El teatro cubano colonial y la caracterización lingüístico-cultural de sus personajes [1 ed.] 8416922055, 9788416922055

El presente libro se centra en el estudio de la extremadamente rica y variada caracterización lingüístico-cultural en la

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Índice
La caracterización lingüístico-cultural en la literatura dramática
La literatura dramática cubana del período colonial: autores, géneros,
temas, tramas, personajes y lenguaje
La caracterización lingüístico-cultural de los personajes en la literatura
dramática cubana del período colonial
Personajes no criollos
Peninsulares
Franceses
Italianos
Alemanes
Ingleses y estadounidenses
Chinos
Negros bozales
Negros curros
Personajes criollos
Negros criollos
Mulatos y mulatas
Negros catedráticos
Blancos catedráticos
Blancos criollos
Conclusiones
Bibliografía
Literatura especializada
Literatura dramática cubana analizada
Índice de términos
Contracubierta
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El teatro cubano colonial y la caracterización lingüístico-cultural de sus personajes [1 ed.]
 8416922055, 9788416922055

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Sergio O. Valdés Bernal El teatro cubano colonial y la caracterización lingüístico-cultural de sus personajes

Sergio O. Valdés Bernal

El teatro cubano colonial y la caracterización lingüístico-cultural de sus personajes

Iberoamericana - Vevuert - 2018

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Lo dramático es, junto a lo lírico y lo épico, la tercera concepción del mundo, que reside en la lengua misma. Wolfgang Kayser (1970: 490)

ÍNDICE

La caracterización lingüístico-cultural en la literatura dramática ...................

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La literatura dramática cubana del período colonial: autores, géneros, temas, tramas, personajes y lenguaje .............................................................

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La caracterización lingüístico-cultural de los personajes en la literatura dramática cubana del período colonial.......................................................... Personajes no criollos .............................................................................. Peninsulares ...................................................................................... Franceses ........................................................................................... Italianos ............................................................................................ Alemanes .......................................................................................... Ingleses y estadounidenses ................................................................. Chinos .............................................................................................. Negros bozales .................................................................................. Negros curros .................................................................................... Personajes criollos ................................................................................... Negros criollos .................................................................................. Mulatos y mulatas ............................................................................. Negros catedráticos ........................................................................... Blancos catedráticos .......................................................................... Blancos criollos .................................................................................

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Conclusiones ................................................................................................

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Bibliografía................................................................................................... Literatura especializada ........................................................................... Literatura dramática cubana analizada ....................................................

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Índice de términos........................................................................................

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LA CARACTERIZACIÓN LINGÜÍSTICO-CULTURAL EN LA LITERATURA DRAMÁTICA

La literatura dramática se distingue de otras literaturas por el hecho de que su contenido o trama se desarrolla y manifiesta mediante monólogos y diálogos. A diferencia de una novela, de un cuento o de un poema, en el drama el personaje se expresa a través del lenguaje y no se describe, pues el vestuario, la escenografía, la iluminación y la música en una obra teatral son elementos secundarios. Josef Filipec (1962: 161) recalcó que el drama se diferencia de la lírica y la épica debido a que el texto dramático, es decir la obra literaria y artística en sí, constituye uno de los componentes de la realización teatral del drama, en fin, el componente fundamental, esencial. El lenguaje adquiere con el drama mayor relevancia en su función expositiva que en la lírica y la épica, ya que en ellas predomina la función descriptiva del lenguaje, enriquecida con algún que otro monólogo o diálogo de los personajes en función expositiva. Por eso es que Wolfgang Kayser (1970: 490) sentenció que “[l]o dramático es, junto a lo lírico y lo épico, la tercera concepción del mundo, que reside en la lengua misma”. En la literatura dramática, para poder plasmar un personaje, para crearlo, darle vida, se recurre a tres posibles tipos de caracterización mediante el uso del lenguaje: a) directa, b) indirecta y c) lingüístico-cultural. La caracterización directa comprende el conjunto de expresiones que el autor pone en boca de determinados personajes que se refieren a uno u otros de la propia obra. La caracterización indirecta propicia al espectador sacar conclusiones respecto de la forma de pensar o las actitudes de un personaje dado a partir de las palabras y acciones del propio protagonista. Por lo general, los dramaturgos evitan la caracterización directa o la utilizan muy poco, en aras de mantener vivo el interés en la puesta en escena. Por ello, la caracterización indirecta es la más usual, aunque también se recurre a la combinación de ambas. Por último, tenemos

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la caracterización lingüístico-cultural, que es la que da más visos de realidad a cada personaje. A esto se suman otros recursos (gestos, maquillaje, vestimenta, ambientación, etc.). En cuanto a la caracterización lingüístico-cultural, a cada autor se le presenta el problema de lograr que sus personajes hablen como realmente se habla o hablaba en el contexto histórico y sociocultural en que se desarrolla la acción. Y esto guarda relación no solo con el interés del autor, sino con las tendencias imperantes en la dramaturgia, es decir, las reglas de juego que tienen vigencia en un momento histórico dado. Por ejemplo, en el siglo xviii no se caracterizaba a los personajes de una obra teatral, pues, como explicó José Juan Arrom (1965: XXVI), el lenguaje dramático en aquel entonces no se interpretaba como un “descarnado remedo de la vida”. El diálogo dramático posee sus características, dado que representa, en la mayoría de los casos, la confrontación de ideas y conflictos, y, en menor grado, el consentimiento y la aprobación. Otro aspecto del diálogo dramático es que está destinado a manifestar el estado anímico y el contexto en que se desenvuelve el personaje, pues como hablante compara datos objetivos sobre diversas épocas, personas, objetos o su lugar en determinado período histórico en que la trama se desarrolla, etc. (quién / qué cosa / cuánto / dónde / cuándo). Este tipo de diálogo suele ser objetivo —si se quiere dar visos de realidad al personaje—, pero también aporta, a menudo, una considerable tensión interna, base del estilo dramático. Pero el diálogo dramático también se expresa enfatizando los diferentes recursos, las réplicas de los hablantes, la relación entre los personajes, lo que permite reflejar una situación o relación en la que, mediante diálogos, pasan de un tema a otro concebidos para el buen desarrollo de la trama. En fi n, el diálogo y el monólogo en los dramas se complementan y entremezclan, aunque lo más atractivo del drama radica en el diálogo entre los personajes. Según destacó Filipec (1962: 177 y ss.), el drama tiende a utilizar un tipo de oración, frase o proposición. En primer lugar, en el drama estas guardan un estrecho nexo con la situación en que se desarrolla la obra. En segundo lugar, tienen un carácter oral y conversacional, es decir que están destinadas para su realización fónica, verbal, y para la representación y conformación de los personajes. Y en tercer lugar, subrayan el antagonismo de los personajes en su expresión oral o en su pensamiento interno, las contradicciones

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que se manifiestan principalmente en la vida emocional de las personas. Las oraciones de los dramas tratan de aproximarse a la lengua hablada, por lo que predominan las oraciones principales sobre las subordinadas y la estructura conversacional sobre la estructura literaria, libresca, más propia de la épica y de la lírica. El drama, como género que se apoya básicamente en el monólogo o el diálogo, se fundamenta en la expresión de puntos de vista de los personajes, por lo que utiliza, además del fondo léxico corriente, frases y voces propias del discurso hablado. Por ello, en la literatura dramática hallaremos escasos recursos literarios, librescos, que son más abundantes en otro tipo de literatura. Los textos dramáticos tienden a utilizar vocablos que se corresponden con las diferentes capas sociales del discurso de los personajes que se representan y caracterizan lingüísticamente en la obra. Debido al carácter hablado de la literatura dramática, lo usual es que la selección de vocablos y expresiones sean populares y explícitos, con determinada matización emocional. Asimismo, las palabras con diferentes matices estilísticos ejercen una mayor función caracterizadora en el drama que en la narrativa. En el caso de que un determinado texto dramático sea demasiado natural y contenga de forma predominante recursos literarios comunes, la caracterización de los personajes ya será responsabilidad de la dirección y de los propios actores. Todo autor caracteriza mediante el lenguaje el temperamento de los personajes, su forma de manifestarse, costumbres, nivel cultural, etc. Por eso, el léxico utilizado es de tanta importancia. Por ejemplo, el uso de extranjerismos (en nuestro caso anglicismos, galicismos, germanismos, mexicanismos, chilenismos, etc.) por parte de un personaje puede dar a entender que este es un forastero o un individuo que ha viajado mucho por otros países. También se puede recurrir a determinado léxico para especificar el medio laboral, social o regional en que se desenvuelve el personaje, si se trata de un ingeniero, un soldado, un obrero, un campesino, etc. Así, en la literatura dramática hallaremos tanto términos científicos y especializados como voces regionales y dialectales, ya que un campesino no habla de la misma forma que un citadino, ni un médico utiliza el mismo léxico especializado que un albañil o un arquitecto. Otro recurso es recurrir a voces marginales, cuando la trama transcurre en un medio en el que los personajes son del mundo del hampa o de los sectores sociales más marginados. Por otra parte, en dependencia del

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período o momento en que se desarrolla la obra, se pueden emplear palabras que ya no tienen vigencia en la lengua actualmente hablada, como denominaciones de armas, monedas, vestimentas, maquinarias, etc., que fueron propias de épocas pretéritas, o sea, los llamados términos históricos. Indiscutiblemente, el dramaturgo dedica gran importancia a la selección de las voces y su combinación, acaso mucho más que el escritor de obras líricas y épicas, pues se trata de reflejar la realidad lingüística de una época y de un personaje mediante el monólogo y el diálogo. En la literatura dramática, como en cada obra artística, esta selección es premeditada; responde a la necesidad de caracterizar a los personajes, el entorno y la época. Los recursos léxicos de las diversas capas o estratos sociales con diferentes matices, aunque sirven para el retrato social, cultura y regional de los personajes, están armonizados en una unidad de estilo. Asimismo, es natural que la selección de vocablos y frases guarden estrecha relación con los recursos gramaticales, fundamentalmente las oracionales. Ambos recursos, léxicos y gramaticales, se complementan mutuamente y con su efectividad posibilitan el correcto desarrollo del discurso. Por otra parte, a los recursos léxicos y gramaticales en el drama se suma el aspecto sonoro, es decir, todo aquello que tiene que ver con la forma de hablar del personaje, que va desde la pronunciación, pasando por la modulación de la voz, la entonación, la matización vocal, la pausa, la cadencia o el ritmo, sin olvidar la gestualidad. Pero, además, amén de los ya mencionados recursos de caracterización lingüístico-cultural, se puede acudir al doble sentido, o sea, la posibilidad que ofrece un vocablo o frase de dar a entender algo en sentido recto o en sentido figurado, así como la desfiguración de palabras (por ej.: “menorpausa” por menopausia), extranjerismos y la forma “cómica” de hablar nuestra lengua un extranjero o una persona inculta mediante la alteración de la pronunciación, del léxico y de la gramática (los errores de dicción). En fin, la caracterización lingüístico-cultural es sumamente importante a la hora de dar vida, credibilidad, a un personaje. No obstante esto, a veces se puede caer en una caricaturización, como ocurrió con los negros bozales y los negros catedráticos del teatro bufo cubano. Como con toda razón enfatizó Kayser (1970: 281), “[e]l arte no tiene la misión de imitar la realidad lo más fielmente posible”, por lo que la caracterización lingüístico-cultural en

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toda obra literaria, ya sea esta dramática, lírica o épica, es una aproximación a la realidad, pero no su copia fiel. Por lo tanto, el estudio de este tipo de caracterización en la literatura dramática cubana del período colonial nos permitirá aproximarnos a la realidad que fue la plurilingüe y multiétnica sociedad cubana de esa época. Esta investigación nos permitió hacernos una idea más clara respecto de los diversos componentes étnicos que participaron en el complejo proceso de mestizaje biológico y cultural que dio origen a nuestra nación, cultura y lengua nacional, su aporte a la matización del español hablado en Cuba. No existe una manifestación literaria capaz de recoger con mayor grado de aproximación la realidad lingüística de un país que la literatura dramática, puesto que su estructura se basa únicamente en diálogos y monólogos.

LA LITERATURA DRAMÁTICA CUBANA DEL PERÍODO COLONIAL: AUTORES, GÉNEROS, TEMAS, TRAMAS, PERSONAJES Y LENGUAJE

Como explicó Rine Leal (1968: 5), nuestra historia teatral comenzó a partir de cero. Los colonizadores españoles no encontraron en Cuba formas escénicas desarrolladas entre la población aborigen. Por tanto, no hay influencia indocubana perceptible en nuestro teatro. No obstante esto, debemos recordar que nuestros aborígenes, al igual que los de las restantes Antillas, celebraban unas ceremonias llamadas areítos, en las cuales mezclaban el mito, la liturgia, la religión y la vida misma. Según documentó Gonzalo Fernández de Oviedo en su Historia general y natural de las Indias (1851-1855: lib. V, cap. I): “a lo que he podido entender, estos son cantares que ellos llaman areytos, en un libro ó memorial que de gente en gente queda de los padres á los hijos, y de los presentes a los venideros”. Lamentablemente, como aclaró Arrom (1944), estos embrionarios elementos dramáticos de los indocubanos no se desarrollaron para incidir en la creación del teatro cubano, como ocurrió con los elementos indígenas en otros países hispanoamericanos, pues la cultura y la lengua del indocubano desaparecieron debido a la persecución, las encomiendas, las enfermedades y la brutal explotación y el mestizaje de que fue objeto. Leal (1975: I, 53) explicó que el 27 de octubre de 1512, apenas comenzada la conquista española de Cuba, los areítos fueron prohibidos por una de las leyes de Burgos. Sin embargo, seis años después se volvieron a autorizar, con la esperanza de utilizar las danzas y cantos corales propios de areíto como apoyo al trabajo y explotación de los indios. Esta medida se ratificó en 1531 y 1532. Arrom (1944: 6) destacó que las representaciones teatrales en Cuba surgieron con la llegada del colono español, y que a principios del siglo xvi el

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teatro hispánico era un teatro en ciernes, sostenido por la Iglesia católica, y apenas comenzaba a secularizarse con los sencillos ensayos de Juan de Encina (1469-1534), el poeta lírico y dramaturgo que fundó el teatro nacional español, y Lucas Fernández, dramático del siglo xvi, autor de numerosas farsas y églogas. Pero también llegaron a la Cuba de aquellos días las más audaces innovaciones del poeta dramático luso Gil Vicente (1470-1536), así como del poeta dramático español del siglo xv Bartolomé de Torres Navarro. En fin, el teatro fue traído a América como un quehacer más en el proceso de hispanización del Nuevo Mundo (ver Sánchez Martínez, 1987: 395). Y en cuanto a Cuba, le llegó tempranamente por estar a las puertas geográficas de la penetración europea. No en vano a nuestro país se le llamó la “Llave de las Américas” o el “Antemural de las Indias Occidentales”. Max Henríquez Ureña (1967: I, 27) documentó que ya en la segunda mitad del siglo xvi hubo en Cuba representaciones teatrales. Por ejemplo, en las actas del cabildo de La Habana consta que con motivo de las festividades religiosas, principalmente la del Corpus Christi, se realizaban invenciones o conmemoraciones con que celebraba la Iglesia todos los años, el día 3 de mayo, el hallazgo de la cruz de Jesucristo. También se realizaban danzas, juegos y se representaban obras, acaso debidas a alguno de los habitantes de las villas o “villanos”, pero no se ha preservado ninguna de ellas. La celebración más antigua de este tipo de que se tenga constancia en Cuba data de 1520, y atestigua que se desarrolló en Santiago de Cuba, en aquel entonces capital de la colonia. Así, entre 1570 y 1590 hubo fiestas con tal motivo en diferentes villas, incluida, claro está, La Habana. De esa forma se desarrolló nuestro arte escénico, partiendo de modestas danzas y llegando a la comedia, a través de autos, invenciones, farsas, fiestas de corros y juegos. En realidad, señaló este autor, el surgimiento del teatro cubano en Cuba repite el mismo proceso que en España, y no es más que una prueba del carácter colonial de nuestra escena inicial, el trasplante del sentir europeo a las nuevas tierras conquistadas. Mientras el teatro de origen europeo iba echando raíces en la incipiente colonia cubana, la importación de esclavos procedentes del África subsahariana aportó a nuestro suelo los cantos y representaciones dramáticas de los negros. En los barracones de las zonas rurales y en los cabildos “de nación” en las zonas urbanas, los cultos del África al sur del Sahara se reorganizaron en Cuba y se mezclaron con el catolicismo, la religión impuesta por las

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autoridades coloniales españolas. Esto dio origen a nuevas religiones cubanas de origen subsahariano. Los esclavos que fueron identificados por la denominación multiétnica de lucumíes lograron preservar las manifestaciones dramáticas de los orishas, que se sincretizaron con los santos católicos, además de venir desde África con cierto influjo del panteón de los ewe-fon beninenses. Lo mismo ocurrió con los llamados ararás y sus vodunes, así como con los congos y su enganga. Pero de todos estos grupos, el que trajo mayor riqueza de ritos mágico-religiosos dramatizados fue el de los llamados carabalíes con su mítica Sikán y el dios-pez Ecue, la famosa liturgia abakuá. Así las cosas, al teatro generado por los blancos, los negros africanos opusieron una forma que ofrecía una concepción trágica del mundo. Pero sus cantos, bailes y ceremonias eran discriminados y en no pocas oportunidades perseguidos y prohibidos. Por eso, la apariencia católica sirvió para ocultar al poder colonial las deidades africanas objeto de culto, lo que dio origen al consabido sincretismo. Dentro del clima social y cultural adverso en la Cuba colonial, los cabildos de negros fueron el hogar de las religiones subsaharianas, la organización urbana donde el negro africano pudo refugiarse, reorganizarse y comunicar a su descendencia criolla su legado lingüísticocultural. Por tanto, mientras que en las festividades del Corpus Christi y de las capas dominantes de la colonia de ascendencia europea iba surgiendo un teatro que respondía a los intereses coloniales y de las capas dominantes de la colonia, en los barracones y cabildos sobrevivía un tipo de teatro que era un medio de cohesión que reflejaba la cosmogonía de los distintos representantes o portadores culturales de los grupos etnolingüísticos subsaharianos que la trata negrera hizo converger en Cuba. El Día de Reyes, el 6 de enero, era el único momento en que estas manifestaciones religiosas europeas y africanas coincidían en un acto público. Según Leal (1980: 82), el Día de Reyes fue, probablemente, una especie de procesión religiosa encaminada a ofrecer litúrgicamente homenaje a los dioses. Con el tiempo, estas procesiones en Cuba fueron evolucionando y dieron origen a las fiestas conocidas por “carnaval”. Poco a poco, el teatro, como medio de diversión y de entretenimiento, fue cobrando auge en Cuba. Las tradicionales fiestas del Corpus Christi continuaron en La Habana después de 1600, y algo semejante debió acontecer en Santiago de Cuba. Ante la inexistencia de teatros, o sea, locales dispuestos

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para la representación, los entremeses, farsas y comedias se celebraban en las iglesias. Con el tiempo, las representaciones que traslucían un fuerte fervor religioso comenzaron a ser sustituidas por las de carácter secular ya a finales del siglo xvi, lo que se sintió con más fuerza en el xvii. Como con toda razón señaló Sánchez Martínez (1987: 397), para que comenzase el arte escénico en Cuba fue indispensable la existencia de una sociedad más compleja y el respaldo de una tradición al respecto con actores, fiestas, sitios apropiados y artísticos capaces de ejecutar las indicaciones de los textos dramáticos. La colonia cubana vivía muy oprimida por las restricciones que imponía el monopolio español. La abrigada y amplia bahía habanera se convirtió en un puerto seguro y convenientemente situado para servir a las flotas en su viaje de ida y vuelta a la Península, hacia donde acarreaba las riquezas sustraídas a América. Esto constituía un pequeño apoyo económico a la sobrevivencia de La Habana como capital de la provincia española que era toda Cuba. En 1762, los ingleses lograron apoderarse de esta urbe por once meses, y su presencia significó un gran vuelco para el futuro de la ciudad y del resto del país. Los británicos aplicaron una amplia libertad comercial que contrastaba grandemente con el prohibicionismo español. Una vez que los españoles e ingleses realizaron el cambio de La Habana por la Florida, las autoridades coloniales vieron con otros ojos a la “perla de las Antillas”, sobrenombre de Cuba. Se aplicó una nueva política hacia la colonia y se fomentaron la agricultura y el comercio. Como era de esperar, al mejorar el nivel de vida material, surgió el interés por el desarrollo cultural, y esto creó las condiciones para que se desarrollara un teatro acorde con la animación y el pujante impulso de la capital de la colonia. Posteriormente, este fenómeno expansivo de lugares apropiados para la representación de obras teatrales se difundió por todo el país. Realmente existía una íntima relación del teatro cubano con el español, una relación de total dependencia. Al igual que en España, comentó Arrom (1944), la función consistía en una comedia. En el primer acto se solía representar un entremés, y en el segundo se cantaban y bailaban algunas seguidillas, tiranas, tonadillas y otras composiciones musicales en boga, lo que se enriquecía con gestos más o menos provocativos y frases subidas de tono, recursos que agradaban al público en general a ambos lados del Atlántico, y

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que escandalizaban a los defensores de las llamadas “buenas costumbres”. Si observamos con detenimiento la recopilación de anuncios sobre representaciones teatrales durante los meses de enero a noviembre de 1791 extraída por Arrom (1944: 21-24) del Papel periódico de La Havana, veremos que, en cuanto a repertorio, en el suelo cubano campeaban las obras de autores del Siglo de Oro como Lope de Vega (1562-1635), Pedro Calderón de la Barca (1600-1681), Juan Crisóstomo Vélez de Guevara (1611-1675), Agustín Meretón Cabaña (1618-1669) y sus imitadores, Antonio Mira de Anjuesca (1574-1644) —imitador de Lope—, Juan de Matos (1608-1689) —seguidor de Calderón— y Álvaro Cubillo (1596-1661) —imitador de Calderón y Lope—, al lado de los nuevos autores como Luciano Francisco Comella (1751-1812). En fin, es de notar el fuerte vínculo entre las actividades teatrales en la Cuba colonial y España, ya que por lo general eran las mismas comedias que se representaban entonces en la Península. Por eso, Francisco Ichaso (1936: 12) enfatizó que: Si por teatro cubano se entiende una creación espontánea y profunda del alma nacional, no puede hablarse propiamente de teatro cubano. Si por él se entiende el conjunto de obras teatrales escritas en Cuba, bien por autores nacionales, bien por extranjeros domiciliados, el teatro puede considerarse, entre nosotros, como uno de los géneros literarios más socorridos.

El teatro español, en un principio, bastó para satisfacer la necesidad espiritual de los pobladores de la capital de la colonia. Pero a medida que fueron surgiendo generaciones de criollos con formas de sentir y manifestarse diferentes de las de los peninsulares, surgió la necesidad de una literatura dramática nacional, más cercana a nuestro modo de ver las cosas. Aurelio Mitjans (1918) confirmó la existencia de algunas obras dramáticas debidas a los criollos, mientras que el Papel periódico de La Havana documentó la puesta en escena de algunas de estas obras. Lamentablemente, ninguna de estas piezas se ha conservado, por lo que la primera obra dramática que ha llegado hasta nuestros días es El príncipe jardinero y fingido Cloridano, escrita supuestamente entre 1720 y 1730 y publicada en 1733, aunque sí se sabe que ya deleitaba al público habanero en las postrimerías del siglo xviii. Su autor es un criollo rellollo culto —nacido en La Habana

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de padres cubanos—, de nombre Santiago de Pita (m. 1755). Como era de esperar, su autor se inspiró en el teatro europeo. Arrom (1944) demostró que el título y lo esencial del argumento los tomó el autor de una ópera escénica en tres actos y en prosa del florentino Giacinto Andrea Cicognini (1606-1660), Il principe giardinero. Arrom (1965: X) aclaró que no se trata de una servil traducción o simple trasiego de la obra italiana, pues Pita llevó a cabo una cabal hispanización de los motivos y sentimientos que le infunden, “algo muy semejante al completo afrancesamiento que sufrieran, a manos de Moli[è]re y de Corneille, las obras de Alarcón y de Guillén de Castro”. Según Leal (1975: I, 18), la lectura de la obra de Pita nos obliga a pensar en un escritor que conoce su oficio, sabe la técnica escénica y un poco de latín, historia antigua, leyendas griegas y romanas, geografía, teología y literatura. El estilo de Pita encaja dentro del molde artificioso de la época, en el que se deja sentir el peso de Lope de Vega, Calderón y Moreto, recalcó Henríquez Ureña (1967: I, 64). La trama de El príncipe jardinero... se desarrolla en la mítica Tracia, llena de galanteos caballerescos, lances de amor y ambiente idóneo, muy lejana de la conocida Valencia de Cicognini. Una excelente valoración de esta primera obra teatral cubana que se conserva la ofreció Arrom (1965: XXVII-XVIII): El príncipe jardinero nos parece, por todo lo expuesto, mucho más que un documento histórico. Época por época ningún autor dramático cubano, con excepción de la Avellaneda, ha superado hasta el presente la obra del capitán don Santiago Pita. Y con igual prominencia se destaca su obra en las letras americanas, pues comparada con la de sus contemporáneos continentales, a todas aventaja en eficiencia dramática y en sostenido éxito.

Leal (1980: 16) alertó respecto de que si esperamos descubrir un reflejo “nacional” en El príncipe jardinero, recibiremos profunda decepción: “No hallaremos la más leve referencia al paisaje insular, ni a nuestras costumbres o fisionomías propias, ni hallaremos ejemplares de la flora y la fauna cubanas”. En fin, de cubano no tiene nada, ni la trama, ni los personajes. Cuán diferente es el caso del Espejo de paciencia (1608) de Silvestre de Balboa (¿1564-1634?), nuestra primera obra literaria escrita en versos por un canario asentado en nuestro suelo. Sin embargo, Santiago Pita es un criollo que hace

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validar su origen cubano, al concluir esta comedia con las siguientes palabras en boca del criado Lamparón: Basta y sobre: y aquí acaba El príncipe jardinero, de un Ingenio de La Habana.

Antonio Bachiller y Morales (1859-1861: II, 48) creyó ver en algunos “defectos” ortográficos que no especifica la evidencia de que Pita era cubano. Suponemos que se trata de la confusión de los sonidos de la y la en rimas del tipo incapaz-más (versos 50-51), voz-Dios (versos 124126), descortés-altivez (versos 237-238). Esto es muestra de que Pita era un hispanohablante seseante, y esta era la norma imperante entre los criollos, pronunciación señalada por Pedro Espínola en 1795, en su Memoria sobre los defectos de pronunciación y escritura de nuestro idioma y medios de corregirlos, publicada en el primer tomo de las Memorias de la Sociedad Patriótica de La Habana. Por otra parte, la expresión “no doy mi vida por un claco” (verso 182) nos permite apoyar el origen americano, cubano, del autor, pues claco es el nombre de una antigua moneda de cobre que se utilizó en México, y, como sabemos, Cuba siempre tuvo gran dependencia económica del virreinato de Nueva España, por lo que era común el uso de monedas de esa procedencia en nuestro entramado colonial. Ahora bien, no podemos hallar en los personajes de Pita una caracterización lingüístico-cultural, puesto que, como correctamente apuntó Arrom (1965: XXVI), el lenguaje dramático en aquel entonces no se interpretaba como un “descarnado remedo de la vida”, como sí lo fue en la posterior dramaturgia cubana del siglo xix. Así, los personajes hablan en un español muy castizo, sobrio y afectado: Flor

Buscad, buscad, Cloridano, blasones más peregrinos, porque sabed que en palacio estáis muy favorecido de una dama harto gallarda, que os ha cobrado cariño; a mí un abrazo me dió ahora, con gran agilio,

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para que os lo diera yo; ved si queréis recibirlo.

No obstante esto, Leal (1980: 17) creyó hallar un registro “cubano” en los criados Flora, Narciso y Lamparón, “quienes transforman las relaciones amorosas en un oculto punto de relajo y choteo, destructores de las categorías sociales”. Además, la comedia, según este autor, alcanza una “extrañeza” que es en realidad su carta de naturaleza. Para finalizar, reproducimos esta valoración que aparece en la Historia de la literatura cubana: El príncipe jardinero no es simple y sencillamente una comedia española, como han afirmado algunos comentaristas, escrita en La Habana casi como un hecho fortuito. En Pita se encuentra ya la asimilación de ciertos elementos lexicales y fonéticos de América por su condición de criollo habanero auténticamente inmerso en su propio mundo (Enrique Saínz, 2005: 34).

Si bien el teatro español que se reflejaba en Cuba e influía en nuestro medio abunda en temas medievales, religiosos y profanos, también nos llegó otro teatro más vinculado a la realidad española. Por ejemplo, tomemos algunos aspectos del teatro de Juan del Encina (1468-1529), el “patriarca del teatro español”, al decir de Juan Chabás (1962: 93). Si bien como dramaturgo recurrió a temáticas medievales, paulatinamente sobre ese fondo tradicional Encina fue imprimiendo su mejor arte, con modificaciones esenciales, pues sus pastores no son figuras simbólicas, sin realidad, de los misterios o pasos de la vida y muerte de Jesucristo, puesto que son seres vivos, del campo salmantino, quienes hablan su lengua rústica, el llamado dialecto de Sayago o sayagués, como caracterización lingüístico-cultural que da mayor vitalidad a los personajes. Además, estos dicen chocarrerías y dialogan sobre temas comunes, cotidianos (ver Ángel del Río, 1968: I, 127 y ss.). Como destacó Oldřich Bělič (1968: 73), Encina representa el tránsito del teatro medieval al renacentista y lleva a cabo la simbiosis del elemento dramático y del lírico, que será el rasgo caracterizador del drama de Lope de Vega y Calderón. La tendencia del salmantino Encina fue cultivada por los dramaturgos sevillanos Lope de Rueda (¿1510-1565?) y Juan de la Cueva (¿1550-1610?). Ambos utilizaron un diálogo vivo, popular, realista, que, unido a la maestría

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para retratar los tipos populares, dio a sus entremeses una calidad cómica desconocida hasta entonces. Por eso, Ángel del Río (1968 I, 160) resaltó que Lope de Rueda es tenido como el verdadero creador del teatro de costumbres, cuyo lenguaje y tipos pasaron al teatro posterior e inició una corriente separada que continuaría cultivándose en todas las épocas, la del pequeño cuadro cómico, origen del llamado género chico, como lo calificamos en nuestro tiempo. Esta tendencia se fortaleció con los entremeses del toledano Luis Quiñones de Benavente (¿1589-1651?) y los sainetes del madrileño Ramón de la Cruz (1731-1794), tan gustados en Cuba. Este último autor sobresalió no solo por haber resucitado un género, sino por el acierto de llevar a escena una notable variedad de tipos que representan las costumbres y el carácter de la sociedad madrileña de la época. En fin, los representantes de todas las capas sociales se expresan, gesticulan y mueven con pintoresca animación. Y siguiendo este hilo conductor, no debemos pasar por alto al andaluz Juan Ignacio González del Castillo (1763-1800), que, al igual que De la Cruz, llevó a escena en sus sainetes a todos los tipos sociales de su Andalucía. No debe sorprendernos que Arrom (1944: 36) viera una “transición naturalísima” entre el madrileño Ramón de la Cruz y el criollo rellollo habanero Francisco Covarrubias (1755-1850), considerado el fundador del teatro nacional cubano, pues fue el primer intérprete criollo que ganó amplia fama no solo entre los teatristas del país, sino también entre los mejores actores españoles. Logró, como pocos, mantenerse como figura máxima de la escena a lo largo de medio siglo gracias a sus grandes dotes como actor. Sin lugar a dudas, las obras de Ramón de la Cruz, y por qué no, las de Juan Ignacio González que se ejecutaban en la Cuba de finales del siglo xviii y que llegaron a ser igualmente de populares a principios del xix, despertaron en Covarrubias el interés por adaptarlas a la realidad cubana. De esa forma, con un certero sentido de su arte, cambió el ambiente de esas piezas y transformó a los payos, chulos y toreros en tipos criollos como son los monteros, carreteros y peones de tierra adentro. Por eso Arrom destacó el estrecho vínculo que une a Los payos en el ensayo, de Ramón de la Cruz, con El montero de Covarrubias, a la Vista de duelo del primero con Los velorios de La Habana del segundo, a El rastro por la mañana con La feria de Carraguao y a La tertulias de Madrid con Las tertulias de La Habana. Por otra parte, José Agustín Millán (1851: 9), biógrafo de Covarrubias, sentenció que este autor logró dar savia, aire y

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sol brillante del trópico a la tradición española y crear, conscientemente, los comienzos de un género con características nacionales. A esto nos permitimos añadir las siguientes y válidas observaciones de Arrom (1944: 36-37): Y que el espíritu de esas representaciones se haya continuado hasta hoy, con ligeras variaciones, es la mejor prueba de la vitalidad del género y de su recia raigambre en la psicología colectiva y gustos del pueblo cubano.

