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Spanish; Castilian Pages 388 Year 2023
EL VALOR DE LAS CARTAS EN EL TIEMPO Sobre epistolarios inéditos en la cultura española desde 1936 José Teruel Santiago López-Ríos (eds.)
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l historiador y filósofo griego Posidonio (135-51 a.C.) bautizó la Península Ibérica como «La casa de los dioses de la riqueza», intentando expresar plásticamente la diversidad hispánica, su fecunda y matizada geografía, lo amplio de sus productos, las curiosidades de su historia, la variada conducta de sus sociedades, las peculiaridades de su constitución. Sólo desde esta atención al matiz y al rico catálogo de lo español puede, todavía hoy, entenderse una vida cuya creatividad y cuyas prácticas apenas puede abordar la tradicional clasificación de saberes y disciplinas. Si el postestructuralismo y la deconstrucción cuestionaron la parcialidad de sus enfoques, son los estudios culturales los que quisieron subsanarla, generando espacios de mediación y contribuyendo a consolidar un campo interdisciplinario dentro del cual superar las dicotomías clásicas, mientras se difunden discursos críticos con distintas y más oportunas oposiciones: hegemonía frente a subalternidad; lo global frente a lo local; lo autóctono frente a lo migrante. Desde esta perspectiva podrán someterse a mejor análisis los complejos procesos culturales que derivan de los desafíos impuestos por la globalización y los movimientos de migración que se han dado en todos los órdenes a finales del siglo xx y principios del xxi. La colección «La Casa de la Riqueza. Estudios de la Cultura de España» se inscribe en el debate actual en curso para contribuir a la apertura de nuevos espacios críticos en España a través de la publicación de trabajos que den cuenta de los diversos lugares teóricos y geopolíticos desde los cuales se piensa el pasado y el presente español. Consejo editorial Susana Asensio Llamas (CSIC, Madrid) Dieter Ingenschay (Humboldt-Universität, Berlin) Jo Labanyi (New York University) Fernando Larraz (Universidad de Alcalá de Henares) José-Carlos Mainer (Universidad de Zaragoza) Susan Martin-Márquez (Rutgers University, New Brunswick) José Manuel del Pino (Dartmouth College, Hanover) Joan Ramon Resina (Stanford University) Isabelle Touton (Université Bordeaux-Montaigne) Ulrich Winter (Philipps-Universität Marburg)
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EL VALOR DE LAS CARTAS EN EL TIEMPO Sobre epistolarios inéditos en la cultura española desde 1936 José Teruel Santiago López-Ríos (eds.)
Iberoamericana • Vervuert • 2023
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La edición de este libro ha contado con la ayuda del proyecto I+D Feder/ Ministerio de Ciencia e Innovación, Epistolarios inéditos en la cultura española desde 1936 (ref. PGC2018-095252-B-I00).
Entidad colaboradora
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47). © Iberoamericana, 2023 Amor de Dios, 1 – E-28014 Madrid Tel.: +34 91 429 35 22 © Vervuert, 2023 Elisabethenstr. 3-9 – D-60594 Frankfurt am Main Tel.: +49 69 597 46 17 [email protected] www.iberoamericana-vervuert.es ISBN 978-84-9192-366-4 (Iberoamericana) ISBN 978-3-96869-463-4 (Vervuert) ISBN 978-3-96869-464-1 (e-Book) Depósito legal: M-17601-2023 Diseño de cubierta: Rubén Salgueiros Interiores: ERAI Producción Gráfica The paper on which this book is printed meets the requirements of ISO 9706
La impresión de este libro se ha realizado sobre papel certificado FSC a partir de madera procedente de bosques gestionados de forma respetuosa con el medio ambiente, socialmente beneficiosa y económicamente sostenible. Impreso en España
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Índice
Introducción. Sobre el estudio de epistolarios inéditos posteriores a 1936: literatura y cultura José Teruel/Santiago López-Ríos.................................................. 9 “Una alegría en voz alta”. Mi correspondencia con Jorge Guillén (1964-1982) Luce López-Baralt.......................................................................... 25 El epistolario inglés de Leopoldo Panero Javier Huerta Calvo....................................................................... 55 Cercado de monstruos: una aproximación a la correspondencia inédita de Dámaso Alonso José Antonio Llera......................................................................... 91 Dificultades en la interpretación epistolar. Una carta de Gregorio Martínez Sierra desde el exilio Julio E. Checa Puerta/Alba Gómez García.................................. 113 El epistolario del exilio de Guillermo de Torre Domingo Ródenas de Moya........................................................... 131 Autoridad y autobiografía en las cartas de Ángela Figuera Aymerich a Guillermo de Torre Raquel Fernández Menéndez....................................................... 153
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Las metamorfosis de Eloína. La correspondencia entre Consuelo Berges Rábago y Eloína Ruiz Malasechevarria Carmen de la Guardia Herrero.................................................... 169 Entre Sur, Realidad y La Torre: las cartas de Francisco Ayala a Eduardo Mallea y Francisco Romero Ximena Venturini........................................................................... 201 “El catalán errante”. Los exilios de Néstor Almendros en la correspondencia de Pilar de Madariaga Elena Sánchez de Madariaga........................................................ 219 El epistolario de Camilo José Cela entre poetas en torno a Papeles de Son Armadans: Carlos Bousoño, José Agustín Goytisolo y Concha Lagos Arantxa Fuentes Ríos.................................................................... 241 Hacia El hereje: sobre el epistolario de Américo Castro y Miguel Delibes Santiago López-Ríos....................................................................... 265 Carmen Martín Gaite en sus cartas José Teruel...................................................................................... 295 La carta como forma de presencia: Carmen Martín Gaite y El Interlocutor Exprés Maria Vittoria Calvi...................................................................... 321 “Una rama de perejil”: las cartas entre María Zambrano y José-Miguel Ullán José Luis Gómez Toré..................................................................... 343 La relación entre Carlos Blanco Aguinaga y Rafael Chirbes a través de su correspondencia Álvaro Díaz Ventas........................................................................ 361 Sobre los autores................................................................................ 383
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Introducción. Sobre el estudio de epistolarios posteriores a 1936: literatura y cultura José Teruel Universidad Autónoma de Madrid Santiago López-Ríos Universidad Complutense de Madrid
Al final de El invitado amargo (2014), Vicente Molina Foix desciende a los detalles de la anécdota que dio origen a esta curiosa obra autobiográfica compuesta a cuatro manos con Luis Cremades. El 30 de diciembre de 2012, aprovechando la ausencia del escritor, unos ladrones irrumpieron en su domicilio. Aunque los destrozos no fueron cuantiosos, los intrusos sí revolvieron parte de su archivo epistolar, clasificado meticulosamente de forma alfabética y guardado en grandes cajas negras. Al regresar a su casa, ordenando las cartas de las letras A, B y C, desparramadas por el suelo, no resistió la tentación de leer algunas de Aleixandre, Benet y, sobre todo, de su antigua pareja:
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“Entre los nervios, no del todo aplacados, de lo que temía encontrarme en el piso forzado, y la lectura de esa correspondencia entre Luis Cremades y yo, aquella noche no dormí apenas” (Molina Foix/ Cremades 2014: 405). Zambullirse en este epistolario fue para él una epifanía que, podríamos aventurar, le hizo plenamente consciente del valor de las cartas en el tiempo, pero también cabe preguntarse si el que relee, al cabo de los años, una carta vieja sigue siendo el mismo destinatario que aquel que la recibió. Carmen Martín Gaite responde con rotundidad en una carta a Ruth El Saffar, fechada en 1982: “Nada hay más triste e inoperante que una carta vieja. (Especialmente las de amor, claro está.)” (2019a: 1197). Por ello, es tan difícil contar bien la historia o reconstruir una biografía, porque hay muchas vidas en una. Una vida es un falso singular y son diversos los yoes dispersos por el tiempo. Entre las múltiples glosas que merecería la anécdota originaria de El invitado amargo, hay una que nos interesa de manera clara: la historia de la literatura española del siglo xx posterior a la Guerra Civil se podría abordar desde un punto de vista prioritariamente epistolar, y hacerlo sería, a buen seguro, fascinante, o al menos fructífero, por cómo ampliaría las posibilidades de análisis en variadas direcciones y de implicación emocional del historiador. La misma anécdota pone de manifiesto las dificultades a las que nos enfrentaríamos al elaborar esa historia epistolar de nuestras letras. La primera es obvia y de tipo práctico: los problemas de conservación de estos documentos y el acceso a los mismos. Si, por un lado, Molina Foix excita la imaginación de los investigadores apasionados por los inéditos —regalándoles una impagable instantánea de cómo debe de ser su archivo epistolar, tan bien catalogado y preservado en esas cajas de Ikea—, el episodio de los ladrones, por otro, alerta de los riesgos que corren estos fondos únicos en domicilios particulares. Miguel Delibes, paradigma del escritor consciente del valor de su correspondencia, confesó a Claudio y Teresa Guillén que no pocas cartas que recibió del padre de estos, “anteriores al año sesenta y tantos”, se perdieron en una inundación inesperada de un sótano (Delibes: 1991 y 1992). Asimismo, sucede —y esto es también lamentable— que no siempre el archivo privado de un escritor llega completo a los estudiosos,
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bien por sus propios expurgos y/o los de sus herederos. Quién sabe, pues, qué terminará pasando con esas cajas de cartas que hoy pertenecen a Molina Foix o con sus correos electrónicos, una forma más inmediata de cartearse que también se incorpora a El invitado amargo y a nuestro título. Por ello, este libro colectivo no va a seguir cuestionando el trillado tópico del destino único, intransferible y lícito de una carta, porque hay otra cuestión más acuciante: el rumbo incierto de tantos epistolarios de la cultura española tras la Guerra Civil. La correspondencia destruida con la intención de proteger la privacidad, y la que pudiera estar a punto de desaparecer, por falta de interés de los legatarios o por la estrechez de una política cultural de archivos de autor, son cuestiones éticas de más calado que nos deben preocupar, ya que el derecho a la intimidad también se puede preservar con el blindaje que ejecuta el propio tiempo, tal como formulábamos desde la Introducción a Historia e intimidad (Garriga/Teruel 2018: 22-23). En relación con todo lo expuesto, está el hecho de que los epistolarios de escritores españoles tan recientes no solamente están protegidos por las leyes de propiedad intelectual, sino que de ninguna manera pueden ser divulgados o editados sin solicitar los correspondientes permisos si aluden a cuestiones íntimas de personas vivas. Obtener estas autorizaciones puede convertirse en un obstáculo dificultoso e incluso imposible de franquear, y el investigador, al margen de circunstancias de tipo jurídico, puede toparse con razones éticas no menos relevantes. Sin embargo, sí hay escritores españoles de la segunda mitad del siglo xx que en las últimas décadas han publicado en vida parte de su correspondencia: Juan Goytisolo y José Jiménez Lozano, por ejemplo, lo hicieron con las cartas de Américo Castro; Miguel Delibes, con las de Josep Vergés; Carmen Laforet, con las de Ramón J. Sender. Al estudiar a un autor, fijarse en este dato es crucial: da la medida del significado que él mismo otorga a estos corpus en el conjunto de su producción y constituye un testimonio evidente del papel desempeñado por ese concreto corresponsal en su trayectoria como creador y como persona. Además, a menudo, estas publicaciones abren el camino a investigadores posteriores que editan y/o estudian otros epistolarios del escritor en cuestión después de su fallecimiento. Los casos de Miguel Delibes y Carmen Laforet son muy ilustrativos.
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Después de que el primero publicase en vida su epistolario con Josep Vergés, ha aparecido su correspondencia con Gonzalo Sobejano (ed. Amparo Medina Bocos, 2014) y Francisco Umbral (ed. Araceli Godino López y Luciano López Gutiérrez, 2021). Si, poco antes de morir Carmen Laforet, se editó su epistolario con Sender (ed. Israel Rolón Barada, 2003), años más tarde ha salido a la luz su correspondencia con Elena Fortún entre 1947 y 1952 (ed. Nuria Capdevila-Argüelles, 2017) y con su amigo Emilio Sanz de Soto desde 1958 a 1987 (ed. José Teruel, 2023). En las dos últimas décadas se han publicado epistolarios de escritores que desde nuestro punto de vista son paradigmáticos para entender la cultura de la segunda mitad del pasado siglo y del largo camino que aún nos queda por recorrer. Sin olvidar el lugar referencial del proyecto Epístola (dirigido por José-Carlos Mainer y centrado en la Edad de Plata o en la modernidad española, cuya coyuntura desde 1854-1875 hasta el exilio republicano salpica nuestro tramo cronológico), destacamos, sin ningún ánimo de exhaustividad ni completitud, la correspondencia de Camilo José Cela con el exilio (ed. Jordi Amat, 2009), de Carmen Martín Gaite con Juan Benet (ed. José Teruel, 2011), de Max Aub con Francisco Ayala (ed. Ignacio Soldevila, 2001), con Ignacio Soldevila (ed. Javier Lluch, 2007) y Vicente Aleixandre (ed. Xelo Candel Vila, 2014), de Miguel Labordeta con Gabriel Celaya (ed. José Rubio Jiménez, 2015), de los poetas del 27 con el grupo “Cántico” —particularmente la correspondencia cruzada entre Vicente Aleixandre y Ricardo Molina— (ed. Olga Rendón Infante, 2015), de Francisco Ayala con José Ferrater Mora (ed. Miquel Osset, 2015), de José Ángel Valente con “los poetas españoles de su edad” (ed. Saturnino Valladares, 2016), de Antonio Buero Vallejo con Vicente Soto (ed. Domingo Ródenas de Moya, 2016), de Américo Castro con José Jiménez Lozano (ed. Guadalupe Arbona y Santiago López-Ríos, 2020), de Carmen Conde con María Cegarra (ed. Fran Garcerá, 2018) y Amanda Junquera (ed. Fran Garcerá, 2021), de Victoriano Crémer con José García Nieto (ed. Xelo Candel Vila, 2023), de Jaime Siles con Juan Gil-Albert (ed. Manuel Valero, 2023), de Camilo José Cela en torno a Papeles de Son Armadans con Vicente Aleixandre, Concha Lagos, José Agustín Goytisolo y Emilio Prados
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(ed. Arantxa Fuentes Ríos, 2023), o los epistolarios de Dionisio Ridruejo (El valor de la disidencia, 1933-1975, ed. Jordi Gracia, 2005), de Jaime Gil de Biedma (El argumento de la obra, ed. Andreu Jaume, 2010), de Carmen Martín Gaite (Cartas, ed. José Teruel, 2019), de Jaime Salinas (Cuando editar era una fiesta, ed. Enric Bou, 2020) y de Ricardo Gullón (Las secretas galerías de Ricardo Gullón. Lectura crítica de su epistolario, ed. Javier Domingo Martín, 2020). Son también encomiables las iniciativas de editar digitalmente en la red, y en abierto, corpus epistolares, como hace la Fundación Francisco Ayala (https:// www.ffayala.es/epistolario/) o el proyecto Cartas a Teresa Guillén (https://guillen.linhd.uned.es/antologia/)1. Igualmente es preciso reparar en la transcripción y paráfrasis de cartas que nos ofrecen biografías como las de Carmen Laforet (Anna Caballé e Israel Rolón-Barada, Una mujer en fuga, 2010), Juan Marsé (Josep Maria Cuenca, Mientras llega la felicidad, 2015), José Manuel Caballero Bonald (Julio Neira, Memorial de disidencias, 2014), o la biografía colectiva Los papeles de Herralde. Una historia de Anagrama (ed. Jordi Gracia, 2020). En tal sentido, Janet Malcolm en su lúcido ensayo sobre el grupo de Bloomsbury afirma con acierto que las “biografías que dan una mayor ilusión de vida, una idea más completa del protagonista, son las que más [cartas] citan” (2015: 107-108), ya que estas se convierten en una forma de transferir experiencia frente al acopio notarial de información. Y Anna Caballé confesó que estuvo “a punto de tirar la toalla” en su investigación biográfica sobre Francisco Umbral, pero, cuando Andreu Teixidor, le facilitó 91 cartas del escritor a Josep Vergés datadas entre 1971 a 1978, se le abrió “un mundo de posibilidades” (2006: 199). Al igual que los autores de El invitado amargo, Juan Goytisolo, Esther Tusquets o Luisgé Martín, en mayor o menor medida, recurrieron a sus archivos epistolares para redactar sus obras autobiográficas. En cualquier caso, aspirar a una historia epistolar de literatura española posterior a 1936 implica admitir lagunas que no siempre
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La bibliografía incluida en cada uno de los capítulos del libro podrá ampliar estas referencias a correspondencias cruzadas y epistolarios.
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responden a expurgos. En las antípodas del celo de Vicente Molina Foix en la conservación de su fondo documental o de la dedicación de Miguel Delibes a su correspondencia, está un autor como Jesús Fernández Santos, que ni acostumbraba a guardar las cartas recibidas ni se explayaba en las respuestas, según amablemente nos comentó su viuda, Maria Castaldi. En verdad, por desgracia, son muy pocas las cartas suyas o a él dirigidas que han llegado hasta nosotros. El auge por editar y estudiar epistolarios posteriores a 1936 contrasta con la opinión de Julián Marías, quien en una ‘Tercera de ABC’, titulada “Peligros para el escritor”, se quejaba —hace más de treinta años— de “la pasión de los ‘inéditos’” entre los especialistas y, en particular, censuraba, salvo excepciones, la publicación de epistolarios de escritores contemporáneos: “No me cansaré de repetir que la mayoría de las [cartas] que se escriben se pueden agrupar en dos clases: unas son triviales; las otras íntimas. Las primeras no tienen interés más que ocasional, fugitivo, para el que las escribe y las recibe, y se refieren a asuntos de la vida cotidiana […]. Su función queda agotada cuando son leídas por el destinatario. Las otras, las íntimas, son más interesantes. Pero su interés es privado, para el autor y la persona a quien se dirigen, y no hay derecho a penetrar en la intimidad de las personas” (1992). En fecha más cercana, Javier Marías fue incluso más allá que su padre en sus planteamientos y se mostró muy incisivo en dos artículos publicados en El País Semanal (2021a y 2022b). “Si un escritor publica sus diarios, o sus memorias, o su correspondencia, lo único en lo que se fijará la ‘prensa canallesca’ (así llamaba el franquismo a toda) será en si habla mal de tal colega o editor o crítico, si ‘ajusta cuentas’, si echa pestes. El esfuerzo del autor por explicarse o relatar su vida quedará anulado por el regodeo que sentirán plumillas y lectores chismosos al descubrir cómo pone a Fulano o Mengano a caer de un burro”, afirmaba en el primero (2021a). En el segundo, después de explicar cómo se negó a que se publicara su correspondencia con Jorge Herralde y Juan Benet, se mostraba contrario a considerar que los epistolarios sean parte de la “obra” (la cursiva es suya) de un escritor (2021b). Es posible pensar que tanto a padre como a hijo no les faltara algo de razón. No podemos negar que hay una curiosidad irreprimible
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por meter las narices en correspondencias ajenas, por soñar que uno es aquel destinatario; pero no es el caso de nuestros invitados a esta miscelánea. Los lectores que nos hemos reunido en este volumen para estudiar el valor de las cartas en el tiempo compartimos que “la historia literaria no puede ser una forma dignificada del cotilleo” (Mainer 2003: 13). La cuestión no radica en abrir indiscretamente los cajones de un escritorio que no nos pertenece, la clave reside en cómo el investigador se acerca a las cartas: ¿qué se escudriña en ellas? Nosotros (historiadores y filólogos) buscamos rastros del pasado para entender la historia desde otro punto de vista, menos simple y con más matices (con menos claroscuros). Aceptamos que la escritura epistolar es el resultado de aquello que solamente pudo decirse a una determinada persona y en una determinada situación, pero también comprobamos que la intimidad revela lo que oculta la historia y que las cartas pueden ser también un umbral del texto —“el epitexto privado”, en términos de Gérard Genette (2001: 320-348)— o una “explicación y clarificación de opacidades” de la obra literaria, una trastienda de su sentido, un “depósito de intenciones”, “una falsilla para una correcta interpretación de lo que [un autor] no quiso o no pudo publicar a voces, pero sí ocultaba a veces” en sus títulos publicados, como comenta Jean-François Botrel (2009: 9-10), quien no dudó en incluir los epistolarios en la modélica edición en equipo de las Obras completas de Leopoldo Alas, Clarín. En la misma línea, Jesús Antonio Cid llegó a afirmar que la correspondencia de Américo Castro es nada menos que su obra maestra, y recientemente no viene a ser nada extraño incluir la edición de las misivas de un autor de la segunda mitad del xx en sus obras completas, tal y como suele ser habitual con escritores más antiguos. Así lo hizo en vida el propio Juan Goytisolo con las cartas enviadas y recibidas de Américo Castro (2007), así se ha hecho con Carmen Martín Gaite (2019) y a esto responde el proyecto en marcha de editar los numerosos epistolarios de Max Aub. Como apuntó Enric Bou, “[e]n general, leemos correspondencias de escritores que poseen una obra central que nos atrae. Las cartas resultan, así, la caja de resonancia, como un banco de pruebas, o sirven de depósito para fragmentos de obras (no realizadas, o todavía gestándose) que se proyectan en ellas de forma inconsciente” (2006: 252).
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Para aquellos historiadores atravesados por el llamado giro lingüístico hasta lo que Julián Marías calificaba de “trivial” y “fugitivo” puede poseer interés: las cartas son una fuente de datos valiosísimos para muy diversas áreas de conocimiento, desde la filología a la antropología cultural. Mientras asistimos a la desaparición de la carta como medio de comunicación, “vivimos años de esplendor de la epistolografía” (Mainer 2018) como texto literario en sí y como fundamento de la documentación histórica. Frente a las memorias y otros géneros autobiográficos, la narración epistolar no construye el pasado, sino que se limita a mencionarlo. Las cartas son un poderoso medio de comunicación con la experiencia inmediata y muestran lo que una vez nos importó: “El escribir cartas no es, pues, una actividad excepcional ni aislada: las cartas están inmersas en la vida, sin fronteras, y dan indirecta cuenta de ella” (Botrel 2009: 13). Esto no significa que la escritura epistolar sea una escritura libre, o más sincera, que se beneficia de la privacidad que tiende a presuponerse en el intercambio de una correspondencia. No hay escritura sin retoricidad ni autocensura sobre lo que se puede y no decir, sobre lo que puede y no puede entrar en el espacio permanente de lo escrito. Los silencios y las omisiones son tan significativos como lo que se dice en las cartas, donde se mezclan lo público y lo particular, lo banal y lo valioso, la verdad y la mentira. Entendemos que las cartas de estos escritores e intelectuales que estudiamos en esta miscelánea se han desplazado del ámbito de lo privado al ámbito del valor patrimonial, y en ese desplazamiento será fundamental la figura del investigador que ha de velar cuidadosamente (es también una cuestión ética) por la entrada de otros lectores implícitos, el público de hoy, en ese escenario discursivo de la memoria, de la subjetividad y de la comunicación cifrada. Editar e interpretar cartas es no solo acopiar, transcribir y anotar, sino también descodificar la compleja deixis de la intimidad. En tal sentido, el editor, convertido en una especie de segundo autor (nunca de coautor), debe determinar y enunciar las condiciones dentro de las cuales es verdadero algo sentido por alguien en un momento preciso y formulado para un interlocutor explícito. Advertir el peligro que se deriva de identificar un juicio fechado en una carta con una afirmación genérica, válida en cualquier momento o situación, es el ethos y el oficio del investigador
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en textos autobiográficos y póstumos. La escritura del yo tiene unas coordenadas de orden temporal, espacial y emocional que hay que contextualizar para apreciar su sentido, y la intimidad constituye una poderosa herramienta de comprensión de la cultura y, en particular, de la historia literaria o de lo que “hoy se espera de la nueva historia literaria” (Mainer 2003: 12-13). Frente a los argumentos de aquellos que juzgan de intromisión en la intimidad la búsqueda, el estudio o la edición de la escritura epistolar, entendemos que la intimidad es una construcción sometida al lenguaje y al devenir, y no conviene confundirla con la privacidad noticiosa. Una conducta no es intrínsecamente íntima, privada o pública, sino que deriva “de la índole del escenario en que transcurre” (Castilla del Pino 1996: 18). Podríamos recordar la postura de Juan Goytisolo haciendo suya una recomendación de Julián Ríos: sumergirse en los epistolarios del autor de Madame Bovary si el mundillo literario circundante se hace difícil de tolerar. “Cuando el espectáculo de nuestro Parnaso me abruma, leo, como Julián Ríos, por razones de higiene, la correspondencia de Flaubert”, confesaba el autor de Señas de identidad (2004). Por su parte, desde la “Inspección postal” del número inicial de El Interlocutor Exprés, revista de correspondencia literaria en la que colaboraron Ramón Mayrata, Manuel Longares, Belén Gopegui, Eloy Tizón y Carmen Martín Gaite, entre otros, leemos esta programática declaración editorial: “A veces se escriben cartas a un destinatario pero sabiendo que su valor sobrepasa el de la correspondencia biunívoca. A veces se reciben cartas demasiado bellas o absurdas o ingeniosas o terribles, cuyo destino no debiera agotarse en la lectura individual” (junio de 1992). Precisamente Martín Gaite —que nos recordó en numerosos pasajes de su obra la necesaria mezcla de implicación emocional y rigor analítico que exige la narración de la historia— reconocía con cierta reticencia, desde dos anotaciones de El cuento de nunca acabar (“Literatura epistolar” y “Las cartas y la historia”), la mezcla de “de avidez y mala conciencia” que le despertaba “cualquier aviso de publicación de un epistolario póstumo” (2016: 449), ya que en la escritura epistolar siempre hay algo intransferible que tiene que ver con la situación concreta y delimitada tanto del remitente como del destinatario, cuya emoción a la hora de recibir o
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escribir cartas “nunca queda plasmada en el texto mismo de lo escrito […], aunque literariamente resulte convincente” (2016: 448); pero también admitía: “...Y, sin embargo, ¡cuánto tienen que ver las cartas con la historia! Los archivos están plagados de cartas, que nos ayudan a componer, fragmentariamente, el rompecabezas de la historia. Sin el estímulo de un interlocutor concreto a quien dirigir esas quejas, peticiones, confidencias o declaraciones, muchos personajes del pasado no habrían dejado noticia de su vida ni de su alma” (2016: 449). Las cartas no solo le permitieron seguir la pista de personajes del pasado —como fue el caso del grafómano Melchor de Macanaz— sino también le ayudaron a entender sus relaciones con sus contemporáneos e incluso autoafirmar a través de ellas su propia identidad autorial —como demuestra el empleo de las misivas que recibió de Juan Benet para sus dos conferencias de 1996 dedicadas al autor de La inspiración y el estilo (2017: 940-969)—. Por ello cobra fuerza esa expresiva anotación de los Cuadernos de todo: “perder una carta” es una “puñalada a la historia” (2019b: 528). Al interés por el estudio y edición de epistolarios de la segunda mitad de la centuria anterior ha contribuido, además de la distancia temporal, el hecho de que hoy podemos contar con colecciones de este tipo de escritos, catalogadas y accesibles en instituciones públicas y privadas. Aunque quede mucho por hacer en torno a la preservación de nuestro patrimonio documental, todo apunta a que ese destino incierto, que señalábamos, de tantos epistolarios de la cultura española tras la Guerra Civil en comparación con los de la Edad de Plata, poco a poco, parece que empieza a dejar de serlo. Sin salir de España, hay que destacar la labor de instituciones públicas que en los últimos años han desplegado una ambiciosa política de adquisición de archivos de escritores españoles de la época a la que nos referimos (o han aceptado la donación de estos), y los empiezan a poner a disposición de los investigadores después de haberlos catalogado e incluso digitalizado. Evitando el afán de ser prolijos, podríamos recordar que en la Biblioteca Nacional de España, a la cabeza de esta lista, se conservan ahora los muy nutridos archivos epistolares de Javier Alfaya, Juan Benet, Luis Feria, Ernesto Giménez Caballero, Claudio Guillén, Jorge Guillén, Luis Goytisolo, Concha Lagos, Joan Margarit, Rafael Sánchez Ferlosio, Guillermo de
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Torre, Juan Antonio Zunzunegui, entre otros; en la Biblioteca de Catalunya se preservan los fondos documentales de Esther Tusquets, Carlos Barral o Josep Vergés; en la Biblioteca Joaquín Leguina (Madrid), los de Elena Fortún o Antonio Buero Vallejo; en la Biblioteca Valenciana Nicolau Primitiu, los de Juan Gil-Albert, Vicente Llorens, Rafael Lapesa o Ignacio Soldevila Durante; en la Biblioteca Patrimonial del Instituto Cervantes, el de Mario Muchnik; en el Archivo Histórico Nacional, la correspondencia de Luis Rosales; en el Archivo General de la Administración, la de la Agencia Literaria Carmen Balcells. Encomiable es también la labor de la Real Academia Española, donde, aparte de otros muchos legados, se custodian cientos de cartas enviadas a Dámaso Alonso o Antonio Rodríguez-Moñino. Las recibidas por Pedro Laín Entralgo se donaron a la Real Academia de la Historia. En el Patronato Carmen Conde-Antonio Oliver está el archivo de este matrimonio. El Museo Casa Panero conserva un fondo documental importantísimo relacionado con la llamada Escuela de Astorga. Determinadas universidades públicas han terminado siendo las depositarias de conjuntos de cartas esenciales para el estudioso de la literatura española posterior a 1936: Universidad de Zaragoza (archivo Labordeta), Universidade de Santiago de Compostela (archivo José Ángel Valente), Universitat Autònoma de Barcelona (archivo José Agustín Goytisolo), Universidad de Málaga (archivos Juan Luis Alborg y Alfonso Canales), Universidad de Extremadura (archivo Alonso Zamora Vicente), Universidad Complutense de Madrid (archivo Julián Marías-Dolores Franco), Universidad Autónoma de Madrid (archivo Carlos París) o la Unitat d’Estudis Biogràfics (Universitat de Barcelona), pionera en estos estudios y que dirige Anna Caballé, donde, entre otros fondos, se conservan las cartas que recibió Guillermo Díaz-Plaja. Mención especial merecen ciertas fundaciones privadas en las que se conserva la correspondencia original (o copia) recibida por nombres señeros de la literatura española del exilio, de la posguerra o la transición, y en algunos casos también minutas de las cartas enviadas por ellos: Fundación Caballero Bonald, Fundación Camilo José Cela, Fundación Carlos Edmundo de Ory, Fundación Francisco Ayala, Fundación Francisco Umbral, Fundación Jorge Guillén (archivos de Enrique Badosa, Gabino-Alejandro Carriedo, Rosa Chacel, Ángel Crespo, Francisco Pino, Claudio Rodríguez…), Fundación José Ortega
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y Gasset-Gregorio Marañón, Fundación María Zambrano, Fundación Max Aub, Fundación Miguel Delibes, Fundación Ramón Menéndez Pidal y Fundación Xavier Zubiri (archivo Américo Castro)...2. Este libro colectivo se concibió precisamente como una contribución a la investigación en esta parcela de la literatura española del siglo xx que tanto interés está suscitando en las últimas décadas. No existe aún un monográfico dedicado al estudio sobre epistolarios inéditos de la cultura española tras la Guerra Civil. Tampoco es posible que un libro con este objetivo sea obra de un solo estudioso, sino de un grupo de investigación en el que se reúnen filólogos e historiadores tanto de reconocida como de incipiente trayectoria. El recorrido que este volumen emprende abarca desde el análisis rememorativo del epistolario personal de Luce López-Baralt con quien quizá sea uno de los epistológrafos paradigmáticos de la centuria pasada, Jorge Guillén, hasta los correos electrónicos que se intercambiaron Rafael Chirbes con su maestro, Carlos Blanco Aguinaga, demostrando este último capítulo —frente al comentario de Simon Garfield en su hermoso ensayo Postdata (2015: 398)— que hay emails que pueden ser equiparados a la redacción de cartas misivas, ya que transportan la misma carga semántica y el mismo esmero. Un epistolario cuya hermeneuta es la propia destinataria de esas cartas y una correspondencia emitida desde la inmediatez y la comodidad del correo electrónico (pero sin la capacidad emocional que transmite la caligrafía y la espera de la carta sobre el felpudo o en el buzón) son las aristas del sumario que coordinamos y que permiten captar un devenir, un perceptible cambio en las formas de convivir y comunicarse. El resultado es una miscelánea fuertemente cohesionada por el mismo objeto de estudio (epistolarios inéditos —hasta ahora— posteriores a 1936); por una idéntica creencia en que la historia podría revalidarse a través de la escritura autobiográfica (particularmente la epistolar, ya que no hay escritura más capaz de actualizar presencias que la de las cartas); por un mismo disfrute en la búsqueda del detalle
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Para un inventario más completo de archivos y fundaciones véase la página web del proyecto I+D, Epistolarios inéditos en la cultura española desde 1936 (IP. José Teruel): http://www.epistolarios.es/#archivos.
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borrado para reconstruir algo más extenso; por semejantes caminos, obstáculos y azares que supone la investigación en archivos (públicos o privados); e incluso, por una misma nostalgia de lo que lleva camino de desaparecer, de un arte sutil en proceso de extinción. Resaltamos, además, el evidente diálogo que entablan unos capítulos con otros por la presencia de los mismos protagonistas, e incluso de semejantes tiempos de miserias y esperanzas, pero desde distintos puntos de observación, según la dispar identidad de los emisores y destinatarios. Todos los capítulos en el fondo están hablando, desde diferentes fechas, continentes y perspectivas, de un tema de permanente actualidad: la Guerra Civil y sus consecuencias, así como de la exigencia de una urgente transición cultural y de la necesidad de un diálogo intergeneracional. En este recorrido destacamos un logro: la correspondencia entre el exilio y el interior no solo es presentada como indicio de pronto ascendiente de la España trasterrada sobre el interior, sino también como parte integral del mismo proceso cultural y de la narración de una misma historia literaria.
Bibliografía Botrel, Jean-François (2009): “Introducción. La obra epistolar de Leopoldo Alas, Clarín”, en Leopoldo Alas, Obras completas XII. Epistolarios e índices. Oviedo: Ediciones Nobel, 2009, pp. 9-20. Bou, Enric (2006): “La edición de epistolarios: autor y lector”, en Seminario de archivos personales (Madrid, 26 a 28 de mayo de 2004). Madrid: Biblioteca Nacional, pp. 251-258. Caballé Masforroll, Anna (2006): “El bolso de Ana Karenina. La necesidad de inventariar los textos autobiográficos”, en Seminario de archivos personales (Madrid, 26 a 28 de mayo de 2004). Madrid: Biblioteca Nacional, pp. 195-209. Castilla del Pino, Carlos (1996): “Teoría de la intimidad”, en Revista de Occidente, n.º 182-183, pp. 15-31. Delibes, Miguel (1991): Carta a Claudio Guillén. Valladolid, 17 de octubre. Mecanoscrita. Biblioteca Nacional de España, Archivo Jorge Guillén, JG 27/14 (43).
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— (1922): Carta a Teresa Guillén. 12 de febrero. Manuscrita. Biblioteca Nacional de España, Archivo Jorge Guillén, JG 27/14 (44). El Interlocutor Exprés. Revista de Correspondencia Literaria (1992-1994): Fundación Martín Gaite. Centro de Estudios de los años 50. (También en Biblioteca Digital de Castilla y León, código de referencia S.VIBBCL 3\ACMG,40,8). Garfield, Simon (2015): Postdata. Curiosa historia de la correspondencia. Traducción de Miguel Marqués. Barcelona: Taurus. Garriga, Ana/Teruel, José (2018): “Introducción: de la teoría a la circunscripción histórica”, en José Teruel (ed.), Historia e intimidad. Epistolarios y autobiografía en la cultura española del medio siglo. Madrid/Frankfurt am Main: Iberoamericana/Vervuert, pp. 9-20. Genette, Gérard (2001): Umbrales [1987]. Traducción de Susana Lage. Ciudad de México: Siglo XXI. Goytisolo, Juan (2004): “Fe de erratas”, en El País, 27 de noviembre, https://elpais.com/diario/2004/11/27/opinion/1101510008_ 850215.html. Mainer, José-Carlos (2003): “Trabajando sobre cartas (desde el proyecto Epístola)”, en Boletín de la Institución Libre de Enseñanza, n.º 52, diciembre, pp. 9-14. — (2018): “Unamuno y sus cartas: defensa de la epistolografía”, Revista de Libros, septiembre, https://www.revistadelibros.com/ unamuno-y-sus-cartas-defensa-delaepistolografia/?utm_source= newsletter&utm_medium=email&utm_campaign=nl20180404. Malcolm, Janet (2015): “Una casa propia” [1995], en Cuarenta y un intentos fallidos. Ensayos sobre escritores y artistas. Traducción de Inga Pellisa. Barcelona: Debate, pp. 75-120. Marías, Javier (2021a): “La industria de la maledicencia”, en El País Semanal, 18 de abril, https://elpais.com/eps/2021-04-18/la-industria-de-la-maledicencia.html. — (2021b): “Los calzoncillos de Conan Doyle”, en El País Semanal, 25 de abril, https://elpais.com/eps/2021-04-25/los-calzoncillosde-conan-doyle.html. Marías, Julián (1992): “Peligros para el escritor”, en ABC, 21 de mayo, p. 3.
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Martín Gaite, Carmen (2016): El cuento de nunca acabar (apuntes sobre la narración, el amor y la mentira) [1983], en Obras completas V. Ensayos II. Ensayos literarios. Edición de José Teruel. Barcelona: Círculo de Lectores/Espasa, pp. 229-530. — (2017): “Juan Benet: la inspiración y el estilo [conferencias]” [1996], en Obras completas VI. Ensayos III. Artículos, conferencias y ensayos breves. Edición de José Teruel. Barcelona: Círculo de Lectores/Espasa, pp. 940-969. — (2019a): Cartas, en Obras completas VII. Cuadernos y cartas. Edición de José Teruel. Barcelona: Círculo de Lectores/Espasa Calpe, pp. 1061-1318. — (2019b): Cuadernos de todo [2002, edición de Maria Vittoria Calvi], ampliada en Obras completas VII. Cuadernos y cartas. Edición de José Teruel. Barcelona: Círculo de Lectores/Espasa Calpe, pp. 51-800. Molina Foix, Vicente/Cremades, Luis (2014): El invitado amargo. Barcelona: Anagrama.
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“Una alegría en voz alta”. Mi correspondencia con Jorge 1 Guillén (1964-1982)*1 Luce López-Baralt Universidad de Puerto Rico
“Guillén! ¡Guillén¡ ¡Guillén! / ¿por qué me has abandonado? Está mal. Yo espero siempre carta tuya, pero la carta no llega”. La lamentación es de García Lorca, reclamando a Jorge Guillén su ingratitud epistolar en 1926 (1997: 392-393). No es hasta el año siguiente cuando el poeta vallisoletano se excusa por su irregularidad epistolar: “Supongo que recibirías hace tiempo una larga carta mía compensadora de mi anterior silencio culpable” (Guillén 1959: 111-113). Ese silencio era crónico en don Jorge, si damos fe a los reclamos de Federico: “a pesar de tu promesa no he recibido carta, ni sé nada de tu vida”; “Contéstame enseguida y sé bueno” (1997: 366). Guillén es igualmente moroso en
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Agradezco vivamente a mi colega del Departamento de Estudios Hispánicos (Universidad de Puerto Rico, Río Piedras) Fernando Feliú Matilla su ayuda con la transcripción de la correspondencia entre Guillén y yo.
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responder a Pedro Salinas. Le admite que vive “con los remordimientos sin excusa de no haberte contestado aun a tus tres últimas cartas” (Salinas y Guillén 1992: 362). Alberti sufrió los mismos desplantes epistolares. Estando en Roma envió un mensaje para don Jorge con mi esposo Arturo y conmigo, pidiendo que le escriba aunque sea una carta por cada seis cartas suyas1. Las quejas epistolares de los amigos de Guillén me hicieron sentir culpable, pues la avalancha de cartas que el poeta “inalcanzable” me dirigía siempre fue copiosa y puntual. Teresa Guillén, la hija del poeta, me aclaró que su “papaíto” se convirtió en un corresponsal diligente tan solo a partir del exilio. Don Jorge me confesaba a su vez su apego a “los pequeños placeres del correo”: “¡qué placer el del correo! Yo adoro el correo, y ahora tengo un apartado en la Universidad [de Puerto Rico], y voy a las tres, a las cinco, a las diez, a buscar [las cartas]” (López-Baralt 1964: 30 de marzo)2. Mi correspondencia epistolar con Guillén arranca en 1964, año en que escuché su curso “Poesía de la Generación Española de 19201936” en la Universidad de Puerto Rico, y dura hasta 1982, poco antes de su muerte. Cuando comenzamos a escribirnos, yo tenía 19 años y el poeta 71, pero la entrañable amistad nos duró hasta que su poderoso corazón, “made in Valladolid”, como afirmaba gozoso, dejó de latir. La evolución de nuestra amistad se hace evidente en los saludos iniciales de las cartas, que van intensificando su afecto. Aquel inicial “Mis distinguidas amigas Luce y Merce López-Baralt” de la primera carta a Santander (1964), dio paso al cálido “Querida Luce, cada vez más admirada. Su última carta rebosa de entusiasmo, felicidad, juventud. Cualquier español diría, yo también, ¡Bendita sea!” (20 de octubre de 1981). Su saludo más entrañable fue “Mi querida Luce i-nol-vi-da-ble”, al que añade enseguida un cauto “Estoy pensando también en Arturo” (20 de marzo de 1972). Don Jorge había dividido
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Postal desde Roma sin fecha. Debe de ser del verano de 1972. Cito mis apuntes de la clase de don Jorge como “López-Baralt 1964”, especificando la fecha de la anotación.
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Carta de Jorge Guillén a Luce López-Baralt. La Jolla, California, 20 de marzo de 1972.
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Guillén con sus jóvenes amigas Luce y Mercedes López-Baralt, en la Universidad de Puerto Rico, Río Piedras (1964). las sílabas de otro nombre querido: el de su primer nieto Antonio, a quien pondera como “An-to-ñi-to el Precioso” ante su corresponsal Salinas en carta del 13 de noviembre de 1945 desde Wellesley (Salinas
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y Guillén 1992: 364). Esos apelativos afectuosos estaban reservados para cariños filiales: jamás los usó para sus amigos poetas. Las despedidas de don Jorge también se transforman con los años. Comienza despidiéndose “Muy cordialmente, Jorge Guillén”, para más tarde despedirse con un cariñoso “doble abrazo de su viejísimo amigo, lector, admirador, con nostalgia de Puerto Rico, Jorge” (desde Málaga, 20 de julio de 1980). Ya en 1981 (1 de noviembre, desde Málaga) la vejez va in crescendo: “Un doble abrazo de su muy anciano Jorge”. Guillén se solía despedir de sus compañeros poetas y demás amigos con “un abrazo” y, a lo más, con “un gran abrazo”. Por cierto, todas las cartas son manuscritas: don Jorge nunca usó la máquina de escribir, como hizo Salinas. Las primeras cartas van con una cursiva decimonónica clarísima, que más tarde se achica y se vuelve inestable, presentando algunas tachaduras. El poeta consideraba, de otra parte, que la carta era el mejor sustituto de la conversación con el amigo ausente. “Amigos. Nadie más. El resto es selva”, exclama en Aire nuestro, elevando la amicitia a categoría de don salvífico (Guillén 1968: 792). Para remedar la oralidad de esa conversación se servía, como observa Andrés Soria Olmedo, de estrategias discursivas específicas como las exclamaciones jubilosas, las interrogantes y los paréntesis sugerentes, los puntos suspensivos y los guiones aclaradores (Salinas y Guillén 1992: 14). Las misivas remedaban de cerca la conversación de mi amigo epistolar, que oscilaba entre el regocijo, el entusiasmo irreprimible, la confidencia sutil y la ocasional ironía. Para mí sus cartas siempre fueron una “alegría en voz alta”, frase feliz con la que don Jorge ponderó las misivas de su interlocutor epistolar Salinas (Salinas y Guillén 1992: 15). Como era de esperar, el corpus de la correspondencia de esos casi veinte años está incompleto. Algunas cartas se extraviaron en el correo y los avatares del tiempo dieron al traste con otras. También hay hiatos ocasionales de silencio epistolar, cuando Guillén y yo vivíamos en una misma ciudad —primero San Juan y luego Cambridge—, y en esas ocasiones hablábamos en persona. Me asombró descubrir, gracias a la generosidad de mi admirable colega Santiago López-Ríos, que Guillén también guardó casi toda mi correspondencia, que hoy custodia la Biblioteca Nacional de España y que consta de 28 cartas, aparte de
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algunas tarjetas postales y telegramas. El poeta también guardó las cartas que le dirigía Arturo Echavarría, con quien luego me casaría, precisamente en Cambridge, donde vivía el poeta3. Tras nuestra boda, Guillén escribe muchas de sus misivas a los dos a la vez, aunque suele hacer referencia por separado a nuestros respectivos asuntos e intereses. También vale aclarar que el poeta dirige muchas de las primeras cartas de la década de los sesenta tanto a mi hermana Mercedes como a mí y, pues estudiábamos juntas primero en Puerto Rico y luego, en Santander y en Madrid. En este ensayo cargo la mano sobre mi correspondencia particular con el poeta, en la que discurríamos ante todo sobre literatura y, más tarde, sobre el amor feliz de pareja. Debo decir que el conjunto epistolar que obra en mi poder es más completo que el preservado en Madrid. La correspondencia que recibí de Guillén —54 documentos en total— va de 1964 a 1982; mientras que la mía, que suma 31 documentos, está fechada entre 1966 a 1982. Una vez fallecidos don Jorge y su viuda Irene Mochi-Sismondi, sus hijos, Teresa y Claudio, me autorizaron por escrito a publicar estos textos de Guillén. Este epistolario aparecerá pronto en forma de libro4. Guillén y yo comenzamos escribiéndonos desde Santander, cuando don Jorge veraneó en San Vicente de la Barquera y mi hermana y yo estudiamos en la Universidad Internacional Menéndez Pelayo. Obran en mi poder cartas posteriores del poeta desde Cambridge, Florencia, Roma, París, Málaga, Nerja, Niza y La Jolla, California. Por mi parte, le escribí desde los puntos geográficos donde estudiaba: San Juan, Madrid, Nueva York, Cambridge, Beirut. Don Jorge me pedía —como antes Lorca a él— que no olvidara escribirle y, conociendo su proclividad a “los pequeños placeres del correo”, le escribí fielmente
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Guillén siempre escribía “Echevarría” en vez de “Echavarría”, y bajo dicho nombre aparece catalogada en la Biblioteca Nacional de España la correspondencia que mi esposo dirigió al poeta. Se trata de diez cartas, siete tarjetas postales y un telegrama (Echavarría: 1967-1984). Una vez más, agradezco a mi generoso colega Santiago López-Ríos su ayuda en estas búsquedas archivísticas. De ser posible querría editar allí también la correspondencia cruzada con Irene, sobre todo tras su viudez, pues cuento con el permiso de la familia Mochi-Sismondi.
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desde los lugares donde me llevaron mis estudios o mis viajes: Bagdad, El Cairo, Irán, India, Bali, Grecia, Rusia, Turquía, Tailandia, Japón, Cuba, Jamaica, entre otras. El poeta encomió con gozo mi fidelidad epistolar: “es usted un ángel. Nos la comeríamos a besos”5. La ternura que entrevera el epistolario no la prodigaba don Jorge, como adelanté, a sus otros interlocutores, no empece que tuvieran una amistad más cercana con el poeta. Quizá Guillén fue más expansivo conmigo justamente por eso: era una muchacha que no le representaba formalidad alguna. Salinas me daría la razón en este punto, pues admite que se amoldaba a cada uno de sus interlocutores: “como cada cual es como es, cada uno me inspira un modo particular y diferente de dirigirme a él, concorde a su índole. Y así vivo embriagadamente en mis escrituras, como de mil vidas distintas. Basta con que piense en Fulano para que se me abra la vena irónica; que me recaiga la memoria en Zutano, para que empiece a destilar la melancolía” (Salinas 1981: 230). Don Jorge ajustaría también su lente epistolar conmigo para manifestarme sin sordina su vida afectiva. Hay que añadir que el poeta también era precavido con sus amigos letrados ante la atemorizante posibilidad de una publicación póstuma. Salinas se lo hace saber a Guillén: si las cartas valían la pena, dada su calidad literaria, “la pena que les aguarda ya sabemos cuál es: la caída de Ícaro, de los cielos limpios —lo privado— a las aguas dudosas —la publicidad” (Salinas y Guillén 1992: 13). Como temía el poeta, pero para fortuna nuestra, hoy contamos con la colección impresa de su larga correspondencia con Guillén. En las cartas de don Jorge a sus amigos —extraordinarias, hay que decirlo— hay sin embargo algo guardado y self-conscious: algo de discreta autocensura. A esta prudencia contribuye, para colmo, el expertise que tanto Salinas como don Jorge tenían en la teoría del género epistolar. Como advierte Soria Olmedo, se sabían al dedillo la preceptiva y las normas retóricas del género, desde Cicerón a Vives y la comentan con ironía mientras están en el proceso de escribirse (Salinas y Guillén 1992: 13-14). Guillén hace un irónico alarde de connoisseur ante su amigo:
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Carta desde Cambridge del 22 de agosto de 1976.
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“Mi querido Pedro: estas líneas no van a formar una carta didascálica, ni deliberativa, ni demostrativa, ni judicial. No será congratulatoria, laudatoria, reprensoria [...] A causa de su brevedad, ¿‘billete’, ‘esquela’? ¿Diré ‘misiva’? ¿Me atreveré a emplear ‘epístola’? No hay laberinto como el de la clasificación” (Salinas y Guillén 1992: 13). Cuando Guillén me escribía, doy por seguro que se sintió libre de toda retórica y aun del posible miedo a la futura publicación de nuestra correspondencia. Nuestro epistolario es modesto si lo comparamos con el que sostuvo con sus amigos poetas, pero resulta más veraz en la esfera íntima. Retrata mejor cómo era don Jorge en persona. Al margen de sus espléndidas cartas, Guillén fue una figura paradigmática en mi vida. Mis años de formación como estudiosa transcurrieron a su sombra protectora, y la correspondencia da fe de cómo, año tras año, país tras país, universidad tras universidad, iba compartiendo con el poeta tutelar mis primeros pinitos en las letras. Siempre me animó con generosidad incomparable. Pero sus lecciones de luminosa alegría me impactaron aún más. A menudo escuché de sus labios su credo vital: “Ante la vida tengo una sola respuesta: ¡¡SÍ!!”. Don Jorge enmendaba al melancólico Manrique: “Consiento en mi vivir, con voluntad placentera, clara y pura” (López-Baralt 1964). Ya lo había dicho en la dedicatoria al Cántico: “Con qué voluntad placentera/ consiento en mi vivir...” (Guillén 1967: 21). El poeta era la personificación misma de su “Cántico”. No en balde usurpó el título de su poemario a san Juan, con cuyo júbilo decidió presidir sus versos. Considero que san Juan y Guillén son los únicos poetas realmente felices de las letras españolas. Y ello, a despecho de Boscán, que celebró su dicha conyugal en la “Epístola a don Diego de Mendoza”, solo que lo hizo con versos tan desangelados que realmente no cuentan. El regocijo de don Jorge era aleccionador. En clase nos advertía: “¡Hay que tener capacidad para sentir felicidad ante la maravilla de cualquier cosa!” (López-Baralt 1964: 5 de febrero). Irene, ya viuda del poeta, cuenta en sus memorias cómo su esposo se asomaba a su balcón marino en Málaga, esperando el amanecer. Poco a poco los celajes iban aclarando, hasta que exclamaba, dichoso ante el día rotundo: “¡Ya está! ¡Ya está!” (Mochi Sismondi 2005 y García 2022). Elegía
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Curso sobre la Generación del 27 que Guillén impartió en la Universidad de Puerto Rico, Río Piedras, en 1964. A la extrema izquierda, Guillén y el poeta Jesús Tomé; a la extrema derecha, estoy yo. clásicos alegres para dialogar con ellos. Mi esposo Arturo recuerda en su In memoriam cómo se amigaba con el simpatiquísimo Lope de Vega: “Me encantaría tomar café con Lope. ¡Qué gusto me daría! Con los Profetas no. Con Ezequiel, con Jeremías, con esos señores terribles que proclamaban pestes, ¡no! Sin embargo, con Lope, sí” (Echavarría 1984: 10). Y también con el encantador Juan Ruiz, arcipreste de Hita: “...No me consolaré/ de nunca haber tomado con aquel Ruiz café” (Guillén 1968: 1211). Por eso advertía: “Es pecado ser soso. Lo prohíbe Dios” (López-Baralt 1964: 20 de marzo). Prohibida, pues, la sosera; permitida la ternura. Siendo estudiante de Harvard, un día, don Jorge me telefoneó al Radcliffe (hoy Cronkhite) Graduate Center con un mensaje rotundo: “Luce, la he llamado
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para decirla que la quiero. Nada más”. Y colgó, pues nada más había que añadir. Supe de primera mano de la serenidad con la que el poeta había navegado las desgracias de su vida, que incluían una guerra civil, el exilio en un país anglófono y una viudez prematura. Las pocas veces que compartía estas tragedias, intentaba buscar el rayo de sol, por breve que fuera, que las había iluminado, y siempre lo hallaba6. Una tarde evocó su aislamiento en Wellesley tras la muerte de su esposa Germaine. Teresa y Claudio estudiaban fuera, y el poeta exilado se quedó a solas con su pena. Se tenía que cocinar él mismo, algo improbable para un caballero de su generación y sus circunstancias. En medio del triste recuento, una súbita alegría disipaba las tinieblas: “Me hacía un filete. ¡¡Estupendo, vamos!!”. La apostilla redentora aureolaba de momentánea dicha su soledad de cocinero improvisado. Por tantas altas lecciones de superación personal, el poeta se convirtió en uno de mis “santos laicos”. Don Jorge matizaba, por su parte, su conocido laicismo religioso: “¡Creo en Dios, con todo y barba!”, comentaba en clase. Alberti lo solía “acusar” de que en su poesía no había pecado original (LópezBaralt 1964: marzo). Llevaba razón. Siempre recordaré al poeta como un ser ingrávido, puro aire, pura dicha, pura armonía, pura luz. El homenaje poético que él hiciera a fray Luis de León lo retrataba mejor a él que al poeta salmantino: “El aire se serena./ Luz no usada” (Guillén 1968: 1212-1213). Ante su recuerdo, aún digo con Ungaretti m’illumino d’immenso. ¿Y de qué hablábamos Guillén y yo durante esos largos años de relación epistolar en que pasé de niña a scholar? Los motivos temáticos de las cartas eran muy variados, pero adelanto que los temas que privilegiábamos eran la literatura y el amor. Conste: el amor feliz. Como era de esperar, nos poníamos al día de lo cotidiano: los desplazamientos geográficos, la salud mutua, algún acontecimiento
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En una de sus clases, Guillén entona su oda a la alegría: “Yo tengo fe en la vida. ¿Cómo no la voy a tener, viendo a la mujer puertorriqueña? Yo creo en la mujer puertorriqueña y en la gota de lluvia!” (López-Baralt 1964: 7 de febrero).
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notable. En carta del 21 de diciembre de 1966, mi corresponsal comparte su estupor ante la inundación de Florencia: “Llegamos a Firenze casi al mismo tiempo que el río Arno se volcaba en las calles. ¡Horrible!”. Pasados muchos años, don Jorge hace planes para hospedarse en nuestro piso de San Juan y anticipa con ternura: “Sí, nos encantará que nos proteja un techo común” (2 de diciembre de 1976). También nos da noticia de sus señas en Málaga, donde, dice, Dámaso Alonso tiene “un apartamento simétrico del nuestro”. Había escrito mi tesina de honor del bachillerato universitario sobre La idea de Dios en la poesía de Dámaso Alonso (1966), motivo que detonó una honda amistad entre el poeta madrileño y yo. También don Jorge me comparte su lamentable caída en la Universidad de Puerto Rico, que le ocasionó una fractura de cadera: “Las primeras semanas pasaron felices hasta aquel momento de la caída. ¡Primero de marzo! Su madre tuvo la amabilidad de venir a verme al hospital. Se lo agradecí mucho. El campus me sorprendió con un pequeño foso; pero después todo Puerto Rico se portó admirablemente con el profesor visitante. (El curso mío lo está continuando Margot Arce)” (27 de abril de 1970). El poeta sigue dando cuenta de su lenta sanación, que llegó a ser total: “Su camino [de estudiosa está] claro. ¿Y el mío? Pienso en el camino material, el que algún día habrán de recorrer mis dos pies... Prolija, atareada, la recuperación...” (27 de abril de 1970)7. En 1973 cumple 80 años: “Celebramos aquí mi cargado aniversario: ¡los ochenta! [...] En la prensa española he sido noticia. Claro que el mejor éxito de mi vida fue mi caída en Puerto Rico” (4 de febrero de 1973). Debo decir que el poeta quiso mucho a mi país, puerto de acogida de tantos trasterrados españoles. Lo celebraba con un superlativo “Isla de las Islas” (25 de julio de 1964). O bien se limitaba a una exclamación soleada: “¡Puerto Rico!” (3 de febrero de 1967). Y, más adelante, “Nos acordamos de Puerto Rico, de ustedes.
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Las dos cartas están fechadas el mismo día —27 de abril de 1970— porque la primera va dirigida a Arturo y la segunda a mí. Aún no estábamos casados. Arturo permaneció en Cambridge durante las vacaciones de Semana Santa y yo regresé brevemente a Puerto Rico.
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¡Todo es luz!” (5 de marzo de 1977). Por cierto que don Jorge celebra en su poema el “Jardín de los coquíes” el canto nocturno del coquí, una ranita que canta al oscurecer en la isla y hace la “noche delicadamente inmensa”8. Guillén era parco en hablar de política: realmente no era una de sus prioridades vitales. Desde Madrid (1966-68) le doy noticia de cómo los “grises” irrumpían a caballo en la universidad para interrumpir las protestas. El año de la muerte de Franco el poeta me comenta sin dramatismo: “A todo esto, comienza a disiparse la niebla en España. ¡Cuántas preocupaciones para nosotros sin remediar!” (14 de diciembre de 1975). Ya en 1978 me dice de pasada: “España a todo esto cambia, hay más libertad de crítica. [...] Es el mayor cambio que se observa en esta difícil Península. La confusión actual es considerable. Pero se va hacia un futuro más ‘progresista’. Y el retroceso a un caudillo salvador ya es imposible” (5 de marzo de 1978). Más de una vez pude atestiguar que el poeta, pese a su invencible alegría, era dado a las lágrimas. Cuando leyó el “Llanto por Ignacio” en su curso del 27, al llegar al verso “¡Oh blanco muro de España!”, se detuvo. Batalló contra el llanto hasta que una vena se le brotó en la frente. Los estudiantes nos paralizamos, aterrados, hasta que el poeta pudo recomponerse y continuar su lectura, para alivio nuestro9. Otra vez, ya en Cambridge, le pedimos que nos leyera el poema “Retrato”, que congela en el tiempo una escena familiar en la playa antes de la Guerra Civil. Se negó, temiendo romper a llorar, y Arturo tuvo que leerlo por él. Debo advertir que el poeta jamás colocó su propia obra como eje central de nuestra correspondencia. A veces aludía a ella con ironía, anunciando con gracia en clase: “¡Cometí un soneto!”. Pese a su recato, no por eso dejaba de compartirla epistolarmente. Según fui leyendo su poesía con creciente atención, le comentaba mi reacción de 8 9
Don Jorge celebra el jardín de sus amigas las hermanas Fano. Me pregunta (14 de diciembre de 1975): “¿Hay ahora coquíes entre aquellos árboles que ya no pertenecen a nuestras amigas? Nos dicen que esta se halla enferma. ¿Cómo está ahora?”. Otro tanto le aconteció a Dámaso Alonso en un curso en New York University en Madrid sobre la generación del 27. Al referirse a la muerte de Federico, no pudo evitar deshacerse en lágrimas.
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lectora. Como a todo escritor, le importaba saberse leído: “Me gusta, ya lo creo, que le guste ...Que van a dar en la mar. No creo que haya un estudio, a no ser periodístico, sobre estos poemas” (21 de diciembre de 1966). El amigo corresponsal también me iba dando noticia de sus publicaciones: “...he pasado varios meses preparando el volumen que ya está imprimiéndose en Verona de mis poesías completas, que se llama Aire nuestro” (26 de diciembre de 1967); “Homenaje ya ha salido en Italia. No sé si se vende ya en Madrid” (28 de diciembre de 1968). A don Jorge le importaba sobre todo saber cómo se recibía su obra en su país. Cuando estudiaba en Madrid, le fui informando sobre mis cursos de poesía: “La Generación de 1927”, que dictaba el poeta José Hierro, y “Poesía española contemporánea”, a cargo de Carlos Bousoño (1 de noviembre de 1966). Por razones de su exilio, Guillén se encontraba aislado del mundo literario español. Y me convirtió en su inesperada ventana (¿o “agente encubierto”?) que le informaba del universo letrado de aquella España aún en posguerra. “Cuénteme de sus cursos universitarios (el de Hierro, el de Bousoño)” me pide en carta de 1966. Le doy detalles puntuales de las clases y Guillén riposta “¡Cuánto me gustaría cometer la indiscreción de leer sus apuntes! Sé lo que piensa Bousoño [de mi poesía] [...] ¿Y Hierro? ¿Qué dice del Cántico?”. Expliqué a Guillén que “José Hierro [...] ha discutido su obra en detalle. [...] Lo considera a usted un gran poeta, (en particular, por Cántico). Sin embargo, a pesar de que le reconoce un valor intrínseco, advierte que su tipo de poesía no es el que más le agrada. [...] Sus poetas preferidos de la Generación del 27 son Aleixandre y Cernuda. [...] Y todas estas cosas anteriores van dichas ‘confidencialmente’, don Jorge”. Hierro explicaba a sus estudiantes que era muy difícil para un poeta de su generación sentirse identificado con la que le precedió. Es, decía, “como amueblar una casa [en esta década del 60] con muebles de los años 50. Sí lo haríamos con muebles más antiguos. De ahí que me sienta tan cerca de Juan Ramón Jiménez”10.
10 Cito por mis apuntes de la clase de José Hierro. Con los años, publiqué textos inéditos suyos (Hierro 2002) y su epistolario con el poeta de Moguer (Hierro y Jiménez 2005).
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No me faltó dialogar con don Jorge sobre el término “poesía pura”: “Usted, en su carta a Fernando Vela, publicada en La generación poética de 1927, de [Joaquín] González [Muela] y [Juan Manuel] Rozas, [..] habla de la ‘poesía pura’ como ‘poesía simple’. Dice Paul Valéry que ‘poesía pura’ es todo lo que permanece en el poema después de haber eliminado todo lo que no es poesía”. ¿Cómo se puede reconocer lo no poético de un poema para eliminarlo y saber lo que es ‘poesía pura’?” (desde Madrid, 16 de febrero de 1967). Mi corresponsal me aclara el asunto: “Lo que todavía no he visto es la antología de González Muela. [Pero], ya antes, reaccionaba yo contra la noción de poesía pura. Todo ello no sirve para entender Cántico, ni siquiera Cántico. A ello me refiero en el último capítulo de Lenguaje y poesía. [...] La idea de ‘poesía pura’ no es clave de ningún poema ni de nada” (desde Florencia, 17 de marzo de 1967). Cuando fui ayudante de cátedra del profesor Juan Marichal en Harvard, informé a don Jorge que estaba enseñando su décima “Las doce en el reloj”. Otra vez me confiesa que hubiera querido atisbar secretamente la clase: “Me habría gustado muchísimo escuchar sus explicaciones, que yo invisiblemente habría aprobado” (20 de marzo de 1972). Más adelante (17 de agosto de 1972), el poeta me explica el contenido de Otros poemas: “Yo he concluido otra revisión, ¡una más! de esos Otros poemas que tengo ya casi acabados. Libro en el que ni la ‘sátira’ ni el ‘epigrama’ escasean. [...] He comprobado que a menudo lo que menos se entiende es lo irónico, lo humorístico, lo ligero. Lo sublime [...] es más evidente. Vosotros, Oh Luce, Oh Arturo, poseéis también el sense of humour que acompaña a la verdadera inteligencia”. En 1974 don Jorge, al fin, nos anuncia la publicación: “Y Otros poemas. Tengo aquí ya el ejemplar a ustedes debido. [...] Y hasta pronto. ¡Y con qué ilusión!” (26 de marzo de 1974). Don Jorge recibe el Premio Cervantes en 1978 y nos comunica su alegría, pero, sobre todo, su agotamiento ante la fama, crecida en exceso: “Esta situación honrosísima de ‘premiado’ exige una atención a la larga insoportable” (5 de marzo de 1978). El poeta se interesaba vivamente por los jóvenes poetas de los que le fui dando noticia durante mis días madrileños: “No sabía que el hijo de [Leopoldo] Panero escribiera” (17 de marzo de 1967). Se trataba de Juan Luis Panero, autor del poemario A través del tiempo, con
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quien trabé amistad en Madrid. Guillén lo conocería años después: “El viernes pronuncié su nombre ante mi interlocutor: ¡Luce! El otro era Juan Luis Panero, muy simpático. Me trajo su libro [...]. Poeta indudable. ¿superior al poeta paterno? Quizá” (27 de abril de 1970). Por esos años solía asistir a la tertulia que José Hierro tenía en la calle del Arenal en Madrid, donde —también informaba a don Jorge— conocimos a Gerardo Diego, Alfonso Sastre, Vicente Aleixandre, Carlos Bousoño, Gabriel Celaya, Blas de Otero, Jesús López Pacheco, Aurora de Albornoz, a los entonces jóvenes Francisco Brines y Claudio Rodríguez11, Marcos Ricardo Barnatán, entre otros escritores. Le contaba a mi amigo epistolar los obstáculos lamentables que padecían estos poetas para dar a conocer su obra: “Hace poco leyó sus versos López Pacheco. Pero sólo pudo leer la mitad ¡porque le censuraron la otra! ¡Aquí se ven cosas increíbles! Hierro y los de la tertulia estaban indignados, pero no es la primera vez que pasa. A Ángel González le hicieron lo mismo” (28 de abril de 1967). También compartía con Guillén que, gracias a la generosidad de Vicente Aleixandre, pudimos viajar a Orihuela y Elche a conocer a Josefina Manresa y a su hijo Manuel Miguel, el destinatario de las célebres “Nanas de la cebolla”, muerto prematuramente. “¡Cómo no aplaudir su fervor por la poesía española!” celebraba mi corresponsal ante estas noticias literarias (12 de junio de 1968). Por aquellos años también compartimos la dolorosa muerte de Federico de Onís12 y la nostalgia que el poeta Jesús Tomé, al momento en Valladolid, sentía por Puerto Rico13. También le comentaba sobre mi amistad con Dámaso, con cuyo gato, llamado irónicamente Roldán porque era un cobarde que vivía en los árboles del jardín, solíamos jugar. Dámaso lo acariciaba tan solo con el pie y reclamaba a Eulalia para que viniera a vernos abrazar al felino. También don Jorge amaba los animales: daba golosinas secretamente bajo
11 Lo llamaba cariñosamente “Claudillo”, y este me ripostaba: “¡gracias por la ele!”. 12 “Sentí mucho la muerte de Onís. ¿Cómo se desarrolló el suceso?”, pregunta en carta del 19 de marzo de 1967. Don Federico sufría una enfermedad dolorosa y se había suicidado en su hogar de Hato Rey. 13 El poeta asistió también a la clase de Guillén en 1964.
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la mesa a Castañita, la perrita poodle de los Gilman, a escondidas de Teresa. “...a petición de mi nieta Anita, le dediqué un poema. La pobre Casti ya es una anciana...”14. Según avanzaban mis estudios doctorales le hacía a mi dilecto amigo un inventario de mis lecturas, desde Berceo y El caballero Cifar hasta Victor Frankl. “Leeré El Caballero Cifar. ¡Palabra!”, me prometía (31 de marzo de 1970). Le admiró el libro que le regalé —Man’s Search for Meaning—, en el que el psiquiatra vienés víctima de Auschwitz explica que quienes sobrevivían el campo de exterminio eran aquellos que tenían alguna razón para vivir: reencontrar un ser querido, escribir un libro, testimoniar los horrores vividos. También comenté a Guillén que el poeta nicaragüense Ernesto Cardenal lo leía con profunda admiración. Don Jorge, por su parte, me convirtió en su “secretaria” a distancia con sus pesquisas en la Sala Zenobia/Juan Ramón de mi Universidad. Le transcribí puntualmente las dedicatorias que Antonio Machado había hecho en el volumen Nuevas canciones, publicado en Madrid en 1924. Octavio Paz y Marie-Joe visitaron Cambridge en 1971 en ocasión de las Charles Eliot Norton Lectures que ofreció el consagrado poeta mexicano15. De ahí surgió el libro Los hijos del limo. Nos solíamos reunir con ellos y don Jorge, y al poco tiempo mi amigo epistolar me lanza una predicción no exenta de cierta ironía: “El divino Octavio! [...] Será Premio Nobel. Muy justamente” (20 de marzo de 1972). ¿Precognición de mi interlocutor, o sentido práctico de la realidad? Ya en 1977 Aleixandre había aceptado el Nobel en nombre de toda la generación del 27. Difícilmente, pues, podría recaer la distinción en don Jorge. Octavio, por su parte, se alzó con el premio en 1990.
14 Carta desde Málaga del 1 de noviembre de 1988. 15 En carta del 4 de marzo de 1972 le doy cuenta a don Jorge de un incidente ocurrido en la primera conferencia de Octavio Paz: “Hemos asistido a la conferencia de Octavio. En la primera pasó algo que nos dejó fríos. A mitad de la lectura, descubrió que le faltaban varias páginas. Tiene, pues, Octavio que interrumpir la lectura e improvisar en inglés. Una vez pasado el gran mal rato, resultó inclusive mejor, pues había así más comunicación entre él y el público”.
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Siempre nos impresionó el afecto que tuvo don Jorge por Borges, motivo del primer libro de mi marido Arturo, que, por cierto, Guillén le comentó en generosa carta de cuatro pliegos16. Me informa el poeta de su encuentro con Borges en California, y de su “breakfast honoring Jorge Luis Borges and Jorge Guillén” para un reducido “happy few” (esto último, dicho en tono de burla). No oculta su alegría, pues el argentino “estuvo amabilísimo con este Jorge cantollano” (20 de marzo de 1972). Y añade, admirado: “...estamos leyendo El libro de arena. ¡Qué prosa, qué poeta!” (14 de diciembre de 1975). Su adhesión personal a Borges era conmovedora: “¡Qué buen amigo mío es Borges! ¡Hasta extremos increíbles!” (3 de mayo de 1983). A todo esto, don Jorge seguía de cerca mis primeras publicaciones: “Leí con gran interés su estudio de las Novelas ejemplares [López Baralt 1971a]. ¡Qué bien se las sabe usted! [...] Su visión es justísima” (7 de abril 1970). Esto lo lleva a reflexionar sobre la misteriosa condición de artista “genial”: “Decimos: poeta genial: Aludimos al misterioso arranque oscuro. Es la genial profundidad de la obra de un Lorca, de un Vallejo [...]. El poeta, claro, nace, pero tiene que hacerse. [...] En los ochenta años sigue haciéndose. Otro ejemplo cercano. Usted nació blanca, Luce, y nació encantadora. ¿Verdad, Arturo?” (desde La Jolla, 7 de abril de 1972). Cuando leyó mi ensayo sobre “Notas sobre el rescate artístico de la niñez en Cien años de soledad y El tambor de hojalata” (López-Baralt 1971b), don Jorge medita sobre la felicidad de la infancia: “Yo, que fui un niño dichoso, bastante dichoso, estoy muy lejos del entusiasmo por aquel paraíso perdido de la infancia sin saudade. ¿Niñez, adolescencia, juventud? Para [mí] un regalo mejor ha sido la gran razón madura, que puede comenzar muy pronto y prolongarse hasta avanzados años. Gracias, Luce” (desde La Jolla, 7 de abril de 1972). Mi generoso corresponsal se mostró convencido de otro ensayo en el que argumentaba el posible trasfondo espiritual islámico del soneto “No me mueve, mi Dios, para quererte” (López-Baralt 1975): “Su estudio sobre el so-
16 La carta está perdida o traspapelada, pero Arturo alude a ella en su citado In memoriam.
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neto me ha interesado muchísimo. Una documentación rigurosa, una composición estricta. Y todo ello muy bien razonado, convence” (23 de marzo de 1976). Aquel estudio también convenció, contra lo esperado, al maestro Marcel Bataillon, que me escribió una hermosa carta al respecto. Don Jorge recuerda al especialista con entusiasmo: “Bataillon, muy eminente, y como profesor, único en su especie (su generosa ecuanimidad no se parece a la de nadie)”. Encomia también a Miguel Asín, que fuera su profesor predilecto en la Universidad de Madrid. Siempre agradecí a don Jorge que me hiciera conocer al gran arabista, cuyos libros póstumos, andando los años, tendría el honor de publicar (Asín Palacios 1990 y López-Baralt y Maité Hernández 2015). Guillén dedica líneas especiales a comentar a san Juan de la Cruz, uno de sus escritores de cabecera. Escribía mi tesis doctoral en torno al poeta bajo la dirección de Raimundo Lida, a quien don Jorge llamaba con admiración “Dr. Sutilísimo”. Asociaba el delirio verbal, las imágenes misteriosas y los comentarios en prosa del reformador con las técnicas literarias que los sufíes usaban para expresar lo inefable místico, sin descuidar el Cantar de los cantares, libro clave para comprender la poética del santo. Hay que decir que don Jorge no comulgaba con las teorías de Américo Castro en torno al diálogo de las tres castas —cristiana, musulmana y judía— en la formación de la temprana identidad española. Lo discute con sorna con su interlocutor Pedro Salinas: “Yo hace mucho que no sé nada de Américo. Debe seguir con sus moros, es decir, con España en su Historia” (Salinas y Guillén 1992: 363). A mí también me admitía sus reservas, pero en tono respetuoso: “a mí el Oriente me informa, pero no me forma”17. Esta visión occidentalista explica el asombro (¿o miedo precavido?) con el que don Jorge acogió mis primeros estudios de la poesía de san Juan. Es de entender que las rarezas del reformador le parecieran enigmáticas, pues resultaban inclasificables dentro de las coordenadas estéticas europeas al uso. Por eso Marcelino Menéndez Pelayo sentía “religioso terror” ante la poesía de san Juan, y Dámaso Alonso, “espanto”. Las novedades poéticas del santo no estaban en su horizonte de expectativas literario europeo. Es-
17 Conversación personal (Cambridge, 1970).
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tos enigmas, en cambio, resultan explicables a la luz del Cantar de los cantares y la poesía mística comentada sufí. Poco a poco, sin embargo, don Jorge fue quedando convencido de que la literatura española era más compleja de lo que tenía asumido. Pese a estas naturales reservas, mi amigo corresponsal, como dejé dicho, siempre fue generoso con mis trabajos: “Celebro que sus estudios [...] marchen viento en popa. (Y ahora, ese peligrosísimo san Juan de la Cruz...)” (31 de marzo de 1970). “En cuanto a la tesis... Luce, ese asunto me emociona, me pone en vilo de suma espera. Ya ha comenzado usted a redactar. ¡Magnífico!” (5 de agosto de 1973). Ya en 1975 se congratula de que “Usted sigue avanzando por su vía mística en árabe. ¡Qué lejos de estos mahometanos del petróleo! [...] Los discursos que me anuncia serán muy fecundos en hallazgos. La mora de Úbeda, el Mancebo de Arévalo. ¡Qué semitas somos, Dios mío! Todas estas averiguaciones le hubieran encantado a Don Américo [Castro]. [...] Con ese entusiasmo, el suyo, será usted feliz y nos hará felices a todos” (12 de julio de 1975). Mis artículos en versión árabe le hacían ilusión al poeta por su “exotismo”: “Nos ha gustado contemplar en lengua arábiga su estudio sobre literatura aljamiada. Usted me pasma: y yo me quedo literalmente ‘encantado’” (1 de noviembre de 1981). En otro de nuestros siguientes encuentros en Cambridge me advirtió don Jorge, aceptando su temor con guiño irónico: “Si sigue usted descubriendo más cosas sobre ese al parecer morabito san Juan de la Cruz, ¡me voy a Covadonga! ¡¡Que me voy a Covadonga!!”18. Lo glosa luego en carta: “...San Juan! ¡Morabito del Señor!” (22 de agosto de 1976). Me imagina, para colmo, ya transmutada mágicamente en una “mora”. Esta vez dirige la carta a Arturo: “Me imagino a Luce vestida de mora, y aun más guapa, en su docta mezquita” (5 de enero de 1976). Guillén no alcanzó a saberlo, pero esta su amiga habría de usar el velo para conferencias en Irán, Pakistán y Arabia Saudita. ¡Curiosa precognición la suya! Y concluye el poeta: “De modo que aquel pobre Juan de Yepes, luego sublime san Juan de la Cruz, llevaba dentro un moro redomado. ¡Español tenía que ser!” (carta de 31
18 Conversación en Cambridge (fines de la década del 70).
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de abril del 1980). Ya dije que no hay que asombrarse de los motes que mi amigo daba a san Juan: la generación del 27 asumió sus rarezas poéticas porque las asumía a la luz del “irracionalismo verbal” que les fue contemporáneo. Paul Valéry releyó al reformador desde la perspectiva de las vanguardias, donde estos “excesos” alucinatorios tenían cabida, y enseñó a los poetas del 27 a leer a san Juan como un poeta curiosamente “afrancesado”. Y, con todo, admitió que sus excesos poéticos “empalagaban su alma occidental” (Valéry 1962: 449). Carlos Bousoño, por su parte, lo considera sin más como un “poeta contemporáneo avant la lettre” (1970: 287). Era más cómodo concebir el irracionalismo verbal del santo como un “milagroso” adelanto de siglos a la lírica de vanguardia, que no pensar que seguía de cerca el delirio verbal de un poema hebreo —el epitalamio salomónico— y la simbología mística islámica, tan ajena a Occidente. Entiendo, pues, que a mi amigo Guillén le costara ver transmutado a su poeta “afrancesado” en un “moro redomado”. Era “bajarlo de categoría”. Debo decir que los dos nos divertíamos con este tema, que descolocaba a don Jorge, pero que a mí, hija de una América joven y mestiza, no me resultaba ajeno. Tampoco a Américo Castro: sospecho que su nacimiento y niñez en Brasil (de ahí su nombre “Américo”) y su llegada a Granada cinco años más tarde, ya con una óptica hispanoamericana, influiría en su actitud fraterna hacia el antiguo diálogo intercultural que dio pie a la hispanidad. Pasa el tiempo y mis estudios hispano-semíticos incluyen las huellas musulmanas en otros autores españoles. Envié a don Jorge mi artículo “Crónica de la destrucción de un mundo. La literatura aljamiado-morisca” (López-Baralt 1980), que impresionó mucho al poeta que amenazaba con “irse a Covadonga”: “Me ha causado asombro. Estupendo estudio [...] Aquello —¡Aquello!— fue atroz. Esa agonía, esa mutilación o casi anulación del morisco [...] Admirable. ¡Cómo se ha crecido usted en estos últimos años! A nuestro gran Raimundo le habría encantado esa penosa, penosísima historia. Pero era, fue la verdad” (3 de mayo de 1980). En la última carta que conservo de don Jorge se sigue asombrando de mis investigaciones: “Sus estudios sobre el orbe musulmán, querida Luce, son interesantísimos. Y estoy ya esperando esas Moradas arábigas de santa Teresa. Santa Teresa de
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Jesús y santa Teresa de Alá” (9 de marzo de 1982). Don Jorge se refiere al estudio sobre los antecedentes islámicos de los siete castillos concéntricos del alma, tema que Asín había preludiado y al que yo añadí pruebas adicionales. En la misma carta, mi amigo incluso me propone un posible título a mi futuro libro: “Habría, pues, que ampliar aquel título de La escatología musulmana en la Divina Comedia de Don Miguel Asín. [...]. La escatología musulmana en las literaturas románicas. Ahora sí”. Mi libro terminó con el título Huellas del Islam en la literatura española (López-Baralt 1985), y fue traducido al árabe, al inglés y al chino. ¡Lo que se hubiese alegrado don Jorge! Lo cierto es que mi amigo, entre bromas y veras, pero ya más veras que bromas, terminó asumiendo su propia condición semítica: “Ya saben ustedes cuánto les queremos Irene y este amigo español, más o menos morisco (¡Abenámar, Abenámar!)” (9 de marzo de 1982). Con todo, lo más que marcó mi diálogo vital con Jorge Guillén fue el tema del amor. Nuestra vocación de felicidad nos hizo cómplices, pese a nuestra notoria diferencia de edad. Según se fue ahondando nuestra amistad, comenzamos a celebrar la felicidad conyugal: el poeta había sido inmensamente dichoso en el matrimonio —vale decir, en sus dos matrimonios, pues decidió reincidir en su felicidad—19, y en ello coincidíamos muy de cerca. En las reuniones sociales buscábamos un momento aparte para darle vivas al amor, hasta el punto de que su hija Teresa exclamaba: “¡A Luce y a papaíto hay que dejarlos solos porque no todos comparten su tema, que es para matrimonios muy bien avenidos!”. Y solos nos dejaban. En ese aparte, mi soleado amigo y yo dábamos salvas al amor feliz: a su realidad palpable, a su capacidad de perdurar con pasión sostenida, a su lealtad gozosa. Solíamos celebrar todo esto en voz baja, para no incomodar a los demás contertulios. Debo contextualizar nuestras conversaciones en torno al amor dichoso. Arturo y yo habíamos coincidido en la clase que don Jorge
19 Don Jorge siempre usaba sus dos anillos de boda juntos: una manera conmovedora de afirmar los dos grandes amores de su vida. Según me compartió la hija del poeta, a su muerte, Irene le retiró el anillo de boda con ella y devolvió a Teresa el anillo de boda con Germaine.
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ofreció en Puerto Rico en 1964. Por aquel entonces, era un joven profesor que entraba al aula con talante de misterioso galán hispanoamericano. Nunca me prestó atención. Pasan cinco años y el escritor puertorriqueño Luis Rafael Sánchez me presentó a Arturo en una conferencia del crítico Ángel Rama. Comenzamos a salir, pues ambos ingresaríamos al programa doctoral en Harvard. Una vez en Cambridge, reanudamos, cada uno por su cuenta, nuestra ya antigua amistad con don Jorge. Hay que decirlo: Guillén era un casamentero. Tras un par de tardes de cóctel conmigo, exclamó, con un guiño pícaro: “Ya sé que sale usted con Arturo, y desde ahora los vamos a invitar juntos”. Y así fue que por tres años fuimos como pareja, semanalmente, a compartir con el poeta en Gray Gardens West. Más tarde supe que Guillén le insistía en privado a Arturo: “¡Cásese, Arturo, cásese!”. También fue mediador en amores con mi madre cuando sus viajes a Puerto Rico: no veía la hora de que nos casáramos. Al fin, pude darle la esperada noticia: “...Arturo y yo nos casamos en mayo. Estamos muy felices con la decisión [...]. Nos casaremos en Cambridge [...]
En la celebración de la boda, en el jardín, Guillén con mi marido, Arturo Echavarría, y yo (Cambridge, MA 1972).
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¡Contamos con ustedes! Y contamos con ustedes de tal manera que estamos dispuestos ajustar la fecha a una fecha en que ustedes estuvieran aquí. ¿Habrán llegado a Cambridge a fines de mayo? No concibo una boda, en la que ustedes, que han sido parte tan integrante de nuestra relación, falten” (23 de marzo de 1972). Enseguida don Jorge dispara sus salvas de “profunda alegría” citando el célebre verso de su “Beato sillón”, que tan malinterpretado había sido: “Instantes hay en que el mundo está bien hecho. Gracias por la noticia. Y por la invitación. Asistiremos a la boda y leeré aquel romance. ¿Quiere eso decir que el acontecimiento se celebrará hacia las doce? ‘Las doce en el reloj... de Cambridge’” (28 de marzo de 1972)20. Le había pedido a don Jorge que leyera su jubilosa décima en mi boda. “Luce, Arturo: os queremos. [...] En esta sociedad blandengue [...] que nos rodea, el acto más valiente es hoy el matrimonio” (28 de marzo de 1972)21. Nuestra unión matrimonial, que habría de durar medio siglo, tuvo lugar bajo un manzano florido en blanco en los jardines del Cronkhite Graduate Center, donde residía como estudiante. Y don Jorge, como broche de oro de la ceremonia, recitó “Las doce en el reloj”, síntesis de un instante en cúspide de plenitud feliz y, de todos sus poemas, mi predilecto. El poeta lo memorizó para la solemne ocasión. Estos versos soleados siempre nos sirvieron de código de la dicha nupcial que tantas veces celebrábamos inter nos: Dije: Todo ya pleno. Un álamo vibró. Las hojas plateadas Sonaron con amor. Los verdes eran grises, El amor era sol. Entonces, mediodía,
20 Por error, Guillén firma esta carta “28 de marzo de 1978”, cuando la escribe en 1972, antes de nuestra boda en Cambridge. 21 Irene, que casi invariablemente añadía algo de su puño y letra a las cartas que don Jorge nos escribía, añade: “Jorge lo ha dicho todo, queridos amigos. ¡Qué gran alegría esa preciosa noticia!”.
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Guillén recitando la décima “Las doce en el reloj” en nuestra boda, bajo un manzano florido (Cambridge, MA 1972).
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Un pájaro sumió Su cantar en el viento Con tal adoración Que se sintió cantada Bajo el viento la flor Crecida entre las mieses Más altas. Era yo, Centro en aquel instante De tanto alrededor, Quien lo veía todo Completo para un dios. Dije: Todo, completo. ¡Las doce en el reloj!
Mientras Guillén entonaba su canto a la completa reconciliación de todos los registros de la existencia, las campanas de Cambridge comenzaron a tañer al mediodía. Aquellas campanadas nos desconcertaron, porque no habíamos cronometrado adrede el instante dichoso. Era como si la alegría de los versos radiantes del poeta hubiese convocado la música de las campanas. La bendición nupcial de Guillén nos perduró siempre, con todo su gozo, a lo largo de los años que nos fue dado vivir el milagro del amor22. Seguí compartiendo con don Jorge lo sostenido de esa felicidad. Desde Roma, recién casados, escribo al poeta: “¡Qué hermoso es ser tan feliz! ¡Verdaderamente, todo en el aire es pájaro!”. Guillén aludía a su vez a esa dicha: “Mi querida Luce, mi querido Arturo, o sea los feli22 En carta de junio de 1972 reitero a don Jorge nuestra gratitud por el regalo de boda, una caja antigua inglesa de plata con el lema Ardua tendo (“intento lo más difícil”). “Queremos agradecerles una vez más (nunca es suficiente) su regalo. No exageramos al decirle que ha sido el regalo que nos ha conmovido más y que ya queremos como nuestro tesoro más inapreciable. Espero que lo podamos poner pronto en nuestro nuevo piso, donde también espero que nos podamos reunir pronto los cuatro en breve”. Esa maravillosa caja de plata siempre tuvo un sitial especial en nuestra casa y cuando estuvimos de profesores visitantes en Harvard, Yale y Brown nos la llevamos para que presidiera nuestra sala. Hoy, ya viuda, la conservo como un tesoro, pues representa la alegría vital compartida con Guillén.
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ces Echavarría-s” (17 de agosto de 1972). Las confidencias iban de ida y vuelta: “Lea el Amor por Silvia; está dedicado a Irene”, me decía con complicidad. Al año de casada confiaba a mi inigualable amigo epistolar: “doy gracias [...] por la felicidad que va cada día en aumento. No ha sido pequeño el regalo del destino...” (26 de febrero de 1973). Y sigo desgranando ante el poeta la bitácora de aquel amor creciente: Hace hoy [...] cinco años de aquel mediodía luminoso en el que usted dijo para Arturo y para mí sus “Doce en el reloj” bajo el árbol cuajado de flores blancas. [...] Creo que soy casi demasiado feliz, don Jorge. Todos los días para mí son motivo de un júbilo muy especial. ¡Qué experiencia la del amor compartido, la del amor más intenso cada día! Es como vivir los sueños a diario; como imponerle la fantasía a la realidad: como violar la realidad. Qué bien entiendo su poesía celebrativa [...]. Es tan plena mi felicidad que no dejo de sentirme vagamente culpable por ella. Dígame [...], don Jorge, usted que tan hondamente ha vivido esos [...] instantes felices y perfectos [...] ¿nunca se ha sentido culpable de ellos? [...] Me importa mucho en este caso “comparar notas” con usted, que me consta vive la alegría, la vida, la perfección —momentánea, sí, pero no por ello menos esplendorosa— tan intensamente. Creo en retrospectiva que no hubo cosa más adecuada en nuestra ceremonia nupcial que sus versos “Las doce en el reloj”. Este evangelio de amor parece haber bendecido muy de veras nuestra unión, pues aún lo estamos experimentando a niveles tan hondos (21 de mayo de 1977).
