El niño superviviente. Curar el trauma del desarrollo y la disociación 9788433038593


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Table of contents :
Portada interior
Créditos
Prólogo a la edición española
Agradecimientos
Prefacio
1. El trauma y sus efectos
La negación
Los efectos psicológicos del maltrato
El trauma del desarrollo
Los efectos neurológicos del trauma
2. Un modelo de disociación integrativo desde el punto de vista del desarrollo
Teoría de la evitación afectiva
La mente sana
Los momentos de transición
3. Consideraciones diagnósticas
Crear una alianza y evaluar las motivaciones
Evaluar los momentos de transición
Evaluar los episodios traumáticos
4. Evaluar los procesos disociativos
Evaluar los cambios de conciencia desconcertantes
Evaluar las experiencias alucinatorias muy reales
Evaluar los cambios desconcertantes de conducta
Evaluar la amnesia
Evaluar los síntomas somáticos
Conductas de riesgo
Discapacidades del desarrollo
Instrumentos para la evaluación
5. Iniciar el viaje del tratamiento
Principios del tratamiento
La relación terapéutica
6. Educar y motivar
Intervenciones centradas en la disociación: el modelo “educate”
E: Educar
D: Motivación de la disociación
7. Tender puentes entre los distintos “yoes”
La fase de “entender” lo que está oculto del modelo educate
Siguiente fase del modelo “educate”: reclamar lo que está oculto como propio
8. “Intento olvidarme de recordar”
Restaurar la memoria autobiográfica
Aumentar la motivación para el recuerdo con contingencias del entorno
Desestigmatizar las conductas olvidadas y los sentimientos asociados
Destacar los sentimientos a través del juego de rol
Imaginar juntos
Recoger datos y documentar las señales de contexto
Buscar estados disociativos ocultos
Advertencias
Otras causas de amnesia
Olvidos globales
9. Entablar amistad con el cuerpo
El niño hiperactivado
Regular la activación mediante actividades sensoriomotrices
La visualización
Cuando el cuerpo está insensibilizado
La autolesión
Golpearse la cabeza
Síntomas de dolor somatoforme y conversión
Integrar el control
10. Permanecer despiertos
Estrategias para revertir el bloqueo disociativo
Trastornos del sueño
11. Crear apego entre estados
Revertir la automaticidad
Educación afectiva: identificar el propósito de los sentimientos
Conciencia afectiva en los momentos de transición
Identificar y expresar los afectos: crear un vocabulario de sentimientos
Metáforas y visualización para reforzar la tolerancia de los afectos y el cambio flexible de uno a otro
Proponer una actividad alternativa para expresar la ira
Cómo usar el refuerzo conductual para ayudar a aprender a regular los afectos
Crear vínculo entre estados
Transmitir seguridad
12. Terapia familiar centrada en el niño
La postura del terapeuta
Psicoeducación
Implosión de empatía: hablar de heridas, de dolor, de traición o de ira en la terapia familiar
Identificar los detonantes
Crear reciprocidad
Potenciar actividades y relaciones adecuadas a la edad
Creencias de la familia traumatizada
Patrones familiares disociogénicos
Cambios de estado durante la terapia familiar
13. Reescribir el guion mental
¿Cuándo es el momento adecuado para procesar el trauma con niños y adolescentes?
Componentes del procesamiento de los recuerdos traumáticos
Contar la historia a las figuras de apego
Resolución con los maltratadores
Los flashbacks
Consideraciones forenses
14. Interactuar con las instituciones
Continuidad de la asistencia: desafiar las normas y las políticas que no tienen sentido
Duración suficiente del tratamiento: considerar el pago fuera de los sistemas de seguros privados o establecer contratos especiales
Colaborar con otros proveedores de tratamientos
Interacciones con el sistema judicial: mantener nuestra integridad
Debemos luchar para ser un ejemplo del mundo humano que estamos intentando crear para nuestros clientes
15. La integración del yo
Afrontar los fracasos y los desafíos
Dar respuesta a las preguntas existenciales: el niño como filósofo
Los grupos como complemento al tratamiento
Escribir cartas para hablar del crecimiento tras el tratamiento
La integración
Bibliografía
Anexo A Guía de intervenciones centradas en la disociación: programa EDUCATE
Anexo B Guía para la entrevista sobre síntomas disociativos en población infantil
Anexo C Cuestionario sobre amigos imaginarios 2.0
Anexo D Lista de comprobación para niños disociativos (CDC), Versión 3
Anexo E Escala II de experiencias disociativas en población adolescente (A-DES)
Anexo F Escala de experiencias disociativas para población infantil e índice de estrés postraumático (EDPI/TEPT)
Anexo G Lista de comprobación clínica para amnesia autobiográfica
Anexo H Lista de comprobación para terapeutas para la gestión de la incontinencia urinaria y fecal
Anexo I Lista de comprobación de ¿por qué me lesiono?
Anexo J Lista de comprobación para clínicos para la gestión de niños y adolescentes agresivos
Anexo K Lista de comprobación para clínicos para trabajar en familia
Otros Libros
Tu yo resonante
Neurofeedback en el tratamiento del trauma del desarrollo
La autocompasión en psicoterapia
El tratamiento de la disociación relacionada con el trauma
Biblioteca de psicología
Recommend Papers

El niño superviviente. Curar el trauma del desarrollo y la disociación
 9788433038593

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Título de la edición original: THE CHILD SURVIVOR: Healing Developmental Trauma and Dissociation © 2013 Taylor & Francis Group Routledge. Nueva York, USA. East Sussex, Reino Unido © Traducción: Mònica Castell-Giménez © EDITORIAL DESCLÉE DE BROUWER, S.A., 2020 Henao, 6 – 48009 Bilbao www.edesclee.com [email protected] Facebook: EditorialDesclee Twitter: @EdDesclee Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública y transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos –www.cedro.org–), si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra. ISBN: 978-84-330-3859-3

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Para Ayla Rose, Judah Samson y la promesa de unos niños sanos.

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Prólogo a la edición española Hace unos años, tuve la suerte de conocer a Joy Silberg y su obra dentro de un programa de formación en Disociación Infantil. Sus libros y su forma de abordar los casos me impresionaron por su profundidad y sencillez y además encajaban con mi forma de abordar y acercarme al trauma infantil. El libro “El niño Superviviente” me sobrecogió y me pareció un texto imprescindible para cualquier terapeuta que trabajara con niños traumatizados. Un libro así, que habla con libertad rigurosa sobre el trauma infantil en desarrollo, es necesario. Nos empeñamos en querer mostrar la infancia de forma naif e idealizada y no nos atrevemos a mirar abiertamente el sufrimiento de muchos niños. No queremos ver cómo, muchas veces, su desarrollo se produce en entornos que vejan, dañan, abusan del niño y les roban su valor, el derecho a desarrollar su mente y su personalidad con seguridad y con confianza en los demás. Las pautas del modelo por fases que propone Joy denotan de forma magistral una delicadeza no invasiva, al mismo tiempo que se mantiene firme en descubrir los detonantes del trauma y las conductas evitativas y disociadas que mantienen al niño superviviente aislado, condenado a correr como el hámster en una rueda sin fin. Su esperanza en el potencial del niño y su acompañamiento incondicional permiten que los niños y niñas, paulatinamente, descubran sus formas de evitación y vayan reconstruyendo su yo, conforme aprenden a diferenciar el presente del pasado y conforman con palabras su propio relato. El interés para que este manuscrito pudiera ser traducido al castellano me llevo a entablar una relación personal con Joy que terminó con una invitación a Pamplona, donde he tenido la fortuna de aprender directamente de su mano. En ese encuentro tuve el honor de conocer no solo a una profesional comprometida con ayudar a sacar del sufrimiento a los niños sino, además, a una mujer activista que va más allá de su labor profesional, promoviendo activamente campañas de visibilidad del

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sufrimiento infantil, aun a riesgo de comprometer su licencia sanitaria para luchar por los niños traumatizados y abusados con los que interviene. Su ánimo y su fortaleza le permiten no desfallecer ante los impedimentos. Joy se convierte así en una fuente de motivación que renueva el entusiasmo para que nos impliquemos en una adecuada intervención clínica y nos mantengamos fuertes frente a los imprevistos e impedimentos que podemos encontramos en nuestro camino hacia la protección adecuada de los niños con los que trabajamos. Especialmente frente al sistema judicial que en muchas ocasiones retraumatiza y perpetua la interacción del menor con el perpetrador de abusos y maltratos. Sus palabras hablan por sí misma “Mi principal petición es que no dejemos que el poder del sistema judicial nos intimide y nos haga hacer cosas que van en detrimento de los menores. Debemos mantener nuestra integridad al tiempo que educamos a los tribunales sobre lo que nuestro cliente necesita realmente... Nuestro trabajo a veces nos parece una ardua batalla porque buscamos mejorar las vidas de nuestros clientes mientras que las instituciones con las que interactuamos a menudo parecen olvidarse de cuáles son sus necesidades”. Espero que este libro ayude a que sus palabras puedan convertirse en un estandarte y de esta manera nos ayuden a mantenernos y no decaer cuando nos encontremos ante la incomprensión de tribunales que olvidan cuales son los derechos que todo niño merece y necesita. Esto pasa por luchar por que se atienda y se escuche la petición de los niños cuando expresan que no quieren estar con uno de sus padres, profesores o cuidadores. Que no sea suficiente el hecho de que un profesional no haya podido obtener una evidencia de un abuso o de un maltrato para considerar que este no se está produciendo y así se deje a un niño ante una indefensión absoluta frente a su agresor. El miedo roba el aliento y el lenguaje, las amenazas verbales o intimidatorias a las que se ven expuestos estos niños son terribles, y más terribles aún vistas desde su pequeñez y falta de armas para protegerse, especialmente si la agresión de un tipo u otro se ha vivido desde las primeras etapas de desarrollo. Siempre habrá que investigar y proteger antes que desatender. No nos podemos amparar en pensar que esas declaraciones son esgrimidas para obtener la custodia, o en cualquier otra idea que justifique nuestro inmovilismo, pues como afirma Joy, es sorprendentemente inusual, por ejemplo, que se produzcan acusaciones falsas de abuso sexual en niños (Faller, 2007; Thoennes y Tjaden, 1990). Espero que además de promover una intervención acertada y adecuada, este libro nos sirva para llenarnos de valentía y nos involucremos activamente en proteger a los niños y niñas.

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Pamplona, Noviembre de 2018 Cristina Cortés Viniegra Psicoterapeuta infantojuvenil Especializada en trauma y apego.

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Agradecimientos En primer lugar, quiero dar las gracias a mi familia –Richard, Naomi, Shira, Dahlia, Adam y Avi– por todo su amor, apoyo y paciencia, gracias a lo cual tuve ánimo para seguir durante el largo proceso de escritura de este libro. También quiero dar las gracias a mi madre ya fallecida, Edite Samson, y a mi padre, Norman Samson, que cultivaron en mí la compasión por los más vulnerables y la búsqueda de justicia, dos elementos que motivan mi trabajo con los niños traumatizados. También estoy muy agradecida por las ideas creativas y el talento terapéutico de mis colegas del Comité infantil de la Sociedad internacional para el estudio del trauma y la disociación: Els Grimminck, Sandra Wieland, Sandra Baita, Renée Marks y Na’ama Yehuda. Estoy particularmente agradecida a Frances Waters por su liderazgo en este campo, por el apoyo colegial y por las consultas de casos durante años. Nuestras colaboraciones han enriquecido mi forma de pensar y mi trabajo. También tengo la suerte de formar parte de una comunidad muy rica y muy diversa de sanitarios de salud mental del centro sanitario Sheppard Pratt, que me han proporcionado un escenario en el que nutrir todas esas ideas. El Dr. Richard Loewenstein fue el primero que me abrió los ojos al campo de la disociación y el Dr. Steven Sharfstein siembre ha hecho del tratamiento de los trastornos relacionados con traumas una prioridad. Gracias también a los jefes de servicio de las unidades de ingreso infantil del Sheppard Pratt que aceptaron mis propuestas de tratamiento: la Dra. Laura Seidel, el Dr. Michael Bogrov, la Dra. Meena Vimalananda y el Dr. Desmond Kaplan. Gracias a los colegas de mi ciudad y de todo el mundo por haberme apoyado siempre en mi trabajo y por haberme ayudado a perfilar ideas con charlas estimuladoras, preguntas muy agudas e invitaciones para impartir clases. También quiero dar las gracias a la ya fallecida Elaine Davidson Nemzer, a Phyllis Stien, Joshua Kendall, Lisa Ferentz, Susan Straus, Bethany Brand, Bradley Stolbach y a Arne Blindheim. También quiero dar las gracias a mis colegas del Consejo Directivo, en especial al Dr.

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Philip Kaplan, a Toby Kleinman, a la Dra. Ruth Blizard, a Nancy Erickson, a la Dra. Noémi Mattis y al Dr. Paul Fink, por haber sido mi cojín de apoyo y mi red de seguridad en un mundo que no siempre es agradable con las víctimas de maltrato infantil ni con las personas que les apoyan. Para los detalles técnicos de la escritura de este libro tuve la suerte de contar con la ayuda de mis asistentes Elan Telem y Betsy Samson, muchísimas gracias a los dos por su paciencia y su minuciosidad. También estoy profundamente agradecida por la amistad, el conocimiento, el talento editorial y la sabiduría de mi querida colega Stephanie Dallam, sin la cual este proyecto hubiera sido imposible. Por último, quiero dar las gracias a mis clientes y a sus familias por haberme enseñado tanto y por haberme autorizado a compartir sus historias con ustedes, los lectores. *** Muchos de los niños y de los adolescentes que aparecen en este libro, como Ángela, Balina, Timothy, Jennifer, Lisa, y muchos otros, me dieron permiso para que compartiera sus historias, pero sus nombres y demás datos que pudieran identificarles han sido modificados para proteger su identidad. Sin embargo, algunos de los casos son relatos ficticios fruto de experiencias clínicas de 30 años de práctica que ilustran conceptos importantes pero que no pretenden vincularse directamente con ningún cliente en concreto ni con su familia. En esos casos, todo parecido con nombres o circunstancias personales reales es pura coincidencia y no es fruto de ninguna intención expresa.

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Prefacio Los niños traumatizados y los sistemas de salud mental diseñados para ayudarles a menudo parecen estar enfrentados, en una batalla de voluntades virtual. Los niños desarrollan síntomas que resisten a la medicación y al control y parecen insensibles a todos los tratamientos que intentamos ofrecerles. Las consecuencias lógicas no parecen importar mucho y esos supervivientes de traumas suelen verse atrapados en lo que parecen ciclos repetidos de autolesión, provocación y autodestrucción. No es fácil para nuestros sistemas de clasificación generar las etiquetas correctas y muchas veces esas etiquetas arrojan juicios de lo que parecen ser las consecuencias inevitables de las vidas difíciles que les ha tocado vivir. Los que trabajan regularmente con niños en nuestros sistemas de salud mental entenderán lo que quiero decir. A los niños que han pasado por varias casas de acogida se les suelen diagnosticar trastornos de apego, pero esos niños, sabiamente, no han puesto en riesgo el apego sabiendo que las casas de acogida cambiaban a la misma velocidad a la que se acercaba su próximo cumpleaños. ¿Se trata de una adaptación apropiada o de un síntoma de trastorno psicológico? A los niños que han sido expuestos a situaciones de maltrato extremo y a traumas se les suele etiquetar como “bipolares”, ya que sus estados de ánimo parecen contradictorios y cambiantes. No obstante, los estados de ánimo cambiantes pueden ser adaptativos cuando el entorno del niño pasa rápidamente de seguro y adecuado a impredeciblemente aterrador y maltratador. Algunos niños traumatizados oyen voces que les ordenan contraatacar, o que les consuelan con palabras reconfortantes, y se les suele colgar la etiqueta de psicóticos. Aun así, ante la falta de orientación y de un apoyo parental consistente, los niños se adaptan proporcionándose a sí mismos el alivio o la protección que necesitan tan desesperadamente. Las etiquetas que colgamos a los niños traumatizados suelen restringir nuestra forma de pensar y nos impiden reconocer la sabiduría interior y la lógica de los síntomas que nuestros clientes han “elegido” como única esperanza de supervivencia en la “zona de guerra” de sus caóticas y violentas vidas.

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En el caso de muchos niños con traumas crónicos, los síntomas aprendidos a lo largo de una vida de objetivos frustrados siguen siendo su único confort. Son síntomas que representan las herramientas que han desarrollado para navegar por los mundos impredecibles de su infancia –unas herramientas que no quieren abandonar, a pesar de nuestras intervenciones. En este libro el lector aprenderá a entender los síntomas de niños y adolescentes con traumas severos como mecanismos adaptativos que les ayudan a afrontar el mundo caótico que es su hábitat. Este libro se centrará en los jóvenes supervivientes de traumas durante los primeros años de vida –abuso sexual, maltrato físico, negligencia, abandono, haber vivido en múltiples hogares de acogida– que suelen utilizar estrategias disociativas para afrontar los dilemas de su mundo. Utilizan programas automáticos como la rabia, la retirada o la regresión, que les ayudan a evitar la implicación emocional. Además, son niños que suelen adaptarse a las exigencias contradictorias de su mundo emocional oculto atribuyendo la culpa de su conducta a unos personajes interiores que representan sus sentimientos o sus actitudes contradictorias. A veces sufren amnesia de episodios recientes porque han aprendido que recordar la realidad de su propia conducta y de la de los demás puede generar una ansiedad abrumadora que son incapaces de calmar. Entender al niño como un superviviente adaptativo aporta la llave necesaria para desbloquear herramientas que promueven la curación. Y de ahí surge una solución sencilla: proporcionarles un mundo en el que recordar lo que ocurrió, confiar en los cuidadores, distinguir el pasado del presente y regular las emociones es adaptativo. Como terapeutas, nuestra propia consulta se convierte en ese nuevo hábitat repleto de recursos donde, con nuestra orientación, dejar atrás los síntomas de supervivencia se convierte en algo posible y que además vale la pena. En este libro, guiados por el conocimiento del ingenio y del potencial adaptativo de los niños supervivientes, analizaremos cada uno de los muchos síntomas que los menores disociativos y los que han sufrido traumas severos pueden presentar. Las técnicas que recogen estas páginas promueven la curación y abren la puerta a nuevas formas de afrontar el estrés de sus vidas. Balina, como muchos de los niños que conoceremos a lo largo de estas páginas, presentaba síntomas disociativos importantes cuando la conocí a los 9 años. Entraba en estados de bloqueo durante los cuales costaba mucho estimularla y su conducta fluctuaba de la calma a la rabia sin motivo aparente. Su historial de abuso sexual, haber pasado por varios hogares de acogida y haber recibido unos cuidados inconsistentes eran los típicos de los muchos niños que conoceremos en estas páginas. Ante situaciones académicas e interpersonales difíciles, Balina adoptaba una posición fetal bajo su pupitre en clase; y

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ante reglas o normas que ella sentía que la limitaban injustamente, atacaba con rabia. Balina iba acumulando diagnósticos con cada nuevo hogar de acogida –trastorno bipolar, trastorno negativista desafiante, depresión mayor con rasgos psicóticos... Tras haber pasado por nueve hogares de acogida, Balina aprendió a comprender sus conductas, no en términos de diagnóstico sino como adaptaciones a las circunstancias de la vida. Sus cambios de estado de ánimo se entendían como reacciones ante unas circunstancias que cambiaban rápidamente. La conducta negativista era la manera de Balina de dominar la impotencia inducida por sus circunstancias traumáticas. Balina aprendió que el retiro disociativo era su método de escape ante unos requisitos inalcanzables y con terapia, aprendió que sus reacciones no la convertían en una “enferma” sino en una “superviviente”. Los problemas que afrontaba no tenían solución y sus propias fortalezas, aprendidas en un entorno de lucha, podían ayudarle a navegar por los altibajos de su vida. A los 18 años y antes de acceder a la universidad, el responsable del centro de acogida de Balina le pidió que participara en una conferencia para trabajadores sociales como ejemplo del “éxito” del sistema de centros de acogida. La oposición de Balina, que en aquel momento fue la expresión de la renovada confianza en sí misma, empezó a hacer efecto y rechazó la invitación: “No voy a ser su chica del póster”, dijo. “Yo lo he conseguido a pesar de lo que ustedes me hicieron”. Nunca aceptó el mensaje implícito de su paso por centros de acogida que apuntaba a que tendría que estar agradecida por haber tenido un hogar. La terapia le ayudó a interiorizar el mensaje de que merecía seguridad, amor y un futuro prometedor, como los otros niños que había conocido y que vivían luchas similares. La terapia también le ayudó a entender su disociación como una herramienta útil para la supervivencia y no como un síntoma de disfunción severa. La disociación, un fenómeno clínico muy bien descrito entre adultos, ha empezado a recibir más atención en los últimos veinte años en la literatura clínica y de investigación. La disociación en niños traumatizados se manifiesta con aturdimiento, confusión de la identidad, voces o amigos imaginarios que influyen en la conducta, y diferentes trastornos de conducta, estado de ánimo, cognición, experiencias somáticas y relaciones. Descrita inicialmente en la literatura contemporánea por Kluft (1984) y Fagan y McMahan (1984), la disociación infantil y adolescente la han documentado más en profundidad otros investigadores y clínicos que han concluido que los síntomas disociativos suelen estar asociados con historiales de trauma importante (p. ej., Bonnano, Noll, Putnam, O’Neill y Trickett, 2003; Collin-Vézina y Hébert, 2005; Hulette, Fisher, Kim, Ganger y Landsverk, 2008; Hulette, Freyd y Fisher, 2011; Macfie, Cichetti y Toth, 2001; Putnam, Hornstein y Peterson, 1996; Teicher, Samson, Polcari y McGreenery,

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2006; >Trickett, Noll y Putnam, 2011). La experiencia de clínicos de todo el mundo que tratan a jóvenes con síntomas y trastornos disociativos sugiere que muchos de ellos no responden a las técnicas convencionales para el tratamiento del trauma disponibles en la actualidad (Wieland, 2011a). Podría ser que los problemas de memoria dificulten que las formas de terapia convencionales resulten efectivas y algunos de los síntomas disociativos más severos, como el bloqueo disociativo profundo, se podrían diagnosticar erróneamente como síntomas neurológicos. Los niños disociativos presentan problemas de tratamiento exclusivos, dado que la intensidad de sus exteriorizaciones y sus conductas destructivas son difíciles de gestionar en un entorno ambulatorio e incluso cuando el paciente está ingresado (Hornstein y Tyson, 1991; Ruths, Silberg, Dell y Jenkins, 2002). Las nuevas evidencias fruto de la investigación ponen de manifiesto que la disociación es, en efecto, un indicador de la gravedad clínica en las poblaciones infantil y adolescente. En un estudio llevado a cabo con 2.450 niños con acceso al sistema de bienestar infantil, la presencia de una disociación significativa fue un indicador clave de hospitalización psiquiátrica, y la disociación significativa fue el síntoma que predecía la urgencia de hospitalización de los niños asistidos (Kisiel y McLelland, resultados no publicados, comunicación personal, 28 de marzo de 2012). Este libro presenta una serie de intervenciones terapéuticas denominadas Intervenciones centradas en la disociación (ICD) (véase el Anexo A). Las intervenciones centradas en la disociación tratan las necesidades de los niños y adolescentes que tienen síntomas disociativos y que son resistentes a las técnicas de tratamiento más convencionales. La técnica descrita en este libro puede utilizarse por sí sola o combinada con varias de las prácticas nuevas y en desarrollo que han demostrado ser prometedoras en el alivio de los síntomas de los niños traumatizados (Arvidson et al., 2011; Blaustein y Kinniburgh, 2010; Busch y Lieberman, 2007; Cohen, Mannario y Deblinger, 2006; Ford y Cloitre, 2009; Perry, 2009). Aunque es necesario realizar más estudios centrados específicamente en la población infantil, existen razones para pensar que, bien utilizado, el tratamiento de la disociación infantil puede ser eficaz. En 1998, mi colega Frances Waters y yo misma presentamos los resultados preliminares de nuestro tratamiento a 34 pacientes disociativos (Silberg y Waters, 1998) y desvelamos una mejora moderada o significativa de los pacientes que permanecieron en tratamiento. Los resultados positivos que se pueden obtener con las técnicas centradas específicamente en la disociación han sido confirmadas por el trabajo de un grupo de clínicos internacionales que participan en el comité infantil de la Sociedad internacional para el estudio del trauma y la disociación, ISSTD por sus siglas

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en inglés (Baita, 2011; Grimmink, 2011; Marks, 2011; Silberg, 2011; Waters, 2011; Wieland, 2011b; Yehuda, 2011), que además en 2013 desarrolló una serie de pautas para el tratamiento de los síntomas y trastornos disociativos en niños y adolescentes. Un modelo de consenso para el tratamiento de adultos con disociación ha demostrado que cuando los pacientes con trastornos disociativos son tratados por clínicos con formación, experimentan una reducción significativa de los síntomas de disociación y de trastorno de estrés postraumático, una reducción de las hospitalizaciones y de los síntomas incapacitantes, y un aumento general de las conductas adaptativas y de la sensación de bienestar en la evaluación de seguimiento (Brand et al., 2012). Los 29 pacientes más jóvenes de la muestra (entre 18 y 30 años) progresaron incluso más en la disminución de las conductas autodestructivas y los intentos de suicidio que los de más de 30 años (Myrick et al., en prensa). En la misma línea que los resultados de ese estudio, mis observaciones clínicas confirman que cuanto más joven es el paciente, más fácil es lograr una rehabilitación significativa de la disociación. Las intervenciones basadas en el desarrollo orientadas hacia la sintomatología exclusiva de esta población podrían revertir los efectos severos e incapacitantes del trauma temprano a lo largo de la vida de estos sujetos. La técnica que se presenta en este libro no se centra específicamente en el trastorno de identidad disociativo (TID), dado que los criterios del DSM-IV (Manual diagnóstico y estadístico) requieren la observación de los estados de personalidad y de amnesia, no siempre presentes en las formas infantiles del trastorno (American Psychiatric Association [APA], 2000). En cambio, las manifestaciones de la disociación infantil se extienden por varios grados de severidad y en ciertos aspectos se asemejan a procesos de desarrollo normal, como el fenómeno de los amigos imaginarios muy reales en niños pequeños. Las etiquetas de todo o nada que ven al paciente como portador de un trastorno rígido, resultan menos útiles que la visión de los fenómenos disociativos como una gama de severidades en una línea continua. De ahí que los modelos adultos que manifiestan una visión normalizadora de la disociación hayan sido particularmente influyentes en el desarrollo de esta técnica (véase, p.ej., Chu, 1998; Gold, 2000; Rivera, 1996). También influyen en la base teórica de esta técnica los modelos de tratamiento basados en la teoría del afecto (Kluft, 2007; Monsen y Monsen, 1999; Nathanson, 1992; Tomkins, 1962, 1963), los modelos que destacan la interrupción del apego (Hughes, 2006; James, 1994; Kagan, 2004), y los modelos centrados en un enfoque relacional con los pacientes expuestos a trauma en los primeros años de vida (Pearlman y Courtois, 2005). El trabajo de los clínicos que forman parte del Comité infantil de la sociedad internacional para el estudio del trauma y la disociación también ha desempeñado un

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papel importante en el desarrollo de las ideas y los conceptos que aquí se presentan (véase, p.ej., Wieland, 2011a). El acrónimo EDUCATE (la inicial, en inglés, de cada una de las fases conforma la palabra “educate”, educar en inglés) responde a una secuencia de pasos de la intervención centrada en la disociación. Esos pasos empiezan con psicoeducación sobre el trauma y la disociación y una evaluación de la motivación del niño para sostener su disociación. El siguiente grupo de intervenciones ayuda al niño a entender lo que está oculto y a reivindicar las partes ocultas de su yo. La siguiente fase es la de regulación de la activación, el afecto y el apego, e incluye la gestión de la hiperactivación y la hipoactivación, además de la regulación del afecto en el contexto de las relaciones de apego. El procesamiento traumático y la comprensión de los detonantes son la siguiente fase del modelo EDUCATE; procesar los eventos traumáticos implica prestar atención al contenido del trauma temprano, a sus asociaciones sensoriales y afectivas y al significado que tiene para el niño. La última fase del modelo organiza técnicas que ayudan al niño superviviente a hacer frente a nuevos retos de desarrollo, al tiempo que acepta plenamente el yo y el significado de su historial traumático. Como un yo integrado, los verdaderos supervivientes aprenden a abandonar al pasado en el pasado y a apreciar quiénes son a pesar de venir de donde han venido. A menudo, personas de otros campos me preguntan si en ocasiones no me resulta deprimente trabajar con niños que han sido tan terriblemente dañados y maltratados. “No”, les respondo, “es muy estimulante descubrir de un modo diferente la sorprendente resiliencia y el potencial de cada nuevo paciente”. Espero que le parezca igual de estimulante cuando aplique algunas de esas técnicas a sus pacientes infantiles y que admire la fortaleza y el potencial adaptativo de los niños que conocerá en este libro y el de sus pacientes. A través del tratamiento de cada niño usted tiene el potencial de revertir los ciclos de maltrato y de ayudar a crear para la siguiente generación el mundo seguro, tolerante y amoroso que todos nuestros pacientes merecen.

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El trauma y sus efectos “Es como si fueras con el piloto automático y otra persona accionara los controles”, declaró Shawn Hornbeck, víctima de un secuestro y superviviente de abuso sexual. Con esas palabras pronunciadas ante un periodista explicaba la disociación, la impotencia y el terror que le mantuvieron amarrado a su secuestrador durante cuatro años y tres meses, hasta que fue liberado por el FBI en 2007 a las afueras de St. Louis, a unos 80 kilómetros de su casa (Dodd, 2009). Cuando más tarde se le entrevistó sobre su trauma, Shawn declaró: “Casi todo el mundo diría que su mayor miedo es probablemente a la muerte, pero para mí no. Yo tendría que decir que lo que más miedo me da es probablemente no ser entendido” (Keen, 2008). A los 11 años, Shawn fue raptado por su vecino y obligado a vivir con un agresor sexual que lo matriculó en la escuela, le puso un seudónimo y materializó su esclavitud con amenazas y recompensas si hacía lo que le decía. Shawn pensaba que la curación del trauma de su abuso y su cautividad estaba directamente relacionada con que la gente entendiera la impotencia y el terror que le mantuvieron atrapado con su maltratador, sufriendo traumas y humillaciones repetidos. Igual que Shawn Hornbeck, los niños que aparecen en este libro han sentido la impotencia y el terror de la grave situación que vivieron, y han sentido que iban con el “piloto automático” y que sus conductas eran malinterpretadas incluso por personas con buenas intenciones. Pero a diferencia del trauma de Shawn, sus historias no capturaron titulares. Sufrieron sus traumas aislados, pero anhelan ser entendidos y esperan que la sanación pueda surgir de esa comprensión. El trauma ha sido definido como episodios que quedan fuera de las experiencias vitales normales y esperadas del individuo y que son percibidas como una amenaza para la “vida, la integridad física o la cordura” (Pearlman y Saakvitne, 1995, pág. 60, TdT). La persona que ha vivido el trauma siente en ese momento (o en otros muchos que no será capaz de sobrevivir, y esa experiencia de enorme impotencia es una marca distintiva del trauma. Como Martha Stout (2001) explica: “Esos eventos abren un pasillo de impotencia fundamental y la posibilidad de morir” (pág. 53, TdT). Esas sensaciones de sentirse abrumado más allá de los límites de nuestra propia capacidad pueden mitigarse cuando la experiencia se comparte con los demás. Las experiencias traumáticas sufridas en aislamiento y en secreto, como suele ser el caso de las experiencias traumáticas de los niños y adolescentes que se presentan en este libro,

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son algunas de las más difíciles de superar. Guardar el secreto y al mismo tiempo sufrir los múltiples efectos de esas experiencias hace que los recursos interiores de los niños se sobrecarguen y deja menos recursos disponibles para la difícil tarea de la curación. Dado el aumento de estudios sobre los efectos tempranos del trauma, los especialistas han establecido una importante distinción entre los resultados traumáticos de los incidentes aislados (Tipo I) y el trauma crónico a largo plazo (Tipo II), cuyo origen se sitúa durante el desarrollo temprano (Terr, 1994). Herman (1992) utiliza el término “trauma complejo” para referirse al trauma relacional de inicio temprano que deja unos efectos duraderos en las capacidades básicas de la persona traumatizada. Herman identifica seis áreas de funcionamiento que se ven afectadas por el trauma temprano: alteración de la regulación afectiva, de la conciencia, de la percepción de uno mismo, de la visión del autor de los hechos, de las relaciones y de los sistemas de sentido o significado. Más adelante, investigadores y clínicos que describen tanto a niños como a adultos han seguido refiriéndose al trauma relacional crónico temprano y de largo plazo como trauma complejo. Una de las fuentes de información que tenemos sobre la prevalencia del trauma procede del estudio “Episodios adversos en la niñez”, en el que Felitti et al. (1998) estudiaron a miles de pacientes del Sistema Sanitario Kaiser Permanente y determinaron que el 60% de la población adulta había experimentado por lo menos una “Experiencia adversa en la niñez”, como negligencia, maltrato físico, maltrato emocional, abuso sexual, haber observado violencia o tener padres con historiales de enfermedad mental o de consumo de drogas. Lo más importante es la correlación entre el número de episodios traumáticos vividos y la variedad de resultados negativos para la salud, algo que pone de manifiesto que la exposición a traumas tiene implicaciones graves y a largo plazo para la salud de las personas. Por otra parte, la prevalencia de múltiples formas de trauma infantil se confirma con los datos recogidos en la base de datos de la red nacional de estrés traumático infantil. Los más de 14.000 niños derivados a través de esa red sufrieron una media de 4,7 tipos de trauma distintos: maltrato físico, abuso sexual, maltrato emocional, negligencia, exposición a violencia doméstica, enfermedad, pérdidas o exposición a desastres naturales, ataques violentos o violencia en la comunidad (Kisiel et al., 2011).

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La negación A pesar del conocimiento nuevo acerca de lo generalizado que está el trauma en las personas, los niños que conocemos en nuestras consultas a menudo acuden a nosotros habiendo absorbido internamente el mensaje de negación de la sociedad. Su desmoralización y falta de fe en la posibilidad de cambio suelen estar arraigadas en el hecho que no se les creyó cuando desvelaron su realidad o, como en el caso de Shawn Hornbeck, porque quizás se sienten culpables por su aparente complicidad. A menudo los delitos que se han cometido contra ellos nunca han sido juzgados, y personas adultas importantes en sus vidas no han valorado el dolor que han sufrido. La incomodidad ante el trauma puede hacer que los adultos cambien rápidamente de tema, que pregunten con dudas o simplificando las preguntas, o que cuestionen a los niños por no haberlo contado antes. Los niños traumatizados están en alerta ante cualquier mensaje que parezca minimizar o subestimar sus experiencias y por lo general lo rechazarán con ira antes de desconectar de cualquier adulto de quien sospechen que no entiende su sufrimiento. Deborah, una niña de doce años que fue adoptada en un orfanato rumano cuando tenía tres, me dijo con desdén que su antigua terapeuta la llamaba “mentirosa” cuando le contaba sus recuerdos del orfanato en Rumanía. Tras consultárselo, la terapeuta manifestó que su respuesta a los horribles recuerdos de Deborah había sido: “Eras muy pequeña, ¿estás segura de que lo recuerdas correctamente?”. Parece una nimiedad, pero cuestionar la respuesta imposibilitó que Deborah confiara en su terapeuta. Los niños que se encuentran con agentes de policía, abogados, o trabajadores sociales escépticos salen de esas entrevistas sintiéndose traumatizados por la respuesta dudosa que suelen encontrar. Aunque la mayor parte de la evitación o de la negación de las experiencias traumáticas infantiles es involuntaria, en ocasiones los adultos tenemos un interés profesional, legal o monetario para rechazar o discutir eventos traumáticos conocidos. Por desgracia existe una reacción fulgurante de negar o minimizar los efectos del trauma y del abuso sexual, y esa negación parece estar al servicio de poderosos intereses establecidos, como los abogados de la defensa y sus defendidos, así como el movimiento pedófilo organizado que intenta justificar el maltrato infantil por parte de individuos “que se sienten atraídos por menores” (la expresión “neutra” es la que prefieren). En 1998, Rind, Tromovitch y Bauserman publicaron un artículo en el que indicaban haber descubierto que el abuso sexual de chicos, que rebautizaron como “sexo entre adulto y niño” no era nocivo. Mis colegas y yo misma descubrimos que el artículo estaba plagado de errores de razonamiento científico e información descaradamente inexacta (Dallam et

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al., 2001). Ese artículo fue rápidamente publicitado por los pedófilos como justificación de su estilo de vida y lo citaban en sus escritos para justificar su explotación sexual infantil bajo el disfraz de un estilo de vida alternativo (Dallam, 2002). Aunque se suelen presentar elegantemente envueltas, como si fueran científicas, esa negación del daño que ocasionan el abuso y el trauma suena falsa, ya que cada vez hay más datos científicos convincentes que documentan los resultados para la salud a largo plazo, la comorbilidad psicológica e incluso los daños cerebrales como efectos cuantificables de diversos episodios traumáticos.

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Los efectos psicológicos del maltrato Abuso sexual El abuso sexual puede afectar a entre el 12 y el 35% de las niñas y entre el 4 y el 9% de los niños (Putnam, 2003), y se da en todos los niveles socioeconómicos y en todas las culturas. Los estudios sugieren que el abuso sexual, especialmente cuando es más invasivo, está asociado con varias secuelas psiquiátricas, como conducta sexualizada y comportamiento sexual arriesgado, depresión, trastornos alimentarios, autolesiones, consumo de drogas y alcohol, y un riesgo importante de revictimización (Putnam, 2003; Trickett et al., 2011). Finkelhor y Browne (1985) identifican que el daño puede estar relacionado con los efectos estigmatizadores de la experiencia, con la sensación de impotencia y con las violaciones de límites asociadas con el abuso sexual. Es difícil desarrollar un sentimiento de autoestima y autonomía cuando el propio cuerpo se experimenta como objeto de placer del otro. Las experiencias psicológicas del niño superviviente agravan esos efectos porque internalizan y reaccionan a los mensajes del abusador. Las racionalizaciones para autojustificarse son típicas del agresor sexual (Courtois, 2010) como, por ejemplo: “Esto es una manifestación de amor”, “Me has obligado a hacértelo” o “Esto es lo que te mereces”. Cuando uno de los padres o un familiar cercano expresa estas ideas, es muy difícil para los niños supervivientes librarse de esas creencias, pues su apego a él se vería amenazado. Si incluso Shawn Hornbeck, que sufrió abusos por parte de un extraño que se convirtió en su cuidador durante los cuatro años de cautividad, sintió esa lealtad y el miedo a escapar, imaginemos el vínculo que sienten los niños que han sufrido abusos por parte de sus propios padres. El abuso sexual perpetrado por un miembro de la familia suele producirse de noche, con lo que se interrumpe la privacidad del niño o la niña y también el descanso relajante y reparador que las horas de sueño pueden aportar (Courtois, 2010). Trickett et al. (2011) trabajó durante 23 años con 84 niñas víctimas de abuso sexual y encontró secuelas psicológicas significativas como obesidad, trastornos ginecológicos como un inicio temprano de la pubertad, enfermedades graves, un mayor uso de los servicios sanitarios, déficits cognitivos, niveles anormales de cortisol (la hormona del estrés) y alteración del eje hipotalámico, pituitario y adrenal, que es la parte del sistema neuroendocrino que reacciona al estrés. Por otro lado, resulta cuanto menos preocupante que generación nacida de las niñas que han sufrido abuso también está en riesgo, lo que se manifiesta en una mayor derivación a los servicios de protección de la infancia, sobre

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todo por casos de negligencia. Una nueva forma de explotación sexual que los terapeutas están empezando a ver en sus consultas son los niños a los que se fuerza a posar para la creación de material pornográfico, a menudo instigados por algún miembro de su familia. Una vez publicado en el ciberespacio, ese material no puede recuperarse jamás y esos niños sufren con la idea de que sus delitos permanecerán indefinidamente en el mundo virtual de Internet. Esos menores son unos supervivientes que se enfrentan a problemas únicos, a quienes suele acosarles la culpa por que sus imágenes puedan ser utilizadas para inducir a otras personas a la explotación sexual, y cuyas sonrisas forzadas capturadas en fotografías o en imágenes de vídeo les generan una sensación de complicidad continuada con esos delitos (Leonard, 2010). El hecho que las personas que han abusado de ellos sean casi todas anónimas e indescriptibles hace que sea muy difícil tratar en terapia episodios concretos de explotación, pueden sentirse cada vez más cohibidos por esa continua exposición, y los ordenadores se convierten en los desencadenantes de una abrumadora ansiedad (Leonard, 2010). Este nuevo campo de la explotación infantil ha generado cuestiones jurídicas provocadoras, como si cada nueva persona que visione las imágenes de un niño le debe una restitución a esa víctima en concreto. Los tribunales de apelación federales de Estados Unidos siguen debatiendo sobre el tema con el caso tipo de “Amy”, una de las primeras víctimas infantiles identificadas de explotación fotográfica en Internet, que ha solicitado una restitución ante el tribunal federal contra los múltiples maltratadores que han visto su imagen desde principios de 1990, cuando un miembro de su familia publicó por primera vez imágenes suyas pornográficas en Internet (Kunzelman, 2012). Lo más probable es que el Tribunal Supremo acabe conociendo y resolviendo la controversia creada por este caso tipo: ¿Puede un “maltratador” que haya visionado una imagen de Amy mucho tiempo después de producirse el abuso sexual, y que nunca conoció a la Amy real, ser causante de un perjuicio? Para Amy la respuesta es obvia. En su declaración de impacto como víctima, escribió: Estoy ahí para siempre, en fotografías que la gente utiliza para hacer cosas asquerosas. Quiero que lo borren todo… Pero soy incapaz de pararlo, igual que fui incapaz de parar a mi tío… ¿Cómo puedo superarlo si el vergonzoso abuso que sufrí está ahí para siempre para disfrute de gente asquerosa? (Amy, 2009). Los estudios de niños y adolescentes que han sufrido abuso sexual documentan niveles elevados de disociación en esta población (Bonnano et al., 2003; Collin-Vézina y Hébert, 2005; Macfie et al., 2001), y los síntomas disociativos en esos niños están

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vinculados a un inicio temprano del abuso sexual, múltiples maltratadores (Trickett et al., 2011) y conductas arriesgadas (Kisiel y Lyons, 2001). Como la misma Amy escribió, “A veces me quedo ausente cuando pienso en lo que ocurrió y no presto atención a lo que me rodea… Olvidar es lo que mejor hago en la vida desde que de pequeña me forzaron a vivir una doble vida y a olvidar lo que me estaba ocurriendo”. Igual que Amy, a menudo los supervivientes describen con mucha nitidez sus experiencias de disociación –“Flotaba hasta el techo y me veía a mí misma desde arriba”, o “Me divido en dos personas y dejo que la otra sufra el dolor”. Muchos de los niños a los que el lector conocerá en estas páginas desarrollaron herramientas de afrontamiento disociativo para gestionar el trauma del abuso sexual. Las experiencias de abuso sexual, debido a su invasividad, a la activación asociada que induce un estado fisiológico desconocido, y su asociación con la traición de las figuras de apego (Freyd, 1996), pueden desencadenar fácilmente estrategias de afrontamiento disociativas. Maltrato físico El maltrato físico puede llegar a afectar al 23% de los niños, igual que el abuso sexual, tiene amplias implicaciones en el ajuste posterior (Kolko, 2002). Además de los efectos físicos de la herida física temprana, como cicatrices o problemas de alimentación, es probable que los niños que han sufrido maltrato físico sufran también consecuencias cognitivas y emocionales. Se ha observado que los niños que han sido víctimas de maltrato físico experimentan problemas académicos y de atención, obtienen peores resultados en lectura y matemáticas, y tienen un mayor riesgo de repetir curso escolar (Kolko, 2002). Los niños que han sido víctimas de maltrato físico experimentan problemas de ira, y tienen el doble de posibilidades que los niños de su edad de ser detenidos por delitos violentos en la adolescencia (Widom, 1989). Además de los problemas de agresiones y de conducta antisocial, los niños que han sufrido maltrato físico manifiestan niveles más elevados de depresión, ansiedad, ideas suicidas e intentos de suicidio (Silverman, Reinherz y Giaconia, 1996). Al parecer existe una relación especialmente potente entre un historial de maltrato físico y la disociación (Hulette et al., 2011; Macfie et al., 2001). Los niños con los que he trabajado y que han sido maltratados describen cómo aprendieron a desconectar de la sensación física de dolor y cómo esa desconexión de sus experiencias sensoriales se generaliza también en otras sensaciones físicas. Los chicos que han sido víctimas de maltrato físico luchan por controlar sus reacciones agresivas incluso ante provocaciones menores, y puede parecer que “activan” y “desactivan” esas respuestas agresivas drásticamente, para consternación y confusión de las personas que los rodean. Darse cuenta de que alguien ha elegido hacerles daño de forma consciente se convierte a

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menudo en un tema destacado que debe abordarse en su tratamiento. Las relaciones tienden a estar cargadas de sospechas y un exceso de vigilancia ante el posible daño, y eso es algo que podría afectar al desarrollo de sus relaciones íntimas cuando esos niños se hacen mayores. Existen estudios recientes que sugieren que cuando el abuso sexual está asociado a un maltrato físico, los efectos a largo plazo en el ajuste posterior son más severos (Fergussen, Boden y Horwood, 2008). Negligencia De los 3,3 millones de denuncias de maltrato infantil que llegaron a los servicios infantiles de Estados Unidos en 2010, el 78% fue por sospechas de negligencia (Departamento de Salud y Servicios Humanos de Estados Unidos, Administración para niños y familias, Administración para niños, jóvenes y familias, Oficina de niños, 2011). Esas cifras parecen subestimar la incidencia de la negligencia, que no suele denunciarse y que afecta a un porcentaje elevado de bebés y niños pequeños. La negligencia tiene profundas implicaciones a largo plazo en el desarrollo, y los niños que la han sufrido experimentan problemas de desarrollo cognitivo y de competencias lingüísticas tempranas, apego inseguro, problemas con los compañeros, problemas de modulación de la activación emocional, percepciones negativas de sí mismos, signos tempranos de depresión, ausencia de entusiasmo y poca tolerancia a la frustración (Erickson y Egeland, 2002; Hildyard y Wolfe, 2002). Los niños que han sufrido negligencia emocional tienden a tener problemas en sus relaciones con iguales, con escasos niveles de popularidad, distintos problemas en la escuela y una incidencia elevada de problemas psiquiátricos posteriores como riesgo de suicidio y delincuencia (Hildyard y Wolfe, 2002). Además, el cuidador negligente también suele asociarse a niveles elevados de disociación infantil. Existen estudios de seguimiento longitudinal que han cuantificado una disociación importante en hijos de padres psicológicamente insensibles y evitadores (Dutra, Bureau, Holmes, Lyubchik y Lyons-Ruth, 2009), negligentes (Ogawa, Sroufe, Weinfield, Carlson y Egeland, 1997) o punitivos (Kim, Tickett y Putnam, 2010). Los clínicos pueden encontrarse con un niño que haya sido víctima de negligencia en los primeros años de vida que se relacione con el terapeuta de forma extraña, siendo a veces excesivamente amistoso y solícito, y otras distante y evitador. Los componentes relacionales de la terapia se vuelven especialmente significativos cuando se trabaja con niños que han sido víctimas de esa negligencia en la primera infancia. Ser testigo de violencia doméstica En Estados Unidos, cerca de 15,5 millones de niños viven en hogares en los que se

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experimenta violencia de género (McDonald, Jouriles, Ramisetty-Mikler, Caetano y Green, 2006). La exposición de los niños a esa violencia doméstica, tanto si fueron víctimas directas de dicha violencia como si no, predice varios problemas de salud mental consecuentes, como estrés postraumático, agresión y afecto negativo (Kitzman, Gaylord, Holt y Kenny, 2003). Cuanto mayor es el nivel de violencia entre los padres que observa el niño o la niña, peor es el resultado. Muchos de los niños cuyos casos se describen en este libro han estado expuestos a violencia doméstica en sus casas. La naturaleza impredecible de los estallidos repentinos de violencia en sus hogares da lugar a que muchos de ellos se muestren hipervigilantes y reactivos ante voces elevadas y rostros de enfado, ante el temor de que puedan ser señales de una escalada repentina de peligro para ellos mismos o para sus seres queridos. Aunque todas las formas del trauma temprano tienen consecuencias conocidas, las más severas y duraderas derivan de la exposición repetida a múltiples formas de trauma. Existen datos recientes que sugieren que los distintos tipos de trauma van asociados a los niveles más elevados de disociación (Hulette et al., 2008, 2011; Teicher et al., 2006). Otros tipos de trauma, como el abandono en la primera infancia, el fallecimiento de los padres, las intervenciones médicas dolorosas o la exposición a violencia en la comunidad o a desastres naturales, pueden dar lugar a consecuencias a largo plazo, que se magnifican cuando se combinan con las otras formas de trauma temprano.

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El trauma del desarrollo La expresión “trauma del desarrollo” se utiliza para describir el trauma relacional temprano, sobre todo cuando la población de estudio son niños y adolescentes (van der Kolk et al., 2009). Los expertos suelen contar el número o la duración de los traumas relacionados con los cuidadores para evaluar traumas complejos o del desarrollo y han encontrado de manera constante que cuanto mayor es la exposición a múltiples formas de trauma, mayor es la gravedad de los síntomas en varios ámbitos de desarrollo. Una mayor exposición a múltiples formas de trauma afecta a múltiples ámbitos afectivos e interpersonales (Cloitre et al., 2009), crea trastornos significativos en la regulación afectiva del niño o de la niña, en el control de la agresividad y de los impulsos y en las representaciones de las imágenes negativas de uno mismo (Spinalzola et al., 2005), y afecta a la gravedad de todos los síntomas de salud mental (Kisiel et al., 2011). La documentación de déficits en múltiples ámbitos de funcionamiento entre quienes han sufrido formas severas de trauma crónico llevó a Bessel van der Kolk a proponer una nueva categoría diagnóstica denominada Trastorno traumático del desarrollo para el DSM-5, el nuevo Manual diagnóstico y estadístico publicado por la Asociación Estadounidense de Psiquiatría (van der Kolk, 2005; van der Kolk et al., 2009). Esta categoría diagnóstica describe acertadamente a niños que han sido expuestos a trauma temprano crónico y se centra en los múltiples trastornos de conducta, afecto, percepción, relaciones y experiencias somáticas típicas en ellos. Este diagnóstico está siendo sometido a estudios de campo y se han desarrollado entrevistas estructuradas para evaluar los síntomas (véase p. ej., The Developmental Trauma Disorder Structured Interview for Children (10.3), y The Developmental Trauma Disorder Structured Interview for Caregivers (10.3) [Ford y el Grupo de trabajo sobre trauma del desarrollo, 2011a, 2011b]). El trauma del desarrollo, como se define en estas mediciones, requiere que los episodios traumáticos tengan una prevalencia de al menos un año y evalúa el trastorno afectivo y fisiológico, el trastorno de la atención o de conducta y trastornos con uno mismo (intrapersonales) o relacionales (interpersonales). En la Tabla 1.1 se enumeran los síntomas que se cuantifican con esas herramientas para evaluar el trauma del desarrollo. Aunque todavía no queda claro si el trastorno traumático del desarrollo aparecerá en el nuevo DSM-V, esta conceptualización ha mejorado nuestra comprensión clínica de las múltiples carencias que suelen encontrarse en los niños con trauma crónico. Al consultar los distintos casos prácticos que se recogen en este libro, muchos de los síntomas que aparecen en la Tabla 1.1 cobrarán vida con gran realismo.

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Para el propósito de este libro, utilizaré el término trauma del desarrollo para referirme a los niños y adolescentes que han sufrido múltiples formas de trauma de inicio temprano. Algunos de los niños fueron retirados de sus hogares tras sufrir maltrato físico, abuso sexual o negligencia y algunos sufren trastornos médicos crónicos que, combinados con otras formas de trauma, han reducido su capacidad de afrontamiento. El término niño superviviente hará referencia a niños y adolescentes que han experimentado múltiples formas de trauma y que han sufrido alguna inadecuada cobertura en los cuidados, a menudo debido a que alguno de sus cuidadores también ha sufrido un trauma temprano en su origen. Tabla 1.1. Síntomas del trauma del desarrollo Trastornos físicos o afectivos No tolera o no se recupera de los estados afectivos negativos No se recupera o no modula los estados físicos negativos Sensibilidad perceptual a los ruidos o al tacto Quejas físicas que no se explican fácilmente Menor conciencia física o emocional Menor capacidad para describir emociones Trastorno de la atención o de la conducta Evitación de señales de amenaza Hipervigilancia del peligro futuro Toma de riesgos Relajación alterada o inapropiada (i.e. masturbación compulsiva) Conductas de autolesión Incapacidad para seguir planes Trastornos con uno mismo y relacionales Verse a uno mismo como dañado, indefenso, deficiente Preocupación por el cuidador Desconfianza extrema del cuidador Oposición Agresión Intentos inapropiados por obtener intimidad física o dependencia extrema en las relaciones Falta de empatía

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Adaptado del Ford and The Developmental Trauma Working Group (2011) y van der Kolk (2009).

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Los efectos neurológicos del trauma Martin Teicher (2010), de la Universidad de Harvard, explica que el maltrato temprano altera la trayectoria del desarrollo del cerebro de los niños traumatizados en formas predeterminadas, que dependen de la edad del niño y del tipo de maltrato. Uno de los efectos más documentados del maltrato en el cerebro de los niños y adolescentes maltratados son los cambios en el cuerpo calloso, es decir, la “autopista” del cerebro que conecta el hemisferio derecho con el izquierdo (De Bellis et al., 1999; Teicher et al., 1997, 2000, 2003). Teicher y colaboradores (2003) descubrieron que los chicos que habían sufrido negligencia eran los que tenían las lesiones más profundas en el cuerpo calloso, mientras que en las chicas víctimas de abuso sexual se observaba un cuerpo calloso más reducido. Es destacable que el estudio de Teicher, Samson, Sheu, Polcari y McGreenery (2010) también encontrara anomalías del cuerpo calloso en jóvenes expuestos a maltrato verbal por parte de sus compañeros, sobre todo durante los años de instituto. El descubrimiento de un cuerpo calloso subdesarrollado en los niños que han sufrido maltrato podría sugerir un potencial apoyo neurológico de las desconexiones, los flashbacks y los fenómenos disociativos que se observan en los niños traumatizados. Un cuerpo calloso subdesarrollado puede inhibir la capacidad para integrar información visual (lado derecho) con codificación verbal (lado izquierdo), o podría dar lugar a que el individuo respondiera a episodios de forma contradictoria, dependiendo de si se estimula el hemisferio derecho o el izquierdo del cerebro. La investigación avala la noción de que los individuos traumatizados muestran una preferencia para procesar los contenidos traumáticos el hemisferio derecho del cerebro, en comparación con la población normal (Schiffer, Teicher y Papanicolaou, 1995). Si la información no puede integrarse en el cuerpo calloso y procesarse verbalmente, el resultado podría ser la reexperimentación recurrente de las imágenes y los sonidos traumáticos, un problema que se suele encontrar durante los flashbacks. Los trastornos de memoria asociados con el abuso sexual, tanto la hipermnesia (un recuerdo tan nítido que parece que está ocurriendo de verdad) como la amnesia de eventos traumáticos o autobiográficos, pueden asociarse con anomalías en el hipocampo. Se han detectado déficits en el hipocampo debido a un exceso de cortisol, que afecta a la capacidad del hipocampo para desactivar a una amígdala estimulada en exceso (Teicher et al., 2003). Otra región del cerebro que parece alterada por el trauma es la amígdala, o el centro de las respuestas condicionadas al miedo. Estudios del cerebro llevados a cabo en huérfanos

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rumanos muestran una amígdala derecha comparativamente mayor (Mehta et al., 2009). De un modo similar, se han documentado casos de reducción del tamaño de la amígdala izquierda entre jóvenes adultos que han sufrido abuso sexual (Teicher et al., 2003). La amígdala parece estar en modo híper-alerta en las personas traumatizadas. Joseph LeDoux (1996), un prestigioso neurocientífico, explica que hay dos “vías” para responder al miedo: la “vía lenta” implica procesar el miedo directamente desde el tálamo a la amígdala, con una reactividad fisiológica inmediata como resultado; en cambio, la “vía rápida” implica procesar las respuestas de miedo a través del córtex prefrontal, que permite establecer una correspondencia de lo mucho que se parece ese estímulo a la fuente de trauma original y también permite un análisis continuado que inhibe la reactividad inmediata. Las personas que han sufrido repetidos traumas pueden tener un acceso limitado a la “vía rápida” y, como resultado, las respuestas al trauma son inmediatas y no inhibidas. Cuando esta ruta del miedo se estimula una y otra vez, la amígdala se vuelve sensible y unos bajos niveles de estimulación pueden desencadenar respuestas de miedo condicionadas. A lo largo de estas páginas veremos el caso de jóvenes que manifiestan reactividad irreflexiva –peleas, rabia, bloqueos, hipersexualidad– ante los estímulos de sus entornos, lo que demuestra la dificultad para inhibir las respuestas condicionadas a sus pasados traumáticos. Los efectos del trauma también alteran las áreas más primitivas del cerebro, como el vermis, que participa en la coordinación de movimientos físicos intencionados y está asociado con competencias cognitivas, lingüísticas, sociales y emocionales (Teicher et al., 2003). El trabajo de Teicher demuestra que las personas que han sido víctimas de maltrato tienen un flujo sanguíneo inferior en esa zona, comparado con individuos normales. Teicher et al. (2003) apuntan que los famosos bebé mono de Harlow, privados de estimulación táctil con sus madres, mostraban déficits en esta área del cerebro. No obstante, al proporcionarles estimulación oscilante, incluso con madres subrogadas, esos déficits parecen minimizarse. Los centros más elevados del cerebro, que se sitúan en el córtex prefrontal, parecen ser especialmente vulnerables a los efectos del estrés traumático. El córtex prefrontal contiene regiones que ayudan a evaluar las experiencias actuales y determinar su relevancia en relación con experiencias pasadas. Sin información del córtex prefrontal, la amígdala activada no puede calmar fácilmente la respuesta de miedo. La evidencia de anormalidades en el córtex en niños que sufren de estrés postraumático o que tienen historiales de maltrato ha sido demostrada repetidamente (Carrion et al., 2001; De Bellis, Keshavan, Spencer y Hall, 2000; Teicher et al., 2003). Por su parte, Teicher et al. (2010)

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descubrieron que el abuso sexual altera el desarrollo de la materia gris en ambos hemisferios (derecho e izquierdo) de la corteza visual primaria y secundaria. El castigo físico parece afectar especialmente a la corteza prefrontal dorsolateral y medial (Tomoda et al., 2009). Existen evidencias que sugieren que las anomalías cerebrales del hemisferio derecho de la corteza podrían estar únicamente relacionadas con el desarrollo de fenómenos disociativos (Lanius et al., 2002; Schore, 2009). Según Schore, esa área del cerebro es especialmente sensible a la estimulación por parte de un cuidador adecuado y puede sufrir algún trastorno si carece de dicha estimulación. Schore explica que la corteza orbitofrontal derecha en pacientes disociativos traumatizados puede tener una conectividad deficiente con las estructuras límbicas que puede dar lugar a la “incapacidad para pasar de un estado interior a otro con flexibilidad y conducta manifiesta en respuesta a peticiones externas estresantes” (pág. 119, TdT). Ford (2009) distingue entre el cerebro de supervivencia del niño –el cerebro en modo de supervivencia de emergencia– y el cerebro de aprendizaje, es decir, el cerebro preparado para asimilar nueva información y crecer. Las carencias en las áreas corticales del cerebro, en concreto en la corteza prefrontal ventral y medial, afectan a la capacidad general de las personas de observarse a sí mismas, de hablar de forma objetiva de sus experiencias y de situar sus experiencias de forma contextual adecuada. Esas zonas están poco desarrolladas en las personas que han sufrido traumas, en parte porque el “cerebro superviviente” está demasiado ocupado protegiéndose de las amenazas procedentes del exterior. Al mismo tiempo, esas competencias metacognitivas son exactamente las que se quieren potenciar en nuestros pacientes traumatizados. Más allá de los cambios cerebrales estructurales asociados con el trauma en los primeros años de vida, los niños expuestos a estrés crónico desarrollan desequilibrios en la composición química del cerebro, con exceso de hormonas de estrés, o catecolaminas, como adrenalina y noradrenalina, lo que genera más reacciones abruptas, irritabilidad y una frecuencia cardiaca elevada. A medida que el cerebro infantil se sensibiliza y las señales que le recuerdan el trauma original reactivan las reacciones de estrés, esa hiperactivación puede convertirse con el tiempo en un rasgo permanente (Perry, Pollard, Blakely, Baker y Vigilante, 1995). Hiperactividad, ansiedad, impulsividad, trastorno del sueño y taquicardia pueden ser algunos de los síntomas que se observan con estados de hiperactivación crónica. Como alternativa, el niño o la niña puede experimentar hipoactivación, que implica una respuesta de rendición o de bloqueo con circulación de adrenalina, pero acompañada por una mayor arritmia sinusal respiratoria y una disminución de la presión sanguínea y de la frecuencia cardíaca. Perry y colegas

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observaron que en ese estado se produce un aumento especial en el sistema dopaminérgico y el cuerpo puede segregar opioides endógenos e inducir la desensibilización ante el dolor (véase el Capítulo 10). Resumiendo, el cerebro de los niños traumatizados se ve alterado tanto en su estructura como en su composición química por los efectos del estrés permanente. Son varias las áreas de funcionamiento afectadas, y la desconexión y la desregulación son el resultado. Un cerebro sano es aquel que está bien integrado, en el que la comunicación a través de la química cerebral fluye libremente en cascadas de activación e inhibición. El cerebro de un niño traumatizado carece de integración, dado que la comunicación horizontal (entre la parte derecha y la izquierda) y la vertical (entre los centros superiores y los inferiores) es menos fluida. En esos casos el hipocampo y la corteza prefrontal no se comunican con la amígdala y se generan barreras a la integración debido a los efectos estructurales y químicos de experiencias traumáticas repetidas y la consecuente poda y selección de células cerebrales en función del uso. El cerebro traumatizado infantil se enfrenta a una doble desventaja: por un lado su reactividad es mayor y por otro su capacidad de regulación es deficiente. El resultado es que el cerebro sensibilizado reacciona exageradamente ante cualquier estimulo que sugiera o se asemeje a los estimulos asociados al trauma, y los efectos de su regulación deficitaria generan procesos cerebrales activadores muy elevados e inhibidores químicos mínimos. Ese mismo estudio sobre los efectos neurobiológicos del trauma también apunta hacia múltiples caminos para la solución de los síntomas. El cerebro crece “podando” y descartando los caminos que se utilizan menos y fortaleciendo los nuevos. Así pues, los cerebros desregularizados y afectados por el estrés de los niños traumatizados se adaptan exclusivamente al entorno traumático, caótico e impredecible en el que se encuentra el niño. Quitarse de en medio rápidamente es importante para un niño que está expuesto a situaciones de peligro frecuentes. Cuando se trata de sobrevivir, no hay tiempo para reflexionar ni para activar las funciones de emparejamiento que comparen un nuevo estímulo con una fuente de miedo antigua. Las interrupciones de los recuerdos pueden ser adaptativas para un organismo si el trauma y los cuidados proceden de la misma persona, como suele ser el caso en el entorno de los niños maltratados. Entender que ciertas anomalías pueden ser necesarias para sobrevivir al trauma puede ayudarnos a apreciar hacia qué dirección deberá ir el niño superviviente para intentar adaptarse a un entorno más saludable, regulado y amoroso. Así pues, las áreas del cerebro afectadas por el trauma temprano pueden convertirse en el objetivo indirecto de nuestros esfuerzos, mientras que los síntomas, las conductas, la reactividad crónica y las conductas protectoras del “cerebro del superviviente” se convierten en nuestros objetivos

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directos. Si tomamos conciencia de cómo la trayectoria de desarrollo de esos niños se ha desviado en muchos ámbitos debido a la exposición a trauma crónico, podemos orientar nuestras intervenciones hacia esos ámbitos. Los niños que iremos conociendo a lo largo de este libro son un testimonio del potencial del cerebro para absorber y dar respuesta a las nuevas experiencias sanadoras que les ofrecemos en nuestras intervenciones terapéuticas. Tabla 1.2. Objetivos de la terapia Objetivo del tratamiento

Intervención

Estructura cerebral asociada

1. Estar a salvo Gestión del entorno (Capítulo 14 (detener todo Prevenir más peligro cerebral y posteriores) trauma actual) 2. Mantener la Regular afecto y activación calma ante (Capítulos 9, 10 y 11) detonantes

Conectividad de la corteza prefrontal medial con las zonas límbicas, vermis

4. Aumentar la Practicar las bases, recuerdos, Conectividad conciencia de conciencia corporal con la corteza prefrontal uno mismo (Capítulos 8, 9 y 10) 4. Contar historia del trauma

la

Entender qué ocurrió y qué significa para el yo (Capítulo 13)

5. Desarrollar relaciones Terapia familiar recíprocas 6. Convertir la impotencia en control

Activar la función cerebral del hipocampo y conectar a la corteza prefrontal La sintonía interpersonal puede estimular la corteza orbitalfrontal derecha

Relación con el terapeuta (Capítulos 5 y 12) Práctica Surgen nuevas rutas cerebrales conductual o trabajo de con la práctica visualización (todo)

7. Desarrollar una conciencia Intervenciones centradas coherente e disociación (todo) integrada

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Integración neuronal vertical y horizontal, conectividad del cuerpo calloso y conectividad en de la corteza prefrontal a funciones límbicas y de la parte inferior

del cerebro

Los objetivos globales de la terapia se resumen en la Tabla 1.2, con ideas sobre cómo esas intervenciones podrían afectar a los cerebros en desarrollo de los niños traumatizados. En este libro se tratarán varias de las intervenciones resumidas en la Tabla 1.2, y se hará especial hincapié en las intervenciones centradas en la disociación, que abordan trastornos en la continuidad de la conciencia infantil. La mayoría de los niños y adolescentes cuyos casos se presentan en estas páginas tienen síntomas importantes de disociación, además de rasgos bien descritos de trauma del desarrollo. Como Shawn Hornbeck, se ven a sí mismos viviendo sus propias vidas con el piloto automático, y sienten que tienen muy poco control sobre sus elecciones o su comportamiento. Explorar su disociación puede darnos más información sobre los trastornos de la regulación afectiva, las experiencias somáticas, las cogniciones, la visión de sí mismos, las conductas y las relaciones que vemos en esos niños. La naturaleza de esa disociación será la protagonista del siguiente capítulo.

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Un modelo de disociación integrativo desde el punto de vista del desarrollo Sonya se movía como una marioneta la primera vez que la vi en una casa de acogida para niñas que habían sufrido traumas. “¿Por qué te mueves tan despacio y como si fueras un robot? ¿Sientes que algo o alguien te está controlando?”, le pregunté, intentando averiguar algo que me ayudara a establecer una relación con aquella niña casi muda de 12 años y que tenía un historial de conducta violenta y agresiva. De repente se volvió hacia mí y respondió: “Sí, no dejamos que se mueva por sí misma. Es demasiado peligroso”. A lo que lentamente aclaré: “¿Acabas de utilizar la primera persona del plural, el nosotros?”, pregunté. “¿A quién más te refieres?”. “A los tres hombres que activan y desactivan mis sentimientos”, respondió Sonya. Con esa frase empezó finalmente a desvelar su mundo imaginario oculto, habitado por “ayudantes” que controlaban sus estados de ánimo y sus acciones y que ahora estaban frenando su comportamiento cada vez más violento. Como suele ocurrir en mi profesión, unas preguntas sencillas y directas que reflejaban mis observaciones sobre su conducta abrieron un proceso disociativo previamente oculto que me permitió acceder al tratamiento de Sonya. La información proporcionada por ella misma me permitió entrar en su mundo privado y ayudarle a dar los primeros pasos hacia la liberación del yugo de aquellos personajes imaginarios. “Es maravilloso que te ayuden”, dije. “A lo mejor también podrían aprender a calmar esos sentimientos para que tu comportamiento no fuera peligroso”. La disociación ha sido un concepto controvertido desde un punto de vista teórico y de diagnóstico. Aun así, las controversias sobre su definición y sus causas no han impedido que muchos niños y adolescentes, como Sonya, llamen la atención de sanitarios de todo el mundo. Existen estudios de caso y series de casos que desde 1984 documentan a niños y adolescentes con síntomas psiquiátricos severos, como autolesiones y suicidios, problemas de memoria, confusión identitaria, fluctuaciones rápidas del estado de ánimo y la conducta, y la creencia de que uno o varios amigos imaginario u otras identidades de ellos mismos son los responsables de esas acciones de las que no se acuerdan (véase, p. ej. Albini y Pease, 1989; Bowman, Blix y Coons, 1985; Dell y Eisenhower, 1990; Fagan y McMahon, 1984; Hornstein y Tyson, 1991; Jacobsen, 1995; Klein, Mann y Goodwin, 1994; Kluft, 1984; Laporta, 1992; Malenbaum y Russell, 1987; Putnam et al., 1996; Riley y Mead, 1988; Weiss, Sutton y Utecht, 1985; Zoroglu, Yargic, Tutkun, Öztürk y Sar, 1996). También se

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incluyen descripciones en profundidad de casos de niños y adolescentes disociativos en varios libros (Putnam, 1997; Shirar, 1996; Silberg, 1998a, 2001a; Silberg y Dallam, 2009; Wieland, 1998), hasta que finalmente en 2011 se publicó un libro dedicado totalmente a describir casos clínicos e intervenciones terapéuticas para niños y adolescentes de todo el mundo con síntomas y trastornos disociativos (Wieland, 2011a). Esos artículos y libros ponen de manifiesto que, aunque los niños y adolescentes traumatizados tienen algunas de las características de los trastornos disociativos adultos, tienden a manifestar menos amnesia y más conciencia de los estados identitarios –que suelen adoptar la forma de amigos imaginarios muy reales. Dado que los criterios adultos para los trastornos disociativos no han proporcionado un resumen preciso de la presentación en niños disociativos, algunos clínicos sugieren que se elaboren diagnósticos específicos para su desarrollo, como trastorno de personalidad múltiple incipiente (Fagan y McMahon, 1984) o trastorno disociativo infantil (Peterson, 1998). A pesar de la cuidadosa documentación que recoge la literatura existente y de la observación en ocasiones en sus propias consultas clínicas infantiles, en los círculos profesionales se suele dudar a la hora de aceptar la disociación –en parte debido al miedo a que se asocie con una “moda” de tratamiento no científica o invalidada. Las críticas, muy publicitadas, del campo de la disociación (p. ej., McHugh, 2008; Nathan, 2011) la han presentado como un “extravío de la psiquiatría” promulgado por profesionales médicos equivocados. Los retratos que han aparecido en los medios de comunicación de casos llamativos de trastorno de identidad disociativo (TID), antes trastorno de personalidad múltiple (TPM), han dado pie a cierta aprensión profesional sobre el tema y al miedo a la crítica o al rechazo por parte de la psiquiatría y la psicología mainstream o dominantes. Los retratos simplificados de las teorías de la disociación, como los que hacen hincapié en el “parloteo interior” o la “fragmentación de la personalidad”, pueden parecer demasiado mecánicos e irrelevantes para una población infantil o adolescente y es posible que hayan dado lugar a la evitación de la disociación y su tratamiento en el trabajo clínico infantil. En este libro se plantea una explicación teórica de la disociación que ve las conductas disociativas de sus jóvenes clientes como adaptaciones comprensibles a entornos que han causado un nivel de activación afectiva tan doloroso que los clientes aprenden a evitarla habitualmente. Con el tiempo, esas estrategias de evitación afectiva pueden organizarse cada vez mejor, volverse insensibles o impermeables a las influencias interpersonales, y empezar a asumir sus propios rasgos de conducta, emocionales y de identidad. La definición del DSM-IV-TR es un buen punto de partida para desarrollar una

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comprensión del concepto de disociación y los límites de nuestra comprensión actual. El manual diagnóstico y estadístico (APA, 2003) nos dice que la disociación es “una alteración de las funciones normalmente integradas de conciencia, memoria, identidad o percepción” (pág. 916). Lo malo es que esa definición parece tener su origen en una perspectiva adulta. Al decir que esas funciones están “normalmente integradas”, la definición parecer estar describiendo una mente adulta que se ha “alterado” y no una mente infantil que está en proceso de desarrollo e integración de sus funciones. Una teoría completa de la disociación las tendrá en cuenta a las dos para cualquier “desintegración” aparente, además de las raíces de desarrollo de estos procesos. Es una lástima que los clínicos e investigadores utilicen los términos “disociación” y “disociar” de múltiples maneras, y es evidente la ausencia de claridad en cuanto al significado de estas palabras (Dell, 2009; Spiegel et al., 2011). Dell sugiere que hay varios procesos mentales distintos que se han agrupado como “disociación” y que es posible que tengan distintos orígenes etiológicos y sirvan para distintas cosas. Por ejemplo, las respuestas de bloqueo disociativo recuerdan a las respuestas ante los predadores en el mundo animal, de ahí que pudieran tener una base evolutiva. Ese tipo de bloqueo fisiológico y mental puede ser distinto del bloqueo de contenido mental no deseado y la posterior reaparición intrusiva de los pensamientos o las imágenes. No obstante, en la actualidad tendemos a considerarlos a todos ejemplos de disociación. Lo ideal sería que la disociación se definiera de una manera que acomodara las distintas manifestaciones clínicas y que diera lugar a una técnica de tratamiento organizado que remediara los síntomas disociativos. Otro problema referido a la comprensión que tenemos de la disociación infantil es que muchos de los datos empíricos en los que se basan nuestras teorías proceden de mediciones diferentes que quizás no utilizan las mismas dimensiones. Todavía no se han llevado a cabo estudios de grupos grandes de niños o adolescentes diagnosticados con una patología disociativa basados en una técnica de evaluación estandarizada (Boysen, 2011). Una de las principales teorías que explica la disociación es el modelo de disociación estructural, desarrollado por van der Hart, Nijenhuis y Steele (2006), que considera que el rasgo clave de la disociación es la división de la personalidad en sistemas funcionales en el momento del trauma, para que el sistema adaptativo del cerebro implicado en las actividades cotidianas y el sistema defensivo de las reacciones de miedo y autodefensa estén desconectados. Según el modelo de disociación estructural, los traumas adicionales que se puedan producir pueden dividir aún más las partes ya divididas de la personalidad, y el resultado es lo que se denomina disociación secundaria e incluso

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terciaria. El enfoque terapéutico que sugiere este modelo implica la reconexión de esos elementos separados potenciando el apego y la seguridad de la parte adaptativa de la personalidad y reduciendo el miedo y la evitación de la parte emocional. Aunque se trata de un modelo teórico que ha dado lugar a un enfoque terapéutico prometedor para adultos que sufren los trastornos disociativos más severos, el lenguaje utilizado y la teoría subyacente no son relevantes para una población infantil y adolescente. En el caso de menores, las manifestaciones más tempranas de fenómenos disociativos no suponen la “división de la personalidad”, dado que la personalidad todavía se encuentra en una fase de desarrollo temprana. Lo que vemos en los niños que manifiestan síntomas disociativos son precursores precoces de ese tipo de “división de la personalidad”, y su aspecto clínico únicamente empieza a parecerse al de sus homólogos adultos con el tiempo (Putnam et al., 1996). Así pues, las teorías de disociación relevantes para la población infantil deber ser sensibles al desarrollo y a las manifestaciones tempranas de los fenómenos de tipo disociativo. En última instancia necesitamos entender la disociación de “abajo a arriba” y no “de arriba abajo”. Dicho de otro modo, no deberíamos basar nuestras teorías de la disociación infantil en las manifestaciones clínicas de personas adultas sino en las de niños y adolescentes.

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Teoría de la evitación afectiva El enfoque teórico que voy a describir aquí es la teoría de la evitación afectiva, una mejora de la perspectiva de desarrollo integrativo (Silberg, 2001a, 2004). Esta teoría se basa en la literatura sobre desarrollo, concretamente en el modelo de los estados conductuales discretos de Putnam (1997), la teoría del apego, la teoría de los afectos y la neurobiología interpersonal para explicar cómo y por qué los niños víctimas de traumas desarrollan estrategias de afrontamiento disociativas. La teoría de la evitación afectiva aporta un marco teórico organizativo para varios fenómenos disociativos. Es un marco que ve el fenómeno disociativo desde una perspectiva normalizadora y adaptativa, es decir, el modelo presta atención a cómo las desviaciones infantiles de conciencia, desarrollo de la identidad, afecto o conducta han servido para proteger al niño. Además, en tanto que modelo, aporta un marco para ir redirigiendo al niño cada vez más hacia atrás, hacia conductas observadas en una trayectoria de desarrollo más normativa. Teoría de los estados conductuales discretos de Putnam Putnam (1997) ha logrado avances importantes en nuestra comprensión de la disociación desde el punto de vista del desarrollo a través de su modelo de disociación de “estados conductuales discretos”. Las teorías de Putnam se basan en los estudios de observación de bebés de Peter Wolff (1987), que identificó los estados básicos de los niños a lo largo del día. Wolff observó que los bebés tienden a pasar predictivamente del sueño profundo a la fase REM, a llorar, a la exigencia y a estar alerta. Además, a medida que los bebés se desarrollaban, Wolff observó una mayor flexibilidad entre los estados y más probabilidad de saltarse pasos. Así, la teoría de Putnam apunta a que los niños traumatizados desarrollan estados que se basan en el miedo y que pueden asociarse con recuerdos exclusivos dependientes de cada estado. Putnam también explica que, en el caso de los niños con trauma crónico, esos estados pueden volverse insensibles a la regulación y segregarse cada vez más con el tiempo en lugar de flexibilizarse, algo característico del proceso general de cambios de estado en los niños. Putnam observó que los niños disociativos parecen carecer de competencias integrativas metacognitivas que pudieran contrarrestar esa ausencia de integración de los estados traumáticos. La teoría de Putnam ofrece información muy valiosa ya que reconoce que el desarrollo normal implica un proceso de estados alternos y cambiantes, y que la flexibilidad y la libertad para pasar de un estado a otro es un sello distintivo de salud y de desarrollo normal. Teoría del apego

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La teoría del apego proporciona la siguiente información central, sobre la que se cimienta la teoría de la evitación afectiva que se presenta aquí. Bowlby (1988) propuso que los bebés desarrollan “modelos operativos internos” o expectativas organizadas de las conductas del cuidador que determinan cómo los bebés y los niños pequeños se relacionan con sus cuidadores. Si un padre o una madre es coherente y atento, y promueve un apego seguro, el bebé desarrolla un modelo operativo interno de amor predecible e incondicional e interactúa con el mundo basándose en esa expectativa. Por el contrario, si el padre o la madre es incoherente, le rechaza, o no está disponible, el bebé podrá desarrollar un apego inseguro y con un modelo operativo interno asociado. Este modelo operativo interno ayuda al bebé a predecir el tipo de respuesta que probablemente obtenga de su cuidador y a modificar sus conductas en consecuencia. Los primeros estudiosos identificaron tres estilos de apego: seguro, inseguro-evitador e inseguro-ambivalente (Ainsworth, 1964). Estudios posteriores identificaron un cuarto tipo, el “apego desorganizado”, que se caracteriza por unos patrones de conducta contradictorios, movimientos incompletos e interrumpidos, bloqueo e inmovilidad, movimientos asimétricos e indicaciones de aprehensión (Main y Solomon, 1990). Las características conductuales del apego desorganizado muestran similitudes con las descripciones clínicas de la disociación. De hecho, la investigación ofrece algunas evidencias de que el apego desorganizado en niños de 1 a 2 años, especialmente en combinación con déficit parental o experiencias traumáticas, puede predecir la disociación en adolescentes (Dutra et al., 2009; Ogawa et al., 1997). Lo más importante es que ambos estudios muestran el papel esencial que un cuidado deficiente desempeña en el desarrollo de la disociación. Liotti es un teórico del apego que se ha centrado en el apego desorganizado en jóvenes víctimas de maltrato. La hipótesis que plantea Liotti (1999, 2009) es que los cuidadores aterrados y atemorizados pueden provocar múltiples modelos operativos internos que se enfrentan entre sí en el bebé en desarrollo. A veces el bebé reaccionará con una gran expectación de evitación, retirada y miedo, y otras buscará atención y expectativas favorables. Esos esquemas opuestos pueden experimentarse al mismo tiempo o en una sucesión rápida, y dar lugar a confusión, a una integración deficiente y a la “congelación” o disociación que se observa en los niños pequeños con apego desorganizado. Otra hipótesis de Liotti es que ese estilo de apego deficiente hace que para el niño sea cada vez más difícil buscar confort después de un evento traumático. De hecho, se va creando un bucle de miedo cada vez mayor y que se va autoalimentando cada vez que el niño intenta buscar confort y al mismo tiempo se bloquea por la no disponibilidad de un confort coherente. Liotti puso de manifiesto que la reacción

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disociativa podía verse como un fracaso en la capacidad del niño para desarrollar una respuesta organizada al dilema de la necesidad de apego y consuelo, especialmente cuando está disponible de forma inconsistente. Igual que los estados cambiantes descritos por Putnam (1997), los estudios sobre el apego desorganizado aportan uno de los pilares para entender las conductas disociativas infantiles. Los modelos operativos internos contrapuestos que describe Liotti (1999, 2009) podrían ser la génesis de los estados de conducta alternativos y cambiantes que se observan en los niños con síntomas disociativos. El trabajo de Putnam explica cómo esos estados se vuelven rígidos con el tiempo en lugar de mostrar la flexibilidad y la maleabilidad que se aprecia en el desarrollo de niños normales sin historial traumático. Teoría de los afectos La teoría de los afectos contribuye al modelo de evitación afectiva ya que aporta información de los principios afectivos de los modelos operativos internos que describe Liotti (1999, 2009). Tomkins (1962, 1963) propone la existencia de nueve estados afectivos innatos, discretos y biológicos, seis de los cuales son negativos: ira-rabia, miedo-terror, malestar-angustia, disgusto, desdén [“poner mala cara”] y vergüenzahumillación. La sorpresa-sobresalto es un afecto neutro y los dos afectos positivos son el interés-entusiasmo y el disfrute-alegría. Tomkins considera que los afectos son “el pegamento psíquico” que mantiene soldada la experiencia del yo (Monsen y Monsen, 1999). Según Tomkins, los afectos sirven para aportar señales internas al niño en desarrollo sobre lo que es beneficioso o dañino para su supervivencia. Tomkins considera que los afectos son amplificaciones de las experiencias vividas por el niño – que hacen que las experiencias positivas sean más positivas y las negativas, más negativas– de modo que este diapone de un método para aprender rápidamente lo que es beneficioso o dañino para su bienestar. Con el tiempo, esos distintos afectos se acaban asociando con estímulos y respuestas e incluso se organizan en “guiones mentales” afectivos, o compendios de asociaciones aprendidas entre los afectos, lo que les estimuló, y las conductas que aportan respuestas adecuadas a esos afectos. Nathanson (1992) y Kluft (2007) han aplicado clínicamente la teoría de los afectos y han descubierto que los guiones mentales practicados empiezan a tomar vida por sí solos y que las personas cada vez se basan más en ellos para manejar los afectos por repetición y de forma automática. Por ejemplo, el afecto de culpa, que puede representar la experiencia de perder la conexión positiva con un cuidador, se vuelve especialmente doloroso cuando la activa repetidamente un cuidador no adecuado. La evitación de ese afecto mediante guiones mentales de conductas practicadas de ataque, o de evitación, aporta un método que funciona para aprender a manejar el dolor

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asociado con la culpa. La niña superviviente de la que hablábamos al principio vive en un mundo de guiones mentales de afecto basados en el trauma. Hay muchos detonantes que evocan afectos, que además se amplifican y pueden volverse más aversivos que el episodio original. Los nuevos guiones mentales evolucionan para desarrollar la evitación de la activación de los afectos asociados con el trauma –terror, humillación, disgusto–, ya que esos afectos dolorosos suelen malinterpretarse como fuentes de trauma y provocan a su vez sus propios guiones mentales de evitación. Así pues, el niño superviviente manifiesta fobia hacia la activación del afecto, originalmente asociada con los traumas por los apegos disruptivos sufridos al principio, e inicia unos guiones mentales de conducta automáticos y practicados, además de evocados por múltiples desencadenantes del entorno. El neurocientífico Antonio Damasio (1999) confirma el papel fundamental de la experiencia afectiva para crear conciencia y su investigación sugiere que la conciencia básica de nuestros afectos, que experimentamos como “sensaciones”, permite que aparezca el yo consciente. El desarrollo del afecto se convierte en un pilar fundamental para la conciencia consciente dado que cada afecto tiñe nuestras interacciones y nos ayuda a unirlas para construir la continuidad del yo. Este proceso se ve perturbado en el caso que los niños traumatizados cuando los afectos de terror, humillación o ira se convierten en algo que hay que evitar. Como resultado de todo ello, el afecto se convierte en una señal de evitación, de pérdida de recuerdos, de iniciación de planes de acción no conscientes, y de desorganización. Las emociones se convierten en estímulos para la evitación, en lugar de para procesar e integrar el yo. Las investigaciones realizadas sobre la mente y el cerebro indican que gran parte de nuestra conducta ocurre antes de experimentar el conocimiento consciente (Damasio, 1999; Norretranders, 1998) y que procesamos mucho automáticamente sin conocimiento consciente ni implicación plena. Suele denominarse respuesta “no consciente” para distinguirla de la “inconsciencia” que se utiliza como término de psicoanálisis. Utilizaré el término no consciente en este libro para describir aquellas conductas o respuestas de las que el niño superviviente no es consciente. Los resultados de la investigación sugieren que la respuesta no consciente ante detonantes emocionales puede ser común en los niños traumatizados. Por ejemplo, un estudio de la disociación en niños en edad preescolar víctimas de maltrato sugiere que los niños que dependen mucho de la disociación pueden encontrar vías para mantener las amenazas percibidas fuera de su conciencia utilizando la atención dividida (Becker-Blease, Freyd y Pears, 2004). Pine et al. (2005) descubrieron que es más probable que los niños víctimas de maltrato con trastorno por estrés postraumático aparten la atención de los rostros amenazantes, lo que

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sugiere que la percepción inmediata puede ser precisa, pero seguida de evitación. Neurobiología interpersonal El último pilar teórico sobre el que se sustenta la teoría de la evitación afectiva de la disociación es la nueva ciencia de la neurobiología interpersonal. La neurobiología interpersonal describe cómo las relaciones interactivas entre los niños y sus cuidadores promueven el crecimiento de rutas neuronales que regulan los afectos y crean una sensación estable del yo. El desarrollo del yo desde el marco de la neurobiología interpersonal es un proceso diádico en el que las respuestas de otra persona a las acciones de un niño dan forma a la mente de este último. Schore (2009) y Siegel (1999, 2010) teorizan que un cerebro sano crea conexiones adaptativas a través de las experiencias interpersonales con un cuidador en sintonía, que responde empáticamente a las necesidades del pequeño. Así, el yo crece a través del proceso de interacciones interpersonales que validan, reflejan, replican y regulan nuestros estados afectivos, hasta el punto en que aprendemos a tomar conciencia del cambio de nuestros estados afectivos y a regularlos nosotros mismos. Lo que da forma y solidifica los guiones mentales afectivos cambiantes y los modelos operativos internos en patrones rígidos de conducta es el entorno interpersonal en el que se encuentra nuestro niño superviviente. Lo trágico para el niño que entra en esos patrones rígidos y repetitivos de conductas destructivas, de oposición y evitativas, es que los cuidadores y demás personas responden de maneras que refuerzan esas conductas y sirven para hacerlos todavía más propensos. ¿Cuándo fue la última vez que vino una madre o un padre a su consulta para decirle que su hijo de 10 años había destrozado la casa y que su respuesta había sido “Ven aquí, cariño, tienes que estar sufriendo mucho, cuéntale a mamá/papá qué ocurre”? Las conductas extremas de sus hijos provocadas en programas disociativos automáticos suscitan estados recíprocos en los padres, que pueden volverse más beligerantes todavía y más airados –exactamente lo que había activado al niño. A medida que la mente del niño y la del padre o la madre reaccionan entre sí, la rigidez de las respuestas en cada uno va tomando forma. En ese caso, el comportamiento del niño y la reacciones que provoca en los demás, pueden dar forma a la mente del niño para que cada vez desconecte más de las relaciones importantes que necesita. Juntar todas las piezas Si combinamos la información de Putnam, Bowlby, Liotti, Tomkins, Nathanson, Shore y Siegel podemos revisar lo que vemos en el niño traumatizado. Sufrir un trauma temprano, combinado con la ausencia de un cuidador consistente o atento, puede hacer que el niño desarrolle múltiples modelos operativos internos que compitan y que en unas

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ocasiones vea al padre o a la madre como cuidador y en otras como alguien aterrador y dañino. En los niños traumatizados, el cese de la atención positiva no siempre se puede predecir, y la culpa (un afecto asociado al cese de una crianza experimentada positivamente) se desencadena con mucha frecuencia. Si el niño experimenta terror o malestar relacionados con el cuidador, eso también se convierte en un modelo operativo interno alternativo, que genera otros programas de evitación. Los afectos que activan la interacción con los cuidadores suelen ser tan intensos y perturbadores que aparece un patrón de evitación afectiva, y se ponen en práctica guiones mentales planificados con conductas asociadas de lucha, ocultación o mal comportamiento. Como Putnam describe, lo que los convierte en desadaptativos es la rigidez y la impermeabilidad de esos estados cambiantes. La rigidez y la impermeabilidad de esos guiones mentales afectivos, estimulados por múltiples detonantes del entorno, hace que sean muy resistentes a la intervención. Además, esos patrones rígidos se ven reforzados por reacciones recíprocas en los padres, que se suelen retirar de los niños que manifiestan esas conductas. Y a medida que esos niños, privados de unos cuidados apropiados y sobrecogidos por el trauma, materializan patrones de conducta aprendidos cuyos orígenes se sitúan en su historial de trauma temprano, esos patrones de respuesta pueden acabar organizados como identidades cambiantes, o “estados del yo” (Watkins y Watkins, 1993), o como amigos imaginarios que influyen en la conducta. La mente se organiza en torno al principio de disociación del afecto, que generaliza el no recordar las experiencias relacionadas con los afectos, o no sentir el dolor relacionado con el afecto. En la mente normal, el afecto es una señal para la recuperación de recuerdos, el acercamiento o la evitación, planes de acción, evaluación y reorganización. Los afectos son como las señales de tráfico del sistema de navegación del yo –acercarse, alejarse, luchar, retirarse, ceder el paso. En el niño disociativo, el sistema de navegación se desactiva y los programas de piloto automático, que responden solamente a información parcial, toman el control de la conducta. Nos preguntamos por qué nuestros clientes con trauma crónico no responden a nuestro consuelo, ni al afecto de sus nuevos cuidadores, ni a nuestras intervenciones convencionales. Los procesos disociativos en niños y adolescentes organizan el cerebro de manera que se inhiben los efectos sanadores de las experiencias correctivas, e incluso los intentos por calmar pueden desencadenar programas de evitación. Tratar la disociación implica desvelar esas islas ocultas de afectos y experiencias segregados e integrarlos en una experiencia cohesiva del yo. La inversión de los estados disociativos desde esta perspectiva requiere un proceso interpersonal –la presencia de un terapeuta que esté en sintonía y una familia comprometida. Según Siegel (1999), “Los

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procesos interpersonales pueden facilitar la integración” (pág. 469). Las bases neurológicas concretas de los procesos disociativos todavía no están bien descritas, pero están surgiendo estudios que permiten comprenderlos mejor. Los más probable es que los procesos disociativos del cerebro impliquen múltiples barreras, estructuras y reacciones químicas para la integración neuronal entre hemisferios, y la integración en vertical de las estructuras más primitivas del cerebro con los centros de planificación y organización cerebrales. Una de esas barreras para el funcionamiento integrativo puede ser la intensidad de los estados cambiantes de hiperactivación e hipoactivación, que puede ir haciéndose más rígida e impermeable. Investigaciones recientes llevadas a cabo con técnicas de neuroimagen han documentado evidencias de la alternancia de inhibición cortical o límbica dependiendo del tipo de síntoma (Brand, Lanius, Vermetten, Loewenstein y Spiegel, 2012). Durante los flashbacks intrusivos, por ejemplo, hay evidencia de actividad límbica sin inhibición cortical. En cambio, durante los síntomas de analgesia, despersonalización o desrealización, se observa inhibición límbica y un aumento de la actividad cortical, conocida como “sobremodulación emocional”. Esta “sobremodulación emocional” es una forma de describir la no conciencia y la desconexión automática del afecto que se observa en los pacientes disociativos que iré presentando a lo largo de las páginas de este libro. Como sabemos, las conexiones cerebrales se ven reforzadas por el uso y la repetición, y las que no se refuerzan, pronto acaban por ser “podadas”. Los PET muestran que, al año, los lóbulos prefrontales del cerebro reflejan millones de capacidades y conexiones posibles que disminuirán a los dos años. Esta poda y selección se basa en las experiencias individuales de lo que puede necesitarse en un entorno dado. Un entorno de trauma y de cuidadores deficientes provoca un afecto abrumadoramente negativo y, como consecuencia, el cerebro selecciona y refuerza vías para potenciar la evitación afectiva y el contenido traumático asociado. Un entorno traumático puede hacer que el propio recuerdo sea desadaptativo, ya que el niño que va creciendo no quiere recordar experiencias que generan conductas que amenazan su capacidad de cubrir sus necesidades. Además, las sensaciones físicas, como el dolor o el placer, también pueden llegar a ser desadaptativas, especialmente cuando se tiene muy poco control sobre el poder de aumentar las buenas sensaciones y disminuir las desagradables. Definición de disociación La teoría de la evitación afectiva define la disociación como: La activación automática de patrones de acciones, pensamiento, percepción, identidad o relación (“guiones mentales afectivos”), que están sobreaprendidos y sirven de respuestas evitadoras condicionadas ante la activación afectiva que se asocia con señales traumáticas. A

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medida que esos patrones de conducta se practican y se ensayan, se van volviendo más rígidos e inflexibles, y se van reforzando al tiempo que dan forma al entorno interpersonal que les rodea. El niño disociativo puede manifestar problemas de memoria, conductas inestables, cambios sorprendentes de conciencia, una sensación de cambio de identidades y anomalías somáticas, resultado de esos patrones de evitación practicados. Adina, de ocho años, acudió a consulta claramente aterrada por algo que había sucedido durante el fin de semana con su padre. Cada vez que abría la boca para explicarme lo que había ocurrido, se ponía tensa y se quedaba paralizada y en silencio. Al final me describió lo que creía que le estaba ocurriendo en la mente mientras intentaba recordar la experiencia dolorosa: “Es como una convulsión cerebral”, dijo. “Lo hace tu cerebro para que no tengas que recordar”. La esclarecedora descripción de Adina refleja la conciencia de la naturaleza no consciente del programa de evitación que su mente iniciaba para escapar de los recuerdos dolorosos de la visita de su padre. ¿Qué niños se vuelven disociativos? Al presentar a Adina ha quedado claro que la niña parece particularmente locuaz y capaz de describir sus procesos psicológicos. Hay quien especula con que las personas que desarrollan el afrontamiento disociativo tienden a ser más inteligentes que la media, pero eso es algo que no se basa en estudios científicos (véase, p. ej., Putnam, 1997). No obstante, he observado que muchos de los niños con importantes síntomas disociativos que he tratado y que trato tienden a tener ciertas capacidades especiales, y supongo que esas diferencias individuales pueden predisponerlos a un estilo de afrontación disociativo (Silberg 1998a, 2001a). Además, he tenido la oportunidad de tratar a hermanos procedentes del mismo entorno traumático en los que solamente uno de ellos manifiesta la patología disociativa. Queda claro que debe de haber algunas predisposiciones únicas que potencien ese método de adaptación al trauma. Kluft (1985) sugiere la predisposición biológica a disociar, unida a una exposición al trauma en los primeros años de vida, a la incapacidad de aliviar de los cuidadores y a un entorno que perpetúe la división, pueden contribuir al desarrollo de la disociación. Esa predisposición biológica subyacente puede incluir varias capacidades que parecen separar a los menores disociativos del resto de menores que acuden a mi consulta. Una cualidad que he observado es que parecen particularmente dotados para la expresión simbólica cuando utilizan muñecos, crean imágenes o utilizan visualizaciones de forma simbólica. Esta capacidad los hace especialmente sensibles a las técnicas terapéuticas que implican imagen simbólica. Aunque la literatura sea ambivalente en cuanto a si las personas disociativas pueden ser más hipnotizables (Dell, 2009; Putnam, 1997), opino que los niños disociativos son sugestionables y receptivos a la sugestión hipnótica

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incluso cuando no se utiliza la hipnosis formal. Mi hipótesis es que esa capacidad con la hipnosis permite a los niños disociativos transformar estados de bloqueo con base evolutiva en estados disociativos sobre los que tienen más control (véase el Capítulo 10). Con los años he podido observar que los niños disociativos sintonizan más con los demás y tienen una apreciación bien desarrollada de la mente de los otros. A veces denominada “teoría de la mente”, esa capacidad puede predisponer a los niños disociativos a adoptar múltiples auto-atribuciones contradictorias, ya que interiorizan fácilmente la información contradictoria sobre ellos mismos que oyen de personas de su entorno. Esa cualidad también puede ponerles las cosas difíciles cuando reconocen por primera vez que alguien les está haciendo daño a propósito, y puede predisponerles a la autolesión cuando interiorizan esta comprensión. Existe evidencia científica que apunta a que la capacidad de apreciar la mente de los demás está asociada con el desarrollo de amigos imaginarios (Taylor, Carlson, Maring, Gerow y Charley, 2004), que puede ser el precursor del desarrollo de síntomas disociativos en niños traumatizados (véase el Capítulo 3). Los niños traumatizados pueden tener niveles más elevados de “propensión a la imaginación” (Rhue, Lynn y Sandburg, 1995), es decir, les interesa especialmente la fantasía y son capaces de quedarse absortos en ella. Considero que los niños que están especialmente dotados para la imaginación también son más propensos a desarrollar mecanismos de afrontación disociativos. Las capacidades que parecen tipificar a los niños que desarrollan síntomas disociativos son importantes, ya que pueden ser el substrato sobre el que se erijan los síntomas disociativos. Por ejemplo, la capacidad de hipnotización puede hacer que los niños que experimentan hipoactivación biológica al estrés cultiven esa capacidad hipnótica para desarrollar un mayor control sobre esos estados y encontrar vías para utilizar más a menudo la hipoactivación para evitar situaciones de activación afectiva. Los niños con mayor capacidad para la imaginación y la absorción pueden desarrollar mundos imaginarios y amigos imaginarios y utilizar esas capacidades para desarrollar herramientas de afrontamiento de evitación afectiva. Existen evidencias que apuntan a que las disposiciones internas asociadas con la disociación pueden basarse en diferencias genéticas (Jang, Paris, Zweig-Frank y Livelsey, 1998), pero sigue siendo una cuestión controvertida (Grabe, Spitzer y Freyberger, 1999).

