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Spanish Pages 275 Year 2020
. © Leda M. Pérez, editora, 2019 De esta edición: © Universidad del Pacífico Av. Salaverry 2020 Lima 15072, Perú LA ECONOMÍA DEL CUIDADO, MUJERES Y DESARROLLO: PERSPECTIVAS DESDE EL MUNDO Y AMÉRICA LATINA Leda M. Pérez (editora) 1.ª edición: julio de 2019 Diseño de la carátula: Icono Comunicadores ISBN ebook: 978-9972-57-434-4
BUP La economía del cuidado, mujeres y desarrollo : perspectivas desde el mundo y América Latina / Leda M. Pérez, editora. -- 1a edición. -- Lima : Universidad del Pacífico, 2019. 365 p. 1. Economía del cuidado 2. Género 3. Trabajo doméstico 4. Mujeres -- Igualdad de oportunidades 5. Corresponsabilidad familiar I. Pérez, Leda M., editor. II. Universidad del Pacífico (Lima) 331.48164 (SCDD)
La Universidad del Pacífico no se solidariza necesariamente con el contenido de los trabajos que publica. Prohibida la reproducción total o parcial de este texto por cualquier medio sin permiso de la Universidad del Pacífico.
Derechos reservados conforme a Ley. Prólogo Nombrar las situaciones injustas ayuda a visibilizarlas. Quebrar estereotipos que reproducen desigualdad y diferencias es una tarea ardua pero necesaria para el cambio. El libro que tengo el gusto de prologar se inscribe en este trajinar. Una y otra vez se ha planteado desde el feminismo la sobrecarga que tienen las mujeres cuando se las hace responsables de las tareas reproductivas, así como el negativo impacto que tienen en su participación social, económica, política y en su desarrollo como seres humanos. No obstante, la división sexual del trabajo permanece casi inamovible. A pesar de la creciente presencia de las mujeres en el trabajo (en sus diferentes formas y niveles), las tareas reproductivas que incluyen las labores domésticas, las de cuidado (de niños y enfermos) y las de gerencia familiar siguen en sus manos y constituyen una carga física y psicológica cada vez más difícil de soportar. El excelente libro que tienen en sus manos nos permite acercarnos a importantes aportes de académicas, de distintas partes del mundo, preocupadas por elaborar y repensar las bases que sirven de sustento a esta desigual distribución del trabajo, que desconoce el esfuerzo de las mujeres y les impide una vida con iguales derechos y oportunidades que sus pares varones. Este texto es muy valioso en varios sentidos a los que quisiera brevemente referirme. El primero es el marco conceptual que guía y articula los artículos: la economía del cuidado. Este enfoque ha sido muy importante para discutir la dicotomía entre trabajo productivo y reproductivo, y mostrar, de manera contundente y con diversas evidencias, la enorme contribución de las mujeres a la economía y al desarrollo. Se trata, entonces, de una nueva mirada que ilumina y pone en valor esferas de trabajo no reconocidas, devaluadas y excluidas —sin razón alguna— de la economía, el crecimiento y el desarrollo. Esta vinculación entre economía del cuidado y desarrollo es otro de los aportes del libro que prologo. Se visibiliza, así, no solo el trabajo de las mujeres en las casas y fuera del mercado sino también el aporte de ellas al desarrollo de los países. Los estudios deconstruyen la noción según la cual lo que sucede en el ámbito privado no tiene valor económico, pues es parte de las «tareas de la mujer», y evidencian las horas de trabajo e identifican el precio que esas horas tendrían en el mercado, las condiciones en que se realizan y el desgaste y estrés que producen en las mujeres que lo realizan. El tiempo de las mujeres ha sido —y sigue siendo— considerado elástico, de manera tal que, en el imaginario social y en las mentes de muchas mujeres, se piensa que no hay mayor problema, pues «podemos con todo» y como «buenas mujeres» nos hacemos cargo de tareas múltiples que podemos manejar. Aparece, así, la imagen de la «supermujer», que, como señalan, cumple con todos sus deberes como madre, esposa y trabajadora, pero olvida los costos que ello tiene para ella y para la sociedad, que lo permite y avala. Esta naturalización de la desigualdad y la injusticia es uno de los elementos más difíciles de remover. Está instalada en las mentes de varones y mujeres,
y se reproduce permanentemente a través de la escuela, los medios de comunicación, la familia, la política y las políticas públicas. Por ello, un tercer elemento muy valioso en el libro es el debate sobre el futuro, el quehacer y las propuestas de cambio que se plantean. En este sentido, el artículo final de Leda Pérez, a manera de conclusión, es extraordinario, por la síntesis conceptual, y la elaboración y la sistematización de propuestas de cambio para un desarrollo inclusivo. Finalmente, y no por ello menos importante, encontramos en el texto los orígenes estructurales de esta situación y las condiciones socioeconómicas y políticas que la hicieron posible y la instalaron como natural. La historia de este despojo es una que nos muestra las relaciones de poder y la manera en que las mujeres fueron expulsadas de la vida social y recluidas en el espacio doméstico. El uso de la fuerza y la violencia es parte de esta historia de exclusión que el libro nos ayuda a conocer y compartir. Para concluir, quisiera señalar la relevancia de cada uno de los textos que se compilan y la manera en que están organizados. Se podrá leer artículos que no son de fácil acceso, que estaban dispersos en distintos repositorios, agotados o en otros idiomas. Tener estos trabajos reunidos en un libro es un gran aporte para todas las personas interesadas en comprender y transformar esta realidad de injusticia y poder. Solo queda agradecer a Leda Pérez por el excelente trabajo realizado. Patricia Ruiz Bravo Decana de la Facultad de Ciencias Sociales de la Pontificia Universidad Católica del Perú Introducción Leda M. Pérez Este libro nace de una conversación, en agosto de 2017, con el Fondo Editorial de la Universidad del Pacífico (UP). En los primeros meses de ese año, yo había diseñado un curso, Women & Development, basado en mi investigación sobre el trabajo doméstico remunerado y la economía del cuidado. Siendo la primera vez en la cual un curso sobre mujeres y temas de género se ofrecía en la UP, se sugirió que pensásemos en la publicación de un reader en el cual se recopilase alguna de la literatura del curso que incluyera tanto las voces de autoras de otras partes del mundo como de la región latinoamericana. Este, a su vez, serviría como un referente para el mencionado curso u otros en el futuro, y no solo en la UP sino también en otras universidades del país y de la región. Por supuesto, accedí a la propuesta, pues, en realidad, el interés en estos temas y en este libro había estado creciendo en mí por algún tiempo. En 2014, ingresé al Centro de Investigación de la Universidad del Pacífico (CIUP) como investigadora afiliada. En esos momentos, sabía que, entre otras cosas, me interesaba investigar sobre la marginación de mujeres. Recibí un importante estímulo en esta dirección cuando llegué a vivir a Lima, en el año 2006. En ese momento, algo que me llamó mucho la
atención fue la prevalencia de mujeres uniformadas —a veces con mandiles — que andaban de aquí para allá con niños y niñas que no eran suyos; que hacían compras para las familias de esas criaturas; que sacaban a sus perros; y, en general, que se encargaban de buena parte del funcionamiento de casas ajenas. Habitualmente, en la mayoría de los hogares de familiares y amistades que yo visitaba (por no decir todos), había una mujer que trabajaba en el servicio doméstico, cuyo trabajo incluía una variedad de actividades, desde la cocina, limpieza y lavandería hasta el cuidado de niños o personas adultas en condición de dependencia. Con el tiempo, me fui interesando cada vez más en las condiciones de trabajo de estas trabajadoras —en su mayoría mujeres y migrantes—. Me sorprendía (e indignaba) la existencia, al menos en Lima, de edificios con entradas separadas para este personal; el uso de uniformes que veía en las calles (pese a que aprendería luego que su uso público es ilegal); y, en algunos casos, enterarme de que estas trabajadoras no solamente comían en espacios separados (la cocina y no el comedor), usando utensilios diferentes (no los usados por «la familia»), sino que incluso su comida era distinta, a veces inferior a aquella consumida por sus empleadores. De esta forma, mi primera impresión fue que había mucha discriminación y desvalorización con respecto a este trabajo y a las personas que lo hacen, y todo ello me pareció muy paradójico, pues estas eran las personas que aseguraban el buen funcionamiento de los hogares y la crianza de hijos de muchas de las familias del país. Siendo esto así, ¿cómo es que las desvalorizaban tanto? En mayo de 2014, a raíz de algunas conversaciones informales acerca del estado de los estudios sobre el trabajo doméstico remunerado, se sostuvo una reunión entre politólogas, sociólogas, antropólogas, economistas y mujeres de otras especialidades para hablar del tema. Pese a acordar que era un área de investigación de gran interés para América Latina y en especial para el Perú, hacía tiempo que no se atendía el tema. Hubo varios estudios importantes en América Latina en las décadas de 1970 y 1980 (Rutté García, 1973; Chaney & García Castro, 1989), y luego algunos que surgieron a inicios del nuevo siglo (Anderson, 2007; Tizziani, 2011, Bernardino-Costa, 2014). No obstante, estos últimos no habían sido muchos. Así, surgió la posibilidad de una línea de estudio en la UP. En diciembre de 2014 presentamos un primer informe para el CIUP, un documento de discusión titulado «¿Al fondo del escalafón? Un estado de la cuestión sobre el trabajo doméstico remunerado en el Perú», que dio a conocer la condición de trabajadoras del hogar en nuestro país entre los años 2004 y 2013. El boom económico experimentado en ese período incidió en las fechas de análisis, pues la pregunta de fondo era si al país, en su conjunto, le va bien, ¿no es lógico que esta misma bonanza se extienda a estas trabajadoras? No obstante, lo que encontramos fue una gran disparidad entre los sueldos de otros trabajadores de la población económicamente activa (PEA) ocupada y aquellos percibidos por estas trabajadoras (Pérez & Llanos, 2015). Estudios subsiguientes constatarían que, para el caso peruano, en realidad estas trabajadoras no cuentan con la misma posibilidad de ascenso laboral y que comúnmente experimentan una
suerte de puerta giratoria a través de la cual entran y salen del mismo sector de empleo doméstico. Este es el resultado de la particularmente alta tasa de informalidad económica del Perú, que se resume para ellas en pocas opciones laborales superiores; la falta de regulaciones eficaces que las protejan; y la discriminación —«pura y dura»— a raíz de la interseccionalidad de su procedencia, género, etnia o estatus migratorio (Pérez & Llanos, 2017). En el Perú, como en otras partes del mundo, las mujeres empezaron a trabajar fuera del hogar más comúnmente a partir de la década de 1930. No obstante, recién a partir del decenio de 1990, la inserción de la mujer en el mercado laboral se ha mantenido estable (Abramo, 2004). Sin embargo, para la mayoría de las mujeres, la experiencia es que, al salir a trabajar fuera de casa, la carga del trabajo doméstico no se reparte de manera equitativa con sus parejas o varones de las familias en general. En la práctica, las tareas domésticas y los cuidados de niñas, niños u otras personas son asumidas por otras mujeres o adolescentes, contratadas de manera privada (a veces formalmente, pero comúnmente en la informalidad, con frecuencia sin una remuneración regular). Asimismo, en los casos en los cuales el Estado brinda algún apoyo en este sentido (guarderías y otros), la mayor parte de las proveedoras de este servicio son mujeres (Razavi, 2011). Con todo, la creciente atención académica a la economía del cuidado en el ámbito global (Antonopoulos, 2009; Batthyány, 2015; England, 2005; Folbre, 2001, 2012, 2015; Razavi, 2007, Razavi & Staab, 2010) es de alta importancia porque ha servido para visibilizar un problema históricamente invisibilizado. Estudiosas feministas y otras y otros han llamado la atención sobre la falsa dicotomía entre trabajo productivo y no productivo (Folbre, 2015; Fraser, 2016), así como también acerca de la falta de conciencia sobre la contribución del trabajo doméstico no remunerado a la reproducción social (Fraser, 1987; Folbre, 2001), tema que se ha complejizado a medida que las mujeres están cada vez más empleadas en la fuerza laboral. Pues no solo hay que atender la «doble jornada» citada por feministas de la segunda ola (Friedan, 1963; Hochschild, 1989) en relación con la doble responsabilidad de la mujer que trabaja fuera de la casa y también dentro de ella, sino que además hay que preguntar quién se ocupa de los quehaceres de la casa cuando la mujer sale a trabajar, si es que no es ella misma, y por qué sigue siendo esta una pregunta dirigida hacia las mujeres y no a la familia y al Estado (Antonopoulos, 2009; Batthyány, 2015; Young, 2001). Además, la investigación más reciente ha colocado este tema como uno de acción urgente en cuanto a políticas públicas concernientes a la igualdad de género y el desarrollo (Razavi & Staab, 2010; Staab & Gerhard, 2010; Molyneux, 2006, 2007). De hecho, si bien se ha progresado en la incursión de mujeres en el mercado laboral y en el sistema educativo, la barrera principal relacionada con su progreso laboral y profesional sigue siendo la maternidad y la comparativamente mayor responsabilidad que las mujeres mantienen con respecto al hogar (Organización Internacional del Trabajo, 2016). Pese a programas y políticas en pro de licencias maternas, y hasta algunas muy modestas licencias paternas en algunos países, las mujeres, en el ámbito mundial y en particular en América Latina, siguen siendo las principalmente responsables del sector doméstico y especialmente de lo que
concierne al cuidado de niños y otros seres vulnerables. En el análisis final, en nuestra región, para aquellas que trabajan y pueden, la solución es contratar a una trabajadora del hogar, casi invariablemente una mujer de antecedentes andinos o afros y de escasos recursos. Y, en cuanto a aquellas que cuentan con escasos recursos, son ellas las que cumplen una doble o «triple» jornada (Abramo, 2006; Arraigada, 2009; Young, 2001) o se apoyan en otra mujer, con frecuencia una niña (Anderson, 2007; Pérez, 2018). El problema, particularmente para países en vías de desarrollo, es que este trabajo no solo recae en mujeres altamente vulnerables por su pobreza, sino que siempre ha caído y sigue cayendo sobre los hombros de niñas y adolescentes. Para el caso de América Latina, Anderson (2007, 2010) ha contribuido a esta conversación desde la antropología como también desde una perspectiva de políticas públicas. Asimismo, Pereyra (2013) y Canevaro (2016) analizan los cambios que han pasado las mujeres dedicadas a este trabajo en el caso de Argentina y, junto con ellas, las empleadoras de estos servicios. Por otro lado, Saldaña (2013) estudia la discriminación existente en el caso de las mujeres mexicanas dedicadas a este trabajo. Además, Lautier (2003) ha estudiado el caso brasileño para entender las dinámicas de organización de estas experiencias. Dichos estudios, junto con otros, han aportado visibilidad a la situación de las trabajadoras domésticas desde distintos aspectos en América Latina. La idea en torno a este reader , entonces, es que no solo sirva como instrumento pedagógico sino también para suscitar discusiones de políticas sociales sobre el actual modelo de desarrollo en América Latina y el rol de las mujeres en el mismo. Nuestro particular interés es proveer de un insumo adicional a la academia para que, a su vez, sirva como portador de algunos de los pensamientos vigentes de nuestro tiempo con respecto al trabajo doméstico y a la economía del cuidado. Este reader no pretende brindar toda la literatura que existe sobre el tema. Se trata de una antología muy personal de artículos y capítulos que marcaron mi dirección en la academia y en el aula. Por ello, hay una combinación de escritos —algunos más antiguos y otros más recientes— que permite apreciar la evolución en el tiempo de la literatura relevante, que incluye el análisis de los temas principales en la primera parte del libro y que termina con algunas de las conversaciones en torno a las políticas sociales que han surgido en los últimos años. El libro se divide en tres partes. La primera, «¿Cómo terminamos en la cocina?», ofrece un breve recorrido sobre la historia del trabajo doméstico en América Latina y algunos de los análisis de esta realidad en el tiempo. Comenzamos con el trabajo de Federici (2004) y seguimos con el clásico estudio de Kuznesof (1989), que nos brinda un resumen de la Colonia española en el Nuevo Mundo y sienta las bases para comprender la desvaloración del trabajo doméstico y el rol de la mujer, al considerar los diferentes roles ocupados por ellas a partir de su estatus social y procedencia. Asimismo, incluimos la investigación de Federici (2004) sobre el posicionamiento de la mujer —incluso antes de llegar al Nuevo Mundo— a raíz de su relación con el trabajador varón y el capitalismo, en la que ella es un instrumento clave en el proceso de acumulación primaria. Terminamos
esta sección con el trabajo más reciente de Fraser (2016), quien describe las actuales tensiones entre el capitalismo y la economía del cuidado como una «crisis» histórica: por un lado, el capitalismo necesita de dicha economía para continuar con la reproducción social, pero, por el otro, está en constante antagonismo con ella. En la segunda parte, «Cuidado (y tiempo) como bien común», dirigimos la mirada hacia las definiciones y debates recientes en torno a las políticas sociales internacionales e incluimos pistas para la investigación futura. El artículo de England (2005) nos brinda una diversidad de definiciones y aproximaciones modernas a la noción del cuidado. A este le sigue el artículo de Razavi y Staab (2010), en el cual las autoras comentan sobre los desafíos laborales enfrentados por los trabajadores de cuidados en diferentes partes del mundo en desarrollo. Asimismo, las investigaciones de Batthyány (2015) y de Beltrán y Lavado (2014) nos remontan al escenario latinoamericano. Batthyány analiza las posibles rutas de política social en torno al cuidado como cuarto pilar del Estado de bienestar y subraya el caso uruguayo y su recientemente establecido Sistema Nacional Integral de Cuidados (SNIC). A su vez, Beltrán y Lavado nos ofrecen un estudio comparado de casos sobre la pobreza del tiempo de mujeres en Argentina, Chile, México y el Perú. La última sección del libro, «No sobre nuestras espaldas: algunas soluciones», reúne los artículos de Razavi (2011) y Blofield y Martínez (2014) sobre algunas de las soluciones que comienzan a aparecer en el horizonte. Razavi, en su introducción a la edición especial de la revista Development and Change , da a conocer cómo procesos económicos y sociales, así como avances en las políticas, juegan un papel importante en la definición de las necesidades de cuidado y quién debe satisfacerlas. Por su parte, Blofield y Martínez revisan los cambios en América Latina en torno a los conceptos de maternidad, cuidado y corresponsabilidad, y señalan algunas recomendaciones. En resumen, este libro representa un esfuerzo por presentar parte de la literatura mundial y latinoamericana más relevante sobre el tema, con el objetivo de visibilizarlo, así como de señalar algunas posibles alternativas de política social. Esperamos que ello sirva como fuente para el pensamiento crítico y la reflexión respecto a los desafíos que siguen enfrentando las mujeres en su búsqueda por un posicionamiento igualitario en nuestras sociedades, así como sobre algunas de las alternativas de política que actualmente están a nuestro alcance. Bibliografía Abramo, L. (2004). ¿Inserción laboral de las mujeres en América Latina: una fuerza de trabajo secundaria? Revista Estudios Feministas , 12 (2), 224-235. Abramo, L. (Ed.) (2006). Trabajo decente y equidad de género en América Latina . Santiago de Chile: Organización Internacional del Trabajo (OIT). Anderson, J. (2007). Invertir en la familia: estudio sobre factores preventivos y de vulnerabilidad al trabajo infantil doméstico en familias rurales y urbanas. El caso de Perú . Lima: OIT.
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unos 2,5 millones en 1600» (Wallerstein, 1974, n. 89). En 1580 «las enfermedades […] ayudadas por la brutalidad española, habían matado o expulsado a la mayor parte de la población de las Antillas y las llanuras de Nueva España, Perú y el litoral caribeño» (Crosby, 1972, p. 38) y pronto acabarían con muchos más en Brasil. El clero explicó este «holocausto» como castigo de Dios por el comportamiento «bestial» de los indios ( Williams, 1986, p. 138), pero sus consecuencias económicas no fueron ignoradas. Además, en la década de 1580, la población comenzó a disminuir también en Europa occidental y continuó haciéndolo ya entrado el siglo XVII, alcanzando su pico en Alemania, donde se perdieron un tercio de sus habitantes ² . Con excepción de la Peste Negra (1345-1348), esta fue una crisis poblacional sin precedentes, y las estadísticas, verdaderamente atroces, cuentan solo una parte de la historia. La muerte cayó sobre «los pobres». No fueron principalmente los ricos quienes murieron cuando las plagas o la viruela arrasaron las ciudades, sino los artesanos, los jornaleros y los vagabundos ( Kamen, 1972, pp. 32-33). Murieron en tal cantidad que sus cuerpos empedraban las calles, al tiempo que las autoridades denunciaban la existencia de una conspiración e instigaban a la población a buscar a los malhechores. Pero por esta disminución de la población se culpó también a la baja tasa de natalidad y a la renuencia de los pobres a reproducirse. Es difícil decir hasta qué punto esta acusación estaba justificada, ya que el registro demográfico, antes del siglo XVII, era bastante dispar. Sabemos, sin embargo, que a finales del siglo XVI, la edad de matrimonio estaba aumentando en todas las clases sociales y que en el mismo período la cantidad de niños abandonados —un fenómeno nuevo— comenzó a crecer. También tenemos las quejas de los pastores, quienes desde el púlpito lanzaban la acusación de que la juventud no se casaba y no procreaba para no traer más bocas al mundo de las que podía alimentar. El pico de la crisis demográfica y económica fueron las décadas de 1620 y 1630. En Europa, como en sus colonias, los mercados se contrajeron, el comercio se detuvo, se propagó el desempleo y durante un tiempo existió la posibilidad de que la economía capitalista en desarrollo colapsara. La integración entre las economías coloniales y europeas había alcanzado un punto donde el impacto recíproco de la crisis aceleró rápidamente su curso. Esta fue la primera crisis económica internacional. Fue una «crisis general», como la han llamado los historiadores (Kamen, 1972, pp. 307 y ss.; Fischer, 1996, p. 91). Es en este contexto donde el problema de la relación entre trabajo, población y acumulación de riqueza pasó al primer plano del debate y de las estrategias políticas con el fin de producir los primeros elementos de una política de población y un régimen de «biopoder» ³ . La crudeza de los conceptos aplicados, que a veces confunden «población relativa» con «población absoluta», y la brutalidad de los medios por los que el Estado comenzó a castigar cualquier comportamiento que obstruyese el crecimiento poblacional, no debería engañarnos a este respecto. Lo que pongo en discusión es que fuese la crisis poblacional de los siglos XVI y XVII, y no la hambruna en Europa en el XVIII (tal y como ha sostenido Foucault), lo que convirtió la reproducción y el crecimiento poblacional en asuntos de Estado
y en objeto principal del discurso intelectual ⁴ . Mantengo además que la intensificación de la persecución de las «brujas» y los nuevos métodos disciplinarios que adoptó el Estado en este período con el fin de regular la procreación y quebrar el control de las mujeres sobre la reproducción tienen también origen en esta crisis. Las pruebas de este argumento son circunstanciales y debe reconocerse que otros factores contribuyeron también a aumentar la determinación de la estructura de poder europea dirigida a controlar de una forma más estricta la función reproductiva de las mujeres. Entre ellos, debemos incluir la creciente privatización de la propiedad y las relaciones económicas que (dentro de la burguesía) generaron una nueva ansiedad con respecto a la cuestión de la paternidad y la conducta de las mujeres. De forma similar, en la acusación de que las brujas sacrificaban niños al Demonio —un tema central de la «gran caza de brujas» de los siglos XVI y XVII— podemos interpretar no solo una preocupación con el descenso de la población sino también el miedo de las clases acaudaladas a sus subordinados, particularmente a las mujeres de clase baja, quienes, como sirvientas, mendigas o curanderas, tenían muchas oportunidades para entrar en las casas de los empleadores y causarles daño. Sin embargo, no puede ser pura coincidencia que al mismo tiempo que la población caía y se formaba una ideología que ponía énfasis en la centralidad del trabajo en la vida económica, se introdujeran sanciones severas en los códigos legales europeos destinadas a castigar a las mujeres culpables de crímenes reproductivos. El desarrollo concomitante de una crisis poblacional, una teoría expansionista de la población y la introducción de políticas que promovían el crecimiento poblacional está bien documentado. A mediados del siglo XVI, la idea de que la cantidad de ciudadanos determina la riqueza de una nación se había convertido en algo parecido a un axioma social. «Desde mi punto de vista», escribió el pensador político y demonólogo francés Jean Bodin, «uno nunca debería temer que haya demasiados súbditos o demasiados ciudadanos, ya que la fortaleza de la comunidad está en los hombres» ( Commonwealth , Libro VI). El economista italiano Giovanni Botero (1533-1617) tenía una posición más sofisticada, que reconocía la necesidad de un equilibrio entre la cantidad de población y los medios de subsistencia. Aun así, declaró que «la grandeza de una ciudad» no dependía de su tamaño físico ni del circuito de sus murallas, sino exclusivamente de su cantidad de residentes. El dicho de Enrique IV de que «la fortaleza y la riqueza de un rey yacen en la cantidad y opulencia de sus ciudadanos» resume el pensamiento demográfico de la época ⁵ . La preocupación por el crecimiento de la población puede detectarse también en el programa de la Reforma protestante. Desechando la tradicional exaltación cristiana de la castidad, los reformadores valorizaban el matrimonio, la sexualidad e incluso a las mujeres por su capacidad reproductiva. La mujer es «necesaria para producir el crecimiento de la raza humana», reconoció Lutero, reflexionando que «cual[es]quiera sean sus debilidades, las mujeres poseen una virtud que anula todas ellas: poseen una matriz y pueden dar a luz» (King, 1991, p. 115). El apoyo al crecimiento poblacional llegó a su clímax con el surgimiento del mercantilismo que hizo de la existencia de una gran población la clave de la
prosperidad y del poder de una nación. Con frecuencia el mercantilismo ha sido menospreciado por el saber económico dominante, en la medida en que se trata de un sistema de pensamiento rudimentario y en tanto supone que la riqueza de las naciones es proporcional a la cantidad de trabajadores y los metales preciosos que estos tienen a su disposición. Los brutales medios que aplicaron los mercantilistas para forzar a la gente a trabajar, provocando con hambre la necesidad de trabajo, han contribuido a su mala reputación, ya que la mayoría de los economistas desean mantener la ilusión de que el capitalismo promueve la libertad y no la coerción. Fue la clase mercantilista la que inventó las casas de trabajo, persiguió a los vagabundos, «transportó» a los criminales a las colonias americanas e invirtió en la trata de esclavos, todo mientras afirmaba la «utilidad de la pobreza» y declaraba que el «ocio» era una plaga social. Todavía no se ha reconocido, por lo tanto, que en la teoría y práctica de los mercantilistas encontramos la expresión más directa de los requisitos de la acumulación primitiva y la primera política capitalista que trata explícitamente el problema de la reproducción de la fuerza de trabajo. Esta política, como hemos visto, tuvo un aspecto «intensivo», que consistía en la imposición de un régimen totalitario que usaba todos los medios para extraer el máximo trabajo de cada individuo, más allá de su edad y condición. Pero también tuvo un aspecto «extensivo», que consistía en el esfuerzo de aumentar el tamaño de la población y, de ese modo, la envergadura del ejército y de la fuerza de trabajo. Como señaló Eli Hecksher, «un deseo casi fanático por incrementar la población predominó en todos los países durante el período, la última parte del siglo XVII, en el que el mercantilismo estuvo en su apogeo» (1965, p. 158). Al mismo tiempo, se estableció una nueva concepción de los seres humanos en la que estos eran vistos como recursos naturales, que trabajaban y criaban para el Estado (Spengler, 1965, p. 8). Pero incluso antes del auge de la teoría mercantilista, en Francia e Inglaterra, el Estado adoptó un conjunto de medidas pronatalistas que, combinadas con la asistencia pública, formaron el embrión de una política reproductiva capitalista. Se aprobaron leyes haciendo hincapié en el matrimonio y penalizando el celibato, inspiradas en las que adoptó hacia su final el Imperio romano con el mismo propósito. Se le dio una nueva importancia a la familia como institución clave que aseguraba la transmisión de la propiedad y la reproducción de la fuerza de trabajo. Simultáneamente, se observa el comienzo del registro demográfico y de la intervención del Estado en la supervisión de la sexualidad, la procreación y la vida familiar. Pero la principal iniciativa del Estado con el fin de restaurar la proporción deseada de población fue lanzar una verdadera guerra contra las mujeres, claramente orientada a quebrar el control que habían ejercido sobre sus cuerpos y su reproducción. Como veremos más adelante, esta guerra fue librada principalmente a través de la caza de brujas que literalmente demonizó cualquier forma de control de la natalidad y de sexualidad no procreativa, al mismo tiempo que acusaba a las mujeres de sacrificar niños al Demonio. Pero también recurrió a una redefinición de lo que constituía un delito reproductivo. Así, a partir de mediados del siglo XVI, al mismo tiempo que los barcos portugueses retornaban de África con sus primeros cargamentos humanos, todos los gobiernos europeos comenzaron a imponer las penas más severas a la anticoncepción, el aborto y el infanticidio.
Esta última práctica había sido tratada con cierta indulgencia en la Edad Media, al menos en el caso de las mujeres pobres; pero ahora se convirtió en un delito sancionado con la pena de muerte y castigado con mayor severidad que los crímenes masculinos. En Nuremberg, en el siglo XVI, la pena por infanticidio materno era el ahogamiento; en 1580, el año en que las cabezas cortadas de tres mujeres convictas por infanticidio materno fueron clavadas en el cadalso para que las contemplara el público, la sanción fue cambiada por la decapitación. (King, 1991, p. 10) ⁶ También se adoptaron nuevas formas de vigilancia para asegurar que las mujeres no terminaran sus embarazos. En Francia, un edicto real de 1556 requería de las mujeres que registrasen cada embarazo y sentenciaba a muerte a aquellas cuyos bebés morían antes del bautismo, después de un parto a escondidas, sin que importase que se las considerase culpables o inocentes de su muerte. Estatutos similares se aprobaron en Inglaterra y Escocia en 1624 y 1690. También se creó un sistema de espías con el fin de vigilar a las madres solteras y privarlas de cualquier apoyo. Incluso hospedar a una mujer embarazada soltera era ilegal, por temor a que pudieran escapar de la vigilancia pública; mientras que quienes establecían amistad con ella estaban expuestos a la crítica pública (Wiesner, 1993, pp. 51-52; Ozment, 1983, p. 43). Una de las consecuencias de estos procesos fue que las mujeres comenzaron a ser procesadas en grandes cantidades. En los siglos XVI y XVII en Europa, las mujeres fueron ejecutadas por infanticidio más que por cualquier otro crimen, excepto brujería, una acusación que también estaba centrada en el asesinato de niños y otras violaciones a las normas reproductivas. Significativamente, en el caso tanto del infanticidio como de la brujería, se abolieron los estatutos que limitaban la responsabilidad legal de las mujeres. Así, las mujeres ingresaron en las cortes de Europa, por primera vez a título personal, como adultos legales, como acusadas de ser brujas y asesinas de niños. La sospecha que recayó también sobre las parteras en este período — y que condujo a la entrada del doctor masculino en la sala de partos— proviene más de los miedos de las autoridades al infanticidio que de cualquier otra preocupación por la supuesta incompetencia médica de las mismas. Con la marginación de la partera, comenzó un proceso por el cual las mujeres perdieron el control que habían ejercido sobre la procreación, reducidas a un papel pasivo en el parto, mientras que los médicos hombres comenzaron a ser considerados como los verdaderos «dadores de vida» (como en los sueños alquimistas de los magos renacentistas). Con este cambio empezó también el predominio de una nueva práctica médica que, en caso de emergencia, priorizaba la vida del feto sobre la de la madre. Esto contrastaba con el proceso de nacimiento que las mujeres habían controlado por costumbre. Y efectivamente, para que esto ocurriera, la comunidad de mujeres que se reunía alrededor de la cama de la futura madre tuvo que ser expulsada de la sala de partos, al tiempo que las parteras eran puestas bajo vigilancia del doctor o eran reclutadas para vigilar a otras mujeres.
En Francia y Alemania, las parteras tenían que convertirse en espías del Estado si querían continuar su práctica. Se les exigía que informaran sobre todos los nuevos nacimientos, descubrieran los padres de los niños nacidos fuera del matrimonio y examinaran a las mujeres sospechadas de haber dado a luz en secreto. También tenían que examinar a las mujeres locales buscando signos de lactancia cuando se encontraban niños abandonados en los escalones de la iglesia (Wiesner, 1933, p. 52). El mismo tipo de colaboración se les exigía a parientes y vecinos. En los países y ciudades protestantes, se esperaba que los vecinos espiaran a las mujeres e informaran sobre todos los detalles sexuales relevantes: si una mujer recibía a un hombre cuando el marido se ausentaba o si entraba a una casa con un hombre y cerraba la puerta (Ozment, 1983, pp. 42-44). En Alemania, la cruzada pronatalista alcanzó tal punto que las mujeres eran castigadas si no hacían suficiente esfuerzo durante el parto o mostraban poco entusiasmo por sus vástagos ( Rublack, 1996, p. 92). El resultado de estas políticas que duraron dos siglos (las mujeres seguían siendo ejecutadas en Europa por infanticidio a finales del siglo XVIII) fue la esclavización de las mujeres a la procreación. Si en la Edad Media las mujeres habían podido usar distintos métodos anticonceptivos y habían ejercido un control indiscutible sobre el proceso del parto, a partir de ahora sus úteros se transformaron en territorio político, controlados por los hombres y el Estado: la procreación fue directamente puesta al servicio de la acumulación capitalista. En este sentido, el destino de las mujeres europeas, en el período de acumulación primitiva, fue similar al de las esclavas en las plantaciones coloniales americanas que, especialmente después del fin de la trata de esclavos en 1807, fueron forzadas por sus amos a convertirse en criadoras de nuevos trabajadores. La comparación tiene obviamente serias limitaciones. Las mujeres europeas no estaban abiertamente expuestas a las agresiones sexuales, aunque las mujeres proletarias podían ser violadas con impunidad y castigadas por ello. Tampoco tuvieron que sufrir la agonía de ver a sus hijos extraídos de su seno y vendidos en remate. La ganancia derivada de los nacimientos que se les imponían estaba también mucho más oculta. En este aspecto, la condición de mujer esclava revela de una forma más explícita la verdad y la lógica de la acumulación capitalista. Pero a pesar de las diferencias, en ambos casos, el cuerpo femenino fue transformado en instrumento para la reproducción del trabajo y la expansión de la fuerza de trabajo, tratado como una máquina natural de crianza, que funcionaba según unos ritmos que estaban fuera del control de las mujeres. Este aspecto de la acumulación primitiva está ausente en el análisis de Marx. Con excepción de sus comentarios en el Manifiesto Comunista acerca del uso de las mujeres en la familia burguesa —como productoras de herederos que garantizan la transmisión de la propiedad familiar—, Marx nunca reconoció que la procreación pudiera convertirse en un terreno de explotación y al mismo tiempo de resistencia. Nunca imaginó que las mujeres pudieran resistirse a reproducir o que este rechazo pudiera convertirse en parte de la lucha de clases. En los
Grundrisse sostuvo que el desarrollo capitalista avanza independientemente de las cantidades de población porque, en virtud de la creciente productividad del trabajo, el trabajo que explota el capital disminuye constantemente en relación al «capital constante» (es decir, el capital invertido en maquinaria y otros bienes), con la consecuente determinación de una «población excedente» ( Marx, 1973, p. 100). Pero esta dinámica, que Marx (2006, I, pp. 689 y ss.) define como la «ley de población típica del modo de producción capitalista», solo podría imponerse si la población fuera un proceso puramente biológico, o una actividad que responde automáticamente al cambio económico, y si el Capital y el Estado no necesitaran preocuparse por las «mujeres que hacen huelga de vientres». Esto es, de hecho, lo que Marx supuso. Reconoció que el desarrollo capitalista ha estado acompañado por un crecimiento en la población, cuyas causas discutió de forma ocasional. Pero, como Adam Smith, vio este incremento como un «efecto natural» del desarrollo económico. En el tomo I de El capital , contrastó una y otra vez la determinación de un «excedente de población» con el «crecimiento natural» de la población. Por qué la procreación debería ser un «hecho de la naturaleza» y no una actividad social históricamente determinada, cargada de intereses y relaciones de poder diversas; se trata de una pregunta que Marx no se hizo. Tampoco imaginó que los hombres y las mujeres podrían tener distintos intereses con respecto a tener hijos, una actividad que él trató como proceso indiferenciado, neutral desde el punto de vista del género. En realidad, los cambios en la procreación y en la población están tan lejos de ser automáticos o «naturales» que, en todas las fases del desarrollo capitalista, el Estado ha tenido que recurrir a la regulación y a la coerción para expandir o reducir la fuerza de trabajo. Esto es particularmente cierto en los momentos del despegue capitalista, cuando los músculos y los huesos del trabajo eran los principales medios de producción. Pero después —y hasta el presente— el Estado no ha escatimado esfuerzos en su intento de arrancar de las manos femeninas el control de la reproducción y la determinación de qué niños deberían nacer, dónde, cuándo o en qué cantidad. Como resultado, las mujeres han sido forzadas frecuentemente a procrear en contra de su voluntad, experimentando una alienación con respecto a sus cuerpos, su «trabajo» e incluso sus hijos, más profunda que la experimentada por cualquier otro trabajador ( Martin, 1987, pp. 19-21). Nadie puede describir, en realidad, la angustia y desesperación sufrida por una mujer al ver su cuerpo convertido en su enemigo, tal y como debe ocurrir en el caso de un embarazo no deseado. Esto es particularmente cierto en aquellas situaciones en las que los embarazos fuera del matrimonio eran penalizados con el ostracismo social o incluso con la muerte. La devaluación del trabajo femenino La criminalización del control de las mujeres sobre la procreación es un fenómeno cuya importancia no puede dejar de enfatizarse, tanto desde el punto de vista de sus efectos sobre las mujeres como de sus consecuencias en la organización capitalista del trabajo. Está suficientemente documentado que durante la Edad Media las mujeres habían contado con muchos métodos anticonceptivos, que fundamentalmente consistían en hierbas convertidas en pociones y «pesarios» (supositorios) que se usaban para precipitar el
período de la mujer, provocar un aborto o crear una condición de esterilidad. En Eve´s herbs: A history of contraception in the West (1997), el historiador estadounidense John Riddle nos brinda un extenso catálogo de las sustancias más usadas y los efectos que se esperaban de ellas o lo que era más posible que ocurriera ⁷ . La criminalización de la anticoncepción expropió a las mujeres de este saber que se había transmitido de generación en generación, proporcionándoles cierta autonomía respecto al parto. Aparentemente, en algunos casos, este saber no se perdía, sino que solo pasaba a la clandestinidad; sin embargo, cuando el control de la natalidad apareció nuevamente en la escena social, los métodos anticonceptivos ya no eran los que las mujeres podían usar, sino que fueron creados específicamente para el uso masculino. Cuáles fueron las consecuencias demográficas que se sucedieron a partir de este cambio es una pregunta que no voy a intentar responder por el momento, aunque recomiendo el trabajo de Riddle (1997) para una discusión sobre este asunto. Aquí solo quiero poner el acento en que al negarle a las mujeres el control sobre sus cuerpos, el Estado las privó de la condición fundamental de su integridad física y psicológica, degradando la maternidad a la condición de trabajo forzado, además de confinar a las mujeres al trabajo reproductivo de una manera desconocida en sociedades anteriores. Sin embargo, al forzar a las mujeres a procrear en contra de su voluntad o (como decía una canción feminista de los años setenta), al forzarlas a «producir niños para el Estado» ⁸ , solo se definían parcialmente las funciones de las mujeres en la nueva división sexual del trabajo. Un aspecto complementario fue la reducción de las mujeres a no trabajadores, un proceso —muy estudiado por las historiadoras feministas— que hacia finales del siglo XVII estaba prácticamente completado. Para esa época, las mujeres habían perdido terreno incluso en las ocupaciones que habían sido prerrogativas suyas, como la destilación de cerveza y la partería, en las que su empleo estaba sujeto a nuevas restricciones. Las proletarias encontraron particularmente difícil obtener cualquier empleo que no fuese de la condición más baja: como sirvientas domésticas (la ocupación de un tercio de la mano de obra femenina), peones rurales, hilanderas, tejedoras, bordadoras, vendedoras ambulantes o amas de crianza. Como nos cuenta, entre otros, Merry Wiesner, ganaba terreno (en el derecho, los registros de impuestos, las ordenanzas de los gremios) el supuesto de que las mujeres no debían trabajar fuera del hogar y que solo tenían que participar en la «producción» para ayudar a sus maridos. Incluso se decía que cualquier trabajo hecho por mujeres en su casa era «no trabajo» y carecía de valor aun si lo hacía para el mercado (1993, pp. 83 y ss.). Así, si una mujer cosía algunas ropas, se trataba de «trabajo doméstico» o «tareas de ama de casa», incluso si las ropas no eran para la familia; mientras que cuando un hombre hacía el mismo trabajo se consideraba «productivo». La devaluación del trabajo femenino —que las mujeres realizaban para no depender de la asistencia pública— fue tal que los gobiernos de las ciudades ordenaron a los gremios que no prestaran atención a la producción que las mujeres (especialmente las viudas) hacían en sus casas, ya que no era trabajo real. Wiesner agrega que las mujeres aceptaban esta ficción e incluso pedían disculpas por pedir trabajo, suplicando, debido a la necesidad de mantenerse (1993, pp. 84-85). Pronto, todo el trabajo femenino que se hacía en la casa fue definido como «tarea
doméstica»; e incluso cuando se hacía fuera del hogar se pagaba menos que al trabajo masculino, nunca en cantidad suficiente como para que las mujeres pudieran vivir de él. El matrimonio era visto como la verdadera carrera para una mujer; hasta tal punto se daba por sentado la incapacidad de las mujeres para mantenerse que, cuando una mujer soltera llegaba a un pueblo, se la expulsaba incluso si ganaba un salario. Combinada con la desposesión de la tierra, esta pérdida de poder con respecto al trabajo asalariado condujo a la masificación de la prostitución. Como informa Le Roy Ladurie, el crecimiento de prostitutas en Francia y Cataluña era visible por todas partes: Desde Aviñón a Barcelona, pasando por Narbona, las «mujeres libertinas» ( femmes de débauche ) se apostaban en las puertas de las ciudades, en las calles de las zonas rojas [...] y en los puentes [...], de tal modo que en 1594 el «tráfico vergonzoso» florecía como nunca antes. (1974, pp. 112-113) La situación era similar en Inglaterra y España, donde todos los días llegaban a las ciudades mujeres pobres del campo, incluso las esposas de los artesanos completaban el ingreso familiar realizando este trabajo. En Madrid, en 1631, un bando promulgado por las autoridades políticas denunciaba el problema, quejándose de que muchas mujeres vagabundas estaban ahora deambulando por las calles, callejones y tabernas de la ciudad, tentando a los hombres a pecar con ellas ( Vigil, 1986, pp. 114-115). Pero tan pronto como la prostitución se convirtió en la principal forma de subsistencia para una gran parte de la población femenina, la actitud institucional con respecto a ella cambió. Mientras en la Edad Media había sido aceptada oficialmente como un mal necesario y las prostitutas se habían beneficiado de altos salarios, en el siglo XVI, la situación se invirtió. En un clima de intensa misoginia, caracterizado por el avance de la Reforma protestante y la caza de brujas, la prostitución fue primero sujeta a nuevas restricciones y luego criminalizada. En todas partes, entre 1530 y 1560, los burdeles de pueblo eran cerrados y las prostitutas, especialmente las que hacían la calle, fueron castigadas severamente: prohibición, flagelación y otras formas crueles de escarmiento. Entre ellas la «silla del chapuzón» ( ducking stool ) o acabussade —«una pieza de teatro macabro», como la describe Nickie Roberts— donde las víctimas eran atadas, a veces metidas en una jaula y luego eran sumergidas varias veces en ríos o lagunas, hasta que estaban a punto de ahogarse ( 1992, pp. 115-116). Mientras tanto, en Francia, durante el siglo XVI, la violación de una prostituta dejó de ser un crimen ⁹ . En Madrid, también se decidió que a las vagabundas y prostitutas no se les debía permitir permanecer y dormir en las calles, así tampoco bajo los pórticos de la ciudad y, en caso de ser pescadas infraganti , debían recibir cien latigazos y luego ser expulsadas de la ciudad durante seis años, además de afeitarles la cabeza y las cejas. ¿Qué puede explicar este ataque tan drástico contra las trabajadoras? ¿Y de qué manera la exclusión de las mujeres de la esfera del trabajo socialmente reconocido y de las relaciones monetarias se relaciona con la imposición de la maternidad forzosa y la simultánea masificación de la caza de brujas?
Cuando se consideran estos fenómenos desde la perspectiva del presente, después de cuatro siglos de disciplinamiento capitalista de las mujeres, las respuestas parecen imponerse por sí mismas. A pesar de que el trabajo asalariado de las mujeres —los trabajos domésticos y sexuales pagados— se estudian aún con demasiada frecuencia aislados unos de otros, ahora estamos en mejor posición para ver que la discriminación que han sufrido las mujeres como mano de obra asalariada ha estado directamente vinculada a su función como trabajadoras no asalariadas en el hogar. De esta manera, podemos conectar la prohibición de la prostitución y la expulsión de las mujeres del lugar de trabajo organizado con la aparición del ama de casa y la redefinición de la familia como lugar para la producción de fuerza de trabajo. Desde un punto de vista teórico y político, sin embargo, la cuestión fundamental está en las condiciones que hicieron posible semejante degradación y las fuerzas sociales que la promovieron o fueron cómplices. Un factor importante en la respuesta a la devaluación del trabajo femenino está aquí en la campaña que los artesanos llevaron a cabo, a partir de finales del siglo XV, con el propósito de excluir a las trabajadoras de sus talleres, supuestamente para protegerse de los ataques de los comerciantes capitalistas que empleaban mujeres a precios menores. Los esfuerzos de los artesanos han dejado gran cantidad de pruebas ¹⁰ . Tanto en Italia, como en Francia y Alemania, los oficiales artesanos solicitaron a las autoridades que no permitieran que las mujeres compitieran con ellos, prohibiendo su presencia entre ellos; y cuando la prohibición no fue tenida en cuenta fueron a la huelga e incluso se negaron a trabajar con hombres que trabajaran con mujeres. Aparentemente los artesanos estaban interesados también en limitar a las mujeres al trabajo doméstico, ya que, dadas sus dificultades económicas, «la prudente administración de la casa por parte de una mujer» se estaba convirtiendo en una condición indispensable para evitar la bancarrota y mantener un taller independiente. Sigfrid Brauner (el autor de la cita precedente) habla de la importancia que los artesanos alemanes otorgaban a esta norma social (1995, pp. 96-97). Las mujeres trataron de resistir frente a esta arremetida, pero fracasaron debido a las prácticas intimidatorias que los trabajadores usaron contra ellas. Quienes tuvieron el coraje de trabajar fuera del hogar, en un espacio público y para el mercado, fueron representadas como arpías sexualmente agresivas o incluso como «putas» y «brujas» ( Howell, 1986, pp. 182-183) ¹¹ . Efectivamente, hay pruebas de que la ola de misoginia que, a finales del siglo XV, creció en las ciudades europeas —reflejada en la obsesión de los hombres por la «batalla por los pantalones» y por el carácter de la mujer desobediente, comúnmente retratada golpeando a su marido o montándolo como a un caballo— emanaba también de este intento (contraproducente) de sacar a las mujeres de los lugares de trabajo y del mercado. Por otra parte, es evidente que este intento no hubiera triunfado si las autoridades no hubiesen cooperado. Obviamente se dieron cuenta de que era lo más favorable a sus intereses. Además de pacificar a los oficiales artesanos rebeldes, la exclusión de las mujeres de los gremios sentó las bases necesarias para recluirlas en el trabajo reproductivo y utilizarlas como trabajo mal pagado en la industria artesanal ( cottage industry ).
