de todo ese tiempo no vivido, no conocido directamente pero que se puede investigar mediante lo leído y mediante el proceso de reescritura con los nuevos datos. Su escritura se transforma en el instrumento que la joven utiliza para explorarse a sí misma con relación a sus circunstancias, y encontrar su papel en la sociedad. Frente a la vida pública y lo que la Historia tiene asignado a las mujeres, al cumplimiento de unas obligaciones y expectativas, el personaje de Leonora se aferra a su vida privada llena de proyectos, esperanzas, ilusiones y sentimientos. En una carta que le dirige a su primo Sergio se revelan sus aspiraciones. Ella sueña lo que Zulay vive, de ahí el carácter especular de ambas historias: Soñé, querido Sergio, que no era más Leonora Armundeloy y con dieciocho años en febrero de 1879, sino una mujer del siglo xx. Así como lo oyes. Y para entonces, Carabobo tendría una Universidad muy grande que además dejaría
la inquietud, el cuestionamiento y la marginalidad femenina desde dos perspectivas crítico creativas» (Dimo/Jesús, 1996, p. 175). 9 «El sentido de los textos de la intimidad es, entonces, muy claro dentro de Solitaria Solidaria. Para Leonora, las cartas y los diarios son medios de expresión de u n discurso racional, consciente del m u n d o histórico vivido, y de un discurso emotivo, a través del cual se involucra con su época, en vista de que otras formas de manifestarse como sujeto le estaban vedadas por su condición de mujer en el siglo x i x . Para Zulay, los textos de la intimidad de Leonora son fuentes para la investigación histórica, documentos valiosos para conocer el periodo que está investigando como profesional: la época de G u z m á n Blanco y, al mismo tiempo, son catalizadores de un proceso que la impulsa a la búsqueda de la identidad como mujer y como venezolana, que rastrea lo que ha sido silenciado, es decir, su propia historia, como subalterna, como sujeto anónimo» (Rivas 2000, p. 145).
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ingresar a ella libremente a las mujeres, y podríamos hasta ser profesoras. ¿Qué te parece? Pues, en mi sueño, yo era una mujer del siglo x x y ya quizás no sufriría la diferencia: esta afrenta tan grande de ser distinta a la norma (p. 75). El personaje de Leonora se descubre como un testigo esencial de lo acontecido en el pasado, ya que presencia oportunamente escenas reveladoras de la realidad venezolana de su época10. A propósito de ello Leonora escribe en su diario: Papá suele decir que este pueblo está hecho del olvido, nació del olvido, vive del olvido, el olvido es su forma de vida. Yo empiezo a creerlo. Aún no puedo borrar de mi memoria las imágenes escalofriantes del día que fue decretada la demolición de las estatuas de Guzmán Blanco: las hordas agitadas corrían y celebraban públicamente el rechazo al «Ilustre»; y hoy, 15 de marzo de 1880, Guzmán asume «glorioso» el Poder, y hay fiesta en la calle, [...] y me dispongo a leer la Tribuna Liberal, que es el diario del señor Bolet Peraza, para escribirle después a Sergio y contarle las últimas, de las que seguramente él está más enterado que yo, como suele suceder, aunque él esté en las Europas y yo en el centro mismo de los acontecimientos (pp. 111-112). Ambos personajes, Zulay y Leonora, han estado dispuestos a lo largo del texto a pagar un precio por ser diferentes, que en el contexto histórico-social actual y del pasado representa todavía una transgresión cuyo coste puede ser la soledad. En Solitaria Solidaria hay un personaje muy importante que es la Historia, y que esa historia es un ininterrumpido proceso de transformaciones que interviene directamente en la vida de cada individuo, como lo demuestra los efectos que supone en la vida de Leonora, y en Zulay. Zulay recuerda en muchas de sus reflexiones el pasado. Para la postmodernidad la Historia y el recuerdo son dos conceptos interrelacionados. La 10 Ella escribe su diario de las cosas que le sucedieron tal y como lo guardó en su memoria. En este ejemplo de una carta que Leonora escribe a Sergio se observa la Historia filtrada por su subjetividad: «El presidente Linares Alcántara ha muerto [...] y la circunstancia es doblemente confusa puesto que hay quienes lo atribuyen a los opositores de Guzmán y hay quienes consideran, por el contrario, que Linares «se le escapaba de las manos» al susodicho, por lo que éste decidió su final. Yo (¿quién soy?) no tengo opinión al respecto; pero sí mucho miedo, porque la situación es confusa y se puede percibir con sólo salir a la calle. Parece que se respirara un enrarecimiento del aire todo. El entierro mismo del Presidente fue un verdadero desastre: sin seriedad y dejaba a las claras el terror de todos» (pp. 108-109).
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Historia con su ilusoria neutralidad tiene más que ver con la ideología que con los hechos reales, mientras que el recuerdo puede recuperar la Historia examinando desde un punto de vista crítico cómo, para quién y para qué se transcribe la Historia. Para conocer el pasado no sólo hay que acudir a la historiográfica sino también a la ficción. La Historia no es una realidad objetiva, estable, palpable sino una «representación» de la realidad: subjetiva, inestable, impalpable y por consiguiente manipulable. Zulay quiere estudiar el periodo político del país bajo los sucesivos gobiernos del déspota ilustrado que fue Antonio Guzmán Blanco. Además de la historiografía oficial que ella conoce y maneja debido a su profesión de historiadora y profesora, las cartas y diarios de Leonora, le muestran aquel periodo desde otra perspectiva. El personaje de Zulay Montero se presenta como profesora de Historia e investigadora, la elección de esta profesión por parte de la autora no es casual, sino que es esencial y clave para el conjunto de la novela. Por medio de este personaje y su labor entramos a descubrir épocas pasadas, como fueron vividas por una mujer en concreto. Uno de los deberes del historiador es rescatar y ser custodio de la «memoria» de los muertos, ella lo hará con Leonora Armundeloy, suministrándole una segunda vida, por medio de los papeles dejados por ella, sus diarios y cartas. Zulay contribuye así a recuperar la memoria de los márgenes, en este caso una mujer del siglo xix. Resulta fundamental que ella, representante de la historiografía tradicional, utilice este tipo de fuentes anteriormente no consideradas y que abordaban el problema de cómo acceder al conocimiento del pasado mediante diversos indicios como éstos. El uso de nuevos discursos como cartas son recursos formales que constituyen una estética y formulan una intrahistoria ficcional11. El papel de la escritura es importantísimo, por lo que representa de definición personal, de comunicación ante el otro, de retención de la realidad, de rescatar del olvido lo que no fue dicho abiertamente. Con este recurso epistolar también se logra la complicidad del lector en la comprensión más detallada de los hechos12. 11
«La carta ha estado siempre incorporada a la literatura, e incluso las de Colón son leídas hoy como una ficción», ha declarado Laura Antillano en una entrevista, realizada por Milagros Socorro (1990). 12 «El género epistolar ha estado más cerca del espacio privado que ningún otro género de escritura [...] Para la nueva historia, las cartas son fuentes importantes del conocimiento
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El diario es otro trabajo de escritura, mezcla entre lo inmediato que acaba de ocurrir y la fijeza que infiere lo escrito. Supone además mucho de anotación, así cualquier anécdota, acontecimiento o estímulo se convierte en material para plasmarlo en él, además de ser un proceso de autoconcienciación, y de meditación sobre la propia identidad 13 . Una de las características de la nueva novela histórica hispanoamericana es la subjetivación de la Historia. Las cartas y diarios nos ofrecen una versión personalizada de los hechos. El discurso se hace reflexión, confesión, pensamiento individual. Un efecto de tal subjetivación es el relativismo respecto de
del pasado [...] no es de sorprender que la novela intrahistórica se apropie de este llamado género menor. El género epistolar permite expresar afectividad, da testimonios desde la esfera privada, permite inferir cómo han sido sentidos los acontecimientos y estructura lenguajes que se constituyen en indicios de potencialidades expresivas de las cartas en determinados momentos históricos» (Rivas, 2000, p. 116). 13 El diario está muy unido al concepto de autobiografía. Nos parece interesante resaltar un estudio al respecto, aunque la estudiosa lo inserte en Inglaterra, pero que nos ofrece claves valiosas sobre este género. Se explica que los géneros autobiográficos florecieron de forma esplendorosa en el siglo x i x . Por la curiosidad del individuo sobre sí mismo ante el asombro que siente sobre la incertidumbre de su destino. En el siglo XVII en Inglaterra y Escocia los escritos personales fueron muy abundantes y se consideraron siempre como privados. El anotar y analizar puntualmente los actos de cada día con detalle se convirtió en un sagrado deber y en una práctica común entre los protestantes, ya que permitía trazar un gráfico del progreso personal además de ser un ejercicio de reflexión. El movimiento que llevó a que se escribieran diarios trajo como consecuencia que Inglaterra se convirtiera en un país de autores de textos, de escritores. La secuela inmediata fue que las obras escritas por novelistas tuvieran muy a menudo el aspecto autobiográfico de los diarios. El paso siguiente fue del diario a la autobiografía. D e los documentos privados cuyo fin en un principio era el autoexamen se pasó a la circulación entre otras personas no necesariamente de la misma familia, para que sirviera de ejemplo. Los materiales para las biografías siempre procedían de los diarios, de las cartas y otros documentos privados. También el relato de personas cercanas o las memorias de los amigos servían el mismo propósito. El material puede parecer algo desordenado, pero es un ejemplo de «escritura del momento», tiene frescor e inmediatez, lo que es bueno para encontrar líneas maestras de significación que permanecían ocultas. Trasgresión y construcción de una realidad por medio de este género. Concluye la estudiosa con que la autobiografía revela la imposibilidad de su propia finalidad, de su ideal, que comienza con una presuposición, el autoconocimiento y termina en la creación de una ficción. Porque la escritura autobiográfica pretende reflejar el «yo» como si le estuviéramos contemplando en un espejo. Pero al reflejarlo por medio de la escritura el «yo» se ficcionaliza, se crea (Rodríguez Palomero, 2 0 0 0 , pp.143-160). Para el caso concreto de las mujeres véase Nara Araújo (1996, pp. 181-190).
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la Historia como saber comprobable para destacar las muchas versiones de la Historia, tantas como sujetos que la narran14. Zulay la historiadora se sirve de la historiografía oficial, pero las cartas y diarios de Leonora le ofrecen otra perspectiva. La conclusión es que hay muchas versiones del pasado histórico. Se presenta la naturaleza cíclica de la Historia, en contra de la linealidad que hasta entonces imperaba. La nueva novela histórica también se caracteriza por la presencia de conceptos derivados de Bajtin: el dialogismo, la carnavalización, la parodia, la heteroglosia y la intertextualidad que se manifiesta mediante el collage y el pastiche y la inclusión de variadas fuentes que den cuenta de la Historia: citas periodísticas, manuales de la época, etc. Mezcla de cartas, diálogos, diarios y reflexiones de tono ensayístico, que calan en los detalles, para ofrecer una precisa cotidianidad, la cual pretende completar la Historia. De acuerdo con Hayden White, los historiadores no sólo actúan como lectores de documentos fragmentarios, sino que se ven obligados a rellenar los vacíos y crear estructuras para ordenar su discurso. Zulay inicia su diario, para tener la posibilidad de reescribir su propia historia, reordenarla y proporcionar nuevos sentidos. No hay mejor forma de deconstruir algo que a través de la escritura. La novela Solitaria Solidaria muestra, desde un nuevo género como es la nueva novela histórica, las relaciones Historia-ficción, aportando un conocimiento que afecta la memoria histórica colectiva revelando la voz de los que nunca la habían tenido: las mujeres. Dentro de la postmodernidad la reescritura del pasado es fundamental, el vínculo entre novela e Historia también. En la libertad que ofrece la creación literaria se llenan huecos y ocultaciones, poniéndose en evidencia la falsedad de un discurso, siendo también interesante para entender la mentalidad y la sensibilidad de una época. Laura Antillano indaga en esa realidad que está más allá del rigor del documento tradicional, y mediante sus obras de ficción y el valor concedido a la memoria nos ofrece una reinterpretación personal de la Historia. 14
La narración en primera persona es una característica de la narrativa contemporánea según Ciplijauskaité: «Esta es la innovación más importante en este campo: transmiten la historia desde una perspectiva subjetiva, femenina, no tomada en cuenta antes, que presta más atención a la vida interior que a los acontecimientos públicos. La historia sigue siendo el eje estructural, pero es historia filtrada por una conciencia individual. La concentración en lo subjetivo permite ramificaciones tangenciales, invita a remozar y ampliar la temática considerada como histórica» (Ciplijauskaité, 1994, p. 27).
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He querido mostrar como uno de los posibles viajes al pasado es la imaginación mediante las obras de ficción. Un modelo ejemplar es la novela Solitaria Solidaria, además de ser una obra muy significativa de Laura Antillano, es también una obra relevante dentro de la producción venezolana de los noventa y de especial importancia dentro del devenir narrativo tanto de dicha autora venezolana como dentro del panorama de escritores contemporáneos de Venezuela. Porque como esta autora ha reflejado, viajar al pasado para reconstruir la memoria de Venezuela es importante para conocer la identidad de los venezolanos, en un país que ellos mismos definen sin memoria. Hay tantas formas de viajar, una de ellas es con la mente, con la imaginación. Eso nos propone Laura Antillano mediante esta novela. Nos traslada a Venezuela de finales del xix, un país con una historia a sus espaldas y con más camino por recorrer. La memoria es necesaria para que la identidad permanezca, eso es lo que novelas como las de esta autora intentan: historias que nos hagan reflexionar.
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histórica.
EL VIAJE MÍTICO EN LOS CUENTOS DE EVA LUNA Margarita Cueto Veiga Universidad de León, España
La escritura es una larga introspección, es un viaje hacia las cavernas más oscuras de la conciencia, una lenta meditación. Escribo a tientas en el silencio y por el camino descubro partículas de verdad, pequeños cristales que caben en la palma de una mano y justifican mi paso por este mundo. Allende, Paula, p. 17
Cuando nos sumergimos en el mundo mágico y fascinante de Isabel Allende, percibimos que las palabras introductoras, que regala a su hija Paula en su agonía, no son un simple artificio metaliterario, sino que forman parte de su cosmovisión. Aunque en su universo imaginario la problemática que subyace a los acontecimientos remite por lo general a la realidad más cotidiana, la escritora siempre ha valorado lo fantástico como recurso narrativo. La fantasía es el incentivo para despertar sus sentidos, para liberarse, para explorarse. Es el hilo con el que borda la realización personal, la plenitud individual de sus protagonistas, que son ella misma. Testimonio de esta apreciación son Los cuentos de Eva Lunaescritos bajo un enfoque de relatos de aprendizaje, recrean ante el lector la intrahistoria de ' Isabel Allende (1994a): Cuentos de Eva Luna, Barcelona: RBA Editores. En adelante se cita por esta edición, indicando el número de página.
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una galería de personajes donde se ensalza la imaginación y la magia del contar como pilares básicos de la vida. La importancia de estos relatos, impregnados de vivencias, sueños y recuerdos de una infancia pasada, me parece evidente; en primer lugar, considero que son portadores de una categoría artística incuestionable, que deberá quedar esbozada en anotaciones posteriores; en segundo lugar, los cuentos mantienen una estrecha conexión con la novelística de la autora, lo cual demuestra la existencia de una trayectoria que se sustenta bajo unas sólidas raíces. Ahora bien, las influencias literarias no deben limitarse al estudio de las fuentes, porque en palabras de Borges, el autor puede llevar la obra hacia otra dirección distinta de la original, puede completarla, darle un significado antitético o bien romper bruscamente con sus antecedentes. En este sentido, lo realmente significativo no es que los cuentos sean un capricho intertextual donde «el desafío a la lógica» estructura la materia narrativa y combina las técnicas del cuento maravilloso o de la narración oral de Las mil y una noches, sino que lo verdaderamente interesante es su original reescritura. No se trata sólo de esa heterogeneidad de elementos de la que habla Lyotard, de esa devoción por lo misceláneo propio de la posmodernidad, sino que la actitud de Isabel Allende frente a la tradición, se determina a través de un proceso de recreación de los valores del pasado en un contexto moderno. No en otra naturaleza se sustenta la intemporalidad de los mitos. Teniendo en cuenta esta particular actualización, en los párrafos que siguen me detendré en analizar uno de los aspectos básicos de intersección de modelos literarios: la temática del viaje iniciático, como elemento que subyace en Los cuentos de Eva Luna. Desde la ficción de los veintitrés relatos que componen este corpus, la polifonía de estas piezas remite a un deseo de conocer la senda recorrida para entender así el lugar al que se ha llegado; se quiere dejar patente que la soledad que marca las vidas de sus protagonistas no sólo procede de unas circunstancias personales, sino también de unos condicionamientos históricos. En este desciframiento de identidad personal y colectiva, Allende concede importancia suprema al motivo del viaje, que aparece, no como un tema abstracto, sino como un componente ligado a la experiencia vital de cada personaje. Éste, pese a las limitaciones con las que se encuentra un autor de relatos cortos, no sólo constituye una unidad textual, sino que, en la obra objeto de estudio, aparece como imagen referencial de un héroe mítico de nuestros
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tiempos. Sin embargo, dicho elemento no pierde aquí su arraigo histórico, sino que queda definido en múltiples rostros, cuyos nombres, de resonancias luminosas, poseen ciertas semejanzas fonéticas y semánticas: Belisa, Clarisa, Niña Eloísa, Ester Lucero, Hortensia, Azucena... como para pensar que existe una intención evidente de demostrarnos que estamos no ante actantes diferentes, sino ante personas de naturaleza errática que más tiene que ver con lo interior que con lo exterior. Ante la realidad externa, anodina y asfixiante, los personajes tratan de escapar por vías inesperadas: el suicidio aletea en Una venganza o la muerte purificadora redime las vidas de Clarisa o María la Boba; ahora bien, en la mayoría de los casos, Allende rompe una lanza a favor de aquéllos que ostentan una escala de valores distinta a la de los demás; de quienes buscan su identidad en su fastuoso mundo interior porque sólo desde la reflexión y desde el poder ilimitado de la palabra, se conjura la soledad. Cada vez que lograba burlar la vigilancia de las monjas, se escondía en el desván, entre estatuas decapitadas y muebles rotos, para contarse cuentos a sí misma. En esos momentos robados se sumergía en el silencio con la sensación de abandonarse a un pecado, (p.190)
Así, el talismán de la magia y de la escritura que envuelve la trama de El pequeño Heidelbergo de Cartas de amor traicionado se convierte en el transporte que posibilita vencer la rutina de la vida, romper las ataduras que impone la realidad y orientar el destino de quienes se niegan a vivir sin libertad. Analía se propuso no leerlas, fiel a la idea de que cualquier cosa relacionada con su tío escondía algún peligro, pero en el aburrimiento del colegio las cartas representaban su única posibilidad de volar, (p.192)
Las alusiones a ruinas, rejas, barreras, celdas, un tren que arrebata el espíritu o un barco sin brújula ni timón recuerdan el desamparo existencial del navegante y la necesidad en esta aventura del encuentro con otros exploradores. Una mujer aparece en el punto de mira de cada relato y otros hombres y mujeres asumen ser sus acompañantes en las múltiples historias que se plantean. La autora parte de una estructura actancial básica frecuente también en sus novelas, que toma como eje narrativo las carencias de dos náufragos que luchan por fortalecer su identidad, varada por las experiencias vividas, y por
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lograr una realización personal que sólo se consigue a partir de la complementariedad que ofrece el otro. A raíz de esta idea se configura la materia narrativa de Dos palabras, Boca de sapo, Lo más olvidado del olvido... cuyos respectivos protagonistas, Belisa Crepusculario y El Coronel; Hermelinda y Pablo; Ella y Él recorren éxodos paralelos en un proceso que va desde la lejanía física, a la unión y el encuentro amoroso. L a enorme distancia y los riesgos del camino no lograron hacerle desistir y cuando por fin se encontró en la bodega y tuvo a Hermelinda al alcance de la mano vio que ella estaba fabricada de su mismo recio metal y decidió que después de un viaje tan largo no valía la pena seguir viviendo sin ella. (p. 4 6 )
Ahora bien, la aspiración de estas criaturas no radica en un amor que constituya una realidad absoluta, distinta o intransferible; el contacto de la piel se diluye en un cúmulo de de sensaciones de complicidad: «Amigo, pensó, no amante, amigo para compartir algunos ratos de sosiego, sin exigencias ni compromisos, amigo para no estar solo y para combatir el miedo» (p. 46). En definitiva, el lector se percata de que la fábula queda conformada desde un proceso indagador que va desde la comunicación interpersonal hasta alcanzar la búsqueda del interlocutor. Sin embargo, si detenemos nuestra mirada en este cuaderno de bitácora, se observará que tras el periplo de estos protagonistas desconcertados y aturdidos, se erige un mundo novelesco poliédrico dominado por la figura de Eva Luna. Convertida en alter ego, narradora oculta, testigo directo o confidente de otras vidas, su nombre es en sí mismo la esencia de lo que representa su persona. Eva es, ante todo, una mujer independiente, llena de vitalidad, intuitiva, sugerente, que lucha a muerte por la gente a la que quiere, que no se resigna ante los hechos y asume sus vivencias como parte de un proceso de aprendizaje. Fiel a sus ideales, representa a un tipo de mujer alejada de los cánones convencionales: es fruto de un amor pecaminoso, crece sirviendo a los demás pero se subleva por los malos tratos que recibe; se escapa de su casa; vive rodeada de un ambiente prohibido; se convierte en la amante de un revolucionario; ayuda a la resistencia... La Sherezade de los cuentos es un personaje lleno de carisma que, como el resto de la saga femenina, recibe por vía materna una doble herencia: una desbordante sensibilidad e imaginación, que se manifiesta en la metaficción,
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y una clara conciencia de justicia social para enfrentarse combativamente a fuerzas culturales que tienden a victimizarlas. Una vez más, el héroe desafía el orden establecido con el anhelo de lanzarse a una búsqueda de otros valores que se sitúan en el ámbito de ciertos rasgos de conducta: la complicidad de un gesto que define o marca una vida, el respeto a la verdad, la ternura o la calidez emocional no indiferente a los seres humildes y oprimidos. La defensa o condena de tales principios éticos, que pueden entenderse como universales, no presupone la configuración de seres excepcionales. Aunque predominan aquéllos que son plenamente conscientes de sus proyectos vitales, en otros casos se dejan llevar por una inercia existencial, tal y como sucede en el caso de Tomás Vargas o de Luis Torres. Ahora bien, lejos de una vida social, los personajes, a medida que van madurando, conforman un proceso de formación jalonado por una serie de movimientos que, simbólicamente, pueden interpretarse como hitos de un viaje iniciático. Joseph Campbell en su famosa obra El héroe de las mil caras (Campbell, 1949) aborda la temática del inconsciente colectivo, los arquetipos, los distintos senderos que conducen al centro de las experiencias míticas y su importancia como forma de expresión simbólica de la realidad. Campbell establece diversas fases en el viaje alegórico del héroe: éste recibe la llamada de la aventura, la atiende a pesar de sus dudas, penetra en un territorio desconocido, cumple el rito de la iniciación mediante una serie de pruebas y finalmente alcanza un estado de plenitud que le permite reintegrarse en su universo cotidiano, pero ahora enriquecido y dispuesto a entregar su conocimiento a los demás. Este esquema, que rige el sustrato constructivo de numerosas leyendas y tradiciones, coincide a su vez con el planteamiento de Juan Villegas, para quien «el protagonista descubre o hace evidente que el significado de su existencia no se satisface en su lugar de origen y que debe abandonarlo —generalmente—, por medio de un viaje, real o simbólico-, y que luego de una sucesión de experiencias variadas llega a aceptar una forma de vida diferente o vuelve a su lugar inicial con un conocimiento o sabiduría que a veces pone al servicio de sus semejantes» (Villegas, 1973, p. 15). Así, la partida, la iniciación y el regreso, componentes esenciales de toda aventura, subyacen en la estructura tripartita y en los leitmotivs que integran la narración de Los cuentos de Eva Luna.
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En las primeras estaciones de la vida, los personajes, desde la defensa de sus propias convicciones, emprenden una travesía en cuya experiencia encuentran una autodefensa, un escape a la frustración y un camino para el autodescubrimiento. Ante una dimensión ilusoria por recuperar el paraíso perdido de la infancia y una añoranza de futuro, el individuo se aferra a un presente que, en numerosas ocasiones, se torna hostil, violento, tirano. Se palpa en el aire el miedo, la miseria, la desesperación de los pueblos, la desolada realidad que late bajo el trasfondo de la dictadura; se hace necesario aprender a sobrevivir con dignidad, a evitar el sufrimiento, pero, ante todo, se ansia cambiar el destino, porque en palabras de El Coronel: «lo que en verdad le fastidiaba era el terror en los ojos ajenos» (p. 114). En esta anatomía del viaje, los espacios tienen un tratamiento unitario que corresponde a una técnica un tanto unamuniana: se les proporciona escasa importancia intrínseca y se emplean como mínimo soporte de las acciones. Unicamente el mar, algunas ciudades tropicales citadas circunstancialmente y el orbe mágico de Agua Santa constituyen el escenario de los sucesos. N o hay en nuestra autora espacios vividos, descritos minuciosamente, sino ambientes cerrados y con cierta idea de clausura: el cuarto conyugal, la casa, el internado de monjas... Esta predilección por los relatos de interiores salta a la vista en Niña Perversa donde la vivienda familiar se convierte en el decorado alegórico del descubrimiento sexual de la pequeña Elena Mejías. La movilidad es muy escasa; los desplazamientos se refieren con suma rapidez y abstracción, puesto que prima caminar por galerías y laberintos privados, transitar por la morada interior del individuo como si se tratara de un alma errante que no pertenece a ningún lugar y sólo sigue su rumbo. En su existencia cotidiana, el personaje es víctima de una ruptura que le revela, por un lado, su insatisfacción con la vida alcanzada hasta el momento y, por otro, un mundo desconocido; este mitema del llamado, que invita al héroe a despertar, en el contexto usado por Villegas, se plasma, en los relatos, en el motivo del silbido. Se encontraba mirando el horizonte, con la mente en blanco y la piel erizada desde los talones hasta la nuca, cuando escuchó un silbido insistente y al dar media vuelta descubrió dos pisos más abajo una silueta alumbrada por la luna, haciéndole señas (p. 109).
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Su efecto catártico, su poder de encantamiento, queda definido a través de las palabras que Amadeo Peralta pronuncia ante el encuentro fortuito con la joven Hortensia: «Jurándole que la había visto en sueños, que la había buscado toda su vida, que no podía dejarla ir y que era la mujer destinada para él» (p. 60).
Otro mitema relacionado con esta primera etapa es el cruce del umbral. Una vez recibido y asumido el llamado, tiene que producirse el rechazo de su actuación anterior, sólo así se puede comenzar a caminar. Este elemento adquiere en los cuentos un gran contenido simbólico, representa un regressus ad, uterum, un retorno al origen telúrico que se manifiesta en la imagen espacial del descenso. En esta bajada a los infiernos, el personaje tiene que volver a la noche cósmica para esperar la luz del alba, es decir, debe experimentar la muerte de la niñez para poder percibir el nacimiento de la etapa adulta. Muerte y nacimiento: dos fases de una misma vida, cuyo tránsito debe efectuarse en la oscuridad. Así, el aislamiento en la caverna o en el sótano, elementos vinculados a los cultos de la madre tierra, debe entenderse como un refugio embrionario, pero lejos de considerarse ámbitos tenebrosos, alejados de miradas ajenas, percibimos que se encuentran iluminados, dado que propician el despertar al conocimiento; es el paso de las sombras al resplandor. Como centro espiritual, la caverna se une simbólicamente al corazón. En la oscuridad retozaron en el mayor desorden de los sentidos, con la piel ardiente y el corazón convertido en un cangrejo hambriento. Allí los olores y sabores adquirían una cualidad extrema. Al tocarse en las tinieblas lograban penetrar en la esencia del otro y sumergirse en las intenciones más secretas. En ese lugar sus voces resonaban con un eco repetido, las paredes les devolvían ampliados los murmullos y los besos. El sótano se convirtió en un frasco sellado donde se revolcaron como gemelos traviesos navegando en aguas amnióticas, dos criaturas turgentes y aturdidas (p. 60).
Este sentido cíclico de la existencia alude al renacer de la esperanza; no obstante, en ocasiones, dejar atrás la ingenuidad, la edad idílica y pura, conlleva el sacrificio y la destrucción. Tadeo Céspedes creyó estar soñando al ver a un ángel coronado de jazmines que sostenía en los brazos a un viejo agonizante, mientra su blanco vestido se
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Margarita Cueto Veiga empapaba de rojo, pero no le alcanzó la piedad para una segunda mirada, porque venía borracho de violencia y enervado por varias horas de combate. —La mujer es para mí —dijo antes de que sus hombres le pusieran las manos encima (p. 184).
Es medianoche cuando los soldados de Tadeo Céspedes irrumpen en la habitación de Dulce Rosa. A partir de ese momento, las secuencias del texto Una venganza adquieren un carácter de predestinación: la joven vivirá para resarcirse de la humillación a la que es sometida y poder vengar así la muerte de su padre. Sola y desamparada, únicamente le queda la agudeza del dolor y cumplir con el deber, aunque antes haya de enterrar a sus muertos, en una acción que marca también el soterramiento de su estado de inocencia. La segunda jornada de este viaje está compuesta por los ritos iniciáticos y la adquisición de experiencias fantásticas por las que pasa el individuo. Forman la parte principal de los cuentos y tienen como común denominador el leitmotiv del viaje, en el que las criaturas novelescas encontrarán las situaciones que les permitan obtener un nuevo enfoque de sus limitaciones anteriores o descubrir una nueva realidad. Objetivamente, se traduce en la metáfora del peregrino que atraviesa la ciudad o el país «desde las regiones más altas y frías hasta las costas calientes»; subjetivamente, el viajar constituye la imagen de búsqueda de conocimientos ante la que habrá de enfrentarse con obstáculos y condiciones adversas. Tras la partida, no sólo acosan al personaje los recuerdos de la tortura o las amenazas de los poderosos, sino también fuerzas superiores que se manifiestan a través de una naturaleza enemiga: la desolación de la montaña, la furia de la tempestad o el frío de la noche se conjuran para recordarle los sinsabores del nuevo edén. Durante una interminable sequía le tocó enterrar a cuatro hermanos menores y cuando comprendió que llegaba su turno, decidió echar a andar por las llanuras en dirección al mar, a ver si en el viaje lograba burlar a la muerte. La tierra estaba erosionada, partida en profundas grietas, sembrada de piedras, fósiles de árboles y de arbustos espinudos, esqueletos de animales blanqueados por el calor, (p.12)
Esta evocación traduce el esfuerzo del ser humano por descifrar y dominar un destino que se le escapa de las manos.
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Debido a su riqueza de motivos, el mitema del laberinto resulta aquí de particular importancia; si la caverna constituía el fondo germinal de la existencia, el recorrido por el laberinto de la soledad —la inconsciencia junguiana— remite no sólo al lugar de las pruebas, a la tortuosa senda que conduce a los cualificados, sino también al obstáculo que impide la superación a los no-iniciados. Este cruce de caminos nos conduce al interior de nosotros mismos y así, su presencia en el relato de El palacio imaginado, desempeña la función de santuario interior donde reside lo misterioso de la persona, el Benefactor, en una clara alusión a la figura del dictador hispanoamericano. S e presentaron ante S u Excelencia c o n los p l a n o s de u n a a b i g a r r a d a villa de m á r m o l , u n laberinto de i n n u m e r a b l e s c o l u m n a s , a n c h o s corredores, escaleras curvas, arcos, b ó v e d a s y capiteles, salones, cocinas, d o r m i t o r i o s y m á s de treinta b a ñ o s d e c o r a d o s c o n llaves d e oro y plata (p. 2 0 2 ) .
El destino de este periplo mítico marca el comienzo de una nueva vida. De acuerdo con el esquema de Campbell, el héroe regresa al mundo con la experiencia adquirida durante su aventura, pero en la mayoría de las novelas modernas, el héroe presenta otra alternativa, que es la de negarse al regreso, bien porque acepta su situación o porque el regreso es imposible. Así le sucede, por ejemplo, a Marcia Lieberman S e d i o cuenta de q u e c o n la m u e r t e del tirano d e s a p a r e c í a n las razones p a r a p e r m a n e c e r oculta, a h o r a p o d í a regresar a la civilización, d o n d e s e g u r a m e n t e a nadie le i m p o r t a b a ya el escándalo de su rapto, pero desechó pronto esa idea p o r q u e no h a b í a n a d a f u e r a de esa región e n m a r a ñ a d a q u e le interesara (p. 212).
La aventura del héroe es la aventura de estar vivo. En esta navegación, entre el deseo y el miedo, dominar los temores ha supuesto adquirir el valor de la existencia; alcanzado el esclarecimiento, los personajes, profundizan en la sabiduría, en la imaginación, albergando así un deseo de huir de la oscuridad para buscar la libertad personal. Finalmente ha comenzado el viaje hacia la verdad. Buscarán su propio espacio, viajarán hacia algún lugar mítico donde sea posible soñar sueños nuevos porque, en palabras de Isabel Allende: L o m á s i m p o r t a n t e de m i viaje por este m u n d o no aparece en m i biografía o en m i s libros, sucedió en f o r m a casi imperceptible en las c á m a r a s secretas del corazón.
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Margarita Cueto Veiga Soy escritora porque nací con buen oído para las historias y tuve la suerte de contar con una familia excéntrica y un destino de peregrina errante (p. 116).
BIBLIOGRAFÍA
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L A DISTOPÍA UNIVERSAL A TRAVÉS DEL APOCALIPSIS MEXICANO EN CIELOS DE LA TIERRA DE C A R M E N BOULLOSA
Rosa María Diez Cobo Universidad de León, España
Como bien es sabido, el término utopía se halla ligado al concepto mismo de América en tanto las primeras miradas europeas sobre el continente recién descubierto lo interpretaron como un espacio promisorio, virginal y propicio para la realización de proyectos sociales e intelectuales imbuidos de un idealismo de antigua raigambre. Así, la fantasía evocada por las nuevas tierras hizo renacer el ideal de civilización que Platón esbozara en su República (370 a.C.) y, al mismo tiempo, propició el surgimiento de obras como Utopía (1516) de Tomás Moro. No obstante, el término utopía en su doble etimología de lugar ideal «eu-topos» y de no-lugar, o lugar inexistente, «ou-topos», ya remite de una forma certera hacia la dificultad o imposibilidad intrínseca de toda empresa en extremo idealista. De hecho, las diversas utopías americanas que se fueron fraguando a lo largo del continente concluyeron, las más de las veces, en profundos fracasos; quizá entre los más renombrados el de las frustradas reducciones jesuíticas en el cono sur. Y cuando la utopía se malogra, se extrema o se invierte, el proyecto utópico en cuestión puede devenir en lo que, más modernamente, se ha bautizado como distopía, «dys-topos», o «lugar malo». Este nuevo concepto, acuñado por el británico John Stuart Mili, nace como antónimo del de utopía a finales del xix. En este periodo, los iniciales entusiasmos generados por el pensamiento positivista y los avances científicos en todos los órdenes del saber declinaron con el descubrimiento de que el progreso no era indefinido, y de
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que la nueva sociedad industrial emergente engendraba también males que atentaban contra la sociedad y contra la esencia misma del individuo. Este contexto favoreció que lo distópico se conformara como tema literario de fecunda tradición desde las postrimerías del siglo xix. Las obras de contenido distópico se plantean, a menudo, como advertencias que extrapolan estados políticos o sociales contemporáneos hacia desenlaces apocalípticos. Frente a las utopías, que pretenden una desvinculación idealista o una revulsión total respecto de los principios de la sociedad existente, las distopías surgen, dentro del suceder histórico, como resultado catastrófico de planteamientos intelectuales o éticos equivocados. El concepto de utopía y, fundamentalmente el de distopía, aparecen además frecuentemente ligados con la noción escatológica del apocalipsis o extinción última del orbe. Distintos dogmas religiosos han fundamentado sobre esta noción su esencia misma, su modus essendi, pero, con frecuencia, desde distintos enfoques. Así, si el credo cristiano ha primado un tipo de apocalipsis relacionado con la conclusión absoluta y sin retroceso posible del universo entero, otros cultos, como el practicado por el pueblo azteca en la América precolombina, hicieron prevalecer una visión vinculada con lo estacional, lo cíclico, y en definitiva, con el principio de eterno retorno. Los acontecimientos que acompañaron y resultaron del arribo de los españoles a territorios aztecas incrementaron, a su vez, estas tendencias fatalistas en el nuevo espacio hispano-azteca que Octavio Paz denominara como «extremo occidente». De esta manera, como tantas veces se ha señalado, no es casual que una prolífica veta apocalíptica recorra las páginas de tantas obras dentro de la literatura mexicana. En este sentido, en la novela Cristóbal Nonato de Carlos Fuentes (1987) se alude a una temporalidad mexicana específica, aquejada por el síndrome mítico de Chac-Mool, y conducente a una perpetua circularidad de la que no parece haber escapatoria posible. En esta misma línea, ha proseguido en buena parte de sus novelas la escritora mexicana Carmen Boullosa, quien ha explorado de forma denodada los resquicios de la idiosincrasia mexicana a la luz de la arraigada inquietud nacional hacia la propia génesis de la mexicanidad y hacia su devenir futuro. Es en las propias páginas de su novela Cielos de la Tierra donde, recogiendo una cita del escritor José Emilio Pacheco, se menciona explícitamente la problemática entre la proyección futura de la nación mexicana y el lastre de una posibilidad histórica truncada: «México se soñaba moderno y modernizante y quería verse ya entrando en el impensable siglo veintiuno sin haber aún resuelto los problemas del siglo dieciséis [...]. El Chac Mool sigue
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viviendo en el sótano de la casa de Filiberto y de la nuestra. Para él nosotros somos los fantasmas.» (Fuentes, 1987, pp. 67-68)1 Cielos de la tierra (1997) constituye un complejo periplo a través de tres períodos de la historia mexicana y de tres peripecias narrativas: la metaficción historiográfica, o recreación novelada de la historia, la autobiografía y la ciencia ficción. Estas tres experiencias se plasman a su vez a través de tres voces narradoras que se engarzan entre sí por medio del mecanismo de la traducción puesto que los narradores, procedentes de tres épocas y tres culturas diferentes, transmiten sus manuscritos en lenguas diversas: latín, español y una suerte de esperanto. Por si esto fuera poco, Boullosa desconcierta aún más al lector en la nota que prologa el libro y en la cual un tal Juan Nepomuceno Rodríguez Alvarez, a modo de moderno Cervantes, nos lega el libro resultante de la yuxtaposición de los tres manuscritos que lo conforman. De esta manera, el texto se presenta como un complejo artefacto de dislocación temporal dotado, asimismo, de un extremado fragmentarismo, por el cual las revelaciones de las que se nos hace partícipes no son menos abundantes que las lagunas que lo inundan. Los narradores de esta novela interaccionan lúdicamente entre sí y también con el lector quien debe desentrañar una dinámica de cajas chinas por la cual la autoridad última sobre el texto se halla difuminada. En consecuencia, Cielos de la Tierra emerge, entre otros aspectos, con el propósito de emular y de resaltar las inconsistencias y fallas que, casi inevitablemente, gravitan sobre cualquier registro histórico. Este último aspecto se hace patente en las siguientes palabras de Estela, segunda de las narradoras de la obra, cuando se refiere al narrador Hernando de Rivas, del cual es traductora. El existió, pero él ya no es real. Lo he ido difuminando en mi libre traducción, le he borrado los rasgos a punta de imponerle mis intenciones e ideas, mis expectativas de lo que él debiera decir, de lo que debiera haber dicho. [...] Yo lo he obligado a vivir pasajes que él, de ninguna manera habría articulado en sus palabras. Lo he vuelto tan mío que lo he estrangulado del todo, (p.145)
De este modo, Cielos de la Tierra se presenta como una narrativa provisional, en evolución constante pero, no por ello su estructura resulta inconexa o azarosa. Bien al contrario, el hilo narrativo lo sustenta la búsqueda infructuosa 1
Todas las citas extraídas de la novela proceden de la primera edición de la misma, publicada en ediciones Alfaguara en México en 1997.
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de un mundo y una sociedad nuevas evocando, en cierta medida, el impulso utópico que guiara a los primeros exploradores europeos en el continente americano. En esta dirección, la novela traza un desplazamiento entre tres momentos mexicanos «histórico-utópicos» (Pfeiffer, 1999, p.107) que concluyen en absolutas distopías. El primero de ellos se corresponde con la narración en latín del personaje Hernando de Rivas, indio mestizo que escribe su relato desde la perspectiva de su vejez, rememorando su infancia y su accidental ingreso en 1536 en el recién inaugurado Imperial Colegio de Santa Cruz de Tlatelolco. Con este marco contextual del que dota a este personaje, recoge Boullosa el recuerdo de un proyecto fallido de organizar un clero de origen indígena, proyecto emprendido por la orden franciscana establecida sobre los nuevos territorios. Recordemos que fue un personaje de la talla de Fray Bernardino de Sahagún, que por cierto hace aparición en la novela, quien desarrolló su labor en esta institución trabajando en pro de la formación de sacerdotes nativos. Sin embargo, la Contrarreforma y los intereses de la clase dirigente española dieron al traste con esta empresa de síntesis cultural y el colegio fue disuelto en 1576, no siendo hasta el siglo x v m cuando definitivamente fueran ordenados sacerdotes indígenas en México. A través del relato clandestino de Hernando se desvela el drama personal de un protagonista que, profesando la fe católica con devoción y habiéndose convertido en docto teólogo, esto es, mostrándose como resultado óptimo del proyecto franciscano, se ve abocado a renunciar a su vocación al serle negada la posibilidad de ejercer funciones sacerdotales por su origen étnico. En su manuscrito Hernando manifiesta la primera y dolorosa ruptura que le supuso la forzada separación de su madre, metáfora evidente de su cultura materna, de la que le despojaran al entrar como alumno en el colegio. N o obstante, Hernando, según se manifiesta en su escrito, sabe al mismo tiempo conservar el amor y respeto hacia sus raíces aztecas y valorar altamente la nueva cultura en la que fue educado por los franciscanos. Así, en un claro testimonio resolutivo de maniqueísmos culturales, este personaje declara: [...] el día en que me llevaron a Tlatelolco, a mí me mocharon las manos. Me las amputaron. Me las separaron del cuerpo. Quedé sin con qué rascarme la cabeza, sin con qué llevarme comida a la boca, inválido, incompleto. Alimentado con los cuidados de los frailes, en mis muñones brotaron otras manos, unas manos nuevas, éstas con que escribo y sostengo el papel (Fuentes, 1987, p. 143).
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De esta manera, y como acertadamente señala el crítico Alejandro Morales, la figura de Hernando encarna la caída de dos utopías: la azteca, sobrevenido su fin con la destructora incursión de los españoles, y la constituida por el efímero plan del colegio de Tlatelolco. Hacia el fin de sus días, cuando construye las memorias que se recogen en el libro, Hernando se siente víctima de la injusticia y el ostracismo al que la élite española condena al pueblo nativo, y así se queja amargamente al anotar en su manuscrito: «...todos se han muerto para mí, y el sueño que compartí con los míos ha muerto también, el de la grandeza del Colegio de la Santa Cruz [...]. Todo se ha muerto, todo ha desaparecido» (p. 193). En este espacio degradado y asfixiante sólo le queda consignar por escrito su propia experiencia y dar testimonio de la mezquindad de aquellos que favorecieron la clausura del Colegio arguyendo la incapacidad de raciocinio de los indios y, por tanto, la imposibilidad de que éstos alcanzaran erudición teológica de ningún tipo: [...] andaban diciendo que estaba muy mal que el latín nos enseñasen, que a los indios esto les podía muy mal, que hereticaríamos, que hacíamos mal uso de todo. Que los indios no éramos sino niños, y que como a tales debieran tratarnos, manteniéndonos fuera del latín conocimiento (p. 304).
