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El discurso sobre el ensayo en la cultura argentina desde los
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Alberto Giordano (Ed.)
El discurso sobre el ensayo en la cultura argentina desde los 80
Giordano, Alberto El discurso sobre el ensayo en la cultura argentina de los 80 / Alberto Giordano; editado por Alberto Giordano. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires: Santiago Arcos editor, 2015. 250 p.; 20×14 cm. - (Parabellum / ensayo ; 48) ISBN 978-987-3960-04-8 1. Ensayo Literario. I. Giordano, Alberto, ed. II. Título. CDD 864
Parabellum / Ensayos Dirección Editorial Miguel A. Villafañe
Diseño Cubierta: Ana Armendariz Interiores: Gustavo Bize ([email protected]) © Santiago Arcos editor, 2015. Puan 467 (1406) Buenos Aires www.santiagoarcos.com.ar e-mail: [email protected] Queda hecho el depósito que marca la Ley 11.723. Impreso en la Argentina – Printed in Argentina ISBN: 978-987-3960-04-8 La reproducción total o parcial de este libro, no autorizada por los editores, viola derechos reservados. Cualquier utilización debe ser previamente solicitada.
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El discurso sobre el ensayo Alberto Giordano …la crítica —la literatura— me parece asociada a una de las tareas más difíciles pero más importantes de nuestro tiempo, la que se juega en un movimiento necesariamente indeciso: la tarea de preservar y liberar al pensamiento de la noción de valor ideológico, y en consecuencia, la de abrir también la historia a lo que en ella se desprende de todas las formas de valor y se prepara para otra forma completamente distinta —aún imprevisible— de afirmación. Maurice Blanchot, “¿Qué es la crítica?” (Trad.: Jorge Jinkis)
En un sentido amplio y al mismo tiempo preciso, porque la imagina como un proceso continuo, según la microfísica que gobierna su dinámica, y no como un estado de cosas dado, la cultura es, para Maurice Blanchot, un trabajo silencioso y por lo general insensible “de unificación y de identificación” (1976: 59) que se acrecienta y prolonga indefinidamente. La cultura homogeniza y totaliza porque continuamente reduce a valores la singularidad de las prácticas y obras que emergen en sus límites, prácticas y obras que habrán servido, incluso si las animaba un impulso transgresor, sobre todo en ese caso, a la expansión incesante de las fronteras de lo inteligible. Donde hay una forma, una presencia sensible extraña, la cultura hace aparecer un contenido familiar, provisto por alguna de las morales humanistas —admítase la redundancia— que suministran recursos para que el trabajo de iden-
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tificación y reducción se cumpla con el menor margen de ambigüedad posible. Lectores de Nietzsche, incluso si no lo hemos leído (la cultura posestructuralista ya lo tradujo a nuestras lenguas teóricas), sabemos que los juicios morales responden, no a un deseo de equidad, sino a intereses en los que se manifiesta la voluntad de poder de distintos estilos de vida. Los estilos de la cultura llevan las marcas del espíritu de conservación y el rechazo de lo absolutamente diferente. El imperativo de remitir todo, para que haya todo, a valores trascendentales y consensuados —no hay otros— reduce cualquier diferencia, eso por lo que las prácticas y las obras salen a nuestro encuentro como formas inciertas, a particularidades de un orden representativo homogéneo y estable. Donde irrumpe una diferencia, la proximidad exorbitante de una distancia que trastorna los parámetros de la comprensión, la cultura hace aparecer una promesa de sentido que no demora en cumplir. “Cada cosa que emerge posee ciertas cualidades, cierto vigor, cierta prominencia. Es un brote. Lo que llamamos el movimiento cultural lo tritura hasta que se vuelve completamente reducido, infame, comunicante con todo” (Lacan 2007: 91). No importa cuál sea el punto de vista que oriente la reducción, el de lo dominante o el de lo subalterno, el de lo Mayor o el de lo minoritario, la cultura se establece a partir de la expropiación neutralizadora de lo emergente como experiencia inusitada. El medio en el que se instituyen los criterios para enlazar la existencia irrepetible de obras y prácticas a la reproducción de estereotipos culturales es el mismo que propicia la aparición de acontecimientos que interrumpen el trabajo de los “grandes reductores” y abren intervalos extra-morales en las tramas discursivas: el lenguaje, es decir, los conceptos y la lógica que los articula sintácticamente para contener las presiones de lo ambiguo. El lenguaje, que todo lo funda, es sin
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fundamento, por eso siempre habrá un decir que exceda sus condiciones de enunciación y restablezca el vínculo entre las codificaciones y la indeterminación que tuvieron que negar para poder estabilizarse. Nuestra cultura del acontecimiento —la prueba más severa a la que debió someterse la voluntad de unificación— nos hace olvidar a veces que el trato con lo imprevisto no reclama pronunciamientos y sí responsabilidad, la decisión de cuidar de lo que sucede para encarnarlo en conceptos y proposiciones que inquieten la estabilización moral del sentido. Un acontecimiento no es por sí mismo creación de una realidad; es creación de una posibilidad, abre una posibilidad. Nos muestra que hay una posibilidad que se ignoraba. En cierto modo, el acontecimiento es sólo una propuesta. Nos propone algo. Todo dependerá de la manera en que esta posibilidad propuesta por el acontecimiento sea captada, trabajada, incorporada, desplegada en el mundo (Badiou-Tarby 2013: 21).
El auténtico pensamiento crítico no propone culturas alternativas, trabaja en los intersticios que abre la emergencia de lo imprevisto para descomponer los fundamentos de la cultura que lo hizo posible y lo limita. El auténtico pensamiento crítico acoge y encausa las potencias de lo incalculable en la dirección suplementaria de una repetición creativa (la creación de nuevos valores como despliegue de una voluntad soberana, que no reclama aprobación, “deseosa de dar y de prodigarse” (Nietzsche 1982: 190) hasta excederse a sí misma). El desafío ético del pensamiento crítico es cuidar de lo impensable aunque violente o suspenda el curso de la razón especulativa, afirmar lo posible como ruptura en acto con los verosímiles teóricos, sin reducirlo a una posibilidad que podría realizarse conforme a los parámetros del conocimiento adquirido. La exigencia es extrema, no tanto porque
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anticipe dificultades insalvables, sino porque compromete una inocencia metodológica que se consigue después de renunciar a las certidumbres intelectuales que nos persuadieron de que era necesario actuar críticamente. ¿Cuál es el camino, si todavía fuese conveniente recurrir a esta metáfora? La búsqueda programada tiene más posibilidades de obstruir el choque con los acontecimientos que agrietan la cultura, de hacer que los desconozcamos cuando nos sorprenden, que de propiciar la aceptación responsable y operativa de obras y prácticas que todavía carecen de valor. Según un análisis parcial e interesado (¿podría ser de otro modo tratándose del presente?), los valores dominantes que orientan en nuestro país, desde mediados de los 80, la proyección y el desarrollo de investigaciones en el campo de las humanidades y las ciencias sociales, remiten a una cultura del pragmatismo y la eficacia demostrable sin la que acaso no podría existir la gestión académica del saber (la figura inspiradora del “maestro ignorante” y la moral emancipatoria de la igualdad de las inteligencias (Rancière 2007) no sobreviven la institucionalización).1 Todos conocemos la retórica que prescribe que las hipótesis y los objetivos, además de claros y consistentes, deben ser verificables, como condición legitimadora del recorrido propuesto. Del “marco teórico” no se espera que propicie el hallazgo de singularidades anómalas que pudieran desactivarlo, el acceso a lo real de los fenómenos investigados como presencia misteriosa2, sino 1 La situación no es privativa de nuestro país; se puede comprobar el poder de sujeción de los mismos valores académicos a escala global. Si hay alguna particularidad argentina en este estado de cosas, es la de las tradiciones que se reavivan cuando el pensamiento crítico consigue desprenderse o desbordar ese horizonte de consensos legitimadores. 2
En una carta a André Bosmans, Magritte afirma que el misterio es “lo que se necesita para que lo real esté” (citado en Pontalis 2005: 80).
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la reproducción metódica de los conceptos y los protocolos argumentativos. Puede haber mucho placer, y no sólo incomodidad, en estos procesos de sujeción prolongada, todos lo hemos sentido. La especialización y la tecnificación de los saberes —algo de lo que podemos jactarnos, cuando nos apremian los propagandistas de las “ciencias duras”— son logros epistemológicos que requirieren la reducción del lenguaje a instrumento comunicacional, el uso del “lenguaje como simple mediación [entre la teoría y el caso devenido ejemplo] extrañada de su destino exploratorio” (Casullo 1990: 22). Si no se distrae a palpar la textura ambigua de las palabras o a profundizar los equívocos que interrumpen la sintaxis, el curso programado debe concluir con la transferencia de los resultados previstos por las hipótesis. El olvido del carácter suplementario de la enunciación, en nombre de una pragmática restringida que sólo escucha cómo se actualizan reflexivamente la condiciones de lo enunciable, es la mejor garantía de la eficacia metodológica. “Las carreras universitarias vinculadas a las ciencias sociales han proscripto el conocimiento de sí. No sólo las de ciencias sociales, sino también las de filosofía y letras. Ellas son ámbitos donde ha triunfado la escisión entre conocimiento y escritura, lo que es decir entre escritura y autoinspección del sujeto” (González 1990: 29). Las virtudes del auténtico pensamiento crítico son directamente proporcionales a los riesgos que correría el investigador si le diese a su tarea la forma y la intensidad ética de un ejercicio espiritual (en el sentido de la “espiritualidad” foucaultiana)3 que no se limitara al conocimiento de sí mismo a partir de resultados objetivables, un adiestramiento en la experimen 3
“Se denominará ‘espiritualidad’ el conjunto de esas búsquedas, prácticas y experiencias [modificadoras de sí mismo] (…) que constituyen, no para el conocimiento sino para el sujeto, para el ser mismo del sujeto, el precio a pagar por tener acceso a la verdad” (Foucault 2006: 33).
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tación con estilos argumentativos idiosincráticos capaces de activar las fuerzas transformadoras de lo contingente y desplazar la reflexión en el sentido incierto de una verdad extraña a la lógica discursiva, la de los afectos comprometidos en cada hallazgo. Desde mediados de los 80, un acontecimiento se repite en los márgenes de la cultura que legitima el vínculo reproductivo entre investigación y escritura, un acontecimiento que todavía traza líneas de fuga en el interior de la clausura académica, y resiste la voluntad de homogenización, porque encarna las potencias disuasorias del escepticismo metódico. Nos referimos al discurso sobre el ensayo, una serie de proposiciones y gestos enunciativos que articulan estratégicamente el elogio con la polémica en la afirmación de que el supuesto género menor no es otra cosa que “la forma crítica par exce llence” (Adorno 1962: 30), la única forma capaz de procesar la experiencia del saber según su propia lógica, que no es la de la reproducción enriquecedora (en el sentido en que se habla de enriquecer el “estado de la cuestión” sobre un tema) ni la de la obtención de resultados ciertos y comunicables. El discurso sobre el ensayo es un modo retórico por el que algunos profesores universitarios que escriben manifiestan su deseo, íntimo y político (cuando se trata del ensayo siempre convergen los dos registros)4, de arriesgarse a no encontrar algo inmediatamente valioso para la comunidad de los especialistas con tal de potenciar los propios intereses y las propias facultades, sometiéndolos a la prueba de lo incierto. Todos los que coincidimos en afirmar la heterogeneidad constitutiva del ensayo y la imposibilidad de definirlo a través de generalizaciones disponemos de una caracterización pu 4
“Político” en el sentido de que concierne a los intereses de la polis, cualquiera sea el tema abordado.
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lida por el uso constante (es el tributo que la ocurrencia paga a la enseñanza): el ensayo sería una tentativa de articular, a través de la experimentación con formas argumentativas, la particularidad —en el límite, intransferible— de las experien cias lectoras con la generalidad conceptual de los saberes in terpelados por la narración de esa experiencia. Si la tentativa fracasa, el ensayista, que “no dice lo que ya sabe sino que hace (muestra) lo que va sabiendo, [y] sobre todo indica lo que todavía no sabe” (Sarlo 2001: 16), igual triunfa porque, más valiosa que la articulación improbable de experiencia y conceptos que reclaman ciertas lecturas ocasionales, es la imagen que su escritura vuelve a perfilar del saber como búsqueda y no como apropiación de resultados, de la lectura como ejercicio irrepetible. El discurso sobre el ensayo es la forma en que se manifiestan los interés críticos de un conjunto heterodoxo de especialistas (ninguno de ellos aceptaría que se lo distinga de este modo, aunque es así como los reconoce la comunidad a la que pertenecen) empeñados en la transmisión problematizadora de saberes sobre las humanidades y las ciencias sociales en contextos universitarios. No concierne directamente a los modos del ensayo de los escritores, aunque encuentre en ellos una reserva generosa de motivos y procedimientos, porque son otras las constricciones institucionales que interroga y desplaza. Incluso en el caso de escritores con formación universitaria, como César Aira o Sergio Chejfec, dos virtuosos de la imaginación razonada, la ausencia de pactos con los protocolos de la enseñanza y la investigación condiciona de otra manera el sentido y los alcances de las búsquedas argumentativas.5 El ethos del recurso al ensayo se correspon 5 Desde hace años, en los cursos sobre retóricas y políticas del ensayo, trabajamos con la diferencia entre “ensayo de los escritores” y lo “ensayístico en la crítica académica”, para resistir la voluntad de homogenización y
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de con un estilo de vida académica, inconforme y disidente, que expresa la necesidad de desbordar las clausuras disciplinarias, y su multiplicación interdisciplinar, para restituirle al vínculo entre escritura e investigación la potencia heurística que debilitan o inhiben los imperativos metodológicos. De Montaigne a Adorno, del inventor del género a su teórico más brillante, el elogio del ensayo se enuncia contra las arrogancias del conocimiento pretendidamente totalizador, sistemático y objetivo. El talento para abrir las cosas a través de interpretaciones ocasionales y fragmentarias, sin pretender tratarlas exhaustivamente ni fijarlas a un sentido que trascienda —y borre— sus particularidades, fue la respuesta impertinente y afortunada del escepticismo a la voz de orden de la escolástica, en el Renacimiento tardío, y del positivismo, a partir del siglo pasado. En “Demócrito y Heráclito”, capítulo L del libro I de los Ensayos, Montaigne reconoce con orgullo: Aprovecho cualquier argumento que me presenta la fortuna. Todos me son igualmente buenos. Y jamás me propongo tratarlos por entero. Pues no veo el todo en nada. Tampoco lo ven quienes prometen que nos lo harán ver. De los cien elementos y aspectos que tiene cada cosa, tomo uno, a veces sólo para rozarlo, a veces para tocarlo levemente, y, en ocasiones, para pellizcarlo hasta el hueso. Hago un avance en él, no con la máxima extensión sino con la máxima hondura de que soy capaz. Y, las más de las veces, me gusta tomarlos por algún lado insólito (Montaigne 2007: 437). totalización de la emergente cultura del ensayo. Se trata de una distinción operativa, que no aspira a establecer un ordenamiento según criterios tipológicos, sino a volver sensible la diferencia de fuerzas entre búsquedas que convergen, por ejemplo, la diferencia entre la “ética del lector inocente” que entredicen los ensayos borgeanos y los valores que moviliza la experiencia de lo “novelesco de la crítica” en Las letras de Borges de Sylvia Molloy (ver Giordano 2005: 53-67 y 267-276, respectivamente).
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Desde sus orígenes —el sentido común cientificista aún lo ignora para no debilitarse—, el ensayo se propone, no tanto como una alternativa al conocimiento sistemático, más ligera, porque prescindiría del aparato erudito y la exigencia de demostración, pero menos rigurosa, por su parcialidad y su impronta subjetiva, sino como una impugnación de las totalizaciones conceptuales, que no dan lo que prometen, la objetivación de lo real, ni tienen modo de darlo. La crítica a las nociones tradicionales de verdad y método es un corolario del interés por las reverberaciones afectivas de lo contingente a partir de las que se procesan los saberes discursivos. “El mundo no es más que un perpetuo vaivén. Todo se mueve sin descanso… La constancia misma no es otra cosa que un movimiento más lento” (Montaigne 2007: 1203), por eso el ensayo no pinta el ser, sino el tránsito, el ser de lo transitorio, que es la auténtica realidad del mundo como juego descentrado, sin fundamento, según lo imaginan las teorías que se enuncian en nombre propio para renunciar, en los límites de la afirmación subjetiva, a los privilegios de la función autor. “El majestuoso ‘Nosotros’ del discurso científico es el pasaporte o lingua franca a través de la cual se sueldan consensos en las comunidades académicas. Por el contrario, hablar en nombre propio simboliza el homenaje debido a la ambigüedad de lo existente” (Ferrer 1990: 23). La exploración y el cuidado de sí mismo, a través de un uso de los conceptos y las referencias que circunscriba la distancia por la que algo se manifiesta como interesante —distancia en las cosas y en la voluntad de comprenderlas—, es una crítica en acto de las ilusiones y las miserias que sostienen los consensos sobre el valor superior de la objetividad. El elogio y la polémica se articulan en el discurso sobre el ensayo a partir de un diagnóstico que observa la crisis, el decaimiento o la decadencia de la tradición ensayística
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nacional desde mediados de los 60, cuando la “teoría”, como práctica capaz de explicar el sentido de todas las prácticas, habría impuesto las supersticiones de la especificidad y la especialización, como condiciones del conocimiento verdadero, en el campo de las humanidades y las ciencias sociales. Mentar la irrupción triunfal del “estructuralismo”, esa ideología epistemológica que renovó la alianza del positivismo con la metafísica6, es un expediente simplificador, pero acertado, para identificar las potencias reductoras que habrían inhibido la aparición de un Barthes o un Benjamin vernáculos (no es seguro, aclara Sarlo (1984: 8) —autora de la ocurrencia—, que sin la crisis del ensayismo esas figuras deseables “hubieran florecido”, pero quedaron metodológica y teóricamente obstruidas). La serie de autores que encarnan la tradición obliterada es necesariamente heterogénea; entre los que practicaron la crítica literaria, se menciona a Borges, Mallea, Martínez Estrada, Murena (el discurso sobre el ensayo lo rescató del ostracismo ideológico)7, Viñas, Masotta y el primer Sebreli. ¿Por qué algunos críticos académicos idealizan el pasado de su oficio identificando las carencias del presente con la ausencia de estilos ensayísticos propios de escritores, estilos que nunca les pertenecieron plenamente? Tal vez para poner en falta a los colegas que dejaron de buscarse como sujetos de un saber incierto, enraizado en convicciones soberanas; seguro para imaginar un porvenir utópico, en el que el uso intensivo de la teoría pudiese tener la misma eficacia que las conjeturas borgea 6
El estructuralismo comenzó, en Francia y en nuestro país, como una crítica inteligente del reduccionismo historicista, pero ese momento fuerte se eclipsó demasiado rápido, entre otras razones, por lo permeable que resultó a la apropiación académica. 7
Las tentativas más interesantes en esta dirección son la de Cristófalo 1999 y Djament 2007.
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nas, las imposturas confesionales de Masotta o las metáforas de Viñas. El discurso sobre el ensayo es un acontecimiento que primero se efectuó en la publicación de textos y dossiers en revistas culturales emergentes (Espacios, Sitio, Farenheit 450 8 y Babel), enseguida, en la creación de otras revistas identificadas con la ética y las retóricas del ensayismo (Conjetu ral [1983], Paradoxa [1986], El ojo mocho [1991], Nombres. Revista de filosofía [1991], La caja. Revista del ensayo negro [1992], Kaos [1993], Redes de la letra. Escritura del psicoaná lisis [1993] y Confines [1995])9, y después, cuando el espíritu de marginalidad aceptó los riesgos de institucionalizarse, en la organización de paneles y coloquios especializados, el desarrollo de investigaciones, individuales y colectivas, financiadas por organismos de ciencia y técnica, el dictado de seminarios de posgrado y la escritura de tesis doctorales. En el lapso de poco más de una década, entre 1991 y 2003, se publicaron al menos siete libros sobre el ensayo en la cultura argentina que asumieron las tres rúbricas del discurso que lo afirma como valor, el elogio, la polémica y la apuesta al porvenir de una tradición en crisis: Giordano 1991, Grüner 1996, Ritvo y Kuri 1997, Percia (Comp.) 1998 y 2001, Mattoni 2003 8
En el Nº 4 (1988) de Fahrenheit 450 (revista de la Carrera de Sociología de la UBA), se publicó “El ensayista como rebelde y doctrinario”, de Fernando Savater (rescatado, tal vez por Christian Ferrer, del Nº 22 (1978) de El viejo topo). El ensayo de Savater anticipa algunos de los argumentos centrales del dossier “Últimas funciones del ensayo”, que publicará Babel en 1990. 9 Este catálogo no es el producto de una investigación exhaustiva, deseable y todavía pendiente, sino de la memoria y la biblioteca de un lector apasionado por el tema. Aunque fragmentario, agrupa publicaciones de los distintos campos en los que se invocó la figura del ensayista como sujeto de una práctica transdisciplinar: la teoría y la crítica literaria, la filosofía, el psicoanálisis, la sociología y la comunicación social.
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y Rosa (Ed.) 2003. En todos los casos, los autores piensan el ejercicio de la crítica a partir de las fricciones entre conceptos que no reniegan de su inestable materialidad discursiva y “el elemento irritante y peligroso de las cosas” (Adorno 1962: 23), la irreparable singularidad de lo existente cuando hace señas que ningún método podría advertir. En el caso particular de la apuesta al ensayo psicoanalítico, el deseo y la exigencia de atenerse a la aparición de lo todavía indefinible, de llevar el impulso teórico hasta la disolución de sus presupuestos, se realiza no sólo contra las morales que orientan la comunicación académica, sino también contra la estandarización del saber que promueven las instituciones lacanianas.10 Como a Montaigne, vía Adorno, a Freud sólo se retorna, vía Lacan, por el camino discontinuo del ensayo. Con ánimo genealógico, para acentuar la diferencia de sentidos que tomó su efectuación, se puede señalar un desdoblamiento en los comienzos del discurso sobre el ensayo que expresa la divergencia entre modos heterogéneos de valorar el impulso exploratorio de las escrituras críticas: como búsqueda de inteligibilidad, para fundar en los hallazgos personales una comunidad hermenéutica, según una perspectiva; como experiencia irónica de los límites de lo comunicable —que siempre están más cerca de lo que se supone, aunque cueste alcanzarlos reflexivamente—, según la otra. El gesto genealógico no constata, interpreta: en la diferencia de perspectivas se manifiesta la tensión entre fuerzas cualitativamente diferentes que se disputan el sentido de las políticas del ensayo, las 10 En el ensayo psicoanalítico, que parece extremar los problemas retóricos que conciernen al ensayo en general (hablar de una generalidad ensayística es incurrir en una contradicción, lo sabemos, pero cómo evitarlo), no se trata de la formulación de “otro” saber, sino de probar “la eficacia del saber al constituirse de un modo ‘ladeado’, en fricción con la razón como Orden” (Kuri 2001: 107).
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que responden a la voluntad de apropiarse de la plasticidad de sus retóricas para sumarle a la cultura intelectual un recurso persuasivo y las que descubren, en la invención de estilos críticos modelados por lo intransferible de las experiencias individuales, formas disuasorias de resistir los compromisos que tramitan las seducciones humanistas. La conferencia de Sarlo “La crítica: entre la literatura y el público”, pronunciada en la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA, en noviembre de 1984, y publicada al mes siguiente en el Nº 1 de Espacios de crítica y producción, revista de la Secretaría de Bienestar Estudiantil y Extensión Universitaria de esa Facultad, es la primera efectuación del punto de vista comunicacional. Desde fuera de la institución académica, para inquietar la creencia en el valor de la eficacia como principio regulador del ejercicio intelectual, “El ensayo, un género culpable”, la intervención de Eduardo Grüner en el dossier “El ensayo que vendrá”, publicado en mayo de 1985 en el Nº 4/5 de Sitio, avanza sobre la idea de que sin el fracaso de las mediaciones culturales no es posible la enunciación de un pensamiento auténticamente crítico, y que sólo se fracasa exitosamente en la escritura del saber si se asumen los riesgos de la búsqueda ensayística. En la conferencia, Sarlo expone el pesimismo que le provocan las dudas sobre la efectividad de su propio trabajo crítico.11 Interroga críticamente la utilidad de ese trabajo, sus limitadas condiciones de posibilidad en el contexto académico y su (en ese momento muy restringida) función social. Como lo repetirá unos años después, en la respuesta a una encuesta de la misma revista Espacios, la evaluación se sostiene en la certeza de que el discurso crítico ganó en especialización teó 11
El análisis de la conferencia de Sarlo reescribe un fragmento de “La crítica de la crítica y el recurso al ensayo”, publicado por primera vez en 1998, en Boletín/6 del Centro de Estudios de Teoría y Crítica Literaria, y recogido luego en Giordano 2005: 249-260.
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rica lo que perdió en eficacia política, en el poder de afectar a una audiencia amplia. A la pregunta ¿quiénes son los lectores implícitos de la crítica que escribimos hoy en la universidad?, Sarlo responde, apesadumbrada, “nuestros propios colegas”, únicamente ellos pueden realizar las complejas operaciones de lectura que esos textos requieren. La actual incapacidad de la crítica académica para “plantear preguntas que susciten un interés colectivo más allá de los ámbitos” universitarios, para protagonizar “movimientos de la esfera pública” (Sarlo 1988: 22 y 23), sería una consecuencia, no deseada pero inevitable, de la sostenida especialización de su discurso, de la fetichización de lo específico que convierte las lenguas teóricas en códigos iniciáticos. En un gesto que articula el cuestionamiento personal con los vectores del proceso que investigamos, Sarlo recurre al ensayo para señalar, al mismo tiempo, lo que el discurso crítico perdió y la tarea que hay que cumplir, una especie de ascesis conceptual y metodológica, para restituirle su compromiso con la discursividad social. La especialización y la seudotecnificación de los saberes sobre la literatura, en el contexto de la modernización de las ciencias sociales y las humanidades en los 60, determinaron una “crisis de la forma ensayo” (Sarlo 1984: 7) dentro de la cultura argentina, la declinación e incluso la estigmatización de la que había sido, en las décadas anteriores, la forma privilegiada del ejercicio crítico. Pensando en textos como Muerte y transfiguración de Martín Fierro, en los que la ausencia de una tecnología de análisis no va en desmedro del rigor y la audacia hermenéuticos, Sarlo recuerda que alguna vez la crítica literaria más interesante supuso un lector sin demasiadas competencias específicas pero concernido por problemas que atraviesan distintas esferas de la vida social, un lector que habría que recuperar o, en caso de que su existencia también estuviera en crisis, contribuir a fortale-
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cer. El diagnóstico prescribe el camino reparador: dar el salto más allá de la jerga teórica, sin recaer en las trivialidades del impresionismo, para prefigurar un lector interesado por la funcionalidad de lo específico literario en contextos ideológicos y políticos. La dirección es la de Mimesis, de Auerbach, o la de Hombres alemanes, de Benjamin. Sarlo valora la eficacia del ensayo desde un punto de vista retórico (en el sentido de la retórica como arte de la persuasión conforme a expectativas definidas), según su capacidad para producir efectos calculables sobre una audiencia determinada, los lectores “cultos”.12 Desde esta perspectiva, la efectividad del ensayo depende de su carácter instrumental, de la elocuencia que el apunte fragmentario y subjetivo puede prestar a la comunicación de juicios morales enraizados en saberes teóricos. Para Sarlo, la escritura del ensayo no es en sí misma un problema, sino un recurso apropiado para resolver los problemas de inteligibilidad de la crítica especializada; menos que una forma conveniente de experimentar las tensiones del saber, un medio dúctil para la transmisión de conocimientos complejos, al que los críticos con vocación pedagógica pueden recurrir si desean recuperar la función mediadora entre el autor y el público.13 12
Sarlo no pudo asistir al Coloquio “Retóricas y políticas del ensayo” que organizó el Centro de Estudios de Teoría y Crítica Literaria de la Universidad Nacional de Rosario, en agosto de 2001, pero colaboró en el dossier “El ensayo de los escritores”, publicado en el Boletín/9 de dicho Centro, con un texto sorprende, que desplaza los juicios sobre “la cualidad ensayística” (Sarlo 2001: 18) hacia la valoración de los procedimientos formales que desvían o suspenden la lógica discursiva (la elipsis, la paradoja, el aforismo y la condensación). Sarlo detenta el privilegio de ser, al mismo tiempo, referente histórico de una de las orientaciones del discurso sobre el ensayo y partícipe de la otra. 13
Contra este imaginario funcionalista se enuncia la máxima “no escribir sobre ningún problema, si ese escribir no se constituye también en
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Uno de los textos más influyentes, y más rico en matices, de la vertiente que inauguró Sarlo es El ensayo, entre el paraí so y el infierno, de Liliana Weinberg.14 Aunque entiende que se trata de un género paradójico —la paradoja afirma la simultaneidad no sintética de sentidos heterogéneos—, como también lo considera un fenómeno comunicativo, Weinberg exalta las funciones mediadoras del ensayo, que articula equilibradamente lo privado con lo público, lo poético con lo intelectual, el infierno mudo de la soledad con el paraíso del dialogo comunitario. La idea de que “el autor del ensayo es un yo en el ejercicio de reconocerse como un nosotros” (Weinberg 2001: 42) identificado con valores colectivos entredice la lógica de la supuesta síntesis superadora: la subordinación del primero al segundo término de cada par. El perspectivismo extremo —¿se puede concebir un auténtico hallazgo sin contar con su potencia sustractiva?— tiene que sublimarse en “la búsqueda de una comunidad de sentido y de un sentido de comunidad” (Weinberg 2001: 19). La fórproblema” (González 1990: 29), que condensa la ética del “Elogio del ensayo” con el que Horacio González participó en otra modulación decisiva del proceso que investigamos, el dossier “Últimas funciones del ensayo”, publicado en el Nº 18 de Babel, en 1990. El punto de partida es, de nuevo, el diagnóstico sobre el debilitamiento de la fuerza crítica que produjo la especialización, pero la polémica con los protocolos académicos no se realiza esta vez en nombre de una mayor eficacia (la que supuestamente se lograría ampliando la audiencia), sino a través del cuestionamiento de la eficacia como valor superior. Las intervenciones del dossier no apuestan al establecimientos de nuevos pactos de lectura, si no a la potenciación del impulso crítico, si se libera la experimentación conceptual de la necesidad de justificarse por el consenso. 14
La gravitación de los argumentos de Weinberg sobre la crítica académica de nuestro país es notable en varias de las comunicaciones presentadas en el Simposio internacional sobre el ensayo que se realizó en la Universidad Nacional de Cuyo (Mendoza), en noviembre de 2009 (ver Maíz 2010).
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mula es feliz, pero somete la radicalidad del gesto escéptico, que busca sobre todo afirmarse en su inmanencia irreductible, a los ideales de la responsabilidad social. ¿No sería el del ensayo un yo en trance de hacerse reconocer por la huella irrepetible que el estilo deja sobre el discurso de los saberes y las morales, un yo que se excede a través de las ocurrencias conceptuales que transmiten mociones afectivas? ¿El imperativo irresistible de la responsabilidad social, la intimación a alienarse en los ideales comunitarios, no es lo primero, y lo último, a lo que tiene que resistirse el ensayista, si quiere enunciar argumentos en nombre propio? ¿Cómo hacerse responsable a través de la irresponsabilidad metódica, que desteje la trama de los valores admitidos socialmente? El ensayo, que interviene en las conversaciones de la polis para reclamar por los derechos de las singularidades anómalas, sabe que la aparición de un punto de vista suplementario reconfigura el horizonte de lo inteligible, pero no sabe en qué sentido (cuando cree saberlo, se interrumpe), ni siquiera si en sus tentativas habrá algo que pueda ser recuperado socialmente. La escritura del ensayo ejerce su potencia heurística en los lugares donde el sentido cultural se desvanece, no donde se afirma el poder homogeneizador de los valores comunitarios. Ritvo (1992) recuerda que para Friedrich Schlegel la ironía es la forma de la paradoja, y que “forma” remite, en el contexto del primer Romanticismo, a la mezcla de géneros, el fragmento y la improvisación. El pensamiento paradójico afirma lo inconmensurable entre términos supuestamente complementarios y reconduce cada uno al fondo indeterminado que niegan las definiciones. La forma del ensayo es la experiencia irónica del fracaso estructural de las mediaciones discursivas, un acontecimiento paradójico en la trama de saberes (la afirmación simultánea de la voluntad de conocer y el deseo
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de lo desconocido) que precipita la catástrofe de los verosímiles teóricos. La lección de la forma schlegeliana [Adorno tomó notas iluminadoras para su teoría del ensayo como forma] es la de un pensamiento insuficiente desde el punto de vista del fundamento que alcanza, gracias a la perfección de dicha insuficiencia, el rigor de un pensamiento excesivo, como lo es, en general, todo pensar de los confines y las confluencias, de los entrecruzamientos y los desbordes (Ritvo 1992: 102).
¿Qué comunidad podría fundarse en el ejercicio de un pensamiento de los confines de lo representable, de la potenciación de las insuficiencias ontológicas, un pensamiento sin garantías, que profundiza irónicamente la distancia entre el orden de la argumentación y el de las codificaciones morales? La idea de una comunidad de semejantes unidos por vínculos de reciprocidad, a través de la identificación con valores compartidos, no parece ni la condición ni el fin deseables para un experimento con lo irrepetible de cierta posición enunciativa. La ética de la diferencia ensayística sólo podría ser recuperada, como testimonio de lo irrecuperable, por el pensamiento paradójico de una comunidad negativa, “comunidad de los que no tienen comunidad” (Bataille citado por Blanchot 1992: 37), que expone a cada uno, por la proximidad con el (y lo) desconocido, a la prueba de su soledad esencial. La pasión del pensamiento solitario, en el que no se está siquiera con uno mismo, atrae a los miembros de esa comunidad improbable “hacia lo extraño donde se vuelven extraños para sí mismos, en una intimidad que los hace, asimismo, extraños el uno al otro” (Blanchot 1992: 58). El discurso sobre el ensayo es el modo en que se ejerce la crítica de la crítica, si se la piensa como un movimiento de impugnación reflexivo, que confronta las búsquedas de saber
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con sus intereses, sus posibilidades y sus límites. La impostura que actúa Todorov (1991) en el libro que lleva ese título no es más que una astucia de la razón instrumental, por la que una parte interesada justifica o condena cual si fuese un árbitro ecuánime, que nada tiene que ver con las exigencias de una indagación dispuesta a impugnar incluso sus fundamentos con tal de no precipitarse hacia una conclusión anticipada. El escándalo que le provoca a Todorov el nihilismo blanchotiano, cuando compara su pensamiento con el de otros críticos-escritores (lo perturba que en una época de crisis de los “valores universales” alguien se permita atentar contra la idea de valor), expone su resistencia a pensar la dimensión extra-moral de la crítica, el valor de la interrupción y la suspensión como operaciones formales que desprenden el pensamiento de cualquier lastre moral.15 Aunque no habla del ensayo, para responder a la pregunta “¿Qué es la crítica?”, Blanchot se sitúa desde la perspectiva del saber como exploración original, en el sentido de una búsqueda de lo originario de las obras a través de la repetición de su diferencia: La búsqueda de la crítica creadora es este movimiento errante, este trabajo de la marcha que rompe la oscuridad y es entonces la fuerza progresiva de la mediación; pero también se arriesga a ser el recomienzo que arruina toda dialéctica, que no procura sino el fracaso, sin hallar en él su medida ni apaciguamiento (Blanchot 1985: 76).
Para Blanchot, la crítica es, antes que conocimiento o juicio que armoniza con el mundo de los valores culturales, la puesta en obra del fracaso de la identidad literaria (de la literatura en tanto institución), la experiencia de la obra como simultaneidad de impulsos heterogéneos: creación y ruina, prodigalidad y anonadamiento, que no busca estabilizarse. 15
Ver Todorov 1991: 58-64.
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La crítica afirma la no identidad consigo mismo de la obra en los intervalos que abre la lectura cuando atraviesa los saberes que definen la especificidad literaria. El fracaso de la función mediadora de los conceptos teóricos, que se alcanza extremando el rigor argumental, sería una prueba de la verdad de los hallazgos interpretativos (verdad en acto, extraña a cualquier procedimiento metodológico, que ni se demuestra ni se revela). La decisión de cerrar el dossier “El ensayo que vendrá” con una nueva traducción de “¿Qué es la crítica?”16 señala el interés de los editores de Sitio por situar las intervenciones desde el punto de vista paradójico que reconoce en el curso errante la orientación justa para fracasar creativamente. (La publicación de ese ensayo en calidad de referencia eminente se articula en el interior de otro proceso, menos visible, que también inquieta e interroga las morales de la crítica literaria argentina con inserción académica, la recepción del pensamiento teórico de Blanchot. De Horacio Quiroga: una obra de experiencia y riesgo (1959), de Noé Jitrik, a La experiencia imposible (2013), de Carlos Surghi, en referencias puntuales o aproximaciones monográficas, la obra de Blanchot irrumpe, ocasionalmente, en el discurso crítico para someter sus protocolos a la lógica equívoca de la determinación por lo indeterminable. Ni la sociología literaria, ni los estudios culturales, como tampoco el formalismo en sus distintas vertientes, se mostraron hasta hoy dispuestos a dialogar con esa obra que, por plantearles algunas preguntas fundamentales, podría fortalecerlos en el desacuerdo. Si no el rechazo que se manifiesta en una ignorancia inexplicable [cuántos, entre los 16
La traducción, impecable, la firma Jorge Jinkis, miembro de la dirección de la revista, que a fines de los 60, junto a Vicky Palant, tradujo para la editorial Paidós El espacio literario, uno de los libros más influyentes de Blanchot.
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que usan a Deleuze o Foucault, desconocen la proveniencia de sus recursos para impugnar la fenomenología], el pensamiento de Blanchot despierta, entre los académicos, resistencias todavía más fuertes y constantes que las que limitan el discurso sobre el ensayo.) La lectura del detalle suplementario, que opera, no por condensación, sino por fragmentación y suspensión del sentido, el detalle que descompone la totalidad y entredice una perspectiva insólita, es el procedimiento en el que Grüner asienta la afirmación del ensayo como “género culpable”. La imputación es otra modalidad, irónica, del encomio: el ensayo es culpable de jerarquizar la rareza fortuita por sobre la necesidad estructural, de apasionarse con lo erróneo y lo fallido porque su anomalía expone el fracaso de la función autor (de los códigos culturales como garantes de la cohesión y la coherencia textual). …la única manera de evitar un error es excluir, de antemano, aquello que podría producirlo. ¿Y cómo? Despachando el riesgo: vale decir, el acontecimiento. Aquella exclusión preventiva puede entenderse a la manera de Foucault: como forma de control del discurso, de ejercicio de un poder. O a la manera de Lévi-Strauss: como forma de establecer reglas de organización, de “cosmologizar” el caos (Grüner 1985: 54).
Las teorías de la lectura que confían, por falta de inocencia, en el poder de las reglas semióticas, necesitan excluir los usos que no cooperan en la decodificación de los sentidos calculados, relegándolos al dominio de la invención caprichosa. La lógica del ensayo invierte y desplaza la oposición: las supuestas maniobras cooperativas no son más que usos disciplinados por imperativos metodológicos, que desconocen o niegan las circunstancias irrepetibles de su enunciación, como desconocen o niegan el poder simbólico que los
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sujeta a la reproducción, con mínimas variaciones, las necesarias para no humillar el narcisismo del practicante, de lo ya-leído. Los saberes críticos sobre la lectura literaria que no inhiben el ejercicio de la repetición diferencial —lo que Grüner llama, traduciendo a Harold Bloom, “deslectura creativa” (Grüner 1985: 53)— son los que intentan fijar, en constelaciones conceptuales, el movimiento inestable de los hallazgos ensayísticos. Sometidos a las rutinas de la enseñanza y la investigación, incluso estos saberes conjeturales pueden perder sutileza. Por eso la única teoría de la lectura auténticamente crítica sería aquella capaz de alentar el salto de la imaginación por encima de los verosímiles culturales, para disolverse ni bien se interrumpa el acto. El carácter utópico de esta teoría, en el contexto de la gestión académica de los estudios literarios, sólo la vuelve más deseable. PD. Los auténticos comienzos son discretos: circunstanciales, inadvertidos. Cuando la mirada genealógica lo instituye, el gesto inicial aparece donde no se esperaba. El discurso sobre el ensayo comienza, antes de su inauguración, en 1980, en la revista que dirigía Sarlo, pero al margen de las buscas de inteligibilidad, para señalar la fuerza del pensamiento atraído por rarezas disfuncionales. Antes de que se convierta en moda académica y sufra reducciones y simplificaciones brutales, “El proyecto de Benjamin” es la ocasión para que Raúl Beceyro despliegue en las páginas de Punto de vista la diferencia ética entre el crítico y el ensayista, a partir de la exaltación de lo marginal, lo inclasificable y lo inconcluso. La figura del moralista autosatisfecho, que se cuida de interrogar el valor de sus interpretaciones para no atentar contra la eficacia del rol cultural que le asignaron, se contrapone a la del experimentador que desconoce incluso cuál es el sentido de sus recorridos, en caso de que lo tengan, y encuentra en el trato con lo incierto el impulso para recomenzar.
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Para el crítico el determinar lo que está bien y lo que está mal constituye lo principal. Para el ensayista o bien el juicio ya ha recaído antes de comenzar su trabajo (y por eso actúa sobre una obra que considera valiosa pero sin decirlo, casi con pudor), o bien la estimación vendrá después del ensayo, por añadidura, o más bien el ensayo prepara el terreno para una apreciación que tal vez no venga. De ahí la frustración que el ensayo puede producir en su lector y de ahí también que el ensayo comparte con el arte (base sobre la cual el ensayista construye su obra) un elemento esencial, la inutilidad (Beceyro 1980: 20).
La afirmación de valores paradójicos (el fracaso, lo inútil) compromete el orden de razones que despliega el ensayo si al mismo tiempo estructura los descentramientos del acto de pensar por escrito. La eficacia digresiva de los saltos y los excursos, de la demora o la precipitación que interrumpen la lógica deductiva, se mide en términos del vigor con que los hallazgos formales inscriben en vacío la afectividad propia de las decisiones intelectuales e impugnan la rectitud de las consignas epistemológicas. Al ensayista le cabe la tarea de denunciar que el conocimiento sistemático no da lo que promete, porque la totalización de lo real también es el efecto provisorio de algunos juicios interesados. Expuesta al fracaso o a la revelación de su inutilidad —condición trágica que asume con gesto irónico—, la forma del ensayo realiza la experiencia del saber como errancia y pasión por lo verdadero.
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El proyecto de Benjamin1 Raúl Beceyro El ensayo consiste como forma en la capacidad de contemplar lo histórico, las manifestaciones del espíritu objetivo, la “cultura”, como si se tratara de la naturaleza. Benjamin tenía esa capacidad como pocos. T. Adorno, “Caracterización de Walter Benjamin”, en Prismas, Editorial Ariel, 1962, página 249.
La figura del ensayista se contrapone explícitamente a la del crítico (como el narrador se opone al novelista) y la crítica se ofrece a cada momento al ensayista como una especie de trampa que debe eludir. Evitar, sobre todo, caer en la actitud crispada ante el arte, del crítico, quien parece querer, antes que nada, saldar cuentas con la obra, emitir el juicio sumario y definitivo, terminar la discusión. Para el crítico el determinar lo que está bien y lo que está mal constituye lo principal. Para el ensayista o bien el juicio ya ha recaído antes de comenzar su trabajo (y por eso actúa sobre una obra que considera valiosa pero sin decirlo, casi con pudor), o bien la estimación vendrá después del ensayo, por añadidura, o más bien el ensayo prepara el terreno para una apreciación que tal vez no venga. De ahí la frustración que el ensayo puede producir en su lector y de ahí también que el ensayo comparta con el arte (base sobre la cual el ensayista construye su obra) un elemento esencial, la inutilidad. (Si no emite un juicio, entonces, ¿para qué sirve el ensayo?) 1
Publicado originalmente en Punto de vista 10, Buenos Aires, noviembre de 1980; pp. 20-23.
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Lo que sucede es que la crítica instaura con la obra una distancia que el ensayo pretende abolir. Todo es demasiado grande para que se lo critique. Todo es noche que lleva la luz, todo es cuerpo ensangrentado del espíritu. Pero al mismo tiempo todo es demasiado pequeño para que se lo critique, todo falta: lo oscuro, la propia tiniebla total y aún la dignidad perturban la mirada de quien quiere contemplarlos. Mientras que en nuestro camino resplandece la palabra, le preparamos la vivienda más pura y más santa, pero debe descansar cerca nuestro. Queremos guardarla en la forma más alta y más preciosa que seamos capaces de darle: arte, verdad, derecho. Quizás ellos vendrán a sacarnos todo: entonces que por lo menos (la palabra) esté en forma de figura y no de crítica. La práctica de la crítica se produce en el borde exterior del círculo de luz que rodea la cabeza de todo hombre, y no es asunto del lenguaje. Ahí donde encontramos el lenguaje es de trabajo que se trata. El lenguaje descansa solamente en lo positivo, está de lleno en la cosa que aspira a la más íntima unidad con la vida. No se detiene en la apariencia que constituye la crítica, el “Krion”, la distinción del bien y del mal. (El ensayo) traslada toda la potencia crítica hacia el interior, desplaza la Krisis al corazón del lenguaje. Benjamin, Carta a Helbert Belmore, fin de junio 1916.
La crítica es una especie de tecnología, aplicación concreta, utilitaria, de principios de orden general. De la misma manera se habla de física aplicada, también puede hablarse de filosofía (de ética, de estética) aplicada refiriéndose a la crítica. El ensayo, por el contrario, se despreocupa de toda aplicación utilitaria. No solamente deja de lado el juicio sino que
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también discurre sin que se perciba su finalidad, deambula alrededor de la obra sin rumbo fijo. El ensayista se encuentra tironeado por dos posibilidades que él ya ha desechado, pero que siguen presentándosele como ejemplos a imitar: la crítica y la filosofía. Al negarse a proceder a una elección entre esas dos actividades (que ellas sí son respetables) el ensayista se condena inevitablemente a la marginalidad. Ayer por primera vez desde mi época de estudiante me encontré, invitado por un profesor, en medio del mundillo de los filósofos de profesión. Tanto de adentro como de afuera el espectáculo era grotesco. Dentro, era yo quien lo era: tuve el sentimiento evidente de que de ninguna manera yo estaba en mi lugar, porque si bien practico mucho la filosofía, mi manera de hacerlo es completamente diferente. (…) Cuando filosofo lo hago con mis amigos, con diletantes. Me encontré completamente perdido en medio de hombres que discurren con competencia segura y con un saber extenso: verdaderos pozos de ciencia. Benjamin, Carta a Carla Seligson, Fribourg, 5 de julio de 1913.
Esta inconfortable posición, a mitad de camino entre la crítica y la filosofía, es tanto lo del ensayo como la del propio Benjamin. La obra de Benjamin es un objeto difícilmente clasificable que reúne, como respondiendo a un plan premeditado, los elementos necesarios para condenarlo a la marginalidad. La vida de Benjamin ha sido materialmente difícil, con momentos y situaciones particularmente penosos, lo que puede explicarse teniendo en cuenta el carácter de la “mercadería” que Benjamin ofrecía, y que nadie aceptaba. …la mirada sobre lo remoto, el odio contra la banalidad, la búsqueda de lo no manoseado, de lo no tomado aún en la red conceptual de uso general, constituye la última
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posibilidad del pensamiento. (…) Quien ofrece algo único que ya nadie quiere comprar representa, hasta contra su voluntad, la libertad del intercambio. Adorno, Mínima moralia, Monte Ávila, 1975, p. 75.
La organización material de la existencia de Benjamin implicó la prioridad absoluta otorgada a su obra, en detrimento de cualquier otro elemento (por ejemplo la abortada “vida familiar” de Benjamin). Además Benjamin desoyó siempre las tentaciones de la normalidad. Hubo, sin embargo, en su vida, una tentativa seria de adaptarse al mundo, obteniendo un lugar en la institución: el intento de obtener un puesto en la Universidad mediante la presentación de una Tesis sobre el Trauerspiel (Drama barroco). Como el protagonista de “La próxima vez” de Henry James, quien pese a su declarada intención de escribir un libro mediocre que obtuviese un éxito de público, seguía escribiendo textos de valor condenados a la indiferencia general, también Benjamin produjo un texto “demasiado bueno”, que fue rechazado por aquéllos (los profesores de Universidad) a quienes estaba dirigido. Como el héroe de James, a Benjamin, le estaba vedado todo acuerdo con el mundo. Mientras tanto, [mi tentativa] ha llegado a una conclusión negativa y me proponen que retire yo mismo el pedido de la habilitación. Contemplando el curso enrevesado de las cosas, encuentro muchas razones para alegrarme de la convicción interior y externa que, cada vez más, me ha impedido ver en la Universidad actual un lugar de actividad fecunda y sobre todo límpida. Porque si no, qué exasperación estéril, cuánta amargura hubiese suscitado el tratamiento que debo sufrir. Sin embargo fue tomando como base un contacto muy preciso, hace 3 años, y refiriéndome al modelo del ensayo sobre “Las afinidades electivas”, que me ofrecí, de acuerdo con un profesor de la
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Universidad local, para escribir y presentar el trabajo sobre el Trauerspiel. Es evidente que resulta valioso el hecho de poder afrontar, y de ganar, a los jóvenes, mediante el discurso vivo; pero el lugar donde esto se produce, y el número reducido de personas que así se toca, tienen su importancia. Y si bien es cierto que fuera de las universidades no existe todavía el lugar que asegure una acción fecunda, también es cierto, me parece, que la propia universidad enturbia cada vez más la limpidez de las fuentes de su enseñanza. Benjamin, Carta a Hugo von Hofmannsthal, Berlín, 2 de agosto de 1925.