Las mujeres como nuevos bienes comunes y como sustituto de las tierras perdidas Fue a partir de esta alianza entre los artesanos y las autoridades de las ciudades, junto con la continua privatización de la tierra, como se forjó una nueva división sexual del trabajo o, mejor dicho, un nuevo «contrato sexual», siguiendo a Carol Pateman (1988), que definía a las mujeres —madres, esposas, hijas, viudas— en términos que ocultaban su condición de trabajadoras, mientras que daba a los hombres libre acceso a los cuerpos de las mujeres, a su trabajo y a los cuerpos y el trabajo de sus hijos. De acuerdo con este nuevo «contrato sexual», para los trabajadores varones las proletarias se convirtieron en lo que sustituyó a las tierras que perdieron con los cercamientos, su medio de reproducción más básico y un bien comunal del que cualquiera podía apropiarse y usar según su voluntad. Los ecos de esta «apropiación primitiva» quedan al descubierto por el concepto de «mujer común» (Karras, 1989) que en el siglo XVI calificaba a aquellas que se prostituían. Pero en la nueva organización del trabajo «todas las mujeres (excepto las que habían sido privatizadas por los hombres burgueses) se convirtieron en bien común», pues una vez que las actividades de las mujeres fueron definidas como no trabajo, el trabajo femenino se convirtió en un recurso natural, disponible para todos, no menos que el aire que respiramos o el agua que bebemos. Esta fue una derrota histórica para las mujeres. Con su expulsión del artesanado y la devaluación del trabajo reproductivo la pobreza fue feminizada. Para hacer cumplir la «apropiación primitiva» masculina del trabajo femenino, se construyó, así, un nuevo orden patriarcal, reduciendo a las mujeres a una doble dependencia: de sus empleadores y de los hombres. El hecho de que las relaciones de poder desiguales entre mujeres y hombres existieran antes del advenimiento del capitalismo, como ocurría también con una división sexual del trabajo discriminatoria, no le resta incidencia a esta apreciación. Pues, en la Europa precapitalista, la subordinación de las mujeres a los hombres había estado atenuada por el hecho de que tenían acceso a las tierras comunes y otros bienes comunales, mientras que en el nuevo régimen capitalista las mujeres mismas se convirtieron en bienes comunes, ya que su trabajo fue definido como un recurso natural, que quedaba fuera de la esfera de las relaciones de mercado. El patriarcado del salario En este contexto, son significativos los cambios que se dieron dentro de la familia. En este período, la familia comenzó a separarse de la esfera pública, adquiriendo sus connotaciones modernas como principal centro para la reproducción de la fuerza de trabajo. Complemento del mercado, instrumento para la privatización de las relaciones sociales y, sobre todo, para la propagación de la disciplina capitalista y la dominación patriarcal, la familia surgió también en el período de acumulación primitiva como la institución más importante para la apropiación y el ocultamiento del trabajo de las mujeres.
Esto se puede observar especialmente en la familia trabajadora, pero todavía no ha sido suficientemente estudiado. Las discusiones anteriores han privilegiado la familia de hombres propietarios: en la época a la que nos estamos refiriendo, esta era la forma y el modelo dominante de relación con los hijos y entre los cónyuges. También se le ha prestado más interés a la familia como institución política que como lugar de trabajo. El énfasis se ha puesto, entonces, en el hecho de que, en la nueva familia burguesa, el marido se convirtiese en el representante del Estado, el encargado de disciplinar y supervisar las nuevas «clases subordinadas», una categoría que para los teóricos políticos de los siglos XVI y XVII (por ejemplo, Jean Bodin) incluía a la esposa y sus hijos (Schochet, 1975). De ahí la identificación de la familia con un micro-Estado o una micro-Iglesia, así como la exigencia, por parte de las autoridades, de que los trabajadores y trabajadoras solteros vivieran bajo el techo y las órdenes de un solo amo. Dentro de la familia burguesa se constata también que la mujer perdió mucho de su poder, siendo generalmente excluida de los negocios familiares y confinada a la supervisión de la casa. Pero lo que falta en este retrato es el reconocimiento de que, mientras que en la clase alta era la «propiedad» lo que daba al marido poder sobre su esposa e hijos, la «exclusión de las mujeres» del salario daba a los trabajadores un poder similar sobre sus mujeres. Un ejemplo de esta tendencia fue el tipo de familia de los trabajadores de la industria artesanal ( cottage workers ) en el sistema doméstico. Lejos de rehuir el matrimonio y la formación de una familia, los hombres que trabajaban en la industria artesanal doméstica dependían de ella, ya que una esposa podía «ayudarles» con el trabajo que ellos hacían para los comerciantes, mientras cuidaban sus necesidades físicas y los proveían de hijos, quienes desde temprana edad podían ser empleados en el telar o en alguna ocupación auxiliar. Así, incluso en tiempos de descenso poblacional, los trabajadores de la industria doméstica continuaron aparentemente multiplicándose; sus familias eran tan numerosas que en el siglo XVII un observador austríaco los describió apiñados en sus casas como gorriones en el alero. Lo que destaca en este tipo de organización es que aun cuando la esposa trabajaba a la par que el marido, produciendo también para el mercado, era el marido quien recibía el salario de la mujer. Esto les ocurría también a otras trabajadoras una vez que se casaban. En Inglaterra, «un hombre casado [...] tenía derechos legales sobre los ingresos de su esposa», incluso cuando el trabajo que ella realizaba era el de cuidar o de amamantar. De este modo, cuando una parroquia empleaba a una mujer para hacer este tipo de trabajo, los registros «escondían frecuentemente su condición de trabajadoras» registrando la paga bajo el nombre de los hombres. «Que este pago se hiciera al hombre o a la mujer dependía del capricho del oficinista» (Mendelson & Crawford, 1998, p. 287). Esta política, que hacía imposible que las mujeres tuvieran dinero propio, creó las condiciones materiales para su sujeción a los hombres y para la apropiación de su trabajo por parte de los trabajadores varones. Es en este sentido que hablo del «patriarcado del salario». También debemos repensar el concepto de «esclavitud del salario». Si es cierto que, bajo el nuevo régimen de trabajo asalariado, los trabajadores varones comenzaron a ser
libres solo en un sentido formal, el grupo de trabajadores que, en la transición al capitalismo, más se acercaron a la condición de esclavos fueron las mujeres trabajadoras. Al mismo tiempo —dadas las condiciones espantosas en las que vivían los trabajadores asalariados— el trabajo hogareño que realizaban las mujeres para la reproducción de sus familias estaba necesariamente limitado. Casadas o no, las proletarias necesitaban ganar algún dinero, consiguiéndolo a través de múltiples trabajos. Por otra parte, el trabajo hogareño necesitaba cierto capital reproductivo: muebles, utensilios, vestimenta, dinero para los alimentos. No obstante, los trabajadores asalariados vivían en la pobreza, «esclavizados día y noche» (como denunció un artesano de Nuremberg en 1524), apenas podían conjurar el hambre y alimentar a sus hijos (Brauner, 1995, p. 96). La mayoría prácticamente no tenía un techo sobre sus cabezas, vivían en cabañas compartidas con otras familias y animales, en las que la higiene (poco considerada incluso entre los que estaban mejor) faltaba por completo; sus ropas eran harapos y en el mejor de los casos su dieta consistía en pan, queso y algunas verduras. En este período aparece, entre los trabajadores, la clásica figura del ama de casa a tiempo completo. Y solo en el siglo XIX —como reacción al primer ciclo intenso de luchas contra el trabajo industrial— la «familia moderna», centrada en el trabajo reproductivo no pagado del ama de casa a tiempo completo, fue extendida entre la clase trabajadora primero en Inglaterra y más tarde en Estados Unidos. Su desarrollo (después de la aprobación de las Leyes Fabriles que limitaban el empleo de mujeres y niños en las fábricas) reflejó la primera inversión de la clase capitalista, a largo plazo, en la reproducción de la fuerza de trabajo más allá de su expansión numérica. Forjada bajo la amenaza de la insurrección, esta fue el resultado de una solución de compromiso entre otorgar mayores salarios, capaces de mantener a una esposa «que no trabaja» y una tasa de explotación más intensa. Marx habló de ella como el paso de la plusvalía «absoluta» a la «relativa», es decir, el paso de un tipo de explotación basado en la máxima extensión de la jornada de trabajo y la reducción del salario al mínimo, a un régimen en el que pueden compensarse los salarios más altos y las horas de trabajo más cortas con un incremento de la productividad del trabajo y del ritmo de la producción. Desde la perspectiva capitalista, fue una revolución social la que dejó sin efecto la antigua devoción por los bajos salarios. Fue el resultado de un nuevo acuerdo ( new deal ) entre los trabajadores y los empleadores, basado de nuevo en la exclusión de las mujeres del salario —que dejaba atrás su reclutamiento en las primeras fases de la Revolución Industrial—. También fue el signo de un nuevo bienestar económico capitalista, producto de dos siglos de explotación del trabajo esclavo, que pronto sería potenciado por una nueva fase de expansión colonial. En contraste, en los siglos XVI y XVII, a pesar de una obsesiva preocupación por el tamaño de la población y la cantidad de «trabajadores pobres», la inversión real en la reproducción de la fuerza de trabajo era extremadamente baja. El grueso del trabajo reproductivo realizado por las proletarias no estaba así destinado a sus familias, sino a las familias de sus empleadores o al mercado. De media, un tercio de la población femenina de
Inglaterra, España, Francia e Italia trabajaba como sirvientas. De este modo, la tendencia dentro de los proletarios consistía en posponer el matrimonio, lo que conducía a la desintegración de la familia (los poblados ingleses del siglo XVI experimentaron una disminución total del 50%). Con frecuencia, a los pobres se les prohibía casarse cuando se temía que sus hijos caerían en la asistencia pública, y cuando esto ocurría, se los quitaban, poniéndoles a trabajar para la parroquia. Se estima que un tercio o más de la población rural de Europa permaneció soltera; en las ciudades las tasas eran aún mayores, especialmente entre las mujeres; en Alemania un 45% eran «solteronas» o viudas (Ozment, 1983, pp. 41-42). Dentro, no obstante, de la comunidad trabajadora del período de transición, se puede ver el surgimiento de la división sexual del trabajo que sería típica de la organización capitalista del trabajo —aunque las tareas domésticas fueran reducidas al mínimo y las proletarias también tuvieran que trabajar para el mercado—. En su seno crecía una creciente diferenciación entre el trabajo femenino y el masculino, a medida que las tareas realizadas por mujeres y hombres se diversificaban y, sobre todo, se convertían en portadoras de relaciones sociales diferentes. Por más empobrecidos y carentes de poder que estuvieran, los trabajadores varones todavía podían beneficiarse del trabajo y de los ingresos de sus esposas, o podían comprar los servicios de prostitutas. A lo largo de esta primera fase de proletarización, era la prostituta quien realizaba con mayor frecuencia las funciones de esposa para los trabajadores varones, cocinándoles y limpiando para ellos además de servirles sexualmente. Más aún, la criminalización de la prostitución, que castigó a la mujer, pero apenas molestó a sus clientes varones, reforzó el poder masculino. Cualquier hombre podía ahora destruir a una mujer simplemente declarando que ella era una prostituta o haciendo público que ella había cedido a los deseos sexuales del hombre. Las mujeres habrían tenido que suplicarles a los hombres «que no les arrebataran su honor» —la única propiedad que les quedaba— (Cavallo & Cerutti, 1980, pp. 346 y ss.), ya que sus vidas estaban ahora en manos de los hombres, que —como señores feudales— podían ejercer sobre ellas un poder de vida o muerte. La domesticación de las mujeres y la redefinición de la feminidad y la masculinidad: las mujeres como los salvajes de Europa Cuando se considera esta devaluación del trabajo y la condición social de las mujeres, no hay que sorprenderse, entonces, de que la insubordinación de las mujeres y los métodos por los cuales pudieron ser «domesticadas» se encontraran entre los principales temas de la literatura y de la política social de la «transición» (Underdown, 1985, pp. 116-136; Mendelson & Crawford, 1998, pp. 69-71). Las mujeres no hubieran podido ser totalmente devaluadas como trabajadoras, privadas de toda autonomía con respecto a los hombres, de no haber sido sometidas a un intenso proceso de degradación social; y efectivamente, a lo largo de los siglos XVI y XVII, las mujeres perdieron terreno en todas las áreas de la vida social.
Una de estas áreas clave en la que se produjeron intensos cambios fue la ley. Aquí puede observarse una erosión sostenida de los derechos de las mujeres durante este período ¹² . Uno de los derechos más importantes que perdieron las mujeres fue el derecho a realizar actividades económicas por su cuenta, como femme soles . En Francia, perdieron el derecho a hacer contratos o a representarse a sí mismas en las cortes para denunciar los abusos perpetrados en su contra. En Alemania, cuando la mujer de clase media enviudaba, era costumbre designar a un tutor para que administrara sus asuntos. A las mujeres alemanas también se les prohibió vivir solas o con otras mujeres y, en el caso de las pobres, incluso ni con sus propias familias, ya que se suponía que no estarían controladas de forma adecuada. En definitiva, además de la devaluación económica y social, las mujeres experimentaron un proceso de infantilización legal. La pérdida de poder social de las mujeres se expresó también a través de una nueva diferenciación del espacio. En los países mediterráneos se expulsó a las mujeres no solo de muchos trabajos asalariados sino también de las calles, donde una mujer sin compañía corría el riesgo de ser ridiculizada o atacada sexualmente (Davis, 1998). En Inglaterra («un paraíso para las mujeres», de acuerdo a lo que observaron algunos visitantes italianos), la presencia de las mismas en público también comenzó a ser mal vista. Las mujeres inglesas eran disuadidas de sentarse frente a sus casas o a permanecer cerca de las ventanas; también se les ordenaba que no se reunieran con sus amigas (en este período la palabra gossip —amiga— comenzó a adquirir connotaciones despectivas) ¹³ . Incluso se recomendaba que las mujeres no debían visitar a sus padres con demasiada frecuencia después del matrimonio. De qué manera la nueva división sexual del trabajo reconfiguró las relaciones entre hombres y mujeres es algo que puede verse a partir del amplio debate que tuvo lugar en la literatura culta y popular acerca de la naturaleza de las virtudes y los vicios femeninos, uno de los principales caminos para la redefinición ideológica de las relaciones de género en la transición al capitalismo. Conocida desde muy pronto como la querelle des femmes , lo que resulta de este debate es un nuevo sentido de curiosidad por la cuestión, lo que indica que las viejas normas estaban cambiando y el público estaba cayendo en la cuenta de que los elementos básicos de la política sexual estaban siendo reconstruidos. Pueden identificarse dos tendencias dentro de este debate. Por un lado, se construyeron nuevos cánones culturales que maximizaban las diferencias entre las mujeres y los hombres, creando prototipos más femeninos y más masculinos (Fortunati, 1984). Por otra parte, se estableció que las mujeres eran inherentemente inferiores a los hombres —excesivamente emocionales y lujuriosas, incapaces de manejarse por sí mismas— y tenían que ser puestas bajo control masculino. De la misma manera que con la condena a la brujería, el consenso sobre esta cuestión iba más allá de las divisiones religiosas e intelectuales. Desde el púlpito o desde sus escritos, humanistas, reformadores protestantes y católicos de la Contrarreforma cooperaron en vilipendiar a las mujeres, siempre de forma constante y obsesiva. Las mujeres eran acusadas de ser poco razonables, vanidosas, salvajes, despilfarradoras. La lengua femenina, era especialmente culpable,
considerada como un instrumento de insubordinación. Pero la villana principal era la esposa desobediente, que junto con la «regañona», la «bruja», y la «puta» era el blanco favorito de dramaturgos, escritores populares y moralistas. En este sentido, The taming of the shrew , de 1593, de Shakespeare era un manifiesto de la época. El castigo de la insubordinación femenina a la autoridad patriarcal fue evocado y celebrado en incontables obras de teatro y tratados breves. La literatura inglesa de los períodos isabelino y jacobino se dio un festín con esos temas. Típica del género es Tis a pity she’s a whore , de 1633 [ Lástima que sea una puta ], de John Ford, que termina con el asesinato, la ejecución y el homicidio aleccionadores de tres de las cuatro protagonistas femeninas. Otras obras clásicas que trataban el disciplinamiento de las mujeres son Arraignment of lewed, idle, forward, inconstant women , de 1615 [ La comparecencia de mujeres indecentes, ociosas, descaradas e inconstantes ], de John Swetnam, y The parliament of women, de 1646 [ Parlamento de mujeres ], una sátira dirigida fundamentalmente contra las mujeres de clase media, que las retrata muy atareadas creando leyes para ganarse la supremacía sobre sus maridos ¹⁴ . Mientras tanto, se introdujeron nuevas leyes y nuevas formas de tortura dirigidas a controlar el comportamiento de las mujeres dentro y fuera de la casa, lo que confirma que la denigración literaria de las mujeres expresaba un proyecto político preciso que apuntaba a dejarlas sin autonomía ni poder social. En la Europa de la Edad de la Razón, a las mujeres acusadas de «regañonas» se les ponían bozales como a los perros y eran paseadas por las calles; las prostitutas eran azotadas o enjauladas y sometidas a simulacros de ahogamientos, mientras se instauraba la pena de muerte para las mujeres condenadas por adulterio (Underdown, 1985, pp. 117 y ss.). No es exagerado decir que las mujeres fueron tratadas con la misma hostilidad y sentido de distanciamiento que se concedía a los «salvajes indios» en la literatura que se produjo después de la Conquista. El paralelismo no es casual. En ambos casos la denigración literaria y cultural estaba al servicio de un proyecto de expropiación. Como veremos, la demonización de los aborígenes americanos sirvió para justificar su esclavización y el saqueo de sus recursos. En Europa, el ataque librado contra las mujeres justificaba la apropiación de su trabajo por parte de los hombres y la criminalización de su control sobre la reproducción. Siempre, el precio de la resistencia era el extermino. Ninguna de las tácticas desplegadas contra las mujeres europeas y los súbditos coloniales habría podido tener éxito si no hubieran estado apoyadas por una campaña de terror. En el caso de las mujeres europeas, la caza de brujas jugó el papel principal en la construcción de su nueva función social y en la degradación de su identidad social. La definición de las mujeres como seres demoníacos y las prácticas atroces y humillantes a las que muchas de ellas fueron sometidas dejó marcas indelebles en su psique colectiva y en el sentido de sus posibilidades. Desde todos los puntos de vista —social, económico, cultural, político— la caza de brujas fue un momento decisivo en la vida de las mujeres; fue el equivalente a la derrota histórica a la que alude Engels, en El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado (1884), como la causa del desmoronamiento del mundo matriarcal. Pues la caza de brujas destruyó todo un mundo de
prácticas femeninas, relaciones colectivas y sistemas de conocimiento que habían sido la base del poder de las mujeres en la Europa precapitalista, así como la condición necesaria para su resistencia en la lucha contra el feudalismo. A partir de esta derrota surgió un nuevo modelo de feminidad: la mujer y esposa ideal —casta, pasiva, obediente, ahorrativa, de pocas palabras y siempre ocupada con sus tareas—. Este cambio comenzó a finales del siglo XVII, después de que las mujeres hubieran sido sometidas por más de dos siglos de terrorismo de Estado. Una vez que las mujeres fueron derrotadas, la imagen de la feminidad construida en la «transición» fue descartada como una herramienta innecesaria y una nueva, domesticada, ocupó su lugar. Mientras que en la época de la caza de brujas las mujeres habían sido retratadas como seres salvajes, mentalmente débiles, de apetitos inestables, rebeldes, insubordinadas, incapaces de controlarse a sí mismas, a finales del siglo XVIII el canon se había revertido. Las mujeres eran ahora retratadas como seres pasivos, asexuados, más obedientes y moralmente mejores que los hombres, capaces de ejercer una influencia positiva sobre ellos. No obstante, su irracionalidad podía ahora ser valorizada, como cayó en la cuenta el filósofo holandés Pierre Bayle en su Dictionaire historique et critique (1697) [Diccionario histórico y crítico], en el que elogió el poder del «instinto materno», sosteniendo que debía ser visto como un mecanismo providencial, que aseguraba, a pesar de las desventajas del parto y la crianza de niños, que las mujeres continuasen reproduciéndose. Bibliografía Bayle, P. (1697). Dictionaire historique et critique . Róterdam: Reinier Leers [ Diccionario histórico y crítico . Barcelona: Círculo de Lectores, 1996]. Bodin, J. (1992). The six books of a Commonwealth . Cambridge: Cambridge University Press [ Los seis libros de la República , P. Bravo Gala, Trad. Madrid: Tecnos, 2006]. Brauner, S. (1995). Fearless wives and frightened shrews: The construction of the witch in early modern Germany . Massachusetts: University of Massachusetts Press. Cavallo, S., & Cerutti. S. (1980). Onore femminile e controllo sociale della riproduzione in Piemonte tra Sei e Settecento. En L. Accati et al. (Ed.). Parto e maternitá: momenti della biografía feminile (pp. 346-383). Ancona: Il Murino. Crosby, A. W. Jr. (1972). The Columbian exchange. Biological and cultural consequences of 1492 . Connecticut: Greenwood Press, Inc. [ El intercambio transoceánico: consecuencias biológicas y culturales a partir de 1492 . Ciudad de México: UNAM, 1991]. Curtis, B. (2002). Foucault on governmentality and population: The impossible discovery. Canadian Journal of Sociology, 27, 505-533.
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ciencia moderna de la demografía en el siglo XIX. Curtis señala que populousness fue un concepto orgánico y jerárquico. Cuando los mercantilistas lo usaban les preocupaba la parte del cuerpo social que crea riqueza, es decir, trabajadores reales o potenciales. El concepto posterior de «población» es atomístico. «La población consiste en una cantidad de átomos indiferenciados distribuidos a través de un espacio y tiempo abstractos» (2002, p. 508) —escribe Curtis— «con sus propias leyes y estructuras». Lo que sostengo es que hay, no obstante, una continuidad entre estas dos nociones, ya que, tanto en el período mercantilista como en el del capitalismo liberal, la noción de población absoluta ha sido funcional a la reproducción de la fuerza de trabajo. ⁵ El auge del mercantilismo se produjo durante la segunda mitad del siglo XVII. Su dominio en la vida económica estuvo asociado a los nombres de William Petty (1623-1687) y Jean Baptiste Colbert, el ministro de Hacienda de Luis XIV. Sin embargo, los mercantilistas de finales del siglo XVII solo sistematizaron o aplicaron teorías que habían sido desarrolladas desde el siglo XVI. Jean Bodin en Francia y Giovanni Botero en Italia son considerados economistas protomercantilistas. Una de las primeras formulaciones sistemáticas de la teoría económica mercantilista se encuentra en England’s Treasure by Forraign Trade (1622), de Thomas Mun. ⁶ Para una discusión de la nueva legislación contra el infanticidio véase, entre otros , John Riddle (1997, 163-166); Merry Wiesner (1993, pp. 52-53) y Mendelson y Crawford (1998). Los últimos escriben que «el infanticidio era un crimen que probablemente fuera cometido más por las mujeres solteras que por cualquier otro grupo en la sociedad. Un estudio del infanticidio a comienzos del siglo XVII mostró que, de sesenta madres, cincuenta y tres eran solteras y seis viudas» (1998, p. 149). Las estadísticas muestran también que el infanticidio se castigaba de forma todavía más frecuente que la brujería. Margaret King escribe que en Nuremberg se «ejecutó a catorce mujeres por ese crimen entre 1578 y 1615, pero solo a una bruja. Entre 1580 y 1606 el parlamento de Ruan juzgó casi tantos casos de infanticidio como de brujería, pero castigó el infanticidio con mayor severidad. La Ginebra calvinista muestra una mayor proporción de ejecuciones por infanticidio que por brujería; entre 1590 y 1630 nueve mujeres de las once condenadas fueron ejecutadas por infanticidio, en comparación con solo una de treinta sospechosas de brujería» (1991, p. 10). Estas estimaciones son confirmadas por Merry Wiesner, que escribe que «en Ginebra, por ejemplo, 25 de 31 mujeres acusadas de infanticidio durante el período 1595-1712 fueron ejecutadas, en comparación con 19 de 122 acusadas de brujería» (1993, p. 52). Todavía en el siglo XVIII hubo mujeres ejecutadas por infanticidio en Europa. ⁷ Un artículo interesante sobre este tema es «The witche’s pharmacopeia» (1986), de Robert Fletcher. ⁸ La referencia proviene de una canción feminista italiana de 1971 titulada «Aborto di Stato» [ Aborto de Estado ]. Esta canción es parte del álbum Canti di donne in lotta [ Canciones de mujeres en lucha ], publicado en 1974 por el Grupo Musical del Comité del Salario por el Trabajo Doméstico, de la ciudad de Padua.
⁹ Margaret L. King (1991, p. 78), Women of the renaissance . Sobre el cierre de los burdeles en Alemania ver Merry Wiesner (1986, pp. 174-185), Working women in renaissance Germany . ¹⁰ Un vasto catálogo de los lugares y años en los que las mujeres fueron expulsadas del artesanado puede encontrarse en David Herlihy (1995). Véase también Merry Wiesner (1986, pp. 174-185). ¹¹ Howell escribe: «Las comedias y sátiras de la época, por ejemplo, retrataban con frecuencia a las mujeres del mercado y de los oficios como arpías, con caracterizaciones que no solo las ridiculizaban o regañaban por asumir roles en la producción para el mercado, sino que frecuentemente incluso las acusaban de agresión sexual» (1986, p. 182). ¹² Sobre la pérdida de derechos de las mujeres en los siglos XVI y XVII en Europa, véase, entre otros, Merry Wiesner, quien escribe que: La difusión del derecho romano tuvo un efecto, en buena parte negativo, sobre el estato legal civil de las mujeres en el período moderno temprano, y esto tanto por las perspectivas sobre las mujeres de los propios juristas, como por la aplicación más estricta de las leyes existentes que el derecho romano hizo posible (1993, p. 33). ¹³ N. de la T.: La principal acepción de gossip hoy es chisme o cotilleo. ¹⁴ Si a las obras de teatro y tratados se agregan también los registros de la corte del período, Underdown concluye que «entre 1560 y 1640 […] estos registros revelan una intensa preocupación por las mujeres que son una amenaza visible para el sistema patriarcal. Mujeres discutiendo y peleando con sus vecinos, mujeres solteras que rechazan entrar en el servicio doméstico, esposas que dominan o golpean a sus maridos: todos aparecen con mayor frecuencia que en el periodo inmediatamente anterior o posterior. No pasa desapercibido que este es también el período en el que las acusaciones de brujería alcanzaron uno se sus picos» (1985, p.119). Historia del trabajo doméstico en América hispana (1492-1980) ¹⁵ Elizabeth Kuznesof El servicio doméstico en América hispana coincide con el comienzo de la colonización española. Su historia ha estado determinada por factores ideológicos tales como la visión corporativista del Estado, el papel del hogar patriarcal y el papel de las mujeres en la sociedad. Además, el lento desarrollo de la tecnología doméstica, de los servicios de la ciudad y del sistema de fábricas han influido sobre las oportunidades de empleo de las mujeres en general y del servicio doméstico en particular.
En este capítulo se analizan estos factores con el objeto de determinar el papel del servicio doméstico en la sociedad y las relaciones sociales de producción en la América hispana preindustrial, para luego trazar la historia del servicio doméstico como una ocupación dentro del cambiante contexto económico de los siglos XIX y XX. El período colonial (1492-1800) Mientras en la España medieval el linaje o el clan frecuentemente determinaban la posición social, en la América hispana colonial el hogar patriarcal pronto se convirtió en la base primaria de la identidad jurídica y del control social (Dillard, 1976, pp. 74-76). Los nuevos pueblos españoles: Ciudad de México, Guadalajara, Puebla, Lima, Cusco, Santiago, Quito, Panamá, fueron centros administrativos y también, por ley, residencia principal de la nueva aristocracia de conquistadores, a quienes, como encomenderos, se les confió la protección, educación, tributo y trabajo de la población indígena de las zonas cercanas. Se les requirió por ley que sus majestuosas casas de piedra, o «casas pobladas», incluyeran una esposa española, lugar para por lo menos 40 huéspedes y partidarios armados, esclavos negros, una servidumbre compuesta por españoles e indígenas y un establo con un mínimo de 16 caballos (Braman, 1975, pp. 63-64; Lockhart, 1968, p. 21). La casa poblada era vista literalmente como la base para la civilización española en el Nuevo Mundo. Los nuevos pueblos eran pequeñas colonizaciones con poblaciones inestables, comunicaciones difíciles con otras regiones hispanas y generalmente con pocas garantías de orden. En estas circunstancias, la corona delegó gran autoridad y responsabilidad al propietario hombre para supervisar y controlar a los miembros de su residencia, estuvieran ellos o no relacionadas con él por sangre o matrimonio. Así, él debía velar por el bienestar económico, espiritual, social y educacional de todas las personas que vivían en su casa e indemnizar por cualquier mal comportamiento (Braman, 1975, pp. 89-91; Gakenheimer, 1964, pp. 46-47; Lockhart, 1968, p. 21; Waldron, 1977, p. 125). El hogar patriarcal no solo llegó a ser la unidad central del control social en el período colonial —una extensión de la visión corporativa de la sociedad, fomentada por el catolicismo romano y el Estado español—, sino que las autoridades españolas en general sintieron que las mujeres debían ser mantenidas en una posición de tutelaje (Lockhart & Schwartz, 1983, pp. 7-8). Esta política se hizo cumplir tanto como fue posible mediante la residencia dentro del hogar patriarcal y por medio de las leyes de matrimonio y herencia. Sin embargo, la política fue también instrumentada —y este aspecto tuvo particular importancia para mestizos, castas, indígenas y negros libres— a través de la exclusión sistemática de las mujeres de todas las áreas de la vida económica en las cuales pudieran ejercer algún control sobre los recursos. Estas medidas se hicieron cumplir a través del sistema de gremios y generalmente fueron apoyadas por las leyes de las Indias (Konetzke, 1947, pp. 421- 449; Ots Capdequí, 1930, pp. 311-380). Donde las mujeres se ocuparon de las artesanías o el comercio su participación tendió a ser marginal, informal o mediada a través de su relación con un pariente de sexo masculino.
Aun donde no se desarrollaron los gremios, los mercados de artesanos fueron controlados a través del consejo de la ciudad, el cual señaló el entrenamiento, exámenes y tipos de herramientas; limitó el número de establecimientos de artesanos en cada gremio y especificó qué tipo de personas podían trabajar en ellos (Johnson, 1974, pp. 8-9). La estipulación de que los únicos trabajadores permitidos —además de los aprendices y oficiales con licencia— eran la esposa y los niños del maestro indicó cómo la esfera doméstica entró en la economía formal para la clase artesana: a la viuda de un artesano se le permitía frecuentemente conservar la tienda y en algunos casos practicar el oficio, aunque generalmente se esperaba que pronto se casara con un oficial que llegaría a ser el nuevo maestro. El comercio era otra área de considerable atracción para las mujeres, pero durante el período colonial los establecimientos comerciales también estuvieron gobernados por los consejos de la ciudad. Por ejemplo, en Ciudad de México, en 1816, pequeñas tiendas, denominadas «pulperías», que vendían comida básica a precios controlados, no podían ser administradas por mujeres, por personas de sangre mixta o por alguien sin un cierto capital. Las mujeres y los pobres podían vender en las «acesorías» — pequeños nichos al costado de los edificios— pero no podían competir con los bienes que las pulperías tenían normalmente. A los indígenas, tanto hombres como mujeres, les era permitido vender en la plaza central artesanías y comidas elaboradas por ellos (Kicza, 1979, pp. 140-142). El sistema de controles municipales sobre las artesanías y el comercio tuvo el efecto de evitar la incorporación de mujeres en estas áreas o mantener su participación a un nivel mínimo, indirecta y confinada a papeles no administrativos. El empleo disponible para las mujeres en las colonias españolas era frecuentemente doméstico con respecto al lugar donde el trabajo era realizado, la clase de trabajo que se pedía o, a menudo —particularmente en las industrias artesanales—, al tipo de relación familiar requerida para ejercer el comercio. Fuera de la agricultura, las opciones de empleo disponibles para las mujeres eran limitadas, mal pagadas, y frecuentemente condicionadas y determinadas por la esfera doméstica. En Europa el servicio doméstico era una ocupación altamente respetable. Para mucha gente en Inglaterra y Francia, en el período preindustrial, esta ocupación fue vista más como una etapa en la vida que como una elección ocupacional. Tilly y Scott (1978) presentan estadísticas indicando que los «sirvientes», para esa época, se distribuían entre el 15% y el 30% de la población comprendida entre los 15 y 65 años. Las autoras explican que el término «sirvientes» era una categoría de empleo muy amplia, que incluía cualquier dependiente del hogar que realizaba tareas domésticas o de manufactura, pero, más a menudo, «hombres y mujeres jóvenes que ingresaban a una economía familiar como un miembro adicional. Además, el idioma usado para describir a los sirvientes denotaba su posición dependiente y edad. “Sirviente” era sinónimo de “muchacho” o “muchacha”: un joven, soltero y, por lo tanto, persona dependiente» (Tilly & Scott, 1978, p. 20).
En familias campesinas rurales, la proporción de «sirvientes» frecuentemente era más alta, ya que las familias trataban de equilibrar la producción y el consumo, dependiendo de la cantidad de hijos solteros en edad de trabajar que tenían a su disposición. Para la mayoría de la gente joven, trabajar como «sirviente» funcionó como una forma de aprendizaje en un período anterior al del desarrollo de los sistemas de educación general. Visto en este contexto, el trabajar como sirviente en el Nuevo Mundo al principio del período colonial pareció, para todos, una posibilidad razonable, excepto para la élite. Dicho trabajo también tenía la ventaja de llevarse a cabo en un ambiente protegido, educacional y paternalista. Estos factores, agregados a las limitaciones sobre el trabajo de las mujeres en el conjunto del ambiente colonial, cuentan mucho para la gran popularidad del trabajo doméstico. Los sirvientes domésticos eran, además, necesarios porque la tecnología de la vida colonial requería que la mayoría de los artículos de consumo doméstico, incluyendo vestidos, harina, velas, pólvora y muchos utensilios y muebles, fueran producidos dentro del hogar. Además, el agua y la leña tenían que ser provistos diariamente. La ausencia de métodos anticonceptivos también significó que se necesitara bastante personal para cuidar de los niños, aunque la alta mortalidad infantil determinó que no más de la mitad de ellos sobreviviera. En el siglo XVI, los sirvientes domésticos eran visibles no solo en la casa de los «encomenderos» sino también en las de los mercaderes y artesanos, realmente en casi todas las casas de los españoles (Lockhart, 1968, pp. 159-169). Los estudios de ciudades del siglo XVI en México, el Perú y Chile indican que los hogares españoles podían incluir desde uno hasta más de 40 sirvientes domésticos. La raza dominante entre los sirvientes variaba según la ubicación, dependiendo de la mezcla étnica de la población; sin embargo, los indígenas, los esclavos liberados, personas de razas mixtas o «castas», y mujeres blancas formaban parte de la servidumbre (Braman, 1975, pp. 89-91; Gakenheimer, 1964; Hirschberg, 1976, pp. 24-264; Lewis, 1978, p. 165; Lockhart & Schwartz, 1983, p. 91).
Las mujeres indígenas eran las más comunes como sirvientas y a quienes se les pagaba menos. Escribiendo sobre el Perú del siglo XVI, Burkett se refiere a mujeres indígenas que «abandonaron sus pueblos y vida tradicional» (1978, p. 111) para servir a los españoles en las ciudades como domésticas. Burkett sostiene que la disminución en el sistema «ayllu» (el sistema inca de distribución de la propiedad y apoyo, basado en residencia y parentesco), la migración masculina a las minas y las pesadas obligaciones que sobrellevaban las viudas con el sistema de tributo en ropa, animales y productos agrícolas hicieron difícil la vida en las comunidades tradicionales y relativamente atractivo el trabajar para los españoles en la ciudad. En fuerte contraste con la situación europea, una vez que la mujer indígena comenzaba a trabajar en una casa española, era a menudo virtualmente esclavizada y se le impedía dejar el trabajo o casarse. Las sirvientas del hogar en el Perú incluían a las amantes que vivían en la residencia (aun en presencia de la esposa española), así como nodrizas, cocineras y otras ayudantes, además de trabajadores contractuales. Los contratos especificaban que, a cambio de su trabajo, los sirvientes recibirían habitación, pensión, medicinas, instrucción religiosa, dos juegos de ropa de lana o algodón y un salario que variaba entre 6 y 30 pesos por año (Burkett, 1978, pp. 108-111). Los esclavos manumisos eran otra categoría importante de sirvientes domésticos en los siglos XVI y XVII. Según las normas patriarcales, la ley requería que fueran empleados y supervisados por un amo español. La mayoría de ellos, hombres y mujeres, llegaron a ser sirvientes domésticos altamente valorados y mejor pagados que los indígenas (Bowser, 1974, pp. 101-104 y p. 157; Burkett, 1975, pp. 283-284). Mujeres blancas también trabajaron como sirvientas. Según Boyd-Bowman (1973, p. 79; 1976, p. 583 y pp. 596-601), entre 1560 y 1579 las mujeres sumaban 28,5% de los emigrantes españoles al Nuevo Mundo; la mayoría de ellas, después de 1540, eran solteras y muchas estaban en la lista de pasajeros como criadas o sirvientas. Frecuentemente eran contratadas por un empleador que ya vivía en las colonias o venían al Nuevo Mundo con un empleador. Después de pagar el pasaje trabajando, las sirvientas españolas frecuentemente se casaban con artesanos españoles (Burkett, 1975, pp. 93-95). Muchos mestizos, especialmente los hijos ilegítimos de las mujeres indígenas con españoles, eran criados en hogares españoles. Según Lockhart «recibían sostenimiento, educación y afecto, pero se los consideraba sirvientes» (1968, p. 164). Los huérfanos y los niños de familias pobres podrían haber sido incluidos en el hogar de manera similar a como era común en la Europa preindustrial. Con el tiempo, la mezcla racial del servicio doméstico cambió. Por ejemplo, en México, la mayor parte del trabajo doméstico en el siglo XVI era hecho por indígenas, pero, con la legislación que los protegía contra los abusos de los españoles al final del siglo XVI, y en el XVII, los negros, tanto esclavos como libres, llegaron a ser más importantes. En el siglo XVIII, la mayoría de los sirvientes domésticos pertenecía a castas de descendencia racial mixta (Seed, 1982, pp. 587-588; Valdés, 1978, p. 145). Sin embargo, hacia finales del siglo XVIII, los sirvientes españoles continuaban siendo considerados de mayor prestigio. En Ciudad de México, las mujeres que buscaban empleo
como nodrizas a veces ponían avisos en los diarios, sosteniendo frecuentemente que tenían sangre española, probablemente a causa de la idea generalmente aceptada de que un bebé tomaría las características comunes a un grupo étnico a través de la leche materna (Kicza, 1983, p. 13). El servicio doméstico continuó siendo una importante categoría de empleo, particularmente para mujeres, a lo largo del período colonial. Aunque la ley colonial española fue contundente en su regulación detallada de cada aspecto de la vida económica, la única regla concerniente a los sirvientes domésticos especificaba que ellos estaban bajo la autoridad y responsabilidad del jefe del hogar en el cual trabajaban. En la mayoría de los casos, una muy significativa proporción de los salarios de los sirvientes era pagada en especie: cuarto, alimentos, ropa, ayuda médica y protección general, una característica del servicio doméstico que dificulta los esfuerzos para la regulación incluso en nuestros días. Al igual que lo muestran estudios sobre la Europa preindustrial, la importancia de los sirvientes domésticos en la América hispana colonial es más evidente en estudios de composición de hogares. Investigaciones hechas sobre Caracas, Buenos Aires y varias áreas de Chile en el siglo XVIII indican la alta proporción de allegados o dependientes no nucleados miembros del hogar, y que constituyen frecuentemente entre 20% y 40% de los integrantes del hogar. Indudablemente, muchos de ellos eran sirvientes, fueran ellos huérfanos o gente pobre incluida por caridad en los hogares, pero considerados sirvientes, o reclutados conscientemente para fabricar objetos o realizar trabajos domésticos en ese ambiente preindustrial (Johnson, 1978, pp. 632 y 641; Johnson & Socolow, 1979, p. 365; Waldron, 1977, p. 119). El hecho de que muchos de los sirvientes domésticos en el período colonial fueran familiares huérfanos, descendientes ilegítimos del jefe del hogar o hijos adolescentes de amigos que vivían en otros lugares, condujo a una relación personalizada, paternalista, muchas veces reforzada por lazos de parentesco ritual. Sin embargo, esta característica disminuyó en el siglo XIX. Al mismo tiempo, la asociación del servicio doméstico con el nivel más bajo del sistema de clase, casta y color que dominó la sociedad hispanoamericana causó una alienación gradual entre patrones y sirvientes, así como también una pérdida de posición para la ocupación del servicio doméstico. El siglo XIX Con el advenimiento del liberalismo y de la independencia política de casi todos los gobiernos hispanoamericanos hacia 1825, la posición del servicio doméstico como empleo para mujeres fue alterada. En primer lugar, las ideas con respecto a la educación de las mujeres y sus roles como productoras sufrieron un marcado cambio hacia la liberalización en el siglo XVIII y comienzos del siglo XIX (Lavrin, 1978, pp. 27-29). Sin embargo, nociones sobre la santidad de la familia y del hogar y la posición relativa del esposo y la esposa persistieron. Si algo ocurrió, fue que los códigos legales de los siglos XVIII y XIX tendieron a reafirmar la autoridad del jefe masculino sobre otros miembros del hogar, especialmente las mujeres. Por
ejemplo, Guy sugiere (1985, p. 318) que desde el período de la independencia el Estado argentino comenzó a crear una relación simbiótica con la familia en las comunidades locales a través de los jefes masculinos del hogar. En México, la legislación del siglo XIX dio mayor importancia a la familia nuclear corporativa, especialmente al poder del jefe masculino sobre su esposa e hijos menores; énfasis que coincidió con una tendencia general a usar la propiedad y residencia como criterios para los privilegios sociales y políticos (Arrom, 1985, pp. 309-310). La posición de las mujeres en el mercado laboral se alteró en el siglo XIX. El sistema de gremios fue abandonado en la mayoría de las ciudades latinoamericanas poco antes de 1840, en parte porque la nueva maquinaria podía ser operada por trabajadores no especializados o semiespecializados con un mínimo de entrenamiento. Esto abrió las industrias artesanales a cualquiera que deseara entrar, y mujeres y niños fueron considerados trabajadores ideales porque eran dóciles y trabajaban por un tercio o la mitad de los salarios de los hombres (Hollander, 1974, p.48; Vallens, 1978, pp. 37-38). Por lo tanto, las restricciones políticas formales contra el empleo de las mujeres fueron suprimidas al mismo tiempo que aumentó la demanda por el trabajo femenino. Sin embargo, aun durante este período, las oportunidades de empleo para las mujeres estaban limitadas a industrias específicas e ideológicamente el trabajo de la mujer estaba más estrechamente relacionado con la esfera doméstica que con los ideales de individualidad, desarrollo profesional y, especialmente, de igualdad sexual. Los patrones vitales de empleo de las mujeres trabajadoras también deben haber afectado los tipos de trabajo para los cuales las mujeres eran contratadas. En los países no industrializados, las mujeres generalmente han comenzado a trabajar entre los 10 y los 14 años, y han continuado trabajando alrededor de la mitad de sus vidas hasta cerca de la muerte con interrupciones por matrimonio, nacimiento y cuidado de los hijos; en esta actividad han estado mayormente influenciadas por su posición marital: su feminidad, su clase o raza y su educación (Pantelides, 1976). Las estadísticas de empleo femenino según edades revelan claramente que en el siglo XIX las mujeres trabajaban antes del matrimonio y después de la viudez, pero raramente mientras estaban casadas (Arrom, 1977, p. 119). El matrimonio como norma para las mujeres, así como las ideas con respecto al papel apropiado para las mujeres en el matrimonio, han tenido una importancia crítica para las opciones de las mujeres como trabajadoras. La soltería fue, por supuesto, considerada con gran desaprobación y denunciada por un mexicano del siglo XIX como «la gangrena de la población» (Arrom, 1977, p. 173, citando a Manuel Payno). Además, aquellas mujeres que trabajaban eran predominantemente mujeres de raza mixta, con antecedentes negros o indígenas, empleadas en ocupaciones humildes. A pesar de la expansión aparente en los tipos de trabajo hechos por mujeres en México, Argentina y Chile, los políticos y viajantes del siglo XIX comentaban sobre la desgracia: miseria y desnutrición de las mujeres que «eran llevadas a la prostitución» por falta de empleo (Arrom, 1977, p. 77; Johnson, diciembre de 1978, p. 14; Hollander, 1974, pp. 19-20, citando a Manuel Belgrano).