Sabemos que Covarrubias debutó como actor en El Circo, nombre de uno de los teatros habaneros más famosos del momento, en 1880, con la comedia en tres actos del español José Concha, Más sabe el loco en su casa que el cuerdo en la ajena (ver Aguirre, 1968: 23). También sabemos que antes de 1814 ya había compuesto algunos sainetes, como El peón de tierra adentro y La valla de gallos. Según la prensa de la época, se pudieron registrar los títulos de veinte sainetes, de los cuales el más famoso fue No hay amor si no hay dinero o Doña Juana y el limeño, de 1826. Lamentablemente, ninguno de ellos se ha conservado hasta el presente, porque ninguno fue publicado. Ello nos priva de la maravillosa oportunidad de contar con un excelente material lingüístico de los orígenes de nuestro teatro vernáculo, pues, como señalara Leal (1980: 34), las dos docenas de títulos debidos a Covarrubias sentaron la base del género vernáculo cubano. Covarrubias convirtió los personajes peninsulares de Ramón de la Cruz en sus equivalentes cubanos. Con ello subieron a escena el negro y el campesino, el inmigrante español, el chino, el francés, el irlandés, la mulata, en fin, el mosaico social y racial cubano, y —añadió Leal (1975: I, 258)— “como corona, el choteo criollo, la música y los bailes, y sobre todo, el habla popular”. La popularidad de Covarrubias fue tal, que devino personaje teatral, como en el sainete de Diego Castillo Apuros de Covarrubias o Lo que fuere sonará, de 1821. Incluso el propio Covarrubias escribió una obrita de un acto en 1843 intitulada Covarrubias en el gimnasio, y hasta el propio Bartolomé José Crespo y Borbón le dedicó Los apuros de Covarrubias o A que me paso por ojo, en 1840. Hasta el mismísimo Diario de la Marina, uno de los periódicos de mayor prestigio de la época, no dejó de elogiarlo. Sin embargo, el tiempo fue pasando, y los gustos del público también fueron cambiando. Lo cierto es que a partir de 1845 su arte dejó de ser atractivo para el público, por lo

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que se retiró al campo, pues no podía afrontar los gastos de la vida capitalina. Murió solo y casi olvidado. El olvido fue tal, que de él no quedó ni siquiera un nicho o una lápida. Mientras el habanero y criollo rellollo Covarrubias iba sentando las bases del teatro vernáculo cubano, el criollo habanero de ascendencia dominicana, José María Heredia y Heredia (1803-1839), también daba sus primeros pasos en el teatro. Su inaugural ensayo dramático, Eduardo IV o El usurpador clemente, lo escribió a la edad de 15 años, e incluso interpretó a uno de los personajes, cuando fue representado en un teatro particular de Matanzas en 1819. De estos mismos años son la tragedia Moctezuma o Los mexicanos y el sainete en verso El campesino espantado, ambos de 1819. Este último nos recuerda los trabajos de Covarrubias, ya que trae a escena a un campesino no acostumbrado a las peripecias de la vida en La Habana, y cuya peculiar forma de hablar es un recurso caracterizador, al igual que la caracterización lingüístico-cultural del negro bozal y del negro criollo. Pero Heredia se destacó más como gran lírico, como cantor de la libertad y como poeta político y civil. Por eso, en cuanto al teatro, después de los intentos ya mencionados, se dedicó a traducir al español obras dramáticas y no a crearlas. Al respecto, Arrom (1944: 37) explicó que “[l]a razón pudiera ser que Heredia reconociese, instintivamente, que si su rica inspiración y brillante tropicalismo descriptivo le permitieran evocar sus sentimientos en bellísimos pasajes líricos, esas mismas cualidades quizás le impidieran hacer obra de penetración psicológica y equilibrada organización, como requiere la obra dramática”. Así, tradujo del francés al español las obras Atreo, de Jolyot de Crébillon (1674-1762), Abufar, de Jean-François Ducis (1733-1816), El fanatismo, de Voltaire (1694-1778), y Cayo Graco y Tiberio, de Marie-Joseph Chénier (1764-1811). Asimismo, del francés o del italiano tradujo Saúl, del poeta italiano Vittorio Alfieri (1749-1803). La experiencia adquirida por Heredia en sus traducciones de obras teatrales propició que Domingo del Monte y Aponte (1804-1853) entusiasmara a este para que escribiese de nuevo tragedias. Heredia, impresionado por la cultura azteca durante su visita a México, comenzó a escribir en 1823 una tragedia que denominaría Xicotencatl o Los tlascaltecas, pero no llegó a concluirla. Posteriormente intentó escribir otra tragedia, esta vez sobre Cuatlpopoca. Y si bien manifestó que “[v]oy por fin a calzarme el coturno

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americano y a procurar pintar con el buril de Alfieri la catástrofe del noble Cuatlpopoca” (en González del Valle y Ramírez, 1938: 127), lo cierto es que se olvidó del pobre Cuatlpopoca y prefirió una temática europea. Así las cosas, en 1829 entregó a la imprenta Los últimos romanos, la más sobresaliente de sus tragedias con elementos personales. Si bien llegaron a existir dudas respecto de si es original suyo o una traducción, en el Perfil histórico de las letras cubanas (1983: 186), sus autores manifestaron que “no conocemos todavía de un cotejo que pruebe su no originalidad. De todas maneras, el aporte personal de Heredia se hace muy patente en su temática y la manera de afrontarla”. Además, José Antonio Portuondo (1987: 12) consideró que el modelo seguido por Heredia fue La muerte de César, de Voltaire, aunque también se percibe el influjo de los dos últimos actos del Julio César shakesperiano. En esta obra sus personajes (Bruto, Casio, Porcia, Marco Catón, Mesala, Agripina y un esclavo) hablan en un rancio castellano acorde con la solemnidad de la trama y las reglas del juego de aquel entonces en cuanto a los diálogos de las tragedias. Es una lástima que nuestro teatro no lo iniciara alguien como Heredia, aunque se le considera su primera figura de importancia. Debido a su neoclasicismo y afrancesamiento, Heredia no pudo atrapar nuestra realidad a través del drama, aun cuando a él se debe la sustitución de la piña zequeirana por la palma real como símbolo de la flora y la alusión a Cuba como una estrella. De esa forma, Covarrubias y Heredia devinieron dos polos opuestos en la literatura dramática cubana, contrapuestos dialécticamente, lo que siempre estará presente en la producción teatral nacional decimonónica. Con Heredia cambió radicalmente la escena, y con él Cuba se introdujo en el siglo xix. En tan breve espacio de vida, pues murió a los 36 años, dejó diez obras de teatro traducidas y los apuntes, notas y fragmentos de otras diez. Fue el primero de los autores cubanos en comprometerse políticamente y en recurrir al teatro como arma contra la opresión colonial, posición que no asumió Covarrubias. La traducción al español del Tiberio de Chénier y su puesta en escena en México, en 1827, fue una clara alusión al despotismo de Fernando VII. Aunque escapó al pasado, mediante la parábola destacó lo criminal de la opresión española y el anhelo de libertad del pueblo cubano. Por su amor a la patria sufrió un cruel destierro y apenas vivió en su tierra natal. Gran poeta, periodista y crítico literario y teatral, quedó para nosotros los

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hispanoamericanos como el poeta de la democracia republicana, el cantor de los ideales de todo continente, al decir de Henríquez Ureña (1967: I, 117). Para finalizar este período de la literatura dramática cubana colonial, que concluye con la salida de Heredia de Cuba en 1837, nos referiremos a otras obras de escaso interés literario y lingüístico. Tenemos en mente la comedia Luisa y Serapio, de autor desconocido, publicada en La Habana en 1801. Arrom (1944: 40) la calificó de “aburrido sermón contra el juego, sin vis cómica, sin cualidades dramáticas y con personajes tan pobremente delimitados que resultan monigotes muy virtuosos unos, muy viciosos otros y muy tontos todos”. En cuanto a El matrimonio causal, de Francisco Filomeno, fue publicada en Madrid en 1802 y reimpresa en La Habana en 1829. Al igual que la anterior, trata de describir las costumbres de la colonia. De 1838 a 1868 se extiende el período que Arrom (1944: 47-63) identificó como “período de florecimiento” y que se inició con la apertura del habanero Teatro Tacón, gran edificación que marcó un hito considerable en el avance arquitectónico del país, muestra palpable del interés del público capitalino por la recreación teatral. Esta fecha coincidió, asimismo, con la irrupción desde España de la corriente romántica en las obras escritas en Cuba y estrenadas en esa temporada. En España el teatro romántico empezó en 1834 con La conjuración de Venecia, del granadino Francisco Martínez de la Rosa (1787-1862), destacado político y poeta español. A esta obra siguieron otras dos que consagraron el romanticismo en el teatro hispánico. Nos referimos a Don Álvaro, del cordobés Ángel Saavedra, más conocido por duque de Rivas (1791-1865), y El trovador, del gaditano Antonio García Gutiérrez (1818-1884). En este último caso, amerita la pena destacar que El trovador de García Gutiérrez tuvo tal éxito, que fue convertido en ópera por el famoso compositor italiano Giuseppe Verdi (1815-1901). Como hemos podido observar, los introductores del romanticismo en el teatro español fueron andaluces. Por lo tanto, tomando en cuenta las estrechas relaciones migratorias, comerciales y culturales que existían entre la colonia cubana y Andalucía, era de esperar que muy pronto los aires románticos peninsulares arribaran a nuestro país.

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Precisamente fue un español radicado en Cuba desde 1836 (antes había residido de 1825 a 1830) y muy vinculado a su movimiento literario, el vizcaíno José María de Andueza (m. 1806), quien compuso el primer drama de tendencias románticas escrito en Cuba: Guillermo. Estrenado en La Habana el 27 de julio de 1838, se desarrolla en la Cataluña del siglo xvi, y aunque en algo recuerda El trovador de García Gutiérrez, su autor confiesa haber recibido gran influjo de la escuela moderna francesa, a través de Victor Hugo (1802-1885) y Alexandre Dumas (1802-1870), muy de moda en la España de aquellos días, según José María Andueza (1841: 105). Quince días más tarde, otro extranjero radicado en Cuba, el dominicano Francisco Javier Foxá (1816-1865), dio a conocer el 5 de agosto de 1838 en el Teatro Tacón el drama Don Pedro de Castilla, escrito desde 1836. Al respecto, Henríquez Ureña (1967: I, 192-193) escribió la siguiente observación: La obra de Foxá era de todas suertes, indeseable, a juzgar por los fragmentos que hoy se conocen, y por la historia literaria lo único interesante en relación con ella es la prioridad que debe reconocerle en el teatro romántico de la América española.

En efecto, Foxá en Hispanoamérica se adelantó con Don Pedro de Castilla (1836) a los mexicanos Ignacio Rodríguez Gabán (1816-1842), autor de Muñoz, visitador de México (1838), y a Fernando Calderón (1809-1871), autor de Hernán o La vuelta del cruzado (1842), así como al argentino José Marmol (1818-1871), autor de El poeta (1842). Lamentablemente, en nuestras bibliotecas no se conserva un ejemplar completo de este drama de Foxá, puesto que la censura prohibió su reproducción y representación debido a que el carácter y los actos atribuidos en la obra a Don Pedro el Cruel fueron interpretados por algunos como un ataque a la tradición monárquica. Posteriormente, en agosto y diciembre del mismo año de 1838, otro drama de Foxá, El templario, fue representado en los teatros habaneros del Liceo y el Tacón. Sobre esta obra de Foxá, Domingo del Monte escribió una destructora crítica. Durante la temporada de 1838, poco después de la presentación de Guillermo, y de Don Pedro de Castilla, de Foxá, se estrenó El conde Alarcos, del poeta matancero José Jacinto Milanés (1814-1863). Este drama es reconocido

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como la primera obra del teatro romántico cubano. El tema fue tomado de un romance famoso, atribuido a un juglar llamado Pedro de Riaño, ya utilizado en el teatro clásico español del siglo xvii por Lope de Vega (La fuerza lastimosa), Antonio Mira de Amescua (El conde Alarcos) y Guillén de Castro (El conde Alarcos). Incluso Friedrich Schlegel (1772-1829), principal teorizante del romanticismo alemán, produjo un drama sobre el mismo asunto (Alarkos) a principios del siglo xix. Este drama aumentó la fama de Milanés, hasta hacerlo figurar como uno de los mejores autores cubanos del siglo xix, pues lo hizo acreedor del reconocimiento de sus coterráneos e incluso de los peninsulares. El desarrollo de la trama transcurre en el París del siglo xiii, y no en Castilla, como acontece en el romance, y el final del mismo difiere mucho de la versión original, recogida en la colección Durán, que sirvió de fuente común de inspiración a todos (ver González Freire, 1975: 14). En 1846, Milanés dio a conocer una comedia de enredos llamada Un poeta en la corte. Como en el caso de El conde Alarcos, la trama transcurre en el pasado, pero en este último caso en el Madrid del siglo xvii, en la época de Felipe IV. Por ese motivo, sus personajes (Inés, Pereira, Pedrarias, Oquendo), al igual que en el drama anterior, utilizan un español muy castizo, propio del centro-norte peninsular. Algo similar ocurre con el juguete cómico en un acto y en verso intitulado A buen hambre no hay pan duro, en el cual Milanés hace referencia a un incidente en la vida de Cervantes. Otro intento de Milanés, esta vez no concluido, fue Por el puente o por el río, drama escrito bajo el influjo de Por el puente, Juana, de Lope de Vega. Y en cuanto a la obra Una intriga paternal, que sabemos llegó a estrenarse en Matanzas en 1842, no se ha preservado el texto. En fin, en todas estas obras no podemos hallar una caracterización lingüístico-cultural de los personajes, que son totalmente ajenos a nuestra realidad nacional, y el lenguaje en que se expresan es ese castellano más rebuscado, más cortesano, menos americano, menos cubano. Otro Milanés se nos presenta en sus diálogos costumbristas que agrupó bajo el título de El mirón cubano, especie de satírico conjunto de entremeses didácticos, publicados de 1840 a 1842. Estos diálogos de costumbres más bien eran para ser leídos que para ser llevados a las tablas. En todos ellos aparece un personaje, el Mirón, quien no es otro que el propio Milanés en la función de juzgar las distintas situaciones que se presentan y concluir con una moraleja. La acción se desarrolla en Matanzas o en La Habana, lugares

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conocidos por él, y sus personajes son comerciantes, campesinos, empleados, mujeres mal educadas, entre otros. Como en todas estas pequeñas obras sus personajes son cubanos, es lógico que el autor recurriera a la caracterización lingüístico-cultural de los mismos, lo que no se podía hacer, claro está, con los dramas románticos de temática europea. Así pues, estas pequeñas piezas teatrales guardan un interesante valor lingüístico para nosotros. Como hemos podido observar hasta aquí, Covarrubias, considerado el fundador del teatro cubano, compuso sainetes, entremeses y juguetes cómicos que no llegaron hasta nuestros días y en los que la caracterización lingüístico-cultural de los personajes fue imprescindible como recurso ambientador y de comicidad. Heredia hizo un intento con El campesino espantado (1819), al estilo de Covarrubias, pero no fue más allá, pues en el resto de sus obras, de temática ajena a nuestra realidad nacional, no cabía este tipo de caracterización. Estos dos polos, Covarrubias y Heredia, sin embargo, llegaron a fundirse en el teatro de Milanés, quien con igual maestría compuso tanto obras dramáticas románticas al estilo de Heredia, como cuadros costumbristas según Covarrubias. La irrupción del romanticismo en el teatro también se dejó sentir en Cuba en otros autores, como es el caso de Francisco Gabito, mexicano de nacimiento radicado en Cuba, cuando dio a las tablas su Gonzalo de Córdoba, en 1839. Según recoge Carlos Manuel Trelles y Govín en su Bibliografía cubana del siglo XIX (1910-1915: II, 204), José Antonio Cortés calificó esta obra de “modelo de lenguaje castizo y fácil versificación”. Siguiendo esta tendencia, Juan Miguel de Losada publicó La sacerdotisa del sol en 1838, Nicolás Pimentel su Inés o Las cruzadas en 1839, Ramón Francisco Valdés Cora en 1839 y Leonor o El pirata en 1841, y José F. Broche El juglar en 1842. De este período se conservaron dos obras de Ramón de Palma y Romay (18121860): La prueba o La vuelta del cruzado, de 1837, y La peña de los enamorados, de 1839. En la primera, la escena transcurre en un castillo cerca de Burgos en el siglo xi; en la segunda, nos encontramos en la Granada ocupada por los árabes. Como era de esperar, en ambas el lenguaje de sus personajes es el español más castizo y rebuscado, el válido para este tipo de obra dramática en la Cuba decimonónica. Otras obras dramáticas que hemos consultado de la década de 1840 y cuya acción se desarrolla en otros países y en siglos anteriores al xix son: Záfira

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(1842), de Juan Francisco Manzano (1797-1854), cuya trama se desarrolla en la Argelia del siglo xvi, en aquel entonces conocida como Mauritania; El autómata (1845), de un desconocido D. M. J., cuya escena transcurre en París; Gulnara (1846), de Rafael María de Mendive (1821-1886), de léxico rebuscado y con desarrollo en el Peloponeso; Los dos doctores (1846), de Mariano Zacarías Cazurro, que por los topónimos utilizados podemos deducir que la trama se desarrolla en España; El efecto de un engaño (1847), de Juan Roquero Domínguez, con desarrollo en Madrid; Ladoisla o La maldición (1849), de Antonio Medina, cuya trama transcurre en las inmediaciones de Ostropol, cerca de Varsovia, Polonia, en 1744; Nobleza obliga (1849), de Máximo Domingo, que tiene a Bretaña y París como escenario; y, por último, Los españoles en Chile (1841), de Francisco de Butos, cuya temática es muy interesante, puesto que nuestros literatos decimonónicos más han recurrido a la historia de México, más cercana a nosotros, que la lejana Araucania de Caupolicán. En todas estas obras dramáticas, el español utilizado no pudo ser otro que el español metropolitano y con un léxico muy rebuscado, al extremo de que un indio araucano, al dirigirse a su cacique, haya sido capaz de decir: noble araucano guerrero, cuyas hazañas en bronce esculpe el buril del tiempo

Como hemos podido apreciar hasta aquí, a todo lo largo del siglo xix se impusieron determinadas tendencias en cuanto al uso del lenguaje de los personajes en la literatura dramática cubana. Así, podemos apreciar que en el drama histórico escrito por cubanos y extranjeros residentes en Cuba y cuya trama se desarrolla en otros países y épocas pretéritas, siempre será una máxima inviolable el recurrir al español metropolitano, castizo, y a un léxico rebuscado, para ponerlo en boca de los personajes y dotarlos de esa “solemnidad” que exigía aquel momento, como ya observamos desde Heredia y Milanés, que continuó con Miguel Vidal Machado y sus Reveses de la fortuna (1852), y con José Luis Medero y El artista (1858). La trama de la primera transcurre en Sevilla, por ejemplo, y la de la segunda en la Francia de Luis XIV. Un caso especial, acaballado entre las décadas de 1840 y 1850, tenemos en Gertrudis Gómez de Avellaneda (1814-1873). A la edad de 22 años emigró hacia España, donde radicó hasta su muerte, con la excepción del breve

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período de tiempo en que estuvo en Cuba (finales de 1859 y de 1863), donde le rindieron los más altos honores. En 1840, ya asentada en España, la Avellaneda se inició en el teatro con un drama esencialmente romántico, Leoncia. Sin lugar a dudas, los mayores aciertos teatrales de la Avellaneda son los dramas históricos Munio Alfonso (1844), El príncipe de Viana (1844), Egilona (1845), Saúl (1846), Flavio Recaredo (1851) y Baltasar (1858). Los tres primeros dramas abordan la temática de la historia de España, al igual que Egilona y Flavio Recaredo; mientras que Saúl y Baltasar se remontan al Cercano Oriente. Esta última es considerada la más notable obra dramática de esta autora. Le siguió lejanamente sus pasos el santiaguero Antonio Solórzano y Correoso, autor de siete dramas, en los que campea el español metropolitano. Con El mendigo rojo (1866), Aristodemo (1867) y Arturo de Osberg (1867), el también cubano Joaquín Lorenzo Luaces (1826-1867) nos transportó a un lejano y ajeno pasado. En el primer drama, Luaces recurrió a una leyenda sobre el rey escocés Jacobo II, quien supuestamente no murió en la batalla de Flodden (1513) y quien, disfrazado de mendigo, se convirtió en protector de los derechos al trono de su hijo. Aristodemo es una tragedia de cuatro actos y en verso, al igual que la primera, y la acción se desarrolla en Mesania, antigua región de Grecia. En cuanto a Arturo de Osberg, su escenario es el París de 1405. Como dramas históricos, el lenguaje de sus personajes es el español metropolitano del más rancio sabor. Antonio Enrique de Zafra, nacido en Sevilla en fecha desconocida, vino a Cuba desde muy joven, donde permaneció hasta su muerte, en 1875. Revisamos varios dramas de este autor, quien, al igual que otros dramaturgos, recurrió al español metropolitano. Las escasas obras dramáticas de José Martí (1853-1895) también se subordinaron a la regla lingüística vigente para este tipo de teatro en su Abdala (1869), cuyo acontecer transcurre en Nubia, y Adúltera (concluida en Zaragoza, en 1872, pero publicada en 1936), cuya trama se desarrolla en la Alemania del siglo xvii. Mucho tiempo después, el propio Martí, si bien no fue el primero en descubrir las posibilidades de aprovechar la historia de Cuba para este tipo de literatura dramática, dio impulso a tal movimiento con su artículo “El teatro cubano”, publicado en el periódico neoyorquino Patria el 29 de marzo de 1892, en el que llamó la atención respecto de que:

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El teatro vive de la historia, y nosotros tenemos una tal, y de tan absoluta y viril grandeza, que nuestro teatro nos puede salir bello, si no damos en amortajar a nuestros héroes con capas de torero, si le ponemos al alma cubana chaqueta y monterilla, si no expresamos nuestra alma libre en las formas que ha tomado de afuera a los que nos la agobian. Nuestro teatro ha de escribirse en una lengua digna por la majestad y sencillez, del sacrificio que en él va a perpetuarse (Martí, 1975: V, 319).

Continuando con los dramas escritos en Cuba cuyo desarrollo siempre será en el extranjero, y el lenguaje utilizado será el español metropolitano, tenemos los siguientes: El monasterio de Yusta o El laurel de la victoria (1872) y La dama de Carlos Quinto (1873), ambos de Rafael Villar; El ángel tutelar (1871) y Los cómplices entre sí (1877), de José Salomón Baralt; El hambre de Diógenes (1877), de Pedro Carreño; y Virtud o crimen (1879), de Antonio Vinajeras (1832-1904). Un caso especial lo constituye el sumamente prolijo matancero Augusto E. Madan y García (1853-1915), quien de joven marchó a España a estudiar y donde ejerció como profesor de química. Fue un copioso escritor de obras teatrales, algunas de las cuales tuvieron cierto éxito en Madrid y Sevilla. Su producción abarca las dos décadas de 1870 y 1880. Como era lo usual, el español utilizado en estos dramas es el metropolitano, muy culto y rebuscado. En las dos últimas décadas del siglo xix se redujo considerablemente la producción de dramas cubanos cuya trama acontece en el extranjero, acaso debido a la situación imperante en el país, donde los intentos por liberarse del yugo colonial se materializaron ya en su forma armada. De estos dos decenios hemos revisado las siguientes obras: El hijo pródigo (1882), de Emiliano Castillo; La mano de Dios o El triunfo de la conciencia (1883), de Jesús Benito Gómez; Manín el huérfano (1884), de Perfecto F. Usaterre; Colón y el judío errante (1877) y ¡Cuatro siglos después! (1892), del catalán cubanizado Eugenio Sánchez de Fuentes (1826-1897); y El aprendiz de zapatero (1891), de Francisco Calcagno (1827-1903). Amerita la pena recalcar aquí que en las dos obras de Sánchez de Fuentes, a pesar de que la trama se desarrolla en España, la primera en Granada y la segunda en Madrid, la “presencia” de Cuba se deja sentir, no en el lenguaje, sino en alusiones a lo que hallará el almirante Colón, mientras que en ¡Cuatro siglos después! uno de los personajes

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es precisamente Cuba, con una forma de hablar el español tan castiza como la propia España. Por regla general, casi todos los autores de dramas también lo fueron de comedias y otros géneros menos “serios”. Pero aquí cabe aclarar que en este tipo de obras se utilizó el español peninsular popular como recurso caracterizador de los personajes y para lograr mayor comicidad, no el coloquial cubano. Debemos recordar que, como sucede con toda lengua, en líneas generales existen dos niveles estilísticos que responden a la formación y desarrollo sociocultural de sus usuarios. Por eso, en toda comunidad lingüística podemos distinguir, al menos, dos registros sociolectales de una misma lengua en su función comunicativa oral: la coloquial culta y la coloquial popular. Así pues, una persona que tuvo acceso a la educación superior y se desenvuelve social y laboralmente en un medio culto, suele utilizar un español coloquial cultivado durante la comunicación; mientras que un individuo que no haya tenido acceso a la educación superior y se desenvuelva en un medio concurrido por personas con ese mismo nivel cultural o incluso de un nivel inferior, tiende a emplear la variante coloquial popular. Las diferencias entre ambos registros socioculturales dentro de una misma modalidad lingüística, en este caso el español peninsular, estriban tanto en la pronunciación como en el léxico utilizado, y menos en la sintaxis. La ya mencionada Avellaneda, que descolló con importantes dramas, también incursionó con éxito en la comedia. Salvo El donativo del diablo, que transcurre en Suiza, las demás comedias se desarrollan en España. En todas ellas, el español empleado es el peninsular, metropolitano, y como los personajes se desenvuelven en un medio culto, casi todos utilizan ese registro, con raras excepciones. Interesante es resaltar que en La hija de las flores un solo personaje está caracterizado dialectalmente, es decir, se enfatiza su origen peninsular no castellano. Nos referimos a Juan, el jardinero, cuyo lenguaje, con sus trujese, prencipio, afeuto, semos, más que reflejar un nivel sociocultural, sirve para identificar su ascendencia regional hispánica, o sea, su ascendencia valenciana, de Castellón, usuario de un castellano matizado por el influjo de su lengua materna, el valenciano, el dialecto de más personalidad de los varios que tiene el catalán, una de las lenguas habladas en España. Similar recurso de identificación regional de los personajes mediante el lenguaje hallaremos en la comedia de Ángel Bello y Mariano García Juradó,

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Don Vetusto septentrión y el maestro Vethalina (1858), y en la de Luis Ortega de la Flor, El viejo enamorado (1858). La primera se desarrolla en Cádiz, y en ella los personajes son caracterizados con expresiones andaluzas; la segunda transcurre en la ciudad gaditana de Puerto de Santa María, y en ella los personajes Carmela y Curro utilizan un habla andaluzada que contraste con la castellana popular de Don Simplicio. Otro recurso de caracterización es el léxico, representado por algunos vocablos de origen gitano. En cuanto a la obra Me lo ha dicho la portera (1858), de Juan Martínez Villergas y Luis Martínez Casado, cuya acción se desarrolla en Madrid, sus autores han caracterizado lingüísticamente a Don Jacinto como asturiano mediante diálogos en bable. Otras comedias análogas en cuanto a lo lingüístico y a su desarrollo en el extranjero, tenemos en La cabeza y el corazón (1861), de Teodoro Guerrero, Un retrato (1865), de Justo Morales, La triaca en el verano (1866), de Ignacio Miranda, La aficionada del siglo XIX (1866), de Miguel Puncet Jiménez, y La Osa Mayor (1871), de Juan Ortega y Geronés, cuyas tramas se desarrollan en Madrid; mientras que Lo que puede don dinero (1866), de Víctor Caballero y Valero, Lo que pasa en este mundo (1869), de Francisco Cabrerizo, y La metamorfosis (1869), de José Romero y Mellado, tienen lugar en Andalucía. Así, por ejemplo, Víctor Caballero tiene personajes que hablan en castellano popular, mientras que otros se expresan en el dialecto andaluz. Un caso interesante es Lola, que únicamente utiliza el castellano culto en coplas, pero cuando dialoga, su habla es andaluzada. Lo mismo ocurre con los personajes de José Romero, mientras que en el caso de Francisco Cabrerizo todos son andaluces. En todas estas obras los personajes andaluces son caracterizados ortográficamente mediante el seseo, el yeísmo, el ceceo, trueques de por , supresión de final de sílaba, aspiración de la muda, así como el uso de ustedes por vosotros con sus característica conjugación, todo típico de Andalucía occidental, a lo que se suma la presencia de algunos gitanismos. Para colmo, en La metamorfosis, uno de los personajes, Luis, se hace pasar por gallego, para poder hablar con su novia Julia, a espaldas de sus padres, por lo que su habla es galaicada. Además, el mismo Luis se disfraza de “abuelo”, con las mismas intenciones, solo que ahora habla en puro castellano del septentrión. En esta obra la caracterización regional, dialectal de los personajes, ha sido un excelente recurso de comicidad y ambientación. Algo similar hallaremos en el prolijo y ya mencionado Augusto Madan, quien si bien escribió

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numerosísimos dramas, también fue un autor de no pocas comedias, sainetes y zarzuelas. Toda la producción de Madan, por cierto, está impregnada por el ambiente peninsular, por lo que se la debe considerar más española que cubana, especialmente en los momentos en que ya está en plena formación una conciencia artística de tendencia nacionalista, explicó Arrom (1944: 66). Este historiador de nuestra literatura dramática añadió que se le toma en consideración únicamente por el hecho de que naciera y muriera en Cuba, además de que parte de su obra fue impresa en nuestro país. En efecto, de las 47 obras que estudiamos (épicas y líricas), 24 se publicaron en Matanzas y una en La Habana, El cáncer social. Por último, mencionaremos a Fernando Urzáis (1840-1900), a quien se debe un proverbio cómico, El hacer bien nunca se pierde (1872), que se desarrolla en un pueblecito cerca de la famosa ciudad francesa de El Havre, en la desembocadura del Sena, y cuyos personajes hablan en un perfecto español castizo. Hasta aquí hemos podido apreciar cómo los autores cubanos decimonónicos que escribieron dramas históricos, cuyo desarrollo transcurre fuera de nuestro territorio nacional, acudieron al español metropolitano, muy rebuscado, como la modalidad más idónea para ese tipo de teatro “serio”, que exige solemnidad en los diálogos. En cuanto a las comedias, sainetes, juguetes, proverbios y zarzuelas que también desarrollan la trama en un contexto no cubano, se utilizó, asimismo, el español metropolitano. Sin embargo, en estos casos, con la finalidad de hallar la comicidad tan necesaria para la aceptación de estas obras por el público, se utilizó el español metropolitano en su forma coloquial cultural y popular, de acuerdo con los personajes. De la misma forma se recurrió a matices dialectales del castellano, así como a otras lenguas habladas en la Península, como el gallego y el catalán, o a un español matizado por estas lenguas, para caracterizar geolingüísticamente a determinados personajes. En fin, que la caracterización lingüístico-cultural de los personajes en estos casos cumplió dos funciones, la de caracterizarlos social o regionalmente, aunque ambas convergen dialécticamente en las obras. Ahora bien, ¿cómo se comportó el uso del lenguaje en las obras escritas por cubanos y cuya trama se desarrolla en Cuba? El primer drama cubano sobre temática nacional que pudimos consultar es Consecuencias de una falta, de Juan Nápoles Fajardo, El Cucalambé (1829-

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1862), publicado en Santiago de Cuba en 1859. La escena se desarrolla en una casa de campo situada en las riberas del Cauto, y la trama transcurre en el primer tercio del siglo xvii. Por indudable influjo de la tendencia predominante en los dramas cubanos que abordan temáticas ajenas a nuestra realidad, en este, de cubanísimo contexto, el lenguaje utilizado fue el español reciamente castizo, al extremo de que un barquero cubano del Cauto fuera capaz de decir: Barquero

Ya estamos solos, hablad, Que en serviros me interesa. No hacéis Grande pedimento Si me pagáis bien el viaje.