También en este sentido, Hernando relata extensa y penosamente los procesos inquisitoriales a los que fueron sometidos algunos de los miembros del colegio acusados de herejías diversas o de la práctica del concubinato, procesos éstos que, en realidad, esconderían en numerosas ocasiones perfidias e inquinas personales. Testimonio viviente de la posibilidad de hermanar dos culturas, de principiar una forma de utopía cultural, el personaje de Hernando presenta en su manuscrito una reivindicación histórica, un lamento que sólo puede finalmente comunicar a través de la palabra escrita. En lo que respecta a Estela Díaz, intelectual que se sitúa en los años noventa del siglo xx, ésta se retrotrae hacia su juventud en los sesenta y setenta constituyendo dentro de la novela una aproximación al México más contemporáneo. Su papel en Cielos de la Tierra es de servir de moderna Malinche, de figura mediadora entre las culturas distantes de Hernando, a quien traduce, y de Lear, última de las voces narradoras en la novela. Por otra parte, Estela se erige como voz crítica denunciadora del fracaso de la utopía «de un posrevolucionario país mestizo» en su México natal (p. 48) puesto que, en efecto, los prejuicios raciales han seguido orbitando, según acusa en su manuscrito, sobre la defi-
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nición de la identidad mexicana. De ahí que Estela, reviviendo su infancia, resienta la discriminación a la que fue sometida por su parentela debido a la «fealdad social y racial» de su propia madre. La hipocresía y la postura falaz de una sociedad que invoca el mestizaje como símbolo de identidad al tiempo que segrega a la mayoría de su población, sugieren a Estela una sensación de frustración, de utopía amputada que ha mantenido varada la historia mexicana hasta el presente: [...] soy mexicana y vivo como vivimos los mexicanos, respetuosa de un juego de castas azaroso e inflexible, a pesar de nuestra mencionadísima Revolución y de Benito Juárez y de la demagogia alabando nuestros ancestros indios. Y porque, creo, nuestra historia habría sido distinta si el Colegio de la Santa Cruz de Tlatelolco no hubiera corrido la triste suerte que tuvo (p. 65).
Más duras si caben son las críticas que Estela vierte contra toda una generación, su propia generación que, en los años sesenta y setenta, pretendió fraguar una utopía intelectual que, finalmente, se limito a ser un mero rebozo en forma de apariencias externas y de posturas fingidamente progresistas. Los dos primeros años de los felices setenta, cuando soñábamos con la igualdad para los sexos, cuando escribíamos en nuestras carpetas escolares consignas contra el racismo [...] cuando usábamos minifaldas escandalizadoras y se hacía nuestra la pildora anticonceptiva, los indios estaban presentes porque sus artesanías habían entrado a vestirnos y a adornar nuestros cuartos. [...] Pero el «asunto indio» no era una verdadera preocupación... (p. 198).
Este estado de cosas, en realidad, según Estela, ocultaba una incapacidad fáctica de llevar a cabo una genuina revolución cultural que hubiera ayudado a superar los fantasmas históricos del país rescatando la memoria y la dignidad del pasado y del pueblo mexicano. Pero para Estela, si algún símbolo de este periodo concita una opinión más encontrada, éste es la novela Cien años de soledad obra donde, a ojos de la juventud mexicana del momento el mundo volvía a nacer por escrito [...] Este era el nuevo génesis, reescrito caribeño y hispanoamericano, por García Márquez. [...] Cien años de soledad es la aceptación jubilosa de que la realidad es la maravilla, de que el poder de la imaginación va creando realidades. [...] Cien años escribe una utopía hacia el pasado, rescribe nuestro pasado [...] (p. 202).
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No obstante, Estela, desde su actual perspectiva, ve atemperado este optimismo y, lanza una renovada y aguda lectura sobre el supuesto utopismo que propugnaría esta novela: lo que me llama la atención es que en el Edén garcíamarquiano los indios no son «actores» de este re-nacimiento de la realidad. El tataranieto del criollo se casa con la tataranieta del aragonés para fundar la estirpe de los Buendía. Los indios no participan en la recreación del mundo, de un mundo que les pertenece. [...] Y nosotros participábamos con García Márquez [...] de este mismo pecado (p. 203).
De esta manera, la distopía toma la forma del desencanto motivado por el descubrimiento de los límites infranqueables con los que se topó una edad que creía en el advenimiento de un tiempo utópico, y que no supo o no acertó a trasvasar las ideas desde el plano ideológico hacia un plano de acción política o social efectiva. Lear, de profesión antropóloga, es la tercera de las narradoras en Cielos de la Tierra. Su mundo se sitúa en una era posapocalíptica acaecida tras la devastación de la tierra fruto de una hecatombe ecológica de origen humano. El planeta Tierra es ya sólo un erial contaminado en los tiempos de Lear. Los escasos supervivientes humanos se refugian en una plataforma aérea que se eleva sobre la corteza terrestre y que, no casualmente, recibe el nombre de LAtlantide. Se trata de un espacio artificial donde se han conseguido condiciones óptimas de habitabilidad y donde, sus habitantes, han buscado recrear un edén primigenio. El enorme progreso científico de esta nueva civilización radica no sólo en haber conseguido la inmortalidad para la especie humana, sino también en su impulso humanístico por el cual se han anulado las diferencias raciales, culturales y lingüísticas entre sus componentes y se ha conseguido acabar con la discriminación sexual. Sin embargo, Lear comienza a recoger sus memorias precisamente cuando en el estado utópico de LAtlantide se opta por introducir medidas que eliminen cualquier conexión con el pasado. Es decir, en un afán colosal de proteger a la sociedad superviviente de las luchas que diezmaron a la población humana en tiempos pretéritos, en LAtlantide se pretende que «sólo debemos atender al presente y al futuro, que es una necesidad imperiosa olvidar el pasado porque fue únicamente lección de errores» (p. 18). Contra esta pérdida voluntaria de conciencia se revuelve Lear quien entiende que: «para imaginar es imprescindible recordar, escuchar la voz de la memoria» (p. 18). Asimismo, entre
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los atlántidos se busca implantar la Reforma del Lenguaje que consiste en la abolición de la palabra considerándola origen de innecesarias controversias y disputas entre los humanos: «...sólo sin lenguaje, sin gramática, podremos fundar un hombre nuevo, uno que no hable del dañino bicho que con ese mismo nombre destruyó la tierra» (p. 117). Irónicamente, en la ceremonia que reúne a los atlántidos, durante la cual se consuma la abolición del lenguaje, las últimas palabras públicas pronunciadas por un líder de la comunidad recogen una cita de Alvaro Mutis: «concedo que los dioses han sido justos y que todo está, al fin, en orden» (p. 252). Al igual que en el caso de Hernando y de Estela, Lear constituye una nota discordante aislada que es capaz de vislumbrar el futuro apocalíptico que, previsiblemente, se cerniría sobre una humanidad desprovista de ideales y fundamentos intelectuales. Y mientras Lear se afana en su tarea de recuperar la historia a través de la traducción de textos y de la conservación de obras literarias, a su alrededor su mundo se desmorona, entrando en el mayor de los caos. En este sentido, el lenguaje suprimido se sustituye por un código mímico que, gradualmente, va dando lugar a formas de expresión cada vez más toscas y grotescas como contempla Lear al aproximarse a un grupo de atlántidos congregados: «lo que me pareció a la distancia barullo eran ruidos similares a los que creo produciría una manada de cerdos, ruidos nasales y del pecho...» (p. 265). La progresiva animalización de los atlántidos desemboca a su vez en una demencia generalizada. La razón y la conciencia de su humanidad, junto con la lengua, abandonan a los habitantes de esta postrera sociedad de tal manera que comienzan a violentar sus propios cuerpos: «Carson se desarticuló a sí misma un brazo, lo separó del resto de su cuerpo. [...] De inmediato, lo reintrodujo en su persona, metió el brazo en su tronco poniendo la mano en la coyuntura del brazo con el hombro» (p. 352). La desmembración física sirve como metáfora de la mutilación intelectual a la que, voluntariamente, han accedido los atlántidos. Ante esta situación, Lear, testigo impotente de la última de las distopías posibles, sopesa y lamenta la degeneración a la que se ha abocado esta nueva sociedad: su sueño se realizó, el sueño de mi comunidad. Para ellos no hay pasado y no tiene la menor importancia que el costo de su desaparición haya sido la pérdida del futuro. En sus memorias no puede conservarse el pasado. [...] N o imaginé que la pérdida total [de la memoria] tuviera esta repercusión: ya nada tiene repercusión.
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[...] En esa comunidad idílica que pudo ser eterna, el horror al pasado impuso la destrucción de la especie (pp. 323 - 362).
El presente se vuelve vahído, sin consistencia, como consecuencia del rechazo al recuerdo. El último refugio que localiza Lear es el de la escritura en el que se funde con Hernando y Estela en una nueva comunidad, una nueva utopía, «Cielos de la Tierra», que invocará la memoria histórica como único medio de avance seguro hacia el futuro. En definitiva, Cielos de la Tierra es una novela que se cierra metafictivamente sobre sí misma, pero que aspira a la universalidad trascendiendo los límites de lo exclusivamente mexicano o americano. El universo de esta narrativa se perfila como un intrincado retablo o palimpsesto de voces que, pese a su individualidad, participan de un conjunto en el que cobran plena significación. Los tres momentos históricos que se reflejan en la novela se observan desde el prisma del presente específico que delimita el propio acto lector. La evolución en las historias personales relatadas por sus narradores no es más que la confirmación de lo que ya estaba escrito en la dinámica circular de la historia mexicana, esto es, la oscilación incesante entre la utopía y la distopía, entre las promesas de un mundo mejor y la dificultad de llevar éste a su consecución real. En cualquier caso, lejos de pronosticar el advenimiento de un apocalipsis total, en Cielos de la Tierra se alberga una última esperanza para la redención del ser humano, la de su capacidad para retornar de forma crítica a la historia, al pasado, como instrumento de progreso imprescindible hacia una posible utopía.
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L o s VIAJES DE « L A STORNI» Elia Saneleuterio Temporal Universität de Valencia, Espana
Alfonsina Storni tuvo una alma viajera, seguramente heredada de su familia: sus padres, suizos emigrados a la Argentina, pusieron todas sus esperanzas en la travesía colombina que les abriría nuevos horizontes. El viaje marcó la vida de Alfonsina desde el principio, y no es casualidad que se diga de ella que nació estando sus padres de viaje, de visita a su Suiza natal. Con sólo quince años se fue de gira durante un año con una compañía de teatro, fascinada por el encanto de la vida nómada. Y es que su alma se lo pedía. Alfonsina se preguntará mas tarde de dónde le viene esta inclinación, y de ahí que su poesía se impregne de estas preocupaciones. Dice en «Palabras a mi madre» (Ocre, 1925): Porque mi alma es toda fantástica, viajera, Y la envuelve una nube de locura ligera Cuando la luna nueva sube al cielo azulino.
En «Si la muerte quisiera» [El dulce daño, 1918) se repite un apostrofe lírico que estará presente de manera recurrente en toda su poesía: «viajero». En este poema, además, se identifica este con el propio yo, ya desde el primer verso: «Tú como yo, viajero, en un día cualquiera / Llegamos al camino sin elegir acera». «Y tú y yo no atinamos jamás a cortar rosas», dirá en otro verso, porque se siente siempre de paso, aunque consuma sus esfuerzos en disfrazarse de sedentaria en cada lugar al que llega, y ponerse «un traje como el que llevan todos». Este carácter viajero y fantástico que confiesa Alfonsina marca por completo su poesía. Su manera de escribir es sincera, desenfadada, sin tabúes ni ataduras
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ciertamente, hasta el punto de que ya su primer libro fue tildado de inmoral, y por esa razón no lo compraban las mujeres de su época. Esta joven emancipada de espíritu libre y atrevidos libros pronto se integró en los círculos literarios de Buenos Aires, territorios tradicionalmente masculinos. «La Storni», que así la llamaban afectuosamente Horacio Quiroga y otros amigos — y de ahí el título de mi artículo—, sorprendía por sus versos y era apreciada por los colegas como una igual. A pesar de toda la libertad que rezuma la vida de Alfonsina —hay que recordar que fue madre a los 19 sin someterse a las normas sociales de pasar por el altar—, la manera en que esta se refleja en su escritura irá evolucionando desde un relativo recato hasta una liberación que no acabará sino con la verdadera muerte. Y es que la libertad de esta poeta tiene un límite claro: la esclavitud del amor aparentemente dulce de los hombres, de la que se irá desembarazando poco a poco, hasta ofrecer en su poesía una imagen amarga de la masculinidad (Pérez Blanco, 1975, pp. 260-262). Es este amor de doble cara, dulce y amarga, viaje amable pero doloroso, el que se lee en el binomio El dulce daño, título de su segundo libro, que comienza con un yo femenino que se identifica con los roles estereotipados de las mujeres cuando derraman lágrimas: «Las mujeres lloramos sin saber, porque sí: / Es esto de los llantos pasaje baladí», dice en «Capricho». De ahí que el viaje de amor imponga en los amantes un tipo de protagonismo, el que identifica al hombre con el viajero y a la mujer como la que espera. «¿Vendrás tú?» es la anáfora que encabeza, como letanía, cada estrofa de «Primavera». El yo mujer, como corresponde a la tradición de su sexo, espera que el varón acuda, y mientras no imagina que puede hacer algo más que preguntarse si vendrá, alimentando con este pensamiento su deseo sin tener la seguridad de que será apagado. Esta actitud sólo lleva a la insatisfacción, pues el hombre no puede adivinar cuándo la mujer desea, cuándo siente, si ella no lo dice, y quizás tampoco le interese. El fracaso de esta espera amorosa está asegurado, por eso dirá más adelante: Oh, tú que me subyugas. ¿Por qué has llegado tarde? ¿Por qué has venido ahora cuando el alma no arde, Cuando rosas no tengo para hacerte con ellas Una alegre guirnalda salpicada de estrellas?1
1
«¡Oh tú!» (El dulce daño), en Storni, 1961, p. 24. En adelante se cita por esta edición.
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Este yo mujer ha experimentado la insatisfacción de una relación amorosa cuando adopta el rol femenino de puerto al que los varones marineros acuden. Es un rol de diosa, pues el hombre propone y la diosa dispone, es decir, decide si lo toma o lo deja. Pero Alfonsina no tiene vocación de diosa de dorados cabellos, objeto de poemas, sin más palabra que «sí» o «no». Alfonsina tiene vocación de poeta, de autora de maravillas, de sujeto activo, de viajera, no de tierra fecunda. El amor, de hecho, es figurativizado a modo de viaje, el que emprenden los amantes en solitario hasta llegar a su encuentro o el que comienzan juntos. La primera opción, que ya he comentado, es la que coloca al hombre como el único viajero. Esta la descarta pronto Alfonsina, si bien luego volverá a ella cuando reflexione sobre las ataduras de la maternidad, que impiden a la mujer la movilidad necesaria para el viaje de amor; llegará a sentirse como estático faro que sólo puede trazar «señales misteriosas / en los mares desiertos», para sentenciar con voz trágica: «Sobre la cruz del tiempo / clavada estoy»2. El hombre, por el contrario, puede unirse al sedentarismo de la mujer aceptando su responsabilidad de padre, o bien seguir su viaje y desentenderse de sus andanzas. El hombre pasa por el amor sin asumir ninguna continuidad. Si no hay hijos, la mujer también está en condiciones de vivir esta manera irresponsable y lúdica de vínculo amoroso; si los hay, en cambio, es la que acepta la atadura y se resigna a seguir adelante con paso menos ligero (Delgado, 1990, p. 114). Más adelante, en Mundo de siete pozos (1934), el yo se debatirá en una contradicción entre aceptar ser el «faro», lo estable, o seguir los impulsos de su corazón, ese corazón viajero que está latente en toda su poesía con su «danza irregular», como dice su poema homónimo. «Bravo león, mi corazón / Tiene apetitos, no razón», dirá en «Frase». No hay solución a este conflicto en la poesía de Alfonsina, de ahí que la impresión que dejan sus versos es que, aunque el yo vaya continuamente en pos del hombre, sabe que este nada puede ofrecerle, salvo un placer efímero. La casa, centro de la vida sedentaria, se modula como el lugar opuesto al viaje, que ni siquiera es un lugar. Así, en el poema «Casa», de Languidez (1920), uno de los amantes es quien espera en la casa para recibir al otro, que llega de regreso del gran viaje de la vida. Lo sorprendente de este poema es que la viajera es ella, que regresa envejecida a la casa de sus amores, como la pródiga a quien el amante piadoso volverá a acoger en sus brazos. 2
«Lama» (Mundo de siete pozos), p. 161.
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El poema «Tú y yo» de El dulce daño es un ejemplo de la nueva actitud del yo, que ha optado por la osadía en el juego amoroso. A partir de ahora el yo va a ser una mujer que ronda el alma del hombre, que desea y que no espera a que él decida acercarse, pues sabe que eso no va a suceder — y si sucede, será ya tarde—. Por eso se dice en este poema: Cuidando tu casa en silencio M e encuentra despierta la aurora, C u i d a n d o en silencio tus plantas, Podando tus rosas. [...] Igual a tus patios mis patios Q u e surcan iguales palomas, Y nunca has mirado mi casa, Cortado mis rosas.
Ahora el yo se siente con derecho de reprochar al amado: ya no es aquella letanía de la que espera silenciosa y paciente, con la duda carcomiendo el corazón, pues ahora ella sabe que ambos son iguales, que ella se ha hecho notar activamente y que si él no responde, es porque no quiere. Por eso, en este libro — E l dulce daño—, el amor no es sólo la cara dulce de la vida, simbolizada por la «mariposa», la «paloma», la «rosa» o el «néctar» de muchos poemas, sino que también tiene una faceta agresiva, como he apuntado más arriba. Y es que la protagonización de los poemas se lleva a cabo en muchas ocasiones por una mujer «leona» que, como dice Pérez Blanco, «se enfrenta al hombre, echándole en cara su olvido y defendiendo su debilidad amorosa con el reproche al hombre de sus debilidades, aún mayores que la debilidad de ella» (Pérez Blanco, 1975, pp. 87-88). El nuevo poder de la mujer no incumbe únicamente al comienzo de la relación amorosa, sino también a su fin. Es decir que, aunque en su poesía sea normalmente el hombre quien se vaya después del amor, esto no le impide a ella en algunos casos ser la agente de la ruptura, ser la viajera que abandona al varón. «Dejo mi amor [...] / El tren / Se mueve lentamente», dice en un poema no recogido en libro, titulado precisamente «Tren». En «La caricia perdida», ya en Languidez, se llama «viajero» al amante, porque siempre muda, viene y va, como he dicho arriba. El yo mujer ama activamente y sus caricias son recogidas por el amante, pero este es cada vez
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una persona diferente. En el poema siguiente, «Espina», es ella la viajera «sin destino», y el amor del hombre lo que la retiene cada vez. En la poesía de Alfonsina hay una formulación recurrente del viaje como etapa de soledad y desamor, reservando el amor para las paradas que se hacen en el camino. Se trata del mismo amor que, volviendo a El dulce daño, encontrábamos en «Siete vidas», donde se busca un príncipe que corte el loco viaje, que corte las «siete cabezas floridas» del «dragón alado» para dar serenidad y reposo amoroso a esta viajera. «Balada arrítmica para un viajero» {Mundo de siete pozos) presenta una formulación nueva del viaje. Se trata de la despedida del amor, del hombre que, como en toda su poesía, se va lejos del yo, pero que, sin embargo, presenta un tono dulce, pues el yo parece convencido de que el amor se ha ido para volver. A pesar de que el poema se instala en un pasado, nótese el aspecto verbal imperfectivo —»Yo tenía un amor»—, que indica que este no ha terminado. Quizás sea el mismo amor cuya boca regresa en sueños en el poema siguiente para besar al yo, una boca cuyo impulso vivificador ha sido apagado por el viaje: es posible que haya sido la distancia la que haya exterminado los últimos resquicios del amor. En la poesía de Alfonsina hemos encontrado al viajero que no llega o que llega tarde: el viaje que precede al amor no es, pues, satisfactorio; en cuanto al viaje posterior, hemos visto cómo este tiene lugar una vez se ha acabado el amor. Sin embargo, en estos poemas es precisamente el viaje, con la consecuente separación de los amantes, lo que hará que el amor se extinga y que el regreso ya no tenga sentido. Además de todo lo dicho hasta ahora, el amor también es abordado como un viaje interno. Tal es el caso de «Transfusión», donde los órganos de uno laten en el cuerpo del otro: Sangre que es mía en tus pupilas arde [...] Me exprimo toda en ti como una fruta Y entre tus manos se me va la vida.
Hay poemas en los que este viaje de amor termina con otro viaje, el beso. Así, en «Viaje finido», el beso se figurativiza como viaje cognoscitivo, lo que la mujer necesita para averiguar todo lo que quiere saber del hombre. «Yo considero amigo a un hombre sólo después de haberlo besado» (Delgado, 1990, p. 111), solía decir Alfonsina, quizás para excusarse de su osadía de intentar
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conocerlos a todos. Si el beso no resulta un viaje satisfactorio, como es el caso de este poema, la mujer concluirá que la aventura no merece la pena. En el beso de ayer hice mi viaje. Conozco tu alma. ¿Para qué más? He terminado el viaje. Tus catacumbas inundadas de aguas Muertas, oscuras, cenagosas, fueron C o n mis manos palpadas. Tus manos ni se acerquen a las mías, Apártame tus ojos, tus palabras... Los mohos de tus zócalos secaron Raíces de mi plantas. Odio tus ojos largos. Odio tus manos largas. Odio tus catacumbas Llenas de agua.
En «Cuando llegué a la vida» (Ocre) reconocerá que «Me encantaban los viajes por las almas humanas», sobre todo por las masculinas, aunque a veces fuera por puro capricho del momento, como en «Esta tarde» (Languidez): «Ahora quiero amar algo lejano... / Algún hombre divino [...] / Y quiero amarlo ahora». La filosofía de esta poeta podría resumirse irónicamente en una frase: «Si cada hombre es un mundo, haz turismo». Efectivamente, la trayectoria que Alfonsina traza a lo largo de sus libros es la de un continuo viaje en busca del amor perfecto, a la caza de ese «hombre divino» que aparece como una quimera en muchos de sus poemas. Claramente lo formula en «Pasión», Mundo de siete pozos: Unos besan las sienes, otros besan las manos, otros besan los ojos, otros besan la boca, pero de aquél a éste la diferencia es poca. N o son dioses, ¿qué quieres?, son apenas humanos.
Todos los hombres que ha conocido a lo largo de su vida han resultado ser impulsos pasionales que no proporcionan a la mujer más que goce sensual, pero nada del verdadero amor esperado. Esa será la razón por la que al hombre, que
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fue visto como divino por unos ojos enamorados, se le descubra ahora tal como es: simplemente humano» (Pérez Blanco, 1975, p. 128). De esto se había dado cuenta Alfonsina ya en su libro Irremediablemente (1919): el descubrimiento de la falta de amor en el hombre hace nacer su visión negativa hacia él, su desdivinización. Sintomático de este proceso es el poema «Hombre pequeñito»: el hombre se le empequeñece, porque al fin y al cabo «no me entiendes / Ni me entenderás». Ante esta falta de amor verdadero en el hombre, lo único que puede hacer la mujer es jugar la misma baza, es decir, ofrecer ella también un amor estéril. Por eso escribirá en Mundo de siete pozos la «Canción de la mujer astuta», esa que, como el hombre, no se juega el corazón. Una variante de ese sexo como conocimiento del que hablábamos es la del sexo como evasión, también recurrente en la poesía de Alfonsina Storni. Cuando se atreve a escribir «Pude amar esta noche con piedad infinita, / Pude amar al primero que acertara a llegar» no dice poco, y sin embargo también calla: calla que escribir estos versos le produce la misma satisfacción que el hecho de realizar lo que dicen. Porque la misma liberación le suponen una cosa y la otra. La misma, los continuos viajes que realizó en su vida evadiéndose de realidades que no siempre le resultaban gratas. Todo mecanismo de evasión le servía, pues, a modo de viaje, y al tiempo, todo lo que iba conociendo en sus viajes saltaba a su poesía, ya fueran personas o lugares. Así, «Retrato de García Lorca» o «Film marplatense» muestran descripciones que nos hablan del poder de observación de su autora, ávida de nuevos temas. A veces el tema de sus poemas es el viaje sin más, como la lucha de «Círculos sin centro» entre el viaje real y la fuerza contraria de las raíces imaginarias que el yo imagina desplegar. Y es que los viajes inspiran fuertemente a Alfonsina, sobre todo cuando conoce a hombres que le abren el apetito. Da igual su edad, como ocurre con «El adolescente del osito», e incluso a veces basta con observar a un desconocido que «viaja en el tren donde yo viajo», como dice en el primer verso de «Uno», poema que concluye atrevidamente: ¿Me siente acaso? ¿Sabe que está sobre su tenso cuello este deseo mío de deslizar la mano suavemente por el hombro potente?
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Como he avanzado anteriormente, otra modulación del viaje amoroso es el que emprenden los amantes en solitario en busca uno del otro. De este motivo tomado del libro bíblico de Tobías parte Alfonsina en el poema «Un día», en el que se pregunta por la eficacia de este camino incierto, es decir, si realmente la intersección entre las rutas de los dos viajeros tendrá lugar, y si lo tiene, si se reconocerán. Su último libro, Mascarilla y trébol (1938), se abre con el poema «A Eros», donde por fin se consigue destripar al dios cegador y descubrir sus trampas. Al final parece que se acepta la opinión común que hace de la mujer lo estable, frente al vaivén masculino. El poema que cierra el libro, escrito el mismo día de su suicidio, todavía guarda unas palabras para ese «él» a quien ya parecía haber renunciado. Otra evolución que se advierte en su poesía es la formulación de la vida y la muerte como viaje. El apostrofe «caminante» que aparece en «Epitafio para mi tumba» (Ocre) sugiere que la vida sigue mientras ella permanece estática bajo la tierra, al margen de los que pasan por su lado, a bordo del viaje de la vida. Ya en El dulce daño la muerte había sido considerada como el fin del camino («Oh, viajero, viajero, conversa con la Muerte / Y dile que no impida mi camino», dice en «Si la muerte quisiera») pero al mismo tiempo como comienzo del «nuevo sendero», tal y como se formula en el último verso de este poema, o en estrofas enteras de otros como «Partida», que intenta describir en un vuelo imaginativo el «camino hasta el confín» iniciado en el mismo momento de la expiración. Esta misma consideración de la muerte como el inicio de un viaje es la que pone punto final al último verso que escribió en su vida: «he salido», dijo, queriendo significar «he muerto». Se trata del viaje voluntario que emprenden los suicidas, que se contrapone al sueño, entendido como viaje involuntario, pues desciende sobre uno mientras duerme, según las imágenes que aparecen en el poema «El sueño». Por eso la muerte voluntaria de Alfonsina no podía ser identificada con el hecho involuntario del sueño sino con el acto voluntario de irse a dormir. «Voy a dormir» es el título del poema que escribió justo antes de suicidarse, porque si el acto voluntario de dormir provoca el viaje involuntario de los sueños, el acto voluntario del suicidio provoca el viaje obligatorio de la muerte. Sueño y muerte son viajes deseados para Alfonsina, por lo que tienen de evasión de los problemas de la vida real. En realidad, todo viaje para ella fue un huir de la realidad —recordemos que uno de sus viajes más importantes, a Europa, vino motivado por su obsesión de sentirse observada y perseguida.
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La muerte en la poesía de Alfonsina, a pesar de ser un tema secundario, es más decisiva que el amor, pues puede con él. La muerte es el único viaje verdadero, más real que la vida y el amor, pues a ambos derriba tiránicamente poniéndoles fin. Por el contrario, la muerte, como decíamos, no tiene límites ni destino, es un viaje eterno. Quizás porque Alfonsina no viera límites para la muerte, buscara en ella su regazo y así hundirse en el olvido perpetuo, donde no pudiera sufrir más (con estas mismas palabras lo expresa Pérez Blanco en 1975, p. 208). Entre la vida y la muerte, la enfermedad también es figurativizada como viaje, o mejor, como corriente interna que puede producir cambios en la manera de sentir y de escribir de quien la sufre. Así lo sugiere en el prólogo de Mascarilla y trébol. La moda del suicidio entre los literatos latinoamericanos de la época es algo que Alfonsina aprueba y no descarta. A ella también le gustaría «Morir como tú, Horacio, en tus cabales», dice en el poema dedicado a Quiroga, tener tiempo premeditado para preparar las maletas para este viaje decisivo. Y es que el suicidio es visto como el viaje final, que se emprende voluntariamente y que pone fin a esta vida cuando carece de sentido. «Un rayo a tiempo y se acabó la feria...», dice en uno de los versos, pues la vida es vista como un viaje circular que carece de sentido, un viaje ridículo y sin destino como el del tiovivo. Para Alfonsina, si el viaje de la vida se torna rocambolesco, y esto sucede para ella cuando hay carencia de amor, vale más hacer como Quiroga. Ella misma, cuando la alcance la enfermedad y el vacío, se arrojará al mar, en ese viaje último, simétrico con aquel primero que le vio nacer, también sobre el mar, dándole a su vida un giro circular digno de ser escrito.
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6. Teatro contemporáneo latinoamericano
VIAJES DE COLÓN POR LA ESCENA HISPANOAMERICANA EN TRES ACTOS Carmen Márquez Montes Universidad de Las Palmas de Gran Canaria, España
Quizá la escena sea el mejor medio para trasladarse a lugares desconocidos y remotos, desde el papel los dramaturgos, desde sus personajes los actores y desde sus asientos los espectadores nos trasladamos a cualquier lugar que se propongan o nos propongan. Curiosamente uno de los más insignes viajeros ha tenido poco éxito en viajes escénicos. Es sorprendente percatarse de cómo frente a otros acontecimientos, como la conquista, o a otros personajes como Moctezuma, Hernán Cortés, Almagro, Lope de Aguirre, etc. Ni Cristóbal Colón ni el descubrimiento hayan sido temas atrayentes para los creadores de la escena, ni españoles ni hispanoamericanos. En España son relativamente pocas las obras sobre Colón, sólo Lope de Vega con Lafamosa comedia del Nuevo Mundo Descubierta por Colón [El Nuevo Mundo descubierto por Cristóbal Colón (1604)] o Calderón de la Barca con Cristóbal Colón; y más tarde Patricio de la Escosura (1807-1878), La aurora de Colón: drama en cinco cuadros, escrito en diferentes metros (1838). En el siglo xx Alberto Miralles, Cristóbal Colón o versos de arte menor por un varón ilustre (1969); Barbero, David (2000), El huevo (no era) de Colón-, Ruiz Negre, Antonio, Vaya una historia-, el polémico montaje de Els Joglars, Yo tengo un tío en América (1991); o el reciente de Teatro Corsario La barraca de Colón (2005). Del mismo modo, en Hispanoamérica son pocas las obras centradas en el personaje histórico. Hemos de esperar al siglo xix para encontrar un dato de obra sobre Colón en la obra del puertorriqueño Manuel María Sama, El regreso
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de Colon (1892). Ya en el siglo xx son más numerosas las piezas dedicadas a él o bien en las que aparece como personaje, como Acto cultural (1975), de José Ignacio Cabrujas; El quinto viaje de Colón (1991) de Guillermo Schmidhuber de la Mora; El delirio (1991) de Osvaldo Dragún; El otro Cristóbal Colón (1991), del ecuatoriano Fernando Mera; Los martirios de Colón, fragmento de un diario escrito por el famoso erudito Mamerto Náñez Pinzón, del venezolano Aquiles Nazoa; Un aureola para Cristóbal (1995), del costarricense Daniel Gallegos; Cristóbal Colón y otros locos (1992) del cubano-estadounidense Pedro Monje Rafuls; Cipango (1989) del hispano-venezolano José Antonio Rial; o Colón a toda costa o el arte de marear (1995), del hispano-chileno José Ricardo Morales, entre otros. La mayoría de ellas fueron escritas en los momentos cercanos al quinto centenario del descubrimiento o bien en los momentos previos a la celebración de los quinientos años de la muerte de Colón en 2005. Habría que preguntarse por qué ese olvido o poco atractivo de tal personaje para los hombres de la escena. Quizá porque sea difícil llevar a las tablas el suceso, quizá porque lo realmente dramático no fue el/los viajes y el descubrimiento, sino que lo que aporta elementos dramáticos fue la conquista posterior. De ahí que sea tan elevado el número de textos teatrales sobre este tema y no sobre el viaje en sí. Considero que ésta es la razón más lógica. La llegada de Colón es un hecho consumado que propicia un gran cambio en ese nuevo continente y esos cambios sí son dramáticos y pueden ser llevados al teatro con muchos matices. Sea como fuere, lo cierto es que son pocos los textos sobre Cristóbal Colón. Y los pocos existentes (al menos los pocos conocidos por mí) sí que han considerado que hay escenas con dramaticidad, por ello es interesante analizar en qué se centran, cuál o cuáles son los momentos que consideran que sí son adecuados para ser representados desde la escena. Veámoslo a través de tres ejemplos, en una suerte de pieza teatral que dividiremos en tres actos.
PRIMER ACTO
José Ignacio Cabrujas1 —actor, director, guionista de cine, radio y televisión, columnista, etc. y quizá uno de los dramaturgos más brillantes del
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Nacido en Caracas, el 17 de julio de 1937 y fallecido el 21 de octubre de 1995.
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panorama hispanoamericano— afronta el tema colombino en Acto Cultural (1975)2, pieza en dos tiempos en la que se superponen tres planos; uno se corresponde con la celebración de un acto cultural con motivo del quincuagésimo aniversario de la Sociedad Louis Pasteur, institución que organiza el evento; el segundo, se corresponde con la representación del drama histórico «Colón, Cristóbal, el genovés alucinado», compuesta por Amadeo Mier, el presidente de la citada asociación; y el tercero, presenta a los miembros de la junta directiva con todos sus problemas, traumas e impotencias. Del mismo modo, se superponen dos tiempos, el actual de la fecha de composición y el siglo xv que trae la representación de la obra. Para nuestro propósito nos interesa especialmente la pieza incluida y representada por los miembros de la sociedad, pero ésta se ve continuamente interrumpida por problemáticas de los que representan. Es una suerte de mise en abîme entre el acontecer que se representa y las problemáticas de esos miembros de la junta que deviene a su vez en otra mise en abîme de la sociedad venezolana. Cabrujas retuerce el rizo todo lo que puede. La acción de la pieza intercalada comienza el 10 de febrero de 1490, con Colón despertando de un sueño en el que se le hace ver que ha descubierto un lugar nuevo. Tras debates familiares y debates entre los intérpretes hasta que nos trasladamos a las habitaciones de Isabel de Castilla y la hallamos con su séquito en las conversaciones más triviales sobre le rey y otro asuntos, la informan de que un extraño pide una entrevista para hablarle de «barcos, rutas y mapas» (Cabrujas, 1975 p. 137). En el segundo tiempo de Acto cultural y tras largos días de espera de Cristóbal Colón «en los duros asientos de palacio» (p. 152) tiene lugar, por fin, la entrevista con la reina en la cocina. Colón, le explica cómo está por descubrir un nuevo mundo y le hace mil alabanzas de él, al final de un exaltado discurso donde enumera sus calamidades buscando apoyo, le dice: ¡Quiero descubrir un nuevo mundo! ¡Quiero tres carabelas, unos marineros y mis galletas saladas! Yo pongo el catalejo y el talento y después nos sentamos a repartirnos el oro, las perlas y la solidez (p. 163).
Isabel se convence tras otro ilógico y enaltecido parlamento de Colón y le dice: 2 Estrenada en agosto de 1976, en la Sala Juana Sujo de El Nuevo Grupo con dirección del autor.
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Carmen Márquez Montes A N T O N I E T A : (Con gran ternura) Extranjero, me has conmovido, y creo que en pocas palabras, acabamos de entendernos. Tienes la inmensa fortuna de haber improvisado tu poesía en el calor de mi cocina. Era el único sitio posible. Ve a tu asunto y descúbreme lo que quieras e invéntame unas casas que se llamen como dices, San Rafael de Ejido, y que broten allí, en esa fertilidad, cebollas, ajos, garbanzos y tocinos. Y que haya mercado y cuchicheo y monjas sudorosas, y largas esperas entre sol y sol. Busca tus carabelas, astuto extranjero. La corona de España te respalda. Ahora mismo iré a empeñarla. Acompáñame, Eboli. (p. 164) Tras ello, Colón llora y dice hacerlo «Por ellos. Solamente por ellos. Aún no existen, y maldito sea, tienen un nombre» (p. 165).
A partir de ese momento se disponen las carabelas para zarpar y todos las despiden, pero como la Junta Directiva considera que tiene que haber un desenlace hacen repetir continuamente al que representa a Rodrigo de Triana «¡Tierra! ¡Tierra!». La obra termina cuando se dan cuenta que no han tenido público para su gran acto cultural. El hecho histórico está libre de toda carga heroica y queda reducido a la anécdota, pues presenta tanto a Colón como a los Reyes Católicos en las ocupaciones más triviales. El profesor Azparren Giménez lo explica del siguiente modo: «Cabrujas bifurcó magistralmente en tramas paralelas para mostrar que buscar en la retórica histórica glorificaciones de la existencia actual es un acto ridículo, que esos héroes, esa historia y esa cultura no van más allá de un simple ropaje que siempre será corto y que siempre permitirá que se escurran los hechos verdaderos» (Azparren, 1983, p. 60). De ahí que Cabrujas haya despojado a Colón de toda epopeya, máxime cuando a cada instante mezcla en la representación las miserias de los miembros de la asociación, quienes terminan por darse cuenta de que no son dueños de sus vidas y que, además, este «gran acontecimiento» que celebran no es más que una farsa que no interesa a nadie, y menos a ellos mismos, que sólo están ahí para llenar un hueco en sus frustradas vidas. Isaac Chocrón acierta cuando escribe: Acto cultural se convierte en una ceremonia donde tres ritos diferentes se desarrollan simultáneamente: el presente, el pasado histórico y el vivir sin presente o futuro, sólo con un pasado que agobia y frustra. Cabrujas obliga al público a participar en estos tres ritos, desde su mera presencia como asistentes al Acto
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Cultural, su distanciamiento que resulta divertido frente a la peculiar versión de la vida de Colón, y su complicidad al verse en el espejo que son las vidas de los miembros de la Junta (Cabrujas, 1989, p. 95).
Cabrujas incide en la idea de que el hombre se enmaraña en una serie de acciones que no le dejan ver su propia realidad y por ende le impiden salir de su estatismo. Ello amalgamado con una paródica obra, donde disparata sobre los momentos previos a la salida de Colón hacia las tierras de la India que resultaron un nuevo mundo que, quizá gracias al descubrimiento azaroso de Colón, está impregnado de un azar continuo. Con Acto cultural (1975) dejamos, pues, a Colón rumbo a ese supuesto descubrimiento.
S E G U N D O ACTO
El segundo acto de nuestro viaje con Colón es el desarrollado por Pedro Monge Rafuls en Cristóbal Colón y otros locos (1992), comedia en dos actos. En ella ya Colón ha llegado a Las Indias y vuelve a España para dar la buena nueva personalmente a los Reyes Católicos. La pieza se desarrolla en el castillo de los Reyes en Barcelona y comienza en el salón del trono, en el día 3 de abril y algunos más. Como dice al autor en la acotación inicial: La época es la llegada de Cristóbal Colón a España. En Barcelona, después del primer viaje al Nuevo Mundo. El 3 de Abril de 1493, cuando los Reyes Católicos recibieron, con honores, a Cristóbal Colón.
Monge Rafuls insiste en la introducción que no «Esta comedia no pretende ser histórica y menos aún, realista.» Lo que destaca el autor son las continuas disputas por el modo y la potestad de aquellas tierras recién descubiertas. El enfrentamiento entre los propios tripulantes y sus deseos por adjudicarse los honores, el interés inmediato de las otras potencias por participar de las riquezas, la interferencia continua de la Iglesia, la desorientación de la corona española en los momentos iniciales y, sobre todo, la falta de respeto hacia los habitantes de esa nueva tierra. Este hecho queda patente en cuanto que Monge Rafuls ha incluido dos personajes de las Indias —Hetuey y Guarionex—, que son mirados como si fuesen animales, sobre los que preguntan inicialmente algunos personajes
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españoles si muerden. Todos se asustan ante ellos. Mientras que éstos comentan continuamente los despropósitos que presencian. GUARIONEX. (Con acento dominicano.) ¡Ooh, pero que vaina e'eta?! HETUEY. (Con acento cubano.) Coño, acere, yo no entiendo a esta gente. GUARIONEX. ¡Ooh, ooh! Estos do con la piedrecita arriba de la cabeza, se creen que son los dueño der mundo. HETUEY. ¿Y el viejo... (Describe algún aspecto físico del Cardenal.)? GUARIONEX. Esta e la gente que nos enviaron lo Cemíes? HETUEY. Los enviaron despué de haber ido a un areíto. GUARIONEX. ¡Tiguere, estaban borracho! Se ríen. HETUEY. Coño, no sabían lo que hacían. GUARIONEX. ¡Ooh, pero que vaina! ¡Insisten en llamarnos paganos! HETUEY. ¡Coño, asere, que mierda! Que e' lo mismo que decir que ellos se creen que se la saben todas. GUARIONEX. ¿Qué podemo hacer? HETUEY. Ya es muy tarde para detenerlos. GUARIONEX. ¿A qué usté no sabe la vaina que más me molesta? HETUEY. ¿Que sólo hablan de oro y que se traicionan entre si? GUARIONEX. ¡Oooh, no, queiva! Que sigan insistiendo que descubrieron nueva tierras. HETUEY. ¿Y nosotro qué?... GUARIONEX. ¿No existiamo cuando llegaron? ¡¿O qué, tiguere! HETUEY. Si vinieran en paz. GUARIONEX. Crearíamos una gran cultura junto. HETUEY. Hasta el momento sólo han destruido. GUARIONEX. Nunca podrán destruir las cultura de la tierra grande. HETUEY. Ni entender la cuerda con nudos de los Incas. GUARIONEX. Ni construirán pirámides. HETUEY. ¿Y la literatura y el teatro? GUARIONEX. ¿Usté cree que quemarán los quipus? HETUEY. No seamos pesimistas. GUARIONEX. Deja que lo agarren los caribes. HETUEY. Esos venezolanos son del carajo. GUARIONEX. Son uno tigueres... HETUEY. Se los van a jamar. Se ríen, mientras la luz va volviendo sobre todos (1989, p. 10).
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Tras diversas disputas entre Fernando e Isabel, entre el Cardenal y Colón y, entre el embajador de Portugal —que trata de comprar a Colón para que le de la ruta—, etc. parece que finalmente la reina financiará un nuevo viaje para poder adoctrinar a los habitantes de esas tierras y anexionar todo el territorio a la corona de Castilla, no sin las continuas protestas de Fernando, corrigiéndola para que hable de España. Los indoamerianos ya habían extraído sus propias conclusiones al final del primer acto, después de oír demasiado sobre sus nombres, lo que se hará con ellos, etc. Y llegan a la siguiente decisión: GUARIONEX. Vamos a demostrarle que somos más inteligentes que ellos. HETUEY. ¿Cómo? GUARIONEX. Aprenderemos su lengua, sus costumbres y las uniremos a las nuestras. HETUEY. Desean exterminarnos. GUARIONEX. Tendrán que mezclarse con nosotros. El brujo dijo que... ellos no vienen con intenciones de trabajar. HETUEY. Vienen buscando oro. GUARIONEX. El futuro está en lo que podemos crear nosotros, con nuestras manos. HETUEY. (Interrumpiéndolo.) Ya me lo sé de memoria. N o hablas de otra cosa. Los indoamericanos vuelven naturalmente a un segundo plano (p. 20).