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La mente sana El cerebro es nuestro hardware, el paisaje estructural que fija los límites de nuestro potencial; no obstante, nuestras intervenciones van orientadas al software –la mente. Tor Norretranders (1998), en User Illusion utiliza esa metáfora del ordenador para ayudarnos a apreciar la diferencia que existe entre nuestra experiencia de la mente y lo que ocurre internamente fuera de nuestra conciencia. Por ejemplo, cuando experimentamos la ilusión de querer algo, la acción motivada suele ocurrir en los microsegundos que preceden a nuestra narración cognitiva de lo que hemos hecho y por qué decidimos hacerlo. De ahí que nuestra creencia en las razones de nuestra conducta sea simplemente una “ilusión del usuario”, un ardid que nos ayuda a dotar de sentido nuestras acciones. Es una información importante en relación con los supervivientes de traumas, ya que suelen sentir una carencia de libertad de voluntad y están profundamente convencidos de que su futuro está predeterminado para ser igual de traumático que su pasado. Su “ilusión del usuario” se ha roto en mil pedazos y se ven como víctimas, como sujetos a fuerzas que escapan a su control. En ocasiones, ante un paciente tan apático y desesperadamente enterrado en esa filosofía de determinismo, de repente me subo a la silla de un salto y empiezo a cacarear como una gallina, o hago cualquier otra cosa ridícula e igualmente improbable. Y a continuación le pregunto: ¿Mi conducta era predecible? ¿Se podía haber predicho? ¿La podría haber predicho yo misma? La respuesta es que no, y yo lo utilizo para ayudarme a ilustrar la infinidad de opciones que tenemos a nuestra disposición cuando apreciamos nuestra propia capacidad de elección. Este ejercicio desarma a la mayoría de deterministas de pacotilla, o por lo menos los divierte y los sacude de su sensación de impotencia cuando reflexionan sobre cómo predecirse a sí mismos y a los demás. Para analizar todavía más la relación entre la voluntad humana y la acción planificada, podemos imaginar dos vagones de tren conectados por una larga conexión. Cuando el primer vagón toma una curva, hace falta algo de tiempo para que el segundo haga lo mismo. Imaginemos pues que el primer vagón es nuestro cerebro y que el segundo es la mente, arrastrada por la ilusión continua de que se conduce sola. En una persona no traumatizada y con una conectividad mente-cerebro normal, las conexiones entre la mente y el cerebro se producen “sin interrupciones”, y la experiencia de la acción premeditada se siente como algo auténtico y deliberado. La voluntad del individuo está claramente alineada con las elecciones del cerebro, basadas en la respuesta flexible al mundo y aprendidas de las experiencias que permiten una adaptación cada vez mayor. En cambio, el cerebro traumatizado tiene una conexión larga y mala, y las respuestas

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automáticas se producen antes de que haya oportunidad de procesar la elección. El resultado es que las personas traumatizadas se sienten indefensas, arrastradas en contra de su voluntad, o dirigidas sin un objetivo. La profunda indefensión del individuo traumatizado se refleja en una sensación de pérdida de voluntad. Las personas traumatizadas suelen sentir que no tienen opción, porque su percepción de la opción es mínima. En esos casos deberemos ayudar a fortalecer la mente para que supere esa sensación de indefensión profundamente arraigada, que es una especie de ausencia de conciencia. ¿Qué es una mente sana y cómo podemos promover en nuestros clientes el movimiento hacia ella? Mi definición refleja lo contrario de la disociación y pone el acento en la flexibilidad y la adaptabilidad: La mente sana selecciona de forma efectiva la información que le permitirá gestionar sin problemas las transiciones entre estados, entre afectos, entre contextos y entre problemas de desarrollo para que sea adaptativa a cada una de las demandas cambiantes del entorno. Aunque la definición pueda parecer compleja, contiene todos los elementos que los niños disociativos necesitan desarrollar para volverse adaptativos y flexibles cuando se enfrenten a los continuos problemas de su mundo. La definición destaca una mente que controla aquello a lo que atiende y cómo responde al entorno. Los entornos interno y externo están cambiando constantemente, y la adaptación requiere gestionar esos cambios en función del contexto. Comprender el desarrollo de una mente sana permite que se abran nuevas puertas para la intervención. El tratamiento deberá enfatizar cómo evitar las señales basadas en el trauma y seleccionar información del entorno que facilite una mayor autodeterminación, además de una liberación de las respuestas automáticas aprendidas en el pasado traumático.

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Los momentos de transición ¿Qué anula el piloto automático de acciones disociativas, cambios o lapsus de memoria, y qué lo inicia? Centrarse en esos momentos de transición es la oportunidad de conformar el “pegamento psíquico” que construirá la mente sana que queremos crear en nuestros valientes jóvenes. Como escribe Daniel Siegel (1999), “Es en los momentos de transición cuando se construyen las nuevas formas auto-organizativas. Evidentemente, la coherencia integradora de la mente se refiere a los cambios entre estados” (pág. 443). Son los momentos exclusivos en los que la mente pasa de un estado o experiencia a otro, señalados por algún estímulo. El estímulo que provoca esos cambios en la mente normal es la experiencia saludable de los estados afectivos que señalan acercamiento o evitación, como luchar o huir, o reunión con los seres queridos a través de la señal afectiva de amor. En la mente disociativa es como si hubiera un programa que activa la desconexión disociativa cuando se activa el afecto, con un procedimiento ensayado para manejar ese afecto sin conciencia central. El afecto en sí se vuelve tan doloroso que los programas de evitación toman el control y desencadenan conductas automáticas, que quizás se hayan aprendido en un momento y en un lugar en el que fue adaptativo proceder con esas conductas. Volvamos a pensar en Sonya, la paciente que se presentó al principio del capítulo, para ilustrar cómo esos programas automáticos pueden secuestrar el funcionamiento de una persona joven. Sonya fue adoptada a los 9 años de uno de los peores orfanatos de Siberia. Sus conductas fueron difíciles desde el principio, con reprimendas de los padres o incluso directrices demasiado suaves que provocaban respuestas combativas o agresivas. A menudo no quedaba claro qué había desencadenado una conducta en particular, pero Sonya conseguía identificar cada vez mejor los precipitantes de sus actuaciones y entablar amistad con las voces interiores que ella consideraba que la controlaban. Un día vino a terapia la madre adoptiva de Sonya, desesperada por la conducta que había tenido su hija la noche anterior. Según la madre, Sonya –una preadolescente fuerte, atlética, de 14 años– había roto la cama, rabiosa por algo que nadie tenía claro. Le spedí a ambas que se centraran en lo que había pasado justo antes de aquel episodio y las dos estuvieron de acuerdo en que no había ocurrido nada especialmente destacable. Habían estado ordenando ropa y viendo qué podían dar a beneficencia porque era el momento de hacer el cambio de armario para la nueva estación. Ambas recordaron un conflicto sobre una prenda en concreto. Sonya decía que la camiseta aún le estaba bien, mientras que la madre decía que era demasiado pequeña y que había que darla. Discutieron durante un rato, agarrando la camiseta entre las dos por unos instantes hasta que Sonya la soltó,

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subió al piso de arriba y rompió la cama. Estuve trabajando con Sonya de forma individual, centrándonos atentamente en ese momento de transición, el momento de estar participando con su madre hasta el momento de la retirada y la destrucción. Creía que ese afecto sería la clave para comprender el detonante, dado que su conducta destructiva parecía ser una manera de evitar el afecto perturbador y los recuerdos asociados surgidos durante la pelea con su madre. Le pedí a Sonya que pensara cómo se había sentido cuando su madre le retiró algo que ella quería, y le pedí también que se centrara en el origen de cualquier sensación similar que hubiera tenido antes en su vida. Para ayudarle amplifiqué la sensación “Tú lo quieres realmente y te lo han arrebatado. Cómo se atreve alguien a privarte de algo, qué horrible ser privado de algo”. De repente, la mirada de Sonya empezó a brillar. “No creerá lo que acabo de recordar”, exclamó. “Cuando estaba en el orfanato, solo había unos pocos camisones para todas y los metían en la secadora para calentarlos antes de acostarnos. Yo era tan rápida que siempre conseguía uno. Pero un día en el que no corrí para conseguir el camisón, una persona del centro me dijo: “No, Sonya, tú eres fuerte y rápida y las demás niñas más pequeñas que tú siempre se quedan sin él, así que hoy le daremos tu camisón a otra niña”. Sonya recordó haber ido a su cuarto en el orfanato y haber roto la cama en un arranque de rabia y privación. Inmediatamente Sonya exclamó, “¡Dígale a mi madre que venga y explíquele que no estoy loca!”. Sonya estaba emocionada por haber descubierto las conexiones entre su recuerdo del pasado y su conducta actual. La terapia consiste en destacar esos momentos de transición y aprender sustituciones de nuevas conductas en esos momentos de transición críticos. El origen de la conducta aparentemente desmesurada de Sonya estaba enraizado en un momento traumático de su pasado que activó un afecto igualmente intenso. En el presente de la terapia, Sonya seguía activándose demasiado por afectos de carencia y rabia como para lograr manejarlos con confianza y hablando con su madre. En lugar de eso, retrocedía en el tiempo con un programa automático que reaccionaba a su activación emocional con un programa de conducta integrado, “¡Rompe la cama!”. Pero en su nuevo entorno, más adaptativo, hablar, explicarse e incluso conseguir una camiseta nueva, serían opciones que podrían proporcionar soluciones lógicas. Cuando la madre escuchó la historia, le pedí a Sonya que trabajara con ella para procesar una nueva solución. La madre de Sonya respondió explicando con mucha ternura que ella no tenía ni idea de lo mucho que esa camiseta había significado para Sonya y que le hubiera encantado comprarle otra igual, o haber dejado que se quedara con la vieja si lo hubiera entendido. Además, prometió que en el futuro le daría a su hija

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más oportunidades para explicar lo que las cosas significan para ella. Y por su parte, Sonya prometió intentar utilizar la palabra para contrarrestar los efectos automáticos del detonante. Este bypass o desviación afectiva automática que se ha ilustrado con la historia de Sonya es un ejemplo de los momentos disociativos de los que hablaremos a lo largo del libro. Son momentos que pueden vivirse en un breve espacio de tiempo, como fragmentos disociativos, o que pueden ser programas procesales más largos que impliquen identidades o estados del yo. Incluso podrían implicar estados de bloqueo disociativo, en los que una respuesta condicionada sobreaprendida al afecto estimula la evitación más profunda posible, un estado de ausencia completa de respuesta al entorno, que veremos en el Capítulo 10. Ahora, dirigiremos nuestra atención a la fase de evaluación temprana con niños traumatizados, durante la cual tenemos que establecer una alianza con un profundo respeto por la capacidad de adaptación de los síntomas del niño o la niña.

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Consideraciones diagnósticas ¿Por dónde empezamos cuando llega un nuevo cliente infantil a nuestra consulta? Es posible que los servicios médicos nos soliciten que encontremos para él una etiqueta según el DSM-5, pero ¿nos ayuda eso a la hora de saber qué preocupa realmente a nuestro cliente? Y lo más importante, ¿cómo hacer para que avance hacia la salud? Ya he comentado antes (Silberg, 2001b, pág. 4) que, en el mejor de los casos, nuestros “esquemas de clasificación se deciden mutuamente por su narrativa, una historia abreviada que destila la esencia del problema, sobre el que cliente y terapeuta comparten ideas mutuas” (TdT). La nomenclatura y los esquemas de clasificación más útiles serían las “historias de curación” que potencian el crecimiento y la recuperación. Esa es la razón por la que en este capítulo no hablaremos de cuestiones de diagnósticos diferenciales ni debatiremos sobre si la mejor caracterización para los niños traumatizados es la de trastorno por estrés postraumático, trastorno disociativo no especificado o incluso trastorno de trauma del desarrollo. A la hora de rellenar los formularios para las aseguradoras o servicios médicos, suelo utilizar una combinación de trastorno por estrés postraumático y trastorno disociativo no especificado para muchos de los niños traumatizados con los que trabajo –a veces añado diagnósticos adicionales para los problemas existentes, como trastornos de la conducta alimentaria, depresión o trastorno de somatización. Y aunque el diagnóstico propuesto, el de trastorno traumático del desarrollo, describe muy bien las conductas de los niños traumatizados, la dimensión disociativa no queda bien reflejada. Las características más recientes del trastorno por estrés postraumático propuestas para el DSM-5 capturan el trauma del desarrollo con más precisión, ya que la nueva definición describe los flashbacks y las reacciones disociativas e incluye más rasgos de desregulación afectiva – presencia de vergüenza, horror, ira o terror. Además, especifica que la hiperactivación puede incluir conductas agresivas que suelen darse en niños que han sido expuestos a traumas en el desarrollo (Sar, 2011). Algunos datos preliminares avalan la adición de esos criterios del trastorno por estrés postraumático, y muestran que captan mejor los síntomas que encontramos en niños y adolescentes expuestos a trauma crónico en los primeros años de vida (Ford, van der Kolk, Spinazzola y Stolbach, 2011). Sin embargo, lo importante en este debate no es la etiqueta que elijamos sino si el terapeuta y el cliente pueden idear conjuntamente constructos compartidos que describan los problemas y al mismo tiempo potencien la curación y el crecimiento. Un modelo que entienda los

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síntomas como tácticas de supervivencia que se han desarrollado como respuesta a entornos traumáticos aportará a los clínicos una forma de ver los problemas de sus pacientes que por un lado afirme y por el otro empodere a los niños traumatizados y a sus cuidadores. Para desarrollar una relación terapéutica es importante que nuestros jóvenes clientes acepten las ideas básicas sobre las que basamos la formulación de nuestro diagnóstico. Personalmente, me baso en tres ideas. En primer lugar, los síntomas que pueda presentar el niño traumatizado han sido desarrollados por necesidad. Todo lo que está haciendo, ya sea cortarse, mentir, golpear, robar o pelear, atiende a buenas e importantes razones. En segundo lugar, los niños tienen la capacidad de cambiar sus conductas y de desarrollar nuevas estrategias de afrontamiento que se adecuen a un entorno menos traumatizante. Y, en tercer lugar, no pierdo de vista la idea de que encontrar nuevas herramientas de afrontamiento ayudará al niño o a la niña a conseguir sus propios objetivos, independientemente de cuáles sean. Cuando un adolescente llega por primera a mi consulta vez suelo empezar la terapia con una explicación de estas ideas básicas. Con niños más pequeños, la explicación de la necesidad de síntomas tendrá lugar cuando descubramos juntos las razones de determinado patrón de conducta. Así pues, la tarea para el terapeuta y el cliente en la fase de diagnóstico consiste en analizar por qué determinados síntomas han evolucionado, y qué funciones han tenido para el niño o adolescente. El proceso de exploración de las motivaciones de los síntomas y las conductas es delicado y debe realizarse con una actitud de sensibilidad y de curiosidad honesta. El clínico necesita guiarse por un enfoque científico de curiosidad, respeto y conciencia de los significados simbólicos que las personas pueden atribuir a las conductas, además de por un conocimiento de las raíces fisiológicas de muchos síntomas y respuestas traumáticos. Se trata de un ejercicio liberador y fortalecedor ya que el niño o adolescente se da cuenta de que nadie le va a culpar, ni diagnosticar, ni etiquetar en este proceso, sino que se le va a comprender profundamente. Este proceso carece del tono crítico o moralizador que suele surgir en las entrevistas diagnósticas centradas en “patologizar” las conductas infantiles. ¿Siempre es posible encontrar razones subyacentes, incluso en los síntomas más provocadores y afianzados? ¿Qué ocurre con los casos de mentiras, robos, autolesiones, flashbacks? ¿Todos ellos pueden tener un significado o un propósito vinculado con el trauma? Por lo que yo he visto sí, porque los síntomas aportan una zona de confort, un enfoque familiar y seguro para manejar la información dolorosa del pasado. De hecho, las conductas que desde un punto de vista superficial podrían parecer más autodestructivas acaban siendo profundamente protectoras de uno mismo.

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Bárbara llegó a mi consulta después de haber comentado con los miembros de su equipo extraescolar de natación que tenía un tumor cerebral y que necesitaba someterse a una carísima intervención quirúrgica para curar esa enfermedad posiblemente mortal. El equipo y el entrenador organizaron una colecta y cuando fueron a entregar el dinero a los padres descubrieron que toda la historia era mentira. Bárbara se sentía profundamente avergonzada por la mentira y temía la condena que creía merecer por haberla dicho. La condena y la culpa son antiéticas para el tipo de proceso de acompañamiento necesario para encontrar las razones de supervivencia en este tipo de mentira elaborada. Pero ¿cómo puede uno acompañar a una clienta que ya se está condenando a sí misma con más fuerza de la que merece? Imaginé que cualquier adolescente que desarrolle este tipo de engaño estudiado para conseguir la simpatía de sus compañeros debe de sentirse invalidado y le pedí que simplemente hiciera una redacción que empezara con la siguiente frase: “Siento que mi vida es como si tuviera un tumor cerebral porque…”. Al completar la frase, Bárbara fue capaz de escribir sobre la agresión sexual que había sufrido por parte de un hermano mayor y que se había sentido obligada a mantener en secreto. El peso de ese secreto y el saber que en algún momento la información “acabaría con su familia” la llevó a expresar sus miedos de una forma indirecta y dramática, al tiempo que muy simbólica. Bárbara sentía el peso de su secreto como un tumor cerebral, y la mentira le permitía acompañarla simbólicamente y expresar su sufrimiento al mundo exterior. Por mi parte, el hecho de compartir el significado que había detrás de su síntoma le permitió experimentar las sensaciones subyacentes a esa mentira elaborada y nos permitió desarrollar un plan para manejar la difícil situación en la que se encontraba. Si hubiera abordado su conducta desde un punto de vista diagnóstico de mentira patológica, o con los criterios diagnósticos de sociopatía o trastorno de personalidad antisocial, hubiera desaprovechado por completo la oportunidad de averiguar el significado simbólico de su conducta, y el trauma vital asociado que esa mentira dramática servía para camuflar. En la primera sesión diagnóstica, más allá de acompañar al niño o adolescente en cuanto a las razones para las conductas, intento evaluar varias dimensiones que me ayudarán a orientar el tratamiento. Esas dimensiones incluyen las motivaciones, las creencias sobre uno mismo, el trauma y su significado, los mensajes de la familia, la gravedad de los síntomas, la receptividad a la intervención, los momentos de transición (la cadena de sensaciones, pensamientos y conductas que preceden al inicio de los síntomas), y la medida en la cual un niño o niña alberga un mundo disociativo secreto. La lista que aparece a continuación cubre lo que suelo preguntar en esa sesión inicial (véase la Tabla 3.1). Es una lista que puede utilizarse como guía o referencia para

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estructurar la evaluación inicial de los niños que acuden a nuestra consulta. Las preguntas son complejas y multidimensionales y es posible que no todas tengan una respuesta directa, pero orientarse hacia ese tipo de preguntas hará que la terapia avance hacia el objetivo de conseguir una mente sana y ayudará a superar las adaptaciones traumáticas. Tabla 3.1. Preguntas para orientar la evaluación inicial de un niño traumatizado • ¿Cuál es la motivación del menor y qué lo mantiene atrapado en adaptaciones traumáticas? • ¿Qué creencias centrales guían lo que parece ser, en principio, una conducta autodestructiva? • ¿Qué mensajes de la familia interfieren con la salud? • Los síntomas, ¿son perturbadores para la trayectoria del desarrollo normal? ¿En qué medida el menor y la familia son receptivos a la intervención? • ¿Qué precede y precipita la reacción, los episodios de bloqueo disociativo, de autolesión, u otros hábitos afianzados (momentos de transición)? ¿Puede el niño o la niña poner nombre o describir sus reacciones emocionales? • ¿Qué sucesos traumáticos le ocurrieron y cómo los entiende el menor y la familia? • ¿En qué medida el menor sigue percibiéndose como inseguro? • ¿En quién confía el menor, si es que confía en alguien, y cómo puede asegurarse y ampliarse ese círculo? • ¿Tiene un mundo disociativo secreto que pueda ayudar a explicar esa conducta sorprendente?

A lo largo del libro se irán presentando ejemplos de casos que ilustran con detalle cómo buscar respuestas a esas preguntas importantes y también cómo utilizarlas. Por el momento nos centraremos en crear esa alianza temprana, evaluar las motivaciones y destapar las raíces de las adaptaciones traumáticas.

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Crear una alianza y evaluar las motivaciones La evaluación inicial implica conocer, en primer lugar, lo que le gusta o no al niño, y cómo se siente ante la entrevista con el evaluador. Muchos niños y sobre todo adolescentes están resentidos por tener que ver a un evaluador y pondrán de manifiesto su desagrado negándose a hablar, evitando el contacto visual o dando respuestas repetitivas y sin elaborar. Invitarles a que hablen inmediatamente de cómo se sienten al ser obligados a estar con nosotros tiende a suprimir parte de esa resistencia inicial. Además, mientras averiguamos qué les preocupa en el proceso de evaluación, podemos recoger información importante sobre cómo perfeccionar el enfoque para asegurar su confianza. Si logramos que el cliente hable de las cosas que le hacen sentir feliz o entusiasmado, podremos encontrar formas de relacionar el progreso en la terapia con objetivos o experiencias motivadoras. También resulta de gran alivio para el cliente hablar de cosas que le gustan o que disfruta haciendo antes de profundizar en la información más dolorosa. Cuando hayamos entendido con qué disfruta realmente nuestro paciente estaremos en disposición de evaluar cómo las conductas o los síntomas están interfiriendo con la obtención de una vida satisfactoria. Además, averiguar qué le motiva verdaderamente puede ayudarnos a saber qué motivaciones secundarias podrían derivarse de aferrarse a los patrones traumáticos. No olvidar los objetivos del niño o de la niña y recordárselos a medida que vaya cambiando con los años, sirve de motivación para seguir en un tratamiento que tenga sentido para él o ella. Hasta el niño más desmoralizado puede decirnos algo que quiera conseguir en el futuro. Aunque el trauma puede crear una sensación de futuro truncado, hablar desde el principio del futuro lejano deja claro nuestro sentido de esperanza para él y enciende una chispa de esperanza, aunque sea pequeña.

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Evaluar los momentos de transición Como ya hemos descrito en el capítulo anterior, los momentos de transición aportan una ventana inmediata hacia el inicio de las experiencias afectivas, junto con las consecuentes conductas que pueden hacer descarrilar el funcionamiento de un cliente. Debido a la importancia de entender esos momentos, necesitamos detalles, muchos detalles, de los eventos que preceden a las transiciones hacia los síntomas, el malhumor o la manifestación de conductas. Como es natural, la mayoría de los niños simplemente dirán “no sé” para alejar al evaluador. Aunque han aprendido que suele resultar efectivo en la mayoría de las entrevistas psiquiátricas, personalmente nunca permito que “no sé” sean sus últimas palabras y utilizo muchas repreguntas para llevar al niño a que responda y poder así arrojar luz sobre los detonantes de un momento de transición. Por ejemplo: “Está bien empezar sin saber, pero incluso cuando pensamos que no sabemos, hay algo en nuestra mente que sabe más de lo que pensamos”, o “Bueno, hablemos de lo que sí sabemos. ¿Recuerdas qué almorzaste antes de arrojar aquello en la cafetería?”. Si el niño me dice qué había para almorzar, le preguntaré “¿Qué sabor tenía?”. Plantear muchas preguntas alrededor de la experiencia justo antes de la transición hacia la nueva conducta ayuda a activar la memoria afectiva del niño y nos permitirá, en última instancia, descubrir las emociones subyacentes al origen de una acción destructiva o una conducta sintomática. Las preguntas sobre qué precipitó determinadas conductas nos ayudarán a evaluar la fluidez del niño o niña con el vocabulario afectivo a la hora de nombrar, describir y entender sus reacciones emocionales. Aunque al principio este estudio a nivel de detalle microscópico de sus vidas puede parecer molesto e invasivo, si se hace con curiosidad sincera y sin juicio de valores, los niños suelen responder sin problemas. Tenemos que hacer que el cliente sienta que no hay nada más interesante ni más importante que desarrollar ese episodio en concreto, para que juntos podamos comprender las conductas en cuestión. La idea es que la información está ahí, que es valiosa e instructiva, que todas las conductas del cliente tienen un propósito y un significado como adaptación necesaria a las circunstancias de su vida, y que juntos, el cliente y el terapeuta, podemos trabajar para entenderlo y cambiarlo. Sam, un niño de 10 años recién adoptado que había pasado por varios centros de acogida, fue pillado robando dinero del monedero de su madre y también se le encontraron objetos sustraídos de las taquillas de sus compañeros de escuela. Sam no mostraba ningún interés en hablar de sus conductas, ni tampoco de lo que ocurría momentos antes de aquellos comportamientos. Le ayudé sugiriendo lo que los niños con historias similares a la suya suelen sentir antes de robar –“Puedo cuidarme solo. Puedo conseguir lo que necesito y

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nadie puede detenerme”. Después hablamos de la maravillosa sensación de cuidar de uno mismo, y le dije que me preguntaba si le gustaba esa sensación y si buscaba obtenerla cogiendo lo que pensaba que necesitaba. Al dejarle claro que entendía cuáles podían ser las sensaciones positivas antes de robar, el niño fue capaz de compartir conmigo que no estaba seguro de poder confiar en su nueva mamá. Le dije que entendía que robara cosas para sí mismo si no podía confiar en que su nueva mamá se ocupara de él. Y al mismo tiempo pude ayudarle a reconocer cómo podían interferir esas conductas con la confianza que él quería crear con su nueva madre y con el desarrollo de buenas relaciones con sus nuevos compañeros de clase. Al evitar juzgarle y reconocer sus robos como una adaptación traumática, pude motivar a Sam para que trabajara conmigo con el fin de disminuir sus conductas de robo y que pudiera disfrutar de una mejor relación con las personas que le rodean.

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Evaluar los episodios traumáticos En la fase de evaluación temprana, a veces el episodio o episodios traumático(s) que ha sufrido un niño son como “el elefante en la habitación”: una realidad enorme a la que nadie quiere referirse y de la que nadie quiere hablar. Por un lado, está el miedo de que el niño se descompense si se menciona el trauma y, a menudo, los evaluadores tienen que gestionar su propia incomodidad al escuchar los detalles de traumas horrorosos. Es importante reconocer al “elefante” en la primera sesión y llevar la conversación a un nivel en el que el niño se sienta cómodo. Si los traumas tuvieron lugar en un hogar previo al actual, suelo introducir la información de la siguiente manera: “Sé que antes de que vivieras con tu papá y con tu mamá (o antes de que llegaras a este centro de acogida, o hace varios años), te ocurrieron algunas cosas bastante terribles y a mí, que he trabajado con niños que han pasado por eso, no me importaría que hablásemos de ello cuando a ti te parezca que es el momento”. Si el evento ha sido más reciente, diría: “Me ha contado el trabajador social que el malestar que sientes es por un ataque que sufriste hace algunos meses y quiero que sepas que, por mí, podemos hablar de ello, y que seguramente el hecho de hablar, cuando puedas, hará que te sientas mejor”. A veces no se conoce toda la información traumática, y en ese caso el evaluador deberá tener una actitud de indagación abierta y transmitir al niño o niña la sensación de que toda la información que comparta es aceptable, que no se le juzgará ni habrá reacciones si desvela información traumática. Si un niño está viviendo una situación de maltrato, pueden transcurrir meses de tanteo antes de que se acabe revelando la información. Adina, de 8 años, presenta síntomas disociativos severos (véase el Capítulo 2) y estuvo haciendo alusión a un secreto que no podía desvelar durante los seis primeros meses de terapia. Un día contó que un hada de su cerebro le había dicho “hoy es el día”, y a partir de ahí reveló una historia de abuso sexual, sostenido en el tiempo, durante las visitas de fin de semana con su padre. Tras una llamada a los servicios sociales, puede impedir que hubiera más visitas. Adina necesitaba confiar en mi capacidad de protegerla antes de desvelar el trauma. Cuando un niño revela un trauma en la fase de evaluación de la terapia, la información importante que hay que recoger es cómo hizo la experiencia que se sintiera y el significado derivado a partir del evento traumático. La interpretación que el niño hace del evento tiene muchísima repercusión en la sintomatología posterior. ¿Cree que merece cosas malas y que el trauma es culpa suya? ¿Cree que está indefenso ante eventos traumáticos y que siempre lo estará? ¿Cree que tiene algún defecto fundamental que ha permitido que eso ocurra? (La información sensorial es menos importante, aunque quizás

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vaya cobrando importancia a medida que la terapia avanza, véase el Capítulo 13). La otra información importante que se desprende de la revelación de una experiencia traumática es cómo los propios síntomas y las propias conductas del niño sirven para ayudarle a adaptarse post-trauma. ¿Deja que su mente se quede en blanco para no tener que pensar en la experiencia? El hecho de robar a su padrastro ¿le ayuda a gestionar parte de la rabia que siente porque las cosas no son justas? Pelearse con los niños de la escuela ¿hace que recupere una sensación de poder porque no tuvo ningún poder durante el abuso? El proceso de todas esas conexiones es importante en la fase de evaluación temprana para que el niño sepa que, en lugar de juzgarle, creemos que hay un significado lógico para esa conducta. Esa comprensión preparará el terreno para un camino lógico hacia la reparación. Para el superviviente de un trauma durante los primeros años de vida, un nuevo estresor, como la llegada reciente a un hogar de acogida, un cambio de escuela, o la pérdida de un amigo, pueden precipitar síntomas porque evoca la impotencia de una vida llena de eventos incontrolables. Así pues, el terapeuta deberá explorar los eventos recientes que puedan ser fuente de exacerbación de los síntomas. Al indagar en los estresores actuales, es importante ser conscientes de las nuevas fuentes de trauma infantil y adolescente procedentes de los medios electrónicos. Cada vez son más los niños y adolescentes que nos encontramos que están experimentando alguna forma de acoso electrónico. A veces el inicio de síntomas severos, conductas suicidas, cortes o trastornos alimentarios va acompañado de una comunicación electrónica de algún tipo que avergüenza al niño o al adolescente delante de sus amigos. Por ejemplo, un mensaje de Facebook con información falsa, una foto de nuestro cliente en una situación comprometida que se manda a los amigos, o el rumor de que es gay enviado por mensaje de texto o por Internet puede causar el comienzo de síntomas incapacitantes. Y como esos eventos se sienten como algo incontrolable, pueden reforzar la sensación de impotencia del niño. Los jóvenes suelen sentir que el mundo de Internet y las redes sociales es privado y desconocido por los adultos, de ahí que no sea algo de lo que hablen de forma espontánea en la terapia. Dado que el acoso en estos medios puede generar un malestar extremo, es importante preguntar siempre si el menor ha sufrido algún trauma con alguno de ellos. Tras haber establecido una alianza con el cliente, haber entendido sus intereses y sus objetivos, y haber encontrado formas de destacar sus fortalezas y su adaptabilidad a las opciones de afrontamiento, el terapeuta está listo para explorar la posibilidad de un mundo disociativo más oculto.

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Evaluar los procesos disociativos Ocho meses después de habernos visto para la evaluación inicial, Cameron preguntó a su madre de acogida: “¿Puedes volver a llevarme a la señora que sabe de voces?”. Los niños que han desarrollado mundos privados con elaborados amigos invisibles, voces que les hablan e identidades secretas que toman el control e influyen en su comportamiento se sienten profundamente aliviados cuando esa información se desvela, y establecen un vínculo fuerte e intenso con el terapeuta que por fin los ha entendido. Para crear ese nivel de entendimiento tan profundo, el terapeuta tiene que familiarizarse con los tipos comunes de síntomas que encontramos entre los niños y los adolescentes disociativos. Existen varias listas, como la Escala de disociación para población infantil (Putnam, 1997), la Escala de experiencias disociativas para población adolescente (Armstrong, Putnam, Carlson, Libero y Smith, 1997) o la Escala de experiencias disociativas para población infantil/Índice de estrés postraumático (Stolbach, 1997), y todas ellas están reproducidas en los anexos online. Normalmente los síntomas de la disociación se organizan en cinco categorías. La SCID-D (siglas de la entrevista para trastornos disociativos del DSM-IV) (Steinberg, 1994) es una entrevista estructurada que evalúa la disociación en adultos y que establece cinco clases de síntomas para la evaluación de la disociación en adultos: despersonalización, desrealización, confusión de identidad, alteraciones del yo y amnesia. Se trata de un test que se ha utilizado con éxito también con adolescentes (Carrion y Steiner, 2000) pero, en mi experiencia, la despersonalización y la desrealización son menos pronunciadas y menos significativas en una población infantil y adolescente, y mi organización de la sintomatología refleja las manifestaciones de conducta más comunes de la disociación en esa población. Todas esas áreas sintomáticas están relacionadas con la idea central de la disociación que se describe en el Capítulo 2: el niño o el adolescente disociativo ha desarrollado sistemas elaborados de evitación afectiva. Los subproductos secundarios de esa evitación son aberraciones de la conciencia, percepciones y experiencias físicas, junto con cambios de conducta, afectos asociados y memoria. La experiencia de un trauma sobrecogedor reprograma la trayectoria del desarrollo del niño y genera una desregulación de esos sistemas múltiples de funcionamiento diario. Los cambios de conciencia pueden enraizarse en unos estados con base biológica de hipoactivación aumentada por las capacidades autohipnóticas. Unos cambios rápidos de

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comportamiento pueden reflejar cambios de “guiones mentales afectivos”, y que amplios espectros de estímulos provoquen esas respuestas automáticas. Las experiencias perceptivas poco habituales, como alucinaciones visuales y auditivas, pueden reflejar la absorción del niño en un mundo interior de fantasía. De hecho, esa absorción aporta otra manera de evitar los estímulos abrumadores del mundo real. Los problemas de memoria pueden reflejar la evitación no consciente de información autobiográfica relacionada con el trauma y asociada con una activación afectiva intensa. Plantear preguntas sobre las experiencias del niño en los cinco ámbitos primarios nos permitirá obtener una comprensión completa del mundo fenomenológico del menor con trauma crónico y sintomatología disociativa. Esas categorías primarias y las áreas asociadas para profundizar en la investigación se detallan en la Tabla 4.1. La guía para la entrevista del Anexo B incluye preguntas útiles para la evaluación de esos síntomas. Aunque es importante recoger datos para evaluar esas categorías de síntomas, obtenerlos directamente de niños o adolescentes es la clave para una evaluación completa. La disociación es, en sí misma, una experiencia idiosincrática del yo, una visión del yo como inconexo y desconectado de manera fundamental y nadie puede aportar la información de esa experiencia idiosincrática mejor que el niño que la experimenta. Tabla 4.1. Cinco clases de síntomas relacionados con la disociación Cambios de conciencia desconcertantes . Lapsus de conciencia momentáneos o estados de bloqueo que podrían durar horas . Entrada en estados de flashback en los que se confunden el presente y el pasado • Trastornos del sueño: sonambulismo, dificultad para activarse, insomnio o cambios de personalidad al despertar de un sueño profundo • Confusión, no sentirse en el propio cuerpo, despersonalización • Sentir un cambio significativo en la sensación del yo Experiencias alucinatorias muy reales • Oír voces • Ver fantasmas u otras entidades imaginarias que interactúan con ellos • Amigos imaginarios muy reales y creencia de que pueden “controlar” o influir en la conducta • Sentirse más joven o mucho mayor de la propia edad cronológica Cambios destacables en conocimientos, estados de ánimo o patrones de

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conducta y de relación • Sentir que los estados de ánimo tienen “mente propia” • Cambios extremos en las relaciones con la familia • Las competencias y las habilidades son inconsistentes • Sentimiento de tener el “yo” dividido • Conductas extremas que parecen no características: promiscuidad sexual, agresión extrema Lapsus de memoria desconcertantes para las conductas propias o para eventos vividos recientemente • No poder recordar lo que ocurrió durante un episodio de enfado • No poder recordar meses enteros o años de vida (después de los 4 o 5 años) • No poder recordar trabajos que uno ha hecho • No poder recordar experiencias con amigos o con familiares que otras personas explican Experiencias somáticas anormales • Síntomas somáticos cambiantes • Conductas de autolesión • Síntomas de conversión • Pseudo-ataques • Insensibilidad al dolor • Incontinencia urinaria o fecal

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Evaluar los cambios de conciencia desconcertantes Estos episodios momentáneos o prolongados en el tiempo de desconexión del mundo pueden experimentarse a lo largo de un continuo de más o menos gravedad. Es posible que los niños que experimentan estos síntomas sufran lapsus momentáneos de conciencia en los que no respondan a cómo se llaman, o en los que pueda parecer que están absortos en su propio mundo de fantasía, aunque se les esté hablando. En el extremo más grave del espectro, los niños pueden perder la conciencia aparente, a veces durante horas. Esos estados de bloqueo disociativo en la parte más severa del espectro se explican en profundidad en el Capítulo 10. Algunos padres describen que cuando miran a sus hijos a los ojos es “como si no hubiera nadie”. Hay una mirada distante o una mirada de no reconocimiento como respuesta a personas o a lugares que suelen conocer. Esos momentos repentinos de desconexión a menudo parecen estar fuera de contexto de lo que realmente está ocurriendo alrededor del niño. Por ejemplo, puede quedarse paralizado en pleno juego con un juguete, o en plena conversación; o de repente parece que pierde el hilo de lo que estaba haciendo o diciendo. Aunque en el caso de niños pequeños pueda confundirse con la falta de atención descrita en el trastorno por déficit de atención e hiperactividad (TDAH), existen diferencias que permiten a un clínico astuto distinguir entre el TDAH y los fenómenos disociativos. El niño disociativo es más probable que se angustie por el lapsus momentáneo, y este puede ir acompañado de un cambio rápido de estado de ánimo. Cuando los niños disociativos no oyen una pregunta o un comentario que se les hace, por lo general parece que están en otro mundo y puede ser más difícil volver a obtener su atención de lo que sería con un niño con TDAH. En mi experiencia profesional me ha ayudado mucho ser muy específica en las preguntas sobre lo que ocurre durante esos momentos “en blanco”, e intento utilizar preguntas directas para superar la respuesta de tipo “no sé”. Por ejemplo, planteo preguntas del tipo: “¿Estás pensando ahora mismo en un videojuego al que te gustaría jugar, o en cuándo terminará esta entrevista, o en algo que te ha dicho alguien?”. A veces el evaluador puede observar lapsus que van acompañados de movimientos repetitivos curiosos, como agitar el pie, dar golpecitos o incluso movimientos de la mandíbula o del rostro. La siguiente lista de preguntas puede ayudar a averiguar más cosas sobre esos lapsus de conciencia aparentes. Preguntas para evaluar los lapsus de conciencia Cuando se observa un lapsus momentáneo:

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- ¿Qué haces cuando desconectas así? ¿Qué pensabas justo antes de quedarte en blanco? ¿Has observado qué piensas o qué sientes justo antes de desconectar? - ¿Te has encontrado alguna vez quedándote en blanco, sin prestar ninguna atención? ¿Qué haces en esos momentos? ¿Qué piensas, oyes, ves y sientes? - ¿Tienes un lugar imaginario en tu mente al que te gusta ir? ¿Tienes amigos imaginarios con quienes te gusta hablar? - ¿Dónde estás cuando no estás prestando atención? - ¿Hay momentos en los que sientes que estás reviviendo algo del pasado? ¿Cómo es esa sensación? - ¿Alguna vez te han dicho que hicieras cosas raras mientras estabas durmiendo? - ¿Te cuesta levantarte por la mañana? Explícamelo. - ¿Te parece que a veces cambias después de dormir profundamente? - ¿Has sentido alguna vez que realmente no estás aquí, que es como si te estuvieras viendo desde lejos? - ¿Has sentido alguna vez que veías las cosas a través de una especie de niebla? - ¿Experimentas largos periodos de tiempo en los que la gente te dice que pareces haber estado en trance o incluso en coma?

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Evaluar las experiencias alucinatorias muy reales A los profesionales de la salud mental se les enseña a preguntar sobre el hecho de oír voces, que es algo que tradicionalmente se ha entendido como la marca distintiva del proceso psicótico. Sin embargo, en los últimos años los investigadores y clínicos contemporáneos han entendido que la experiencia de oír voces es algo más común de lo que en un principio se pensaba (Altman, Collins y Mundy, 1997). Arsenault y colegas (2011) documentaban recientemente la presencia de “síntomas psicóticos”, como oír voces, en niños que habían sufrido acoso escolar por parte de sus compañeros. Otros se han cuestionado si las características que se solían utilizar en general para diagnosticar la psicosis incluso en adultos, especialmente las alucinaciones, se entienden mejor como experiencias disociativas fruto de eventos traumáticos (Moscowitz, Read, Farrely, Rudegeair y Williams, 2009). Dell (2006) argumenta que esos síntomas intrusivos de los trastornos disociativos no se han recalcado lo suficiente en el modelo adulto de disociación y que son mucho más típicos que el fenómeno de “cambio”, o transición repentina entre estados de identidad, más comúnmente percibido como rasgo distintivo de la disociación. Esto coincide con mis propias observaciones clínicas del trabajo con niños. Si las voces están asociadas a un proceso psicótico y no a un proceso disociativo, considero que el cliente comparte información bastante desorganizada sobre esas voces. Las voces psicóticas parecen estar en constante cambio, no parecen tener rasgos de personalidad ni identidades organizadas, y hablar de ellas con un cliente psicótico podría parecer, con el tiempo, desorganizador. La presencia de procesos psicóticos en mi práctica profesional no es habitual y suelo verla en adolescentes, lo que pone de manifiesto un deterioro repentino del funcionamiento, a menudo con un historial familiar de esquizofrenia. En mi práctica clínica es muy común que los niños me expliquen que oyen voces, y rara vez parece estar asociado a los niveles extremos de psicopatología propios de la esquizofrenia. A menudo los niños, cuando se separan de algún ser querido tras un fallecimiento u otras circunstancias traumáticas, indican oír la voz de esa persona querida que les habla en sus mentes. Los niños que han sido víctimas de maltrato suelen decir que oyen interiormente cómo los maltratadores que les hicieron daño siguen acosándolos o criticándolos. Trabajar con las voces interiores para minimizar su poder negativo es una de las intervenciones más importantes del trabajo con estos niños. Cuando se pregunta por esas voces interiores, es mejor no hacerlo directamente: “¿Oyes voces?”, ya que suelen estar preparados para esa pregunta y responden con un “no” reflejo para evitar un ingreso en el hospital o que se les aplique la etiqueta de “loco”. En

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lugar de eso yo intento normalizar la experiencia para ellos con afirmaciones del tipo “Muchas veces los niños que han perdido a alguna persona especial siguen oyendo su voz mentalmente. ¿Te ocurre a ti? ¿Qué te dice?”. A continuación, se ofrecen otras preguntas útiles. Preguntas sobre voces y amigos imaginarios - Algunos niños sienten que sus cerebros luchan contra ellos mismos. ¿El tuyo lo hace? ¿Has oído alguna vez la pelea? - A veces las palabras feas que los niños oyen una y otra vez parecen quedar pegadas en sus mentes. ¿Te ha ocurrido? - A veces los niños hacen cosas que desearían no haber hecho. ¿Te ha ocurrido alguna vez? - A veces los niños sienten que no querían hacer algo pero que alguien o algo les ha hecho sentir que tenían que hacerlo. ¿Te ha pasado alguna vez? - Algunos niños tienen juguetes o muñecos de hace mucho tiempo y que son especiales para ellos. ¿Tienes alguno? ¿Hablas con él? ¿Te habla él a ti? - Algunos niños tienen amigos invisibles que las demás personas no pueden ver. ¿Tienes alguno ahora? ¿Lo tenías cuando eras más pequeño? ¿Sientes a veces que esos amigos siguen ahí? ¿Puedes verles? - ¿A veces ves cosas que los demás no ven? ¿Qué ves? Si el niño dice que oye las voces de objetos personalizados, como juguetes o peluches, suele estar bien invitarle a que traiga el peluche o el juguete que sea más importante para él o para ella a la entrevista inicial. Algunos niños ven a sus amigos imaginarios de forma muy real, y es posible que otras formas de alucinación visual, como ver fantasmas o formas extrañas, acompañen a la experiencia de la disociación infantil. Los niños me hablan de presencias imaginarias que tienen un papel muy importante en su conducta y que a veces dirigen desde un segundo plano todos y cada uno de los movimientos del menor. Aun así, ese proceso interno ha permanecido oculto a la vista ya que nadie se ha tomado la molestia de preguntar por él. Este tipo de amigo imaginario personalizado y muy real, o ese objeto transicional, es común entre los niños en edad preescolar normales. Los niños de cuatro años pueden ir a todas partes con su muñeco favorito, pueden oír cómo responden a sus preguntas y dejan un sitio para que sus amigos imaginarios merienden o incluso en la mesa a la hora de cenar con toda la familia. Los clínicos y los teóricos han detectado similitudes entre los amigos imaginarios de los niños normales en edad preescolar y las voces alucinadas y las identidades disociadas de los niños disociativos traumatizados. De hecho, el DSM-IV-TR menciona específicamente la presencia de amigos imaginarios normales como criterio de exclusión

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para el diagnóstico de un trastorno disociativo infantil: “En los niños, los síntomas deben diferenciarse de los juegos fantasiosos o de compañeros de juego imaginarios” (APA, 2008, pág. 589). Donald Winnicott acuñó el término objeto transicional en 1951 para designar cualquier objeto material (por lo general algo blando, como un trozo de tela o un muñeco) al cual el niño o la niña atribuye un valor especial. Los psicólogos especializados en desarrollo ven los objetos transicionales como la base sobre la cual el niño aprende por primera vez a distinguir entre los límites físicos del yo y los demás (Winnicott, 1953). Los psicólogos también consideran a los amigos imaginarios como objetos transicionales o manifestaciones proyectivas de la experiencia del niño con aspectos del yo (Singer y Singer, 1990). Taylor (1999) descubrió que los amigos imaginarios son sorprendentemente comunes, en el 28% de su muestra de niños normales, y destaca que algunos niños se hacen pasar por sus amigos imaginarios, imitándoles y adoptando sus características. Utilizando una definición más amplia de los amigos imaginarios, Singer y Singer detectaron amigos imaginarios en el 65% de los niños que estudiaron. De hecho, los amigos imaginarios son más comunes entre los 4 y los 7 años, pero en algunos niños se prolonga hasta los 10 años. Los niños tienden a sentirse protectores con sus amigos imaginarios y no les gustan que los adultos interfieran (Klein, 1985). Por otra parte, los amigos imaginarios ayudan a los niños en varios retos del desarrollo, como en la práctica de competencias sociales, y también son una salida para proyectar sentimientos difíciles o impulsos inaceptables. También existen otros amigos imaginarios que ayudan con los sentimientos de soledad o a encarnar rasgos que el niño desearía tener. Trujillo, Lewis, Yeager y Gidlow (1996) llevaron a cabo una investigación preliminar en la que comparaban los amigos imaginarios de niños en edad escolar con los de niños disociativos que estaban recibiendo tratamiento ambulatorio. Trujillo y sus colegas averiguaron que era más probable que se les atribuyeran características malévolas a los amigos imaginarios de los niños disociativos que a los de los niños normales. Basándose en una revisión de la literatura, McLewin y Muller (2006) concluyeron que los niños disociativos eran más proclives a tener amigos imaginarios, que tenían más amigos imaginarios que los niños normales y que además los niños disociativos eran más proclives a imitarlos. También indicaron que los amigos imaginarios de los niños disociativos son más proclives a tener roles más complejos en las vidas de los niños. Los pacientes adultos y adolescentes indican con frecuencia que los amigos imaginarios fueron las primeras manifestaciones de desarrollo que más tarde se convirtieron en identidades disociadas (Dell y Eisenhower, 1990; Putnam, 1991). Pica

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(1999) arguye que todas las identidades disociadas tienen su raíz en los amigos imaginarios normativos de la infancia, y aunque no queda claro si los amigos imaginarios son la única vía para desarrollar identidades disociativas, los estudios retrospectivos de individuos diagnosticados con trastorno disociativo tienden a indicar una incidencia mucho más elevada (que oscila entre el 52% y el 100%) de amigos imaginarios en la infancia de los que se dan en la población normal (McLewin y Muller, 2006). Mi experiencia personal entrevistando a niños disociativos sugiere que objetos transicionales concretos, como muñecas, peluches o incluso trozos de tela, además de amigos imaginarios más típicos, pueden albergar las primeras proyecciones del yo que con el tiempo pueden convertirse en disociadas. Para entender mejor el papel de los amigos imaginarios en los niños traumatizados, he realizado estudios en los que se examinaron las diferencias entre los amigos imaginarios de niños normales y los amigos imaginarios de pacientes internados con síntomas disociativos. Revisando la literatura, junto con mi propia experiencia clínica, he podido plantear la hipótesis de las siguientes diferencias entre niños de desarrollo normal que tienen amigos imaginarios y niños disociativos que acudían a mi consulta. 1. Los niños disociativos están más confusos sobre si el amigo solo finge. 2. Los niños disociativos se sienten mandados o molestados por el amigo. 3. Los niños disociativos sienten que el amigo puede apoderarse de sus cuerpos. 4. Los niños disociativos creen que hay amigos imaginarios conflictivos que les hacen sentir confundidos sobre su comportamiento. Para poner a prueba esas hipótesis desarrollé el Cuestionario para amigos imaginarios (véase el Anexo C, también disponible online), del cual se aplicó una versión en una muestra de 149 niños normales en edad preescolar de Inglaterra (Frost, Silberg y McIntee, 1996). Posteriormente se compararon los resultados de los niños normales con ese cuestionario con los resultados de 19 niños ingresados en la unidad infantil del sistema sanitario de Sheppard Pratt e identificados como disociativos. El resultado fue que se confirmaron todas las hipótesis y que surgieron algunos otros datos interesantes. Entre los niños preescolares normales, el 78% reconoció que sus amigos imaginarios eran “amigos fingidos solamente”, mientras que solo el 37% de los niños disociativos hospitalizados aceptó que esas voces, identidades disociadas o personajes mentales eran realmente fingidos. Esos datos sorprenden especialmente cuando uno se da cuenta de que el evaluador empieza cada entrevista explicando que el objetivo de la misma es explorar la imaginación del niño, y que algunos niños tienen amigos, voces y otros compañeros imaginarios que los demás no pueden ver. Sin embargo, para esos niños

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disociativos hospitalizados, creer en la realidad de esos fenómenos triunfa por encima de las instrucciones dadas al principio de la entrevista. Un resultado muy sorprendente es que los niños normales (84%) reconocen que sus amigos imaginarios guardan secretos incluso con más frecuencia que los niños disociativos (41%). Los niños disociativos consideran que tienen un menor control sobre su imaginación que los no disociativos. Es bastante más probable que los niños disociativos indiquen que sus “amigos” toman el control y les obligan a hacer cosas (74% frente al 37% respectivamente) y también es más probable que se sientan “mandados” por el amigo imaginario o por la voz que sus homólogos normales (72% frente al 27% respectivamente). También es más probable que deseen que sus amigos imaginarios/voces/identidades disociativas desaparezcan (58% frente al 17% respectivamente), y cuando se les pregunta si sus amigos imaginarios discuten con ellos, el 94% de los niños disociativos contesta que sí, mientras que solamente el 25% de los niños normales indican escuchar que los amigos imaginarios discuten. Otra diferencia entre las experiencias de los niños disociativos y los niños normales es la emoción predominante cuando sus amigos imaginarios les “visitan”. Para los niños normales la emoción predominante es la felicidad, mientras que entre los niños disociativos la emoción dominante es la ira. Los resultados del estudio aparecen en la Tabla 4.2. Tabla 4.2. Comparación de amigos imaginarios en preescolares normales y en niños disociativos internados Preguntas sobre el amigo imaginario

Niños normales (N=51) % de Síes

Internados disociativos (N=19) % de Síes

Nivel de confianza

Viene cuando quieres

76%

47%

p < .02

Viene cuando estás contento

94%

58%

p < .00

Sabe muchas cosas que tú no sabes

82%

58%

p < .05

Solo es un amigo inventado

78%

37%

p < .00

Toma el control y te hace hacer cosas

37%

74%

p < .01

70

Intenta mandarte

27%

72%

p < .00

Hace cosas malas y te echa la culpa

41%

74%

p < .05

Te pide que le guardes secretos

84%

41%

p < .00

Se pelea por ti

25%

93%

p < .00

Viene cuando estás enfadado

41%

79%

p < .00

Desearías que se marchara

17%

58%

p < .00

Esos resultados plasman una imagen de los niños con amigos imaginarios sobre los que han perdido todo control. Los niños disociativos hablan de presencias imaginarias que discuten con ellos, que les mandan, que les dominan y que por lo general les causan problemas. Mi estudio sugiere que hay cierta continuidad en las experiencias de los niños con los amigos imaginarios. Los que hablan de una pérdida de control de las relaciones con sus compañeros interiores sugieren que esa experiencia podría haber tomado un rumbo amenazante y que se podría estar produciendo un proceso disociativo. La presencia de amigos imaginarios después de los 8 años debería levantar sospechas, y después de los 11 o los 12, debería considerarse como una banderita roja que sugiere la necesidad de un análisis más en profundidad. Muchos de los niños traumatizados con los que trabajo describen a unos amigos imaginarios que siguen presentes durante la adolescencia. Una niña me contó con todo lujo de detalle una progresión muy elaborada en cuatro partes de la transformación de amigos imaginarios en fenómenos disociativos (Silberg, 1998b). La niña describía que al principio tenía amigos imaginarios normales y que después se dio cuenta de que podían hablar con ella y hacer cosas sin que ella hiciera nada conscientemente. En la tercera fase se percató de que los amigos imaginarios podían controlar sus acciones durante largos periodos de tiempo. Por último, en la cuarta fase, experimentó amnesia de sus actos y sus experiencias disociativas se parecían al trastorno de identidad disociativo observado en adultos. También me explicó que cuando los amigos imaginarios avanzaban así, ella perdía toda sensación de control sobre ellos, y eso la aterrorizaba. El Anexo C (también disponible online) aporta una herramienta

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para la evaluación clínica de los amigos imaginarios que se basa en esos estudios y en esos resultados clínicos.

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Evaluar los cambios desconcertantes de conducta Evaluar los cambios desconcertantes de conducta es un proceso muy sutil. A veces las fluctuaciones que sorprenden a un padre o a un maestro no sorprenden al niño o al adolescente. Si nos centramos en lo que a los niños les parece sorprendente, podremos obtener más pistas para comprender su sentido dividido del yo. Preguntar sobre cambios en las relaciones suele ser un tema muy fructífero para investigar, ya que esas relaciones cambiantes suelen resultar sorprendentes o incómodas para los niños disociativos. Los cambios en el nivel de apego a sus madres son muy comunes en los niños con unos niveles de disociación significativos. De hecho, pueden tener una identidad disociada que se siente apegada y que ama al cuidador, junto con otra que mantiene sus recuerdos traumáticos y su ira y resentimiento. Preguntar sobre esos cambios cuando sospechamos que solo estamos oyendo un aspecto de sus sentimientos complejos y en conflicto puede arrojar mucha luz. Sandy, de trece años, describía tener una relación atípicamente estrecha con su madre. Iban de compras juntas, Sandy le pedía que la ayudara con las tareas de la escuela, y muchas veces trepaba hasta su cama, de noche, cuando tenía pesadillas. Al mismo tiempo, la madre contaba que Sandy entraba intermitentemente en estados de pelea en los que la insultaba y rechazaba hacer las tareas. En una sesión pregunté a Sandy si a veces sentía que no podía soportar pasar ni un minuto más con su madre, y con esa pregunta pude descubrir la percepción de Sandy de “la otra Sandy”, que estaba enfadaba con su madre por no haberla protegido durante años de los episodios de rabia maniaca de su padre. La conciencia de “la otra Sandy” permaneció disociada de la conciencia de Sandy durante mucho tiempo. Cuando los niños hablan de la fluctuación de sus estados de ánimo, suelen describirlos como algo “que les ocurre”, sin precursores ni comienzos aparentes. Los niños disociativos no solo tienen estados de ánimo cambiantes, sino que también cambia su capacidad de funcionar en la vida cotidiana. A continuación, vemos algunas preguntas útiles para trabajar los cambios de conducta y de estado de ánimo. Preguntas para evaluar los cambios de conducta y de estado de ánimo - ¿A veces sientes que un día puedes hacer una cosa y que al día siguiente te cuesta muchísimo hacer lo mismo? - ¿Te sorprenden tus cambios de estado de ánimo? Pon ejemplos. ¿Tus gustos cambian de un día para otro? - Los sentimientos que tienes hacia los miembros de tu familia, ¿cambian? ¿Tienes

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algún ejemplo?

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Evaluar la amnesia La evaluación de la amnesia suele suscitar algunas paradojas lógicas cuando se evalúa a una persona joven con dificultad para recordar. Después de todo, el objetivo es potenciar la memoria en la medida de lo posible, y no corroborar que existe amnesia. Así pues, evaluar la amnesia puede convertirse en el proceso que revierta la amnesia. Una dificultad adicional a la hora de evaluar la amnesia es que los niños y los adolescentes suelen utilizar el “me he olvidado” como una técnica de distracción y de evitación, con lo que resulta difícil distinguir entre las lagunas de memoria reales y la evitación voluntaria. Está claro que ningún niño quiere que se le haga responsable de una conducta agresiva o destructiva, y que si puede evitar la responsabilidad diciendo “me he olvidado”, quizás crea que pueden evitar las consecuencias. Es importante reconocer que la memoria y la amnesia forman parte del mismo espectro. La memoria, como la mente, es un estado constante de flujo, con un acceso cambiante a la información que recibe prioridad en un momento dado. La amnesia disociativa puede verse como un hábito mental practicado que ha hecho que el niño rechace repetidamente la información desagradable de su conciencia central. Una evitación habitual que suele estar señalizada por afectos desagradables y en la que la evitación se va reforzando con la repetición. Se han realizado estudios de ciencia cognitiva en laboratorio en los que se ha recreado un modelo del tipo de olvido practicado asociado con la amnesia disociativa. A los sujetos a los que se les pedía que memorizaran asociaciones de palabras se les podía formar para que olvidaran de forma selectiva ciertas palabras a través de varios incentivos que iba introduciendo el científico (Anderson y Huddleston, 2012). Ese mismo proceso de memoria selectiva, probablemente motivado por la evitación de la culpa y de otros afectos dolorosos, suele producirse en niños para conductas recientes asociadas con episodios traumáticos. La amnesia selectiva es especialmente común en conductas airadas o flashbacks en los que reviven algunos sucesos traumáticos del pasado. Con el tiempo, los niños cuyas mentes básicamente practican el olvido pueden presentar memoria esporádica para muchos sucesos vividos recientemente y eso puede llevarles a que olviden los deberes o incluso planes con amigos. Suponiendo que la memoria está en flujo permanente, el objetivo de la evaluación es determinar en qué medida el evaluador puede estimular la memoria de lo que el joven ha olvidado. Cuando se proponen incentivos positivos para recordar, los niños a veces se sorprenden por lo que pueden recordar. La tarea del clínico en esta entrevista inicial es crear un ambiente de seguridad y de acogida en el que hasta la conducta que haya disociado de su conciencia pueda reconocerse sin miedo ni culpa. Que el olvido se deba

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a una falta de conciencia o a una evitación voluntaria no es importante, y tampoco es necesario determinarlo ya que el olvido motivado forma parte de un espectro y ambos pueden revertirse con el tiempo si se utilizan incentivos positivos. Revertir problemas de memoria disociativa más severos puede requerir semanas o meses y los déficits de memoria menos practicados y basados en la evitación voluntaria pueden revertirse antes. Discutir con los clientes sobre si realmente recuerdan o no es un ejercicio infructuoso y en lugar de eso es más efectivo invertir los incentivos para las costumbres mentales disociativas mientras se crean incentivos con los que recordar y responsabilizarse sea más adaptativo que olvidar y evitar el afecto. Es posible que la inversión de la amnesia no se produzca en la primera sesión, pero el clínico puede empezar el proceso en la fase de evaluación inicial. Conseguir que el joven recuerde por sí mismo una conducta reciente es un objetivo de tratamiento muy importante, ya que la mente sana tiene que utilizar toda la información entrante para planificar, reorganizar y adaptar. En el Capítulo 8 se plantea una discusión más en profundidad sobre revertir la amnesia. A continuación figura una lista con algunas preguntas útiles para la evaluación de la amnesia. Cabe recordar que la amnesia más importante de evaluar y revertir en la fase de evaluación temprana es la amnesia de conductas recientes del niño o adolescente. Aunque investigar con delicadeza los episodios traumáticos resulta apropiado, intentar revertir la amnesia de episodios traumáticos del pasado no forma parte de la fase de evaluación inicial. El mecanismo protector de la amnesia disociativa para episodios traumáticos puede seguir siendo adaptativo más avanzado el tratamiento. Preguntas para evaluar la amnesia - ¿Olvidas cosas que deberías recordar como qué has hecho con tus amigos, lugares a los que has ido o fiestas de cumpleaños? - ¿En ocasiones olvidas lo que hiciste cuando estabas enfadado? Intentemos recordar juntos alguna de esas situaciones. (Sin olvidar hacer hincapié en que es lógico que se sientan enfadados para desestigmatizar la culpa del niño asociada con los episodios). - ¿Tus amigos o tus familiares te dicen que has hecho cosas que no recuerdas haber hecho? - ¿Has olvidado alguna vez cosas buenas que te hayan ocurrido? - ¿Podrías recordarlo mejor si se te redujera el castigo cuando te acordaras? (Deberá intentarse con el permiso de la familia).

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Evaluar los síntomas somáticos Una evaluación inicial debería incluir un análisis de la relación del niño o el adolescente con su propio cuerpo, ya que las señales del trauma suelen manifestarse de forma dramática en el cuerpo. Los niños más pequeños pueden tener síntomas de picadas en la piel, uñas rotas y otros tipos de lesiones físicas. Los niños más mayores suelen utilizar objetos, como lápices o incluso hojas de afeitar, para hacerse cortes y heridas. Las preguntas sobre la relación del niño o del adolescente con el dolor pueden aportar una apertura hacia esa área de evaluación. Por ejemplo “¿Te parece que no experimentas el dolor como otros niños?”. Muchos niños que han sufrido traumas están orgullosos de manifestar que no sienten el dolor, una competencia que han desarrollado en respuesta a experiencias repetidas de dolor físico temprano. Tratarlo como una competencia en lugar de como un déficit invita a hablar de la disociación más como una herramienta de afrontamiento. Otra área de investigación son las preguntas sobre las fortalezas o debilidades físicas que pueden cambiar. Muchos niños y adolescentes piensan que tienen un acceso cambiante a la fuerza física, y observan en concreto un aumento extremo de la fuerza cuando están enfadados. Un niño me dijo una vez que tenía un amigo imaginario que se llamaba “hombre adrenalina” y que le daba fuerza cuando estaba muy, muy enfadado. Algo menos común, aunque ocurre a veces, son las discapacidades físicas y cognitivas cambiantes. Los trastornos de conversión y los de dolor sin motivo orgánico también son comunes entre los supervivientes del trauma extremo. He tenido varios pacientes con profunda debilidad en las piernas atribuible al maltrato físico y sexual y para la que no había causas orgánicas. Las siguientes preguntas pueden ayudar a la hora de evaluar la disociación somatoforme o que se manifiesta en el cuerpo. También puede consultarse el Capítulo 9 para obtener más información al respecto. Preguntas para evaluar los síntomas somáticos - ¿Sientes que no experimentas el dolor como los otros niños? - ¿Alguna vez te has hecho heridas en el cuerpo de forma repetida? ¿Cómo te sientes después de hacerlo? - ¿Sufres de algún dolor o discapacidad para el que no se encuentre ninguna razón médica? - ¿Alguna vez sientes una debilidad o una fuerza poco habituales en tu cuerpo?

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Conductas de riesgo Los niños y adolescentes que sufren una disociación importante pueden manifestar varias conductas de alto riesgo como delincuencia, intentos de suicidio, huidas, autolesión, promiscuidad sexual, agresión sexual (Burkman, Kisiel y McLelland, 2008; Kissiel y Lyons, 2001; Liebowitz, Laser y Burton, 2011) y consumo de drogas. Es importante que el evaluador sea sensible a todos esos problemas potenciales, algunos de los cuales podrían tener consecuencias letales. Algunas de las conductas de mayor riesgo, como el consumo de drogas, la promiscuidad sexual o la autolesión pueden iniciarse durante episodios disociativos y es posible que los clientes tengan un recuerdo limitado de estos sucesos. Es importante que durante la evaluación temprana se pregunte a los niños si les han dicho que llevan a cabo conductas de riesgo que ellos no recuerdan, para analizarlas en profundidad. Es posible que haya que modificar los protocolos para abordar problemas específicos, como los trastornos de la conducta alimentaria o el consumo de sustancias, si hay un componente disociativo, y también será importante explorar cualquier motivación oculta que contengan las partes disociativas del yo para que el tratamiento sea efectivo.

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Discapacidades del desarrollo He visto que los síntomas o trastornos disociativos también pueden darse simultáneamente en la población infantil y adolescente con trastornos del desarrollo, como el síndrome de Asperger o niños del espectro autista. Donna Williams (1992, 1994, 1999) escribió una serie de libros en los que describía su vida con autismo y lo que parecían ser identidades disociativas que la ayudaban a afrontar el maltrato sufrido en los primeros años de su vida y otras experiencias traumáticas vividas. Sus escritos sugieren que la sensación de vista y de sonido puede estar tan sobreestimulada en una persona autista que esas experiencias pueden resultar traumáticas y provocar el desarrollo de la disociación como herramienta de afrontamiento. Yo misma he entrevistado a muchos niños autistas con amigos imaginarios muy reales y que tenían un proceso disociativo secundario a sus problemas para tolerar la estimulación sensorial. Una de mis jóvenes clientas disociativas, que se incluye dentro del espectro autista, se escondía dentro de una caja cuando había demasiado ruido en clase. Ella misma describía un amigo imaginario al que llamaba “Nieve” que la ayudaba a taparse los ojos y los oídos para que no la “hirieran” los gritos. Además, los niños con discapacidad y los que tienen trastornos de comunicación son especialmente vulnerables a la victimización, ya que los maltratadores se dan cuenta de que tendrán dificultad para hablar de sus experiencias. Así pues, la evaluación atenta de todos los riesgos traumáticos posibles en el entorno es fundamental con los niños discapacitados.

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Instrumentos para la evaluación Una entrevista puede generar muchos datos interesantes, puede ayudarnos a conectar con el niño o adolescente para descubrir el origen de las conductas desadaptativas, y puede preparar el terreno para desarrollar un plan de tratamiento conjunto. La evaluación puede complementarse con la utilización de herramientas de medición específicamente desarrolladas para evaluar a niños y adolescentes traumatizados. Estas son algunas de las herramientas que considero más útiles: La lista de síntomas de trauma infantil (TSCC) y la lista de síntomas de trauma para niños pequeños (TSCYC) John Briere (1996, 2005) desarrolló estos instrumentos para ayudar en la evaluación de los síntomas relacionados con el trauma infantil. La TSCC es una escala de autodetección de 54 elementos diseñada para síntomas de trauma vinculados con abuso sexual y otros episodios traumáticos. Consta de dos escalas de validez (indican el sobrerregistro y el subrregistro de síntomas) y seis escalas clínicas (ansiedad, depresión, estrés postraumático, problemas sexuales, disociación e ira). La TSCC permite a los niños valorar en una escala del 0 al 3 la frecuencia con la que sufren determinados síntomas comunes de estrés traumático como flashbacks, pesadillas, dificultad para dormir, ataques de ira y preocupaciones. Además, incluye síntomas disociativos como sentir que la mente se queda en blanco o sensación de desorientación. Se administra en muy poco tiempo y la puntuación puede convertirse fácilmente en un gráfico, aportando una representación visual de los picos y los valles de los distintos grupos de síntomas. La TSCYC es una herramienta de 90 elementos para el cuidador, desarrollada para evaluar síntomas relacionados con el trauma en niños de edades comprendidas entre los 3 y los 12 años. Esta escala evalúa los tipos de hipoactivación e hiperactivación que se ven comúnmente en niños pequeños traumatizados, además de la disociación. Este test me parece particularmente útil para presentar las conductas de niños no verbales ante un juez que debe tomar decisiones sobre la vida del niño sin la ventaja de explicaciones claras de los sucesos traumáticos. La presencia de síntomas postraumáticos, como alarmarse en respuesta a ruidos altos, conductas de evitación o ataques de ira por encima de la norma esperada para la edad del niño, puede ayudar a los jueces a entender cómo afecta el trauma al funcionamiento de los niños y de formas cuantificables. La escala de disociación para población infantil (CDC) Desde su creación en 1981 por parte de Frank Putnam, esta escala se ha convertido en la herramienta de referencia para los clínicos que quieren evaluar síntomas disociativos

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en niños pequeños (véase el Anexo D, también disponible online). La CDC evalúa 20 conductas clave habituales en niños disociativos en una escala del 0 al 2, y distingue de forma fiable la población disociativa de niños pequeños de la población general (Putnam, Helmers y Trickett, 1993). Sus elementos evalúan síntomas disociativos, como niños que hacen referencia a sí mismos con otros nombres, que tienen amigos imaginarios muy reales, que evitan hablar de sucesos traumáticos conocidos o que niegan conductas observadas. Las preguntas también evalúan varios síntomas postraumáticos como las pesadillas y los trastornos del sueño. Con el tiempo, la CDC me ha parecido especialmente útil en las entrevistas con cuidadores, ya que a menudo responden con muchos ejemplos. La muestra de Putnam de niños disociativos obtenía de media una puntuación de 23,3, y mi propia muestra de 30 niños disociativos obtuvo una puntuación media de 22 (Silberg, 1998c). Putnam (1997) considera las puntuaciones por encima de 12 un motivo de sospecha y las puntuaciones por encima de 19 muy relacionadas con la disociación en niños pequeños. La escala de experiencias disociativas para población adolescente (A-DES) Esta herramienta, desarrollada por Armstrong et al. (1997; véase el Apéndice E, también disponible online), adaptó elementos de la Escala de experiencias disociativas para población adulta (DES) para que fuera aplicable a personas de 11 años y mayores. Las experiencias disociativas, como sentir “que mi mente tiene paredes”, “encontrar cosas que no me pertenecen”, o “sentir como si hubiera distintas personas en mi interior” se puntúan en una escala de 10 puntos y las puntuaciones que superan los 4 puntos sugieren una disociación significativa. La A-DES se ha utilizado mucho en investigación para establecer una relación entre la disociación y la toma de riesgos en jóvenes víctimas de abuso sexual (Kisiel y Lyons, 2001), para investigar la disociación asociada con traumas médicos (Diseth, 2006), para explorar la disociación en abusadores sexuales adolescentes (Friedrich et al., 2001), y para documentar patrones de revelación en adolescentes víctimas de abuso (Bonanno et al., 2003). También se ha validado en varios idiomas y culturas (Nillson y Svedin, 2006; Shin, Jeong y Chung, 2009; Soukup, Papežová, Kubeˇna y Mikolajová, 2010; Zoruglu, Sar, Tuzun, Tut- kun y Savas, 2002). Personalmente considero la A-DES particularmente útil para provocar la discusión sobre fenómenos disociativos en adolescentes que tienden a ser reticentes. Una vez que han rellenado el formulario, utilizo sus respuestas como base para seguir conversando y analizando. La escala de experiencias disociativas para población infantil y el Inventario de estrés postraumático (CDES/PTSI) La CDES/PTSI fue desarrollada por Stolbach (1997) para identificar la patología

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disociativa y postraumática en niños en edad escolar (véase el Anexo F, también disponible online). En este caso se pide a los niños que valoren en una escala de 3 puntos su similitud con varios personajes que evidencian algunos rasgos disociativos o postraumáticos. Por ejemplo, un elemento que evalúa el síntoma de hablarse a uno mismo en voz alta es: Linda habla con ella misma en voz alta cuando está sola, y Julie no habla en voz alta con ella misma cuando está sola. A continuación, se le pregunta si se parece más a Julie o a Linda. La CDES/ PTSI ayuda a desvelar la patología disociativa entre niños a los que les puede costar describir sus propias experiencias y las respuestas que aportan son una plataforma muy provechosa para seguir hablando. Pruebas psicológicas tradicionales En 1998 realicé un estudio psicológico en el que analizaba algunas de las características de las pruebas psicológicas en niños con trastornos disociativos, y descubrí que tanto sus conductas como sus respuestas les diferenciaban de otros niños ingresados en el hospital Sheppard Pratt (Silberg, 1998c, 1998d). Durante las pruebas psicológicas individuales, los niños disociativos solían experimentar episodios en los que se quedaban con la mirada fija en un punto, realizaban movimientos extraños y sufrían cambios en el nivel de desarrollo de su lenguaje. Además, los niños disociativos tendían a sobrerreaccionar emocionalmente ante estímulos en apariencia neutrales y también indicaban dolencias somáticas cambiantes. Con las pruebas proyectivas observé que los niños con trastornos disociativos tendían a dibujar o a percibir imágenes múltiples, como una persona con dos cabezas, cuatro ojos, u otras partes del cuerpo repetidas

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Figura 4.1. Un niño de seis años disociativo se representa como este personaje con dos cabezas. Utilizado con permiso Esos dibujos de representaciones de uno mismo también pueden crearse de forma espontánea fuera de una sesión de pruebas formal. La Figura 4.1 es una figura de barro creada por un niño de 6 años con historial de síntomas disociativos en el que se representa a sí mismo con dos caras, demostrando claramente su sensación de yo dividido. En mi investigación también encontré diferencias entre los niños disociativos y otros niños ingresados con tratamiento psiquiátrico en sus respuestas a pruebas proyectivas como el Test de Apercepción Temática y el Test de Rorschach. Los niños disociativos respondían a las pruebas proyectivas con un número elevado de imágenes mórbidas de muerte, sangre y destrucción, un rasgo que también aparece en las pruebas psicológicas de adultos con trastornos disociativos (Brand, Armstrong y Loewenstein, 2006). Por otra parte, los niños disociativos también hacen referencia a imágenes de lo que yo denomino “transformación mágica” –una persona se convierte en un animal o un animal se transforma de algún modo. En las historias proyectivas, los niños disociativos a menudo describían imágenes del bien y del mal, y manifestaban inversiones en descripciones emocionales como llamar “contento” a lo “triste”. Además, tendían a utilizar lo que yo denomino “afrontamiento disociativo”, es decir, solucionar un problema olvidándolo, durmiendo, haciendo ver algo que no existe o negándolo. Por ejemplo, un niño dijo: “Es la historia de un niño al que pegan todos los días, pero él lo olvida y así no le molesta más”. Estas historias a menudo aportan ejemplos dramáticos de la utilización de la disociación para escapar de las experiencias traumáticas. La evaluación de la disociación a través de entrevistas y otras herramientas suele aportar una excelente puerta de entrada para la relación terapéutica con nuevos clientes, ya que pueden sentir que su “extraña” sintomatología está siendo entendida por primera vez. Como en el caso de Cameron, que pidió ir a ver a “la señora que sabe de voces”, nuestros nuevos clientes disociativos a los que estamos evaluando sentirán a menudo un vínculo muy potente que podrá ayudarnos en las tormentas que a veces atravesará el tratamiento. En el próximo capítulo analizaremos algunos postulados centrales que ayudarán a guiar la terapia con esta población tan difícil.

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Iniciar el viaje del tratamiento “Eres la doctora más rara que he tenido en mi vida. ¿Seguro que eres médico de verdad?”, me dijo Jennifer, de 14 años, que había sido derivada a mi consulta para una evaluación de los síntomas disociativos. Según Jennifer, todos los doctores que había visto antes pensaban que estaba loca. “¿Te decían que estabas loca?”, le pregunté. “No”, contestó, “Ellos no tienen que decirlo, lo digo yo. No me importa venir a verte porque cuando estoy aquí no me siento loca”. Jennifer articuló esto cuando me vio, se sentía libre para ser sincera conmigo y para trabajar hacia la curación, porque sabía que yo lo veía como algo posible. Está claro que la actitud del terapeuta transmite múltiples mensajes a nuestro joven cliente, que pueden empoderarle hacia su recuperación. En este capítulo del libro veremos algunos de esos mensajes que se transmiten de forma implícita o que se articulan al cliente a través de las acciones y el enfoque del terapeuta.

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Principios del tratamiento Principio nº 1: Tener una actitud de profundo respeto por la sabiduría de las técnicas de afrontamiento de cada uno El primer principio subyacente en la terapia con niños traumatizados implica comunicar al niño que tenemos un profundo respeto por las técnicas de afrontamiento que ha desarrollado. El terapeuta aborda los patrones de conducta en apariencia destructiva de los niños traumatizados apreciando el hecho que esas elecciones probablemente eran su única opción viable. Los niños están acostumbrados a ser juzgados y regañados y a que se les diga que pueden hacerlo mejor. Rara vez alguien se les acerca con el tipo de comprensión empática del ejemplo terapéutico que aquí se describe. Algunos niños se sienten “tontos” o “locos” por sus síntomas, en especial cuando los patrones de conducta disociativa los llevan a olvidar lo que otros niños parecen recordar, o a vivir embarazosos episodios destructivos. Ayudarles a entender cómo sus mentes eligen esa manera de afrontar para evitar sensaciones dolorosas es algo muy positivo, ya que la vergüenza por sus síntomas se añade a su malestar y a su impotencia. Las primeras sesiones pueden dedicarse a ayudar a los niños a entender las razones ocultas de sus patrones de conducta. Es posible que reaccionen con agresividad para vengarse por su victimización pasada; quizás empiecen a autolesionarse para ilustrar su sensación de ser victimizados; o puede que disocien para protegerse de la conciencia de dolor. Esas explicaciones son específicas de cada caso y van surgiendo a medida que se habla con el niño de los objetivos y de la sabiduría de sus elecciones. Además, abre la conversación hacia qué nuevas opciones podrían tener sentido ahora, ya que se espera que su entorno sea más seguro y que sus vidas sean menos traumáticas. A lo largo de estas páginas presentaré numerosas estrategias psicoeducativas para ayudar a los niños a apreciar y a comprender la creatividad de sus cuerpos y de sus mentes para afrontar los sucesos traumáticos. Principio nº 2: Manifestar una creencia intensa en la posibilidad de curación y en el potencial de un futuro floreciente Los niños y los adolescentes pueden sentirse profundamente desmoralizados y atrapados y a veces el hecho de visualizar un futuro positivo va más allá de sus capacidades. Los niños desmoralizados tienen que “tomar prestado” un sentimiento de esperanza del terapeuta –alguien que cree profundamente en ellos, sin importar el revés o el rodeo que hayan tomado sus vidas. Cuando conocí a Sally tenía doce años y había sufrido negligencia severa en un orfanato rumano hasta que la adoptaron a los seis. La

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recuperación de Sally sufrió un revés por la noticia de que sus padres adoptivos iban a separarse. Un día apareció en la consulta casi catatónica, con la mirada en blanco y sin vida, transmitiendo la sensación de estar atrapada y la impotencia que sentía. Cuando le pedí que dibujara cómo podría ser la “esperanza”, dibujó un sol pequeño y de color amarillo en la esquina izquierda de un papel tamaño póster y yo le dije que aquel día la (su) “esperanza” se quedaba conmigo en la oficina. Tras seis años de terapia, hasta que se fue de casa para ir a la universidad, me dijo que aquel mensaje de esperanza que le había dado había permanecido con ella y que, aunque no siempre podía creer que tenía la fuerza de recuperarse y de luchar, sabía que yo lo creía profundamente y sacaba energía de la esperanza que nunca abandoné. Es importante destacar que la esperanza que tenemos por nuestros clientes no puede ser falsa, ya que los niños y los adolescentes perciben muy bien la falta de sinceridad. Debemos encontrar un lugar en nosotros mismos en el que podamos creer profundamente en la posibilidad de transformación personal de nuestros clientes y en la transformación de sus circunstancias, incluso cuando las dificultades parezcan abrumadoras. Principio nº 3: Utilizar un enfoque práctico para la gestión de los síntomas Trabajar con niños y con adolescentes implica hacer malabares con las complejidades de múltiples fuentes de impacto en sus vidas –escuelas, actividades extraescolares, familias, relaciones con los amigos, animales de compañía, etcétera. Dadas todas esas complejidades, el terapeuta infantil tiene que ser práctico y realista, y ofrecer herramientas de afrontamiento que el niño pueda integrar con facilidad en su vida llena de actividades. Además, tiene que encontrar recursos locales que puedan asistirlos. Algunos niños traumatizados necesitan alternativas flexibles a las vías convencionales que no les funcionan. Un porcentaje elevado de mis adolescentes traumatizados y disociativos no podían ajustarse bien al sistema educativo público y por eso abandonaron el instituto, hicieron el “GED” (examen de equivalencia del bachillerato en EEUU) y después pasaron a Formación Profesional. Con los años, obtuve permiso para que mis clientes se saltaran algunas clases, para que les cambiaran de sitio en el aula, para que pudieran llegar tarde y evitar así episodios desencadenantes, o incluso para vestir otra ropa en la clase de gimnasia y ocultar así las heridas de sus autolesiones. Es posible que algunos clientes necesiten temporalmente programas de educación en casa mientras se trabajan problemas escolares muy serios, como el bullying. Los terapeutas tenemos que recurrir a los recursos de la comunidad que nos ayudan con las necesidades culturales o religiosas específicas de nuestros clientes. David, de 12 años, asistía a una escuela católica, era muy devoto y estaba convencido de que la voz que oía en su mente era la

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del mismo demonio. Tras sufrir un accidente de coche en el que un primo suyo perdió la vida, David se culpaba porque durante una pelea había deseado que su primo enfermara y pensaba que esa acción había causado su muerte. Para este caso, dada la credibilidad limitada en mi propio derecho de abordar sus convicciones religiosas, recurrí a un cura para una serie de sesiones para ayudar a David a entender las diferencias entre su propio auto-tormento, simbolizado por esa voz crítica, y la potencial influencia del “demonio”. Como terapeutas deberemos priorizar los síntomas que interfieran con la trayectoria de desarrollo del niño o adolescente, ya que realmente no pueden funcionar cuando experimentan estados de trance o amnesia permanente de su propio comportamiento. Por eso los episodios amnésicos recientes tienen que tratarse de inmediato. Si el terapeuta no olvida ese principio de practicidad y de priorizar los síntomas agudos, estará ayudando a aportar un enfoque del tratamiento realista y beneficioso para el niño. Principio nº 4: Crear una relación de validación y de expectativas al mismo tiempo Marsha Linehan (1993) nos ha aportado mucha información importante con su innovadora técnica de tratamiento conocida como Terapia Dialéctica Conductual. Uno de esos principios es el equilibrio de los dos polos de validación y expectativa. Linehan advierte de que el terapeuta tiene que encontrar el delicado equilibrio entre empujar al paciente hacia el cambio y al mismo tiempo respetar las barreras y los impedimentos para ese cambio. Incluso desde el punto de vista de la biología celular, esos dos procesos definen la vida y el crecimiento (Lipton, 2005). Según Bruce Lipton, las células pueden bien aceptar señales o información del exterior y obtener alimento y crecer, bien entrar en modo de autoprotección y defenderse de las toxinas exteriores, lo que impediría el crecimiento. Si esos procesos no funcionan bien, las células podrán aceptar toxinas y rechazar el alimento, o construir muros para protegerse del crecimiento y del alimento. Lipton sugiere que veamos la membrana celular como un regulador de energía equivalente a la mente humana. De un modo parecido, las personas pueden bien abrirse a la información que les llega y crecer con ese proceso, permanecer donde están, reagruparse y construir mejores paredes. Existe cierta confusión, sobre todo después del trauma, en cuanto a cuál de estos dos procesos hay que iniciar: construir muros o promover el crecimiento. El arte de la psicoterapia implica saber cuándo empezar cada cual. Algunos terapeutas especializados en trauma han recibido críticas por consentir regresiones de los pacientes, mientras que a los terapeutas conductuales se les critica por esperar demasiado sin validar los sentimientos. Nada está bien y nada está mal, pero existe un momento y un lugar para validar y mantener los muros altos, y un momento para desafiar y pedir cambio y crecimiento. Desafiar demasiado antes de validar puede hacer que el cliente se enfade y

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cuestione la alianza terapéutica. Validar demasiado puede hacer que el cliente quede atrapado en patrones de conducta contraproducentes que dejan de ser adaptativos. Una tensión similar existe en las conductas parentales que promueven bien seguridad y protección, por un lado, bien exploración y crecimiento por otro. Existe un programa terapéutico para madres que les enseña cómo sintonizar con empatía con sus hijos en desarrollo; se llama Círculo de seguridad, y se centra en ayudar a los padres y madres a distinguir cómo y cuándo participar en esa polaridad de conductas –o calmar y reconfortar, o promover la exploración y el juego (Hoffman, Marvin, Cooper y Powell, 2006). Como terapeutas, tendremos que ayudar a los padres de nuestros clientes a comprender cuándo utilizar cada una de esas estrategias parentales, independientemente de la edad del niño o adolescente. Principio nº 5: Reconocer los síntomas traumáticos como algo automático y aprendido a la vez Los síntomas disruptivos que manifiestan nuestros clientes vienen determinados por múltiples factores. Son síntomas y conductas que probablemente se originaron como adaptaciones a un entorno traumático y se fueron reforzando con el tiempo. Este es el principio del condicionamiento operante a partir de la teoría básica de aprendizaje –las conductas que se refuerzan seguirán existiendo y aumentarán de potencia. Sin embargo, los síntomas traumáticos tienen su origen también en respuestas clásicamente condicionadas que sabemos que son mucho más resistentes al cambio. Pensemos, por ejemplo, en un niño que entra en un bloqueo disociativo repentino y que es aparentemente impermeable a los estímulos exteriores. Probablemente la conducta disociativa sea una respuesta condicionada y automática, aprendida con el tiempo, ante una variedad de desencadenantes; además, probablemente esté reforzada por sus consecuencias –por ejemplo, evitación de situaciones o de personas incómodas. Cuando abordemos un síntoma como este, deberemos recordar que probablemente responda a múltiples factores, como casi toda la conducta humana, y que sería erróneo asumir que su origen es puramente reactivo o “condicionado clásicamente”, o meramente “estratégico” y que se ha fortalecido debido a sus consecuencias. A veces los terapeutas de escuelas teóricas discuten si el niño “lo está haciendo a propósito” y es “pura manipulación” (análisis operante). Otros terapeutas dirán que el niño “no puede despertar” o “no puede detenerse” porque es una respuesta condicionada automática. La conducta disociativa probablemente se sustenta por ambos principios psicológicos y, en consecuencia, el tratamiento tendrá que desensibilizar al cliente ante los desencadenantes automáticos y al mismo tiempo habrá que entender las contingencias del entorno que apoyan esas conductas disruptivas. Por otra parte, las

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recompensas que sostienen un síntoma traumático pueden ser internas (evitación de una situación desagradable) y externas (los padres reaccionan con mayor atención e indulgencia). Todos estos factores deben ser tomados en cuenta a la hora de abordar cómo revertir las conductas problemáticas.

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La relación terapéutica La relación terapéutica aporta un contexto para que el niño entienda las relaciones de otro modo –oportunidades para una conexión empática, reciprocidad y confianza. La importancia de la relación terapéutica para la curación del trauma se ha puesto de manifiesto en la literatura sobre el trauma en población adulta (Chu, 1998; Courtois, 2010; Pearlman y Courtois, 2005; Pearlman y Saakvitne, 1995). De todos modos, esperamos que este apego al terapeuta para los niños y los adolescentes no sea la relación primaria en la que se aprenden las competencias de apego, ya que uno de los principales objetivos del tratamiento es ayudar a la familia a proporcionar la seguridad y la confianza que el menor necesita. No obstante, para los adolescentes que están en un entorno institucional o cuyos padres de acogida nunca conseguirán las competencias psicológicas para aportar el amor incondicional que esos niños necesitan, la relación con el terapeuta puede ser su única oportunidad de experimentar una relación basada en el respeto y el cariño. Los niños y los adolescentes traumatizados esperan lo peor de las relaciones, y las ven en términos de desigualdad y cosificación. Los modelos operativos automáticos internos de los niños se pondrán de manifiesto en la relación terapéutica cuando cuestionen los motivos, qué queremos para ellos, por qué estamos intentando ayudarles, o por qué no hemos logrado ayudarles. Con menores que luchan con estados disociativos, esos modelos operativos internos pueden estar en conflicto, y una parte de ellos puede considerar la terapia como algo divertido, gratificante y que vale la pena, mientras que otras veces se mostrarán resentidos y evitativos. El terapeuta astuto deberá sentir esas variaciones del estado de ánimo y acoger todo el yo cambiante del cliente, reconociendo que la terapia puede ser aburrida y una pérdida de tiempo, y estar listo para disculparse si las sesiones no han ido todo lo bien que se esperaba. Dominar la capacidad de disculparse sinceramente ante un cliente sin ponerse a la defensiva es una competencia clave que cualquier terapeuta del trauma debe aprender (Dalenberg, 2000). Los niños y adolescentes traumatizados suelen ser muy sensibles a los estados de ánimo de los demás, de ahí que los terapeutas tengan que permanecer atentos para reconocer con honestidad sus propios sentimientos que surjan en las sesiones. Si nos duele la cabeza, o el estómago, nuestros jóvenes clientes lo notarán por descontado y por lo general lo atribuirán a ellos mismos y a las sensaciones que nosotros tenemos de ellos. Los terapeutas debemos mostrar reciprocidad escuchando y ofreciendo compromisos cuando la opinión del niño o del adolescente difiera de la nuestra en cuanto a los planes, las citas o las técnicas. También debemos hacer ver la conexión que un padre o una

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madre atentos muestran hacia el niño en desarrollo reconociendo y haciéndonos eco de las sensaciones del niño y destacándolas sin juzgar, además de disfrutando profunda y verdaderamente de las fortalezas y las capacidades del cliente. A pesar de las mejores intenciones del terapeuta, resulta inevitable que los niños y los adolescentes traumatizados reaccionen ante él en función de lo que hayan aprendido en un entorno traumático durante los primeros años de vida. Algunas situaciones terapéuticas pueden ayudar a derrotar la intensidad de esa transferencia traumática hacia el terapeuta, y las he organizado en frases que encarnan el enfoque del terapeuta hacia el niño o el adolescente (adaptado de Silberg y Ferentz, 2002). “Puedo aceptarte independientemente de lo terrible que pienses que eres” El niño traumatizado, en algunos niveles, cree que se merece lo que le ha ocurrido y por eso se siente profundamente defectuoso y repulsivo de algún modo. El terapeuta tiene que encarnar esa aceptación radical de las acciones del niño o del adolescente, sus peores impulsos, sus estados disociados contradictorios y quizás aterradores e incluso los recesos de una imaginación en ocasiones cruenta. Para que acepten su propia identidad, los clientes deben creer que nosotros, los terapeutas, podemos gestionar todo lo que son. “Deseo con todas mis fuerzas que estés bien, pero es algo que queda completamente bajo tu control” Los clientes son los que en definitiva tienen que sentirse con el control del cambio que estamos intentando promover en ellos. Si sienten que tenemos más ganas de cambio que ellos mismos, o que pensamos que tenemos el poder para cambiarles, la terapia puede convertirse en una lucha de poder en lugar de en una oportunidad de crecimiento. Del mismo modo, si sienten que sus padres se preocupan por el cambio más que ellos, la terapia puede convertirse en un medio para desautorizarlos. Ayudar a los padres a adoptar un punto de vista similar ayudará al cliente a desarrollar autonomía, objetivo primario del tratamiento. “Puedo aceptar tu ira y tu decepción (incluso hacia mi persona) y no rechazarte” El terapeuta tiene que hacer gala de la aceptación de los sentimientos de ira y de decepción sin juzgar, ya que son una parte necesaria de los cimientos de una relación duradera. “Tú puedes abandonarme; yo ni puedo abandonarte ni te abandonaré” La relación terapeuta-niño invierte la dinámica de poder que el niño superviviente ha experimentado antes. De hecho, el niño o el adolescente tiene en cierto modo más poder en la relación que el terapeuta, ya que este último es prescindible –una relación que

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puede descartarse. Aun así, la ética del terapeuta, por lo menos en la práctica ambulatoria, requiere que muestre un compromiso permanente, a pesar de las frustraciones que puedan surgir. Es muy útil explicar esto a los niños que se han sentido impotentes en relaciones anteriores. Por ejemplo, les digo “¿Sabes qué? Yo trabajo para ti. Soy como un profe o un monitor que está aquí para ayudarte a atravesar estos momentos difíciles de tu vida, pero no estaré aquí siempre, y solo tú puedes juzgar si lo que estamos haciendo es útil y funciona. Si quieres, y después de haberlo hablado con tus padres, podrás buscar a otra persona si te parece que lo que estamos haciendo no te ayuda todo lo que esperabas. Pero la verdad es que no puedo hacerlo si estoy frustrada. Estaré aquí contigo, aunque nos frustremos los dos. Soy tu terapeuta e intentaré permanecer a tu lado”. Incluso en los centros de tratamiento residencial, en los que es posible que los terapeutas vayan cambiando, creo que es importante encarnar de alguna manera este principio de que el niño tiene, en definitiva, más control de la relación que el terapeuta. “No tienes que hacer nada para agradarme. Estamos aquí para ti” Los niños y los adolescentes que han aprendido a complacer a los demás en las relaciones basadas en el trauma pueden sentir que lo que tienen que hacer es agradarnos o decirnos lo que queremos oír. Especialmente los niños que disfrutan viniendo a terapia, a los que les gustan la atención y los juguetes, pueden pensar que estaremos más contentos con ellos si solo nos hablan de lo que va bien y así ellos pueden jugar. Es importante que sepan que cuando son honestos nosotros podemos ayudarlos mejor, y que sus sentimientos son mucho más importantes que los nuestros. Intento permitir que las familias me llamen y me dejen mensajes en el contestador para transmitirme información importante que después escucho antes de que el menor llegue y así puedo indicarles, tranquilamente, cómo su propia conducta podría estar interfiriendo con su vida. Esa práctica ilustra que me tomo muy en serio su bienestar, y que el trabajo terapéutico consiste en trabajar con la realidad de su vida y en ayudarles a cambiar cosas. Esos principios de terapia son importantes y se deben trabajar con todos los niños traumatizados porque aportan un marco de trabajo aglutinador para cualquier intervención. Los niños y adolescentes disociativos que acuden a mi consulta también requieren técnicas especializadas, y ese será el tema del siguiente capítulo, en el que empezaremos a ver las intervenciones centradas en la disociación. Se trata de intervenciones que ofrecen a los terapeutas especializados en trauma herramientas adicionales para ayudar a los niños y adolescentes con algunos de los síntomas más difíciles que pueden presentar los menores traumatizados.