Estos asuntos tan personales los seguimos hablando a viva voz y los continuamos por carta. Ya al año próximo —1978—, celebramos el sexto aniversario de boda en la misma ciudad de Cambridge donde nos casamos: “Cayó un domingo, como aquel 21 de mayo de 1972. ¡Todo ya pleno! ¡Qué dichosos hemos sido! Su poema fue el preámbulo de toda dicha cumplida”23. Desde Málaga el poeta sigue celebrando aquel amor que viera nacer: “Pienso en ustedes y me los imagino allá, [...] en la isla personal de su amor. Y de pronto me llega
23 La postal no tiene fecha, pero calculo por el aniversario de boda que sería algo posterior al 21 de mayo de 1978.
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la voz remotísima pero tan afectuosa de la pareja feliz” (5 de agosto de 1973). “Pareja feliz”, reitera como estribillo de la delicia: “Mi querida Luce, mi querido Arturo: No los extrañe que encabece así esta carta, porque siempre los recuerdo a ustedes emparejados en pareja feliz” (17 de noviembre de 1974). La celebración no cesa: “Siento, más que presiento, ante todo, que ustedes de veras son felices. ¡Nada más importante!” (14 de diciembre de 1975). Don Jorge nos aconsejaba: “persistan en su ser, es decir, en su felicidad” (2 de febrero de 1980). En carta a Arturo, me manda un entrañable mensaje: “Dígale a Luce que yo no pienso nunca en singular, sino en pareja” (12 de noviembre de 1981). Y en pareja concebía él la vida: nuestra correspondencia incluía siempre una despedida cariñosa de su inseparable Irene. Con razón Guillén comentaba a su hija Teresa: “Yo no sé vivir, sino convivir”. Nuestra última salva al amor fue en Málaga. Ya don Jorge estaba muy anciano y sabíamos que no nos volveríamos a ver. Tras reincidir en un riguroso aparte en nuestras celebraciones a la felicidad nupcial, me dijo: “todo esto que hemos hablado hoy lo seguimos hablando por carta”. Y en esa carta el poeta incluyó dos poemas relacionados con su fe inquebrantable en el amor; uno, inédito entonces, “Desconcierto”, que pasó luego a Final; y otro, “Felicidad”, del poemario Y otros poemas. Eran su manera de reiterar su alta lección: nunca debemos sentir culpabilidad ante el amor vivido. Admito cómo crecí, gracias a su sanísima “terapia” de tantos años, hacia el amor vivido en plenitud gozosa. El poeta comenta ese último encuentro: “¡Cuánto les agradecí su visita! [...] intensa, vivacísima. [...] hubo tiempo para hablar de la felicidad. [...] Usted, Luce, me refirió al posible remordimiento de ser feliz. ¡Me opongo! Ahí está la glosa —inédita— de Kierkegaard” (4 de septiembre de 1980). Mi delicado amigo denuncia al atribulado filósofo Søren Kierkegaard, a quien tilda de “energúmeno” ajeno al Creador por su proclividad al sufrimiento, y rompe una lanza a favor del amor para aleccionarme una vez más: [...] “Armonía, belleza”. No, no: ruge el paleto. ¡Horror de ser dichoso! Yo lo veto.
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El poema lleva dos epígrafes finales. Son citas bíblicas, que convierten el texto de don Jorge en lección de trascendencia: “Lo que os digo en las tinieblas, decidlo en la luz” (Mateo X, 27); y “Estas cosas os he dicho para que halléis en Mí la paz” (Juan XVI, 33)”. El segundo poema con el que el poeta ilustra lo conversado aquel día se titula “Felicidad”. Cito unos versos: “Instantes hay que siento conseguidos./ Yo los llamo felices. Los consumo/ Sin dejar una gota”. Ya 1982 anunciamos a don Jorge que celebraríamos nuestro décimo aniversario de boda en Cambridge. El venerado amigo se une a nuestra alegría desde Málaga: “De modo que in situ celebrarán ustedes el décimo aniversario de su boda, pero ya no en las doce de aquel reloj. Enhorabuenas, que sigan ustedes adelante en sus empresas, y entre ustedes la más esencial, su relación íntima. No olvidemos la frase mejor de este planeta: ‘Amaos los unos a los otros’”. Un magisterio trascendido entrevera los últimos consejos que don Jorge me dio en torno al amor. La dimensión humana y la divina nunca estuvieron reñidas para él, que dejó dicho en uno de sus mejores versos: “Cuerpo es alma y todo es boda”. Me fue dado tener el privilegio de corresponder sostenidamente con Jorge Guillén, altísimo poeta en comunión con el Todo. He querido dar a conocer los entresijos de su alma soleada, poco frecuentes en sus otros epistolarios, más preocupados de su futura inmortalidad literaria, y, por lo tanto, más formales. Considero que compartir la ternura íntima de la que don Jorge fue capaz es mi mejor manera de rendir homenaje a su memoria. Las cartas de mi inmenso amigo fueron siempre una alegría en voz alta. Una alegría inacabable que sigue siendo uno de los ejes integrales de mi vida.
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El epistolario inglés de Leopoldo Panero Javier Huerta Calvo Universidad Complutense de Madrid-ITEM
Introducción Escasa atención se le ha prestado al epistolario de Leopoldo Panero, uno de los poetas claves de la promoción del 36, acaso el más polémico de todos. En los años 80, sus herederos vendieron el archivo personal y familiar a la Diputación de Málaga, y pasó así a engrosar los fondos del Centro Cultural de la Generación del 27 (en adelante, FM: Fondo Málaga). Por desgracia, ninguna institución leonesa se interesó entonces por su adquisición, en una muestra nada insólita en nuestros pagos —ahí está el caso Aleixandre— de incuria y dejadez. Juan José Alonso Perandones se ocupó hace años de clasificar y transcribir buena parte de las cartas dirigidas al poeta astorgano, con la intención de publicarlas algún día (2012). Sin embargo, el gran número de remitentes, y el esfuerzo —muchas veces infructuoso— por obtener los derechos de los familiares abortaron el proyecto. La llamada memoria histórica, que ahora —con la misma falta de rigor y ecuanimidad de entonces— lla-
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man democrática, no ha facilitado mucho las cosas. Los neoinquisidores que la practican vienen aplicando sin sutileza alguna un retroactivo ajuste de cuentas, y los descendientes de los afectados —salvo casos honrosos—, como si estuvieran aquejados de un raro síndrome de Estocolmo, reniegan del pasado más o menos azul de sus antepasados: son, en fin, aquellos que, si ganaron la guerra, terminaron perdiendo la historia de la literatura, como brillantemente sentenciara Andrés Trapiello. En cualquier caso, y por lo que hace a los desmemoriados políticos de nuestros días, es de lamentar que el memorable mandato de Azaña —“paz, piedad, perdón”— siga cayendo en saco roto. En el caso de Leopoldo Panero cabe decir que perdió la guerra no una, sino al menos tres veces. En la primera estuvo a punto de ser fusilado —a causa de sus antecedentes izquierdistas— por los sublevados. En la segunda, porque −frente a ese pasado− abrazó con entusiasmo el falangismo, del que se convertiría en tardío adalid, cuando en 1953 se atrevió a replicar con su Canto personal las insidias que Pablo Neruda había vertido en Las uvas y el viento y Canto general contra Dámaso Alonso, Gerardo Diego y José María de Cossío. Desde entonces, Panero pasó a ser considerado el poeta oficial del franquismo, por más que no se le conozca verso alguno dedicado a Franco1. Según el testimonio de Felicidad Blanc (1977), su prematura muerte en 1962 vino en gran parte inducida por las secuelas terribles de aquel gesto tan quijotesco como equivocado de escribir una “carta perdida a Pablo Neruda”. La tercera derrota fue quizá la peor, porque le fue inferida por su viuda e hijos en El desencanto, la mítica película de Jaime Chávarri, en general tan torpemente interpretada por cierta crítica. En realidad, estas tres derrotas de Leopoldo Panero hubieran quedado muy relativizadas si el poeta no hubiera tenido la ocurrencia
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Aunque se sale de los límites cronológicos que me he impuesto, no me resisto a mencionar la carta que, desde su residencia de Churriana, le escribe Gerald Brenan, que acababa de publicar un artículo elogiosísimo del Canto personal en el suplemento literario de The Times (Brenan 1953). En la carta se ratifica en su favorable impresión del que, a la larga, será el texto “maldito” de Panero, “el libro de poesía de más importancia que ha salido en castellano desde el Romancero gitano” (FM: s. f., pero fines de 1953).
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de morirse en 1962, cuando solo tenía cincuenta y dos años. De no haber mediado ese infortunio, la caída del franquismo le hubiera dado la posibilidad, como a tantos de sus conmilitones, de descargar su conciencia y adherirse a la democracia con el temperamento liberal de que siempre hizo gala. Pienso, claro, en Dionisio Ridruejo, Pedro Laín, Antonio Tovar, Luis Rosales, Luis Felipe Vivanco, Gonzalo Torrente Ballester, José Luis L. Aranguren, José Antonio Maravall e tutti quanti. Me entretengo en este absurdo preterible porque la recepción de Panero ha estado muy condicionada por tan desgraciada circunstancia, hasta el punto de que no hay un caso igual al suyo: el de un poeta que, luego de ser celebrado como uno de los grandes de la posguerra, pasara a ser olvidado y ninguneado incluso por quienes no mucho antes lo habían elevado a los altares. En mi “Estudio preliminar” a la antología En lo oscuro (2011) doy algunos ejemplos casi escandalosos de estos críticos que pudiéramos llamar veletas2. No niego que los elogios de otrora pudieran ser desmesurados, pero más aún lo son los silencios y ataques sobrevenidos a raíz de El desencanto. A mi juicio, lo más justo es reconocer que la rica y compleja personalidad intelectual de Panero no puede menospreciarse así como así. En su haber poético tiene uno de los mejores libros de la inmediata posguerra, Escrito a cada instante, y una gavilla de poemas de última hora que nos hacen suponer que lo mejor de su estro estaba por venir. Pero es que, además de poeta excelente, Panero fue un brillante prosista. Los artículos reunidos en el tomo tercero de su Obra completa (2007) lo acreditan como uno de los guías más lúcidos para orientarse en el panorama de la lírica contemporánea. Como crítico, supo estar por encima de los prejuicios ideológicos y políticos que a tantos otros condicionaron, para brindarnos un equilibrado balance del devenir poético de la primera mitad del siglo xx, tanto en España como en la América hispana. Que en su Antología de la poesía hispanoamericana, a los cuatro años de
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Es de justicia contraponerlos a los críticos más cabales, que se mantuvieron constantes en el aprecio general, como Dámaso Alonso, Eugenio de Nora, Carlos Bousoño o Ricardo Gullón.
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acabar la guerra, incluyera a Neruda —a quien admiró como poeta— y a César Vallejo —a quien admiró como poeta pero también como persona— habla mucho de su honradez intelectual e independencia de pensamiento; las mismas virtudes que se advierten en su labor de comisario artístico al frente de las Bienales Hispanoamericanas de Arte, un hito indiscutible en la cultura de la posguerra, que desmiente la cretina “teoría del erial”, como repetidamente ha señalado Miguel Cabañas (1996, 2007). *** El epistolario de Leopoldo Panero es un fiel espejo de esta personalidad intelectual nada reducible a los habituales estereotipos3. En 2018 recogí la correspondencia que sostuvo con Gerardo Diego y los integrantes de la llamada Escuela de Astorga: Luis Alonso Luengo, Ricardo Gullón y su hermano Juan (Huerta Calvo 2018). En aquella recolección ya pude darme cuenta —por el escaso número de cartas de su autoría— de que al poeta le costaba coger la pluma para responder a sus amigos, como una y otra vez le afea Gullón, ejemplo de lo contrario, tal vez por haber vivido buena parte de su vida lejos de España. Panero solo se aplicó en el arte epistolar cuando lo acuciaban obligaciones profesionales ineludibles, así por caso durante la etapa en que dirigió las mencionadas Bienales o con motivo de otras funciones públicas. En 2020, el Ayuntamiento de Astorga adquirió un lote de cartas y documentos para el Museo-Casa Panero, inaugurado en octubre de 2022. Constituyen, junto con otros documentos y cartas adquiridos anteriormente y descritos por Alonso Perandones (2012: 132) lo que llamo Fondo Astorga (FA). Imprescindible será contar con él cuando
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A falta de un estudio más exhaustivo, me referiré en este capítulo a las cartas recibidas por Leopoldo Panero. Para una visión integral habría que consultar las que de él se encuentran en los archivos de quienes fueron corresponsales más frecuentes suyos, como José Antonio Maravall, Luis Felipe Vivanco, Victoriano Crémer, Fernando María Castiella…
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se lleve a cabo un estudio del conjunto. Las aproximadamente doscientas cartas representan muy bien la serie ya conocida del Fondo Málaga (FM) y sus diferentes núcleos temáticos: A) Segunda República y Guerra Civil. La correspondencia con José Antonio Maravall es de un gran interés, con tres núcleos principales: en primer lugar, Nueva revista. Notación literaria, fundada por el gran historiador junto a Díez Berrio y José Ramón Santeiro, en la que publicó Panero sus primeros poemas; en segundo lugar, el debate político propio y la fascinación por los totalitarismos (Maravall defendía con vehemencia el Estado fascista); y, en tercer lugar, la colaboración con las Misiones Pedagógicas, donde conoce y trata a María Zambrano y Luis Cernuda, “que tanto ha sentido tu marcha”, le escribe Maravall en una carta de 1933 (FM). A fines del quinquenio republicano destacan también las cartas de Luis Rosales y Luis Felipe Vivanco, que terminarían formando con Panero un trío poético inseparable en los años 40. B) Años 40: correspondencia con el grupo “Escorial”: agréguense a los citados los nombres de Antonio Tovar, Emiliano Aguado, José Luis L. Aranguren, y el más joven José María Valverde. Pero también otros poetas escritores del exilio, como Juan Gil-Albert o Arturo Serrano Plaja. Desde el punto de vista poético, las de mayor interés tocan a los tres principales colaboradores de la revista Espadaña: Antonio González de Lama, Eugenio de Nora y Victoriano Crémer. La poética “arraigada” de Panero fue siempre más afín a la revista leonesa que a la facción contraria de Garcilaso y García Nieto. C) Misión poética a varios países de la América hispana, promovida por el Instituto de Cultura Hispánica, a la sazón dirigido por Alfredo Sánchez Bella. Este viaje, compartido por Panero con Rosales, Agustín de Foxá y Antonio de Zubiaurre, generó una turbulenta polémica, a la que ha dedicado atención Carmen Díaz de Alda (2012). D) Otras cartas desde los años 50 hasta su muerte. A los escritores anteriores hay que sumar muchos otros, como Pío Baroja, Matilde Ras, Carmen Conde, Elizabeth Mulder, Camilo José Cela,
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Emilio García Gómez y Vicente Aleixandre. Buena parte de esta correspondencia está relacionada con la dirección de la revista Correo Literario y las colaboraciones periódicas de Panero en Blanco y Negro, donde reseñó numerosas obras de autores tanto veteranos como noveles, entre estos Claudio Rodríguez, Blas de Otero o José Manuel Caballero Bonald.
Precedentes: la vocación inglesa de Panero En este trabajo voy a limitarme al que llamo “epistolario inglés” de Leopoldo Panero, el que atañe a sus varias estancias en el Reino Unido, antes y después de la guerra, como estudiante de inglés (1933, y 1935-1936) y como funcionario del Instituto de España en Londres, durante 1946 y 1947. Estos periodos son de gran relevancia para la formación humana y literaria de Panero, puesto que no se limitó a estudiar la lengua sino también la cultura y la literatura anglosajonas. Tradujo a los grandes poetas románticos: Shelley, Keats, Wordsworth. Y conoció y trató a contemporáneos, como Roy Campbell, Graham Greene y T. S. Eliot. Otro apartado lo constituyen sus excelentes relaciones con los hispanistas ingleses: John B. Trend, Charles K. Colhoun, Edgar Allison Peers, Edward Wilson, Alexander Parker, Charles David Ley, Walter Starkie… Además, pese a su condición de representante del régimen franquista, Panero mantuvo cordiales y, en algunos casos, fraternales relaciones con los exiliados republicanos en Londres: Pablo de Azcárate, José Castillejo, Segismundo Casado, Salvador de Madariaga, Esteban Salazar Chapela, Alberto Jiménez Fraud, Rafael Martínez Nadal, Gregorio Prieto, Luis Cernuda… La intención primera de Panero −que había estudiado sin muchas ganas Derecho− era ingresar en la Escuela Diplomática, donde exigían un buen nivel de francés e inglés. Y, entre Francia e Inglaterra, alternó cortos y largos periodos entre 1932 y 1936. Pedro Salinas fue su mejor valedor en ambos países. El 23 de marzo de 1933 (FM) le adjunta una carta (con membrete de secretario general de la Universidad Internacional de Verano en Santander), para Jean Sarrailh, catedrático en la Universidad de Poitiers. En su primer viaje a Inglaterra, otoño de
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1933, es de nuevo Salinas quien le presenta a John B. Trend, catedrático de Lengua y Literatura Española en la Universidad de Cambridge (FA). Musicólogo eminente, Trend había hecho amistad con Manuel de Falla, con quien se carteó (Dennis 2007), y en Granada había conocido a Federico García Lorca4. Ese mismo año Panero coincide con Antonio Rodríguez Pastor, que se desempeñaba como lector de Español en la Universidad de Londres, y que sería —aunque por poco tiempo— el primer director del Instituto de España, cuando Panero llegó a Londres a principios de 19465. A fines de 1935, Panero regresa al Reino Unido, donde residirá hasta julio de 1936, fundamentalmente en Cambridge. Tenemos algunas noticias de aquella estancia por un amigo suyo, Ernesto Ruiz y González de Linares, director que fue de la burgalesa Institución Fernán González: “Panero estaba en Inglaterra estudiando literatura inglesa y ampliando sus conocimientos del idioma inglés, que era muy bueno, pues lo hablaba con el llamado ‘acento de Oxford’” (Ruiz y González de Linares 1965)6. Al parecer, Leopoldo solía asistir a las reuniones que animaba el arquitecto José María Muguruza en Londres, en la famosa The Cock Tavern. En ella tuvo lugar, el 20 de febrero de 1936, la cena homenaje que se le tributó a don Miguel de Unamuno luego de una conferencia en el King’s College7. Nueve días
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Trend tuvo, entre los lectores españoles de su cátedra, a José Antonio Muñoz Rojas (1937-1939), Esteban Salazar Chapela (1941-1943) y Luis Cernuda (1943-1945), que como profesor parece que dejaba mucho que desear (Garbisu Buesa 2016: 243). Antonio Pastor sucedió en la cátedra de Londres a Fitzmaurice-Kelly. En 1948 publicó una Breve historia del hispanismo inglés, que Panero reseñó muy elogiosamente (Panero 2007: Prosa, 518-519). Parece que Panero llegó a escribir varios artículos en inglés para el diario londinense The Star. El editor, Sr. Wilson Midgless le escribe: “I hope this arrangement will be suitable and I am happy to have found a contributor so understanding” (FM: 22-X-1934). Y en carta posterior (31-X-1934), le agradece el envío de “another excellent Diary”. Sin embargo, mis pesquisas hemerográficas no han dado fruto, y no he podido localizar estas notas. El tema de la conferencia fue “La juventud española actual y la generación del 98”, que fue “acogida con cortesía gélida por el público universitario oxoniense” (Juaristi 2012: 410).
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después, el gran vasco sería investido como doctor honoris causa por la Universidad de Oxford. Leopoldo, que profesó hacia Unamuno una admiración sostenida en el tiempo, le sirvió de intérprete para la ocasión. Como decíamos, aun con esporádicas escapadas a Londres, Panero residió en Cambridge. Se conserva en el FM una tarjeta de Luis Felipe Vivanco, que acababa de llegar a Londres y quería visitarlo (28-II1936). A su domicilio del número 20 de Brooklands Avenue le llega el 15 de mayo de 1936 una invitación de T. S. Eliot, a través de su secretaria, para tomar el té en la sede de The Criterion (24 Russell Square), la célebre revista que él dirigió entre 1922 y 1939: Dear Mr. Panero: Mr. Eliot has asked me to thank you for your letter, and to say that he will be very glad if you will come to tea with him here next Friday, May 22nd., at 4.30. Will you please let him know if that will suit you? Yours very truly, Brigid O’Donovan (Secretary)
Imaginamos que Panero no rehusaría la invitación de Eliot y, con ella, la impar oportunidad de entrevistarse con el gran poeta, al que años después recibiría como director en el Instituto de España. Por desgracia, no conocemos la carta de Panero a la que alude la secretaria de Eliot. Margarita Garbisu (2013) ha estudiado en detalle los vínculos hispánicos de The Criterion a través de dos de sus colaboradores habituales, el profesor Trend y Antonio Marichalar, marqués de Montesa8. Los dos debieron ser buenos introductores de Panero ante Eliot. De Marichalar hay una carta en el FA, del 20 de diciembre de 1935: quiere presentarle a Charles K. Colhoun, otro colaborador de
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Marichalar fue un intelectual de variadas inquietudes histórico-literarias, de Felipe II al duque de Osuna, de Garcilaso y Góngora a Montherlant y Faulkner. De su conocimiento de la literatura en lengua inglesa no hay duda, pues tradujo a Chesterton y Virginia Woolf. En 1926 escribió el prólogo al Retrato del artista adolescente, de Joyce, en la versión de Dámaso Alonso, oculto bajo el seudónimo de Alfonso Donado.
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la revista, buen conocedor de España. Y añade: “Si desea conocer a T. S. Eliot, dígamelo”. Marichalar termina anunciándole su viaje a Cambridge en marzo de 1936, y el de José Antonio Muñoz Rojas en enero. “Quizás nos encontremos los tres”, concluye9. La conexión anglófila se iba ampliando. Entre enero y julio de 1936, Panero y Muñoz Rojas coinciden en Londres y Cambridge. De aquellos encuentros saldría reforzada la admiración por el autor de The Waste Land, a quien el malagueño visita el 3 de julio (Mora Fandos 2013); acaso también el proyecto de traducir algunos poemas. Para ello habrá que esperar a 1946. La vida cultural de Leopoldo Panero en la Inglaterra de 1936 no pudo ser más animada: recibir a Unamuno, conocer a Eliot, relacionarse con la gente de su generación y jóvenes hispanistas, como Alexander Parker. En el archivo de Luis Rosales hemos encontrado una carta de Leopoldo —fechada en Cambridge el 29 de marzo de 1936—, en la cual le presenta al que sería gran calderonista con motivo de un próximo viaje suyo a Granada: Quiero escribirte una carta breve y paso por lo tanto al motivo que me obliga a coger la pluma. Un amigo mío inglés, profesor de español en la Universidad, va a pasar 3 o 4 días a Granada. Le he dado tu dirección por si coincidís durante las fiestas de Semana Santa. Es un muchacho bueno de verdad, serio e inteligente. Habla muy bien el español y por los elogios que yo le he hecho de tu poesía tiene deseos de conocerte. Yo le estoy agradecido por las atenciones que ha tenido conmigo y te ruego que como lo hiciste justamente hace un año, le enseñes Granada desde lo alto del Generalife. Se llama Alejandro Parker. Es especialista en Calderón de cuyos autos está haciendo una edición comentada (Archivo Histórico Nacional, leg. 14, n. 17).
Panero regresa a España el 11 de julio del infausto año. Tras varias delaciones, que también concernirán a su padre, don Moisés, fundador de la logia masónica de Astorga, es detenido el 19 de octubre —día de su cumpleaños— y llevado a la prisión de San Marcos de León,
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Cuando regrese en 1946 como funcionario del Instituto de España, Marichalar le escribe una carta al marqués de Santa Cruz (FM: 16-II-1946).
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bajo la acusación de pertenecer al Socorro Rojo. Desde allí le escribe a su hermano Juan, incorporado al ejército de Franco como alférez provisional, solicitándole una manta y ropa interior, con la indicación de que no incluya “notas con la muda, pues no se permiten” (Benito Fernández 1999: 36). En el FA hay otra misiva del mismo estilo, una emotiva tarjeta postal, dirigida también a Juan el 8 de noviembre: Querido hermano. Unas líneas nada más hasta que os sea posible volver a verme. Necesito pocas cosas, a no ser de la misma calidad de la de estos días, con tanta abundancia como os permitan. Lo mismo digo del tabaco; lo tengo siempre escasísimo y a veces ninguno. Podéis utilizar el mismo procedimiento. Da muchas gracias a tía Paula. Cuando la veas en Astorga les das a todos un abrazo muy fuerte mío. Tu hermano Leopoldo
A punto de sufrir el consabido “paseo”, la determinación de su madre, Máxima Torbado, consigue salvarlo in extremis. A fines de octubre, doña Máxima viaja a Salamanca y mueve sus influencias. Visita primero a Unamuno, que —como hemos visto— conocía a Leopoldo de su estancia en Inglaterra, y, sin duda, le estaría agradecido por haberle acompañado y hasta servido de intérprete. Sin embargo, reciente estaba su intervención del 12 de octubre en el paraninfo de la Universidad de Salamanca, y su enfrentamiento con el general Millán Astray le había hecho perder todo crédito entre los sublevados. “No hay nada que yo pueda hacer —le habría dicho—, no tengo ya ninguna fuerza en esta ciudad; yo mismo estoy enclaustrado y vigilado” (Blanc 1977: 122). De allí la madre se va al cuartel general de Franco, para pedir la intercesión de Carmen Polo, lejana pariente suya. A fines de noviembre Leopoldo es liberado. Una segunda vida comienza para él en todos los sentidos.
Walter Starkie y su corte literaria en el Madrid de la posguerra Después de la guerra, Panero, que ya debía haber abandonado su intención de ingresar en la Escuela Diplomática, continúa cultivando
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sus relaciones con el mundo británico. En 1942 es nombrado traductor jurado, “encargado del visado de las versiones en lengua castellana hechas del original en lengua inglesa”. Dos años después comienza la traducción del Diario de Samuel Pepys, pero nunca llega a concluirla. Por su habitual indolencia, los grandes proyectos se le resistirán siempre. Sí cumple con pequeñas traducciones para revistas como Escorial, Corcel, Proel, Espadaña y otras: las cartas de John E. Keats (1942a), el Diario de Katherine Mansfield (1942b), algunas poesías de Percy B. Shelley (1943) y William Wordsworth (1944). Según Charles David Ley, planea una “antología de la poesía inglesa —especialmente la moderna—” en colaboración con Dámaso Alonso y con el apoyo del British Council. En 1948 acuerda un libro sobre Shelley con Labor, pero de nuevo incumple el compromiso. Juan Viñoly, en realidad el luego afamado poeta Joan Vinyoli, director de la editorial, le escribe tres o cuatro cartas recordándoselo, sin que Panero se diera por aludido. Los azares de la vida quisieron que, muchos años después, el poeta catalán estableciera lazos de amistad con su hijo Juan Luis, que utilizó un verso suyo —“Jocs per ajornar la mort”— para titular uno de sus poemarios mejores, Juegos para aplazar la muerte (1984). Tras su muerte, Juan Luis escribió una delicada semblanza de Vinyoli, “La medida de un hombre”, incorporada a su libro Los mitos y las máscaras (1994). En cualquier caso, esta labor traductora de Panero tiene un mérito indiscutible. Como escriben Fanny Rubio y José Luis Falcó, frente al autarquismo literario de sus compañeros de generación en Escorial, “Panero combatió el aislamiento del grupo con las traducciones de Shelley o Keats” (Rubio/Falcó, 1981: 31). En una carta de 23 de abril de 1943 (FA), el también anglófilo José Antonio Muñoz Rojas, le felicita “por esas estupendas traducciones en verso que acabo de ver en un número de Escorial, de unos cuantos poemas de Shelley. […] Son verdaderamente inmejorables y suenan a tan buena poesía castellana como lo son inglesa”. Estas versiones, además de dar a conocer a los románticos ingleses, ponen las bases de una poética que aspiraba a la austeridad y desnudez expresivas, con el “lenguaje llano, límpido, fluido, naturalmente humano” de Wordsworth como norte. En esta aspiración de estilo, quintaesenciada en el conversational poem, Panero coincidirá con Cernuda, o, por mejor decir, este con aquel.
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En una poesía como la española, de tan acusado ascendiente francés durante el primer tercio del siglo xx, es del todo encomiable la iniciativa de Panero, que a su modo podía interpretarse también en clave política. El mundo estaba enzarzado en su segunda gran guerra, y las simpatías del régimen franquista −en teoría, neutral− iban todas hacia Alemania y las potencias del Eje. De ahí la importancia de estas reivindicaciones anglosajonas de Panero y de otros como él, que recibieron con alegría la creación en 1940 del Instituto Británico en Madrid, por el British Council. Su artífice era un veterano hispanista irlandés, Walter Starkie, gran viajero por la geografía española, como cien años antes George Borrow, don Jorgito el Inglés. Con su generosidad y simpatía Starkie se ganó al todo Madrid intelectual en aquellos años de hierro. Como escribiera en 1948 Jacobo Fitz-James Stuart, duque de Alba, Starkie “supo vencer al principio de su gestión, con gran tacto, las dificultades inherentes a la mayor o menor germanofilia que entonces pudiera haber en España” (Alba 1948: 6). Su éxito se debió, en buena parte, a las tertulias que promovió en la sede del Instituto, calle de Almagro 3. A ellas solían concurrir, entre otros, Pío Baroja, Manuel Machado, José María de Cossío, Clemencia Miró −hija de Gabriel Miró−, Carlos Clavería, Camilo José Cela, Dámaso Alonso, Muñoz Rojas, María Alfaro, y, por supuesto, Leopoldo Panero. Un profesor del Instituto y activo hispanista, el ya citado Charles David Ley, testimonia que el poeta gustaba recitar versos de Hijos de la ira, que “Dámaso nunca quiso decir en voz alta […], porque Panero los declamaba de una forma perfecta” (Ley 1981: 12). Ley había llegado a España, a fines de 1943, luego de haber sido profesor desde 1939 en el Instituto Británico de Lisboa (Torralbo Caballero 2019). Al afable don Walter, conocido también con el sobrenombre de “Don Gitano”, a causa de su interés por la etnia gitana, sus amigos españoles le dedicaron un homenaje en 1948 bajo el título de Ensayos hispano-ingleses: Azorín, Baroja, Benavente (con una curiosa versión del célebre monólogo de Hamlet), Marañón, Cela, Cossío (que publica la correspondencia epistolar entre Menéndez Pelayo y FitzmauriceKelly), García Gómez, Caro Baroja, Otero Pedrayo, Muñoz Rojas, Gerardo Diego… Hay versiones al catalán de poemas de Rupert Brooke (a cargo de Josep Janés i Olivé), y Dylan Thomas (por Marià
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Manent). Panero aporta su versión de tres poemas de Wordsworth; Dámaso Alonso, la de cinco de Gerard Manley Hopkins, en los que me detengo más adelante pues fueron motivo de consulta en una carta de Dámaso a Leopoldo. Pero volvamos un poco hacia atrás. El 3 de noviembre de 1945 Panero es nombrado “Lector del Instituto de España en Londres, especialmente encargado de los asuntos relacionados con el Instituto Nacional del Libro Español” (documento del FM). Unos días antes de su partida, a primeros de febrero de 1946, le escribe Ana Rosa Figueroa, nieta del conde de Romanones y secretaria del recién creado Instituto. El gobierno de Franco tenía especial interés en que el arranque de la nueva institución fuera lo más exitoso posible, dada la competencia con el republicano Instituto Español, que había fundado Madariaga y que dirigía Salazar Chapela. Figueroa, que no hacía buenas migas con el primer director, Antonio R. Pastor, le confiesa estar ilusionada por su inminente llegada, aunque no le oculta las dificultades con las que se iba a encontrar en un país donde todo lo que venía de la España franquista se miraba con recelo: Créeme que las únicas esperanzas de continuidad con que cuenta en este momento la vida vacilante y amenazada de nuestro soñado y nonnato Instituto, consisten: 1º, en tu talento y genio; 2º en nuestras posibilidades de dar de beber al sediento; 3º, last but not least, en la fuerza de tu simpatía y la que yo pueda desplegar, unidas firmemente en la delicada tarea de quitar leña al fuego, en apariencia al menos, armándonos de paciencia y fuerza pasiva. Hay que convencerse de que nadie, ni los discípulos de [ilegible], ni los españoles de uno u otro tinte, tienen el menor interés en ayudarnos, y verían con satisfacción nuestro fracaso, agarrándose para acelerarlo al menor pretexto o punto flaco. […] Ven bien preparado y reforzado de allí por quien puede hacerlo, para impedir torpezas que pudieran ser mortales, posturas ambiguas y mal definidas que pudieran agarrotar tus movimientos y entorpecer la eficacia de tus actividades (FA: 24-I-1946).
Y dicho y hecho. Panero busca consejo en sus amigos del Instituto Británico, para que “le orientásemos −dice Ley− sobre el ambiente de ideas con el que tendría que encontrarse en Londres” (Ley 1981:
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76). Y al director, Walter Starkie, le pide varias cartas de presentación; cuatro se conservan en el FM y llevan fecha del 20 de febrero de 1946. Una va dirigida a Henry Thomas, “keeper of the Printed Books” en el Museo Británico: “He is a relation of your friend don Pablo de Azcárate, the Republican Ambassador in London and he knows many of your friends in Madrid”. El nombre de Azcárate, figura del institucionismo, vuelve a aflorar en la carta a Alberto Jiménez Fraud y Natalia Cossío, a los que ruega introduzcan a Panero —“excellent Spanish poet and translator of T. S. Eliot”— en los ambientes de Oxford. La tercera tiene como destinatario al coronel Segismundo Casado, quien junto a Julián Besteiro se había enfrentado a los comunistas en el Madrid de fines de la guerra: “He has a very good friend of the British Institute and has helped us in many occasions with the repressive Spanish censorship”. Y en parejos términos está redactada la de Salvador de Madariaga. Como es notorio, el propósito de Starkie era presentar al nuevo miembro de la delegación franquista no solo como un gran amigo de Inglaterra y la cultura inglesa, sino sobre todo como un intelectual tolerante y de convicciones liberales. Aunque por estos años residía en Santander, hay noticias de que Ricardo Gullón se incorporó, en alguna de sus escapadas a Madrid, a las tertulias de Starkie. Gullón, un año mayor que Panero, primo y amigo íntimo suyo, le felicita por su nombramiento, al tiempo que le pide se interese en el servicio de censura por un libro que tiene presentado desde hace algún tiempo, y cuyo trámite estaba estancado. “Como desearía no lo retuvieran mucho tiempo, ni le pusieran trabas, te estimaría previnieras a alguno de tus compañeros de oficina y me dieras su nombre para en su día dirigirme a él personalmente” (FA: 4-I-1945). Gullón, que como fiscal, al acabar la guerra, sufrió un proceso de depuración por haber servido a la República, pensaba ya por entonces en abandonar España para recalar en Puerto Rico y dedicarse a su verdadera vocación de crítico y profesor de literatura. Sin duda, el ensayo al que se refiere en la carta mencionada es Novelistas ingleses contemporáneos (1945). En otra carta de 11 de mayo de 1946 (FA), Gullón le agradece cuanto ha hecho por la aparición del libro y le comunica que va a enviarle un ejemplar a la novelista Rosamond Lehmann: “y si te parece puedes tú sugerirle me envíe
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alguna de sus obras recientes, ofreciéndole que haré crítica de ella en alguna parte”.
Primeros pasos en Londres: de lector bibliotecario a director del Instituto de España Por fin, a primeros de febrero, Leopoldo viaja a Londres, y se instala en la sede del nuevo Instituto de España (Eaton Square), a las órdenes de Pastor. Sus amigos se alegran de la noticia y le escriben con encomiendas varias. Camilo José Cela le notifica la dirección de su tía inglesa, Katherine Trulock, “una vieja simpática” que se alegrará mucho cuando la visite. Pero lo que más interesa a don Camilo es su promoción internacional como escritor; así, le gustaría se diera a conocer en los medios ingleses La familia de Pascal Duarte y, sobre todo, su segunda novela, aún inédita —¡y por bastante tiempo!— en España, La colmena, “por si aparece algún editor inglés que la quiera”. “Es una novela, como sabes, algo dura, pero creo que sintomática y, en mi producción, importante” (FM: 23-IV-1946). José Luis Cano es otro de los corresponsales habituales. Muy interesado por la poesía inglesa, le solicita para Ínsula “el resto de Shelley con el pequeño prólogo”, así como “alguna buena crónica literaria de Londres”. No hay constancia de que Panero le llegara a mandar ni lo uno ni lo otro. Más probable es que nuestro poeta cumpliera un tercer cometido respecto a T. S. Eliot: “¿Cumpliste el encargo de llevar a Eliot un librito? Espero que me contestes a esto y me cuentes la entrevista, si le ha gustado, etc.?” (FA: 14-III-1946). El “librito” es la breve antología aparecida en la colección Adonáis con traducciones de Muñoz Rojas, Dámaso Alonso, Charles D. Ley, Cano y el propio Panero. Cano le informa, asimismo, de la aparición en Adonáis de unos poemas de Keats en versión de Clemencia Miró. Y añade algún gracioso cotilleo: “Comí con Dámaso [Alonso] y Vicente [Aleixandre] el otro día. Dámaso, que sigue milagrosamente abstemio, va a dar mañana una conferencia en el Instituto Británico sobre la novela en España” (FA).
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Colaborador de Cano en la Editorial Hispánica y en Adonáis era Juan Guerrero Ruiz, el llamado por Federico García Lorca “cónsul de la poesía española”. El 27 de mayo de 1946 (FA) escribe a Panero, doliéndose de su silencio: “Como era de esperar y yo temía, la gran ciudad londinense se lo ha tragado a usted, y ya no recuerda si alguna vez tenía un amigo llamado Juan Guerrero, y una promesa de enviar para la colección Adonáis unas versiones de Shelley. […] Yo le he estado reservando un lugar en Adonáis por si acaso la colección se interrumpía, pero ya veo que ni en la patria del poeta se decide usted a complacernos enviando los pocos poemas que faltan para completar el volumen tan esperado”. Le anuncia también la publicación de un inédito de Juan Ramón, Lírica de una Atlántida. Y con verdadera y taurina gracia le da noticia de algunos eventos últimos de la vida cultural madrileña: una conferencia de Ortega y Gasset en “el ruedo del Ateneo” sobre el teatro, y una “segunda novillada” del “joven dramaturgo don Jacinto Benavente, todavía ‘Príncipe de este Renacimiento’, como le llamó alguien en 1913”. Ese alguien, por cierto, era nada menos que su venerado Juan Ramón. Finalmente le pide que, “si está usted en comunicación con el poeta de La realidad y el deseo, salúdele en mi nombre, y dígale que ya le envié las tres Antologías, de J[osé] M[anuel] Blecua”10. En una carta fechada el 23 de agosto de 1946, Guerrero le informa sobre el estado calamitoso de las colecciones poéticas, como Adonáis, y las revistas literarias, como Escorial, paralizadas por falta de presupuesto. “Parece —le dice— que también hay cierto proyecto de publicar un semanario literario que dirigiría Camilo [José] Cela, pero en general el ambiente lo encuentro cada vez más enrarecido y hasta Garcilaso ha dejado de publicarse y lo mismo las Entregas de Poesía de Barcelona. Menos mal que de vez en cuando nos viene un vientecillo 10 Las tres antologías de José Manuel Blecua son Los pájaros en la poesía española, Las flores en la poesía española y El mar en la poesía española (publicadas en Madrid, Editorial Hispánica, 1943, 1944 y 1945, respectivamente). Por cierto, en el mismo papel timbrado que el de Juan Guerrero, hay en el FA una carta de Blecua, en la cual le pide una reproducción fotográfica de un manuscrito del British Museum, con poemas de los hermanos Argensola.
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poético de su región leonesa con Espadaña” (FA). Inevitablemente, en la misma misiva sale el nombre de Juan Ramón con una pregunta cuya respuesta no sabemos, pero que no es difícil imaginar, dada la indolencia epistolar de Panero: “¿Llegó Vd. a ponerse en comunicación con J. R. J.? Parece que no ha tenido muy buen verano a causa del fuerte calor de Washington, pero seguramente que en cuanto venga mejor tiempo se recuperará de nuevo, pues tiene una gran energía que le hace volver luego con mayor entusiasmo a su trabajo, después de la época de abatimiento físico”. En las cartas de quienes escriben a Panero desde la oscura España de posguerra se adivina a veces cierta sana envidia por quien, como él, va a vivir lejos de la patria, en un país libre como el Reino Unido. Es lo que trasluce una emotiva misiva del poeta Juan Ruiz Peña: “Sé por José Luis Cano que te irás a Londres. ¡Dichoso tú, que entre las nieblas respirarás algo, en la atmósfera urbana y social que a nosotros no nos será dado respirar. ¡Cenicienta España!”. Pero el caso es que no todo fue fácil en aquella estancia. “Aquí todo es difícil para un español que viene de España”, le dijo un día Panero, melancólico, a Ley. La propia inauguración del Instituto de España estuvo rodeada de algún altercado. “Los comunistas ingleses convocaron un mitin en Hyde Park para ir a Eaton Square, […] y protestar de la cesión de una casa de treinta y cinco habitaciones a un gobierno fascista, mientras tantas honradas familias obreras inglesas no podían encontrar trabajo”. Los manifestantes se dirigieron al Instituto, pero naturalmente el director no les abrió las puertas (Ley 1981: 95).
Mr. Eliot en Eaton Square Desde julio de 1946, Leopoldo había asumido la dirección del Instituto con carácter interino. Nunca han estado claros los motivos de la dimisión o el cese de Pastor. Charles D. Ley, testigo privilegiado de aquellos años, por su condición de hispanista a caballo entre Londres y Madrid, da una versión que creo bastante plausible: “Pastor cometió la indiscreción de dar una entrevista al periódico laborista The Daily Herald en la que dijo, como presunto futuro director del nuevo Insti-
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tuto, que, a pesar de los tiempos difíciles y las escaseces, en el Instituto siempre habría unas buenas copas de vino español para los buenos amigos. Naturalmente —concluye Ley— se había metido en la boca del lobo con semejante declaración. La entrevista salió con los titulares: ‘Franco soborna con cócteles culturales’ y ya se terminó Pastor como director de un Instituto que quería presentarse como apolítico” (Ley 1981: 76). No por ello Panero dejó de acercarse a los españoles transterrados; todo lo contrario. Según Felicidad Blanc, “va a ver al coronel Casado, invita a almorzar conmigo y con una de sus hijas a Salvador de Madariaga. […] Pablo de Azcárate nos invita a almorzar, y desde el primer momento simpatizamos” (Blanc 1977: 161-162). Tampoco Panero desaprovecha la ocasión de afianzar su relación con T. S. Eliot, a quien —como vimos— había conocido diez años antes. Eliot lo visita en varias ocasiones. Suponemos que en la primera Panero le regalaría un ejemplar de Poemas, la breve colección de versiones en Adonáis ya comentada (1946); Panero tradujo los poemas “Preludes” y “Marina”11. Ley había escrito un estupendo prólogo, con la idea de presentar a Eliot a un público español, en tanto dramaturgo, crítico y poeta, “el mayor poeta religioso inglés de este siglo”: “Si a vosotros los españoles os puede parecer extraño que se sostenga que a través del anglicanismo se puede dar nueva vida a todos los dogmas de la iglesia universal, como afirma Eliot en su ensayo publicado en 1939 ‘La idea de una sociedad cristiana’, también es verdad que para Eliot los viejos caminos nunca se pierden, aunque conduzcan en ciertos momentos por ‘selvas oscuras’” (Ley, 1946: 12). Con el tono romántico que la caracterizaba, Felicidad Blanc rememora una de las visitas de Eliot a Eaton Square: “Es una tarde gris y la luz es escasa en el salón. Cuando entra Eliot, hago intención de encender las luces eléctricas. Me dice: ‘No, por favor. Estaremos así
11 “Preludios” [“Preludes”] pertenece a Prufrock y otras observaciones [Prufrock and Other Observations] (1917). “Marina”, a los Poemas de Ariel. El librito se abría con esta advertencia: “Adonáis quiere agradecer públicamente a T. S. Eliot su generosidad al ceder los derechos de la traducción de los poemas suyos recogidos en este volumen […]”.
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mejor’. Da una impresión de sencillez, de modestia, viste con una elegancia discreta, como si cada prenda por él llevada formara ya parte de sí mismo. […] Aunque viene otras tardes de manera más íntima a compartir con nosotros, arriba, en nuestra casa, una taza de té, no puedo sin embargo recordarlo más que así, apenas adivinado en la penumbra, con sus movimientos lentos y elegantes, con su voz baja que hubiera deseado oír durante muchas horas” (Blanc 1977: 165). Muchos años después, Juan Luis, en otro emocionado artículo, titulado “Mr. Eliot en Eaton Square (1988)”, aguza su memoria del niño que entonces era, para exprimir aquel momento con el poeta que, para él, junto a Cavafis y Cernuda, representaba la cumbre de la modernidad. Por una carta de la editorial neoyorquina Faber and Faber, que había publicado en 1939 The Family Reunion, sabemos que, en algún momento, Panero le habló a Eliot de traducir al español esta obra teatral, con la ayuda de Muñoz Rojas. “A publishing firm in the Argentine Republic wishes to bring out an edition of this play and Mr. Eliot is anxious that if the Spanish world rights are granted to them, it should be on the condition that te publish the translation that you have made with senor Munos Rocca” [sic] (FA: 20-X-1947). No conocemos la contestación de Panero. Debió ser otro de los proyectos que quedaron en agua de borrajas, pues el caso es que en 1953 apareció en Emecé —sin duda la editorial a que alude el escrito de Faber and Faber— una traducción de la pieza, con el título de Reunión de familia, debida a Rosa Chacel. Lo indudable es el gran aprecio que Panero sintió por Eliot, al que quiso llevar a España, junto a otros escritores ingleses de prestigio, como Rose Macaulay y Graham Greene12. En el verano Leopoldo visita, en compañía de Charles David Ley, al poeta Roy Campbell, en su casa de Kensington. Campbell era el único poeta británico que había escrito en defensa de los nacionales en la Guerra Civil española, en un poema extenso, llamado Rifle florido, que le causó muchas enemistades por las observaciones satíricas
12 “En casa —afirma Juan Luis Panero— estaban sus libros en inglés y un ejemplar de los Four Quartets dedicado a mi padre, que yo no descubrí hasta muchos años más tarde” (J. L. Panero 2000: 21).
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a los poetas ingleses que apoyaron el lado republicano. En la visita a Campbell, este se prodigó contra Stephen Spender y “otros poetas que consideraba rojos y por eso enemigos personales” (Ley 1981: 93). Unos días después, Panero y Ley volvieron a verse con Campbell en un restaurante español de Piccadilly, donde coincidieron con Madariaga y su hija, a los que Panero invitó a sentarse en su mesa13.
Cerca del hispanismo inglés Por las cartas-informes que Panero dirige al embajador de España en Londres, marqués de Santa Cruz, sabemos de la intensa actividad que el poeta propició en el campo del hispanismo. El 7 de septiembre de 1946 (FM) refiere la visita oficial de E. Allison Peers y su propuesta de invitar a profesores españoles para que diesen conferencias en las universidades de Liverpool, Leeds y Birmingham, “por estimar de suma conveniencia —afirma Panero— este tipo de contacto personal directo entre las personalidades españolas que visitan este país y las secciones hispánicas de los principales centros universitarios”. El propio Panero dicta una interesante conferencia en Liverpool con el título de “Estado actual de la poesía en España”. De entre los hispanistas ingleses, fue J. B. Trend al que menos frecuentó; acaso por su radical antifranquismo o quizá por otros motivos personales, pues durante su estancia en Cambridge Cernuda tampoco se entendió con él, en este caso por la enemistad de Trend con Allison Peers. Este último había invitado a Cernuda a colaborar en el Bulletin of Hispanic Studies de Liverpool, y a Trend no le hizo ninguna gracia. “Decía Trend que Peers no debía incluir noticias culturales sobre la
13 En 1959 apareció el librito de Esteban Pujals España y la guerra de 1936 en la poesía de Roy Campbell. Pujals, que llegaría a ser catedrático de Filología Inglesa en la Universidad Complutense, fue uno de los primeros becarios del Instituto de España, acogido por Leopoldo Panero. Otro fue Rafael Ferreres, más tarde catedrático en la Universidad de Valencia. Los becados no solo eran filólogos, sino que los había de otras disciplinas; así, por ejemplo, Gregorio Varela, médico experto en nutrición.
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España de Franco. Está como una cabra” (palabras del poeta sevillano recogidas por Ley [1981: 73]). En cambio, de Alexander Parker, de ideas conservadoras, se conservan varias cartas tanto en FM como en FA. En una de bienvenida a Panero, se lamenta del aislamiento académico respecto de España que, como profesor e investigador, padece en los últimos años, y le pide ayuda para “obtener revistas y libros españoles” (FA: 6-III-1946). Asimismo, le da cuenta de las penurias económicas derivadas de la guerra recién terminada: “Desgraciadamente me es imposible hacer un viaje a Londres. Como Ud. ya sabrá, nuestra vida está, en lo económico, muy restringida, y francamente no dispongo de los medios para un viaje tan largo”. Como parece que Panero se ofreció a visitarlo en Cambridge, le dice: “Mi casa, que era bastante grande para un soltero, resulta muy pequeña ahora que tengo familia, y no podré ofrecerle otra habitación que un desván”. En otra posterior, le agradece el envío de los libros y, ante la imposibilidad de que la biblioteca de su universidad pueda adquirir todo lo que se publica en España, le sugiere formar en el Instituto “una especie de biblioteca circulante de libros nuevos y revistas que se puedan prestar, enviados por correo, a suscriptores” (FA: 4-VI-1946). Por último, le habla de su libro sobre Calderón, The Allegorical Drama of Calderón. An Introduction to the Autos sacramentales (1943), en cuya traducción estaba muy interesado Fernando María Castiella, a la sazón director del Instituto de Estudios Políticos y más tarde ministro de Asuntos Exteriores. “Ya hace tiempo —le dice— que Muñoz Rojas se ofreció a traducirlo él mismo, y en su última carta me anunció que estaba arreglando lo de la editorial con el director de Razón y Fe”. Pero la traducción del libro de Parker hubo de esperar a 1983; apareció en Ariel con el título de Los autos sacramentales de Calderón. Otro destacado hispanista, Edward Wilson, le agradece las atenciones que ha tenido con dos estudiantes suyos, Doris Biggs y Royston O. Jones, “que quieren pasar una temporada en España y que has tenido la bondad de facilitar su viaje” (FM: 4-III-1947). Junto a otros investigadores ingleses, como Alan D. Deyermond, Duncan Moir, Nigel Glendinning y Gerald G. Brown, Wilson y Jones son coautores de una Historia de la literatura española que, aparecida en inglés en 1971, fue traducida a los pocos años por la editorial Ariel, convirtién-
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dose en manual de referencia para varias promociones de estudiantes de Filología Hispánica, entre ellos el que suscribe.
Dos visitantes ilustres en Londres: Dámaso Alonso y Eulalia Galvarriato Leopoldo Panero mantuvo una estrecha amistad con Dámaso Alonso. El chismorreo filológico los empareja en no pocas juergas de alcohol y algunas visitas a casas de placer. Lo serio es que se apreciaron mucho y se admiraron mutuamente. Como censor —siempre benévolo—14, Panero tuvo el privilegio de revisar el original de Hijos de la ira y defender a ultranza su texto sin quitar una coma, frente al criterio del cura trabucaire de turno, al que escandalizaba el adjetivo puñeteros —“los puñeteros insectos” del poema del mismo nombre— y, para eliminar la palabra, pretendía dejarla en “los p…. insectos”, con lo cual empeoraba el problema. Dámaso Alonso y, en particular, su esposa Eulalia Galvarriato son buenos testigos de la desidia epistolar del poeta astorgano. Dos cartas casi seguidas, de mayo y julio de 1946 lo acreditan. La carta de Eulalia está llena de ternura cómplice hacia Leopoldo, Felicidad, su mujer, y su hijo Juan Luis: “Queridos Feli y Leopoldo: La verdad es que no sé por qué os escribo, porque bien visto está que ni os acordáis de nosotros ni se os da un comino del santo de nuestro nombre: cosa en lo que hacéis mal, pues los dos fueron muy buenos santos, san Dámaso papa y santa Eulalia, una virgencita jovencita y mona”. Luego les da noticia de los amigos exiliados del 27: “En estos días hemos tenido una visita mandada por [Pedro] Salinas, que nos ha contado de todos los de allá. Me ha dado mucha alegría,
14 En la carrera literaria de Panero no es ningún timbre de gloria haber pertenecido al servicio de censura. Diré, sin embargo, en su descargo, que hace años examiné alrededor de doscientos informes suyos, casi todos de libros de poesía —algunos tan importantes como Hijos de la ira y Sombra del Paraíso— y no encontré nunca ninguno que desaconsejara la publicación.
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neutralizada por la noticia de que, por fin, Jorge [Guillén] no viene este verano, como creíamos. ¿Sabes, Leopoldo, que nos mandó su Cántico? Creo que ahí le tendréis, ¿no? Si no, podría mandarte algunos poemas copiados […] De él te hablará Rosales, que se lo llevó y no ha habido medio de que le devuelva. Dámaso y él están entusiasmados”. Eulalia les cuenta sobre su novela, Cinco sombras, cuyo manuscrito ha dejado a Luis Rosales, que estuvo hablando de ella toda una tarde: “Me dijo cosas buenas y cosas malas, y como pienso que en estas quizá tiene razón, más me aumenta la desgana que tengo con ella. Dijo que te iba a escribir, Leopoldo, hablándote de ella. Quiera Dios que no cumpla la amenaza porque ya basta, ¿no? Le agradecí mucho a Rosales que se la ha leído con tanta atención que la conoce en todos sus recovecos tan bien como yo misma”15. En una carta del 3 de mayo de 1946 (FA), Dámaso le expone a Leopoldo diferentes problemas que está teniendo con la traducción de algunos poemas de Gerard Manley Hopkins, contribución suya al citado homenaje a Walter Starkie (Alonso 1948). El poeta y filólogo consideraba a Hopkins “un Góngora con la hondura espiritual de san Juan de la Cruz”. De una de sus versiones está bastante descontento, pues “el vocabulario monosilábico (pitch, pangs, wring, heave, cliffs, steep, deep, creep, wretch, etc.) da una cohesión y una intensidad al original que queda muy debilitada por nuestras pobres palabras sesquipedálicas”. Y en tono guasón añade: “Se trata naturalmente de que me digas tu opinión, sin rebozos ni versalles a lo Vicente [Aleixandre]. No estaría sino muy bien que vieras a [Edward] Wilson, y le expusieras mis dudas y le dieras un abrazo de mi parte”. Y, conociendo a su amigo de Astorga, le añade un post scriptum: “Mañana pienso terminar el trabajo para el homenaje a Starkie. Si me sugieres correcciones a la traducción, las meteré en las pruebas. Starkie está preocupado pues piensa puedas olvidar tu contribución. Si no la has enviado, date
15 Esta novela, que fue finalista del premio Nadal del año 1946, ha sido recientemente reeditada por Luca Cerullo (Madrid, Fundación Universitaria Española, 2020).
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prisa”. Pero esta vez Leopoldo cumplió con su deber, traduciendo tres poemas de Wordsworth (“Lucy”, “Los dafodelos” y “Al cuco”), cuatro de Shelley (“Invierno”, “La Luna”, “Mudanza”) y “La belle dame sans mercie”, de John Keats. Un poco posterior a esta carta debe ser otra de tono más distendido, en la que Dámaso se hace eco del rumor del nombramiento como director del Instituto de [Rafael] Calvo [Serer], “un catedrático, joven de universidad muy afecto al Opus Dei”. “Yo os hecho de menos (por este hecho con h me debían quitar la cátedra), porque estos últimos tiempos os he cogido especial cariño. Y hecho (y por este la acumulada) también un poquito de menos al Museo Británico, donde como no le conoce a uno nadie se trabaja de perilla, como en el fondo de un pozo. Aquí entre las moscas, mi madre, las radios, la Araceli, el teléfono, una vecina folklórica y —last but not least— Eulalieta no hay modo de enhebrar el hilo”. También le escribe sobre su deseo de volver al Reino Unido para conferenciar, y le pide hable con Edward Wilson para decirle que “las conferencias deben ser además de en Londres, en Oxford, Liverpool, Leeds y, posiblemente, Sheffield. […] Cada tío —añade— quiere un tema distinto, y ahora Brown se descuelga pidiendo una en inglés sobre Cervantes. Vamos, hombre. No tendría nada de particular que no vaya. Aparte el veros, no me hace ilusión ninguna y tengo aquí mucho trabajo” (FM: s. f.). Dámaso y Eulalia viajaron a Londres en abril de 1947. Fuera de las conferencias que sus amigos le organizaran en otras universidades, en el Instituto de España dio un recital. Leopoldo hizo una presentación apasionada de su admirado amigo: “Dámaso Alonso, con este libro, con estos Hijos atormentados y puros, alados y ciegos, de su ira, de su amor, de su alma plena, amargamente desbordada, ha llegado a ser, es ya, uno de los más grandes y auténticos poetas españoles. Vais a oírlo. Estoy seguro de que os asombrará, porque en el fondo de vuestra alma no esperáis que el conocido, el exigente, el simpático profesor de Filología, se levante como un energúmeno, gritando, y con el alma en carne viva os cuente su íntima soledad, su íntimo dolor, su angustiada vida de hombre” (Panero 1947a: 141).
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El incidente Cernuda El caso de las relaciones de Leopoldo Panero y Luis Cernuda ha merecido ya enjundiosos artículos de James Valender (2002) y Alonso Perandones (2005), entre otros. Por mi parte he intentado aclarar algunos puntos oscuros de esa relación (Huerta Calvo 2013), sobre todo a raíz del descubrimiento en el FM de un importante ensayo inédito —hasta 2007— sobre la poesía del sevillano. En una carta fechada el 30 de abril, Cernuda escribe a Concha de Albornoz sobre la llegada de Panero a Inglaterra: “Sin duda, esta es temporada de encuentros con amigos distantes. ¿Sabes quién está en Londres ahora? ¿Conociste tú a Leopoldo Panero? Es un poeta de la generación de Serrano Plaja y Sánchez Barbudo, a quien vi por última vez en el año 35. La guerra civil le halló en Astorga, de donde es, y aunque parece estuvo en la cárcel, sospecho que tenía veleidades falangistas” (Cernuda 2003: 417). Panero y Cernuda se habían conocido en 1929, y juntos habían participado hacia 1934, junto a María Zambrano, en las Misiones Pedagógicas (dos fotografías dan fe de aquella circunstancia). Cernuda llevaba en Inglaterra, salvo algún viaje esporádico a París, desde el 14 de febrero de 1938, primero en el condado de Oxfordshire, luego en Surrey, Glasgow, Cambridge y, finalmente, en Londres, donde colaboraba con el Instituto Español Republicano. En concreto, residía en la capital del Reino Unido desde junio de 1945. Vivía Luis Cernuda en Londres en una habitación quimérica y minúscula, cuidadosamente tenida y silenciosamente habitada, cuya única ventana se abría a nivel de los árboles de Hyde Park, dejando ver solo sus altas copas estremecidas y flotantes, de un verde denso, fresco y altivo, nimbado de libertad en medio de las calles oscuras, y llenando con su presencia resbalada y aérea la reducida estancia del poeta sevillano. Aquellos pocos árboles —tan hermosos, tan libres, tan naturalmente nobles y bellos—, y alguna escapada solitaria y ocasional hacia el mar, en un rincón apartado y medio salvaje del Cornualles céltico, eran lo único que Cernuda convivía y amaba; lo único que le consolaba de vivir en Inglaterra, sin tierra propia bajo las plantas de los pies, náufrago que la tempestad arroja al borde de un mundo extraño, ajeno y vagamente hostil. Llevaba, cuando yo volví a verle, cerca de diez años lejos de España. Recordaba con
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Según James E. Valender, el reencuentro de los dos poetas se produjo en casa de Rafael Martínez Nadal, pero es de suponer que ya se habrían visto con anterioridad, porque a la velada acudió también la esposa del poeta, Felicidad Blanc, que no llegó a Londres, con su hijo Juan Luis, hasta marzo de 1947. Del choque entre ambos a raíz de la lectura en aquella velada del poema “La familia”, de Cernuda, se ha escrito ya mucho16. Baste añadir a todo ello que el poema “La vocación”, que cierra Escrito a cada instante —apologético del ámbito familiar— fue escrito, sin duda, como una contestación al poema iconoclasta de Cernuda: “Desde mi vaga adolescencia, entre mis párpados,/ conservo la memoria de lo enorme,/ de lo dulce y enorme,/ que cabe en la palabra de un niño;/ en su vocación de palabra que tiembla./ El buen sentido exacto de la madre,/ discutiendo en voz alta la vocación de un hijo,/ mojando sus preguntas, humedeciendo el porvenir en el aire,/ vuelven hermosamente a mis oídos,/ taladran la bondad de muchos años,/ como el agua la roca”. Empero, la amistad entre ambos poetas resistió este desagradable incidente. (Felicidad Blanc refiere pormenores de los encuentros que mantuvo la familia Panero con Cernuda: almuerzos en casa, asistencia a representaciones teatrales, atenciones con el pequeño Juan Luis…).
16 Véanse las objeciones que a la versión de Rafael Martínez Nadal (1983) dan Valender (2002) y Alonso Perandones (2005).
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En una conferencia en la Universidad de Liverpool, invitado por Allison Peers, Panero hace este gran elogio de Cernuda: Sí, los únicos que de verdad han cantado el viviente drama español de la guerra han sido ustedes mismos, ingleses. Dentro de mi conocimiento y de mi recuerdo el único poeta español que ha logrado un poema de vivir perenne sobre idéntico tema es el magnífico, el delicado, el profundo poeta sevillano Luis Cernuda, ahora también vecino de Londres y tan remoto de la aérea gracia meridional que impregnó para siempre de ternura su corazón. Pero, y esto también se me antoja significativo y ejemplar, Luis Cernuda, a diferencia de los jóvenes poetas intelectuales ingleses, mantenedores de una vehemente actitud dialéctica, Luis Cernuda, digo, prescinde esencialmente del palpitante, del feroz problema político que aparentemente cantaba y que entonces le rodeaba, e invoca unitariamente la esencia misma de España, la santa unidad de España por encima de bandos y de simpatías, contemplando desinteresadamente, en amargo dejo de melancolía, en iluminada visión lírica, la entereza de su patria y de su gente. No hay, en la medida de mi información, ningún poeta del campo contrario que pudiera o supiera llegar a una misma intensidad de expresión poética. Y tengo el honor de afirmarlo así (Panero 1947b: 176).
En una carta de Luis Rosales (FM, 14-IV-1947) reaparece el nombre de Cernuda. Rosales le informa a Panero sobre la próxima salida de una revista dirigida por él, Vida Española, y solicita su colaboración desde Inglaterra: “Podrías tratar todos los temas de la actualidad inglesa, lo mismo culturales que políticos”. Al mismo tiempo le pide recabe la posible colaboración de “personalidades inglesas”, y le pregunta: “De los exiliados, ¿quiénes podrían colaborar?”. Leopoldo, sin embargo, no le contesta. En este caso, a la desgana se ha unido la decepción por las maniobras que está sufriendo de parte de un sector de la administración, y algunas personas —Calvo Serer, el marqués de Auñón— que Rosales vincula al Opus Dei17. “Sin embargo —escri-
17 Las cartas de Ana Rosa Figueroa son también muy elocuentes: “También parece ser que se sabía desde el mes de agosto que tú habías sido eliminado de la lista de posibles directores habiéndose aceptado tu interinidad recalcando que se aceptaba tan solo como tal” (FM: carta s. f.).
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be— […], con el Opus o sin él, tenemos que avenirnos, y con arreglo a ello determinar nuestra posición. Si los valores, han de imponerse, somos nosotros mismos quienes los hemos de imponer. […] En principio y en resumen, mi primera impresión personal es que no hay que ceder puestos, sino en aquello que nos convenga”. Y, al final de la carta, vuelve a requerir su ayuda para dar la mano a los exiliados republicanos: “La de Cernuda me la puedes enviar cuando quieras, pues considero de sumo interés su incorporación en los primeros momentos para contribuir a caracterizar y jerarquizar nuestra revista. Copiar uno o dos poemas no te será difícil, si cuentas de antemano con su aquiescencia. De los demás te ruego me especifiques los nombres de aquellos que pudieran colaborar, pues comprenderás que con la censura cada nombre propio es un problema distinto” (FM: 7-V-1947). Ya de vuelta en Madrid, Panero publica, a fines de 1949, Escrito a cada instante, y le envía un ejemplar a Cernuda, que entonces residía en Estados Unidos, como assistant professor en Mount Holyoke College, a donde lo había llevado Concha de Albornoz. Cernuda acusa recibo del ejemplar en una cariñosa carta en la que escribe: “Después de leer tu libro comprendo la sorpresa penosa y hasta indignada, que tuviste al leer aquellos versos de ‘La familia’, aunque me figuro que nacería no sólo de la lectura de dichos versos sino de algunos otros míos, que no deben ser pocos. Confío, sin embargo, que con simpatía y amistad mutuas podamos soportarnos y aceptarnos” (FA: 27-IX-1949). El caso es que, en la década de los 50, la relación se enfrió no poco. En 1957, Panero publica en Blanco y Negro una reseña muy elogiosa de los Estudios sobre poesía española contemporánea, aparecidos ese mismo año. En una carta a Concha de Albornoz, de 17 de enero de 1958, Cernuda se hace eco de esta reseña con palabras bastante displicentes para Panero: “Recibí de Madrid cuatro recortes, tres corteses, aunque no muy agudos (uno de ellos es de Leopoldo Panero, en Blanco y Negro), más un tercero spiteful, donde se mezclan elogios, insultos, estupideces y mentiras” (Cernuda 2003: 657). Creo que el distanciamiento de Cernuda debía de venir de cuatro años antes, a raíz de la aparición de Canto personal, no por el contenido político de la larga epístola —que también—, sino por haber incorporado un verso de Cernuda en los preliminares —“Textos hu-
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manos”—: “Tan caídos estamos que ni la fe nos queda”, verso sacado del impresionante “Retrato de poeta (fray H. F. Paravicino, por El Greco)”. Cernuda debió contemplar por vez primera este cuadro en el Museum of Fine Arts, al poco de su llegada a Boston, en 1950. Con el dolorido sentir de la patria lejana y perdida ya para siempre, el poeta entabla un vibrante diálogo con el predicador culterano: ¿También tú aquí, hermano, amigo, Maestro, en este limbo? ¿Quién te trajo, Locura de los nuestros, que es la nuestra, Como a mí? ¿O codicia, vendiendo el patrimonio No ganado, sino heredado, de aquellos que no saben Quererlo? Tú no puedes hablarme, y yo apenas Si puedo hablar. Mas tus ojos me miran Como si a ver un pensamiento me llamaran.
Y, en seguida, viene el verso en cuestión: “[…] En los nidos de antaño/ No hay pájaros, amigo. Ahí perdona y comprende;/ Tan caídos estamos que ni la fe nos queda”. Es de lamentar que Panero descontextualizara tan groseramente este verso para descalificar la noble causa del exilio —a la que él, por otra parte, había sido tan sensible— y que Cernuda, como tantos otros, llevó siempre con una dignidad ejemplar. No sabemos la reacción que aquel poema produjo en el poeta sevillano, pero no debió de ser buena y, seguramente, contribuyera al alejamiento que debió darse a partir de entonces. No obstante, la admiración de Panero por Cernuda no decreció. Les unían muchas cosas en lo literario; una de ellas, la admiración por la poesía inglesa. Leopoldo valoraba, sobre todo, la obra que el sevillano había ido componiendo en su destierro londinense; los poemas de Las nubes: “En estos poemas de Cernuda escritos en Londres, trazados sobre el papel en la soledad, en la callada sombra de estos amargos días, late un afán de renunciamiento, una ilusión concreta de acabar en paz consigo mismo, que nos alecciona y privilegia, nos espiritualiza y nos envuelve en su tranquilo recuerdo de las cosas, en su inmediata claridad poética, la virtud, la auténtica virtud religiosa de los poemas que comentamos, la delgada lucidez de su palabra, real y continua,
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tierna y pudorosa, nos hacen venturosamente el bien mayor que al hombre cabe conceder: el de hacerle gravitar dulcemente sobre su propio dolor humano” (Panero, s. a. bis: 143). Pero la relación de Panero con Cernuda no estaría completa sin dedicar unas palabras a la de Cernuda con Felicidad Blanc, tal como esta la describe o fabula en Espejo de sombras (1977). La viuda de Leopoldo, tan elegante como fantasiosa, al decir de quienes la conocieron bien, pergeña en Espejo de sombras una nouvelle de adulterio: ella, como atractivo y tolstoiano objeto del deseo, entre dos poetas de antagonismo insalvable; el marido, heterosexual, católico y falangista; el amante, homosexual, agnóstico y republicano… Y ella como la musa imposible del poeta sevillano, su “muerto preferido”, como escribe en un relato breve, “Carta última”, en el que confiesa no haber descubierto su enamoramiento de él hasta después de su muerte en 1963, justo un año después de fallecer Leopoldo Panero. “Nunca sospeché —le escribe en su más allá— que te había querido hasta que ya tu muerte trajo el recuerdo de los escasos días que pasamos juntos”. Es una confesión que contrasta con la licencia que se toma en sus memorias dictadas: “Sí, el amor existía, y era mucho más hermoso que el que hasta entonces, ni siquiera en mis sueños de adolescente, de mi juventud, había conocido”18. Estos presuntos y —según ella— correspondidos amores con el gran poeta sevillano serían el episodio más inverosímil de esa ideal novela por escribir sobre Felicidad. Por lo demás, el auténtico epistolario amoroso es el que protagonizan los esposos. La pereza que a ambos les caracterizaba a la hora de contestar a sus corresponsales desaparece en las numerosísimas —y no poco apasionadas— cartas que se intercambian durante las ausencias y de las que, obviamente, no doy noticia pues importan poco al propósito de este capítulo. Por aquellos años londinenses el pintor Gregorio Prieto retrató a los tres personajes de esta historia. Prieto tenía alojado en su casa,
18 Pueden leerse ahora estos relatos en la espléndida edición que de La ventana sobre el jardín. Cuentos reunidos, ha publicado Sergio Fernández (Sevilla: Renacimiento, 2019).
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en calidad de paying guest, a Cernuda: “En una rinconada de Hyde Park —rememoraba Panero en 1950—, cara al suave verdor de los céspedes y a las sombrías y flotantes copas de los árboles, exactamente en el número 59, vive y trabaja desde hace años un pintor español: Gregorio Prieto. Prieto marcha a Inglaterra por unos pocos meses, y lleva trazas de no abandonar ya nunca del todo Londres. Empapado de gracias inglesas, ha dibujado pájaros y jardines; ha publicado libros sobre Oxford y Cambridge; ha ilustrado con aérea fantasía los sonetos de Shakespeare; se ha entregado en Kew Gardens a la primaveral delicia de las aguas, las flores y las nubes. Al mismo tiempo ha ido internándose sutilmente por el alma de los ingleses y ha pintado retratos de muchas gentes representativas: desde el intelectual al aristócrata; desde Mr. Churchill a Mr. Herbert Read”. En el FA hay dos cartas del pintor manchego. En una de ellas, a fines de 1948, anuncia al matrimonio Panero su inminente llegada a Madrid. A Leopoldo (Leopoldito, Leopoldín, lo llama cariñosamente, como a Cernuda, Luisín) le pide vaya a esperarlo a Barajas: “Sería algo maravilloso encontrarme con alguien tan comprensivo y simpático como tú, pues a pesar de todos los años que me echáis y todo el dominio que creéis que tengo manejando príncipes, duques y personajes, soy (aunque no lo creáis) una caricatura sin experiencia” (FA: 30-XII-1948). Dos años después ilustra el libro Poesía de hoy en España. Junto a un poema de Panero —“El desterrado del paraíso”—, va un retrato del poeta, cuyas facciones algo duras suaviza y dulcifica de un modo admirable.
El “hombre bueno, pero inútil para todo lo que no sea su poesía” En agosto de 1947 Panero dimite como director del Instituto y regresa con su familia a Madrid, pero en noviembre retira la dimisión y se planta de nuevo en Londres para defender su puesto. El nuevo director, Xavier de Salas, se ve obligado entonces a destituirlo, alegando ante su superior, el director general de Relaciones Culturales, lo siguiente: “Usted conoce la opinión que tengo acerca de Panero
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—hombre bueno, pero inútil para todo lo que no sea su poesía—. […] Según la experiencia de mis primeros seis meses en Londres, es incapaz de función burocrática, desinteresado por ella, así como es igualmente incapaz de dirigir u orientar biblioteca alguna; una persona así es un mal ejemplo para el demás personal” (en Benito Fernández 1999: 41). De vuelta en Madrid, su paisano y amigo Luis Alonso Luengo lo entrevista para la SER. Le inquiere por el ambiente cultural de Londres y el Reino Unido, donde —asegura Panero— se ha empezado a valorar la poesía española, sobre todo “con el nombre y la obra maravillosa de Federico García Lorca”. Habla con entusiasmo de Luis Cernuda, “que alcanza en la actualidad su grado de madurez y que ha escrito recientemente alguno de los libros a mi juicio más importantes de la poesía española”. Vemos que, a la cabeza de la poesía española, Panero no tiene rebozo alguno en situar a dos nombres desafectos al régimen. En cuanto a la poesía inglesa, destaca a T. S. Eliot y sus Cuatro cuartetos, de los que hace una lectura extraordinaria: “síntesis de cuanto significa la poesía hoy en Inglaterra. No hay en ellos —sigue diciendo— mención alguna de temas bélicos y, sin embargo, están impregnados de la angustia del Londres bombardeado, de desamparo al alma del poeta que, desvalido, sin punto adonde asirse, se acoge como única tabla de salvación en medio de la desolación a su íntima inspiración humana” (Alonso Luengo 1948: 337-339). Y así, de modo no muy ortodoxo, como lo fue toda su vida, acabó la aventura de Leopoldo Panero en el Londres de la posguerra; a buen seguro, con más proyectos y sueños que realizaciones propiamente dichas, aunque estas en verdad no fueron pocas ni desdeñables.
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— (2007): Obra completa: Poesía, vols. I y II. Prosa. Edición de J. Huerta Calvo (en colaboración con J. Cuesta y J. J. Alonso Perandones). Astorga/León: Ayuntamiento de Astorga/Diputación de León. — (s. a.): “[La poesía de Luis Cernuda]”, en Panero, 2007 (Prosa), pp. 142-145. — (s.a.): “Century of Common Man”. Ruiz y G. de Linares, Ernesto (1965): “Mis encuentros con Leopoldo Panero”, en Boletín de la Institución Fernán González, 203: s. p. Torralbo Caballero, Juan de Dios (2019): “Charles David Ley (1913-1996): poeta y traductor en la revista Cántico”, en Anuario de Estudios Filológicos, XLII, pp. 265-284. Valender, James (2002): “Luis Cernuda y Leopoldo Panero. Variaciones sobre un encuentro improbable (1946-1949)”, en Diario de Sevilla (21-IX), pp. 8-10.
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Cercado de monstruos: una aproximación a la correspondencia inédita de Dámaso Alonso José Antonio Llera Universidad Autónoma de Madrid
La Guerra Civil En una carta que Dámaso Alonso le dirige a su amigo Jorge Guillén en junio de 1952, tras confesarle haber perdido el entusiasmo por el trabajo, añade: “en lo internacional resulto un fachista asqueroso, y en lo nacional un rojo indeseable. ¡Está uno divertido!”1. Este autorretrato desengañado y no exento de ironía se corresponde bien con las imágenes a menudo divergentes que ha proyectado su figura, ya sea como
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Archivo Personal de Jorge Guillén (Biblioteca Nacional de España). Signatura: Arch.JG/3/1-4. A partir de aquí se indicará en el corpus central del texto el nombre de este Archivo, siempre con la misma signatura.
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un representante del exilio interior o como un intelectual asimilado muy pronto por las instituciones culturales del régimen franquista (no hace falta recordar los insultos de Neruda en su Canto general o los de Cernuda en sus cartas). Con la finalidad de poder despejar ciertas dudas al respecto, me propongo en las páginas que siguen examinar una parte de la rica documentación inédita que se conserva en diversos archivos, con especial atención a la correspondencia2. Por diferentes testimonios, se sabe que Dámaso se refugió en la Residencia de Estudiantes de Madrid a poco de estallar la Guerra Civil. Era miembro de la Sociedad de Cursos y Conferencias y profesor en los cursos de verano para extranjeros que se impartían en sus instalaciones. Trató enseguida de que se le invitara a dar unas conferencias en Cambridge para poder salir de España, pero estas gestiones no dieron resultado (Jiménez Fraud 2017: 13-14). El 13 de octubre de 1936 el Estado Mayor del Ministerio de la Guerra le autorizará a trasladarse a Valencia para continuar allí su labor docente, ciudad en la que colabora en el homenaje a García Lorca ese mismo año y publica un artículo en el segundo número de Hora de España titulado “La injusticia social en la literatura española”, en el que comenta el Enchiridion de Erasmo y subraya cómo en él se niega el derecho de propiedad en beneficio de “la predicación de una especie de comunismo cristiano” (1937: 25). Con motivo del discurso pronunciado por Negrín, firmará en 1938 el manifiesto de apoyo a la República, reproducido en diarios como La Noche o Frente Rojo. No obstante, estos 2
Téngase en cuenta que, a diferencia de lo que sucede con otros miembros del Veintisiete, hasta ahora esta tarea se ha llevado a cabo de forma muy reducida. Mario Hernández (1993) tan solo reproduce fragmentos de las cartas de Guillén a Dámaso. José Polo se ha ocupado sobre todo de la correspondencia entre Dámaso y Amado Alonso, si bien exhuma documentos importantes pertenecientes a la Guerra Civil (Polo 1999, 2005). Mariano de la Campa (2007) se centra exclusivamente en algunas cartas familiares de Dámaso durante sus viajes a México. En la Universidad Complutense de Madrid, gracias a un contrato FPU, y bajo la dirección de Santiago López-Ríos y Jaime Olmedo Ramos, Adrián Ramírez Riaño realiza su tesis doctoral sobre el epistolario de Dámaso Alonso y Pedro Salinas. Quiero agradecer a Pilar Egoscozábal Carrasco, bibliotecaria de la RAE, las facilidades para la consulta del legado de Dámaso Alonso.
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datos habría que contrastarlos con los que nos proporciona una carta inédita del propio Dámaso a Jorge Guillén fechada al término de la contienda, el 28 de mayo de 1939. Su relato enlaza con la visión de la Guerra Civil que hallamos, por ejemplo, en Manuel Chaves Nogales (2013). Cito unos párrafos: Felices Vs. los que en la lotería del 18 de julio cayeron en zona nacional. No saben Vs., no lo sabrán nunca, lo que hemos sufrido con la hipócritamente llamada “República Democrática”. ¡Farsantes! Por un lado se nos perseguía, por otro se nos coaccionaba. Nos mataban de hambre, nos querían alimentar de mentiras; y era todo miseria y desesperación. Aquí en Chamartín comenzaron los asesinatos enseguida. A quinientos metros de mi casa hay una tapia blanca —ahora mismo la estoy viendo— a lo largo de la cual aparecían todas las mañanas cinco, doce, seis asesinados. Nuestra situación era insostenible. Tuve un registro ya el día 20. La vida de mi madre estaba muy en peligro por ser católica y haber hecho propaganda contra el Frente Popular en las cercanías de esta casa. Una mañana nos salimos como quien va a dar un paseo y nos fuimos a la Residencia justamente a tiempo, porque enseguida empezó la FAI a buscar a mi madre —que estuvo oculta en la Residencia todo el verano— y empezaron las denuncias contra ella, que se han repetido a lo largo de la guerra hasta octubre de 1938 (Archivo Personal de Jorge Guillén).
Cuenta después, en la misma carta, la persecución, el encarcelamiento y el asesinato de parte de su familia política, denunciando la pedagogía del crimen que se practicaba en su zona. Él mismo será denunciado como afín a los sublevados por Giuliano Bonfante, romanista e hispanista italiano que trabajaba en el Centro de Estudios Históricos. En su posterior traslado a Valencia no le iría mejor según este largo relato que le ofrece a Guillén: Viví en Valencia casi un año con 600 ptas. mensuales, con las que tenía que pagar la pensión diaria de tres personas y enviar dinero y víveres a la familia de Eulalia que estaba en Madrid sin un céntimo. Una noche de diciembre del 36 me detuvieron unos asesinos de los que actuaban allí como policía y me sacaron en un auto por los arrabales de la población, precisamente por el sitio donde eran los fusilamientos (porque allí también se mataba y fuerte); caí en una checa de la Alameda, y libré porque
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José Antonio Llera los “camaradas” estaban dedicados en aquel momento a tomarse unas copas; estaban de muy buen humor y les caí en gracia.
Merced a su amistad con Amado Alonso, logrará invitaciones para exiliarse y poder enseñar en América del Sur, pero no recibió la autorización de Tomás Navarro Tomás, contra el que carga duramente (¿la firma del manifiesto de 1938 pudo deberse a esas presiones?) en la misma carta que comento: Pero el miserable Navarro […] se negó a avalarme. Ese hijo de la Fonética hizo más: procuró tenderme todos los lazos imaginables, queriéndome ligar a la causa en que él se había embarcado. Me puso mil zancadillas y compromisos, de los que me fui librando como pude. Y después de echarme la llave, dejándome condenado al tormento rojo, se fue él con magníficos sueldos oro al extranjero.
Esta versión debe completarse con otros documentos conservados en el archivo de Dámaso. Así, el 12 de agosto de 1937 recibe por parte del rector de la Universidad de Tucumán (Argentina) la invitación para enseñar Gramática y composición en el departamento de Humanidades, pero la rechaza alegando motivos de salud. También recibe la invitación de José Gaos el 25 de agosto de 1938 para que se incorpore al proyecto de una Casa de España en México, así como del embajador de este país en Barcelona, pero tampoco termina de dar el paso en esa dirección (Polo 1999: 276-301). Otro de los reproches que hace Dámaso en esta carta dirigida al autor de Cántico es que Pedro Salinas se olvidó de él. Se queja además de que este no tuvo la precaución de deshacerse de algunas cartas que le mandó desde Alemania en la primavera de 1936, donde se encontraba trabajando en la Universidad de Leipzig: “por la menos grave de las cuales me hubieran matemáticamente ‘paseado’ en el verano de ese año (piense V. que había una que terminaba así: ‘Heil Hitler, Viva il Duce, Viva el Fascio’”. Según explica, él mismo pudo acceder a la casa y destruir esas cartas tan comprometidas. La respuesta de Guillén se hará esperar algunos meses. Tiene fecha de 4 de febrero de 1940. Se muestra enterado de las persecuciones que
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ha sufrido la familia de su amigo. Sorprende, sin embargo, el mutismo de Guillén acerca de las muchas penalidades que padecieron él y los suyos en la otra zona. Recuérdese que, cuando el matrimonio quiso trasladar a sus hijos a Francia, fue hecho prisionero acusado de espionaje, y solo pudo ser liberado gracias a las firmas que aportó el padre del escritor. Fue expedientado en la Universidad de Sevilla3 y pudo salir de España en julio de 1938 gracias a la amistad con Pedro Sainz Rodríguez. En aquel momento, precisamente Salinas fue decisivo para que Guillén se incorporara al Middlebury College, antes de trasladarse a Montreal. No es de extrañar, por tanto, que lo defienda frente a la indignación que había mostrado Dámaso: Es de estricta justicia anotar a su favor: a) que no ha dejado de pensar en usted, y con un interés y un afecto vivísimos, b) que no hizo nada por usted porque nada podía hacer —nada práctico, oficial. […] Su mayor preocupación, durante la guerra, era usted, y de usted hablaba siempre, y con el más inquieto cariño. Me importa mucho, querido Dámaso, aportar mi testimonio y salvar lo único que vale la pena poner en valor: la amistad4.
En marzo de 1948 tiene lugar el reencuentro con Salinas en EE. UU. y los antiguos rencores parecen haberse evaporado ya. Lo anticipa el autor de La voz a ti debida en una carta fechada el 6 de noviembre de 1947: “Y charlaremos de lo callado hace once años, y nos pelearemos a su gusto de V. cuando se lo pida el cuerpo”.
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Estos expedientes de depuración los ha publicado Guillermo Carnero (2005) en un extenso y muy documentado artículo. Legado Dámaso Alonso (Biblioteca de la Real Academia Española). Signatura: ADA-I-1-1101. Hay que dar crédito a estas palabras de Guillén a juzgar por las cartas que cruza con Salinas hablando de este asunto. El 2 de diciembre le escribe a Guillén anunciándole que piensa recomendarle a Dámaso que salga de España y acepte la invitación que le han hecho a México, de la que parece estar al corriente. En la contestación, Guillén apostilla: “Dámaso no saldrá, atado a Méjico. ¡Estoy seguro! Hay que enfocar el viaje de otra manera, para que se consiga la salida de Dámaso —delicado del corazón, a quien no convendrían las alturas mejicanas, ni las españolas de ningún género—. Dámaso debe salir y quedarse en el extranjero, reponiendo su salud” (Salinas/Guillén 1992: 198).
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En los últimos meses de la guerra, por una carta de Rodríguez Marín fechada el 16 de marzo de 1939, sabemos que Dámaso iba a ser movilizado, pero lo destinan a servicios auxiliares debido a su miopía. En las memorias de Giménez Caballero (1979: 136), con quien hizo el servicio militar en el cuartel de la Montaña, se encuentra otro dato interesante en ese momento: Dámaso llega hasta Murcia para solicitarle ayuda por peligrar su libertad. Tenía motivos para estar inquieto por la firma del manifiesto a favor de la República y por su cercanía al Centro de Estudios Históricos, cuya plantilla va a empezar a ser depurada para acabar con cualquier vestigio institucionista (Canales Serrano y Gómez-Rodríguez 2017). El 18 de julio de 1939, el arabista Emilio García Gómez, que también había suscrito el citado manifiesto, le avisa de este hecho desde San Sebastián: “Leo en la prensa que nuestros superiores administrativos se deciden, por fin, a anunciar que van a moverse: planes de reforma, depuraciones, etc. Se me abren las carnes. En fin, los malos tragos, pronto”5. De Rafael Ferreres, falangista y alumno del autor de Hijos de la ira en la Universidad de Valencia, se conserva otra carta más tranquilizadora fechada el 3 de agosto de ese mismo año: Rafael Ferraz, ¿lo recuerdas?, me dijo que un delegado del Ministerio ha estado en Valencia para asuntos universitarios. [H]a preguntado sobre la actuación de varios catedráticos. Como este señor es amigo de él, le informó sobre Vd. inmejorablemente. Le contó todas las desgracias que han caído sobre su familia y los peligros pasados por Vd. (sin olvidar su detención). Todo esto lo sabía porque se lo había dicho yo. El delegado, antes de hablar con este muchacho, ya estaba enterado de su actuación en la guerra y muy bien impresionado6.
El expediente de depuración al que es sometido Dámaso se resuelve sin ninguna sanción (BOE, 4 de noviembre de 1939), al igual que sucede con Emilio García Gómez. Ocupará en 1940 la cátedra de Fi-
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Legado Dámaso Alonso (Biblioteca de la Real Academia Española). Signatura: ADA-I-1-926. Legado Dámaso Alonso. Biblioteca de la Real Academia Española. Signatura: ADA-I-1-822.