Y de este modo sigue jugando Monje Rafuls a lo largo de toda la obra, presentando a los indomaericanos como personas inmensamente más lúcidos que los españoles, quienes se enredan en continuas luchas y discusiones, mientras que ellos están ya tratando de avistar el futuro para ver cómo salen lo mejor parados posible de esta nueva situación.
TERCER ACTO
El tercer y último acto de esta pieza monologada corresponde a José Antonio Rial 3 , canario de adopción que fue detenido durante la guerra civil y fue 3
Nacido en San Fernando Cádiz el 21 de abril de 1911, se traslada a Canarias, siendo aún niño, con su familia, debido a que su padre era farero y ocupó varios puestos en diversos enclaves de las islas.
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condenado a dos penas de muerte que posteriormente le fueron conmutadas. Estuvo encarcelado durante siete años —entre 1936 y 1943—, parte de ellos en la prisión de Fyffes de Tenerife 4 . En 1950 se marchó ilegalmente —como muchos otros canarios— a Venezuela, cuya nacionalidad adoptó y donde ha ejercido como periodista de prensa y televisión5, además de cómo narrador y dramaturgo. Ha desarrollado en su obra Cipango (1989) la idea de que al hombre no le queda ya tierra prometida. Esta pieza se desarrolla en un burdel ajado, de estilo art nouveau, llamado «La madre Patria» durante el día 12 de octubre — d e dos momentos históricos—. El burdel es regentado por Isabel, una española de Granada que siente verdadera veneración por el país que abandonó para probar fortuna en tierras venezolanas. Es, pues, una historia de inmigrantes, de todos esos seres anónimos que dejaron atrás la miseria de sus lugares de origen y llenos de sueños y esperanzas intentaron encontrar otro espacio, un lugar en el que tener una vida mejor. Pero la obra no es alentadora, ya que en ella lo que se percibe es que estos personajes lo único que han logrado es cambiar una opresión por otra, también en la ilusoria «tierra prometida» hay un ansia desmedida por la dominación del ser humano por parte de aquellos que se sienten poderosos. Está construida en dos tiempos y dos espacios, el primero se ambientado en los años veinte en el burdel llamado «La Madre Patria» durante la celebración de «El día de la raza»; el segundo, es un poco más ambiguo, y no tiene una temporalidad muy definida. Son los momentos que vive el almirante con un matiz muy onírico e intimista, podría decirse que es el recurso del que se sirve el autor para intentar reproducir la aventura americana. Ambos tiempos y espacios confluyen debido a que el Almirante mira continuamente un barco encallado y cree lograr que vuelva a navegar, lo que ha dado pie a que se expanda el rumor de que Isabel y el Almirante van a fletar un barco para volver a España. Hay un gran número de personas interesadas en el viaje. Ello hace que Isabel tome, a veces, ciertos tintes que la asemejan a Isabel la Católica y al Almirante se le identifica con Cristóbal Colón. De hecho, en un momento
4 Su etapa en prisión es relatada en los textos narrativos La Prisión de Fyffes (1979) y Tiempo de espera: (el 18 de julio de 1936 en Santa Cruz de Tenerife) (1991). 5 Trabajó como columnista en diversas publicaciones, principalmente en el periódico El Nacional. Quizá uno de sus trabajos periodísticos más destacados haya sido la realización del programa «El rostro y sus máscaras», dedicado al teatro, para la Televisión Nacional Venezolana.
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el burdel deviene en transatlántico, que puede interpretarse como una síntesis buscada por el autor para entrelazar el pasado y el futuro de la aventura americana. Pero sin las figuras heroicas que la historia nos muestra. El propio autor ha hecho incidencia sobre el tratamiento de estos personajes: «En vez de estar agigantados [Isabel y el Almirante] como en un teatro épico, fueron llevados a las medidas más humanas posibles, para que la gente de una y otra orilla del Atlántico los comprenda, para que el humor y el drama los acerquen la público, mientras ellos, a la vez que su mezquina aventura, puedan referir tanto lo íntimo y lo sórdido de la vieja conquista, como el duelo del emigrar» (Torrealba, 1991, p. 682). Es la misma idea de náufragos y desencantados que aparece en otras obras de este autor, y es la idea de la inexistencia de la tierra prometida, tal y como dice uno de los personajes de la pieza cuando se supone que están en el transatlántico de vuelta a España: PAOLO.- Cada año uno soñó su Nuevo Mundo, ¡Cipango!, en la tierra descubierta, en una sociedad distinta o en una fe. Ahora ya sabemos que todo fue probado, y que el hombre redujo cada idea redentora y toda tierra de promisión a cárcel, infierno, a crimen. Tú Marcos, aún chapoteas en la pocilga de tu triunfo. Nosotros estamos de vuelta, honradamente desengañados (Rial, 1991, 741).
EPÍLOGO
C o m o se ha podido observar, en las obras seleccionadas se corresponden con tres procesos diferentes del viaje de Colón, en la del venezolano José Ignacio Cabrujas estamos ante los preparativos y partida posterior de las tres carabelas del Puerto de Palos hacia rumbo desconocido, mientras que en la de Pedro Moje Rafuls ya se ha producido el viaje y encontramos a Colón en su vuelta del viaje; mientras que José Antonio Rial hace una reflexión sobre la significación de los viajes tanto para los americanos como para los españoles; aunque realmente podríamos decir que reflexiona sobre la relación de España con América y sobre el sentido del viaje en general. En las tres obras observamos una gran desacralización del hecho en sí, la parodia y la desmitificación son las constantes en el tratamiento del tema. Asimismo están cargadas de crítica, tanto a cómo se produjo el descubrimiento como el modo en que éste fue asumido por la corona española y el resto de las potencias del momento.
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No hay rigor histórico en absoluto, en ellas se hacen alusiones al descubrimiento, cuando aún no se sabe que fue tal y también al nombre que aún no tenían esas tierras recién descubiertas. Se trata de juegos, como he dicho completamente desacralizados, que intentan destruir toda el andamiaje histórico que ensalza y convierte a Colón en una estatua monolítica, se apuesta por esa ruptura del personaje, como es propio de todo el teatro del siglo x x . Considero que en efecto es escaso el corpus dramático sobre Colón y el descubrimiento, porque, como decía al inicio, lo realmente dramático vendría después con la conquista y ruptura del modo de vida de los habitantes de América. Y ése, y no otro es el drama que interesa a los creadores latinoamericanos, así como la desacralización de la historia heroica que se ha presentado desde el punto de vista de los conquistadores y ellos aportan la perspectiva de los americanos.
BIBLIOGRAFÍA
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AZPARREN GIMÉNEZ,
EL DESCUBRIMIENTO DE AMÉRICA EN ACTO CULTURAL, DE JOSÉ IGNACIO CABRUJAS: CONVERSIÓN EN MITO, PARODIA Y DECONSTRUCCIÓN
Universidad
Einar Goyo Ponte Pedagógica Experimental Caracas, Venezuela
Libertador,
Acto cultural (1976) de José Ignacio Cabrujas (1937-1995) se despliega en varios niveles de representación, que funcionan como el mejor signo de la tensión que late entre, detrás, en el interior de los personajes. Una de las posibles calificaciones de esta tensión podría ser, por lo pronto, cosmopolitismo, y vendría de la necesidad, fascinación, e incluso identificación, con y en el discurso y productos de la Cultura Occidental, confrontada a la relación atávica con un país o el ambiente que lo representa, en este caso el pueblo de San Rafael de Ejido, el cual muestra una fortísima pulsión de signo contrario, ergo, parece preferirse a espaldas de esa misma cultura; también vendría de la facilidad que encuentran estos personajes para identificarse, relatarse e insertarse dentro de lo propalado como «universal», frente a la extrema dificultad para comprender, traducir y reconocerse en lo establecido como «nacional». Así los vemos oscilando, desgarrándose, rindiéndose ante la tensión de ambas fuerzas. Tres personajes representan básicamente sus signos más notables: Amadeo Mier, el Presidente de esa Sociedad «Louis Pasteur, para el progreso de las Ciencias y las Artes», que montará el Acto cultural, con una obra de teatro de su autoría titulada Colón, Cristóbal, elgenovés alucinado, y que según el propio Cabrujas (1976) representa al hombre culto, de alguna forma adalid de valores impuestos, aceptados convencionalmente como buenos, válidos, universales.
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A su lado está Cosme Paraima, quien representa la contradicción, la distancia que existe entre esos principios que defiende Mier, y la vida cotidiana. Cabrujas califica a Paraima de delincuente, en el sentido de asaltantes, saqueadores de una cultura que nos es esquiva. Por último estaría Herminia Briceño, también muy culta, pero a través de la sensualidad, de la relación con su difunto esposo, desinhibida, carnal, mundana, cosmopolita. El mencionado problema de la identidad cultural encuentra así su verdadero perfil: es el de la expresión, lenguaje o discurso, el de la pertenencia o filiación de las imágenes que lo conforman a una realidad, a un entorno, incluso a una idiosincrasia, acaso a una naturaleza. En Acto cultural, sus personajes hablan con un lenguaje preñado del tono y de las imágenes de la cultura universal: constantes referencias a la literatura, al teatro, a la música y demás artes, que aparecen como una máscara, como el disfraz de un problema, de un vacío o de otra realidad más primaria. Hay una escena de la obra de Mier en la que esto se hace significativo. La escena pretende mostrarnos a Colón durmiendo en su cama con su esposa. La cama del héroe es un colchón, y él y su esposa han dejado ver su impostura. No es el lugar habitual de la imaginería retórica heroica. Este aparece despojado de la grandeza y la excepcionalidad de la figura representada. El primer parlamento pareciera reconciliar el espacio con la concepción retórica de la historia, Colón, como todo visionario se despierta sobresaltado porque acaba de tener un sueño. Pero, de inmediato, el personaje de la esposa lo halará hacia el «inferior» plano de los acontecimientos: ella confundirá este sueño visionario con la fantasía erótica de su marido con una puta boloñesa, y hay una gradual desconexión entre el ensueño referido por Colón y la doméstica ira espetada por la esposa. Colón estalla de cólera por la miope terquedad de su mujer, y a gritos la somete, acusando el golpe que el prosaísmo ha pretendido dar a sus trascendencias. Sin embargo, esa misma cólera conduce a Colón a ausentarse por un momento de su limbo privilegiado y convertirse en un doméstico esposo riñendo con su mujer. Y de inmediato, la bitácora aparece, Amadeo-Colón la toma y comienza a anotar su sueño mientras nos lo refiere, pero el ámbito doméstico que debería desaparecer ante la grandeza de la visión, por el contrario se repone y mantiene su espacio haciéndole contrapunto al históricopoético. Entonces sucede. En el acto culinario de cortar los tomates, sin ninguna transición ni aviso, Herminia pierde su rol de Isabella e introduce a San Rafael
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de Ejido a la escena histórica hasta entonces representada. Se mezclan los tiempos y los espacios, pero además, el lenguaje, el tono y la imaginación se transforman. El sueño visionario de Colón y la recreación de una improbable Génova quedan atrás. Ahora los personajes hablan de su cotidianidad elemental, y por lo tanto, marginada de la Historia. HERMINIA: (Monótona, a ratos patética) Las mujeres de Ejido cortan tomate en la madrugada, pican cebolla en la madrugada y escuchan las carretas que pasan, por la calle de piedra. Todo tiene la misma voz y el mismo nombre. Si acaso, una mancha en el delantal de las mujeres de Ejido, es el único accidente. El resto es destreza, antes que silencio. Pero también hay silencio y todo es cómico como la farsa de los celos. Te despiertas ¿y con quién soñabas? Resulta que soñabas contigo misma. Soñabas que soñabas que te despertabas y estabas soñando con que soñabas y te despertabas [...] (Cabrujas, 1990, p. 119) Para que luego ambas parcelas, ambos discursos, ambos personajes se fusionen en el parlamento de Amadeo: AMADEO: Y en el sueño yo sentí que mi vida no tenía peso... que era como una vida de pájaro sobre la inmensidad de la tierra... y la tierra se llamaba San Rafael, donde yo, Cristóbal Colón, me desempeño... y sudo... y es sangre lo que sudo, y me siento nadie... cuando el general Castro viene... cuando las puertas se cierran a la hora del café... y yo digo, ¿quién me va a acompañar? ¿Quién viene conmigo? ¿Quién me saca de este silencio? Ahora que son las tres de la mañana y yo escucho un caballo que pasa... nada que pasa. ¿Cómo hace un hombre en San Rafael de Ejido, cuando tiene una fantasía?... ¿y quiere descubrir a América o a cualquier otra soledad? Hoy sentí que, después de todo, era posible. Yo Amadeo Mier, Cristóbal Colón, a 10 de Febrero de 1490 (pp. 119-120). Se ha iniciado pues, una oscilación o pugna entre los dos niveles históricos, los dos niveles de representación y las dos locuciones de lenguaje. El lenguaje y la imaginación históricos, hechos de pompa y estereotipo, se nos revelan huecos, ante un fondo cotidiano, que si bien más firme y directo, también está crispado de confusión y de incertidumbres, de signos de interrogación, de monotonías y soledades. Al tiempo que parodia lenguajes y figuras, Cabrujas logra apropiarse de una conversión en mito de la figura de Cristóbal Colón., totalmente ausente de la escena, salvo por la imaginación de Amadeo Mier, quien lo encarna, pero siempre desasiéndose de él. Existe una idea de Cristóbal Colón, que es la que va unida a la historia y la metrópoli, y existe la idea que
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la obra de Amadeo da de Colón, mediante la cual se intenta la inserción del mito en la historia doméstica y en el horizonte de San Rafael de Ejido. Es el fantasma de la apariencia cosmopolita, el del sueño con la metrópoli sin salir del rincón olvidado, para que la cotidianidad, la abulia, el marasmo rutinario y la virtual inexistencia cultural ingresen a la dimensión histórica de la metrópoli y asumir como propio sus productos culturales. Enumeración de elementos corporales domésticos, imágenes de culto religioso, elementos artesanales, remedios caseros, culinarios son los signos que componen el universo reducido y finito de San Rafael de Ejido que invade el icono hueco de la Europa mítica en remotísimo paraje medieval. La Historia Grande se desploma y abre paso a las únicas certezas que tienen los actores del Acto Cultural que intenta parecerse a la Cultura, exprimiendo hasta la médula el estereotipo y la fábula. La representación parece despojarlos de sus inhibiciones, de los silencios que resguardan sus secretos, y entonces se delatan en el cuerpo y el nombre de otros. La historia íntima, pequeña, insignificante, llena de «pequeñas repugnancias» y «mínimas equivocaciones», triunfa. Francisco Xavier y Antonieta, por ejemplo, como Herminia y Amadeo antes, disfrazados de Reyes Católicos, convertidos en lejana metáfora de algo que no es más que una noción de historia, se reconocen en esas insignificancias mencionadas, porque al fin y al cabo les son visceralmente cercanas. Forman su día a día. Pero San Rafael de Ejido no es más que un paréntesis, algo que está al margen de la historia a la cual ven pasar sin que los toque. En una escena posterior del drama, Amadeo-Colón tendrá ahora que enfrentar de nuevo la domesticidad femenina, tal como hizo con su esposa en la primera escena del drama. Exasperado grita a la Reina, como le gritó a su esposa, y en el grito yergue su figura histórica, y ya no sólo tenemos al Cristóbal Colón antes de las carabelas sino al icono histórico que sobrevendría tras la hazaña. Hay un alarde de conciencia histórica, producto de la desesperación, ese sentimiento donde Colón y Amadeo Mier son la misma entidad. Colón ahora mezcla lo cotidiano y lo popular en su habla y en su misma figura histórica. Una mención a Blacamán el Africano sirve de compuerta para entrar a la imaginería tradicional, a la parodia. Colón, quien según la historia quiere viajar a las Indias Orientales, aquí adquiere una visión retrospectiva y reclama los objetos del mito del cual él forma parte. Es decir, que está hablando desde la percepción popular, desde el lector posterior del relato. Colón es Amadeo
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Mier, el que lee y escribe de Cristóbal Colón. Es el proceso de deconstrucción del mito, no para desintegrarlo, por supuesto, sino para hacerse un lugar en él, para releerlo y reinterpretarlo desde su desesperada tentativa. Para hacer más patente el fenómeno, Cabrujas hace que toda esta escena acontezca en una cocina, y entonces, no sólo la figura de Colón se desmonta, sino la de la Reina Católica, benefactora intrépida y providencial de la aventura. Derribadas las distancias, mezclados y confundidos los planes históricos, las hablas y los personajes, en aquella cocina, trasunto del recinto experimental de los alquimistas, allí donde han venido a encontrarse la Historia con los pucheros, la grandeza con el cocido español, allí se encuentran y se mezclan el mito y San Rafael de Ejido. Y este pueblo, pensado como una espera, consigue su lugar en la historia. Aunque sea en la ficción de Amadeo, San Rafael de Ejido forma parte del discurso de Cristóbal Colón. H E R M I N I A : ¿Y por qué lloras, extranjero? Debería ser el día más feliz de tu vida. A M A D E O : N o lloro por mí, señora. Lloro por ellos. H E R M I N I A : ¿Por quiénes? A M A D E O : Por ellos. Solamente por ellos. Aún no existen, y maldito sea. Tienen un nombre (pp. 164-165).
Esta última frase es crucial. Ella rubrica certeramente el recurso del anacronismo que hasta entonces viene desarrollándose en el discurso y en la fábula del drama de Amadeo. Nos encontramos realmente en un nivel intemporal, donde Cristóbal Colón sabe de su historia futura y actúa de acuerdo a ella. Al presidente de la sociedad Louis Pasteur no le es dado ni siquiera inventar nada sobre su héroe. Tanto él como su autor están determinados por un destino: Colón, por el cumplido hace 500 años, y Amadeo, porque en ese acto fue originado, mas no como existencia propia, sino como esa invención o prolongación fallida que la Cultura Occidental hizo de nosotros. Una escena subsiguiente, donde el lenguaje culinario, costumbrista no puede ocultar un intenso sarcasmo nos transmite esto último con gran diafanidad. Colón está a punto de zarpar. Y la Reina y su comitiva lo despiden. A N T O N I E T A : Adiós, Colón. A M A D E O : Adiós, señora. H E R M I N I A : Cuídate. A N T O N I E T A : ¿A qué hora sale la pinta?
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Einar Goyo Ponte AMADEO: No sé, porque no ha llegado Rodrigo de Triana. HERMINIA: Pues comenzamos ese descubrimiento muy impuntuales. AMADEO: Mal presagio. ANTONIETA: ¿Llevas las cositas culturales? AMADEO: ¡Cómo no! ANTONIETA: ¿La cruz, el gallo y la calavera de Adán? AMADEO: Las llevo. HERMINIA: A que se te olvidó el manto de la Verónica. AMADEO: No. ¿Cómo se me va a olvidar? ANTONIETA: ¿Y los dados del Calvario? AMADEO: Aquí los cargo. HERMINIA: ¿Y la Metafísica de Aristóteles? AMADEO: Mi amor, menos mal que me la recuerdas. HERMINIA: Yo sabía (p.166).
Ahora es la irrisión del mito. Las «cositas culturales», en el tono más vecinal posible, son los objetos y símbolos más mostrencos de la mitología cristiana. Esos fetiches representan el trasvase violento de la cultura cristiana-judeohispánica-europea que se impuso en la América descubierta, conquistada, colonizada. Por ello, el llanto de Amadeo-Colón en la escena precedente. N o importa lo que hubiera al otro lado del mar, ni siquiera importa que el arribo de Colón y su consecuente gloria fuesen u n accidente en la verdadera meta que era la China. Europa se embarcaba con él en Puerto de Palos. Lo que fuese que encontraran al final del viaje estaba predestinado a ser una continuación de Europa. Por eso antes de existir, ya San Rafael de Ejido tenía su nombre, como Santiago de León de Caracas, o Pequeña Venecia o San José de Costa Rica. Y precisamente por ya tener nombre, los habitantes previos a ese bautizo sólo estábamos esperando. «Porque alguien nos pensó como una apacible espera». D e ese destino implacable están hechos los muros invisibles que cercan a los habitantes de San Rafael de Ejido. El anacronismo pues, no es accidental. Es la tentativa deliberada de que la insignificancia entre en lo sublime, es la intromisión desesperada de lo culinario y cotidiano en el avatar único, heroico y trascendental. Es el gesto que quiere dejar de ser esa espera inmóvil hecha de pequeñas repugnancias y mínimas equivocaciones, para ser el acto transformador. Es otra de las formas de la deconstrucción, ahora convertido en proceso necesario de la expresión americana, en específico la expresión cultural criolla, originada en el mestizaje que define nuestro ser histórico, el cual es, por esencia, problemático: no sabe
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con certeza cuál es su lugar. Las creaciones, abstracciones, sistemas intelectuales, políticos, económicos proceden de esa metrópoli y él habla su mismo lenguaje. Pero no sabe si puede leerse, concebirse, reflejarse, explicarse en él y en esos productos. Europa lo fascina con su historia, con sus productos culturales, con sus imágenes, incluso con sus vicios y simas, pero algo en su interior le dice que su historia es otra, que no cabe en aquella ya escrita, que esa cultura se hizo sin contar con él, y que debe buscar sus propias imágenes. Así, la representación del americano criollo no puede prescindir de esa dualidad, que es el signo de su tensión. Un polo va a la metrópoli a buscarse como paisaje o personaje, en el más teatral sentido de la palabra, metropolitano. El otro polo quiere tomar de ese paisaje lo que requiere para alimentarse. Uno, en su fascinación, asume su aventura como reencuentro, como ansiado retorno; el otro, sólo busca su provecho, ávido, voraz. El desmontaje teatral de los códigos culturales al enfrentarlos con lo doméstico, que practica Cabrujas en estas obras, nos revela que la primera actitud es sólo una impostura, un disfraz que oculta al insaciable devorador o saqueador, al «delincuente cultural». Es Calibán utilizando la máscara de Ariel, si seguimos un poco, no sólo la obra shakesperiana, sino el análisis que sobre ellos ha hecho el escritor cubano Roberto Fernández Retamar (1979). Es el hambre cubierta por la sublimidad intelectual. Sólo que en las obras cabrujianas, Calibán no es el siervo antagonista de Próspero, sino su otro yo, y por ello, ese carácter disociado, escindido, aparece como un personaje trágico. Las imágenes saqueadas se van convirtiendo en los ingredientes de la apropiación de un lenguaje y de una expresión. Con el anacronismo, Amadeo Mier y sus compañeros de la Sociedad Pasteur intentan asaltar la historia, la cultura. Raptársela y adaptarla a la medida de San Rafael. La saquean transplantando a la Reina Isabel a la cocina de Antonieta, y la preocupación existencial de los arquetipos históricos a la soledad de los habitantes de San Rafael. Los personajes de Acto cultural se roban la historia para vivirla o fingirla ellos. Con Colón tiene lugar el «descubrimiento». Cabrujas tiene una particular concepción de ese evento, por demás reveladora de sus pensamientos sobre estos aspectos de la historia y la cultura. Ella se encuentra sintetizada en un artículo de prensa publicado el 7 de Julio de 1991, en El Diario de Caracas, y que citamos basados en su edición en el libro El país según Cabrujas (1992). Se titula «Barco»:
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Las únicas personas que han sido descubiertas, realmente descubiertas en el sentido de destapadas, de sorprendidas, de pilladas, de reveladas, somos los sudamericanos y muy especialmente los venezolanos por nuestra condición de país norteño y playero. A nadie más lo han descubierto en este mundo, sino a nosotros por desprevenidos y pendejos. Marco Polo, no «descubrió» China, Marco Polo, visitó China, que es una cosa muy distinta. España, cuando era Iberia y hablaban a lo bestia, no fue descubierta por Roma. Fue conquistada por Roma, ultrajada por Roma, aplanada por Roma, pero no andaban Nerón o Tiberio jactándose de que los suyos habían «descubierto» a los españoles, que eran unos atrasados; ni mucho menos se le ocurriría decir a Andreotti, que los de Valladolid tiene un idioma, porque los romanos fueron y les enseñaron a decir papá en latín. Nadie descubrió a España. Nadie descubrió la India ni el África. Pero a nosotros sí. Y no sólo nos descubrieron, lo cual es ya, bastante inri y da hasta pena, sino que encima de eso, se sabe que nos descubrieron prácticamente un fraganti, un 12 de Octubre de 1492, a las 6 y 45 de la mañana, cuando el de Triana nos cazó movidos en la segunda y canto ¡Tierra! Antes no existíamos, que se sepa. El 8 de Marzo de 1492, no existíamos como se dice ni para un remedio. El 26 de Septiembre nadie sabía de nosotros ni es posible intuir lo que nos estaba sucediendo, que algo tendría que haber estado sucediendo. Es más, el 12 de Octubre de 1492, a las cinco de la mañana, andábamos de los más anónimos y sin historia ni cuentos, hasta que tres cuartos de hora más tarde, nos ve el hombre en la canasta del mástil y se le ocurre decir con actitud nominalista: ¡Tierra!, porque de eso se trataba y de nada más. ¡Tierra! Ni siquiera un saludo, una cortesía del tipo, ¿qué tal amerindios?, ¿cómo andáis? ¡Aquí hemos venido a visitarnos y a ver vuestras guacamayas y a compartir vuestras chichas y vuestros mameyes! C a b r u j a s descalifica por igual los t é r m i n o s «descubrimiento» y «encuentro»: a m b o s son u n a f o r m a de expresión posterior y e x t e m p o r á n e a del deseo d e inscribirse en la historia y p e r t e n e c e r a su devenir. El u n o , desde el i n s t a n t e r e d e n t o r q u e n o s c o n v i r t i ó en partícipes d e u n beneficio q u e h a s t a e n t o n c e s n o s era e x t r a ñ o , y el o t r o , d e s d e la p r e t e n s i ó n d e q u e n u e s t r o s p r o d u c t o s m a r g i n a l e s , periféricos a l c a n c e n u n a ficticia asimilación c o n la c u l t u r a d e la metrópoli. D e s d e la periferia e x t r e m a de S a n Rafael d e Ejido, A m a d e o hace acopio d e sus saberes, d e sus esfuerzos p o r hacerse u n h o m b r e culto, p a r a asomarse al p u n t o original de su historia, para interpretarlo, p a r a inscribirse en el edificio d e la cultura q u e reconoce c o m o suya p o r q u e n o h a tenido m á s remedio, e m u l a n d o su lenguaje, expresiones e imágenes p a r a q u e su obra pertenezca a ella.
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Pero, mientras la escribe se va dando cuenta de que ella no lo expresa. Va dándose cuenta de que entre su cultura y su vida hay una distancia tremenda. Q u e Génova, la cama de Colón, España, la Corte de los Reyes Católicos, el Puerto de Palos, las carabelas están siempre allá, donde han sido inventadas, y que no tienen nada que ver con San Rafael de Ejido, ni con sus problemas intestinales, ni con sus cuernos. Pura imagen, puro espejismo aprendido, puro fantasma leído que se hace pregunta: ¿ Q u i é n m e va a c o m p a ñ a r ? ¿ Q u i é n viene c o n m i g o ? ¿ Q u i é n m e saca de este silencio? A h o r a q u e son las tres de la m a ñ a n a y yo escucho u n caballo q u e p a s a . . . n a d a q u e pasa. ¿ C ó m o hace u n h o m b r e en S a n R a f a e l de Ejido, c u a n d o tiene u n a f a n t a s í a ? . . . ¿y quiere descubrir a A m é r i c a o a cualquier otra soledad? ( C a b r u j a s ,
1990, p.120). En Europa, en la metrópoli, una fantasía produce la Capilla Sixtina, a Lutero, a Schubert, Madame Bovary o el surrealismo. En nuestras latitudes, las fantasías empiezan por plantearse el problema del lenguaje, de su expresión. Y el único a mano es el donado por la metrópoli, el impuesto por la metrópoli. Entonces la fantasía se hace ajena, lejana, deja de parecerse a su origen y se sitúa siempre más allá. Pero, las soledades, las angustias, las interrogantes, las perplejidades, las ignorancias de los habitantes de San Rafael de Ejido no se miden con la cultura, no se engranan en ese edificio. Están más cerca de la chicha y la maraca, y son intraducibies como la yuca, como dice Cosme Paraima en un celebrado parlamento suyo. Sólo cuando estos personajes se dan cuenta de esa fatalidad, de esa mudez, de esa incapacidad de traducirse e interpretarse a través de la cultura, pueden salir del laberinto que les plantea la obra de Amadeo. En la escena de la partida de Colón, tras la parafernalia náutica, surge un detalle: el rumbo. ¿A dónde dirigirse? Entonces, en esa coincidencia con Colón, quien tampoco sabía adonde iba, y que nos descubrió creyendo, equivocado, que había llegado a las Indias Orientales, Amadeo se reconoce igualmente perplejo y vano. Colón y él representan la misma fantasía, la misma pretensión, el mismo error, la misma disociación entre propósito y acción. Por eso, no puede haber otro rumbo que «Proa a popa», proa a sí mismo. Desde un Palos de Moguer imaginario, desde ese lugar mítico de la cultura universal. Amadeo vuelve la vista a San Rafael y a sí mismo. Y entonces, como Colón, los descubre y se descubre, en su íntima
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y doméstica dimensión, en su soledad, en su necesidad de darle nombre a las cosas, de expresarse. En un plano fuera del tiempo, fuera de la historia, en el cruel pero vasto y rico espacio de la deconstrucción, despojados de los productos de la cultura, en su médula, Amadeo y Colón son dos seres idénticos: dos enormes y formidable erráticos. Allí vamos. Allí vamos... ¡Ya no hay más soledad! Sólo estas manos vacías, sólo este saber que me muero... que necesito saberlo, día tras día para soportar mi propio milagro. ¿Qué más hago? ¿Qué otra cosa puedo inventar? ¿La mitad de un planeta? Entonces allí voy a inventarlo... Yo quería un amor, y decir amor, y no sentir vergüenza. Tan sólo eso, y nada más. ¿Me explico bien? ¿Hay suficiente cortesía en mis palabras? Pero aquí vamos... mi odio y yo, mi General Castro y yo, mis muertos y yo, sin proa y sin rumbo. ¿Qué otra cosa puedo descubrir? ¿Qué otra estúpida cosa se me permitió descubrir? Aquí voy a ponerte un nombre, a maldecirte un nombre, tan sólo para volver a encontrarte y que me suenes a ladrillo, a brasa, a pan, tan sólo para que vuelvas a engañarme día tras día y el ladrillo no esté hecho de perro, y la brasa no sea madera. Proa a mí mismo, una tarde en el puerto de Palos... yo Amadeo Mier, Cristóbal Colón a 11 de Julio de 1492. (Antonieta, Purificación y Herminia lloran en silencio. Cosme se quita la cabeza de león. Francisco Xavier mira asombrado a Amadeo) (1990, p. 169).
En Acto cultural, Cabrujas se pregunta: ¿Cómo hace un hombre en San Rafael de Ejido cuando tiene una fantasía? Su respuesta es una hermosa metáfora sobre los problemas y contradicciones que la expresión americana encuentra entre sus mismos habitantes, una hermosa exploración acerca del problema de la creación artística latinoamericana. Hablamos un idioma prestado o impuesto, oímos y cantamos con un sistema musical creado en Europa y trasladado aquí, y profesamos una religión, o discutimos sobre una filosofía pensada y establecida desde hace siglos en la civilización occidental, a la cual nos adherimos desde hace sólo 500 años. ¿Cómo crear desde aquí para que parezca de aquí, con un lenguaje propio? ¿Es posible? En 1992, en otro artículo titulado, «Como bailecito nicaragüense», publicado en El Diario de Caracas, y en El País según Cabrujas, el dramaturgo escribió lo siguiente: Tengo una vida entera aguardando la promesa de ese deslumbramiento anhelado, confiando en cierto día de cuento, donde un especial petroglifo o vasija maya
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o manta guajira provocará el milagro de mi identificación. N o ser más nunca un extranjero de la historia que me ha hecho compañía. Despedirme de Beethoven o por lo menos dejarlo a un lado, convertido en alemán salchichero, sentado en cualquier sofá y reducido a alternativa. ¿Tendré que avergonzarme de tanto confesar que ese es mi único folklore? ¿Debería extenderme y mencionar a Schubert, como el más melancólico de los compositores nacidos en Valle de la Pascua, Estado Guárico? ¿extranjero de cual extrañeza? (p. 233).
Es, acaso, la respuesta a la pregunta de Amadeo. ¿Cómo se hace cuando se tiene una fantasía en este continente? Tan simple como atreverse a tenerla. Atreverse a emprender la aventura del desprendimiento y reconocimiento a la vez, que significa «decir amor y no sentir vergüenza». Atreverse a poner o maldecir un nombre, con nuestros odios, nuestros muertos y nosotros. Atreverse a inventar la mitad de un planeta. La deconstrucción, y los espacios vacíos que abre, y la sugerente inversión y carnavalización del mito y de la historia permiten la proeza. Es la razón del asombro de Francisco Xavier, el más joven de los miembros de la Sociedad Pasteur. Acaso, en él, lo ha comprendido.
BIBLIOGRAFÍA
CABRUJAS, José I. (1990): El día que me quieras / Acto cultural. Caracas: Monte Ávila. — (1992): El país según Cabrujas. Caracas: Monte Avila. FERNÁNDEZ RETAMAR, R. (1979): Calibdn y otros ensayos. La Habana: Arte y Literatura.
E L DESCUBRIMIENTO DE ESPAÑA POR LOS AZTECAS ( 1 4 9 1 ) , «UN VIAJE AL REVES», SEGÚN LA FICCIÓN TEATRAL DE AGUSTÍN C u Z Z A N I Osvaldo Obregón Université de Comté, Francia
La convocatoria del VI Congreso de la AEELH nos propuso el tema siguiente: «El viaje en la Literatura Latinoamericana: El espíritu colombino». Aunque la mención al «viaje» está, en alguna medida, condicionada por la referencia a los que protagonizó Colón — tributo al V Centenario de su muerte— es evidente que puede entenderse también en sus múltiples sentidos de errancia, nomadismo, exilio, emigración, viaje en el tiempo y otras acepciones. En nuestro caso, la que nos interesa es precisamente aquélla que se refiere al hecho histórico de exploración marítima, calificado de «descubrimiento», de «confrontación de dos mundos», de «choque de civilizaciones» —que inaugura la llamada Epoca Moderna. Nótese que la última denominación está de actualidad, aplicada al posible enfrentamiento entre el «Mundo Occidental» y el «Mundo Islámico o Musulmán». El período histórico que comienza en 1492, con la colonización del «Nuevo Mundo» — y que marca el ingreso de un nuevo continente a la historia planetaria— ha dejado también sus huellas en la ficción literaria y en las artes escénicas, principalmente en Europa y América. La presente ponencia se circunscribe únicamente al teatro contemporáneo de lengua española, como marco general y a la obra del dramaturgo argentino Agustín Cuzzani (1924-1987) titulada Los Indios estaban cabreros (1958), en particular, según la cual son los aztecas quienes primero llegan a España en 1491, poco tiempo antes del primer viaje transoceánico de Colón.
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Agustín Cuzzani se tituló muy joven de abogado (1944), pero empezó a escribir para el teatro dos años antes y estuvo activamente vinculado a grupos emblemáticos del movimiento denominado «teatro independiente», como Nuevo Teatro, Los Independientes y Fray Mocho. Después de revelarse como uno de los más destacados dramaturgos en los años cincuenta y sesenta, traducido y estrenado en numerosos países extranjeros, sufrió la censura de las dictaduras militares en los decenios siguientes, volviendo a estrenar en Argentina sólo en los últimos años de su vida. Remitimos a trabajos anteriores la referencia a las varias obras latinoamericanas y europeas inspiradas en el «Ciclo de la Conquista», mucho más numerosas que las dedicadas al «Ciclo Colombino». La figura histórica de Colón ha pesado menos en las ficciones teatrales latinoamericanas que las de Moctezuma, Cortés, La Malinche, Cuauthémoc (Conquista del Imperio Azteca), Atahualpa, Pizarro (Conquista del Imperio Inca), Lautaro, Valdivia (Conquista de Chile) y los periplos de Lope de Aguirre y Alvar Núñez Cabeza de Vaca, entre otras figuras históricas. Entre los autores que se han arriesgado a tratar dramáticamente la personalidad de Colón están: el venezolano José Ignacio Cabrujas (1937-1995) con Acto Cultural (1976), en que la directiva de una institución cultural decide representar la obra de su presidente, titulada: «Colón, Cristóbal, el genovés alucinado»; el mexicano Guillermo Schmidhuber (1943-) con El Quinto viaje de Colón, sobre el traslado en 1998 de los restos del Almirante; los españoles Alberto Miralles con Catarocolón o Versos de arte menor por un varón ilustre (1968); y Antonio Gala con Cristóbal Colón{1988), la más reciente de las nombradas. En la obra de Cuzzani, Colón es un personaje secundario que sólo aparece en la escena final de su partida del Puerto de Palos. Sin embargo, la significación histórica de su viaje y sus consecuencias constituyen un elemento fundamental en el diseño dramatúrgico, como se verá después. Los Indios estaban cabreros forma parte de un grupo de obras que su autor denominó «farsátiras», compuesto también por Una libra de carne (1954), El centroforward murió al amanecer (1955) y Sempronio, el Peluquero y los Hombrecitos (1958). El empleo de la sátira es un procedimiento común a las obras de Cuzzani, de Miralles y de Cabrujas. A continuación, desarrollaremos los principales aspectos que caracterizan la obra del autor argentino: el original tratamiento del tema del viaje o «el viaje al revés»; la configuración del tiempo y del espacio dramáticos; los elementos
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satíricos, reveladores de las contradicciones de ambos mundos; y el viaje de Colón y las premoniciones de los sabios españoles.
EL VIAJE AL REVÉS DE LOS AZTECAS
La idea matriz de Cuzzani fue imaginar la llegada de tres aztecas a España en 1491, meses antes del primer viaje transoceánico de Cristóbal Colón, en flagrante oposición a la verdad histórica. Esto provoca una inversión del «descubrimiento» y, sobre todo, le permite confrontar los dos mundos desde la óptica azteca, rompiendo el marco de la visión eurocéntrica. La obra esta estructurada formalmente en tres actos, titulados sucesivamente: «Los Indios al sol», «Los indios a la sombra» y «A la sombra de los Indios». Sitúa la acción del primero en una pequeña caleta de pescadores de la costa atlántica del Imperio Azteca, durante el reino de Axayaca, el «año 12 de las cañas de la octava gavilla». El Príncipe Tupa, al cabo de liderar ocho revoluciones fracasadas, con el fin de derrotar a Axayaca, emperador que precedió a Moctezuma II, decide navegar hacia el Este para pedir justicia al Dios Sol. Está cansado ya de sufrir la tiranía del emperador y de la casta sacerdotal que lo apoya para conservar sus privilegios. Una breve escena muestra una procesión de esclavos que van a trabajar a las minas de la montaña próxima. En la balsa que el Príncipe Tupa ha construido secretamente, lo acompañan Tonatio, un mendigo sabio, encargado de anunciar la aurora, voceando Tlausi-cal-pán y el joven Teuche, sufrido minero, cuyo padre y hermanos murieron combatiendo con Tupa. Los despide un cortejo solidario de pescadores con sus mujeres, que tienen fe en un mundo mejor. Este primer acto muestra, a grandes pinceladas, una sociedad profundamente injusta, jerarquizada, con grandes privilegios para dos castas: la nobleza gobernante y la sacerdotal, en detrimento del pueblo, representado por los pescadores, los mineros y los campesinos. Se trata entonces de un viaje que intenta resolver por vía mística la injusticia que afecta a un pueblo, cuando ha fracasado repetidas veces la vía revolucionaria. Los tres aztecas navegan en una rústica balsa, hacia donde nadie lo ha hecho, hacia lo desconocido. Al cabo de un largo y azaroso viaje la balsa naufraga frente a la costa española, cerca de una pequeña caleta de pescadores, uno de los cuales atrapa en sus redes los cuerpos desnudos y aún vivos de los tres aztecas. Estamos ya en el segundo acto. Estos extraños «peces» causan revuelo en la aldea y serán motivo de controversia: ¿Son peces u hombres? La
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presencia de los tres aztecas provoca situaciones absurdas y grotescas, que se inscriben perfectamente en el proyecto satírico de Cuzzani. La policía los lleva a uno de los tribunales de la Inquisición, el cual debe estudiar tan extraño caso y juzgar en consecuencia. Al término del proceso son condenados por «delito de pescadería» y enviados a la Cárcel de Granada, donde conviven con la flor y nata de la intelectualidad española: sabios de origen cristiano, musulmán y judío, autoridades en múltiples disciplinas del conocimiento. El Príncipe Tupa tiene allí una revelación: «Mi viaje no está perdido. En esta cárcel está reunido todo lo que significa mi verdadera revolución. La ciencia, la sabiduría, los miles de años de adelanto. Yo quiero llevar todo eso a mi tierra. ¡Herramientas, ciencias, técnica, arte! ¡No habrá dictaduras cuando todo eso se difunda!» (Cuzzani, 1989, p. 153).
Al término del viaje transoceánico, los tres aztecas descubren progresivamente un «nuevo mundo» que los maravilla por su diversidad, por su riqueza material e intelectual. De manera que cuando Tupa se entera del proyecto de Colón, a punto de concretarse, vislumbra la posibilidad de que los adelantos científicos y técnicos puedan ser una contribución extraordinaria para su propio mundo, para su propio pueblo... hasta que empieza a tomar conciencia del poder destructivo que aquéllos pueden también vehicular, en perjuicio de sus propios compatriotas.
L A CONFIGURACIÓN DEL TIEMPO Y EL ESPACIO DRAMÁTICOS
En Los Indios estaban cabreros, la acción dramática se desarrolla en estricto orden cronológico, desde mediados de 1491 hasta la víspera del primer viaje de Colón en 1492. Este es un año crucial para España, con la Toma de Granada, culminación de la reconquista y con el hallazgo de un nuevo continente, que inaugura una nueva era para la monarquía española y también para la humanidad. Dos hechos significativos, aunque en planos muy distintos, suceden también en el curso de 1492: la primera edición de la Gramática de la lengua española de Nebrija y la expulsión de los judíos. La estructura en tres actos implica dos elipses temporales entre el primero (partida de la balsa) y el segundo acto (la captura de los tres aztecas por pescadores españoles, antes de tocar tierra europea); entre el segundo (Cárcel de Granada) y el tercero (un tiempo después en los jardines del Campamento-Palacio de la Reina Isabel).