Posteriormente, José Fornaris (1827-1890) escribió dos dramas: La hija del Pueblo (1865) y Amor y sacrificio (1866). En ambos, el español imperante es el metropolitano. Así, en el segundo, que transcurre en las inmediaciones del Santiago de Cuba de 1863, un mulato y dos guajiros hablaban perfectamente el castellano culto, como los demás personajes con un léxico refinado. En fin, tanto en Nápoles como en Fornaris hallaremos una idealización del campesino cubano, pero al menos lo dignifica, y en eso debemos reconocer un intento por incorporar al drama los temas nacionales. Un caso interesante es la obra en tres actos Venganza contra venganza (1866) del ya mencionado Fernando Urzáis. La trama se desarrolla en la Cuba de 1607, y uno de los personajes es el famoso filibustero inglés Henry Morgan (1635-1688), cuyos monólogos en español castizo serían de envidiar por don Quijote, al igual que los restantes personajes, incluido un negro esclavo. Si no fuera por el único vocablo indoantillano utilizado, bohío, por el lenguaje pensaríamos que lo escribió un español. Asimismo de castellanizante es el lenguaje de los personajes de María (1866), de Pablo Pildain, cuya acción tiene lugar en el Puerto Príncipe de 1880. Continuando esta línea dramática, Alfredo Torroella (1845-1879) escribió Amor y pobreza (1864) y El mulato (1870). Según apuntó Leal (1980: 48), con Amor y pobreza nació el melodrama cubano, con su carga de sentimentalismo y lacrimosidad, y con un final sorpresivo que posibilita el matrimonio entre el hijo de un capitalista y la hija de un obrero. Al parecer,

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Torroella recibió el influjo del escritor francés Eugène Sue (1804-1857), autor de novelas humanitarias y patéticas como Los misterios de París y El judío errante. Sin embargo, en las páginas del periódico matancero La Aurora, el primero de orientación obrera en Cuba, Juan María Reyes (1836-1878) hizo una fuerte crítica a Torroella por ridiculizar a los artesanos. Pero acaso esa no fue la intención de Torroella, quien andaba en busca del realismo y de la veracidad en la escena. Su actitud de cubano honesto le obligó a emigrar hacia México cuando la Guerra de los Diez Años (1868-1878), ciudad en la que conoció a José Martí. En México, precisamente, estrenó con éxito su otro melodrama ya mencionado, El mulato, donde la trama gira alrededor del conflicto racial y social de un esclavo enamorado de su ama. Se trata de una obra declaradamente abolicionista, pues, una vez que Juan, mayordomo esclavo y mulato, se suicida por ser condenado por su dueño a oprobioso castigo (había confesado que estaba enamorado de la hija de su amo), su dueño se entera que ese esclavo era un hijo suyo tenido en la juventud con una de sus esclavas. En su congoja, al esclavista reniega de sus ideas, y la obra termina con gritos de tendencia abolicionista y vivas a la revolución y a Carlos Manuel de Céspedes, quien ya se había levantado en armas en 1868. En fin, aquí el esclavo está tratado con respeto, dignidad y simpatía. Con esta obra, Torroella se ganó la estima de Martí, quien lo calificó de poeta de los pobres, de los esclavos, de los mártires. En esta obra de Torroella vemos los primeros pasos de lo que después sería llamado “teatro mambí”. Leal, en La selva oscura (1975: I, 117), consideró que José Martí es quien inauguró el Teatro Mambí con Abdala, obra que ya mencionamos en otro lugar. Se trata de un poema dramático, de una parábola sobre la lucha de la independencia del pueblo nubio o etíope frente a las pretensiones conquistadoras de Egipto, parábola ya presente desde Heredia con sus traducciones y creación propia, como es el caso de Los últimos romanos (1829). Realmente, coincidimos con el juicio de Luis García Pérez (1978: 19), para quien Martí, en Abdala, rompió con la concepción del héroe dramático, no solo en el teatro español, sino también en el cubano. Abdala fue el primer intento de subvertir la imagen colonialista, de mostrar el anhelo de libertad del colonizado, de romper el esquema racial y, ante la disyuntiva de independencia o muerte, el joven Martí se decidió sin vacilar.

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Con el llamado teatro mambí la escena cubana se nutrió de su historia, como atinadamente señaló García Pérez (1978: 12), y materializó el llamado martiano hecho en 1892. En este caso se trata de nuevos personajes, todos vinculados a la gesta independentista: militares españoles, colaboracionistas, independentistas cubanos, negros esclavos y libertos que se unieron a las fuerzas mambisas, figuras históricas de esta etapa, etc. En todos estos dramas, los personajes, ya sean cubanos o españoles, hablan el español castizo, metropolitano, el mismo que otros autores utilizan para sus obras dramáticas que no contienen temas cubanos. Así, Carlos Manuel de Céspedes, Plácido, Vicente García, Ignacio Agramonte, Hatuey y otros personajes históricos hablan un español sumamente castizo, como cualquier otro personaje peninsular. Lo mismo ocurre con los mulatos, negros y campesinos cubanos que aparecen en estos dramas. En cuanto a los personajes españoles, algunos son caracterizados dialectalmente, pero no siempre. Por ejemplo, en Los fosos de Weyler se caracteriza lingüísticamente a un asturiano y a un gallego, y en Dos cuadros de la insurrección, el personaje que responde al nombre de Salvador se identifica lingüísticamente como catalán, sobre el que el propio autor, Francisco Víctor Valdés (1978b: 178), anotó que “[c]anta Salvador el punto cubano con el acento peculiar de los catalanes”. Sin embargo, en esa misma obra un soldado, Juan, se identifica como gallego, pero no se le representa lingüísticamente como tal. Asimismo, en La fuga de Evangelina tenemos a un personaje, Llavero, que habla con una serie de arcaísmos, que apuntan hacia el bable o asturiano, mientras que el único estadounidense que aparece en la obra se expresa con un español anglizado. Por último, en lo referente al teatro mambí, deseamos recordar que su fuente de temáticas fueron las guerras independentistas o los actos de rebeldía y conspiración, como los de Hatuey o Plácido. Y también aquí cabría el drama Patria y libertad, escrito por José Martí alrededor de 1895. Este tipo de teatro comprometido fue creado en el exilio, pues ya en la Cuba de aquellos días existía una implacable persecución de todo aquello que trasluciera sentimientos independentistas, lo que estaba reforzado por una inconmovible censura. A pesar de lo mucho que sufrió el pueblo cubano bajo el terrible y asfixiante yugo colonial, el teatro mambí no se caracterizó por denigrar al español, por hacerlo parecer un cobarde en el campo de batalla, etc. Todo lo contrario, los personajes españoles fueron tratados con mucho respeto, a

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diferencia de cómo el teatro opuesto a la independencia —constituido no solo por españoles, sino por cubanos colaboracionistas— representó a los personajes cubanos. A modo de ejemplo, reproducimos una alocución de Bernabé Varona, personaje cubano del drama Carlos Manuel de Céspedes, quien manifiesta un sentimiento de respeto hacia valiente enemigo español en los campos de batalla: Bernabé Varona No olvidemos que [los españoles] pertenecen a nuestra raza, que hablan nuestro idioma, que profesan nuestra religión. No olvidemos que los españoles, mezclados con nuestras familias, son un factor importantísimo en nuestra sociedad.

Como era de esperar, hubo reacción contra el teatro mambí entre los propios cubanos, claro está, de aquellos que preferían estar sometidos a España. Ese fue el caso de Luis Martínez Casado, quien dio a conocer dos obritas, El gorrión y Las glorias de las Tunas, ambas de 1869. La primera se basa en el hecho histórico de que los peninsulares fueron llamados popularmente “gorriones”, pues se trata de un ave europea introducida en Cuba desde España y que hizo más daño que beneficio; mientras que los cubanos se llamaban a sí mismos “bijiritas”, nombre de varias especies de aves que anidan en Cuba (fam. Parulidae, Dencroica spp.), más ligeras y nerviosas que el gorrión, y que simbolizaban a quienes luchaban por la independencia en aquellos días. La insulsa trama de esta pequeña pieza, llamada por su autor “juguete cómico” —que de cómico nada tiene— es la siguiente: a casa de Luisa, a quien le han traído de regalo un gorrión, vino a hospedarse un primo político de la madre, que resulta ser un simpatizante de los mambises insurrectos, y quien martiriza al ave hasta matarla. La obrita concluye con el encarcelamiento del independentista cubano y su posible destierro hacia Fernando Poo, mientras que el gorrión es enterrado con honores militares bajo los gritos de ¡Viva España! En cuanto a Las glorias de las Tunas, se ensalza la valentía de los españoles y se denigra considerablemente a los insurrectos. La obra termina con el heroico sacrificio de una hispanocubana que se enfrenta a los rebeldes: Insurrectos Carmen

Cuba Libre! Ah! Villanos! De vosotros

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necesita verse libre. Seguid, haced un esfuerzo! Derribad esta pared! Aquí os espera vuestra salvación! (Amartilla la pistola.)

Por otra parte, hallamos tres obras cuya trama se desarrolla en Cuba, pero que a diferencia de los dramas mencionados, sus personajes se expresan en español “cubano”, en su forma coloquial culta, y no únicamente en español metropolitano. Por ejemplo, de Miguel Ulloa tenemos El fruto de la deshonra (1881). Su acción transcurre en La Habana entre personajes cultos cubanos con un léxico acorde con su nivel cultural, y solo Gonzalo, en un momento de solemnidad, recurre al español castizo para dar mayor peso a su provocadora crítica, que utiliza para retar a duelo al “villano” de esta obrita. Bernardo Costales es el autor de Deshonra que glorifica (1887), cuya trama también tiene lugar en La Habana, entre 1885 y 1886. Todos los personajes son cubanos y hablan en español cubano con la excepción de un cochero de origen gallego, que se caracteriza por la geada, o sea, pronunciada como una aspiración /h/. Precisamente la geada es una de las características más propias de todo gallego bilingüe no culto, cuando habla el castellano y pronuncia “Justavo” por Gustavo, “entrejado” por entregado. Algunos personajes incluso utilizan expresiones muy populares. Únicamente se da un caso de la modalidad metropolitana, cuando Gustavo, molesto, recurre al español castizo y grita: “quitadle esos gustos, rodeadle de principios, y le tenéis desesperado y aburrido de vivir”. Por lo demás, todos los diálogos se caracterizan por el español cubano culto, sin os, vos, vuestro, vosotros y su correspondiente conjugación, pero con un léxico rebuscado (“infausta noticia”, “el infortunio de la amargura”, “sacrificio estéril”, “me asaltó la idea del suicidio”). Por último, tenemos el ensayo dramático El corazón y la cara (1891), de José Hernández, cuya trama ocurre en La Habana. Aunque aquí todos los personajes utilizan el español coloquial culto, ya se aprecia la penetración del coloquial popular a través de dos personajes: María, mulata, y Luis, blanco criollo. Por eso hallamos expresiones de “sabor” popular cubano en el habla de estos dos individuos: “la que le da a la pelota” (persona que se deja sentir, que es reconocida por todos), “tirar un infanzón” (echar una bravata), “con

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paso de mulata” (caminar de forma sensual), “tener el pellejo arrugado como la pasa de bodega” (ser viejo), “no se tire, que puede dar un resbalón” (no arriesgarse), además del apelativo caballería en “¿Qué hay de eso, caballería?”, o el muy cubano socio en “Hola, socio, adelante”. Por lo tardío de esta obra dramática, que se publicó en 1891, y por el hecho de que dos de sus personajes utilicen expresiones del habla popular, lo que no era usual en los dramas cubanos sobre temática nacional, podemos deducir que se iba imponiendo ya en nuestra escena de las postrimerías del siglo xix la necesidad de que lo cubano aflorara en el drama no solo temáticamente, sino lingüísticamente, y que la caracterización idiomática no se limitara únicamente a las comedias y demás géneros humorísticos. En cuanto a la comedia cubana decimonónica cuya acción se desarrolla en Cuba, hallamos un uso más variado de las diversas opciones que ofrecía la situación lingüística del país de aquellos días. Así, tenemos algunas comedias y sainetes cuyos personajes se expresan únicamente en el español metropolitano, con independencia de su origen peninsular o cubano. Ejemplo de ello son El casado por fuerza (s.f.) y El cable sub-marino (1858), de autores desconocidos. En esta última hasta un negro criollo, José, habla como si hubiera nacido en algún lugar de Castilla. El mexicano asentado en Cuba y de quien ya hablamos, Francisco Gabito, quien influido por el romanticismo compuso el drama Gonzalo de Córdoba (1839), “modelo de lenguaje castizo y fácil verificación”, al decir de José Antonio Cortes (en Trelles y Govín, 1910-1915: 204), también es el autor de una comedia cuyo acción transcurre en La Habana y está escrita en el mismo “modelo de lenguaje castizo”: Ya no me caso (1838). Algo similar ocurre en La protección (1848), de J. Pasán —donde la mayoría de los personajes de ascendencia española y el único personaje cubano hablan con el mismo estilo castizo—, en La actualidad juvenil (1877), de Miguel Wenceslao Enamorado, y en Los partidos (1879), de con Rafael Viela. Los antecedentes más importantes de la comedia nacional los encontramos en el ya citado Francisco Gabito con su Ya no me caso (1838), en Ramón Peña con No quiero ser conde (1838), en Juan Antonio Covo con Un volante (1838) y en Lucas Arcadio de Ugarte con El artículo y los autos (1839). Aunque estas obras son elementales en su estructura, son importantes para nosotros, ya que se refieren a la realidad nacional, reflejan ese mundo con bastante

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aproximación y abren las puertas o sientan las bases para el desarrollo ulterior de la verdadera comedia cubana, no solo por el contenido, sino por su lenguaje. La verdadera comedia nacional nació en 1842 con Una aventura o El camino más corto, del habanero José Agustín Millán (m. entre 1810 y 1820). Con Una aventura se fundaron las tendencias en las obras que la anteceden y alcanzaron una dimensión mayor. Esta comedia de Millán, así como otras comedias, juguetes y piezas cómicas que hemos revisado, constituyen realmente una radiografía lingüística, cultural y económica de la sociedad cubana. Millán fue amigo de Covarrubias, y sobre él escribió Biografía de Don Francisco Covarrubias, primer actor de carácter jocoso de los teatros de La Habana (1851), además de un juguete cómico de un acto en beneficio de este: Manjar blanco y majarete (1848). Por eso no debe sorprendernos que en sus obras estén presentes personajes populares al estilo de Covarrubias, y que, siguiendo a Covarrubias, incorporase la música popular a sus comedias. Pero Millán fue más allá e incluso llegó a reflejar la creciente influencia de la penetración económica estadounidense: fue algo así como un cronista de su época. Las obras de Millán tuvieron muy buena acogida en los escenarios de la capital y del interior por su alegre y picaresca gracia. En ellas hallaremos acertadas críticas y agradables sátiras contra ciertas costumbres, lo que nos recuerda en algo al Mirón de Milanés. Los personajes están adecuadamente representados en cuanto a su desarrollo y al animado diálogo. Como se puede apreciar, muchas de sus piezas se inspiraban en acontecimientos de la actualidad del momento, como El cometa del 13 de junio o El fin del mundo, donde su autor critica a la gente crédula, ignorante y supersticiosa, o en El californiano, donde se hace eco de la “fiebre de oro” que se desató en California y que atrajo a varios cubanos, quienes regresaron de Estados Unidos tan pobres como hacia allá salieron. En todas estas obras encontraremos, en líneas generales, el uso del español cubano, pero ya no se trata de un español tan culto, sino que raya en lo popular, aunque no llega a los extremos de otros autores, además de que algunos de sus personajes no cubanos están caracterizados lingüísticamente, ya sea un catalán o un estadounidense. Aventajado discípulo de Millán fue Rafael Otero (1827-1876). Por regla general, los personajes de Otero se expresan en un español cubano semiculto, sin léxico rebuscado, pero salpicado con “sabor cubano”.

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La línea de la comedia sería continuada por Francisco Javier Balmaseda, de quien ya hablamos, cuando nos referimos al llamado teatro mambí. Fue autor de varias comedias, algunas publicadas en La Habana y otras en Cartagena de Colombia, hoy Cartagena de Indias. Su constante fue criticar a los especuladores y farsantes y burlarse de quienes tratan de norteamericanizarse y defienden la anexión a los Estados Unidos de América. Sus personajes utilizan diversas modalidades del español: puede ser la metropolitana culta en boca de personajes de ascendencia española como Don Mariano y Don Cipriano en Los montes de oro, o la cubana coloquial culta en Juan Gutiérrez, Luis y Don Justino en la misma obra. Balmaseda fue un interesante autor de una no prolija producción, aunque muy variada, pues pasó de la comedia cubana “culta” al drama del tipo mambí con Carlos Manuel de Céspedes (1900), hasta producir Amor y riqueza (1888), sobre la que ya volveremos en su momento, por representar una obra del bufo más desarrollado, verdadera revista musical. En fin, como señaló Leal (1978: 61), este autor tocó tres de las corrientes dramáticas de finales del siglo xix. Otros autores de menor relevancia, continuadores de la comedia contemporánea cubana y cuyos personajes se expresan en un español coloquial culto o semiculto cubano, sin una matización fónica ni léxica mediante cubanismos propios del habla popular, son: Casimiro Delmonte, con Rosas y diamantes (1865), cuya escena se desarrolla en Matanzas; José Muñoz y sus Coces contra el aguijón (1866), cuya escena pasa en La Habana; e Ignacio Miranda, con Alma sola, ni canta, ni llora (1867), también con ubicación en La Habana. Un caso especial, en lo referente a la dramaturgia cubana, tenemos en Joaquín Lorenzo Luaces (1826-1867), autor de una tragedia y tres dramas, con quien la comedia alcanzó su plenitud. De sus comedias y un sainete, solamente vio representar el sainete, que obtuvo muy mala crítica, y dos de sus comedias esperaron más de un siglo para un estreno, en 1967 y 1970, respectivamente. Por ejemplo, El becerro de oro permaneció inédita hasta la edición de su Teatro, en 1964, y fue estrenada por el Grupo Teatro Estudio en diciembre de 1967 en La Habana; mientras que El fastasmón de Aravaca fue publicada en la revista santaclareña Islas, en 1971, y estrenada por el Centro Dramático de Las Villas en septiembre de 1970, en Cienfuegos (ver Instituto de Literatura y Lingüística [1980-1984]: I, 512). Amerita la pena

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señalar que Luaces fue un autor incomprendido por su siglo, pues su escasa fortuna dramática simbolizó el aplastamiento de los autores nacionales por los extranjeros, y hasta la propia crítica de la época, representada por José Fornaris (1827-1890), Aurelio Mitjans (1863-1889) y Enrique Piñeyro (1839-1911), lo menospreció como comediógrafo. Sin embargo, sus obras están ahí, y en época más reciente se ha hecho una revalorización más justa de este autor de diáfana cubanía. Las comedias de Luaces constituyen el mejor ejemplo de un teatro que si bien tomó como modelo al dramaturgo francés Molière (1622-1673) —quien en muchas de sus obras imitó a los clásicos españoles— y al español Manuel Bretón de los Herreros (17961874), nos ofrecen una visión cubanizada, que toma este género como punto de partida, pero que lo transforma en un espejo crítico de la sociedad. Y tan cubana es la visión de estas comedias, como cubano es el lenguaje que en ellas se utiliza. En fin, como señalaron Francisco Garzón Céspedes y Carlos Espinosa Domínguez (1984: 21), con Joaquín Lorenzo Luaces la comedia cubana alcanzó su punto más allá del siglo xix, pues en sus obras encontramos ya esbozados elementos que luego se convertirían en valores constantes de nuestro teatro. Seguidores de la línea comediógrafa de Luaces tenemos en el sevillano y aplatanado Antonio Enrique de Zafra (m. 1875), en Juan José Guerrero (¿?-m. 1865) y en José Socorro de León (1831-1869). Si bien Zafra escribió varios dramas ya mencionados, elaboró juguetes cómicos de cierta aceptación: Tres para dos (1865), Dios los cría (1869) y La fiesta del mayoral (1868). En ellos se recurre al español coloquial cubano, pleno de expresiones propias. Con La fiesta del mayoral, Zafra se aproximó a la temática guajira y a los rasgos lingüísticos del habla rural cubana, lo que tendrá más desarrollo en Un guateque en la taberna un martes de carnaval (1864), de Juan José Guerrero. Este último contribuyó a perfilar la imagen del campesino como un personaje feliz, ignorante y honesto, libre de la corrupción de la ciudad, además de ser generoso, a pesar de su pobreza. Con ello, Guerrero devino precursor de este personaje, que fue incorporado posteriormente al bufo, y dio origen a una vertiente campesina del teatro cómico cubano. Socorro de León, asimismo, nos regaló una zarzuela en dos actos, No más cuartos de alquiler (1863), una comedia de costumbres de un acto y en verso, Garrotazo y tente en pie (1863), y un sainete cómico de un acto y en prosa, Un bautizo en

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Jesús María (1865), mientras que José Narciso Zamora escribió El hacendado ridículo (1866), que pudiéramos calificarlo como otro precursor del llamado bufo campesino. A ambos lados de la mal definida frontera entre la comedia de costumbres y el sainete criollo, encontramos a Bartolomé José Crespo y Borbón (18111871). Este gallego del Ferrol arribó a Cuba en 1821, donde se asentó y aplatanó, al extremo de que sus piezas teatrales son un antecedente de nuestro teatro popular. Este autor utilizó el seudónimo de Creto Gangá, por el cual fue más conocido. Creto es la evolución de Crespo > Crepo > Creto, y Gangá es una denominación metaétnica muy usual entre los negreros y esclavistas para identificar a las etnias de los pepel, kissi y yolofe de los actuales Estados de Guinea-Bissau, Sierra Leona, Guinea, Liberia, Senegal, Gambia y Mali, de donde fueron traídos como esclavos a nuestro país. En fin, el seudónimo Creto Gangá servía a su autor para aparentar una cubanía que encubriese su ascendencia peninsular, aunque su teatro, más que resaltar lo cubano, lo denigraba y ridiculizaba. Su primera comedia, El chasco o Vale por mil gallegos el que llega a despuntar (1838) —recordamos que en Cuba llamamos gallegos a todos los españoles—, fue elogiada por José María de Ardueza (1841: 86-89). Realmente, la más notable contribución a la vida teatral cubana de Crespo y Borbón es, sin embargo, la serie de sainetes en que caracteriza lingüísticamente a los negros, es decir, tanto a los negros de nación u originarios de África con su español malamente hablado o bozal, y a los negros criollos o cubanos y a los negros curros. Por eso Leal (1975: I, 270) destacó que su mérito descansa en el tratamiento de la jerga de los negros, y no en su habilidad dramática. No obstante esto, debemos señalar que Crespo y Borbón también caracterizó lingüísticamente a otros personajes. Una revalorización justa de la obra de Crespo y Borbón ha sido realizada por Mary Cruz (1974), quien hasta el presente ha sido el estudioso de nuestra literatura que más ha profundizado en la obra de Creto Gangá. Como señala esta autora, Crespo y Borbón es un descubridor de lo “negro” como parte de lo que estaba conformando la nacionalidad cubana, y “está libre del peso de la herencia española que no pudo sacudir del todo Covarrubias, ni pudieron Millán y otros”. Desde Covarrubias hasta Crespo y Borbón se fueron creando las condiciones para que surgieran esas manifestaciones de una producción que englobamos bajo el concepto de teatro bufo, o sea, un teatro cómico que

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raya en lo burdo y lo grotesco. El impulso final para el surgimiento de este tipo de teatro se debió al influjo estadounidense de los minstrels o grupos de comediantes blancos que, disfrazados de negros, interpretaban la música y chistes de los negros norteamericanos. Realmente, se trataba de una versión denigrante y paternalista que glorificaba al “bueno y sumiso negro”. Los primeros minstrels que visitaron Cuba debutaron en el Teatro Villanueva el 23 de enero de 1860. Los ministrels shows fueron muy comunes en nuestro país entre 1860 y 1865, fundamentalmente en La Habana. A este influjo se sumó el de los bufos madrileños, creados en 1866 por Francisco Anderúiz, a imitación de los “bufos parisienses” que hacían época en Francia. Así las cosas, los minstrels y los bufos madrileños tenían en común el sentido musical, el uso de la parodia y el baile, la caricatura y la sátira. Por lo tanto, era lógico que ese género fuera acogido con beneplácito en nuestro país en los momentos que se hacía más evidente el enfrentamiento entre lo español y lo cubano en el período previo al surgimiento de la primera gran guerra independentista, de 1868 a 1878. A los condimentos que aportaron los minstrels estadounidenses y los bufos madrileños, los cubanos añadieron el negrito y los tipos vernáculos de nuestra sociedad, por lo que de este modo se sazonó la receta del género. Al parecer, la receta fue acertada, pues la balanza del gusto se inclinó de manera aplastante a favor del nuevo género, que transpiraba más cubanía y que se podía oponer a la tendencia de una parte de la sociedad colonial que únicamente consumía lo extranjero, de indudable mejor calidad, pero que atentaba contra el desarrollo de una conciencia nacional capaz de asimilar todos esos componentes de nuestro amargo vino, pero en fin, nuestro. De esta forma surgió la llamada “bufomanía”, que llegó a extremos insospechados. El iniciador de esta tendencia, el primer “bufomaníaco”, fue el trinitario Francisco Fernández Vilarós, tipógrafo y periodista de origen humilde. Ya residente en La Habana, comenzó a frecuentar la casa de Francisco Valdés Ramírez, a donde también concurrían con frecuencia Miguel Salas (18441896), Jacinto Valdés (1840-1893), Joaquín Robreño (1841-1916), Luis Cruz (¿-?) y José Castellanos (m. 1898). Allí componían guarachas y hacían chistes. Todos ellos eran de procedencia humilde, no eran propietarios de fortunas y no contaban con suficiente tiempo libre para una mayor superación. Este tipo de reuniones, por su contenido y participantes, se diferenciaba muchísimo de la famosa tertulia dirigida por Domingo del Monte

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(1804-1854), escritor cubano nacido en Venezuela y figura sobresaliente del movimiento intelectual de la colonia. Aquí no se producía “literatura”, ni sátira “culta”. Por lo contrario, su intención era descubrir o resaltar ese mundo popular cubano no culto, representado por mulatas de fuego, de “rompe y raja”, de negros cheches, curros y hasta de ñáñigos, de guajiros, de chinos, muchachitas nada ingenuas, en fin, algunos de los personajes que ya habían aflorado en las obras de Milanés y Luaces tímidamente. Pero ahora se trataba de inundar la escena con estos personajes rechazados por una parte de la sociedad cubana, y que, a través de un diálogo doméstico, pleno de choteo, humor y picardía que nos caracteriza, todo apuntalado por pegajosas guarachas, aseguró el triunfo de ese género en Cuba. El domingo 31 de mayo de 1868, cuatro meses y nueve días antes de que estallara la Guerra de los Diez Años, debutaron los bufos habaneros. Su éxito fue inmediato, y en pocas semanas se adueñaron de los escenarios. Pero no debemos olvidar que sus antecedentes arrancan con Covarrubias y pasan por Luaces, Crespo y Borbón, Zafra, Guerrero y Socorro de León, quienes les prepararon el terreno. Bien apertrechados, los bufos habaneros salieron a la arena para hacer frente a la ópera italiana, la zarzuela española y el drama postromántico. Triunfaron porque fueron capaces de llevar a escena elementos de nuestra identidad lingüístico-cultural y también porque su ideología no es esclavista, ni resalta la vida acomodada de la sacarocracia cubana. Pero no fueron más allá, pues no representaban un teatro popular, sino populachero, que hacía reír a costa de la caricaturización, la socarrona burla y el choteo de lo nuestro, el famoso “relajo cubano”. Como observó Leal (1980: 75), los bufos se transformaron en sinónimo de lo cubano, más por rechazo que por aceptación plena, por lo que no es de asombrarse que a los ocho meses de su apertura chocaron con el régimen colonial y se vieron obligados a abandonar el país tras los acontecimientos ocurridos en el habanero Teatro Villanueva el 29 de enero de 1869, cuando durante esa función el público diera vivas a los independentistas y fuese atacado por simpatizantes de las fuerzas colonialistas. Gracias al teatro bufo, los tipos populares del pueblo cubano entraron en la escena con sus aspectos positivos y negativos. Son personajes que conviven en un medio económico en el que las diferencias raciales se borran mediante la convivencia del negrito, la mulata y el gallego, tres personajes casi siempre presentes, y no hay espacio para el tema de discriminación racial, pues

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se trata del sector social más marginado y donde abundó más el mestizaje. Así, las contradicciones amorosas de todo tipo que surgen y dan desarrollo a la trama, se solucionan alegremente mediante la intervención final de la música, que borra los conflictos más agudos. Esta tipología definió también al género, por lo que redujo los caracteres a un esquema fijo, que variaría de acuerdo con las corrientes políticas e ideológicas del momento. Los autores bufos escribieron un teatro para ser actuado y que solo en la escena alcanzaba su verdadera significación. Por eso, lamentablemente, la mayor parte del repertorio está irremediablemente perdido, o se preserva en manuscritos dispersos en diversas bibliotecas, en espera de su valoración y posterior edición. El teatro bufo, desde el punto de vista cultural y lingüístico, representó una herramienta para diferenciar lo cubano de lo hispánico en el teatro. Lamentablemente, con el tiempo derivó en un teatro excesivamente chabacano y hasta de mal gusto, que fue objeto de mucha crítica. Francisco Fernández Vilarós fue un pródigo productor de sainetes bufos. El Diccionario de la literatura cubana (1980-1984: II, 331-332) recoge una impresionante relación de piezas suyas en un acto, pero que no se han preservado hasta el presente. A este autor-actor se debe la creación en nuestro teatro del personaje llamado negro catedrático, que es una adaptación cubana de los minstrels. Este personaje y su denominación se hicieron populares tras la puesta en escena de la pieza Los negros catedráticos, representada en el Teatro Villanueva el 31 de mayo de 1868 (es considerada el debut de este género). El éxito fue tal, que poco después se estrenó El bautizo (1868), segunda parte de Los negros catedráticos. La tercera de las piezas de esta trilogía que comprende a estos personajes fue El negro cheche o Veinte años después (1868), escrita por Vilarós en colaboración con Pedro N. Pequeño y estrenada en el habanero Teatro Villanueva el 26 de julio de 1868. Ya aquí no nos hallamos ante otro nuevo personaje. Si bien Crespo y Borbón llevó al escenario el negro bozal, Vilarós creó el negro catedrático, que no es otra cosa que la segunda fase de la visión blanca del negro, esta vez del negro criollo libre y urbano, quien mediante su trabajo logra algunos ahorros y trata de mejorar su estatus social y nivel cultural, y desea sobresalir por su “cultura” entre quienes lo rodean. Como ya pudimos observar con anterioridad, el catedraticismo lo hallamos entre personajes blancos, en la Mónica de El millonario y la maleta (1863), de

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la Avellaneda, y en la Sofía de A tigre, zorra y bull-dog (1979) y en la Luciana de El becerro de oro (1859), ambas de Luaces. Ahora Vilarós nos lo ofrece entre negros, aunque a ambos, negros y blancos, los define igualmente el anhelo del salto clasista y social, el intento de adaptarse a patrones culturales y lingüísticos de grupos sociales más importantes. Pero el resultado siempre será hacer el ridículo, motivar la comicidad. La acción de Los negros catedráticos se desarrolla en uno de los suburbios de La Habana, donde la población es predominantemente de ascendencia subsahariana, por lo que todos los personajes son negros. Finalmente, con El negro cheche o Veinte años después (1868), se cerró esta trilogía catedrática. Pero Fernández Vilarós no pudo liberarse del personaje por él creado, e insistió en la temática hasta su total agotamiento. De su extensa producción, solo se preservan algunos manuscritos. Lamentablemente, en estas últimas obras Fernández Vilarós se nos manifiesta como reformista, discriminador y conciliador partidario de la unión con España, precisamente en los momentos de mayor enfrentamiento entre los independentistas y los defensores de la dependencia colonial. Si bien el año 1868 fue de gran repercusión para el teatro bufo, el desarrollo de los acontecimientos bélicos del primer año de la guerra y el agudizamiento de los enfrentamientos entre reformistas, anexionistas e independentistas tuvo sus consecuencias para este. Ya avanzada la guerra y reconocida como figura máxima Carlos Manuel de Céspedes (1819-1874), presidente de la República en armas, en el Teatro de Villanueva se representó el 29 de enero de 1869 una comedia burlesca de un acto, Perro huevero, aunque le quemen el hocico (1868), de Juan Francisco Valerio (1829-1878). Si bien esta pieza teatral había sido estrenada meses antes, en 1868, del pueblo enaltecido por el ambiente cubano de la obra se oyeron gritos de vivas a la revolución y a Carlos Manuel de Céspedes. Esto desencadenó un tiroteo, ya que entre los espectadores también había voluntarios o colaboradores cubanos del régimen colonial. Hubo un saldo crecido de víctimas. Así pues, esta comedia de costumbres de carácter urbano y blanco, que transcurre en la Habana, desencadenó los acontecimientos que obligaron a los bufos a refugiarse en el exilio, desde donde no regresaron hasta 1879, una vez terminada la Guerra de los Diez Años. No obstante esto, debemos reconocer que existieron algunos intentos de mantener el género durante los terribles años de la guerra,

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como fue el caso del mexicano aplatanado José Dolores Condrasu. Pero, realmente, el bufo no podía existir en un ambiente de tanta persecución de cualquier manifestación de apoyo a lo cubano, por lo que cesó. Una vez iniciado el período de paz tras la firma del Pacto del Zanjón, que dio por terminada la Guerra de los Diez Años, a Cuba fueron concedidas algunas libertades políticas, y la censura fue menos severa. Este fue el momento aprovechado por los bufos cubanos para regresar del exilio. El trinitario Miguel Salas (1844-1896), hijo de una francesa y de un malagueño, quien se había unido a Fernández Vilarós y se había visto obligado a exilarse en México tras los acontecimientos del Villanueva, regresó a Cuba en 1876. Tres años después, el 21 de agosto de 1879, fundó la famosa compañía Bufos de Salas, que sería la máxima atracción del teatro cubano de las décadas finales del siglo xix. Con Covarrubias compartió la máxima popularidad, y su nombre tuvo tanto atractivo, que incluso tras su muerte, el 20 de junio de 1896, el grupo mantuvo el nombre de Bufos de Salas, por la fama del apellido, pues colmaba los teatros. Salas fue muy exitoso al llevar a escena a negros catedráticos un poco más elaborados que Vilarós. Además, hizo muy popular a otros personajes o “mascavidrios”, los borrachos. Los Bufos de Salas dieron origen a la segunda etapa de este género, mucha más rica en obras, autores e intérpretes. El regreso de los bufos a la escena fue aplastante para el teatro de tendencia españolizante, que se había impuesto durante los años de la guerra. De nuevo, los personajes del bufo inundaron los escenarios, una vez más se escucharon los ritmos cubanos de aquel entonces, la guaracha y el danzón, ya imperantes. Su desarrollo fue tal, que alcanzó la categoría de género chico zarzuelero (ver Leal, 1990: 9). De esta forma, los sainetes iniciales se transformaron en obras largas y se tomó más en cuenta la coreografía. En fin, en esta nueva etapa el género dejó de ser cultivado por un pequeño grupo de autores y devino un movimiento colectivo. Un caso interesante en esta segunda etapa del teatro bufo lo tenemos en José Tamayo y Lastres. Este autor fue descubierto por Francisco Fernández Vilarós, quien al frente del grupo español Tipos Provinciales visitó Santiago de Cuba en 1879. Durante las diecisiete funciones que los peninsulares realizaron en esta ciudad conocieron a Tamayo, de quien estrenaron en 1879 Traviata o La morena de las clavellinas, parodia de la obra homónima de Verdi. Tamayo también escribió ingeniosas parodias, como Caneca (parodia

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de El trovador) y Jorobeta (parodia de Rigoletto). Este fue un recurso muy manido del teatro bufo, pero trasluce un afán nacionalista y una posición contraria a la estética de la sacarocracia cubana, al reducir el ámbito blanco y extranjerizante al ámbito mestizo y satírico del pueblo. Todo esto se ameniza con la música popular cubana, con un final nada trágico. Ignacio Sarachaga (1855-1900), considerado por Leal (1980: 81) como el más brillante autor bufo, fue comparado con el francés Eugène Labiche (1815-1888), autor de más de cien obras teatrales llenas de gracia y realismo. De ahí que a Sarachaga se le llamara “el Labiche cubano”. Para nuestra suerte, varias de sus piezas cómicas se conservaron como manuscritos en la Biblioteca Nacional, y debemos a Leal (1975 y 1991) la edición de algunas de ellas para el disfrute y apreciación de todos nosotros. Algunas de estas obritas son entretenidas parodias de obras europeas con tipos criollos que ridiculizan a los originales, señaló Arrom (1944: 74). Por ejemplo, El doctor machete está basado en El médico a palos de Molière. Por otra parte, en su obra Mefistófeles, denominación del diablo popularizado por el Fausto de Johan Wolfgang Goethe (1749-1832), quien se basó en la antigua leyenda del doctor Fausto, los personajes germánicos fueron sustituidos por el mulato, el gallego, y demás tipos propios del teatro vernáculo cubano. Todos los personajes transpiran una cubanía lingüística indudable, ya sea Margarita, Valentín, Siebel o Marta. En todas sus obras, Sarachaga desarrolló los personajes que ya tenían vigencia en el teatro bufo de 1868, además de dar origen a un personaje nuevo, el “blanco sucio”, como fue llamado el individuo de raza blanca que vivía en el mundo marginado y de predominio negro. Ese es el caso de Bejuco en Lo que pasa en la cocina. Sarachaga fue un gran defensor de lo cubano, especialmente en el aspecto musical, frente a la creciente penetración cultural desde el poderoso vecino estadounidense. Su obra es una parodia crítica, que no pasa por alto ni siquiera la falsa moral familiar. Poseía el don del humor y de la gracia, y sus borrachos, negros, mulatos y blancos, eran vistos con evidente simpatía y humanidad. Sarachaga, al igual que Luaces, es una clave fundamental para comprender nuestro teatro en el siglo xix y analizarlo como una “cultura de existencia”, destacó Leal (1980: 82 y 1990: 8-9). Otro versátil autor de obras bufas fue el habanero Raimundo Cabrera y Borde (1852-192), notable figura autonomista y un prolífero escritor.