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Educar y motivar Presentación del modelo EDUCATE

Cindi, de siete años, jugaba tranquilamente con piezas de Lego en la sala de espera que comparto con el Dr. Loewenstein, Director del Programa de trastornos de trauma del hospital Sheppard Pratt, un programa para internos que se dedica al tratamiento de adultos traumatizados y disociativos. “Hoy, la paciente adulta que me esperaba se ha molestado mucho con tu paciente”, me dice el Dr. Loewenstein. “¿Habrá tirado algo, o habrá tenido un berrinche, o se habrá hecho pipí encima?”, me pregunté, aunque no había escuchado nada anormal fuera de mi consulta ese día. Antes de tener la oportunidad de preguntar qué había causado tal molestia, el Dr. Loewenstein me lo explicó: “La niña está recibiendo ayuda con solo 7 años y mi paciente quiere saber por qué nadie la ayudó a esa edad. ¿Qué hubiera ocurrido si…”. Los adultos disociativos del programa del Dr. Loewenstein son muy sintomáticos y manifiestan flashbacks recurrentes, conductas autolesivas, pérdida de memoria de sus propias conductas, cambios afectivos desregulados y repentinos, incapacidad para confiar, y conductas autodestructivas y/o adictivas. Muchos de ellos son internados en múltiples ocasiones durante el transcurso tormentoso de sus largas enfermedades. ¿Tenemos alguna razón para creer que la pregunta “qué hubiera ocurrido si…” del paciente adulto está justificada? Los niños que reciben ayuda para los síntomas y los trastornos disociativos ¿evitan el transcurso tormentoso de los pacientes adultos de la unidad de trastornos de trauma? Mi experiencia me dice que sí, que podemos interrumpir las consecuencias negativas de los síntomas disociativos mediante la intervención temprana. Los niños y los adolescentes que eran disociativos y que traté con éxito me escriben a menudo después de haberse casado, o graduado en el instituto o en la universidad, o de haber tenido hijos. Me cuentan que son enfermeras, maestros, doctores y abogados de éxito. Esas vidas de éxito reafirman, a mi modo de ver, el poder de la intervención temprana en el caso de los niños disociativos que sufren los efectos de sucesos traumáticos severos y tempranos. Por otra parte, he tenido tres oportunidades clínicas para observar el desarrollo de procesos disociativos que no se trataron. En los tres casos, un niño en edad preescolar o escolar presentaba amigos imaginarios reales, la sensación de ser llevado a hacer cosas que no quería hacer y que escuchaba sonidos de conversaciones y conflictos entre amigos imaginarios en la mente. Ninguno de esos niños tuvo un diagnóstico de TID

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cuando era más pequeño pero, sin haber recibido tratamiento, los tres regresaron más tarde a mi consulta, ya como adolescentes, y en ese momento cumplían los requisitos para un diagnóstico de TID. Sin intervención terapéutica, las manifestaciones tempranas de disociación de esos niños se fueron fortaleciendo con el tiempo y se solidificaron en estados de identidad discreta. Por desgracia, esos clientes fueron más resistentes al tratamiento siendo adolescentes que si lo hubieran recibido de más jóvenes. En el caso de uno de esos niños, Steven, que se describe en Silberg (2001c), la madre decidió sacarlo de terapia a los 5 años porque se molestó por un informe obligatorio que yo había elaborado para los Servicios de protección a la infancia. En el momento en que traté a Steven, el niño tenía tres amigos imaginarios: un dinosaurio enfadado, un bebé y una figura materna que cantaba con dulzura. Esos amigos imaginarios le habían ayudado a afrontar el abuso sexual y físico que había sufrido mientras permanecía a cargo de su padre, que lo había secuestrado. Cuando lo encontraron, sucio y con heridas, regresó con su madre y se inició el tratamiento. Cuando sospeché de la existencia de un cuidador peligroso en su casa, lo indiqué, y la madre decidió interrumpir el tratamiento. Steven regresó a mi consulta a los 13 años, derivado por un centro de tratamiento residencial al que había sido enviado después de haber entrado en casa de un vecino y robado dinero – un suceso que Steven decía no recordar. En nuestra primera sesión pude determinar que su amigo imaginario, el dinosaurio Dino, había desarrollado con el tiempo un estado de identidad que albergaba unos intensos sentimientos de ira y que influía a veces en Steven para que hiciera cosas de forma inconsciente. En las sesiones de terapia logramos derribar las barreras disociativas de Steven y rápidamente consiguió un sentido del yo integrado. Los otros dos niños disociativos cuyo tratamiento fue interrumpido y que más tarde regresaron a mi consulta siguieron un patrón parecido –amigos imaginarios tempranos muy reales que controlaban su comportamiento, interrupción del tratamiento y diagnóstico confirmado de TID más tarde. Esos casos ilustraron para mí con claridad el curso natural que los procesos disociativos pueden tomar cuando no se tratan. La investigación avala esas observaciones clínicas. Putnam et al. (1996) analizaron los síntomas de niños con trastornos disociativos en todas las edades y vieron que, a mayor edad, más similitudes hay con adultos con rasgos de TID, como por ejemplo más amnesia. Parece que el paciente del Dr. Loewenstein tenía razón al plantearse la pregunta melancólica de “¿Qué hubiera ocurrido si hubiera recibido tratamiento antes…?”. Es una información que favorece el empoderamiento de los terapeutas infantiles. Del mismo modo que tratar una infección en las fases iniciales permite una mejor prognosis para el paciente enfermo, tratar a los niños disociativos en las fases tempranas de sus síntomas

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ofrece la oportunidad de realizar cambios transformadores en sus trayectorias vitales.

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Intervenciones centradas en la disociación: el modelo “educate” Los niños disociativos en tratamiento presentan muchos desafíos y no suelen parecer comprometidos. A veces pueden ser impermeables a las cosas que decimos y los programas conductuales sencillos que funcionan bien en otros contextos parecen tener poco efecto en ellos. Por su parte, los padres y los educadores suelen indicar que los niños disociativos parecen ajenos a la explicación causa-efecto natural de las consecuencias que suelen ocurrir en la familia y en la escuela. Los niños disociativos han aprendido guiones mentales de respuesta automática apropiados para sus contextos traumáticos pasados, que impiden tener respuestas flexibles ante las situaciones actuales. Habiendo aprendido a evitar el afecto doloroso asociado con las relaciones interpersonales, los niños disociativos pueden codificar nuestra interacción con ellos como “una aportación irrelevante”, de modo que nuestra aportación terapéutica se puede saltar automáticamente la parte del cerebro encargada de tomar decisiones (corteza prefrontal). Sin embargo, cuando integramos toda la mente en la tarea terapéutica, es más probable que logremos establecer un precedente que haga que los clientes se interesen más por el tratamiento y se alíen con nosotros, sus terapeutas. Las intervenciones centradas en la disociación nos ayudan a crear ese tipo de alianzas. El acrónimo EDUCATE (educar en inglés) aporta un marco organizador para las intervenciones utilizadas en el tratamiento de niños y adolescentes disociativos. Cada una de las letras de EDUCATE representa una clase de intervenciones que se utilizan de forma secuencial y que ayudan a tratar los síntomas disociativos y a revertir la resistencia basada en la disociación. Aunque es difícil esperar que el tratamiento transcurra de forma completamente lineal, el acrónimo ayuda a los terapeutas a planificar y a establecer el ritmo de su trabajo a lo largo del proceso de tratamiento. El acrónimo inglés EDUCATE responde a las siguientes clases de intervenciones: E de Educar sobre la disociación y los procesos traumáticos. D de motivación de la Disociación, es decir, abordar y analizar los factores que mantienen al cliente vinculado a las estrategias disociativas. U (de Understand en inglés): entender lo que está escondido, desenmarañar las partes secretas del afecto o la identidad que se activan automáticamente, o de los repertorios de conducta que ayudan al cliente a saltarse la conciencia central y caer en la evitación. C (de Claim en inglés): reclamar como propios esos aspectos ocultos del yo. Estas

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intervenciones, que permiten al cliente recuperar lo que había sido disociado, son el objetivo fundamental de la intervención centrada en la disociación. A de modulación de la Activación/regulación Afectiva/Apego: aprender a regular la activación y el flujo y el reflujo de sensaciones en el contexto de las relaciones amorosas es la nueva enseñanza fundamental para vencer a los hábitos disociativos. T de Trauma y desencadenantes (triggers en inglés): identificar los precursores de las respuestas automáticas basadas en el trauma y procesar los recuerdos traumáticos asociados ayuda al cliente a avanzar. E (de Ending en inglés), o fase final de tratamiento. El reto final del tratamiento es ayudar al cliente a abordar con flexibilidad las nuevas situaciones sin respuestas basadas en el trauma. (Véase en el Anexo A una lista completa de intervenciones EDUCATE).

En este capítulo abordaré la “E” y la “D” del modelo EDUCATE. Las intervenciones asociadas con el resto de las letras se tratarán en los capítulos posteriores.

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E: Educar La educación sobre qué es la disociación y el trauma es un primer paso necesario cuando se inicia el tratamiento, ya que crea un lenguaje compartido y aporta el desarrollo de expectativas compartidas sobre el objetivo del tratamiento y el curso que se puede esperar. Algunos niños llegan a la primera sesión de tratamiento con falsas ideas sobre la disociación, influidas por conversaciones con la familia, los libros o la televisión. A algunos niños se les dice que el objetivo del tratamiento es que sus amigos imaginarios “se marchen”, y eso es algo que les asusta. A continuación, se presentan cinco principios psicoeducativos básicos sobre la disociación que se deben enseñar a los niños durante la fase inicial de tratamiento. Se trata de unos conceptos que ayudan al niño a entender los síntomas y los objetivos del tratamiento. Concepto nº 1: El >trauma causa desconexiones en la mente Los terapeutas especializados en trauma infantil están acostumbrados a explicar los principios básicos del trauma a los niños pequeños –que el tratamiento del trauma ayuda, que su experiencia particular de trauma no es rara, y que el trauma se asocia con algunos efectos conocidos de la mente y del cerebro (Cohen et al., 2006). Además de esa psicoeducación general, yo también explico los procesos disociativos infantiles basados en el trauma y, para transmitir esa información de una manera que los niños puedan comprender, hago un dibujo muy sencillo del perfil de una persona y destaco el cerebro, como en la Figura 6.1.

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Figura 6.1. Dibujo de un cerebro para ilustrar los efectos del trauma en los niños. Utilizado con permiso Cuando el niño o el adolescente me ha explicado de modo general las fuentes del trauma o del estrés extremo en su entorno –separación de los padres, la muerte de un amigo– escribo o hago un símbolo de cada trauma importante fuera del dibujo del cerebro. A continuación, dibujo los círculos correspondientes en el contorno del cerebro y encierro entre “paredes” cada uno de los círculos. Entonces les explico: “El cerebro siente, entiende y maneja las cosas normales de todos los días, pero cuando ocurren cosas muy, muy, muy malas y difíciles de pensar y de recordar, aparecen unas paredes alrededor de la parte del cerebro que ha intentado gestionarlo, y es posible que las sensaciones y los recuerdos se queden al otro lado de esa pared. De hecho, esas paredes protegen la mente para que no tenga que recordar, ni sentir, ni gestionar esas cosas, sobre todo cuando no se puede hacer mucho al respecto. Esas paredes pueden estar bien al principio para protegerte y que no tengas que pensar en ello, pero después se pueden convertir en algo malo cuando te llevan a hacer cosas que no querrías hacer. Nosotros vamos a intentar comprender qué puede haber detrás de algunas de esas paredes”. Si los niños ya han identificado voces en la mente, estados de identidad disociativos, amigos imaginarios, o afectos aislados, escribo los nombres que utilizan cuando se refieren a ellos en los círculos rodeados por “paredes” que he dibujado en el interior del cerebro. Eso ayuda a preparar al niño para la siguiente parte del proceso psicoeducativo. Concepto nº 2: Una mente sana es la que tiene más conexiones En esta parte del proceso psicoeducativo dibujo una neurona y enseño a los niños cómo las neuronas se conectan a través de axones y dendritas, y también les explico que los impulsos eléctricos pasan de una célula del cerebro a otra. Además les digo que el crecimiento del cerebro implica la creación de muchas conexiones por todo el cerebro para que pueda funcionar como un órgano bien coordinado. Les explico que, igual que en el colegio o en una empresa, si un departamento no sabe qué hace otro departamento, puede haber un fallo en la comunicación y el funcionamiento. También vuelvo a hacer referencia a la imagen de su propio cerebro con las islas de información rodeada de paredes y les pido que piensen cuál podría ser la solución. Llegados a este punto, los niños reconocen inmediatamente que establecer conexiones entre las islas rodeadas de paredes será el tratamiento necesario. Para ilustrarles el proceso, les pido que dibujen flechas de conexión entre las islas segregadas del dibujo del cerebro que he hecho, algo que hacemos con entusiasmo y alegría, para hacerles ver que el trabajo que haremos juntos es un proyecto conjunto que incluso puede ser

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divertido a veces. Al final de la sesión, cuando los padres entran en la sala, pido a los niños que les enseñen lo que han aprendido y ellos mismos invitan a sus padres a añadir conexiones al dibujo del cerebro que hemos hecho. Este ejercicio enseña a los niños que el proceso terapéutico no supone “perder” sino que más bien implica “ganar” –ganar más conexiones cerebrales y mejorar la capacidad. A lo largo del tratamiento, si el niño o adolescente establece alguna conexión especial o accede a información que pudiera estar oculta, yo comento, con entusiasmo: Creo que acabo de oír un chisporroteo en tu cerebro, como si las células cerebrales se acabaran de conectar entre sí. Aunque lo haga en tono de juego, esta descripción metafórica de lo que se ha logrado en la terapia coincide con nuestra comprensión neurobiológica actual de los efectos perjudiciales del trauma en las funciones integradoras, y con la necesidad de crear nuevas vías neuronales para recuperarse. Concepto nº 3: Todo el yo tiene que funcionar junto El concepto de unidad de todo el yo puede ilustrarse con varias metáforas o juguetes. Mi colega Frances Waters utiliza una mariposa de juguete que tiene varios segmentos conectados con bisagras. Ella explica que cuando la mariposa funciona junta, se mueve rápidamente, pero que cuando una de las partes no está alineada con las demás, la mariposa cojea (Waters y Silberg, 1998a). Yo tengo un nido que es un títere de mano con tres pajarillos que lo comparten, y en cada polluelo va un dedo (véase la Figura 6.2). Utilizando el títere, enseño al niño como los pajaritos se pelean porque cada uno de ellos reclama ser el primero en recibir el gusano de la madre, y después ilustro cómo pueden llevarse bien y esperar por turnos. De un modo similar les explico que si la “guerra” o la “lucha” de su mente pudiera solucionarse, también tendrían más energía y podrían funcionar mejor.

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Figura 6.2. Títere de mano en forma de nido con pajarillos para enseñar partes que funcionan juntas. Utilizado con permiso. Con los niños pequeños a veces invento poemas y añado movimientos con las manos para ilustrar los conceptos de los que estamos hablando. Stephanie, de seis años, tenía amigos imaginarios muy reales que ella consideraba motivo de sus rabietas y de las agresiones a sus hermanos. Se sentía controlada por aquellos amigos imaginarios y a veces olvidaba conductas airadas que había manifestado en la interacción con ellos. Inventé una canción que decía repetidamente: “Todas las sensaciones de la mente de Stephanie se van a reunir, reunir, reunir”. Y mientras cantábamos la canción, movíamos los dedos y después aplaudíamos simulando que todas las sensaciones se fundían en una. Con ese ritmo, con el movimiento y representando fisiológicamente la integración, le ayudaba a asimilar el mensaje educativo de unidad, tanto somática como cognitivamente. A veces es importante ilustrar que incluso cuando las partes internas sienten emociones distintas, todos compartimos el mismo cuerpo. Con los niños más pequeños a veces dibujo el contorno de su mano sobre una hoja de papel, o incluso el contorno de todo su cuerpo en una cartulina, y lo repaso varias veces con colores diferentes para cada uno de los amigos imaginarios o de las voces que oyen en su mente. Esta actividad sirve para dotar al niño de una ilustración concreta que le enseñe que el patrón de la mano o del

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cuerpo es el mismo para cada una de las partes. Incluso cuando se ha dibujado con colores diferentes, en el papel aparecen la misma mano o el mismo cuerpo físicos. También aprovecho la situación para pedirles que miren un objeto y que después se tapen los ojos; a continuación, les pregunto si su amigo imaginario puede ver el objeto con ojos distintos. Las actividades que demuestran la unidad del yo físico pueden ayudar a que el niño comprenda el concepto esencial de que las consecuencias de las acciones de las partes siempre se aplican a todo el yo. Algunos niños que tienen conductas descontroladas pueden atribuir su mal comportamiento a “José el malo” o al “yo malo”, y creer que es injusto para ellos recibir las consecuencias ya que “no soy realmente yo” quien se ha comportado mal. La psicoeducación en esta primera fase de terapia recalca al niño que, igual que su cuerpo es una unidad, las consecuencias siempre se aplicarán al yo en su totalidad. Es importante destacar que algunos niños no se dan cuenta completamente de que los actos autodestructivos realizados por una parte de su mente dañarán o matarán a todo su cuerpo, o que, si se los hospitaliza por una conducta peligrosa y fuera de control, será todo su ser el que tendrá que ir al hospital. Aunque pueda parecer una obviedad, muchos niños con manifestaciones disociativas no se dan cuenta de ello a menos que se les explique y se les ponga de manifiesto explícitamente. Concepto nº 4: Las voces, los amigos imaginarios y otros estados de identidad son sentimientos, recordatorios o señales Lo más importante de la tarea psicoeducativa con niños disociativos es ayudarles a entender qué representan sus voces interiores, sus amigos imaginarios reales o las identidades, y por qué se manifiestan. Algunos niños desarrollan sus propias explicaciones “científicas” para esos fenómenos. Un niño de 10 años me contó que él pensaba que su ortodoncia hacía de receptor de radio, porque había empezado a oír las voces cuando le pusieron el aparato. Es importante darse cuenta de que a pesar de la rareza de muchas de las teorías que los niños desarrollan para explicar los fenómenos disociativos, no se trata de pensamientos psicóticos, sino que sus explicaciones son las mejores teorías que pueden elaborar cuando intentan entender por qué oyen lo que parecen voces extrañas en sus propias mentes. Algunos niños asumen que oyen fantasmas o espíritus, o que les hablan demonios, ángeles o incluso Dios. La teoría más aterradora y más desestabilizadora que tienen los niños es que la voz de un maltratador en su mente es realmente el maltratador –que, o bien vive en su mente, o bien es capaz de comunicar con ellos desde la distancia. La creencia de que su maltratador está siempre con ellos y de que nunca pueden escapar de su presencia hace que los niños se sientan permanentemente en peligro y controlados.

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Además, esa creencia puede hacer que los niños se autolesionen o que tengan comportamientos agresivos, ya que intentan deshacerse de ese sonido. Que un adulto los tranquilice y les diga que están a salvo les debe de parecer a estos niños una broma cruel, pues están oyendo constantemente el sonido de alguien que ha abusado de ellos y que les amenaza con matarles, con hacerles daño a ellos o a sus seres queridos, o con hacer daño a otros niños. Muchos menores ya han oído decir a sus terapeutas que ignoren, que rechacen o que no contesten al sonido de una voz enfadada, o a la voz del maltratador en su mente que les dice que se hagan daño o que hagan daño a los demás. Y aunque los niños intentan escuchar el consejo de los adultos y los terapeutas de buena voluntad, es prácticamente imposible hacerlo, ya que las amenazas que escuchan en sus mentes suelen escalar cuanto más se les ignora. Además, el esfuerzo mental necesario para alejar esas voces e ignorar los mensajes que contienen refuerza el proceso de disociación y aumenta la probabilidad de que el niño o adolescente caiga en conductas sin conciencia o sin recuerdo. La teoría afectiva que se ha introducido en el Capítulo 2 aporta herramientas para desarrollar explicaciones para los niños sobre fenómenos disociativos desconcertantes y a veces aterradores. Según explica Tomkins (1962), los afectos son herramientas de aprendizaje para el yo, y la amplificación de las respuestas a experiencias vividas que ayudan a una persona a prestar atención a eventos destacados, ya sean buenos o malos, para que pueda recordar las lecciones de dichas experiencias. De un modo similar, esas voces interiores son simplemente mediadores personificados de esos estados afectivos que sirven para indicar al superviviente infantil traumatizado qué acciones llevar a cabo, o qué estrategias de evitación utilizar para puentear los afectos dolorosos y prestar atención rápidamente a las advertencias de peligro inminente. Dicho de otro modo, esas voces interiores sirven de guía para recordar a los niños cómo protegerse y evitar un daño potencial en un entorno en el que sobrevivir al maltrato puede haber sido una lucha diaria. Por ejemplo, es posible que un niño que ha percibido rechazo por parte de una figura paterna empiece a oír de repente la voz de un maltratador que le dice que se autolesione. La secuencia podría ser la siguiente: - La madre de acogida pide al niño que ponga los platos en el fregadero. - El niño no reacciona rápidamente. - El niño ve una mirada de enfado en el rostro de la madre de acogida. - La mirada de enfado es un desencadenante, una señal aprendida que el niño asocia con los golpes y con el maltrato sufrido en el hogar de acogida anterior.

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- En el pasado, esa señal estaba asociada con el sonido de la voz de su padrastro, que le decía “Te voy a pillar”. - Ahora el niño oye “Te voy a pillar”, como si lo dijera su padrastro, con quien no ha vivido durante los últimos dos años. Es una advertencia de peligro y una señal para esconderse o luchar. - El niño intenta gestionar la voz, que ahora es un sustituto para la sensación de peligro y de miedo, y es posible que se autolesione para silenciar la voz, o que ataque a la madre de acogida, o ambas cosas. Aunque ese proceso pueda parecer complejo, existen maneras de hacer que resulte comprensible incluso para los niños pequeños. Si el niño tiene su propia teoría sobre la voz, deberemos preguntarle si querría considerar otra explicación. A menudo los niños están dispuestos a escuchar nuestras teorías sobre qué otra cosa podría explicar las voces, dado que suelen estar desconcertados por el fenómeno y creen que nadie más lo experimenta ni sabe nada al respecto. La conversación podría ser, por ejemplo: “¿Sabes que, aunque esa voz en tu mente se parezca mucho a la de Víctor, yo creo que tu mente te está haciendo trampas y que en realidad no es Víctor? Seguramente solo es un “recordatorio de voz” que te ayuda a recordar lo horrible que era cuando Víctor te hacía daño. Y seguramente tu mente quiere darte ese “recordatorio de voz” para avisarte cuando otra persona pudiera estar haciéndote daño. De hecho, podrías darle las gracias a la voz por darte esos recordatorios. A partir de ahora podemos llamarle Recordatorio de voz en lugar de Víctor, ¿te parece?”. El hecho de cambiar sutilmente el nombre de esa manera hace que estemos ayudando al niño a reconocer la voz como algo que tiene en su propia mente y que funciona en su propio beneficio. Ese es el primer paso para devolver el control al niño. Y si no quiere prescindir de la voz del maltratador, podemos decidir llamarla “recuerdo de la voz de José”, por ejemplo, y con el tiempo prescindir del nombre y llamarla “recuerdo de voz”. A veces las voces son más benignas y reformularlas como sensaciones puede tener más sentido para el niño. Estas son algunas frases que podemos utilizar para referirnos a las voces y que los niños pueden entender: - Tus sentimientos te hablan. - Tu voz de sentimientos asustados. - Tu voz de señal. - Tu recordatorio de voz de tristeza. - Tu voz de recuerdo de un sentimiento malo.

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Cuando hablamos con los niños de lo que ocurre cuando viene la voz, de lo que les comunica o les recuerda, podemos desarrollar para esa voz un nombre descriptivo que sea único para las circunstancias de cada niño. Tina, de siete años, oía la voz de un hermanastro maltratador y mayor que ella, Francis, que ya no vivía con la familia, y que le decía “Francis, Francis”, con un gruñido profundo. La primera creencia de la niña era que se trataba del propio Francis que de algún modo estaba dentro de ella para asustarla. Después de explicarle que no era el Francis real, Tina aceptó llamar a la voz “la voz de señal de miedo”. Y, de hecho, se sintió muy orgullosa de ella misma cuando aprendió a identificar los sucesos de miedo que precipitaban la señal. Un día vino emocionada porque había oído la “voz de señal de miedo” diciendo “Francis, Francis” y había entendido por qué. Me contó que estaba sentada en la cafetería de la escuela cuando un compañero de clase le dijo que podían mandarla al despacho del director por no terminar el almuerzo rápido. Aterrada por el director, oyó la “voz de señal de miedo”, pero esta vez sabía que tenía miedo al director del colegio y no al Francis real. Ese incidente supuso un avance en su comprensión de que ese síntoma aterrador en realidad le estaba dando información que ella podía utilizar y comprender.

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Figura 6.3. Dibujo de Tina de la voz de Francis en su mente. Utilizado con permiso Cuando el niño se da cuenta de que la voz puede interpretarse como que su propia mente le está dando información, puede empezar a encontrar nuevas formas de conseguir esa información sin depender de la voz. La Figura 6.3 es el dibujo de Tina sentada en la cafetería y oyendo la voz en su mente. Dibujar esas experiencias interiores ayuda a los niños a sentirse menos aislados y a tener menos miedo de esos aspectos aterradores de sus mundos interiores. Concepto nº 5: No se puede ignorar ni desestimar ninguna parte del yo Cuando un niño oye que la terapia va de solucionar una guerra o una lucha mental, piensa que significa que un bando tiene que acabar con el otro. La tensión y el conflicto entre bandos enfrentados del yo es lo que alimenta la disociación. En consecuencia, esa noción de que alguna parte del yo tiene que ser destruida debe corregirse de inmediato. Debemos ayudar a los niños a comprender que independientemente de lo negativa, dañina o destructiva que pueda parecer una parte de la mente, tiene un objetivo original que es útil. A los niños esa noción les sorprende, ya que suele ser contradictorio con todo

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lo que han aprendido antes. La creatividad del terapeuta a veces se somete a una dura prueba cuando tiene que reformular en positivo esas voces, esos amigos imaginarios o esos estados disociativos en apariencia destructivos. La literatura infantil puede ser un complemento útil para este proceso educativo. Muchos autores para niños parecen haber captado de forma intuitiva el sentido interno de lucha que muchos niños sienten y han capturado esas luchas de forma poética y adaptada para niños. Por ejemplo, en Donde el camino se corta, Shel Silverstein (1974) escribe, “Yo al tira y afloja no juego. El tira y abraza prefiero, porque ahí jamás nadie se amenaza; porque se ríe, se besuquea, se soba, se manosea, en el suelo se dan tumbos, y siempre gana todo el mundo”. Utilizando este poema, el terapeuta puede enseñar a los niños por qué un “abrazo de guerra” dará pie en última instancia a más éxito que un “tug of war” (tira y afloja) interno. Además, recitar los versos de este poema puede convertirse en una señal durante momentos difíciles para ayudar al niño a recordar que todo el yo tiene que funcionar unido. El Dr. Seuss (1982) presenta un tema similar en el libro Hunches in Bunches, donde escribe: “Una parte de mí nunca podría hacerlo, y de repente supe que hacer algo así requeriría mucho de mí… como dos.” El personaje del niño resuelve en el libro la confusión entre todas las versiones de sí mismo de la siguiente manera: “Hablamos mucho, le dimos vueltas, una y otra vez. Discutimos y negociamos y decidimos qué hacer”. Esta historia puede utilizarse para ayudar a describir el diálogo interior que los niños deben realizar para solucionar conflictos interiores de guerras de voces o amigos imaginarios. “Discutir y negociar” puede convertirse en una expresión divertida para referirse a sus propios procesos interiores cuando intentan solucionar conflictos utilizando toda su mente. Estos libros divertidos y entretenidos también ayudan a los niños disociativos a reconocer que sus luchas no son tan diferentes de las experiencias interiores de otros niños. Un libro destacado, titulado George, y proféticamente escrito en 1979 por E.L. Konigsburg, describe a un niño llamado Ben que tiene una voz interior imaginaria que se llama George. George siempre aconseja a Ben y al final resuelve un misterio en torno a un alijo de droga ilegal en su instituto. Al final de la historia Ben aprende, “Para el resto de su vida, Ben será consciente de sus partes interiores” (TdT). Es una lástima que incluso con un sistema educativo con gran sensibilidad infantil y abundancia de juguetes, literatura y otros recursos para los niños, la educación por sí sola resulta insuficiente para llevar a los niños disociativos hacia la autoaceptación y la motivación necesarias para avanzar. En las siguientes secciones hablaremos de cómo abordar los problemas de motivación aprovechando el trabajo realizado en esta información educativa inicial.

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D: Motivación de la disociación Utilizar estrategias de evitación disociativa se ha convertido en un modo de vida habitual para muchos niños traumatizados. Sus olvidos, sus conductas automáticas y los cambios de estado mantienen a los demás al margen y les permiten evitar tener que afrontar los resultados de sus acciones. Reforzar su motivación para encontrar otra manera de afrontarlo es un reto enorme. Se trata de un trabajo de motivación para el cambio que tiene lugar durante toda la terapia, incluso en estados avanzados del tratamiento, cuando el niño o adolescente puede tener miedo de las nuevas responsabilidades que aparecen conforme va mejorando. Es importante que este factor motivacional empiece a abordarse directamente en las fases tempranas de la terapia. Crear algo de conciencia de futuro y esperanza El primer paso para evaluar la motivación del cliente es conversar sobre lo que le gusta o le disgusta y sobre lo que puede visualizar como un futuro posible. Aunque muchas personas traumatizadas no pueden teorizar con facilidad sobre el futuro, yo suelo pedirles que piensen en esas cosas al principio del tratamiento. En ocasiones también les pregunto si conocen a alguien que tenga un trabajo o una vida que les parezca impresionante, y cómo se ven a ellos mismos en un plazo de cinco años. Considero que sin una visión concreta de un futuro posible, es difícil que los niños permanezcan motivados durante los momentos difíciles. Hablar de sus objetivos educativos futuros ayuda a abordar el tema de lo importante que será para ellos combatir la amnesia. No podrán ser veterinarios, ni científicos forenses, ni maquilladores si tienen amnesia repentina durante los exámenes. Tener un futuro requiere aplicar todas las capacidades mentales y no desactivar ninguna de ellas. Una técnica para ayudar a los jóvenes a visualizar un futuro posible es hacerles imaginar una conversación con una versión de ellos mismos de más edad, puede ser cinco o diez años más adelante. Esa versión imaginaria de sí mismos puede tener la carrera que ellos quieran, o cualquier otra característica que perciban como ideal. A partir de ahí el yo más joven podrá preguntar al yo imaginario de más edad: “¿Qué tengo que hacer para llegar hasta donde has llegado tú?”. Tras visualizar ese yo futuro de éxito, esa imagen idealizada de su futuro puede utilizarse durante la terapia como el objetivo a largo plazo que hace que el duro trabajo de la terapia valga la pena. Conversaciones francas con el menor sobre su dependencia de la disociación Para evaluar la motivación de los clientes para prescindir de las estrategias disociativas, primero debemos entender profundamente por qué los niños siguen

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confiando en ellas. ¿Qué hay en su mundo interior de pensamientos, recuerdos y sentimientos, o en el mundo exterior de obligaciones, relaciones o circunstancias que pueda hacerles sentir que el cambio no vale la pena? Hablar con franqueza de los pros y los contras de aprender una nueva forma de organizar su mundo interior es algo que debería hacerse en esta fase temprana del tratamiento. Es posible que haya barreras al crecimiento, como el miedo a la sexualidad o a convertirse en un padre como el que lo maltrató. También puede haber un miedo profundo a derribar las barreras amnésicas, ya que el niño o adolescente pueden sentir que se verá enfrentado a un conocimiento intolerable sobre alguien en quien confía. Los niños y los adolescentes también pueden estar muy apegados a la pérdida de responsabilidad que experimentan cuando no tienen recuerdos de su conducta airada y fuera de control. En ocasiones los padres entran en ese juego de escapar de las responsabilidades y acuerdan con el niño que no ha sido él, ya que saben que “él” nunca haría una cosa así. En este estadio, establecer unos límites claros de lo que ocurrirá cuando la conducta se descontrole, empezará a propulsar el tratamiento en la dirección correcta. Dado que se descubren las motivaciones ocultas y las presiones del entorno que sostienen la disociación, puede ayudar que los niños escriban una lista de pros y contras con todas las ventajas y las desventajas de implicarse plenamente en el tratamiento. Descubrir algunas de las ventajas de la disociación puede resultar sorprendente. Los niños pueden expresar su miedo a estar solos sin el continuo parloteo de las voces interiores, y es posible que disfruten con la sensación de seguridad de no tener que afrontar de nuevo una conducta pasada embarazosa. En ocasiones la razón para mantener la disociación no puede articularse del todo, como cuando el niño o adolescente sigue protegiendo a un maltratador y vive en un entorno peligroso que no ha revelado. Ese tipo de motivaciones ocultas pueden aclararse a medida que la terapia progresa y no es realista esperar que todo se desvele en estas primeras sesiones. Sacar mejores notas en la escuela, no perder a los amigos y tener potencial para un futuro de éxito son algunas de las ventajas que los niños pueden enumerar a favor de trabajar para disminuir los síntomas disociativos. La conversación sobre las ventajas y las desventajas de la disociación da pie a una charla que puede ir revisándose durante el tratamiento. Establecer unos límites firmes basados en consecuencias realistas y en una responsabilidad central Por lo general los clientes que presentan historiales de trauma crónico y disociación tienen síntomas que amenazan la organización de sus vidas, la escolarización y sus oportunidades para conseguir cosas como el permiso de conducir o una cita amorosa. Por mi experiencia profesional he podido ver que el tratamiento que funciona implica tener

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conversaciones prudentes, aunque firmes, de los “qué ocurriría si…” ambientales, pero de manera informativa al principio del tratamiento. Los padres biológicos o los de acogida deben participar en esta fase inicial del tratamiento para que unos claros “qué ocurriría si” puedan elaborarse conjuntamente. Si la conducta del niño está tan descontrolada que los padres biológicos o de acogida están considerando un ingreso, el niño puede percibirlo aunque no se haya articulado. Algo más común es que los padres griten, en momentos de estrés, cosas como “¡Sigue con esa actitud y te echaremos de casa!”, o alguna otra amenaza que estimule la ansiedad por abandono, pero sin un plan claramente definido. Yo intento abordar esas realidades con una conversación muy práctica que aporte un límite de realidad de por qué es tan importante trabajar en el tratamiento. Cuando se considera la alternativa de que el menor viva fuera de casa, en el caso de niños descontrolados, lo verbalizo no como la decisión de los padres de abandonarles, sino como los requisitos que exige una comunidad segura. Timothy, de doce años, sufrió maltrato físico intenso por parte de un abuelo biológico con quien ya no tenía contacto. El niño exteriorizaba su ira de forma violenta contra su madre y su abuela, con quienes vivía, y ambas mujeres acababan con moratones y esguinces musculares al contenerle cuando se descontrolaba. Timothy había sido hospitalizado en múltiples ocasiones y durante esas estancias en el hospital hacía promesas vacías de portarse bien, aunque al final repetía el ciclo de manifestaciones violentas cuando se le ponían límites. A la madre y la abuela, por su parte, que se sentían culpables por haber expuesto a Timothy a la violencia de su abuelo, les costaba mucho explicarle la realidad de no poder seguir criándole si persistía en esa conducta agresiva. En momentos de discusión o estrés le decían cosas como “No puedes vivir más aquí”, pero luego lo volvían a acoger después de su ingreso. Desde el punto de vista de Timothy, la madre y la abuela no lo decían realmente en serio y el resultado era que no afrontaba la seriedad de su conducta y la realidad de que la dinámica que se había instaurado no podía continuar. Para empeorar más las cosas, gran parte de la conducta airada de Timothy ocurría en un estado disociativo que él mismo definía como la conducta de la “voz enfadada”; una voz que le controlaba y le decía cómo pelear cuando le amenazaban y de la que después guardaba pocos recuerdos. Desde el principio del tratamiento le expliqué a Timothy qué ocurriría probablemente si las cosas seguían como estaban yendo. ¿Sabías que cuando produces moratones a tu madre y a tu abuela estás infringiendo la ley? Puede parecer extraño, porque nadie se tomó esa misma ley en serio cuando tu abuelo te lo estaba haciendo a ti, pero se denomina “agresión”. La gente no puede hacer eso a otras personas. Tenemos unas reglas para vivir seguros en comunidad.

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Tu abuelo infringió esas reglas y ya no puede vivir contigo nunca más, porque los tribunales no se lo permitirán. Las personas no pueden vivir con otras personas que les causen daño, aunque digan que quieren vivir con ellas. El daño que estás haciendo a tu madre y a tu abuela está empezando a ser muy grave y por mucho que te quieran, no podrán dejarte vivir con ellas si continúa así. Sé que muchas veces no recuerdas lo que haces y que es la “voz enfadada” la que parece hacer que esas cosas ocurran. Dado que tú y la voz enfadada que tienes dentro compartís el mismo cuerpo, debes saber que la ley no hace distinciones entre vosotros. Tanto si eres tú como si es la “voz enfadada” quien causa el daño, es tu propio cuerpo quien no puede vivir en la misma casa que tu madre y tu abuela, y eso es muy triste para ellas porque te quieren muchísimo y les encantaría que pudieras seguir con ellas. Pero nuestro país y nuestra sociedad tienen unas reglas y unas leyes, y cuando tú infringes una de ellas una y otra vez, yo, los trabajadores sociales y otras personas que estamos para ayudarte tendremos que buscar otro lugar en el que puedas vivir. No obstante, creo, aunque será muy, muy difícil hacerlo, que tú puedes aprender a compartir los sentimientos con la voz enfadada de tu interior y encontrar maneras de manifestar esa ira sin hacer daño a nadie. Yo te enseñaré cómo hacerlo y te enseñaré a comunicarte con la voz enfadada que tienes dentro para que puedas seguir viviendo en casa con la madre y la abuela que quieres y que te quieren. Estoy segura de que puedes hacerlo porque eres brillante, porque entiendes tu pasado y entiendes por qué están ocurriendo algunas de esas cosas, y porque tú quieres seguir viviendo con tu madre y con tu abuela. Como en el caso de Timothy, la primera vez que los niños asisten a terapia suelen creer que la forma en la que han estado gestionando su mundo emocional ha funcionado. Aunque estén creando el caos a su alrededor, mantienen un equilibrio emocional que parece ser efectivo para mantener el contenido traumático a raya y evitar los sentimientos que temen. Cuando nosotros, como terapeutas, entramos en el mundo de un niño disociativo, tenemos que tener claro que el status quo básicamente no es funcional para ellos. No todos los marcos tempranos de “si… entonces” son tan drásticos como el de abandonar el domicilio. A menudo los adolescentes que acuden a mi consulta lo que realmente desean es sacarse el carnet de conducir, pero sus padres no quieren dejarles iniciar ese proceso porque sus episodios disociativos e impredecibles les convencen de que sería una actividad peligrosa. El deseo de conducir puede convertirse en la principal motivación para el tratamiento y el terapeuta puede explicarlo de formas prácticas y claras que ayuden a motivar a los adolescentes disociativos a invertir en el tratamiento. Por ejemplo, les digo: “Sé que quieres que le diga a tu madre que puedes conducir,

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pero a mí también me preocupa. Sabes que me contaste que cuando te asustas mucho te bloqueas y dejas de hablar o de moverte. Pues bien, piensa en conducir. ¿Qué pasaría si ocurriera algo que te asustara cuando estás en la carretera? Sería un verdadero peligro para ti y para el resto de los conductores si simplemente te bloquearas y dejaras de conducir. Podría causar un accidente. Pero estoy segura de que si trabajamos juntos puedes aprender nuevas formas de manejar las cosas cuando tienes miedo. Cuando puedas hacerlo, recomendaré a tus padres que te dejen conducir”. Como terapeutas podemos alinearnos con lo que motiva al adolescente y utilizar esa motivación para tener acceso a nuevos privilegios como, en este caso, conducir. Finalmente, mis clientes disociativos adolescentes resultan ser muy buenos conductores cuando aprenden a estar alerta a las señales tanto internas como externas y se toman en serio su responsabilidad. El mensaje subyacente que implica establecer esos “si… entonces” tempranos es que nuestro cliente es responsable de todo lo que hace, tanto si tiene plena conciencia de ello como si no. Nuestros clientes acabarán por creer, como creemos nosotros, que con el tiempo tendrán conciencia plena si se dedican al trabajo de terapia. Evaluar y trabajar para cambiar cualquier factor del entorno que sostenga la disociación La obligación de cambio de entorno más significativa que llama la atención del terapeuta es la necesidad de apartar al menor de todo entorno inseguro en el que se esté produciendo maltrato físico, sexual o emocional. Cuando los niños están en un entorno inseguro no se aconseja abordar los síntomas disociativos, además de que por lo general resulta imposible. Cuando existe la sospecha de que el niño viene a la sesión procedente de un hogar en el que se produce maltrato, el problema de la disociación debe abordarse con cautela. Abordar directamente la disociación y las conversaciones francas sobre sus pros y sus contras no funcionará. Si el terapeuta sospecha que se están produciendo malos tratos en ausencia de una confesión o de pruebas evidentes, un comentario amable sobre la disociación puede ayudar al niño a confiar en que nuestro despacho es un lugar seguro para desvelar información. Una pista de que el maltrato puede ser un problema es cuando el niño se refiere continuamente a un secreto y hace saber que uno de sus amigos imaginarios o una de sus voces tiene un secreto que no se puede compartir con nadie. Si se produce un comentario de ese tipo, el terapeuta debería decir: “Yo soy un doctor que a veces puede ayudar a los niños que tienen secretos que dan miedo. De hecho, si averiguo algo que me hace pensar que estás en peligro por contarme el secreto, trabajaré con todos los adultos que pueda para garantizar que no te suceda nada”. Arnie, de seis años, presentaba varios síntomas disociativos, siempre venía a las sesiones con una serpiente de plástico y me decía que “Snappy” la serpiente tenía un gran secreto, pero que no dejaba de chillarle “que mantuviera la boca bien cerrada”. En la sesión su afecto

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cambiaba radicalmente y se hablaba a sí misma utilizando distintas voces, a menudo con contenido agresivo y sexual. Cuando yo le hacía preguntas sobre el fin de semana en casa de su padre, me decía que Snappy la serpiente me estaba diciendo “cállate”. Un día me dirigí a Snappy la serpiente y “le dije” que seguro que le daba mucho miedo, que yo haría lo que fuera para ayudarle a sentirse mejor, y que lamentaba que tuviera un secreto tan difícil. Al principio de cada una de sus siete primeras sesiones, Arnie me decía que Snappy la serpiente iba a contarme el secreto, pero al final de la sesión me decía “la semana que viene”. Finalmente, en la octava sesión, cuando Snappy volvió a “vetar” lo que Arnie iba a contar, le sugerí que Snappy esperara fuera con su madre, donde estaría cómoda y bien cuidada. Más tarde en esa misma sesión, sin que “Snappy” estuviera presente, Arnie compartió conmigo una historia de maltrato físico y emocional brutal que se estaba produciendo en las visitas de fin de semana en casa de su padre. Se hizo una llamada a los servicios sociales y tras esa sesión Arnie recibió protección para evitar más abusos. Con niños pequeños como Arnie, cuyas historias no están claras y en las que los hechos conocidos no avalan la intensidad de los síntomas disociativos observados, el objetivo es obtener de forma segura información que ayude a proteger al menor. Fueron necesarios seis meses para que Adina, de 8 años, me desvelara el maltrato físico y sexual al que estaba siendo sometida durante las visitas con su padre. Durante todo ese tiempo la eduqué acerca del trauma y de sus síntomas disociativos y exploré las barreras que mentalmente dividían las experiencias en casa de la madre y en casa del padre. El trabajo real de unidad mental, en cambio, no fue posible hasta que Adina fue capaz de contar su secreto y de estar a salvo. A menudo hay impedimentos menores en el entorno para prescindir de las estrategias disociativas: presiones familiares, en la escuela, o la obligación de las visitas legales pueden hacer que los niños se sientan atrapados y que afronten esas presiones a través de la disociación. Al sentirse constantemente invalidados, algunos niños deben desconectar de sus sentimientos para acomodarse a los entornos que los están asfixiando. Esas presiones más sutiles también tienen que abordarse para que el niño o adolescente se sienta cómodo aprendiendo a prescindir de la disociación. El trabajo complementario con la familia, para suavizar las presiones que se vayan descubriendo, facilitará el trabajo terapéutico individual de la disociación. A lo largo de las páginas de este libro se presentan numerosos ejemplos en los que ayudar a las familias, a los centros educativos y a los tribunales a modificar las expectativas de los niños y los adolescentes es una parte importante del tratamiento. Tras esta etapa del tratamiento basada en la educación del niño sobre el trauma y la

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disociación, y después de haber explorado sus motivaciones ocultas, llega el momento de explorar los islotes ocultos de las sensaciones disociativas que pueden estar contenidas en presencias imaginarias o en voces que nuestros jóvenes clientes pueden estar albergando en secreto.

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Tender puentes entre los distintos “yoes” Sanar a través de conexiones con lo oculto

Hace algunos años, el Ad Council (organismo de regulación de la publicidad en Estados Unidos) preparó una serie de anuncios de servicio público en los que se invitaba a los padres a ser cautos a la hora de exponer a los niños a contenidos aterradores, agresivos o sexuales en la televisión. (Véanse los anuncios de servicio público “Boss of Slasher” y “TVBoss.org” disponibles en YouTube y en otros sitios de vídeos). En uno de esos anuncios una madre va a abrir porque han llamado y se encuentra con dos horribles monstruos en la puerta de casa –uno blandiendo una motosierra y el otro con el rostro ensangrentado y arañazos por todo el cuerpo. La mujer les invita a pasar con la dulce vocecita que cualquier madre utilizaría con sus hijos cuando les propone té y galletas. Cuando los tiene cómodos y sentados les dice en un tono dulce, agudo y maternal: “No podré dejar que estén por aquí después de las 3 pm porque es la hora a la que regresan mis hijos de la escuela y ustedes son un poquito demasiado aterradores para ellos”. El anuncio resulta estremecedor porque el tono de la mujer, indulgente, comprensivo y amable es chocante comparado con el horrible aspecto de la visita, y el mensaje, firme, al final, se emite con el mismo tono amable y amoroso. Es una caracterización perfecta de la postura que debe adoptar el terapeuta para que los niños se acerquen por ellos mismos a sus demonios interiores sin miedo.

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Figura 7.1. “Sr. Sonrisa”. Usado con permiso Estos anuncios son divertidos e intrigantes porque desafían las expectativas, igual que nuestros jóvenes clientes encontrarán intrigante y al mismo tiempo aliviadora nuestra actitud de amable indulgencia hacia las partes de sus mentes que les dan miedo. Los monstruos interiores que albergan los niños, igual que los monstruos aterradores del anuncio del servicio público, responden a los mensajes firmes y amables que les ofrecemos. Esa postura les permite relajarse internamente y prepara el terreno para que surja la curiosidad necesaria para explorar los contenidos mentales que metafóricamente han “desterrado” de la conciencia. Esos monstruos interiores pueden parecer al niño igual de aterradores que los zombis sangrientos del anuncio del Ad Council. La Figura 7.1 muestra el dibujo que hizo John, de 13 años, del “Sr. Sonrisa”, el aterrador monstruo interior que le hizo romper la ventanilla del coche del vecino con un bate de beisbol. De modales suaves, John, que en el dibujo es el niño pequeño y con cola de pony, no parece muy proporcionado en comparación con el “Sr. Sonrisa”. No obstante, el “Sr. Sonrisa” respondió cooperativo

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cuando propuse que John aceptara su ira como una reacción entendible a la durísima disciplina vivida en una casa de acogida en la que había estado. El “Sr. Sonrisa”, igual que los zombis del anuncio de Ad Council, aceptó cooperar con un adulto atento y compasivo. Los islotes ocultos de recuerdos traumáticos no procesados, afectos, voces o yoes imaginarios que los niños disociativos albergan, y las barreras autoinducidas para desvelar esos contenidos ocultos pueden ser muy potentes. Para compensar esa reticencia, los niños y los adolescentes quieren que los adultos les conozcan y les acepten, concretamente si es un adulto quien les aporta una mirada y una validación incondicionales. Así pues, existe una especie de conflicto entre acercamiento-evitación en los niños disociativos durante las primeras fases de terapia, marcado por el dilema entre dejar que su mundo privado sea desvelado y mantenerlo en secreto. Cuanto más capaz sea el terapeuta de proyectar una actitud de aceptación amable, dulce y sin juzgar hacia los aspectos precavidos de la mente del niño, más dispuestos estarán estos clientes a compartir esa información con nosotros.

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La fase de “entender” lo que está oculto del modelo educate Esta fase del modelo EDUCATE (correspondiente a la U de understand, o entender en español) cubre técnicas que pueden utilizarse para ayudar a los niños a acceder a información oculta. Los niños supervivientes pueden temer que les juzguemos, o incluso que les castiguemos, si expresan el contenido real de las partes ocultas y separadas que ellos mismos albergan. Es posible que estén oyendo palabrotas, que tengan ideas suicidas, o que oigan un comentario recurrente que les esté diciendo que no participen en esa entrevista con nosotros. También es posible que les asuste centrarse en un material que han estado intentado evitar desesperadamente. Existen varias técnicas que pueden utilizarse para ayudar a desensibilizar a los niños ante el contenido de esas partes de sus mentes y a establecer un entorno en el que se sientan seguros compartiendo esa información. La información que los niños disociativos están ocultando puede ser embarazosa, exasperante, aterradora o asquerosa. La evitación del recuerdo traumático y el afecto doloroso asociado a menudo se generaliza con la evitación de esas representaciones interiores de los afectos o los recuerdos asociados con el trauma. La energía mental que se gasta para alejar esos contenidos mentales debe aprovecharse para desarrollar una actitud de curiosidad, bondad y en definitiva de gratitud hacia un contenido mental que hasta el momento se ha sentido como algo ajeno y desconocido. Centrémonos ahora en una conversación-muestra extraída de la entrevista inicial con una niña de 10 años, LaToya, que ha sido derivada a mi consulta por experimentar ataques de rabia contra su madre de acogida. Empiezo preguntándole si escucha algo o alguien que le hable antes de atacar a su madre de acogida y que le diga “Muchos niños que han ido de centro de acogida en centro de acogida oyen la voz de alguien conocido que les habla en momentos de estrés”. LaToya me dice que sí escucha una voz, pero que está muy, muy mal; que suena como la voz de su tío, que solía abusar de ella cuando vivía con su abuela. Mi respuesta es la siguiente: “Qué bien que puedas decirme que lo oyes. Eso nos ayudará a avanzar para poder ayudarte”. Con esa respuesta ya estoy desafiando sus expectativas de que anotaré la palabra “psicótica” en mi cuaderno y que responderé con decepción y preocupación. A continuación, añado, “Hola, voz que suena como la del tío de LaToya, ¿cómo estás? Seguro que has visto cosas que dan mucho miedo en todos los lugares en los que ha vivido LaToya”. La niña parece confusa e insegura. “¿Ha contestado?”, le pregunto. Ante esa situación, la niña desvía la mirada avergonzada y dudosa. “Oh”, respondo yo, “seguro que la voz ha dicho alguna grosería y no quieres decírmelo. No pasa nada; diga

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lo que diga, me parece bien. Simplemente me alegro de que tenga la oportunidad de liberar algunos sentimientos sin hacer daño a nadie. ¿Ha dicho algo malo de mí? No pasa nada, me da igual”. De mala gana, LaToya comparte conmigo lo que ha dicho la voz, “¡Cállate, puta!”. Y a continuación, me asegura que ella no lo piensa, a lo que yo vuelto a responder, sin juzgar, “Ostras… qué bien que puedas decirme eso –seguro que te daba miedo hacerlo. Y dile a la voz de mi parte que no estoy enfadada con ella por sus fuertes sentimientos de ira porque sé lo dura que ha sido tu vida. Tener sentimientos así de fuertes responde a haber tenido una vida llena de muchísimos momentos difíciles”. LaToya después me dijo que había compartido mis pensamientos pero que la voz le estaba diciendo que dejara de hablar conmigo. Mi respuesta fue: “Sí, sé que la voz ha sido una especie de secreto durante mucho, mucho tiempo, y que así te sentías muy segura. Mucho de lo que te ocurrió también ha sido un secreto. Sé que da miedo empezar a compartir algunas cosas y quizás tendríamos que darle las gracias a la voz por ser tan valiente y haber querido escuchar lo que ha pasado hoy aquí. Dile que lo entiendo y que intentaré ayudarte a ti y a ella con todos esos sentimientos tan fuertes”. En el transcurso de esos pocos minutos, LaToya fue capaz de tolerar conversaciones sobre algo que antes era privado y estaba oculto, y fue capaz también de escuchar mi tono amable, de aceptación y comprensión, que reconocía que los sentimientos intensos nacen de situaciones intensas. Poco después de iniciar una conversación como esa, LaToya, como la mayoría de niños, intentó discutirme el punto de vista y dijo: “No, la voz es muy mala, porque me hace hacer daño a mi madre de acogida, o destrozar las cosas de casa”. “No”, respondí, “la voz no es mala, porque la voz forma parte de ti; son tus sentimientos que te hablan. A lo mejor la voz tiene miedo de que vuelvan a pasar cosas malas y pelea antes de que alguien pueda hacerte daño. O quizás la voz piensa que nunca gustarás a nadie y pone a prueba a todas las personas que están contigo. Pero eso no es malo, es comprensible. La voz no está segura de cuál es la mejor técnica que se puede utilizar. A lo mejor querría que tú y yo le aconsejáramos sobre intentar otras técnicas”. Al final de mi primera sesión de 45 minutos con LaToya pudimos desarrollar un pacto con la voz para que le avisara de la presencia de personas peligrosas en su entorno y que después dejara a LaToya planificar cómo iba a responder, en lugar de pelear. Así logramos separar la respuesta disociativa inmediata de agresión automática con un paso mediador que consistía en pensar bien las cosas. Mediante la aproximación a su voz con aceptación y bondad, LaToya empezó a construir un puente de curación con lo que antes había permanecido oculto y era aterrador. Esas conexiones permitieron a LaToya acceder a toda su mente, incluidos los centros

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de planificación de la corteza prefrontal, para participar en los procesos de solución de problemas e interrumpir de ese modo su respuesta automática de agresión. Algo tan sencillo como utilizar la aceptación y la bondad modela profundamente la experiencia del menor de su panorama interior y le permite abordar los sentimientos de una forma nueva y distinta, y también le permite examinar las conductas que antes eran inmunes al autoexamen. Tanto si la parte oculta del yo es una voz, como en el ejemplo, como si se trata de un amigo imaginario, de un objeto transicional que visita y controla, o de un estado de identidad cambiante, esta técnica terapéutica de acoger puede ser el principio del proceso de convertir al niño en un testigo validador de sus propias experiencias interiores. Por qué no desafío a los “yoes” alternativos o pido cambios de identidad Muchas personas me han preguntado si pido hablar con los otros yoes o con las voces o las identidades alternativas, como suele hacerse con los clientes adultos con trastorno disociativo. De hecho, la definición de TID del DSM-IV-TR requiere que el profesional de salud mental haya conocido que “al menos dos de estas identidades o estados de personalidad controlan de forma recurrente el comportamiento del individuo” (APA, 2000, p. 593), y eso sugiere que, con fines diagnósticos, se podría intentar observar un conmutador, una especie de interruptor inconsciente y automático, para un estado de identidad distinto. Sin embargo, esa no es mi práctica, ya que lo considero contraterapéutico. Como ya hemos visto en el Capítulo 2, la disociación se conceptualiza como un hábito del cerebro condicionado que se ha sobreaprendido y que ahora funciona automáticamente para ayudar al cliente a evitar el afecto. El hábito del cerebro se practica con el tiempo y se vuelve autosuficiente y de refuerzo, ya que los niños disociativos acaban convencidos de que esa evitación es necesaria para su supervivencia. Si el terapeuta pide que surja una “identidad” distinta, o una voz que hable directamente al terapeuta, sin querer estará dando al cliente más oportunidades para practicar el hábito del cerebro que se está intentando extinguir. Cuando se permite o se favorecen oportunidades de poner en practica conductas disociativas, los clínicos pueden estar reforzando las rutas neuronales que apoyan el afrontamiento disociativo. En los pacientes de menos edad, el cerebro todavía está creciendo, podando y seleccionando las redes neuronales que más se utilizarán cuando se conviertan en adultos. Así pues, va en contra de mi objetivo último instigar cualquier conducta más disociativa que la que podría producirse de forma natural para el paciente. Además, si pidiera cambiar la respuesta disociativa automática de sustituir un estado identitario por otro, creo que estaría transmitiendo un mensaje incoherente con mis

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objetivos para el tratamiento. Nuestros clientes creen o demuestran con sus acciones que la disociación es su única forma de afrontar, que las sensaciones serían demasiado intolerables y abrumadoras, y que el conocimiento resultaría demasiado aterrador si tuvieran que aceptar las realidades que están enterradas en sus mentes. Yo intento ayudarles a reconocer que las sensaciones no son el trauma –las sensaciones pueden ayudar a moverse alrededor, a advertir o a preparar una respuesta para el trauma. Esta confusión entre la sensación del trauma y el trauma en sí es uno de los puntos de vista distorsionados que la terapia busca corregir. Si tuviera que pedirle a los clientes que cambiaran, sería como si yo estuviera aceptando la creencia de que la única forma que tienen que obtener esa información es a través de esa estrategia disociativa. En lugar de eso yo intento enseñar a los jóvenes que es preferible crear conexiones internas a practicar una estrategia de desconexión. Mi objetivo aglutinador cuando trabajo con niños o adolescentes disociativos es potenciar la autodeterminación y la autorregulación. De hecho, el aumento de la conciencia de uno mismo lleva al aumento de la autorregulación. Si promuevo el cambio entre identidades, me estoy poniendo en el papel del regulador de su funcionamiento en vez de que el cliente sea el regulador de su propio cerebro. Los clientes tienen que aprender que ellos mismos pueden conseguir la capacidad de regular los cambios de estado y de observar que la aparición de ciertos afectos suele preceder estrategias de evitación disociativas. Responder a la señal del terapeuta de llevar a cabo esa actividad no promueve el aprendizaje del niño para sensibilizarse ante señales internas. Por último, pedir el cambio entre estados alternos podría afirmar en lugar de reducir los límites amnésicos entre los estados. Si el terapeuta se convierte en la única persona que dispone de la información central que necesita el paciente, este se vuelve cada vez más dependiente del terapeuta para obtener información sobre él mismo, en lugar de adquirir ese conocimiento forjando conexiones internas. Personalmente, intento mantener mis respuestas, afectos y acercamiento hacia el cliente consistente, independientemente de su propia presentación de los cambios. Nuestros clientes carecen de dirección interna y a menudo cambian su estado interno como estrategia adaptativa para cumplir con expectativas cambiantes. Nuestra labor consiste, pues, en mantener el contexto lo más estable posible, sin provocar de forma voluntaria reacciones programadas automáticas, para que el cliente sea capaz de tener esa sensación maravillosa de autodeterminación que derrota la impotencia de su historial traumático. Si un niño o un adolescente pasa a otro estado de forma espontánea durante la sesión, intento seguir en la medida de lo posible con el tema del que estábamos hablando cuando se ha producido el cambio y al mismo tiempo intento ayudarle a

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averiguar qué ha ocurrido que haya provocado el cambio. Puedo pedirle que haga conexiones internas para explicar qué está estimulando la evitación, con lo que estoy trabajando para evitar convertirme en parte del entorno social que refuerza y apoya recíprocamente los cambios disociativos. En lugar de aprender sobre los estados internos y ocultos de los niños organizando cambios, busco que los clientes más pequeños describan con palabras, dibujos, o con juego simbólico sus estados disociados, sus voces ocultas o sus amigos imaginarios. Esas formas simbólicas de comunicar a través de dibujos, títeres y juegos forman parte de las herramientas normales de los terapeutas infantiles y son actividades de desarrollo normativas. Por ejemplo, al trabajar con John para reconocer los sentimientos del “Sr. Sonrisa”, nunca tuve que “conocer” al “Sr. Sonrisa” ya que el dibujo que hizo me bastó para reconocer la presencia del “Sr. Sonrisa”. John hizo el trabajo de aceptar y comprender lo que sabía de la ira del “Sr. Sonrisa” y pudo compartir esa información conmigo. Escuchar el interior Algunos niños disociativos, que se ven obligados a tener conductas de las que se arrepienten o que luego no recuerdan, no oyen voces que les hablen y solo tienen una tenue conciencia de que hay algo además de su conciencia central que está influyendo en su comportamiento. Si son adolescentes, sus amigos quizás les hayan dicho que han estado en lugares a los que no recuerdan haber ido, o han ensuciado su propia habitación sin recordarlo, o tienen lagunas en su conciencia de lo que ha ocurrido durante el día de colegio. Cuando confrontan esas lagunas de memoria, es posible que actúen con miedo y que digan “mejor no saberlo”. También es posible que tengan una leve conciencia de que hay otra parte de ellos mismos, pero no quieran saber más y crean que acceder a esa información es imposible. El miedo de esos niños a saber sobre las cosas que están fuera de su propia conciencia resulta contraterapéutico y el terapeuta tendrá que superarlo para avanzar. Yo quiero ayudarles a que vean lo más rápidamente posible que pueden acceder a esa información y que intentarlo no será ni peligroso ni dañino. En los casos en los que la propia conducta del niño es un misterio para ellos, les pido que dediquen un momento a “escuchar” a su mente mientras planteo una simple pregunta para ver si hay algo en la mente que pueda explicar las misteriosas lagunas temporales o las conductas extrañas que han venido experimentando. También les indico que esa actividad solamente puede llevarse a cabo con una actitud de aceptación, agradecimiento y amor hacia uno mismo. Si se aproximan a lo que hay en su propia mente con miedo o con odio, su mente se separará aún más. Otra cosa que les pido es que imaginen que abrazan a un niño pequeño que está descontrolado pero que realmente

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necesita amor para calmarse, y que utilicen ese mismo tipo de emoción hacia ellos mismos y hacia su mente. La primera pregunta que planteo a esos niños es sencillamente “¿Hay algo que pudiera explicarlo?”. Les indico que se lo pregunten a su mente y que escuchen en silencio la respuesta que pueda surgir. La respuesta puede venir en forma de imágenes, sentimientos o palabras. Algunos niños simplemente describen una sensación de paz después del ejercicio y no oyen necesariamente ninguna respuesta en ese momento. Sin embargo, es habitual que oigan algo. Puede ser sencillamente el sonido de un “sí”, o una respuesta airada que dice “¿qué quieres?”. Independientemente de lo que ocurra, les felicito por el logro que supone llevar a cabo este ejercicio difícil y por iniciar el proceso de tender un puente hacia las partes ocultas del yo. Utilicé este ejercicio con Ángela, una clienta de 14 años que describe Silberg (2011). Ángela se mostraba perpleja y molesta con el enfado de sus amigos con ella por haber sido maleducada, algo de lo que ella no tenía ningún recuerdo. Además, Ángela estaba molesta por comentarios similares de su madre, que decía que le había contestado mal y que se había negado a hacer sus tareas. Yo le pedí que escuchara para determinar si había alguna parte de su mente que conociera esa información. Al principio Ángela se mostró extremadamente reacia a participar en el ejercicio y me dijo que, si esa parte estaba realmente ahí, “era maleducada” y no quería saber nada de ella. Su rechazo se debía en gran parte al miedo a lo que iba a descubrir. Yo le dije que pensaba que esas acciones podrían no ser maleducadas sino una forma importante de autodefensa contra personas que le hacían daño o que se aprovechaban de ella. Al final, insistiendo con mucha delicadeza, Ángela quiso probar el ejercicio de “escucha interior” y pasó un rato centrada en su interior mientras escuchaba mis sugerencias. Después me comentó que había podido oír como una “voz maleducada” en su mente respondía, y juntas empezamos a referirnos a esa otra parte del yo como “la otra Ángela”. Los antecedentes de Ángela incluían un historial de dolor abdominal agudo que durante dos años no recibió diagnóstico y que había hecho que perdiera muchos días de colegio. Se había pasado semanas en su cuarto, incapacitada por un dolor insoportable y al final el dolor fue diagnosticado como una enfermedad grave de la vesícula y, aunque la cirugía curó el problema físico, los efectos psicológicos permanecieron. Gracias a la “escucha interior” Ángela supo que “la otra Ángela” había entrado en su conciencia para ayudarla a llevar el horrible dolor que había sufrido. Esa “otra Ángela” albergaba mucha ira hacia su madre por no haber encontrado una manera de ayudarla antes. “La otra Ángela” también albergaba ira contra sus amigos, que solo estaban a las

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“maduras”, cuando estaba bien, y no “a las duras”. Por último, más adelante en el tratamiento, “la otra Ángela” habló del secreto de una agresión sexual en un crucero, a los 8 años, y que hizo que sintiera una culpa y un miedo abrumadores y un distanciamiento de la familia. Esos diálogos interiores continuados con “la otra Ángela” le ayudaron a aprender a aceptar aspectos importantes de su personalidad que habían sido alejados –su ira legítima, el miedo y el dolor de sus experiencias traumáticas, su profunda decepción con la familia y los amigos, y su necesidad de ocuparse de su salud física. Actividades simbólicas para destapar lo que está escondido Algunos niños y adolescentes se sienten más cómodos si dibujan las partes ocultas del yo, sobre todo si las sienten más como amigos imaginarios o estados de identidad aparte. Al dibujar pueden conectar con su mundo interior y compartirlo con el terapeuta, sin contacto visual directo ni la intimidad de una conversación. Es una actividad que aporta cierta distancia y seguridad. Al elegir los colores para el dibujo y la distribución de las figuras que aparecen en él, el niño está empezando el proceso de establecer las conexiones interiores necesarias para comprender su mundo interior. Y cuando termina el dibujo, el terapeuta puede empezar a preguntar quiénes son los personajes, qué sienten y qué les gusta hacer. Algo muy importante en este estudio inicial es pedir al niño que describa cómo se relaciona cada uno de los personajes que ha dibujo con sus figuras de apego primario. La relación con una madre o con una madre de acogida suele ser un terreno fundamental en el que el niño en estado disociativo causa conflicto y caos. De hecho, no sorprende dado que las raíces de la patología disociativa suelen estar en el apego conflictivo del niño en edad de desarrollo. Marjorie, de ocho años, tenía un historial temprano de negligencia antes de su adopción en China cuando tenía tres. En su primer dibujo de lo que ella denominaba “las hadas imaginarias”, dibujó a una con el ceño fruncido y una cresta de pelo rojo, que era muy distinta a las otras tres, que tenían un aspecto más tranquilo y sonriente. “¿Quién es esta?”, le pregunté, “No parece muy feliz”. Marjorie me contó que se llamaba “Amargada”, y le pregunté cómo se sentía “Amargada” viviendo en casa con su madre. Su respuesta fue “Ssssh, no digas eso que te van a oír. Ella odia a mi madre”. En este momento al principio del tratamiento, pude identificar un objetivo clave para nuestro trabajo terapéutico –los sentimientos de ira hacia su madre de “Amargada”–, unos sentimientos que había que explorar, validar y comprender. Inmediatamente me puse a trabajar para educar a Marjorie sobre el trabajo que haríamos. “Está claro que quiero entender todos los sentimientos de Amargada hacia tu madre, porque seguramente hay cosas muy importantes y a las que tenemos que prestar atención. A lo mejor

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Amargada tiene alguna idea sobre lo que tu mamá podría hacer de otra manera para que tu vida en casa fuera más feliz. Y quizás un día Amargada sea capaz de tener una sonrisa en la cara, como todos los demás”. Las averiguaciones sobre “Amargada” aportaron una vía de acceso para comprender las conductas de exteriorización de Marjorie. A la pregunta “¿Amargada tiene algo que ver cuando rechazas ayudar a tu madre con las tareas de la casa y corres a esconderte en tu habitación?”, la respuesta de Marjorie fue “Sí, Amargada me dice que huya porque nadie puede mandarme”. A lo que yo respondí: “Qué lista es Amargada por saber lo importante que es para ti que tomes tus propias decisiones. Los sentimientos de Amargada son muy importantes para que los entendamos mejor, ya que parece ser la clave de cómo podrías aprender a llevarte mejor con tu madre”. En general, lo que quiero intentar entender y con lo que quiero aliarme en estos momentos iniciales del tratamiento es con la representación de sí misma más negativa, airada o hostil, ya que es la clave de las conductas destructivas que a menudo hacen que los niños requieran tratamiento. En esta sesión temprana, empiezo a reformular y a promover la autoaceptación del más difícil de los sentimientos de división del niño. Hay niños más pequeños que prefieren externalizar simbólicamente los sentimientos y los pensamientos de estados disociativos con peluches o muñecos. Los muñecos especiales que pueden cambiar de expresión, que tienen compartimentos ocultos, o que se pueden transformar en distintas formas y personajes son herramientas muy útiles para potenciar ese tipo de análisis. El terapeuta puede preguntar al niño, por ejemplo, qué peluche o qué muñeco de la sala podría utilizarse para mostrar cómo se siente realmente su “voz enfadada”. Si el niño o la niña es tímido o tímida, o si duda ante la idea de utilizar un peluche, puedo iniciar el diálogo, con el peluche en la mano y emitiendo una voz brusca, como de lobo: “Estoy muy enfadado. Lo que pasa en casa me pone de muy mal humor. ¿Quieres saber qué es?”. A continuación, le daría el peluche al niño que por lo general llegado a este punto tiene ganas de participar en la conversación. Este tipo de juego es habitual para los niños y no estimula el sentimiento descontrolado que suelen tener durante los cambios de estado involuntarios que se producen al cambiar de estado disociativo. Así, si el niño está representando un papel con el peluche del lobo, yo cogería otro que representaría al niño, y diría: “Ahora que sé cómo te sientes, te puedo entender mejor y no me das tanto miedo”, iniciando así el proceso de tender un puente entre los sentimientos de estados segregados y el proceso de promover la autoaceptación. Está claro que muchos niños pequeños tienen afinidad por la fantasía y participan con facilidad en el juego simbólico, y esas actividades de juego simbólico no son necesariamente señal de disociación patológica. Como ya hemos visto en el Capítulo 4,

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hay señales importantes para indicar que ese mundo de fantasía interior no es completamente normativo. Por ejemplo: ¿siente el niño que los personajes imaginarios controlan su comportamiento sin que él lo sepa o lo apruebe? ¿Se confunde sobre si es imaginario? ¿Querría que el amigo imaginario se marchara, o siente que hay una guerra perpetua en su mente? ¿Está obligado a comunicar con los personajes imaginarios incluso cuando está participando en relaciones reales o en la escuela? En algunos casos el niño parece estar tan enfrascado en su mundo de fantasía que podría resultar contraterapéutico utilizar el juego simbólico de fantasía durante la terapia. En esos casos, vincular con cuidado lo que se dice en el juego simbólico con la conducta y los eventos reales es importante. Lydia tenía ocho años cuando me la trajeron a la consulta tras haber robado una muñeca a una compañera de clase –una acción de la que decía no acordarse. En la primera sesión Lydia desveló que tenía “amigos imaginarios” que se llamaban como los personajes de los libros de Harry Potter, y me contó que “Draco Malfoy”, el enemigo de Harry Potter, a veces le hacía hacer cosas en la escuela que después ella no recordaba. También me contó que a menudo no presta atención en clase porque está hablando mentalmente con Harry Potter y con sus amigos, y que escucha interiormente cómo planean sus próximas aventuras. Este exceso de implicación en su mundo de fantasía estaba interfiriendo claramente con sus resultados escolares y estaba afectando a su comportamiento en clase. Para que Lydia se centrara en el mundo real, le pregunté qué cosas reales de su clase harían que ella misma o que “Draco Malfoy” se enfadaran, y logró hablar de sus sentimientos por las burlas de los compañeros y por recibir atención o valoración en la escuela. Llegados a este punto, sugerí que le diéramos las gracias a “Draco Malfoy” por indicar qué le estaba molestando a ella en clase y recomendé que pidiéramos al resto de personajes de Harry Potter ideas sobre cómo podría gestionar mejor sus problemas en clase. Con casos como el de Lydia, profundamente dedicados a pasar mucho tiempo solos en un mundo de fantasía, es mejor introducirse con el niño en ese mundo de fantasía solamente para obtener soluciones prácticas para los problemas del mundo real. Los niños como Lydia podrían pasarse toda la sesión contando historias de las aventuras de Harry Potter sin abordar los problemas que les han traído a terapia. A veces es importante ayudar a los niños que tienen mundos de fantasía hiperdesarrollados a distinguir entre los personajes que forman parte de sus fantasías y los personajes que perciben como partes de ellos mismos. De hecho, Lydia tenía dos versiones de Draco Malfoy: tenía al Draco Malfoy del libro, que ella imaginaba viviendo muchas aventuras, y a otro que sentía dentro de ella y que le ayudaba a gestionar los conflictos con los compañeros de clase. Es importante ayudar a los niños a realizar esas

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distinciones y preguntarles a qué se refieren cuando dicen algo como “Draco Malfoy se está preparando para una guerra”. Por ejemplo, yo diría “¿Te refieres al personaje de tus historias o a la parte de ti que te ayuda a solucionar tus problemas en el cole? Vamos a llamar al Draco Malfoy que soluciona los problemas del cole con otro nombre, ¿vale? Le podríamos llamar “el amigo enfadado de Lydia”. Entonces, ¿quién se va a la guerra?”. Si la guerra es simplemente algo que está desarrollando en su imaginación, puede reconocerse rápidamente y a continuación el terapeuta puede tender un puente rápido de regreso para ayudarle a gestionar los problemas del mundo real. “Es una historia buenísima y creo que podrías hacer un dibujo sobre ella. Ahora, hablemos un poco más de la ‘guerra’ que vives en el cole con los niños que se burlan de ti en el recreo”. Invitar a los niños a que dibujen o escriban cuentos sobre sus mundos imaginarios puede ser una buena salida para este tipo de fantasía creativa. Los personajes de esos proyectos creativos pueden diferenciarse de los yo imaginarios de los niños disociativos, ya que esos personajes no tienen una influencia directa ni afectan en los comportamientos del niño. Aunque seguir los temas y los conflictos del mundo imaginario del niño puede ofrecer mucha información, es importante que el menor aprenda a distinguir entre el mundo real y el mundo imaginario, y entre los personajes imaginarios y su propio sentido de la identidad.

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Siguiente fase del modelo “educate”: reclamar lo que está oculto como propio Reclamar como propio lo que está oculto es la clave de la terapia con niños traumatizados y disociativos, y es un proceso que continua a lo largo de todas las fases de la terapia. A fin de aceptarse a ellos mismos, aceptar su pasado, y avanzar de forma integrada, los niños tienen que encontrar una forma de acoger lo que sus mentes han intentado rechazar y evitar. El proceso de aceptar sentimientos, recuerdos, pensamientos o sensaciones del yo que sienten como ajenas, odiosas, enfurecedoras o aterradoras, puede resultar difícil, pero es fundamental para que los niños disociativos desarrollen una conciencia central y un dominio de su conducta. La acción de acoger lo que está escondido produce un cambio inmediato y muy potente en la manera como el niño o el adolescente se siente y se experimenta a él mismo. Hay varios ejercicios y técnicas que pueden potenciar este proceso y el aspecto más importante de cualquiera de esas intervenciones es cómo el terapeuta modela la aceptación, el agradecimiento y la actitud de valentía que el cliente necesita aprender a desarrollar. Reformular el contenido disociado negativo Cuando ya he explicado al niño el componente psicoeducativo del tratamiento –que todos los aspectos identificados de su mente tienen un objetivo significativo y que hay que reconocer ese objetivo–, podemos empezar el proceso de reformulación. Juntos hablamos de cuál puede ser el objetivo de su ira disociada, “de la energía de lucha” o de la “voz maleducada”. Yo les explico de forma objetiva que la voz de su mente podría estar ahí para ayudarle a recordar que las cosas no son como quiere que sean. Por ejemplo, una voz que les hace ser maleducados podría estar ayudándoles a descubrir una manera de responder cuando se sienten impotentes. Hasta las voces que les dicen que hagan daño a los demás pueden reformularse como que poseen sentimientos de fortaleza y de poder que les ayudan a responder cuando se les hiere. Por su parte, las voces enfadadas podrían ser una forma de recordarles lo enfadados que se sienten por cosas que les ocurrieron en el pasado. Si la voz disociativa que están oyendo tiene el nombre del autor, empezaré trabajando la reformulación de eso como la manera que tiene la mente de recordar una parte dolorosa de su pasado e intentaré cambiar el nombre de la voz por términos descriptivos que ayuden a hacer esa distinción. Por ejemplo, diría “Llamémosle ‘la voz de recuerdo de Andrew’, no Andrew”. A medida que vamos hablando juntos del objetivo de esos aspectos de su mente, puede iniciarse el proceso de desensibilización de las emociones y el contenido traumático que esas partes albergan.

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Las voces autodestructivas pueden ser las más difíciles de reformular. Identificar su aspecto positivo puede requerir tiempo, pero con los años de experiencia he podido ver como hasta las voces o los estados de identidad más recalcitrantes y más dañinos pueden reformularse en positivo. No podemos olvidar que cada reformulación de una voz destructiva o autodestructiva, un amigo imaginario, o un estado de identidad, deberá adecuarse perfectamente a la historia de ese niño o de ese adolescente. La Tabla 7.1 presenta una lista de posibles maneras de reformular una voz tormentosa o autodestructiva en un niño pequeño superviviente. Tracy, una paciente anoréxica de nueve años, sufrió abuso sexual a los siete por parte de su abuelo, que la cuidaba después del colegio mientras su madre estaba trabajando. Tracy tenía una voz que se llamaba “Ted” porque, según ella, eran las siglas en inglés de “trastorno de la conducta alimentaria de Tracy” (Tracy’s Eating Disorder, TED). “Ted” le decía que no comiera y eso resultaba dolorosísimo y aterrador. Tracy tuvo que ser hospitalizada para recuperar su peso y se resistía con mucha naturalidad a mi insistencia de que esa voz podía tener un objetivo positivo. De hecho, me pedía que hiciera que parara y acabara con ella. A veces incluso se golpeaba con la cabeza contra la pared intentando silenciar la voz. Le aterraba y se resistía con todas sus fuerzas a la idea de que “Ted” pudiera ser algo más que una presencia sádica y peligrosa en su interior. Ese miedo a la voz se reforzó en su tratamiento anterior, en el que le dijeron que tenía que luchar contra la voz, decirle que ella era más fuerte y que lo superaría. Un método que no funcionó. La voz se volvió cada vez más fuerte y Tracy cada vez tenía más dificultad para comer. Tabla 7.1. Maneras de reformular una voz interior tormentosa Voz interior

Reformulación • Un guardaespaldas que protege del peligro

Le dice al niño que ataque

Le dice al niño que se autolesione

• Una manera de ayudarte a sentir tu fuerza • Tu ira hablándote • Un recordatorio de cómo te hicieron daño y de cómo es el dolor • Una protección para que no hagas daño a los demás • Una forma de distraerte de sentimientos dolorosos • Una forma de ayudarte a recordar que tu padre tenía algunas cosas buenas

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• Una forma de ayudarte a recordar el nerviosismo que tenías cuando esas cosas ocurrían La voz del maltratador

• Una forma de recordarte que tienes que estar siempre de guardia ante personas peligrosas como él • Una forma de evitar que hagas cosas que pueden hacer que los demás te ataquen • Una forma de recordar que no hablaras porque temías que tu familia sufriera

A pesar de sus protestas iniciales, yo seguí insistiendo, poco a poco, en que en cuanto encontráramos la buena razón que se escondía detrás del deseo de “Ted” de que no comiera, podríamos acallar la voz. Analicé detalladamente con ella las sensaciones asociadas con oír la voz de “Ted”. Ella me describió una sensación de nausea extraña, dolor de estómago, y me contó que una vez había vomitado en la escuela y que se había sentido muy incómoda porque los otros niños se habían burlado de ella. También recordó haber tenido el mismo dolor de estómago mientras esperaba a que su madre llegara a casa del trabajo, y recordaba haber deseado que llegara antes para que parara el abuso. Yo le sugerí que “Ted” era su forma de oír cómo su estómago decía “estoy muy nervioso y voy a vomitar por el miedo”. Además, la voz quizás le estaba recordando que tiene miedo y que necesita a su madre. “Ted” también podría estar intentando impedir que vomitara diciéndole que no comiera. Tracy mostraba con mucha intensidad estar en desacuerdo con mi intento de reformulación y me dijo que la voz de “Ted” odiaba a su madre y que no podía estar relacionada con que ella la echara de menos. El miedo de Tracy a ser abandonada y el enfado con su madre por dejarla al cuidado de un abusador de niños dieron lugar a una ansiedad por separación extrema e incluso impedir que asistiera al colegio un día entero. Al relacionar la voz de “Ted” con esa ansiedad por separación, Tracy por fin pudo aceptar la voz de “Ted” y empezó a transformar su poder destructivo en un poder terapéutico. En una sesión familiar con su madre, le expliqué a las dos que la voz de “Ted” era como un niño pequeño que grita “te odio” durante un berrinche, con miedo a que su madre le abandone. “¿Qué harías en ese caso?”, pregunté a la madre de Tracy, y su respuesta fue que abrazaría a ese niño, le diría que sentía mucho que sufriera y que le quería a pesar de esas palabras. A mi pregunta, la madre de Tracy afirmó que podía amar incluso a la parte de “Ted” de Tracy y que sabía que esa parte de la niña probablemente se sentía herida, sola y asustada. Cuando tanto la madre como yo repetimos con cuidado la reformulación, Tracy finalmente empezó a aceptar que la voz de “Ted” era la señal de un estómago nervioso

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que le hablaba porque las cosas de su entorno le asustaban. A partir de ahí le pedí que llevara un diario personal en el que escribiera los pensamientos de miedo que tenía cuando oía la voz de “Ted”. Quiso hacerlo, y observé que la voz parecía aparecer cuando estaba ansiosa por las tareas de la escuela o cuando sentía miedo por las separaciones. Al final dejó de necesitar el diario y podía identificar los pensamientos nerviosos que tenía cada vez que oía como “Ted” le gritaba que no comiera. Y aprendió a responder tranquilamente a la voz: “sé que estoy nerviosa por si mamá viene tarde a recogerme hoy, pero puedo comer. Quizás pueda pedirle a la profesora si puede llamarla por teléfono”. Tracy empezó a entender la voz de “Ted” de otra manera, como una señal de nerviosismo aprendida en un momento aterrador, que le advertía de peligros potenciales en su entorno. En los próximos meses, la voz de “Ted” dejó de ordenarle que no comiera y empezó a oír simplemente que decía “estás nerviosa”. Al final, la voz dejó de hablar por completo. Un año y medio después del inicio de ese síntoma, Tracy me dijo que “Ted” era simplemente el nombre con el que llamaba a las “mariposas” de su estómago. La conducta alimentaria de Tracy volvió a la normalidad, aunque seguía gestionando los síntomas de ansiedad con medicación anti-náuseas y terapia de apoyo. Este caso ilustra la importancia de reformular el contenido disociado negativo. Lo que empezó como un síntoma disociativo resistente al tratamiento y que suponía una amenaza para su vida, con el tiempo evolucionó simplemente en la experiencia más normativa de un estómago nervioso reactivo al estrés. El propósito de la voz fue redefinido de una presencia tormentosa a una que le advertía de los peligros del entorno. Al final, la voz desapareció cuando Tracy aprendió nuevas herramientas de afrontamiento para manejar la experiencia de la ansiedad por separación, y empezó a sentir la tranquilidad de una mayor seguridad con su abuelo fuera de escena. Agradecimiento: la técnica de la nota de agradecimiento La gratitud es una emoción potente que además se identifica como un antídoto para la depresión y un componente clave de la salud mental (Seligman, Steen, Park y Peterson, 2005). Para los niños y los adolescentes disociativos que trato, el ejercicio de la nota de agradecimiento suele ser una de mis primeras intervenciones, e inicia el proceso de reclamar como propia las partes ocultas del yo para cuyo rechazo han utilizado energía mental (Silberg, 1998b). Cuando los niños identifican el aspecto de su identidad que da lugar a la conducta más problemática, como “la voz enfadada”, “Betty la mala”, “el maleducado”, o “Ted”, y encontramos una manera de reformularlo, les pregunto si quieren escribir una nota de agradecimiento a esa parte disociada de su ser. Al principio suelen quedarse parados y rechazan la idea, ya que es todo lo contrario de su forma habitual de manejar ese aspecto problemático de su yo.

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Figura 7.2. Nota de agradecimiento de Ángela a la “otra Ángela”. Utilizado con permiso. Traducción: Querida A: Gracias por dejarme en paz. Entiendo por qué estabas aquí; era para ayudarme con el dolor. Ya no tengo que enfadarme con la gente porque nadie está haciendo nada malo. Si vuelve a ocurrir algo, lo puedo gestionar. Estoy feliz porque tengo buenos amigos, me siento como yo de nuevo. No creo que te vuelva a necesitar nunca más. Aun así, cuando les doy rotuladores, lápices de colores, pegatinas y cartulinas, la mayoría de los niños o adolescentes están dispuestos a utilizar ese material para contentar a su terapeuta y crear ese extraño tipo de nota de agradecimiento. Una nota de agradecimiento de Ángela a “la otra Ángela” aparece en la Figura 7.2, en la que reconoce el papel de la “otra Ángela” y le dice que “no la necesitará más”. (La “Otra Ángela” permaneció durante un periodo de tiempo considerable después de esta primera nota). La de la Figura 7.3. es la nota de agradecimiento de una niña de siete años, con los nombres de las partes de su yo en colores. Antes de salir del hospital, Mónica escribió esta nota de “Mónica Rosa” a “Mónica Negra”, animando la cooperación entre la parte enfadada y “negra” de ella misma y su yo “rosa” y tranquilo. La experiencia de escribir estas notas es algo sorprendente y desconocido para los

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niños y los adolescentes con los que trabajo. Si la mente está formada por un flujo de energía, como sugiere Daniel Siegel (2010), podríamos ver este ejercicio como una forma de cambiar el flujo de energía interno de la mente. El flujo de energía utilizado hacia la evitación y para expulsar de la conciencia los contenidos mentales perturbadores se revierte durante el proceso de escritura de estas notas. La energía del niño en ese momento abraza y expresa gratitud por lo que hasta el momento se sentía como algo ajeno e inaceptable, y eso produce un cambio perceptible. Los niños y los adolescentes describen los sentimientos que experimentan después de participar en el proceso –una calma repentina, un sentimiento de paz y una sensación de esperanza. Para hacernos una idea de la introspección que puede provocar un ejercicio como este, podemos intentar hacer algo similar nosotros mismos. Pensemos en un rasgo de nuestro carácter, una mala costumbre, o una conducta que lamentemos. A continuación, podemos imaginar que escribimos una nota de agradecimiento a ese aspecto de nosotros mismos. ¿Infelices con nuestro peso? Podemos dar las gracias al yo que come en exceso por ayudarnos a ver lo mucho que merecemos una buena alimentación. ¿Infelices porque procrastinamos? Podemos dar las gracias a esa parte del yo por encontrar maneras creativas de evitar el trabajo. Cuando agradecemos a la parte de nosotros mismos lo que menos nos gusta, podemos conseguir una información sorprendente sobre nuestras propias automotivaciones, que además pueden dar lugar a una mejor comprensión y, en definitiva, a una conciencia más centrada que puede hacer que apliquemos toda nuestra voluntad a la toma de decisiones.