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Los únicos personajes que corresponden a modelos históricos son la Reina Isabel, encarnación de la Monarquía absoluta y Cristóbal Colón, que ya adopta posturas de estatua, los cuales sólo entran en escena en el Acto III. La gran mayoría de personajes es totalmente inventada, con roles muy diferentes. Por una parte son personajes del pueblo llano y trabajador y por la otra, representantes de la casta sacerdotal católica o azteca. Otra categoría representada es aquélla de los científicos e intelectuales españoles del siglo xv, recluidos en la Cárcel de Granada. Sabios «cristianos, moros y judíos», privados de libertad por el poder monárquico. Las situaciones son igualmente, y con pocas excepciones, el fruto de la sola imaginación del dramaturgo. En varios momentos hay anticipaciones del porvenir por parte de algunos personajes. Por ejemplo, Don Ciro, uno de los sabios encarcelados (astrónomo, matemático, médico, filósofo y cosmógrafo), se entera mediante su bola de cristal de los resultados de la liga argentina de fútbol a mediados del s. xx. Naturalmente se trata de un recurso cómico inherente a las farsátiras de Cuzzani, que plantea a menudo temas graves mediante situaciones grotescas plenas de humor. Del mismo registro son los numerosos anacronismos deliberados presentes en algunas escenas, los cuales crean una relación entre el pasado y la época del autor. En el Acto I, un Pregonero oficial del Imperio Azteca lee un pergamino con «Tono habitual de locutores radiotelefónicos y de informativos» (1958, p. 120), empleando términos periodísticos y tributarios de resonancia contemporánea. Poco después un policía que «viste ropas del siglo xx» exige a Tonatio documentos de identificación propios de nuestra época. En las acotaciones nada se dice sobre las vestimentas de aztecas y españoles, presentes estos últimos sólo en los actos II y III. De manera sistemática la obra de Cuzzani propone una constante actualización, con el fin de mostrar que determinadas prácticas políticas, sociales y religiosas de aquella época lejana aún están vigentes en gran parte de la humanidad actual. En cuanto a la configuración del espacio dramático, la farsátira de Cuzzani necesita ambientar la acción en muy diferentes lugares, de acuerdo a los desplazamientos de los tres personajes aztecas: aldea de pescadores en el Golfo de México; caleta de pescadores en la costa atlántica española; Tribunal de la Inquisición; Cárcel de Granada; y Campamento-Palacio de la Reina Isabel. El autor elige decorados no realistas, puramente funcionales, con sistemas de practicables y otros elementos mínimos, que permitan transformar fácilmente los distintos ambientes interiores y exteriores. Por ejemplo, al comienzo del Acto
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III, Mariceleste —enamorada de Teuche, el joven azteca— hace los trámites de rigor en las oficinas para pedir una audiencia con la Soberana. Al término de la acotación inicial dice: «Cada uno de 'estos empleados' lleva colgado su propio escritorio» (p. 155). De esta manera se evita poner y sacar muebles de utilería. Por otra parte, en los ambientes exteriores —es el caso de las dos aldeas— se desarrollan varias escenas en que se desplazan numerosos personajes. Esto supone un decorado simple que facilite los desplazamientos. Esta práctica se inscribe también en la tradición del teatro independiente argentino que, por razones tanto estéticas como de producción, no utilizaba escenografías realistas. Otra opción dramatúrgica es la de ensanchar el espacio de la representación más allá de los límites del escenario, invadiendo espacios anexos, incluso el reservado habitualmente al público en la sala a la italiana.
E L E M E N T O S SATÍRICOS DE LA OBRA
El tono farsesco de las situaciones, exageradas hasta el absurdo; el gusto por lo insólito; el hecho de ridiculizar sobre todo a los poderosos y poner al descubierto los prejuicios y las injusticias, son los ingredientes principales de las farsátiras de Cuzzani, destinados a provocar el humor distanciador. El tema de la otredad, en cuanto a la percepción de los aztecas por los españoles, se transforma en la negación de la humanidad de éstos, considerados como «peces». La mujer del pescador que los cogió en sus redes no está convencida, sin embargo, de que lo sean y exige que les pongan «algo de ropa encima» para ocultar las partes pudendas. La curiosidad que provoca la verdadera identidad de los tres aztecas desata el rumor en el pueblo al que llegan y que se traduce al comienzo en un juego onomatopéyico: «¡Se dice! ¡Se murmura! ¡Se sabe! ¡Se cuchichesecretecuchicheeeea! ¡Se secretecuchichesecretesecretecuchicheaaa!» (Rumor III, IV y V, p. 147), que se prolonga después en una delirante especulación acerca de lo que ellos son. El proceso a que los somete el Tribunal de la Inquisición ridiculiza a sus miembros, en la medida en que negando su condición de hombres les acusan del delito de «pescadería»: apelando al famoso episodio bíblico para sentar jurisprudencia: «Todo lo que por vivir en el agua se salvó del diluvio está condenado a muerte por divina voluntad ni bien salga del agua, que para ellos no
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es un medio natural sino un diluvium perpetuum. Por eso los peces mueren ni bien salen del agua» (p. 146). La escena en que Mariceleste, hija del pescador que atrapó a los aztecas, llega a Granada para solicitar de la Reina Isabel que ellos sean salvados de la hoguera y liberados, permite una jocosa burla de la burocracia española. Los diferentes empleados le exigen papeles sellados y debidamente certificados por diversas autoridades. En ningún momento Cuzzani respeta la verosimilitud formal de los hechos históricos, componiendo en el registro de la farsátira sólo lo que su imaginación le dicta. Colón es todavía un navegante casi anónimo en vísperas de su primer viaje, sin embargo cuando un policía le pide identificar su nacionalidad le lanza una andanada verbal con las diversas versiones de su origen, firmadas por cronistas, biógrafos e historiadores en el orden que sigue: Antonio Gallo (Rerum Ytalicarum Scriptores), Seranega, el Obispo Giustiniani, Pedro Mártir, Trivigliano, Las Casas, Oviedo, el portugués Barros, Sabellius, Antonio Palencia, Salvador Madariaga y Jhon Boyd Tacher. En cuanto a este último, agrega la ficha bibliográfica de su obra, cuya lectura recomienda a su interlocutor. Hasta aquí, algunos ejemplos del tratamiento satírico aplicado por Cuzzani a la materia histórica subyacente (alimentada con numerosas lecturas) con frecuentes recursos de actualización, que permiten claras analogías con su época. Estas quedarán todavía más en evidencia en el último apartado.
VÍSPERAS DEL PRIMER VIAJE DE COLÓN Y LAS PREMONICIONES DE LOS SABIOS
El tema del viaje marítimo vuelve a dominar en las últimas escenas de la obra (Acto III), a partir de la noticia que reciben los aztecas encarcelados de la posibilidad de retornar, gracias al viaje propuesto por Colón de navegar hacia el poniente, que ya ha recibido el apoyo de la Reina Isabel. Saldívar, su secretario, la ha convencido de la oportunidad de utilizar a los tres extranjeros para que guíen la expedición, los cuales son llevados a la Corte. Este ofrecimiento inesperado no deja de turbar a Colón, que cree navegar hacia lo desconocido y que confiesa también la verdadera motivación de su proyecto, muy distinta a la de los Reyes Católicos: C O L O N : «[...] Yo quería navegar hacia occidente para llegar al horizonte y entrar en los cielos, llegarme a la Casa de Dios y contarle de mi propia boca los infinitos males y miserias que sufren las gentes de este m u n d o . . .
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TUPA: ¿Cómo, buscabas a Dios en el Poniente? COLÓN: (Se vuelve extrañado.) Claro... Todo viaja hacia Occidente. Las estrellas, el sol, la luna... las más viejas leyendas. Todo indica el camino... TUPA: Yo llegué a esta tierra buscando a Dios por el Oriente. COLON: Y ya ves lo que encontraste. En cambio, por el Oeste... TONATIO: Ya verás lo que encontrarás [...] (p. 167).
Cuzzani pone en la balanza dos viajes, dos búsquedas místicas contrapuestas, que parecen anularse, en la medida en que los aztecas tienen ya la experiencia de los dos mundos, huérfanos ambos de una protección divina que asegure la justicia entre los hombres. La vivencia carcelaria en contacto con los más grandes sabios de España les hizo creer en un comienzo que el mundo azteca podría beneficiarse realmente con el superior progreso de las ciencias en aquellas tierras antes desconocidas. Sin embargo, ya antes de enterarse del viaje de Colón, cuando el diálogo con los sabios acerca de la libertad, la justicia y lo que podía aportar España al progreso del mundo azteca se había profundizado y madurado, las dudas comenzaron a surgir en la mente del Príncipe Tupa. Más tarde, cuando fue recibida la noticia del viaje, uno de los sabios, Don Pero, había lanzado una terrible advertencia: «Esos hombres que irán en los barcos con vosotros... llevarán espadas, armas, cañones, y toda clase de arreos de guerra. Irán a la conquista de vuestros reinos y al saqueo de vuestros pueblos. ¡Matarán y matarán, millones de indios! ¡Y no faltarán tribunales que digan que no tenéis alma inmortal! ¡Que sois animales o pescados o cualquier otra clase de combustibles» (p. 162). Afirmación temperada por Don Lope —literato, músico, doctor en lenguas romances— que poco después agrega: «[...] Irá lo uno y lo otro, la civilización, la ciencia y las armas de la conquista» (p. 162). En principio, Tupa acepta acompañar a Colón, pero bajo ciertas condiciones, la más importante la de embarcar también a los sabios encarcelados y darles la libertad total apenas crucen el océano y lleguen a tierra firme. Teuche se quedará en España para casarse con Mariceleste y Tonatio es nombrado piloto y guía de la expedición. El cree todavía en la promesa de una nueva aurora para su tierra: «Tlausicalpan». Cuando el príncipe azteca queda a solas con la Reina y Saldívar, confiesa que su voluntad final es volver a la cárcel y sufrir la condena de morir en la hoguera, convencido de que esos barcos «Llevan la muerte y la esclavitud y la guerra a lo más profundo de las comarcas que encuentren» (p.169). En la prisión tendrá compañía con Don Pero, el irreductible rebelde, que tampoco ha aceptado partir con Colón.
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CONCLUSIONES
En la obra analizada Cuzzani escapa totalmente a la tendencia maniquea de algunos dramaturgos latinoamericanos que han tratado el tema de la colonización del territorio americano por los españoles, diabolizando a éstos e idealizando al mundo prehispánico. Uno de los mayores aciertos del autor argentino es poner en el mismo plano a los dos mundos confrontados, mostrando las fisuras de uno y otro. Comienza por trazar un perfil de la sociedad azteca, forzosamente esquemático para adecuarse a la síntesis dramática (Acto I). En los actos II y III le toca el turno a la sociedad española, mediante el artificio del viaje de los tres aztecas. Viaje transoceánico similar al de Colón, pero anterior, «viaje al revés» en cuanto contradice los hechos históricos. La confrontación de los dos mundos adquiere un nuevo sentido, gracias a la inversión, sólo posible gracias a la imaginación creadora. El diseño dramatúrgico de Cuzzani va revelando progresivamente un juego de espejos de sorprendente simetría entre las dos civilizaciones, que no traiciona en lo substancial la realidad histórica estricta. Brevemente expresadas, las simetrías son las siguientes: 1. El Príncipe Tupa navega hacia el Oriente para encontrarse con el Dios Sol y darle cuenta de las injusticias que sufre su pueblo / Colón quiere navegar hacia el Poniente para llegar a la Casa de Dios y contarle a la divinidad «los infinitos males y miserias que sufren las gentes de este mundo...». 2. En el diálogo de los aztecas con los sabios españoles resulta una homologación de Quetzalcóatl y Prometeo, como figuras civilizadoras. 3. La tiranía de Axayaca se iguala a la tiranía de los Reyes Católicos. 4. La casta sacerdotal azteca tiene su equivalente en el Clero Católico y la Inquisición, aliados del poder político y de gran influencia. 5. Los demás sectores sociales: trabajadores e intelectuales son explotados y/o perseguidos a uno y otro lado del océano. La única diferencia apreciable sería el mayor potencial científico y técnico de España, aunque el autor deja sin desarrollar este aspecto del lado azteca. El planteamiento de Cuzzani sobrepasa la diferencia de civilizaciones que se ignoraban entre sí para remitir tácitamente las sociedades española y azteca a un conjunto mayor: «la humanidad», con toda su complejidad y sus contra-
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dicciones, con todas sus cualidades y defectos, con todas sus imperfecciones y posibilidades de superación. En último término, para Cuzzani la naturaleza humana —sin distinción de tiempo y lugar— puede manifestarse de manera positiva o negativa. Estas constataciones históricas adquieren su pleno sentido, en la medida en que aún son válidas cuatro siglos y medio después, con ligeras variantes. Las tiranías de entonces se perpetuarían en las dictaduras del siglo xx; las castas sacerdotales o los cleros de antaño, seguirían teniendo un peso importante en el presente, aliadas con el poder político; y la explotación de los trabajadores continuaría existiendo con modalidades diferentes. Cuzzani acentúa las analogías entre el pasado y el presente, recurriendo a anacronismos a menudo de gruesa factura, inscritos en el registro de la «farsátira», en que el elemento humorístico es de rigor. La forma coral, muy en boga en el teatro independiente argentino, alterna con la forma dialogada con el fin de expresar un sentir colectivo (Coro de mineros, Coro de mendigos, Coro de pescadores, Coro de presos). El tema de la colonización del continente americano por los españoles gravitó fuertemente en Cuzzani mucho antes de la celebración del V Centenario Colombino en 1992. Casi tres décadas después de Los Indios estaban cabreros y de sufrir las dictaduras de su país, escribió Lo Cortés no quita lo caliente (1985), en la cual trata el tema de la conquista del imperio azteca, en donde falta Moctezuma, pero no Cortés, ni Malinche, ni Guatemoc, obra complementaria de la anterior, focalizada en la figura del conquistador de Tenochtitlan. En esta última pieza, que no es una farsátira, se cumplen las masacres presentidas en la primera por el Príncipe Tupa y los sabios españoles.
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VIAJEROS Y EMIGRANTES EN LA LITERATURA A R G E N T I N A D E F I N D E SIGLO: EL MAR QUE NOS TRAJO D E G R I S E L D A G A M B A R O Y LEJOS DE AQUÍ D E R O B E R T O C O S S A Y MAURICIO KARTUN
Teresita Mauro Castellarín Universidad Complutense de Madrid, España
Desde tiempos remotos, el viaje, la partida, el regreso, han estado unidos a la narración, al relato. El viaje, como metáfora, como recuperación de la memoria o como utopía, ha sido una constante en la temática de la literatura de todos los tiempos. En la literatura argentina de las últimas décadas constituye un eje fundamental y ha dado lugar a obras muy variadas en cuanto al tratamiento del tema y se ha insertado en diferentes géneros. Analizamos dos obras representativas y diferenciadas en relación con los motivos y peripecias del viaje: El mar que nos trajo de Griselda Gambaro, novela que recrea las vicisitudes, encuentros y separaciones en la vida de emigrantes italianos y Lejos de aquí de Roberto Cossa y Mauricio Kartun, pieza dramática que gira en torno a los viajes anhelados, postergados y la huida hacia ninguna parte, en un mundo globalizado en el que se han perdido las raíces y las referencias sobre un destino común. Historias de migraciones, de exilios, de amor, de luchas que reviven la eterna historia del hombre frente a su mundo y a su tiempo. A la vez, pese al género diferente, ambas obras mantienen una estrecha relación con la historia real del país y con las circunstancias histórico-políticas en las que se inserta cada relato.
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Argentina, otrora país de acogida de miles de emigrantes, en las últimas décadas del siglo xx y comienzos del xxi ha originado sucesivos exilios y migraciones que han forzado a los hombres a situaciones de adaptación, a la generación de nuevos arraigos, al aprendizaje y uso de otras lenguas o, por el contrario, a la vivencia del desarraigo, a la reelaboración de sus experiencias desde la nostalgia, desde la distancia, renovando ese eterno proverbio que afirma «mi patria es mi lengua», «mi patria es mi infancia, mis recuerdos». La historia más reciente del país ha llevado a otras búsquedas, a otros viajes en el tiempo y en el espacio. Una gran cantidad de obras de las últimas décadas del pasado siglo, recuperan, como materia ficcional complementaria, los viajes, exilios y éxodos de sus antepasados procedentes de los más diversos países del viejo continente. Estas décadas, marcadas por una producción cultural y literaria gestada fuera de las fronteras del país, han dado lugar a variados procesos de adaptación, de reelaboración del propio lenguaje, al mestizaje e hibridación cultural y lingüística (Heidrun/Herr, 2003). El exilio, más que la emigración voluntaria o económica, trae aparejadas otras consecuencias por el mismo hecho de ser una situación forzada. Los efectos negativos se vinculan, sin lugar a dudas, con el aspecto emocional y con las vivencias de cada escritor, su circunstancia y, fundamentalmente, el modo de establecer la relación con un público lector o espectador diferente. Griselda Gambaro expresaba el carácter dependiente que cobró la elaboración de sus obras durante su exilio en España; la falta de consonancia con otro público, era una situación que la inhibía para la producción dramática: [...] la presencia del público (que) en la escritura teatral, es un espectador invisible acompañando al autor. (Este público) nace del conjunto de relaciones que une recíprocamente al dramaturgo con su comunidad. En el exilio es difícil de aprehender dónde se encuentra. [...] El autor se ve obligado entonces a crear «un espacio imaginario» que a su vez descubra, invente o anticipe nuevas dimensiones de lo real (Méndez- Faith/Minc, 1989, pp. 419-427).
La autora, como dramaturga y novelista, contaba con un reconocimiento unánime de su obra tanto en el país como en el extranjero en 1976 cuando se produjo el golpe militar. N o obstante, en numerosas entrevistas y reportajes Griselda Gambaro ha expresado la menor repercusión que han tenido en la crítica sus obras narrativas: novelas y cuentos, frente a la producción teatral.
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[...] el teatro, al ser un arte colectivo en donde intervienen actores o directores más conocidos que la autora, tiene un mayor impacto en los medios. Además, la primera obra que estrené, El desatino,
provocó un gran escándalo y me dio cierta
notoriedad. Desde entonces, la atención estuvo centrada en mis piezas teatrales. Con la publicación de Lo mejor
que se tiene y de mis obras narrativas inéditas se
está modificando esta tendencia (Friera, 2 0 0 3 , p. 5).
Durante la dictadura militar, un decreto del general Videla prohibió su novela Ganarse la muerte por considerarla contraria a la institución familiar y al orden social, hecho éste que motivó su salida del país rumbo al exilio y su radicación en Barcelona. De regreso al país, la publicación de su novela Dios no nos quiere contentos, escrita y publicada en Barcelona en 1979 durante su exilio, representaba una victoria contra los censores que prohibieron sistemáticamente sus libros y la representación de sus obras de teatro. Gambaro en sus textos pretende describir el mundo mediante las palabras, «amantes, fieles, compañeras y traidoras», según las define. Para ella, «La tarea de un escritor es revalorizar las palabras, darles sentido dentro del texto y recobrar la legitimidad de aquellas palabras que los usos políticos, sociales y cotidianos deforman y corrompen» (Ibíd), aspira devolver a las palabras el sentido primigenio, incontaminado, especialmente para denunciar, de manera sutil la violencia, la destrucción y la muerte que implantó la dictadura. Tanto en la novela como en el teatro, Gambaro desarrolló muchas obras en torno a una temática de espacios cerrados en los que predomina la violencia y, más concretamente, como señala Rita Gnutzmann1, entre otros, las microestructuras de poder en el ámbito de la familia. En el marco de la escena teatral, Griselda Gambaro formó parte de los iniciadores de la etapa que Osvaldo Pelletieri ha denominado: «La segunda fase de la segunda modernidad teatral argentina (1976-1983)» (Pelletieri, 2003, pp. 78-83), periodo marcado por el realismo reflexivo y el realismo crítico en relación con las circunstancias por las que atravesaba el país. Gambaro trabaja con ironía extrema en un mundo cerrado en el que el antihéroe es la víctima de un universo fragmentado.
1 Rita Gnutzmann, 2001. En este trabajo la autora analiza las obras El desatino y La mala sangre. En un artículo posterior, «Casa-hogar-cámara de tortura en el teatro de Griselda Gambaro» (Gnutzmann 2004), estudia la misma temática en obras menos atendidas por los críticos, Las paredes y Nada que ver.
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El año 1981 significó una nueva inflexión en la escena con la experiencia del Teatro Abierto, como forma de crítica y resistencia al sistema dictatorial que comenzaba a mostrar el desgaste y el debilitamiento de su poder. El retorno a la democracia y al país de muchos de los exiliados, abrió el camino hacia nuevas formas de expresión y de representación. Con el final del milenio, la crisis económica, la precariedad y las escasas posibilidades de desarrollar un trabajo digno para la subsistencia, provocó la emigración de ingentes cantidades de personas en busca de un destino mejor. En ese nuevo contexto, tanto el teatro como la novela, comenzaron a indagar en el pasado y en la historia sobre las profundas secuelas que la dictadura, el terror y la violencia habían dejado en el presente. En ese contexto de recuperación de la memoria, de búsqueda de los orígenes, de historias de encuentros y separaciones, Griselda Gambaro compone el relato que sobrecoge por su belleza y profundidad, El mar que nos trajo (2001). El mar, los viajes, toman corporeidad al nivel de los personajes en la búsqueda de la italianidad de sus propios orígenes: «Yo soy de origen italiano, siento de manera muy acusada este origen y el mestizaje cultural que hay en mi país; en efecto, esto se nota en lo que escribo» (Roffé, 2001, p. 98). Con una acertada elección, la autora coloca un fragmento de un poema de Salvatore Quasimodo como epígrafe 2 . El poeta del exilio, que convirtió sus versos en una constante añoranza de su isla natal, exiliado de sí mismo, preocupado por los problemas sociales de su tiempo, horrorizado por la destrucción y la muerte durante la Segunda Guerra Mundial, constituye un paratexto que establece una relación dialógica y consustancial con el argumento de la novela de Griselda Gambaro. En un segundo epígrafe, en español, la autora retoma dos breves versos: «Un murmullo de mar, / Un eco de memoria» (Gambaro, 2001, p. 9). El comienzo de la novela se sitúa en Génova en 1879, allí Agostino, a los 19 años consiguió, por mediación de un futuro cuñado, un contrato como marinero en la línea Genova-Buenos Aires. Sólo conocía la isla, en la que cada día salía en la barca del patrón, a pescar. Trabajaba mucho y ganaba muy poco. El trabajo en la nave, sin puesto fijo, le abría el rumbo hacia una vida mejor. Antes de la partida de su primer viaje, la familia de la joven Adele, su novia 2
«S' ode ancora il mare»: Già da più notti s'ode ancora il mare,/ lieve, su e giù, lungo le sabbie lisce./Eco d'una voce chiusa nella mente/ che risale dal tempo; ed anche questo/ lamento assiduo di gabbiani: forse/ d'uccelli delle torri, che l'aprile/ sospinge verso la pianura. Già/ m'eri vicina tu con quella voce;/ ed io vorrei che pure a te venisse,/ ora, di me un'eco di memoria,/ come quel buio murmure di mare.// (Quasimodo, 1991, pp. 280-281).
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de 17 años, impusieron el m a t r i m o n i o c o m o garantía de su regreso. El barco iba cargado de cientos de emigrantes, A g o s t i n o limpiaba las cubiertas, los dormitorios y, a veces, se sentía agobiado por esa m u c h e d u m b r e de emigrantes, a c o s t u m b r a d o a la soledad y al silencio de su isla natal. El texto de la novela abarca desde 1879 hasta el primer m a n d a t o del gobierno de Perón en Argentina, resume en u n a novela breve, con todas sus implicaciones sociales, históricas y políticas, más de sesenta años de la vida del país de las esperanzas perdidas. E n la capital argentina, en la casa de u n o s parientes de u n c o m p a ñ e r o , emigrados t i e m p o atrás, Agostino conoce a u n a joven florentina, Luisa, que llevaba tres años en el país con esa familia a la que servía en las tareas domésticas. Ese primer contacto con la joven, c a m b i ó el destino de ambos. Agostino n o volvió más al barco ni Luisa a la casa de sus patrones. C o m e n z ó u n a nueva vida para la pareja, él t r a b a j a n d o en la carbonería de u n piamontés q u e les p e r m i t i ó alquilar u n c u a r t o en u n a casa de inquilinato. Luisa, a pesar de su embarazo, e m p e z ó a lavar y a planchar ropa para gente m á s p u d i e n t e para paliar la estrechez económica de la pareja. Agostino se sentía protegido por la distancia del agravio c o m e t i d o a su legítima esposa y a su familia, en la que el código del h o n o r ocupaba u n lugar primordial. E n el c u a r t o de inquilinato nació la hija de ambos, Natalia. Luisa e m p e z ó a desmejorar en su aspecto, delgada, débil y con u n a tos p e r m a n e n t e que preocupaba a Agostino. Griselda G a m b a r o que, en otras obras dramáticas y novelas, se p r e o c u p ó por indagar en las raíces y consecuencias del p o d e r y la d o m i n a c i ó n , t a n t o en el á m b i t o social c o m o en el m á s p e q u e ñ o del á m b i t o familiar, aquí p o n e de relieve nuevamente, el f u n c i o n a m i e n t o de las relaciones de poder y de sumisión, en especial, de la mujer, h a b i t u a d a a u n sistema patriarcal. A Luisa: El ruido y el movimiento de las calles la asustaban, pero se guardó de confesar sus temores a Agostino. No era dada a exigir ni a quejarse porque de donde venía, una Florentina aldeana y pobre, la resignación se aprendía en la cuna, junto al primer balbuceo. Sufría calladamente cuando le retaceaban el pago y debía volver golpeando las puertas con una mansa insistencia de mendiga (2001, p. 19). Se verifica en las obras de G a m b a r o u n a evolución en c u a n t o al tratam i e n t o de los personajes femeninos y a las respuestas que éstos a d o p t a n frente a u n m u n d o regido, esencial y tradicionalmente por hombres. La autora n o
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se decanta por un feminismo militante, sino por asumir como autora y como mujer un papel activo y crítico en contra del canon socialmente establecido. Como afirma en una entrevista, tomó conciencia del problema del poder y la dominación y comenzó a combatirlo en la vida y en las obras. [...] no sólo hablo de las mujeres de mis piezas, los débiles y marginados sufrían «las ignominias del poder y callaban, pero a poco que vayamos avanzando vemos que estos personajes ya no se comportan de manera sumisa sino que asumen la derrota no como un fracaso sino como un aprendizaje, saben a donde van y lo que quieren 3 .
En la novela, la ambientación del relato a finales del siglo xix, es fiel al espíritu y a las convenciones sociales de la época. Los personajes no pueden escapar al enraizado sentido del honor del sistema patriarcal de la Italia de esos momentos. Agostino por momentos desespera por la ruda vida cotidiana que lleva, añora su isla, el azul del mar, su barquita pequeña. La pequeña Natalia, tan parecida al padre, con el mismo color verde de sus ojos, con su ternura, es el único consuelo a las penurias de la vida cotidiana. Despreocupado de sus obligaciones morales, del sentido del honor contraído con su prematuro matrimonio en Italia antes de su partida, una noche como las demás, de regreso a su casa, Agostino iba «pensando en la niña cuyas salidas lo regocijaban y le concedían el único orgullo que había podido conquistar en esta tierra. Rememoraba plácidamente sus curiosidades y sus preguntas» (p. 20). En la penumbra vio a dos hombres que avanzaban hacia él. No le resultó difícil, a pesar de los cuatro años transcurridos, reconocer en el perfil de las siluetas a Cesare y Renato, los hermanos de Adele, su mujer.
3
Joaquín Navarro Benítez «La transparencia del tiempo». Entrevista a Griselda Gambaro, en Cyber Humanitatis N°. 20, Facultad de Filosofía y Letras. Universidad de Chile. Primavera 2001. . La autora reitera los motivos de su evolución y el cambio de perspectiva en cuanto al tratamiento de la mujer, tanto en la vida real como en sus obras, ese cambio: «Se produjo a raíz de una novela que escribí en el año 1976, Ganarse la muerte, que fue publicada en Francia al mismo tiempo que en la Argentina. Las feministas francesas la entendieron como una novela que protestaba contra el sometimiento de la mujer. Yo viajé a Francia para la traducción y me puse en contacto con las feministas. Conversar con ellas me hizo pensar más en esa situación particular de la mujer. Antes, lo hacía instintivamente; mi oposición al sometimiento de la mujer era más visceral que otra cosa. Después, adquirí mayor consciencia y sentí la necesidad de incorporar esta problemática en mis obras», en Roffe, 2001, p. 102.
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La economía de lenguaje del narrador omnisciente, los diálogos breves y ajustados a la parquedad de los personajes, ceñidos por los códigos sociales más que por la comunicación, le imprimen al relato una gran densidad y efectismo. Los dos hermanos de Adele, casi sin palabras, conducen a Agostino hacia el interior de la bodega de un barco. Cesare mismo, con gusto, le hubiera rebanado el cuello a Agostino. Pensaba en Adele, en su vergüenza y pena en estos años, viuda sin marido muerto. Pero no se ganaría nada. Adele quería a Agostino, su felicidad estaba unida a la presencia de ese hombre que jugaba desleal y sin honor (p. 24)
Otra constante de las obras de Griselda Gambaro se reitera en la novela, la dureza de la miseria y el desamparo del inmigrante transplantado a otra tierra. Luisa esperó, buscó en la carbonería, en el puerto, en la policía el rastro de Agostino, sin resultados. Ella sintió frío, la carencia de aire. Una absoluta soledad la rodeaba, había descendido de un barco en un país extraño, no conocía a nadie, no conocía la lengua que se hablaba en ese país. El nombre de Agostino era la única palabra que sabía y murmuraba incesantemente en todos los tonos, desde la súplica hasta la desesperación sin que persona alguna la comprendiera (p. 22)
El mar que los trae, también devuelve a sus tierras a los hombres, el agua como símbolo del viaje y de la memoria, reúne o separa. Tiempo más tarde, Luisa supo por el comentario de un marinero, que Agostino había regresado a su isla en Italia. Agostino recuperó su antiguo oficio de pescador en su pequeña isla y, de la unión con su mujer, nació Giovanni. El niño creció al amparo de una madre complaciente y de un padre ensimismado por la nostalgia de una hija, añorada y lejana de la que sólo conservaba, además del profundo amor, una arrugada y antigua fotografía. Ese retrato en sepia cobra vida y tiene presencia en el hogar, depositado en la repisa de la chimenea y anunciada por Agostino —«Esa es mi hija»—. Giovanni creció entre los pescadores, acabó la escuela y su futuro en la isla era nulo e incierto: la pesca o las minas y los altos hornos de Portoferraio con los peligros y graves accidentes que se sucedían. Como es habitual, el padre proyecta en el hijo el destino que quiso para sí, navegar en lujosos barcos turísticos y volver a casa con abundante dinero. Giovanni, nombre simbólico, el joven, se convierte en el heredero del destino
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del padre y logra recuperar, a través del mar, las huellas de la otra parte de su familia radicada en Argentina. Su hermana por parte paterna, Natalia, nació junto a un río, pero no conoció el mar hasta casi los cincuenta años, poco antes de morir. Luisa, abandonada a su suerte, con su mala salud y el cuidado de su hija, acabó aceptando en matrimonio a un calabrés, bajito, de tez oscura y pelo ensortijado, Domenico Russo, con la convicción de tener una vida menos sacrificada y dura. Poco duró su débil esperanza. El calabrés, alcohólico empedernido, no trabajaba y, además, hurtaba las míseras ganancias de la mujer. La joven Natalia despreciaba a ese hombre que en nada se parecía al padre que conservaba en la memoria. La miseria, el desamparo, la condición infrahumana que rodeaba a buena parte de los inmigrantes, cobra nueva vigencia en el relato, en la sordidez y precariedad en la que sobreviven. Pese a las dificultades, la pareja tuvo dos hijas, Agustina, que murió antes de los tres años y luego a Isabella. La vida continúa y se repite en muchas escenas, Natalia cuidaba a su media hermana y sustituyó a su madre en el trabajo. En este personaje se percibe la voluntad de afirmación de la joven en relación con la vida de fatigas y enfermedad de su madre. Echa a la calle a Domenico y, con el apoyo de un matrimonio español sin hijos, compró una máquina de coser. Desde ese momento, su vida se convierte en una simbiosis con la máquina, en un trabajo sin descanso, cuidar a la madre siempre enferma, enseñar a la hermana las tareas básicas de la casa y pedalear sin descanso la Singer, para pagar la deuda, para subsistir. El edificio del inquilinato albergaba a inmigrantes que tenían en común la pobreza, el desarraigo y la pérdida del contacto con sus países de origen y con sus familiares.»En su mayoría habían sido campesinos analfabetos con un pasado de mucho penar, de tanto trajín que no había lugar para las ambiciones que no se refirieran al cuerpo: techo, comida y mínimo abrigo» (p. 90). Dos jóvenes calabreses, carpinteros de oficio, se instalaron en el inquilinato, ambos habían dejado mujer e hijos en Italia con la esperanza de progresar y llevarlos luego a Argentina. La presencia de los dos hombres desató las habladurías, las conjeturas, la posibilidad de cambiar en algo la rutina del recinto. Sólo pudieron ayudar a Natalia a leer una carta enviada desde Italia, firmada por su hermano Giovanni, que le comunicaba la muerte del padre y su parentesco.
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Las ideas anarquistas de los calabreses pusieron fin a sus proyectos de una vida mejor. Fueron encarcelados y la habitación que alquilaban despojada de sus pertenencias por el usurero propietario del inquilinato. Traspasado el umbral del siglo x x las historias paralelas, aunque distantes en tiempo y espacio, se suceden. En Italia, Giovanni se casó y murió su madre. El joven empezó a trabajar en una naviera con destino a Buenos Aires. Mientras, en Argentina murió Luisa e Isabella, se casó con otro inmigrante violento e irascible, al que ella se sometía ante la imposibilidad de sobrevivir con cinco hijos y sin recursos. Como el marido de su madre, derrochaba su dinero, no en alcohol, sino en el juego. La historia se repite de forma cíclica y con pocos matices en la novela. Los acontecimientos políticos y sociales de la época se incorporan al relato, la Semana trágica de 1919, que originó una brutal represión por parte del gobierno ante la huelga de los trabajadores de la industria metalúrgica, ocasionó la destrucción y la muerte en la tierra de promisión. De forma accidental murió el vecino de origen español y su mujer, a quien la «vida le quitó todo», decidió volver a su España natal. La única alegría que pudieron cosechar las hijas y los nietos de los antiguos inmigrantes fue recibir la visita de Giovanni, el hermano de Natalia que al fin, había logrado parcialmente convertir en realidad el sueño de su padre. «Había cumplido los sueños de Agostino, aunque imperfectamente como siempre se cumplen los sueños, o al menos de otra manera que la soñada» (p. 44). El mar que no conocía Natalia, le devolvía el recuerdo de su padre, la lengua de la infancia, la unión con su hermano, le traía la Italia de la que había llegado su madre y su padre, aunque ella nunca conociera esa tierra, sí pudo conocer el mar, acompañada de su hermano y conocer un barco, símbolo de esperanzas, de nostalgias, de pérdidas y encuentros. El estallido de la guerra en 1939, interrumpió los viajes de Giovanni a Argentina. Después de su último viaje, recibió una carta que le anunciaba la muerte de su hermana Natalia. Giovanni: miró el mar y se preguntó si Natalia estaría reunida con su padre y la congoja de su corazón le hizo decir sí, que la muerte es la puerta que se abre a lo imposible. Si tiene algún sentido la muerte, es la de permitirnos la libertad en los deseos. Y lo imposible era esa barca que veía a lo lejos, navegando serena en el mar, con dos diminutas figuras en cubierta, Natalia y Agostino, juntos, (p. 152)
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Acabada la guerra, Giovanni volvió a Argentina y recordaba las historias familiares. La situación económica había mejorado un poco durante la primera presidencia de Perón. La hija menor de Isabella, guardó en su memoria todo lo que oía de sus mayores y «muchos años más tarde escribió esta historia apenas inventada, que termina como cesan las voces después de haber hablado» (p. 156). La oralidad y la escritura se funden en el final del relato que reactualiza, desde el presente, la historia de tantos emigrantes que no pudieron ver cumplidos sus sueños. Lejos de aquí obra escrita en colaboración entre Roberto Cossa y Mauricio Kartun (Cossa, 1999), reconocidos dramaturgos, aunque de diferentes generaciones, se estrenó el 6 de septiembre de 1993 en el Teatro Nacional Cervantes. Como señala Dubatti (Dubatti, 1995, pp. 85-88), el antecedente más inmediato de esta pieza teatral es Gris de ausencia, de Tito Cossa, estrenada en el marco del Teatro Abierto. Obra que incorpora la experiencia de la emigración., el exilio, el viaje de ida y de vuelta desde y hacia Italia, pone en juego todas las variaciones del transterrado. En Gris de ausencia, una familia argentina y otra italiana, atienden un restaurante de comidas criollas en Roma. La presencia de un abuelo italiano, que vivió casi toda su vida en Argentina y ha perdido la memoria y los rastros de su propia cultura, es el nexo frágil que mantiene viva la presencia de la emigración de épocas pasadas. El abuelo no sabe, a ciencia cierta, en qué lugar se encuentra y sólo reitera de manera constante una vieja canzonetta, que lleva como título «Gris de ausencia», título que pertenece al ámbito del tango. Lejos de aquí, compuesta en conjunto, construye un nuevo episodio dentro de la expresión teatral relacionada con el exilio, la emigración, el retorno al país de origen. La pérdida de las señas de identidad propias, confunden, generan ambigüedad y la incomunicación absoluta entre los protagonistas. Dubatti señala como rasgo distintivo de esta obra lo neogrotesco, tradición de larga permanencia en el teatro rioplatense. El viaje se instituye como movimiento y desplazamientos para no llegar a ninguna parte. Representa más bien, un símbolo, una alegoría, una esperanza y una ilusión inalcanzable. Más allá de las escenas grotescas que interpretan los actores, hay también una sensación de vacío, de soledad, de desilusión. El primer mundo al que aspiran los nuevos emigrantes, no se diferencia demasiado del de procedencia. El modelo del mundo desarrollado, basado en el valor del dinero y en el consumo indiscriminado, alimenta los deseos de capas de población de
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países en crisis económicas endémicas y lleva a los hombres a lanzarse tras una quimera. En la práctica, esta confusión, este entrecruzamiento de discursos que se superponen aunque no se comunican, constituyen los metarrelatos propios de la postmodernidad, como lo han señalado numerosos teóricos de este estado social globalizado En resumen, a través del consumo, los resortes del mercado, la influencia de los medios de comunicación y la globalización, exaltan la diversidad, el individualismo estético, la multiplicidad de lenguajes, el relativismo axiológico. Como resume Lipovetsky la tesis anunciada ya por Marshall Berman: «La sociedad postmoderna es aquella en que reina la indiferencia de masas, donde domina el sentimiento de reiteración y de estancamiento, en que la autonomía privada no se discute, donde lo nuevo se acoge como lo antiguo, donde se banaliza la innovación, en la que el futuro no se asimila ya a un progreso ineluctable» (Lipovetsky, 1996, p. 9). La obra cuenta con cinco personajes, dos argentinos, dos españoles y un colombiano que trabajan en una parrillada argentina, «Pampas Argentinas», situada en la carretera de Madrid a Toledo. El hecho de situar la escena junto a una carretera, tiene como paisaje y protagonista el ruido de los vehículos que pasan de manera incesante en una u otra dirección. Esto contribuye a la mayor incomunicación entre los protagonistas, todos ellos insatisfechos de la mediocridad de sus vidas, que buscan con el viaje a ninguna parte, la recuperación de la identidad perdida. Lorenzo, un cincuentón argentino, apegado a su mítica Buenos Aires, quiere volver e intenta viajes fallidos varias veces a la anhelada capital. El apodado Mejicano, aunque es originario de Colombia, con gruesos bigotes, representa a cualquier latinoamericano. Mercedes, una joven española sobrina de Manolo, atiende las mesas. El resto del tiempo, vive conectada a unos auriculares para aprender inglés y poder huir hacia algún país en el que se hable ese idioma. Estela, mujer argentina, hermana de Lorenzo, bella y con porte aristocrático, mira pasar los coches por la carretera. Manolo, su marido, regenta el restaurante, es el típico español que no está a gusto en ninguna parte y quiere ir a Buenos Aires, convertida en la meca y mito de ciudad moderna y acogedora por el matiz de los recuerdos. Los signos del progreso, del desarrollo se suceden en la carretera, coches, autobuses, taxis, aeropuertos, una maratón que pasa frente a la parrillada y a la que se suma Estela, señalan esa sensación de movimiento constante hacia
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u n lugar indeterminado, que no existe, que sólo tiene existencia real en el recuerdo y en el deseo. Los argentinos, herederos del exilio, sueñan con el regreso a una Buenos Aires que ya no existe, en la que ya no les quedan ni amigos, ni los antiguos bares, ni el vendedor de periódicos, que quedaron fijados en el imaginario de una época pasada, cuando vivían en ese lugar. Lorenzo y Manolo evidencian ese intento de regreso a un lugar que ya no les pertenece, en el que no se identifican más que en los recuerdos. El viaje constituye para ellos, u n motivo, una necesidad ontològica de arraigo, de sentido de pertenencia, de reordenamiento de un lenguaje y de una identidad desarticulada. Manolo ya no pertenece a ninguna parte, salió de Vigo a los diez años. Le queda u n hermano en Soria, con el que no se lleva bien. Añora a Buenos Aires donde al menos le queda el recuerdo de los viejos amigos y de los bares. Lorenzo, que durante diecisiete años estuvo soñando con el regreso a su Buenos Aires anhelada, hizo u n viaje pero no salió del aeropuerto bonaerense. LORENZO. Hace una semana estuve en Buenos Aires... El jueves pasado, justo a esta hora estaba en Ezeiza. MANOLO. ¿En el aeropuerto...? ¿Tú finalmente en el aeropuerto de Ezeiza...? LORENZO. Me temblaban las piernas... Miré por los vidrios... El crepúsculo de Buenos Aires... Casi me pongo a llorar. Un montón de gente saludando en las puertas. La bienvenida ¿viste...? [...] A mi no me esperaba nadie. ¿Quién me iba a esperar? Habían pasado diecisiete años [...] ¿Qué hago acá? Me dije ¡La pregunta...! [...] Me quedé solo. Las dos valijas dando vueltas en la cinta. Vaya a saber que se me dio por... Me puse a llorar como un pelotudo... Me di media vuelta y me volví (Cossa, 1999, p. 151). Mercedes, la joven sobrina de Manolo, quiere convencer al mejicano para que viaje a Inglaterra donde podría trabajar en algún pub en el Soho londinense, manteniendo relaciones sexuales con inglesas. Estos jóvenes no buscan paraísos perdidos ni sueñan con un f u t u r o utópico, viven simplemente sin condicionamientos sociales ni morales. MERCEDES. ¡Oye...! ¿Sabes inglés? (Asombrada) ¿Sabes hablar inglés? MEJICANO. Viví un año en Nueva York. MERCEDES. (Admirada) Un año en Norteamérica... ¿Y cómo llegaste aquí?
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M E J I C A N O . Bueno pues... Ganas de cambiar... Conocer los países europeos... M E R C E D E S . (Irónica) Y elegiste España... Mira, si yo supiera hablar inglés estaría en Londres. O en Japón. O en Alemania. O en Norteamérica (pausa larga) En cualquier lugar menos en esta mierda (Cossa, 1999, p. 113). Se c o n s u m a así, la vida c o m o u n a vorágine, c o m o u n a espiral en la que se gira sin hallar el final ni el r u m b o . Mítico final y comienzo de un nuevo mileno en el que la tecnología, el consumo, el hedonismo, no logran llenar el vacío de ser h u m a n o . Entroncando la novela de Griselda G a m b a r o con la obra de C o s s a y K a r t u n , hay un nexo de coincidencia en el mestizaje cultural que ambas muestran. Pero el mestizaje y la hibridación cultural tienen muy distintos resultados. E n el caso de Griselda G a m b a r o , c o m o ella m i s m a afirma: Mis obras responden a un mestizaje cultural producido por la colonización y la emigración europea después del casi total arrasamiento de las culturas indígenas. Con el tiempo, esa transposición cultural se entrecruzó con nuestra historia y nuestras vivencias personales y colectivas dentro de un encuadre político-social determinado, se sedimentó y quedó un producto autónomo, un teatro autónomo. Y esta cultura mestiza es la que nos permite estar abiertos a todos los aportes, recibirlos y transformarlos, pasarlos por el cedazo de una cultura abierta y una óptica argentina (Navarro, 2001) E n la obra de C o s s a y K a r t u n se amplía la dimensión trágica del inmigrante, c o m o afirma, Jorge Dubatti, éstos ya no pueden reconocerse ni en su propia tierra.