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Muchos de sus libros tienen valor autobiográfico. Recurrió al género bufo para censurar históricamente el secuestro de periódicos y otras barbaridades de la política colonial. Muy conocidas fueron sus zarzuelas y revistas bufas. Por ejemplo, logró que se pusiera en escena seis veces consecutivas Viaje a la luna, todo un éxito para la época, pero con Del parque a la luna, logró, en 1888, ciento seis representaciones en el Teatro Cervantes, a pesar de haber sufrido la implacable cuchilla del censor. Con esta última obra creó una especie de “ciencia ficción” y un tipo de utopía autonomista, pues precisamente la escena transcurre en la luna, donde habitan únicamente mujeres que desconocen el valor del dinero, son francas y gentiles, y no están corrompidas. En esta obra tenemos una interesante mezcla de personajes, que van desde las selenitas, que utilizan el español metropolitano culto con un léxico muy rebuscado, hasta un guajiro, un propietario, dos jóvenes, un mendigo, un maestro de escuela, un empleado, e incluso un catalán y un gallego con sus características formas de hablar el castellano. En fin, es una interesante y mordaz parodia de la sociedad cubana colonial de fines de siglo. Ahora bien, con la excepción del gallego y del catalán, los personajes cubanos no llegan a tener una caracterización lingüístico-cultural como la hecha por otros autores bufos. Otros autores de este género tenemos en Olallo Díaz González. Este autor dejó casi cien obras, muchas de la cuales fueron publicadas, por lo que de los cultivadores de este género, es de quien más material se conserva. Como autor bufo cumplió su cometido en lo satírico y lo cómico, pero no fue acucioso en la caracterización lingüístico-cultural de sus personajes. Indiscutiblemente, el lenguaje utilizado en los diálogos de los personajes es el cubano coloquial popular, no el coloquial popular metropolitano, y esto se percibe a través de algún que otro cubanismo y la ausencia de las formas de tratamiento vigentes en España, pero no se llega a caracterizar la pronunciación, ni siquiera la de los peninsulares. En sus obras hallaremos una nueva tendencia en el teatro bufo que, a la larga, acarrearía muchas críticas: la pornografía. Benjamín Sánchez Maldonado fue otro bufomaníaco que incorporó el negro catedrático, el bozal y el criollo a sus obras, así como a la mulata y a un personaje blanco del mundo marginal cubano, el borracho consuetudinario, en las figuras de Cañabrava, en Los hijos de Thalía o Bufos de fin de siglo (1896), y Tomasillo, en La herencia de Canuto (1896). Pero aquí, a diferencia de Díaz

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González, hallaremos una riquísima caracterización lingüístico-cultural de todos los personajes en los tres niveles: el fónico o de la pronunciación —mediante la ortografía—, el léxico y el gramatical. También en las obras de José Barreiro encontraremos negros criollos, catedráticos, bozales, mulatas y mulatos, peninsulares, ya sean gallegos o catalanes, caracterizados idiomáticamente. Pero también tendremos personajes del bajo mundo, caracterizados por su jerga marginal, como Manengue, Chicho y Veneno, negros chéveres en las obras Los cheverones (1896), mientras que en El brujo (1896) afloran los ñáñigos y los negros brujos de la Regla de Palo Monte o Conga. Si los negros curros y las mulatas “de rompe y raja” subieron al escenario con el teatro bufo, era de esperar que pronto lo harían los cheches o chéveres, los ñáñigos y los brujos. Cheche y chévere son vocablos que se generalizaron en Cuba para denominar a los perdonavidas, a los “echao pa’lante”, que imponen sus intereses por el poder de sus músculos y el buen manejo del cuchillo o de la navaja. Casi siempre bien vestidos, elegantes y jactanciosos, campeando por su respeto, los chéveres se ganaron su lugar en el teatro bufo. Su habla es el español coloquial cubano, salpicado de gitanismos y alguna que otra palabra de origen abakuá, además de algunos vocablos hispánicos con un significado muy especial en nuestro contexto. No muy lejos de los chéveres tenemos a los ñáñigos, cuyo sociolecto es muy característico, salpicado de numerosas palabras y expresiones en efik e ibibio. El habla abakuá o náñiga se difundió mucho entre los grupos sociales más marginados (como ocurrió en España con el caló en el seno de la germanía), e incluso no pocos vocablos pasaron al español coloquial popular. Por eso también el náñigo, ya fuese negro, blanco o asiático, se ganó su lugar en la escena bufa, con su forma peculiar de hablar un español coloquial cubano con numerosos vocablos y expresiones muy propias. Por último, tenemos al negro brujo, que es la representación en la escena bufa de practicantes de la llamada Regla de Palo Monte o Conga. Ya finalizando el siglo xix, se puede apreciar en el género bufo dos tendencias en cuanto al lenguaje utilizado para los diálogos. De un lado, tenemos a autores que siguieron utilizando el género con las mismas intenciones de criticar, ironizar y hacer reír, enriqueciendo todo esto con la caracterización lingüístico-cultural de los personajes. Del otro, tenemos a autores que se mantuvieron dentro del género, pero quienes rehuyeron la caracterización lingüístico-cultural detallada.

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En el primer grupo está José María de Quintana, quien en La trichira (1975) incorporó un nuevo tipo de mulata llamada Trichina. Esta mulata es “de rango”, con sus comparsas y catedraticismo, pero no rechaza su ascendencia negra, africana, a diferencia de otros personajes mulatos del teatro bufo. Otro caso interesante nos ofrece la obra de Leopoldo Valdés Godina, Se solicita un novio, estrenada en el Teatro Irigoa el 27 de octubre de 1897, y publicada mucho después, en 1905. En ella, Romualdo, blanco culto y ahijado de Don Froilán, quiere conquistar el amor prohibido de Margarita, hija de Don Homobonio. Para tener acceso a su enamorada y poder conversar con ella, tiene que disfrazarse y hacer de aragonés, de “sportman”, de negro catedrático, de jorobado y de soldado. En cada caso el personaje es caracterizado lingüísticamente. La otra tendencia que mantuvo las típicas intenciones del teatro bufo sin recurrir a la caracterización lingüístico-cultural pormenorizada, es muy limitada. Ejemplo de ello es la obra de Benjamín Sánchez y de José G. Muza. Leal (1980: 81) alertó que la agonía del régimen colonial en Cuba se reflejó en este género, que, a pesar de su cubanía, tenía que ofrecer la visión que las autoridades imponían con la censura. De esa forma, el negro, al que se tiene que admitir como libre después de 1886 debido a la abolición de la esclavitud, es transformado de negrito “simpático e inofensivo” en negro brujo, tenebroso, náñigo y delincuente. De la misma forma, la mulata sandunguera y alegre, devino prostituta, mientras que el blanco en este medio se convirtió en mascavidrio o borracho o en blanco sucio. De esa forma, todos los males de la sociedad se achacaban a los negros y a los blancos que compartían con ellos, ahora que, una vez abolida la esclavitud, todos eran “iguales”. Así las cosas, al decir de Leal (1980: 81), la chancleta adquirió rango de coturno, y las clases populares se transformaban en un submundo de bandoleros y viciosos. Con ello, señaló este estudioso de nuestro teatro, comenzó el proceso de “descubanización” del cubano. Esta etapa de decadencia del teatro bufo, que incluso en algunos casos llegó a lo pornográfico, levantó no pocas voces críticas. Aurelio Mitjans, quien fuera gran investigador y crítico de nuestra literatura, arremetió contra el género en su artículo “Del teatro bufo y la necesidad de reemplazarse fomentando la buena comedia” (1886). Otros fueron más justos, como Ramón Meza, quien en su artículo publicado en La Habana Elegante, en 1887,

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reconoció que en algunos momentos había que buscar en los bufos los verdaderos gérmenes del teatro cubano. Sin embargo, hubo más detractores que elogiadores del teatro bufo. Por ejemplo, Augusto E. Madan y García, en el prólogo a su drama El rey mártir (1894: XXIV), comentó que: Los esperpentos bufos e inmorales que a diario amenan ciertos teatros desdicen, en verdad, de la cultura y buen gusto a que aspiramos; dan al forastero que nos visita muy poca idea de nuestro refinamiento literario y de nuestras costumbres íntimas, gastando tema de esas extravagancias, sin que el consabido aditamento del borracho, la curandera, el pilluelo, la mulata, el catalán, el guajiro, el gallego, el chino, el mandinga, el ñáñigo y el carterista, carecerían de pasaporte para subir al tablero escénico... Si el teatro es el termómetro más fiel de la cultura intelectual de los gustos, las costumbres, de la vida social de los pueblos, mal saldría por cierto el nuestro, si se hicieran depender sus actuales méritos de los grados que marca su termómetro actual.

El género bufo llegó a su fin cuando el Teatro Alhambra, que fuera inaugurado el 13 de septiembre de 1890 por el catalán José Ross, y donde tanto público disfrutó de la bufomanía, pasó a manos de la empresa que reabrió este famoso teatro el 10 de noviembre de 1900, dirigida por José López — alias Pirolo—, Federico Villoch y Miguel Arias. El bufo fue un fenómeno característico del siglo xix, y no debe ser confundido con la creación de Covarrubias, Crespo y Borbón y otros, que son sus antecedentes, ni con la obra de Villoch (1868-1904), los hermanos Gustavo (1873-1957) y Francisco Robreño, estrenada en el teatro capitalino Alhambra. Los bufos nacieron antes de La Demajagua, regresaron con el Zanjón, y se apagaron con los nuevos ocupantes estadounidenses, sentenció R. Leal (1980: 81). Este es su período histórico, su marco histórico-social. Ellos reflejaron la agonía colonial, pero lo hicieron alegremente, aunque bajo la máscara del negrito que ríe se esconde la máscara de la frustración nacional, concluyó nuestro mejor y más profundo historiador de la literatura dramática cubana. Como era de esperar, existió la reacción contra el teatro bufo para desdeñar su aspecto “populachero”, que ya llegaba a lo “vulgar” y “pornográfico”. De ahí que los autores “serios” buscaron en la historia ajena, en los temas extranjeros, un asidero en el cual el sentimentalismo burgués y la superficialidad hipócrita dieron origen a una creación artificial y sin resonancia

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de la que no pudieron escapar muchos dramaturgos. Fue una corriente que demostró gran capacidad para asimilar tanto la forma como el contenido del teatro español. Al respecto, Leal (1980: 85) destacó que precisamente es en estos años en que asoma esa absurda dicotomía de “popular” versus “culto”, que se arrastró penosamente en la neocolonia (1902-1958), y cuya síntesis se realizó años después del triunfo revolucionario de 1959. Ejemplo de teatro españolizante es el drama La ley suprema, del espirituano Aniceto Valdivia, alias Conde Kostia (1857-1927), quien la estrenó en el habanero Teatro Alhambra en abril de 1882, y en la capital española en ese mismo año. La trama se desarrolla en Madrid y responde a los postulados estéticos y éticos de la burguesía peninsular. En fin, la obra responde a un conjunto de ideas que estaba en crisis en Cuba, porque representaban a las superestructuras del coloniaje. La ley suprema triunfó en Madrid y fracasó en La Habana. De igual forma, José de Armas y Cárdenas, alias Justo de Laga (1866-1919), incursionó en el teatro con el drama Los triunfadores, estrenada en el Teatro Tacón en 1895, bajo el título de La lucha por la vida. Realmente, es una obra de evidente contenido español, que atañe más a la aristocracia madrileña que a lo que ocurre en su país de origen. A pesar de esa “desviación” hacia lo hispanizante, también hubo intentos por desarrollar un teatro “culto”. Ramón Meza y Suárez Inclán (1861-1911) fue, indudablemente, un comediógrafo en ciernes, que la ausencia de un movimiento teatral no bufo impidió su mayor desarrollo. Escribió un único ensayo teatral, la comedia en dos actos Una sesión de hipnotismo (1891), verdadera prueba de sus dotes como dramaturgo. En esta obra, de temática cubana, con personajes cubanos, el lenguaje utilizado es el coloquial culto, muy alejado de la caracterización o caricaturización bufa. En fin, con Ramón Meza se cerró el ciclo de la comedia cubana del siglo xix, entendida como un producto literario y no escénico, bien alejada de los bufos y de su concepción paródica. Para concluir esta rápida ojeada al teatro cubano del período colonial, hacemos nuestras las conclusiones a las que llegó Borroto (2005b: 467): En síntesis, puede afirmarse que, pese a los intentos colonialistas por ahogar toda manifestación nacional y el lógico debilitamiento de la actividad teatral durante los años de enfrentamiento bélico, nuestro teatro logró consolidar su cubanía, y fueron estos tiempos las expresiones bufa y mambí sus pilares fundamentales.

LA CARACTERIZACIÓN LINGÜÍSTICO-CULTURAL DE LOS PERSONAJES EN LA LITERATURA DRAMÁTICA CUBANA DEL PERÍODO COLONIAL

Para lograr cierta organicidad en esta descripción, y teniendo como meta matices lingüísticos, dividiremos en dos grandes grupos a los personajes: de un lado, ubicamos a los “no criollos” (término que aquí preferimos al de extranjero) y, del otro, a los criollos o cubanos. Personajes no criollos Peninsulares Entre los personajes no criollos llevados a las tablas descollaron los peninsulares, quienes siempre representaron el mayor componente no criollo de nuestra población durante el período colonial. En algunos casos, los personajes peninsulares se caracterizaron muy sobriamente, sin darles los autores un matiz dialectal, regional, pues se recurrió al español metropolitano coloquial. Sin embargo, debemos señalar que en los dramas históricos cuya trama se desarrolla en Cuba, incluido en esto el teatro mambí, hasta los indios y otros personajes cubanos hablan el español castizo o metropolitano como los personajes peninsulares. Ejemplo de ello tenemos en Un concurso de acreedores (1845), de José Agustín Millán, en A los sesenta un rosario (1847), de José Narciso Zamora, en Los montes de oro (1857), de Francisco Javier Balmaseda, en Del agua mansa nos libre Dios (1867), de Rafael Otero, y en El brujo (1896), de José R. Barreiro. En todos estos casos el habla de los personajes peninsulares se singulariza por el uso constante —en los momentos en que así se requiere— de la segunda persona del plural del paradigma del verbo del español metropolitano, es decir, del pronombre personal vosotros/as

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con sus correspondientes desinencias y la forma átona os (“vosotros sabéis”, “os hallaréis”), además de los imperativos terminados en (“decid”). Esta forma verbal asegura la vinculación e identidad del personaje con su origen peninsular y su diferenciación respecto de los personajes cubanos, a lo que se suma algún que otro vocablo o expresión muy propia del español hablado en la Península. A modo de ejemplo, reproducimos el habla de un celador peninsular en la obra El brujo: Celador

¡Ah, del bohío daos al punto preso en nombre de la cruz, abrid la puerta pronto o fuego mando a hacer!

Además de estos recursos morfológicos están los léxicos, que a veces obligan al propio autor que los utiliza a añadir notas aclaratorias respecto de su significado, por no ser usuales en el habla cubana. Tal es el caso, por ejemplo, del vocablo marrajo en Los montes de oro (1857), que Balmaceda puso en boca del personaje Don Ciriaco, por lo que se vio obligado a añadir la siguiente nota aclaratoria: “Me parece un marrajo1: 1. Marrajo: taimado, malicioso, astuto (Nota del A.)”. En otros casos, los autores han utilizado vocablos de muy evidente uso peninsular, que no llegaron a formar parte de la modalidad cubana, pero cuyo significado era conocido, como maja, currutaco y otras, por lo que no fue necesaria la nota aclaratoria del autor en la obra, y solamente ha bastado con destacarlos en negrita. Por otra parte, se ha recurrido a frases muy usuales en la modalidad peninsular, al parecer conocidas entre nosotros, pero que los autores se han visto obligados a recoger también en negrita en el texto para indicar que tienen un contenido semántico específico en la Península. Otro aspecto que queremos señalar es que también se ha diferenciado el nivel cultural de los personajes españoles mediante la caracterización lingüístico-cultural. Así pues, si todos hablan con la modalidad metropolitana, unos la utilizan en su forma culta y otros incultamente, de acuerdo con los intereses del autor. Como ejemplo tenemos a Simón, un peninsular de escasa erudición, que en Del agua mansa nos libre Dios (1867) representa a un español “aplatanado” que vive en Bejucal,

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nombre de un pueblo cerca de La Habana. Observen que el autor de la obra, Rafael Otero, señala con negrita los errores de pronunciación (“Salí de casa de Triburcio” por Tiburcio; “y con afeuto al mercao” por afecto y mercado; “se pone josca” por hosca), los errores gramaticales (“Viva el lujo y quien lo trujo” por trajo; “Voy dir por esa calle” por ir), los vocablos (“a mi sobrina tan maja”) y los fraseologismos (“tener aire de cadete”; “Por toas las cuatro bandas”), utilizados como recurso caracterizador del habla de este personaje. Amerita la pena aclarar que en esta obra de Otero, el lenguaje inculto de Simón se opone al culto de los personajes criollos. En cuanto a la comedia El brujo (1896), de José R. Barreiro, nos llamó la atención que el personaje Tadeo, de ascendencia gallega, hable con un español no matizado de galaicismos o galleguismos, como ha sido lo usual en otras obras en que los personajes son gallegos y su español galaicado ha sido un recurso de comicidad muy logrado, como es el caso de Blas en A tigre, zorra y bull-dog (1863), de Luaces; del Gallego en Trabajar para el inglés (1887), de Salas; en Del parque a la luna (1888), de Raimundo Cabrera; en el Santiago de La mulata de rango (1891), en el Cayetano de El demonio es la guaracha o Felipe Ginebrita (1891) y en el Ciriaco de La tribuna (1975), las tres de José María de Quintana; y en el Zacarías de Los cheverones (1861), del propio José R. Barreiro. La caracterización lingüístico-cultural de los personajes gallegos que hablan castellano refleja esa situación de diglosia que existía en la Galicia decimonónica, en la que el castellano era la lengua del prestigio, de la cultura, mientras que el gallego era la lengua del hogar entre los menos ilustrados, entre los campesinos y los escasos intelectuales que trataban de mantener su autoconciencia nacional. En la actualidad, esta situación ha ido cambiando lentamente en la región autónoma de Galicia, ya que se ha reforzado el sentimiento de autoconciencia, por lo que el gallego ha sido objeto de mayor estudio y uso, respaldado en parte por la Constitución del Estado español. Los personajes gallegos caracterizados lingüísticamente en la literatura dramática cubana del período colonial representan a gallegos incultos, ya que los cultos utilizan el castellano correctamente, y no un castellano atiborrado de errores de dicción, o sea, un castellano agallegado o galaicado. Por ejemplo, uno de los rasgos más evidentes del castellano agallegado es la pronunciación de la ante como velar fricativa sorda o semisorda.

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Por eso, Luaces pone en boca de Blas la siguiente pronunciación: “ajuarda” por aguarda, “jota” por gota, “justo” por gusto, “lleja” por llega, “juayabito” por guayabito, por citar algunos ejemplos. Este tipo de pronunciación recibe el nombre de geada, y es un matiz muy caracterizador del español galaicado, recurso muy bien aprovechado por los autores mencionados. Pero, por otra parte, también en el castellano galaicado se da lo contrario, es decir, la pronunciación de la y la ante como oclusiva. Así, en La mulata de rango (1891), Blas pronuncia “gorobo” por jorobo o “moguer” por mujer. Otro rasgo del castellano agallegado y utilizado para la caracterización lingüístico-cultural es la pronunciación de la muda del castellano en posición inicial de palabra como , debido a que en gallego es lo usual. En consecuencia, un gallego no versado en castellano diría “fariña” por harina, “formiga” por hormiga, “fago” por hago, como se recoge en las obras estudiadas. Sin embargo, estos mismos autores no repararon en otro matiz propio del castellano agallegado, que es el seseo o pronunciación de la o la ante , como predorsal. Asimismo, no se reparó en otra característica del castellano galaicado, que es el yeísmo, o sea, la no diferenciación de la pronunciación de los grafemas ll y y, como era y es usual en el español metropolitano normativo. Esto se debe, suponemos, a que el seseo y el yeísmo son también rasgos muy propios de la modalidad cubana, por lo que los autores de estas obras no pensaron en que fuera necesario señalar estos rasgos constantemente. No obstante, sí se utilizaron gráficamente como recurso de caracterización del habla de otros peninsulares que sesean, como los andaluces y canarios, y entre quienes también es usual el yeísmo. A continuación reproducimos algunas partes de los diálogos del Blas de Luaces y del Ciriaco de Quintana en un castellano agallegado: Blas

¿Meu señora? [...] Nadir aquí no da una jota d’agua, niña mae, has visto desde el cielo esta injusticia. [...] Quantas nanas [...]

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Foi a abaxarme. [...] Pois eu nou se como ha sido el facerme este feriado. [...] Ciriaco

Cun el debidu respetu Yo te dedicu este ramu [...] Pur ciertu [...] te doy un trompasu que vas a perder los morros [...] Eso es, vieja, una puesía en versu. [...] Lu quies de esu, nun entiendu yo. [...] Bueno voy a sejir —yo te diju cun suspeche que salgas de tu cuidado— cun toda felicidad.

Todos estos personajes gallegos se han caracterizado tanto desde el punto de vista morfológico, como del fonético y del léxico. Por ejemplo, se utiliza “meu” por mío, “nun” por no, “foi” por fui, “pois” por pues, “abaxar” por bajar, nana (mujer casada que llega a ser madre), muñeira (baile de campesinos muy variado y de figuras vistosas y difíciles en que se necesita agilidad y destreza), farruco (denominación aplicada a los gallegos recién llegados de su tierra), entre otros vocablos, además de los matices fonéticos ya mencionados, del que dejamos escapar el cambio de por , tan “galegu”. Todos estos personajes gallegos, además, ya están muy compenetrados con el medio cubano, por lo que podemos calificarlos de “aplatanados”, o sea, como se califica a todo extranjero que ha adquirido las costumbres y los modos de actuar del cubano, y esto se manifiesta, a su vez, también lingüísticamente, pues sobre ellos ejerce su influjo la modalidad cubana del español, no la metropolitana. Además, incluso en Trabajar para el inglés (1887), de Miguel Salas, hallamos a un gallego tan aplatanado, que su pronunciación es cubana, utiliza constantemente

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nuestro chico como forma de tratamiento, y solamente trasluce su ascendencia gallega por las voces farruco, muñeira y otras: Gallego

Aquí tienes al farruco Bailándote la muñeira. Quiéreme, chica, por favor. Quiéreme, chica, por piedad. Que contigo el farruco, mi alma, Tiene ganas de matrimonear.

Pero el colmo del aplatanamiento de un gallego, de su total cubanización, es el caso de Zacarías en Los cheverones (1961), de José R. Barreiro, pues aquí nos hallamos ante un gallego ¡ñáñigo!: Zacarías

Yo soy Zacarías de ñangue flor, el yamba primero, del macaró. Y a cualquier paluchero que me venga con tonás le arrempujo sin reirme seis o siete puñalás para eso me he jurado hoy en el juego. A mí hay que matarme redondo, yo no estoy creyendo en tonás, ni en ñanques, ni en ná. Yo soy Zacarías, alias el galleguito. Y conmigo a rayar yuca todos los chéveres.

Observen la serie de vocablos y expresiones náñigas que utiliza: ñangue, yamba, macaró, jurarse, juego, ñanque, rayar yuca, así como el cubanismo parluchero por el castellanismo parlero (“hablador”) o el verbo “arrempujar” por empujar, tan propio del habla coloquial popular y vulgar cubanas. Si el gallego como personaje fue un recurso manido para lograr la comicidad deseada por su forma de hablar el castellano, los personajes catalanes no se quedaron detrás, como se evidencia en el Don Mateo de Un velorio en Jesús

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María (1848) y en el Tomás de El cometa del trece de junio o El fin del mundo (1857), ambas de José Agustín Millán. Catalanes también son Don José en Una tarde en Nazareno (1864) y en Las boas de Petronila (1864), segunda parte de Una tarde en Nazareno, ambas de Juan José Guerrero; Don Jaime en Casa de la ciudadela (1868), de Francisco de la Madrid; Don Cipriano en La fiesta del mayoral (1868), de Antonio E. de Zafra; Benito en Perico Mascavidrio, de Manuel Mellado; el Catalán en Del parque a la luna (1888) de Raimundo Cabrera; el Sabás de M. de M. o Una posada en Madruga (1891), de José R. Barreiro; y el Jaime de Los cheverones (1961), de José R. Barreiro. Al igual que en el caso de los gallegos, los personajes catalanes se caracterizaron por el uso del español cubano acatalanizado en su pronunciación, morfología y léxico, como podemos apreciar en el Jaime de Barreiro: Jaime

Roden noyas, acaben las guajarias. [...] Munchetas con butifarra [...] Echa la saranda para la coció prieta.

o el Don Jaime de De la Madrid: Don Jaime

No tingas miedu, ca esta noche sarreglat al tibiche y no será la ca tú ta figuras, más tarde arreglaremos la cuenta questa. [...] Me dices sinvergüence enami que ting más vergüence ca tú veinte mil ocasiones! Pues me faltan otra ca un palanquete de estos me llamarem sinvergüence. Mira el curaje y mal sea ca una sube la ca teng. Ahora sí que se han fastidiat ellus.

Si un rasgo esencial del castellano galaicado es la geada o pronunciación de la como ante , como ya señalamos, en cuanto al castellano

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acatalanizado desempeña esta misma función caracterizadora el articular la final de palabra con tensión y ensordecimiento, aproximándola a una : “paret” por pared, “verdat” por verdad, “ustet” por usted. Tan característico también es, asimismo, el pronunciar la final castellana con una fuerte velarización, ya que “[e]l catalá actual no fa una distinció prou clara en la pronunciación del so de l i del de ll”, nos recuerda J. Miracle (1969: XXXIX). Sin embargo, este último rasgo fónico no se señalizó en los textos ortográficamente. Otros rasgos caracterizadores utilizados son los cambios de por de por , como pudimos apreciar en los diálogos reproducidos (“tingas” por tengas, “ellus” por ellos, etc.). En cuanto al léxico, tenemos noya, muncheta, roden, coció y el uso del verbo tener conjugado en primera persona con ting y teng, por influjo de la conjugación del verbo catalán (tinc = primera persona de indicativo), entre otros recursos. Todos estos personajes, gallegos y catalanes, repetimos, representan a peninsulares incultos o poco instruidos, que conviven con el resto de la población en barrios casi marginales o marginales, en estrecha vinculación con las negras y mulatas, lo que servía de base para la trama y los lances amorosos a que tanto se recurría en este tipo de obras cómicas, pues estos españoles eran —y son— grandes admiradores de las negras y mulatas. Por ejemplo, el Jaime de Barreiro confiesa con orgullo que Lo primero que yo tuve era negra de nación. Tuve otra que era conga, hija de carabalí.

Por cierto, en El cometa del trece de junio o El fin del mundo (1857), aflora que entre gallegos y catalanes había discrepancias y tirantez, pues el catalán Tomás expresa que: “Vea usted: un gallego meter medu a un catalán”. Todos estos personajes representan a catalanes aplatanados, quienes en su habla utilizan muchas expresiones propias de los cubanos, y no de los peninsulares, como qué guayabas, el vocablo caballero en función de vocativo y alguno que otro cubanismo, como guagua y guaguancho, así como calificativos muy criollos como barriga de ñame o cherna enciguatada. Los peninsulares que menos han sido llevados a las tablas en el teatro vernáculo cubano son los asturianos y los aragoneses. Si bien es cierto que

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no hemos hallado un personaje asturiano en obras cubanas, por lo contrario, dimos con la única obra bilingüe en que los personajes dialogan en ese dialecto y en castellano, como es el caso del drama La cruz de nácar (1892), de Perfecto F. Usatorre. Recalcamos el carácter bilingüe de esta obra en bable, pues en los otros casos se trata de gallegos o de catalanes que hablan el español agallegado o acatalanado, pero no de diálogos en gallego o catalán. Esta obra fue concebida para ser interpretada únicamente en el seno de la Sociedad Asturiana de Beneficencia, de ahí el uso constante de este dialecto, pero fuera de este ejemplo, no hallamos otro de una pieza dramática bilingüe, como tampoco la existencia de un personaje asturiano en alguna otra obra de la literatura dramática consultada. Debemos recordar que, a diferencia del gallego y del catalán, lenguas neolatinas cuyos hablantes emigraron en grandes cantidades hacia Cuba desde mediados del siglo xix, los asturianos no llegaron a ser tan numerosos. El asturiano es la evolución local del latín llevado a Asturias. A partir del siglo xii, el castellano se impuso en la región e influyó notablemente en la evolución y el consecuente retroceso de esta lengua ante la imposición del castellano. Hoy, el asturiano —llamado también bable— es considerado un dialecto del castellano, y su uso es más bien en el medio familiar, fundamentalmente en las áreas rurales. Los aragoneses tampoco fueron numerosos en Cuba, por lo que solamente hallamos el caso de un personaje de ese origen caracterizado lingüísticamente. Nos referimos al Don Liborio de Luaces, en El becerro de oro (1859). Como ocurre con los personajes gallegos y catalanes, para caracterizar a este aragonés su creador recurrió a matices morfológicos, fonéticos y léxicos que traslucen su ascendencia regional. Veamos: Don Liborio

Me alegro que haiga Una salú... tan mejor. Seré franco, me encocora Hallar aquí a la muchacha, No verla sola me empacha, mi señora y servidor.