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Figura 7.3. Nota de agradecimiento de Mónica a la “Mónica Negra”. Utilizado con permiso. Traducción: Querida Mónica Negra: Muchas gracias por haber querido cooperar para que me pueda ir a casa. Gracias, gracias, gracias. Te quiero. Firmado: Mónica Rosa Voces regresivas, amigos imaginarios o estados de identidad Los niños con estados de identidad regresivos es posible que hablen como bebés, que oigan a bebés llorando en su mente, o incluso que experimenten regresiones impresionantes hacia la conducta de un niño mucho más pequeño cuando sienten la influencia de esos tirones regresivos. Waters (2005b) describió la dificultad que tenían los clínicos a la hora de reconocer esos cambios disociativos, sobre todo en niños pequeños. Son niños que en esos estados pueden gatear, hablar con monosílabos, perder

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el control de los esfínteres, e incluso tener dificultad para reconocer a los nuevos padres adoptivos. Los estados regresivos son más fáciles de reformular que los negativos que se han descrito antes, dado que los niños entienden de forma intuitiva que hay un fuerte tirón positivo hacia las expectativas más bajas y la atención incondicional a la que están acostumbrados los bebés y los niños en edad preescolar. A algunos niños que han sufrido maltrato cuando eran bebés o en el periodo preescolar, esos estados les suponen revivir traumáticamente los sucesos temidos. Para aquellos cuyo abuso ocurrió tras la primera infancia o el periodo preescolar, esas regresiones pueden reflejar la retirada a un periodo de tiempo en el que el estrés apenas existía y que recuerdan como algo idílico. Para otros, esas regresiones pueden ser una forma de hacer que sus padres tengan menos expectativas puestas en ellos. Las intervenciones para ayudar a los niños o a los adolescentes a aceptar sus estados de bebé o de niños de menos edad de la que tienen implican remodelar el amor, el cuidado y la protección –primero por nuestra parte, como terapeutas, después por parte de los padres y en última instancia por parte del niño, que refuerza esos principios ampliando el cuidado y la compasión del niño interior. Yo utilizo un muñeco para representar ese aspecto del niño interior. Primero, lo tomo en mis brazos y mientras la voy meciendo y lo cuido, digo, “Te mereces todo el amor y la seguridad que puedas obtener. Yo te cuidaré y te ayudaré a ser más fuerte y a crecer para ser un joven fuerte y feliz. Ahora inténtalo tú”. Si el niño tiene un problema y sufre regresiones activas a esos estados de menos edad durante momentos inoportunos, como en la escuela o cuando la familia se está preparando para un evento importante, el terapeuta puede intentar desarrollar una especie de acuerdo con el niño para confinar la expresión de esa conducta regresiva al momento de acostarse, cuando la regresión en forma de necesitar el amor y la atención de mamá es más normativa. Waters tuvo éxito en lo que ella denominó una técnica de “progresión de edad”, en la que el niño tenía que crear y después mecer una figura de barro que representaba al yo bebé y a la madre. Después sugiere que el Estado emocional interior de bebé vaya creciendo año tras año hasta que alcanza la edad real del niño (Waters y Silberg, 1998a). Igual que con todos los patrones disociativos automáticos, es importante destacar los momentos que preceden a esas regresiones. El foco de atención recae sobre los afectos intolerables que dan lugar a esos tirones regresivos automáticos. ¿Qué sintió la niña justo antes de la regresión? Por ejemplo, justo antes de la regresión, ¿la niña temía una separación, sintió rechazo por uno de los padres, sintió un dolor abdominal, o experimentó ira por tener que irse a la cama? Identificar las emociones en los momentos

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de transición antes de la regresión ayudarán en última instancia al niño o a la niña a reaprender cómo negociar esos afectos con más madurez –comunicando cuáles son sus necesidades o relajándose solo adecuadamente. Destacar los momentos de transición que dan lugar a la regresión es clave para la integración definitiva de esta regresión condicionada automática. Voces sexualizadas, amigos imaginarios o estados de identidad Uno de los problemas más desconcertantes con los que se encuentran los clínicos infantiles son los niños y adolescentes que experimentan síntomas sexuales compulsivos, como actividades sexuales promiscuas con compañeros o con niños más pequeños, masturbación excesiva o una conducta seductora inapropiada hacia adultos o compañeros mayores que ellos. Esas actividades compulsivas suelen mantenerse aparte de la conciencia central y permanecen secuestradas en contenidos mentales separados (Grimminck, 2011; Johnson, 2003; Waters y Silberg, 1998b). Las conductas sexualizadas disociadas son especialmente resistentes al tratamiento, ya que el niño superviviente reclama poca conciencia para las actividades y experimenta mucha vergüenza cuando se señalan esos comportamientos –lo que causa más evitación disociativa. Igual que con otros fragmentos disociativos que se sienten como ajenos o bochornosos, el terapeuta trabaja la aceptación y la comprensión para hacer que el niño vaya hacia la reconciliación con el aspecto disociado del yo. Los dibujos que plasman aspectos sexualizados del yo pueden ayudar a desensibilizar al niño para hablar de esas experiencias. Los dibujos en sí no tienen que ser de naturaleza sexual. Waters describe haber utilizado dibujos en el trabajo con un niño de siete años que manifestaba comportamientos sexuales hacia niños más pequeños que él (Waters y Silberg, 1998b), lo que refleja la naturaleza compulsiva de su conducta conmovedora. El niño dibujaba el aspecto sexualizado de su identidad como una figura con unas manos enormes. Otra intervención importante con niños con manifestaciones sexuales es ayudarles a comprender la excitación sexual que experimentan de una forma adecuada para su edad. La conversación podría ser algo así: “Dios (o la evolución, para las familias no religiosas) hizo a todas las personas para que sintieran una especie de cosquilleo cuando se tocan las partes íntimas. Este cosquilleo es más fuerte años tras año, y cuando las personas son mayores les ayuda a sentirse muy cerca de las personas que quieren y les ayuda a hacer bebés para que Dios los quiera. Pero se trata de una parte privada de tu cuerpo, de la que tú eres el dueño, y nadie más. El tío Jonathan hizo una cosa fea cuando tocó tus partes íntimas. Ahora tu cuerpo lo ha aprendido por él y hace que tengas más ganas cada vez. Pero es algo que tienes que reservar para cuando seas mayor. Esta

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sensación se ha activado demasiado pronto y yo tendré que ayudarte a desactivarla durante un tiempo para que regrese bien cuando seas más mayor”. Una explicación así puede permitir que los niños se sientan lo bastante cómodos con la parte sexual de su identidad como para hablarnos más de las sensaciones específicas que tienen cuando participan en actividades sexualmente estimulantes. Por ejemplo, quizás sienten que esas actividades les ayudan a relajarse cuando están enfadados o incómodos, o les ayudan a conectar o a vincularse con otros niños, o provoca que los adultos les cuiden. Entender cómo la conducta sexual les ayuda les permite reformular su conducta para que puedan utilizarse notas de agradecimiento u otros ejercicios de autoaceptación. A partir de ahí, el hecho de hablar hace que los niños desvelen algunos de los orígenes de esos sentimientos sexualizados, que pueden procesarse en la fase de procesamiento del trauma del tratamiento. Al desvelar las motivaciones y los objetivos del contenido mental disociativo sexualizado del niño superviviente, el terapeuta está preparado para la negociación que ayudará aun más a integrar el sentido de yo del cliente. Al mismo tiempo que estamos ayudando a los niños sexualizados a hablar y a reformular sus conductas, también debemos establecer límites. Estructura, límites y una observación y un control escrupulosos pueden limitar y ayudar a redirigir las conductas inapropiadas. A veces los niños más pequeños que han sido sexualizados a una edad muy temprana caen en la masturbación repetitiva y compulsiva, una conducta que puede producir lesiones o infecciones repetidas del tracto urinario. En la medida que sigue utilizando esa conducta como medio para afrontar los sentimientos difíciles, el menor superviviente refuerza una estrategia que le relaja y que causará más problemas a medida que vaya madurando. Optar por la gratificación sexual para suavizar los sentimientos de dolor puede dar lugar a promiscuidad o a adicción al sexo cuando el niño madura, por lo que interrumpir esos patrones compulsivos es importante. Yo instruyo a las familias a sentarse con el niño a la hora de acostarse y dotarle de rituales sustitutivos para ese momento del día que le relajen y que se conviertan en nuevos hábitos. Por ejemplo, se les puede hacer un masaje en la espalda, o pueden escuchar música relajante, o abrazar a un peluche mientras se duermen. Es posible que haya que reforzar reglas del tipo que los peluches de la hora de dormir son para “abrazarlos por encima de la cintura solamente”, ya que muchos niños utilizan los peluches como objetos para masturbarse. En el caso de los niños que acaban de llegar a hogares de acogida, deberían potenciarse esos hábitos alternativos para que la masturbación compulsiva no se convierta en su única herramienta para la gestión de los sentimientos. Si la masturbación compulsiva se produce durante el día, los padres pueden redirigir y distraer al niño delicadamente. Aunque es importante no culpabilizarle por masturbarse, también es importante que el desarrollo del niño no se desvíe manifestando esa conducta a expensas de tiempo para

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aprender, jugar y tener relaciones felices. ¿Qué ocurre si la parte disociada del yo permanece oculta? Es posible que, a pesar de todas esas técnicas, el niño o el adolescente insista con que una conducta claramente observada no es suya y afirme no tener ningún recuerdo ni ninguna responsabilidad. Quizás no tenga amigos imaginarios aparentes, niegue oír voces interiores y no tenga conciencia de un estado disociativo. Aun así, el terapeuta puede hablar de ese aspecto de ellos mismos y referirse a ello como “el misterioso Alan al que los demás ven robando cosas”. Además, el terapeuta también puede pedirle que haga un dibujo de ese “misterioso Alan”. El dilema al que se enfrenta una niña cuando sus acciones son observadas por los demás, pero ella no tiene ningún recuerdo de las mismas, le sitúa directamente ante ella –“Qué difícil tiene que ser para ti verte obligada a cargar con las culpas de algo que ni siquiera recuerdas. Qué lata. Debe ser súper injusto sentirlo. Espero poder ayudarte a encontrar una salida a este problema. A partir de ahora llamaremos a esa forma misteriosa en la que reaccionas ‘La Tammy enfadada’”. De este modo el terapeuta puede referirse a las conductas en cuestión sin que el niño o la niña tenga que reconocer los episodios ocurridos. En el siguiente capítulo veremos más detalles sobre el trabajo con niños que tienen lagunas de memoria de su propio comportamiento. Colmar la brecha con “Negociación” En el Capítulo 6 he presentado el libro del Dr. Seuss (1982) Hunches and Bunches, en el que un niño resuelve las contradicciones de su mente a través de la “negociación”. Es una terminología que describe las negociaciones internas que pueden ayudar a los niños disociativos a resolver los conflictos de sus mentes. Este proceso de negociación aporta un marco para la estabilización temprana de síntomas fuera de control. Por ejemplo, trabajé con una niña de diez años, sexualizada, que llegó a la pubertad pronto y que estaba teniendo relaciones sexuales con los chicos de la escuela. La parte sexual del yo aceptaba implicarse en ayudarla a introducirse un tampón (convencimos a su madre para que le permitiera usarlos), a cambio de evitar el contacto sexual con chicos en los lavabos de su escuela primaria. Las partes airadas o agresivas pueden aceptar servir como sistemas de advertencia temprana de peligro, ofrecer ayuda para la escritura de cartas airadas, o participar en actividades atléticas intensas a cambio de no agredir a los miembros de la familia. Brand (2001) propone una buena revisión de cómo ese tipo de actividades de negociación tienen lugar en las fases tempranas del tratamiento con adultos para minimizar las conductas autodestructivas. Aunque fue escrito para adultos, el proceso de negociación y de compensación es similar en el

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trabajo con niños y adolescentes. La Figura 7.4 es una nota escrita por Ángela a su “otra Ángela” que ilustra la capacidad de la niña para reconocer el papel de la “otra Ángela” para hacerla dejar de exceder sus límites. En un estado disociado de la “otra Ángela”, Ángela había escrito una nota a la Directora del colegio falsificando la firma de su madre para excusarla de una clase de educación física. En esta nota, Ángela educa a esa otra parte de su mente sobre por qué la falsificación está mal y promete intentar prestar más atención a sus señales interiores.

Figura 7.4. Ángela llega a un acuerdo con la “Otra Ángela”. Utilizado con permiso. Traducción: En este mundo, no puedes falsificar el nombre o la firma de otra persona, aunque parezca buena idea. Es algo que va en contra de las reglas del colegio y que va en contra de la ley. Puede hacer que tenga muchos problemas y hacer que la gente no pueda confiar en lo que digo. El “pacto de no lesión” es un acuerdo temprano de que la niña y todas sus partes no manifestarán conductas destructivas ni autodestructivas, “ni accidentalmente ni a propósito” (Waters y Silberg, 1998b). Puede ser un pacto verbal o un contrato firmado. Algunos niños firman esos contratos con dibujos, con múltiples nombres, o con sus propios nombres, pero indicando que incluye a todas las “personas invisibles” que

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experimentan como habitantes de las partes no conscientes de sus mentes. El hecho de tender un puente hacia las partes ocultas del yo es un reto permanente en la terapia con niños disociativos y esta etapa de “reclamar” esas partes del yo continua a lo largo del proceso terapéutico. En el próximo capítulo me centraré más concretamente en las barreras amnésicas que hacen que reconocer esas partes ocultas del yo sea especialmente difícil para los niños.

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“Intento olvidarme de recordar” Revertir la amnesia

Frank era un cliente que estudiaba bachillerato en un programa educativo especial. Era un estudiante modélico: hacía las tareas, nunca hablaba en clase, y se ofrecía para ayudar a los profesores haciendo fotocopias y llevando material. Su historial de nueve años de abuso y negligencia por parte de su madre biológica, antes de ser adoptado por una pareja amorosa de clase media, no parecía afectar en su conducta escolar. Sin embargo, su conducta en casa era otra historia. Un día destrozó el pasamanos del vestíbulo rayando la superficie de caoba pulida con unas tijeras, agujereó la alfombra persa y rompió unas figuras del salón de gran valor. Cuando sus padres regresaron a casa y encontraron tal destrucción, Frank dijo no recordar nada de lo ocurrido. Como consecuencia de todo, lo castigaron sin tele, sin teléfono y sin paga, pero el comportamiento continuó, junto con la negación de recordar sus acciones. La amnesia de Frank, si se trataba de eso, parecía severa e impenetrable. Además, su comportamiento en la escuela seguía siendo tan encomiable que tenía el privilegio de ser reconocido públicamente y podía comer en una cantina especial, jugar al ping-pong durante el recreo y no era necesario que llevara la “tarjeta de puntos” para mostrar que estaba cumpliendo con los objetivos escolares. En terapia, igual que en casa, seguía diciendo “no me acuerdo” cuando se le hacían preguntas sobre su conducta destructiva en casa. La terapia acabó estancándose, pero Frank parecía feliz con la situación: privilegios y diversión en la escuela, destrucción sin límites en casa, y memoria selectiva solamente para sus éxitos. “Amnesia” es una palabra aterradora cuando se trata de describir la memoria infantil y adolescente ya que parece muy terminal e irreversible. Sin embargo, la amnesia parecía la mejor palabra para describir la rígida barrera que impedía a Frank ser capaz de recordar su conducta destructiva. Este tipo de amnesia, supuestamente resultado de factores psicológicos más que fisiológicos, suele denominarse “amnesia disociativa” o “amnesia psicogénica”. La amnesia disociativa es una pérdida de los recuerdos autobiográficos asociada con un trauma de desarrollo crónico, trastorno de estrés postraumático, trastorno disociativo no especificado, o trastorno de identidad disociativa. La amnesia disociativa también es un trastorno psiquiátrico en sí mismo que se caracteriza por “una incapacidad para recordar información personal importante, generalmente de naturaleza traumática o estresante, que es demasiado amplia para ser

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explicada por el olvido ordinario” (APA, 2000, pág. 581). La amnesia disociativa como trastorno aparte raramente se da en niños y adolescentes. Sin embargo, esos olvidos desconcertantes suelen ocurrir como síntoma traumático en ese grupo de edad. Los niños supervivientes pueden tener amnesia para los eventos traumáticos que han experimentado y amnesia para información autobiográfica importante. La amnesia infantil, que normalmente tiene sus raíces en el trauma infantil, no está bien descrita del todo bien en la literatura sobre desarrollo infantil. Al mismo tiempo, existe cierto nivel de familiaridad del público con esos conceptos, ya que la amnesia es un tema frecuente en las series de crímenes de televisión en las que aparecen niños que han sido testigos de sucesos violentos y están demasiado traumatizados para recordarlos. El reconocimiento público de la amnesia disociativa post-trauma también se ha visto motivado por la cobertura de los medios de comunicación de casos de abusos sexuales por parte de curas católicos. En el juicio penal del ex sacerdote Paul Shanley, acusado de abusar de niños en Boston, el jurado aceptó las declaraciones de las víctimas de amnesia disociativa y rechazó el argumento de la defensa de que esos fenómenos no están científicamente aceptados. Así, en una sentencia unánime, el Tribunal Supremo mantuvo la condena de Shanley afirmando que la evidencia de recuerdos reprimidos podía utilizarse contra el acusado (Ellement, 2010). Está bien establecido que los adultos pueden olvidar y más tarde volver a tener acceso a recuerdos traumáticos de la infancia olvidados (Brown, Scheflin y Whitfield, 1999; Edwards, Fivush, Anda, Felitti y Nordenberg, 2001). Entre los adolescentes, algunos casos han descrito amnesia general para traumas documentados, y después una recuperación espontánea de esos recuerdos (Corwin y Olafson, 1997; Duggal y Sroufe, 1998); y este tipo de amnesia también se ha documentado en estudios de casos de niños y adolescentes disociativos (Cagiada, Camaido y Pennan, 1997; Putnam, 1997; Silberg, 1998a; Waters, 2005b; Wieland, 2011b). De todos modos, el tema de la amnesia para traumas infantiles y adolescentes se está empezando a estudiar ahora en la literatura sobre desarrollo. Freyd (1996) identificó factores asociados con la probabilidad de olvidar un evento traumático que han sido corroborados por estudios posteriores (Freyd, DePrince y Gleaves, 2007). Entre esos factores destacan: el maltrato infantil perpetrado por uno de los padres, las peticiones de mantenerlo en secreto, amenazas, ausencia de oportunidad para hablar de esos episodios, la poca edad al inicio del trauma y el aislamiento de la víctima. Así, una niña que ha sufrido abusos sexuales por parte de su padre durante los años de la escuela primaria, que además ha sido amenazada con que le harían daño si lo contaba, es más probable que manifieste una amnesia más robusta que alguien que ha

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sufrido abusos por parte de un desconocido y siendo más mayor. Goodman et al. (2003) realizaron un estudio prospectivo de una muestra de procesos judiciales de niños cuyos abusadores habían sido condenados. Los resultados fueron que incluso entre los niños cuyas historias de maltrato se habían comentado y se habían hecho públicas, el 12% no hablaba de los episodios violentos cuando se les preguntaba por su infancia, y dos de los 168 niños indicaban no tener ningún recuerdo de dichos episodios. La ausencia de apoyo materno y la disociación están vinculados con más problemas de memoria. Los últimos estudios publicados sugieren que los niños con un nivel elevado de disociación bajo ciertas condiciones de estrés es más probable que manifiesten problemas de memoria (Becker-Blease et al., 2004; Eisen, Goodman, Qin, Davis y Crayton, 2007). También se ha visto que los niños a quienes se les pide que expliquen intervenciones médicas traumáticas tienen más problemas de memoria cuando esos episodios han sido más frecuentes o sobrecogedores (Kenardy et al., 2007). De un modo parecido, los niños expuestos a violencia familiar suelen tener dificultad a la hora de narrar episodios de los que han sido testigos y tienden a ser excesivamente generales en sus descripciones (Greenhoot, Brunell, Curtis y Beyer, 2008). Todos esos resultados sugieren que los problemas de memoria pueden ser parte de una estrategia que algunos niños utilizan para evitar el dolor asociado con los episodios traumáticos (Goodman, Qas y Ogle, 2010). Cómo se produce ese fallo de la memoria ha sido objeto de una serie de experimentos en laboratorio en los que sujetos adultos reciben instrucciones para olvidar determinado contenido, o ignorar información que distrae (Anderson y Huddleston, 2012). Esos estudios han demostrado repetidamente que la motivación desempeña un papel fundamental en la memoria, y que participan varios mecanismos cognitivos, algunos en el momento del input, y otros evitando la fase de recuperación de recuerdos. Una de las hipótesis que se han planteado es que el proceso activo del olvido motivado implica unas estructuras cerebrales determinadas que inhiben el recuerdo con la práctica sostenida en el tiempo, igual que pueden inhibirse las actividades motrices (Anderson y Huddleston, 2012). Este curso del olvido motivado se describe como un proceso: “El olvido motivado probablemente no se logre en un único acto cognitivo, ni tan siquiera en un espacio breve de tiempo, especialmente para episodios complejos con contenido emocional, sino que puede requerir un esfuerzo sostenido, sobre todo si la persona se ve confrontada con recordatorios. Por esas razones, el olvido motivado puede verse mejor como un proceso continuo avalado mediante la adaptación de mecanismos que limita la conciencia de la experiencia” (TdT). En respuesta a las preguntas sobre su abuso, Billy, de seis años, describía el proceso de

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olvido motivado con las elegantes palabras de un niño pequeño: “Intento olvidarme de recordar. Recordar duele. Me hace tener pesadillas”. Billy es consciente de que su mente ha estado trabajando para evitar la información sobre el abuso del que le estoy haciendo preguntas y describe su clara motivación de no recordar –las pesadillas y el dolor asociados con el recuerdo. Según Anderson y Huddleston (2012), “los recordatorios no es que simplemente fracasen a la hora de mejorar el recuerdo, sino que desencadenan procesos que alteran la retención del recuerdo eliminado” (TdT). Precisamente ese proceso activo de alterar la retención –“intentar olvidarse de recordar”– es lo que Billy parece describir en sus palabras. Adina, de ocho años, describía el mismo proceso cuando regresaba de las visitas en las que sufría abusos; era un proceso que se había vuelto tan automático que las raíces motivacionales habían dejado de ser evidente: “Es como una convulsión cerebral; tu cerebro lo hace para que no tengas pensamientos y no sepas qué pensar o sentir”. Ayudar activamente a los niños a recuperar recuerdos traumáticos tempranos que no estén afectando a su seguridad actual no es aconsejable desde el punto de vista terapéutico ya que esos recuerdos tempranos irán saliendo a la superficie progresivamente durante la terapia, si se planifica cuidadosamente, cuando el niño esté listo (véase el Capítulo 13). Sin embargo, recuperar recuerdos de la conducta reciente del niño es un objetivo primario de la terapia debido a que la ausencia de esa memoria autobiográfica continuada tiene consecuencias severas para el funcionamiento del menor en casa, en el colegio y con los compañeros. En ocasiones, acceder a la memoria autobiográfica reciente puede arrojar luz sobre un recuerdo traumático oculto de un modo sanador e integrador, como ilustra el caso de Sonya del Capítulo 2. Del mismo modo que el desarrollo de la amnesia para un episodio traumático se ve como un proceso continuado, la recuperación de la memoria autobiográfica puede verse como un proceso sujeto a la intervención psicoterapéutica. Anderson y Huddleston sugieren que hay tres factores que pueden afectar en cómo los recuerdos una vez olvidados pueden recuperarse de nuevo: la presentación de señales de contexto, la práctica intentando recordarlos, y el simple paso del tiempo. El terapeuta, como el investigador de ciencia cognitiva, puede aportar pistas de contexto, ensayar, y motivar para que el niño superviviente recuerde información autobiográfica básica para su funcionamiento adaptativo.

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Restaurar la memoria autobiográfica Las intervenciones para promover la memoria de las actividades cotidianas que implica la vida de un niño o un adolescente son fundamentales para restaurar su capacidad de regresar a una trayectoria de desarrollo normal. Como ilustra el caso de Frank, la incapacidad de recordar la propia conducta de uno mismo puede tensar las relaciones. La amnesia disociativa de los eventos cotidianos en niños traumatizados tiende a ocurrir con comportamientos que implican agresión, violencia, mala educación o actos autodestructivos –comportamientos que los niños consideran embarazosos o que preferirían no recordar. Mi experiencia clínica sugiere que los factores que afectan a la severidad de este tipo de amnesia incluyen lo desagradable que sean los eventos en sí, las consecuencias que tenga el hecho de recordar, y la cantidad de tiempo que el niño haya practicado la evitación de ese tipo de recuerdos. La pregunta que se planeta es cómo se puede distinguir entre la evitación intencionada de reconocer el comportamiento de uno mismo de la amnesia disociativa real para esa misma conducta. Para abordar de forma efectiva esa pregunta es útil ver la amnesia como algo que existe en un espacio lineal. En un extremo de esa línea están los casos de TID como en los adultos, en los que un individuo parece olvidarse completamente de su propio comportamiento en otros estados de identidad. Los comportamientos en un estado del yo alternativo pueden parecen completamente atípicos y ajenos cuando los clientes disociativos toman conciencia de sus conductas. Los individuos disociativos pueden ser especialmente buenos en “el olvido motivado”, y ensayando y evitando pueden aprender a eliminar de la conciencia conductas de ellos mismos que no quieran reconocer. Además, los individuos con TID pueden tener recuerdos que dependan del estado y a los que solo pueden acceder cuando entran en determinados estados (Putnam, 1997). En el otro extremo tenemos los casos en los que los clientes quieren olvidar cosas que han hecho y que son embarazosas, e indican que lo han olvidado para distraer al entrevistador y evitar la información. Indagando un poco, esos clientes pueden recordar o están dispuestos a proporcionar los detalles de lo que ocurrió a los pocos minutos. Los niños con síntomas disociativos se sitúan más o menos en el medio de esa línea y evitan recordar cierta información autobiográfica por varias razones: por miedo al castigo, por la incomodidad que le generan los eventos, o por el dolor de confrontar cosas de ellos mismos discrepantes con la visión que tienen de su persona. Dado que hemos descrito el olvido como un proceso que implica cierto grado de motivación, podríamos pensar que incluso el rechazo momentáneo a reconocer una conducta podría iniciar el proceso sutil y elaborado del olvido motivado –si las motivaciones para seguir

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con esa evitación son lo suficientemente fuertes. La evitación repetida de categorías enteras de la conducta de uno mismo, todos los episodios de enfado, por ejemplo, con el tiempo podría dar lugar a una memoria selectiva en la que el niño solo recodara los episodios en los que no estaba enfadado. Dado que la amnesia que se observa en los niños disociativos suele ser para conductas o comportamientos por los que probablemente recibirían algún tipo de consecuencia negativa, solemos considerar a los niños que dicen haber olvidado manipuladores, o que están evitando las consecuencias deliberadamente. Puede parecer extraño para los cuidadores ver la amnesia como una línea continua y no como un fenómeno categórico que se da o no se da. Los cuidadores a menudo piensan que reconocer la amnesia puede dar al niño una excusa para evitar responsabilizarse por un mal comportamiento si aceptan que el niño diga simplemente, “no me acuerdo”. Aun así, la amnesia es una experiencia subjetiva y como agentes externos realmente no existe una forma categórica de evaluar la amnesia de información personal para determinar si es real. Además, discutir con un cliente sobre si realmente no se acuerda, si simplemente piensa que no se acuerda o si solamente dice que no se acuerda, se convierte rápidamente en un ejercicio inútil que evoca una lucha de poder que el terapeuta, el profesor o el padre o la madre nunca pueden ganar. Así pues, los terapeutas y los padres tienen que transitar por la delicada línea de empatizar con el sentimiento subjetivo de la pérdida de memoria al tiempo que motivan y refuerzan todos los intentos del niño por desarrollar más responsabilidad y conciencia.

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Aumentar la motivación para el recuerdo con contingencias del entorno Ahora que disponemos de la explicación teórica de la amnesia autobiográfica y traumática podemos echar un vistazo a la intervención que utilicé con Frank para ayudarle a acceder a recuerdos de su conducta destructiva en casa. El método que utilicé puede aplicarse a pequeños lapsus de memoria momentáneos para conductas recientes y también en episodios disociativos severos. Lo primero que hice fue acordar con la escuela que incluyeran a Frank en un programa de refuerzo de comportamiento, cuyo objetivo era abordar específicamente su problema de memoria –no sus problemas de conducta. Según el plan, cada vez que Frank entrara en una conducta destructiva en casa, sus padres llamarían a la escuela, que le suspendería temporalmente de los privilegios por los honores que había conseguido. Después, en cuanto Frank pudiera recordar los eventos en cuestión y explicarlos, además de explicar su propia conducta, podría recuperar los privilegios perdidos. Al principio Frank protestó diciendo que, dado que su conducta era buena en la escuela, era injusto penalizarle allí por el comportamiento que se producía en casa. A partir de ahí, se le explicó la lógica del plan de la siguiente manera “Si no puedes recordar ni siquiera tu propio comportamiento, no es seguro que estés en el nivel de honores en la escuela, ya que contamos con que te controles sin que el personal te esté vigilando todo el tiempo. Si eres incapaz de recordar tus acciones, ese nivel de libertad no es seguro”. También se le dijo que no recibiría ningún castigo adicional en casa por recordar su comportamiento con exactitud, sino que, al contrario, los castigos en casa se reducirían. Al final Frank aceptó el plan y una semana después de la instauración del nuevo programa de conducta, sus padres llamaron a la escuela para decir que había un enorme arañazo hecho con un cuchillo en la mesa del salón del que Frank negaba tener recuerdos de haberlo hecho. Muchos clínicos que estén leyendo este caso asumirán que tras la instauración del plan Frank empezó a recordar inmediatamente su comportamiento en casa. Lamentablemente, Frank fue adoptado a los nueve años procedente de un entorno traumático en el que la amnesia de su propio comportamiento y del de sus cuidadores maltratadores era adaptativo. Por consiguiente, la amnesia de Frank había sido practicada y reforzada durante muchos años e incluso con las nuevas contingencias motivacionales, Frank era incapaz de recordar haber arañado la mesa. Hice terapia intensiva con él, trabajamos la identificación de señales y de las emociones asociadas que podían haber desencadenado su conducta, le estuve viendo tres veces a la semana durante tres semanas, hasta que recuperó la memoria.

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El cambio de contingencias hizo que Frank se sintiera motivado para recordar una conducta a la que antes no accedía por falta de motivación. Sin embargo, las contingencias por si solas no bastaron y Frank también tuvo que poner a prueba y reflexionar sobre las cosas que se había pasado la vida evitando, y necesitaba ayuda para desvelar los desencadenantes emocionales que daban lugar a sus manifestaciones destructivas. Cuando se trabaja con niños cuyos problemas de memoria para recordar conductas recientes se encuentran en el extremo más leve de la línea de la que hablábamos antes, sigue siendo importante implementar contingencias que refuercen el recuerdo y la responsabilidad. Incluso sin recuerdos de determinada conducta, la familia puede imponer consecuencias si la prueba de que el menor ha sido el autor de la conducta es irrefutable o si él mismo lo reconoce. Las consecuencias de las conductas para las que no hay pruebas ni recuerdos serán contraproducentes y probablemente aumentarán en lugar de disminuir las barreras a los recuerdos. Con los niños que tienen problemas conductuales y amnesia asociada, suele haber muchos incidentes en los que las familias tienen pruebas de los episodios. Yo recomiendo centrarse en esos episodios en los que haya un testigo o pruebas contundentes. Así, el terapeuta puede decir “Sé que no recuerdas haberlo hecho y parece muy injusto recibir esta consecuencia. Estás en una posición muy complicada y me gustaría trabajar contigo para ayudarte a salir de ella. Quizás la parte de tu mente que sabe lo que ocurre pueda darse cuenta del aprieto tan injusto en el que te encuentras y pueda ayudarte a salir de él”. Al establecer las consecuencias para una conducta disruptiva que el niño no recuerda es importante que las consecuencias negativas disminuyan cuando la conducta sea recordada o descrita. El terapeuta puede explicar, por ejemplo “Sé que no recuerdas haber roto la puerta del garaje, y tu padre estará tan orgulloso de ti por estar trabajando para recuperar recuerdos que tus servicios a la comunidad en casa se reducirán en una semana si podemos averiguar juntos cómo ocurrió”. Al imponer las consecuencias para las conductas agresivas o destructivas con niños traumatizados, prefiero consecuencias de tipo “servicios a la comunidad” que impliquen ayudar a la familia, como ayudar a limpiar el garaje, rastrillar el jardín, ordenar la ropa, antes que privarle de actividades que les gustan. Los niños traumatizados no han tenido suficiente tiempo para disfrutar de la vida y ser niños, por lo que no me gusta privarles de las oportunidades de mejora del crecimiento que las actividades exteriores suelen aportar. Ayudar a la familia con tareas adicionales ayuda a promover el tipo de comportamientos prosociales que queremos reforzar y también genera autoestima. A partir de ahí, la familia puede disminuir la consecuencia cuando el niño recupera la memoria.

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Desestigmatizar las conductas olvidadas y los sentimientos asociados Eliminar las barreras motivacionales de la amnesia disociativa implica no solo ser sensibles a las contingencias del entorno, sino también prestar atención a los motivadores internos que perpetúan la amnesia, como los sentimientos de culpa, de humillación y de autorrechazo asociados con la toma de conciencia de uno mismo. Validar y poner de manifiesto los sentimientos asociados con un episodio olvidado y desestigmatizarlos observando lo normales que son puede ayudar a debilitar la amnesia. Además, como terapeutas también podemos ayudar al niño a ver que las conductas tienen sentido en función de los sentimientos que estuviera experimentando. Si nos acercamos a los clientes jóvenes y les decimos que lo que han hecho es comprensible, incluso hasta necesario, y reforzamos todos los intentos provechosos de recordar, podremos contrarrestar la evitación y revertir los procesos amnésicos que quizás estén en una fase temprana de desarrollo. La siguiente conversación ilustra cómo desestigmatizar los sentimientos y las conductas con clientes que sufren una amnesia menos severa que la de Frank. Alan era un niño de once años que vivía con una familia de acogida, que había destrozado su habitación y que decía no tener ningún recuerdo de lo ocurrido. Terapeuta:

Tu mamá me dice que tu cuarto quedó completamente destrozado, incluso tus videojuegos nuevos.

Alan:

Sí, lo sé, y me siento fatal. No recuerdo haberlo hecho. Ella dice que fui yo, pero de verdad que no me acuerdo.

Terapeuta:

Tiene que ser horrible para ti tener la habitación destrozada y ni siquiera saber cómo ocurrió. [El terapeuta valida el estancamiento del cliente, que no tiene recuerdos].

Alan:

Sí, es horrible.

Terapeuta:

Imagino que quien destrozó tu habitación de esa manera debía sentirse bastante enfadado y molesto. [El terapeuta asocia sentimientos y acciones de forma abstracta, sin confrontar ni acusar].

Alan:

Supongo que sí.

Terapeuta:

Si lo hiciste tú, seguro que estabas súper enfadado, quizás enfadado contigo mismo. Son sentimientos muy fuertes. [El terapeuta destaca y valida los sentimientos].

Alan:

Lo sé. No me acuerdo.

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Terapeuta:

¿Alguna vez habías destrozado así tu habitación? ¿Recuerdas cómo te sentiste alguna vez en que hicieras algo así? [El terapeuta intenta conectar ese comportamiento con sentimientos o eventos precedentes].

Alan:

Una vez sí, en la casa de acogida, porque no me firmaron una salida.

Terapeuta:

Es genial que puedas recordar lo que hiciste y por qué. Seguro que te enfadaste muchísimo por no obtener la salida. [El terapeuta refuerza hasta los pasos más mínimos en la recuperación de los recuerdos].

Alan:

Sí, fue muy injusto. Me lo había ganado, pero los otros niños se portaron mal y nos castigaron a todos.

Terapeuta:

Eso es muy injusto. Cuando las cosas son tan injustas, ese nivel de enfado es natural. Seguro que ahora está ocurriendo algo muy injusto en tu casa que podría darnos una pista de lo que ocurrió. ¿Qué es injusto ahora? [El terapeuta utiliza las palabras del niño para tender un puente con posibles sentimientos del ahora].

Alan:

Lo que es injusto es la hora a la que tengo que acostarme. Yo ya soy mayor y puedo quedarme despierto hasta las 10 de la noche. Y también es injusto que mi hermano pueda jugar a la consola hasta las 11. Solo tiene dos años más que yo.

Terapeuta:

Entonces casi parece que no vale la pena jugar a la consola si tienes tan poco tiempo. ¿Te has peleado con tu madre recientemente por ese motivo?

Alan:

Bueno, no fue una pelea. Me dijo que si no apagaba la consola no me dejaría ir al entrenamiento de beisbol al día siguiente y justo me habían pedido que fuera cácher. Me necesitaban. Tenía que ir, contaban conmigo. Era súper injusto.

Terapeuta:

Igual que en la casa de acogida, que no te dejaron hacer algo que realmente querías hacer y fue muy injusto. ¿Cómo te sentiste?

Alan:

Enfadado, supongo, no me acuerdo.

Terapeuta:

¿Qué hiciste después de que tu madre te dijera eso?

Alan:

No lo sé. Creo que empecé a dar patadas a la puerta.

Terapeuta:

Vaya… Estás recordando. Es fantástico. ¿Y qué ocurrió después? [El terapeuta ofrece refuerzo para un pequeño avance cuando Alan recuerda su propia conducta].

Alan:

Entonces mi madre me dijo que definitivamente no iría a béisbol. Fue súper injusto.

Terapeuta:

No te culpo por haberte enfadado. Contabas con ir a jugar a béisbol y

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mostraste lo enfadado que estabas, y entonces te castigaron por eso. [El terapeuta pone de manifiesto el sentimiento]. Alan:

Es como que no podía ganar.

Terapeuta:

No podías ganar. Ni consola, ni béisbol, nada de diversión. Una trampa. Era normal que mostraras lo atrapado que te sentías. [El terapeuta sigue amplificando y poniendo de manifiesto los sentimientos].

Alan:

Sí. ¿Qué soy, un animal? Así es como me trata.

Terapeuta:

Veo perfectamente por qué lo dices, porque cuando eras pequeño, el trato que te daba tu padrastro era como si fueras un animal. Nadie tendría que tratarte así. [El terapeuta tiende un puente entre los sentimientos presentes y el recuerdo de eventos pasados que podrían estar relacionados con los sentimientos del niño].

Alan:

Recuerdo sentirme súper enfadado con mi padrastro y con mi madre también.

Terapeuta.

Es genial, tu memoria está volviendo. [Más refuerzo del recuerdo].

Alan:

Quizás tiré la colcha de mi cama al suelo.

Terapeuta:

Cuando no tuviste escapatoria para sacar tus sentimientos, buscaste lo primero que tuvieras a mano para tirarlo al suelo. [El terapeuta avanza hacia el siguiente paso posible de la manifestación de su rabia].

Alan:

Sí, cuando me pongo así, destrozo todo lo que se me ponga por delante.

Terapeuta:

Incluso cosas que son especiales para ti. [El terapeuta valida y tiende un puente hacia otras cosas de la habitación].

Alan:

Hasta mis propios videojuegos.

Terapeuta:

Me imagino cómo pudo ocurrir. [Más validación].

Alan:

Sí, imagino que lo hice yo.

Terapeuta:

Parece que tenías motivos. Pero ahora has perdido cosas que eran muy importantes para ti. Tendríamos que trabajarlo. [El terapeuta intenta infundir motivación para que el niño cambie].

Esta técnica de validar sentimientos y desestigmatizar las conductas asociadas para promover el recuerdo autobiográfico también resulta útil con niños y adolescentes que tengan conductas sexuales de las que son amnésicos. Eliminar el estigma de la actividad sexual implica validar sentimientos como querer cercanía, querer sentirse deseable,

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querer sentirse querido, o incluso querer sentirse poderoso en sus relaciones sexuales. Si la manera en la que reformulamos y desestigmatizamos las experiencias se adecua al cliente, nuestras interpretaciones resonarán con su experiencia y será más probable que recuerden la experiencia y que compartan cómo se sentían cuando ocurrió. Con Frank, la desestigmatización se logró con psicoeducación del valor que había podido tener su ira en su entorno anterior, y de cómo la ira es un sentimiento de autoprotección válido y necesario. Las recompensas positivas por recordar y la reducción de las consecuencias negativas por recuperar recuerdos también enseñaron a Frank que su comportamiento no se etiquetaba como “malo” sino que se veía como señales importantes de sentimientos que tenían que entenderse.

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Destacar los sentimientos a través del juego de rol Dado que la activación afectiva es lo que inicia la evitación disociativa, descubrir el afecto precipitante puede ayudar a restaurar la conciencia de los eventos olvidados. El caso de Alan ilustra cómo el terapeuta puede intentar sugerir sentimientos que podían haber estado asociados con el tipo de conducta que el niño niega para después utilizarlos como un puente hacia el recuerdo. Con Frank, fue una de las técnicas más importantes para recuperar su memoria. Igual que con Alan, a Frank le destaqué los sentimientos de ira, ya que sus comportamientos destructivos parecían estar claramente orientados hacia las cosas más preciadas de tu madre adoptiva. También quise que Frank empezara a explorar cómo las personas podían sentirse cuando sus objetos preciados se rompían, y le pedí que pensara cómo se sentiría él si alguien hiciera añicos su preciada colección de cromos de béisbol. Ayudando a Frank a desarrollar empatía sobre cómo pueden sentirse las personas cuando les rompen las cosas, esperaba tender un puente afectivo que le ayudara a aproximarse a sentimientos similares en él mismo y que hubieran podido provocar la conducta en cuestión. Yo adopté el rol de Frank en una situación imaginaria en la que al regresar a casa de la escuela me encontraba la colección de cromos de beisbol destrozada, y a él le pedí que asumiera el papel de la persona que la había destrozado. Le dije, “¿Cómo has podido hacerle esto a mi colección? Estoy tan enfadada contigo que me pondría a gritar. ¿Acaso no me respetas?”. Frank, en el papel de alguien que había iniciado ese hipotético ataque a su propiedad, dijo, “Te lo merecías. Tú no me quieres”. Parecía claro que Frank se estaba acercando a su propia experiencia afectiva, la que podría haber dado lugar al comportamiento que no recordaba. El recuerdo de su conducta siguió sin salir a la superficie tras esta intervención, pero cada vez estábamos más cerca.

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Imaginar juntos Tras identificar las emociones que parecen estar asociadas con el periodo de tiempo ausente, si el niño superviviente sigue sin poder acceder al recuerdo autobiográfico apropiado, el niño y el terapeuta pueden “imaginar juntos” lo que ocurrió e intentar añadir posibles sentimientos asociados o episodios que se recuerden. Por ejemplo, yo le dije a Frank, “Entonces, Frank, imaginemos que te hubieras sentido enfadado al llegar a casa de la escuela porque te habías acordado de todas las tareas que tenías que hacer y no te apetecía hacerlas. ¿Puedes imaginar qué hubieras hecho?”. Incluso sin el recuerdo, el cliente puede especular sobre posibles conductas que sabe que hubiera tenido en circunstancias similares. Frank dijo que a veces hubiera encendido la tele y se hubiera olvidado de todo, o que también podía dar un fuerte portazo a la puerta de casa. Le pedí que se imaginara volviendo a casa enfadado y que se viera dando ese portazo. A continuación, le pedí que imaginara qué sentía en el cuerpo, qué oía cuando escuchaba el ruido de la puerta, y qué pensaba que podría hacer después. El ejercicio de imaginar su propia conducta cuando está enfadado permite que su mente empiece a aproximarse al material prohibido y puede servir de señal muy potente para potenciar la recuperación de los recuerdos reales. Sin embargo, cabe destacar que esta técnica de que el cliente se imagine sintiendo de determinada manera, o imaginarse teniendo un comportamiento destructivo que hubiera querido tener, resulta a todas luces inapropiado cuando se intenta recuperar recuerdos traumáticos de maltrato que implican la conducta de otra persona. Imaginar episodios es una técnica que solamente deberá utilizarse para restaurar recuerdos autobiográficos de la conducta de uno mismo. Gracias a esta técnica Frank fue capaz de recordar el olor de la olla puesta al fuego cuando volvió de la escuela el día que se rayó la mesa del salón. Recordó haber dado un portazo con la puerta de casa al entrar y recordó que el gato se había asustado. Frank también recordó haber mirado al lavavajillas y sentirse molesto porque se tenía que vaciar, pero seguía sin poder recordar haber arañado la mesa, aunque poco a poco íbamos progresando. La técnica de imaginar juntos también se utilizó con Steven, de 13 años (presentado en el Capítulo 6), que vino a mi consulta con un trabajador del centro de detención juvenil donde estaba por haber entrado a robar a casa de un vecino. Steven afirmaba no tener ningún recuerdo de sus actos y el centro de tratamiento quería que se le evaluara por si sufría trastorno disociativo. Con el ejercicio de “imaginar juntos” lo que hubiera hecho, lo que hubiera visto y dónde hubiera encontrado dinero en casa de su vecino, Steven

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pudo al fin recordar lo que había ocurrido realmente ese día. A lo largo del proceso yo fui reafirmando a Steven por lo valiente que era al trabajar conmigo, esperando así combatir con su propia necesidad de criticarse y de condenarse por su comportamiento.

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Recoger datos y documentar las señales de contexto Cuando trabajo con niños disociativos, el hecho de ir desvelando continuamente recuerdos ocultos se formula como una misión importante en la que estamos trabajando juntos. Es una misión que requiere esfuerzo, y gran parte de ese esfuerzo tiene que venir del cliente. Las personas que han sobrevivido al trauma infantil suelen tener dificultad con las conductas orientadas a objetivos, y llevar a cabo esos esfuerzos ayuda a los niños a entender que vivir plenamente implica esfuerzo, planificación e identificar la consecución de objetivos importantes. Para implicar a estos niños en esa conducta orientada a objetivos para la recuperación de recuerdos suelo formular la información que falta como un “misterio” que debemos resolver, y a partir de ahí utilizo las competencias del propio niño como si fuera un aprendiz de detective. A Frank le encantaba la serie de misterio Hardy Boys y utilizamos la metáfora del aprendiz de detective para ayudarle a convertirse en el inspector de su propio caso. Así, creamos un “expediente de caso” con preguntas como “¿quién?” “¿dónde?” “¿cuándo?” y “¿por qué?”, y fuimos dando respuesta a todas esas preguntas a medida que íbamos recogiendo pistas. Una de las pistas, por ejemplo, era que Frank había observado que su gato estaba muy saltarín cuando volvió a casa desde la escuela el día en el que se rayó la mesa. Él sabe que su gato se pone a saltar cuando oye ruidos estridentes y a partir de ahí Frank dedujo que podía haber dado un portazo, y lo anotó en nuestra lista de pistas. También pudimos limitar la hora del episodio misterioso porque observamos que su hora habitual de volver de la escuela eran las 4 pm y que sus padres habían llegado a casa y habían descubierto el daño a las 5:30 pm. Dado que Frank había dicho que siempre mira un programa de televisión de 4 a 4:30 pm, dedujimos que la hora probable en la que se produjo el episodio de la mesa era entre las 4:30 y las 5:30 pm. Centrándonos en esas pistas, que se iban acumulando poco a poco, ayudé a Frank a dirigir su atención hacia el episodio olvidado. De hecho, estábamos ensayando competencias de recuperación orientadas a recuperar su memoria autobiográfica. He utilizado esa técnica en unidades ambulatorias y de ingreso con adolescentes que manifiestan ausencia de recuerdos de conductas destructivas o ausencia de conductas regresivas.. Cuando trabajo con adolescentes disociativos, lo primero que les pido es que anoten en un cuaderno todos los eventos que no recuerden, pero en los que está claro que participaron. Después les pido que entrevisten a empleados o a compañeros para pedirles que describan lo que vieron, además de cualquier otro episodio o episodios que pudieran haber precipitado la conducta del cliente. Durante esa actividad, potencio las competencias de autoobservación de los clientes y les pido que adopten un papel activo a

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la hora de centrarse en la conciencia que tengan de sus propias conductas. Cuando se les pide que adopten tantísima responsabilidad para la autoobservación, la frecuencia de cambios o fluctuación entre estados suele disminuir rápidamente. La técnica del cuaderno también puede utilizarse con las familias cuando el niño o el adolescente es incapaz de recordar incidentes que ocurren en su vida familiar. En esos casos pido al niño que utilice el cuaderno para registrar los episodios que se han producido y también pido a todos los miembros de la familia que anoten lo que ocurrió según su propio punto de vista. Por su parte, el menor se siente motivado para escribir en el cuaderno, ya que quiere describir todo aquello que justifique sus propias reacciones, en especial cuando las familias tienen la oportunidad de comentar sus propios puntos de vista, que no coinciden con los del niño. Las competencias de autoobservación del niño mejoran a medida que centran la atención en sus propias conductas y en los sentimientos asociados.

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Buscar estados disociativos ocultos Después de modificar las contingencias motivacionales, validar los sentimientos, desestigmatizar los episodios en cuestión y ayudar al cliente a encontrar señales que le ayuden a recuperar recuerdos, es posible que el cliente siga diciendo que no recuerda una conducta observada. En ese caso cabe la posibilidad de tener que acceder a un estado disociativo oculto para recuperar la plena conciencia. Además, quizás haya que utilizar las competencias de “escucha interior” que se describían en el Capítulo 7, junto con esas otras técnicas. Si pedimos al niño que escuche en su interior a cualquier parte de su mente que pueda tener información sobre el episodio ocurrido, es posible que el cliente oiga algo o aprenda algo útil. Fue precisamente ese ejercicio de “escucha interior” el que finalmente permitió que Frank descubriera lo que había ocurrido en casa el día que se rayó la mesa. Tras varias semanas probando algunas de las técnicas aquí descritas, Frank me dijo que había oído en su mente algo que se autodenominaba “enfado profundo”, y me dijo que la voz de “enfado profundo” le decía que “luchara” contra su madre adoptiva, que quería más a sus “cosas” que a él mismo. Finalmente, “enfado profundo” fue capaz de comunicar internamente con Frank y describir toda la historia de cómo se rayó la mesa del salón. Frank me explicó que el día del incidente había un programa especial en la tele que él tenía muchas ganas de ver. Sabía que si no hacía las tareas que le había encomendado su madre tendría problemas, pero no pensó que había tiempo para las dos cosas: las tareas y la tele. Al sentirse atrapado en ese lío, Frank cerró la puerta de un portazo al llegar a casa y asustó al gato, que gruñó y se escondió en un rincón. La parte de “enfado profundo” de la mente de Frank se enfadó con el gato por no mostrarle afecto al llegar a casa y empezó a experimentar una sensación de no ser querido ni amado, ni siquiera por el gato. Además, al recordar la tarea que se suponía que tenía que hacer, la parte “enfado profundo” de la mente de Frank recordó las expresiones severas en el rostro de su madre adoptiva cuando no hacía lo que le encargaba, y esas expresiones severas le recordaban el maltrato infringido por su madre biológica antes de la adopción. “¿Qué importancia podía tener el hecho de vaciar el lavavajillas?”, se preguntaba Frank. ¿Acaso era más importante que el programa de televisión que quería ver? Con el comentario permanente de “enfado profundo” en su mente, Frank recordó que había empezado a vaciar el lavavajillas y que había sacado un cuchillo. Entonces, en lugar de ponerlo en su sitio, fue al salón y rayó la mesa, pensando, “¡Eso le enseñará a no tener tanto amor por sus cosas! ¡Yo tendría que ser lo importante, y no las cosas!”. El nombre de “enfado profundo” parecía bastante descriptivo de los sentimientos subyacentes a la conducta de Frank.

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Tras descubrir ese estado oculto, Frank se mostró abierto a ayudar a “enfado profundo” para que aprendiera las diferencias entre su hogar de nacimiento y su hogar adoptivo, para ayudar a resolver los sentimientos persistentes de traición. El descubrimiento de “enfado profundo” dio lugar a un trabajo familiar importante, en el que ayudé a la nueva madre de Frank a entender la herida y la traición que Frank había sentido con su madre biológica y cómo algunos de esos sentimientos estaban siendo vertidos sobre ella. La madre adoptiva de Frank fue capaz de tranquilizarle en el sentido que, efectivamente, él era más importante que sus cosas y que aun así sus cosas le importaban, igual que a él le importaban las suyas. Descubrir un estado oculto, como “enfado profundo” suele producir un movimiento terapéutico rápido ya que cliente y terapeuta pueden “negociar” con el estado disociativo oculto. Por ejemplo, pueden trabajar para reconocer el dolor que sufre esa parte u ofrecer otros consuelos a cambio de dejar de tener ciertos comportamientos. Varios meses después del descubrimiento de “enfado profundo” la conducta destructiva de Frank en casa desapareció por completo. Entre tanto, Frank fue mejorando progresivamente en el acceso a los recuerdos sobre su comportamiento en casa –de tres semanas de terapia intensiva, a dos semanas y después, una. Al final Frank me enviaba un mensaje al móvil al día siguiente de haber llevado a cabo actividades destructivas, para decirme, “Tiene que venir, Doctora Joy, quiero terapia ahora mismo, para acordarme y recuperar los privilegios”. Al final, sus propias conexiones neuronales se actualizaron con su motivación por recordar y Frank fue capaz de mantener una conciencia central y de abstenerse de llevar a cabo esas conductas. En lugar de eso, Frank aprendió a escribir lo que le hacía enfadar y a hablarlo en nuestras sesiones familiares. Por mi parte, trabajé con él para desarrollar una lista de frases-señal que le ayudaran a relajarse cuando se enfadara. La lista incluía frases como “Mi madre es distinta a la madre que dejé”. “Las cosas no son personas, pero también son importantes”. “Enfadarse está permitido, destrozar cosas, no”. Esa lista de frases-señal ayudaban a “enfado profundo” a recordar su pacto de mantenerse a salvo, y ayudaron a Frank porque le proporcionaban un vínculo con nuestro trabajo en terapia. Además, Frank recibió instrucciones de llamar a mi contestador cuando llegara a casa de la escuela, solo para escuchar mi voz y recordar los pactos y lo acordado conmigo en materia de seguridad. Los recuerdos de Frank de conductas autobiográficas recientes siguieron mejorando y cuando llegó el momento de graduarse en su escuela especial, ya no mostraba ninguna indicación de trastorno disociativo. Aunque el ejercicio de “escucha interior” no sea productivo, el terapeuta no debería rendirse y también puede trabajar con el niño para empezar a desarrollar señales, crear contextos seguros para

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recordar, identificar los sentimientos subyacentes a la conducta y seguir explorando con el cliente hasta que sea capaz de completar los detalles que faltan. Si a pesar de todas esas técnicas, el niño disociativo sigue desconcertado por su propia conducta, el terapeuta puede describir la información que falta como “el día misterioso”, o la “forma como actúas cuando eres como un zombi”, o cualquier otra expresión descriptiva. Por ejemplo, yo podía describir la conducta misteriosa como “el Jonathan que robó el cuchillo de cocina de mamá”, y después preguntar “Si hubiera un tal Jonathan, ¿cómo se sentiría? ¿Qué pensaría? ¿Por qué lo habría hecho?, porque seguro que tenía una buena razón?”. Como se puede ver, el niño que dice no recordar nada tiene poco indulto en mi consulta ya que yo estoy determinada a ayudarle a que encuentre su conciencia central, a pesar de las muchas resistencias que puedan surgir en el proceso.

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Advertencias Algunos niños y adolescentes tienen miedo a acceder a los recuerdos de sus propias conductas recientes porque temen que al recordarlo se activen los recuerdos de traumas dependientes del estado. Por ejemplo, un adolescente que pasa a estado de niño pequeño podría tener miedo a activar recuerdos aterradores de abusos sufridos hace tiempo, que podrían ser desestabilizadores y sobrecogedores. Por mi experiencia, he observado que la mayoría de los clientes que utilizan las técnicas aquí descritas recuerdan solamente los episodios traumáticos específicamente relacionados con las conductas en cuestión, y en lugar de sentirse abrumados por ese conocimiento se sienten reconfortados de que sus conductas tengan una lógica interna. Si temen que se verán abrumados por viejos recuerdos traumáticos al recordar una conducta reciente, el terapeuta deberá utilizar técnicas de visualización para contener el contenido traumático (se describe en los Capítulos 9 y 13) y esconderlo en una caja fuerte imaginaria hasta más adelante, cuando puedan entenderse y tratarse. Las preocupaciones sobre la activación de contenido traumático no deberían desbaratar los esfuerzos por ayudar al cliente a lograr una conciencia y unos recuerdos integrados sobre la conducta actual. Es muy importante que los niños tengan recuerdos autobiográficos disponibles, dado que su funcionamiento en casa, en la escuela y con los amigos se ve muy comprometido sin ello. Así pues, e independientemente de lo difícil que pueda parecer, revertir la amnesia de conductas actuales tiene que convertirse en una prioridad.

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Otras causas de amnesia Cuando evaluamos la posibilidad de amnesia disociativa, es importante preguntar siempre si hubo alcohol u otras sustancias implicadas. El uso de sustancias, en particular el alcohol, puede producir “lagunas” en las que los niños y los adultos es posible que manifiesten conductas sexuales o agresivas de las que después no guarden ningún recuerdo. Si el problema de memoria es resultado de abusar del alcohol, las técnicas para revertir la amnesia no serán efectivas y en lugar de eso quizás sea necesario que el adolescente participe en un programa de tratamiento del abuso de sustancias adecuado. Por otro lado, cuando el consumo de alcohol ha progresado hasta un nivel en el que el menor experimenta pérdidas de memoria, probablemente el problema haya alcanzado un nivel de abuso grave. Otra razón que cada vez es más común para la pérdida de memoria, sobre todo en fiestas de adolescentes, es cuando alguien añade a escondidas en la bebida flunitrazepam, GHB (ácido gammahidroxibutírico), Ketamina, o incluso clonazepam. Un cliente que experimente pérdida de memoria después de que alguien haya puesto una de esas sustancias en su bebida suele describir la pérdida de entre 4 y 24 horas, y no recordar nada de lo ocurrido. Además, suelen encontrar su ropa desordenada y experimentar sensaciones extrañas en su cuerpo que les sugieren que fueron agredidos. Esos recuerdos rara vez regresan, pero son comunes los sentimientos impresionistas sobre lo que ocurrió y las sensaciones asociadas de disgusto y de ira. Si la pérdida de memoria es atípica para nuestro cliente y se ha producido después de beber algo en presencia de otras personas, especialmente en una fiesta con desconocidos, ese tipo de consumo de drogas puede ser la explicación de lo ocurrido. Debemos educar a los clientes de la importancia de que las bebidas que vayamos a tomar se abran delante nuestro –especialmente cuando están en lugares públicos o en fiestas privadas donde hay gente que no conocen. Otra razón por la que podemos tener que evaluar la amnesia en un cliente infantil es cuando no logra recordar algo que otras personas asumen que hizo. En un caso que llevé, evalué a una niña de doce años acusada de herir al niño de cuatro años al que estaba cuidando. El niño acabó falleciendo por las heridas producidas en la cabeza y la niña, por su parte, recordaba que el pequeño se había caído de la cama, pero decía que no había caído de cabeza y que no podía recordar nada que le hubiera causado la muerte. Una investigación minuciosa de los hechos reveló que el pequeño había mostrado signos claros de riesgo neurológico durante todo el tiempo en el que la niña le estuvo cuidando. Al final se identificó a otro culpable como asesino del pequeño; fue el novio de la madre,

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que había golpeado al niño en la cabeza el día antes. La chica a la que yo evalué tenía recuerdos coherentes del tiempo que pasó con el niño, pero tenía tanto miedo de que algo que hubiera hecho ella hubiera causado el fallecimiento del niño que aceptó la idea de que sufría de amnesia de haberle atacado. Es importante ser escéptico, tener la mente abierta y ser cauto durante las entrevistas cuando surgen preguntas de amnesia disociativa en el espacio clínico. Una actitud de aceptación y de ligera investigación nos llevará a la verdad si somos pacientes y validadores, pero sin dejar de perseguir los hechos reales.

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Olvidos globales A veces los hábitos disociativos se practican con tanta frecuencia que los clientes desarrollan una especie de olvido global de la vida cotidiana. De hecho, pueden decirnos que tienen “muy mala memoria” y que no pueden recordar cosas sencillas como si fueron a la escuela el día anterior, qué comieron, o incluso operaciones matemáticas básicas. A esos niños se les suele diagnosticar TDAH, pero la incapacidad de concentrarse en actividades de la vida cotidiana puede ser una adaptación traumática a un entorno anterior en el que se sintieran permanentemente indefensos, inútiles y traumatizados. En esos casos, el hecho de no recordar se ha convertido en una importante competencia de supervivencia ya que la información cotidiana podría ser señal de recordatorios traumáticos. Saber lo que iba a ocurrir o lo que ya había ocurrido solamente activaría sentimientos de impotencia y retraumatización. Como consecuencia, el olvido global ha acabado por convertirse en la mejor estrategia. Cuando trabajo con esos niños supervivientes, les ayudo proporcionándoles muchas señales y prácticas para recordar. La rehabilitación es parecida a la de los clientes que han sufrido lesiones cerebrales y que necesitan ayuda externa para recuperar la memoria: cuadernos organizadores especiales, compañeros que les recuerdan las tareas de clase, correos electrónicos diarios a los cuidadores para recordarles los deberes, confiar en las calculadoras o en tablas de matemáticas, o ayudas en clase mientras trabajan en terapia para ajustarse a un entorno en el que recordar es seguro. En el Anexo G aparece una lista de comprobación para tratar la amnesia autobiográfica. Habiendo abordado la conciencia desconectada que da lugar a los problemas de memoria, ha llegado el momento de centrar nuestra atención en la conciencia desconectada del mismo cuerpo. En el próximo capítulo explicaré cómo mejorar la conciencia somática y cómo gestionar la hiperactivación típica de muchos niños con trauma crónico.

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Entablar amistad con el cuerpo Consideraciones somáticas para el niño superviviente

Las lágrimas caían por el rostro de Ellen en la consulta mientras hablaba del conflicto familiar que había dado lugar a su ingreso hospitalario anterior. Cuando le pregunté, tranquilamente, qué ocurría, su respuesta fue: “Tengo la cara mojada”. Ellen estaba tan desconectada de su mundo emocional y de su asociación con las manifestaciones físicas que no podía relacionar su cara mojada con el hecho de experimentar emociones, y por eso percibía la sensación física sin su base emocional asociada. Este capítulo presenta técnicas útiles durante la fase “A” del modelo EDUCATE, que promueve la regulación de la activación y del afecto en el contexto del apego. Muchos niños supervivientes permanecen separados del significado físico de las señales de su cuerpo. Algunos no perciben las señales del cuerpo en absoluto, o malinterpretan las sensaciones. A menudo perciben las señales de su cuerpo como intrusiones o amenazas innecesarias que intentan silenciar mediante la autolesión o la evitación. En otros casos es posible que los niños sientan sensaciones de dolor que no están relacionadas con ningún problema físico existente. De hecho, su dolor se basa en experiencias somáticas de su pasado. Sus cuerpos pueden estar en un estado constante de hiperactivación postraumática, con una aceleración de la frecuencia cardíaca y una intensidad frenética de sus conductas, como si estuvieran permanentemente huyendo de un enemigo. Los niños con ese tipo de problemas somáticos necesitan aprender a ver su cuerpo como un aliado y a leer sus señales –prestar atención a las señales somáticas relevantes para el presente, mientras calman las relativas a un pasado distante. Es un proceso continuado en el tiempo y que atraviesa todas las fases de terapia, pero la atención temprana de esos problemas puede ayudar a los clientes a obtener competencias que les servirán mucho durante el tratamiento.

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El niño hiperactivado Cualquier persona expuesta a una amenaza experimenta inmediatamente un aumento de la actividad del sistema nervioso simpático, más el aumento asociado de la frecuencia cardiaca y de la respiración, un aumento del tono muscular y de la disponibilidad de azúcar para la energía de los músculos, y una contracción del foco de conciencia (Perry et al., 1995). Esa reacción ante la amenaza tiene muchas y variadas implicaciones para todo el cuerpo, ya que afecta a varios sistemas físicos debido a la activación de la respuesta en situación de estrés, incluidas las regiones cerebrales que afectan a la atención, la actividad motora, la impulsividad, el susto, la regulación del sueño e incluso las capacidades de aprendizaje y de respuesta inmune (Ford, 2009; Perry et al., 1995). Con una activación repetida, el sistema de respuesta ante amenazas con el tiempo se va sensibilizando y puede activarse por una variedad cada vez mayor de estímulos menores. El estado de hiperactivación se convierte en un “rasgo” duradero que acaba por tipificar la conducta del niño, incluso cuando ya no hay amenaza (Perry et al., 1995). Perry y colegas contrastan esta respuesta hiperactivada ante la amenaza con la respuesta hipoactiva, que también puede convertirse con el tiempo en un patrón de respuesta típico, incluso cuando ya no hay amenaza. Este patrón de hipoactivación se describe en el capítulo siguiente, con un análisis en profundidad de los estados de bloqueo disociativo. Muchos de los niños que acuden a mi consulta alternan entre un estilo hiperactivado, con periodos de activación extrema, y un estilo hipoactivado marcado por periodos de indiferencia. Como terapeutas, nuestro objetivo clínico es ofrecer a los niños nuevas herramientas para que modulen la respuesta hiperactiva sin recurrir a bloqueos autoinducidos en los que son inmunes a toda estimulación. Muchos de los adolescentes a los que visito y que no tuvieron acceso a terapia cuando eran más pequeños, han perfeccionado esas respuestas de bloqueo disociativo. El cambio gradual de la hiperactivación continua a un estado de hipoactivación puede tener una base fisiológica enraizada en la desregulación del cortisol consecuencia del trauma. Trickett et al. (2011) descubrieron que, durante la infancia, los niveles de cortisol de las niñas que habían sufrido abusos eran más elevados que en el grupo de control. Sin embargo, en adultos ese patrón se invertía y los supervivientes de maltrato tenían niveles de cortisol más bajos que los controles. Esos resultados sugieren que los niños que experimentan un trauma del desarrollo de abuso sexual pueden tener anomalías duraderas en la modulación de su nivel de activación. Muchos de los niños hiperactivados que vienen a mi consulta son niños pequeños en

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edad preescolar que han sido separados recientemente de sus familias de origen, en las que sufrían maltrato físico, abuso sexual y/o negligencia. Lo primero que observo clínicamente son sus momentos solapados. Incapaces de centrarse en un juguete de la consulta, aunque sea brevemente, van cogiendo un muñeco tras otro y los van dejando a un lado, sin ningún cuidado, mientras buscan el siguiente. En ocasiones estos niños inician un juego postraumático muy breve con un muñeco al que acaban lanzando al suelo diciendo “bebé malo”. Otras veces pueden quedarse momentáneamente absortos en un juego más largo en el que la muñeca o la madre simbólica acaba en peligro o muerta, y el juego acaba repentinamente con otro movimiento solapado o con una breve conducta autolesiva como pellizcarse la piel o golpearse la cabeza. Es como si se vieran constantemente inundados por un aluvión incesante de señales de peligro evocadas tanto por el mundo exterior como por sus respuestas interiores, y salieran disparados frenéticamente en un baile de evitación, como balas perdidas. En este estado de hiperactivación, todas las tareas de desarrollo necesarias para su edad serán sacrificadas por el escurridizo objetivo de la seguridad. En un estado de hiperactivación permanente, esos niños son incapaces de aprender cosas nuevas, de jugar con los niños de su edad, o de desarrollar sentimientos de apego y de seguridad con su nuevo cuidador protector. ¿Cómo se puede calmar ese terrible baile de evitación y llevar al niño hasta un nivel de activación óptimo? Conectar con un nivel simbólico o verbal y reforzar la seguridad He descubierto que una forma de relajar este tipo de respuestas hiperactivadas y frenéticas es utilizar las palabras, con tranquilidad y educación, para conectar con el significado de las conductas infantiles y presentar mi consulta y mi presencia como un espacio y una persona que garantizan el final de la amenaza temida. Esos niños traumatizados no están acostumbrados a que alguien conecte con ellos con sinceridad y empatía y parecen incapaces de creer que alguien conozca o entienda los sonidos aterradores y las imágenes de peligro que están presentes en sus mentes. Cuando actuamos así, vemos como de repente los niños dejan de moverse frenéticamente, establecen contacto visual con nosotros y prestan atención a nuestras palabras mientras comentamos su miedo y su necesidad de seguridad. Los nuevos padres adoptivos o padres de acogida que están mirando se quedan sorprendidos por la sofisticación y la madurez que esos niños pueden llegar a mostrar cuando sienten que su experiencia ha sido comprendida y representada correctamente. Por ejemplo, si un niño de repente se da golpes en la cabeza, yo agarro su mano con delicadeza y le digo, “Cuando te golpeas así en la cabeza me pregunto si es que alguien te ha dicho algo que da miedo. Yo voy a mantenerte a salvo aquí incluso de las cosas horribles que puedas oír o ver. Aquí no se le

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hace daño a nadie”. Si el niño reconoce haber oído algo, le pediré inmediatamente que lo dibuje o que me hable de ello y, utilizando el nombre o la descripción que ofrezca él mismo, invitaré amorosamente hasta a un “horrible hombre-monstruo” a que me ayude a encontrar maneras para hacer que Johnny se sienta seguro y amado con frases como “Espero que esa horrible voz del hombre-monstruo que oyes en tu cabeza trabaje conmigo para aprender cómo sentirse a salvo. Y quizás un día también aprenda a relajarse y a decir adiós a todas esas cosas que dan miedo”. Si un niño me enseña una muñeca herida y dice “niña mala”, responderé tranquilamente: “Quizás esa niña se siente mal porque le hacen daño, pero ningún bebé es realmente malo, vamos a intentar ayudarla a que se sienta mejor. Me pregunto si sabe que algún día podría encontrar un lugar seguro”. Comentar de algún modo el tema del peligro, tal como se presenta en la conducta del niño, e introducir la idea y la promesa de seguridad con palabras y con un tono de voz tranquilizador suele ayudar en las primeras fases del trabajo con niños hiperactivados en edad preescolar. En mi experiencia, esas intervenciones verbales calman mucho a esos niños pequeños. De la misma manera que hablamos con los bebés antes de que puedan entender plenamente todo el sentido de las palabras, las intervenciones verbales y simbólicas, incluso cuando no se procesan ni se entienden completamente, pueden ayudar a crear un entorno en el que los niños pequeños puedan sentirse más seguros y más tranquilos. El niño responde al tono de tranquilidad de mi voz, a la empatía que muestro por sus experiencias, y a mi voluntad de permanecer presente con él y con dichas experiencias. La importancia de los aspectos no semánticos de la comunicación verbal, como el tono de voz para modular el nivel de activación del niño, queda muy bien descrita por Yehuda (2011), un patólogo del habla que regula y estabiliza a niños traumatizados mediante los aspectos verbales y no verbales de la comunicación.

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Regular la activación mediante actividades sensoriomotrices Los maestros de guardería saben que utilizar canciones y las palmadas asociadas pueden indicar al niño la entrada en un estado más tranquilo, y suelen utilizar esos rituales de canciones con palmadas y “tiempo de sentarse” antes de la hora del círculo en la clase. Según el Modelo neurosecuencial de la terapéutica (2006) de Perry, las experiencias rítmicas ayudan a estimular las áreas subcorticales del cerebro que se pueden haber visto comprometidas durante el trauma del desarrollo en una edad temprana. Cuando trabajo con niños suelo utilizar canciones, o poemas repetitivos que les hacen sentir que la seguridad y la calma pueden sustituir a los estados crónicos de hiperactivación. Tracy, a quien hemos presentado en el Capítulo 7, había sufrido abusos por parte de su abuelo a los siete años mientras la madre estaba en el trabajo. A los nueve, una ansiedad por separación severa empezó a abrumarle en la escuela, se sentía incapaz de respirar y se preocupaba muchísimo por su madre. Como parte del arsenal de estrategias para calmarse, le enseñé a recitar un poema mientras miraba a una fotografía de su madre. Hoy me voy a tranquilizar Porque mamá está al llegar. Y si tarda un poco sé que llegará pronto. Le dije a Tracy que mientras recitara esos versos se diera golpecitos con las manos en las rodillas, de forma alterna, para activar el cerebro bilateralmente como se recomienda en la técnica de desensibilización y reprocesamiento con el movimiento ocular (EMDR, Adler-Tapia y Settle, 2008). La creación del poema, junto con la creación de la decoración y las ilustraciones que lo acompañan, y el hecho de recitarlo con ritmo, ayudaron a contrarrestar el estado hiperactivado de Tracy, tanto a nivel de procesamiento cortical (dibujar y procesar el significado semántico de las palabras) como subcortical (los aspectos relajantes de la rima y el ritmo). También se puede enseñar a los niños a ralentizar y a regular su respiración colocando una almohada sobre el abdomen y viendo cómo sube y baja a medida que relajan la respiración y llegan al recuento estándar (Cohen et al., 2006). Por lo general, si estoy enseñando técnicas de respiración, lo acompaño con alguna estimulación auditiva, utilizando para ello distintos sonidos –olas del mar, pájaros de la selva, viento o lluvia. De hecho, suelo pedir a los niños o a los adolescentes que elijan el sonido que más les relaje.

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La sensación de tocar un juguete blando o una manta suave también puede ayudar a calmar la activación. En mi consulta tengo varios peluches, cojines y una manta que los niños y los adolescentes pueden utilizar para ponerse en una postura cómoda. Mecerse con un peluche suave y mimoso puede aportar una estimulación tanto rítmica como sensorial que puede resultar relajante. Incluso hay chicos adolescentes que quieren ponerse cómodos así cuando tienen la oportunidad de hacerlo. La mayoría de los niños más mayores (entre cinco y doce años) y adolescentes prefieren actividades relajantes que impliquen una activación sensoriomotriz controlada, enfocada y que requiera concentración, como la que aportan los videojuegos, los juegos de construcción tipo Lego, o juegos como el Jenga (también conocido como Timberrr, en el que el objetivo es ir retirando piezas sin que caiga la torre). El esfuerzo utilizado para controlar los movimientos motores en esas actividades parece canalizar la hiperactivación de los niños y la recompensa instantánea de conseguir puntos, evitar tocar el resto de las piezas, o evitar que la torre se derrumbe, aporta el refuerzo de permanecer motrizmente tranquilo para maximizar el logro. También incluyo actividades como esas durante las sesiones para ayudar a los niños hiperactivados a tranquilizarse, sobre todo si hemos hablado de asuntos con intensa carga emocional. Además, explico a los padres que permitir que el niño pase en casa algo de tiempo jugando a videojuegos no violentos y orientados al reto puede servir para aliviar estrés en el caso de niños traumatizados e hiperactivados de entre cinco y doce años y adolescentes. A veces, privarles de los videojuegos como castigo hará que esos chicos caigan en reacciones de auténtica rabia, pero privarles de la diversión de esas actividades no es la única razón de esa respuesta extrema. Los niños suelen indicar que las actividades sensoriomotrices centradas como los videojuegos son su principal fuente de calma y de autorregulación, y aunque ese escape para aliviar el estrés puede volverse adictivo y sobreutilizado, si los juegos se eligen con cuidado para que no simulen violencia interpersonal y no son la única actividad del menor, pueden convertirse en una de las herramientas del arsenal de actividades para relajarse. En la unidad de ingresos infantiles del centro Sheppard Pratt en el que paso consulta, hay salas sensoriomotrices con varias actividades calmantes para ayudar a regular la activación extrema que encontramos a menudo entre nuestros niños hospitalizados. Los edredones aportan una sensación de seguridad ya que simulan la experiencia de arropar a un bebé y puede resultar profundamente calmante a nivel subcortical. En la sala sensoriomotriz también encontramos unas sillas basculantes en forma de huevo y que giran que aportan estimulación propioceptiva, pelotas muy grandes sobre las que los niños pueden botar y que aportan estimulación rítmica, y sillas blandas que se amoldan

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al cuerpo del niño. Los terapeutas especializados en trauma cada vez reconocen más la importancia de estas actividades sensoriomotrices adicionales. De hecho, algunas terapias para niños traumatizados, como el programa SMART (siglas en inglés de tratamiento para la regulación de la activación sensoriomotriz) han sido desarrolladas específicamente para regular la activación mediante intervenciones sensoriomotrices (Zelechoski, Warner, Emerson y van der Kolk, 2011).

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La visualización Una de las modalidades primarias que utilizo para ayudar a modular la activación es la visualización de un lugar seguro. Le pido a los niños o a los adolescentes que me digan un lugar en el que recuerden sentirse tranquilos o en paz, como unas vacaciones en la playa, experiencias en barco, o una acampada en el bosque. Cuando visualizan su lugar seguro, intento que los clientes piensen en algún lugar que no forme parte de sus experiencias cotidianas para que ninguna asociación nueva de la vida real pueda empañar la seguridad imaginada de la imagen. Algunos niños no han experimentado nunca un lugar que consideren seguro y entonces creamos un lugar imaginado juntos. Un lugar imaginado seguro puede ser cualquier lugar, incluso en la luna o bajo el mar, siempre y cuando esté asociado a la paz y a la tranquilidad. Sin embargo, es importante que el terapeuta pueda describir y reforzar los detalles sensoriales de esa experiencia imaginada de estar en el lugar seguro, por lo que no utilizaremos la luna como lugar seguro si el niño se siente mal por no poder respirar allí. Cuando los menores han identificado y descrito la imagen de su lugar seguro, les pido que lo dibujen o lo pinten. Hacer que el niño dibuje el lugar seguro ayuda al terapeuta a conocer cuáles son los detalles más sobresalientes para el menor, que después se pueden ampliar durante la instalación de la visualización. Además, ese dibujo pueden colgarlo en su habitación para que les ayude a recodarlo cuando intenten relajarse o dormir. La instalación de la visualización implica sugerir de forma muy real el lugar seguro, tras haber empezado induciendo un estado de relajación en el niño contando hacia atrás, con un ascensor mágico que le lleva a algún lugar especial, imaginando un jardín de flores especiales, u otras técnicas de inducción que llamen la atención del niño (véase, por ejemplo, Kluft, 1991; Wester II, 1991; Williams y Velasquez, 1996). Esos ejercicios de relajación y de visualización no son hipnosis formal, pero el conocimiento de las técnicas hipnóticas que se utiliza con menores puede ayudar al terapeuta a dominar la competencia de inducir la relajación y sugerir información sensorial muy real. La información sensorial que se sugiera durante estos ejercicios –como sentir el viento fresco en la cara, o la arena caliente entre los dedos de los pies, o el calor del sol en el rostro, o la sensación de estar sumergido en agua fría– tendría que ser agradable y fácil de imaginar para el niño. La visualización sensorial real ayuda a volver a sentir la sensación y la conciencia corporal como una experiencia positiva en lugar de como algo asociado solamente con sensaciones abrumadoras y dolor. El objetivo es desarrollar lugares seguros a los que el niño pueda acceder en momentos de aumento de la activación. Otras técnicas de visualización que pueden adaptarse para menores son los

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ejercicios de fortalecimiento del ego que enfatizan la fuerza interior y los recursos de afrontamiento interno con los que el niño o el adolescente ya cuenta (Phillips y Frederick, 1995; Wieland, 1998; Williams y Velasquez, 1996).

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Cuando el cuerpo está insensibilizado Es posible que los niños traumatizados se sientan orgullosos de su insensibilidad al dolor y que a veces presuman de ser capaces de resistir ataques de los compañeros o soportar enfermedades o heridas dolorosas sin sufrir. Resulta muy fácil ver cómo insensibilizar el cuerpo ante el dolor es una estrategia adaptativa en niños que han sufrido un dolor incontrolable. La disociación se utiliza como estrategia para afrontar el dolor, y no solo la utilizan las víctimas de maltrato infantil sino también los que sufren problemas médicos como quemaduras (Stolbach, 2005), dolor abdominal crónico (Silberg, 2011) o los efectos de intervenciones médicas dolorosas (Diseth, 2006). Aunque la insensibilización pueda ser adaptativa ante un dolor implacable, la insensibilidad a las sensaciones corporales puede generar problemas en la gestión cotidiana de la función intestinal y de la vejiga. La insensibilidad en esa zona es especialmente común en niños que han sido víctimas de abuso sexual, que pueden experimentar problemas de micción o defecación involuntaria como reacción ante un estrés incluso moderado, y es posible que carezcan de la conciencia sensorial necesaria para trabajar en revertir esos problemas. Hay varias razones discretas por las cuales los problemas de defecación y micción pueden ser secuelas en niños que han sido víctimas de abuso sexual. Una de las razones es que la relajación del intestino es un componente de la respuesta al miedo, dado que el exceso de adrenalina procedente de la activación del sistema nervioso simpático puede bloquear los órganos digestivos, con la consecuente relajación del intestino para que haya más energía disponible para los músculos. Al mismo tiempo, la activación parasimpática durante episodios de estrés severo puede estimular la peristalsis. Así pues, la combinación de una disminución del tono de los esfínteres y una mayor peristalsis puede ocasionar que las heces se escapen del ano de forma involuntaria. En el caso de la micción, los músculos implicados son similares, y la micción involuntaria puede ser resultado de un miedo sobrecogedor. Un segundo motivo para el descontrol de la micción y la defecación en los supervivientes de abuso sexual es el historial de estimulación anal o de la uretra común durante los abusos sexuales y que se acaba asociando con el miedo. De hecho, ese miedo se generaliza en una estimulación benigna o normativa del ano o la uretra durante el proceso de evacuación o de micción y, como resultado, el niño abusado puede tener una respuesta condicionada incontrolable de defecación o micción involuntaria cuando se ve ante una situación aterradora, o ante un detonante que le recuerda eventos asociados con el abuso. Con el tiempo, la activación involuntaria y continuada de la micción o de la defecación puede dar lugar a la desensibilización progresiva de las sensaciones de la

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zona anogenital. Por último, la sensibilidad perceptual se reduce aún más debido a los procesos disociativos a medida que el niño aprende a evitar la conciencia del área anogenital para evitar los detonantes asociados con cualquier estimulación en esa zona. Como resultado, la conciencia de las sensaciones normales de tener que ir al baño se ve comprometida, y puede dar lugar a incontinencia urinaria o fecal. En ocasiones esos procesos inicialmente involuntarios acaban organizándose en torno a personajes imaginarios o estados identitarios que el niño percibe como responsables de los accidentes (Waters, 2011). La micción o la defecación involuntarias son un problema muy embarazoso que puede cobrar vida propia y hacer que la familia no sepa cómo afrontarlo. Los cuidadores suelen creer que el niño tiene cierto grado de control de los síntomas porque ocurren con más frecuencia en casa que en la escuela. Los padres, por su parte, suelen reaccionar con enfado cuando estropean ropa o manchan la moqueta, y la vida parece alterarse mucho debido a esos síntomas. De hecho, las reacciones extremas de la familia ante el problema pueden activar un ciclo en el que el niño o el adolescente luche por tener cierto control en la familia, incluso un control negativo. En esos casos, cualquier control que el niño tenga sobre su intestino y el vaciado de su vejiga puede ser utilizado para castigar a la familia teniendo “accidentes” a propósito. Debido a que los problemas de eliminación urinaria o fecal en niños disociativos tienden a ser determinados por múltiples y complejos efectos y causas, pueden ser muy difíciles de tratar. Para revertir el ciclo de refuerzo negativo que puede sostener fácilmente esos síntomas, el terapeuta deberá primero desestigmatizar las conductas mediante la explicación de que son un efecto natural y común del tipo de experiencias que ha sufrido el niño. El terapeuta también tiene que trabajar con el niño para encontrar formas de recompensar y expandir hacia pequeños espacios de control de sentir sensaciones y control físico. Samantha era una niña de diez años que a los cuatro fue adoptada dejando atrás una familia en la que había sufrido maltrato físico y sexual. Al principio hizo un ajuste positivo en su nuevo hogar con una madre soltera, pero con los años empezó a experimentar enuresis nocturna intermitente. Cuando sufrió algún problema de acoso escolar en el nuevo colegio en quinto de primaria, su síntoma de incontinencia nocturna se amplió también al día, y acabó teniendo que salir del colegio varias veces con la ropa mojada, con la consecuente mofa de sus compañeros cuando regresaba. Sin embargo, el síntoma se reforzaba y Samantha tenía que salir del colegio cuando ocurría, y le explicaba al terapeuta que no tenía ninguna sensación cuando tenía que orinar pero que de repente sentía el calor y la humedad bajándole por las piernas y entonces salía corriendo de clase.

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Lo que hice en ese caso fue reforzar inmediatamente a Samantha por ser capaz de sentir el “calor y la humedad” y le pedí que lo describiera detalladamente y que hiciera un dibujo de cómo sentía esa sensación. Aunque fuera la sensación posterior a la micción involuntaria, quería ayudar a Samantha a poner en relieve las sensaciones que había tenido ya que eso la animaría a centrarse hacia dentro en las sensaciones de su cuerpo. Le pedí que prestara mucha atención la próxima vez que sintiera “el calor y la humedad” y que tomara notas en su diario sobre cómo eran las sensaciones y qué sentimientos estaba experimentando justo antes de la micción involuntaria. También invité a la madre a que retirara las expectativas de que recuperara el control inmediatamente, y con permiso de la escuela, hice que Samantha redujera su horario escolar, con lo que se minimizó el contacto con los acosadores con los que se encontraba a la hora del almuerzo y que era una de las cosas que más temía. En la siguiente visita Samantha me dijo que había mejorado en el control de la orina y que solamente le había ocurrido dos veces. También me explicó que había notado que tenía pensamientos atemorizantes justo antes de que se le escapara el pis, del tipo “una niña mala” diciendo “te lo mereces”. Cuando le pregunté de quién podría ser la voz de la “niña mala”, me dijo que se parecía un poco a la de su tía biológica, que solía gritarle antes de la adopción. Así pues, estaba claro que la micción involuntaria de Samantha estaba asociada a recuerdos traumáticos del pasado y también al trauma presente de ser acosada por “niñas malas” en el colegio. Juntas escribimos una carta a la “niña mala” de su mente, en la que le pedíamos ayuda para que Samantha aprendiera a “sentir que se le escapa el pipí” y en la que además explicábamos por qué pensábamos que Samantha no se “merecía” en absoluto las cosas malas que ocurrían, tanto en el pasado como ahora. Y dado que parecía saber tanto, también pedimos a la voz que le ayudara a aprender a “hacer pis con más control”. Samantha me dijo que sentía que la voz “estaba mejor” y por mi parte la invité a seguir conectando con los sentimientos que había tenido antes y después de un episodio de micción involuntaria, pero también a conectar con atención con los momentos en los que podía ir al baño por elección propia y describir bien esas sensaciones. La micción involuntaria de Samantha se solucionó relativamente rápido y la voz de la “niña mala” que Samantha decía escuchar nunca volvió a salir a la luz en terapia. Parecía que la “niña mala” representaba un episodio disociativo efímero vinculado específicamente con la micción involuntaria y con la activación traumática de miedo que el acoso escolar activaba en Samantha debido a su pasado traumático. Ese síntoma se resolvió a través de un proceso de cinco pasos: (1) abordar el trauma actual reduciendo la

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exposición a los acosadores y en última instancia cambiando de colegio; (2) desestigmatizar el síntoma; (3) reducir su poder en la familia para iniciar un ciclo de refuerzo negativo; (4) utilizar a la voz disociativa como un aliado; y (5) ayudar a Samantha a conectar con sus sensaciones físicas de forma más efectiva reforzando pequeños pasos en ese proceso. Los problemas de incontinencia intestinal pueden tratarse de un modo similar. Con la encopresis, el colon se vuelve crónicamente distendido debido al estreñimiento, y las heces se fugan de la masa dura de heces acumuladas en el colon. Esta pérdida de heces mancha la ropa interior sin que la persona que la sufre sienta ninguna sensación. El intestino distendido hace que el colon pierda sensibilidad, y eso agrava la falta de sensibilidad resultante de la disociación y el historial de maltrato. En esos casos es importante trabajar en colaboración con un médico ya que el niño puede necesitar utilizar laxantes para reducir la distensión intestinal que agrava el problema. Waters (2011) describe a un niño disociativo con encopresis cuyos síntomas se resolvieron con la identificación de todos los estados ocultos, el procesamiento no verbal de los recuerdos de maltrato, e invitando a todo el yo a trabajar unido. También es importante no asumir que toda encopresis está relacionada con el trauma dado que se trata de un problema pediátrico relativamente común que suele aparecer sin un historial de trauma específico. Véase en el Anexo H la lista de comprobación para terapeutas para la gestión de la incontinencia urinaria e intestinal. La ausencia de sensibilidad para las sensaciones físicas también puede afectar a la conducta alimentaria, ya que los niños supervivientes pueden comer poco quizás porque no son conscientes de la sensación de hambre, o comer en exceso porque no experimentan la sensación de saciedad. Son niños que en ocasiones pueden experimentar hambre en varios estados de conciencia distintos. Además, es posible que no tengan recuerdos de haber comido y vuelvan a pedir comida; un síntoma más común en niños procedentes de hogares negligentes en los que no se les alimentaba de forma regular y en los que las señales normales de saciedad y de hambre no se han desarrollado adecuadamente. Igual que con otros síntomas somáticos, el terapeuta puede ayudar al niño a conectar con las sensaciones físicas, ponerles nombre, dibujarlas y describirlas. Cuando hay múltiples estados disociativos compitiendo por alimento y el niño tiene amnesia de su comportamiento, el terapeuta debería intentar negociar y cooperar, como se describe en el Capítulo 6.

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La autolesión Una de las adaptaciones más alarmantes que los niños pueden desarrollar para afrontar el trauma es el hábito de autolesionarse. Puede ser en forma de arrancarse cabello, hacerse heridas en las uñas o en la piel, golpearse la cabeza o hacerse cortes con cuchillas u otros objetos punzantes. No es de extrañar que los supervivientes de traumas dolorosos intenten conseguir una sensación de control de su cuerpo autoinfligiéndose dolor. De hecho, encuentran cierto confort induciendo sensaciones conocidas. Además, la autolesión se refuerza con mucha potencia cuando se estimula al cuerpo para que libere endorfinas, unos opiáceos internos que pueden tener un efecto similar al de las drogas. Autolesionarse puede interrumpir de forma radical un estado afectivo incómodo, que los niños sienten que no tienen otra manera de regular (Yates, 2004). La autolesión también puede servir como demostración simbólica de su difícil situación, como para transmitir a los observadores un potente mensaje sobre lo que piensan que valen, o sobre cómo perciben estar siendo tratados. Ferentz (2012) compiló una completa lista de comprobación de 29 razones distintas por las que una persona puede autolesionarse. Yo he adaptado esa lista para niños y adolescentes, y se incluye en el Anexo I (también disponible online). Esta lista de comprobación de autolesión puede ser un punto de partida para hablar de las razones por las que los niños pueden autolesionarse. Los adolescentes identifican múltiples razones para la conducta de autolesión: comunicar su dolor, regular el estado de ánimo, como autocastigo o para impedir la agresión a los demás. Por otro lado, los niños más pequeños a menudo son totalmente incapaces de articular por qué tienen comportamientos de autolesión repetitivos. Cuando abordamos la autolesión, puede ser útil explicar a los niños que existen procesos fisiológicos muy potentes que sostienen esa conducta. Yo suelo empezar explicando que el cuerpo tiene su propia forma de gestionar el dolor y que lo hace liberando una droga para combatirlo, y les pido que recuerden la última vez que tuvieron una llaga en la boca para que piensen si llevaban la lengua hasta ese lugar y la tocaban repetidamente, aunque fuera doloroso. A partir de ahí explico que la razón por la que nuestra lengua va hacia ese lugar, aunque duela, es porque nos es desconocido, y tocar la llaga libera esa droga interna. También les explico que es casi como si tocar la llaga de la boca pudiera convertirse en una adicción momentánea. Esas explicaciones ayudan a los menores a entender la compulsión con base fisiológica que sienten para iniciar ese comportamiento, cuyo poder suele ser misterioso e inexplicable antes de escuchar la lógica que hay detrás. Es mucho más fácil tratar los comportamientos de autolesión antes de que se

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conviertan en algo habitual y ritualizado. Ayudar a motivar a los niños para que dejen de autolesionarse es fundamental para el éxito del tratamiento. Sin embargo, y como apunta Ferentz (2012), muchos adolescentes no se sentirán preparados para abordar este síntoma si no están convencidos de que tienen a su disposición otro “chaleco salvavidas” para gestionar sus sentimientos. Una fuente de motivación que se puede trabajar en terapia para abandonar los comportamientos de autolesión es la preocupación porque los demás vean los cortes o las cicatrices. Por ejemplo, algunos clientes se preocupan por la imagen que ofrecerán cuando llegue el verano y el daño infligido a sus cuerpos sea más visible. Otras motivaciones para trabajar con el terapeuta pueden ser el miedo a que los padres lo descubran o el hecho de saber que parece y se siente como algo “inmenso, difícil de manejar”. Es buena señal cuando los niños expresan sentir vergüenza por enseñar el cuerpo a sus amigos, ya que sugiere que la conducta no es realmente egosintónica. Además, es más fácil motivar a los niños más pequeños ya que tienen tendencia evitar la incomodidad que genera su conducta. Con los niños de más edad, el terapeuta deberá ir con cuidado para no reforzar las auto-cogniciones negativas de culpabilidad que genera su conducta autodestructiva (Ferentz, 2012). En el caso de los niños o los adolescentes que tienen voces interiores, amigos imaginarios o estados disociativos que invitan a la autolesión, el terapeuta deberá convertir ese estado disociativo en un aliado del niño y reformular sus motivaciones, por lo general negativas, a formas más positivas. Tras educar a los niños o a los adolescentes sobre la fisiología de la autolesión y haber establecido su motivación para trabajar con el terapeuta, este podrá identificar con ellos “los momentos de peligro” en los que se activa el deseo de hacerse daño. Esos “momentos de peligro” pueden ser momentos de activación emocional extrema, por lo general durante conflictos en las relaciones interpersonales, como peleas familiares, que otro niño le critique o se meta con ellos, o hablar con un ex. El deseo de autolesionarse, como arañarse o arrancarse cabellos, puede activarse incluso cuando el menor describe estar aburrido, como cuando está estudiando o jugando con el ordenador mecánicamente. Una vez identificados los periodos de peligro, el terapeuta deberá trabajar con los niños y los adolescentes para identificar varias conductas alternativas que pueden tener cuando surja el impulso de autolesionarse. Ferentz (2012) describe una serie de conductas sustitutivas que el cliente puede adoptar para sustituir la autolesión. Se trata de unos comportamientos que responden al acrónimo CARESS en inglés (“acariciar” en español). Se pide al cliente que acepte “comunicarse de modo alternativo” creando un dibujo o cualquier otra acción mediante la cual describe la conducta deseada, buscamos “liberar endorfinas” mediante ejercicio activo y por último “autorrelajarse” haciendo algo positivo para él mismo, como tomar un baño, por ejemplo. Por lo general invito a

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los niños a buscar algún tipo de comunicación con un cuidador que pueda ayudarles apoyando las conductas alternativas durante los momentos “de peligro” identificados. Los niños pequeños entienden rápidamente el concepto de “momentos de peligro” y suelen ser capaces de identificarlos y de buscar ayuda en sus padres. Con niños más pequeños que se hacen heridas en la piel, en las uñas o en heridas anteriores, o que se arrancan cabellos, aconsejo a los padres que les redirijan con suavidad hacia una alternativa planificada, como acariciar un peluche pequeño o apretar una pelota antiestrés. Un niño pequeño que se arrancaba cabello pudo sustituir ese comportamiento tirando de los “pelos elásticos” de una de esas pelotas de goma con pelos. En los niños pequeños es importante utilizar recompensas concretas, como pegatinas o la posibilidad de ir al cine o hacer cualquier otra salida, para lograr sustituir la conducta de autolesión por nuevas conductas.

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Golpearse la cabeza El inicio repentino de una conducta de golpearse la cabeza –darse golpes uno mismo o golpearse contra la pared– es un síntoma de estrés agudo y por lo general se asocia a una experiencia dolorosa o complicada que el niño está sufriendo y de la que es incapaz de hablar. Golpearse la cabeza en niños traumatizados por lo general se asocia con que el intento del niño de silenciar o reprimir la comunicación directa sobre algún peligro actual. Son niños que pueden estar oyendo una voz en su mente que les dice que se autolesionen, o que pueden dejar violentamente de hablar de algo aterrador que quizás les está ocurriendo. Golpearse la cabeza violentamente es una forma de gestionar el impulso de hablar, sobre todo si el niño ha sufrido amenazas. Los clínicos deberán tomarse esa conducta muy en serio e investigar de qué parte del entorno puede proceder ese dolor, o contra qué impulso interno o contra qué voz está luchando el niño. En ocasiones puede ser necesario recurrir a la hospitalización para una evaluación completa del origen traumático de esa conducta. Por otro lado, la conducta crónica de golpearse en la cabeza a la hora de acostarse, sobre todo en niños con discapacidades de desarrollo o que han sufrido negligencia en los primeros años de vida, puede formar parte de un ritual nocturno de autorrelajación y no es tan grave como cuando empieza de repente durante el día. Estie, de seis años, intentó saltar por la ventana de un segundo piso justo antes de una visita con su padre. Las visitas estaban siendo supervisadas después de que la niña explicara que el padre había abusado de ella y en la evaluación inicial empezó a golpearse la cabeza y a escaparse de la sala cuando le preguntaron sobre las visitas con su padre. En una entrevista más pormenorizada al final se desveló que Estie oía en su cabeza la voz de su padre hablándole e insultándola a ella y a su madre. Aunque la violencia doméstica se había detenido cuando el padre se fue de casa, cuando Estie se encontraba cerca de él, experimentaba flashbacks del lenguaje abusivo de su padre. Con seis años, Estie era incapaz de distinguir entre la voz en su mente durante los flashbacks y la voz real de su padre, de ahí que incluso en el entorno supervisado llegaba a experimentar el desprecio de su padre hacia ella y hacia su madre. Tras una breve hospitalización Estie se estabilizó y el juez de familia se convenció de que la menor seguiría sufriendo daño psiquiátrico si continuaban las visitas. Así, el juez, con buen criterio, permitió que Estie tuviera tiempo para curarse con terapia de su estrés postraumático antes de requerir más visitas. Por desgracia, muchos jueces no saben apreciar que las visitas supervisadas con los maltratadores pueden provocar flashbacks que los niños pequeños pueden sentir tan reales como el abuso que ya han

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experimentado.