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lología Románica vacante en Madrid tras la jubilación de Menéndez Pidal. No correrá la misma suerte Rafael Lapesa, a pesar de que Dámaso Alonso intercederá por él presentando informes en su defensa, resaltando su catolicismo y su valía profesional (Abad Nebot 2005: 65). En la nota necrológica redactada por Lapesa, señala que a Dámaso, una vez elegido académico, “se le aconsejó retrasar el ingreso por figurar como persona non grata en los archivos de las máximas alturas” (1990: 24). Me preguntaba cuáles serían esas listas negras y consulté la documentación disponible en el Centro Documental de la Memoria Histórica, donde constan tres clases de documentos: a) las fichas en las que se registra la pertenencia de nuestro autor al Consejo Consultivo de la Casa de la Cultura de Madrid, así como la firma del manifiesto de adhesión a la República; b) un breve informe del tribunal de la masonería de 1943 donde se indica que carece de antecedentes en ese sentido; y c) un expediente (núm. 912) de la secretaría particular del coronel Planas de Tovar, quien había organizado la represión en la zona de Levante. En dicho expediente aparecen informaciones nuevas: en el epígrafe de antecedentes político-sociales, se consigna su afiliación al sindicato de la enseñanza FETE (aquí calificado como “organización marxista”) desde el 11 de noviembre de 1936; y en el apartado relativo a las actuaciones después de 1939 se advierte: “Se le achaca un izquierdismo moderado, del grupo afín a Ortega y Gasset y del Instituto de Humanidades Aula Nueva, recién creado, aunque se reconoce que en sus clases no hace propaganda activa de ello”7. El expediente termina con unas líneas en las que se resalta el prestigio que tiene tanto en España como en el extranjero.
Hijos de la ira y el campo literario de la posguerra Acabada la Guerra Civil, el falangista Pedro Laín Entralgo (1976: 283284) puso de relieve en sus memorias, tituladas Descargo de conciencia,
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Centro Documental de la Memoria Histórica (Salamanca). Código de referencia: ES.37274.CDMH/4//DNSD-PRESIDENCIA,84,83.
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cómo se prescindió sistemáticamente de los mejores si estos eran sospechosos de liberalismo, por lo que se situaron en los puestos de dirección de la Filología a eruditos como Entrambasaguas y Balbín, por encima de otros más dotados como Dámaso Alonso y Rafael Lapesa. Con todo, Dámaso continuará con su labor investigadora y literaria, que irá produciendo sus frutos en las décadas posteriores. No me propongo glosar aquí esa inmensa labor, pero quiero detenerme en dos obras en particular, porque ponen en evidencia la habilidad y la cautela con la que supo moverse en las aguas pantanosas de la primera posguerra. Me basaré de nuevo en documentos desconocidos hasta el momento. Cuando acomete el estudio de la obra de san Juan de la Cruz, sabiendo que se encuentra en un régimen caracterizado por el integrismo católico, le manda primero el manuscrito a Emilio García Gómez, quien le contesta en los términos que siguen el 4 de agosto de 1942: Querido Dámaso: Hoy te envío —al Consejo— las pruebas de tu San Juan. Me lo leí de pe a pa, notas inclusive en el tren, y me pareció, sencillamente, precioso. No veo absolutamente nada que tocar. […] Don Miguel Asín se lo ha leído aquí también con todo detenimiento y me encarga te felicite y te diga que no encuentra absolutamente nada peligroso u osado desde el punto de vista religioso. Lo hemos comentado largamente y puedo asegurarte que le ha encantado. ¿Cómo va a haber algo escandaloso, si en todas las líneas se ve que lo has escrito con siete mil cautelas y los cuatro frenos de todas las ruedas?8
García Gómez no se equivocó y el informe de censura que se encuentra en el Archivo General de la Administración (expediente núm. 1525-46) acerca de La poesía de san Juan de la Cruz concluye que el libro no ataca al dogma ni a la moral: “Es un estudio puramente literario sobre las obras de S. Juan de la Cruz, solo con incidentales referencias a su contenido doctrinal. Muy documentado, bien escrito y con recto criterio”.
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Legado Dámaso Alonso (Biblioteca de la Real Academia Española). Signatura: ADA-I-1-926.
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Anteriormente, tras un largo silencio, había publicado dos libros de poesía el mismo año de 1944: Oscura noticia e Hijos de la ira. Ambos los autoriza para su publicación Leopoldo Panero, si bien del segundo ha desaparecido el informe9. No descubro nada si digo que sin esta intervención ese poemario nunca habría salido a la luz, o lo habría hecho muy mutilado y alejado de la voluntad de su autor. La relevancia de Hijos de la ira en el panorama de la poesía de posguerra ha sido subrayada por la historiografía, su fuerte aliento humanizador y existencial (Flys 1968: 49) frente a otras corrientes clasicistas o formalistas que constituían el canon dominante. Tal vez la caracterización que más le conviene a su tono desarraigado la ha dado Fanny Rubio al referirse a su “realismo expresionista” (1973: 80), porque, a pesar de la lectura en clave más cósmica que histórica ofrecida pasados los años por su autor, no cabe soslayar su incardinación con las circunstancias de la Guerra Civil, de ahí el subtítulo de “Diario íntimo”. Es algo que recalcó también Cela (1944) en su madrugadora reseña del libro a través de una cita de Antonio Machado: “al poeta no le es dado pensar fuera del tiempo”, y aquel tiempo era de dolor. Un fragmento de la carta inédita de Vicente Gaos merece la pena reproducirse por la lucidez de su interpretación: He sido hasta capaz de encontrar un suave consuelo en su lectura, el consuelo que siempre proporciona enfrentarse a la belleza auténtica,
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El informe acerca de Oscura noticia (expediente núm. 1285-44) del 25 de febrero de 1944 señala lacónicamente: “Colección de poesías líricas de gran valor literario. Nada impide su aprobación”. Aunque está perdido —¿se destruyó ex profeso?— el informe de Hijos de la ira lo redactó Panero porque él mismo lo dice en su reseña aparecida en La Estafeta Literaria. Se trata de una lectura en la que no es difícil dar con aspectos discutibles, pero a la vez sabe captar la novedad del libro, sus giros conversaciones y su prosaísmo, que él vincula muy acertadamente con la poesía de T. S. Eliot que conocía bien Dámaso. Y con una llamada de atención entre líneas en torno a los excesos del purismo imperante en el campo literario: “El lenguaje poético debe ser además, a mi juicio, no un lenguaje puro, sino un lenguaje real, hablado. […] Una de las cosas que precisamente ha marchitado tan precozmente a la actual poesía española es esa ausencia de comunicación viva con el exterior” (Panero 1944).
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por desoladoras que sean sus manifestaciones. ¡Y su libro es en general tan cerrado, tan tenebroso, tan hosco y tremendo que da frío! Poesía subterránea o trasceleste [sic], mensaje sombrío, intensísimo de fuerzas cósmicas del trasmundo, sin canto al tiempo finito de la existencia sobre la tierra; oscura noticia de lo que ha sido y será; no, de lo que es. […] El lenguaje me parece de una densidad y precisión expresivas admirables. Y de veras personal. Los poemas están a semejante altura, porque el libro tiene mucha unidad, como lo tiene, también, de mundo poético, factor este que a mí me parece indispensable para que pueda existir la poesía “verdadera”10.
Gaos pone de relieve la capacidad catártica y purgativa de la belleza estética, así como la singularidad del libro. Destaca más adelante poemas centrales como “Insomnio” —el yo lírico clama en un espacio urbano convertido en necrópolis contra un Dios no solo ausente sino que se complace en el mal— y “Monstruos”, que, a través del intertexto goyesco, sin duda revela el espíritu de una época. Porque el monstruo —lo pone de manifiesto Cohen (1997)— supone una transgresión de las categorías, nos enfrenta a lo radicalmente otro, a lo inconsciente y lo indecible, y lee de ese modo el tiempo histórico: encarna el miedo, la violencia, lo informe, la culpa, lo abyecto, de ahí que esté dentro y fuera a la vez; simboliza, en fin, la angustia. Y es que la angustia, como ha señalado Lacan, pertenece al terreno de lo real, es un agujero traumático que escapa a la representación. Si todo deseo surge de la falta, la angustia implica la falta de una falta. Muy emparentado con el monstruo se encuentra el fantasma. Remite a una realidad espectral en la que muchos procesos de duelo no pueden elaborarse debidamente por estar regulados por el poder, que decreta que algunas vidas no merecen ser lloradas (Butler, 2009); pero también son emblemas del odio y de la venganza, ya que acosan y amenazan (la tradición cristiana se funde con las Erinias de la mitología griega). Dámaso se fija en esas presencias ausentes o sombras del pasado, enmarcándolas en un locus eremus donde germina el odio cainita.
10 Legado Dámaso Alonso (Biblioteca de la Real Academia Española). Signatura: ADA-I-1-894.
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Un elemento que subraya Gaos en la misma carta es la dificultad del libro: “Ahora que, de todos modos, yo creo que V. es un poeta difícil. No en el sentido que lo sería un surrealista o ultraísta. Porque sus poesías las entiende lógicamente cualquiera, pero el entendimiento poético es ya otra cosa”. Nótese la precaución de no vincular dicha dificultad con el surrealismo, del que se desmarcará siempre el propio Dámaso, si bien la huella lorquiana es apreciable en algunos versos. Como han advertido algunos investigadores (Rivero Machina 2017), el panorama de la posguerra no puede reducirse a la oposición simplificadora entre garcilasistas y espadañistas. Para abundar en esta tesis, me apoyaré de nuevo en la correspondencia. Pese a las diferencias estéticas de calado, la relación con García Nieto fue bastante cordial, como deja entrever la misiva que este le dirige a Dámaso el 9 de noviembre de 1944: Ya iré a verte un día, para que me riñas, para que leas un poema mío que te parezca menos malo y entonces yo piense que a Unamuno también le gustaba que tú le leyeras sus cosas, para que me digas una vez más que debo hacerme amigo de Nora, y para que, como a San Alejo, al pie de la escalerita de tu biblioteca te vea padre de tus Hijos de la ira y tome datos para una nueva carta; para que vuelvas a darme una taza de café con esos hojaldres tan prometedores […], tan poco manejables como lo es para mí el verso libre, al que reiteradamente me invita Vicente Aleixandre11.
En junio de 1944 se publica en el segundo número de Espadaña un suelto bajo pseudónimo —“De la influencia del azúcar en la joven poesía”— en el que se denuncia con sorna el esteticismo evasionista. Sin embargo, la correspondencia entre Victoriano Crémer y García Nieto desde comienzos de 1945 demuestra que las diferencias estéticas no eran óbice para que se produjera cierto diálogo e intercambio. De hecho, será la censura la que prohíba en 1946 un poema del leonés dedicado a Lorca que se iba a publicar en Garcilaso, asunto del que se
11 Legado Dámaso Alonso (Biblioteca de la Real Academia Española). Signatura: ADA-I-1-944.
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hace eco en una carta García Nieto alegando que no ha pasado el lápiz rojo a causa de “aquello de la Benemérita”12. Es posible estudiar la postura de Aleixandre frente a estas disputas poéticas gracias también a la correspondencia que intercambia tanto con García Nieto como con Dámaso Alonso. Al primero le escribe el 7 se septiembre de 1944: “Tienes razón en lo que dices del suelto de Espadaña: aquello no era humor. En la poesía hay mucho espacio y todos cabemos, y esto he pensado siempre. Los arremetimientos personalistas no conducen sino a las antipatías”. A su amigo Dámaso le confiesa que no quiere ser instrumentalizado por el grupo leonés en estas líneas redactadas el 5 de septiembre del mismo año: A mí con el tal suelto del “azúcar” y con publicar sin mi permiso en los boletines de anuncio de su libro un trozo de carta privada, pudo Crémer ponerme en situación enojosa. Con tacto y cuidado para no disgustarle con exceso, he pedido a Crémer el último original mío que tenía. Con tanto revuelo, no quería yo aparecer otra vez tan seguidamente en la misma revista, tan caracterizadamente agresiva y puesta por otra parte un poco ambiguamente bajo mi ‘signo’ poético. No tengo inconveniente, claro es, en colaborar allí, pero mi aparición inmediata (en todos los números) daba equivocadamente a entender que yo tenía algo que ver con la inspiración de su “política poética”. Y era un error, y peligroso. De todo esto no digas nada, salvo en mi defensa si llegara el caso13.
12 Los versos del poema original de Crémer son los que siguen: “[…] que por las trochas del alba / —sombra de espanto y espuelas— / mordiendo el tallo de nardo, / se acerca la Benemérita”. Cuando a Crémer le conceden el Premio Nacional, García Nieto le escribe para felicitarle y, echando la vista atrás, le dice: “Tú y yo nos hemos tirado los pucheros, los vasos, a la cabeza, y creo que hemos salvado el vino común” (Archivo Personal de José García Nieto. Biblioteca Regional de Madrid Joaquín Leguina). 13 Legado Dámaso Alonso (Biblioteca de la Real Academia Española). Signatura: ADA-I-1-49. Aunque Irma Emiliozzi ha publicado una parte muy representativa de las cartas de Aleixandre a Dámaso (Aleixandre 2011), otras como esta que he reproducido siguen inéditas. No se conservan las de la Guerra Civil ni tampoco la reacción de Aleixandre a la publicación de Hijos de la ira, pero sí otras donde se observa la complicidad y la gran confianza que tenían
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Queda aún otro actor al que conviene poner en escena. Me refiero a Blas de Otero. Su presencia en el archivo damasiano es escasa, pero lo suficientemente significativa como para comentarla. El 23 de agosto de 1956, al tiempo que busca recomendación para un puesto en Florencia, el poeta vasco le sugiere a Dámaso editar una segunda edición de Ángel fieramente humano y de Redoble de conciencia en la editorial Gredos con estudio introductorio de Dámaso. El proyecto, que no es otro que Ancia (1958), no se realizará en Gredos, pero sí llevará un prefacio del académico. En otra misiva también de Blas de Otero, sin fecha, leemos: Ayer fui donde César Vallejo, era también un día muy hermoso. Ya sabe usted que dijo (eso dicen) aquello de “cualquiera que sea la causa que tenga que defender después de la muerte, tengo un defensor: Dios”. Yo no sé si lo dijo, yo amo mucho a Vallejo, pero las causas hay que defenderlas antes de la muerte y no precisamente ante Dios —a no ser que nos entendamos antes de pronunciar esta palabra. Usted sabrá comprender14.
Estas líneas, en toda su reticencia, ponen en liza cuestiones de orden poético, generacional e ideológico. Plantean un distanciamiento inequívoco no solo de ciertas contradicciones internas de la poesía social (marxismo versus mitos cristianos de base), sino también de la lírica trascendentalista de Dámaso, que en 1955 ha publicado Hombre y Dios. El materialismo de Blas de Otero señala que dentro del binomio hombre-Dios únicamente el primero es agente de su destino histórico y advierte que ha pasado el tiempo de los apóstrofes a la divinidad.
entre sí: “Cuando vaya a salir mi Sombra… —te decía— te daré los poemas para que excomulgues los más escasos de esencia poética. // Comprendo que debo publicar ya, y solo me detiene, no el futuro, sino el presente. ¿No me darán la lata? Cuando nos veamos examinaremos todo y decidiremos” (27 de julio de 1943). 14 Legado Dámaso Alonso (Biblioteca de la Real Academia Española). Signatura: ADA-I-1-1759.
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Correspondencia con León Felipe y Emilio Prados Un somero examen del legado de Dámaso Alonso evidencia los fuertes lazos afectivos e intelectuales que mantuvo hasta su muerte con el exilio15. El primer viaje al continente americano tras la Guerra Civil lo realizará en marzo de 1948 para dar clases como profesor visitante en la Universidad de Yale. A partir de junio, pronunciaría conferencias en otras universidades estadounidenses y Argentina, Uruguay, Chile, Perú, Colombia y México. Poco antes, Pedro Salinas le confesaba en una carta a Jorge Guillén la más que posible beligerancia del exilio republicano contra él (Salinas/Guillén 1992: 462). Y, en efecto, no todo fueron agasajos y parabienes. Gabriel García Narezo (1948) publicó en el diario El Universal una diatriba de la que posteriormente se retractaría en una carta personal16 y en la revista Las Españas (n.º 11) se criticaba su ambigüedad política e ideológica, así como la forma en que el régimen franquista lo utilizaba —con la anuencia propia— a modo de caballo de Troya17.
15 El caso de Max Aub resulta paradigmático, si bien las cartas conservadas en el archivo de Dámaso suelen ser breves. Basta leer las páginas diarísticas de La gallina ciega para advertir la lealtad y el sentido de la justicia de Aub, quien años antes de visitar España había amonestado al amigo públicamente por renunciar a la creación artística en beneficio de la erudición (Aub 1950, 1995). Cuando en los años sesenta Dámaso promueve el Nobel para Vicente Aleixandre, le pide ayuda a Aub, quien teme la reacción de Jorge Guillén y le responde a Dámaso en estos términos: “Con la misma reserva me pides y te pido: ¿qué pensará Jorge? Porque, naturalmente, sería mucho más rápido y fácil hacer una campaña en su favor” (3 de mayo de 1966; signatura: ADA-I-1-166). Véase, además, Pablo Carriedo Castro (2009), que reproduce y analiza la jugosa carta con las impresiones de Aub acerca de Hombre y Dios. 16 Legado Dámaso Alonso (Biblioteca de la Real Academia Española). Signatura: ADA-I-1-943. Gabriel García Narezo (1916-1994), escritor e hijo de Gabriel García Maroto, había sido comisario político y miliciano de la cultura durante la Guerra Civil. Publicó algunos de sus primeros poemas en el Romancero General de la Guerra de España, editado por el Gobierno de la República. Posteriormente, llegó a colaborar en Garcilaso. Fue encarcelado en España y logró exiliarse en 1947 en México, donde realizará traducciones y se encargará del cuidado de ediciones (Mainer 2015). 17 “Dámaso, hundido en exquisita soledad […] encuentra que ‘el objeto del poema no puede ser la expresión de la realidad inmediata’, de esa que él apellida
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De León Felipe se conservan dos cartas en el archivo de Dámaso Alonso, ambas excelentes por su calidad literaria, por la emoción y la sinceridad que transmiten, por lo profundo que excava en su intimidad. No eran unos corresponsales desconocidos desde luego. Una vez que fue destituido en la embajada de Panamá por su apoyo a la República, el zamorano llega a España en el otoño de 1936. Se encargará de organizar el traslado de intelectuales desde Madrid a Valencia, donde Dámaso Alonso cuida de él cuando se pone enfermo. León Felipe le ofrece a su biógrafo, Luis Rius, un dato revelador de la difícil situación de su amigo en la ciudad del Turia: por razones ideológicas, se le negaba el acceso al edificio de la Alianza de Intelectuales Antifascistas y tuvo que alojarse en un monasterio (Rius 1974: 196-197). Transcribo a continuación los dos largos párrafos centrales de la carta, que data del 12 de julio de 1950: Yo no escribo casi nunca. Apenas guardo correspondencia con amigos y escritores. Ahora, hace unas semanas, vine a Cuernavaca a descansar. Y aquí, en la casa del amigo que me hospeda, he revuelto su biblioteca. Leo muy poco. Por temporadas, en atracones que me indigestan y luego me obligan a una dieta forzada de meses y meses. Todo lo he hecho siempre mal y sin medida. Voy del hartazgo a la desgana. Y mi espíritu se alimenta como mi estómago, con un ritmo absurdo de grandes banquetes y abstinencias. Ahora estoy leyendo de todo… Como, devoro… Y entre lo que aquí he encontrado ahora y devorado con gusto, regusto y sorpresa ha sido tu libro de versos: Hijos de la ira. Había hojeado otra edición, creo que la primera, allá en Chile, hará cosa de tres años; pero andaba entonces rodando de pueblo en pueblo, de hotel en hotel y de tablado en tablado; eran mis días de juglar en romería con ritmo de avión y no podía pararme
‘superficial’ […]. Lo superficial no puede ser poético, pero calla —no ve o escamotea— que la realidad humana está debajo, inmediatamente detrás de la epidermis, y que es menester entrar en ella, abrasarse en ella, para destilar una gota de verdadera poesía. […] Ahora, sus palabras se cotizan en dólares. Una nueva empresa —El Instituto de Cultura Hispánica— necesita agentes cuyo nombre cubra la mercancía averiada. Ha roto el fuego Dámaso, el pobrecito Dámaso, tan cándido siempre, tan inefable, que solo habló de poesía y de poetas: de poesía imperial (?), y de poetas que se han quedado sin imperio” (Las Españas 1949).
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a leer con cuidado. En realidad no quería leer tampoco. Ahora me alegro de no haber leído tu libro entonces. Prefiero que me haya encontrado en este tono en que estoy estos días, que es mi tono normal, patológico, pero normal en mí. Y me alegro de haberme encontrado con él, contigo, hoy, después de haberte visto y conocido en Buenos Aires. Yo no te conocía más que como profesor y como poeta menor, como el poeta menor que eras hace veinte años, casi tan menor y tan insignificante como yo. La guerra, nuestra guerra y este catolicismo universal ha[n] realizado cuántos prodigios. Por ejemplo, ha[n] cambiado violentamente la voz de algunos niños… y uno es el primero que se asusta de oírse a sí mismo cantar. ¿Cantar?... Bueno. El caso es que cuando nos encontramos en Buenos Aires ya eras otro, otro distinto hasta de aquel Dámaso que en Valencia durante la guerra unos días en que yo anduve enfermo mi cuidó con una solicitud amorosa que no he debido olvidar. Pero yo no te encontré. No te encontré en B[uenos] A[ires] tampoco, aunque un domingo estuve casi todo él pegado a tu costado desnudo, salvaje, subconsciente, único... Cuando después pasaste por aquí, por México, ni te vi con simpatía siquiera y después de aquella comida en casa de Moreno Villa, no te busqué para charlar. Perdóname. No te había descubierto aún. Te he descubierto ahora. Te acabo de descubrir como hombre, como amigo y como poeta… ¿Por qué me suena tu voz tan bien, tan cerca, tan humana, tan cordial… por qué me es tan familiar, tan desgarrada y desesperadamente fraternal… tan poética… tan dentro de lo que yo he entendido siempre por poesía? Me regocija que tú que sabes tanto de técnicas poéticas y de teorías literarias cantes de esta manera directa, escueta, primaria. No hay ninguna voz española en estos cincuenta años que me haya conmovido tanto. La siento dentro de una onda que casi tiene el mismo pulso que mi sangre. Vas más allá que yo en la blasfemia, en ese escupirse a sí mismo, y al hombre por lo tanto, pero luego tú te remansas, te acongojas, te llenas de ternura y de lágrimas y sabes arrodillarte y pedir perdón. Yo no tengo la ternura ni la fe que tú tienes. Ni sé llorar ni arrodillarme como tú después de la blasfemia. Yo a veces, y esto es lo terrible, no paso de la blasfemia y me quedo con la ira y el rencor en los labios, a veces con una baba amarga, sarcástica y desdeñosa en las comisuras. Yo quisiera cantar a la Virgen, a la Madre, a la Tierra, como tú. Pero creo que el hombre no tiene redención, que está mal hecho, que hay que formarlo de nuevo… ¡Hemos respetado tanto el viejo cuento de la luna en el pozo! Y el del Reo… y el del Espejo… No hay más que círculos cerrados. La Tierra nos devuelve, nos sigue devolviendo de peñasco en peñasco la voz áspera y enemiga del hombre
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prehistórico que rima exactamente con nuestro verso actual; y el agua de la laguna en el cuenco inmemorial de las cumbres inmaculadas refleja nuestra efigie con el mismo tachón de Caín en el entrecejo. No hay esperanza. Al fin, yo pienso, como único consuelo, que tal vez aún no hemos llorado bastante. Y aquí me quedo. Esperando el milagro de las lágrimas, de un mar amargo, hecho de nuestro llanto y de donde el Viento vuelva a sacar otro hombre… un hombre nuevo… otra vez como en el Génesis. Y versos como estos: “Toda la luz de la Tierra / la verá un día el hombre / por la ventana de una lágrima” los guardo bien en mi memoria por si me piden cuentas y un día me preguntan como a ti: “Y tú, ¿qué hiciste?” Nada, Señor —diré—, llorar, buscar la última lágrima diminuta, aquella donde acaso, como una semilla, como en la inesperada semilla del milagro, se encuentra el tallo luminoso, el camino tangente y vertical de la Ascensión18.
Sin duda, León Felipe se reconoce en los versos de Hijos de la ira porque la visión del mundo que desprende el libro no está lejos de la suya, sobre todo en lo tocante a su tono imprecatorio de resonancias bíblicas. No es casualidad que el académico tuviera en su biblioteca un ejemplar de El gran responsable (grito y salmo), publicado en México en 1940. Las similitudes tanto en el léxico como en la sintaxis son numerosas, y merecerían estudio aparte. En la segunda carta, redactada el 11 de julio de 1958, se hace patente la crisis depresiva que le produjo el fallecimiento de su esposa, Berta Gamboa. La idea de volver a España va quedando ya demasiado lejos y pesa demasiado la edad. Aun así, publica ese año El ciervo, con prólogo de Juan Rejano, y Cela le pedirá poemas para Papeles de Son Armadans19. León Felipe coincide con Max Aub a la hora de ponderar la faceta literaria damasiana: Recibí hace mucho tiempo tu último libro de versos. Y no te dije nada. Ocurrieron tristes cosas en mi vida… La muerte de mi mujer y los años que he andado, sin brújula, en un mar de amarguras del que ahora,
18 Legado Dámaso Alonso (Biblioteca de la Real Academia Española). Signatura: ADA-I-1-765. 19 Esta correspondencia con Cela ha sido editada por Gonzalo Santonja (León Felipe 2015).
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a penas, voy saliendo a flote. Siempre te quiero y de todos los poetas españoles sigues siendo el que está más dentro de mi corazón. Como poeta te quiero y como amigo. Tu erudición es una cosa adyacente para mí. En ti, según mi sentir y entender, lo grande y lo esencial es la poesía, aunque los eruditos y los sabios piensen de otro modo20.
La correspondencia de Emilio Prados ha sido publicada en parte por José Luis Cano (Prados, 1997) y por Patricio Hernández (1988, II). Sabemos que se exilia en México formando parte de una junta para la evacuación de intelectuales. Al principio, trabaja como tipógrafo para la editorial Séneca, fundada por Bergamín. Aunque pasa grandes apuros económicos, se encarga del cuidado de dos muchachos españoles huérfanos y su poesía se acerca a la desnudez espiritual de los místicos. La carta que le dirige a Dámaso, fechada el 4 de enero de 1952 y desconocida hasta ahora, transpira nostalgia por la patria perdida; se percibe en ella una dolorida conciencia generacional segada por la contienda civil y las voces en duelo de los muertos, que llegan en oleadas a la memoria: Me gustaría que estuviéramos tan unidos todos, como cuando empezamos a escribir o a vivir si quieres… ¡Pero mira cómo andamos y somos en el mundo! Al pensar hoy en ello me dieron ganas de regañarte. Y lo hago (“porque quiero y porque puedo…”). ¿Te acuerdas del pobrecito hermano nuestro?... Pues, sí, Dámaso, me dijiste que me darías tus Hijos dedicados. Y no tengo tus libros con tu propia palabra para mí, lo que tanto acompaña mi soledad; pero tengo tu recuerdo de siempre. Y más el último. ¿Te acuerdas que me enseñaste un retrato en que estaban todos los amigos de ahí y yo casi no los conocía ya?... ¡Qué viejecitos somos!, ¿verdad? “¡Qué lástima!”. (Oigo otra vez la voz de mi querido Federico, que se quedó joven para siempre). Y, al oír su voz, se me quitan las ganas de regañarte y me dan ganas de que tú me regañes a mí. ¡Hazlo si quieres! Pero, de todas formas, tienes que saber tú y tu mujer que os quiero y recuerdo y me gustaría saber que estáis contentos… ¡Adiós!21
20 Legado Dámaso Alonso (Biblioteca de la Real Academia Española). Signatura: ADA-I-1-765. 21 Legado Dámaso Alonso (Biblioteca de la Real Academia Española). Signatura: ADA-I-1-1938.
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He empezado estas páginas citando unas palabras de Dámaso en las que se quejaba a Jorge Guillén de la desconfianza que producía en muchos un perfil ideológico como el suyo, que había huido de los extremismos y se había adaptado hábilmente a las circunstancias. En otra misiva posterior que le envía desde Roma volverá a insistir en este asunto desde otra perspectiva más clara, con el asesinato de Kennedy al fondo: Volvemos a España —al negro franquismo— (sí, sí: absolutamente de acuerdo, pero digámoslo todo: negra “democracia”, negro Dallas, y todo el “dallasismo” norteamericano, etc.). En el mundo hay una tal idiotez general que cada país tiene el “franquismo” (léase: “estupidez dañina”) que se merece. Yo allí, en nuestra tierra, he creído mi deber el seguir viviendo para continuar en lo posible la tradición cultural (en una palabra, como núcleo: la escuela de Pidal) que de otro modo se tenía que deshacer (27 de marzo de 1964. Archivo Personal de Jorge Guillén).
Lo que parece arrojar el análisis de su correspondencia inédita es la repulsa a caer en dogmatismos propios de los discursos propagandísticos, así como la lealtad hacia sus amigos del exilio. Su obra literaria mayor, Hijos de la ira, supo denunciar el horror desde dentro, haciendo posible lo que parecía imposible, a sabiendas de que, seguramente, con ello nunca estaría libre de sospecha para muchos.
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Dificultades en la interpretación epistolar. Una carta de Gregorio Martínez Sierra desde el exilio Julio E. Checa Puerta Alba Gómez García Universidad Carlos III de Madrid
Introducción Ofrecemos íntegra una carta inédita (véase anexo) que Gregorio Martínez Sierra envió a su hija e hijastro en julio de 1938, con instrucción de aclararles a otras personas —y presumiblemente a las autoridades— la postura que él y Catalina Bárcena habían adoptado ante el curso de la Guerra Civil. La carta, mecanuscrita, procede del archivo personal de Enrique Fuster del Alcázar y presenta dos versiones ligeramente distintas, ya que una de ellas contiene añadidos escritos a mano1.
1 Los autores desean expresar su agradecimiento a Enrique Fuster del Alcázar, quien generosamente les ha permitido acceder al epistolario de Gregorio Martínez Sierra y Catalina Bárcena.
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La lectura y el análisis de esta carta nos introduce, por tanto, en el complejo tejido de relaciones y significados que podían adquirir los epistolarios, sobre todo en las problemáticas circunstancias derivadas del estado de excepción, en todos los órdenes, que implica cualquier guerra. Es precisamente en semejante contexto cuando se hace aún más necesario tener en cuenta las condiciones en que se produce la comunicación epistolar —los acontecimientos históricos, la biografía de los implicados y las características propias del epistolario—, pues el rigor de tal examen condicionará el sentido de la interpretación documental y la subsiguiente reconstrucción de los hechos acaecidos. De este modo, nuestro estudio de caso pretende esclarecer la complejidad intrínseca a la lectura y la interpretación de los epistolarios, en general, y de aquellos ligados a un período particularmente conflictivo como la Guerra Civil y el exilio republicano, pues ello permite apreciar otras experiencias, ciertamente ambivalentes y, en suma, menos atendidas por la crítica. Además, esperamos aportar datos de interés que contribuyan a arrojar luz sobre el periplo de dos figuras capitales en el teatro español del primer tercio del siglo xx.
Estado de la cuestión Los primeros acercamientos al epistolario de Gregorio Martínez Sierra se produjeron a partir de 1974, cuando el fallecimiento de María de la O Lejárraga propició el acceso a un volumen indeterminado de cartas depositadas en el archivo familiar. En la década de 1990, el epistolario todavía se encontraba descompuesto: las cuartillas de una misma carta aparecían desordenadas o mezcladas con otras, estaban redactadas en diferentes lugares y con recados de escribir distintos, y generalmente sin fechar. Tras la aparición de los primeros trabajos que dieron cuenta de este epistolario (O’Connor 1987; Rodrigo 1992), Checa (1998) ordenó, fechó y transcribió su contenido, de manera que, por primera vez, los interesados en el tema tuvieron acceso al corpus principal de dicho epistolario. En total, consta de 143 cartas escritas por Martínez Sierra a Lejárraga entre 1915 y 1947. O’Connor (2003) las editaría de nuevo posteriormente, asunto acerca del cual Checa (2006) ofrecería algunas precisiones.
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Por su parte, las cartas dirigidas por Lejárraga a Martínez Sierra han tenido menor difusión, salvo algunas publicadas por Fuster del Alcázar (2003), así como por Núñez (2008a y 2008b). Sobre el epistolario de la escritora, Núñez subraya que su importancia “radica en la información tanto personal como del ámbito literario que proporcionan y que nos facilitan la comprensión de la realidad literaria inserta en una situación histórica y personal concreta” (2008b: 284). Asimismo, esta investigadora afirma que, dichas cartas, “ponen de manifiesto la relación cordial que Martínez Sierra y Lejárraga mantuvieron, en contra de lo que algunos críticos han sostenido […], hasta la muerte de Gregorio” (2008b: 284). No obstante, como es bien sabido, hubo periodos en los que esta cordialidad se vio seriamente dificultada y provocó la interrupción de la colaboración entre Martínez Sierra y Lejárraga, especialmente entre 1922 y 1925, después del nacimiento de Catalina Martínez-Sierra, la hija del empresario y de Catalina Bárcena. La reciente publicación de obras de ficción —por ejemplo, las de Vanessa Monfort, Firmado Lejárraga (2019) y La mujer sin nombre (2020)— en las que el epistolario aludido continúa dando motivo a diferentes especulaciones, prueba la importancia de indagar en el contenido de estas cartas y, en la medida de lo posible, del valor de localizar y publicar aquellas otras inéditas, como la que aquí estudiamos. Si algo prueban los distintos acercamientos que se han dado a ambos epistolarios, como a tantos otros, es la dificultad para establecer interpretaciones unívocas y producciones completas de sentido, habida cuenta del carácter fragmentario de estos textos, de los propios códigos epistolares, de la falta de una contextualización completa y, naturalmente, de su propia intención, según las circunstancias, como veremos, a continuación, en el análisis de la carta que nos ocupa.
Contexto de producción Gregorio Martínez Sierra (1881-1947) y Catalina Bárcena (18881978) se conocieron en la primavera de 1908. En aquel entonces, Martínez Sierra era célebre como autor de poemarios, novelas, obras de teatro, zarzuelas, y como promotor de varias revistas; actividades
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cuya creación y gestión compartió con la escritora y activista María de la O Lejárraga (1874-1974), con quien contrajo matrimonio en 1901. Gracias al énfasis de la crítica en esta colaboración literaria, es de sobra conocido que Martínez Sierra y Lejárraga escribieron conjuntamente numerosos textos —teatrales, sobre todo— que solo firmó el escritor, por expreso deseo de su compañera. En paralelo a esta trayectoria, Catalina Bárcena había disfrutado desde 1905 de la simpatía y la protección de María Guerrero, que advirtió su potencial en el arte interpretativo y la incorporó de inmediato a su compañía teatral (Fuster 2003: 118-119). El presunto abuso del director de la compañía y esposo de la eximia actriz, Fernando Díaz de Mendoza, y el embarazo de la joven obligaron a celebrar un matrimonio de urgencia con otro actor de la compañía, Ricardo Vargas (Moro 2018: 117-118). Poco después, en 1909, Bárcena tuvo a su hijo Fernando, a quien, andando el tiempo, Martínez Sierra adoptaría de facto. Un año después, la artista se incorporó como primera actriz al Teatro Lara, por recomendación de Martínez Sierra. En esta nueva etapa, el escritor hizo las veces de director de escena —a veces, también, de productor— de las obras representadas por Bárcena, hasta que fundó el Teatro de Arte en 1916, en el Teatro Eslava de Madrid. Las claves de su éxito al lograr el difícil equilibrio entre las necesidades artísticas y el imperativo económico, descansan no solo en la colaboración entre el empresario y María Lejárraga; además, hubo un fructífero diálogo con escenógrafos y dramaturgos de primer orden y, por otra parte, la modernidad y el comedimiento interpretativo de Catalina Bárcena la encumbraron como un referente teatral y un icono de la moda, ampliamente admirado por otros artistas, intelectuales y el público de su tiempo (Checa 1998). En aquella época, Martínez Sierra y Bárcena ya se habían unido sentimentalmente y tenían una hija en común, que nació en 1922. Tres años más tarde, se embarcaron en una larga y exitosa gira europea y americana, que culminó en 1930 con la marcha de la pareja a Hollywood para realizar ocho películas (Checa 2002). Regresaron a España en 1936, nada más terminar el contrato con la Fox. Poco después, estalló la Guerra Civil. El empresario y la actriz permanecieron en Madrid hasta los últimos días de septiembre, período en el que Bár-
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cena trabajó en espectáculos benéficos en favor de la causa republicana. Luego, emprendieron un periplo de tres años por Tetuán, Orán, París y Juan-les-Pins, antes de embarcar a Buenos Aires, a mediados de julio de 1939, apenas un mes antes del inicio de la Segunda Guerra Mundial. A lo largo de la etapa previa a su exilio argentino, Martínez Sierra y Bárcena fueron espiados por ambos bandos, vigilancia que se extendió incluso a la familia de la actriz. Presumiblemente, la pareja se sabía observada y actuaba en consecuencia, lo cual explicaría la imposibilidad de los informantes para precisar su conducta o sus ideas políticas. Por eso, mientras unos señalan el izquierdismo del empresario o la moderación de la actriz, otros insisten en que la pareja se reunía exclusivamente con personas afectas a los sublevados2. En cualquier caso, en diciembre de 1936 aconteció un hecho significativo respecto a la afiliación política de ambos y la conveniencia de que sus simpatías se arrimaran a uno u otro bando: el saqueo del hotel de la actriz y hogar de la pareja. Lo que para la prensa republicana había sido un acto heroico por parte de los milicianos, “que han puesto a buen recaudo todos los tesoros que poseía la artista ilustre […]. Pero la artillería facciosa ha causado allí estragos irreparables” (Anónimo 1936); para los sublevados, el hecho no fue otra cosa que un desvalijamiento: “Se salvó de las ruinas la casa de Catalina Bárcena, destruida por los rojos, y ahora nuestras tropas han construido al abrigo de los obuses un estupendo cuarto de aseo. Acaso en ese estilo de vida se vea la diferenciación clara de las dos causas” (García Martín 1937). La posibilidad de regresar a España se complicó para la pareja, al término de la Guerra Civil. El 9 de enero de 1942 el Juzgado Instructor Provincial de Responsabilidades Políticas número 1 de Madrid remitió a la Dirección General de Seguridad un compendio de hechos e informaciones con los que este organismo elaboró, días más tarde, un informe de antecedentes políticos. Entre otras cosas, dicho informe refería que, durante años, Martínez Sierra “se distinguió por sus ideas izquierdistas”; que era “enemigo acérrimo del militarismo contra
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En un próximo trabajo, aún en preparación, ofreceremos más documentos sobre el exilio de Gregorio Martínez Sierra y Catalina Bárcena.
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el cual escribió una obra, creyéndose debe ser persona de origen judaico”; y que “mostró inmediatamente su adhesión a la España rojoseparatista”. Además, se señalaba la gran amistad del empresario con Indalecio Prieto y Juan Negrín, y la admiración que, no obstante su separación, sentía “por las dotes extraordinarias y los ideales políticos de su mujer legítima, según decía a sus amigos” (Checa 1998: 366). Como sabemos por el epistolario de Martínez Sierra, el informe no debía de ir muy desencaminado, pues, por ejemplo, en una de las cartas enviadas por Gregorio a María Lejárraga, el 7 de mayo de 1931, le dice lo siguiente: Desde luego es un fastidio que el rey no haya renunciado al trono […]. Lo que puede ocurrir si hay desórdenes, es que se aprovechen las extremas izquierdas. A mí no me importa. Son las que tienen la razón, y triunfarán más tarde o más temprano […]. Por lo pronto, España ha dado un gran paso adelante y ha demostrado al mundo que es un país digno de todos los respetos […]. Me seducía también asistir a los albores de la República española (Checa 1998: 509).
Tampoco hemos de olvidar la anécdota que García de Dueñas recoge de boca del propio Edgar Neville, en la que Martínez Sierra habría conminado al cineasta a marchar de inmediato al consulado español a izar la bandera tricolor (1993: 228). En su novela, Javier Moro narra el mismo episodio con otros protagonistas: Martínez Sierra y Catalina Bárcena y los actores José Nieto, Julio Peña y Fortunio Bonanova. Neville no habría podido acompañarlos por obligaciones de un rodaje en curso (2018: 225-227). El informe de la Dirección General de Seguridad —así como la resistencia de Martínez Sierra a presentar su solicitud de depuración en la Sociedad General de Autores (Muñoz Cáliz 2014: 135)— influyó negativamente en la consideración que merecía la figura del empresario ante las autoridades franquistas. Por añadidura, dicho informe comportó efectos económicos funestos para él y Lejárraga, pues, aunque desde marzo de 1944 se autorizaron algunas obras, las cantidades devengadas quedaron a disposición de la Administración. Posteriormente, a comienzos de 1945, el director general de Seguridad, Fran-
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cisco Rodríguez, impondría un veto al teatro de Martínez Sierra y una multa a la Sociedad General de Autores no solo por no haber expulsado al socio irredento, sino por seguir sus instrucciones a propósito de la exclusividad que Catalina Bárcena tenía reservada sobre su repertorio. El veto de la Dirección General de Seguridad quedó sin efecto poco después, a instancia del Ministerio de Asuntos Exteriores. En su exilio argentino, el empresario y la artista se emplearon en diversos quehaceres en el teatro, el cine y la radio con el fin de sortear la precariedad. No obstante, su estado anímico empeoró considerablemente: sus hijos seguían en España, la salud siempre frágil de Martínez Sierra no hacía sino empeorar, y Bárcena temía las represalias que el régimen franquista pudiera emprender contra él, si finalmente tomaban la decisión de volver (Ramos 1984: 189-190). El regreso se consumó en septiembre de 1947, pero Martínez Sierra falleció días más tarde. En los cinco años siguientes, Bárcena se afanó en relanzar la empresa de su compañero en un entramado teatral distinto, ahora marcado por el control sindical y administrativo, la censura, la ausencia por muerte o exilio de no pocos profesionales, y la escasa calidad de las propuestas escénicas. La carta que presentamos procede de la correspondencia que se cruzaron Martínez Sierra y Bárcena entre 1936 y 1945, con el fin de comunicarse con sus hijos y la madre de la actriz, que no abandonaron el país. Consta de 62 cartas, de las cuales Bárcena es autora de la mayoría de ellas. A esta colección de cartas escritas en el exilio, se añaden las del epistolario entre el empresario y su esposa, disponible en Checa (1998), que comprende las últimas once cartas escritas por Gregorio a Lejárraga: seis cartas desde Orán (1937), dos desde París (1937) y cuatro fechadas en Buenos Aires (1946-1947). El epistolario que estudiamos se encuentra ordenado, aunque seguramente está incompleto y contiene cartas sin fechar. Casi todas las cartas están escritas a mano. El tipo de papel varía y sus dimensiones son reducidas, por lo que, a menudo, el texto busca espacio disponible en los márgenes. El contenido versa mayoritariamente sobre asuntos cotidianos y, en especial, expresa la angustia de unos padres conscientes de la imposibilidad de satisfacer por completo las dificultades materiales y las necesidades afectivas de sus hijos; quienes, en principio, no experimentaron el estigma de sus padres. Asimismo, es patente la discreción
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que, incluso por carta, la pareja trató de mantener, debido a su situación personal y habida cuenta de que la correspondencia era sometida a censura durante y después de la guerra (Bordes 2009: 81 y 135-136). En todo caso, expresaban con tibieza su satisfacción ante el avance de las tropas franquistas. De vez en cuando, la actriz, más pendiente de la correspondencia que su compañero, informaba a sus hijos de su escasa (presuntamente) vida social: “Que, ¿a quién vemos y con quién nos tratamos? A [Sebastián] Miranda, a Encarnación (Argentinita), a nuestro arquitecto y a algunos españoles que hemos encontrado aquí de visita. Todos blancos, absolutamente. Y, como nosotros, sacrificados por no comprometer a sus familiares y defender intereses. Pero los vemos de tarde en tarde, porque vivimos muy lejos” (Bárcena 1937).
Análisis Una vez esclarecido el contexto de producción de la carta que nos ocupa y las características del epistolario del que procede, analizaremos el documento en cuestión. Se trata de una cuartilla mecanografiada por ambas caras, fechada en Juan-les-Pins el 12 de julio de 1938. Hay dos versiones de la carta: una de ellas presenta anotaciones manuscritas al final del cuerpo de texto, con la firma de Gregorio e indicaciones de carácter privado. A continuación, desmenuzaremos el contenido dividiéndolo en cuatro partes, con el fin de extraer algunas conclusiones provisionales. No obstante, es preciso señalar la estructura circular de la carta, que comienza y termina expresando la conveniencia de hacerla llegar a amigos que puedan tener influencia política. En la introducción, Martínez Sierra informa a sus hijos sobre su salud, que ha mejorado respecto al invierno, gracias al buen tiempo de la Costa Azul. a) Primero, Martínez Sierra anuncia el recuento de su relato y encomienda la difusión del mismo a personas afines cuya influencia pueda resultar de alguna utilidad: “Voy a contestar a la última carta de la niña, haciendo recuento de cosas que ya sabéis, para que podáis comunicárselas a los amigos que tan cariñosamente se interesan por mí y a los que daréis las más expresivas gracias de mi parte”.
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b) Después, enumera las dificultades del último período en Madrid —desde junio hasta casi octubre de 1936—, para cuya causa señala, sin duda, al gobierno de la Segunda República, incurriendo de este modo en una suerte de victimización (la cursiva es nuestra): Me sorprendieron en Madrid los acontecimientos de julio del 36. Pasé angustias inenarrables. […] Horribles noches en vela, oyendo como fusilaban cerca de casa, temiendo que en cualquier momento me llegase a mí el turno, puesto que se elegían las víctimas a tontas y a locas. Ya para entonces, enfermo y horrorizado por todo lo que veía, se desgastaron mis escasas reservas de salud física y moral. A fin de septiembre, logré salir, poco después, como ya supuse al irme, saquearon nuestra casa: el fruto del esfuerzo de toda nuestra vida, todos nuestros recuerdos y hasta el material de trabajo.
c) En tercer lugar, Martínez Sierra comenta la salida a Orán y su llegada a París, y menciona su relación exclusivamente con personas adictas a la sublevación militar. Alude a sus habituales problemas de salud y añade otros nuevos, de índole económica. Así, el interesado busca la empatía y la captación de voluntades: Estuve ocho meses en Orán y después seis en París, en contacto constante y exclusivo con gentes adictas al Movimiento Nacional. Si fuese preciso, ellas lo atestiguarían. Cada vez más quebrantado de salud, vine a Juan-les-Pins por orden del médico, en diciembre del año pasado, y desde entonces no he hecho más que estar enfermo […]. Siempre con la preocupación obsesionante de la guerra, que no me ha dejado vivir en paz ni dormir a satisfacción un solo día […]. He perdido algunos parientes y amigos íntimos; he perdido bienes materiales de todas clases, lo que me han quitado y lo que he dejado de ganar (nunca había tenido el trabajo tan bien organizado); he perdido la salud y el gozo de vivir. De sobra sé que muchísimos españoles pueden decir otro tanto y aún mucho más, pero eso, en lugar de consolarme, aumenta mi angustia.
d) Llegado a este punto, Martínez Sierra justifica su conducta personal: No he creído necesario justificarme, puesto que no tengo sobre mi conciencia ni la sombra de un delito. Soy persona lo suficientemente conocida en casi todo el mundo para que cualquier cosa que hubiese hecho no
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hubiese quedado oculta. Me parece inútil enviar una adhesión formularia. Eso está al alcance de cualquiera y se puede hacer con sinceridad o sin ella.
La justificación del empresario puede dividirse en cuatro apartados, cada uno correspondiente a un objetivo concreto. El primero de ellos, desea expresar el rechazo al gobierno republicano en vigor, pero no al sistema político en sí mismo, pues Martínez Sierra es consciente de la alternativa poco recomendable de declararse monárquico: Más fuerza que unas líneas, tiene una conducta. La mía de estos dos años, es del todo limpia. Y antes, tampoco me acerqué a la república, no porque me pareciese bueno ni malo el sistema, sino porque no me inspiraban confianza los que la trajeron, ni los que después la administraron.
Enseguida, manifiesta su simpatía hacia el general Franco: Lo que más me ofende es que alguien pueda pensar, como dice la niña, en su carta, que estoy esperando el resultado final para significarme. No creo que haya muchas personas (y también de esto tengo testigos) que hayan tenido tanta confianza como yo en el triunfo de Franco, a través de todas las vicisitudes de la lucha. Y me hubiera horrorizado creer un solo momento que pudieran prosperar los horrores que vi en Madrid.
Tras reiterar su convicción sobre el triunfo de los rebeldes, el empresario se defiende contra las acusaciones de ambigüedad que pesan sobre él. Además, informa de su próxima petición del nuevo pasaporte, tal y como se les ha pedido “a todos los españoles”: Si enviase una carta a Salamanca, como decís, el Generalísimo que tiene tantas y tan grandes atenciones pendientes, no podría, naturalmente, ocuparse de ella. Mi carta pasaría a una oficina y no sé al final en qué manos iría a parar. Yo por razón de mis oficios varios y especialísimos […] y por haber tenido bastante suerte, cuento con muchos enemigos irreconciliables en todas las latitudes. El vicio nacional español es la envidia […]. No quiero que un movimiento mío cualquiera sirva de pretexto para que arremeta contra mí una vez más.
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[…] Cuando me caducó el pasaporte rojo, pedí uno blanco, que me expidieron en Génova. Y mañana escribiré al conde de Bulnes pidiéndole la tarjeta de identidad que el Gobierno Nacional ha ordenado que tengamos todos los españoles, según acabo de saber.
En última instancia, Martínez Sierra se cuida de subrayar la adhesión incondicional de Catalina Bárcena al bando franquista. De este modo, intenta proteger a su pareja de posibles represalias, ante las actuaciones que la actriz había ofrecido en 1936, en Madrid, en actos benéficos en favor del ejército republicano: “De la madre me parece inútil hablar. Desde el primer día ha sido partidaria entusiasta del movimiento nacional, como saben las muchas personas que se han comunicado con ella, de palabra y por escrito, durante estos dos años”. e) Antes de despedirse, Martínez Sierra termina su escrito tal y como lo empezó, es decir, dando instrucciones sobre lo que se debe hacer con ella: “Si tenéis ocasión, podéis enseñar esta carta a algún amigo de la Alta Comisaría para que sepa lo que pienso”. Por último, la existencia de dos versiones —que llamaremos A y B— invita a pensar en el doble recorrido que aguardaba a esta carta: la versión A, completamente mecanuscrita, carece de firma u otros añadidos, por lo que pudo tratarse de la carta formal que debían conocer las autoridades. Por el contrario, la rúbrica en la versión B, sumada al texto manuscrito y al contenido del mismo, todo del puño y letra de Gregorio, nos hacen concluir que esa debió de ser la carta dirigida realmente a sus hijos: “Que me envíe Pepita [Martínez Sierra] el baúl, con todo lo que no esté demasiado estropeado. También los trajes de seda porque en verano me hacen falta. Pueden quedar allí el abrigo de Catalina [Bárcena] y el mío”.
Conclusión Tras el estudio anterior, recalaremos en varias ideas a modo de conclusión. La primera idea apunta a la fecha de la carta analizada: un momento tan avanzado de la Guerra Civil como el verano de 1938
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desvela una zozobra personal determinada por un conflicto inconcluso, pero del que ya se adivina su destino. La fecha también incide en el temprano señalamiento de Martínez Sierra por parte del bando sublevado. Aunque era consciente de que debía posicionarse cuanto antes, insistió en mantener una equidistancia que, con la perspectiva que nos ofrece el tiempo, nos parece ambigua e incluso cercana a la impostura: recordemos cómo, en su última carta dirigida a María Lejárraga, el 7 de septiembre de 1947, horas antes de abandonar Buenos Aires, el empresario afirma que no renunciará a sus ideas, lo cual esclarece un exilio condicionado por un compromiso ideológico: En fin, el caso es que ya no puedo más y me voy a España, como sea. Sin renegar de mis ideas, por supuesto. No valía la pena haber pasado contratiempos y angustias durante diez años para echarlo todo a perder al final. […] Me juran que hay tolerancia. Me hubiese ido antes si hubiese tenido esos francos que te mandé. No quería dejarte sin fondos. […] No tengo que recomendarte la discreción en cuestiones de política y de dinero. […] Yo también lo explicaré todo. Si hubiera algo muy delicado, daré la carta a un amigo que la eche al correo en otro país (Checa 1998: 519).
En segundo lugar, esta carta se manifiesta como un artefacto construido con los códigos propios de la intimidad familiar y, al mismo tiempo, funciona como un oficio circular, de carácter público o semipúblico. La existencia de dos versiones, en un momento en que escaseaban las materias primas, subraya todavía más el cometido doble de la misiva. Como continuación de esta idea, y frente a la creencia de que las cartas reservadas al ámbito privado y familiar pudieran entenderse exclusivamente como expresiones de la intimidad del sujeto —valiosas como ejemplo textual de aquello que Foucault denominó “tecnologías del yo”—, esta carta probaría un juego retórico que permitiera obtener una eficacia práctica, en este caso de carácter político, a través de las estrategias que hacen de estos textos un modelo de sinceridad propia de la confesión. En efecto, la carta buscaba desesperadamente contrarrestar la imagen negativa que pesaba sobre él para justificar una actitud y unos ideales.
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En definitiva, la lectura de esta carta nos confirma la importancia de atender a este tipo de documentos para afinar en la reconstrucción de los perfiles identitarios de los individuos y reconocer la complejidad de la identidad pública y privada de los mismos, pero igualmente nos alerta sobre los peligros de una lectura descontextualizada o sobre la necesidad de revisar, también en estos textos, los límites del supuesto pacto ficcional.
Anexo Carta mecanuscrita [versión A], fechada el 12 de julio de 1938 en Juan-les-Pins, de Gregorio Martínez Sierra a Catalina Martínez-Sierra y Fernando Vargas. Queridísimos; Gracias al buen tiempo, voy mejorando poco a poco. Si no aprieta demasiado el calor, espero que al fin del verano estaré bastante repuesto. Ahora hay aquí demasiada gente, o nos lo parece, por contraste con la soledad del invierno. Voy a contestar a la última carta de la niña, haciendo recuento de cosas que ya sabéis, para que podáis comunicárselas a los amigos que tan cariñosamente se interesan por mí y a los que daréis las más expresivas gracias de mi parte. Me sorprendieron en Madrid los acontecimientos de Julio del 36. Pasé angustias inenarrables Días interminables, recibiendo visitas sospechosas, soportando registros insolentes. Horribles noches en vela, oyendo como fusilaban cerca de casa, temiendo que en cualquier momento me llegase a mí el turno, puesto que se elegían las víctimas a tontas y a locas. Ya para entonces, enfermo y horrorizado por todo lo que veía, se desgastaron mis escasas reservar de salud física y moral. A fin de septiembre, logré salir, poco después, como ya supuse al irme, saquearon nuestra casa: el fruto del esfuerzo de toda nuestra vida, todos nuestros recuerdos y hasta el material de trabajo. Estuve ocho meses en Orán y después seis en París, en contacto constante y exclusivo con gentes adictas al movimiento nacional. Si fuese preciso, ellas lo atestiguarían. Cada vez más quebrantado de salud, vine a Juan-les-Pins por orden del médico, en diciembre del año pasado, y desde entonces no he hecho más que estar enfermo; meses seguidos metido en cama, con varias dolencias; corazón, bronquios, intestino, nervios. Soy
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un ser inútil por el momento, un inválido. Siempre con la preocupación obsesionante de la guerra, que no me ha dejado vivir en paz ni dormir a satisfacción un solo día. Durante estos dos años, no han dejado de proponernos trabajo en América: ya teníamos cerrado trato para ir a Buenos Aires esta primavera, pero no me encuentro con fuerzas. La guerra solo me ha traído quebrantos. He perdido algunos parientes y amigos íntimos; he perdido bienes materiales de todas clases, lo que me han quitado y lo que he dejado de ganar (nunca había tenido el trabajo tan bien organizado) he perdido la salud y el gozo de vivir. De sobra sé que muchísimos españoles pueden decir otro tanto y aún mucho más, pero eso, en lugar de consolarme, aumenta mi angustia. No he creído necesario justificarme, puesto que no tengo sobre mi conciencia ni la sombra de un delito. Soy persona lo suficientemente conocida en casi todo el mundo, para que cualquier cosa que hubiese hecho no hubiese quedado oculta. Me parece inútil enviar una adhesión formularia. Eso está al alcance de cualquiera y se puede hacer con sinceridad o sin ella. Más fuerza que unas líneas, tiene una conducta. La mía de estos dos años, es del todo limpia. Y antes, tampoco me acerqué a la república, no porque me pareciese bueno ni malo el sistema, sino porque no me inspiraban confianza los que la trajeron, ni los que después la administraron. Lo que más me ofende es que alguien pueda pensar, como dice la niña, en su carta, que estoy esperando el resultado final para significarme. No creo que haya muchas personas (y también de esto tengo testigos) que hayan tenido tanta confianza como yo en el triunfo de Franco, a través de todas las vicisitudes de la lucha. Y me hubiera horrorizado creer un solo momento que pudieran prosperar los horrores que vi en Madrid. Otra cosa. Si enviase una carta a Salamanca, como decís, el Generalísimo que tiene tantas y tan grandes atenciones pendientes, no podría, naturalmente, ocuparse de ella. Mi carta pasaría a una oficina y no sé al final en qué manos iría a parar. Yo por razón de mis oficios varios y especialísimos (autor, editor, director de teatro y de cine, empresario) y por haber tenido bastante suerte, cuento con muchos enemigos irreconciliables en todas las latitudes. El vicio nacional español es la envidia. Durante muchos años, ha sido lugar común hacer campaña contra mí en la prensa de todos los matices. No quiero que un movimiento mío cualquiera sirva de pretexto para que arremeta contra mí una vez más. Esas campañas en estos momentos tan graves pueden tener consecuencias demasiado serias. Un dato. Cuando me caducó el pasaporte rojo, pedí uno blanco, que me expidieron en Génova. Y mañana escribiré al conde de Bulnes pidién-
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dole la tarjeta de identidad que el Gobierno Nacional ha ordenado que tengamos todos los españoles, según acabo de saber. De la madre me parece inútil hablar. Desde el primer día ha sido partidaria entusiasta del movimiento nacional, como saben las muchas personas que se han comunicado con ella, de palabra y por escrito, durante estos dos años. Si tenéis ocasión, podéis enseñar esta carta a algún amigo de la Alta Comisaría para que sepa lo que pienso. Muchas cosas cariñosas para todos.
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Carta manuscrita [versión B]. Epistolario de Gregorio Martínez Sierra y Catalina Bárcena. Archivo personal de Enrique Fuster del Alcázar.
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El epistolario del exilio de Guillermo de Torre Domingo Ródenas de Moya Universitat Pompeu Fabra
En el otoño austral de 1950, en pleno fuego cruzado de compromisos y con el apremio de cerrar el que confiaba fuera su libro más importante, Problemática de la literatura (1951), Guillermo de Torre se excusa ante Jorge Guillén por contestar su última carta con retraso: “¡Y pensar que yo he sido un epistológrafo infatigable!”. Lo había sido, en efecto, desde sus quince años, con una dedicación devota que había sido motivo de rechifla por parte de amigos y enemigos. Lorca lo llamaba ‘epistolómano’ y otros se mofaban de que acabaría arruinando a su padre a base de sobres, papel de carta y sellos. Entre 1916 y enero de 1971, cuando falleció, Torre se carteó con casi ochocientos corresponsales de los más diversos ámbitos culturales a los que escribió —y de los que recibió— miles de cartas. Las cartas recibidas, y algunas copias de las enviadas, las ordenó y conservó con mimo en su archivo personal, que fue adquirido en los años noventa por la Biblioteca Nacional de España a través del librero Alberto Casares, de Buenos Aires. El lote epistolar que ofreció este librero abarca 786 corresponsales —si no he perdido la cuenta—, que no son ni mucho menos todos los
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que formaban parte del archivo de Torre. Entre los faltantes, figuran Jorge Luis Borges, André Breton, Filippo Tommaso Marinetti, Francisco García Lorca o Vicente Aleixandre, cuyas misivas se encuentran en colecciones privadas o en centros de investigación como el Getty Research Institute o la biblioteca de la Universidad de Hamburgo. No está de más recordar la obviedad de que la inmensa mayoría de las cartas que obran en la BNE son las recibidas por Torre y no las que él escribió. Estas permanecen dispersas en bibliotecas públicas o archivos familiares, a la espera de que los investigadores interesados las rescaten para cruzarlas con las que ya conocemos. El más de medio siglo que comprende ese epistolario y la diversidad de posiciones que Torre desempeñó en los campos literarios español y argentino (o, extensivamente, europeo y latinoamericano) exige que su exploración requiera una roturación previa, una segmentación que permita analizar los distintos conjuntos de acuerdo con un principio de coherencia y de funcionalidad. El criterio más elemental es el cronológico, que permite distinguir el periodo 1916-1925, centrado en su militancia vanguardista, en la fragua, desarrollo y declive del Ultraísmo, en su esfuerzo de divulgación y propaganda en Europa y en la difusión del espíritu moderno en España hasta culminar en Literaturas europeas de vanguardia. La etapa 1926-1936 encierra su primera estancia en Buenos Aires (19271932), la creación de La Gaceta Literaria en Madrid, la gestión de la revista Síntesis en Buenos Aires, su participación en la génesis de la revista Sur y luego de la editorial anexa, la fundación de ADLAN y, en fin, por resumir, su activismo crítico a favor del arte moderno. Por último, el periodo de exilio que se inicia a finales de 1936 con su salida de España, su residencia en París durante siete meses y su llegada a Buenos Aires en mayo de 1937, puede considerarse bajo una misma luz, a pesar de las fluctuaciones que las circunstancias históricas indujeron en el quehacer de Torre como ensayista, editor y mediador, y en la expectativa de los exiliados respecto a la España sometida a la dictadura franquista. Los epistolarios editados hasta el momento (que se listan en la bibliografía final) han tendido a centrarse en las dos primeras etapas con escasas excepciones y, si bien ahí queda bastante por hacer, es en el epistolario posterior a 1936 en
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el que voy a centrar mi atención y del que di hace años una exigua muestra (Torre 2013: 373-395). No obstante, conviene no olvidar que algunos de los corresponsales de esa etapa de exilio o de autoexilio, como Torre prefirió considerarse (Zuleta 1989), lo eran desde mucho antes de la guerra, como sucede con Juan Ramón Jiménez, Alfonso Reyes, Jorge Guillén, Pedro Salinas, Ángel Flores, Ricardo Gullón o Eduardo Westerdahl, por dar solo algunos nombres. Pero también es preciso reparar en que tanto el caudal de cartas como la enjundia del diálogo es, en casi todos los casos, muy superior en la etapa exílica. A ello no es ajena la ubicación de Torre en el sistema editorial argentino como director literario de la editorial Losada desde su fundación en agosto de 1938, ni su implicación en el proyecto de la revista Realidad entre 1947, ni, por supuesto, su compromiso con la construcción de palestras de diálogo entre el exilio y el interior no energuménico —por decirlo en sus términos—, un compromiso declarado tempranamente (ya en Menéndez Pelayo y las dos Españas, en 1943) y sostenido en su política editorial en Losada, en su intervención en el debate sobre la libertad intelectual bajo la dictadura (Torre 1953), en su colaboración con el Congreso por la Libertad de la Cultura, y, por no hacer interminable la lista, en la puesta en marcha de la colección El Puente en Edhasa a comienzos de los años sesenta. Todas esas actividades generaron una correspondencia nutrida, pero la más caudalosa, la que mantuvo desde la comandancia de Losada, es, en su mayor parte, inaccesible, porque quedó en el archivo de la editorial, hoy todavía cerrado al acceso de investigadores. Una primera división del epistolario posterior a 1936 tiene que distinguir entre las cartas intercambiadas con los exiliados y las que se cruza con el interior, del que forman parte amigos muy próximos como Melchor Fernández Almagro [1923-1966]1, Ángel Ferrant [1939-1961], Ricardo Gullón [1934-1971], Eduardo Westerdahl [1933-1962] o Carmen Conde [1934-1951]. En el conjunto de las cartas con el exilio, conviene considerar aparte los intercambios que se habían iniciado antes de la guerra para
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Indicaré entre paréntesis cuadrados los años a quo y ad quem de la correspondencia.
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prolongarse hasta el fallecimiento de uno de los corresponsales, como sucede con los que se han editado, los de Juan Ramón (2006), Ramón Gómez de la Serna (2007), Alfonso Reyes (2005) y Pedro Salinas (2018). Es también el caso del epistolario con Esteban Salazar Chapela [1931-1964], con el que Torre reforzó su amistad durante los trabajos preparatorios del Almanaque 1935, que coordinaron con Miguel Pérez Ferrero, y cuya suerte personal y profesional en Londres siguió hasta la muerte de Chapela en 1965. Tan o más valiosas son las cartas cruzadas con Jorge Guillén desde 1935 hasta las vísperas del traspaso del propio Torre. Registro de aconteceres, sismógrafo anímico y espacio de debate y confidencia, en ellas se alojan desahogos y disgustos, como el que le supuso a Guillén que Juan Ramón le atribuyera la Antología poética del Alzamiento cuyo autor fue Jorge Villén, un malentendido que Torre se esforzó por disolver. Y, en 1950, en su afán por poner en contacto a los mejores, exhortó a Guillén a escribir a Rafael Santos Torroella: “Parece una excelentísima persona, es hermano de la pintora Ángeles Santos, y creo que está entre los nuestros, entre los inmunes y no fanatizados”, mientras hacía lo propio con Santos Torroella, que estaba reuniendo las cartas de García Lorca: “¿Por qué no escribe usted a Jorge Guillén (6 Norfolk Terrace, Wellesley, Massachusetts, U.S.A) para que le mande copias de las epístolas de Federico que él posee?”. Destacan, entre los epistolarios del exilio, el de Francisco Ayala, que se inicia cuando este abandona Buenos Aires y se traslada a Puerto Rico, el de Américo Castro [1943-1961], el de José Ferrater Mora [1943-1968], el de Corpus Barga [1956-1970] y el más nutrido de todos, el de Max Aub [1958-1970] (Aub 2022). A estos deben añadirse, con un número menor de misivas, los de María Zambrano [1946-1967, 11 cc.], Rosa Chacel [1939-1970, 8 cc.], Arturo Barea y su esposa Ilsa [1946-1948, 8 cc.], Juan Larrea [1957-1968, 8 cc.], Segundo Serrano Poncela [1947-1962, 12 cc.], Juan Andrade [1945-1955, 11 cc.], Victoria Kent [1956-1964, 5 cc.], José María Souviron [1942-1954], el pintor Alberto Junyent [1949-1962, 12 cc.], Manuel Granell [1949-1965, 7 cc.] o el crítico de arte Antonio Rodríguez Romera [1948-1963], estos tres últimos exiliados en Venezuela.
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Todos ellos poseen un enorme interés para la reconstrucción de las redes colaborativas de la diáspora, los itinerarios individuales de los exiliados y los debates sobre la identidad cultural y las estrategias de resistencia, sobre lo que ha quedado atrás y sobre el incierto futuro, incluido el aún más incierto retorno (Ródenas 2023). En el intercambio con Arturo Barea queda reflejado el papel de Torre en la valoración y difusión de la trilogía La forja de un rebelde, del mismo modo que en las cartas con Corpus Barga puede seguirse el crecimiento de Los pasos perdidos o las opiniones sobre el ejercicio de la crítica, que tan menesteroso le ha parecido a Corpus en su reciente visita a España, según las refiere el 1 de diciembre de 1963: El crítico contemporáneo de la obra en literatura aún más que en las artes plásticas, tiene que responder cada día a mayores exigencias. La crítica de la literatura y de arte tiende a ser científica y está llegando casi a serlo… en última instancia. La crítica inmediata no puede ser científica pero tampoco es admisible ya que sea impresionista, como venía siendo, y menos, dogmática, como era la de los críticos antiguos y es, porque no ha desaparecido, la de los críticos modernos a la antigua que se creen, sin otro mérito que el de escribir de pronto en un periódico, con poderes de Padre eterno en el Juicio final para condenar eternamente a los malos y premiar eternamente a los buenos. Es verdad que ellos son eternos, son los eternos cerrados de fontanela que encierran su juicio y la eternidad en una hoja de calendario y se quedan tan contentos, no necesitan más. La crítica inmediata puede desbrozar, abrir caminos, situar, poner en videncia al aire libre de los puntos de vista y las apreciaciones las obras y los valores, ser la primera criba sobre la que trabajarán las generaciones sucesivas, si la obra vale la pena, en estudios que podrán hacerse cada vez más científicos, como los de lo que se llama hoy la estilística.
Vale la pena espigar algunos pasajes de las misivas de Castro, Ferrater Mora y Zambrano como ilustración de la riqueza inexplorada de este conjunto. El 21 de abril de 1944 Castro ha recibido los ensayos de La aventura y el orden y acusa recibo elogiando “la sutileza y honestidad” de los juicios de Torre, ceñidos a los problemas mismos, a la vez que arremete contra el inmovilismo de una parte de los exiliados:
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En medio de este caos, resulta usted eso que, mal o bien, se llama un clásico, es decir, uno que no renuncia a pensar mientras siente el arte. Su observación de que la estancia en América servirá a algunos españoles es muy justa. No creo que aprendan nada para hacer de España algo que no sea una colonia de ambiciones extranjeras. Causa grima la hipocresía e inconsciencia de esas revistuchas que pululan por el continente, ocupadas en negar, en renegar, y sin un solo destello de afán rectificador, constructivo. Cualquiera diría que a España la mata más la crueldad e idiotez fascista que la incapacidad de sus hijos para hacer un país que pueda enfrentarse con las exigencias del mundo de hoy. Sigue cada uno con su manía y su rabieta, y esperan que el mundo se esté quieto para que ellos vuelvan allá a empezar de nuevo el baile de antes.
No caracterizó a Castro ni el optimismo ni las medias palabras y tras la publicación en 1954 de La realidad histórica de España en México, donde ampliaba España en su historia que le había publicado Losada en 1948, escribe a Torre desde Caracas para subestimar la embestida que le ha propinado Claudio Sánchez Albornoz (al fin y al cabo, las “bases solidísimas sobre que se alza mi construcción de la vida española son inconmovibles”) y hacerle partícipe de su visión de la España nacionalcatólica: Lo que hoy pasa en la infeliz España es radicalmente hispánico, no accidente. Solo hay dos países modernos en los cuales Estado y Religión aparezcan indivisos: España e Israel. Vértice antiguo de ambos es el Oriente, puesto que lo mismo pasa en la India y en los países islámicos. Por eso no quiero volver a España, no obstante lo que me han instado al pasar hace poco por el aeropuerto de Barajas. Como he dicho (por carta) a Aranguren y a otras gentes bien intencionadas, la libertad para mí es indispensable, no se puede regresar a España a que lo toleren a uno como a un indeseable. Necesito la posibilidad de poder decir (sin injuriar a nadie) lo que me parezca sobre la religión o cualquier otra cosa. Lo grave es que no es accidente pasajero lo que acontece, y no se ve el modo de salir de eso sin caer en otras tiranías. Mal asunto. Por mucho que escribamos, nada se consigue.
Con José Ferrater Mora, Torre inició el contacto en 1943, con motivo de la publicación en la Biblioteca Contemporánea que dirigía en
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Losada del ensayo Unamuno. Bosquejo de una filosofía (1944), y de inmediato se estableció un fluido vaivén de opiniones sobre la situación de los exiliados. Ya en 1943, Ferrater le solicita a Torre una separata del apéndice que este ha redactado sobre la literatura española, donde trata ya sobre la obra de los desterrados —por eso le “interesa sobremanera”—, para la Historia de la literatura de Prampolini. Y semanas después Torre le habla de “cierto ‘movimiento de tercer frente’ y de las personas que lo componen”, información que Ferrater agradece porque “conviene, sin duda, no dejarse arrastrar por prematuras posiciones políticas cuando lo que por el momento hace falta es aclarar cuestiones muy turbias”. Una vez leído el apéndice a Prampolini, Ferrater no duda en lanzarle a Torre una sugerencia que él, entonces, no podía atender: “creo que debiera usted proseguir y completar un trabajo de conjunto —que nadie mejor que usted puede realizar: una historia de la literatura española contemporánea desde 1898, que fuera a la vez una historia de la vida española— que la literatura revela a veces maravillosamente”. Algo de esa revelación histórica a través de la literatura pudo entrever en la Valoración literaria del existencialismo que Torre publica en 1948, cuando Ferrater está enfrascado en una nueva edición de su Diccionario de filosofía, cuya primera salida databa de 1941. Al filósofo el ensayo de Torre le parece “excelente” y le dice por qué: No creo que nadie haya analizado con tanta perspicacia como usted lo hace el aspecto literario —en este caso decisivo— del existencialismo. Y con tan profunda comprensión de sus bases filosóficas. Hay diversos puntos que me han complacido particularmente, mencionaré sólo dos de ellos: la aguda crítica de ciertos métodos literarios de Sartre (las innecesarias ínfulas filosóficas ofrecidas en la descripción de situaciones), y la justa reivindicación de nuestros “existencialistas”.
Un par de años después, en octubre de 1950, le escribe desde Bryn Mawr, a su regreso de un viaje a Europa, dándole envidia, porque en París ha visto a María Zambrano y Julián Marías y se ha reunido con Jean-Paul Sartre, que no le pareció nada “pontificial” y se interesó “mucho por las cosas españolas, muy en particular por las producidas
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fuera de España durante los últimos diez años”, lo que comprendía su ensayo sobre el existencialismo. La sensibilidad literaria de Ferrater Mora justifica la admiración que expresa hacia los trabajos de Torre, al que los exiliados tenían por el supremo erudito de las letras contemporáneas. Se lo dice el 11 de octubre de 1957, con la cuarta y muy ampliada edición del Diccionario recién entregada: Ferrater ha comido en Bryn Mawr con Juan Marichal y Claudio Guillén y los tres han coincidido en que “es un milagro que se le escape a usted algo significativo en literatura actual”. Uno de los secretos de esa sensibilidad lo revela Ferrater años después al aludir a su primigenia y nunca derrotada vocación de escritor. Lo hace al elogiar El fiel de la balanza el 22 de noviembre de 1962, un libro de claridades e “impresionante conocimiento” en el que las ideas originales hacen lamentar que no tengan desarrollo (como el tema de la ‘luz’ en el pensamiento y estilo de Ortega). Una de ellas se le antoja atinadísima, la de estudiar “la formación intelectual y literaria de un autor a base de ‘documentos’ que suelen escapar a los más avisados, incluyendo (por motivos de autoocultación comprensibles a veces) al propio autor”. Tal estudio —al igual que una eventual autobiografía sincera— descubriría “cosas sorprendentes”. Y, como muestra, se pone él mismo al referirse a la réplica que Torre da a Juan Goytisolo por su ignorante menosprecio de los narradores de vanguardia, empezando por Benjamín Jarnés: “me alegra su reivindicación de Jarnés; si un día tuviera yo que escribir mi autobiografía intelectual, lo que no haré porque supongo que no interesará a nadie, Jarnés, a quien nunca he mencionado, ocuparía un papel nada desdeñable”. Conviene recordar que fue Jarnés quien avaló su primer libro, Cóctel de verdad, en 1935 para que apareciera en la PEN Colección dirigida por Ildefonso-Manuel Gil y Ricardo Gullón. En cuanto a María Zambrano, cuando Ferrater se reunió con ella en París hacía años que estaba en contacto con Torre. La primera carta conservada data de 1946 y, como las que vendrían después, resulta de lo más enjundiosa. Zambrano ha leído la “Introducción al mundo de la paz” que Torre ha publicado en Sur tras el fin de la Segunda Guerra Mundial y pondera lo que tiene de esfuerzo claro y logrado “por entender este complejo y caótico mundo”, que es un “deber raramente
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cumplido hoy por los intelectuales: tomar conciencia del momento”. A su juicio es pavorosa “esta especie de inhibición casi general ante el presente y el porvenir”, de la que salva a Torre, cuya insistencia en arraigar a la historia los hechos culturales le parece que “en nuestro medio español es algo raro y extremadamente valioso”. Se lamenta de que el “escritor español crea —cuando crea—, es decir expresa su mundo, pero no presta atención ni se desvela por el mundo en torno. De ahí también esa soledad horrible, esa incomunicación que padecemos todos, porque nadie mira alrededor”. Y si mira ve, por ejemplo, la pesadilla de España, a la que se ha reintegrado Ortega apareciendo en el Ateneo… “No lo hubiera creído y he pensado muchas cosas, es decir, me he torturado mucho”. La pensadora no disimula su dolorida estupefacción: “parece increíble que a más de un año de la Victoria, nuestra patria permanezca inalterable en la vergüenza”. Y así permanecería durante décadas. En la primavera de 1954 Torre sabe que María Zambrano ha escrito un libro memorialístico, Delirio y destino, “una biografía espiritual e intelectual de España, de treinta años de la vida española”, como lo definió Gabriel Marcel, y se lo pide para valorar su publicación en Losada. Tras leer el manuscrito, le hace una serie de sugerencias de enmienda que afectan a las reflexiones digresivas y a la oscilación entre ‘ella’ y ‘yo’ para referirse la pensadora a sí misma, pero también comparte con ella su desaliento ante el hecho de que la cultura en español encuentre tantos obstáculos en su difusión internacional. En su larga respuesta del 24 de agosto, Zambrano las rehúsa (“se las agradezco mucho, pero no creo que pueda seguirlas”) argumentando que lo que Torre llama “reflexiones” son en realidad “un análisis bastante ‘fenomenológico’ de las situaciones vitales —espirituales, intelectuales, morales y políticas— que me tocó vivir en aquellos tiempos”, y que, por otro lado, la fluctuación pronominal es intocable porque “salió así espontáneamente, lo cual le confiere entera validez”. Como se sabe, la obra habría de aguardar hasta 1989 para ver la luz. Pero, zanjado el asunto, enseguida se desvía la carta hacia otras cuestiones, como el debate sobre la libertad intelectual en la España franquista al que aludo más abajo, y ante el que Zambrano es tajante:
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por mi parte no comprendo cómo se puede esperar esa libertad intelectual de “ellos”. Ud. mismo dice y muy justamente, que no es separable la libertad intelectual de la política. Pues ese es el asunto. Pero yo veo la raíz más honda aún, ¿cómo pedir al que ha hecho todo lo posible para matar a alguien —recurriendo a todo— que le deje posibilidad de expresarse? Y más cuando ese alguien es por sí mismo expresión, pensamiento… Y eso es lo que más han odiado siempre; eso y no el comunismo ¡que no lo teníamos! Yo veo así la cuestión.
En lo que respecta a la difícil universalidad española, por decirlo con el sintagma que acuñaría el propio Torre (1965), María Zambrano no se muestra menos contundente: Sucede que ante algo español siempre se le pide que sea “como” algo que ya se ha hecho o que otro hace. Vea Ud. lo más triste del vencido en la historia es que pierde sus propias categorías de valores y la fe en sí mismo, que no siente como válido lo que más tiene de original. Y aun las novedades literarias son miradas como defectos cuando no vienen de afuera… ¿Cuál hubiera sido la reacción de la crítica y del público españoles si el Ulysses, pongo por caso, se hubiera escrito en español? ¿O la obra de Proust? ¿O la de Kafka? Y ciertos libros o ensayos que por su pensamiento están realmente a la vanguardia del pensar contemporáneo, pasan desapercibidos —en el caso feliz de que encuentren editor que los publique—. El mismo editor que rechaza un libro o lo publica con años de retraso, publica alborozadamente algunas traducciones que en realidad vienen a decir lo mismo y a veces ¡ni eso! ¡Sería muy divertido inventar un autor extranjero y dar como traducciones suyas obras españolas originales! En fin… así hay que seguir, hasta que se pueda.
En efecto, hubo que seguir mientras se pudo. Torre hizo lo posible por que se pudiera y en noviembre de 1963, con la colección El Puente que creó y dirigió en Edhasa (Mainer 1998; Gerhardt 2011), escribió a Zambrano ofreciéndosela para publicar en ella lo que quisiera. Ella le respondió que tenía dos libros listos para la imprenta, El sueño creador, del que le adjuntaba el índice, y Ensayos españoles, que reunía trabajos sobre Cervantes, Galdós, Prados y Enrique de Mesa. Torre le pidió este segundo, pero la pensadora dejó pasar casi un año hasta confirmar su acuerdo. La demora se debió a “algunos avatares”,
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según se justifica el 6 de noviembre de 1964, entre ellos el de mudarse junto a su hermana a La Pièce, cerca de Ginebra, donde tienen un primo hermano que es funcionario de la ONU. De inmediato activaron la publicación del libro cuyo título provisional era ya España. Pensamiento y poesía, y que a Torre no le convenció. Zambrano sugirió otros tres: Trazas de España, España. Capítulos y lugares de la palabra y España. Mito y Verdad. Sería finalmente este último, con el reemplazo de ‘mito’ por ‘poesía’ el definitivo. Con todo, hubo un último escollo cuando Torre creyó detectar en el capítulo “La mujer en la España de Galdós” un fragmento del libro que María Zambrano había publicado ya en el cuaderno de Taurus La España de Galdós, por lo que le rogó que lo retirara del volumen. Ella le advirtió de que no tenía “ninguna razón para retirarlo” porque era inédito y le exhortaba a cotejarlo con el texto de Taurus. En la misma carta, del 2 de febrero de 1965, le adjuntaba un extracto de su currículum y añadía un párrafo sobre su condición de discípula de Ortega que merece la pena reproducir: Que soy discípula de Ortega, que lo reconoceré siempre y que siempre lo diré, lo sabe, y creo que sabrá también que no soy “orteguiana” y que mi pensamiento bien pronto comenzó a andar por terrenos no explorados por Don José —que no le atrajeron—. Y que en mi pensamiento las relaciones entre Filosofía y Poesía, entre Filosofía y Religión, no son en nada las mismas que para Ortega, aunque hayan sido para mí muy fecundas algunas de sus tesis. Que más allá de la crítica orteguiana de la idea del “ser”, de “sustancia”, de “identidad”, yo las he recuperado desde una meditación constante sobre la tragedia griega y claro está, sobre el mismo pensamiento del maestro. Que la concepción del tiempo en la vida humana que se esboza en Los sueños y el tiempo y en tantos otros lugares, me es atribuible, y así mismo lo que digo del ser humano en La Confesión… y en tantos lugares… Y que este camino mío se comenzó a dar cuando yo estaba al lado de Don José, cosa visible en el ensayo “Hacia un saber del alma”, publicado en la Revista de Occidente en el 34, si mal no recuerdo… En fin en el ensayo “Ortega y Gasset, filósofo español” se habla un poco de las relación entre el discípulo y el maestro.
Aunque en todo el epistolario del que trato es perceptible la apuesta de Torre por servir al diálogo entre el exterior y el interior, mientras
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se empeña en fomentar la circulación de las obras de la inteligencia exiliada, esa apuesta se concentra en una serie de corresponsales a los que reconoce como interlocutores plausibles. Me refiero al grupo que forman Julián Marías, con el que está en contacto desde 1951 (y hasta 1969), José Luis López Aranguren [1953-1966], Pedro Laín Entralgo [1957-1963] y Dionisio Ridruejo [1959-1967], a los que conviene añadir a Antonio Tovar [1958-1967] y Enrique Tierno Galván [19491963]. Este cuerpo epistolar merece un estudio de conjunto que debería confrontarse con el que conforman las misivas entre Torre y, por lo menos, cuatro figuras clave de la operación española del Congreso por la Libertad de la Cultura: los directores de la revista Cuadernos Julián Gorkín [1956-1966, 23 cc.] y Germán Arciniegas [1964-1965, 12 cc.], François Bondy, uno de los hombres clave del Congreso en Europa y fundador de la revista Preuves en 1951, y Pablo Martí Zaro, secretario del Comité español del Congreso. No fueron muchas las cartas que cruzó con ellos, cuatro con Bondy y dos con Martí Zaro, pero con el primero su contacto se mantuvo entre 1952 y 1966. A este conjunto podría añadirse la correspondencia, entre 1944 y 1955 [20 cc.] con el excomunista Juan Andrade, muy próximo a Gorkín. Por último, para completar la red de la que formaron parte quienes militaron en un antifranquismo democrático con todos sus matices ideológicos, y que tiene a Guillermo de Torre como nodo, debe tenerse en cuenta a los exiliados que, como Ayala, Ferrater Mora o Juan Marichal, se involucraron en distinta medida en el malogrado proyecto de revista El Puente alrededor de 1959. Quiero detenerme, de todo este caudal epistolar, en una de las primeras cartas de Julián Marías, del 22 de octubre de 1951, anterior, por tanto a la polémica desencadenada por el artículo “Dictatorship and Literature in the Spanish World” que el hispanista Robert G. Mead publicó en la revista Books Abroad aquel mismo verano que fue contestado por Marías un año después en el mismo lugar con “Spain is in Europe” (un mes después en De mar a mar con el título “España está en Europa!”) y tuvo una larga estela de réplicas entre las que destaca la de Guillermo de Torre (1953). La relación entre este y Marías se había iniciado durante el verano, cuando el primero le envió su artículo “Una actitud frente a Ortega. Ni apologías ni diatri-
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bas”, recién aparecido en la revista Davar de la Sociedad de Estudios Hebraicos y le anunció el envío de su Problemática de la literatura. El texto de Torre remitía al libro de Marías publicado en Buenos Aires un año atrás, Ortega y tres antípodas: un ejemplo de intriga intelectual, que constituía una firme defensa de Ortega frente a la campaña de proscripción del filósofo emprendida por tres jesuitas (los antípodas) en la Espala nacionalcatólica (Bolado 2011). Marías, que había sido contratado como profesor visitante en Wellesley College, contestó con retraso una vez superó las primeras semanas del curso. Su respuesta fue extensa y muestra, una vez más, la luz que el estudio de la correspondencia puede arrojar sobre las capas invisibles de la historia intelectual. Marías siente que tiene que hacerle a Torre un par de observaciones sobre la base del mutuo interés por la ubicación de Ortega en la cultura en español: La primera se refiere a la actitud política —mejor dicho, al silencio político— de Ortega. Yo mismo he deseado muchas veces —recuerdo los años del 36 al 39 o 40, sobre todo— que hablase, que nos dijese unas cuantas cosas claras y orientadoras; pero no estoy seguro de que en realidad fuese posible; cabe que la posición de una persona sea algo complicada; es más, yo creo que las de todos nosotros se van complicando —a la vez que se hacen más claras cada día—, y que caemos en la cuenta de que tal vez las anteriores han sido de apresurada simplificación.
Pero, dicho esto, no puede reprimir Marías un comentario que parece revelar su deseo de esclarecer ciertas verdades sobre el país que, quizá, está espoleado por el artículo de Mead que pudo haber leído ya: Pero además, habría que preguntarse si se ha podido escribir todavía sobre las cuestiones españolas; apenas se ha escrito una palabra de verdad, todavía hoy, ni hay demasiada gana de ello; las pocas, poquísimas de buena fe y veraces que se han escrito, son totalmente parciales —en el sentido de parte, ya que no de partido— e insuficientes. ¿Es posible para el intelectual haber escrito sobre el tema? Parece que no; y lo que algunos han escrito, hoy desearíamos que no hubiese llegado a escribirse. Respecto a Ortega, más bien me sobran —también por fragmentarias— las contadas
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frases que sobre el tema ha escrito. Tal vez de ahora en adelante empiece a ser posible; pero no estoy seguro.
La segunda observación concierne a la valoración de Ortega. Marías alerta contra los juicios radicales de detractores furibundos —como los de los clérigos antípodas— o glorificadores —como algunos pretenden que es el suyo— y enhebra una consideración que a la vez ensalza la obra del filósofo y se reserva para sí el derecho a un espacio de independencia: Ni decir que Ortega es un cero o una cantidad negativa, ni un genio, sino un justo, discreto término medio. Pero ¿no sería extraña e improcedente esa actitud si se hablase de Platón, o de Cervantes, o de Goethe, o de Hegel? Cuando un autor está en un extremo de valor, quedarse en medio es errar, es miopía o falta de generosidad. Y yo creo que Ortega está en un extremo; creo que está entre la docena de los nombres de toda la historia de la filosofía, y si en filosofía se nombra hoy cualquier número de filósofos, por pequeño que sea, tiene que aparecer. ¿Que no ocurre así en algunos libros que pretenden estar enterados? Peor para ellos. Lo cual no implica “incondicionalismo sin reservas”. Suelo ver a Ortega en Madrid dos veces diarias, y apenas hacemos más que discutir, cordial y fieramente. Pero ¿es el contenido de esas discusiones lo que urgiría verter en las breves páginas que sobre él he escrito? Es posible que sea yo quien algún día le haga a Ortega reparos más serios y más graves que los que le han hecho los demás, lo cual no excluirá que siga pensando que contadísimas filosofías han sido tan valiosas como la suya —por supuesto, ninguna en España—, y con seguridad ninguna tan fecunda.