A Benjamin ni siquiera le estuvo permitido un acuerdo que aún no siendo global, pudiese consistir, por ejemplo, en la pertenencia a una escuela, o en la frecuentación de temas difundidos, o en alguna coincidencia, aunque fuese fortuita, con la opinión general. Benjamin es marginal incluso con respecto a algunos grupos con los que estuvo en relación. En la Escuela de Francfort su caso es un “caso aparte”, y las disidencias con respecto al propio Adorno (expuestas en la correspondencia de Benjamin) muestran la singularidad de su trayectoria intelectual. El propio Benjamin no se hacía ninguna ilusión. Refiriéndose a su libro inconcluso sobre los Pasajes parisi nos dice a su amigo Gerhard Scholem: “ninguna escuela se apresurará a reivindicarlo como suyo” (carta del 20 de agosto de 1935); y hablando de los textos sobre su Infancia berli nesa (que serán editados 10 años después de su muerte), dice también a Scholem: “Las perspectivas de verlo editado en forma de libro se van extenuando. Todos ven que es tan perfecto que aun en forma manuscrita la inmortalidad lo llama. Entonces se editan libros que tienen más necesidad” (Carta del 28 de febrero de 1993).
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Además está lo que Adorno definió como “su inclinación por todo lo que no ha sido todavía triturado por la vida intelectual oficial” (en el prólogo de Alemanes). Esto es confirmado por el propio Benjamin en su diario, durante una visita a Brecht, en Dinamarca, en 1934. A la caída de la tarde me encontró Brecht, en el jardín leyendo El capital. Brecht: “Me parece muy bien que estudie usted a Marx ahora que tropezamos con él cada vez menos y especialmente entre los nuestros”. Le respondí que prefiero los libros famosos cuando no están ya de moda. “Tentativas sobre Brecht”, Iluminaciones III, Taurus, 1975, p. 149.
La marginalidad de Benjamin, su carácter ex-céntrico, refractario a toda moda, pueden explicarse por una serie de detalles coincidentes. En primer lugar la extensión de sus trabajos, que se adecúan con dificultad a las dimensiones normales de un volumen, y que demuestra la resistencia de Benjamin al “gesto universal y pretencioso del libro” (como él mismo dijo en “Calle de una sola mano”). Además están los temas elegidos: escribir hacia 1930 un ensayo sobre la fotografía es casi una provocación. Aún hoy un texto como “Pequeña historia de la fotografía” tiene un aspecto extraño. Cincuenta años después, y en un contexto en el cual “las grandes palabras” (muerte, sueño) siguen constituyendo el santo y seña de todo escrito que tenga la fotografía de tema, el ensayo de Benjamin es “anormal”, excéntrico. Podría entonces sorprender el hecho de que actualmente, en los escritos sobre la fotografía o sobre los medios de comunicación de masas (denominación apologética de lo que con mucha mayor precisión Adorno definió como “industria cultural”, para destruir de una buena vez la ilusión que hace ver, en esa manipulación de las masas, los rasgos de un “arte po-
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pular”), podría sorprender que exista una “moda Benjamin”, de alcances sin embargo más bien modestos, dado que consiste en una especie de signo para reconocer a los elegidos que pueden entonces pertenecer al círculo áulico. El nombre de Benjamin es traído y llevado, y un ejemplo de este manoseo son los escritos de Susan Sontag. Su libro On photography incluye al final una antología de citas, en “homenaje a W.B.”, y además el artículo que Sontag escribió sobre Benjamin (publicado el 12 de octubre de 1978 en The New York Review of Books), que fue traducido al español (Revista Vuelta Nº 30, mayo de 1979) y al francés (Cahiers critiques de la littérature, Nouvelle serie Nº 1/2, septiembre 1979), manifiesta la voluntad de apropiarse de Benjamin. Este hecho (la tentativa de la industria cultural por hacer suyo a Benjamin) puede tener una doble interpretación. Por un lado hay en el trabajo de Benjamin un elemento “anacrónico” (que sitúa históricamente su reflexión, que la “fecha”) y que puede ser aprovechando en esta tentativa de recuperación. Efectivamente, Benjamin no acentúa los peligros de la propia industria cultural, hace casi como si la industria cultural no existiera (y en verdad sólo algunos años después, y gracias sobre todo a Adorno, la industria cultural empieza a ser delimitada teóricamente). Pero este “anacronismo” de Benjamin sólo puede ser utilizado en esta empresa de recuperación porque la industria cultural es capaz, con la más evidente mala fe, de tomar de Benjamin algunos detalles, y desechar el resto. Si Benjamin es llevado como un estandarte por los campeones de la industria cultural es sólo mediante una traición completa a los elementos centrales de su reflexión. Su obra es mal leída, tendenciosamente recortada, censurada. Como el fiscal, la industria cultural toma sólo lo que le conviene e impide que los datos que podrían contradecirla lleguen a ser escuchados por los
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miembros del jurado. El fallo, entonces, puede ser dado por descontado. La marginalidad de Benjamin no debe ser comprendida como el rasgo enfermizo de un carácter volcado violentamente hacia el interior. Corresponde a una serie de elecciones deliberadas que resultaban la consecuencia lógica inevitable, de un pensamiento que no contemplaba ningún tipo de compromiso con el mundo, y que no aceptaba otra lógica que la de su propio desarrollo. La integridad intelectual de Benjamin lo convertía en un representante perfecto del intelectual, condenándolo al mismo tiempo, y por eso mismo, a la marginalidad. En 1936 aparece en Suiza un libro que consiste en una serie de cartas, elegidas y comentadas por Benjamin; su título es Alemanes. El autor de una de esas cartas, Johan Wilhem Ritter, dice: Mientras escribo (…) nadie mira lo que hago, salvo, si me está permitido nombrarlo, el buen Dios o, para decirlo mejor, la naturaleza. Los “espectadores” nunca han servido para nada en ninguna parte y yo, como muchos otros antes, he sentido también que algunos temas o que algunas obras no han sido nunca mejor elaboradas que cuando se simula no escribir para nadie, sino para el objeto del cual se trata.
Benjamin escribe un comentario a esta carta: “Un credo de escritor semejante sumergía en este tiempo a su autor en la miseria”. El lector puede suponer que Benjamin habla un poco de sí mismo, y que su posición frente a lo que dice Ritter es solidaria. Además la intransigencia de Benjamin y su negativa a todo tipo de acuerdo con los imperativos del mercado también lo condenaba a la miseria en su tiempo, que no era ya el de Ritter, pero que seguía exigiendo del intelectual que se plegase, dócil, a las expectativas de los que deciden.
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En 1933 Benjamin abandona Alemania, a la que nunca más volverá. En 1940, buscando huir de la Francia ocupada, y creyendo su tentativa fracasada, se suicida en un puesto fronterizo de los Pirineos. El exilio fue, para los alemanes contemporáneos de Benjamin, una dura prueba que pocos soportaron sin claudicar. Los otros “murieron de hambre o se volvieron locos” (como dice Adorno en Minima moralia). Muchos años antes el propio Benjamin había caracterizado el exilio, y también el exilio interior, la marginalidad absoluta dentro del propio país, que es para muchos el equivalente (también duro, y cuya salida más frecuente es también la locura o la muerte por hambre) del exilio. Quien en Alemania se dedica seriamente al trabajo intelectual está amenazado por el hambre. Yo no hablo de reventar de hambre, sino simplemente de una experiencia que es la de Erich [Gutkind, amigo de Benjamin] y la mía (en este sentido muy cercanas). Por supuesto que hay muchas maneras de tener hambre. Pero ninguna es más terrible que la de tener hambre en medio de un pueblo que se muere de hambre. Aquí todo devora, aquí ya nada más alimenta. Aun si mi deber fuese de permanecer aquí [en Alemania] este deber no podría ser cumplido aquí mismo. Esta es la perspectiva en la que se sitúa para mí el problema de la emigración. Benjamin, Carta a Florens Christian Rang en 1923.
La muerte de Benjamin, a los 48 años de edad, provoca una ruptura brutal y definitiva en su obra. Pero no explica completamente, me parece, el carácter fragmentario e inconcluso de su trabajo. En los últimos años de su vida Benjamin concibió un vasto proyecto, el libro sobre París o el Libro de Los Pasajes, mencionado insistentemente en su correspondencia. Pasajes parisinos era, tanto o más que una empresa
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concreta, una orientación que ordenaba toda su actividad intelectual. De este libro (que no existe) tenemos, sin embargo, huellas en varios textos de Benjamin. En 1931 escribe “Pequeña historia de la fotografía”, ensayo que sale de los “prolegómenos” del trabajo sobre los pasajes. Cuatro años después escribe lo que él llama “resumen” del libro, texto que conocemos con el título de “París, capital del Siglo XIX”. También en 1935 escribe “La obra de arte en la época de la reproductibilidad técnica”, que es próximo por el método al Libro de los Pasajes. Finalmente en 1938 trabaja en su ensayo sobre Baudelaire, que en principio era el ante-último capítulo de “Pasajes parisinos” y que finalmente fue para su autor, “el modelo-miniatura del conjunto”. Este texto sobre Baudelaire tuvo dos versiones: la primera es “El París del Segundo imperio en Baudelaire”; la segunda versión se titula “Sobre algunos temas en Baudelaire”. En el vasto proyecto de los Pasajes, en ese texto interminable y no terminado, inagotable y no agotado, puede verse, más allá de la tentativa concreta, la ilustración perfecta del trabajo del ensayista. Frente a él se alza, en el horizonte, el texto que redondee, concluya, culmine su obra íntegra. Deslumbrado por el brillo de esa referencia, sin embargo, lejana, marcha decidido hacia ella. Pero en su camino, tentándolo, se le cruzan otros elementos, que atraen legítimamente su atención, que lo distraen, pero en los cuales cree advertir los mismos reflejos, las mismas tonalidades de la luz lejana. Una vez desembarazado de esas tareas, en las cuales, no obstante, sospecha que concreta algo que en la esfera de la obra global sigue su camino en dirección del texto totalizador. Pero al ensayo (y a cada ensayista) le está vedada la posibilidad de alcanzar, finalmente, ese punto, que sería, sin duda, no sólo la culminación sino también la extinción de su tra-
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bajo. El concepto total, que englobaría los conceptos inevitablemente parciales que el ensayista elabora trabajosamente a lo largo de su obra, no es más que una quimera, que un espejismo. Me parece que si él no se ha dado ya cuenta antes, en el útil momento de su vida el ensayista advierte, como en una especie de revelación, que aquella referencia lejana no podía en realidad ser alcanzada nunca, y que además esa luz desaparece en ese mismo instante, se extingue con él.
La crítica: entre la literatura y el público1 Beatriz Sarlo
Carlos Dámaso Martínez ha dado una perspectiva optimista del trabajo crítico realizado en la Argentina, y ésta es una de las perspectivas posibles. Yo, en cambio, vengo con una perspectiva pesimista. O más bien con una perspectiva llena de perplejidades y de dudas acerca de la efectividad de nuestro trabajo. Por momentos me veo asaltada por las dudas de la utilidad del trabajo que producimos. Me pregunto si los que nos identificamos como críticos literarios tenemos un saber y un discurso o si tenemos solamente un discurso. Si tenemos un saber y un discurso es porque hemos definido un objeto y una forma de entrada a ese objeto: lo que en las ciencias o en el discurso científico se define como “saber”. Si tenemos sólo un discurso, se trata entonces de una manera de hablar sobre algo siempre evanescente, que está siempre huyendo hacia adelante: la literatura. Estoy segura de que no tenemos una ciencia. La legalidad de los discursos que nosotros hacemos sobre la literatura no podría ser contrastada con la legalidad de los discursos científicos. Y no estoy solo pensando en lo que suele llamarse “ciencias duras”. Simplemente, me parece difícil contrastar la legitimidad científica de nuestro discurso con la legitimidad científica de las ciencias sociales, o la lingüística. 1
Conferencia pronunciada como parte del ciclo Los escritores, la pro ducción y la crítica realizado en la Facultad de Filosofía y Letras de UBA en noviembre de 1984. Publicado originalmente en Espacios de crítica y pro ducción 1, Facultad de Filosofía y Letras, UBA, 1994; pp. 6-11.
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Por tanto, los que hacemos crítica literaria estamos enfrentados con un objeto evanescente, que es esta textualidad que elegimos abordar desde diferentes perspectivas. Sea cuales fueren las diferencias entre esas perspectivas, el objeto sigue siendo evanescente. Y sobre él, de costado, producimos un discurso: de eso pareciera haber menos dudas. Y además esto pareciera ser lo que despierta nuestro mayor orgullo, quizás porque se relaciona con nuestro narcisismo. Entonces, nuestra identidad —que pasa por nuestro discurso, pero que también debiera pasar por un saber y por la definición de un objeto— es todavía una identidad problemática. Yo creo, además, que es problemática la identidad que proporciona la carrera de Letras que se cursa en esta Facultad. Frente a este conjunto de incertidumbre quizás sea útil recurrir a las tradiciones que nos han ido definiendo. Durante mucho tiempo, a mí me resultaba satisfactoria una definición de Hauser sobre qué era un crítico literario. Hauser decía que el crítico literario era “el portador de la mediación”. El crítico literario era el espacio donde se realizaba la mediación entre el autor (para nosotros, el texto, o el texto y el autor) y el público. Si se dice que el crítico literario es el portador social de la mediación, se está suponiendo que hay una heterogeneidad o disimetría entre el objeto del discurso del crítico (la literatura) y el público. Y que esa heterogeneidad supone por otra parte disposiciones o capacidades adquiridas diferentes entre aquel que puede elaborar un discurso sobre la literatura y aquel que lo recibe. El crítico literario vendría a ser un distribuidor del saber (en un sentido amplio, como conjunto de disposiciones, o “savoir-faire”) necesario para leer ese universo discursivo que es la literatura. Si esto es así, también tendría razón Hauser
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cuando afirma que el crítico literario es una especie de hombre de dos mundos —de esquizofrénico, podría decirse también—. Porque el crítico literario es alguien que representa al público frente al escritor y al escritor frente al público. El crítico literario, enfrentado con el escritor, en realidad menta al público, dado que hace una lectura del texto que supone un movimiento de ese texto hacia el público. Pero enfrentado con el público, en realidad menta a la literatura, habla de la literatura y de sus procesos de producción. Si esto es así, se agudiza la sensación de esquizofrenia, de personalidad dividida que afecta al crítico. No solamente es un espacio social de mediación, sino que es un espacio social en el que él tiene una relación siempre diferente con los dos polos de esa mediación. No tiene con el texto la relación que tiene el escritor, pero tampoco la que tiene el público. La cuestión es saber si tiene alguna relación específica, si existe algo que pueda llamarse relación crítica. Queda claro también que el crítico es un individuo despojado de lugar. El público tiene un lugar, y tiene una relación de exterioridad práctica respecto de la literatura. El público como entidad real social está fuera del proceso de escritura. Entra a la literatura en un proceso segundo, que es el de lectura. Pero tiene un lugar asegurado. Por otro lado, el escritor establece su lugar en las relaciones con la textualidad, con el lenguaje, con las ideologías. El crítico, oscilante, un poco histérico, entre estos dos polos, coquetea con uno y otro sin decidir nunca del todo donde está su lugar y su relación constitutiva. El crítico es alguien definido por la ausencia de lugar. Esto es una carencia difícil de soportar pero al mismo tiempo tiene un aspecto fascinante, porque el despojado de lugar puede ocupar el lugar de los otros. Puede llegar a ocupar, imaginariamente, el lugar del escritor; e imaginariamente, y también de manera más real,
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ocupa el lugar del público. El despojado de lugar puede oscilar entre un lugar y otro, y ocupar un lugar y otro, sin ocuparlos nunca del todo. Sin duda, a partir de esta caracterización, nuestra situación supone una perspectiva incómoda. Y creo que de esta incomodidad surge la dificultad que tenemos en encontrar nuestros lugares, y sobre todo el lugar de nuestro discurso. En principio, la pregunta que yo me haría es sobre la necesidad de existencia de este discurso. En segundo lugar, de existir —porque hay una especie de demostración empírica de que este discurso existe—, ¿quién escucha nuestro discurso? Cuando me pregunto quién escucha nuestro discurso me refiero a quién lo escucha fuera de las paredes de esta Facultad. ¿A quién le podemos llegar a interesa con nuestro discurso? Retomando la pregunta de Sartre en un artículo formidable publicado en Qué es la literatura, ¿para quién escribimos nosotros? O para darle un fraseo más moderno (los críticos no podemos sino fechar nuestro discurso), ¿cuál es nuestro lector implícito? ¿En quién estamos pensando cuando vamos dejando marcas en nuestro texto? ¿Cuál es el lector que se diseña cuando nosotros escribimos? Si yo reviso mis propios textos o los textos de mis amigos, tengo toda la impresión de que el lector implícito que está en ellos son mis propios colegas; más jóvenes o más viejos, más prestigiosos o menos prestigiosos, con más o menos obra. Para leer nuestros textos es necesario realizar operaciones complicadas, a veces más complicadas que para leer los textos de los cuales uno ha partido. Las operaciones que tiene que realizar el lector implícito de nuestros textos son bastantes más complicadas que las que exige la literatura misma. Y es posible que menos placenteras. Me pregunto por qué ha sucedido esto. Tengo dudas de que éste haya sido siempre el lector implícito definido por
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la crítica. Y tengo dudas de que éste siga siendo el lector implícito de otros universos críticos, como el anglosajón, por ejemplo. Podemos citar textos críticos en los cuales parece haber otros lectores implícitos, que no son nuestros colegas. Yo creo que en la Argentina, en los años sesenta, se produjo un movimiento que podría definirse como la crisis de la forma del ensayo. Hasta los años cuarenta, todo lo importante que se discurrió sobre la Argentina —ya no sólo sobre la literatura argentina, sino incluso sobre la sociedad, el pensamiento, la mentalidad de los argentinos— tuvo de manera muy evidente la forma ensayística o por lo menos sus marcas. El arco va desde Facundo hasta Martínez Estrada, con los relevos del ensayo nacionalista o el ensayo izquierdista. La forma ensayística era esa forma “bifronte”, que Jaime Rest ha caracterizado muy bien en ese libro póstumo que se llama El cuarto en el recoveco. Dice allí Rest que en la mansión de la literatura hay un cuarto en el recoveco donde se van agolpando cosas que pertenecen a todas las piezas, a todas las habitaciones de la literatura. Ese cuarto en el recoveco, que es un cuarto heterogéneo, es el ensayo. En la literatura argentina —o en la textualidad argentina no sólo estrictamente literaria— el ensayo era una forma muy productiva. Es más: uno podría decir que algunos de los grandes libros de la literatura argentina son ensayos. Muerte y transfiguración de Martín Fierro es un ensayo. Para no hablar de Facundo. En la década del sesenta esta forma ensayo entra en crisis, asediada por nuevos discursos y metodologías sobre lo social, lo histórico, lo político y también nuevas perspectivas y nuevos discursos sobre lo literario, que emergen incluso en el espacio mismo de esta Facultad. Y allí adopta una flexión despectiva (no hay proceso que no la encuentre) la palabra “ensayismo”. Si hasta ese momento el ensayista había sido un
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príncipe del sistema literario, a partir de los años sesenta el ensayo (sustantivo que los une) comienza a tener un profundo contenido despectivo o condescendiente. Y empezamos a decir: “Hay que acabar con el ensayismo”, a partir de la idea de que el ensayismo es el espacio privilegiado de las perspectivas anti-teóricas y del impresionismo político, histórico, sociológico, psicológico, estético. En este procesos de crisis y estigmatización del ensayo se ganan algunas cosas. Se gana en especialización disciplinaria y especificidad conceptual. Se gana en rigor. Algunas ciencias y algunos discursos de pretensión regional científica se fundan en esta crisis del ensayismo. Algunos autores quedan expulsados al borde del sistema. Se comienza a decir de Sebreli que “es ensayista”, con una entonación despectiva. Diez años antes, en la década del cincuenta, la entonación hubiera sido otra. Se gana y se pierde. Se fundan algunos discursos modernos, se moderniza la enseñanza de la literatura; nos modernizamos todos nosotros, y al mismo tiempo perdemos cierta posibilidad. Me da la impresión de que a partir de ese momento queda obturada en la Argentina la posibilidad de un Barthes o la posibilidad de un Benjamin. No apuesto a que sin la crisis del ensayismo hubieran florecido. Lo que digo es que quedan metodológica y teóricamente obturados. La crisis del ensayismo obtura los Ensayos críticos de Roland Barthes. ¿Quién podría escribir los Ensayos Críticos de Barthes en el clímax dramático de la crisis del ensayismo? ¿Quién podría escribir las Iluminaciones de Benjamin? No digo que hubieran surgido de no haber crisis del ensayismo. Digo que ese lugar queda bloqueado, del otro lado del muro edificado por los discursos que se reclaman de la ciencia. A partir de entonces nuestro discurso se va enrareciendo progresivamente. Y empieza a circular de manera muy dife-
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renciada. ¿Qué quiero decir con esto? Sur, en la década del 30, era una revista que podía ser leída por cualquier lector “culto” de la Argentina. No voy a entrar en la discusión política ni ideológica de la revista. Lo que digo es que, como modelo, era una revista de modernización, y un lector “culto” de la Argentina —esto es, un hombre de capas medias, algún pasaje por la Universidad alguna disposición estética adquirida lateralmente— podía formar su biblioteca imaginaria o real con Sur. En realidad, también podía formarla de manera práctica: podía comprar todos los números de Sur y todas las traducciones editadas por Sur. Y al mismo tiempo, Sur era la revista en la cual se constituía un sector importante de escritores latinoamericanos y argentinos. Eso lo sabemos por los testimonios de Octavio Paz o Vargas Llosa, quienes, veinte años después, dicen: “Sur fue la revista en la cual se constituyó mi discurso”. “Sur fue la revista que me proporcionó los primeros metros de mi biblioteca: cuáles eran los primeros libros que tenían que entrar ahí, cómo tenía que empezar a leerlos y cómo pasaba de uno a otro”. Es decir que desde un hombre “culto” (si ustedes me permiten la imprecisión sociológica) hasta los escritores importantes de América Latina podían encontrarse imaginariamente en las esquinas de Sur. Existía un espacio común. Lo mismo puede decirse en otro registro estético e ideológico de revistas como Contorno, El escarabajo de oro o Marcha. Pero me resulta muy difícil pensar una revista equivalente para la segunda mitad de la década del sesenta y de allí en adelante. Me es difícil pensar un circuito que pudiera reunir tantas disposiciones heterogéneas, tantos actores sociales diferentes. A partir de un momento, se podría comprobar —y sería interesante ir definiendo de qué modo— que se van constituyendo redes de circulación del pensamiento crítico muy diferencia-
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das, Y podría decirse que por niveles diferentes de esas redes circulan discursos diferentes que van destinados a públicos diferentes. El periodismo cultural se propone ocupar el vacío que se abría ante el progresivo amaneramiento del discurso más específico sobre la literatura, que se retiraba hacia otras trincheras. El periodismo cultural va llenando ese vacío, a veces de manera inevitablemente trivial, y a veces con discursos que merecerían un destino más permanente que el de lo efímero de una revista semanal o de un suplemento. Al diferenciarse tramas o redes de circulación de discursos y públicos, se diferencian también sistemas de consagración. Esto se ve muy claramente si ustedes se toman el trabajo de ver en diciembre de todos los años qué consagra como los libros del año cada uno de los suplementos culturales o de los semanarios de la Argentina. Mi experiencia de hace dos años con La Nación fue alucinante. Yo no había leído ningún “libro del año” consagrado por ese diario. Mientras que me sentía más o menos pacíficamente representada por el balance del año que había hecho Lafforgue en Clarín. Es decir que las redes crean zonas de consagración que se autoexcluyen, que se ignoran; textos que nunca llegan a leerse mutuamente, textos que nunca están en una relación de espejo. Todos los domingos repito esa experiencia. No leo ninguna novela desde la perspectiva crítica que me propone La Nación. Y supongo que la experiencia será inversa. El que escribe el suplemento no lee ninguna novela o libro de poemas desde la perspectiva crítica que yo propongo. Como si esto fuera poco, la Universidad, que había sido un foco de modernización y de dinámica —con todas sus ventajas y desventajas— hasta 1966, se convierte desde ese momento en un espacio completamente irrelevante para la crítica. Esto no es una constante de todos los períodos o paí-
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ses. Si bien todos los campos intelectuales tienen redes críticas diferenciadas no es de ninguna manera una constante que, por ejemplo, la universidad francesa no intervenga en la consagración junto con Le monde, La quinzaine littéraire o Le magazine littéraire. La universidad francesa tiene polos de consagración que se sobreimprimen o coinciden parcialmente con los de las revistas de la vanguardia teórica —como puedo haber sido Tel Quel hasta que desapareció—. Mientras que la universidad argentina hace años que perdió su posibilidad de emitir un discurso autorizado y polémico. La universidad se limitó a articular un discurso que carece de relevancia para la crítica y para el público. Los debates de la crítica argentina no pasan por la universidad. Creo que esto fue muy serio, y nos marcó bastante profundamente a todos nosotros. En Francia, a comienzos de los sesenta, Barthes y Picard protagonizan una de las batallas más sangrientas de la crítica, batalla que tuvo consecuencias enormes, donde se disputaba todo. Barthes publicó Sur Racine y el profesor Picard, un crítico académico tradicional, salió a cuestionar la lectura que Barthes hacía de Racine. La polémica es larguísima. Ustedes pueden leerla en parte en Crítica y verdad de Barthes. Pero además incluyó intervenciones en Le Figaro y en Le Monde. Esta polémica, que es riquísima, tiene varias consecuencias. En principio, impone una nueva lectura de Racine. Y con ella un nuevo derecho de entrada a saco dentro de los clásicos, el derecho de leer a todos los clásicos de otro modo. Barthes empezó por Racine, y de ahí pudo seguirse un curso de desacralización. Se trata de una disputa acerca de la propiedad sobre los textos, que gana la nueva crítica. Esta disputa tiene consecuencias institucionales profundas. Porque, además, Barthes le gana en la institución universitaria francesa. Por supuesto, el señor Picard no se quedó sin
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trabajo. Quiero decir solamente que la corriente crítica que Barhes representa, y Barthes en primer lugar, comienzan a tener una situación de privilegio en la institución universitaria francesa. Es también la disputa por una tradición: una de las disputas más importantes. Me parece indispensable que los críticos mostremos cómo se arma y desarma nuestro sistema. Y también me parece indispensable que pensemos esta misma actividad ejercida por los escritores. Esta disputa por la tradición, que se refleja en una disputa internacional, penetra profundamente en la universidad de París y permea y afecta el campo intelectual francés. Procesos y debates de ese estilo pareciera que han estado obturados en la Argentina. Quisiera proponerles otro ejemplo, sucedido en Inglaterra hace no más de cuatro años. Se sabe que la tradición crítica inglesa tiene una fuerte marca historicista y culturalista, que la entrada del marxismo althusseriano a fines de los años sesenta no suprimió, sino que más bien desplazó. En la universidad de Cambridge, un profesor dictó un curso de crítica literaria estructuralista, que tuvo una discreta repercusión en los colleges, pero despertó también la reacción de miembros del cuerpo de profesores, que movilizándose y entablando una batalla teórica que era también institucional, lograron que el curso fuera suprimido. Se decidió expulsar al discurso crítico del estructuralismo de la universidad, en un acto de censura bastante impropio de las tradiciones liberales británicas. En ese momento, el mayor y más prestigioso crítico inglés, Raymond Williams (cuya tendencia es historicista y antiestructuralista) intervino en el debate que ya se había convertido en una especie de escándalo. Escribió y pronunció una serie de conferencias públicas, que luego fueron publicadas en el Times Literary Supplement, y, volcando todo su peso sobre la balanza, obtuvo la permanencia del nuevo dis-
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curso estructuralista en el espacio de un college universitario inglés, donde había sido amenazado por el empirismo algo salvaje del cuerpo de profesores. El episodio no sólo nos informa sobre la existencia de zonas arcaicas en el campo intelectual y universitario inglés, sino también de la posibilidad de que un debate teórico extremadamente complejo llegue a superar los límites de las instituciones universitarias y sea considerado lo suficientemente importante para ocupar las páginas de los suplementos dominicales. Es decir que un discurso crítico se abre camino más allá del grupo de ideales en el que se origina. Por otra parte, en la Argentina sucedían cosas así. Estos episodios, el de Barthes-Picard, o el de Raymond Williams convertidos en escudo del estructuralismo, no son ignorados por la historia cultural argentina. Se sabe que hubo momentos en que la universidad tuvo un peso esencial, articulando discursos críticos. Fue desde la universidad donde se dio la primera versión de la literatura argentina: versión que propone Ricardo Rojas y que luego se va a convertir en su Historia de la literatura argentina. La Universidad tenía una dinámica tal que pudo ser el espacio, entre 1915 y 1918, donde se forjó un gran mito nacional: tenemos una literatura que va desde Ollantay hasta todo cuanto cronista y viajero que pasó por estas tierras hubiera escrito. Mito que resultó productivo, porque a partir de los mitos culturales se pueden construir otros discursos. También la universidad fue un lugar vivo en la década del sesenta, pero clausurado este espacio de circulación de los discursos, quedamos librados a nuestras tendencias más aislacionistas. Eso es lo que quizás en este momento podamos remediar. Una idea que ha pesado mucho sobre los críticos, existía en estado práctico mucho antes de que Barhes la formulara. La conocíamos antes que Barthes le diera su forma epi-
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gramática. Unos años después de la primera discusión con Picard dice Barthes: “Entre la jerga y la trivialidad, prefiero la jerga”. Porque Picard, este profesor tan respetable, le decía a Barthes que era muy jergoso y que su crítica no se podía entender. Cosa que no es cierto, por otra parte, como todos ustedes pueden comprobar fácilmente. Esta idea de Barthes tiene que ver con el problema del lenguaje de la crítica, que a su vez nos lleva al problema de cuál es nuestro lector implícito. Me pregunto: ¿por qué aceptar este dilema? ¿Por qué esta carencia de lugar que tenemos los críticos nos conduce permanentemente a este dilema, a esta opción entre la jerga y la trivialidad? Creo que llegamos a esta opción por la permanente sensación de usurpación del lugar que tenemos. Extranjeros del texto y extranjeros del público. Cotejando alternativamente al texto y al público. El lugar abstracto que ocupamos nos plantea esta opción. Creo que cualquiera de nosotros, si tiene que elegir entre la jerga y la trivialidad, prefiere la jerga. Pero creo que si esta frase es tan reveladora, es porque descubre una colocación, un lugar cero, que es el nuestro: esa colocación neurótica que tenemos, por no ser ni texto ni lector. ¿A qué nos conduce esto? A la fetichización de nuestro propio lenguaje. Nosotros, los críticos, nos enajenamos a nuestro discurso. Es posible incluso que esta misma charla sea una muestra de esa enajenación. Quedamos alienados a nuestro lenguaje, y en consecuencia, nuestro lenguaje toma rasgos fuertemente iniciáticos. Yo los exhortaría a ustedes a que leyeran Muerte y transfi guración de Martín Fierro. Es una tarea larguísima y por tramos terrible, pero que no exige el bagaje que exigen nuestros textos. Quizás el mejor análisis formal que se ha escrito sobre la sextina hernandiana, lo único que exige del lector es paciencia. Es un análisis que parece hecho a partir de los for-
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malistas rusos, a partir de Tiniánov, a quien Martínez Estrada por lo demás no conocía. Pero por momentos el análisis de la serie fónica, de la semántica, de la lexical, parece pensado según el modelo de análisis de los formalistas rusos. Y sin embargo, lo único que pide de su lector es una disposición paciente, la disposición de soportar un discurso que remite sus conclusiones siempre hacia adelante, y que las razona de manera prolija y exhaustiva. No supone, en cambio, un ritual iniciático de dominio sobre el lenguaje. Si nuestro discurso es iniciático, nuestra crítica corre lativamente aparece muy fechada. Es más la palabra “fechada” es fechada. Usamos permanentemente la palabra “fechada”, galicismo que no se conocía hace quince años, y que posiblemente dentro de cinco, no usemos más. Pero no toda la crítica es fechada. Yo leía las Lecciones de literatura europea de Nabokov. Ese texto, digno del novelista Nabokov, carece de esa fuerte marca de la moda, esa fuerte marca del colega como lector implícito que tienen nuestros textos. Yo no puedo escribir un texto donde no hable de “campo intelectual”, donde no hable de Bourdieu, donde no cite a Raymond Williams. A Nabokov no le pasa nada de eso. Él puede establecer cierto tipo de relación lúdica, a veces es una relación casi de paráfrasis, a veces es una relación sociocultural. Me pregunto por qué pueden existir estos textos. Pienso en Nabokov, pienso en toda la crítica de Edmund Wilson, incluso la más complicada, para nosotros. Los textos de Edmund Wilson sobre las traducciones de Tolstoi son un acto de imaginación para un lector rioplatense. Y sin embargo, yo podría decir que Tolstoi fue para mí siempre un autor abstracto hasta que leí cómo Wilson discute ciertas formas de traducir el lenguaje de Natasha en Guerra y paz. Pienso en las críticas de Orwell. Hay un hermosísimo libro de críticas de Orwell que publicó Sur en la década del 40.
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Allí toma temas de cultura popular y toma la novela policial, y escribe textos legibles. ¿Cómo podríamos tratar de elaborar un espacio para un discurso que no expulse a sus lectores? Digo “espacio” en primer lugar, porque habíamos llegado a la conclusión de que nuestro discurso era como era, porque carecía de espacio. Extraño los escándalos de la crítica. Extraño que nuestra crítica no sea escandalosa. En 1964 César Fernández Moreno publicó en Primera Plana una crítica de Sobre héroes y tum bas. Esa crítica produjo un escándalo, y al mismo tiempo es una buena crítica. No es una crítica periodística, lo que uno calificaría como la crítica de la superficialidad, la crítica de la peripecia, la crítica de las ideas, al considerar la estructura formal de la novela, que describe bien su tendencia a la explicitación excesiva y al maniqueísmo. Es un texto serio y nada concesivo, pero no incurre en las afectaciones discursivas que sólo remiten a nuestro narcicismo. Durante semanas los lectores de Primera Plana escribieron tratando de que César Fernández Moreno fuera desterrado de la revista y del mundo porque se había atrevido a decir, razonadamente, que Sobre héroes y tumbas no era la mejor novela argentina. Extraño los escándalos de la crítica. Escándalos del tipo Barhes-Picard o el escándalo del estructuralismo en Inglaterra o nuestros escándalos locales. Benjamin, que sin duda es uno de los críticos que no podemos ser, decía: “En toda época es preciso arrancar la tradición del respectivo conformismo que está a punto de subyugarla”. Ésta es una de las primeras tesis de Tesis de la filosofía de la historia de Benjamin. Son tesis absolutamente enigmáticas, y contradictorias, siempre sugestivas en la actitud de quien abre puntos de vistas. Ésta es una especie de exhortación a los intelectuales para modificar la relación que establecen con las tradiciones, sean éstas ideológicas o discursivas.
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Yo me pregunto cuál es nuestro conformismo. Quizás nuestro conformismo es aceptar con buena ciencia, con una buena conciencia que obtura el problema, el desgarramiento, la fisura, el lugar marginal en el cual nos ha puesto un proceso argentino, en el cual nosotros mismos nos hemos puesto. Benjamin dice que el intelectual es el que siempre trabaja contra su sentido común, en contra de sus ideas, en contra de sus presupuestos. Quizás trabajar contra nuestro conformismo sea trabajar contra este lugar de marginalidad en donde de alguna manera se nos ha colocado y de alguna manera aceptamos colocarnos. Hay dos libros que trabajaron contra este lugar de marginalidad que quisiera evocar. Uno de ellos es Mimesis de Auerbach, uno de los más grandes libros de la crítica del siglo XX. El otro es Hombres alemanes del mismo Benjamin. ¿De qué manera trabajaron esos libros contra el lugar de la marginalidad en la cual la historia los colocaba? Mimesis fue un libro escrito durante la Segunda Guerra Mundial por un judío alemán que debió exiliarse en Estambul. Este judío alemán no solamente era un perseguido, por ser judío y hombre de ideas liberales, sino que además era un romanista. Entonces, lo peor de su exilio (como lo señala sagazmente otro exiliado: el crítico palestino Edward Said) es que él fue a exiliarse ante las puertas del Gran turco, ante las puertas de aquellos que habían destruido el universo cultural al cual él se había sentido vinculado durante toda su vida. De manera sumamente emocionante, en el final de ese libro, Auerbach dice que él escribió ese libro sin bibliotecas, en una situación de carencia absoluta. Lo escribió cuando parecía que la civilización a la cual él había apostado podía desaparecer del mapa. Y lo escribió como homenaje, quizás (él podría haberlo pensado así) como último monumento de esa civilización.
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Hombres arrojados a la extrema marginalidad tuvieron el coraje intelectual de destruirla. El otro que yo evocaba es Hombres alemanes, de Benjamin. Es casi forzado llamarlo un libro de crítica literaria, aunque hacer una antología es una de las típicas operaciones de la crítica. Benjamin, también judío, tuvo que huir de Alemania, deambular por Europa, y termina suicidándose cuando cree que va a caer en manos de los nazis. Con Hombres alemanes se propone hacer una recopilación de cartas escritas por intelectuales, por burgueses, por algunas mujeres, por escritores miserables y desesperados en el siglo XIX y comienzos del XX. En pequeños prólogos, de una página, Benjamin dice que la Alemania que está en manos del nazismo no es la única posible; que hubo una Alemania de la razón de Kant, o de la dialéctica de Hegel, o de los teólogos, o de los poetas. Y ese libro, escrito desde la extrema marginalidad, que es el exilio, y además un exilio trashumante, es la afirmación de que la crítica podría hacer un movimiento de reparación y de propuesta. Quizás mentar estos libros no sea el mejor camino, porque uno queda casi paralizado por la admiración y el respeto intelectual y moral. Lo que yo quería plantear es la situación en la que experimento la colocación de nuestro propio discurso. Confío que no sea la situación en la cual ustedes experimenten la colocación del discurso futuro.
El ensayo, un género culpable1 Eduardo Grüner El ensayo —hay que entenderlo como un tanteo modificador de uno mismo en el juego de la verdad, y no como apropiación simplificadora de otros para los fines de la comunicación— es el cuerpo viviente de la filosofía, por lo menos si ésta sigue siendo, aún ahora, lo que fue otrora, es decir, una ascesis, una ejercitación de uno mismo en el pensamiento. M. Foucault Nuestro error no concierne al orden del saber, sino al orden moral. Equivocarse es convertirse en culpable cuando se cree que se está actuando rectamente. J. Starobinsky
Una gran novela puede ser una ballena blanca o una cucaracha: nos arrastra con ella o se agita bajo nuestros pies. Es lo que Charles Olson y Walter Benjamin encuentran en Melville y Kafka, respectivamente. La metáfora animal es el testimonio de un límite absoluto, de un fracaso: imposibilidad de “abrumar la naturaleza” (Olson), imposibilidad de constituir a la bestia como “receptáculo del olvido” (Benjamin). Por encima o por debajo de la humanidad, el fracaso es irrisorio: quizá acierte Gramsci cuando sugiere que el superhom 1
Publicado originalmente en Sitio 4/5, Buenos Aires, 1985; pp. 51-55. Reproducido en Un género culpable. La práctica del ensayo: entredichos, preferencias e intromisiones, Rosario, Homo Sapiens Ediciones, 1996; pp. 13-21, y en Un género culpable. La práctica del ensayo: entredichos, pre ferencias e intromisiones, Buenos Aires, Ediciones Godot, 2013; pp. 25-37.
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bre nietzscheano no es tanto Zaratustra como el conde de Montecristo: un personaje folletinesco, ridículo, cuya única grandeza es la de saber esperar. También lo dice Benjamin a propósito de Kafka: toda su literatura consiste en aplazar una respuesta (un “juicio”). Ni siquiera la muerte es una sentencia satisfactoria: “(Kafka) consideraba sus esfuerzos como malogrados… se consideraba entre aquellos destinados a fracasar”. Y, en algún sentido, tenía razón: “Lo que fracasó fue su grandiosa tentativa de conducir a la poesía a la doctrina y de volver a darle, como parábola, la sencilla inalterabilidad que era la única que le parecía adecuada en relación con la razón”. Fracasando como gestor de alegorías, Kafka entrega —contra su voluntad, es sabido— una gran literatura. ¿Y Melville? Para Olson, el capitán Ahab protagoniza —después de Ulises y Dante— la tercera y la última Odisea de la historia literaria. Al revés de lo que dice Eco, los capítulos pedagógicos sobre la vida y la caza de las ballenas dan la verdadera dimensión del igualmente grandioso “fracaso” de Melville: Melville, escéptico, no se imaginaba sin embargo como podría vivir sin una fe. Tenía que tener un dios. En Moby Dick, encontró uno, pero ¿a qué precio? Olson: “Era una labor de gigantes: hacer un nuevo dios. Para lograrlo, era necesario que Melville, puesto que el cristianismo lo rodeaba como nos rodea a nosotros, fuera tan Anticristo como Ahab. Cuando rechazó a Ahab, perdió la antigüedad. Y el cristianismo ocupó el terreno. Pero Melville había consumado su labor”. La tarea imposible (tanto como la de Kafka) arroja un resto exitoso: los capítulos pedagógicos, por la misma lógica de su verosímil, reducen el dios blanco a una masa de carne sanguinolenta, casi repugnante. Benjamin y Olson son dos auténticos ensayistas: arriesgan la idea de que es en el fracaso de Kafka o de Melville donde hay que buscar las razones que hacen a la satisfacción de su lectura. Vale decir, en lo que hay de ellos de irrepetible (lo
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único que una “ciencia literaria” debería, por definición, excluir): ¿cuántos podrían estar en condiciones de ofrecer “La metamorfosis” o Moby Dick como producto de sus equivocaciones? El ensayo (literario) es esto: identificar un lugar fallido, localizar un error.
Ensayo/error Inútil decir que la idea no es nueva: la hemos leído, desde ya, en Blanchot: todo escritor está atado a un error con el cual tiene un vínculo particular de intimidad. Todo arte se origina en un defecto excepcional, toda obra es la puesta en escena de esa falta: “Hay un error en Homero, de Shakespeare, que es quizá, para uno y para el otro, el hecho de no haber existido”. Afirmación feliz: pareciera que basta que haya Obra para que haya Autor, fuera de toda comodidad de una existencia biológica. Figura que distingue al ensayo de la “ciencia literaria”, en tanto supone que es la escritura la que constituye a un (sujeto) escritor —es lo que dice Sartre de Flaubert— así como el discurso funda su propio sujeto. Al revés, la crítica (“científica”, tal como hegemoniza hoy la Universidad) debe suponer un Autor en el origen de la escritura. De la “tradicional” a la “moderna”, la crítica ha hecho poco más que cambiarle el nombre a esa instancia previa: la restitución de una auto ridad en el origen, bautizada como la Vida, las Influencias o las Condiciones de Producción. La crítica llamada estructural (que no privilegia contra lo que se dice, la “inmanencia del texto”, sino la adaptación de los textos a otra inmanencia, la de los códigos de la semiótica narrativa) no escapa a esta lógica “autoritaria”: el sujeto–soporte de la Lengua —o de la Ideología, formación lingüística de singular astucia— aplasta bajo el peso de las estructuras la posibilidad de recupera al Autor bajo una forma que no sea la del terrorismo académico. Lo cual no exime, no nos exime, de la fascinación casi irresis-
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tible de ese terrorismo: ¿quién (salvo que se atrinchere en la palurdez de una crítica “sentimental”) podría sustraerse a la seducción intelectual de una “cientificidad” crítica? Calvino da cuenta sagazmente de esta debilidad tan humana cuando señala que incluso la más rigurosa crítica anglosajona (pongamos un Curtius, un Frye, un Steiner) termina por parecernos “amablemente ensayística” desde que el estructuralismo nos ha acostumbrado a una formalización mucho más reductiva y austeramente descarnada de los procedimientos de lectura. Seducción que proviene, creo, de la aparente eficacia —lo que no quiere decir facilidad— con que esos procedimientos combaten el horror vacui: si supiéramos qué es lo que Propp, Todorov o Greimas eliminan, suprimen, de los textos que analizan, sabríamos también qué es lo que les impide ser “amables ensayistas”. No es cuestión, tampoco, de desconocer otra consecuencia de la ideologización de la figura del Autor: ha provocado que no tengamos, todavía, una teoría de la lectura. O, si la tenemos —como parecería despuntar esperanzadamente en la “estética de la recepción”— sea en buena medida bajo el régimen de una separación entre el análisis de la lectura y la escritura y/o una promoción simétrica —véase el último Umberto Eco— de la figura del Lector como complemento del Sentido (una antigua pasión de Valéry, por otra parte). Bienvenida reaparición, sin duda, después de tantos años de dictadura autoral y de posterior “operocentrismo”: es una demostración de que el lector seguía siendo, después de todo, el cero que organizaba la serie, el deus absconditus que sólo había muerto para hacerse obedecer mejor. Pero, a su vez, la muerte del Autor a favor del Lector, el relevo de una restitución del origen por una anticipación del (incierto) destino, no es necesariamente una ventaja: sigue siendo tributaria de una oscilación entre el Pasado y el Futuro. Cuando de lo que
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se trata, más bien, es de una lectura que actualiza la escritura, que constituye al sujeto de lectura en el mismo lugar en el que se constituye el sujeto de la escritura: el presente perpetuo (continuo, si se quiere gramaticalizar) de la enunciación. Lugar en el que el autor se dibuja por su ausencia, lugar del “Qué importa quién habla” de Beckett que Foucault designa como uno de los principios éticos de la escritura contemporánea: no porque no existiera, sino porque sólo contemporáneamente ha adquirido el estatuto de principio. Se ve, allí hay otra manera de pensar el Autor: no suprimiéndolo por decreto, como quisiera cierta “vanguardia”, no manteniéndolo en una suerte de anonimato trascendental —lo cual es un gesto teológico, pero no crítico— sino recuperándolo, en todo caso, como Nombre, y marcándolo como designación de los límites dentro de los cuales se produce un acontecimiento discursivo que podemos convenir en llamar obra. Ese es el lugar, pues, de una teoría de la lectura, inseparable —se dijo— de una teoría de la escritura y ambas como propiamente imposibles (si se acepta el postulado de la imposibilidad de una ciencia de lo particular), en el sentido de que tendría que ser una teoría informada por su propia práctica, una teoría cada vez única, que se funda y a la vez se disuelve con cada lectura (incluso del mismo texto): ¿cómo podría, en efecto, haber una teoría de la lectura o de la escritura an terior a la lectura o escritura mismas? Esa lectura sería, por lo tanto, una lectura del acontecimiento enunciador, de la emergencia de una sorpresa que me hace levantar la cabeza y dejarme ir en alguna asociación —que nunca es libre, desde ya—: permítaseme sugerir —y es una idea que tomo en préstamo de Roland Barthes— que si me siento a escribir el relato de todas las veces que he “levantado la cabeza” provocado por la lectura, eso es un ensayo. Y eso transformaría el ensayo en una especie de autobiografía de lecturas: no tanto
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en el sentido de los “libros en mi vida”, sino más bien en el de los libros que han apartado al ensayista de “su” vida: que lo han hecho escribir, derramar sus lecturas sobre el mundo en lugar de atesorarlas en no sé qué interioridad incomunicable. Pasar del tratado al ensayo es pasar del trabajo a la conversación (Malraux). Es decir: enajenar la palabra propia sin dejar de recuperarla en la del otro. ¿Y no demuestra eso el hecho de que el ensayista nunca encuentra, en lo que escribe, la prueba de que es realmente él quien escribe? Ensayista es quien puede decir, como Kafka: “no escribimos según lo que somos: somos según aquello que escribimos”. Lo importante aquí es el uso del plural: ensayista es el que sabe que nunca escribe solo (y su soledad consiste en saber eso) porque su escritura es la que permite también que se escriba —que se inscriba— el autor con el cual “ensaya”; para un ensayista leer no es escribir de nuevo un libro: es hacer que el libro sea escrito, “aparezca”. Ese “apartamiento” quizá equivaldría, para el ensayista, a la ostrononye de Schklovski, al distanciamiento brechtiano: una operación a mitad de camino —o mejor: fuera del camino— entre la identificación impresionista y el objetivismo cientificista. Puesto que afirmar el acontecimiento no implica, forzosamente, dejarse arrastrar por él cuando él emerge: para eso basta la paciencia, que es un subterfugio de la muerte (“cuando se niega la vida, basta esperar: la muerte llega siempre”, dice Montherlant). Aquí estamos hablando de la impaciencia por hacer algo con ese acontecimiento, por la inclusión de ese azar en un cálculo, como lo quería Poe. El ensayo, pues: su diferencia con la “ciencia literaria” es que no se propone, al menos a priori, restituir ningún origen —ni el Autor, ni el Código, ni el Sentido— ni tampoco anticipar ningún destino, sino constituirse como testimonio de ese
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acontecimiento por medio de la escritura. Es superfluo amonestar a quien se haga ilusiones con respecto a la inocencia o a la espontaneidad de esa forma de lectura: ese sujeto del ensayo se funda cada vez en un lugar distinto del entrecruzamiento múltiple pero limitado de lecturas y escrituras, de lecturas y escrituras no sólo “autorales” sino históricas, sociales, culturales: como en las célebres “series” de los formalistas rusos, en cuya formalización, por fortuna, ellos fracasaron exitosamente. Fundación de la cual se podría hacer casi una receta, ya que cada quién escribe según lo que lee: basta averiguar lo que alguien lee (y no lo que cree leer) para tener una idea muy aproximada de lo que escribe: es el creative misrea ding de Harold Bloom, la —¿me atreveré a traducirlo así?— “deslectura creativa” que hace, por ejemplo, que Viñas pueda leer, en Amalia, que la escritura de Mármol se enriquece porque traiciona su ideología explícita, y no a pesar de esa traición. Que le permite a Bajtin construir, con lo que hay de aparentemente más accesorio en Rabelais (su “comicidad”) una teoría de la Risa tan importante como las de Bergson o Freud, allí donde cierta crítica “moderna” solamente encuentra —cree encontrar— un modelo universal de la parodia, aplicable a no importa qué otro texto, sin tomar nota de que ese accesorio (ese acceso de risa, siempre inesperado) es lo que constituye a la obra (la de Rabelais, la de Bajtin) en su singularidad. En ambos casos, repitamos, es la deslectura de lo que aparece como más “acertado” lo que permite leer aquélla falla que es la verdadera carnadura del texto. Y estamos de vuelta en Blanchot, nombre de ensayista por excelencia, cuando habla del “error” de Mallarmé, a saber: el de haberse propuesto una empresa imposible como es la de aislar la esencia misma de lo poético: “empresa cuyo desarrollo lo obliga a inventar figuras verbales de una belleza incomparable”. Un ensayo es la escritura de la lectura de ese error, de ese
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“acto fallido”, si se me permite la expresión. Deslizamiento insustituible para tratar de entender el ensayo, en tanto permite soslayar la trampa de la aplicación. Ya que desde luego todo error —en literatura, al menos— es absolutamente único: ningún modelo general previo podría dar cuenta de él sino bajo la forma de su expulsión como anomalía. Y cuando la aplicación de un modelo previo se hace imposible, lo único que puede restituirlo es la escritura. Me refiero, claro está, a la escritura propia: no es dando cuenta del “estilo del autor” como se sorteará la celada, Es fácil, demasiado fácil, decir que cada texto propone su propio modelo: ¿hasta dónde se puede hacer caso omiso de los otros “modelos” de los cuales el texto en cuestión se aparta? La estilística, finalmente, termina por ser la más normativa de las disciplinas críticas: estudio centrado en los desvíos (¿de cuál camino?) procura codificar las potenciales “reacciones” del lector, con lo cual éste se transforma en esa especie de monstruo, verdadera enciclopedia de delitos lingüísticos, que es el Archilector de Rifaterre (y estamos hablando de uno de los más interesantes y rigurosos “estilísticos”), cuyo criterio valorativo, precisamente, es una moral del éxito: “Si es cierto que un buen libro es aquél que consigue su objetivo (?), habremos hecho bastante para mostrar el valor de una obra cuando hayamos desmontado el mecanismo que la hace eficaz”. Sí, pero, ¿si la lectura —y no sólo la escritura— fuera ya un desvío del vínculo “normal” con la lengua? ¿No sería entonces el error, el “fracaso”, el objeto imposible de la estilística?