Lejos de aquí habla del hombre sin identidad, del hombre paria, de quien desconoce su patria perdido en su patria misma. [...] La metáfora del viaje es una forma de autoengafio, de creer equivocadamente que algo cambia cuando cambian los paisajes y los ámbitos. El desplazamiento exterior, sin su indispensable correlato interior, emocional y reflexivo, es una trampa: impide a los personajes encontrarse consigo mismos (Dubatti, 1995, p. 86). C o s s a y K a r t u n han aunado en esta obra teatral lo trágico y lo cómico, de allí la denominación que D u b a t t i recupera, en el estudio preliminar de la obra publicada en la Revista Conjunto-. «Inmigración y neogrotesco». Señala, acertadamente el crítico, la recuperación de la tradición iniciada por Discépolo, que tuvo amplia repercusión en la dramaturgia argentina. L a comicidad de
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los excesos y contradicciones de los actos de los protagonistas son percibidas por el espectador como grotescos o desmesurados, pero no forman parte de la interpretación misma, que se desarrolla con la seriedad y dramatismo propio de cada momento. La última escena es la culminación de la diàspora y de los viajes. La joven Mercedes, considera que el Mejicano no posee una virilidad suficiente para llevarlo a Londres y hacer prosperar el negocio de sexo que se propone instalar. El Mejicano recoge los esquís que su padre le regaló poco antes de morir, a pesar de vivir en Medellín en una casa de adobe y con elevadas temperaturas, para que se marchara a algún país con futuro, como los que tienen nieve. Se despide y sale rumbo a Bergen en Noruega. Estela ha marchado detrás de la gran maratón que pasaba por la carretera sin rumbo fijo, tal vez con destino a Alemania. Manolo, vende el negocio a unos búlgaros y se apresta para marcharse a Buenos Aires. Ya ha programado la compra de un pequeño bar a través del contacto con antiguos amigos porteños. Lorenzo, el argentino expatriado durante muchos años, al final es el único que se queda entre los restos de la antigua parrillada argentina y futuro estanco búlgaro, y no desecha la posibilidad de quedarse a trabajar allí, a cambio de casa y comida. La obra acaba con un llamado telefónico hecho desde Buenos Aires, Lorenzo atiende y adopta el acento español para decir que su cuñado ya ha partido para Argentina. LORENZO. Hola... Sí es la casa de Manuel González. Manolo acaba de salir para el aeropuerto. [...] Y... calcúlele que llega mañana al mediodía... Al mediodía de acá (Escucha) Ah... eso de la diferencia de horas es cosa de ustedes. Acá en mi país son las siete de la noche (Escucha. Se pone tenso) ¿Lorenzo...? N o . . . N o . . . ¡Ah... ¿usted dice el cuñado de don Manolo...? N o . . . Hoy no estuvo por aquí... Hace tiempo que no se lo ve. N o sabría decirle, señora. ¿Qué quién soy yo? (Breve pausa) El chaval del estanco. ¡El chaval del estanco! ¡¡El cha-val del es-tan-co, coñoü ¿O en qué idioma estoy hablando? (Cossa, 1999, p. 153).
Lejos de aquí se convierte, de forma paródica para Lorenzo, en un movimiento circular de idas y regresos para quedarse aquí, final del viaje a ninguna parte. Asume la condición de español, de pertenencia a un lugar que no es el originario suyo. Hay una comicidad trágica en esa conversación final. El viaje, la añoranza, el regreso, la identidad del personaje han encontrado al fin un destino: el mismo del que se quería huir.
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La brevedad del texto dramático, el movimiento constante, la sucesión de idas y regresos, los diálogos entrecruzados, le dan un gran dinamismo a la obra, tanto en la representación como en la recepción del texto leído. Tras la comicidad de las situaciones y escenas, se verifica un tono crítico con respecto a la vacuidad de la vida y de los valores de la cultura postmoderna. El viaje, tránsito entre un punto de partida y otro de llegada, se convierte en el ámbito de la ficción narrativa o dramática, en metáfora y testimonio. El recuerdo de partidas, regresos, separaciones o reencuentros, sirven en estos textos para recuperar la memoria del desarraigo y la dureza de las condiciones de vida de los emigrantes, del exilio por razones políticas, con sus secuelas de dolor, de nostalgias y de ausencias. Las migraciones hacia países más ricos de un gran número de personas de diferentes países, inscribe el viaje en la problemática de la postmodernidad, con sus señas culturales de un nuevo estadio histórico. En cada una de las obras analizadas, la aventura del viaje difiere en el significado, en la construcción de los espacios narrativos y en los motivos que originan el desplazamiento. El viaje en la novela de Griselda Gambaro constituye una aventura, una búsqueda y el deseo de una recompensa. El lugar de llegada es un territorio utópico en el imaginario y en el anhelo de aquellos que emigraban de una Europa sumida en la pobreza o en guerras. La dureza de la vida cotidiana y las condiciones de precariedad desarticulan el proyecto inicial. El espacio de llegada se convierte en una experiencia de desgarro, separaciones, duelos y nostalgias. El exilio y la emigración es la salida hacia un lugar al que no se pertenece, en el cual el futuro es incierto. Para el transterrado la geografía no tiene significado en sí misma, sino el discurrir entre el deseo del regreso a un lugar que ya no es el mismo o la inserción en una historia globalizada en la que ya no existen las utopías. En clave simbólica, como también afirma Dubatti, en Lejos de aquí, se plantea el viaje del tercer al primer mundo, el objetivo no es ya un lugar, sino una posición económica. Refleja, en fin, la tragedia del hombre contemporáneo, antihéroe condenado a vivir en un espacio vital que es un no lugar. Viajes de una orilla a otra del Atlántico que representan en dos obras breves, tanto en la novela como en el teatro, el cambio de sentido histórico de la aventura del viaje que se produce desde las postrimerías del siglo x i x hasta el final del siglo x i x , comienzo y final de un milenio re-actualizados mediante el prodigio de la ficción y la palabra.
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7. Discursos latinoamericanos contemporáneos
E L TESTIMONIO NICARAGÜENSE EN LOS AÑOS OCHENTA Gema D. Palazón Sáez Universität de Valencia, España
N I C A R A G U A Y EL DISCURSO TESTIMONIAL REVOLUCIONARIO
En su libro Women, guerrillas and love, Ileana Rodríguez sostiene que las revoluciones son también cuestión de palabras y expresión cultural (Rodríguez, 1996, p. 16). La revolución popular sandinista ha sido definida como el fenómeno cultural más importante de Nicaragua en el siglo xx1, ligando así el proyecto económico, político y social a una revolución cultural que pasaba por la recuperación de la identidad nacional (oprimida por la colonia durante más de cuatro siglos y supeditada al imperialismo estadounidense desde la independencia) y la elaboración de un nuevo sujeto que se materializaba en la figura del hombre nuevo postulado por el Che Guevara en Manual de la guerra 1 La frase fue acuñada por Ernesto Cardenal en uno de sus discursos como ministro de cultura y ha sido reproducida por otras personalidades del mundo artístico nicaragüense posteriormente. Cardenal hizo referencia a la difusión que tuvo en los años ochenta la expresión sobre la base de que la cultura revolucionaria era distinta a la que Nicaragua había tenido hasta la fecha y la íntima relación que unía cultura y revolución en el proyecto sandinista: «Tenemos una C u l t u r a distinta ahora, democrática, revolucionaria, anti-imperialista. Hay una frase de un discurso mío sobre la cultura que se ha repetido bastante: el acontecimiento cultural más importante de nuestra historia es la Revolución Popular Sandinista [ríe]. Y es una buena frase, lo digo sin modestia porque la frase no es mía. M e la dió [ríe] el C o m a n d a n t e Bayardo Arce. No sé si es de él, o algún otro C o m a n d a n t e será el autor. Pero es ahora una frase de todos nosotros». Cardenal, Ernesto, «La cultura y la guerra de liberación», discurso pronunciado en la clausura del Comité de Intelectuales por la Soberanía, Plaza de los No Alineados, M a n a g u a , 8 de marzo de 1982, en Zamora/Valle-Castillo (1982, pp. 241-242).
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de guerrillas. Como ha analizado Juan Duchesne, el hombre nuevo se trasladaría a Nicaragua con las especificidades propias a partir de la incorporación de la figura de Sandino como padre de la estirpe de defensores de la patria y las nuevas subjetividades surgidas de la lucha en la Montaña durante las décadas sesenta y setenta: el hombre nuevo postulado por Ernesto Che Guevara es tema de rigor en todo testimonio guerrillero [...] las difíciles condiciones físicas, el aislamiento y la dureza de entrenamiento guerrillero asisten a la forja de ese hombre nuevo [...] la montaña es entonces como escenario de formación del hombre nuevo, un espacio simbólico trasladable a cualquier punto de la geografía (Duchesne, 1986, pp. 126-127).
Este nuevo sujeto que propone Juan Duchesne tiene su origen en los procesos revolucionarios de América Latina a partir del triunfo de la revolución cubana y proporciona el material narrativo del testimonio guerrillero, el cual da cuenta no sólo de los acontecimientos vividos, sino que es además «dimensión cultural e ideológica de la guerra revolucionaria» (1986, p. 85). En este sentido, Fernández Retamar ha señalado cómo La guerra de guerrillas funcionó en el caso del Che como guía para la acción y los Pasajes de la guerra revolucionaria para la ejecución de esa misma acción, la praxis de la teoría del foco guerrillero (Retamar, 1969, p. 13) Lo interesante es constatar cómo este proceso se lleva a cabo en Nicaragua porque la institucionalización del discurso guerrillero bajo la fórmula testimonial se lleva a cabo con el FSLN en el poder; es decir, es en la década de los ochenta que aparecen numerosos textos testimoniales vinculados a la revolución y que existe un cierto imperativo ético, político e histórico para testimoniar la insurrección, los abusos de la dictadura y la toma de poder. Esto tiene que ver por un lado con los problemas de difusión interna en Nicaragua y la escasez de un mercado editorial nacional interno. No fue hasta la llegada de los sandinistas al poder que en Nicaragua se desarrolló un mercado editorial capaz de ser accesible para una población sumida en la extrema pobreza. Por otra parte, durante los años de resistencia somocista, el FSLN no podía recurrir a la letra impresa para conseguir difundir sus ideas más allá de ciertos ámbitos urbanos y más concretamente de escuelas secundarias y centros universitarios, puesto que la tasa de analfabetismo rondaba el 60 por ciento de la población. Esto sin duda determinó las condiciones y estrategias con que el FSLN se acercó al mundo campesino y obrero para conseguir solidarios con
El testimonio nicaragüense en los años ochenta
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su causa libertaria. Después de la toma de poder y con la cruzada nacional de alfabetización en marcha, esta estrategia cambió radicalmente. Las cartillas alfabetizadoras contenían los himnos de la revolución escritos por los hermanos Mejía Godoy, las biografías de Augusto C. Sandino, Carlos Fonseca y algunos de los héroes y mártires de la revolución. La montaña es algo más que una inmensa estepa verde, escrita a instancias de la revolución, tenía también un papel fundamental en su difusión del hombre nuevo y, en concreto, del proyecto transformador de la revolución en Nicaragua con especificidades propias. El suyo era un testimonio no para los guerrilleros en la montaña, sino para los jóvenes liberados en la Nueva Nicaragua, para que también estos abrazaran la causa y el proyecto de la revolución, además de dar difusión a la épica insurreccional. Sin embargo, como sugiere Ileana Rodríguez, este es un sujeto que se enuncia en masculino y se corporiza en los valores masculinos del guerrillero2 a través de una narrativa que se extenderá rápidamente en esos años en los países latinoamericanos con movimientos guerrilleros activos y, en el caso concreto de Nicaragua, a partir de la publicación de La montaña es algo más que una inmensa estepa verde de Ornar Cabezas. Tanto Juan Duchesne como Ileana Rodríguez coinciden en señalar cómo la configuración del sujeto guerrillero dará cuenta de un nuevo imaginario nacional y situarán la narrativa testimonial como el espacio discursivo de emergencia de estas nuevas subjetividades. Es en la producción testimonial de los años ochenta donde se desplegará el nuevo imaginario revolucionario sandinista que redefine los atributos de la masculinidad a partir de la representación del hombre nuevo: «It is not coincidence that the most lyrical moments of the testimoniáis are found in this masculine representation of the authority of the New Man and in the virile sensibility that his displays»3.
2 Estos nuevos valores de la masculinidad serán recodificados en el imaginario nacional nicaragüense a partir de una serie de oposiciones entre lo femenino/masculino en las relaciones simbólicas que se establecen entre el espacio de la Montaña y los cuerpos de los guerrilleros y en los lazos de afecto que unen a la nueva comunidad emergida en ese espacio. No es este un aspecto que me proponga analizar en profundidad aquí por razones de espacio, pero un análisis detallado de este aspecto se encuentra en el trabajo de Ileana Rodríguez (1996, p. 16) para toda la región centroamericana. 3 «No es casual que los momentos más líricos de los testimonios se basen en esta representación masculina de la autoridad del hombre nuevo y en la sensibilidad viril que demuestra». (Rodríguez, 1996, p 47). La traducción es mía.
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Gema D. Palazón Sáez N o me interesa profundizar en el carácter patriarcal y masculino de la revo-
lución sandinista, aspecto del que ya buena parte de la crítica feminista se ha ocupado 4 , pero sí retomar la enunciación del
hombre nuevo
en masculino sobre la
que trabaja Ileana Rodríguez porque eso explica, al menos en parte, la ausencia de testimonios de mujeres durante los años ochenta, a pesar de su considerable participación en la lucha guerrillera de los setenta en el caso nicaragüense 5 . Existen, por supuesto, los trabajos de Margaret Randall 6 dedicados a la recopilación de testimonios de mujeres durante los años de gobierno revolucionario, pero su sentido opera más en la dirección en que la revolución impulsó el principio de democratización de la cultura y socialización de los medios de producción que en cuanto a su implicación en la configuración de las identidades nacionales 7 . Es precisamente por el carácter fuertemente patriarcal que se desprende de buena parte de la producción testimonial nicaragüense de la década de los ochenta (sobre todo aquella vinculada a los principales comandantes guerrilleros 4 Para profundizar en este aspecto pueden consultarse los trabajos de Ileana Rodríguez (1996); Lancaster (1994); Kampwirth (1998); Brenes (1991), Montenegro (1996); Grossman (1996), etc. 5 Es cierto que la crítica ha variado mucho el porcentaje de participación de la mujer en la insurrección popular de los últimos años de la dictadura somocista, que varía entre un 5 y un 30%. Para un análisis de esta cuestión pueden consultarse los siguientes trabajos que exploran la participación de la mujer en el proceso insurreccional y revolucionario en diferentes aspectos: Kampwirth (2004); Kampwirth/González (2001); y Collinson (1990). 6 Me refiero a los trabajos que la autora norteamericana desarrolló en Nicaragua durante la década de los ochenta y que forman parte de un proyecto que había comenzado ya participando en la revolución cubana con la recopilación de testimonios de mujeres. Entre los trabajos que centró en Nicaragua se encuentran: Somos millones... La vida de Doris María, combatiente nicaragüense (México, Editorial Extemporáneos, 1977), Todas estamos despiertas. Testimonios de la mujer nicaragüense de hoy (México, Siglo xxi, 1980), Sandino's daughters: testimonies ofNicaraguan u/ornen in struggle (Vancouver, New Star Books, 1981), y más recientemente, Sandino's Daughters revisited: feminism in Nicaragua (New Yersey, Rutgers University Press, 1994). 7 Previamente, Margaret Randall había desarrollado trabajos similares en Cuba y México. Poco después del triunfo revolucionario en Nicaragua, la autora norteamericana fue invitada por el gobierno sandinista para desarrollar los talleres de historia impulsados por el Ministerio de Cultura y en ese contexto se desarrollarían algunos de los trabajos en la recopilación de testimonios de mujeres. Sólo en su trabajo Sandino's Daughters revisited: feminism in Nicaragua, Margaret Randall incide sobre la configuración de un imaginario nacional predominantemente masculino durante la revolución y sus efectos sobre las mujeres a partir de entrevistas realizadas a las mismas mujeres que habían tenido una incidencia pública notable durante el gobierno sandinista. Sin embargo, este es un trabajo realizado y publicado después de la caída del gobierno sandinista en las elecciones de 1989 y por ello tiene ya un sentido y una repercusión muy diferente.
El testimonio nicaragüense en los años ochenta
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que lideraron la insurrección y que publicaron sus memorias de la revolución en esa época), que George Yúdice ha establecido su particular división entre aquellos textos que responden a una discurso estatalmente institucionalizado (entre los que se encuentra La montaña es algo más que una inmensa estepa verde y que configuran otra historia hegemónica alternativa) y aquellos que suponen una práctica solidaria entre el intelectual y grupos subalternos que «responde al ethos de la comunidad, entendida como interacción dialógica» (Yúdice, 1991, p. 9); esto es, pasando de la representación a la concientización. En este sentido, el texto de Omar Cabezas reproduce una jerarquía patriarcal que remite al padre revolucionario nicaragüense, Augusto C. Sandino (Ibíd., p. 17).
INSTITUCIONALIZACIÓN DEL TESTIMONIO EN NICARAGUA
La bibliografía crítica sobre le testimonio en América Latina en general y, sobre Nicaragua en los años ochenta en particular, es extensa y diversa. A menudo ha estado sujeta a los parámetros críticos que en el contexto de la guerra fría, las dictaduras militares del Cono Sur y los movimientos indígenas de resistencia en Centroamérica estaban pensando el testimonio como género literario, discutiendo sus alcances como representación de las comunidades silenciadas y sus leyes estructurales en el marco literario 8 . En el prólogo de la clásica recopilación Testimonio y literatura —que da cuenta de algunos de estos debates—, René Jara habla del testimonio como «una forma discursiva [que] es el de la represión institucionalizada contra la cual se lucha y de la que se ha sido objeto» (Jara, 1986, p. 1) y cuyo sentido representativo cobra fuerza como escritura de supervivencia, pues «los archivos de la humanidad son siempre más completos que las recopilaciones de las más ambiciosas de las historiografías» (Ibíd., p. 2). En esa división entre la historiografía y lo que él denomina los «archivos de la humanidad» plantea la frontera que sitúa los textos testimoniales del lado del saber que no circula por 8
Éste es quizá uno de los aspectos que más atención ha recibido por parte de la crítica literaria y el campo de los estudios culturales. Puesto que no me interesa partir de una lectura del testimonio como subalternidad narrativa (cuestión que ofrece numerosas problemáticas en el caso nicaragüense) ni discutir su carácter literario, sino su sentido como práctica revolucionaria en Nicaragua, me limito aquí a dejar constancia de algunos de los trabajos en los que puede abordarse las polémicas que voluntariamente he omitido en el presente trabajo: Beverley (1987); Beverley/Zimmerman (1990); Sklodowska (1992), Jara/Vidal (1986); Beverley/Achugar (1992); Román-Lagunas (1994); Gugelberger (1996); Delgado (2002), etc.
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los circuitos oficiales y que lucha por su reconocimiento en el marco institucional. Hugo Achugar, por otra parte, plantea el testimonio como una lucha por el discurso: una de las vías de la conquista del poder y del discurso es el control de la producción simbólico-discursiva. Si bien se pueden observar distintas etapas en las que el discurso es de resistencia, o de desarticulación frente al discurso del sector en el poder, en definitiva, todo discurso aspira al poder (Achugar, 1989, p. 283).
Desde esa lectura del testimonio que incluye, por tanto, la producción desde el poder es posible abrir nuevas propuestas para pensar las relaciones que cultura, testimonio y poder han mantenido en Nicaragua desde la década de los setenta hasta nuestros días. Puesto que el discurso testimonial nicaragüense me interesa porque no sólo se institucionalizó durante los años ochenta, sino que sigue teniendo un peso importante en nuestros días y se ha establecido como discurso autorizado en la lucha por la memoria histórica más allá de los años de gobierno sandinista, creo fundamental partir de la consideración del testimonio como una lucha por el poder y la representatividad que, en el caso de Nicaragua, pasó rápidamente de la denuncia (en los textos que circularon en la clandestinidad durante los años setenta o se publicaron fuera del país) a la institucionalización después del triunfo de 1979 a través del Ministerio de Cultura y la Secretaría Nacional de Propaganda y Educación Política del FSLN 9 . Es decir, frente a los textos de la derrota o de los vencidos, como se han descrito los testimonios de Cono Sur, el testimonio nicaragüense está escrito desde el triunfo y desde el poder. El discurso revolucionario vehiculado en parte a través de los textos testimoniales de la década de los ochenta se articula no como fórmula de denuncia (por lo menos no sólo como tal), sino como marco de divulgación — e n su sentido más pedagógico— no sólo dentro de Nicaragua, sino también fuera de ella10 y como espacio de articulación de 9
Me interesa también porque con el fracaso de la revolución y el cambio de paradigma en la década de los noventa, el testimonio seguirá siendo utilizado como base para hacer circular distintos discursos alrededor de la revolución, pero perderá algunos de los principios que lograron su institucionalización durante los ochenta y que tienen que ver con el proyecto cultural al que se adscribió en esa década. 10 A esto contribuiría enormemente la publicación del texto de Ornar Cabezas por Casa de las Américas tras obtener el premio en la categoría de Testimonio, lo cual diseñó un marco de difusión internacional nunca antes conseguido en el marco de la narrativa nicaragüense.
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la memoria colectiva y comunicación de la experiencia transformadora de la revolución. Por último, son textos que, precisamente por lo anterior, gozaron no sólo de la publicitación y apoyo estatal, sino que muchos de ellos fueron impulsados directamente por instituciones del nuevo gobierno revolucionario. En este sentido, George Yúdice propone distinguir dos historias del testimonio: «por una parte el testimonio estatalmente institucionalizado para representar [...] y por otra el testimonio que surge como acto comunicativo de lucha por la supervivencia» (Yúdice, 1991, p. 210). G. Yúdice considera como piedra angular entre estos dos discursos el componente de la solidaridad que se desprende tanto de la pedagogía de la liberación de Paulo Freire como de la Teología de la liberación, ambas presentes en la Nicaragua sandinista de la década de los ochenta. En este sentido, G. Yúdice piensa el testimonio en términos de relaciones solidarias con la comunidad que se manifiestan a través de él, para concluir además con que ambas tendencias pueden servir a un mismo proyecto político y/o social entre los que destaca el de los Talleres de Poesía impulsados por Ernesto Cardenal en Nicaragua. Del mismo modo que para el crítico estadounidense existe un desplazamiento del campo de la representación al de la concientización en el caso del testimonio (y es en este sentido que plantea leer los Talleres de Poesía, como un acto comunitario que permita ir de la representación a la expresión del pueblo por sí mismo), también reconoce que paralelo a este proceso, se dieron también otros en aquellos contextos donde la lucha revolucionaria había conseguido llegar a la toma de poder: Si bien es cierto que tanto el gobierno cubano como el ministerio de cultura sandinista han apoyado y promovido luchas populares y comunitarias y han publicado sus testimonios, también hay que reconocer [...] que en Nicaragua se ha popularizado enormemente un testimonio {La montaña es algo más que una inmensa estepa verde, de Ornar Cabezas) que busca fundar la autoridad del enun-
ciante en una novela de formación del ethos militar machista y en una cadena de relevos patriarcales que va desde Sandino hasta él mismo (Ibíd.). Más adelante, G. Yúdice insiste en el carácter representacional de este tipo de testimonios en el caso cubano, pero igualmente trasladables a Nicaragua en los que se pretende que el enunciante funcione como portavoz de la comunidad y sirva de ejemplo para los valores afirmados (p. 211). En este sentido, el testimonio impulsado e institucionalizado por el gobierno sandinista en la
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década de los ochenta vendría a negar el carácter dialógico que Yúdice atribuye a la práctica testimonial puesto que los sujetos enunciadores en el caso nicaragüense no son subalternos (no enfatizan los factores diferenciales según criterios de género, etnia, religión, clase social, etc.), sino que se corresponden, en su mayoría, con un sujeto letrado, central dentro de la diversidad cultural de Nicaragua (en el sentido de que la mayoría de testimonios son producidos por sujetos pertenecientes a la costa del Pacífico) y vinculado al discurso del poder (puesto que son los principales comandantes guerrilleros los que darán cuenta en las publicaciones financiadas estatalmente de la epopeya de la insurrección).
LA CONSTRUCCIÓN DE LA HISTORIA NACIONAL: TALLERES DE POESÍA, TESTIMONIO Y POLÍTICA CULTURAL
Un día después de la entrada de los cuadros dirigentes en Managua en julio de 1979, quedó constituido el Ministerio de Cultura bajo la dirección de Ernesto Cardenal. Daisy Zamora, que formó parte del Ministerio junto con Cardenal desde los primeros días, ha asegurado que no existía una línea clara sobre cómo actuaría el Ministerio de Cultura pero dos cosa estaban claras: el intelectual nicaragüense no podía permanecer al margen del proceso histórico que vivía la nación 11 y no existía un pasado cultural recuperable durante todos los años de dictadura somocista 12 . La respuesta de D. Zamora en cuanto a la orfandad de tradición tiene que ver con el hecho de que no existía un precedente que tomar como punto de partida porque nunca había existido un Ministerio de Cultura como tal en Nicaragua. Sin embargo, esa orfandad se iba a manifestar en otro sentido: el período inmediatamente anterior al triunfo sandinista estaba marcado por el abandono cultural y educativo del país. La lectura crítica que Carlos Fonseca desarrolló de la situación social y política 11
Zamora (1986, p. 95): «Since we are living the transcendental historical moment of the Revolution, a writer can't stay on the sidelines of life» («debido a que vivimos este momento histórico transcendental de la revolución, un escritor no puede permanecer en los márgenes de la vida», la traducción es mía). 12 Zamora (1982, p. 96): «We couldn't refer to the past, and that was the hardest part. It was a new reality and we had to create an entire project with hardly any direction or orientation» («No podíamos referirnos al pasado y esa era la parte más difícil. Se trataba de una nueva realidad y teníamos que crear un proyecto entero sin a penas dirección u orentación», la traducción es mía).
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del país bajo la dictadura somocista alertaba de cómo la lógica económica capitalista imperante en Nicaragua, que lo situaba como país agroexportador, se traducía en una situación que mantenía a la mayoría de la población en situación de analfabetismo mientras sólo una elite minoritaria accedía a la educación 13 . Buena parte del discurso insurreccional sandinista se sostenía sobre la base de la violación de la soberanía nacional por el imperialismo estadounidense y el sometimiento que la clase dirigente había mostrado desde principios de siglo ante tal situación, el cual tenía su origen primero en la ocupación de los marines de los años veinte y después en la traición a Sandino en los años treinta. La burguesía era además cómplice de dicho proceso y a través de ella se daba también otro tipo de imperialismo, esta vez cultural. La idea de los modelos importados funcionaría como otra forma más de imperialismo sobre la nación. Si Coronel Urtecho se refirió a La montaña es algo más que una inmensa estepa verde como una obra en la que se dejaba sentir el habla propiamente nicaragüense, la familia de los Somoza se distinguían por hablar un perfecto inglés, cuyo acento seguían manteniendo al hablar español. Es por eso que si la revolución pretendía ser el eje motor de la transformación radical de todas las estructuras sociales, eliminar las desigualdades y proclamar una Nicaragua Libre, la cultura tendría que ser igualmente revolucionaria; esto es, democrática y transformadora de los sujetos. La realidad nicaragüense tras el triunfo revolucionario era la de un país devastado por la guerra, sumido en la pobreza y con una desigualdad social que mantenía a más de la mitad de la población analfabeta. Por ello, la nacionalización de la banca, la Cruzada Nacional de Alfabetización y la democratización de la cultura fueron tres de las primeras líneas de actuación del nuevo gobierno revolucionario. David E. Whisnant considera que dos cuestiones eran fundamentales para el gobierno sandinista tras su llegada al poder en este punto: revitalizar la cultura popular (dignificar las tradiciones culturales propiamente nicaragüenses, que se conseguiría mediante las Brigadas Culturales, las Casas de 13
Uno de los trabajos más interesantes sobre esta cuestión está siendo desarrollada por el economista Donald Méndez en Nicaragua, pero su trabajo se encuentra todavía en proceso de realización y se encuentra inédito. Para profundizar en este aspecto entre el modelo de desarrollo económico en Nicaragua durante la primera mitad del siglo x x y sus repercusiones culturales en el ámbito de la educación pueden consultarse los siguientes trabajos: Arce (1980); Castilla (1998); y Ministerio de Educación (1981).
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la Cultura y la recuperación del folklore nicaragüense tanto de la costa del Pacífico como la atlántica) y la democratización de la cultura (entendida esta no sólo como la difusión masiva del arte, sino como proceso de socialización de los medios de producción artísticos). Respecto a la segunda cuestión, D. E. Whisnant sostiene que lo principal era «to define and forge [...] a 'national' culture as a foundation for nacional identity and political unity» 14 y cuyo proceso correría parejo con la formulación de un hombre nuevo no sólo por el proceso de toma de conciencia, sino por su participación activa en la construcción de la nación. La importancia de la definición de una identidad nacional sandinista venía reflejada en el hecho de que el FSLN no gozó del soporte de las grandes mayorías de la población hasta finales de la década de los setenta. Fue la insurrección popular (donde los militantes sandinistas eran una clara minoría, lo cual no significa que no contaran con la aprobación y simpatía de amplios sectores de la población) la que derrocó la dinastía somocista; pero fue el FSLN quien la abanderó y se proclamó vanguardia de la misma. El FSLN ya instalado en el poder necesitaba que de forma masiva el más amplio espectro social posible se identificara con sus propuestas y sostuviera su proyecto que, por otra parte, se definía en términos de protagonismo popular, del pueblo. Para ello, promovió desde el ámbito de la Cultura la reivindicación de una historia nacional heredera de Sandino y la identificación con los héroes y mártires de la patria. Desde principios de 1980, la Secretaría Nacional de Propaganda y Educación Política estuvo difundiendo en la serie Biografías Populares las vidas de numerosos combatientes sandinistas que forjaban así la imagen de los héroes nacionales, ideales del hombre nuevo para las jóvenes generaciones. Pero junto con las biografías, se publicaron también los testimonios directos de quienes todavía podían contarlo, aquellos que no habían caído en la lucha de liberación y que constituían la memoria viva del momento histórico de la revolución. Para ello, Nicaragua atesoraba toda una tradición histórica de resistencia y lucha revolucionaria comenzando por la recuperación de la figura de Sandino (que había sido iniciada ya en los años sesenta por Carlos Fonseca), lo cual aseguraba la existencia de una tradición de resistencia en Nicaragua en la lucha por la libertad y que continuaba con la proliferación
14 «Definir y forjar una cultura 'nacional' como fundación de una identidad nacional y unidad política» (la traducción es mía). Wishnant (1995, p. 196).
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de testimonios de algunos de los más importantes cuadros dirigentes de la revolución que habían llegado a la toma de poder y que se presentaban como los hijos de Sandino: Tomás Borge (Los primeros pasos. La revolución popular sandinista, 1981 y Paciente impaciencia, 1982), Humberto Ortega (50 años de lucha sandinista, Sobre la insurrección, 1981), Ornar Cabezas (La montaña es algo más que una inmensa estepa verde, 1982, Canción de amor para los hombres, 1988), etc. En este sentido, el discurso testimonial junto con los Talleres de Poesía cobrarían una especial relevancia en la definición de la nueva identidad nacional y en la configuración del guerrillero como nuevo imaginario del hombre nuevo y así lo ha señalado Werner Mackenbach en su trabajo obre el testimonio centroamericano: el testimonio (junto a los textos producidos en los Talleres de Poesía) pasó incluso a ser una de las prácticas culturales centrales, relacionada directamente con el proyecto de liberación nacional; fue canonizado como expresión del nacionalismo revolucionario en el campo literario (Mackenbach, 2001, p. 11).
A propósito de los Talleres, Ernesto Cardenal en el Primer Encuentro de Talleres de Poesía fundamentaba su importancia en base a su capacidad para otorgar a las masas populares un vehículo de expresión a sus experiencias, al tiempo que habilitaba un espacio para que otros conocieran la revolución nicaragüense a través de su protagonista; es decir, el pueblo: [Carlos Rincón] dice que los talleres de Poesía, han introducido en la poesía nicaragüense elementos que antes no había [...] lo que se siente cuando se deja una novia para marchar al combate y a una posible muerte, no se había registrado nunca en la poesía nicaragüense. Esto es una experiencia que sólo por estos poetas se nos ha transmitido, y si no hubiera sido por esos poemas jamás hubiéramos podido haber sabido cómo fueron esas vivencias (Cardenal, 1981, p. 230).
Ese algo que antes no había y que constituía el principal logro de los talleres no era otra cosa que la experiencia comunicada a la comunidad a través de la socialización de los medios de producción cultural. El discurso testimonial, que también daba cuenta de esas experiencias tenía, sin embargo, otra función más allá de comunicar dicha experiencia y que considero, está relacionada con dos aspectos-problemas que H. Achugar señaló en sus Notas sobre el discurso testimonial latino americano-, de un lado la relación que el discurso testimonial
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mantiene con la fuerte de sentido y, de otro, el sujeto a quien pretende interpelar. Hugo Ahugar asume como uno de los problemas centrales el hecho de que «el discurso testimonial apuesta a la 'persona' que da testimonio» y, por lo tanto, «el hecho de que el control de la producción de significado constituya o suponga el control del nivel simbólico, la posición o el lugar de la enunciación del discurso testimonial no parece escapar al hecho de que el sujeto enunciador esté o no en una posición de poder» (Achugar, 1989, pp. 28-288). En este sentido, todos los textos testimoniales de la revolución producidos desde el triunfo de 1979 narran no sólo el proceso de la conquista del poder, sino también «la fundamentación discursiva de dicho poder». En este sentido, buena parte de la producción testimonial de Nicaragua se manifiesta también como un acto de responsabilidad histórica para dar cuenta de la épica de la revolución y por ello una de las secciones de la revista del Ministerio de Cultura, Nicaráuac, era la de «Testimonio». La segunda cuestión apuntada tiene que ver con el sujeto al que el discurso testimonial interpela, el cual» está conformado por individuos letrados que dominan a la vez, aunque quizá con competencias de diferente nivel, códigos estéticos, políticos y lingüísticos dominantes [...] el sujeto social que autoriza el discurso testimonial no está compuesto [...] sólo por aparatos e instituciones políticas sino que incluye además el sistema legitimizador constituido por editoriales, revistas, críticos y académicos». El crítico uruguayo añade además la voluntad del discurso testimonial por generar la adhesión a su propuesta estética o ideológica. Es en este sentido que creo deben pensarse los testimonios a los que hice referencia anteriormente, pues su función no estaba vinculada sólo a los principios de democratización cultural (puesto que los sujetos enunciadores no eran representativos de la mayoría de la población, sino de la vanguardia revolucionaria), sino más bien hacia la configuración de un imaginario nacional (sostenido en la figura del guerrillero) hacia el potencial público lector en Nicaragua y como espacio de divulgación y solidaridad con la revolución más allá de las fronteras de Nicaragua. El hecho de que Omar Cabezas escribiera La montaña es algo más que una inmensa estepa verde por encargo del propio Ernesto Cardenal para presentarlo al premio Testimonio de Casa de las Américas es una muestra de ello15. El premio y su posterior repercusión internacional dan cuenta del proceso de institucionalización que el testimonio acabaría tomando en el discurso 15
Sobre este aspecto puede consultarse Cabezas, 1993, pp. 111-120.
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histórico oficial en la Nicaragua sandinista y del proceso de canonización que el discurso testimonial iría adquiriendo en el campo cultural cubano primero y finalmente en el campo de los estudios culturales norteamericanos16, pero le han negado también su vinculación con un proyecto cultural que pretendía una transformación social muy distinta a la que G. Yúdice le atribuía en su trabajo sobre Testimonio y concientización y que el crítico estadounidense parece reconocer sólo a los testimonios de comunidades de base de la Teología de la Liberación y los testimonios mediatizados de las clases subalternas. Junto con el texto de Omar Cabezas apareció en Nicaragua otro testimonio publicado en la misma época pero con una difusión mucho menor. Me refiero a ...Ylas casas quedaron llenas de humo de Carlos José Guadamuz donde la necesidad de representar la revolución como la toma del poder del pueblo nicaragüense para dar empuje a su proyecto coexiste con la voluntad solidaria de los principios de democratización cultural y socialización de los medios de producción cultural, al tiempo que señala las problemáticas que el FSLN tendría que hacer frente para llevarlos a cabo. A pesar de que el texto narra la vida de uno de los héroes y mártires de la patria (Julio Buitrago), las condiciones en que fue escrito (en la clandestinidad de las cárceles de Aviación) y el recorrido que siguió hasta su publicación (documento manuscrito desde 1970, circulando de celda en celda hasta obtener su estructura final con prólogo, nota al lector, ilustraciones) marcan tanto el deseo por representar la revolución como la voluntad de incorporar a todos los sectores sociales en el proceso revolucionario. En el prólogo de la edición de 1982, Daniel Ortega (preso también en el momento en que lo escribió) declara: Hubiese sido hermoso y saludable que un campesino lo presentara [el testimonio de la vida de Julio Buitrago] pero luego recordé que es analfabeto» (Ortega, 1982, p. 16). Es en esta constatación que se encuentra, creo, el motor que acabaría por hacer el principal discurso para dar cuenta de la revolución tras el triunfo revolucionario en el que se trataría de conjugar la necesidad de representación vinculada a los testimonios de los cuadros dirigentes del FSLN durante la década de los ochenta y el intento de desarrollo de un proyecto cultural similar al de los Talleres de Poesía que sería dirigido por Margaret Randall con sus trabajos sobre la recopilación de 16 Este es un aspecto que nuevamente excede los propósitos del presente trabajo, pero la bibliografía citada anteriormente sobre los debates en torno a la configuración del marco testimonial centroamericano recoge en buena medida todo este proceso, en especial el citado trabajo de G. Gugelberger.
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testimonios durante ese período y la celebración del seminario «¿Qué es y cómo se hace un testimonio» que tendría lugar en los meses posteriores al 19 de julio de 1979.
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CAMP: UN VIAJE AZUL PETRÓLEO
Silvia Hueso Universität de Valencia, España
Mientras las botas policiales avanzaban hacia la discoteca Stonewall Inn en Grenwich Village (New York, 27 de junio de 1969) una drag queen encabezaba sus filas contraponiendo su figura híper-femenina a las marcadamente masculinas de las porras y uniformes de las fuerzas represivas. Al brazo del poder autoritario se le inserta una vanguardia increíble que encabeza un gesto cómico y trágico a la vez: un gesto camp. La loca desenfadada dirige los pasos de los que tantas veces han penetrado en su espacio para realizar redadas injustificadas contra los homosexuales (no gays, todavía homosexuales)1. La loca desenfrenada consciente de lo que va a suceder pero contestataria con su gesto casi infantil de jugar con quien no toca2. El afán evasivo de los concurrentes a las discotecas encerrará un gesto político de integración, sobre todo ante actitudes policiales como la de Stonewall. Si hemos aludido al gesto de la drag como camp, ha sido porque cerraba estas 1 Si homosexual es un término acuñado en el xix para denominar a la entonces demonizada «sodomía», a mediados del xx será sustituido por el término gay que se deshace del aspecto patológico del primero. «Una identidad gay nos rescataba de identidades infamantes como el sodomita u el homosexual, modificando los significantes que el lenguaje sella en los cuerpos, cada vocablo concentra las humillaciones y desprecios históricos, (maricón, marica, fleto, etc.)» (Monsiváis, 2004 p. 200)», citado por Manuel Durán S. «Michel Foucault y su política queer de los placeres. Una mirada a las geografías del deseo homo erótico en Chile», Cyber Humanitis, n°. 35 (octubre 2005). 2 Esta escena aparece en la película Stonewall (1995) pero no sabemos si sucedió en la realidad, aunque bien pudo suceder.
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dos vertientes: una paródica por la consciente imposibilidad de dar la cara al ejército de represores («si no puedes contra tu enemigo, únete a él» piensa la loca riéndose del enemigo que nunca la aceptaría entre sus filas); otra política porque entre risas, opone un acto de resistencia ya que sabe que quizá por esa burla la represalias contra ella serán mayores. La teorización sobre lo camp ha sido muy revisada desde sus primeros textos de los sesenta. Si en un comienzo se utilizó para designar la hiperbolización travesti de la feminidad (prácticas preformativas ácgender), a partir del texto de Susan Sontag «Notas sobre lo camp» (1964) perdió el halo de reivindicación política que podía tener en el ejemplo de Stonewall que hemos propuesto, para referirse a la vertiente más estética de la práctica artística. Sontag se refiere más al pop que era considerado de mal gusto para elevarlo a la categoría de verdadero arte; aunque lo vincula a cierto gusto homosexual, no lo relaciona con prácticas queer de reivindicación de gender sino que revisa sus contornos y antecedentes en la historia del arte citando películas, actrices, pintores... que han practicado lo camp un tanto inconscientemente. A pesar de que ha sido un artículo muy criticado, sobre todo porque en los '80 esa imagen más feminizada y pop de la comunidad gay (imagen artificiosa y exagerada) es sustituida por la figura del macho-man con bigotes y grandes bíceps, las notas de Sontag han sido la tapadera de la caja de Pandora para muchos investigadores. Muchas prácticas de género, como la butch-fem o el SM, relacionan lo camp con el discurso queer al no limitar el uso del término para prácticas feminizantes sino extenderlo a cualquier tipo de representación genérica performativa. En Teoría de la parodia (1985) Linda Hutcheon redefine lo camp como transformación paródica de los códigos genéricos en el momento de recepción; lo acerca al discurso político porque esa re-significación tiene un marcado poder subversivo. De modo similar Moe Meyer comenta que: «De este modo, definiría camp como el conjunto total de prácticas y estrategias perfomativas empleadas para representar una identidad queer entendiendo por 'representar' la producción de una visibilidad social»3. Para Meyer la diferencia entre kitsch y camp radicaría precisamente en la intencionalidad política del segundo término; la parodia camp reuniría de nuevo
3
Meyer, 1994. Citado por Ceballos Muñoz, Alfonso «¡Yo quiero ser un macho-man! La 'representación' camp de la masculinidad en la identidad gay-leather», .
Camp: un viaje azul petróleo
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el arte y la política. El concepto entabla un diálogo con el feminismo y con teóricas queer como Judith Butler que en Elgénero en disputa (1990) desarrolla la idea de la performatividad de género. Butler subraya la falta de correspondencia entre sexo y género dada la multiplicidad de prácticas genéricas que existen destruyendo el binarismo sexual tradicional del discurso hegemónico. Así pues, a partir de los noventa, el término camp ha ampliado su espectro de significación para referirse a cualquier tipo de resignificación genérica que evidencia las convenciones normativas, sea drag King, drag queen, butch-fem, macho-man, travestí, plumilla... y evidenciando la reivindicación socio-política que revisten en tantos intentos de re-estructuración del pensamiento binario único de identidad sexo-género que ha venido imperando. Un homosexual muerto, en Venezuela, tendrá entierro si tiene dinero y a cambio sus deudos, sus afectos, deberán callar y silenciar incluso la búsqueda del criminal. Porque en el fondo, para el resto, el criminal no ha cometido un pecado, ha realizado un exorcismo, ha limpiado y restablecido el orden. Es, prácticamente, un héroe (Izaguirre, 2000, p. 79).
La novela de Boris Izaguirre es una personalísima revisión de los últimos cuarenta años de la historia de Venezuela encarnados en la figura del protagonista, Julio González, que nace con la llegada de la democracia en 1959. Entre el ayer de la memoria caraqueña y el ahora de la enunciación madrileña media un viaje hacia el hallazgo de los lazos sanguíneos del narradorprotagonista de la obra. Es un viaje que avanza a impulsos macabros, tras cada asesinato que realiza Julio, que le van acercando poco a poco a su madre y a su hermano Mateo. Pero Julio mata por temor a quedar enamorado y vulnerable, mata por exceso de sensibilidad y mata de un modo bello, muy estético. Es una novela que parece haber integrado, tras un silbido, todos los elementos que sonaban a «Caracas» en la cabeza del autor, pero sobre todo los integra por la evolución política y económica que se dibuja en la ciudad y, por extensión, en el país. Si Venezuela «vive de tres cosas: el petróleo, las lágrimas que provocan los culebrones y la belleza absurda, ficticia del Miss Venezuela» (Ibíd., p. 187) en la obra tenemos estos ingredientes, envueltos en una trama un tanto de género negro, con un protagonista gay que reivindica su sexualidad, que busca su pasado y viaja para encontrar su alter ego. Es una novela que contiene todos los ingredientes para ser absurda y trágica: camp.