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El haiga, de rancio sabor arcaico, la “lechuguina” por lechuga y el “aprecisa” por precisa —que aparecen en otra parte de los diálogos— y el me encorara, que obligó a Luaces a hacer una nota aclaratoria para explicar que significa ‘me molesta’, al igual que en me peta, entre otros ejemplos. Debemos llamar la atención de que, además del castellano, el catalán influyó mucho en el aragonés, por eso en el habla de Liborio hallamos el verbo petar (‘agradar’, complacer’), que realmente es un préstamo del catalán al aragonés, o sea, se trata de un catalanismo en el aragonés. Este influjo tiene que ver con lo siguiente. Cuando a finales del siglo xv decayó la lengua catalana y se extinguió su literatura, el aragonés siguió ese destino. Pero a diferencia del catalán, que a finales del siglo xviii recuperó su prestigio como lengua culta y literaria, fundamentalmente gracias al movimiento reconocido por Reinaxinça (‘Renacimiento’) y al hecho de que el pueblo catalán jamás dejó de utilizar su lengua, el aragonés se fue castellanizando cada vez más y llegó a convertirse en vehículo castellano de expresión. Por eso, para un desconocedor de esta realidad, le parecerá que la caracterización que hizo Luaces de su personaje aragonés no fue tan rica como la que ha hecho de los personajes gallegos y catalanes en otras obras. Pero lo cierto es que los gallegos y catalanes hablan lenguas que reciben y han recibido el influjo del castellano, y cuando hablan en castellano ocurre lo contrario, hablan un castellano galaicado o acatalanizado. Por tanto, es lógico que la diferencia entre el dialecto aragonés y el castellano no sea tan diversa como entre el gallego y el catalán, de un lado y el castellano, del otro, lo que se refleja también en la forma de hablar el español estos individuos. En la comedia Se solicita un novio (1897), de Leopoldo Valdés Codina, uno de los personajes, Romualdo, ahijado de Don Froilán, quiere casarse con Margarita, y para poder acercarse a ella, pues el padre de Margarita lo rechaza, se ve obligado a hacerse pasar por aragonés, por sportman (‘deportista’), por negro catedrático y por jorobado, por lo que en determinado casos también tiene que “disfrazar” su voz, ya que se trata de un blanco criollo. Lo interesante aquí es que el autor de esta comedia obliga a Romualdo a hablar como un aragonés, pero cuando analizamos sus diálogos, lo que aflora es un habla sumamente andaluzada, no un habla que trasluzca un origen aragonés. El autor incurrió en un error, pues un aragonés jamás hablaría de esta forma, con trueques de por , ceceo, caída de intervocálica, gitanismos, etc.:

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Romualdo como aragonés (¡!) Se pué pazá. Pues casi naita: y como he jecho... y yo estoy aburrío de ser soltero y aquí estoy porque he llegao. [...] Me hae farta. Es ustez el pae de la criatura? Pues el anunio del periódico no dice naa de eso. ¡Y yo que decía que pa casarse no había más que dir a la iglesia y que el cura nos echara la bendición! [...] ¿Yo no vargo na? Pues mie ustez que yo creo que vargo mucho! Pero ¿donde está la chiquilla? ¿Se pué sabé? ¡Oiga ustez, chiquía, mie ustez que yo no tolero insurto de naiden! Ya lo habría figurao yo. Estas mocitas lo que quieren son gachós de esos que andan muy empolvados y figurines.

Tal forma de hablar es muy propia del andaluz. Este, por cierto, es el dialecto de personalidad más propia de los dialectos que tiene el castellano, sobre el que R. Lapesa (1988: 508) nos dice que reúne todos los meridionalismos, es decir, comparte con el extremeño, el murciano y los restantes dialectos continentales del castellano, toda una serie de rasgos fonéticos, léxicos y morfológicos, además de que se opone al castellano del centro y norte peninsulares en una serie de caracteres que comprenden la entonación, más variada, y el ritmo, más rápido y vivaz, la fuerza espiratoria, menor, la articulación, más relajada, y la posición fundamental de los órganos, más elevada hacia la punta delantera de la boca, a lo que se suma que la impresión palatal y aguda del andaluza contrasta con la gravedad del acento castellano. En fin, que el habla andaluza tiene un sello inconfundible, resaltado por algún que otro mozarabismo y numerosos gitanismos. Como hasta la primera mitad del siglo xvii el grueso de los emigrantes hacia Cuba era de origen andaluz, y como durante los restantes siglos que comprenden la historia colonial de nuestro país el elemento poblacional de ascendencia andaluza era importante, amén de las relaciones económicas y culturales que vinculaban estrechamente los puertos andaluces con los cubanos, era de esperar que el andaluz, como personaje, apareciera en la literatura

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dramática cubana de ese período. Así pues, Miguel Salas, en Trabajar para el inglés (1887), Ignacio Sarachaga, en El doctor machete (1888), y Olallo Díaz, en Doña Cleta la adivina (1891), hacen aparecer en escena a personajes andaluces con su forma característica de hablar el castellano, con su seseo y su ceceo, su yeísmo, la aspiración de la y la , la supresión de la en final de sílaba o de palabra, la caída de la intervocálica, la confusión de y implosivas, sus gitanismos y otros vocablos específicos, como se puede apreciar en el habla andaluza de uno de los personajes de Trabajar para el inglés: Curro

Que en seo confíao he venío pues como claro se ve, esos ojitos... ¡Chipé! Me han quitao el sentío. Créame usted... ¡Puñale! Que aunque yo soy andalú, hablo siempre la verdá: vale uté má, niña, má que lo que vale el Perú.

Y si los andaluces fueron numerosos en Cuba y se ganaron su derecho a aparecer en la literatura dramática colonial, qué decir de los canarios o “isleños”, como los llamamos nosotros, quienes a partir de la segunda mitad del siglo xvii constituyeron el componente hispánico más numeroso en el poblamiento de la isla y quienes más influyeron en la formación de la cultura campesina cubana y en la matización de nuestra lengua nacional. En cuanto a lo lingüístico, el extrapeninsular canario es un habla que no posee una personalidad tan propia como el andaluz, por lo que algunos especialistas no lo clasifican como dialecto, sino como habla de tránsito, pues comparte con el andaluz, el extremeño y el murciano meridionales toda una serie de rasgos en todos los niveles de la lengua, además de haber recibido cierto influjo de las hablas hispanoamericanas, fundamentalmente de la modalidad cubana. Además, la presencia andaluza en el habla canaria es indudable, y ello se debe a la cercanía geográfica y a la procedencia andaluza de las empresas que intervinieron en la conquista y colonización de Canarias. Así pues, si los andaluces conquistaron, colonizaron y repoblaron

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este archipiélago y, por ende, el habla de los canarios trasluce este hecho, y si además los canarios emigraron en grandes cantidades hacia Cuba, como los andaluces, no debe sorprendernos, como ya dijimos en otra oportunidad, que nuestra forma de hablar el español se diferencia de la usual en el centro y norte de España, ya que siempre se mantuvo el nexo entre Cuba, Canarias y la Andalucía occidental. Por tanto, un canario será también seseante y yeísta, pronunciará como aspirada la y la o no pronunciará la , olvidará la intervocálica, dirá ustedes por vosotros y conjugará el verbo en tercera persona (como en Andalucía occidental). También confundirá la con la , dirá “haiga” por haya, “probe” por pobre, etc., como podemos apreciar en esta excelente caracterización del lenguaje de un guajiro isleño debida a Bartolomé Crespo en Un ajiaco o La boda de Pancha Jutía y Canuto Raspadura (1847): Geromo

Mandase asentar, señores y no jagan de pericas. Blas machete, a ti te encaigo que jagas lusir la fusta ¡Lifonso cabulla! Bota pa ca las botellas y los vasos. ¿Entendiste? Pues menéyate esas piernas. Destapa y jecha liviano pa que estos señores beban. Lo que yo quiero es que mi negro y mi negra silebren como es debío la boa, y que ustedes tengan un rato alegre jasta que el Pae cura venga.

El canario echó profundas raíces en Cuba, fue un elemento sumamente importante en la etnogénesis de nuestra nación, al extremo de que nunca se les consideró “gallegos”, denominación aplicada, en líneas generales, al resto de los peninsulares. El isleño siempre estuvo en la primera línea del acontecer cubano, desde la creación del primer documento literario cubano, El Espejo

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de paciencia (1608), del canario Silvestre de Balboa, hasta la memorable protesta y rebeldía de los vegueros canarios en el siglo xviii, y hasta su incorporación, en el siglo xix, a las guerras independentistas. No por gusto J. Martí (1975: IV, 424) comentó que: “¿Quién que peleó en Cuba dondequiera que pelease, no recuerda a un héroe isleño? [...] Oprimidos como nosotros, los isleños nos llaman. Nosotros, agradecidos, los amamos”. El canario halló en Cuba a su segunda patria, por eso Geromo expresa con gran satisfacción: Me parece que allá en las Islas estoy.

El habla popular cubana se asemeja tanto a la canaria del siglo xix, que Crespo y Borbón escribe parese y no parece, para indicar el característico seseo canario, que también es nuestro. Incluso algunos autores ni se toman el trabajo de caracterizar lingüísticamente a sus personajes isleños, como es el caso de Paco y Geroma en El barberillo de Jesús María (1875), de J. A. Cobo, y de Guadalupe en Los efectos del billete o La celadora (1891), de Olallo Díaz, pues ya esto era el trabajo de los actores. Ahora bien, debemos recordar que los isleños que se caracterizan lingüísticamente son personajes que traslucen un bajo nivel cultural, como ocurre con el ya mencionado Geromo, así como con Blas y Catana en Un ajiaco o La boda de Pancha Jutía y Canuto Raspadura (1847), de Crespo. Lo mismo es válido para Matías en El hacendado ridículo (1868), de José N. Zamora; para Tiburcio de Una tarde en Nazareno (1864), de Juan J. Guerrero; para Candelario en La fiesta del mayoral (1868), de Enrique de Zafra; para Don Sebastián en Cosas de la ciudadela (1863), de Francisco de la Madrid; y para Nicosia en La trichina (1975) y Rufo en M. de M. o Una posada en Madruga (1891), ambos de José María de Quintana. Aclaramos esto, porque un canario con cierto nivel cultural no eliminaría las eses, no vocalizaría la ni la , y no las confundiría entre sí; pero sí sería seseante, entre otros aspectos que forman parte de la norma culta del habla canaria, así como de la hispánica panamericana. Por último, en cuanto a la caracterización lingüístico-cultural de los personajes peninsulares en la literatura dramática cubana decimonónica, no queremos pasar por alto la única alusión que encontramos relacionada con

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un personaje vasco. Cabe recordar que el vasco es la única lengua prerrománica que se ha preservado hasta nuestros días en la Península Ibérica, y que en el remoto pasado, antes de la llegada de los romanos, se habló en toda la porción nororiental de España y se extendió, en el occidente, hasta tierras de León, Valladolid y Zamora, como lo atestigua la toponimia local. Por el momento, los lingüistas prefirieron considerar el vasco o euskera como una lengua independiente, pues aunque presenta analogías con el sánscrito y otras lenguas indoeuropeas, no forma parte de esta inmensa familia lingüística, de la que se diferencia sustancialmente por su estructura, sobre todo en la conjugación y en la sintaxis. Se considera que es una lengua mixta que ha ido incorporando muchos y variados elementos, por lo que su posible relación con las lenguas caucásicas, camíticas e ibéricas no excluye la posibilidad de afluencia de los lugares indoeuropeos en períodos tempranos (precélticos) y tardíos (romano y germánico). El euskera ha sido muy influido por el latín, el español y el francés, y su uso es muy limitado, pues, según Eneko Oregui Goñi (1984), solamente el 29% de la población mayor de la comunidad etnolingüística actual conoce el euskera. Debido a esto, el conocimiento del castellano, la lengua oficial del país, es muy general, por lo que la interferencia lingüística del vasco en el castellano no está tan generalizada en este caso de diglosia, como sí ocurre con el gallego y el catalán. Tal vez a eso se deba que el personaje vasco de Don Francisco en Los efectos del billete o La celadora (1891), de Olallo Díaz, no haya sido caracterizado lingüísticamente como otros personajes peninsulares. Pero, para dar a entender su origen, el autor, jocosamente, inventó los nombres y apellidos de Grallasco Rutiscurribarru Nesyuazumacarrisgoicobrecuetechea, con simpático “sabor” euskérico. Franceses Si la caracterización lingüístico-cultural de los personajes españoles en la literatura dramática cubana del período colonial llegó a identificar diferencias regionales del complejo mosaico idiomático hispánico, en cuanto a los personajes franceses llevados al escenario cubano no se recurrió a tal especificación, pues los autores de estas piezas teatrales crearon personajes franceses usuarios de un solo y único medio de comunicación, el español cubano afrancesado sin ningún rasgo regional.

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Personajes franceses hallamos en Madame Esther en Un concurso de acreedores (1845), de José Agustín Millán; en Monsieur Lafallete en Apuros de un usurero en la Lonja de La Habana (1848), de Luis Humanes y Mora; en Monsieur Floripan en Del parque a la luna (1882), de Raimundo Cabrera; en Monsieur Miser en Nadie sabe para quien trabaja (1879), de José Florencio López; y en el Francés de El proceso del oso (1882), de Ramón Morales Álvarez, a lo que hay que sumar, en esta misma obrita, a los personajes llamados Minuet y Can-Can. Lo interesante de estos personajes es que hablan en un español lleno de expresiones y vocablos franceses, unas veces escritos en correcto francés, otras veces escritos fonéticamente, y claro está, con los consabidos errores gramaticales en que incurre un francófono que no domina bien el castellano, de otra forma el personaje no sería “cómico”. Por ejemplo, el Monsieur Lafallete habla de la siguiente forma: Que desir ¿mi no comprenant? Dinerro quierro, si sinorro, yo alla camino fierro. [...] Tú vierrá, yo cumplir bien, cumple fecha, yo entregar. ¿Cómo ñama bon amig? [...] Tú nos das dinero, yo romper cabeza. Tre bien Bien yo callar: ¿y esperre aquí ó casa? Tú no bon amig.

Semejante dicción tiene la Madame Esther de Millán: Ah, Monsieur! Ah Monsieur. Monsieur, parle français? Es que yo... yo... hablar poco... el español y... mon Dieu! Yo venir... señor...! yo ser una pobre modesta que se quiere poner el abrigo de usted. [...]

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Yo ser modesta Madame Esther Colert. [...] Usted ser tramposo y su mujer una bripona usted devolver a mi les robes.

Sin embargo, el Monsieur Floripan, de Cabrera, habla un fluido español, matizado con alguna que otra palabra o expresión francesa como “con bastante sans façon [destacado en negrita por el autor]”, “me corresponde parbleu”, etc. En el siguiente monólogo de Monsieur Miser, su autor, Ramón Morales, destacó todos los errores de dicción que comete este personaje debido a la interferencia de su lengua materna en negrita y de la misma forma resalta la pronunciación “a lo cubano” y los cubanismos. Monsieur Miser

Esa escriture maldite me está rompé la cabeza ¿Dónde diable habré caido la maldite documenta? Hay un mes que se extravió ¡Caramba! Yo no lo encuentra si lo sabe don Pancrasio me pierde por Santa Tecla o de un guayabo me guinda o me jorca en una ceiba. La Escribano pronto hicierre. [...] Me han diche que viene hoy montade sobre una yegua.

Morales, además de subrayar en negrita los errores de dicción de este personaje francés, también destaca gráficamente la aspiración de la en “jorca” por horca debido al influjo del habla cubana, así como el verbo guindar, también de sabor cubano. Pero el colmo del aplatanamiento de un personaje francés es Minué, que a pesar de su ascendencia francesa, se ha enraizado tanto en nuestro medio (se trata de la personificación de este tipo de baile que fue tan popular en la Cuba decimonónica), que se ha apropiado del habla popular cubana y de expresiones como estirar la pata, el carro de la lechuza o

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de María la O, bullanguera, timba, de a buten, de bangán, no saber un frijol, tener trichina en la cintura y tener pelota por usted. En El proceso del oso, Morales logró su mayor comicidad el tratar de recoger fonéticamente las intervenciones de Can-Can: Ce muá, mesiés e madams. Ye sui arrivé á la Habana. Qiá bocu de ans me ye crua mes amí que ye ne turneré plus dans la France por que ye ame bom la plátano frito, la moniato a tut sa..., ma guar et un vez de caná pur neciá ye ni á plu picen que un guaracha de guerrerito... au petit bon hom pas plus haut ca aquel talasí... ye chante a Morveil de la operá... uh le vodeil... Music de Ofenbac, le Lecoc. Ne le cruayé pá? Atandé.

Y el relajo de este monólogo en español afrancesado y cubanizado termina con un coro general que canta: Abón enfan de la patríe musiú can-can et arrivé. Con un canto bine yolí recibamos la music.

pero que, en resumidas cuentas, prefiere el anaquillé: “Oyére... anaquillé... Oyére”, un baile afrocubano hoy en desuso (ver Ortiz Fernández, 1991: 29-30). Italianos Otro inmigrante que atrajo la atención de los comediógrafos cubanos fue el italiano debido a su rápida adaptación a nuestro medio y su “simpática” forma de hablar el español, como sucede con uno de los personajes de Miguel Salas en Trabajar para el inglés (1887), el único caso que hallamos de caracterización lingüístico-cultural de un italiano en la literatura dramática cubana. Este no vale niente. Yo habedemo notado que me decia addíoo con la sua mano. [...]

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Oh¡, donna hechicera, que me ha trastornado todo la fuente de mío corazon! [...] Gozo de inmensi piacheri.

Aquí se da el mismo caso de los personajes franceses, pues si bien la lengua italiana posee gran cantidad de dialectos, se tomó el italiano estándar o la lengua oficial del Estado, que se deriva originalmente del dialecto florentino, para caracterizar a los personajes italianos, aun cuando los estudios sobre la emigración de italianos hacia Cuba arroja que estos procedían del sur, o sea, fundamentalmente de las provincias meridionales de Caserta, Salermo, Cosenza y Baslicata, y que eran usuarios de dialectos meridionales (ver Falco, 1912). Alemanes A pesar de lo escasa que fue la emigración alemana en la Cuba del siglo xix, nos llamó la atención que se crearon personajes alemanes, como son las dos alemanas que cantan al compás de un órgano y de un violín, ejecutados, asimismo, por otros dos alemanes, en la obra de Crespo y Borbón, Debajo del tamarindo (1864). La escena se desarrolla en el aquel entonces importante barrio habanero de Mariano, pero todos estos personajes hablan un español con “acento extranjero”: Espuesta á los azares de un mundo fementido de mi patria he salido en busca de mi pan. Entre mortal angustia, mi madre ve mi ausencia y á Dios, por mi ecsistencia demanda su propiedad. Almas piadosas haced que esta infeliz regrese pronto á su país.

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Ingleses y estadounidenses Sumamente interesante es la presencia de personajes ingleses y estadounidenses en algunas comedias y sainetes cubanos, a los que se caracteriza lingüísticamente como usuarios de un español con gran interferencia del inglés. Todas estas obras son de la segunda mitad del siglo xix y evidencian su presencia en el acontecer cubano. A pesar de que hay diferencias entre las modalidades del inglés británico y del norteamericano, los autores caracterizaron lingüísticamente de la misma forma a estos personajes. Su forma de hablar el español fue un recurso muy manido para obtener la comicidad en obras como El novio de mi mujer (1842), de José Agustín Millán, Debajo del Tamarindo (1864), de Bartolomé Crespo, Caneca torero (1891), de José María de Quintana, ¡Arriba con el himno! (1900), de Ignacio Sarachaga y Manuel Saladrigas, y El proceso del oso (1882), de Ramón Morales. Los Mister Denton, Mr. Bulton, Mr. Wilson y Mr. Handkerchief hablan un español salpicado de anglicismos, con mucha interferencia en las construcciones gramaticales (falta de concordancia de género y número, incongruencia de tiempos y personas gramaticales, como por ejemplo: “este pobres” por estos pobres, “el noblese” por la nobleza, “no tenga” por no tengo, etc.) y la pronunciación (“venca” por venga, “cañar” por ganar, “debide” por debido, etc.): Mr. Denton

Do you speak english? What do you come for? Usted no entender inglés. Ese caballero estar en la equivocación... él entrar en mi room.

Mr. Burton

¡Oh! Caramba! Venca un abrazo! Yo le dar á usted mucho la enhorabuenas por lo que cañar la lotería, y por el baile accion que usté hacer con estos pobres estranguerros, á quienes le dar su fortun. Por eso yo querer que se celebrar como es debide al noblese de usté en el finca mío.

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Mr. Wilson

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Yo tener mucho dinero. Yo haber oido mucho palabrería de señor Mazzatini y yo venir desde Europa para ver eso de toro que hace tanta bulla por lo mundo.

Mr. Handkerchief Yo comprender la alegria de este pueblo... Ud. quitar una sílaba el pueblo estar medio contento. Nosotros ir despacio. Usted no negar a mí. quien ser usted.

Pero de todos estos personajes anglohablantes llevados a la escena cubana, ninguno fue tan jocosamente crítico de nuestra forma de hablar el español como Lancero, un tipo de baile de origen inglés, personificado en la comedia El proceso del oso (1975), de Ramón Morales, quien hace simpáticas alusiones críticas al español hablado por los cubanos: Lancero

¡Caramba! mi no sabe como empieza para hablar como este señora. Mi no tenga culpa de esto... Señora... mi ser inglés. Mi estar en La Habana hace tiempo, pero tenga poco conocimiento por que nadie quiere hablá conmigo. [...] Mi entiende bien lo castellano... pero mi tenga un diccionario para aprende... pero tenga la desgracia de no entiende nunca ni una letra po que esta gente de la Habana tenga una manera de hablar bastante rara y no diga más que ¡Guamba! ¡Como mono... tú me va queré!

Por eso Lancero se queja de que “ni pensar que no puede apriende castellano en este país”, y de que “cada vez lo entiende menos”; también de que el cubano no hable el español metropolitano: “probablemente ni habla la castellana vieja y por eso no puede comprender a esta gente”. De ahí que para hablar “en cubano”, “para puede hablar con perfección la castellano nuevo”, no le basta el diccionario, que solamente toma en cuenta la modalidad académica peninsular y no recoge expresiones tan usuales en la Cuba de aquel entonces como tirar la teja, de butén, etc., de lo que se

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lamenta Lancero, quien termina su extensa intervención agradeciendo con un “Zenquiu, mai diar”. Como hemos podido apreciar, de los blancos no criollos, los peninsulares fueron personajes casi omnipresentes en las obras teatrales decimonónicas cubanas, pues de la población extranjera radicada en el país representaban al componente europoide más numeroso. Como Cuba era una colonia española, existían estrechos vínculos con España, por lo que la realidad lingüísticocultural hispánica era muy conocida. Por eso, la caracterización lingüísticocultural de los personajes españoles fue tan rica, al extremo de recurrir, en no pocos casos, a la diferenciación regional de su habla, cuando se caracterizaba al personaje como andaluz, canario, gallego, catalán o castellano, por ejemplo. Esta exquisitez ya no fue válida para otros inmigrantes europeos o de Norteamérica, cuyas lenguas también se distinguen por una fuerte diferenciación dialectal. Chinos Otro grupo de inmigrantes que no escapó a la atención de los comediógrafos cubanos, ya que también constituyeron un elemento matizador de nuestra sociedad colonial a partir de su introducción en Cuba, en 1847, fueron los chinos. Miles de chinos fueron llevados a Cuba para sustituir la mano de obra esclava de ascendencia africana, pero su número nunca llegó a ser tan abrumador, demográficamente hablando, como el hispánico y el africano. No obstante esto, el componente etnolingüístico chino es de interés y no debe subestimarse su aporte a la cultura criolla, cubana. De los múltiples dialectos que actualmente se reconocen como parte de esa lengua que llamamos china (muchos lingüistas consideran hoy el chino como una familia lingüística, no como una lengua), a Cuba llegaron usuarios de los dialectos jakka, min y yue (de estos últimos, los más numerosos fueron los cantoneses). Muchos chinos oriundos conservaron su lengua materna y, en no pocos casos, la han transmitido a su descendencia cubana, solamente en matrimonios endogámicos. O sea, lo usual era que la mujer china transmitiera el legado lingüístico-cultural más que el hombre, pues si un chino se unía a una criolla, su descendencia perdía la lengua. En la actualidad, el chino incluso es el único grupo étnico que todavía publica un periódico en su lengua.

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El inmigrante chino, como parte de nuestra sociedad colonial y como recurso de comicidad debido a la forma en que habla el español, también subió a los escenarios como personaje en obras del teatro vernáculo cubano. En este caso, como en otros, lo que se hacía era caricaturizar al serio y trabajador asiático. En nuestra pesquisa, pudimos hallar personajes chinos en Debajo del tamarindo (1864), de Bartolomé Crespo, en El doctor machete (1888), de Ignacio Sarachaga, y en M. de M. o Una posada en Madruga (1891), de José María de Quintana. José Crespo hizo hablar muy poco a su chino, acaso por la gran cantidad de personajes que hay en su obra: Todo come yo lo mismo. [...] Yo traigo, si, mucho, mucho. [...] ¡Oh, siñó, chino son pobre, dinelo no puede gastá [...] Grasia siñó caballero. Yo servirá la mesa y canta como mi tierra.

Para los chinos, sin lugar a dudas, era mucho más difícil hablar el español que para un francés o un inglés, dada la gran diferencia que hay entre la gramática china y la española. Además, el sistema vocálico y el consonántico difieren mucho entre sí en ambas lenguas. En el Chino de Sarachaga podemos apreciar esto mejor —al igual que en el de Quintana—, por tener un monólogo largo: Chino

Mucha glasia, seño moreno. ¿Y dónde esta lo vetelinalio? Usté pelone: yo so chino trabajaó en la zona de la cañelía del agua, aquí en Vidao. Lotro día yo cargá un pelazo cañelía y me sentía con doló en la coluna beleblá como si me hubiera paltío pol la mitá.

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[...] Yo siñó viní. [...] Pero yo nunca milá esa opelacion. Yo no ta malo. Yo vine pa hablá con Micaela pero Yo no quielo quedá aquí po que esto hombre me va matá. En fin, Cupilo, ploteje chinito enamorao. [...] ¿Sacá bofe pá que? [...] Yo daría mucho peso pa ta en Cantón [...] Conque esa boba y nosotlo va pala calcel. [...] Ese no sebi.

Incluso esta es la única obra en que un chino dice algo supuestamente en chino, en la frase “Louta chin, pa, faciló”, que a pesar de los esfuerzos que hemos hecho por desentrañar su significado, consultando a nuestros amigos hablantes de chino, no hemos podido descifrar qué se quiso decir. Por último, en cuanto a la presencia de estos personajes en obras teatrales cubanas, tenemos la mención que se hace de un chino en La suegra futura (1864), de Juan José Guerrero, donde Don Silvestre se refiere a un chino cocinero en casa de otro personaje, Desideria, en cuya trama tuvo un altercado con ese chino, quien le gritó, supuestamente en chino, “Chin chin, chau chau”, que se interpretó como “el chino come”, es decir, que se lo quiere “comer”, o sea, “matar”. En líneas generales, con independencia de su origen, en la forma de hablar el español los chinos confunden los sonidos sonoros con los sordos (grafema , ante ), trastruecan la con la , pronuncian de forma poco definida la y la finales, asimismo confunden la sílabas átonos con las tónicas, etc. En relación con la entonación, el mayor problema consiste en que tienen una entonación entrecortada. Algunos, al hablar, lo hacen con un ritmo muy diferente al nuestro. Esto exigió gran esfuerzo a los actores que representaron el papel de un chino hablando el español. En cuanto a los fenómenos gramaticales, siendo el español una

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lengua con un complejo sistema flexivo en el paradigma verbal y pronominal y con variaciones de género y número en los sustantivos y adjetivos, a veces los chinos no aciertan con regularidad en los ajustes formales que la estructura gramatical exige. Son muy usuales los errores en la conjugación de los verbos irregulares y en el uso de los tiempos y modos. A esto debemos sumar la dificultad que representa el uso de los artículos y preposiciones. En fin, que un chino llevado a escena aseguraba la comicidad por su forma de hablar, además de las situaciones de la trama. Por último, no queremos pasar por alto que esta denominación étnica se utilizó y continúa siendo utilizada hoy como “vocativo familiar afectuosísimo”, como muy bien señala E. Pichardo y Tapia (1875). Por eso el personaje de Emilia, en Casarse con la familia (1864), de José de Poo, dice: No llevamos relaciones como tres años? Eh, chino?

El autor destacó en negrita las palabras relaciones y chino para indicar otro significado al de los usuales de estas palabras. En este caso el vocablo relaciones se refiere al “noviazgo”, mientras que chino se utilizó aquí no como referencia a un asiático, sino en su función de vocativo de aprecio. Negros bozales De todos los personajes no criollos incorporados a la literatura dramática cubana colonial, con toda seguridad el negro bozal ocupó un lugar destacado como recurso de comicidad y de jocosa caracterización lingüístico-cultural. De los no criollos, el negro bozal fue el más socorrido personaje de las comedias, sainetes y juguetes cómicos, y fue figura principal del teatro bufo. Llama la atención que, en estas obras, haya más negros bozales como personajes que peninsulares, únicamente superados en número por los criollos blancos o negros. Bozales tenemos en Laberintos y trifuca de Canavá (1846), Un ajiaco o La boda de Pancha Jutía y Canuto Raspadura (1864), de Bartolomé Crespo; en A tigre, zorra y bull-dog (1863) y Una hora en la vida de un calavera (1981), de Joaquín Lorenzo Luaces; en La fiesta del mayoral (1968),

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de Enrique de Zafra; en Los negros catedráticos (1868) y El bautizo (1868), de Francisco Fernández; en El negro cheche o Veinte años después (1868), de Pedro N. Pequeño Fernández; en Nadie sabe para quién trabaja (1879), de José Florencio López; en El doctor machete (1888), de Ignacio Sarachaga; en Caneca torero (1891) y en La trinchina (1975), ambas de José María de Quintana; en La herencia de Canuto (1896) y en Las hijas de Thalía o Bufos de fin de siglo (1961), de Benjamín Sánchez; en El brujo (1896), de José R. Barreiro; en La casa de Taita Andrés (1975), de Manuel Mellado; y en El proceso del oso (1882), de Ramón Morales. En la Iberia hubo esclavos negros introducidos desde el África subsahariana en tiempos de la ocupación romana. Sin embargo, a los árabes se debe la introducción masiva de estos esclavos en al-Andalus, donde fungieron como mercenarios, guardias personales y de harenes, así como mano de obra para las construcciones y los trabajos en el campo. Antes de que concluyera la Reconquista, Portugal fue el país que más se dedicó a la explotación de esclavos africanos. Los africanos introducidos en el reino de Portugal se vieron obligados a aprender el portugués para comunicarse con sus amos, la población local y con sus compañeros de infortunio procedentes de otras etnias que no hablaban una misma lengua subsahariana. Así surgió la fala do preto, como fue llamada, despectivamente, la peculiar forma de los negros al hablar el portugués. Esta fala do preto o habla de negro llegó a ser conocida en España, incluso en Castilla, mediante los esclavos importados desde Portugal. La fala do preto con el tiempo fue nombrada bozal en tierras españolas, ya que al negro africano de reciente introducción allí era llamado bozal. Elio Antonio Nebrija, en su Dictionarium Refivirum novisanum... (1495), definió al negro bozal como el “negro recién sacado de su país”; mientras que Sebastián de Covarrubias, en 1611, lo identificó como “negro que no sabe otra lengua que la suya”. En efecto, el negro bozal era el negro introducido en la Península Ibérica desde África, quien se vio obligado a aprender rudimentos del español para comunicarse con sus explotadores e incluso con los otros grupos etnolingüísticos subsaharianos. Cuando el negro africano llegó a ser un nuevo y numeroso componente de la sociedad española de los siglos xvi y xvii, fue lógico que lo incorporaran a varias obras teatrales de la época. El habla del negro, más que sus costumbres y creencias, que su psiquis, fue la base de la caracterización de

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estos personajes. Autores como Lope de Vega, Góngora, Quevedo, Lope de Rueda, entre otros, llevaron a escena a los negros bozales. Por tanto, no debe sorprendernos que estos individuos que matizaron la sociedad cubana del período colonial, también hallaran espacio en la literatura dramática cubana de aquella época. Pero antes de continuar, debemos dejar aclarado algo. Esteban Pichardo y Tapia, en su Diccionario provincial (1875: 102), explicó que, a diferencia de España, donde la curia Filípica establecía que debía estimarse como ladino al negro africano a su año de inmigración, en Cuba llamábamos ladino “al Negro nacido en África, cualquiera que sea el tiempo de su emigración, si se trata de su oriundez: cuando se hable de su mayor ó menor progreso en civilización [incluido, por ende, su conocimiento del español]”. Por tanto, para Pichardo y Tapia estaba clara la diferencia: bozal continuaba siendo el negro africano que no hablaba con fluidez el castellano, aunque llevase diez años o más en Cuba, por ejemplo, mientras que ladino era “el Negro ó Negra africanos que ya está bastante instruido, experto y civilizado, hablando y entendiendo suficientemente el castellano”, con independencia del tiempo de radicación en el país. En cuanto al habla bozal, Pichardo y Tapia (1875: XI) la calificó como “una jerga más confusa mientras mas [sic] reciente la inmigración; pero que se deja entender de cualquier Español fuera de algunas palabras comunes a todos, que necesitan de traducción”. De esta especie de lengua franca de los esclavos “de nación”, se han conservado en nuestro país algunos documentos no vinculados al teatro, donde fue caracterizada. Uno de los más interesantes es la Proclama de Munfundi Sulimán (1809), presidente de un cabildo de negros en La Habana. Hoy se considera el primer documento en “lengua bozal” que nos ha legado el pasado. Además, se preservaron poemas anónimos escritos en esa modalidad hispanoafricana, que también existió en el resto de las Antillas hispanohablantes: en Santo Domingo fue conocida por el nombre de bozal, pero en Puerto Rico se le llamó habla o hablar cangá. Hoy se considera a Francisco Covarrubias el creador en Cuba del personaje del negro bozal. Este autor señala que la fecha más antigua, por lo menos en lo que respecta a interpretación, es la actuación del propio Covarrubias en un diálogo de “negrito” del 14 de diciembre de 1814, y luego en la tonadilla El desengaño feliz o El negrito, del 16 de enero de 1815. Después,

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tenemos al negro bozal de Heredia en El campesino encantado (1819). Sin embargo, fue el gallego aplatanado Bartolomé Crespo y Borbón quien realmente lo popularizó. Con Un ajiaco o La boda de Pancho Jutía y Canuto Raspadura (1847), el “negrito bozalón” se consagró como personaje a mediados del siglo xix. Crespo y sus seguidores realizaron interesantes imitaciones del bozal. Pero debemos alertar que, como señaló con justeza Bachiller y Morales (1883), “algunos escritores del país, no con objeto filológico sino en agradables burlas, imitaron el lenguaje corrompido en poesías populares, como lo hicieron los españoles en sus piezas dramáticas que reflejaban las costumbres, y los portugueses que antes llenaron de negros a Lisboa”. Con esto Bachiller y Morales explicó que el bozal fue llevado a la literatura como una caricaturización, no como una representación fiel de la realidad idiomática, por lo que en este sentido debemos ser sumamente cuidadosos a la hora de estudiar, sobre la base de textos literarios, este medio de comunicación propio de los esclavos entre sí (siempre que no fueran del mismo origen etnolingüístico) y con el circundante mundo hispanohablante. A continuación reproducimos parte de los diálogos en bozal elaborados por Crespo y Borbón para sus personajes de Un ajiaco: Canuto

Visita son lo que me tené cumprumetío. Luno lo que da conseja; lotro revuevé toitico la trato pa curiosiá, mucho qui son rilambío, pidí, tabaco y refreca, y lo ñampia to cosito que lo incuentrá de comía, lo meme que uno gandía. Ma, compare, yo no ve que nu lo trae dingunito de to nelle, ni pa Pancha, ni pa mí való di un chico. Que pa cogé to son güeno to son cumpare y amigo.