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Síntomas de dolor somatoforme y conversión Los niños disociativos pueden experimentar una amplia gama de síntomas somáticos sin causa física aparente y que parecen estar relacionados con traumas del pasado. Nijenhuis (2004) denominó esta reexperimentación somática “disociación somatoforme” y como él mismo señaló, reconocer los síntomas somáticos como síntomas disociativos es coherente con lo descrito por Pierre Janet, en quien se basa gran parte de la literatura sobre disociación contemporánea. Uno de los síntomas más sorprendentes que los niños supervivientes pueden manifestar es la reexperimentación somática de las heridas, a menudo en el lugar de alguna herida original. Waters y Silberg (1998b) describen a un chico que indicaba sentir un punto frío en la espalda, para el que no había ninguna explicación. Por su parte, su hermano mayor indicó que, cuando era bebé, sus padres, maltratadores, lo habían metido en un congelador, algo de lo que el niño pequeño no tenía ningún recuerdo consciente. Otros niños hablan de dolores inexplicables que coinciden con la localización de heridas sufridas en hogares anteriores. Una de las técnicas que utilizo para reformular esos puntos de dolor con estos niños es decirles que es la manera que tiene su cuerpo de plantearles preguntas como: “¿Ya estoy a salvo?”. “¿Puedo relajarme y sentirme mejor ahora?”. Después, les pregunto si les gustaría plantear alguna pregunta de ese tipo a su nuevo cuidador seguro. En las sesiones familiares podemos adoptar el papel del cuerpo que plantea esas preguntas a los cuidadores, que pueden responder con frases tranquilizadoras sobre su seguridad y proporcionar un masaje relajante, o con una visualización de “pociones mágicas de amor” en el punto de dolor. Con niños más mayores y adolescentes utilizo visualizaciones en las que entran en piscinas mágicas sanadoras o cualquier otra imagen que alivie el dolor, mientras les invito a imaginar un cuerpo sano y sin dolor. También les pregunto si perciben algún bloqueo para la curación del dolor y si es así, les pido que tomen conciencia de esos bloqueos para que podamos trabajarlos. Los niños y adolescentes que entran en estados disociativos suelen experimentar dolores de cabeza severos, acompañados de cambios de estado, o debidos a la activación de esos estados. Sea cual sea la causa, para esas jaquecas pueden utilizarse técnicas de visualización de “cascos apretados” que se aflojan, o cualquier otra imagen que capture la percepción del niño o del adolescente de cómo siente el dolor. Algunos menores presentan discapacidades físicas sorprendentes, como incapacidad de andar o de utilizar uno de los brazos. Todo ello puede resultar gravemente incapacitante e implicar la pérdida de días de colegio o no poder participar en las actividades

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normales. Se ha planteado incluir todos esos “síntomas de conversión” bajo el epígrafe de la disociación en el esquema diagnóstico DSM (Bowman, 2006; Brown, Cardeña, Nijenhuis, Sar y Van der Hart, 2007). Por mi experiencia, considero que el primer paso para ayudar a los niños que experimentan síntomas de conversión es reconocer la percepción del propio niño de ser incapaz de funcionar, al mismo tiempo que se les transmite la esperanza de que encontrarán un nuevo camino para salir de esa experiencia incapacitante. Por ejemplo, ante un niño que de repente encuentra que no puede mover las piernas debido al dolor, podríamos decir: “Me he dado cuenta de que independientemente de lo mucho que lo intentes, no puedes mover las piernas. Tiene que ser aterrador para ti y debe ser muy extraño. Tu cuerpo te está diciendo claramente a través de ese dolor que mover las piernas no es seguro y yo le haría caso cuando te dice algo así. Estoy convencida de que cuando tu cuerpo sienta que mover las piernas vuelve a ser seguro podrás hacerlo. No estoy segura de cuándo será, pero yo trabajaré contigo hasta que tu cuerpo sea capaz de volver a mover las piernas”. Cuando lo reformulamos así al cliente le queda claro que aceptamos que el dolor puede ser físico o psicológico y también estamos sugiriendo que llegará el momento en el que habrá una recuperación del funcionamiento. Además de un enfoque sin juicios sobre el síntoma de conversión, invito a los pacientes a participar en programas de terapia física y otros programas de apoyo físico, sin juzgar si el dolor es físico o psicológico. Mandy, de quince años, presentaba un dolor en la cadera de inicio repentino y tan debilitador que no podía agacharse ni ir al baño sin ayuda. La evaluación médica determinó que no había explicación fisiológica para ese dolor incapacitante. El dolor había empezado cuando el nuevo novio de la madre se había mudado a vivir con ellas. Mandy dejó de ir a la escuela y se pasaba la mayor parte del tiempo en la cama, hasta que fue ingresada en la planta de psiquiatría de un hospital, en el que un terapeuta ocupacional le dio un bastón para andar y un dispositivo de asistencia para que pudiera utilizar el baño de forma independiente. Cuando su madre no se hallaba presente, en las sesiones de terapia individual Mandy pudo hablar abiertamente de su vida, durante la cual su madre había tenido varios novios, lo que había resultado confuso para ella. Cuando empezó a hablar de un novio en concreto, Mandy entró en pánico e indicó que su dolor aumentaba y que necesitaba regresar a la cama. Yo comenté que el dolor parecía estar relacionado con ese hombre y sugerí que pensar en él debía ser muy aterrador, pero le recordé que en el hospital estaba a salvo. Al final Mandy recordó que el hombre había abusado sexualmente de ella y le había amenazado con hacer daño a su madre si lo contaba. Mandy recordó una vez en la que se golpeó la cadera contra la estructura de la cama, se quedó en casa y no fue a la

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escuela, y su madre se quedó a cuidarla. En ese caso, el dolor de cadera de Mandy la había protegido indirectamente del abuso por parte del novio que solía cuidarla después del colegio mientras su madre estaba trabajando. Que el último novio de la madre se trasladara a vivir con ellas reavivó el miedo de Mandy y el recuerdo asociado al abuso sufrido. Mandy se sentía atrapada en la situación actual y tenía miedo de explicarle a su madre el abuso pasado por la historia de las amenazas. Su recuerdo de ese episodio, el miedo de un hombre nuevo en casa, y la sensación de estar atrapada encontró una forma de expresión en el dolor de cadera de Mandy. De hecho, el dolor le ayudaba a sentirse “protegida” del nuevo novio de su madre y del recuerdo del antiguo novio, y expresaba simbólicamente su sensación de estar atrapada. Aunque Mandy se sentía incapaz de hablar del abuso sufrido en el pasado y de sus miedos de que volviera a ocurrir, su cuerpo encontró una forma no verbal de “decir” que estaba “atrapada” y no podía moverse. Tras una serie de sesiones intensas en las que Mandy procesó el abuso y expresó su ira y el sentimiento de traición hacia su madre, el dolor disminuyó y acabó desapareciendo. En las sesiones familiares, la madre de Mandy también escuchó los miedos de su hija con respecto a ese hombre nuevo en su vida, y se establecieron planes para que Mandy no tuviera que estar a solas con él después de la escuela. Tras el alta hospitalaria Mandy siguió mejorando y continuó con la terapia individual y familiar. Además, se elaboraron informes oficiales dirigidos al departamento de servicios sociales de la ciudad en la que Mandy y su madre habían vivido cuando se produjeron los abusos, y se inició una investigación sobre el paradero del hombre que ella recordaba que había abusado de ella.

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Integrar el control Ha habido un auge en el desarrollo dentro del campo de la Terapia sensoriomotriz para adultos (Ogden y Minton, 2000; Rothschild, 2000). Esta terapia se basa en la idea de que las respuestas motrices de luchar o huir en el momento de la amenaza a menudo se bloquean durante traumas sobrecogedores y esas acciones no procesadas e incompletas son la fuente de muchos de los síntomas somáticos que manifiestan las personas traumatizadas (Levine, 1997). La terapia sensoriomotriz ayuda al cliente a recordar las reacciones sensoriomotrices que experimentó en el momento del trauma y a procesarlas desde un estado de activación óptima. Durante la sesión de terapia se invita al cliente a llevar a cabo la secuencia sensoromotriz bloqueada, permitiendo el movimiento de los músculos que se congelaron durante el trauma original (Ogden y Minton, 2000; Ogden, Pain, Minton y Fisher, 2005). Esta técnica les ayuda a aprender a tomar conciencia de sus sensaciones físicas y puede revertir el entumecimiento y la desconexión que experimentan los supervivientes de traumas. La idea de realizar acciones que el cuerpo quería hacer y no podía durante el trauma puede ser útil cuando se trabaja con niños. Durante el trauma, el sistema nervioso simpático se activa y prepara al cuerpo para luchar o para huir. Sin embargo, en los niños pequeños esas opciones rara vez están disponibles. Son demasiado pequeños para luchar, suelen estar superados por la situación como para huir, y sus cuerpos tienden a congelarse. Utilizando preguntas o actividades terapéuticas –juguetes, arenales, arcilla y material artístico–, o actividades corporales, podemos invitar a los niños y a los adolescentes a resolver de forma activa situaciones traumáticas en acción. Esas actividades terapéuticas en las que los niños ponen en escena la resolución simbólica de eventos traumáticos las denomino de “integración del control”. En el caso de niños que han sido traumatizados, podemos practicar juntos y correr lo más rápido que podamos para huir “de los malos” –representados simbólicamente por muñecos que recrean una situación similar a su propia experiencia traumática. A veces incluso he llegado a correr por el pasillo con un niño, o por la calle si hace bueno, asociando la respuesta de correr al hecho de escapar imaginariamente del evento traumático. Esta actividad funciona muy bien con niños con discapacidad del desarrollo que disfrutan de la sensación potente de “escapar” y validan sus sentimientos de haber querido escapar. Ernie era un niño de cinco años que había sufrido abuso sexual por parte de un primo de catorce que le hacía de canguro. Un día colocamos un muñeco que representaba a su primo en una silla de la sala de terapia y Ernie se reía, nervioso, mientras practicábamos repetidamente la huida del muñeco diciendo: “No puedes hacerle eso a los niños; voy

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corriendo a decírselo a mi mamá”. Este ejercicio reforzó la respuesta de escape que estaba bloqueada en el momento del trauma y también fue el ensayo de una regla de seguridad infantil muy importante: informar a un adulto cuidador cuando alguien te hace daño. Incluso los adolescentes pueden disfrutar de representaciones conductuales que les dotan de nuevas fuentes de fuerza para combatir un trauma recordado. Este ensayo de respuestas de empoderamiento físico ante el trauma también puede hacerse con visualizaciones, como se describe con más detalle en el Capítulo 13. Cuando los niños y los adolescentes practican una variedad de respuestas motrices interrumpidas en eventos traumáticos pasados, el terapeuta puede enseñarles a colocarse posturalmente y, además la forma en como lo hacen está asociada al grado de confianza, miedo o la depresión percibidos. A veces lo enseño exagerando la postura corporal asociada con ciertos sentimientos y creo bailes o ejercicios para mostrar cómo todo el cuerpo está implicado en una emoción. Trabajé con un niño que tenía problemas para decir “No” ante peticiones inapropiadas de sus amigos. Practicamos el baile del “No”, con una buena postura, una sonrisa y movimientos de marcha. Por otro lado, el baile del “Sí”, el del consentimiento, implicaba dejar caer los hombros, arrastrar los pies y andar con la cabeza gacha. Esos bailes simbolizaban o bien el poder de los límites inapropiados o la desmotivación de cumplir con algo inapropiado –una lección importante para supervivientes de trauma interpersonal. A veces el efecto de las experiencias traumáticas compromete el cuerpo hasta tal extremo que parece que entra en un estado de colapso profundo. En el siguiente capítulo conoceremos los casos de niños y adolescentes cuya modulación de la activación está tan limitada que pueden acabar cayendo en estados extremos de hiperactivación en los que son insensibles a los estímulos del entorno.

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Permanecer despiertos Revertir el bloqueo disociativo

No respondía ni a mi voz, ni cuando la tocaba ligeramente. Su rostro estaba pálido y su cuerpo, débil. Su respiración era rítmica y superficial. ¿Llamo a una ambulancia? Me pregunté, ¿o llamo a su madre para que venga a buscarla? Por suerte, era mi última clienta del día y tenía tiempo para procesar el dilema de cómo actuar físicamente con esa adolescente que no respondía en mi sesión. Estaba ante un caso de disociación en su forma más extrema –el bloqueo del cuerpo en una posición de “congelación”, similar a la forma en la que los animales responden ante un depredador. ¿Qué había percibido Jennifer, de 17 años, de mi sesión que resultara “depredador”? Habíamos tenido una conversación casual sobre sus planes de ir a la universidad y sobre un novio. No habíamos hablado de recuerdos de abusos ni de experiencias aterradoras. ¿Cómo había entrado en ese estado similar al del sueño? Y la pregunta más importante que me planteaba en ese momento: ¿cómo la despierto? Jennifer estaba demostrando el otro extremo de la línea de la activación –un estado de hipoactivación inducido por el estrés. El bloqueo disociativo repentino puede tener múltiples causas. Un motivo común para esos bloqueos repentinos es el reflejo vasovagal, que produce una reducción de la sangre y el oxígeno que llegan al cerebro, y que va acompañado de un descenso de la frecuencia cardíaca y de la presión arterial, que hace que la respiración sea más lenta y que se relajen los músculos esqueléticos con la resultante pérdida temporal de conciencia conocida comúnmente como “desmayo” o “síncope”. Este reflejo puede precipitarse debido a una variedad de desencadenantes fisiológicos como pueden ser el ponerse de pie demasiado rápido, o bien por factores emocionales, como recibir noticias sobrecogedoras repentinas. El desmayo también puede precipitarse por desencadenantes que nos recuerden un episodio emocional, sobre todo en personas vulnerables con un historial de trauma cuyos cerebros han sido condicionados para responder ante los desencadenantes emocionales con estados disociativos. En el caso de Jennifer, el reflejo vasovagal que causó el síncope podía haber sido solamente una pequeña parte del recuerdo total. Normalmente, con el síncope, la restauración del suministro de sangre al cerebro cuando el individuo se reclina hace que se despierte, pero en este caso Jennifer permaneció en un estado de inconsciencia aparente a pesar de reclinarla un poco. La resistencia de Jennifer a despertar incluso después de haberla reclinado estaba

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probablemente mediada por otra sección del nervio vago como reacción al estrés. El nervio vago regula la frecuencia cardiaca, la respiración y la digestión, y es un elemento clave en la rama parasimpática del sistema nervioso autónomo, la rama del sistema nervioso que suele asociarse con el descanso o con los estados reparadores. La Teoría polivagal de Porges (2003) postula que las dos ramas del nervio vago realizan funciones distintas. La rama dorsal o trasera del nervio, cuyo origen se encuentra en la raíz de nuestra evolución más primitiva, regula el escape de la amenaza; mientras que la rama ventral o frontal del nervio vago fomenta y regula las emociones sociales. La rama más primitiva del nervio vago asume el funcionamiento en situaciones de amenaza de las que es imposible escapar y en las que lo adaptativo es que el organismo se retire del mundo exterior y conserve la función corporal. Esta inmovilización del cuerpo estimulada por esa respuesta vagal primitiva hace que se reduzca la frecuencia cardíaca, que la respiración sea más lenta, que se pierda tono muscular, y también que se liberen opioides endógenos que amortiguan la sensación de dolor. Bruce Perry (2002) destaca esa liberación interna de opioides endógenos –hormonas autocalmantes y autorrelajantes que atenúan la sensación de dolor– como una característica central de este tipo de bloqueo psicológico. Según Perry et al. (1995), este tipo de episodios se entienden mejor como una sensibilización y una desregulación de los sistemas opioides del sistema nervioso central que han sido activados repetidamente debido al estrés extremo. Esa activación y reactivación se convierte en un “rasgo” duradero, por lo que pequeños recordatorios del trauma pueden estimular reacciones profundas en las que los niños traumatizados tienen alteraciones repentinas de la conciencia. Perry también destaca que los profesionales médicos suelen quedar sorprendidos por este tipo de bloqueos y podrían diagnosticarlos como “síncope de origen desconocido”, “reacciones de conversión” o “catatonia”. Por otra parte, Perry consiguió revertir estos estados en niños utilizando el fármaco Naltrexona, que bloquea directamente los receptores opioides (Perry, 2002). En la literatura sobre niños disociativos, las manifestaciones fisiológicas sin explicación que implican movimientos motores extraños y otros signos conductuales junto con ausencia de conciencia se han denominado “disociación somatoforme” o “hechizos nocturnos” (Waters, 2011). Tras la visita con un neurólogo, a esos niños se les suelen diagnosticar convulsiones psicogénicas no epilépticas (CPNE), antes conocidas como pseudoconvulsiones. En el DSM-IV, esas convulsiones psicogénicas se clasifican como “trastorno de conversión” o “trastorno de somatización”, y pueden caracterizarse por “la presencia de síntomas o déficits que afectan las funciones motoras o sensoriales” e incluyen actividad similar de tipo convulsivo aparente (APA, 2000, pág. 553).

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Basándose en su experiencia con 800 pacientes con convulsiones de conversión, Bowman (2006) argumenta que las CPNE se entienden mejor como trastorno disociativo. Dos tercios de los pacientes disociativos adultos tienen síntomas de conversión (Bowman, 2006). Nijenhuis, Vanderlinden y Spinhoven (1998) indican que los animales salvajes manifiestan una respuesta de bloqueo y entrega, que puede ser la raíz evolucionaria de la respuesta disociativa que vemos en los humanos sujetos a terror extremo. La inmovilidad tónica o el “hacerse el muerto” que manifiestan los animales, asociado con la analgesia, prepara al animal para su destino de convertirse en presa, o también puede engañar al predador para que busque otra víctima. Esta inmovilidad tónica frente a un ataque aterrador es una respuesta involuntaria en los humanos también. Un estudio muestra que hasta el 37% de las víctimas de violación entra en modo de bloqueo, y eso lleva a su a un aumento del sentimiento de culpabilidad y de los síntomas de estrés postraumático cuando finaliza el ataque (Galliano, Noble, Travis y Puechl, 1993). Estudios de imágenes del cerebro más recientes han demostrado que la analgesia física que se observa en los animales que se bloquean como respuesta a un predador es un fenómeno documentado en pacientes durante estados disociativos (Ludäscher et al., 2010). Teóricos anteriores denominaron la respuesta sumisa de los animales ante un predador “hipnosis animal” (Ratner, 1967), una terminología que anuncia el siguiente fenómeno que exploraremos y que podría explicar la reacción de Jennifer en mi consulta. Por ahora podemos suponer que Jennifer pudo haber perdido la conciencia repentinamente debido a una ausencia de riego sanguíneo al cerebro producida al haberse desmayado debido a un desencadenante emocional; podía haber tenido una respuesta dorsal-vagal ante una amenaza que había supuesto una reducción de la frecuencia cardíaca y de la respiración, y bajo tono muscular, y su cuerpo podía haber liberado opioides endógenos, un analgésico, para anestesiar su cuerpo ante el dolor esperado, manifestando así la inmovilidad tónica de un animal ante su depredador. ¿Eso lo explicaría todo? ¿Acaso Jennifer estaría simplemente reaccionando como un animal aterrado bajo amenaza? Llegados a este punto sugeriría que existe por lo menos una vía cerebral más que habría que considerar como responsable de la insensibilidad de Jennifer: el fenómeno de la hipnosis. Esta última explicación fisiológica del estado disociativo de Jennifer está influenciada por los centros superiores del cerebro. Lo regula el córtex cerebral, a diferencia de las respuestas de desmayo o bloqueo descritas antes, que se originan en centros cerebrales inferiores, subcorticales. Así las cosas, ¿qué sabemos de la hipnosis? Es un estado de conciencia alterada que

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implica un enfoque intenso y que puede dar lugar a algunos cambios fisiológicos documentados, muchos de ellos similares a los provocados por la respuesta vasovagal y la respuesta de sumisión de la víctima. Esos cambios incluyen respiración lenta, disminución de la frecuencia cardiaca y de la presión arterial (Diamond, Davis y Howe, 2008), e incluso patrones únicos de actividad neuronal (Barnier, Cox y Savage, 2008). Los estudios por imagen del cerebro que describen Barnier et al. (2008) han demostrado recientemente que la hipnosis es, efectivamente, un estado fisiológico único que implica una actividad cerebral específica que no pueden simular las personas no hipnotizadas. Los nuevos datos neurocientíficos disponibles sugieren que esos estados hipnóticos son fisiológicamente similares a los estados disociativos porque ambos implican patrones similares de activación neuronal prefrontal (Bell, Oakley, Halligan y Deely, 2011). Las similitudes en los procesos fisiológicos entre la respuesta vasovagal (síncope), la respuesta de sumisión de víctima mediada dorsal-vagal y la hipnosis sugieren una vía posible para el desarrollo de respuestas disociativas. Mi teoría del bloqueo disociativo postula un componente consciente de las respuestas disociativas y uno no consciente más primitivo. Cuando un niño se enfrenta a un evento aterrador repetido –como pueden ser las violaciones repetidas por parte de su cuidador, de las que no tiene escapatoria– es posible que al principio tenga una respuesta de miedo primitiva que implique desmayo o bloqueo. Con el tiempo, esa respuesta puede generalizarse a estímulos asociados y los pensamientos y las sensaciones sobre una visita inminente de su abusador pueden dar lugar al estado de bloqueo. Durante ese estado, el menor puede llegar a percibir que ha abandonado su propio cuerpo y ha creado un mundo imaginario al que se retira y en el que no ocurren cosas malas. Aunque su cuerpo está inmovilizado, la mente permanece activa y puede inventar soluciones. Con tiempo y práctica, la capacidad de escapar a ese otro mundo puede volverse automática. El simple pensamiento de necesitar escapar de una situación puede desencadenar un retiro hipnótico autoinducido junto con la respuesta de bloqueo no consciente y más primitiva asociada. En el modelo que propongo de desarrollo de un estilo de respuesta disociativa, el niño pronto aprende a anticipar la respuesta de bloqueo y aprende a “escaparse a su mundo imaginativo”, induciendo ese estado según lo necesite y como mecanismo anticipatorio de defensa ante un daño o peligro potencial. Así pues, los trastornos disociativos pueden evolucionar a medida que la mente del niño en desarrollo encuentra formas de regular las respuestas fisiológicas automáticas ante el miedo y de organizarlas junto a fantasías escapistas a través de sugestión autohipnótica. Esos procesos, a su vez, pueden estar sujetos a condicionamiento automático por parte de desencadenantes traumáticos. El componente dual de esos procesos, conscientes e inconscientes, cobra importancia

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cuando nos referimos a la intervención. El tratamiento implica encontrar Implica encontrar nuevas formas mediante procesos escapistas no conscientes que facilitan hacerse cargo de una vida cada vez más autónoma, con la precepción de nuevo bajo el control del individuo. Así, los procesos hipnóticos pueden aportar un puente terapéutico que ayude a los clientes a tener más control de los estados disociativos. La teoría tiene sus limitaciones cuando un niño o una niña, como en este caso, yace sin fuerzas en nuestra consulta, sin Signo indicativo alguno de que vaya a recobrar la conciencia pronto. En aquel caso pedí a la madre de Jennifer que entrara en la sala y empezó a agitar suavemente a su hija diciendo “Jennifer, la sesión ha terminado”, con un tono tranquilo y maternal. No hubo respuesta. A continuación, sugerí a Jennifer en un tono hipnótico que debería ir sintiéndose cada vez más despierta y preparada para afrontar los duros obstáculos de su vida. Tampoco hubo respuesta. Juntas, la madre de Jennifer y yo decidimos llamar al 911. La madre estaba sorprendentemente tranquila, al parecer acostumbrada a las extrañas conductas que se podían esperar de Jennifer. Los sanitarios llevaron a Jennifer a urgencias y yo pensé, mientras la transferían a la camilla y la metían en la ambulancia, que se despertaría, pero no lo hizo. Dos horas después me llamaron al móvil. “Dra. Soja” (ese era mi nombre en nuestro juego), Jennifer imploró, “dígale al doctor del hospital que no necesito que me ingresen en psiquiatría, ¡que no estoy loca!”. Aliviada por saber que Jennifer había despertado de su sueño disociativo, vi una enorme oportunidad para que avanzara terapéuticamente. Le pedí que viniera a mi consulta a primera hora de la mañana y le dije que si podía explicar bien qué había ocurrido en el momento exacto anterior a su bloqueo disociativo, podíamos evitar la hospitalización. Sin embargo, también le dije que, si era incapaz de desvelar los sentimientos que habían dado lugar a aquella reacción de autodefensa, yo pensaba que era mejor que fuera al hospital después de nuestra sesión. Jennifer aceptó el trato y yo le dije al doctor de urgencias que estaría bien, que procesaríamos su reacción por la mañana y que le ayudaría a aprender cómo evitar reacciones como esa en el futuro. En la siguiente sesión tuvimos la “expedición de pesca” que suele ser necesaria con los pacientes disociativos. Bloqueados por los sentimientos que suelen ayudar a las personas a hilar una narración coherente de los hechos, los recuerdos y las secuencias, las reacciones y las respuestas de los clientes disociativos a veces son misteriosas para ellos mismos y para los demás. Jennifer recordaba que habíamos hablado de su proyecto de ciencias del instituto, de sus ambiciones de ser bioquímica y de la historia con un exnovio que estaba superando. Lo cierto es que había llegado muy lejos después de los primeros años de terapia iniciada inmediatamente después de sufrir una agresión sexual

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por parte de un vecino, momento en el que sus reacciones disociativas solían ser así de severas. Sugerí que había habido algo en nuestra conversación que había despertado en ella los viejos sentimientos de estar atrapada, desesperada, congelada y de ser incapaz de avanzar. Cuando Jennifer entró en contacto con aquella sensación, de repente recordó qué momento de nuestra conversación había activado ese sentimiento en ella. Cuando hablamos de la universidad, Jennifer recordó que su padre la había amenazado con retirar el dinero previsto para la universidad que había elegido si no aceptaba pasar también la noche en las visitas que hacía a su casa. Los padres de Jennifer estaban divorciados y tenían custodia compartida. El padre vivía a unos 65 kilómetros y a medida que ella se había ido haciendo mayor, solía tener planes que hacían que visitarle resultara poco práctico y atractivo. Y aunque debido a la edad de Jennifer, el juez ya no obligaba a que las visitas tuvieran lugar, el padre había encontrado una nueva manera de forzarla a que le visitara. Resulta curioso que, en ningún momento de nuestra sesión de terapia, en apariencia casual, de aquel día surgió esa amenaza del padre lo suficiente como para que la niña lo explicara. En lugar de eso, su mente recordó la sensación de estar atrapada e impotente, y respondió con la misma respuesta disociativa que había utilizado de niña, cuando había sido víctima de agresiones sexuales repetidas y había observado violencia doméstica en casa. Su cuerpo recordaba las sensaciones y actuaba en consecuencia, supuestamente sin la implicación total de su córtex prefrontal. Había respondido a la sensación de amenaza con su respuesta condicionada automática bien practicada –su estado de bloqueo disociativo–, en una compleja combinación fisiológica de reflejo vaso-vagal, la respuesta de sumisión dorsal-vagal, y respuestas autohipnóticas practicadas para esos desencadenantes. La complicación de ser incapaz de tener la libertad que necesitaba y de haber sido tomada como un rehén por el dinero de su padre le resultaba un dilema del que era imposible escapar. Tan difícil era la escapatoria que procesarlo, solucionarlo o incluso contarlo a su terapeuta eran opciones que había eliminado inconscientemente. En nuestra sesión de terapia del día siguiente pudimos hacer que tomara conciencia de su dilema y hablar de las opciones que tenía. También acepté hacer de intermediaria para negociar con su padre, con quien yo había mantenido una buena relación. En una sesión posterior tuve una conversación con él en la que me prometió que nunca más volvería a utilizar esa amenaza. Jennifer, por su parte, no volvió a manifestar ese nivel de bloqueo disociativo ya que ganó confianza en que la comunicación directa sería efectiva, incluso con sus padres. La mayoría de los niños que tienen problemas con la regulación de su conciencia no tienen tan poco control como el que Jennifer manifestó en esa sesión. Además de los

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desmayos, los bloqueos disociativos también pueden manifestarse como lapsus de atención o incluso como evitación momentánea del contacto visual sin recuerdo de ello, mirar fijamente al vacío durante varios momentos con aspecto de estar aturdido, o episodios repetidos de desmayos o desvanecimientos breves. Analicemos por qué, en determinados momentos, resulta adaptativo para el niño o la niña perder el enfoque o la conciencia. Algunos estímulos, internos o externos, desencadenan un “mensaje de peligro” y, en la mente inconsciente, la evitación de ese peligro se siente como que la vida del niño depende de la evitación de ese estímulo. No ser consciente de lo que está ocurriendo puede funcionar cuando se está atrapado con un depredador, o cuando se es incapaz de escapar a lo inescapable. Aunque el niño siente que en ese momento no saber es fundamental para la supervivencia psicológica, como terapeutas sabemos que la supervivencia y el progreso dependen de la conciencia y de la elección de lo que evitamos y de aquello a lo que nos aproximamos. El problema es que esa “elección” es algo turbio. El niño traumatizado disociativo vive en la tierra de nadie que se encuentra entre el “no puedo” y el “no quiero”. Los terapeutas conductuales postularán que Jennifer había sido reforzada por no seguir con una solución de problemas activa; su familia visiblemente había potenciado la regresión y su estrategia de evitación era simplemente una conducta aprendida que podía optar por detener –la parte de “no quiero” de la ecuación. Por otro lado, los terapeutas más psicodinámicos que creen en la motivación oculta dirán que “no puede” levantarse, independientemente de los refuerzos procedentes de su entorno, y que su conducta está predeterminada por fuerzas que escapan a su control. Lo cierto es que ambos tipos de profesionales tienen parte de razón. Es cierto que el historial de Jennifer le ha enseñado que los dilemas de su vida a menudo no tienen escapatoria, y que es incapaz de cambiarlos. También es cierto que su fisiología ha codificado esa historia experiencial en respuestas condicionadas sobre las que tiene poco control aparente. Aun así, la conciencia es un estado que se crea continuamente y nosotros, como terapeutas, accedemos a ese ámbito interesantísimo en el que acciones que previamente no estaban bajo control consciente pueden convertirse en opciones – planificadas o deseadas. En el caso de Jennifer el problema tenía solución, aunque difícil, y la situación sin escapatoria en la que sentía estar sí tenía salida, después de todo. Al final se respetó su decisión final de ir a la universidad y no ir a casa de su padre.

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Estrategias para revertir el bloqueo disociativo El ejemplo de Jennifer ilustra muy bien todos y cada uno de los grandes componentes del trabajo con niños y adolescentes que viven esos episodios de incoherencia de la conciencia, con estados disociativos que aparecen para arruinar un sentido cohesionado del yo. Las estrategias son las siguientes: 1. Activar al niño y hacer que salga de ese estado. 2. Identificar el momento desencadenante y los precursores. 3. Desenmarañar las trampas escondidas y los dilemas que hacen que estos pacientes dependan de esas estrategias evitadoras. 4. Cambiar de entorno para liberar al niño o a la niña de las trampas. 5. Practicar una “repetición” del momento. 6. Ensayar estrategias para “permanecer conectado”. 7. Respetar la motivación para permanecer disociativo. 8. Premiar la conciencia y la conexión. A pesar de que el síntoma de Jennifer fuera dramático, su nivel de apego a la familia permitió la rápida resolución de los síntomas sin necesidad de ingreso hospitalario. En cambio, Bonnie, una paciente de quince años, tenía un trauma infantil y unas pérdidas mucho más severas y necesitó intervenciones más intensas para tratar sus estados de bloqueo disociativo y la sintomatología que los acompañaban. En lo que queda de capítulo hablaré de las técnicas para revertir los estados de bloqueo disociativo y utilizaré casos prácticos para ilustrar cada una de las ocho técnicas que he enumerado. La tía de Bonnie, que también era su tutora legal, me llamó un día abrumada y desesperada. Su sobrina adoptiva de quince años estaba teniendo lo que ella denominaba “ataques”, pero los médicos no encontraban ningún motivo neurológico. Bonnie se caía de repente, inconsciente, y despertaba entre quince minutos y una hora después con vómitos y un terrible dolor de cabeza. Además, últimamente la frecuencia de esos episodios había aumentado y había pasado de una vez a la semana a varias veces al día. En ese momento Bonnie no podía ir a la escuela y estaba durmiendo en un colchón en el suelo para que no se hiciera daño si se caía de la cama. El historial de Bonnie incluía maltrato físico y abuso sexual por parte de varias personas antes de que su tía la adoptara a los tres años. Una experiencia especialmente traumática fue que antes de la adopción Bonnie tuvo visitas “de despedida” con su madre biológica, consumidora esporádica de

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heroína y cocaína y que había estado desapareciendo de la vida de su hija durante meses. La madre de Bonnie utilizaba esas visitas “de despedida” para intentar asegurarse de que la niña nunca se apegaría a su tía y a su tío y le decía cosas como “Nunca olvides que no son tus padres de verdad y que no pueden quererte como yo te quiero”. A pesar de su historial traumático y tras unos años tormentosos con berrinches incontrolables y conducta de oposición durante la etapa preescolar, Bonnie se calmó, se convirtió en una buena estudiante y todo parecía ir bien durante la educación primaria. En secundaria Bonnie empezó a tener problemas –síntomas de trastorno de la alimentación, depresión, y empezó a hacerse cortes– al parecer estimulados por el rechazo de sus compañeros. La terapia en esa etapa de secundaria se centró en la gestión conductual de su alimentación y en el aprendizaje de competencias sociales. Cuando Bonnie empezó el instituto, los problemas de pareja de siempre entre su tía y su tío alcanzaron un punto máximo e iniciaron el proceso de separación, durante el cual Bonnie visitaba a su tío cada dos fines de semana. El primer “ataque” de la niña fue después de la primera visita a la nueva casa del tío y la frecuencia de esos “ataques” escaló rápidamente en las siguientes tres semanas hasta alcanzar el punto de crisis en el que su tía me había llamado. Dada la severidad de los síntomas le organicé un ingreso en un centro de tratamiento en el que trabajo. Durante la evaluación inicial en mi consulta, sugerí que nos sentáramos en el suelo para hacer la entrevista, rodeadas de cojines, para que si algo de lo que habláramos estimulaba un “ataque” Bonnie no se hiciera daño al caer. Mi intervención con los cojines fue mi manera de hacer saber a Bonnie que yo me tomaba su seguridad muy en serio, pero que los síntomas no me daban miedo si no que, precisamente, los esperaba e incluso estaba lista para acogerlos. Si un terapeuta reacciona con miedo o con demasiada preocupación ante los “ataques”, los “desmayos” o demás estados de bloqueo disociativo, infunde un mensaje de miedo en el niño que puede promover aun más la disociación. En lugar de eso yo les hago saber que nada de lo que les ocurre es tan terrorífico como para que yo no pueda gestionarlo o que no pueda trabajarlo con ellos y solucionarlo. De hecho, Bonnie tuvo un episodio de “ataque” en nuestra primera sesión. Estábamos hablando de sus ambiciones de futuro de ser veterinaria cuando vi que sus ojos empezaban a moverse rápidamente hacia los lados, los párpados vibraban y se cerraron. A continuación, cayó de rodillas encima de los cojines que yo había previsto a su alrededor. Bonnie estuvo “fuera” durante cinco minutos, mientras yo le iba hablando suavemente. Le decía que no iba a pasarle nada malo y que averiguaríamos qué estaba ocurriendo. Bonnie se despertó con dolor de cabeza y empezó a sufrir unas náuseas incontrolables. Como ya se ha dicho antes, existe la hipótesis de que el nervio vago

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participa en los estados de bloqueo y también en la regulación de la digestión y del vómito, por lo que no es de extrañar que el estado de bloqueo disociativo vaya acompañado de náuseas. Acompañé a Bonnie mientras vomitaba en la papelera de mi consulta, le di agua, y hablé con ella de lo que acababa de ocurrir. Los estados de bloqueo disociativo de Bonnie desaparecieron al final de las tres semanas de ingreso y, aunque en su caso fue tratada en un centro residencial debido a la gravedad de los síntomas que presentaba, las ocho técnicas que utilicé con ella pueden ser efectivas independientemente del nivel de gravedad de los síntomas. Activar al niño Tanto si se es el padre o la madre como si se es clínico, ver como un niño colapsa inconsciente delante nuestro puede resultar aterrador. A muchos de los niños que entran en estos tipos de estados disociativos inicialmente se les diagnostica con trastorno convulsivo y a veces se les prescriben anticonvulsivos. Después, cuando no responden a la medicación y la función neurológica es normal, se les suelen diagnosticar convulsiones psicogénicas no epilépticas (CPNE). Cerca del 20% de los niños que son derivados para la evaluación de sus ataques acaban con diagnóstico de CPNE (Benbadis, O’Neill, Tatum y Heriaud, 2004). Más allá de los resultados normales de los electrocardiogramas, las convulsiones psicogénicas suelen presentarse de modo distinto a las convulsiones asociadas con una anomalía de la actividad cerebral. Los pacientes con convulsiones psicogénicas tienden a empujar con la pelvis en movimientos de aspecto sexual, realizan movimientos de pedaleo con las piernas, o lo destrozan todo con movimientos caóticos (Gates, Ramani, Whalen y Loewenson, 1985). Los episodios psicogenéticos también suelen durar más que las convulsiones neurológicas y cuando los pacientes se despiertan tienen la mente más clara y no muestran el letargo y la confusión posterior a las convulsiones documentadas con electrocardiograma (Luther, McNamara, Carwile, Miller y Hope, 1982). No obstante, los niños que entran en estados disociativos parecen estar experimentando un episodio neurológico profundo de algún tipo. Yo he visto a niños cojear por el suelo de mi consulta con movimientos espasmódicos, a veces acompañados de vómitos, en lo que para un no-neurólogo parecería un ataque de “gran mal”. Además, esos niños suelen reportar dolores de cabeza post-episodio. A veces los episodios de bloqueo disociativo se asemejan más a un estado de trance autoinducido que a convulsiones, ya que el niño o el adolescente cae desplomado sobre la silla respirando de forma rítmica y estable. Otras veces, los episodios de convulsiones psicogénicas no son tan dramáticos, sino que consisten en simples movimientos motores acompañados de un estado de desorientación. Aunque presenciar esos episodios puede resultar aterrador, si el niño ha recibido trabajo

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neurológico antes de venir a verme, primero me tranquilizo pensando que esos procesos son una manifestación de la intensidad de las emociones y las reacciones neurológicas condicionadas que promueven el escape de recordatorios traumáticos o de afectos abrumadores. La calma del terapeuta, sin mostrar una preocupación frenética ni una alarma expresa, forma parte del entorno de paz que el niño necesita para sentirse lo suficientemente protegido como para regresar a un estado de vigilia normal. Cuando me encuentro ante un niño que parece estar en estado disociativo y no responde, lo primero que compruebo es que se encuentre en una posición cómoda y que no restrinja su flujo sanguíneo, y ajusto con cuidado su cuerpo si es necesario. A continuación, le llamo bajito por su nombre y le comento que está en un lugar seguro y que nadie va a hacerle nada malo. También describo con un lenguaje cálido que está en mi consulta, que había venido porque teníamos cita, y que soy su terapeuta. Si veo que el niño empieza a moverse, le animo: “Sí, puedes volver. Estoy aquí, yo te mantendré a salvo”. Según Perry (2006), el niño que da muestras de una reacción traumática ha entrado en una reacción traumática precortical en la que se ha producido la activación de los centros cerebrales inferiores y es necesario calmar el cuerpo antes de que pueda producirse un procesamiento más elevado. Si el niño no se calma y se despierta con el sonido de mi voz y con el recuerdo de seguridad que le aporto yo misma y nuestra relación, puedo utilizar la visualización –preferiblemente una visualización que ya hayamos trabajado juntos. Por ejemplo, puedo sugerir que se vea a sí misma en un prado tranquilo, o en una preciosa isla tropical rodeada de agua cristalina de color azul turquesa. Se trata de sugerirle algo que capture el ritmo de la respiración, como el arrullo de las olas del mar, y después utilizo la visualización para ayudarle a despertar del estado de trance en el que se encuentra. Puedo decirle, por ejemplo: “Mientras observas las olas ves una bandada enorme de pelícanos sobrevolando encima de ti y que se posan muy cerca de ti, en la playa. Estás impaciente por abrir los ojos y sientes que tu cuerpo va siendo capaz de estar cada vez más despierto. Mantendrás la sensación de paz que tienes ahora mismo cuando te sientas preparada para abrir los ojos. Voy a contar de diez a cero, y cada vez te sentirás más preparada para abrir los ojos. 10–9–te sientes más despierta– 8–7–6, tus ojos empiezan a moverse, 5–4–3, empiezas a sentirte más despierta, 2–.” Llegados a este punto, doy una palmada. Si hacemos coincidir el ritmo de la visualización con los movimientos del cuerpo y la respiración, el menor suele despertar en ese momento y a partir de ahí es cuando hay que explorar, poco a poco, qué ha ocurrido que diera lugar a ese bloqueo disociativo. A veces el estado de trance disociativo es más violento y parece la recreación de un recuerdo traumático. Puede haber gritos de “no”, o “para”, acompañados de

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movimientos violentos de los brazos o las piernas. En esos casos también he logrado crear una imagen que captura los movimientos del cuerpo y que lleva al niño hacia unos movimientos más controlados y tranquilos. Por ejemplo, si observo que el niño está dando patadas frenéticamente, utilizo la siguiente visualización: “Cuando des patadas a esa persona que no tiene derecho a estar ahí, notas como tus piernas son cada vez más fuertes. Y te das cuenta de que puedes mandarle fuera de la sala de una patada, y luego te das cuenta de que también puedes utilizar esa estupenda fuerza que tienes en las piernas cuando vas por tu carril bici preferido… Estás en ese carril bici que te encanta, junto a la playa, y pedaleas súper rápido utilizando toda la fuerza de piernas que tienes. Estás yendo súper rápido con la sensación del viento en la cara y en el pelo. Sigues pedaleando y te das cuenta de que has tomado tanta velocidad que empiezas a planear. Ya no necesitas pedalear tan rápido… y a medida que tus piernas desaceleran te das cuenta de que cada vez te sientes más relajado y más en paz…”. Utilizando una visualización así se puede conseguir que las piernas se muevan menos, hacer que el cuerpo recupere un espacio de paz y al mismo tiempo activar al cliente. Cuando utilizamos este tipo de visualización transformadora, es importante empezar con la visualización de los flashbacks y ayudar al cliente a combatir o a superar aquello contra lo que está luchando. A partir de ahí podremos transformar la visualización de esa experiencia de control en algo más relajante. Es importante no tener prisa en este proceso, personalmente creo que en unos veinte minutos un cliente puede salir de un estado de flashback disociativo, entrar en un estado más tranquilo y después activarse. Dado que los dolores de cabeza son tan comunes tras la activación, utilizar sugerencias para combatirlos también puede ayudar. Por ejemplo, yo diría lo siguiente: “Verás como tu cabeza empieza a sentirse más ligera y relajada. Todas las tensiones abandonan tu cabeza para que pueda relajar toda la tensión de la jaqueca y tú puedas sentirte fuerte y seguro cuando despiertes”. Si suele haber nauseas al despertar, también podemos incorporar sugerencias para combatir la sensación de nausea. A veces tras un estado de trance aparente, los menores regresan en un estado ligeramente distinto de ellos mismos. Si parecen estar recreando un recuerdo del pasado en ese estado, y acceden a lo que parece ser un flashback, suelo utilizar una técnica similar para sacarles de ese flashback. Si ven algo que está intentando atacarles, les digo que su yo más mayor les dará la fuerza necesaria para alejar al agresor a puñetazos y después intento traerles rápidamente al presente. Si en lugar de simplemente recrear un evento de maltrato ha aparecido un nuevo estado de su yo que está hablando tranquilamente –quizás con voz de niño o con otra voz–, escucho con curiosidad y bondad lo que el niño me tiene que decir en ese estado mientras le oriento hacia el

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momento presente. También le invito a que me de cualquier información nueva que pueda ser útil para ayudarle a ponerse bien. Por último, hay que devolver al niño el control del despertar. La regulación de su propia conciencia es una competencia importante para los niños y los adolescentes y es peligroso que empiecen a sentir que solo es otra persona quien puede despertarles de un estado disociativo. Para ayudar a situar el proceso de activación como algo que está bajo su control, podemos decir cosas del tipo: “Encontrarás una manera de despertarte. Cuando estés listo, encontrarás la manera”. De hecho, esas fueron las palabras que ayudaron a Bonnie a recuperar la conciencia durante sus episodios en mi consulta. Conseguir que los clientes aprovechen esa “voluntad” indescriptible y elusiva ayuda a revertir la impotencia que se asocia con el trauma. Las palabras-señal que parecen entrenar al niño para que responda a las órdenes del terapeuta pueden ser contraproducentes ya que inculcan la impotencia de la victimización y ponen demasiado poder y autoridad en manos del terapeuta. Nuestro objetivo es que los clientes disociativos aprendan a regular sus propios estados de conciencia y, aunque requiera tiempo, debemos ser pacientes para ayudar a los menores a encontrar la manera y el momento en los que se sientan lo suficientemente seguros como para estar presentes. Identificar el momento desencadenante y los precursores Por lo general, el inicio de los bloqueos disociativos o de los episodios de convulsiones psicogénicas está relacionado con un estresor ambiental específico que desencadena un recuerdo traumático que estaba secuestrado. La reactivación de ese recuerdo disociado puede generar una sintomatología profunda que suele ser pasajera, aunque intensa. El desencadenante ambiental podría ser un comentario hiriente de un nuevo novio, un cambio en los horarios de trabajo del padre o de la madre, las peleas de los padres, o haber suspendido una asignatura. Hay muchos episodios en la vida de un joven en los que pueden estimularse las sensaciones de impotencia, miedo, inutilidad o miedo al abandono. Incluso la experiencia de la excitación sexual puede convertirse en un desencadenante que traiga a la conciencia un recuerdo traumático previamente oculto y disociado y que cause temporalmente los síntomas disruptivos aquí descritos. Ese es quizás el principio más importante de todo el trabajo con personas traumatizadas. La discontinuidad de la conciencia que puede crear un estado de bloqueo, un flashback, un lapsus de atención, un episodio de exteriorización o el cambio a un nuevo repertorio conductual se desencadena debido a algún estímulo específico –un pensamiento, una experiencia sensorial, un afecto, un tono de voz– que trae recuerdos y sensaciones que están asociados con un episodio traumático. Sin embargo, a veces es difícil discernir cuáles son los precipitantes de esos cambios de estado y, como muchos

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padres indican, “Empezó a comportarse como un loco. Ocurrió de repente”. Es importante darse cuenta de que las conductas infantiles nunca “ocurren de repente”. Aunque el padre, el maestro o el cliente no sean capaces de discernir cuál fue el hecho precipitante, siempre hay uno, aunque sea interior o sutil. Una alumna de instituto se quedó muda e insensible durante una clase de inglés mientras estaban viendo una película. “Ocurrió de repente”, dijo la profesora. Más tarde, en terapia, la alumna habló de una escena de la película en la que aparecía un gran prado abierto, parecido al lugar en el que había sido violada. Identificar el precipitante es más fácil cuando el cliente está con nosotros en la consulta y podemos observar con nuestros propios ojos lo que acaba de ocurrir y qué pudo precipitar el cambio. Pero incluso cuando observamos al cliente directamente, a menudo no podemos discernir qué ha ocurrido. Por ejemplo, en el caso de Jennifer, nada de la conversación que habíamos mantenido me hizo pensar en la difícil situación en la que la había puesto su padre cuando hablamos de sus planes de ir a la universidad. Preguntar al cliente en ese momento “¿Qué acaba de ocurrir? ¿Dónde has ido?” es la mejor manera de intentar llamar la atención sobre el hecho precipitante. Y a partir de ahí, hay que seguir preguntando: “Me pregunto qué he dicho o qué has dicho que te ha hecho abandonarnos precisamente ahora”. Cuando logré activar a Bonnie tras su convulsión psicogénica y los vómitos, exploré con cuidado con ella qué creía que había ocurrido justo antes de ese episodio. Yo era consciente de que habíamos estado hablando de sus planes de futuro cuando ocurrió, y le pregunté si había tenido algún otro pensamiento justo antes de perder la conciencia. Me dijo que había oído la voz de su madre biológica diciéndole “nunca serás nada”. Era la primera vez que le contaba a alguien que antes de esos episodios oía la voz de su madre biológica hablándole. A medida que fuimos charlando más después, quedó claro que la separación de sus tíos y la dificultad del bachillerato habían estimulado sus miedos al abandono –miedo a acabar siendo como su madre, y miedo a que su tía y su tío dejaran de estar ahí para ella. Los sentimientos del programa de “visitas cada quince días” que había tenido con su madre biológica antes de la adopción ahora se estaban desencadenando con las visitas alternas con su tía y con su tío, y la hostilidad existente entre ellos era muy evidente para la menor en esas visitas. Habiendo experimentado esas visitas post-separación antes, como una niña de tres años antes de ser adoptada, la separación actual de sus padres reavivaba los miedos y los recuerdos traumáticos antiguos de abandono y también la fuerte necesidad de un apego consistente. ¿Acaso no era seguro querer a esas personas como su madre le había advertido? ¿A quién debería querer y a quién debería abandonar? Su historia temprana le había enseñado que no se

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pueden tener ambas cosas. Más allá de explorar algunos de esos pensamientos, le pedí a Bonnie que explorara los precursores fisiológicos del episodio disociativo, y logró decirme que sentía un cosquilleo encima de las cejas y una sensación de presión en la parte trasera de la cabeza. Yo le dije que había visto que le temblaba la mano derecha, y ella lo ratificó, diciendo que también solía acompañar a esos episodios. El hecho de conocer esos precursores fisiológicos podría aportar una señal de aviso antes de que se produjera el cambio de estado. De hecho, al sentir el precursor Bonnie aprendió a predecir sus “convulsiones” y era capaz de notificarlo al personal de tratamiento de la residencia donde estaba, que le traían cojines y dejaban que se sentara en el suelo para prevenir que se hiciera daño durante los episodios. Al final Bonnie aprendió a evitar el estado disociativo sintiendo los precursores fisiológicos y procesando el episodio desencadenante con un miembro del personal antes del estado de bloqueo. Identificar un momento desencadenante también es posible con niños más pequeños. Al principio del tratamiento yo planteo a los niños la idea de que pueden pasar de un estado de ánimo a otro, o de un nivel de actividad a otro, o de un estado de conciencia a otro. Además, y en esta misma línea, muy al principio de la terapia les presento muñecos que demuestran estados emocionales cambiantes, con expresiones que cambian, cabezas distintas o partes maleables. Si los niños entran en estados de trance, utilizo una tortuga de peluche que retrae la cabeza y la mete en el caparazón para ilustrar la reacción de “esconderse”. También les cuento que a veces las personas cambian su forma de actuar y que está bien siempre que decidan cambiar por una razón, y les explico que trabajaremos juntos para averiguar cuándo se producen los cambios y cuáles son las razones. Con todo eso preparo el terreno para poder profundizar cuando se producen pruebas de estados de trance disociativo o lapsus de atención. Cuando el momento desencadenante que estamos intentado procesar se produce fuera de la terapia, es posible que necesitemos varias sesiones para que el cliente sea capaz de revelar el origen del problema. Por ejemplo, Sally, una niña de doce años adoptada de Rumanía y que acababa de llegar a un colegio nuevo, me contó que no pensaba volver jamás a clase de historia. No sabía por qué, pero había sentido una “cosa rara” en el estómago cuando entró en clase el segundo día y se desmayó. Sally tenía terror a volver. Dado que yo no quise que su cuerpo ensayara la “respuesta de desmayo”, que puede volverse condicionada, le recomendé que no volviera a clase hasta que no averiguáramos qué ocurría y la escuela, que era privada, aceptó que se quedara haciendo trabajos en la sala de profesores hasta entonces. En terapia, Sally y yo revisamos minuciosamente todos los estímulos que habían dado lugar a su desmayo. Sesión tras sesión hablamos de

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cómo era el aula, de cómo era su profesora y a quién le recordaba, y qué momento consideraba como el peor. Al final Sally recordó que la profesora le había dicho: “Te pareces a tu hermana”. Como niña que fue adoptada tardíamente, con historial de trauma preverbal y una hermana adoptiva que era hija biológica, esa afirmación suscitó tantas emociones mezcladas de celos y ansiedad por abandono que Sally no pudo afrontar esos sentimientos tan intensos y entró en ese modo de bloqueo disociativo. De hecho, ella no supo realmente ni entendió su reacción hasta que hicimos el trabajo de detectives que acabó por desvelar el precipitante de su desmayo. Aunque el proceso no fue sencillo, los momentos que desencadenan reacciones disociativas tienen que descubrirse o se acaban convirtiendo en reforzadores ocultos de procesos disociativos que van tomando fuerza con el tiempo. Desenmarañar las trampas escondidas y los dilemas Una vez descubierto el precipitador, es importante aclarar por qué ese episodio en concreto, esa afirmación, ese pensamiento interior, ese tema de conversación o esa percepción ha recordado al niño un aprieto tan aparentemente irresoluble que su cuerpo ha optado por bloquearse en lugar de afrontar la información. Elena tenía catorce años, un historial de paso por múltiples casas de acogida y se le había recomendado regresar a su hogar biológico, del que había salido tras explicar que su madre había abusado sexualmente de ella. Al preguntarle sobre la fecha del próximo juicio, las pupilas de Elena empezaron por un momento a moverse bajo los párpados y pareció permanecer mentalmente ausente durante varios minutos. Cuando por fin volvió a prestarme atención le pregunté, “Elena, ¿sabes de qué estábamos hablando?”. “¿Del juicio?”, respondió resignadamente, y sus labios pronunciaron la siguiente afirmación: “Voy a decirle al juez que me haga volver con mi madre”, con un aspecto desdibujado y aterrorizado. Elena se encontraba ante un dilema irresoluble en el que se sentía atrapada. Tenía que elegir entre abandonar a sus hermanos, que se quedarían en casa cuidados por su madre, y la posibilidad de sufrir más abusos. Incapaz de hallar otra solución, “eligió” no estar presente mentalmente y dejar que su boca pronunciara lo que su corazón no podía decir. La disociación de Elena no podía resolverse hasta que las instituciones que controlaban su futuro –los servicios sociales, su madre biológica, su abogado– encontraran una forma de empoderarla para darle opciones reales sobre su futuro – mantener la relación con sus hermanos al tiempo que evitaba más traumatización por parte de su madre. Este caso nos lleva al siguiente paso en la resolución de este tipo de problemas, es decir, intentar generar cambios ambientales que ayuden a los niños traumatizados a salir de sus trampas ocultas y sus dilemas. Para Bonnie, la separación de sus tíos provocó la aparición de todos los miedos que

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tenía desde su infancia más temprana y que había eliminado de su conciencia. Su madre biológica le había dicho que su tía y su tío nunca podrían quererla de verdad y ahora parecía ser cierto, ya que sus nuevos padres habían roto su hogar y parecían estar siempre discutiendo por quién se quedaba con ella. Aunque había empezado a creer que ellos serían capaces de mantenerla a salvo después del trauma de sus primeros años de vida, su separación confirmaba sus peores miedos. Bonnie empezó a creer que era inevitable sufrir más traumas y se preguntaba si la devolverían a su madre biológica o si tendría que elegir regresar con ella para no ser una carga para su familia. Muchos de esos pensamientos eran pistas de ideas que no era capaz de procesar ni expresar completamente. Sin embargo, su mente expresaba la profunda trampa en la que se sentía mediante una voz interior que sonaba como la de su madre biológica y le decía “Nunca serás nada”, y el cuerpo de Bonnie se bloqueaba en el estado de parálisis que recordaba de los años de abusos cuando era pequeña. Escapar de ese patrón de bloqueo implica encontrar formas de cambiar el entorno para liberar al niño de algunas de esas trampas y aprietos. Los recordatorios traumáticos crean un sentimiento de desesperación y de inevitabilidad del trauma en la vida del menor. Los recordatorios traumáticos son avisos internos que podrían verse como mecanismos adaptativos evolucionarios para ayudar a las personas traumatizadas a predecir y a evitar más eventos traumáticos. Nuestros clientes tienen que aprender que esas respuestas disociativas son símbolos dramáticos de esos eventos y que tienen una función de supervivencia, ya que advierten a la persona del peligro potencial. No obstante, antes de poder metabolizar las asociaciones tóxicas de los traumas del pasado y poder desintoxicarse, el cliente tiene que ver que la escapatoria es posible, y tiene que elaborar un plan de escape, una estrategia para salir del dilema en cuestión. Así pues, planificar cómo liberar al menor de esas trampas es una parte fundamental de la técnica terapéutica. Cambiar de entorno Las vidas de los supervivientes de traumas están repletas de campos de minas, trampas, expectativas injustas y exigencias conflictivas que hacen que les sea muy difícil superar la vida de traumas sin nuestra ayuda. Así, en la medida en la que tenemos poder para influir en las decisiones de los tribunales, en las decisiones de los centros educativos o en las prácticas de crianza, deberíamos intentar hacerlo. Los niños están realmente indefensos, y los niños traumatizados todavía más. Muchas de las intervenciones que ayudan a los niños a salir de los aprietos que causan el bloqueo disociativo forman parte de la práctica terapéutica habitual como reuniones familiares o con los orientadores escolares. Otras pueden parecer difíciles, como testificar en juicios,

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o incluso trabajar para conseguir que se modifiquen las políticas cuando alguna de ellas impide al niño acceder a algún servicio que necesita, o a una oportunidad o a una persona que pudiera resultarle beneficiosa. La pasividad indefensa de los estados de bloqueo disociativo puede convertirse en un modo de vida para los niños traumatizados. Es una indefensión que está enraizada en el trauma pero que a menudo se ve reforzada por unas instituciones proveedoras de servicios inflexibles que suelen ser insensibles a sus necesidades. Así, la indefensión impregna su visión sobre lo que puede cambiar de su entorno y el hecho de aprender que ellos mismos pueden cambiar su entorno, con la ayuda de su terapeuta, se convierte en una lección muy potente de control que contrarresta esos sentimientos de indefensión. Por desgracia, es cierto que las instituciones con las que tienen que interactuar los niños disociativos suelen fracasar a la hora de proporcionarles respuestas flexibles. Hannah, de once años, entraba en profundos estados de bloqueo disociativo todas las mañanas cuando se preparaba para ir a su nuevo colegio, en el que cursaba quinto. Hannah permanecía inerte en el suelo de su habitación y su madre era incapaz de despertarla, a veces hasta 45 minutos. La madre se sentía afortunada por haber recuperado a su hija, que había estado viviendo dos años con su padre biológico quien además había abusado sexualmente de Hannah y había impedido que estuviera en contacto con la madre que, por su parte, había luchado mucho para recuperar a la niña. Al final logró trasladar el caso a otra jurisdicción en la que pudo tener una visita con su hija y la niña explicó los abusos al tribunal. Ahora, a salvo y custodiada por su madre, Hannah sufría terrores intensos de separación de su madre y tenía miedo a la escuela, ya que el traspaso de custodia a su padre había ocurrido precisamente en la escuela. Hannah explicaba que oía voces que discutían en su cabeza antes de entrar en el estado de bloqueo disociativo. Una de las voces decía “Si te separas de tu madre ahora no volverás a verla nunca más”, y la otra voz, que sonaba como la de su padre, le gritaba que fuera a la escuela. Ante esas voces beligerantes, y sintiéndose indefensa y confusa, el cuerpo de Hannah se bloqueaba. Cuando se despertaba, a veces tras 45 minutos en los que la madre no había dejado de persuadirla para que volviera, Hannah no iba a la escuela porque la política de retrasos del colegio requería que los alumnos que llegaban tarde fueran a ver al director o a la directora antes de ir a clase, algo que a Hannah le parecía humillante y, por lo tanto, había faltado al colegio durante semanas. En este caso, negocié con la escuela que flexibilizaran un poco esa política para que cuando Hannah llegara tarde pudiera entrar en clase discretamente, mientras en terapia trabajábamos los problemas de las voces beligerantes.

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Para Bonnie, escapar del aprieto de su estado de bloqueo disociativo requirió que yo trabajara con la tía y con el tío para ayudarles a gestionar su conflicto sin hacerlo delante de la niña. También fue necesario establecer un nuevo arreglo con una prima mayor que vivía cerca del domicilio de la tía. El hecho de vivir con su prima hacía que Bonnie se sintiera más segura ya que la prima tenía más tiempo para la niña que la tía, y además su casa estaba cerca del colegio y de las actividades extraescolares. Por otro lado, Bonnie se sentía más segura viviendo sin el estrés emocional que había sentido entre su tía y su tío durante su tormentosa separación. Practicar una repetición del momento Aunque los problemas de la vida se hayan solucionado con las estrategias de terapeuta “activista” del apartado anterior, los estados de bloqueo disociativo pueden persistir. Las respuestas de evitación condicionada se han practicado en el cerebro y el mecanismo cerebral de “activación” le predispone a repetir secuencias que ya han ocurrido siguiendo un modelo. De ahí que el cliente sea cada vez mejor entrando automáticamente en un bloqueo disociativo y sea preciso revertir esa automatización para que el cliente llegue a estar bien. Para combatir un patrón conductualmente arraigado hay que practicar uno nuevo. Es un proceso muy minucioso que supone identificar el momento que desencadena la secuencia automática y practicar una respuesta distinta a ese mismo desencadenante. En el caso de Bonnie supuso identificar todos los sentimientos que experimentaba, la voz que oía, o la frase que se había dicho a sí misma antes de perder la conciencia y después identificar otra forma de responder a todo ello. De hecho, le pedí que tuviera un cuaderno siempre con ella en la residencia donde vivía para anotar esos episodios. En cuanto perdía la conciencia, un miembro del personal permanecía con ella y, al despertar, Bonnie tenía que procesar qué pensamientos, ideas o sentimientos habían precedido el episodio y tenía que anotar los pensamientos o los sentimientos en el cuaderno con un contra-pensamiento. Por ejemplo, si antes del episodio disociativo Bonnie había sentido, “nunca me pondré bien”, le indiqué que pensara en formas de contrarrestar ese pensamiento negativo con pensamientos de esperanza sobre su futuro. Bonnie venía a terapia con el cuaderno para seguir procesando esos pensamientos y esos sentimientos que habían provocado su episodio disociativo. El procesamiento inmediato contrarresta la respuesta fóbica del cliente al estímulo y además le enseña que ningún pensamiento, sentimiento o imagen es demasiado abrumador como para no poder gestionarlo. La disposición tranquila del terapeuta (y en el caso de Bonnie, del personal de la residencia) para actuar es una de las intervenciones clave para contrarrestar la evitación fóbica. Si se hace rápido, se refuerza la asociación entre el estímulo y un nuevo

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patrón de respuesta conductual que interrumpa el hábito del cerebro de pasar automáticamente a un estado de bloqueo disociativo. Después de presentar y desarrollar un contrapensamiento, una nueva idea o una nueva solución, a veces incluso acompaño al paciente por los pasos y las acciones exactas en las que estuvo antes del episodio. Así, no solo ensayamos una nueva forma de gestionar el estímulo que antes era tabú, sino que también practicamos una nueva secuencia de conducta en la que el estímulo inaceptable es desintoxicado. Incluso aunque no haya observado el episodio desencadenante de un estado de bloqueo disociativo, el terapeuta puede ayudar a ensayar nuevas conductas que contrarresten la secuencia que previamente llevó al estado de bloqueo. Por ejemplo, Miranda esperaba el diagnóstico del hospital local por un posible trastorno de convulsiones, tras haber sufrido episodios de pérdida de conciencia asociados con sacudidas de los brazos, y al no detectarse ningún trastorno de convulsiones, fue derivada a mi consulta para someterse a terapia. Me sorprendió la incapacidad de Miranda de reconocer algún sentimiento de ira cuando describía experiencias personales dolorosas. Cuando describió como algo molesto los golpecitos repetidos con el lápiz que le daba un compañero de clase, empecé a golpear con un lápiz sobre mi despacho y ensayé con ella cómo pedirme que parara. Miranda se quedó paralizada. No podía pronunciar la palabra “para” y empezó a describir unas sensaciones de dolor en la parte trasera de la cabeza y un hormigueo en los dedos, que solía preceder a uno de sus episodios disociativos. Su historia desveló que había sufrido abusos sexuales en preescolar por parte de un maestro y que cuando ella le decía “para” él la había amenazado con matar a toda su familia. Para Miranda, el simple hecho de pronunciar la palabra “para” o de expresar una ira apropiada se había convertido en un desencadenante de su estado de bloqueo disociativo. También me explicó que la forma de comer de su padre “le molestaba” y que hubiera querido decirle “para”, pero no podía. A partir de ahí practicamos un ejercicio muy bien preparado y juegos de rol sobre cómo decir “para”; también procesamos su creencia aterradora de que decir “para” supondría la muerte de sus seres queridos. Del mismo modo, Jennifer fue capaz de superar su reacción de bloqueo aprendiendo a hablar de sus sentimientos sobre su padre y la universidad. La seguridad de mi presencia y de mi oficina, combinada con su motivación por evitar un ingreso en el hospital, le permitieron procesar sus pensamientos y sus miedos, y confiar en que yo podía ayudarle a solucionarlo igual que habíamos solucionado otros problemas que parecían irresolubles en el pasado. La sensación de estar en un lugar seguro y en presencia del terapeuta ayuda a combatir la automaticidad del estado de bloqueo disociativo durante la práctica de “repetir los momentos”.

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Ensayar estrategias para “permanecer conectado” Cuando los niños o los adolescentes han sido capaces de identificar algunos de los precursores que les predisponen a los estados de bloqueo disociativo y gestionan esos conflictos de otra manera, suelen identificar sensaciones prodrómicas previas a esos estados. Pueden ser dolor de cabeza, hormigueo en los dedos, sensación de quemazón o mareo. Si conecta con esas sensaciones, el cliente podría llegar a sentir mejor qué le está molestando y practicar formas para estar presente. Se denominan “técnicas de conexión” y por lo general implican elevar la conciencia sensorial del presente para contrarrestar la atracción para retirarse a un mundo disociativo. Cualquiera de los sentidos puede ser utilizado como estímulo de conexión primario. La música funciona muy bien, especialmente los iPods preprogramados con canciones que ayuden al menor a permanecer centrado. En ausencia de música se les puede enseñar a cantar sus canciones favoritas mentalmente. También son muy útiles las experiencias táctiles, como sentir los pies de uno mismo pisando el suelo, o sentir, rascar o masajear alguna parte del cuerpo. Tocar objetos muy fríos, como cubitos de hielo, puede tener una función de conexión, igual que el hecho de llevar algún collar, pulsera o pin especial. Personalmente suelo ayudar al cliente a asociar la sensación del peso del objeto en la muñeca o en el cuello con la sensación de permanecer centrado y presente, y utilizo sugerencias del tipo: “Cada vez que sientas la cinta de tu pulsera en la muñeca, te darás cuenta de que esa pulsera te conecta con tu vida presente, una vida en la que puedes quedarte y que puedes sentir que controlas. Es una sensación agradable, un recordatorio que te conecta profundamente con lo que has soñado para ti y con tu capacidad de conseguirlo”. Los niños más pequeños o con alguna discapacidad de desarrollo pueden traer a la consulta sus muñecos o sus peluches favoritos, que pueden servir de objetos de conexión. Además, esos niños pequeños también pueden conectar ensayando canciones como “Parece que las cosas no van como yo quiero, pero he decidido que hoy va a ser un buen día”. A veces los niños prefieren las técnicas cognitivas para la conexión. A mí me gusta que como técnica de conexión practiquen afirmaciones que contrarresten sus peores miedos como, por ejemplo: “Cada día tendré más y más control de mi vida y de mi futuro”, una de las frases de afirmación favoritas de muchos de mis clientes. A los niños les explico que si permanecen conectados con el presente tendrán más opciones de acabar teniendo el control de su futuro. Bonnie se volvió una experta en sentir las sensaciones físicas raras que precedían a sus estados de bloqueo disociativo. De hecho, le enseñé que cuando observara esos síntomas prodrómicos se sentara en el suelo y se centrara en la frase “Estaré bien, tanto si disocio

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como si no”. El miedo a la disociación le había provocado algún episodio y se había convertido en una profecía autocumplida. Así pues, dar su lugar a la posibilidad de que pudiera ocurrir sin el miedo asociado tenía una función preventiva. Por otro lado, algunos niños más pequeños responden mejor a las señales visuales que a las verbales cuando están aprendiendo a anticipar y a abortar un estado de bloqueo disociativo. Los gestos con las manos, como moverlas lentamente hacia abajo en un movimiento suave y relajante (Yehuda, 2011), o apretar las dos manos juntas simbolizando el yo “que trabaja unido”, también puede ayudar a los más pequeños a conectar con ellos mismos. Respetar la motivación para permanecer disociativo A veces, y a pesar de hacer todo lo posible para llevar al cliente por esos pasos que hemos destacado, hay resistencia y ausencia de progreso. Uno puede lanzar todos los salvavidas que tiene, pero si el nadador que se está ahogando cree que no es seguro agarrarlo, no lo hará. Aunque los clientes puedan decirnos verbalmente que quieren estar mejor y aunque asistan a las sesiones con la mejor voluntad, la motivación para prescindir de las herramientas de afrontamiento disociativo es un compromiso difícil y complicado. Por lo general la falta de progreso indica que hay alguna amenaza presente en el entorno que todavía no se ha identificado. En otros casos, el miedo al progreso es demasiado grande en sí mismo porque el cliente ha identificado barreras en el entorno, ya sean percibidas o reales, que pueden hacer que la recuperación se vea como algo no seguro. Premiar la conciencia y la conexión A veces esperamos que los avances del cliente se sustenten solos y creemos que la salud y el avance deberían ser una recompensa por sí misma. Por desgracia, los avances vienen acompañados de muchos problemas que pueden dar lugar a que el cliente dude de si todo ese cambio realmente merece la pena. Esa es la razón por la que recompensar los esfuerzos de nuestros clientes jóvenes con comentarios explícitos e incluso con programas conductuales que desarrollemos con ellos puede ayudarles a ver sus progresos y a sentirse orgullosos y bien con lo que han conseguido. Como terapeuta siempre estoy tomando notas y comentando hasta el más mínimo movimiento hacia el progreso. También puedo comentar entre risas que oigo como las células de sus cerebros “chisporrotean” cuando realizan una conexión importante, o cuando revierten un hábito cerebral previamente aprendido. Más importante todavía, cuando no utilizan una respuesta conocida de bloqueo disociativo tras estímulos que por lo general lo desencadenan, pongo de manifiesto lo grandísimo que es lo que han

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conseguido hacer. Cada vez que el cliente logra evitar la respuesta de bloqueo disociativo, se están fortaleciendo nuevas rutas cerebrales, y son momentos clave para valorar positivamente los esfuerzos del cliente y su progreso, y para ensayar con ellos lo que ha ocurrido en su mente y cómo pueden repetirlo. Como ya se ha dicho antes, Bonnie llegó a un punto en el que se sentaba sobre un cojín cuando experimentaba las sensaciones prodrómicas conocidas, identificaba el pensamiento que le estaba perturbando y pedía ayuda para contrarrestarlo antes del bloqueo. Todo eso se convirtió en la ocasión para que el equipo del centro la felicitara, para comentar lo bien que lo estaba haciendo y para ofrecerle la posibilidad de hacer alguna salida. Era evidente que ir al gimnasio a jugar al baloncesto era demasiado peligroso para ella mientras los estados de bloqueo disociativo fueran frecuentes y tan perturbadores, pero al demostrar que era capaz de evitarlos, consiguió participar en actividades divertidas a las que tenía acceso por sus nuevos logros, y el éxito de Bonnie con la gestión de sus estados disociativos empezó a reportarle beneficios tangibles. Los programas conductuales diseñados para recompensar esos momentos son distintos de los programas conductuales convencionales en aspectos muy importantes. Primero, lo que se recompensa tanto con algo concreto como con una valoración no es simplemente la evitación de una conducta disruptiva o inapropiada, sino que lo que se está premiando es el valor del niño, su habilidad y su capacidad para contrarrestar un “hábito cerebral” sobreaprendido y para aprender una nueva forma de funcionar en momentos de estrés. A los momentos en los que los clientes son capaces de evitar entrar en un estado disociativo les llamo “paradón” (como en el fútbol), y para ilustrar lo importantes que son, a menudo pido a las familias que mantengan un seguimiento del número de “paradones” en un día concreto o en una semana. En lugar de centrarme en los aspectos disruptivos e inapropiados de la conducta del niño, hago que la familia se centre en observar los aspectos positivos del esfuerzo del niño por contrarrestar el estado de bloqueo. Los niños más mayores y los adolescentes pueden aprender a hacer un seguimiento de esos momentos “paradones” y premiarse a ellos mismos por haber pasado el día sin recurrir a bloqueos disociativos. De hecho, funciona mejor que sean ellos los que decidan sobre sus propias recompensas –ver su peli favorita, pasar un rato jugando con la consola–, y son unas recompensas que se auto-otorgan para celebrar el orgullo que sienten por haber aprendido algo nuevo. Con el tiempo, por supuesto, vivir una vida con conciencia y conexión empieza a aportar sus propias recompensas y los clientes están preparados para dejar de lado los refuerzos más planificados de ellos mismos y de los demás a medida que las nuevas competencias se convierten en algo natural.

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Trastornos del sueño Antes de finalizar este capítulo sobre “permanecer despiertos”, es importante mencionar que una minoría significativa de niños disociativos y traumatizados experimentan trastornos del sueño que hacen que requieran tratamiento. La inestabilidad de la conciencia que representan los estados de bloqueo disociativo puede reflejarse en trastornos en los hábitos y los ciclos de sueño. Hay niños que duermen demasiado, otros que tienen los patrones de día y de noche invertidos, o que experimentan una dificultad extrema para salir del estado de sueño profundo. A veces incluso al despertar están en estados disociativos con afectos y características distintos, como estados de rabia o conductas infantiles. El sueño se regula mediante el sistema de activación reticular, una parte primitiva del cerebro anterior que puede verse alterado por un trauma temprano (Perry, 2006). En esos casos, el sueño puede haberse convertido en un modo practicado de escape para evitar un dolor o un abuso esperado, y puede haberse convertido en una respuesta de evitación condicionada. Muchos padres me dicen que cuando sus bebés o sus hijos pequeños eran obligados a asistir a las visitas con el cuidador no principal, entraban en estados de sueño profundo justo antes del intercambio, como una forma de adormecer el estado del yo de la ansiedad por separación. Los adolescentes con problemas disociativos pueden invertir el día y la noche a propósito para evitar la interacción con la familia o para evitar ir a la escuela. Las clínicas del sueño suelen recomendar permanecer despierto una hora más durante el transcurso de varias semanas hasta que todo el ciclo de sueño se haya adelantado doce horas o más. Eso es más fácil que pedirle a un adolescente que se vaya a la cama una hora antes cada noche. Sin embargo, y como decíamos antes, la motivación para la evitación será la clave que hay que tratar con estos pacientes. Incluso cuando el patrón de sueño no está completamente desregulado, despertar a los adolescentes disociativos por la mañana suele ser un problema ya que los estados de sueño profundo son difíciles de distinguir del bloqueo disociativo y pueden ir acompañados por cambios afectivos similares y también dolor de cabeza al despertar. En mi práctica he visto que la forma más importante de abordar estos problemas es ayudar al adolescente a confrontar lo que está evitando por la mañana y ofrecerle alternativas – otro método de despertarse, otra programación escolar, o unas rutinas matutinas distintas. Igual que con los estados de bloqueo, el cuerpo, a través de sus acciones, está diciendo que hay algo intolerable, y mientras no identifiquemos y tratemos eso que es intolerable, el cuerpo utilizará su propio método inconsciente para abordar el problema.

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Cuando analizamos los problemas y los trastornos del sueño, es importante que examinemos Los momentos, las horas en los que surgen los problemas de sueño. Una joven familia que había escapado de una Chechenia devastada por la guerra había estado despertándose todos los días a las cinco de la mañana por pistoleros enmascarados que robaban la casa y asaltaban a la madre. Incluso viviendo en un entorno seguro, los tres niños pequeños seguían despertándose a las cinco de la madrugada y por lo general con gritos de terror. En este caso se propuso a la familia que creara un nuevo ritual a las cinco de la madrugada que consistiría en preparar un delicioso desayuno para contrarrestar el recuerdo de la hora del trauma. Un terapeuta creativo siempre encontrará oportunidades en el mundo real para ilustrar las diferencias entre el entorno traumático del pasado y el entorno actual en el que progresar es posible. En el próximo capítulo veremos cómo regular los afectos en el contexto del apego puede ayudar a los niños supervivientes a erosionar aún más las barreras disociativas que les impiden participar en el mundo que les rodea.

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Crear apego entre estados La regulación afectiva en el contexto de las relaciones

Era la tercera vez en un mes que Timothy, de doce años, visitaba el servicio de urgencias del hospital tras haber atacado violentamente a su familia. Esta vez había amenazado a su abuela con un cuchillo, había tirado el televisor al suelo y había causado moratones a un vecino que había acudido a ayudar a contenerlo. En urgencias Timothy era un modelo de autocontrol: se mostraba agradable y cooperador con las enfermeras y con los doctores, a quienes decía que “había aprendido la lección” y que no volvería a hacerlo nunca más; entendía qué le había molestado y “la próxima vez utilizaría las palabras”. En la superficie, su afecto parecía estar “regulado” en ese momento. ¿Le darían el alta y le enviarían a casa? De ser así, ¿cuánto tardaría en repetirse la misma situación? El frustrante dilema que presentan los niños como Timothy es que su afecto oscila de un extremo al otro de una forma salvaje. Viéndole en ese momento sereno, maduro y elocuente, al personal de urgencias del hospital le resultaba difícil imaginar al chico furioso con el que la familia había tenido que lidiar hacía solo media hora. Si le ingresaban era poco probable que el hospital tuviera la posibilidad de ser testigo del tipo de comportamiento que había desencadenado Timothy en casa, y si lo mandaban a casa, sus palabras no parecían garantía suficiente de que no volvería a ocurrir. En realidad, la calma de Timothy no indicaba que había aprendido a calmarse. Solamente había aprendido a ver la sala de urgencias del hospital como un nuevo desencadenante automático para un nuevo estado condicionado. Esta vez, lo mandaron a casa. El estado afectivo más difícil de trabajar es la activación de ira y de rabia, y la agresión asociada, como la de Timothy. Las conductas que manifiestan los niños en estados afectivos disociados suelen ser peligrosas para ellos mismos y para los demás. De hecho, la conducta violenta es el motivo más común de ingreso de adolescentes disociativos en las unidades de ingreso para adolescentes del centro Sheppard Pratt Health Systems (Ruths et al., 2002). Son adolescentes incapaces de contener la rabia extrema que desencadenan señales del entorno, y sus reacciones destructivas dan lugar a ingresos y altas continuos en más de un centro psiquiátrico o en unidades de crisis, y suponen una amenaza para las acogidas seguras de muchos niños adoptados o acogidos. La contención de esas conductas violentas suele ser el principal objetivo del ingreso. Para entender el afecto salvajemente desregulado de un niño como Timothy

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empezaremos por revisar la importancia del apego temprano, que sienta las bases para aprender la regulación afectiva. Un cuidador atento acuna al bebé cuando llora, ríe con el bebé feliz, calma al bebé hiperactivo y así genera la expectativa de que los estados incómodos pueden relajarse. El niño incluso aprende a autorregular a medida que los cuidadores son ejemplo de esos procesos de regulación. Como observan Carlson, Yates y Sroufe (2009), esos “intercambios interpersonales en el entorno del cuidador son interiorizados como parte del repertorio de afectos y conductas del niño” (pág. 43, TdT). En cambio, cuando un cuidador temprano es insensible al afecto abrumador del niño en desarrollo, ese niño puede quedarse con una activación emocional que vacila entre extremos de hiperactivación e hipoactivación. Los estudios neurológicos avalan la importancia de las relaciones tempranas para el desarrollo de una regulación afectiva sana (Stien y Kendall, 2004). Según Schore (2009), una corteza orbital frontal poco desarrollada, perturbada por un cuidador deficiente, puede dar lugar a la desorganización y la desinhibición de regiones cerebrales subcorticales inferiores, y dar lugar a la desinhibición emocional y a las reacciones desproporcionadas de los niños y los adolescentes disociativos. El resultado de ese déficit de la integración sana de la emoción respecto a los centros cerebrales superiores es una vida afectiva desorganizada. Sin mecanismos moduladores centrales, los estados de ánimo del niño superviviente cambian rápidamente y eso genera respuestas no conscientes a desencadenantes constantes sin la orientación del cerebro pensante para analizarlas y contenerlas. Así, incapaz de regular las emociones con métodos aprendidos de auto-relajación, el niño superviviente busca formas artificiales de regular el estado de ánimo con actos de autolesión que liberan endorfinas, o con actos destructivos contra los demás, o haciendo daño a personas cuyo apego y amor añoran – pero temen haber perdido. Los niños pueden sustituir un estado de sentimientos intensos por otro en un baile furtivo de evitación, como alguien que camina sobre unas brasas candentes y va dando saltos sobre un pie y después sobre el otro. Nuestros clientes han aprendido en sus entornos originales que el apego solo es seguro en determinadas circunstancias. Aprenden a anticipar cuando un cuidador será brutal o cruel y desconectan en esos momentos, desarrollando un estado diferente de conciencia en el que están desconectados de la figura de apego. Ese proceso conserva algo de apego positivo, al tiempo que les dota de cierta libertad para que expresen su ira y su hostilidad por su maltrato con actos agresivos o destructivos que no recuerdan ni entienden completamente. La conciencia dividida conserva cierto tipo de pseudo apego, como el de Timothy cuando pronuncia las palabras de lo que tiene previsto hacer cuando llegue a casa. Su apego no es el apego duradero que ayuda al niño a desarrollarse y a internalizar

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la autorregulación, dado que no puede sostener esos sentimientos cuando se ve confrontado a detonantes que le sugieren que su seguridad no está garantizada. La conclusión inevitable de la convergencia de la investigación y la observación clínica es que enseñar gestión afectiva en el contexto de una relación de apego es una estrategia clínica fundamental cuando se trabaja con niños supervivientes disociativos y con trauma crónico. Solamente si se desarrolla ese apego consistente el niño acabará por tener bajo su control la regulación de los estados afectivos. Irónicamente, la verdadera autorregulación requiere apego hacia alguien que cuide del niño, que lo ame de manera incondicional y que espere que se consiga esa regulación. No obstante, hasta el apego a los cuidadores más maravillosos suele verse comprometido cuando el niño ha sufrido un trauma severo. Esos déficits son un problema de autorregulación y un problema relacional al mismo tiempo, por lo que el trabajo clínico implica un enfoque dual: enseñar estrategias individuales para gestionar el afecto de una manera nueva, y potenciar la comunicación emocional en el contexto de una relación. Ambas tareas son difíciles, aunque fundamentales para el éxito del tratamiento. Las A del modelo EDUCATE –activación, afecto y apego– están interrelacionadas a nivel teórico, neurofisiológico y clínico. Este capítulo y el siguiente abordan las competencias de regulación afectiva en la terapia individual y familiar. Este capítulo se centra en las competencias de regulación afectiva en los niños traumatizados, pero incluye también algunas técnicas que se llevan a cabo con los padres, ya que debe existir una interacción fluida entre las técnicas individuales y las técnicas familiares cuando se trabaja la regulación afectiva infantil.

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Revertir la automaticidad La Teoría de la evitación afectiva define la disociación como: La activación automática de patrones de acciones, pensamientos, percepciones, identidades o referentes (o “guiones mentales afectivos”) que están sobreaprendidos y que sirven de respuestas de evitación condicionada para la activación afectiva asociada con las señales traumáticas. Cuando Timothy reacciona en el entorno familiar con su conducta combativa, estamos ante el inicio de un “guion mental afectivo” que se activa automáticamente –un repertorio conductual planificado para la rabia que resulta inapropiado para su contexto actual. En cierto nivel, Timothy no puede evitarlo. El desencadenante del entorno al que está respondiendo ha sido percibido y se le da respuesta en un nivel inconsciente; de hecho, el menor actúa antes de haber tenido la oportunidad de procesar lo que ha ocurrido y cómo se siente al respecto. Aunque su conducta parece la expresión de un afecto intenso, es la expresión de un retrato afectivo sobreaprendido de rabia. Timothy no experimenta esa rabia de forma integrada o auténtica y por eso su afecto cambia con tanta facilidad cuando llega a urgencias del hospital. Esa rabia primitiva en “modo ataque” son restos de un momento anterior que aparecen automáticamente cuando Timothy siente una amenaza para su supervivencia. Es una actuación conductual que impide que Timothy se implique auténticamente con sus reacciones emocionales, que le ayudarían a negociar con su entorno de forma más efectiva. Paradójicamente, parte de lo que tenemos que hacer para ayudar a Timothy a aprender a calmarse es ayudarle a identificar y a considerar lo que siente realmente en los momentos desencadenantes y utilizar esa información para solucionar los problemas de sus relaciones familiares. Igual que Sonya, que rompió la cama cuando su madre intentó regalar su camiseta (véase el Capítulo 2), Timothy está desconcertado por los sentimientos reales subyacentes a sus comportamientos. En el Capítulo 2 presentaba la idea de mente sana: La mente sana selecciona de forma efectiva la información que le permitirá gestionar sin problemas las transiciones entre estados, entre afectos, entre contextos y entre problemas de desarrollo de modo que sea adaptativa a cada una de las demandas cambiantes del entorno. Basándonos en esa definición, Timothy tiene que aprender a pasar tranquilamente de un contexto al otro y a desarrollar respuestas más apropiadas que encajen en su vida actual. Para conseguirlo, tendrá que aprender a identificar qué desencadenó sus reacciones y qué sintió al respecto, y después utilizar sus sentimientos de forma adaptativa como señales para corregir los problemas de su mundo. Timothy tendrá que

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ser capaz de centrarse en esos momentos de transición en los que entra automáticamente en el estado de rabia total. Tendrá que derrotar la automaticidad y sustituirla por conciencia. Tendrá que seleccionar lo que es relevante para su mundo actual, sabiendo qué siente y por qué, y tendrá que aprender a responder a su familia basándose en esa nueva conciencia en vez de basar sus respuestas en programas de supervivencia desfasados. Todo eso es muchísimo para un chico como Timothy, pero no es imposible. Para empezar, Timothy tiene que entender sus propios afectos y motivarse para sintonizar con ellos.

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Educación afectiva: identificar el propósito de los sentimientos Nuestro esfuerzo por ayudar al niño superviviente a gestionar los cambios afectivos empieza con la psicoeducación. El modelo de Tomkins (1962, 1963), que establece los afectos como señales, ofrece una forma clara y directa de ayudar al niño superviviente a comprender el papel y las ventajas de los afectos que ha aprendido a apagar o a desactivar. Para empezar a hablar de afectos suelo preguntar al niño o al adolescente si espera aprender a conducir algún día. Si la respuesta es “¡Claro que sí!” entonces le pregunto cómo se sentiría su madre si le dijera que te encantaría aprender a conducir pero que no tienes ninguna intención de respetar las señales de tráfico –conducirías siguiendo tus propias reglas, ignorando las señales de “Stop”, los “Ceda el paso” y los semáforos en rojo. “¿Tu madre dejaría que te sacaras el carnet de conducir si eso es lo que tienes previsto hacer?”, le pregunto. “Claro que no, pero no lo haría”, responde el niño. “Pero ya lo estás haciendo con tus sentimientos”, le respondo. “Estás intentando ir en el ‘asiento del conductor’ de tu vida, pero no estás utilizando las señales de tráfico ni las indicaciones que te dicen a dónde tienes que ir, qué se aproxima, qué evitar ni cuándo ir con precaución. Esas señales son tus sentimientos, que deberían estar ayudándote en lugar de controlarte, y tú no deberías ignorarlas”. Cada sentimiento, le explico, tiene un propósito enraizado en nuestra biología que nos ayuda a tener presente información sobre el entorno y sobre nuestras experiencias que hemos ido recopilando con el tiempo. El miedo, continúo, nos indica que hay algo que debemos evitar porque podría haber habido una fuente de peligro en el pasado. La tristeza nos dice que añoramos algo o a alguien que queremos y nos ayuda a mantener esa conexión. “¿Y qué hace la ira?”, me preguntará. A la mayoría de los niños les han explicado que la ira es una emoción “mala” y que no deberían sentirla. Es una noción que yo corrijo inmediatamente para decirles que la ira es la emoción de “autodefensa” que indica a los demás que se aparten o que salgan de nuestro espacio. Nos indica cuando alguien está violando nuestro límite personal. De hecho, la ira nos da el aviso y el incentivo para hacer algo al respecto de esa invasión. Cuando tienes la información sobre qué o quién está invadiendo tu espacio, tú decides cómo responder. Llegados a ese punto les pido que piensen en algún momento en el que estuvieran enfadados, para que puedan recordar haber utilizado la ira en una forma de autodefensa apropiada. Después les felicito por haber escuchado la emoción y por haber respondido bien. También les explico que cuando se han violado los límites cuando un niño es demasiado pequeño para defenderse, su ira aprende que no tiene ningún propósito y es posible que se oculte y que solamente se reivindique de forma

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descontrolada más tarde. Enseño a los niños que tienen que recuperar y ser “dueños” de su ira, y que tienen que encontrar la manera de utilizar su mensaje para reivindicar sus derechos de forma apropiada. También comparo la ira con la percepción sensorial del dolor. El dolor tiene un propósito evolutivo importante: hace saber a un organismo cuando algo es dañino o tóxico y debe evitarlo. Aunque el dolor sea desagradable, es necesario, y las personas no pueden sobrevivir sin él. Por ejemplo, los pacientes con insensibilidad al dolor (disautonomía) suelen morir debido a heridas que no pueden prevenir por no tener sensibilidad. De igual modo también les explico que intentar desactivar su ira tendrá como resultado que se verán en situaciones en las que permitirán que los demás se aprovechen de ellos. Los niños y los adolescentes suelen sentirse muy aliviados cuando escuchan toda esa información ya que se habían sentido avergonzados por su ira y por los resultados generados por la misma. Yo les explico que los resultados negativos de su ira se deben a que ellos no la aceptan y por eso no pueden utilizarla para su propósito real. También les explico que la ira tan fuerte que albergan ahora está relacionada con una necesidad del pasado de ser protegidos cuando se violaron sus límites, y que su ira es válida. Por desgracia, en el pasado eran demasiado pequeños y no tenían la fuerza suficiente para utilizar su ira y volverse como su cuerpo les decía que tenían que hacer, y ahora, toda esa ira acumulada se ha ido haciendo más fuerte cada vez y está buscando una forma de liberarse. La ira tiene tantas ganas de expresarse que es probable que lo haga cuando no sea realmente apropiado y vaya mal dirigida. Todos esos mensajes sobre la ira resultaron muy tranquilizadores para Timothy, que se mortificaba por su conducta de rabia, y que encontró una gran ayuda para aliviar su evitación fóbica de hablar de las reacciones violentas que tenía en casa. De hecho, aprendió que la ira era algo que podía entenderse y gestionarse, algo que incluso valía la pena y era útil. Las acciones llenas de rabia no tenían por qué ser un resultado inevitable. Otro sentimiento del que los clientes han intentado disociarse y que a menudo se expresa sin que sean conscientes de ello es el sentimiento de activación sexual. Mi psicoeducación sobre los sentimientos sexuales se describe en el Capítulo 7. Después de explicar las sensaciones “espinosas” que todas las personas comparten cuando les tocan sus partes íntimas, podemos añadir que esas sensaciones están destinadas a ser compartidas entre adultos de la misma edad, pero no para que los adultos las compartan con niños. Aquí volvemos a hacer hincapié en que es bueno tener esas sensaciones, aunque algunas personas pueden reaccionar ante ellas de forma incorrecta y tener una conducta inadecuada. Igual que la ira, es importante que la sexualidad no sea vista como una vergüenza privada del niño, sino que tiene que verse como una sensación universal

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que comparten todos los seres humanos. Abrir la puerta a hablar sobre este tema tan confuso puede resultar esclarecedor y podría disipar las ansiedades que los niños pueden tener si han sufrido abuso sexual. La psicoeducación sobre los sentimientos cubre varias áreas importantes más que pueden resultar confusas para los niños y sus padres. Las familias y los niños tienen que aprender a distinguir entre los sentimientos y las acciones. Para algunas familias son dos conceptos que van muy unidos y deberán aprender que tener un sentimiento no significa que ciertas acciones sean inevitables. Si los sentimientos se han asociado a conductas destructivas en el pasado, los niños y los padres asumen de forma incorrecta que los sentimientos son el problema. Cuando reformulamos los sentimientos como algo útil que no está inevitablemente asociado con reacciones negativas, los niños y las familias empiezan a aprender a tolerar los sentimientos en ellos mismos y en los demás. Los padres y los hijos también tienen que aprender a diferenciar entre sus propios sentimientos y los de los demás. Los niños traumatizados captan con facilidad los estados de ánimo de ira y depresión de los padres y tienen que aprender a crear barreras entre sus propios sentimientos y los de los demás. “Los sentimientos”, les explico, “igual que los resfriados, no tienen por qué ser contagiosos si uno se protege. Protegerte de otros sentimientos significa respetar los límites de los miembros de tu familia para no asumir que se sienten como te sientes tu”. Las familias y los niños pueden aprender palabras-señal para la comunicación de los sentimientos, como “Estoy de mal humor, pero no es por culpa tuya”, o “Dame un poco de espacio”, para que los estados de ánimo no se acaben compartiendo inevitablemente. Otra diferenciación clave que hay que enseñar es que los sentimientos por sí mismos no son el trauma, ya que muchas veces la evitación fóbica de los sentimientos asociados con el trauma puede dar lugar a una especie de equivalencia entre ambos. Cuando el niño ha entendido que los sentimientos son simplemente el sistema de señales de su cuerpo, que son distintos de las acciones, y que no son necesariamente contagiosos, está listo para aprender a regularlos de forma más efectiva.

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Conciencia afectiva en los momentos de transición La conciencia de los estados afectivos es uno de los pilares de la conciencia misma. La conciencia del yo se basa en la diferenciación y el recuerdo de los estados afectivos que relacionan el recuerdo autobiográfico de una persona y produce un sentido coherente del yo. Los afectos son “el pegamento psíquico” de la identidad (Monsen y Monsen, 1999). Centrándose en el momento de transición en el que un niño como Timothy pasa de estar viendo la televisión tranquilamente a manifestar una rabia descontrolada, el terapeuta puede ayudar al menor superviviente a desarrollar competencias para la gestión afectiva que le ayudarán en sus interacciones futuras. Se trata de competencias como identificar los episodios desencadenantes y los sentimientos asociados, tolerar los sentimientos, aprender a moderar su intensidad y aprender a tomar nuevas decisiones conductuales durante momentos afectivos intensos. Si se considera que la rabia está asociada con un estado del yo disociado, el niño deberá tender un puente hacia ese yo disociado para poder explorar los sentimientos subyacentes que podrían estar ocultos por la conducta de rabia. Timothy había identificado que su comportamiento rabioso se debía a una “voz enfadada” que sonaba como la de su abuelo. Además, él no quería escucharla y se sentía humillado por las acciones que había realizado cuando sentía que la voz “tomaba el control”. Utilizando el modelo EDUCATE del que hemos hablado en el Capítulo 7, se invitó a Timothy a “Entender lo que estaba oculto” (corresponde a la U en inglés, understand) y a “Reclamarlo como propio” (corresponde a la C en inglés, claim). A partir de ahí, reconoció la “voz enfadada” como una manifestación de su instinto de supervivencia y como una parte importante de él mismo que no podía ignorarse. Mediante la “escucha” pudimos averiguar gracias a la “voz enfadada” algunos de los incidentes que dieron lugar a esa rabia intensa en casa. Momentos desencadenantes En cierto modo, el simple hecho de ser un niño es un desencadenante traumático para los niños traumatizados, ya que los niños siempre están en una posición de impotencia con respecto a los adultos. Constantemente se les dice qué tienen que hacer, se les dan opciones limitadas y se les hace sentir que no están al mando de sus propias vidas. Así son las cosas, con los niños traumatizados los momentos desencadenantes son localizables. Cuando nuestros clientes y sus padres dicen “no hubo nada que desencadenara el episodio”, podemos estar seguros de que sí hubo algún episodio que reverberó en la cámara de resonancia de recuerdos traumáticos y carencias y dio lugar a la conducta problemática. Las reacciones de rabia son, en esencia, una forma de proteger

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al yo de los peligros que se perciben, y el terapeuta tiene que descubrir qué peligros está percibiendo la parte enfadada del niño o del adolescente para encontrar formas de incorporar protección. Uno de los desencadenantes de Timothy era cuando su abuela le apagaba el televisor cuando estaba viendo su programa favorito. Eso era algo que, por supuesto, irrita a cualquier niño y seguramente causa berrinches muy justos en las casas con niños no traumatizados. Sin embargo, en el caso de Timothy hacía que empezara a morder, a dar patadas y a tirar platos, con la probabilidad cada vez menor de que pudiera seguir viviendo con la familia que le quería. El diálogo que se reproduce a continuación describe el proceso de evaluación del momento desencadenante antes de la reacción explosiva intensa de Timothy. Terapeuta: Parece que la semana pasada lo pasaste fatal en casa. Tu madre está bastante preocupada por ti. [El terapeuta destaca la preocupación, no la ira]. Timothy:

Lo sé. Perdí el control… Solo una vez, creo. [De hecho “perdió el control” múltiples veces. Exploramos la vez que “quiere” recordar].