En lo que respecta a la polémica antes aludida sobre la vida intelectual bajo la dictadura, es imprescindible sumar a las voces públicas de Marías y Aranguren, que fueron las más que, desde el interior, llevaron el peso de la argumentación, sus propias voces privadas, las que se manifiestan en las cartas a Torre, sobre todo a partir de su artículo “Hacia una reconquista de la libertad intelectual” (1953). Y, como contrapunto a los matices de esta conversación pública y privada, es muy útil la correspondencia de Torre con el iniciador de la controversia, el profesor Robert G. Mead, quien se dirigió a él en enero de 1954
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para elogiarle ese artículo y hacerle alguna precisión sobre el suyo. Le explica que el propósito modesto que lo movió en 1950 —cuando lo escribió— era combatir entre los lectores de Books Abroad la ignorancia de lo que sucede en España y, en particular, sobre “las consecuencias en la esfera intelectual del gobierno actual de España”, porque “es muy grande la indiferencia o ignorancia en este país ante lo hispánico, aun entre mis propios colegas”. Desde entonces el contacto epistolar se mantuvo hasta 1968 con un fluido intercambio de informaciones y favores. Solo un mes después de la primera misiva, el 3 de febrero, Mead le participa que ha enviado a Cuadernos Americanos una “Meditación sobre la libertad intelectual en el mundo hispánico” que sí es una intervención en el debate (saldría en el segundo número de marzo-abril) y lo pone al corriente de otros “indicios de la lucha aquí y allá por la libertad en España”: la aparición de Cuadernos en París bajo el patrocinio del Congreso por la Libertad de la Cultura, y la de Ibérica, nacida un año antes en Nueva York y sostenida por norteamericanos “como Norman Thomas y John A. MacKay” (aunque no menciona a su directora, Victoria Kent, vieja conocida de Torre desde sus tiempos de estudiantes universitarios), órganos a los que añade Hispania, la revista de los profesores de español de la que él es associate editor y donde va a crear una sección llamada The Hispanic World donde dará “varias noticias de lo que pasa en España e Hispanoamérica, y en especial los sucesos que tienen que ver con la censura, las limitaciones, etc.”. Un importante capítulo del epistolario que estoy describiendo lo conforman las cartas con los escritores del interior, a las que puede adosarse el conjunto de las que atañen más directamente a empresas, instituciones o personas con capacidad ejecutiva o de gestión dentro del sistema editorial y periodístico. En el primer bloque encontramos a escritores con los que Torre tuvo trato antes de la guerra, como Vicente Aleixandre o Dámaso Alonso, pero tienen más interés algunos de los surgidos o consolidados bajo la dictadura, como Antonio Buero Vallejo, al que publica en Losada y cuya correspondencia va de 1952 a 1969. O con Ángela Figuera [1959-1962], con Juan Eduardo Cirlot [1950-1951], a propósito de su Diccionario de las vanguardias y de su novela Nebiros; con Camilo José Cela [1953-1967], cuya obra narrativa le mereció una alta estima y de cuyos Papeles de Son Armadans
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fue colaborador habitual; o, en fin, con Rafael Santos Torroella, con el que se carteó desde 1949 hasta 1967. Me detendré brevemente en este epistolario, uno de los más extensos y personales. El primer contacto, en octubre de 1949, vino propiciado por Torre, que pidió a Eduardo Westerdahl, sabiéndolo en relación con Santos Torroella en la preparación de la semana de arte de Santillana del Mar, que le escribiera. Torre y Norah Borges habían tenido buena relación con la pintora Ángeles Santos y ese recuerdo grato fue aval suficiente para que Torre deseara entrar en contacto con su hermano en lugar de limitarse a proporcionarle algunas cartas de García Lorca para el epistolario que estaba armando junto a Eduardo Westerdahl, puesto que este, en principio, era el motivo por el que Santos Torroella necesitaba la ayuda de Torre, ayuda que, obviamente, obtuvo. En su primera carta, Torroella le dice que “desde hace mucho le conozco a usted y a su señora a través de mi hermana Ángeles, que me ha hablado siempre mucho y con afecto de ustedes dos” y solo unos meses después le confía que “Ángeles vive en Figueras (Gerona) consagrada casi exclusivamente a su hijo, un pequeño tirano de 14 años. Pinta todavía —retratos principalmente—; pero no es, por su arte, la Ángeles que ustedes conocieron. Sigue siendo un ser ausente de este mundo, triste y resignado, con una beatitud dolorosa para mí”. Lo escribe en la misma carta en la que, antes del verano de 1950, le comunica la publicación y envío de las Cartas a sus amigos en las ediciones Cobalto en las que trabajaban él y su esposa Maite y se lamenta de los sinsabores que le ha causado la preparación del volumen, por ejemplo, la deslealtad de Gregorio Prieto, sobre la que se desahoga: El libro es modesto y breve; pero no por mi voluntad, sobre todo en esto último, sino por las muchas cosas raras que me han sucedido en mis insistentes gestiones por incrementar su volumen. Gregorio Prieto —también amigo mío— ha resultado un pequeño traidor; me prometió aportaciones que, tras indicarle yo el nombre de determinadas personas cuya colaboración me ofrecieron, corrió tras ellas para preparar deprisa y corriendo ese libro que ya ha llegado ahí, sonsacándoles los originales que previamente habían sido puestos a mi disposición. Lo siento de veras, más que nada porque ese libro es suyo, pese a que haya habido
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ahí —como usted dice— quienes lo hayan acogido con plácemes, lejos de esclarecer o de honrar la memoria de Federico, la oscurece y disminuye. Ninguno de los dibujos de Federico que reproduce son así en sus originales. ¿Por qué esos fondos de colorines absurdos? Acaso únicamente para justificar por ellos, mediante el recurso vulgar y económico, de unos clichés de poco precio, el relativamente elevado precio de venta de dicho libro. Por añadidura, Gregorio —que anda desesperado por no haber conseguido la nombradía a la que, como tuvo el descaro de confesarme, se sentía con derecho “como Picasso, Miró o Dalí”— parece no haber pretendido otra cosa que utilizar a Federico como pedestal de su histerismo de afeminado —el de Gregorio, claro está— con súbitas ambiciones de genialidad reconocida. A mí me produce pena todo esto, porque advierto cuán difícil va a ser rescatar a Federico de tantas cosas tan difusas y lamentables. Primero fue aquella tremenda popularidad, que a él se le volvió tan enojosa, arrastrando por cafetines ciudadanos, sobre el lodo de tanto recital y tanta pacotilla sensiblera, sus hermosos romances. Después, el aluvión de comentarios deformadores, de paráfrasis con frustradas intenciones de agudeza crítica, de rememoraciones desorbitadas o dudosamente fieles. Y ahora, por último, este utilizar constantemente el nombre y la memoria de Federico sin otras miras que las de un lucimiento personal, más odioso por lo que tiene de arribista, no importando la gloria auténtica del poeta ni la necesidad de insistir en la injusticia de su bárbaro asesinato, para hacerla más ostensible colaborando dignamente a la persistencia de su nombre.
A vuelta de correo, Torre le envió, dedicados, La aventura y el orden y Tríptico del sacrificio (1948), refiriéndose a la generación de Santos Torroella, la de los que hicieron la guerra. Este, apoyándose en esa alusión, contestó el 12 de julio con una caracterización tan sintética como dramática de su propia biografía, tan representativa de esa generación tronzada como cualquier otra: Me alude usted a mi generación, ¡pobre generación la nuestra! Porque pertenezco precisamente a la que nuestra guerra destrozó y amordazó, a la surgida entre dos fuegos, incipiente cuando comenzaba a manifestarse y tardía —con otra nueva generación de jóvenes lloriqueantes a lo divino, y protegida— cuando de nuevo pudo recuperar su voz, aunque velada. Nací en el 14, con el sino bélico por delante; entré en la universidad —cursé de-
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recho, como usted, y como usted desganadamente (no asistiendo apenas a las aulas de mi Facultad, para irme como oyente, y colaborador en el Seminario de Arte, a las de letras)— con la República. Salí de la universidad para, en Barcelona, incorporarme al frente desde el primer momento. En él pasé toda la guerra, en funciones análogas a las que desempeñó Miguel Hernández. Año y medio de reclusión, y otros tres o cuatro años de apartamiento total en un pueblo de Salamanca, en la raya de Portugal y frente a la patria chica de Guerra Junqueiro: Freixo-da-espada-cinta. Luego, Madrid; y, por último, Barcelona, buscando posibilidades y holgura en una pequeña empresa editorial en la que todo nos lo hacemos mi mujer y yo, a fuerza de entusiasmo, más que de otra cosa. Por este sumarísimo —terrible palabra— currículum vitae juzgará usted, podrá juzgar, de la emoción tan viva que las palabras de sus dedicatorias me han producido.
Aparte de los conjuntos epistolares más o menos homogéneos que he ido señalando, convendría considerar como otro apartado coherente el de la correspondencia de Torre con hispanistas y filólogos tanto en el extranjero —exiliados o no— como del interior. Predominan los primeros, con intercambios extensos en el tiempo como los de Federico de Onís [1940-1962], Homero Serís [1947-1968], Ángel del Río [1948-1962], Concha Zardoya [1949-1966], Juan López Morillas [1965-1970], Francisco López Estrada [1959-1965] o el extraordinario con Ángel Flores [1929-1960], que merecería editarse por separado. Entre los filólogos del interior, tienen interés los diálogos con Guillermo Díaz-Plaja [1950-1970], Manuel González Blanco [1953-1965], Federico Carlos Sainz de Robles [1946-1962], Vicente Cacho Viu [1963-1965], Carlos Bousoño [1957-1960] o Rafael Lapesa [1963-1964], pero descuella por encima de todos el que mantuvo entre 1947 y 1965 con José Manuel Blecua, por el testimonio que ofrecen de la filología en el purgatorio de la que habló José-Carlos Mainer (2003) y, por qué no señalarlo, por la calidez humana que alcanzaron los corresponsales. En sus cartas queda registrada la avidez de noticias y lecturas por ambas partes, una avidez solo satisfecha precariamente y siempre gracias a la solidaridad entre gentes de letras que se reconocen al servicio de la causa de la cultura humanística. No me resisto a reproducir un fragmento de la primera carta de Blecua a Torre el 9 de marzo de 1947:
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Y es el caso que si a alguien tenía deseos de escribirle era a usted. Soy, desde hace muchos años, uno de sus más fieles lectores, y tengo bien a mano desde sus Literaturas europeas de vanguardia a los artículos de El Sol, de tan grata memoria, y alguno citado en una monografía que tengo hecha sobre Jorge Guillén y que algún día publicaré. Muy de cuando en cuando, y desde luego con menos frecuencia de lo que uno quisiera, veo algunos de sus artículos en La Nación. Creo que el último fue uno sobre las Antologías. Si alguna vez le sobran a usted ejemplares dominicales de ese periódico, ya sabe que aquí serán muy bien recibidos. Casi se los pedimos de limosna. He visto que más de una vez aparecen artículos que me interesan profundamente. Le supongo enterado de lo que pasó con su libro [La aventura y el orden]. Eso ha pasado también con la última tragedia de Lorca, La casa de Bernarda Alba. Es peregrino, pero bien triste, tener [que] leer de contrabando. Su libro me interesó profundamente ¡Con cuánta nostalgia leímos los amigos muchas de sus páginas! Ya se lo puede usted imaginar. No he podido ver, en cambio, a pesar de mis esfuerzos, su trabajo sobre Menéndez Pelayo, que he visto citado por muchas partes. ¿Conoce usted el de Laín Entralgo? Si no lo tiene se lo enviaré. Desde luego será para mí un placer enviarle otros libros que usted no tenga. Dígamelo con entera confianza. Aquí se venden muy bien los libros de Losada, como usted ya sabe. En realidad, estamos todos pendientes de lo que se publica ahí y en Méjico, aunque editoriales absurdas se dedican a reimprimir librotes del siglo xix que no pueden interesar más que a gente fosilizada. En cambio no podemos leer otros que nos interesan muchísimo, aunque yo he tenido relativa suerte y en casa de Juan Guerrero hojeo de tarde en tarde, cuando me escapo de esta población a Madrid, libros de poesía. ¿Por qué no hace usted un volumen con las obras de Miguel Hernández? Se vendería muy bien. Creo que aquí —según me dijo Aleixandre— van a publicar una selección.
Por último, como indicaba más arriba, debe prestarse atención a la correspondencia no exclusivamente de gestión que mantuvo Torre con editores, traductores y directores o jefes de redacción de revistas culturales, entre otras cosas porque muchos de ellos fueron los responsables de establecer las directrices ideológicas que determinaban qué y quién convenía que fuese publicado. En este capítulo
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destacan los epistolarios con Carmen Bravo Villasante, extensísimo [1957-1971, 49 cc.], Jorge Campos [1957-1966], Concha Castrovido [1962-1970], Juan Fernández Figueroa [1952-1966], José Luis Cano [1958-1971] (Ródenas 2015), Paulino Garagorri [1963-1970] y el ya citado con Camilo José Cela. Estos cuatro últimos giran en torno a las revistas del interior en las que la presencia de Torre fue más habitual: Índice, Ínsula, Revista de Occidente y Papeles de Son Armadans. Las cartas con José María Castellet [1957-1966] (Vauthier 2021) revelan la dificultad de que el diálogo con los exiliados fecundara a los jóvenes intelectuales crecidos bajo el franquismo y, desdichadamente, poco permeables a la influencia benéfica, o cuando menos correctora, que de aquellos podía haber venido. La labor de estudio de este legado epistolar, que aquí apenas he podido describir a grandes rasgos, contribuirá a definir mejor las dinámicas internas del exilio intelectual, del diálogo dificultoso con la disidencia interior —levísima o robustamente antifranquista— y del mismo sistema cultural de la dictadura.
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Autoridad y autobiografía en las cartas de Ángela Figuera Aymerich a Guillermo 1 de Torre*1 Raquel Fernández Menéndez Universidad de Alcalá
La filia por la firma Tal y como los define Gérard Genette, los “epitextos privados” son mensajes que se sitúan fuera del texto literario, pero que resultan indisociables del mismo “por presentarlo, en el sentido habitual de la palabra, pero también en su sentido más fuerte: por darle presencia,
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Esta investigación se desarrolló con el apoyo de un acuerdo de hospitalidad del Institute for Cultural Inquiry (ICON) de la Facultad de Humanidades de la Universiteit Utrecht durante el segundo semestre del curso 2021/2022. Quisiera asimismo expresar mi agradecimiento a Irene García Chacón, quien me convenció hace ya casi una década de que estudiar epistolarios era una tarea apasionante.
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por asegurar su existencia en el mundo, su ‘recepción’ y su consumación” (2001: 7). Por este motivo, la edición y el estudio de los epistolarios inéditos —incluidos por el crítico en esta categoría— no solo constituye una fuente documental de primer orden para conocer los procesos de gestación de los libros, cartografiar las redes editoriales y ahondar en las ideas literarias de sus autores/as, sino que su análisis interviene directamente en la discusión en torno a los procesos de canonicidad y el concepto de autoridad literaria, asuntos nucleares en la revisión de las contribuciones de las mujeres a la historia cultural, en marcha desde hace ya varias décadas (Biagioli y Kaplan 2015: 7-8). Desde esta perspectiva, resulta evidente que la necesidad de dotar de “presencia” (Genette 2001: 7) a las escritoras a través de sus epistolarios no depende únicamente de una cierta filia por la firma, de una confianza en la autobiografía como única fuente fidedigna para emprender el proceso de recuperación de los textos, sino también de la voluntad de indagar en sus autorrepresentaciones como autoras a la búsqueda de reconocimiento. Siguiendo esta premisa, en las siguientes páginas analizaré las tres cartas dirigidas por Ángela Figuera Aymerich (Bilbao, 1902-Madrid, 1984) a Guillermo de Torre que se conservan a disposición del público en el archivo personal del crítico de la Biblioteca Nacional de España (Figuera Aymerich 1959; 1960; 1962a). Como se comprobará, el estudio de esta correspondencia permite, por un lado, explorar las estrategias seguidas por la poeta para visibilizar su producción en un contexto mayoritariamente masculino y denunciar la desigualdad entre hombres y mujeres en el campo literario, y, por otro, ahondar en sus planteamientos en relación con el papel de la experiencia en el proceso interpretativo y la resistencia a las prácticas de lectura hegemónicas.
El inicio de la correspondencia: Belleza cruel y los nuevos proyectos La primera carta de Ángela Figuera Aymerich conservada en el archivo personal de Guillermo de Torre de la Biblioteca Nacional de
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España está fechada el 14 de noviembre de 1959 y, en ella, la autora le agradece sus palabras sobre Belleza cruel: “todo queda compensado con el hecho y su declaración de que Belleza cruel le ha gustado” (Figuera Aymerich 1959). El inicio de la correspondencia se enmarca, pues, en la excelente acogida del libro, que se había publicado en México un año antes a raíz de la concesión del Premio de Poesía Nueva España, convocado por la Unión de Intelectuales Españoles de este país. Aunque la obra de Ángela Figuera Aymerich había sido progresivamente reconocida en España a lo largo de la década, la publicación de Belleza cruel en una de las capitales culturales del exilio y el apasionado prólogo en el que León Felipe destacaba la producción de la autora junto a la de poetas tan respetados como Dámaso Alonso, Blas de Otero, Gabriel Celaya, José Hierro, Victoriano Crémer, Eugenio de Nora y Leopoldo de Luis, le abrió las puertas del campo literario iberoamericano, en el que De Torre desempeñaba un papel relevante1. En consecuencia, pese a que, según se refleja en esta misma carta, la autora habría coincidido con el crítico unos años antes en la tertulia de la revista Ínsula en Madrid, el éxito de Belleza cruel le permitía partir ahora de una posición más favorable para solicitarle su mediación ante la editorial Losada para publicar o bien una antología, o bien su siguiente libro, titulado Toco la tierra —“Su amabilidad y el recuerdo de nuestros ratos de tertulia en ‘Ínsula’ me animan a exponerle lo siguiente” (Figuera Aymerich 1959)—. Con todo, aunque, desde su llegada a Buenos Aires en 1936, De Torre había colaborado con Gonzalo Losada en distintas iniciativas que cristalizarán en 1938 en la fundación del sello, hacia mediados de la década de los cincuenta, se había distanciado notablemente del proyecto, tanto por la dificultad para compaginar las exigencias del trabajo como director de colecciones con la actividad de profesor universitario, como, posiblemente, 1
Aunque Guillermo de Torre no era estrictamente un exiliado, porque abandonó España recién estallada la Guerra Civil, contribuyó enormemente a la puesta en marcha de redes editoriales entre el interior y el exilio. Fue el artífice de empresas en las que se publicaron obras afectadas por la censura franquista y en sus colecciones dio cabida a la producción de los exiliados/as (Zuleta 1993; Larraz 2016: 60).
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por el surgimiento de ciertas discrepancias con el gestor en lo que atañía a la línea editorial (Larraz 2016: 66-67). Cuando Ángela Figuera Aymerich firma la primera carta conservada en el fondo de la Biblioteca Nacional de España desconoce que De Torre ha dejado de desempeñar un papel relevante en la empresa, en tanto que justifica su ruego señalando que “interviene muy eficazmente en las ediciones Losada” (Figuera Aymerich 1959). Sin embargo, según se recoge en la misiva del 29 de noviembre de 1960, en su respuesta, el crítico le habría sugerido contactar directamente con Gonzalo Losada, lo que parece indicar su desvinculación del proyecto: “tengo tal lío de correspondencia atrasada que no sé si contesté a su amable tarjeta donde me decía que mi Belleza cruel le había gustado y me recomendaba que escribiera a Losada directamente y le enviara mis libros con objeto de ver si se decidía publicar una Antología o unas Obras completas, ya que mi producción no es demasiado voluminosa” (Figuera Aymerich 1960). Aunque la poeta realizó su propuesta al gestor —“he escrito a Losada y le mando mis libros” (Figuera Aymerich 1960)—, ninguno de los volúmenes mencionados se publicará en Losada: Toco la tierra. Letanías aparecerá en la colección Adonáis (Figuera Aymerich 1962b) y la venezolana Lírica Hispana editará una pequeña antología de sus textos en 1961 (Figuera Aymerich 1961). Con todo, no nos importa tanto valorar si Figuera Aymerich se encontraba al corriente de la nueva situación de Losada, como ahondar en los mecanismos empleados en las cartas para presentar su obra ante una figura de la autoridad de Guillermo de Torre, puesto que revelan tanto el complejo anclaje de su producción en el campo literario iberoamericano a finales de los años cincuenta como, paradójicamente, las posibilidades que el género epistolar ofrecía entonces a las escritoras para gestionar su entrada en el sistema editorial.
“En España la mujer es un ‘trapo’”: las amistades masculinas y la reivindicación feminista En 1960, se editan en Losada libros de Gabriel Celaya (Poesía urgente), Blas de Otero (Ángel fieramente humano. Redoble de conciencia y
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Con la inmensa mayoría) y José Hierro (Poesías escogidas), a quienes Ángela Figuera Aymerich se encontraba muy próxima en su concepción de la poesía como herramienta de transformación social, y cuya producción, incluida en los tres casos en la influyente Antología consultada de la joven poesía española (1952), de Francisco Ribes, había adquirido entonces una gran notoriedad. Por ello, no resulta casual que, cuando la autora comunique en 1959 a De Torre su interés por publicar en el sello argentino, opte por reivindicar sus lazos con los escritores mencionados, lo que le permitía integrarse en una nómina que simbolizaba lo más destacado de la poesía escrita en España a mediados de siglo: “cuando [Gonzalo] Losada estuvo en Madrid, también en Ínsula, se ofreció a editar algunas antologías a ciertos compañeros y muy queridos amigos míos: Celaya, Hierro, Blas” (Figuera Aymerich 1959). La proximidad a estos poetas se convierte así en una evidente declaración de intenciones, ya que contribuye a dirigir al receptor hacia una interpretación de la propia obra que privilegia la impronta del realismo social. A este respecto, importa destacar que, aunque a lo largo de los años cincuenta y sesenta la obra de Ángela Figuera Aymerich fue acogida positivamente entre la crítica, por lo general, en las reseñas de sus libros se tendió a elogiar su capacidad para representar aquellas experiencias que, como la maternidad, eran consideradas específicas de las mujeres, lo que dificultó su adscripción a la poesía social de posguerra. Así, según evidencia el prólogo a Veinte poetas españoles (1955), de Rafael Millán —una de las antologías que contribuyó a popularizar esta tendencia estética—, la producción de la autora se tomó frecuentemente como testimonio de que “la poesía escrita por mujeres tiene también representación en nuestra patria” (1955: 12), y, si bien con la publicación de Belleza cruel comenzó a vincularse su trayectoria a la de nombres como Gabriel Celaya o Blas de Otero, aún en 1962, Leopoldo de Luis destacaba, al reseñar Toco la tierra. Letanías, “la emoción maternal de una sensibilidad lírica, proclive casi a la sensiblería si el buen gusto no la frenara” (1962: 327). En consecuencia, cuando Figuera Aymerich se dirige a Guillermo de Torre, era aún habitual que sus textos se interpretaran de acuerdo con ciertos estereotipos de género, lo que explica que, en su epistolario, recurra a
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estrategias de inclusión destinadas a que su obra no se restringiera al ámbito de la llamada poesía femenina. De este modo, en la segunda de las misivas conservadas en el archivo personal de Guillermo de Torre, fechada el 29 de noviembre de 1960, la poeta se referirá de nuevo a la favorable acogida de sus textos entre algunos autorizados escritores españoles como prueba de la calidad del libro que pretende publicar en Losada: tengo, desde la primavera pasada, un libro inédito que no sé (no lo he intentado) si pasaría nuestra censura y como tengo mis dudas, la verdad, antes de intentar otras editoriales de Hispanoamérica donde tengo algún nombre y bastantes amigos y quizá consiguiera verlo impreso, me hace ilusión ofrecerlo a Losada para que formara parte de un posible libro. No por mi propia opinión, sino por la muy valiosa de mis amigos poetas (Aleixandre, Celaya, Gerardo Diego, etc.), ese libro, Toco la tierra, es mejor que Belleza cruel (Figuera Aymerich 1960).
Con el objetivo de avalar la calidad de los nuevos poemas, la autora recurre tanto al buen juicio de los lectores mencionados como a la popularidad de Belleza cruel, volumen del que De Torre ya tiene una opinión favorable —“ese libro, Toco la tierra, es mejor que Belleza cruel”—. En este sentido, no parece casual que no haya en esta misiva referencia alguna a otras escritoras del círculo de la revista Ínsula como Carmen Conde, con quien Figuera Aymerich mantenía una estrecha amistad (Ferris 2007: 545). Aunque la poeta de Cartagena también publicará en la editorial Losada el poemario En un mundo de fugitivos (1960), se evidencia en esta carta la necesidad de demostrar el beneplácito de los colegas varones, puesto que el criterio de Aleixandre, Celaya o Gerardo Diego garantizaría una visibilidad de la obra más allá de los límites de la producción femenina. No obstante, la voluntad de formar parte del círculo de los poetas sociales, expresada en sendas cartas a Guillermo de Torre, no impide que la escritora comunique asimismo los obstáculos para integrarse plenamente como mujer y autora en estas redes editoriales. De hecho, advertirá al crítico de que la desigualdad de género
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constituía un evidente obstáculo para la publicación de su obra al evocar en la primera misiva el ya referido encuentro con Gonzalo Losada: No viéndome directamente aludida, no quise intervenir. Luego me han dicho que hice mal, que el ofrecimiento se nos hizo allí a todos nosotros. No sé. No me van ni me gustan nada los “lloriqueos” feministas. En España la mujer es un “trapo”. La cosa, sin embargo, se va modificando del único modo digno y posible. Con nuestro trabajo en un terreno u otro. Porque la verdad es que, en España, el 90% de las mujeres son idiotas prefabricadas. No es culpa suya. Así las hacen los hombres… y las propias mujeres (Figuera Aymerich 1959).
En este fragmento, la autora admite haber asimilado la situación de desigualdad en su propia conducta al no contemplar que, cuando Gonzalo Losada propone publicar los libros de sus compañeros, también podría estar refiriéndose al suyo. De esta manera, vislumbra que las dificultades a las que han de enfrentarse las escritoras son, de antemano, imperceptibles para ellas mismas, ya que, como señalará unas líneas más adelante, “una mujer que aquí haga algo no encuentra obstáculos tangibles. No hay que quejarse demasiado. Pero sí hay un ambiente pasivo, de olvido, de minimización de un valor, de no tenerla a una en cuenta” (Figuera Aymerich 1959). En cierto modo, la poeta bosqueja aquí lo que Pierre Bourdieu denominará en su teoría sociológica como “violencia simbólica”: una “violencia amortiguada, insensible, e invisible para sus propias víctimas, que se ejerce esencialmente a través de los caminos puramente simbólicos de la comunicación y del conocimiento” (Bourdieu 2000: 12), y que, precisamente por la dificultad para ser percibida, resulta sumamente efectiva para perpetuar la jerarquía entre hombres y mujeres en el campo literario. Si bien el éxito de la comunicación epistolar depende de la complicidad con De Torre, que resulta imprescindible para que la demanda sea exitosa —el rechazo a los “lloriqueos feministas” expresado en el fragmento previo parece destinado justamente a mitigar el efecto de sus palabras ante el crítico, y, así, a no comprometer el reconocimiento
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entre los pares—, se le asigna al destinatario una responsabilidad para paliar esta circunstancia contribuyendo a la publicación de la obra. Por consiguiente, las dos primeras cartas de Ángela Figuera Aymerich conservadas en el fondo de la Biblioteca Nacional de España reflejan una tensión entre la denuncia de las dificultades a las que la poeta se enfrenta como mujer en su entrada en el sistema editorial y una necesaria aceptación de los principios vigentes que resulta imprescindible para que su producción sea reconocida en los círculos literarios de mayor prestigio. Por esta razón, resulta igualmente significativo que, en la misma carta, la poeta se reapropie de la analogía entre maternidad y escritura —como vimos, empleada recurrentemente por la crítica al referirse a su obra— con el objetivo de defender la autonomía de sus textos respecto al juicio ajeno, y, así, su valía en un contexto de enormes obstáculos para las poetas españolas: Soy muy adversa a pedir nada para mi poesía: ni prólogos, ni notas ni ediciones. No creo que sea modestia. Parte descuido, acaso orgullo y más que nada un sentimiento o concepto de que a la obra, como a los hijos, hay que “criarlos” lo mejor que uno pueda: sanos, robustos, aptos… y luego, dejarlos que se las arreglen por sí mismos. Así lo he hecho con mi hijo y con mi poesía. Y no me va mal (Figuera Aymerich 1959).
Figuera Aymerich evoca en estas líneas la “metáfora del parto” (Stanford Friedman 1987), con la que, tradicionalmente, se ha identificado el proceso de composición de los textos, y, particularmente, la escritura femenina. Si bien esta postura implica aceptar una cierta predisposición biológica de las mujeres hacia la maternidad y los cuidados, no cabe duda de que, a su vez, constituye una audaz reivindicación de su papel en el ámbito de la cultura. Según sugiere la analogía empleada en estas líneas, la capacidad reproductiva y de cuidado —históricamente disociada de la capacidad creativa exigida para la literatura (Stanford Friedman 1987, 52)— respalda la obra, y, de hecho, la autora presentará Toco la tierra a De Torre como “hijo, al fin de mis entrañas” (Figuera Aymerich 1959).
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No parecen haberse conservado las respuestas de Guillermo de Torre a estas cartas2, pero contamos con testimonios que evidencian que la correspondencia con Ángela Figuera Aymerich tuvo resonancia en algunos de los ensayos que el crítico dedica a la poesía española en los años sesenta, y, por lo tanto, resulta incuestionable que el intercambio epistolar fue relevante para el reconocimiento de la autora. Así, en 1961, De Torre publica “Contemporary Spanish Poetry”, un artículo incluido en el número monográfico Image of Spain, que el profesor exiliado Ramón Martínez López prepara para la revista Texas Quarterly. El crítico analiza en estas páginas el viraje de la poesía española hacia el compromiso a partir de los años cuarenta, y, siguiendo a León Felipe (1978: 10), destaca a Ángela Figuera Aymerich junto a Gabriel Celaya, Blas de Otero, José Hierro, Eugenio de Nora, Leopoldo de Luis, Victoriano Crémer y Ramón de Garciasol en la senda estética abierta por la publicación de Hijos de la ira (1944), de Dámaso Alonso. Ángela Figuera Aymerich se convertía en la única mujer incluida en una nómina que De Torre consideraba representativa de una “segunda edad de oro” (1961: 55) de la poesía española, y, por lo tanto, se confirmaba la favorable recepción de su obra en el ámbito del hispanismo y del exilio republicano. Teniendo en cuenta que, en las cartas estudiadas, la poeta había tratado de presentar su producción en vínculo con la de los nombres destacados por el crítico, el ensayo resulta revelador de la influencia de los epistolarios en los procesos de elaboración del canon. Por otra parte, este texto merece una especial atención, ya que todo parece apuntar a que la última misiva de la autora conservada en el fondo de la Biblioteca Nacional de España constituye una respuesta a la lectura ofrecida aquí por Guillermo de Torre.
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Si bien en la Biblioteca de Humanidades, Comunicación y Documentación de la Universidad Carlos III de Madrid existe un fondo en el que se alberga la biblioteca personal de Ángela Figuera Aymerich, sus herederos/as me han comunicado que las cartas recibidas no se conservan, y, por ello, no han podido ser donadas al archivo de la escritora.
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El género epistolar y el desarrollo de las ideas literarias El 18 de febrero de 1962, Ángela Figuera Aymerich remite a Guillermo de Torre una carta en la que le agradece haber tenido en cuenta su trayectoria en “su artículo sobre la Poesía española contemporánea” (Figuera Aymerich 1962). Aunque no se hace aquí referencia al título exacto del ensayo, no he podido localizar otro trabajo distinto del editado en Texas Quarterly que responda a las observaciones planteadas por la poeta en este texto. Si bien Figuera Aymerich elogia el rigor documental del ensayo de Guillermo de Torre, reprueba el excesivo empleo de “‘categorías’ o encasillamientos, siempre tan peligrosos y tan sujetos a motivaciones subjetivas” (Figuera Aymerich 1962), y, en efecto, en “Contemporary Spanish Poetry”, el crítico sometía a discusión los sintagmas “poesía desarraigada” y “realista” —popularizados respectivamente por Alonso (1952) y Castellet (1960)—, y abogaba por la utilización del término “poetas del compromiso” (Torre 1961: 72-73) para referirse a la inquietud por la comunicabilidad del mensaje expresada por autores/as como la propia Figuera Aymerich en sus poemas y poéticas. En su respuesta, la escritora señalará que el debate en torno a la poesía de esta etapa no debiera restringirse a la fijación de nomenclaturas y argumentará que sus planteamientos no se limitaban a tratar de responder a las tendencias estéticas en auge: “Los poetas ‘temporales’ o ‘situacionales’ o ‘testimoniales’ que todo eso y otras cosas tan bonitas como esas nos llaman, es muy fácil que muramos con el ‘tiempo’ y con la situación. Bueno. A mí no me da ni frío ni calor. Y confieso que la posteridad me importa un bledo. Yo escribo hoy y para hoy. Mi poesía es mortal para hombres mortales” (Figuera Aymerich 1962a). De estas líneas se deduce que se ha producido un importante cambio respecto a las cartas estudiadas previamente en lo que concierne a la postura adoptada por la autora ante los órganos de reconocimiento, encarnados aquí por De Torre. Mientras que las misivas anteriores evidenciaban una clara inquietud por la aprobación entre algunos de los escritores de mayor prestigio en la España de los años cincuenta, aquí se opta por afirmar la autonomía de la propia obra frente a los debates estéticos en activo. Este cambio hubo de deberse en gran medida al progresivo aislamiento
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de Ángela Figuera Aymerich del ámbito de las tertulias y los círculos editoriales de Madrid tras su traslado a Avilés (Asturias) en 1961 para acompañar a su marido en su nuevo trabajo en la Empresa Nacional Siderúrgica (ENSIDESA) (Zabala Aguirre 1994: 73-74), puesto que, de hecho, tras la aparición de Toco la tierra. Letanías en la colección Adonáis ese mismo año 1962, no publicará ningún nuevo conjunto de poemas a excepción de su producción para el público infantil. No obstante, a pesar de que, como señalé en el apartado previo, la obra de Ángela Figuera Aymerich encontró a menudo un difícil anclaje en la nómina de los poetas sociales, la autora mantiene en esta carta su confianza en las posibilidades del lenguaje poético para la transformación social y retoma los conceptos de “eficacia” y “comunicabilidad” —discutidos en el artículo por De Torre— para demostrar su fidelidad a los mismos al tiempo que expresa su desencanto con unos órganos de reconocimiento que han desestimado su producción: en París, leí mis poemas ante 300 mujeres, la mayoría obreras. No entro en detalles. Nunca me ha halagado y conmovido tanto el éxito como aquella noche. ¡Qué cosas oí! Hubo coloquio. En su ignorancia y su ingenuidad dijeron cosas que para mí han valido y valen más que los elogios del crítico más empingorotado. Otra cosa: He sabido, primero por referencias y visitas de parientes, luego por testimonio escrito y luego por algunos de los interesados que en las cárceles de España mis libros son el pan de cada día. Los leen, los aprenden, los recitan; muchos han aprendido a leer en ellos y hace poco me han mandado de Burgos como homenaje conmovedor, El grito inútil, usado por ellos, con los sellos y firmas oficiales y una cariñosa dedicatoria. “Este libro (dicen) que vivió entre nosotros y compartimos con dolor y amor y agradecimiento”… Ríase Vd. del premio Nobel. Mi poesía ha sido “compartida con amor”. ¿Qué mejor prueba de su comunicabilidad? No habré transformado el mundo. No soy tan ambiciosa. Pero he acompañado y consolado a unos cuantos de mis hermanos, hombres de mi tiempo y de mi España. Créame que ya no me consideraré jamás como fracasada aunque las antologías y los críticos y los catedráticos y la posteridad se olviden de mí (Figuera Aymerich 1962).
Figuera Aymerich recoge aquí dos testimonios del alcance de su poesía entre un público que no pertenece al ámbito especializado en
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el que se incluye el artículo de Guillermo de Torre: el éxito de un recital en París ante un grupo de mujeres obreras y la circulación de sus libros entre los presos españoles. Al referir estas experiencias, propone una lectura de su producción que disiente del enfoque adoptado por el editor, en tanto que legitima puntos de vista que no aparecen reconocidos en los “encasillamientos” en los que se centraba su ensayo. Mientras que De Torre estudiaba la poesía social enmarcándola en la historia de los movimientos estéticos en España, la autora aboga por defender que los textos literarios no deben ser interpretados únicamente a partir de la intertextualidad y el diálogo con la tradición en la que se inscriben, sino que es preciso examinar su repercusión en las vidas de los lectores/as anónimos que se acercan a ellos, una idea que será retomada por la denominada crítica ética a partir de los años ochenta (Nussbaum 2016: 269-270), y que, por consiguiente, revela el carácter pionero de los planteamientos expresados en esta misiva. En este sentido, la carta resulta sumamente significativa en el contexto de la correspondencia, puesto que permite reivindicar la propia obra al margen de la aceptación de la crítica que parecía imprescindible en las anteriores —“Créame que ya no me consideraré jamás como fracasada aunque las antologías y los críticos y los catedráticos y la posteridad se olviden de mí”—. La expresión de las ideas literarias se encuentra aquí estrechamente vinculada con las características retóricas del género epistolar y su conexión con las escrituras del yo, en tanto que la defensa de aquellas prácticas de lectura que difieren de las tendencias interpretativas hegemónicas se sustenta en la creencia en la autobiografía como una fuente legítima de conocimiento. De hecho, a través de la captatio benevolentiae, al comienzo de la carta se reivindica la propia experiencia lectora como una forma de autoridad tan acreditada como el saber del crítico: no es que en eso [su artículo] no sea perfecto, es que nunca podrá serlo sino para aquel que coincida exactamente en sus puntos de vista. Y es evidente que si los datos materiales e históricos son exactos —ahí es donde andan despistados muchos comentaristas de última hora—, las consecuencias que se saquen son de pura apreciación personal y en eso donde alguna vez no estoy yo de acuerdo con Vd. lo cual no quiere decir que mi opinión valga más que la suya. Al contrario. Vd. Tiene un conocimiento y una for-
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Figuera Aymerich reconoce en este fragmento la autoridad de Guillermo de Torre para dotar de valor y sentido a los textos literarios, pero plantea que la interpretación depende de apreciaciones personales definidas por la autobiografía. Por consiguiente, la posibilidad de leer desde los márgenes, brindada por la propia experiencia, legitima una posición “a contracorriente” en relación con las prácticas interpretativas hegemónicas. A este respecto, no cabe duda de que esta carta se enmarca en una tradición epistolar femenina en la cual el espacio autobiográfico permite canalizar el discurso crítico. Frente al ensayo, ámbito en el que desarrolla su propuesta Guillermo de Torre y que demanda una posición de autoridad en relación con los textos, los autores y el público históricamente negada a las mujeres (Waters 2004: 1-3), las cartas privadas han permitido a las autoras tanto cuestionar los modelos de género como llevar a cabo planteamientos alternativos en torno al lugar de la literatura en la sociedad (Torras Francès 1998: 52). Al defender que las prácticas de lectura se encuentran influidas por la propia experiencia, en esta misiva se legitima también la carta privada como espacio para la comunicación de las ideas literarias. No en vano, Figuera Aymerich concluye con una declaración de intenciones sobre el arte epistolar: “Soy tan poco puntual en mi correspondencia que no me atrevo a pedir a nadie que me conteste. Pero sería Vd. un ‘sol’ como dicen las niñas de la calle de Serrano, si me escribiera… sin dejar pasar un año, qué le parece de todo este de[s]hilvanado vagabundeo” (Figuera Aymerich 1962). Es evidente que no solo se demanda aquí una opinión sobre los planteamientos en torno a la poesía española expresados en la misiva, sino también la apertura hacia nuevas perspectivas desde las que aproximarse a los textos. El cruce de fronteras entre el ensayo y la autobiografía que se sugiere al final de esta carta permite llamar la atención sobre una faceta apenas explorada en
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el estudio sobre los epistolarios: la conexión de las escrituras del yo con otros géneros, y, en particular, las posibilidades del análisis de la correspondencia privada de las autoras españolas para recuperar una tradición de pensamiento en torno a la escritura que no ha sido tenida en cuenta al abordar la historia de las ideas literarias. Las reflexiones en torno a la escritura y la lectura transmitidas a través del “deshilvanado vagabundeo” que define a la comunicación epistolar revelan que, al final de su trayectoria, Ángela Figuera Aymerich se presenta ante De Torre independiente ya de la aprobación de sus colegas varones, lo que le permite reclamar su lugar como mujer y autora en el campo literario y proponer una mirada alternativa sobre los textos literarios. Desde esta perspectiva, aunque las tres misivas analizadas están escritas en un corto periodo de tiempo —entre 1959 y 1962—, evidencian la conquista de una identidad autorial por parte de la poeta, que comienza expresando su voluntad de integrarse en los círculos editoriales vinculados con la poesía social y finaliza afirmando la singularidad de su obra y su capacidad para trascender las prácticas interpretativas hegemónicas.
Bibliografía Alonso, Dámaso (1952): Poetas españoles contemporáneos. Madrid: Gredos. Biagioli, Nicole y Marijn S. Kaplan (2015): “Avant-propos”, en Nicole Biagioli y Marijn S. Kaplan (coords.), Le travail du genre à travers les échanges épistolaires des écrivains. Épistolarité et généricité. Paris: L’Harmattan, pp. 7-13. Bourdieu, Pierre (2000): La dominación masculina. Traducción de Joaquín Jordá. Madrid: Anagrama. Castellet, José María (1960): Veinte años de poesía española. Barcelona: Seix Barral. Celaya, Gabriel (1960): Poesía urgente. Buenos Aires: Losada. Felipe, León (1978): “Palabras…”, en Ángela Figuera Aymerich, Belleza cruel. Barcelona: El Bardo, pp. 9-10. Ferris, José Luis (2007): Carmen Conde: vida, pasión y verso de una escritora olvidada. Madrid: Temas de Hoy.
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Figuera Aymerich, Ángela (1959): Carta a Guillermo de Torre, 14 de noviembre. Archivo personal de Guillermo de Torre de la Biblioteca Nacional de España (MSS/22823/9). — (1960): Carta a Guillermo de Torre, 29 de noviembre. Archivo personal de Guillermo de Torre de la Biblioteca Nacional de España (MSS/22823/9). — (1961): Primera antología. Caracas: Lírica Hispana. — (1962a): Carta a Guillermo de Torre, 17 de febrero. Archivo personal de Guillermo de Torre de la Biblioteca Nacional de España (MSS/22823/9). — (1962b): Toco la tierra. Letanías. Madrid: Rialp. Genette, Gérard (2001): Umbrales. Traducción de Susana Lage. Ciudad de México: Siglo XXI. Larraz, Fernando (2016): “Guillermo de Torre y el catálogo de la editorial Losada”, en Kamchatka. Revista de Análisis Cultural, 7, pp. 59-71. Luis, Leopoldo de (1962): “Toco la tierra, de Ángela Figuera Aymerich”, en Papeles de Son Armadans, 76/78, pp. 327-329. Millán, Rafael (1955): Veinte poetas españoles. Madrid: Ágora. Nussbaum, Martha C. (2016): El conocimiento del amor. Ensayos sobre filosofía y literatura. Traducción de Rocío Orsi Portalo y Juana María Inarejos Ortiz. Madrid: Antonio Machado Libros. Stanford Friedman, Susan (1987): “Creativity and the Childbirth Metaphor: Gender Difference in Literary Discourse”, en Feminist Studies, 13/1, pp. 49-81. Torras Francès, Meri (1998): La epístola privada como género: estrategias de construcción. Barcelona: Universitat Autònoma de Barcelona, tesis doctoral. Torre, Guillermo de (1961): “Contemporary Spanish Poetry”, en Texas Quarterly, 4/1, pp. 55-78. Waters, Mary A. (2004): British Women Writers and the Profession of Literary Criticism 1789-1832. New York: Palgrave Macmillan. Zabala Aguirre, José Ramón (1994): Ángela Figuera: una poesía en la encrucijada. Donostia: Universidad de Deusto. Zuleta, Emilia de (1993): Guillermo de Torre entre España y América. Mendoza: Universidad Nacional de Cuyo.
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Las metamorfosis de Eloína. La correspondencia entre Consuelo Berges Rábago y Eloína Ruiz 1 Malasechevarria*1 Carmen de la Guardia Herrero Universidad Autónoma de Madrid
A nadie se le escapa que la identidad a través del tiempo, aquella que los filósofos llaman identidad diacrónica, es quizás uno de los proble-
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Este texto forma parte de una investigación en curso vinculada al proyecto I+D+i (ref.: PID2019-106210GB-100) que estudia una red transnacional de mujeres cuyos nódulos eran Eloína Ruiz y Consuelo Berges. Se han publicado ya dos artículos (véase Guardia 2019; y 2020). La localización y el vaciado de nuevas fuentes documentales en el Archivo personal de Consuelo Berges, en el de Ellis Island y en los Justina Ruiz de Conde Papers de los Wellesley College Archives han permitido profundizar en la compleja figura de Eloína Ruiz Malasechevarria.
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mas clave de las reflexiones sobre el concepto sinuoso de identidad. Desde los escritos aristotélicos centrados en los llamados cambios accidentales (aquellos que son menores y que permiten la permanencia identitaria en las personas y las cosas), o sobre los cambios esenciales (verdaderos terremotos que no preservan la identidad), filósofos y científicos sociales han debatido sobre la permanencia o no, a lo largo del tiempo, de los rasgos que conforman la identidad de las personas y de las cosas (Gallois 2016). La historiadora feminista Joan Wallach Scott también cuestionó la permanencia de la identidad y reflexionó sobre el contenido de los conceptos identitarios. Así en “El eco de la fantasía. La historia y la construcción de la identidad”, centrado en lo que ella denominó identidades ilusorias, Scott reforzó la idea de que las identidades, sobre todo las que se perciben de forma estática, como si el tiempo no existiera y que, además, por estar unidas a “nuestros cuerpos físicos (género y raza) o a nuestras herencias culturales (étnicas, religiosas) […] damos por sentadas”, en realidad están “vinculadas retrospectivamente a esas raíces; no derivan predecible o naturalmente de ellas”. Y aclaraba Scott: “De hecho, la palabra distintiva mujeres hace referencia a tantos sujetos, diferentes […] que la palabra se convierte en una serie de sonidos fragmentados, inteligible sólo para el oyente, quien (al especificar su objeto) está predispuesto a escuchar de una cierta manera”. Así, para Joan W. Scott, “Mujeres adquiere inteligibilidad cuando la historiadora o la activista feminista, a la búsqueda de inspiración en el pasado […]se identifica con lo que ha podido oír. Si la subjetividad históricamente definida, que es la de la identidad, es concebida como un eco, entonces la réplica ya no es un sinónimo adecuado”. Joan Wallach Scott concluía afirmando que la “identidad como un fenómeno continuo, coherente e histórico resulta ser una fantasía, una fantasía que borra las divisiones y las discontinuidades, las ausencias y las diferencias que separan a los sujetos en el tiempo” (Scott 2006: 111-138). Quizás la generación histórica más golpeada por acontecimientos que podrían generar verdaderas alteraciones identitarias y cuyo análisis muestra la fragilidad del concepto identitario fue la de aquellos europeos y americanos que nacieron entre la última década del siglo
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xix y las dos primeras del siglo xx. Autoritarismos, guerras mundiales, guerras civiles, persecuciones de una violencia extrema y pandemias les arrojaron a ellas y a ellos a exilios, migraciones o silencios, desbaratando sus vidas y proyectos. A ese grupo inmenso de personas atravesadas por la historia, pertenecían las mujeres que conocemos como modernas. Mujeres que se habían asociado y luchado por sus derechos para ganar autonomía personal y apropiarse de su destino, en los años veinte y treinta del siglo pasado, obteniendo grandes cambios. Hasta entonces las mujeres nunca habían gozado de ciudadanía plena (Mangini 2001: 114-116). A ellas, a estas mujeres modernas, las hemos evocado, y sobre ellas se han escrito multitud de páginas. Y es comprensible. Saliendo de la dictadura franquista, en donde las mujeres carecían de derechos civiles, buscar referentes y modelos en generaciones anteriores era una necesidad. Desde nuestro presente se percibía a las mujeres modernas como parte de un todo identitario, compacto y constante. Solo en los últimos años han ido apareciendo biografías, ediciones de epistolarios y autobiografías que nos permiten vislumbrar singularidades y diferencias. También nos han acercado a estrategias individuales para que, a pesar de las violencias de los años treinta que, en el mejor de los casos, anularon los derechos civiles y políticos de las mujeres, esa autonomía personal lograda durante los años de la Segunda República pudiera recuperarse1. En este capítulo, a través del examen de una correspondencia extraña y repleta de incógnitas entre dos de estas mujeres modernas, Eloína Ruiz Malasechevarria y Consuelo Berges Rábago, se reflexiona sobre las fracturas identitarias ocasionadas por las duras condiciones políticas y sociales del siglo xx. También se analizan las estrategias de resistencia y supervivencia que estas dos mujeres, como otras muchas, supieron generar. Creemos, además, que este acercamiento a las voces de las corresponsales que impregnan sus cartas ilumina
1 Champourcín/Conde (2007), Camprubí/Palau de Nemes (2009), GonzálezAllende (2014), Cegarra Salcedo/Conde (2018), Conde/Junquera (2021), Conde/Junquera/Romo/Torre (2022).
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espacios en donde las fuentes históricas más tradicionales no pueden penetrar.
“Entre amigas”. Sobre identidades y cartas Entre amigas es el título de la edición de uno de los epistolarios entre mujeres más importantes: el de la de la filósofa Hannah Arendt con la escritora Mary McCarthy (1996). Una correspondencia para muchos esencial en la percepción de la vida intelectual neoyorquina de la segunda mitad del siglo xx. De la misma manera, las cartas entre Eloína Ruiz Malasechevarria y Consuelo Berges Rábago dan mucha luz sobre sus vidas y sus obras, pero también sobre el tejido y la fortaleza de las redes de mujeres de las vanguardias españolas, estadounidenses y latinoamericanas que apoyan estrategias singulares de supervivencia a ambos lados del Atlántico. La correspondencia que conocemos entre Eloína Ruiz y Consuelo Berges se inició el miércoles 19 de julio de 1939, con una carta de Eloína Ruiz a Consuelo, y concluyó el 31 de octubre de 1975, con una misiva de Consuelo Berges Rábago a Eloína. Sin embargo, por otras fuentes, sabemos que la relación epistolar entre estas dos amigas no concluyó en 1975, sino con el fallecimiento de Consuelo Berges en 1988. Tampoco comenzó en el año 1939. Eloína Ruiz Malasechevarria, mientras tuvo una vida itinerante en los años de la Segunda República, de la Guerra Civil y durante los primeros meses de su exilio francés, no conservó cartas ni recuerdos. Tampoco lo hizo tras su jubilación en 1975. En ese momento legó su archivo personal a la institución en donde había desarrollado su brillante carrera profesional: Wellesley College. Además, al jubilarse, tuvo que mudarse. Dejó así la casa que la universidad le proporcionaba como profesora y se trasladó a la de su pareja de los últimos años, la poeta Barbara Bradley. Es Julián Marías quién nos recuerda en Una vida presente. Memorias 2, cómo eran estos alojamientos para la facultad del College. “Nos esperaba la chairman del Departamento de español de Wesllesley College, Justina Ruiz de Conde”, escribía Marías aludiendo a Eloína Ruiz, “mujer inteligente, resuelta, ya muy avezada en el país, mujer de un
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médico militar, Manuel Conde, los dos exiliados”, y continuaba: “Me llevó en su coche a Wellesley, a la que iba a ser nuestra casa que era la de Jorge Guillén (6 Norfolk Terrace), un piso amplio, descuidado, con muebles envejecidos pero convenientes, entre el esplendor magnífico de la vegetación del campus”, concluía Julián Marías (1989: 14). Una vez que Eloína Ruiz, al jubilarse, dejó ese ambiente de las casas de profesores de Wellesley College y se mudó a la residencia de su pareja, decidió deshacerse de numerosos libros y también de la correspondencia no incluida en su donación al College2. Por el contrario, Consuelo Berges nunca ordenó ni tuvo el deseo de conservar su archivo. Las cosas que han permanecido de ella, custodiadas por la Fundación Consuelo Berges, no muestran que hubiera una voluntad previa de perpetuidad. Por ello no es extraño que la mayor parte de las cartas entre estas dos amigas las guardase Eloína Ruiz y que acabaran, con el resto de sus papeles personales, en el Archivo de Wellesley College. Siempre ocurrió lo mismo. Consuelo Berges, a pesar de que ella aludiese a su pereza en contestar cartas, era una corresponsal ejemplar. La amistad entre mujeres fue importante para ella. Cuidó a sus amigas que habitaban en lugares muy dispersos, como muestran las dedicatorias de su biblioteca y también su numerosa correspondencia (Guardia 2019: 32-48). Muchas de sus amigas —Sofía Novoa, Gloria Giner, Victoria Kent, Isabel García Lorca, entre otras—, al igual que Eloína Ruiz, habían partido al exilio voluntario o forzado, sobre todo estadounidense. Otras habían salido de España buscando mayores perspectivas profesionales, como María Oñate, Marina Romero o Manola Sánchez Escamilla. A muchas amigas de sus amigas, sobre todo de Eloína, hispanistas estadounidenses, las recibía Consuelo Berges en Madrid y les ayudaba en sus estancias investigadoras, transformándose en sus corresponsales. Fue el caso de Edith F. Helman, de Ada Coe y de muchas más. Además, Berges conservó sus relaciones argentinas y peruanas de sus años americanos: María Alicia Domínguez, Norah Borges, Alfonsina Storni y Concha Méndez, quién, tras el distanciamiento que se
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produjo después de su matrimonio con Manuel Altolaguirre, reanudó la práctica epistolar con Consuelo Berges, como se aprecia en su archivo personal. También Consuelo Berges conservó su relación con las amigas de juventud españolas: Marcela de Juan, Matilde Marquina, la marquesa de Campo Alange, Concha Espina, Mercedes Saori, Elizabeth Mulder y muchas más. La mayor parte de las cartas que conocemos de estas relaciones epistolares está en los archivos personales de sus amigas y, en algunos casos, como es el del archivo de Elizabeth Mulder, se conservan manuscritas no solo las cartas que Consuelo Berges envió, sino también las que recibió. ¿Se las enviaba Consuelo Berges a sus corresponsales cuando estas decían que querían conservarlas?3. Si fue así, fue todo un acierto, porque ha sido la manera de que llegasen a nuestros días. En el caso de las cartas entre Consuelo Berges Rábago y Eloína Ruiz Malasechevarria lo que se ha conservado está, como ya se ha señalado, en el archivo de Wellesley College. Solo dos misivas de Eloína se han localizado en el archivo de Consuelo Berges. En esta correspondencia son, por lo tanto, mucho más numerosas las cartas escritas por Consuelo Berges a Eloína, ochenta y cinco, que las de Eloína a Consuelo, que son solo nueve. Y estas no sabemos si Consuelo Berges, como ocurrió con la correspondencia de Elisabeth Mulder, se las envió para su custodia a Eloína Ruiz cuando esta le dijo que quería guardar las cartas. O quizás fueran copias de las cartas escritas a máquina por Ruiz Malasechevarria. Pero lo importante es que la correspondencia existe y que estas cartas,
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Archivo de Elisabeth Mulder, Unidad de Estudios Biográficos de la Universidad de Barcelona; Victoria Kent y Louise Crane Papers, Beinecke Rare Books and Manuscript Library; Archivo Gabriela Mistral, Biblioteca Nacional Digital de Chile; Archivo Carmen Conde, Patronato Carmen Conde-Antonio Oliver; Archivo y Biblioteca de Consuelo Berges, Fundación Consuelo Berges; Correspondencia Consuelo Berges, Archivo de Jorge Guillén. Biblioteca Nacional de España; y la correspondencia de Justina Ruiz de Conde con Jorge Guillén, Archivo Jorge Guillén, Biblioteca Nacional de España. El Archivo de Concha Méndez está depositado en la Residencia de Estudiantes. No se me ha permitido su consulta, pero sí conocemos el trabajo de Araceli González Vázquez que reproduce parte de esta correspondencia (2001).
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como ocurre con todos los epistolarios ente amigos, de alguna forma, permiten acercarnos a los historiadores a esos procesos de creación y recreación identitaria tan propios de esta generación de mujeres cuyas vidas fueron atravesadas por los duros acontecimientos del siglo xx. Fue el escritor estadounidense Ralph Waldo Emerson quién relacionó, por primera vez, la escritura epistolar con el proceso identitario. En su protesta por la enajenación a la que había llegado el ser humano durante la primera industrialización en Estados Unidos, afirmó, en 1837, en “American Scholar”, que los estadounidenses “se habían convertido en personas muy ocupadas para escribir cartas” (Emerson 1837). Esa falta de tiempo para la autorreflexión, que para ellos significaba el proceso de escritura epistolar, era una preocupación que imbricaba con el núcleo de las ideas del movimiento trascendentalista en el que Ralph Waldo Emerson junto a Henry David Thoreau participaban. Para los trascendentalistas, como ocurrió con otros movimientos culturales posteriores, el ser humano debía volver hacia sí mismo, tenía que apropiarse de nuevo de su destino. No dejarse llevar y ser consciente de las decisiones que articulaban su vida. “Fui a los bosques porque deseaba vivir deliberadamente, afrontar solo los hechos esenciales de la vida, y saber que podía aprender lo que la vida nos puede enseñar y no quería descubrir, en el momento de la muerte, que no sabía nada de la vida”, escribía Thoreau en Walden (2021: posición 1148). En ese proceso de introspección, de reforzamiento identitario, las escrituras del yo, sobre todo la escritura epistolar, era para ellos esencial. De la misma manera y por las mismas razones, pero situados al otro lado del espejo, para los historiadores cultuales, la riqueza de la carta es inmensa y tan necesaria para su quehacer como las otras narrativas del yo. Para los llamados nuevos historiadores, las cartas suponen muchas veces un ejercicio literario al recrear y crear identidad en quien la escribe —recordemos que es su primer lector— y en quien la recibe (González-Allende 2014: 17). Son acciones introspectivas, como señalaban los filósofos trascendentalistas, tanto como las derivadas del ejercicio autobiográfico o las del escritor de diarios. Y eso fue algo imprescindible y sabido por la generación de mujeres modernas que se iniciaban en el disfrute pleno de la ciudadanía civil y política, y que, por lo tanto, navegaban por los nuevos caminos de la libertad y de la posibilidad de elegir.
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Las cartas personales, cuando nos acercamos a ellas, pueden ser textos tremendamente complejos. Las intertextualidades lo inundan todo. Referencias a cartas anteriores, menciones a obras, personas y hechos históricos presumiblemente conocidas por los corresponsales. Noticias familiares, afectivas, culturales, sociales y políticas llenan las cartas, dando pistas continuas a los historiadores y a los críticos literarios (Guardia 2018: 34). Y también dentro de los sobres, como ocurría en las cartas entre Consuelo Berges y Justina Ruiz de Conde, circulaban más cosas. Cheques, recortes de periódicos, fotos, colectas, dibujos y un sinfín de objetos que señalan también la capacidad solidaria de las misivas, sobre todo entre mujeres tan duramente golpeadas por la historia. En las colecciones epistolares, muchas veces, se guardan, junto a las cartas entre los corresponsales, muchas misivas de otros amigos que se relacionan con el contenido de las cartas. En el caso de la correspondencia de Eloína Ruiz y de Consuelo Berges hay cartas de la condesa de Campo Alange, de Eleanor Sayre, de Jorge Guillén, de Marina Romero y de Carol M. Roehm. También aparecen copias de cartas que ambas escribieron a amigos o editores, como es el caso del poeta y catedrático Dámaso Alonso, entonces también asesor de la editorial Gredos, para resolver asuntos que les concernían a las dos. Hay también copia de breves informes médicos, como los del doctor F. Denette Adams, en donde una de las amigas, en este caso Eloína Ruiz, intentaba tranquilizar a la otra preocupada por alguna dolencia importante del ser querido. Y también dibujos, como el que le hizo Ricardo Fuente a Berges de una caseta de un perrito que representaba el confort y la tranquilidad de Consuelo Berges una vez que las amigas lograron ayudarle económicamente para que comprase su casa de Andrés Mellado 60 y evitar así el desahucio que parecía inminente en el año 19634. Ese año, Consuelo Berges envió a todas las amigas implicadas en ayudarle a comprar su casa (que fueron muchas) ese dibujo con palabras cariñosas y firmado por ella (Guardia 2020: 157-187).
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Carta de Consuelo Berges a Eloína Ruiz, 1 de enero de 1963. Wellesley College Archives, Justina Ruiz de Conde Papers, 3P-Ruiz de Conde; Berges, Consuelo: Letters, Box: 1, Folder: 2.
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Madrid. Eloína Ruiz Malasechevarria “What is Justina? / Who is she?”, se preguntaba la poeta y pareja de Justina Ruiz de Conde, Barbara Bradley, en 1992 en su poema “Multipersona” (Bradley 1992: 11). Esas dudas que plantea Bradley se reproducen en cualquiera que se acerque al estudio de la vida y la obra de Justina Ruiz. En parte se debe al recurso utilizado por la propia Eloína para terminar con periodos difíciles e iniciar nuevas etapas en su vida. Eloína Ruiz, como ya se adelanta en el título de este texto, en cada fase de su vida, siempre distinta —en profesión, lugares de residencia, y muchas veces hasta en afectos— a la anterior, utilizó un nombre diferente, jugando con el orden y las iniciales de su propio nombre legal, e incluyendo también, en algunos casos, el apellido del que fue su único marido: Manuel Conde. Con estos nombres distintos rubricó, en cada etapa, sus escritos académicos o periodísticos y, también, con ellos aparecía en los expedientes administrativos, policiales, judiciales y en los registros de inmigración. Sin la lectura minuciosa de su correspondencia con Consuelo Berges y de algunos expedientes de su archivo personal, creo que habría sido imposible recomponer una vida que, en realidad, fueron, de forma visible, muchas y asombrosamente diversas. El nombre que utilizó en su etapa formativa y en su primera vida profesional como abogada feminista en Madrid fue su nombre legal: Eloína Ruiz Malasechevarria; en su etapa de dirigente, primero del PCE y después del PSUC, que transcurrió durante la Guerra Civil en Barcelona, fue el de Eloína R. Malasechevarria o a veces Malaxechevarria. Alguna vez, además, suprimió la inicial de su primer apellido y firmó con el combativo nombre de Eloína Malasechevarria. Al exilio francés, primero, y estadounidense, después, partió como Justina Ruiz. En su brillante carrera como profesora universitaria en Estados Unidos utilizó, primero, Justina Ruiz y después, una vez que su marido se reunió con ella en Estados Unidos, le añadió su apellido de casada y fue Justina Ruiz de Conde. Este, a pesar de su divorcio en 1962 y de tener desde entonces una compañera, fue su nombre hasta que falleció en el año 2000. Para sus amigas y parejas afectivas esta-
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dounidenses fue siempre Justi. En España, para sus íntimas amigas, como era el caso de Consuelo Berges, siguió siendo la “Elo” revolucionaria e inteligente de sus años juveniles. Así es como aparece en la correspondencia que analizamos, en las cartas que le envió Consuelo Berges y en la forma como ella firmaba las suyas. Elo llamó a su interlocutora Consuelo Berges, Consuelín, Consuelillo, Consuelo o Consuelito dependiendo mucho del tono de la carta. Y su corresponsal firmó siempre como Consuelo o “tu Consuelo”. Muchas veces las dos utilizaban el posesivo: “Mi querida Elo” o “Mi querida Consuelillo”5. En cualquier caso estos apelativos utilizados en todas sus cartas demuestran un inmenso grado de complicidad y de cariño entre ellas. También lo hacen las despedidas: “tu antiquísima”, “un gran abrazo”, “lo que quieras para ti”, “buen anticipo de abrazos”, “abrazos cariñosos” y muchas más. Y la propia forma de fechar y encabezar las cartas, casi siempre original, y que informaba de complicidades entre las dos amigas: “4 de octubre de 1969 (4 de octubre de 1934, Hotel Palace, ¿te acuerdas?)”, encabezaba la carta enviada por Eloína a Consuelo recordando momentos previos importantes para las dos6. O “Domingo de Pascua de 1975 y lloviendo a mares”, era la forma de fechar otra carta de Eloína a Consuelo. También de manera lacónica Consuelo rompía con la frialdad de las fechas: “San Isidro 74” o “Junio 14, tarde, 1974”. Sabemos que las dos amigas se conocieron e intimaron en el Madrid republicano. Consuelo Berges había regresado de Buenos Aires, previo paso por París, junto a su íntima amiga la poeta Concha Méndez, nada más conocer al triunfo de la Segunda República, en 1931, e ilusionada por la nueva etapa que se abría para las mujeres en España, y se instaló en Madrid (Ulacia 2018: 73). Allí ya vivía una comprome-
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Por ejemplo, en la carta enviada el 23 de enero de 1965 por Elo a Consuelo, que se iniciaba con “Mi querida Consuelillo”, o la mandada por Consuelo a Elo en mayo del 60 que comenzaba con “Mi querida Elo”. Wellesley College Archives, Justina Ruiz de Conde Papers, 3P-Ruiz de Conde; Berges, Consuelo: Letters, Box: 1, Folder: 2. Carta de Eloína Ruiz a Consuelo Berges, 4 de octubre de 1969. Wellesley College Archives, Justina Ruiz de Conde Papers, 3P-Ruiz de Conde; Berges, Consuelo: Letters, Box: 1, Folder: 2.
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tida y activista Eloína Ruiz Malasechevarria. Sin embargo, hasta llegar a ese fuerte compromiso republicano que las unió, Consuelo Berges y Eloína Ruiz tuvieron trayectorias y proyectos muy diferentes. También tenían edades distintas. Les separaban diez años. Al proclamarse la Segunda República, Consuelo Berges tenía 32 años (había nacido en 1899); Justina Ruiz, solo 22 (era de 1909). Eloína Ruiz recibió, a diferencia de Consuelo Berges, una educación modélica y reglada que le fue muy útil en sus necesarios cambios profesionales (y alteraciones identitarias) una vez iniciada la guerra y el exilio. Sus padres eran los dos de Burgos y formaban parte de la élite económica local. Su madre, Prudencia Malasechevarria Pardueles, tenía grandes propiedades, como lo demuestran sus declaraciones de Hacienda, y el nombre de su padre, Andrés Ruiz de la Peña, se repetía en periódicos locales como adjudicatario de obras públicas de envergadura7. No sabemos cuándo se trasladó el matrimonio a Madrid, pero sí que allí ya nacieron Justina y el único hermano que alcanzó la edad adulta, José Ruiz Malasechevarria. Los años de niñez de Eloína Ruiz estuvieron repletos de actividades formativas. Su educación estuvo muy cuidada por su madre. Ignoramos el colegio en donde inició Eloína sus estudios, pero sabemos que al matricularse para cursar bachillerato en el madrileño instituto Cardenal Cisneros dominaba ya la lengua francesa. ¿Fue porque en su casa había una institutriz o porque Eloína Ruiz asistió a alguno de los colegios franceses de Madrid, o fueron las dos cosas? En el instituto Cardenal Cisneros, como se aprecia en el currículum vitae conservado en su archivo personal, Eloína Ruiz estudió desde 1922 hasta 19278. Es el mismo instituto en el que estudiaron bachillerato, muchas veces de forma tardía, mujeres modernas como María Teresa León, Victoria Kent o la propia Clara Campoamor9. A Prudencia Malaseche-
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Expediente sobre la contribución general sobre la renta de Prudencia Malasechevarria. Archivo Histórico Nacional, en adelante AHN, Hacienda, 7105, Exp. 142. Ruiz de Conde, Justina, “Curriculum and other professional papers”. Wellesley College Archives, Justina Ruiz de Conde Papers, Box 2, Folder 3. Expedientes del Instituto Cardenal Cisneros, AHN.
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varria, la exigente madre de Eloína Ruiz, no le parecieron suficientes los estudios de francés y bachillerato. No quería que sus hijos perdieran ni un minuto de su precioso tiempo. Así, paralelamente a sus estudios escolares, Eloína inició su formación musical. Desde 1919, es decir, desde que tenía 10 años, estudió música en el Real Conservatorio de Música y Declamación de Madrid obteniendo el título de piano y solfeo en 1931, poco antes de la proclamación de la Segunda República10. Eloína Ruiz optó por la carrera de Derecho y, al licenciarse en 1933, inició su estrecha colaboración con Clara Campoamor (Flecha García 2022: 136). Trabajó en el bufete de la plaza de Santa Ana como pasante y también en sus asociaciones y empresas feministas (Fagoaga y Saavedra 1981: 54). Mientras que, como hemos señalado, la formación de Eloína Ruiz fue reglada y muy completa, no ocurrió lo mismo con la de su amiga Consuelo Berges. Berges, según indican los distintos estudios biográficos que están apareciendo sobre ella, había nacido en Ucieda, Cantabria en 1909 (González Vázquez 2001; Balló 2018; Guardia 2020; Gutiérrez Sebastián 2021). Era hija natural de Belinda Berges Rábago y de Manuel Quirós, miembro de la influyente familia de los Gutiérrez Cueto. A pesar de que su padre la reconoció, como se aprecia en su partida de nacimiento, nunca le dio sus apellidos11. Los primeros años de Consuelo Berges transcurrieron en casa de sus abuelos paternos, los Quirós Gutiérrez y no fue a la escuela. Aprendió a leer y a escribir de manera autodidacta. Solo al fallecer sus abuelos, cuando Consuelo Berges tenía 15 años, y se trasladó con su padre a Santander, comenzó su educación reglada. Ingresó en la Escuela de Magisterio12. En esos años, además de estudiar inició una de sus aficiones que, en determinados momentos de su vida, le proporcionó su única fuente de ingresos, la de periodista. Colaboró en La Región (Balló 2018: 136). Más tarde lo hizo también en El Sol y en otros rotativos.
10 Ruiz de Conde, Justina, “Curriculum and other professional papers”. Wellesley College Archives, Justina Ruiz de Conde Papers, Box 2, Folder 3. 11 Fundación Consuelo Berges, Archivo personal de Consuelo Berges, sin catalogar. 12 Triunfo, 19 de abril 1975, pp. 62-63.
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Su primer trabajo como maestra fue en la Academia Torre, empresa docente iniciada por su prima Matilde de la Torre Gutiérrez en su finca de Cabezón de la Sal. Matilde no tenía el título de magisterio y la colaboración entre las primas permitió la andadura de ese excelente centro de educación. Pero, como muchas veces recordó la propia Consuelo Berges, ella no tenía ni vocación de maestra ni le gustaban los niños. Cuando otra de sus primas, Julia Gutiérrez Cueto, cuyo padre había emigrado a Perú y que acudió a Ucieda a visitar a la familia española, le pidió que le acompañase, Consuelo Berges no lo dudó. Primero se instaló en Arequipa, junto a su familia, escribiendo para periódicos locales y también españoles, y después, cuando su prima regresó de manera provisional a España, inició su gran viaje de formación trasladándose a Buenos Aires a finales de 1928. Esa experiencia fue vital para ella. Llegó a Buenos Aires, como afirmaba la revista Cantabria del Centro Montañés de Buenos Aires, siendo ya un personaje importante13. Más tarde, a finales de 1929, Consuelo Berges llegó a dirigir en Buenos Aires esa revista y la transformó en una publicación de gran calidad, con artículos de muchos de sus contactos. Concha Espina, Víctor de la Serna, Concha Méndez y María Teresa León, entre otros, escribieron en Cantabria14. Además, publicó su primer libro, Escalas, en 1930 en la ciudad porteña. Consuelo Berges siempre reconoció que su trabajo de periodista, de editora y de escritora fue su gran escuela y todo lo que tenía al instalarse en el Madrid republicano, una vez de vuelta de Buenos Aires en 193115. En la correspondencia entre Consuelo Berges y Eloína Ruiz hay nombres que se repiten y que tienen mucho que ver con los efervescentes años madrileños de la Segunda República en los que se conocieron. El que más aparece es el de la abogada y diputada feminista Clara Campoamor. Y es lógico. Las dos amigas, en esos primeros años republicanos, en realidad fueron tres. Tuvieron una gran mentora en
13 Cantabria, VI/64, 31 de diciembre de 1928. 14 Cantabria, VI/66, 28 de febrero de 1929. 15 Correspondencia de Concha Méndez con Consuelo Berges, Fundación Consuelo Berges, Archivo personal de Consuelo Berges.
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Clara Campoamor y estuvieron involucradas en todas sus empresas. Fueron inseparables. Así, Eloína Ruiz fue pasante del bufete que Clara Campoamor abrió en la madrileña plaza de Santa Ana; aparece en las fotos de la prensa que recogió el acto de creación de la Unión Republicana Femenina, en noviembre de 1931, que presidió Clara Campoamor. También vinculado a Campoamor estuvo otros de los compromisos de Eloína: el de la apertura de un consultorio gratuito para mujeres “desvalidas” por parte de la Asociación de Mujeres Universitarias en el que Ruiz trabajó desde 1934 con su amiga, también abogada, Eugenia Hernández Iribarren16. Consuelo Berges, por su parte, contactó con Clara Campoamor nada más regresar de Buenos Aires. “Yo traía una visita para ella y me fui a verla y desde entonces fuimos muy amigas”. Consuelo Berges además se involucró también en la Unión Republicana Femenina, compartiendo militancia con Eloína Ruiz, como vemos por el membrete que utilizó Berges en sus cartas desde 193317. Después, desde su cargo de directora general de Beneficencia, Clara Campoamor medió para que Consuelo encontrase otro trabajo remunerado: el de bibliotecaria en el Archivo de la Junta Provincial de Beneficencia de Madrid. En esos años, además, Clara Campoamor y Consuelo Berges se introdujeron en la masonería. La logia elegida, si hacemos caso a Ortiz Albear, fue “La logia de adopción Amor, de Madrid… su nombre también aparece relacionado con la logia Reivindicación” (Ortiz 2017). De ese periodo de trabajo compartido con Clara Campoamor viene la estrecha amistad entre Consuelo y “Elo” y las dos, a pesar del distanciamiento político que se produjo con Campoamor conforme avanzaba la República, siempre la citaron con cariño en sus cartas. En una de las muchas riñas de Consuelo Berges y Eloína Ruiz plasmadas en su correspondencia, casi siempre, ocasionadas por sentir Consuelo Berges que su amiga Eloína Ruiz no reconocía su trabajo como periodista y traductora, Justina le recordaba la fortaleza de la amistad de
16 “Noticias breves de Madrid”, Heraldo de Madrid, 5 de junio de 1934, p. 9. 17 Correspondencia Carmen Conde-Consuelo Berges, Patronato Carmen Conde Antonio Oliver, Archivo Carmen Conde.
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las dos evocando frases de Clara Campoamor. “En fin, Consuelo, que es vano pelearse por estas cosas. A esta distancia en millas y en años de amistad”, y continuaba Eloína, “Que esta (la amistad) no es para darse disgustos, como creía Clara y tenía razón”. La carta es de finales de 1975, y Clara Campoamor seguía siendo un nexo de la amistad entre las dos18. Ese mismo año, las amigas repetían otras frases de Clara Campoamor en sus cartas. “Como me decía la pobre Clara”, le escribía Eloína Ruiz a Consuelo comentándole el pudor que le daba darle al editor un texto suyo, “Me tengo en poco si me considero, y en mucho si me comparo”19. Conocemos cuando este trío de amigas dejó de trabajar juntas y las razones para hacerlo. Eloína Ruiz quería garantizar su estabilidad laboral y, además, se radicalizó y se fue acercando a los diferentes grupos comunistas. Dejó el bufete de Clara Campoamor a finales de 1933 y comenzó a trabajar como profesora de lenguas modernas en el madrileño instituto Lagasca. También lo hizo en el instituto de Valdepeñas. Poco después y, quizás, a causa de su matrimonio con el médico militar Manuel Conde se instaló en Cataluña, en donde este estaba destinado. También Consuelo se distanció de su mentora y comenzó a aproximarse al grupo fundador de Mujeres Libres en Madrid. En una de las entrevistas que Consuelo concedió a Esther Benítez, explicó las razones: “(Nos) fuimos distanciando poco a poco políticamente: ella no pasaba de republicana anti-clerical: sociológicamente no iba más allá”, afirmaba Berges (1989-1991: 85). Pero de esos momentos vividos en el Madrid republicano con Clara Campoamor les quedó siempre a Berges y a Ruiz un agradecimiento hacia su valedora. Así, intentaron ayudarle en su duro exilio, primero en Suiza, después en Argentina y por último en Suiza otra vez, como muestran sus cartas. “Antes de marcharme tuve otra carta de Clara desde Buenos Aires, ha18 Carta de Justina Ruiz de Conde a Consuelo Berges, 21 de octubre de 1975. Wellesley College Archives, Justina Ruiz de Conde Papers, 3P-Ruiz de Conde; Berges, Consuelo: Letters, Box: 1, Folder: 2. 19 Carta de Justina Ruiz de Conde a Consuelo Berges, Domingo de Pascua de 1975 y lloviendo. Wellesley College Archives, Justina Ruiz de Conde Papers, 3P-Ruiz de Conde; Berges, Consuelo: Letters, Box: 1, Folder: 2.
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blándome del artículo de Julián Marías aparecido en La Nación […] me preguntó por ti”, le comentaba Consuelo Berges a Eloína en su carta del 16 de agosto de 195320. “Otra muestra de la gran libertad y del magnánimo olvido”, afirmaba, crítica con el franquismo, Consuelo Berges a su amiga Eloína Ruiz el 15 de noviembre de 1955: “Clara, que está como sabes en Lausana, había decidido venirse este otoño para quedarse probablemente aquí”, escribía dando cuenta del retorno desde el exilio porteño de Campoamor a Lausana. “A últimos del mes pasado salió con destino a San Sebastián para asistir a la boda de su ahijada”, continuaba su relato Berges. “La ahijada Pilar me llamó una noche desde S. Sebastián para decirme que Clara estaba detenida en Hendaya porque la policía de la frontera no la dejaba pasar fundándose en que hay allí una lista, dada en 1941…”, y finalizaba su duro relato: “(Es cierto) Que desde esa fecha ha estado cuatro veces en España, pero vino por Barajas que no existía como aeródromo de tráfico internacional en esa fecha y por ello no tienen allí la lista”21. El inicio de la radicalización política en Madrid de las dos amigas que las alejó de Campoamor se refleja en otros epistolarios. Así, Eloína Ruiz le escribía, ya muy mayor, para explicar algunas lagunas en su memoria, a su amigo Jorge Guillén: “Un sablazo que me dio en la sien izquierda un policía muy bruto en Madrid […] En una manifestación por la invasión de Abisinia de Mussolini. Parece que ahora podría ser la causa de su mal funcionamiento”, y seguía recordando: “Aquel bestia, inolvidable. Tres días en la cama y en casa ajena para que no se enterara mi familia, asistida por el Doctor Castell, muy importante en la masonería de Madrid, al que recuerdo muy bien”, concluía Justina su carta en 198822.
20 Carta de Consuelo Berges a Justina Ruiz de Conde, 16 de agosto de 1953. Wellesley College Archives, Justina Ruiz de Conde Papers, 3P-Ruiz de Conde; Berges, Consuelo: Letters, Box: 1, Folder: 2. 21 Carta de Consuelo Berges a Ruiz de Conde, 26 de noviembre de 1955. Wellesley College Archives, Justina Ruiz de Conde Papers, 3P-Ruiz de Conde; Berges, Consuelo: Letters, Box: 1, Folder: 2. 22 Carta de Justina Ruiz de Conde a Jorge Guillén y a Irene, 26 de octubre de 1981. Biblioteca Nacional de España, Archivo personal de Jorge Guillén, Correspondencia con Justina Ruiz de Conde.
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Barcelona. Eloína Malasechevarria Los años de la Guerra Civil española, tanto Eloína Ruiz como Consuelo Berges, los pasaron en Barcelona. Ahí Eloína transformó por primera vez su nombre. Desde 1936 y hasta su partida al exilio en 1939, Eloína Ruiz se hizo llamar Eloína Malasechevarria. A veces Eloína R. Malasechevarria. De esa época dura y difícil, en la que las dos amigas residieron en Cataluña, aparecen pocos rastros en su correspondencia, quizás por discreción política. Pero hablan y mucho, en sus cartas, de amigas comunes, de esos años, y lo hacen con cariño. La pareja formada por Mercedes Camaposada Guillén, una de las fundadoras de Mujeres Libres, y por el escultor Baltasar Lobo fueron, como se aprecia en esta correspondencia, amigos de las dos. Coincidieron en Barcelona durante los años de guerra, colaboraron, en el caso de Berges, en la publicación de la revista Mujeres Libres, pero también coincidieron todos, una vez en el exilio, en París. Sabemos que Eloína Ruiz continuó visitando a la pareja en París desde Estados Unidos. También lo hacía Consuelo desde Madrid. Además, cuando Mercedes Camaposada y Lobo visitaban España siempre se alojaban en la casa de Consuelo Berges en la madrileña calle de Andrés Mellado. “Antes, supongo que del 15 al 20 irrumpirán, en esta tu casa, Mercedes y su cónyuge. Mercedes medio repuesta de su décima operación”, les escribía Berges a Eloína Ruiz en 196323. Pero además de estos amigos comunes en la correspondencia surgían personajes y otras acciones que nos hablaban de manera indirecta de la inmensa responsabilidad y poder de Eloína Malasechevarria durante la Guerra Civil española. Por los documentos que conforman su archivo sabemos que trabajó como profesora de francés en Mataró y en el instituto Salmerón de Barcelona. Pero nada se dice de su militancia comunista y feminista. Sin embargo, Eloína tuvo puestos de gran responsabilidad política y
23 Carta de Consuelo Berges a Eloína Ruiz, 8 de agosto de 1963. Wellesley College Archives, Justina Ruiz de Conde Papers, 3P-Ruiz de Conde; Berges, Consuelo: Letters, Box: 1, Folder: 2.
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social en esos años de guerra, que compaginó con la docencia. Fue jefa del Servicio de Clubs y comedores infantiles, y tuvo que conseguir alimentos para más de setenta mil niños en época de carencia. Además, sabemos que Eloína, que ya militaba en el Partido Comunista y era
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Carta de Consuelo Berges a Eloína Ruiz, Madrid 15 de julio, sin año. Wellesley College Archives, Justina Ruiz de Conde Papers. Berges, Consuelo: letters, Box: 1, Folder: 2. Cortesía de Wellesley College Archives.
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miembro del Komintern y de su comité ejecutivo, estuvo vinculada, desde julio de 1936, al PSUC (Berger 2022a: 75). En 1936 la vemos arengando a las mujeres ya como militante del PSUC. En el discurso publicado en Treball, el 30 de julio de 1936, titulado “Dones de Catalunya, escoltau”, invitaba a las mujeres a participar como milicianas en la lucha armada. Pero fue más lejos. El 30 de julio de 1936, dirigidas por Eloína Malasechevarria y por Carmen Julià Puiggròs, se constituían las Milicias Femeninas Antifascistas de Cataluña. Con una organización minuciosa, las Milicias se articularon en distintas secciones y vinculadas a la de guerra se conformó el Batallón Femenino de Cataluña. De esta unidad militar formaban parte mujeres del ERC, de la FAI, de la CNT, de la UGT y del PSUC, unidas por el mismo objetivo: la derrota del fascismo. La primera vez que entraron en combate fue en el frente de Mallorca (Berger 2022b: 92-93). Esa fuerza y poder durante la contienda se refleja en las cartas. En su correspondencia con Consuelo Berges se hace referencia, muchas veces, a La Vale. Para Eloína, La Vale era una segunda madre a la que siempre visitó en sus viajes a Madrid. No sabemos qué relación tenía con esta mujer, pero conociendo la situación holgada de su familia nos inclinamos a pensar que La Vale trabajó en la casa madrileña de los Ruiz Malasechevarria ayudando en la educación o en el cuidado de Eloína. “El otro día me encontré a Isabel, la sobrina de La Vale, en la calle del Arenal me preguntó por ti y me dijo que La Vale está muy bien ¡Pensar que le salvaste la vida hace ya tantos años!”, escribía Consuelo Berges a Eloína recordando los años de guerra24. “He intentado dos veces comunicarme con La Vale. La primera no contestó el teléfono, la segunda contestó una niña con la que no me pude entender”, le contaba a su amiga en otra ocasión Berges25. 24 Consuelo Berges a Eloína Ruiz Malasechevarria, viernes, 7 de febrero, ¿1963? Wellesley College Archives, Justina Ruiz de Conde Papers, 3P-Ruiz de Conde; Berges, Consuelo: Letters, Box: 1, Folder: 2. 25 Consuelo Berges a Justina Ruiz de Conde, 13 de septiembre de 1957. Wellesley College Archives, Justina Ruiz de Conde Papers, 3P-Ruiz de Conde; Berges, Consuelo: Letters, Box: 1, Folder: 2.
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Este compromiso feminista, este activismo, esta ilusión, estos proyectos revolucionarios pronto se quebraron. La guerra se recrudecía para los republicanos y los enfrentamientos entre ellos se radicalizaron. El propio PSUC se rompió en dos y Eloína estuvo en la facción perdedora. Fue acusada de revisionista. Su relación con el comunismo se había roto. Además, la victoria del franquismo se acercaba y gran parte de este grupo de amigas y amigos salieron, de forma dispersa y precipitada, hacia el exilio francés. Así, en 1939, ya con la certeza del triunfo franquista, acompañada por Mercedes Camaposada y de otra amiga, Consuelo Berges formó parte del duro paisaje del éxodo y del exilio hacia la frontera con Francia. La travesía fue dura. Entre confinamientos, escapadas y detenciones, las tres amigas fueron separadas. Consuelo fue llevada a Saint Julien d’Ance, una comuna del Alto Loira. En las fotos conservadas en su archivo personal aparece con los otros nueves españoles refugiados en el mismo lugar. En su caso tuvo la suerte de ser acogida por los maestros del pueblo, el matrimonio Berger, en su casa. Tras un tiempo allí, logró huir a París, aunque estaba indocumentada, y se instaló con sus buenos amigos Baltasar Lobo y Mercedes Camaposada26. También se refugió en París, en los primeros meses de 1939, Eloína Ruiz Malasechevarria, aunque por poco tiempo. Lo hizo sola. Su marido Manuel Conde se quedó en Barcelona hasta el final de la guerra y salió de Alicante hacia Orán.