Las políticas oficiales de los gobiernos hispanoamericanos de esta época apoyaban la idea de que todos debían trabajar y que el gobierno no debía interferir en el establecimiento de salarios, precios, horas de trabajo o cualquier otra área de contención entre los industriales y trabajadores (Turner, 1968, p. 26). Realmente, a fines del siglo XIX, hubo una demanda considerable de mujeres como trabajadoras industriales, a tal punto que las leyes de vagabundaje en Argentina y México fueron usadas para forzarlas a tomar ciertos empleos en contra de su voluntad. Las mujeres que dirigían sus propios hogares y dependían fundamentalmente de una economía de subsistencia podían ser legalmente definidas como «rebeldes o sin empleo» y puestas por la policía en instituciones de trabajo «decente» (sin embargo, para mantener el carácter patriarcal —por lo menos en Argentina— la policía nunca usó estas medidas contra las mujeres cuando sus parientes varones se oponían). Se sabe que, tanto en las fábricas textiles como en las panaderías, en México, se «ponía presas» a las mujeres trabajadoras para evitar que escaparan (Guy, 1985, p. 323; Keremitsis, 1971, pp. 186 y 198; Reyna, 1982, pp. 436-437; Vallens, 1978, p. 30). Estas políticas claramente reforzaron la ideología de que las mujeres se encontraban apropiadamente en una situación de tutelaje. Aun durante este período el servicio doméstico continuó absorbiendo una proporción sustancial de la mano de obra femenina como continuación de relaciones sociales y productivas preindustriales y como un reforzamiento del hogar patriarcal. La casa privada fue vista «como un lugar protegido para el trabajo de la mujer», un «guardián de la virtud moral». En México, una ley de 1834 determinó que los sirvientes domésticos estarían sujetos a una estricta vigilancia y control personal por sus patrones (Arrom, 1977, p. 76). En Argentina, mujeres pobres (consideradas vagabundas) eran colocadas con familias «respetables» para trabajar como sirvientas domésticas (Guy, 1985, pp. 322-323). La renuencia del Estado a interferir en el trabajo hecho en casa, y el ideal de la casa como un lugar de respetabilidad, también dio a los empleadores poder sustancial sobre las vidas de las sirvientas domésticas. Como en Europa y América preindustrial, en la América hispana a comienzos del siglo XIX el servicio doméstico continuó siendo visto como una forma de educación para la vida adulta, una «educación ideal para una niña pobre». Josefita, una pequeña niña sirvienta de la familia De la Barca, entró al servicio doméstico en Ciudad de México, en 1849, con la condición, puesta por su madre, de que «se le enseñaría a leer, se le llevaría a la iglesia y se le enseñaría todo tipo de trabajo» (Arrom, 1977, p. 123; Shaw, 1975, p. 106). La migración rural-urbana caracterizó el final del siglo XVIII y el principio del siglo XIX en Latinoamérica. En cada uno de los casos acerca de los cuales contamos con información, las poblaciones urbanas en este período incluían más mujeres que hombres. Humboldt (1811, 1, p. 253), al escribir sobre la Ciudad de México, en 1808, atribuyó la desproporción al hecho de que «las mujeres de campo iban a las ciudades para servir en las casas», una explicación común para la estadística urbana por sexo en esa época. Ciertamente, el servicio doméstico continuó siendo una manera muy popular de manejar una gran gama de servicios y manufacturas domésticas
necesarias en un período en que los servicios municipales eran primitivos y la tecnología del hogar estaba basada, por lo general, en lo que se esperaba del trabajo del esclavo; a menudo había diez o más sirvientes o esclavos en un hogar de élite. En Ciudad de México y en Argentina, alrededor del 60% de las trabajadoras eran sirvientas que vivían en casa de sus patrones («cama adentro») (Arrom, 1977, cuadro 5; Hollander, 1974, pp. 29-30). Aunque parece factible la idea de que las mujeres en este período eran atraídas a las ciudades por trabajo, los estudios de migración indican que mucha —si no la mayor parte— de la migración rural-urbana se dio por «repulsión», dados más por problemas económicos en la zona de origen, que las «empujaba» a la ciudad, que por las oportunidades en la zona de destino (Johnson, 1978 y diciembre de 1978; Higman, 1993; Scardaville, 1977, p. VIII; Shaw, 1975, p. 51; Moreno Toscano & Aguirre Anaya, 1975, pp. 35-36). En algunos casos, familias enteras formaban parte del servicio doméstico de los hogares de la élite: los maridos actuaban como cocheros y jardineros; esposas e hijas eran mucamas; y los hijos servían como mandaderos (Shaw, 1975, p. 105). En otros casos, las mujeres jóvenes eran enviadas a la ciudad para trabajar como sirvientas o, encontrándose abandonadas y sin sustento y teniendo poca elección, migraban a las ciudades. Frecuentemente, las tareas domésticas eran las únicas destrezas que estas mujeres poseían. Hacia finales del siglo XVIII y principios del siglo XIX, la mayoría de los sirvientes domésticos en Ciudad de México estaba constituida por migrantes de pueblos cercanos (Moreno Toscano & Aguirre Anaya, 1975, pp. 33-34). Para 1849, más del 70% de estos migrantes entraban dentro de la categoría de trabajadores no calificados, la mayoría de las mujeres en servicio doméstico (Scardaville, 1977, p. 64; Shaw, 1975, p. 57) y 70% de los contados como sirvientes domésticos residían con sus patrones (Shaw, 1975, p. 288). Estos domésticos con cama adentro son fácilmente seguidos por medio de manuscritos de los censos de hogares de la élite cerca de las plazas centrales en Buenos Aires, México y Caracas (Arrom, 1977, p. 41; Friedman, 1976, p. 18; Johnson & Socolow, 1979, pp. 362-363). Aproximadamente uno de cada cinco hogares tenía uno o más sirvientes; de los hogares de Ciudad de México en 1811, 4% tenían tres o más sirvientes y 18% tenían una o dos sirvientas (Arrom, 1977, p. 42). Sin embargo, Fanny Calderón de la Barca se quejó, en 1840, de que los sirvientes frecuentemente cambiaban de empleo (Valdés, 1978, p. 103, citando a De la Barca). Además, Johnson (diciembre de 1978, pp. 12-13), escribiendo sobre Santiago, Chile, entre 1875 y 1907, encuentra que el nivel de la migración femenina hacia la mitad no correspondía, sino que excedía el nivel de oportunidades en el servicio doméstico. Este descubrimiento es reforzado por Higman (1993). En un estudio sobre Jamaica, él cita para este efecto un informe de 1865 de la Comisión Real, en el cual «ni la mitad» de las domésticas de la ciudad estaban empleadas al mismo tiempo. Aquellas inmigrantes que podían encontrar una posición permanente a tiempo completo como sirvientas domésticas eran afortunadas. En Santiago —y uno sospecha que también fue cierto en otras ciudades hispanoamericanas— la mayor parte del trabajo era por horas y relativamente informal. Las mujeres tendían a ser lavanderas independientes y costureras: en 1907, en el departamento de Santiago, había solamente alrededor de 14.000 mucamas,
pero había 12.000 lavanderas y 25.000 costureras. Como muchas de las mujeres más pobres eran lavanderas, los funcionarios del gobierno abogaban para que todas las casas de vecindad tuvieran un lavadero grande, así las mujeres no tenían que dejar sus niños para trabajar (Johnson, diciembre de 1978, p. 12). Las trabajadoras domésticas que vivían cama adentro, podían contar con más alimentos y otros artículos de primera necesidad, como pago en especie, que las trabajadoras domésticas no residenciales, quienes generalmente vivían en casas de vecindad. A menudo las vecindades tenían hasta 30 cuartos por piso, con cada familia ocupando una habitación o una esquina de una habitación o un hueco de la escalera. Las instalaciones sanitarias estaban en el patio central y los residentes comían o se bañaban poco en sus casas por falta de facilidades (Arrom, 1977, pp. 49-50; Moreno Toscano & Aguirre Anaya, 1975, p. 34). Muchas personas de clase baja vivían en grupos no familiares en situaciones comunales. Por ejemplo, en Santiago los pobres eran criticados por «la horrible costumbre de muchas personas de sexos opuestos, cuyos hábitos por regla general son terribles, de vivir en un solo cuarto y la costumbre, de excesiva hospitalidad, de recibir gente fuera del círculo familiar» (Johnson, diciembre de 1978, citando a la Asamblea de la Habitación Barata; véase también Di Tella, 1973, p. 95; Johnson & Socolow, 1979, p. 366). Además de las vecindades, el tipo de vivienda para la clase baja en Buenos Aires, Santiago y Ciudad de México también incluían casas para una sola persona, «casitas», en las que una mujer soltera podía vivir al margen de la ciudad. La información sobre México a finales del siglo XVIII indica que el período promedio de residencia en casas para la clase baja era de cuatro meses o menos, hecho que sugiere extrema movilidad en arreglos de alojamiento y empleo. Sin duda, las condiciones fueron más extremas en el siglo XIX (Valdés, 1978, p. 132). El mejoramiento de la economía en la mayoría de las ciudades latinoamericanas a finales del siglo XIX y principios del XX no benefició a las clases más bajas, según los estudios de Ciudad de México, Buenos Aires y Caracas (Brennan, 1978; Graeber, 1977, p. 121; Little, 1980, p. 14; Reyna, 1982, pp. 435-441). El constante flujo de migrantes desde las provincias resultó en un exceso de mano de obra que hizo que los salarios se mantuvieran bajos en muchas zonas. Los datos sugieren que, en Buenos Aires y Chile, una proporción cada vez mayor de mujeres era el principal sostén de sus familias hacia el final del siglo XIX (Graeber, 1977, p. 121; Johnson, 1978, p. 642). Esta situación parece haber estado asociada con la disolución del modo de producción de subsistencia en muchas zonas, que favorecía mucho más a la unidad doméstica basada en una pareja con niños. Esta diferencia en migración, que trajo muchas mujeres a las zonas urbanas para trabajar en la industria y el servicio doméstico, también fue el resultado de la mayor participación de los hombres en industrias rurales extractivas y en la agricultura comercial. Muchas mujeres que se habían juntado con sus compañeros en uniones consensuales se encontraron de repente solas o, peor, como el único sostén de hijos dependientes.
Una frecuente afirmación entre científicos sociales es que el movimiento hacia la ciudad constituía automáticamente una mejora para el migrante. Sin embargo, los migrantes que llegaban a las ciudades se encontraban con un mercado de trabajo competitivo y con tasas relativamente altas de desempleo, así como con desempleo disfrazado y subempleo. Los estudios sobre las casas para pobres y orfanatos en Guadalajara, Ciudad de México y Buenos Aires, indican problemas de abandono de niños, infanticidio, poblaciones sin casa y un empobrecimiento general en este período (Brennan, 1978; Little, 1980, pp. 14-29). En Buenos Aires, los resultados de una investigación oficial del gobierno, publicados en 1900, revelaron que muchas de las mujeres que abandonaban o mataban a sus hijos eran sirvientas domésticas en peligro de perder sus trabajos porque sus patrones no querían una boca más para alimentar. También era común que la mujer que abandonaba su niño en el orfanato fuera llevada hasta allí por una mujer rica que la aguardaba en su carruaje; la mujer pobre pasaba a ser entonces nodriza del niño recién nacido de la mujer rica (Little, 1980, pp. 100-103). En síntesis, durante el siglo XIX, regulaciones oficiales gubernamentales relacionadas con el empleo de mujeres en países de América hispana cambiaron, dando acceso a trabajos en la industria y el comercio. Sin embargo, ideas sobre que las mujeres deberían estar casadas y que las mujeres casadas no deberían estar empleadas continuaron siendo fuertes y se reflejaron en los patrones de empleo. El trabajo de las mujeres fue degradado debido a su carácter temporal u ocasional y a causa de su asociación con grupos de clase baja y antecedentes étnicos no prestigiosos (para observaciones similares sobre Jamaica, véase Higman, 1993). Adicionalmente, aunque pareció ser un nuevo reconocimiento al individuo en la legislación de los gobiernos hispanoamericanos, hubo también una reafirmación de la autoridad del jefe de familia hombre sobre los otros miembros del hogar, especialmente las mujeres. Esta actitud perpetuó eficazmente la condición del servicio doméstico en una posición de casi absoluta subordinación no regulada hacia el jefe del hogar. Gobiernos como los de México y Argentina eran conocidos por ubicar arbitrariamente a mujeres «vagabundas» en posiciones como sirvientas domésticas para proteger su moral y darles una educación. El servicio doméstico continuó siendo un área importante de empleo, reforzada por los bajos niveles de servicios urbanos y tecnología, las persistentes actitudes paternalistas y patriarcales demostradas en acciones del gobierno hacia las mujeres, y los altos niveles de mujeres migrantes solteras desempleadas y dispuestas a aceptar cualquier forma de empleo y sustento. El siglo XX La participación de la mujer en la fuerza de trabajo en América Latina ha seguido un camino interesante que puede ser visualizado como una U. Los altos niveles de participación femenina en la fuerza de trabajo reportados en el siglo XIX, entre un tercio y la mitad del total de los trabajadores, fueron seguidos por informes entre 1920 y 1930, según los cuales las mujeres constituían entre una décima y una quinta parte de los trabajadores. Este descenso ha sido atribuido a la desaparición de la manufactura doméstica en pequeña escala —que significó que las mujeres ya no podían combinar la
producción con las tareas del hogar— y al aumento de la capitalización de la producción que favorece el empleo masculino (Madeira & Singer, 1975, pp. 490-496; Richards, 1974, pp. 337-357; Weller, 1968, p. 60). La información sobre México revela que incluso las sirvientas domésticas, que representaban la mayoría de las trabajadoras femeninas en Hispanoamérica al comienzo del siglo XlX y un poco menos de la mitad hacia 1895, cuando el empleo en textiles y en la elaboración de cigarros llegó a ser significativo, declinaron en números absolutos entre 1895 y 1930 (Keesing, 1977, p. 12). Según Chaplin (1978, pp. 98-99), el punto de la U donde el empleo total femenino es más bajo corresponde al punto en que la proporción más alta de mujeres empleadas en una sociedad trabajan como domésticas; esto ocurre en parte por la desaparición del empleo para las mujeres en la agricultura, artesanía y textiles durante un período «transicional» en la industrialización antes de la expansión del sector terciario. Chaplin también sugiere que al examinar el servicio doméstico en el siglo XX se obtiene una idea de la racionalización de la economía doméstica, ya que la producción de los bienes y servicios se traslada progresivamente fuera de la casa. De 1895 a 1930, la tecnología ahorradora de mano de obra en la industria y más altos salarios para hombres resultaron en una reducción del número de sirvientas domésticas. Cambios en los servicios de la ciudad tales como provisión de agua, gas y recolección de basuras en zonas residenciales; la expansión de las escuelas; el mayor énfasis puesto sobre la maternidad y la crianza de los niños, y el desarrollo de la privacidad como un valor familiar, también influyeron en el empleo de un menor número de domésticas. Quienes empleaban de siete a diez domésticas en el siglo XIX comenzaron a emplear de una a tres, y en algunos casos ninguna. Dado que la labor doméstica no genera un producto —como Jelin (1977) ha observado—, esta tiene una curva de demanda altamente clásica y la caída económica de la década de 1930 sin duda convenció a muchas familias de que el servicio era un lujo del cual podía prescindir. El empleo femenino se expandió dramáticamente a través de toda América Latina en el período 1940-1970, en respuesta a mejores condiciones económicas y a cambios sectoriales que favorecían a las mujeres. Esta es la etapa caracterizada por un mayor crecimiento en el sector terciario o de servicios. Según Safa (1977), en esta etapa tiene lugar un marcado cambio en la composición de la fuerza laboral femenina, incorporando mujeres de clase media y alta que pudieron haber tardado en su ingreso a la fuerza laboral hasta que se abrieron trabajos de acuerdo con su posición social. Esas mujeres ingresaron al creciente sector profesional y de oficina, un área facilitada por el aumento de la educación femenina en América Latina en este período, desarrollo que, a su vez, amplió el mercado del servicio doméstico, manteniendo, por lo tanto, la responsabilidad de la casa en manos de mujeres. Las mujeres de clase alta y media fueron capaces de ir a trabajar sin que fuera amenazada la organización tradicional del hogar. Sin embargo, el incremento del trabajo doméstico desde 1940 puede ser parcialmente explicado por la reducción del mercado de trabajo para la fuerza laboral femenina no calificada con excepción del servicio doméstico.
Por ejemplo, Chaplin (1967, pp. 190-195) enfatiza una disminución del trabajo industrial realizado por mujeres en el Perú desde 1940. Las razones principales fueron el aumento en la disponibilidad de trabajo masculino y la aplicación de leyes generosas de bienestar que hicieron el trabajo femenino más caro que el masculino. Esta disminución de trabajos industriales para las mujeres significa que las trabajadoras femeninas no calificadas tienen menos oportunidades durante la segunda mitad del siglo XX, lo cual hace que aun el trabajo mal pagado y no regulado del servicio doméstico sea atractivo para ellas. En el Perú, desde 1940 hasta 1961, la proporción de trabajadoras domésticas en la fuerza laboral femenina aumentó de 9,7% a 21,4%: algunas mujeres jóvenes ven el trabajo de sirvienta y la habitación, comida y sueldo que reciben como la mejor o la única manera de financiar su educación o de sostener un hijo ilegítimo (Smith, 1971, pp. 58-63). La mayoría de los países hispanoamericanos ha aprobado leyes similares, igualando el pago industrial de hombres y mujeres, y extendiendo el cuidado y licencia de maternidad a las mujeres, lo cual ha llevado a una disminución en el empleo regular para mujeres en la industria de la región y a una expansión en las filas del servicio doméstico debido a la ausencia de otras oportunidades. Aunque el servicio doméstico puede ser visto como la continuación de pautas de trabajo preindustrial, sin embargo, con la industrialización se han producido cambios. En el siglo XX, la relación empleada doméstica-patrones tiende a ser menos personal, con menos posibilidades de crear relaciones de parentesco ficticias y de ayuda a la empleada doméstica y su familia, como se hacía anteriormente (Smith, 1971, p. 165). El volumen de trabajo dentro del servicio doméstico es más pesado; sin embargo, uno sospecha que la población del servicio doméstico es menos móvil entre ocupaciones de lo que era en siglos pasados. En otras palabras, el servicio doméstico como ocupación ha mantenido cuantitativamente una posición importante en la sociedad hispanoamericana, pero la dimensión personal del mismo parece haber disminuido mucho. Sin embargo, la estructura básica patriarcal de la sociedad hispanoamericana permanece y continúa apoyando una norma de dominación dentro de los hogares individuales. Así, una empleada que se queja de su patrona es una sirvienta que carece de «discreción» y no es buena o agradecida (Nett, 1966, p. 443). La familia patriarcal le hace un favor a la empleada doméstica al permitirle entrar al hogar; ella debe mostrar su gratitud trabajando todas las horas que se le indiquen y tomando lo que se le ofrece sin protestar. Desafortunadamente, la dirección que las economías hispanoamericanas están tomando con relación a los servicios sociales, la distribución de ingresos y las prácticas de empleo pueden significar que tal ideología y práctica llegarán a ser la norma cada vez más.
La mayoría de las empleadas domésticas está constituida por migrantes que utilizan frecuentemente las ventajas «educativas» y de protección dadas por su situación de doméstica cama adentro para proveerse de una transición de las provincias. Chaplin (1967, p. 21) describe el servicio doméstico como una ocupación «de última instancia» en el Perú, caracterizada por el abuso y la alta rotación; en su opinión, las domésticas regresan a las provincias o dejan su trabajo en casa para trabajar en las fábricas. Otros observadores ven menos movilidad entre los trabajos. Smith (1973, pp. 195-196) describe un modelo que involucra alrededor de seis trabajos en siete años, pero tal «movilidad» implica no un cambio de trabajadora doméstica a vendedora de tienda, sino a un vecindario mejor con un salario más alto y mayores privilegios (ver también Nett, 1966, p. 441). Jelin (1977, pp. 137-138) observa correctamente que el servicio doméstico es una ocupación sin salida, dejando poco lugar para el cambio ocupacional y, más importante, casi inevitablemente incompatible con el matrimonio y la crianza de los niños. Como también lo fue en el siglo XVI en el Perú y en los siglos XVIII y XIX en México y Argentina, las trabajadoras domésticas son predominantemente solteras y menores de 30 años. Al mismo tiempo, en la década de 1980, el aumento del valor de la privacidad, el crecimiento de las guarderías y jardines infantiles y la mejora de la tecnología en los hogares de la clase media están comenzado a moderar la demanda por sirvientas domésticas de tiempo completo que residan en casa de sus patrones. Lo que Chaplin ha llamado la «casualización» del servicio doméstico (1978, pp. 123-124) —con más domésticas empleadas a tiempo parcial para tareas específicas— remueve muchos de los privilegios paternalistas de la situación de vivir adentro, así como algo de su opresión en términos de horas y supervisión personal. Sin embargo, el servicio doméstico «casual» es aún menos regulado y generalmente menos seguro que una posición con cama adentro, aunque permite que la trabajadora pueda tener varios patrones. En toda América Latina el servicio doméstico ha sido la forma más importante de empleo femenino a través de la historia y también ha sido el empleo menos regulado. El servicio doméstico tiene un significado histórico que se extiende a áreas de definición de género, clase, patriarcado, tecnología, relación entre hogar y Estado, ocupaciones de las mujeres y educación doméstica. En el período colonial, el servicio doméstico era necesario para el modo primitivo de producción que requería considerable producción dentro del hogar; también era un modo para educar a los jóvenes en un ambiente protegido. Sin embargo, en parte por las circunstancias coloniales de Conquista y las relaciones de casta y raza, el servicio doméstico en Hispanoamérica llegó a tener aspectos de subordinación racial y de clase en vez de ser una experiencia de aprendizaje en una «etapa de la vida» como generalmente lo fue en la Europa preindustrial. En el siglo XVI, muchos (tal vez la mitad) de quienes trabajaban en el servicio doméstico eran hombres y algunos eran blancos. Para el siglo XVIII, la mayoría de los trabajadores domésticos era mujeres predominantemente de sangre mixta o con antepasados de casta; los hombres empleados en el
servicio doméstico eran también de sangre mixta. El servicio doméstico en los siglos XIX y XX ha llegado a ser casi todo femenino y una ocupación de clase baja. En el siglo XIX, el carácter patriarcal del Estado y de la familia fue reforzado con el servicio doméstico ofreciendo una manera de «proteger» y controlar a las mujeres solteras. La actual naturaleza desorganizada y no regulada del servicio doméstico en los países de Hispanoamérica es, en parte, el legado histórico de una ocupación profundamente determinada por su asociación con el hogar corporativo y patriarcal. Las divisiones de raza, etnicidad y clase introducidas en la Hispanoamérica colonial han transformado lo que originalmente fue una relación respetable, transicional, educativa, frecuentemente afectuosa y de subordinación al jefe de una familia en una etapa de la vida, en una relación sin salida, de baja posición, no regulada y, muchas veces, en condiciones hostiles de explotación. Uno está tentado a escribir que la prolongada importancia del trabajo doméstico es un anacronismo en la Edad Moderna, una continuación de prácticas de empleo patriarcales y de métodos paternalistas de educación. Para las empleadas domésticas de cama adentro este es un trabajo en el cual la vida personal está imbuida en una situación de trabajo, el horario está fuera de su control y el casarse y tener hijos es imposible. La continua demanda por servicio doméstico se ve fortalecida por el bajo nivel de servicios comerciales disponibles en la mayoría de los países hispanoamericanos y, especialmente, por el nivel extraordinario de polarización en los niveles de ingreso. Los pobres muchas veces trabajan literalmente por nada más que pan y un lugar para dormir. Irónicamente, en este siglo, los esfuerzos por igualar los beneficios de empleo para las mujeres han dado lugar a una reducción de los trabajos disponibles y a un aumento de la disponibilidad de las mujeres de clase baja como trabajadoras domésticas 16 * . Bibliografía Arrom, S. M. (1977). Women and the family in Mexico City, 1800-1957 (tesis de doctorado). Stanford University, California, Estados Unidos. Arrom, S. M. (1985). Changes in Mexican family law in the nineteenth century: The civil codes of 1870 and 1884. Journal of Family History , 10 (3), 305-317. Bowser, F. P. (1974). The African slave in colonial Peru, 1542-1650 . California: Stanford University Press. Boyd-Bowman, P. (1973). Patterns of Spanish emigration to the New World, 1493-1580 . Nueva York: State University of New York, Council on International Studies. Boyd-Bowman, P. (1976). Patterns of Spanish emigration to the indies until 1600. Hispanic American Historical Review , 56 (4), 580-604. Braman, T. C. (1975). Land and society in early colonial Santiago de Chile, 1540-1575 (tesis de doctorado). Universidad de Pittsburgh, Pensilvania, Estados Unidos.
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Entiendo esta crisis como uno de los componentes de una «crisis general», que incluye también vectores económicos, ecológicos y políticos, que se entrecruzan y exacerban mutuamente. El aspecto de la reproducción social forma una dimensión importante de esta crisis general, pero a menudo queda olvidado en los actuales debates, que se centran principalmente en los peligros económicos o ecológicos. Este «separatismo crítico» es problemático; el aspecto social es tan fundamental en la crisis en general que ninguno de los otros puede entenderse adecuadamente haciendo abstracción de él. Sin embargo, también puede afirmarse lo contrario. La crisis de la reproducción social no es un elemento independiente y no puede entenderse adecuadamente por sí sola. ¿Cómo deberíamos interpretarla, entonces? Yo sostengo que la «crisis de los cuidados» es mejor interpretarla como una expresión más o menos aguda de las contradicciones socioreproductivas del capitalismo financiarizado. Esta formulación sugiere dos ideas. En primer lugar, las actuales tensiones a las que están sometidos los cuidados no son accidentales, sino que tienen unas profundas raíces sistémicas en la estructura de nuestro orden social, que yo denomino aquí capitalismo financiarizado. No obstante, y este es el segundo punto, la actual crisis de la reproducción social indica que hay algo podrido no solo en la actual forma financiarizada del capitalismo, sino en la sociedad capitalista per se. Sostengo que toda forma de sociedad capitalista alberga una contradicción o «tendencia a la crisis» socioreproductiva profundamente asentada: por una parte, la reproducción social es una de las condiciones que posibilitan la acumulación sostenida de capital; por otra, la orientación del capitalismo a la acumulación ilimitada tiende a desestabilizar los procesos mismos de reproducción social sobre los cuales se asienta. Esta contradicción socioreproductiva del capitalismo se sitúa en la base de la denominada crisis de los cuidados. Aunque inherente al capitalismo como tal, asume una forma diferente y distintiva en cada forma históricamente específica de la sociedad capitalista: en el capitalismo liberal competitivo del siglo XIX, en el capitalismo gestionado por el Estado de posguerra y en el capitalismo neoliberal financiarizado de nuestro tiempo. Los déficits de cuidados que experimentamos hoy son la forma que esta contradicción adopta en esta tercera fase, la más reciente, del desarrollo capitalista. Para desarrollar esta tesis, propongo explicar primero la contradicción social del capitalismo como tal, en su forma general. En segundo lugar, esbozo su evolución histórica en las dos fases anteriores del desarrollo capitalista. Por último, sugiero interpretar los «déficits de los cuidados» de hoy en día como expresiones de la contradicción social del capitalismo en su actual fase financiarizada. Aprovechándose del mundo de vida La mayoría de los estudiosos de la crisis contemporánea se centran en las contradicciones internas del sistema económico capitalista. En el núcleo de este, afirman, radica una tendencia innata a la autodesestabilización, que se expresa periódicamente mediante crisis económicas. Este punto de vista es acertado hasta cierto punto, pero no aporta una imagen completa de las tendencias inherentes del capitalismo a la crisis. Al adoptar una perspectiva
economicista, interpreta el capitalismo de manera excesivamente restrictiva como un sistema económico simpliciter . Por el contrario, asumiré una interpretación ampliada del capitalismo, que abarca tanto su economía oficial como las condiciones contextuales «no económicas» de la misma. Dicho punto de vista nos permite conceptualizar y criticar toda la gama de tendencias del capitalismo a la crisis, incluidas las que afectan a la reproducción social. Mi argumento es que el subsistema económico del capitalismo depende de actividades de reproducción social externas a él, que constituyen una de las condiciones primordiales que posibilitan su existencia. Otras condiciones primordiales son las funciones de gobernanza desempeñadas por los poderes públicos y la disponibilidad de la naturaleza como fuente de «insumos productivos» y como «sumidero» de los residuos de la producción ²⁰ . Aquí me centraré, sin embargo, en el modo en el que la economía capitalista depende —podría decirse que se aprovecha sin coste alguno— de actividades de reposición, prestación de cuidados e interacción que producen y sostienen vínculos sociales, aunque no les asigna valor monetario y los trata como si fuesen gratuitos. Denominada de diversas formas («cuidados», «trabajo afectivo» o «subjetivación»), dicha actividad forma los sujetos humanos del capitalismo, sosteniéndolos como seres naturales personificados, al tiempo que los constituye como seres sociales, formando sus habitus y el ethos cultural en los que se mueven. El trabajo de traer al mundo y socializar a los niños es fundamental para este proceso, al igual que cuidar a los ancianos, mantener los hogares, construir comunidades y sostener los significados, las disposiciones afectivas y los horizontes de valor compartidos que apuntalan la cooperación social. En las sociedades capitalistas, buena parte de esta actividad, aunque no toda, se efectúa al margen del mercado: en viviendas, barrios, asociaciones de la sociedad civil, redes informales e instituciones públicas tales como los colegios y una parte relativamente pequeña de la misma adopta la forma de trabajo asalariado. La actividad de reproducción social no asalariada es necesaria para la existencia del trabajo asalariado, para la acumulación de plusvalor y para el funcionamiento del capitalismo como tal. Ninguna de estas cosas podría existir en ausencia del trabajo doméstico, la crianza de niños, la enseñanza, los cuidados afectivos y toda una serie de actividades que sirven para producir nuevas generaciones de trabajadores y reponer las existentes, así como para mantener los vínculos sociales y las mentalidades compartidas. La reproducción social es una condición de fondo indispensable para la posibilidad de la producción económica en una sociedad capitalista ²¹ . Al menos desde la era industrial, sin embargo, las sociedades capitalistas han separado el trabajo de reproducción social del trabajo de reproducción económica. Asociando el primero con las mujeres y el segundo con los hombres, han remunerado las actividades «reproductivas» con la moneda del «amor» y la «virtud», al tiempo que compensaban el «trabajo productivo» con dinero. De este modo, las sociedades capitalistas crearon una base institucional para formas nuevas y modernas de subordinación de las mujeres. Separando el trabajo reproductivo del universo de las actividades humanas en general, en el que antes el trabajo de las mujeres ocupaba un lugar reconocido, lo relegaron a una «esfera doméstica» de
nueva institucionalización, en la que la importancia social de dicho trabajo quedó oscurecida. Y en este mundo nuevo, en el que el dinero se convirtió en el principal medio de poder, el hecho de no estar remunerado selló la cuestión: quienes efectúan dicho trabajo están estructuralmente subordinadas a aquellos que reciben salarios en metálico, aunque su trabajo proporcione una precondición necesaria para el trabajo asalariado, e incluso mientras está siendo también saturado de nuevos y falseados ideales domésticos de feminidad. En general, por lo tanto, las sociedades capitalistas separan la reproducción social de la producción económica, asociando la primera con las mujeres, y oscureciendo su importancia y su valor. Paradójicamente, sin embargo, hacen depender sus economías oficiales de los mismísimos procesos de reproducción social cuyo valor rechazan. Esta peculiar relación de separación-dependencia-rechazo es una fuente inherente de inestabilidad: por un lado, la producción económica capitalista no es autosuficiente, sino que depende de la reproducción social; por otro, su tendencia a la acumulación ilimitada amenaza con desestabilizar los mismísimos procesos y capacidades reproductivas que el capital necesita (y también el resto de nosotros). Con el tiempo la consecuencia puede ser, como veremos, la de hacer peligrar las condiciones sociales necesarias para la economía capitalista. Se trata, en efecto, de una «contradicción social» inherente en la estructura profunda de la sociedad capitalista. Como las contradicciones económicas resaltadas por los marxistas, también esta cimienta una tendencia a las crisis. En este caso, sin embargo, la contradicción no se sitúa «dentro» de la economía capitalista, sino en la frontera que simultáneamente separa y conecta producción y reproducción. Ni intraeconómica ni intradoméstica, es una contradicción «entre» dos elementos constituyentes de la sociedad capitalista. A menudo, por supuesto, esta contradicción es silenciada y la tendencia correspondiente a las crisis permanece oculta. Se agudiza, sin embargo, cuando la tendencia del capital a ampliar la acumulación se desancla de sus bases sociales y se vuelve contra ellas. En dicho caso, la lógica de la producción económica se antepone a la de la reproducción social, desestabilizando los mismísimos procesos de los que depende el capital y haciendo peligrar las capacidades sociales, tanto domésticas como públicas, necesarias para sostener la acumulación a largo plazo. Destruyendo las propias condiciones de posibilidad, la dinámica de acumulación del capital se muerde de hecho su propia cola. Realizaciones históricas Esta es la estructura de la tendencia general del «capitalismo como tal» a la crisis social. Sin embargo, la sociedad capitalista solo existe en formas históricas precisas o regímenes de acumulación también específicos. La organización capitalista de la reproducción social ha experimentado de hecho grandes cambios históricos, a menudo como resultado de la protesta política; en especial en periodos de crisis en los que los actores sociales luchan por los límites que separan la «economía» de la «sociedad», la «producción» de la «reproducción» y el «trabajo» de la «familia», y en ocasiones consiguen trazarlos de nuevo. Estas «luchas por los límites», como yo las llamo, son tan fundamentales para las sociedades capitalistas como la
lucha de clases analizadas por Marx y los cambios que producen marcan transformaciones que hacen época ²² . Una perspectiva que sitúe en primer plano estos cambios puede distinguir al menos tres regímenes de reproducción social asociados a modelos específicos de producción económica en la historia del capitalismo. El primero es el régimen de capitalismo competitivo liberal del siglo XIX. Combinando explotación industrial en el núcleo europeo con la expropiación colonial en la periferia, este régimen tendía a dejar a los trabajadores reproducirse de manera «autónoma», fuera de los circuitos del valor monetizado, mientras los Estados se mantenían al margen. Pero también creó un nuevo imaginario burgués de domesticidad. Catalogando la reproducción social como territorio de las mujeres dentro de la familia privada, este régimen elaboró el ideal de «esferas separadas», al tiempo que privaba a la mayoría de las condiciones necesarias para realizarlo. El segundo régimen es el capitalismo gestionado por el Estado propio del siglo XX. Basado en la producción industrial y en elevados niveles de consumo familiar en los países más desarrollados de la economía-mundo capitalista y sustentada por la continuación de la expropiación colonial y poscolonial en la periferia, este régimen organizó la reproducción social a través de la provisión estatal y corporativa de bienestar social. Al modificar el modelo victoriano de esferas separadas, promovió el ideal aparentemente más moderno del «salario familiar», a pesar de que, de nuevo, relativamente pocas familias lograron alcanzarlo. El tercer régimen es el capitalismo financiarizado y globalizador del momento actual. Este régimen ha deslocalizado los procesos de producción, trasladándolos a regiones de bajos salarios, ha atraído a las mujeres a la fuerza de trabajo remunerada, y ha promovido la desinversión estatal y corporativa en bienestar social. Al externalizar el trabajo de los cuidados a familias y comunidades, ha disminuido simultáneamente la capacidad de ambas para efectuarlo. El resultado, en medio de una creciente desigualdad, es una organización dualizada de la reproducción social, mercantilizada para aquellos que pueden pagarla, privatizada para aquellos que no pueden, todo ello disimulado por el ideal aún más moderno de la «familia con dos proveedores». En cada régimen, por lo tanto, las condiciones socioreproductivas para la producción capitalista han asumido una forma institucional diferente y materializado un orden normativo diferente: primero «esferas separadas», después «el salario familiar» y ahora la «familia con dos proveedores». En cada uno de estos casos, también, la contradicción social de la sociedad capitalista ha asumido un aspecto distinto, encontrando expresión en un conjunto distinto de fenómenos de crisis. En cada régimen, por último, la contradicción social del capitalismo ha incitado diferentes luchas sociales: lucha de clases, sin duda, pero también lucha por los límites, ambas entremezcladas también con otras que buscaban la emancipación de las mujeres, de los esclavos y de los pueblos colonizados. Relegación de las mujeres al hogar
Considérese, en primer lugar, el capitalismo competitivo liberal del siglo XIX. En esa época, los imperativos de la producción y de la reproducción parecían situarse directamente en contradicción directa. En los primeros centros fabriles del núcleo capitalista, los industriales, hambrientos de mano de obra barata y manifiesta docilidad, atrajeron a mujeres y niños a fábricas y minas. Con un salario de miseria y obligados a trabajar largas jornadas en condiciones insalubres, estos trabajadores se convirtieron en íconos del desprecio del capital por las relaciones y las capacidades sociales que sostenían su productividad (Tilly & Scott, 1987). El resultado fue una crisis al menos en dos planos: por una parte, una crisis de la reproducción social entre las clases pobres y trabajadoras, cuya capacidad de sustento y de reposición se tensaron hasta llegar al borde del punto de ruptura; por otra, un pánico moral entre las clases medias, a las que les escandalizaba lo que consideraban la «destrucción de la familia» y la «desexualización» de las mujeres proletarias. Tan desesperada llegó a ser la situación, que hasta críticos tan perspicaces como Marx y Engels confundieron este conflicto directo inicial entre producción económica y reproducción social con el punto final del mismo. Imaginando que el capitalismo había entrado en su crisis terminal, creyeron que, al destruir la familia de clase obrera, el sistema estaba también erradicando la base de la opresión de las mujeres (Marx & Engels, 1978, pp. 487-488; Engels, 1902, pp. 90-100). Pero lo que de hecho ocurrió fue exactamente lo contrario: con el tiempo las sociedades capitalistas encontraron recursos para gestionar esta contradicción mediante la creación de «la familia» en su forma restringida moderna, la invención de nuevos e intensificados significados de la diferencia de género y la modernización de la dominación masculina. El proceso de ajuste empezó, en el núcleo europeo, con una legislación proteccionista. La idea era estabilizar la reproducción social limitando la explotación de mujeres y niños en el trabajo fabril (Woloch, 2015). Encabezada por los reformadores de clase media en alianza con las nacientes organizaciones obreras, esta «solución» reflejaba una compleja amalgama de motivos diferentes. Uno de los objetivos, célebremente puesto de relieve por Karl Polanyi, era el de defender la «sociedad» contra la «economía» (2001, pp. 87, 138-139 y 213). Otro era el de apaciguar la ansiedad por la «nivelación de género». Pero estos motivos estaban también relacionados con algo más: la insistencia en la autoridad masculina sobre mujeres y niños, en especial dentro de la familia (Baron, 1981). Como resultado, la lucha por garantizar la integridad de la reproducción social acabó ligada a la defensa de la dominación masculina. El efecto pretendido, sin embargo, era el de silenciar la contradicción social en el núcleo capitalista, incluso mientras la esclavitud y el colonialismo la elevaban a un tono extremo en la periferia. Creando lo que Maria Mies denominó la « housewifization », esto es, la relegación de las mujeres al hogar, como la otra cara de la colonización (2014, p. 74), el capitalismo competitivo liberal elaboró un nuevo imaginario de género centrado en esferas separadas. Presentando a la mujer como «el ángel del hogar», sus defensores pretendían crear un lastre estabilizador contra la volatilidad de la economía. El feroz mundo de la producción debía estar flanqueado por un «refugio en un mundo despiadado» (Zaretsky, 1986; Coontz, 1988). Mientras cada parte se atuviese a la esfera que se le había asignado como propia y
sirviese de complemento de la otra, el potencial conflicto entre ellas se mantendría oculto. En realidad, esta «solución» demostró ser muy inestable. La legislación proteccionista no podía garantizar la reproducción del trabajo cuando los salarios se mantenían por debajo de lo necesario para sostener una familia; cuando los bloques de viviendas atestados y rodeados de contaminación impedían la intimidad y dañaban los pulmones; cuando el propio empleo (si es que se tenía) estaba sometido a salvajes fluctuaciones debido a las quiebras, los desplomes bursátiles y los pánicos financieros. Y esas soluciones tampoco satisfacían a los trabajadores. Luchando por mejoras salariales y mejores condiciones de trabajo, formaron sindicatos, acudieron a la huelga y se afiliaron a partidos obreros y socialistas. Desgarrado por un conflicto de clase de amplio espectro y cada vez más agudo, el capitalismo no parecía tener el futuro asegurado. Las esferas separadas resultaron igual de problemáticas. Las mujeres pobres, racializadas y obreras no estaban en condiciones de satisfacer los ideales victorianos de domesticidad; si bien la legislación proteccionista mitigó su explotación directa, no proporcionó respaldo material o compensación por los salarios perdidos. Y tampoco las mujeres de clase media que podían acomodarse a los ideales victorianos estaban siempre satisfechas con su situación, que combinaba confort material y el prestigio moral con la minoría de edad jurídica y la dependencia institucionalizada. Para ambos grupos, la «solución» de las esferas separadas se produjo en gran medida a expensas de las mujeres. Pero también las enfrentó entre sí: véanse los debates del siglo XIX por la prostitución, que alineaban las preocupaciones filantrópicas de las mujeres victorianas de clase media contra los intereses materiales de sus «hermanas caídas» (Walkowitz, 1990). Una dinámica distinta se desplegó en la periferia. Allí, mientras el colonialismo extractivo devastaba las poblaciones sometidas, ni las esferas separadas ni la protección social disfrutaban de influencia alguna. Lejos de intentar proteger las relaciones de reproducción social autóctonas, las potencias metropolitanas promovían activamente su destrucción. Se saqueaba a los campesinos, se destrozaban sus comunidades para obtener los alimentos, los textiles, los minerales y la energía baratos sin los que la explotación de los trabajadores industriales de la metrópoli no habría sido rentable. En las Américas, por su parte, las capacidades reproductivas de las mujeres esclavizadas eran instrumentalizadas para los cálculos de beneficio de los plantadores, que de manera sistemática separaban a las familias esclavas vendiendo sus miembros a diferentes propietarios (Davis, 1972). Los niños nativos eran también arrancados de sus comunidades, recluidos en colegios de misioneros y sometidos a disciplinas de asimilación coercitivas (Adams, 1995; Churchill, 2004). Cuando hacían falta racionalizaciones, el estado «atrasado, patriarcal» de las organizaciones de parentesco precapitalistas de los indígenas era muy útil. También aquí, entre los colonialistas, las filántropas encontraron una plataforma pública, animando «a los hombres blancos a salvar a las mujeres de piel oscura de los hombres de piel oscura» (Spivak, 1988, p. 305).
En ambos escenarios, la periferia y el núcleo, los movimientos feministas se encontraron sorteando un campo de minas político. Rechazando la dependencia de la mujer casada y las esferas separadas y, al mismo tiempo, exigiendo el derecho a votar, a negarse a mantener relaciones sexuales, a disponer de propiedades, a firmar contratos, a ejercer profesiones y a controlar sus propios salarios, las feministas liberales parecían valorar la aspiración «masculina» a la autonomía sobre los ideales «femeninos» de la crianza. Y en este punto, aunque en pocos más, sus homólogas feministas socialistas se mostraban completamente de acuerdo. Concibiendo la entrada de las mujeres en el trabajo remunerado como la ruta hacia la emancipación, también estas últimas preferían los valores «masculinos» asociados con la producción a los asociados con la reproducción. Estas asociaciones eran ideológicas, sin duda, pero tras ellas radicaba una intuición profunda: a pesar de las nuevas formas de dominación que traía consigo, la erosión de las relaciones de parentesco tradicionales provocada por el capitalismo contenía un impulso emancipador. Atrapadas en una doble pinza, muchas feministas encontraban escaso consuelo en cualquiera de los dos lados del doble movimiento de Polanyi: ni el de la protección social, con su adscripción a la dominación masculina, ni el de la mercantilización, con su descuido de la reproducción social. Incapaces de rechazar o asumir sin más el orden liberal, necesitaban una tercera alternativa, que llamaron emancipación. En la medida en la que las feministas lograron personificar el término, aprovecharon de hecho la dualista figura polanyiana y la sustituyeron por lo que podríamos denominar un «triple movimiento». En este conflicto a tres bandas, los partidarios de la protección y los partidarios de la mercantilización no solo chocaron mutuamente, sino que también lo hicieron con los defensores de la emancipación: con las feministas, sin duda, pero también con socialistas, abolicionistas y anticolonialistas, todos los cuales se esforzaban por enfrentar entre sí las dos fuerzas polanyianas, al mismo tiempo que chocaban entre ellos. Por muy prometedora que fuese en teoría, dicha estrategia era difícil de llevar a la práctica. En la medida en la que los esfuerzos por «proteger la sociedad de la economía» eran identificados con la defensa de la jerarquía de género, podía deducirse fácilmente que la oposición feminista a la dominación masculina respaldaba las fuerzas económicas que hacían estragos en la clase trabajadora y en las comunidades periféricas. Estas asociaciones demostrarían ser sorprendentemente duraderas, hasta mucho después de que el capitalismo competitivo liberal se hundiera bajo el peso de sus múltiples contradicciones, en los estertores de las guerras interimperialistas, las depresiones económicas y el caos financiero internacional, dando lugar, a mediados del siglo XX, a un nuevo régimen, el del capitalismo gestionado por el Estado. El fordismo y el salario familiar Emergiendo de las cenizas de la Gran Depresión y de la Segunda Guerra Mundial, el capitalismo gestionado por el Estado desactivó de diferente manera la contradicción entre la producción económica y la reproducción social: situando el poder estatal del lado de la reproducción. Asumiendo cierta responsabilidad pública por el «bienestar social», los Estados de esta
época intentaban contrarrestar los efectos corrosivos no solo de la explotación sino también del desempleo masivo, sobre la reproducción social. Este objetivo fue asumido por igual tanto por los Estados del bienestar democráticos del núcleo capitalista como por los Estados desarrollistas de la periferia recién independizados, a pesar de sus diferentes recursos y capacidades para hacerlo realidad. De nuevo, los motivos eran mixtos. Un estrato de elites ilustradas había llegado a pensar que el interés cortoplacista del capital de exprimir al máximo los beneficios debía subordinarse a las necesidades más duraderas de sostener la acumulación en el tiempo. La creación del régimen gestionado por el Estado estaba pensada para salvar el sistema capitalista de sus propias propensiones desestabilizadoras, así como del espectro de la revolución en una época de movilización de masas. La productividad y la rentabilidad exigían el cultivo «biopolítico» de una fuerza de trabajo sana y preparada, con intereses en el sistema, y no una desarrapada muchedumbre revolucionaria (Foucault, 1991, pp. 87-104, 2010, p. 64). La inversión pública en atención sanitaria, enseñanza, cuidado de niños y pensiones de jubilación, complementada por las aportaciones empresariales, se consideraron una necesidad en una época en la que las relaciones capitalistas habían penetrado en la vida social hasta tal extremo que las clases trabajadoras ya no disponían de medios para reproducirse por sí solas. En esta situación, la reproducción social debía ser interiorizada, introducida en el ámbito del orden capitalista oficialmente gestionado. Ese proyecto encajó con la nueva problemática de la «demanda» económica. Con el objetivo de suavizar los ciclos de auge y depresión endémicos del capitalismo, los reformadores económicos intentaron asegurar un crecimiento continuo que permitiese que los trabajadores del núcleo capitalista ejerciesen su doble deber de consumidores. Aceptando la sindicación, que permitió subir los salarios, y el gasto del sector público, que creaba puestos de trabajo, los responsables de las políticas públicas de esa época reinventaron el hogar como espacio privado para el consumo doméstico de objetos de uso cotidiano producidos en masa (Ross, 1996; Hayden, 2003; Ewen, 2008). Enlazando la cadena de montaje con el consumismo familiar de la clase trabajadora, por una parte, y con la reproducción apoyada por el Estado, por otra, este modelo fordista forjó una novedosa síntesis de mercantilización y protección social, proyectos que Polanyi había considerado antitéticos. Pero fueron sobre todo las clases trabajadoras —hombres y mujeres— las que encabezaron la lucha por la provisión pública, actuando por razones propias. Para ellos, la cuestión era la plena participación en la sociedad como ciudadanos democráticos y, por lo tanto, la dignidad, los derechos, la respetabilidad y el bienestar material, para todos los cuales se entendía que hacía falta una vida familiar estable. Al optar por la socialdemocracia, las clases trabajadoras estaban, por consiguiente, valorizando también la reproducción social frente al devorador dinamismo de la producción económica. En efecto, votaban por la familia, el país y el mundo de vida, y contra la fábrica, el sistema y la máquina. A diferencia de la legislación protectora del régimen liberal, la solución del capitalismo de Estado derivó de un compromiso entre clases y representó un avance democrático; las
nuevas soluciones sirvieron también, al menos para algunos y durante algún tiempo, para estabilizar la reproducción social. Para los trabajadores de la etnia mayoritaria en el núcleo capitalista, aliviaron las presiones materiales sobre la vida familiar y promovieron la incorporación política. Pero antes de apresurarnos a proclamar una edad de oro, deberíamos registrar las exclusiones constitutivas que hicieron posible estos logros. Como antes, la defensa de la reproducción social en el núcleo fue unida al (neo)imperialismo; los regímenes fordistas financiaban en parte los derechos sociales mediante la continua expropiación de la periferia —incluida la «periferia dentro del núcleo»—, que persistió en formas viejas y nuevas después de la descolonización ²³ . Por su parte, los Estados poscoloniales, atrapados en el punto de mira de la Guerra Fría, dirigieron el grueso de sus recursos, ya de por sí mermados por la depredación imperial, a proyectos de desarrollo a gran escala, que a menudo suponían la expropiación de «sus propias» poblaciones indígenas. La reproducción social, para la inmensa mayoría de la periferia, seguía siendo externa, mientras se dejaba a las poblaciones rurales defenderse por sí solas. Como su predecesor, también el régimen gestionado por el Estado estaba entrelazado con la jerarquía racial: el seguro social estadounidense excluía a los trabajadores domésticos y agrícolas, privando así, de hecho, a muchos negros estadounidenses de derechos sociales (Quadagno, 2015). Y la división racial del trabajo reproductivo, comenzada durante la esclavitud, asumió con el régimen de Jim Crow una nueva forma, en la que las mujeres de color realizaban un trabajo mal remunerado criando a los hijos y limpiando las casas de las familias «blancas» a expensas de las suyas propias (Jones, 1985; Nakano Glenn, 2010). Y tampoco la jerarquía de género estaba ausente de estas soluciones. En un periodo —aproximadamente entre la década de 1930 y finales de la de 1950 — en el que los movimientos feministas no disfrutaban de mucha visibilidad pública, prácticamente nadie cuestionaba la opinión de que la dignidad de la clase trabajadora exigía «el salario familiar», la autoridad masculina en el hogar y un firme sentido de diferencia de género. Como resultado, la amplia tendencia general del capitalismo gestionado por el Estado en los países del núcleo fue la de valorizar el modelo heteronormativo de familia sexista, basado en el hombre proveedor y la mujer encargada de la casa. La inversión pública en la reproducción social reforzaba estas normas. En Estados Unidos, el sistema de bienestar social asumió una forma dualizada, dividida en ayuda estigmatizada a mujeres y niños (blancos) que carecían de acceso a un salario masculino, por una parte, y el seguro social respetable para aquellos catalogados como «trabajadores», por otra (Fraser, 1989; Nelson, 1985; Pearce, 1979; Brenner & Laslett, 1991). Por el contrario, las soluciones europeas atrincheraban la jerarquía androcéntrica de diferente manera, en la división entre las pensiones para madres y los derechos ligados al trabajo asalariado, fomentadas en muchos casos por agendas pronatalistas nacidas de la competición interestatal (Land, 1978; Holter, 1984; Ruggie, 1984; Siim, 1990; Orloff, 2009). Ambos modelos validaron, asumieron y fomentaron el salario familiar. Institucionalizando interpretaciones androcéntricas de la familia y el trabajo, naturalizaron la heteronormatividad y la jerarquía de género, sustrayéndolas en gran medida de la protesta política.
En todos estos aspectos, la socialdemocracia sacrificó la emancipación a una alianza entre protección social y mercantilización, aun cuando mitigase la contradicción social del capitalismo durante varias décadas. Pero el régimen capitalista estatal empezó a resquebrajarse; primero políticamente en la década de 1960, cuando irrumpió la nueva izquierda mundial y empezó a cuestionar, en nombre de la emancipación, las exclusiones imperiales, de género y raciales, así como el paternalismo burocrático de dicho Estado; y, después, económicamente en la década de 1970, cuando la estanflación, la «crisis de la productividad» y el descenso de las tasas de beneficio en el sector industrial galvanizaron los esfuerzos neoliberales para desencadenar la mercantilización. Lo que se sacrificaría, cuando esas dos partes unieron fuerzas, fue la protección social. Las familias con dos proveedores Como el régimen liberal antes que él, el orden capitalista gestionado por el Estado se disolvió en el transcurso de una prolongada crisis. En la década de 1980, los observadores perspicaces podían distinguir ya los esbozos emergentes de un nuevo régimen, que acabaría convirtiéndose en el capitalismo financiarizado de la época actual. Globalizador y neoliberal, este régimen promueve la desinversión estatal y empresarial del bienestar social, al tiempo que atrae a las mujeres a la fuerza de trabajo remunerada, externalizando los cuidados a las familias y las comunidades al mismo tiempo que reduce la capacidad de estas para encargarse de ellos. El resultado es una organización nueva y dualizada de la reproducción social, mercantilizada para quienes pueden pagarla y privatizada para los que no, mientras algunos de los pertenecientes a la segunda categoría proporcionan cuidados a cambio de salarios (bajos) a los de la primera. Mientras tanto, el doble ataque de la crítica feminista y la desindustrialización ha privado definitivamente al «salario familiar» de toda credibilidad. Ese ideal ha dado lugar a la norma actual de «familia con dos proveedores».