Terapeuta: Analicemos esa vez que perdiste el control. ¿Qué día era? Timothy:

No lo sé. Diría que martes.

Terapeuta: ¿Qué hora era? ¿Antes o después de cenar? Timothy:

Antes de cenar, seguro, porque estaba viendo mi programa de televisión favorito. Con eso empezó todo.

Terapeuta: Claro. Timothy:

La abuela siempre hace lo mismo… [La ve como la “responsable”, aunque es él quien hizo daño a los demás. No obstante, para comprender la historia, me quedo con su percepción en este momento].

Terapeuta: ¿Qué hizo? Timothy:

Me dijo que fuera a lavarme las manos para cenar y no me dejó acabar de ver mi programa.

Terapeuta: ¿No te dejó acabar de ver el programa? Timothy:

No.

Terapeuta: ¿Y cómo te sentiste por eso? Timothy:

No sé qué le pasa. Lo hace a propósito. [Timothy evita la pregunta sobre los sentimientos. Tendremos que verlo más tarde].

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Terapeuta: ¿Qué quieres decir con “a propósito?”. Timothy:

Sabe lo mucho que me gusta ese programa.

Terapeuta: ¿Quieres decir que parece que quiere hacerte daño a propósito apagando la tele cuando tú estás viendo el programa? Timothy:

Sí, lo hace a propósito, a propósito. [Esta expresión parece tener un significado mucho más profundo para Timothy y parece ser su desencadenante. Tengo que encontrar el origen].

Terapeuta: Qué sensación tan terrible, saber que alguien te hace daño a propósito. Te suena de algo, ¿verdad? Timothy:

Claro, mi abuelo lo hacía siempre. Él sabía lo que estaba haciendo. La vez que me quemó no fue un accidente. Le dijo a la gente que había sido un accidente, pero no lo fue.

Terapeuta: Entonces, cuando tu abuela te apaga la tele es como si te estuviera haciendo daño a propósito, igual que hacía tu abuelo. No me extraña que actuaras como si tu vida estuviera en juego. Timothy:

Claro, perdí el control.

Terapeuta: ¿Y ahí es cuando apareció la “voz enfadada”? Timothy:

La “voz enfadada” la odia por hacer eso.

Terapeuta: La “voz enfadada” piensa que es lo mismo –apagar la tele o quemarte como hizo tu abuelo. ¿Estás de acuerdo con la “voz enfadada” de que es lo mismo? [Lo expreso de una forma en la que pueda ver las diferencias]. Timothy:

Bueno, no exactamente. Pero entonces, ¿por qué lo hace?

Terapeuta: Parece que lo hace simplemente para hacerte daño, y con esa acción hace que tú te preguntes si realmente te quiere. Yo he visto a tu abuela y me parece que te quiere de verdad. Quizás deberíamos averiguar por qué te apaga la tele. Tú y la voz enfadada de tu cabeza tenéis derecho a saberlo y a entenderlo.

Esas acciones realizadas a propósito y cuyo autor sabía que causarían malestar en Timothy desencadenaban ese potente recuerdo traumático que le hacía sentir no querido e insignificante. Antes de examinar ese sentimiento, la reacción al desencadenante es automática. Pero tras examinarlo, el sentimiento abrumador puede verse como algo importante para su pasado y no necesariamente importante para el ahora. Ayudar a Timothy a reconocer que en realidad está reaccionando ante el sentimiento de que no es

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querido puede dar lugar a una conducta nueva, más adaptativa: comunicar y encontrar seguridad. El trabajo familiar con la abuela de Timothy se convirtió en una parte importante del tratamiento llegados a este punto. Como terapeuta, yo tenía que crear empatía entre ellos y ayudar a Timothy a experimentar la indicación de la abuela como amor y no como una privación o “para hacerle daño a propósito”. Los supervivientes de abusos en la primera infancia encontrarán muchísimas señales en las acciones de los demás que desencadenarán sentimientos de no ser queridos y de no merecer que se les quiera. Cuando se desencadenan, esos sentimientos suelen ser demasiado dolorosos y abrumadores para que el niño pueda tolerarlos y a menudo dan lugar a exposiciones de rabia incontroladas, que con frecuencia ocurren estados disociativos de identidad y aislados que nunca han experimentado amor.

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Identificar y expresar los afectos: crear un vocabulario de sentimientos Los niños y los adolescentes traumatizados no suelen tener competencias de diferenciación para describir sus experiencias afectivas. En las primeras sesiones yo les pido que identifiquen lo que les pone tristes y contentos, lo que les asusta, les da miedo, les da vergüenza, les disgusta o hace que se pongan celosos, junto con cualquier otro sentimiento que vaya surgiendo en nuestra conversación. A medida que van describiendo episodios asociados con cada uno de esos sentimientos, los anoto en un cuaderno para utilizarlos más adelante, ya que les estoy ayudando a organizar su vida afectiva para que tengan un nuevo vocabulario de asociaciones para describir sentimientos que antes parecían no tener nombre. La Figura 11.1 muestra la representación gráfica que hizo Deborah con catorce años del sentimiento de “pena”, que es “cómo te sientes si pierdes a tu madre”. La intensidad de ese afecto ilustrado también se convirtió en un calibrador en terapia con el que juzgar otras decepciones y pérdidas que no fueron tan agudas como esa pérdida original y profunda de ser abandonada en un orfanato. La línea de picos encima del labio del personaje dibujado que forma parte del mundo interior de fantasía de Deborah es la cicatriz de una herida que ese personaje imaginario se hizo al nacer antes de la adopción. La misma niña no sabía si había sufrido esa herida y no tenía ninguna cicatriz visible, pero las experiencias preverbales pueden expresarse simbólicamente en dibujos o en recuerdos somáticos.

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Figura 11.1. Deborah dibuja los sentimientos de pena. Utilizado con permiso. Representar los sentimientos mediante juegos de rol, jugando con muñecos o dibujando, ayuda a los niños y a los adolescentes a dominar mejor el lenguaje emocional, y aumenta las competencias para diferenciar la variedad de estados afectivos que ellos mismos experimentan. Los dibujos son un método para contener la intensidad de los sentimientos, al mismo tiempo que capturan su esencia. Cuando se dibujan en distintas situaciones, los niños pueden aprender a diferenciar los sentimientos y empezar a agruparlos en determinados tipos. También tengo en la consulta un juego de cartas de sentimientos que muestran varias expresiones faciales que ayudan a plantear preguntas para que describan sus sentimientos, y además invito a todos mis clientes a añadir sus propias tarjetas de sentimientos a la colección, que no para de crecer.

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Se pueden elegir distintos colores para representar sentimientos diferentes, y el niño puede crear gráficos para mostrar el nivel que alcanza cada color. Además, al principio de cada sesión el niño puede indicar su nivel de sentimientos en el gráfico, coloreando una barra con el color en cuestión hasta la altura que represente la intensidad de ese sentimiento ese día (véase la Figura 11.2). Tener varios colores a distintas alturas en el gráfico ayuda a ilustrar que nuestra vida emocional es compleja y que está compuesta por muchos sentimientos distintos. Si cada sentimiento está representado por un amigo imaginario diferente, o por un estado disociativo interiorizado, el gráfico puede ayudar a ilustrar que todo el yo realmente tiene todos esos sentimientos, incluso cuando se sienten divididos. De hecho, como terapeutas podemos pedir al niño que se centre en su interior y que permita que todos y cada uno de los estados de sentimientos sientan un poco del sentimiento vecino. Es un ejercicio que ayuda a los niños con estados de sentimientos disociados a iniciar el proceso de mezclar los estados como paso hacia una posible integración. Es posible que poner nombre a ciertas emociones sea difícil, pero describir las asociaciones somáticas a los sentimientos –dolor de cabeza, dolor de estómago, y otros dolores o sensaciones extrañas– puede ayudar al niño y al terapeuta a desarrollar un lenguaje afectivo común. El papel del terapeuta a lo largo del tratamiento es ayudar al niño o al adolescente a saber que sus sentimientos son aceptables, entendibles, normales y una fuente importante de información de la que ellos mismos pueden aprender. El rol del terapeuta a menudo es amplificar los sentimientos que los niños tienen tendencia a evitar, y ayudar a reducir el volumen de los sentimientos que están sobreactivados validando y aportando oportunidades para su expresión.

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Figura 11.2. Gráfico de sentimientos que ayuda a los niños a plasmar la intensidad de varios afectos. Utilizado con permiso.

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Metáforas y visualización para reforzar la tolerancia de los afectos y el cambio flexible de uno a otro La visualización puede ayudar a reforzar las estrategias de regulación afectiva porque es una práctica de sentir afectos, tolerarlos y ayudar a los niños a ser menos evitadores de sus vidas afectivas. A continuación, presento ejemplos de algunas de las metáforas y las visualizaciones que utilizo con niños. El océano y la fluctuación de las emociones La mayoría de los jóvenes de mi zona han visitado el océano atlántico y suelo pedir a los niños que se visualicen de pie, en la playa, con el océano delante suyo y los pies clavados con firmeza y seguridad en la arena. Después les pido que visualicen como las olas van viniendo una tras otra hacia ellos: son enormes y abrumadoras cuando se acercan, pero van desapareciendo junto a sus tobillos cuando llegan a la orilla. Les explico que sus sentimientos se parecen a esas olas del océano, que aparecen enormes y abrumadoras al principio pero que, si ellos permanecen con los pies bien clavados en la arena, pueden observar la “ola de sentimientos” mientras se acerca. También les digo que sean pacientes y que observen como el sentimiento “rompe” y se hace más pequeño. El siguiente sentimiento vendrá y también parecerá enorme y abrumador, pero también acabará desapareciendo alrededor de sus pies. Practicar esta visualización de observar las olas del océano desde un lugar seguro en la orilla puede servir de ejercicio de preparación del niño para tolerar sentimientos abrumadores sin sobrerreaccionar. Es una de las formaciones de mindfulness que se utiliza en terapia dialéctico-conductual (DeRosa y Pelcovitz, 2008; Linehan, 1993) y que ayuda al cliente a permanecer con un sentimiento mientras lo observa, en lugar de estar sobrecogido por el mismo. Tracy, de nueve años (presentada en el Capítulo 7), sufrió abuso sexual a los siete años por parte de su abuelo mientras su madre estaba trabajando. A Tracy le enseñé que cuando experimentara ansiedad severa por separación en la escuela pusiera nombre a todos y cada uno de los sentimientos que visualizaba como una ola que se acercaba hacia ella. Durante sus ataques de ansiedad Tracy se imaginaba las olas y se decía: “Aquí viene el miedo… ahora es más pequeño. Aquí viene la sensación de echar de menos a mi madre… ahora es más pequeña. Aquí vienen los latidos fuertes de mi corazón… ya se calman. Aquí viene la voz de mi madre diciendo estás bien, estás bien”. El ritmo de las olas y lo mucho que le gustaba la visualización del océano ayudaban a Tracy a calmarse y a permanecer en el aula.

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El limpiaparabrisas y el procesamiento continuo de la información emocional Suelo decir a mis clientes que tienen que acostumbrarse a “mantener activado su limpiaparabrisas durante todo el día”. Mantener activado el limpiaparabrisas significa realizar esfuerzos continuados para procesar, comprender y archivar los episodios que activan reacciones emocionales a lo largo de la jornada. Muchas veces las críticas, los rechazos percibidos, o las atribuciones negativas estimuladas por algunos eventos empiezan a “nublar sus limpiaparabrisas” y al final del día los niños pueden sentirse deprimidos y abrumados y son incapaces de señalar con el dedo exactamente lo que les está molestando. Yo les enseño a hacer comentarios breves sobre los sentimientos que surgen durante el día para que puedan procesar y archivar toda la información entrante que estimula una reacción afectiva. Con eso, la suma total de su activación afectiva no les supera al final del día. A veces es útil registrar esos episodios en un cuaderno para hablarlo con los padres al final del día, o conmigo en nuestra próxima sesión de terapia. Así se refuerza la costumbre del menor de observar cómo reacciona ante las cosas y poder así desarrollar contra-estrategias con el tiempo. El objetivo es que su “limpiaparabrisas” se vuelva automático para que pueda procesar esas pequeñas perturbaciones afectivas con poco esfuerzo y avanzar en su día a día. Visualización de seguridad para obtener confort y relajación Ayudar a los niños y a los adolescentes para que aprendan a encontrar un nivel óptimo de confort y seguridad es una parte importante de la tolerancia afectiva. Puede desarrollarse una zona de seguridad utilizando visualizaciones o mediante una actividad repetitiva. Esa visualización o esa actividad puede utilizarse como un retiro si los sentimientos se vuelven demasiado abrumadores en casa o en la escuela. La visualización de seguridad puede incluir escenas de playa o de lugares que los niños hayan visto en películas o en libros. A algunos niños les gusta escoger a su animal favorito e imaginar que son ese animal en un lugar de paz –bajo el mar, por ejemplo, o en un bosque cerca de un lago. El terapeuta también puede sugerir una visualización que ayude a que una parte enfadada de la mente se retire también, como a una habitación acolchada que se puede golpear sin hacerse daño, o una sala especial con un cachorro de tigre o una serpiente imaginarios que ayuda al yo enfadado a sentirse igual de poderoso que esos animales. De hecho, ese espacio puede convertirse en un lugar para que la parte enfadada del yo encuentre seguridad y relajación sin actuar. Como veíamos en el Capítulo 9, algunos niños que están sobreactivados en el plano motriz necesitan algún tipo de actividad para calmarse. En esos casos pueden utilizarse videojuegos en dispositivos portátiles para restaurar una sensación de calma durante

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sesiones de terapia activadoras, o con juegos de cartas, juegos de palillos chinos o Mikado, lanzar una pelota y recogerla, y demás actividades que supongan centrarse, manipular materiales y conductas que no impliquen niveles más elevados de pensamiento. Los padres tienen que comprender que ese tipo de actividades son liberadoras de estrés para muchos niños traumatizados sobreactivados y que les ayudan a restaurar un nivel uniforme de su sistema nervioso. Imágenes de control para cambiar de dirección Todos los niños y adolescentes que entran en estados de rabia expresan que sienten que esos cambios son inevitables e incontrolables. Y mientras te dicen que lo lamentan, y que incluso se mortifican por lo que han hecho en esos otros estados, lo perciben como algo que no puede cambiar. Hacer que visualicen el yo como algo que tiene el poder y el control suficientes para cambiar se convierte en un primer paso para la gestión de esos estados extremos. Yo intento encontrar una imagen de cambio de dirección que destaque especialmente y que sea apropiada para los clientes con los que estoy trabajando. Puede tratarse de una actividad que les guste, como montar en bici, practicar skateboard, surf o correr durante un partido. Les pido que visualicen la imagen de ellos mismos tomando la decisión no compartida por todo el mundo de girar a la derecha en lugar de hacerlo hacia la izquierda. Les pido que imaginen las sensaciones de su mente y de su cuerpo asociadas con el hecho de tomar esa decisión rápida y que encuentren algo que les instale en esa imagen mental. Para las niñas, el hecho de tocarse una pulsera podría servir de señal, y en el caso de los niños podría ser tocarse la hebilla del cinturón o juntar las manos. Les enseño a practicar el verse a sí mismo o a sí misma en un momento en el que fácilmente, sin problemas y con fuerza y fortaleza eligen comportarse de otra forma. Sugerir visualizaciones que connoten control personal y determinación ayudan a solidificar este concepto tan importante en sus mentes. Para darles la oportunidad de practicarlo, les enseño a tener presente esa imagen de fuerza y auto-dirección durante el día, incluso cuando no estén activados afectivamente. Timothy utilizaba la visualización de ir en bicicleta en una bifurcación del camino para practicar mentalmente la idea de que podía decidir en cualquier momento cambiar de rumbo cuando los sentimientos de miedo y de inseguridad se activaban en su familia. Al final queremos que el cliente sea capaz de utilizar la imagen para que le ayude a elegir otra forma de comportarse cuando se activa la rabia extrema, aunque sea algo que quizás no ocurra inmediatamente.

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Proponer una actividad alternativa para expresar la ira El cliente va ensayando mentalmente que tendrá la fuerza y la presencia mentales necesarias para iniciar un nuevo camino, y son el terapeuta y la familia quienes tienen que trabajar con suficiente antelación con él cuál será ese nuevo camino. Lo más fácil para las familias y los niños que viven estas situaciones de conductas extremas es tener un lugar físico al que acudir para esas señales de nuevas conductas –como una “zona para desahogarse” o un “espacio para calmarse”. Ese espacio de la casa, que puede ser la misma habitación del niño, o la sala de estar, el sótano, o incluso el garaje (siempre que sea un lugar cálido y seguro), deberá incluir varias actividades que estarán a disposición del niño o el adolescente. Es importante hablar con el cliente para ayudarle a desarrollar ideas para proponer ese espacio especial, y utilizar la zona de relajación debería verse como un logro positivo y muy reforzado. La primera actividad disponible tiene que ser una en la que el cliente pueda emplear energía física para iniciar el proceso de disipación de la ira. Algunas actividades posibles son golpear un saco de boxeo, romper cajas de cartón, golpear un sofá blando o correr en una cinta. También es importante que en este espacio haya otro tipo de actividades que sirvan para distraer y volver a centrar la energía del niño. Puede haber un cajón con sus puzles o sus Leggos favoritos, material para la expresión creativa con barro, o lápices de colores, rotuladores y papel. Lo ideal sería que el cliente pasara de una actividad física a otra más creativa y se centrara. El final del ciclo de calmarse podría ser la conexión con la mascota de la familia. Hay familias a las que les funcionan los “simulacros de incendio”, en los que el niño practica el hecho de correr a toda velocidad al espacio para calmarse para evitar una agresión inapropiada. Con niños más pequeños, esos simulacros pueden ponerse en escena a lo largo del día, siempre tras una señal acordada, y el niño deberá ser recompensado incluso durante la práctica del “simulacro de incendio”. El objetivo, claro está, es que el niño o el adolescente sea capaz de tomar la decisión independiente de acudir al espacio para calmarse cuando sea necesario. Sin embargo, las aproximaciones a ese objetivo deberán ser pactadas y valoradas. Los padres y los niños tienen que pactar el lenguaje concreto que los primeros utilizarán para potenciar la utilización de la zona para calmarse. Durante las confrontaciones, el tono de voz de los padres o la escalada de la ira se suele convertir en un desencadenante más potente todavía, que a su vez escala todavía más la rabia del niño. Bastará utilizar expresiones simples como “es el momento de tomar espacio” o “tiempo de habitación”, sin demasiada inflexión de la voz. Algunas familias utilizan señales que los niños han creado de antemano y emiten mensajes muy útiles como

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“Sabes qué hacer” o “Utiliza tu poder para elegir bien”. Esos espacios para relajarse, combinados con la visualización del niño de su propio control y poder para elegir otra respuesta, preparan el terreno para la posibilidad de cambio.

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Cómo usar el refuerzo conductual para ayudar a aprender a regular los afectos Los programas de refuerzo conductual son herramientas de negociación convencionales utilizadas en el trabajo terapéutico con niños y adolescentes. Aunque pueden ser muy útiles, también pueden resultar contraproducentes con niños y adolescentes disociativos que quizás no sean capaces de mantener en mente las recompensas cuando los estados afectivos intensos les abruman. A menudo los terapeutas y los clientes esperan que los sistemas de recompensas consigan más de lo que pueden razonablemente con esta población. No obstante, esos programas tienen una función en el contexto total de intervenciones de tratamiento si el terapeuta tiene en cuenta varias precauciones. Debería hacerse hincapié en la recompensa por tomar elecciones diferentes en momentos críticos de activación afectiva, en lugar de simplemente por la buena conducta. Un niño que logra calmarse utilizando estrategias alternativas o que encuentra una solución no agresiva para la activación afectiva está demostrando tener unas competencias clave y se le debería valorar y recompensar por la destreza mostrada a la hora de tomar nuevas decisiones. También se les puede reforzar por controlar su rabia en solo diez minutos en lugar de la media hora de ayer, y darles estrellas, puntos o privilegios por ese logro. Es importante que quede claro que lo que estamos recompensando no es la ausencia de episodios de actuación sino las competencias reales que utilizan para calmarse más rápidamente o para tomar decisiones nuevas en momentos de estrés importante. Las recompensas a largo plazo deberían formularse no como recompensas por buena conducta sino como oportunidades para tener más privilegios y recursos apropiados para la edad porque el niño o el adolescente ha obtenido la confianza de la familia. Lo importante son siempre los momentos críticos y difíciles en los que el niño empieza a entrar en un estado agresivo, pero se autocorrige y utiliza otras salidas para el estrés. Como veíamos en el Capítulo 10, les denomino “paradones” e insto a las familias a valorar al niño por el nuevo camino que ha cogido. Algunas familias se resisten a la idea de hacer tanto hincapié en cosas que el niño “ya debería saber”, pero yo intento ayudarles a ver que su hijo traumatizado no tiene el aprendizaje automático de esas competencias que otros niños sí tienen, que tiene que aprender esos pequeños pasos hacia el cambio y que se le tiene que reconocer. También invito a los niños y a sus familias a que me indiquen los “paradones” para poder evaluar juntos si el menor evitó un desastre potencial. Por último, cuando se establecen las recompensas para que el niño cambie su conducta, es importante que esas recompensas tengan algún significado para la parte

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disociada del yo que puede albergar la mayor parte de la rabia. Si utilizamos ejercicios “de escucha”, podemos encontrar qué tipo de incentivos pueden tener sentido para esa parte del yo que está precipitando la mala conducta y a partir de ahí iniciar la negociación interior para potenciar la cooperación. Por ejemplo, con Timothy podíamos preguntar si la “voz enfadada” estaría de acuerdo en evitar la agresión a su abuela a cambio de que Timothy ganara minutos de juego con su videojuego favorito. Timothy mostró tener más competencias cada vez en la utilización del espacio para calmarse que su abuela y su madre habían creado para él. Tenía Legos, libros de misterio y periódicos viejos con los que le gustaba jugar arrugándolos y saltando encima. Con el tiempo, quiso explicarme cada vez que evitaba un desastre, y fue capaz de identificar lo que le enfadaba, lo que le recordaba y cómo elegía otro camino.

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Crear vínculo entre estados La verdadera sanación de un niño superviviente de un trastorno disociativo se produce cuando se ha consolidado el apego en todos los estados. Al final, la rabia explosiva refleja una ruptura en la relación entre el niño y el cuidador. Es inevitable que los desencadenantes de las conductas de rabia se produzcan en las interacciones con los cuidadores, y son precisamente, esas explosiones de rabia del niño contra miembros de la familia poniendo de manifiesto esa severa brecha del apego. Una brecha que por lo general es más profunda de lo que los padres o el terapeuta ven. La mayoría de los niños y adolescentes que tienen partes del yo enfadadas que activan guiones mentales afectivos disociativos en la familia inicialmente creen que la parte enfadada del yo no es hijo de esos cuidadores literalmente. Al principio de mi carrera descubrí que muchos niños que habían sido adoptados en edad preescolar o en los primeros años de escuela retenían una parte secuestrada de su identidad, a menudo con otro nombre, que podía ser el nombre de nacimiento, y a veces con un dominio de la lengua de nacimiento, y sentían que esa parte realmente nunca había sido adoptada por el nuevo cuidador. En esos primeros años de mi trabajo como terapeuta solía hacer rituales de adopciones simbólicas con muñecos que representaban al yo pre-adoptado y descubría que las familias y los niños experimentaban alivio con esos ejercicios y empezaban a tener una sensación de conexión más profunda. Cuando empecé a trabajar con niños profundamente disociativos descubrí que la parte del yo que “no tiene madre” solía estar en el centro de la rabia extrema infringida contra el padre o la madre. Entonces aprendí que incluso en niños no adoptados, es decir, que habían vivido con los padres biológicos desde que nacieron, si experimentaban un trauma interpersonal temprano importante, solían retener una parte disociativa de su identidad que no se sentía vinculada con el padre o con la madre. Incluso los niños que habían sufrido traumas médicos severos podían albergar una parte de ellos mismos que se sentía distanciada, alienada o desapegada de sus padres. Cuando el trauma ha abrumado la capacidad del niño para calmarse, se rompe el vínculo padre/madre-hijo de una manera fundamental que suele representarse mediante una división disociativa en un estado de identidad apegado y desapegado. Sanar esta brecha del apego ayuda mucho más a sanar la disociación que cualquier otra intervención de las que conozco. Descubrir la brecha es el primer paso para esa sanación. Muchas veces, incluso en la entrevista inicial, le pregunto al niño si percibe la existencia de una voz, de un amigo imaginario o de un estado de identidad disociado a quien no le gusta o que no sienta apego por su cuidador principal. Casi siempre es un

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estado disociado enfadado que no tiene ningún sentimiento de cercanía con el padre o con la madre. Además, es un fenómeno que se refuerza por si solo en las familias. Cuando el niño reacciona de forma airada hacia su padre o su madre, la respuesta es rechazo, crítica y castigo. En ese caso, la parte disociada del niño percibe la postura crítica de rechazo de los padres, pero la desaprobación de estos significa muy poco para ese estado disociado ya que esa parte del yo, para empezar, siente muy poco apego. Así empieza un círculo vicioso en el que la ira y la negatividad del niño y de los padres se refuerzan mutuamente. Cuando el niño está en un estado de ánimo positivo y disfruta de una atención positiva de los padres, estos tienen poca conciencia de que esas interacciones positivas no están siendo codificadas, ni recordadas, ni almacenadas en “toda” la mente del niño, sino que solo son recordadas selectivamente por la parte “de apego” del niño. Mientras tanto, el estado de niño enfadado se va desconectando y enfadando cada vez más cuando percibe pocas posibilidades de acceder al amor y al afecto que se reparte cuando está tranquilo. Desde el principio de la terapia intento que los padres comuniquen mensajes de apego a todo el yo del niño. Esas comunicaciones, que a veces preparo de antemano o que indico a los padres que digan en mi presencia al niño, pueden ser del tipo: “Ya sabes que te quiero en tu totalidad. Quiero a tu parte divertida, quiero a tu parte boba, quiero a tu parte bebé, e incluso quiero a la parte que rompió mi reproductor de CD. También quiero a las voces de tu mente que a veces dicen cosas malas. Todo eso forma parte de ti y yo te quiero a ti. Incluso quiero a tu parte enfadada que ha destrozado cosas en casa. Ven aquí, quiero abrazarte entero. ¿Ha llegado mi abrazo a todas las partes de tu ser? Quiero estar seguro de que hasta el bebé que eras cuando ni siquiera te conocía, el de antes de la adopción, siente también el abrazo”. Todas esas frases pueden modificarse en función de las circunstancias vitales y de las experiencias de cada niño. De hecho, si el niño tiene distintos nombres claros para los estados de identidad, el padre o la madre puede decir “quiero a la Marcie de tu mente igual que te quiero a ti”. Estas interacciones en las que el padre o la madre abraza y dirige su amor al niño en su totalidad resultan profundamente aliviadoras para el pequeño. Y aunque es posible que al principio duden, los niños y los adolescentes me explican que las partes disociadas de su yo que no se sienten queridas aceptan rápidamente el amor del padre o la madre. Sin embargo, este ejercicio puede parecer contraproducente para algunos padres que temen estar aceptando las malas conductas. En ese caso, y para animarles a que realicen el ejercicio, les pido que imaginen que la parte enfadada del yo es como un niño de dos años enfadado que no deja de gritar “Te odio, te odio”. ¿Acaso le responderían a ese niño de dos años “Yo también te odio?”. ¿O lo levantarían en brazos e intentarían disipar

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la rabia con amor? También les explico que esas partes disociadas del yo están atascadas en el tiempo en esos primeros años y necesitan el tipo de amor que unos padres darían a un niño de dos años. Los niños me cuentan que las partes del yo que han sentido el desapego disfrutan con la atención paterna o materna que se les dedica en esos ejercicios. De hecho, este ejercicio por sí solo puede tener efecto en la modulación de la intensidad de las reacciones de rabia de los niños. Siguiendo mis instrucciones, la madre de Timothy le dijo que había entendido la función de su “voz enfadada” y que la quería como parte de Timothy. Cuando abrazaba al niño, decía “Quiero estar segura de que sientes este abrazo muy profundo y que llega a todas y cada una de las partes de tu ser”.

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Transmitir seguridad Cuando las reacciones de enfado no amainan habiendo utilizado todas las técnicas descritas hasta ahora, suele tratarse de un problema de seguridad que se ha pasado por alto. La rabia forma parte de la reacción de “luchar o huir” y significa que el niño está percibiendo un peligro procedente del entorno. Evaluar de dónde percibe el niño que podría venir ese peligro se convierte en una intervención terapéutica importante. Tras meses de entradas y salidas en hospitales por su ira explosiva, un día le pregunté a Timothy si la “voz enfadada” de su interior sabía que su abuelo, el responsable, se había ido para siempre. “Podría volver en cualquier momento, si quisiera. Podría buscar en Google y encontrar nuestra dirección. Podría esperarme un día después del cole”, insistía Timothy. A pesar de la realidad de la orden de alejamiento interpuesta y de no haber visto al abuelo en seis años, Timothy creía que su abuelo podía materializar sus amenazas de matarle por contar los secretos del abuso. La “voz enfadada” del interior de Timothy hacía que permaneciera hipervigilante y preparado para un ataque en cualquier momento, y necesitaba una visión realista en cuanto a la probabilidad de que su abuelo regresara. Mantuve una larga conversación con Timothy sobre su seguridad y le pedí que se asegurara de que la “voz enfadada” estuviera “escuchando”. En presencia de su madre y de su abuela hablamos en profundidad de cuál era la protección legal para Timothy y de lo rápido que la policía llegaría a casa si su abuelo aparecía. También hablamos de que las amenazas son una forma de control y de intimidación que se utilizan principalmente para atemorizar al niño y asegurarse de que no hable. Comentamos los riesgos que corría su abuelo si intentaba cumplir sus amenazas y también de que Timothy ahora era mucho más poderoso en comparación con su abuelo, dado que él era mayor y más fuerte y tenía poder para hacer que su abuelo tuviera graves problemas legales si aparecía. Esas realidades no se habían considerado con tanto nivel de detalle hasta ese momento y Timothy sintió que la “voz enfadada” estaba escuchando la conversación atentamente. Al final de la charla Timothy nos dijo que la “voz enfadada” había admitido que ya no era necesario mantener las defensas preparadas para atacar y que optaría por esperar “en el interior profundo” hasta el día en que su abuelo, o alguien como él, le atacase. El comportamiento de Timothy mejoró muchísimo tras esta conversación y los ataques brutales a la familia se redujeron en intensidad hasta acabar desapareciendo. A veces el simple hecho de identificar el peligro temido puede servir para reconfortar y tranquilizar a la parte llena de rabia del yo. Se le puede preguntar al niño, por ejemplo, “¿Alguna parte de ti tiene miedo de que te devuelvan al orfanato? ¿Tienes miedo de que

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te castiguen como en tu hogar anterior? ¿Te preocupa que tu madre o tu padre vuelva a consumir drogas? ¿Te preocupa que tu madre vuelva con tu padrastro maltratador?”. Poner un nombre al miedo, que previamente no tenía, y abordar las preocupaciones del niño con honestidad puede ayudar a tranquilizar algunas partes del yo que se manifiestan como expresión de una profunda inseguridad. (Véase en el Anexo J una lista de comprobación clínica sobre conductas agresivas). Aunque he hablado sobre todo del trabajo con las reacciones de rabia, los clientes pueden regular y modular los sentimientos intensos de tristeza, sexualidad, miedo o vergüenza que se alojan en una parte disociada del yo utilizando métodos similares. El terapeuta trabaja con el niño y con la familia para identificar los detonantes y modificar el entorno con el fin de reducirlos. El terapeuta también trabaja para promover un apego sano entre el cuidador y el niño, incluida la parte del niño representada por ese estado de sentimientos disociado. Además, el terapeuta también aborda los posibles miedos o creencias, tanto los realistas como los irreales, a los que se está aferrando la parte disociada del yo. En el próximo capítulo exploraremos con más detalle las intervenciones familiares y explicaré cómo la familia de Timothy le dotó de una “implosión de empatía” para su trauma temprano, que le ayudó a modular la intensidad de su ira y su inseguridad.

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Terapia familiar centrada en el niño El tratamiento familiar como complemento de las intervenciones

Llorosa, con los ojos muy abiertos y en tono de súplica, la Sra. Patrick dijo, “¡Quiero que regrese la ‘Janie de antes’!”. Esa petición, más común de lo que pudiéramos imaginar, se basa en el deseo de los padres de que regresen los tiempos anteriores al trauma, o en evitar reconocer a la persona poliédrica y compleja en la que se ha convertido su hija o su hijo. “El desarrollo solo se produce en una dirección, hacia adelante”, respondí. “No volverá a tener a la Janie de antes, y tampoco lo quiere realmente. Lo que usted quiere es una nueva Janie, una nueva Janie que pueda enfadarse y mostrar indignación o decepción, pero que siga apegada y se sienta querida a través de todos sus cambios de estado o de todas las dificultades que se encuentre en la vida”. Los niños y los adolescentes traumatizados no pueden llegar a dominar la gestión y la regulación afectiva sin el apoyo de una familia que refuerce las competencias aprendidas durante la terapia. Las familias tienen que aprender a tolerar las expresiones de sus hijos, aunque sean de ira y decepción, al tiempo que permanecen conectados de forma amorosa. Es difícil, porque las familias que han sido traumatizadas o que tienen un hijo traumatizado suelen evitar hablar del trauma porque podría hacer que apareciera la culpabilidad por no haber protegido efectivamente al niño o a la niña. Cuando un niño traumatizado es adoptado o llega a un hogar de acogida, los nuevos padres quizás quieran centrarse solamente en el futuro positivo y evitar el pasado, por miedo a traumatizar aun más al pequeño. Así, las familias pueden entrar en una conspiración de disociación mutua en torno a las temáticas del trauma u otros secretos familiares que desencadenen afectos intensos. Cuando trabajamos con niños traumatizados y con sus familias es importante establecer nuevas reglas básicas que permitan la comunicación sobre temas que antes estaban fuera de los límites. En ese caso el terapeuta deberá ayudar a las familias a evitar las reacciones de defensa y autojustificación ante la hostilidad y la culpa del niño enseñándoles a proporcionar un entorno seguro para la expresión apropiada de los sentimientos. Reunirse con las familias también brinda la oportunidad de educarles sobre los efectos del trauma, sobre cómo puede expresarse la disociación y también sirve para crear empatía y comprensión con los síntomas del niño. Los estudios de casos de niños disociativos en tratamiento sugieren que la implicación

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de la familia es un componente esencial en el tratamiento de estos niños. Son familias traumatizadas y abrumadas que necesitan psicoeducación, apoyo y orientación en cuanto a las estrategias parentales (Wieland, 2011b). Como indica Waters (1998), los padres pueden hacer de co-terapeutas en el tratamiento y su participación cooperativa en la terapia predice el éxito del mismo (Silberg y Waters, 1998). Waters también destaca la importancia de educar sobre la disociación cuando parece que el niño niega incluso conductas de las que se ha sido testigo, y la importancia de crear rutinas predecibles y rituales familiares que tengan una función de conexión. Con algunas familias dedico quince minutos al final o al principio de cada sesión de una hora para charlar con ellos. Cuando trabajo con adolescentes intento organizar una sesión familiar por lo menos una vez al mes, en la que podemos hablar de temas de comunicación familiar y del funcionamiento del adolescente en la familia. Tanto si los padres asisten a todas las sesiones individuales como si no lo hacen, siempre animo a las familias a que me dejen mensajes de voz con noticias sobre el comportamiento del niño o el adolescente, para estar al día de sus problemas y de su comportamiento durante la semana.

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La postura del terapeuta Como terapeutas del menor, puede ser bastante complicado intentar gestionar la tensión de las alianzas terapéuticas cuando los padres quieren que nos pongamos de su lado durante los conflictos. Sin embargo, yo mantengo en todo momento mi rol de terapeuta del niño, incluso en las sesiones familiares, ya que, si lo cambiara, los menores lo percibirían como una traición y después tendrían problemas para confiar en un terapeuta que parece estar con los padres y contra ellos. De hecho, advierto a los padres de entrada de que las sesiones familiares pueden ser duras para ellos, y de que es posible que yo tome más partido por el niño que por ellos. Si ya han participado en una terapia familiar más convencional, quizás estén acostumbrados a los terapeutas familiares que parecen adoptar una postura neutral hacia los miembros de la familia, o que suelen posicionarse del lado de los padres para ayudar a que el niño aprenda a “comportarse”. Mi postura es muy distinta, porque siempre represento el punto de vista del niño y le ayudo a encontrar palabras para que pueda expresar lo que quizás sienta como inexpresable, y ayudo a los padres a entender las razones del niño para manifestar esas conductas aterradoras o agresivas. Cuando explico que mi técnica intenta aportar la máxima seguridad posible para la expresión de las emociones y los padres pueden ver lo bien que responde el niño, acaban apreciando esta técnica de terapia centrada en el niño –aunque quizás tengan que prepararse para algunas sesiones difíciles.

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Psicoeducación Educar a los padres en los afectos, el trauma y la disociación sigue unos principios que ya hemos visto en capítulos anteriores, pero hay algunos puntos importantes que hay que recalcar a los padres cuando se preparan para emprender el viaje del tratamiento con su hijo superviviente. Del mismo modo que hemos explicado al cliente el valor adaptativo de los síntomas del niño o del adolescente, también tenemos que explicarlo bien a los padres. Atribulados, con pocos recursos y a menudo pocas ideas, los padres juzgan muy rápidamente las conductas como irrespetuosas y provocativas y pierden la paciencia con sus hijos. Recalcar cómo la agresión, por ejemplo, probablemente refleja los propios sentimientos del niño de falta de seguridad y la necesidad de autoprotección, ofrece a los padres una perspectiva a la que se pueden agarrar en los momentos difíciles. Explicarles que la autolesión puede ser la forma que tiene el niño para comunicar sentimientos de baja autoestima y de impotencia puede ser importante para unos padres que intentan comprender la conducta difícil de su hijo. Lo más importante, y con diferencia, que los padres tienen que comprender es que las reacciones de su hijo rara vez son un intento personal por su parte de ser maleducado u ofensivo con ellos, ni de oponer resistencia. Aunque pueda parecer así en la superficie, es muy importante que los padres no personalicen esos tipos de conductas, ya que tienen unos significados que van más allá de la relación entre el niño y el padre o la madre. De hecho, que comprendan ese significado más amplio puede ayudar a reducir las reacciones defensivas de los padres y ayudarles a sintonizar mejor con lo que el niño necesita realmente de ellos. También es importante preparar a los padres para lo que pueden esperar del proceso de tratamiento. Hay que avisarles de que a medida que su hijo se vaya sintiendo más cómodo en el terreno de la expresión afectiva es posible que aumenten sus manifestaciones emocionales en casa. Es como cuando un sistema de cañerías ha estado sin funcionar durante un tiempo y cuando vuelve a estar operativo es posible que se produzcan pequeñas explosiones repentinas y goteos ocasionales hasta que el “sistema de cañerías” de los afectos esté más regulado (Silberg, 1999). Cuando los padres entienden que al principio puede parecer que el niño no controla los cambios afectivos, las familias pueden estructurar el entorno para ayudar a canalizar y dirigir esos estados afectivos cambiantes en contextos más apropiados. Por ejemplo, los estados regresivos son más apropiados a la hora de acostarse, en un momento en el que la relajación y las caricias con los objetos de transición favoritos son más apropiados. Por otra parte, después del colegio es el mejor momento para ofrecer un momento de “descompresión” –un tiempo para hacer tonterías o jugar y tras el cual puede darse un momento más

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estructurado para hacer la tarea. Al estructurar el día en esos periodos de tiempo, los padres pueden ayudar al niño a aprender a relacionar los estados afectivos con el contexto apropiado y hacerle avanzar en la dirección de la salud mental, que es nuestro objetivo definitivo. Por último, un objetivo primordial del terapeuta es inocular en las familias la esperanza de que el niño puede mejorar, además de la apreciación de las fortalezas y del potencial único de su hijo. Los niños traumatizados pueden ser sorprendentemente resilientes y si les transmitimos que creemos en ellos y que esperamos que acaben teniendo éxito, estaremos ayudando a promover esa resiliencia.

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Implosión de empatía: hablar de heridas, de dolor, de traición o de ira en la terapia familiar Hablar de sentimientos directamente con un padre o una madre sirve de antídoto de la desregulación afectiva de los niños y los adolescentes disociativos. Crear un contexto en el que la comunicación afectiva sea vista como algo seguro es la forma más efectiva de crear apegos más profundos entre el niño y sus padres. Utilizar palabras para expresar ira, dolor o decepción en lugar de actuar con ira o conductas de autolesión conecta la parte afectiva del niño con los centros cerebrales más elevados y ayuda a consolidar la relación de apego y a disolver las barreras disociativas. Me encanta cuando oigo a los niños decir a sus padres como “les fastidian”, hieren sus sentimientos, les asustan, o incluso hacen que no se sientan queridos. Si los padres pueden sentarse y escuchar sin ponerse a la defensiva, la intensidad del afecto del niño se modula. La ruptura del apego que se produjo en el momento del trauma se va reparando poco a poco cada vez que se producen esas interacciones. Tanto si la expresión de dolor o de ira del niño se debe a un episodio menor, como si está relacionada con el dolor sobrecogedor del mismo trauma original, esas interacciones son ladrillos terapéuticos de la regulación afectiva y del apego. Janie tenía cuatro años cuando fue adoptada en un orfanato coreano y a los dieciséis seguía siendo hipersensible a toda crítica o rechazo que percibía por parte de su madre adoptiva. A menudo Janie quería que la ayudara con la tarea de la escuela justo cuando su madre se disponía a relajarse tras un largo día de trabajo e iba a empezar a preparar la cena. El simple hecho de que la madre dijera “ahora no” desencadenaba un sentimiento abrumador de abandono, rechazo y pensamientos de autolesión; además se sentía no querida y “tonta” porque la tarea le parecía demasiado difícil. La combinación de rechazo y de dudas sobre sí misma provocaban que Janie sintiera asco hacia sí misma, desesperación y ansiedad por abandono y hacía que empezara a gritar o a dar portazos con la puerta de su habitación mientras insultaba a su madre. La madre de Janie vino a una de las sesiones de terapia de su hija, quejándose de lo exigente que era la niña, y quería que yo la ayudara a explicarle que no había necesidad de sobreactuar cuando su madre se ponía a preparar la cena. Janie era demasiado mayor para exigir tanto, se quejaba la madre. Evidentemente, la madre tenía razón, pero la niña necesitaba expresarle exactamente cómo se sentía al ser rechazada a la hora de la cena, no como una forma de echarle la culpa, sino para ventilar sus sentimientos en el contexto de su apego duradero. Le expliqué a la madre que Janie nunca disfrutó, de bebé, de ese aprendizaje que tiene lugar durante los primeros años de vida de que las relaciones perduran a pesar de las rupturas leves o las separaciones. En lugar de eso Janie aprendió

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que todo su mundo podía ser puesto patas arriba y acabar profundamente perturbado en un momento. De ahí que fuera de esperar que Janie se sintiera insegura cuando temía que su madre estaba enfadada con ella o cuando no estaba disponible. Esa explicación fue la oportunidad de que Janie y su madre reconocieran lo que se habían perdido en los primeros años de vida de la niña. Además, la madre abandonó su posición defensiva y se abrió más a gestionar la conducta exigente de Janie. La conversación transcurrió de la siguiente manera: Janie

[en voz alta]: Es como si no te importara nada. Podría dejar los estudios y te daría igual. Simplemente me dejas así. Me siento herida.

Madre

[invitada a escuchar sin ponerse a la defensiva]: Cuando no te ayudo inmediatamente es como si no me importaras. Es como que te estoy dejando sola cuando realmente me necesitas.

Janie:

¡Sí! ¡Exacto! [Janie se sintió aliviada de que su madre parecía haberlo entendido.]

Madre:

Lo siento muchísimo. Lo último que querría es que te sintieras abandonada. Siempre estaré ahí para ti, para lo que sea. [La madre reconoce los sentimientos más profundos de Janie y los valida, y la tranquiliza.]

Janie:

Pues no lo parece.

Madre

[de nuevo, instada a no ponerse a la defensiva]: Lo siento muchísimo. No es mi intención.

Terapeuta: ¿Cómo podría mamá demostrarte en ese momento que su intención no es producirte sentimientos de abandono? ¿Cómo puede demostrarte que quiere ayudarte, y no solo en ese momento? Janie:

No debería darme la espalda.

Llegados a este punto Janie y su madre empiezan a trabajar una nueva estrategia para abordar las demandas de Janie a la hora de cenar: la madre mirará a su hija a los ojos y la tranquilizará diciéndole que la quiere; después le explicará que tiene que preparar la cena. Esa sesión sirvió para reformular la conducta de Janie hacia su madre. Lo que la madre veía como una conducta excesivamente exigente e inapropiada en una chica de dieciséis años se reformuló como la conducta de una niña herida y traumatizada que necesitaba ayuda para evitar activarse durante sus interacciones. Para Janie, la oportunidad de expresar su dolor y que fuera validado ayudó a consolidar más la relación con su madre y a disipar la inseguridad de su pasado. Ese mismo formato de validación para los sentimientos puede utilizarse con problemas

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más o menos importantes en la relación padres-hijos. En lo fundamental, todos los traumas del desarrollo son una traición de la promesa de una infancia segura. Todos los niños ven a sus padres como los representantes de la promesa de protección ante todo mal, por lo que todos los padres tienen que disculparse cuando sus hijos son heridos, aunque los episodios estuvieran fuera de su control, y esas disculpas son profundamente útiles para los niños supervivientes, les ayudan a moderar la ira de su traición y refuerzan la conexión del niño con el padre o la madre. En una sesión de terapia emocional pedí a la madre y a la abuela de Timothy (véase el Capítulo 11) que dedicaran toda la hora a intentar ponerse en la piel de Timothy y que le explicaran cómo creían ellas que era para él estar atrapado por el abuso sexual de su abuelo. Timothy se quedó embelesado oyendo sus intentos por describir cómo sería para un niño de seis años sentirse impotente, violado y forzado a mantener ese terrible secreto. El colofón para Timothy fue cuando le describieron el terror, la soledad y el dolor que ellas sabían que él debía haber sufrido y cómo a veces las corregía lleno de ira si expresaban algo mal. Esta “implosión de empatía” reforzó su apego a ellas y también le ayudó a crear sus propias competencias empáticas. A veces los padres quieren desviar la crudeza de las emociones transmitidas en las sesiones en las que se habla del trauma temprano y critican las palabras o el tono del niño. En esos casos invito a los padres a que den al niño libertad para expresar como quiera la intensidad del dolor, de la herida y de la traición que experimentó. La experiencia es sanadora para los niños y les ayuda a conectar más con sus padres y con la familia.

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Identificar los detonantes Las sesiones de terapia familiar también sirven para determinar qué expresiones faciales, palabras o tonos tienden a activar reacciones automáticas en el niño o en el adolescente. La investigación nos dice que los niños traumatizados responden selectivamente a las expresiones de enfado (Pollack y Sinha, 2002), algo que coincide con mi experiencia clínica con los clientes. Los niños traumatizados pueden interpretar el arqueo de una ceja, una breve mirada a los ojos o cualquier otra expresión facial momentánea de uno de los padres o de uno de sus hermanos como ira, y se puede desencadenar una reacción conductual automática de lucha. A los padres a veces les sorprende enterarse de cómo expresiones muy sutiles por su parte pueden convertirse en el recordatorio de un episodio traumático y de las creencias traumáticas asociadas. El padre o la madre puede decir “Se acabó la tele” (porque es la hora de acostarse) y el niño puede interpretarlo como un castigo sin motivo y puede desencadenar su instinto de lucha. Hablar de las frases o de las miradas que activan al niño y pactar nuevas expresiones puede ayudar a evitar las peleas que se inician con esos desencadenantes no intencionados. A veces las sesiones familiares pueden utilizarse para practicar la desensibilización de los miembros de la familia en cuanto a las expresiones faciales de los demás. Cuando cada uno de ellos muestra su cara más horrible, la más enfadada, o la de más terror, los otros suelen partirse de la risa descontroladamente. Este ejercicio sirve para desensibilizar a todos de los afectos intensos que esas expresiones han llegado a provocar, y también puede ayudar a reforzar la idea de que los sentimientos de los diferentes miembros de la familia no tienen porque contagiarse entre ellos. Muchos niños traumatizados personalizan el estado de ánimo de sus padres y lo ven como una fuente de posible peligro. El hecho que los padres expliquen sus estados de ánimo a los niños diciendo “Hoy estoy de mal humor, pero es por el trabajo” puede ayudar a los menores a desengancharse del contagio del mal humor de la familia.

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Crear reciprocidad La esencia del trauma es la impotencia y nadie se siente más impotente en las relaciones que los niños traumatizados. Su impotencia a menudo está profundamente arraigada en la creencia de que son y serán víctimas perpetuas. Ellos creen que las relaciones humanas se caracterizan por haber un débil y un fuerte, es decir, una víctima y un agresor. La naturaleza mutua e interactiva de las relaciones es algo que se les escapa porque han sentido que “han actuado sobre ellos” y por lo tanto han acabado creyendo que para cubrir sus necesidades tienen que “actuar sobre” los demás. Una de las razones por las que el niño superviviente decide manifestarse es para encontrar una sensación de mayor control en su mundo. Lo que ocurre es que la manifestación inapropiada les hace entrar en ciclos autodestructivos porque la respuesta de los padres suele aumentar los sentimientos del niño de impotencia y estimula una respuesta más intensa. Para superar esa visión que tienen de ellos mismos de impotentes, es importante que los niños aprendan que tienen algo de poder en sus relaciones. Samantha, de diez años, fue adoptada cuando tenía cuatro de una familia en la que había sufrido maltrato sádico físico y sexual (véase el Capítulo 9). Samantha me enseñó la metáfora del manguito para tomar la presión arterial. Una de las veces en las que tuvo que ir a urgencias para recibir tratamiento, los doctores utilizaron un manguito automático para consultar su presión arterial. A ella no le gustó la sensación y empezó a luchar para que se lo quitaran. Entonces observó que cuanto más luchaba, más le apretaba el manguito, y comprendió que su conducta de lucha y enfrentamiento con su madre cuando ella estaba intentando ayudarla, igual que con el manguito, no hacía más que intensificar el malestar debido a su resistencia. Esta metáfora le ayudó a reformular las intervenciones de su madre de una forma más positiva. De hecho, el manguito para la presión arterial se parece al juego chino que consiste en una trampa para el dedo que lo mantiene aprisionado y que cuanto más fuerte intentas liberarlo, más aprieta. De hecho, para liberar el dedo hay que realizar un movimiento contraintuitivo de relajación del mismo. Yo utilizo esas metáforas para explicar a mis clientes que las formas que utilizan para liberarse de sus sentimientos de impotencia propician que se sientan más impotentes. –la salida de esa trampa es mediante la comunicación abierta y conversando con los padres o los cuidadores. En esas conversaciones el adulto deberá poder respetar y comprender la opinión del niño o el adolescente, y se modificarán las reglas o las expectativas en consecuencia. Las familias deberán estar dispuestas a recompensar la comunicación apropiada y el razonamiento con oportunidades para levantar algún castigo, negociar una hora un poco

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más tarde para acostarse, o establecer los horarios para las tareas de otra manera. El objetivo no es dar ventaja al niño en esas negociaciones sino darle cierto sentido de poder y de control. El objetivo es que los niños se den cuenta de que tienen más posibilidades de conseguir lo que quieren cuando utilizan la comunicación y el razonamiento, y queremos ilustrar que las soluciones agresivas serán contraproducentes y causarán más restricción. También es importante que los niños aprendan que las relaciones pueden ser recíprocas y que pueden basarse en la confianza mutua y la cooperación. Aunque en algunas familias autoritarias resulta difícil que se acepten ese tipo de negociaciones, yo les explico que es un antídoto necesario para la impotencia que experimenta el niño traumatizado y que es importante que la familia sea un entorno que favorezca la sanación. El peligro es que la vida familiar se acabe pareciendo cada vez más a la trampa china para dedos y que cada una de las partes se vaya volviendo más rígida y recalcitrante cuando intentan afirmar su autoridad y su poder.

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Potenciar actividades y relaciones adecuadas a la edad “No tiene amigos” es una frase que suelo escuchar en las familias de niños supervivientes. Para los niños traumatizados las relaciones con otros niños suelen ser un problema importante. Al haber tenido que luchar en sus primeros años de vida para mantener un enfoque hipervigilante en la gestión de las relaciones con los cuidadores, son niños que saben poco del “toma y daca” de las relaciones con otros niños. Así, suelen ser vistos como “raros” o “desconectados” por los otros niños desde muy pequeños, y eso da lugar a situaciones de bullying o acoso escolar y a convertirse en chivos expiatorios. Todo ello se suma a su trauma, ya que aprenden que hasta las relaciones con otros niños son peligrosas. Los niños traumatizados pueden intentar dominar las relaciones con otros niños e intentar entablar amistad con niños mucho más pequeños, ya que eso hace que se sientan más seguros y en situación de control. En cambio, también pueden entrar en relaciones con otros niños en las que son dominados y sometidos a los caprichos del niño dominante en beneficio de una amistad. Los adolescentes que han sufrido abuso sexual pueden incluso creer que la única base para una relación es su valor como objeto sexual y pueden acabar siendo promiscuos y buscar contacto en la forma que para ellos es conocida. Otros adolescentes pueden ver como sus amistades se arruinan debido a su conducta errática y cambiante, o por su amnesia aparente para las actividades planificadas. Sin embargo, los niños que vienen a mi consulta suelen estar aislados de relaciones con otros niños y las ven con precaución, e incluso con miedo. De todos modos, sabemos que el éxito de las interacciones con otros niños es un predictor muy importante de futuros éxitos para los niños y los adolescentes. Las amistades íntimas enseñan a los niños valores como la confianza, la intimidad y los afectos compartidos. Las amistades también ayudan a los niños a aprender a abrirse de forma apropiada y les ayudan a crear empatía al aprender a entender los puntos de vista de los demás (Gifford-Smith y Brownell, 2002). Existen estudios que demuestran que la capacidad para hacer amigos requiere una regulación afectiva y una mentalización adecuada (apreciar el contenido de la mente de los demás), unas competencias que suelen ser difíciles para los niños traumatizados (Fonagy y Target, 1997). Para los niños y los adolescentes con síntomas disociativos, la amistad es más importante todavía. No hay nada que les motive más para acabar con las conductas disociativas que las relaciones con los demás. Existen varias razones por las que esas relaciones con los demás son un campo de entrenamiento tan importante para conseguir unos cambios de estado fluidos y apropiados al contexto que caracterizan a la mente

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sana. Más importante todavía, esas relaciones promueven la motivación del niño por parecer normal, actuar con normalidad y ser como los demás. Los niños traumatizados no quieren vivir la incomodidad de que se les señale como “raros” o “diferentes”. Son niños que pueden tener unos estados muy fluctuantes en casa pero que en cierto modo parecen pasar el día sin incidentes en la escuela. Algunos niños me han explicado que dedican grandes esfuerzos a calmarse centrándose en estar presentes y anclados cuando están con sus amigos. Ese nivel de esfuerzo y de intencionalidad por permanecer anclado se relaja cuando llegan a casa, donde la incomodidad por ser diferente no es tan preocupante. Un niño o un adolescente que tiene regresiones en casa hacia un estado de niño más pequeño puede esperar cierta indulgencia, cambios de voz y una adaptación recíproca por parte de los padres. Sin embargo, en un entorno de amigos, ese cambio supondría una conducta de burla por parte de los amigos que la observan, o un rápido “corta el rollo”. Entre amigos, suele haber poca tolerancia para los cambios de conducta dramáticos e inexplicados, y eso hace que los niños y los adolescentes aprendan a presentar un yo más coherente y consistente. Al final, tener buena relación con los chicos de la misma edad es en sí mismo tan positivo y divertido que el niño y el adolescente disociativo está en un nivel óptimo de activación en el que es menos probable que las intrusiones traumáticas interrumpan su conciencia. Por todas esas razones, ayudar a los niños y a los adolescentes aislados a que tengan, aunque solo sea un amigo, puede ser muy beneficioso. Dado que los niños suelen titubear mucho a la hora de crear esas oportunidades por ellos mismos, yo insto a los padres a que busquen un posible amigo preguntando a los profesores quién sería el más adecuado. Al principio pueden potenciarse actividades que no requieran demasiada reciprocidad –salidas al cine o a la pista de patinaje– y, a medida que el niño se vaya sintiendo más cómodo se recomienda dedicar un par de horas por la tarde a actividades estructuradas y con supervisión parental. Aunque pueda parecer algo natural en las vidas de la mayoría de las familias, los padres de niños con traumas severos a menudo olvidan reservar tiempo para esas experiencias infantiles normalizadoras tan importantes y por eso suele ser necesario que el terapeuta lo proponga. Al preparar a las familias y a los niños para esas salidas, es importante ayudar al niño a mantener una sensación de privacidad de su historial traumático y del funcionamiento de sus mundos interiores. Algunos adolescentes que acaban de ser diagnosticados con trastorno disociativo quizás quieran compartir esa información abiertamente, como una nueva oportunidad para ser populares, pero siempre resulta contraproducente y suele acabar en relaciones inapropiadas o explotadoras. Una adolescente que hacía terapia conmigo acabó con un chico que descubrió cómo hacerle pasar a un estado del yo sexualizado y que utilizó esa

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información para abusar de ella repetidamente. Las familias y los adolescentes deben ser muy cautos con la privacidad de la información sobre la disociación para evitar el ostracismo o la explotación.

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Creencias de la familia traumatizada Ser padre o madre de un niño traumatizado es extraordinariamente difícil y los padres tienen que ser sensibles a sus propios problemas y reconocer los impedimentos que pueden tener para responder adecuadamente a sus hijos. Por ejemplo, quizás algunos padres ya están afrontando un historial de trauma o están traumatizados por lo que le ha ocurrido a su hijo. Los padres traumatizados y los padres con pérdidas no resueltas suelen tener dificultad para responder de forma consistente y apropiada a sus hijos, y eso puede promover un apego desorganizado en sus hijos y predisponerlos a las reacciones disociativas (Hesse, Main, Abrams y Rifkin, 2003). Como James (1994) destacó muy sabiamente, ser padre o madre de un niño traumatizado requiere conciencia de uno mismo, capacidad para gestionar la exploración del trauma del niño y el de uno mismo, capacidad para aceptar la dirección y el trabajo en equipo y voluntad para recibir ayuda para uno mismo cuando sea necesario. El trabajo que requiere la terapia familiar implica resistencia psicológica y perspicacia, capacidad de introspección y conciencia de uno mismo. Muchos padres con historiales de trauma necesitarán hacer terapia para gestionar correctamente las demandas de la terapia familiar complementaria. De todos modos, en mi práctica profesional, la mayoría de los padres que he conocido tienen el amor, el compromiso, la resistencia y la mentalidad psicológica necesarias para llevar a cabo esa difícil tarea. Algunos padres se aferrarán a creencias que proceden de sus propias familias de origen y que interfieren con los mensajes de salud que enseñamos a los niños en terapia. Son creencias que los padres deben identificar y corregir para que sus hijos se curen. Algunas de las creencias traumáticas de las familias están recogidas en la Tabla 12.1. Los padres que proceden de familias en las que hay un trauma multigeneracional es posible que se identifiquen excesivamente con el trauma del niño y quizás crean que es imposible que este se cure realmente dado que ellos mismos han sido incapaces de hacerlo (véase 1 y 4 de la Tabla 12.1). Si ellos mismos no han procesado correctamente sus propios sentimientos de culpa por el trauma que sufrieron es posible que proyecten parte de esa culpa en sus hijos (véase 2 en la Tabla 12.1). Algunos padres se identifican con la creencia traumática del niño que considera a la persona que les causo el daño más poderosa que ellos mismos y pueden parecer igual de asustados que el niño ante la posibilidad de retraumatizarse (véase 3 en la Tabla 12.1). Por otro lado, los padres también pueden atrincherarse en un sistema de creencias paranoides según el cual el peligro está al acecho en todas partes. El resultado es que sean sobreprotectores y desconfiados con los amigos del niño, con los padres de los amigos de su hijo, o incluso

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con los profesionales de la salud. Dado que esos padres reaccionan a sus sospechas retirándose, su paranoia se refuerza, acaban creyendo que nadie puede entender la profundidad del sufrimiento por el que ha pasado su hijo (véase 8 en la Tabla 12.1) y pueden transmitir al niño el mensaje de que nunca puede estar a salvo (véase 5 en la Tabla 12.1). Tabla 12.1. Creencias traumáticas de las familias de niños traumatizados. 1. Estás herido como yo. 2. Yo lo merecía –tú lo merecías. Es mi castigo. 3. Soy incapaz de ejercer de padre. El maltratador es más poderoso que yo. 4. Nunca podrás ser normal. 5. Siempre estaré ahí porque tú no puedes protegerte. 6. Soy mejor que los que te hicieron daño. 7. Serás como ellos. No dejaré que me hagas lo que te hicieron. 8. Somos tú y yo contra el mundo.

Algunos padres pueden percibir al niño como un abusador y quedar atrapados con él en un ciclo en el que alternan entre abusador, víctima, testigo y salvador (Silberg, 2004). En esos casos es necesario recurrir a la terapia familiar para ayudar a identificar esos roles contraterapéuticos y encontrar vías para liberar a los padres de esos líos conspirativos con sus hijos. Las familias que han transmitido ciclos de abuso de una generación a otra son especialmente vulnerables a emitir mensajes mezclados al niño, en los que alternan entre querer protegerle, sentirse impotentes igual que se sintieron ellos para detener su propio abuso, y el miedo a que el niño sea “como el abuelo” o cualquier otro miembro de la familia que les maltrató (véase 2 y 7 en la Tabla 12.1). Algunos abuelos adoptivos evitan toda responsabilidad por su conducta con el niño atribuyendo todos los síntomas de este a lo que ocurrió antes de la adopción, algo que puede enfurecer al niño, que se siente rebajado por los padres cuando no dejan de hablar del pasado como estrategia de evitación para gestionar los problemas cotidianos del hogar. Quizás sea necesario recurrir a otros profesionales para ofrecer terapia a los padres cuando las creencias traumáticas de las familias se utilizan para interferir en el tratamiento del niño (véase 6 en la Tabla 12.1).

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Patrones familiares disociogénicos A medida que he ido conociendo a las familias de mis clientes he observado algunas características que sin querer pueden promover estilos de afrontamiento disociativos en niños y adolescentes. Algunas familias se confabulan de forma encubierta con las estrategias disociativas y rechazan muy sutilmente la expresión de determinados sentimientos en el contexto familiar. En otros casos, los padres refuerzan selectivamente algunos estados disociativos con su propio cambio de estado recíproco, con lo que refuerzan la propia estrategia disociativa del niño. Por ejemplo, cuando un niño hace una regresión, los padres pueden tratarlo como a un bebé, o pueden volverse hostiles y ponerse a la defensiva cuando el niño entra en un estado de ira. Cuando existen esos patrones es importante educar a las familias sobre sus conductas e intentar potenciar nuevas conductas de crianza durante las sesiones familiares. A continuación, presento algunos patrones familiares que resultan especialmente complicados para el niño superviviente. Familias autoritarias y familias demasiado controladoras En las familias autoritarias los padres tienen reglas muy estrictas sobre la mala educación, las formas, y sobre las formas adecuadas de hablar con los adultos. Son hogares que pueden funcionar a la perfección cuando crían a niños sin los trastornos del desarrollo del trauma en los primeros años de edad, ya que los niños normales pueden aprender a ajustarse a esos requisitos y ajustar sus conductas en consecuencia. Pero los niños con trastorno traumático, proclives a la respuesta disociativa, se adaptarán superficialmente a esas expectativas del hogar rígido y después desarrollarán una presentación de estado disociativo de “Suzie enfadada”, con lo que perturbarán todavía más el potencial de apego. Son familias que acaban comprendiendo que a la “Suzie enfadada” se le puede ir dando forma progresivamente hacia una conducta más adecuada, pero tendrán que ser más laxas en sus reglas de comportamiento estrictas para acoger la parte de “Suzie enfadada” del menor y permitir la expresión de los sentimientos de dolor y de rechazo que las reglas rígidas le provocan. India era una niña de siete años que había sido adoptada en Rusia cuando tenía tres y que ahora vivía en una familia con ese tipo de expectativas rígidas. Debido a que se portaba muy bien a veces y respetaba sus reglas estrictas de decoro y de comportamiento en la mesa, a la familia le parecía imposible aceptar su conducta de “India salvaje”, que incluía lanzar comida sobre la mesa, dar portazos y contestar a los mayores. Mi cometido fue ayudar a la familia de India a entender que la “India real” no era la que se portaba bien en sus momentos “perfectos”, sino que la “India real” probablemente era una

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combinación de todos los distintos sentimientos y estados que expresaba. Aunque la “India” combinada no fuera perfecta, era real. Padres que están muy involucrados con su hijo En el extremo opuesto están los padres excesivamente indulgentes que se adaptan a las conductas regresivas de sus hijos y que ven como una amenaza la independencia cada vez mayor del niño o la niña. Son padres que pueden estar dispuestos a aceptar las regresiones del niño y que no consiguen ayudarle a gestionar adecuadamente las pérdidas traumáticas y a avanzar. Estas familias necesitan ayuda para dirigir al niño adecuadamente hacia un funcionamiento propio de su edad. Lisa tenía dieciocho años, estaba en el primer año de universidad, había sufrido abusos por parte de un chico, vecino, a los seis y a los diez años, y sufría múltiples carencias. Lisa hablaba con su madre tres veces al día, le pedía consejo para todo, incluso sobre cómo vestirse cuando salía o sobre los temas de los trabajos de la universidad. Además, también tenía un estado disociativo enfadado y amargo que culpaba a su madre por no haberse enterado del abuso. Cuando ese estado disociativo antagónico empezó a manifestarse más en el tratamiento, Lisa evitaba hablar con su madre durante semanas y solía tener una conducta bastante imprudente durante ese periodo de tiempo. El resultado era que la madre la regañaba por las malas decisiones que tomaba y le advertía de que solamente le iría bien en los estudios si contaba con su apoyo diario. Lisa y su madre tenían que aprender a desvincularse de esa dependencia regresiva para conseguir un equilibrio más sano entre el apoyo y la independencia. De lo contrario, Lisa seguiría alternando entre esos extremos y no aprendería la autorregulación necesaria para funcionar de forma independiente en la universidad. Si los padres que advierten patrones de este tipo tienen dificultad a la hora de examinar su propia contribución a la conducta del menor, quizás sea necesario que acudan a terapia de apoyo, además de las sesiones familiares intermitentes. A medida que Lisa fue avanzando en su integración, pasó a llamar a su madre una vez a la semana y tomó decisiones independientes sobre su forma de vestir y los temas de sus trabajos para la universidad. Hogares de padres divorciados en los que uno de ellos es maltratador Un fenómeno cada vez más común en nuestra sociedad es el de niños, incluso niños muy pequeños, que tienen que dividir su tiempo entre dos casas. Los juzgados de familia se orientan hacia la otorgación de la custodia compartida y esperan que los padres se lleven bien en beneficio del menor. Los jueces no siempre están capacitados para comprender que un niño cuyos padres están divorciados también puede ser víctima de abusos en uno de los dos hogares y el resultado es que, muchas veces, los niños de

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padres divorciados se ven forzados a recibir los cuidados de un padre o una madre que les maltratan (Hannah y Goldstein, 2010; Neustein y Lesher, 2005). Es un problema extremadamente complicado tanto para el padre o la madre protector o protectora como para el niño. Un mecanismo de afrontación común para los niños que se ven forzados a vivir este tipo de situaciones es la disociación (Baita, 2011; Silberg y Dallam, 2009). A fin de gestionar el trato distinto que reciben en cada casa, los niños pueden adaptarse mediante otra persona, o estado disociativo, para afrontar el hogar donde se le maltrata, y suelen manifestar amnesia del abuso mientras viven en la otra casa. Aunque esa práctica les protege de la conciencia del dilema de la situación, la amnesia también dificulta que puedan hablar de él. Este tipo de dilemas “por orden judicial” es una de las situaciones más disociogénicas con las que puede encontrarse un niño, ya que están presentes todas las características necesarias para promover la disociación: entornos y expectativas encontradas, situación de abuso sin una salida aparente y ausencia de oportunidad de ser aliviado de dicho abuso (Kluft, 1985). Ya he mencionado en capítulos anteriores el caso de Adina, que a sus ocho años estaba atrapada exactamente en la misma situación y manifestaba disociación en su cuadro clínico. Adina me describió claramente que su cerebro estaba dividido en dos “personas interiores” que le ayudaban a funcionar, dependiendo de en qué casa estaba. Me explicó que no recordaba qué ocurría en cada casa, ya que tomaba el control una mitad distinta del cerebro. La terapia tuvo un papel determinante como espacio en el que ambas “mitades” del cerebro podían coexistir y aprender la una de la otra. Así pudimos preparar el terreno para desarrollar su capacidad de hablar del abuso que se estaba produciendo en casa del padre, aunque necesitamos seis meses de terapia para que quisiera hablar abiertamente de ello. Los clínicos deberían estar especialmente alerta de las señales de disociación cuando los niños han hablado de abusos, pero existe el mandato judicial de visitar el hogar en el que se produce dicho abuso. (Véase más información al respecto en el Capítulo 14).

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Cambios de estado durante la terapia familiar La intensidad de los afectos en las reuniones familiares puede dar lugar a que los niños pasen de un estado a otro buscando evitar la intensidad de la activación afectiva y entrando en sus programas de conducta automática. Pueden enfadarse, tener miedo, o hacer una regresión y acurrucarse como una pelota o hablar como un bebé. Se trata de maravillosas oportunidades de aprendizaje para las familias y para los niños. En esos casos podemos ser testigos en vivo y en directo del tipo de momentos de transición que puede llegar a evocar el cambio de estado en casa. Tanto la familia como el niño pueden aprender de nosotros a gestionar esos momentos y podemos enseñarles alternativas para esas conductas automáticas. De hecho, podemos ilustrar con nuestras propias reacciones que los afectos se pueden tolerar y que la comunicación con los seres queridos de la familia es el antídoto a su evitación y a su miedo. La estrategia clave para la familia y para el niño es identificar el afecto temido que ha dado lugar a la evitación conductual representada en el cambio, y encontrar formas de aceptarlo, de hablar de él y de actuar al respecto de otras maneras. El caso de Jennifer (presentada en el Capítulo 10), superviviente de agresión sexual y de violencia familiar, es un ejemplo excelente de cómo intervenir durante los cambios en una sesión familiar. Jennifer y su madre estaban procesando la tristeza que ambas sentían por la enfermedad y el empeoramiento de la abuela materna de la niña. Jennifer había escrito un poema sobre el amor a su abuela y cuando lo leyó, la madre empezó a llorar. Las lágrimas de la madre provocaron miedo en Jennifer, que recordó los años de violencia familiar, y de repente hizo una regresión hasta los cuatro años e hizo trizas el poema mientras decía “Poema malo, ha hecho llorar a mamá”. Con tranquilidad, pude explicarle la diferencia entre las lágrimas de ternura y las lágrimas de miedo, y le pregunté si me ayudaba a pegar los pedazos del poema. La madre de Jennifer tuvo la oportunidad de observar como yo estimulaba un enfoque más maduro y siguió mi ejemplo, en lugar de consentir la conducta regresiva, como solía hacer. Mientras Jennifer recomponía el poema con cinta adhesiva, regresó a su yo de catorce años y seguimos charlando. Mientras se mantenía centrada en la tarea, le expliqué que podía realizarla a pesar de sus miedos y que el entorno no tenía que cambiar porque ella cambiara. Emulé la aceptación de la tristeza de su madre y propuse compartir ese momento de tristeza juntas, en lugar de evitar la intensidad de la activación afectiva. Algunos niños pasan a estados de ira durante la terapia familiar. Siempre que no tengan un comportamiento destructivo, animo a las familias a aceptar la intensidad de los sentimientos expresados, aunque consideren que la expresión es maleducada. Y siempre

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que no haya palabrotas ni amenazas, no me importa que los niños utilicen un lenguaje explícito si eso les ayuda a expresar la profundidad de sus sentimientos. Inevitablemente la intensidad se modula por la simple tolerancia de su expresión en la sesión, y eso permite a la familia iniciar una comunicación emocional fuera de la terapia, más auténtica y que sigue modulando la intensidad de los estados de ira. Si la expresión auténtica de ira de los niños puede respetarse y tolerarse, dejará de ser necesario activar su rabia en otro estado. La oportunidad de expresar sentimientos de ira contenidos en otro estado directamente a los padres sirve para erosionar las barreras disociativas de forma muy potente. El Anexo K presenta una lista de comprobación para clínicos con la que orientar la terapia familiar con el niño superviviente y su familia. El rol de la familia es fundamental también en la siguiente tarea central de la terapia, siguiendo con el modelo EDUCATE, la de procesar recuerdos traumáticos, y que veremos con más detalle en el siguiente capítulo.

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Reescribir el guion mental Procesar los recuerdos traumáticos y resolver los flashbacks

¿Qué es lo más natural que hace un niño cuando se cae con la bicicleta y se hace daño? Pues, por supuesto, llamar a sus padres y, normalmente, cuando explica lo que ha ocurrido es cuando se inicia la expresión emocional, el llanto, incluso los sollozos. Sollozos que sirven tanto de alivio fisiológico del dolor y del trauma como de oportunidad para calmarse mediante el apego al ser querido que reconforta, escucha, valida y entiende. Después de una experiencia así, el evento traumático será recordado, pero no con evitación ni desarrollando síntomas permanentes. Cuando los eventos traumáticos que no superan los recursos del niño se procesan con un cuidador amoroso poco después de que se hayan producido, se restaura el equilibrio del niño y por lo general no hay efectos duraderos. Igual que ese cuidador amoroso, el terapeuta especialista en traumas tiene el poder de aportar relaciones calmantes que pueden contrarrestar el trauma. Escuchar al niño o al adolescente y ser testigo de lo que ha sufrido es un componente clave y muy potente para la sanación. Nuestros intentos terapéuticos por procesar los episodios traumáticos con niños deberían tratar de aproximarnos, de crear un contexto intimo, normal, como el que se genera dentro de una relación de apego que valida lo sucedido y alivia y que permite contar una historia, como se ha descrito antes. La validación debería darse dentro del contexto de una relación afectuosa que permita la expresión de las emociones y la explicación de los hechos de lo sucedido, y debería darse, lo antes posible, después del hecho traumático. No obstante, los niños que han sobrevivido a traumas del desarrollo después del trauma, tienen muchas reacciones que quizás han impedido y bloqueado los intentos anteriores de ser calmados, y esos impedimentos interfieren con su receptividad a nuestras intervenciones. En muchos casos los cuidadores han sido los perpetradores del trauma y eso ha creado un vínculo imposible que hace que los niños traumatizados crean que lo que más necesitan tras el trauma es imposible de alcanzar. Incluso cuando los niños encuentran a alguien que les consuele, esa misma tranquilidad puede convertirse en un nuevo desencadenante ya que han aprendido que su entorno no permanece seguro durante mucho tiempo. Así, las emociones asociadas con el trauma no tardan en convertirse en un detonante también, dado que han dejado de ser señales para escapar o

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autoprotegerse y en lugar de eso, para ellos, las emociones asociadas con el trauma significan que tendrán poco control de su entorno o de la promesa de un futuro seguro. Los procesos mentales autoprotectores de la memoria ayudan a nuestros clientes a evitar pensar en los episodios dolorosos y los niños supervivientes dejan de recordar lo que les ocurrió. En lugar de simplemente venir corriendo a la consulta para decirnos que los episodios dolorosos ocurridos perduran y así poder recibir validación y soporte, como el niño que se ha caído de la bici y llora, nuestros jóvenes clientes pueden encontrarse en cualquier punto del espectro que va desde estar desbordados con recuerdos sobrecogedores a negar lo ocurrido. Como terapeutas, nosotros somos el contrapeso de la polaridad de la reacción de estrés postraumático. Cuando los recuerdos son demasiado intrusivos, tenemos que ayudarles a evaluar qué ha desencadenado su flashback y ayudarles a diferenciar el presente del pasado. Cuando los clientes evitan reconocer los episodios traumáticos, nosotros permanecemos ahí con pequeños recordatorios que relacionan conductas con eventos conocidos de sus pasados. Y cuando luchamos con nuestras reacciones, quizás vacilemos entre una sensación de presión al oír los episodios traumáticos y evitar exponernos a los mismos. Además, también podemos optar por proteger al niño pequeño superviviente del dolor de recordar el trauma pasado. En esos casos, los terapeutas tendremos que navegar por las resistencias de los clientes y las nuestras propias para determinar cómo y cuándo profundizar en el pasado traumático de los clientes. Este procesamiento del pasado traumático se corresponde con la “T” del modelo EDUCATE y es el protagonista de este capítulo.

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¿Cuándo es el momento adecuado para procesar el trauma con niños y adolescentes? Cuando se trabaja con adultos supervivientes de traumas, se recomienda que el procesamiento del trauma tenga lugar en la fase intermedia de tratamiento y tras un período de estabilización (Brand et al., 2012; Chu, 1998; Herman, 1992; Loewenstein, 2006; Turkus y Kahler, 2006; van der Hart et al., 2006). Procesar demasiado pronto podría desestabilizar a los supervivientes adultos frágiles y podría suponer hospitalizaciones, autolesiones y regresión. Sin embargo, con niños y adolescentes, esa recomendación general tiene que reevaluarse en función de la situación particular de cada niño. Es importante reconocer que los niños y los adolescentes no han tenido tantas oportunidades de desarrollar esas defensas y esas fobias evitadoras ante el contenido traumático que dan tanto poder a los supervivientes adultos. Con el tiempo, el uso excesivo de las defensas evitadoras convence al yo de que los sentimientos asociados con el trauma son igual de peligrosos que el trauma mismo, y esa percepción se va reforzando cada vez más hasta que el bucle que se va retroalimentando de activación traumática, evitación y alivio se inicia una y otra vez. Cuando el individuo traumatizado alcanza la vida adulta, ese bucle de retroalimnetación de evitación y alivio se ha reforzado tantas veces que puede ser muy difícil de romper y, llegados a ese punto, los recordatorios y los sentimientos asociados con el trauma ya casi no se diferencian del trauma en sí. No obstante, cuando trabajamos con niños tenemos la oportunidad de hablar con ellos de eventos de su pasado más próximos y y de ofrecer antes una y otra vez el apoyo directo y el consuelo y su efecto sanador. Como no han tenido tanto tiempo para practicar el ciclo de evitación y alivio, los niños y los adolescentes no necesitan tanta preparación como los adultos antes de empezar a trabajar el trauma. De hecho, con los menores hay momentos en los que resulta especialmente adecuado hablar de los episodios traumáticos lo antes posible. Por ejemplo, cuando un niño llega a la consulta es posible que aun esté en el proceso de estar sufriendo el trauma a diario, como fue el caso de mi clienta Adina durante los seis primeros meses de tratamiento. Cuanto más tarda el niño en desvelar el abuso continuado, más tiempo tendrá que soportar vivir en ese entorno. A veces el niño ya no está viviendo en ese entorno, pero es posible que haya otros niños que continúen siendo traumatizados de forma regular. Esperar para escuchar la experiencia del niño puede significar que otros niños estén en peligro de sufrir abuso también. Otro momento en el que es importante hablar de los episodios traumáticos es cuando los niños son derivados a terapia después de descubrir que ha habido abusos y

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hay un caso judicial abierto. Permitir que el niño comparta su historia lo más cerca posible del momento en el que se producen los episodios puede garantizar que los detalles serán más precisos. Además, dado que los registros de la terapia podrían citarse en un juicio, los episodios tendrán que comentarse y registrarse con mucha cautela. Otro momento en el que es necesario abordar el contenido traumático al principio del tratamiento es cuando síntomas peligrosos como agresiones, comportamientos sexuales o flashbacks han ido en aumento y perturban el funcionamiento normal del cliente. Esa escalada de síntomas a menudo es una forma de expresar que el entorno ha dejado de ser seguro y que hay que desvelar cierta información importante. Así las cosas, la respuesta a la pregunta de cuándo es el momento adecuado para hablar del trauma es que depende. Por lo general, el procesamiento de los recuerdos traumáticos tiene lugar en la fase intermedia de la terapia, cuando se han enseñado las competencias de modulación afectiva y el niño ha iniciado el proceso de establecer conexiones con todo su yo. Lo habitual es estar en esa fase a mitad de tratamiento, aunque puede haber circunstancias en las que tengamos que trabajar con material traumático desde el principio, como ya se ha dicho –cuando hay síntomas incapacitadores que superan al niño, cuando un procedimiento legal así lo requiere, cuando otros niños podrían estar en peligro, o cuando el niño ha estado esperando para contarle a alguien un episodio que ha experimentado recientemente. Cuanto más tiempo haya transcurridoentre el momento en el que se desvela el incidente y el momento en el que se produjo, más profundo tendrá que ser su procesamiento. Cuando procesamos sucesos recientes, muy próximos al momento temporal en el que se produjo el trauma, y aún no se han desarrollado defensas de evitación, hablar de esos sucesos, sus reacciones, sus sentimientos y de los significados que tiene para el niño, puede realizarse mucho antes y rápidamente. Sin embargo, para aquellos sucesos repetidos a lo largo de su desarrollo y que nunca fueron aliviados o consolados, el procesamiento traumático puede requerir un proceso más largo de varios meses de terapia. En ocasiones puede llegar a evitarse la hospitalización si las intrusiones traumáticas que revelan la existencia de traumas sin procesar se trabajan en terapia ambulatoria cuando aparecen síntomas intensos. Marks (2011) describió un modelo de tratamiento ambulatorio intensivo para un niño disociativo en el que fue visitado todos los días durante dos semana, para procesar intensamente el trauma, cuando mostró síntomas severos y la terapia parecía haberse estancado. Yo utilizo una metodología similar para el procesamiento de traumas y trato a los clientes durante varias semanas intensivamente durante las vacaciones de verano, entre una hora y media y dos horas todos los días. Esas sesiones intensas pueden resultar catárticas y permitir que el niño finalmente exprese ira

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contra el padre o la madre que le ha hecho mucho daño, o revelar detalles del abuso de los que nunca había hablado antes. Según Blaustein y Kinniburgh (2010), “para explorar los recuerdos de forma segura, el niño deberá tener capacidad para modular los afectos y la fisiología, deberá haber desarrollado cierto sentido de seguridad en la relación terapéutica y deberá tener un contexto lo suficientemente estable fuera del espacio clínico” (TdT). Cuando trabajamos con niños, el mismo hecho de hablar de los episodios traumáticos crea rápidamente una relación terapéutica con nosotros que aporta por sí misma un antídoto al episodio traumático. Los niños están menos desmoralizados por las relaciones fallidas que los adultos traumatizados, y por eso desarrollan mejor la confianza necesaria para hablar del contenido traumático. También es importante destacar que la modulación afectiva y la fisiología necesarias para preparar al niño para que cuente una historia de trauma puede ser muy modesta en comparación con los adultos. A veces, un sofá cómodo en el que sentarse y un peluche o un cojín pueden bastar para ofrecer el alivio y la modulación necesarios para que el niño se sienta cómodo contando su historia. Saber que un cuidador cariñoso está disponible durante o después de la sesión también aporta una forma importante de modulación que no suele estar disponible para el superviviente adulto.

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Componentes del procesamiento de los recuerdos traumáticos Imaginemos un espejo que refleja la imagen de otro espejo que está al otro lado de la sala y que crea un reflejo infinito de la misma imagen, más pequeña, que se repite infinitamente. Los episodios y las emociones que se experimentan en el momento del trauma se parecen a esa imagen porque dejan ecos y reflejos en la conducta cotidiana como las imágenes de los espejos. Para el niño traumatizado, las experiencias emocionales rara vez ocurren aisladas, sino que tienen largas historias de asociaciones a una larga serie de episodios similares del pasado. Cuando la conducta de un niño parece inexplicable para él mismo o para los demás, a veces es necesario ir hacia atrás, hasta esa “sala de los espejos”, para encontrar otros episodios similares y, llegado el caso, se puede descubrir un suceso origen que contenga un poder emocional bruto que esté rigiendo alguna conducta actual. Los afectos y los recuerdos asociados con ese episodio o episodios índice suelen estar secuestrados en el funcionamiento diario, con un bucle de evitación de olvido y disociación ensayados. Pero todo recuerda al episodio, y esos recordatorios estimulan reacciones inconscientes basadas en el trauma. Procesar esos sucesos supone codificar las experiencias de otra manera para que la información contenida en el recuerdo traumático se consolide y se integre, y se desarrollen conexiones entre las zonas límbicas del cerebro y los centros cerebrales superiores. El procesamiento correcto supone activar múltiples funciones cerebrales que originalmente están asociadas con el episodio traumático bajo nuevas circunstancias de mayor calma, y desensibilizar ese material originalmente abrumador. Con los años he descubierto que es importante incluir los siguientes componentes en el procesamiento del material traumático con niños supervivientes: contenido del suceso traumático (centrándonos en el recuerdo de los episodios mismos), experiencias sensoriomotrices asociadas con el episodio, explorar el significado del episodio para el niño, emociones (ira, culpa, miedo, tristeza, abandono y soledad), y experiencias de control que contrarrestan los sentimientos de impotencia. El procesamiento tiene que realizarse en el contexto de una relación validadora, ya sea con el terapeuta o juntamente con un cuidador cariñoso. Prestar atención a los sucesos traumáticos originales orientándose hacia todos esos elementos de la experiencia favorece la resolución definitiva para el niño superviviente y contrarresta la evitación disociativa que ha dado lugar a múltiples síntomas. Preparar el terreno El terapeuta prepara el terreno: la consulta es un lugar seguro en el que se reconocen

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los sucesos traumáticos y se hace referencia a ellos de forma pragmática desde el principio. Para conseguirlo, se establece una relación entre el trauma y las conductas que se trabajan en la terapia. Por ejemplo, si un niño ha tenido problemas con la expresión sexual, el terapeuta puede decir, de pasada, “Los niños que proceden de familias en las que los padres han sido demasiado libres con sus cuerpos y no han respetado la privacidad del cuerpo de sus hijos, pueden sentirse confusos en cuanto a qué está bien hacer y que no. Yo entiendo lo que te ha ocurrido”. Si nos llega a la consulta un niño con un historial de trauma que ha reaccionado de forma excesiva ante un conflicto con compañeros de clase, será el momento perfecto para establecer una relación entre las reacciones presentes y las experiencias pasadas. Por ejemplo, el terapeuta puede decir: “Sé por qué te sientes mal. Te pudo recordar a aquella cosa tan horrible que te ocurrió cuando eras pequeño, cuando te sentiste realmente impotente –cuando te pegan así, tú no lo percibes como los otros niños porque a ti te pegaron mucho cuando eras pequeño”. De un modo parecido, el terapeuta puede relacionar los sentimientos de ser el objetivo de los compañeros de clase con experiencias pasadas: “Cuando alguien te hace algo a propósito, como cuando ese niño de clase te quitó el lápiz, quizás haga que te enfades más que otros niños, porque tú te acuerdas de que tu padre solía hacer cosas para hacerte daño a propósito y eso era horrible para ti”. Ese tipo de comentarios en las primeras sesiones de terapia posicionan al terapeuta como alguien que tiene información del pasado, que no tiene miedo a hablar de ello, y que entiende que el entorno actual está lleno de recordatorios de los episodios traumáticos vividos en el pasado. Con suerte, nuestros clientes más jóvenes pronto podrán realizar asociaciones similares entre su propia conducta y las experiencias del pasado. En cualquier caso, podemos ayudarles a que establezcan esas conexiones antes si reconocemos abiertamente las conexiones entre el pasado y el presente. Hablar de los episodios traumáticos Cuando el cliente empieza a explicarnos un episodio traumático es importante aportar estimulación sensoriomotriz o sensorial tranquila y segura, como por ejemplo muñecos de peluche que puedan agarrar o mantas con las que se puedan cubrir. Lo ideal es que los clientes ya hayan practicado en terapia la búsqueda de imágenes seguras y sanadoras, y que sepan cómo utilizar los ejercicios de respiración para combatir el estrés (véase el Capítulo 9). Cuando hablan del trauma, les podemos proponer pausas frecuentes y actividades alternativas que les ayuden a calmarse. Con Timothy, víctima del abuso sádico por parte de su abuelo, la calma necesaria para iniciar el procesamiento traumático solo se producía después de jugar varias partidas de “Angry Birds”, por lo que alternábamos diez minutos de videojuego con diez minutos de charla sobre los

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episodios traumáticos. Los videojuegos también aportan sentimientos instantáneos de control de la derrota del enemigo, aportan estimulación bilateral del cerebro y son un buen motivador para intercalar con la dificultad que supone el procesamiento de los traumas. También puede ayudarnos dotar al niño de medios simbólicos para comunicar su historia del trauma, ya que puede aportar una distancia de seguridad de la información que no pueden desvelar por ellos mismos. Hay niños que prefieren ilustrar el episodio con dibujos, escribiendo, o representándolo con muñecos o juguetes.

Figura 13.1. Dibujo de Deborah de los sentimientos de abandono. Utilizado con permiso. Traducción: ¿Qué he hecho mal? — Yo quiero a mi madre, pero ella no me quiere. — ¡Adiós muy buenas! — ¡TODO! Deborah, una paciente de quince años que fue adoptada de un orfanato de Rumanía a los tres, hizo el dibujo que aparece en la Figura 13.1 y que representa en formato de cómic a un personaje imaginario que fue abandonado. Aunque ella no tenía un recuerdo real de su propio abandono, sí tenía sentimientos interiorizados de no ser querida debido

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a la historia tormentosa de sus primeros años de vida que tenían que procesarse. En el dibujo Deborah plasmó a una madre biológica antes de dar a su hija en adopción que decía que “todo” era malo en ella. El dibujo de Deborah nos permitió hablar de sus sentimientos de abandono y sirvió para que yo le ayudara a apreciar las cualidades realmente especiales que tiene y que su madre biológica nunca podría haber conocido realmente. La madre adoptiva participó en la sesión para reforzar ese mensaje. Con niños más mayores a quienes no interese el dibujo, se puede utilizar la escritura de los recuerdos en un diario especial. Algunos niños desarrollarán un libro de recuerdos en el que cada página contendrá una imagen, un poema o la descripción de un episodio del pasado. Cuando los niños escriben o dibujan episodios traumáticos, yo les pido que añadan un mensaje motivador en la misma página del texto o del dibujo –algo que indique alguna diferencia entre el antes y el ahora, que describa en qué han cambiado, o que describa lo que tendrían que haber hecho en esa situación. La Figura 13.2 es un dibujo de Shantay, de once años, en el que se dibujó a ella misma como una niña abandonada antes de su adopción. Le pedí que dijera algo que motivara al bebé que lloraba, y escribió “Se pondrá mejor antes de lo que piensas”. Algunos niños me mandan correos o mensajes de chat con información y comunicamos electrónicamente, algo que en ocasiones les proporciona una distancia para decir cosas que no han tenido valor de decirme cuando nos vemos en la consulta. A los niños más pequeños les da más seguridad contar sus historias a un muñeco de la consulta que a mí. Cuando los niños tienen voces interiores, amigos imaginarios o estados disociativos identificados, les invito a incluir esa parte de su mente en las actividades. Ir preguntando si “Jane la triste”, la “voz enfadada” o “la otra Ángela” están bien después de todo lo que estamos hablando ayuda al niño o a la niña a saber que estamos conectando con todo su ser durante esta exploración tan difícil.

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Figura 13.2. Dibujo de Shantay de ella misma como una niña abandonada. Utilizado con permiso. Traducción: Se pondrá mejor antes de lo que piensas. Conectar con las experiencias sensoriomotrices Cuando el niño está dibujando, jugando o explicando sucesos traumáticos y está anclado en visualizaciones o en una estimulación sensorial tranquila y segura, suele ser muy útil preguntarle por las experiencias sensoriales del momento del trauma –¿Te dolía la tripa? ¿En qué parte del cuerpo lo sentías? ¿Cómo era el dolor? También le podemos pedir que dibuje o cree otras representaciones del dolor o de otras sensaciones. Si la actividad resulta demasiado abrumadora, podemos darle la posibilidad de que se retire un poco hacia las experiencias sensoriales agradables que hayamos previsto. Conectar con el significado de los episodios El aspecto más doloroso de los episodios traumáticos suele ser la repercusión que tienen en la visión del niño o del adolescente de sí mismo. Yo suelo plantearles preguntas como: “¿Qué pensabas que decía sobre ti mismo cuando ocurrió? ¿Te has

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preguntado alguna vez por qué te ocurrió a ti? ¿Qué te respondes?”. Ese tipo de preguntas suelen llegar al núcleo de los pensamientos atascados que atrapan al niño en un control absoluto, y esos pensamientos atascados sobre uno mismo por lo general son ideas basadas en la culpa que tienden a ser las más dolorosas de todas las experiencias afectivas (Kluft, 2007). La culpa tiene sus raíces en la experiencia temprana de rupturas relacionadas con figuras de apego importante que dejan al niño con un sentimiento de exposición y culpabilidad (Lewis, 1987). El sentimiento de culpa puede servir de estrategia adaptativa de autocastigo para recordar al niño en desarrollo cuáles son las consecuencias de interrumpir experiencias agradables, como la conexión con las figuras de apego (Nathanson, 1992). Este ciclo de autocastigo se vuelve agudo en los niños cuyos apegos tempranos están plagados de experiencias dolorosas y de interrupciones repetidas. Además, da lugar a creencias de que ellos son los culpables del trauma que han sufrido por algunas características culpables del yo. Los niños supervivientes aprenden a evitar pensar en ideas prohibidas o de culpa, que van cobrando más potencia con el tiempo. Esos pensamientos prohibidos contienen creencias sobre su identidad y sus circunstancias, que les llevan a sentirse más atrapados y desesperados todavía. Estos son algunos ejemplos de pensamientos de culpa que pueden surgir de esas conversaciones: “Hay una cosa terrible de mí que me convierte en víctima para siempre”, “Yo causé el abuso por algo horrible de mí mismo”, “Cuando la gente me conozca descubrirá cosas horribles que harán que me odien”. Tabla 13.1. Ejemplos de pensamientos traumáticos con pensamientos contrarios. Pensamientos traumáticos

Pensamientos “contrarios”

La gente que me La gente que me ha hecho daño no me conoce en absoluto. conoce me odia y me Cuando me conozcan de verdad me amarán y no me harán hará daño. daño. Fui débil y estúpido.