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Pancha

¿Qué tá disiendo, Cañuto? Tú ta borracha, o ta loca. ¿Qué tiene tú? ¿Ma po qué son ese cosa? ¿Po qué tené ese fatiga? Ya yo no casa contigo. ¿Qué tú va jasé? Po lo sielo no jago una brutaliá. ¡Poque yo te quiere ma que a la sombra la suelo!

Lucas Macao

Barriga mío son jancha como diabro. Uno casion yo va cun su amo la Bana, cunvite que le dio niña Pipilla cuando la casa cun niño grubié Potrosa; y, cumpare... yo lo traga... ¡Marí Purísima!... Mira carabela, ¿tú ve paila guarapo? Pue ya tú ve barriga mío. Jincháaa yo lo tené po lo meme.

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Rafael Manca-Perros ¡Jah! Carabela...¡La mundo son una cosa mu pícaro!... gente, toda, son cangreja; ¿Na pa cogé? Gato mimo. Yo, camará, te lo traigo tiene que no un pullito, pa que la come con Pancha ahouy pa la salú mío.

En la actualidad, a ciencia cierta, no se sabe si ese medio de comunicación interétnico entre los esclavos africanos y de estos con sus amos fue un estadio de familiarización con la lengua española o un pidgin. Manuel

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Álvarez Nazario (1974) y Germán de Granda (1971) consideraron el “habla del negro” que se recoge en la literatura dramática española y portuguesa de principios del siglo xvi como un reflejo más o menos fiel del habla de los negros africanos. Este tipo de habla, más exactamente la caricaturización lingüística de la forma de hablar el español los negros africanos en las obras dramáticas de la segunda mitad del siglo xvi y todo el xvii, ha sido estudiado por Edmund de Chasca (1946), Juan R. Castellano (1961), Frida Weber de Kurlat (1963), Germán de Granda (1971), Luis Antonio Santos Domínguez (1983), Pilar Sarró López (1988) y Pavel Teyssier (1959). Este último llegó a proponer el análisis del “habla de negros” mediante la comparación con los criollos de África y América, pues una explicación que tuviera como base el estudio de los sustratos africanos resultaría peligroso, ya que los esclavos negros procedían de regiones muy diversas y, por tanto, con lenguas diferentes. Además, como toda lengua histórica, las subsaharianas han sufrido una considerable evolución desde comienzos del siglo xvii (ver Teyssier, 1959: 248-249). Sarró López (1988), en su interesante artículo sobre la morfosintaxis de los personajes negros de Lope de Rueda, concluyó que en los diálogos se manifiestan tres modos lingüísticos: (a) la norma castellana del siglo xvi, (b) la norma vulgar y (c) la base criollo-portuguesa del habla de los negros llegados a España. Santos Domínguez (1983: 97), si bien en cuanto al léxico testifica la ausencia total de subsaharianismos y documenta el uso de portuguesismos y la presencia de algunas peculiaridades que coinciden exactamente con funciones que darían apoyo a lo manifestado por Sarró López (1988), aclaró que estas evidencias no permiten afirmar tácitamente que la lengua que se intentó caracterizar fuese un criollo hablado por los esclavos negros, pues faltan, por ejemplo, rastros de una de las características más marcadas de las lenguas criollas: la existencia de partículas que, antepuestas al verbo, sirven para señalar el tiempo o el aspecto. Terminó Santos Domínguez (1983: 97) su exposición con una advertencia: “hay que tener siempre presente que la intención primordial es la caracterizar, con intención cómica, a una personalidad, por lo que lo literario prima sobre lo lingüístico”, como acertadamente también señaló el ya citado Bachiller y Morales. No han faltado tampoco los estudios comparados entre el “habla de negro” recogida en obras de autores españoles e hispanoamericanos, como es

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el caso de Luis Monguió (1958) y de Rosario Esther Ríos de Torres (1991). Esta última autora comentó que “para nuestra novedosa sorpresa, son los mismos parámetros que posteriormente se evidenciarían en el habla negra del español americano” (Ríos de Torres, 1991: 1323). En cuanto al “habla de negro” de este lado del Atlántico, algunos lingüistas, como Germán de Granda (1976 y 1978) y Matthias Perl (1985), consideran que el bozal fue una lengua criolla que se extinguió debido a un fuerte proceso de descriollización. Incluso otros estudiosos han llegado a creer que el español caribeño en sus inicios fue un habla criolla. Sin embargo, están en mayoría los autores que rechazan la existencia de lenguas criollas en el ámbito antillano hispánico, como Robert A. Hall (1964), Sidney M. Mintz (1971), Karol M. Lawrence (1974), Humberto López Morales (1980, 1983 y 1991) y María Elena Pelly Medina (1985). Ciertamente, este asunto es muy controvertido. Rodolfo Alpízar Castillo (1989) realizó un estudio lingüístico pormenorizado sobre la Explicación de la doctrina cristiana acomodada a la capacidad de los negros bozales, escrita en 1795, publicada en 1797 y reeditada en 1823 por la imprenta habanera de Joaquín Boloña, cuya autoría ha sido achacada a Antonio Nicolás Duque de Estrada. Este manualito, en el que se imita el modo de hablar de los negros bozales como medio de darse a entender y transmitir a los esclavos rudimentos de catolicismo, fue utilizado oficialmente por los capellanes de los ingenios en el adoctrinamiento religioso de los africanos. Al respecto, Alpízar Castillo (1989: 51) señaló que: El estudio de un documento como este no me deja mucho margen para la hipótesis de una lengua criolla del español entre los esclavos de Cuba, pues son prácticamente nulos los elementos presentes en la Explicación... que no correspondan en realidad al sistema del español. En todo caso, lo más que se podría afirmar es que en la obra se refleja que en el habla de los negros bozales se encontraban arcaísmos y regionalismos españoles, mezclados con errores de sintaxis propios de quienes apenas aprendían el idioma tomando como modelos a blancos que, a su vez, tampoco lo dominaban. Muchos de esos regionalismos y arcaísmos se mantienen con mayor o menor fuerza en la actualidad, tanto en América como en España. Como observará quien estudie los fenómenos de nuestra lengua, en muchas regiones del ámbito hispanohablante se mantienen también vacilaciones sintácticas registradas en la obra que hemos comentado como propias del habla de los negros bozales.

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En esta breve ojeada a la caracterización lingüístico-cultural en las obras teatrales cubanas decimonónicas de los negros no criollos o “de nación”, es decir bozales, pudimos apreciar los siguientes recursos utilizados por igual por todos los autores mencionados. En cuanto al aspecto fónico de la pronunciación, se recurrió al cambio de por y de por (“lichón” por lechón, “disí” por decir; “cumpadre” por compadre, “convite” por convite, etc.). Además, por analogía, al parecer, los bozales tendían a usar el diptongo en las formas irregulares de los verbos tener, entregar, venir, etc. Por eso, Ramón Morales pone en boca de su personaje bozal Congo Luango (observen el metaetnónimo como nombre y el topónimo angolano, Luango, como apellido) las formas “entriégalo” por entrégalo, “tiengo” por tengo y “vienga” por venga. Por otra parte, no es extraña la reducción de diptongos, como es el caso de “mu” por muy en boca del Mateo de Enrique de Zafra (La fiesta del mayoral): “tú son un negro mu bruto”, “lo come mu poquitica”, “Yo ta mu viejo, mulata”. Entre las consonantes se utilizó el trueque de por (“diabro” por diablo, “carabaso” por calabozo), y el de por (“colazón” por corazón, “flancés” por francés). Incluso la vibrante múltiple en palabras como arriba y barriga se sustituyó por “aliba” y “baliga”. El seseo se expresó mediante la sustitución de la y la ante por (“disí” por decir, “colasón” por corazón), aunque también es obvio su registro ortográfico, ya que el seseo es parte de nuestra norma, y, por tanto, para todo actor cubano que interpretase a un negro bozal, este sabría que los negros africanos hablaban seseando. Lo mismo ocurre con el yeísmo propio de los cubanos y de los negros bozales, que algunas veces se señala ortográficamente, otras no. Hallamos escasos ejemplos de sustitución de la por la (“narie” por nadie), varias veces utilizada únicamente por Manuel en el monólogo la parla de su personaje bozal Taita Andrés de la obra La casa de Taita Andrés. También vale la pena señalar que la coincidencia de la final de sílaba con la inicial de la siguiente sílabas se simplifica en (“guara” por guarda), como varias veces aparece únicamente en el habla del negro congo Ño José de José María de Quesada, en La trinchina, y ante la desaparece, como se documentó en el habla del Mateo de Antonio E. de Zafra en La fiesta del mayoral (“Aquí aguata yo” por aquí aguardo yo). Las consonantes finales de palabra, por otra parte, suelen olvidarse, como en “mayorá” por mayoral, “jasé” por hacer, “atrá” por atrás,

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“ciná” por cenar, “verdá” por verdad, etc. Asimismo se eliden consonantes (fundamentalmente sibilantes y líquidas) en sílaba interior de palabra, como “pate” por parte, “guta” por gusta, “cuepo” por cuerpo, “cane” por carne, etc. La aspiración de la muda, hoy bastante usual en el habla rural cubana, fue otro recurso muy manido para la caracterización del negro bozal, para lo que bastaba sustituir la muda por la (“jase” por hace, “bujío” por bohío, “josica” por hocico, “juío” por huido, etc.). Pero debemos aclarar que esta aspiración es faríngea, más suave que la velar del castellano peninsular del centro y norte de España. Al parecer, dada su utilización, pronunciar como fricativa la y la ante el diptongo (“güevero” por huevero, “güeno” por bueno) era usual en el bozal como en el habla popular cubana de hoy. Pero mucho más común es, al igual que en el español popular a ambos lados del Atlántico, la caída de la intervocálica, como en “brutaliá” por brutalidad, “indiabrá” por endiablada, etc. Otro fenómeno documentado es la nasalización de las en final de sílaba (“muntripican” por multiplicar). Por otra parte, también hallamos el cambio de por en “dinguno” por ninguno en el habla de los personajes Canuto y Rafael Manca-Perros de Bartolomé Crespo en Un ajiaco. La nasalización de la palatal , asimismo, se documenta en el habla de Rafael Manca-Perros (“ñamar” por llamar, “diesa bebía lo ñaman sevesa” por de esa bebida que llaman cerveza), mientras que la palatalización de la n se recoge en varios personajes (“Cañuto” por Canuto, “dimoño” por demonio). En fonética sintáctica se recogieron varios ejemplos, como “súmese” por su merced, “sacabó” por se acabó, “trae nese jaba” por trae en esa jaba, “lo sojo mío” por los ojos míos, “vasé” por vas a ser, “mijo” por mi hijo. Por último, tenemos varios casos de aféresis o supresión de uno o más sonidos al principio de un vocablo (“namorá” por enamorada, “guanta” por aguanta, “guariente” por aguardiente, “tlaña” por extraña, “ño” por señor, “camará” por encaramada, “ta” por estar, etc.), así como de paragoge o edición de una letra o sílaba al final de un vocablo (“cuno güeve y diese polle” por unos huevos y diez pollos, “mi suamo está felise” por mi amo está feliz) y de epéntesis o adición de una letra en medio de un vocablo (“nengrita” por negrita, “lontería” por lotería). Según comentó Santos Domínguez (1983: 90), para lo que se apoyó en las observaciones hechas por Naro (1977: 134) sobre los procesos de pidginización o surgimiento de un pidgin, los fenómenos como la aféresis, la

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eliminación de grupos consonánticos, adiciones de vocablos o consonantes epentéticas o paragógicas, tan frecuentes en el “habla del negro” de las obras portuguesas y españolas, así como en las hispanoamericanas, representan el esfuerzo del negro africano por hallar la estructura silábica “óptima” para poder expresarse en español. En cuanto al nivel morfológico, los autores creadores de personajes bozales recurrieron a determinados matices que caracterizaron el español hablado por los subsaharianos. Uno de los más evidentes es la usual falta de concordancia de género entre los artículos, sustantivos y adjetivos: “diabro son aguno jembra” por el diablo son algunas hembras, “ese negro coquete” por esa negra coqueta, “la perro” por el perro, “ese cosa” por esa cosa, etc. A esto sumaríamos que en no pocas veces hallamos el cambio de género en los sustantivos españoles, como “la juega” por el juego, “la josica” por el hocico. En lo tocante a los pronombres personales, es constante la aparición explícita del pronombre personal sujeto de primera persona acompañando al verbo, mientras que en las restantes formas de conjugación no se recurre al pronombre personal (“yo eso me mete cun nadie”, “ya yo no casa cuntigo”, “yo tiene la pecho premiao”, etc.). Como se desprende en las obras consultadas, los negros bozales eran loístas, o sea, utilizaban exclusivamente el pronombre personal lo(s) en función de complemento indirecto masculino (de persona o de cosa) o neutro (cuando el antecedente es un pronombre neutro o toda una oración), en lugar de le(s), que es la forma a la que corresponde etimológicamente ejercer esa función. Por eso, en los textos teatrales que imitan el habla bozal hallaremos expresiones como “cunvite que lo dio la niña” o “yo lo diré a mayorá” por convite que le dio la niña o yo le diré al mayoral. Las alteraciones acerca de la conjugación de los tiempos y modos verbales son, asimismo, muy frecuentes. Pero podemos hallar cierta coherencia en el marco de estas alteraciones en el uso de las desinencias verbales. Por ejemplo, el pasado se manifiesta mediante la acentuación de la sílaba final del verbo incorrectamente conjugado: “disí” por dije, “ya yo llegá” por ya yo llegué, “yo viení” o “yo viní” por yo vine. También se ha recurrido al uso de aféresis del verbo estar, “ta”, para expresar pasado: “yo ta viní”. Por otra parte, la propia acentuación de la sílaba final del verbo sirve, igualmente, para expresar el presente (“yo trabajá to lo día” por yo trabajo todos los días, “yo tengá una negra y con ella pasá mucho diguto” por yo tengo una negra y con ella, paso

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muchos disgustos) y el imperativo (“disí lo que da la gana” por di lo que te dé la gana). Pero el contexto y el uso de los adverbios “auoy” (hoy) y “auey” (ayer) permiten rápidamente identificar si se trata de una acción en el presente o en el pasado (“Yo jablá con mayoría / auoy mime y me disí” por yo hablé con el mayoral hoy mismo y me dijo; “Vini auey y contigo no dientrá” por vino ayer y no entró contigo). Como es de esperar, existe gran confusión en el uso de las correspondientes desinencias y formas de las personas gramaticales (“tú no saba [sabes]”, “tú son [eres] un negro bruto”, “ya yo también son [soy] torero”, “yo va ve ni nelle quie so [ser] mujé mío”). Y ya que continuamos con las formas verbales, hallamos casos del uso del infinitivo en lugar de un verbo finito —que algunos consideran un rasgo criollo—, mientras que se recogen desinencias verbales de los modos indicativos, subjuntivo e imperativo y de los tiempos presentes, pasado y futuro, así como de todas las personas gramaticales (excepto de la segunda persona del plural vosotros, propia del español metropolitano), por lo que la totalidad de las ocurrencias verbales registradas por los autores consultados se realizan a través de esta variedad de formas, y no a través de rasgos criollos. Por tanto, hacemos nuestra la conclusión a la que arribó Isabel Martínez Gordo (1991: 79), quien al analizar lo apuntado por Germán de Granda (1978: 488-489) en su estudio sobre los supuestos registros en el habla bozal del libro de Lydia Cabrera, El monte (1952), comentó que “no existe un número significativo —suficiente— de rasgos ‘criollos’ en la estructura verbal del ‘habla bozal’ que recoge El monte”. Por otra parte, nos llamó poderosamente la atención el uso de la forma “nelle” en función de pronombre personal de tercera persona en género femenino y número singular por ella, en “jabla con nelle” (habla con ella), “lo va lleva nelle” (lo va a llevar ella), “yo ve si nelle quie so mujé mío por langresia” (yo voy a ver si ella quiere ser mi mujer por la iglesia). Germán de Granda (1978) y Armin Schwegler (1996ª y 1996b) consideran esta forma pronominal como de origen afrolusitano, documentada en los criollos afroportugueses del golfo de Guinea. Asimismo, la forma “lan” ejerce la función de artículo determinativo en número singular, pero válido tanto para el género masculino como para el femenino: “lan día”, “lan tasajo”, “langresia” (la iglesia).

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Por último, en lo referente a los pronombres posesivos, observamos el uso enfático del pronombre posesivo de tercera persona antepuesto al nombre, y claro está, innecesario en la expresión “mi su amo”. En cuanto a las formas de tratamiento, el negro africano en Cuba aprendía a hablar el castellano sin usar el pronombre de segunda persona del plural (vosotros) y la correspondiente forma átona (os), que es lo usual en la caracterización de los bozales en las obras españolas, pues recurría al ustedes (por eso se documenta “sumesé” por su merced en lugar de “vuesa mercé” por vuestra merced, que era lo usual en España). Además de “su mersé”, el bozal utilizaba “niño” o “niña” al dirigirse a sus amos jóvenes o a personas de raza blanca que apreciaban, mientras que recurrían a “ño” y “ña” (señor/señora) o “siñó” para dirigirse a sus amos jóvenes o a las personas de respeto o desconocidas, amén del común amo/ama. El léxico empleado en la caracterización de los bozales nos deparó la sorpresa de que no apareció una mayor y esperada cantidad de subsaharianismos, ya que fueron dos los únicos vocablos que hallamos de tal procedencia. Se trata de malanga y malafo. Lo interesante es que estos vocablos son propios del habla popular cubana, o sea, su presencia en los diálogos de los bozales se debe al influjo de la modalidad cubana del español, no a un vocablo que trajeron consigo desde África. Recalcamos que esto nos llamó la atención, pues en el caso de la caracterización lingüístico-cultural de españoles, franceses, italianos, estadounidenses e ingleses se recurrió a vocablos propios de esas lenguas, algunos de ellos resaltados en negrita y con explicaciones a pie de página. Por otra parte, en la caracterización del habla de los bozales hallamos unos pocos arcaísmos hispánicos usuales en el habla cubana, fundamentalmente en la rural, como el antiguo adverbio de tiempo y lugar dende (‘de allí’, ‘desde allí’), el verbo aguaitar (‘acechar’), que ya ha desaparecido, pero que se mantiene en el presente en la denominación aguaitacaimán, aplicada a un ave zancuda (familia Ardeidae, Butorides viriscens), también llamada espantacaimán, que emite un estridente chillido de alerta cuando se acerca algún enemigo (que no tiene que ser únicamente el caimán), y de ahí su nombre. Asimismo, encontramos la forma arcaica trujo por la moderna trajo o el uso de un regionalismo hispánico hoy desconocido, manque, en sustitución de la conjunción adversativa aunque, considerada un vulgarismo

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provinciano del murciano y del salmantino: “lo pero güevero / manque le quema josica” (perro huevero / aunque le queme el hocico) sentencia el Manuel de Luaces en A tigre, zorra y bull-dog. Por otra parte, documentamos el uso de occidentalismos, es decir voces y formas presentes en regiones leonesas y gallego-portuguesas que han pasado al andaluz occidental, y de ahí al español cubano. Como tales tenemos “prato” por plato y “branco” por blanco (Idelfonso, en Un ajiaco, dice: “branco sí que lo sabe cantá como risueñó”); uso de d protética en “dalguno” por algunos y “dir” por ir; así como voces como “esmorrecerse” (perder el aliento, desfallecer). Todas estas realizaciones son evidencias de que el negro bozal aprendía a hablar el español en Cuba y que trataba de hacer suya la modalidad cubana. Pensar que los africanos viajaban a Cuba poseyendo ya un medio de comunicación pidgin de base hispanoportuguesa sería aventurado. Acaso los que se introducían desde las posesiones lusitanas en África lo adquirían, pero eso está por ser comprobado. Y qué pensar de los que se importaban desde las posesiones francesas, inglesas, holandesas, los que se introducían desde Jamaica y las Antillas Holandesas, y los que aportaban los negreros estadounidenses y cubanos. Lo cierto es que de la jerga negrera de los tratantes de esclavos de habla inglesa pasaron al español popular de Cuba (no documentados en el habla bozal de los personajes teatrales) varias expresiones, como tifi-tifi (‘ladrón’) de to thief (‘robar’), luku-luku (‘mirar’) de to look (lo mismo), yari-yari (‘lamentarse’) de to yearn (‘suspirar, anhelar’), napi-napi (‘dormir’) de nap (‘siesta’), y el tan controvertido fufú, que algunos piensan que procede de food-food (‘comida’), mientras que otros creen que es una voz de indudable origen subsahariano. Finalmente, en cuanto a la caracterización lingüístico-cultural de los negros no criollos o bozales, debemos recordar que se trata de eso, de una caracterización, no de un registro lingüístico serio de ese medio de comunicación o lengua franca interétnica entre los negros africanos llevados a Cuba y que no trascendió a su descendencia criolla. Además, y esto lo complica todo, el propio Pichardo y Tapia (1875) explicó que asimismo se llamaba bozal “al Colono Asiático y a cualquier extranjero que no sabe o estropea nuestro idioma”. Por tanto, bozales no eran únicamente los negros africanos, sino los franceses, alemanes, ingleses, estadounidenses, yucatecos, chinos y demás

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extranjeros que en nuestra multirracial y plurilingüe sociedad colonial “estropeaban” nuestro idioma. A modo de ilustración, reproducimos aquí diálogos de un inglés, de un chino y de un negro bozal. Inglés ¡Caramba! Mino sabe como empieza para hablar con esta señora. Mi no tenga culpa de esto... Señora... mi ser inglés.

Negro

Chino

Ah! Dios mío! Que tlabajo guanta negro en ete casa. Dimpués que lan día pasa caminando alia, abajo tropía como lan tasajo la cuepo cun la tolete. Yo no va cumplá billete cuando vende mi jutí, y sí venga lontelía yo no guanta fuetefuete.

Mucha glacia, siñó morena. ¿Donde está lo vetelinalio? Usté pelone: yo so chino trabajaó en la zona de la cañelía delagua aquí en Vidao. Lotro día yo calgá un pelazo cañelía y me sentía con doló en la coluna beleblá como si me hubiera paltío po la mitá.

Podemos observar que en estos tres personajes de tan diferente ascendencia lingüística entre sí, se “estropea” gramaticalmente la lengua española, y que estos errores gramaticales de falta de concordancia en cuanto a género y número, entre otros aspectos, son comunes a los tres, con alguna que otra especificidad fónica o léxica en cada caso, debido al influjo de sus respectivas lenguas maternas. O sea, no apreciamos en estas caracterizaciones lingüísticas un distanciamiento gramatical entre el español “chapurreado” por el inglés, el chino y el africano, como para pensar que los africanos fueron los únicos que hubieran podido dar origen a una lengua criolla, mientras que los chinos no. Por eso nos parece que E. Pichardo y Tapia no incurría en un error al destacar que en la Cuba decimonónica se calificaba de “bozal” a todo extranjero que “estropeaba” nuestro idioma, ya fuese este de origen africano, asiático, europeo o estadounidense. Por tanto, pensamos que lo que se identificaba como “lengua bozal” entre los negros africanos en Cuba realmente no era una lengua criolla, y acaso ni siquiera un pidgin, sino más bien un nivel o grado de conocimiento y uso de la lengua española. En algunos africanos este se mantenía casi estático, pues le servía para comunicarse, aunque de forma limitada, mientras que en otros evolucionaba (de acuerdo con el interés y la

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capacidad del hablante), al extremo de que el negro africano en Cuba se le llegó a identificar, lingüísticamente hablando, como bozal o como “ladino”. Y esta diferencia entre “negro bozal” y “negro ladino”, ambos africanos, la aclaró muy bien Pichardo y Tapia (1875: 102), al igual que la costumbre de llamar bozal al extranjero que se expresa incorrectamente en español. Además, al registrar Pichardo y Tapia el vocablo ladino y el concepto con que se le utilizaba en la Cuba decimonónica, destacó claramente que se trata de “[e]l Negro ó Negra africanos que ya está bastante instruido, esperto y civilizado, hablando y entendiendo suficientemente el castellano”. Por otra parte, de haber devenido una lengua criolla entre los africanos lo que se denominó bozal, esta se hubiese preservado en su descendencia criolla como lengua materna. Pero no ocurrió así, ya que “[l]os Negros criollos hablan como los blancos del país de su nacimiento”, como indicó Pichardo y Tapia en el prólogo a su Diccionario (1875: V). Este mismo fenómeno se observa entre los inmigrantes chinos, quienes comenzaron a arribar a nuestro país en la segunda mitad del siglo xix. Por ejemplo, entre los últimos chinos “de nación” que emigraron a Cuba durante la década del cincuenta del presente siglo, todavía hoy hallaremos muchos cuya forma de hablar el español ameritaría el calificativo de “bozal”. Sin embargo, sus hijos criollos, aun cuando proceden de un matrimonio endogámico y hablan chino, dominan a la perfección el español, su lengua materna. En fin, en Cuba no surgió una lengua criolla entre los negros africanos, como tampoco entre los chinos. Esto, claro está, no es óbice para negar que en Cuba se dieron las condiciones favorables para que surgiera una lengua criolla a partir de lo que llamamos bozal, como ocurrió, por ejemplo, en Colombia, en el palenque de San Basilio. Sin embargo, toda una serie de factores atentó contra las posibilidades que propiciaron el surgimiento de una comunidad lingüística de estable y aislada que preservase como medio de comunicación una lengua criolla afrohispánica. Según se desprende de la lectura de los diarios de los rancheadores, como llamaban a los individuos dedicados a la captura de esclavos prófugos, en los palenques se hablaba el español y el bozal, pues a ellos se incorporaban los esclavos que huían, ya fuesen africanos o criollos, negros y mulatos, así como algún que otro negro o mulato libre, o algún culí chino o yucateco. El palenque, en fin, era la forma de sobrevivir en colectivo, en un paraje intrincado y de difícil acceso, libre de los horrores

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de la esclavitud o del trabajo forzoso mediante “salario” (como era el caso de los chinos y yucatecos) en las zonas rurales dominadas por el oprobioso sistema de plantaciones. Además, en los palenques también buscaban refugio las personas perseguidas por la ley. Pero el aislamiento del palenque era relativo. Como demuestran los estudios realizados por Gabino de Rosa Corzo (1991), a lo que sumamos la información que nos ofreció personalmente, los palenques en Cuba mantenían estrechos contactos de todo tipo con la población campesina criolla, hispanohablante, de la zona, al mismo tiempo que realizaban trueques con las propias dotaciones de esclavos en los ingenios (cambiaban miel, cera, carnes saladas, frutos, etc., por sal, azúcar, pólvora y otros alimentos que no podían obtener en el monte). Asimismo, en Cuba se desarrolló tardíamente el sistema de plantaciones, y para esa fecha había gran experiencia en cuanto a la represión de las rebeliones de esclavos, pues rápidamente se asimilaron las tácticas para la localización y destrucción de los palenques del continente. Además, el hecho de ser Cuba una isla larga y estrecha y carecer de grandes macizos montañosos, a la corta o a la larga, se lograba la ubicación y posterior destrucción del palenque. Por eso, los palenques no duraban más de 25 años. En efecto, ningún palenque en Cuba sobrevivió al período colonial, máxime cuando las dos grandes guerras por la independencia (1868-1878 y 1895-1898) no dejaron una sola zona del país ajena al acontecer nacional (a esto no escaparon ni los asentamientos de los franceses y francohaitianos en las intrincadas estribaciones de la Sierra Maestra, que por sus características geográficas pudieron ser calificados de palenques “refinados”). Muchos palenques destruidos devinieron campamentos de los propios rancheadores, quienes aprovechaban su ventajosa posición para incursionar en áreas aledañas. No pocas veces estos palenques, convertidos en campamentos de rancheadores, comenzaron a ser visitados por campesinos, por lo que con el tiempo se convertían en asentamientos rurales estables con una población mayoritariamente de ascendencia europea. Por tanto, los palenques en Cuba tampoco pudieron convertirse en focos de preservación de un habla criolla afrohispánica. Por lo demás, con el cese de la trata negrera, se secó la única fuente que hubiera mantenido vivo el habla bozal en un determinado estrato de la sociedad cubana de aquel entonces, o en un lugar específico de nuestro suelo.

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Así pues, para nosotros el habla bozal no llegó a ser una lengua en el sentido estricto de la palabra, sino un nivel de conocimiento y uso de la lengua española, lógicamente muy alterado en su organicidad gramatical por el subconsciente lingüístico del africano (tal como ocurre con el hablante chino), pero al que el constante influjo de la modalidad cubana del español le daba cierta estabilidad léxico-semántica, fónica y sintáctica. De haber sido el bozal una verdadera lengua criolla, su estructura gramatical hubiese sido muy diferente de lo que aflora en los diálogos de los personajes caracterizados lingüísticamente en nuestro teatro colonial como “negros bozales” o “de nación”. En fin, el proceso histórico de formación del etnos cubano no propició el surgimiento de una lengua criolla, como sí ocurrió en Haití con el créole, en Curazao y Bonaire con el papiamento, o en Colombia con el tan geográficamente limitado palenquero. Y esto se debió al profundo y violento proceso de mestizaje biológico y cultural, de transculturación, acaecido en nuestro país —en el que también tuvieron un peso importante las guerras independentistas decimonónicas—, y a la importante función que desempeñó la lengua española como lengua interétnica y posteriormente como lengua nacional. Por eso no debe sorprendernos que José Martí en 1894, en su artículo “Los cubanos de Jamaica y los revolucionarios de Haití”, publicado en el periódico neoyorquino Patria, resaltara la diferencia entre los procesos históricos y revolucionarios que se desarrollaban en Haití, de un lado, y en Cuba, del otro, y el profundo proceso de transculturación ocurrido en Cuba, que había nivelado bastante las otrora diferencias entre negros y blancos criollos: Hay diferencia entre el alzamiento terrible y magnífico de los esclavos haitianos, recién salidos de la selva de África, contra los colonos cuya arrogancia perpetuaron en la república desigual, parisiense a la vez que primitiva, sus hijos mestizos, y la que, tras un largo período preparatorio en que se ha nivelado, o puesto en vías de nivelarse, la cultura de blancos y negros, entran ambos en suma casi iguales a la fundación de un país [Cuba] cuya libertad han peleado largamente juntos contra un tirano común (Martí, 1975: III, 105).