El principal impulsor de estos cambios —y el rasgo definitorio de este régimen— es la nueva centralidad de la deuda. La deuda es el instrumento mediante el cual las instituciones financieras globales presionan a los Estados para que reduzcan el gasto social, imponen las políticas de austeridad y, en general, coluden con los inversores para extraer valor de las poblaciones indefensas. A través de la deuda también se despoja en gran medida a los campesinos del Sur global mediante una nueva ronda de apropiación corporativa de tierras, destinada a monopolizar la energía, el agua, los terrenos cultivables y las «compensaciones de emisiones de carbono». También cada vez más a través de la deuda prosigue la acumulación en el núcleo histórico capitalista: a medida que el trabajo precario y mal remunerado en el sector servicios sustituye al trabajo industrial sindicalizado, los salarios caen por debajo de los costes de reproducción socialmente necesarios; en esta «economía de trabajos precarios», el mantenimiento del gasto en consumo exige incrementar los niveles de endeudamiento, que crecen exponencialmente (Roberts, 2013). Actualmente, en otras palabras, el capital canibaliza las condiciones de vida de las clases trabajadoras, impone disciplina a los Estados, transfiere riqueza de la periferia al núcleo capitalista y succiona valor de los hogares, las familias, las comunidades y la naturaleza esencialmente mediante la deuda. El efecto es intensificar la contradicción inherente entre la producción económica y la reproducción social en el capitalismo. Mientras que el régimen anterior daba a los Estados poder para subordinar los intereses cortoplacistas de las empresas privadas al objetivo de la acumulación sostenida a largo plazo, en parte estabilizando la reproducción mediante la provisión pública, el régimen actual autoriza al capital financiero a imponer disciplina a los Estados y a los ciudadanos en favor de los intereses inmediatos de inversores privados, en buena medida exigiendo la desinversión pública en reproducción social. Y mientras que el régimen anterior alió la mercantilización y la protección social contra la emancipación, este genera una configuración aún más perversa, en la que la emancipación se une a la mercantilización para debilitar la protección social. El nuevo régimen emergió de la trascendental intersección de dos conjuntos de luchas. Uno de esos conjuntos enfrentó a una parte ascendente, los partidarios del libre mercado, inclinados a liberalizar y globalizar la economía capitalista, contra los movimientos obreros cada vez más débiles en los países del núcleo capitalista; en otro tiempo la base más poderosa de respaldo a la socialdemocracia; estos últimos están ahora a la defensiva, si no completamente derrotados. El otro conjunto de luchas enfrentó a los «nuevos movimientos sociales» progresistas, opuestos a las jerarquías de género, sexo, «raza», etnia y religión, contra poblaciones que intentan defender mundos de la vida y privilegios establecidos, ahora amenazados por el «cosmopolitismo» de la nueva economía. De la colisión de estos dos conjuntos de luchas emergió un resultado sorprendente: un neoliberalismo «progresista», que celebra la «diversidad», la meritocracia y la «emancipación» al tiempo que desmantela las protecciones sociales y vuelve a externalizar la reproducción social. El resultado no es solo abandonar poblaciones indefensas a las depredaciones del capital, sino también
redefinir la emancipación en los términos del mercado ²⁴ . Los movimientos de emancipación participaron en este proceso. Todos ellos —incluido el antirracismo, el multiculturalismo, la liberación de los colectivos LGTB, y la ecología— generaron corrientes neoliberales proclives al mercado. Pero la trayectoria feminista demostró ser especialmente decisiva, dada la prolongada vinculación de género y reproducción social por parte del capitalismo. Como cada uno de sus regímenes predecesores, el capitalismo financiarizado institucionaliza la división producción-reproducción sobre una determinada base de género. A diferencia de sus predecesores, sin embargo, su imaginario dominante es el individualismo liberal y la igualdad de género: las mujeres se consideran iguales a los hombres en todas las esferas y merecen igualdad de oportunidades para realizar sus talentos, incluido — quizá en especial— en la esfera de la producción. La reproducción, por el contrario, se percibe como un residuo retrógrado, un obstáculo que impide el avance en el camino hacia la liberación y del que, de un modo u otro, hay que prescindir. A pesar de su aura feminista, o quizá debido a ella, esta concepción ejemplifica la actual forma de contradicción social del capitalismo, que asume una nueva intensidad. Además de disminuir la provisión pública y atraer a las mujeres al trabajo asalariado, el capitalismo financiarizado ha reducido los salarios reales, aumentando así el número de horas de trabajo remunerado que cada hogar necesita para sostener a la familia y provocando una desesperada pelea por transferir el trabajo de cuidados a otros (Warren & Warren Tyagi, 2003). Para llenar el «vacío de los cuidados», el régimen importa trabajadores migrantes de los países más pobres a los más ricos. Típicamente, son mujeres racializadas, a menudo de origen rural, de regiones pobres, las que asumen el trabajo reproductivo y de cuidados antes desempeñado por mujeres más privilegiadas. Pero para hacerlo, las migrantes deben transferir sus propias responsabilidades familiares y comunitarias a otras cuidadoras aún más pobres, que deben a su vez hacer lo mismo, y así sucesivamente, en «cadenas de cuidados globales» cada vez más largas. Lejos de cubrir el vacío de los cuidados, el resultado neto es desplazarlo de las familias más ricas a otras más pobres, del Norte global al Sur global (Hochschild, 2002, pp. 15-30; Young, 2001). Este escenario encaja en las estrategias de género de los Estados poscoloniales endeudados y privados de recursos, sometidos a los programas de ajuste estructural del FMI. Desesperadamente necesitados de divisas, algunos de ellos han promovido activamente la emigración de las mujeres para efectuar cuidados remunerados en el extranjero que les aporta remesas, mientras que otros han promovido la inversión extranjera directa mediante la creación de zonas francas dedicadas a la producción para la exportación, a menudo en sectores, como los textiles y el montaje de aparatos electrónicos, que prefieren emplear a trabajadoras (Bair, 2010). En ambos casos, las capacidades de reproducción social quedan aún más debilitadas. Dos fenómenos que se han producido recientemente en Estados Unidos ejemplifican la gravedad de la situación. El primero es la creciente popularidad de la «congelación de óvulos», un procedimiento que cuesta normalmente 10.000 dólares, pero que ahora es ofrecido de forma gratuita por las empresas de las tecnologías de la información como compensación no salarial dirigida a empleadas muy cualificadas. Ansiosas por atraer y
conservar a estas trabajadoras, empresas como Apple y Facebook les ofrecen un fuerte incentivo para posponer la maternidad, diciendo, en efecto: «espera, y ten tus hijos a los cuarenta o a los cincuenta, o incluso los sesenta; dedícanos tus años productivos, de mayor energía, a nosotros» (Apple and Facebook, 15 de octubre de 2014) ²⁵ . Otro fenómeno que se está produciendo en Estados Unidos es igualmente sintomático de la contradicción entre reproducción y producción: la proliferación de caras bombas mecánicas, de alta tecnología, para extraer leche materna. Esta es la «solución» preferida en un país con una elevada tasa de participación femenina en la población activa, sin permiso de maternidad o paternidad obligatorio, y enamorado de la tecnología. Este es también un país en el que el amamantamiento es de rigeur , pero ha cambiado más allá de todo posible reconocimiento. Ya no se trata de que un niño mame del pecho de su madre, sino que ahora la madre «amamanta» ordeñándose su propia leche mecánicamente y almacenándola para que después una niñera se la dé con el biberón. En un contexto de grave pobreza de tiempo, los sacaleches de manos libres con doble copa son los más apetecidos, porque permiten a la madre extraerse la leche de ambos senos a la vez, mientras conduce de camino al trabajo (Jung, 2015, pp. 130-131) ²⁶ . Con presiones como estas, ¿sorprende que las luchas por la reproducción social hayan explotado en años recientes? A menudo las feministas del Norte describen su objetivo como el «equilibrio entre familia y trabajo» (Belkin, 26 de octubre de 2003; Warner, 2006; Miller, 17 de marzo de 2013; Slaughter, 2012, 2015; Shulevitz, 10 de junio de 2016), pero las luchas referentes a la reproducción social abarcan mucho más: los movimientos comunitarios por la vivienda, la atención sanitaria, la seguridad alimentaria y una renta básica no condicionada; las luchas por los derechos de los migrantes, de los trabajadores domésticos y de los empleados públicos; las campañas para sindicalizar a los trabajadores del sector servicios empleados en residencias de ancianos, hospitales y guarderías con ánimo de lucro; y las luchas por servicios públicos tales como la atención en centros de día a niños y ancianos, por una jornada laboral más corta, y por un permiso de maternidad y paternidad generoso y remunerado. Unidas, estas reivindicaciones equivalen a la demanda de una reorganización masiva de la relación entre producción y reproducción: por soluciones sociales que permitan a personas de cualquier clase, sexo, orientación sexual y color combinar las actividades de reproducción social con un trabajo seguro, interesante y bien remunerado. Las luchas por los límites referentes a la reproducción social son tan centrales para la actual coyuntura como las luchas de clase en el ámbito de la producción económica. Responden, sobre todo, a una «crisis de los cuidados», que tiene sus raíces en la dinámica estructural del capitalismo financiarizado. Globalizado e impulsado por la deuda, este capitalismo está expropiando sistemáticamente las capacidades disponibles para sostener las conexiones sociales. Proclamando el nuevo ideal de familia con dos proveedores, atrae a los movimientos de emancipación, que se unen con los defensores de la mercantilización para oponerse a los partidarios de la protección social, ahora cada vez más resentidos y chovinistas. ¿Otra mutación?
¿Qué podría emerger de esta crisis? La sociedad capitalista se ha reinventado varias veces en el transcurso de su historia. En especial, en momentos de crisis general, cuando múltiples contradicciones —políticas, económicas, ecológicas y socioreproductivas— que se entremezclan y exacerban mutuamente estallaban en los ámbitos de las divisiones institucionales constitutivas del capitalismo: allí donde la economía se cruza con el sistema de gobierno, donde la sociedad se cruza con la naturaleza y donde la producción se cruza con la reproducción. En esas fronteras, los actores sociales se han movilizado para redibujar el mapa institucional de la sociedad capitalista. Sus esfuerzos propugnaron el cambio, primero, del capitalismo competitivo liberal del siglo XIX al capitalismo gestionado por el Estado del XX, y después al capitalismo financiarizado de la época actual. Históricamente, la contradicción social del capitalismo ha conformado también una importante corriente de precipitación de la crisis, cuando la frontera que separa la reproducción social de la producción económica se ha convertido en un importante ámbito y objeto de lucha. En cada caso, el orden de género de la sociedad capitalista ha sido cuestionado y el resultado ha dependido de las alianzas forjadas entre los principales polos de un triple movimiento: mercantilización, protección social, emancipación. Esas dinámicas propulsaron el cambio, primero, de las esferas separadas al salario familiar y, después, a la familia con dos proveedores. ¿Qué sigue a todo ello en la actual coyuntura? ¿Son las actuales contradicciones del capitalismo financiarizado suficientemente graves como para considerarse una crisis general y deberíamos, por consiguiente, prever otra mutación de la sociedad capitalista? ¿Galvanizará la presente crisis luchas de suficiente amplitud y visión como para transformar el régimen actual? ¿Podría una nueva forma de feminismo socialista romper el idilio con la mercantilización del movimiento feminista predominante y, al mismo, tiempo forjar una nueva alianza entre la emancipación y la protección social? Y de ser así, ¿con qué fin? ¿Cómo podría reinventarse hoy la división entre reproducción y producción y qué puede sustituir a la familia de dos proveedores? Nada de lo que he dicho aquí sirve para responder estas cuestiones, pero al presentar el trabajo preliminar que nos permite plantearla he intentado arrojar cierta luz sobre la actual coyuntura. He sugerido, específicamente, que las raíces de la actual «crisis de los cuidados» se encuentran en la inherente contradicción social del capitalismo o, en realidad, en la forma aguda que esa contradicción asume hoy, en el capitalismo financiarizado. Si eso es cierto, entonces esta crisis no se resolverá haciendo pequeños arreglos de política social. La senda de su resolución solo puede avanzar mediante una profunda transformación estructural de este orden social. Lo que hace falta, ante todo, es superar el rapaz sometimiento de la reproducción a la producción que tiene lugar en el capitalismo financiarizado, pero esta vez sin sacrificar ni la emancipación ni la protección social. Esto, a su vez, exige reinventar la distinción entre producción y reproducción y reimaginar el orden de género. Queda por ver si el resultado de todo ello será compatible con el capitalismo. Bibliografía
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de la «teoría de la reproducción social», véanse Barbara Laslett y Johanna Brenner (1989), Kate Bezanson y Meg Luxton (2006), Isabella Bakker (2007) y Cinzia Arruzza (2016). ²² Nancy Fraser (2014) analiza las luchas por los límites y critica la concepción del capitalismo como una economía. ²³ En esta era, el apoyo estatal a la reproducción social fue financiado mediante recaudación tributaria y fondos específicos a los que contribuían tanto los trabajadores como el capital metropolitano en diferentes proporciones, dependiendo de las relaciones de poder de clase dentro de cada Estado concreto. Pero esas corrientes de ingresos estaban infladas con el valor desviado de la periferia mediante los beneficios extraídos de la inversión extranjera directa y mediante el comercio basado en el intercambio desigual. Véanse Raúl Prebisch (1950), Paul Baran (1957), Geoffrey Pilling (1973), Gernot Köhler y Arno Tausch (2001). ²⁴ Fruto de una alianza inverosímil entre los partidarios del libre mercado y los «nuevos movimientos sociales», el nuevo régimen está revolviendo todas las alineaciones políticas habituales, enfrentando a feministas neoliberales «progresistas» como Hillary Clinton contra populistas nacionalistas y autoritarios como Donald Trump. ²⁵ Algo importante es que esta compensación no está ya reservada exclusivamente a la clase directiva-técnica-profesional. El Ejército estadounidense ofrece congelación de óvulos gratuita a las mujeres reclutadas que amplíen su periodo de servicio activo en el extranjero (Schmidt, 3 de febrero de 2016). En este caso, la lógica del militarismo se impone a la de la privatización. Que yo sepa, nadie ha planteado aún la inminente cuestión de qué hacer con los óvulos de una militar fallecida en combate. ²⁶ La Affordable Care Act (también denominada «Obamacare») exige ahora que las aseguradoras sanitarias proporcionen gratuitamente estos sacaleches a sus beneficiarias. De modo que tampoco esta ventaja es ya prerrogativa exclusiva de mujeres privilegiadas. El efecto ha sido crear un mercado nuevo y enorme para los fabricantes que están produciendo grandes remesas de sacaleches en las fábricas de sus subcontratistas chinos ( Kliff, 4 de enero de 2013). II. Cuidado (y tiempo) como bien común Teorías emergentes del trabajo de cuidados ²⁷ Paula England Introducción Algunos trabajos involucran proporcionar cuidados a cambio de dinero: proveedores de cuidado infantil, maestros, enfermeras, médicos y terapeutas, todos brindan cuidados. Algunos cuidados son proporcionados
sin remuneración: ejemplo, madres y padres crían a sus hijos, y personas adultas cuidan a sus parientes discapacitados. Esta revisión evalúa la bibliografía emergente sobre el trabajo remunerado y no remunerado de cuidados. La mayor parte de esta bibliografía proviene de estudiosos de temas de género. Estas personas se interesan en el tema debido a que las mujeres realizan una proporción considerable del trabajo remunerado o no remunerado de cuidados, de modo que la manera en que una sociedad retribuye este trabajo tiene un impacto en la inequidad de género. Pero los arreglos de género también afectan la provisión de los cuidados; el incremento del empleo para las mujeres significa también que más del cuidado infantil y de ancianos discapacitados está a cargo de trabajadores remunerados en lugar de ser brindado por familiares mujeres no remunerados. Analizo trabajos tanto empíricos como teóricos, pero organizo mi discusión alrededor de cinco marcos conceptuales que aparecen en la bibliografía. Evalúo la lógica detrás de estos marcos, así como la manera en que se corresponden con la evidencia empírica disponible. En algunos casos, los marcos ofrecen respuestas diferentes (contrapuestas o complementarias) a las mismas preguntas. En otros casos, abordan preguntas distintas. El marco de «desvalorización» enfatiza que los sesgos culturales limitan tanto los salarios como el apoyo estatal para el trabajo de cuidados debido a la asociación de este con las mujeres. Asimismo, aborda la cuestión de por qué el trabajo de cuidados tiene una baja remuneración en relación con sus exigencias respecto a habilidades. El marco del «bien público» enfatiza los beneficios indirectos del trabajo de cuidados para quienes no son sus directos receptores. Ello responde preguntas sobre los beneficios del trabajo de cuidados, pero también habla sobre por qué es difícil que quienes trabajan en él sean retribuidos proporcionalmente con estos beneficios públicos. El marco del «prisionero del amor» enfatiza las motivaciones altruistas y las recompensas intrínsecas del trabajo de cuidados, y muestra que estas pueden llevar a los proveedores de cuidados a aceptar un bajo salario. Por consiguiente, también ofrece una explicación para las bajas remuneraciones del trabajo de cuidados. Los marcos tanto de desvalorización como de bien público y del prisionero del amor sugieren que las bajas compensaciones al trabajo del cuidado pueden llevar a un suministro inadecuado de mano de obra para esta tarea. El marco de «mercantilización de la emoción» sostiene que el trabajo de servicio realizado por dinero fuerza a los trabajadores a alienarse de sus verdaderos sentimientos y que la penetración capitalista global lleva a una brecha de cuidados entre quienes tienen recursos y quienes no los tienen. Aunque este marco no se propone explicar el bajo salario para quienes brindan cuidados en relación con otros trabajos, sí refleja una imagen diferente de la experiencia de realizar trabajo de cuidados. El marco del prisionero del amor se enfoca en las intrínsecas recompensas del altruismo, mientras que la mercantilización de la emoción considera el trabajo de cuidados como, incluso, más alienante que otros tipos de trabajo. El marco del «amor y dinero» rechaza el dualismo que asume que los mercados están inherentemente impregnados de un estrecho egoísmo y de motivos altruistas corrompidos, mientras postula que las familias, las instituciones sin fines de lucro y los grupos informales constituyen manantiales inagotables de cuidados genuinos. En contraposición al marco del prisionero del amor, este
sostiene que la baja remuneración no es necesariamente resultado de recompensas altruistas derivadas del trabajo. Y contrariamente al de mercantilización de la emoción, este marco rechaza la idea de que el trabajo de cuidados sea inherentemente más alienante que otros trabajos. Sesgo de género y la desvalorización del trabajo de cuidados La brecha de género en el salario es más un resultado de mujeres y hombres que trabajan en diferentes campos que de salarios diferentes para hombres y mujeres que hacen el mismo trabajo (Petersen & Morgan, 1995). Investigaciones sobre valores comparables muestran que trabajos predominantemente femeninos pagan menos que trabajos realizados por hombres, tras introducir ajustes por diferencias medibles en requisitos de educación, niveles de habilidad y condiciones de trabajo (England, 1992; Kilbourne, England, Farkas, Beron, & Weir, 1994; Sorensen, 1994; Steinberg, 2001; Steinberg, Haignere, Possin, Chertos, & Trieman, 1986). Tanto hombres como mujeres experimentan estas penalidades en ocupaciones predominantemente femeninas, pero, dado que las mujeres están representadas desproporcionadamente en estas ocupaciones, estas penalidades contribuyen a la brecha salarial de género. Los autores que documentan estas penalidades han propuesto el marco de desvalorización como una explicación de la relativamente baja paga para las ocupaciones de mujeres, que incluyen aquellas que involucran la provisión de cuidados. Asimismo, existen nociones culturales que menosprecian a las mujeres y, en consecuencia, por asociación cognitiva, desvalorizan el trabajo típicamente desempeñado por estas. Esta asociación lleva a errores cognitivos en los cuales los gestores de decisiones subestiman el aporte del trabajo de las mujeres a las metas organizacionales, lo que incluye la obtención de ganancias. También, dicha asociación puede conllevar creencias normativas según las cuales quienes realizan trabajos masculinos merecen salarios más altos. Estos sesgos culturales probablemente tienen su mayor efecto cuando se establecen nuevos empleos en la economía. Una vez que se instauran las escalas salariales, las disparidades se perpetúan por inercia organizacional en las tasas salariales relativas a los puestos o por el uso de encuestas de mercado sobre salarios en otras firmas para establecer los niveles de compensación de trabajo. Si extendemos esta visión de la desvalorización, algunos sostienen que los trabajos dominados por mujeres que involucran la provisión de cuidados están especialmente desvalorizados porque el cuidado es la actividad por excelencia identificada con las mujeres (Cancian & Oliker, 2000; England & Folbre, 1999; England, Budig, & Folbre, 2002). Para probar esta teoría, los investigadores analizaron si aquellas personas en el trabajo de cuidados ganaban menos que otros trabajadores después de monitorear variables como los requerimientos de educación, habilidades y condiciones de trabajo de los puestos, e incluso su composición de sexo. Por ejemplo, England (1992, capítulo 3) analizó la remuneración relativa de una categoría más amplia llamada «trabajo de provisión de sustento». Además de incluir lo que llamamos trabajo de cuidados, como el trabajo de cuidado infantil, enseñanza, enfermería y terapia, esta categoría incluía todos los trabajos que involucraban brindar un servicio cara a cara a clientes o compradores de la organización para la cual se trabaja. Así, incluía empleos como
vendedores, ujieres, mozos y recepcionistas. En retrospectiva, creo que un mejor término para lo que England estaba midiendo es el acuñado por Leidner (1993), «trabajo de servicio interactivo». A partir de datos del censo de 1980, con títulos ocupacionales detallados en él, England (1992) encontró que las ocupaciones que involucraban trabajo de servicio interactivo tenían una penalidad de remuneración; una réplica realizada en 1990 encontró los mismos resultados (England, Thompson, & Aman, 2001). Estas penalidades no toman en cuenta la composición de sexo de la ocupación. Otra investigación ha analizado las compensaciones para los tipos de habilidades sociales empleadas en el trabajo de cuidados. En un análisis de empleos de servicio público en el Estado de Nueva York, Steinberg et al. (1986, p. 152) encontraron que los empleos que involucraban comunicación con el público y facilitación de grupos pagaban menos que otros empleos, sin considerar las demandas de habilidades. Kilbourne et al. (1994) desarrollaron una escala para medir la habilidad para proporcionar sustento, mayormente a partir de medidas comprendidas en el Diccionario de títulos ocupacionales , y evaluaban si los puestos implicaban lidiar con personas y con aspectos de la comunicación. Los investigadores encontraron que, ceteris paribus , quienes trabajan en estas ocupaciones sufrían una penalidad salarial. En un trabajo más reciente, England, Budig y Folbre (2002) operativizaron el trabajo de cuidados como aquellas ocupaciones que brindaban a las personas un servicio que ayuda a desarrollar sus capacidades. Las principales categorías de empleos calificados como trabajo de cuidados eran el cuidado infantil, todos los niveles de enseñanza (desde el nivel preescolar hasta la enseñanza universitaria) y el trabajo de atención de salud de todo tipo (auxiliares de enfermería, enfermeras, doctores, terapeutas físicos y psicológicos) ²⁸ . Una vez que se consideran las demandas de habilidades, requisitos educativos, industria y composición de sexo, encontramos una penalidad neta de 5%-10% por trabajar en una ocupación que involucra cuidados (una excepción era la enfermería, que no parecía experimentar la penalidad salarial asociada con otros trabajos de cuidados). De esta manera, en general, la evidencia sugiere que el trabajo de cuidados paga menos de lo que esperaríamos, dados sus requerimientos educativos y de otro tipo. Este hallazgo es consistente con el marco de desvalorización, aunque no hay evidencia directa de que el mecanismo sea la desvalorización cultural de empleos porque estos son desempeñados mayoritariamente por mujeres y por la consiguiente institucionalización de esta desvalorización en las estructuras salariales. La perspectiva de desvalorización puede aplicarse tanto a la raza como al género. Aunque el trabajo remunerado de cuidados que requiere un título universitario es mayormente desempeñado por mujeres caucásicas, gran parte del trabajo de cuidados que no tiene este requisito es realizado por mujeres no caucásicas, algunas de las cuales son inmigrantes (HondagneuSotelo, 2001; Misra, 2003; Romero, 1992). El trabajo realizado por estas mujeres es el peor pagado. Ahora bien, ¿el pago relativamente menor a este trabajo está influenciado por supuestos racistas que devalúan el trabajo asociado con personas no caucásicas? Kmec (2002) ha documentado que los trabajos que presentan una proporción mayor de trabajadores de minorías
raciales tienen una menor remuneración, sin considerar la educación de quienes los desempeñan. Sin embargo, debido a limitaciones de los datos, el estudio no pudo emplear los reguladores de detalles sobre demandas ocupacionales empleados en la bibliografía de desvalorización por género, de manera que esta conclusión es provisional. Pero, ¿qué pasa con el trabajo no remunerado de cuidados, cuyo ejemplo de uso más intensivo del tiempo es la crianza de los hijos? Las mujeres realizan el grueso del trabajo de crianza. Datos recientes muestran que, en familias conformadas por parejas casadas, las mujeres pasan casi el doble del tiempo que los hombres criando a sus hijos (Sayer, Bianchi, & Robinson, 2004). ¿Cómo son mantenidas económicamente las mujeres mientras crían a sus hijos y no están empleadas o no están plenamente empleadas por un salario? La respuesta tradicional es que ellas son mantenidas por sus esposos. Pero, ¿qué ocurre con las madres sin esposos ni parejas? Este es un grupo en aumento en todas las sociedades industriales, debido a los crecientes fenómenos del divorcio y los nacimientos fuera del matrimonio. Si estas mujeres no se mantienen con sus propios ingresos o con una pensión de manutención voluntariamente suministrada por los padres de sus hijos, entonces son mantenidas por el Estado o por una pensión de manutención ordenada por el Estado. Los estudios académicos sobre género y el Estado benefactor se enfocan en cuánto respaldo público brinda el Estado para estas mujeres a través de desembolsos directos, de subsidios por hijos (que reciben también las parejas casadas en naciones ricas, aparte de los Estados Unidos), y de cuidado infantil y atención de salud auspiciados por el Estado (O’Connor, Orloff, & Shaver, 1999; Orloff, 1996; Sainsbury, 2001). El marco conceptual de desvalorización de actividades asociadas con las mujeres está también presente en esta bibliografía, aunque típicamente no se utiliza el término «desvalorización». Pero, tal como lo han señalado quienes estudian temas de género, los supuestos de género se encuentran integrados en los Estados benefactores —es decir, que el sostén de las familias puede depender de los hombres y, por consiguiente, las formas de inseguridad económica que el Estado debe atender son aquellas que afectan a los hombres, como el desempleo por discapacidad o la recesión económica, y la necesidad de jubilarse al llegar a la vejez—. Los beneficios a menudo están condicionados al empleo precedente. A menudo estos esquemas ofrecen poco a las madres sin empleo previo por haber estado criando a sus hijos. O si la mujer tiene derecho a beneficios de jubilación este se basa en su condición de casada y no en criterios de atención. Los pagos realizados a madres solteras no solo son menores, sino que resultan mucho más controvertidos, especialmente en los Estados Unidos. De hecho, la Ley de Responsabilidad Personal y Reconciliación de Oportunidades Laborales de 1996, usualmente conocida como la reforma del sistema de beneficencia, eliminó un derecho federal al beneficio de asistencia social para quienes cumplían con los criterios de la verificación de medios económicos y permitió a los Estados instituir límites temporales para el otorgamiento de asistencia social. El hecho de que los receptores de asistencia social sean mayormente mujeres no caucásicas puede erosionar el respaldo público para el programa de asistencia social. En general, parecería que se considera que la base de los derechos de ciudadanía la constituyen las actividades realizadas por hombres más que
aquellas realizadas por mujeres (Glenn, 2000). Esta diferencia en el tratamiento que reciben es consistente con la perspectiva de la desvalorización, lo cual sugiere que los mismos procesos culturales de desvalorización de actividades asociadas con las mujeres y las personas no caucásicas se reflejan en las decisiones políticas del Estado. Los cuidados como producción de bienes públicos Todo trabajo es beneficioso para alguien o no se realizaría. No obstante, algunos académicos han sostenido que el trabajo tanto remunerado como no remunerado de cuidados tiene más beneficios sociales indirectos que otros tipos de trabajo. Los economistas definen los bienes públicos como aquellos que tienen beneficios de los cuales es imposible excluir a las personas que no pagan. Incluso los economistas neoclásicos acérrimos reconocen que, en el caso de los bienes públicos, dado que la ganancia social es mayor que la ganancia privada, los mercados tendrán una infraoferta y, por ello, existen razones para que el Estado los provea. Un ejemplo clásico lo constituye la educación. Aunque hay ganancias privadas para quienes reciben la educación (por ejemplo, mayores ingresos), hay efectos de desborde mucho más difusos que el estímulo del crecimiento económico. Coleman (1993) sostenía que la sociedad tiene un interés en que los padres hagan un buen trabajo criando a sus hijos y sugería que para que los incentivos funcionen como deben el Estado debe ofrecer una compensación a los padres sobre el resultado de su crianza: si sus hijos se convierten en un beneficio o en un lastre para la sociedad. Recientemente, académicos dedicados a estudios de género han señalado que todo trabajo referido a cuidados, remunerado o no, puede crear bienes públicos. Folbre (1994a, 2001) sostiene que tener y criar hijos beneficia a otras personas en la sociedad aparte de los propios hijos. England et al. (2002) plantearon un argumento análogo sobre el trabajo remunerado de cuidados. El beneficio social se encuentra en el núcleo del marco del bien público. El trabajo referido a cuidados, ya sea remunerado o no remunerado, a menudo incluye una inversión en las capacidades de sus receptores. El tema en cuestión no solo se circunscribe a cómo los cuidados infunden habilidades cognitivas que incrementan los ingresos, sino que, de manera más amplia, recibir cuidados también ayuda a los receptores a desarrollar habilidades, valores y hábitos que los benefician a ellos y a otros (England & Folbre, 2000). Los cuidados ayudan a los receptores a desarrollar capacidades para el éxito en el mercado laboral, así como a desarrollar relaciones saludables como padres, amigos o cónyuges. Los cuidados contribuyen a las capacidades intelectuales, físicas y emocionales de los receptores. Estas capacidades aportan al desarrollo y a la felicidad de los propios receptores y de otras personas. Los beneficios derivados al receptor directo también benefician al receptor indirecto. Los beneficiarios directos de los cuidados son el estudiante a quien se imparte la educación, el paciente de la enfermera o médico, el cliente del terapista, y el niño cuidado por uno de sus padres o atendido por una persona encargada de cuidarlo. Ahora bien, cuando un receptor directo de cuidados aprende habilidades cognitivas, se mantiene saludable o recupera su salud, aprende a socializar, o adquiere hábitos de autocontrol, otras personas también se benefician.
Puede decirse que los muchos beneficios de los cuidados para beneficiarios indirectos lo convierten en un bien público. Pero, ¿cómo se difunden los beneficios de los cuidados a los beneficiarios indirectos? La escolarización es un ejemplo obvio. La educación hace a las personas más productivas al aumentar su productividad posterior en un empleo, lo cual beneficia al propietario y a los clientes de la organización que las contrata. Otro ejemplo: si en psicoterapia un cliente aprende a escuchar atentamente y a articular sus deseos sin reprochar a sus interlocutores, es probable que ello beneficie a su cónyuge, hijos, amigos y compañeros de trabajo. En la década de 1970, partidarias del feminismo marxista formularon un argumento similar, pero en un sentido más restringido (Dalla Costa & James, 1972). Las autoras sostenían que las amas de casa figuraban entre los explotados por los capitalistas porque los cuidados prodigados a sus esposos e hijos hacían más productiva la generación de trabajadores actual y también la siguiente. Por tanto, al generar ganancias, los capitalistas extraen plusvalía de las amas de casa, así como de los trabajadores asalariados. Quienes proponen el marco más amplio de bien público para el trabajo de cuidados no necesariamente suscriben la teoría marxista del valor-trabajo. Ellos consideran que los beneficiarios indirectos de los cuidados somos todos, no únicamente los empleadores capitalistas. Si a niños a quienes se les da amor y se les enseña paciencia y honradez resultan ser mejores cónyuges cuando se vuelven adultos, sus parejas se benefician. Si se convierten en mejores padres, sus hijos se benefician. Si son mejores vecinos, se incrementa el capital social de la comunidad. Si se vuelven buenos samaritanos en lugar de agresores, la seguridad se incrementa y disminuyen los costos de construir y mantener prisiones en beneficio de sus conciudadanos. Los beneficios para todos estos receptores indirectos se acumulan porque los trabajadores que brindan cuidados ayudan a desarrollar las capacidades de los beneficiarios directos y estos beneficiarios difunden sus capacidades a través de la interacción social. El grado en el cual los beneficios del trabajo de cuidados trascienden al beneficiario directo en favor de otras personas depende, en parte, de cuán altruista sea el beneficiario directo —lo cual es a menudo una función del tipo de cuidados que esta persona ha recibido—. La declaración de que el trabajo de cuidados, más que otros tipos de trabajo, produce bienes públicos se basa principalmente en el hecho de que este trabajo implica una proporción más alta de inversión en capacidades que la producción de artículos para consumo inmediato ²⁹ . Por ejemplo, el gerente de una planta de fabricación de juguetes, así como las secretarias, porteros y operarios de la empresa, y los vendedores de juguetes de la misma contribuyen a brindar algo (juguetes) que los consumidores disfrutan. Pero no resulta evidente que dar juguetes a un niño conllevará que este brinde beneficios a otros en el futuro. Se puede sustituir a quienes fabrican juguetes por otros que producen ropa, maquillaje, muebles y otros productos por el estilo ³⁰ . En contraste, las funciones de provisión de cuidados que implican enseñar a un niño a ser disciplinado y a leer, y proporcionarle atención de salud presentan más garantías de conllevar beneficios para otras personas.
Sobre la afirmación central del marco de bien social para entender los cuidados —que el trabajo remunerado o no remunerado de cuidados crea beneficios sociales difusos que trascienden a sus beneficiarios directos— no existe evidencia directa que la confirme o refute ni se ha propuesto una estrategia de investigación al respecto. La evidencia es mayormente indirecta. Primero, hay cierta evidencia de un aspecto del bien público sobre la fertilidad (Lee & Miller, 1990). Es decir, los costos de criar a los hijos, especialmente en los Estados Unidos, son mayormente asumidos de manera privada (a excepción de la educación pública). Pero con el sistema de retención de ingresos para aportar al sistema de Seguridad Social en los Estados Unidos, tan pronto como los hijos cumplen la edad para percibir ingresos empiezan a contribuir a la jubilación de la generación de sus padres a través de la planilla de aportes a la Seguridad Social (Lee & Miller, 1990). Por consiguiente, debido a que algunos de los costos de la crianza de menores (a excepción de la escuela) han sido colectivizados, pero uno de los más importantes beneficios económicos de tener hijos (el apoyo a sus adultos mayores jubilados) se ha colectivizado, tener y criar hijos tiene beneficios para la viabilidad del sistema de Seguridad Social (Folbre, 1994b). En segundo lugar, hay evidencia de los beneficios sociales de la educación —beneficios para otras personas que trascienden la capacidad de obtener ingresos para quienes han recibido una educación— (Bowen, 1977; Wolfe & Haveman, 2003). Los bajos salarios del trabajo en cuidados también pueden ser vistos como evidencia indirecta de que este produce bienes públicos. En la sección anterior se presentaron estudios que documentan una penalidad sobre los cuidados como evidencia de la perspectiva de la desvalorización, sobre la base de que el trabajo de cuidados paga menos de lo que esperaríamos debido a su asociación con las mujeres. Otra posible explicación para la penalidad sobre el salario en el trabajo de cuidados reside en el aspecto de bien público del trabajo. El argumento económico estándar es que el mercado tendrá un infrasuministro de bienes públicos debido a que no hay manera de captar los beneficios que provienen de la interacción social y convertirlos en ganancias (o, podríamos decir, en salarios). ¿Cómo podría la maestra de escuela, a través de las fuerzas del mercado, obtener una ganancia de la futura esposa o del hijo de su alumno, quienes se benefician de las ganancias mejoradas de este? ¿Cómo puede una madre recibir un pago de todos los jubilados que mantiene el sistema de Seguridad Social, cuyos cheques son financiados por descuentos al salario de su hijo? (esta madre puede recibir ella misma cheques del sistema de Seguridad Social, pero adviértase que recibiría los mismos beneficios si nunca hubiera tenido un hijo). Pero si algún proceso social (anómalo para los economistas) sí reclutase a personas para desempeñarse en trabajos de cuidados, esperaríamos que su salario no refleje los beneficios sociales difusos del trabajo. Quienes emplean el marco del bien público han señalado los bajos salarios netos del trabajo en cuidados como evidencia de que este crea beneficios públicos que no se reflejan en el salario percibido (England & Folbre, 1999; England et al. , 2002). El marco del bien público también ha sido empleado para interpretar las implicancias de políticas de la penalidad salarial referida a la maternidad. Varios estudios recientes encuentran una penalidad salarial referida a la
maternidad en los Estados Unidos (Budig & England, 2001; Lundberg & Rose, 2000; Neumark & Korenman, 1994; Waldfogel, 1977, 1998a, 1998b). También se ha encontrado una penalidad referida a la maternidad en el Reino Unido (Harkness & Waldfogel, 1999; Joshi & Newell, 1989) y en Alemania (Harkness & Waldfogel, 1999). ¿Por qué ganan menos las madres? En primer lugar, aunque actualmente ellas tienen tasas muy altas de desempleo (por ejemplo, más del 40% de las mujeres con niños menores de un año de edad se encuentran en la fuerza laboral [Klerman & Leibowitz, 1999]), muchas mujeres todavía pierden al menos parte de su tiempo productivo debido a la crianza de los hijos (Cohen & Bianchi, 1999; Klerman & Leibowitz, 1999). Las mujeres no tienen ingresos mientras no están empleadas, lo cual reduce sus ingresos a lo largo de la vida y afecta sus pensiones de jubilación. El empleo intermitente también afecta el nivel salarial de las mujeres cuando estas retornan a trabajar porque los empleadores recompensan la experiencia y la antigüedad en el puesto. Budig e England (2001) encontraron que cerca del 40% de las penalidades salariales referidas a la maternidad se producen cuando las madres pierden experiencia y antigüedad en el puesto. Otra porción de la penalidad referida a la maternidad proviene de la minoría de madres que trabajan a tiempo parcial y de que este régimen de empleo generalmente se compensa con un menor salario por hora (Budig & England, 2001; Waldfogel, 1997). Después de considerar la experiencia, la antigüedad en el puesto, la condición de empleada a tiempo parcial y muchas características del empleo, aún existe una penalidad residual por ser madre (Budig & England, 2001; Waldfogel, 1997). Esta penalidad residual podría ser un efecto de la maternidad sobre la productividad. Pero un estudio experimental reciente brinda evidencia de que parte de ello corresponde a una discriminación por parte de los empleadores hacia las madres. Al respecto, Correll y Bernard (2004) pidieron a estudiantes que los ayuden a filtrar solicitudes para un puesto de trabajo. A los participantes en el estudio se les dijo que una compañía buscaba contratar alguien para llenar un puesto de marketing de nivel medio en una empresa de telecomunicaciones, que la compañía quería recibir comentarios de adultos jóvenes porque estos eran usuarios frecuentes de tecnología de las comunicaciones, y que la compañía incorporaría sus calificaciones al tomar las decisiones de contratación. Los estudiantes evaluaron currículums de postulantes ficticios (los cuales les fueron presentados como postulantes reales) y ellos indicaron a quiénes contratarían y con qué salario. Al compararlas con postulantes mujeres cuyos perfiles no mencionaban hijos, las postulantes que indicaron tener hijos pequeños fueron recomendadas con menos frecuencia para el puesto y, cuando eran recomendadas, se les ofrecía un salario inicial menor (Correll & Bernard, 2004) ³¹ . ¿Qué tiene que ver el salario relativo de madres comparado al de otras mujeres con los bienes públicos? La investigación analizada arriba clarifica cómo varios procesos del mercado laboral en nuestra economía —el retorno a una experiencia continua en el mercado laboral, el pago menor por hora para trabajadores a tiempo parcial y la discriminación por parte de los empleadores entre madres y no madres— ponen en desventaja a las madres. Pero Budig e England (2001) sostienen que, si el trabajo no remunerado de cuidados que acompaña a la maternidad está creando un bien público, entonces la inequidad es más injusta y el Estado debe intervenir para
reducir la penalidad. Por ejemplo, el Estado podría prohibir la discriminación basada en la maternidad (Williams & Segal, 2003). Otra posibilidad es que el Estado ordene que los empleadores mantengan disponibles los puestos de sus trabajadores con licencia por el nacimiento o adopción de un hijo. Aunque la Ley de Licencia Familiar y Médica de 1993 así lo requiere, la licencia estipulada no incluye goce de haber, comprende únicamente seis semanas y están exceptuadas de su cumplimiento las empresas pequeñas. Gornick y Meyers (2003) proponen políticas que estipulan pagos del Estado para trabajadores con licencia (de paternidad o maternidad) durante algunos meses. En el esquema propuesto por las autoras, los empleados deben mantener disponibles los puestos de trabajo (para preservar los derechos de antigüedad previamente acumulados) y el Estado proporciona una compensación por una proporción determinada del salario. Las propuestas de las autoras se basan, en parte, en el argumento del bien público, así como en evidencias de que tales políticas han funcionado en países europeos. Motivaciones afectivas y prisioneros del amor ¿Qué tiene que ver el amor con eso? ¿Está motivado el trabajo de cuidados por el cariño o el altruismo genuinos, y brindan estos una recompensa intrínseca a quienes lo realizan? Escritos feministas sobre cuidados contienen tanto una insistencia en que el trabajo de cuidados es realmente un trabajo duro, así como una preocupación respecto a las consecuencias negativas para la sociedad si perdemos la motivación de un cariño verdadero en el trabajo de cuidados. En ocasiones, la propia palabra «cuidados» es empleada para describir un motivo o un imperativo moral (Noddings, 1984; Tronto, 1987). Leira (1984) y Waerness (1987) enfatizan las maneras en que el trabajo de cuidados se diferencia de la perspectiva economicista tradicional, la cual define el trabajo como una actividad desempeñada a pesar de su intrínseca falta de utilidad, simplemente con el objetivo de ganar dinero. Según Abel y Nelson, «la provisión de cuidados es una actividad que comprende tanto tareas instrumentales como relaciones afectivas. A pesar de la distinción parsonsiana clásica entre estos dos modos de conducta, se espera que los proveedores de cuidados proporcionen tanto amor como esfuerzo» (1990, p. 4). Cancian y Oliker definen los cuidados como una combinación de sentimientos y acciones que «se ocupan de manera sensible de las necesidades personales o del bienestar de una persona, en una relación cara a cara» (2000, p. 2). Folbre ha definido la provisión de cuidados como el trabajo que provee servicios basados en una interacción personal sostenida (usualmente cara a cara) y que es motivado (al menos en parte) por la preocupación por el bienestar del receptor de los servicios (Folbre, 1995; Folbre & Weisskopf, 1998). Stone (2000) habla sobre cómo los proveedores profesionales de cuidados (por ejemplo, enfermeras) a menudo quieren hablar con los pacientes y mostrarles verdadero amor, pero se ven frustrados por requerimientos burocráticos que lo dificultan. En gran parte de esta discusión está implícita la idea de que los receptores de los cuidados estarían mejor atendidos si las personas que se los proporcionan realmente se interesan por ellos, en lugar de estar motivados estrictamente por el dinero.