Justina Ruiz, Justina Ruiz de Conde Cuando la amenaza del nazismo se hizo fuerte, Eloína como la mayoría de los exiliados españoles, intentó salir de Francia. Primero pensó en México, pero al final optó por Estados Unidos. Así, el 6 de junio de 1939, llegaba Justina Ruiz a Ellis Island, en Nueva York, procedente del puerto francés de Le Havre. Lo hacía junto a tres refugiados judío-
26 Colección fotográfica, Fundación Consuelo Berges, Archivo personal de Consuelo Berges.
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alemanes y a un selecto grupo de exiliados españoles. En total los refugiados españoles eran 19 y viajaban en grupos familiares completos, salvo Eloína y Alejo Iraguen-Zabalandikoetxea, que lo hicieron solos. El destartalado barco en el que viajaron era el Champlain. Los integrantes de este grupo fueron una avanzadilla al exilio masivo de españoles hacia América, sobre todo hacia México, y de una manera u otra eran unos privilegiados. La ayuda de Victoria Kent, desde la embajada de España en París, y también de distintas asociaciones de ayuda a los refugiados estuvo detrás de la organización de ese pequeño éxodo27. A diferencia de los otros pasajeros españoles, todos en tránsito hacia México, Justina Ruiz llegaba a Estados Unidos para quedarse. En los papeles de inmigración, depositados en el Museo y Archivo de Ellis Island, Justina Ruiz, figuraba como catedrática, professor, un error que muchos españoles cometen al cumplimentar los formularios de inmigración estadounidenses, cuando quieren en realidad poner solo que son profesores, teachers28. En el caso de Justina Ruiz fue premonitorio. Llegó a ser, como sabemos, catedrática de Wesllesley College, en Massachusetts. Su vida anterior como abogada, feminista, republicana, luego militante del PSUC, y también fundadora de las milicias femeninas, comenzaba a borrarse. Frente a ella se alzaba, como ocurre en todos los exilios, un futuro incierto. Tenía a su llegada a Estados Unidos 29 años. Justina Ruiz, de alguna manera, había contactado con las redes de la inteligencia estadounidense, siempre atentas a los refugiados que habían roto con el comunismo. Así había podido salir de Francia con un visado (visa 102, section 4) que le permitía estudiar y enseñar en Estados Unidos, y en este viaje organizado de forma temprana29. Pero su cambio de residencia fue mucho más que eso. Supuso, de nuevo, un cambio de identidad como refleja su archivo. Desde su en-
27 “List or Manifest of Alien Passangers, SS Champlain. Ellis Island Passenger Search database”, Ellis Island Foundation, en línea (22 de julio de 2021). 28 “Justina Ruiz Malasechevarria, Ellis Island Passenger Search database. Ellis Island Foundation”, en línea (22 de julio de 2021). 29 “Curriculum and other professional papers”, JRCP, Wellesley College Archives.
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trada en Estados Unidos ya nunca utilizó su nombre de abogada y de guerra. Ya no fue nunca más Eloína R. Malasechevarria. Se había convertido en Justina Ruiz; más tarde, iría todavía más lejos al llamarse y rubricar toda su obra como Justina Ruiz de Conde, aprovechando la norma estadounidense de utilizar el apellido del marido, en su caso el médico Manuel Conde. Este, que desde Argelia logró viajar a Francia y desde allí, a Argentina, en 1945, se instaló en Estados Unidos retomando, por algún tiempo, su convivencia con Justina (Conde 1988: 130-131). El grupo de intelectuales y profesores europeos exiliados en Estados Unidos, ya fueran antifascistas italianos, judíos centroeuropeos, luchadores contra el nazismo o antifranquistas españoles, pagaron un precio por lograr trazarse un camino en ese país de acogida. Debieron informar a los servicios secretos estadounidenses cada vez que estos lo requirieron. Muchas veces, además, colaboraron con la propia diplomacia pública encubierta estadounidense. La mayoría de los refugiados europeos en Estados Unidos, como la propia Justina Ruiz, eran ya antiestalinista, por lo que ese “precio por el refugio” no fue del todo costoso (Guardia 2021: 271-276). Existían sinergias entre el anticomunismo de Estados Unidos durante la mayor parte de la Guerra Fría y el de los propios refugiados antiestalinistas. Stalin no había sido clemente con los disidentes comunistas, sobre todo con los trotskistas, pero tampoco con los socialistas, ni con muchos republicanos. Y ellos lo sabían (Coleman 1989). Aunque es cierto que, durante las políticas conspirativas lideradas por el senador Joseph McCarthy, entre 1950 y 1956, muchos exiliados españoles en Estados Unidos sufrieron persecución aunque no fueran prosoviéticos. Como ya hace tiempo nos explicaba Olga Glondys, en algunas empresas de la diplomacia cultural estadounidense, tanto en América Latina como en España, sí se contó con los exiliados españoles en Estados Unidos (2007: 27-51). El caso más conocido es el de los antiguos militantes del POUM, pero hubo muchos más. También colaboraron simpatizantes y militantes de los otros grupos de la izquierda antiestalinista. Todos fueron esenciales para ese tejido cultural trasnacional impulsado, de forma secreta, por Estados Unidos durante la Guerra Fría, realizado a través de seminarios, revistas, traducciones,
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editoriales, exposiciones y asociaciones. Estados Unidos quería impulsar en sus aliados una imagen de flexibilidad, modernidad y diversidad frente a la cultura monolítica y sombría del bloque soviético. Era, como la denominó Frances Stonor Saunders, otra guerra: la Guerra Fría cultural (2001). Estas actividades, organizadas desde el Congreso por la Libertad de la Cultura, con sede en París, estaban financiadas de manera indirecta por la CIA, e incidieron también en España desde la firma de los Pactos de Madrid con Estados Unidos en 1953. Sin embargo la influencia cultural de Estados Unidos fue mayor desde la creación del Comité Español del Congreso por la Libertad de la Cultura, también financiado por la CIA, en 1959 (Glondys 2019: 42). Tanto Consuelo Berges como Justina Ruiz de Conde participaron en muchas de sus actividades, sobre todo en seminarios internacionales celebrados en Madrid, como se refleja en sus cartas y en sus álbumes fotográficos30. Pero volvamos al París de 1939. Allí, Consuelo Berges corrió peor suerte que su amiga Eloína. Intentó, a través de antiguas amigas latinoamericanas salir de Francia, amenazada ya por Hitler, pero no pudo. En la primera carta que conocemos entre Eloína Ruiz y Consuelo Berges, escrita ya por Justina desde Nueva York en 1939, esta animó a su amiga. También le ofreció ayuda para instalarse como ella en Estados Unidos. Justina Ruiz, primero, le contó las bondades de haber logrado salir de Francia, y después, intentó convencer a Consuelo para que huyese de ese París amenazado por el nazismo. “Mi primera reacción al sentirme en un país libre, ha sido hablar español en voz alta. ¡La falta que me hacía!”, escribía Eloína a Consuelo. “Estoy muy bien y muy a gusto… te juro que muchos pobres de aquí gastan más y comen mejor que muchos ricos de Francia (repugnante país esta temporada con nosotros)”, continuaba Justina recordando la dureza de sus meses de exilio parisino. “¿De veras no te animas a venir aquí?
30 Fotografías de Consuelo Berges con otros participantes en el Seminario Internacional Realismo y realidad en la literatura, 14-20 de octubre de 1963, financiado por el Congreso por la Libertad de la Cultura. Archivo personal Consuelo Berges, Fundación Consuelo Berges.
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El nivel de vida es muy alto, es la civilización al alcance de todos. No me canso de ducharme y de fumar cigarrillos de los que nos gustan al precio de los malos de ahí”, le escribía Eloína, desde Estados Unidos, apelando a las carencias en la Francia prebélica. Pero fue más lejos. Ofreció a Consuelo la posibilidad de conseguir, a través de las organizaciones de ayuda a los refugiados españoles, una beca para estudiar “el Siglo de oro en español”31. No tuvo éxito Justina. Consuelo Berges no sentía ninguna atracción por Estados Unidos. Prefería exiliarse en un país de lengua española. Sin embargo, Consuelo Berges no logró partir hacia Latinoamérica, que era su esperanza. Una vez ocupada Francia por el ejército alemán, en junio de 1940, pasó a la clandestinidad y estuvo así tres años. Fue detenida en París el año 1943 por la Gestapo, cuando le pidieron la documentación haciendo cola para obtener unos bonos para zapatos “con suela de madera”. Al estar indocumentada, fue retenida. Primero pensaron que era una refugiada judía y la llevaron a un campo de concentración en Fuenterrabía. De allí, una vez identificada, como española antifranquista, fue deportada a la España de Franco. Ese regreso fue duro y difícil. Parecía esperarle la cárcel, porque la habían condenado, mientras estaba en el exilio parisino, por su vinculación a grupos “disidentes” (Berges 1978: 5-8). El ala más conservadora de su familia, su prima Concha Espina y sus hijos, así como amigas de Madrid que, como muchos vanguardistas se habían implicado con el fascismo, como Matilde Marquina, la ayudaron. Hacerse una vida en España para Consuelo Berges no fue tarea sencilla. Siempre vivió con escasez económica, pero encontró una nueva profesión, la de traductora, que le entusiasmó y en donde se labró un reconocimiento como lo que fue, la mejor traductora y experta en literatura francesa, sobre todo de Stendhal en esa España que se desperezaba culturalmente durante la dictadura franquista. Ella y Marcela de Juan fueron voces diferentes que rescataron, con sus proyectos y traducciones, mundos “olvidados”.
31 Carta de Eloína Ruiz a Consuelo Berges, Nueva York, 8 de julio de 1939. Fundación Consuelo Berges, Archivo personal de Consuelo Berges.
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Pero, además, Consuelo Berges cuidó a sus amigas. Sobre todo a Eloína Ruiz. No solo fue un continuo apoyo afectivo y un ancla en esa identidad cambiante de la ahora Justina Ruiz de Conde, sino que, como se aprecia en esta correspondencia, la carrera académica de Justina Ruiz de Conde se sustentó en una serie de publicaciones realizadas en editoriales españolas, siempre con el inmenso apoyo de Consuelo Berges tanto para encontrar de manera incansable editores como para corregir su obra. Justina Ruiz de Conde, por su inmensa capacidad de trabajo, su buen hacer, y también por este inmenso apoyo de su amiga, tuvo una excelente y reconocida carrera. Tras enseñar en Abbot College y durante los veranos en Middlebury College, y después de obtener un doctorado en Radcliffe College en 1941, llegó a ser catedrática en Wellesley College, como ya se ha señalado, y durante muchos años fue directora del Departamento de Español (Gascón Vera 1992: XIV-XVI). De lo que supuso esta estrecha amistad durante la posguerra española también da cuenta su correspondencia. Las dos plasmaron, además, en sus cartas el inmenso respeto que se tenían. A veces hablaban en clave o solo utilizaban las iniciales de amigos para no comprometerse ni comprometerlos. Fueron de una discreción asombrosa. Respetaron y apoyaron sus relaciones afectivas, muchas veces con otras mujeres, siempre aceptándolas y dedicándoles pocas aunque cariñosas líneas. Alguna vez se detuvieron más, como fue el caso del divorcio de Justina Ruiz de Conde de Manuel Conde, en 1962, del que sí habla Consuelo Berges. “Perdona que haya empezado por lo mío, cuando debía haber comenzado por la noticia casi sensacional de tu divorcio”, escribía Consuelo Berges a su amiga el 28 de marzo de 1962. “Y digo casi porque solo habéis hecho legalizar un hecho de siempre”, reconocía Consuelo: “Entre Manolo y tú había demasiada distancia para que la proximidad matrimonial no fuera un puro artificio”, concluía32. Desde las primeras cartas que conocemos de esta
32 Carta de Consuelo Berges a Eloína Ruiz, 28 de marzo de 1968. Wellesley College Archives, Justina Ruiz de Conde Papers, 3P-Ruiz de Conde; Berges, Consuelo: Letters, Box: 1, Folder: 2.
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relación epistolar y hasta 1962, Consuelo siempre le daba recuerdos para Manolo al final de sus misivas. “Recuerdos a Manolo, y a Margaret Foster y a Edith (Hellman) y a Ada (Coe)”, escribía Consuelo33. A partir de esa fecha siempre los recuerdos fueron para Barbara, la nueva compañera de Eloína. De la misma manera, Justina se interesaba por los afectos de Consuelo Berges. Preguntaba y se preocupaba por todas sus amigas, algunas de ellas comunes. Sabía lo bien que se llevaba con la puertorriqueña Diana Ramírez de Arellano, que estaba realizando estudios de doctorado en Madrid a principios de la década de los cincuenta, como se observa en el archivo fotográfico de Berges34. Pero esa relación se enturbió y Consuelo obtuvo el apoyo cómplice de Justina Ruiz de Conde. Las dos amigas siempre se ayudaron en otros momentos difíciles. Uno de ellos fue, para Justina Ruiz de Conde, su jubilación. “El martes 3 regreso a Wellesley. Es mi último curso. Parece mentira pero así es”, le escribía triste Justina a Consuelo Berges. “Se termina la vida académica para mí. Creo que me voy a sentir muy rara sin tener que ir a clase a las 8:30 de la mañana, sin las tareas de… yo qué sé… siento que se me acerca un gran vacío. Un hoyo en el que voy a caer sin remedio”, continuaba Justina en 197435. Pero, sobre todo, las dos amigas hablaron en sus cartas de la pasión que les unió hasta el final de sus días: la literatura. Consuelo Berges corrigió todos los textos que escribió una ya académica Justina Ruiz de Conde; le buscó editoriales de forma incansable; investigó en archivos para Justina y se alegró de todos sus triunfos. “Voy por la página 30 de la primera parte, y me apresuro a decirte, con la franqueza que me caracteriza, que me parece muy interesante, más de
33 Carta Consuelo Berges a Eloína Ruiz, Mejorada del Campo, 6 de agosto (sin año). Wellesley College Archives, Justina Ruiz de Conde Papers, 3P-Ruiz de Conde; Berges, Consuelo: Letters, Box: 1, Folder: 2. 34 Fundación Consuelo Berges, Archivo personal de Consuelo Berges. Material fotográfico. 35 Carta de Justina Ruiz de Conde a Consuelo Berges, 31 de agosto de 1974. Fundación Consuelo Berges, Archivo personal de Consuelo Berges.
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lo que esperaba. Creo que dentro de la bibliografía sobre Machado esta aportación tuya no solo merece publicarse sino que será de los más valioso y original”, le escribía Consuelo Berges a Justina Ruiz de Conde sobre el manuscrito de Antonio Machado y Guiomar, que pulió y del que corrigió pruebas. También ayudó a que se publicase en la editorial Ínsula a través de su amigo el editor Enrique Canito Barrera en 1964. Es uno de los textos que apuntaló la carrera de Justina Ruiz de Conde en Estados Unidos. A veces iba todavía más allá. Consuelo Berges inició una correspondencia con Jorge Guillén para corregir mejor el texto que sobre Cántico escribió Justina Ruiz de Conde, que tituló El cántico americano de Jorge Guillén. Antología y estudio (1973)36. Por su parte, Justina Ruiz de Conde admiró —y mucho— la labor de traductora de Consuelo Berges, la animó y apoyó en momentos difíciles y de duda. “Me tranquiliza que te haya gustado mi Stendhal […] empiezo a creer que el libro tiene algún valor”, le escribía Berges a Ruiz de Conde sobre los comentarios de Eloína sobre Stendhal: su vida, su mundo, su obra (1962)37. También Justina Ruiz de Conde veló, desde la distancia, por el bienestar económico de su amiga, como se aprecia por la organización de colectas y préstamos. Le ayudó con sus problemas médicos. “Te mandé la medicina cuando pude conseguir la receta. La medicina y el correo. Ya debe de haberte llegado”, le escribía Justina38. Y por supuesto le proporcionó un gran soporte afectivo. El reconocimiento y la necesidad de esta amistad aparece en sus cartas, sobre todo en las de la última etapa de sus vidas. “Hace muchos años tú me dijiste que el silencio, la soledad, y el trabajo eran una gran cura para todos los males ¿Te acuerdas? Y yo que te consideraba y te
36 Biblioteca Nacional de España, Archivo personal de Jorge Guillén, Correspondencia de Consuelo Berges con Jorge Guillén. 37 Consuelo Berges a Justina Ruiz de Conde, 22 de marzo de 1963. Wellesley College Archives, Justina Ruiz de Conde Papers, 3P-Ruiz de Conde; Berges, Consuelo: Letters, Box: 1, Folder: 2. 38 Justina Ruiz de Conde a Consuelo Berges, 31 de agosto de 1974. Fundación Consuelo Berges, Archivo personal de Consuelo Berges.
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sigo considerando la mujer más inteligente del mundo, me lo tomé en serio de verdad”. Y continuaba afirmando Elo en su carta a Consuelo Berges: “Y me has ayudado muchísimo, créeme […] claro que los resultados del trabajo no han sido espectaculares, ni prodigiosos, claro que me moriré sin haber escrito esa gran novela que creí llevaba dentro (y que quizá lo que he hecho es vivirla)”, narraba Elo de forma lúcida. “En todo caso, querida Consuelo, quiero que sepas una vez más […] que tú has sido mi mejor amiga siempre, la que más me ha ayudado en todos los sentidos de la palabra: cuando he estado enferma, cuando he estado triste, cuando he estado desesperada, siempre”. Y reconocía Justina Ruiz de Conde: “Los librejos, los articulillos, las cositas en los diccionarios sobre mí, todo eso ha sido casi, si no todo ello, exclusivamente gracias a ti”39. De la importancia que Consuelo Berges dio a este reconocimiento de su gran amiga es una muestra que esta es la única carta de Eloína Malasechevarria que Consuelo Berges guardó en su casa siempre. Cuando recorremos la vida de Eloína Ruiz Malasechevarria, deteniéndonos en sus cambios de nombre, nos percatamos que son una muestra de sus sucesivas quiebras identitarias. En esos momentos, atravesados por la historia que le tocó vivir, fueron meras estrategias de supervivencia. Es en este contexto donde apreciamos el verdadero valor que tiene esta correspondencia entre amigas. El anclaje con un pasado compartido, el consuelo y apoyo entre Justina Ruiz de Conde y Consuelo Berges, la discreción frente a sus cambios radicales, la ayuda mutua en todas las facetas de sus vidas nos aproxima a estrategias singulares y extremas, pero imprescindibles para estas mujeres modernas. Estos casos singulares, estas identidades quebradas y recreadas que tan bien se vislumbran leyendo estas cartas, son una manifestación de aquello que Joan Wallach Scott nos recordaba. La identidad como un todo coherente, continuo e histórico resulta ser una fantasía que pretende, además, borrar divisiones y diferencias que separan a los sujetos en el tiempo.
39 Justina Ruiz de Conde a Consuelo Berges, 31 de agosto de 1974. Fundación Consuelo Berges, Archivo personal de Consuelo Berges.
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Entre Sur, Realidad y La Torre: las cartas de Francisco Ayala a Eduardo Mallea y Francisco 1 Romero*1 Ximena Venturini Universidad de Salamanca
Este capítulo tiene como objetivo acercarse a las cartas que Francisco Ayala escribió a Eduardo Mallea y Francisco Romero, miembros del denominado Grupo Sur de Argentina, y a tres misivas del segundo de estos al escritor español. Desde el primer momento en que el autor de El cazador en el alba desembarcó en Buenos Aires, pudo contar con el apoyo de ambos colegas. Su amistad con ellos marcaría, personal y profesionalmente, su exilio en Argentina, que se extendió desde 1939 hasta su mudanza a Puerto Rico en 1950, cuando fue contratado como profesor de Sociología en la universidad.
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Agradezco a la Fundación Francisco Ayala, y en especial a Carolina Castillo, su ayuda en mis investigaciones.
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Desde su privilegiada posición como director del suplemento literario del diario La Nación, Mallea acogió las colaboraciones de Ayala en este importante periódico del país austral. Asimismo, fue, junto con Victoria Ocampo, uno de los fundadores de la revista Sur, y estuvo entre los intelectuales que impulsaron la creación Realidad. Revista de Ideas. También miembro del Grupo Sur y compañero de Mallea en dicha publicación, Francisco Romero, filósofo argentino de origen español, sobresale como figura imprescindible en la trayectoria de Ayala. Las misivas sobre las que se basa este trabajo no han sido anteriormente estudiadas, hecha salvedad de las que se cruzaron Ayala y Victoria Ocampo (Emiliozzi 2009). Las cartas con Romero sí han sido recogidas en una antología (2017), pero no analizadas. Hay que lamentar que, debido a las múltiples mudanzas del andaluz, una parte considerable de su epistolario se haya perdido, incluyendo la correspondencia de Mallea. Pese a ello, los documentos que aquí se examinan aportan claves valiosas para entender ciertos aspectos de la condición de escritor de Ayala en toda su complejidad. En estas cartas, el retrato de hombre de su época, de un intelectual comprometido con la sociedad y el tiempo histórico que le tocó vivir, destaca con nitidez. Buscar las huellas textuales del hombre Francisco Ayala nos desvela, además, elementos útiles no solo para acercarnos al campo cultural argentino de la época, sino también para captar el influjo que ejercieron los exiliados españoles en los círculos literarios y artísticos del país austral en un momento decisivo de su historia.
Cartas a Eduardo Mallea Cuando Francisco Ayala se estableció en Buenos Aires, uno de sus grandes y constantes amigos fue el escritor Eduardo Mallea. Amigo de Victoria Ocampo y miembro del Grupo Sur, Mallea era, en 1939, director del suplemento literario del diario La Nación. A los pocos días de su llegada a la nueva ciudad, el granadino comenzó a publicar en este periódico, relación que se extendió más de cincuenta años, hasta 1993 (Emiliozzi 2012). En su Autobiografía(s), Ayala lo recuerda
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con agradecimiento: “A poco de llegar a Buenos Aires fui invitado por Eduardo Mallea, que dirigía el suplemento literario de La Nación, a escribir en sus páginas, cosa que me sorprendió gratamente por inesperada, y que estimé entonces, y seguiré estimando mientras viva, en el más alto grado” (2010: 294). Es importante incidir en el papel que el autor de Cuentos para una inglesa desesperada tenía en el campo cultural argentino de la década de 1940, sobre todo en calidad de editor y escritor de renombre. Igualmente, habría que entender lo importante de su figura también en relación con su influencia en diversas editoriales (De Diego 2006). Era, además, miembro del primer comité editorial de la revista Sur, por lo que pertenecía a “[...] una apreciable trama de relaciones internacionales cultivadas no sólo en función intelectual” (Sarlo 1988: 230). La amistad entre los dos escritores le facilitó al granadino el acceso a lugares de máximo prestigio en la época. Por otra parte, Francisco Ayala continuó siendo su amigo y confidente incluso hasta muchos años después de caer en desgracia en el Grupo Sur. Como ya ha señalado la crítica (Gramuglio 2004, De Diego 2006, Prieto 2006), con el tiempo, la línea editorial de Sur, influenciada por Jorge Luis Borges, fue decantándose hacia un arte menos moralizante, en contraste con la postura del bahiense, más proclive a una reflexión sobre el papel del escritor en la sociedad contemporánea. Según aclara Raquel Macciuci, esta tendencia estaba presente en ambos escritores, siendo seguidores de las tesis orteguianas sobre la distancia entre las élites y las masas (2011: 179). Macciuci anota que la querella entre tales visiones “se inicia más abiertamente a mediados de los cuarenta” (2011: 180) y “queda también de manifiesto en el primer número de Latitud (febrero de 1945). La revista se abre con una encuesta a escritores y los elegidos para iniciar la serie son Mallea y Borges” (2011: 180). Conviene resaltar que Francisco Ayala mantuvo una amistad sincera tanto con Borges como con Mallea, logrando escapar a las cada vez más marcadas diferencias entre estos autores que terminarían llevando al segundo al ostracismo. La brecha entre quien por aquel entonces era un incipiente escritor y otro ya reconocido se terminó de consolidar a finales de los años cuarenta (King 1989).
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La forja de la amistad entre Ayala y Mallea se produjo en el mejor momento creativo del segundo (Vázquez Medel 2006: 32). En el número 65 de Sur, Francisco Ayala le dedicó a su amigo la elogiosa reseña “Mallea: Meditación en la costa”, sobre la novela publicada en 1939. Unos años después, en 1947, el argentino nuevamente invitó a Ayala a participar en un prometedor proyecto: la revista Realidad. También colaboraron otros miembros del Grupo Sur como Guillermo de Torre o Francisco Romero. Pero debido a la presión ejercida por Borges en aras de un arte libre, Sur se dividió. En este contexto, apareció Realidad. Revista de Ideas, que se ha definido “lo mejor de Sur como revista de ideas” (King 1989: 202). Las discrepancias en torno al rol del escritor y un distinto concepto de la escritura propiciaron el nacimiento de este nuevo grupo de intelectuales (Macciuci 2013: 58). Eduardo Mallea, una vez más, ejerció de catalizador de proyectos, reservando un lugar relevante para su amigo granadino. Si bien es cierto que la llamada “operación Realidad” —de la cual se hablará posteriormente— también beneficiaba al bahiense (Macciuci 2013: 58), representó, sin duda, una muestra más del cariño y cercanía que Mallea sentía por el español. Las cartas que aquí se analizan se citan siguiendo las ediciones digitales de la Fundación Francisco Ayala. Son trece misivas remitidas por Ayala a Mallea entre febrero de 1950 y diciembre de 1968 desde San Juan de Puerto Rico o Nueva York, a París o Buenos Aires. De todas, se han seleccionado aquellas donde queda más patente la relación de confianza e intimidad que el granadino mantenía con el argentino. Los temas tratados son diversos: la dura experiencia del escritor trasterrado, el costo de la vida en Estados Unidos y hasta el regreso a España por primera vez desde el inicio de su exilio. De sus palabras trascienden en todo momento los sentimientos de afecto verdadero y agradecimiento sincero de Ayala hacia su amigo argentino, por el apoyo recibido en los momentos de mayor desasosiego del andaluz acerca de su producción literaria o durante la controversia con el periódico La Nación después de la caída del peronismo en Argentina. La primera carta, manuscrita, y con fecha de 11 de febrero de 1950, se envió desde Río Piedras y tiene el membrete de la Universidad de Puerto Rico, institución que contrató a Ayala como profesor
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visitante. Ayala cuenta al amigo cómo le “defendió” ante los reproches de la poeta y profesora puertorriqueña Concha Meléndez —fundadora en la Universidad de Puerto Rico de la primera cátedra de Literatura Hispanoamericana (Ferrer Canales 1995: 231)— por su falta de respuesta: “[…] La consolé diciéndole que eso en ti era una enfermedad crónica conocida en todas las latitudes, pero que yo interpondría mi valiosa influencia para conseguir que le envíes el ensayo en cuestión” (Ayala 1950). Además, Ayala alude a la esperada visita de Ortega y Gasset a la isla en su carta, tanto que José Alberto Buitrago realizó una broma por teléfono haciéndose pasar por un empleado del aeropuerto y comentando que el filósofo estaba por aterrizar. Aunque finalmente la broma terminó descubriéndose, esa noche de manera simbólica los amigos celebraron la presencia de Ortega y Gasset en Puerto Rico (Babín 2018: 220). Posteriormente, menciona la llegada de Luis de Zulueta y Escolano —quien estaba exiliado en Colombia desde 1936, ya que era embajador en el Vaticano cuando se rompieron las relaciones diplomáticas entre España y la Santa Sede (Crespo Pérez 1996:136)—, a quien se refiere jocosamente llamándolo “setentón”. Demostrando su siempre marcado buen humor e ironía, lo describe así: “y me encontré, con gran sorpresa, después de veinte años, que estaba igual: con su pelo negro en forma de cepillo y su aspecto de grajo de película de dibujos” (Ayala 1950). Curiosamente, en la parte final de la carta le dice a Mallea que se apure en escribirle: “[...] no tardes mucho en hacerlo, pues aunque esta gente quisiera retenerme en forma indefinida mi permanencia ya no será muy larga” (Ayala 1950). Sin embargo, como es sabido, el granadino terminó quedándose bastante tiempo más, hasta que tomó posesión de su puesto en Princeton University en 1955. La segunda carta que analizaremos es la enviada por Ayala cinco años después de la anterior, ya desde la ciudad de Nueva York, el 31 de diciembre de 1955. Se trata de un documento mecanografiado, con firma autógrafa y con el membrete de Princeton, a cuyo Departamento de Lenguas Modernas Ayala se había incorporado unos meses antes como profesor de Civilización Hispánica y de Ensayo Moderno, invitado por Vicente Llorens. Aquí el granadino le da las gracias a Mallea por la invitación “oficial” a colaborar en La Nación, y además le
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expresa su gratitud por los muchos años de amistad y la confianza que siempre ha depositado en él. Además, recuerda vivamente todas las oportunidades profesionales que su amigo le dio a lo largo de todo este tiempo y se lo dice como muestra del cariño, respeto y admiración: Acabo de recibir tu carta “oficial” invitándome a colaborar en la nueva fase de La Nación, y la he contestado enseguida en la forma que verás por la copia adjunta. Pero no quiero limitarme a esa respuesta, sino expresarte mi gratitud por el afecto y nunca desmentida amistad que me muestras, y a los que puedes estar seguro que correspondo con creces; pues pasan los años, y tú eres y sigues siendo uno de los pocos seres humanos que para mí cuentan de veras, y cuya ausencia siento, pues la comunicación epistolar es siempre deficiente... y no digamos cuando el corresponsal eres tú, porque entonces es cosa de reírse (Ayala 1955).
Por otra parte, acepta la invitación a participar en La Nación refiriéndose a recientes acontecimientos políticos en Argentina. En septiembre de 1955, se había producido el derrocamiento de Juan Domingo Perón por la autodenominada “Revolución Libertadora”, suceso ante el cual el granadino no tarda en posicionarse. En calidad de exiliado del franquismo, Ayala tenía marcadas diferencias con el peronismo (Núñez 2015), y en esta misiva aprovecha para volver a reivindicarse como demócrata, apoyando lo que él considera un momento de especial interés para el país: “Esta colaboración, voy a emprenderla con cariño y entusiasmo, pues vale la pena luchar por que se restablezca el tono intelectual de Buenos Aires que, tras la pasada experiencia, no puede seguir alimentándose de preciosismos y jugueteos. Si uno puede ayudar en algo, debe de hacerlo” (Ayala 1955). Durante los años del peronismo, se ejerció un cada vez más fuerte control de los medios de comunicación, dando finalmente como resultado un “proceso de concentración, centralización y regulación ideológica” (Arribá 2005: 98). En 1953, por ejemplo, se detiene a Victoria Ocampo. Tal hecho supuso un sismo en la intelectualidad argentina y extranjera, y Ayala y Mallea, que eran íntimos amigos de Ocampo, no quedaron al margen, sino que se vieron sacudidos e indignados por el asunto. La misma Victoria, después de los veintisiete días de arresto en
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la cárcel de mujeres del Buen Pastor en 1953, plasmó su experiencia en dos artículos publicados en Sur en 1955 (Podlubne 2014: 47-48). Asimismo, en esta segunda misiva, el granadino le informa a Mallea del envío de su Historia de macacos, publicada por la editorial Revista de Occidente, en Madrid. Ayala le comenta que quería publicar el volumen de relatos en España, para ver además cómo la censura contestaba a su publicación: “[…] porque deseaba, como al fin lo he hecho, publicarlo en España para experimentar la reacción, que ya por lo que se refiere a la censura no deja de ser curiosa” (Ayala 1955). Siendo un escritor expatriado, Ayala muchas veces se preguntó para quién escribía —para quiénes escribían todos ellos, los exiliados—. En su citadísimo artículo “¿Para quién escribimos nosotros?”, publicado en 1949 en Cuadernos Americanos, el granadino planteó una división dentro de la literatura española del momento. A esta correspondencia con Mallea, hay que añadirle lo que Emiliozzi denominó “altercado o desentendimiento Ayala-Mallea o AyalaLa Nación” (2009: 84). Después de la invitación de Mallea a escribir para La Nación, y gracias a la correspondencia con Victoria Ocampo, se puede comprender la carta que Francisco Ayala envió a Juan S. Valmaggia, el 7 de marzo de 1956. El documento original, remitido al quien era subdirector de La Nación entre 1948 y 1968, se encuentra depositado en la Academia Argentina de Letras en Buenos Aires, pero el contenido es accesible gracias a la edición digital de la Fundación Francisco Ayala (Ayala 1956a). En esta misiva, el granadino devuelve el pago por un artículo que finalmente no se publicó en La Nación, pero sí en Sur. Ayala le había enviado su artículo denominado “El nacionalismo sano, y el otro” y en esta carta restituye el cheque a la vez que se le nota molesto por la actitud del periódico. En carta a Victoria Ocampo del 7 de abril de 1956, Ayala le envía el mismo artículo señalando los motivos por los cuales no puede publicarse en La Nación. En la misma, menciona a Valmaggia, quien sostuvo que “El patrón no desea, en efecto, que en el número dominical se entre en el análisis demasiado directo de la política nacional y menos aún de la más reciente, tan sujeta a contradicciones y polémicas” (Ayala 1956b). Esta respuesta no fue del agrado del granadino, quien acudió a su amiga para publicar en Sur. Ayala confía en Ocampo, la cual finalmente saca
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a la luz este texto en el número de septiembre-octubre de 1956 de su revista bajo el título de “El nacionalismo sano y el otro: la Argentina a la caída de Perón” (Emiliozzi 2009: 84). La última carta en la que Ayala vuelve a dialogar con su amigo no solo acerca de su producción literaria, sino también de sus artículos, es la enviada el 22 de julio de 1957. Aquí ahonda sobre el delicado momento político de Argentina y el papel que La Nación estaba cumpliendo, todavía visiblemente molesto por el anterior rechazo: Si yo fuera quien tuviera a mi cargo el diario, no temería tanto el publicar cosas vivas, aunque de vez en cuando fueran disparatadas, pues el disparate es un riesgo que vale la pena de correr, mejor que sucumbir a la arterioesclerosis. El país está en momentos muy delicados, y yo sigo siendo enormemente optimista a juzgar por lo que veo, oigo y me escriben, no obstante reflejar todas las cartas desconcierto y preocupación grandes. Las ilusiones fáciles del comienzo no podían durar mucho, y es bueno que se hayan desvanecido y que la gente tenga que roer la desagradable realidad, única manera de que llegue a ser un poco menos desagradable, y como quiera sirva de alimento, ya que las ilusiones alimentan menos que los mendrugos duros (Ayala 1957).
Una vez más, en sus palabras quedan patentes su sagacidad y valentía. Aun extranjero y exiliado en Argentina, Ayala sí se animó a involucrarse de manera directa y fue sincero con sus ideales democráticos. Es remarcable que, incluso desde la lejanía, siempre pensó y sintió como suyo el país que lo había acogido, y llegó hasta comentar sobre su situación política. No muchos intelectuales extranjeros que se habían refugiado en Argentina se animaron a decir lo que pensaban, en tiempos tan convulsos para la nación. Seguramente, al enviar la carta desde su residencia en Puerto Rico, gozaba de una situación más favorable para poder expresarse. En carta enviada a Mallea desde Nueva York el 17 de mayo de 1959, Ayala pregunta por una cuestión que se planteaba desde hace años: Quisiera saber qué estás escribiendo ahora. Desde luego, la pregunta de para qué y para quien está más que justificada, y yo también, cómo
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no, me la he hecho y me la sigo haciendo; y me la he contestado en forma negativa: para nada y para nadie; pero... uno sigue escribiendo. ¿Entonces? Bueno, es que uno sigue viviendo, y vivir es seguir siendo quien se es. ¿Para qué vive uno? (Ayala 1959a).
También en la última carta a Mallea, redactada en Nueva York con fecha de 30 de diciembre 1968, Ayala le habla de su complicada situación actual, entre las clases y las demás obligaciones académicas: “[...] pues por mi parte yo estoy en un momento de gran desconcierto y en una ebullición interior que quizá dé algo de sí, pero que temo pueda no ser en modo alguno creadora” (Ayala 1968). Sus múltiples viajes, además, no le permitían dedicar todo el tiempo que hubiese querido a su producción literaria. Respecto a este constante ajetreo, afirma que: “[...] Tanto viajar es quizá (y fíjate cuánto repito esta palabra) el síntoma de la inquietud en que, espiritualmente, me encuentro” (Ayala 1968). Su vinculación profesional con numerosas universidades norteamericanas, si bien necesaria para su sostén económico, no dejaba de representar una durísima carga de trabajo para él.
La correspondencia entre Francisco Ayala y Francisco Romero Otra de las amistades fundamentales que Francisco Ayala cultivó durante su exilio en Buenos Aires fue la de Francisco Romero. Perteneciente al Grupo Sur y bajo la estela orteguiana, Romero compartía con Ayala los vínculos intelectuales de la revista de Victoria Ocampo, así como los de la Revista de Occidente. Asimismo, ambos mantenían lazos con la Editorial Losada, fundada en 1938 por el español Gonzalo Losada Benítez. Tal enfoque, además, resulta útil para entender cómo exiliados republicanos se adaptaron y se dejaron influenciar por los intelectuales porteños de mediados del siglo pasado y, a su vez, para estudiar cómo el campo cultural argentino se benefició de la presencia de ellos. Cuando Ayala llegó a Argentina, Romero era ya un respetado filósofo. Ejercía de profesor en la Facultad de Filosofía y Letras de la
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Universidad de Buenos Aires desde 1928, y, a partir del año siguiente, de la Universidad de La Plata. No fue casualidad, por lo tanto, que Francisco Romero fuera el director de la revista Realidad, ideada por Eduardo Mallea. Por otra parte, se le suma a esta empresa la inmejorable ayuda económica aportada por Carmen Rodríguez Larreta de Gándara, a quien Ayala por pedido de Mallea le había reseñado un libro. Todos estos factores animaron al granadino a aceptar el reto y participar en la revista, aunque sin ser formalmente el director de la misma, puesto que quería que fuera un argentino el encargado (Macciuci 2013: 58). Ayala y Lorenzo Luzuriaga se convirtieron en los responsables de llevar adelante la publicación, en la que Francisco Romero figuraba como director. Realidad. Revista de Ideas, activa entre enero de 1947 y diciembre de 1949 en Buenos Aires, fue una de las revistas más importantes de la cultura hispánica de su época. Aunque Ayala y Lorenzo Luzuriaga asumieron la responsabilidad editorial, Romero participó en todo momento y de manera activa en las reuniones del Consejo de Redacción, y dio a conocer la publicación a sus alumnos y conocidos (Castillo 2013: 216). Ayala deseaba evitar problemas siendo extranjero, por lo que propuso a Francisco Romero para el puesto de director. El granadino explica en sus memorias que nunca pretendieron ser rivales de Sur, siendo su intención más bien la de darle a Realidad “un sesgo marcadamente ensayístico y crítico, excluyendo de sus páginas los textos de pura invención poética, verso o prosa, que predominaban en las páginas de Sur” (Ayala 2010: 373). No obstante, si bien no fue una rival directa de Sur, sí cabría entender Realidad como una “rama fuertemente especulativa de los comienzos de Sur, que se autonomizó en el momento en que dentro de la revista se acentuaba el cuestionamiento a la orientación ensayística” (Macciuci 2011: 182). Realidad fue, a todas luces, un lugar abierto de encuentro y libertad de pensamiento en el que encontraron cabida los intelectuales más relevantes de la época. De esta correspondencia, se conservan ocho cartas, cinco escritas por Ayala y tres por Romero. Se enviaron entre 1953 y 1959, periodo en que el primero se encontraba en la Universidad de Puerto Rico y posteriormente en la ciudad de Nueva York. Los originales de estos documentos están en el archivo de la familia Romero en Argentina y
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se incluyen en la antología del epistolario de Romero publicada hace unos años (Romero 2017: 67-71). Para esta investigación se consultaron las copias digitales en la Fundación Francisco Ayala y se citan por las transcripciones fácilmente accesibles que hay en su página web. Estos escritos reflejan el cariño, la camaradería y el mutuo respeto que había entre ellos. Los temas de las cartas son principalmente de trabajo, sin faltar referencias a las tensiones económicas y políticas del momento en el país, junto a otros asuntos de índole más personal, mediante los cuales expresaba afecto y recordaba su paso por Buenos Aires. La tensión que había en esos años en el campo cultural argentino con el peronismo es fundamental para entender estas misivas. Ayala ya estaba fuera del país y, probablemente, no solo por una cuestión política, sino también económica. A partir de 1949, Argentina entró en crisis, que se prolongó por alrededor de tres años y que estuvo marcado por la caída de la producción, sobre todo agropecuaria (Rapoport y Spiguel 1994: 44-55). En sus memorias, Ayala explicó que, luego de pasar por Puerto Rico, la Universidad allí le propuso alargar su estancia y decidió quedarse. Dado que le darían poco dinero por las conferencias, lo invitaron a ser profesor un semestre. Ese sueldo le permitiría volver a Europa antes de regresar a Argentina. Finalmente, el país caribeño le ofrecería mucho más: “Mal podía yo imaginar que aquello, lejos de implicar un sacrificio, iniciaría una etapa muy agradable y fecunda de mi vida” (Ayala 2010: 382). Si José Medina Echavarría fue quien lo invitó, a finales de 1949, a la Universidad de Puerto Rico, el que finalmente le gestionó la plaza de profesor fue otro español, Segundo Serrano Poncela. La revista La Torre es una de las principales razones por las que escribe constantemente a Romero. Esta revista no tardará en situarse entre las imprescindibles e históricas de la época. Ya desde la primera carta que le envía al filósofo, fechada el 22 de enero de 1953, Ayala lo invita a participar. En esta misiva, lo felicita fervorosamente por la publicación de su Teoría del hombre. El ejemplar había llegado a sus manos prestado, por lo que le confiesa con ironía que le gustaría tener uno propio, aun sabiendo el precio que tendría que pagar: “y si el ínclito y nunca bien ponderado Losada no quiere darlo, tendré mucho gusto en remitirle el importe para que lo sume al pedido” (Ayala
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1953a). El ejemplar en cuestión le había llegado a través de su discípulo Adolfo P. Carpio quien trabajaba con Ayala. En esta carta, en la que también menciona al hermano, el gran historiador argentino José Luis Romero, añora tener el libro para unirlo a “[...] lo que llamaría mi biblioteca, si no fuera porque los viajes y cambios de residencia me imponen una dispersión lamentable; en todo caso, tenerlo conmigo” (Ayala 1953a). Aquí el deseo de una vida probablemente más rutinaria y menos nómada se hace presente. Por otro lado, un cambio interesante que se advierte, respecto al Francisco Ayala que residía en Argentina, es no solo lo bien recibido que fue en Puerto Rico en los círculos intelectuales sino también en lo fácil que fue para él acceder a la universidad. Si bien Ayala en Argentina pudo ser profesor universitario de Sociología en la Facultad de Ciencias Jurídicas y Sociales de la Universidad Nacional del Litoral, en la ciudad de Santa Fe, no lo fue nunca en la Universidad de Buenos Aires, por ejemplo. En esta misiva le cuenta todos los nuevos proyectos en los que está embarcado, entre otros, su nuevo puesto como director de publicaciones de la universidad, donde se encargará de la creación de la Biblioteca de Cultura Básica en colaboración con la editorial Revista de Occidente. Y aprovecha para pedirle una colaboración para La Torre. Tras darle detalles sobre un viaje a México, le comenta que estuvo con su familia en Nueva York, donde su única hija, Nina, estaba estudiando Arquitectura. Le pregunta por sus hijos, delatando una vez más su nostalgia de su etapa en Buenos Aires: “Yo siempre tengo ganas y hasta propósitos de darme una vuelta por Buenos Aires; pero no sé cuándo será, ya que el gasto es demasiado grande para incurrir en él sin un pretexto plausible” (Ayala 1953a). Cabe destacar el cariño, la camaradería y la cercanía de estas cartas. Ayala se dirige a su amigo comentándole sus aventuras, sus trabajos y sus sueños en la isla donde, de a poco, todo parece salirle como él quiere —la cátedra, la hija estudiando en Nueva York, el dinero para poder volver a Europa—. En la segunda carta, fechada el 26 de septiembre de 1953, insiste una vez más al amigo para que participe en su empresa editorial, pidiéndole que, por lo menos, escriba el estudio preliminar a la Crítica de la razón pura de Immanuel Kant. Como se verá en las siguientes
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misivas, finalmente Romero terminará redactando este texto. Hace también referencia al tercer y cuarto número de La Torre y a sus actividades en las Naciones Unidas como traductor, que solo le dieron dinero, pero no muchas alegrías: “[...] el trabajo no deja más satisfacción que la del cheque a fin de mes [...]” (Ayala 1953b). En la tercera, con fecha del 12 de octubre de 1953, le invita nuevamente a escribir el prólogo a la edición kantiana, y trata algunas cuestiones editoriales, relativas, por ejemplo, a La Torre y a la Editorial Columba. Además, le pide que felicite a su hermano José Luis Romero por Imago Mundi (Revista de Historia de la Cultura), la publicación que salió el primero de septiembre de 1953 en Buenos Aires. Es una carta calurosa, pero escrita con la aprensión del trabajo que, seguramente, lo acosaba. Se despide con muchos saludos afectuosos y un abrazo con su firma autógrafa. La cuarta misiva se escribió en Nueva York el 29 de octubre de 1953. En ella, Ayala trata temas económicos, comentando que ha podido conseguir una remuneración para su amigo, por el prólogo al libro de Kant, que se editó con traducción de José del Perojo y José Rovira Armengol y que, posteriormente, volvió a ver la luz por Losada en Buenos Aires. Con la quinta y última carta, del 26 de septiembre de 1959, el granadino aprovecha para informarle de su nuevo puesto de profesor en Bryn Mawr College y, a la vez, felicita a Romero por el discurso que dio en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires, calificándolo de esta manera: “[...] ha sido como un rato de charla con usted” (Ayala 1959d). En estas líneas, trasciende la imagen de un Ayala tranquilo y con un ánimo más fortalecido. En definitiva, el granadino en sus misivas a Romero habla de sus proyectos editoriales en Puerto Rico, menciona otras experiencias profesionales, como su paso como traductor de las Naciones Unidas, y, por último, informa de las novedades en su trayectoria académica, en calidad de profesor en prestigiosas universidades de Estados Unidos. En sus memorias, a menudo Ayala hace hincapié en su deseo de volver a la cátedra y de lograr una estabilidad económica que le permita vivir cómodamente y viajar con su familia. En los documentos que aquí se analizan, salta a la vista que ese sueño se cumple. Cabe reiterar, además, el evidente aprecio que Ayala profe-
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saba a Romero, concretado en las formas de un sincero cariño, una confianza intelectual y un gran respeto por su antiguo compañero de revista. Igualmente, en el archivo de Francisco Romero, se conservan copias de tres cartas escritas por este al andaluz. La primera está fechada el 10 de febrero de 1953 y el argentino se la envía a Ayala cuando este se encuentra en la Universidad de Puerto Rico. Le comenta un poco sobre su Teoría del hombre, publicada en Buenos Aires por la Editorial Losada en 1952, y menciona la idea de crear una editorial universitaria. A causa de sus desavenencias con el peronismo, Romero había renunciado a sus cátedras. Para poder subsistir y proveer para su familia, el filósofo dependía de su pluma, aunque ello en ocasiones suponía era un notable esfuerzo: “[...] ahora el escribir es mi única ocupación remunerativa, y he aceptado compromisos editoriales que me ocuparán muchos meses, porque yo escribo despacio” (Romero 1953a). En esta misiva también le informa a Ayala de que las clases del reputado Colegio Libre de Estudios Superiores estaban suspendidas. El español había sido profesor de esta institución en 1946. En relación con el Grupo Sur, en su carta fechada el 10 de noviembre de 1953 el argentino le comenta que “[...] Anoche, después de una reunión en Sur (estamos deliberando sobre el Gran Premio de la SADE), lo recordamos a usted afectuosamente con los amigos Borges y Mallea. Le transmito sus recuerdos” (Romero 1953b). “SADE” es la sigla utilizada para referirse a la Sociedad Argentina de Escritores. En esta misiva también comentan cuestiones de trabajo y de salud, y se despiden afectuosamente. Estas pocas líneas confirman la importancia de las relaciones de amistad que Ayala construyó con el Grupo Sur, que terminó sobreponiéndose incluso a las rivalidades entre sus miembros. El granadino supo intervenir en las tensiones estéticas y políticas de dicho grupo y salir airoso. Aunque nunca dejó de ser amigo íntimo de Borges, el cual elogió en Sur “El Hechizado” como uno de los cuentos más memorables de la literatura hispánica (Borges 1944), siempre siguió agradeciendo y recordando a quien fue, en cierta manera, su mecenas literario, Eduardo Mallea. En la tercera, nuevamente le comenta sobre publicar en La Torre, y le habla sobre
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su situación de salud y familiar, demostrando su cercanía y cariño (Romero 1954). La correspondencia analizada en este capítulo revela que la relación de Ayala con el Grupo Sur fue mucho más compleja de lo que se podría pensar en un primero momento. También fue muy decisiva para la obra y trayectoria de Francisco Ayala. De ninguna manera, se puede solo circunscribir a su relación con Borges, aun cuando les unía una gran amistad que duró hasta la muerte de este. Seguir estudiando epistolarios semejantes a los aquí comentados dará nuevas claves de la relación de Francisco Ayala y este destacadísimo conjunto de escritores e intelectuales argentinos.
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— (1955): Carta a Eduardo Mallea. Nueva York, 31 de diciembre. Mecanografiada. Fundación Francisco Ayala, en https://www.ffayala.es/epistolario/carta/972/. — (1956a): Carta a Juan S. Valmaggia. Río Piedras, 7 de marzo. Mecanografiada. Fundación Francisco Ayala, en https://www.ffayala. es/epistolario/carta/300/. — (1956b): Carta a Victoria Ocampo. Río Piedras, 7 de abril. Mecanografiada. Fundación Francisco Ayala, en https://www.ffayala.es/ epistolario/carta/292/. — (1957): Carta a Eduardo Mallea. Río Piedras, 22 de julio. Mecanografiada. Fundación Francisco Ayala, en https://www.ffayala.es/ epistolario/carta/974/. — (1959a): Carta a Eduardo Mallea. Nueva York, 17 de mayo. Mecanografiada. Fundación Francisco Ayala, en https://www.ffayala. es/epistolario/carta/976/. — (1959b): Carta a Francisco Romero. Nueva York, 26 de septiembre. Mecanografiada. Fundación Francisco Ayala, en https://www. ffayala.es/epistolario/carta/326/. — (1968c): Carta a Eduardo Mallea. Nueva York, 30 de diciembre. Mecanografiada. Fundación Francisco Ayala, en https://www.ffayala.es/epistolario/carta/983/. — (2010): Autobiografía(s). Barcelona: Galaxia Gutenberg. Babín, María Teresa (2018): “Presencia de Ortega y Gasset en Puerto Rico”, en Centro de Estudios Orteguianos, 37, pp. 211-222. Borges, Jorge Luis (1944). “Francisco Ayala: El Hechizado”, en Sur, XIV, 122, pp. 58-59. Castillo Ferrer, Carolina (2013): “Lo mejor se alía como siempre. Realidad en la correspondencia de sus colaboradores”, en Carolina Castillo Ferrer y Milena Rodríguez Gutiérrez (eds.), Diez ensayos sobre Realidad. Revista de Ideas (Buenos Aires, 1947-1949). Granada: Universidad de Granada, pp. 207-251. Canales, José Ferrer (1995): “Evocación de Concha Meléndez”, en Revista de Estudios Hispánicos, 22, 1, pp. 231-235. Crespo Pérez, María del Carmen (1996): “Luis de Zulueta, político y pedagogo”, en Revista Complutense de Educación, 7 (1), pp. 131-150.
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— (1953b): Carta a Francisco Ayala. Buenos Aires, 10 de noviembre. Mecanografiada. Fundación Francisco Ayala, en https://www.ffayala.es/epistolario/carta/984/ — (1954): Carta a Francisco Ayala. Buenos Aires, 3 de octubre. Mecanografiada. Fundación Francisco Ayala, de en https://www.ffayala.es/epistolario/carta/325/ — (2017): Epistolario (Selección). Edición de Clara Alicia Jalif de Bertranou. Introducción de Juan Carlos Torchia Estrada. Buenos Aires: Corregidor, 2017. Sarlo, Beatriz (1988): Una modernidad periférica: Buenos Aires 19201939. Buenos Aires: Nueva Visión. Sigal, Silvia (1991): Intelectuales y poder en la década del sesenta. Buenos Aires: Puntosur. Vázquez Medel, Manuel Ángel (2006): “Del Genil al Río de la Plata. Claves de la etapa argentina Francisco Ayala”, en Antonio Sánchez Trigueros, Antonio y Manuel Ángel Vázquez Medel (eds.), Francisco Ayala y América. Sevilla: Alfar, pp. 27-38. Venturini, María Ximena (2020): “Una historia emocional: Francisco Ayala y su epistolario porteño”, en Gramma, 10, pp. 1-13.
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“El catalán errante”. Los exilios de Néstor Almendros en la correspondencia de Pilar 1 de Madariaga*1 Elena Sánchez de Madariaga Universidad Rey Juan Carlos
Néstor Almendros en Vassar College En una carta del 7 de enero de 1959, Sofía Novoa escribía desde Vassar College a Pilar de Madariaga, que se encontraba disfrutando de
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Este trabajo se ha realizado en el marco de los proyectos de investigación “Epistolarios inéditos en la cultura española desde 1936” (Ref.: PGC2018-095252-BI00) e “Identidades en movimiento. Flujos, circulación y transformaciones culturales en el espacio atlántico (siglos xix y xx)” (Ref. PID2019-106210GB-100), ambos del Ministerio de Ciencia e Innovación, Plan Nacional de I+D+i.
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un año sabático en Madrid: “[…] y el encantador y despistado Néstor leyendo su correspondencia acumulada […]”1. Poco después, en otra carta fechada el 13 de marzo, se expresaba así: “Si pudieras ver el maremágnum te desmayarías. Cajas, cajitas y cajones por todas partes. Ya no se encuentra nada en el departamento, todo, mesas, sillas, pasillos, está invadido. Néstor se está portando como un héroe. [¡]Qué lástima que se vaya! Ha sido este invierno nuestros pies y nuestras manos”2. En términos parecidos escribía Camila Henríquez Ureña en el margen de una misiva: “Néstor me dice que te ha escrito. El sigue tan bueno y simpático como siempre, y colabora bien con el Departamento. ¡Lástima perderlo!”3. Trataré en estas páginas la estancia de Néstor Almendros como profesor en Vassar College, una etapa poco conocida de su vida; su pertenencia —que podría definirse como tangencial— a la red transnacional de exiliados españoles en Estados Unidos y Puerto Rico; y su amistad con tres profesoras con quienes la diferencia de edad era grande: Camila Henríquez Ureña, Sofía Novoa y Pilar de Madariaga. Lo haré, principalmente, a través de las cartas que escribió a Pilar de Madariaga de 1958 a 1973. Si bien son ocho cartas para un periodo de quince años, están escritas en momentos importantes de la vida del cineasta y director de fotografía, e incluso pueden ser leídas como “momentos” autobiográficos (Teruel 2018: 134-135)4. Permiten oír su voz en varios temas: sus exilios, sus opiniones políticas, su vocación, su identidad nacional, su visión del trabajo y del éxito, su trayectoria profesional, la amistad. Estos temas afloran igualmente en otros escritos personales suyos: en las cerca de setenta cartas que escribió a Guillermo Cabrera Infante, recopiladas, transcritas y editadas, con un
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Sofía Novoa a Pilar de Madariaga, 7-1-1959. Archivo Pilar de Madariaga. A no ser que se indique otra referencia, las cartas citadas en adelante proceden de este archivo privado. 2 Sofía Novoa a Pilar de Madariaga, 13-3-1959. 3 Camila Henríquez Ureña a Pilar de Madariaga, 24-2-1959. 4 Las consideraciones de José Teruel sobre lo autobiográfico como “momento” más que como género literario, en la línea de Paul de Man, me han sido muy útiles al afrontar la correspondencia de Néstor Almendros.
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excelente estudio introductorio, por Dunia Gras Miravet en El arte de la nostalgia (2013) y en su libro Días de una cámara (1982), una obra que él define como “autobiografía cinematográfica”5. Néstor Almendros Cuyás (Barcelona, 1930-Nueva York, 1992) formó parte de una red transnacional de exiliados españoles que tuvo uno de sus nodos en instituciones vinculadas al hispanismo académico en Estados Unidos y que se insertaba en una comunidad transnacional más amplia6. Fue profesor durante dos años, de 1957 a 1959, en Vassar College (Poughkeepsie, estado de Nueva York) y, en el verano de 1958, en la Escuela Española de Middlebury College (estado de Vermont). En estas universidades del este de Estados Unidos compartió vida profesional y trabó amistad con otros exiliados republicanos españoles y con exiliados latinoamericanos, así como con otros profesores, principalmente de Estados Unidos y de diversos países de América Latina. En Vassar, un college elitista que hasta 1969 estuvo dirigido exclusivamente a la educación de las mujeres, Néstor Almendros fue uno de los primeros profesores varones en el Departamento de Español, junto con el chileno Carlos Hamilton (Sánchez de Madariaga 2016: 186-188). En este Departamento, desde su creación en 1922 hasta 1957 la inmensa mayoría de docentes habían sido mujeres y, al menos hasta 1969, siguieron prevaleciendo las profesoras. En Días de una cámara, Néstor Almendros relata que presentó su candidatura en Vassar College a una plaza vacante de instructor de español y que consiguió el trabajo, “algo inesperado”, en sus palabras, porque necesitaban a alguien “que conociera los medios audiovisuales para el laboratorio de lenguas recién inaugurado” (1982: 42-43). Además de sus conocimientos técnicos, Néstor Almendros reunía otra
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Néstor Almendros rebaja de manera quizás demasiado tajante el contenido personal de Días de una cámara en una carta a Guillermo Cabrera Infante escrita en Fiji el 20 de agosto de 1979: “Mi libro es una autobiografía cinematográfica, sin dimes y diretes de cosas personales, todo está solo en función de mi trabajo” (Gras Miravet 2013: 161). Sobre el exilio académico en Estados Unidos y Puerto Rico, véanse Ruiz (2008), Guardia Herrero (2010; 2019), Faber y Martínez Carazo (2010), Ruiz-Manjón (2012), Véguez (2017), Augustine (2021), Cotarelo-Esteban (2022).
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condición que a todas luces favoreció su contratación: la de ser un exiliado. El Departamento de Español de Vassar College se caracterizó por su acogida al exilio republicano español. De 1939 a 1968, el 50% del profesorado era de origen español y estaba relacionado con el institucionismo y/o el exilio republicano (Sánchez de Madariaga 2017: 109). Néstor Almendros coincidió en Vassar College con Sofía Novoa Ortiz (Vigo, 1902-Madrid, 1987) y Pilar de Madariaga Rojo (Madrid, 1903-Madrid, 1995). Ambas se conocían desde su juventud en la Residencia de Señoritas y fueron becadas por la Junta para Ampliación de Estudios e Investigaciones Científicas para proseguir y ampliar sus estudios, de música y piano en Lisboa y París, en el caso de Sofía (Losada Gallego 2021), y de química y física en Estados Unidos, en el caso de Pilar, que era hermana del escritor y político Salvador de Madariaga. Años después, en el exilio, las dos se reconvirtieron en docentes de lengua y literatura españolas en Estados Unidos. Pero en Vassar College no solo había exiliados procedentes de España. En el Departamento de Español se encontraba asimismo Camila Henríquez Ureña (Santo Domingo, 1894-Santo Domingo, 1973), exiliada junto con su familia por razones políticas de la República Dominicana. Camila tenía diez años cuando llegó a Cuba y se nacionalizó cubana en 1926 (Yáñez 2003: 30, 54-55). Era hija de la poeta y pedagoga dominicana, mulata y muy activa en la educación de las mujeres, Salomé Ureña Díaz, y de Francisco Henríquez y Carvajal, médico y político (llegó a ser presidente), que era descendiente de una familia de origen sefardí de Curazao convertida al catolicismo y que tenía, por otra rama, ascendencia indígena (Álvarez 2002). El crítico literario Pedro Henríquez Ureña era uno de sus hermanos. Doctora en Pedagogía y Filosofía, Camila Henríquez Ureña era feminista y una destacada especialista en literatura e historia de las mujeres (Yáñez 2003). Néstor Almendros había salido de España en 1948 escapando del servicio militar para reunirse con su padre, Herminio Almendros, pedagogo especialista en el método de Célestin Freinet, que estaba exiliado en Cuba. En la entrevista que le realizó Joaquín Soler en 1978 para la televisión, Néstor Almendros cuenta la emoción del reencuen-
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tro con su padre en La Habana. Con ellos dos pudieron reunirse en el exilio cubano la madre, María Cuyás, maestra e inspectora de primera enseñanza, que había sido depurada, suspendida y desterrada al sur de España en la posguerra y los dos hijos menores, Sergio y Rosa. En Cuba, Néstor Almendros se licenció en Filosofía y Letras y se interesó por el habla cubana. Publicó un artículo académico, “Estudio fonético del español en Cuba. Región occidental” (1958). Con las dos profesoras españolas, Néstor compartía su exilio de la España franquista. Con la profesora dominicano-cubana, Néstor compartía la pertenencia a familias de maestros y pedagogos renovadores, y, también, su vinculación estrecha con Cuba —país de adopción para ambos—, así como su oposición a la dictadura de Batista. De la Cuba de Batista había partido Almendros en 1955 en lo que él consideraba su segundo exilio. Cabe contemplar otro rasgo difícil de abordar, que no emerge en la documentación utilizada. La homosexualidad de Néstor Almendros pudo quizás favorecer que Vassar College constituyera para él un lugar hospitalario, e incluso una isla de libertad. En Vassar, el homoerotismo femenino, que Santiago López-Ríos (2013 y 2015) ha estudiado en relación con la Residencia de Señoritas y con Smith College, no era algo en absoluto marginal. Es asimismo pertinente subrayar la importancia que se le otorgaba en el college a la sociabilidad universitaria, con tiempos y espacios dedicados a los encuentros y la conversación, entre el profesorado y con las alumnas. Una evocación de este ambiente acogedor y culto lo proporciona el obituario (memorial minute) en honor de Edith Fahnestock, artífice del Departamento de Español y quien favoreció decisivamente la incorporación de exiliadas republicanas españolas, escrito por Elizabeth A. Daniels, Josephine M. Gleason y Pilar de Madariaga en 1956. En este ensayo biográfico se rememora la casa compartida por Edith Fahnestock y Rosa Peebles, que había sido un lugar hospitalario y estimulante de aprendizaje informal con reuniones, charlas y debates para generaciones de profesoras y alumnas, y se subraya un ideal de educación: “She had a primary interest and faith in people in whom she honestly welcomed variety, non-conformity and individual differences […]” (Sánchez de Madariaga 2016: 192).
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Camila Henríquez Ureña, Sofía Novoa y Pilar de Madariaga conformaban el núcleo del Departamento de Español de Vassar a finales de los años cincuenta, en el que Néstor Almendros se integró con suma facilidad, a diferencia de otros profesores varones (como ponen de manifiesto con particular énfasis las cartas de Sofía Novoa, muy expresivas al respecto). Estas profesoras, nacidas en el cambio del siglo xix al xx, que eran solteras y no habían tenido hijos, apreciaron y dispensaron un gran afecto al joven Néstor. Las buenas relaciones profesionales y la amistad que unió a los cuatro se traslucen en las cartas de Néstor Almendros, de Sofía Novoa y de Camila Henríquez Ureña dirigidas a Pilar de Madariaga, que se conservan en el archivo privado de esta última. Son cartas en las que abundan las referencias cruzadas, lo que, en cierto modo, compensa la carencia de cartas de la propia Pilar, que, lamentablemente, no se conservan.
“El cine y el teatro son casi opuestos”. En Middlebury College Tanto en Vassar College como en Middlebury College, Néstor Almendros tuvo una actuación destacada en la organización de las actividades culturales, que eran también escaparate de la cultura española en Estados Unidos. En la fotografía de grupo de los profesores de la Escuela Española de verano de Middlebury College de 1958, Néstor Almendros aparece en un extremo arriba a la derecha, algo separado del resto de fotografiados y de perfil (Véguez 2017)7. Sin embargo, su participación fue central como director de las obras de teatro que se representaron en el verano de ese año y que están bien documentadas gracias a una carta que escribió a Pilar de Madariaga y a las fotografías que él mismo hizo que se conservan en el archivo de Middlebury College, en las que consta su autoría debido a que ponía un sello con su nombre en el dorso. 7
Camila Henríquez Ureña está sentada en la primera fila, en el centro.
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En esta carta, escrita a máquina y fechada en Middlebury el 18 de julio de 1958, en la que abundan las interpelaciones que reforzaban la complicidad, pero en la que utiliza el usted, se disculpaba por no haber ido a despedirla al muelle de Nueva York, como había prometido, debido a que precisamente ese día la compañía de los Subways le había dado permiso para grabar el nuevo corto cinematográfico en cuya filmación estaba “enfrascado”. Le daba cuenta con detalle de su labor como director de las obras de teatro, enfatizando la gran responsabilidad y trabajo “casi abrumador” que conllevaba, que además de la dirección incluía “los vestidos, los decorados, los muebles, los programas, la pintura etc. etc. etc.”. En la misma carta incluyó parte del programa, tecleado por él, en el que figuraba el reparto de las obras Sancho Panza en la Ínsula, una recapitulación escénica del Quijote de Alejandro Casona, y el paso de comedia Mañana de sol de los hermanos Serafín y Joaquín ÁlvarezQuintero, representadas en McCullough Gym el 11 de julio, después de una lectura escenificada de La Estrella de Sevilla. Unos días después dirigió los títeres El mancebo que casó [con mujer brava] y el paso de Las aceitunas. Sobre el Faculty Play que había de representarse al final, escribía: “Ahí tengo que esmerarme pues es la función más importante del curso y además estreno el nuevo ultramoderno teatro que ha construido el Middlebury College”8. Estaba preparando dos obras en un acto: Rosina es frágil (que atribuía a Martínez-Sierra, si bien como ahora es sabido se debe a su esposa María de la O Lejárraga) y El amor de don Perlimplín [con Belisa en su jardín], de García Lorca. Pese al enorme trabajo y las dudas, le comunicaba que “la experiencia” estaba siendo “extraordinaria”. “Ya recordará usted los miedos y las dudas que tenía yo sobre mi propia capacidad en un campo como el del teatro, en el que la experiencia era casi nula (el cine y el teatro son casi opuestos)”. Más adelante, cuando mostraba su satisfacción por el éxito logrado con su trabajo y por el reconocimiento expresado a su labor —que le habían dejado “muy
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Se trata del teatro Wright.
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embarazado”—, afirmaba que Sancho Panza en la Ínsula había quedado “con mucho ritmo cinematográfico”. En la misiva resaltaba las cualidades como actores de profesores y de alumnos y otorgaba mucha importancia a la respuesta del público, que se había “desternillado de risa” (con los títeres). Este es un fragmento de una carta bastante extensa: Después [de la lectura escenificada de La Estrella de Sevilla] vino el programa que le adjunto. Y ahí sí que me apunté un éxito rotundo. Tanto lo de Sancho Panza como Mañana de sol quedaron divinamente. Claro que en Mañana de sol contaba con unos actores tan magníficos como [Eugenio] Florit y María de Unamuno, pero en la otra tenía que vérmelas casi completamente con alumnos y quedó también graciosísima con mucho ritmo cinematográfico. Algunas personas me han dicho que es lo mejor que han visto de teatro español en Middlebury. Declaraciones como esta me dejaban “muy embarazado” y me hacían pensar si no habría esta vez tocado la flauta por casualidad…9.
Néstor Almendros no se olvidaba de referir en su escrito las amistades que había labrado, en particular las de Eugenio Florit, que era hispano-cubano, María de Unamuno y Roberto Ruiz, ni de mencionar a Camila y a una sobrina de Pilar que había estado en Vassar varios meses con ellos en 1958, a quien también había escrito. En el libro conmemorativo del centenario de Middlebury College (Véguez 2017) figuran dos de las fotos que tomó de escenas de El amor de don Perlimplín con Belisa en su jardín y de Rosina es frágil. Roberto Véguez (2017) recoge además una cita de Stephen Freeman (1975: 349) que refleja el impacto de la estancia de Néstor Almendros en Middlebury College en el verano de 1958: “El foco de mucha actividad fue un joven de Vassar, Néstor Almendros, especialista en medios audiovisuales y ahora un gran camarógrafo en Francia. Enseñó a los estudiantes nuevos medios y nuevas técnicas en las artes, particularmente el cine y el teatro, que él dirigió”. 9
Néstor Almendros a Pilar de Madariaga, 18-7-1958.
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El sueño de la Cuba revolucionaria Un momento clave de la vida de Néstor Almendros fue su retorno a Cuba tras el triunfo de la Revolución en 1959. Comunica su próxima marcha del Departamento, que ya era conocida, en una carta de 17 de febrero de ese año, en la que también daba cuenta del intenso programa de actividades culturales españolas en Vassar College que estaban llevando a cabo10. “La revolución significaba una atracción irresistible”, escribe en Días de una cámara (Almendros 1982: 44). Por su parte, Camila Henríquez Ureña, que se hallaba precisamente en Cuba durante la Revolución y escribió varias cartas refiriendo lo que ocurría, decidió que retornaría a la isla después de su jubilación, que era inminente. Lo cierto es que el entusiasmo con la caída de Batista y el cambio político ocurrido en Cuba era general en el Departamento de Español de Vassar College. Camila Henríquez Ureña recibió felicitaciones por el triunfo revolucionario de Pilar de Madariaga y familiares suyos11. Sofía Novoa, que era gallega, escribió de manera jocosa sus quejas por tener que asumir transitoriamente la docencia de Camila, que quedó un tiempo atrapada en Cuba, sobre la “zona tórrida”: “[…] entre los discursos de Bolívar, la ‘Victoria de Junín’, la ‘Silva a los agricultores de la zona tórrida’ […], ‘El te vi allí de Cholula’, estoy a la miseria, como dicen los argentinos”. Su conclusión: “Fidelito ha hecho la Pascua al departamento de español, escogiéndome a mí como víctima propiciatoria”12. Sofía Novoa informó a Pilar de Madariaga en la misma carta de que ya había llegado el libro de Castro, que estaba usando. Se trata proba-
10 Néstor Almendros a Pilar de Madariaga, 17-2-1959. 11 Camila Henríquez Ureña a Pilar de Madariaga, 24-2-1959. Camila agradece a Pilar “la cariñosa felicitación con motivo del triunfo de la revolución en Cuba”, así como a “Asita y Purina”, hermana y sobrina de Pilar, respectivamente. Esta última, Pura de Madariaga, que estuvo en Vassar visitando a su tía en 1958, recuerda la opinión general favorable a los revolucionarios opositores a Batista (comunicación oral). 12 Sofía Novoa a Pilar de Madariaga, 7-1-1959.
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blemente de La historia me absolverá, un libro que había sido revisado por el cubano Jorge Mañach, quien también había escrito la introducción a la edición clandestina. Jorge Mañach era uno de los profesores invitados los veranos en Middlebury College (Véguez 2017). La presencia de profesores cubanos en estos colleges universitarios estadounidenses era importante. Varios de ellos fueron a Cuba atraídos por la Revolución. Unos se quedaron allí, como Camila Henríquez Ureña; otros volvieron a partir, como Jorge Mañach y Néstor Almendros, quienes se encuentran entre los primeros defraudados por la Revolución cubana.
El “catalán errante” regresa a su hogar. El desengaño de la Revolución La decepción con la revolución castrista de Néstor Almendros fue enorme, profunda y temprana. Un testimonio de ello, también temprano, es la carta que escribió a Pilar de Madariaga y Sofía Novoa, a mano, desde Barcelona el 17 de septiembre de 1962, nada más llegar de Cuba, y en la que comunicaba que al mes siguiente quizás iría a Francia a buscar trabajo. Es una carta que transmite el golpe y desengaño y en la que realiza una crítica pensada y muy afilada a la deriva comunista/estalinista —según dice— de la Revolución cubana. La defensa de la libertad que realiza está muy vinculada a su propia persona y actitud ante la vida. Les pedía que transmitieran sus noticias a unos amigos comunes y añadía en un margen que Camila estaba bien y “parecía adaptada” a la vida de allí. Encabezada con la expresión “Estimadas amigas”, Néstor Almendros inicia su carta definiéndose a sí mismo como catalán y a Barcelona como su ciudad: El catalán errante regresó de nuevo al hogar. Aquí estoy en Barcelona, mi ciudad, después de un largo viaje de 20 días en barco desde la Habana. Me imagino que se habrán quedado sorprendidas. ¿Verdad? Pues sí señoras, pude escapar (legalmente) de aquel infierno en que se ha convertido Cuba. No fue fácil, como se podrán imaginar, he tardado casi un año en sacar todos los permisos y papeles para irme. He tenido también que mentir un poco. Si no quizás no hubiera podido salir nunca.
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¡Qué desilusión tan grande mis queridas amigas! ¡Qué trampa nos tendieron! ¡Qué largo y difícil ha sido reconocer con pesar haberse equivocado! De aquel hermoso sueño de una revolución diferente a todas, que acabara con todos o casi todos los males del pasado, no ha quedado casi nada. Se barrió al principio con muchos males y esto creaba una sensación optimista, pero pronto se comenzó a ver que los viejos males eran sustituidos por otros peores. Hoy en día Cuba es un país totalmente comunista (y hasta stalinista) el vuelco ideológico ha sido total de manera que los peores enemigos de la Revolución son hoy los que antes la defendían…
Proseguía: La escasez de alimentos, ropas, medicinas, vivienda etc. es tremenda, pero nada comparable a la absoluta ausencia de libertad. A mí esto es lo que más me molestaba. Lo económico lo hubiera pasado por alto (además de que yo tenía un sueldo estupendo en mi trabajo en la TV), pero esto de la ausencia de libertad se me hacía intolerable. Pero lo peor de la dictadura comunista (si se compara con las viejas dictaduras de derechas) es que no se conforma con que uno no hable y no diga y no comente, sino que además te exigen constantemente que hables y digas y comentes públicamente en su favor. Una persona de opiniones independientes no puede sobrevivir en este régimen.
Relataba lo que le había ocurrido a él en particular: A causa de esto se me expulsó de mi posición de crítico de cine en las páginas de Bohemia (la Bohemia cubana, no la de Miami) por “no tener bastante consideración con el cine soviético”, se me prohibió 2 veces una película (que al fin logré sacar) y fui víctima de toda suerte de humillaciones.
Y finalizaba así: Quién sabe si algún día podremos vernos y hablar personalmente de todo. Tengo ahora poco tiempo, solo quería hacerles saber de mí. Decirles lo que pienso. Decirles que estoy bien de salud, aunque pobre (no me permitieron sacar un centavo, ni mis equipos de cine, ni libros, ni nada), que mis padres se quedaron en Cuba con los hermanos, bien también de
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salud y adaptados más o menos al ambiente, que me acuerdo siempre con cariño de ustedes13.
Al año siguiente, a comienzos de 1963, ya viviendo en París, insistía en que en Cuba ganaba mucho dinero en el cine y en la televisión, pero que no había nacido para venderse. “La prostitución intelectual me repugna”, reafirmaba14. Merece la pena citar una carta que dirigió el 14 de agosto de 1969 a Guillermo Cabrera Infante en la que refería las muertes de tres personas que le eran queridas en unas circunstancias, los accidentes de coche, que él asociaba a suicidios, seguidas de un fusilamiento. A continuación, proporcionaba, en lo que parece una confesión, una explicación más a su tercer exilio: “Si yo me fui de Cuba antes que todos vosotros fue quizás porque aquellas muertes me pusieron en un estado tan especial, paroxístico, que un paso tan importante como abandonar para siempre familia, país y una carrera que no parecía terminada, no eran nada en comparación con aquello” (Gras Miravet 2013: 103). Años después, en Días de una cámara (Almendros 1982: 52) explicaba de manera rotunda y concisa las razones de que ese tercer exilio fuera a Francia y no a Estados Unidos: “No quise volver a los Estados Unidos, para no verme envuelto en el mundo de los exiliados cubanos. Primero, porque no era totalmente cubano y, segundo, porque los exilios políticos habían terminado también por saturarme”. La carta dirigida a Pilar de Madariaga fechada en 1965 revela que Néstor Almendros fue apátrida un tiempo, una situación en la que corría el riesgo de volver a caer debido a que su pasaporte cubano estaba a punto de expirar. Lo que decidió fue viajar a Barcelona con la intención de recuperar la nacionalidad española15. Sabemos que lo logró gracias a una carta que escribió a Guillermo Cabrera Infante en Atenas el 22 de febrero de 1967. En ella discute abiertamente la cuestión de la
13 Néstor Almendros a Pilar de Madariaga y Sofía Novoa, 27-9-1962. 14 Néstor Almendros a Pilar de Madariaga, 12-1-1963. 15 Néstor Almendros a Pilar de Madariaga, 27-3-1965. La cuestión surge cuando escribe sobre las posibilidades de encontrarse personalmente, en Francia o en España.
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identidad nacional y muestra su catalanidad: “¿Sabías que ni siquiera técnicamente hablando se me puede considerar cubano? Vuelvo a ser español, lo cual —para un catalán— es tan falso como lo otro (lo de ser yo cubano). […]. Sea lo que sea el nuevo pasaporte me permite viajar con más facilidades y de paso (¿los papeles entonces de verdad sirven para algo?) me ha devuelto mi identidad (Gras Miravet, 2013: 61)”. En esta correspondencia con Guillermo Cabrera Infante, que se inició en torno a 1964 (Gras Miravet 2013: 10), hay mucho espacio para las opiniones políticas y se encuentran otras alusiones a la identidad nacional, a veces centrada en las ciudades de Barcelona y La Habana. Su estancia en Alberta, en Canadá, durante el rodaje de Days of Heaven en agosto de 1976 (película por la que ganó un Oscar), le lleva a comparar “las interminables praderas, trigales, montes”, con “las estrechas calles del casco antiguo de Barcelona”. Néstor Almendros se ve a sí mismo: como un asteroide que era satélite y se salió de su órbita. Mi planeta era Barcelona. Circunstancias externas desviaron la trayectoria que me era destinada. Desorbitado he andado desde entonces alejándome a veces demasiado —como ahora— del epicentro, para volver siempre, como los cometas, al cabo de los años, al lugar de origen. Una vez, otro astro, La Habana, casi me pescó en su centro de gravedad. Por suerte no era demasiado grande, sino de seguro me hubiese “estrellado” como un meteorito, contra su suelo. Siento un frío extraño cada vez que me alejo de mis astros, oscuridades siderales que no puedo comprender (Gras Miravet 2013: 135).
El exilio en Francia y el éxito profesional En sus cartas a Pilar de Madariaga a lo largo de los años sesenta, Néstor Almendros comunicó sus difíciles comienzos en Francia, país en el que partía de cero: Pasé unas primeras semanas en Francia bastante difíciles. Sin trabajo, sin dinero, sin casi ropa para combatir el frío intenso (de Cuba no me permitieron llevarme casi nada). Pero por fin todo se va arreglando. Tengo una bonita habitación en Saint-Germain-des-Prés y trabajo en una escuela además de que doy algunas lecciones privadas. Gano poco porque son po-
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cas horas de clase y no muy bien pagadas, pero ya me puedo mantener comiendo en los restaurantes universitarios y gastando en lo imprescindible.
Consideraba, sin embargo, que había logrado ya bastante en un país que “apenas conocía”. Y, además, mostraba tener grandes esperanzas “en lo del cine”. Había salvado “milagrosamente” cuatro documentales cubanos no engagés, que había exhibido en París y en Italia y habían recibido buenas críticas. En una postdata añadía: “¿Podría enviarme lo antes posible un to whom it may concern explicando que trabajé en Vassar 2 años y que fui útil? Su firma y el prestigio de Vassar me ayudarán a conseguir nuevas clases”16. En 1965 relataba con detalle su trabajo en la Televisión Escolar Francesa como réalisateur haciendo “películas pedagógicas”. Le comunicaba que después de una etapa inicial como cameraman, había podido volver a la mise en scène y había unido, “al fin”, sus “dos vocaciones: la enseñanza y el cine”. Como era habitual en su correspondencia con Pilar, la carta incidía en sus progresos y los éxitos que iba cosechando, sin alardear, así como en su situación material: Ahora trabajo como réalisateur en la Televisión Escolar Francesa. He unido pues al fin mis dos vocaciones: la enseñanza y el cine; hago películas pedagógicas. Una de las que he terminado: Jardin Public, un estudio detallista sobre un día de otoño en el Parc Monceau de París, ha gustado bastante y ha sido seleccionada para representar a la Francia en el próximo Festival de Cine Pedagógico de Tokyo. Otra de las emisiones filmadas por mí tenía como tema Au Pays Basque, pero naturalmente el del lado francés. Ahora acabo otro étude de milieu sobre La Gare… En fin, que mi trabajo es interesante y con posibilidades. Económicamente, en cambio, ya sabe usted que en Francia no se pagan estos sueldos de América. Pero no me quejo, me considero un afortunado de poder vivir aquí, de haberme abierto un camino y de poder comer más o menos bien todos los días. Cuando salí del puerto de La Habana deprimido y sin perspectivas me parecía que se me acababa el mundo…17.
16 Néstor Almendros a Pilar de Madariaga, 12-1-1963. 17 Néstor Almendros a Pilar de Madariaga, 27-3-1965.
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Carta de Néstor Almendros a Pilar de Madariaga de 12 de enero de 1963. Archivo de Pilar de Madariaga.
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Va desgranando sus progresos en el cine. En 1969 escribía desde Los Ángeles, adonde había ido a fotografiar una película, en Hollywood, aunque manifestaba que prefería París y trabajar para el cine francés18. En la Navidad de 1969/70 envió una felicitación desde París: “Todo va bien por aquí, buena salud y ánimo y —¿puedo atreverme a decirlo?— éxito en mi carrera. Las películas que he hecho este año han sido muy bien recibidas por la crítica y el público: Ma Nuit chez Maud de Rohmer y More de Schroeder. También he hecho una recientemente para Truffaut con tema pedagógico: L’Enfant Sauvage”19.
Manifestaciones de amistad A lo largo de esta comunicación epistolar, Néstor Almendros realizó diversas manifestaciones de amistad, como hemos ido viendo, tanto a la principal destinataria de las cartas, como, de manera regular, a Sofía y a Camila, y, más esporádicamente, a otras amistades. En todas sus cartas hay referencias cruzadas. En alguna ocasión se explayó más. A principios de 1963, poco después de su llegada a Francia, escribió una carta (que ya se ha citado) en respuesta a otra de Pilar, quien, muy probablemente, le había preguntado su opinión sobre Andrés Valdespino, un cubano revolucionario desencantado que también había salido de Cuba. Estaban contemplando contratarle como profesor en Vassar College, como de hecho hicieron ese mismo año (Sánchez de Madariaga 2016: 188). De Valdespino, Almendros decía que parecía ser persona inteligente y que había leído buenos artículos suyos, pero que no creía haberlo conocido personalmente. La misiva la iniciaba con lo que podría ser una definición de la amistad epistolar: “Querida Pilar ¡Yo sí que tuve una gran alegría! No había sabido de usted desde hacía mucho tiempo y su carta resultó casi como una resurrección. Cuando se ha convivido (felizmente) mucho tiempo con una persona es muy difícil acostumbrarse a la idea de una pérdida definitiva. Una
18 Néstor Almendros a Pilar de Madariaga, 25-3-1969. 19 Néstor Almendros a Pilar de Madariaga, 1969-1970.
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carta no sustituye la presencia, pero por lo menos mantiene viva la amistad”20. En este intercambio de cartas hablaron de verse: “En efecto, podría ser que fuera yo a España en verano. Sería magnífico podernos encontrar. Avíseme cuando vaya, deme su dirección”. Y se despidió: “Un abrazo para usted y para Sofía. Saludos para los buenos amigos de Vassar y para los García Lorca, Florit, etc.”21. Dos años después, en 1965, volvió a expresar su amistad a las amigas de Vassar y a evocar el lugar mostrando su afecto: No se puede imaginar la alegría que me dio tener noticias suyas después de tanto tiempo. Yo no las olvido a usted y a Sofía nunca. Sentí mucho el saber que me había buscado en el 4 Nations y no le dieron allí mi nueva dirección. Espero que esta próxima vez sí que no se me escape, poderle dar un abrazo y charlar largamente como en otros tiempos sobre tantas miles de cosas que por carta sería imposible de detallar.
Añadía más adelante: Nada sé de Camila. Nunca me ha contestado y en los días de Cuba se mostraba siempre muy distante y reservada. Imposible saber cuáles son sus sentimientos acerca de la situación que impera allí. Oficialmente está a favor, trabaja para ellos. Pero así es para todas las personas en los países comunistas, ya que el Estado es el único patrón.
Y continuaba: No me dice usted nada de Sofía. Mándele un abrazo de su sobrino adoptivo (yo). [¿]Cómo va Vassar? [¿]Qué profesores de los que eran amigos míos siguen allí? [¿]Han construido nuevos edificios? Algún día volveré a visitar aquellos lugares queridos22.
20 Néstor Almendros a Pilar de Madariaga, 12-1-1963. 21 Néstor Almendros a Pilar de Madariaga, 12-1-1963. 22 Néstor Almendros a Pilar de Madariaga, 27-3-1965.
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La última misiva que escribió a Pilar, que es la primera en la que la tutea23, es una felicitación de Navidad, probablemente motivada por el fallecimiento de Camila Henríquez Ureña. A diferencia de Néstor Almendros, Camila Henríquez Ureña se quedó en Cuba, donde continuó trabajando como profesora en la Universidad de La Habana hasta prácticamente su muerte, ocurrida en 1973 en Santo Domingo, su isla natal, a donde acababa de llegar. Querida Pilar, ¿Has sabido la triste noticia de la muerte de Camila? Salió al fin de Cuba para operarse en Sto. Domingo y allí tuvo complicaciones postoperatorias. Todo ocurrió rápidamente. Lo he sentido mucho ¡Es una persona que fue tan buena conmigo y le debo tanto…! Por aquí todo bien, a los 43 años me siento con más salud y energía que a los 26 cuando fui a Vassar, solo que más calvo, pero eso no duele […] De trabajo estupendamente: 3 filmes este año. Estoy ahora buscando apartamento para comprar a principios del 74. [¡]En Cuba el inmovilismo total y mis padres y hermanos en aquella ratonera!24
Néstor Almendros, el catalán errante, como se denominó a sí mismo, que también era cubano, aunque no del todo, como también declaró, otorgó gran importancia en su vida a las amistades y a la correspondencia que las mantenía y cuidaba en la distancia. Solo cuando el trabajo no le dejaba materialmente tiempo espaciaba sus cartas, sin dejar, sin embargo, de comunicarse, como muestra su epistolario con Guillermo Cabrera Infante. En el caso de Pilar de Madariaga, que podemos extender a Sofía Novoa y Camila Henríquez Ureña, el “pacto epistolar” terminó antes, aparentemente en 1973, fecha de la última carta que se conserva, en la que comunica sus condolencias por el fallecimiento de Camila y rememora su juventud en Vassar, cuando estuvo con ellas.
23 Es posible que empezaran a tutearse cuando finalmente se vieron personalmente en España, en una fecha que desconozco. La información sobre el encuentro procede de Pura de Madariaga (comunicación oral). 24 Néstor Almendros a Pilar de Madariaga, diciembre de 1973.
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Era entonces cuando su carrera profesional comenzaba a despegar en Estados Unidos, sin que dejara de hacer cine en Europa. Su última carta a Pilar finalizaba precisamente comunicando el éxito profesional en el cine. El orgullo por el trabajo bien hecho y la satisfacción por el éxito logrado con el esfuerzo personal recorren el epistolario examinado desde los tiempos de Vassar College y de Middlebury College. No parece que ello se deba a una relación de amistad en la que la diferencia de edad podría interpretarse como favorecedora de una relación de sobrino/tía ni de alumno/profesora. En la correspondencia con Guillermo Cabrera Infante se encuentra igualmente esta insistencia en los logros profesionales y la cultura del esfuerzo (Gras Miravet 2013: 31). Con el tiempo, el éxito en la profesión quedó vinculado a su posición política fuertemente anticastrista y llegó a ser visto por él como una seña de identidad que debía definir a los exiliados de Cuba frente al régimen castrista. Podemos situar las cartas presentadas aquí en la estela de la inserción de Néstor Almendros en la red transnacional de exiliados del mundo académico de Estados Unidos. Pero, como he apuntado al
Felicitación de Navidad de Néstor Almendros a Pilar de Madariaga de diciembre de 1973. Archivo de Pilar de Madariaga.
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inicio, su pertenencia a esta red me parece que se podría calificar de tangencial, de acuerdo con el significado matemático de la palabra. La tangente comparte con la curva un punto, significativo, y luego continúa. Quizás se podría decir algo parecido respecto a otros círculos y redes sociales con los que Almendros tuvo contacto y fueron importantes en su vida. Los escritos personales de Néstor Almendros muestran de manera nítida cómo, a lo largo de su vida, mantuvo firmemente su independencia personal e intelectual y su vocación artística cinematográfica, que sin duda prevaleció sobre su otra vocación, la pedagógica.