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El contexto político en que se desenvuelve comienza con la caída del dictador militar Pérez Jiménez y la llegada al poder de Rómulo Betancourt que representará una democracia de derechas corrupta y populista. La industria del petróleo que comienza a desarrollarse bajo la dictadura de Pérez, alcanza su apogeo en los setenta y ochenta, pero llegado el final de esta década llegarán las vacas flacas cuyo fenómeno representativo será el 'Caracazo': la bajada al centro de Caracas de todos los habitantes de los ranchos de las montañas que la rodean; hartos de miseria asaltarán todo el centro para subir a los cerros lo que les quepa en las manos. Desde la llegada al poder de Acción Democrática, este partido y el Copey se alternarán cada cinco años; cuando sucede la revuelta o 'Caracazo' Venezuela está siendo gobernada por Carlos Andrés Pérez, heredero de A D que pasará el testigo del populismo y la corrupción a la izquierda de Hugo Chávez. Además de una faceta de la historia política la obra también contiene su propia historia gay caraqueña, con numerosas alusiones a la homofobia de los venezolanos; cada amante del protagonista suscita comentarios en su entorno que dan cuenta de la aceptación/rechazo del joven en su entorno: así pues, serán diferentes los comentarios de la madre de Lorenzo, su primer amante, que no quería «un maricón por hijo» (p. 108) que los de Amanda Bustamante hacia Reinaldo Naranjo, comentarista de prensa rosa. El primer capítulo de la novela se sitúa en una discoteca gay madrileña donde se encuentra el narrador que va a entrar en el cuarto oscuro; a partir de ahí, el comienzo de todos los capítulos será un Madrid que dará lugar a la memoria de Caracas e irá reconstruyendo el pasado del asesino y nos hará asumir sus muertes como si fuésemos nosotros mismos los que acabáramos con la vida de otras personas. Desde pequeño los gustos de Julio giran en torno al mundo de la sensualidad: adora los colores para dibujar, leer, el cine, el tacto del ante de la chaqueta de su padre, disfrazarse de Barbarella... todo lo va acercando a otros hombres que intentan aprovecharse de ese niño tan sensible que siempre va solo y el azar les pone entre las manos. El primer encuentro con otro hombre que tiene Julio en su infancia, le proporciona la caja de 72 Prismacolor (la más grande que había visto en su vida): es el librero del centro que se la da tras la promesa de que la próxima vez que vuelva sea para posar como modelo suyo. Cuando va en busca de su disfraz de Barbarella, un vendedor le hace pasar a la trastienda porque le dice que lo tiene allí escondido y lo que encuentra Julio es un gran pene que le obliga a chupar, ante el aturdimiento del niño el narrador adulto
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termina comentando que «me gustaba la vejación, ejercida sobre mí por otros hombres, necesitaba ser devorado por mis criaturas, mis monstruos, para volver a nacer [...]» (p. 52) Su primer encuentro con Alejandro, el primer modelo de Ernestino, consiste en una brutal violación que le gusta y que quiere volver a repetir para terminar asesinándolo por temor a enamorarse de él. Entre los gustos sexuales de Julio se halla esa unión de Eros y Tánatos que tan estimulante resulta en las prácticas del sado. Pero ya en Madrid, Julio-adulto comentará al acostarse con Alberto que toda la parafernalia sado de máscaras de látex, botas, aceites y cuerdas es un circo que nada tiene que ver con el verdadero dolor4. Alberto comenta que a todas las locas les gusta la música «chochi» (como Gloria Gaynor) y las heroínas del cine clásico de Hollywood (como Lana Turner); a Julio le apasionan ambas pero nunca actúa como una loca. Cuando nos aproximamos al final de la obra, el narrador se traviste para ganar algo de plata, aprovechando las ropas que su ex-amante Sergio/Fabiola le ha dejado antes de que la asesine [...] ¿qué sexualidad se nos está dibujando? El supermacho al que le gusta el placer con dolor y la superhembra que se traviste son encarnados por la misma figura del asesino temeroso de amor. Siguiendo a Echevarren «¿a quién le importa la simulación gay, cuando empieza a resultar obsoleta por pérdida del modelo simulado, de la noción misma de identidad sexual?» (Echevarren, 1997). Julio se mueve por instinto en la selva de la vida y, si bien le gusta el sexo con dolor (con mucho dolor), huye de todo encasillamiento en las categorías que se han venido dibujando los últimos años en torno a las identidades no heterosexuales. Si, como afirma Perlongher, el sida está terminando con la simulación gay, en Azulpetróleo no aparece ninguna mención a la enfermedad aunque la propia trayectoria del protagonista lo aboca a la muerte5. 4
A diferencia de lo que opina el narrador acerca de la parafernalia Sado, Foucault considera que en el SM: «En resumen, se utilizan los signos de la masculinidad pero en absoluto para volver a algo que sería del orden falocéntrico o machista, sino más bien para inventarse, para permitirse hace con su cuerpo masculino un lugar de producción de placeres extraordinariamente polimorfos y apartados de las valoraciones del sexo y particularmente del sexo macho». Previa deconstrucción del cuerpo mediante la teatralización y desgenitalización el SM deviene un intercambio de roles sexuales. Citado por Manuel D u r a n , 2005. 5 La homosexualidad (al menos la homosexualidad masculina, que de ella se trata) desaparece del escenario que tan rebuscadamente había montado, hace mutis por el foro, se borra como la esfumación de un pincelito en torno de la pestaña acalambrada, acaramelada (Perlongher, 1991).
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De modo similar a la afirmación de Echvarren, Perlongher comenta en su artículo que «no hay, en verdad, una homosexualidad, sino, como dirían Deleuze y Guattari, mil sexos, o por lo menos, hasta hace bien poco, dos grandes figuras de la homosexualidad masculina en Occidente». Así pues, Julio encarna simbólicamente esos mil sexos que multiplican hasta el infinito las casillas en que el imaginario colectivo ha querido adscribir las identidades homosexuales para comprenderlas y controlarlas (vigilarlas). El motivo que lo incita a visitar las discotecas cuando llega a Madrid es el mismo que impulsó su viaje: encontrar a su hermano, es decir, encontrarse a sí mismo. Mediante las drogas el protagonista se siente más seguro de sí mismo, de su cometido y si al llegar a Madrid le comentaba a Miguel (el chapero con el que se junta para buscar a Mateo) que no lo deje solo en la discoteca, al final será él quien recorra como una pantera todos los locales en busca de algo que desconoce. Los lugares de ambiente representan el centro del placer de las minorías queer, a este respecto las discotecas se resisten a la normalización del deseo de la política hegemónica aunque terminan siendo ghettos de vigilancia: «No nos damos cuenta que toda esta diversión es un arma contra nosotros. Nos envuelve, nos ciega, y lo más terrible, nos mantiene apartados de la vida real, para que todas las decisiones, todas las órdenes morales las tomen los hijos de puta, los que mastican los sermones, los que se han criado junto a obispos y generales o sargentos y porteras de mala leche» (Izaguirre, 2000, p. 296). — N o era mi padre, sino Clara, general. La madre el padre de mi hijo — c o n fesó Amanda. —Ese país tan loco, el nuestro —exclamó el general—. Todos tenemos una telenovela en nuestro interior. Incluso los Bustamante (p. 279).
Otro aspecto remarcable es la vinculación con el culebrón; Boris Izaguirre colaboró como guionista en las super-exitosas telenovelas venezolanas Rubí, Señora y La dama de rosa que se emitieron en los ochenta. Vamos a comentar algunas de las características del soap opera6-, recepción masiva por parte de un público heterogéneo, un inacabable número de capítulos que se multiplica por temporadas y temporadas de modo que nunca termina, 6 «Tal como sucede con la novela por entregas, llega a compararse la producción del soap con la de una fábrica de jabón donde salen constantemente idénticas pastillas una tras otra» (López-Pumarejo, 1987, p. 82).
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una trama compleja pero que avanza muy lentamente y casi sin variaciones (ello implica que el televidente que sigue la novela comprenda las pequeñas variaciones que se realizan de un capítulo a otro, pero el que no la sigue siente que la trama no avanza), desbordamiento emocional, conflictos interpersonales que suelen centrarse en dramas domésticos, atenuación temporal que se condensa en las escenas de mayor sentimentalismo, importancia de la conversación, narrativa fragmentada y sembrada de suspense, tendencia al episodio en interiores resaltando la chapuza decorativa... Estas características se refieren al soap transnacional yanqui (Dallas, Falcon Crest...); las teleseries latinoamericanas son mucho más difíciles de analizar por su abundancia y dispersión. Los corpus que se han utilizado en las aproximaciones teóricas han sido muy parciales y limitados a la producción de un país en concreto; si bien la producción brasileña es la que más importancia tiene y de la que más estudios se han realizado (Ismael Fernández, Ondina Fachel Leal, Roberto Ramos...), los casos de México y Venezuela son mucho más exitosos por estas latitudes. El punto de vista del espectador se ve satisfecho en sus expectativas extensivas (siguiendo la teoría de Iser aplicada a la telenovela) por la priorización del suspense y el reaction shot. Este espectador suele ser primordialmente femenino: Julia Kristeva y Tania Modlesky han identificado el ritmo y la estructura discursiva de la telenovela con una visión femenina del mundo, porque la omnisciencia tradicional es negada en el culebrón, así como el típico final, que en el soap se va dilatando para regocijo de las espectadoras. Las consecuencias de la acción priman sobre la misma acción, lo más importante es el problema doméstico y la familia amenazada apela a la comprensión de las madres personaje y de un espectador-cuasi maternal (Modlesky). Ciertas críticas del género (Roura, 1993) han establecido un paralelismo entre la película pomo para público masculino y la telenovela para público femenino: si la primera evidencia el acoplamiento genital entre una pareja, la segunda desborda en cuanto a pasión sentimental. Lo sexual en el hombre equivale a lo sentimental y pasional en la mujer, por ello se habla de pornografía sentimental. Otro aspecto es la presentación de conflictos interclasistas «Los ricos son una constante en las telenovelas, narraciones donde las intrigas entre poderosos y la oposición entre pobres y ricos es una esencial cantera de argumentos» (López-Pumarejo 1987, p. 129). Assumpta Roura comenta que la presentación de conflictos amorosos entre personajes de la elite económica implica una
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reivindicación de los valores asumidos por el conjunto social que ellos no sólo deben cumplir sino que deben ser el modelo a imitar (¡¡ü). El mito de Cenicienta está detrás de muchas de estas historias en que una muchacha pobre consigue llegar al protagonista rico con su encanto personal. Apunte: del mismo modo, la actriz venezolana del culebrón o la ganadora de Miss Venezuela, que han ganado la fama, penetran en la carrera política para perpetuar su ambición, siendo utilizadas como rostro en una política populista (Irene Sáez). También en Azul petróleo Julio, el chico pobre, termina siendo hijo de una de las integrantes de \ajetset caraqueña y explícitamente habla de que ha alcanzado su sueño de infancia. La relación entre este mundo del culebrón y la prensa rosa es evidente cuando los protagonistas (como Carlos Mata, galán de La dama de rosa), terminan siendo objeto de una prensa especializada creada ex profeso para las telespectadoras del culebrón. En la novela las madres de los primeros amantes de Julio son consumidoras de prensa rosa y continuamente están hablando de y tomando como modelos a las integrantes de la clase alta como la Bustamante. Entré en su habitación, con sus mesitas de noche pintadas de en azul cielo y con visos dorados. Llevaba dormilona rosa y con peluche blanco alrededor del cuello, muñecas y el bajo. Se colocaba antifaz para dormir, tapones porque Ismael roncaba y todo ese cuadro me parecía haberlo visto en alguna publicidad del Hola.
[...]
Se giró, colocándose el salto de cama. Ridículo, como todo su pequeño mundo dedicado al Hola. Triste señora española lejos de España, actuando como una gran d a m a (Izaguirre, 2 0 0 0 , p. 87-88).
Esta descripción pertenece al personaje de Dolores, madre de Alejandro, que vivía esperando el paquete que cada martes le enviaba su prima de España y que contenía las revistas de la semana anterior (en realidad eran del año anterior pero en su delirio Dolores no se enteraba de nada). Este personaje tragicómico representa al ama de casa «Maruja» que vive por y para ver a los personajes de la alta sociedad e imitar su modo de vestir y decorar la casa. Del mismo modo que la telenovela es para la telespectadora un modelo de vida en el que ensoñarse, la revista del corazón realiza por entregas el reportaje fotográfico de vidas que aunque son reales, parecen igual de ficticias que las del culebrón. La madre de Lorenzo es consumidora de prensa rosa nacional, no importada de España, y tiene especial obsesión por A m a n d a Bustamante cuya realidad critica siempre que puede. Laura encarna los deseos de ascender de clase social
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de un modo insuperable, vertiendo todo el veneno de la envidia sobre las mujeres que pertenecen a ella. N o se da cuenta de que los valores que encarnan suelen estar ligados a la sumisión a un hombre que les proporciona fortuna (marido, padre...) y al hecho de tener que figurar manteniendo un físico que borra las huellas de la edad para estar siempre perfectas ante la cámara. Tampoco son modelo de la maternidad y fidelidad que desde las clases inferiores se les exige. En la obra se observa claramente que Amanda Bustamante es una mujer fría y solitaria que por haber seguido los moldes tradicionales abandonó a sus dos hijos, que no se permite gestos de cariño que no sean superficiales y que todo su saber se limita a los buenos modos en sociedad. Todo lo que resplandece de ella cuando se encuentra en un acto público desaparece en privado porque no sabe dar cariño: el personaje público ha eclipsado al privado que ya no es más que una raya de rímel que poco a poco se va corriendo. Hasta que Julio llegue a conocer a Amanda, el suspense propio del culebrón siembra cada uno de los capítulos (y casi cada página) porque su nombre aparece una y otra vez. Muchas de las escenas que se concentran en sus problemas familiares e identitarios parecen diálogos extraídos de los seriales porque son muy afectados y poco naturales — T u eres mi condena— volvió a decir separándose. Apretó un vaso y lo hizo estallar en sus manos. Los dos miramos la sangre y él, de pronto. T o m ó otro vaso e hizo lo mismo. Pasó sus manos ensangrentadas por su rostro. Una lágrima se escapó de sus ojos. — M á t a m e , Alfredo, te lo suplico, mátame. — D e c i d í criarte por eso, porque pensé que un auténtico guerrillero vive su propia guerrilla, para aprender a combatir. [...] T ú eres algo peor. Eres la violencia, la tragedia [...] (p. 31).
Este diálogo y otros que alcanzan el clima de mayor patetismo al final, presentan características extrapolables a toda la obra y al mundo del culebrón: son una muestra de pornografía sentimental porque nos presentan a unos personajes desbordados por las circunstancias que no pueden evitar el estallido de sus pasiones; esconden un drama familiar como el de una mujer de clase alta que tuvo su primer hijo con el «bastardo» de su padre y su criada Clara (su hermano) y su segundo hijo con el amante de su padre que en realidad era gay pero ocultaba su identidad sexual por culpa de la represiva sociedad venezolana; fruto del primer encuentro es Julio, el protagonista atormentado por su miedo
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a a m a r cuya causa ú l t i m a es el egoísmo de u n a m a d r e que no supo hacer frente a la represión de su padre, al orden patriarcal autoritario tradicional; esa m a d r e de la jet set, lejos del papel otorgado a las m a d r e s en las telenovelas, d o n d e se m u e s t r a n fieles a los deseos de sus hijos/as y ligan sus destinos m u t u a m e n t e 7 , a b a n d o n ó a sus hijos y sólo quiere reencontrarlos por u n capricho superficial c o m o todos los que h a n recorrido su vida. A m a n d a B u s t a m a n t e es u n a figura dual que comienza a b a n d o n a n d o a su hijo, lo adopta de nuevo veinte años después y finalmente, c u a n d o se h a r t a de nuevo de él, lo deja a su suerte en M a d r i d d o n d e t e r m i n a prostituyéndose. La gran d a m a que aparece al principio cubierta de esplendor y belleza, es al final u n a vieja águila que lo a b a n d o n a de nuevo, m o s t r a n d o su verdadera f o r m a de ser. T o d o f o r m a p a r t e del teatro que es su vida: c u a n d o ella desea que los personajes salgan de escena, así sucede (como Ernestino, Reinaldo y el m i s m o Julio), representa la p u r a venganza y ¿por qué no? representa la propia Venezuela: hija de la f o r t u n a de los petrodólares, cúpula de u n a sociedad de la simulación y ligada a la época de la dictadura de Pérez Jiménez, ídolo de la prensa rosa, A m a n d a se deifica a sí m i s m a p o r q u e es su propia creación 8 . Algunos afirman que Amanda, en un principio, preguntó si quería un vaso de agua (como hacen siempre en las telenovelas cuando algo grave sucede o está por suceder) pero en realidad alcanzó a ver una débil sonrisa, de vil reptil, crecer en los labios de Betancourt (p. 151).
7 «En la telenovela, sea cual fuere el patrón que representa, la protagonista estará siempre amparada por su madre aunque acabe siendo víctima, como en el caso de la mujer mala, de las maldades de su propia hija. El papel moralizante que se le asigna a la madre de las protagonistas no escapa a cualquier lectura. Luchadora ante la adversidad siempre en beneficio de su hija, la madre ocupará sin embargo un estricto segundo plano, no en la pantalla pero sí en la vida de su hija» (Roura, 1993, p. 50) 8 Si recordamos el capítulo X, «Miss Venezuela», en que Reinaldo, el comentarista gay amigo de Amanda, ha diseñado el vestido de Miss Cojedes, encontramos una escena en que cada personaje coloca en el altarcito improvisado una imagen de su ídolo representativa para el momento. La madre de miss Cojedes coloca un busto del Negro Primero; su tía y su prima imágenes de la Virgen de Chiquinquirá, Santa Bárbara y medallitas de la Virgen del Carmen; más tarde aparece una foto de Simón Bolívar; Julio coloca otra de Lana Turner y finalmente entra Amanda y coloca su propio retrato diciendo que ella también da suerte. Además de un sincretismo kitsch, la escena muestra el egocentrismo recalcitrante de Amanda Bustamante (Izaguirre, 2000, p. 195).
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Otra de las características que comparte la novela con el culebrón es la gestualización exagerada de los personajes: si en la televisión se observa a través de unos actores desconocidos que son contratados no por su calidad interpretativa sino por su atractivo físico en concordancia con el papel, en esta novela los gestos desmesurados aparecen en muchos momentos dando un aspecto climático o anti-climático a la acción. Un gesto anti-climático por ridículo: cuando Miss Cojedes gana el concurso de belleza, Reinaldo Naranjo cae desmayado al suelo (momento climático) entonces una mujer se abalanza sobre él y le unta las narices de ungüento del tigre (anti-climático). En cambio, la situación transcrita anteriormente en que Clara y Amanda descubren a Julio la realidad de su pasado es muy exagerada si pensamos que Amanda se lanza sobre la cama agarrando la colcha con las manos fuertemente y rompe a llorar, es climática y patética. Este desbordamiento expresivo unido a los horribles decorados han motivado que la teoría estética no se ocupara del soap sino como degradación de lo artístico acercándolo al kitsch: es un arte que no sugiere sino que dice. El traje rosa con encaje chantilli estilo Carmen Martínez Bordiu que lleva Dolores en una de las escenas, es kitsch; su salón decorado con un cuadro que presenta un perro perdiguero con un ave en la boca, también es kitsch-, la descripción del salón de Ernestino, la de Reinaldo 9 , los vestidos de las misses, la habitación 313 del hotel Monaco madrileño 10 ... todos son momentos kitsch. Si anteriormente hablamos de la figura de la madre, la telenovela clásica ensalza los valores de la familia que en la obra de Izaguirre se ve desnuclearizada y por ello da lugar a un individuo asesino como Julio. Su alter ego Mateo, aunque fue abandonado por su madre como él, tuvo una familia adoptiva que lo cuidó y él se inscribe en el radical partido del orden formando parte de la policía. Julio es diametralmente opuesto, como su antagonista (policía vs. asesino) 9
«Todos los muebles artdéco exquisitamente mantenidos. Grandes ramos de flores blancas, malabares por doquier, alfombras persas [...] Al fondo el dormitorio en permanente desarreglo, con una percha donde siempre colgaba un esmoquin. El resto era una estantería de pared a pared repleta de cintas de vídeo «incluido el porno, Julio. Tengo hasta unos personales que me dejó Ernestino Vogás de sus modelos tocándose» (Ibid, p. 191). 10 «Dentro nos esperaba una desafiante imitación del Partenón: dos grandes columnas dóricas, de falso rosa mármol, sugiriendo un círculo alrededor de una gran bañera de cuatro patas también rosa. Todas las paredes estaban cubiertas de espejos. El techo tenía un corazón, rosadísimo, del que pendían cuatro grandes alas de satén rosa. La cama era otro corazón, sobre una tarima de moqueta rosa, cubierta por otro gran trozo de satén rosa [...] Es un horror, pero es un horror que tienes que aprender a saborear. A reírte de él» (Ibid, p. 260).
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aunque como son hermanos, la «fuerza de la sangre» los une por encima de las diferencias en un abrazo final. En Julio hubo un conflicto infantil a causa de su padre-no padre que veía en él el fantasma de la madre burguesa desaparecida a la que odiaba precisamente porque todavía quería. Entre Julio y Alfredo se dibujan en el capítulo II toda una serie de antagonismos que fomentan el odio que siente por el niño".Por no verse cumplidas las expectativas del soap acerca de la estabilidad familiar, el final de la novela se aleja en gran medida de ese final feliz en que la joven pobre abraza al joven rico (o el joven pobre al joven rico, a la joven rica, al travestí rico...) tan característico del culebrón; si bien hay un abrazo final, es el abrazo de la muerte. Eros y Tánatos se dan la mano una vez más pero encarnados en el cuerpo de quien había otorgado placer y dolor durante toda la obra. Me siento igualmente atraída por lo camp, y ofendida por ello con intensidad casi igual» (Sontag, 1984, p. 303). El ideal estético del acuerdo categórico con el ser es un mundo en el que la mierda es negada y todos se comportan como si no existiese. Este ideal estético se llama kitsch» (Kundera, 2005, p. 254).
En Azul petróleo aparecen numerosas alusiones a elementos culturales con los que está directamente relacionada. Así sucede con los términos camp y kitsch, con la postmodernidad, la memoria del pasado, las telenovelas, las mil sexualidades, el universo de las referencias culturales gays/locas... El narrador emplea el término camp para referirse al concurso de Miss Venezuela porque en él se dan cita el «falso glamour y denodado artificio» (Izaguirre, 2000, p. 189), por la creación de un canon de belleza bastante amanerado como en el cine de los años cuarenta. Si el concurso puede parecer superficial (porque el motivo del mismo lo es) en realidad encierra intereses económicos que lo politizan. La misma obra puede considerarse camp porque es amanerada
La oposición entre el padre revolucionario y el hijo burgués se plantea con una serie de objetos que los contraponen: si Julio utilizaba las gomas de las compotas para hacerse pulseras, en la guerrilla se usaban de tirachinas para sacarles los ojos a los policías; los colores Prismacolor de Julio le son arrebatados para un niño de la guerrilla (al final de la obra sabremos que en realidad eran para Mateo, su hermano y verdadero hijo de Alfredo); la chaqueta de ante que contenía el dinero de la guerrilla, Julio se la prueba y admira la suavidad del tacto. La obsesión del niño por encontrar a su madre y el odio por el padre se pueden relacionar con el Edipo. 11
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y grandilocuente 12 a la vez que trata problemas como la evolución político-social de Venezuela o la búsqueda de identidad gay (dentro de las mil maneras gays) que la inscriben en discursos más o menos politizados. También las rumberas son analizadas como respuesta latinoamericana al camp y al kitsch al mezclar el glamour del Hollywood de 1940 y la carcajada popular, reuniendo artificio y vulgaridad. La imagen sideral de Barbarella que persigue al pequeño Julio y continúa siendo su fetiche hasta en la edad adulta (recordemos que el capítulo XIV se titula «Barbarella en Madrid») representa la «cultura» de su juventud, una cultura pop que se relaciona con el camp. El hecho de presentar el Caracazo contrapuesto al problema de un hombre como Reinaldo que se codeaba con [3. jet y ha caído en desgracia resulta muy indicativo de la acidez del narrador y nos puede dar algunas claves para enfocar la obra; la puesta en evidencia de las diferencias sociales en Caracas, el relato de la bajada desde los ranchos al centro y el asalto a las tiendas mientras los ricos toman el té demuestran el egoísmo de los personajes con los que se codea el narrador (y su propio egoísmo). El diálogo con la postmodernidad tiene un ejemplo clave en la visita a El corte inglés: espacio en que encontramos productos de todas los lugares del planeta; paradigma del capitalismo avanzado que pone a nuestro alcance los elementos más heterogéneos (Colombia al lado de Vietnam). El fragmentarismo (rasgo común con la telenovela), la mezcla de alta y baja cultura (novela y culebrón), la recuperación del pasado desde lo personal, la reivindicación del espacio gay... todo ello sería impensable sin la Posmodernidad 13 . Muchas de las referencias al cine clásico forman parte de la moda nostalgia posmoderna al mismo tiempo que se adscriben al imaginario del camp\ desde pequeño Julio deja de ir al colegio para empaparse de cultura en forma de libros y cine antiguo de Hollywood, del que extrae sus fetiches imaginarios como Lana Turner. Agatha Christie, Simenon y Dickens; La gata sobre el tejado de zinc, Funny Face, Quo Vadis, El manantial, La calle del delfín verde, El reloj, Los cuatro jinetes del Apocalipsis, Cautivos del mal, Met me in St. Louis, Madame Xy Barbarella. También habla de referentes musicales como Gloria Gaynor,
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«—Imbécil, es el Miss Venezuela. Si no aprendes a exagerar te perderás lo mejor de la vida». La exageración de la que habla Renaldo refiriéndose al vestido de la miss también es propia de la personalidad del autor (Izaguirre, 2000, p. 92). 13 «Germán vino con el uniforme de los caraqueños posmodernos: vaquero muy planchado, siempre Levis, y camisa blanca, hiperplanchada y almidonada» (p. 174).
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Raphael, Jorge Negrete, Viola Wills, Tina Turner... la música «de nosotras, las loquitas»14. La alusión a El hombre delgado, junto con las novelas de A. Christie y ciertos filmes de género de los que se habla, señalan hacia la vertiente de la obra que incumbe al narrador como asesino en serie, aproxima la trama al argumento de la novela de género. De hecho, al final la policía comienza a sospechar de él como asesino ritual; su doble es Mateo, policía y termina con una persecución policial en que los dos hermanos huyen en coche y se acaban refugiando en el alcantarillado de Madrid. He matado, lector-juez, en América y Europa. Estoy libre. Busco a mi hermano. Busco una razón. Busco la verdad de A m a n d a Bustamante, que ha guiado mis pasos. Busco, si se quiere, el punto que une a las democracias con las dictaduras que las generan. Busco y pierdo. Soy errante. Soy un enamorado. Soy la atmósfera y sus recuerdos (p. 315).
El asesino de gays es ignorado en Caracas porque la homofóbica sociedad venezolana agradece su desaparición (Laura y Dolores, madres de sus dos primeras víctimas, terminan por olvidar la búsqueda del asesino porque las autoridades pertinentes las ignoran) en cambio en Madrid sí que se le busca porque es una ciudad más abierta en las costumbres (aunque a los españoles nos parezca que estamos en un país retrógrado, es menos cerrado que Venezuela). «Su aglomeramiento, la desnudez, el morbo de la espuma, hablaban de una liberación que Caracas jamás alcanzaría» (p. 273). El viaje del narrador parece tener como finalidad el encuentro de la libertad sexual que era imposible en Caracas, donde debía pasearse como el «guapo queem en las fiestas de la jet «comiendo poco y bebiendo mucho». Si su último beso no viene acompañado de la muerte de otra persona sino de la suya propia, es porque su doble y él son una misma persona, ha encontrado el amor y por ello puede desaparecer. «Me gusta como hablas. Y me gusta algo de tu rostro. Como si vinieras de un viaje muy largo» (p. 303) le dice Alberto, el amante de su doble, su amante sado. El viaje termina cuando Julio encuentra a su Azul petróleo, su identidad gay. Alberto y Julio hablan en casa del primero de los referentes musicales que le gustan a Mateo y comentan: «Cumpliremos sesenta años y estaremos haciendo los viajes del Inserso y seguiremos bailando como unas posesas cuando pongan I will survive» (p. 308). 14
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BIBLIOGRAFÍA
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AMÍCOLA,
fenecido.
V I A J E , EXPERIENCIA Y NARRACIÓN EN TIEMPOS DE TURISMO Y DE MOVILIDAD GLOBAL: DE LAS NOTAS DE GUEVARA A DIARIOS DE LA MOTOCICLETA
( W A L T E R SALLES, 2 0 0 4 )
Jaume Peris Blanes
Universität de Valencia, España
N A R R A C I Ó N CINEMATOGRÁFICA Y REMANENCIA DEL VIAJE
Sin duda el cine norteamericano fue el último gran abastecedor de mitos y relatos populares durante todo el siglo x x en Occidente, heredando no sólo las estructuras narrativas del relato decimonónico que metaforizaban el trayecto de un sujeto en transformación por la adquisición de un saber, sino también la capacidad de generar historias propicias al reconocimiento y la cohesión social que otras narraciones más artesanales habían poseído en épocas anteriores. A través de una densa codificación de los argumentos, sus relatos situaron a muchos de sus protagonistas en entornos exóticos, paisajes inexplorados o rutas misteriosas que metaforizaban narrativamente su confrontación con lo desconocido y que, de acuerdo a las convenciones del relato clásico, tenían siempre como corolario un aprendizaje subjetivo. Así, los viajes y aventuras que inundaron las pantallas durante casi todo el siglo x x metaforizaban la transformación interior de sus protagonistas, dramatizando en sus tortuosos desplazamientos la adquisición de un conocimiento que sólo coagularía tras la superación de los obstáculos, dificultades e imprevistos que la idea del viaje lejano o de la conquista de territorios inexplorados — e l oeste americano, especialmente— ofrecía a los guionistas hollywodienses.
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A partir de los años sesenta, el cine independiente americano inscribiría esa tradición narrativa en un contexto más cercano y de más obvio contenido social: la road-movie y sus viajes motorizados por la América profunda fueron uno de sus principales efectos. De Easy Rider a Paris-Texas, las interminables carreteras americanas apuntaron siempre a la temporalidad dilatada del viaje como el espacio en el que el contacto con lo desconocido, por muy cercano que pareciera, podía hacer acto de emergencia, todo ello bajo la presión de los sueños en ruinas de una América decadente y devastada. En las últimas décadas, mientras el cine más comercial se dedicaba a celebrar la movilidad desapasionada de los ejecutivos exitosos o a proponer revisiones tan espléndidas como anacrónicas del cine de aventuras — d e la saga de Indiana Jones hasta El paciente inglés— las producciones off Hollywood se harían cargo de explorar las contradicciones de los nuevos modos de subjetividad producidos por las formas de movilidad del capitalismo global: la melancolía japonesa de Lost in Traslation constituye, sin duda, uno de sus ejemplos más pregnantes. En ese contexto en que la idea del viaje continúa siendo, aunque de un modo desplazado y a menudo irónico, uno de los motores de la producción de relatos cinematográficos en Norteamérica, Diarios de la motocicleta (Walter Salles, 2004) suponía un intento insólito, tanto en su concepción como en su estética, de recuperar una experiencia del viaje que surgía de un imaginario bastante anterior a aquel en que coagulaban las ideologías del desplazamiento de la época de producción del film, y a través de la cual se proponía no sólo indagar en la personalidad de uno de los grandes iconos del siglo xx, el joven Che Guevara, sino también, y a partir de ello, reflexionar sobre lo que, en palabras de sus responsables, podría ser la búsqueda de una 'identidad latinoamericana' 1 . En términos comerciales, el film se beneficiaba sin duda del gancho que una figura como la de Guevara podía tener en los espectadores, ya que su imagen hacía ya muchos años que había sido reciclada por los discursos de consumo masivo despojándola de cualquier densidad política o sentido revolucionario. Pero si bien las estrategias publicitarias del film insistían en el tópico de que
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Señalaría su director, Walter Salles, sobre los escritos de Guevara: «El libro me impactó realmente, porque trata de un viaje de descubrimiento no sólo de la identidad y del sitio que ocupa en el m u n d o una persona, sino también sobre la búsqueda de lo que creo que podríamos llamar una "identidad latinoamericana". Para mí es muy conmovedora esta imbricación de una búsqueda de carácter personal con otra de más amplio alcance, que nos afecta a todos los que provenimos de esas latitudes» («Cómo se hizo Diarios de la motocicleta. Notas de producción», en )..
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éste tenía como propósito indagar en el 'hombre' Guevara, y no en su 'mito político', de acuerdo a uno de los ideologemas clásicos del biopic contemporáneo, lo cierto es que el film suponía un trabajo serio de acercamiento a la figura del joven Guevara a través de la reconstrucción de su viaje por buena parte de América Latina en compañía de su amigo Alberto Granado, del que si bien podían discutirse algunos de sus planteamientos, contrastaba con la banalidad de la mayoría de las representaciones de Guevara en las producciones cinematográficas, y especialmente en aquellas que habían tenido su origen en Estados Unidos. El insólito modo de producción del film, al que más adelante me referiré y que daba una textura sorprendente a sus imágenes y a su narración, prestaba especial atención a los propios escritos de Guevara y Granado, y trataba de hacerse eco de la concepción del viaje que latía en los textos del primero. Atendiendo a las estrategias de composición de las notas de viaje del joven Guevara trataba de localizar en ellos un imaginario del viaje que no se correspondía en absoluto con los sentidos socialmente reconocibles que se hallan adheridos a su figura, sino que por el contrario conectaba con una concepción mucho más despolitizada de la relación entre el desplazamiento, el sujeto y la experiencia, y que había hallado en una tradición narrativa norteamericana —contemporánea, por otra parte, de la experiencia de Guevara- uno de sus vehículos más importantes de expresión. Así, el film realizaba un gesto aparentemente anacrónico, pero bastante sutil: inscribía el recorrido de Guevara y Granado en una estructura narrativa y una estética identificables con las de las road-movies anteriores al ochenta, esto es, con una forma de narrar anclada en el imaginario de la cultura underground norteamericana. Era de ese modo como reenviaba la concepción del viaje del joven Guevara hacia unas coordenadas más o menos reconocibles en términos cinematográficos, pero que además dotaban de una dimensión a sus escritos bastante desvinculada de los sentidos culturales con los que tradicionalmente se ha leído su figura y su biografía. Lo curioso es que, si leemos con atención los primeros textos de Guevara, su posición ante la idea del viaje, la experiencia y el estatuto del sujeto que de ellas podía hacerse cargo, esa vinculación con el imaginario underground norteamericano no parece demasiado desacertada. El gesto de los responsables del film, por tanto, consistía en recuperar una concepción de la relación entre el viaje y la narración que se servía de figuras de la experiencia que hace décadas que entraron en descrédito. Y en hacerlo a través de una estética y de un modo de producción anacrónicos que pudieran
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poner en contacto una forma narrativa en desuso con una figura central en la cultura latinoamericana que, en un momento anterior a su consagración como icono político, había participado del imaginario de la que ésta emergía. Se trataba, entonces, de un doble anacronismo, porque al igual que en el cine norteamericano ese tipo de narraciones habían sido desplazadas hacia otras narrativas del viaje de menor calado experiencial, en el pensamiento del Guevara 'hombre político' la relación entre el sujeto y la experiencia que había informado sus textos tempranos sobre el viaje sería rentabilizada, bajo otro aspecto y retórica pero con idéntica estructura, por algunos de los núcleos fundamentales —seguramente los más originales y productivos— de su pensamiento político.
V I A J E , GUERRILLA Y PRODUCCIÓN DEL ' H O M B R E NUEVO'
La escritura de Ernesto Guevara nunca se distinguió por ser especialmente sutil. Quizás por ello en sus narraciones las aristas de sus procedimientos de composición resulten especialmente visibles, y ofrezcan una imagen más o menos clara de su imagen de lo literario y de la función que otorgara a los relatos con los que trató de dar cuenta de algunos de sus viajes y de su experiencia revolucionaria. En los años 50, antes de su aprendizaje político y de su transformación en uno de los más potentes iconos revolucionarios del siglo xx, Guevara participaría de una de las más extendidas ideologías literarias de la modernidad: para ser escritor —que constituía, en esa época el título más sagrado para él 2 — había que salir al mundo a la caza de experiencias. En la época en que recorrió buena parte de América Latina en motocicleta en compañía de Alberto Granado, el imaginario en que se inscribía su concepción del viaje era más cercano al de los beatniks norteamericanos que buscaban la experiencia desarraigada de la carretera que al de los proyectos latinoamericanistas que más tarde abrazaría y a los que ofrecería nuevos recorridos con su proyecto de revolución continental. En sus notas de viaje3, que posteriormente editaría en forma de relato más o menos homogéneo, Guevara dejaría constan2
Escribía a Ernesto Sábato en su carta del 12 de abril 1960: «Cuando leí su libro Uno y el Universo, que me fascinó, no pensaba que fuera usted —poseedor de lo que para mí era el título más sagrado del mundo, el título de escritor— quien me pidiera con el andar del tiempo una tarea de reencuentro...» (Obras escogidas. La Habana: s.e., 1991, p. 676). 3 Guevara, Ernesto (1994): Mi primer gran viaje. Buenos Aires: Seix Barral.
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cia del aprendizaje político que supuso ese viaje, especialmente a través de su reflexión sobre el carácter político de las enfermedades que devastaban buena parte del continente, y a las que su sensibilidad médica no impedía reconocer como efecto de la miseria social. Pero todo ello partía de una concepción ontológica del viaje como espacio de autoconocimiento y como forma de vida, más próxima en ese sentido de Kerouac que de Mariátegui. Ello tomaba la forma de la reivindicación de un estilo de vida nómada, pero que solo era enunciable desde la posición social acomodada de la cual Guevara disponía, que le permitiría desligar su tiempo de vida de la carga del trabajo y, por tanto, del anclaje a un lugar determinado. A h o r a sé, casi con una fatalista c o n f o r m i d a d , que mi sino es viajar
[...] sin
e m b a r g o hay m o m e n t o s en que pienso con p r o f u n d o anhelo en las maravillosas comarcas de nuestro sur. Q u i z á a l g ú n día c a n s a d o de rodar por el m u n d o vuelva a instalarme en esta tierra argentina y entonces, si no como morada definitiva,
al
menos como lugar de tránsito hacia otra concepción del mundo, visitaré nuevamente y habitaré la zona de los lagos cordilleranos {Mi primer gran viaje, p. 15).
Dos elementos fundamentales ponían en relación, en ese contexto, la experiencia del viaje y la escritura. En primer lugar, una concepción de la escritura como registro de lo vivido que se abastecía de una serie de figuras ligadas a la captación visual y que hallaba en la metáfora fotográfica su punto extremo de condensación4. Y ligada a esa concepción de la escritura como una suerte de tecnología de la captación, una idea del viaje como elemento transformador de la subjetividad, como el proceso por el cual, más allá de los espacios recorridos, el sujeto experimentaba una transformación interior. ¿ Q u e nuestra vista nunca f u e p a n o r á m i c a , siempre f u g a z y no siempre equitativamente i n f o r m a d a , y los juicios son d e m a s i a d o terminantes?: de acuerdo, pero ésta es la interpretación que un teclado d a al conjunto de los impulsos que
4
«Mi boca narra lo que mis ojos le contaron. [...] En cualquier libro de técnica fotográfica se puede ver la imagen de un paisaje nocturno en el que brilla la luna llena y cuyo texto explicativo nos revela el secreto de esa oscuridad a pleno sol, pero la naturaleza del baño sensitivo con que está cubierta mi retina no es bien conocida por el lector, apenas la intuyo yo, de modo que no se pueden hacer correcciones sobre la placa para averiguar el momento real en que fue sacada. Si presento un nocturno créanlo o revienten, poco importa, que si no conocen personalmente el paisaje fotografiado por mis notas, difícilmente conocerán otra verdad que la que les cuento aquí» (Miprimer gran viaje, p. 20).
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llevaron a apretar las teclas y esos fugaces impulsos han muerto. No hay sujeto sobre quien ejercer el peso de la ley— El personaje que escribió estas notas murió al pisar de nuevo tierra Argentina, el que las ordena y pule, 'yo, no soy yo) por lo menos no soy el mismo yo interior. {Mi primer gran viaje, p. 11). Esa concepción de la experiencia del viaje, que establecería un hiato radical entre aquel sujeto que empezó el trayecto y aquel que lo terminó guardaría, a la postre, una estrecha relación con la concepción del 'hombre nuevo' que informaría los escritos y discursos posteriores de Guevara. N o se trataba de que el sujeto adquiriera u n saber a lo largo del viaje, sino de que esta adquisición de saber que se supone a la experiencia viajera cambiaría para siempre la titularidad del sujeto que se hacía cargo de ella. Esto es, que la propia dinámica del viaje, independientemente de los conocimientos que en ella se adquirieran, producía un sujeto nuevo, inexistente anteriormente y articulado en torno a elementos que antes no estaban presentes en él. La edición de sus Notas de Viaje partía, de hecho, de una reflexión sobre sus propios tiempos de escritura: tomadas en el alboroto del viaje, habían supuesto en u n primer momento el intento de fijar una serie de imágenes y de vivencias que temía fueran olvidadas con el tiempo. A su vuelta a Argentina, esas notas rápidas habían sido reelaboradas tratando de guardar el estilo y la espontaneidad con que fueron escritas originalmente, pero también con la intención apenas velada de dotarles de organicidad y coherencia y de construir, a partir de ellas, un relato inteligible de la globalidad del viaje. Esa doble temporalidad de la escritura se concretaba en una permanente tensión en el sujeto enunciativo: por una parte, el lector podía asistir a una evolución apenas tamizada de la posición de Guevara, uno de cuyos efectos principales era la creciente politización de su mirada a medida que avanzaba el relato. Por otra, era visible un continuo intento de homogeneización de esa voz en continua transformación por la experiencia del viaje. Esa tensión condensaba, en sí misma, la idea central que sostenía su libro y su concepción entera del viaje: el sujeto que había vivido los acontecimientos y aquel que editaba el libro no podían ser el mismo, en virtud de la transformación subjetiva que estos habían producido en él: en este sentido, el viaje suponía una dinámica que era, en esencia, productora de sujetos nuevos. Es conocida la historia de la politización de Guevara, su encuentro con Castro en México y su participación fundamental en la guerrilla cubana que culminó con la Revolución. Más allá de los acontecimientos que puntuaron
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ese trayecto, el modo en que Guevara se refiriera a la experiencia de la guerrilla guardaba una estrecha relación con la forma en que años antes había planteado su propia transformación por el viaje, aunque la retórica y las figuras sobre las que se sostuviera su argumentación fueran muy otras. L a guerra nos revolucionó. N o hay experiencia m á s p r o f u n d a para u n revolucionario que el acto de la guerra; no el hecho aislado de matar, ni el de portar un fusil o el de establecer una lucha de tal o cual tipo, es el total del hecho guerrero, el saber que un hombre a r m a d o vale c o m o u n i d a d combatiente, y vale igual que cualquier hombre a r m a d o , y puede ya no temerle a otros hombres a r m a d o s ( C a r t a a Ernesto Sábato, 12 de abril 1960, Obras escogidas, p. 678).