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Negros curros En la frontera entre el negro no criollo y el negro criollo tenemos al negro curro, otro de los personajes del teatro vernáculo cubano decimonónico. En cuanto a este calificativo, Pichardo y Tapia (1875: 62) explicó que: Aquí no se le da la significación de Francisco, Francisca, que trae el Diccionario de la Academia, sino más bien lo que explica en el adjetivo Currutaco; pero igualmente con extensión a los movimientos efectuados y a la pronunciación andaluza, tanto que Andalucía y Curro han venido a convertirse en sinónimos.

Y más adelante complementa que El Manglar: Así se llama todavía en La Habana toda la barriada del litoral hasta el Hospital del puente de Ch[á]vez, que incluye a Jesús María, aun cuando ya no haya Mangles. Así dicen Negro del Manglar o Curro al nacido ahí o que está con los del mismo punto, llamados Curros, caracterizando un tipo especial en sus modales, vestidos y aun en sus palabras vertidas con cierto estudio y afectación peculiar (Pichardo y Tapia, 1875: 265).

Sobre los negros curros Fernando Ortiz Fernández publicó un interesante artículo en forma seriada en 1928 en la Revista Bimestre Cubana, cuya reedición póstuma, de 1986, estuvo a cargo de Diana Iznaga, quien ha enriquecido el libro del sabio cubano con un utilísimo prólogo y no menos importantes notas aclaratorias. En este trabajo, que desde nuestro punto de vista constituye un ejemplo de investigación sociolingüística de carácter histórico no repetido hasta el presente en Cuba, Ortiz Fernández comentó que: Digamos que los negros curros tenían un habla particular distinta del lenguaje general. Pero no podemos decir que el habla curra era una sección horizontal de la lengua de Cuba, o sea de la sección sociográfica, en sentido vertical [...]. Los negros curros no formaron clase social propiamente dicha. En la estratificación social de Cuba no llegaron a ser un estrato o capa intermedia diferenciada de las inmediatas, sino a modo de ganga afrohispana, arrastrada desde el Guadalquivir hasta la bahía habanera por las corrientes aluviales que de allí nos vinieron, y embolsada en las capas superiores de los yacimientos negros de nuestra sociedad.

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[...] No queremos desperdiciar la oportunidad de anotar aquí como carácter de las cleptoglosas, que a veces equivalen a criptologismo y otras a arcaísmo, como en el caso de la glosa curra, la tendencia al uso de voces alienígenas, que podríamos llamar xenoglosismo. En la jerga curra obsérvanse voces de ascendencia inglesa o africana, como en la germanía española se encuentran vocablos germánicos, árabes, etc., aquí por misioneísmo arcaico, allá por exigencia de neologismo criptológico o metalógico. [...] La parla curra fue una paracleptoglosa, o sea una glosa con fines especiales de ostentación en forma paralela o lateral a la corriente cleptoglosa (Ortiz Fernández, 1986: 84-85).

Además, Argeliers León (1969: 36) expresó que La currería —como se les designaba colectivamente— vestía de un andalucismo pintoresco, con sombrero de ala amplia, de fieltro, pantalones de paño y blusa de seda ancha... Los negros curros sostenían controversias hablando en décimas o espinelas, o en una sucesión de pareados. Eran textos de jactancia declamados con una especial entonación. Se dice que los primeros negros curros imitaban el habla andaluza y se señala su origen en unos negros llegados a Cuba desde el sur de España en el siglo xix.

Debido a lo expuesto por Ortiz Fernández (1986) y León (1969), hemos ubicado al negro curro entre el negro criollo y el negro bozal, ya que no nos hallamos ante un negro cubano en sus orígenes, sino ante negros originarios de Andalucía, quienes echaron raíces en Cuba y fueron imitados por otros negros criollos que trataron de reflejar ese “aire” andaluz, que realmente era una forma de distanciarse de su ascendencia africana, rechazada en parte por ellos mismos. No olvidemos que el negro africano era introducido en Cuba como esclavo, y que su descendencia criolla, ya fuese libre o esclava, sufría la humillante discriminación racial y cultural de la sociedad cubana colonial. Pero el negro curro, aunque también era discriminado, al menos tenía ese “abolengo” de proceder de Andalucía, y no de la “atrasada y salvaje” África negra. Y esto lo hacía sentirse superior al resto de los negros criollos y no criollos. Por eso el negro criollo que devino curro con el decurso de los años, siguió tratando de parecerse más a un andaluz que a un negro cubano, incluida su forma de hablar el español.

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Personajes identificados como negros curros por sus autores y caracterizados lingüísticamente tenemos en el Malarrabia y el Juan de la Cruz de Bartolomé Crespo y Francisco Fernández (El negro cheche o Veinte años después, 1868), y en el Agripino y la Tomasa de Manuel Mellado (Perico masca vidrio, 1880). A modo de ejemplo de lo que fue el habla andaluzada de los negros curros, reproducimos uno de los personajes curros, Carlos: .

Alto ahí, camará, yo sé que usté es bravo como pata de cocuyo, pero mi amol propio ofendío no sufre insultos direitos: prepárese (saca la navaja).

A esto sumamos lo que dice el mulato curro Malarrabia. Por cierto, malarrabia es una palabra de origen árabe, mallahabia, que se aplica a un sabroso dulce con almíbar que nos llegó desde Andalucía, con la corrupción patronímica que “a través de oídos andaluces fue sufriendo la desarabizada palabreja”, comentó Ortiz Fernández (1991: 335). Malarrabia

¡Pues al avío! ¿Es aquí en donde usté, cuaita a cuaita, se querrá tirá conmigo? [...] El hablá de esa manera de una mugé como Pancha Pajatiro, ese no tené veigüensia ni sucustansias. [...] Eso digo: como Cuba nenguna tiera se jaya.

Los diálogos de los personajes definidos por sus autores como curros evidencian un influjo andaluz, aunque su habla ya está bastante aplatanada, cubanizada. Así pues, es muy común el trueque de por (“amol” y “quelel” por amor y querer), la caída de la intervocálica (“desprestigiá” y “cansá” por desprestigiada y cansada), caída de consonantes en función distensiva (“vamo” y “déjeme crusá” por vamos y déjeme cruzar), seseo (resaltado

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ortográficamente, como en “crusar” por cruzar o “veses” por veces), yeísmo (a veces resaltado gráficamente: “ninguna tierra se jaya” por ninguna tierra se halla) y la vocalización de y (“cuaita” y “faita tiempo” por cuarta y falta tiempo). Al respecto, Pichardo y Tapia (1875: XIII) explicó que “en La Habana y Matanzas algunos de los que se titulan Curros, usan la i por la r y la l v.g. ‘poique ei niño pue considerai que es mejoi dinero que papei’”. Como la mayoría de estas realizaciones también matizaron el habla popular cubana, la diferencia en la caracterización lingüístico-cultural de los negros curros y criollos no es tan marcada, pues aquí acaso el mayor peso estriba en la entonación andaluza, mientras que la caracterización del bozal si distó mucho de los patrones lingüísticos del curro y del criollo. A pesar de que en los diálogos de los negros curros hallaremos el léxico característico del español hablado en Cuba, pues no puede ser de otra forma, ya que el contexto es cubano, encontramos algunas voces o expresiones que denotan origen peninsular, andaluz. Por ejemplo, Carlos dice a alguien que “usted es bravo como pata de cocuyo”, cuando un cubano se inclinaría más a utilizar guapo como sinónimo de ‘valiente’. Por eso, Rodríguez Herrera (1958-1959: II, 61) comentó que La Acad. recoge esta acepción de Guapo habiéndola por desusada, aunque vigente en América. Muy común en Cuba este uso de la palabra, pero se va abriendo paso el uso andaluz de Guapo, equivalente a bien parecido, a bonito o bonita. Se ha aplicado el vocablo a nuestros más valerosos generales de la guerra de independencia.

Asimismo, Argelio Santiesteban (1985: 239) señaló que guapo es un americanismo, en el sentido de su significado de ‘valiente’, “[p]oco usado en España, con esta acepción”. También documentamos la palabra zaraza (escrita “sarasa”, para indicar el seseo), que es un andalucismo que se difundió por América y que se utiliza como palabra crítica e irritante en boca del negro curro Francisco, en El negro cheche, quien grita a la curra Tomasa “¡Sarasa!” para zaherirla y burlarse de ella, pues así se denominan los granos y frutas que empiezan a madurar. Santiesteban (1985: 512) documentó que se utiliza tanto en Cuba y Andalucía, como en México, Perú, Puerto Rico y Venezuela: “Se dice que lo está el maíz a medio madurar. Por extensión, se aplica a otras cosas que se hallan en situación intermedia”. Por último, tenemos el caso

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del regionalismo aragonés mandria, que con el significado de “holgazán”, “inútil”, se puso en boca del curro Malarrabia (su uso no lo documenta en Cuba ningún lexicógrafo cubano). Personajes criollos Debemos recordar que la palabra criollo se utilizó por primera vez en un texto geográfico de Juan López de Velazco, publicado en México en 15711574: Los españoles que pasan a aquellas partes [América] y están en ellas mucho tiempo, con la mutación del cielo y del temperamento de las regiones no dejan de recibir alguna diferencia en el color y la calidad de las personas; pero los que nacen en ellas se llaman criollos, y aunque son tontos y habidos por españoles, conocidamente salen ya diferentes en el color y el tamaño.

En 1617, el Inca Garcilaso de la Vega explicaba que “criollos llaman los españoles a los nacidos en el Nuevo Mundo, así sean de padres africanos o españoles”. Por otra parte, en un poema escrito en Cuba en 1608 por el aplatanado canario Silvestre de Balboa, Espejo de paciencia, su autor califica de “criollo” a un negro. Posteriormente, Pichardo y Tapia, en su Diccionario provincial (1875: 51) establecería claramente qué significa el vocablo criollo en Cuba: Cualquier cosa originaria o peculiar del país en comparación de otra exótica o ultramarina, y en este consepto es lo mismo que decir de la tierra. // Criollo, lla.— Por ecselencia la persona blanca nacida en el país con relación a la Europea, y el Negro nacido aquí de padres Africanos; porque si estos son también Criollos, suelen titularse sus hijos Criollos rellollos.

En efecto, del negro africano o “de nación”, ya fuese bozal o ladino, que se unía con una mujer traída del África o nacida en Cuba, surgía otro ser, como la definió Alejo Carpentier (1977: 16): “Y es que, transplantado, el negro del África se ha vuelto otra cosa”. Esta otra cosa, criolla, de raza negra, sería uno de los puntuales del surgimiento y matización de la cultura cubana.

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Por ser criollo el negro, ni la lengua africana de sus padres, ni la jerga bozal a la que se vieron obligados estos a aprender en el contexto cubano, fueron su medio de comunicación: esta función la realizó y realiza plenamente el español en su variante cubana, que es su lengua materna. Por esta razón, Pichardo y Tapia (1875: XII) señaló que “[l]os negros criollos hablan como los blancos del país de su nacimiento”. Así, la variante cubana del español, nuestra lengua nacional, irrumpe en la escena con su colorido propio en boca de los personajes criollos, ya sean blancos o negros. Negros criollos La caracterización lingüístico-cultural del negro criollo no descansará tanto en su forma de pronunciar el español —como ocurre, generalmente, con los personajes no criollos—, como en el léxico y en el significado de las palabras, muchas veces utilizadas con doble sentido para lograr la comicidad. O sea, en estos casos los autores de las obras estudiadas en que aparecen personajes criollos —ya sean blancos o negros— no se esfuerzan tanto por caracterizarlos lingüísticamente. Y si esto se hace, no es con la finalidad de resaltar su ascendencia etnolingüística (africana o europea), sino su nivel cultural (culto o inculto) y su procedencia social (campesino, citadino, marginal, etc.). Realmente, no existe unidad entre los autores a la hora de caracterizar lingüísticamente al negro o negra criollos, como sistemáticamente se hizo con los bozales y otros personajes, fundamentalmente desde el punto de vista fonético o de la pronunciación. Esto nos lleva a pensar que en el teatro decimonónico cubano importaba tanto cómo se expresaba un bozal, por ejemplo, como lo que decía; mientras que en el caso de los personajes criollos, lo que prevalecía es lo que decía, no cómo lo decía. En fin, que la comicidad en los primeros radicaba más en la caracterización (o caricaturización) lingüística de los niveles fónico, morfológico y sintáctico de su habla, mientras que en el de los criollos primó el plano léxico-semántico. Por otra parte, se desprende que para aquellos autores que incursionaron en la caracterización lingüístico-cultural, el bozal tenía un solo y único prototipo lingüístico-cultural, lo que también era válido para el chino y demás personajes no criollos caracterizados mediante su forma de hablar. Sin

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embargo, en el caso de los personajes criollos, incluido el negro, se aprecian diferencias socioculturales, por lo que nos hallamos ante nuevos modelos o patrones lingüísticos a caracterizar. Por ejemplo, todos los personajes de negros criollos de una obra cuya trama se desarrolla en un medio rural, como en En un cachimbo (1881), de Ignacio Sarachaga, en Trabajar para el inglés (1887), de Miguel Salas, en La fuga de Evangelina (1888), de Desiderio Ortiz, en La cena de Taita Andrés (1975), de Manuel Mellado, y en Ojo a la finca (1975) y El hombre de bien (1981), ambas de José Jacinto Milanés, hablan un español “aguajirado”, “acampesinado”, “rural”, no tan metódicamente caracterizado como en los personajes no criollos (citadinos o campesinos), y en los que afloran trueques de por (“señol” por señor), alguna caída de la intervocálica (“partía” por partida), alguna elisión de consonante en posición distensiva (“día” por días, “uté” por usted), así como el cambio de por y casos de aféresis (“siñó” por señor y “pa” y “ta” por para y estar). Esta escueta, menos rica caracterización lingüístico-cultural, se complementa con alguna que otra inversión silábica (“naide” por nadie o “probe” por pobre) y con algún que otro vocablo de “sabor” campesino, como talenquera, seboruco, y nombres de animales y de plantas, en fin, vocablos relacionados con el entorno rural y la cultura material del campesinado cubano. Por cierto, la caracterización lingüístico-cultural del campesino criollo blanco fue más minuciosa. En cuanto al negro criollo citadino, la caracterización se basa más en el léxico que en la fonética, como se aprecia en Los negros catedráticos (1868) y El bautizo (1868), de Francisco Fernández, en Traviata o La morena de las clavellinas (1879), de José Tamayo y Miguel Solas, en Uno como los demás, (1880), de Félix García, en Lo que pasa en la cocina (1881) y El doctor machete (1888), ambas de Ignacio Sarachaga, en Los cheverones (1961), de José R. Barreiro, en Los hijos de Thalía o Bufos de fin de año (1961) de Benjamín Sánchez, y en Saber algo (1981) y El colegio y la casa (1981), ambas de José Jacinto Milanés. Por ejemplo, en Saber algo, si no se hiciera alusión al color de la piel y no se utilizaran algunas expresiones como “niña Mariana” o “ña Martina”, el lenguaje de estos personajes negros sería como el de los criollos blancos, solo que Milanés aclara quién es quién, al clasificar a su personaje como “negro”. En suma, que un negro criollo habla igual que un blanco criollo, y la diferencia lingüística entre ambos radica en lo sociocultural y

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no en lo etnocultural, pues ambos, negros o blancos, son cubanos debido al proceso de transculturación que transcendía las barreras etnolingüísticas. Así pues, el Filomeno de Benjamín Sánchez (Los hijos de Thalía) nos dirá en “buen” cubano popular: Cualquier día se va a armar el sipizabe y alguno va a salir con el güiro roto o las ñatas apabulladas de un galletazo de a folio.

O la Margarita (negra criolla joven) y el Eduardo (mulato) de Sarachaga nos harán reír con la “chispa” y el juego de palabras tan usual del cubano: Eduardo

Hablemos en plata.

Margarita

Pero en plata americana, porque la española no tiene recibo ni pa cuarenta centavos.

A pesar de que se trata de autores cubanos, se aprecia la discriminación racial. Por un lado, jamás hallaremos a un negro criollo culto en estas obras —como sí ocurre con los criollos blancos—, lo que evidencia la discriminadora política cultural en la Cuba colonial, donde el negro —criollo o no criollo— tenía muy limitado acceso a la educación. Por otro lado, en la obra de José Tamayo y Miguel Salas, Traviata o La morena de las clavellinas, en una de las intervenciones de Concho, negro viejo criollo, aflora abiertamente la discriminación incluso entre negros y mulatos: Concho

Además, como voy a permitir que mi hijo se case con una negra, que es mulato y está enamorado de Margarita, que es joven.

Mulatos y mulatas El mulato y la mulata, que racialmente están entre el blanco y el negro criollos, pero que lingüística y culturalmente son tan cubanos como los demás, también fueron llevados a escena. En las obras teatrales consultadas la

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diferenciación del mulato casi siempre estribará en que vive en el mundo marginal citadino, hasta cierto punto hamponesco; mientras que la mulata será un personaje de atracción sexual y de lengua “filosa”, criticona e hiriente, muy zalamera y sandunguera en un contexto urbano. Personajes mulatos de ambos sexos tenemos en la Juana de Joaquín Lorenzo Luaces (La escuela de los parientes, 1853); en el Malarrabia, Juan de la Cruz —mulatos metidos a negros curros— y Cañamaso de Bartolomé Crespo (Debajo del tamarindo, 1864); en Leocadia y Mariana de Francisco de la Madrid (Cosas de la ciudadela, 1868); en Juana y Eduardo de José Tamayo y Miguel Salas (Traviata o La morena de las clavellinas, 1879); en Ángela y Julia de José María de Quintana (La mulata de rango, 1891); en Telesfora de José R. Barreiro (El brujo, 1896); en Nicolasa y Pepillo de Benjamín Sánchez (La herencia de Canuto, 1896); en Rosa y María de José R. Barreriro (Los cheverones, 1961); en Rita de José María de Quintana (La trinchina, 1975); en el Pardo de Joaquín Lorenzo Luaces (Una hora en la vida de una calavera, 1981); y en la Mulata de José Jacinto Milanés (El hombre de bien, 1891). Con la única excepción de El hombre de bien, cuya trama se desarrolla en una zona rural, el personaje mulato es eminentemente un individuo que vive en contexto urbano, citadino, ya sea en Cárdenas, La Habana o en el barrio de Marianao. El mulato, con el negro criollo, nos lo presentan sus autores como un hablante del español popular, que raya en lo vulgar, con sus gitanismos heredados de Andalucía en épocas pretéritas (“jarana”, “sandunga”, etc.), con expresiones como “andarse celebrando á vivir sabroso” (hacer alarde de vivir sin tener que trabajar), “yo me entenderé con el ajiaco (saber cómo resolver los problemas), “¿habrá revoloteo de trompá?” (pelea a puñetazos), “ese hombre que me hace tilín a mí” (no me es ajena esa persona), “lo demás me importa un pito” (pasar por alto cualquier cosa), etc., con cubanismos (“sunsún”, “bachata”, “despachar” —en el sentido de ‘matar’—), con voces incluso de la jerga abacuá (“yamba”, “Ecoriofó”, “ñampe”), diciendo “naitica”, “rumbantelas”, “arrempujarnos”, “tarecos”, “sanguange”, a veces cayendo en errores de dicción (“entrometío” por entrometido, “estuperflauta” por estupefacta) y otros recursos más, fundamentalmente léxicos, con los que se obtenía la comicidad deseada.

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Ese barrio marginal en que se mueve la negra y el negro y criollos y el mulato en las obras teatrales consultadas, también llevó a escena a otro personaje del mundo del hampa cubana: el negro chévere. El negro chévere es un negro también criollo, cubano, pero es el tipo de individuo que se ha abierto su espacio en la sociedad cubana con sus músculos, su prestancia, su bravuconería barata y su “labia”. Pero como personaje no pudo ser tan explotado como el negro bozal, el negro criollo o el mulato. El negro chévere nos hablará en un español cubano que trasciende la frontera de lo popular y se adentra en lo vulgar-marginal, salpicado con vocablos de la jerga abacuá. Negros chéveres tenemos en las obras de Pedro N. Pequeño y Francisco Fernández (El negro cheche o Veinte años después, 1868) y de José R. Barreiro (Los cheverones, 1961). A continuación reproducimos algunos diálogos de los personajes de Los cheverones: Veneno

No me digas más ná. Ese es un tipo parejero que no pelea ni hace ná. Arréglate para la bachata, esta noche se cae la valla [...] Al rastro, a comprar un jierro que coja pajarito. Yo no falto nunca a las bachas. [...] Bueno, galleguito, estás embullado con la morena de a burujón. Bueno, gallo, así me gustan a mí las mujeres.

Manengue

Le preguntaba, porque yo soy manengue el bueno, hasta que mori po.

Chicho

Nada, vieja, ya me han visto en candela y a ese salao lo mando esta noche pa San Antonio el chiquito. [...] Hasta que ñanque, mulata. [...] ¿Ola, gallo, qué hay de nuevo?

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Negros catedráticos Entre los personajes criollos afrodescendientes descuella el negro catedrático por su caracterización lingüístico-cultural y su comportamiento social en la trama. Difiere radicalmente de los patrones lingüísticos del negro chévere, del negro criollo y del mulato. El negro catedrático representa en la escena al negro cubano urbano y libre, que aspira a mejorar su posición socioeconómica mediante la autosuperación y la adquisición de un mejor nivel de educación que el que le permite o al que tiene acceso en la discriminadora sociedad colonial cubana. Por ello se esmera en “pulir” su lenguaje, rechaza lo vulgar y lo chabacano de la pronunciación descuidada del chévere, del negro criollo y del mulato incultos y casi analfabetos. Pero como su formación es autodidacta, mediante el estudio de gramáticas y diccionarios, incurre en dislates léxico-semánticos que lo convierten en el hazmerreír de todos, con lo que deviene un excelente recurso de comicidad en toda obra. A Francisco Fernández Vilarós se debe la creación de este personaje, que aparece por primera vez en la obra Los negros catedráticos —de ahí su nombre—, estrenada el 31 de mayo de 1868 en el Teatro Villanueva. El éxito fue tal, que poco después el propio Fernández Vilarós escribió una continuación, El bautizo (1868), con los mismos personajes. No contento con esto, siguió explotando esta veta hasta su total agotamiento en los sainetes El negro cheche o Veinte años después (1868), compuesta en colaboración con Pedro N. Pequeño, y que constituye la tercera parte de esta trilogía. Asimismo, también escribió Vilarós otra obra con negros catedráticos, Retórica y poética (1884), en la que identifica a Carlota como “negra catedrática”, a Ramón como “negro retórico” y a Luis como “negro poético”. Veamos unos fragmentos de los diálogos de dos negros catedráticos de Fernández Vilarós, extraídos de El bautizo: Aniceto

Saludo épicamente y con la cortesía de ordenanza a las ramas del árbol centrífugo de mi familia anacrónica. [...] Mientras sienta en mis venas elásticas el grito del pabellón de la ilustración progresiva no te faltará un apéndice que te conduzca al templo de Minerva.

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[...] Celebro altamente congratulado el gran adelanto homeopático que ha adquirido el indígena José [se refiere al negro bozal José Congo] en la carrera artística de los cumplimientos fotográficos. Crispín

Ningún individuo instruío se niega nunca a la sinalefa de esas expresiones. [...] Escuche usted, caballero, no abandone nunca los adverbios de imperativo por las conjunciones disyuntivas de tercer grado. [...] Iré después a la soirée.

Personajes de negros catedráticos hallaremos también en la obra de otros autores, como es el José de Ignacio Sarachaga (El doctor machete, 1888), en el Negrito catedrático de Francisco Javier Balmaseda (Amor y riqueza, 1888), en el José de José R. Barreriro (El brujo, 1896) y en el Papagayo y Maruga de Banjamín Sánchez Maldonado (Los hijos de Thalía o Bufos de fin de siglo, 1961). En la caracterización lingüístico-cultural de estos personajes se recurrió muy raramente a la fonética. Por ejemplo, en el fragmento que reprodujimos de las palabras de Crispín, se utilizó “instruío” por instruido, mientras que en el diálogo del José de Sarachaga se utilizó “señó” por señor. Asimismo, en el Aniceto de Fernández Vilarós tenemos “elepción” por elección, “attamente” por altamente, “hiráldica” por heráldica (Los negros catedráticos). Pero, en fin, lo fonético aquí no es el recurso de comicidad principal, como lo es en el caso de los personajes no criollos como el bozal, el chino, el andaluz, el francés... y, en cierto grado, los negros chéveres, criollos y los mulatos. La comicidad del negro catedrático radica fundamentalmente en las ilógicas asociaciones de contenido semántico entre adjetivos y sustantivos: “la aureola ojeriza que circunda la superficie oculística de sus ojos” (José, en El doctor machete); “desapareceré del mapa artístico para dedicarme a la escultura del campo; pero llamado por un telegrama contratante, lacónico y espresivo [aquí espresivo por expresivo no es una caracterización fonética, pues era la grafía usual de aquel entonces]” (Papagayo en Las hijas de Thalía). Por otra parte, en los

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diálogos de estos personajes aparece algún que otro galicismo, como “soirée”, “au revoir”, entre otros que estaban muy en boga entre la gente cultivada de la época, así como algún que otro latinismo, muchas veces alterado. Por eso el José de Sarachaga dice “pescata a la minuta” por peccata minuta. De la misma forma, de vez en cuando, en medio de esa prosopopeya catedrática, a algún personaje se le “escapaban” expresiones cubanas que rayaban en lo “vulgar”, con lo que se logra otro tanto más de comicidad, ya que se pasaba “de lo sublime a lo ridículo”. Eso lo podemos apreciar, otra vez, en el José de Sarachaga, cuando dice: “Lo morrocotudo es tener que cuidar la hija. Todavía hago yo una avería”. Realmente, las combinaciones de palabras que exigía el personaje del negro catedrático requerían de sus autores una agilidad mental y un dominio de la lengua española bastante exigente, como para lograr tan simpática intervención como la del José de Barreriro (El brujo): José

Vengo a pedir al simbólico y metafísico guardia estricta y consoladora satisfacción de ese fuetazo polvérico que me arremetió con un arma pérforo-estruendosa.

Y como si esto fuera poco, tenemos el colmo de la genialidad al convertir a un negro bozal en catedrático. Esta idea se debió a Francisco Fernández, quien en la segunda obra de su famosa trilogía, El bautismo, convirtió a José, negro congo, en negro catedrático. Así, en la escena IV, José, negro bozal, se esfuerza en hablar como catedrático e incluso recurre a la vestimenta de estos —que era otro recurso de caracterización—, pues el propio autor incluye esta nota: “José entra vestido de etiqueta, aunque muy ridículo. Habla con trabajo [destacado por el propio autor]”. Fernández Vilarós acertadamente intercaló algunos rasgos del bozal en el habla “catedratizada” de José, como es la aspiración de la (“jase” por hace), la no concordancia de género entre sustantivo y el pronombre demostrativo ese en función adjetival (“casaca ese” por esa casaca), así como la tan usual forma verbal “yo va a hacer” por yo voy a. Asimismo, hace una referencia al baile africano llamado yuka, muy popular entre los negros “de nación”, en particular entre los congos.

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Lo cierto es que José Congo realizó un grandísimo esfuerzo por convertirse en catedrático. Pero la criolla María, a cuyo amor aspira y por lo que José hace todo este sacrificio, constata que “todavía se le enreda la lengua en la práctica”. Finalmente, muchos años después, ya José Congo, aburrido, hastiado y desengañado, en El negro cheche confiesa que: “yo no so ma aritocrático... que yo ta burrí de toitico prosopopeye”, y abandona su “catedraticismo” para regresar a su trabajo de estibador en los muelles. Así concluye esta fabulosa y simpática metamorfosis de José Congo, un negro bozal que, por amor hacia María, trató de ser catedrático, y aunque en parte lo logró, prefirió volver a su antigua vida de bozal, más realista, menos artificial. Blancos catedráticos El catedraticismo no se dio únicamente entre los negros criollos, sino también entre los cubanos blancos como recurso necesario para el salto clasista, social, en la asfixiante sociedad colonial cubana de mediados del siglo xix. Por ejemplo, el personaje Valentín de José Agustín Millán (Función de toros sin toros, 1857) es un “catedrático”: Teresa! Y que poco meollo tienes. No tienes búsilis; eres... supin, eres solecinista, no tienes ortografía ni sintaxis.

Y confiesa que Como ya yo no soy guajiro: yo estudié en Santiago y soy arquitecto. Justo es que yo trate de elevarme. Y ahora es cosa hecha.

Valentín incluso utiliza el imperativo propio del español metropolitano para dar mayor solemnidad y autoridad a su parla: Uds., avisad a los compañeros.

No obstante, el blanco catedrático como personaje no fue tan explotado como el negro catedrático, por lo que aparece en pocas obras, como en

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la Susana y el Eleuterio de Alfredo Torroella en El ensayo de Don Tenorio (1863), y en el Enrique de La escuela de los parientes (1989) y el Alfredo de El fantasmón de Aravaca (1989), ambas de Luaces. A diferencia del lenguaje de los negros catedráticos, el blanco catedrático no incurre en errores de dicción, pero, al igual que los negros catedráticos, utiliza los galicismos que están de moda entre los estudiantes y las personas cultivadas: “toilet”, “soirée”, etc. Por otra parte, entre los catedráticos negros y blancos aparece de vez en cuando algún que otro cubanismo como guagua, guanajo, etc., pues, claro está, el medio en que se desenvuelven estos personajes es cubano. Blancos criollos De todos los personajes llevados a escena por la literatura dramática cubana colonial, el más común es el del blanco criollo. El blanco criollo, al igual que el negro criollo, ofrecía gran variedad de personajes, con sus correspondientes prototipos sociolingüísticos. Así pues, si hubo negros bozales, criollos, chéveres y catedráticos, el blanco nativo ofrecía toda otra rica veta de personajes para ser llevados a las tablas. Ya pudimos observar que, en cuanto a los criollos, hubo negros catedráticos y blancos catedráticos. Y si hubo negros bozales, la contrapartida blanca fue el guajiro, quien también alteraba considerablemente la lengua española, en su modalidad cubana. No todos los autores en cuyas obras aparecen personajes de guajiros se esmeraron de la misma forma en caracterizar lingüísticamente a los campesinos. Pero, además, debemos aclarar que no todo personaje que aparece en una obra teatral cuya trama se desarrolla en un contexto rural tiene que ser necesariamente un guajiro. Por lo tanto, el guajiro se caracterizó más o menos, de acuerdo con su función en la trama y según los intereses del autor. A veces, el guajiro aparece como un personaje de ambientación, sin mayor interés, por lo que en él no se centra el desarrollo de la obra y, por ende, su caracterización lingüístico-cultural simplemente se pasó por alto o se recurrió a ella muy superficialmente. Por ejemplo, en Amor y guagua (1848) y Una aventura o El camino más largo (1842), ambas de José Agustín Millán, cuyas tramas se desarrollan en cafetales e ingenios de los alrededores de La Habana, el autor no recurrió tanto a su forma de hablar para caracterizarlos: Don Mamerto, Don

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Braulio, en la primera obra, y Don Bonifacio, en la segunda, por su forma de hablar representan a terratenientes o propietarios con cierto nivel cultural, cuya habla es semiculta, salpicada con alguno que otro cubanismo como “macho” (cerdo’) “guanajo (‘pavo’), “espichar” (‘morir’), así como expresiones como “estar pelado con un plátano” (‘sin dinero’) y un americanismo muy usual en aquel entonces, “morisqueta” (‘mohín’). Pedro Chávez, igualmente, en Un desengaño o Las consecuencias de una falta (1855), puso en boca de todos los personajes el habla coloquial culta, aunque Pepillo sea un guajiro, pero no así Arturo, Adela y Doña Encarnación, que representan otro estrato social con otro nivel sociocultural. Un mayor grado de caracterización lingüístico-cultural en cuanto a los personajes campesinos, hallamos en las obras de José Jacinto Milanés, aunque limitada al léxico, o sea, no se recurrió a la fonética mediante la sustitución de grafemas o letras. Así, por ejemplo, en Ojo a la finca (1979), Don Bernardino utiliza algunas expresiones o voces vinculadas al habla rural — “curricán”, “cayuco”, “tomeguín”, “pesquero” (‘sitio de pesca’)— y expresiones como “cortar el lenbracho” (‘limitar la confianza’) o el verbo “mañear” (‘hacer mañas’, ‘ser habilidoso’: “Yo me mañeo”). Asimismo, el personaje llamado Guajiro de Ojo a la finca emplea “talanquera”, “desentetada” (destetada: ternero o ternera separado de su madre), “orejear” (buscar al ganado orejano; animal que no está marcado en las orejas y que deambula libremente, volviéndose arisca, cimarrona) y otros vocablos propios del habla campesina. Y esto mismo es válido para Doña Blasa con su “espiritamento”, “manigüero”, “chiquero”, “boniatales”, “serón” y otras voces más propias del ámbito rural, como también hallamos en el habla de Dona Tecla con “aquejambro” (por queja), “pitirreando”, y en la de Lugones con “vivijagua”, “cabío” y “cupió” (por cupo). Sin embargo, en Volvámonos al campo (1981) y El hombre de bien (1981), ambas de Milanés, los personajes no están casi caracterizados, ni siquiera el “guajiro” de esta última obra. Algo similar ocurre con Ignacio Sarachaga y su obra bufa de un acto Un baile por fuerza (1980). José F. López, con Nadie sabe para quién trabaja (1879), por su parte, nos caracteriza a sus personajes campesinos con arcaísmos como el verbo “aguaitar” (‘acechar’), con el tan popular occidentalismo “dil” por ir (“yo no quiero dil tan lejos”, destacado en negrita por el propio autor de este sainete), y con otros vocablos tan vinculados al entorno rural: “guao”, “culeca”, “guanajo”, etc. En cuanto

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a Doña Cleta la adivina (1891), su autor, Olallo Díaz, no solo pone en boca de Sebastián, “Yo soy Sebastián Hernández, boyero del ingenio Santa Margarita”, lo que es el tácito reconocimiento del origen campesino del personaje, sino también “güenos días”, “arresulta”, “estógamo” (por estómago), “salirá (por saldrá), “lograo”, “recebido”, “jicarás” y “adevinadura” (por adivinanza). Estos últimos autores ya fueron más allá de la caracterización léxica, introduciéndose en la fonética. Pero quienes realmente se deleitaron en la caracterización lingüísticocultural del guajiro fueron Bartolomé Crespo con Un ajiaco o La boda de Pancha Jutía y Canuto Raspadura (1847), Juan José Guerrero con Un guateque en la taberna un martes trece (1864) y Antonio Enrique de Zafra con La fiesta del mayoral (1868). Para Crespo y Borbón no fue difícil imitar el habla campesina de un personaje desde el punto de vista fonético y léxico, pues ya era consumado caracterizador del habla bozal, mucho más compleja indudablemente. En Un ajiaco, además, se caracterizó lingüísticamente el habla de otros personajes guajiros, pero de ascendencia no criolla, es decir, isleña. En efecto, se trata de los personajes canarios Geromo y Catana, quienes se oponen, lingüísticamente hablando, al habla culta y metropolitana de otro personaje, el Cura. Si comparamos el habla del guajiro criollo Blas con la de los guajiros de ascendencia canaria, Catana y Geromo, veremos que no hay diferencias en cuanto a la pronunciación, el léxico, la morfología y la sintaxis: Blas

Por mi parte ño Geromo, jaré cuánto puea.