Error/exclusión Convengamos, entonces: la única manera de evitar un error es excluir, de antemano, aquello que podría producirlo. ¿Y cómo? Despachando el riesgo: vale decir el acontecimiento. Aquélla exclusión preventiva puede entenderse a la mane-
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ra de Foucault: como forma de control del discurso, de ejercicio de un poder. O a la manera de Lévi-Strauss: como forma de establecer reglas de organización de “cosmologizar” el caos. Los ejemplos son nítidos: en el primer caso, lo que Foucault llama el “comentario” —repetición que aparenta diferencia—, en el segundo la prohibición del incesto —producción de una diferencia por la repetición—. Pero ambas formas se ligan: el establecimiento de reglas supone el ejercicio de un poder, aunque sea “espontáneo”; y no hay poder sin reglas que lo informen. La constitución de una “ciencia literaria” (como de cualquier otra) implica, pues, esas reglas y ese poder. La cual no la hace menos necesaria —tan necesaria como la prohibición del incesto—. Pero una cosa son las reglas —y el poder para aplicarlas— y otra el autoritarismo que pretende reducir cualquier discurso a la verificación de la regla garantizada por el poder. Incluso por el poder decir, que cree lícito avalar con una socorrida cita de Wittgenstein (“sobre lo que no es posible hablar, mejor callar”) la impotencia de un cálculo que opta por prescindir de los restos: ruinas, no del lenguaje, sino de la teoría misma (allí tendría mucho que hablar la arqueología foucaultiana: ¿no se trata de una disciplina constituida a partir de desechos del repertorio simbólico, de la “memoria de la especie”?). “¿Qué es una palabra?” —se pregunta un personaje de Godard en La chinoise—: “algo que puede callarse”. Está claro que la palabra se define por su discontinuidad, por su parpadeo: toda la lingüística moderna depende de este hecho trivial. Pero, ¿se ha reparado que, en literatura como en música, también el silencio es discontinuo, o sea construido? No es lo mismo proponer, como hace Lisa Block, una “retórica del silencio” —que debería dar cuenta de la función de lo no dicho—, que una retórica sobre el silencio, como lo hacen (astutamente) los poetas místicos.
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No es cuestión, en ese “callar” que implica la exclusión, del silencio blanchotiano, para el cual escribir es retirar el lenguaje del curso del mundo —hacerlo dis–curso—, “despojarlo de lo que hace de él un poder por el cual, si hablo, es el mundo que se habla”. El carácter inmundo de la literatura es lo que el ensayista captura en lo excluido, en el registro del error, en el orden de la excepción: de lo excluido, que no es el silencio (hacia el cual, después de todo, tiende la mejor literatura, como lo recuerda Steiner, como lo practica Beckett) sino lo silenciado por el crítico, aun por aquél que se ha procurado varios lechos para su pluralidad de Procustos. ¿Entonces? Entonces, más allá del comentario y la prohibición del palimpsesto —la transtextualidad que se distingue de la “fuente” porque no tiene un origen localizable, el “sistema de citas” borgiano— queda, como basural que guarda los tesoros de la orgullosa mendicidad ensayística, el depósito del error, de la excepción, del detalle. De esto se ocupa Gusmán en otro pliegue de este sitio, pero quisiera adelantar algunos hallazgos, preñados de la sorpresa del recuerdo. Uno se reencuentra, por ejemplo, con el nombre de Giovanni Morelli, aquél crítico de arte del siglo pasado cuyo método para la atribución de los cuadros antiguos —tan inspirador del método analítico freudiano— consiste (el resumen es de Carlo Guinzburg) en lo siguiente: no basarse, como se hace habitualmente, en las características más llamativas, y por ello más fácilmente imitables, de los cuadros: los ojos elevados al cielo de los personajes de Perugino, la sonrisa de los de Leonardo, etcétera. Es preciso, en cambio, examinar los detalles más omitibles y menos influidos por las características de la escuela a la que pertenecía el pintor: los lóbulos de las orejas, las uñas, la forma de los dedos de las manos y de los pies. De ese modo Morelli descubrió, y catalogó, escrupulosamente, la forma de la oreja propia de Boticelli, la de
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Cosme Tura, y así sucesivamente. La atención puesta en esa indefinible nimiedad podría recordar el método del círculo filológico de Spitzer, tomado de Schleiermacher y Dilthey: “procede de la atención puesta en un detalle a una anticipación sobre el conjunto para regresar a una interpretación del detalle”. Por desgracia, la importancia de ese detalle (su aptitud para permitir la anticipación del conjunto) procede a su vez de una intuición, pero de una intuición tramposa, o, por lo menos, paradójica, ya que es una intuición busca da, condicionada por una teoría previa. En Morelli también es así, por supuesto, pero él tiene el raro rigor de no llamarlo “intuición”, sino de ver en el hallazgo la consecuencia de una práctica que le ha enseñado que el “detalle” es indistinguible del “conjunto”: tal vez no sea casual que Morelli hable de obras visuales, donde la simultaneidad de la “lectura” impide el recorrido diacrónico, anticipatorio, del detalle al conjunto. Vale decir: uno se imagina que es posible basarse en la ex cepción, que la ciencia desprecia, excluye, y que no necesariamente se opone al sistema: al contrario, es lo que permite su construcción. Una estética de los géneros —como la que propone Gérard Genette para su Poética, y que consiste, en rigor, en una historia de las lecturas genéricas— sería, pues, el lugar en el cual el ensayista trabaja sobre los “silencios” de la ciencia para mostrar que el sujeto del ensayo se autoriza —se hace autor— en la vacancia de una ciencia de lo particu lar. Vacancia —y vagancia, o errancia— de una palabra que se resiste a ser tomada por las orejas, para mantener la metáfora morelliana. Y uno, ya que está, se acuerda de la función de las orejas en El Horla de Maupassant, y la aprovecha para ejemplificar. Es sabido que de ese cuento hay dos versiones, separadas por una pequeña distancia cronológica (apenas un año), pero por una gran distancia en su estructura: pasaje de la
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tercera persona con un relato enmarcado en primera a primera directa, del caso clínico al diario íntimo, etcétera. Pero hay dos párrafos que, de una versión a otra, permanecen casi inalterables: …con nuestros oídos que nos engañan, transformando las vibraciones del aire en ondas sonoras, como si fueran hadas que convierten milagrosamente en sonido ese movimiento…
Y un poco más adelante: Como dije antes, simulaba escribir para engañarlo, pues él también me espiaba. De pronto sentí, sentí, tuve la certeza de que leía por encima de mi hombro, de que estaba allí, rozándome la oreja.
No abundaré —aunque importaría— sobre la función específica de ese oído engañoso, de esa oreja que se conecta a la lectura “por encima del hombro” (como el ensayista espiando su objeto de lectura, lectura siempre oblicua) y que se opone a la escritura simulacro que busca hurtar el cuerpo a la mirada (“simulaba escribir para engañarlo, pues él —el Horla— también me espiaba”), ni sobre la economía erótica de la oreja femenina en la obra de Maupassant (en Bel Ami, por ejemplo). Me interesa destacar que la emergencia de ese detalle, por ejemplo, de ese detalle excepcional, y aparentemente banal, la oreja, podría servir para “ensayar” en aquello sobre lo que la crítica científica hace silencio —¡y tratándose justamente de la oreja!— porque no pertenece más que a la singularidad de Maupassant. Así le sirve, por ejemplo, a Nicolás Olivari, quien escribe, en la década del treinta, un cuento llamado La mosca verde, donde un hombre, solo en una casa de campo, rodeado del más absoluto silencio, lee El Horla de Maupassant, y de pronto escucha el zumbido de una mosca, y esa mosca se introduce en su oreja, y deposita
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allí sus larvas horrorosas, que enloquecen al hombre hasta precipitarlo en el suicidio. Un cuento, sí, pero ¿quién podría prohibirme leer allí un ensayo —una verdadera “interpretación”— sobre la Oreja en Maupassant? ¿Y estará de más consignar que el autor se suicidó para no escuchar las voces que lo enloquecían? Y uno piensa, también, que debería escribir un ensayo sobre ese cuento–ensayo; y por supuesto no lo hace. Pero eso es sólo un detalle. Lo importante es que se ve trabajar, allí, el método de Morelli, aún (y más aún) bajo la trasposición del ensayo a la ficción. Pero no entremos en el tedioso tópico de la ficcionalización de la crítica: el método de Morelli —Guinzburg, obediente al llamado de un prestigioso cientificismo, lo llama método del paradigma in diciario, para rebautizar lo que Croce, más epicúreo, enunciaba como “sensualismo del detalle inmediato”— permite desconcertar la localización prevista de un género: “Los ensayos de Morelli” —dice Edgar Wind— “tienen un aspecto más bien insólito si se los compara con los de los demás historiadores del arte. Están llenos de cuidadosos registros de aquéllas características minuciosas que denotan la presen cia de determinado artista, como un criminal es condenado por sus impresiones digitales… cualquier museo de arte estudiado por Morelli adquiere de inmediato el aspecto de un museo criminal…”. La excepción, el resto, la presencia silenciosa de una nimiedad hacen del autor un criminal (disfrazado en su escritura) y del ensayista que repare en eso, hacen no un buen detective: un cómplice. Tal vez un cómplice antagónico, como lo son el pecador y la presa. Si hubiera que pensar una prehistoria del ensayo, no me disgustaría buscarla, improvisándome en etnógrafo de la literatura, en las sociedades de cazadores: en la actividad que busca una huella diferente, “fuera de lugar” en ese sendero normalizado por las idas y venidas de los mismo pies. Una huella que, una
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vez diferenciada por la lectura, ya no es la misma. Porque, ¿cómo se podría encontrar una huella sin dejar estampada la propia?
Entre las débiles estridencias del lenguaje1 Nicolás Casullo
Cuenta Win Wenders haberse encontrado un día en la Torre de Tokio con su amigo Herzog, quien, frente a la infinita perspectiva de ese mito-urbe, le rumió: “Quedan muy pocas imágenes libres… todo está ya construido, tienes que excavar como un arqueólogo, y ver si queda alguna cosa en el paisaje degradado, hay muy poca gente en el mundo que asume el riesgo de remediar esta situación de ausencia de imágenes, necesitamos imágenes que correspondan con nuestra civilización y nuestro ser profundo”. Doscientos años antes también dos alemanes, Goethe y Herder, solían conversar en una torre gótica, la de la catedral de Estrasburgo, para sentir, allá arriba, cómo un tiempo indiscernible arremolinaba la cultura, desguarnecía aquel último subsuelo del mundo donde imagen y palabra se convierten en una noción única. Después de escuchar aquella cavilación, Wenders necesitó reaccionar contra esa visión de desierto en los ojos y en la lengua, que sin duda a él también debía atormentarlo: “No importa cuánto comprendí de aquella demanda de Herzog de imágenes transparentes y puras”, piensa, “las imágenes que yo buscaba sólo podían encontrarse aquí abajo, en el caos de la ciudad”. Imagen, penuria, destello inicial de palabras que anuncian citarse, volverse a encontrar para el deletreo de la figura, de la escena, el fondo de una escritura: ese algo por detrás de la mirada del hombre, en su intento de recuperar vestigios 1
Publicado originalmente en Babel. Revista de libros 18, Buenos Aires, agosto 1990 (Dossier “Últimas funciones del ensayo”); p. 22.
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de cuando todas las imágenes y palabras debieron ser de una vez y para siempre, antes de estallar en la catástrofe primera de la historia. Y quizá el transcurso cultural va quedando reducido a este evento: la desposesión definitiva del mundo, de la imago, de la posibilidad de representarlo, entre el fárrago de vocablos y conceptos huérfanos del don de contar algo. Ese intuir de Hölderin cuando sentía, desde “el cenagal de lo moderno”, que cada vez más frecuentemente “debemos guardar silencio porque faltan nombres sagrados, los discursos no tienen nada detrás”. Quizás por la sensación de que habitamos el momento más inapropiado, tardío, o en todo caso, definitivamente inútil para preguntarnos dignamente por el sentido del lenguaje, por el para qué de la palabra, por el desasosiego del narrador, es que hoy dichos interrogantes puede que contengan el valor de un acento final, inescuchable. El rapto de una conciencia que, sin pretenderlo cabalmente balbucea desde la antigua crítica, en una poscultura. Si uno repasa los anuarios de la historia, si reingresa al pasado, presiente que ya aconteció —sin reverberancias en nuestro presente— el furor de la palabra cósmica de Bruno, la exploración sombría y tentada de Blake, la enfermedad romántica del alma que pronuncia, ese querer ser en el recuerdo silábico de lo olvidado, el rilkeano apresar lo que es en el instante que deja de serlo, el camino del relator hacia el silencio, la palabra en la luz del límite para imaginarla entonces atrás, como morada de retorno, la bíblica espiritualidad benjaminiana del nombre entre las cosas, la numinosidad de Trakl como viajero solitario en los lindes del bosque y del lenguaje, y también aquéllos otros estallidos: la palabra autopariéndose entre los que se consideraron vanguardia de lengua para fraguar lo técnico y lo místico en las ciudades de entreguerras.
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Pareciera absolutamente traspasada la experiencia moderna, al menos en este espacio de obsesiones: esa crónica donde la palabra (sumergida en la selva de las discursividades victoriosas) inauditamente encontró voces en tensión en términos poéticos, filosóficos, crítico-culturales, que quisieron reponerle al decir de los real sus originarias transparencias, rescatarlo de las instrumentaciones, escuchar de la palabra su mostrarse, para recién entonces ver si se podía descifrar lo que importaba. Podríamos coincidir en que aquel extraño desgarramiento en lo moderno, ese viaje lingüístico lidiando contra las ruinas de lo trascendente, o soñando con otra estación humana del pronunciar, es hoy una búsqueda casi desvanecida, un pulcro aniversario de exégesis literaria. La desnarración es nuestro mundo poblado de signos, hablas catalogadoras, mediaciones notificantes, cotidianeidad comunicacional, lógica informática del existir. En lo liso, en lo llano, en lo descubierto, no quedan resquicios. Tampoco “el hedor de la frase” que expoliaba el virulento ánimo de Karl Krauss, cuando podía, aún, en lo brutalizado por definiciones, convocar el silencio, ese camino hacia las fronteras de lo masificado. Nuestra conciencia, en todo caso, ya no apocalíptica y más bien convertida, es que esas fronteras desaparecieron: nos encontraríamos en el relato “utópico” ilimitado y logrado. Todo es traducible, situable, incorporado, ambientado, accedido, inteligido, insumible, adaptable. La palabra racionalizante aplaca, tapia, cementa, exorciza en el chillido, en el dato o la teoría, lo impredecible personal y masificado. El cruce del ilusionismo científico como única interlocución de verdad, del despliegue de lo tecno-operativo como servicio, del interés estadístico abstracto por lo social desde el contrato entre mercado y disciplina académica, es el modelo desnarrativo que homogeniza los planos audibles: verbalización periodística, imagen videofílmica, discurso político,
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trasmisión del saber, estética de masas, publicidad y afirmación pragmática de lo teórico socio-psico-social. La palabra ha devenido experiencia de desmemoria, terminología que solo remite al contrato con léxicos cerrados. Su realización instrumental fue la travesía hacia la pérdida de toda resonancia que reabra su historia espectral acumulada, que reponga la ambivalencia de pronunciar el mundo, la efímera verdad de lo enunciado, la amenaza de los otros caminos y palabras silenciados por el propio decir de la palabra. A los costados de la enunciación sólo flota el disciplinario y reductor totalitarismo de lo idéntico. El pronunciar, el narrar, es el momento cadavérico: su misión tecnoexpositora es dar cuenta de que la palabra pasó a ser el instante neutro, podado de pesares y tentaciones. Un simulacro de mostración de lo real carente de identidad, donde se han extinguido el narrar y el narrador, la relación del hombre con sus cosas, las huella de esa motivación irremplazable del contar. Lenguaje como simple mediación extrañada de su destino exploratorio. La homogeneidad del modelo/texto nos devuelve el vacío del experto en usos del lenguaje, del administrador de una jerga críptica o masiva, donde el relato se ha desprendido de su por qué, de su génesis conjetural, prometeica, desolada, transgresora: subjetiva. Y por lo tanto, de los silencios que convoca, de sus bordes oscuros, de su deseo narracional que lo desprende del mutismo. En el desaparecido espesor del lenguaje, en el olvido de su ser comarca de imágenes, esperas, iluminaciones y encuentros de historia, sobrevive el gesto ínfimo del escribir, apenas una capacidad gestionadora de las palabras de un código, la ilusión de “lo abierto” a la diferencia: la extinción de las identidades. La autoritaria y totalizante operatoria técnica de la palabra, y el reticulado cultural de un mercado que escinde, institucionaliza, analfabetiza, propone el lugar o agujero de
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la palabra: la mediación funcional. Lenguaje por lo tanto exiliado de su travesía como conocimiento, palabra expulsada a una misión sin atributos, voz/imagen secularizada de su tragedia, desespiritualizada, carente de todo asombro, desconcierto o viaje esperanzado, para volverse lógica referencial, vehículo de un mundo que ya no le pertenece. Precisamente en este campo de exterminio, donde según Benjamin se pierde “la angustia de la narración”, donde nadie “tiene ya algo de sí para contar al prójimo”, es posible no obstante pensar en términos antiutópicos. Resistir el quimérico bálsamo cultural del presente, que ya habría (a través de sus esferas y disciplinas) producido todo, para que cada deseo encuentre su consumo pronunciable. Podría decirse que Wenders y Herzog reiteraban, en su conversación de la torre, la experiencia de lo yermo de la modernidad cuando se anestesia en la idea de sus sueños quiliásicos cumplidos, en los finales hegelianos y armoniosos de la historia, en el “arribo del futuro” al no poder soportar la oscuridad de éste último. Ambos cineastas ensayaban un diálogo trágico-moderno, plausible de remontar hacia atrás por una historia estética cumplida, pero que sin embargo retorna a través de ellos como zona mítica de sensibilidad poética. Y si bien dan cuenta de una experiencia que parece ya consumada, donde “todo está ya construido” y sólo resta “el paisaje degradado” (que los sitúa en las puertas de una condición posmoderna en cuanto a interiorizar los mundos del mundo), regresan a la ilusión del misterio, del enigma, de reencontrarle un destino a sus escrituras. “Imágenes para nuestro ser profundo”, “imágenes puras y transparentes”, y esa figura de Wenders de descender “al caos de la ciudad”, que redibuja el aforismo moderno/post de Wittgenstein de que, “al filosofar, hay que viajar al viejo caos y sentirse a gusto en él”, son argumentos que hacen reingresar
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una problemática autoral y de relato, todavía no extraviada para siempre. Se puede afirmar, en esta perspectiva de recobrar destino para la palabra-imagen, que la saturación y fractura cultural que atravesamos, nos deja, en tanto condición extrema de caducidad de los sentidos, la posibilidad de otro ensayar con la palabra en las afueras del magno texto de la utopía tecnocientífica cumplida: fugar de dichos textos leyes, “excavar como un arqueólogo” en busca de objetos, señales, indicios, que quedaron como débiles estridencias detrás de las consagraciones discursivas. Preguntarle a lo narrable, por nuestra subjetividad aún desconocida. Reponerle historia y alarma a las palabras, y también a la inclemente evidencia de silencio que inauguran con su aparecer. Liberar el ensayo, desde un itinerario del saber de lo poético, en tanto se lo alucine como tensión irredimible. Por las callejuelas de Venecia cuenta Marcel Proust que se detuvo en medio del empedrado “desigual y brillante”, y le pidió a sus acompañantes del paseo que continuasen la marcha. Deseó estar solo, “un objeto más importante me ataba, aún no sabía cuál, pero en el fondo de mí mismo sentía estremecerse un pasado que no se reconocía”. El indicio de la vida, la imagen, la palabra: en Proust, éste es el peregrinar por un lenguaje que está afuera y adentro, que descifra y conjuga, que despabila y nos devuelve lo nuestro desconocido, las escrituras que portamos sin saberlo, las que nos estarían aguardando.
Melodías, sonetos, papers1 Cristian Ferrer
Todo podría haber sido de otra manera si las ciencias sociales originarias hubieran preferido, como modelo prototípico de legitimación, al arte en lugar de las ciencias exactas. Las intenciones metodológicas, vocacionales, estilísticas y el modo de relación con la confusa e improbable empiria hubieran trastornado dramáticamente el vínculo entre saber y sujeto de conocimiento. Podríamos sospechar que los primeros sociólogos habrían tamizado los datos a través de la romántica angst, la tensa, tersa luminosidad de los impresionistas, la wagneriana tempestad o la estéril y lúcida gestualidad dada. El prócer del aula sería Van Gogh en vez del Sr. Comte, nuestro abanderado Balzac o Dumas antes que el camarada Marx, y quizás Tzara oficiaría de niño monitor en lugar de Herr Weber. Pero el bisturí cortó por lo enfermo: la cirugía positivista escindió a las artes de sus gemelas, las ciencias sociales. ¿Acaso las sociedades no son paisajes, la lucha de clases un teatro, los códigos de comportamiento valses o tangos y los integrantes del elenco, actores? ¿No descienden del mismo origen etimológico las palabras teatro y teoría? La verdadera sociología, desaparecida prematuramente, puede ser hallada en gaudiescas ornamentaciones, en folletines de cuarta o en esas desconcertantes poemáticas surreales no en la solemne escolástica del Das Kapital o de Economía y sociedad. Prueba de ellos son los intereses menores y vergonzantes que 1
Publicado originalmente en Babel. Revista de libros 18, Buenos Aires, agosto 1990 (Dossier “Últimas funciones del ensayo”); pp. 22-23.
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esos padres fundadores ocultaron tras los pliegues de la Gran Teoría: la música en Weber, la aventura y la femineidad en Simmel, el esoterismo en Saint-Simon. Para acercarse al referente empírico con absoluta libertad, hay que hacerlo mediante la curiosidad alerta tamizada por la indisciplina estética, pues cuando una descripción no es sinfónica o atonal, cuando un informe de investigación no es soneto o caligrama, cuando un gráfico no está investido por la ráfaga futurista o fauve de un clip, nos hallamos ante el texto sociológico, a secas. La comprensión del trabajo sociológico como una retórica de las estadísticas ha sido el destino de estas ciencias. Del “informe de investigación” de la época germaniana al consabido, aburrido paper del centro de “investigación”, pasando por el texto revolucionario de los jóvenes dinamiteros del 73, ciertas sacrosantas verdades persistieron: la matematización de la naturaleza social, el apego a la sustancialidad objetiva del documento, el homenaje al dato, la autolegitimación del texto en relación con su hipotética y productiva “significación social”, el cierre catastral del territorio disciplinar como paso necesario en la delimitación de incumbencias profesionales, y, last but not least, la adecuación de la formalidad textual y de sus enunciados al mercado, de ideas capitales o de capitales sustanciosos. Se argumentará que los temas del debate han cambiado, pero poco importa cuál es el tema en cuestión, sino analizar las condiciones mismas en las que se debate. En las instituciones académicas hallamos lugares comunes y publicaciones de capilla, andamiaje técnico de un eclecticismo fastidioso y desapasionado; una moral de la profesión taylorista y grave; y un modelo de escritura que abusa de la incestuosa primera persona del plural y de necias cuantificaciones, gélida data para un compendio de verdades inútiles que podría motivar nuevamente la respuesta indignada
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del Pozzo beckettiano: “No lo sé, ¡déjeme usted tranquilo con esas idiotas preguntas sobre las fechas!” Pues la metodología cuando no es pura y simple operación lobotómica, es castración: se aprende, no a pensar por sí mismo o a poner el cuerpo, sino a engullir el corpus teórico y a fotografiar del exótico manicomio urbano el ornato y los oropeles más obvios y estandarizables. Estadísticas, censos, teorías y patrística sociológica no son más que tecnologías aptas para amordazar a la Musa. De allí que la prioridad en esta escritura no la posea el artista sino el vademécum disciplinar. Obsesionados por armar el puzzle social, los sociólogos quedan encastrados a la sociedad mediante la pátina profesional, en vez de ser raptados por ella. Supongo que el único método aconsejable es la hostilidad a todos ellos, pues la creatividad en las ciencias humanas depende, al decir de Breton, de pasear por el decorado urbano con el ojo en estado salvaje. ¿Quién habla en un texto sociológico?: interrogante político que permite problematizar la relación de vicariato tradicionalmente sostenida con el objeto de conocimiento. El majestuoso “Nosotros” del discurso científico es el pasaporte o lingua franca a través de la cual se sueldan consensos en las comunidades académicas. Por el contrario, hablar en nombre propio simboliza el homenaje debido a la ambigüedad de lo existente. Esta profesión de fe del autor inicia la búsqueda periodística de los tonos que la propia voz orquesta a fin de trabajar textualmente el timbre inconfundible que vibra en ella. No es ocioso mencionar las perversiones que el abuso de esa primera persona engendraría: la vanidad autobiográfica o fetichizar el apellido para integrarse a espacios de consagración intelectual, donde una economía de prestigio acaba manipulando por vía narcisista a un texto. Se trata de formas mezquinas de la puesta en juego del propio nombre, que lo
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reducen a un “yo hablo” en vez de posicionar el nombre propio bajo la Espada de Democles del ostracismo. Como una marca portada en el cuerpo, el estilo permite gambetear la forma aséptica del discurso sociológico a la vez que honra la singularidad irreductible del autor consintiéndoles orlas caprichosas o la enunciación de proposiciones sólo sostenidas en una política del yo. El uso disociativo de los enunciados podría constituir el tercer sostén de un compromiso novedoso del autor con la escritura sociológica: uso de la cita como espacio de fuga, uso maquiavélico de la presuposición —en relación con el lector—, soslayamiento de los extremos comienzo/conclusión a fin de manipular el laberinto, discurrir el lenguaje por el texto en modo estriado, divertido o perturbador, permitirse, con relación a los datos, el plagio, el uso apócrifo o el trato sádico. Es dudoso que el texto de la sociología, acostumbrado a los procedimientos teóricos o investigativos prontuariales y a la miopía del especialista, pueda tolerar el arsenal mencionado. No está de más alertar contra el ensayismo como un probable nuevo canon de las ciencias sociales, bien podría transformarse en el soporte textual de la pregonada y moderna transdisciplinariedad, o bien en una suerte de solipsismo prepotente que sustituya los datos lógicos de la caprichosa contundencia del tono literario. Al ingresar la ciencia en su época de reproductibilidad azarosa e indiciaria, el ensayo puede resultar una etapa superior de la lucha de frases; tanto como el texto sociológico clásico, formal y cortés, resaltaba como contracara simétrica de la moneda estatal a la cual servía. En un texto no hay sujeto ni objeto de conocimiento; pueden coexistir, en cambio, múltiples terrazas e infinitos túneles, zonas viscosas y arenas movedizas, campos de batalla y cotos de caza exclusivos, hímenes aún vírgenes y arquetipo jungianos: intensidades que aguardan “el estado de ánimo
Melodías, sonetos,
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adecuado” de parte del lector. Por ello estilo es, según la teología novaliana, “escribir libros como se compondría música”, y no la postulación del ensayo como forma inversa del paper. Cabría mencionar, al fin, el motivo fundamental que hace del texto sociológico un paper: se trata de un efecto de la de serotización de la Universidad y de los espacios intelectua les: Ni modo de autoconocimiento existencial, ni objeto de amor y odio, apenas dinero cultural; los textos circulan por la avenida académica sin el menor riesgo, pues no pasa nada. Traducido al alemán, esto significa que se ha producido una pérdida de “ser”, una ausencia espiritual en beneficio de la espiritualidad catódica de las videopantallas. Por eso mismo, en estos tiempos la forma más seria y ejemplo por antonomasia del texto sociológico es esa presentación ridícula de la carrera académica y de la vida llamada curriculum vitae.
Elogio del ensayo1 Horacio González
Defensas del ensayo como género apropiado para las ciencias sociales conocemos muchas. Algunas de ellas constituyen también grandes ensayos. Es lógico. Ese género muestra su validez hablando en primer lugar de sí mismo. Desde luego, este “autismo” incomoda a los espíritus que juzgan que el conocimiento es un “lanzarse al exterior”. Es precisamente en el ensayo donde lo que predomina es la actitud de volcarse hacia adentro: no escribir sobre ningún problema, si ese escribir no se constituye también en problema. Volcarse hacia adentro. Ocurre que el ensayismo es una pócima que une conocimiento y escritura, en la línea que recoge aquel aullido clásico, el conócete a ti mismo. Demás está decir (aunque siempre hay que buscar un decir que sobre, que sea además) que las carreras universitarias vinculadas a las ciencias sociales han proscripto el conocimiento de sí. No sólo las de ciencias sociales, sino también las de filosofía y las de letras. Ellas son ámbito donde ha triunfado la escisión entre conocimiento y escritura, lo que es decir entre escritura y autoinspección del sujeto. Muy otra fue la actitud de Michel Foucault. Esto es necesario resaltarlo, porque también es Foucault el que deja la impresión, demasiadas veces, de que estamos ante una suerte de director de diario que nos amonesta: “En cada párrafo una información”. Y bien, en Foucault el dominio del dato requiere una inocencia terrible, pues era necesario que no perdiera 1
Publicado originalmente en Babel. Revista de libros 18, Buenos Aires, agosto 1990 (Dossier “Últimas funciones del ensayo”); p. 29.
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extrañeza sin que eso evitara familiarizarnos con él. El dato, de este modo, invita a perderse. El investigador querría recortar con rigor “un trozo de realidad” para “separarse de sí mismo”. ¿Pero qué es ese separarse? ¿Acaso la verdadera garantía de comunicación y texto, garantía —entiéndase— de que el escribir, el pensar o el comunicar están allí para frustrar el asalto de un Yo que renegaría de la necesaria neutralidad de la lengua? Debemos decir que, en Foucault, “separar” el mundo de los datos del mundo ensimismado sólo debía servir para responder una pregunta crucial, para la cual el dato es el yo. La pregunta es, entonces, para qué hago lo que hago. O, recogiendo la expresión del propio Foucault, que sitúa esta pregunta como fatalidad de “algún momento de la vida”, la cuestión es “saber si se puede pensar diferente de lo que se piensa y percibir diferente de lo que se ve”. Sin internarnos en esa pregunta, no podríamos contener al mismo tiempo la realidad exterior de la vida y la insatisfacción del sí mismo. El ensayo es un “escribir para conocer” y un “conocimiento de sí”, porque nadie nunca le hará confesar, como género, que busca construir una lengua comunicante al margen de la crítica situación del escritor respecto de lo que escribe. ¿Pero es eso solamente? Todo esto lo estamos leyendo en El uso de los place res. Puede no tener gracia recordarlo nuevamente, pero allí Foucault propone una idea sobre el ensayo que nos viene como anillo al dedo. El ensayo, dice, y pone esa palabra entre comillas (no es nuestro caso), el ensayo es necesario entenderlo como experiencia modificadora de sí. Quiere decir que el ensayo tiene su punto de partida en lo que alguien puede sentir cuando está en situación aseverativa. Afirmo porque creo y creo cuando elaboro un esquivo espejo con escrituras mías. En ellas trato de observarme sin ilusiones. Siento lo frá-
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gil y lo inevitable que es afirmarme en esos párrafos que recubro de “informaciones”. Pero nadie puede sacarme el sentimiento de que ese ejercicio no está hecho para homologarme al “lector, mi semejante”, sino para poner frente a él un abismo. Quiero la verdad y la escribo. Y como la escribo, nunca sabré si la tengo. Esto último no lo dice Foucault ni lo sugiere, pero parece necesario extremar la situación del escritor con su texto. Lo vemos entonces haciendo sus abluciones. Queremos decir: no soportando sus propios pensamientos. Sería éste un intento radical de burlar toda incomunicabilidad. ¿Esta extremación que inhibe lo comunicable puede ser seriamente defendida desde la escritura? Resulta sorprendente tener que responder a una pregunta de este tipo, hecha por un interlocutor que en este caso imaginamos indignado. ¿Si no es para comunicar, para qué se investiga o se escribe? Es que el autor de la pregunta no ha tenido en cuenta el simple requisito de separar comunicabilidad de inteligibilidad. Con la primera, aceptamos fácilmente las sonoridades ya preparadas. Nuestras escrituras serán adaptativas, adosadoras, repitientes. No se crea que no hay placer en ello. Pero generalmente no es al que aspiran sus cultores. Con la segunda, aceptamos que lo que se entiende de un texto no es lo que éste ofrece en su primera lectura, en su primera estribación, en sus morisquetas didácticas, o en sus trazos autoevidentes. Las ciencias sociales han privilegiado la comunicabilidad suponiendo que era sinónimo de inteligibilidad. Como resultado de ello, las ciencias sociales que se escriben en nuestras sucintas universidades e instituciones de récherche, comunican. Eso es cierto, pero también lo es que, en la última napa movilizadora del entendimiento, ellas realmente no se entienden. Se lo impide su “claridad ya calculada”. Cientos de “investigaciones” están haciéndose en este mismo momento bajo la
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norma de la espera. Es la espera de una estructura lingüística respecto del dato que camina hacia ella. En la confianza de esa reunión de las categorías con la empirira, prepara el tribunal de la ciencia su apología de la paciencia. Pero, en vez de una comunicación sin comprensión, preferimos nosotros una inteligibilidad sin comunicación. Esto último significa que lo que hay que “construir” no es necesariamente el dato, sino nuestra propia comprensión impaciente de un texto que se complace en atravesar sus propios obstáculos. Obstáculos legítimos, agrego, obstáculos que le pertenecen como resultado de un modo de escribir que debe dejar el resuello del pensamiento sobre el lenguaje. No hay por qué festejar el skotéinos, el texto oscuro a la espera de su dorado cabalista. Además, es necesario siempre distinguir la frontera entre lo oscuro y lo mal resuelto. Esto no siempre es fácil. Por otra parte, la tesis del último Foucault, de tintineo tan argentino —“escribo para aclararme las cosas a mí mismo”—, dio como resultado un estilo que podríamos llamar moralista. Quien se “aclara a sí mismo” no tiene por qué evitar un tejido de afirmaciones que formarían parte de un catecismo. Involuntariamente, recomienda conductas con arreglo al canon de la “vida buena”. Si no teme quedar como un pastor prejuicioso, lo mejor que debe hacer un ensayista que trabaja “en el esclarecimiento exclusivo de sí” es empeñarse en ese tipo de enunciados concluyentes. Meras generalizaciones de un ingenuo que no acudió a los “casos” validadores sino a la propia verosimilitud de su argumento escrito, babosamente extendido sobre los renglones del papel. ¿No dijimos que se trataba de un moralista? Ahora bien, ese moralista tiene en el ensayo su aliado principal. Porque es justamente el ensayo lo que convierte legítimamente una actitud del tipo “cuidado de sí” en un texto
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público socialmente legible. El ensayo de esa tenue membrana que hay que escribir para sí, en aptitud precomunicativa. Entonces, el resultado será una inteligibilidad pública. No es una simple paradoja. Es el hilo de sentido que une la imposible omisión de quien escribe, con un sistema de lecturas públicamente disponibles. Si puedo terminar con una fórmula, debería decir que ni el placer del texto ni la ansiedad para la comunicación son estaciones atractivas para un posible nuevo recorrido del ensayo, de entonación socialmente crítica. Quizás pueda afirmarse ahora que no hay placer en escribir lo que parecen confesiones. Si ellas se convierten en prosa de ensayo es porque en algún lugar es necesario declarar la soberanía del pudor. El ensayo social es un género de pasaje. Del “escribo para mí” al pudor trascendental. En algún lugar está el límite entre el placer yoísta y un texto que busca ávidamente lectores que lo adoptarán o lo abandonarán. Sólo entonces comprenderemos la suprema ironía. Quien escribió para sí será realmente entendido en el anonimato de esos días sin autor ni tiempo. Y si se siente moralista, tendrá derecho a realizar el justo reclamo de que suspendan esa palabra dos hermosos pares de comillas.
Dialéctica del ensayo1 Américo Cristófalo
La tradición retórica aconseja partir de una pregunta. Para formularla acaso podamos concedernos, al menos, una ligera distancia tonal con el rumor que para preguntar propone la astucia. Porque es una astucia, la del técnico, la que hoy domina la escena de la crítica. Si en efecto hubiera un límite estrictamente retórico, sólo retórico —una propiedad, un papel y una letra para ese papel, una actuación restringida al momento discursivo de la crítica— y si las variedades formales aceptaran, dóciles, la premisa uniformadora de esa lógica, diríamos entonces que la diferencia acentual no imprime en la pregunta crítica propiamente nada. Que de nada vale el ensayo de la voz contra las fijaciones irrevocables del espíritu discursivo, ni contra sus deslumbradoras apariencias. Ese modelo completa su imaginaria organicidad cuando a la pregunta crítica le impone una exigencia previa y desmesurada. Una imposición que arrastra todavía el canto de sirena del que dice haberse desprendido. La exigencia de que no se puede responder si antes, por anticipado, el trabajo no se somete al duro momento de la investigación, de la prueba, y finalmente, del juicio. Entre nosotros causa todavía alguna desazón la circunstancia obvia de que lo que así procede, procede del Estado. Lo que la astucia dice, y cree haberlo dicho alguna vez y para siempre, es que en el trabajo y en el lenguaje hay culpa. Su proceder jurídico arranca de esa representación original. Si no hay culpa, entonces que lo pruebe. 1
Publicado originalmente en El ojo mocho. Revista de crítica cultural 3, Buenos Aires, otoño de 1993; pp. 50-51.
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De modo que el límite de una obra crítica no se constituye en la universalidad abstracta de la retórica sino, acaso nos avergüence volver a decirlo, en el Estado. En esa presencia particular de la Historia. Tan particular que nada le es indiferente, ni siquiera su momento abstracto. El modelo evangelizador de la investigación pone a prueba los signos. Pero no importa tanto la dramatización jurídica del saber como aquello que inevitablemente disocia de la experiencia. El efecto de la pedagogía legal de la eficacia se reconoce en una pérdida, vale la pena decir trágica, de la experiencia. Los métodos ahora hegemónicos se vacían de experiencia en una operación ya bien conocida: hacer de la crítica un objeto instrumental y jurídico, cuando precisamente la crítica, la condición crítica se piensa como resistencia a los tormentos de la empresa, de la investigación, de la prueba y la sentencia. Se presiona sobre la crítica para que pruebe lo que no puede probar. Visiblemente, lo que proyectan los actuales dominios de la prueba se presenta como un sofocante despliegue del sentido común y la tautología que convive y se alimenta, para decirlo con melancolía, de innumerables detalles de aberración ética. Nada prueba el ensayo. Deja ver que la lectura se experimentó en una contaminación impura con el objeto. En un atravesamiento que no dudamos en llamar poético. El ensayo deja ver la conciencia dialéctica de una conciencia. El paper se orienta en la inmutabilidad del punto de vista formal, exterior. El papel es siempre el mismo papel: alguien, afuera, en la medida prudencial de la distancia, conoce; del otro lado, inerme, el objeto se deja practicar la autopsia que arrojará una o más pruebas de lo que se le supone. Esta razón moral se limita cumplir su papel. Es la crítica que se desentiende, que da por concluida la confrontación y se retira, candorosa, a los altares del museo, el archivo, los anales. Se desentiende quiere decir: se positiviza. Ese hábi-
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to que ahora vuelve como novedad, todos sabemos, no lo es tanto. Deja de pensarse como crítica, no se incluye en el vasto aunque en apariencia específico dominio del objeto. Quiere evitar un trabajo que por cansancio o resentimiento le parece en lo inmediato inútil y sucio. Pero su determinación positiva —esto sí importa— consiste enfáticamente en una exclusión. Cuando deja de pensarse afirma que es puro espíritu y que el objeto, al fin, permanece como puro objeto. De ahí que el pragmatismo del paper deriva en proposiciones tautológicas de identidad. Encuentra, pero encuentra lo que ya estaba asignado. Ese horizonte espectacular, la verdad del pragmático, se enuncia como ausencia de valor. Se atreve a decir que el valor es lo de menos. Lo dice. Al decirlo, se incumple, pero se desentiende. Aunque no lo admita del todo, piensa. Y cuando piensa, no puede evitar hacerlo, aun proclamando lo contrario, piensa una praxis inmediatamente restrictiva. La restricción cuenta como especificidad metodológica pero también cuenta como adecuación política. Como sistema y como sitio en la ciudad. La brusca cirugía emprendida en el objeto tiene la apariencia de un higiénico e inocente pasaje convencional, pero, inevitablemente, se vuelva sobre la escena histórica. No es tan abstracto como quiere ser. Algo ya sabemos en este país sobre las políticas de restricción. Lo que excluye cree que lo hace en nombre del conocimiento y de sus beneficios. La pérdida, de la que también sabe, queda situada como necesario rigor teórico. Es toda una política. La califica como separación momentánea que, al cabo, reaparecerá como enciclopedia universalmente admitida. Pero las parcialidades que engendra la sinécdoque no vuelven a reunirse de un modo tan sencillo. No se ponen en comunicación salvo por azar. Lo que no dice el paper es cómo reintegrar lo específico. Sólo dice que ha tomado lo específico por el todo. El paso siguiente va en el sentido de una confianza
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ciega y desnuda en la técnica. Esa confianza, aun encubierta en las deliciosas promesas del porvenir, se toca con la barbarie. El desenfreno instrumental del liberalismo desemboca presumiblemente en violencia de estado. La exclusión de la que parte el método ya lo atestigua. Algunos teóricos del terrorismo liberal de la ironía y la contingencia, también. Se trata de una ecuación de magnitudes. El equilibrio perpetuo que la crítica de la prueba, la crítica probatoria, sueña en la identidad a la que se consagra establece un vínculo poderoso con el a priori liberal de una justicia bienpensante, es decir, piadosa. Pero piedad y violencia son términos complementarios. Para cumplirse se necesitan recíprocamente. Pongamos un ejemplo de la teoría de los géneros. El a priori del que parte es la regularidad convencional de las reglas de constitución. Busca comprobar el cumplimiento de un número aceptable de principios, procedimientos y código. Hay aquí un primer problema. Esa dificultad se trama en torno a la elusión de aquello que no tiene la forma y el sentido de la regla. Ese otro a priori, si puede llamárselo así, se conoció, se conoce como poiesis. El romanticismo lo reformuló en el ensimismamiento del genio. El genio que no se ve en la Historia, sin padre, sin descendencia. No está mal preguntarse todavía cuánto permanece del romanticismo en el genio liberal. La poiesis moderna se entiende como precipitación vacía o como precipitación en la regla. La teoría del género, en cualquier caso, predica una conformidad relativa de la norma moderna. De ahí deriva por su parte una construcción de la productividad. Piensa que el objeto producido nace de una circunstancia apriorística. En cambio nada o poco se pregunta sobre lo que hace de una regla una regla. La descripción y el juicio en relación con las leyes de una obra no sobrepasa el momento de la razón resignada. Archiva y ordena el catálogo de las operaciones que cree esenciales. Quizá formula alguna
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hipótesis sobre lo que se desvía, pero aclara que lo desviado se desvía de otro punto que es fijo. De un modo simétrico, la crítica sociológica instala su genio normativo en otra circunstancia especular, esta vez referencial. Si el formalismo abstracto da cuenta de las mediciones procedimentales, la crítica sociológica pone el objeto bajo la luz de la imitación. No distan demasiado entre sí estas dos grandes corrientes de la crítica. Decir de un texto que es policial o sentimental o gótico dice de él que tiene una pertenencia, que es situable, que integra una biblioteca. Esa propiedad quiere aliviarnos en nombre de la conservación. Del mercado de la crítica periodística bastaría señalar, para no entrar en honduras, que Balzac ya había dicho casi todo, que el servilismo y el cálculo lo gobiernan como a ciertos otros escenarios gestuales de consagración e intercambio. Naturalmente, los avatares de la crítica dan por fin en civilizaciones formales. Formales e históricas. El decaimiento del ensayo crítico no es una circunstancia puramente retórica. En todo caso lo que haya de retórico en su declinación poco interesa. Nos sigue resultando más digno el debate en torno a las condiciones éticas de su aparente agonía. El pa per, desde hace tiempo y ahora entre nosotros, da testimonio de una confrontación de la que no quiere hacerse cargo. El ensayo, el paper, la tesis, la ponencia. Ninguna forma está exenta de error. Lo que las diferencia es contar o no con él. Esa diferencia, no podría ser de otro modo, no atañe a consideraciones relativas a la naturaleza profesional de la crítica, no sólo atañe al dominio de las destrezas instrumentales. El debate en torno a las poéticas de la crítica recuperaría la vitalidad que ahora parece faltarle si se hiciera un esfuerzo para volver a situarlo en el suelo ético. Puede haber conclusiones, pruebas, fe jurídica, pero no puede haber crítica en esa ausencia.
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Desde el comienzo hay una pregunta pendiente. Queda para el final con la repentina esperanza de un cambio de tono. Porque se trata de un tono. Probablemente la cita, la otra voz, despeje mejor lo que se cumple en el tono. Es de Saint John Perse. “En verdad, toda creación del espíritu es, ante todo, poética, en el sentido propio de la palabra. Entre el pensamiento discursivo y la elipse poética. ¿Cuál de las dos va o viene de más lejos? Y de esa noche original en que andan a tientas dos ciegos de nacimiento, el uno equipado con el instrumental científico, el otro asistido solamente por las fulguraciones de la intuición, ¿cuál es el que sale a flote más rápido y más cargado de breve fosforescencia? Poco importa la respuesta. El misterio es común”. Pero quien dice esto no es un técnico.
La in-quietud del alma1 Nicolás Casullo
Cabría plantearse qué busca la escritura crítica, cuando en este caso a través del ensayo se interroga a sí misma. O, lo que es lo mismo, preguntarse qué le peticionaríamos hoy a nuestra escritura que mira, que espía a alguna otra. Los textos yacen, olvidados o canonizados. En lugares del pasado y siempre en primera instancia muertos. No obstante nuestra palabra va detrás de aquellas otras, en la inaudita decisión —que hizo Occidente— de reponerlas, reinterpretándolas. Imaginando un sentido siempre escapado. Imaginando que en un nuevo ensayo de relato cobra forma de imagen, figura, concepto, símbolo, metáfora, eso que había desertado originalmente. Aquella palabra, el destacado es nuestro, aquel sentido cuya “presencia” no estuvo, recién lo hace ahora, en nuestro texto de imaginaria vigilia. ¿Qué escritura, el ensayo? Junto con Theodor Adorno y Georg Lukács, posiblemente sea el de Robert Musil el aporte más interesante a la comprensión del ensayo como escritura de crisis y de crítica a las condiciones de la cultura. El escritor vienés, que inscribe con su obra inconclusa El hombre sin atributos uno de los más categóricos trazos de la novelística moderna de nuestro siglo, fue también un hombre profundamente interesado por la ciencia dura, por los aportes y debates de la psicología-psicoanálisis de su tiempo, por la política y los sones de guerra que anestesiaban la época intelectual en un momento histó 1
Publicado originalmente en Marcelo Percia (Comp.): Ensayo y subjeti vidad, Buenos Aires, Eudeba, 1998, pp. 29-44. (Nota del editor.)
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rico que muchos, entre ellos Musil, sintieron como crepúsculo de la ilusión moderna. Para Musil la escritura ensayística contendría un don con respecto al mundo de las ideas tentado por sistematizaciones objetivantes: el de una palabra que permite que “el hilo de un pensamiento arranque de su sitio a los demás”.2 Musil no piensa tanto en un argumento desorganizante que aproximaría el ensayo al gesto estético modernista sobre su propio material creativo, sino más bien en una reminiscencia religiosa, a ese trazo de la enunciación que devela el “invisible” significado de las cosas como una experiencia de ver lo distinto en lo mismo. No sería por lo tanto una palabra desordenadora que pondría en cuestión la urdimbre de las representaciones del mundo, sino que en “ese arranca de su sitio” al pensamiento cristalizado, Musil percibiría la intrusión de una palabra desorientadora. Aquella de raigambre religiosa, que en su evocación iluminante, repentina, instransferible, necesita una reposición existencial del hombre entre las cosas. Arrancarlo súbitamente de sitios y parajes, de referencias, provocar un tránsito de corte desorientador, la pérdida de un oriente que se supuso auténtico y que desde cierta perspectiva nos remonta el estado de desorientación, de caída, de las verdades del hombre. Escritura entonces rememorante de aquella palabra sagrada atestigua sobre la constante reunión y pérdida del mundo —de sus representaciones— en la propia palabra que “aparece”. Y donde des-orientar nos lleva no sólo a una idea de “camino hacia” que se conflictúa, sino a origen. A 2
El autor cita el fragmento ensayístico de Robert Musil identificado por los editores de su obra con el título “Sobre el ensayo [1914]”, según la traducción española de José L. Arántegui (en Robert Musil, Ensayos y confe rencias, Madrid, Visor, 1992; pp. 342-345). (Nota del Editor)
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Oriente. Ese lugar de un logos mistérico previo a las “razones” de Occidente. Musil reencauza entonces el tema de esa palabra ensayística hacia lo inicial, hacia la marca que el pensamiento arrastraría más allá de todo sistema de coherencia o pretensión científica legislativa: el de poder “ser arrancado”, des-orientado, reorientado, cuando vuelve a poner a prueba el fundamento de lo humano.