Me protegí lo mejor que pude, ahora tengo las herramientas para protegerme mejor.

Me culpo por estar ahí.

Lo que me ocurrió fue debido a malas elecciones de otras personas. Puedo vivir bien tomando mis propias decisiones correctas.

Una vez identificados esos pensamientos de culpa, utilizo una escala de unidades

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subjetivas de malestar, como la que se utiliza en la técnica de EMDR (siglas de desensibilización y reprocesamiento mediante el movimiento de los ojos) (Adler-Tapia y Settle, 2008) y pido a los niños que puntúen del 1 al 10 su creencia en ese pensamiento. Cuando empezamos a hablar de los pensamientos que suscitan los recuerdos más traumáticos, los clientes suelen puntuarlos entre 8 y 10, y se trata de una escala que pueden entender hasta niños de entre siete y ocho años. Sin embargo, también les podemos dejar rotuladores o lápices de colores para que pinten un gráfico o un “termómetro de sentimientos” y mostrar así el nivel de estos. El siguiente reto que se plantea es conseguir un “pensamiento contrario” que aporte una contravisión de la creencia traumática. Es algo muy difícil para que los niños supervivientes piensen en ello por sí mismos. Muchas veces tengo que crearlo y escribirlo por ellos, ya que las ideas contenidas en el pensamiento contrario les parecen muy extrañas y poco familiares. A continuación, les pido que puntúen esos pensamientos opuestos también. Al principio, la creencia del cliente en esas ideas es muy baja y suelen darles un 2 o un 3. De hecho, ese sistema de puntuación sirve para medir el progreso del cliente a la hora de contrarrestar sus cogniciones negativas sobre el trauma. Muchas veces los niños se sienten orgullosos y sorprendidos cuando ven un registro de esos cambios. La Tabla 13.1 recoge ejemplos de pensamientos traumáticos y de sus pensamientos opuestos. Conectar con las experiencias afectivas en el momento del trauma Conectar con las experiencias emocionales en el momento del trauma es fundamental para derrotar las barreras disociativas y resolver el trauma. Cuando el niño conecta con la emoción negativa, la empatía y la compasión del terapeuta y también del niño hacia sí mismo pueden mitigar la intensidad y ayudar a integrar las experiencias emocionales. El principal método para que el menor realice esas conexiones es conectar con la emoción del niño y amplificarla, expresando los sentimientos que puede haber disociado y preguntándole cuál es recuerdo más antiguo que tiene asociado a esa emoción. En el Capítulo 2 se describía un ejemplo con el caso de Sonya, adoptada con nueve años de uno de los peores orfanatos de Siberia. En el caso de Sonya, amplificar las emociones de privación y de frustración que experimentó cuando su madre quiso dar una de sus camisetas viejas le recordó una noche fría en el orfanato en la que le quitaron el camisón. Poner de manifiesto que esa misma emoción aflora en el presente y condiciona su comportamiento y da pie a que rompiera su cama ayudó a liberarla del poder de esa respuesta automática. La misma técnica también funcionó con Sally, adoptada de un orfanato rumano a los siete años, y que se sentía obligada a comportarse de una forma extraña que no entendía.

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Sally tenía la costumbre, incluso con dieciocho años, de meter la mano en el tarro de la leche en polvo de los bares y después chuparse los dedos. Aunque sabía que era una conducta inapropiada, la obsesión por hacerlo era muy potente. En ese caso decidí entrar en la “sala de los espejos” del trauma para intentar encontrar los sentimientos asociados con esa conducta y amplificarlos. Le pedí a Sally que me dijera qué le venía a la mente cuando pensaba en la leche en polvo y en el acto de meter la mano en el tarro. Su respuesta fue que sentía una especie de mordisqueo en el fondo del estómago, como un “hambre tan enorme que ningún alimento bastaba para saciarla”. Le pedí que pensara en un momento en el que recordara haber pasado hambre e incluso puse la vocecita de una niña hambrienta, con un tono exagerado, para decir “¿Nadie me va a dar nada de comer?”. Sally inició el viaje hacia el pasado cruzando la sala de los espejos y recordó un momento en la escuela, en primero, en el que se puso a llorar antes de la hora del almuerzo. Recién adoptada, Sally no conocía las rutinas del colegio y no sabía que almorzaría allí. Ese recuerdo la catapultó directamente al abandono y a las carencias de sus primeros años de vida. Mientras proseguía en su viaje hacia el pasado, Sally recordó lo que parecía ser un suceso origen. Se describió con hambre en el orfanato y levantándose a media noche con los otros niños para buscar comida en los armarios. Aquel día encontraron bolsas de leche en polvo, y metieron las manos para después chuparse los dedos. Sally pudo describir el sentimiento de triunfo que tuvo al descubrir esa leche y reconoció que siente el mismo triunfo cuando hunde las manos en la leche en polvo de las cafeterías. A partir de ahí pudimos hablar de otras cosas que Sally podía hacer para obtener la misma sensación de triunfo. Superar el dolor de ese recuerdo traumático requería que Sally pudiera sentir más compasión por el estado emocional de la niña que fue en el pasado y calmarla en el presente, ahora que la comida es abundante y está disponible en todo momento. Aumentar la compasión hacia el niño herido, hambriento, abandonado o maltratado que una vez fue su realidad es una forma importante de contrarrestar las emociones negativas de los niños supervivientes asociadas con un recuerdo traumático. Mis instrucciones para Sally fueron: “Imaginemos que estás abrazando a esa pequeña Sally y que todo tu amor fluye de tus brazos hacia ella. Asegúrate de que siente tu amor y de que sabe que un día encontrará seguridad, calidez y alimento, y que tú estarás con ella”. Después de acceder a la experiencia afectiva, permitir que la expresión fluyas a su propio ritmo es muy importante. Como terapeutas, aceptamos y validamos la emociones del momento, y esa misma validación ayuda a moderar la intensidad de la emoción. Cuanto más hable el niño o la niña de la experiencia afectiva y dé voz al recuerdo

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afectivo doloroso, más se disipará y se integrará la experiencia. Igual que el niño que se cae con la bicicleta y llora desconsolado en los brazos de su madre encuentra alivio tras la expresión del sentimiento, el niño superviviente encuentra un alivio similar tras la expresión de la experiencia emocional vinculada con su trauma. Además, cuando el niño está más tranquilo puede disfrutar de algo de psicoeducación sobre por qué su reacción era una consecuencia natural de los sucesos vividos. Esta técnica de acceder a las emociones del pasado puede recrear experiencias muy intensas de ira, miedo, tristeza o culpa. Normalmente hay múltiples emociones asociadas con un episodio traumático. Eva, de catorce años, tenía un historial de violencia doméstica y paso por varios centros de acogida en sus primeros años de vida, y un día se escondió en el baño de la escuela cuando un agente de policía vino para dar una charla sobre educación vial. Yo asumí que su exposición temprana a la policía para responder ante los problemas domésticos familiares la había llevado a esa reacción traumática. Cuando Eva empezó a describir su reacción ante la visita de la policía a su clase, desveló un incidente de su infancia del que nunca había hablado hasta ese momento. Eva recordó un día en el que con cinco años robó un caramelo de una tienda. Su madre de acogida se lo contó a un agente de policía y este le puso las manos en la espalda como advertencia de que la podía detener y le habló de la cárcel. Las experiencias afectivas asociadas con ese incidente fueron culpa, ira y miedo, y las pudo expresar todas cuando le di tiempo y la oportunidad de hablar de la experiencia. Aunque ese episodio parecía insignificante en comparación con otros sucesos terribles de su infancia, el dolor, la humillación y el miedo que sintió por cómo el policía la trató ampliaron su propia creencia de culpabilidad de que había algo fundamentalmente malo en ella. Eva lloró, golpeó la mesa con las manos y utilizó un lenguaje un tanto soez para expresar ira e indignación hacia el policía de su recuerdo, al que retó, “¿¡Cómo te atreves a tratarme así!?”. Su madre y yo dejamos que esos sentimientos se expresaran sin detenerlos. Esa expresión, en un contexto de validación y seguridad, acaba por metabolizar la experiencia no procesada. Su madre y yo ampliamos la compasión por lo que sufrió esa niña de cinco años y le ayudamos a volver a evaluar el juicio que hacía contra ella misma por haber robado el caramelo. Al final Eva pudo sentir una mayor compasión haca la niña de 5 años que fue mientras su madre y su terapeuta, sus testigos validadores, ampliaban la compasión hacia ella. Con estos ejercicios, algunos niños sienten que una versión de menos edad de ellos mismos había permanecido como un estado disociado de ellos mismos, pero después de los ejercicios suelen experimentar como esas versiones de menos edad de ellos mismos se integran en el yo. Transformar la desesperación en control

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La última fase del procesamiento implica revertir el sentido de desesperación traumática dotando al niño o a la niña de oportunidades para tomar el control. Una forma muy potente de materializar ese control del trauma es a través del arte. Como indican Sobol y Schneider (1998, pág. 192), “una imagen desarrollada y modificada a través del arte puede alterar o modificar la visualización interna”. El arte crea vías para integrar la mente y hace que se active la amígdala, donde se preparan las respuestas condicionadas, la parte occipital derecha donde se almacena la memoria visual, y la corteza prefrontal, donde se formulan las acciones planificadas. Cuando los niños dibujan episodios traumáticos les suelo pedir que modifiquen los dibujos para mostrar vías de escape para los momentos en los que se sientan atrapados, intervenciones mágicas que alivien el dolor, o que recorten a las personas que no quieran que estén en el dibujo, o que peguen cosas. Adina vio en mi consulta un folleto del Consejo de dirección sobre abuso infantil y violencia interpersonal, un organismo con el que colaboro y que trabaja para conseguir justicia para los supervivientes de violencia interpersonal (www.leadershipcouncil.org, véase la Figura 13.3). “¡Qué horror!”, exclamó Adina, de 8 años, “¡la niña no tiene boca! ¿Le puedo poner una?”. Adina había sufrido abuso sexual por parte de su padre y cada vez que abría la boca para explicarme lo que había ocurrido, se aterrorizaba y se quedaba en silencio. Le sugerí que hiciéramos muchas fotocopias de la imagen y le invité a recortar piezas de puzle con una boca y a pegarlas encima de la que le faltaba a la niña. Me dijo “¡Ahora la niña puede contar lo que le ocurre! Nadie puede mantenerla en silencio”. Adina no tardó en involucrar a su madre y a su hermano, y les pidió que recortaran todas las bocas que pudieran para pegarlas en todas las imágenes de la niña sin boca. A veces, el control de la impotencia del trauma puede darse mediante rituales de formación. Nate, de nueve años, tenía recuerdos dolorosos de un joven pastor de su iglesia que había abusado de él, y creó una figura de cartón que representaba al pastor como el demonio. Nate quería encontrar una forma de destruir simbólicamente esa imagen que le ayudara a liberarse del control que el pastor ejercía sobre él. Un día me sugirió que quemáramos la figura, y juntos creamos una oración que recitaríamos en el ritual de cremación, “Que las llamas de este objeto alivien tu dolor, tu desespero, toda tu ira, y que floten con sus cenizas y con el humo de vuelta al universo. Y que el universo te llene de agradecimiento por la seguridad y las bendiciones que tienes ahora. Que la energía liberada por el fuego de este objeto se convierta en energía para sanar, crecer y cambiar”.

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Figura 13.3. Folleto: Adina pega piezas de puzle con una boca en la imagen para controlar los sentimientos de ser silenciada. Utilizado con permiso. Aprender a controlar jugando A veces los sucesos traumáticos pueden haber ocurrido antes de que se desarrollara la narrativa que codifica el recuerdo. Existen datos experimentales recientes que sugieren que algunos niños pueden recordar verbalmente episodios únicos de cuando tenían solo dos años y que pueden hacerlo hasta seis años después (Jack, Simock y Hayne, 2012). En algunos casos esos recuerdos salen a la luz de forma indirecta –jugando o haciendo dibujos (Terr, 1988). El terapeuta que observa esas representaciones debería intervenir activamente para cambiar la historia y motivar al niño o a la niña para que se convierta en un superviviente y no en una víctima. Por ejemplo, si el niño coloca a un muñeco en una situación de peligro, el terapeuta podría decir “No dejemos que esa gente mala haga daño al bebé. ¿Dónde podríamos ponerlo para que esté a salvo?”. Si el niño sigue resistiéndose a los esfuerzos de rescate durante el juego, hay que comentarlo: “Tú no crees que sea posible mantener al bebé a salvo, pero yo voy a seguir ayudándote a encontrar una forma de hacerlo, porque eso no tendría que ocurrirle a ningún niño pequeño”. Con el tiempo, el niño acabará por repetir nuestros esfuerzos por salvar a los personajes del juego de situaciones desastrosas.

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Desensibilización y reprocesamiento mediante el movimiento de los ojos (EMDR) Las técnicas de EMDR aportan otra forma de procesar y controlar los recuerdos traumáticos (Adler-Tapia y Settle, 2008). Son unas técnicas que se han adaptado flexiblemente para los niños para que cualquier tipo de estimulación intermodal que propicie tapping, ya sea al colorear o mover coches hacía adelante y hacia atrás, al mismo tiempo que se va contando la historia del trauma pueda recibir estimulación bilateral, este es un componente importante. Mis clientes comentan que alternar golpecitos rítmicos (tapping) en sus rodillas les relaja especialmente, y ese estado relajado puede acompañarse con afirmaciones de control y de seguridad elaboradas expresamente para los niños adecuados a sus problemas concretos. Ejemplos de estas afirmaciones son: “Estoy a salvo porque tengo a mi madre conmigo”, “Soy poderoso y puedo tomar decisiones sobre mi vida”, “Soy lo suficientemente fuerte como para salir de situaciones como esa”. (Para utilizar estas técnicas de forma efectiva, los profesionales deberán asistir a un programa de formación de EMDR).

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Contar la historia a las figuras de apego En mi modelo considero que el procesamiento normal del trauma en niños pequeños se produce de forma natural cuando el niño que se acaba de caer corre a contárselo a su madre. Cuando las figuras de apego del niño o del adolescente son conocedores del suceso del episodio traumático vivido se produce la verdadera sanación. Muchas veces los niños no han sido capaces de contarle a sus padres lo que les ha ocurrido por vergüenza, por miedo a que les echen la culpa, o por miedo a la reacción emocional desbordada de los padres. Cuando estamos ayudando a los niños para que hablen con su figura de apego sobre el trauma, es importante evaluar primero si la persona en cuestión será capaz de escuchar la información, y en segundo lugar ayudar a preparar al padre, a la madre o al cuidador para que escuche sin ponerse a la defensiva. A partir de ahí, después de haber ayudado al niño a elaborar lo que quiere decir, podemos ayudarle a contar su historia. Con una preparación adecuada, las sesiones en las que los niños hablan de los episodios traumáticos con sus padres presentes pueden producir una sanación muy potente. Los niños y los adolescentes necesitan saber que sus padres son lo suficientemente fuertes como para gestionar las emociones intensas y la tristeza que acompaña al trauma. También necesitan saber que es seguro para ellos explicar esas cosas a sus padres, aunque pueda suscitar culpa en los progenitores por no haber sido capaces de proteger a su hijo o a su hija del trauma. Ángela, la chica de catorce años que presentamos en el Capítulo 7, vino a mi consulta después de sufrir durante dos años un dolor abdominal no diagnosticado. Tenía un estado de yo disociativo al que llamaba la “otra Ángela” y que le ayudaba a afrontar el dolor, que además albergaba una intensa rabia contra su madre por no resolver el problema médico y haberla dejado agonizando y postrada en la cama durante casi dos años de su vida. El dolor de Ángela al final fue diagnosticado como una enfermedad severa de la vesícula y una intervención quirúrgica corrigió el problema. En su caso, era evidente que procesar el dolor de la enfermedad en presencia de la madre tenía muchísima importancia ya que Ángela veía a su madre como un fracaso por no conseguirle ayuda médica adecuada lo suficientemente rápido. Además, esa visión de su madre intensificaba el dolor y la rabia que albergaba ese estado disociado. Debido a que Ángela era una joven taciturna con la que era difícil entablar una conversación, le pedí que describiera el dolor con ayuda del diccionario de sinónimos de mi ordenador. Utilizando el diccionario Ángela, con ayuda de “la otra Ángela”, copió laboriosamente palabras de la lista que le ofrecía el ordenador como “insoportable, infierno, terrorífico”. A continuación, le pedí que las escribiera una hoja de papel y que las pintara con colores

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que le ayudaran a transmitir la intensidad del sentimiento. Aunque intentó taparlas con garabatos en rojo y en negro, las palabras que capturaban su dolor seguían siendo visibles por debajo (véase la Figura 13.4).

Figura 13.4. Las palabras de Ángela para describir el dolor. Utilizado con permiso. Traducción: Dolor, agonía, paliza, daño, infierno, horrible, punzante, sufrimiento, horroroso, molienda, insoportable, enfermizo, tormento, brutal, terrorífico, tortura, retortijón. Cuando acabó la actividad le dije que tenía que expresarle a su madre cómo había sido el dolor para ella. Al principio Ángela se mostró tímida y evitó el contacto visual pero poco a poco fue leyendo la lista de palabras mientras su madre escuchaba sin poder reprimir las lágrimas. Cuando acabó de leer, la madre la miró con empatía y le dijo lo muchísimo que sentía no haber sido capaz de que la diagnosticaran antes. También le prometió que si el dolor regresaba iría al centro de atención médica de la zona para concertar una cita de urgencia, y le pidió perdón por haberla defraudado. Había sido una madre cariñosa y atenta, la había llevado a múltiples especialistas y había aceptado sus

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opiniones. Sin embargo, aceptar la ira y la decepción de Ángela fue un paso importante en la sanación de su la brecha disociativa, ya que no podía entender a una madre amorosa y atenta, por un lado, pero que por otro lado no podía aliviar su dolor. En la sesión posterior a esa reunión familiar, Ángela apareció en la consulta con una vitalidad nueva y un nuevo brillo en los ojos. Cuando le pregunté cómo había aceptado la “otra Ángela” el reconocimiento de la responsabilidad de su madre y la voluntad de escuchar sus sentimientos, me dijo “se ha derribado un muro”. La oportunidad de una joven de procesar la información traumática directamente con una figura de apego primario puede sanar el estrés traumático y reparar las divisiones del yo más rápido que cualquier otra técnica.

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Resolución con los maltratadores Como ponen de manifiesto muchas de las historias de mis clientes, el trauma sufrido por muchos niños supervivientes fue infringido por una figura de apego –el padre, la madre, uno de los abuelos o incluso un hermano. Es un área de intervención complicada porque las distintas motivaciones basadas en la lealtad al criminal pueden dar lugar a enfoques distintos sobre cómo deberían gestionarse esas situaciones. Cuando el autor es un hermano, es posible que las familias tengan ganas de que todo vuelva a la normalidad y de que el niño vuelva a vivir con su hermano mayor. Cuando el maltratador es el padre y sigue casado con la madre, es posible que la familia quiera una reconciliación y perdón, o que evite el asunto por completo. La solución ideal para los niños que han sufrido abusos por parte de sus padres la propuso el Centro para el control de delincuentes sexuales (2005). Aunque fueron creados para el caso específico de los delitos sexuales, los principios de esta técnica pueden aplicarse a cualquier situación en la que un cuidador haya infligido maltrato o negligencia a un niño. Las pautas del Centro para el control de delincuentes sexuales, basadas en la opinión de expertos, recomiendan la reunificación con el maltratador solamente después de que este último haya recibido el tratamiento apropiado, sea consciente de los riesgos que implican repetir las mismas acciones y de cómo mitigarlos, y sea capaz de disculparse ante el niño cuando el menor esté preparado para ello. La monitorización minuciosa tanto por parte del terapeuta del niño como por parte del terapeuta del agresor deberá guiar el proceso de reunificación. Una reunificación que pasa por escribir cartas, sesiones de terapia supervisadas, visitas públicas, y que solamente llega a las visitas privadas sin supervisión tras un periodo de control y de terapia amplio por parte de los terapeutas de ambas partes. Por desgracia, este plan para la reunificación ideal rara vez ocurre. A menudo los Juzgados de familia ordenan la reunificación antes de que alguna de las partes haya finalizado la terapia, y antes de que se haya reconocido el delito. Esas reunificaciones prematuras pueden resultar desastrosas para el niño superviviente, que puede verse abrumado por la exposición al autor temido y verse atrapado en sentimientos de una ambivalencia extrema entre querer agradar al padre o a la madre maltratador/a y un sentimiento de ira y de odio. Poner a los niños en esas situaciones magnifica su disociación e impide su solución. Por ejemplo, durante un tiempo después de desvelar el abuso sufrido por parte de su padre, Adina tuvo que verse con él en visitas supervisadas. Al preguntarle qué tal lo llevaba, su respuesta fue “Mi cara sonríe, pero mi cerebro llora”. Con este lenguaje tan visual, Adina capturó los sentimientos de disociación

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inherentes a su difícil situación. Quería agradar a su padre y al centro de supervisión y sonreía adecuadamente, pero al mismo tiempo experimentaba rabia y confusión –su “cerebro lloraba”. La ambivalencia del apego al maltratador puede entenderse como un ciclo que yo denomino Ciclo de apego traumático. Reconociendo que su maltratador le hizo daño y le traicionó, el menor se sumerge en sentimientos de inutilidad y en pensamientos de que merecía lo que le ocurrió. Todo eso da lugar a que no se sienta querido y una vía de salida de esos sentimientos es aferrarse a la creencia que, de hecho, su maltratador sí la quería. A partir de ahí el menor se vuelve a dar cuenta de que la persona que supuestamente le quería le hizo daño, con lo que vuelve a sumergirse en sentimientos de no valer nada. Dicho de otro modo, para mantener su apego y sentir que pueden ser queridos, esos niños tienen que aceptar que merecen lo que les ocurrió y que merecen que les hagan daño. Este ciclo está representado en la Figura 13.5. Esa paradoja vincula a los niños maltratados con una relación exigente y destructiva. Según mi experiencia, los niños no pueden manejar las complejidades de negociar esa paradoja mientras permanecen en contacto directo con un padre o un cuidador maltratador, sobre todo después de que ese padre o madre haya pedido disculpas reales y se haya responsabilizado del delito. Si se les fuerza a tener un contacto prematuro, los niños seguirán utilizando la disociación para afrontar las contradicciones inherentes a la situación. En esos casos, pueden alternar entre identificarse con el maltrato que recibieron y llevar a cabo acciones autodestructivas, o tener reacciones de enfado improductivo con los demás por cómo han sido tratados. Los supervivientes de abuso sexual pueden tener más dificultades todavía para salir de ese ciclo ya que el maltratador suele preparar al menor y presentar el abuso como una expresión de amor. La intimidad de la relación y la traición que supone deja a los supervivientes de abuso sexual especialmente confundidos sobre lo que es el amor y sobre si su valía personal se basa en su rol de objetos sexuales.

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Figura 13.5. El Ciclo de apego traumático. Si no se les fuerza a una reunificación prematura, esos niños y adolescentes pueden progresar mucho si trabajan en terapia los sentimientos encontrados hacia sus maltratadores. Yo utilizo una técnica que consiste en pedirles que hablen directamente con muñecos que representan a los maltratadores. Les invito a que verbalicen sus sentimientos con los muñecos, que expliquen lo que les pareció injusto y cómo ha afectado a la visión que tienen de ellos mismos. El objetivo de este ejercicio es brindar a los niños maltratados la posibilidad de que verbalicen los sentimientos que no han tenido oportunidad de expresar y restaurar un sentido de poder personal. Es un proceso que empodera a los niños y les permite verse más fuertes, mejores y moralmente superiores al agresor, con lo que se reduce el poder psicológico que el maltratador tiene sobre ellos. Cuando ese poder disminuye, la fuerza de los sentimientos disociados que se identifican mucho con los agresores también disminuye. A los adolescentes a veces les pido que expresen sus sentimientos en cartas dirigidas al agresor y, a los niños más pequeños que todavía no escriben fluidamente, les pido que me dicten la carta y yo la escribo. Hay niños que me han dictado cartas increíbles, muy fuertes y potentes, que encapsulan su rabia, su indignación y cosas nuevas que han aprendido de las relaciones y que se han convertido en un antídoto motivador para su sentimiento de impotencia. La mayoría de esas cartas nunca se envían, pero a veces, si el agresor tiene que asistir a terapia por orden judicial, por ejemplo, y si el niño está de acuerdo, se les pueden enviar a los

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terapeutas de los agresores para que las utilicen en su trabajo. Marcie, con diez años, escribió una carta a su padre, que abusó de ella antes de que sus padres se separaran cuando tenía cinco. La carta, que nunca fue enviada, se reproduce a continuación y ayudó a Marcie a trabajar sus sentimientos de indignación y a verse como superviviente y no como víctima. Querido papá: Me hizo tanto daño que abusaras de mí. No tienes ningún derecho a hacer eso. Por tu culpa, mi vida no era normal. El amor de verdad es compasión, bondad, cariño, amor– Apoyarme y no hacerme daño, nunca hacerme daño. El amor de verdad es asegurarse de que estoy bien, y hacerme sentir bien conmigo misma, y ayudarme con los sentimientos. Amar significa no forzarme nunca a hacer algo. A pesar de lo que hiciste, mi vida puede ser extraordinaria, no tengo que ser como tú –puedo ser cantante. Puedo ser lo que quiera, y no ser como tú, porque me hiciste cosas horribles –tienes que saber que me hiciste sentir fatal, no hay justificación; egoísta, malo, cruel. Puedo ser cantante, actriz, puedo escribir canciones y poemas. Tú tienes que aprender a tener las manos quietas. Sé respetuoso, educado, y no hagas daño, no seas tan egoísta, piensa en cómo se sienten los demás. He superado muchas dificultades y puedo superar esto también. Marcie Muchos niños que han sufrido abusos y que empiezan a hacer terapia necesitan encontrar cierta solución interior con los padres maltratadores que ya no forman parte de sus vidas, o bien porque se les ha retirado la custodia, o bien porque están en la cárcel, o porque han huido. En esos casos, existen ciertas técnicas de tratamiento que animan a los niños a perdonar al padre, a la madre o al cuidador/a maltratador, indicándoles que “tienen que perdonar” porque esa persona “siempre será su padre” (o su madre, o su cuidador/a). Ese tipo de perdón forzado es contraproducente y hace que el niño vuelva a entrar en el Ciclo de apego traumático. Noll (2005) ha estudiado el perdón en adultos supervivientes de abuso sexual y ha llegado a la conclusión de que el perdón puede resultar útil si se limita a los sentimientos de soltar, de deshacerse de la venganza y de

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seguir con la vida. Sin embargo, cuando el perdón va asociado a una actitud conciliadora hacia el adulto maltratador y el regreso de este a la vida del niño, los clientes muestran más sintomatología. Muchos niños van pasando por fases a la hora de comprender cómo reconciliar el hecho de que su propio padre les haya hecho daño. Son fases que pueden incluir la creencia de que pueden cambiar o curar al padre, una ira o un rechazo extremos, indiferencia, y por último la aceptación del padre o la madre tal cual es y sin culparse. Los terapeutas no pueden acelerar el proceso, sino que deben brindar muchas oportunidades al niño para que explore lo que significa el amor, por qué merecen amor y cariño, y por qué su padre o su madre pudo haber sido incapaz de proporcionarle el amor que se merece. A los diez años, cuando Adina llevaba casi dos de terapia después de haber desvelado el abuso sexual que había sufrido, me dijo que estaba preparada para abandonar sus sentimientos de ira y sus fantasías de venganza hacia su padre e hizo el dibujo que se muestra en la Figura 13.6 del “Gooderator” (una especie de máquina de generar cosas buenas, good en inglés, a partir de cosas malas, NdT). Adina me explicó que podía coger los sentimientos horribles que sentia hacía su padre, que eran como “suciedad”, los introducía en el Gooderator, y después salían por el otro extremo en forma de “flor”. El dibujo simboliza el deseo de Adina de dejar atrás sus sentimientos de enfado con su padre y transformarlos para poder seguir con su vida.

Figura 13.6. Dibujo de Adina de un “Gooderator” que transforma los sentimientos malos sobre su padre. Utilizado con permiso.

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Los flashbacks Para el terapeuta, puede resultar aterrador y desorientador ser testigo de un flashback en la consulta. Igual que los estados de bloqueo disociativo que se han descrito antes, estos episodios de flashback parecen ser involuntarios e incluso se asemejan a un ataque, fuera del control aparente del niño o del adolescente, y pueden ir acompañados de marcadores fisiológicos de activación como sudores, respiración acelerada o movimientos involuntarios. Yo he podido presenciar como muchos adolescentes revivían una violación aparente con movimientos espasmódicos de las caderas y gritos de “NO”. Presenciar un episodio de ese tipo puede asustar incluso a terapeutas con una dilatada experiencia. Los flashbacks parecen reflejar los efectos neurológicos del trauma en el cerebro. Según Martin Teicher (en una comunicación personal de noviembre de 2010), el flashback podría ser un ataque subclínico localizado principalmente en el lóbulo derecho del cerebro. Durante esos ataques, las células nerviosas activan patrones repetitivos de bucles de retroalimentación cerrada, sin corrección ni estabilización por parte de la corteza prefrontal que podrían analizar las diferencias entre el pasado y el presente. Durante los flashbacks, el pasado se experimenta como ahora, la sensación fisiológica de miedo es aguda y, aunque sean muy perturbadores, los flashbacks podrían tener un objetivo. Desde un punto de vista evolutivo, para un organismo que vive en un entorno traumático resulta adaptativo tener un sistema de alarma rápido e hipervigilante ante posibles peligros. Suelo explicar a mis clientes que una de las razones por las que siguen teniendo flashbacks es porque el cerebro les está haciendo llegar una advertencia –algo que experimentaste en el pasado podría regresar, repetirse y volver a hacerte daño. Hasta que su cerebro no esté completamente convencido de que los episodios del flashback no se repetirán, seguirán teniéndolos como una advertencia, y por eso les pido que trabajemos juntos para averiguar que señales de su entorno len están advirtiendo. El momento de transición es clave porque es el instante en el que una experiencia del presente resulta tan abrumadora que el cuerpo entra en ese modo de advertencia. El motivo por el que se está produciendo el flashback suele ser que el detonante traumático del entorno es una situación o una persona que recuerda mucho al episodio traumático original, y todavía no han identificado cómo responder a ese detonante de forma segura. Esa visión explicaría los flashbacks como un mecanismo de advertencia adaptativo que ayuda a la mente a alejarse del trauma. Sería reconocer que el flashback es una forma de ayudarles a saber cuando están ocurriendo cosas peligrosas para que puedan “alejarse rápidamente”. De hecho, suelo decir a mis jóvenes clientes que hasta que no extraigamos

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del flashback toda la información de advertencia que contiene, como si estuviéramos exprimiendo una naranja, seguirá ocurriendo. La información se extrae utilizando la corteza prefrontal –funciones de pensar, planificar y relacionar– para crear una nueva vía para interceptar la automaticidad de la experiencia del flashback. Así pues, cuando un niño o un adolescente presenta un inicio repentino de flashbacks, es importante explorar si está ocurriendo algo peligroso en su mundo. La exploración de lo que es peligroso puede dar lugar a que se desvelen recordatorios traumáticos asociados con sucesos traumáticos vividos. Por ejemplo, Belinda, de quince años, fue hospitalizada por los flashbacks de una violación de la que había sido víctima un año antes. La exploración desveló finalmente que su novio actual estaba teniendo una actitud amenazante con ella. A Belinda los flashbacks le servían de sistema de advertencia ante la posibilidad de un peligro futuro con ese nuevo novio. Superar un síntoma tan agudo requirió trabajar el trauma anterior y también la relación actual con su novio. La técnica de la máquina del tiempo La técnica de la máquina del tiempo está ideada para reducir los flashbacks intensos, esta técnica incorpora muchos de los componentes empleados en el procesamiento de recuerdos traumáticos. Esta técnica permite a los niños o a los adolescentes imaginar que regresan al pasado para deshacer un episodio traumático, sustituir la impotencia por control, y cambiar la imagen que tienen de ellos mismos en relación con el autor de los hechos. Es un ejercicio muy apropiado sobre todo para niños y adolescentes con flashbacks recurrentes durante seis meses o más. No debería utilizarse nunca con episodios traumáticos recientes, ni tampoco con niños que se estén preparando para asistir al juzgado y testificar sobre los episodios traumáticos vividos. Además, también resulta inapropiado para niños o adolescentes que hayan sido forzados a posar para fotografías de pornografía online porque para esos niños el delito no ha finalizado en el sentido literal de la expresión. Como preparación del ejercicio suelo decir a mis clientes que, aunque lo que les ha ocurrido en el pasado no lo podemos cambiar, sí podemos cambiar la forma como lo están viviendo. De hecho, les digo que en ese momento su mente está convencida de que el episodio traumático sigue siendo relevante y real y que por eso su mente está “practicando” el episodio una y otra vez. Es como si su mente estuviera atrapada en un bucle que se retroalimenta y que va repitiendo el mismo episodio una y otra vez, como un reproductor de CD rayado. Entonces les explico que tengo un sistema para que salgan de ese bucle y para que su mente pueda ensayar algo más agradable y motivador. Y aunque hay quien dice que debemos respetar lo que es realmente cierto, mi respuesta es que la mente del niño piensa que lo realmente cierto es que el trauma del pasado se está

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repitiendo una y otra vez. Así pues, lo sustituiremos por ideas que son realmente ciertas –que están a salvo y que pueden ser poderosos, y utilizaremos la maravillosa imaginación de los niños para que sea realidad. La mayoría de los niños y adolescentes que están atormentados por sus flashbacks están dispuestos a probar esta técnica. Empiezo el ejercicio de la máquina del tiempo pidiéndoles que me expliquen el flashback que experimentan, destacando sobre todo qué ocurre justo antes de lo más aterrador o traumatizador del mismo. Les pido que incluyan mucha información sensorial y que me ayuden a visualizar el entorno, qué están pensando, y que me lleven al momento traumatizador. De hecho, es un alivio para ellos no tener que explicarme la peor parte del episodio. A continuación, les pido que se auto-otorguen todos los superpoderes que les gustaría tener. La mayoría de los adolescentes y de los niños se describen con el poder de ser invisibles ante el autor de los hechos en el momento clave, y después con el poder de salir volando del trauma. Por lo general no eligen finales violentos, aunque si lo hacen, les invito a que piensen en algo que les salve a ellos pero que no implique más violencia. Cuando se otorgan una fuerza sobrehumana, por lo general simplemente apartan al autor de los hechos y se van del lugar. En ese caso, les pido que le digan algo mientras se marchan. Encontrar esas frases es una parte muy importante del ejercicio, y si les resulta demasiado difícil, les ayudo a elaborar frases como “Pensabas que me harías daño, pero yo soy más fuerte que tú”. “Te acordarás de esto para siempre, pero yo seguiré con mi vida”. “Podría perdonarte si quisiera, pero ¿algún día te perdonarás a ti mismo?”. “¿Cómo puedes vivir contigo mismo después de haberle hecho daño a alguien mucho más pequeño que tú? Eres un cobarde”. Esas frases describen el poder y la superioridad moral del niño o del adolescente, en contraste con la debilidad, la cobardía y la depravación moral del autor de los hechos. Por último, les pido que terminen la historia en brazos de una persona segura, con quien se sientan aliviados y reconfortados. Cuando tenemos todos los elementos de la historia, les pido que cierren los ojos, que adopten una postura relajada, y entonces se la vuelvo a narrar yo, con los detalles sensoriales que me han indicado previos a la peor parte del trauma. A medida que voy contando la historia, voy añadiendo nuevos detalles sensoriales muy reales para describir cómo utiliza los superpoderes porque el final de la historia ha cambiado. El proceso de volver a contar la historia son unos 15 o 20 minutos y los clientes suelen reaccionar con sentimientos de paz y de alivio. A partir de ahí, les pido que sigan ensayando ese nuevo final imaginándolo justo antes de dormirse, o cuando sientan que la experiencia del flashback puede ser inminente. A algunos clientes les gusta hacer un dibujo o un collage del momento en el que transforman la impotencia que sintieron durante el trauma y sus

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nuevos superpoderes toman el control. Esos dibujos pueden colgarlos en la pared de su cuarto junto a la cama, o en algún otro lugar destacado de su casa, para recordarles el control en lugar de la impotencia. Si se ensaya con frecuencia, este ejercicio puede permitir que se desarrollen nuevas vías en el cerebro hasta que los circuitos sobre-ejercitados del recuerdo traumático sean sustituidos por nuevas conexiones que van acompañadas de sentimientos de seguridad y de empoderamiento. No obstante, al practicar este ejercicio hay que tomar varias precauciones que no podemos olvidar. Si intentamos hacerlo demasiado pronto después del trauma, o antes de que se hayan asentado las bases fundamentales del tratamiento, los clientes pueden reaccionar con un mayor sentimiento de culpa. De hecho, podrían interpretar que la parte del ejercicio de los superpoderes significa que deberían haber hecho algo distinto y que por eso tienen la culpa de lo ocurrido. Además, si este ejercicio se hace en un mal momento, los clientes pueden sentir que no estamos respetando su experiencia o que estamos negando la validez de su sufrimiento. Así pues, antes de hacer el ejercicio es importante hablar con sinceridad con el cliente sobre lo que el ejercicio puede y no puede hacer, y valorar la reacción. Si el niño está ofendido o se muestra profundamente reacio, es mejor no continuar con esta técnica de tratamiento. Gina era una joven de quince años, ambiciosa y muy deportista, que no había contado nunca a nadie los detalles de sus experiencias traumáticas, que habían tenido lugar cuando ella tenía entre ocho y diez años durante las visitas a su padre. Cuando tenía once, su padre se volvió a casar, se fue a otro estado, no siguió con las visitas y perdieron el contacto. De repente aparecieron múltiples síntomas traumáticos –trastornos alimentarios, autolesiones, una voz interior que según ella le mostraba unas imágenes aterradoras, y conflictos con su madre, algunos de los cuales olvidaba inmediatamente después de que se hubieran producido. En la superficie, Gina era obediente y cooperativa durante la terapia, pero nunca hablaba realmente de la voz que tenía en la mente ni de las imágenes aterradoras, en las que decía que prefería no pensar. De hecho, insistía en que las imágenes de miedo no eran importantes y que simplemente las eliminaba de su mente. Al seguir preguntándole al respecto, Gina desveló que en realidad nunca le había explicado a nadie los episodios traumáticos que habían ocurrido durante las visitas a su padre. Le había dicho a todos los terapeutas anteriores que le resultaba demasiado doloroso y ellos lo habían aceptado y le habían permitido hablar de otras cosas. Quise explicarle que su mente le estaba diciendo que todavía no era seguro olvidar las cosas malas que le habían ocurrido y que esas imágenes de terror de su mente era la forma que esta tenía de avisarle continuamente

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sobre los peligros que hay ahí fuera. Esos peligros podían parecer reales y aterradores a los estados internos más infantiles, que todavía se acordaba del trauma y no tenía capacidad para discernir lo que es seguro dejar en el pasado y lo que tiene que mantenerse en un primer plano de la mente para recordarle que tenga cuidado. Así pues, las imágenes de miedo funcionan a modo de recordatorio continuo. Un día le sugerí que quizás sería mejor gestionar ese continuo recuerdo de su mente contándole a alguien el trauma que experimentó en el pasado y resolver cómo entenderlo. Le pedí que consultara con su voz interior si estaría bien contarlo. Gina me dijo que la voz estaba de acuerdo en que podría ayudar, y por primera vez desveló que las “imágenes de miedo” eran de cosas que le habían ocurrido cuando visitaba a su padre. Al final aceptó contarme parte de la historia de su trauma. Con dificultad, pero mucha determinación, Gina me explicó que su padre la llevaba en un largo viaje en coche por las colinas de Virginia occidental hasta una chabola abandonada en la falda de una montaña. Allí recordaba que su padre se metía en una habitación donde había gente drogándose, fumando y esnifando polvo. Recordaba estar esperando en una habitación pequeña en una especie de cama, y recordaba que los hombres que había por la casa venían a verla y abusaban de ella. Gina no quiso entrar en más detalles sobre los abusos. En ese momento le hablé de la técnica de la máquina del tiempo y quiso probarla. Le pedí que identificara el momento justo anterior a la cosa más terrible que le había ocurrido y me dijo que fue el momento en el que entraba en aquella habitación pequeña y se echaba en el camastro. Le pedí que enviara compasión, amor y comprensión a la niña pequeña que tuvo que soportar el dolor, la tristeza, el miedo, el sentimiento de abandono y que le dijera “Sé cómo te sientes”. Gina eligió los superpoderes de poder volar y de crear campos de fuerza alrededor de las personas. Le pedí que me describiera cómo gestionaría la situación con sus nuevos superpoderes y me dijo que observaría como la primera persona entraba en la habitación, que por lo general era su padre, y entonces crearía un campo de fuerza invisible a su alrededor para que no pudiera moverse. Entonces él la miraría confuso mientras intentaba salir de su nueva prisión invisible. A partir de ahí iría creando campos de fuerza invisible alrededor de todas las personas de la otra habitación, que no podrían acceder a las drogas mientras permanecieran confinados en el campo de fuerza. Llegados a ese punto, le pregunté qué le diría a su padre, y su respuesta fue que le diría “Eres débil y yo soy fuerte. Tú no eres mi padre y nunca podrás volver a serlo”. Entonces me dijo que después saldría volando de la casa para regresar a los brazos de su madre en la casa nueva donde estaba viviendo ahora. Después de contarme la historia, Gina sonrió y me dijo que era la primera vez que

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había visto que podía elegir retirar el título de padre a su padre. El haber pensado en lo que quería decirle le había permitido activar su centro intelectual superior y formular pensamientos de desconexión con el poder que su padre tenía sobre ella. Gina vio que el poder de su padre le había impedido explicar lo que le había ocurrido porque él siempre le había dicho que no lo contara “o se atuviera a las consecuencias”. Ella no sabía que era ese “atenerse a las consecuencias”, pero sí sabía que había sido el poder de esa amenaza y la autoridad de su padre lo que la habían mantenido en silencio todos esos años. Con Gina sentada cómodamente en una silla, le pedí que contara de 10 a 1 mientras se imaginaba que entraba en un ascensor mágico que podía llevarla al pasado y cambiar las cosas en un túnel del tiempo especial que cambia la realidad psicológica. Empecé a contarle su propia historia, haciendo que los detalles de la carretera por las colinas de Virginia fueran muy reales e incluyendo una sensación de ansiedad, aunque anticipando que esa vez era distinta. Cuando le describí los detalles de su padre atrapado en el campo de fuerza, evoqué información sensorial de sus expresiones faciales en shock y derrotado, y de reconocimiento de sus nuevos poderes. Y cuando le describí cómo ella volaba por el aire, creé imágenes muy reales del viento soplando en su pelo y de los paisajes que sobrevolaba. Al final describí el confort emocional y físico de estar en los brazos de su madre y la seguridad de su futuro. Cuando acabamos el ejercicio, le pregunté por sus sentimientos y por la voz y las imágenes de miedo. Gina me habló de un sentimiento de seguridad y de alivio y me dijo que ahora pensaba en la experiencia con su padre de otro modo. Aunque todavía no había desvelado los detalles de las partes más horribles de la historia, este ejercicio de visualización le permitió obtener un nuevo nivel de introspección y de fuerza para abordar su historia traumática. También me dijo que a la voz interior “también le había gustado la experiencia” y que iba a “organizar la carpeta de imágenes” y tirar las que ya no necesitaba. Con el tiempo Gina me contó que la voz era cada vez menos prominente y que las imágenes de miedo habían sido sustituidas por “imágenes recordatorio” que le transmitían mensajes sobre tareas, obligaciones y preocupaciones, pero ya no imágenes horrorosas. También me dijo que a medida que su mente se había vuelto más fluida, las imágenes recordatorio habían desaparecido, y que solamente experimentaba los pensamientos y los miedos persistentes que sirven de advertencia menor o de ajuste para ayudar a orientar la conducta. A medida que la terapia iba avanzando, Gina empezó a ser más directa sobre las experiencias de abuso, aunque el poder de esas experiencias quedó mucho más difuminado gracias al ejercicio. De hecho, un día me contó que se imaginaba

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la escena con frecuencia y que entablaba conversaciones imaginarias con su padre, en las que él confrontaba lo que le había hecho e incluso se disculpaba. Gina aceptó completamente que todo aquello era en un túnel del tiempo distinto y sabía que su padre real nunca se había disculpado y que probablemente nunca lo haría. El superpoder más interesante del que me han hablado mis clientes fue el de grabar a fuego palabras en la frente de alguien con la mirada. De hecho, la chica en cuestión grabó a fuego las palabras “soy un violador” en la frente de su violador, para que la culpa le siguiera a todas partes. Resulta muy inspirador ver la creatividad y la resiliencia de los jóvenes cuando permiten que su imaginación se centre en sus fortalezas y en su potencia interiores para recuperarse. Precauciones a la hora de evaluar los flashbacks La palabra “flashback” se ha convertido en una palabra común, e incluso los niños pequeños pueden utilizarla para describir experiencias interiores, algunas de las cuales en realidad no son flashbacks. Por eso es importante que cuando una familia o un cliente acude a nosotros aquejado de tener “flashbacks” evaluemos qué quieren decir con ese término. Algunos niños describen episodios de hiperventilación, comportamientos agresivos o ataques de pánico como flashbacks. Otros niños o adolescentes es posible que utilicen esa etiqueta tan práctica, que genera la simpatía inmediata por parte de la familia o del terapeuta, pero que en realidad no estén experimentado ningún tipo de flashback. La mayoría de las conductas relacionadas con el trauma tienen un componente de condicionamiento operante y de condicionamiento clásico y están al mismo tiempo afectadas por el contexto presente que se ve condicionado a su vez por estimulos reactivados del pasado. De ahí que incluso los flashbacks legítimos y los recordatorios traumáticos intrusivos que parecen ser el detonante aleatorio de patrones de activación neuronales no integrados de la experiencia pasada, puedan tomar forma a través del entorno actual para ser relativamente más fuertes o más débiles. Es importante observar cómo reacciona el entorno del niño –la familia, la escuela y demás personas con las que pasa tiempo– ante sus flashbacks, ya que esas contingencias ambientales pueden tener un papel importante a la hora de determinar lo resistentes que se vuelven esos patrones. En los colegios especiales para niños con trastornos emocionales es importante adoptar un enfoque equilibrado cuando los niños o los adolescentes tienen flashbacks desencadenados por episodios ocurridos en la escuela. Disponer de una sala de crisis a la que el niño pueda acudir a procesar y recibir asistencia personal es importante. También es importante que si el niño va a la sala de crisis haya recompensas integradas para regresar rápidamente al aula y que evitar la clase no se convierta en un fin por sí mismo

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y, por lo tanto, un refuerzo para el flashback. Esta precaución se aplica a todas las situaciones en las que niños y adolescentes puedan desarrollar ganancias secundarias por el hecho de aferrarse a los síntomas que suponen oportunidades para evitar las responsabilidades. La excepción que confirma la regla Como con todas las reglas, siempre hay excepciones. Los traumas que experimentan algunos niños permanecen inaccesibles para la conciencia, a pesar de contar con el apoyo de una familia segura, de un terapeuta competente y de un entorno estable. Es un patrón que he observado en algunos niños con traumas severos y crónicos que después han sido adoptados por hogares seguros. Una minoría de esos niños parecen dejar atrás total y completamente el trauma pasado y casi parece que sienten que su supervivencia ahora depende de su adaptación al nuevo hogar y de borrar los episodios traumáticos de su conciencia. Cuando un niño o un adolescente no tiene recuerdos del pasado puede resultar complicado e irritante para el terapeuta sacar a colación el trauma continuamente. En esos casos es mejor centrarse en la solución del problema, poniendo el énfasis en la creación de confianza, permaneciendo alerta sobre cómo el pasado podría estar afectando su vida actual, y dándole a conocer que la información puede acabar por salir cuando su mente esta preparada para ello, también puede ser que esto nunca llegue a ocurrir y aún así él se encuentre perfectamente bien.

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Consideraciones forenses Cuando hablan de episodios traumáticos con un niño o un adolescente, los clínicos deben estar al tanto de cualquier investigación criminal en curso. Si efectivamente hay una investigación criminal en curso, solamente se debería hablar de esos episodios traumáticos en coordinación con el equipo forense que esté investigando o con el fiscal del caso. El clínico deberá evitar todas las técnicas que impliquen visualización, así como las técnicas de relajación que impliquen sugestión, ya que pueden malinterpretarse con facilidad como hipnosis y afectar negativamente en la credibilidad del niño si se le cita a declarar. Cuando un terapeuta está trabajando con un niño que podría tener que ir a declarar al juzgado, la terapia deberá evitar el procesamiento traumático y en lugar de eso deberá centrarse en ofrecer garantías de seguridad, apoyar el vínculo del niño con el cuidador seguro, y potenciar las expresiones de control que motivan al niño. Si los episodios traumáticos no son accesibles para la memoria de forma consistente, sino que solo son accesibles cuando el niño pasa al estado mental disociado o a un estado de identidad distinta, probablemente no sea aconsejable que declaren ante el juez, ya que el tribunal desconfiará de los recuerdos que no son consistentes. En ese caso el clínico deberá tener comunicación abierta con el investigador y decidir cuál será la metodología para transmitir rápidamente toda información nueva que surja durante la terapia. A veces con los niños pequeños la información de maltrato severo puede aflorar con el tiempo, y es posible que el menor comparta con el terapeuta información clave de pruebas que no se incluyeron en las entrevistas forenses previas. Es algo que ocurre con frecuencia con niños más pequeños. Por ejemplo, Charlotte, de cinco años, desveló el abuso sexual al que la había sometido su padre en una visita semanal solamente después de que su madre le preguntara por la sangre seca que había encontrado en la ropa interior de la menor. Charlotte aportó suficiente información en la entrevista forense para la acusación, pero más tarde en la terapia reveló que los amigos del padre habían participado en el abuso con otros niños vecinos. Esa información fue clave para la investigación en curso, y la orden de registro de uno de los nuevos acusados llevó a obtener pruebas contra el sospechoso original. Cuando surgen nuevos detalles durante la terapia, el clínico deberá mantener las notas textuales de las revelaciones del niño, no interrumpirle, tomar la precaución de no plantear preguntas tendenciosas y mantener un registro para el procedimiento legal en curso. En el siguiente capítulo profundizaremos más en las consideraciones forenses y veremos cómo los terapeutas infantiles interactúan con varias instituciones para ayudar en el crecimiento del niño superviviente.

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Interactuar con las instituciones El terapeuta como activista

Como terapeutas, nos aferramos a una visión del mundo como debería ser en lugar de acomodarnos a como son las cosas. Nuestro trabajo a veces nos parece una ardua batalla porque buscamos mejorar las vidas de nuestros clientes mientras que las instituciones con las que interactuamos a menudo parecen olvidarse de cuáles son sus necesidades. Sabemos que la continuidad del tratamiento es importante, y que el cambio de compañía aseguradora, de centro de acogida o de escuela puede significar que el menor se vea obligado a cambiar de terapeutas. Sabemos que muchos de nuestros clientes necesitan servicios continuados, pero las compañías de asistencia privada cada vez exigen soluciones más a corto plazo. Enseñamos a nuestros clientes que sus cerebros son adaptativos y que no están enfermos, pero a menudo se dice a las familias que lo más probable es que su hijo tenga una discapacidad para toda la vida debido a una enfermedad psiquiátrica biológica. Trabajamos para proteger a nuestros clientes de entornos no seguros, pero los jueces a menudo devuelven a los niños a unos cuidadores que no lo son. A pesar de todos esos obstáculos para ayudar a que nuestros clientes se curen, existen maneras de superar cada una de esas barreras. Comunicar con las distintas instancias que ejercen un control sobre la vida del niño superviviente es un principio clave para el tratamiento del trauma porque las intervenciones del clínico necesitan contar con el apoyo y necesitan implementarse en los distintos medios en los que el niño vive, aprende y juega (Perry, 2009; Saxe, Ellis y Kaplow, 2006). No importa el modelo de tratamiento que utilicemos, siempre surgirán dilemas del sistema que requerirán una respuesta pensada, centrada en el niño y sensible al trauma.

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Continuidad de la asistencia: desafiar las normas y las políticas que no tienen sentido Hay muchas situaciones que pueden tener como resultado que el niño sea trasladado a otro terapeuta, por lo general basándose en la conveniencia de la burocracia responsable de la asistencia de ese niño. Otro ejemplo es cuando el terapeuta es transferido a otro departamento dentro de la misma agencia, pero al servicio de una población distinta, y todos sus casos son transferidos a otro profesional. O el del niño que es transferido a otra agencia de casas de acogida que no tiene contrato con el proveedor actual de ese caso. O la escuela que tiene una política que no permite que el niño se visite con terapeutas externos a pesar de que acabe de empezar a progresar con un terapeuta nuevo. Me he encontrado con todas esas situaciones y mi respuesta siempre ha sido la misma: la continuidad de la asistencia si al niño le va bien con un terapeuta es más importante que las normas o el reglamento de una agencia. A veces, el simple hecho de indicar que queremos una excepción basta para convencer a la institución en cuestión para que nos permita seguir viendo al niño o a la niña. Otras veces necesitaremos solicitar hablar con un administrador de un nivel superior. En un centro en el que paso consulta me comunicaron que, si aceptaba una derivación de un psiquiatra que trabajaba en otro centro del programa, el niño tendría que cambiar de psiquiatra porque la aseguradora exigía que el terapeuta y el psiquiatra trabajaran en el mismo centro ambulatorio. Así las cosas, si aceptaba esa nueva política, dejaría de poder colaborar en casos con ese psiquiatra que, cada vez que derivara a un niño para tratar la disociación se vería obligado a abandonar a su propio cliente. Tras varias llamadas telefónicas a las altas instancias, encontré al administrador encargado de la aplicación de esta norma, que aceptó que esa política interferiría en la asistencia de mi cliente e hizo una excepción. A veces, las “reglas” de las agencias son meras tradiciones que un administrador indica a otro sin que nadie las cuestione, y los clínicos las asumimos porque un administrador lo dice y son inmutables. Desafiar repetidamente las reglas y pedir excepciones en mi caso me ha permitido seguir siendo la terapeuta de Balina, de quien hablo en el Prefacio, que había pasado por nueve centros de acogida en nueve años. Para poder mantener nuestra relación terapéutica tuve que reunirme con el equipo directivo de las distintas agencias de acogida, inscribirme como terapeuta de su colegio especial y aceptar una estructura escalonada de precios. Con todo ello he descubierto que cuando desafiamos las políticas que dañan a nuestros clientes, esas reglas suelen cambiar.

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Duración suficiente del tratamiento: considerar el pago fuera de los sistemas de seguros privados o establecer contratos especiales Muchos niños traumatizados y disociativos necesitan tratamiento durante varios años o incluso más, y eso es algo que no suele estar disponible en los mandatos de las aseguradoras privadas. En un estudio preliminar de los resultados del tratamiento en niños disociativos utilizando datos agrupados de dos clínicos, descubrimos que una duración media del tratamiento de 12 a 24 meses se asociaba al mejor resultado (Silberg y Waters, 1998), aunque algunos clientes requerían tratamiento durante más de cinco años. Myrick et al. (en prensa) por su parte examinaron los resultados del tratamiento de jóvenes adultos con disociación severa en un tratamiento multi-fase del trauma. Cuando evaluaron a los clientes que participaron en su estudio del tratamiento en el seguimiento a los 30 meses observaron una reducción significativa de los síntomas destructivos y un aumento del funcionamiento adaptativo, y muchos de esos clientes ya habían estado en tratamiento por un periodo de tiempo considerable incluso antes de participar en el estudio. Incluso 30 meses es una duración importante del tratamiento que puede situarse fuera de la estructura de cobertura de muchas compañías privadas de atención sanitaria. Por lo general, cuando los supervivientes de traumas en la infancia han logrado reducir los síntomas, que el terapeuta esté disponible para que el niño pueda contar con él cuando afronta nuevos problemas en su desarrollo es importante.

A pesar de los requisitos de las instancias sanitarias que dictan una duración breve de los tratamientos, existen opciones disponibles para la asistencia a largo plazo. En 1984, la Ley de víctimas de delitos (VOCA por sus siglas en inglés) estableció un programa de compensaciones económicas para las víctimas de delitos y ahora existe en todos los estados de EE.UU. un fondo que se encarga de sufragar los tratamientos de esas víctimas (programas de Asistencia a las víctimas: http://crime.about.com/od/victimassistanceprograms/Victim_Assistance_and_Compensation_Program Esos fondos me parecen muy generosos ya que a menudo cubren años de terapia para niños que han sido víctimas de abuso y negligencia, y también pueden llegar a cubrir incluso hospitalizaciones. En la mayoría de los estados en los que he accedido a esos fondos, su disponibilidad no depende de que los autores del delito hayan sido sentenciados. A veces los programas de seguros de los gobiernos estatales son más generosos con la duración del tratamiento que las aseguradoras privadas. Cuando la duración del tratamiento es una consideración importante y una aseguradora privada rechaza cubrir tratamientos adicionales, muchos de mis clientes han pasado, y con éxito, a la opción del

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seguro público. Las reglas y las normativas de esos programas se modifican continuamente, así que es importante analizar la cobertura actual de salud mental del programa del estado en el que se encuentre el cliente y determinar si puede haber una mejor opción para él. También es posible negociar con las aseguradoras para aprobar una cobertura de tratamiento prolongada en el tiempo para niños y adolescentes con historiales de trauma complejos. Por mi experiencia, hablar con un clínico de una aseguradora privada sobre las importantes experiencias adversas que ha experimentado nuestro cliente, junto con los éxitos que hemos cosechado para evitar los ingresos y que pueda seguir asistiendo a la escuela, puede ser muy útil para la renovación de esos planes de tratamiento. A muchas aseguradoras privadas les gusta contar con clínicos expertos en trauma y es posible que estén dispuestos a desarrollar tarifas o protocolos especiales para tratar a niños traumatizados. No debemos ser reacios a recurrir las decisiones sobre la asistencia continuada. Cuando conseguimos hablar con un clínico de una jerarquía superior, es posible que podamos convencerle de la necesidad si somos específicos en cuanto a las intervenciones que necesita nuestro cliente y los riesgos que suponen para quien no recibe unos cuidados apropiados. Si el cliente no dispone de seguro, o si la aseguradora rechaza cubrir su tratamiento, puede haber otras opciones. Algunos estados tienen clínicas gratuitas financiadas con fondos públicos o privados en las que los clientes pueden recibir servicios de trauma especializados. También existen en varias jurisdicciones unos programas de educación especial subvencionados por el estado que ofrecen terapia. Varios de mis clientes han asistido a un programa de educación especial subvencionado por el estado y administrado por el Sheppard Pratt Health System. En esos programas, la terapia puede continuar durante varios años siempre que el cliente asista a esa escuela especial.

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Colaborar con otros proveedores de tratamientos A pesar de que el conocimiento de los efectos del trauma cada vez está más extendido, muchos clínicos no han recibido ningún tipo de formación sobre el tratamiento del trauma y tienden a ver los síntomas que manifiestan los supervivientes con unas lentes de diagnóstico distintas. A mi modo de ver, lo más importante que hay que recalcar en nuestras consultas y en la colaboración con colegas que no tienen un conocimiento especializado o formación en trauma infantil son las consideraciones pragmáticas –qué está funcionando y por qué, y si podría ser útil probar otra técnica. Es difícil discutir los éxitos, y es más fácil plantear una forma alternativa de enfocar las cosas cuando el método previamente utilizado no ha funcionado. Las batallas diagnósticas sobre si el trastorno está mejor caracterizado como trastorno disociativo, estrés postraumático o trastorno bipolar son menos importantes que discutir de las intervenciones específicas que puedan ayudar, independientemente de la etiqueta que se quiera utilizar. Los ejercicios de regulación afectiva y el trabajo de visualización pueden funcionar en los casos de trastorno bipolar, así que es importante no quedar atrapado en esas controversias cuando estamos intentando intervenir para estabilizar al cliente. Dado que es descriptivo de conductas específicas, he llegado a la conclusión que introducir el concepto de “trastorno traumático del desarrollo” (van der Kolk, 2005) puede resolver muchos de los debates del equipo de tratamiento sobre cuál es el programa de los clientes con un historial de trauma severo. No obstante, personalmente he tratado con éxito a niños y a adolescentes traumatizados, incluso en situaciones en las que los directores clínicos estaban en completo desacuerdo con mi formulación diagnóstica. No puede haber desacuerdo alguno con la mejora observada del cliente basándose en las intervenciones que yo había utilizado. En ocasiones, los puntos de vista diferentes que expresan los distintos miembros de un equipo de tratamiento pueden reflejar los conflictos internos de un cliente disociativo que lucha con impulsos contrapuestos. El proceso de salvar las opiniones dispares del equipo puede llegar a impulsar a los clientes a solucionar su propio conflicto interno. Cuando trabajamos con miembros del equipo con puntos de vista diferentes, es mejor mantener las discusiones centradas en las consideraciones pragmáticas en lugar de en la teoría. Si nuestro cliente se siente atrapado entre los puntos de vista divergentes de los miembros del equipo, hay que motivarle para que piense por él mismo o por ella misma y juzgue lo que es correcto en función de lo que le funciona. Si utilizamos nuestros conocimientos sobre el trauma para educar a los demás, sin sermonear ni juzgar las opiniones de los demás, tendremos un impacto mucho mayor.

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Muchos de nuestros clientes quizás están trabajando con psiquiatras u otros profesionales médicos que les están prescribiendo medicación para los síntomas de problemas de atención, depresión, ansiedad, desregulación del estado de ánimo, hiperactivación o pensamiento alterado. Aunque existe cierta controversia sobre el uso excesivo de medicación psiquiátrica entre niños y adolescentes (Parry y Levin, 2012; Sroufe, 2012; Whitaker, 2010), es importante evaluar cada situación caso a caso y mantener una relación profesional estrecha con los sanitarios que están prescribiendo esa medicación. Como terapeutas, a veces estamos en la mejor posición para informar de las reacciones provocadas por una nueva medicación de nuestros clientes, y sobre si una medicación parece ayudar o interferir con el proceso terapéutico. También es importante mantener una relación positiva y continuada con los centros educativos a los que asisten nuestros pacientes. Los terapeutas pueden ayudar a los profesores y a la administración a comprender por qué los niños tienen reacciones traumáticas ante el ruido en clase, ante los comentarios de los profesores o ante el establecimiento de límites. El terapeuta puede participar en una lluvia de ideas con el centro escolar sobre cómo mitigar los efectos de las situaciones que causan que el niño se descompense y sobre la creación de medidas para ayudarle a vivir el día a día en la escuela. Aportar al tutor o al cuidador una lista previamente acordada de estrategias para gestionar la ansiedad o los flashbacks suele ser de gran ayuda. Por mi práctica profesional sé que los niños traumatizados con los que trabajo necesitan tener a alguien en la escuela a quien perciban como persona segura y a la que podrán recurrir durante los momentos de crisis, y es posible que se les tenga que asignar un pase especial para abandonar el aula cuando lo necesiten. En ese sentido, devolver al niño a clase lo antes posible después de haber utilizado las estrategias planeadas debería ser un objetivo permanente. Cuando los niños no pueden controlarse en el aula, el terapeuta quizás tenga que reunirse con los directores del centro escolar para determinar qué tipo de programas especiales hay disponibles. La presencia del terapeuta en esas reuniones puede ser de gran utilidad para ayudar a determinar los recursos específicos que mejor ayuden al niño a funcionar en un ambiente escolar. El acceso a programas especiales suele ser difícil de conseguir y la presencia de un terapeuta que abogue por los recursos que necesita el menor puede marcar la diferencia. En lugar de confiar en los diagnósticos, cuando nos reunimos con la dirección del centro educativo es importante ser prácticos y descriptivos en cuanto a lo que el niño puede y no puede hacer y los recursos que más le ayudarían. Además, el terapeuta también puede defender la disponibilidad de una sala especial o de un especialista de apoyo, la posibilidad de que el niño salga del aula cuando se sienta

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abrumado, una configuración de clase más reducida, y contacto con profesionales de la escuela que estén familiarizados con términos como detonantes, flashbacks y otros elementos de la respuesta traumática del niño.

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Interacciones con el sistema judicial: mantener nuestra integridad Muchos clínicos se sienten intimidados por el sistema judicial y desconocen las reglas básicas del entorno jurídico. Por su parte, muchos abogados utilizan tácticas de acoso con los profesionales sanitarios de salud mental, y actúan como si los intereses legales de sus clientes, a los que defienden con fervor, tuvieran prioridad por encima del interés mental del cliente al que nosotros defendemos. Muchos clínicos temen la lentitud de la justicia y se sienten incómodos con la naturaleza contenciosa del sistema judicial. Entiendo esas dudas, pero he visto que es necesario estar un poco familiarizado con el sistema legal y con su funcionamiento para ayudar a nuestros clientes vulnerables. Si los terapeutas nos atenemos a lo que sabemos y a los principios éticos que rigen nuestro trabajo, deberíamos poder navegar con éxito por el sistema legal. Los profesionales de la salud mental suelen asumir que no tienen ningún poder para derrotar sentencias que dañan a los menores, pero también tienen el poder de ser claros, de basarse en datos y de ser éticos. Podemos ayudar a educar al sistema legal con nuestro testimonio sobre el trauma y su impacto en los niños. Los jueces suelen estar deseosos de escuchar ese tipo de información y se muestran agradecidos con los expertos en salud mental que comparten sus conocimientos con ellos. Mi principal petición es que no dejemos que el poder del sistema judicial nos intimide y nos haga hacer cosas que van en detrimento de los menores. Debemos mantener nuestra integridad al tiempo que educamos a los tribunales sobre lo que nuestro cliente necesita realmente. No debemos aceptar citaciones de los tribunales que infrinjan nuestras obligaciones éticas y legales En los primeros momentos de vernos implicados en un caso, debemos examinar las órdenes judiciales en las que figura nuestro nombre y asegurarnos de que queremos aceptar los términos de la participación que recoge dicha orden. Si no los aceptamos, tendremos que indicar inmediatamente al tribunal que éticamente no podemos hacer lo que nos están pidiendo y por qué. Cuando recibí la primera orden judicial para mi clienta Adina (Capítulos 2, 6, 12, 13), el documento indicaba que no se permitía al terapeuta presentar alegaciones de abusos a las agencias estatales. De hecho, la orden judicial recogía que el terapeuta solamente podía informar de esas alegaciones a una “Coordinadora parental”, que determinaría si esos informes se transmitirían a los Servicios de protección de la infancia. Dado que el tribunal había determinado incorrectamente que las alegaciones previas eran infundadas, esa orden, ingeniosamente elaborada por el abogado del padre maltratador, restringía la

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posibilidad de que el terapeuta elaborara más informes de abusos. Así pues, esa orden me obligaba a infringir tanto mi código deontológico como el mandato legal del Estado en el que ejerzo. Si respetaba la orden judicial, estaría poniendo en peligro mi licencia profesional por no cumplir con una de las obligaciones legales de mi Estado que insta a que los profesionales de salud mental informen de sus sospechas de abusos. Inmediatamente puse la situación en conocimiento de la Coordinadora parental y acepté informarles de cualquier alegación de abusos que surgiera en el tratamiento, pero no acepté dejarle decidir si la revelación del abuso sería transmitida a los Servicios de protección de la infancia. De hecho, cuando Adina desveló las agresiones sexuales de las que había sido víctima por parte de su padre, que se estaban produciendo durante las visitas de fin de semana, informé a la Coordinadora, pero solo después de haber enviado por fax un dibujo realizado por Adina al supervisor de los Servicios de protección de la infancia. No iba a permitir que los que querían silenciar más revelaciones por parte de Adina me reclutaran para ayudar en sus esfuerzos por eliminar la verdad. Durante el juicio, quedó claro que la “Coordinadora parental”, aunque en apariencia neutral, era, de hecho, un testigo a sueldo del padre, y estaba dispuesta a testificar que no creía en la información desvelada. Si hubiera confiado en su poder sancionador para cribar mis sospechas de abusos, Adina nunca hubiera estado protegida. Otras órdenes judiciales que pido que se modifiquen son las que me solicitan que someta a tests psicológicos a los padres para determinar si las alegaciones de abusos son fundadas, o para decidir dónde debería residir el menor. En esos casos explico al tribunal que para evaluar si ha habido abusos o para determinar las necesidades de salud mental de un menor, es precisamente el menor quien tiene que ser evaluado en primer lugar y no sus padres. Cuando se me designa para redactar una “evaluación de custodia” en situaciones en las que hay alegaciones de abusos, solicito al tribunal que vuelva a redactar la orden como una “evaluación de salud mental para determinar problemas de seguridad y protección del menor”. Muchos evaluadores de custodias utilizan los tests psicológicos de los padres para determinar a quién se le debe dar la custodia del menor. En esos casos explico al tribunal que los tests psicológicos de los padres no nos dicen si un padre o una madre es un maltratador. Además, los resultados de los tests psicológicos suelen malinterpretarse para concluir que las mujeres que han sido víctimas de violencia machista y tienen síntomas de estrés postraumático sufren trastornos de la personalidad, y eso las convierte en no idóneas para mantener la custodia de sus hijos (Erickson, 2005). La alienación parental, o síndrome de alienación parental, un constructo que suele utilizarse en los juzgados de familia, se basa en una teoría simplista que postula que los

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niños que acusan al padre o a la madre de abuso o que están enfadados con el padre o con la madre han sido sometidos a un lavado de cerebro por la otra parte. Aunque la teoría ha sido muy diseminada entre la comunidad de derecho de familia, no tiene ninguna base ni lógica ni científica. Existe una ausencia relativa de aval empírico o de investigación para la identificación fiable del síndrome de alienación parental o la validez de sus fundamentos teóricos. El Consejo Nacional de Jueces de los Juzgados Juveniles y Familiares rechazó la utilización del síndrome de alienación parental (Dalton, Drozd y Wong, 2006), y existen estudios jurídicos y psicológicos que concluyen que no tiene méritos científicos ni utilidad jurídica (Bruch, 2001; Hoult, 2006; Meier, 2009). A pesar de todo ello, las alegaciones que hacen los niños de abuso en el seno familiar cada vez se atribuyen más a la alienación. En esos casos, los juzgados suelen responder castigando al padre o a la madre que se considera que ha alienado al menor (el padre o la madre que busca proteger al niño de los abusos) y le dan la custodia al otro –el presunto abusador (Neustein y Lesher, 2005). Eso fue lo que le ocurrió a Adina y a Billy (Capítulo 8), además de a otros muchos niños más cuyos tratamientos se describen en este mismo libro. La popularidad de la alienación parental en los juzgados de familia parece deberse al mito extendido de que la mayoría de las acusaciones de abuso que surgen en las disputas por custodia son falsas. Los estudios, por otra parte, desvelan que es sorprendentemente raro que surjan acusaciones falsas de abuso sexual durante los casos de custodia (Faller, 2007; Thoennes y Tjaden, 1990). El mito de que las alegaciones en el contexto de un divorcio probablemente se deban a la alienación parental aporta un enfoque simplista sobre el hecho de culpabilizar al otro cuando surgen cuestiones complejas sobre cómo proteger a los menores del maltrato en los juzgados. Los problemas que se crean en niños vulnerables cuyos padres protectores (por lo general la madre) son acusados de “alienación parental” o “coaching” se han planteado en la Oficina de violencia contra la mujer de los Departamentos de Justicia del gobierno federal de EEUU. Junto con el Programa de violencia doméstica y empoderamiento legal de la Universidad George Washington (www.DVLEAP.org) dirigido por Joan Meier, participo en un acuerdo de cooperación para elaborar informes que ayuden a determinar los factores que hacen que los niños estén bajo custodia de abusadores. Para determinar esos factores, estoy examinando “casos invertidos” –casos en los que se coloca al niño bajo la custodia de un padre o una madre maltratador/a y en los que una decisión judicial posterior enmienda el error y protege al niño. El acuerdo de cooperación avala el desarrollo de un programa que se base en esos estudios para ayudar a mejorar la toma de decisiones judiciales en los casos de custodia. Los resultados de este estudio indican que la mayoría de las acusaciones de “alienación parental” elevadas por el presunto maltratador contra la otra parte suele ser una de las principales razones de esos

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resultados desastrosos en los que un juez obliga a los menores a pasar tiempo bajo el control de maltratadores. Como terapeutas que intentamos mantener la lealtad con los niños y la integridad de nuestro trabajo, debemos ser cautos con todas las órdenes judiciales que nos soliciten que tratemos a niños o padres o madres por “alienación”. Cuando ofrezcamos tratamiento a niños u orientación a los padres, deberemos basarnos en evidencias de conducta observables. La falta de especificidad y de definiciones claras genera diagnósticos basados en impresiones vagas o en la atribución de procesos inconscientes de los que nadie ha sido testigo. Cuando un juzgado nos pida que documentemos “conductas alienadoras”, deberemos elaborar una lista específica de conductas que consideremos que están siendo “alienadoras”, y una lista con conductas que no consideremos “alienadoras” y documentar por qué. En un caso reciente, se acusaba a una madre de “alienación” porque su hija de cuatro años utilizaba la palabra “papá” con el padrastro que la había criado. Cuando la menor tenía tres años, el padre biológico apareció de repente y como la niña no pasó a llamarle “papá” inmediatamente, se consideró que la madre era culpable de alienación. Los tribunales tienen que entender por qué conclusiones como esta ignoran las realidades del desarrollo de los niños, y los profesionales tienen que educar a los jueces en lugar de aceptar el razonamiento erróneo de los mismos. Si un niño no quiere ver a su padre o a su madre, debemos examinar con atención la relación del niño con ese progenitor. La relación entre dos personas tiene que entenderse entre esas dos personas, y existen estudios que sugieren que el distanciamiento de un niño de su progenitor probablemente se deba a cómo ese progenitor le trata (Johnston, 2005). Resulta profundamente irrespetuoso para los niños que se ignoren sus percepciones de las razones que generan o son causa de los problemas en una relación y asumir que es culpa de un tercero, premisa básica de la teoría de la alienación parental. Deberemos rechazar o solicitar que se vuelva a redactar toda orden judicial que pudiera comprometer nuestra objetividad científica o que requiera un enfoque clínico de nuestros clientes que no se base en pruebas sólidas. Por ejemplo, una orden judicial podría solicitarnos que “no informemos” o que interpretemos de otro modo una revelación futura de abusos, como en la orden judicial que recibí antes de tratar a Adina. No podemos tomar decisiones sobre una posible situación futura que no hemos tenido oportunidad de evaluar. Del mismo modo, rechazar alegaciones porque un entrevistador anterior no logró sustanciar el abuso no es una razón válida para no creer al menor. Las revelaciones de abusos siguen patrones conocidos y dependen de la edad del menor en relación con el maltratador, y a veces son necesarias varias entrevistas antes de que se

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desvelen los hechos (Olafson y Lederman, 2006). Como profesionales de la salud mental, nuestra tarea deberá estar enraizada en datos empíricos y no en nociones erróneas basadas en defensas legales. Del mismo modo, si se nos requiere trabajar con una familia para reunificar a los menores con alguien que está causando daño de forma activa a nuestro cliente, deberíamos rechazarlo por carente de ética. En ocasiones, incluso las visitas supervisadas por orden judicial pueden resultar dañinas para el cliente, ya que el menor puede estar reaccionando con reexperimentaciones traumáticas al ver al padre o a la madre maltratador/a o por el sonido de su voz (véase el caso de Estie en el Capítulo 9). Billy, de nueve años, describía su detonante traumático durante las visitas supervisadas de la siguiente manera: “Cada vez que le veo recuerdo lo que ocurrió, es como ver una película que va a peor minuto a minuto y segundo a segundo”. Cuando los menores tienen reacciones postraumáticas al contacto con un maltratador hay que transmitirlo al tribunal para que este disponga de la mejor información posible para valorar el impacto de sus decisiones. Demostrar los abusos Hay muchos casos en los que no está claro si un menor ha sufrido abusos o no, y quizás recurran a nosotros para que ayudemos con la reunificación. Para esos casos he desarrollado un protocolo que denomino “protocolo para demostrar abusos”, que consiste en una serie de sesiones prescritas con los padres y los niños en las que practico con los menores límites apropiados, normas de seguridad, y también practico con ellos que no tienen que guardar secretos. Al padre y a la madre les pido que apliquen el mandato de no guardar secretos y que acepten unas pautas específicas de lo que es una conducta segura y apropiada. También se crean reglas específicas sobre las alegaciones que se han hecho y los padres se disculpan si el menor cree que alguna de esas reglas se ha infringido. Sandra Hewitt (2008) desarrolló un protocolo similar para la reunificación de niños pequeños tras alegaciones de abusos que no han sido probados. Ella también aboga por el establecimiento de unas reglas claras y por el control de la seguridad del niño en el tiempo. Mi protocolo incluye más sesiones de formación específica sobre el concepto de no guardar secretos. Esta técnica para demostrar abusos ha dado lugar a que los niños revelen los abusos rápidamente después de la reunificación, y aporta una metodología para demostrar a las familias que la reunificación, incluso después de que haya habido alegaciones de abuso, puede ser posible si lo ordena un juez. Calinda tenía cuatro años cuando contó por primera vez que su padre le había tocado “la vulva” durante las visitas de fin de semana. La evidencia médica era ambigua y el lenguaje de Calinda todavía no estaba bien desarrollado a sus cuatro años. El resultado fue que la

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entrevista con el forense no dio ningún resultado definitivo y el juez ordenó que la familia participara en mi protocolo de demostración de abusos. Celebré seis sesiones con el padre, la madre, Calinda y su hermano de siete años. A petición mía, los padres animaron a los niños a contar siempre la verdad y a no mantener nunca un secreto. El padre repasó específicamente las reglas para tocamientos seguros con Calinda y su hermano mayor, e hizo la “promesa solemne” de que ninguna de esas reglas sería infringida jamás. Por su parte, el juez fue aumentando el tiempo que los menores pasaban con su padre hasta llegar a un fin de semana cada dos. Mientras tanto, Calinda seguía haciendo terapia conmigo y yo reforzaba periódicamente los principios del protocolo para demostrar abusos. A los dos años de haber iniciado el programa de demostración de abusos, un día Calinda le dijo a su madre: “Papá ha roto su promesa”, y describió un incidente de penetración vaginal digital a su madre, al pediatra, a un doctor de urgencias y a su terapeuta. Las visitas paternas quedaron suspendidas tras la comprobación de este nuevo informe por parte del personal médico. El padre volvió a aceptar las visitas supervisadas en lugar de que el juez escuchara nuevos testimonios de múltiples profesionales que habían documentado la nueva alegación. A los niños no les importaron esas visitas supervisadas y siguieron viendo a su padre durante varios años hasta que se mudó y perdió el contacto con sus hijos. No hay que dudar en acudir a los tribunales si podemos ayudar a nuestro cliente Hay muchas razones por las que un clínico puede ser citado para testificar en casos vinculados con sus clientes menores de edad –casos de protección de menores, casos criminales, casos de acogida o casos de custodias o de régimen de visitas tras un divorcio. Suelen ser momentos muy importantes en las vidas de los niños, en los que además se determinará su futuro y nuestra aportación podría literalmente salvar la vida del menor. Si tenemos información que pudiera ayudar al juez a entender lo que ha vivido nuestro cliente y cuáles han sido las fuentes de dolor de su entorno, es importante no dejar escapar la ocasión. A fin de salvaguardar las obligaciones éticas que tenemos para con nuestros clientes, debemos hablar con ellos de lo que diremos y averiguar qué quieren ellos que digamos, además de las cosas de las que prefieren que no hablemos. Aunque no podemos garantizar que siempre podremos evitar la información confidencial en el atril, esas conversaciones previas pueden ayudar a orientar nuestro testimonio. No es ético dar una opinión ante un tribunal que vaya en contra de los deseos expresados por nuestro cliente. Éticamente no podemos seguir tratando a nuestro cliente si hemos infringido deliberadamente los deseos que nos ha expresado. Si pensamos que no podemos representar de buena fe lo que el cliente nos ha dicho que le interesa, deberemos evitar acudir al tribunal a toda costa, para preservar la relación terapéutica.

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Tampoco debemos olvidar que es una profunda falta de respeto para nuestro cliente no respetar sus opiniones, y que deberíamos considerar la derivación a otro profesional si sentimos constantemente que tenemos que desatender sus deseos y sus puntos de vista. Por ejemplo, si un niño no quiere ver a su padre o a su madre y nosotros creemos que verle va en el propio interés del niño, no deberíamos transmitir al juez nuestra opinión sino la del niño. Si un niño no quiere ver a uno de sus progenitores, habrá que examinar con detenimiento cómo es la relación de ese niño con su padre o con su madre. Ignorar la percepción del menor en cuanto a los motivos de las dificultades en esa relación sacrifica nuestra alianza con el cliente y además es inconsistente con la literatura sobre por qué los niños rechazan las visitas (Johnston, 2005). Algunos terapeutas albergan la idea errónea de que testificar ante un tribunal siempre escapa al comportamiento ético del profesional. De hecho, solo es no ético hacerlo si testificamos para recomendar algo a lo que el cliente se opone expresamente, o si testificamos sobre algo que vaya más allá del alcance de nuestra experiencia o de nuestros conocimientos. Como terapeutas, podemos testificar sobre el diagnóstico del paciente, sobre el impacto de ese diagnóstico en su conducta y sus emociones, sobre su prognosis, y sobre recomendaciones para su tratamiento (Kleinman, 2011). No podemos testificar sobre personas a las que no conocemos, pero sí podemos hacerlo sobre los miedos y las percepciones de nuestro cliente con respecto a otras personas, aunque no las hayamos conocido. Las asociaciones públicas de salud mental ofrecen cursos de repaso sobre orientaciones éticas y jurídicas que pueden ayudarnos a la hora de navegar por los requisitos jurídicos y éticos específicos de cada jurisdicción. Algunos niños han podido ver con sus propios ojos los sistemas fallidos en los que han estado atrapados y anhelan hacer cambios. De hecho, suelen ser observadores mucho más agudos de lo que creemos. Al final del tratamiento de Billy por abuso sexual, me dijo que quería ser juez, a lo que le respondí “¿Es para poder creer a los niños cuando te digan que han sufrido abusos?”, a lo que Billy me corrigió de inmediato: “No, es para que yo pueda creer en las pruebas”.

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Debemos luchar para ser un ejemplo del mundo humano que estamos intentando crear para nuestros clientes Nuestros clientes suelen recrear en sus entornos los vínculos traumáticos que han caracterizado sus vidas caóticas (Chu, 1998; Courtois, 2010; Loewenstein, 2006) y es posible que cuando acceden a los sistemas de atención sanitaria provoquen en el personal reacciones que crean patrones conocidos. Aunque la restricción física puede desencadenar flashbacks, las conductas fuera de control pueden hacer que los profesionales utilicen ese tipo de intervenciones que los niños traumatizados temen tantísimo. Cuando se ven a ellos mismos como indignos y como seres a los que nadie quiere, esos niños pueden ser tan provocativos o enfurecer tanto que los sistemas de atención les acaban imponiendo restricciones o consecuencias que hacen que se sientan más indignos todavía. Sandra Bloom (1997) creó el Sanctuary Model, un modelo para aplicar cambios en las instituciones, como residencias para jóvenes traumatizados, que ayuda a esos entornos a adoptar un enfoque humano y centrado en el cliente. El modelo potencia un ambiente de respeto, de comunicación abierta, flexibilidad, resolución de conflictos segura y cuidado de uno mismo en todos los niveles del sistema. El tratamiento que se ofrece en este tipo de entorno es más probable que resista las recreaciones traumáticas que los niños supervivientes pueden intentar provocar. También hay menos necesidad de limitaciones, menos rotación del personal, y una mayor sensación de bienestar tanto entre el personal como entre los clientes (www.sanctuaryweb.com/sanctuary-model.php). Independientemente de si nuestro formato de tratamiento se basa en el Sanctuary Model o no, podemos intentar encarnar los valores que describe Sandra Bloom en las interacciones con los colegas profesionales de salud mental, las escuelas, los doctores, el personal que se ocupa directamente de nuestros clientes en las residencias, sus familias y los clientes a los que tratamos. Dado que cada individuo que forma parte de un sistema intenta ser el mejor ejemplo que puede de salud y de apertura para el cambio, el sistema en su conjunto se verá influenciado en esa dirección. Una sociedad sana requiere el compromiso individual de todos y cada uno de los miembros que la conforman. Cada uno de nosotros puede iniciar ese proceso en las instituciones en las que vivimos y trabajamos con jóvenes traumatizados.

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La integración del yo Hacia un futuro de sanación

Estábamos hablando animadamente de los amigos nuevos del colegio y de la lista de regalos que había hecho para Navidad, mientras Tanya dibujaba con los colores y el enorme cuaderno que tengo en la consulta. Los niños se suelen entretener mientras hablamos con los colores, los puzles y la arcilla que tengo en mi oficina infantil. De repente soltó los colores y me miró, expectante “¿No me vas a preguntar sobre mi dibujo?”, me preguntó Tanya, de diez años, de forma provocativa. “Sí, claro”, respondí, “háblame de tu dibujo”. “Soy yo siendo la misma persona de día y de noche”, afirmó triunfalmente. Tanya había encapsulado su recién hallada integración en el interesante dibujo que puede verse en la Figura 15.1. El dibujo que mi paciente hizo de sí misma superpone claramente los contextos cambiantes de día y de noche, y ella permanece indivisa, a pesar de la línea que separa el día de la noche. Con este dibujo Tanya demostraba haber vivido el reto de confrontar al niño superviviente disociativo –permanecer conectado mientras los contextos cambian para gestionar sin problemas las transiciones entre estados, apropiadas para contextos de entornos cambiantes. Este dibujo era su demostración de la mente sana que buscamos para nuestros clientes. Hacía nueve meses que Tanya había llegado a mi consulta como una niña clásicamente disociativa. Las voces beligerantes de su mente le decían que actuara contra sus padres, que manifestara comportamientos sexuales en la escuela y que se negara a hacer los deberes. Víctima de abuso sexual por parte de un canguro y expuesta a violencia doméstica durante sus años preescolares, Tanya había desarrollado un estilo de afrontamiento disociativo para la gestión de sus sentimientos en conflicto. “Simplemente creo una persona para cada sentimiento nuevo. No sé cómo lo hago”, me dijo. “Simplemente ocurre”. La terapia había progresado rápidamente desde la educación sobre el trauma y la disociación hasta la práctica de mezclar sus sentimientos y que cada personaje imaginario explicara sus propios estados de sentimientos fragmentados con textos y dibujos. Así, los estados de sentimientos fragmentados negociaron y establecieron acuerdos de cooperación que permitieron a Tanya permanecer más centrada en la escuela y controlar su comportamiento. A medida que su conducta mejoró, hizo amigos nuevos.

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Figura 15.1. Dibujo de Tanya titulado “Ser la misma persona de día y de noche”. Utilizado con permiso. El trauma de su abuso sexual se procesó dibujando y procesando dibujos que plasmaban los episodios. También organizamos sesiones familiares en las que los padres describían las acciones que habían llevado a cabo contra el adolescente abusador y se disculpaban por no haberlo sabido ni haberlo comprendido antes. Las sesiones familiares también ayudaron a identificar los episodios desencadenantes del entorno – concretamente las peleas de sus padres que le recordaban los traumas pasados. Su padre empezó a hacer terapia como complemento a nuestro tratamiento, y eso aumentó la sensación de seguridad en la familia. Tanya estaba muy motivada con el tratamiento cuando vino a mi consulta, y la familia estaba muy comprometida con la terapia. De hecho, el autorretrato de Tanya aporta pruebas de la efectividad de las intervenciones terapéuticas y su rápido crecimiento. La última E (de ending, final en inglés) del modelo EDUCATE corresponde a la “fase final de la terapia” y es una ardua tarea ya que las partes del yo que estaban segregadas se han vuelto a fusionar en el yo complejo. El camino hacia la integración no siempre

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seguirá el trayecto fluido de la terapia de Tanya. El patrón más característico es que haya avances temporales y a continuación varios pasos hacia atrás. La complejidad de las transiciones vitales –cambios de ciclo escolar, cambios de escuela, divorcio de los padres y nuevos matrimonios– pueden ser como baches en el camino hacia la sanación, o a veces también pueden ser regalos sorpresa que estimulan el avance del tratamiento. Es como cuando un niño que espera optar a un hogar de acogida encuentra una familia adoptiva que sabe realmente cómo colmar sus necesidades. O un menor al que le cuesta estudiar y encuentra un profesor en cuarto curso que entiende sus necesidades y de repente tiene más confianza en sí mismo. O un superviviente de incesto que sufre una violación en una cita y para el que los sentimientos de traición y de impotencia se reactivan. Con suerte, las competencias que los niños supervivientes han aprendido en terapia –respetar a todo su ser, sintonizar con sus estados físicos, regular sus sentimientos y gestionar sin problemas las transiciones– les serán de gran utilidad con cualquier oportunidad o dificultad que se encuentren. Durante su última fase de terapia, el niño o el adolescente está preparado para avanzar con los retos que supone crecer –hacer amigos, rendir académicamente y desarrollar intereses y hobbies. Permanecer conectado con un terapeuta durante ese periodo de tiempo puede ser útil ya que son clientes que dejan atrás una concepción de ellos mismos ligada a su historial traumático y aprenden a verse basándose en una identidad de logros y éxitos. Tener un terapeuta que les oriente para ir hacia adelante, que les ayude a navegar por los inevitables fracasos y que reconozca lo lejos que han llegado puede ser un motivador muy potente para seguir avanzando en la terapia. Sin embargo, la realidad de la vida hace que la terapia no forme parte de la vida del niño superviviente a lo largo de toda su infancia. Algunos quizás tengan la suerte de tener un tratamiento que dure varios años, mientras que otros solo recibirán ayuda durante unos pocos meses. Debido a mi afiliación con un programa residencial de larga duración y con una escuela especial a la que los niños pueden asistir durante años, he tenido la oportunidad de trabajar con muchos niños durante varios años. A algunos pude seguirlos desde el colegio hasta la universidad e incluso más allá, y eso me permitió ver cómo la introspección recibida y las competencias aprendidas cuando eran más pequeños les sirvieron de más mayores. La realidad económica ha hecho que los tratamientos más a largo plazo sean menos viables en muchos casos, pero aun así los terapeutas que solo tienen una oportunidad de trabajar con un niño o un adolescente durante un breve periodo de tiempo pueden ayudarles a dar pasos importantes en el camino hacia la salud.

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Afrontar los fracasos y los desafíos Reforzar las diferencias entre “ahora” y “antes” Es inevitable que surjan nuevas situaciones en la vida de nuestros jóvenes clientes en las que parecerá que se vuelven a proyectar escenas de su pasado. Y aunque habrá nuevos personajes y nuevas situaciones, estarán presentes los mismos temas centrales y el mismo color emocional, y aunque pueden ser re-traumatizantes para el niño superviviente, esas situaciones son una oportunidad muy importante para aprender. Son situaciones que, o bien impulsarán al joven hacia el pasado y hacia el momento del trauma, o bien lo catapultarán hacia un nuevo futuro ayudando a mostrar las diferencias entre el pasado y el presente. Ayudar a los clientes a reconocer que su abuso es algo del pasado y que ahora tienen nuevas capacidades para gestionar los episodios estresantes es uno de los retos terapéuticos más importantes de la fase final de la terapia. Miranda (véase el Capítulo 10) había sufrido abusos en la etapa preescolar por parte de un maestro que además la había amenazado con que su familia sufriría graves consecuencias si ella contaba a alguien lo que ocurría. El peso de mantener ese secreto la dejó pasiva y carente de confianza personal. Con catorce años, Miranda por fin desveló el secreto a su familia y cuando inició el tratamiento entraba en estados de bloqueo disociativo y tenía flashbacks e impulsos de autolesionarse. Con el tiempo aprendió a gestionarlo y pudo avanzar en el tratamiento. No obstante, seguía mostrando un afecto leve y parecía tener poca alegría de vivir. Un episodio sorprendente ayudó a Miranda a comprender que “ahora” y “antes” eran cosas distintas. Su nuevo novio, que empezaba a mostrar algunas señales preliminares de ser un maltratador, la sorprendió un día en la cafetería y le robó el iPod delante de un profesor y de otros testigos. Al chico lo expulsaron del centro y ese episodio público hizo que Miranda cosechara un enorme apoyo por parte de los estudiantes y el profesorado. La directora del centro incluso se ponía en contacto con ella regularmente para ver qué tal estaba. El contenido emocional de ese episodio fue parecido a lo que había experimentado antes –ser explotada y herida en la escuela por alguien con poder sobre ella. Sin embargo el hecho de que el suceso fuera presenciado publicamente y apoyo publico recibido tras el mismo fueron claramente distintos. En lugar de permitir que esa experiencia reforzara su victimización y redujera todavía más su sentido del yo, Miranda aceptó la experiencia como una “repetición” de los episodios del pasado que le enseñaba que la gente se preocupaba por ella y que estarían con ella cuando lo necesitara. Al final, ese episodio ayudó a que el sentido de confianza de Miranda despegara. Cuando los clientes experimentan una situación que les parece difícil, el terapeuta

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puede ayudarles a centrarse en aspectos de la situación que son distintos de lo que experimentaron en el pasado. Así, esas experiencias se convierten en lecciones muy valiosas en los sistemas de fortalezas y de apoyo de los clientes, en lugar de validar sus sentimientos de revictimización. El ciclo de la desmoralización traumática Cuando en las últimas fases del tratamiento parece que la terapia se estanca, suelo encontrarme con que los pacientes están atrapados en un ciclo que denomino “Ciclo de la desmoralización traumática” y que se ilustra en la Figura 15.2.