¿Qué efecto tiene sobre el salario de los proveedores de cuidados que el altruismo figure como una de las motivaciones para cumplir este trabajo? Cuando los economistas neoclásicos confrontan evidencia de la penalidad salarial sobre el trabajo de cuidados generalmente sugieren que la explicación correcta reside en la teoría de las diferencias salariales (por ejemplo, Filer, 1989; para encontrar críticas a la aseveración de que esta teoría explica la baja compensación de la mayoría de trabajos de las mujeres, véanse England, 1992, pp. 69-73 y Jacobs & Steinberg, 1990). La teoría visibiliza las diferencias en cuanto a recompensas o penalidades intrínsecas en distintos trabajos. Las conveniencias y desventajas no pecuniarias afectarán el número de personas dispuestas a desempeñar un trabajo en cualquier nivel salarial. Por consiguiente, según la teoría, cuando todos los demás valores se mantienen constantes, los empleadores tendrán que pagar más para compensar por desventajas no pecuniarias de los trabajos y pueden contratar a personas pagándoles menos en puestos que ofrecen conveniencias no pecuniarias. Existe, desde luego, una variación entre los trabajadores en cuanto a sus preferencias. La teoría afirma que, si el trabajador marginal considera las propiedades intrínsecas del trabajo como una conveniencia, ello permite pagar un salario más bajo. Si el trabajador marginal considera el trabajo oneroso en comparación con otros, el empleador deberá pagar un salario más elevado para llenar el puesto. En esta perspectiva, si el trabajador marginal en ocupaciones de cuidados encuentra satisfacción en ayudar a las personas, ello permitirá a los empleadores llenar los puestos con remuneraciones menores que en puestos comparables que carecen del componente de dar ayuda. Expresado en términos más simples, la baja remuneración puede ser compensada por la satisfacción intrínseca de los puestos. De hecho, esta es la alternativa común de los economistas ante la afirmación de que el trabajo en cuidados recibe menor pago (en relación con las habilidades) debido a la desvalorización. Como no se pueden observar los gustos del trabajador marginal ni los procesos de desvalorización de los empleadores, la evidencia empírica no sirve para determinar cuál de los dos criterios prevalece. En esta perspectiva neoclásica ortodoxa, no existe un problema de políticas respecto a los bajos salarios del trabajo de cuidados; si las mujeres no encuentran que las gratificaciones intrínsecas compensan por el bajo salario, se orientarán hacia otros trabajos. Si no pueden encontrar otros tipos de trabajo debido a discriminación de contratación, entonces los economistas consideran que ese es el problema que deben atender, antes que el pago relativo por el trabajo de cuidados ³² . Folbre (2001) ha acuñado el término «prisionero del amor» para este efecto de los motivos afectivos de quienes brindan cuidados sobre su salario. Pero el modelo de la autora difiere de la visión económica estándar de diferencias salariales en tanto considera que las preferencias altruistas son por lo menos parcialmente endógenas a la realización del trabajo. Los teóricos de la elección racional, incluidos los economistas, generalmente suponen que las preferencias son exógenas e inalterables. Pero quienes trabajan remuneradamente brindando cuidados pueden desarrollar apego a los receptores de cuidados después de empezar su trabajo y ello puede dificultar que se rehúsen a brindar sus servicios como mecanismo para exigir una mayor remuneración para sí (England & Folbre, 2003; Himmelweit, 1999). Evidencia del impacto del puesto en los trabajadores
proviene de la investigación de Kohn, Chooler, Miller, Miller, Schoenbach y Schoenberg, quienes sugieren que las personas en trabajos que requieren más habilidades intelectuales se vuelven más listas (1983). Similarmente, en trabajos que requieren cuidados, las personas se vuelven más consideradas. Aunque no he encontrado evidencia de ello, tiene sentido que las personas encargadas del cuidado infantil se apeguen a los infantes que ven a diario, que las enfermeras desarrollen empatía con sus pacientes y que los maestros se preocupen por sus estudiantes. Estos lazos emocionales colocan a los trabajadores que proveen cuidados en una posición vulnerable, desalentándolos de exigir salarios más altos o cambios en las condiciones de trabajo que podrían tener efectos adversos sobre los receptores de los cuidados. En consecuencia, ocurre un tipo de efecto de rehén emocional. Es menos probable que los propietarios, empleadores y administradores tengan contacto directo con clientes o pacientes, en comparación con los trabajadores encargados de proporcionar cuidados. Por eso, los primeros pueden generalmente involucrarse en estrategias de recortes de costos sin sentir las consecuencias. A veces incluso pueden sentirse confiados de que los efectos adversos de sus decisiones sobre los clientes se reducirán por la disposición de los trabajadores a hacer sacrificios personales para mantener la alta calidad de los cuidados. Por ejemplo, los trabajadores pueden responder a recortes en los niveles de dotación de personal e intensifican sus esfuerzos o acuerdan trabajar en sobretiempo. Esta perspectiva sugiere un problema de justicia por el aprovechamiento de los motivos altruistas. También sugiere que, si los motivos son endógenos a la realización del trabajo y las personas se dan cuenta de ellos, las mujeres pueden abstenerse de asumir tales empleos porque saben que se convertirán en prisioneros del amor. Es como la decisión de no tener un hijo porque uno reconoce que ser un buen padre o madre es demasiado agobiante. Mientras más mujeres tengan la opción de optar por trabajos no relacionados con cuidados para evitar convertirse en prisioneras del amor, la provisión de mano de obra para el trabajo de cuidados puede verse amenazada. El fenómeno del prisionero del amor aplica no solo al trabajo remunerado sino también a las luchas entre madres, padres y el Estado. Aunque el amor de madre (y de padre) puede surgir parcialmente de la naturaleza, es sin duda cultivado por la experiencia de brindar cuidados al propio hijo. Si ello es cierto, entonces, las prácticas de género que asignan el cuidado infantil a las madres significan que estas desarrollarán mayor afecto por sus hijos que sus contrapartes hombres u otras personas. En caso de divorcio, una manera de entender el incumplimiento de los hombres en pagar la manutención del niño es que ellos saben que pueden contar con la disposición de la madre a ocuparse del niño de todas maneras y a compartir sus recursos con la criatura, en lugar de vengarse con el abandono del niño. En asuntos de reforma de la seguridad social, también podemos ver a las madres como prisioneras del amor. Si no les importasen sus hijos, podrían negociar con el Estado con más probabilidades de éxito para recibir mayores desembolsos de la asistencia social, amenazando con poner a sus hijos en el sistema de custodia de menores. El Estado paga a los padres sustitutos mucho más de lo que paga a las madres que reciben asistencia social —precisamente porque puede contar con el amor y sentido de obligación de las madres hacia sus hijos, incluso en ausencia del pago—. Por
ello, los actores estatales no considerarían creíble tal amenaza por parte de las madres; ellas son prisioneras del amor que sienten por sus hijos. La mercantilización de la emoción ¿Qué ocurre cuando los cuidados son una mercancía? La noción de que la provisión de cuidados a través de los mercados puede dañar a quienes realizan este trabajo se identifica mayormente con Hochschild (1983), quien acuñó el término trabajo emocional en su obra The managed heart [ El corazón administrado ]. La autora enfatizaba cómo ser reclutado por capitalistas para vender las propias emociones es dañino para los trabajadores. El corazón administrado fue esencialmente un estudio de la ocupación de sobrecargos, basado en entrevistas con estos trabajadores de aerolíneas y con quienes elaboran su entrenamiento, y en observaciones del entrenamiento. Hochschild estaba anonadada por la manera en que los sobrecargos eran instruidos para mostrar sentimientos que realmente no experimentaban —para mostrarse animados, aunque estuvieran tristes y para ser respetuosos ante pasajeros, incluso cuando estaban furiosos ante el comportamiento descortés de estos—. La autora sostenía que muchos empleos en la nueva economía de servicios requieren que los trabajadores imposten emociones que realmente no sienten. A veces los puestos requieren de una actuación profunda, en la que el actor llega a sentir la emoción que le es prescrita (para analizar investigaciones que siguen el camino trazado por Hochschild, véanse Smith-Lovin, 1998; Steinberg & Figart, 1999). Mientras que la visión del prisionero del amor se enfoca en cómo el trabajo en cuidados es emocionalmente satisfactorio —tanto así que los trabajadores aceptarán un salario más bajo—, a Hochschild le preocupaban las angustias psicológicas derivadas de una actuación profunda. Es decir, una teoría considera las gratificaciones no pecuniarias del trabajo de cuidados y la otra se ocupa de sus desventajas. Wharton ha conducido una serie de pruebas empíricas para ver si aquellos con puestos que requieren de trabajo emocional tienen menor satisfacción en sus puestos o presentan una peor salud mental. En general, la autora no encontró estos ejemplos (1993 y 1999) y halló ciertas evidencias de que muchos trabajadores disfrutan la interacción social que sus puestos proporcionan. Sin embargo, bajo ciertas circunstancias, el trabajo emocional es agobiante, como cuando los trabajadores tenían que combinarlo con un bajo control y autonomía (1999). En investigaciones más recientes, Hochschild (2000; 2003, especialmente en el capítulo 14) se ha enfocado en la penetración global de las fuerzas del mercado capitalista, y en cómo estas tienen consecuencias especiales para las mujeres y sus familias en países pobres. El enfoque de la autora recae en las mujeres que migran de países pobres a otros ricos para trabajar como niñeras (consultar también Hondagneu-Sotelo, 2001; Romero, 1992). Algunas de estas mujeres han dejado a sus propios hijos en sus hogares al cuidado de otros parientes para ir a trabajar a un país más rico, en busca de un mejor futuro económico para sus familias. Resulta conmovedor que ellas cuiden a niños estadounidenses ricos, usualmente caucásicos, mientras que en sus países de origen sus propios hijos solo tienen el recuerdo del amor de sus madres. La situación es similar a la de las mujeres afroestadounidenses de épocas pasadas, quienes dejaban a sus propios hijos en sus casas para ir
a trabajar con familias caucásicas cuidando a los niños de estas, excepto que aquí los hijos no viven en otra área de la ciudad sino al otro lado del mundo, en lugares que casi nunca visitan. Esta situación es estimulada por el creciente empleo de mujeres estadounidenses instruidas (quienes luego necesitan personas que cuiden a sus hijos) y por la enorme disparidad entre los salarios disponibles en naciones pobres y ricas (una motivación para la migración). Podría recurrirse a los estudios previos de Hochschild sobre trabajo emocional para analizar cuán agobiante es tener que fingir amor por los hijos de otras personas. Pero Hochschild encuentra incluso más conmovedores los casos en los cuales las niñeras llegan a querer verdaderamente a los niños estadounidenses que tienen a su cargo y se sienten más cerca a ellos que a sus propios hijos, dada la distancia que los separa. La autora describe al Primer Mundo extrayendo amor del Tercer Mundo y lo considera análogo a la extracción de materias primas por parte de las potencias coloniales. Asimismo, le preocupa que los niños del Tercer Mundo paguen el precio, aunque no ofrece evidencias de que los niños cuyas madres van a trabajar a países ricos resulten peor de lo que estarían si sus madres se hubieran quedado con ellos —es decir, que el dinero que sus madres ganan trabajando para otra familia no los haya compensado por el sacrificio del tiempo en que no cuentan con ellas—. Del mismo modo que podemos preguntar a la perspectiva del bien público cómo sabemos que otros tipos de trabajos no brindan tantos beneficios difusos como el de cuidados, se puede plantear a la perspectiva de Hochschild la inquietud sobre cómo sabemos que el trabajo de cuidados es más alienante que otros tipos de trabajo. Después de todo, la vasta mayoría de trabajadores hombres migrantes y muchas mujeres migrantes no son niñeras, sino que trabajan limpiando casas o en fábricas y restaurantes. Algunos de ellos también han dejado esposas o hijos en sus lugares de origen. De modo que lo que resulta singular sobre la migración internacional no es el trabajo de cuidados ni el dejar a sus hijos en el país de origen. La respuesta de Hochschild, de alguna manera implícita, es que siempre resulta alienante y explotador cuando alguien tiene que vender su fuerza de trabajo (en este sentido, recurre al argumento marxista), pero no es tan malo como vender el uso de nuestras propias manos o ideas como lo es vender nuestro corazón, y por eso es peor cuando empleadores de un país contratan a personas de otro país para realizar trabajo de cuidados que cuando contratan a migrantes para hacer otro tipo de trabajo. Rechazo de la dicotomía entre el amor y el dinero La perspectiva del amor y el dinero rechaza la noción de una oposición dicotómica entre los campos del amor y la acción económica egoísta. Las voces principales que promueven esta visión corresponden a Nelson (1999; 2004; manuscrito inédito) y Zelizer (2002a, 2002b). Las autoras refutan el hábito profundamente arraigado de dicotomizar las esferas incluso cuando la evidencia no lo justifica, un hábito que resulta evidente tanto en la economía neoclásica como en el marxismo. Nelson considera que los hábitos de dicotomía del pensamiento están arraigados en supuestos tácitos sobre el género. Dado que se considera que hombres y mujeres son opuestos, y dado que los esquemas de género organizan gran parte de nuestros pensamientos, desarrollamos una visión dualista de que «las mujeres, el
amor, el altruismo y la familia son, como grupo, radicalmente distintos y opuestos a los hombres, la racionalidad egoísta, el trabajo y el intercambio del mercado» (Nelson & England, 2002). Zelizer (2002a) llama a esta visión la de los «mundos hostiles». En este esquema dicotómico que Nelson y Zelizer refutan, no podemos pagar bien a los trabajadores encargados de proporcionar cuidados y al mismo tiempo encontrar personas que hagan el trabajo con un genuino y sentido cariño por el trabajo. Más aún, las empresas que generan ganancias o el trabajo asalariado solo pueden contaminar o erosionar el amor. La economista feminista Himmelweit (1999), aunque reconoce que los trabajadores dedicados a tareas de cuidados a veces muestran genuina consideración, recurre a esta misma dicotomía cuando dice que el cuidado genuino persiste si se resiste a una completa mercantilización. La visión de Hochschild (1983) de los peligros de la mercantilización parece provenir de este imaginario de oposiciones para concluir que los trabajadores son afectados cuando tienen que vender una parte de sí, y que ello empeora en tanto más íntima sea la parte involucrada en la transacción. Held apoya un pago decente por el trabajo de cuidados, pero sostiene que los verdaderos valores de los cuidados solo pueden mantenerse si tal trabajo no se ubica en el sector privado, donde ella considera que prevalece el criterio de rentabilidad, sino que, más bien, se le mantiene en el sector sin fines de lucro o gubernamental (2002). De esta manera, esta autora también asume la polaridad de esferas que Nelson y Zelizer critican, pero (para fines de organizar el trabajo remunerado de cuidados) convierte a los sectores sin fines de lucro y estatal en el extremo positivo. Zelizer y Nelson sostienen que la afirmación de que únicamente las ganancias y el egoísmo gobiernan en el mercado mientras que, en las familias, organizaciones sin fines de lucro y los gobierno rigen valores de mayor cariño es un supuesto que los autores a menudo no sienten necesidad de documentar. Zelizer (2002b) refuta este supuesto al sostener que la cultura, a menudo, rige sobre estos temas, de modo que las normas especifican la manera en que el dinero y los sentimientos pueden ser combinados para vínculos particulares. Nelson (2004 y manuscrito inédito) rechaza la idea de que el bienestar de los trabajadores o de los receptores de cuidados sea determinado de manera tan simple, según si se ubica en el sector del mercado capitalista o en otros sectores como la familia particular, organizaciones sin fines de lucro, o en el Estado. Después de todo, los académicos que estudian temas de género han mostrado la naturaleza patriarcal de la familia en muchos entornos sociales, así como la tendencia del Estado benefactor a desvalorizar el trabajo de cuidados que desempeñan las mujeres como base para sus derechos de ciudadanía. Nelson (2004 y manuscrito inédito) no pretende exonerar al sector privado y cree que hay motivos para ser optimistas. Al igual que los trabajadores individuales combinan motivos que involucran amor y dinero, la autora sostiene que, a pesar de las teorías neoclásica y marxista, es posible que compañías del sector privado puedan operar prestando atención simultáneamente a las ganancias y a otros valores —pagando lo justo a los trabajadores, ofreciendo cuidados de calidad a los clientes, aun cuando podrían embaucarlos para que se conformen con menos, y evitando la degradación del medio ambiente —. Nelson (2004 y manuscrito inédito) y Zelizer (2002a, 2002b) no sostienen
con entusiasmo que ello sea una tarea simple, pero creen que la visión de mundos hostiles dicotómicos es un supuesto antes que una descripción del mundo justificada con evidencias. Nelson (2004; consultar también Folbre & Nelson, 2000; Nelson & England, 2002) sostiene que necesitamos investigaciones empíricas para buscar los mecanismos de problemas específicos antes que suposiciones sobre esferas de oposición. Consideremos la cuestión de si es posible que las personas tengan acceso a cuidados adecuados por parte de personas cuyos motivos son afectivos o si podemos cambiar las estructuras salariales para eliminar la penalidad de realizar trabajo de cuidados. El análisis debe tratar de confirmar qué características particulares estructurales o culturales de conducta en los mercados, familias o Estados tienen cuáles consecuencias, en lugar de asumir que es imposible resolver estos problemas en todos los casos en que los cuidados se realicen como trabajo asalariado en empresas del sector privado. Psicólogos experimentales y economistas han estudiado los efectos del pago sobre la motivación-disposición intrínseca a emplear esfuerzos en una tarea sin recompensa extrínseca. Dado que realizar trabajo de cuidados motivado por el amor o el altruismo constituye un ejemplo de motivación intrínseca, esta línea de investigación puede aplicarse en relación a si pagar (más) por el trabajo de cuidados incrementa o disminuye la oferta del cuidado y la calidad de este. Sin embargo, debería señalarse que en la bibliografía experimental ninguna de las tareas involucraba trabajo de cuidados. El experimento típico incluye a niños o estudiantes universitarios en el laboratorio, a quienes se pide efectuar una tarea que involucra cierto interés intrínseco para muchos de ellos, sin ofrecerles inicialmente una recompensa. La variable manipulada experimentalmente consiste en si se ofrece luego una recompensa extrínseca. La variable dependiente de interés consiste en cuántos sujetos de estudio continúan llevando a cabo la tarea en un período posterior, cuando no se ofrece recompensa alguna al grupo del experimento ni al grupo de control. Los estudios a menudo encuentran que, después de recibir una recompensa a cambio de algo, los sujetos de estudio realizan menos tareas de las que realizaban en el período inicial, cuando no esperaban recompensas. Sobre esta base, algunos autores han sostenido que las recompensas extrínsecas desplazan a la motivación intrínseca (Deci, Koestner, & Ryan, 1999; Eisenberger & Cameron, 1996; Frey & Jegen, 2001). La teoría subyacente que emplean la mayoría de los psicólogos para entender este fenómeno consiste en asumir que las personas encuentran inherentemente gratificantes la autonomía y la autoestima, y que, cuando los sujetos de estudio tienen la sensación de que las gratificaciones condicionantes sobre el desempeño se vuelven controladoras, pueden asociar la tarea con sentimientos negativos y, en consecuencia, repetirla con menos frecuencia. A primera vista, esta interpretación sugiere que pagar a los trabajadores que brindan cuidados podría efectivamente conllevar una menor motivación afectiva intrínseca —de modo que quizá una alta compensación drenaría el verdadero cariño por parte de los trabajadores—. Sin embargo, la investigación posterior muestra que este efecto es condicional a las circunstancias. Muchos de los experimentos discutidos en esta bibliografía se enfocan en el efecto de atravesar la brecha simbólica altamente polémica entre lo que se hace sin dinero de por medio frente a lo que se hace por dinero, antes que en los efectos de incrementos en el salario. Pero un estudio no experimental de trabajo voluntario sugiere que,
aunque ofrecer cualquier pago puede reducir las horas de este trabajo que las personas realizan, una vez que se cruza el punto cero, un salario más alto incrementa las horas que las personas dedican al trabajo semivoluntario (Frey & Goette, 1999). Ello sugiere que, para el trabajo de cuidados que ya es remunerado, aumentar el salario no tendría un impacto adverso sobre la motivación intrínseca. Más aún: investigaciones experimentales posteriores muestran que los efectos de las recompensas extrínsecas son afectados por las formas que estas asumen (Eisenberger & Cameron, 1996; Frey & Jegen, 2001). Los experimentos sugieren que las recompensas extrínsecas consideradas como «controlistas» reducen la motivación intrínseca hacia una tarea, mientras que aquellas consideradas como «de reconocimiento» incrementan la motivación intrínseca. Las recompensas consideradas como controlistas son aquellas emparejadas con una estrecha supervisión o crítica por parte de supervisores que cuestionan la competencia de quienes reciben la recompensa y que amenazan su autoestima. Las recompensas de reconocimiento son aquellas que expresan que el receptor es digno de confianza, respeto y aprecio (Frey, 1998; Frey & Goette, 1999; Frey & Jegen, 2001). Estos resultados sugieren que mientras más se combine el pago con la confianza y el aprecio, menor será el efecto de desplazamiento sobre la motivación intrínseca —la cual es especialmente importante en el trabajo de cuidados—. Más aún: la investigación experimental muestra que las recompensas inesperadas incrementan la motivación intrínseca más que las recompensas esperadas. Esta línea de investigación ejemplifica el marco del amor y el dinero —contempla mecanismos para alcanzar resultados deseables en el trabajo de cuidados, en lugar de asumir que el mundo está dividido en dos sistemas opuestos entre sí. Conclusiones Las investigaciones serias en el sector de los cuidados recién se están iniciando. Varias generalizaciones empíricas han resultado de la investigación: que un volumen creciente de cuidados es realizado por trabajadores pagados (antes que en casa a cargo de mujeres que no reciben pago alguno); que los cuidados no remunerados que efectúan las mujeres para sus familias son una base más controvertida para recibir apoyo del Estado que el trabajo de los hombres o el servicio militar; que quienes realizan trabajo remunerado de cuidados a menudo declaran tener motivaciones intrínsecas; y que el trabajo remunerado de cuidados paga menos de lo que podría predecirse, dado el nivel de habilidades requerido, e incluso menos que otros trabajos predominantemente realizados por mujeres en su nivel de habilidades. Existe un alto grado de consenso respecto a estas generalizaciones empíricas. Más difícil ha sido conceptualizar los cuidados con un esquema teórico que explique la fuente de estas regularidades empíricas. ¿Por qué ganan menos quienes trabajan proporcionando cuidados que quienes llevan a cabo trabajos con habilidades similares? ¿Por qué es controvertido el sistema de beneficencia? ¿Qué método de organización de los cuidados combina mejor los motivos de afecto, una provisión adecuada de cuidados y una eliminación de la penalidad económica al trabajo de cuidados? ¿Se expulsan mutuamente el amor y el dinero?
He organizado esta evaluación de teorías emergentes sobre el trabajo de cuidados —cinco marcos que ofrecen diferentes perspectivas sobre estas cuestiones—. La perspectiva de desvalorización sostiene que el trabajo de cuidados está mal remunerado porque los puestos son cubiertos por mujeres y porque el cuidado está asociado con el papel prototípico de género de la maternidad. El marco del bien público señala que el trabajo de cuidados produce beneficios más allá de los que se brindan al receptor directo de los cuidados y que es difícil capturar algunos de esos beneficios en el salario del trabajador sin una acción del Estado al respecto; en esta perspectiva, ello sería un problema incluso si el trabajo de cuidados fuese desempeñado por hombres. Pero la perspectiva de la desvalorización puede ayudarnos a entender por qué es tan difícil lograr un consenso político para respaldar el trabajo remunerado o no remunerado referido a cuidados —porque lo realizan mujeres y a menudo mujeres no caucásicas. El marco del prisionero del amor se enfoca en el cariño genuino que motiva a algunas personas que trabajan brindando cuidados, señalando la cruel ironía de que estos motivos intrínsecos pueden volver más fácil que los empleadores consigan pagar menos a quienes trabajan brindando cuidados. Un marco considera problemática la mercantilización de la emoción. Se enfoca en el daño a los trabajadores cuando estos deben vender servicios que tocan una parte íntima de sí, y en el daño a los niños en países pobres cuando sus madres sucumben ante la presión económica y viajan a países más ricos, abandonándolos. En contraste con la noción de que alguien siempre sufre un daño cuando se vende el cuidado, el marco del amor y el dinero refuta las visiones dicotómicas según las cuales los mercados son considerados antitéticos hacia el verdadero cuidado y se oponen a la visión de que el verdadero cuidado solo puede encontrarse en las acciones de las familias, comunidades, organizaciones sin fines de lucro o del Estado. Este marco invoca la realización de estudios empíricos para revelar qué mecanismos causan problemas específicos, como la disponibilidad inadecuada de cuidados para quienes lo requieren, regulaciones laborales que no permiten la expresión del cariño y bajos salarios para los trabajadores que proporcionan cuidados. Este marco sugiere que, en lugar de asumir que existe una hostilidad entre el pago o las ganancias y el cuidado, debemos poner a prueba las afirmaciones de los otros marcos conceptuales discutidos aquí, y es posible que algunas de sus implicancias merezcan crédito. El empleo de las mujeres es un fenómeno que no va a cambiar y, aunque gran parte del cuidado seguirá estando a cargo de miembros de la familia, trabajadores remunerados proveerán considerables cuidados a niños, enfermos y ancianos. La manera en que este sector se organice tendrá consecuencias no solo en términos de igualdad de género, clase y raza sino también para toda la sociedad. Bibliografía Abel E., & Nelson M. (1990). Circles of care: Work and identity in women’s lives . Nueva York: SUNY Press. Bowen, H. R. (1977). Investment in learning: The individual and social value of American higher education . California: Jossey-Bass.
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²⁹ Ello no niega el aspecto de consumo y a la vez de inversión de la recepción de cuidados. Por ejemplo, la diversión que experimenta una criatura jugando con su niñera puede hacerle más feliz de inmediato sin incrementar sus capacidades en el largo plazo. Y el cuidado prodigado a una persona anciana más allá de cierta edad ya no constituye una inversión en capacidades futuras sino una provisión de comodidades para incrementar la calidad de su vida actual. A pesar de ello, se asevera que la proporción de inversión sobre consumo es más alta en el trabajo de cuidados. ³⁰ Pueden imaginarse algunos trabajos no relacionados con cuidados que incrementan las capacidades de quienes los reciben tanto como lo hace el trabajo de cuidados y, de esta manera, pueden crear también beneficios difusos para receptores indirectos. Por ejemplo, quienes producen alimentos nutritivos, productos que realzan nuestra salud, o juguetes y libros educativos que supuestamente contribuyen a las capacidades humanas y, de este modo, conllevan los mismos multiplicadores de interacción social. ³¹ Una pregunta interesante, que sobrepasa el ámbito del estudio de Correll y Bernard, es si esta discriminación es estadística o basada en información errónea sobre diferencias de grupo. Es decir, una posibilidad es que la maternidad sí afecte la productividad laboral (especialmente debido al limitado trabajo de crianza que cumplen muchos varones) y los empleadores saben eso, de modo que, sobre la base de esta generalización, ellos discriminan a todas las madres porque, aunque de ese modo pierden algunas excelentes trabajadoras, la generalización es lo suficientemente cierta para que ellos ganen más de lo que les costaría medir la productividad individualmente antes de la contratación. En este caso, se trata de discriminación estadística. Otra posibilidad es que exista un sesgo cognitivo; los empleadores se equivocan sobre diferencias en cuanto a productividad de los grupos. También puede estar ocurriendo una opción entre ambas posibilidades. Para una discusión del estatus legal de la penalidad por maternidad, véanse Budig e England (2001), y Williams y Segal (2003). Correll y Bernard no encontraron que los padres sufrieran una penalidad por paternidad y los análisis de datos de encuestas muestran que los ingresos de los hombres se incrementan después de tener un hijo (Lundberg & Rose, 2000). ³² Los economistas también señalan el exceso de oferta como una causa para la baja remuneración de ciertos trabajos. Sin embargo, ello es difícil de sostener para el sector de cuidados debido a que existen muchas fuentes exógenas de demanda creciente. Por ejemplo, la población que envejece y que está cubierta por el programa Medicare incrementa la necesidad de atención médica, y el creciente empleo de las mujeres aumenta la necesidad de servicios de cuidado infantil y otros para sustituir la producción de las amas de casa. Mucho trabajo y poco salario. Perspectiva internacional de los trabajadores del cuidado ³³ Shahra Razavi y Silke Staab
Se considera habitualmente que la economía del cuidado (o asistencial) comprende actividades y las relaciones no remuneradas que recurren en la satisfacción de las necesidades físicas y afectivas de niños y adultos (tanto si gozan de buena salud como si están enfermos o delicados) y que estructuran las relaciones familiares, las de parentesco más amplio y las comunitarias. La atención de las personas es un elemento clave de la economía del cuidado, que consiste frecuentemente en trabajo no remunerado. Los datos internacionales del empleo del tiempo demuestran que es un ámbito muy femenino: las mujeres asumen el grueso de esta labor, incluso ahora que dedican más tiempo al trabajo asalariado (Budlender, 2008). Además, es un ámbito «invisible» que no se contabiliza dentro del PIB y queda a menudo infravalorado, a pesar de que coadyuva mucho al bienestar, el desarrollo social y la reproducción de fuerza de trabajo (Folbre, 2001). Ahora bien, muchas de las tareas de carácter privado que entrañan los cuidados a las personas están saliendo del ámbito no remunerado de la familia y pasando a la esfera pública (Hernes, 1987), ya sea por conducto del mercado, de la comunidad o del Estado, realizándose en la parte de la economía del cuidado que se solapa con la economía mercantil y que se realiza muy a menudo mediante el empleo asalariado. Este es el tema del que tratan los artículos publicados en el presente número monográfico de la Revista Internacional del Trabajo . ¿Por qué se presta actualmente tanta atención al trabajo de cuidado remunerado? Varias tendencias han consolidado la importancia que ha cobrado el asunto para la investigación y la política. Los cambios que han sacudido durante los últimos decenios las estructuras económicas, sociales y demográficas han hecho proliferar el número de trabajadores de la economía del cuidado en todos los países. La incorporación de la mujer a la población económicamente activa —una tendencia prácticamente mundial— ha reducido mucho el tiempo que tenía antes para dedicar a la prestación no remunerada de cuidados y ha fomentado la demanda de servicios remunerados de la misma índole. Otros factores que han promovido al mismo tiempo la demanda son los cambios de las estructuras demográficas (por ejemplo, el envejecimiento de la población), de la sanidad pública (especialmente, las necesidades de atención causadas por la pandemia del virus de la inmunodeficiencia humana y el sida [VIH/SIDA]) y de las normas sociales (por ejemplo, la necesidad de enseñanza y atención preescolares en tanto que elemento fundamental de una estrategia de «inversión social»). Como consecuencia de todo ello, los trabajadores del cuidado son hoy día un estrato considerable y creciente de la población activa, lo mismo en los países desarrollados que en los países en desarrollo. Por ejemplo, el porcentaje de trabajadores estadounidenses de servicios de atención profesionales y a domicilio subió del 13,3% en 1900 al 22,6% en 1998, año en el que la economía del cuidado había pasado a ser tan grande como la industria manufacturera, por lo que al número de personas ocupadas se refiere (Folbre & Nelson, 2000, p. 127). Con todo, lo que más ha impulsado buena parte de la labor de investigación y análisis político que se lleva a cabo en este campo ha sido la preocupación por las desventajas laborales que sufren algunos estratos de la fuerza de trabajo del sector del cuidado de las personas como los empleados domésticos migrantes, las personas que
atienden a los ancianos y los auxiliares de enfermería. Aunque el problema de este tipo de trabajo y el de su vulnerabilidad se plantean en todo el mundo, en la recopilación de artículos publicada en el presente número se estudia, sobre todo, la situación de los países en desarrollo, en donde los problemas de precariedad y de explotación de los trabajadores son más flagrantes, escasean las investigaciones, faltan muchos datos y es muy compleja la interpretación de los que existen. En el presente número monográfico analizaremos quiénes son esos trabajadores y si se les reconoce su condición de tales; compararemos sus salarios con los de otros trabajadores de niveles similares de instrucción y cualificaciones; estudiaremos sus condiciones de contratación y de trabajo e indagaremos cuál es la mejor manera de salvaguardar sus intereses. El resto de este artículo introductorio consta de cuatro partes. En la primera abordaremos las definiciones y conceptos. En la segunda expondremos las razones que justifican el estudio de este estrato de la fuerza de trabajo. Después extraeremos las tres conclusiones principales que se desprenden de los distintos artículos y, en la última parte, esbozamos unas observaciones finales. Definiciones, tendencias y selección de los países Situamos los cuidados a las personas y el trabajo de cuidado general en el cruce de tres conjuntos de estructuras y políticas. Primero, las «estructuras generales del mercado de trabajo», que desempeñan un papel decisivo en la conformación del mismo, de sus condiciones y su remuneración. Segundo, «la función del Estado» en tanto que empleador, financiador y ordenador, que sufre cambios profundos que afectan a la organización de la asistencia remunerada. Tercero, las «políticas sociolaborales», que crean, destruyen, modifican y condicionan el empleo en el sector. Estas últimas comprenden las «políticas específicas de este sector», entre ellas la transferencia de tareas, que está cambiando la índole del trabajo de cuidado en el ámbito de la sanidad. Definición de trabajo de cuidado England, Budig y Folbre, en su investigación sobre el mercado laboral de los Estados Unidos, definen el trabajo de prestación de cuidados del modo siguiente: las ocupaciones en las que se supone que los trabajadores prestan un servicio personal que desarrolla las capacidades humanas del beneficiario. Entendemos por «capacidades humanas» la salud, las cualificaciones o las inclinaciones que son útiles para uno mismo o para otros: la salud física y mental, las aptitudes físicas y cognitivas, así como las emocionales, entre ellas la autodisciplina, la empatía y la atención a los demás. Ejemplos de labor de cuidado a otras personas son el trabajo que llevan a cabo los profesores, el personal de enfermería, los empleados de las guarderías y los terapeutas (2002, p. 455). En otras palabras, el trabajo de cuidado —también llamado «asistencial»— es un subconjunto del trabajo de servicio, que se caracteriza por unas relaciones interpersonales que coadyuvan al desarrollo de las capacidades
humanas de quienes reciben los cuidados (la atención y el afecto personales). Aunque no lo dicen expresamente en la definición que acabamos de citar, las autoras mencionadas aluden en su artículo a un abanico amplísimo de trabajadores (en cuanto a instrucción, sector, salario, etc.), que abarca desde profesores de universidad, médicos y dentistas, en un extremo, hasta empleados de guardería, auxiliares sanitarios y trabajadores al servicio de confesiones religiosas, en el otro. Puede ponerse en tela de juicio la utilidad de una categoría tan vasta, pues ¿qué cabe sacar realmente de comparar a auxiliares sanitarios con profesores de enseñanza superior? Sin embargo, lo importante es que la definición amplia del trabajo de cuidado que adoptaron estas autoras guardaba relación con la hipótesis fundamental cuya validez querían comprobar: que, con independencia del nivel de cualificaciones y de instrucción que requiera, el trabajo consistente en ocuparse de otras personas se minusvalora, lo que entraña una infravaloración de la remuneración. Los datos estadounidenses que estudiaron confirmaron en gran medida la hipótesis: a pesar de todas las diferencias (de instrucción, de sector, de ingresos) que había entre ellos, los profesores de universidad y los auxiliares sanitarios compartían esa desventaja de ingresos. El propósito de este número monográfico de la Revista Internacional del Trabajo es, empero, examinar las condiciones laborales de los numerosos trabajadores del servicio doméstico y de los que cuidan a los niños, los ancianos y los enfermos en los países en desarrollo (no meramente averiguar si sus salarios son inferiores). Así pues, nos centramos en varias categorías de trabajadores del cuidado que forman un abanico más reducido en cuanto a cualificaciones y niveles de formación escolar. Descartaremos, por lo tanto, a los profesores universitarios y de enseñanza secundaria, a los doctores y dentistas, y nos ocuparemos del personal de enfermería, los maestros de enseñanza preescolar y primaria, el personal de guarderías, el personal de las residencias de ancianos, los asistentes sociales, los cuidadores a domicilio y, claro está, los empleados domésticos. De hecho, la definición de cuidados a las personas en la que se basan England, Budig y Folbre (2002) plantea una objeción diferente, la de que se circunscribe excesivamente a la faceta de relación personal (la atención y el afecto personales) de los cuidados y que, al hacerlo, excluye otros tipos de trabajo reproductivo, como los de la limpieza, la cocina y otras labores que no entrañan una relación entre quien las realiza y el beneficiario (Duffy, 2005). Así se señaló también en un estudio del Instituto de Investigaciones de las Naciones Unidas para el Desarrollo Social (UNRISD) sobre este asunto: aunque el «cuidado de las personas» es un elemento importante de la economía del cuidado —gratuita o remunerada— que se realiza en cualquier sociedad, no debe ser considerado aparte de las demás actividades que cumplen las condiciones necesarias y previas del cuidado personal como preparar las comidas, hacer la limpieza, etc. (Razavi, 2007; Budlender, 2008). Si se dejan de lado estas actividades, se hará caso omiso de las vidas laborales «de los trabajadores que por salarios misérrimos efectúan estas tareas no reconocidas de la reproducción social» (Duffy, 2005, p. 79) y, como consecuencia, se dará paso implícitamente a sesgos clasistas que, con frecuencia, serán también raciales.
Hemos adoptado, por tanto, una definición del trabajo de cuidado que abarca el trabajo reproductivo que no entraña una relación personal (por ejemplo, hacer la limpieza, cocinar, etc.). Figuran así dentro de ella los empleados domésticos, una categoría laboral importante que sigue constituyendo un porcentaje considerable de la fuerza de trabajo femenina en muchos países en desarrollo, a menudo de regiones, etnias, razas o castas desfavorecidas. Tenemos el presentimiento de que los trabajadores domésticos que son contratados para hacer las faenas del hogar en los países representados en nuestra selección de estudios monográficos también realizan en la práctica, por lo menos, algún trabajo de atención personal a niños u otros miembros del hogar en el que sirven. Francie Lund, por ejemplo, señala que las tareas del millón de trabajadores domésticos de Sudáfrica están aumentando probablemente, ya que abarcan más cuidados a las personas debido al déficit de asistencia que causa la propagación del VIH/SIDA (Lund, 2010). Tendencias y países escogidos Cabe señalar por lo menos tres factores que han fomentado el empleo en la economía del cuidado. Primero, que en todo el mundo ha aumentado la tasa de actividad económica de las mujeres, las cuales no por ello han dejado de ser las principales prestadoras de cuidados no remunerados; segundo, que se han intensificado las demandas de asistencia debido al envejecimiento de la población en algunas partes del mundo, de crisis sanitarias como la del VIH/SIDA, entre otras, y de la importancia que se da a la enseñanza y la atención preescolares; y, tercero, que están cambiando las estructuras de la familia y del hogar a causa de su conversión en entidades nucleares, de la emigración y del surgimiento de nuevos patrones de conducta maritales y conyugales. Como consecuencia de todos estos factores, una parte considerable, y probablemente creciente, del trabajo de cuidado sale del ámbito del hogar y la familia. Ahora bien, aunque por lo menos una parte del mismo está siendo asumida por trabajadores asalariados, la labor de cuidado remunerada se lleva a cabo en marcos institucionales y normativos de diverso tipo, en los que influyen las estructuras del mercado de trabajo y las políticas laborales y sociales. Con el fin de aprehender algunas de estas tendencias, los artículos escogidos para este número analizan el trabajo de cuidado en países con diferentes regímenes laborales: los mercados de trabajo más formalizados de los países que abarca la Encuesta de Ingresos de Luxemburgo (analizados por Michelle Budig y Joya Misra, 2010); el de la República de Corea, en donde el paso de la industria fabril a los servicios ha ido acompañado por un aumento del empleo atípico; los de carácter dual de la Argentina y Sudáfrica, y, por último, los de la India y Tanzania, que son en gran medida informales. Por lo que se refiere a la política social, hemos incluido países con una infraestructura de bienestar social más institucionalizada (Argentina, República de Corea y Sudáfrica) y países de ingresos bajos en los que están menos desarrolladas las políticas sociolaborales, y las políticas asistenciales en particular (India y Tanzania). Nuestra selección de estudios nacionales también ofrece una buena combinación de las necesidades de cuidados y de
los programas y políticas que se han instaurado en lo relativo, por ejemplo, al VIH/SIDA (Sudáfrica y Tanzania), la asistencia a los ancianos (República de Corea) y las guarderías (República de Corea, India y Sudáfrica). Por último, para conocer las dimensiones transnacionales de la labor de cuidado en el marco de las migraciones, el artículo de Nicola Yeates versa expresamente sobre el nexo entre aquella y esta, centrándose en el personal de enfermería. ¿Por qué debemos ocuparnos de los trabajadores que prestan cuidados? El aumento del número de trabajadores del sector del cuidado y el hecho de que la índole de su trabajo y las condiciones en que lo desempeñan estén cambiando hacen que sean un tema de investigación relevante. Tienen especial importancia al respecto dos asuntos. Los derechos de los trabajadores y la equidad El primero de estos dos asuntos es el de los derechos de los trabajadores y la equidad con respecto a quienes tienen por trabajo ocuparse de otras personas. Varios estudios, entre ellos la contribución a este número monográfico de Michelle Budig y Joya Misra (2010; véanse, además, England & Folbre, 1999; England, Budig, & Folbre, 2002), han documentado la desventaja salarial considerable que sufren estos trabajadores respecto de otros con cualificaciones comparables que desempeñan otras ocupaciones. Se han dado varias explicaciones de la minoración de los salarios y demás desventajas que padecen quienes realizan un trabajo de cuidado «mercantilizado» ³⁴ . La primera se funda en las presiones competitivas. La asistencia de buena calidad, remunerada o no, es una tarea que conlleva gran intensidad de fuerza de trabajo. A diferencia de lo que sucede en la industria, por ejemplo, es difícil aumentar la productividad mediante la mecanización o la innovación tecnológica por el carácter interpersonal tan fuerte que tiene el cuidado de las personas. Al mismo tiempo, hay un límite a la cantidad de personas de las que puede ocuparse un trabajador sin poner en peligro la calidad de la atención que presta (Donath, 2000; Himmelweit, 2005); por consiguiente, el cuidado personal es una labor comparativamente costosa, cuya factura recae en los trabajadores y los beneficiarios, plasmándose en salarios bajos y precios elevados o cuidados de mala calidad o ambas cosas (Folbre, 2006). Una segunda explicación aduce supuestos normativos para justificar los salarios bajos y la situación sociolaboral difícil que sufren muchos trabajadores de este sector. Concretamente, los economistas neoclásicos emplean a menudo la noción de los «diferenciales compensatorios» a propósito de las ocupaciones con una motivación intrínseca elevada que, a cambio, perciben salarios inferiores a los de otros trabajadores que poseen cualificaciones comparables. Su argumento consiste en que los trabajadores a los que atraen las recompensas no pecuniarias de una ocupación (por ejemplo, la satisfacción que produce «ayudar a los demás») aceptarán un salario inferior. En este sentido, se da por supuesto que el trabajo de cuidado de otras personas lleva en sí su propia recompensa, de modo que no se hace «por el dinero» o no solo por él. Algunos autores afirman, incluso,
que el dinero es incompatible con el cariño y que aumentar la remuneración de los trabajadores que prestan cuidados «puede atraer a personas “inapropiadas”» (Heyes, 2005, p. 568) ³⁵ . Este parecer, que está muy impregnado de sesgos sexuales y sociales, da a entender que «cualquiera puede encontrar la manera de vivir sin mezclarse en las luchas económicas de este mundo» (Nelson, 1999, p. 49), lo que, desde luego, no es el caso de muchas de las ocupaciones del sector del cuidado estudiadas en este número. La remuneración extremadamente baja de los trabajadores domésticos, por ejemplo, les expone a ellos —y a sus familias— a la pobreza. En Sudáfrica, los ingresos por hora de los empleados domésticos ascienden a menos del 30% del promedio de ingresos por hora y casi dos terceras partes de ellos viven en hogares pobres (Heintz, 2008). Además de percibir salarios bajos, muchos trabajadores que ocupan el extremo menos cualificado del sector del cuidado apenas disfrutan de protección social y tienen pocas oportunidades —cuando las tienen— de formarse, de acumular cualificaciones y de movilidad laboral. La tercera explicación dimana de teorías de la segregación en función del sexo que ponen de relieve la devaluación general de las ocupaciones en que predominan las mujeres (England, 1992). Tradicionalmente, ocupaciones de la economía del cuidado como el servicio doméstico y la partería —y, en épocas más recientes, la enfermería y la enseñanza— han sido puntos de entrada de las mujeres en la población activa porque eran profesiones «apropiadas desde el punto de vista social». Hoy día, hay una sobreabundancia relativa de mujeres en los servicios de cuidado remunerados, pero, como han demostrado varios estudios, la aminoración de los salarios de quienes desempeñan un trabajo de cuidado no desaparece una vez corregida la composición por sexos, lo cual indica la existencia de significados simbólicos adscritos a los cuidados y su identificación con una «labor femenina». El supuesto de que esta labor deriva naturalmente de algún modo de los atributos genéticos de las mujeres, en lugar de hacerlo de los conocimientos y las cualificaciones adquiridos mediante la educación escolar, la capacitación o la experiencia, sirve de respaldo a un hecho: el reconocimiento y las recompensas que alcanza son exiguos. Por último, pero no por ello la menos importante, una cuarta explicación es que las necesidades de cuidados de las personas son normalmente más intensas cuanto menos pueden pagar su precio (England, Budig, & Folbre, 2002), lo cual entraña que los niños, los ancianos y los enfermos tienen que depender muchas veces de la atención o los recursos económicos ajenos, cuya existencia y disponibilidad dependen de los ingresos de la familia, de la renta nacional y de los mecanismos de redistribución instaurados en el país respectivo para satisfacer las necesidades de las personas con ingresos bajos. A su vez, los mecanismos de redistribución dependen, al menos en parte, de la buena disposición de los contribuyentes a sufragar las necesidades de otras personas, cosa que no siempre es fácil de lograr, lo cual es un problema para financiar los costos de la atención a las personas que puede traducirse fácilmente en una presión bajista sobre los salarios. La calidad de los cuidados prestados
El segundo asunto que está en juego en las condiciones del trabajo de este sector es la calidad de los cuidados y, por ende, el bienestar y la seguridad de quienes los reciben. La cuestión de lo buenas que pueden ser las relaciones de cuidado mantenidas «entre extraños que se encuentran repentina y sistemáticamente en contacto íntimo uno con otro» (Meagher, 2006, p. 34) ha suscitado polémicas. Hay quienes lamentan la mercantilización del trabajo de cuidado fundándose en el supuesto apriorístico de que los mercados degradan necesariamente este trabajo al reemplazar las motivaciones de amor y altruismo por el mero interés personal ³⁶ . El parecer contrario, de la economía neoclásica, sostiene que todos los comportamientos sociales, comprendidas las relaciones intrafamiliares, son cuestión de elección, decisiones y transacciones (Becker, 1981). Desde esa perspectiva, la mercantilización del cuidado a las personas no debe entrañar ningún cambio cualitativo. En todo caso, las nuevas soluciones basadas en el mercado mejorarán la eficiencia económica, dado que se supone que los mecanismos de asignación mercantiles optimizan los resultados. Sin embargo, estas dos opiniones son discutibles. La primera pasa por alto lo que de obligado tiene el «altruismo» de la labor de cuidado no remunerada, las presiones sociales de que son objeto las mujeres para que la presten, y los riesgos de autoexplotación y de inseguridad económica a que están expuestos frecuentemente los prestadores de cuidados no remunerados. La posibilidad de traspasar una parte del cuidado del hogar a la economía asalariada puede resultar liberadora para los cuidadores no remunerados, al permitirles buscar trabajo, cursar estudios, recibir un curso de formación, dedicarse a actividades culturales o políticas o, sencillamente, tomarse un descanso de lo que puede ser una tarea muy agotadora. Además, es engañoso identificar la remuneración del cuidado con una transformación inevitable del mismo en mercancía, pues este razonamiento simplista pasa por alto «que los mercados del mundo real son muchas veces sede de relaciones ricas y complejas, en donde hay recompensa, estima, indemnización, regalos, etc.» (Folbre & Nelson, 2000, pp. 133-134). La remuneración del trabajo de cuidado no tiene por qué hacer desaparecer un firme sentido de responsabilidad, empatía e, incluso, cariño a las personas a las que se atiende; dependerá en gran medida de las características institucionales, las políticas públicas y las normas sociales que conforman ese trabajo. La segunda opinión, la neoclásica, pasa por alto, a su vez, todo lo que se sabe acerca de las fallas del mercado, la información imperfecta y las dificultades con que tropieza el control de la intensidad y la calidad de los cuidados, problemas que están muy difundidos en el sector. No solo a los niños y los ancianos, también a los adultos en edad de trabajar les resulta difícil controlar la calidad de los cuidados, lo cual deja malparados los argumentos sobre la soberanía del consumidor. Además, la presencia de «externalidades» positivas que están fuera de la persona concreta que recibe la asistencia puede llevar a los consumidores a escoger soluciones que no son las más idóneas socialmente (habida cuenta de sus limitados presupuestos) o a pagar un precio que no refleje el valor marginal de la contribución de los trabajadores que prestan los cuidados (más allá de la
persona concreta que los recibe). Todos estos motivos hacen que los servicios de cuidado remunerados se presten muy especialmente a las presiones competitivas, y que los más afectados por las actitudes de ahorro de costos sean a menudo los trabajadores (estancamiento de los salarios y presiones para que hagan más deprisa sus cometidos). Ahora bien, cuando no existe una reglamentación apropiada, el sector que nos ocupa también suele generar servicios de calidad deficiente a los beneficiarios del cuidado. Si se reduce el tiempo dedicado a cada paciente para aumentar la «producción»; si los cuidados se circunscriben a una lista de tareas que deja poco margen a la interacción personal, como tantas veces pasa en los servicios sufragados por el seguro de enfermedad o de asistencia de larga duración; si el descontento de los trabajadores por sus salarios y condiciones de trabajo hace que la moral del personal sea baja y su rotación alta; si los trabajadores carecen de cualificaciones adecuadas por la insuficiencia de su formación y de los requisitos para ejercer la profesión, es improbable que se satisfagan los intereses y gustos de las personas a las que se prestan servicios. En pocas palabras, el respeto de los derechos y la igualdad de remuneración de estos trabajadores y la garantía de calidad de los servicios son problemas importantes que la política pública debe afrontar. Nancy Folbre señala que existe un nexo entre esos problemas, y afirma que los trabajadores del cuidado y los consumidores de servicios remunerados de este género «comparten un mismo interés por mantener la calidad de los cuidados y deberían tratar de establecer alianzas más vigorosas para impedir que las fuerzas del mercado la rebajen» (2006, p. 2). De modo similar, Meagher (2007) sostiene que, para salvaguardar los intereses de los trabajadores y los usuarios del sector del cuidado, los poderes públicos responsables de la política sociolaboral y los prestadores de servicios sociales tienen que comprender la dinámica de la economía del cuidado remunerado y ocuparse de las condiciones laborales de estos trabajadores. Conclusiones generales La compilación de artículos de este número de la Revista Internacional del Trabajo colma una laguna notoria de los estudios actuales sobre el trabajo de cuidado. Aportando nuevas pruebas empíricas sobre las condiciones de trabajo y los salarios de los trabajadores que se dedican a la atención sanitaria y a cuidar de los niños y ancianos en los países del «Sur global», revela que la aparición de nuevos problemas —el VIH/SIDA en Sudáfrica y Tanzania, la nutrición infantil y la educación preescolar en la Argentina, la India y la República de Corea y el envejecimiento de la población en este último país— influye en las condiciones laborales de las personas que cuidan de los niños, los ancianos y las personas que viven con el VIH/SIDA. En los apartados que vienen a continuación desarrollamos algunos de los temas y conclusiones más generales. Importancia de las tendencias y estructura del mercado de trabajo La situación laboral de los trabajadores a que venimos refiriéndonos guarda a menudo mucha relación con las circunstancias y los problemas más generales de los mercados de trabajo propios de los distintos países. A este
respecto, el artículo de Michelle Budig y Joya Misra (2010) es una aportación importante al debate sobre los salarios infravalorados que rigen en el trabajo de cuidado. Mientras que estudios anteriores han tratado principalmente de los Estados Unidos, su investigación señala las variaciones de la frecuencia y la intensidad de las aminoraciones que se aplican a esos trabajadores en los países industrializados avanzados: por regla general, la infravaloración de los salarios suele ser mayor en los países en que hay más desigualdad, menos negociaciones colectivas centralizadas y un sector público más pequeño. Donde la desigualdad de ingresos general es pequeña y el sector público es grande, quienes desempeñan ocupaciones de cuidado pueden gozar incluso de ventajas salariales en comparación con los trabajadores que desempeñan otras profesiones y poseen características similares a las suyas. Otro estudio comparado de las economías industrializadas avanzadas parece dar pábulo al argumento de que es más probable que los mercados de trabajo poco reglamentados fomenten los bajos salarios de la fuerza de trabajo que presta los servicios de cuidado privados (Morgan, 2005). Las economías de mercado liberales —como la de los Estados Unidos— se caracterizan efectivamente por la existencia en ellas de muchos prestadores privados de servicios que se apoyan en trabajadores poco remunerados, en lugar de hacerlo en subvenciones públicas. Además, gran parte de los cuidados de remuneración baja se prestan en mercados informales que ni aparecen en las estadísticas oficiales ni son reconocidos ni regidos por contratos de trabajo, lo cual agrava la indefensión de los trabajadores que los prestan en lo relativo a sus salarios y demás condiciones laborales. Por el contrario, en Europa occidental las familias acuden mucho más a los servicios públicos (que se proporcionan en el sector formal de la economía) debido a las condiciones que rigen la entrada a la prestación comercial de cuidados (como los elevados requisitos en materia de instrucción que se exigen a los trabajadores del sector).