Las oscuras palabras Adentrándonos en el indagar por esta escritura que ensaya discutir críticamente otras, Musil se pregunta “cómo es que existen terrenos donde no impera la verdad, y en donde la verosimilitud es más que una aproximación a la verdad”. El interrogante simula acercarnos a ese sustrato estético donde también Georg Lukács sitúa el ensayo, y en el cual las apariencias del arte que se hace presente en su plenitud ilusoria, nos mostraría la permanente fuga de sentidos de todo régimen de verdad con pretensiones metafísicas avasallantes. Sin embargo, rescato otro vínculo del argumento de Musil con respecto a la escritura que ensaya: la sombra de lo mistérico verbal rondando, como diría Sartre, “la oscuridad de las palabras”, sus últimas “profundidades inabordables”. Sartre se refiere a lo proveniente histórico lingüístico, en toda prosa que interpela el mundo no desde la soledad de lo poético, sino desde su terca intervención en la superficie del mundo. Y en ese punto se emparenta con ese encuentro entre verdad y verosimilitud a partir del cual Musil aproxima el ensayo a los terrenos que gestan una verdad insolvente. El ensayo sería un pensamiento entre luces y sombras, entre posibilidad y fracaso, entre explicación e inalcanzabilidad de la verdad, donde tal escritura busca dar cuenta, “trataría de crear” dice Musil, una representación incompleta de esa
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verdad, desde un “relacionar hechos no observables en general”. Hechos no verificables, no situados en miradas transparentadoras, no repetibles desde metodologías. Es decir, un vínculo finalmente con lo real que fue el magno objeto de la crítica científica-técnica ilustrada, que situó dicho terreno en la dimensión de las fábulas, de la superstitio. Terreno donde no imperaría la verdad, sino lo sensible, esa capacidad de explicaciones usurpadoras y sus poderes de verosimilizar. En el preguntarse “cómo es que existen”, que persisten, que reaparecen, que devienen imprescindibles y nunca sustraídos del todo “esos terrenos donde no impera la verdad” establecidas por las estrategias de la razón, Musil interroga en su ensayo a su propia ensayística. Lo hace en 1914, a partir de un dramático fondo de duda y desorientación esparcido en lo histórico. Interroga a la propia escasez de sentido de ese mundo en la palabra que lo pronuncia, y nos transporta de nuevo a ese casi apagado resonar de la antigua palabra religiosa, mítico narrativa, resonar literario que en último término el texto ensayístico repondría, en la evocación del oscuro pretérito, misterio, de las palabras. Para Musil, el ensayo “es la historia del movimiento del alma”, donde sólo cabe preguntarse, en cada hilo reflexivo, por la penosa relación palabra-mundo. Su búsqueda novelística de una nueva mística a través del amor que reponga atributos, valores, significados y encuentros con “las islas perdidas” de las “palabras del corazón” (frente a lo abrumador de una lógica civilizatoria depredadora) cita a ese alma en la experiencia de su disolvencia. De su extinción en el tratar sobre lo que sucede. En Musil novelista, lo sagrado posee como tenue telos la inmensa playa de un mar donde se verificará fallidamente que ya no están ni vendrán los viejos dioses del reencantamiento. No obstante, esa vibración sagrada de cuerpos y almas en
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el amor con que la pareja de hermanos vive la espera, es la búsqueda del alma desde la conciencia de su devastación. Es decir, imposibilitada ya de ingenuidad frente a la nueva naturaleza del mundo, incapacitada de un programa divino para su propio pensarse, para su propio resguardarse. Tiempo de secularizaciones cumplidas. Musil, en aquella Viena de principios de siglo, no romantiza novelísticamente su deseo de un mundo pleno, sino que explora, ensaya nietzchenamente y por escritura los restos salvables de una espiritualidad que perdió sus relaciones. Ensaya un sendero biográfico del alma en la escuálida subjetividad moderna. Una historia ya desprovista de dioses destinantes, de creencia que cobijen frente a los abismos de sentido de la propia palabra.
La respuesta El ensayo como historia del alma es entonces lo que aparece persistiendo en la palabra, frente a un mundo donde sólo ha quedado la enunciación de los hechos desmesurantes, las cosas alienadas bajo la lógica tecnoproductiva, la inercia de una conciencia perpleja. El alma, en clave de inteligibilidad de lo ensayístico, sería en cambio aquello que porta el caminante como apenas literatura del testigo. Como testimonio del que está entre ciudades construidas, terminales. Del que es, pero ya no es, de una época. Testimoniante que desde sus aproximaciones y distancias no corroborables, se involucra con el mundo desde lo único que vive, sus particularidades, diálogos interiores, la reminiscencia incompartible. Es decir, a través de lo que comunica en tanto trance literario, iluminador, a través de lo que se percibe o deja de percibirse, de lo que en lejanía se aproxima, y en cercanía se aparta definitivamente, pero en su solo relato. Eso que para Musil, en otro texto (De la posibilidad de la estética), significa una nueva “pluralidad de sentidos”, representa lo que no puede captarse
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“por medio del conocimiento” que impone el reglado lógico productivista. Escritura, creación literaria —dice— que tiene tales cosas en común con la religión. ¡Pero cuánto más tiene esta última de estrecho y forzado y cuánto menos de libertad y movimiento! El ensayo como historia del movimiento del alma señala ya un presente exigido de asistir a la remoción espiritual de lo moderno. Llevado a genealogizar su actualidad en aquella subjetividad que al menos todavía pueda ser narrada y narradora. Semejante a esa “materialidad del arte” que conserva el subsuelo del ensayo, como un relato que en la crisis de lo moderno daría cuenta, frente a la complejidad de la historia y sus ideas, de lo que ya no puede alcanzar genuinamente lo estético. Eso hace, para Musil, que lo ensayístico no ancle sólo ni básicamente en su deuda con lo artístico, tampoco como exploración heideggeriana del evento, de la palabra del pensar que irrumpe en el mundo por una apertura inhabitual de las cosas en tanto lugar de la verdad, ni como rescate tardío de lo bello-ético burgués en el naufragio de una historia. Para el austríaco, el ensayo, esa escritura obligada a citar la deriva y herencias del alma en el plexo de una cultura, no pretende ni la vanguardia de las técnicas de representación, ni un nuevo régimen de certezas posontológico, ni la postrera exaltación de un humanismo amenazado. Con un dejo sin duda tardorromántico, Musil reabre hacia atrás el corpus o diapasón literario del mundo, para citar un antiguo lar de lo narrativo, lo religioso y encontrar en ese territorio que fue, irregresable, la posibilidad de atrapar “hilos de pensamiento”. Hilos, estelas, barbas, irisación de telas de arañas como un aproximarse arcaico —descientifizado, destecnologizado, desistematizado, desutopizado— al hombre y las cosas que sobrevendrán.
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El movimiento del alma es un reemprendimiento de la palabra que ensayaría otra noción de la respuesta en las encrucijadas de una época. Movimiento que no busca “lo que puede ser verdadero o falso”, sino aquello “que nos dice algo o no nos dice nada”. Interpelar sobre el entramado de las cosas requiere ahora, para Musil, la necesidad de una palabra regresante al pensar. Requiere la respuesta, ahí donde hay sólo signos devastados, terminologías operativas, fórmulas informacionales, dispositivos metódicos del lenguaje que se alzan como la no respuesta: como lo que nada dice. El ensayo es una escritura que tensa la relación palabra-mundo, pero busca despertarlas en términos arcaizantes en relación al modelo del racionalismo dominado por la abstracción sujeto-objeto, por “los resultados objetivos”, por “los criterios de verdad”. Frente al cálculo, la instrumentación y los sojuzgamientos de la realidad en sus representaciones lingüísticas utilitarias, para Musil el ensayo —espacio donde resulta posible “el conocimiento intuitivo en sentido místico”— habilita una olvidada escritura del “decir algo” frente al decir nada. Nos da conciencia del escucha, y de nosotros como escuchadores. Esto es, nos proyecta hacia la reanudación de un diálogo escritural con el mundo y el hombre, transversal a los criterios de verdad, anterior a dicha legislación, y donde el moverse del alma busca otra tracción de las palabras. Desde esta perspectiva puede comprenderse la “resurrección del pensamiento” a la que aspira el ensayo en circunstancia del declinar de una cultura. Musil plantea esa resurrección como “un entender de golpe el mundo, y al pensamiento de otra forma”. Es decir, comprender a la manera de un resquicio que irrumpe, que quiebra un continuo explicativo, que vuelve a congregar el mundo disperso. Una escritura ilustrada, crítica, zozobrante, que nos ubicaría en una coordenada de comprensión después de la razón hegemonizante.
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Una escritura tensada, en principio, no por otro pensamiento, sino por entender a este último —hacedor de lo real— de otra manera. Entender el pensamiento de otra forma sería la primera aproximación a esa historia del andar humano revisada: la historia del movimiento del alma. Otra forma de plantearnos frente al pensamiento desde su propio vertebrarse en escritura. Pensamiento que resucita como saber, en tanto reincorpora, para Musil, una ética donde prima esencialmente el sentimiento, donde el hombre repone su signo humano en relación a la naturaleza, a la memoria, a los fondos valorativos, a las expectativas en cuanto a qué pretende el saber, el querer saber. Por lo tanto, una palabra que se cita a sí mismo en calidad de “materia estética”, pero que en realidad se proyecta más atrás de esa experiencia expresiva, para situarse otra vez en un tiempo de contornos sagrados que aspira a la Respuesta, a lo intuitivo del “golpe de mundo” revelador, al resucitar el sentimiento en la resurrección de las cosas, de los temas, de las problemáticas.
El trastorno de la idea Para Musil, el movimiento del alma, ensayo que ensaya redibujar su silueta, se desliza hacia atrás, en un camino que llevaría a comprender genuinamente las carencias del pensar presente. La literatura sagrada-poética, nombrante de las cosas y sus vínculos, abre el espacio para ese retroceder hacia lo que la cultura considera ya muerto, extinguido, fuera de tiempo. El ensayo trabaja, así, sobre esas facetas sepultadas por nuestra actual convivencia con las palabras y con las formas agobiantes que a partir de ellas adquiere el mundo. Trabaja sobre el fracaso racional lingüístico de la presente historia, sobre sus estrategias barbarizantes, burocráticas y de masas guerreras. Facetas extinguidas de la palabra que en
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el ensayo, precisamente, retornarían como discusión crítica contra el plexo de las discursividades reinantes. Lo no observable, como señala Musil, lo devenido indecible para la razón tecnocientífica, trae a escena esa noción de respuesta que anidó en una palabra antigua. Lo no visible requiere volver a preguntarse casi místicamente por el sentido, ante la necesidad de comprender de pronto “un todo” que interrumpe la fragmentación del hombre. Desde esta pretensión, lo ensayístico buscaría otra forma de hacer presente el pensar una cultura. Otra forma de preguntar a la contestación, de preguntar por aquello decisivo que sin embargo “no aparece”, no se muestra en la trama de discursividades imperantes. Preguntar por el ensayo de la palabra, por el por qué de sus exploraciones, y ya no responder a las lógicas de los lenguajes desagregantes de la experiencia humana. El “sentimiento”, en Musil, en esa metamorfosis autoral que implica el ensayo, y que transporta la palabra hacia otras genealogías de los temas: a esos territorios de lo que quedó atrás como formas y experiencias de encarar los asuntos del mundo. “La misma idea que una vez resultó completamente muerta” ahora “puede vivificar un mundo de palabras”, piensa Musil, fijando en esa penumbra de las ideas y su historia (donde va en búsqueda de un pensar primordial, estoico, epicúreo, místico) la posibilidad de desbloquear el estado de letargo, de muerte, de no idea, de no palabra en la que yace el pensamiento. Pasaje entonces de muerte a vida donde prima la emoción, la pasión en el transcurso del texto que ensaya, y que recobra aquello mutilado en la experiencia moderna por la palabra de conocimiento. Aquello por lo cual “cuando una idea nos atrapa, nos trastorna”, en términos, para Musil, de “sentimiento de fondo”. De vivencia. Se trata de hacer consciente un orden roto por la modernidad entre lo racional (objetivamente) y lo emocional (sagrado). De reinscribir esa
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historia doliente del alma, donde el lenguaje pueda entonces cobrar otra fisonomía en nuestra relación con lo real, de corte transfigurador, transtornante, y en último término cercano a una experiencia de la palabra que vivifica, que vuelve a otorgar vida a las ideas yacentes, muertas, en tanto regeneración radical de nosotros en el lenguaje. El ensayo sería un planteo que, en relación a las escrituras del saber sistematizado y de la metódica científica, nos lleva a otro vínculo con las problemáticas, vínculo que al desorientar reorienta. Para Musil, “es en el ámbito del ensayo… donde se encuentra la rama humana de la religión”. Esto dicho no desde la perspectiva de un retorno a la sapiencia de una revelación divina original, sino como expresión de tal huella (religiosa) que permite la reflexión sobre el pensar las cosas desde un diálogo que contenga la duda, la aflicción, a la espera de la gracia. Podría decirse una palabra distinta al arrasamiento que produce la razón objetivadora, y a partir de la cual el último fondo de una escritura vuelve a remitir a uno y a otro. A ese interrogar, y a la respuesta que contiene todo pensar genuino. A ese inmemorial Dios que exige —para presentarse en la revelación de sus misterios— de la presencia de un testigo que estructure el preguntar y el responder. En la mirada de Musil y su ensayo sobre el ensayo se pone de manifiesto el agotamiento de un lenguaje de la razón, que había estelarizado las representaciones de un mundo a punto de precipitarse en lo que, pocos años después, Ernst Jünger denominaría la “movilización total de lo humano” hacia las contiendas bélicas europeas. Para el novelista vienés la presencia de una marca de raíz religiosa en esa escritura ensayística que proponía para un tiempo angustiado, alude a esa capacidad regresante infinita, que parece contener el lenguaje. A esa remisión hacia sí mismo como lugar donde
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la verdad desaparece en su verdad fugada, siempre pasada. En todo caso, alude a ese decir callado que se invisibiliza del mundo con la difusa imagen de un horizonte pretérito, donde la palabra congestionaría nombre, origen, revelación, ensayo de lo humano. Un arcano irregresable, a no ser en el repaso lingüístico de las edades del alma. El movimiento del alma es también el ensayar. Aquello que puede dibujarse desde la escritura, siempre a la vez originaria y reanudadora. Y la oscuridad de las palabras que mueren y se reaniman, expondría las formas cambiantes del alma frente a la extinción del significado del hombre y de la naturaleza en la historia, y por ende del desvanecerse de aquella su presencia. “Volver a las palabras del corazón”, repite Ulrich, el protagonista de su novela, como ese paso inaudito en medio de lo civilizatorio casi consumado que quebraría al mundo solamente en pronunciarlo distinto: desde lo sensitivo, en cuanto a disputa de las verdades que importan. Para Musil, el ensayo nos recuerda lo que restaría frente al mutismo de los saberes bajo matriz moderna y con palabra de una única lógica cognitiva defraudante: resta pensar una “nueva dimensión espiritual”. Dimensión que “no se oriente al conocimiento”, sino a “la transformación del hombre”.
Escritura y fracaso Entre una sensibilidad estética impedida cada vez más de expresar la eclosión crítica en el plano de las ideas, y un universo perdido de voces trascendentes que en el pasado reunían desde lo cultural el sagrado significado de lo humano, el ensayo desde las argumentaciones de Musil traería a escena aquella limitación y este olvido. Reflexionando sobre el ensayo como escritura descalificada o sospechosa de poca verdad, de juego literario, de no fundamentada en reglado
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científico, Musil (como otros intérpretes de un siglo XX que ya no alcanzaba a dar cuenta del hombre desde el logos meramente ilustrado) proyecta desde esa marginalidad el ensayo como discusión crítica de corte cultural radicalizado. Extrema la búsqueda de un sentido, querellando el sentido de un saber filosofante consagrado, que renunciaba a la subjetividad, a la particularidad, al detalle, a lo invisible del conocimiento, a ponerse literariamente en cuestión como primer paso narrativo. Esto es: a discutir sobre los propios relatos y la subjetividad que habla. ¿Quién habla, cómo, de qué forma, a partir de qué modo comparecer en el conflicto de las representaciones? En esa puja sobre una narrativa excluida que busca su estatus, su (moderna) autonomía, en definitiva, su razón de ser crítica, Musil, sin embargo, no recala en una problemática de género, de signo, de código de construcción lingüística, sino que sitúa el tema en el sentimiento de un hombre vaciado: silenciado su relato por el rumor huracanado de los acontecimientos. Para Musil, la modernidad es ya un programa sin palabras, pero todavía tensado por la capacidad, tal vez impúdica, de esa misma palabra que ensaya lo olvidado, lo que dejó de ser audible: el pronunciar del corazón. Y en el ensayo vislumbra una posible reanudación espiritual. Porque reabre su escritura no a una lógica de conocimiento reductora, sino “a complejos sentimientos que luchan por su supremacía”, a una palabra de culpa, aflicción y alumbramientos provenientes de “otras regiones” del saber. Porque admite, nuclearmente, un re-ligare del hombre hacia el mundo a partir de la memoria, “reponiendo idea rectoras de siglos o generaciones”. Dicho de otra manera, a partir de lo ya hace mucho en desuso, y para trenzar de otra manera el delinearse de la historia. Porque una escritura que se desentiende de las leyes objetivantes (en un mundo en perti-
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naz extrañamiento), desde su imaginación ensayística hace que “emerjan nuevas relaciones entre los hombres”. Por último, porque en el ensayo persiste la noción de la derrota del lenguaje, contra su ambición dominante, imperial. En él se evidencia no la resolución teórica, sino la tragedia de ésta, en tanto pone al desnudo que “lucha con dificultades que jamás se dejan vencer del todo, a causa de lo multifacético de lo enunciativo”. La causa de ese legado entre el límite de lo humano y lo más que humano, que en lo babélico reencuentra la forma más cierta —peligro y esperanza— de su espiritualidad.
Sueño agotado ¿Hasta qué punto puede entenderse esa escritura ensayística, reexaminada y revalidada en las primeras décadas del siglo XX, como un resto onírico, pero diurno, consciente, que pretendió deshacer los referentes? Que pretendió pensar lo ilusorio de una cultura-escritura con respecto a las dimensiones de valor y sentido de lo que quedaba depositado fuera de ella. Aquellos referentes de piedra, de cera, siluetas diáfanas o en las penumbras, a partir de esa palabra que desprendió el significado de las cosas, el ser de las cosas, las formas en que ellas se aposentaban. Restos oníricos en nosotros ahora, también en Musil antes. Restos olvidados quizá por la insoportabilidad de dar cuenta de las palabras en las cosas, de las cosas en las palabras. De eso que estuvo, que está en la palabra —imagen, presencia—. Pero que se desentiende del nombre, de aquellas intenciones aferrantes, tentáculos de sonidos y de letras. Desde lo hesíoco, cuando el poeta-pastor descubre a las musas que “lo saben todo desde el principio”, pero que a veces cuentan la verdad y otras no, de la misma manera imperceptible, desde ahí, ese relato —esa pura imaginación y palabra con las cua-
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les el hombre de los bosques sagrados hizo el mundo, según Vico— es un espejo roto que se disuelve y recompone oníricamente en el lenguaje. ¿Sería ese juego la única “imagen y semejanza” quebradiza con lo divino? ¿Será aquello que nos cuentan los mitos de origen? El ensayo intenta trepanar los tiempos de la palabra. En la cultura de nuestra época ya no se ve el hombre, su signo humano. Nos dice Musil: el ensayo intenta contar la historia del alma. La historia donde el tronar de la voz de Dios en la montaña de la ley mosaica, o las georgianas retóricas de Platón que nos indicaban de qué maneras se constituyen los significados del mundo —los referentes allende del diálogo— pasaron a ser poco o nada. Sólo obsesión por desentrañar si esa semejanza, en lo inicial, contiene la remisión de lo que es, en la palabra. Los recorridos de la historia modernizada, desde sus posicionamientos mitoreligiosos, filosófico-poéticos, o luego sospechantes, recelosos, críticos (Schelling, Marx, Rimbaud, Nietzsche, Mallarmé, Freud, Hoffmannsthal, Wittgestein, Heidegger) aludieron, confesada o inconfesadamente, a esa biografía que se supuso de lo Celeste, de lo Cósmico, de lo Mítico, herencia, Demiúrgica, Pesadilla de los muertos, Poética del Infierno o de lo Ausente, Deseo, Olvido, Pronunciación peligrosa. En definitiva, voz de lo durmiente, imagen onírica que nos regresaba atisbos de la verdad para fondear en Dios, la Revolución, el Otro, lo Ilusorio, las Genealogías, el Inconsciente. Releer estos contraplanos del mundo, cuando Musil nos dice “historia del alma” para decirnos ensayo, sería encontrar el cráter en la escritura. Pero hoy posiblemente ese dato nos suscita un sentimiento de ambigua coincidencia e incredulidad. Aquella historia del alma, con infinitos nombres superpuestos, persiguió el
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sentido del sentido, la palabra sabuesa de sí misma para revelar de qué se trató, el secreto de la imagen y la semejanza en nuestra subjetividad desde la pura narración del sinsentido. Narración contra un fondo perdido del mundo, contra la inexistencia final de ese fondo nunca alcanzado, y la atemorizante libertad. Resto onírico siempre, también hoy en nuestra escritura que investiga, corrobora, contrae compromisos. Fue ensayística del alma que en reflexión o estética agotó los sentidos, cual dama visitante de todos los abismos de sentido, a los que no supo luego cómo enfrentar a no ser con la misma literatura religiosa, poética, filosófica, política, psicoanalítica, cultural. Podría decirse entonces, también la literatura como técnica depredadora. Quedaría hoy, como preanuncia Musil, o como cierra la incógnita el vienés, citar esa historia del alma. Mencionar su presunto lugar. Rememorar que en la palabra crítica se pretendió siempre un ensayo del alma. Despropósito de Musil, pensar que las palabras nos pueden traer, retrotraer, contraer, retraer, a esa dimensión en el pronunciar (las). Eso que jamás termina de ser en la escritura.
El alma y las formas del ensayo1 Lukács, con la visión de Sócrates Gregorio Kaminsky
De la forma, de la esencia del ensayo. Quien supo de esto y lo dijo, tal vez de un modo mejor que muchos, es Georg Lukács en la carta dirigida a su gran amigo Leo Popper, escrita en Florencia en octubre de 1910. Esta carta oficiará de prólogo o comienzo a su libro El alma y las formas, que en la versión española será editada junto a su Teoría de la novela. Carta-prólogo, se trata de una suerte de “misiva-ensayo sobre el ensayo”, un texto de señalamientos programáticos, un modo novedoso de escritura acerca de la escritura; tenemos ante nosotros un ensayo postal. El mismo, aparecerá publicado con el siguiente título: “Sobre la esencia y forma del ensayo”.2 Este texto mantiene las características —estilo, forma dialógica— de una carta pues está dirigido a un solo lector (“Amigo mío…”) y también lo es por el modo ciertamente coloquial de la escritura y un alegato franco sobre el género. En sí mismo, es indiscutiblemente una abigarrada obra de pensamiento, se trata de un ensayo acerca del género ensayo. Lukács consulta y persuade a su amigo Leo y de ese modo se interroga a sí mismo sobre la virtual afinidad de sus nuevos trabajos que, aunque heterogéneos, componen ese, su nuevo 1
Publicado originalmente en Marcelo Persia (Comp.): Ensayo y subjeti vidad, Buenos Aires, Eudeba, 1998, pp. 73-86. 2 Georg Lukács, El alma y las formas. Teoría de la novela, México, Editorial Grijalbo, 1985. A continuación, todas las notas harán referencia a páginas del texto citado.
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libro. Pero no se pregunta por el orden, los motivos aparentes o el leitmotiv, tampoco sobre la supuesta compilación emergente sino, dice “para nosotros…lo que importa ahora no es lo que estos ensayos puedan ofrecer como estudios históricoliterarios, sino sólo si hay algo en ellos por lo cual puedan llegar a una forma nueva y propia, y si ese principio es el mismo en todos ellos”.3 Se trata, por cierto, de una pregunta por los principios y una interrogación fundante acerca de la forma de la escritura. ¿Existe en el ensayo, como dice, tal “forma nueva y propia”?, ¿guardan los ensayos que forman parte de un corpus textual una conformación semejante o común?, ¿cuál es el principio que los guía o que los ordena?, ¿sería éste orden una forma independiente y autónoma, separada de las formas o géneros ya conocidos? Y, más aún, si llegaran a poseer esta nueva forma o principio común, ¿esa forma debería considerarse excluida, separada de la escritura objetiva llamada científica para aproximarse mejor a las formas subjetivas de la literatura? ¿O, mucho más, es que los ensayos forman parte de ambos dominios “pero sin borrar el límite entre ambos”? Por cierto, si este tipo de textos no abominan de lo uno objetivo ni de lo otro subjetivo —lo científico y lo literario— ello se debe, apunta, a que “comunican la capacidad de una nueva reordenación conceptual de la vida, manteniéndola, al mismo tiempo, lejos de la perfección helada y definitiva de la filosofía. Esta es la única apología posible de estos escritos y por tanto también su crítica más profunda…”.4 Vehemente, un filósofo sin rodeos ni circunloquios, he aquí la apología lukacsiana sobre el ensayismo. No es restrin 3
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gido ni ascético, sino es en verdad exultante y cuasi providencial el destino que Lukács reserva al ensayo. El ensayo es un género en sí mismo, como lo es la poesía, el teatro, la novela, la comunicación científica o el discurso académico. Tiene algo de cada uno de ellos pero no es ni se reduce a ninguno de ellos. Goza de una completa autonomía motivada por su fuente y su origen: la creación. Consiste en cierto tipo de capacidad discursiva, comunicacional, pero se trata de algo que, al constituirse, se excede a su forma comunicativa misma, produciendo una nueva articulación de ideas y escritura, un modo de pensar que a Lukács le parece congruente y no abismado de la vida misma. Precisamente, el ensayo es una forma de la vida misma, es vida que trata de la vida, que trata la vida, que aún no ha caído en el modo cristalizado en el que ha devenido temerariamente la filosofía, a la que el autor, él mismo filósofo, denomina “esa forma perfecta, helada, definitiva”. El ensayo abriga su sentido y su valor en la proximidad de lo viviente, en el carácter genuino “tibio, imperfecto y proviso rio” de la vida misma. Es esto lo que le da su forma única, peculiar, y el principio que lo funda. Para alcanzar esa genuina humanidad no es suficiente que un texto “esté bien escrito”. No se trata de una mera preocupación cosmética; un ensayo debe cuidar, velar por la escritura aunque eso no basta, eso no es suficiente para ser ensayo. Viene de un sitio más fundamental y su destino es tan genuino como su procedencia. Tampoco debemos desagregar los materiales que componen al género ensayístico para encontrar semejanzas literarias y resonancias poéticas por un lado y parecidos discursos científicos por el otro, porque no es cuestión de procurar algunas rimas y ciertas métricas agregadas o adosadas a textos con datos y doctrina. No obstante, el ensayo no es un simple sucedáneo, no pertenece —aunque no se desentien-
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de— de la búsqueda de la ciencia ni tampoco de las formas del arte. “En la ciencia obran sobre nosotros los contenidos, en el arte las formas; la ciencia nos ofrece hechos y sus conexiones, el arte almas y destinos”.5 ¿Qué es lo que acontece pues con esta escritura genuina cuando se cuidan los contenidos y se preservan las formas? Lukács reconoce en su amigo Popper la posición de una fuerte exigencia para que, en la obra sui generis denominada ensayo, todo sea configurado y se encuentre ordenado “desde un punto”. Desde un punto que no es un lugar abstracto y etéreo, sino un punto de vista, una vista, una percepción, una afección, un cuerpo, un afecto. Porque todo escribir ensayístico aspira a una perspectiva, porque el escritor busca el equilibrio ante el vértigo y el abismo, porque tiende hacia una unidad formal dentro del contenido múltiple de las cosas y porque la pretensión de la escritura que así despunta es esa “rica articulación en la masa de una sola materia”.6 En los años precisos que inauguran el perspectivismo en filosofía, Lukács se agrega entusiasmado a esta legión: el punto de vista del ensayista constituye su weltanschaung en acto, es la fuerza del mismo autor la que da unidad precisa a la multiplicidad del todo en el mundo. Forma literaria y contenido filosófico o contenido literario y forma filosófica. También, esos primeros años del siglo son los que precisamente se abren a nuevos paradigmas científicos, y por ello no es ociosa la metáfora lukacsiana siguiente: “…si se comparara las distintas formas de la poesía con la luz solar refractada 5
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por el prisma, los escritos de los ensayistas serían la radiación ultravioleta”.7 Es verdad que el ensayo no pretende ofrecer, por cierto, las soluciones de los tropos retóricos ni las respuestas frías de la ciencia, ni tampoco aspira y nos eleva a las “alturas más puras” de la filosofía. Resiste toda forma de adecuación ajustada al orden lógico científico, filosófico o literario, instituido como aquellas “verdades que se escriben”. El motivo de este esfuerzo, de este distanciamiento, se funda en que el ensayo aspira a ser lo otro de esos órdenes sin distanciarse de ellos, es decir que, al ensayo concierne el problema de la verdad pero no le atañen sus modos de vigilancia o supervisión porque, en todo caso, de custodias sólo reconoce a las propias. No se trata, por cierto, de un gusto por lo vagaroso o meramente incierto y, menos aún porque lo verdadero le sea ajeno, sino porque es ese temor objetivista u odio convertido en la paranoia de la falsedad lo que no le concierne, ni lo amedrenta ni persigue. El ensayo respeta y no traiciona los modos de la verdad literaria, pero no en aquello que guardan de cierta preceptiva deductiva y cuasibíblica porque en ellas, como con toda regla o tabla, la verdad que resuman y dicen custodiar está fuertemente emparentada con el legalismo, con el discurso del orden, con el cuidado por cierto objetivismo formativo, es decir, por la búsqueda de cierta tabla de redención literaria, que hoy no es sino la rendición ante el moderno espíritu que escinde cierta dura objetividad con la supuesta blanda subjetividad. Mientras que mantiene tan sólo un alcance de proximidad, de tentativa, de merodeo, de balbuceo…, el ensayo, aún 7
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dentro del dominio de los rigores por lo verdadero, está regido por el mundo de la intencionalidad. Intención por la verdad de sí, al ensayo no lo gobierna un único fin porque está plagado de intenciones, que no son las buenas y puras intenciones de la verdad sino que se trata de toda una plaga de intencionalidad, esa es su genuina riqueza. Es probable que el ensayo genuino que aspira a la verdad alcance un final no buscado, aunque inconscientemente deseado; de lo que se trata es, entonces, de buscar, alcanzar la vitalidad de la vida. Es por ello que se entiende más y mejor con el espíritu de la inspiración musical o de la metáfora poética que con las duras y frías métricas o las taxonomías de lo clasificatorio. Tal vez, el ensayo no tenga como finalidad explícita a la vida, pero en sí mismo ya es una búsqueda vital. Esta, que es su debilidad, es precisamente también su fuerza, su nobleza y su dignidad. No hay verdaderos o falsos ensayos, en todo caso los hay buenos o malos. Y esto, que parece su ética no constituye una deducción moral trascendente, sino que el gobierno del ensayo es más un horizonte asociado a un gusto, a un placer; por eso los ensayos incluso tienen, calor, color, sabor… El ensayo se rige —aunque no lo sepa, aunque no se lo crea— por una estética subjetivo-objetiva inmanente. Su ética es la misma que luego consignará Michel Foucault: es una estética de la existencia. Como posible forma —aunque involuntaria, indeseada— del error, se propone, de todos modos, como lo otro del cuidado ante los atisbos de la falsedad. Al menos es así cómo lo ha consagrado el discurso de pretensión objetivante, usualmente autodenominado “científico”. Es posible que en el ensayo nos encontremos inadvertidamente ante formulaciones cuyo significado represente el modo de la falsedad o el error,
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sin embargo, esa sería una lectura rígida, una interpretación puramente objetivante, reñida con la dimensión propia del ethos del ensayismo y el pathos del ensayista. Nada le inhibe respecto de los cuidados del logos o voluntad científica; el en sayista, por el hecho de serlo, nunca se equivoca; el mundo del ensayo no es el de error sino el del errar. Nunca se equivoca, decimos, porque su cometido no es una búsqueda sino una estancia en la verdad. El ensayista es un derechohabiente, un residente en territorios que, sin serlo, le pertenecen; es un transeúnte de sendas no cuadriculadas ni prescriptas, sus rutas son más anarquistas y no por ello anárquicas. Errabundo, errático, el ensayista no se propone lo verdadero sino, ciertamente, él es convocado por la verdad y sus misterios. Sucede que no le caben las formas representativas consagradas porque le incumben mucho más las experiencias intelectuales que ansían una expresión no puramente teórica, una vida intelectual no abismada, no separada de la vivencia afectiva; le interesa el concepto entendido “como principio espontáneo de existencia; la concepción del mundo en su desnuda pureza, como acontecimiento anímico, como fuerza motora de la vida”.8 El concepto es para el ensayista, dice Lukács, un acontecimiento anímico. No se trata de dar ni obtener respuestas ni tampoco justas o buenas soluciones; se trata de ir al encuentro de mejores, nuevas preguntas. La forma que concierne al ensayo es aquella que se preocupa por la belleza y alcance de la pregunta. El ensayo no parece ese modo despojado del pensamiento que consiste tan sólo en un texto que se ciñe ante el razonamiento preocupado por su buena y dócil formulación, como género edificante o como una anatomía formal. Aunque en sí mismo guarda las 8
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formas de lo escrito, resguarda la intención de una búsqueda; su logos es el del pensamiento crítico que se escribe e incluso o mejor aún, el ensayo es la escritura haciéndose crítica del pensamiento. El ensayo es una escritura que al producir se produce. Su carácter crítico reside en que su discurso es autoreflexivo y si al pensar se piensa, entonces la escritura puede considerarse pensamiento, y el pensamiento escritura. Si pensar críticamente es ensayar, el ensayo es el pensar crítico escribiéndose. “Ensayos”, en este módico término Lukács destaca hasta la sencillez y bella austeridad de los textos de Montaigne; “la simple modestia de esa palabra es una cortesía orgullosa”.9 Lukács descree ante su amigo Leo de la exigencia ideal y el apego a las formas a la que “tienden abierta y rectilíneamente” los hombres de la literatura, el arte y la filosofía; mientras que el ensayo es para él una obra de laboriosa baja intensidad porque su objeto también se cierne en torno a la obra de arte, al libro, a la producción científica y a todo lo que ya está configurado, lo que ya ha recibido una forma. Intensidad de una vida que recoge aún más vida, el ensayo y el modo de la crítica es su forma ideal ya que “la forma de la vida no es más abstracta que la forma del poema” ni tampoco menos abstracta aunque esté contagiada, como es usual, con el tinte del humor o la profundidad de la ironía. Las intenciones críticas del verdadero ensayista giran en torno a una búsqueda de algo, de una cosa, que no está directamente disponible. Es una lucha “por la corporeización de una vida que alguien ha visto en un hombre, en una época, en una forma; pero depende sólo de la intensidad del trabajo y de la visión el que lo escrito nos dé una sugestión de esa vida”.10 9
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Un hombre, una época, una forma, estas son la materias con las que se hace un ensayo. Pero con el material no basta, como no alcanza con la bella escritura, es menester la intensidad, la vibración de un cuerpo que siente y piensa. Los ensayos pueden trabajar acerca de lo mismo, lo semejante, y sin embargo pueden crear mundos diferentes y no por ello suelen contradecirse. Así como cada época forja a sus propios “griegos”, cada ensayista procurará los suyos. Serán precisamente ellos, los griegos, quienes nos han provisto del “más grande ensayista que jamás haya vivido y escrito”, un autor para quien la forma de la crítica es otra modalidad de la fuerte ironía, un pensador que supo encontrar su hombre y su época, y dar una forma original a todo ello. Ese personaje real-ideal, histórico y espiritual es un ser cuya vida, dice Lukács “es la típica para la forma del ensayo, tan típica como difícilmente lo será otra vida…con la única excepción de la tragedia de Edipo”. Platón y Sócrates, estos son los demiurgos lukacsianos del ensayismo. Sócrates es el modelo ideal de los hombres de su tipo, “ideal que los de sentimiento humano intacto ni los profundamente poéticos entenderán nunca: que el mismo hombre debería escribir las tragedias y las comedias, que lo trágico y lo cómico dependen completamente del punto de vista elegido”.11 La unidad antropológica del ensayista es aquella que tiene el don y la fortuna de reunir en un sólo sujeto al trágico y al comediante; no consiste en la tendencia al modelo ideal de hombre superlativo, sino que ese sujeto es aquel hombre mundano que no separa en la obra de su creación lo que ya está unido a su propia vida, es ésta la unidad esencial de la vida misma. 11
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Una vida (que se) ensaya. El sentimiento vital más profundo del crítico es “la prioridad del punto de vista, del concepto, respecto del sentimiento”. Sócrates, que es el paradigma del pensamiento clásico griego, “ha expresado [en el ensayo, y con la crítica. gk] la idea más profundamente antigriega” y que consiste en no otorgar privilegio ni a la forma ni al contenido sino a la perspectiva. Esta es para Lukács, posiblemente, la sublime grandeza del ensayo: mantener el punto de vista y estilizar la perspectiva y, con ella, transversalizar la forma del contenido y el contenido de la forma. El ensayo es la perspec tiva de la escritura en transversalidad. El devenir de la escritura ensayística, desde los griegos hasta esta carta a su amigo Leo Popper, propia de la época; he aquí cuando la genealogía lukacsiana valoriza y se reconoce en el inspirador original del perspectivismo en filosofía: “muchos siglos más tarde Nietzsche lo acentuaría agudamente”.12 Pero, entre los griegos y su propia época cuentan los místicos medievales y rige, principalmente, la modernidad. Esta es una época ante la cual también el ensayo resintió su aplastante modalidad iluminista, lo que Lukács transmite a su amigo con igual realismo que cruda vehemencia. “El ensayo moderno ha perdido el trasfondo vital que dio su fuerza a Platón y a los místicos… Lo problemático de la situación se ha exacerbado hasta ser casi una frivolidad en el pensamiento y en la expresión…”. Ante los tiempos modernos de la crítica, el ensayista debe encontrarse, re-encontrarse... “tiene que meditar sobre sí mismo, encontrarse y construir algo propio con lo propio”. “La idea está presente ante todas sus manifestaciones, es un valor anímico, un motor del mundo y un configurador de la 12
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vida: por eso una crítica así hablará siempre de la vida más viva”.13 Posibilidad del ensayo y existencia actual del ensayista contemporáneo, a las nuevas fuentes que le dan origen y sentido, dice Lukács, sería “casi justo decir… que crea de sí mismo sus valores juzgadores. Pero nada está tan abismáticamente separado de lo justo como lo casi justo, esta bizca categoría de un conocimiento pobre y autosatisfecho”.14 Nada más distante de lo justo que lo casi justo, ningún matiz referido a la injusticia, sino más bien a aquello que merodea lo justo sin serlo plenamente. Porque lo que casi es, es un modo apremiante, intolerable de aquello que, aún, no es. Y además, porque el ensayo no se debate entre el ser y el no ser; posiblemente por ello es que el ensayo es el género en el cual la nada se piensa. Nada piensa en el ser del ensayo. El ensayista no toma nada de nadie, por lo que plantea sus propios criterios de juicio siempre a título personal. El autor nunca es trascendente al texto, porque sus juicios crean en él, “pero no es él el que los despierta a la vida y la acción: se los inspira el gran determinador de valores de la estética, ese que está siempre por llegar, que nunca ha llegado, el único autorizado a juzgar…” Quien es ensayista “...puede contraponer tranquila y orgullosamente su creación fragmentaria a la pequeñas perfecciones de la exactitud científica y de la frescura impresionista”. Los ensayos... “estarán, pues, siempre, antes del sistema; aunque el sistema estuviera ya realizado, ninguno de los ensayos sería una aplicación, sino siempre una creación nueva, un hacerse vivo en la vivencia real”.15 13
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Su autonomía e independencia creativas no residen tan sólo en sus cualidades narrativas o en la precisión conceptual, el valor del ensayo está siempre por llegar y nunca se consuma. La justicia ensayística debe ser total y no casi completa y es el ensayista el “único autorizado” para ello. Su producción no debe velar por las “perfecciones” científicas. Escritura instituyente de toda forma ya instituida, el ensayo es materia primera aunque su objeto sea segundo; por eso es creación y no es aplicación. El ensayo, su ser auténtico trata de una fuerza de re-encuentro entre las vivencias de la vida. “El ensayo es un juicio, pero lo esencial en él, lo que decide su valor, no es la sentencia (como en el sistema), sino el proceso mismo del juzgar”.16 La verdad y la finalidad propias del ensayo no son ajenas ni están separadas del ensayo mismo, su valor no reside tan sólo en el resultado sino en el “renovado recorrido del camino”, “no sólo un estar, sino un llegar, no descanso sino escalada”. Aquí es cuando Lukács recuerda a Leo Popper las primeras palabras de su carta, el ensayo es un género artístico autónomo, “la configuración propia y sin resto de una vida propia, completa”. Era de eso que quería hablarle, escribirle, con su carta: que el ensayo es gesto artístico, un “poema intelectual” aunque con la poesía y el arte no mantenga contacto alguno. Lukács quiere, a través de su amigo, comprobar si su nuevo libro es antes la posibilidad de un recorrido que la certeza de una consumación. Un recorrido, no su recorrido; nunca más exacto el uso del indeterminado. Un ensayista ha nacido cuando “su crítica está contenida con toda crudeza y sin resto en la visión de la que ha nacido”.17 16
Pág. 38.
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Lo ensayístico en la crítica académica1 Alberto Giordano
La celebración del centenario borgiano fue lo suficientemente unánime y compulsiva como para que hasta el suplemento cultural de un oscuro diario de provincia se decidiese a interpelar a los especialistas lugareños sobre cuál era, a juicio de cada uno, el texto clave de Borges. Mi respuesta, enviada por escrito, fue laboriosamente mutilada por el editor del suplemento con la intención de darle la apariencia de una declaración oral y casual, el tipo de declaración que no sé —ni estoy seguro que querría— formular. Afortunadamente guardé la versión original, que no era, a decir verdad, más que la condensación de un trabajo en curso sobre la forma en que la escritura ensayística de Borges se desprende a veces de las políticas culturales que la suscitan, y creo que podría resultar oportuno transcribirla aquí para comenzar esta acotada reflexión sobre lo ensayístico en la crítica académica. “Para quienes creemos que la crítica literaria es un relato sobre nuestras experiencias de lectura —un relato en el que la generalidad de los conceptos y el modo afirmativo de los argumentos no niegan, sino que transmiten lo intransferible e incierto de esas experiencias, hasta el punto de dejarse conmover por su presencia evanescente—, el texto clave de Borges es ‘La supersticiosa ética del lector’. En este ensayo Borges polemiza con los críticos que desatienden su propia convicción y su propia emoción de lectores para fundar sus juicios estéticos sobre algunas de las supersticiones impues 1
Publicado originalmente en Ana Porrúa (Compiladora): La escritura y los críticos, Universidad Nacional de Mar del Plata, 2001; pp. 102-95.
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tas como valores indiscutibles. Las supersticiones no son tanto creencias falsas, como creencias que, por la voluntad de adherir a lo convenido que las anima, debilitan el poder de argumentar lo valioso de un texto literario atendiendo a su eficacia, es decir, al modo en que algo de ese texto, misteriosamente, inquieta, da placer o fastidia. A partir de la lectura de este ensayo de Borges se puede proponer una suerte de regla ética para cualquier ejercicio crítico interesado en afirmar la íntima extrañeza de la literatura: no escribir más que sobre aquello que aumenta nuestra potencia de pensar, imaginar e interrogarnos, de experimentar en la escritura nuestra legítima rareza”. La paráfrasis de una sentencia de René Char que Foucault, según uno de sus biógrafos, citaba frecuentemente y una versión resumida y simplificada de la teoría de Deleuze sobre el debilitamiento que ejercen las supersticiones comentan y orientan el sentido del ensayo borgiano hasta transformarlo en una suerte de manifiesto sobre qué es conveniente que sea la crítica literaria si no quiere distanciarse excesivamente de la experiencia que estaría en su origen. Se me dirá, con razón, que esta ética del ejercicio crítico fundada en la afirmación de lo que ocurre en la lectura tiene mucho que ver con la práctica del ensayo literario, que es, como se sabe, el género de las reflexiones ocasionales y fragmentarias en las que una subjetividad individualizada por sus gustos y su talento conjetura, en primera persona, las razones de lo inquietante de un texto, pero poco con las exigencias de conceptualización y sistematicidad a las que necesariamente debe responder la crítica académica. El ensayista puede limitarse a referir de un modo impresionista sus vivencias de lector o escritor, o puede dialogar con los saberes especializados sin prestar demasiada atención a los principios de pertinencia, pero el crítico académico, esa figura opaca, mode-
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lada por una serie de pactos y compromisos institucionales, no puede abandonar el diálogo teórico, no puede intervenir en ese diálogo entre especialistas —que suele tomar la forma del debate o la disputa— sin reconocer la especificidad de las operaciones y los protocolos que definen sus condiciones de enunciación. En verdad, no puede ni quiere dejar de hacerlo. Y de esta obstinación, que podría ser tomada como un índice de enclaustramiento e indiferencia, pero también de apasionamiento y deseo de búsqueda, provienen sus obvias limitaciones y sus menos reconocidas potencias. Alertada sobre su inclinación a reproducir valores y criterios de valoración que se suponen rigurosamente fundados, a no pensar más allá o —lo que podría resultar más perturbador— más acá de lo establecido y legitimado por la comunidad de los especialistas, la crítica académica busca en el ensayo una posibilidad de conjurar los fantasmas de la erudición banal y la ineficacia. Esa búsqueda se realiza principalmente por dos caminos. Por el camino de Hume, que veía al ensayista como un embajador del mundo de los doctos viajando por el de los conversadores para elaborar, con los materiales de ese mundo ordinario, un saber sencillo pero refinado,2 la crítica académica encuentra en el ensayo una retórica que le permite salirse de sí misma, o mejor, pasar a otra cosa, una estrategia comunicativa con la que salta por encima del cerco de la especialización y alcanza con su discurso una audiencia más amplia. Por otro camino decididamente heterogéneo, el de Adorno, la crítica académica encuentra en el ensayo una forma de experimentar el acontecimiento del saber en la experiencia de la escritura, una forma “metódicamente ametódica” de restituirle a los conceptos teóricos el vínculo con “el 2 Cf. David Hume: “Sobre el género ensayístico” y “Sobre la sencillez y el refinamiento en el arte de escribir”, en Sobre el suicidio y otros ensayos, Madrid, Alianza, 1988, pp. 23-30 y 31-39, respectivamente.
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elemento irritante y peligroso de las cosas”3 borrado por el impulso generalizador y reproductivo. Por este otro camino, en el que me interesa avanzar, los límites del orden académico son excedidos pero desde su interior, por la presión que la escritura del saber, en diálogo con lo que Adorno llama la “experiencia espiritual”, ejerce sobre sus morales del conocimiento y sus rutinas metodológicas. Desestabilizándolo y enfrentándolo con la necesidad de interrogarse sobre lo que excluyó para poder instituirse, lo ensayístico le devuelve al discurso académico su siempre debilitada potencia de impugnación, su fuerza crítica. En su lúcido “Elogio del ensayo”,4 Horacio González enuncia otra regla ética para los ejercicios críticos que se resisten a aceptar la escisión entre conocimiento y escritura promovida por el discurso académico: “no escribir sobre ningún problema, si ese escribir no se constituye también en problema”. El ensayo de formas de saber atentas al carácter problemático y problematizante de un texto literario —ese es el caso que nos ocupa— supone una subjetividad en estado de inquietud e interrogación, problematizada por el deseo de explicarse, en términos teóricos, la singularidad de lo que le ocurre en la lectura de ese texto. Esta intrusión en el campo de la teoría de una subjetividad tensionada entre la afirmación del carácter intransferible de su experiencia de lectura y la necesidad de recurrir a la generalidad de los conceptos para explicarse y comunicar esa afección singular, define para mí lo ensayístico de la crítica académica. El crítico académico deviene ensayista cada vez que escribe no para reproducir lo ya sabido, sino para saber: saber qué 3 Theodor W. Adorno: “El ensayo como forma”, en Notas de literatura, Barcelona, Ariel, 1962. 4
En este volumen, p. 85.