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El epistolario de Camilo José Cela entre poetas en torno a Papeles de Son Armadans: Carlos Bousoño, José Agustín 1 Goytisolo y Concha Lagos*1 Arantxa Fuentes Ríos Universidade de Santiago de Compostela
Aunque Camilo José Cela figure en los manuales de historia de la literatura bajo la etiqueta de “novelista”, él siempre se declaró poeta. Más
*
El presente trabajo se inscribe en mi proyecto editorial La lírica del novelista: Camilo José Cela entre poetas. Epistolario inédito. Madrid: Visor, en prensa. Todo el fondo documental consultado está depositado en la Fundación Camilo José Cela. Dejo aquí constancia de mi agradecimiento al personal de dicha Fundación por su inestimable y generosa ayuda a lo largo de este largo proceso, en particular a Lourdes Regueiro e Iván Rodríguez, que tanto y tan bien conocen la figura de Cela y su archivo personal. Ambos me han hecho el camino más fructífero y liviano.
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allá de la pura composición lírica, escasa en el conjunto de su extensa obra, Cela alentó, mimó, difundió y creó espacios y afectos desde y hacia la poesía. De su querencia por la lírica no solo dejó testimonio en diversas ocasiones1, sino que, a lo largo de su trayectoria, Papeles de Son Armadans —ambiciosa empresa literaria que se afanó en rehacer las hechuras de una España literaria herida y diseminada— fue también terreno de poesía. En sus páginas acogió a los poetas del 27 que se quedaron en España, pero también a los exiliados, a la generación de posguerra y a jóvenes que estaban abriéndose camino, como los que pertenecerían a la que Carlos Barral denominó, años más tarde, “escuela de Barcelona” (1982: 39). Hubo también espacio para las traducciones y las lenguas periféricas, aspirando a una representación total del panorama poético contemporáneo. Papeles supuso “la regeneración espiritual de la que andaba necesitada la cultura española de posguerra” (Sotelo 2005: 77). A Caballero Bonald se debe el diseño del contenido de la revista: sección de ensayo o pensamiento (“El taller de los razonamientos”), de creación poética (“El hondero”), de narrativa (“Plazuela del Conde Lucanor”), dramática (“Corral de comediantes”), de teoría literaria (“Yunque de tinta fresca”), de crítica (“Tribunal del viento”) y de crónicas del exterior (“La atalaya y el mapa”), además de una actualizada información bibliográfica. Pero más allá de la correspondiente sección, la voz de los poetas se extiende a otras páginas de la revista, impregnando aquellas consagradas a la teoría literaria, la crítica o el ensayo. El epistolario de Camilo José Cela, apabullante por inconmensurable, se nutre cualitativa y cuantitativamente de Papeles. Miles de misivas, muchas de ellas aún inéditas, albergan la intrahistoria de una
1
Son numerosas las referencias que en este sentido formuló el propio autor. Refiriéndose a su infancia, se presentó a sí mismo como un “poeta niño y sentimental” (Cela 1973: 199), aspecto en el que insiste en sus Memorias al afirmar que “lo que yo quería era ser poeta” (Cela 1993: 116). Camilo José Cela Conde explica asimismo que su padre “quería escribir poemas […], pero el mercado de la poesía iba mal entonces […], así que le dijeron que probase con los cuentos cortos” (2016: 28).
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de las revistas literarias españolas más relevantes de la segunda mitad del siglo xx. José Caballero Bonald, primero, y, más tarde, Leopoldo de Luis, abrieron las puertas de la revista a cientos de poetas que ulteriormente iniciaron prolíficos intercambios epistolares con el propio Cela. A lo largo de este estudio se analizará el juego de espejos e identidades poliédricas que atraviesa el epistolario de Cela a partir de la relación epistolar con tres poetas: Concha Lagos, Carlos Bousoño y José Agustín Goytisolo. Todas son voces-puente, a saber, poetas que ejercerán asimismo de traductores, críticos o agentes culturales. Concha Lagos será la editora y promotora de la revista Ágora, Carlos Bousoño publicará en calidad de crítico literario y José Agustín Goytisolo como traductor. Paralelamente, la voz del director de Papeles convivirá con su faceta de editor y autor, novelista y poeta. A partir de esta perspectiva polifónica los epistolarios evolucionan, crecen o menguan en función de las voces predominantes y de las vicisitudes que rodean a cada una de ellas2. De telón de fondo estarán Cela y sus iniciativas poéticas auspiciadas bajo Papeles de Son Armadans, como las Conversaciones poéticas en Formentor, la Antología poética de los oficios de la construcción, los números monográficos dedicados a poetas como Blas de Otero o Vicente Aleixandre o las colecciones conocidas como “los Juanes”, tres de ellas dedicadas a poesía: Juan Ruiz, de poesía española contemporánea, Joan Roiç de Corella, de poesía contemporánea catalana, y Juan Rodríguez del Padrón, de poesía contemporánea gallega —estas dos últimas, debido a la falta de financiación, no llegaron a ver la luz—. Todo ello conformará una nutrida red intertextual que iluminará los epistolarios entre sí. Nuestro corpus será examinado en conjunto debido a su naturaleza convergente. La poesía, en sus más diversas formas, será el sólido puente que comunicará las distintas voces, al tiempo que permitirá un interesante juego de identidades protagonizado por Cela: aquel que se sentía poeta, pero raramente fue considerado como tal.
2
El epistolario entre Cela y José Ángel Valente ha sido analizado desde esta polifonía en un trabajo previo (Fuentes 2021).
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Camilo José Cela y la centralidad de la poesía Aunque Cela (1981: 141) no distinguía entre géneros literarios, en el sentido fronterizo del término, otorgó a la poesía la cualidad de ser la expresión más pura de la palabra. A lo largo de su “Poética” (1962) y su “Permanente y renovada poética” (1996), Cela expone su concepción de la poesía, que sorprende —en alguien considerado fundamentalmente como novelista— por su radicalidad e idealismo. El autor desplaza la figura del poeta otorgando una centralidad absoluta a la palabra poética, hasta el punto de que tanto el espíritu como la inteligencia son considerados “fenómenos tangenciales” (Cela 1996: 20). El poeta imbuirá de temporalidad la palabra —resuenan aquí ecos machadianos—, dando origen a la poesía: “La poesía no reside sino en la palabra, es como el tuétano del alma de la palabra y tanto puede mostrarse como ocultarse dentro de la palabra en la que germina o muere; no hay palabras poéticas o prosaicas, la palabra no siempre tiene la culpa de la poesía, y todas pueden ser habitadas por la emoción o el hastío, la bienaventuranza o el dolor” (Cela 1996: 23). De este modo, será labor del poeta “descifrar el último y más misterioso eco de la última y más velada arista de cada palabra” (Cela 1996: 23). Esta concepción de la palabra poética atraviesa por completo su obra. A su compromiso inquebrantable con el lenguaje —aspecto señalado recurrentemente por la crítica— subyace una “enunciación poética” que transgrede géneros y temas, siguiendo la teoría de José Teruel (2021) a propósito del papel de la poesía en la obra de Carmen Martín Gaite3. Este profundo vínculo entre poesía y lenguaje explica cómo se articula la voz del Cela-poeta en relación al Cela-editor en el epistolario de Papeles de Son Armadans. Nuestra propuesta metodológica se enmarca en la línea de Julio Neira (2018: 127), quien aboga, si el corpus lo permite, por un estudio dialógico y conjunto de los epistolarios. Esta apuesta procedi-
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Aunque la práctica de la “enunciación lírica” no es semejante entre ambos autores, Cela y Martín Gaite coinciden en la centralidad de la poesía y en el vínculo entre temporalidad y palabra poética.
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mental permite construir un relato común, que no único, susceptible en nuestro caso de ser completado con otros poetas-puente como José Ángel Valente, Vicente Aleixandre, Emilio Prados, Celso Emilio Ferreiro o Dionisio Ridruejo. El análisis conjunto del epistolario de Cela con Carlos Bousoño, José Agustín Goytisolo y Concha Lagos abre espacios de intersección, tanto en términos de redes culturales como de tejido intertextual. Se entabla así un doble nivel de lectura, donde no solo se dibujan las relaciones entre escritores —siempre de gran interés—, sino que se reconstruye parte de la intrahistoria de una de las empresas más ambiciosas y relevantes de nuestro panorama literario y cultural de la segunda mitad del siglo xx. Las epístolas que conforman nuestro corpus no se escribieron para ser publicadas, por lo que, en principio, carecen de función literaria. Sin embargo, sí que fueron manipuladas —en el sentido de anotadas— y custodiadas con el fin último de ser estudiadas e interpretadas. La profunda conciencia de archivo de Camilo José Cela se constata en la meticulosidad y cuidado con el que a lo largo de décadas diseñó, cultivó y fomentó una profusión epistolar difícilmente igualable, tanto en términos cuantitativos, como en diversidad y multiplicidad de destinatarios4. A través de su archivo, Cela se afanó por organizar el porvenir de su legado literario5. Las cartas relacionadas con Papeles de Son Armadans cuentan con la colaboración archivística tanto de su primera mujer, Rosario Conde, como de las personas que integraron el equipo de Papeles a lo largo de su andadura, ya fuese José Manuel Caballero Bonald, Josep Maria Llompart o Mabel Dorero. Estas incursiones se traducen en marcas físicas en las propias cartas que son, en numerosas ocasiones, anotadas, subrayadas y releídas por el equipo de Papeles, incluido el propio Cela, que acostumbraba a escribir en
4
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No por casualidad sus Memorias, entendimientos y voluntades empiezan y terminan con referencias a su archivo. Cela califica su biblioteca, su corpus epistolar y su archivo de recortes de prensa como “tres diamantes en bruto que quizá algún día acaben siendo tallados por alguien con paciencia, tiempo y buena disposición” (1993: 346). Este es uno de los rasgos que señala Jacques Derrida (2020: 56) como “mal d’archive”.
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ellas su respuesta antes de ser transcrita por una tercera persona. Los colaboradores de Papeles, aunque se dirigiesen a Cela, conocían este procedimiento, lo que se refleja en la abundancia de formalismos y la escasez de marcas de oralidad. Solo cuando Papeles abre paso a una amistad, como en el caso de Concha Lagos, la lengua oral y la espontaneidad afloran. En lo que concierne a la deixis espacio-temporal, el corpus que aquí nos ocupa no destaca tanto por un “sujet spectral”, siguiendo el término de Derrida (2020: 140), como por lo que en estas páginas denominaremos un espace spectral. En plena dictadura, Papeles de Son Armadans se convirtió en un lugar espectral de convivencia, solidaridad y libertad; todo aquello que, en esos momentos, resultaba inverosímil en la vida real. A continuación, analizaremos cada uno de los epistolarios sin olvidar los vasos comunicantes, el tejido intertextual y la red cultural que los cohesiona.
El poeta ante su crítica: Carlos Bousoño El epistolario con Carlos Bousoño nace a la sombra de Papeles. A diferencia de Lagos y Goytisolo, Carlos Bousoño se estrena en Papeles no como poeta, sino como crítico literario (“La poesía como género literario”, IV, 1956), faceta que marcará el conjunto del epistolario. En total estamos ante 28 cartas cruzadas comprendidas entre 1956 y 1976. A pesar de su exiguo número, el afecto y la mutua admiración rezuman en cada una de ellas. Más allá de lo estrictamente literario, las palabras que Bousoño dedica a Cela tras el fallecimiento de su padre y la sinceridad con la que este le responde supera con creces el tono entre un editor y un colaborador literario. Bousoño se lamenta de la tardanza en darle el pésame, puesto que “he pasado unas cuantas semanas malo de los nervios, y esa enfermedad, aunque leve, me imposibilita incluso la lectura del periódico” (4/I/1960), mientras que Cela le confiesa que “el golpe es duro, querido Carlos, muy duro. Y lleno de raras amarguras. Me consuela saber que no sufrió y que la muerte le vino cuando se sentía feliz y acompañado” (7/I/1960).
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Cela se dirige a Bousoño siempre como poeta y en Bousoño prevalece la voz del crítico. En una carta no conservada, Cela le pide “una colaboración” para su incipiente Papeles, tal y como explica Bousoño (14/V/1956). Ante el ofrecimiento y la libertad de enviar cualquier tipo de texto, se incorpora a la revista con un trabajo de crítica literaria, siendo esto una constante. Su voz de poeta-crítico predominará en las publicaciones de la revista, al igual que en el epistolario. A lo largo de la vida de Papeles de Son Armadans Carlos Bousoño publicó en ocho números; solo en dos de ellos poesía, el resto fue crítica literaria. Las cartas muestran el especial interés que tenía Bousoño en que sus ensayos viesen la luz en Papeles. Sus envíos se acompañan, en ocasiones, de comentarios explicativos o reflexiones críticas. Con respecto a su ensayo publicado en el n.º LV (octubre, 1960) “La poesía de Vicente Gaos”, Bousoño afirma: “Me ha interesado escribirlo, pese a que me gusta más la teoría literaria que la crítica propiamente dicha, porque la poesía de Gaos me presentaba un problema de carácter general que yo quería indagar: la evolución no por amplificación sino por ruptura dialéctica”. En ocasiones, las cartas manifiestan el afecto de Bousoño hacia la revista. Así, en su misiva del 29/X/1961 se refiere a Papeles como “nuestros Papeles”: “Como tengo gran cariño a tus Papeles, a nuestros Papeles, y hace tiempo que no colaboro en ellos, he pensado que tal vez no te pareciese mala idea el insertar en tu revista este trabajo que es un capítulo, rigurosamente inédito, que he escrito para la 3.ª edición de mi Teoría de la expresión poética”6. En este caso, Carlos Bousoño pide que se publique pronto como avance publicitario para su tercera edición. Lo mismo sucede con el envío de su “Poesía contemporánea y poesía postcontemporánea”, publicado en 1964 y sellado antes de que Cela emprendiese su viaje por América. Escoge Papeles por el rigor y el cuidado con los que Cela mima la edición, así como por la posibilidad de divulgar ensayos de una considerable extensión en un único número, tal y como señala en varias cartas. De este modo, todo apunta a que Bousoño elegía para
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Subrayado del autor.
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su obra crítica preferentemente el espacio de Papeles por cuestiones editoriales y estratégicas. Frente al Bousoño crítico, Cela privilegia al poeta. No solo forma parte del grupo invitado a las Conversaciones poéticas en Formentor, sino que también le hace partícipe de los volúmenes de homenajes y antologías que prepara. Sin embargo, no siempre Cela recibe una respuesta positiva por su parte. Para su Antología poética de los oficios de la construcción, Cela le pide un poema dedicado al “yesero”. Bousoño declinará así la invitación en su carta del 12 de mayo de 19617: Siento no poder complacerte, pese a lo que me hubiese gustado ir contigo una vez más en una empresa bonita. La culpa la tiene un defecto mío: me es imposible escribir poesía con tema dado, cuando este tema está alejado de las preocupaciones que me son habitualmente fértiles. Siempre he tenido envidia de aquellos poetas que enjaretan un soneto a lo primero que salga. Yo me declaro incapaz de escribir otra cosa que lo que me urge de un modo vivo dentro de mí, y por eso no tengo más remedio que declinar el ofrecimiento amistoso que me brindas. Y no sabes cómo lo siento.
Este pasaje evidencia que Bousoño siente la creación poética en términos alejados al “poema por encargo”. También rechazará el ofrecimiento de preparar una Antología de la poesía española contemporánea (1936-1964) para la editorial Alfaguara, dirigida por el hermano de Cela, Juan Carlos (10/X/1964)8. Esta antología saldría, le explica Cela, “dividida, al menos, en cuatro tomos: poesía amorosa, poesía religiosa, poesía social y poesía cotidiana o quizás intimista. En principio, ¿aceptarías tú el preparar el tomo de la poesía amorosa?”. Bousoño rechaza el ofrecimiento “porque estoy, en este momento y para largo, ocupadísimo en la redacción de tres libros al mismo tiempo: uno de poesía, otro sobre la poesía contemporánea y un tercero, de enorme formato, acerca del sentido de la evolución literaria desde la
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Este poema será finalmente encargado a José Agustín Goytisolo: “Meditación sobre el yesero”. El volumen se edita a cargo de Jacinto López Gorgé.
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Edad Media para acá” (17/X/1964). Asimismo, aunque no declinó la propuesta, no llegó a enviar el poema que Cela le pidió para el homenaje a Blas de Otero (1977), a pesar de solicitárselo en varias ocasiones. Otra suerte correrá el homenaje a Dionisio Ridruejo en la revista Plural, colaboración que gustoso acepta Bousoño (25/II/1976): “Me alegra asociarme de este modo a una obra de nuestro Dionisio”.
José Agustín Goytisolo y su Antología poética de los oficios del motor También el epistolario con Goytisolo arranca a propósito de Papeles de Son Armadans, en concreto, con el envío de una serie de poemas inéditos para uno de los primeros números de la revista (“Seis poemas”, 9/III/1956), al tiempo que felicita a Cela por su obra La catira. “Es enorme”, se pronuncia Goytisolo. Papeles será la oportunidad de retomar el contacto: “No te he vuelto a ver desde hace un par de años (aquellas tertulias en tu casa con Eduardo Cote, Hernando Valencia, y tu charla en el Guadalupe, en el ‘Aula de la Medianoche’), pero he seguido tus andanzas por la prensa y los amigos”. Este epistolario comprende un total de 59 cartas, siendo 11 de Camilo José Cela y 32 de José Agustín Goytisolo; el resto pertenece a sus esposas. A diferencia del anterior, como veremos, en este caso Cela responde siempre como editor, nunca como escritor o lector, tampoco como poeta. Más allá de la cordialidad y el respeto intelectual, no estamos ante un epistolario de amistad o afecto. Frente a Carlos Bousoño, en quien se observaba una dicotomía entre poeta y crítico, en Goytisolo la voz del poeta y la del traductor se nutren mutuamente. Desde muy pronto despuntará el interés de Goytisolo por potenciar la literatura italiana en Papeles, ofrecimiento que Cela recoge agradecido. Goytisolo pretende que la revista acoja una presencia sistémica de la literatura italiana que abarque tanto traducciones como reseñas literarias y monográficos. Junto a Carlos Barral, el papel protagonista de Goytisolo en esta empresa será fundamental, no solo porque él mismo enviará traducciones a la revista,
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sino también porque será el contacto que Cela necesita con la red de la crítica italiana. Asimismo, será el promotor de monográficos y antologías, si bien estos proyectos no siempre sean culminados con éxito. Tres años después de su primera aparición en Papeles, Goytisolo le envía la traducción de ocho poemas de Cesare Pavese, aunque solo se publicarán “Seis poemas”. En esta carta (2/I/1958) ya queda patente, además de la alianza con Barral, que Papeles se convertirá en un espacio privilegiado para publicar tanto su poesía como sus traducciones: “Me dice Carlos Barral que piensa enviarte él también algo de Pavese, que podría ir en el mismo número. Estoy terminando una pequeña antología de Bertolt Brecht que te mandaré. Unos diez o doce poemas, en total”. Las traducciones de Pavese esperarían hasta 1959. En una carta del 8 de marzo de ese año, Goytisolo vuelve a escribir a Cela y, de nuevo, confluye la voz del poeta con la del traductor. Junto al envío de ocho poemas de su libro Claridad, da instrucciones a Cela sobre un volumen que Barral y él preparan sobre la literatura italiana, el cual aglutinaría sus traducciones de Pavese, “junto con un ensayo sobre poesía de Dario Puccini, traducciones de prosa, una antología de la joven poesía, más algunos relatos en prosa de varia gente más”. Sin embargo, este volumen no aparecerá en Papeles. En esa misma misiva, le advierte a Cela de la importancia de contar con Dario Puccini, “que es el crítico de Italia más acreditado en literatura española, y su juicio es siempre digno de ser tenido en cuenta. Quizás, pienso, le gustaría a él ser el corresponsal italiano de ‘Los Papeles’”. Aunque Puccini ya había publicado en 1957, Goytisolo pretende aumentar su influencia y, por ende, la presencia de la literatura italiana en la revista. En septiembre de ese mismo año, Goytisolo (27/IX/1959) le anuncia el envío de la traducción de “ocho bellos poemas de Vincenzo Cardarelli”, “uno de los mejores poetas italianos de este siglo, que ha muerto hace poco. Te mandaré también unas traducciones de Brecht”. A Cardarelli después lo presentará (4/II/1960) como “un gran poeta, una especie de Machado italiano”. Aunque a partir de esta fecha Goytisolo ya no remita más traducciones propias, se preocupará por seguir introduciendo en Papeles
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firmas extranjeras reconocidas. En 1965 (14/X/1965) escribe a Cela: “Te envío estas estupendas traducciones de Lermontov que ha hecho Agustín Manso Argüelles. En particular la Elegía, muy cernudiana, es más actual que toda esta mierda de malas imitaciones de Otero y Celaya que escriben ahora nuestros jóvenes poetas de quince a noventa años”. Al año siguiente (8/VII/1966) le enviará un “espléndido artículo” de su cuñado, José María Carandell, sobre la obra del poeta alemán Peter Weiss, “el niño mimado de la literatura europea actual, del que se habla mucho en todos los países y nada en España”. Este trabajo será publicado en el número CXXIX (diciembre, 1966). Pero, sin duda, una de las empresas más ambiciosas promovidas por Goytisolo, siguiendo la estela de Cela y de su Antología poética de los oficios de la construcción, fue la de publicar, en vano, un número extraordinario de una Antología poética de los oficios del motor al tiempo que una edición italiana de la Antología poética de los oficios de la construcción, ya mencionada. Si el ingenio celiano le llevó a contar con el patrocinio y el asesoramiento de la empresa de construcción Huarte y Cía. para su Antología, Goytisolo llamará a la puerta de Renault. El epistolario recoge las numerosas misivas que dan cuenta de las gestiones y contactos que entabló Goytisolo para este proyecto, con el beneplácito de Cela. No sin pasión trató de convencer a los altos directivos de la empresa Renault de que la Antología sería un medio de propaganda moderno y efectivo que prestigia a esta empresa que lo emplea, dado que en dicha Antología de los oficios del motor, colaborarían (como en el caso de la Antología poética de los oficios de la construcción que patrocinó la Empresa Huarte y Cía., y que regala un ejemplar de dicha publicación a cada uno de los compradores de sus pisos, y a sus clientes y suministradores) las más prestigiosas firmas de la literatura española actual: académicos, catedráticos y poetas de gran renombre (27/III/1962).
El objetivo estribaba en que la Antología “podría incluirse como obsequio a cada uno de los compradores de un automóvil de dicha marca”. Goytisolo, esperanzado en el proyecto, le escribe a Cela: “Creo que acabarán encargando el número”. Sin embargo, el desenlace no
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fue el esperado. El jefe de relaciones públicas de la empresa, Francisco Latorre (13/IX/1962), rechazó la propuesta porque “entendemos que dado el gran público entre el que se distribuyen nuestros vehículos, muchos de ellos no encontrarían sentido en este libro que creemos va dirigido a una minoría más cultivada”. Similar suerte corrió el proyecto de una Antología italiana. A pesar de las misivas intercambiadas con Antonino Lamaro, uno de los constructores más importantes de Italia, para publicar “una edición en Italia de un número similar, si bien con la mitad de los poemas españoles traducidos al italiano, reservando la otra mitad para poemas escritos por poetas italianos”, el volumen nunca vio la luz. Según el proyecto inicial Cela habría cedido los dibujos de la Antología original y se habría encargado de la publicación. Para nuestra sorpresa, el epistolario cierra abruptamente este tema. Ambas Antologías responden a un empeño personal de Goytisolo, más que a un interés manifiesto de Cela, relacionado con su faceta de traductor de literatura italiana. Aunque en las cartas del primero hay varias alusiones a Cela, no hay ni una sola misiva —que se conserve— del autor gallego a propósito de estos proyectos. Como es sabido, la figura del poeta-traductor fue especialmente relevante en la escuela de Barcelona, con Carlos Barral, José Agustín Goytisolo, Gabriel Ferrater y Jaime Gil de Biedma a la cabeza. Barral y Goytisolo establecieron un sólido puente hacia la literatura italiana, materializado en una nutrida red de contactos, viajes, traducciones y proyectos editoriales. Goytisolo ejerció en Italia como poeta-traductor de Pavese, Quasimodo, Pasolini o Bassani, pero también fue un poetatraducido, convirtiéndose en una de las voces más representadas de la literatura española de medio siglo en Italia (Luti 2016). Papeles será, por tanto, uno de los canales más prestigiosos y estratégicos por los que Goytisolo consolidará su compromiso literario e intelectual con Italia en el escenario editorial español. Existe un desencuentro entre ambos que, a buen seguro, debió de calar en Cela, y que ocupa no pocas misivas del epistolario. En mayo de 1961 (26/V/1961), al tiempo que Goytisolo le comunica que pronto terminará el poema dedicado al “yesero” solicitado por Cela para la Antología de los oficios de la construcción, le pregunta por el número
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exacto en el que saldrá publicado el ensayo de Castellet titulado “La poesía de José Agustín Goytisolo” —en el epistolario es recurrente el apremio de los autores por ver sus contribuciones publicadas y los apuros de Cela ante la acumulación en Papeles—: “Está a punto de aparecer —publicado por Jaime Salinas— mi libro Años decisivos, y dentro de un par de meses se publicarán también las ediciones mexicana e italiana de Claridad. Te pido, pues, por favor, que hagas lo posible para que el ensayo de Castellet aparezca lo más pronto posible”. A pesar de que Cela le responde que está programado para “el mes de mayo o […] junio”, el ensayo no ve la luz en estas fechas. Como respuesta a la tarjeta que envía Goytisolo a Cela en agosto, inquieto por el asunto, este responde (8/IX/1961) “la memez censoria ha arreciado y el apellido Goytisolo le da verdadera alergia. Tan pronto como me lo devuelvan irá a la imprenta”. Goytisolo (4/X/1961), desconfiado, responde así: No te hagas el remolón, por favor, y publica el ensayo […]. El libro ha pasado por censura sin ningún problema (jamás los he tenido con censura, pues selecciono lo que escribo antes de mandarlo al censor) […]. Castellet cree que Claridad tiene posibilidades en el Premio Crítica 1961, y el ensayo ayudaría en ese empeño. No seas malo, y publícalo pronto. Dime algo de este ensayo, pues si la censura no te lo pasa a ti, me lo haré pasar yo y te lo devolveré censurado. Yo, en cambio, me intereso siempre por complacer tus deseos y estoy componiendo un poema, según encargo de Cesáreo Rodríguez Aguilera, sobre una pintura románica del Maestro de Tahull.
La carta de Cela no se hizo esperar. En el mismo día escribe (5/X/1961): Sabes de sobra que no me hago el remolón. El artículo de Castellet está en consulta en Madrid. Así se lo dije y si, ni tú ni él me creéis, no es mía la culpa. Me duele que me supongas mentiroso, cuando soy diáfano. El lunes iré a Madrid y tenía proyectado ver al Director General de Prensa, exclusivamente para hablarle de esas páginas9. Sólo este dato pienso
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que será suficiente para que veas hasta qué punto quiero publicar el texto de José María.
Aunque, en efecto, el ensayo de Castellet pasará la censura y será publicado en el número de diciembre, el distanciamiento por parte de Cela queda patente. Las acusaciones de Goytisolo y Castellet habían menoscabado su relación de confianza. A partir de esa fecha será la mujer de Camilo José Cela, Rosario Conde, quien tome el relevo en el epistolario. Cierto es que ello sucede, en un primer momento, debido a la ausencia de Cela, pero esta sustitución de identidades se consolidará en el tiempo. A partir de este momento, a excepción de dos cartas (30/IV/1962 y 18/X/1965), todas serán respondidas por Rosario, de modo que Goytisolo acabará dirigiéndose a ella en exclusividad. La situación se hace más evidente cuando la mujer de Goytisolo, Asunción Carandell, irrumpe en el epistolario. En unas misivas centradas en formalismos editoriales (envío de separatas, recepción de libros) las voces de los autores desaparecen y toman el relevo sus esposas, Rosario y Asunción, Charo y Ton, hasta el punto de que esta última será quien ponga el punto y final a un epistolario previamente enfermo, debido a la desaparición de sus reales interlocutores. En una carta que envía a Charo el 22 de septiembre de 1967 le comunica: Me acaban de traer la nueva suscripción de Papeles. José Agustín no está, pero espero apruebe mi decisión de darme de baja. Estoy haciendo un recuento de gastos de revistas y otras cosas que con el tiempo se van acumulando y que es uno de los gastos considerables que tengo. Te escribo ahora mismo que acaban de traer Papeles para que tengas una explicación ya que siento no recibirla. Hace tiempo que no sé de vosotros, espero veros algún día en Barcelona.
Aunque Cela envió a Goytisolo un ejemplar de su María Sabina (1968) y este le felicitó calurosamente por obtener el Premio Nacional de Literatura (1984), en realidad el epistolario se había quebrado años antes, en 1961, a raíz de la discordia por la publicación del ensayo de Castellet. No es por azar que, posteriormente a esta fecha, solo en una
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ocasión más vuelva Goytisolo a publicar en Papeles (1965). Lo mismo sucederá con José M.ª Castellet, el tercer implicado en este triángulo de susceptibilidades, quien terminará sus colaboraciones en Papeles en 1962, después de años de presencia habitual en la revista. Este desencuentro explicará también el silencio con el que Cela recibió los proyectos de las Antologías italianas de Goytisolo. Aunque a buen seguro Cela estaría interesado —él nunca rechazaba nada que llegase a Papeles—, la confianza ya estaba quebrada.
De poeta a poeta: el epistolario con Concha Lagos El epistolario con Concha Lagos es uno de los más interesantes de este corpus, por la complicidad, el real afecto y el reconocimiento mutuo como poetas. Comprende 37 cartas de Concha Lagos y 26 de Camilo José Cela, además de otros documentos. El arranque del epistolario es tardío en relación a los anteriores y coincide con el agradecimiento de Lagos por la publicación de sus poemas en Papeles (“Las cuatro esquinas” LIII, agosto 1960). Ya desde la primera carta conservada, Lagos (29/IX/1960) se dirige a Cela en tanto que editor —le pide que hagan un intercambio entre Papeles y Ágora—, pero, sobre todo, como poeta10. Por un lado, le anuncia que en el siguiente número de Ágora saldrá una reseña de su último poemario, Pisando la dudosa luz del día, al tiempo que le solicita una contribución para el número que se dedicará a Dámaso Alonso. A raíz de la publicación de esta elogiosa reseña, firmada por Manuel Mantero (en la sección de Crítica de
10 Concha Lagos desempeñó un valioso papel como agente cultural en los años sesenta. Su proyecto incluyó tres frentes: Cuadernos de Ágora, la tertulia de Ágora y Ediciones Ágora, con una colección consagrada exclusivamente a la poesía desde 1957. La revista se inició en noviembre de 1956 hasta julio de 1964, si bien hasta noviembre del 57 solo se tituló Ágora y nació, al igual que Papeles, enarbolando la premisa de libertad máxima. Alfredo Gómez (1981: 42) explica que “el final de Ágora llegó debido a la penuria económica que arrastraba la revista, la negación total a subordinarse a cualquier tipo de ayuda estatal y la apatía de muchos en hacer el monográfico dedicado a Antonio Machado”.
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libros), Cela mostrará un afecto y una cercanía epistolar destinada a muy pocos. La piedra de toque habrá sido el retrato que traza Mantero, un análisis agudo de su poesía, ensalzada por encima de buena parte de la lírica contemporánea que adolecía, según el crítico, de monotonía y mediocridad: Un brío de primera mano como este de Cela lo necesita la monotonía de buena parte de nuestra poesía, ayuna de inspiración, de saqueamiento, de electricidad. De esta casi violenta comunicación entre poeta y lector está altamente desprovista nuestra lírica, tan abundante en escritores que, bajo pretexto de mojama no romántica, circulan con patente de poesía enjundiosa y no son capaces de levantar con su genio ni un ala de mosca. Son los poetas débiles, los grises y anémicos, los que se casan con la poesía y después duermen por la noche en camas separadas.
Inmediatamente después de su publicación, Cela les escribirá con sentida gratitud y hasta sorpresa. El autor termina su carta con un “Gracias. Mil gracias. Y un abrazo sincero”. A partir de ahora, Concha y Camilo se tratarán como camaradas, como poetas por igual: ¡Con qué gratitud, con qué alegría, con qué pasmo también, leo la nota de Ágora sobre mi libro de versos! En las nutridas nóminas poéticas españolas, siempre —¿qué más da el por qué?— era excluido cuidadosamente. La torre de marfil de los poetas no podía contaminarse con la presencia de quien, sobre poeta bueno o malo, creía lícitas otras formas de expresión. Y ahora, de repente, ustedes, con generosidad que nunca agradeceré bastante, me abren un resquicio por el que —¡no saben bien con cuánta ilusión!— me cuelo.
El “pasmo” de Cela se explica por su naturaleza de “excluido” del parnaso de los poetas, aspecto por el que se lamentó en no pocas ocasiones; de ahí la satisfacción y el agradecimiento con el que responde a Concha Lagos y Manuel Mantero. Sin ir más lejos, en una misiva enviada a Leopoldo de Luis se queja, con gran pesar, de que Castellet lo haya obviado en su célebre antología, Veinte años de poesía española (1939-1959). Por su lado, Concha Lagos también siente el peso de la exclusión, en este caso, por parte de la crítica. Así se lo hace saber
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a Cela con respecto a Leopoldo de Luis, encargado en Papeles de la sección de crítica literaria. El 8/V/1962, junto al envío de su último poemario, le cuenta: También y a petición suya, para hacer crítica en “los papeles”, le entregué otro ejemplar a Leopoldo de Luis. Crítica que naturalmente nunca apareció. Se ve que reserva el espacio para sus amigos y este es un procedimiento para agenciarse las obras que le interesan. Estas líneas no implican ninguna reclamación, ya sé que eres ajeno a esto, simplemente te lo notifico.
Esta queja proseguirá casi dos años más tarde, cuando en enero de 1964 le envía “mis últimos poemas más al día. Es un envío desinteresado; ya sé que con el señor L. L. como crítico de tu revista, a mí no se me hará nota”. Cela rápidamente le ofrece lo siguiente: “Si quieres, pide tú una nota sobre tu libro a quien mejor te parezca; extensión óptima, 500 palabras”. Teniendo en cuenta que Leopoldo de Luis era la persona de su confianza para conducir la sección de crítica poética, la respuesta inmediata y la generosidad de Cela muestran hasta qué punto estimaba a Concha Lagos. La poeta no le escribió hasta un año más tarde (1/I/1965), cuando ella ya estaba en una etapa vital distinta tras haber clausurado Ágora: No creas que cayó en el vacío tu generosa oferta de publicar algo sobre mi último libro, al contrario, agradecí mucho tu gesto amistoso, tan escaso en este campo de la literatura, el más árido tal vez para los afectos, pero en esos días eran tantos los disgustos y malos momentos que estaba pasando que sólo pensé en dar carpetazo a la revista y huir de Madrid. Tenía verdadera necesidad de aislarme, de estar, al menos, en paz conmigo. Aquí me tienes, ahora, luchando para no volver a sacar la revista, tratando de resistir las presiones internas y externas. Ya veremos.
Lagos recibe el gesto de Cela como una muestra de excepcionalidad, “tan escaso en este campo de la literatura”. Con el demostrativo “este”, Concha Lagos se refiere al grupo de poetas. Ambos se sienten objeto de desafección. Este sentimiento compartido les acercará.
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Aunque intercambiarán proyectos editoriales, predominará en ellos su voz de poetas. Cela (2/V/1962) le pedirá que le envíe la colección completa de Ágora, lo que abrirá un intercambio constante de volúmenes que durará hasta el final del epistolario. En 1962 Concha le comunica: “Quiero hacerte un n.º de Ágora. Envíame un poema autógrafo. Invéntate una poética muy a tu estilo y podíamos incluir también algún cuento. Si me lo envías todo rápido sale el n.º enseguida”. Como era de esperar, Cela (12/X/1962) acepta gustoso: “Me llegó tu propuesta de dedicarme un n.º de Ágora, que me anonada y me llena de reconocimiento”. Tal y como sabemos por una carta ulterior (30/III/1971), ese número no apareció debido al cierre de la revista y al viaje de Cela por Estados Unidos. Sin embargo, Lagos no despreciará la oportunidad de cumplir su palabra, aunque ya no será en Ágora: “Me visitó el director de Artesa, una revista poética que parece ir a más. Le dije que toda revista poética debe contar contigo y le sugerí, cuando la revista esté más madura, un número homenaje ya que en tu revista siempre hay páginas para los poetas”. De nuevo, Cela recibe la propuesta agradecido. Concha (31/I/1972) le responderá con franqueza: “Tú lo mereces y espero que no sea la única revista que tome ese derrotero”. Este homenaje se publicará en ese mismo año. En efecto, Artesa. Cuadernos de poesía dedicará su número de diciembre de 1971 “al poeta Camilo José Cela”. En el prólogo, Antonio L. Bouza (1971: 5) señala a Concha Lagos como la principal artífice del homenaje: “Empezamos por unos comentarios y los hicimos realidad en el estudio Lagos de Madrid, cuando el entusiasmo de Concha por Camilo me contagió el afán de hacer algo en Artesa —que solo amasa trigo limpio— para nuestro más importante novelista, y gran poeta”. El volumen reunió “autores de variadas generaciones y quizá ideologías, pero de un solo ideal ante el amigo escritor”, tal y como se apunta en el proemio (Bouza 1971: 5). Entre las numerosas rúbricas destacan Vicente Aleixandre, Dámaso Alonso, Miguel Ángel Asturias, Max Aub, Gabriel Celaya, Jorge Guillén, la propia Concha Lagos o Dionisio Ridruejo, al tiempo que también se incluyen varios poemas en catalán y en gallego. Sin embargo, a pesar del claro propósito del volumen, sospechamos no poca frustración
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en Cela al predominar las alusiones a su obra novelística frente a su faceta como poeta. Por otra parte, ambos quisieron ver publicada alguna de sus obras poéticas en la editorial del otro. No olvidemos que tanto Lagos como Cela dirigían su propia colección (Ágora y Juan Ruiz, respectivamente), por lo que este ofrecimiento resultaba prescindible. El poemario Los anales de Concha Lagos saldrá en la colección Juan Ruiz en 1966. A este respecto, en sus memorias, Lagos (2021: 105-106) apunta una de las claves de su vínculo con el autor: Con Cela me ha unido siempre buena amistad, pero la distancia y este empeño, mayor cada día, en no salir de mi pozo, resulta poco propicio para que las amistades prosperen. Le estoy agradecida por esta publicación. En Los anales le dediqué uno de mis poemas preferidos: “Ruinas frente al Mediterráneo” y más tarde otro en la revista Artesa, de Burgos, número homenaje que la revista le dedicó. Es un poema menos logrado, pero sincero. Lo que intento destacar en él es su ternura; la considero una de sus facetas más entrañables.
La confianza que Lagos muestra hacia Cela al ofrecerle sus versos es compartida; también él (13/X/1967) le propondrá un libro de versos para “tus preciosas ediciones”: Querida Concha: Te sorprenderá mi pretensión. Tengo un libro de versos rigurosamente inéditos, mejor dicho, un largo poema sostenido, y me gustaría darlo en tus preciosas ediciones. ¿Puede ser? Espero tus noticias. Un abrazo de tu lector y buen amigo.
Sin embargo, a pesar de sus deseos, Cela se echará atrás (27/X/1967). Al fin y al cabo, Papeles no dejaba de ser un engranaje mucho más complejo y vasto que Ágora y, por lo tanto, de decisiones menos libres: Charo y algunas otras personas muy próximas me han hecho desistir de mi primitiva idea de ofrecer María Sabina con pie editorial amigo pero ajeno; la verdad es que teniendo en la mano Alfaguara y los Papeles de Son Armadans, la cosa carecería del más mínimo sentido y la gente
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no iba a explicarse nada. Desisto, pues, de Ágora, no sin antes agradecerte muy de veras tu buena acogida. La poesía, querida Concha, no la abandoné jamás; a veces me abandonó ella a mí, lo que —aunque de idénticos resultados— no es exactamente lo mismo, por lo menos ante mi conciencia.
Retomo por un instante las últimas líneas de esta misiva, que adquieren un tono de confesión. En ellas Cela manifiesta su innata inclinación hacia la poesía, al tiempo que la percepción de no haber sido escogido por “ella”. Podríamos añadir también por “ellos”, entendido como la pléyade de poetas de la que Cela siempre se sintió relegado. No olvidemos las tensiones poéticas de la época materializadas en la dualidad Madrid-Barcelona, a saber, entre el grupo nacido alrededor de la figura de Vicente Aleixandre, en Velintonia, y la escuela de Barcelona, liderada por Carlos Barral y Gil de Biedma (Teruel 1997). En este panorama claramente dicotómico los esfuerzos llevados a cabo desde la periferia resultaban desalentadores, de ahí la exclusión a la que se refieren Lagos y Cela. Sin embargo, gracias al puente con el exilio y la pericia celiana, Papeles de Son Armadans logró crear un espacio espectral de confluencia entre corrientes poéticas, donde Cela seguía sin ser el poeta, sino el editor de poetas. Estos sinsabores con el entorno literario también afianzaron un cierto desapego en Concha, quien le dice (16/II/1983): “¡Aquí tienes estas Elegías que solo pongo en manos amigas!; la crítica empieza a resultarme tan indiferente como los tiempos”. En semejante tono se dirige él a ella (18/VI/1984) tiempo más tarde: “Mil gracias por tus estremecidos versos de Más allá de la soledad y por tu bellísimo poema Me conformo con mucho. Tu amistad me reconforta mientras la vida me zurra”. Lejos de los formalismos propios del Cela-editor de Papeles, el Cela más personal aflora en marcas de oralidad, signo del cambio de tono del epistolario. La amistad entre ellos se traslada también a una estrategia editorial y económica. Cela será el mediador, a petición de Concha (1/ II/1968), para la venta de su revista a Alfaguara, de modo que ella no sufriese en exceso pérdidas económicas. Asimismo, tal y como Lagos (2021:193) relata, Cela siguió enviándole puntualmente sus Papeles
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hasta el final de la revista, síntoma inequívoco de deferencia hacia la escritora. La última carta del epistolario es de Concha Lagos (22/XII/1989) felicitando a Cela por la obtención del Nobel: Supe puntual lo del Premio, pero retrasé mi felicitación para no agobiarte; debe ser una paliza. Me puse al final de la cola, es un puesto en el que me puse, o me pusieron, cuando dejé Ágora y que no pienso abandonar por las muchas cosas que en él he descubierto, incluso la hermosa soledad tan acompañante y tan creadora.
En efecto, Concha Lagos optó en sus últimos años por retirarse paulatinamente de la vida pública, después de haber sido relegada al final de la cola, como ella apunta. Cela se distinguió por lo contrario. Sin embargo, el afecto, la amistad y la ayuda mutua siguieron intactos. Debido a la entrada tardía de Concha Lagos en Papeles, su epistolario encuentra escasas concomitancias intertextuales con el conjunto epistolar de Bousoño y de Goytisolo. No olvidemos que ella no participó en la Antología de los oficios de la construcción, ni estuvo invitada en las Conversaciones en Formentor. Sin embargo, los tres epistolarios comparten el espacio espectral de Papeles que cohesiona y aporta sentido a todo el relato.
Notas finales Si Papeles de Son Armadans fue una de las gestas editoriales imprescindibles de la segunda mitad del siglo xx español, el epistolario de Cela nos permite asistir de manera privilegiada a las redes culturales del momento, las estrategias de publicación y difusión de los autores, los proyectos fallidos, así como a los lazos de amistad, volubles algunos de ellos en el tiempo; todo ello bajo un telón de fondo en el que la censura todavía hacía de las suyas. Cela promovió y auspició la poesía de muy diferentes maneras. Buscó a poetas y se rodeó de ellos. En este epistolario de identidades poliédricas, el Cela enmascarado de editor siempre priorizó al interlo-
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cutor poeta, aunque Bousoño apostase por su voz de crítico literario para Papeles y Goytisolo encontrase un cauce para sus traducciones del italiano. Solo en Concha Lagos se vio reconocido como lo que él se sentía, un poeta.
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Hacia El hereje: sobre el epistolario de Américo Castro y Miguel Delibes Santiago López-Ríos Universidad Complutense de Madrid
Las misivas que el autor de La realidad histórica de España y el de Cinco horas con Mario se cruzaron entre 1967 y 1971 demuestran que, a veces, el valor de un epistolario no guarda proporción con su tamaño. En total, se han preservado poco más de dos docenas de documentos de esta correspondencia1. Nada que ver, por ejemplo, con las dimensiones de la de Miguel Delibes y Francisco Umbral (2021). De
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En la Fundación Xavier Zubiri (Madrid) se conservan diez cartas de Miguel Delibes a Américo Castro: (1967a-b), (1968a-f ), (1970) y (1971). En la Fundación Miguel Delibes (Valladolid) hay dieciséis del segundo al primero: (1967a-b), (1968a-h), (1969a-b), (1970a-b) y (1971a-b). Agradezco a ambas fundaciones, y en especial a Elisa Delibes y Diego Gracia, que hayan autorizado citar estos textos inéditos y publicar facsimilarmente una carta de Américo Castro. Doy las gracias también a Santos Sanz Villanueva y José Teruel por sus comentarios y sugerencias a lo largo de esta investigación.
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todas formas, este pequeño conjunto de escritos privados constituye un estimable testimonio de la atención que Américo Castro prestó a la obra de Delibes al final de su vida. Siendo esto algo de por sí sumamente curioso, su mayor interés radica, sin embargo, en que incita a reflexionar sobre la huella que la historiografía de Castro —“una de las pocas cabezas pensantes que restan en el país (tal vez la más lúcida y ordenada”, según Delibes (1967b)— dejó en el propio escritor vallisoletano. Esta huella aflorará, más de treinta años después, en El hereje (1998), el título con el que culmina su trayectoria novelística. Asimismo, y esto no es menos significativo, leer estas cartas teniendo a la vista el epistolario de Américo Castro y José Jiménez Lozano, ya publicado, invita a suponer que el escritor de Alcazarén estimuló de forma decisiva el acercamiento teórico de su amigo a Castro, al tiempo que le mostraba las posibilidades de novelar el drama espiritual de la edad conflictiva y el problema de la libertad de conciencia en la España de la Inquisición. Sobre esto gira, precisamente, El sambenito (1972), una novela que José Jiménez Lozano estaba redactando por las mismas fechas en las que los dos periodistas de El Norte de Castilla mantenían correspondencia con don Américo. La relación epistolar entre Castro y Delibes se inicia el 24 de julio de 1967, cuando el primero le escribe al segundo desde Madrid para felicitarle por Cinco horas con Mario (Castro 1967a). El filólogo había leído esta novela gracias a su hija Carmen, quien se la había llevado en un viaje a California unos meses antes. A su regreso de La Joya, en abril, Carmen envió una nota a Delibes comentándole cuánto había disfrutado su padre de este libro. También le expresaba su deseo de que ambos se conocieran en persona: “Le llevé de regalo a mi padre tus Cinco horas, y si es posible, cuando él venga —en julio— tenéis que conoceros. Te leyó, te disfrutó y espero que corra tu estupenda novela entre los hispanohablantes californianos” (Castro Madinaveitia 1967). El gesto de Carmen Castro no era algo aleatorio. Estaba muy interesada en la vida cultural, colaboraba de manera asidua en revistas y periódicos —El Norte de Castilla incluido (Castro Madinaveitia 2001)— y mantenía a su padre al corriente de novedades literarias. Fue ella quien le hizo llegar Nada de Carmen Laforet, una obra en la que su progenitor apreció la modernidad del enfoque femenino y del
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virtuosismo metafórico, según le comentó a su hija en carta del 20 de agosto de 1945: “Para encontrarle enlace hay que ir a Sor Juana Inés de la Cruz y a Santa Teresa […]. La mujer se da ahí total, entera, se la oye hablar. Todas las otras hembras han pretendido hacer literatura masculina —o se han lanzado al lirismo (la Mistral, p. e.). […] Qué acierto el de esa cría no usar su poder metafórico para el verso, y sí para recrear cosas y gentes” (Teruel 2020: 37). Castro estaba en Madrid en julio de 1967 porque había llegado desde EE. UU. para pasar las vacaciones en España y había decidido permanecer en la capital unos días antes de irse a Platja d’Aro. Su primera carta a Delibes es breve. Encabezada con un “mi admirado novelista”, le felicita por el “estupendo soliloquio de la viuda de Mario”, le confiesa que le ha descubierto un “gratísimo Mediterráneo” y le expresa su deseo de conocerlo en persona (1967a). Si a sus 82 años, con un ritmo febril de trabajo a pesar de estar cada vez más desbordado por las circunstancias, tomaba la iniciativa de entrar en contacto con Miguel Delibes y le trasladaba que le gustaría reunirse con él, era porque lo consideraba como algo prioritario. Aunque no se dijese de forma explícita, al leer la novela, debió de reparar en la visión tan ‘casticista’ de la religión que encarna el personaje de Menchu: “¿Es que también era mala la Inquisición, botarate? Con la mano en el corazón, ¿es que no crees que una poquita de Inquisición no nos vendría al pelo en las presentes circunstancias”, llega a decir la viuda mientras vela el cadáver de su marido, al que reprocha haber criticado al Santo Oficio en sus clases (Delibes 1987 [1966]: 151). En verdad, parecía como si en algunos pasajes se hubiera novelado sobre las profundas raíces de la intolerancia religiosa española a partir de sus propias tesis. A esto obedecería la insistencia de Carmen Castro ante su padre para que leyera Cinco horas con Mario y conociera en persona a su autor. Aparte de las lecturas que Delibes hubiera hecho de Castro, todo apunta a que las ideas de este le llegaron de forma paralela a través de José Jiménez Lozano, su amigo y compañero en El Norte de Castilla. En 1966, el mismo año en que apareció Cinco horas con Mario, Jiménez Lozano publicó en la editorial Destino Meditación española sobre la libertad religiosa, gracias a la recomendación de Delibes a Josep Vergés. Desde un planteamiento muy americocastrista, este ensayo
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exploraba la pervivencia de la intransigencia cristianovieja en la España contemporánea. La oposición de una parte del clero español a la declaración de libertad religiosa del Concilio Vaticano II estimuló las cavilaciones de este joven periodista católico que había cubierto el Concilio desde Roma y que estaba deslumbrado por la figura del papa Juan XXIII (Arbona y López-Ríos 2020). Hay pasajes de Cinco horas con Mario que parecen casi inspirados en Meditación española sobre la libertad religiosa: Pero la unidad religiosa católica es, sin embargo, la ficción jurídica montada sobre la autoconciencia de pueblo escogido por Dios y la voluntad férrea de que esa ficción jurídica sea expresión de la realidad, aunque haya que exterminar a todo disidente. Y por supuesto, negarle la calidad de español. El concepto de anti-España no es un expediente político de propaganda, como pudieran pensar muchos, sino un sentimiento vivo ya en el corazón de los españoles del xvi y el xvii, el sentimiento de la casta cristiana ultrajada por la disidencia de la creencia católica, el sentimiento del honor personal, familiar y nacional manchado por un solo español que disienta de su deber —“casta obliga”— de ser católico. Y de serlo a la manera del carbonero, sin preguntarse demasiado por su fe, ya que estos interrogantes teológicos o filosóficos, intelectuales de toda clase, han olido siempre
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Escucha, Mario, aquí, para inter nos, cada vez que Borja se dormía arrullado por la quinta sinfonía y tú decías, “Éste es el intelectual de la familia”, yo perdía la cabeza, te lo confieso, porque por nada del mundo quisiera tener un hijo intelectual, una desgracia así, antes que Dios se lo lleve, fíjate. Convéncete de una vez, Mario, los intelectuales, con sus ideas estrambóticas, son los que lo enredan todo, que están todos medio chiflados, porque creen que saben pero lo único que saben es incordiar, lo único, fíjate bien, y sacar a los pobres de sus casillas, que el que no acaba de rojo, acaba de protestante o algo peor. Daría media vida por meterte esto en la cabeza, querido, que yo no sé en qué tono decírtelo, que hay personas que me paran en plena calle, y no es una ni dos, siempre los mismos, que si te has hecho rojo, imagina qué situación, con qué cara voy a contestarlos, que, luego, cada vez que te veía comulgar, me entraba un escalofrío por la espalda que no quieras saber, porque por mucho que en mi fuero interno pretenda disculparte,
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Hacia El hereje entre nosotros a chamusquina, quiero decir a judaísmo, y herejía, por lo que, como está demostrado hasta la saciedad, el ser un labriego ignorante o venir de iletrados labradores llegó a ser el más preciado título de “casta limpia”, dado que los judíos siempre fueron agudos de entendimiento y cavilosos. El catolicismo popular español ha sido siempre anti-intelectual desde que ser intelectual significó un ejercicio autónomo de la inteligencia fuera de los moldes escolásticos y el control clerical, y los intelectuales han sido acatólicos o anticatólicos, casi siempre, entre nosotros, del xix para acá sobre todo (Jiménez Lozano 1966: 68).
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hay cosas que no pueden conciliarse, cariño, por ejemplo, Dios y El Correo, pero así, sin contemplaciones, que es algo que sale de ojo. El Señor no gusta de las medias tintas, cariño, y Él me perdone pero yo creo que ese Juan XXIII, que gloria haya, ha metido a la Iglesia en un callejón sin salida, que no es que diga que fuese malo, Dios me libre, pero para mí que lo de Papa le venía un poco grande, o, a lo mejor, le pilló demasiado viejo, que todo puede suceder. Yo no soy una mojigata ni una intransigente, Mario, ya me conoces, pero este buen señor ha hecho y ha dicho cosas que asustan a cualquiera, no me digas, porque si a estas alturas, también va a resultar que los protestantes son buenos, acabaremos por no saber dónde tenemos la mano derecha (Delibes 1987[1966]: 143-145).
Es muy revelador que el mismo 24 de julio de 1967, fecha en la que don Américo inaugura su correspondencia con Delibes, escribiese también por primera vez a José Jiménez Lozano, después de haber leído Meditación (Castro y Jiménez Lozano 2020: 61-66). En esta carta, bastante más larga que la dirigida a Delibes, elogiaba dicho libro, enfatizando su sorpresa y su satisfacción por haber encontrado en España a un intelectual católico español que respaldara sus argumentos. Una sintonía muy semejante debía de intuir con Delibes, cuya relación con Jiménez Lozano no podía ignorar, no solo porque ambos eran periodistas de El Norte de Castilla y autores de Destino (editorial y revista), sino por algo incluso más obvio: Delibes le había dedicado Cinco horas con Mario al propio Jiménez Lozano. El que escribiera a ambos por primera vez exactamente el mismo día revela hasta qué punto los asociaba. Aparte de que le atrajera conocer en persona al autor de una novela que tanto le había gustado —amigo, además, del periodista católi-
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co que defendía sus tesis en un ensayo audaz, y amigo de su propia hija—, otras razones le animarían a acercarse a él. Había lazos por parte de la familia política: una prima del novelista, Camino Velarde, estaba casada con Juan Manuel Madinaveitia, un hermano de su esposa (Delibes 1968e). A su vez, el periódico El Norte de Castilla, un “símbolo de segura orientación” en palabras de Castro (1968c), le recordaría a su amigo Santiago Alba Bonifaz, quien junto con César Silió había comprado esta cabecera en 1893. Alba, el cual siendo ministro de Instrucción Pública había puesto en marcha el InstitutoEscuela y había tratado mucho al granadino a propósito de la Oficina de Relaciones Culturales mientras desempeñó el cargo de ministro de Estado en 1923, fue el tío de Miguel Delibes (García Domínguez 2020 [2005]: 46; Olmedo Ramos y López-Ríos 2022). El autor de Cinco horas con Mario respondió a vuelta de correo a la primera carta del filólogo desde Valladolid el 26 de julio. Le llama “alto maestro”, se muestra agradecidísimo por su felicitación y muy ilusionado con la posibilidad de que lo recibiera: “como todo español preocupado por el pasado y el porvenir de España, uno de mis mayores deseos es conocer al autor de las más lúcidas páginas sobre nuestra Historia” (Delibes 1967a). La primera parte de la frase no debió de pasar inadvertida a su destinario; era una declaración de principios que coincidía con una idea esencial para él: los españoles solo podrían afrontar su futuro haciéndose cargo de cómo habían llegado a serlo. El encuentro se produjo en Valladolid, en donde apareció el autor de La realidad histórica de España el 11 de septiembre de 1967, al volver de sus vacaciones en Cataluña. Delibes lo recordó en Un año de mi vida: “Apenas llegado de USA, me escribió expresándome su deseo de reunirse con Jiménez Lozano y conmigo. Respondimos agradecidos diciéndole que iríamos a Madrid. Mas a los dos días, sin advertirnos, se presentó él en Valladolid. ‘Don Américo —le dijimos—, esto no era lo convenido. Usted tiene ochenta años’. Pero él objetó rápido: ‘De acuerdo; pero ustedes son dos’” (Delibes 1972: 190)2.
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El Norte de Castilla se hizo eco de esta visita y publicó una foto de don Américo en portada. (“Don Américo pasó por Valladolid” [1967]).
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Por las líneas que el filólogo puso a Jiménez Lozano al regresar a Madrid, sabemos que departir con ambos escritores le produjo una intensa impresión, a pesar de la no pequeña diferencia de que ser él un “acendrado y aleccionador” ateo —los adjetivos son de Camilo José Cela en carta a Carmen Castro de 1973 (2009: 486)— y ellos, católicos practicantes: “Mientras andábamos presurosos por Valladolid, y contemplábamos la raya de los tesos, y de sus blancos y grises reverberantes —tan justa y bellamente coordinados—, pensaba en lo curioso de encontrarnos allá tres personas tan distintas, en apariencia tan dispares, y sin embargo coincidentes en cuanto a ciertas líneas y matices fundamentales. Y un rayo de esperanza iluminaba la duda y las tinieblas habituales” (Castro y Jiménez Lozano 2020: 83). El mismo día en que escribía esto a Jiménez Lozano, el 17 de septiembre de 1967, redactaba otra carta para Miguel Delibes, a quien no llama ya “mi admirado novelista”, sino “mi querido amigo”. Lo que le comenta ayuda a entender por qué le aseguraba a Jiménez Lozano que esas conversaciones de los tres le infundían esperanza, asunto absolutamente esencial para él y sobre el que vuelve en su misiva al autor de El camino. Tras agradecerle “las deliciosas 24 horas pasadas en Valladolid”, le confiesa: Siempre es grato conocer a un escritor ya muy estimado personalmente. En este caso, el interés se multiplicaba por la impresión de estar objetiva y previamente de acuerdo, usted y yo, acerca de algunas ideas básicas, de modos de entender y ‘esperanzar’ a este querido y maltrecho país. Sus novelas, por fortuna, no son de tesis políticas o moralizantes; son, sí, visiones sutilmente críticas, estimativas, no meramente descriptivas, del humano vivir en un tiempo y espacio dados (Castro 1967b).
Don Américo no solo valoraba el innegable mérito formal de la narrativa de Delibes, sino también cómo este captaba la complejidad de ciertos problemas hispánicos, apuntando soluciones desde la literatura. Era obvio que se había quedado con ganas de hablar con su ya amigo exactamente sobre esto último, de literatura: “Ojalá haya alguna otra ocasión para conversar, sin agitadas premuras, de asuntos literarios” (1967b). La expresión de este deseo posee una importan-
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cia crucial. Desde siempre, había defendido la función de la literatura en la sociedad y daba por sentado que el progreso de España pasaba por que en el país se leyera a sus clásicos de todas las épocas, incluida la contemporánea. En 1922, en su memorable ensayo “La enseñanza de la literatura”, declaraba: “La literatura sirve fundamentalmente para proporcionarnos un placer de orden elevado. Es un lujo de la sensibilidad y de la inteligencia que, como todos los lujos, es índice de la civilización de un pueblo. Lo mismo logramos esa finalidad con un autor moderno que con los pretéritos” (López-Ríos 2015: 224; y 2023). Seducido por Cinco horas con Mario y habiendo empezado la lectura de Las ratas después de volver de Valladolid, precisaba dónde estribaba para él el valor de estos relatos. Citemos otra vez sus palabras: las obras de Delibes eran “visiones sutilmente críticas, estimativas, no meramente descriptivas, del humano vivir en un tiempo y espacio dados”. Este empleo del adjetivo “humano” es muy característico de Castro. En el ensayo antes aludido, insistía —demostrando una evidente huella del pensamiento pedagógico de Giner de los Ríos (López-Ríos 2014)— en la necesidad de que los profesores de literatura supieran “estimar […] cuanto es fino, humano y ascendente” en los textos que explicaban a sus jóvenes estudiantes (López-Ríos 2015: 227; y 2023). No menos suya es la expresión “vivir en un tiempo y espacio dados”, tan relacionada con sus conocidos conceptos de “vividura” y “morada vital”. En la segunda parte de esta carta a Delibes, de una forma un tanto sinuosa, pero, desde luego, transparente para un destinatario no ajeno a su pensamiento historiográfico, desarrolla qué echaba de menos en la literatura española del siglo xx: llegar al núcleo de lo que él denominaba el “morbo hispánico” (algo así como, la “enfermedad española”), lo cual, en definitiva, implicaba abordar un problema de religión en su dolorosa complejidad. La marginación del cristiano nuevo constituía un hecho tan vertebrador de la España de la Inquisición como lo fue la particular sensibilidad espiritual (y literaria) que desarrollaron, en un espacio y en un tiempo hostiles, los judeoconversos frente al fanatismo de la visión castiza de la religión de ciertos cristianos viejos. Esto lo ilustra aludiendo al escudo de fray Alonso de Burgos en la fachada
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de San Gregorio, en el que se había fijado durante su visita a la ciudad del Pisuerga: No obstante lo mucho escrito por los mejores del llamado 98, la sensibilidad española aún no se ha posado sobre yunques capaces de labrarla, de forjarle nuevas formas. Aunque parezca fatua pedantería decirlo, la verdad es que Baroja, Azorín, Valle, Unamuno y Ortega sentían maravillosamente a España, pero se limitaron a trazar bellos círculos de arte o de pensamiento por encima, o en torno, a su realidad. Ortega dijo con acierto en un disco de gramófono que hacía falta seducir a los españoles a fin de prepararlos a recibir lecciones doctrinales —o sea, darles las amargas píldoras. Por eso, escribió él tan bellamente de filosofía. ¿Pero tuvo Ortega claras nociones sobre la naturaleza y etiología del morbo hispánico? ¿Podía tenerlas? No se me olvidan los dos ángeles que, en la fachada de San Gregorio sostienen la flor de lis que fray Alonso de Burgos se otorgó a sí mismo como blasón de nobleza. En lugar de “a Dios por razón de Estado” (quiero decir, Dios como indirecto sostén de lo útil para la re publica) “a la hidalguía por razón angélica”. Fray Alonso —ya lo sabe— era un cristiano de reciente cuño (Castro 1967b).
Al redactar estas líneas, resonarían en su mente sus conversaciones con los dos periodistas de El Norte de Castilla, frases de Menchu en Cinco horas con Mario sobre judíos y protestantes (“antes la muerte, fíjate bien, la muerte, que rozarme con un judío o un protestante” [Delibes 1987 [1966]: 90]) y sus primeras impresiones de Las ratas, que presumiblemente le acaba de regalar su autor. Aunque a Delibes solo le habla de pasada sobre dicho libro hacia el final de la carta (“Sus Ratas: voy leyendo el libro poco a poco. Obra fuerte, impresionante. No tengo ahora energía para precisar más esta adjetivación” [1967b]), cuando le escribe ese mismo día a Jiménez Lozano, sí le comenta algo muy curioso, el exergo de esta novela: “Si alguno quiere ser el primero, que sea el último de todos y el servidor de todos. Y tomando un niño lo puso en medio de ellos…” (Mc 9, 35-38) (Delibes 1988 [1962]: 7). Castro conecta las palabras evangélicas elegidas por Delibes nada menos que para encabezar su obra con una cita del Quijote que él acababa de emplear en Cervantes y los casticismos españoles.
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Además, hace partícipe a Jiménez Lozano de una reflexión en la que quintaesencia su hermenéutica de la historia religiosa española desde el siglo xvi al xx: El tema evangélico de Las ratas, “servidor de todos y tomando un niño lo puso en medio de ellos”, se junta en el infinito con las palabras de Cervantes puestas al frente de mi último libro: “caer en la cuenta de que era cristiano, y que estaba más obligado a su alma que a los respetos humanos”. Lo bueno que han tenido los países anglosajones es fruto del espíritu de servicio, de servir a todos, como escribía Marcos en su Evangelio. De ahí el social service, y el civil servant. Los españoles, del siglo xvi en adelante, olvidaron el Evangelio y han servido a su casta, a su entorno, a su parentela, a sus amistades, etcétera. La democracia moderna es, sencillamente, una secularización ideal del espíritu evangélico (hoy caricaturizado por eso que irreverentemente llaman Opus Dei). El español nunca tuvo ni sospecha de qué sea el “interés público”; y se llama individualismo esa gran tosquedad, a la ignorancia de que nuestros prójimos son algo real, y que está “obligado a su alma”, como dice Cervantes, significa tener en cuenta las de los demás. La literatura subrayó la naturaleza franca, esquinada de las almas españolas, en aquello de “ande yo caliente, y ríase la gente”. La noción española de la caridad, de la limosnería, es de lo más anticristiano que hay (Castro y Jiménez Lozano 2020: 82-83).
En estas líneas, cuyo alcance Jiménez Lozano captaría en toda su densidad, late su innegable simpatía por el cristianismo erasmista, en especial por su reivindicación de regresar a la esencia de las enseñanzas evangélicas. De ahí, el énfasis en la caridad, sobre todo en su vertiente de amor al prójimo. Según Castro, esa imaginada España del siglo xvi que no pudo ser habría propiciado una sociedad más moderna y eficiente en época contemporánea. Y para él hay más espíritu evangélico secularizado en sociedades anglosajonas, es decir, protestantes, que en la sociedad católica franquista, cuya forma de entender la caridad hasta la considera “anticristiana”. En relación con esto, conversando con Andrés Amorós en 1970, declaró: “Yo no he escrito para fines eruditos ni teóricos, no soy filósofo. He escrito solo para hacer
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ver hasta qué abismo de monstruosidad pudo llevar la intolerancia y el personalismo abstracto, tozudo, retórico y gesticulante. El español debe autovacunarse, recurriendo al examen de su conciencia histórica, sirviéndose inteligentemente de la recíproca, humana y cristiana caridad” (Amorós 1970: 17). Rafael Lapesa también recordó cómo, al visitarlo en Estados Unidos a finales de los años cuarenta, notó que su anticlericalismo se había atemperado: Pero más nos conmovió que el primer domingo de estar en Princeton nos llevara a la misa que se decía en un salón de deportes de la Universidad, decorado con frisos de atletas griegos y cuadrigas; se sentó a nuestro lado y se arrodilló con nosotros durante la consagración. Su anticlericalismo de antaño había dado paso a la comprensión respetuosa de formas de religiosidad diferentes a la suya, consistente en su hondo sentido moral: veneraba la santidad, cifrada para él en el ejemplo de Giner de los Ríos, y decía que el mayor mal de la juventud norteamericana radicaba en ignorar la existencia del pecado (1998: 108-109).
Las raíces ginerianas de esta espiritualidad a las que alude Lapesa son incuestionables (López-Ríos 2014). En este sentido, el autor de El pensamiento de Cervantes estaba muy cercano al ‘erasmismo’ de su amigo Fernando de los Ríos, según este lo expresó en su famoso discurso en las Cortes Constituyentes de 1931, en el que, por cierto, como en otros escritos suyos, se anticipan ideas de la historiografía americocastrista de posguerra: Y ahora perdonadme, Sres. Diputados, que me dirija a los católicos de la Cámara. Llegamos a esta hora, profunda para la historia española, nosotros los heterodoxos españoles, con el alma lacerada y llena de desgarrones y de cicatrices profundas, porque viene desde las honduras del siglo xvi; somos los hijos de los erasmistas, somos los hijos espirituales de aquella conciencia disidente que fue estrangulada durante siglos. […] Venimos aquí, pues —no os extrañéis— con una flecha clavada en el fondo del alma, y esa flecha es el rencor que ha suscitado la Iglesia, por haber vivido durante siglos confundida con la Monarquía y haciéndonos constantemente objeto de las más hondas vejaciones: no han respetado ni nuestras personas ni nuestro honor; nada absolutamente
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nada han respetado [...]. Siempre es hora. ¡Ojalá que esta hora se aproveche, en nombre de los intereses históricos permanentes de nuestra República y de esta nuestra Patria española, tierra profundamente dramática y que hoy vive angustiada por la esperanza! (De los Ríos 1999: 316-317)3.
La defensa de un cristianismo genuino basado en la caridad conectaba con los principios vitales de Delibes, quien en una ocasión afirmó: “el hecho de que yo me incline por el hombre humilde y por el hombre víctima revela, imagino, mi espíritu democrático, pero no menos mi espíritu cristiano” (Alonso de los Ríos 1993 [1970]: 85)4. De hecho, el tema de la caridad está presente en Cinco horas con Mario desde la esquela inicial: “Rogad a Dios en caridad por el alma de D. Mario Díez Collado” (Delibes 1987 [1966]: 7). Resulta imposible no pensar en la afirmación de don Américo de que “la noción española de la caridad, de la limosnería, es de lo más anticristiano que hay” en carta a Jiménez Lozano (Castro y Jiménez Lozano 2020: 83) leyendo algunas de las diatribas de Menchu a su esposo: […] cariño, que tus ideas sobre la caridad son como para recogerlas en un libro, y no te enfades, que todavía me acuerdo de tu conferencia, ¡vaya un trago!, hijo mío, que te pones a mirar, y no hay quien te entienda, que te metías conmigo cada vez que iba a los suburbios a repartir naranjas y chocolate como si a los críos de los suburbios les sobrasen […]. Siempre hubo pobres y ricos, Mario, y obligación de los que, a Dios
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Es de sobra conocido que Menéndez Pelayo en su diatriba contra los krausistas los asoció a los alumbrados: “Porque los krausistas han sido más que una escuela; han sido una logia, una sociedad de socorros mutuos, una tribu, un círculo de alumbrados, una fratría, lo que la pragmática de don Juan llamaba cofradía y monipodio; algo, en suma, tenebroso y repugnante a toda alma independiente y aborrecedora de trampantojos” (1987: 950). García de Adoin (2017) comenta ambos pasajes en su estudio sobre el ‘erasmismo’ de Fernando de los Ríos. Sobre el “catolicismo renovador” de Delibes, especialmente en El disputado voto del señor Cayo, véase Fornieles Alcaraz (2021: 15-18).
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gracias, tenemos suficiente, es socorrer a los que no lo tienen […], no me vengas ahora “Aceptar eso es aceptar que la distribución de la riqueza es justa”, habráse visto, que cada vez me dabas un mitin, cariño, con que si la caridad solamente debe llenar las grietas de la justicia pero no los abismos de la injusticia, que lo que decía Armando, “Buena frase para un diputado comunista”, a ver, que a los pobres les estáis revolviendo de más, y el día que os hagan caso y todos estudien y sean ingenieros de caminos, tú dirás dónde ejercitamos la caridad, querido, que ésa es otra, y sin caridad, ¡adiós el Evangelio!, ¿no lo comprendes?, todo se vendrá abajo, es de sentido común. […] porque si algo ha hecho Cáritas en este sentido es impedirnos el trato directo con el pobre y suprimir la oración antes del óbolo, o sea, malmeter a los verdaderamente pobres, para que lo entiendas, y, por si fuera poco, restar oraciones, que yo recuerdo antaño, con mamá, deshechos, ¡Dios mío, qué espectáculos tan hermosos!, rezaban con toda devoción y besaban la mano que los socorría (Delibes 1987 [1966]: 82-83).
La religión interesaba sobremanera a Castro porque estaba en el eje de su obra historiográfica, y esta, a su vez, no era más que un intento de dilucidar cómo se había producido la Guerra Civil. El mismo año en el que iniciaba su correspondencia con Delibes y Jiménez Lozano, explicaba en Ínsula: “A decir verdad, el propósito que me llevó (en 1940) a ‘profesar’ en la orden histórica, para mí hasta entonces marginal, fue el sugerir algún procedimiento de unir a los españoles que no consistiese en coserlos a puñaladas, en lanzarlos a la guerra ‘cibdadana’, según decía en el siglo xv don Alonso de Cartagena. Mas, ¿cómo crear convivencias sin bucear hasta el fondo en la razón de haber sido la vida secular de los españoles radicalmente inconvivible?” (1967c: 12). En la carta que le escribe a Delibes cuando acaba de empezar a leer Las ratas no falta el tema de la guerra. En una postdata le ruega que transmita su agradecimiento a José Antonio Rubio Sacristán, a quien debía de conocer desde los tiempos de la Residencia de Estudiantes y en cuyo domicilio de Valladolid había asistido a una velada “inolvidable”. Por lo visto, durante el transcurso de esta, se enteró de que una de las hijas de Rubio Sacristán vivía entonces en la que había sido su casa en Madrid “hasta el fatídico 18 de julio de 1936”. En el trans-
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curso de la cena, le invitaron a visitarla. Don Américo le confiesa a Delibes que no supo reaccionar ante esta propuesta: “Sería atroz para mí visitar aquel lugar tan lleno de recuerdos. España es para mí una llaga no cicatrizada” (Castro 1967b). Esta forma de explicar la Guerra Civil desde la intolerancia religiosa y la ausencia de caridad propias de la edad conflictiva debió de seducir al escritor castellano, un verdadero cristiano conciliar, al igual que Jiménez Lozano. Si, en 1966, Miguel Delibes noveló en Cinco horas con Mario el rechazo de católicos ultraconservadores al aperturismo del Concilio Vaticano II (Buckley 2012: 128-150), en 1970 llegó a asegurarle a César Alonso de los Ríos “que, si hubiera habido un Juan XXIII antes de 1936, la guerra española no se hubiera desencadenado o hubiese tenido otro carácter” (Alonso de los Ríos 1993 [1970]: 51), dejando claro que para él la Guerra Civil fue, en alguna medida, una guerra de religión. “A veces pienso en esta ficción histórica de un Juan XXIII anterior al 36”, le admite en otro momento (Alonso de los Ríos 1993 [1970]: 51). Jiménez Lozano, recordémoslo, dedicó Meditación española sobre la libertad religiosa al papa Juan XXIII, escribió su biografía (Jiménez Lozano 1973) y, ya antes, por defenderlo de lectores de El Norte de Castilla que hacían de la religión su seña de identidad nacional había recibido un insulto punzante, hereje: “‘Por favor, todavía no nos llamen ustedes herejes, esperemos a la sesión de hoy o de dentro de dos años, esperemos a que acabe el Concilio; después sabremos si son ustedes o nosotros quienes estábamos con la Iglesia’. Y estar con la Iglesia es lo que cuenta” (Jiménez Lozano 1963)5. Volviendo a las conversaciones de César Alonso de los Ríos con Delibes en 1970, es llamativo lo que responde el escritor castellano cuando su amigo le pregunta qué estaba leyendo justo esos días: “En estos momentos estoy leyendo a Américo Castro y a Aranguren” (Alonso de los Ríos 1993 [1970]: 96).
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Este texto también lo recuerda Buckley (2012: 128), quien comenta que Delibes y Jiménez Lozano tuvieron contactos con protestantes en Valladolid por esos años (132).
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Carta de Américo Castro a Miguel Delibes Setién. Madrid, 17 de septiembre de 1967. Fundación Miguel Delibes (Valladolid), AMD, 10, 226/1. Por esas mismas fechas, Delibes también exhibe sensibilidad americocastrista en la interpretación que en Un año de mi vida hace del manuscrito de la novela de Jiménez Lozano que terminaría titulándose El sambenito (1972). Habiendo detectado la habilidad para evocar la intransigencia del nacionalcatolicismo detrás de la recreación de la España inquisitorial del siglo xviii, está entusiasmado con el resultado: 22 de enero [de 1971].-Jiménez Lozano ha tomado como pretexto el proceso inquisitorial de don Pablo de Olavide en el siglo xviii para hilvanar la novela que cabría esperar de él. El prolongado monólogo acusatorio de los secretarios fiscales, plagado de circunloquios y sinuosidades muy barrocos y anacrónicos, sirve (de rebote) para satirizar a la España fanática de siempre, tanto en la vertiente social, como en la política y la religiosa (las trasposiciones al tiempo presente se producen de una manera automática en la mente del lector). Los profundos
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conocimientos de Lozano sobre el tema le permiten una reconstrucción vívida y convincente de esta estampa dieciochesca, terriblemente dramática pero atemperada por el lenguaje, de una zumba (que a veces nos lleva a la franca carcajada) muy intelectual. Pepe Lozano no le ha puesto título todavía a este manuscrito que, a mi juicio, es una de las mejores cosas que ha escrito y debería publicar sin demora (Delibes 1972: 124).
Esta inteligente lectura de El sambenito corrobora que Jiménez Lozano había encontrado que, efectivamente, el género novelístico le permitía revelar cosas que nunca podría haber dicho en un ensayo, según le comentó a Vergés en carta del 9 enero de 1970 a propósito de Historia de un otoño (López-Ríos 2020). En verdad, “[e]l franquismo no solo silenció, también provocó discursos” (Garriga Espino y Teruel 2018: 28). El encuentro de Castro y Delibes en Valladolid en septiembre de 1967 sirvió para sellar una amistad que se fortaleció a través del intercambio epistolar y que se prolongó hasta la muerte del primero en julio de 1972. Son cartas breves en las que comentan de pasada la situación social y política en España y en el extranjero (mayo francés del 68), comparten sucintas impresiones de viaje, se envían recuerdos a amigos comunes (Castro siempre tiene en mente a Jiménez Lozano), o aluden a cuestiones personales (salud, familia). Varias de estas cartas surgen como acuse de recibo de los libros que el novelista iba enviando al filólogo. Exceptuando Viejas historias de Castilla la Vieja (1960/1964), uno de los libros predilectos de Delibes, que se lo manda a Castro en 1969, se trata en todos los casos de las novedades editoriales que fueron apareciendo a lo largo de esos años de amistad: La primavera de Praga (1968), Parábola del náufrago (1969) y Con la escopeta al hombro (1970). De todos estos títulos, sobre el que más se extendió el granadino fue Parábola del náufrago. Le llamó la atención, en particular, algo que le preocupaba mucho, la deshumanización del individuo en una sociedad cada vez más mecanizada y despersonalizada. No pasó por alto los nuevos cauces formales en los que se adentra la novela más experimental de Delibes, si bien no debió de percibir el toque satírico contra los excesos de este tipo de
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prosa6. En carta del 15 de noviembre de 1969, compartió con Juan Goytisolo su entusiasmo por lo que esta narración tenía de denuncia literaria de la deshumanización. Sus palabras certifican su fe en la capacidad de los escritores de influir en su entorno: Le dejo por estar exhausto. Pero urgía darle gracias efusivas por ese, en mi opinión, gran libro [Spanien und die Spanier], tanto como en otro orden, la última novela de Miguel Delibes, la Parábola de un náufrago [sic]. Tal vez le mande un ejemplar. Que tres hispanos, en modo vario y sin mutuo acuerdo, lancemos aullidos contra la deshumanización, es alentador. Nuestras voces serán como zumbidito de mosquito en medio de un ciclón —no importa. Un átomo puede volverse célula, y, aunque sea en el infinito, proliferar (Goytisolo 2007: 1503)7.
Siendo estas observaciones sobre los textos delibeanos importantes, sin embargo, desde una distancia más amplia, la pregunta más relevante que plantea este epistolario es hasta qué punto las ideas americocastristas pudieron haber dejado su huella en El hereje (1998), en donde se recrea la vida, proceso inquisitorial y ajusticiamiento de un protestante en el Valladolid del siglo xvi, una obra, en suma, sobre la España de la edad conflictiva. En verdad, leer las cartas que se intercambiaron don Américo y Jiménez Lozano, publicadas en 2020, desde la perspectiva de Miguel Delibes invitaba ya a considerar esta 6
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“En el mundo de los ‘Sviatoi Iósif ’ al ser humano comienzan por castrarlo y por aborregarlo. Podrá balar, y ya está bien. El valor de su gran Parábola —densa de subsentidos— es que el antes vigente género novelístico, inventado por Cervantes, pereció porque al personaje literario no le dejaron ni la posibilidad de arriesgarse a vivir su propia vida, pues nace ya des-vidado literariamente, incluso sin un lenguaje en el cual irse labrando una vida que no sea des-retro-vida. Alguien —yo no tengo ni tiempo ni fuerzas— debería coordinar ese RIP (en la paz de la mudez) de la forma novelística, con una visión panorámica de la deshumanización del hombre en la sociología, historia y lingüística hoy en vigor de triunfo” (Castro 1969b). Cuando Américo Castro le comenta a Francisco Márquez Villanueva el 9 de noviembre de 1967 que “los no profesionales, algunas gentes de alma no podrida por complejos de inferioridad, comienzan a dar la cara por la verdad” (1967d), bien podría estar refiriéndose a Miguel Delibes y José Jiménez Lozano.
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posibilidad. José María Ridao concluía precisamente su reseña de dicho epistolario titulada “Católicos contra las castas”, apuntando de forma muy específica en esta dirección: “Y como si hubiera decidido participar retrospectivamente en la meditación para servir y no para dominar a la que Jiménez Lozano invitaba a Castro, Delibes hará de su última obra, El hereje, una implícita toma de posición sobre las preocupaciones desgranadas en esta sugerente correspondencia entre un ateo y un católico contra las castas” (Ridao 2020). Gracias a entrevistas, testimonios del propio autor, y de personas muy cercanas a él durante el momento de redacción de esta novela, y gracias también a la abundante documentación preservada en la Fundación Miguel Delibes, la crítica ha reconstruido de manera minuciosa las fuentes y la génesis de El hereje (Crespo López 2019: 79-92; 119-126). Fueron unas páginas de la Historia de los heterodoxos españoles de Marcelino Menéndez Pelayo las que desencadenaron la epifanía, como en otros autores contemporáneos; sirva de ejemplo el encuentro de Carmen Martín Gaite con Macanaz, un libro que interesó mucho, por razones obvias, a Jiménez Lozano, quien lo reseñó en El Norte de Castilla (Jiménez Lozano 1970). El escritor de Valladolid no solo se documentó leyendo por su cuenta sobre la historia de los protestantes en España, los autos de fe, la Inquisición y su ciudad en el siglo xvi, sino que también recurrió a diversos historiadores para pedir orientación y consultarles dudas específicas. En un paratexto del final da las gracias a todos los que le han inspirado y/o ayudado: Aparte los libros y autores expresamente mencionados en la novela, hay historiadores como Jesús A. Burgos, Bartolomé Bennassar, Carmen Bernis, Germán Bleiberg, Teófanes Egido, Isidoro González Gallego, Marcelino Menéndez Pelayo, Juan Ortega y Rubio, Anastasio Rojo Vega, Matías Sangrador, J. Ignacio Tellechea y Federico Wattenberg que con sus obras me han ayudado a reconstruir y conformar una época (el siglo xvi). A todos ellos expreso por estas mi reconocimiento (Delibes 2019 [1998]: 549).
La ausencia de los nombres de Américo Castro y Jiménez Lozano en esta lista no resta valor a la inteligente intuición de José Ma-
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ría Ridao. Si bien no cabe considerar la obra del primero como una fuente directa de El hereje, hay razones para sostener que esta debió de funcionar a modo de antiguo sustrato sobre el que germinaría la idea de novelar la heterodoxia religiosa en el Valladolid del siglo xvi. Así parece percibirlo Heliodoro Carpintero Capell, cuando en 2003 le comenta en una carta a Delibes lo siguiente: “Por tu libro corre el regeneracionismo, el dolor por España y la preocupación por casticismos y limpiezas de sangre que hay en los libros de Unamuno y Ortega y Castro y tantos más” (Crespo López 2019: 72). Entre finales de los sesenta y principios de los setenta, este sustrato de ideas americocastristas se habría ido sedimentando en la personalidad intelectual y literaria del escritor castellano, a través de la lectura de los libros del maestro, conversaciones con él y con su hija Carmen, y, por supuesto, a través del intercambio de cartas. Asimismo, no poco debió de ser lo que Delibes aprendió sobre el autor de La realidad histórica de España gracias a José Jiménez Lozano, bien fuera charlando con él o leyendo sus artículos en El Norte de Castilla y Destino, o libros suyos como Meditación española sobre la libertad religiosa o El sambenito, una novela en la que, como hemos visto, se ventilaban muchas otras cosas aparte del proceso inquisitorial a Pablo de Olavide, un rasgo que la acerca a El hereje. Aunque sea mera casualidad, resulta curioso que el escritor de Alcazarén emplease en una carta a su compañero en El Norte de Castilla el mismo sintagma para hablar de El hereje que el que había utilizado Américo Castro con él para referirse a su primera novela, Historia de un otoño. Si el filólogo le había dicho a Jiménez Lozano “quiero agradecerle su relato apasionado e inteligente de la ‘aventura’ religiosa que más huella dejó en la Francia del siglo xvii” (Castro-Jiménez Lozano 2022: 145), este le dirá a Delibes sobre El hereje que “la aventura religiosa está muy bien contada” (Crespo López 2019: 105). Si bien el escritor de Valladolid sigue otras fuentes para recrear hechos históricos, hay momentos en el que el lenguaje de El hereje aflora un vocabulario muy americocastrista, como cuando el protagonista se refiere a “la casta de los cristianos viejos” en las primeras páginas. En el preludio Cipriano Salcedo señala: “La afición a la lectura ha llegado a ser tan sospechosa que el analfabetismo se hace deseable y honroso.
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Siendo analfabeto es fácil demostrar que uno está incontaminado y pertenece a la envidiable casta de los cristianos viejos” (Delibes 2019 [1998]: 182)8. De todas formas, más que rastrear marcas concretas, conviene reparar en que, al construir un relato en torno a la libertad de conciencia en España, Miguel Delibes convertía en literatura esa arraigada preocupación compartida con Jiménez Lozano y Castro, y de la que habían hablado los tres paseando por Valladolid en septiembre de 1967. La misma cita inicial del libro, unas palabras del papa Wojtyla, con su referencia al Concilio Vaticano II, sirve para conectar el tema de la intolerancia inquisitorial con el siglo xx: ¿Cómo callar tantas formas de violencia perpetradas también en nombre de la fe? Guerras de religión, tribunales de la Inquisición y otras formas de violación de los derechos de las personas… Es preciso que la Iglesia, de acuerdo con el Concilio Vaticano II, revise por propia iniciativa los aspectos oscuros de su historia, valorándolos a la luz de los principios del Evangelio (Juan Pablo II a los cardenales, 1994) (Delibes 2019 [1998]: 147)9.
A su vez, la cita elegida evidencia que, tal y como ocurría con Jiménez Lozano, Delibes proyecta su cristianismo conciliar en la religiosidad de los erasmistas y otros heterodoxos afines. Cuando, en 1998, en una entrevista se le preguntaba “De haber vivido en tiempos
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La misma marca del lenguaje americocastrista (“casta cristiana”) aparece, por cierto, en El sambenito de Jiménez Lozano: “Mas si alguien le contradecía [a Pablo de Olavide] en sus opiniones, entonces se levantaba colérico de la mesa, marchaba a su bufete y tomaba de los estantes cualquier malditísimo libro de la nefasta filosofía moderna, de los que aquellos estaban bien nutridos, pues nunca se había visto en español alguno de casta cristiana tal demasía y apetito, glotonería e inclinación a los libros y a los peligros del entendimiento […]” (1972: 17). 9 Pérez Escohotado (2018) ha estudiado en profundidad cómo en El hereje se “superponen” el siglo xvi y el siglo xx. Desde otras premisas aborda también el asunto Buckley (2012: 185-201). García Domínguez insiste “en que Miguel Delibes se siente absolutamente identificado con el protagonista de la novela y con su defensa tenaz —hasta la muerte— de la libertad de conciencia” (2014: 86-97).