Los estudios monográficos de países del número de la Revista Internacional del Trabajo solo analizan determinadas ocupaciones del cuidado a las personas, situadas la mayoría de ellas en países con niveles bajos de reglamentación. Ahora bien, en cada caso, el mercado de trabajo respectivo influye en los salarios y demás condiciones laborales de los trabajadores del sector. La situación de los mismos en la República de Corea, por ejemplo, está condicionada por la rápida propagación de regímenes atípicos de empleo durante la reestructuración del mercado de trabajo posterior a 1997. Otras características influyentes del mercado de trabajo son el aumento del empleo informal, como ocurre en la Argentina, el predominio del empleo informal (la India y Tanzania) y un nivel de desempleo estructural elevado (Sudáfrica). La disparidad entre las diferentes categorías de trabajadores del sector es especialmente acusada en la Argentina y Sudáfrica, los dos países con mercados de trabajo duales. Mientras que los profesores de enseñanza preescolar de la Argentina desempeñan empleos comparativamente bien reglamentados y bien organizados, muchos empleados domésticos carecen incluso de los derechos laborales más elementales. En Sudáfrica, el personal de enfermería constituye una categoría relativamente bien protegida y, en cambio, a los trabajadores que prestan cuidados a domicilio ni siquiera se les reconoce la condición de asalariados (más adelante volveremos sobre esta cuestión). En un marco de crisis económica y de informalización general del mercado de trabajo, como ha sucedido en Tanzania, debido al deterioro de la infraestructura del sector de la sanidad, algunos de los trabajadores que prestan cuidados (por ejemplo, el personal de enfermería) que estaban bien remunerados y protegidos han visto estancarse sus salarios y un empeoramiento radical de sus condiciones de trabajo. En la India, los funcionarios acaso sean una pequeña isla de privilegios en un mar de economía informal, pero el Estado no solo mantiene fuera de los programas sociales públicos a los trabajadores de primera línea del cuidado, sino que les deniega el conjunto de derechos y prerrogativas que conlleva habitualmente trabajar en el sector público. Por último, las desigualdades de la remuneración y demás condiciones laborales entre los distintos países han desencadenado la emigración internacional de trabajadores del cuidado —empleados domésticos, niñeras, personal de enfermería— a lo largo de lo que se ha denominado las «cadenas mundiales del cuidado» (Hochschild, 2000; Yeates, 2009). La escasez de personal de enfermería que sufren los países industrializados avanzados, por ejemplo, les ha llevado a contratar a personas del mundo en desarrollo en donde los problemas que afectan a todo el sistema de cuidados nacional hacen que a ese personal le resulte aún más atractivo dejar atrás su puesto de trabajo y su país (Kingma, 2007). Trata de este tema, en el número monográfico de la Revista Internacional del Trabajo , Nicola Yeates (2010), que analiza cómo las desigualdades mundiales han alentado la emigración de enfermeras a otros países de un modo que refuerza las mismas desigualdades. En el extremo inferior de la escala profesional, durante los últimos decenios muchas mujeres han emigrado de los países en desarrollo a los más desarrollados del mundo, en donde realizan trabajos de asistencia a las
personas y tareas del hogar en las casas de familias privilegiadas, con lo cual facilitan la incorporación de las mujeres del «Primer Mundo» a la población económicamente activa y ayudan a paliar los conflictos entre mujeres y hombres en torno a la división del trabajo de cuidado no remunerado (véanse, por ejemplo, Hondagneu-Sotelo, 1997; Anderson, 2000; Chang, 2000; Parreñas Salazar, 2001). A pesar de los pronósticos de que el desarrollo económico haría desaparecer el servicio doméstico, la agravación de la desigualdad de ingresos parece estar actuando de motor que impulsa poderosamente su crecimiento (Milkman, Reese, & Roth, 1998). El servicio doméstico sigue siendo, por tanto, una fuente de empleo copiosa para las mujeres pobres en las partes del mundo que se caracterizan por una extrema desigualdad, como América Latina y Sudáfrica, en donde las empleadas domésticas suman, en promedio, el 15% y el 16% de las trabajadoras, respectivamente (Cepal, agosto de 2007; Departamento de Trabajo de Sudáfrica, 2005). También en la India se ha multiplicado el número de empleadas domésticas durante el reciente período de crecimiento económico, a raíz del surgimiento de una clase media urbana que emplea a criadas (factor «llamada») y de la crisis agraria y la consiguiente disminución drástica de las oportunidades de empleo en las zonas rurales (factor «impulso»). Rondando en torno al borde más informal del mercado de trabajo, la mayoría de esos trabajadores están privados del amparo de las normas sobre salario mínimo, jornada de trabajo máxima o cotizaciones patronales obligatorias. Sin embargo, los empleados domésticos se pueden beneficiar de los esfuerzos desplegados para dotar de protección social a colectivos a los que se considera «difíciles de proteger». Según el análisis efectuado un año después de la entrada en vigor de una nueva reglamentación del trabajo doméstico en Sudáfrica, las medidas adoptadas en el mercado laboral pueden ser eficaces: se constató que la instauración de un salario mínimo legal había subido los ingresos por hora de trabajo en más de un 20% en un año, sin que ello tuviese consecuencias negativas visibles en el empleo. Otras estipulaciones legales parecen haber surtido efectos asimismo positivos, por ejemplo, el derecho a un contrato por escrito, a licencia pagada, a la indemnización por cese y al preaviso de despido, a lo cual se añade la obligación de los empleadores de afiliar a los trabajadores al Fondo de Seguro de Desempleo (Hertz, octubre de 2004). La función cambiante del Estado El Estado desempeña un papel cualitativamente diferente que los mercados y el sector filantrópico en el trabajo de cuidado, porque no solo es proveedor de esos servicios —y, por ende, un gran empleador de trabajadores—, sino que sus decisiones tienen mucho peso en las responsabilidades de los otros dos ámbitos. El que el Estado asuma sus funciones de proveedor, financiero y reglamentador de las formas remuneradas del trabajo de cuidado y la manera como lo haga son factores fundamentales para las condiciones laborales de los trabajadores del sector. En algunos países, el sector público ha sido un empleador y proveedor importante en algunos campos del trabajo de cuidado. Un ejemplo claro de
ello es la enseñanza preescolar en la Argentina: casi todos los maestros son empleados del sector público, muchos de ellos funcionarios públicos cuyos derechos y obligaciones están fijados claramente en el «Estatuto del Docente». Además, esos trabajadores suelen estar muy organizados en sindicatos que participan en negociaciones colectivas que abarcan todo el país. Aunque la Ley de Contrato de Trabajo que rige para los docentes de enseñanza preescolar de los establecimientos privados fija condiciones menos ventajosas, los salarios de estos centros están al mismo nivel que los de los establecimientos públicos (y, a veces, son más elevados). Todas estas condiciones estructurales hacen que la docencia preescolar sea en la Argentina una profesión relativamente bien remunerada —en comparación con otros trabajos de cuidados a las personas— y protegida, con acceso a servicios de salud, pensiones, seguro de desempleo y otras prestaciones como la paga anual obligatoria, las vacaciones pagadas y la licencia remunerada de enfermedad. Otro tanto cabe decir del personal de enfermería de Sudáfrica, cuya profesión está muy reglamentada y cuenta, además, con unos colegios profesionales muy estrictos. La mayoría de las enfermeras trabajan en el sector público, aunque las remuneraciones más altas del sector privado han llevado a algunas a pasarse a él. Con independencia de las diferencias salariales, el personal de enfermería de los dos sectores tiene una buena cobertura del seguro sanitario y disfruta de pensiones de jubilación y de seguro de desempleo. Hasta hace poco, los salarios del personal de enfermería y de los asistentes sociales profesionales han sido bajos comparados con los de otras profesiones, pero a raíz de una huelga prolongada que hicieron los funcionarios públicos en 2007 su remuneración anual aumentó considerablemente. Resulta difícil compaginar la conclusión de que los trabajadores objeto de nuestro análisis suelen salir mejor parados en los países con unos mercados de trabajo más reglamentados y unos sectores públicos mayores ³⁷ con lo ocurrido durante los tres decenios últimos en todo el mundo: el avance de la desreglamentación, el adelgazamiento general de los Estados y la transferencia de servicios anteriormente públicos a mercados subvencionados o a proveedores sin fines lucrativos. De hecho, los artículos de este número monográfico de la Revista Internacional del Trabajo ponen de manifiesto dos tendencias generales que afectan a los trabajadores de la economía del cuidado y que guardan mucha relación con los cambios que sufre la función del Estado. La primera tendencia es que el Estado ha pasado a ser mucho menos seguro y confiable como empleador y valedor de la economía del cuidado de muchos países desarrollados y emergentes. Las críticas neoliberales al Estado han agudizado las presiones políticas para lograr que el sector público se comporte más como una entidad con fines lucrativos, aumentando las tasas que pagan los usuarios y «racionalizando» el tiempo del personal; estos mecanismos fueron promovidos por primera vez dentro del programa de «Nueva gestión pública» acometido en el Reino Unido y Nueva Zelandia a principios del decenio de 1980.
La mercantilización de los servicios sociales públicos se impuso en muchos países en desarrollo como medida de reducción de costos en el marco del reajuste estructural, muchas veces con secuelas bastante nocivas para el empleo, la calidad de los servicios y el acceso a ellos (Mackintosh & Koivusalo, 2005). En Tanzania, por ejemplo, la liberalización de la práctica privada, aunada a una merma grave de la financiación de la sanidad pública, ha llevado al estancamiento de los ya reducidos salarios de las enfermeras y del personal subalterno de la sanidad y ha ensanchado las disparidades de salarios y condiciones de trabajo entre el personal de enfermería y los médicos (Mackintosh & Tibandebage, 2006). Aparte de la escasez de personal de enfermería y de matronas, otros problemas que aquejan actualmente a los servicios públicos de sanidad en ese país son los prolongados horarios laborales, los grandes volúmenes de trabajo, la carencia de suministros básicos para combatir las infecciones —con los consiguientes riesgos para la salud del personal— y la falta de incentivos económicos que premien el rendimiento profesional. El personal de enfermería del sector público de Sudáfrica padece una situación similar. Además, los servicios sociales públicos de muchos países han pasado a depender en gran medida del trabajo «voluntario» o «comunitario» — términos estos que, muy frecuentemente, son eufemismos para no hablar de trabajo no remunerado o infraremunerado—. Por ejemplo, esto es lo que les sucede a las trabajadoras ordinarias y auxiliares Anganwadi, un sistema que forma parte del Programa de Desarrollo Integral del Niño de la India (ICDS) y que constituye probablemente el plan de nutrición de la primera infancia más grande del mundo. Aunque empleadas por el Estado, no se las considera trabajadoras, sino «voluntarias»; reciben estipendios en lugar de salarios y carecen de los derechos a licencias y a prestaciones de la seguridad social de que gozan los empleados públicos. De modo similar, la situación laboral de los trabajadores que prestan cuidados para el Programa Ampliado de Obras Públicas (EPWP) de Sudáfrica es muchas veces «ambigua» y está «disimulada» (véase el artículo de Francie Lund en el presente número). Aunque se han incluido los cuidados a domicilio y en la comunidad de los niños y las personas que viven con el VIH/SIDA en el ámbito de las «obras públicas» —normalmente, muy sesgadas hacia las infraestructuras—, está demostrado que los trabajadores que desempeñan estas tareas dentro del EPWP perciben salarios inferiores a los de sus pares contratados para proyectos de infraestructuras, de medio ambiente y culturales. Así pues, contrariamente a las conclusiones según las cuales el Estado es un «buen empleador», estos programas muestran un Estado que deja a un lado deliberadamente sus propias normas laborales «empleando» a trabajadores a los que ni siquiera se contabiliza dentro de la población activa. La segunda es la tendencia a «subcontratar» algunas de las funciones que hasta ahora ha desempeñado el Estado a entidades no estatales, ya sean empresas privadas o entidades sin fines lucrativos. A decir verdad, en varios países en desarrollo muchos de los programas sociales que atienden las necesidades de cuidados no funcionarían sin la participación de esas y de otras organizaciones comunitarias. En Sudáfrica, por ejemplo, la dependencia de los poderes públicos del sector filantrópico, incluso para la
prestación de servicios obligatorios por ley, está firmemente inscrita en el régimen de protección social, como demuestra el análisis de Francie Lund al respecto (véase, además, Patel, 2009). Así pues, una parte de los costos del trabajo son absorbidos por los trabajadores de primera línea que, por distintos motivos, desempeñan esa labor por salarios inferiores a los del sector público. Es comprensible que a unos gobiernos cortos de dinero les resulte atractivo asociarse a entidades sin fines lucrativos, porque las subvenciones públicas frecuentemente son solo una porción pequeña del costo total del cuidado que prestan. Las más de las veces ello entraña recurrir al trabajo no remunerado o infrarremunerado de mujeres que son frecuentemente pobres. Ahora bien, la capacidad de estas trabajadoras de absorber los costos (mediante la autoexplotación) tiene un límite, más allá del cual se resienten su salud, su bienestar y la calidad de los cuidados que prestan, sobre todo cuando las familias, y principalmente las mujeres, deben atender múltiples demandas a la vez (véase el artículo de Ruth Meena, 2010). Tampoco está nada claro el significado de «labor voluntaria» en una situación de pobreza muy difundida y de desempleo estructural elevado. Si bien las «voluntarias» pueden trabajar en programas de asistencia a las personas movidas por la esperanza de adquirir cualificaciones que les ayuden a encontrar un empleo asalariado, aún no está demostrado que el trabajo «voluntario» sirva de trampolín para escapar de la pobreza. Efectos de las reformas sectoriales y de la política sociolaboral Las oportunidades y las condiciones de trabajo en la economía del cuidado a las personas están conformadas por el marco de política sociolaboral general y por las políticas específicas que se apliquen en esta esfera. De hecho, las políticas sociales destruyen algunos tipos concretos de trabajo de esa índole y crean otros, ya sea mediante la instauración de programas de seguro social para la atención de los ancianos (por ejemplo, en República de Corea), programas de guarderías y nutrición infantil (en Argentina y la India), programas para las personas con sida (en Tanzania y Sudáfrica) o mediante la transferencia de tareas en el sector sanitario (véanse los artículos de Francie Lund y Nicola Yeates sobre Sudáfrica y el personal de enfermería, respectivamente). La falta de servicios de cuidado asumidos expresamente por el Estado también puede crear las condiciones necesarias para la propagación de regímenes atípicos de trabajo de cuidado: nuevos empleados domésticos (migrantes) realizan esta labor si las familias de clase media no disponen de servicios públicos de este género. Se ha afirmado incluso que las reformas de la protección social y del sector del cuidado se han utilizado deliberadamente para hacer más flexibles unos mercados de trabajo «rígidos» y aumentar la disponibilidad de fuerza de trabajo barata (Morel, 2007). En lugar de crear puestos «decentes» en el sector público siguiendo el ejemplo de los Estados de bienestar socialdemócratas, países como Alemania, Francia y Países Bajos están satisfaciendo principalmente la necesidad de servicios de cuidado a las personas con exenciones fiscales o subvenciones destinadas a convertir a las familias en empleadores privados de cuidadores poco cualificados y remunerados (2007, p. 627).
Una tendencia similar parece estar afirmándose en la República de Corea, donde el aumento del sostén del Estado al cuidado de los ancianos y los niños se ha utilizado para crear nuevas oportunidades de empleo (en su mayoría, para mujeres). Ahora bien, como afirma Ito Peng en su artículo, con ello también se ha agravado la marginación de los trabajadores del cuidado en el ámbito de los servicios sociales: la instauración de servicios de asistencia a domicilio sufragada por el Régimen de Seguro de Asistencia de Larga Duración ha rebajado los salarios y el rango de los trabajadores que prestan estos servicios dentro del sistema de cuidados a los ancianos. «Nuevas» categorías profesionales de cualificación y rango menores, como los trabajadores del cuidado a domicilio, están expulsando a los asistentes sociales de los puestos de trabajo más estables que desempeñaban hasta ahora en las residencias de ancianos ³⁸ . En el curso de su trabajo de campo, Peng halló, incluso, casos de trabajadores del sector más cualificados que se habían visto obligados a «reciclarse» y titularse en las profesiones del cuidado nuevas y que, debido a ello, habían visto disminuir sus remuneraciones. La comparación de Peng de los trabajadores que prestan cuidados a ancianos con los que se ocupan de niños es muy ilustrativa de las estrategias y prioridades de las autoridades públicas con respecto a estos colectivos beneficiarios de la atención. Los dos sectores han crecido considerablemente gracias a las recientes reformas de la protección social, pero, mientras que el enfoque «desarrollista» pone el acento en los desembolsos en los niños por ser los «trabajadores ciudadanos del mañana» (Lister, 2003) y en el fortalecimiento de sus capacidades mediante la enseñanza preescolar y la atención a cargo de profesionales, la ayuda que se presta a los mayores parece consistir en asegurar unos cuidados mínimos a las personas en estado de salud delicado y ancianas, para lo cual se considera que bastan unos trabajadores (mujeres) menos instruidos. Este enfoque influye en los salarios y demás condiciones laborales de las dos categorías citadas de trabajadores de la economía del cuidado. Las reformas del sector de la sanidad pueden tener, a su vez, consecuencias enormes en las condiciones de trabajo del personal, como demuestra el análisis de Francie Lund de la transferencia de tareas en Sudáfrica. Las experiencias anteriores de transferencia de tareas en el sistema de atención primaria de salud habilitaron al personal de enfermería al que se impartió capacitación y se dotó de más recursos; en cambio, los intentos actuales de descargar de trabajo al personal de enfermería transfiriendo tareas a trabajadores que ocupan puestos temporales de programas de obras públicas no funcionan del mismo modo, sino que parecen crear regímenes de empleo «casi mercantiles» sin proporcionar la capacitación, recursos y supervisión cualificada que se necesitan para mejorar las aptitudes de esta nueva categoría de trabajadores del cuidado. Conclusiones y posibles lecciones para las estrategias políticas La generalización de la «informalidad» laboral en el mercado de trabajo y las medidas de reducción de costos en el sector público, junto con la infravaloración del trabajo de las mujeres y del trabajo de cuidado, agravan la vulnerabilidad y la explotación de determinadas categorías de
trabajadores que se han propagado durante los últimos decenios. Todo ello hace que estos trabajadores del cuidado sean muy importantes para los activistas y los artífices de los planes políticos empeñados en hacer progresar los derechos de los trabajadores y la igualdad entre hombres y mujeres, etnias y razas. Ahora bien, la infravaloración del trabajo de cuidado remunerado tiene consecuencias muy profundas, más allá de sus efectos en estratos específicos de trabajadores del sector. El cuidado a las personas — remunerado o no remunerado— posee algunas características relevantes de un bien público, ya que genera beneficios que van más allá del beneficiario inmediato de la asistencia y repercuten en el conjunto de la sociedad. Estos efectos indirectos positivos (o externalidades) rara vez los aprehenden y contabilizan los mercados, por lo que solo se pueden valorizar robusteciendo la reglamentación estatal, aumentando la financiación o tomando las dos medidas, a falta de lo cual es probable que se agraven los problemas de disponibilidad y calidad del cuidado. Los poderes públicos deben impulsar la sustitución de una estrategia que se funda en la prestación de cuidados de tipo mercantil o de carácter voluntario —por lo general a cargo de trabajadores precarios y muy explotados— por otra que propicie formas de trabajo de cuidado que sean profesionales, humanas y dignamente retribuidas. Este cambio, que beneficiará a los trabajadores que prestan cuidados y a quienes los reciben, exigirá que los Estados ejerzan una reglamentación y una supervisión eficaces, aunque también deberán participar en el empeño las organizaciones de trabajadores y usuarios del sector asistencial, para afianzar la confianza de los ciudadanos en estos servicios y respaldar su financiación con cargo a los impuestos generales. Como las entidades sin fines lucrativos y las asociaciones de la sociedad civil desempeñan un papel cada vez más importante en la prestación de cuidados, el Estado tiene el deber de fijar normas claras sobre los derechos de los voluntarios (salud y seguridad en el trabajo, estipendios reglamentarios, etc.) y reconocerlos como trabajadores, habida cuenta de que cada vez son más numerosos dentro de la fuerza de trabajo de la economía del cuidado. Bibliografía Anderson, B. (2000). Doing the dirty work? The global politics of domestic labour . Londres: Zed Books. Becker, G. (1981). A treatise on the family . Massachusetts: Harvard University Press. Budig, M. J., & Misra, J. (2010). Los salarios de la economía del cuidado en comparación internacional. Revista Internacional del Trabajo , 129 (4), 489-510. Budlender, D. (2008). The statistical evidence on care and non-care work across six countries . Ginebra: Instituto de Investigaciones de las Naciones Unidas para el Desarrollo Social (UNRISD).
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³⁷ Véanse los artículos de Valeria Esquivel (2010) y Francie Lund (2010) sobre las condiciones de trabajo en la Argentina y Sudáfrica, respectivamente; y de Michelle Budig y Joya Misra sobre los salarios en el mundo (2010). ³⁸ Meagher (2007) analiza un hecho parecido que acaece en Australia: la desprofesionalización del trabajo de la prestación de cuidados a los niños y los ancianos en los servicios comunitarios Las políticas y el cuidado en América Latina. Una mirada a las experiencias regionales ³⁹ Karina Batthyány Dighiero El tema del cuidado se encuentra presente a lo largo de estos últimos años como una preocupación central de los países. Durante la XI Conferencia Regional sobre la Mujer de América Latina y el Caribe, los países acordaron: «Adoptar todas las medidas de política social y económica necesarias para avanzar en la valorización social y el reconocimiento del valor económico del trabajo no remunerado prestado por las mujeres en la esfera doméstica y del cuidado» (Consenso de Brasilia, 2010, Acuerdo 1 a), así como «Fomentar el desarrollo y el fortalecimiento de políticas y servicios universales de cuidado, basados en el reconocimiento del derecho al cuidado para todas las personas y en la noción de prestación compartida entre el Estado, el sector privado, la sociedad civil y los hogares, así como entre hombres y mujeres, y fortalecer el diálogo y la coordinación entre todas las partes involucradas» (Acuerdo 1 b). Durante el Consenso de Quito (2007) los Estados miembros de la Cepal acordaron, entre otros, «Adoptar medidas de corresponsabilidad para la vida familiar y laboral que se apliquen por igual a las mujeres y a los hombres, teniendo presente que al compartir las responsabilidades familiares de manera equitativa y superando estereotipos de género se crean condiciones propicias para la participación política de la mujer en toda su diversidad» (Acuerdo XIII), así como «Formular y aplicar políticas de Estado que favorezcan la responsabilidad compartida equitativamente entre mujeres y hombres en el ámbito familiar, superando los estereotipos de género, y reconociendo la importancia del cuidado y del trabajo doméstico para la reproducción económica y el bienestar de la sociedad como una de las formas de superar la división sexual del trabajo» (Acuerdo XX). Es en este horizonte que se inscriben los procesos desarrollados hacia la incorporación del cuidado en la agenda pública y la formulación de políticas de cuidado y que se analizan en este documento en cuatro países: Chile, Costa Rica, Ecuador y Uruguay. De otra parte, la División de Asuntos de Género actúa como Secretaría Técnica del Observatorio de Igualdad de Género de América Latina y el Caribe, por mandato de los gobiernos de la región. El trabajo del Observatorio se centra en la investigación y desarrollo de indicadores de igualdad de género basados en las tres autonomías indispensables de las
mujeres para encontrarse en equidad de condiciones con los hombres. Para el logro de las autonomías económica, física y política de las mujeres es fundamental resolver el tema del cuidado en los países, más allá del gesto altruista asimilado a las mujeres. La autonomía económica implica que las mujeres sean capaces de generar ingresos a partir de su trabajo productivo en igualdad de condiciones que los hombres, por lo tanto, resolver el tema del cuidado se torna fundamental. Es así que, en este documento se analizan las experiencias de políticas y programas en torno a la organización de los cuidados en los cuatro países antes señalados. En Chile, país que tiene un sistema mixto de cuidado, se analizará la principal política de Estado de cuidado desarrollada en el país: el programa de cuidado para la infancia «Chile Crece Contigo». En el caso de Costa Rica, se analiza la Red Nacional de Cuido y Desarrollo Infantil, en el marco de la Política de igualdad y equidad género (PIEG) promulgada en 2007. En el Ecuador se estudian la incorporación del trabajo reproductivo no remunerado en la Constitución del año 2008 y la inclusión de las líneas estratégicas y metas respectivas en el Plan Nacional del Buen Vivir. En el Uruguay, se revisa el Sistema Nacional de Cuidados en el marco de un proceso más amplio de reformas sociales iniciado en 2005 en la que se destacan, entre otras, la reforma del sistema de salud, de la seguridad social y la reforma tributaria. Para analizar estas iniciativas de los países en materia de organización de los cuidados, se presentan, analizan y discuten diversos aspectos asociados al concepto de cuidado, al enfoque de derechos y, más específicamente, a las políticas de cuidado y, por lo tanto, a la organización social del cuidado en la sociedad. Los puntos de partida: el cuidado y la división sexual del trabajo Parece importante comenzar recordando que la introducción de la noción de género en los análisis sociales trajo consigo una serie de rupturas epistemológicas a las formas en que se había entendido la posición de las mujeres en las distintas sociedades humanas. A pesar de que el papel de los géneros es diferente en cada cultura, el tema común que define estos en todos los países es la segregación, ya que varones y mujeres no se encuentran en las mismas áreas de la sociedad. El tipo y nivel de segregación difiere en cada sociedad, pero el más básico y común, histórica y tradicionalmente es la división entre la vida pública y la privada. Tal como se plantea en Batthyány (2004), en todas las sociedades, en todos los tiempos, los adultos se han visto en la necesidad de realizar tres actividades esenciales. En primer lugar, el trabajo productivo, de carácter social, colectivo, mediante el cual se producen los bienes que constituyen, en conjunto, la riqueza social. La forma en que este trabajo es organizado depende de las condiciones históricas de cada sociedad, lo que da lugar a los distintos modos de producción que se verificaron a lo largo de la historia (esclavitud, feudalismo, capitalismo). En segundo lugar, el trabajo doméstico, de carácter individual, mediante el que se satisfacen las necesidades cotidianas, como la alimentación, la higiene, la salud y el mantenimiento de la vivienda. En tercer lugar, la crianza de los hijos
mediante la que se inculcan y transmiten los usos y costumbres propios de la comunidad, garantizando de esta manera la reproducción del imaginario cultural de la sociedad. El trabajo productivo es realizado dentro de un período de tiempo determinado, determinadas horas al día, determinada cantidad de años, siendo obviamente esto muy variable de acuerdo al modo de producción y organización social de cada comunidad. En contraposición al trabajo productivo, el trabajo doméstico debe llevarse a cabo todos los días a lo largo de la vida de una persona. Si hay personas que no lo realizan, sin importar los motivos (posición social, razones de edad o salud) otros lo hacen por ellos, de manera que estas personas realizan un trabajo doméstico múltiple. Lo mismo ocurre con la crianza de los hijos, supuestamente a cargo de ambos progenitores, que debe cumplirse a lo largo de años, todos los días y a toda hora. La participación femenina por excelencia ha ocurrido y ocurre tradicionalmente en el ambiente privado de la reproducción y de la vida familiar. Consecuentemente las áreas de ocupación de las mujeres se desenvuelven alrededor del hogar: educación de los hijos, temas de salud y bienestar social y la higiene. Las mujeres han sido impulsadas a interesarse por temas específicos dentro de la sociedad humana relacionados con el hogar. El papel de los varones, por el contrario, comprende la vida pública, dominada por los negocios, la economía, la industria, la energía, las relaciones internacionales, la política y el gobierno. El hecho es que las actividades del ámbito público son tanto histórica, como estructuralmente masculinas, a pesar de que aparentemente no tienen género. La estructura societal fomenta la participación masculina en la vida pública y desanima a las mujeres a dejar el hogar o a perseguir carreras fuera de las áreas tradicionales de empleo femenino. Estas son en definitiva las bases subjetivas de la división sexual del trabajo que se traducen en elementos objetivables en el marco de los sistemas de género. Una aproximación conceptual al cuidado La noción de cuidado en las políticas de protección social y bienestar social se ha vuelto clave para el análisis y la investigación con perspectiva de género. Se trata de un concepto sobre el que existen varias definiciones y está aún lejos de ser una noción de consenso. Por su riqueza y densidad teórica, el cuidado es, tanto en la academia como en la política, un concepto potente y estratégico, capaz de articular debates y agendas antes dispersas, de generar consensos básicos y de avanzar en una agenda de equidad de género en la región. Los debates académicos sobre su contenido se remontan a la década de 1970, en los países anglosajones, impulsados por las corrientes feministas en el campo de las ciencias sociales. Podemos decir, sin pretensión de ofrecer una definición exhaustiva, que el cuidado designa la acción de ayudar a un niño, niña o a una persona dependiente en el desarrollo y el bienestar de su vida cotidiana. Engloba, por tanto, hacerse cargo del cuidado material, que implica un «trabajo», del cuidado económico, que implica un «costo económico», y del cuidado psicológico, que implica un
«vínculo afectivo, emotivo, sentimental». El cuidado puede ser realizado de manera honoraria o benéfica por parientes, en el contexto familiar, o puede ser realizado de manera remunerada en el marco o no de la familia. La naturaleza de la actividad variará según se realice o no dentro de la familia y, también, de acuerdo a sí se trata o no de una tarea remunerada (Batthyány, 2004). La especificidad del trabajo de cuidado es la de estar basado en lo relacional, ya sea en el contexto familiar o fuera del mismo. En el marco de la familia, su carácter a la vez obligatorio y percibido frecuentemente como desinteresado le otorga una dimensión moral y emocional. No es solamente una obligación jurídica establecida por ley (obligación de prestar asistencia o ayuda) o una obligación económica, debido a que involucra también las emociones que se expresan en el seno familiar al mismo tiempo que, dicho espacio, contribuye a construirlas y mantenerlas. Fuera del entorno familiar, el trabajo de cuidado está marcado por la relación de servicio, de atención y preocupación por los otros. El trabajo se realiza cara a cara entre dos personas y genera lazos de proximidad, en una situación de dependencia, pues una es tributaria de la otra para su bienestar y mantenimiento. De todas formas, lo que unifica la noción de cuidado es que se trata, hasta hoy, de una tarea esencialmente realizada por mujeres, ya sea que se mantenga dentro de la familia o que se exteriorice por la forma de prestación de servicios personales. La literatura feminista utiliza el cuidado como una categoría analítica de los regímenes de bienestar que tiene la capacidad de revelar dimensiones importantes de la vida de las mujeres y los varones y al mismo tiempo capturar propiedades más generales de los arreglos sociales sobre las necesidades personales y el bienestar. El cuidado es entendido como trabajo y relación interpersonal, pero también como responsabilidad socialmente construida que se inscribe en contextos sociales y económicos particulares. Parte importante del problema de brindar bienestar y protección social de calidad a los integrantes de una sociedad radica en una adecuada distribución de esas responsabilidades entre sus distintos miembros. La solución de este problema de distribución del cuidado ha asumido distintas formas en función del momento histórico, social, cultural y económico. Si bien estos factores han determinado que en la distribución de la responsabilidad social del cuidado hayan tenido participación distintos actores sociales como el Estado, el mercado, las familias o formas comunitarias, parte significativa de esta carga ha recaído y recae en las familias, lo que equivale a decir, en la mayoría de los casos, en las mujeres de las familias. Distintos regímenes de bienestar se asociarán así a distintos regímenes de cuidado, de acuerdo a los modos en los que se asignan las responsabilidades de cuidado y se distribuyen los costos de proveerlo (Sainsbury, 1999). Para caracterizar un régimen de cuidado interesa saber dónde se cuida, quién cuida y quién paga los costos de ese cuidado (Jenson, 1997). Analizar el cuidado desde esta perspectiva implica que el punto de partida no es un componente particular de las políticas sociales, sino que el
conjunto de políticas existentes se analizan de manera integral tomando como punto de partida el cuidado de dependientes. Como se mencionó, es un marco conceptual muy poderoso para el análisis de las políticas sociales porque permite mirar de manera transversal políticas típicamente pensadas de manera sectorial, haciendo manifiestos los supuestos sobre el lugar que se pretende que tomen familias y mujeres en la provisión de cuidados en el diseño y aplicación de las mismas. La cuestión del cuidado irrumpe como aspecto central del sistema de bienestar con la incorporación generalizada de las mujeres al mercado de trabajo y con el reconocimiento de sus derechos de ciudadanía. En el mundo occidental, el trabajo remunerado de las mujeres constituye una nueva regularidad social sin lugar a dudas. El cuidado como derecho Una dimensión importante por considerar es la del cuidado como derecho, dimensión aún poco explorada a nivel de la investigación y la producción de conocimientos en la mayoría de los países. El debate en torno a cómo incorporar la complejidad del cuidado en una lógica de derechos se relaciona con la igualdad de oportunidades, de trato y de trayectorias en el marco de un contexto de ampliación de los derechos de las personas que conduce a un nuevo concepto de la ciudadanía. El Estado se ha transformado en este marco en protector ante riesgos y contingencias que experimentan las personas a lo largo del curso de la vida. Así se introduce un nuevo enfoque de las políticas sociales de nueva generación, incluyendo los pilares clásicos del Estado del bienestar —salud, seguridad social y educación— el cuidado de los menores y de los mayores, no ya como excepción cuando no hay familia que pueda asumirlo, sino como nueva regularidad social. Esto implica una nueva concepción de la relación entre individuo, familia y Estado basada en la responsabilidad social del cuidado de las personas. El derecho al cuidado, a su vez, debe ser considerado en el sentido de un derecho universal de toda la ciudadanía, desde la doble circunstancia de personas que precisan cuidados y que cuidan, es decir, desde el derecho a dar y a recibir cuidados. Este derecho reconocido e incluido en pactos y tratados internacionales aún está en «construcción» desde el punto de vista de su exigibilidad e involucra diferentes aspectos de gran importancia. En primer lugar, el derecho a recibir los cuidados necesarios en distintas circunstancias y momentos del ciclo vital, evitando que la satisfacción de esa necesidad se determine por la lógica del mercado, la disponibilidad de ingresos, la presencia de redes vinculares o lazos afectivos. En segundo lugar, y esta es quizás la faceta menos estudiada, el derecho de elegir si se desea o no cuidar en el marco del cuidado familiar no remunerado; se trata de no tomar este aspecto como una obligación sin posibilidad de elección durante toda la jornada. Refiere, por tanto, a la posibilidad de elegir otras alternativas de cuidado que no sean necesariamente y de manera exclusiva el cuidado familiar no remunerado. Esto no significa desconocer las obligaciones de cuidado incluidas en leyes civiles y tratados internacionales, sino encontrar
mecanismos para compartir esas obligaciones. Este punto es particularmente sensible para las mujeres que, como se mencionó, son quienes cultural y socialmente están asignadas a esta tarea. Finalmente, el derecho a condiciones laborales dignas en el sector de cuidados, en el marco de una valorización social y económica de la tarea (Batthyány, 2013). El «derecho al cuidado» debe ser un derecho universal para que se reconozca y ejercite en condiciones de igualdad. Esta consideración quizás incipiente en nuestra región tiene ya un largo recorrido en los estados de bienestar europeos. Los tres pilares clásicos del bienestar —vinculados a la salud, la educación y la seguridad social— están siendo complementados con el denominado «cuarto pilar», que reconoce el derecho a recibir atención en situaciones de dependencia (Montaño, 2010). Como plantea Pautassi, si bien para algunos actores sociales y políticos el cuidado es simplemente una prestación dirigida a las mujeres que buscan trabajar, bajo la falacia de que se debe «apoyar a las mujeres» que necesiten o quieran trabajar; por el contrario, desde la perspectiva de derechos, el cuidado es un derecho de todos y todas y debe garantizarse por medio de arreglos institucionales y presupuestarios, ser normado y obtener apoyo estatal. No es, por tanto, un beneficio para las mujeres y sí un derecho de quienes lo requieren (2010). Desde la perspectiva normativa de la protección social propuesta por la Cepal (marzo de 2006), el cuidado debe entenderse como un derecho asumido por la comunidad y prestado mediante servicios que maximicen la autonomía y el bienestar de las familias y los individuos, con directa competencia del Estado. Este es precisamente uno de los grandes desafíos en torno al cuidado: avanzar hacia su reconocimiento e inclusión positiva en las políticas públicas. En el enfoque de derechos, se cuestiona el papel del Estado como subsidiario destinado a compensar las prestaciones que no se obtienen en el mercado de trabajo y se favorece el papel del Estado como garante de derechos. Cuando el Estado actúa como subsidiario, atiende las demandas de algunas mujeres —frecuentemente, las menos favorecidas— subsidiando, por lo general, servicios de mala calidad o redes comunitarias que aprovechan los saberes «naturales» de las mujeres. Si bien estos servicios alivian las necesidades de las mujeres, también refuerzan la división sexual del trabajo en lugar de cuestionarla. Por tanto, se trata de un enfoque en que el Estado es garante de derechos y ejerce la titularidad del derecho. Un Estado que asegure el cuidado como derecho universal de todas las personas. Cuidado y políticas públicas Frente a los desafíos que surgen de los cambios sociales, económicos y demográficos, la mayoría de los países han dado pasos importantes que van en la dirección de cambios jurídicos y normativos con relación al cuidado. Hay, por lo tanto, avances legislativos e inclusive normas constitucionales que apuntan a un reconocimiento del cuidado y la necesidad de promover
una modalidad más equitativa de distribuir las responsabilidades al interior de la familia y entre las instituciones públicas. Sin embargo, se ha avanzado con más lentitud que la deseada, puesto que el cuidado de los hijos y otros miembros de la familia, como los enfermos y las personas de edad es una responsabilidad que recae desproporcionadamente sobre las mujeres, debido a la falta de igualdad y a la distribución desequilibrada del trabajo remunerado y no remunerado entre la mujer y el hombre. Como todo momento de inflexión, el enfoque de políticas públicas de cuidado basado en el derecho convive con la visión del cuidado como un problema de las mujeres que el Estado puede (o no) apoyar, tal como se ha mencionado. Al mismo tiempo, también se considera el cuidado como uno de los campos que la protección social debe tomar en cuenta, y que debe ser resuelto desde la ecuación institucional Estado-empresas-familias-tercer sector. La Cepal (Montaño & Calderón, 2010) plantea que el camino hacia la igualdad entre varones y mujeres supone: (a) el cambio del uso del tiempo de las mujeres y de los varones, (b) la dessegmentación del sistema de empleo y (c) la redistribución de las tareas de cuidado entre varones, mujeres, Estado y sector privado. Este planteamiento implica la necesidad de impulsar un conjunto articulado de políticas de cuidado desde la protección social, las políticas de empleo y las políticas de desarrollo. En este sentido, se asiste a una crisis de la organización social del cuidado, hasta ahora en manos de las mujeres debido a la división sexual del trabajo: «dado que la división sexual del trabajo es tan antigua, hay que preguntarse por qué hoy adopta el carácter de un problema social urgente. Esto ocurre, sin lugar a dudas, debido a factores demográficos como la longevidad y la calidad de vida de varones y mujeres, la transición demográfica que ocasiona que las mujeres pasen de cuidar niños a cuidar ancianos, las transformaciones familiares, las cadenas globales de cuidado en que la migración de las mujeres adquiere relevancia para las remesas y la subsistencia familiar y, por último, pero no por ello menos importante, porque las mujeres más o menos educadas quieren autonomía económica, tener ingresos propios y aprovechar el capital educativo obtenido. La llamada crisis del cuidado no es otra cosa que un síntoma de emancipación de las mujeres» (Montaño, 2010). Los gobiernos de los países se encuentran desarrollando diversas políticas orientadas a la organización social del cuidado. Se destacan, entre otras, el desarrollo de servicios de cuidado, las licencias y permisos parentales para ejercer el cuidado, medidas enmarcadas en propuestas de conciliación entre vida laboral y familiar, bonos para ejercer el cuidado y la organización de sistemas de cuidado. El estudio de los regímenes de cuidado tiene en cuenta la división del cuidado de niños, niñas y adolescentes, enfermos y adultos mayores dependientes existente entre el Estado, las familias, el mercado y la comunidad, en cuanto al trabajo, la responsabilidad y el costo. Supone analizar empíricamente los servicios, las transferencias de dinero, de bienes y de tiempo proporcionados por las distintas esferas y la distribución de la
provisión entre ellas. En este marco, es importante desagregar las funciones que realizan las familias para poder ver con mayor claridad cuáles y cómo es posible «desfamiliarizarlas» y ver qué implicancias tienen para las relaciones de género. Al respecto, en el texto «El futuro del cuidado» (2008), Aguirre retoma los planteos de las analistas feministas sobre los regímenes de cuidado presentando dos escenarios opuestos: «familista» y «desfamiliarizador». En el régimen «familista», la responsabilidad principal del bienestar corresponde a las familias y a las mujeres en las redes de parentesco. El trabajo de cuidado es no remunerado y la unidad que recibe los beneficios es la familia. Es el más extendido en América Latina y los países mediterráneos. Los supuestos de este régimen son la centralidad de la institución del matrimonio legal y una rígida y tradicional división sexual del trabajo. En el régimen «desfamiliarizador», hay una derivación hacia las instituciones públicas y hacia el mercado. No existe en forma pura y absoluta, sino que son regímenes de lo más variados y con diferentes ritmos en su evolución. El trabajo de cuidado es remunerado y la unidad que recibe los beneficios es el individuo. Otro escenario posible para la equidad social y de género es que se desarrollen políticas de corresponsabilidad familias-Estado-mercado, de forma tal de favorecer la ampliación del ejercicio de derechos sociales, económicos y políticos de las mujeres. Es interesante la reflexión que Tobío, Agulló-Tomás, Gómez y Martín-Palomo (2010) realizan en torno a las formas y los efectos de las políticas del cuidado. La autora nos recuerda que gradualmente, el Estado va asumiendo tareas de reproducción social que las familias ya no pueden abordar, sea por el tipo de conocimientos que requieren o porque la disponibilidad es ahora menor. Aquí están incluidas muchas de las actividades relacionadas con el cuidado de las personas, además de las actividades vinculadas a las áreas educativas y de salud, que se entienden cada vez más como un derecho social. En definitiva, la discusión sobre el cuidado ha conducido a colocarlo como un problema de política pública al que deben responder los Estados. No se trata, por tanto, de un problema individual y privado al que cada persona responde como puede y en función de los recursos de los que dispone, sino que se trata de un problema colectivo que requiere de respuestas colectivas y, por ende, sociales. Reducirlo a una dimensión individual deja a las mujeres expuestas a negociaciones individuales y desventajosas. El aumento de la inserción laboral de las mujeres ha implicado una considerable extensión de su tiempo de trabajo, debido a que mantienen sus responsabilidades familiares mientras los varones se dedican casi exclusivamente al trabajo remunerado. Las últimas encuestas de uso del tiempo realizadas en la región, confirman, más allá de los problemas de comparabilidad internacional, la existencia de un patrón común. Este patrón se puede observar tanto en el medio rural como urbano, con una mayor dedicación —en términos de horas semanales— de las mujeres rurales al trabajo doméstico no remunerado en la casi totalidad de los casos. La doble
jornada significa contar con menos tiempo para el trabajo remunerado y, por ende, con menos ingresos monetarios. Los ingresos y los derechos que se obtienen del cuidado son menores a los que se adquieren en el empleo regular y nunca son suficientes para adquirir la autonomía económica y protegerse de la pobreza a lo largo del ciclo vital. Las mujeres tienen actualmente mayor autonomía económica, pero enfrentan grandes problemas para articular los tiempos de trabajo remunerado y los tiempos que requieren los cuidados, debido a la disparidad en la dedicación de madres y padres y a la insuficiencia de políticas que atiendan el cuidado infantil. El estudio del uso del tiempo es una herramienta fundamental para conocer y entender las desigualdades de género y la reproducción de roles, a través de datos que muestran la inequitativa distribución en el tiempo destinado al trabajo remunerado y no remunerado, así como la disponibilidad de tiempo de mujeres y varones para otras actividades cotidianas. Las Encuestas de Uso del Tiempo (EUT) se destacan como herramientas privilegiadas para este propósito. Estas encuestas se han desarrollado en la región en los últimos años y nos permiten aproximarnos empíricamente a la división sexual del trabajo dentro de los hogares y observar cambios y permanencias. Aun cuando las EUT realizadas en los diferentes países no son comparables entre sí, pueden encontrarse tendencias por demás interesantes ⁴⁰ : La carga global de trabajo femenina es mayor a la masculina. Los hombres tienen una menor participación e invierten menos tiempo en las actividades domésticas y de cuidado. Las mujeres destinan en promedio más del doble de tiempo semanal que los hombres al cuidado de niños y otros miembros del hogar. El mayor tiempo dedicado a estas actividades por las mujeres se incrementa de manera notable en los tramos del ciclo vital asociados a la tenencia de niños y niñas, mientras que, en el caso de los hombres, el tiempo permanece prácticamente constante durante todo su ciclo vital. La jornada de trabajo total de las mujeres dedicada a labores remuneradas y no remuneradas es mayor que la de los hombres. La participación laboral remunerada de las mujeres es menor cuando existen niñas y niños en edad preescolar. Cuando las mujeres trabajan remuneradamente, aun cuando lo hacen a tiempo completo, la distribución de las tareas domésticas y de cuidado sigue siendo desigual. El tiempo de trabajo remunerado en promedio de las mujeres es inferior al de los hombres, debido a la necesidad de atender las responsabilidades domésticas y familiares. El trabajo del cuidado de niños, enfermos y adultos mayores aumenta la participación y el tiempo invertido por las mujeres en las actividades
domésticas. Además, este se incrementa con la presencia en el hogar de menores en edad preescolar, mientras que el de los hombres tiende a permanecer estable. La preocupación por el cuidado de las personas y las responsabilidades públicas ha adquirido carácter de urgencia debido a los cambios demográficos y las consiguientes demandas y necesidades sociales de cuidado. Cada vez hay más personas dependientes que requieren cuidados especiales y son aún escasos los servicios públicos y privados que están disponibles. Por eso, las mujeres siguen siendo las principales responsables del cuidado de los —cada vez más— adultos mayores y la aún numerosa población infantil, sin mencionar los cambios en el sistema de salud pública que dejan en manos de los hogares y nuevamente a cargo de las mujeres el cuidado de los procesos de salud-enfermedad. El problema a enfrentar por los países es cómo respetar los derechos de todos y todas otorgando el cuidado necesario y garantizando el respeto de los derechos de las cuidadoras o cuidadores. El cuidado se encuentra, principalmente en manos de las mujeres, sea este como trabajo no remunerado en sus propios hogares o como una de las principales actividades remuneradas de las mujeres, la del empleo doméstico remunerado, así como el personal que atiende salas cunas, jardines infantiles, incluso como enfermeras en hospitales o acompañantes de la tercera edad. La organización social del cuidado Las interrelaciones entre las políticas económicas y sociales del cuidado conforman la organización social del cuidado. Se trata de la forma de distribuir y gestionar la provisión de los cuidados que sustentan el funcionamiento económico y social. Para ello se debe considerar la demanda de cuidados existentes, las personas que proveen los servicios, así como el régimen de bienestar que se hace cargo de esta demanda. La organización social de cuidado implica una distribución de la responsabilidad de la provisión de bienestar entre el mercado, las familias, la comunidad y el Estado (Arriagada & Todaro, 2012). Centrarse en el cuidado significa observar el reparto de trabajos y responsabilidades entre la familia, el Estado y el mercado, de tal forma que sea posible analizar las distintas combinaciones de recursos en la práctica del cuidado. A nivel macro, las instituciones se encargan del establecimiento de un marco general y de la distribución mientras que a nivel micro las personas realizan actividades de cuidado directa o indirectamente dentro del marco institucional existente (Daly & Lewis, 2000). Ello no incluye solamente la infraestructura material para el cuidado, sino también la dimensión normativa que puede ser explícita o implícita (obligaciones, responsabilidades, valores). El marco normativo vigente del cuidado es todavía profundamente sexista: son mayoritariamente las mujeres quienes en última instancia tienen la responsabilidad de atender a sus familiares. A pesar de las dificultades, los cambios y la insuficiencia de recursos, de una manera o de otra, casi sin que se sepa cómo, las personas con necesidad de cuidado son atendidas. La respuesta está en las mujeres quienes han