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pasa entre un texto y su lectura, entre ese encuentro incierto y las previsiones teóricas. En esos momentos extraordinarios en los que los conceptos dejan de funcionar como garantes de la consistencia y la legitimidad de la escritura crítica para transformarse en medios de búsqueda, se define el estilo de cada crítico, su modo de problematizar la literatura y las formas de conocerla y, en consecuencia, de desplazar los límites de la teoría. La escritura de los conceptos, que ya no hay que confundir con la escritura a partir de ellos, priva momentáneamente al crítico de certidumbres sobre la legitimidad de su trabajo, pero a cambio de esa inquietante precariedad institucional le restituye a sus argumentos la posibilidad de un rigor y una sensibilidad para los hallazgos que la moral académica ignora casi por completo. El contexto de estas Jornadas tolera, e incluso propicia, una referencia personal. En el comienzo de la Introducción de mi Tesis de Doctorado escribí: “En este ensayo sobre la literatura de Manuel Puig nos ocupamos...”. Llamar ensayo a una tesis, aludir a la liviandad y el fragmentarismo para referirse a un género académico emparentado con las pesadas exigencias del tratado, es un gesto evidentemente paradójico. Lo hice sin afán de provocación, convencido de que a través de esa referencia equívoca daba a mi trabajo un nombre justo. Mi tesis desarrolla una caracterización del arte literario de Puig como “narración de voces triviales en conversación” a la vez que formula e intenta probar una hipótesis que concierne al desenvolvimiento de su obra (el debilitamiento y la clausura de las búsquedas narrativas en The Buenos Aires Affair habría impuesto la necesidad del cambio en la siguiente novela). La caracterización y el planteo de la hipótesis se sostienen en la posibilidad de construir (conjeturar, experimentar) teóricamente en mi escritura crítica el acontecimiento múl-
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tiple e insistente de la afirmación de la diferencia de la literatura de Puig. Me refiero a la diferencia (en el sentido derridiano de autodiferencia, o en el deleuziano de diferencia en sí) de las micropolíticas culturales que traza esta literatura y que le permiten pasar entre la cultura alta y la popular, entre lo literario y lo no literario, desprendiéndose de las identificaciones con las estéticas del pop y el camp, y a la diferencia de la “escucha literaria” de Puig, que registra y entredice narrativamente lo que pasa entre la generalidad de los códigos discursivos que hacen posible todas las voces de sus novelas y la singularidad intransferible del acto de enunciación de cada una, lo que llamo su tono. La diferencia se experimenta narrativamente y se escucha en la escritura crítica como un exceso de la representación: la fascinante presentización de lo desconocido en lo trivial. Para construir mis argumentos críticos y darles, al mismo tiempo, la consistencia teórica y metodológica que se supone debe exhibir una tesis y el tono capaz de transmitir entre los conceptos las conmociones de la lectura, las resonancias del encuentro con lo que pone a la literatura de Puig fuera de la literatura, trabajé simultáneamente según un principio de coherencia y otro de conveniencia. Construí y expuse a lo largo de siete capítulos un sistema de la literatura de Puig fundado en la identificación y la articulación de sus funciones heterogéneas; el uso lo más riguroso posible de un complejo y especializado instrumental para la interpretación literaria y un vasto e igualmente especializado repertorio bibliográfico resultó decisivo para el cumplimiento de esta tarea. Pero la perspectiva que orientó ese trabajo de sistematización, la que le dio su sentido y su movimiento, riguroso aunque ligeramente inestable, no estaba emplazada ni en la teoría ni en las fuentes eruditas. Los conceptos y las referencias bibliográficas se plegaron al juego misterioso del acontecimiento
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de la lectura, fueron convocados para señalar, desde su borde exterior, en el límite de sus posibilidades, las huellas del encuentro de la diferencia de la literatura de Puig con la diferencia de la subjetividad lectora. Antes que por su coherencia y su peso teórico (valores que, a posteriori, resultaban fundamentales), los argumentos críticos que diseñaban el sistema valían por ser los más convenientes para intensificar el ejercicio de autoinspección provocado por el encuentro con algo íntimamente desconocido de la literatura de Puig, algo que es al mismo tiempo el sentido de esa literatura y la razón del extraordinario poder de atracción que ejerce sobre mí. En el centro del sistema, un modo de dejarlo en desplazamiento, mi escritura instaló y trató de mantener abierta la pregunta por la singularidad de una experiencia narrativa que, más acá de cualquier valor estético e ideológico con el que pueda identificarla la crítica (incluso mi propia crítica), me conmueve de un modo inaudito, como si en sus conversaciones triviales las voces narradas estuviesen entrediciendo algo que no puedo oír con claridad pero que se que me concierne. Escribí mi tesis sobre las tres primeras novelas de Puig para argumentar un juego de lecturas calculadamente polémico, para intervenir en el debate crítico sobre el sentido y el valor de estas novelas desde un punto de vista teórico que imaginé podría servir para hacer visible algo esencial del arte narrativo puigiano que el uso de otros conceptos y otros protocolos de lectura deja escapar. En la teoría encontré herramientas de lectura y armas para discutir o establecer acuerdos con otros especialistas. En la teoría busqué, no sé con qué suerte, un campo de resonancias para la enunciación de algunos problemas, que son míos aunque no me pertenecen, en los que se manifiesta lo que las novelas de Puig tienen para mí de fascinante y perturbador: qué pasa cuando alguien siente una atracción irresistible por la cursilería y el sentimentalismo
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aunque no se identifique con los objetos que provocan esa adhesión; qué pasa cuando alguien tiene que vérselas, desde su infancia, sobre todo en su infancia, con la violencia imperceptible e implacable que anima los más familiares intercambios de palabra; qué pasa cuando dos mujeres conversan a solas mientras, sin que ellas lo sepan, las escucha un niño — el niño argentino, chismoso y entrometido, con el que todos los lectores de Puig, en algún momento, nos identificamos—.
Del otro lado del horizonte1 Beatriz Sarlo
Todos los buenos ensayistas son escritores, en el sentido que Barthes dio a esa palabra. El ensayo escribe (y describe) una búsqueda. Su modelo podría ser la novela de Proust: escribir para encontrar, para mostrar las maquinaciones y dificultades a las que obliga seguir un rastro, los desvíos y desvaríos; no se escribe para contar lo que ya se ha encontrado: “Veo en mi pensamiento con claridad las cosas hasta el horizonte. Pero me empeño en describir sólo aquellas que están al otro lado del horizonte”.2 El ensayista no dice lo que ya sabe sino que hace (muestra) lo que va sabiendo, sobre todo indica lo que todavía no sabe. En el ensayo se dibuja un movimiento más que un lugar alcanzado. Como la flecha del arquero zen, el ensayo es el trayecto más dar en un blanco. Pero, a diferencia de la flecha, el movimiento discurre en varias direcciones, exploratorio, muchas veces incierto. Si hay alguna seguridad en el ensayo, ella, más que de su argumento, es un atributo de su escritura que se precave de una incertidumbre completa. A diferencia del “tratado”, el ensayo no puede resumirse en sus partes. Estas se sobreimprimen, reaparecen sin sintetizarse, desaparecen sin explicaciones. El plan del ensayo debe ser descubierto en sus restos, siempre dispersos a lo largo de 1
Publicado originalmente en Boletín/9, Centro de Estudios de Teoría y Crítica Literaria, Universidad Nacional de Rosario, 2001, pp. 16-31. 2 Marcel Proust, Textes retrouvés, citado por Franco Rella, El silencio y las palabras; el pensamiento en tiempo de crisis, Barcelona, Paidós, 1992, p. 193.
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un texto que a veces oculta su plan y a veces lo muestra sin cumplirlo. Una forma del ensayo es la pregunta y su desenlace no necesariamente ofrece una respuesta, sino una nueva pregunta, bordeando lo que no se sabe, que se ha ampliado como resultado en negativo: después del ensayo, un nuevo horizonte, para usar la palabra de Proust, desconocido. Otra forma del ensayo es la afirmación radical, cuya radicalidad, precisamente, desencaja los pasos argumentativos. La incompletitud del ensayo es su regla porque si el ensayo se completara daría cierre a una forma que se caracteriza, en cambio, por desafiar la clausura, incluso cuando alguien (el escritor, el lector) se ilusionan con un cierre definitivo de la argumentación. Tomando un famoso ejemplo de los hechos y dichos de la Revolución Francesa, von Kleist escribió que pensamos mientras hablamos, no antes de hablar: “Después de la disolución de la última sesión de la asamblea bajo la monarquía, el 23 de junio, cuando el Rey había ordenado que se disolvieran los Estados Generales, el maestro de ceremonias se apersonó en la sala de debates, donde la asamblea todavía continuaba, para preguntar si habían escuchado la orden del Rey. ‘Sí’, respondió Mirabeau, ‘escuchamos la orden del Rey’; estoy convencido de que con esta entrada en materia, llena de cortesía, todavía no se le había pasado por la cabeza la palabra bayoneta, que le serviría para concluir: ‘Sí, señor,’ repitió, ‘la hemos escuchado’. Está claro que todavía no sabe lo que quiere decir. ‘Pero ¿qué le permite a usted’ prosiguió —y justo en este punto se abre la fuente de ideas no dichas— ‘darnos aquí estas órdenes?’ Esto era lo que necesitaba Mirabeau: ‘Es la Nación la que da las órdenes y no hemos recibido ninguna de esa fuente’, momento en el cual se lanza hacia la cima. ‘A fin de hacerme entender claramente’ —y es aquí donde encuentra lo que expresa toda la resistencia de su alma— ‘de-
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cid a vuestro Rey que no dejaremos nuestro puesto sino por la fuerza de las bayonetas’. Con esto, satisfecho de sí mismo, volvió a sentarse”.3 Como la famosa réplica de Mirabeau, el ensayo se piensa mientras se escribe o, por lo menos, deja la impresión de asistir siempre a la escena de un pensamiento en el momento en que ese pensamiento se está haciendo: “No somos nosotros los que sabemos; ante todo, la que sabe es una cierta disposición de nuestro ser”.4 Contrastando ideas opuestas, incompatibles, salteando nexos lógicos y pasos demostrativos, el ensayo es un sistema de desvíos: “Todos los lectores de Simmel, hoy muy numerosos, reconocen ese instante en el que se balancean tantas de sus argumentaciones, en que se desecha la supuestamente última formulación alcanzable, y en que se observa y relativiza el resultado que acaba de obtener situándose en el resultado contrario, en el mundo de las posibilidades”.5 Esta sería una definición ejemplar, el ideal typus, al que, sin embargo, sería injusto ajustar todos los ensayos. Digamos, por lo menos, que es la cualidad “ensayística”, que habla de la condición del ensayo entre los discursos. Hay ensayo donde se cambia de dirección, se inventan atajos o se dan rodeos. Sobre todo: se improvisa en un sentido musical, trabajando sobre un tema hasta alejarse por completo, dar la impresión de que se lo ha perdido, encontrar en ese tema las notas de otro en el que no se había pensado. Así como no se resume en sus partes, un ensayo no se resume en sus hipótesis. Resiste el resumen y, como la poesía, 3
Heinrich von Kleist, “De l’élaboration progressive des pensées dans le discours”, en Sur le théâtre de marionettes, Rezé, Séquences, 1991, pp. 47-8. Salvo que se indique lo contrario, las traducciones de las citas son de BS. 4 5
Ibíd., p. 56.
Hans Blumenberg, La inquietud que atraviesa el río; un ensayo sobre la metáfora, Barcelona, Península, 1992, p. 42.
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cuando la cualidad ensayística es intensa, rechaza la paráfrasis. Parafrasear un ensayo es escribirlo mal o escribirlo mejor, nunca exponerlo de nuevo. No hay síntesis posible del ensayo. Puede ser sometido a la “explicación”, pero no puede ser reducido a sus ideas. A diferencia de las Bases, un tratado constitucional y un programa político, Facundo no existe fuera de su escritura. Se dice que la extensión del ensayo es siempre más breve, pero ¿más breve que cuál otro tipo de texto y por qué? Es más breve porque no alcanza siempre un final, o porque ese final no existe en ninguna parte. Pero hay ensayos que tienen la extensión de un libro; y, en el límite opuesto, están los aforismos, ensayos que todavía no fueron escritos más allá de la frase, que no podrían ser escritos probablemente. La brevedad fue una cualidad estadística del ensayo (el ensayo inglés, el que publicaban las revistas desde fines del siglo XVIII), pero no un rasgo obligatorio. El idiota de la familia son más de mil páginas, y, sin embargo, nadie podría sustraerlo del ensayo por su circularidad, su obsesividad recursiva, su abundancia fuera de todo límite “necesario”. La extensión exagerada de El idiota reivindica el ensayo como forma de la acumulación. Pero también está el ensayo como demostración que escamotea sus pruebas y no previene las objeciones, que se resiste a presentar un pleno argumentativo. Entre estas dos puntas, el ensayo trata (essayer, en francés, tiene este sentido) de articular dos rasgos diferentes: el carácter tentativo (exploratorio) de la argumentación y su carácter conclusivo. Tiene, entonces, una relación problemática con la exposición y la prueba, una relación que está tensionada entre considerar la prueba como innecesaria, sosteniéndose en la escritura de la idea, y acumularla con la obsesión benjaminiana del depósito de citas, tantas que vuelvan a la escritura imposible, como en el proyecto del Libro de los Pasajes.
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Ensayo y argumentación: el ensayo acepta algunas formas de la argumentación y tiende a expulsar otras. Presenta una condensación: una idea no completamente desplegada (a la cual le falta a veces la historia, a veces los pasos lógicos). Los recursos del ensayo son: la paradoja, la elipsis, la polémica, la metáfora (los desplazamientos y condensaciones), el aforismo. Una retórica del ensayo podría explorar el plano de estos dispositivos del discurso. ¿Por qué estas figuras y procedimientos son tan típicos del ensayo? La misma pregunta se le planteó a la elocuencia: ¿por qué los discursos no sólo deben ser argumentativos sino poéticos? ¿Por qué la retórica es inseparable de la elocuencia? Preguntas que se hizo Barthes. Bien vistas, todas son formas discursivas abiertas: la paradoja deja un vacío como efecto de una demostración posible e imposible al mismo tiempo; el anacoluto es la fisura que atraviesa el texto impidiendo que se complete no sólo sintácticamente sino en sus grandes articulaciones; la elipsis atestigua una falta que señala la imposibilidad de lo pleno; la polémica, género dialógico, presupone una respuesta posterior al cierre mismo de la escritura, un futuro de objeciones todavía no escritas; la ironía ensambla un doble discurso que nunca termina de estabilizarse. El ensayo, como un oxímoron, une la seguridad y la duda. Lo hace de modo muchas veces hábilmente disimulado, presentando una seguridad de la que carece, o recurriendo a la cortesía de una duda que no se experimenta. Hay algo de propagandístico en el ensayo, la decisión de defender o atacar una posición desde la escritura, haciendo de la escritura el argumento principal donde se articula toda otra argumentación. No hay ensayo sin escritura, por eso se puede hablar de una retórica del ensayo, cuando sólo en un sentido débil conviene hablar de una retórica del “tratado”.
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Metáfora Nabokov estaba convencido de que ninguna traducción de Pushkin podía capturar su poesía. Se ha intentado todo; él mismo lo ha traducido pero no se engaña “sobre la calidad de estas pocas traducciones”. El título del ensayo de Nabokov es Pushkin o lo verdadero y lo verosímil. Comienza con un extenso movimiento comparativo que encadena sucesivas comparaciones hasta llegar, provisoriamente a un término, que se abandona de inmediato. Más o menos así (voy a apartarme de la norma de no parafrasear un ensayo y mostraré taquigráficamente sus desvíos): un hombre cuya locura lo hace retroceder en el tiempo y hablar de dos siglos atrás como si ese fuera su presente; ese loco inculto ni siquiera puede producir con su desvarío una imagen concreta del pasado que dice haber vivido; lo convoca sólo con sus signos más exteriores, con anécdotas de manual y gestos arquetípicos; el loco recuerda las “biografías noveladas”, que se apoderan trivialmente de un gran hombre, unen sus restos como quien ata con alambre los huesos de un cadáver o producen “un viejo mueble desvencijado”; inmediatamente, se evocan los almanaques populares que transcriben algunos versos de algún gran poeta. Eso es todo lo que “el pequeño burgués ruso habría sabido de Pushkin”; pero no es todo: Nabokov pasa a una humillación mayor, la de las óperas escritas sobre sus obras. Y todavía no alcanza porque también quedan los “juegos de palabras escabrosas que uno se deleita en atribuirle”.6 Esta proliferación de recuerdos, configuraciones culturales, géneros, desgracias y banalidades describe una curva que va acercándose de a poco al centro, pero que sólo lo tocará a través de un desvío de símiles. Pushkin es eso en las pri 6
Vladimir Nabokov, Pushkin o lo verdadero y lo verosímil, Córdoba, Ferreyra Editor, 1999, pp. 17-25.
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meras nueve páginas de un ensayo de cincuenta, el término de las comparaciones: desvarío de un loco inculto, biografía ridícula, resto de almanaque popular, degradación de un li bretto de ópera, obscenidad. Las metáforas no están allí para aclarar lo que sigue, que es perfectamente claro: Pushkin es un gran poeta intraducible, como el loco que habla desacompasadamente de lo que no conoció, como la biografía que no puede captar al biografiado, como la cita en el tosco almanaque, como las óperas, como los dichos obscenos. ¿Qué se prueba con esta paráfrasis? Lo dicho más arriba, la imposibilidad de la paráfrasis y la irreductibilidad de la comparación que arma el ensayo de Nabokov. Finalmente, en las últimas páginas Nabokov se pregunta “cuál es ese artista que al pasar cambia de pronto la vida en una pequeña obra maestra”. He visto, escribe Nabokov, un teatrillo popular, una mancha de sol en la calle, una rama de tilo entre los labios tiznados de un carbonero, una escena de grand-guignol, un maniquí destrozado. Deja en suspenso los nexos por los que llega, desde estas imágenes a una posición ideológica que nada anunciaba al comienzo. Esas imágenes son las que le interesan: “Decididamente la llamada vida social y todo lo que agita a mis conciudadanos no tiene nada que hacer en el haz de luz de mi lámpara”. El lugar de Nabokov es una metáfora clásica vuelta contemporánea y tocada por la ironía: “y si no reclamo mi torre de marfil es porque me contento con mi desván”. Frase final del ensayo, que sólo existe en esta cadena de comparaciones y metáforas, cuya materia sólo fluye a través de ellas: el símil como argumento que difiere.
Elipsis Augusto Illuminati compone un pequeño libro, Il filoso fo all’opera, una lectura, en clave de ideas, de óperas clási-
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cas y modernas. Sobre Moisés y Aarón, de Schoenberg, escribe: “La indicación final [sobre la relación entre Moisés y Aarón según Cacciari] remite no a la Tierra Prometida, sino a la prospectiva de la diáspora, al rigor desértico del exilio; va en contra de cualquier ilusión de pertenencia. Las justificaciones de Aarón, tibiamente interesado en Dios, sinceramente comprometido en el amor por su pueblo y la lucha por su organización territorial, recuerdan los argumentos de Golda Meir, que (según una carta a Scholem de 1963) Arendt habría deseado responder así: ‘La grandeza de este pueblo consistía en el hecho de que creía en Dios, y creía de un modo tal que la fe y el amor por Él eran más grandes que su temor. ¿Y ahora este pueblo cree sólo en sí mismo? ¿Qué bien puede resultar de eso?’. Exactamente la posición de Moisés. En la versión cinematográfica de Straub-Huillet, de 1974, el sionismo de Schoenberg es problemático como autocrítica interna. Si la construcción de la comunidad resulta de la inmanencia de un rito idolátrico y fusional, existe el peligro de la degeneración totalitaria; si, en cambio, es sobredeterminada por la trascendencia, enfrentamos una tensión de convivencia que deja respirar y crecer un mundo”.7 La hipercondensación de la lectura de Illuminati necesita de la elipsis como procedimiento esencial de un discurso, que no procede de un plano a otro indicando los pasajes, sino que literalmente salta de la ópera de Schoenberg a la carta de Golda Meir leída por Arendt, según una lectura trasmitida por Scholem; allí la lectura de la ópera vira hacia la filosofía política que, a su vez es puesta en paralelo con un film de Jean-Marie Straub y Danielle Huillet, inmediatamente superado en el movimiento de la frase final por el reestablecimiento de la dimensión político-filosófica que en el film podía encontrarse en estado 7 Augusto Illuminati, Il filosofo all’opera, Roma, Manifesto Libri, 1999, pp. 128-9.
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estético y que la frase restituye a su dimensión más abstracta. Estos deslizamientos, que dejan incontables blancos se producen en la condensación de un solo párrafo, algunos dentro de una misma frase, algunos intercalados sólo como paréntesis. La disyunción final retoma la perspectiva filosófico-política y termina el ensayo sin un regreso a Schoenberg. Las elipsis fueron indispensables. Hubiese sido completamente imposible (y poco relevante) restituir los nexos argumentativos y las relaciones de implicación, sobre todo, entre objetos y dimensiones discursivas que sólo se presuponían en la interpretación de la ópera, pero cuya presencia en la obra de Schoenberg viene de un efecto de la lectura operada por Illuminati, que cose interpretaciones en una malla cuya originalidad está precisamente en los fragmentos que la componen: Cacciari interpretando a Schoenberg, Scholem sintetizando una carta de Arendt que a su vez criticaba una posición, no citada explícitamente, de Golda Meir; Arendt coincidiendo con un film diez años posterior a su carta y finalmente el filósofo en la ópera, remarcando la disyuntiva con una típica frase organizada por la repetición y el paralelismo de las condicionales. Sin el movimiento de libertad argumentativa de la elipsis, todos estos procedimientos no habrían sabido configurarse en una línea que avanza a saltos y sinuosamente. La ausencia de los nexos argumentativos impone una yuxtaposición de ideas que funcionan con el poder de las imágenes cuya totalidad, improbable, debe ser intentada por la lectura: ¿quiénes son Scholem y Arendt en el debate sionista? ¿qué significa Scholem en relación a Schoenberg? ¿cómo toleran el cine y la ópera una interpretación en clave de filosofía política? ¿Illuminati, finalmente, qué lado de la disyunción ocupa? Preguntas que no todas pueden responderse, ni muchos menos a partir de las indicaciones del ensayo; su respuesta sería una tarea filológica (sobre las “fuentes”
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de Illuminati). Pero, por lo demás, ¿necesita el lector esa respuesta? Las elipsis del ensayo no son una condena del género, como en el caso de la ficción que no puede existir sin elipsis. Son, en cambio, un derecho que se puede ejercer, exagerar o declinar, como procedimiento del que se dispone y, por lo tanto, que se elige.
Paradoja Borges, por supuesto. La paradoja es una crítica radical de la opinión, como lo enuncia la filología de su nombre, una crítica también de las categorías del lenguaje y de los pasos de la lógica. No puede irse más allá de la paradoja, excepto cuando se toca el significativo límite del sin sentido, la sintaxis entrecortada o el balbuceo que ocupó a Deleuze tanto como a Barthes. Deleuze escribió: “La paradoja es primeramente lo que destruye el buen sentido como sentido único, pero luego es lo que destruye el sentido común como asignación de identidades fijas”.8 La paradoja es lo impensable que el lenguaje deja pensar cuando se lo articula en asociaciones que no están contempladas por la asignación habitual de significados, identidades o lugares: los suicidas por felicidad, que Borges cree descubrir en la novela rusa, están atravesados por la paradoja de una tensión resuelta en una dirección opuesta a cualquier expectativa. La ironía de Borges reduplica el juego, multiplicando imposibilidades. Las clasifica 8
Gilles Deleuze, Lógica del sentido, Barcelona, Paidós, 1989, p. 27. Poco antes, p. 26, dice: La paradoja es la “identidad infinita de los dos sentidos a la vez, del futuro y del pasado, de la víspera y el día después, del más y el menos, de lo demasiado y lo insuficiente, de lo activo y lo pasivo, de la causa y el efecto. El lenguaje es quien fija los límites (por ejemplo, el momento en el que empieza lo demasiado) pero es también él quien sobrepasa los límites y los restituye a la equivalencia infinita de un devenir ilimitado”.
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ciones imposibles, aparatos también borgeanos que debilitan la identidad al debilitar la posibilidad de establecer clases, muestran la imposibilidad de un orden que el lenguaje y la lógica postulan entre los objetos que ese orden implica. Los mapas tan extensos como lo que representan son también una paradoja que rompe la división sobre la que se funda toda representación; al repetir exactamente lo representado contradicen la idea de signo y, en consecuencia, la de una realidad significada. Las estructuras en abismo hacen evidente una paradoja de orden visual y, al mismo tiempo, enunciativo (son infinitos imaginarios, irreprochables desde el punto de vista lógico-espacial pero también de visibilidad imposible, comunicados, de modo finito, por la escritura). Las paradojas son máquinas que funcionan desafiando las leyes del ‘buen’ funcionamiento: producen no un orden, sino un des-concierto. Otros objetos borgeanos, como el aleph, enfrentan al discurso con la paradoja de que por su infinitud son im-pensables, mientras que su única forma de existencia es precisamente una representación discursiva que muestra su propia fragmentariedad (todo salto y elipsis) y sus límites. Momento catártico y purificador del discurso, que prueba el carácter abierto, tendencialmente infinito, de un dispositivo finito. Las paradojas afirman las leyes del discurso a las que necesitan para mostrar el modo en que pueden ser burladas y usadas en la producción de un objeto textual inconstante que denuncia la inseguridad de la demostración por los procedimientos de una lógica que pasa por alto la inclusión del momento para-lógico del pensamiento. La paradoja, ácido irónico de la razón, puede resultar corrosiva hasta lo cómico, o demostrar la infinitud hasta lo sublime. Borges, de nuevo: el desquicio cómico de las clasificaciones, la permeabilidad intrigante de los espacios que la razón quiere mantener como unidades separadas (la flor de Coleridge).
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Exempla Hans Blumenberg es un maestro del “ejemplo” (exemplum: prueba y ornato, según la retórica). En “Faltas”, la idea del ensayo es sólo una imagen que Schopenhauer había presentado como brevísima historia: la coexistencia en un mismo espacio de hombres cuyos relojes señalan horas diferentes, cuyo final es una pregunta: ¿de qué sirve a quien tiene el reloj justo estar convencido de que esa hora es la verdadera? Sólo eso, la narración del malentendido que es duplicado por lo que Blumenberg llama un “absurdo”: “El solitario poseedor de la hora verdadera en una ciudad en la que todos los relojes de sus torres marchan mal no es un sabio, sino un chiflado”.9 El “absurdo” es de hecho una paradoja, bajo su forma más elemental, un practical joke de relativismo metafísico, ejercido por el tiempo sobre quienes piensan que pueden medirlo. Pero Blumenberg no desarrolla esta línea posible de la historia encontrada en Schopenhauer. Se ocupa, en cambio, de presentar algunos exempla que muestran, cada uno de manera diferente y en diferentes épocas, la emergencia del malentendido que, en algunos casos, se resuelve y en otros queda como prueba del asincronismo de los encuentros entre personas que, de todos modos, buscaron encontrarse previendo quizás que sus relojes anduvieran acompasadamente. Los exempla indican que el malentendido es siempre la alternativa más probable, que siempre está primero, y que sólo en algunos casos, por sucesivas correcciones, los protagonistas llegan a entenderse. Cada uno de los exem pla presenta un caso anecdótico, sin ninguna pretensión generalizadora. Blumenberg no quiere construir una demostración inductiva a partir de las anécdotas, quiere desplegar una 9
Hans Blumenberg, La inquietud que atraviesa el río; un ensayo sobre la metáfora, 1992, pp. 141-162. La cita corresponde a p. 142.
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serie que no es ni orgánica ni sistemática. Su ensayo carece de conclusión y, habiendo comenzado con el encuentro de los pintores Apeles y Protógenes termina (provisoria, abiertamente) con la noche, desilusionante de todas nuestras esperanzas, en que se conocieron Proust y Joyce. ¿Qué prueba Blumenberg? Sólo en un sentido aproximativo, refuerza la breve historia de Schopenhauer, porque sus exempla no están referidos a desacuerdos sobre la temporalidad (aunque, sí, también la temporalidad está en juego, de modo menos evidente, cuando Joyce y Proust sólo pueden intercambiar una pregunta y una respuesta banales o quizás ese diálogo sobre las trufas no sea tan banal como parece a primera vista); y porque los malentendidos operan en la sincronía de los encuentros y en el desfasaje, temporal-cultural, de las expectativas: el asincronismo se traduce en situaciones donde la coincidencia, si se produce, siempre es eso, un producto aleatorio y no una superposición inmediata de intenciones o de ideas. Blumenberg desarrolla este argumento silenciosamente, a la espera de que la sucesión de exempla se convierta, ante sus lectores, en prueba de algo que tampoco se anuncia de manera explícita. La suma de los exempla, al funcionar en relación con una tesis que tiene que ser leída como símil (sucedió con estos hombres lo que sucedió con el hombre de la historia de Schopenhauer), tiene una cualidad ornamental: cada malentendido nos distrae por su particularidad, es un árbol que tapa el bosque, y vale por sí mismo. Tiene algo del adorno del bel canto.
Casos El ensayo hace movimientos discursivos de una amplitud que otros géneros considerarían demasiado ambiciosa o demasiado inespecífica. Michel Butor no siente la timidez que
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ata a quienes escriben dentro de las reglas del género académico, ni para el planteo de su idea fundamental (y se trata de una sola idea) ni para el recorrido textual e intertextual que le imprime. “Es posible estudiar las relaciones entre las palabras y otro tipo de imágenes en muchas civilizaciones; atengámonos a una mirada muy rápida sobre la pintura occidental desde el fin de la Edad Media. ¿Las palabras en la pintura occidental? En cuanto se plantea la cuestión, se percibe que son innumerables, pero que, para decirlo de algún modo, no se las ha estudiado. Interesante ceguera, puesto que esta presencia de las palabras estropea el muro fundamental entre las letras y las artes que la enseñanza ha edificado”.10 Nada más desmesurado que el programa de Butor, al mismo tiempo que es difícil igualar su originalidad: leer lo escrito en la pintura en lugar de leer lo pintado. Este programa, que es una comprobación más que una hipótesis, se cumple en la lectura de los casos. ¿Qué muestran los casos? La potencialidad de un cambio de óptica: hasta ahora se ha mirado esto, y se ha desenfocado esto otro. Invirtamos el foco, y se verá que las palabras escritas pertenecen a la experiencia plástica a veces como forma, a veces como símbolo, como alegoría, como mensaje, como enseñanza o simplemente como presencia referencial de lo escrito en el paisaje o el interior que el cuadro representa. El ensayo de Butor se sostiene sólo en lo que el cambio de óptica permite ver; en consecuencia, los casos son escritura de una experiencia de visión, pero no como podría hacerlo la crítica de arte, ni la historia (ya que no hay tesis), sino como lo haría un narrador interesado sólo en algunos detalles de todo lo que tiene ante sus ojos. Los detalles son los casos de un tipo de visión. El ensayo no tiene otra forma que esta suma de casos que muestran la persistencia de la letra y 10 Michel Butor, Les mots dans la peinture, Paris, Champs-FlammarionSkira, 1969, p. 5.
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las diferentes formas de esa persistencia. El argumento sólo proviene de la sintaxis de casos. Pero, de manera misteriosa, lo que parece sólo una sintaxis de yuxtaposición se convierte en una red por la que es posible desplazarse en varias direcciones, un modelo no plano de construcción discursiva que, sin buscar una línea de narración histórica, cuenta una historia por su lado menos pensado. El ensayo como lado menos pensado de la argumentación.
Aforismos Cuando el ensayo presenta una certidumbre, sucede como con el aforismo: se la comparte o se la rechaza. Por eso, es convencional hablar de la fragmentariedad del ensayo. El scorzo niega una perspectiva frontal, pero implica también un extremismo que aplica sus reglas hasta el fin. Adorno desplaza el ensayo hacia el aforismo, a veces hasta un límite irritante de inteligencia y arbitrariedad. No es necesario pensar en Minima moralia. Cualquiera de sus notas sobre literatura tienen aforismos en los lugares estratégicos. Allí donde se espararía una argumentación, Adorno la elide para presentar, como esferas perfectamente autosuficientes, frases cuya escritura se atiene a la brevedad del aforismo. Léanse las primeras páginas de “Para un retrato de Thomas Mann”. Antes del retrato psicológico y moral de Mann (una verdadera obra maestra que todo el tiempo socava los clichés de la biografía sin dejar de atender algunos puntos estrictamente biográficos), Adorno pone, al pasar, pero como verdaderos fundamentos semiocultos de su texto (como quien hubiera dejado, después de terminado un edificio, algunos andamios para significar no sólo su proceso de producción sino el tipo de saber necesario para construirlo, algunos rastros de lo que fue la estructura primera necesaria para que esa otra estructura,
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la del edificio, fuera posible), frases breves que son aforismos, que podrían sostenerse solas, fuera del texto, como puntos de apoyo de cualquier otra construcción ausente o futura. Sobre la inclusión del biógrafo como testigo de la vida del biografiado: “Debí superar el pudor de convertir a la fortuna de un contacto personal en una cualidad que fuera mía”. Sobre la dialéctica negativa del contenido en la obra de arte y la peripecia biográfica: “Creo que el contenido de una obra comienza precisamente allí donde la intención del autor termina; ella se extingue en el contenido”. Sobre el genio en la modernidad (un aforismo que reconduce a Simmel y su percepción de la subjetividad moderna): “Ya que el genio se ha convertido en una máscara, el genio debe enmascarase”. Sobre la paradoja de la objetividad y la máscara en la literatura moderna: “Tanto Thomas Mann como su hermano Heinrich eran discípulos de la gran novela francesa de la desilusión; el misterio de su enmascaramiento era la objetividad” (esto también lo supo Borges: léase “El impostor inverosímil Tom Castro”).11 He citado de los dos primeros párrafos del ensayo de Adorno. La intensidad del aforismo los destaca del fondo de la escritura, como un instrumento que se ha dejado allí para provocar ecos estéticos y filosóficos en otros textos de Adorno. Estos aforismos, podría suponerse, se expanden en otra parte, más tarde o anteriormente en la cronología de composición y publicación de otros textos que los fundamentarían (en el caso de Adorno, también de modo aforístico). El retrato de Mann, que es lo más próximo que Adorno puede escribir como celebración, tiene estos detalles, como un retrato holandés al que son indispensables los signos de la casa burguesa, o de la corporación del retratado, o algunos secretos signos del pintor; como en un retrato holandés, los aforismos también pueden 11 T.W. Adorno, Note per la letteratura 1961-1968, Turín, Einaudi, 1979, pp. 15-17.
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ser vedutas sobre algo lejano que sólo tienen una relación secundaria con el propósito del retrato, pero que lo coloca en la única perspectiva justa, desde donde el retratado puede verse realmente (como sucede con lo dicho sobre la novela de la desilusión).
Condensaciones Cacciari afirma que desde la iglesia de San Leopoldo, en el Steinhof, “la mirada abraza el paisaje de los hombres póstumos”.12 Esto quiere decir: desde el Steinhof puede verse toda Viena. También quiere decir: la iglesia de Otto Wagner, con los vitrales de Kolo Moser, es un modelo, una especie de iluminación benjaminiana, de imagen sintética del paisaje intelectual vienés del novecientos. Se puedo leer la frase como una descripción de un espacio o como una perspectiva cultural. El texto no indica el modo y, precedido por una descripción de San Leopoldo, abre el libro de Cacciari estableciendo la perspectiva de lectura de todo lo que sigue. Desde la iglesia del Steinhof se puede mirar Viena tanto como la Viena de Cacciari, tanto como la Viena del novecientos, la de los hombres póstumos. La figura del Steinhof compone un paisaje material e intelectual. No es posible decidir entre estas lecturas porque hacerlo sería rebajar la tensión que establece Cacciari entre pensamiento, arte y representación en la cultura vienesa. En uno de los últimos ensayos, afirma: “Que Viena sea vivida como ‘síntesis familiar de una armoniosa multiplicidad’ (Magris), no me parece probable; preferiría repetir las palabras de Bazlen sobre Trieste: ni crisol ni síntesis armoniosa, sino cruce de caminos, dramático cruce de acontecimientos y direcciones diversas. Este cruce de cami 12
Massimo Cacciari, Hombres póstumos; la cultura vienesa del primer novecientos, Barcelona, Península, 1989, p. 13.
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nos está formado por multiplicidad de direcciones que misteriosa y momentáneamente se unen y componen en él”.13 Cacciari disiente por completo con Magris. Esto es obvio. Lo que sorprende en la disensión es su forma: no le parece que Viena sea una síntesis, sino un nudo de direcciones opuestas, diferente no sólo de la Viena de Magris, sino de la (elidida) Trieste que Magris hubiera deseado o cree que existe y que está negativamente condensada en la Trieste de Bazlen. Del Steinhof, son esas direcciones las que se ven huyendo hacia distintos lados y no es posible establecer el plano de ninguna perspectiva que tenga sólo un punto de fuga: casi doscientas páginas después, el primer texto del libro, que ha discurrido sinuosamente, se encuentra con una resolución que es casi un aforismo. Cacciari lo saca a Magris con un suave movimiento que lo cuestiona todo, y establece su Viena. El ensayo, género marcado con la huella de otros géneros. Menciono dos: el biográfico y el profético.
Biografía El pasaje del modo impersonal al personal, el pasaje de Pascal (on) a Montaigne (je) es un punto de giro que viene acompañado de la palabra essaie. Es un lugar común la dominancia de la primera persona en el ensayo. La primera persona, evidente o enmascarada, establece un criterio de autoridad sobre el texto, incluso cuando no esté escrito en primera persona: la novela es del narrador y el ensayo es del autor, aunque la partición parezca demasiado simple. Se sabe que en el ensayo hay refracciones entre el nombre de autor y la forma de autor. Sin embargo, ellas no producen el efecto de borramiento que es condición de la ficción: en el ensayo el autor no muere para que nazca la primera persona, sino que 13
Ibíd., p. 188.
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subsiste no importa lo engañoso de una coincidencia simple. “He escrito este libro en una real y entera soledad. No lo he ‘compulsado’ con grupos de amigos ni de interlocutores; no lo he sometido a autoridades sugeridoras; no lo he discutido con representantes institucionales ni con otros testigos e interpretantes del devenir de Oscar Masotta. Yo me basto y mi versión de Masotta me es tan única que sólo yo podría agregar o quitar un encomio, una incerteza, un despropósito o un veredicto. Una vez, hablando él y yo de Renée Cuéllar, Oscar me dijo: ‘Creo que es la mujer de mi vida’. Yo no creo, sé que Masotta es mi hombre”.14 No se puede ir más lejos; todo lo que viene después, el libro entero ya que estas palabras están escritas en el prólogo, queda bajo el signo del yo. Carlos Correas ha cruzado una línea de protección (esa línea que protege al escritor de ficciones y que la crítica se ha encargado de sostener) y muestra lo que sólo el género autobiográfico admite como su ley de “verdad”. Pero, fuera de la autobiografía, en el ensayo-biografía que Correas escribe sobre Masotta, quien dice “es mi hombre” nos incomoda y nos provoca: ¿cómo confiar de allí en más? ¿cómo desconfiar? Lo biográfico del ensayo no siempre alcanza el límite que ha tocado Correas, pero si ese límite se acerca es porque el ensayo, no la autobiografía, lo ha traído hasta nosotros. De la autobiografía se espera ese efecto. El ensayo había prometido una primera persona menos temible, pero la ley del ensayo es no someterse a programa, ni siquiera al que definen sus promesas.
Profecía Condenada como una de las formas de la soberbia intelectual por Zygmunt Bauman, la profecía cargó al ensayo con 14
Carlos Correas, La operación Masotta (cuando la muerte también fracasa), Buenos Aires, Catálogos, 1991, p. 16.
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una responsabilidad que, en el pasado, todos encontraban exigible y que hoy todos condenan. Pero no me refiero a esas profecías (acompañadas siempre por un diagnóstico, piénsese en Martínez Estrada) de carácter histórico o históricofilosófico o histórico-político, ni a las interpretaciones que venían duplicadas por la hipótesis de un futuro inevitable que le dio su pathos al ensayo sobre el ser nacional. Pienso en otro género de profecía. Sartre descubre en La infancia de Iván lo que años después será el cine de Tarkovsky. Nadie que haya leído esa nota, y hubiera visto el film en ese mismo año 1963, podía predecir, como lo hizo Sartre, que allí estaban El espejo, Stalker y quizás Nostalgia. Se trata sólo de algunas frases, hacia el final de una carta al director de L’Unità, que hoy interesa bastante poco. Sin embargo, esas frases se despegan del resto como si alcanzaran un centro secreto que Sartre mismo hubiera desconocido aunque lo describe con una precisión que sólo puede ser pensada como una anticipación de la obra aún no filmada de Tarkovsky. Sartre se refiere a la escritura del tiempo (que fue trabajada, desde su mismo título, en el libro de Tarkovsky sobre el cine). Dice así: “La técnica de Tarkovsky es ciertamente rusa, aunque sea original. En Occidente, valoramos el ritmo rápido y elíptico de Godard y la lentitud protoplasmática de Antonioni. Pero la novedad es descubrir las dos velocidades en un director que no se inspira en estos dos directores, sino que ha querido ver el tiempo de la guerra en su insoportable lentitud y, en el mismo film, saltar de una época a otra con la rapidez elíptica de la historia, sin desarrollar la intriga, abandonando a los personajes en un momento de sus vidas para encontrarlos en otro, o en el momento de su muerte”.15 Sartre de 15 “Discussion sur la critique à propos de L’enfance d’Ivan”, en Situations VII, París, Gallimard, p. 341 (publicado originalmente en L’Unità, 9 de octubre de 1963.
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fine en La infancia de Iván, lo que todavía allí era un esbozo del futuro, y lo capta como si tuviera poderes especiales. No hay tipologías, hay solamente modos del ensayo.
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Si anteriormente, centrándonos en el pensamiento de Theodor Adorno, situamos al ensayo frente a la filosofía tradicional y al discurso de la ciencia como formas conceptuales predominantes, pasaremos ahora a considerar el lugar que ocupa con relación a la literatura y a los géneros literarios, aun cuando ambas perspectivas de hecho se entrecruzan en el interior de la forma ensayística y por ende en sus posibles caracterizaciones. Su pertenencia absoluta al ámbito literario es ya problemática. Adorno esclarecía ese problema contraponiendo la voluntad artística del ensayo, su tendencia a la autonomía formal y al trabajo sobre el cómo del decir propio de la literatura, con su contenido conceptual, su desplazamiento y utilización de conceptos teóricos de diversa índole. Al respecto, es generalmente aceptada como un acierto, aun cuando no sea una definición propiamente dicha, la metáfora de Jaime Rest: en la “mansión de la literatura”, en “algún recoveco hay un cuarto muy activo en el que sin cesar se amontonan en completo desorden nuevos materiales de la especie más dispar”.2 Ese cuarto en el recoveco sería el ensayo. Según Rest, habitualmente marginado por los críticos y estudiosos que hacen la limpieza y organizan todo el edificio de los géneros literarios. La naturaleza de ese lugar, la variedad de sus contenidos e incluso las dimensiones que ocupa, 1
Publicado originalmente en Silvio Mattoni: El Ensayo (La crítica de la cultura en Adorno. La irrupción de la subjetividad en el saber). Córdoba, epóKe editores, 2001. 2
Rest, Jaime, El cuarto en el recoveco, Buenos Aires, CEAL, 1982, p. 13.
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parecieran imposibles de determinar dada la anarquía de su paulatina acumulación histórica. Se lo ha remitido a lo indeterminado sin más, o bien se lo reduce a la ocurrencia personal de un individuo que, por definición, impide describir su funcionamiento para más de un caso. Aunque no puede desdeñarse la hipótesis de que el carácter de ocurrencia sea lo que retornaría en cada ensayo, único en sí, pero partícipe de la generalidad de lo que a un sujeto le adviene como opinión personal, vale decir que siempre sería una singularidad sin otra norma que ser para-otro la expresión de un para-sí, para el lector, la verdad del ensayista. Según el Diccionario de la Lengua Española, el ensayo es un “escrito, generalmente breve, constituido por pensamientos del autor sobre un tema, sin el aparato ni la extensión que requiere un tratado completo sobre la misma materia”.3 Definición que acentúa el carácter subjetivo del ensayo, descuidando su problemática formal. “Tema” y “pensamientos del autor”, es cierto, se conjugan en el ensayo, aunque de un modo, según una manera que no es la del tratado meramente aligerado de su erudición y su extensión. Lo que esta acepción léxica olvida es la primera palabra de la equivalencia establecida: ensayo = “escrito”. La acentuación del acto de escribir y de la autonomía formal de lo escrito forma parte del ensayo no como mero instrumento u ornamento de la dicción, sino como su fundamento para ser calificado de “literario”. Sin embargo, esta definición, banal en apariencia, resalta una oposición recurrente en los discursos sobre el ensayo, donde éste recorta su silueta conceptual contra el fondo más homogéneo del tratado. Puede verse la parodia de dicha oposición en las agudas observaciones de Benjamin acerca de los 3
Diccionario de la Lengua Española, Real Academia Española, Vigésimo Primera Edición, Madrid, Espasa Calpe, 1992, p. 845.
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libros eruditos, su tendencia al catálogo y su ignorancia de la materia lingüística con la que se fabrican, es decir, su desentendimiento del estilo.4 El tratado, cuando se trata de objetos culturales, es más una virtualidad de precisiones científicas sobreañadidas a un pensamiento generalmente ideológico que una verdadera forma sistemática. La tendencia de nuestro Diccionario se aclara aún más revisando las entradas a la palabra “ensayismo”. Allí leemos que sería un “género literario constituido por el ensayo”,5 lo que nos devuelve a la definición negativa por oposición al tratado, aunque se agrega y a la vez se escamotea que éste último nunca podría pensarse como “género literario”. ¿Por qué, entonces, definir al ensayo como lo que no es o todavía no es un tratado cuando el primero se pretende literatura y el segundo, ciencia? En la segunda acepción, se afirma que el ensayismo sería la “actitud del tratadista que deriva hacia lo general o superficial, cuando cabría esperar de él mayores precisiones, y una actitud más técnica o comprometida”.6 Aquí se subordina el ensayo al rango de mero defecto o defección del tratadista, preciso y verdadero, técnico o comprometido, que sufre una caída imprevista en lo general o superficial. Justamente lo técnico y comprometido, la ciencia del tratadista, es lo que el ensayo permite criticar. Cuando la ciencia del tratadista se ha vuelto ideología al servicio de los poderes establecidos, el deslizamiento hacia el ensayo se transforma en el único modo de pensar otra cosa, algo no existente que haga posible la crítica de lo existente. Algo que no podría efectuarse desde el interior de la ciencia organizada (comprometida técnicamente con el orden dado), pues su misma normativa que multipli 4
Benjamin, Walter, Dirección única, Madrid, Alfaguara, 1987, pp. 39-41.
5
Diccionario de la Lengua Española, op. cit., p. 845.
6
Ibíd.
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ca los compartimientos estancos no puede alcanzar ninguna reflexión sobre la globalidad de su funcionamiento político. Con respecto a su posición dentro de los géneros literarios, Jaime Rest destaca que el ensayo, según un análisis de las coincidencias léxicas del significado del término en francés, inglés y español, tendría como notas predominantes “la brevedad, el empleo de la prosa y la naturaleza informal de la exposición”.7 Este último punto llevó a algunos tratadistas de los géneros literarios a no considerarlo como una forma genérica, pues siguiendo la clásica división en lírica, épica y dramática no correspondería con ninguna de estas clases. Si bien puede apelar para su exposición a recursos de cualquiera de estos géneros, puede poner en escena personajes que expongan ideas con mayor plasticidad que la simple mímesis del discurso de la autoridad que enuncia el saber desde un yo oculto, o bien puede usar figuras retóricas de intensidad emotiva o retazos autobiográficos de efecto lírico, y por supuesto también puede narrar pequeños sucesos o casos particulares que alimenten las ideas que se pretenden exponer, el ensayo no es una simple antología de retazos de otros géneros. En un contexto semiológico, Flawia de Fernández define al género ensayístico como “una intertextualidad dinámica”, que transgrede la división arte/ciencia y a la vez las categorías clásicas de los géneros literarios.8 Pero no podemos admitir sin más su caracterización del ensayo como formación de una “concepción ideológica”,9 explicable en base a factores socio-históricos, pues incluso dentro de sus pro 7
Rest, Jaime, op. cit., p. 15.
8
Flawia de Fernández, N. M., El ensayo argentino. 1900-1950, Tucumán, INSIL, 1988. Cfr. en especial el capítulo “El ensayo: texto y conformación intertextual”, pp. 13-26. 9
Ibíd., p. 15.
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pias premisas teóricas, la “dinámica” no puede leerse como ideología con miras a una eficacia pragmática puntual.10 Aun desde el punto de vista crítico del ensayo como “revisionista de ideologías”,11 son justamente las ideologías de la ciencia y del presente histórico lo que la práctica del ensayo pone en cuestión. Pareciera, en dichos análisis, que no hay estilo en los ensayistas, o bien, con un concepto más esclarecido, que no trabajan con la materia misma del lenguaje para volverla objeto estético, como si no estuvieran ya siempre deslizándose del objeto tratado a la constitución misma de sus subjetividades con respecto al saber. Para Flawia de Fernández sólo hay “temas” y polémicas ideológico-políticas, ¿por qué, entonces, los ensayos serían literarios y no meros discursos cualesquiera, simples vehículos de la ideología o aún más simples objetos de un estudio cultural? Esto no quiere decir que postulemos una esencia inmutable de lo literario, pero al menos debe tenerse en cuenta que es el trabajo de un sujeto con respecto al lenguaje y al universo de los textos, que es el modo en que el lenguaje le adviene a su individualidad como la ley de un saber general inasequible (pues el objeto de ese sujeto en el ensayo es aquello mismo que lo ha convertido en sujeto, o mejor dicho que lo ha puesto en ese lugar), que es en esa práctica, donde cae incluso la noción misma de trabajo y de producto terminable y consumible, precisamente donde puede atenderse a la diferencia que haga finalmente del ensayo una forma específica (al menos específica para cada ensayista que difiere, en cuanto tal, toda definición) y no lo iguale con la mera discursividad social amorfa e indeterminada. Podríamos enunciar anticipadamente que sería el lugar donde la literatura se mira a sí misma, donde la libertad 10
Cfr., Ibíd., p. 16.
11
Ibíd., p. 17.