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de sus personajes, ¿habría sido usted un erasmista?, ¿habría corrido usted la misma suerte que Cipriano?, ¿no habría sido una víctima de esa ‘Valladolid, mi ciudad’ tan terrible a la que dedica la obra?”, contestó: “Es fácil que hubiera sido erasmista, pero ignoro hasta dónde habría llegado. No tengo madera de héroe” (Sanz Villanueva 2001 [1998]: 83). Treinta años antes, el 3 de agosto de 1967, en una conmovedora carta, Jiménez Lozano le había confesado a Castro algo en la misma línea: “Los cristianos conciliares de este país estamos viviendo a veces muy dolorosamente todas las inquisitoriales aventuras de nuestros amigos fray Luis de León y demás: las denuncias, los miedos, los insultos, a veces incluso la prisión o los golpes por parte de los defensores de la fe” (Castro y Jiménez Lozano 2020: 69). Profundizar en este asunto, incluyendo a Américo Castro, permite captar matices transcendentales. Tildar al filólogo de “erasmista” para referirse a su condición de exiliado le costó a Jiménez Lozano la intervención de la censura franquista que tachó solo esta frase de Meditación española sobre la libertad religiosa: “así, los erasmistas hoy se llaman ‘emigrados’. Y la ‘emigración’ es el propio drama del profesor Américo Castro” (Expediente de censura 1965). Aparte de la comunión de ideas en cuestiones de historia religiosa española, existía una coincidencia fundamental entre Castro y Delibes en lo que respecta a la poética de la novela. Sin duda, esa afinidad literaria fertilizó todavía más el sedimento de tesis americocastristas en el autor castellano. Las cartas que le enviaba el granadino desempeñaron un papel transcendental en este sentido, como se desprende de una anotación de Delibes en Un año de mi vida. El 29 de abril de 1971 dejó constancia en este diario de haber recibido una carta del “maestro” con comentarios sobre su libro Con la escopeta al hombro, de los que transcribe unas líneas: “Lancé hace tiempo mi idea del ‘hecho humano habitado’; de no ser vista así la realidad (de hace mil años o de ayer), pasa uno por la vida como broza arrastrada por aguas presurosas” (Castro 1971a; Delibes 1972: 190). Glosa con admiración estas palabras y las hace suyas: “Precisamente por haber sabido verlo así, Américo Castro acertó a mostrarnos la Historia de España tal como es. El genio de don Américo estriba en haber sabido cambiar la posición tradicional de los focos e iluminar de esta manera ciertas zonas
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penumbrosas de la realidad española, fundamentales para comprender el pasado y la esencia del hombre ibérico” (Delibes 1972: 190). En De la edad conflictiva, el autor explicaba que se decidió a “hacer habitables los hechos, los referidos en libros y documentos, porque un hecho humano no habitado es un cascarón vacío de humanidad” (Castro 1976 [1961]: 37) y, refiriéndose específicamente a la novela, aseguró que este género no debe consistir “en la expresión de lo que acontezca a la persona, sino de cómo esta se encuentra existiendo en lo que acontece” (Castro 1976 [1961]: 210). Afirmaciones muy en consonancia con las conocidas palabras de Delibes de que “una novela es más o menos valiosa en la medida en que acierte a explorar el corazón humano” (Goñi 1985: 101). ¿No cabe entender, pues, la historia de Cipriano Salcedo como un ejemplo paradigmático de “hecho humano habitado”? En la carta que Castro escribió a Delibes en septiembre de 1967, le auguraba un futuro brillante como novelista: “Tiene usted muchos años por delante, y practica su arte complejamente dimensionado”. Y añadía: “Tal vez —quién sabe— haya que pulir el alma de los españoles antes con novelas indirectas y sinuosas, que con escuelas rígidas y esquemáticas”, consciente de la capacidad del escritor castellano de “entender y ‘esperanzar’ a este querido y maltrecho país” (Castro 1967b)10. Llama la atención cómo el octogenario insiste al escritor en la idea de “esperanzar”, un verbo que él escribe entre comillas y en el que se intuye una raigambre gineriana (“[…] Hacedme/ un duelo de labores y esperanzas” [Machado 1994: 235]). Desde luego, esta carta adquiere un sentido pleno desde la lectura de El hereje, la novela sobre la libertad de conciencia y la tolerancia, en la España de la edad conflictiva y en la del siglo xx, la novela que culmina y cierra la obra de Miguel Delibes. Entrevistado este con motivo de la publicación de este libro (Sanz Villanueva 2001 [1998]: 84), resulta elocuente su respuesta
10 El 29 de abril de 1970 concluye una carta a Delibes tocando el mismo asunto y, una vez más, considerándolo muy próximo a Jiménez Lozano: “A ustedes les quedan amplias zonas de esperanza; pero a quienes bordean el quinquenio próximo a los 90, ¿qué diantre podemos ya esperar?” (Castro 1970b).
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cuando, para concluir la conversación, se le preguntaba si cabría definirlo como “un pesimista esperanzado”: “Más bien un pesimista que no ha perdido del todo la esperanza”, precisó.
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Santiago López-Ríos
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Carmen Martín Gaite 1 en sus cartas*1 José Teruel Universidad Autónoma de Madrid
La correspondencia epistolar como forma de comunicación para paliar la ausencia aparece en múltiples lugares de la obra narrativa, ensayística y traductora de Carmen Martín Gaite: Fragmentos de interior (1976), El cuento de nunca acabar (1983), Desde la ventana (1987), la versión de Caro Michele (1989) de Natalia Ginzburg, Nubosidad variable (1992) e incluso su última traducción, Les lettres portugaises (2000) del vizconde de Guilleragues, demuestran su atracción por la carta. En uno de los cuadernos de bitácora de su archivo que permite
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Mi agradecimiento a la Biblioteca Nacional (archivos personales de Rafael Sánchez Ferlosio y de Ángel María de Lera), a la Fundación Miguel Delibes, a la Biblioteca de Castilla y León (archivo digital Carmen Martín Gaite), a la Biblioteca Valenciana Nicolau Primitiu (archivos de Rafael Lapesa Melgar y de Juan Gil-Albert), a la Fundación Martín Gaite. Centro de Estudios de los años 50, a Milagro Laín (archivo personal), a Susana Sueiro Seoane (archivo familiar) y a Celia Fernández Prieto (archivo familiar), porque me han permitido seguir consultado cartas inéditas de Carmen Martín Gaite.
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reconstruir el proceso de composición de Nubosidad variable, Martín Gaite anota de memoria una cita de Respiración artificial (1980) de Ricardo Piglia, transformándola, como era habitual en ella: “Escribir una carta es enviar un mensaje al futuro. Hablar desde el presente con un destinatario que no sabemos dónde ni cómo está ahora ni cuándo la recibe” (1990) y en la misiva que envía a Gabriela Sánchez Ferlosio, en octubre de 1973, desde su despacho de Salvat, añade: “Por teléfono no se puede decir nunca nada de fuste [...]. Ciertos claritos que me deja mi labor de ejecutivo me incitan a aprovechar mi surtido de papel y bolígrafo dando pábulo a mi vicio predilecto: el epistolar” (2019b: 1059)1. Por tanto, si nos atenemos al lugar privilegiado que la comunicación epistolar ocupó en el argumento de su vida y obra, es fácil conjeturar que las cartas destruidas por intención propia o expurgadas por voluntad ajena son más que las que se conservan. De cualquier modo, en el año 2019, como primer fruto de este proyecto I+D, Epistolarios inéditos en la cultura española desde 1936, edité, dentro del tomo séptimo de sus Obras completas, todo el epistolario de la escritora que había podido rescatar en distintos archivos personales a lo largo de trece años, ya que en el archivo de Carmen Martín Gaite (Biblioteca de Castilla y León) se pueden contar con los dedos de una mano las minutas conservadas de sus cartas, aunque también me sorprendió la falta de misivas ajenas, habida cuenta de su ya señalado “vicio” epistolar, indicio de que la escritora ejecutaba de vez en cuando limpieza de cartas, como leemos en el capítulo II de El cuarto de atrás: “He quemado tantas cosas, cartas, diarios, poesías. A veces me entra la piromanía, me agobian los papeles viejos. Porque de tanto manosearlos, se vacían de contenido, dejan de ser lo que fueron” (2018: 122). Sin embargo, nunca rompió las misivas que ella
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Su breve puesto en Salvat Editores es el único empleo, pero sin horario fijo, en la biografía de la escritora: un trabajo de media jornada que se prolongó ocho meses, desde octubre de 1973 a junio de 1974. Fue una tarea que desempeñó con poco entusiasmo, ya que interrumpía su verdadero oficio. Martín Gaite asesoraba a José Luis Alemán, editor responsable de Salvat en Madrid, sobre la selección de los últimos títulos, ediciones y prólogos de la colección Biblioteca Básica Salvat de Libros RTV (Teruel 2019: 190-191).
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consideraba importantes, como las que recibió de Juan Benet (editadas en 2011 y, sin duda, las de naturaleza más literaria), de Rafael Sánchez Ferlosio, de Gonzalo Torrente Malvido o de su hija Marta (estas tres últimas correspondencias fueron destruidas póstumamente por manos ajenas). El expurgo se debió a su hermana Ana María, tal como ella misma refirió en una entrevista en El País: “He guardado solo lo que creo que puede tener interés literario, pero las cartas que se escribió con su marido, su hija, mis padres o conmigo las he destruido todas. A nadie le interesan” (Fernández-Santos 2005: 43). Soy testigo de que hubo momentos posteriores en que Ana María tuvo serias dudas de si había obrado bien, aunque quedan en pie estas preguntas: ¿qué se entiende por “interés literario” y a quién pertenece la obra de un autor?, ¿pueden los herederos legales de un escritor disponer a su antojo de sus escritos, con libertad de destruirlos, de manipularlos, de ocultarlos o censurarlos?, ¿no es el tiempo el mejor blindaje de los escritos personales? La citada edición de 2019 ha sido el primer intento de recopilar el epistolario de la autora, y el hecho de que esté dentro de sus Obras completas presupone la asunción de la misiva como modalidad literaria. Las cartas están ordenadas cronológicamente, desde 1946 a 2000, de este modo se convierten en una especie de autobiografía, pero sin las convenciones del género, urdida a través de una variada flexión de voces según la relación que la autora mantuvo con sus distintos destinatarios. A lo largo de estos cuatro últimos años he conseguido aumentar el corpus de 2019, reuniendo importantes cartas dirigidas a familiares, a escritores, a editores y a algunas amigas: María Gaite Veloso, José Martín López, Ana María Martín Gaite, Marta Sánchez Martín, Rafael Sánchez Ferlosio, Miguel Delibes, Rafael Lapesa, Ángel María de Lera, Andreu Teixidor, Encarna Plaza, Milagro Laín y María Cruz Seoane (sabemos que escribió algunas misivas más a otros destinatarios, pero por unas razones u otras no hemos tenido acceso a ellas). Me planteo en este capítulo analizar algunos aspectos relevantes de Carmen Martín Gaite en sus cartas. No hay aún un estudio específico de la epistolografía de la autora, lo que nos proponemos hacer en este libro colectivo mi colega Maria Vittoria Calvi y yo. Ella dedicada a una faceta muy concreta: su participación en la correspondencia co-
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lectiva del fanzine El Interlocutor Exprés; y yo, al resto de su epistolario, que prosigo rescatando con el objetivo de publicar una segunda edición ampliada. Advertimos que Martín Gaite reconoció como lectora que el anuncio de la publicación póstuma de un epistolario íntimo siempre le provocó una particular mezcla entre la atracción y la inconveniencia de lo indiscreto, pero también leemos en Cuadernos de todo (2002), mientras preparaba su reseña de la correspondencia de Franz Kafka con Felice Bauer para Diario 16 (5 de diciembre de 1977), que “perder una carta” es una “puñalada a la historia” (2019a: 528). Las misivas de Martín Gaite nos informan tanto de las relaciones que mantuvo consigo misma como con sus contemporáneos y son al mismo tiempo fuente de información biográfica y de identidad autorial, documento histórico y género literario. Los motivos recurrentes de este corpus de cartas que atraviesan su vida a lo largo de cincuenta años son la función de la comunicación epistolar en su economía interior, la inestabilidad emocional aneja a la excesiva conciencia de sí misma, su disciplina de equilibrio y la simultánea atracción por el caos, el valor identitario de los patrones literarios, la alusión a circunstancias de su vida y a claves de su obra, así como la arraigada conciencia profesional de su oficio de escritora (especialmente visible en la correspondencia cruzada con sus editores). Pero en este capítulo quisiera responder a tres interrogantes: ¿qué analogías hay en su poética literaria con la carta como forma de comunicación?, ¿cuál es la funcionalidad de la correspondencia epistolar en su biografía y, particularmente, en torno a un hecho eclipsado en su obra literaria: la muerte de su hija Marta?, y ¿cómo Carmen Martín Gaite supo desprenderse (sobre todo desde el punto de vista literario) del tratamiento madame Ferlosio?
La carta en su poética En la poética de la narración de la autora hay una fuerte similitud con la práctica discursiva de la carta, entendida como un diálogo interpersonal siempre situado (Calvi 2020b), donde el tú del destinatario específico de una misiva se asemeja a la utopía de la búsqueda de un interlocutor imaginado. Tal como se interpela José-Carlos Mainer
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leyendo el ensayo “Soledad” de Unamuno, cabe preguntarse ¿hasta qué punto casi toda la obra de Martín Gaite no fue “sino una larga carta en busca de un lector, capaz de responderle un día?” (2003: 9). La carta pone en escena analógicamente su concepción de la literatura. Lo ejemplifica la que podríamos denominar meta-carta enviada a Ruth El Saffar, el 22 de julio de 1982, en la que establece una serie de principios que presidirán su perentoria necesidad de comunicación epistolar: Escribir una carta tiene que ver […] con una situación determinada y con el ser de carne y hueso a quien se echa de menos desde esa situación. Se escribe imaginando el placer que va a sentir al abrir el buzón y encontrarse, entre el montón de sobres con avisos, anuncios y facturas, ese otro iluminado por la caligrafía inconfundible del amigo; se escribe para ese momento en que va a rasgar el sobre y a pasar sus ojos por nuestras tes y nuestras úes que dibujan un tú inequívoco, jamás amañado con arreglo a criterios literarios o escolares: un tú fugaz también de puro intenso. De hecho, nada hay más triste e inoperante que una carta vieja (Martín Gaite 2019b: 1197).
En la misma línea, rememora en el artículo “Conversaciones con Gustavo Fabra”, que tanto se parece a una misiva sin enviar, la última conversación que mantuvo con él: “Decíamos que las cartas a un amigo son lo único que se parece un poco a hablar” (Martín Gaite 2016b: 164). Ello supone la primacía de lo oral en el modelo comunicativo de la escritora para dar cauce al dinamismo de la experiencia interior. Todo lo demás es comunicación diferida. “Las conversaciones directas —le confiesa a Juan Gil-Albert— cuando media el rostro real y cambiante del interlocutor, no tienen sucedáneo posible” (2016e: 121). Sin embargo, establece en varias misivas una hermosa prosopopeya entre la caligrafía de un amigo y los rasgos inconfundibles de su cara: “Necesito mucho que me escribas; ver tu letra. Me da igual que me hables de la ruina como de la vegetación de las montañas leonesas como de budismo” (a Juan Benet [2011: 169]); “Basta ver la letra de la gente que uno quiere para sentir su compañía, para recordar sus gestos” (a Gabriela Sánchez Ferlosio [2019b: 1144]); “¿Cómo vamos
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a ser amigos del todo si no conoces mi letra?” (a Manuel Longares [2019b: 1160]). E incluso, en El cuento de nunca acabar, añade una antítesis entre el semblante variable de los retratos dispersos por el tiempo, frente al persistente poder de reconocimiento que provoca la fijeza de nuestra letra: “Tengo que hacer mayor esfuerzo para reconocer mi rostro en una fotografía antigua que para mirarme en el espejo de mis ges, mis tes o mis emes cuando me saltan a la cara inesperadamente desde una carta vieja hallada por azar entre los papeles de un cajón, cuántas cartas he escrito en mi vida, siempre con la misma letra” (Martín Gaite 2016c: 271-272). Ya he afirmado en otra ocasión (Teruel 2015: 403-405; y 2020: 64-67) mi convicción de que hay una doble ruta en la producción literaria de Martín Gaite (muy en sintonía con su ambivalente atracción vital por el orden y el caos): la que circula por los raíles concertados —y constituye la mayor parte de su obra publicada en vida— y la escritura desconcertada, que ha salido a la luz póstumamente, porque ella misma se empeñó en ocultar, quizá por respeto al lector, o por “aquella manía escolar de los cuadernos de limpio”, como alega en el cuento “Flores malva” (2010b: 575). Parece como si nuestra autora hubiera guardado a buen recaudo ese coto de su obra que formaba parte de la “cultura de la vergüenza”, según apunta en su correspondencia con Juan Benet (2011: 98, 100 y 131). Las cartas se equiparan con sus cuadernos personales. Y considero que una de las razones por las que Martín Gaite escribió en un soporte seriado que su hija bautizó con el nombre de “cuaderno de todo” fue para huir de ese artificio que todos los géneros literarios le suponían. El “cuaderno de todo” como una carta responde a la urgencia expresiva de la inmediatez para captar el ritmo de lo cotidiano y a su propia atracción por una “palabra menor” (Martín Gaite 2017a: 373-375), ya que nuestras “vidas van siempre en borrador”, según sostiene el personaje central de Lo raro es vivir (Martín Gaite 2009: 948). Algunas secuencias de El cuento de nunca acabar, Cuadernos de todo, Vision of New York (2005) y El libro de la fiebre (2007) son los títulos que más se aproximan a ese ideal de escritura descarrilada, que tanto la tentara tras la publicación de Ritmo lento (1963), cuando una narración secuencial comenzó a parecerle una traición al sentir (Pittarello 2018: 238).
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La escritura de cartas no solo fue para ella un sucedáneo de la conversación con los ausentes, sino también un excelente entrenamiento para aprender a dialogar con el mundo y consigo misma: “No sé por qué usamos tan poco en nuestro tiempo la comunicación epistolar; yo mantengo que si se fomentara esta forma de trato tan desacreditada […] se aprendería también a hablar y a escuchar más sosegadamente en las otras ocasiones, cuando te echaras a la gente a la cara”, leemos en una de las primeras misivas a Juan Benet (2011: 32). La práctica epistolar fue un hábito comunicativo muy arraigado familiarmente entre los Martín Gaite y llegó a ser para ella, en determinados momentos de su vida, el modo más sosegado y reflexivo de transferir sentimientos demasiado crudos, como se percibe con particular intensidad en las cartas redactadas en torno a la muerte de su hija.
Lo que se elude en su obra literaria se refiere en sus cartas El 8 de abril de 1985, muere su segundo hijo, Marta Sánchez Martín, con 28 años. El conjunto de cartas en torno a su desaparición constituye un relato fuertemente unitario en torno a la experiencia del duelo. Esta serie comprende las misivas fechadas después de abril, tanto las previas a su estancia en Vassar College, como las escritas desde allí, entre agosto y diciembre del mismo año. Carmen escribió pocas cartas durante este periodo, aunque sí requirió recibirlas, sobre todo en Estados Unidos: “Yo no tengo ganas de contar nada. Pero agradecería inmensamente recibir una carta tuya. Please, drop me a word”; “Aquellos antiguos entusiasmos epistolares míos han desaparecido, para alivio de mis biógrafos”, le escribe respectivamente a Juan Benet (2011: 190) y a María Cruz Seoane (28 de octubre de 1985)2, propinando en esta última misiva un guiño irónico al presente. La pérdida de voluntad, el bloqueo afectivo, la escritura como supervi-
2 Las cartas de Carmen Martín Gaite dirigidas a María Cruz Seoane, Milagro Laín, Miguel Delibes, Rafael Lapesa y Rafael Sánchez Ferlosio solo he podido consultarlas después de 2019.
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vencia y el insoportable sentimiento de ser un eslabón perdido constituyen los nódulos principales de este ciclo, que no se cerrará hasta el final de su vida, porque la muerte de Marta fue una herida imposible de restañar y a ella seguirá aludiendo incluso en la última carta que he podido localizar de la escritora, la que escribió el 12 de junio de 2000 a Esther Tusquets. Después de la muerte de su hija, Martín Gaite se encerró a cal y canto en Doctor Esquerdo, y pasaba algunas temporadas en Córdoba con los padres de Carlos, el novio de Marta, ya que se sintió especialmente unida con la primera mujer del psiquiatra Castilla del Pino, Encarna Plaza, a quien también se le mató un hijo, Álvaro, en un accidente de moto, dos meses más tarde (Castilla del Pino 2004: 446447). Precisamente desde Córdoba escribe una carta a su amiga Milagro Laín reveladora de su embotamiento afectivo: “Gracias. Por quererme tanto. Yo ahora no puedo querer a nadie así. Eso es lo terrible, Milagro, lo que más me asusta. Yo ahora no puedo querer a nadie ni dar nada de nada a nadie. Es como haber llegado al agotamiento absoluto, de verdad. Como oírlo todo sin que te toque. Por eso prefiero callar, cada día tocan más a silencio. No te quiero decir mentiras” (4 de mayo [de 1985]). No solo la carta como medio de comunicación se paralizó en los meses inmediatos, sino también sus proyectos literarios: La Reina de las Nieves y Usos amorosos de la postguerra española. A este último estaba particularmente comprometida por haber recibido una beca de la Fundación Juan March, que le exigía presentar informes periódicos sobre el estado de su investigación. El 30 de abril, también desde Córdoba, escribe a José Luis Yuste, director gerente de la March, con su arraigado sentido de la honradez: “Ya la enfermedad de mi hija me impidió durante casi dos meses acudir puntualmente a la hemeroteca, y el estado de ánimo en que me encuentro ahora, orientado pura y simplemente hacia la supervivencia de cada día, me impide responder de ninguna promesa que pudiera hacer llevada por el autoengaño, por el residuo mimético de una fuerza de voluntad que he perdido, o está por salvar de los escombros” (Sánchez Ron 2005: 174). Sin embargo, en las cartas enviadas a Ignacio Álvarez Vara, Gabriela Sánchez Ferlosio y María Cruz Seoane durante su estancia como vi-
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siting professor en Vassar College vislumbramos cómo su capacidad de sobreponerse, de rescatar su voluntad, se manifestó fundamentalmente gracias a la vuelta a su actividad literaria. Volver a hacer literatura fue para ella, en esas circunstancias, como una aparición de lo sobrenatural: “Es verdad lo que te dice Anita de que estoy más entonada. De todas maneras, cuando me encuentro por los suelos no escribo, así que es una verdad a medias, como todas las de este mundo”, le confiesa a María Cruz Seoane (28 [de octubre de 1985]). En Vassar se gestó una de las piezas literarias más conseguidas de su obra, “El otoño de Poughkeepsie”, donde la escritura se convierte en una forma de medir el tiempo; retomó la redacción de los interrumpidos Usos amorosos de la postguerra española; emprendió la traducción de A Grief Observed de Clive Staples Lewis (Una pena observada, 1988, posteriormente Una pena en observación, 1994); y volvió lentamente a la ficción con la alegoría de Caperucita en Manhattan (1990), un inesperado canto a la vida, al azar y a la libertad de una mater dolorosa (Pittarello 2009: 17). En carta a Gabriela Sánchez Ferlosio, de 10 de septiembre de 1985, comenta: “Aquí, en esta universidad, vivo aislada, como en un balneario, y tengo pocas ganas de conocer a gente nueva. Me paso las horas en mi apartamento o en la biblioteca, preparando mis clases y tratando de ordenar las fichas para mi trabajo sobre los usos amorosos de postguerra. Pero, sobre todo, viviendo el silencio y la extrañeza de esta convalecencia en medio de un bosque desconocido” (Martín Gaite 2019b: 1224; la cursiva es mía). Como en otros periodos de su biografía volverá a manifestarse en estas cartas, pero de un modo más intenso, el efecto balsámico y de desligamiento que su estancia en Estados Unidos le procuraba: “Volver a Madrid me aterra”; “Me espanta la idea de volver a Madrid, y la ahuyento de mi cerebro cada vez que lo ronda. Me gustaría vivir siempre en casas alquiladas. Y mudarme en cuanto la montonera empezara a proliferar”, le confiesa el 28 de octubre y el 2 de noviembre de 1985 a María Cruz Seoane y a Ignacio Álvarez Vara (2019b: 1227). Su séptima estancia norteamericana significó para ella la posibilidad de no mirar atrás, de acogerse impasible al instante presente. Precisamente desde “El otoño de Poughkeepsie” nos ha dejado esta poderosa imagen de inmediatez en su paseo con Juan Carlos Eguillor recién lle-
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gada a Manhattan: “Yo no podía ni hablar, hacía tantos meses que no respiraba así, sin pensar en nada, sin angustia, dejándome invadir por el presente […]. Descansa un rato al fin, cierra los ojos, anda, suelta el fardo, estás en Nueva York, alguien te ha recogido. Vive la tregua” (2019a: 617-618). Carmen Martín Gaite consideró inmoral hacer literatura con la muerte de su hija: así se lo manifestó a Concha Alborg a raíz de un artículo que esta preparaba sobre Testimonio materno (1986) de Elena Soriano (Teruel 2022). Únicamente en “El otoño de Poughkeepsie” alude, como en un hipograma, a la ausencia de Marta para intensificar su presencia, pero es un texto póstumo, que cerró bajo siete llaves entre sus Cuadernos de todo y solo mencionó en dos ocasiones en su correspondencia desde Vassar con Ignacio Álvarez Vara (2019b: 1223 y 1227) y en pleno proceso de elaboración. Se deduce de estas cartas que “El otoño…” fue concebido en su inicio como un “libro”, esto es, como un texto más extenso. El final no deja de ser un cierre amañado, como en muchos momentos de su obra, y coincide con la terminación material de las páginas del cuaderno. Todo parece indicar que Martín Gaite no quería ir más atrás ni más allá del 21 de septiembre de 19853.
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Considero que la lectura y posterior traducción de A Grief Observed de C. S. Lewis (publicado tras la muerte de su esposa, en 1961) confluyó poderosamente en la redacción de “El otoño de Poughkeepsie”, ya que Lewis como Martín Gaite consiguen apartarse de la autocompasión, de la postura convencional del doliente e intentan reflexionar sobre el duelo. Por otro lado, en el libro de Lewis encontramos una razón coincidente con el intempestivo cierre de “El otoño”, que radica en el soporte material del propio cuaderno. Martín Gaite decidió que la última hoja de la libreta, que le regaló a Marta el año anterior, la ayudase a cuadrar un final para su relato. Los párrafos últimos de “El otoño” indican que se acababa el espacio de la última página. De este modo, converge con la determinación que leemos en el tramo postrero de Una pena en observación: “He decidido ponerles este límite a mis apuntes. No voy a empezar a comprar cuadernos para dedicarlos a este fin. En la medida en que estas notas pudieran suponer una defensa contra el colapso total, una válvula de escape, han dado algún resultado” (Lewis 1994: 83). Las cartas a su hermana Ana María informan del efecto balsámico que le fue proporcionando la lectura y traducción de A Grief Observed.
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Conocemos por otras cartas que la entrada del otoño era para ella una fecha “simbólica”, en la que “cabe hacer propósitos y pensar todavía que alguna cosa puede cambiar o enderezarse” (a Milagro Laín, 20 de septiembre de 1974). En tal sentido, conviene tener en cuenta que la redacción de Caperucita en Manhattan, cuyo origen se relata en este “cuento autobiográfico” (Calvi 2020a: 28), le sirvió para seguir narrando el duelo con mayor distancia, la que le proporcionó el género de los cuentos de hadas. De cualquier modo, “El otoño de Poughkeepsie” es el primer intento de recuperar su escritura literaria —lo que equivaldrá al restablecimiento de sí misma— tras la desaparición de su hija y es el texto de mayor calidad literaria entre los incluidos en sus Cuadernos personales. Por otro lado, no es difícil agruparlo en esa intrincada fusión entre ficción y no-ficción que Martín Gaite tan frecuentemente plantea en su autofiguración narrativa (Pozuelo Yvancos 2022). Recientemente lo edité en Todos sus cuentos (2019), dentro de la citada categoría de “cuento autobiográfico”, en la misma esfera en la que cabe incluir “De su ventana a la mía”, otro extraordinario diálogo epistolar, en este caso con su madre muerta, que cierra el ensayo Desde la ventana. Ambos relatos demuestran que la verdadera grandeza de la poesía —ya en verso, ya en prosa— consiste en la tentativa de rescatar de las fauces de la muerte una visión fugaz. En todo caso, lo que se elude en su obra literaria se refiere, con un sostenido esfuerzo distanciador, en sus cartas. La conciencia formal de la escritura epistolar —por muy espontánea y fruto del desahogo que parezca— consigue evitar lo patético. El sufrimiento nunca se convirtió en amargura en Carmen Martín Gaite. Las misivas posteriores a su estancia en Vassar College desvelan que la muerte de su hija permaneció implícita en todo lo que decía y escribía, y revelan su creencia en la presencia benefactora y sobrenatural de Marta en su propia suerte como escritora. Le escribe a Esther Tusquets el 3 de julio de 1987: “Contra todas las apariencias que puedan derivarse de mi imagen ‘pública’ (nunca me ha ido profesionalmente mejor que ahora), este verano estoy padeciendo más que nunca la ausencia de mi hija, y tantas otras cosas que se derivan de ella. Hace falta una moral de caballo para seguir teniendo ganas de vivir, y yo misma no entiendo de dónde saco las fuerzas. Es un milagro (que hace
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ella)” (2019b: 1233). Pero, sin duda, la carta dirigida a su hermana —raramente mecanografiada, como para controlar el pulso— es uno de los documentos de más grosor humano ante la desolación que he encontrado entre los papeles personales de Martín Gaite. Esta misiva sin fecha, escrita en una noche de insomnio —probablemente, tres años después de la muerte de “la Torci”— confirma cómo la comunicación epistolar fue para ella la forma más sosegada y reflexiva de interlocución y le sirvió para formular preguntas sin respuesta: Querida Anita, la única manera de aguantar la realidad es no mirarla a la cara, construirse inventos para vivir en una realidad ficticia. […] Morirnos nos tenemos que morir todos, pero lo tenemos mucho más crudo los que somos fin de raza. Nos podemos inventar todo menos un heredero que recoja el fruto de nuestros afanes y la antorcha que a nosotros nos iluminó […]. La lucidez de mirar a la cara de esta realidad terrible, de enfrentarnos a esta pregunta sin respuesta no puede ser más que pasajera, porque no se resiste. Y sin embargo, como decía Machado “vale más ver negro que no ver” (2019b: 1234; véase figura 1).
En la última década de su vida, a medida que se incrementan su éxito profesional y su reconocimiento público, se hace más viva la brecha entre vivir y representar, entre persona y personaje. Muchas de sus cartas aluden a lo que suponía la vuelta a casa tras sus viajes, conferencias, homenajes, premios —en suma, tras la representación—, y enfrentarse con una verdad de fondo: saber que no podría contárselo a nadie. “Es el año que más noto que Doctor Esquerdo se me cae encima, cosa bastante grave en mi caso” (2019b: 1248), le escribe a Ignacio Álvarez Vara el 22 de septiembre de 1991. Abordó la desaparición de la Torci oblicuamente y ante muy pocos destinatarios, para ella era un sentimiento intransferible. Cito solo dos ejemplos llamativos: tras la muerte de José Agustín Goytisolo intenta consolar a su viuda, Asunción Carandell, con este argumento: “Piensa, al menos, que a ti te queda mucha familia” (15 de abril de 1999 [2019b: 1310]). Y en la última carta que Martín Gaite remitió, un mes antes de su muerte, continúa insistiéndole a Esther Tusquets en el mismo motivo: “Te supongo ejerciendo con una felicidad que envidio tus funciones de
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Carta de Carmen Martín Gaite a su hermana Ana María, sin fecha [1985]. Biblioteca Digital de Castilla y León: Archivo Carmen Martín Gaite. Signatura: ACMG,42,26.
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abuela” (2019b: 1318). Deseó profundamente haber podido ser abuela, le atormentó ser fin de raza y se sintió brutalmente huérfila tras la muerte de sus dos hijos.
Madame Ferlosio En una afectuosa carta de Martín Gaite a Miguel Delibes, en la que evoca los días de mayo de 1959 en el primer Coloquio Internacional de Novela que tuvo lugar en el hotel Formentor de Mallorca, leemos: “Tampoco olvido que tú nunca me trataste como a la-mujer-de-ferlosio, sino como a una chica de provincias que escribía desde los quince años, y que tenía muchas ganas de sonreír” (29 de abril de 1983). Sabemos que los invitados a Formentor fueron en realidad el llamado, en aquellos años, “matrimonio Nadal”; pero Rafael —encerrado en sus estudios gramaticales tras el éxito de El Jarama y el “grotesco papelón de literato que […] se cernía como un cuervo sobre mi cabeza”, según sus explícitas convicciones (Sánchez Ferlosio 1997: 75)— rehusó tajantemente asistir a cualquier coloquio posible sobre novela, aunque sí aceptó su mujer. Para Carmen significaba una posibilidad de salir unos días del encierro familiar y de las acaparadoras tareas domésticas (Marta tenía tres años, era la época en que Ferlosio comenzó a adoptar un cambio de horario drástico e incompatible con cualquier forma de convivencia y Martín Gaite redactaba unos desasosegados cuentos para una colección que iba a titularse —inicial y sintomáticamente— Cuatro paredes, pero que terminó adoptando otro rótulo no menos indicativo de sus fantasmas personales: Las ataduras [1960]). En tal sentido, diez días después del encuentro en Formentor, Carmen confesaba a Miguel Delibes Setién y a su esposa Ángeles Castro: “Me quedó una resaca sentimental muy fuerte y nunca me han gustado las cartas demasiado sentimentales. A todos los que estabais allí os miraba entonces como amigos del alma, tanta era mi necesidad de expansión, de comunicación y entendimiento con la gente; tanta mi avidez de olvidar por unos días responsabilidades y limitaciones. (Resulté, sin duda, un poco desquiciada, pero esto no me importa)” (8 junio de [1959]; la cursiva es mía).
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Entre los numerosos argumentos de su vida y obra a los que su epistolario nos remite, me detengo en una cuestión escasamente abordada, pero siempre latente. Nuestra escritora fue una mujer inteligentísima y perspicaz, que se sintió tratada por muchos compañeros de su generación como “madame Ferlosio”. Es el término que Juan Benet utiliza, con su habitual tendencia a la farsa, en la carta que le dirige el 26 marzo de 1966 (2011: 105), reforzada por la que le enviará meses más tarde, donde describe a su marido como ejemplo del intelectual puro (2011: 132), lo que revela la aureola entre los narradores del medio siglo del entonces retirado Rafael Sánchez Ferlosio, quien en ese mismo 1966 pareció salir tímidamente de su mutismo publicitario —aunque nunca renunciase a su ejecutoria como escritor— con “Personas y animales en una fiesta de bautizo”, breve ensayo editado en el mismo medio y año (Revista de Occidente y 1966) que La inspiración y el estilo de Benet y “La búsqueda de interlocutor” de Martín Gaite. La presencia de Ferlosio se ha convertido en una obligada referencia en la biografía y en la trayectoria intelectual de Martín Gaite, ya que su ascendiente literario fue decisivo, y reconocido por ella misma, desde 1949 a 1955 (me atrevo a delimitar esta franja de seis años por su particular significación, ya que marca sus comienzos como escritora), hasta el punto de que ella supo ver que debía desasirse de esta angustia de las influencias, si quería llevar a cabo una carrera literaria autónoma (en eso fue especialmente sagaz). “El caso es que pueda gustarle a Rafael cuando se lo lea, esto es indispensable”, escribe en 1949 en El libro de la fiebre (2010a: 133). Como en los orígenes de la literatura epistolar femenina, la autora va en busca del plácet de su destinatario masculino, además, en un momento muy concreto de la relación entre ambos: el “comienzo amoroso” (Martín Gaite 2019a: 416). Conocemos la cortante respuesta de Ferlosio: “Me dijo que no valía nada, que resultaba vago y caótico, así que solo llegué a publicar unos fragmentos”, comenta ella desde un esbozo autobiográfico (2016d: 647; la cursiva es mía). Y, sobre todo, Martín Gaite no olvidó este juicio por lo que se deduce de otra anotación en sus Cuadernos, muy posterior, de 1975: “Era distinto lo que veía que aquello en lo que se convirtió. Ahí empezó mi incomunicación con R[afael], quería
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que él al menos intuyera lo que había sentido y visto. Y dijo: ‘La culpa es tuya porque lo has contado mal’” (2019a: 448). De la fascinación que Rafael ejercía sobre su novia y promesa de escritora da muestra esta delicada carta del 26 de abril, sin fecha, pero por su referencia interna de 1951, en la que Carmiña envía a su profesor del instituto de Salamanca, Rafael Lapesa, un ejemplar de Alfanhuí, acompañado de estas palabras: “Estoy segura de que va a impresionarle mucho la prosa de esta extraña y deliciosa narración. No quiero decirle nada más […]. Además, no debo hacerlo porque el libro es un poco mío. No porque yo haya puesto ni una sola línea en él, sino porque el autor es mi novio. Un estudiante de 24 años escasos que ahora está de recluta en África. […] Para mí es más importante [el libro] que ninguna cosa mía” (Martín Gaite 1951)4. En otra interesante misiva que le dirige a Juan Goytisolo, casi dos décadas más tarde, en febrero de 1967, rememora el primer encuentro entre los tres: ella, recién casada. Deduzco, por la referencia al embarazo de su primer hijo Miguel (22 de octubre de 1954-3 de mayo de 1955), que debió ser antes de octubre de 1954: Me acuerdo cuando te conocimos, que tendrías tú, veintitrés años; veo con toda nitidez nuestras figuras bajando por las Ramblas (yo en medio, Rafael a un lado y tú a otro, y yo llevaba un traje blanco con flores y estaba embarazada del niño que luego se murió) camino de unos bares del barrio chino; y Rafael me dijo por la noche: “Mañana quiero ir yo al café solo con Juan […], porque a la gente hay que conocerla sin interferencias familiares”; y yo comprendí muy bien aquello, que era la primera
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La supuesta fecha de 1948 (26-4-1948 [SUP]) que figura en el inventario del archivo de Rafael Lapesa Melgar, depositado en la Biblioteca Valenciana Nicolau Primitiu, no es exacta. Por las explícitas referencias comentadas la carta data del año 1951. Es frecuente que Carmen Martín Gaite no feche sus cartas o que lo haga con bastante imprecisión, indicando el mes y a veces solo el día de la semana. Es una de las mayores dificultades que me he encontrado en la edición de su correspondencia. Esta ausencia de datación revela su espontaneidad epistolar, su aversión a las fechas y cómo el foco está puesto en la inmediatez del destinatario (que comparte el año y el mes en que la va a recibir) y no en la posteridad de sus cartas.
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vez que se decía entre nosotros, y lo comprendí sobre todo porque yo también lo sentía. Y siempre he recordado aquella frase tan sincera de Rafael que dio pie a nuestra independencia psicológica con respecto a los amigos (2019b: 1123)5.
A partir de El balneario (1955) Carmen no dejó que Rafael leyese ninguna de sus novelas hasta ser enviadas al editor. Pero fue Entre visillos el título que confirmó su independencia creadora, ya que la escribió a escondidas, según documenta en dos enjundiosas cartas a Asunción Carandell (2019b: 1078-1079) y a Juan Benet (2011: 100103). Martín Gaite la envió, en septiembre de 1957, al Nadal con seudónimo para no ser identificada como la mujer de Ferlosio (a quien se lo habían concedido dos años antes) y sin decírselo: “No quería que su opinión me influyese ni en pro ni en contra”, comenta en “La noche de Sofía Veloso” (2017b: 1145). A partir de Entre visillos aparecerá como profesión en su carné de identidad escritora, antes en el Libro de Familia figuran las escuetas iniciales de s/l [sus labores]. En la crónica y recepción inmediata de la prensa de la época se insistirá hasta la redundancia y el lugar común en tres cuestiones: en la analogía con la técnica empleada por Ferlosio en El Jarama, “como era de esperar”, dado que Martín Gaite no solo pertenece a la misma generación, “sino que además es su esposa” (Seco 1958)6; en ser una no-
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Recuérdese la dedicatoria de 1972, una vez producida la separación conyugal, que Martín Gaite estampó en Usos amorosos del dieciocho en España: “Para Rafael, que me enseñó a habitar la soledad y a no ser una señora” (2015: 599). Esta ambivalente dedicatoria no solo apunta a la inevitable autonomía que aprendió a adoptar, sino también está en paralelo con su brillante artículo publicado por las mismas fechas, “De madame Bovary a Marilyn Monroe”, del que extraigo esta declaración de principios: “¿Por qué las mujeres tienen tanto, tantísimo miedo, un miedo tan específicamente distinto a la soledad? ¿Por qué se echan en brazos de lo primero que las exima de buscarse en soledad? O, dicho con otras palabras, ¿por qué se aguantan tan mal, tan rematadamente mal —y cada día peor—, a sí mismas?” (2016a: 133). No aparece el nombre del firmante, pero no conviene confundirlo con Manuel Seco, autor de uno de los estudios pioneros sobre el uso de la lengua coloquial en Entre visillos (1973: 361-379).
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vela “entrañablemente femenina” (Seco 1958); y en que Entre visillos relata el ambiente de la vida provinciana, “con un carácter parecido al que inspiró Bardem a su Calle Mayor, aunque con menos violencia y mucha más cordialidad” (Lera de Isla 1958). La rumorología por ser su autora una mujer y la forzosa busca de influencias sustituyen a la crítica literaria (será excepción la reseña que le dedicó Melchor Fernández Almagro [1958: 3] que apunta a esa concepción de neorrealismo psicológico que diferenciará a Martín Gaite en el decenio de 1950). Veinte años más tarde, Ignacio Soldevila, en su excelente panorámica sobre la novela española desde 1936, rompe con los prejuicios propios de una mirada masculina y, sobre todo, con la absorbente sombra de Ferlosio sobre la primera novela de Martín Gaite: Ni El Jarama ni el Alfanhuí han dejado la menor huella en la novelística de Martín Gaite, y la particular acuidad en su búsqueda de la exactitud y la precisión en el uso del lenguaje, que podría considerarse común a ambos, es más propia y va más lejos en la autora de Retahílas que en Sánchez Ferlosio. A ese respecto, más justo sería mentar dos excelentes maestros de la novelista, cuyos nombres no suelen aparecer a la hora de los influjos literarios: Rafael Lapesa y Salvador Fernández Ramírez (1980: 240)7.
Otro paso importante en la evaluación y el desprendimiento de ataduras será la composición de Ritmo lento, probablemente su novela más obsesiva a la hora de exorcizar sus demonios personales: “Es un libro con el que tengo relaciones más conflictivas que con ninguno de los míos, es como una herida rara”, le confiesa en una carta a Maria Vittoria Calvi (2019b: 1239). Las relaciones interpersonales de domi-
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Carmen Martín Gaite cursó el bachillerato en el instituto Femenino de Salamanca de 1936 a 1943 (provisionalmente instalado en el Noviciado de los jesuitas) donde fue alumna de dos profesores, que habían formado parte del Centro de Estudios Históricos, de la talla intelectual de Salvador Fernández Ramírez (1896-1983) y Rafael Lapesa (1908-2001), a los que “debo mi definitiva vocación por la literatura y el esmero con que me entregaba a los ejercicios de redacción, por el placer de hallar su beneplácito” (2016d: 644).
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nio y la configuración de su propia experiencia del chico raro son los ejes de la confesión por persona interpuesta de Martín Gaite en Ritmo lento. David Fuente (trasunto de Rafael Sánchez Ferlosio, como ya argumentara José-Carlos Mainer [1993: 7-27; 1994: 75; 2008: 66-72]) es un personaje frío, distante, a quien aristocráticamente le repugna lo sentimental. La rebelión estéril de David confirma una toma de posición por parte de la autora contra el camino emprendido por estos náufragos de la inteligencia crítica que perdieron el sentido de la realidad (una estirpe de personaje que a la altura de 1960 aparece en otras novelas tan generacionales como Tiempo de silencio). El tópico de la dependencia matrimonial y del “sentido de la justicia literaria” de madame Ferlosio llegaría a convertirse hasta en uno de los supuestos motivos por los que la escritora no aceptaba ingresar en la Real Academia Española, mientras no lo hubiera hecho antes su exmarido, según publicaba Eduardo Haro Tecglen (1996: 53). Lo significativo es que este comentario (más bien, rumor) se hacía eco de lo que otros muchos suponían (de hecho, la columna diaria de Eduardo Haro en El País se rotulaba “Visto / oído”). Martín Gaite respondió pocos días más tarde con una carta abierta al director del mismo periódico, bajo el elocuente título de “Extravagancia”, en la que sostiene que “entre las razones” de su negativa jamás salió “a relucir el nombre de Sánchez Ferlosio, escritor […] con el que nunca he necesitado medirme”, sino motivos relacionados “con lo avariciosa que me he vuelto de mi independencia y de mi tiempo. […] Si algún día llaman a Sánchez Ferlosio a la Academia y acepta, es asunto suyo. Pero eso —siento defraudar a Eduardo Haro— no va a influir de ninguna manera en mi decisión” (2019b: 1299). Ella sabía que bajo esa opinión se escondía otro argumento más reiterado y molesto: el hecho de que haber convivido con otro escritor supusiera “una competencia que irremediablemente hiciera sentirse segundón a uno de ellos” (2019b: 1299). No es necesario indicar quién ocuparía este segundo papel. En la carta abierta que acabo de mencionar, Carmen reconoce que Ferlosio es un “escritor al que admiro y releo” (2019b: 1299), del mismo modo que recordó, en otras misivas (Martín Gaite 1997) y escritos personales, todo lo que Rafael le enseñó en el oficio literario, particularmente en sus comienzos: en el despegue de una prosa poéti-
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ca a favor del rigor que exigía la prosa como narración. A lo largo de su dilatada obra ensayística cita Alfanhuí, El Jarama, Las semanas en el jardín y El testimonio de Yarfoz con la misma frecuencia y ejemplaridad con la que menciona otros títulos dilectos de su grupo de amigos de 1950, como Los bravos de Jesús Fernández Santos o los cuentos de Ignacio Aldecoa, pero sin ningún énfasis que trasluzca una particular dependencia ni matrimonial ni literaria. Sin embargo, pudo ser también crítica con su exmarido al igual que con otras obstinaciones literarias de sus compañeros de generación (particularmente con Benet), pero en este caso sin designios de ofensa. Quiero detenerme en una carta que Martín Gaite escribe a Rafael, tras la lectura de la tribuna que este publica en El País, “La libertad amenazada”, el 11 de octubre de 1997. En esta misiva, fechada el mismo día de la salida del artículo, Carmen le espeta, sin ambages, si le mereció la pena abandonar la ficción para tales resultados: “Ni el tema que ocupa tus desvelos tiene interés alguno, ni hay rastros de ningún momento de aquella prosa de alta temperatura que tus lectores de corazón firme seguimos esperando. ¿Para acabar revolcándote en esa charca de renacuajos te avergonzaste de Jaramas y abandonaste Barciales?” (Martín Gaite 1997). Como en su correspondencia con Juan Benet la autora de El cuento de nunca acabar manifestó, con seguridad, su rechazo a los narradores olímpicos y vislumbró sus carencias —que podrían sintetizarse en el cultivo del arte de la dificultad, la adoración de lo obtuso y un evidente menosprecio del lector—, afirmando indirectamente su propia poética narrativa. La búsqueda de interlocutor fue también para ella el placer solitario de la busca de una voz propia y de un estilo personal. El distanciamiento reflexivo, la soltura y la espontaneidad fueron las cualidades de la práctica epistolar de Martín Gaite que le permitieron ir más allá de la privacidad noticiosa carente de narración, para cobrar vida como una modalidad más de su capacidad de autofiguración en su obra literaria, pero aquí desde el pacto lector de la no-ficción. El epistolario de Martín Gaite, al igual que el resto de sus escritos personales (en especial, Cuadernos de todo y Vision of New York), no es solo el trasfondo de su obra, sino que forma parte de esta, por la conciencia formal que exhibe ante el tratamiento de la intimidad. Las cartas
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tienen también autoría y no solo signatura (Foucault 1969), revelan su interés por lo inconcluso, por los apuntes y tanteos donde cada acontecimiento es una encrucijada de posibilidades y de elipsis insólitas. Ella misma, en una carta a Juan Benet de 1965, llegó a presentar los Carnets (1935-1951) de Albert Camus como modelo de escritura: “Fíjate en el libro de Camus, que él dejó a modo de apuntamientos personales, cuánto puede hacer gozar y meditar a los demás, en su misma informalidad y rotura” (2011: 96-97). Estos escritos personales responden a una pregunta: ¿cómo pasaba su tiempo Carmen Martín Gaite y cómo lo trasformaba en espacio de escritura? Las cartas quizá sean el género autobiográfico que más tienda a fijar la experiencia: demuestran lo que una vez nos importó8. Por ello los historiadores biográficos las valoramos tanto. Janet Malcolm nos recordó que “las biografías que dan una mayor ilusión de vida, una idea más completa del protagonista, son las que más [cartas] citan” (2015: 107). El biógrafo tiene la impresión de que está en presencia de la persona, cuando lee sus cartas, y solo cuando cuidadosamente las refiere (sin parafrasearlas) comparte con los lectores la ilusión de que está recuperando una voz: parte de una historia.
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En los diarios y en las cartas frente a las memorias, la narración no construye el pasado, se limita a mencionarlo, y aunque las diferenciaciones sean siempre discutibles, se podría llegar a aceptar que en las cartas hay un predominio “de la presencia del yo frente a los otros” y en los diarios prevalece “el lado de la profundización en la propia perspectiva” (Catelli 2007: 87).
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pañola actual (Carmen Martín Gaite, Luis Matero Díez). Murcia: Universidad de Murcia, pp. 45-58. Castilla del Pino, Carlos (2004): Casa del Olivo. Autobiografía (1949-2003). Barcelona: Tusquets. Catelli, Nora (2007): En la era de la intimidad. Rosario: Beatriz Viterbo Editora. Fernández-Santos, Elsa (2005): “Un diario collage recupera la vitalidad de Martín Gaite”, en El País, 24 de mayo, p. 43. Fernández Almagro, Melchor (1958): “Entre visillos”, en ABC (sección: Libros y revistas), 9 de marzo, p. 3. Foucault, Michel (1969): “Qu’est-ce qu’ un auteur?”, Bulletin de la Société française de philosophie, 63e année, 3, juillet-septembre, pp. 73-104. Haro Tecglen, Eduardo (1996): “El siemprerrojo, siemprevivo”, en El País (columna “Visto / oído”), 16 de diciembre, p. 53. Lera de Isla, Ángel (1958): “Carmen Martín Gaite, Premio Eugenio Nadal”, El Norte de Castilla, 7 de enero, s. p. Lewis, Clive Staples (1994): Una pena en observación [1961]. Traducción de Carmen Martín Gaite. Barcelona: Anagrama. Mainer, José-Carlos (1993): “La novela de un chico raro”, en Carmen Martín Gaite, Ritmo lento. Barcelona: Destino, col. Áncora y Delfín, 1993, pp. 7-27. — (1994): “1963. Ritmo lento”, en De postguerra (1951-1990). Barcelona: Crítica, pp. 73-76. — (2003): “Trabajando sobre cartas (desde el proyecto Epístola)”, en Boletín de la Institución Libre de Enseñanza, n.º 52, diciembre, pp. 9-14. — (2008): “Prólogo. Las primeras novelas de Carmen Martín Gaite”, en Carmen Martín Gaite, Obras completas I. Novelas I (19551978). Barcelona: Círculo de Lectores/Galaxia Gutenberg, pp. 55-89. Malcolm, Janet (2015): Cuarenta y un intentos fallidos. Ensayos sobre escritores y artistas. Traducción de Inga Pellisa. Barcelona: Debate. Martín Gaite, Carmen (1951): Carta a Rafael Lapesa. [Madrid] 26 de mayo [de 1951]. Manuscrita. Biblioteca Valenciana Nicolau Primitiu. Archivo Rafael Lapesa Melgar. Signatura: ARLM CR 136.
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Cincuenta años de cultura e investigación en España: la Fundación Juan March (1955-2005). Barcelona: Crítica, pp. 165-170. Seco, [N. N.] (1958): “Entre visillos”, en El Norte de Castilla, 23 de marzo, s. p. Seco, Manuel (1973): “La lengua coloquial: Entre visillos, de Carmen Martín Gaite”, en El comentario de textos. Madrid: Castalia, pp. 361-379. Soldevila Durante, Ignacio (1980): La novela desde 1936. Madrid: Alhambra. Teruel, José (2015): “El descarrilamiento de Carmen Martín Gaite por los cauces del ensayo: El cuento de nunca acabar”, en Jordi Gracia y Domingo Ródenas de Moya (eds.), Ondulaciones. El ensayo literario en la España del siglo xx. Madrid/Frankfurt am Main: Iberoamericana/Vervuert, pp. 389-410. — (2019): “Carmen Martín Gaite como mediadora editorial: el compromiso artístico”, en Lectora, 25, pp. 187-196. — (2020): “El pensamiento narrativo de Carmen Martín Gaite. La autoafirmación de una poética”, en Cuadernos AISPI, 15, pp. 61-78. — (2022): Entrevista a Concha Alborg. Madrid, 24 de mayo.
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La carta como forma de presencia: Carmen Martín Gaite y El Interlocutor Exprés Maria Vittoria Calvi Università degli Studi di Milano
El Interlocutor Exprés El Interlocutor Exprés puede definirse como proyecto epistolar, de correspondientes múltiples, en el que participó un grupo de escritoras y escritores españoles entre 1992 y 1994. En palabras de Eloy Tizón, uno de sus promotores, El Interlocutor Exprés fue una revista casera que Duró dos años y cerca de cuatrocientas páginas, partiendo de una idea de un club de magos del pasado, que según parece mantenían una correspondencia secreta entre ellos para contarse sus trucos y desvelar sus técnicas. El Interlocutor fue una creación colectiva, realizada entre unos quince participantes, más parecida a un fanzine que a una revista convencional, en la que todos aportábamos algo —un poema, un dibujo, una traducción, un relato—, que uno de nosotros, por turnos, se encargaba de compaginar, fotocopiar y enviar por correo a los restantes miem-
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bros del grupo. Uno recibía en su buzón, cada mes, uno de los quince ejemplares únicos cuya llegada constituía un pequeño regocijo tejido con amistad y desparpajo (Tizón 2011: 43).
En este fragmento, se resume el valor del proyecto y su funcionamiento material. El subtítulo, Revista de correspondencia literaria, subraya que este original experimento de escritura colaborativa, como se diría hoy, pretendía situarse a medio camino entre la creación literaria, la crítica y la correspondencia personal dirigida a destinatarios múltiples. Comprende dieciséis números de variable extensión, desde el primero, fechado en junio de 1992, hasta el último, creado en marzo de 1994, a los que se añade una carta de despedida de abril de 1994 escrita por Santiago Sylvester. Una colección completa de todos los números se conserva en la Fundación Martín Gaite. Centro de Estudios de los años 50 y en la Biblioteca de Castilla y León, junto con el legado de la escritora; las cartas por ella escritas, se publicaron en el volumen séptimo de sus Obras completas, editadas por José Teruel (Martín Gaite 2019). Los ejemplares circulantes, de confección casera, estaban constituidos materialmente por fotocopias, que uniformaban en blanco y negro la variedad de materiales y técnicas de escritura empleadas en los originales: algunos mecanografiados, otros escritos a mano, y a menudo acompañados por sobres, sellos, dibujos y otros artefactos. No se trata, por lo tanto, ni de una publicación propiamente dicha ni de un epistolario privado, sino de una recopilación de misivas, mediada por el filtro de las fotocopias: solo el artífice de cada número tenía acceso a los originales, enviados por los distintos corresponsales, que desempeñaban, al mismo tiempo, los papeles cruzados de emisores y destinatarios de la comunicación1. Hay, por lo tanto, una perfecta
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Lamentablemente, por lo menos hasta la fecha, no ha sido posible recuperar ninguno de los folios originales: si tenemos en cuenta la multitud de elementos gráficos que contenían, se trata de una pérdida considerable y un límite para un estudio exhaustivo.
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equivalencia entre los autores de las cartas y los lectores, aunque se admite la incorporación de nuevos corresponsales dentro del núcleo originario. El primer número se abre con un “Sumario”2, al que sigue una presentación del proyecto, en forma de carta dirigida a los “queridos interlocutores”. En este texto fundacional se enuncian los principios a los que se atiene la “revista”, que surge de las relaciones amistosas entre personas de muy distintas edades, reunidas por aficiones comunes: “El Interlocutor Exprés es, pues, una revista íntima, en la que se puede hablar de todo en forma desembarazada y libérrima, al modo de la correspondencia que se dirige a quien comparte amistad y afinidades”, como se lee al comienzo de la carta. Asimismo, se explican las reglas de su funcionamiento y se detallan los criterios que configuran el pacto epistolar (Altman 1982) establecido entre los participantes, que suponía “la condición de cualquier correspondencia: Contesta a vuelta de correo”; pero ante la imposibilidad de contestar a cada una de las cartas, cada colaborador se comprometía a escribir, por lo menos, cuatro contribuciones al año. A continuación, se detallan las secciones en las que cada participante puede insertar su colaboración. En los nombres de dichas secciones (casi todas presentes en el primer número) se emplea el metalenguaje de la comunicación epistolar, referido tanto a la dinámica interpersonal como a la parafernalia del correo, así como fórmulas discursivas propias de las cartas o títulos de obras literarias relacionados con esta modalidad comunicativa. Así, la “Inspección postal” alude al régimen interno de la correspondencia; las “Cartas boca arriba” comprenden reflexiones con vocación dialéctica; “Acuse de recibo” acoge respuestas a interlocutores específicos;
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Las citas del primer número, así como las Figuras 1 y 2, proceden del ejemplar conservado en la Fundación Martín Gaite. Centro de Estudios de los años 50. El Interlocutor Exprés originariamente no se encontraba en el archivo personal de Carmen Martín Gaite, pero se recuperó gracias a Eloy Tizón y a José Teruel. El primero, uno de los corresponsales de esta Revista de correspondencia literaria, le facilitó una fotocopia al segundo, que la entregó a Ana María Martín Gaite. Los fragmentos de las cartas de Carmen Martín Gaite se basan en la edición publicada en Obras completas (Martín Gaite 2019).
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“Franqueo concertado” alberga comentarios sobre obras escritas por alguno de los corresponsales; “A la carta” contiene recomendaciones de lectura; las “Postales” pueden ser mensajes o apuntes breves de varia tipología; las “Cartas eruditas y curiosas” giran en torno a temas literarios; “La carta robada” plantea enigmas literarios; “Esta es para decirle” contiene relatos de experiencias personales, encuentros inesperados u otras ocurrencias; los “Anónimos” son escritos sin nombre que encierran confesiones o emociones secretas; los “Duplicados” son réplicas de cartas especialmente significativas, que merece la pena dar a conocer; por último, los “Anuncios por palabras” anticipan fragmentos de obras propias en curso de redacción. Estas secciones se alternan en los distintos números, que siempre contienen también la “Lista de correos”, es decir, nombres y direcciones de los participantes. En el número 1 se mencionan los nombres de Gregorio Morales, Ramón Mayrata, Pedro Provencio, Ulpiano Ros, Belén Gopegui, Manuel Cerezales, Francisco Solano, Santiago Sylvester, Eloy Tizón, Manuel Longares, Agustín Cerezales, Tomás Segovia, a los que se sumarían, entre otros, Carmen Martín Gaite, Emilio Williams, Luis Mateo Díez y Luisa Castro, en diferentes grados de implicación. A partir del número 6, sin embargo, desaparecen las secciones y las distintas contribuciones vienen anunciadas únicamente por su título. Desde su primer número, entonces, El Interlocutor Exprés se propone como una práctica comunitaria de escritura epistolar, asentada en una larga tradición: los corresponsales, en definitiva, ponen en marcha un juego literario que encuentra su justificación y su perfil en la comunicación por cartas de tipo colectivo, como las que se intercambiaban en ese “club de magos del pasado” al que alude Eloy Tizón. Estas prácticas sociales han sido estudiadas en tiempos recientes en el marco de la historia cultural de la escritura (y de la lectura); han sido objeto de análisis, por ejemplo, las comunidades epistolares surgidas en ámbito carcelario o conventual, o entre científicos, diplomáticos y otros profesionales (Donato 2020). Asimismo, se han ampliado las perspectivas de estudio de las cartas de autor, que no se ven solo como fuente de información biográfica o afectiva sobre el autor y el contexto de su producción, sino también en sus elementos rituales y perfor-
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mativos; entre otros aspectos, se hace hincapié en la pragmática de la enunciación y en la construcción discursiva de la identidad autorial (Martos/Neira 2018a; Montiel Rayo 2018; Teruel 2018). En el caso que nos ocupa, se entretejen la dimensión colectiva y la literaria; hechas todas las salvedades, y desde la óptica de nuestros tiempos, en los que las redes sociales constituyen una de las principales formas de socialización, los animadores de El Interlocutor Exprés constituían una comunidad cerrada y, al menos hasta cierto punto, estructurada, es decir, dotada de ciertas reglas para la participación individual. Ni que decir tiene que la “lentitud” con la que fluía la comunicación muy poco tiene que ver con la inmediatez de nuestros medios, pero se trata, en ambos casos, de crear afiliación y un espacio de interlocución compartido entre personas que no se encuentran físicamente en el mismo lugar, y que, en algunos casos, ni siquiera se conocían anteriormente. Por otro lado, el ritual que presidía la confección de cada número y su distribución encierra una visión de la carta y de la escritura como acción o acto performativo: las cartas individuales, mediante la puesta en común, producen un objeto social polisémico que es, al mismo tiempo, revista y correspondencia. Asimismo, este original experimento se sustenta en la idea de la carta como metáfora de la escritura literaria, en su dimensión dialógica: al aceptar las reglas compartidas y llevar a cabo los actos rituales (redacción, envío, creación del número y distribución), los corresponsales convierten esta idea en práctica literaria. En definitiva, se adopta la forma epistolar en cuanto productora de significado, es decir, por su epistolaridad (Altman 1982).
La aportación de Carmen Martín Gaite a El Interlocutor Exprés Como se ha dicho antes, Carmen Martín Gaite no formó parte del grupo de promotores, constituido en buena medida por escritores jóvenes (todos varones, con la excepción de Belén Gopegui), pero no se nos puede escapar que esta revista íntima y casera constituyó una
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especie de homenaje a la escritora y un reconocimiento implícito de su magisterio, como demuestra el lazo intertextual entre el nombre El Interlocutor Exprés y el título de La búsqueda de interlocutor (1973), obra de ensayo en la que Martín Gaite expuso su teoría de la interlocución como clave de la literatura. Pero hay algo más: en ese mismo 1992 en el que, a partir del número 2 de la revista, se suma a los suscriptores de El Interlocutor Exprés, la escritora salmantina publica Nubosidad variable (1992), una novela epistolar en la que rompe el diafragma que separa el discurso personal de la palabra artística (Rueda 1995; Bizzarri 2002). La carta es literaria y privada al mismo tiempo, y es la modalidad narrativa que mantiene con mayor evidencia las marcas lingüísticas de la presencia del destinatario; su empleo como molde para la novela está en sintonía con la “estética fragmentaria” preferida por la autora (Venzon 2021). Además, Nubosidad variable consagra la tradición discursiva de la carta escrita por mujeres como acto subversivo, realizado desde el aislamiento al que se veían relegadas, en su condición, como mucho, de lectoras y no de creadoras (Toribio Álvarez 2016). Nubosidad variable es, al mismo tiempo, obra literaria y colección de cartas (Bizzarri 2002): lo mismo podríamos decir de El Interlocutor Exprés, por lo menos en las intenciones iniciales de sus “suscriptores”, aunque con el paso del tiempo surgieran divergencias en torno al significado y a los objetivos de esta labor colectiva. En cierto sentido, Nubosidad variable es el punto de llegada de un largo proceso reflexivo en torno a la interlocución, que se lleva a cabo tanto en las obras de ficción como en las que establecen con el lector un pacto de no-ficción (Pozuelo Yvancos 2021), sin excluir, sin embargo, lo imaginativo, tal como ocurre en El cuento de nunca acabar, obra fronteriza por excelencia entre distintos géneros, como declara la autora misma al comienzo de su “cuento, ensayo o lo que vaya a ser” (1985: 13). El culto a la carta personal, que hereda de la tradición familiar, por otra parte, la acompañó a lo largo de toda su existencia, tal como le confiesa a la hispanista Ruth El Saffar: “yo he sido desde pequeña tan apasionada cultivadora del género epistolar como mi padre” (Martín Gaite 2019: 1197), convirtiendo la entrañable misiva en material para un concurso de literatura epistolar.
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Las cartas, en su materialidad, pueblan los escenarios de muchos de sus escritos, donde actúan como metáforas de la interlocución: pensemos, por ejemplo, en el baúl de la abuela en Retahílas (1974), repleto de cartas y retratos, como “reliquias que aún guardan emociones” (Rueda 1995: 319); o en el caso del “Apéndice arbitrario” añadido al ensayo Desde la ventana (1987), donde la carta que la autora le escribe a la madre asume la forma de un espejito que, con sus juegos de luz, crea un código secreto para comunicarse con ella, asomada a una ventana al otro lado de East River (1987: 113). Antes de entrar en el “club” de El Interlocutor Exprés, por otra parte, ya había experimentado la comunicación epistolar como medio de creación literaria compartida, en particular, en su correspondencia con Juan Benet (2011). En definitiva, podemos afirmar que la obra entera de Carmen Martín Gaite se caracteriza por una elevada epistolaridad, entendida como empleo creativo de la forma epistolar (Altman 1982). Carmen Martín Gaite se sumó al grupo de El Interlocutor Exprés con una carta dirigida a Belén Gopegui, quien se había encargado de invitarla a participar. A partir de este momento, contribuye generosamente a la labor, con un envío al mes hasta el número 11 (octubre 1993), por ella confeccionado (o “tricotado”, en palabras de Eloy Tizón), mostrando un talante acorde con su personalidad y honestidad intelectual; interviene dos veces más, en los números 14 y 15 (febrero 1994), con un total de doce cartas, todas escritas a mano y acompañadas casi siempre por dibujos y collages, en relación dialógica con las palabras. Aunque el empleo de estas técnicas no es exclusivo de nuestra autora, al hojear las páginas de El Interlocutor Exprés sus intervenciones despuntan inmediatamente por su caligrafía clara y armoniosa: la esmerada combinación entre letras e ilustraciones, la ausencia de tachaduras, el uso estratégico de subrayados y otros recursos tipográficos, además, hacen suponer la existencia de un anterior borrador que se ha pasado a limpio, una práctica que, desde los años escolares, Carmiña cultivó con fruición. La cualidad gráfica y la relevancia de los collages en la creación de significados es, para Eloy Tizón, uno de los mayores aportes de la escritora a la revista:
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Hay, pues, en Martín Gaite, una continuidad natural entre contar y cortar, entre componer y superponer, una misma respiración recoge los dos gestos —el de la tijera que recorta y el del bolígrafo que piensa— cuyo resultado final es una amalgama de álbum de cromos, reportaje a pie de obra, diario íntimo, guía de viajes, almanaque sonámbulo, blog o perfil en redes sociales anterior a internet […]. Me gusta pensar que El Interlocutor Exprés, en su modesta escala, sirvió de acicate para estimular esa faceta suya y encontrar oídos receptivos a la medida de su propuesta (2011: 44).
En definitiva, desde su perspectiva de corresponsal de El Interlocutor Exprés, Tizón destaca la contribución de Martín Gaite a la tarea literaria colectiva mediante unas cartas que, como es propio del género, trataban de asuntos cotidianos y variados, pero que, precisamente por su carácter lúdico y gratuito, así como por el empleo simultáneo del código verbal y visual, estimulaban en los oídos receptivos reflexiones profundas sobre el significado de la literatura como representación. De hecho, el producto de la “tijera que recorta” constituye uno de los aspectos más originales de la obra de Carmen Martín Gaite, tal como ha destacado magistralmente Elide Pittarello (2016 y 2018) en varios estudios dedicados a los collages de la autora. En la primera carta, fechada el 8 de junio 1992 e incluida en la sección “Acuse de recibo”, la autora se dirige a Belén Gopegui, para aceptar su invitación a darse de alta en el proyecto; en la segunda (agosto o septiembre 1992), titulada “En casa” y colocada en la misma sección, se dirige a todos los interlocutores, expresando la placentera sensación de haber entrado en el recinto sagrado de la interlocución colectiva; en la tercera (18/10/1992), “De puntillas”, propone unas reflexiones sobre el tiempo, la Historia y las historias, con motivo de la elaboración de unas conferencias sobre Elena Fortún. No sorprende que tanto esta entrega como la siguiente, titulada “E. T. wants to go home” y dedicada al libro de Eloy Tizón recién publicado, Velocidad de los jardines, se integren en la sección “Esta es para decirle”: una fórmula propia de la comunicación epistolar que expresa el deseo de compartir con un interlocutor las emociones y reflexiones suscitadas por algún suceso, convirtiendo la experiencia en escritura. La experiencia es, para
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Martín Gaite, la clave de la creación artística: “El marco de referencia de su mundo literario se ordenó a través de una categoría cognitiva y retórica llamada experiencia” (Teruel 2015: 392). La quinta carta (6/4/1994), titulada “Queridos amigos”, expresa cierta preocupación por el largo silencio que interrumpió la regularidad de los envíos; en la siguiente (7/5/1993), ofrece a los corresponsales el relato de una pesadilla (que se analizará más adelante), con importantes reflexiones sobre la génesis de la narración, mientras que la sexta (8/6/1993), titulada “Respuesta epistolar a un telegrama”, marca un punto de ruptura: en ella, la escritora responde con vehemencia al telegrama en el que Gregorio Morales invitaba a convertir la correspondencia en debate, y a ser “iconoclastas y aguafiestas”. Una proclama que en su “respuesta epistolar” —es decir, amplia y dialógica— la escritora tachó de “grafiti algo trasnochado”, reivindicando el carácter caprichoso y gratuito de El Interlocutor Exprés, y lanzando una especie de desafío: “Por ejemplo (sugiero): podríamos hablar de los grafitis” (2019: 1279), mediante el cual defiende que lo auténticamente transgresivo no tiene cabida en una forma discursiva tan convencional como el debate. En la séptima carta (9/7/1993), “Ir de librerías”, vuelve a sumirse en la cotidianidad, reflexionando sobre el placentero ritual de la conversación entre amigos, frustrado, sin embargo, por la intromisión de un taxista charlatán, con la radio puesta a todo volumen. Sigue la misiva titulada “Ruptura de lo telegráfico” (5/8/1993), en la que se complace al ver que el intercambio con Gregorio Morales ha traído “nuevos vientos de vida” (2019: 1285) a la publicación, pero el alivio de haber esquivado el naufragio no consigue anular la visión amenazadora de “un barco a la deriva y un tanto enmohecido en su maquinaria” (2019: 1285). A continuación, emprende con mucha ilusión la tarea de confeccionar un número, como sabemos por una carta a Manuel Longares, fechada el 30 de septiembre de 1993 y publicada en Obras completas, en la que invita al amigo a colaborar: “quiero que quede hecho una virguería. Con la autoridad que me confiere no haber faltado ni una vez a la cita de sus páginas, me atrevo a rogarte que mandes algo bonito y con ganas” (2019: 1288). La décima carta (18/10/1993), incluida en el número 11, que ella misma ha prepara-
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do, es un breve mensaje en el que anuncia haber recibido una misiva anónima, dirigida a los corresponsales por un misterioso lector, consciente de que esta figura no está prevista en El Interlocutor Exprés, pero capaz de colarse y espiar a todos. Los dos números siguientes (12 y 13) se publican sin ninguna colaboración de Martín Gaite, que vuelve a intervenir con un texto titulado “Agujeros negros” en el número 14. En esta carta, la escritora defiende, una vez más, el carácter lúdico de El Interlocutor Exprés, y se yergue contra la polémica desatada por Gregorio Morales con todo el peso de su coherencia intelectual: “En la defensa, tanto pública como privada, del valor de la palabra (por muy desprestigiada que esté) y el respeto por la obra coherente y continuada nadie me tendrá por sospechosa de no predicar con el ejemplo” (2019: 1291). En la carta siguiente, con el epígrafe elocuente de “Petición de tregua”, la autora anuncia su intención de darse de baja: “Pues no sé, da como cierta alegría. Todo menos que las cosas empiecen a oler a puchero de enfermo. Yo, desde luego, rompo filas” (2019: 1293). Su gesto clarividente abre camino a la carta de abril de 1994 que Santiago Sylvester dirige a los “fatigados interlocutores” para anunciar que la revista “corre el telón”; acogiéndose al diagnóstico de Carmiña (“yo no me inclino por recomendar sopa a nuestro enfermo”), afirma que la única terapia consiste en irse de vacaciones. Aunque, como bien sabemos, esta carta es un acto de clausura sin remisión. A estas alturas, cabe preguntarse, ante todo, qué imagen proyecta de sí Carmen Martín Gaite en este corpus de correspondencia con interlocutores múltiples, con especial referencia a la condición de escritora, que constituye uno de los nudos centrales de la comunicación epistolar femenina (Martos/Neira 2018b: 14). Cuando Carmen Martín Gaite se adhiere al proyecto, su legitimación como mujer de letras ya está asumida y, además, avalada por el éxito de un ensayo como Usos amorosos de la postguerra española (1987) y de novelas como Nubosidad variable (1992), este último en paralelo con la marcha de la revista. La popularidad, por otra parte, supone enfrentarse con los condicionamientos del mercado editorial y el lacerante conflicto entre lo privado y lo público: una preocupación constante en la vida de la escritora salmantina, en su largo camino de autoafirmación ante los “varones sesudos” de su generación (Teruel 2015: 400-401), bien visi-
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ble, entre otros ejemplos, en la correspondencia con la editora y amiga Esther Tusquets (Toribio Álvarez 2018). Desde este punto de vista, se entiende que se hiciera socia entusiasta de El Interlocutor Exprés, que se le antojó como espacio de libertad literaria e interlocución genuina, en contra de la idea del libro como mero producto cultural; un espacio en el que se daba permiso para hablar de forma desembarazada y, sobre todo, se proponía adoptar un estilo epistolar, íntimo, cálido y amigable, para tratar temas literarios. Cabe recordar, además, su constante y generosa atención por los escritores noveles, “a quienes otorga siempre un voto de confianza” (Teruel 2017: 17), como bien se ve en su producción como articulista. Como ya se ha visto, Carmiña colaboró asiduamente, enviando una carta para cada número, con las pocas excepciones ya comentadas. Su actitud hacia los corresponsales, además, se construye en pie de igualdad, como entre amigos: solo al final, cuando la interlocución deriva en polémica, se apoya en su autoridad para reivindicar la frescura primigenia del proyecto. Por lo demás, interviene en este juego literario participativo como una corresponsal más, orgullosa de sentirse miembro de un colectivo formado por personas que comparten “amistad y afinidades”. Sus entregas, ni que decir tiene, presentan un carácter inequívocamente epistolar, como demuestra la frecuente implicación del interlocutor en el perímetro de texto mediante el metadiscurso interpersonal (desde el “tú” de la primera carta al “vosotros” de las siguientes), así como la elección de un registro coloquial y confidencial. Vamos a dar un paso más en la valoración de su aporte, coherente con su producción y original en algunos logros, en la perspectiva de la epistolaridad.
Las cartas como forma de presencia Desde sus primeras cartas a El Interlocutor Exprés, Carmen Martín Gaite reafirma su poética del lugar, es decir, su predilección por la representación discursiva del lugar en el que se produce el acto comunicativo (Calvi 2014), bien sea cuarto privado con ventana, medio de transporte, calle o café. Estos elementos espaciales orientadores constituyen una condición indispensable para el proceso de narrativización (Todorov
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1991), es decir, la inserción del acto verbal —como el hecho mismo de escribir una carta— dentro de una situación narrativa. Este anclaje del discurso al lugar físico en el que se desenvuelve es, por un lado, un elemento de autorreferencialidad (Gil González 2005), entendida como puesta en escena del yo en el acto de escribir, tal como ocurre en muchas de sus obras, que contienen las marcas del lugar en el que se llevó a cabo el acto productor. Por otro lado, cuando se da la ansiada interacción dialógica, el espacio se abre a la inclusión del interlocutor, capaz de paliar la soledad y la incomunicación: “sin contar con la atención de un destinatario, el mensaje no vale la pena de emitirse” (Martín Gaite 1985: 135). Para que ocurra el milagro, se necesita un recinto acogedor que lo haga posible; como veremos, en las cartas de Martín Gaite a El Interlocutor Exprés se erige un escenario para la interlocución colectiva. Veamos algunos de los pilares de esta construcción de un lugar apto para la comunicación, que se complementa con otro ingrediente fundamental: el tiempo. Carmen Martín Gaite convierte la correspondencia a interlocutores múltiples en un cronotopo, en el que el espacio y el tiempo no se conciben como categorías externas e independientes, sino como conjunto inseparable. Ella misma expresó esta visión en un artículo de 1990, “El espacio habitable”, recogido en Agua pasada: “El tiempo y el espacio se entretejen armoniosamente en las casas o locales donde se ha vivido de forma intensa, se han aguantado cornadas de ausencia o se han mantenido conversaciones dignas de filtrarse por la criba del recuerdo. A este respecto es muy significativa la acepción cuarto de estar para designar esas habitaciones que van albergando entre sus muros nuestra permanencia en el tiempo” (1993: 282). La autora realiza este acto generativo ya en la primera carta, al evocar la imagen de la ventana, en su calidad de “apertura psicológica a lo ‘otro’” (Fernández 2013: 189): Creí que tenía que hacer muchas cosas esta tarde, pero de pronto todas se han desprendido de la pinza que amontona y estruja los “asuntos pendientes” y han salido volando por la ventana revueltas y en girones, arrebatadas por el inesperado torbellino que ha entrado en mi casa con El Interlocutor Exprés) […]. ¡Qué urgente se vuelve a veces lo más innecesario! ¡Y qué gusto escribir así de corrido, sin corregir nada, estimulada por este invento del Interlocutor
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Exprés, tan barato y tan caro, un lujazo! Y a todas éstas, sólo son las ocho, el tiempo se ha remansado. Y estoy alegre (Martín Gaite 2019: 1258-59).
En estos fragmentos, salta a la vista la fuerza de la escritura como espacio de resistencia a la acción destructora del tiempo y al olvido; una visión en plena sintonía con las reflexiones hilvanadas por Emilio Lledó en El surco del tiempo, un volumen de 1992 que ella misma, en la tercera de sus cartas, declara haber leído y releído: “Lo tengo subrayadísimo” (2019: 1265)3. En sus penetrantes meditaciones sobre la memoria, la escritura y el tiempo, Lledó subraya la función insustituible de la escritura como medio para hacer visible la palabra condenada al olvido: “Estímulo mágico de la memoria, la escritura vence en su lucha contra el tiempo, por el hecho de resistir a la desaparición a la que está condenada la palabra, nada más pronunciada” (1992: 57), sustituyendo la presencia a la ausencia: “Las letras que llegan a su lector, como victoria sobre el tiempo efímero e irreversible de la vida, son un inmejorable instrumento para, en cada instante, edificar una forma inteligible de presencia” (1992: 72). La tarea que emprende Carmen Martín Gaite en sus cartas es precisamente la de edificar formas inteligibles de presencia, mediante palabras e imágenes. En un artículo reciente sobre las obras no-ficcionales —en las que, por supuesto, también se enmarca la escritura epistolar—, Pozuelo Yvancos (2022) arguye que el narrador autobiográfico aspira a recuperar la inmediatez de la experiencia concreta a través de la voz originaria de la persona que la vivió, que traslada al papel en calidad de testigo: “Aquí radica una de las razones de la dimensión fuertemente apelativa, conativa, de la escritura autobiográfica, que pretende recuperar el circuito primario, originariamente oral de la comunicación confesional, salvando de este modo la grieta […] de la escritura como forma de olvido y de silencio” (2022: 685). Esto explica, añade este autor, el gran poder de las sensaciones, de los pequeños detalles, e
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En una carta del 9 de agosto de ese mismo 1992 le aconseja dicho libro a Antonio Bolós, subrayando las emociones contradictorias que suscita: “es consuelo y cuchillada” (Martín Gaite 2019: 1261).
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incluso de las fotografías que se insertan en las obras de carácter autobiográfico (2022: 686); asimismo, se apoya en El surco del tiempo para destacar “la capacidad que ciertas obras tienen de vehicular la escritura como forma de presencia” (2022: 684). La de Martín Gaite es, inequívocamente, una escritura de presencia; en El Interlocutor Exprés, en particular, se impone el carácter presencial de la comunicación epistolar. En la primera carta, tras lamentar el agobio que sufren el cuerpo y el espíritu por el acoso de los asuntos pendientes, da entrada al objeto material, el sobre, que aporta nueva linfa al día: “Pero hoy no. Porque hoy ha llegado un sobre grande que ni pasaba la factura de nada, ni te contaba penas ni te invitaba a un cóctel: te invitaba a jugar” (2019: 1259). Entendemos, de esta manera, que la invitación de Belén Gopegui llega en forma de carta, tendiendo un puente de palabras que Carmiña se dispone inmediatamente a cruzar, mientras cumple el gesto ritual de enviar la cuota establecida: “Pues sí, ya tenéis otro socio en el Interlocutor Exprés. Te adjunto las mil pesetas” (2019: 1259). En la segunda entrega, de septiembre de 1992, la autora se dirige a un destinatario colectivo, en calidad de miembro de una comunidad epistolar animada por un propósito común: Yo, como primera medida de corresponsal avaro, he empezado, como veréis, a hacer una letra más pequeña, porque de escribir a mano no tengo ganas de prescindir ni, por ahora, nadie me ha prohibido que lo haga. Me da la impresión, además, de que aquí no se prohíbe nada. Y este “aquí” que acabo de escribir introduce mi primera reflexión, porque me suena a casita, a cobijo provisional y como visto en sueños; un recinto que tiene algo de sagrado, ¿no os parece?, porque los fieles de esta congregación tan frágil y atípica ni siquiera nos conocemos todos unos a otros, pero estamos unidos desde el primer día por la complicidad (2019: 1263).
Las transcripciones que propongo siguen la versión publicada en el VII volumen de las Obras completas (2019), pero en la Figura 1, que reproduce el original, puede verse la forma gráfica peculiar que elige Martín Gaite para escribir la palabra refugio, dándole especial relieve: un recorte de un texto impreso, blanco sobre fondo negro. Asimismo,
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el deíctico aquí, generador e indicador lingüístico del espacio compartido, se evidencia de diferente manera: entre comillas y subrayado, como en esta primera ocurrencia, o rodeado por una corona de rayitas, como se ve en la segunda página de la misma carta (Figura 2).
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Figuras 1 y 2: Carta de Carmen Martín Gaite incluida en El interlocutor Exprés, n.º 3, septiembre de 1962, pp. 65-66 (Fundación Martín Gaite. Centro de Estudios de los años 50).
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Como hace notar oportunamente Elide Pittarello (2018: 238), Martín Gaite “valora también la forma de las consonantes y las vocales por ser signos y a la vez dibujos”. No menos importante es el título, “En casa”, asimismo recorte de prensa. Recordemos que la casa es una metáfora del lugar, es como un marco (frame) que moldea nuestra experiencia del mundo, según afirma Gaston Bachelard en su intensa obra La poética del espacio (1965), otra pieza clave en el panteón filosófico de Carmen Martín Gaite. Esta segunda carta, con valor fundacional, se completa con dos collages (Figuras 1 y 2), de los que, lamentablemente, la fotocopia neutraliza los rasgos físicos, como el color y el tipo de materiales. Dentro de la producción de la autora, el ejemplo más cumplido de narración visual está representado por Visión de Nueva York (1980), un cuaderno en el que la palabra desempeña un papel secundario frente al collage (Pittarello 2018). En las cartas a El Interlocutor Exprés, lo visual no predomina, pero se entreteje con las palabras como forma autónoma de comunicación y no mero adorno; como señal de presencia, gracias al cual los corresponsales no son solo lectores, sino también espectadores. El primero de los dos collages, que representa a dos niños comunicando con un teléfono antiguo y jugando con unos cubos de letras, apunta a la idea del juego como práctica constructiva; el segundo es icono del escenario discursivo que la autora prepara para los corresponsales: una mesa redonda con cuatro sillas alrededor y algunos objetos puestos en ella; las cortinas abiertas de un decorado teatral que anuncia la representación de El Interlocutor Exprés; un marco redondo, que evoca un espejo (o ventana); y unos libros apoyados en una rejilla. El acto comunicativo entre los correspondientes, por lo tanto, se compara a una representación teatral, en la que cada participante es libre de actuar, asomándose a la alteridad gracias a la interlocución. Se reafirma, una vez más, el sentido performativo de la escritura, así como el rechazo de la literatura como mera autorreferencialidad, en favor de una visión dinámica y dialógica, que tiene en la carta su metáfora clave. Asimismo, Carmen Martín Gaite advierte que la carta es una unidad semiótica hecha de palabras y otros artefactos: “Hoy me han llevado mucho tiempo los collages” (2019: 1263-64), les dice a
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sus interlocutores, subrayando la victoria conseguida contra el tiempo. El placer por el trabajo bien hecho, por la tarea cumplida (“la felicidad del acto”, Pozuelo Yvancos 2022: 692), sin embargo, no consigue anular la conciencia dolorosa del silencio, de las respuestas no dadas, o aplazadas: “me dan ganas de contestar a todos los que escriben aquí” (2019: 1263), confiesa, a sabiendas de que esto es imposible. Como hábil narradora que es, sin embargo, sabe marcar eficazmente las “pausa de la interlocución” (Rueda 1995: 131), aplazando el relato para la entrega siguiente: “Otro día contaré alguna anécdota, para que no quede tan abstracto lo que he dicho hoy aquí” (2019: 1265). La angustia por lo no contado, por las “infinitas posibilidades desechadas” y, por lo tanto, condenadas a la ausencia y al silencio, se desprende con toda evidencia de la sexta carta, de mayo de 1993, que contiene el relato de una vieja pesadilla, en la que todos los residuos del día a día, todas las palabras no dichas o diferidas, reptan por el interior del cuerpo hasta desaparecer en un vertedero: “Y en esos segundos finales vi, con mucha grima, que estaba tocando la pared viscosa del recinto aquel y que, bajo mis dedos, se abría el orificio oculto por donde desaparecían las palabras que emitía sin sonido […]. Y así voy evacuando todo lo diferido, todo lo roto, lo provisional. Parece que cabe todo. Es un desván sin fondo” (2019: 1277). La capacidad receptiva de los desvanes, sin embargo, es engañosa: “Pero el fraude de los desvanes, aun cuando tarden en pasarnos la factura de su alquiler, consiste en que se van cobrando en carne y destrucción, en que dejan pudrirse lo alojado. Y van dejando pudrirse también en nosotros —lo cual es más grave todavía— el deseo de rescatar lo alojado” (2019: 1278). Según declara la autora en la carta, este relato procede de un “Cuaderno de todo” de 1975. Entre los que se han conservado, sin embargo, no se encuentra ninguno de 1975 que narre esta pesadilla, lo cual no sorprende, puesto que algunos materiales se perdieron o fueron destruidos por la misma Martín Gaite; pero sí se encuentra otra variante del relato, en forma de reflexión, en un cuaderno anterior, el n.º 3. Se trata del fragmento titulado “Los desvanes. Trastienda”, fechado el 17 de junio 1965, que se abre con la lacerante conciencia de soledad y ausencia de interlocución: “Mi enfermedad consiste en mi silencio. Es forzoso imaginar un interlocutor, no puede uno salvarse de otra
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manera. Y si la imaginación no es capaz de forjarlo, se va uno tragando todo deseo de hablar, se va formando esa amalgama oscura, indescifrable y movediza que no se asienta ni se digiere” (Martín Gaite 2002: 112). El texto sigue con la descripción de los detritus que se vierten al recinto secreto, coincidente con la de El Interlocutor Exprés: se trata de un motivo recurrente en la obra de Carmen Martín Gaite, que aparece también en una carta a Juan Benet del 11 de mayo de 1966 (Martín Gaite/Benet 2011: 120) y que se reiteraría en novelas como La Reina de las Nieves y Lo raro es vivir (Teruel 2009: 1529). Su rescate en la carta a los corresponsales subraya el valor de la interlocución como medio para dar salida al caótico magma interior. Llegados al final de este trayecto, se impone echar por un momento la mirada hacia atrás, para preguntarnos qué papel pudo desempeñar esta pequeña parcela dentro de la obra de Carmen Martin Gaite. Los elementos que hemos venido destacando no constituyen auténticas novedades, sino que están en línea con sus anteriores teorizaciones y realizaciones, pero sí estas colaboraciones dan fe de la capacidad de apostar por lo nuevo que siempre la animó. Sin lugar a duda, El Interlocutor Exprés estimuló el gusto de la autora por lo visual y su convicción de que una carta es, al fin y al cabo, una forma insustituible de presencia; se entiende que su pérdida sea una “puñalada a la historia” (2019: 528).