asumido y siguen asumiendo tal responsabilidad, y quizá esa seguridad retrasa la asunción colectiva del cuidado como problema de todos. Al mirar la experiencia internacional, se observa la ruta seguida principalmente por los países europeos, donde las políticas de cuidado se encuentran más desarrolladas y se aprecia una mayor inserción femenina en el mercado laboral, de manera simultánea a una mejor atención del cuidado de los niños, niñas y las personas mayores y enfermas. También la evidencia demuestra que, si bien estas políticas por sí solas no consiguen transformar las relaciones de género al punto de obtener un reparto plenamente equitativo del cuidado entre hombres y mujeres, sí permiten avanzar en ese sentido. Por el contrario, en América Latina lo que predomina es la debilidad o la total ausencia de políticas públicas y acciones privadas en favor de la articulación entre vida laboral y familiar. Esto, sumado a las propias particularidades de los mercados laborales y a la desigual distribución de oportunidades que caracterizan a la región se traduce en la persistente inequidad socioeconómica y de género. América Latina presenta una gran heterogeneidad en la organización social del cuidado, derivada de dinámicas familiares, mercados de trabajo, y estructuras económicas muy diferenciadas, así como también de estados con fortalezas y tradiciones disímiles. A pesar de esto, los elementos disponibles hasta el momento muestran algunos rasgos comunes que caracterizan la organización social del cuidado en la región. Entre estos, sobresale con fuerza el hecho que el cuidado siga siendo una función principalmente de las familias y, como es conocido, de las mujeres dentro de las familias. Es, por tanto, un asunto considerado principalmente privado. A modo de ejemplo, la idea de que el cuidado de niñas y niños debe ser provisto por las familias (es decir por las madres) cuando son pequeños, se encuentra en la base de la muy baja cobertura de salas maternales, guarderías y jardines de infantes en la región. Las diferentes opciones de políticas de cuidado Si el cuidado se entiende como un derecho asumido por la colectividad y prestado mediante servicios que maximicen la autonomía y el bienestar de las familias y los individuos, con directa competencia del Estado, surge el desafío de avanzar hacia su reconocimiento e inclusión positiva en las políticas públicas. Esto implica acciones en tres sentidos al menos: redistribuir, revalorizar y reformular los cuidados (Pérez Orozco & López Gil, 2011). Redistribuir significa construir una responsabilidad colectiva en torno a los cuidados, transitar de su consideración exclusivamente privada a considerarlo un tema de responsabilidad colectiva y, por tanto, lograr el acceso universal a cuidados dignos. Revalorizar implica dignificar los cuidados como trabajo y reconocerlos como una dimensión esencial del bienestar. Reformular remite a desanudar los cuidados de su asociación con la feminidad y la familia exclusivamente. Estos tres elementos no son independientes y solo pueden ser separados con propósitos analíticos. Redistribuir sin revalorizar será imposible y viceversa. Mientras cuidar no
esté valorado, solo lo hará quien menos capacidad de elección tenga; al mismo tiempo, quien no cuida no puede valorar el trabajo de cuidados, porque seguirá naturalizándolos. Las políticas públicas de cuidados pueden clasificarse de distintas maneras. Una de ellas es la que diferencia entre las políticas de tiempo para cuidar, las políticas de dinero por cuidar y los servicios de cuidados. En relación con las políticas de tiempo para cuidar, se trata de prestaciones que liberan tiempo del empleo para dedicarlo a los cuidados no remunerados (permisos de maternidad y paternidad, permisos de lactancia, excedencias por cuidados de familiares, reducciones de jornada, etc.). Pueden ser o no remuneradas, al igual que el tiempo liberado del empleo puede o no seguir contabilizándose como tiempo aportado a los seguros sociales. Cuando no son remuneradas, refuerzan el rol de cuidadoras gratuitas de las mujeres y acentúan su mayor vulnerabilidad laboral y vital. La mayoría de estas medidas están reconocidas por igual para mujeres y hombres, pero son derechos ejercidos casi en su totalidad por mujeres. La excepción es el permiso de paternidad que en muchos países no está reconocido y que, en caso de estarlo, es de una duración totalmente desproporcionada al de maternidad. Estas medidas se articulan en torno al trabajo remunerado en el sector formal. Son prestaciones ligadas, en general, al empleo dependiente y por tanto su relevancia y aplicabilidad en contextos de incidencia del sector informal es muy reducida. Respecto a las medidas que brindan dinero para cuidar, son prestaciones que se otorgan como contraprestación a la dedicación al cuidado de alguna persona en el entorno familiar. Se trata de prestaciones que reconocen que hay personas, generalmente mujeres, que no están en el mercado laboral por estar dedicadas a cuidar y que esa tarea de cuidado debe darles acceso a una remuneración o a derechos sociales. Estas medidas presentan luces y sombras. Puede considerarse que tienen un efecto perpetuador de la desigualdad, en la medida en que las prestaciones suelen ser muy bajas y perpetúan la división sexual del trabajo y, a su vez, son una forma de valorar el trabajo que ya de facto realizan las mujeres en los hogares y de otorgarles cierta independencia económica. El desafío es cómo reconocer y valorar esos trabajos que ya existen, otorgando derechos económicos y sociales a quienes los realizan, sin reforzar la situación en la que la mayor proporción del cuidado se realiza de esta manera. Los servicios de cuidados, pueden ser servicios que se proporcionen en el hogar (asistencia a domicilio), servicios que se faciliten en espacios institucionalizados (residencias de personas mayores, centros de cuidado infantil) o servicios que se proporcionen en los centros de trabajo. La cuestión fundamental a la hora de generar estos servicios es su carácter universal y su grado de participación entre público y privado, lo que constituye en sí mismo un debate que no se abordará en este documento. Las políticas de cuidados tienen una entidad propia y distinguible de otras políticas como las de salud o educación. Pero al mismo tiempo, están directamente conectadas con otras políticas y para poder ser implementadas necesitan que estas otras políticas con las que estén conectadas tengan en
cuenta las necesidades de cuidados de las personas (en la doble vertiente de provisión y recepción de cuidados). Es decir, para que las políticas de cuidados puedan funcionar, los objetivos de construir una responsabilidad colectiva, redistribuir y revalorizar-reformular los cuidados han de ser transversales al conjunto de políticas. Entre las políticas más relevantes cuyas medidas tienen consecuencias y efectos sobre los cuidados pueden encontrarse: políticas de protección social; políticas educativas; política sanitaria; políticas de vivienda, urbanismo y transporte; políticas de infraestructuras; políticas de regulación del mercado laboral, entre otras. Los tres tipos de dispositivos orientados al cuidado de las personas — servicios, permisos y transferencias— tienen efectos e implicaciones distintas para la igualdad de género y para los distintos modelos familiares que implícita o explícitamente apoyan. El modelo de bienestar que parece irse perfilando se caracteriza por una fuerte presencia del Estado para el desarrollo de políticas sociales que impulsen nuevos derechos individuales. A ello se añaden las políticas de igualdad de género como elemento consustancial de un nuevo modelo. Políticas de cuidado en América Latina La conciliación entre la vida laboral y familiar basada en la redistribución de las tareas de cuidado entre el Estado, el mercado y las familias sigue siendo el punto ciego de las políticas públicas de América Latina y el Caribe (Montaño & Calderón, 2010). A pesar de los avances en políticas que promueven la igualdad de género, las instituciones económicas, sociales y políticas continúan operando sobre el supuesto de una rigurosa división sexual del trabajo que mantiene el estereotipo de las mujeres como proveedoras de cuidados y de los varones como proveedores de ingresos. En la mayoría de los códigos laborales y regulaciones específicas de América Latina se ha priorizado la protección a la maternidad, situación que no ha sido revisada en los últimos 30 años. El accionar del Estado en el ámbito del cuidado generalmente se limita a la protección de la madre trabajadora en el marco del régimen laboral formal y la provisión del cuidado infantil. La igualdad de género forma parte de la agenda de políticas públicas de los gobiernos de la región. Muchos han adoptado leyes nacionales de igualdad, implementado presupuestos con enfoque de género e integrado la perspectiva de género en los sistemas de planificación ⁴¹ . La República Bolivariana de Venezuela, el Ecuador, el Estado Plurinacional de Bolivia y la República Dominicana han incluido el reconocimiento del trabajo no remunerado de las mujeres en sus constituciones políticas. En Uruguay, Costa Rica, Ecuador, Jamaica y Surinam las necesidades de cuidado se están perfilando como un campo específico de políticas públicas. Si bien hace más de dos décadas en la totalidad de los países de América Latina y la mayoría de los países del Caribe se han consagrado los derechos al cuidado en diversos instrumentos internacionales (la Convención sobre
los Derechos del Niño, la Convención sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad, el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales (PIDESC) y el Convenio 156 sobre la igualdad de oportunidades) y el derecho al cuidado ha sido estipulado en las constituciones políticas de varios países, el estudio de la normativa laboral respecto de las licencias de maternidad y paternidad da cuenta de la necesidad de profundizar en el reconocimiento del cuidado y la corresponsabilidad como un derecho universal. Al mismo tiempo, es importante revisar el sesgo de género que existe en la normativa sobre el cuidado que tiende a centrarse fundamentalmente en la figura del sujeto con derecho a ser cuidado, descuidando la mirada sobre los derechos de los sujetos que cuidan. Las políticas de cuidado tanto de la infancia como de personas dependientes deben enmarcarse en un enfoque que integre y armonice los derechos de los niños, las personas discapacitadas y otros dependientes con los derechos de las mujeres cuidadoras y la igualdad de género. Los Estados tienen una responsabilidad central para asegurar la provisión del cuidado, tanto en el ámbito público como en el mercado y la sociedad civil, garantizando que los derechos al cuidado de las personas dependientes (niños y niñas, discapacidades y ancianos) sean efectivos, pero también que los derechos de las personas que cuidan sean reconocidos (como es el caso del trabajo no remunerado o el voluntariado). A partir de la décima Conferencia Regional sobre la Mujer de América Latina y el Caribe, realizada en Quito, Ecuador, en el año 2007, los compromisos asumidos por los gobiernos se han traducido en numerosas iniciativas de reconocimiento y valoración del trabajo no remunerado de cuidado, destacando las reformas legales y constitucionales y la producción de información oficial sobre el uso del tiempo. Cabe agregar algunas reformas previsionales, el incremento de la oferta de cuidado infantil y otras medidas que van en esa dirección. En la conferencia realizada en Quito en el año 2007 se visibilizó el aporte de las mujeres al bienestar de la sociedad y se argumentó la necesidad de reconocimiento y redistribución social del trabajo no remunerado en un contexto de transformaciones que han vuelto insostenibles los tradicionales modelos de organización del bienestar. Estos compromisos se ratificaron en la undécima Conferencia Regional sobre la Mujer de América Latina y el Caribe realizada en Brasilia, en el año 2010. En el documento principal presentado por la Cepal, «¿Qué Estado para qué igualdad?», se sostiene que para lograr la igualdad es imperativo redistribuir el trabajo total, tanto el remunerado como el no remunerado, especialmente el trabajo no remunerado de cuidado realizado básicamente por las mujeres en los hogares. De acuerdo a esto, se recomienda un mayor protagonismo del Estado, el mercado y la sociedad y la participación masculina en el cuidado de las personas, como condiciones necesarias para acercarse hacia una sociedad en que hombres y mujeres sean a la vez proveedores y cuidadores (Montaño & Calderón, 2010). La influencia de las Conferencias Mundiales sobre la Mujer (Montaño, 2010) y los consensos regionales aprobados por los gobiernos en la última década
son una expresión de los cambios realizados en los países que incluyen reformas constitucionales (como en el Estado Plurinacional de Bolivia, el Ecuador y la República Bolivariana de Venezuela), cambios legislativos, encuestas de uso del tiempo, cuentas satélite de hogares y, finalmente, el diseño de sistemas de cuidado. Al respecto, se encuentra en la región hoy 20 países con legislación sobre licencias por maternidad y lactancia materna, 12 países con legislación sobre licencias por paternidad (muy acotadas en los días que se otorgan), 18 países con leyes sobre discapacidad, 4 con legislación sobre trabajo doméstico y 9 que han suscrito el Convenio 156 de OIT sobre trabajadores y trabajadoras con responsabilidades familiares (https://oig.cepal.org/es). Una serie de leyes de cuidado relacionadas con el cuidado de las personas han sido aprobadas por los países. Por ejemplo, en el caso de las licencias parentales en los últimos años, se observa en la región un desarrollo interesante de la legislación. En América Latina, 13 países han establecido licencias por paternidad en el caso de nacimiento y muchas veces también de adopción. Las licencias varían desde 2 días en Argentina y Paraguay, y 3 días en el Estado Plurinacional de Bolivia, a 14 días en la República Bolivariana de Venezuela y 15 días en Costa Rica. Colombia, Perú y Puerto Rico conceden 4 a 8 días y Ecuador 10 días. En Chile, con la nueva ley de postnatal la madre puede transferir al padre hasta un mes y medio. En varios países estos días se extienden cuando los nacimientos son múltiples o si se presenta alguna enfermedad. En Uruguay, como en otros países, la extensión depende de si se trata del sector privado o del público. Tabla 1 El reconocimiento internacional del cuidado Fuente: Consensos Regionales y la Cuarta Conferencia Mundial sobre la Mujer, Beijing, 1995. Elaboración propia. Los pasos más avanzados en la región hacia una mayor igualdad en materia de cuidado son de carácter jurídico y normativo, y están presentes en la legislación y en reglamentos e incluso en normas constitucionales. Tabla 2 América Latina y el Caribe: legislación sobre el cuidado, según tipo de legislación Fuente: Cepal, Observatorio de igualdad de género de América Latina y el Caribe y Organización Internacional del Trabajo (OIT). http://www.ilo.org/ ilolex/spanish/index.htm. Elaboración propia. Nota: América Latina (20 países). Por otra parte, si bien no se advierten aún cambios sistémicos sustanciales, en algunos países la consolidación de sistemas nacionales o de redes de servicios de cuidado comienza a formar parte de la agenda de políticas. En otros países se integra en el debate la temática de cuidados como uno de los
pilares sobre protección social. Se observa ampliación de cobertura de servicios y se dan pasos hacia la organización de sistemas de cuidado como en el caso de Uruguay y Costa Rica que se detallará en este documento. Los servicios de cuidado generalmente tienen baja cobertura y, sobre todo, operan en el marco de una débil institucionalidad. Como esta dimensión tradicionalmente no ha constituido un eje de las políticas públicas, los programas que cumplen funciones que le son ajenas están generalmente subsumidos bajo otras racionalidades. En muchos casos los programas nacionales que directa o indirectamente aluden a los cuidados están enmarcados en programas de lucha contra la pobreza o de asistencia social a familias o personas pobres o vulnerables. Muchas veces adoptan la forma de transferencias condicionadas que buscan incentivar el acceso de los niños y, en ocasiones, de las personas adultas mayores a servicios de salud —programas nutricionales, vacunaciones, controles periódicos, entre otros—, educación —y por esa vía a comedores escolares. Otros encaran la temática del cuidado a partir de prestaciones relacionadas con la alimentación y nutrición infantil o de adultos mayores y un número importante se vinculan con componentes de salud. Tabla 3 América Latina y el Caribe: legislación sobre cuidado, según tipo de legislación y fecha de aprobación/ratificación Fuente: Observatorio de la Igualdad de Género de América Latina y el Caribe, Cepal y Organización Internacional del Trabajo (OIT). Elaboración propia. Tabla 4 América Latina: tres tipos de políticas de cuidado Fuente: Estudios de la División de Asuntos de Género de la Cepal. Elaboración propia. En los Estados del bienestar de más largo recorrido, los tres pilares clásicos (salud, educación y protección social) están siendo complementados con un denominado «cuarto pilar» que reconoce el derecho a recibir atención en situaciones de dependencia. Es una dimensión del bienestar que nace muy vinculada al envejecimiento de la población y que supone el inicio del reconocimiento del derecho a recibir cuidados. Avances hacia políticas y sistemas de cuidado El cuidado como eje de políticas representa una oportunidad para pensar en una nueva arquitectura estatal con mayor coherencia intersectorial, donde se fortalezca una institucionalidad específica que permita integrar las políticas y los servicios de cuidado, acorde con las singularidades de los países. Se están empezando a desarrollar nuevos enfoques para estas políticas de manera que respondan a las necesidades de integración de las mujeres al mercado laboral, a la inversión en las personas mediante el
cuidado infantil a edad temprana, en la edad adulta avanzada y en circunstancias de discapacidad, que se enmarcan en los acuerdos internacionales respecto de los derechos de las mujeres y de los sujetos de cuidado que se han mencionado. Así, los sistemas de cuidados pueden definirse como el conjunto de acciones públicas y privadas intersectoriales que se desarrollan de forma articulada para brindar atención directa a las personas y apoyar a las familias en el cuidado de los miembros del hogar. Esto incluye la atención de personas dependientes (menores de edad, las personas con alguna discapacidad, los ancianos, los enfermos). Se trata de un componente central del sistema de protección social y se sustenta en la definición del cuidado como un bien público, como un derecho y una dimensión de la ciudadanía, como se ha mencionado. El plan de gobierno de Costa Rica, el Sistema Nacional de Cuidados en el Uruguay, los bonos para el cuidado de personas con discapacidad del Ecuador son ejemplos de políticas sistémicas e integrales, orientadas a la redistribución y a promover un papel activo del Estado involucrando un proceso de reconocimiento del trabajo no remunerado. Al respecto, se analizará la experiencia de cuatro países de la región en el desarrollo de políticas de cuidado. Se trata de Chile, Costa Rica, Ecuador y Uruguay. Estos países han sido seleccionados por el avance en distintos aspectos que han presentado en los últimos años con relación al tema. La estrategia de análisis en cada caso se basó en la revisión documental, la realización de entrevistas a informantes calificados y la observación directa de los procesos. así como el intercambio de opiniones y puntos de vistas con integrantes del personal técnico involucrado. Chile: Programa Chile Crece Contigo Chile es un país que en función de su modelo de bienestar —modelo liberal de proveedor único o mercadocéntrico— (Sunkel, 2007) caracterizado por un acelerado desplazamiento desde el Estado a la prestación privada de servicios, en particular de salud, educación y pensiones. La organización de los cuidados en Chile al igual que en el resto de América Latina tiene un carácter mixto. Puede ser efectuada por organismos públicos y privados y se realiza dentro y fuera de los hogares y las familias. Durante las últimas décadas la crisis de cuidado en Chile se ha intensificado debido a un déficit en la oferta y a un aumento de la demanda de cuidado debido a varios factores relacionados con las transformaciones demográficas (aumento de la esperanza de vida de la población y el descenso de la fecundidad), la incorporación de las mujeres al mercado laboral, las transformaciones familiares y la persistencia de una división sexual del trabajo rígida en los hogares. Desde la década de 1990 con los gobiernos de la Concertación y especialmente a partir del gobierno de la presidenta Bachelet (2006-2010), se ha dado mayor énfasis al sistema de protección social basado en derechos, que incluye varias iniciativas en torno a la mejora de la situación de educativa y de salud con énfasis en algunos segmentos de la población:
los adultos mayores, las amas de casa, los menores de 6 años pertenecientes al 40% de la población más pobre. En ese marco, se destacan la reforma del sistema previsional; la reforma del sistema de salud y la creación del plan Auge; y el programa Chile Crece Contigo. Las políticas y programas de articulación familia y trabajo han tenido un menor desarrollo hasta el momento más allá de las políticas de protección de la maternidad de las trabajadoras donde Chile se destaca por sus avances. En el caso de los adultos mayores, la ampliación de la oferta de cuidado proviene principalmente del aumento de los recursos monetarios para la población más pobre, logrado por medio de la reforma previsional. En el marco de la instalación de un sistema de protección social para los y las adultas mayores en Chile se han implementado diversos programas gubernamentales de carácter más específico como el fondo nacional del adulto mayor; el programa de vivienda protegida para mayores «Derecho a techo»; el programa escuelas de formación; y el programa de turismo social para personas mayores, entre otros. En el marco de la reforma del sistema provisional se ha aprobado un pilar solidario que incluye el garantizar una prestación mínima de carácter universal para todos los adultos mayores. La reforma previsional pretende lograr una mayor equidad e igualdad, no obstante, dada la condición de desigualdad en que se encontraban las mujeres frente a su previsión se implementan medidas que las benefician directamente a ellas: la pensión básica solidaria, el aporte previsional solidario, el bono por hijo, la división de saldos en caso de divorcio o nulidad, la pensión de sobrevivencia para familiares de la mujer, entre otras. Pese a estos esfuerzos, no se cuenta aún con la adecuada cobertura de cuidados para la población adulta mayor y los programas y servicios que se ofrecen enfatizan las actividades de tipo asistencial. Programa Chile Crece Contigo En lo que refiere a la infancia, el análisis se centrará en el programa «Chile Crece Contigo» considerado la principal política de cuidado desarrollada en este país. En Chile a pesar de los avances en los indicadores socioeconómicos de la población, la incidencia de la pobreza y la indigencia presenta sus indicadores más altos en la población de niños y niñas menores de cuatro años, mientras que los tramos de mayor edad presentan una incidencia de la pobreza menor que la observada en el total de la población infantil. A su vez, la baja tasa de participación laboral de las mujeres tiene una relación directa con la escasa cobertura de cuidado infantil, tanto en niveles de sala cuna y jardín infantil. Cabe destacar que, en la legislación laboral chilena, solo tienen derecho a sala cuna (menores de dos años) pagadas por el empleador, las trabajadoras que se desempeñan en empresas de más de 20 trabajadoras.
El problema que busca enfrentar el programa Chile Crece Contigo es la inequidad que se presenta al interior de la sociedad chilena y centra sus acciones en normativas y programas que aseguren el desarrollo integral de los niños en sus primeros años y la inserción de las mujeres al mercado laboral. En este contexto, las políticas de cuidado infantil, principalmente destinadas a los niños y niñas en edad preescolar, son un componente relevante del sistema para enfrentar los niveles de desigualdad. Las políticas de cuidado infantil permiten aliviar la carga que pesa sobre las mujeres, que dificulta el logro de su autonomía económica y que encuentra su origen en la división sexual del trabajo. Tabla 5 Proyecto de ley por destacar Fuente: Gobierno de Chile: Proyecto de ley de salas cunas. http:// 2010-2014.gob.cl/especiales/proyecto-de-ley-de-salas-cuna/ Objetivos del sistema de protección integral a la primera infancia Chile Crece Contigo El sistema nace a partir de las propuestas del Consejo asesor presidencial para la reforma de las políticas de infancia, el cual, en su diagnóstico de la situación del país, llamó la atención al hecho de que Chile posea una de las tasas más bajas de participación laboral de la mujer en América Latina, especialmente entre las mujeres pertenecientes a hogares de menores ingresos. Se planteó la importancia de asumir las funciones de cuidado y educación de los niños y niñas como responsabilidad social y materia de política pública, con el fin de apoyar a las familias a conciliar sus esfuerzos por mejorar las condiciones de vida familiares y asegurar una adecuada crianza y educación de sus niños y niñas. Es un sistema integrado de intervenciones y prestaciones sociales que tienen como misión apoyar integralmente a los niños, niñas y sus familias, desde la gestación hasta su ingreso al sistema escolar a los 4 años, entregándoles las herramientas necesarias para que desarrollen al máximo sus potencialidades. La implementación del sistema de protección social, bajo una lógica modular, debería activar un sistema de bienestar cada vez más amplio que incluyera a toda la ciudadanía. El objetivo del sistema es asegurar que todos los niños y niñas cuenten con las herramientas necesarias para manejar y enfrentar los riesgos específicos de cada etapa de su crecimiento, y de este modo, potenciar un desarrollo más igualitario para la infancia y el mejoramiento de las perspectivas de vida para todos los niños y niñas del país. En este sentido se propone una ampliación de la cobertura de cuidado tanto a través de la creación de salacuna como de la ampliación de cupos en la red de jardines para padres y madres que trabajan, buscan trabajo o estudian. Otro de los objetivos del sistema es la incorporación de los hombres/padres en las tareas del cuidado y acompañamiento de los niños. Se parte de la
base que la incorporación de los padres al cuidado de sus hijos no solo genera cambios positivos en el desarrollo del niño y la niña sino también en las relaciones sociales que implica avanzar en relaciones más igualitarias entre hombres y mujeres y en la noción de corresponsabilidad. La estrategia de intervención consiste en la simultaneidad de iniciativas legislativas que mejoren la relación de la mujer y el trabajo, servicios y prestaciones sociales destinadas a los niños y sus familias, junto al apoyo monetario a través de subsidios para aquellas familias con niños que lo requieran. La implementación se basa en la constitución de redes de protección que privilegien el rol y la participación de la familia y articulen la oferta pública de bienes y servicios. Actores intervinientes Bajo el gobierno del presidente Lagos, se inició el diseño de un sistema de protección integral a la infancia que formaría parte del sistema de protección social que se encontraba en las primeras etapas de instalación. Al inicio del gobierno de la presidenta Bachelet (2006), se convocó por decisión presidencial al Consejo Asesor para la Reforma a las Políticas de Infancia, al cual se le solicitó: «elaborar un diagnóstico de la situación actual y de las insuficiencias existentes en materia de protección a la infancia, para luego, formular y proponer un conjunto de políticas y medidas idóneas para efectos de implementar un sistema de protección a la infancia» (2006). La creación de instancias de consulta, consejos asesores y comisiones ad hoc, fue una política ampliamente utilizada por el gobierno de la presidenta Bachelet; el objetivo era la generación de consensos previos a la elaboración de políticas específicas. En este sentido se destacan el Consejo Asesor para la reforma al sistema previsional y el Consejo Asesor para el trabajo y la equidad. El Consejo estuvo integrado por 14 miembros nombrados a título personal teniendo en cuenta la experiencia en temáticas relacionadas con políticas de infancia considerando también los equilibrios políticos. Durante el funcionamiento del Consejo se convocó a diferentes organizaciones sociales y agrupaciones vinculadas a la infancia, tanto públicas como privadas, por medio de la realización de audiencias públicas que se efectuaron en todo el país. Los consejos cumplieron un rol consultivo y las propuestas que emanaron de estas instancias no fueron vinculantes, manteniendo con ello las atribuciones para la formación de políticas públicas en el dominio del ejecutivo y del Congreso. Posteriormente, fue un Comité de Ministros — formado expresamente para el análisis de las propuestas del Consejo— quien tuvo la responsabilidad de analizar la viabilidad técnica, financiera y política de las propuestas, elaborar los proyectos de ley, así como fijar los lineamientos políticos y técnicos para la implementación de las reformas.
El Comité de Ministros fue encabezado por la ministra de Planificación (hoy Ministerio de Desarrollo Social) y estuvo integrado por los ministros de Trabajo, Salud, Educación y Hacienda. El Comité fue apoyado por una secretaría técnica y comités técnicos constituidos por equipos jurídicos y profesionales de los ministerios integrantes. El resultado final fue la elaboración de propuestas legislativas en las materias abordadas y el diseño y perfeccionamiento de los programas sociales necesarios para la ejecución de las reformas, las que lograron un amplio consenso en su tramitación, lo que permitió establecer nuevos beneficios destinados a los niños y familias beneficiarias, ampliando las coberturas de los programas de salud, cuidados y educación, así como de las prestaciones y subsidios destinados a las familias con niños menores de cuatro años. El parlamento aprobó las modificaciones legales necesarias, así como los presupuestos correspondientes para la implementación del Sistema a partir del año 2007. Posteriormente se tramitó la Ley 20.379 del año 2009 que norma y garantiza las prestaciones del Sistema Chile Crece Contigo y le da un status permanente. Es decir, queda consagrada en la ley la protección a la primera infancia. El año 2007 se da inicio a la implementación del programa abarcando a niños y niñas desde la gestación hasta el ingreso al primer año de educación formal en el sistema escolar, es decir cuatro años en el caso chileno. El sistema integra atención de salud, estimulación temprana, cuidado infantil y educación preescolar, así como prestaciones específicas a niños y niñas en situación especial de incapacidad o rezago. Como resultado de la implementación del Sistema Chile Crece Contigo, se han fortalecido fuertemente las políticas de cuidado infantil, lo que se ha verificado en un considerablemente aumento de la cobertura de salas cunas y jardines infantiles, a través de la acción de las instituciones públicas responsables de la educación preescolar: Junta Nacional de Jardines Infantiles (JUNJI) y Fundación Integra. La oferta de nuevas plazas se focalizó en niños y niñas cuyas madres trabajan (formal o informalmente) buscan trabajo o estudian y que pertenecen a la población del 60% de menores ingresos. La cobertura se ha incrementado progresivamente, entre el 2005 y el 2010 hasta alcanzar el 60% meta prevista en el diseño del programa. Las políticas de cuidado implementadas en el marco del Sistema Chile Crece Contigo vienen a modificar progresivamente la tendencia del país de cuidar en el hogar a los niños y niñas menores de dos años y mayoritariamente por una figura femenina. El sistema surge en el marco de la voluntad política de avanzar en protección social, buscando garantizar la igualdad de oportunidades desde «la cuna» para avanzar en políticas que reduzcan la brecha de la desigualdad. El foco se encuentra puesto en las familias, como un todo. El sistema está enfocado en generar un conjunto de prestaciones que aseguren un desarrollo armónico en la primera infancia y desde esa
perspectiva incluye a las mujeres en la provisión de cuidados. No es un programa diseñado desde las mujeres para su desarrollo y avances en materias de autonomía económica, sino que partiendo de los intereses de los niños y niñas genera prestaciones a sus madres. Con todo incluye dentro de sus consideraciones la necesidad de dotar a las mujeres de herramientas para poder desenvolverse en el ámbito del trabajo remunerado y asume que el Estado debe hacerse parte en la responsabilidad del cuidado. Un elemento por considerar es que en los tres últimos años el sistema ha reducido sus prestaciones en cuidado infantil (a partir de 2010 se congeló la creación de nuevas salas-cuna y no se han realizado inversiones en ampliación de coberturas de jardín infantil). Se ha concentrado la entrega de las prestaciones en el sistema de desarrollo biosicosocial y en las prestaciones de salud, dejando que el sistema nacional de cuidado infantil siga su curso sin ampliar su crecimiento. En definitiva, se puede concluir que este sistema, en su diseño incorpora una perspectiva de género buscando generar prestaciones que apunten a dotar de mayor autonomía económica a las mujeres y una incorporación al mercado laboral en condiciones de igualdad, pero carece de una mirada más integral al tema del cuidado y de los tiempos del trabajo de las mujeres. Costa Rica: Red Nacional de Cuido para la infancia y la persona adulta mayor En 2010, la estrategia del gobierno de la presidenta Chinchilla (2010-2014) consistió en impulsar en el marco de la política social, el fortalecimiento de las opciones de cuidado por medio de la creación de una red de cuido y desarrollo infantil para la niñez y las personas adultas mayores, para los y las trabajadoras y sus familias. Como parte de la política social y en reconocimiento de la urgencia de atender a los sectores más vulnerables y para el ejercicio de una ciudadanía basada en el enfoque de derechos, el Gobierno de Costa Rica está desarrollando una red institucional de atención para niños, niñas y adultos mayores denominada Red Nacional de Cuido. Es una red de cuido para niños, niñas y adultos mayores que busca incrementar la cobertura y calidad de los servicios de atención integral que reciben los niños y niñas desde sus primeros meses de edad y plantea la creación de espacios para que los y las adultas mayores socialicen y resuelvan sus necesidades vitales de recreación y esparcimiento, contribuyendo a elevar la calidad de vida de esas personas. Se ha considerado la necesidad de una estrategia nacional de cuidado, que permita avanzar hacia una red nacional infantil de cuidado y desarrollo infantil y de la persona adulta mayor que articule las organizaciones y recursos públicos, privados y de la sociedad civil que brindan servicios dentro de un marco acordado y compartido de objetivos, valores, principios y reglas comunes, que permitan velar por la pertinencia, integralidad y calidad de estas prestaciones. Esto implica definir claramente las formas de intervención, los componentes de las redes y las modalidades de su interacción, reglas de operación, capacidad de regulación y de fiscalización,
coordinación, definición de jerarquías y de roles, establecimiento de estándares de calidad respecto de los servicios y fiscalización, supervisión y regulación a cargo del Estado. El programa parte de una expansión de los servicios existentes, pero promueve la implementación de nuevos servicios y modalidades de atención. En lo referente al cuidado de niños y niñas, el programa se concentra en la ampliación de la atención de la población de cero a seis años en situación de pobreza mediante el programa de centros de educación y nutrición y de centros infantiles de atención integral (en jornada parcial y jornada completa respectivamente), y busca un mayor involucramiento de las municipalidades y otros actores en la prestación de estos servicios, así como la definición y prestación de nuevos servicios (como por ejemplo los centros de cuido y desarrollo Infantil, a cargo de municipalidades y entes privados). En el año 2010 se presentaron también ante la Asamblea Legislativa diversos proyectos de ley, para reconocer y garantizar el derecho fundamental de las personas menores de edad al cuidado estatal mientras sus padres y madres trabajan. Tabla 6 Decreto de creación de la Red Nacional de Cuido y Desarrollo Infantil Fuente: La gaceta , el diario oficial de San José de Costa Rica, 20 de enero de 2012. Recuperado de http://www.imprentanacional.go.cr/pub/2012/01/20/ ALCA102001_2012.pdf Proceso legal institucional Un antecedente directo lo constituye la Política Nacional para la Igualdad y Equidad de Género (PIEG). Esta política fue formulada en el 2007, e incluye entre sus objetivos prioritarios: «que en el 2017 toda mujer que requiera de servicios de cuido de niñas y niños para desempeñarse en un trabajo remunerado, cuente con al menos una alternativa de cuido pública, privada o mixta, de calidad, dando así pasos concretos hacia la responsabilidad social en el cuido y la valoración del trabajo doméstico» (Instituto Nacional de las Mujeres [Inamu], 2007). Para lograr ese objetivo prioritario, plantea la ampliación de la infraestructura de cuidado, pero también la ejecución de acciones para promover cambios culturales en favor de la corresponsabilidad entre varones y mujeres en la materia, e inclusive, una responsabilidad social: «el cuido como problema social no solo implica avanzar en la creación de servicios, sino también en el cambio cultural... debe pasar de ser un asunto femenino a ser un asunto también masculino, y de ser un asunto privado familiar, a ser un asunto público, estatal y empresarial» (Inamu, 2007). En el año 2008 fue elaborado un plan de acción para la implementación de la PIEG en los años 2008-2010, el cual incluye 17 acciones concretas a realizar en el período, divididas en dos grandes categorías, por un lado, la infraestructura social de cuidado y por otro, la promoción de cambios culturales a favor de la corresponsabilidad entre varones y mujeres.
Una revisión del mencionado plan permite ver que, del total de acciones consideradas, solamente dos se enfocan en promover cambios culturales a favor de la corresponsabilidad entre varones y mujeres. Servicios existentes Los servicios existentes para el cuidado de niños y niñas en Costa Rica se pueden clasificar en tres grupos: Los servicios prestados por instituciones públicas con financiamiento público (independientemente de que exista algún pago por parte de las familias). Los servicios prestados por entidades privadas que se financian de forma también privada. Los servicios prestados privadamente pero que cuentan con financiamiento del sector público (independientemente de que exista algún pago por parte de las familias). En este documento se tomará la propuesta de Sauma de denominar a los primeros como servicios públicos, los segundos privados y los terceros mixtos (2012). Dentro de los servicios públicos se distinguen dos modalidades, los abiertos al público (independientemente de los requisitos sobre situación de pobreza de los hogares y otros), y los centros infantiles de instituciones públicas que atienden exclusiva o mayoritariamente a hijos e hijas de sus funcionarios. La selección de beneficiarios de este programa considera los siguientes aspectos: (a) un ingreso familiar per cápita igual o inferior al valor de la línea de pobreza; (b) que los padres/madres de familia vivan o trabajen en el área de atracción del establecimiento; (c) existencia de problemas de desnutrición o desarrollo; (d) situaciones de riesgo social; y (e) que las madres tengan necesidad de dejar al niño o niña en el centro para poder trabajar. El programa se financia con recursos del Fondo de Desarrollo Social y Asignaciones Familiares (Fodesaf), así como del presupuesto del gobierno central, y además reciben aportes diversos de la comunidad y una cuota voluntaria aportada por los padres/madres de familia. Cabe destacar que durante el gobierno de la presidenta Chinchilla (2010-2014) se ha priorizado la conformación de la Red Nacional de Cuido para niños, niñas y adultos mayores. La meta de atención de niños y niñas implica un incremento del 75% de la cobertura actual en establecimientos abiertos, de acuerdo a lo estipulado en el Plan Nacional de Desarrollo para los años 2011-2014. Dentro de los servicios privados pueden diferenciarse dos tipos de servicios: los meramente comerciales, en los que empresas privadas producen y venden servicios de este tipo a terceros, y aquellos prestados por organizaciones privadas, con su propio financiamiento, para ciertos grupos específicos.
En el caso de los servicios privados que se venden, hay en el país un número presumiblemente grande de guarderías privadas y centros de educación preescolar y escolar privados que atienden a la población que pague por sus servicios. En el caso de los servicios prestados por organizaciones privadas con financiamiento propio, como por ejemplo las guarderías en las empresas para sus empleados, solamente un número muy reducido brindan este servicio y las asociaciones empresariales han manifestado en diversas oportunidades que ese tema no está dentro de sus prioridades — principalmente por su elevado costo. En relación con los servicios mixtos, Costa Rica cuenta con un programa denominado «Hogares comunitarios», de ejecución privada pero financiada por el Instituto Mixto de Ayuda Social (IMAS). El programa inició en el año 1991, y consistía en promover la creación de microempresas especializadas en el cuidado infantil, constituidas por madres de familia que pudieran brindar el servicio a un número reducido de niños o niñas en sus respectivas casas de habitación («madres comunitarias»), facilitando la inserción laboral de personas de escasos recursos económicos. Los beneficiarios del programa son niños y niñas menores de 7 años pertenecientes a familias pobres, la atención la brindan las «madres comunitarias», quienes cuidan, alimentan, educan y le brindan afecto a los niños y niñas. En principio, el servicio se presta por 12 horas (de 6 a.m. a las 6 p.m..), de lunes a viernes (Sauma, 2012). En cuanto a los adultos mayores (65 años y más), existen tres modalidades de atención: los hogares de ancianos, los albergues y los centros diurnos. Los hogares de ancianos son establecimientos en los que las personas mayores residen de manera permanente y en los cuales se brindan servicios integrales. Los albergues constituyen una variante de los hogares de ancianos, que surgieron con el propósito de resolver el problema habitacional para quienes no tienen recursos familiares. La comunidad les da la tutela y les brinda atención a las necesidades básicas, es abierto, reciben visitas y salen de la vivienda a la comunidad. Los centros diurnos atienden a la población en horario diurno y brindan servicios básicos de nutrición, terapia recreativa, etc. Una cuarta modalidad de servicio de cuidado para las personas mayores que forma parte de la estrategia de la Red Nacional de Cuido es la atención domiciliaria. Se trata de atención y ayuda a las personas adultas mayores en las acciones requeridas según su nivel de dependencia, prestadas en el lugar de residencia habitual. Son acciones que van desde ayudar con el baño diario, preparar y brindar la alimentación, aseo de la casa, cuidados médicos, hasta acompañamiento a citas médicas, uso de transporte público, realización de compras o pagos, por ejemplo. En el caso de los adultos mayores no hay servicios públicos propiamente, sino que prevalecen los mixtos y hay algunos privados. El Consejo Nacional de la Persona Adulta Mayor (Conapam) fue creado por la Ley Integral para la Persona Adulta Mayor (N° 7935) de 1999, y es el ente
rector en materia de envejecimiento y vejez. Entre las funciones que le asigna la ley se encuentran algunas directamente relacionadas con los servicios de cuidado prestados a esta población, como «participar, dentro del ámbito de su competencia, en los procesos de acreditación e instar a la concesión de acreditaciones o recomendar el retiro de la habilitación respectiva», y «llevar un registro actualizado de las personas, físicas y jurídicas, acreditadas por el Ministerio de Salud para brindar servicios a las personas adultas mayores». De acuerdo a los datos aportados por Sauma es claro que la cobertura de los servicios de cuidado financiados con recursos públicos es baja, pues en el 2010 a lo sumo un 2% de la población adulta mayor estaba siendo atendida mediante las tres modalidades principales en el país —hogares, albergues y centros diurnos (Sauma, 2012). De acuerdo a las investigaciones realizadas en el país, estas concluyen que no es posible hablar de la existencia en el país de un verdadero sistema de cuidado de niños, niñas y adultos mayores, entendido como un sistema con cobertura universal para quienes lo requieran, en el que todos los actores institucionales jueguen un rol relevante debidamente coordinado y adecuadamente balanceado en términos de la distribución de las responsabilidades y tareas del cuidado, incluyendo en este último caso la distribución al interior de cada una de las esferas, especialmente la doméstica. Ecuador: trabajo reproductivo no remunerado en la Constitución de 2008 y Plan Nacional del Buen Vivir El trabajo no remunerado de cuidados, la sobrecarga de trabajo en las mujeres y la división sexual del trabajo han alcanzado un alto grado de visibilidad en el debate público, en las normas constitucionales y los documentos oficiales en Ecuador. Dos elementos parecen haber contribuido a este proceso de visibilización: la existencia y amplia difusión de datos que revelan de manera indiscutible la sobrecarga de trabajo de las mujeres a través de las Encuestas de Uso del Tiempo (EUT) que se han ido desarrollando e institucionalizando desde el año 2003 y una relativa apertura y espíritu de reforma participativa del sistema político, económico y social que el movimiento de mujeres supo aprovechar para plantear e insertar sus demandas. En relación con el primer punto, cabe mencionar que en varios países las EUT han sido un instrumento importante para impulsar leyes y políticas públicas que reconocen, reducen y redistribuyen el trabajo reproductivo no remunerado. En el caso de Ecuador la visibilización de la división sexual del trabajo que permitieron las Encuestas de Uso del Tiempo se destaca como un elemento sobresaliente en la formulación de las actuales políticas de cuidado y de la presencia del cuidado en la agenda pública. De acuerdo a la mirada de los principales actores, la disponibilidad de los datos arrojados por la EUT ha jugado un rol importante en los logros alcanzados posteriormente; tal es el caso de la incorporación del trabajo reproductivo no remunerado en la Constitución del año 2008 y la inclusión
de las líneas estratégicas y metas respectivas en el Plan Nacional del Buen Vivir. En este proceso un elemento determinante para el avance en este tema ha sido el apoyo de la Cepal, a través de la División de Asuntos de Género. En relación con el segundo elemento del contexto político, cabe mencionar que el mecanismo nacional de género jugó un papel significativo en este proceso, coordinando con otros entes del Estado para fomentar la integración de una perspectiva de género en las instituciones y en la transmisión de visiones y demandas articuladas desde las organizaciones de mujeres en la sociedad civil. El marco legal del proceso Ecuador adoptó en el año 2008 una nueva constitución (Constitución de la República del Ecuador) que establece la obligatoriedad del Estado de formular y ejecutar políticas para alcanzar la igualdad entre mujeres y varones y la incorporación del enfoque de género en planes y programas. Se incluye el reconocimiento del trabajo doméstico no remunerado de auto sustento y de cuidado humano que se realiza en los hogares, el trabajo familiar y las formas autónomas de trabajo como parte del sistema económico, lo que resulta pionero en la región. Este reconocimiento se traduce en derechos laborales específicos en el marco constitucional. A saber: El Estado garantizará el respeto a los derechos reproductivos de las personas trabajadoras, lo que incluye la eliminación de riesgos laborales que afecten la salud reproductiva, el acceso y estabilidad en el empleo sin limitaciones por embarazo o número de hijas e hijos, derechos de maternidad, lactancia, y el derecho a licencia por paternidad. Se prohíbe el despido de la mujer trabajadora asociado a su condición de gestación y maternidad, así como la discriminación vinculada con los roles reproductivos (artículo 332). Se reconoce como labor productiva el trabajo no remunerado de autosustento y cuidado humano que se realiza en los hogares El Estado promoverá un régimen laboral que funcione en armonía con las necesidades del cuidado humano, que facilite servicios, infraestructura y horarios de trabajo adecuados; de manera especial, proveerá servicios de cuidado infantil, de atención a las personas con discapacidad y otros necesarios para que las personas trabajadoras puedan desempeñar sus actividades laborales; e impulsará la corresponsabilidad y reciprocidad de varones y mujeres en el trabajo doméstico y en las obligaciones familiares. La protección de la seguridad social se extenderá de manera progresiva a las personas que tengan a su cargo el trabajo familiar no remunerado en el hogar, conforme a las condiciones generales del sistema y la ley (artículo 333). La Constitución pone especial énfasis en los derechos de poblaciones vulnerables, entre ellos las personas mayores, los niños y niñas y las personas discapacitadas. Enfatiza que el Estado establecerá políticas públicas y programas de atención a las personas mayores, que tendrán en
cuenta las diferencias específicas entre áreas urbanas y rurales, las inequidades de género, la etnia, la cultura y las diferencias propias de las personas, comunidades, pueblos y nacionalidades. Respecto a la niñez, el Estado se compromete a promover «la atención a menores de seis años, que garantice su nutrición, salud, educación y cuidado diario en un marco de protección integral de sus derechos» (artículo 46). Respecto a la discapacidad, el artículo 49 establece que «las personas y las familias que cuiden a personas con discapacidad que requieran atención permanente serán cubiertas por la Seguridad Social y recibirán capacitación periódica para mejorar la calidad de la atención». La temática del trabajo no remunerado, la sobrecarga de trabajo de las mujeres y la falta de corresponsabilidad entre varones y mujeres se encontraban presentes ya en el diagnóstico elaborado para el Plan de Igualdad de Oportunidades de las Mujeres Ecuatorianas 2005-2009 (Conamu, 2005). Más recientemente, el Plan Nacional para el Buen Vivir (2009-2013) también reconoce la importancia del trabajo reproductivo como eje fundamental de un modelo de desarrollo solidario y equitativo: Este reconocimiento significa al mismo tiempo identificar los nudos de desigualdad que estas actividades relacionadas con el cuidado y la reproducción social han significado: estos nudos tienen que ver con la división sexual del trabajo que en nuestras sociedades sobrecarga a las mujeres con las actividades de cuidado, con desigualdades de clase que hacen que ciertas mujeres, con condiciones laborales precarias asuman de manera desproporcionada estas actividades, con diferencias intergeneracionales que tiene que ver también con una desigual repartición de tareas entre edades. Este plan aterriza normas planteadas en la Constitución del año 2008, en prioridades y objetivos concretos, así como en políticas y lineamientos para lograrlos. A modo de ejemplo se propone la priorización en la asignación de recursos públicos para el incremento progresivo de la cobertura de la seguridad social para las personas que realizan trabajo doméstico no remunerado y tareas de cuidado, así como también la promoción de la corresponsabilidad pública, familiar y comunitaria en el cuidado de dependientes. Servicios de cuidado infantil Un primer elemento por destacar del caso ecuatoriano es que desde la década de 1990 se inicia en este país una oferta de programas con distintos niveles de focalización para la población de menores ingresos fundamentalmente financiados por la Banca Multilateral de Desarrollo (BMD) en América Latina entre los que se incluyeron programas de atención infantil. Esto lleva a que casi el 80% de la oferta de servicios de cuidado infantil sea público. En términos de servicios públicos de cuidado infantil el Programa de Desarrollo Infantil que data de 1988 es el programa más importante.