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formal permite una crítica de la fijeza de las formas y donde se elaboran y se discuten las posibles orientaciones sucesivas de los demás géneros. Es el conjunto vacío que hace posible la constitución del conjunto tripartito de los géneros literarios; es por eso la excepción que proporciona a los géneros cierta característica exclusiva.12 De esas exclusividades genéricas, que entran y salen del ensayo sin dejar huellas de su origen lírico, épico o dramático, así como el paso de lo científico no dejaba más huella que la negación de su perpetuidad, es decir, la aceleración del carácter transitorio del conocimiento, el ensayo obtiene esa nota distintiva que sería una suerte de actitud, un éthos de discurso antes que una clase categorial, lo que Rest llama “una actitud expositiva o elocuente”13 y que para Adorno era el permanente trabajo sobre la forma, y para otros más, que aquí anticipamos, se llamará simplemente la evidencia del estilo, la aparición de la plenitud de un sujeto que mostraría precisamente allí sus fisuras, su fracaso más inimitable y único, lo que las convenciones de los géneros tradicionales están consagradas a ocultar. La libertad del ensayo es por lo tanto la promesa de una utopía literaria, de una liberación de los estilos que debería realizarse en los géneros, pero que éstos por definición nunca alcanzarán salvo al precio de abolir la literatura, y que sólo en el ensayo se ha cumplido siempre como abolición y como promesa: abolición prometida, diferida, ya que su elocuencia espera siempre un efecto en otro lado, ya sea en el lector, en el mundo, o en el objeto del que habla. 12
Para el problema lógico de la necesidad de una excepción que garantiza la persistencia de las exclusividades que configuran conjuntos determinados, cfr. Pradelles de Latour, Charles-Henry, “La excepción, la falta simbólica y su institucionalización”, en revista Litoral Nº 21, Córdoba, Edelp, 1996. 13
Rest, Jaime, op. cit., p. 15.
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Pero no siempre la variedad de posibilidades del ensayo implica la estilización subjetiva, pues esa misma diversidad admite, según Rest, el calificativo de ilimitada y abarca “desde la más absoluta fluidez que documenta o remeda una escritura espontánea (según se observa en la inconfundible modalidad de Montaigne) hasta, por un lado, el sostenido rigor intelectual en que prevalece la idea desnuda sin ornamentos (como sucede en Bacon) o, por el otro, la estructura muy formalizada y la prosa cuidadosamente elaborada con una intencional riqueza de cadencias y ritmos (como en Thomas de Quincey)”.14 Vemos que Rest evita en primera instancia suscribirse a las subdivisiones del ensayo que podrían difuminar su carácter genérico, tales como “ensayo literario”, “ensayo filosófico”, etc. Pues desde el punto de vista formal, hay ensayistas cuyas escrituras poseen y ostentan una gran tensión retórica, con un despliegue de las figuras de dicción y de estructura paragráfica que la tradición reservaba a la literatura o al menos al plano compositivo, y que no obstante desde el punto de vista temático tratan problemas extraídos y remitidos a la tradición filosófica o aun científica. Muchos ensayistas de la época romántica que fundaron la filosofía idealista, por ejemplo, son muestras evidentes de lo antedicho. Debería pues observarse con mayor detenimiento la relación existente entre el origen del ensayo como género y la constitución del sujeto moderno; un sujeto que, como en el romanticismo, es a la vez sujeto de la ciencia y sujeto de pasiones, conjuga el saber con la trascendentalidad de sí mismo en el saber. Retengamos por ahora que la variedad de maneras de exponer en el ensayo puede ser no sólo mímesis de una supuesta espontaneidad (lo que necesitaría el fundamento de un sujeto pensado como libertad y no como pre 14
Ibíd., p. 16.
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destinado, algo que no era tan patente en el momento en que el Renacimiento lo funda como un absoluto frente al control teológico del libre albedrío), sino también un producto de disposiciones discursivas sometidas a la razón y dirigidas hacia la razón del interlocutor que piensa y aprueba o desaprueba el pensamiento expuesto (aunque sin olvidar que ese interlocutor tácito es parte de la forma del ensayo, está incluido en el texto que lo supone). El ensayo puede alcanzar no sólo el rol de documento de una experiencia, sino también el de ciencia; aspiración que, manteniéndose en el plano elocuente y demostrativo de la forma ensayística, podrá volverse análisis racional de la experiencia no razonada que está en el fundamento y es previa para toda ciencia. El experimento sería entonces, reducido a su posibilidad de repetirse, una degradación de la experiencia móvil del ensayo, y éste ya no sería a su vez una forma aligerada o simplificada de la rigurosidad experimental. El ensayo, como género moderno, tiene innegables antecedentes antiguos en lo que respecta a algunos de sus tópicos, revisados sobre todo en los inicios de la modernidad. Así las cuestiones morales, filosóficas o políticas, tratadas en forma ficcional o rapsódica pueden datarse en los escritos de Platón y Aristóteles y la inmensa serie de sucesores que los siguieron en esa misma línea aun apartándose en lo conceptual. Podríamos afirmar que recién con el nacimiento de la ciencia moderna, de base matemática y comprobación experimental, el ensayo abre su propia vía a la vez como diferencia con relación al camino abierto por el sujeto de la ciencia y como rememoración y cita del sujeto que analiza, cuestiona y reformula la doxa en busca de un saber acerca de la experiencia individual o social; es decir que el ensayo moderno constituye un apartamiento (al que podríamos denominar quizás como traumático) de la verdad matematizable en la
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ciencia y una prosecución de la antigua dialéctica que oscilaba entre verdad y opinión. Sin embargo, esos antecedentes tradicionales (principalmente en el orden filosófico) no evitaron que la apertura del ensayo, donde a partir de entonces se albergaría toda afirmación comunicable acerca del sujeto pero no demostrable en términos experimentales, convocara por consiguiente un espectro creciente de consideraciones cuya posibilidad de restricción conceptual será paulatinamente más y más improbable. Rest señala que “incluye consideraciones científicas” (...), “históricas” (...), “biográficas” (...) y añade que “conviene circunscribir la enumeración a estos pocos y dispersos ejemplos porque la nómina podría volverse interminable”.15 Si nos atenemos a la literatura, el ensayo se vuelve por lo tanto “la forma más personal e imprevisible de cuantas dispone el escritor para comunicar sus impresiones”.16 Sin embargo, en palabras de Michel Foucault, el ensayo, más que una simplificadora apropiación de otros para los fines de la comunicación, debe entenderse como “un tanteo modificador de uno mismo en el juego de la verdad” (...) “una ascesis, una ejercitación de uno mismo en el pensamiento”17; vale decir, ascesis imprevisible donde el escritor se inscribe a sí mismo, se modifica, se sopesa, se dispone a escribir. Por lo cual no sería simplemente comunicación de impresiones del sujeto, ni un mero documento anecdótico de vivencias del ensayista. El ensayo, por su carácter de saber provisional, transitorio, pretende decir la verdad de un sujeto y su relación con el saber heredado mediante la mostración de los errores subjeti 15
Ibíd.
16
Ibíd.
17
Citado por Grüner, Eduardo, en “El ensayo, un género culpable”, en este volumen, p. 59.
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vos como puntos en que la tradición se renueva en la singularización de la lectura de su generalidad, mediante los detalles más típicos e idiosincrásicos, en otras palabras, mediante lo que escapa a la mera transmisión. Según Grüner, “es la escritura de la lectura de ese error” (...), “deslizamiento insustituible para tratar de entender el ensayo, en tanto permite soslayar la trampa de la aplicación. Y cuando la aplicación de un modelo previo se hace imposible, lo único que puede restituirlo es la escritura”.18 Sólo la escritura “propia” y no la apropiación de categorías lógicas o el relevamiento de formas estilísticas del autor puede entonces dar cuenta de los procedimientos de un ensayista, de la singularidad de su práctica con respecto a la generalidad de los saberes que puede utilizar. La “culpabilidad” del ensayo como género incierto, e incluso “errático” en un sentido etimológico, estaría, para Grüner, en esa profundización y extralimitación de una falla, un error de la escritura que singulariza y potencia la interpretación ensayística aun en lo provisorio de su gesto, pues mantiene el adorniano equilibrio precario entre sujeto y objeto, verdad a la vez verificable, rigurosamente literal, e inverificable, básicamente errónea en tanto su origen es subjetivo y particular. Lo que el ensayo produciría sería “una operación a mitad de camino —o mejor: fuera del camino— entre la identificación impresionista y el ‘objetivismo’ cientificista”,19 con lo cual la lectura practicada por el ensayista no escribe de nuevo el libro del que trata, sino que más bien hace que el libro resulte escrito, aparezca, dé más de sus posibilidades de legibilidad históricas, se constituya como acontecimiento que desplaza el horizonte de lecturas y que se mueve hacia la inimagina 18 Grüner, Eduardo, “El ensayo, un género culpable”, loc. cit., p. 59 (subrayado del autor). 19
Ibíd.
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ble escritura futura. En virtud de la inexistencia (y acaso de la imposibilidad) de una ciencia de lo particular,20 “el ensayista trabaja sobre los silencios de la ‘ciencia’ para mostrar que el sujeto del ensayo se autoriza —se hace autor—”,21 allí donde falla la generalización científica para expresar lo que es radicalmente excepción, la literatura, letra ateleológica que no puede ser usada para otra cosa ni tomada por mera revelación estética de discursos prácticos o ético-sociales. Grüner afirma, en su metafórica conclusión, que el ensayista es un cómplice del crimen de la literatura, de sus huellas que anhela pero que no persigue detectivescamente. “Tal vez un cómplice antagónico, como lo son el predador y la presa. Si hubiera que pensar una prehistoria del ensayo” podría hallarse “en la actividad que busca una huella diferente, ‘fuera de lugar’ en ese sendero normalizado por las idas y venidas de los mismos pies. Una huella que, una vez diferenciada por la lec tura, ya no es la misma. Porque, ¿cómo se podría encontrar una huella sin dejar estampada la propia?”22 20
Cfr. nuestro artículo “Roland Barthes: la ciencia imposible del ser único”, en diario La voz del interior, Cultura, p. 4, 23 de marzo de 1995; allí se postula, siguiendo a Barthes, que lo contrario de un saber transmisible, sistemático, compendiable en la forma del tratado, sería “una singularidad, lo que hay de irreductible en un cuerpo antes de que los saberes lleguen a convertirlo en sujeto (principalmente, y quizá exclusivamente, sujeto de enunciación)”, lo que en el ensayo se constituye como estilo que se autoafirma al afirmar la propia libertad del género. 21
Grüner, Eduardo, “El ensayo, un género culpable”, loc. cit., p. 59 (subrayado del autor). 22 Ibíd. (subrayado del autor). Justamente las palabras subrayadas señalan cómo se autoriza el ensayista leyendo una huella siempre diferente, desviada de los senderos normalizados o canónicos. Lo que no es puro subjetivismo, pues también la física contemporánea ha destacado que el observador lee sus propias huellas en el experimento a la vez que lo realiza.
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Volviendo a Rest, éste discute en parte la hipótesis sobre el ensayo de Herbert Read “de que se trata de una variedad del género epistolar que carece de destinatario conocido o especificado por quien lo compuso”,23 ya que, a pesar de los rasgos informativos, descriptivos o anecdóticos que la libertad del ensayo admite, se tiende en él “hacia una meta en la que finalmente debe resplandecer cierta idea acerca de algo, acerca de alguien”.24 Es decir que hay una atención hacia el objeto en el ensayo, se da en su forma una dialéctica entre la libertad del sujeto que se expone allí y la necesariedad de abrir lo expuesto y exponer lo otro, lo que lo hizo alguna vez sujeto; se desarrolla en el ensayo, en términos hegelianos, una objetivación de lo subjetivo por el trabajo de la fuerza expresiva del sujeto que toma los medios que la forma le ofrece, proceso que choca a su vez contra la resistencia, la opacidad del objeto, o mejor dicho de la cosa que se vuelve objeto en ese enfrentamiento con lo subjetivo que tiende a apropiárselo. De este trabajo, surgiría la espiritualización de la cosa, como diría Hegel, y su resultado es la idea del objeto. Lo teleológico del ensayo está perfectamente puntualizado por Rest cuando sitúa ese resplandor de la idea de algo o de alguien en el final, en la meta de la comunicación ensayística, allí donde ya no es comunicación ni epístola a un destinatario virtual, donde se postula la existencia de un objeto en sí, en la experiencia o en el mundo, aun cuando ese télos de la idea, dentro del carácter inacabado y parcial de lo ensayístico, no pueda aparecer más que como cifra o promesa para la lectura futura, en la que un nuevo ensayo despliegue y oculte la idea de una nueva cifra. Esta “propensión intelectual”, según Rest, del ensayo implicaría que no es una forma en la que prevalezca el aspec 23
Rest, Jaime, op. cit., pp. 16-17.
24
Ibíd., p. 17.
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to imaginativo, “sino que es un tipo de producción en el que tienden a predominar las ideas”.25 Aunque su finalidad parezca la persuasión, ya demostrativa conceptualmente ya retórica “por un hábil manejo de la prosa” (...), “es, en definitiva, una vía literaria de aproximación a cierto conocimiento de índole conceptual”.26 Por otro lado, en el origen del término “ensayo” aparecerán también sus fronteras; lo que Rest destaca a partir de la descripción de dos casos ejemplares. Uno es Montaigne, quien introduce por primera vez la denominación de Ensayos para su compilación de textos publicados en 1580. En una forma que todavía linda con la confesión (sin cuyo acento puesto en la enunciación como fuente del sentido, en la intimidad como origen de la verdad, no podría haberse constituido el sujeto moderno y su discurso ensayístico), Montaigne asumiría tres modalidades de exponerse a sí mismo, según Rest: “sus vastas lecturas, su benevolente pero obstinado escepticismo y un deliberado a la vez que confeso propósito de hablar de sí mismo, de exhibirse ante sus allegados” (...) “’de buena fe’, en una suerte de confesión espiritual”.27 Si invertimos el orden de los elementos citados, veremos el despliegue de una laicización de un modo de exposición, cuyo parentesco con el modelo agustiniano se hará pogresivamente más laxo. La “buena fe” de la confesión ya no se remite a la transmisión de una verdad sagrada, ya no depende de la gracia o la revelación mediadas por el sujeto, sino que se fundamenta en el sujeto en sí. Más allá de que no sea un modelo de la forma general de sus Ensayos, Erich Auerbach señala que “en ningún otro autor encontraremos nada que el método de Montaigne 25
Ibíd.
26
Ibíd.
27
Ibíd.
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contenga tan básicamente como la autoinvestigación consecuente y sin restricciones de San Agustín”.28 Pero la verdad de la exhibición en Montaigne estará no en una cualidad inmanente de aquello que exhibe, sino en la exactitud de la adecuación entre lo exhibido y quien lo exhibe. La confesión hablará entonces de un cuerpo particular y perecedero y no de aquello que lo trascendería. Sustentación en lo efímero de la palabra de Montaigne que se refleja en otro aspecto marcado por Rest: el escepticismo. No hay misterio ni secreto que la confesión vendría a develar; la fidelidad de lo confesado se basa en el materialismo secular de quien se confiesa, sabiendo que no ofrece una verdad válida para todos, necesaria o salvífica, sino simplemente la descripción de un sí mismo que en su materialidad, en el fragmentarismo de su memoria parcial, podrá ser un otro para algún lector, es decir, podrá ser objeto de una identificación imaginaria, afectiva y especular, pero no el modelo de una técnica ni la incitación a un ejercicio transindividual. Por último, el aspecto restante, las “vastas lecturas”, es una clave importante de la novedad de los escritos de Montaigne. La sinceridad y el materialismo no son sino uno de los polos de la dialéctica de este género naciente, o de esta modalidad que quizás nunca podría cristalizarse definitivamente como género; esos aspectos subjetivos, particulares, definen más bien la manera de enfrentarse con lo objetivo, lo que permanece inscripto como tradición, la literatura. El ensayo utiliza así a la literatura, o lee la tradición, en base a necesidades absolutamente particulares. La exhibición de sí sólo es legible y posible porque en primer lugar se ha efectuado una construcción de sí a partir de las lecturas. Foucault, en un breve análisis de los ensayos de Baudelaire 28
Auerbach, Erich, Mímesis. La representación de la realidad en la lite ratura occidental, México, F.C.E., 1950, p. 279.
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sobre la modernidad estética, señaló el sitio fundamental que ocupa la “invención de uno mismo” para la tarea de la época moderna, que identifica con la crítica kantiana como búsqueda de las condiciones de posibilidad de lo que hacemos, pensamos y esperamos.29 El ensayo identificaría esa invención con la particularidad de las lecturas, con la intrusión del cuerpo bajo la forma del detalle y el desvío que éste implica dentro del legado del saber (homogéneo sólo para las instituciones que velan por su mantenimiento).30 De alguna manera, ya en Montaigne se cumpliría lo que el crítico Eduardo Grüner ve como la postura radical del ensayista moderno: una autobiografía de lecturas,31 donde se impugna a la vez el vitalismo de la biografía naturalista que supone un desarrollo orgánico del pensamiento y también la objetividad ascética del filólogo que restituye en una supuesta fuente exacta lo que él mismo se prohíbe. Montaigne llevaría así al límite la constatación de que toda escritura construye un sujeto, lo hace sujeto, y que esa sujeción por la escritura proviene en última instancia del efecto de extrañamiento que la lectura produjera como constitución de los otros.32 La erudición fragmentaria como exhibición de la propia memoria y del propio olvido muestra que el sujeto se conformaría a partir de los detalles entresacados de otras conformaciones, cuya aparente insig 29 Foucault, Michel, “Qu’est-ce que ce sont les Lumières?”, en Dits et écrits IV, 1980-1988, París, Gallimard, 1994, pp. 568-571. 30
Cfr. Giordano, Alberto, Modos del ensayo, Rosario, Beatriz Viterbo, 1991, p. 17: “el ensayo como intrusión de la subjetividad —del cuerpo— en el discurso del saber”, que lo transforma en “historia de lecturas” a través de cuyas digresiones —”arte de ensayista— entra en los escritos la literatura”. 31
Grüner, Eduardo, “El ensayo, un género culpable”, loc. cit., p. 53.
32
Cfr. Grüner, Eduardo, loc. cit., donde se lee: “Ensayista es quien puede decir, como Kafka: ‘no escribimos según lo que somos: somos según aquello que escribimos’”.
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nificancia se vuelve significante puro, opaco, ajeno para la propia opacidad ya sin significado, sin otro movimiento que la cadena de significantes en la que siempre falta al menos uno.33 El ensayo sería entonces un arte de leer para olvidar y una práctica de escribir para recordarse a sí mismo como otro, vale decir, para-otro. La explicación de sus lecturas sería la manera en que el ensayista traduce la experiencia vital de la interpretación. El comentario de lo ajeno se vuelve entonces lo más propio, y el resultado es uno de los efectos que se le han atribuido al ensayo desde sus comienzos y que después del romanticismo alemán pudo formalizar claramente el joven Lukács: “las vivencias para cuya expresión nacen los escritos del ensayista no se hacen conscientes en la mayoría de los hombres más que en la contemplación de las imágenes o en la lectura de los poemas; y ni siquiera entonces se puede pensar que tengan una fuerza capaz de mover la vida misma”.34 El trabajo del ensayista le daría entonces a la lectura el rango de experiencia que el uso habitual de las obras oculta. Cuando se cree estar leyendo meras explicaciones de las obras, se está ingresando a la transformación de su lectura en conciencia de la experiencia propia. Lo casual de la explicación detallada de un objeto cualquiera y la necesariedad que ese azar adquiere desde el momento en que la atención del ensayista quedó capturada por él le otorgan al ensayo su carácter irónico, su particular modestia siempre denegada. Lukács prosigue: “Me refiero aquí a la ironía que consiste en que el crítico está hablando siempre de las cuestiones últimas de la vida, pero siempre también en un tono como si se tratara sólo de imágenes y de libros, sólo de los inesenciales 33
Cfr. Lacan, Jacques, “Seminario sobre La carta robada de Edgar Poe”, en Escritos 1, Buenos Aires, Siglo XXI, 1986. 34
Lukács, Georg, “Sobre la esencia y forma del ensayo”, en El alma y las formas, México, Grijalbo, 1985, p. 26.
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y bonitos ornamentos de la gran vida; y ni siquiera en esto de lo más íntimo de la interioridad, sino sólo de una hermosa e inútil superficie. Así parece como si todo ensayo se encontrara en la mayor lejanía posible de la vida, y la separación parece tanto mayor cuanto más ardiente y dolorosamente es sensible la proximidad real de la esencia real de ambos”.35 Separado de la vida por el detallismo con que trata unos objetos aparentemente inesenciales, el ensayo encuentra en esa inmersión en la pequeñez del detalle la posibilidad de pensar la constitución originaria de la experiencia, el cruce de las lecturas y la biografía. La ironía, subrayada modestamente por la palabra “ensayo”, prueba o tanteo, cifra de lo incompleto, es que se leerá como explicación parcial aquello que sería la verdad de la experiencia, su carácter incompletable. Invención o descubrimiento de Montaigne, tal vez ambas cosas al mismo tiempo, el ensayo, para Martínez Estrada, está en él “acabado en punto de perfección”.36 Y si bien no podría decirse que “crea” el género, “lo constituye al fijarle sus condiciones típicas”,37 que para Martínez Estrada son: su flexibilidad para recibir materiales diversos y su libertad para tratar esos materiales. Pero los antecedentes de esa “cualidad elástica” del ensayo, en las epístolas filosóficas o literarias de Cicerón y Horacio, así como en los discursos satírico-morales de Apuleyo o en los diálogos de Luciano,38 desembocan en este género por un descubrimiento de Montaigne en el acervo de la Antigüedad. Esa elasticidad expositiva (presente también en el género de las reflexiones autobiográficas estoi 35
Ibíd., p. 27.
36
Martínez Estrada, Ezequiel, “Estudio preliminar”, en Montaigne, Ensayos, Buenos Aires, Clásicos Jackson, 1952, p. IX. 37
Ibíd.
38
Ibíd.
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cas como las Meditaciones de Marco Aurelio) confluye con la invención humanista del sujeto libre, de la personalidad singular, que será a la vez el tema y la condición de posibilidad discursiva de los Essais. En una frontera del ensayo tendríamos pues a este sujeto cuyo objeto es su misma subjetividad, una suerte de reflejo invertido del yo pienso cartesiano, donde en lugar de plantearse un modo de justificar la actividad del pensamiento en relación a la extensión, se intenta simplemente afirmar, sin justificación posible, la extensión de un pensamiento que se piensa como finito y no repetible. Relación de oposición entre Descartes y Montaigne que desde un punto de vista histórico puede analizarse como genealogía. Según Max Bense, “numerosos pensamientos, temas y expresiones de Descartes” (...) “tienen su origen en la maravillosamente rica prosa de Montaigne”.39 Cumpliéndose así “el paso del essay al discours, de lo empírico al teorema”,40 con lo que el ensayo se transforma en origen del sistema o del discurso filosófico racional que pretenderá fundamentar a la ciencia experimental moderna. Sin embargo, el discurso filosófico, la prosa sistemática (donde se esconde el oxímoron entre el sustantivo artístico y el adjetivo matemático), no absorberá todas las tendencias intelectuales del ensayo, ni bloqueará su evolución independiente aunque paralela en aras de una empiria que atienda a lo irrepetible del sujeto, a la unicidad de su experiencia: lo empírico sobrevive en el ensayo cuando el discurso lo expulsa para instalar allí al teorema puro. “La prosa artística que Montaigne elaboró en sus famosos Ensayos”, prosigue Bense, “se refina por obra de Descartes” (...) “y se convierte casi en un lenguaje especial de la filosofía, en el cual pue 39
Bense, Max, Estética, Buenos Aires, Nueva Visión, 1969, pp. 69-70.
40
Ibíd., p. 70.
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den desarrollarse reflexiones, meditaciones y silogismos”,41 por lo cual en el espacio ensayístico abierto por Montaigne puede tener lugar lo aún no demostrable, es decir, la argumentación propiamente filosófica, que no es demostración científica aunque pretenda alcanzarla. De modo que aquella prosa artística convertida parcialmente en prosa conceptual todavía “se mueve, por lo menos en los pasajes capitales del Discurso de Descartes” (...) “en el ámbito literario creado por Montaigne”.42 Salvo que aun cuando la tematización e incluso la forma que revisten los argumentos cartesianos provengan de Montaigne y de su prosa que, si bien es artística, no deja de ser silogística en la forma de argumentación, en última instancia el modelo y el paradigma de sus demostraciones argumentadas ensayísticamente es la matemática, la lógica invariable; mientras que Montaigne desprende lógicamente sus reflexiones de la experiencia propia que como tal no es universalmente válida. La matematización del pensamiento, que no dejará de revestir luego formas disímiles en Descartes y en Leibniz, por ejemplo, permanece como el principio determinante por detrás de las estructuras estilísticas. Por el contrario, en Montaigne la estructura retórica de las frases y párrafos produce silogismos formales, cuya verdad o efecto de verdad no puede separarse de ese estilo, no puede apartarse de la letra, no puede volverse pura mathesis que por su cualidad universal supere las condiciones de la lengua apropiada por un sujeto particular y afectada por una experiencia cuyo origen no puede experimentarse. Descartes en cambio puede ser el punto de partida del sujeto trascendental de la ciencia venidera, porque lo ensayístico de su estilo está subordinado a la matemática de su pensamiento, mientras que 41
Ibíd.
42
Ibíd.
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Montaigne será el punto de partida del sujeto relativo, condicionado y transitorio del ensayo como género, puesto que sus particularidades formales sobrepasan la generalidad de su pensamiento tradicional, es decir que su estilo supera a sus lecturas, conservándolas y resolviéndolas en una unidad mayor que no depende de la voluntad de saber; por lo tanto es un modelo de identificación subjetiva para sus lectores y no un paso hacia la abstracción del sujeto, hacia su prescindencia como factor irrelevante en la ciencia transindividual. En la otra frontera hipotética del género, Rest coloca la obra ensayística de Francis Bacon, quien tomara la designación Ensayos de la obra de Montaigne para un contenido bastante diferente al cuasi-biográfico del francés. “Si Montaigne era el producto de una formación humanista”, dice Rest, “Bacon prefigura el pensamiento científico moderno, con su rigor y su lenguaje descarnado, con la actitud manifiestamente objetiva e impersonal que trasunta su estilo”.43 Del humanismo de origen renacentista que en Montaigne se revelaría como una suerte de materialismo subjetivo, pasamos con Bacon a la objetivación de ese materialismo, que se desprende de la tradición antigua para fundar las bases del empirismo, donde la experiencia se someterá a las pruebas de lo repetible y abandonará el extremo relativismo de la memoria y el olvido singulares. Lo que por otro lado retornará siempre que se atienda a la textura singular de cada texto; en palabras de Nicolás Rosa: “Memoria y olvido son los puntos extremos que traman la textura de un texto: inscripción y borramiento son las operaciones que engendran la escritura”.44 A partir del olvido del ecléctico origen humanista del ensayo 43 44
Rest, Jaime, op. cit., p. 17.
Rosa, Nicolás, Los fulgores del simulacro, Santa Fe, Cuadernos de Extensión Universitaria de la Universidad Nacional del Litoral, 1987, p. 314.
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en Montaigne y de la memoria de su concepto como relación de un sujeto con el saber, se borrarán y escribirán las particularidades de cada ensayista, éstas son “operaciones que convocan la memoria textual y el olvido textual. A medida que leo-escribo, a medida que escribo-leo todo el pasado textual —restos y despojos por momentos deslumbrantes—”.45 Rememoración que ilustraría el uso de las citas clásicas que hiciera Montaigne y que el estudio de sus fuentes reflejaría en el plano de la crítica, cual vano intento de restitución de un origen que ya se ha difuminado en el nuevo texto. Pero, añade Rosa, “aquello que todavía no ha sido cuantificado por la crítica es el olvido. A medida que leo-escribo, olvido”.46 Y contra lo olvidado se recorta la silueta de un palimpsesto, representativo de la modalidad de las citas ensayísticas, pues “al escribir borramos la escritura del otro, de los otros, la cancelamos, pero al mismo tiempo la inscribimos en nuestra propia escritura”,47 por lo cual el saber literario de un ensayo siempre será no sólo un acercamiento al objeto tratado sino también y fundamentalmente una puesta en escena del sujeto frente al saber que nunca dejará de ser provisorio, evanescente, desleído, afirmando la verdad de que el saber nunca se posee, nunca es algo simplemente dispuesto para el uso teleológico, porque en última instancia es un supuesto, puesto en el otro al que se busca. En el fracaso de la búsqueda radicará el acierto del ensayo como prueba de escritura. Los orígenes del término ensayo, de su aplicación literaria y de su aceptación, en los veinte años finales del siglo XVI, inducen a Rest a plantear una hipótesis que nosotros ya mencionamos: la de que el ensayo, como interpretación pro 45
Ibíd. pp. 314-315.
46
Ibíd. p. 315.
47
Ibíd. p. 315.
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visional, se estaría contraponiendo a ciencia. Contraposición que para Adorno no sería meramente complementaria sino la huella de una oposición que definiría la posibilidad de un discurso crítico frente a la ciencia moderna. El conocimiento del ensayo, añade Rest, “es formulado como opinión personal, sin haber agotado los requerimientos propios de la ciencia: es, si se quiere, un atisbo, no el resultado de una pesquisa exhaustiva que agotó los medios de comprobación”.48 Así, el territorio del ensayo se plantea como una zona no definible, aunque descriptible entre los polos de “una región de intimidad espontánea y subjetiva hasta un área de rigor objetivo casi impersonal”.49 Y aun cuando los términos de Rest parezcan laxos, se ve en ellos la postulación implícita de una dialéctica sujeto-objeto dentro del ensayo como forma, donde la objetividad sólo es “casi” impersonal porque se articula en base a la opinión, si bien expuesta rigurosamente, y donde además el subjetivismo espontáneo despliega minuciosamente lo que constituiría su subjetividad, haciendo del sujeto mismo un objeto de saber decible. Entre lo informal, lo subjetivo, “la fascinación de la experiencia imaginativa” y la formalidad, la objetividad, “el afán de conceptualización” se manifiestan a fin de cuentas todas las variedades del ensayo, cuyo punto de conciliación, con la progresiva división y especialización del conocimiento en la modernidad, tal vez sólo fue posible en el origen, justamente en Montaigne que construyó una forma de conceptualizar sui generis la propia experiencia subjetiva. Conciliación de sujeto y objeto que, como las de espíritu y naturaleza, arte y ciencia, será el espejo huidizo que habrán de perseguir los grandes ensayistas del romanticismo temprano, como Friedrich Schlegel, Moritz o 48
Rest, Jaime, op. cit., p. 18.
49
Ibíd.
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Fichte, y que Hegel localizará en un punto supremo de la historia futura.50 De todos modos, muchas variaciones marcadas en la evolución del ensayo contemporáneo serían incomprensibles sin la tensión entre opinión y filosofía, entre crítica y teoría, que pusieron en práctica los románticos, quienes provocaron una elevación del rango epistémico del género de la cual es deudora en parte también la recuperación adorniana del ensayo (aunque no obstante con plena conciencia de esa deuda, que cambia y trastorna su valor de origen en medio del rebajamiento del ensayo por parte de la filosofía institucional, la ciencia sistemática y las divisiones especializadas de las llamadas ciencias sociales dentro del orden de los saberes contemporáneos). Un tercer elemento, que no se inclina hacia lo teórico ni hacia lo biográfico, aparece también en la frontera del ensayo. Se trata de “la discusión de asuntos literarios”,51 la crítica literaria, algo que también notábamos en Montaigne, aunque como aspecto subsidiario de su tematización de la experiencia personal. Este tercer elemento, que podríamos situar como mediación de los otros dos, permite y aun requiere la dialéctica entre las impresiones subjetivas que determinan la lectura y el rigor conceptual que exige la atención a la letra de los textos. Es decir que en ese punto crítico, donde nace el crítico literario moderno que ya no es un escoliasta anónimo, son posibles lo biografiable y lo teorizable sin que sea preciso acudir a las anécdotas, puesto que siempre se describirá una biografía de lecturas, ni tampoco acudir a la ciencia comprobable y sistemática, puesto que la literatura no cumple con las 50
Cfr. el fundamental estudio sobre los ensayistas alemanes de la época de Goethe hecho por Peter Szondi titulado “Antigüedad clásica y Modernidad en la estética de la época de Goethe”, en Poética y filosofía de la historia I, Madrid, Visor, 1992, pp. 15-152. 51
Rest, Jaime, op. cit., p. 19.
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características del fenómeno repetible del experimento, ni su deriva puede sustentar un sistema que la describiera en su totalidad (como ejemplo contrario, cabe señalar la Estética de Hegel, que en su totalización sucumbe y caduca justamente ante nuevas formas artísticas y literarias que no estaban previstas en ella; de allí que el arte burgués, el realismo del siglo XIX y el arte reflexivo que se vuelve sobre sí mismo del siglo XX no obedecen a los principios hegelianos, para los cuales o bien no serían arte o bien serían formas del ocaso del arte, márgenes del verdadero camino del espíritu que debía ser en adelante filosófico y no estético).52 La crítica entonces abre su fructífero sendero en el ensayo como una forma que encuentra hecha, constituida desde la experiencia más que desde las disciplinas del comentario tradicional. Sin embargo, más allá de su origen, las imposibilidades de una descripción acabada del género ensayístico llegarán con la proliferación de formas que causó la expansión periodística en el siglo XVIII, una verdadera “revolución industrial” del ensayo. En ese punto, Rest enumera a modo de ejemplos de ese crecimiento “el artículo de costumbres” o “el comentario político”,53 donde la figura biografiable del ensayista, su primera persona, puede tornarse una ficción 52
Cfr. Szondi, Peter, “La teoría hegeliana de la poesía”, en Poética y filo sofía de la historia I, op. cit., en especial pp. 170-172: “El carácter modélico de los griegos tiene como consecuencia el que Hegel considere que la reflexión supera al arte, en vez de creer posible una especie de arte reflexivo (...) un arte que debía llegar a ser casi todo el arte del siglo veinte. (...) Lo que hemos dicho del arte reflexivo, que Hegel a la vez proyecta y rechaza, vale también palabra por palabra para el arte realista (...). Hegel no podía aceptarlo tampoco en las primeras décadas del siglo XIX, puesto que prácticamente no existía, pero Hegel reconoció su necesidad histórica sin creer, por cierto, en su posibilidad; se lo impedía el hecho de que su pensamiento estético estaba completamente orientado hacia el arte griego”. 53
Rest, Jaime, op. cit., p. 19.
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satírica y constituirse como personaje bajo el amparo de algún seudónimo; práctica que se extendió hasta el siglo XX. Basándose en la citada polaridad entre lo formal objetivo y lo informal subjetivo, con todo el relativismo que implica tal división, Rest describe una posible clasificación del ensayo en el punto al que lo ha conducido su divulgación actual. Más que una definición conceptual del género, una manera de plantearlo como conjunto de prácticas sedimentadas históricamente, pero cuyas posibilidades de variación y de agotamiento de esas variaciones sería muy grande. “En el primer sector”, dice Rest, el del ensayo formal o conceptualizante, donde predominaría la construcción teórica, “al avanzar del extremo exterior hacia la división ubicada en el centro hallamos, sucesivamente, los tratados y las monografías, luego las piezas biográficas, históricas, críticas, expositivas y científicas, después los editoriales periodísticos y, por fin, las reseñas de libros”.54 Vemos que se trata no de una enumeración basada en una diferencia específica, interna a los tipos de texto nombrados, sino que más bien toma en cuenta el lugar institucional que se les adjudica socialmente. Clasificación que está centrada en la recepción probable de los ensayos antes que en su posibilidad de producción. “En el segundo sector”, prosigue Rest, de ensayos que tenderían a lo subjetivo, autobiográfico o imaginativo, “al desplazarnos también desde afuera hacia adentro hallamos, primeramente, los bocetos y ensayos familiares, después las piezas impresionistas, más tarde la presentación de tipos y caracteres y, por último, los artículos periodísticos”.55 Suspicazmente, podemos advertir que en el espacio misceláneo del periódico se encuentran y chocan 54
Ibíd.
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Ibíd.
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ambas zonas. ¿Pero qué diferenciaría, si puede establecerse tal diferencia, el artículo de la reseña o la pieza biográfica sobre alguien de la pieza autobiográfica o impresionista? La arbitrariedad de la distribución, que resume la descripción del ensayo hecha por el crítico Harold Merriam, es señalada a posteriori también por Rest: muchas clases o subclases podrían intercambiarse, ser sustituidas por otras o fundirse en una clase mayor. De todos modos, queda el dato de la polaridad, el hecho de que existe una dialéctica entre el concepto y el proceso subjetivo de conceptualización, entre la cosa y el sujeto que la transformará en objeto al describirla, de que el ensayo es el escenario de un conflicto callado entre construcción y mímesis, entre teoría y expresión. Además del hecho de que tal descripción, en principio empírica y meramente casuística, no sea totalmente casual y advierta sin lugar a dudas acerca de la amplitud y variabilidad de lo que comprende el término ensayo. De dicha enumeración también surge, para Rest,56 la unión que históricamente fue imprescindible entre el avance, la aceptación y la variación de las prácticas ensayísticas con la difusión y proliferación de la prensa periódica. Donde podríamos ver corporeizada de alguna manera la polaridad implícita en la forma del ensayo en el plano institucional: lo informal, la opinión, unidos al periodismo general y de público amplio, por un lado; el intento de teorizar y la argumentación demostrativa y objetivista afines a la prensa especializada, por el otro. Sin embargo, el empirismo de estas asignaciones de lugares sociales al ensayo sólo podría subsanarse y adquirir cierta validez en casos concretos y estudios históricos determinados. Las conclusiones que Rest extrae de su exploración rápida a través de las definiciones y los intentos de clasificación del 56
Rest, Jaime, op. cit., p. 20.
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ensayo se condensan en la ampliación y el desarrollo de una idea implícita en el sentido propio de la palabra ensayo. Es en verdad una prueba, la exposición de algo todavía inacabado, una muestra provisional con aspectos sin pulir, como el ensayo teatral sin decorado y sin vestuario al que se accede casi subrepticiamente, añadiendo el espectador, en la complicidad de lo íntimo previo a lo público y definitivo, los elementos faltantes, “como si a este futuro espectador se le dijera: ‘Vamos a mostrarle algo que estamos preparando, pero por favor no comente en público demasiado lo que ha visto porque todavía es indispensable pulir muchos detalles’”.57 ¿Y cuál sería el sentido de esa prueba que acaso nunca llegue al acabamiento de lo definitivo? Según su etimología (del latín exagium: peso), es también una suerte de evaluación, en la que se toma el peso y la medida de un asunto cuya complejidad acaso lo exija. Un concepto nominalista del género que pareciera imposible abandonar cuando se trata del ensayo; Luis Gusmán lo explica, por ejemplo, así: “Lo sugerente de la palabra ensayo es que en su etimología conserva, al menos en algunas de sus derivaciones, su rigor de comprobación, de peso, y a la vez su carácter provisional, ligero, y por qué no didáctico, que lo funda como género”.58 Es decir, la ya mencionada tensión dialéctica (o paradoja indecidible) entre la objetividad del examen, la prueba, la valoración de la cosa tematizada y objetivada por ese mismo examen al que se la somete, y por otra parte la simultánea operación de una subjetividad que se enseña a sí misma incluso en la elección de aquello que trata, en la misma provisionalidad de aquel examen. Tensión entre lo comprobable y lo incomprobable que 57
Ibíd., pp. 20-21.
58
Gusmán, Luis, “El ensayo de los escritores”, en revista Sitio Nº 4/5, Buenos Aires, Mayo 1985, p. 56.
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funda el género y lo mantiene como tal en un incierto espacio de saber subjetivo reivindicado por el arte reflexivo que piensa su concepto y anticipa su fin, según Hegel, y por la ciencia imposible del ser único, que postulara Roland Barthes como destino siempre diferido y recomenzado. Dicha relativización al mismo tiempo rigurosa tiene su carácter histórico. Pues el ensayo que, como decía Adorno, trata temas u objetos culturales, formas sociales, ideas, obras de arte, experiencia, ficciones y ciencia, ficciones de la ciencia y ciencia de las ficciones, está obligado a ese avance cauto, tentativo, que se aferra a la materialidad de los detalles, que sopesa, calibra la textualidad de su objeto y las formas posibles de volverlo un nuevo texto, el suyo; sin olvidar que será siempre una forma histórica, transitoria, ya que ese “peso” varía con la misma acumulación de las interpretaciones, sobre todo en la época propia del ensayo (postularlo fuera de la modernidad sería un anacronismo, aun cuando en la Antigüedad puedan señalarse los precursores retóricos de su forma en un sentido borgeano), cuando, según el Manifiesto comunista de Marx, “todo lo sólido se desvanece en el aire” y las cosas con más peso cultural lo pierden, mientras lo ganan objetos e ideas que antaño eran banales y ligeras. El examen y la ligereza simultáneas del ensayo participan de este movimiento de la modernidad, aligerando los monumentos petrificados y analizando con rigor las aparentes banalidades que adquieren así un peso insospechado. El recorte arbitrario de la actividad de escribir, del continuo de las prácticas de escritura, que imponen los géneros literarios como conceptos o preconceptos de la crítica y por ende de la lectura, tiene para el ensayo una importancia particular, pues dentro de su concepto pueden ingresar los componentes que definen a otros géneros. Su carácter distintivo será en cambio esa provisionalidad antedicha; el recorte ar-
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bitrario está en la invención y aplicación del nombre a lo inacabado, incompleto y provisorio, que sin embargo para no dejar de ser ensayo deberá ser también inacabable, incompletable e histórico, lo que llevó a identificar sin más al ensayo con la práctica de la lectura, que puede reanudarse, renovarse, pero nunca darse por terminada ni repetirse de manera idéntica en dos momentos diferentes. Una prueba de esa arbitrariedad (que no obstante es imprescindible para toda crítica, cuyo recorte siempre define los límites de lo literario y cuya arbitrariedad es la marca del orden simbólico, del vacío que arrastra las partículas de lo decible hacia esa ausencia de justificación que funda las lenguas), o más bien un ejemplo de ella, sería que se puede leer el plan poético que Mallarmé titulara Igitur o la locura de Elbehnon como un ensayo; y de hecho lo es: una presentación provisoria que se enfrenta con lo inacabable y que asume la forma del plan o del proyecto como definitiva, como la instauración de la concepción, detenida antes de la elaboración final, que se sabe abierta hacia lo que no puede decir y prefiere quedarse allí, en ese teatro de la ausencia, de lo que falta, antes que cerrarse a lo imposible.59 El ensayo es el reino de lo posible, de la promesa que el pensamiento le hace a la percepción y al saber de un viaje hacia lo que todavía no está dicho.
59 Cfr. Blanchot, Maurice, El libro que vendrá, Caracas, Monte Ávila, 1992; en especial, en el apartado IV “¿A dónde va la literatura?”, las secciones “I. La desaparición de la literatura” y “V. El libro que vendrá”.
De la subjetividad del ensayo (problema de género) al sujeto del ensayo (problema de estilo)1 Carlos Kuri ¿Qué hay en la conjunción Ensayo y Subjetividad que a la vez que parece cruzar dos conceptos conocidos, casi inevitablemente atraídos, alberga, sin embargo, tantos sobreentendidos oscuros y crónicos? De hecho cada pieza supone una congestión de cuestiones difíciles, pero sobre todo necesarias. Resulta difícil la coexistencia de la afirmación epistémica con la estructura poco metodológica del ensayo. Porque, aunque discrepante de la tradición epistemológica, el problema del saber interviene en todo ensayo, y lo vincula, más allá de lo literario, con proposiciones de saber. Esta característica viene con la presión del algo necesario, que ha producido conflictos insoslayables (de no ser así no tendría la menor importancia) sobre el poder de los géneros, sobre la superstición científica y la protección metodológica. Se sabe, en la Argentina los discursos de mayor consecuencia y originalidad no han surgido ni del academicismo universitario (con gestos de cientificidad) ni de sistemas filosóficos. Borges, Lugones, Masotta, Martínez Estrada, Macedonio Fernández, Sarmiento, Ingenieros han conseguido una potencia que, diría, más que consagrar al ensayo como género argentino, han establecido lo ensayístico como foco de iluminación e insurrección que atraviesa y fastidia en el “interior” de cualquier género. 1
Publicado originalmente en Marcelo Percia (Comp): El ensayo como clínica de la subjetividad, Buenos Aires, Lugar, 2001; pp. 100-118.
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El campo de fuerza que produce el ensayo, su estatuto de “interpelación polémica”, interviene en la masa de indagaciones contemporáneas dominadas por lo que el afán científico llamó ciencias humanas (clasificación desplazada después hacia ciencias del discurso), y de las que se podría hacer un catálogo tan inestable como informe. Desde los relevos post-modernos del marxismo, pasando por el estado solipsista de la actual crítica literaria, y la ambición filosófica o arqueológica que ha hipnotizado a buena parte de la literatura, desde la fatigosas reiteraciones psicoanalíticas hasta las seudo-investigaciones universitarias, en todos los casos podemos reconocer una lucha con lo que define el estatuto del ensayo y la presencia del problema del sujeto, en algunas ocasiones como vindicación y en otras como denuncia de debilidad epistemológica. Es posible aceptar que existe una serie de rasgos que, aunque cambiantes y diversamente argumentados, caracterizan lo que se llama ensayo. Es sobre el aparente acuerdo donde resulta decisivo señalar lo que produce la aparición del sujeto como preocupación teórica y de estilo. A partir del momento en que hablar del sujeto deja de ser un sobreentendido o un término circunstancial (donde parecía indistinto hablar de personalidad, subjetividad o yo del autor), esto es, cuando comenzamos a sentir el peso del concepto, probablemente a partir de “Subversión del sujeto” de Lacan o “Qué es un autor” de Foucault (creo que es mejor cifrar en artículos lo que habitualmente se desdibuja invocando una época o una Escuela), se produce una fractura y una revisión sobre lo que era aceptado como género del ensayo desde aproximadamente el siglo XVI. El parentesco del ensayo con el género epistolar, el “sorprendente grado de flexibilidad con que trata cualquier tema”, la constante insinuación de un interlocutor operando en el
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texto, cierta dispersión inevitable o calculada, su carácter fragmentario. Todas estas cosas, y por supuesto otras, podrían reconocerse como propias del ensayo. Independientemente de las épocas, se admiten parentescos más o menos visibles con lo que se ha dicho de los ensayos de Coleridge o De Quincey. Pero esta continuidad en el enfoque se interrumpe al constituirse el sujeto como problema conceptual. Sin duda que hacer pasar el estatuto del ensayo por la función dominante de la primera persona es insuficiente. Casi un modo de confundir el ensayo con el sentimentalismo. El dato de la primera persona no contiene una determinación absoluta, de ser así nos llevaría a no distinguir el ensayo de la confesión autobiográfica. Pero, además, el problema no pasa por ampliar o complicar lo que decimos con subjetividad, yo o sujeto, sino en desplazar la distribución misma del problema a partir del sujeto (y del cuerpo en el caso de la estética). Hablar de la subjetividad y del sujeto (del estilo), no supone entonces una oposición simétrica. Se trata de discutir el criterio que define lo que es ensayo a partir de la teoría de los géneros en base a su fuerte subjetividad. Lo que nos lleva a considerar que lo ensayístico empieza en un estado de la lengua (como también lo científico o la prosa literaria), y no en el sujeto.
I. El alma y el estilo El estudio preliminar que hace Ezequiel Martínez Estrada de los Ensayos de Montaigne ofrece una doble ventaja.2 Por un lado nos permite observar justamente lo que determinaría la naturaleza del ensayo como género —según el autor— en 2
Martínez Estrada, E.: “Estudio preliminar” de los Ensayos de Mon taigne, Clásicos Jackson, Buenos Aires, 1948.
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su “acabado punto de perfección”. Pero también se muestra, también en un estado de perfección, la confusión entre autor, personalidad y escritura que domina el criterio de Martínez Estrada al caracterizar lo más propio del ensayo. “Susceptible de tomar cualquier estructura y de alcanzar cualquier dimensión, desde el aforismo hasta la crónica exhaustiva, según lo que contengan los propósitos del autor, caben en (el texto del ensayo) con idéntica licitud el escolio, el relato, el panfleto, el panegírico. Su mérito está en la inexpresable flexibilidad con que recibe sin perder su naturaleza cualquier material según cualquier disposición”. El carácter polimorfo que ve Martínez Estrada en los Ensayos de Montaigne indica un tratamiento del tema y de los géneros basado en la sujeción del objetivo (del propósito) temático a los propósitos del autor. Y si bien esto pareciera hablar del énfasis que se pone habitualmente en la función de la primera persona en el ensayo, el caso de Martínez Estrada es una demostración del modo en que la explicación por la personalidad opera como una fuerza centrípeta que se traga el escrito, su estilo, con la voracidad de términos que no dicen nada pareciendo decir todo (la subjetividad es una de esas figuras). En su idea de ensayo “todo dependerá del talento y del temperamento del autor, de su estado de ánimo…” Por supuesto que en mi comentario está presente aquella vieja crítica de Masotta a Martínez Estrada, que apunta a la asimilación entre biografía e historia, pero que alcanza a la confusión entre biografía y texto. También habría que dejar en claro que no se está desconociendo la importancia en la misma elección que hace Masotta: Se podría tal vez rastrear quién fue el inventor de este juego que sostiene a una tan alta presión del espíritu y que supone la más gruesa metafísica sustancialista —la suerte de Hernández confundida con la de Martín Fierro— (…)
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Quien con mayor confusión y talento verbal lo ha llevado al colmo de la tensión es seguramente Martínez Estrada.3
“Montaigne —sigue Martínez Estrada— hizo del ensayo su imagen literaria fiel; no con su fisonomía y estatura verdadera, sino con su personalidad. Como él, es un ser proteico, amorfo, susceptible de transformarse hasta adquirir un cuerpo vivo, una cara, una voz. Su estilo es igual a su pensamiento y nos parece imposible que hubiera podido expresarse en ninguna de las formas tradicionales para la prosa y el verso, que imponían pautas y leyes de juego previas. Para encontrarse a sí mismo le fue necesario encontrar antes el ensayo”. Esta idea hace del pensamiento y el estilo una unidad sin fisuras, el estilo como expresión sin deformación del pensamiento. El ensayo es el médium literario: el género adecuado para reflejar la subjetividad, adecuado a la plasticidad de la vida. “El conjunto de sus ensayos parciales tiene únicamente la unidad que les da la personalidad del autor. Es el documento más completo de la vida intelectual de un hombre (…). Es la biografía de un alma nunca satisfecha, sin esperanzas y sin rencores (…). El Ulises, de James Joyce, está compuesto con la misma noción de que una vida no compagina como un tratado sino como un rompecabezas, donde la figura está completa aunque desordenada. Los Ensayos de Montaigne ya tenían esa misma estructura rigurosamente fiel del Ulises, quiero decir que el pensamiento y la vida fluyen en ellos como las siente el protagonista y no como las ordena el historiador”. El impacto de estilo del Ulises se reduce de este modo al desorden de la vida. Pero, no dejemos pasar por alto la distin 3 Masotta, O.: “Leopoldo Lugones y Juan Carlos Ghiano: antimercantilistas” (1956); en Conciencia y Estructura, Buenos Aires, Editorial Jorge Álvarez, Buenos Aires 1968.