Catana

Lo mismo digo, Machete [sobrenombre de Blas]. Blas, saca selvesa paque esta gente arremoje la palabra.

Geromo Mándense asentar, señores, y no jagan de pencas. Blas Machete, a ti te encargo que jagas lusir la fiesta.

En efecto, todos sesean, son yeístas, aspiran la , utilizan un léxico común debido a los largos años de aplatanamiento en Cuba, en el caso de los canarios, etc. Esto es una muestra de que en la génesis del habla rural cubana el componente lingüístico canario desempeñó una importante función, realidad que también es válida para el habla campesina de Puerto Rico, como explicó Álvarez Nazario (1990: 14 y ss.).

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La caracterización lingüístico-cultural hecha por Guerrero y Zafra constituye, incuestionablemente, una radiografía del habla campesina, como lo fue o lo aparenta ser la caracterización hecha por Crespo y Borbón respecto del habla bozal. En cuanto al nivel fónico, tenemos el abundante seseo (“dulse” por dulce, “maldesío” por maldecido), el no menos común yeísmo, el trueque de por (“Bebel jasta revental”), la caída de la intervocálica (“¡Mia que tienes una calma...!”), la caída de la intervocálica (“marío” por marido, “pesao” por pesado), el cambio vocálico de por (“nenguno”, “mesmo”, “desarriglao”), la simplificación de grupos consonánticos (“osequiarlo” por obsequiarlo), la aspiración de la (“jasel” por hacer, “ajumar” por ahumar), desplazamientos acentuales (“sálgamos”, “véngamos” por salgamos, vengamos), la aspiración o supresión de la distensiva (“nojotro” por nosotros), la diptongación de la (“giniebra”, “aprienda” por ginebra, aprenda), el betacismo o pronunciación de la v como oclusiva (“bolbel” para volver), la pronunciación de y ante el diptongo como fricativa (“güenos días”, “güevo” por buenos días, huevo) y la palatalización de la (“ñámalo” por llámalo). En cuanto a fonética sintáctica, desaparece la de la proposición de (“gallo e ley” por gallo de ley, “pata e perro” por pata de perro), se agrupan las preposiciones y los artículos (“lingenio” por el ingenio —recuérdese el “langresia” por la iglesia en el habla bozal—, “pal campo” por para el campo), y ante vocal se apocopa la de me, te, se, le, que, de (“malegro” por me alegro, “taseguro” por te aseguro, “sacuesta” por se acuesta, etc.). También hallamos casos de aféresis (“námorá” por enamorada, “ño” por señor) y de apéntesis (“prántano” por plátano), como la no menos interesante protética de “dalguno” (por alguno) y de dil o dir (por ir), muy frecuente en regiones leonesas de donde pasó a Andalucía, y desde donde nos llegó para arraigarse en el habla campesina cubana hasta el presente; e inversiones como “naide” por nadie y “probe” por pobre. En lo referente al nivel morfológico, hay arcaísmos como los pretéritos “truje” por traje y “vide” por vi, el presente “semos” por somos y “jayga” por haya, “arrempujar” por empujar, y las formas “dimpues” (por después), “manque” (por aunque), “dende” (por desde ahí) y “ansina” (por así). También documentamos el contagio o traspaso de la desinencia característica de la segunda persona de singular (en tú haces, hacías, harás) al perfecto “hicistes”

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(por hiciste), “dijistes” (por dijiste). Otra peculiaridad del habla campesina y, en general, del habla popular cubana, es la transposición o duplicación de la n verbal después del pronombre enclítico (“sientensen” por siéntense, “cállensen” por cállense). Asimismo, hallamos el uso de la forma dativa o acusativa del pronombre personal de primera persona me y de tercera persona te, ambas en género masculino o femenino y número singular, ante las formas reflexivas del pronombre personal de tercera persona se (“me se olvidó” por se me olvidó, “me se cayó” por se me cayó). Un caso interesante encontramos en el uso del verbo mandar, en su forma reflexiva, que se vacía de sentido ante infinitivos que expresan movimiento, como cuando el guajiro isleño Geromo dice: “Mándense asentar, señores”. Por último, en lo tocante a los recursos morfológicos utilizados en la caracterización lingüístico-cultural de los personajes campesinos, se utilizaron los prefijos a- y em-, muy productivos en el español popular a ambos lados del Atlántico, tanto en las zonas rurales como urbanas: “emprestar” por prestar, “encomenzar” por comenzar, “asentarse” por sentarse, etc. En cuanto al nivel léxico, además de los usuales e insustituibles cubanismos que exige el contexto de toda obra cuya trama se desarrolla en Cuba, y en este caso específico en el campo cubano (“guanajo”, “manigua”, “bijirita”, “güiro”, “bohío”, etc.), y de las frases (“estar más brava que una chiva”, “ajumar el pescao” —‘enfadarse’—, “menear el guarapo” —‘azotar’—, “arriar la negrá” —‘conducir a los esclavos a algún lugar’—, etc.), hallamos algunas voces que hoy han caído en desuso, como “comparansa” (por comparanza, ‘comparación’), “querencia” (‘acción de querer’) y algún que otro regionalismo hispánico, como “tiricia” por ictericia, muy usual en el aragonés, el leonés, el murciano y el salmantino, o el andalucismo y canarismo “esmorecerse”, de origen leonés (‘perder el aliento’, ‘desfallecer’), sin olvidar gitanismos heredados del habla andaluza (“jarana”, “jeremiquiar” y otros). En muchas de estas obras se ensalza y simplifica la vida del campesino, lo que se refleja en algunos personajes. Por ejemplo, Magdalena rechaza la invitación que le hace Eduardo, en La fiesta del mayoral, de irse a vivir a la capital: Magdalena

Metía en la manigua estoy mejor que en la Bana.

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Pero lo cierto es que no pocos campesinos emigraban hacia las zonas urbanas en el siglo xix, donde trataban de asentarse y mantener sus costumbres, como se documenta en la Función de toros sin toros (1857), de José Agustín Millán, y en Perro huevero aunque le quemen el hocico (1868), de Juan F. Valeriano. En estas obras, los campesinos han devenido habitantes de la ciudad y han “pulido” un poco su habla rural, la que se ha visto influida por la urbana. Sin embargo, mantienen sus gustos por las peleas de gallos, por lo que encontramos en sus diálogos alguna que otra palabra o expresiones alusivas a las características del gallo y sus estados o forma de combate: “gallo malatobo” (‘gallo de color rojizo, alas más oscuras que el cuerpo y pechuga negra’), “gallina” (se aplica al gallo que tiene plumas y figura de gallina), “gallina papuja” (‘gallo nervioso’), “gallina escandalosa” (‘gallo escandaloso’), “jarriar” (‘dar un golpe con la espuela’), “largar un fuetazo” (‘herir con la espuela’), “mohíno” (‘gallo de color blanco y negro”), “apechugar la paloma” (‘fortalecer, alimentar’), “jugar la cabeza” (‘esquivar al enemigo’). Por otra parte, en Perro huevero aunque le quemen el hocico se utiliza la jerga de los jugadores de monte, juego de puro azar y pronta decisión, cuyo objetivo esencial es acertar cuál de las dos cartas puestas en la mesa será la primera que aparezca (hojeándose los naipes) de las tres iguales que quedan en la baraja, documentó Pichardo y Tapia (1875: 421). Este tipo de juego de azar y su léxico fue muy usual en las zonas rurales, desde donde se expandió hacia las urbanas. Así, tenemos vocablos como “judío” (las figuras del “rey”, del “caballo” y de la “sota”), “contrajudío” (las restantes cartas de la baraja española), “guanajay” (‘tipo de combinación de cartas’). También hallamos expresiones como “jugar al cuero” (‘jugar limpiamente’), “echar a uno la zorra” (‘poner en posición embarazosa’), “estar aclimatado’ (‘estar atraído por el juego’), “jugar suerte y verdad” (‘jugar limpiamente, sin triquiñuelas’), “cazar una paloma” (‘atraer a alguien fácilmente de timar’). Otros personajes blancos criollos tenemos en el borracho o “mascavidrio” y en el blanco sucio, que vienen a ser la contrapartida del negro criollo chévere y todos pertenecientes al mundo más marginado de la sociedad colonial cubana. Entre los llamados “blanco sucio”, tenemos al Bejuco de Ignacio Sarachaga en Lo que pasa en la cocina (1881), y entre los “mascavidrios” tenemos al Perico de Manuel Mellado en Perico masca-vidrio o La víspera de San Juan (1880), al Juan Ginebrita de Olallo Díaz en Doña Cleta la adivina

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(1891), al Caneca Torero de la obra homónima de José María de Quintana (1891), al Cañabrava de Benjamín Sánchez en Los hijos de Thalía o Bufos de fin de año (1961), y al Lagartija de José María de Quintana en La Trichina (1975). El vocablo mascavidrio, por cierto, no aparece recogido por Pichardo y Tapia (1875) en el siglo pasado y, al parecer, con el tiempo perdió el significado de ‘borracho’ y adquirió el de ‘tonto’, ‘mentecato’, ‘bobalicón’, como señaló Rodríguez Herrera (1958-1959: II, 242). En la actualidad este vocablo es desconocido. Tanto el borracho o mascavidrio como el blanco sucio hablan el español coloquial popular que utiliza cualquier otro personaje criollo de escasa erudición. Pero en su caracterización lingüístico-cultural, si es que la hay, pudimos apreciar que la fonética desempeñó una función todavía menor que en otros personajes criollos. Por ejemplo, los mascavidrios y blancos sucios no confunden la con la , ni eliden la , ni aspiran la y la , como hacen los negros criollos, los negros chéveres, algún que otro negro catedrático y el guajiro. Esto, claro está, no significa que estos individuos poseían mejor dicción, simplemente se trata de que sus autores o creadores no mostraron tanto interés en caracterizarlos lingüísticamente como a otros personajes más pintorescos desde el punto de vista del lenguaje, pues lo que interesaba era su comportamiento y función en la escena: lo que decían, no cómo lo decían. Por eso no hallamos alusiones a la pronunciación ni a otros fenómenos en el habla del mascavidrio Cañabrava, con la única excepción de que al conjugar el verbo irregular romper en pretérito dice: “Me he rompío”. Ahora bien, muy diferente es en cuanto al léxico, ya que este es sumamente populachero, con expresiones como “recoger el petate” (‘morir’), “se le descompuso el altarito” (‘perder prestigio’), “sella el labio” (‘calla’), “sudar el quilo” (‘obtener el sustento mediante trabajo’), etc., y, en el caso del borracho, con alusiones a la bebida, como hace Juan Ginebrita: Me ha llamado borracho en mi cara, delante de la gente. ¿Borracho yo?... ¿Que no tomo más que una Ginebrita cada cuarto de hora?...

Todos estos personajes conviven en la escena con otros personajes de mayor nivel cultural, como también se da en la vida real. Así pues, por ejemplo,

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en Un ajiaco de Crespo y Borbón coinciden los negros bozales Lucas Macao, Rafael Manca-Perros, Canuto, Pancha e Idelfonso con los guajiros isleños Geromo y Catana, al lado del guajiro criollo Blas y del Cura peninsular, quien representa, este último, a un español cultivado. Lo mismo ocurre en Función de toros sin toros, donde conviven un blanco catedrático, Valentín, esposo de Teresa, una cubana culta que se queja de la forma de hablar de los campesinos, e incluso de la de su esposo “[s]iempre con los terminachos que no entiendo”. Para lo último, en cuanto a la caracterización lingüístico-cultural de los blancos criollos, hemos dejado toda una serie de personajes cuyo lenguaje se diferencia considerablemente del de los mascavidrios, guajiros y blancos sucios, así como de los blancos catedráticos. Se trata de personajes que representan toda esa pléyade de criollos blancos que fueron miembros de la burguesía criolla o estudiantes y hasta trabajadores por cuenta propia, individuos que poseen cierto nivel de educación (más elevados en unos que en otros), adquirido en la escuela o en el medio familiar. A todos ellos los identifica lingüísticamente la forma de hablar el español coloquial culto o popular, “a la cubana”, pero sin cometer errores de dicción, como sí ocurre con los personajes de blancos criollos analizados hasta aquí. O sea, aquí lo “popular” solo aflora en el léxico, no en lo fonético. La cubanía de este español se identifica fácilmente ante el castellano puesto en boca de personajes peninsulares. En él abundan los cubanismos léxicos más que en el habla de los no criollos. Por ejemplo, “guanajo”, “guateque”, “ajiaquito”, “pisigallo” (es la cubanización del juego español llamado pizpirigaña), “papalote”, “bocabajo”, “caballitos”, “sitiero”, etc. Y fraseologismos como “formar el tamal” (crear un problema), “armarse la pelotera” (equivale al hispánico armarse la gorda), “dar bola” (ocurrir algo a alguien), “armarse la polvareda” (huir), “de chiquita” (por pequeña, observan que el autor destaca en negrita el vocablo, para dar a entender esta acepción), etc. Llama la atención que, aunque nos hallamos ante cubanos, y como tales son seseantes y yeístas, esta realidad lingüística no se señala ortográficamente en estos personajes, como sí se hace con otros criollos y no criollos. También su cubanía aflora en la no utilización de la segunda persona del plural del paradigma del verbo del español metropolitano (vosotros). Y en los escasísimos momentos en que se recurre a esta forma verbal, se trata de instantes en que, debido al desarrollo de la

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trama, esta forma verbal es la escogida por los autores de estas obras para darle mayor solemnidad. Ejemplos tenemos con Julián en ¡Malditos los duelos! (1892), de Rafael Jorrín (“tomad asiento”), Leandro en En un cachimbo (1881), de Ignacio Sarachaga (“¿Vosotros os quereis?”), el Mirón en ¡Por necesidad!, de José Jacinto Milanés. Así, el José en Un baile por fuerza (1880), de Ignacio Sarachaga, es capaz de decir en cubano popular “ensillarse” por sentarse, pero en un momento de solemnidad puede recurrir a expresarse de la siguiente forma: “Bueno, os perdono, pero con una condición, que la boda ha de ser pronto”. Lo mismo ocurre con el Modisto en Lo que puede el interés (1846), de D. V. de Torres, quien con tremenda tranquilidad utiliza el verbo “desembuchar”, considerado vulgar a ambos lados del Atlántico, y puede elevarse en un momento de solemnidad e ironía y decir: “habéis fallado”. Por otra parte, el “sabor” cubano en los diálogos de estos personajes no se pierde ni siquiera en los momentos en que se utilizan algunos giros muy peninsulares, como “¡Voto al chápiro!” (utilizado como manifestación de enojo), “¡un arcano!” (misterio importante y reservado), o vocablos heredados de la germanía española, como “parné” (dinero), que hoy han caído en desuso, pero que eran muy usuales en la Cuba dependiente de la Corona española. Asimismo, el habla cubana de estos personajes está influida por toda una serie de galicismos, anglicismos, latinismos e italianismos que estuvieron de moda, fundamentalmente entre los cubanos más instruidos, algunos de los cuales incluso han pasado a las capas más populares de la población. Por ejemplo, Ramón, en Uno como los demás (1880), de Félix Guerrero, dice “que me haga la toilette” (el autor subrayó en negrita el galicismo). Don Cosme y Fermina, en Los novios en los baños de San Diego (1843), de Ramón Vélez, utilizan los galicismos “ecarté” (‘juego de naipes entre dos’) y “padedu” (hispanización de pas-de-deux: “la danza de padedu”), mientras que Pablo pide un “vermouth” para beber, y Enrique quiere un “sandwich” y un “lager” en ¡Malditos sean los duelos! (1892), de Jorrín; Doña Juana, en La mujer de talento (1981), de Milanés, critica que “[a]llá en Francia las artistas / se sueltan sus negligées [destacada en negrita por el autor]”. Anglicismos hallaremos en el diálogo de Andrés en Dios los cría (1868), de Antonio Enrique de Zafra: “sprit” (‘vara que se utiliza para impulsar una embarcación’); mientras que Carolina, en la misma obra, utiliza el latinajo “quid” (‘qué cosa’: utilizado en el español con el significado de ‘esencia o motivo de una cosa’). Octavio, en

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Engañar con la verdad (1880), de Miguel Ulloa, por su parte, utiliza la frase latina “quid pro quo”, que significa ‘una cosa por otra’, y que se utiliza en español con el significado de ‘confusión’ (“Un quid pro quo [destacado en negritas por el autor] todo ha sido”). Incluso tenemos que el cubano fue capaz de “cubanizar” expresiones tomadas de otras lenguas, como es el caso de “niquaquara” que procede de la frase latina nequaquem (‘de ningún modo’), que Luaces puso en boca de Doña Luciana en El becerro de oro (1859). El mismo caso tenemos con “equelecuá”, que procede del italiano eccolo qua, y equivale a nuestro ¡anjá! Esta interjección es muy usada en Cuba aun en el presente; se emplea en señal de aprobación o conformidad con lo que se nos propone u ofrece, y no coincide siempre con el ¡ajá! de los españoles, explicó Rodríguez Herrera (1958-1959: I, 91). Por ese motivo, Ortiz escribió un interesante artículo, “El anjá de las habaneras” (1928). Realmente, fue imposible agotar todas las posibilidades que ofrece el estudio lingüístico de los diálogos y monólogos de los personajes de la literatura dramática cubana del período colonial, pues se trata de un período muy extenso de nuestra literatura, con un sorprendente número de obras y autores diversos, obras que contienen un cúmulo de información impresionante y hasta ahora pobremente explorado. Por ejemplo, solamente Mefistófeles, de Ignacio Sarachaga, merecería un estudio detallado y más profundo del que hemos realizado, al igual que El proceso del oso, de Ramón Morales. Basta decir, en cuanto a esta última obra mencionada, cuánta riqueza de información hay solamente en los diálogos del personaje Danza, quien menciona los siguientes tipos de bailes: “cangrejito”, “sopimpa”, “cachimba”, “caidita”, “ladrillito”, “caucho”, “chiquito”, “infanzón”, “palanca”, “codazo de malanga”, “zungombelo”, “mandinga”, “siguato”, “ábreme la puerta”, “aronga”, “sereno toca el pito”, “quindemba” y otros. Danzón, por su parte, recuerda otros bailes y composiciones musicales, como “mulatica revolcona”, “tangarengue”, etc. Además, en Los montes de oro, de Francisco J. Balmaseda, nos enteramos que se puso de moda en La Habana el “malakoff”, más conocido popularmente por “bullanrengue”, y que se padeció una “calentura catarral” llamada zumba y aguanta. En fin, que otros estudiosos interesados en estas temáticas pudieran hacer calas más profundas en determinadas obras o personajes. Por ejemplo, el habla del negro bozal ameritaría un análisis mucho más completo que el que hemos realizado, pues no hemos agotado esta temática.

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La literatura dramática conservada en la Colección Cubana de la Biblioteca Nacional aguarda por su detallado y exhaustivo estudio, y qué decir de las obras inéditas, manuscritas, de la Colección Coronado de la biblioteca de la Universidad Central de Las Villas. Nuestra intención ha sido abrir la puerta que conduce al maravilloso y casi inexplorado mundo de la literatura dramática colonial cubana, la que mejor refleja el abigarrado mosaico lingüístico y cultural de la Cuba colonial. Profundizar en el estudio de esta literatura es adentrarnos en el proceso de formación de la modalidad cubana de la lengua española, es enriquecer nuestros conocimientos respecto de la cultura cubana, en fin, es una llave para la mejor comprensión de la identidad de los cubanos.

CONCLUSIONES

La primera gran diferencia que pudimos apreciar en la caracterización lingüístico-cultural de la literatura dramática cubana del período colonial, afloró en el drama histórico cuya trama se desarrolla en el extranjero o en Cuba, pues está escrito únicamente en la variante metropolitana del castellano, por regla general con un fondo léxico bastante rebuscado. En suma, en líneas generales, en los dramas históricos no se recurre a la caracterización lingüístico-cultural. Suponemos que esto responde a la intención de lograr mayor solemnidad en los personajes, así como mayor aceptación de la obra fuera en España. Durante el período colonial, la modalidad metropolitana era la reconocida y aceptada como la “más culta” por no utilizar regionalismos léxicos, fonéticos ni semánticos propios de las variedades americanas. No obstante esto, en la totalidad de las obras históricas cuya trama transcurre en Cuba aflora la presencia del entorno cubano con mayor o menor fuerza en los diálogos y monólogos mediante voces que hacen alusión a nuestra realidad geográfico-cultural (nombres de plantas, animales, lugares, etc.), vocablos que dan ese “toque” imprescindible de ambientación. En cuanto a las comedias u otros géneros menores, la caracterización lingüístico-cultural cumplió un doble objetivo: (a) dar mayor realismo a los personajes mediante la identificación de su ascendencia lingüística y su nivel educacional y (b) lograr la comicidad mediante recursos fonéticos, morfológicos, sintácticos, léxicos y semánticos. En lo referente a los personajes cultos criollos y no criollos en estas obras, se observa que ambos hablan el español correctamente, con la diferencia de que los peninsulares utilizan la modalidad metropolitana del español coloquial culto, mientras que los criollos se expresan en la modalidad cubana coloquial culta. Y aquí nos hallamos ante la oposición español metropolitano / español cubano, caracterizada por el paradigma verbal castizo y por algún

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que otro vocablo o frase propia del español peninsular, que en determinado momento exige una nota aclaratoria al pie de página del propio autor, para que se sepa de qué se trata, mientras que otras veces se recurre a resaltar la palabra en negrita. La mayoría de ese léxico de uso peninsular y en función matizadora es conocido en Cuba (como marrajo, maja, rediez, etc.), pero no forma parte del fondo léxico de la modalidad cubana, es decir que no es propio de nuestra forma de hablar el español. Con estos recursos se logra la plena diferenciación entre los personajes peninsulares y cubanos. En las escasísimas oportunidades en que un personaje criollo culto utiliza esta forma verbal en una comedia, sainete o juguete cómico, siempre será en un momento de gran solemnidad o ironía. Además, en los casos necesarios, se logra la identificación regional del hablante peninsular mediante el uso de diversos rasgos en la pronunciación y en el léxico, que identifican al hablante como usuario de algún dialecto. La distinción en el uso de estas funciones entre el español metropolitano y el criollo cubano era tal, que en la obra de Raimundo Cabrera, Del parque a la luna (1888), los habitantes del satélite terrestre, los selenitas, hablan en español metropolitano, no como el resto de los personajes cubanos y de los extranjeros no hispánicos asentados en nuestro suelo. Con ello se logró otro aspecto de diferenciación entre lo “nacional” o “conocido” y lo “extranjero” (en este caso hasta “extraterrestre”) o “ajeno”. Por eso, Ignacio Sarachaga hace hablar “en cubano” a los personajes de su inigualable Mefistófeles, con lo que logró la comicidad requerida, pues la modalidad cubana, coloquial culta o popular, era la que “llegaba” al mayoritario público nativo y a los extranjeros asentados en Cuba, “aplatanados” o en proceso de asimilación. En fin, esa es la forma de habla culta y popular que nos “identifica” frente a lo hispánico peninsular. Por ser la modalidad cubana parte de nuestra identidad y funcionar como soporte idiomático de nuestra cultura, generó una situación que calificamos de diglósica en el sentido fergusoniano, ya que se trataba de la convivencia de la modalidad oficial de la colonia, la metropolitana, “extranjera”, y la modalidad “nativa”, cubana. Por eso es que Enrique José Varona (citado por R. Leal, 1980: 85), al referirse al drama La ley suprema (1882), de Aniceto Valdivia, explicó que triunfó en Madrid y fracasó en La Habana, porque “lo escribió para intereses españoles. De ahí ha resultado la lengua extraña, artificiosa y a veces chocante que hablaban sus personajes”.

Conclusiones

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Por otra parte, en la forma de caracterizar lingüísticamente a los personajes criollos cultos o semicultos, incluido algún que otro negro o blanco catedrático, se utilizaron giros léxicos o vocablos franceses, ingleses y latinos, que representan ese intento por distinguirse de los demás mediante un “refinamiento cultural” que estuvo de moda entre determinados sectores de la sociedad cubana. Los personajes populares han sido objeto de una caracterización lingüístico-cultural bastante rigurosa, ya sean criollos o extranjeros aplatanados. Por ejemplo, los criollos (blancos, negros y mulatos) hablan en la modalidad coloquial popular cubana. Pero en cuanto a los no criollos, podemos diferenciar lo siguiente. Los castellanos hablan en su modalidad metropolitana, pero en su forma popular o rústica, salpicada con algunos cubanismos léxicos y fraseológicos, pues la trama se desarrolla en el contexto cubano. A los andaluces, asturianos y aragoneses se les caracteriza con regionalismos fonéticos, morfológicos y léxicos; mientras que los gallegos y catalanes hablan un español galaicado o catalanizado, según el caso. Interesante es que los personajes ingleses, estadounidenses, franceses, italianos y chinos hablan un español matizado por las lógicas interferencias de sus respectivas lenguas maternas, ya sea en lo léxico, lo fonético y lo morfológico, pero su español de base es la modalidad cubana, no la metropolitana. Esto se debe a que se trata de extranjeros ya asentados en el país, familiarizados con nuestro medio, que lo han hecho suyo. Caso aparte es el de los negros africanos o bozales con su peculiar forma de hablar el español, en la cual hallamos escasísimos subsaharianismos, todos propios de la variante cubana. Al igual que el resto de los extranjeros aplatanados, el español de base de los bozales es la modalidad cubana. También tienen sus especificidades lingüísticas los negros curros, los negros y blancos catedráticos, los negros chéveres y los blancos sucios y mascavidrios. Como hemos podido apreciar, la caracterización lingüístico-cultural en la literatura dramática cubana del período colonial ha sido extremadamente rica, variada. Tomó en cuenta todos los niveles de la lengua, de acuerdo con la ascendencia lingüístico-cultural y la procedencia lingüístico-regional que se quería achacar a cada uno de los personajes. En todos, el medio de comunicación fue la lengua española, en sus modalidades metropolitana o cubana, de acuerdo con la intención del autor, además de tomar en cuenta

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especificidades regionales y socioculturales propias del país o de la procedencia no cubana que se quería asignar a los personajes. De forma casi magistral se registraron las características interferencias idiomáticas que intervienen en la comunicación en lengua española de aquellos hablantes cuya lengua materna no es el español. Por último, deseamos recalcar que esta investigación no agotó todas las posibilidades que ofrece este inmenso y sumamente atractivo material idiomático que se preserva como un tesoro a nuestro alcance en la literatura dramática cubana del período colonial.

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ÍNDICE DE TÉRMINOS

Alemanes: 7, 77, 95. Andaluces: 27, 35, 62, 69, 70, 71, 102, 127. Andaluz: 23, 35, 68, 69, 70, 80, 95, 100, 101, 102, 103, 111, 118, 124, 135, 144, 145. Aragonés: 55, 68, 104, 118. Aragoneses: 66, 67, 68, 69, 127. Asturianos: 35, 39, 66, 67, 127. Blancos catedráticos: 7, 113, 114, 121, 127. Blancos criollos: 7, 41, 68, 99, 106, 114, 119, 121. Blancos sucios: 52, 55, 119, 120. Canarios: 20, 62, 70. 71, 72, 80, 104, 118. Castellanos: 127. Catalán: 34, 36, 39, 65, 66, 67, 68, 173, 127. Catalanes: 39, 54, 64, 65, 66, 67, 68, 127. Chinos: 7, 24, 48, 56, 80, 81, 82, 83, 95, 96, 97, 98, 99, 195, 11, 127. Criollos: 7, 20, 21, 22, 23, 24, 25, 42, 46, 49, 52, 53, 54, 59, 61, 66, 68, 89, 83, 88, 90, 93, 15, 97, 99, 100, 101, 103, 104, 105, 106, 107, 108, 109, 110, 111, 113, 114, 116, 119, 120, 121, 125, 126, 127, 130, 132, 133, 134. Criollos rellollos: 19, 23, 25.

Españoles: 7, 15, 18, 23, 24, 31, 39, 40, 45, 46, 60, 66, 73, 80, 86, 88, 89, 92, 94, 104, 123, 126, 133, 137. Estadounidenses: 7, 39, 43, 47, 56, 59, 78, 94, 95, 96, 127. Extremeño: 69, 70. Fala do preto: 84. Franceses: 7, 24, 73, 74, 75, 77, 81, 94, 95, 98, 111, 127. Gallegos: 35, 39, 41, 46, 48, 52, 53, 54, 56, 61, 62, 63, 64, 65, 66, 67, 67, 71, 73, 80, 86, 127, 136, 137. Habla bozal: 46, 84, 85, 86, 89, 93, 94, 95, 96, 97, 98, 99, 103, 105, 112, 116, 117, 117, 127, 133, 134. Habla gangá: 85. Ingleses: 7, 18, 37, 61, 63, 70, 78, 79, 81, 94, 95, 96, 101, 127. Isleños: 70, 71, 72, 118, 121. Italianos: 7, 76, 77, 94, 127. Leonés: 95, 117, 118. Mascavidrios: 51, 55, 65, 119, 120, 121, 127. Mulatos: 7, 24, 37, 38, 39, 41, 42, 48, 52, 53, 54, 55, 56, 61, 62, 66, 90, 97, 109, 192, 197, 198, 19, 110, 11, 127, 145, 147. Murciano: 69, 70, 95, 118. Negros chéveres o cheches: 49, 50, 84, 103, 105, 109, 110, 145.

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El teatro cubano colonial

Negros bozales: 7. 12, 25, 46, 49, 543. 54, 83, 84, 85, 86, 89, 90, 91, 92, 93, 94, 95, 96, 97, 98, 99, 101, 103, 104, 104, 109, 110, 112, 113, 114, 116, 117, 121, 123, 127, 133. Negros catedráticos: 7, 12, 49, 50, 51, 53, 55, 68, 84, 106, 110, 111, 112, 113, 114, 120, 138. Negros curros: 7, 46, 54, 100, 101, 102, 103, 108, 127, 134. Negros criollos: 7, 25, 42, 46, 49, 54, 97, 100, 101, 105, 106, 107, 108, 109, 110, 113, 114, 119, 120.

Peninsulares: 7, 24, 27, 29, 39, 42, 46, 49, 51, 53, 54, 57, 59, 60, 62, 66, 69, 71, 72, 73, 80, 83, 121, 122, 125. Portugués: 84, 88, 93, 95, 129, 135, 136. Portugueses: 89, 93. Salmantino: 12, 95, 118. Valencianos: 34. Vascos: 73.