En los que quizás fueran sus escritos más influyentes, el Manual de la Guerra de guerrillas'', Guevara desarrollaría insistentemente esta idea. La guerrilla no se presentaba como un medio para conseguir un fin (a saber, la toma del poder del Estado), sino como un fin en sí, como el espacio para la producción de sujetos nuevos. La guerrilla, más allá del proyecto político que vehiculara, aparecía por tanto como una dinámica de producción en sí: independientemente del alcance de las operaciones guerrilleras, la propia organización de los grupos, la militarización de la vida cotidiana y la estrategización de las más mínimas acciones producirían, en si mismas, una transformación radical en los individuos que se implicaran en ellas. Una transformación que sería la que haría posible, de forma más fundamental todavía que la toma del poder, el advenimiento de la sociedad revolucionara 6 . Esa insistencia en las dinámicas estratégicas para la producción de sujetos nuevos se alargaría hasta su periodo como ministro de la Revolución: no de otra forma deben entenderse, creo, sus propuestas en torno al trabajo voluntario, que además de contribuir a una mejora de la producción agrícola debía producir un quiebre en las relaciones establecidas entre el tiempo de trabajo y el salario, condición de posibilidad para la emergencia de subjetividades realmente revolucionarias. La omnipresencia, en el pensamiento de Guevara, de esos espacios estratégicos de producción de nueva subjetividad no dejaría de producir efectos en
Guevara, Ernesto (1977): Manual de la guerra de guerrillas. Madrid: Júcar. En los cursos de Ricardo Piglia pude asistir a una profunda reflexión sobre estos puntos de la obra de Guevara. En El último lector ha consignado algunas de sus reflexiones sobre el tema. 5
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todos sus proyectos narrativos. Ya he señalado anteriormente cómo los relatos de sus viajes y de su experiencia guerrillera son especialmente transparentes en cuanto a su arquitectura. Pareciera, incluso como si Guevara deseara que sus textos operaran del mismo modo que los modelos literarios que le servían de referencia, y que en su intento por trabajar la realidad 'literariamente' hubiera dejado de lado las transiciones que crean la ilusión de que esos procedimientos son, en realidad, inexistentes. Así, en su intento por tirar lecciones universales de las situaciones concretas que se le presentaban en el viaje, sus textos basculaban sin apenas transiciones entre la anécdota concreta y el símbolo a la que estas remitían7, al tiempo que proyectaban en la naturaleza recorrida una red metafórica que corría en paralelo a las transformaciones de los protagonistas8. Pero al mismo tiempo, sus textos construían permanentemente escenas que trataban de condensar argumentalmente los procesos de transformación subjetiva tan caros al imaginario de Guevara: no pocas veces da la impresión de que relatos enteros han sido escritos únicamente para dar consistencia a esas escenas mínimas, pero que son las que condensan su verdadero sentido. En Alegría del Pío, por ejemplo, toda la narración se convertía en un argumento donde inscribir el siguiente instante esencial: [...] en e s e m o m e n t o u n c o m p a ñ e r o d e j ó u n a c a j a d e b a l a s c a s i a m i s p i e s , s e lo i n d i q u é y el h o m b r e m e c o n t e s t ó c o n c a r a q u e r e c u e r d o p e r f e c t a m e n t e , p o r la a n g u s t i a q u e r e f l e j a b a , a l g o a s í c o m o ' n o es h o r a p a r a c a j a s d e b a l a s ' , e
7
U n o de los ejemplos más explícitos en este sentido es el de su encuentro con los comu-
nistas chilenos en las minas del norte del país: «Allí nos hicimos amigos de un matrimonio de obreros chilenos que eran comunistas. A la luz de una vela con que nos alumbrábamos para cebar el mate y comer un pedazo de pan y queso, las facciones contraídas del obrero ponían una nota misteriosa y trágica, en su idioma sencillo y expresivo contaba de sus tres meses en la cárcel, de la mujer hambrienta que lo seguía con ejemplar lealtad, de sus hijos, dejados en la casa de un piadoso vecino, de su infructuoso peregrinar en busca de trabajo, de los compañeros misteriosamente desaparecidos. El matrimonio aterido, en la noche del desierto, acurrucados uno contra el otro, era una viva representación del proletariado de cualquier parte del mundo. N o tenían ni una mísera manta con que taparse, de modo que le dimos una de las nuestras y en la otra nos arropamos como pudimos Alberto y yo. Fue ésa una de las veces en que he pasado más frío, pero también en la que me sentí un poco más hermanado con ésta, para mí, extraña especie...» {Mi
primer
gran viaje, p. 74). 8
L a metáfora del río, retomada con intensidad por la adaptación cinematográfica, es un
buen ejemplo de ello.
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inmediatamente siguió el camino del cañaveral (después murió asesinado por uno de los esbirros de Batista). Quizás ésa fue la primera vez que tuve planteado prácticamente ante mí el dilema de mi dedicación a la medicina o a mi deber de soldado revolucionario. Tenía delante una mochila llena de medicamentos y una caja de balas, las dos eran mucho peso para transportarlas juntas; tomé la caja de balas, dejando la mochila para cruzar el claro que me separaba de las cañas» {Obras escogidas, p. 198).
De ese modo toda la narración confluía en la representación de ese momento que condensaba una elección fundamental. Lo importante no es tanto que Guevara metaforizara en el gesto de escoger las balas ante los medicamentos su pasaje de médico a soldado, sino que el momento de mayor intensidad metafórica de la narración —y de mayor énfasis retórico- fuera aquel en el que se trataba de dar cuenta de la producción de un sujeto nuevo, siendo todo el argumento que lo envolvía la dinámica que explicaba su emergencia. Lo importante es, por tanto, que esa concepción de las dinámicas de producción de sujetos nuevos que atravesó siempre el pensamiento de Guevara —el viaje, en primer lugar, más tarde la guerrilla o el trabajo voluntario— permeó totalmente la arquitectura de sus narraciones autobiográficas. La idea de que la escritura debía registrar la experiencia como una fotografía registra la luz de un paisaje hallaría en la construcción de esos instantes esenciales de transformación subjetiva el modo de metaforizar en la estructura del relato el alcance de esas dinámicas a las que confiara la posibilidad de producir los sujetos de una posible sociedad futura. Dicho de otro modo, la escena en que elegía las balas ante los medicamentos no era más que la puesta en narración de la frase con que abría sus Notas de viaje: «El personaje que escribió estas notas murió al pisar de nuevo tierra Argentina, el que las ordena y pule, 'yo, no soy yo'; por lo menos no soy el mismo yo interior».
N A R R A C I Ó N , REGISTRO Y A N A C R O N I S M O EN DIARIOS
DE LA MOTOCICLETA
La idea de retomar las notas de viaje de Guevara y construir un relato cinematográfico a partir de ellas se originó en South Fork Pictures, gracias a su productor ejecutivo Robert Redford, quien ya había colaborado con Salles en 1996 otorgándole la beca de Sundance para la producción de Estación Central
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de Brasil, otro film centrado en la experiencia del viaje9. Desde el principio el proceso de producción del film tuvo unas características muy especiales, a través de las que sus responsables tratarían de imprimir unas cuotas de autenticidad al film realmente inusuales para una producción de esas características. En primer lugar, se decidió rodar en escenarios naturales, en los mismos espacios que Guevara y Granado habían recorrido casi cincuenta años antes. En segundo lugar, se tomaría la muy inusual decisión de rodar las secuencias en orden cronológico, haciendo por tanto coincidir el trayecto físico del equipo de rodaje con el de sus dos protagonistas históricos. En tercer lugar, se sometería a los actores a un curioso método: no sólo deberían aprender a utilizar una motocicleta del año 39, mejorar su técnica futbolística y de nado y aprender a bailar, sino que debieron leer los libros que leía Guevara en la época y asistir a seminarios sobre la historia de Argentina, Chile y Perú en los 50 o sobre el Imperio Inca. En otras palabras, no se trataba solamente de que el equipo de rodaje volviera a realizar el mismo viaje que Guevara y Granado, armado con los dispositivos de captación de los que estos carecieron, sino que éste debía, además, imbuirse en el mundo de los personajes que buscaba retratar: intentar, en la medida de lo posible, convertirse en ellos. Ante ese planteamiento, la función del equipo técnico se plantearía de modo inverso al de las reconstrucciones de época clásicas. En palabras del propio Salles: Optamos por emplear una gramática cinematográfica sencilla y directa, y por la simplicidad del formato súper 16, con algunas imágenes nocturnas en 35 mm. La mayor parte del tiempo, procuré evitar imponer una «puesta en escena», y me dejé llevar por lo que íbamos encontrando en el camino, sin imponer ¡deas preconcebidas. También intentamos hacer lo contrario de lo que podría llamarse un «documental inducido». Básicamente, intentamos filmar la historia como si estuviese desarrollándose frente a nuestros propios ojos («Cómo se hizo Diarios de la
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motocicleta»^.
La producción del film involucró sin embargo a productoras argentinas, brasileñas y peruanas, y la mayoría del equipo fueron efectivamente latinoamericanos, lo que no quita que el proyecto fuera originado y sostenido económicamente por grupos ligados al cine independiente norteamericano. 10 Para ello contaría con la colaboración del director de fotografía Eric Gautier, responsable de films como Intimidad o Todos los que me aman cogerán el tren, donde ya había desarrollado un impresionante trabajo partiendo de una concepción de la imagen como registro de la vida urbana más allá de su posible puesta en escena.
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La idea era, por tanto, utilizar técnicas propias del cinema verité o del documental de registro para filmar la reconstrucción de un viaje real realizado hacía cincuenta años 11 . Es más, si bien el esqueleto argumental del film partía de los escritos de Guevara y Granado, pronto el equipo de rodaje animó a los actores a improvisar conversaciones con la población que iban encontrando en su recorrido, para incorporar más tarde esos materiales en el film. En su voluntad por rescatar la concepción del viaje de Guevara, el equipo comenzaría a integrar en la estructura fílmica elementos azarosos, no contemplados en el guión, resultantes del contacto del equipo de rodaje con los habitantes de los lugares en que este tenía lugar. Esto empezó a pasar, concretamente, a partir del momento en que la moto se avería, lo cual, curiosamente, refleja exactamente lo que tanto Alberto como Ernesto recogen en sus respectivos diarios. Cuando tenían la moto, podían ir desde A hasta B directamente, pero cuando se quedaron sin ella se vieron obligados a andar y a hacer autostop, y, lógicamente, tuvieron muchas más oportunidades de tomar contacto directo con las gentes de Latinoamérica. Lo mismo nos ocurrió a nosotros a medida que nos adentrábamos en el continente, en especial cuando llegamos a Perú y nos encontramos con la herencia Inca, porque se nos acercaban indios que hablaban quechua, y que querían dialogar, y pudimos integrar los resultados de esos encuentros con la película. En cierto sentido, creo que estas escenas están más cerca del espíritu original del viaje que si hubiésemos incluido escenas que contasen acontecimientos descritos específicamente en los diarios. (Walter Salles, «Cómo se hizo Diarios de la motocicleta»).
Varios elementos interesan de este insólito proceso de producción y rodaje. En primer lugar, y eso parece claro, la voluntad del equipo no consistiría en reconstruir el viaje de Guevara y Granado tal como fue, sino en volverlo a hacer en condiciones similares a las que éste se llevó a cabo —preparando a los actores para situarse en el 'espíritu' de sus referentes— y en desencadenar situaciones que, si bien no estaban descritas en los diarios originales, fueran coherentes con la idea de viaje que los sostenía a ambos.
11 Ese gesto había sido llevado al extremo, en un contexto muy diferente, por el film Bloody Sunday, donde se reconstruía la masacre perpetrada por las fuerzas de orden británicas con una técnica y una sintaxis cinematográfica totalmente documental, con todos los signos externos de haber registrado en el momento, y en condiciones de extrema dificultad, unos acontecimientos de los que, por otra parte, no se ocultaba que estuvieran siendo reconstruidos.
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En segundo lugar, el rodaje en orden cronológico, además de respetar el paralelismo entre el viaje de referencia y el del equipo del film, permitía registrar las transformaciones ocurridas no sólo en los cuerpos de los actores, sino sobre todo en la propia mirada hacia ellos construida por la película. Se trataba, por tanto, de inscribir en la superficie visual del film, y de forma secuencial, la transformación de la instancia que se hacía cargo de la narración de su historia, al igual que en los diarios originales la transformación del sujeto de enunciación condensaba en la escritura la propia experiencia del viaje que los textos tenían como objeto. En tercer lugar, aunque en estrecha conexión con lo anterior, las escenas no previstas en el guión y surgidas de modo azaroso en el transcurso del rodaje llevaban toda esa lógica al extremo. Por una parte, eran la mejor respuesta a esa concepción de la escritura como registro casi fotográfico que había sostenido los textos de Guevara, y establecía un sutil desajuste entre el plan global de la narración y esa serie de fugas azarosas e improvisadas, desprovistas de cualquier puesta en escena programada. Si en los textos de referencia sus dos tiempos de escritura —las notas tomadas durante el viaje y su reordenación final a la vuelta— cifraban la experiencia de transformación de un sujeto que ya no se reconocía en aquel que comenzó el viaje, algo parecido ocurría en la narración cinematográfica con la relación entre la emergencia del azar captado durante el rodaje y su procesamiento en una cadena sintagmática de voluntad homogénea durante la fase de montaje y composición final de la narración. Parecido contraste se daba, además, entre la tendencia a la dispersión narrativa de esas escenas y los esfuerzos de centralización del sentido de aquellas secuencias más metafóricas como la del cruce del río a nado, que apuntaban a reconstruir aquellos instantes esenciales de elección fundamental —atravesar el espacio que separaba a los sanos de los 'excluidos'— tan caros a las narraciones del propio Guevara, pero cuyo proceso de simbolización de la realidad que envolvía a los protagonistas chocaba con esa tendencia a la captación de lo real azaroso a la que se consagraban buena parte de las estrategias de producción del film. Por otra parte, esos encuentros casuales, no inducidos y de estructura totalmente improvisada entre los protagonistas del film e indios reales que se dirigían a ellos en su lengua nativa, si bien suponían uno de los momentos más bellos e interesantes del film condensaban, al mismo tiempo, casi todas sus contradicciones. La disposición anacrónica que, como he señalado antes, atravesaba toda la concepción del film, alcanzaba allí un punto extremo: en una misma
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imagen aparecían encuadrados los actores que interpretaban a personajes reales de cincuenta años atrás e indios actuales que no interpretaban nada, sino que se limitaban a proponer su conversación y su ayuda a los integrantes del rodaje. Ninguna violencia operaba, sin embargo, en el montaje de las imágenes de los reconocibles actores cinematográficos y de los indios reales que salían a su encuentro. Es más, la captación de esos encuentros se proponía, en la película, como perteneciente al viaje de cincuenta años atrás, anacronizando voluntariamente las imágenes de los indios reales —que no participaban voluntariamente de esa ficción reconstructiva— y haciéndolas pasar por aquellas de sus antepasados que salieron al encuentro del joven Guevara. Se trataba, si no me equivoco, de un gesto a la vez brillante y muy discutible en cuanto a su política de representación, que marcaba la profundidad del impasse al que la apuesta del film se veía abocada. Su modo de producción insólito y arriesgado daba sin duda una textura sorprendente al film y lo hacía participar, en todos sus estratos de representación, de la experiencia del viaje sobre la que continuamente reflexionaba —Salles llegaría a decir que, al final del rodaje, al igual que Guevara cuando volvió de su viaje, ya no era el mismo que lo había comenzado—. Pero a la vez, sus no pocas contradicciones, su superposición de anacronismos y su necesidad de poner en contacto diferentes tradiciones narrativas y visuales que no siempre podían articularse sin violencia creo que daban cuenta, en realidad, de la dificultad general de los relatos actuales para recuperar esa experiencia del viaje, casi agonizante en el mundo actual, y de la ausencia de referentes narrativos que, en la cultura actual, puedan dar cuenta cabalmente de ella.
LA PRIMITIVA CLARIDAD DE LA MAGIA EN UN ESCRITOR LATINOAMERICANO LLAMADO M A X AUB Jesús Peris Llorca
Universidad de Virginia. Hispanic Studies in Spain / Universität de Valencia
Vamos a empezar por el final, contando un cuento que se titula «El fin»: Era difícil, pero se lo tragó. Al principio su preocupación fue saber si era el 4 o el 6, sobre todo por el movimiento del brazo al empujárselo por el gaznate. La duda fue corta: el 4 tiene cuatro puntas, difíciles de pasar, y su odio al 6 era notorio. Redondo, se le atragantó. Mejor dicho: se le detuvo a medio camino y ahora empezaba el dolor. Una puñalada terrible en medio del esternón, que le atravesaba el cuerpo y le salía por la columna vertebral. Peso y cuchillo. Entonces comprendió que iba a morir, asesinado por el 6 —¡la hoz!, ¡la hoz!—, quiso protestar, se levantó, fue al cuarto de baño, se metió los dedos en la boca, intentó devolver. En vano. El peso y la sierra (no era un cuchillo, no). En pleno plexo solar. Volvió a la cama y pensó que quizá las cosas estaban bien así: que era justo que muriera asesinado por el número 6. ¿A qué mezclar el 4 en eso? El 4 siempre es inocente (Aub, 1994, p. 115). Este microrrelato podría sin duda ser de Augusto Monterroso. Recuerda incluso al relato «El abecedario» de Luisa Valenzuela. Ya saben, la historia de aquel fanático seguidor de las leyes del abecedario que «la decimotercera semana, sin tenerlo previsto, murió de meningitis» 1 . Con ellos comparte la ' Valenzuela 1967.
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concisión que reduce el relato a sus componentes esenciales. Con el texto de Luisa Valenzuela, la leve ironía con que espacializa el lenguaje, con la que construye un mundo breve, pequeñísimo, formado de palabras, en el que protagonistas reducidos a su propia función narrativa, a su condición de sujetos verbales, transitan por la superficie lisa de las palabras, viven palabras, mueren por ataques verbales, por tragarse en este caso números. Jaulas fónicas, ortográficas a las que se reduce su existencia, vanguardismo fino después de la vanguardia. Sin embargo, el autor no es ninguno de los mencionados, es un mexicano de París y de Valencia a partes iguales, español por elección llamado Max Aub, que lo publicó en el año 1954, un año antes de conseguir definitivamente la nacionalidad mexicana. No debe sorprendernos. Los relatos de sus biografías incluyen a Augusto Monterroso como personaje, protagonista de divertidas anécdotas 2 . Es curioso. Si leemos este texto —y otros— de Aub, nos sentimos plenamente instalados en la tradición latinoamericana del cuento fantástico. Y nada, absolutamente nada, nos puede hacer pensar en la narrativa que por esos mismos años se estaba escribiendo en España. Esa es sin duda otra forma de exilio. El exiliado acarrea su tradición tras de sí, y ella misma se transtierra, se desarraiga y reterritorializa, mientras la cultura que quedó en el punto de partida continúa ajena a él su camino. Especialmente si esa cultura queda condenada a romper toda posible interlocución, a demorarse en una triste y cansina autotrofia, el desterrado incorpora textualidades que nunca pasarán por su cultura de origen o que, tal vez, tardarán en hacerlo. Se convierte entonces en contemporáneo de los autores futuros, con lo que su condición de desplazado espacial deviene también temporal, histórica. Max Aub es el nombre de un escritor mexicano, tan mexicano y tan escritor, que el humorista Abel Quesada podía decir de él que era «el autor de casi toda la literatura que se publica en México» 3 . El mismo que encontramos teorizando sobre la necesidad y la carencia de un teatro nacional mexicano, y que saluda los estrenos de Xavier Villaurrutia o de Rodolfo Usigli desde las páginas del
2 Por ejemplo, él es quien se encarga de difundir el divertido bulo de que Max Aub eran dos escritores, él mismo y un escritor judío fugitivo que trajo escondido de Europa (Soldevila 2 0 0 3 , p. 39). 3
Citado por Soldevila (Idem).
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periódico El nacional. El mismo que presenta como referencia durante los trámites iniciados en 1950 y que desembocarían en su nacionalización, nada menos que a Alfonso Reyes, Mauricio Magdaleno, Rodolfo Usigli y Agustín Yáñez5. El autor de los «cuentos mexicanos» y de los «ensayos mexicanos». El que dedica un cuento a Alí Chumacera 6 . El que frecuenta la compañía de escritores jóvenes como José Emilio Pacheco, Jaime García Terrés o Carlos Fuentes. Max Aub, amigo y compañero en la industria mexicana del cine de ese director mexicano llamado Luis Buñuel, el náufrago de la calle Providencia, que diría Arturo Ripstein. El mismo Max Aub, desterrado y exiliado que comprobaría amargamente, y que así lo escribiría en La gallina ciega. Diario español, que muy pocos españoles sabían en 1969 de su existencia. Sin embargo, ese no es el personaje que habitualmente trazan las historias de la literatura. En las últimas dos décadas estamos asistiendo al esfuerzo sostenido y exitoso por religar la figura de Max Aub y su literatura a la tradición española que dejó atrás, y que lo dejó atrás. El resultado, como también lo es en el caso de otros escritores, es la figura de un autor aislado, orbitando lejanamente en torno a un centro cultural que lo ignora y del que necesariamente no puede participar. Los ejemplos en este sentido podrían multiplicarse. Ignacio Soldevila lo define, por ejemplo, como «un hombre que fue por voluntad propia español y valenciano»7. Antonio Muñoz Molina, afirma tajante que «Max Aub debió de comprender que no tenía más remedio que ser un escritor español fuera de España. [...] El que inventó en México fue el mundo que había dejado atrás, no el que encontró allí»8. Max Aub es entonces un autor español, absolutamente español, que siguió siéndolo lejos de España. Su literatura es hija de su juventud vanguardista, de su participación activa en ese activo campo cultural de los años de la República, y de su compromiso histórico posterior. Como explica ejemplarmente Cecilio Alonso «En la obra de Max Aub se suceden dos proyectos narrativos. El primero, juvenil, apenas esbozado, se sitúa en la experiencia vanguardista dentro de la
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Vid. Adame, Domingo, «Max Aub en México: teatro y crítica», en Alonso Cecilio (ed.), 1996, pp. 788-804. 5 En Soldevila (2003, p. 40). 6 Se trata de «La verruga», incluido en Ciertos cuentos (1955), aunque las dedicatorias a personalidades de la cultura mexicana (Octavio Paz) o latinoamericana (Hugo Latorre) son habituales en muchos textos de Max Aub. 7 Soldevila Durante (1996, p. 41). 8 Muñoz Molina (2003, p. 103).
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órbita orteguiana. [...] El segundo proyecto, en cambio, mucho más extenso y maduro, supone la adopción —a impulsos éticos- del compromiso realista definitivo que bajo la fórmula dominante de la crónica sintetiza diversas aportaciones de la narrativa realista contemporánea, desde la prolijidad galdosiana al discurso abierto de Baroja y la ironía distanciada de Valle-Inclán»9. Bien cierto es que él mismo contribuyó decididamente a la construcción de ese personaje. Por un lado, repetidamente se definió como español. Afirmó a quién quiso escucharle que «uno es de donde estudia el bachillerato», con lo que reivindicaba nada menos que su condición de valenciano. «Hay crímenes peores», cuenta Ignacio Soldevila que le escribió en una dedicatoria10. Frecuentó los círculos de exiliados, los animó, cultivó amistades, polemizó, fue traicionado. Por otro lado, es muy frecuentemente citada su declaración de intenciones que colocaba al frente de su texto El rapto de Europa: «creo que no tengo derecho todavía a callar lo que vi para escribir lo que imagino»11. Por último, él mismo, en sus obras históricas sobre la literatura española, incluyendo su manual, afirmó repetidas veces que la literatura española más genuina, esto es mejor y simultáneamente más reconocible como española sólo podía ser realista y que los intentos de escapar a esta tradición habían concluido en lamentables fracasos. Max Aub es entonces un escritor realista, profundamente español, que prosigue su tarea de escribir su vivencia durante la guerra y el exilio, que es español por eso, y que parece vivir aislado en su asteroide de la calle de Euclides, esperando a que Franco se muera de una buena vez y que los españoles, su público, se dignen a leerlo. Evidentemente, para empezar, cabe preguntarse por la índole del realismo de Max Aub, es decir, hasta qué punto el ciclo de novelas que se ha dado en llamar El laberinto mágico puede meterse sin más en el mismo saco que Los episodios nacionales. Joan Oleza ha escrito a partir de Luis Alvarez Petreña, un proyecto narrativo que parte de los años 30 en la vanguardia, y va completando su forma durante el exilio mexicano, que Aub es en «la narrativa española», «un legítimo heredero de la vanguardia en pleno realismo y que aun en pleno realismo [s]e convierte en obligado pionero de la Postmodernidad»12. Eviden9 10 11 12
Alonso (1996, p. 383). Véase Soldevila (1996, p. 42). En este sentido lo utiliza Ignacio Soldevila en la introducción a Aub (1994, p. 13). Oleza (1996, p. 120).
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temente, desde este momento la palabra realismo ha dejado de significar lo mismo. Se convierte en un realista suigeneris, en un precursor, contemporáneo de sí mismo en el campo cultural conformado por él mismo. No puede ser de otra manera, leído desde la literatura española. Pero es que, además, lo cierto es que las imágenes críticas construidas sobre Max Aub, que hasta donde yo sé son básicamente españolas, enfatizan aquellos textos que confirman esta imagen de Max Aub, y lo mismo hacen con sus propias declaraciones de identidad. Pero Aub dijo muchas cosas sobre este tema. «Mis ligazones son con los mexicanos, los españoles, los franceses y algo, tal vez con los ingleses. Tal vez más con los españoles, pero solo, quizá con los de mi tiempo», escribió en su diario13. Si tenemos en cuenta la importante salvedad con que se señala la preeminencia española, el campo cultural en el que se inserta no puede ser sino el mexicano Del mismo modo, los textos «fantásticos» de Max Aub son aislados, señalados como excepción, como rareza, y separados cuidadosamente de los testimonios históricos que compondrían el centro de su obra. En este sentido puede citarse la magnífica recopilación de los relatos fantásticos de Ignacio Soldevila titulada, precisamente por oposición a la narrativa histórica de Aub, Escribir lo que imagino. Aparecen casi como «descansos» al compromiso histórico del que parte lo esencial de su producción. Sin embargo, lo cierto, es que esta «excepción» abarca una parte cuantitativamente numerosa de su producción, desde Luis Alvarez Petreña (1934, 65 y 71), a Jusep Torres Campalans (1958), pasando por los Crímenes ejemplares (1957). La simple mención de estos ejemplos basta para superar la dualidad cronológica aubiana. Volvamos sin embargo a la antología compilada por Soldevila, magnífica, por otra parte. Porque me interesa destacar ahora la manera en que el crítico traza la frontera del corpus de lo fantástico: «De los relatos aubianos en los que juega libremente su fantasía —explica— hemos excluido para esta selección aquellos que sólo toman pie en la fantasía para mejor hacer una descripción realista de la tragedia humana, restándole algo del inevitable pathos humano cuando de hechos tan dolorosos se trataba, al encomendar el papel de narrador a un ser no humano. Nos referimos concretamente a los relatos Enero sin nombre y Manuscrito cuervo (publicados en Cuentos ciertos, en 1955). Y es que estos dos relatos, que por otra parte narran las experiencias generacionales e históricas del destierro y los campos de concentración franceses 13
Citado en Soldevila (1996, p. 47).
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están narrados por un árbol, y por un cuervo. ¿Es realista o es fantástico un texto ambientado en la guerra civil española y narrado por un cuervo? Excelente pregunta metafísica. «Lo maravilloso no es, en ambos casos, sino un pretexto», es la respuesta taxativa del crítico14. ¿Cuánto cambiarían y en qué estos relatos si estuvieran narrados por un narrador omnisciente? ¿Serían más fieles a la realidad? ¿A qué realidad? «El problema central de la novelística es el de la causalidad. Una de las variedades del género, la morosa novela de caracteres, finge o dispone una concatenación de motivos que se proponen no diferir de los del mundo real. Su caso, sin embargo, no es el común. En la novela de continuas vicisitudes, esa motivación es improcedente [...]. Un orden muy diverso [la] rige, lúcido y atávico. La primitiva claridad de la magia». Pero, cuidado, «la magia es la coronación o pesadilla de lo causal, no su contradicción, El milagro no es menos forastero en ese universo que en el de los astrónomos». En la novela, en la narración, «la única posible honradez» está con el proceso causal mágico. El otro proceso causal, el natural, «resultado incesante de incontrolables e infinitas operaciones» no puede ser imitado sin ser reducido, falseado, y por lo tanto asimilado a la causalidad de la magia. Una vez el escritor tiene claro eso, la lógica de la causalidad puede dispararse en diferentes direcciones que pueden aparecer como necesarias en el universo creado de palabras y limitado que son sus relatos. La mimètica es sólo una dirección posible, pero en cualquier caso, lo real, las infinitas causas, quedarán fuera de la ficción. Este impecable razonamiento fue escrito por un escritor vanguardista llamado Jorge Luis Borges que acababa de abandonar la pulsión metafórica y estaba a punto de escribir relatos que a un tiempo contaban historias y mostraban los límites del lenguaje, su incesante autorreferencialidad15. Volvamos a Max Aub. Y aproximémonos al costumbrismo. Nada menos que a una noche de San José, en Valencia, en plenas fallas, allá por el año 17 o 18. Se trata del relato «La falla», publicado en México en 195516. Su protagonista, Arturo Carbonell, está definido básicamente por un rasgo fundamental, y su descripción sintética, apretada, recuerda a los de tantos personajes de las novelas de Aub, presentados en dos pinceladas un momento antes de empezar a actuar. «Su roncería —dice- le atraía reclamaciones, él solía decir entonces,
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En la introducción a la citada antología (Aub 1994, p. 15). Borges (1998). Cito por la edición de Ignacio Soldevila (Aub 1994, pp. 155-162).
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lentamente: 'Descuide, yo siempre llego a tiempo'. Era cierto. No fue zahori pero daba por hecho lo que estaba por hacer, sobre todo si estaba en su mano: 'La voluntad es la mejor consejera'. Siempre llega a tiempo. Sin embargo, esa noche, comete un error. Se entretiene demasiado en una reparación doméstica, y lleva demasiado tarde a su hijo a ver la crema de la falla de la plaza hoy del Ayuntamiento. Cuando llegan, la estructura de madera se derrumba con estrépito pasto de las llamas. Y nada hay más irreversible que el fuego, nada hace más evidente la irreversibilidad del tiempo que la acción volatilizadora de las llamas. Llegar tarde a la crema —quien ha sido niño en Valencia lo sabe— es una decepción terrible que no puede ser compensada por la crema del año siguiente. Cada incendio es diferente a todos los demás, como lo son los años y los meses de marzo. De modo que el error de Arturo tiene consecuencias profundas. «Arturo percibía en su sangre la desilusión trasmitida por la de su hijo a través de la palma de su pequeña mano, laxa, desmadejada, vencida por un descalabro interior, a la deriva su fe en él». Lo que acaba de caer, con tanto estrépito como la falla es la figura paterna, su infalibilidad. El niño está experimentado nada menos que su profunda soledad de ser humano, la terrible evidencia de la falibilidad del padre. Arturo lleva entonces a su hijo a la playa. Los dos, caminando junto al mar, se sienten de nuevo en paz. «quien le liberaba era el mar: el agua, enemiga del fuego. Además, la noche solitaria, la playa, imagen misma de la noche, era una manta que lo apagaba todo. Siempre se puede renacer». Los dos, padre e hijo, toman el tranvía y regresan a la ciudad. Y entonces se produce el desenlace inesperado: «Al llegar a la calle de las Barcas oyeron el alegre repiqueteo continuo de la traca. La cara del niño se iluminó: llegaban con el tiempo justo para ver empezar a quemarse la falla. Arturo encaramó a su hijo sobre los hombros en señal de triunfo. —Ves tú —le dijo—, yo siempre llego a tiempo. La primera llamarada encendía todos los rostros». La falla del título alude evidentemente también, a esta falla del tiempo. Y es que Arturo siempre llega a tiempo. «No fue zahori pero daba por hecho lo que estaba por hacer, sobre todo si estaba en su mano: 'La voluntad es la mejor consejera'» había dicho el narrador al presentar el personaje. Lo que entonces no sospechábamos como lectores es que esto se afirmaba en sentido literal. Especialmente si lo que está en juego es la rehabilitación de la figura paterna. Un padre lo puede todo, y Arturo siempre llega a tiempo. Impecablemente lógico entonces que el tiempo retroceda si Arturo se lo propone. Así es «la
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primitivad claridad de la magia», obvia, incontestable, dentro de su propio sistema verbalmente construido. Pero hay algo más, algo que tiene que ver al propio pacto de lectura, y es la problematización de la figura del narrador que opera este texto. Aparentemente es un relato en tercera persona. Las citas que hemos utilizado para seguirlo bastan para calificarlo como omnisciente. Y, sin embargo, en el mismo arranque del cuento, en la propia presentación del personaje, leemos: «Le oí asegurar alguna vez cosas inciertas para todos». Y todavía más. Cuando la pareja formada por Arturo y su hijo llegan a la plaza, tarde, el narrador se encuentra en un balcón mirando la crema, con algunos compañeros de estudios y un pedante profesor que perora en latín, y que citando a Plinio afirma que es «ardua empresa amoldar los nombres a sus objetos, y éstos a aquellos». Las palabras y las cosas, en suma. Un narrador personaje se comporta como un narrador omnisciente de manera inmotivada. Se borra así la distinción, se la invierte, y se muestra de paso su condición de convención narrativa. La ficción se muestra como ficción a la vez que dice que las palabras flotan sin conseguir fijarse a los objetos que se supone que nombran. Otro ejemplo, del mismo año, 1955. Un relato de fantasmas de factura clásica. Un baile de carnaval, y una pareja que baila hasta el final de la fiesta. El chico, que también se llama Arturo, acompaña a la chica, que se llama Susana, hasta las cercanías de su casa. Está lloviendo y le presta galantemente su gabardina. Ella, al marcharse corriendo, se la lleva puesta. Él sólo puede anunciarle que la esperará al día siguiente en el mismo lugar. Por supuesto, no acudirá a la cita. Arturo decide utilizar entonces la gabardina como excusa, y busca su casa hasta encontrarla. Su tía le explicará horrorizada que Susana lleva cinco años muerta. Eso explica sin lugar a dudas que tuviera las manos heladas. Su padre, además, nunca la dejó ir a los bailes. Es aplastantemente lógico que ella haya decidido asistir después de muerta. Por supuesto, Arturo encontrará su gabardina cuidadosamente doblada en el cementerio. Otra vez la impoluta claridad de la magia, su lógica interna, su innegable verosimilitud. El cuento, lleva por título «La gabardina»17. Pero otra vez, a la vez que Aub construye una nítida y limitada cadena de causalidades, nos ofrece las costuras del tejido, las marcas de su proceso de
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152).
Cito por la edición de Ignacio Soldevila, Escribir lo que imagino (Aub 1994, pp. 139-
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construcción, la evidencia de su ficcionalidad. El cuento acaba contando, como si de un personaje se tratara, la historia de la gabardina. La gabardina pasó de mano sin deteriorarse. Era una de esas prendas que heredan los hijos o los hermanos menores, no cuando le quedan pequeños a los afortunados o crecidos, sino porque no le sientan bien a nadie. Corrió mundo: el Rastro en Madrid, los Encantes de Barcelona, el Mercado de las Pulgas en París, estuvo en la tienda de un ropavejero, en Londres. Acabo de verla, ya confeccionada para niño, en la Lagunilla, en México —que los trajes crecen y maduran al revés. La compró un hombre triste para una niña blanca y ojerosa que no le soltaba la mano. -¡Qué bien le sienta! La niña pareció feliz. No se hagan ilusiones: se llamaba Lupe.
Este último giro del narrador resulta extremadamente complejo. Por un lado, lleva la ilimitada sabiduría del narrador al absurdo, exhibiendo su convencionalidad a la vez que lo muestra como narrador personaje. Y, por si eso fuera poco, sigue las reglas del género del relato de fantasmas, juega con las expectativas del lector, para, dándolas por supuestas, acabar por negarlas. El relato transgrede al final las reglas que le han dado lógica interna exhibiendo su arbitrariedad. En 1955, mientras Max Aub publica estos cuentos, en España, Rafael Sánchez Ferlosio publicaba ElJarama. Ese mismo año, en México, Juan Rulfo publica Pedro Páramo. ¿Cómo contar historias después de la vanguardia? ¿Cómo fingir que se dice lo real, cuando se ha descubierto que lo real no puede decirse, porque las palabras sólo se dicen unas a otras? ¿Mostrando los límites de la ficción a la vez que se construyen ficciones? ¿Creando paradojas, alephs, mises en abisme, Cómalas, bibliotecas con el tamaño del universo, padres que literalmente pueden hacer retroceder el tiempo? ¿Organizando la exposición de un pintor cubista inexistente llamado Jusep Torres Campalans y haciendo que su biografía ficticia lo convierta en «real», y amplíe la nómina de compañeros de Picasso, señalando de paso que en nada se diferencia retóricamente la biografía de Torres Campalans y, pongamos, la de Picasso? ¿Y cómo escribir un ciclo de novelas testimoniales sobre la guerra civil? ¿Poniéndole por título «El laberinto mágico» y experimentado con las más diversas formas narrativas y voces narradoras, que dan a un tiempo cuenta de la historia y de su construcción, de su perspectiva y de los materiales que la compone, de las leyes que rigen su «magia»? Las preocupaciones de Max Aub, evidentemente se hunden en la vanguardia española de los años treinta, de la que formó parte. Sin embargo, en 1955 se
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está enfrentado a idénticas preguntas que Borges o Cortázar, que son las que llevarían a Juan Rulfo tras El llano en llamas a escribir una novela desde dentro de la cultura mexicana de la muerte, a construir un pueblo literalmente habitado por muertos. A idénticas preguntas a las que se había enfrentado César Vallejo al escribir sus relatos, por ejemplo «Más allá de la vida y la muerte». A idénticas preguntas a las que llevarían a Gabriel García Márquez de las crónicas periodísticas a la historia, totalizadora, sí, pero de un lugar llamado Macondo. Y a Max Aub le urgía especialmente ensayar respuestas, porque era un vanguardista éticamente impelido a contar su historia, a dar testimonio. De la primitiva claridad de la magia al laberinto mágico. Los cuentos «fantásticos» de Max Aub, como Jusep Torres Campalans, «la más sonada broma de nuestra literatura», como la califica Ignacio Soldevila, los microrrelatos de los «crímenes ejemplares», no sólo no son una excepción en la obra de Max Aub, un reverdecimiento tardío de la gratuidad vanguardista, sino que pienso que pueden ser una excelente vía de entrada para leer la otra producción de Max Aub, la que la crítica califica como realista. Y en esa tarea, estoy seguro de que lo primero que se borrará será esa dualidad binaria tan cómoda. Los dos Aub pertenecen al mismo género de artefactos críticos que los dos Borges. Las estrategias narrativas ensayadas en los relatos que acabamos de comentar, pueden rastrearse sin duda en los relatos de la guerra y el exilio. Baste recordar ahora una vez más el cuervo de Manuscrito cuervo, y añadir la ficción histórica interesantísima que es «La verdadera historia de la muerte de Francisco Franco». Pero claro, para leer así a Max Aub es necesario leerlo desde Latinoamérica, reconstruir el campo cultural mexicano y latinoamericano en el que sus producciones se concibieron, se publicaron y se leyeron. Para acabar esta ponencia de manera simétrica, para convertirla en un relato crítico enmarcado porficciones,vamos a poner otro cuento en su conclusión. Se titula «El monte» y en él resplandece nítida la primitiva claridad de la magia. Cuando Juan salió al campo, aquella mañana tranquila, la montaña ya no estaba. La llanura se abría nueva, magnífica, enorme, bajo el sol naciente, dorada. Allí, de memoria de hombre, siempre hubo un monte, cónico, peludo, sucio, terroso, grande, inútil, feo. Ahora, al amanecer, había desaparecido. Le pareció bien a Juan. Por fin había sucedido algo que valía la pena, de acuerdo con sus ideas. —Ya te decía yo —le dijo a su mujer. —-Pues es verdad. Así podremos ir más de prisa a casa de mi hermana. (Aub, 1994, p. 183).
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E L VIAJE COMO CONFÍN
Universidade
Susana Scramim Federal de Santa Catarina,
Brasil
UTOPÍA Y GÉNERO TEXTUAL
Al tema del viaje están articulados dos grandes conceptos literarios, para no decir filosóficos: el espacio y el tiempo. La narrativa de viaje es una de las modalidades de utopía estudiadas y clasificadas por Ernst Bloch en «Eldorado y Paraíso, las Utopías Geográficas» que hace parte de su obra enciclopédica sobre la utopía El principio esperanza. Bloch nos dice que aparte de los motivos económicos y de todos los demás motivos inherentes a los económicos, que todos los sabemos, habría en el emprendimiento de Colón una fantástica superestructura del paraíso sobre la tierra. Bloch resalta también que Colón se volvió en un sustituto y en un emblema de la ars inveniendi en su época. Ya para los trabajos alquímicos del setecientos, Colón era el maestro que había navegado más allá de las columnas de Hércules hacia los jardines de oro de las Hespérides. De la misma forma, el sociólogo brasileño Sergio Buarque de Holanda, en su libro «Visáo do paraíso», señala el vínculo de las ideas de Colón con ciertas concepciones corrientes en la Edad Media las cuales creían en la realidad física del Paraíso en algún lugar del globo. Sergio Buarque nos dice que mucho antes y desde los comienzos de sus viajes de descubrimiento, la «tópica» de las visiones del paraíso ya está presente en casi todas las descripciones de los sitios de magia y leyenda. Estamos en el ámbito de una geografía aún mítica, sin embargo el tiempo ya es un tiempo escatológico. El mismo Sergio Buarque señala la creencia de Colón de que el fin del mundo, el día del juicio final, estaría cerca, más precisamente que el fin sería en el año de 1656, como se puede leer en el Libro de la Profecías, organizado por el descubridor, según la reproducción de Navarrete. De la creación del mundo ó de Adán, fasta el avenimiento de nuestro Señor Jesucristo son cinco mil é trecientos y cuarenta é très años, y trecientos y diez é
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ocho dias, por la cuenta del Rey Don Alonso, la cual se tiene por la mas cierta, p. de a. e. a. e. e. t. et h. u sobre el verbo X, con los cuales poniendo mil y quingentos y uno imperfeito, son por todos seis mil ochocientos curante é cinco imperfectos. Segundo esta cuenta no falta sao ciento é cincuenta y cinco años para complimiento de siete mil, en los quales digo arriba por las autoridades dichas que habrá de fenecer el mundo (Navarrete, 1992, p. 191). Una cuestión se instala mientras reflexionamos sobre el tiempo y el espacio en los relatos de viaje escritos por Colón. ¿De qué tópica de las visiones del paraíso y del fin del mundo nos hablan tanto Sergio Buarque como Ernst Bloch? ¿Cuál sería el lugar del paraíso y del fin del mundo? Desde luego tendríamos que distinguir u n lugar retórico de un lugar geográfico. En el Libro I de la Retórica, Aristóteles define los tópoi como las líneas generales de la argumentación discursiva las cuales expresan los razonamientos dialécticos y retóricos, así como aplica una clasificación que separará la retórica y la dialéctica del pensamiento científico al distinguir las premisas específicas de cada género textual como especies, es decir, el discurso científico, y las líneas generales de argumentación como tópoi, o sea, argumentos que son comunes a todos los discursos. Ya el término latino localis, derivado de locus, en Cicerón, podría tanto tener el sentido de los lugares semánticos de la dialéctica y de la retórica como ser resultado de la aplicación de principios específicos del pensamiento científico, aunque seguirían siendo comunes. El lugar geográfico se plantea desde la antigüedad clásica como un problema que le será siempre inherente, el de la política. Massimo Cacciari, comenta la definición de Cari Schmitt de que el Nomos, es decir, el Orden, indica la división {nemein) de un territorio conquistado. D e ahí que las alteraciones en la relación entre Orden y Lugar se mezclen con las alteraciones y justificaciones del sentido de la guerra. Reside en esa relación una clara imagen del Nomos divino. En el término Nomos yace la idea de tomar y repartir un territorio, pero también añade la idea de la justicia de ese reparto. El anomos sería inmoral o como resalta aún Cacciari, « el anomos es el impius. Este nexo, que es decisivo en Platón, se mantiene fuerte en Aristóteles (Política, 3, 16)» (Cacchiari, 1994, p. 107). Tener un lugar, en ese sentido, supone una decisión entre tomar, conquistar, dividir y ordenar. Sin embargo, eso resulta imposible de hacerse sin recurrir a una línea de argumentación que es específica y general, al mismo tiempo en que es pensamiento sobre el sagrado. N o es posible reflexionar sobre el lugar geográfico sin considerar los verbos de acción: tomar, conquistar, dividir y
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ordenar, o sea, aplicar un razonamiento específico, en el mismo momento en que se lleva a cabo toda una ficción, toda una tópica común de la visión del paraíso y de su fin. Esa condición paradójica ocurre también en el espacio físico de los textos literarios. La noción de confín sirve para indagarnos las fronteras entre los géneros textuales. Un confín, además de ser un límite que separa, es una situación de enfrentamiento que presupone, no la unidad, sino la coexistencia. El confín supone el nombre propio que expresa nuestro propio lugar, o nuestro propio cuerpo. Lo que define un lugar es justo el punto en que se alcanza el otro y es gracias a esta relación que nosotros nos definimos. Así que el confín no será más visto como la división, sino que será siempre eso que en nosotros — el lugar que somos— es siempre otro. Sin embargo, ese confín, ese lugar que no es sino un acontecimiento límite, ¿puede conducirnos al fin de la historia? ¿O quizás conducirnos a la reducción de nuestra cultura a la historia natural? Desde ya anticipo que la respuesta es no. Pues el límite que nos aleja de la historia natural no puede ser considerado como separación, sino que debe ser entendido como nuestro confín. Así que el lugar retórico y el lugar geográfico también confinan, es decir, los topoi y las especies se definen unos con relación a los otros. De la misma forma, mutatis mutandis, si pensamos que el enjambement conduce el verso a su fin, este fin no es el fin del poema, no es el silencio, sino que es su confín. La separación del poema en dos flujos discursivos hace que el lenguaje se defina siempre en relación a un otro.