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ción del autor. Es cierto, el orden del historiador discrepa con la diseminación ensayística. Ahora bien, el hecho de que esta distribución obedezca a la figura de los géneros y no al problema del estilo, nos impide observar, por ejemplo, los focos del ensayo en la construcción histórica. Creo que en la proposición de Walter Benjamin sobre Proust (que me tiene obsesionado desde hace años) se consigue, de un modo tan fuerte como minucioso, tocar el punto en que la vida y la obra se exponen como duelo e instauración del estilo. El punto en que la vida no puede pasar al escrito. La operación de Benjamin se hace justamente sobre Proust, sobre un autor “autobiográfico”, sobre una escritura que ha aparentado una procuración desesperada de los recuerdos a través de las sensaciones, hecho de fragmentos de aromas, de colores, con ráfagas sensibles de la percepción. Benjamin habla de una memoria olfativa en Proust, pero justamente señala que es en ese punto donde deberíamos percibir lo que la escritura no termina de sintetizar de la vida. Allí ofrece esta figura: “La imagen de Proust es la suprema expresión fisiognómica que ha podido adquirir la discrepancia irreteniblemente creciente entre vida y poesía”.4 Acentúa de este modo el punto máximo de tensión que domina un escrito, un fastidio irreteniblemente creciente. Es por lo que se pierde —y no termina nunca de perderse— de la vida, que hay poesía. Es el punto de partida del problema del estilo. Frente al grupo de términos inevitables que parecen justificar la determinación del ensayo por la subjetividad, debiéramos introducir una suerte de contragolpe, esto es una desubjetivación, hasta una desbiografía. Cuando Grüner cita a Barthes y caracteriza al ensayo como el escrito formado a partir de “todas las veces que he levantado la cabeza” esti 4
Benjamin, W.: Iluminaciones I, Buenos Aires, Taurus, 1988.
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mulado por una lectura, constata que el ensayo se transforma así en una especie de autobiografía de lecturas. Pero se ve obligado a añadir: “no tanto en el sentido de ‘los libros en mi vida’, sino más bien en el de los libros que han apartado al ensayista de ‘su’ vida”. “Y los hijos se le mueren inmediatamente de nacer. Seis mujeres. Sólo una, Leonor, sobrevive. Nada de esto sube a su corazón ni a su cabeza. Sus Ensayos contienen ligeras alusiones en tono estoico, y ninguna efusión de dolor íntimo, que no está en su estilo porque no está en su alma”. Pienso que Martínez Estrada desaprovechó su oportunidad (el instante en que el movimiento de su argumentación lo lleva al borde del conflicto con la convicción de sus proposiciones). En el punto en donde podría ver la estructura del estilo y el combate del estilo con la vida, necesita suprimir del alma lo que encuentra en el estilo, para que el estilo se siga haciendo con el alma.
II. La subjetividad, complemento del género El afán de los géneros por constituir un orden resulta tan inevitable como infructuoso. La función de identificar y procurar estabilizar las diferencias estéticas o discursivas con nombres (tragedia, policial, elegía, ensayo, etc.) no consigue más que un alivio de Manual o de ligera historicidad. Esto en parte vale también para la distribución basada en características estructurales, para la tipología del discurso literario. Porque si bien es posible revisar las propiedades (personajes, acción, temas) que tipifican algo de las obras o al revés, hacer una requisa de obras que contengan por ejemplo las propiedades dominantes indispensables como para identificar la tragedia en determinada época, cuando estas proposiciones, de índole lingüística, se tropiezan con el problema
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del autor o del lector, muestran su insuficiencia. Y más aún, podríamos decir que muy poco, casi nada del cuerpo o del sujeto constitutivo de un escrito es rozado por este tipo de análisis. Martínez Estrada, decíamos, procura detallar los rasgos que hacen al género del ensayo, alcanza así un nivel de generalización que pareciera poder incluir todos los ensayos desde Montaigne (punto de concentración de los rasgos del ensayo) hasta nuestros días (incluido él mismo). Sin embargo, cuando explora las características del propio ensayo de Montaigne se ve necesariamente forzado a buscar aquello que lo identifica. Es ahí, exactamente, donde percibimos la gloria y la insuficiencia de los géneros. En ese punto Martínez Estrada no puede hacer otra cosa que buscar detrás del texto el alma de Montaigne, la vida de Montaigne, la personalidad de Montaigne. Esta impotencia no debemos atribuírsela a él, sino a la naturaleza del análisis que permite la noción de género. Se nos puede decir, con cierta razón, que le estamos pidiendo al orden de los géneros algo que no está en su objetivo, que a un procedimiento por lo general le estamos pidiendo un rigor sobre lo singular. Pero esta objeción pierde de vista algo: el problema de la subjetividad es el reverso del orden de los géneros. La idea de generalidad tiene adherida la caída en la subjetividad. Es por la insuficiencia de la clasificación por los géneros (y los períodos) que se apela a la subjetividad. La subjetividad es así el síntoma de la clasificación, aquello que hace el ademán de cubrir con el sub-jectum lo que el género suprimió —o sencillamente no vio— de la singularidad de la escritura. Todo el problema pasa por confundir la estructura de la lengua, como objeto científico de la lingüística, con el estado de la lengua que produce un sujeto o un cuerpo (o lo que
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podría ser lo mismo con el ensayo o la estética). Quiero decir (nuevamente)5 que el modelo de las lenguas no alcanza para los problemas específicos del sujeto o de la instauración de un cuerpo. La lingüística trata los rasgos que tipifican, no habría otro modo, con esquemas de codificación (más o menos estructurales). A estos rasgos neutros y anónimos se resiste la acción del nombre propio —límite de la lengua— que imponen el arte y la discursividad. Si se tratase de una inspección de partículas (personajes, acciones, argumentos, temas, sonidos, grupo de tesis) equivalentes a fonemas, es decir, piezas obedientes a la lógica de Jakobson o de Saussure, podríamos imaginar que un conjunto de leyes lingüísticas y epistémicas gobierna la genealogía y la trasmisión del cuerpo del arte o del sujeto del ensayo. La cuestión reside en que en estos ensayos de la razón (lo lacaniano, lo sartreano) o en estas literaturas (lo policial de Poe, la trama borgeana), allí donde aparentemente hay formas o transgresiones literarias, conceptos y proposiciones del saber, no podemos desembarazarnos del problema del nombre propio. Pensemos lo siguiente, un fraseo, una inflexión, funda el tango a partir del veinte, ese fraseo tiene un nombre, y hasta un momento material: Gardel, en “Mi noche triste”. Con esto no digo que la música o el discurso sea una sumatoria intrincada de subjetividades, lejos de eso, el nombre propio nos conduce al problema del estilo. Y si el estilo tiene consecuencias técnicas (la amplitud del sistema de lo novelesco con Joyce, o un nuevo estado del tango a partir de Gardel), estas consecuencias técnicas nunca superan ni suprimen la acción nominal que las produce. 5
Cf. Kuri, C.: La argumentación incesante, Rosario, Editorial Homo Sapiens, 1995.
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El asunto de estilo no debiéramos entenderlo únicamente como la elección que debe hacer todo texto entre cierto número de disponibilidades contenidas en la lengua,6 cosa que, por otro camino, vuelve a comprimir las cosas en la cuestión del género. Sino, más allá de eso, como la incisión que algunos textos dejan en la lengua; operación que involucra la acción del nombre propio demostrada en la construcción de un lector inédito.
III. Ensayo y saber El carácter afirmativo en el ensayo, a pesar de la conocida renegación que de él hace Blanchot (“estas anotaciones no pretenden resolver ningún problema”), no debiera suprimirse tan rápidamente. Así como Blanchot procura tomar distancia de proposiciones de este tipo, también se podría considerar la distancia que lo literario precisa del ensayo. Saer, por ejemplo, encuentra en este punto aquello que separa el ensayo de la literatura: “traduciendo su obra ficcional —dice— a un ensayo, entraría en un terreno afirmativo que, justamente, mis textos tratan de eludir”.7 Este carácter afirmativo habría que tomarlo entonces como un ‘coeficiente de fricción’. No es lo suficientemente decisivo para hacer del ensayo un subgénero de la ciencia o los sistemas filosóficos, pero es lo necesariamente fijo (algo de la identidad de pensamiento) como para no ser literatura. Si el saber como problema parece ineludible cuando se trata del ensayo, lo es porque el ensayo se ha planteado como 6
Ducrot, O. y Todorov, T.: Diccionario enciclopédico de las ciencias del lenguaje, Buenos Aires, Siglo XXI, 1974. 7 Saer, J.J.: “El arte de narrar la incertidumbre”, entrevista incluida en: Saavedra, G.: La curiosidad impertinente, entrevistas con narradores argen tinos, Rosario, Beatriz Viterbo, 1993.
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ironía (más que como género) de consecuencias conflictivas precisamente en el terreno del saber. De allí extrae su condición lógica y su posición irritante. Ahora bien, lo que nos guía, más que los textos definidos como ensayos, son los intervalos que lo ensayístico produce en el régimen probatorio o hipotético deductivo. Su carácter lagunoso (¿“a-tético”?). Este intervalo ensayístico se lo ha identificado como el punto de irrupción de aquello que llamamos de distintas maneras: del yo, del sujeto, de la subjetividad. ¿Es en ese sentido que en el libro de Giordano se afirma: el ensayo, intrusión de la subjetividad en el discurso del saber?8 De hecho esta consideración decide en el saber una condición insoslayable del ensayo. Esto es, que el tono de despreocupación explicativa, de desdén por el sistema teórico que a veces necesita para avanzar, tiene, en la aceptación de que se trata de un discurso del saber, un límite. Entiendo que la intrusión de la subjetividad sirve para indicar la naturaleza diferente de esa relación entre lengua y saber que llamamos ensayo. Pero en cuanto a esto, que sería una condición general, prefiero reservar la idea de intervalo en el discurso del saber. Entender al sujeto (y aun al cuerpo) como rastro específico de una alteración (discursiva o estética) de la lengua; como huella de una operación en la lengua en lugar de ver en ciertos acontecimientos de la lengua un efecto de la intrusión de lo subjetivo. El sujeto es así huella de la alteración del saber como propiedad epistemológica. A partir de esta alteración, la episteme que produce lo ensayístico no coincide con las figuras de la epistemo 8 Esta, como algunas citas que siguen, pertenecen al libro de Alberto Giordano, Modos del ensayo, uno de los más rigurosos acerca del tema. Rosario, Beatriz Viterbo, 1991.
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logía,9 y además tensa su relación con proposiciones indemostrables o conclusiones aparentemente caprichosas para la metodología. Debiéramos advertir que esto no equivale a la postulación de ‘otro’ saber. Se trata de la eficacia del saber al constituirse de un modo ‘ladeado’, en fricción con la razón como Orden. Digamos por las dudas, que esta puesta en discusión del estatuto del saber en el ensayo no implica una indiferencia argumentativa (criterio que comprobamos en muchos artículos psicoanalíticos, que rezan fórmulas y desdeñan argumentos). El ensayo nunca renuncia a la argumentación, hay no obstante en él un suspenso argumental que no se resuelve ni en la demostración formalizada ni en la integración a un sistema de pensamiento.
IV. El sujeto, rasgo no-subjetivo del discurso Una fuerza, una economía de la demostración que ofrece razones en el ejercicio mismo del discurso, aparentemente sin exterioridad, sin referencia, parece comandar al ensayo. Ahora bien ¿esto hace pie en la subjetividad? Notemos que en el mismo instante en que el argumento se encamina por la primera persona para ubicar la naturaleza del ensayo, de inmediato debemos hacer una rectificación: “El recurso a la primer persona del singular —dice Giordano— o, si se quiere una referencia más específica, a un ‘método dramático’ (que pone en escena una enunciación y no una reflexión, que simula un discurso en lugar 9
Y hasta podríamos decir: la doxa que produce lo ensayístico altera la episteme. Sobre este tipo de escisión habría que reconsiderar la distinción entre episteme y figuras epistemológicas y de la ciencia, que Foucault intenta hacer en La arqueología del saber (México, Siglo XXI, 1979).
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de describirlo)”, testimonian (la lejanía del ensayista con la objetividad). La primera persona del singular se desplaza ganando especificidad, pero diría más aún, llevando lo que sería una referencia gramatical y subjetiva hacia el plano de una retórica del sujeto. ¿El ensayo es un teatro de la escritura? ¿Un theatrum phi losophicum? ¿Aquello que expone los pliegues extenuantes de la enunciación más que una conclusiva acumulación de enunciados? El ejercicio de volver sobre sus propios pasos, incansablemente, reemplaza el tono ascético y anónimo de la metodología (simulacro en las “ciencias humanas” del lenguaje matemático). En la actitud metodológica hay una supresión de las preguntas sobre la causa de la escritura, en el ensayo, por el contrario, un exhibicionismo. Y en todo caso habría que estudiar las relaciones del ensayo con la asociación libre freudiana. La exhibición de la perspectiva: ¿de la propia emoción, del propio impacto? “Para explicar el funcionamiento literario del exordio de una milonga, Borges deslinda los efectos que la estrofa produce en él (…) para investigar lo que la fotografía es “en sí misma”, Barthes toma como único punto de partida aquellas fotos que existen para él, es decir, aquellas fotos que lo atraen”.10 Dos cuestiones. Si se piensa que de este modo se alcanza al objeto en sí mismo (la fotografía en sí misma, la poesía en sí misma), parece tratarse de una puesta entre paréntesis de la objetividad, para obtener así la verdad del objeto; una versión de la epojé husserliana: el objeto no es sin la percepción; y junto a esto (si tomamos el caso de Barthes en La cámara lúcida), un despliegue (indefinido) de “mi mirada”, una mirada que muestre cómo miro. 10
Giordano, A.: op. cit.
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Por otro lado, si consideramos la determinación del ensayo en la escena de la enunciación, en una exposición de la fuente de mi enunciado, en el punto (mítico) en donde comienza a crecer en mí el enunciado, en las fotos que me atraen o en los efectos de alguna estrofa (sé que no es riguroso, pero sí eficaz, recurrir aquí a esa otra idea de Barthes: “el placer del texto es el momento en que me dejo llevar por mi cuerpo y mi cuerpo no tiene las mismas ideas que yo”), desde este punto de vista podríamos decir que todo ensayo forma parte de la estética de la recepción. (Cosa que no estaría mal, sobre todo para ajustar los problemas de la estética de la recepción). Es probable que cuando la apelación a la subjetividad se hace vindicativamente frente a la superstición de objetividad que anima los escritos científico-sociales (predilectos en los informes universitarios, que nadie lee), perdemos rigor en el problema del sujeto. Es cierto, hay un imaginario en la objetividad (algo parecido a aquello que hace creer que la música se constituye en base a perfección técnica), pero esto no debiera debilitarnos en la pregunta acerca de cuál es esa “cierta subjetividad” que el saber del ensayo exige. Cuando Barthes recurre a la noción de “subjetividad del no-sujeto, subjetividad incierta, equívoca, que ningún nombre de autor alcanza a identificar”, estamos en presencia (nuevamente) del tipo de relación que el mismo Barthes mantiene con el saber. El desdén por la fidelidad a un sistema teórico y el uso de los términos sostenidos fuertemente por la coyuntura de la enunciación. Esto es, no-sujeto, subjetividad, nombre de autor, se definen únicamente por las coordenadas del texto, y más aún, por las del párrafo. No esperemos aquí una articulación con nociones sistemáticas (o algo así) de nombre, sujeto o subjetividad, ya sea del mismo Barthes en
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otros textos y menos de Lacan o de Foucault, de ellos parece tomar un resplandor de los términos. Con Barthes debemos atender más a una lógica de la sugerencia in situ, del aprovechamiento del ejercicio de los términos, que a una hermenéutica del concepto. Cuando dice sujeto o autor, saca provecho del contraste y la tensión que irradia la enunciación, dice así otra cosa y no rinde fidelidad a lo que, por ejemplo, el concepto dice en psicoanálisis. Lo que interesa es el afán de formular un encuentro oblicuo, inaudito de la noción de sujeto. ¿Consigue hacerlo? Despreocupándonos del volumen conceptual de los términos, sí. Lo que quiero decir es que Barthes mide más el efecto de un uso subversivo que la pertinencia teórica del concepto. De todos modos, frente a la disposición que establece del problema, me apuro a invertir algunos términos. Es en esa inversión donde creo ajustar, por fin, el lugar del sujeto y la red de conceptos que involucra: si tal como se lo dice ningún nombre de autor alcanza a identificar la subjetividad, esto es así porque no hay una relación expresiva entre la subjetividad y el nombre de autor. En este punto hay que cambiar hasta invertir los términos directrices: el nombre de autor lejos de ser una marca de identidad de la subjetividad, es rasgo no-subjetivo del discurso, allí se encuentra, ya no el asunto subjetivo, sino la instancia del sujeto. Por eso, no basta con aclarar que no existe ningún nexo entre una subjetividad sin nombre —oscuro punto de la intimidad del ensayista— y el nombre como exterioridad (entre ellos hay una grieta). Cortado este nexo, la subjetividad, su importancia para el texto, su peso psicobiográfico, cae sin remedio. En cambio hablamos de la instauración de lo nominal. De un régimen del nombre ¿dónde está la subjetividad de Debussy o Schönberg, donde la de Macedonio o Nietzche, sino en un nombre del estilo, un nombre sin subjetividad? Se
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ha repetido frecuentemente esta afirmación de Lacan, quizás sin medir su alcance: el estilo es el objeto. ¿Cómo no ver allí la materialidad que constituye al sujeto pero como extrañamiento de lo subjetivo? (Queda por discutir si en ese nombre constatamos las adherencias de un cuerpo erógeno —para la estética— y los rastros de la enunciación —en caso del ensayo—).
V. El ojo y el nombre Una situación teórica particular se da precisamente cuando el ensayo toma como objeto lo estético. Lo estético parece ser un tema fundamental del ensayo. Y si bien los escritos que mejor representan esta elección se los puede hallar en Walter Benjamin, debemos reconocer que en las últimas décadas esta unión (ensayo o en todo caso estudios sobre estética), viene padeciendo de una actitud escolarmente explicativa y del recrudecimiento de aplicaciones del psicoanálisis sobre el arte, ahora en clave lacaniana. Es probable que la idea que Masotta fue definiendo acerca de una disolución del campo de relación del psicoanalista con la obra de arte, nos advierta de este tipo de situaciones. Pero antes aún de su aproximación al psicoanálisis hay antecedentes de esa actitud, muestra una soltura (ensayística) fuera de toda tentación “académica” por convertir el objeto estético en objeto de Manual. Es el caso de la breve nota sobre la presencia de Le Parc en la Bienal de Venecia. En Le Parc —dice Masotta— “ninguno de los materiales tradicionales se conservan. Pexiglass, aluminio, cajas de madera: los materiales escogidos por Le Parc definen el contexto perceptual neutro, en el sentido de que las huellas del pintor, del propio artista, han sido borradas. Si entrar en una exposición de (Luis Felipe) Noé es visi-
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tar un sitio en donde la presencia del pintor impregna hasta el último rincón, visitar una exposición de Le Parc es encontrarse con el propio yo y con los ‘objetos’, con esas máquinas simples, que crean una atmósfera borrosa en la que el invitado sin importancia es el anónimo fantasma del artista (…) cualquiera podría ser el autor de una de las obras de Le Parc. Una inverosímil —e incómoda— conclusión, se dirá. Y si es cierto, entonces ¿por qué Le Parc?”11 Hay una doble ventaja para nuestro propósito en este párrafo. Por un lado muestra el estatuto de efecto que el autor (¿el yo? ¿el sujeto?) alcanza en una construcción plástica. No es el mismo percepto al que nos obliga uno y otro, no es el mismo ojo el que plantea Noé que Le Parc. Por lo demás resulta claro que el objeto estético nos obliga a poner el acento en el percepto más que en el sujeto. Es en este “contexto perceptual” de uno y otro, sólo a partir de allí que Masotta distingue la neutralidad casi anónima de uno, frente al yo omnipresente del otro. Pero también nos conduce hacia el papel del nombre (tanto en el ensayo como en lo estético), con una curiosa fórmula, Le Parc construye un sitio de anonimato para la percepción (semejante al lugar del yo que Foucault encuentra en la demostración matemática, en que todo “individuo” puede ocupar, con tal que haya aceptado el mismo sistema de símbolos, el mismo juego de axiomas: “yo supongo”, “yo concluyo”). Aunque con la paradoja (no podría ser de otro modo en el arte —el arte no es la matemática—) de constituir en ese gesto la marca del nombre (así lo señala la pregunta de Masotta: “entonces ¿por qué Le Parc?”). Recordemos el grado de impropiedad que Deleuze considera cuando trata el problema del nombre, entre el estilo y la 11 Massota, O.: “Un argentino en Venecia” (trad. V. Veliz), en Anuario ‘98-99, Departamento social, Facultad de Psicología, UNR, Rosario, Laborde Editor, 1999.
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impropiedad. “El nombre propio no designa a un individuo, al contrario, un individuo sólo adquiere su verdadero nombre propio cuando se abre a las multiplicidades que lo atraviesan totalmente, tras el más severo ejercicio de despersonalización. El nombre propio es la aprehensión instantánea de una multiplicidad, el nombre propio es un puro infinitivo entendido como tal en un campo de intensidad”.12 No ignoro el campo de remisión que estamos componiendo. Sobre el sujeto y el nombre se añaden la despersonalización y la multiplicidad en el estilo.
VI. La subjetividad, imaginario de un género (La ocasión que nos ofrece Koiré) En el ensayo “Actitud estética y pensamiento científico”, resulta notable el modo en que Koyré pone a la vista las operaciones extra-epistemológicas que participan en la genealogía de la ciencia. Allí se analizan las creencias y las preferencias estéticas que operan sobre el dominio del lenguaje científico. Es la aversión que Galileo sentía por el uso de lo estético del procedimiento de la anamorfosis y por la poesía alegórica, lo que le impidió la aceptación de la formalización matemática de la elipse. Ante la elipse Galileo no ve más que un círculo deformado. Para Galileo la astronomía de Kepler, que postulaba las trayectorias elípticas, era una “astronomía manierista”. Según Koyré, no supo distinguir entre el contenido matemático de la órbita elipsoidal, decididamente progresista, y el anacronismo que se hallaba en la subestructura física, claramente animista, de la doctrina de Kepler. “Esta es una de las para 12 Deleuze, G.: Citado por Astutti, A. (en “Estilo e impropiedad”, Boletín/4, UNR, Rosario, 1995) de Critique et Clinique, Paris, Les Éditions de Minuit, 1993.
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dojas más asombrosas de la historia: allí donde el empirismo progresista de Galileo —en el que se encarnaba también su versión barroca— le impidió distinguir entre la forma ideal (del círculo) y la acción mecánica, y por eso mismo contribuyó a mantener su teoría del movimiento bajo la égida de la circularidad, el idealismo ‘conservador’ de Kepler le permitió hacer esta distinción y por eso mismo contribuyó a liberar su teoría del movimiento de la obsesión por la circularidad”.13 La exigencia de claridad galileana reposaba en las influencias de sus concepciones estéticas sobre las científicas, este dominio del lenguaje, que no responde al funcionamiento del saber científico, opera de manera azarosa, preparando, permitiendo o entorpeciendo el paso a la aserción cuantitativa. Pero este momento previo, este ‘asunto de alcoba’, es justamente lo que luego la formalización elimina. Cuáles son las preguntas que nos posibilita el caso Kepler/ Galileo, según este estudio que Koyré retoma de Panofsky. En primer lugar: ¿se trata del mismo sujeto al que suponemos en la actitud estética y aquél que estaría en el orden del pensamiento científico? ¿Cuándo es justo hablar de sujeto y cuándo de subjetividad? La línea demarcatoria hay que buscarla precisamente entre el lenguaje matemático y las creencias (hasta se podría invocar la línea —aunque dogmáticamente abusiva— entre lo simbólico y lo imaginario). Digamos que no estamos aquí ante una lengua estética ni siquiera ante cuestiones de la lengua que permiten lo estético. A pesar del acento colocado en el interés de Galileo por el arte, se trata en realidad del punto en que lo artístico se degrada (o se idealiza, para el caso es lo mismo) en creencia. No en las reflexiones ceñidas al arte mismo, sino en las reper 13
Koyré, A.: “Actitud estética y pensamiento científico”, en Estudios de historia del pensamiento científico, Buenos Aires, Siglo XXI, 1978.
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cusiones y obstáculos que produce el arte para que, en el caso comentado, la lengua matemática se trabe y no vea ni acepte el orden matemático involucrado en la órbita elipsoidal. Aquello que presiona los pasos de Kepler, aunque tenga el aspecto de acumulación de datos empíricos, adquiere su estatuto en el interior de un lenguaje: de una matemática del movimiento: “No olvidemos que si Kepler llega a sustituir los círculos por elipses no lo hace de buen grado ni porque tenía una predilección cualquiera por esta curva curiosa; es porque no puede hacer otra cosa. En efecto, como astrónomo de profesión, que escribe para técnicos —y no como Galileo, para hombres cultos— no puede descuidar, como éste último, los datos empíricos, es decir, las observaciones muy precisas que le dio Tycho Brae. Su deber es dar una teoría, no general, sino concreta de los movimientos”. Para nuestras distinciones esto es fundamental: el obstáculo (lo estético como prejuicio) de la subjetividad no es el dominio de lo que llamamos sujeto. Y si en esta división hablamos de sujeto en relación al lenguaje matemático, debe quedar claro que de lo que se trata es de la posibilidad de pensar por qué la lengua matemática lo produce como lugar vacante. Avancemos sobre el modo en que Koyré hace funcionar la división actitud estética/pensamiento científico. Por una parte la actitud estética parece obedecer en Galileo a una actitud general, a una especie de visión del mundo (“se podría casi decir (…) —y quizá no hay siquiera necesidad de emplear el ‘casi’— que Galileo sentía por la elipse la misma invencible aversión que experimentaba por la anamorfosis; y que la astronomía de Kepler era para él una astronomía manierista”). Esto no supone que lo estético sea un epifenómeno de la visión personal del mundo, sino que la actitud estética lo es. Una cosa es la actitud estética y otra los problemas del arte y
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la sensibilidad. El lenguaje que lo determina a Galileo como científico, no como subjetividad, sino como autor (y no estamos lejos —insisto— de decir como sujeto, sin ignorar la particular “neutralidad” del sujeto en este caso), es el lenguaje matemático. Es allí precisamente donde Koyré ubica la incompresible ceguera, el repudio injustificado de Galileo como desconociendo su propio sistema matemático. A Koyré no parece preocuparle la exactitud de la posición estética de Galileo con respecto a la alegoría de Tasso o al equilibrio armónico de Ariosto, lo tiene sin cuidado si las razones de Galileo que lo conducen a tomar partido a favor de uno y en contra de otro están argumentadas estética, filosófica o artísticamente. A Koyré lo que le interesa es el grado y el tipo de influencia que estos criterios han tenido sobre la lengua y la visión matemática de Galileo. (Notemos que sólo se limita a establecer un reconocimiento del saber de Galileo sobre arte, no para evaluar el rigor de ese saber sino para indicar el grado de compenetración que tenía Galileo con el arte). Tenemos entonces a la actitud estética como visión subjetiva y no como territorio de la lengua matemática. (Visión capturada en el imaginario de armonía del género —representado por la poesía de Ariosto— y que, como todo imaginario, es también fuente de repudio, de “aversión alegórica” en este caso). Dependiendo de esto se desarrolla el carácter de obstrucción, con que lo subjetivo intercepta la lengua matemática. Obstrucción singular; no como regla epistemológica; lo que indica que el tipo de influencia bien podría invertirse, y lo que en este acontecimiento de la historia de la astronomía fue un obstáculo en otros podría ser una ventaja. Es precisamente aquí donde podemos notar que no es lo mismo la obstrucción de lo subjetivo en la lengua (matemática, ensayística, estética), que el intervalo del sujeto en el sa-
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ber. Pero dejemos en claro que las maneras de lo subjetivo han de ser diferentes en lo matemático, en el ensayo y en la estética, como así también la instauración de lo que nombramos como sujeto. A tal punto que en sentido estricto al sujeto, marca nominal de la enunciación, únicamente deberíamos vincularlo al discurso del ensayo; lo matemático hace de él, de la enunciación, un lugar vacante, supresión del shifter. Y en arte, insisto, debiéramos hablar más de cuerpo que de sujeto.
VII. Del lector El ensayo entonces nos obliga a considerar las cosas de distinto modo, esto es, considerar ya otra diferenciación: un punto en que ya no es lo subjetivo (como actitud estética, constitución psicológica, interioridad) ni tampoco la mecánica anónima que determina la lengua matemática. Esta diferencia no se decide en una consideración, por otra parte difícil de precisar, acerca del volumen subjetivo, personal o biográfico que pueda hallarse en un texto, sino en el tipo de trabajo que en el discurso hace la enunciación. Porque cuando Foucault establece el carácter anónimo de la demostración matemática, no hace otra cosa que advertir la imposibilidad de hacer avanzar allí la pregunta por la enunciación. Hay en esto una nueva puntualización del nombre. Es en el dominio del ensayo y de lo estético en donde la acción nominal señala precisamente la constitución ensayística y estética. Es exactamente en aquello que hace posible hablar de lo lacaniano o lo freudiano; de lo beethoveniano o lo gardeliano en donde el estilo nos deja ver que el individuo no es el autor, que lo nominal se constituye por fuera de lo personal. Hay en la estructura del nombre un clivaje en el interior mismo de lo nominal, lo que supone que el nombre no debie-
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ra considerarse simplemente en su carácter identificatorio, sino como un rasgo que se distribuye y afecta irregularmente un texto o una obra (opus). En este sentido lo nominal determina el estado del discurso que llamamos ensayo, pero también ha operado sobre “el pensamiento científico”, en la posibilidad de interrogar el problema del autor y el origen en esa lengua. Debemos notar por ejemplo no sólo la diferencia en cuanto al carácter anónimo del yo en la demostración matemática, sino al carácter subjetivo cuando la historia se encarga de ubicar las vicisitudes biográficas de los científicos. Lo galileano, lo newtoniano pasan en ese caso, al contrario del nombre en el ensayo, del lado de la épica anecdótica de la ciencia: no pertenece ni a la lengua matemática ni a la condición del estilo que hallamos en un ensayo. Ahora bien, no podríamos obtener exhaustividad en estos problemas si dejamos de lado el estatuto del lector, no como situación individual o empírica, sino como parte constitutiva del nombre de autor y del estilo. A pesar de que aquello que Lacan señala respecto del lector en el seminario El reverso del psicoanálisis, está en función de la cita como contexto (el contexto se conforma según el nombre invocado por la cita), hay algo de su proposición que posee un alcance mayor. Esto es, cuando señala que citar a Marx o a Freud implica la participación de un lector supuesto en un discurso, debemos considerarlo bajo la idea de que el lector es parte estructural de la cita (algo así como la instauración de un lector-supuesto-discurso). La acción nominal no se reduciría al efecto de poner en contexto, ligado a la cita por autoridad o devoción. De este modo, la potencia de un discurso estaría medida por la invención de un lector que no existía hasta el momento. (Cómo entender sino la idea de Foucault con respecto a
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Marx y Freud como instauradores de discursividad). Ahora bien, el papel de esta idea debe colocarse en el esfuerzo por no confundir la subjetividad con el autor, pero tampoco con el lector. Podríamos suponer operaciones comunes: tanto el lector de Freud, construcción que comienza en la mezcla entre el folletín histérico de los primeros historiales con la pregunta científica por la causa, como el cuerpo altanero del flamenco o la sensibilidad flotante de Debussy, comienzan en algo que no es subjetividad ni sentimiento. Comienza con un discurso y con un plano (extraño) de la lengua que instaura lo estético (la aísthesis artificial del arte). No obstante, la fuerza con que un discurso produce un lector, esto es un sujeto parido en el interior de un estilo (la idea borgeana: el lector de la novela policial nace cuando Poe nos fuerza a la pregunta por quién es el asesino, es una guía), por alguna razón se muestra directamente en lo estético. Es allí donde sin deformación podemos hablar de una fuerza/cuerpo (casi omitiendo al sujeto). Sin embargo, no hay una equivalencia entre discurso/sujeto y fuerza/cuerpo. Conviene recordar que no hay una lógica, una simbólica propia de lo estético (aunque sí hay una fuerza de lo sensible diferente de una ‘lógica’ del significante).
VIII. Adición metapsicológica La adjetivación del ensayo siempre es complicada, el ensayo, como tratamos de decir, se constituye en el estilo y no en el género, fuente de adjetivaciones. Sin embargo hay singularidades. Hablar del ensayo psicoanalítico no supone la ubicación de un subgénero (dentro de un género mayor ensayístico), aunque sí debiera introducir interrogantes sobre el sujeto y la subjetividad.
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¿En qué reside esta singularidad? De hecho, como hicimos referencia al rehusamiento de Blanchot a la ambición de resolver problemas a través del ensayo, ya estaba en nuestro horizonte la preocupación psicoanalítica. El tono mismo de la especulación metapsicológica está cargado de apremio. Podríamos decir que no hay metapsicología contemplativa ni distendida. La metapsicología sufre el apremio de las dificultades de la práctica. Independientemente de que su carácter explicativo o resolutivo tenga la figura de lo provisional o de la prórroga, no deja de sobrellevar una presión afirmativa. Estas diferencias, insisto, no son meramente opositivas, en el sentido de dividir sectores e imponer una clasificación (ensayo literario, ensayo psicoanalítico), hay más que eso. El complejo del ensayo psicoanalítico parece extremar algo de lo que se da en el problema del ensayo. El carácter de la metapsicología parece llevar la distancia entre la subjetividad y el sujeto, a la fórmula explícita de la división del sujeto. De todos modos, en muchas ocasiones el papel de la explicitación teórica del problema nos ha conducido a una aporía. ¿Cómo hacer para que al nombrar esto no se cierre de inmediato nuestra argumentación en la asfixia del rezo lacaniano? En este sentido, la discrepancia irreteniblemente creciente entre vida y poesía, señalada por Benjamin, es una de las figuras de la división del sujeto, que probablemente consiga decir más que la invocación mecánica de los términos. Freud nombra a sus Historiales como ensayo; el relato de Freud de sus propios sueños, incluso los sueños que presentan como suyos, el grupo de fragmentos biográficos que están esparcidos en sus escritos: ¿en qué medida esto puede adscribirse a cierta subjetividad? El discurso de Freud, compartiendo los mismos problemas que hemos presentado, no cae bajo el dominio de la objetividad, no es un discurso que se mantenga dentro del ideal (el de Freud) de ciencia de la na-
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turaleza. No obstante hay algo que impide que el texto freudiano sea subjetivo. Lo mismo podríamos considerar en cuanto a las anotaciones que se hacen de un paciente y que sirven para la redacción del historial ¿son anotaciones subjetivas? Hay algo que parece desplazar esta condición de un discurso orientado subjetivamente hacia otro punto. Un análisis encuentra su determinación más en la historia del síntoma, en la historia de la libido, que en la historia de vida. En esta instancia, el término de biografía ha adquirido repercusión a raíz de la publicación de los relatos transferenciales de pacientes y biógrafos de Lacan. La transferencia no está excluida del problema biográfico, lo que se desarrolla en términos de neurosis de transferencia (neurosis de biografía) es indispensable para un análisis. No obstante lo que se tiene que desarrollar en términos de desbiografización, es también indispensable para un análisis. Quiero decir que el análisis funciona en este intersticio por donde ciertos significantes inciden sobre una vida, pero la vida nunca termina por resumirse en esos significantes. Digamos que un análisis, o inclusive una interpretación, siempre deja la insatisfacción en los términos de: ese no soy yo. El sujeto de la interpretación no coincide —y más bien entra en fricción— con el ser (‘ese no soy yo’). Resulta insoslayable esta especie de insatisfacción, de pequeña ranura, de fastidio, que nunca termina por extinguirse, de un análisis. Nunca terminan por unirse las incidencias significantes que un análisis opera en una vida y la vida que fue incidida por esos significantes, hay allí un hiato irremediable, que hace a la estructura misma del análisis.
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Súbitamente se hizo evidente que nos encontramos instruidos por la palabra ensayo. Tan diligente con su propia vaguedad, ella misma no puede dejar de sorprenderse con los indicios de una nueva vigencia, que si fuera real, la traicionaría. Pues no podría haber tal nombradía triunfadora del ensayo. Porque quizás más con el ensayo que con la poesía o la novela es que se debilitan las ataduras de género. Y así el ensayo sería un modo que solo puede existir como vida singular por cada objeto que lo integra, poco atareado en construir una vicaría general que reclutara ungidos, misioneros, avisados y novicios. No hace más de un mes, en un tramo de unas jornadas rosarinas sobre Hegel un expositor anotó una resignada protesta al decir que el ensayo estaba de moda. Este aserto quería ser una queja referida al abandono de la expresión meditada, argumentada y quizá científica. Como toda dolida desavenencia, ésta merece cuidadosos comentarios pero me atengo a uno: si el ensayo llama a un arbitrio de trabajo que esencialmente lo es sobre su propio lenguaje, tiene de la moda el estar siempre allí donde el tiempo se ejerce voluntariamente contra el sí mismo de su propio pasado. Pero de todas las opciones que podría esgrimir los remisos, la cortés injuria de atribuirle el estigma de fugacidad de la moda es improcedente y al mismo tiempo lo único eficaz. 14
Publicado originalmente en Boletín/10, Centro de Estudios de Teoría y Crítica Literaria, Universidad Nacional de Rosario, diciembre 2002; pp. 9-23. Leído en el Coloquio “Retóricas y políticas del ensayo”, Rosario, 1 al 3 de agosto de 2001.
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Porque el ensayo está siempre en estado de problema, revelando su esencial renuncia a que cada ser mundano extraiga de sí mismo las explicaciones completas sobre su propia existencia tangible. Mientras el acto de conocimiento es alguna cosa que continuamente desea revelar las condiciones en que se produce, es decir, que también le pertenecería todo lo que no está siendo él mismo y se halla situado antes de él, el ensayo es la valerosa renuncia a que esa reapropiación se realice. Quiere producir sus resultados antes que el conocer complete su ciclo en sí mismo. ¿Tiene razón? Es que el ensayo no puede sostener que el intento de investigar condiciones, y a veces precondiciones, y así al infinito, demora una de las grandes vías del conocimiento. No justamente las que proponen las pruebas de verdad consistentes en la aplicación de las leyes descubiertas a aquél que las descubre —pues esto es la libertad retrospectiva de las condiciones— sino la de lanzarse al descubierto con un comienzo que finge ser absoluto porque en realidad desea abandonar el problema de su origen. La fuerza de esta actitud del ensayo no es la de negar los fundamentos del mundo, sino la de asociar la acción más decidida a la renuncia a la averiguación de lo que a la realidad le falta para completarse. ¿Pero qué realidad? En toda historia de hombres y cosas hay realidades que parecen completas gracias a la ignorancia de sus ancestros o precursores. Y al revés, en toda historia de lenguajes y códices hay realidades acongojadas por incompletas que procuran saber de sí mismas, para lo cual el saber de la autoconciencia o el viaje hasta los confines del árbol genealógico, sirve para reunir en una sola materia las aristas de las formas anteriores con las actuales. ¿Qué elegir? ¿El que está incompleto creyéndose saturado o el que sabiendo que falla cuando se desea colmado de sí, se propone examinar los momentos previos de esa totalidad
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fracasada? El ensayo, en verdad, descubre tanto que la existencia disfraza una integridad inexistente, como que completar la realidad implica abdicar de la búsqueda de sus propios cimientos. Es frágil para ser fuerte, se mantiene ingrávido en el conocimiento de su escritura para ser vigoroso en los resultados que se traducen en sucesos de la historia pública. Aquel deseo de completamiento puede percibirse siempre como perentoria necesidad de un reclamo de vida. Pero a veces estas formas de vida soñadamente situadas en la paz del todo unificado, son también las que nos advierten sobre el papel activo de lo inexplicable. Si lo inexplicable cobra la dimensión de un goce de conocimiento, deriva necesariamente hacia lo que debe explicarse como sorpresa, como demora de los tiempos que nos sustraen sus secretos o al revés, como oronda actividad del que para ser feliz ni quiere escuchar que sus certezas ya han sido refutadas en otro tiempo o lugar. Si esto es el ensayo, no puede dejar de ser literariamente inevitable, y nunca puede estar de moda, por existir siempre de un modo segundo, supernumerario o adventicio. No podría estar de moda, porque a pesar de que —como la propia moda—, supone ignorar el trazado rígido de su propia serie, se diferencia de la moda en que no depende del coqueteo de una reposición sistemática del corazón fugaz de las cosas sino del complemento de antigüedad que le carga a todo ente de actualidad. ¿Pero no es así también la moda? Lo es, pero el ensayo no se complace en borrar a cada paso sus figuras anteriores. Tampoco crea hegemonías volátiles, sino que tiene el alma invisible de lo que se hace presente aún cuando quien lo reclama no percibe que lo ha convocado. Ni aún si creyera que posee el secreto de todo conocimiento escrito, haría de eso un motivo de militante visibilidad. Su importancia es tan duradera e imperceptible, que recibe con mayor complacencia
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los ataques de quienes lo reprueban antes que la ojeriza de los que lo ven victorioso como nuevo género al uso. De algún modo, son las deficiencias del ensayo —deficiencias que en primer lugar se perciben en el esfuerzo fenomenal que realiza para imponer un yo siempre frágil— las que lo llevan a ser un buen resumen de todos los problemas de la retórica. Y ya cuando decimos el nombre de la retórica, se está invocando un nudo de irresolución que finalmente acabamos por agradecerle. Porque la retórica está destinada a mostrar: o que el mundo es inconsistente o que el lenguaje es el cierre tiránico de las instituciones. Un mundo donde la retórica fuera norma o sistema sería ingrato e invivible. Pero un mundo que pudiese escapar de la retórica sería un mundo equivocado al resignar el examen de lo que hace el lenguaje con las pasiones. Huir de la observancia de los engranajes de las lenguas o combatir la ignorancia del material que reúne a los hombres en su habla son los sentimientos que aparecen cada vez que se menta la retórica y lo retórico. Ser retórico. Nadie quiere serlo. Se rechaza ser portador de aquello mismo que extenúa el lenguaje a costa de ponerlo frente a la conciencia de sus realizaciones. Se impugna la retórica como indicio de fastidio ante una burocracia de intrigantes que enturbian el sentido empírico de los actos de lengua; pero nadie puede suponer que el lenguaje no tropiece siempre con el ineluctable dilema de su ignoto sentido ante el hecho de ser meramente solicitado. Porque ese solicitar y en ese solicitar somos nosotros mismos. En la medida en que nos lleva al área de las pasiones, es mejor decir que la retórica carga los mismos inconvenientes que el ensayo, pues sin ella no podemos pensar en el peligro de los efectos vacíos de ser-lengua, ni en los inconvenientes de un lenguaje entendido como una maquinaria inerte y de funciones fijas.
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Somos profesores argentinos, tenemos nuestros misales y andrajos de lectura, las citas son lápidas fundamentales en nuestros idiomas. La gran angustia que eso genera es que en el nombre del ensayo postulamos la reconquista de una expresión única que lucha por sostenerse en un cálido olvido de su metalenguaje, palabra que es un nostálgico recuerdo y que sacamos de épocas más amenas que ésta. ¿Entonces cómo tener una actividad ensayística que al mismo tiempo no sea una revisión del metalenguaje de las citas? Éstas implican una pérdida de libertad sólo cuando no se las puede someter a otra fidelidad que las extraña de sus engarces naturales. Pero la cita devocional también importa, porque la posición del que la trae como remate último de todo lo que puede decirse sobre algo, también quiere ponerse en el lugar de una sabiduría que habría llegado en la vehiculización de todo lo dicho por otro y en la memoria general del mundo. Nada indigno para los profesores cuando nos sentimos preparados para hacerlo dignamente y sin humillaciones. Pero resta el problema del metalenguaje. ¿Acaso no dijimos que cierta renuncia a querer significar sobre el significado, caracteriza la gracia del ensayo? Entonces, mejor sería traer sin más hacia nosotros todo lo que la cultura tuvo a bien acarrear para su uso comunitario. Pero la única posibilidad que tenemos para realizar virtuosamente esa elección de los signos exteriores de la cultura, es evitarles esa exterioridad diciendo en cada caso que lo que tomamos de alguna manera ya nos pertenece. No porque sea un robo, un plagio, un homenaje o una cofradía indiferenciada de pensamientos que pertenecen a priori a la humanidad, sino por la honra y el recato de la utopía ensayística que los va reclamando para despertar de su sueño. El ensayo puede privarse de comentar todo lo que hace en simultaneidad al momento en que lo hace, pero es el género de la celosía y debe traer cada nombre
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a los suyos propios en un acto de íntegra libertad. Así invitamos ahora a escuchar el nombre de Montaigne, celosos de que no desarregle lo que hasta aquí teníamos hecho con la potencia de su lumbre o que al contrario resulte insuficiente nuestra facultad para convocarlo. ¿Cómo comienza la mención de este hombre que posee la particularidad de haber dicho mucho y de abrumadora sutileza sobre el tema que nos ocupa y preocupa? Somos profesores argentinos, lo sabemos, y nuestra larga tarea consiste en convocar nombres que ni siquiera nos exigen una ciencia de presentación. Podemos ser bruscos con ellos y empujarlos sobre el umbral de nuestros papeles sin preámbulos. ¿Pero cómo eliminar preámbulos? Hay un estadio anterior al del ensayo, o que se sitúa entre el ensayo y el memorándum, que es lo que no puede olvidarse en el cumplimiento del deber con las citas y por eso se lo respalda con una escritura sumaria, estricta y que comienza y termina cuando tiene obligación de hacerlo. Nos referimos a la analecta, es decir el compendio que a su vez significa la recolección de las sobras de mesa. El diccionario dice que analecta da el nombre del mozo que junta olvidos de mantel. El triángulo ensayo, analecta, memorándum nos permite —somos profesores argentinos— introducirnos en el sombrío dilema de las citas: si el ensayo juega con ellas, la analecta las colecciona como residuos momentáneos y el memorándum es él mismo una cita no asumida. Con espíritu de analecta llamamos entonces a Montaigne. Montaigne escribió los Ensayos, a los que unió su nombre. Pero hizo algo más: cuando citamos algún ensayo de los Ensayos, no tenemos cómo diferenciar lo que hace del nombre que le ha puesto. A costa de una fatídica redundancia, decimos el ensayo Diez de los Ensayos. Lo que es se define por lo que hace, el nombre que tiene no es dilucidado sino que es
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reiterado como si alguna vez hubiese sido explicado. Veamos el capítulo diez de los Ensayos, o el ensayo diez, dicen los profesores argentinos. Se denomina “Del hablar pronto o tardío”. Es una de las pequeñas joyas siempre invocadas de los Ensayos. Allí Montaigne define lo que siglos después pudo llamarse escisión del yo, diciendo: “no me hallo a gusto cuan do me poseo y dispongo de mí mismo. Ocúrreme también el no hallarme cuando me busco y hallarme más por encontrona zo que inquiriendo en mi entendimiento”. No es, desde luego, una definición del ensayo sino una disposición hacia el ensayo, ensamblada siempre con la declaración de una identidad que escapa ante las posibilidades de su propia autoconciencia, y que al hacerlo genera un dislocamiento entre lo que se completa sin ser y lo que es sin dejar de abandonarse a la caprichosa fortuna. Nada mejor que decirle ensayo a este permanente apología de la escritura azarosa como un “no hallarse” o “un hallarse” solo por un golpe súbito del acaso. Apenas abandonemos el ensayo anterior, encontraremos en los Ensayos el que se titula “De los pronósticos”. Montaigne actúa allí con una rítmica en la que siempre le da la palabra a los otros, voces que en un distraído parlamento van ofertando el tema visto por múltiples ángulos: los ejemplos poco a poco van adquiriendo las características de un diálogo atemporal. He aquí que frente a la adivinación, algunos la desprecian o comprueban su decadencia, como Cicerón. Otros, como Platón, la conciben de tal envergadura que se llega a pensar que los miembros de los animales están moldeados por los pronósticos que ellos posibilitan. Estos parlamentarios de la antigüedad no suelen ponerse de acuerdo. Se acumulan las citas, a veces se envían dos epígrafes seguidos en medio del texto. El latín en el que hablan es insistente y alegre, nada fingido. He aquí el caso del marqués de Saluces, perdido por un oráculo, que lleva a Montaigne a una consideración sobre la
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ventaja del azar sobre la adivinación. Por su parte, nos enteramos que la duda de Cicerón es si habiendo dioses siempre debe haber adivinación. Montaigne presenta sus animales lingüísticos con tranquila mordacidad y va preparando las imprescindibles conclusiones personales: “He comprobado, con mis propios ojos, que en las confusiones generales, los hombres asombrados de su destino, se lanzan como en toda superstición a buscar en el cielo las causas y antiguas amenazas de su desgracia”. Así lo dice. Más que ensayo, parece una analecta. Ha recogido la comida sobrante. Más que analecta, parece memorándum. Ha sentenciado, ha escrito una orden para el espíritu, pero una orden que no obliga a nada. Solo que su peso, pues algún peso tiene, obliga al ensayo, ese estilo que se la pasa calculando la carga de objetos en la escritura. Montaigne no es Maquiavelo, pero tiene su espíritu, siempre empujando al límite las piezas combatientes de su escrito, aplastándolas al ras del ejemplo que encierra poderosos arquetipos secretos, ejemplos que hace chocar como un buen árbitro de pasiones que sólo cree en un buen momento de tensión, y que cuando lo logra, de inmediato es desbaratado y lo convierte en pura ligereza. Pues sólo tenía como motivo recordar durezas de la vida. O sino, el momento de la muerte, gloriosa ruptura de sentido donde aparece el desnudamiento de los sentidos disonantes o ficticios. El ensayista puede probarse ante la muerte, tema que la filosofía del siglo veinte quizás ha cerrado para el ensayo. Heidegger escribió un verdadero memorándum con un idioma de órdenes secretas para oficinas de un submundo indescifrable. Pero Montaigne había elegido el tema de la muerte para mostrar que se podía ser tenue y grácil con los fundamentos del ser. Los profesores argentinos, en nuestros memorándums y analectas, usufructuamos sin saberlo lo que un profesor ale-
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mán demasiado famoso llamó “la forma crítica por excelencia”, el ensayo, pues aunque no lo empleemos en nuestros tratos diarios es lo que nos permite seguir a la espera de una novedad en tanto tal en la cultura compartida y trastornada. Novedad en tanto tal que es algo parecido a lo innominado que pugna por ser, y en ese sentido también se parece a la muerte. Es una propiedad del ensayo poder sentir cómo ciertos puntos de un lienzo muy abarcativo admiten superposiciones a primera vista incongruentes. Lo innombrado de la muerte sigue el camino de las citas, que son proyectos resurrectos aplicados a tal o cual punto de la memoria, o formas inocentes de abolición del tiempo. Martínez Estrada ha visto así reclamada su atención por Montaigne, al que no sin tiento llama “Filósofo impremeditado”. Ese es el título del ensayo que el hombre de San José de la Esquina escribe en Heraldo de la verdad. No era necesario, pero los hemos mencionado juntos. No deja de resultar extraña esta cabriola del tiempo, por la que un hombre del siglo XVI, establecido en colecciones llamadas Grandes Obras del Pensamiento, pueda convivir en un escrito con otro hombre del que solo podemos hablar nosotros, los profesores argentinos, y que solo a nosotros pertenece. Una posibilidad de sentir la existencia política del ensayo se liga precisamente a este juego de venganzas y reparaciones abruptas, por las cuales todo queda revuelto, ajeno a las prudencias del historiador o del lector universal, que sabría qué benevolencia destinarle a un escritor argentino que simpático por su desvarío será alojado en criptas supletorias cuyas gracias literarias ya están moldeadas, cuáles prestigios le tocarían a la parte nobiliaria que le daría nombre universal al panteón. Por eso, el ensayo es un sistema de palitos que se pisan, según la expresión popular pisó el palito, hecho nimio
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en el cosmos pero de inmensas repercusiones para exponer una verdad sofocada. Alguien dice el nombre que pudo no decir, y así se crea un vínculo, un simple palito que es una brizna en el tiempo que sin embargo sale al cruce del tiempo lineal y de las jerarquías irremisibles entre las singularidades de las sucursales del espíritu, y las casas matrices que solo esperan ser mentadas como parte de deudas incobrables y siempre perdonadas. Para el profesor argentino, escuchar en los palitos quebradizos del panteón general la onomatopeya Martínez Estrada u otras del parnaso nacional, implica las pequeñas infamias respiratorias que permite el ensayo. Montaigne deberá medir fuerzas entonces con un desafiante argentino de doble apellido pero sin apellido en el anaquel universal del pensamiento. Sin embargo, lo que interesa es que los dos hombres divergen en una materia que suele preocupar al ensayo. La cuestión del destino. Montaigne escribe absorto por una gran resignación zumbona y risueña. Martínez Estrada agrega un ingrediente no enteramente destinal, pues en cada texto suyo hay admonición, advertencia, profecía, lo que no es exactamente una manifestación del destino sino un gravamen espiritual. La semblanza de Montaigne que hace Martínez Estrada es sugestiva y fundamental, pues significa revisar las fuentes de lo que él mismo hace: “¿cómo unir el vivir y el pensar?”. Ese es el problema según Martínez Estrada. Pero si se tratara de consagrar esa unión, no habría que ignorar aquél “no me ha llo a gusto cuando me poseo” de Montaigne, evidencia de ese pensar distraído, sin éxtasis. Si se promueve el reingreso de la inteligencia en el cuerpo y de la forma en la vida, tal como dice Martínez Estrada, no cabe duda que estamos frente a la variante alemana o centro europea del ensayo como forma, lo que de inmediato lleva al problema del ensayo como destino. El argentino nos hace creer que acepta un punto de par-
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tida parecido al de Montaigne, pero es demasiado argentino, y ¡sustitúyase aquí la palabra argentino por la palabra ensayo! Se aproxima entonces a la variante alemana de las alegorías anímicas y al hechizo de los objetos conculcados por la serie capitalista. Es que si tuviéramos que designar una tradición alemana y otra francesa, podemos decir que acude a ambas el ensayista argentino. Y aquí el ensayista argentino es el que merezca ese nombre, vidas y obras que cada uno elija, para el caso Martínez Estrada, pero su nombre es provisorio e intercambiable. Estrada acude a las dos dinastías, a veces simultáneamente, a veces por secuencias distanciadas, y toma de una vena moral que une elegancia y recato frente a la desdicha, y de otra su roce con el destino, designado en él como un juego de vaticinio o imprecación en el texto. Y tampoco Martínez Estrada abandona ciertos estilos sigilosos de la adivinación. Recordemos que Montaigne decididamente no cree en ella. Y es de ese modo que reaparece curiosamente en Martínez Estrada el tema del fin de la retórica para poder situarse ante la palabra definitiva que hará felices a los hombres, pero sabe demasiado que para denunciar hay que escribir yo acuso, y que en la posición de cada una de esas dos palabras está todo el resumen de un curso de retórica. Martínez Estrada a propósito de Montaigne llama a una naturalización de la inteligencia, es decir, a la disolución del concepto en la naturaleza; llama a la ignorancia de sí mismo, lo que significa el cuerpo marcando los límites del pensar a la mente. Parece el fin de la retórica que cede sus artilugios ante el mundo natural, donde por suerte no hay que convencer más a nadie. ¿Pero esa búsqueda de la animalidad propia no lo lleva a construir otra forma de la retórica, la que consiste en “extraer piezas auténticas de los yacimientos del yo”? Esta vez, una retórica del sincerismo, del verismo natural de la vida.