Figura 15.2. Ciclo de desmoralización traumática. La culpabilidad y la impotencia son los dos polos contrapuestos de un ciclo de desmoralización que atrapa a algunos supervivientes de trauma severo. Ambos sentimientos son dolorosos y el niño superviviente puede huir de uno al otro, intentando escapar de los sentimientos dolorosos que evocan cada uno de ellos. Los supervivientes se culpan a ellos mismos por el trauma y ven el yo como responsable, por lo que se merecen lo que les ocurrió. Para salir de la trampa de la culpabilidad, los supervivientes se mueven hacia el reconocimiento de que lo que les ocurrió no fue por culpa suya y que ellos no causaron su propio sufrimiento. Es un sentimiento que aporta cierto alivio al

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principio, pero que rápidamente provoca un sentimiento de impotencia porque tienen que aceptar que los sucesos les ocurrieron sin ninguna razón. Para escapar de un sentimiento abrumador de impotencia, los supervivientes regresan a la posición de culpabilidad ya que por lo menos hay cierta sensación de poder al darse cuenta de que tuvieron algo de control sobre lo que les ocurrió. A partir de ahí vuelven a pensar que tenían el control, que podían haber cambiado las cosas, y que es culpa suya por no haberlo hecho. Sin embargo, aceptar el poder significa aceptar la culpa y eso vuelve a arrojar a los supervivientes hacia sentimientos de intensa culpabilidad, y van girando por el ciclo sin avanzar. Hay muchos lugares para intervenir en esos ciclos. Imaginar la impotencia que se puede sentir ante un desastre natural, y la clara concepción de que un desastre natural no puede ser culpa de nadie, es una metáfora útil para algunos supervivientes que sufrieron abusos por parte de sus cuidadores. Pueden verse a ellos mismos como si tuvieran que recoger los pedazos después de un “tsunami” y aceptar más fácilmente que quizás lo que les ocurrió fue un “acto de Dios” inexplicable. También pueden considerar que, aunque constantemente surgen nuevos tipos de señales de aviso de terremotos y tsunamis, no se puede impedir que ocurran y lo único que se puede hacer es desarrollar mejores métodos de predicción y de afrontamiento. Del mismo modo, los supervivientes pueden aprender del pasado sin sentirse responsables por él, y pueden utilizar la información del pasado para planificar los nuevos problemas con los que se encontrarán en el futuro. A los niños y los adolescentes que luchan con muchos sentimientos de culpabilidad, les ayudo a realizar un ritual de autoperdón. Siempre suele haber un aspecto de su conducta antes o durante el trauma sobre el que rumian y por el que no pueden perdonarse. Por ejemplo, Lila, que empezó el tratamiento con dieciséis años, había sufrido abusos por parte de su tío, con quien pasaba los festivos y las vacaciones de verano. Sus padres la mandaban en avión al otro extremo del país para visitar a su tío y con nueve años ella se había imaginado explicándoselo a una de las azafatas, que la rescataría de los abusos. Lila se culpaba por no habérselo dicho nunca a la azafata y, por supuesto, por no habérselo dicho a nadie durante los años que duró su doloroso calvario. El autoperdón implica tres fases. En la primera, se pide al niño o al adolescente que se identifique claramente y que después acepte completamente la acción por la que le gustaría autoperdonarse. En el caso de Lila se trataba de la acción de no contarle a la azafata el inminente abuso que iba a sufrir. Esta fase implica una mayor conciencia de ese momento en el que quizás existió la opción de actuar de otro modo. La segunda fase implica comprender todas las razones que están detrás de la elección previa que tomó. Lila fue capaz de identificar las consecuencias que temía para la familia por contarlo, su

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desconfianza sobre lo que haría realmente la azafata, y su miedo a que el abuso fuera aún peor si se lo explicaba. Yo intenté ayudar a Lila a recrear su propia forma de pensar con nueve años cuando pensaba en contarlo. Para ayudarla a hacerlo le pedí que pensara en cualquier niño o niña de nueve años que conociera y que intentara imaginar cómo piensan. Durante esta fase también es útil ayudar a los clientes a comprender qué poder utilizaron para afrontar las circunstancias traumáticas. Por ejemplo, Lila se dio cuenta de que había utilizado su poder para poner trampas sutiles a su tío. La tercera fase del paradigma de autoperdón implica un “nuevo compromiso”; los clientes identifican una nueva acción o una nueva conducta con la que se comprometen como lección aprendida de la experiencia traumática. En el caso de Lila, su nuevo compromiso fue contar su historia en un evento para recaudar fondos para supervivientes de traumas que se iba a celebrar en su ciudad, para convencer a otras niñas y niños de nueve años de que tendrían que explicarlo. Otro nuevo compromiso que adoptan algunos niños es no quedarse callados si alguien se está aprovechando de ellos o de cualquier otra persona. Cuando el cliente ha decidido su nuevo compromiso, se le pide que dirija sanación, gratitud y perdón hacia la parte interior de él mismo que se siente culpable. Yo enseño a mis clientes a que perdonen completamente al yo. Este ritual de autoperdón también funciona con clientes que tienen sentimientos persistentes de culpabilidad por haber materializado conductas que hirieron a los demás antes de iniciar el tratamiento. En ese caso, intentar obtener el perdón de la persona a la que hirieron y enmendarlo también es una parte esencial del proceso.

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Dar respuesta a las preguntas existenciales: el niño como filósofo Muchos niños utilizan las últimas fases de la terapia para plantear preguntas filosóficas profundas del tipo: “¿Por qué Dios permite que exista el mal en el mundo?”, “¿Qué es el amor?”, “¿Puedo amar y odiar a alguien al mismo tiempo?”. Al haber dejado de dividir su conciencia entre ideas contrapuestas, esas paradojas y adivinanzas existenciales parecen tomar más importancia para los niños supervivientes. Yo suelo abordarlas con humildad y con la creencia de que la fe en algo mayor que lo que nuestros ojos pueden percibir puede ser una fuerza positiva para el cambio. A veces introduzco a los líderes religiosos de la fe del niño o del adolescente y les pido que se reúnan con nosotros para explorar juntos algunas de las potentes preguntas que yo misma no puedo responder, como –¿Por qué permitió Dios que me ocurriera eso? ¿Mi tío irá al infierno? ¿Iré yo al infierno por lo que él me hizo? Un cura católico, el Padre Ray Chase del Centro infantil de San Vicente, ha sido un coterapeuta maravilloso a la hora de ayudar a resolver las dudas religiosas de mis clientes católicos que sufren con las secuelas del trauma. Desde aquí insto a los clínicos a trabajar en cooperación con los líderes religiosos de sus comunidades para abordar las necesidades espirituales específicas de los niños y los adolescentes que han sido víctimas de abusos, para que puedan encontrar respuestas a sus preguntas dentro de sus propias tradiciones religiosas. Al final son los propios niños o adolescentes quienes deberán encontrar las respuestas a sus preguntas, pero pueden recibir orientación y ayuda por parte de terapeutas bien fundamentados. Tratar con niños y adolescentes traumatizados puede ser agotador y desmoralizador, y colaborar con la comunidad religiosa de uno mismo o con otros recursos que restauren un sentimiento de tener una base, perspectiva, esperanza y conexión a algo mayor también es importante en la vida del terapeuta. Una buena referencia de la importancia del cuidado de uno mismo del terapeuta y de cómo los terapeutas pueden recuperar un sentido de equilibrio en sus vidas es Ferentz (2012). Algunos de esos niños han tenido el mal cara a cara de una forma mucho más real de lo que cualquiera de nosotros puede imaginar, y cuando me preguntan sobre el bien y el mal les digo que se imaginen el mundo como un balancín gigante en el que el bien está a un lado, y el mal al otro. A partir de ahí les explico que es responsabilidad de todos y cada uno de nosotros dejar que se vaya llenando al máximo con gotitas de bien la parte positiva del balancín. Otra pregunta que se suelen plantear estos niños al final del tratamiento es el significado de la palabra “amor”. A muchos de ellos, que han sufrido abusos, se les ha

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dicho que tienen que querer a su padre o a su madre simplemente porque es su progenitor –aunque ese padre o esa madre les haya hecho daño. A otros se les ha dicho que está mal querer a un padre o a una madre que les ha hecho daño. Yo les digo que nadie puede decirles qué es el amor ni a quién tienen que amar, porque el amor es un sentimiento individual y cada uno lo resuelve de manera distinta. Por mi experiencia, una vez sanos, los niños supervivientes desconectan psicológicamente del progenitor maltratador y no sienten amor por la persona que les hizo año. No obstante, algunos niños supervivientes sienten que son capaces de amar a ese progenitor sin sentir ninguna obligación para con ellos ni justificar la conducta del maltratador. Al final, lo más importante es permitir que las preguntas sobre perdón y sobre las relaciones futuras con los cuidadores maltratadores se vayan resolviendo individualmente caso a caso (Courtois, 2010).

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Los grupos como complemento al tratamiento La terapia en grupo puede ser un potente complemento del tratamiento individual en el viaje de sanación de menores de edad. A mi modo de ver, estos programas resultan útiles sobre todo en las fases finales del tratamiento, cuando los clientes han resuelto muchos de sus síntomas y tienen energía positiva para compartir con los demás. Los grupos pueden aportar varios beneficios importantes: pueden reforzar las competencias de conciencia plena (mindfulness) y de regulación afectiva en un ambiente favorable (Miller, Rathus y Linehan, 2007); pueden ayudar a que los niños se centren en modelos positivos, como el Programa de héroes de la vida real (Kagan, 2008); y pueden aportar psicoeducación con un refuerzo de las competencias cognitivo-conductuales y de regulación afectiva, como el programa SPARCS (DeRosa & Pelcovitz, 2008), que corresponde a las siglas en inglés de Psicoterapia estructurada para adolescentes que responden a estrés crónico. Yo he utilizado grupos para generar apoyo entre iguales, mejorar la motivación y desarrollar competencias entre adolescentes disociativos cuya disociación era un obstáculo para su funcionamiento social, académico y de la vida en general. Un ejercicio en grupo consistía en identificar todas las competencias necesarias para conducir un coche y explicar cómo la disociación del cliente podía interferir con una buena conducción. A partir de ahí el grupo desarrolló algunos objetivos operativos que pudieran convencer a sus padres de que estaban preparados para obtener el carnet de conducir –como tres meses sin pruebas de cambios de conducta y Tabla 15.1. Información del grupo para chicas disociativas. • Tu cuerpo es tu templo, respétalo. • Respeta todas las partes de tu ser. Tienes una sabiduría que quizás todavía no conoces. • Tienes derecho a tus sentimientos. Si alguien no los acepta es su problema, no el tuyo. • Si algo te genera pánico, quizás es porque te recuerda a algo del pasado. Observa las diferencias. • La gente no deja de esperar que te comportes de determinada manera. No tienes por qué hacerlo. • No te creas siempre lo que te digan de ti misma. Confía en ti. • La disociación te ha ayudado a afrontar. Tú misma sabrás cuando has dejado de necesitarla.

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• Nunca utilices la disociación como una excusa. Acepta la responsabilidad por todos tus comportamientos, aunque sea embarazoso. • Cuando soluciones problemas del mundo real, tu mundo disociativo será cada vez menos importante.

sin episodios de rabia descontrolada. Otros temas eran gestionar a los acosadores del colegio sin disociar, y competencias para gestionar las peleas con los padres. A veces la sabiduría y la introspección de los jóvenes puede llegar a ser muy notable. Como proyecto final en uno de mis grupos de chicas disociativas, prepararon una lista de acciones que querían compartir con otras adolescentes que accedieran al grupo por primera vez. La lista aparece en la Tabla 15.1.

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Escribir cartas para hablar del crecimiento tras el tratamiento Es importante para las familias y para los niños conmemorar lo lejos que han llegado, y sentirse orgullosos de los esfuerzos realizados para gestionar su pasado traumático. Yo suelo escribirles cartas, y también animo tanto a los menores como a sus familias a que se escriban cartas para comentar el progreso y para marcar el final de la terapia. Esas cartas brindan a las familias la posibilidad de expresar su orgullo y su alivio, reiterar las disculpas, o trasladar un mensaje de esperanza en el futuro. En mis propias cartas a los clientes reconozco mi creencia en su potencial para cumplir con los objetivos que se marquen en la vida. La última sesión de terapia solemos dedicarla a escribir las cartas, y es un ejercicio que deja tanto al cliente como al terapeuta con un recuerdo importante de la experiencia vivida en consulta. A continuación, se reproduce una carta que la madre de Timothy escribió a su hijo al final de los dos años de tratamiento. Es una carta en la que la madre expresa el orgullo que siente por su hijo y sus esperanzas para el futuro. Querido Timothy: Hace seis años que emprendimos este duro viaje. Todo empezó cuando dijiste “¡No me dejes ir a casa del abuelo, tengo miedo de que vuelva a hacerme daño!”. Por unos segundos me volví sorda y el mundo dejó de girar. Después, algo hizo clic en mi interior y entré en modo “mamá leona”; me juré que nunca más dejaría que se acercara a ti. Ha sido un camino muy difícil, con momentos tristes, momentos aterradores y momentos descorazonadores. Pero debo decirte, Timothy, que eres la persona más fuerte que conozco, y que me has ayudado a ser fuerte, incluso cuando estaba segura de que no resistiría ni un minuto más. Esos han sido los momentos de orgullo y bendición que he vivido, ver cómo elegías este nuevo camino, un camino en el que te responsabilizas de tus propias acciones y reacciones, y de tu futuro. Y todo ha sido gracias a tu fuerza y a tu coraje, en lugar de permitir que el miedo y la ira te empujaran hacia donde tú no quieres ir. No tengo palabras para expresar lo agradecida que me siento cuando veo tu sonrisa de confianza, el brillo de esperanza en tus ojos, y la paz en tu corazón. Todavía quiero arroparte y protegerte, pero estoy bien simplemente dándote la mano, siempre, mientras seguimos andando por este sendero. Te quiero, Timmy, y siempre te querré

Mamá

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La integración Daniel Siegel (2010) describe la integración como el objetivo permanente de toda psicoterapia y la define como el “vínculo de elementos diferenciados de un sistema hacia niveles de complejidad cada vez más elevados” (TdT). En las fases finales del tratamiento, los niños supervivientes habrán vinculado muchos elementos diferenciados del yo y habrán dejado de confiar en la disociación para compartimentar sus experiencias. Además, habrán integrado las distintas concepciones de ellos mismos para poder aceptar sin conflictos las muchas aristas de su identidad. También habrán integrado su vida afectiva para ser capaces de utilizarla como guía para sus conductas y sus elecciones futuras, y habrán integrado la comprensión de su pasado traumático con sus creencias sobre quiénes son y tendrán nuevas aspiraciones sobre quiénes quieren ser y quiénes podrían ser. Waters y Silberg (1998a) identifican cambios físicos y psicológicos observables cuando los niños llegan al final del tratamiento –una curiosidad renovada, espontaneidad y aspecto saludable. En mi experiencia con niños disociativos, la integración suele ser un proceso gradual que está marcado por las revelaciones repentinas de capacidades recién descubiertas. Muchas veces sin necesidad de rituales dramáticos ni metáforas simbólicas, los niños simplemente dicen sentirse más enteros, conectados e integrados. También pueden decir que las voces interiores o los amigos invisibles han desaparecido con poca o ninguna fanfarria, y empiezan a mostrar mejoras en su funcionamiento cotidiano. Si bien el proceso de integración es gradual, puede haber momentos puntuales de triunfo en los que tanto el terapeuta como el cliente se den cuenta de que ha habido un punto de inflexión. Lisa llegó un día a mi consulta con cierta ligereza y me dijo, “Que mi novio rompa conmigo me duele, pero sé que estaré bien y, en cierto modo, no siento la necesidad de cortarme por eso”. De un modo parecido, Timothy tuvo una pelea con su madre y observó que en vez de responderle a gritos se retiró a su habitación. La voz de su mente que le hubiera dicho que siguiera con la pelea estaba muda y él pudo elegir una estrategia distinta para abordar el conflicto. Ambos clientes se dieron cuenta de que tenían un nuevo nivel de integración cuando dejaron de sentirse obligados a seguir sus guiones mentales antiguos. Además, se dieron cuenta de que los patrones antiguos se habían roto y que eso suponía tener nuevas posibilidades disponibles. La Tabla 15.2 propone una lista de ideas saludables para niños supervivientes. La capacidad de creer y de actuar basándose en varias de esas ideas es señal de que los niños supervivientes han conseguido zafarse de sus pasados traumáticos. Son ideas como la capacidad de quererse a uno mismo, creer en su capacidad para ser dueños de su futuro y creer en las relaciones

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como fuente de amor y de seguridad. Es una lista ambiciosa dado que llegar a adoptar todos esos conceptos puede convertirse en un trabajo para toda la vida. No obstante, con dibujos o con relevaciones sorprendentes, los clientes pueden articular esas nuevas creencias o demostrarlas en sus conductas. Todas esas ideas refuerzan la opinión que apunta a que los comportamientos y los síntomas del niño superviviente eran el resultado inevitable del trauma que habían sufrido, y no el resultado de un fracaso personal ni de un trastorno psicológico, ni una disfunción cerebral. Tabla 15.2. Ideas saludables para niños supervivientes. • Mi cerebro es adaptativo, no está enfermo. • Me doy las gracias por mis fortalezas de supervivencia. • Puedo perdonarme cualquier fracaso y seguir adelante. • Puedo correr el riesgo del apego y la confianza. • Puedo responsabilizarme de mi comportamiento y elegir mi futuro. • El amor es más potente que el odio. Puedo romper el ciclo. • El maltrato no es culpa mía. Su responsabilidad está fuera de mi control. • Soy fuerte y capaz de determinar mi propio futuro. • El sufrimiento no es inevitable para mí. • Soy intrínsecamente adorable. • Ganaré en autonomía y mi autodeterminación aumentará. • Mis cuidadores son lo suficientemente fuertes para protegerme y para impedir futuros sufrimientos.

Metáforas de integración Con los niños y los adolescentes que ven su concepto del yo dividido como algo básico para su identidad, los terapeutas pueden utilizar metáforas de “abrazarse”, de “los ingredientes de una receta que se van mezclando”, u otras imágenes que simbolicen y refuercen la integración de la mente cuando el niño imagina que sus partes se fusionan (Waters y Silberg, 1998a). Además, a veces son los propios menores quienes encuentran sus metáforas para describir los cambios psicológicos que experimentan durante la integración. Lisa utilizaba la metáfora de la leche: “cuando pienso en mi yo antiguo, pienso que era como la leche desnatada –mi ser no estaba realmente completo. Creo que ahora soy leche entera”. Para Ángela “es como si se hubiera derrumbado un muro del interior de mi mente”, y Stephanie, de seis años, describía las partes imaginarias de su

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mente como “bajar por un arcoiris-tobogán hasta caer en un enorme tarro de galletas doradas”. Fluir y el yo trascendente Al otro extremo de la mente desconectada y bloqueada del niño disociativo encontramos la experiencia mental correspondiente al estado de “fluir”. Csikszentmihalyi (1993) introdujo el concepto de “fluir” (flow en inglés) para describir un estado único de conciencia que supone una absorción total y en el que las intenciones, las competencias y los desafíos que se presentan al yo están en su nivel óptimo. Una persona podría estar tocando un instrumento, escalando una montaña, o realizando su trabajo habitual, pero si está “fluyendo” la experiencia es similar. Csikszentmihalyi describe el placer que sentimos cuando somos capaces de alcanzar ese estado de integración extrema. Sentimos una energía sin límites, una ansiedad mínima y una sensación de control de nuestras acciones. Descubrí la conexión entre fluir y disociación por primera vez cuando estaba trabajando con una adolescente severamente disociativa que estaba afrontando las secuelas del abuso sexual que le había infringido su hermano mayor. Me contó que su única experiencia de sentirse “real” había sido cuando formaba parte del equipo de remo de la escuela, cuando remaba sincronizada con el resto de su equipo y todas las chicas hundían el remo en el agua en el mismo momento. En esos momentos se sentía completamente absorta y plenamente presente. Durante la terapia utilizamos esa sensación experimentada mientras remaba con su equipo como índice de su proximidad a ese estado de ser “real” en otros aspectos de su vida. Aunque los estados disociativos y el fluir implican estrechar el enfoque, en el estado disociativo la energía mental se utiliza para expulsar determinado contenido mental de la conciencia. El esfuerzo utilizado para mantener un estado disociativo reduce la energía, mientras que fluir se describe como algo energizante y que no requiere esfuerzo. Los clientes que han conseguido la integración del yo ciertamente no están en estado de flujo todo el tiempo, pero la capacidad de experimentar momentos más frecuentes de flujo está ahí, ya que todo el potencial del yo está accesible. Este potencial pleno incluye un nivel de desarrollo del yo que excede al fluir. Csikszentmihalyi (1993) describe casos de personas que consiguen un nivel de evolución que denomina el “yo trascendente”. Son personas que incorporan en su propio sentimiento del yo el deseo de mejorar la vida de los demás y obtienen un sentimiento de sentido y satisfacción al verse como parte de un todo global. Este nivel de integración también se observa en muchos de los jóvenes que he tenido el privilegio de tratar. Una de las características más gratificantes que se pueden observar

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en los niños supervivientes hacia el final del tratamiento es el deseo de encontrar una manera de utilizar su propia desgracia para ayudar a los demás. Así, hay clientes que nos dicen que quieren ser terapeutas infantiles, o que quieren ser abogados, políticos o jueces para ayudar a cambiar de algún modo la difícil situación de los niños que han vivido traumas como ellos. Adina es un buen ejemplo de las características detectadas en niños que prosperan tras el tratamiento, que son capaces de utilizar sus experiencias para estimular lo que a veces se denomina “crecimiento postraumático” (Tedeschi y Calhoun, 2004). Ella era una superviviente de abuso sexual infantil y del trauma de decisiones erróneas del juzgado de familia que la enviaron a vivir con su maltratador, a pesar de sus propias explicaciones ante múltiples profesionales. Cuando por fin quedó liberada del abuso a los ocho años, recibió terapia durante un par de años y al final del tratamiento, Adina, que en ese momento tenía diez años, me dijo: “Siento que me he recuperado de alguna extraña enfermedad. Mi vida es una imagen perfecta. Ahora puedo sentirlo. Mi cerebro está conectado”. Varios años después, Adina había superado la integración física y emocional representada por esa afirmación y parecía lograr los niveles más elevados descritos por Csikszentmihalyi. Con quince años Adina era una adolescente tranquila y confiada y la invitaron a participar en una reunión organizada por la Oficina de violencia contra la mujer para ayudar a formar a distintos profesionales sobre la necesidad de reformas legales que protejan a las mujeres y a los niños en casos de custodia. Adina explicó su historia con lágrimas en los ojos y rogó al público que escuchara “las voces de los niños”. Uno de los participantes le preguntó si estaba enfadada y resentida por haber tenido que luchar tantísimo para finalmente liberarse del abuso sufrido. Adina pensó unos segundos y a continuación respondió lentamente: “No. Siempre habrá gente mala en el mundo, pero yo debo haber vivido todo eso por alguna razón. No todos los menores podrían ser igual de valientes que yo para contar lo que ocurrió, y no todos los menores podrían estar aquí, ante esta audiencia, y educar a los demás. En cierto modo, tengo suerte por poder utilizar mis experiencias para ayudar a los demás”. La audiencia se quedó sin habla por su candor, su sabiduría y el elevado nivel de integración personal que sus intervenciones revelaban. Hoy Lisa y Jennifer son profesionales sanitarias, casadas y con hijos propios. Sonya es profesora de educación física. Ángela está estudiando neurociencia en una prestigiosa Universidad. Timothy asiste con regularidad al instituto y ha abandonado las clases de educación especial; además, su madre y su abuela han descartado la idea de enviarla a que reciba tratamiento residencial. En ocasiones los niños repiten los errores de sus

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padres, pero la mayoría de mis clientes que finalizan el tratamiento y cuyas familias se han implicado en su terapia ahora se desarrollan bien y han regresado con energía a la trayectoria de una vida normal con sus altibajos –afectados por el trauma, pero no congelados por un pasado traumático. La resiliencia, la creatividad y la esperanza que manifiestan sigue sorprendiéndome día a día, me inspira, y hace que todo el durísimo trabajo de la terapia con niños supervivientes valga la pena. El verdadero éxito del tratamiento se observa cuando la recuperación del trauma se amplía a la siguiente generación. Balina, a la que conocieron en el Prefacio, una auténtica veterana de los centros de acogida ya que a sus nueve años ya había estado en nueve centros, concertó una visita conmigo cuando tuvo 24 para hablar de su hijo de tres años. Hacía poco que trabajaba como gestora de casos para el Departamento de servicios sociales y me contó lo difícil que había sido el nacimiento de su hijo prematuro, a las 24 semanas de gestación. El bebé nació con graves problemas digestivos y sufrió varias separaciones de la madre durante los ingresos hospitalarios. “Sus problemas médicos le están afectando psicológicamente”, me dijo. “Quiero que crezca sano y que no lo afronte como hice yo, con disociación y agresiones. ¿Puede ayudarme a aprender a gestionar sus berrinches y sus miedos? Quiero ser la mejor madre posible para mi hijo”. Cuando les vi juntos, observé el apego seguro del niño con la madre, la capacidad de Balina para jugar y establecer límites apropiados para la edad, y supe que ese pequeño tenía un futuro prometedor al cuidado de su madre. Balina había decidido que el ciclo de abandonos y maltratos iba a concluir con ella. Ese precioso niño, que jugaba feliz con plastilina en mi consulta y buscaba expectante las sonrisas generosas y la motivación de su madre, era la prueba viviente del fin del ciclo de trauma del desarrollo.

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358

Anexo A Guía de intervenciones centradas en la disociación: programa EDUCATE E de Educar sobre la disociación y los procesos traumáticos 1. 2. 3. 4. 5. 6.

Las conductas y los síntomas tienen un significado o un fin. El trauma causa desconexiones en la mente. Una mente sana tiene el máximo de conexiones. Todo el yo tiene que funcionar junto. Las voces y los amigos imaginarios son señales o sentimientos que “hablan”. No se puede prescindir de ninguna parte del yo.

D de motivación de la Disociación: abordar y analizar los factores que mantienen al cliente ligado a las estrategias disociativas 1. Crear esperanza. 2. Confrontar la necesidad de disociación: pros y contras. 3. Alentar las consecuencias realistas y la responsabilidad central. U (de Understand en inglés): entender lo que está escondido, desenmarañar las partes secretas del afecto, la identidad o los repertorios de conducta que se activan automáticamente 1. Potenciar los dibujos, el juego simbólico o la descripción de estados ocultos con un enfoque de buena acogida. 2. Animar al niño a que “escuche su interior”. 3. Describirle las acciones de las que no se acuerda con una confrontación amable. C (de Claim en inglés): reclamar como propios esos aspectos ocultos del yo

359

1. 2. 3. 4. 5. 6. 7.

Reformular el contenido disociado negativo. Potenciar la gratitud –técnica de la “nota de agradecimiento”. Negociar con las partes ocultas del yo. Facilitar el recuerdo con las incontingencias del entorno. Desestigmatizar los comportamientos olvidados. Destacar los sentimientos con juegos de rol. Imaginar que rellenamos juntos los huecos de los recuerdos autobiográficos (no traumáticos). 8. Recopilar datos y documentar las señales de contexto. A de modulación de la activación/regulación afectiva/apego: aprender a regular la activación y el flujo y el reflujo de sensaciones en el contexto de las relaciones amorosas 1.Hiperactivación a.Reforzar la seguridad. b.Conectar a nivel simbólico. c.Visualización de respirar y relajar. d.Actividades sensoriomotrices. 2.Adormecimiento e hiperactivación a.Conectar con el cuerpo. b.Activar al niño del bloqueo disociativo. c.Identificar el momento desencadenante y los precursores. d.Desentrañar las trampas y los dilemas ocultos que hacen que los pacientes sigan confiando en esas estrategias evitadoras. e.Cambiar el entorno para liberar al niño de esas trampas. f. Practicar la “repetición” del momento. g.Ensayar estrategias para “permanecer conectado”. h.Reconocer las motivaciones para permanecer disociativo. i. Recompensar la conciencia y la conexión. 3. Regulación afectiva a.Educación afectiva: los sentimientos son señales del cuerpo –la ira es una emoción de autodefensa, los sentimientos no son contagiosos. b.Destacar la conciencia en los momentos de transición. c.Identificar desencadenantes.

360

d.Establecer un vocabulario de sentimientos. e.Visualización para practicar la tolerancia afectiva y la elección de conductas. f. Aportar opciones de conductas alternativas. g.Reforzar el aumento del control y el autocontrol. h.Crear apego entre estados. i. Reforzar y evaluar la seguridad. j. Ayudar a la familia a tolerar la expresión de sentimientos intensos del niño. k.Crear reciprocidad en las relaciones. T de trauma y desencadenantes (triggers en inglés): identificar los precursores de las respuestas automáticas basadas en el trauma y procesar los recuerdos traumáticos asociados 1. 2. 3. 4.

Incitar a hablar del contenido traumático. Procesar los recuerdos sensoriomotores. Procesar el significado traumático del episodio y desarrollar una visión alternativa. Procesar el afecto asociado con el episodio con un cuidador amable o con el terapeuta. 5. Potenciar las experiencias de control tanto en la vida como de forma simbólica. 6. Encontrar el objetivo del flashback y sustituirlo con una situación de control. 7.Escapar del ciclo de apego traumático. E (de Ending en inglés), o fase final de tratamiento 1. 2. 3. 4. 5.

Reforzar las diferencias entre “ahora” y “después”. Salir del ciclo de desmoralización traumática. Explorar las preguntas existenciales. Utilizar símbolos y metáforas para reforzar la integración. Utilizar las experiencias para ayudar a los demás.

361

Anexo B Guía para la entrevista sobre síntomas disociativos en población infantil A: Cambios de conciencia desconcertantes 1. (Si se presencia un lapsus momentáneo): ¿Qué estás haciendo cuando te desconectas así? 2. ¿Qué estabas pensando justo antes de que ocurriera? ¿Has observado qué piensas o qué sientes justo antes de desconectar? 3. ¿Te has quedado alguna vez en blanco, o sin prestar atención en absoluto? ¿Qué estabas haciendo en esos momentos? ¿Qué piensas, oyes, ves, sientes? 4. ¿Tienes un lugar imaginario en tu mente al que te gusta ir? ¿Tienes amigos imaginarios con los que te gusta hablar? 5. ¿Experimentas momentos en los que sientes que estás reviviendo algo de pasado? ¿Qué sientes en esos momentos? 6. ¿Dónde estás cuando no estás prestando atención? 7. ¿Te han dicho que haces cosas extrañas mientras duermes? 8. ¿Te cuesta despertar por la mañana? Explícamelo. 9. ¿A veces te parece que tras dormir profundamente cambias? 10.¿A veces sientes que no estás, que es como si te estuvieras viendo desde la distancia? 11.¿Tienes a veces la sensación de que miras a través de la niebla? B: Experiencias alucinatorias reales 1. Muchas veces los niños que han perdido a alguien que era especial para ellos siguen oyendo que les hablan en la mente. ¿Te ocurre? ¿Qué te dice? 2. Algunos niños sienten que su cerebro está luchando contra él mismo. ¿Te ocurre? ¿Llegas a oír la pelea?

362

3. A veces las palabrotas que los niños no dejan de oír una y otra vez parece que se quedan clavadas en sus mentes. ¿Te ocurre? 4. A veces los niños hacen cosas que querrían no haber hecho. ¿Te ha ocurrido? 5. A veces sienten que no querían, pero alguien o algo les hizo sentir que tenían que hacerlo. ¿Te ha ocurrido algo así? 6. Algunos niños tienen muñecos desde hace mucho tiempo y son especiales para ellos. ¿Tienes un muñeco especial? ¿Hablas con él? ¿Él te habla? 7. Algunos niños tienen amigos invisibles que los demás no pueden ver. ¿Tienes amigos así ahora? ¿Los tenías cuando eras más pequeños? ¿Sientes a veces que los amigos siguen ahí? ¿Puedes verles? C: Cambios marcados de conocimientos, de estados de ánimo o de patrones de conducta y de relación 1. ¿Te ocurre a veces que un día puedes hacer algo y al día siguiente te cuesta muchísimo hacer lo mismo? 2. ¿Te sorprende cuando cambia tu estado de ánimo? Pon algún ejemplo. 3. ¿Tus gustos cambian de un día para el otro? 4. ¿Te parece que tus sentimientos hacia los miembros de tu familia van cambiando? Pon algún ejemplo. D: Lapsus de memoria desconcertantes por la conducta de uno mismo o por episodios vividos recientemente 1. ¿Te olvidas de cosas que deberías recordar? (algo que has hecho con tus amigos, lugares en los que has estado, fiestas de cumpleaños…) 2. ¿Te olvidas a veces de lo que has hecho cuando estás enfadado? Intentemos recordar algún ejemplo juntos. [El terapeuta debería asegurarse de que pone de manifiesto que el enfado era lógico para desestigmatizar la culpa asociada con esos episodios.] 3. Evaluar si se puede hacer que el niño recuerde algo de una conducta pasada que ha olvidado, utilizando incentivos y animándole cariñosamente. 4. ¿Tus amigos te dicen que has hecho cosas que tú no recuerdas haber hecho? 5. ¿Olvidas cosas buenas que te han ocurrido? E: Experiencias somáticas anormales 1. ¿Has observado que no experimentas el dolor igual que los otros niños?

363

2. ¿Te has autolesionado alguna vez repetidamente? ¿Cómo te sientes después de hacerlo? 3. ¿Sufres de algún dolor o discapacidad de la que no se encuentre una razón médica? 4. ¿Tienes momentos de debilidad física inusual, o momentos de fuerza también inusuales? 5. ¿Sufres accidentes en el baño?

364

Anexo C Cuestionario sobre amigos imaginarios 2.0 Joyanna L. Silberg, Doctora en Medicina

1. Mi(s) amigo(s) imaginario(s) es/son más que imaginario(s). V

F

2. Mi(s) amigo(s) imaginarios me da(n) buenos consejos. V

F

3. Tengo más de un amigo imaginario y discuten entre ellos. V

F

4. Mi amigo imaginario me chincha y me gustaría que desapareciera. V

F

5. Mi(s) amigo(s) imaginario(s) toma(n) el control y me hace(n) hacer cosas que yo no quiero hacer. V

F

6. Mi(s) amigo(s) imaginario(s) me piden que guarde secretos. V

F

7. Mi(s) amigo(s) imaginario(s) intenta(n) mandar en mí. V

F

8. Mi(s) amigo(s) imaginario(s) sabe(n) cosas de mi vida que yo no sé. V

F

9. Mi(s) amigo(s) imaginario(s) tiene(n) competencias y capacidades que yo no tengo. V

F

365

10.A mi(s) amigo(s) imaginario(s) no le(s) gusta que los demás le(s) conozcan(n). V

F

11.Mi amigo imaginario juega conmigo cuando estoy solo. V

F

12.Me encantaría que todo el mundo pudiera ver a mi(s) amigo(s) imaginario(s) como yo lo(s) veo. V

F

13.Mi amigo imaginario me ayuda cuando tengo miedo. V

F

14.Mi amigo imaginario se me acerca cuando estoy enfadado. V

F

15.Mi amigo imaginario se me acerca cuando estoy contento. V

F

Puntuar el cuestionario sobre amigos imaginarios El cuestionario sobre amigos imaginarios puede utilizarse para ayudar a diferenciar entre fenómenos de amigos imaginarios normales y fenómenos disociativos patológicos. Los estudios al respecto sugieren que las preguntas 1, 3, 4, 5, 7, 10 y 14 son más características de niños hospitalizados con problemas conductuales y emocionales severos y a los que se les han diagnosticado síntomas y trastornos disociativos.

366

Anexo D Lista de comprobación para niños disociativos (CDC), Versión 3 Puntuar la lista de comprobación para niños disociativos Este instrumento ha sido diseñado para utilizarlo como herramienta de cribaje clínico para la identificación de la patología disociativa en población infantil. En la muestra de validación inicial, los niños diagnosticados con trastorno disociativo no especificado obtuvieron una puntuación media de 16,8 con una desviación estándar de 4,7. Los niños de los que se considera que tienen un trastorno de identidad disociativa obtuvieron una puntuación media de 24,5 con una desviación estándar de 5,2. En otros estudios la media fue de 22 para los niños disociativos diagnosticados. Cualquier puntuación superior a 12 debería considerarse sospechosa, y las puntuaciones superiores a 19 son causa de preocupación de trastorno disociativo grave. Referencias Putnam, F. W., Helmers, K. y Trickett, P. K. (1993). Development, reliability, and validity of a child dissociation scale. Child Abuse & Neglect, 17, 731–741. Silberg, J. L. (1998). Dissociative symptomatology in children and adolescents as displayed of psychological testing. Journal of Personality Assessment, 71, 421–439. También disponible en: http://www.seinstitute.com/pdf_files/cdc.pdf Lista de comprobación para niños disociativos, Versión 3 Frank W. Putnam, MD Fecha: ___________ Edad: ______ Sexo: H M Identificación: _____________ A continuación, se enumeran las conductas que describen los niños. Para cada

367

elemento que describa a su hijo ahora o en los últimos 12 meses, marque el 2 si el elemento es muy cierto. Marque el 1 si el elemento es en cierto modo o a veces cierto en el caso de su hijo. Si el elemento no es cierto, marque el 0. 0 1

2

1. El niño/a no recuerda o niega experiencias traumáticas o dolorosas que se sabe que han sucedido.

0 1

2

2. Por momentos parece aturdido o entra en estados tipo trance o suele parecer “como en las nubes”. Es posible que los maestros indiquen que suele “soñar despierto” en la escuela.

0 1

2

3. Muestra rápidos cambios en su personalidad. Puede pasar de ser tímido a excederse, de femenino a masculino, de tímido a agresivo.

0 1

2

4. Se muestra inusualmente olvidadizo o confuso acerca de cosas que debería saber como, por ejemplo, olvidarse los nombres de amigos, maestros u otras personas importantes, perder las cosas o perderse fácilmente.

0 1

2

5. Posee un pobre sentido del tiempo. Pierde la noción del tiempo, puede pensar que es la mañana cuando en realidad es la tarde, se confunde acerca del día que es, o aparece confundido acerca de cuándo sucedió algo.

0 1

2

6. Muestra marcadas variaciones diarias o incluso de hora en hora en sus habilidades, conocimientos, preferencias sobre comidas, habilidades físicas, por ejemplo, cambios en la escritura, en el recuerdo de información previamente aprendida, (como las tablas de multiplicar, por ejemplo), ortografía, uso de material o habilidades artísticas.

0 1

2

7. Muestra rápidas regresiones en el nivel evolutivo de conductas, por ejemplo, un chico de 12 años empieza a hablar como bebé, se chupa el pulgar, o dibuja como si tuviera 4 años.

0 1

2

8. Tiene dificultades para aprender de la experiencia; por ejemplo: las explicaciones, el uso de disciplina normal o los castigos no cambian su conducta.

0 1

2

9. Continúa mintiendo o negando su mala conducta aun cuando la evidencia de esta es obvia.

0 1

2

10. Se refiere a sí mismo/a en tercera persona (por ejemplo, “él”, “ella”, “suyo/a”), o a veces insiste en ser llamado/a con otro nombre. También puede manifestar que cosas que ha hecho él o ella le han sucedido a otra persona.

0 1

2

11. Sufre molestias físicas que cambian rápidamente tales como –por ejemplo– dolor de cabeza o de estómago. Puede quejarse de un dolor de

368

cabeza y al momento parece olvidarse por completo de dicho dolor. 0 1

2

12. Se muestra inusualmente precoz a nivel sexual y puede intentar conductas sexuales inapropiadas para su edad con otros niños o adultos.

0 1

2

13. Sufre heridas inexplicables o incluso puede –a veces- lastimarse deliberadamente.

0 1

2

14. Manifiesta oír voces que le hablan. Las voces pueden sonar amistosas o enojadas y pueden provenir de “amigos imaginarios” o parecerse a las voces de los padres, de amigos o de maestros.

0 1

2

15. Tiene un amigo o amigos imaginario(s) muy real(es). Puede insistir en que tal(es) amigo(s) imaginario(s) es/son responsable(s) de cosas que ha hecho el niño o la niña.

0 1

2

16. Tiene intensas explosiones de rabia, por lo general sin causa aparente, y puede desarrollar una inusual fuerza física durante tales episodios.

0 1

2

17. Tiene frecuentes episodios de sonambulismo.

0 1

2

18. Tiene experiencias nocturnas inusuales, por ejemplo, manifiesta que ve “fantasmas” o que suceden cosas de noche de las que no puede dar cuenta (por ejemplo, juguetes rotos, heridas inexplicables).

0 1

2

19. Frecuentemente habla consigo mismo; a veces puede usar una voz diferente o discutir consigo mismo.

0 1

2

20. Posee dos o más personalidades diferentes y separadas que controlan su conducta.

Puntuar en la escala de experiencias disociativas en población adolescente El estudio de validación inicial indica una puntuación media de 4,8 en adolescentes disociativos (S.D. 1.1). Armstrong et al. (1997) concluyeron que una puntuación de 3,7 sería preocupante y sugeriría un grado de disociación importante. En una muestra turca la puntuación media fue de 6,2 entre adolescentes disociativos (S.D. 1.98), una puntuación media de 3,94 entre adolescentes con TEPT (S.D. 1.54), y el grupo no clínico, el grupo de trastornos del estado de ánimo, y los grupos de trastornos de ansiedad registraron unas puntuaciones medias de alrededor de 2,4 (Zoruglu et al., 2002).

369

Anexo E Escala II de experiencias disociativas en población adolescente (A-DES) Referencias Armstrong, J., Putnam, F. W., Carlson, E., Libero, D. y Smith, S. (1997). Development and validation of a measure of adolescent dissociation: The Adolescent Dissociative Experience Scale. Journal of Nervous and Mental Disease, 185, 491–497. Zoruglu, S. S., Sar, V., Tuzun, U., Tutkun, H., Savas, H. A. (2002) Reliability and validity of the Turkish version of the adolescent dissociative experiences scale. Psychiatry and Clinical Neurosciences, 56, 5, 551–556. Escala II de experiencias disociativas en población adolescente (A-DES) Judith Armstrong, Doctora en Medicina Eve Bernstein Carlson, Doctora en Medicina Frank Putnam, Doctor en Medicina Instrucciones Se plantean preguntas sobre distintos tipos de experiencias que le ocurren a las personas. En cada pregunta hay que rodear con un círculo el número que indica con cuánta frecuencia le ocurre la experiencia. Marque el “0” si nunca le ha ocurrido, y marque el “10” si le ocurre siempre. Si ocurre a veces, pero no siempre, marque el número entre 1 y 9 que mejor describa la frecuencia con la que le ocurre. Cuando responda a las preguntas, solo tiene que decir lo mucho o lo poco que le ocurren las situaciones que se describen SIN HABER CONSUMIDO ni alcohol ni drogas. Ejemplo: 0

1

2

3

4

5

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(nunca)

7

8

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10 (siempre)

Fecha: ___________ Edad: ______ Sexo: H M Identificación: _____________

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1. Me quedo tan atrapado viendo la tele, leyendo o jugando a los videojuegos que no sé qué está pasando a mi alrededor. 0

1

2

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10 (siempre)

2. Me dan exámenes o tareas que no recuerdo haber hecho. 0

1

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3. MTengo sentimientos muy fuertes que no parecen míos. 0

1

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9

(nunca)

10 (siempre)

4. Puedo hacer algo muy bien un día, y otro día no sé hacerlo. 0

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(nunca)

10 (siempre)

5. Me dicen que hago o digo cosas que no recuerdo haber hecho o haber dicho. 0

1

2

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(nunca)

10 (siempre)

6. Me siento como inmerso en una niebla o alejado de todo, y las cosas que me rodean me parecen irreales. 0

1

2

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(nunca)

10 (siempre)

7. Me confundo porque no sé si he hecho algo o solo he pensado en hacerlo. 0

1

2

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5

6

371

7

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9

10

(nunca)

(siempre)

8. Miro al reloj, veo que ha pasado el tiempo y no recuerdo qué ha ocurrido. 0

1

2

3

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10

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(siempre)

9. Oigo voces dentro de mi cabeza que no son la mía. 0

1

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10.Cuando estoy en un lugar en el que no quiero estar, puedo escapar con la mente. 0

1

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11.Soy tan bueno mintiendo y fingiendo que hasta yo mismo me lo creo. 0

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10 (siempre)

12.Me veo “despertando” mientras estoy haciendo algo. 0

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13.No me reconozco en el espejo. 0

1

2

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14.Me veo yendo a algún lugar o haciendo algo y no sé por qué.

372

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1

2

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15.Me encuentro en algún lugar y no recuerdo cómo llegué. 0

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16.Tengo pensamientos que realmente parece que no son míos. 0

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17.Creo que puedo hacer que el dolor físico desaparezca. 0

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10 (siempre)

18.No sé si las cosas han ocurrido de verdad o si solo las he soñado o he pensado en ellas. 0

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(nunca)

10 (siempre)

19.Me veo haciendo algo que sé que está mal, aunque realmente no quiero hacerlo. 0

1

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3

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(nunca)

10 (siempre)

20.Me dicen que a veces actúo de una manera tan distinta que parezco otra persona. 0

1

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10 (siempre)

373

21.Es como si tuviera paredes dentro de mi mente. 0

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(nunca)

10 (siempre)

22.Encuentro escritos, dibujos o cartas que he tenido que hacer yo, pero no recuerdo haberlo hecho. 0

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23.Es como si algo en mi interior me hiciera hacer cosas que no quiero hacer. 0

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24.No puedo decir si estoy recordando algo o si me está ocurriendo de verdad. 0

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25.Me veo de pie, fuera de mi cuerpo, mirándome como si fuera otra persona. 0

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10 (siempre)

26.Mis relaciones con mi familia y mis amigos cambian de repente y no sé por qué. 0

1

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27.Siento que mi pasado es como un puzle y que faltan algunas piezas. 0

1

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374

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(siempre)

28.Me enfrasco tanto con mis juguetes o mis peluches que parecen estar vivos. 0

1

2

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10 (siempre)

29.Siento que hay varias personas en mi interior. 0

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30.Parece que mi cuerpo no me pertenece. 0

1

2

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(nunca)

7

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10 (siempre)

375

Anexo F Escala de experiencias disociativas para población infantil e índice de estrés postraumático (EDPI/TEPT

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Puntuar la Escala de experiencias disociativas en población infantil y el Índice de estrés postraumático Hay cuatro versiones de esta herramienta. Una para hombres blancos, una para hombres afroamericanos, una para mujeres blancas y una para mujeres afroamericanas. Las preguntas de las distintas versiones son las mismas, con la única diferencia de los nombres que se utilizan. Aquí se reproduce la versión desarrollada para mujeres blancas. Para las otras versiones, escribir al autor, Bradley Stolbach ([email protected]). Para calcular la puntuación total hay que combinar las puntuaciones de EDPI y de TEPT (es decir, el total de todas las respuestas excepto los ítems 20, 28 y 36). Una puntuación total de 43 fue el corte para TEPT definitivo derivado en el estudio original, y estudios posteriores y la utilización clínica de la medición sugieren que es un punto de corte válido. Los totales en pacientes de 30 a 40 años parecen relacionarse con síntomas sublímite sustancias de TEPT o “TEPT parcial”. Las escalas EDPI y el TEPT no parecen funcionar como subescalas distintas. No obstante, en general, si un niño puntúa una media de más de 1 por ítem (EDPI > 21 o TEPT > 13) es probable que esté experimentando niveles clínicos de síntomas en esa área. Una puntuación falsa de 5 o más debería preocupar, y un 7 o más sugiere que las respuestas no son válidas y que seguramente el niño está indicando menos síntomas como respuesta a otras mediciones o entrevistas clínicas. Más información en la hoja de puntuaciones a continuación.

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Anexo G Lista de comprobación clínica para amnesia autobiográfica • ¿Ha explicado que esos síntomas son comunes y los ha desestigmatizado ante el niño y los padres? • ¿Ha identificado formas en las que la conducta se está reforzando en el entorno y se está revirtiendo este patrón? (P. ej. atención negativa por parte de los padres o evitación de consecuencias desagradables) • ¿Ha ayudado a los padres a entender que esas conductas son casi siempre involuntarias, aunque tengan un pequeño componente voluntario? • ¿Ha ayudado a identificar algún pensamiento traumático asociado con el inicio de la conducta? • ¿Ha identificado algún estado oculto, amigo imaginario o voz asociados con la conducta y los ha añadido como aliados? • ¿Ha ayudado al niño a centrarse en las sensaciones asociadas a orinar y defecar? • ¿Ha recompensado incluso avances mínimos hacia tener una mayor conciencia y control sensorial? • ¿Ha identificado algún hecho traumático que esté ocurriendo ahora en el entorno y ha reducido la exposición del niño?

387

Anexo H Lista de comprobación para terapeutas para la gestión de la incontinencia urinaria y fecal • ¿Sabe el cliente que la ira es un sentimiento de supervivencia necesario y que no es mala? •¿Se le ha ayudado a sentir agradecimiento por su ira y su rabia, aunque ahora le esté causando problemas? •¿Entiende el cliente las consecuencias realistas de su conducta de rabia actual? •¿Ha identificado algún estado interno que albergue la rabia? •¿Hay algún plan de contingencia para que el cambio le valga la pena al niño en su totalidad, como las percepciones y los objetivos del yo disociativo? •¿Ha identificado un origen de la rabia? •¿Ha identificado creencias sobre falta de seguridad que pudieran ser subyacentes a esa rabia? (P. ej. el maltratador regresará, yo volveré al orfanato…) •¿Ha suministrado y practicado un plan de acción alternativa para cuando se desencadene? (P. ej. un espacio para calmarse) •¿Ha ayudado al menor a apegarse plenamente a un cuidador, incluida la parte disociada y enfadada del yo?

388

Anexo I Lista de comprobación de ¿por qué me lesiono? Me lesiono . . . . . . . 1. Para dejar de sentirme tan mal o tan tenso.

S N

2. Para “alejar” pensamientos molestos.

S N

3. Para sentir que tengo un mayor control de mi cuerpo.

S N

4. Para que las heridas interiores e invisibles se vuelvan exteriores y visibles.

S N

5. Para crear una oportunidad y una razón para cuidar de mí mismo.

S N

6. Para “mostrar” experiencias traumáticas anteriores.

S N

7. Para dejar de hablar de mi historia de traumas.

S N

8. Para vengarme.

S N

9. Para exteriorizar la ira que tengo dentro.

S N

10. Para marcar una ocasión o un episodio y acordarme de que ocurrió.

S N

11. Para castigarme por conductas que creo que son vergonzosas, pecaminosas o S N malas 12. Para gritar que necesito ayuda.

S N

13. Para desconectar, disociar o adormecerme.

S N

14. Para regresar a la realidad o dejar de sentirme “fuera de ella”.

S N

15. Para sentirme a salvo y más seguro dentro de las heridas externas y visibles.

S N

16. Para sentirme único, especial o diferente.

S N

17. Para sentir prisa.

S N

18. Para lograr un sentido de identidad.

S N

19. Para volver a conectar conmigo mismo y sentirme completo o vivo.

S N

20. Para estimularme.

S N

389

21. Para purificar o limpiar mi cuerpo.

S N

22. Para distraerme de algo o de alguien que me amenaza.

S N

23. Para detener las voces, o los amigos imaginarios.

S N

24. Para sentir paz y tranquilidad.

S N

25. Para castigar o controlar a otras personas.

S N

26. Para que los demás conecten conmigo.

S N

27. Para mostrar lo mucho que me odio.

S N

28. Para obtener la atención de alguien importante en mi vida.

S N

29. Para dejar marca y que los demás sepan que mi dolor es real.

S N

Otras razones: __________________________________________________________________________________ __________________________________________________________________________________ __________________________________________________________________________________ __________________________________________________________________________________ Adaptado de Ferentz, L. (2012) Treating Self-Destructive Behaviors in Trauma Survivors: A Clinician’s Guide. Routledge: Nueva York, NY.

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Anexo J Lista de comprobación para clínicos para la gestión de niños y adolescentes agresivos • ¿Ha identificado los detonantes de la conducta que pueden estar relacionados con un trauma del pasado y ha validado los sentimientos asociados con esos detonantes? • ¿Ha posibilitado la comunicación directa de ira justificable en las sesiones familiares y ha dotado al menor de cierta sensación de poder organizando cambios en la familia? • ¿Ha practicado técnicas de visualización sobre puntos de elección y cambio, o lugares seguros para la parte disociada del yo?

391

Anexo K Lista de comprobación para clínicos para trabajar en familia • ¿Ha explicado la naturaleza y el objetivo de los afectos, los efectos del trauma y la naturaleza de la disociación? • ¿Ha ayudado a los padres a entender lo difíciles que son para el niño las tácticas de supervivencia y les ha explicado que no deberían tomarse las conductas extremas de su hijo como algo personal? • ¿Ha trabajado para identificar desencadenantes familiares de reacciones traumáticas y estados afectivos intensos y ha intentado mitigarlos? • ¿Ha desensibilizado las reacciones automáticas ante expresiones faciales o frases? • ¿Ha instruido a la familia en cuanto a que deben mantener unos límites apropiados? • ¿Le ha otorgado algún poder al niño en la relación con los padres, para revertir su sensación de impotencia y la ineficacia de las relaciones? • ¿Ha ayudado al niño a comunicar los sentimientos angustiosos sin que los padres sobrerreaccionen ni se pongan a la defensiva y les ha ayudado a mostrar empatía? • ¿Ha explicado la importancia de las amistades y ha ayudado a la familia a que potencie actividades normales con los amigos? • ¿Ha identificado alguna dinámica familiar que sirva para reforzar la disociación y ha intentado revertirla? • ¿Ha ayudado a la familia a creer en el menor y en un futuro positivo? • ¿Ha ayudado a los padres a ampliar el amor hacia todo el niño, incluidos los estados disociativos alienados o enfadados, los amigos imaginarios o las voces? ¿Ha elaborado respuestas respetuosas para los estados disociativos que promuevan la expresión apropiada de sentimientos sin regresiones ni manifestaciones?

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cuerpo y a comprender cómo la fisiología puede estar indicándoles que algo no va bien. Con claridad y ejercicios fáciles de seguir, sintetiza los últimos descubrimientos en neurociencia, el tratamiento del trauma y el poder de la empatía para desarrollar un método de sanación eficiente, que literalmente conecta de nuevo nuestro cerebro y restablece nuestra capacidad de amarnos a nosotros mismos y de lograr la regulación emocional y el bienestar.

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profesionales clínicos guíen a sus clientes mientras estos aprenden a transformar los patrones de las ondas cerebrales, ofreciendo una nueva ventana al tratamiento de las enfermedades mentales. En este innovador libro, la experimentada profesional clínica Sebern Fisher nos muestra con entusiasmo la profunda capacidad que tiene el Neurofeedback para ayudar a tratar uno de los problemas de salud mental más difíciles de nuestro tiempo: el abuso infantil severo, la negligencia o el abandono, también conocidos como Trauma del desarrollo.

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Este libro nos muestra por qué la autocompasión se encuentra en el núcleo de la sanación terapéutica, y nos enseña también el modo de integrar la formación de la compasión en la práctica clínica. Tim Desmond ofrece una orientación excepcionalmente clara, accesible e intuitiva. Doctora Tara Brach Los investigadores comprenden ahora que la autocompasión es una habilidad que puede fortalecerse a través de la práctica, y que mejora la salud mental y el bienestar. Al cultivar la habilidad de la autocompasión en sus clientes, los profesionales de la salud mental pueden ayudarles a manejar de manera más efectiva y sostenible las emociones difíciles, a transformar las creencias centrales negativas, a gestionar los estados depresivos y la ansiedad, a ir más allá del sufrimiento y a motivarse a sí mismos con una actitud bondadosa en lugar de crítica. Este libro integra las enseñanzas tradicionales budistas y el mindfulness con la ciencia de vanguardia de diferentes sectores –incluidas la neurobiología, la neurociencia cognitiva, la investigación de resultados de la psicoterapia y la psicología positiva–, a fin de explicar el modo en que los profesionales clínicos pueden ayudar a sus clientes a desarrollar una actitud más cariñosa, amable e indulgente hacia la autocompasión.

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El tratamiento de la disociación relacionada con el trauma Un enfoque integrador y práctico Kathy Steele - Suzette Boon - Onno Van Der Hart ISBN: 978-84-330-3017-7 www.edesclee.com

Todos los terapeutas se enfrentan a dificultades similares cuando tratan a pacientes altamente disociados. Este libro ofrece una visión general de la neuropsicología de la disociación entendida como un trastorno asociado a la no-percepción, además de otros capítulos sobre la evaluación, pronóstico, formulación del caso, planificación del tratamiento y fases y objetivos del mismo. Los autores describen en qué debemos centrarnos al iniciar una terapia compleja y la forma de hacerlo; cómo ayudar a los pacientes a afianzar un entorno seguro tanto interno como externo; cómo trabajar de forma sistemática las distintas partes disociativas del paciente; cómo fijar y mantener unos límites útiles; maneras específicas de mantener el centro de atención en el proceso, más que en el contenido; cómo abordar el apego desorganizado y la dependencia hacia el terapeuta de manera compasiva y eficaz; cómo ayudar a los pacientes a integrar los recuerdos traumáticos; qué hacer cuando el paciente se muestra enfurecido o violento, crónicamente avergonzado, evitativo, o incapaz de confiar en el terapeuta; y cómo comprender y trabajar compasivamente las resistencias. Las distintas actitudes relacionales hacia el paciente son la columna vertebral del tratamiento y constituyen en sí mismas unas intervenciones terapéuticas esenciales. En

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razón de ello, el libro se centra no sólo en unas intervenciones terapéuticas sumamente prácticas y teóricamente sólidas, sino que concede una gran importancia a cómo debemos ser y estar con los pacientes, describiendo algunos enfoques innovadores y compasivamente colaboradores, sobre la base de las más recientes investigaciones en el ámbito del apego y de la psicología evolutiva.

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BIBLIOTECA DE PSICOLOGÍA Dirigida por Vicente Simón Pérez y Manuel Gómez Beneyto 2. PSICOTERAPIA POR INHIBICIÓN RECÍPROCA, por Joceph Wolpe. 3. MOTIVACIÓN Y EMOCIÓN, por Charles N. Cofer. 4. PERSONALIDAD Y PSICOTERAPIA, por John Dollard y Neal E. Miller. 5. AUTOCONSISTENCIA: UNA TEORÍA DE LA PERSONALIDAD. por Prescott Leky. 9. OBEDIENCIA A LA AUTORIDAD. Un punto de vista experimental, por Stanley Milgram. 10. RAZÓN Y EMOCIÓN EN PSICOTERAPIA, por Alberto Ellis. 12. GENERALIZACIÓN Y TRANSFER EN PSICOTERAPIA, por A. P. Goldstein y F. H. Kanfer. 13. LA PSICOLOGÍA MODERNA. Textos, por José M. Gondra. 16. MANUAL DE TERAPIA RACIONAL-EMOTIVA, por A. Ellis y R. Grieger. 17. EL BEHAVIORISMO Y LOS LÍMITES DEL MÉTODO CIENTÍFICO, por B. D. Mackenzie. 18. CONDICIONAMIENTO ENCUBIERTO, por Upper-Cautela. 19. ENTRENAMIENTO EN RELAJACIÓN PROGRESIVA, por Berstein-Berkovec. 20. HISTORIA DE LA MODIFICACIÓN DE LA CONDUCTA, por A. E. Kazdin. 21. TERAPIA COGNITIVA DE LA DEPRESIÓN, por A. T. Beck, A. J. Rush y B. F. Shawn. 22. LOS MODELOS FACTORIALES-BIOLÓGICOS EN EL ESTUDIO DE LA PERSONALIDAD,por F. J. Labrador. 24. EL CAMBIO A TRAVÉS DE LA INTERACCIÓN, por S. R. Strong y Ch. D. Claiborn. 27. EVALUACIÓN NEUROPSICOLÓGICA, por M.ª Jesús Benedet. 28. TERAPÉUTICA DEL HOMBRE. EL PROCESO RADICAL DE CAMBIO, por J. Rof Carballo yJ. del Amo. 29. LECCIONES SOBRE PSICOANÁLISIS Y PSICOLOGÍA DINÁMICA, por Enrique Freijo. 30. CÓMO AYUDAR AL CAMBIO EN PSICOTERAPIA, por F. Kanfer y A. Goldstein. 31. FORMAS BREVES DE CONSEJO, por Irving L. Janis. 32. PREVENCIÓN Y REDUCCIÓN DEL ESTRÉS, por Donald Meichenbaum y Matt E. Jaremko. 33. ENTRENAMIENTO DE LAS HABILIDADES SOCIALES, por Jeffrey A. Kelly. 34. MANUAL DE TERAPIA DE PAREJA, por R. P. Liberman, E. G. Wheeler, L. A. J. M. de visser. 35. PSICOLOGÍA DE LOS CONSTRUCTOS PERSONALES. Psicoterapia y personalidad,por Alvin W. Landfìeld y Larry M. Leiner. 37. PSICOTERAPIAS CONTEMPORÁNEAS. Modelos y métodos, por S. Lynn y J. P. Garske. 38. LIBERTAD Y DESTINO EN PSICOTERAPIA, por Rollo May. 39. LA TERAPIA FAMILIAR EN LA PRÁCTICA CLÍNICA, Vol. I. Fundamentos teóricos, por Murray Bowen. 40. LA TERAPIA FAMILIAR EN LA PRÁCTICA CLÍNICA, Vol. II. Aplicaciones, por Murray Bowen. 41. MÉTODOS DE INVESTIGACIÓN EN PSICOLOGÍA CLÍNICA, por Bellack y Harsen. 42. CASOS DE TERAPIA DE CONSTRUCTOS PERSONALES, por R. A. Neimeyer y G. J. Neimeyer. BIOLOGÍA Y PSICOANÁLISIS, por J. Rof Carballo. 43. PRÁCTICA DE LA TERAPIA RACIONAL-EMOTIVA, por A. Ellis y W. Dryden. 44. APLICACIONES CLÍNICAS DE LA TERAPIA RACIONAL-EMOTIVA, por Albert Ellis yMichael E. Bernard. 45. ÁMBITOS DE APLICACIÓN DE LA PSICOLOGÍA MOTIVACIONAL, por L. Mayor y F. Tortosa. 46. MÁS ALLÁ DEL COCIENTE INTELECTUAL, por Robert. J. Sternberg. 47. EXPLORACIÓN DEL DETERIORO ORGÁNICO CEREBRAL, por R. Berg, M. Franzen yD. Wedding. 48. MANUAL DE TERAPIA RACIONAL-EMOTIVA, Volumen II, por Albert Ellis y Russell M. Grieger. 49. EL COMPORTAMIENTO AGRESIVO. Evaluación e intervención, por A. P. Goldstein y H. R. Keller. 50. CÓMO FACILITAR EL SEGUIMIENTO DE LOS TRATAMIENTOS TERAPÉUTICOS. Guía práctica para los profesionales de la salud, por Donald Meichenbaum y Dennis C. Turk. 51. ENVEJECIMIENTO CEREBRAL, por Gene D. Cohen.

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52. PSICOLOGÍA SOCIAL SOCIOCOGNITIVA, por Agustín Echebarría Echabe. 53. ENTRENAMIENTO COGNITIVO-CONDUCTUAL PARA LA RELAJACIÓN, por J. C. Smith. 54. EXPLORACIONES EN TERAPIA FAMILIAR Y MATRIMONIAL, por James L. Framo. 55. TERAPIA RACIONAL-EMOTIVA CON ALCOHÓLICOS Y TOXICÓMANOS, por Albert Ellis y otros. 56. LA EMPATÍA Y SU DESARROLLO, por N. Eisenberg y J. Strayer. 57. PSICOSOCIOLOGÍA DE LA VIOLENCIA EN EL HOGAR, por S. M. Stith, M. B. Williams y K. Rosen. 58. PSICOLOGÍA DEL DESARROLLO MORAL, por Lawrence Kohlberg. 59. TERAPIA DE LA RESOLUCIÓN DE CONFICTOS, por Thomas J. D´Zurilla. 60. UNA NUEVA PERSPECTIVA EN PSICOTERAPIA. Guía para la psicoterapia psicodinámica de tiempo limitado, por Hans H. Strupp y Jeffrey L. Binder. 61. MANUAL DE CASOS DE TERAPIA DE CONDUCTA, por Michel Hersen y Cynthia G. Last. 62. MANUAL DEL TERAPEUTA PARA LA TERAPIA COGNITIVO-CONDUCTUAL EN GRUPOS, por Lawrence I. Sank y Carolyn S. Shaffer. 63. TRATAMIENTO DEL COMPORTAMIENTO CONTRA EL INSOMNIO PERSISTENTE,por Patricia Lacks. 64. ENTRENAMIENTO EN MANEJO DE ANSIEDAD, por Richard M. Suinn. 65. MANUAL PRÁCTICO DE EVALUACIÓN DE CONDUCTA, por Aland S. Bellak y Michael Hersen. 66. LA SABIDURÍA. Su naturaleza, orígenes y desarrollo, por Robert J. Sternberg. 67. CONDUCTISMO Y POSITIVISMO LÓGICO, por Laurence D. Smith. 68. ESTRATEGIAS DE ENTREVISTA PARA TERAPEUTAS, por W. H. Cormier y L. S. Cormier. 69. PSICOLOGÍA APLICADA AL TRABAJO, por Paul M. Muchinsky. 70. MÉTODOS PSICOLÓGICOS EN LA INVESTIGACIÓN Y PRUEBAS CRIMINALES, porDavid L. Raskin. 71. TERAPIA COGNITIVA APLICADA A LA CONDUCTA SUICIDA, por A. Freemann y M. A. Reinecke. 72. MOTIVACIÓN EN EL DEPORTE Y EL EJERCICIO, por Glynn C. Roberts. 73. TERAPIA COGNITIVA CON PAREJAS, por Frank M. Datillio y Christine A. Padesky. 74. DESARROLLO DE LA TEORÍA DEL PENSAMIENTO EN LOS NIÑOS, por Henry M. Wellman. 75. PSICOLOGÍA PARA EL DESARROLLO DE LA COOPERACIÓN Y DE LA CREATIVIDAD, por Maite Garaigordobil. 76. TEORÍA Y PRÁCTICA DE LA TERAPIA GRUPAL, por Gerald Corey. 77. TRASTORNO OBSESIVO-COMPULSIVO. Los hechos, por Padmal de Silva y Stanley Rachman. 78. PRINCIPIOS COMUNES EN PSICOTERAPIA, por Chris L. Kleinke. 79. PSICOLOGÍA Y SALUD, por Donald A. Bakal. 80. AGRESIÓN. Causas, consecuencias y control, por Leonard Berkowitz. 81. ÉTICA PARA PSICÓLOGOS. Introducción a la psicoética, por Omar França-Tarragó. 82. LA COMUNICACIÓN TERAPÉUTICA. Principios y práctica eficaz, por Paul L. Wachtel. 83. DE LA TERAPIA COGNITIVO-CONDUCTUAL A LA PSICOTERAPIA DE INTEGRACIÓN, por Marvin R. Goldfried. 84. MANUAL PARA LA PRÁCTICA DE LA INVESTIGACIÓN SOCIAL, por Earl Babbie. 85. PSICOTERAPIA EXPERIENCIAL Y FOCUSING. La aportación de E.T. Gendlin, por Carlos Alemany (Ed.). 86. LA PREOCUPACIÓN POR LOS DEMÁS. Una nueva psicología de la conciencia y la moralidad, por Tom Kitwood. 87. MÁS ALLÁ DE CARL ROGERS, por David Brazier (Ed.). 88. PSICOTERAPIAS COGNITIVAS Y CONSTRUCTIVISTAS. Teoría, Investigación y Práctica, por Michael J. Mahoney (Ed.). 89. GUÍA PRÁCTICA PARA UNA NUEVA TERAPIA DE TIEMPO LIMITADO, por Hanna Levenson. 90. PSICOLOGÍA. Mente y conducta, por Mª Luisa Sanz de Acedo. 91. CONDUCTA Y PERSONALIDAD, por Arthur W. Staats. 92. AUTO-ESTIMA. Investigación, teoría y práctica, por Chris Mruk. 93. LOGOTERAPIA PARA PROFESIONALES. Trabajo social significativo, por David Guttmann. 94. EXPERIENCIA ÓPTIMA. Estudios psicológicos del flujo en la conciencia, por Mihaly Csikszentmihalyi e Isabella Selega Csikszentmihalyi. 95. LA PRÁCTICA DE LA TERAPIA DE FAMILIA. Elementos clave en diferentes modelos, por Suzanne Midori Hanna y Joseph H. Brown. 96. NUEVAS PERSPECTIVAS SOBRE LA RELAJACIÓN, por Alberto Amutio Kareaga. 97. INTELIGENCIA Y PERSONALIDAD EN LAS INTERFASES EDUCATIVAS, por Mª Luisa Sanz de Acedo

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Lizarraga. 98. TRASTORNO OBSESIVO COMPULSIVO. Una perspectiva cognitiva y neuropsicológica, por Frank Tallis. 99. EXPRESIÖN FACIAL HUMANA. Una visión evolucionista, por Alan J. Fridlund. 100. CÓMO VENCER LA ANSIEDAD. Un programa revolucionario para eliminarla definitivamente, por Reneau Z. Peurifoy. 101. AUTO-EFICACIA: Cómo afrontamos los cambios de la sociedad actual, por Albert Bandura (Ed.). 102. EL ENFOQUE MULTIMODAL. Una psicoterapia breve pero completa, por Arnold A. Lazarus. 103. TERAPIA CONDUCTUAL RACIONAL EMOTIVA (REBT). Casos ilustrativos, por Joseph Yankura y Windy Dryden. 104. TRATAMIENTO DEL DOLOR MEDIANTE HIPNOSIS Y SUGESTIÓN. Una guía clínica, por Joseph Barber. 105. CONSTRUCTIVISMO Y PSICOTERAPIA, por Guillem Feixas Viaplana y Manuel Villegas Besora. 106. ESTRÉS Y EMOCIÓN. Manejo e implicaciones en nuestra salud, por Richard S. Lazarus. 107. INTERVENCIÓN EN CRISIS Y RESPUESTA AL TRAUMA. Teoría y práctica, por Barbara Rubin Wainrib y Ellin L. Bloch. 108. LA PRÁCTICA DE LA PSICOTERAPIA. La construcción de narrativas terapéuticas, por Alberto Fernández Liria y Beatriz Rodríguez Vega. 109. ENFOQUES TEÓRICOS DEL TRASTORNO OBSESIVO-COMPULSIVO, por Ian Jakes. 110. LA PSICOTERA DE CARL ROGERS. Casos y comentarios, por Barry A. Farber, Debora C. Brink y Patricia M. Raskin. 111. APEGO ADULTO, por Judith Feeney y Patricia Noller. 112. ENTRENAMIENTO ABC EN RELAJACIÓN. Una guía práctica para los profesionales de la salud, por Jonathan C. Smith. 113. EL MODELO COGNITIVO POSTRACIONALISTA. Hacia una reconceptualización teórica yclínica, por Vittorio F. Guidano, compilación y notas por Álvaro Quiñones Bergeret. 114. TERAPIA FAMILIAR DE LOS TRASTORNOS NEUROCONDUCTUALES. Integración de la neuropsicología y la terapia familiar, por Judith Johnson y William McCown. 115. PSICOTERAPIA COGNITIVA NARRATIVA. Manual de terapia breve, por Óscar F. Gonçalves. 116. INTRODUCCIÓN A LA PSICOTERAPIA DE APOYO, por Henry Pinsker. 117. EL CONSTRUCTIVISMO EN LA PSICOLOGÍA EDUCATIVA, por Tom Revenette. 118. HABILIDADES DE ENTREVISTA PARA PSICOTERAPEUTAS VOL 1. Con ejercicios del profesor Vol 2. Cuaderno de ejercicios para el alumno, por Alberto Fernández Liria y Beatriz Rodríguez Vega. 119. GUIONES Y ESTRATEGIAS EN HIPNOTERAPIA, por Roger P. Allen. 120. PSICOTERAPIA COGNITIVA DEL PACIENTE GRAVE. Metacognición y relación terapéutica, por Antonio Semerari (Ed.). 121. DOLOR CRÓNICO. Procedimientos de evaluación e intervención psicológica, por Jordi Miró. 122. DESBORDADOS. Cómo afrontar las exigencias de la vida contemporánea, por Robert Kegan. 123. PREVENCIÓN DE LOS CONFLICTOS DE PAREJA, por José Díaz Morfa. 124. EL PSICÓLOGO EN EL ÁMBITO HOSPITALARIO, por Eduardo Remor, Pilar Arranz y Sara Ulla. 125. MECANISMOS PSICO-BIOLÓGICOS DE LA CREATIVIDAD ARTÍSTICA, por José Guimón. 126. PSICOLOGÍA MÉDICO-FORENSE. La investigación del delito, por Javier Burón (Ed.). 127. TERAPIA BREVE INTEGRADORA. Enfoques cognitivo, psicodinámico, humanista y neuroconductual, por John Preston (Ed.). 128. COGNICIÓN Y EMOCIÓN, por E. Eich, J. F. Kihlstrom, G. H. Bower, J. P. Forgas y P. M. Niedenthal. 129. TERAPIA SISTÉMATICA DE PAREJA Y DEPRESIÓN, por Elsa Jones y Eia Asen. 130. PSICOTERAPIA COGNITIVA PARA LOS TRASTORNOS PSICÓTICOS Y DE PERSONALIDAD, Manual teórico-práctico, por Carlo Perris y Patrick D. Mc.Gorry (Eds.). 131. PSICOLOGÍA Y PSIQUIATRÍA TRANSCULTURAL. Bases prácticas para la acción, por Pau Pérez Sales. 132. TRATAMIENTOS COMBINADOS DE LOS TRASTORNOS MENTALES. Una guía de intervenciones psicológicas y farmacológicas, por Morgan T. Sammons y Norman B. Schmid. 133. INTRODUCCIÓN A LA PSICOTERAPIA. El saber clínico compartido, por Randolph B. Pipes y Donna S. Davenport. 134. TRASTORNOS DELIRANTES EN LA VEJEZ, por Miguel Krassoievitch. 135. EFICACIA DE LAS TERAPIAS EN SALUD MENTAL, por José Guimón. 136. LOS PROCESOS DE LA RELACIÓN DE AYUDA, por Jesús Madrid Soriano. 137. LA ALIANZA TERAPÉUTICA. Una guía para el tratamiento relacional, por Jeremy D. Safran y J. Christopher Muran.

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138. INTERVENCIONES PSICOLÓGICAS EN LA PSICOSIS TEMPRANA. Un manual de tratamiento, por John F.M. Gleeson y Patrick D. McGorry (Coords.). 139. TRAUMA, CULPA Y DUELO. Hacia una psicoterapia integradora. Programa de autoformación en psicoterpia de respuestas traumáticas, por Pau Pérez Sales. 140. PSICOTERAPIA COGNITIVA ANALÍTICA (PCA). Teoría y práctica, por Anthony Ryle e Ian B. Kerr. 141. TERAPIA COGNITIVA DE LA DEPRESIÓN BASADA EN LA CONSCIENCIA PLENA. Un nuevo abordaje para la prevención de las recaídas, por Zindel V. Segal, J. Mark G. Williams y John D. Teasdale. 142. MANUAL TEÓRICO-PRÁCTICO DE PSICOTERAPIAs COGNITIVAs, por Isabel Caro Gabalda. 143. TRATAMIENTO PSICOLÓGICO DEL TRASTORNO DE PÁNICO Y LA AGORAFOBIA. Manual para terapeutas, por Pedro Moreno y Julio C. Martín. 144. MANUAL PRÁCTICO DEL FOCUSING DE GENDLIN, por Carlos Alemany (Ed.). 145. EL VALOR DEL SUFRIMIENTO. Apuntes sobre el padecer y sus sentidos, la creatividad y la psicoterapia, por Javier Castillo Colomer. 146. CONCIENCIA, LIBERTAD Y ALIENACIÓN, por Fabricio de Potestad Menéndez y Ana Isabel Zuazu Castellano. 147. HIPNOSIS Y ESTRÉS. Guía para profesionales, por Peter J. Hawkins. 148. MECANISOS ASOCIATIVOS DEL PENSAMIENTO. La “obra magna” inacabada de Clark L. Hull, por José Mª Gondra. 149. LA MENTE EN DESARROLLO. Cómo interactúan las relaciones y el cerebro para modelar nuestro ser, por Daniel J. Siegel. 150. HIPNOSIS SEGURA. Guía para el control de riesgos, por Roger Hambleton. 151. LOS TRASTORNOS DE LA PERSONALIDAD. Modelos y tratamiento, por Giancarlo Dimaggio y Antonio Semerari. 152. EL YO ATORMENTADO. La disociación estructural y el tratamiento de la traumatización crónica, por Onno van der Hart, Ellert R.S. Nijenhuis y Kathy Steele. 153. PSICOLOGÍA POSITIVA APLICADA, por Carmelo Vázquez y Gonzalo Hervás. 154. INTEGRACIÓN Y SALUD MENTAL. El proyecto Aiglé 1977-2008, por Héctor Fernández-Álvarez. 155. MANUAL PRÁCTICO DEL TRASTORNO BIPOLAR. Claves para autocontrolar las oscilaciones del estado de ánimo, por Mónica Ramírez Basco. 156. PSICOLOGÍA Y EMERGENCIA. Habilidades psicológicas en las profesiones de socorro y emergencia, por Enrique Parada Torres (coord.) 157. VOLVER A LA NORMALIDAD DESPUÉS DE UN TRASTORNO PSICÓTICO. Un modelo cognitivorelacional para la recuperación y la prevención de recaídas, por Andrew Gumley y Matthias Schwannauer. 158. AYUDA PARA EL PROFESIONAL DE LA AYUDA. Psicofisiología de la fatiga por compasión y del trauma vicario, por Babette Rothschild. 159. TEORÍA DEL APEGO Y PSICOTERAPIA. En busca de la base segura, por Jeremy Holmes. 160. EL TRAUMA Y EL CUERPO. Un modelo sensoriomotriz de psicoterapia, por Pat Ogden, Kekuni Minton y Clare Pain. 161. INSOMNIO. Una guía cognitivo-conductual de tratamiento, por Michael L. Perlis, Carla Jungquist, Michael T. Smith y Donn Posner. 162. PSICOTERAPIA PARA ENFERMOS EN RIESGO VITAL, por Kenneth J. Doka. 163. MANUAL DE PSICODRAMA DIÁDICO. Bipersonal, individual, de la relación, por Pablo Población Knappe. 164. MANUAL BÁSICO DE EMDR. Desensibilización y reprocesamiento mediante el movimiento de los ojos, por Barbara J. Hensley. 165. TRASTORNO BIPOLAR: EL ENEMIGO INVISIBLE. Manual de tratamiento psicológico, por Ana González Isasi. 166. HACIA UNA PRÁCTICA EFICAZ DE LAS PSICOTERAPIAS COGNITIVAS. Modelos y técnicasprincipales, por Isabel Caro Gabalda. 167. PSICOLOGÍA DE LA INTERVENCIÓN COMUNITARIA, por Itziar Fernández (Ed.). 168. LA SOLUCIÓN MINDFULNESS. Prácticas cotidianas para problemas cotidianos, por Roland D. Siegel. 169. MANUAL CLÍNICO DE MINDFULNESS, por Fabrizio Didonna (Ed.). 170. MANUAL DE TÉCNICAS DE INTERVENCIÓN COGNITIVO CONDUCTUALES, por Mª Ángeles Ruiz Fernández, Marta Isabel Díaz García, Arabella Villalobos Crespo. 172. EL APEGO EN PSICOTERAPIA, por David J. Wallin. 173. MINDFULNESS EN LA PRÁCTICA CLÍNICA, por Mª Teresa Miró Barrachina - Vicente Simón Pérez (Eds.).

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174. LA COMPARTICIÓN SOCIAL DE LAS EMOCIONES, por Bernard Rimé. 175. PSICOLOGÍA. Individuo y medio social, por Mª Luisa Sanz de Acedo. 176. TERAPIA NARRATIVA BASADA EN ATENCIÓN PLENA PARA LA DEPRESIÓN, por Beatriz Rodríguez Vega – Alberto Fernández Liria 177. MANUAL DE PSICOÉTICA. ÉTICA PARA PSICÓLOGOS Y PSIQUIATRAS, por Omar França 178. GUÍA DE PROTOCOLOS ESTÁNDAR DE EMDR. Para terapeutas, supervisores y consultores, por Andrew M. Leeds, Ph.d 179. INTERVENCIÓN EN CRISIS EN LAS CONDUCTAS SUICIDAS, por Alejandro Rocamora Bonilla. 180. EL SÍNDROME DE LA MUJER MALTRATADA, por Lenore E. A. Walker y asociados a la investigación. 182. ACTIVACIÓN CONDUCTUAL PARA LA DEPRESIÓN. Una guía clínica, por Christopher R. Martell, Sona Dimidjian y Ruth Herman-Dunn 183. PREVENCIÓN DE RECAÍDAS EN CONDUCTAS ADICTIVAS BASADA EN MINDFULNESS. Guía clínica, por Sarah Bowen, Neha Chawla y G. Alan Marlatt 185. TERAPIA COGNITIVA BASADA EN MINDFULNESS PARA EL CÁNCER, por Trish Bartley 186. EL NIÑO ATENTO. Mindfulness para ayudar a tu hijo a ser más feliz, amable y compasivo, por Susan Kaiser Greenland 187. TERAPIA COGNITIVO-CONDUCTUAL CON MINDFULNESS INTEGRADO. Principios y práctica, por Bruno A. Cayoun 188. VIVIR LA ANSIEDAD CON CONCIENCIA. Libérese de la preocupación y recupere su vida, por Susan M. Orsillo, PhD, Lizabeth Roemer, PhD. 189. TERAPIA DE ACEPTACIÓN Y COMPROMISO. Proceso y práctica del cambio consciente (mindfulness), por Steven C. Hayes; Kirk Strosahl Y Kelly G. Wilson 190. VIVIR CON DISOCIACIÓN TRAUMÁTICA. Entrenamiento de habilidades para pacientes y terapeutas, por Suzette Boon, Kathy Steele y Onno Van Der Hart 192. DROGODEPENDIENTES CON TRASTORNO DE LA PERSONALIDAD. Guía de intervenciones psicológicas, por José Miguel Martínez González y Antonio Verdejo García 193. ARTE Y CIENCIA DEL MINDFULNESS. Integrar el mindfulness en la psicología y en las profesiones de ayuda. Prólogo de Jon Kabat-Zinn, por Shauna L. Shapiro y Linda E. Carlson 195. MANUAL DE TERAPIA SISTÉMICA. Principios y herramientas de intervención, por A. Moreno (Ed.) 197. TERAPIA DE GRUPO CENTRADA EN ESQUEMAS. Manual de tratamiento simple y detallado con cuaderno de trabajo para el paciente, por Joan M. Farrell y Ida A. Shaw 198. TERAPIA CENTRADA EN LA COMPASIÓN. Características distintivas, por Paul Gilbert 199. MINDFULNESS Y PSICOTERAPIA. Edición ampliamente revisada del texto clásico profesional, por Christopher K. Germer, Ronald D. Siegel Y Paul R. Fulton 200. MANUAL DE TRATAMIENTO DEL TRASTORNO DE ESTRÉS POSTRAUMÁTICO. Técnicas sencillas y eficaces para superar los síntomas del trastorno de estrés postraumático, por Mary Beth Williams, PhD, LCSW y CTS, Soili Poijula, PhD 201. CUIDADOS DE ENFERMERÍA SOBRE LA BASE DE LOS PUNTOS FUERTES. Un modelo de atención para favorecer la salud y la curación de la persona y la familia, por Laurie N. Gottlieb 203. EL SER RELACIONAL. Más allá del Yo y de la Comunidad, por Kenneth J. Gergen 204. LA PAREJA ALTAMENTE CONFLICTIVA. Guía de terapia dialéctico-conductual para encontrar paz, intimidad y reconocimiento, por Alan E. Fruzzetti 205. SENTARSE JUNTOS. Habilidades esenciales para una psicoterapia basada en el mindfulness, por Susan M. Pollak, Thomas Pedulla y Ronald D. Siegel 206. PSICOTERAPIA SENSORIOMOTRIZ. Intervenciones para el trauma y el apego, por Pat Ogden y Janina Fisher 207. PSICOTERAPIA SENSORIOMOTRIZ. Intervenciones para el trauma y el apego, por Pat Ogden y Janina Fisher 208. ¿TRATAR LA MENTE O TRATAR EL CEREBRO?. Hacia una integración entre psicoterapia y psicofármacos, por Julio Sanjuán 210. EL MUNDO DE LA ESCENA Psicodrama en el espacio y el tiempo, por Pablo Población Kanappe y Elisa López Barberá; con la colaboración de Mónica González Días de la Campa 211. TRATAMIENTO BASADO EN LA MENTALIZACIÓN PARA TRASTORNOS DE LA PERSONALIDAD. Una guía práctica, por Anthony Bateman y Peter Fonagy 212. FOCUSING EN LA PRÁCTICA CLÍNICA. La esencia del cambio, por Ann Weiser Cornell 213. PSICOTERAPIA CENTRADA EN LA TRANSFERENCIA. Su aplicación al trastorno límite de la personalidad, por Frank E. Yeomans, John F. Clarkin y, Otto F. Kernberg

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214. TORTURA PSICOLÓGICA. Definición, evaluación y medidas, por Pau Pérez-Sales 215. MANUAL PRÁCTICO DE PSICOTERAPIA INTEGRADORA HUMANISTA. Tratamiento de 69 problemas en los procesos de valoración, decisión y práxicos - VOL2, por Ana Gimeno-Bayón y Ramón Rosal 216. LA FORMULACIÓN EN LA PSICOLOGÍA Y LA PSICOTERAPIA. Dando sentido a los problemas de la gente, por Lucy Johnstone, Rudi Dallos 217. MANUAL PRÁCTICO DE TERAPIA DIALÉCTICO CONDUCTUAL. Ejercicios prácticos de TDC para aprendizaje de Mindfulness, Eficacia Interpersonal, Regulación Emocional y Tolerancia a la Angustia, por Matthew Mckay, Jeffrey C. Wood y Jeffrey Brantley 218. MINDFULNESS: UN CAMINO DE DESARROLLO PERSONAL. Programa de desarrollo personal Mindfulness Based Mental Balance (MBMB), por Santiago Segovia 219. MINDFULNESS PARA EL DUELO PROLONGADO. Una guía para recuperarse de la pérdida de un ser querido cuando la depresión, la ansiedad y la ira no desaparecen, por Sameet M. Kumar 220. TÉCNICAS DE TRATAMIENTO BASADAS EN MINDFULNESS. Guía clínica de la base de evidencias y aplicaciones, por Ruth Baer (Ed.) 222. MANUAL DE TÉCNICAS Y TERAPIAS COGNITIVO CONDUCTUALES, por Marta Isabel Díaz García, Mª Ángeles Ruiz Fernández, Arabella Villalobos Crespo 223. VIDA COMPASIVA BASADA EN MINDFULNESS. Un nuevo programa de entrenamiento para profundizar en mindfulness con heartfulness, por Erik van den Brik; Frits Koster 224. NEUROFEEDBACK EN EL TRATAMIENTO DEL TRAUMA DEL DESARROLLO. Calmar el cerebro impulsado por el miedo, por Sebern F. Fisher 225. AUTORREGULACIÓN CON MINDFULNESS Y YOGA. Manual básico para profesionales de la salud mental, por Catherine P. Cook-Cottone 226. EXPERIMENTAR LA TCC DESDE DENTRO. Manual de AutoPráctica/AutoReflexión para terapeutas, por James Bennett 227. LA PRÁCTICA DE LA TERAPIA SISTÉMICA, por Alicia Moreno 228. SIETE CASOS CLÍNICOS TRATADOS CON PSICOTERAPIA INTEGRADORA HUMANISTA, por Ana Gimeno-Bayón (Editora) 229. MANUAL PRÁCTICO DE MINDFULNESS Y ACEPTACIÓN CONTRA LA DEPRESIÓN. Cómo utilizar la Terapia de Aceptación y Compromiso (ACT) para superar la depresión y crear una vida que merezca la pena vivir, por Kirk D. Strosahl, Patricia J. Robinson 230. ENTRAR EN TERAPIA. Las siete puertas de la terapia sistémica, por Stefano Cirillo, Matteo Selvini, Anna Maria Sorrentino 231. GUÍA PARA LA ENSEÑANZA DEL MINDFULNESS. Habilidades y competencias esenciales para enseñar las intervenciones basadas en el mindfulness, por Rob Brandsma 232. LA INTEGRACIÓN DEL EMDR EN LA PRÁCTICA CLÍNICA, por Liz Royle, MA, MBACP , Catherine Kerr, MSC, MBACP 233. LA AUTOCOMPASIÓN EN PSICOTERAPIA. Prácticas basadas en la conciencia plena para la curación y la transformación, por Tim Desmond, prólogo de Richard J. Davidson 234. LA DEFUSIÓN COGNITIVA EN LA PRÁCTICA. Guía clínica para valorar, observar y apoyar el cambio en tu cliente, por John T. Blackledge 235. TERAPIA DE ACEPTACIÓN Y COMPROMISO PARA PAREJAS. Guía clínica para utilizar Mindfulness, Valores y Consciencia de los Esquemas Mentales para reconstruir las relaciones , por Avigail Lev - Matthew Mckay 236. EL TRATAMIENTO DE LA DISOCIACIÓN RELACIONADA CON EL TRAUMA. Un enfoque integrador y práctico, por Kathy Steele - Suzette Boon - Onno Van Der Hart 238. TU YO RESONANTE. Meditaciones guiadas y ejercicios para desarrollar la capacidad de curación de tu cerebro, por Sarah Peyton - Prólogo de Bonnie Badenoch 239. TERAPIA NARRATIVA CENTRADA EN SOLUCIONES, por Linda Metcalf 240. EL NIÑO SUPERVIVIENTE. Curar el trauma del desarrollo y la disociación, por Joyanna L. Silverg

Serie PSICOTERAPIAS COGNITIVAS Dirigida por Isabel Caro Gabalda 171. TERAPIA COGNITIVA PARA TRASTORNOS DE ANSIEDAD. Ciencia y práctica, por David A. Clark y Aaron T. Beck. 181. PSICOTERAPIA CONSTRUCTIVISTA Rasgos distintivos, por Robert A. Neimeyer. 184. TERAPIA DE ESQUEMAS Guía práctica, por Jeffrey E. Young, Janet S. Klosko, Marjorie E. Weishaar.

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191. TRASTORNOS DE ANSIEDAD Y FOBIAS. Una perspectiva cognitiva, por Aaron T. Beck y Gary Emery, con la colaboración de Ruth Greenberg 194. EL USO DEL LENGUAJE EN PSICOTERAPIA COGNITIVA Conceptos y técnicas principales de la terapia lingüística de evaluación, por Isabel Caro Gabalda 196. TERAPIA DE SOLUCIÓN DE PROBLEMAS. Manual de tratamiento, por Arthur M. Nezu, Christine Maguth Nezu y Thomas J. D’Zurilla 202. MANUAL DE INTERVENCIÓN CENTRADA EN DILEMAS PARA LA DEPRESIÓN, por Guillem Feixas Viaplana y Victoria Compañ Felipe 205. TRABAJANDO CON CLIENTES DIFÍCILES. Aplicaciones de la terapia de valoración cognitiva, por Richard Wessler, Sheenah Hankin y Jonathan Stern 209. MANUAL PRÁCTICO PARA LA ANSIEDAD Y LAS PREOCUPACIONES. La solución cognitiva conductual, por David A. Clark y Aaron T. Beck 221. CONCEPTUALIZACIÓN COLABORATIVA DEL CASO. Trabajar de forma eficaz con los clientes en la terapia cognitivo-conductual, por Willem Kuyken, Christine A. Padesky y Robert Dudley 237. TERAPIA METACOGNITIVA PARA LA ANSIEDAD Y LA DEPRESIÓN, por Adrian Wells

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Índice Portada interior Créditos Prólogo a la edición española Agradecimientos Prefacio 1. El trauma y sus efectos

2 3 5 8 10 16

La negación Los efectos psicológicos del maltrato El trauma del desarrollo Los efectos neurológicos del trauma

18 20 25 28

2. Un modelo de disociación integrativo desde el punto de vista del desarrollo Teoría de la evitación afectiva La mente sana Los momentos de transición

34 38 47 49

3. Consideraciones diagnósticas

52

Crear una alianza y evaluar las motivaciones Evaluar los momentos de transición Evaluar los episodios traumáticos

4. Evaluar los procesos disociativos Evaluar los cambios de conciencia desconcertantes Evaluar las experiencias alucinatorias muy reales Evaluar los cambios desconcertantes de conducta Evaluar la amnesia Evaluar los síntomas somáticos Conductas de riesgo Discapacidades del desarrollo Instrumentos para la evaluación

5. Iniciar el viaje del tratamiento

56 57 59

61 64 66 73 75 77 78 79 80

85

Principios del tratamiento La relación terapéutica

86 91

408

6. Educar y motivar

94

Intervenciones centradas en la disociación: el modelo “educate” E: Educar D: Motivación de la disociación

7. Tender puentes entre los distintos “yoes” La fase de “entender” lo que está oculto del modelo educate Siguiente fase del modelo “educate”: reclamar lo que está oculto como propio

8. “Intento olvidarme de recordar”

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Restaurar la memoria autobiográfica Aumentar la motivación para el recuerdo con contingencias del entorno Desestigmatizar las conductas olvidadas y los sentimientos asociados Destacar los sentimientos a través del juego de rol Imaginar juntos Recoger datos y documentar las señales de contexto Buscar estados disociativos ocultos Advertencias Otras causas de amnesia Olvidos globales

9. Entablar amistad con el cuerpo

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El niño hiperactivado Regular la activación mediante actividades sensoriomotrices La visualización Cuando el cuerpo está insensibilizado La autolesión Golpearse la cabeza Síntomas de dolor somatoforme y conversión Integrar el control

10. Permanecer despiertos

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Estrategias para revertir el bloqueo disociativo Trastornos del sueño

11. Crear apego entre estados

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Revertir la automaticidad Educación afectiva: identificar el propósito de los sentimientos Conciencia afectiva en los momentos de transición Identificar y expresar los afectos: crear un vocabulario de sentimientos 409

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Metáforas y visualización para reforzar la tolerancia de los afectos y el cambio flexible de uno a otro Proponer una actividad alternativa para expresar la ira Cómo usar el refuerzo conductual para ayudar a aprender a regular los afectos Crear vínculo entre estados Transmitir seguridad

12. Terapia familiar centrada en el niño La postura del terapeuta Psicoeducación Implosión de empatía: hablar de heridas, de dolor, de traición o de ira en la terapia familiar Identificar los detonantes Crear reciprocidad Potenciar actividades y relaciones adecuadas a la edad Creencias de la familia traumatizada Patrones familiares disociogénicos Cambios de estado durante la terapia familiar

13. Reescribir el guion mental

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¿Cuándo es el momento adecuado para procesar el trauma con niños y adolescentes? Componentes del procesamiento de los recuerdos traumáticos Contar la historia a las figuras de apego Resolución con los maltratadores Los flashbacks Consideraciones forenses

14. Interactuar con las instituciones Continuidad de la asistencia: desafiar las normas y las políticas que no tienen sentido Duración suficiente del tratamiento: considerar el pago fuera de los sistemas de seguros privados o establecer contratos especiales Colaborar con otros proveedores de tratamientos Interacciones con el sistema judicial: mantener nuestra integridad Debemos luchar para ser un ejemplo del mundo humano que estamos intentando crear para nuestros clientes

15. La integración del yo

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Afrontar los fracasos y los desafíos

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Dar respuesta a las preguntas existenciales: el niño como filósofo Los grupos como complemento al tratamiento Escribir cartas para hablar del crecimiento tras el tratamiento La integración

Bibliografía Anexo A Guía de intervenciones centradas en la disociación: programa EDUCATE Anexo B Guía para la entrevista sobre síntomas disociativos en población infantil Anexo C Cuestionario sobre amigos imaginarios 2.0 Anexo D Lista de comprobación para niños disociativos (CDC), Versión 3 Anexo E Escala II de experiencias disociativas en población adolescente (A-DES) Anexo F Escala de experiencias disociativas para población infantil e índice de estrés postraumático (EDPI/TEPT) Anexo G Lista de comprobación clínica para amnesia autobiográfica Anexo H Lista de comprobación para terapeutas para la gestión de la incontinencia urinaria y fecal Anexo I Lista de comprobación de ¿por qué me lesiono? Anexo J Lista de comprobación para clínicos para la gestión de niños y adolescentes agresivos Anexo K Lista de comprobación para clínicos para trabajar en familia Otros Libros Tu yo resonante Neurofeedback en el tratamiento del trauma del desarrollo La autocompasión en psicoterapia El tratamiento de la disociación relacionada con el trauma

Biblioteca de psicología

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