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“Una rama de perejil”: las cartas entre María Zambrano 1 y José-Miguel Ullán*1 José Luis Gómez Toré IES Carmen Martín Gaite
No quieren tu vuelo, quieren las plumas. Reiner Kunze
María Zambrano y José-Miguel Ullán son, desde luego, dos figuras fundamentales en la cultura española del siglo xx, aunque el segundo merecería ser más conocido y la primera que su indudable fama fuera
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Este trabajo solo ha podido llevarse a cabo con la ayuda tanto de Manuel Ferro, quien me permitió consultar las cartas de Zambrano a Ullán, como con la de la Fundación María Zambrano, que hizo lo propio con las cartas de Ullán a la filósofa. Gracias asimismo a otros especialistas, por su disponibilidad y paciencia con mis dudas, como Rosa Benéitez, Miguel Casado o Virginia Trueba. En los fragmentos citados se ha respetado la peculiar puntuación de Zambrano, incluso las abreviaturas.
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acompañada de una lectura más atenta de su obra, una lectura que no se limite a glosar su pensamiento, como si se estuviera ante un texto sagrado. Por el contrario, quizá sea preciso acompañar el pensamiento zambraniano en sus errancias, en sus incertidumbres, incluso en sus posibles contradicciones. Ello implica atreverse a asumir también para Zambrano cierto grado de esa inestabilidad que caracteriza, según se ha señalado recientemente (Benéitez 2019), la poética ullanesca. Quizá desde ese punto de vista resulte menos sorprendente el interés de Ullán (tan vinculado a las coordenadas de su propio tiempo) por una filósofa que, en no pocos terrenos, se atreve a dar la espalda a la modernidad. Y es que el diálogo entre Zambrano y Ullán señala hacia un camino posible de la cultura española, más allá de lecturas demasiado parciales tanto de lo moderno como de la tradición. Un camino en buena medida inédito, apenas sin recorrer, que parece evocar la imagen del sendero imprevisto, de lo que la propia filósofa llamó el “camino recibido” (Zambrano 2019: 48-52), no lejos de esas sendas del bosque (Holzwege) que rastreó, y en las que tal vez se extravió Heidegger (2017: 9). Ullán y Zambrano habían entrado en contacto, como es de sobra sabido, por intermediación de José Ángel Valente. Aunque Luis Moreno Sanz ha situado el inicio de esa relación a finales de los setenta (2014: 114; 2019: 180), parece más plausible la fecha de 1968 que indica Virginia Trueba Mira (2021: 81) como la del primer viaje de Ullán a la casa de La Pièce, donde por entonces vivía la pensadora. Apoya esto el hecho de que el escritor evocará en el prólogo de su antología de textos zambranianos Esencia y hermosura el encuentro con la hermana de María, Araceli (Ullán 2009: 33). Esta había fallecido ya en 1972, enferma de la dolencia mortal de la historia, en palabras de Zambrano a Lezama Lima1 (una Araceli perdida entre delirios persecutorios, como Ullán constatará en una de sus visitas, delirios que tienen su origen en buena medida en la traumática experiencia del encarcelamiento de su pareja por la Gestapo, los interrogatorios sufridos
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En dicha carta afirma Zambrano “su dolencia mortal fue la historia” (Jiménez Carreras 2008: 63).
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por la propia Araceli y el fusilamiento, finalmente, de su compañero tras ser enviado a la España de Franco). Pero el dato más decisivo para esta datación es el epistolario que ahora comentamos, puesto que la primera carta conservada de la filósofa a Ullán está fechada el 23 de agosto de 1970 en La Pièce. Se trata de una misiva escrita a máquina, a excepción de la firma y de la anotación “Saludos de Araceli”. En dicho texto la propia filósofa describe su casa (y la vida que llevan ambas hermanas) en términos nada idílicos: “Ya no es una choza: es una madriguera: perros, gatos, nosotras —mi hermana de pie intermitentemente—”. La relación entre el escritor y la filósofa parece que se hizo sólida a finales de los setenta, y de ahí lo indicado por Moreno Sanz, algo que se reafirma también en sus cartas. Según ya se ha señalado, la figura de Valente es el vínculo inicial entre ellos y, desde luego, hay referencias a este en la correspondencia que ahora comentamos. Así, en el post scriptum de una carta de mayo de 1981, Zambrano, tras dar acuse de recibo de una antología (que parece ser los 99 poemas de Valente seleccionados por Ullán para Alianza), añade con cálida ironía: “Te quiere J. A. Valente. También él pena por ti, aunque lo disimule…”. La ironía, amable en todo caso, está tal vez incluso en las iniciales “J. A.”, puesto que Zambrano solía llamar al poeta de Material memoria “Ángel” a secas, como se aprecia, por ejemplo, en el epistolario que la filósofa mantiene con Agustín Andreu (a menudo dejándose llevar por las resonancias simbólicas, incluso sacras, que la palabra “Ángel” tiene para Zambrano, pero asimismo para el propio Valente). Da la impresión de que, al hurtar el nombre completo del amigo común, está marcando una dificultad para encontrar un camino directo del nombre a la persona. Ese “aunque lo disimule”, desde la simpatía, recalca precisamente esa distancia, una suerte de coraza que Zambrano cree percibir en el gran escritor gallego. Lo significativo es que Valente, que los había unido inicialmente, acabará rompiendo su amistad con los dos. No ocurrirá lo mismo entre Ullán y Zambrano, cuya relación, más que cordial, continuará hasta la muerte de esta. Pero dejemos a Valente, y centrémonos en ese vínculo entre filósofa y escritor, y recalco lo de escritor, pues Zambrano incide precisamente en esa etiqueta en una de sus cartas. Y eso que resulta a veces difícil
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definir a Ullán, encasillarle en una categoría, puesto que tuvo tantas facetas en su obra. Se trata, en verdad, de una amistad que resulta fascinante, por la calidez y la admiración mutua entre dos personas (ambas de una inteligencia poco común) que tenían en apariencia tantos elementos que los separaban, en primer lugar, la edad y la experiencia del exilio (aunque Ullán también supo a su modo lo que era ser un expatriado, siquiera voluntario). Resulta, con todo, estimulante imaginar la conversación, solo intuida en sus cartas, entre una Zambrano tan apegada a veces la tradición en el sentido más noble de la palabra y el modernísimo Ullán, capaz de interesarse por las manifestaciones culturales más dispares, alguien dispuesto a unir en sus simpatías a Roland Barthes y Octavio Paz con figuras populares en la España de entonces como El Fary o Rocío Jurado, propias más bien de esa mitología camp que cundía también entre sus coetáneos, los llamados novísimos (de los que, sin embargo, Ullán siempre se sintió lejos). Del diálogo entre ambos apenas quedan rastros de correspondencia epistolar, a pesar de la importancia que las cartas tuvieron para la pensadora. Hemos de pensar que ya, por aquellos años, el teléfono tiene cada vez más presencia como modo de comunicación. Lo cierto es que Ullán era no poco aficionado a la conversación telefónica. En consecuencia, no nos queda más remedio que constatar lo parco del epistolario conservado, hasta hoy inédito. Son apenas ocho cartas de la filósofa y tres de su joven amigo, una de ellas, por cierto, muy breve y que es más bien el simple acompañamiento de un artículo aparecido en Le Monde sobre la obra de Zambrano. Junto a ello, nos encontramos una tarjeta de felicitación de Ullán del año nuevo de 1990, y una postal enviada desde Bulgaria y firmada por él y por quien entonces ya debía de ser su pareja, Manuel Ferro, en la que ambos se lamentan por no poder pasar a visitar a la filósofa en su casa en Suiza: QUERIDA MARÍA: DESDE TIERRAS BÚLGARAS —UN SINFÍN DE MONUMENTOS ENTRE LA NIEBLA Y LA LLOVIZNA—, TE RECORDAMOS MUCHO. NO PODREMOS REGRESAR POR GINEBRA: UNA LÁSTIMA. ABRAZOS
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Es llamativo que una de las primeras cartas conservadas de Zambrano a Ullán, de 1979, parece nacer del propósito de comentar admirativamente un artículo publicado por el segundo en El País, el 25 de junio de dicho año, “¡Viva la anormalidad!”, un texto en el que Ullán reflexiona sobre la que fue una de las primeras manifestaciones del Orgullo Gay en España (la primera, clandestina y pronto disuelta por la policía, había tenido lugar en 1977, en Barcelona). Sorprende, al menos en un primer momento, la complicidad que despierta en Zambrano el artículo y el indudable interés, puesto que, aunque la pensadora tuvo no pocos amigos homosexuales, hay en ella por lo general cierta tendencia a esencializar las diferencias entre hombre y mujer, y una cierta mirada, no exactamente conservadora, pero sí desde luego muy alejada de lo que hoy llamaríamos un pensamiento queer. Las primeras líneas de la carta revelan una empatía, pero también cierta resistencia, cierto esfuerzo para asumir de manera natural la homosexualidad: “Cuánta hermosura en tu artículo sobre esa comparecencia de los llamados homosexuales, yo no los he llamado nunca de ningún modo y los he visto siempre blancos, translucidos, exangües y exánimes (Al poeta sanguíneo, le desangraron, sí)”. Junto con esa misteriosa alusión al poeta sanguíneo (¿Lorca?)2, hay, como vemos, una reticencia, consciente o no, a hablar abiertamente de una orientación sexual que no era la suya, pero sí la de personas muy cercanas (es preciso, sin embargo, recordar que el sexo no es un elemento que comparezca fácilmente en la escritura de la pensadora, tendente en este y otros temas a cierto gnosticismo3). Con todo, en la propia carta, lo que se impone es la mirada empática, y la tolerancia, la compasión en el sentido más noble de la palabra, por más que estas palabras hoy puedan resultar incluso ofensivas. Conviene, no obstante, situar esta mirada en su contexto, pues se trata de ponerse en el lugar de quie2
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“Sin pareja posible por ser impar, no por ninguna otra que de ti quieran comentar”, escribe, por cierto, sobre Cernuda la filósofa (Zambrano 2014: 748), que vincula así la condición de solitario del autor del 27 con su condición de poeta y su mirada única antes que con su sexualidad. De las tendencias gnósticas del pensamiento de Zambrano, que dificultan una filosofía del cuerpo, me he ocupado en otro trabajo (Gómez Toré 2020: 25-32).
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nes, en ese momento, tienen dificultades para compaginar la persona que son con el personaje social que les viene impuesto de fuera (esa distinción entre persona y personaje es capital en Zambrano). Alude así la filósofa en su carta, unas líneas más abajo, a la llamada de un amigo, sin duda homosexual, y a una conversación con este a partir del artículo de Ullán: “Han comparecido, sí, ellos. Y solo tú los has mirado como ellos piden. Solo tú, escritor que, aunque solo ese comentario hubieses escrito, escritor serías cumplidamente. Un amigo mío me llamó desde Ginebra preguntándome si era yo amiga tuya, con tanta intensidad q. por un instante temí te hubiera sucedido algo y me envió por correo —no siempre me traen El País y ayer vino a verme […] hablé yo más abiertamente con él de su padecer, gracias a tu artículo […] tu escrito es razón y piedad, es decir: esa Piedad q. es la forma de la total razón”. Palabras como “compasión” o “piedad”, insisto, no gozan de muy buena prensa hoy día y, sin embargo, resultan centrales en Zambrano, y en ningún caso implican un paternalismo ni una posición de superioridad moral. Más bien, se trata de asumir la alteridad, la diferencia, lo otro y al otro. De ahí que, cuando dice en la carta “esa Piedad que es la forma de la total razón” no hace sino señalar su propia razón poética, que ella misma identificará como razón misericordiosa, razón cordial que comprende y, al comprender, da pie al respeto, a la empatía, y, si se me permite (pues es una palabra plenamente zambraniana) al amor. Con todo, lo más interesante de estas líneas es que parecen ser el germen de un artículo que la pensadora publicará por primera vez en la revista Quimera unos años después, en 1982, “Calvert Casey, el indefenso. Entre el ser y la vida” (2014: 595605). La propia Zambrano alude en su carta a Ullán a Casey, autor cubano, homosexual, suicida. No es casual que a la filósofa le haya venido a la memoria la muerte de su amigo, puesto que fue Valente (que dedica uno de sus libros, Notas de un simulador, precisamente a Casey) quien les puso en contacto, como había hecho asimismo con Ullán y Zambrano. El recuerdo del amigo muerto resulta especialmente doloroso y así lo confiesa en la carta, donde insiste en la dificultad de escribir sobre el fallecido: “Tengo que reunir mis fuerzas para lo de Calvert. A ver si puedo. Ando menos que regular”. Y lo cierto es que Casey se había
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suicidado ya hacía años, en 1969, por lo que Zambrano tardó más de diez años en redactar ese homenaje. No sorprende que la escritora le hable, como de pasada, a Ullán del libro que prestó al cubano poco antes de su muerte, la Guía espiritual de Miguel de Molinos. Ahí se percibe otro vínculo con Valente y una ocasión, además, de no poco desasosiego. Hay que recordar que el místico heterodoxo nos invita a sumergirnos en la nada, identificada con lo divino: tanto en la carta como en el artículo se insinúa un cierto sentimiento de culpa, como si el libro hubiera podido ser, para Casey, una invitación al suicidio. Más allá de ello, María parece preguntarse si no fue una sociedad hostil a la condición sexual de su amigo la que condujo a este hasta su destino fatal. Tal vez se podría decir algo semejante a lo que Octavio Paz afirmó sobre Cernuda: “¿Era un ‘hombre difícil’, como se repite, o le hicimos nosotros difícil la vida?” (1964: 80-81). Sea como sea, en el artículo de Quimera (que tiene como claro antecedente esta carta), hay una defensa muy clara por parte de Zambrano del amor homosexual y un rechazo explícito a considerarlo un amor estéril. En su consideración, la expresión “amor estéril” es contradictoria, encierra un oxímoron: todo amor engendra algo, aunque el fruto no sea un hijo biológico, sino una realidad anímica, espiritual. Resulta igualmente significativa la carta escrita a Ullán el 29 de septiembre de 1981 y que tal vez hace alusión a una fotografía tomada por Manuel Ferro en la que aparecen ambos, pensadora y escritor: Querido José Miguel: Gracias. Grande y cierto es el don que he recibido de carta y foto. Por esta imagen tuya te he visto al fin, porque es reveladora. Como un gallo de casta estás junto a mí, saliéndote de toda penumbra. Todos los gallos son de la Aurora, del centro de su Pasión sin muerte posible, pura acomitividad originaria —se me ha escondido mi lápiz. He buscado una pluma y solo tengo una de pichón y otra de gorrión. De casta, sí: eso lo supe, desde el principio; de casta profética, poética. No está a salvo esta carta de incurrir por ímpetu de rasgar la Aurora, de incurrir en traición, de traicionarse traicionando, signo del Profeta. No te malentiendas, no te desgranes, ni menos aún te desplumes. Eso no. Acuérdate de mí cuando estés en tus Infiernos. Canta, canta, saca tu voz, no esperes más, no esperes. Has llegado al confín en q. la Aurora no espera ya. No incurras en
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perderte o más bien escabullirte por esos andurriales, donde los pozos secos se abren falsamente, tragan falsamente, pues q. nada en ellos está vivo ni tampoco muerto. El gallo canta la muerte y la vida, la Santa Pasión de la sangre y de la Palabra: la Palabra-sangre-luz. Poema ya.
Más allá del tono laudatorio, un tanto hiperbólico, no raro en Zambrano (ni tampoco, claro está, sorprendente en relación con el carácter privado de la comunicación epistolar, donde los elogios pueden aparecer con más facilidad que en el terreno público), creo que hay una sinceridad de fondo, que remite a lo que María Zambrano experimenta, no de manera equivocada, como una cierta afinidad. Se trata de una afinidad que remite asimismo a la necesidad de una comunidad espiritual que la pensadora buscó toda su vida. La paronomasia entre “poético” y “profético”, presente también en el artículo (Zambrano 1981: 1) que escribiera en Ínsula como homenaje a Juan Ramón Jiménez, dan fe una vez más de la dimensión que lo poético alcanza en su pensar. Las metáforas (luz, aurora…) que Zambrano despliega en esta carta —donde el entusiasmo no impide cierta ironía— son del todo familiares al lector y estudioso de la pensadora. Hay también, por su parte, una suerte de gesto de oficiante, de sacerdotisa que, con un ademán entre serio y burlesco, asigna a su interlocutor como animal totémico el gallo. El gallo como ave del despertar, de esa aurora tan querida para Zambrano y a la que hará alusión en otra carta, pero animal también especialmente significativo en la tradición filosófica, puesto que remite a las últimas palabras de Sócrates y su promesa de un gallo para Asclepio (Zambrano, tan atenta siempre a la dinámica sacrificial de la historia, tal vez tenía presente en ese momento la célebre anécdota). Lo cierto es que, entre bromas y veras, de alguna forma la exiliada le pide a su amigo que no descuide su vocación literaria, algo tal vez necesario en alguien como Ullán que desplegó tantas facetas: en el arte (como escritor y como artista gráfico), pero también en el periodismo (en prensa, radio y televisión). Todavía en su última carta, escrita en el año anterior a su muerte (24 de octubre de 1990), Zambrano hace hincapié en la idea de unidad como motor de la obra artística, que percibe en su interlocutor: “el sello de tu unicidad va en todo lo tuyo”.
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El poeta alemán Rainer Kunze retrata satíricamente el mundillo literario como ese lugar donde se desplumaría con gusto a quien trata de emprender el vuelo. En una línea similar, Zambrano alude a una distinción entre los plumíferos de la literatura y los escritores que lo son por amor a la palabra, para los que la pluma (en el doble sentido del vuelo y la escritura) es más que vocación, destino. Incluso la amable parodia del Evangelio (“Acuérdate de mí cuando estés en tus Infiernos”) apunta hacia una dimensión sacra de la palabra: en efecto, se evoca aquí la catábasis, el descenso a lo que Zambrano llama los ínferos, un motivo central en su filosofía, de clara raigambre órfica. Como Orfeo, el poeta está llamado a sumergirse en la oscuridad, en la tiniebla propia (Jung es otra huella importante en Zambrano) para traer una pequeña luz. No es otro el camino de la aurora, que implica siempre un movimiento cíclico, de descenso a la noche para alumbrar el nuevo día. Ya en una carta anterior, de mayo de 1979, había aludido Zambrano a la aurora, conectando uno de los símbolos más queridos de su pensamiento con el momento mismo de escritura. Como no era nada raro en ella, la noche se convierte en el momento privilegiado para escribir, hasta el punto de que, si hemos de creerla, mientras se dirigía a su amigo, le había sorprendido el amanecer. Habla, así, de la luz de la mañana, que es “esa perla desleída dejada por la aurora y no todavía utilizada por el Sol, para darla en parto a las fatigas de los hombres”. Y continúa dejándose llevar por esa claridad que se le ha revelado: “Te escribo a nuestra luz, a la luz que nos abraza y hasta nos besa al sacarnos de la cuna del sueño, separándonos sin darnos tiempo a la despedida de las imágenes reales, pensamientos, formas indecibles, y de los horizontes donde el abismo se adelgaza”. En ese instante de epifanía, entre el delirio y la lucidez, la autora de Claros del bosque (como hará tantas veces en sus escritos filosóficos) apuesta por la necesidad de pensar el comienzo en sí: qué significa realmente nacer, a qué llamamos comenzar. La razón poética de Zambrano es en buena medida una filosofía del nacimiento, de lo que está en ciernes: una poética de la expectativa. Y así la carta se refiere a “[…] un empezar ya indeleble y translucido, que ha aceptado la lejana y tal vez irrepetible presencia sin dejar de apetecerla y de sentir, a veces por
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parte mía agudamente. Desde hace algún tiempo voy cayendo en la cuenta de la distinción entre transparencia y translucidez […] hasta llegar a pedir al corazón que fuera transparente. Quizás sea necesario pasar por esa aspiración que conduce al ‘ayuno del corazón’ del Tao”. Y, a continuación, va a citar algunos fragmentos del artículo de Ullán “Sueño y verdad del corazón”, publicado en El País el 26 de noviembre de 1978. Puesto que dicho texto está dedicado a Zambrano, las reflexiones que hace ella en su carta pueden leerse tanto en el sentido de un alentar esa vocación creadora de su amigo como desde la perspectiva de la propia filósofa, de cómo quiere ser leída, desde una afinidad electiva: desde una lectura cordial, y no desde la distancia erudita o el comentario periodístico. Cito de nuevo la carta: “Tal como he visto, adivinado más q. visto, desde que vino aquella tarde preciosa que vive en su palabra, ¡cuántas veces he dicho a nuestro amigo, Valente […], Ullán es eso tan raro hoy en esta época de profesores y comentaristas, un escritor [ ! ]. Y no sé si le he dicho que el elemento del escritor es el fuego y su agua es la ígnea como, sí, escribí en ‘Hombre verdadero’ de Lezama Lima […] amigo, amigo Ullán, ser viviente entre tanto simulacro de vida”. Es evidente, más allá de la hipérbole admitida y admisible en la comunicación epistolar, el aprecio de María Zambrano por su amigo, así como esa consideración de escritor por encima de todo, más allá de sus otras facetas. Esa amistad muestra otro de sus aspectos en la breve carta que escribe María el 10 de diciembre de 1981, en el que le pide ayuda para recopilar materiales que le permitan concluir su libro España, sueño y verdad. Esto incide, por cierto, en un rasgo ya atestiguado del proceder de Zambrano en sus últimos años (me refiero, sobre todo, a partir de los setenta) y revela también las dificultades de la composición de algunos de esos libros, para los que tuvo que echar mano de colaboradores como José Ángel Valente, Luis Moreno Sanz o Amalia Iglesias. Una dificultad que tiene que ver con los crecientes problemas de salud de la pensadora, pero también con el difícil acceso a determinados textos de la propia autora que andaban desperdigados y que Zambrano se empeña en reunir. Suponía una labor compleja en una época, por supuesto, previa a Internet y todavía coincidente con su exilio (exilio ya del todo voluntario, puesto que el dictador llevaba ya varios años muerto).
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La amistad, y no la mera colaboración o admiración intelectual mutua, se desprende asimismo de una carta de Ullán del 21 de septiembre de 1981. En ella las disculpas por un prolongado silencio van acompañadas de una confesión sentimental, de las duras circunstancias que había experimentado el escritor los meses anteriores y que no se explican, por lo que es de suponer que la filósofa las conocía de antemano: Muy querida María: Al fin salgo del pozo seco en el que he malvivido con permanentes pesadillas palpables, durante los últimos tiempos. La historieta estival en la que me metí, por aquello del vil metal, fue dura en sí y, más tarde, casi imposible de digerir o borrar. Incluso ni siquiera sé si esta palabra epistolar a la salida no irá impregnada de demasiadas huellas, de excesiva cautela ante lo vulnerable… Caer en tanta oscuridad, nada fecunda, pudiera ser candor, pero acaso avaricia o estulticia. A esa posibilidad se unió el hecho de que el lugar del suceso fuese Málaga, desencadenando en mi interior una especie de aguda e inexplicable desazón a la hora de hablar contigo. Así he vivido: con el deseo constante de llamarte o escribirte. Y, sin embargo, se entrecruzaba esa amargura de acudir a la cita con una facha impresentable. Ignoro si ahora mismo llego con algo intacto, pero tampoco es cosa de frenar el deseo eternamente. Perdóname, si, en fin, este silencio te ha dolido.
En la carta, Ullán se disculpa también por no haber podido ofrecer a Cuadernos del Norte un texto basado en la transcripción de una entrevista radiofónica a Zambrano, pues, según su propia confesión: La entrevista radiofónica, una vez transcrita, se quedaba sin voz: es decir, los titubeos cordiales se congelaban, lo inmaterial de las pausas fundía zonas contradictorias, había una crudeza tergiversadora. Como la entrevista ya era pública (se volvió a difundir en Radio Nacional por la mañana, hace muy poco), resultaba arriesgado manipular su estructura. Quise entonces entresacar una serie de párrafos, ordenados por temas, a los que yo añadía diversos comentarios. No funcionó tampoco: mis epílogos llevaban la marca de la pesadilla externa al tema. No quise, al término, cumplir una promesa a base de un engaño. Más me importaba serte fiel que quedar educadamente ante los hacedores de la revista. De
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paso, aquí me han quedado las ganas, reavivadas, de escribir sobre tus textos sin espada de fecha precisa.
Ullán se despide con humor aludiendo a su “psicodrama veraniego” y al deseo de poder acortar distancias: Dame noticias. Aunque te llamaré por teléfono para saber. Lástima que los del Premio Príncipe de Asturias no nos regalen a nosotros el célebre avión para poderte visitar a menudo. […] Madrid, otoñece con tedio. Vuelvo a la rutina periodística, al torbellino, a la escritura entendida como remiendo. Ojalá nos veamos muy pronto. Mientras tanto, perdona por la fuga y ten presente que mucho nos consuela tu existir y tu cariño. Te mando muchos besos
No quisiera dejar de citar tampoco otra carta de Zambrano, en la que rescata un texto (por lo que parece, unas notas de lectura) escrito por ella y encontrado por azar. La pensadora decide mandar ese hallazgo casual —cuyo contenido a ella misma le sorprende— a sus amigos José-Miguel Ullán y Manuel Ferro. Su misma perplejidad ante lo escrito da pie a una reflexión, como de pasada, sobre el concepto problemático de la autoría, algo que llama especialmente la atención por el contexto que aparece: la retórica de la carta, del epistolario, implica, como sabemos, un pacto autobiográfico especialmente fuerte, reforzado por la firma, que intenta disipar cualquier duda a la hora de identificar al autor de la carta con la persona de carne y hueso. Sin embargo, aquí Zambrano juega a preguntarse por la naturaleza del apócrifo, de la nota encontrada y escrita por alguien que fuimos pero que tal vez ya no somos: Mayo, en su esplendor, 1981 Amigo José Miguel Ullán: Andaba yo anoche buscando “Un frustrado pliego de cordel” de Ortega y Gasset —separata de “Papeles de Son Armadans” y no lo encontré ya. No obstante esta decidida voluntad de no aparecer lo he seguido buscando. Y también he buscado con la misma enconada obstinación algún librico para dártelo —no importaba no fuese mío. Y también para Ma-
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nuel, y también alguna tarjeta de las escasas que compré en Delfos para enviar a mayormente escasas personas todavía. Una envié del Auriga a Lezama en la q. le decía lo de Araceli, al mes, que de otro modo no podía decírselo. […] nada, nada ha aparecido. En cambio, apareció esto, estas Notas pidiendo ir con vosotros, volver a nuestro encuentro. Apócrifas no son, eso no que mi grafía y ese derramarse sin contar y la imperfección de no buscar círculo y…clama y reclama su veracidad. Impotente que soy se me ha presentado la idea de escribir Apócrifos. Una vez escribí uno que mandé a Ferrater Mora y lo creyó, lo tomó en serio, tuve que avisarle de que era para reír. No sé si se divirtió un poco. No; no es cosa de hacerlos. Pero, impenitente que soy, se me ocurre escribir “un breve tratado”, muy breve acerca de las posibles fórmulas para su fabricación. O tal vez un “aviso” para que se detengan los inconscientes ante la Llama. La Llama que puede no consumir con pena.
Me he referido antes rápidamente a la cuestión del exilio. Lo cierto es que el contacto entre Ullán y Zambrano, como lo fuera antes el de Valente y la filósofa (o el de esta y Gil de Biedma, quien evocara ese encuentro en su poema “Piazza del Popolo”), supone, en un primer momento, una suerte de reencuentro simbólico entre quienes han crecido en la España de Franco y la generación de los exiliados. Sin embargo, en el caso de Zambrano, ese exilio, según se ha apuntado, no terminó con la muerte del dictador, sino que se prolongó bastantes años después: tras muchas dudas, regresó definitivamente a España en 1984. No es este el momento para desarrollar la centralidad del exilio en Zambrano, que lo acaba convirtiendo como un eje de coordenadas sobre el que construir su propia filosofía y su estar en el mundo, hasta llegar a afirmar, con escándalo incluso de sí misma, “Amo mi exilio” (Zambrano 2014: 777). La condición de exiliado, de exiliada deviene una realidad ontológica, transhistórica. Y el que lo entendió mejor que nadie fue Ullán, quien en una carta fechada el 4 de mayo de 1982 (por tanto, dos años antes del regreso definitivo) asume perfectamente la posición ética, más que política, de Zambrano ante el regreso. La carta lleva, además, un curioso título por parte de Ullán, “Carta de moderación a María Zambrano”:
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Sólo unas líneas, en la lejana orilla de la mañana, con todas las miradas de la ausencia en el juego de una moderación vespertina a la que tiendo con la esperanza de que en ella se asiente el silencio que ha de darle refugio a esa poesía del agradecimiento, del reconocimiento, que tú entiendes como huida y búsqueda, requerimiento y espanto, ir y volver, llamar por rehuir, angustia sin límites y amor extendido. Con la esperanza de que, a través de los testimonios nunca acallados de Aranguren, Rof Carballo y Maravall, se comprenda al fin, entre las huestes afectadas de quienes hoy reclaman una presencia que siempre se negaron a ver, que tú solo podrás volver —como nunca has dejado de hacerlo— si vuelves acompañada entre los peregrinos, cuyos rostros has visto de cerca, cuyo aliento has sentido y cuyos labios resecos por la sed has querido humedecer. Con la esperanza de que se comprenda que tú no quieres la singularidad, sino la comunidad, la total reintegración; en definitiva: la pura victoria del amor. Por si lo silenciado fuera mucho, ahí te mando una rama de perejil y el espejo soleado de mayo.
Estas líneas me parecen especialmente significativas, también por lo que tienen de asunción del propio lenguaje zambraniano, como constatamos en su referencia al “amor”. Frente a la incomprensión de otros, José-Miguel Ullán entiende perfectamente a su amiga, para la que el regreso no puede ser de uno solo, porque lo imperativo es restituir una comunidad rota: no se trata de volver a un lugar, sino de franquear una distancia que no es únicamente física, en la que hay demasiadas heridas que solo puede curar una razón piadosa, una razón al modo de Antígona, otro gran símbolo zambraniano. La pensadora escribirá más tarde, en un texto de 1988, que “del exilio no se puede volver” (Zambrano 2014: 744). Precisamente el mismo año de la citada carta, un mes después, publica Ullán en El País el artículo “La voz de María Zambrano”, en el que hace frente a quienes pedían el retorno de la filósofa. Escribe ahí Ullán: “¿Por qué los sordos de conveniencia reclaman lo que llaman regreso?”. Zambrano, Ullán nos hacen una pregunta esencial a la que todavía no hemos sabido contestar: ¿cuándo acaba el exilio?, ¿basta con qué cambien las circunstancias externas que motivaron la huida del exiliado con independencia de lo que sienta este último?, ¿el final del exilio lo marca la historia o una decisión personal? La respuesta de Zambrano es que no se regresa del
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exilio, que este no tiene final, al menos mientras la historia no siga llevando la marca de la guerra, de la violencia, de la falta de piedad. Ullán, en un simpático gesto al que hace alusión en la carta, mete en el sobre una ramita de perejil (la rama seca se ha conservado, junto a la carta, en la Fundación María Zambrano). Una alusión probablemente a España y su cultura, desde lo más cotidiano y popular (y “pueblo” es una palabra cargada de connotaciones positivas en el imaginario zambraniano): un modesto ingrediente de la cocina española, pero también un símbolo de reencuentro, versión más humilde de la corona de laurel de Apolo o de la bíblica rama de olivo que porta la paloma tras los diluvios de la Historia, esos que no dejan de traer los sonidos de la guerra. La guerra que hizo a María, a Antonio Machado, a tantos otros atravesar los Pirineos. La sombra de una violencia que persiguió hasta el final a Araceli. Esa enfermedad crónica del devenir humano.
Bibliografía Benéitez, Rosa (2019): José-Miguel Ullán. Por una estética de lo inestable. Madrid/Frankfurt: Iberoamericana/Vervuert. Gómez Toré, José Luis (2020): María Zambrano. El centro oscuro de la llama. Madrid: Ciudad Nueva. Heidegger, Martin (2017): Caminos de bosque. Traducción de Helena Cortés y Arturo Leyte. Madrid: Alianza. Jiménez Carreras, Pepita (ed.) (2008): Cartas desde una soledad. Epistolario. María Zambrano-José Lezama Lima. María Luisa Bautista-José Ángel Valente. Madrid: Verbum. Moreno Sanz, Luis (2014): “Cronología de María Zambrano”, en María Zambrano, Obras completas VI. Barcelona: Galaxia Gutenberg, pp. 45-126. — (2019): María Zambrano. Mínima biografía. Sevilla: La Isla de Siltolá. Paz, Octavio (1964): “La palabra edificante”, en Papeles de Son Armadans, XXXV, CIII, octubre, pp. 41-82. Trueba Mira, Virginia (2021): “Una escritura de la que no se vuelve (María Zambrano desde José-Miguel Ullán)”, en Rosa Benéitez Andrés (ed.), O, dicho de otro modo, Ullán. Madrid: Abada.
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— (1986): Carta a José-Miguel Ullán, 8 de septiembre. Madrid. Manuscrita. — (1990): Carta a José-Miguel Ullán, 24 de octubre. Madrid. Mecanografiada. — (2002): Cartas de La Pièce (Correspondencia de Agustín Andreu). Valencia: Pre-Textos. — (2014): Obras completas VI. Barcelona: Galaxia Gutenberg. — (2019): Notas de un método, en Obras completas IV. Tomo 2. Barcelona: Galaxia Gutenberg, pp. 23-149.
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La relación entre Carlos Blanco Aguinaga y Rafael Chirbes a través 1 de su correspondencia*1 Álvaro Díaz Ventas Universidad Autónoma de Madrid
Tras el fallecimiento de Carlos Blanco Aguinaga, el 12 de septiembre de 2013, Rafael Chirbes publica en El País un sentido obituario de su maestro: “Carlos Aguinaga, el sabio que me enseñó a leer”. En él expresa el dolor por la pérdida de la figura que guio su educación literaria y se niega a escribir un texto necrológico sobre la importancia de su figura en el panorama de las letras hispánicas. En su lugar, agradece las enseñanzas prestadas y salda con su memoria una deuda incalculable:
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Agradezco a la Fundación Rafael Chirbes —especialmente a Manolo Micó— y a Alda Blanco la atención y las facilidades para que este estudio se llevara a cabo y pueda ser publicado.
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Con él, la literatura pierde una de las voces críticas más importantes del siglo xx. Pero yo quiero escribir de la pérdida del maestro que me enseñó a leer, porque uno puede llegar a los veinticinco años sin parar de devorar libros y seguir acunado en esa niebla engañosa que tantas veces se nos hace creer que es la literatura. Con Blanco aprendí la literatura como forma de conocimiento: colocarse ante el puro texto, sin retórica envolvente, y aprender, de paso, que el envite no es tanto situar un libro en su contexto, sino desentrañar el modo en que el contexto forma parte de la malla del libro. La literatura, como ineludible sismógrafo (o policía) de su tiempo (Chirbes 2013).
La influencia de Blanco cambió para siempre la perspectiva literaria del futuro novelista, que le debe muchas de las ideas que cimientan su poética. Mentor y discípulo se conocieron en el convulso Madrid transicional de los setenta, concretamente en 1974 (Del Val 2015: 286); pero será en la siguiente estancia de Blanco en España, a partir del verano de 1976 (Blanco Aguinaga 2010: 278), cuando la relación se intensifique. Durante ese periodo, el profesor Blanco lleva un seminario de teoría literaria con un grupo de jóvenes amigos comprometidos política y literariamente entre los que se encontraban, además del propio Rafael Chirbes, Isabel Romero, Ana Puértolas, Manuel Rodríguez Rivero, Luis María Brox, Constantino Bértolo, Carmen del Moral y Alfredo Taberna, y que Chirbes recordaba así: “Eran discusiones a vida o muerte y Blanco tenía una paciencia de santo con nuestra altiva ignorancia” (Del Val 2015: 287). Durante esos encuentros, Blanco enseñó a sus discípulos a desnudar los valores de la crítica dominante y les introdujo en tradiciones literarias que, para jóvenes educados en la España franquista, eran casi desconocidas, como el exilio republicano o buena parte de la nueva literatura hispanoamericana1: “A los jóvenes que nos habíamos edu-
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Debe mencionarse la perspectiva académica radicalmente diferenciada de la tradición filológica hispánica que Carlos Blanco traía de Estados Unidos, donde fue un pionero de los cultural studies en la University of California San Diego. Allí fue director del programa en Third World Studies, especializándose en estudios chicanos (Blanco Aguinaga 2010).
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cado en España, Blanco nos corregía la mirada refractándola en la del exilio. Su presencia nos traía América” (Chirbes 2013). Tras el seminario, la amistad y la relación entre Blanco Aguinaga y Chirbes persistieron hasta el fallecimiento del primero, y el diálogo se mantuvo en el tiempo a través de esporádicos encuentros, correspondencia y llamadas telefónicas. Mi propósito en este capítulo es documentar esta relación a lo largo del tiempo y estudiar los ejes temáticos que dominaron sus intercambios epistolares. El corpus de correspondencia sobre el que voy a trabajar lo conforman una decena de misivas conservadas en su mayoría en la Fundación Rafael Chirbes, a excepción, por un lado, del correo fechado el 19 de agosto de 1998, conservado en los Carlos Blanco Aguinaga Papers (University of California San Diego) y, por otro, de la lectura crítica que Blanco hace de Crematorio (2007), conservada en su archivo personal. En cualquier caso, el grueso del material de análisis primario de este trabajo son e-mails de Blanco que Chirbes imprimió2. ¿Por qué el narrador valenciano decidió conservar así algunos de los correos intercambiados? En sus diarios, Chirbes responde a la pregunta, aludiendo a la materialidad del papel en un contexto de transición digital en el que las palabras se tornan volátiles y frágiles, condenadas a un olvido del que decide salvar algunos rastros a través de la impresión de estas cartas digitales. En tal sentido, escribe el 3 de diciembre de 2007: “Seguir respondiendo a las cartas que están en el ordenador […]. A veces me planteo imprimirlas y tenerlas a disposición. Lo demás es tiempo tirado, falta de sustancia” (Chirbes, A ratos perdidos 5, inédito)3. Como no podía ser de otra manera entre dos autores con tantas afinidades personales, políticas y literarias, el eje temático principal de la correspondencia lo constituyen las lecturas y los comentarios 2 3
De las muestras de la correspondencia que se estudian en este trabajo, solamente la misiva del 1 de noviembre de 1987 es una carta tradicional. Las citas de los volúmenes de los diarios de Rafael Chirbes todavía inéditos en el momento de redacción de este trabajo se extraen de los mecanoscritos preparados por el autor y debidamente consultados en el archivo de la Fundación Rafael Chirbes.
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que comparten sobre sus obras, borradores y textos inéditos. Desde los inicios del proyecto narrativo de Chirbes, Blanco ejercerá como uno de los lectores de confianza del valenciano a la hora de evaluar sus manuscritos. La primera carta que constata esta vertiente de la relación está fechada el 1 de noviembre de 1987, y en ella Blanco le comenta a Chirbes el borrador de su primera novela, Mimoun, publicada en 1988 tras quedar finalista del Premio Herralde. El maestro aprueba el texto y alaba su carácter desmitificador del espacio oriental, aunque le achaca la aparente —aunque negada hoy en día de forma mayoritaria por los especialistas4— falta de componente político de la novela: […] me pareció, me parece, buenísima. […] sospecho que te la publicarán (¿han surtido ya sus efectos los buenos oficios de Carmiña M[artín] G[aite]?): lo tiene casi todo, tensión en la trama y el lenguaje, categoría narrativa y personajes*. Las comparaciones, dicen, son odiosas, pero tal vez ayudan a situar y tratándose, como se trata, del fracaso de ese “sitio para vivir” que es “Marruecos”, me parece que desnudas, desmitificas y dejas chiquitos a Goytisolo y a Bowles… se me ocurre que porque das una realidad a la interacción sujeto-mundo neocolonial con la que ellos no se atreven (tal vez porque ni siquiera se lo huelen). Creo que te imaginarás que no acaba de ser mi “tipo” de novela (si es que eso existe), y, sin embargo, me parece apasionante. […] * lo de “casi todo”, claro, es que no parece tener “política”, pero…
El siguiente texto que aparece comentado en la correspondencia es el ensayo de Blanco Aguinaga Sobre el modernismo, desde la periferia (1998), que le envió a Chirbes tras su publicación, como prueba la dedicatoria del ejemplar conservado en la biblioteca de la Fundación Rafael Chirbes, fechada el 1 de julio de 1998: “Querido Rafa: creo 4
En España, Mimoun (1988) se leyó como un texto lírico, de carácter intimista, elíptico y existencialista. No se ahondó en la visión política que ofrecía, factor que sí se subrayó en Alemania (Nichols 2008: 221). No obstante, hoy existe un consenso crítico al considerar Mimoun como “texto embrionario” (Lluch-Prats 2021) del proyecto narrativo del autor al presentar a un personaje que simboliza el “‘negativo español’ de la generación del autor” (Herralde 2006: 78).
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que esto te interesará. Con un abrazo, Carlos”. El 19 de agosto, Chirbes le responderá con un e-mail alabando el libro: He leído tu extraordinario texto sobre el modernismo, la periferia, las vanguardias etc. Qué hermosura ver cómo se despliegan ante tus ojos los vaivenes de la literatura y se cargan de sentido. […]. // Gracias, maestro por seguir enseñándonos. // Un abrazo fuerte // Rafa Chirbes.
Ya en junio de 2001, Chirbes impartirá una conferencia sobre la obra de Francis Bacon en el Museo Thyssen-Bornemisza, que acabará dando forma al artículo “La resurrección de la carne”, recogido en El novelista perplejo (2002). Tras la charla, el autor comparte el texto con Blanco, que le responde elogiando su voraz capacidad cultural, aunque discrepando sobre su gusto por el pintor anglo-irlandés y sobre algunas ideas estéticas planteadas en el trabajo. La discusión queda aplazada desde el intercambio emiliar a un futuro encuentro en persona: Mi querido Rafa: […] me he leído tu conferencia sobre Bacon. Y he de reportar (como en reportero y reportaje) ante todo, y una vez más, mi asombro ante tu capacidad / voracidad de vida y sus representaciones: ¿hay algo que no hayas leído o leas, que no hayas visto o veas? ¡Madre mía, chaval! Cada vez que te leo y me veo a mí mismo ya parado (y con un pie en el estribo) me admiras. ¡Que sea por muchos años!!! La conferencia, claro, está muy bien. Solo que yo tengo un problema con el “asunto”: nunca me ha gustado Bacon mayormente […]. Por lo demás, el texto, como tú lo llamas, está lleno de “perlas”. Por ejemplo: “técnica, no entendida como conjunto de habilidades, sino como lugar desde el que se mira”, lo que dice Bacon: “El arte abstracto es la libre fantasía de la nada. Nada surge de la nada” (frase esta que, sospecho, es la frase de King Lear: “Nothing will come of nothing”); o la genial frase de Balzac, que no recordaba: “la novela es la vida privada de las naciones”. Esas cosas entre muchas otras que dices y/o citas. Y sí, claro que muy bien la idea del “realismo”, aunque lo de que el arte sirve para crear “imaginarios de los que la sociedad toma formas” me parece, por lo menos, discutible. Solo que, claro, aparte de que habría que empezar por precisar bien los términos (qué son “formas”, qué quiere aquí decir “tomar”…), la discusión sería más que larga. Ojalá este otoño vayamos doña Iris y yo
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por ahí y podamos hablar de ello… y de todo lo demás. […] Un abrazo, Rafa. No sabes cómo disfruto esta correspondencia emiliar nuestra. […] Carlos
En otro e-mail fechado el 8 de julio, Blanco informa a Chirbes de que ha dado por casualidad con el borrador de una novela inédita que tenía olvidada, y cuya trama concuerda con los intereses que conforman el núcleo temático de la narrativa chirbesca. El extracto del correo en el que Blanco realiza una sinopsis de su novela dice así: […] HACE AÑOS que tengo escondida en un cajón una novela escrita entre el 79 y el 94 sobre la “Transición” y lo del Referéndum de la OTAN. […] Tiene dos partes. La primera, es una historia de amor en México […] entre un español progre (que luego se ve ha sido Pecero) […] y una gringa muy del 68. A su vuelta a España, y durante algunos añitos, el fulano, que se llama Pablo, sigue reinventándose a la gringa, que se llama Isabel, según va cayendo enamorado de una española llamada Alicia, también sesentayochesca (y de la Facultad de Filosofía y Letras, profesora de instituto) con la cual acaba ligando en serio. La segunda parte es la crisis del matrimonio de estos dos según Pablo pasa a trabajar al Ministerio de Cultura, lo que Alicia no soporta (él, al parecer, ha sido del PC, ella del MC), hasta que el día del Sí al Referéndum rompen brutalmente. Si te interesa, te la envío; o, por lo menos, la Segunda Parte. […]
El argumento de la novela no se corresponde con ninguna de las narraciones publicadas en vida por Blanco, tampoco con el de la obra póstuma Viajes de ida (2018) ni con el otro manuscrito inédito del que he encontrado constancia, Los exfuturos de Martín Alsúa (Balibrea Enríquez 2011: 640-641). Seguramente, el autor acabó desestimando la idea de su publicación, según escribe en un e-mail fechado el 17 de julio del mismo año, y decide no mandarle a Chirbes el borrador: “De mi novela esa que no es muy buena: creo que me voy a arrepentir de enviártela”. No obstante, para compensarle por la retirada de sus propósitos, acto seguido le informa del proceso de escritura del primer tomo de sus memorias, Por el mundo. Infancia, guerra y principio de un fin afortunado (2007): “Pero te diré, en cambio, que yo también
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ando con la `memoria´, la mía, claro: voy por casi 150 páginas de mi ‘autobiografía’ y apenas he llegado a los 16 años y medio; cuando mi primera ida a USA. Cada día me da más flojera seguir adelante, pero —me digo—, ya que he llegado hasta ahí, ¿por qué no seguir?”. Contemporánea a este intercambio epistolar es también la escritura de la novela de Chirbes Los viejos amigos (2003). Gracias a la íntima relación entre los autores, el novelista valenciano, al que este proceso de creación trajo bastantes complicaciones, se desahoga con Blanco a través de sucesivos emilios quejantes5. La amistad que existe le permite al último incluso burlarse cariñosamente de Chirbes con una jocosa copla cuando al fin le cuenta, después de haberse quejado meses antes por no tener ningún proyecto entre manos, que se encuentra trabajando en una novela que le está dando problemas. El fragmento en cuestión pertenece al correo electrónico comentado previamente, del 17 de julio de 2001: Mi querido Rafa: Tengo dos emilios tuyos y no sé en respuesta a cuál de ellos empezar. Aunque, sí, sí sé: te llamaré una vez más mentiroso. Me explico: hace ya algún tiempo, un par de meses tal vez, que me dijiste que NO estabas en ninguna novela, que es lo que siempre dices, y ahora me sales con que no sabes cómo hacer que la novela-toro que tienes entre manos doble la cabeza y embista comme il faut para que puedas darle unos cuantos naturales en los medios. ¡Ay, Rafael, Rafa Chirbes! ¡Que no llegue nunca el día en que no puedas tú ya echarte al ruedo dorado pa volver a torear! Porque ese día, Rafael, será el de la gran corná
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Tomo la expresión de un e-mail de Blanco enviado a Chirbes el 22 de enero de 2002, después de un tiempo sin comunicarse por problemas técnicos: “Querido Rafa: No creo que falle tu sistema puesto que me ha llegado el Emilio quejante […]”.
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Etcétera, que dicen que decía Don Federico cuando no sabía por dónde seguir, pero sabía que seguiría.
A Chirbes no debió de convencerle la broma privada, porque en una misiva posterior, del 3 de agosto, Blanco le insiste en que deje de lado el agobio, tenga paciencia, y confíe en sus habilidades como narrador: “Y tranquilo […] y a seguir escribiendo porque (como dos y dos son cuatro) la novela acabará por aparecer”. Unos meses más tarde, el 28 de enero de 2002, Chirbes informa a Blanco de sus avances con el borrador de Los viejos amigos: “Poco a poco, ordeno algo que puede empezar a parecerse a una novela, pero que aún está lejos”. Sin embargo, este correo nos interesa principalmente porque da constancia de la gestación del ensayo de Chirbes “Material de derribo”, que analiza la novela de Juan Marsé Si te dicen que caí (1973), y que unos meses más tarde se incluiría en El novelista perplejo (2002). Las líneas que Chirbes le dedica a la obra sintetizan a la perfección las ideas del posterior artículo, a la vez que sirven para arrojar luz sobre la posición del autor frente a la verdadera memoria histórica, en oposición a las diferentes utilizaciones partidistas que del pasado se hace en las obras literarias de muchos de sus contemporáneos: […] sigo pensando por dónde meterle el diente al Marsé de Si te dicen que caí que me parece que renueva el realismo con una revolución semejante a la que Luces de bohemia supuso para el teatro. Es novela de vertedero: coge todos los restos y los usa todos y saca otra cosa distinta, pone en otra cota la mirada, incluido el papel del libro, que ya no es restablecer la verdad, sino ocupar un espacio narrativo en el sentido del Benjamin de las tesis de la filosofía de la historia, de ahí han salido —cojeando, trampeando— casi todos, incluidos los deconstructivistas triviales y hasta cínicos como Mendoza, los líricos como Justo Navarro, los tremendistas como Antonio Soler, o los del rizo de la memoria que se desmonta para volverla a montar como el de Soldados de Salamina (en los tres, literatura portátil, del texto al texto, no como en Marsé, vida-texto-vida), o los “ideólogos” de la socialdemocracia perdida (Rivas: El lápiz del carpintero). En todos, la memoria como consuelo, excepto en el último, que es memoria como justificación política de las tropelías del PSOE, mientras que, en Marsé, la memoria es intemperie, desazón permanente. […]
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Además de las muestras de correspondencia documentadas, también los diarios de Chirbes nos permiten seguir el intercambio entre ambas figuras y completar algunos vacíos. En esa dirección, en la entrada fechada el 3 de noviembre de 2004, se narra una conversación telefónica en la que descubrimos que una sugerencia de Chirbes podría encontrarse en el origen de la recuperación de antiguos trabajos que, finalmente, pudo dar lugar a De Restauración a Restauración. Ensayos sobre literatura, historia e ideología (2007): “[…] ‘Ahora por tu culpa he empezado a recopilar cosas que tenía escritas’; […] se refiere a que le pedí que recogiera sus viejos artículos para publicarlos en un libro, porque los que conozco me parecen muy buenos” (Chirbes 2021: 426). Precisamente en ese volumen, Blanco plantea la idea de que la transición fue una segunda Restauración borbónica, concepto que Chirbes tomará y utilizará en adelante, en especial en los ensayos de Por cuenta propia. Leer y escribir (2010), dedicado a su maestro y donde se incluye una nota al pie en la que se reitera la influencia del crítico en su concepción literaria: Mientras doy los últimos retoques a este libro llega a mis manos la colección de trabajos que Blanco Aguinaga ha agrupado bajo el título De Restauración a Restauración. Ensayos sobre literatura, historia e ideología […] y que […] componen la que probablemente me parece más certera visión de la literatura española del siglo xx. No me sorprenden las coincidencias de mis textos con algunos de los que aparecen en el libro de Blanco […], ya que a él tengo que agradecerle lo mucho que me ayudó a entender que leer es, sobre todo, una manera de mirar (Chirbes 2010: 238).
Chirbes compartió también con Blanco el manuscrito de este volumen ensayístico. La lectura, sin embargo, no fue la esperada y en una de las entradas del diario del valenciano del 30 de agosto de 2008 se refleja el malestar que le produjeron los comentarios negativos en relación con dos textos: “Una nueva legitimidad”, que a Blanco le parece “impresionista” y “reaccionario”, y “Escribir y publicar”, dedicado a la relación de Chirbes con su editor, Jorge Herralde, en el que Blanco ve “una vanidad peligrosa, insufrible peloteo” (A ratos perdidos 6, inédito). La dura opinión de su maestro
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deja a Chirbes en un estado depresivo, preguntándose si no sería mejor la escritura privada, no expuesta a interpretaciones y lecturas ajenas: “Pero, ¿qué textos ha leído este hombre? Resultado: jornada tensa, tabáquica, más depresión y ganas de no publicar” (A ratos perdidos 6, inédito). A pesar de la relación que los unía, estas discrepancias eran comunes y, aunque Blanco era uno de los fieles lectores de los manuscritos de Chirbes, el narrador conocía su exigente criterio. Tras la escritura de Crematorio, Blanco fue uno de los primeros en recibir el borrador. De acuerdo con sus diarios, Chirbes le envía la novela a principios de agosto de 2007 y recibe su respuesta el día 30. En ese tiempo intermedio, son hasta cinco las entradas en las que Chirbes expresa su ansiedad por conocer su opinión sobre la novela6. Antes de recibir el e-mail con el informe de lectura de Blanco, Chirbes decide llamarle por teléfono a California el día 20 para intentar paliar su inquietud. En esa conversación, el crítico le anticipa su lectura —recoge el valenciano sus palabras: “le parece un […] tour de force estilístico, una filigrana […] [aunque] le sobran […] cosas: una cosa es la vida y otra la narrativa, me dice. Has querido meterlo todo” (A ratos perdidos 5, inédito)—, mientras Chirbes se mantiene a la espera de un veredicto que todavía se hará esperar diez días. Al inseguro novelista, el sosiego con el que Blanco se toma el dictamen le parece “cruel”, sobre todo en relación con la premura con la que él dice haber actuado siempre que ha evaluado sus manuscritos, como confiesa en una entrada de su diario del 22 de agosto de 2007 que nos interesa particularmente por la descripción de las distintas aristas de la personalidad de Blanco que realiza Chirbes:
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Como ejemplo del tono de estas entradas, véase el siguiente fragmento del 20 de agosto de 2007: “A la espera de los comentarios de Blanco, tengo el reloj del móvil puesto en hora de Los Ángeles, e imagino su jornada diaria mientras vigilo la pantalla del ordenador enchufado a internet a cualquier hora en que pienso que él puede enviar el mensaje. Me da vergüenza llamarle, o enviarle algún correo que pudiera interpretar como apremio. […] lo cierto es que me tiene en vilo, incapaz de concentrarme” (Chirbes, A ratos perdidos 5, inédito).
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Cuando por fin llega la misiva sobre Crematorio, a Chirbes no le sorprenden los reproches de Blanco. Si bien el crítico alaba su “extraordinaria y apasionada calidad narrativa” y escribe que la novela le parece de una “gran AMBICIÓN TOTALIZADORA […] de la realidad socio-política” del momento que supone, dentro de la narrativa chirbesca, “una culminación […] de lo que has venido viendo, pensando y sufriendo, en la vida cotidiana y en la escritura”, Blanco realiza un listado con una serie de reparos sobre la novela. En el apartado dedicado a los personajes, Blanco felicita a Chirbes por la construcción de Rubén Bertomeu, que le parece “un personaje excelente, casi totalmente logrado”, del que, sin embargo, no termina de parecerle verosímil su pasado político7. También le alaba la figura de su hija, Silvia, esa “niña bonita que ha nacido ya con lo que los gringos llaman la ‘cucharita de plata’ en la boca”. No convencen a 7
“[…] en él veo una carencia […]. Me refiero […] a su breve pasado pecero: no es nada convincente. Para ser uno de tus ya varios personajes `chaqueteros´ […] a mí me hace falta que hubiese sido más activo en aquella política”.
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Blanco, sin embargo, ni Matías Bertomeu ni Federico Brouard. El primero le parece “un cuentista que no necesitaba de la ‘transición’ para de verdad ser cuentista (o seguir siéndolo)” y, sobre la figura del escritor, anota que tampoco le parece convincente: “Desde luego que es imposible en una novela ‘demostrar’ que un personaje novelista ha sido realista-político […]. Pero […] aparece muy deslavado”. De entre las críticas a los personajes de Crematorio que más llaman la atención, destacan también las realizadas a Collado, figura central de los capítulos tercero y séptimo, y a la aparición, en el capítulo sexto, de la estructura de la mafia rusa que ha sustentado la ascensión hacia posiciones de poder del protagonista: Collado. Es un personaje tan, tan secundario, para Rubén y en la novela, que no merece […] todo un “capítulo”, casi pornográfico, dedicado a sus folladeras con la rusa. Tampoco los rusos merecen otro “capítulo” […]. ¿Que están ahí? ¿Que han tenido no poco que ver con el “ascenso” de Rubén […]? Bien. Se han necesitado mutuamente, al parecer, pero desde luego AQUÍ, en esta novela, solo deberían pintar como comparsas aludidas. […]
La posición destacada de los mafiosos rusos en la novela había sido discutida previamente por Blanco y Chirbes. Así lo narra este último en su diario, que defiende ese capítulo sexto como pretexto para reflexionar sobre el fracaso de la utopía soviética, aspecto que, según el novelista, es el que desataría el rechazo de Blanco, que confiaría en una cierta continuidad entre la Rusia postsoviética y la URSS: Me dijo por teléfono cuando le hablé de la novela: ¿qué pintan los rusos en tu libro? Bueno —le respondo— la degradación de lo que fue Rusia, la gran Unión Soviética. Y él: Y lo que significa, y lo que aún significa. Ahí está ese Putin dando la cara; y en ese instante descubro que habla en serio, que de verdad es putinista y le ofende que mis rusos sean mafiosos. El que tuvo, retuvo. Sigue excavando en la Rusia actual y se encuentra con los filamentos de la URSS. Mis mafiosos rusos me convierten a mí en antisoviético (Chirbes, A ratos perdidos 5, inédito).
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Dejando de lado el sistema de personajes de Crematorio, Blanco cierra su comentario con otras dos reticencias principales. Por un lado, le parecen excesivas las referencias culturales que Chirbes introduce en la novela: “me parece un abuso […] bastaría con un diez o un veinte por cierto de las alusiones”. Por otro, también le critica al narrador valenciano su visión pesimista de la realidad, que domina el tono de la obra y de la que el crítico no participa: “Visión que, sabes de sobra, yo no comparto, aunque coincidamos en las más de las cosas fundamentales (políticas, literarias, etc.)”. A pesar de las críticas al borrador, Blanco cierra la misiva animando a Chirbes a continuar adelante con esa “novela apasionada y apasionadamente ambiciosa”: “¿Que yo, que soy tu siempre lector y siempre amigo, le encuentro problemas a ‘Crematorio’? Bueno, pues nada: Aurrerá, como dicen en el pueblo en que nací. O sea: Avanti, popolo”. Tras las sucesivas anotaciones en las que el valenciano anhelaba la llegada del veredicto de su maestro, este dictamen de Blanco deja a Chirbes con un sabor agridulce que queda patente en una entrada fechada el 30 de agosto de 2007: Recibo la carta de Blanco, llena de reticencias hacia la novela […]. Imaginaba que la respuesta iba a ser esa. Nos conocemos mucho, y nos queremos lo suficiente como para conocer nuestros mecanismos. La encuentra sobrecargada de cultura, de referencias a esto y aquello, arquitectura, pintura, arte, arte…, y el capítulo de los rusos, ¿qué pintan esos rusos? A cambio me dice que he creado un personaje. No es poca cosa, viniendo de él (Chirbes, A ratos perdidos 5, inédito).
Comentadas ya las referencias a las obras de ambas figuras que encontramos en la correspondencia, abordaremos ahora el otro gran bloque temático que me interesa analizar: la visión crítica que Blanco y Chirbes comparten sobre las posiciones dominantes dentro del campo literario y el orgullo por el lugar periférico que ocupan, elegido a conciencia como forma de posicionamiento ético. Hemos de contextualizar aquí este corpus de intercambios epistolares entre finales del siglo xx y la primera década del siglo xxi, cuando las formas culturales hegemónicas son las que se establecieron entre finales de los
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setenta y comienzos de los ochenta dentro del marco de la “CT” o “cultura de la Transición”, según la denominación de Guillem Martínez (2012). En literatura, este nuevo paradigma cultural rompe con la emancipadora “Cultura en la Transición” (CnT) —según el concepto de Germán Labrador en oposición al de Martínez (Martínez; Echeverría 2020)— e impone una literatura apolítica y acrítica centrada en perspectivas psicologicistas y problemáticas individuales que desplaza hacia los márgenes “todos los productos culturales problemáticos” (Martínez 2012: 16) que habían protagonizado el debate político y estético hasta ese momento. A partir de entonces, se impuso la tesis de que “lo político expulsa a lo literario” (Chirbes 2002: 152). Chirbes y Blanco, sin embargo, siempre defendieron que la narrativa es indisociable de la historia y de la realidad extraliteraria, y sus trabajos y obras suponen ejemplos de escritura antihegemónica que se opuso a las ideas dominantes en ese campo literario. La incorruptibilidad de ambas figuras y su posición contrahegemónica constituye así el otro gran motivo recurrente de la correspondencia. El primer fragmento que comentaré en esa dirección se incluye en un correo de Blanco a Chirbes, fechado el 8 de julio 2001. El maestro y el “joven maestro”8 rechazan la concepción literaria elevada que los críticos de mayor renombre defienden como parte del establishment cultural al que ellos se oponen. A colación de la lectura de un texto de Rafael Conte, Blanco le escribe indignado a Chirbes aludiendo a las elevadas tonterías a las que se recurre cuando se pretende defender una literatura escrita concienzudamente en mayúsculas. Para Chirbes, como defendía en su diario, esa búsqueda de referentes elevados por parte de los críticos supone una estrategia “para envolverse, y envolver su propio vacío”, así como un método de imponer una visión elitista de la literatura (Chirbes 2021: 261). Irónicamente, Blanco alude a las 8
El apelativo de “joven maestro” demuestra la evolución desde una relación maestro-discípulo que se inicia en el seminario de los setenta hasta una amistad y admiración mutuas que establecen un vínculo más horizontal. En la Fundación Rafael Chirbes se conserva un ejemplar de Ya no bailan los pescadores de Pismo Beach (1998) con la siguiente dedicatoria: “Con un abrazo, joven maestro. Carlos. Madrid, julio de 1998”.
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procedencias geográficas de ambos para satirizar su desacuerdo hacia la concepción literaria dominante e insta a Chirbes a seguir manteniéndose al margen: ¡Joven Maestro! Tal vez sea que tú y yo somos demasiado burros para entender tantas sutilezas y “vericuetos”. Yo, por vasco […], que ya se sabe lo poco sutiles que son los vascos, siempre dedicados a cosas de caminos, canales y puertos; tú, por valenciano, que —como también se sabe—, es ser de lo peor del Mediterráneo, eso que, a diferencia de Atenas, etc., empieza a producir, hacia Occidente, más o menos por Sicilia, toscos y simplistas mafiosos. Claro que, en mi caso, siempre cabe la posibilidad de que el Blanco ese, originario de Talavera de la Reina, tierra de conversos, pueda más que los otros rancios apellidos de gentes nunca conquistadas y de que, en tu caso, algo hayas heredado de aquellos sutiles árabes de antaño. De ser así, cabe, por tanto, la posibilidad de que no andemos tan perdidos en nuestros juicios, opiniones o simples negaciones de las tonterías en que puede caer la llamada ESCRITURA. Palabra que hoy que ha vuelto Conte a El País hay que escribir y pensar con mayúsculas. En tout cas, chico, parece un tanto inútil discutirles; pero nos queda el tirar tú por tu vía de en medio y yo por la mía. ¡Algo es algo!
La alianza entre la crítica literaria y los autores dominantes hace que desconfíen de las novelas que ese sistema pone en primera plana. En un fragmento de un correo posterior, del 17 de julio de 2001, Blanco explicita sus dudas sobre la calidad de dos novedades que obtienen críticas unánimemente apabullantes: Con mi madre, de Soledad Puértolas, y Sefarad, de Antonio Muñoz Molina. No conservamos la misiva anterior de Chirbes, pero si acudimos a sus diarios, encontramos una entrada fechada el 19 de abril en la que expresa su opinión sobre la novela de Muñoz Molina, que debió comunicarle a Blanco de manera similar. Allí acusa al autor de “exhibir un cosmopolitismo de pie forzado” y de incluir en la novela “dosis bastante cuantiosas de impudor” (2021: 274), además de hacer referencia a la elevada perspectiva que adquiere el narrador, que parece contagiarse de la concepción elitista de la literatura. Blanco continúa tirando de su fina ironía y enlaza las posiciones estéticas de las figuras dominantes del campo literario con
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sus posturas políticas, en consonancia con los nuevos tiempos en los que se ha dejado atrás la sintaxis de carácter marxista que protagonizó la formación de las figuras que ocupan entonces posiciones de poder, personificadas en la oposición entre Julio Anguita y Santiago Carrillo. El único consuelo que encuentra es que existan otros autores que se mantienen también al margen, como Manuel Vázquez Montalbán9: Hoy leo en El País que Molina Foix se lanza en un canto a las madres a propósito del —dice— magnífico libro de Soledad Puértolas sobre su madre […], otro rayo que no cesa. Como hay que ser objetivo, estoy dispuesto a creer que tal vez no esté mal el libro, pero ¿será posible? Uno, claro, no puede tener sino sus dudas. Como dudas tengo sobre Sefarad, que ni lo he leído ni lo he buscado. Hace mucho que no me interesa Muñoz Molina, y con lo que me dices de la ecuación Machado-Stalin-Hitler menos me interesa ahora. Pero, claro, como bien dices, nada debería sorprendernos de parte de quienes tantos males achacaron al pesadísimo y dogmático maestro de escuela cordobés. Aunque, claro, vamos a ver, piénsalo bien: ¿cómo vas a comparar la simpatía tertuliana de un hombre siempre fiel a sus principios democráticos como Carrillo […] con la vulgaridad torpe de quien, mientras montaba pinzas, hablaba, ¡a aquellas alturas de siglo!, de historias como el “imperialismo”, los “medios de producción”, “la lucha de clases”, etc.? Curioso que hoy, precisamente, termine Vázquez Montalbán un artículo no muy bueno con una frase genial, divertidísima, que propone para sustituir al ya periclitado concepto de “contradicciones internas del capitalismo”10. Todavía quedamos algunos, chico.
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En “Narrativa democrática contra la historia”, Blanco analiza el panorama narrativo de la España democrática y menciona a Vázquez Montalbán como uno de los autores que se mantiene al margen de la “tendencia hegemónica” dominada por el “subjetivismo individualista”, donde las figuras paradigmáticas serían Juan Benet y Eduardo Mendoza (Blanco Aguinaga 1995: 38-62). 10 El artículo de Vázquez Montalbán al que hace referencia es “Los intelectuales y la revolución” (2001), que concluye con el siguiente toque satírico: “Camaradas, ex camaradas, asumamos de una vez por todas que existen las contradicciones internas del capitalismo, aunque tal vez deberíamos llamarlas de otra manera para no ofender al sonsonete único. Por ejemplo: peripecias obstaculizantes a contemplar dentro de la lógica interna del sistema”.
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El último de los fragmentos que nos interesa comentar se incluye en una misiva que Blanco le envía a Chirbes el 3 de agosto de 2001, en la que narra la historia de una vieja amiga, de clase “proletaria” pero con estudios superiores, que sufría un conflicto interior entre conciencia política y rabia de clase. Blanco le cuenta a Chirbes esa historia porque el tono del valenciano en sus conversaciones privadas le recuerda esa pugna entre compromiso y rencor políticos. El caso de Chirbes, no obstante, es diferente para Blanco, pues la escritura le permite objetivar un rencor que, sin embargo, permanece como sustrato en la raíz de su proyecto narrativo. En opinión de Blanco, ese es uno de los factores por el que los verdaderos enemigos, como el mencionado Ignacio Echevarría11, atacan sus novelas. En ese contexto, también critica Blanco la ambigua posición dentro del campo literario de Constantino Bértolo12. La misiva termina con una nueva defensa de sus po11 La caracterización de Echevarría como enemigo de Chirbes se debe contextualizar. Tras la publicación de La larga marcha (1996), Echevarría publicó una dura crítica de la novela, “Una novela mural” (2005: 185-187), en la que tildaba el texto de “novela de posguerra” y lo comparaba con la trilogía sobre la Guerra Civil de José María Gironella, pues, según el crítico, al abandonar Chirbes “la sobriedad de recursos” de sus anteriores novelas por la voluntad de escribir una novela “necesaria”, se habían diluido las facetas más notables de su talento narrativo. Antonio Muñoz Molina respondió a la crítica de Echevarría en su columna “En folio y medio” (1996) —según Echevarría alentada “por ya viejos resentimientos” (2005: 289)—, lo que provocó una gran controversia. A partir de entonces, “La tenue pero cordial relación personal que yo mismo mantenía con Chirbes, a quien conocía por vía de nuestro amigo común Constantino Bértolo […], quedó también interrumpida” (Echevarría 2015). 12 Rafael Chirbes y Constantino Bértolo se fueron distanciando con los años hasta difuminar su antigua amistad. Así lo lamenta Chirbes en sus diarios, en los que, el 26 de diciembre de 2008, habla del editor como su “(ex)amigo” (A ratos perdidos 6, inédito). En una entrada posterior, del 25 de marzo de 2010, explica también la distancia personal respecto a las dos figuras mencionadas en la misiva de Blanco —Echevarría y Bértolo— a colación de una carta que recibe de Muñoz Molina lamentándose por no tener una relación más cercana con él: “Recibo una emocionante carta de Antonio Muñoz Molina, en la que se duele de que no seamos más amigos. Imagino que hay por tu parte lealtades personales e ideológicas, que lo hacen difícil, pero me da pena igualmente, dice. Seguramente esté convencido de que algo me ata a Bértolo y Echevarría. No sabe lo lejos que estoy de ellos
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siciones independientes y con un rechazo explícito de la tesis del fin de la Historia de Francis Fukuyama que, junto a la sintaxis postmoderna, supuso la “coartada ideológica” perfecta para muchas transformaciones postransicionales, “enmascarando […] renuncias morales como adaptación al signo de los tiempos” (Labrador 2017: 123): Yo tenía una amiga en Vitoria (¡ay!) de profundo origen proletario […] que me explicaba […] cómo había pasado de la rabia y/o resentimiento a la “conciencia” (de clase y de mujer), pero le preocupaba el hecho de que una y otra vez “recaía” en la rabia-odio-resentimiento cuando, suponía ella, una vez adquirida la conciencia no debe uno “retroceder” al sentir original y “primitivo”. Yo, no sin ciertas dudas, le decía que aquello era normal, que si la lucidez había nacido del fuego, justo era renovarla de vez en cuando con las llamas. […] Pero tal vez digas: ¿y? Te cuento esta pequeña historia porque me recuerda mucho a ti, al Chirbes “hablado” y al de estos “emilios” que intercambiamos. Con la ventaja para ti de que al “objetivar” tu idea del mundo en novelas predomina en ti la “conciencia” y solo los verdaderos enemigos (como Echevarría) perciben, o sienten, o saben que bajo ella está la rabia sin la cual no seríamos nada. Pero —¡carajo, chaval!— ¿qué es eso de llamar a nadie “arpía” (sería bonito con hache: “harpía”. La que toca el harpa tras la celosía)? A lo mejor el harpío, harpo. Harpo Marx es el otro: siempre insinuando que sabe de qué va y que está contigo, pero sin mojarse el culo, la risita cínica de “entre nous”, y otros gestos y sonidos. Porque, como decía “Bermeo”, el contramaestre de aquel barco en el que fui marinero, “el que sabe, sabe”. Ya. Y mucho más ha de saber ahora que a su DebateBerthelman (o como se llame) lo ha comprado Random House. […] Tú a tu modo y con no pocos trabajos te has hecho tu independencia. Yo, por las casualidades de la Historia, me he hecho la mía. Entonces, chico: que les zurzan, que se compren sus naranjales en Huelva. La Historia no se ha acabado. […]
A modo de conclusión, como muestra el análisis del vínculo entre Carlos Blanco Aguinaga y Rafael Chirbes a través del corpus epistolar
(años de silencio y desprecio por su parte, y, por qué no, como consecuencia, también por la mía)” (A ratos perdidos 6, inédito).
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inédito analizado y de las referencias a la relación que encontramos en la escritura íntima del valenciano, podemos afirmar que la fraternidad entre ambos se sustenta en una poética literaria compartida que Chirbes agradeció repetidamente a su maestro, así como en unas posiciones contrahegemónicas dentro del campo literario que funcionan como una forma de comunión, de orgullo y de consuelo ante un panorama dominante con el que están lejos de comulgar. El estudio de sus relaciones también demuestra cómo ambos ejercieron como interlocutores en relación con sus proyectos, intercambiando ideas, manuscritos y comentarios críticos. Por último, este trabajo constata cómo, desde los primeros encuentros en la década de los setenta, ambos mantuvieron una amistad sostenida a lo largo del tiempo y cimentada, en buena parte, a través de sus conversaciones a distancia, lo que permitió que su vínculo perdurara hasta los últimos momentos de vida de Blanco Aguinaga, como prueba el ejemplar que Chirbes les dedicó a él y a su esposa de En la orilla (2013): “Para mis queridos Iris y Carlos, con el mismo amor de siempre. Un beso, Rafael”. En suma, como anticipaba la dedicatoria que Blanco le escribió a Chirbes en su ejemplar de Carretera de Cuernavaca (1990), mi investigación documenta cómo este vínculo incorruptible se mantuvo a lo largo de las décadas hasta el fallecimiento del primero: “Rafa: ¿qué decir(te)? Lo que sabes: que gracias —‘tuyo hasta el morir’. Carlos. Madrid. Sept, 90”.
Bibliografía Balibrea Enríquez, Mari Paz (2011): “Temporalidad exiliada y relevancia canónica: propuestas para ubicar la obra de Carlos Blanco Aguinaga”, en Manuel Aznar Soler y José Ramón López García (eds.), El exilio republicano de 1939 y la Segunda Generación. Sevilla: Renacimiento, pp. 635-645. Blanco Aguinaga, Carlos (1 de noviembre de 1987, 6 de julio de 2001, 8 de julio de 2001, 17 de julio de 2001, 3 de agosto de 2001, 22 de enero de 2002, agosto de 2007): Correspondencia dirigida a Rafael Chirbes. Archivo de la Fundación Rafael Chirbes y archivo personal de Carlos Blanco Aguinaga.
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— (1995): “Narrativa democrática contra la historia”, en José B. Monleón (coord.), Del franquismo a la posmodernidad. Cultura española 1975-1990. Madrid: Akal, pp. 38-62. — (2010): De mal asiento. Madrid: Caballo de Troya. Chirbes, Rafael (19 de agosto de 1998, 28 de enero de 2002): Correspondencia dirigida a Carlos Blanco Aguinaga. Carlos Blanco Aguinaga Papers (University of California San Diego) y archivo de la Fundación Rafael Chirbes. — (2002): El novelista perplejo. Barcelona: Anagrama. — (2010): Por cuenta propia. Leer y escribir. Barcelona: Anagrama. — (2013): “Carlos Aguinaga, el sabio que me enseñó a leer”, en El País, 13 de septiembre. En línea: — (2021): Diarios. A ratos perdidos 1 y 2. Barcelona: Anagrama. — Diarios. A ratos perdidos 5. Archivo de la Fundación Rafael Chirbes, inédito. — Diarios. A ratos perdidos 6. Archivo de la Fundación Rafael Chirbes, inédito. Del Val, Fernando (2015): “Biocronología de Rafael Chirbes”, en Turia, 112, pp. 280-305. Echevarría, Ignacio (2005): Trayecto. Un recorrido crítico por la reciente narrativa española. Madrid: Debate. — (2015): “Chirbes”, en El Cultural, 11 de septiembre. En línea: . Herralde, Jorge (2006): Por orden alfabético. Escritores, editores, amigos. Barcelona: Anagrama. Labrador, Germán (2017): Culpables por la literatura. Imaginación política y contracultura en la transición española (1968-1986). Madrid: Akal. Lluch-Prats, Javier (2021): “El universo del escritor Rafael Chirbes: un sabueso a la caza de la verdad”, en Javier Lluch-Prats (ed.), El universo de Rafael Chirbes. Barcelona: Anagrama. Martínez, Guillem (coord.) (2012): CT o la Cultura de la Transición. Crítica a 35 años de cultura española. Barcelona: Debolsillo.
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Martínez, Guillem y Echevarría, Ignacio (2020): “Germán Labrador: ‘No hay un relato colectivo sobre la destrucción de la primera generación de la democracia’”, en Ctxt, 28 de noviembre. En línea: . Nichols, William J. (2008): “Sifting through the Ashes. An Interview with Rafael Chirbes”, en Arizona Journal of Hispanic Cultural Studies, 12, pp. 219-235. Vázquez Montalbán, Manuel (2001): “Los intelectuales y la revolución”, en El País, 17 de julio. En línea: .
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Sobre los autores
Maria Vittoria Calvi es catedrática de Lengua Española de la Università degli Studi di Milano y miembro correspondiente de la Real Academia Española. Es autora de numerosos estudios de lingüística española, con especial atención en las lenguas de especialidad y el contacto entre español e italiano en contextos migratorios. En el campo literario, sus trabajos se han centrado en la narrativa contemporánea y sobre todo en la obra de Carmen Martín Gaite (La palabra y la voz en la narrativa española actual. Carmen Martín Gaite, Luis Mateo Díez, 2020). En particular, destacan sus ediciones de las obras inéditas de la escritora salmantina Cuadernos de todo (2002) y El libro de la fiebre (2007), así como los estudios sobre la escritura autobiográfica. Julio E. Checa Puerta es profesor titular de Literatura Española en la Universidad Carlos III de Madrid. Sus principales líneas de investigación son la historia, teoría y crítica del teatro español, y los estudios sobre diversidad funcional y de género. Actualmente es IP del proyecto La representación de la diversidad funcional en las artes escénicas en España, director del grupo de investigación ReDiArt-XXI (UC3M) y codirector de la colección “Images of disability. Literature, Scenic, Visual, and Virtual Arts” (Peter Lang).
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Álvaro Díaz Ventas es investigador predoctoral (Programa de Formación de Profesorado Universitario, Ministerio de Universidades) del Departamento de Filología Española de la Universidad Autónoma de Madrid, donde realiza su tesis, bajo la dirección de José Teruel, sobre el proyecto narrativo de Rafael Chirbes. Sus publicaciones están centradas en la poesía del exilio de Luis Cernuda y en la obra de Chirbes. Recientemente ha editado el volumen Asentir o desestabilizar (2023), donde recopila y estudia las colaboraciones de Chirbes en diversas revistas durante la transición. Raquel Fernández Menéndez es investigadora postdoctoral ‘Juan de la Cierva’ en la Universidad de Alcalá. Sus líneas de investigación se centran en el examen de las relaciones entre género y autoría en la España contemporánea, el análisis de las prácticas de lectura, y el estudio de la poesía escrita por mujeres. Ha realizado estancias de investigación en la University of Oxford, la Université Sorbonne Nouvelle y la Universiteit Utrecht, donde, además, trabajó como docente. Ha recibido asimismo una ayuda postdoctoral de la Fundación Alexander von Humboldt destinada a investigar la ética del ensayo literario. Arantxa Fuentes Ríos es actualmente profesora de la Universidade de Santiago de Compostela y miembro del Grupo de Referencia Competitiva de Teoría de la literatura y Literatura Comparada de dicha universidad. Sus líneas principales de investigación comprenden la figura del poeta-crítico, las redes culturales de inicios del siglo xx y la construcción de voces en los epistolarios. Entre sus publicaciones recientes destacan su edición crítica de Victoriano García Martí y sus artículos científicos dedicados a epistolarios de José Ángel Valente y la patrimonialización literaria de Rosalía de Castro. Es autora de la obra La lírica del novelista: Camilo José Cela entre poetas. Epistolario inédito (2023). Alba Gómez García es doctora en Humanidades. Ha desarrollado su actividad en España (Universidad Carlos III de Madrid) y Alemania (Universität Passau-Fundación Alexander von Humboldt). Estudia el teatro español de posguerra y la representación de la diversidad fun-
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Sobre los autores
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cional y de género. Ha publicado las monografías Vivir del teatro. Los exilios de Josita Hernán (2021), El teatro en Ávila durante la posguerra (2021) y, con Julio E. Checa, Catalina Bárcena, voz y rostro de la Edad de Plata (2023). José Luis Gómez Toré es catedrático de Enseñanza Secundaria en el IES Carmen Martín Gaite. Entre sus libros de crítica y ensayo, pueden citarse La mirada elegíaca. El espacio y la memoria en la poesía de Francisco Brines (Premio Internacional Gerardo Diego de Investigación Literaria), El roble de Goethe en Buchenwald, Extramuros. Escritos sobre poesía y María Zambrano. El centro oscuro de la llama, así como Pedro Salinas (estudio y antología del poeta del 27) y la edición de Amadís y el explorador de Ángel Crespo. En 2022 ha aparecido su último poemario, El territorio blanco. Carmen de la Guardia Herrero es catedrática de Historia Contemporánea en la Universidad Autónoma de Madrid. Es también directora adjunta del programa graduado de la School of Spanish de Middlebury College. Interesada en la historia cultural y política, y en los estudios de género, en la actualidad está investigando sobre las relaciones culturales entre Estados Unidos y España utilizando epistolarios y otras escrituras del yo. Entre sus últimas publicaciones destacan: Las maestras republicanas en el exilio (2020), La construcción del sueño americano (2019), Victoria Kent y Louise Crane en Nueva York. Un exilio compartido (2016), Moving Women and the United States. Crossing the Atlantic (2016). Javier Huerta Calvo ha sido catedrático de Literatura en la Universiteit Amsterdam. Desde 2004 lo es en la Complutense de Madrid, donde fundó y dirigió varios años el Instituto del Teatro. Ha dirigido quince proyectos nacionales e internacionales i+d y más de cuarenta tesis doctorales. Su investigación se ha centrado en el teatro clásico y contemporáneo con estudios y ediciones de Cervantes y otros dramaturgos, como Benavente, Valle-Inclán, García Lorca, etc. Se ha ocupado de poetas contemporáneos como L. Panero, J. L. Panero, L. M. Panero y Antonio Colinas. Entre sus libros: El nuevo mundo de la
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risa, Una fiesta teatral burlesca del siglo xvii, El teatro breve en la Edad de Oro, “El caballero de Olmedo: versos y versiones”, Gerardo Diego y la Escuela de Astorga. Ha dirigido también una Historia del teatro español. Dirige el Seminario Menéndez Pelayo en la Fundación Universitaria Española. Ha sido comisario de las exposiciones La Barraca: teatro y universidad. Ayer y hoy de una utopía, organizada por Acción Cultural Española, Cien años de Campos de Castilla y Gil Vicente: Portugal y España en los albores del teatro europeo. Luce López-Baralt (Ph. D. Harvard), estudiosa de literatura española y árabe comparada, es profesora distinguida y emérita de la Universidad de Puerto Rico y doctora honoris causa por dicha universidad y por la Complutense de Madrid. Vicedirectora de la Academia Puertorriqueña de la Lengua Española, correspondiente de la RAE, receptora de la Orden de Isabel la Católica. Ha sido profesora e investigadora visitante en las universidades de Harvard, Yale, Brown, México, Buenos Aires, Rabat y del Colegio de España en Salamanca, entre otras. Es autora de más de 300 artículos y 30 libros, traducidos al inglés, árabe, persa, urdú, turco, hebreo, alemán, italiano, croata, holandés, portugués, francés y chino. Entre ellos, cabe destacar: San Juan de la Cruz y el Islam, Huellas del Islam en la literatura española. De Juan Ruiz a Juan Goytisolo, Un Kama Sutra español, Entre libélulas y ríos de estrellas: José Hierro y el lenguaje de lo imposible, La literatura secreta de los últimos musulmanes de España, El cuerpo muere y el verso vuela: La poesía metafísica de Pedro Salinas y Luis Palés Matos (con Mercedes López-Baralt). Como poeta, ha publicado Luz sobre luz. Santiago López-Ríos es catedrático de Literatura Española en la Universidad Complutense de Madrid, en cuya Facultad de Filología ha sido también vicedecano. Miembro de los equipos de investigación de los proyectos Epistolarios, memorias, diarios y otros géneros autobiográficos en la cultura española del medio siglo y Epistolarios inéditos en la cultura española desde 1936. Entre sus publicaciones sobre cultura española del siglo xx, cabe destacar La Facultad de Filosofía y Letras de Madrid en la Segunda República. Arquitectura y Universidad durante los años 30 (coord. con Juan A. González Cárceles, 2008), la edición
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Sobre los autores
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del diario de viaje de Carmen Castilla en Estados Unidos, 1921-1922 (2012), Hacia la mejor España. Los escritos de Américo Castro sobre educación y universidad (con prólogo de Juan Goytisolo, 2015) y la edición, junto con Guadalupe Arbona, de la correspondencia entre Américo Castro y José Jiménez Lozano (2022). José Antonio Llera es profesor titular de Literatura Española en la Universidad Autónoma de Madrid. Entre sus últimas monografías destacan: Rostros de la locura: Cervantes, Goya, Wiseman (2012) y Lorca en Nueva York: una poética del grito (2013). En 2017 obtuvo el Premio Café Bretón por Cuidados paliativos y el Premio Internacional Gerardo Diego de Investigación Literaria por Vanguardismo y memoria: la poesía de Miguel Labordeta. Ha traducido a Robert Bly, Jack Gilbert, Jane Kenyon, Henri Cole y Ken Smith. Es autor de seis libros de poesía. Domingo Ródenas de Moya es catedrático de Literatura Española en la Universitat Pompeu Fabra de Barcelona. Como especialista en la Edad de Plata es autor de los ensayos Los espejos del novelista (1998) y Travesías vanguardistas (2009) y El orden del azar. Guillermo de Torre entre los Borges (2023) y de las antologías Proceder a sabiendas (1997) y Prosa del 27 (2000). Entre sus trabajos sobre las letras del franquismo y la democracia, se cuentan Derrota y restitución de la modernidad, 1939-2010 (2011), Pensar por ensayos (2015), Las dos modernidades: Edad de Plata y Transición cultural en España (2022). Ha editado obras de Unamuno, Azorín, Ramón Gómez de la Serna, Jarnés, Marichalar, Guillermo de Torre, Delibes, Laforet, Buero Vallejo, Max Aub, Ridruejo y Javier Cercas. Elena Sánchez de Madariaga es profesora titular de Historia en la Universidad Rey Juan Carlos. Además de sus estudios sobre historia social y cultural en la Edad Moderna, se interesa por el exilio republicano a partir de epistolarios y otra documentación privada de archivos familiares. Ha publicado “Mujeres y cartas. Compartir el dolor en la guerra, la posguerra y el exilio”, “Escritura epistolar y redes sociales. Pilar de Madariaga, Vassar College y el exilio”, “Las redes educativas
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entre España y Estados Unidos: institucionismo y exilio republicano en Vassar College (1922-1968)”. Es coeditora de Caminando fronteras. Memorias del exilio republicano español y editora de Las maestras de la República. José Teruel es profesor honorario de Literatura Española en la Universidad Autónoma de Madrid. Ha sido visiting professor en las universidades de Duke, Middlebury College y Ca’ Foscari Venezia. Entre sus publicaciones destacan Los años norteamericanos de Luis Cernuda (Premio Internacional Gerardo Diego de Investigación Literaria) y las ediciones anotadas de Los placeres prohibidos de Cernuda, Poesía española. Antologías de Gerardo Diego, El cuarto de atrás de Carmen Martín Gaite, la Correspondencia entre la escritora salmantina y Juan Benet, Nada de Carmen Laforet y su Correspondencia con Emilio Sanz de Soto. Dirigió la edición anotada de las Obras completas de Martín Gaite en siete tomos y ha sido investigador principal de los proyectos i+d: Epistolarios, memorias, diarios y otros géneros autobiográficos en la cultura española del medio siglo y Epistolarios inéditos de la cultura española desde 1936. Comisionó la Exposición del centenario de Carmen Laforet en el Instituto Cervantes/Acción Cultural Española, y ha obtenido el XXIV Premio de Poesía Ciudad de Salamanca con Vertical de ausencia. Ximena Venturini es doctora en español y portugués por Tulane University (Nueva Orleans). Actualmente es investigadora postdoctoral en el área de Teoría de la Literatura y Literatura Comparada en Facultad de Filología de la Universidad de Salamanca. Durante el año académico 2021-2022 fue profesora invitada en Sarah Lawrence College (Nueva York). Su investigación ha sido publicada en revistas especializadas como Siglo xxi. Literatura y culturas españolas, The Latin Americanist, Biblioteca di Rassegna iberistica y Anales de literatura hispanoamericana, entre otras.
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