CONFINES DE LA POESÍA I
¿Qué sentido tiene hoy el desplazamiento entre lugares comunes en la poesía? En 1992, la poeta Josely Vianna Baptista, la gran traductora de Lezama Lima al portugués, presenta un trabajo de enfrentamiento de límites entre poesía y artes visuales. Bajo el título de «Hiléias», que está publicado en el libro «Corpografia», tenemos un conjunto de cinco poemas que alegorizan un tipo de viaje a la jungla tropical. En el primer poema se nos ofrece una versión de la fisonomía del paisaje natural no domesticada. Veamos este primer poema del «Hiléias»:
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Sabemos que «hiléia» viene de hylaia, de la floresta o de lo que es salvaje y es un término usado por los viajeros naturalistas de los siglos xviii y xix. En la «hiléia» de la poeta Josely Baptista coexisten, es decir, confinan las ideas de Humboldt, de Buffon y además la de Góngora. De Humboldt la propia formulación del vocablo hylaia utilizada para designar la floresta amazónica, de Buffon la idea de que en América prevalecía un estado de evolución retardada tanto para las plantas y animales como para los indígenas, y de Góngora, su visión pesimista del imperio ultramarino español entendido como una desgracia y fruto de vanidad trágica, conforme podemos leer en el poema Soledad Primera. En lugar de la defensa de la idea del imperio ultramarino, se puede leer en las Soledades una apología de la vida en conformidad con la naturaleza, pero con la naturaleza que Góngora reconocía como buena.
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Vimos que coexisten esas ideas límites en el poema. Esa coexistencia permite construir una relación con una historia natural; y no solamente los poemas participan de la construcción, también lo hacen los temas de las imágenes de Francisco Farias que ilustran el libro y que son dibujos hechos a la manera de los pintores naturalistas viajeros. Aquí estaríamos en el confín de una lectura cultural de América Latina con el de una lectura naturalizada de ese mismo paisaje. Mejor dicho, estamos mirando con ese poema una versión de la fisonomía del paisaje latinoamericano. De ese modo, podríamos decir que en el confín de los versos de «hiléias» están enfrentadas dos nociones de historia: una como evolución progresiva y otra como repetición. A la tópica del paraíso con sus lugares comunes se asocia un tropo poético en su especificidad lingüística, como quiso Aristóteles —la metáfora con su poder de transportar los sentidos. Sin embargo la metáfora no será utilizada para sustituir un sentido por otro, sino para señalar la coexistencia de los dos sentidos. El tropo «orquídea rara góngora buffonia» son figuras de similitud que están más allá de una simple analogía. Humboldt es el nombre de la «orquídea rara» que es también «góngora buffonia» pero esta analogía no se hace con los conectivos habituales de las figuras de similitud, que serían el verbo «ser», las conjunciones «tal que», «como» etc. La relación de similitud es construida por la puntuación que adjunta «orquídea rara» a «góngora buffonia». Hay una tensión fuerte que ocurre en ese lugar de pasaje, en ese entre-lugar, de la sintaxis y de lo semántico. Esa tensión sería lo que definiría el límite del poema, es decir, no frente a la prosa, sino frente a sí mismo, como otro modo de utilizar el mismo lenguaje poético ya no como sustitución sino como supervivencia de los sentidos.
C O N F I N E S DE LA POESÍA II
El gran número de poemas reunidos bajo el título de Las encantadas, del poeta argentino Daniel Samoilovich impresiona por la unidad temática que lo transforma en un canto ubicado en un complejo lugar entre una épica continental que se confina con el punto de vista universal que marcaron los relatos de viaje. N o fue al azar que el lugar del viaje que se narra haya sido el archipiélago de Galápagos. Tampoco fue sin una ironía sutil que el título del libro sea Las encantadas —nombre con que Melville se refirió a Galápagos—. En 1840,
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Melville estuvo en el archipiélago, casi en la latitud cero, punto cero entre dos hemisferios, zona de indistinción geográfica. El lugar ha impresionado muchísimo a Melville, tanto que escribió una serie de esbozos intitulados Las encantadas. En la visión de Melville había algo de aterradoramente inhumano en aquellas islas. El norteamericano Melville describe las islas por medio de figuras que nos presentan un lugar inhóspito e inhabitable al hombre y donde nada mudaba. C u t by the Equator, they k n o w not a u t u m n , a n d they k n o w not spring; while already reduced to the lees o f fire, ruin itself can work little more u p o n them. The showers refresh the deserts; but in these isles, rain never falls. Like split Syrian gourd left withering in the sun, they are cracked by an everlasting drought beneath a torrid sky. 'Have mercy u p o n me', the wailing spirit o f the E n c a n t a d a s seems to cry, 'and send L a z a r u s that he m a y dip the tip o f his fingers in water a n d cool my tongue, for I a m tormented in this flame' (Melville, 1975, p. 132)
Si hay encantamiento en ese lugar, él parece venir de la atracción irresistible que esas figuras llevan consigo por los límites que separan lo humano de lo no-humano, lo histórico de lo natural. En 1835, otro ilustre viajero visita Galápagos. C o m o una de las escalas de su viaje alrededor del mundo, Charles Darwin también configura una visión de las islas. La visión de un comparatista europeo encuentra el locus perfecto para comprobar su teoría de la evolución de las especies. El locus tenía los rasgos de punto original, punto cero, pero, en el sentido del comienzo, con eso distinguiéndose de la visión de punto cero como zona de indistinción que tenía Melville. En el libro de Samoilovich hay una pequeña introducción en cada una de las partes que lo compone. Hay un narrador que informa al lector donde está y le dice que del viaje le serán relatadas unas acciones mínimas. Son no-acciones
Presento una versión al español de la cita: «Cortadas por el Ecuador, ellas desconocen el otoño y desconocen la primavera; visto que ya están reducidas a las borras del fuego, la ruina misma no tiene mucho lo que hacer contra ellas. Los aguaceros refrescan los desiertos, pero en esas islas, nunca llueve. Como las calabazas sirias hendidas dejadas para secar al sol, esas islas estallan bajo el efecto de una aridez eterna, bajo un cielo tórrido. "Tengan piedad de mí", parecen implorar el espíritu sufridor de las Encantadas, "y manden a Lázaro para que él pueda chapuzar la punta del dedo en el agua y enfriar mi lengua, pues vivo bajo los tormentos de esa llama"». 1
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que el recuerdo compone, no-acciones de un sujeto que despierta en medio a un sueño, configurando un cuadro hiperrealista de una naturaleza. Las acciones del poema «El islote Chatham» deshacen las acciones del joven naturalista inglés mediante el recurso mimético de las propias acciones de Darwin que compara las plantas y los animales de las islas con los que ya eran conocidos y clasificados por la ciencia de entonces. El ritmo del poema es marcado por la repetición de unos versos, así como en la lírica clásica (y no por rimas y acentos métricos, como en la lírica moderna). La repetición ratifica el procedimiento de comparación que el narrador-viajero de ese poema hace de sus propias acciones con las de Darwin. [...] N o parece - parece - no parece Parece- no parece - puro seca escam - asuperfí - ciecá - paboca. [...] que diríase... que parece.. .no parece... [...] N o parece.. .parece.. .no parece, [...] (Samoilovich, 2003, p. 16)
Además de ofrecer ritmo al poema, el refrán reaparece en otros poemas del libro, lo que proporciona una cierta unidad temática así que vemos que ella no es apenas propuesta en el nivel semántico del texto. Hay también aquí el uso del procedimiento figurativo analógico, o sea, el uso de la metáfora. La comparación migra de la tópica del paraíso, del soplo original de la vida, para la tópica de los infiernos. [•••]
Como si a los ángeles se pudiera burlar, y a sus espadas encendidas, y volver al Edén, y el Edén fuera un infierno, me asalta una fatiga horrible;
La analogía no es más con el naturalista inglés sino con el joven ballenero Hermán Melville que poseía una visión negativa de las islas. Hay un compor-
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tamiento mimético del sujeto en su relación con la naturaleza, ya que éste se comporta apenas como un ser viviente. y mi andar es arrastrarse sobre esta superficie: un lagarto (Samoilovich, 2003, p. 18). La comparación es entre el sujeto y el lagarto, el hombre y el animal. Antes Darwin y Melville; ahora el hombre y el animal. El antes y el después de la creación, el principio y el fin del tiempo en un ahora que les ubica en el mismo plan del texto. Esa figuración ocurre, como en el poema de la poeta Josely Baptista, mediante la sintaxis, son los signos de puntuación gráfica que introducen la analogía y no las conjunciones. Los guiones y los puntos suspensivos que construyen la metáfora — N o parece -parece - no parece y No parece.. .parece... no parece. Pero la analogía es por sí misma indecidible, y va a sobreponer el retórico al geográfico; si van a coexistir, la coexistencia será de los topoi con las especies. De ahí que se comprenda que la metáfora del sujeto como un animal, como un lagarto, es un punto de pasaje, de movimiento entre lugares, entre tópicas geográficas y discursivas, desplazamientos, desterritorializaciones que el poema hace sin realizar acción alguna. La presentación de la figura que toma el andar del sujeto como un lagarto no constituye acción y tampoco estado. Lo que pasa es que se toma uno por otro, se toma el animal por el hombre y el hombre por el animal como también se substituye la metáfora, «yo soy un lagarto», por apenas: «un lagarto». D e ahí que, si el relato de los viajeros naturalistas era el lugar del arte de invención en su tiempo, el relato de viaje hoy, en los tiempos en que ya existe la literatura, siga siendo este tipo de arte donde la retórica confina con la geografía y la geografía confina con la retórica, es decir, el espacio y el lugar común son instancias discursivas distintas, pero que se definen mutuamente.
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EL VIAJE DE LOS SIN ROSTRO. ANCLAJES Y DERIVAS DE LA NAVE ZAPATISTA Ximo González Mari
Universität de Valencia, España
SOBRAN PRESENTACIONES
Encontramos a Marcos —su imagen— en los carteles, en la web, camisetas, suplementos dominicales. Escuchamos su voz en los discos de algunos artistas, encumbrado como una de las figuras claves en la política contemporánea, mitificado icono de corrientes muy diversas. Sus detractores le tachan de visionario, mesías con «excesos protagónicos» (Grange, 1994, p. 357), nuevo gurú de la izquierda, demagogo, mestizo que eclipsa la voz del indio. El Sup no deja indiferente. Sin embargo, el objetivo de este trabajo no es juzgar la idoneidad del ideario zapatista, ni la bondad o maldad de sus métodos. Abordaremos de qué forma el discurso zapatista ha ido abandonando las máximas que lo asimilaban a anteriores formas de guerrilla, para acercarse a una nueva forma de lucha que opta más por la palabra que por las armas. Trataremos de matizar, tomando como referente el corpus narrativo producido por Marcos, aquellas visiones que niegan el movimiento zapatista como inaugurador de una nueva forma de concebir los conflictos sociales. El zapatismo ha virado su rumbo, dirigiendo su barco hacia lo que se ha dado en llamar neozapatismo (1994, p. 35). Las coordenadas han cambiado. El viaje de los sin rostro comienza con una declaración de guerra al que constantemente se alude como mal gobierno mexicano. Su barco zarpa en el sureste mexicano, en el mismo corazón de la Selva Lacandona, y en su trayecto reformula el propio estatuto de su derrotero, convirtiéndolo en un viaje ideológicamente iniciático a través de un mundo
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que es todos los mundos. Un viaje hacia la ubicuidad, un viaje hacia lo instantáneo. Cambio de rumbo. Destino: un puerto que incluya todos los puertos. Hora de llegada: ahora.
U N A S NUEVAS COORDENADAS
Carlos Salinas de Gortari, presidente del gobierno mexicano en aquel primero de enero de 1994, soñaba con el baño de medios y multitudes del cual sería objeto justo en aquel momento en que el país se adhería al Tratado de Libre Comercio y, por ende, empezaría a gozar de las bondades del primer mundo de la mano del vecino estadounidense. Nada más lejos. La noticia del alzamiento zapatista sacudió el país, arrojando luz sobre los autodenominados hijos de la noche. El gobierno se apresuró a ningunear a aquellos díscolos indígenas cuya revolución localista no parecía más que otro levantamiento armado de unos pocos descontentos. Es más, no despertaron de inmediato las simpatías de la izquierda e intelectuales afines al cambio. Carlos Fuentes, en un primer momento comenta, tras hacer un repaso de las antiguas insurrecciones en Chiapas, que «no puede imaginarse guión más predecible», e incluye al zapatismo entre las que denomina «ideologías guerrilleras arcaicas» (Fuentes, 1994, p. 120). El zapatismo no le inspira gran esperanza, hasta que, en febrero de ese mismo año, el escritor reconoce que el lenguaje del E Z L N «ya no es [...] petrificado, dogmático, pesado, sino un lenguaje mucho más fresco, nuevo, como el que expresa el Subcomandante Marcos, que obviamente ha leído mucho más a Carlos Monsiváis que a Carlos Marx» (Grange, 1994, p. 32). Tras un proceso armado que duró once días, el discurso del E Z L N comenzó su deriva, separándose del paradigma bélico de aquellas revoluciones arcaicas a las que alude Carlos Fuentes, si bien es cierto que ya desde un primer momento podemos intuir que las aspiraciones políticas son distintas, por más que el contexto determine ciertas inclinaciones por retomar el lenguaje anterior. Lo explícita el propio Subcomandante en una entrevista con Ignacio Ramonet: «No vemos la lucha armada como la veían las guerrillas de los años sesenta, como el único camino, la única senda, la única verdad que lo determinaría todo» (Ramonet, 2001, p. 51). Podría advertirse, incluso, una contraposición de términos. Es, en todo caso, el potencial bélico el que se pone al servicio de la vertiente espectacular de la guerrilla. El fusil ha servido, en su mayor parte, para colgar del hombro del Sup en las fotos que se difunden. Una advertencia,
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una reliquia que recuerda al mundo que «la lucha armada es una etapa de una serie de formas de lucha que cambian y evolucionan» (2001, p. 51).
PARA TODOS, TODO. REBELDE WAY
Otro tópico del que el zapatismo ha sido víctima es su asimilación a antiguos movimientos indigenistas. Si ponemos a contraluz el programa mariateguista, vemos como se filtra cierta sobrevaloración de la raza indígena sobre las demás, lo que justificaría el retorno al ayllu como utopía socialista rescatada de la imaginería indígena, y su imposición como modelo social. Marcos se desvincula: «No queremos tomar el palacio presidencial ni acabar con la raza blanca. [...] N o exigimos un retorno al comunismo primitivo. No queremos instaurar un igualitarismo radical que, a fin de cuentas, oculta una diferenciación entre la élite política minoritaria —de izquierdas o de derechas— y la mayoría empobrecida de la sociedad» (p. 52). El poder ya no es un destino. La meta es salir a la luz. «No queremos el poder, ni tan sólo convertirnos en un partido político. Ya hay suficientes» (p. 52). El zapatismo se desmarca de forma rotunda de los movimientos guevaristas y maoístas con los que se les viene comparando. El marxismo-leninismo ha abandonado la guerrilla, mientras que ésta opta por opciones de lucha más acorde con los tiempos y, por ende, más efectivas. Es más, el concepto propio de ideología queda relativizado en boca del Sup, cuando afirma que «el E Z L N es un movimiento insurreccional sin una ideología estrictamente definida. N o responde a ninguno de los espacios políticos clásicos: el marxismo-leninismo, el social-comunista, castrista, guevarismo, etc.» (p. 53). No son pocos los que han hablado del derrumbe de la sociedad y del fin de las ideologías. Zigmunt Bauman habla de los condicionantes de esta nueva era, y opone lo que llama Modernidad sólida, que fue objeto de estudio de la crítica tradicional, a la actual Modernidad líquida, caracterizada por la licuefacción de las categorías sólidas sobre las que se cimentaba la Modernidad anterior. La parcelación ideológica que caracterizó la mayor parte del siglo veinte se derrite, víctima de ese proceso licuefactor que, según Bauman, representa la «metáfora regente de la etapa actual de la era moderna» (Bauman, 2002, p. 8). La antigua pesadez ideológica de las antiguas guerrillas, más interesadas en seguir a rajatabla el breviario de guerrilla que en hacerse entender y en entender las necesidades reales de los grupos a los cuales representaban, se ha
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disuelto en el mar donde naufraga la sociedad contemporánea. De este modo, Marcos abandona posiciones más reaccionarias y hace derivar su rumbo hacia una especie de laxitud, incluso de promiscuidad ideológica. Touraine reconoce que Marcos ha tomado conciencia de las razones que han llevado al fracaso a sus predecesores en el campo guerrillero y a la falta de legitimidad que padecen a día de hoy entre los sectores de izquierdas. En palabras del francés, el zapatismo «quiso unir la defensa de las comunidades mayas de la selva Lacandona con un programa de democratización de México, siendo su idea crear un movimiento a la vez social y político» (Touraine, 2005, p. 205). Una verdadera democracia es el objetivo de la insurgencia chiapaneca. «Luchamos para desaparecer. Creemos que quien conquista el poder con las armas jamás debería gobernar, puesto que se arriesga a gobernar por las armas» (Ramonet, 2001, p. 50). En otro intento por defender su posición, diferencia entre los términos rebelde, adjetivo con el que se define como insurgente zapatista, y revolucionario, palabra que no considera apropiada, «porque todo dirigente o movimiento revolucionario tiende a querer convertirse en dirigente o actor político» (2001, p. 52). La gran diferencia es que, «un revolucionario siempre quiere cambiar las cosas desde arriba, mientras que el rebelde social quiere cambiarlas desde abajo» (p. 53). «Cuanto más revolucionarios sean, más arbitrarios son en el fondo» (p. 53). En definitiva, el poder no importa para los zapatistas. No se trata de echar a los de arriba para ocupar su lugar de dominación, sino establecer otros términos de debate, proponer nuevas formas de relación social más allá del control. Este conflicto espacial entre un arriba —el Poder como categoría absoluta —y un abajo—que lo sostiene— lo encontramos tematizado en alguna de las historias que el Subcomandante pone en boca de sus personajes literarios El Viejo Antonio y Don Durito de Lacandona. Especialmente explicitado queda en el texto titulado Durito y una de Grietas... y Graffitii. Don Durito, un escarabajo que ejerce el oficio, entre otros, de caballero andante, trata de matizar estos conceptos de forma muy didáctica, mediante la metáfora de un muro.
1 Durito y una de Grietas... y Graffitis: . Dado el carácter políticamente subversivo que subyace en el hecho de publicar en la página web del E Z L N los textos producidos por Marcos, hemos considerado necesario extraer las citas de este corpus virtual zapatista. En adelante, citaremos los textos del Subcomandante Marcos haciendo mención a la fecha en la que fue escrita la misiva y el título de la misma.
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En la mencionada entrevista con Ramonet, Marcos comenta que tras «la caída del muro de Berlín [...], se acaba el viejo mundo bipolar y el poder sufre un nuevo desplazamiento» (Ramonet, 2001, p. 30), el mismo al que alude Don Durito cuando afirma que «los poderosos han colocado el mundo como si fuera una pared que divide a unos de otros. Pero no es una pared así como las conocemos, no. Es una pared acostada. O sea que no sólo hay un lado y otro lado, sino que hay un arriba y un abajo» (Marcos, 2003). Durito hace hincapié en el hecho de que arriba son muy pocos, y abajo son muchos, y en esto también vemos el desplazamiento del conflicto, una vez superada la modernidad. «La rebeldía va más allá de lo que va el «cambio» moderno. Porque el «cambio» moderno aprovecha la grieta para colarse al otro lado del muro, al de arriba, olvidando, consciente o inconscientemente, que por la grieta no pueden pasar todos. El «cambio» es entonces pasar al lado de arriba. [...] . La rebeldía, en cambio, va más allá. N o pretende asomarse al otro lado, ni mucho menos pasar allá, sino lo que quiere es debilitar el muro de tal forma que acabe por desmoronarse, y, así, no haya ni uno ni otro lado, ni un arriba ni un abajo» (Ramonet, 2001). Lo que antes hubiera sido una escalada platónica de unos elegidos hacia la luz que irradia el poder, en las botas zapatistas se convierte en un allanado de terreno que permite la libre circulación de los individuos en un mismo plano de acción, una nueva democracia sin representaciones, y cuyo ejemplo más conseguido, en boca del propio Marcos, es la experiencia brasileña de los presupuestos participativos de Porto Alegre.
«PARA TODOS, TODO. PARA NOSOTROS, NADA»
Otra historia contada por el líder insurgente es la titulada «El otro jugador» (Ramonet, 2001, p. 74). En esta narración, recogida por Ignacio Ramonet a modo de epílogo en el libro donde publica su entrevista, un indígena se acerca a una partida de ajedrez de alto nivel, y pregunta insistentemente cuál es el juego en el que están inmersos. Uno de los jugadores le responde « N o podrías entenderlo. Es un juego para personas importantes y sabias» (p. 74). La historia llega a su fin cuando indígena acaba por poner una bota llena de barro sobre el tablero, con lo que proclama el final de la partida. Q u e d a claro lo que el Sup quiere dejar traslucir en su historia: el juego político no puede entablarse de forma bipolar por ver quién se hace con la victoria. Hay que romper el sistema, para permitir que los desposeídos jueguen
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en paridad de condiciones. El indígena reclama, simplemente, que se juegue a otro juego en el que pueda integrarse y ser un actante más. N o se trata de ganar la partida al mismo juego de siempre y «subvertir la relación de poder» (p. 70), como reivindicarían antiguos alzamientos. «Se trata, por tanto, de construir una ciudadanización de la política» (p. 70). Parafraseando a Marcos, «la clave de este cuento no es la vieja bota llena de barro que interrumpe y subvierte la partida de ajedrez mediática de los señores del poder y del dinero, y el juego de los que han hecho de la política un arte de la simulación y del engaño. Lo esencial está en la sonrisa del indígena, que demuestra que sabe algo. Sabe que falta otro jugador: él» (p. 75), Samir Amin, entre otros muchos, ha tratado de desmentir en sus trabajos los prejuicios que ven en el capitalismo un horizonte insuperable. La historia no ha llegado a su fin, como afirman Fukuyama y otros gurús del neoliberalismo como panacea. Pero... ¿hay vida después del capitalismo? El indígena, por su parte, «sabe que la partida no ha terminado y que no la hemos perdido. Sabe que la partida no ha hecho más que empezar» (p. 75). Se trata, en definitiva, de cambiar de raíz las reglas del juego, para que todos jueguen porque, además, hay más gente invitada a la partida. C o n otra alegoría queda plasmada está tensión en el cuento Durito y una de estatuas y pájaros, donde leemos que «donde faltan las razones, abundan las estatuas. [...] Dice Durito que unos y otros ignoran que el zapatismo no es ni dogma ni estatua, el zapatismo, como la rebeldía, es apenas uno entre miles de pájaros que vuelan. C o m o cualquier ave, el zapatismo nace, crece, canta, se reproduce con otro y en otro, muere y, como es ley que hagan los pájaros, se caga en las estatuas».
L A CUARTA GUERRA M U N D I A L . R E B E L I Ó N INTERGALÁCTICA
Más allá de visiones reduccionistas que limitan al zapatismo como un movimiento localista o, en el mejor de los casos, lo restringen al ámbito de acción nacional, debemos admitir que el verdadero mérito de su discurso es haber entendido el nuevo contexto en el que se inscriben las nuevas sociedades; un nuevo escenario, un nuevo juego donde las reglas son dictadas por el Imperio global del que nos hablan Antonio Negri y Michael Hardt (Negri, 2002). Para éstos, el capitalismo ha superado la fase de Estado-Nación. H a n sido licuados los límites del Estado, por lo que esta delimitación deviene obsoleta en un mercado globalizado. El capitalismo lo desestima por ser un espacio
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insuficiente para la efectividad del mando, ya que sus detractores desafían sus estructuras. Lo que llamamos globalización no es más que este proceso a través del cual los grandes mercados expanden su soberanía libremente en todas direcciones, sin restricciones geográficas. El Imperio pretende que nada quede fuera de él. No hay nada exterior al Imperio; el concepto cobra sentido en tanto que nada se le escape. Pero, en este Imperio, podemos distinguir dos frentes opuestos, coincidentes con la división establecida entre los de arriba y los de abajo propuesta por el Sup. Por un lado, «una estructura jurídica y un poder constituido, construido por la maquinaria del dominio biopolítico» (p. 70). Por otro lado, «la multitud plural de subjetividades productivas y creativas de la globalización que aprendieron a navegar estos gigantescos mares. Están en continuo movimiento y forman constelaciones de singularidades y acontecimientos que imponen al sistema continuas reconfiguraciones globales, [...] dentro del imperio y contra el imperio» (p. 71)2. En este sentido, el ya manido lema antiglobalización «piensa globalmente, actúa localmente» cobra más sentido que nunca en el ideario zapatista. Marcos se mueve de forma muy lúcida en este contexto, y no ha dudado en hacer hincapié en la vertiente internacionalista del EZLN. No en balde «Intergaláctico» es el apelativo que han recibido los dos encuentros de intelectuales y políticos por la Humanidad y Contra el Neoliberalismo, en espera de una tercera edición en el 2007, lo que abunda en el carácter global del zapatismo, así como el hecho de que el primer encuentro se realizara en Chiapas y el segundo en Europa. Como dice el escritor e insurgente mexicano, «las luchas locales son inevitablemente internacionales» (p. 44). El zapatismo es sólo parte de un nuevo movimiento social que se está fraguando en todo el mundo, pues contra un Imperio que homogeneiza todas las esferas sociales, sólo cabe una respuesta global3. Marcos sabe que su rechazo al neoliberalismo forma parte de otro rechazo mayor que lo integra en forma de red comunicacional. Es por ello que reitera la condición de síntoma del movimiento. El EZLN no se propone como modelo insurreccional, simplemente es el indicio. «El zapatismo, más que un ejemplo 2
El término multitud, muy recurrente en Negri y Hardt, ha sido también ampliamente desarrollado por Paolo Virilo (Virilo, 2006). 3 Aunque no siempre los zapatistas fueron conscientes de la dimensión universal del conflicto. Al respecto cita Vanden Berghe un pasaje en el que los zapatistas se desentienden de injerencias extranjeras por tratarse de un asunto concerniente al ámbito mexicano, hecho que subraya la intencionalidad del rápido viraje que el Sup lleva a cabo en la nave zapatista.
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a seguir es un síntoma» (p. 43) de algo mayor que está sucediendo, sólo es una de esas singularidades imbricadas rizomáticamente. En palabras del propio Marcos, «cuando se conozca realmente toda la historia concreta del zapatismo, se verá que también formaba parte de del mecanismo de construcción de otro mundo posible, de otra alternativa» (p. 45). En el cuento La hora de los pequeños. Durito, Carta (1999) se tematiza esta necesidad de conectar con las inquietudes despertadas por el zapatismo más allá de las fronteras mexicanas. Don Durito aparece convertido en pirata para contarle al Sup su periplo como marinero de una lata de sardinas, recorriendo Europa para visitar a Darío Fo, José Saramago, Joaquín Sabina y Manuel Vázquez Montalbán, redundando así en la idea de extender las redes y buscar nodulos influyentes en el mar de las sociedades mundializadas. Además, el hecho de que a Saramago le llame Pepe o a Vázquez Montalbán Manolo, hace hincapié en la cercanía de sus posiciones. Marcos habla en términos de Cuarta Guerra Mundial —que sucede a una Tercera Guerra marcada por la Guerra Fría— para definir esta etapa de expansión de mercados, a la que se opone una inmensa mayoría de ciudadanos. El levantamiento zapatista inaugura las protestas contra el monstruo globalizador. En palabras de Marcos, la «cuarta guerra Mundial contrapone a los partidarios de la mundialización con aquellos que, de un modo u otro, se oponen» (p. 31). «Ya no es un poder imperialista, en el sentido clásico del término, el que domina al resto del mundo, sino un nuevo poder extranacional, es el poder del capital financiero el que se impone» (p. 30). Su visión parece coincidir, a fin de cuentas, con las reflexiones de Negri y Hardt sobre el Imperio4. El viaje de este escarabajo, convertido en continuador de Barbarroja, vendría a solaparse con los modos de establecer relaciones entre los componentes de esa fuerza ciudadana que se opone a la mundialización. Consciente de la importancia de los medios en el paradigma social contemporáneo, el zapatismo ha dedicado la mayor parte de sus esfuerzos en hacerse ver y oír por aquellos que de un modo u otro se oponen, sabiendo que la cuarta guerra mundial no se ganará en última instancia por las armas, sino llenando centímetros cuadrados de prensa y minutos en la televisión y las radios. La información se convierte, de este modo, en el arma cargada de futuro con que el zapatismo apunta al
Sin embargo, el EZLN todavía considera el Estado-Nación como una herramienta útil para frenar los desmanes del neoliberalismo que busca su autonomía respecto de las otras esferas, por lo que no duda en interpelar al gobierno mexicano. 4
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corazón del sistema, en el que reconocemos la seducción como, en palabras de Gilíes Lipovetsky, «el proceso general que tiende a regular el consumo, las organizaciones, la información, la educación, las costumbres» (Lipovetski, 2005, p. 17). El lenguaje del zapatismo es el lenguaje de la seducción como estrategia bélica. Las armas dejan paso a las sonrisas. No es baladí que La hora de los pequeños. Durito, carta 4at se anuncie como una «epístola que arranque una sonrisa» (1999). El humor, la ironía, es la verdadera munición del zapatismo. ¿Podemos pensar en Abimael Guzmán bromeando como un monologuista del Club de la Comedia, haciendo gala de su carisma y dotes persuasivos?
MARCOS: MARCA REGISTRADA
El interés por atraer la atención y las simpatías de este tipo de personajes legitimadores de la causa, ha sido criticado furibundamente desde diversos sectores, aludiendo a supuestas ínfulas de protagonismo del Subcomandante. Bertrand de la Grange y Maite Rico, en su libro Subcomandante Marcos. La genial Impostura,, que según Vargas Llosa es el documento más serio escrito sobre Marcos, llegan a hablar de «zapatilandia» (Grange, 1994, p. 353) como ese lugar en la selva a donde acuden famosos y turistas para fotografiarse con Marcos y su pasamontañas. Nos resistimos, sin embargo, a creer que este sarcasmo incomode al Sup, muy amigo de juegos de palabras. Su propio cargo militar ha pasado de Subcomandante al grado de Sup: una marca, un logotipo de la rebelión. El logo es económico y eficaz; viaja más rápido que las propias imágenes, y concentra más información en menos signos. El ensayo No logo, de Naomi Klein (Kelin, 2001), se nos revela en este punto imprescindible para el análisis del logo como ese signo de signos que no significa nada en sí mismo más que un conjunto fragmentado de valores. Asimismo, Giorgio Agamben, define el rostro como esa máscara social de esencia banal, que no es tanto simulación como la superposición de diferentes máscaras, de tal forma que no haya un significado claro. El rostro es un exceso de signos, puro espectáculo. Es obligado, en este momento, detenernos en uno de estos logos que identifican al EZLN. Hablamos del pasamontañas. Más allá de interpretaciones que entroncan con antiguas tradiciones mayas, podemos establecer cierta relación entre esta máscara negra y la superposición de máscaras apuntada, más si atendemos a Luther Blisset, cuando se refiere a los nombres múltiples. Sabemos
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que Marcos no es el nombre real del Subcomandante. También sabemos que debajo del pasamontañas hay una cara. Pero esto no importa. Negando un rostro particular se explícita la convergencia en él de todos los rostros posibles. Su nombre, su logo, su pasamontañas, esconden la posibilidad de todas las individualidades. Citando a Blisset podemos decir que «su fuerza simbólica ya no se manifiesta de modo inmediato en la práctica de cada individuo. Los portadores de esa fuerza ya no son sino unos pocos, unos individuos destacados, que ofician de líderes, de héroes y de ídolos» (Blisset, 2000, p. 39). Marcos no es un héroe, él mismo se encarga de desmitificar su imagen, soportando, además, los insultos de Don Durito. «Marcos somos todos», reza el lema zapatista. Dice Blisset que «justamente los oprimidos, los sin nombre han utilizado a menudo esta manera de actuar» (2000, p. 38). «Uno de los méritos más geniales de la guerrilla zapatista consistió en convertir el nombre de [...] Marcos en un nombre colectivo. Con esta práctica no sólo seguían con su intención de deconstruir el mito del líder de la revolución [...] sino que a la vez crearon una forma nueva de mito colectivo: la persona del guerrillero real no tiene una historia clara e identificable» (p. 40). «Nosotros nacimos de la noche», dice la cuarta declaración de la Selva Lacandona 5 . Los zapatistas nacen de la oscuridad que los invisibiliza, la noche que difumina los contornos, como el pasamontañas que, paradójicamente, hace visible la lucha. Don Durito ha sido caballero andante, ferroviario, pirata, empleado en una refinería en donde se le conocía como Durito Heavy Metal... dependiendo del destinatario de la misiva, o del tema que se vaya a desarrollar, adoptando, así, diversas personalidades, diluyendo la categoría de sujeto y convirtiéndola en un cajón de sastre donde caben todas las individualidades, en un mundo donde caben todos los mundos. Como dice el Sup de sí mismo: Marcos es gay en San Francisco, negro en Sudáfrica, asiático en Europa, chicano en San Isidro, anarquista en España, palestino en Israel, indígena en las calles de San Cristóbal, [...] judío en Alemania nazi [...], feminista en los partidos políticos, comunista en la posguerra fría, preso en Cintalapa, pacifista en Bosnia, mapuche en los Andes [...], artista sin galería ni portafolios, a m a de casa un sábado por la noche en cualquier colonia de cualquier ciudad de cualquier México [...], machista en el movimiento feminista, mujer sola en el metro a las 10 p.m., jubilado en plantón en el Zócalo, campesino sin tierra, editor marginal, obrero desempleado, médico sin plaza, estudiante inconforme, disidente en el
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neoliberalismo, escritor sin libros ni lectores, y, es seguro, zapatista en el Sureste mexicano. E n fin, M a r c o s es un ser h u m a n o cualquiera en este m u n d o . [.. .]Todos los intolerados b u s c a n d o u n a palabra, su palabra, lo que devuelva la mayoría a los eternos fragmentados, nosotros. T o d o lo que i n c o m o d a al poder y a las buenas conciencias, eso es M a r c o s 6 .
¿Será por eso que sus detractores se han dedicado afanosamente a sacar a la luz la identidad del insurgente Marcos? Según Blisset, tanto esfuerzo demuestra su necesidad de «reducirlo de mito colectivo a individuo burgués» (Blisset, 2000, p. 41).
E L ESTILO ZAPATISTA. D I C E N Q U E DICEN
El lenguaje de las narraciones del Sup se acerca al canon literario occidental, como observa Kristine Vanden Berghe (Vanden Berghe, 2005) La hibridez de géneros es, por ejemplo, una tónica en los textos de Marcos. Aunque parece tomar el modelo epistolar para estructurar los textos, encontramos no pocos guiños que lo boicotean7. Cartas que incluyen cuentos, cartas que se dirigen a alguien en particular, aunque son cartas abiertas y difundidas conscientemente a través de la web. Leemos cartas cuya posdata supera con creces la extensión de la propia misiva, escritura desde los propios márgenes de la escritura, narrativa desde el afuera, literatura desde la exclusión que se cuela por las fisuras del lenguaje, un afuera que transgrede los límites de su condición para tomar la voz y enunciarse. N o menos reseñable es la tendencia a rescribir la historia, convirtiéndola en ficción, así como el proceso inverso que eleva la ficción al estatus de historia. Diluidas las fronteras entre ambas categorías, parece que los textos políticos zapatistas han abandonado la pretensión de enunciar la Verdad, criterio que guió experiencias revolucionarias anteriores. Tratar de escribir una —otra— Historia, en mayúsculas, respondería al mismo afán de (re)crear un pasado inamovible como único y monolítico monumento a la verdad, respondería al mismo afán arcaico de naturalizar una construcción colectiva y aceptada por todos como el andamiaje sobre el que se asienta una nación. Conscientes de que
Comunicado del 28 de mayo de 1994. Un texto, Historia de siempre jamás, (8 de diciembre de 1996) se muestra en forma de telegrama, adoptando su estilo cortante y directo. 6 7
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la historiografía es una materia dúctil, amorfa, sensible, maleable, y poniendo en tela de juicio la feliz idea del fin de la historia y sus consecuencias, los zapatistas proponen una relectura del pasado filtrada por la tradición oral que sustenta la cosmología indígena. Al fin y al cabo, la historia no puede escapar, en última instancia, del relato que la construye, de la ficción que nutre las verdades más inamovibles. El Viejo Antonio representa esta intersección en donde se anuda la historia y la necesidad de interpretarla, transmitirla, comunicarla, (re)crearla, al fin y al cabo, como un demiurgo conocedor de que la historia se construye enunciándola (Vanden Berghe (2005, p. 47). Después de todo, historia y ficción no dejan de ser una misma cosa. Los cuentos de Sup reinscriben en el curso histórico a la comunidad indígena, convirtiéndola en actante social del mismo modo que las armas en etapas precedentes. Y no sólo aparece como interlocutor de la historia: también como agente capaz de interpretarla, de apropiársela y darle cuerda para no verse obligado a interpretar su fin en el espectáculo que suspende la historia. Otro rasgo que caracteriza la tensión entre tradición y canon occidental contemporáneo es el acercamiento al habla popular indígena. Sorprende una sintaxis intencionadamente alterada, así como el coqueteo con expresiones propias de la cultura urbana occidental. La historia se enuncia desde este punto intermedio, desde esta inflexión del lenguaje y cruce de caminos entre dos registros. Más allá de la simple pluralidad de registros, y por ende, formas de entender y (re)crear el mundo, debe reseñarse la estrategia del collage como teoría constructiva del texto. Gregory L. Ulmer señala que la «pareja compositiva collage/montaje» es el más importante dispositivo adoptado por la poscrítica, al valerse de elementos preexistentes, «obras, objetos, mensajes [...] para integrarlos en una nueva creación a fin de producir una totalidad original que manifiesta rupturas de diversas clases» en (Ulmer, 1998, p. 127). Aunque cada fragmento que lo compone puede leerse de forma aislada, remitiéndolo a la totalidad de la que dependía en origen, emerge renovado en el nuevo montaje, revestido de otro significado y otras potencialidades como signo capaz de inflexionar sobre el mundo. «El montaje no reproduce lo real, sino que construye un objeto [...] o más bien monta un proceso [...] a fin de intervenir en el mundo, no reflejar sino cambiar la realidad. N o hay nada que sea subversivo de una manera innata» en el hecho del montaje, «tales efectos deben reinventarse continuamente» (Ulmer, 1998, p. 129). Este es el objetivo de esta narrativa del anudamiento lingüístico, que liga dos mundos aparentemente opuestos, hacer que la lengua de la oralidad y la
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tradición enuncie de nuevas formas, integrada en otras voces y otros discursos, construyendo un lenguaje que haga hablar a los que no tienen voz, construyendo un lugar de enunciación para los que no tienen rostro. «Queremos formar parte de la nueva historia, de la historia del mundo» (Ramonet, 2001, p. 44), porque «no queremos que el mundo continúe sin nosotros, no queremos desaparecer, pero tampoco dejar de ser lo que somos» (2001, p. 43). La estrategia del collage deriva en otro rasgo propio de la narrativa zapatista, su carácter intertextual. Con ello, Marcos va más allá de la inclusión de citas de diversos autores: su recurso es la parodia, el montaje, la (re)visión del corpus. Del mismo modo que la convergencia de diferentes registros representaba una vuelta de tuerca al simple hecho de recuperar y unir dos tipos de habla, el Sup (re)cubre de un nuevo significado los elementos incluidos. No sólo se refiere a Julio Cortázar en el cuento De elefantes, hormigas y revoluciones, no sólo se dirige a él —»y las hormigas, Julio»8 —, no sólo adopta para el texto el estilo narrativo cortazariano de naturalizar la ficción en ciertos momentos, — «pienso que la historia habrá de hacerle justicia algún día a los elefantes, sobre todo si son de color violeta y la trompa verde.». Marcos construye su historia a partir de una idea del autor argentino. La escoge, la (re)toma, la (re)ubica en otro contexto, y con ello construye una historia original, otorgándole nueva vida, nuevo sentido, al universo cortazariano. Cuando el insurgente afirma que «hormigas tenemos para rato o, más bien, ellas nos tienen a nosotros», no podemos más que pensar en el Preámbulo a las instrucciones para dar cuerda al relo (Cortázar, 1996, p. 27). Sin embargo este recurso va más allá de la mera cita, del mero referirse a. Darle la vuelta a, valerse de para. Dice Ulmer que «el collage es la transferencia de materiales de un contexto a otro, y el montaje es la diseminación de es estos préstamos en el nuevo emplazamiento» (Ulmer, 1998, p. 127), haciendo hincapié en el carácter catártico de este proceso. Se refiere, además, a un comentario de Owen sobre Benjamin, para quien el montaje se convirtió «en la forma de alegoría moderna, constructiva, activa, no melancólica, a saber, la habilidad para conectar cosas disimilares de tal manera que conmocionaran al público y le hicieran tener nuevos reconocimientos y comprensiones» (1998, p. 145). (Re)tomar, (re)colocar, (re)descubrir; un proceso de continua ^ f o r m u l a ción del corpus preexistente. No es gratuito que el cuento comience con una 8
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De elefantes,
hormigas
y revoluciones,
(10 de julio de 1994),