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Llegamos así a la equiparación entre lectura y la sensación física de una presencia. Tal es el tema de Martínez Estrada que aparece a veces dicho de otro modo, por ejemplo, cuando estamos ante el libro cuya lectura provoca miedo por haber cifrado el presente y el futuro de una historia. Es la alegoría del demonio que vuelve de repente en la teogonía del libro, despertado por un incauto lector. No es ésta la situación en la que piensa Montaigne, que trabaja con el aliento de la amistad del lector y de la amistad como forma literaria, hebra selecta de una amena actualidad que une al escritor con su público y conjura su divino escepticismo. En Montaigne es la amistad del lector, cuerpo disperso pero concebido como un sentimiento colectivo del orden moral, la que ha juntado esas piezas separadas del cuerpo y la mente. Martínez Estrada percibe eso: los Ensayos de Montaigne, dice, equivalen a la comedia (y un poco menos a la tragedia). Merleau-Ponty, en un recurrido artículo en Signos sobre Montaigne, encuentra que esos insignes ensayos revelan el secreto del ser entre lo irónico y lo grave; de paso, Merleau-Ponty define por proximidad su propio estilo. Recordemos brevemente el ensayo “De la amistad de Montaigne”. Es propio del profesor argentino trabajar con temas afines, colindantes o incluso muy distantes, que pueden evocarse en común bastando con que una palabrita quede en posición compartida, para desencadenar semejanzas y tejidos comparativos. Cuando Montaigne habla de la amistad es porque allí surge la memoria de su amigo Etienne de La Boétie con palabras que yo he escuchado muchas veces en los últimos años: “en la amistad de la que hablo se mezclan y confunden las vidas de uno con otro en unión tan univer sal, que borran la sutura que las ha unido para no volverla a encontrar. Si me obligan a decir por qué le quería, siento que solo puedo expresarlo contestando: porque era él, porque era
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yo”. Hay que saber, proclamaría un profesor argentino, que esta frase última, está en el mármol de la cultura francesa y que seguramente podrá despertar una emoción singular en muchísimas personas, que también podríamos ser nosotros. ¡Porque era él, porque era yo! Nos sacude esta frase. Y sigue: “hay más allá de mi entendimiento y de lo que pueda decir particularmente sobre ello, no sé qué fuerza inexplicable y fa tal, mediadora de esta unión. Nos buscábamos antes de ha bernos visto y por los relatos que oíamos el uno del otro, que hacían más mella en nuestro afecto de la que razonablemen te hacen los relatos, creo que por algún designio del cielo: nos abrazábamos con nuestros nombres”. Sin embargo el muy difundido escrito de La Boétie titulado El discurso de la servidumbre voluntaria no le satisface a Montaigne como muestra acabada de la obra de su amigo. Éste era un escrito sedicioso escrito a los 16 años en el que se dice que el tirano solo gobierna porque encanta a los siervos con sus emblemas lingüísticos de poderío, y sobre todo los deja presos de un nombre. Y el nombre que se pronuncia o se deja de pronunciar define las fronteras entre la libertad y la servidumbre. Solo el entero consentimiento o el retiro de éste define nuestra relación voluntaria con la realidad del poder. Pero esta última interpretación ya es contemporánea a nosotros y es uno de los retornos que ha tenido este escrito: Lamennais lo prologa en 1835 y Lefort lo replantea en los años setenta ya transcurridos, seguramente intentando rediscutir la situación de la URSS, deseando mantener un socialismo sin servidumbre a través de una reconstruida conciencia soviética que hiciera impronunciable el nombre del déspota. Pero en Montaigne, donde una y otra vez desembocan estas reflexiones, el nombre es parte de la vanidad del mundo, ningún hecho del destino puede recaer allí, y la prueba es que “la historia ha conocido a tres Sócrates, a cinco Platones,
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a ocho Aristóteles, a siete Jenofones, a veinte Demetrios, ¿quién impide que se llame mi palafrenero Pompeyo el Grande?” Hay aquí una altanería de las palabras, pero un ataque a la retórica, y mejor aún una altanería retórica y un ataque a las palabras: “escuchad decir metáfora, metonimia, alegoría y otros nombres tales de la gramática ¿no parece que se habla alguna forma de lenguaje raro y peregrino? Son pala bras propias del parloteo de nuestra camarera”. En La Boétie y Montaigne estalla el dilema del nombre: en el primero, por el ataque al tirano en relación con los nombres, en Montaigne no importando el nombre pues es parte de la soberbia del mundo. ¿Pero no era ingenuo dejar de pronunciar un nombre para desbaratar así un poder? Nuevamente la retórica como una presencia que debe acallarse para dejar libre a la naturaleza incondicionada de la amistad entre los hombres. A elegir, o naturaleza o retórica. Precisamente, Montaigne dice que los hugonotes quieren trastocar el escrito del amigo muerto para convertirlo en un grito insurgente, cuando sin embargo era un simple ejercicio escolar, “en tanto que es un tema vulgar y manoseado en mil lugares de los libros”, es decir, un tema de la retórica. Nuestra compañera, la retórica, nuevamente, escaldada. Así, en vez de ser La Boétie un hombre amotinado era un hombre obediente, “tenía su espíritu cortado por un patrón de unos siglos anteriores a éstos”. Pero La Boétie no pudo clausurar las lecturas de otros siglos que lo verán como tiranicida, autor de un texto que no pertenece a ningún tiempo y lugar y llama a la emancipación poética de los individuos. Esta veta de atemporalidad en la insumisión de un escrito se arrastra así por los tiempos dando la impresión de que el ensayo corresponde al temperamento de esta disyuntiva: o un escrito es lo que se interpreta de él en un acto libre y atemporal, no importando si traduce
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una época revolucionaria o de abatimiento pesimista, o es un ejercicio de estilo que se cierra como curiosidad retórica en su puro ejercicio escolástico. Ésta es la espina clavada en el corazón de la literatura que solo el ensayo puede incrustar y sólo él puede sacar. Sainte Beuve, que tampoco deja escapar un comentario a La Boétie, también cree que aquel texto adolescente es una declamación clásica, un segundo año de retórica, tragedia de colegio, obra declamatoria greco romana, o sino espartana y solo justificable por la tierna pubescencia de alguien con la cabeza llena de Plutarco y Tito Livio. Tal lo que puede leerse en algunas de las Causeries du lundi. Estas causeries están hechas de juicios personales que sostienen el dictamen literario, y es lo que a su vez lleva a Proust en su Contra Sainte-Beuve a lamentar que pueda concluirse que alguien por el hecho de ser amigo de tal o cual, por ejemplo, de Stendhal, pueda juzgarlo mejor y no peor. “Si todas las obras del siglo XIX fuesen quemadas excepto las Causeries du lundi y si por ellas se debería entender lo que ocurrió, Stendhal sería inferior al más inadvertido, porque Sainte Beuve no distingue entre ocupación literaria y conversación”. Así dice Proust. Y el resultado de la conversación es el periodismo que sería la amistad entre contemporáneos que nunca podría juzgar la actualidad, pues para ello es preciso distancia y no amistad. La propia satisfacción de Sainte Beuve —lo pinta de este modo Proust— que cada lunes abría el periódico El Constitucional para regodearse él mismo de su ingenio y pensar en cuántas residencias se lo estaría festejando en ese mismo momento. Todo ello revelaba que el juicio de la literatura es máscara de vanidad. Pero precisamente por eso las Causeries son una forma que amenaza el ensayo, lo arrojan como masa desabrida sobre el periodismo. Pero en su forma robusta las causeries se llaman aguafuerte, en su forma vicaria tienen un nombre puesto por algún periodista
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argentino, como pirulo, píldora, reseña, en su forma biográfica se llaman retratos, en su forma de sátira política se llaman manual de zonceras, y por este camino también encontramos la detención del movimiento en la forma memorándum. Tenemos nuestros causeurs, lo sabemos. Ayer Alberto Giordano mentó a Bianco. También Mansilla toma la dádiva de Sainte-Beuve, sin querer tomar ni en comodato las consecuencias terribles que surgen del ataque de Proust al método que asocia el juicio a la conversación, Martínez Estrada en cambio se debate entre la forma destinal del ensayo alemán y la fusión entre escritura y vida que imagina para extraer de Montaigne. El problema lo había planteado Lukács en 1911, aunque Martínez Estrada no leía a Lukács, sino a su maestro Simmel. Para Lukács, todo el ser del escribir pone el mundo en estado de símbolo y le dona una relación de destino. Y el problema del destino determina siempre el problema de la forma. No podríamos decir que en este entusiasta y joven Lukács (¿tan parecido al joven La Boétie, dice sin ruborizarse el profesor argentino?) quede siempre clara esta tríada de forma, ensayo y destino, cuyos procedimientos son diferentes porque el destino selecciona cosas, las formas delimitan una materia que de no ser por ellas se diluiría, y el ensayo recibe de ambos su fuerza. A veces forma es destino, y siempre el ensayo es destino o forma, quizás ambas al mismo tiempo. Con esto, Lukács define las tareas del crítico y la naturaleza de la obra. “El crítico —dice— es el que ve el elemento del destino en las formas, aquél cuya vivencia más intensa es el contenido anímico que las formas contienen indirecta o inconscientemente”. Demasiadas facilidades para pasar del pensamiento a la vida. O de las formas al contenido anímico. ¿Pero no era ése el problema que Martínez Estrada le adjudica a Montaigne? Somos profesores argentinos, ya lo he dicho; por lo tanto, el domicilio de la pronunciación de nom-
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bres como el de Montaigne o La Boétie no nos pertenece y se nota el modo disonante o grosero con que pasan a nuestro castellano. Pero solemos descuidar la fuerza retórica del ensayo que para nosotros se mantiene como un medallón de consuelo. ¿Por qué? Porque es lo que nos permite que la cruel distancia con nuestros héroes públicos o secretos sea vadeada incluso a favor nuestro, no con una recepción que se precie de escuchar o traducir mal, sino con un llamado a poner nuestras obras en distintas situaciones críticas respecto a la galería de Grandes Obras Universales. Frente a esto una dulce táctica es la de omitir nuestras obras, me refiero a las del linaje literario y crítico argentino, cuando se invocan las de alcance universal, para no producir su inmediato desfallecimiento. Otra es la de colocarlas en un pie de igualdad con todas las obras generales del sentimiento de época. Y otra es elevarlas por encima de las obras universales, en un esfuerzo autonomista cuyo asidero real chocaría contra el subyugado caudal de citas de la cultura nacional que evidencia nuestra realidad verdadera, que sólo desaparece si apartamos para siempre los vocablos nuestra, nuestro o nosotros. Pero ante estas tres deficientes posibilidades, el ensayo nos ofrece el autonomismo de la displicencia. Somos profesores argentinos que después del fracaso del programa que invitaba a tomar todo el universo sin cortapisas desde un determinado punto aleph, debemos ahora forjar otro programa de emergencia y salvación de nuestros peculios literarios. Citamos a Adorno, pues en este escrito ya ha llegado la hora de la forma y no tanto del destino. Su artículo “El ensayo como forma” debe ser lo más alto que se ha escrito sobre el tema en el siglo veinte y está en la cota de lo más vibrante de su obra. Allí Lukács es regañado por querer convertir el ensayo en una poiesis o en una teoría. Y a Proust lo vemos allí actuando bajo el impulso del espíritu científico
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pero para acentuar un acto rememorativo de índole superior al del mundo experimental o productivo. Sin embargo, el clima de redención que tiene el ensayo de Adorno no nos deja olvidar los nombres de los que él mismo depende, que aquí no es necesario decir. Esta percepción es la del profesor argentino, que ve en ese drama de presencias ausentes el propio drama de una cultura nacional que no puede depender de la forma ensayo para salvarse pero que sin la forma ensayo pierde su prognosis política y la memoria vital de su propio recorrido. Es que el ensayo —según el ensayo sobre el ensayo de Adorno— hurga precisamente en esa vacilación entre la naturaleza y la cultura, entre la ciencia y el arte, pues tomado por esa tensión descubre que el pensamiento no puede ser homólogo a las cosas, que su forma está destinada a interrumpirse y proceder a los saltos, trabajando sobre su propia conciencia de no-identidad con lo que él mismo va rastreando en los objetos. Mediador entre retórica y el lenguaje físico del objeto, frente a la palabra científica, el ensayo preserva los restos comunicativos del antiguo llamado a la retórica. Y su forma está destinada a tratar ese único tema. La actualidad del ensayo es la de lo anacrónico. Con esta fórmula adorniana que, horror, repetimos de manera amorfa, se querría revelar que la autoconciencia del ensayo surge en momentos inciertos, para recordar lo que el ensayo no resuelve: o es un género superpuesto a todos los demás, o comparte un modesto sitio enumerativo de límites asegurados, de modo que alguien podría una vez escribir un ensayo, luego una crónica, luego un informe científico. Pero sería mejor llamar ensayo a lo que hace siempre el escribir, referido al gesto fatal de escritura, al modo de ponerla en formas o impedir que la forma se torne un homólogo simulado del objeto que habla. Las formas del ensayo que
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se van cayendo y desprendiendo de su engarce con la retórica invisible del mundo, se van tornando retórica avistable, fijada en cartabones que no son un régimen de metáforas o de interpelaciones, sino de disposición de lo escrito en actos de habla, haciendo lo que suele llamarse cosas con palabras. Y aquí es el memorándum lo que le espera al ensayo cuando agota su retórica sin reencontrar la forma viva de las prácticas. El sosiego del memorándum es congelar una misa de palabras que se disponen en casilleros que persignan la memoria. No hay que afligirse por ello, pues toda forma final que vive comprimida, es testigo de un pasado que sin ella no podría seguir errando en libertad. Es la lejana memoria autónoma que vive en el orden circular del memorándum. Escrito para decir solamente lo que se quiere decir, desoladoramente igual a sí mismo, inscripto en un tiempo fijo y un espacio finito, el memorándum puede ser visto como el establecimiento retórico de una cárcel que puede ser relevante al recordarnos el origen del pensamiento entre grilletes y voces de mando. Por eso, sin la experiencia real de esas largas cárceles no existe el ensayo. Por lo menos si lo queremos entender como un llamado urgente para muchos de nosotros, en el reaprendizaje y recomienzo de un habla. No en vano gracias a la experiencia penal se han escrito libros como cuadernos o memorias de la cárcel o películas como Un condenado a muerte se escapa. Hay mucho que rescatar en los brebajes de la cultura argentina, en la que también actúa la cultura de los profesores, lo que ellos escriben, lo que ellos piensan, lo que ellos hablan. El ensayo a nada obliga y contra nadie se dispone, pero está siempre en el lugar donde hay que recordar algo que no puede repararse gracias a sus oficios. Porque su oficio es el de admitir una resta en lo que afirma con denuedo, y por
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eso enoja a quien le cree decidido en su arbitrio y a quien lo ve demasiado frágil en sus afirmaciones. Pero su fuerza es la que vive en su facultad de convocar, hasta por memorándum, los nombres más diversos y tomarles con alegría sus dichos, mientras de tanto en tanto, disimulando ser un descendiente, un supérstite o un adulador, el ensayo produce una obra plena y sin débitos, amiga igualitaria de todas las que antes había saludado temeroso. Aún en medio de esta crisis profunda del país argentino, debemos trabajar para ese honroso momento. Sea lo que sea el ensayo, la indecisión sobre su destino es uno de sus temas favoritos. Es el estadio de un entrenamiento con el cual se fabrican las palabras que perduran en la vida. Y no hay que resignarse a que los profesores argentinos creamos que no vamos a ser nosotros quienes las escribamos, porque aún en la galera puede ser que algo digno nos espere.
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Ya se sabe: hay un antagonismo necesario e irredimible entre la práctica del ensayo y hablar acerca de él. El ensayo invoca el instante, no la duración; lo insólito, no lo regular; lo local, no lo universal. Entonces, hablar de él no es posible sin introducir una cierta regularidad, una cierta constante presencia universal, que acaba por inscribir al ensayo en la cultura suprimiendo su exceso, es decir, esa facultad de interrupción que posee en virtud del mismo exceso defectivo que lo habita y que no es otro que la repetición del encuentro único del individuo separado, antes que nada de sí mismo y de su tribu, con el orden de la cultura, en la que sólo figura como un hueco, un punto de nada en una constelación que se le revela, en principio y definitivamente, extraña, tan extraña como la infinita esfera de Pascal, cuyo centro no tiene centro, o tan monstruosa como la forma que, al devorar lo informe, no puede, sin embargo, metabolizarlo. No intentaré levantar la sanción sobre el meta-ensayo: me basta con decir que si el metalenguaje fracasa porque no dice lo que el lenguaje efectivamente muestra, sin embargo, la discordancia entre ambos, reductible a la discordancia entre de cir el acto y el acto de decir, beneficia casi siempre al lector con un suplemento de incógnita: el metalenguaje, si no está satisfecho de sí mismo, termina por mostrar algo más y diver so que su impotente decir. 1
Publicado originalmente en Boletín/10, Centro de Teoría y Crítica Literaria, Universidad Nacional de Rosario, diciembre 2002; pp. 25-35. Leído en el Coloquio “Retóricas y políticas del ensayo”, Rosario, 1 al 3 de agosto de 2001.
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Según cierto parecer, el ensayo es el humor parásito de la cultura, producto y contraproducto de una tradición que ha ensayado todos los gestos, todas las puestas en escena que fueron urdidas para, digamos, Dido y Eneas, para Aquiles, para Francesca da Rímini, para Ugolino, para Benvenuto Cellini, personaje de Berlioz; todas las permutaciones, transformaciones, regulaciones excepcionales y excepciones a la regulación, todas las variantes posibles en todos los escenarios igualmente posibles —Buenos Aires, París, Bizancio, Roma, los lugares que se quiera— de todas las historias y las metahistorias y aun las invariantes formales de todas las matrices históricas de las historias, captadas, infaliblemente, por todos los dispositivos ontológicos, todas las pautas epistemológicas. Esta imagen, presidida por la palabra “todo”, es indudablemente falsa, pero si ella insiste en la literatura y en las disciplinas humanistas desde hace por lo menos ciento cincuenta años, si todavía, refutada con las mejores razones, vuelve como nuestro fantasma en el notorio cansancio de nuestras elucubraciones reiterativas, doctrinarias, escolares, entonces habrá que pensar que alguna verdad aloja. Quiero decir: el ensayo (y no me refiero con esta expresión al género cultural así denominado, sino a esos momentos de refracción y de desvío que irrumpen, insólitos, en instantes cruciales de la cultura, cuando todo parece haberse dicho y los Leibniz antes y los Lévi-Strauss ahora, soñaron y sueñan con el código de códigos) el ensayo, digo, muestra que se podría llegar hasta el agotamiento si el ejercicio del Logos estuviera ligado, inexorable y exclusivamente, a las operaciones de dividir, clasificar, transformar. El acto de ensayar muestra otra cosa: muestra lo indivisible en lo divisible; señala aquello que yace fuera de clasificación en cualquier clasificación, siempre perturbada y hasta fascinada por singularidades sin destino y sin origen; indica
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el desorden que intercepta los elementos de diversos órdenes y los descompone para que se repitan como sombras de sí mismos, bilocados, trilocados y hasta multiplicados por la paradoja que los torna, uno a uno, uno tras uno, igualmente divisibles y absolutamente opacos, idénticamente para-otros y, en definitiva, para-nadie. *** Quiero poner el acento en un vocablo: interrupción. El atomismo interrumpe la división cuando declara, provisoria o definitivamente, que un elemento, sea el que sea, es último. Se interrumpe el verso en el efecto de encabalgamiento propio de la métrica, cuando su corte no coincide con el de la sintaxis. No hablamos de interrupción si en la música tonal clásica, la cadencia llega a su pacífico fin con el retorno de la tónica; pero sí lo hacemos cuando un acorde disonante, aglomerado, suspende el flujo equilibrado del sonido. En la música de Webern, quien procede por supresión y no por acumulación, hay una poética e incluso una mística de la interrupción: en el extremo del despojamiento, un sonido, uno solo, una única nota, crea el silencio en torno e interrumpe (y al interrumpir interpreta) el denso continuum2 de la cultura musical de Occidente. Hay interrupción si el versus (que es lo vuelto o revuelto) se torna vertex (vuelta vertiginosa o torbellino) sin que la superficie del verso se altere: basta que sea rozada por el lejano vórtice del vértigo. 2
Webern reacciona, en particular, contra la ampulosidad del gesto neorromántico y su gusto por la acumulación de medios: más instrumentos, mayor extensión de las obras, más repeticiones de los temas, mayor acumulación de técnicas y superposición de recursos, más programas literarios. La reacción contra esta gastronomía musical es un síntoma que atraviesa la coyuntura actual de la cultura y no sólo, como es evidente, el campo musical.
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Toda interrupción corta la continuidad de un ritmo, en el sentido que le otorga Michel Serres a la expresión: el ritmo es la reversibilidad momentánea en la irreversibilidad, el ritmo de Demócrito en el flujo de Heráclito, la contracorriente en la corriente, el ritmo local opuesto al curso global.3 Si el ritmo supone la cuerda que vibra y retorna sobre sí misma, la interrupción la despoja progresivamente de su elasticidad, hasta que la cuerda pierde toda capacidad vibratoria o la vibración sólo produce un ruido seco, patético, que se apaga de inmediato. En Freud (pienso en Más allá del principio del placer), precisamente porque introduce una tendencia que compromete al bios en su vínculo con la muerte, el esquema se complica: Hay como un ritmo titubeante (Zauderrhytmus) en la vida de los organismos; uno de los grupos pulsionales se lanza, impetuoso, hacia delante (stürmt nach vorwärts) para alcanzar lo más rápido posible la meta final de la vida; el otro, llegado a cierto lugar de este camino, se lanza hacia atrás para volver a retomarlo desde cierto punto y así prolongar la duración del trayecto (und die Dauer des Weges zu verlängern).4
El ritmo del que habla Freud es vacilante, titubeante, irresoluto (todos vocablos castellanos para traducir “Zauder”) porque está tomado por la ambigua momentaneidad de lo reversible cuando se la conecta al anhelo: ¿queremos que la momentaneidad cese ya, ceda, como cede la ley ante el desti 3 Serres, Michel, El nacimiento de la física en el texto de Lucrecio, Va lencia, Pre-textos, 1994; pp. 180-2. 4
Freud, Sigmund, “Más allá del principio del placer”, en Obras completas, tomo XVIII, Buenos Aires, Amorrortu Ediciones, 1979, p. 40 (Freud, S., “Jenseits des Lustprinzips”, in Psychologie des Unbewussten, Studienausgabe Bd. III, Conditio humana, S. Fischer, Franfurkt am Main, 1975, S. 250).
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no? O bien, ¿queremos que dure, que perdure todo lo que sea posible, amparada, incluso fijada, en ciertos puntos de estirpe fetichista? Retener el orden momentáneo o protender a su abolición: parecen estos los términos del dilema, quizá indecidible, porque la vacilación indica, de un modo suficiente, que hay un momento sin lugar, un momento cuyo lugar es indiscernible, en el que la protensión y la retención, el tender a la abolición del orden y el tratar de que el orden perdure en el desgaste, en el plano inclinado, insidioso, tremendamente insidioso, de la irreversibilidad, de la corriente que ya no cede ante ninguna contracorriente, llegan a confundirse sin remedio y sin posibilidad de desmezcla. El ritmo titubea: Zauderrhytmus. Y titubea como lo hacen las figuras en la obra del cineasta Tarkovsky: las gotas de agua que caen, lentas; los reflejos multiplicados en el silencio y en la ausencia de significación; los vastos planos demorados a la espera de un sentido que jamás se habrá de constituir, al igual que la nostalgia desligada radicalmente de cualquier contenido, de cualquier escena previa, y que sobrevuela, irreductible, apasionadamente irreductible, a cualquier objeto; que se sobrepone, incluso, al vuelo lento y sucio, sombrío y miserable de las Harpías, señoras de la violencia de los hombres cuando se confunden con el horror de las mezclas elementales, con la tribu de los impulsos gregarios. El ritmo titubea allí donde la dirección progresiva y su inversión, no pueden distinguirse; allí donde el tiempo es, literalmente, pura desorientación. Pero este aspecto del tiempo se correlaciona con el espacio de la inscripción. Nos hemos habituado a pensar la inscripción en términos de borradura: borrar las huellas es un modo de la perduración: lo borrado perdura en tanto borrado. Es cierto pero también emerge el aspecto complementario, que termina por ser distinto, suple-
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mentario. Borramos y lo borrado nos asegura que algo perdura; el enlace que tachamos se cristaliza en su doble función de separar y unir; mas igualmente borramos y la huella de lo que al borrar separamos, desaparece a nuestras espaldas como las aguas se cierran, indiferentes, una vez divididas por el surco de la travesía. El borrar admite diversos grados y niveles: a veces es anulación y expulsión; otras, anulación y conservación; hay, al fin, borramientos que ni expulsan ni conservan, simplemente se precipitan en la grieta, pero ¿cómo evitar pensar que toda borradura, cualquier huella, cualquier vestigio, tiene un momento de suspensión, de interrupción del desenlace, de incertidumbre sobre cuál sea el sitio y la articulación que habrá de concluir un proceso? *** No todo es ensayo en los Ensayos de Montaigne y, a la Anatomía de la melancolía, que es, o pretende ser, un tratado sistemático y exhaustivo, pedantescamente dividido en partes, miembros, secciones, subsecciones, el estilo barroco de Burton la puebla de momentos ensayísticos. El acto de ensayar se desvía de los géneros, incluido el ensayístico. Alguien puede ser católico o judío, pero no es como católico o judío que ensaya; ensayando descubrimos las discontinuidades en las continuidades más firmemente establecidas, los zurcidos mal hechos, las hilachas, el fervor insumiso de un dios que se fue, pero también lo que es oscuro, fragante, flexible, todavía no descubierto, todavía no recubierto por la piel del concepto. El ensayo no conoce la comunicación de ideas, ni siquiera la comunicación; tampoco la univocidad del ser,5 resurrec 5 Al respecto sólo cabe decir que si Aristóteles sostiene que el ser se dice de varias maneras, esto significa, lisa y llanamente, que no es posible decir al ser sino de un modo múltiple desde el comienzo y definiti-
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ción actual del rechazo a lo que hay de incomprensible en la vida humana. El ensayo tampoco conoce géneros ni especies suyos; o mejor, sí, los conoce, pero de ese lugar el ensayo se ausentó, aunque hayan quedado sus rastros valiosos e incluso imprescindibles. Quizá el ensayo sea hijo de una época que ha descubierto (descubrimiento que Descartes llevará a sus posibilidades extremas) el abismo que hay entre las premisas y las conclusiones en toda argumentación que no sea meramente formal y que implique al enunciante en su enunciado. Descubrimiento que es, desde luego, un redescubrimiento, corolario de aquel “creo porque es absurdo” paulino. Un concepto que se transforma en juicio cuando la voluntad afirma el nexo entre sujeto y predicado, produciéndose la anfibología indespejable entre el sujeto de la enunciación y el sujeto gramatical, condenados ambos a mezclarse y a separarse de continuo. Cada vez que el pensamiento se asoma a ese abismo anterior a la conclusión, cada vez que, retrospectivamente, el abismo se insinúe, ya en el instante inaugural en que el razonamiento empiece a fijar sus premisas y sus hipótesis de garantía, entonces que algo vacile, que algo se interrumpa, un ritmo, una contracorriente resignada y entregada al flujo ininterrumpido, como en el topos, que en algún tiempo fue conmovedor, de los ríos que fluyen hacia la mar, para que experimentemos el extremo de que se nutre el ensayo vivo. La interrupción se sumerge en lo ininterrumpido y allí la actitud ensayística (no el discurso que lleva su nombre) está asaltada por una fuerte antítesis, quizá sin resolución: ¿interrumpir el ritmo para que aflore lo ininterrumpido que se confunde con el destino y poder así gozar del silencio, pero protegidos por vamente: el ser se reduce a los modos del ser y el ser-uno es indecible e impronunciable.
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la invocación ritual de la palabra que exalta, para decirlo con Baudelaire, “el éxtasis y el horror de la vida”? O bien ¿es preciso entregarse a un devenir impuro, fusión del exterior con el interior, sin fronteras fijas, olvidado de la nostalgia y de la reminiscencia del sufrimiento, deseante del exceso y la variedad ilimitada, como en los dos últimos versos de la Canción de medianoche de Zaratustra? Doch alle Lust will Ewigkeit – Will tiefe, tiefe Ewigkeit! (¡Todo placer quiere Eternidad – Quiere honda, honda Eternidad!) *** El ensayo pertenece a una cultura de intersticios, apta para explorar detalles, fragmentos, constelaciones, voces de las más diversas zonas de la cultura, desde la meteorología hasta, pongamos por caso, Cathay de Ezra Pound: “dolores a la ida, y dolor, dolor a la vuelta...” “Cultura de intersticios”: esta locución se corresponde con una época en la cual ya no se escriben tragedias pero la visión trágica retorna bajo nombres y expresiones muy transitadas: “la tragedia de la cultura”, “política trágica”, “mundo trágico”. Agotado el ciclo inaugurado por la Providencia estoico-cristiana6 y consumado por el Progreso de las Luces, ¿empezamos a prestar oídos a los griegos, desde la enorme distancia que de ellos nos separa, a escuchar ya no las voces eruditas y nobiliarias, sino las que palpitan y se transmiten aún en las versiones en lenguas modernas? 6
Por cierto, hay un elemento específicamente cristiano y es, como se sabe, la concepción de la historia según un orden progresivo cuya meta es la redención crística. Concepción de los Padres de la Iglesia que ha dominado la filosofía de la historia del siglo XIX.
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Heidegger comentó el primer coro de Antígona de Sófocles apoyándose en un vocablo griego que los versos corales atribuyen a la condición humana: “el hombre es to deinótaton, lo más inquietante (Unheimlich) entre lo inquietante”.7 El hombre sólo puede ser aprehendido por sus “límites extremos” y sus “abismos abruptos”. Pero deinón es ambiguo, porque si, por un lado, tiene un aspecto de exaltación, por otro, se equipara con lo terrible, incluso lo espantoso; la violencia, en suma, que no es mera arbitrariedad o brutalidad, dice Heidegger, sino esa alianza del terror pánico con el temor respetuoso, incluso recogido, secreto. Esta violencia gobierna, en el sentido de la soberanía imperante (überwältigenden Waltens). Texto valioso porque en él, por un momento, Heidegger abandona la pastoral del ser a que nos tiene acostumbrados: el hombre ejerce activamente la violencia en el seno de una violencia prepotente que lo define, que define su ser-ahí. Reconocemos aquí la violencia ínsita a lo sagrado, tal cual la ha postulado Bataille:8 lo sagrado se confunde con la violencia íntima de la inmanencia; lo trascendente es, por el contrario, la religión, concebida, a la vez, como organización y sistema teológico. (En este punto, podemos agregar, religión y razón ocupan el mismo lugar, si llamamos razón a un conjunto de principios que, al mismo tiempo que autorizan al individuo a separarse de la tradición9 en lo que respecta al criterio y validez de 7 Heidegger, Martin, Introduction a la Métaphysique, Gallimard, NRF, p. 156. 8
Bataille, George, La Literatura y el Mal, Madrid, Taurus, 1979.
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El debate del tradicionalismo (Burke) y el racionalismo (Voltaire) es de una enorme fecundidad, a condición de que conservemos los derechos respectivos de ambas posiciones. No es éste el lugar para discutir el tema: el tradicionalismo denuncia la debilidad de la razón y las ilusiones del yo,
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los fundamentos de la acción, censuran los intersticios de la existencia y obturan así el abismo del fundamento). Lo sagrado nos interrumpe sin que nosotros tengamos el poder de interrumpirlo y así sobrepasarlo, salvo con el recurso instantáneo, reservado, de establecer islas intersticiales que resistan, sea a un tejido tan compacto que nos ahogue, sea a otro que se disuelva entre las manos, como se disuelve un viejo cortinaje de palazzo veneciano. Lo sagrado carece de ritmo, pero no la ley: llamamos destino al avasallamiento de la ley por lo sagrado. Llamamos tragedia a la imposible conciliación de lo sagrado con la ley, al imposible acuerdo de los dioses ctónicos con los dioses de la ciudad y, fundamentalmente, al descubrimiento de una subjetividad hecha de carencias y de excesos, que comienzan a separarla de la máscara gentilicia de la que se nutría hasta el momento, sin que pueda, no obstante, hacerse cargo de esta diferencia. La tragedia es, antes que nada, tragedia de la ley, que ya no se manifiesta a través de la oposición entre el reci tativo secco de los agonistas y el aria coral, sino en el corte, la pausa, la escansión propiciada y disuelta por el ensayo que ensaya su momento propicio. Si la ley me nombra y al nombrarme me ordena, ¿debo aceptar su orden sin saber cuál es su significación? La ley manifiesta este espaciamiento irreductible entre nominación y significación dentro del cual ensayamos orientarnos sin saber, de antemano, si cada movimiento habrá de ser seguido por otro que forme cadena con él. El hombre de la tragedia ateniense, con el sueño inaugural de Esquilo, quien transforjuzgado autónomo; el racionalismo muestra que sin la separación de la masa, el individuo queda sometido a la violencia del despotismo y al capricho de la autoridad. En el feroz combate de Burke contra la Revolución Francesa, es posible leer algo de los vientos de la tragedia; esa tragedia que hoy es política y sólo política.
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mó a las Erinnias en Euménides pasando así desde el horror a la armonía, y la sombría extravagancia de Eurípides, el último trágico, cuya tragedia postrera fue escrita en un país extranjero, todavía bárbaro, para celebrar la entronización por las Bacantes del ambiguo Dyonisos, cruel y benefactor, dios en el que retorna la extrañeza fundamental que constituye a la misma ciudad; este hombre trágico, digo, sin duda no es el actual y los esfuerzos para volverlo próximo están condenados a la pasión iluminista por las transparencias, ciega a las discontinuidades de la historia; mas ese hombre vislumbró la grieta de la ley, dando así forma y figura, en definitiva, a uno de los pocos universales legítimos que poseemos, porque no se reduce a un término conceptual ni a una función constante, ya que se ubica, como intervalo, entre el mito y la lógica. ¿Cuál es esa grieta? Creonte (775/780) le dice al corifeo que Antígona, entre los dioses, sólo nombra a Hades; efectivamente, ella invoca constantemente a los “dioses de abajo”; ¿cómo nombrar de un modo unificador a los de abajo, a los de arriba y a quienes no se sabe a ciencia cierta dónde poner? La ley es la interpretación de la ley: la máscara gentilicia, nutrida por los lares y penates, por esas cenizas que la esposa, custodia del fuego, besa con unción,10 puede subsistir, impoluta, en su pura inmediatez de sangre, hogar, tierra, tumba, sólo si no es interrogada. La ley es la interpretación de la ley en un mundo clásico sin temporalidad orientada, sin mesianismo, sin redención. Pero la ley tampoco se confunde con el poder. El poder es el deinón: lo terrible, lo Un-heimlich. La ley, la más injusta, es ya declinación de ese poder original, precisamente porque hace circular al poder y toda circu 10
Me refiero a una de las elegías más famosas de Ovidio (Tristes, I, 3), en la que recuerda su última noche en Roma, antes del destierro. Su esposa, ante los lares y penates, en la casa cercana al Capitolio, “besa con boca temblorosa, el fuego ya apagado, las cenizas”.
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lación lo dosifica, lo regula, lo aminora, lo cuestiona, incluso; pero la más justa, precisamente porque domestica algo íntimamente incontrolable, puede precipitarse y precipitarlo en la violencia de su corrupción. He aquí la evidencia trágica, profundamente ligada a lo que los griegos llamaban to apei ron (lo ilimitado) y que sólo el momento ensayístico puede revelar en la actualidad: los lazos del poder, del destino, de la ley, de la interpretación, no admiten traducción sistemática, ni siquiera bajo la forma mitigada de la hipótesis que busca sus confirmaciones empíricas; es preciso interrumpir, de tiempo en tiempo, en la circulación lo que circula, en la concentración lo que traba la circulación y en la conexión de los conceptos, esta misma conexión. Así, el ensayo opera como lo hacen las pausas y el silencio en la música de Schubert, de Mahler, de Ives cuando acaba la resonancia del último acorde aunque la obra aún no ha terminado y ni siquiera se escucha el rumor de esas voces que transitan, como los daimones, de esfera en esfera, de encrucijada en encrucijada, desdeñando las fronteras y confundiendo las articulaciones; cuando el silencio es verdaderamente sileo, no silencio de lo tácito sino de lo inarticulable e inaudible, cuando la resonancia, entonces, se interrumpe y algo permanece en suspenso, cuando ya no sabemos qué va a venir (aunque conozcamos la partitura, porque ese silencio viene de otro lado) allí, precisamente allí, está alojado el punctum del ensayo. El corte ensayístico es el único que puede dialogar con la tragedia y recordar, sin anacronismo, la derrota de Troya y la cercanía del báratro. ¿Qué sigue cuando el músico, tenso, aguarda el momento de continuar y los espectadores no saben qué es lo que vendrá? En La Eneida, Eneas contempla, desde lo alto, cómo arde Troya y cómo se reflejan las llamas en el mar; sabemos el antecedente de este episodio; sabemos también qué es lo que sigue. Pero el ensayista debe aislar los momentos, sean te-
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rribles, sean felices, sacarlos de quicio y hacer que hable el intervalo de sin sentido, el intervalo de opacidad que vuelve a decirnos no sólo que la vida y la muerte son pura interrupción, sino que gracias a la interrupción que capta la usura y el desgaste de las formas, esa pendiente que nos exilia de nosotros mismos, gracias al ritmo que se debilita y se sofrena, es posible que, de golpe, el ritmo adquiera, tras el intervalo, una nueva intensidad, una sorprendente irrupción de lo nuevo. *** La actitud ensayística puede renovar el fervor, la intensidad, la violencia, el pensar, anidados en viejos conceptos que la cultura ha almacenado, con cuidado, en esos nichos que Nietzsche, cómicamente, llamó columbarios. Cuando hoy decimos melancolía, por ejemplo, y para mí no es un ejemplo cualquiera, decimos, de inmediato tristi tia y, más sabiamente, invocando la genealogía psiquiátrica, enfermedad maníaco-depresiva. Podemos pasar a Freud e invocar ese texto extraordinario que es Duelo y melancolía. Bien. Seguiremos lejos, muy lejos de lo que la tradición melancólica transmite. ¿Cuándo advertiremos que no se trata de contenidos, ni siquiera de estructuras, tenga el sentido que tenga esa palabra de que disponemos con excesiva facilidad, sino de conducción de voces, de modulaciones, de una memoria acústica aguda y dolorosa para captar el declive de los ritmos, la aparición de las manchas en los bordes de las letras, el silencio, la pausa, la interrupción del tumulto? No necesitamos ni a Baudelaire ni al Dios judío para entender estos versos de “La vuelta de Fierro”: “Viene uno como dormido/ cuando vuelve del desierto...”, porque al volver uno despierta, aunque no pulse la mítica guitarra, para descubrir que estamos habitados por el orden del ritmo; y son el ritmo
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y sus pausas los que nos advierten de lo que fluye sin ritmo ni pausa. La melancolía no es la tristeza ni su contrario, ni siquiera el ardor frenético, heroico, sino el paso brusco y sin mediación a los extremos que se propagan, como el fuego, en todas las direcciones, se detienen como tierra endurecida, bajo la cual fluye la lava y, súbitamente, se extinguen, de un modo fulminante. Y allí empezamos a entender cierta forma de aprehender el cuerpo, como bolsa por la cual todo fluye, torbellinos, atascamientos, grietas; humores que van y vienen al ritmo del brusco paso a los extremos, desde el frenesí hasta la estatua de sal. En este punctum (la punzada, el golpe que nos atrapa, de que hablaba Barthes) es preciso recordar a Burton, el anatomista de la melancolía; le pido al lector que escuche el ritmo de estas frases, que comienzan, en el fragmento elegido, por la cita emblemática de Montaigne en la versión de John Florio; frases tesaurizadas al modo del barroco inglés de comienzos del siglo XVII, por un autor que “vaga” de aquí para allá y mestiza sus fuentes; él no compone orgánicamente un tema, yuxtapone fragmentos, reúne voces, afanoso de acumular citas, enumeraciones, rarezas, voces turbias como voces del puerto o voces de la ciudad, transidas por el humor del ensayo y desbordadas por un éxtasis innombrado e innombrable: ...es preciso grabar en todos los espíritus curiosos que no hay que ser esclavo de una sola ciencia, ni tratar sólo un tema como hace la mayoría, sino vagar (rove)11 por todos lados, sirviente de cien oficios, tener una rama en todos los barcos, gustar de todos los platos y beber de to 11
La significación de “rove” es vastísima: implica enhebrar, vagar, merodear, deambular, errar, hacer correrías, incluso las de piratería.
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das las copas, esto que, nos dice Montaigne, fue practicado con éxito por su compatriota Adrian Turnèbe y por Aristóteles. A este humor vagabundo (roving humor) siempre lo he tenido, aunque con menos éxito, como un spaniel caprichoso que abandona su presa para ladrar a cualquier pájaro que se le presente; yo he perseguido todo, menos lo que debía; y podría lamentarme, con razón (“el que está en todas partes no está en ninguna”) como Gesner lo ha hecho con tanta modestia, de haber leído tantos libros en vano, sin un método que fuera bueno, de haberme lanzado confusamente sobre diversos autores de nuestras bibliotecas, con poco beneficio, sin arte, ni orden, ni memoria, ni juicio. Sólo he viajado por mapas o cartas en los cuales mis ilimitados pensamientos (unconfined thoughts) se han explayado con libertad (...) Un mero espectador de las aventuras y fortunas de otros hombres, de cómo actúan sus partes, que se me presentan de maneras variadas, como desde la escena de un teatro público. Escucho cada día nuevas noticias, rumores corrientes de guerras, plagas, incendios, inundaciones, robos, asesinatos, masacres, meteoros, cometas, espectros, prodigios, apariciones, de localidades tomadas, de ciudades asediadas en Francia, Alemania, Turquía, Persia, Polonia, etc., de preparaciones y diarias revistas militares, al igual que cosas semejantes propias de estos tiempos tempestuosos, batallas libradas, duelos, hombres asesinados, piraterías, combates navales, paz, alianzas, estratagemas, y nuevos peligros. Una vasta confusión de votos golpea nuestros oídos todos los días, anhelos, acciones, edictos, peticiones, procesos, lamentos, leyes, proclamaciones, quejas, demandas. Nuevos libros todos los días, panfletos, gacetas, historias, catálogos enteros con libros de todas las clases, nuevas paradojas, opiniones, cismas, herejías, controversias, en filosofía, en religión, etc. Nos enteramos de matrimonios, de bailes de máscaras, mascaradas, festines, jubileos, embajadas, de justas y torneos, trofeos, espectáculos, diversiones,
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juegos, obras teatrales: luego, una vez más, como tras un cambio de decorado, falsedades, traiciones, robos, enormes felonías de toda clase, funerales, entierros, muertes principescas, nuevos descubrimientos, expediciones; cuestiones ya cómicas, ya trágicas”.12
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Burton, Robert, Anatomy of melancholy, Kessinger Publishing Company, Montana, USA; del mismo autor, la versión francesa: Anatomie de la mélancolie, París, José Corti, París, 2000; y la edición castellana, Anatomía de la melancolía, Madrid, Asociación Española de Neuropsiquiatría, 1997.
Índice Prólogo - El discurso sobre el ensayo • Alberto Giordano...........................................................
5
El proyecto de Benjamin • Raúl Beceyro..............
31
La crítica: entre la literatura y el público • Beatriz Sarlo..........................................................
43
El ensayo, un género culpable • Eduardo Grüner..........................................................................
59
Entre las débiles estridencias del lenguaje • Nicolás Casullo.....................................................
73
Melodías, sonetos, papers • Cristian Ferrer.........
79
Elogio del ensayo • Horacio González..................
85
Dialéctica del ensayo • Américo Cristófalo.........
91
La in-quietud del alma • Nicolás Casullo.............
97
El alma y las formas del ensayo - Lukács, con la visión de Sócrates • Gregorio Kaminsky.. 113 Lo ensayístico en la crítica académica • Alberto Giordano........................................................... 125
Del otro lado del horizonte • Beatriz Sarlo..... 133 El ensayo y la doxa • Silvio Mattoni....................... 155
De la subjetividad del ensayo (problema de género) al sujeto del ensayo (problema de estilo) • Carlos Kuri...................................... 185 Ensayo y memorándum • Horacio González.......... 211 El ensayo de interrupción • Juan B. Ritvo........... 231