Operado por el Instituto Nacional de la Niñez y la Familia (INFA) atiende a cerca de 500 mil niños y niñas, de entre 6 meses y 5 años cuyas familias se encuentran en situación de pobreza y cuyos padres y madres de familia trabajen en los Centros de Desarrollo Infantil (CDIs). Estos centros son cogestionados por las comunidades y atendidos por las llamadas «madres comunitarias» que brindan atención en nutrición, salud y educación inicial. El servicio opera en los hogares de las madres comunitarias, cinco días por semana y de entre 6 y 8 horas por día. En noviembre de 2010, el MIES anunció una reforma generalizada del programa. A partir de enero del año 2011 la gestión y coordinación de los centros —renombrados «Centros para el Buen Vivir»— es asumida directamente por empleados del MIES. Sus horarios serán ajustados para servir mejor las necesidades de «madres trabajadoras, padres solos y madres estudiantes». Apuntando a un lenguaje menos maternalista las cuidadoras se llamarán «promotoras». La provisión de cuidados está actualmente en su mayoría a cargo de instituciones estatales. Las instituciones privadas tienen una cobertura bastante baja y en general atienden a sectores más acomodados de la población. Cabe mencionar que a nivel municipal y en el contexto de la emigración ecuatoriana, varios gobiernos locales han incorporado la atención a los familiares de trabajadores y trabajadoras migrantes en sus planes de acción. Un estudio reciente cita el caso del municipio de Quito que brinda apoyo sicológico a las abuelas cuidadoras y ofrece servicios de cuidado a los hijos e hijas de migrantes (Organización Internacional del Trabajo [OIT] & Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo [PNUD], 2009). Adultos mayores La nueva constitución del año 2008 considera a adultos y adultas mayores como grupo vulnerable y prioritario. En el artículo 37 se sostiene: El Estado garantizará a las personas adultas mayores los siguientes derechos: 1) La atención gratuita y especializada de salud, así como el acceso gratuito a medicinas. 2) El trabajo remunerado, en función de sus capacidades, para lo cual tomará en cuenta sus limitaciones. 3) La jubilación universal. 4) Rebajas en los servicios públicos y en los servicios privados de transporte y espectáculos. 5) Exenciones en el régimen tributario. 6) Exoneración en el pago por costos notariales y regístrales, de acuerdo con la ley. 7) El acceso a una vivienda que asegure una vida digna, con respeto a su opinión y consentimiento. Lo más innovador y destacable parece ser la jubilación universal ya que otorga la autonomía económica a esta población. Cuidado de discapacitados
Finalmente, en lo concerniente a los discapacitados se pueden identificar algunas medidas relevantes como el Consejo Nacional de Discapacidades (Conadis) y la Dirección de Atención con Personas con Discapacidad del Ministerio de Inclusión Económica y Social. El Conadis ejerce sus atribuciones a nivel nacional, dicta políticas, coordina acciones y ejecuta e impulsa investigaciones sobre el área de las discapacidades. Dentro de las actividades principales de la Dirección están la de brindar ayuda económica para gastos de estudios o rehabilitación a niños, niñas y jóvenes de escasos recursos económicos, provenientes de los sectores urbanos marginales y rurales del país, subsidios para la compra de medicinas, para atención integral e instrumentos médicos necesarios (prótesis, silla de ruedas, etc.) cirugías, rehabilitación, insumos médicos, exámenes de laboratorio, entre otros. Muchos de los servicios se imparten en convenios con ONGs y fundaciones. También en el caso de las personas con discapacidad la oferta de servicios está dirigida a las familias que no pueden hacerse cargo totalmente de los gastos de esta vulnerabilidad. Las políticas generadas responden a una focalización en los estratos más pobres y se dan también en función de las políticas residuales. Este segundo factor es el que determina que estas políticas funcionen cuando hay fallas en las familias, es decir, cuando estas no puedan cubrir la demanda de este grupo poblacional. Este segundo elemento, el rol de las familias como proveedores por excelencia es la segunda idea que se busca dejar clara en este documento junto con la de la vigencia de programas sociales focalizados. El año 2010 se impulsó en el Ecuador la Misión «Joaquín Gallegos Lara», que establece un bono de 240 dólares como una retribución mensual para el familiar o responsable de los cuidados de las personas con discapacidad intelectual o física severa, que fueron identificadas por la Misión «Manuela Espejo» y que requieren ser atendidos de manera integral por parte del Estado ecuatoriano. Además, reciben medicinas y capacitación en áreas como salud, higiene, rehabilitación, nutrición, derechos y autoestima. Uruguay: Sistema Nacional de Cuidados (SNC) Uruguay, país que se caracteriza por su fuerte legado histórico en materia de protección social, tiene hoy al cuidado en el centro de la agenda pública y como tema insignia en la política pública social. El diseño de un sistema de cuidados en el país se inserta en el marco de un proceso más amplio de reformas sociales iniciado en 2005 en la que se destacan, entre otras, la reforma del sistema de salud, de la seguridad social y la reforma tributaria. Varios actores han jugado un papel clave en el proceso de conceptualización del cuidado, construyendo la noción de «derecho al cuidado» a la que se hizo referencia en la primera parte de este documento, y colocando el tema en la agenda de las políticas sociales. Se destacan particularmente la academia, las organizaciones de mujeres, el Instituto Nacional de las Mujeres y la cooperación internacional. La construcción del sistema de cuidados ha sido una demanda evidenciada a su vez en distintas actividades organizadas por el gobierno nacional, la academia, la sociedad civil y la cooperación internacional (Batthyány, 2012).
La información y los conocimientos han jugado un papel central en el reconocimiento de la crisis del cuidado y en colocar el tema de los cuidados desde una perspectiva de género en la agenda pública, fundamentalmente a través de los indicadores que han proporcionado las EUT y el aporte conceptual-argumentativo de la academia. En 2010, el Poder Ejecutivo por medio de la resolución 863/2010 creó un Grupo de Trabajo en el ámbito del Gabinete Social para coordinar el diseño del Sistema Nacional de Cuidados, con representantes de ministerios y organismos públicos. Tabla 7 Sistema nacional de cuidados Fuente: Sistema de cuidados del gobierno del Uruguay. Recuperado de: http://www.sistemadecuidados.gub.uy/innovaportal/file/13329/1/ documentodetrabajo.pdf En el Uruguay el Sistema Nacional de Cuidados está encabezado por un Grupo de Trabajo en el que participan representantes de los Ministerios de Desarrollo Social, de Salud Pública, de Trabajo y Seguridad Social, Oficina de Planeamiento y Presupuesto, Banco de Previsión Social, Ministerio de Educación y Cultura, Administración de los Servicios de Salud del Estado, Instituto del Niño y del Adolescente del Uruguay, Instituto Nacional de Estadísticas y Ministerio de Economía y Finanzas. Este sistema busca adecuar y promover procesos de cambio en la población (natalidad, envejecimiento), en las familias (división sexual del trabajo, déficit de cuidados) y en el mercado de empleo (aumento en la tasa de actividad femenina, reducción de la tasa femenina de desempleo y condiciones equitativas para varones y mujeres en el mercado laboral). Se plantea formular un sistema de cuidados enmarcado en las políticas de la Reforma Social, de corte universal basada en la perspectiva de derechos. También se conjugará la creación de servicios con la posibilidad de apoyo a las familias para la contratación de servicios de cuidados en el hogar o fuera de este. La descentralización territorial será un eje fundamental en este sistema, buscando generar «servicios de cercanía» lo suficientemente flexibles como para tener en cuenta las necesidades específicas de cada comunidad en el servicio otorgado. La participación de la comunidad, en formatos nuevos y aprovechando los existentes, es una piedra angular de un sistema de cuidados pensado desde un enfoque de derechos. Por último, fortalecerá y profesionalizará la tarea del cuidado a través de la capacitación de los cuidadores tanto familiares como formales, considerando en ello especialmente la perspectiva de género, generaciones y étnico-racial. La definición de cuidados con la que trabajaron fue la siguiente: «se trata de una función social que implica tanto la promoción de la autonomía personal como la atención y asistencia a las personas dependientes. Esta dependencia puede ser transitoria, permanente o crónica, o asociada al ciclo de vida de las personas» (www.sistemadecuidados.gub.uy).
Dentro del conjunto de fundamentos que respaldan la necesidad de contar con un sistema de cuidados, el grupo de trabajo remarcó los siguientes: El reconocimiento de derechos sociales por parte del Estado y la determinación de corresponsabilidades en relación al cuidado de personas dependientes, supone partir de la idea de que las personas son sujetos de derechos y que el Estado tiene la responsabilidad de garantizar su realización efectiva. La consideración de la dinámica demográfica del país. Fundamentalmente en lo que refiere al envejecimiento de la población y el consiguiente aumento de las personas no autoválidas implicado en el incremento de la esperanza de vida. Además, tenemos un modelo demográfico de nivel socioeconómico alto de pocos hijos y con un calendario de fecundidad más tardío; y, por otro lado, sectores en situación de vulnerabilidad socioeconómica con un calendario de fecundidad temprano y de muchos hijos. Los requerimientos de cuidados en estos grupos son en este sentido diferenciales. Los fundamentos económicos: En primer lugar, el progresivo aumento de las tasas de actividad femenina en los últimos años, el aumento del nivel educativo formal y las necesidades de acceso a ingresos para lograr mayores niveles de autonomía económica. En segundo lugar, las bases para el desarrollo económico de largo plazo si logramos mejorar los niveles de educación de toda la población, comenzando por las nuevas generaciones. En tercer lugar, la provisión de cuidados por parte del mercado presenta problemas que justifican la intervención estatal. En relación con la población objetivo, se definieron tres grandes poblaciones a la que este sistema estará dirigido: los niños y las niñas de 0 a 12 años, con especial énfasis en el tramo de 0 a 3 años; las personas con discapacidad dependientes; los adultos mayores dependientes. El criterio definido es el de universalidad, y por tanto el Sistema debería de llegar en última instancia a todas las personas que pertenecen a estas poblaciones. Sin embargo, al día de hoy se discuten los criterios para la focalización de los esfuerzos en la población más vulnerable, al menos como comienzo en la implementación del sistema. Una revisión de los documentos elaborados por el grupo de trabajo permite presentar los siguientes elementos como los principios que orientan el diseño y la implementación actual del Sistema de Cuidados en Uruguay. Como política basada en derechos, el Sistema de Cuidados apuntará a construirse como política universal focalizando sus acciones iniciales en los colectivos de mayor vulnerabilidad social. El diseño incluirá compromisos de mediano y largo plazo en la incorporación de colectivos hasta la universalización. Partiendo de la concepción de que las personas son sujetos de derechos y que el Estado tiene la responsabilidad de garantizar su goce efectivo, el diseño de la política social incorporará las perspectivas de género, generaciones y étnico-racial.
El Sistema de Cuidados se diseñará conjugando las estrategias de creación de servicios, así como la posibilidad de transferencias monetarias. Se debe propiciar el cambio en la actual división sexual del trabajo. En este sentido el Sistema de Cuidados deberá integrar como criterio orientador el concepto de corresponsabilidad. La descentralización territorial deberá de ser una línea fundamental buscando generar «servicios de cercanía» lo suficientemente flexibles como para tener en cuenta las necesidades específicas de cada comunidad en el servicio otorgado. Fortalecer y profesionalizar la tarea de cuidado a través de la capacitación de los cuidadores tanto familiares como formales. Funcionamiento colectivo y crecientemente coordinado de las organizaciones vinculadas a este sistema, en especial los organismos públicos. En el proceso recorrido desde la creación del Grupo de Trabajo en 2010, pueden identificarse tres etapas con claridad. Una primera etapa que insumió casi todo el año 2010 de trabajo al interior del grupo y entre las instituciones públicas para la unificación de la mirada del Estado en relación a una serie de principios y lineamientos conceptuales. Una segunda etapa, en el año 2011, donde se organizó y realizó un debate nacional, abierto a la participación social en torno a la temática, con más de 3.000 personas, políticos, técnicos, empresas, sindicatos y representantes de organizaciones sociales, parlamentarios. Finalmente, una tercera etapa que comenzó en 2012 y continúa hasta hoy de elaboración de propuestas y la redacción de un anteproyecto de ley marco del Sistema Nacional de Cuidados que contiene las pautas fundamentales con relación a institucionalidad, financiamiento, regulación, formación y servicios. El Sistema Nacional de Cuidados supone la construcción de una nueva institucionalidad colectiva —la Junta Nacional de Cuidados (Junacu)— así como la constitución de un Fondo Nacional de Cuidados (Fonacu); también supone ajustar tanto la formación de las y los cuidadores, así como la regulación laboral y de servicios de las tareas de cuidados; y, finalmente, establecer una serie de servicios, prestaciones y licencias para la provisión de los cuidados. Estos supuestos aún no se han desarrollado y el tema presenta cierto nivel de estancamiento. Acuerdos y convenios internacionales El SNC responde a la necesidad del país de adecuar sus políticas sociales a la normativa internacional y a los acuerdos suscritos en este ámbito. En este sentido, el Código de la Niñez y la Adolescencia y la Ley de Educación, aportan criterios para su implementación a nivel nacional en los cuales se ha basado el diseño del SNC para la infancia. La Ley General de Educación (Ley 18.437), profundiza los lineamientos en los que se enmarca especialmente el SNC en centros de atención a la primera infancia.
En relación con las normativas vigentes, acuerdos y convenios internacionales vinculados a la discapacidad y que son antecedentes al Sistema Nacional del Cuidados se destacan las siguientes. El 19 de marzo de 2010 entra en vigencia la Ley 18.651 «Protección Integral de Personas con Discapacidad», que establece en su artículo 1: Establécese un sistema de protección integral a las personas con discapacidad, tendiente a asegurarles su atención médica, su educación, su rehabilitación física, psíquica, social, económica y profesional y su cobertura de seguridad social, así como otorgarles los beneficios, las prestaciones y estímulos que permitan neutralizar las desventajas que la discapacidad les provoca y les dé oportunidad, mediante su esfuerzo, de desempeñar en la comunidad un rol equivalente al que ejercen las demás personas. El 13 de diciembre de 2006 se aprobó la Convención Internacional sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad. En todo el texto en cada uno de los derechos que la Convención recoge se plasman principios que implican dignidad, autonomía e independencia de las personas con discapacidad. Específicamente puede verse la mención al SNC en el artículo 19 que regula el derecho de las personas con discapacidad a vivir dónde y con quién quiera, y con servicios que faciliten su inclusión en la comunidad, incluida la asistencia personal. Mediante la Ley 18.418, Uruguay ratifica la Convención de Derechos de las Personas con Discapacidad, de la Organización de las Naciones Unidas en 2006. Los temas vinculados al cuidado de las personas mayores dependientes son un capítulo extenso de preocupación en el área de los Derechos Humanos, que en las últimas décadas se han traducido en la creación de mecanismos de protección a nivel internacional. Orientar acciones por parte del Estado uruguayo a las situaciones de dependencia de las personas mayores, permite dar cumplimiento con los marcos normativos internacionales con categoría vinculante que Uruguay ha ratificado o adherido. El proceso hacia la propuesta La necesidad de un Sistema Nacional del Cuidados recorrió un camino importante desde la agenda social a la agenda política y la de gobierno. Las organizaciones de mujeres colocaron el tema de los cuidados en la agenda social. El Instituto Nacional de las Mujeres trazó líneas de acción en este sentido en el período de gobierno 2005-2010. En 2009, los cuatro partidos con representación parlamentaria incluyeron en sus programas de gobierno la necesidad de avanzar en el sentido de una mayor responsabilidad social en los cuidados. En 2010, a través de la Resolución 863/010, el presidente de la República creó el Grupo de Trabajo en SNC con una integración interinstitucional. Este grupo se constituyó en el marco del Consejo Nacional de Políticas Sociales el día 15 de junio de 2010 y en él han participado regularmente el Mides, MSP, MTSS, OPP, BPS, MEC, ASSE, INAU, INE, y MEF. El Grupo de Trabajo consensuó en 2010 una serie de lineamientos y definió un plan de trabajo para 2011 que incluyó un amplio debate social que
convocó a representantes de instituciones públicas, actores sociales y privados, etc. Para ello, redactó tres documentos base y los puso a consideración de un debate nacional. La convocatoria se centró en debatir sobre la problemática de los cuidados y sobre propuestas para responder a ese problema. De esta «Etapa de Debate» participaron más de 3.200 personas en representación de más de 1800 organizaciones e instituciones de todo tipo, lo que demostró la importancia de esta propuesta y la necesidad de la misma. Servicios existentes La pregunta que se busca resolver en el caso de la primera infancia es ¿cómo definir una política pública que garantice tanto el derecho de niños y niñas a desarrollarse integralmente, a través de cuidados de calidad, así como el derecho de las familias a ser apoyadas en esta corresponsabilidad mediante acciones que reviertan la carga de trabajo femenino no remunerado que implica esta atención? Las propuestas que se presentan para la primera infancia combinan servicios, licencias y prestaciones, considerando de forma diferencial a los niños menores de doce meses, de aquellos entre uno y tres años. En primer lugar, se promueve la ampliación de las licencias maternales, paternales y de lactancia, contemplando a trabajadoras privadas, unipersonales y monotributistas. Por otro lado, se creará un Programa Nacional de Cuidados Domiciliarios que ofrecerá servicios de cuidado dentro de los hogares, priorizando los niños y niñas más pequeños. En tercer lugar, se promueven servicios fuera del hogar de carácter público o privado. Respecto a los centros públicos se pretende la universalización de la atención diaria (cuatro horas mínimo) para niños y niñas de dos y tres años pertenecientes a hogares pobres y vulnerables a la pobreza a través del modelo CAIF. Paralelamente, se propone la implementación de un programa piloto para esta misma población de atención diaria de niños y niñas de un año. Asimismo, se propone que los servicios sean flexibles de modo que incorporen niños y niñas de cero a doce meses para los casos en los cuales la atención en domicilio no sea recomendable o deseada por la familia. En el caso de los centros privados, se pretende hacer uso de la capacidad ociosa de los centros privados que existen actualmente entregando bonos a las familias para que los utilicen en centros que cuenten con la habilitación correspondiente. En la medida en que la construcción de un centro público puede resultar muy costosa y requerir de mucho tiempo, este esquema permite una rápida respuesta de buena calidad para la atención de niños o niñas que lo requieran. También se busca promover la instalación de centros en empresas para la atención de los hijos e hijas de los empleados y también de los niños de la zona en la que se encuentra la empresa de modo de promover la inclusión en estos centros. Personas en situación de dependencia por discapacidad La aplicación de políticas de cuidado a la población en situación de dependencia por discapacidad requiere del establecimiento de criterios unificados para la determinación de prestaciones y servicios. Esto implica la
construcción de instrumentos de valoración de los grados de dependencia (severa, moderada y leve) que tengan en cuenta la necesidad de ayuda de terceras personas y apoyos para realizar las actividades de la vida diaria, así como los factores contextuales socioeconómicos y culturales. Los cuidados dentro y fuera del hogar incluyen apoyos personales y no personales. Por apoyo personal se entiende a una tercera persona (cuidador no familiar, o asistente personal), mientras que por apoyo no personal se incluye a todas las ayudas técnicas y tecnológicas, así como los apoyos para la adaptación y accesibilidad de las viviendas. Si bien este colectivo comparte características con los otros subgrupos de población identificados, la necesidad de cuidados de la población con discapacidad en situación de dependencia comporta un grupo heterogéneo como consecuencia de la propia deficiencia, del contexto socioeconómico y por la presencia o ausencia de redes sociales de apoyo. Los servicios propuestos fuera del hogar en el marco del Sistema Nacional de Cuidados (SNC) implican la incorporación de nuevos servicios, así como la adecuación de los servicios existentes para cumplir con los requerimientos del sistema en creación. Actualmente existen servicios ofertados por el mercado y por organizaciones de la sociedad civil que podrían ser equiparables a las necesidades de cuidado en situación de dependencia. Sin embargo, esta oferta no está regulada ni existen estándares mínimos de calidad, tanto para regular la actividad privada, como para aquellas actividades que podrían incluirse dentro de la atención a la dependencia que se ejecuta a través de convenios con el Estado. Se deberá, por tanto, avanzar en la propuesta de una normalización de dichos estándares, contemplando los criterios del SNC: aportar a la autonomía y la inclusión social de las personas en situación de dependencia. Por servicios fuera del hogar se entienden: Centros Diurnos, Centros Residenciales y Viviendas Tuteladas. En relación con los servicios de cuidado dentro del hogar se piensa en la existencia de un cuidador no familiar. Concretamente, para personas con dependencia severa y moderada se propone el asistente personal para las actividades dentro del hogar y para realizar actividades fuera del domicilio. El proyecto piloto implica que el Sistema podrá ofrecer un número determinado de horas semanales de asistente personal que contribuyan al cuidado que generalmente realiza la familia. La determinación de la cantidad de horas semanales deberá definirse según criterios que surjan de la aplicación de los instrumentos de valoración de la dependencia, y será a elección de la persona con discapacidad y su familia, según corresponda la responsabilidad, los días y las actividades para los cuales se hará uso de la prestación. En este caso podrá ser aplicable tanto para tareas de asistencia/ cuidado en domicilio como para actividades fuera de domicilio, acompañamiento a lugares de trabajo, estudio, referidas al cuidado de la salud o esparcimiento.
También se propone un servicio de teleasistencia que será determinado por la aplicación del instrumento de valoración de dependencia y se priorizará para aquellas personas que viven solas, o estén varias horas del día solas en el domicilio. Es particularmente aplicable a personas adultas y adultas mayores en situación de dependencia por discapacidad. Personas adultas mayores dependientes La implementación de una política de cuidados para las personas mayores en Uruguay implica necesariamente un enfoque universal, aunque con un proceso gradual de ingreso al Sistema que tome en cuenta los niveles de dependencia de las personas adultas mayores. En el corto plazo se destacan dos líneas de acción: mejora en la calidad de los servicios dirigidos a las personas adultas mayores dependientes que viven en instituciones de larga estadía y servicios de apoyo a personas adultas mayores dependientes (y a sus cuidadores) que viven en sus hogares. El SNC se propone trabajar con las personas que actualmente tienen a su cargo las tareas de cuidado dentro de los hogares o en instituciones, ya sea de forma remunerada o no. Tanto las tareas remuneras como las no remuneradas se encuentran altamente feminizadas: más del 95% de las personas identificadas como cuidadores remunerados son mujeres (Aguirre, 2010) y las mujeres realizan más del doble de horas semanales de trabajo no remunerado dentro de los hogares. A continuación, y a modo de síntesis se incluyen las principales propuestas para cada una de las poblaciones dependientes que serán objeto del Sistema Nacional de Cuidados. Tabla 8 Principales propuestas para poblaciones dependientes Fuente: Grupo de Trabajo Interinstitucional y Consejo Nacional de Política Social (2012). Elaboración propia. Conclusiones: los desafíos hacia la sociedad del cuidado en la región Una constatación innegable en la región al día de hoy es el posicionamiento de la temática del cuidado en la agenda pública como resultado del desplazamiento del foco del análisis desde el ámbito privado de las familias a la esfera pública de las políticas. Este posicionamiento que tiene distintos niveles de avance según el país que se analice, se funda en la inclusión de la perspectiva de género y derechos en el sistema de cuidados. Para esto representaron hitos claves en el proceso, las informaciones obtenidas a partir de la realización de las encuestas del uso del tiempo que permitieron visibilizar las injusticias de género en el reparto de la carga de cuidado, los análisis de la organización social del cuidado y los cambios demográficos y familiares, así como las miradas más integrales de los sistemas de protección social.
Las políticas de cuidado están en construcción y, como toda política pública, deben contemplar múltiples intereses que se manifiestan en las distintas etapas del ciclo de elaboración de acuerdo a la realidad y el contexto nacional. En un escenario caracterizado por la multiplicidad de intereses, actores, recursos, objetivos y derechos, pueden de todas formas extraerse algunos elementos en términos de lecciones aprendidas y principales desafíos de los procesos analizados. En primer lugar, cabe mencionar que la actual organización social del cuidado presenta un gran desequilibrio entre los cuatro ámbitos de acceso al bienestar: las familias, el Estado, el mercado y la sociedad civil. Esta organización social del cuidado se basa principalmente en el trabajo no remunerado que las mujeres realizan al interior de los hogares, y es sumamente estratificada. En segundo lugar, en base a los elementos presentados y analizados en este documento, surge la necesidad de políticas públicas para reconocer, reducir y redistribuir el trabajo de cuidados y promover un cambio en la actual división sexual del trabajo. Al respecto se destacan dos mecanismos de redistribución. Un primer mecanismo que pretende incidir en la división del trabajo no remunerado de cuidados al interior de los hogares, es decir entre mujeres y varones, de modo que los últimos aumenten su participación en los quehaceres domésticos y de cuidado. Un segundo mecanismo apunta a la división entre las instituciones y actores principales del cuidado, ya que actualmente se delega casi toda la responsabilidad en las familias. En ambos mecanismos se requiere una mayor intervención estatal en términos de políticas y programas que pretenden aliviar la carga que hoy recae en las mujeres de los hogares. Los países que se han analizado en este documento presentan, con énfasis distintos, iniciativas en ambos sentidos. En tercer lugar, para avanzar en el plano del cuidado y propiciar una intersección entre las políticas de igualdad de género, las de corresponsabilidad y las de promoción de los derechos de las personas dependientes (niños y niñas, personas mayores, personas con discapacidad), se requiere que los componentes de la red de políticas sociales se integren y se refuercen recíprocamente. Al respecto, el análisis crítico de los regímenes de bienestar y de las políticas sociales desde la perspectiva de género, resulta de gran utilidad para especificar algunos de los programas y políticas relevantes en este marco. La elaboración de políticas de cuidados tiene un gran potencial para impactar en la equidad de distribución del ingreso; en la equidad entre varones y mujeres; en la promoción de procesos de cambio poblacionales; en la división sexual del trabajo y el déficit de cuidados a nivel familiar; y en el mercado de trabajo.
En cuarto lugar, destacar que un desafío particular lo constituye el momento mismo del diseño y formulación de las políticas y la inclusión de la perspectiva de género y derechos desde el inicio. El diseño de las políticas es importante entre otras razones para la creación de sinergias entre los objetivos relacionados a la corresponsabilidad y los objetivos específicos de los sectores que requieren cuidados. A su vez, es determinante también para el acceso a servicios de calidad más homogénea para todos independientemente del sector social de pertenencia y para garantizar la sostenibilidad de los distintos programas en el tiempo. En nuestros países las desigualdades sociales están estrechamente vinculadas con la provisión desigual de cuidado familiar y social conformando un verdadero círculo vicioso: quienes tienen más recursos disponen de un mayor acceso a cuidados de calidad, en circunstancias que tienen menos miembros del hogar que cuidar. Aquellos que disponen de menores recursos para acceder a los cuidados mercantiles y que tienen más cargas de cuidado acumulan desventajas por el mayor peso del trabajo doméstico familiar, por las dificultades en el acceso a los servicios públicos y la necesidad de recurrir a cuidadoras en situación de informalidad. En quinto lugar, se identifica la noción misma de sistema de cuidado como un desafío regional. En conjunto, un sistema de cuidados supone repensar las políticas públicas sectoriales con su propia institucionalidad, financiamiento, rectoría y regulación, prestación de servicios y redefinir servicios y atribuciones que en algunos casos se pensaron exclusivamente como parte de determinados «sectores», claramente y, a modo de ejemplo, educación, salud, etc. Los sistemas de cuidado apuntan no solo a la generación de una política pública hacia la dependencia sino a una transformación cultural: la transformación de la división sexual del trabajo en el marco de los modelos vigentes que son de corte familistas, por modelos solidarios y corresponsables. Es importante y como se ha visto es la primera etapa del proceso, la construcción de un discurso común en torno al tema de los cuidados. Para esto los aportes desde lo conceptual y la producción de información son claves. Desde lo conceptual, el principal aporte que ha permitido evidenciar injusticias de género en el cuidado son las encuestas de uso del tiempo y los estudios sobre la organización social del cuidado, principalmente del cuidado infantil. Finalmente, si analizamos ahora los nudos críticos actuales para la implementación de sistemas o políticas integrales de cuidado, encontramos que el primero de ellos es la universalidad. Aquí se presenta una de las mayores tensiones en el diseño actual de políticas, la tensión entre focalización y universalidad. Las políticas de cuidado no deberían ser consideradas políticas focalizadas o de inclusión social exclusivamente. Las experiencias analizadas muestran que aun cuando a nivel discursivo se plantea la universalidad como propósito, en el terreno de la implementación la focalización suele imponerse. El segundo desafío refiere a la tensión entre el desarrollo de políticas justas desde el punto de vista de género que incidan en un mejor balance en el cuidado e incentiven la incorporación de mujeres al mercado de trabajo, con el enfoque que prioriza la inversión
social en la infancia en sus aspectos sanitarios dirigido a los sectores más desfavorecidos. Esta tensión se plantea incluso en sus extremos como una pugna entre los derechos de la infancia y los derechos de las mujeres. Ha estado presente en todos los procesos analizados y suele ser uno de los frenos mayores al avance de políticas de cuidado con perspectiva de género y derechos. En tercer lugar, se presenta un desafío vinculado a la calidad en el marco del desarrollo de las políticas de cuidado. Calidad en los servicios a ofrecer, calidad en los empleos en el sector cuidados asegurando los derechos laborales de los y las trabajadoras y con remuneraciones adecuadas. El cuarto nudo refiere a la articulación y coordinación intersectorial en la prestación de servicios públicos para que actúen de manera integral involucrando a los distintos sectores que tienen que ver con el tema: infancia, seguridad social, salud, educación, entre otros. El quinto nudo se relaciona con la inclusión y transversalización de la perspectiva de género en el diseño, formulación e implementación de estas políticas y sistemas de cuidados. En este punto es clave el nivel jerárquico que tenga el mecanismo de género, la posibilidad de negociar presupuestos y acciones. Por último, corresponde referirse a los ámbitos de acción necesarios en el marco de los procesos de formulación de políticas de cuidado. Pueden identificarse ámbitos de acción importantes para avanzar de manera gradual y progresiva hacia la formulación de políticas de cuidado y hacia el objetivo de promover el cuidado como responsabilidad social. Los espacios y mecanismos disponibles abarcan un amplio espectro de posibles opciones. Entre otras se destacan: Ampliar la cobertura y la oferta de cuidado a partir del desarrollo de nuevos servicios de cuidado. El Estado tiene un rol central en la organización de esta oferta para el cuidado infantil, de adultos mayores y personas con discapacidades. Garantizar servicios de calidad para todos estableciendo estándares mínimos. El Estado tiene el papel de regular y supervisar las prestaciones, e impulsar la integralidad de los servicios. Adecuar la oferta de servicios a las necesidades de las y los trabajadores con responsabilidades familiares por medio de acciones que faciliten la gestión del tiempo. Fomentar, desde la oferta de servicios públicos de cuidado y la regulación del mercado laboral, empleos de calidad para las personas que trabajan en el sector de los cuidados. Prestar especial atención a la segregación ocupacional asociada al empleo remunerado en cuidados, que incide en las brechas salariales y en la fuerte asociación de estas ocupaciones con situaciones de vulnerabilidad y pobreza.
Avanzar en materia de regulaciones laborales en el campo de los cuidados, particularmente pero no solamente, en el servicio doméstico. Uruguay y Costa Rica han comenzado a equiparar parcial o totalmente los derechos de las trabajadoras domésticas con los del resto de los ocupados y estableciendo mecanismos efectivos de contralor y fiscalización de las normas. Reconocer el importante aporte que realizan las mujeres mediante el cuidado no remunerado mediante un correlato en materia de protección social, políticas de igualdad y redistributivas. Avanzar hacia mecanismos de exigibilidad del derecho al cuidado, en conformidad con los instrumentos internacionales de derechos humanos ratificados por cada país, y los derechos incluidos en las constituciones nacionales. Tabla 9 Razones para las políticas de cuidado Fuente: División de Asuntos de Género de la Cepal. Elaboración propia. Bibliografía Aguirre, R. (2008). El futuro del cuidado. En I. Arriagada (Ed.). Futuro de las familias y desafíos para las políticas (pp. 23-34). Santiago de Chile: Cepal. Aguirre, R., & Ferrari, F. (2014). Las encuestas sobre uso del tiempo y trabajo no remunerado en América Latina y el Caribe. Caminos recorridos y desafíos hacia el futuro . Santiago de Chile: Cepal. Arriagada, I., & Todaro, R. (2012). Cadenas globales de cuidados: el papel de las migrantes peruanas en la provisión de cuidados en Chile . Santiago de Chile: ONU Mujeres. Batthyány, K. (2004). Cuidado infantil y trabajo: ¿un desafío exclusivamente femenino? Montevideo: Centro Interamericano para el Desarrollo del Conocimiento en la Formación Profesional (Cinterfor) y Oficina Internacional del Trabajo (OIT). Batthyány, K. (2013). Perspectivas actuales y desafíos del Sistema de Cuidados en Uruguay. En L. Pautassi & C. Zibecchi (Coords.). Las fronteras del cuidado. Agenda, derechos e infraestructura (pp. 385-400). Buenos Aires: Biblos. Batthyány, K., Genta, N., & Perrotta, V. (2012). La población uruguaya y el cuidado: Persistencias de un mandato de género Encuesta nacional sobre representaciones sociales del cuidado: Principales resultados. Santiago de Chile: Cepal. Cepal. (marzo de 2006). La protección social de cara al futuro: acceso, financiamiento y solidaridad . Síntesis: Acceso, funcionamiento y solidaridad . Síntesis del Trigésimo período de sesiones de la Cepal, Montevideo, Uruguay. Santiago de Chile: Autor.
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(de vivienda, acceso a educación y salud, entre otros) y un nivel mínimo para ellos, de tal manera que un hogar es pobre si sus indicadores están por debajo de dicho umbral (Damian, 2003; Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos [OCDE], 1992). El problema con tales mediciones estándar de pobreza es que implícitamente suponen que todos los hogares y las personas tienen tiempo suficiente para atender las necesidades diarias de producción doméstica del hogar. Es decir, estas mediciones no describen el nivel y la calidad de vida de un individuo, ya que no consideran el tiempo que se necesita para el trabajo doméstico, el trabajo remunerado, los cuidados, las actividades educativas, la recreación y el descanso (Damián, 2003). En otras palabras, la importancia del uso del tiempo se deriva del hecho de que el bienestar de un individuo no solo depende de su ingreso o consumo, sino de su libertad para poder disfrutar de ellos. Es indispensable resaltar que no todos los miembros del hogar se ven afectados de igual manera por la invisibilidad del trabajo doméstico y las restricciones de tiempo. Las cifras de la Encuesta Nacional del Uso del Tiempo (ENUT) revelan que las mujeres son quienes más tiempo dedican a las actividades reproductivas: 70% del total de horas declaradas. Esta proporción aumenta a 80% en las actividades culinarias y el cuidado de discapacitados y, en general, en aquellas tareas que son más intensivas en el uso de horas de trabajo reproductivo. Por lo mismo, son ellas también las que enfrentan un mayor déficit de tiempo y se encuentran en la necesidad de sacrificar actividades vinculadas con su propio cuidado, como el descanso, y su desarrollo profesional. De esta manera, las actividades reproductivas proporcionan información importante tanto para valorizar la actividad productiva nacional como para calcular los principales indicadores sociales. Excluirlas de ambos cálculos, subvalora el aporte a la economía de los hogares, especialmente de las mujeres, y no visibiliza la real dimensión y magnitud de la pobreza. En esa línea, Beltrán y Lavado (2013) estimaron el valor asociado al tiempo dedicado a las labores del hogar en el Perú, bajo distintos enfoques discutidos en la literatura académica: el costo de oportunidad y el costo de reemplazo. Los resultados arrojan que el Producto Bruto del Hogar (PBH) constituye un monto que oscila entre 65.000 y 129.000 millones de nuevos soles de 2010, lo que representa entre 16% y 31% del PBI. A la luz de esta investigación, el presente documento revisa la cuantificación del valor agregado generado dentro de un hogar peruano. En particular, mejora el método de costo de reemplazo híbrido y generalizado recalculando el salario promedio de los trabajadores domésticos. Paralelamente, propone una medida complementaria a la pobreza monetaria, que tome en consideración los requerimientos de tiempo para la producción de un hogar: la pobreza de tiempo. El presente documento se organiza de la siguiente manera. Luego de esta introducción, en la sección IV, se presenta el nuevo cálculo del salario de un trabajador doméstico y, a la luz de este, se revisa la valoración del PBH en lo que se refiere al método de costo de reemplazo. Al mismo tiempo, se utilizan
estos resultados mejorados para visibilizar el aporte de las mujeres al trabajo no remunerado que se realiza dentro del hogar, distinguiendo por diferentes factores geográficos y sociales. En la sección V, se explica la definición de la pobreza de tiempo, su metodología de cálculo y la manera en que ha sido aplicada en otros países de la región; asimismo, se presentan los resultados del cálculo de la pobreza de tiempo para el caso peruano. Finalmente, en la sección VI, se proponen algunas conclusiones y recomendaciones de política a la luz de los resultados encontrados. Costo de reemplazo Como se detalla en Beltrán y Lavado, el método de costo de reemplazo propone que: los servicios producidos por los hogares pueden ser sustituidos por los que se venden en el mercado. Por tanto, las horas de trabajo no remuneradas destinadas por los hogares a producirlos deben ser valorizadas al costo de contratar una hora del mismo servicio en el mercado. En la literatura se pueden encontrar tres variantes de este método: el costo de reemplazo generalizado, el costo de reemplazo especializado y el costo de reemplazo híbrido (2013, p. 11). El costo de reemplazo generalizado (CRG) propone valorizar tales horas usando el salario de la trabajadora doméstica. El costo de reemplazo especializado (CRE) utiliza el salario de un trabajador especializado por cada tipo de bien o servicio producido por los hogares. Por último, el costo de reemplazo híbrido (CRH) es una combinación de los dos métodos anteriores: valoriza por el salario promedio del(a) trabajador(a) del hogar aquellas actividades que son típicamente realizadas por el (la) y, por el salario específico, aquellas realizadas por un especialista ⁴⁴ (Beltrán & Lavado, 2013). Bajo la metodología de CRG, el salario promedio del trabajador doméstico es 2.13 nuevos soles y el Producto Bruto del Hogar (PBH) representa 15,71% del PBI del año 2010 (a precios de 2007). Este es el menor valor obtenido a partir de la aplicación de todos los métodos utilizados en Beltrán y Lavado (2013). Esta reducida valoración que se obtiene con el CRG se explica porque, en general, un trabajador doméstico recibe otras formas de retribución (en especies), adicionales al pago monetario, que no están siendo tomadas en cuenta para el cálculo final. Entre estos pagos en especies, se encuentran aquellos consignados en la Encuesta Nacional de Hogares (Enaho): alimentos, vestido y calzado, transporte, vivienda, salud y otros. Como se ve en la tabla 1, además de dinero, los trabajadores domésticos reciben, principalmente, alimentos y alojamiento: 76,75% y 30,06% de ellos acceden a este tipo de retribución, respectivamente. Los datos mostrados sugieren que casi todos los trabajadores domésticos reciben algún pago en especies. Entonces, al incluir estos pagos dentro del salario promedio del trabajador doméstico, el estimado del PBH bajo este método (CRG) y el CRH aumentarían.
Tabla 1 Tipo de pago recibido por un trabajador del hogar Fuente: Instituto Nacional de Estadística e Informática (INEI) (2007-2010). Elaboración propia Nuevos resultados: costo de reemplazo generalizado y costo de reemplazo híbrido Las diferentes metodologías de valoración mediante costo de reemplazo requieren la estimación de un salario promedio por cada sector económico. En esa línea, la modificación propuesta con respecto a la investigación previa de Beltrán y Lavado (2013) es incorporar en el salario monetario del trabajador doméstico todos aquellos beneficios no monetarios que puede recibir, específicamente, en alimentos, vestido y calzado, transporte, vivienda, salud y otros. Siguiendo los criterios de la Clasificación Industrial Internacional Uniforme 3 (CIIU 3), el sector económico relacionado al trabajo remunerado en el hogar es el 9500. Para la realización del cálculo del nuevo salario del trabajador del hogar, se utilizan los beneficios monetarios y no monetarios reportados bajo el CIIU 9500 en los datos de las Enaho de los años 2007 a 2010 ⁴⁵ . Como resultado, se obtiene que el salario promedio por hora del trabajador doméstico es 3.28 nuevos soles, 1.15 nuevos soles por encima del estimado en el estudio de 2013. Con esta modificación del salario del empleado doméstico, se procede ahora a calcular las nuevas remuneraciones por hora, promedio ponderadas, que se utilizarán al valorizar cada actividad del hogar en el CRH. En el gráfico 1 se muestran los resultados, junto con aquellos utilizados en el estudio 2013. Como se intuye, los principales aumentos se dan en aquellas actividades en las que la intervención de la empleada doméstica es mayor como es en el caso del aseo del hogar, compras para el hogar y el apoyo a otros hogares. Gráfico 1 Salario por hora promedio ponderado según actividad del hogar
Fuente: INEI (2007-2010). Elaboración propia. Costo de reemplazo híbrido Calculados los nuevos salarios promedio por hora, se estima el valor del PBH bajo el método híbrido. Este valor se incrementa de 105.732 millones a 121.000 millones de soles de 2010, lo que representa un cambio de 25,45% a 29,12% del valor del PBI peruano de dicho año (a precios de 2007). En el gráfico 2 se muestra el aporte que tiene cada actividad reproductiva valorada en el PBH corregido, y en el estimado en 2013, respectivamente. Las cuatro principales actividades de esta valorización siguen siendo las culinarias, las de cuidado de menores, el aseo de la vivienda y la confección de ropa. Juntas representan más del 70% del PBH del hogar calculado. Como también se aprecia, las actividades que ganan participación son aquellas en las que alguna subactividad fue valorada con el salario de la trabajadora doméstica. ⁴⁶ Así, los principales cambios en participación lo muestran las actividades de aseo de la vivienda y compras del hogar. Gráfico 2 Aporte a la economía del hogar según actividad
Fuente: INEI (2010). Elaboración propia. Costo de reemplazo generalizado El costo de reemplazo generalizado valora todas las horas de las actividades domésticas, sin distinción, por el salario de un(a) trabajador(a) del hogar. En esa línea, el aumento del salario promedio por hora del trabajador doméstico de 2.13 a 3.28 nuevos soles genera un incremento en el valor del Producto Bruto del Hogar (PBH) de S/. 65.261 a S/. 100.000 millones de 2010, lo que representa un incremento de 15,71% a 24,07% del PBI del año 2010 (a precios de 2007). Debido a que el costo de reemplazo generalizado utiliza el mismo salario para valorizar todas las actividades, la proporción que cada una de estas representa sobre el PBH se mantiene invariante entre la valorización con el salario 2.13 y el salario 3.28 y, además, depende solo de la proporción de horas totales que se valoriza en cada actividad ⁴⁷ . Resultados con correcciones al mal reporte En Beltrán y Lavado (2013) se identifica un problema con el reporte de la información de uso del tiempo en la ENUT 2010. Así, solo el 0,2% de los entrevistados registraron un total de horas utilizadas que coincidían con las 168 horas de la semana. De esta manera, 61,2% personas reportaron menos horas (subreporte) y 38,6% reportaron más horas (sobre reporte).
Para corregir el problema, se propuso redistribuir las horas declaradas por los individuos entre las 168 horas semanales. Para ello, previamente se consideran como invariantes una cantidad de horas relacionadas con actividades que se llevan a cabo de manera permanente, bajo dos supuestos alternativos. Como primera alternativa, se dejan fijas las horas dedicadas a actividades de cronograma establecido que, difícilmente pueden ocurrir en simultáneo con otras; específicamente, dormir, trabajar por una remuneración y asistir a clases en una institución educativa. Dentro de la segunda alternativa, se dejan fijas, adicionalmente, aquellas horas dedicadas a actividades invariantes entre los encuestados que reportan bien y mal; en particular, según lo visto en Beltrán y Lavado (2013), el cuidado personal y las actividades de ocio llevadas a cabo fuera del hogar. Corrección al subreporte Como se detalla en Beltrán y Lavado (2013), una vez corregido el subreporte, las horas totales dedicadas a actividades reproductivas se incrementan en 7,1% y 9,9%, según alternativa 1 y 2 de corrección, respectivamente. Estos incrementos en las horas elevan las estimaciones del valor del trabajo no remunerado. En la tabla 2 se aprecia cuánto varían las estimaciones del PBH por costo de reemplazo híbrido y generalizado, según alternativa 1 y 2. En particular, para el costo de reemplazo híbrido, el PBH aumenta, como porcentaje del PBI, en 1,88 y 2,64 puntos porcentuales, respectivamente. Esto representa un incremento de 7.809 y 10.945 millones de nuevos soles, en cada caso. Tabla 2 Producto bruto del hogar, costo de reemplazo - corrección al subreporte Fuente: INEI (2007-2010). Elaboración propia. Para el costo de reemplazo generalizado, el PBH aumenta, como porcentaje del PBI, en 1,71 y 2,37 puntos porcentuales, según cada alternativa. En términos absolutos, esto representa un incremento de 7.135 y 9.858 millones de nuevos soles, respectivamente. Corrección al sobrerreporte A diferencia del subreporte, el sobrerreporte sobreestima la valorización del PBH. De esta manera, luego de la corrección mencionada anteriormente, las horas dedicadas a las actividades reproductivas se reducen en 4,1% y 5,3%, según alternativa 1 y 2, respectivamente. Este cambio de horas genera una reducción del PBH en 1,20 y 1,68 puntos porcentuales para el costo de reemplazo híbrido, mientras que, para el costo de reemplazo generalizado, este cambio genera una reducción de 0,97 y 1,25 puntos porcentuales, según cada alternativa. Tabla 3 Producto bruto del hogar, costo de reemplazo - corrección al sobrerreporte
Fuente: INEI (2007-2010). Elaboración propia. En términos absolutos, esto representa una sobrevaloración del PBH de 5.000 y 7.000 millones de nuevos soles, en cada una de las dos alternativas bajo la metodología híbrida. Para la metodología generalizada, la sobrevaloración es de 4.000 y 5.200 millones de nuevos soles, respectivamente. Corrección simultánea Beltrán y Lavado (2013) sugieren que para lograr la estimación correcta del valor del PBH, se deben realizar ambas correcciones de manera simultánea, de tal forma que las horas semanales totales a valorizar, para todos los individuos, sumen 168. Esta corrección genera un incremento del total de horas dedicadas al trabajo no remunerado de 3% y 4,6% según alternativa, respectivamente. Tabla 4 Producto bruto del hogar, costo de reemplazo - corrección simultánea Fuente: INEI (2007-2010). Elaboración propia. Dado que la subvaloración del valor del PBH es mayor que la sobrevaloración, la corrección simultánea eleva los valores estimados del trabajo no remunerado. En ese sentido, la corrección simultánea supone un incremento de 2.728 y 4.383 nuevos soles bajo la metodología híbrida, según alternativa 1 y 2, respectivamente. Por su parte, supone un incremento de 2.933 y 4.424 nuevos soles bajo la metodología generalizada. En términos relativos, respecto del PBI, esto significa un incremento promedio de 0.70 y 1.06 puntos porcentuales, según cada alternativa. Visibilizando el aporte de las mujeres en el PBH Para visibilizar el aporte de las mujeres en el PBH, en la presente sección se muestra la participación que ellas tienen en él, distinguiéndolas por ciertos grupos socioeconómicos y demográficos, como las zonas geográficas, los niveles de ingresos, la educación, la edad y el tamaño de la familia. Todos los cálculos mostrados en esta sección se realizan a partir de los resultados corregidos ⁴⁸ bajo el método híbrido. Elegimos trabajar con este último método debido a que una mayor participación en él podría implicar más horas invertidas en las distintas actividades reproductivas, o que las actividades que se realizan se valoran más en el mercado. Bajo el método generalizado, en cambio, la mayor proporción de un determinado grupo solo implicaría que este invierte más horas en las distintas actividades reproductivas, debido a que todas ellas son valorizadas al salario del trabajador doméstico (3.28 nuevos soles por hora)
Las mujeres realizan alrededor del 71% del valor del PBH calculado por el método híbrido. Su aporte es superior al de los hombres en la mayoría de actividades valorizadas, sobre todo en las culinarias (81,6%), las de cuidado (de discapacitados, 79,4%, y de menores, 71,6%), y el cuidado y confección de ropa, 74,9%. Como se ve en el gráfico 3, estas actividades de mayor participación femenina representan alrededor del 60% del PBH. Por su lado, los hombres aportan mayoritariamente en dos actividades: las de mantenimiento y reparación de la vivienda (86,8%), y el trabajo voluntario (60,4%). No obstante, estas actividades representan un pequeño porcentaje del PBH, el mismo que alcanza solo el 4% (ver los gráficos 2 y 4). Gráfico 3 Actividades de mayor participación femenina como porcentaje del PBH
Fuente: INEI (2010). Elaboración propia. Gráfico 4 Valorización del PBH según actividad reproductiva y sexo
Fuente: INEI (2010). Elaboración propia. Urbano vs. rural Como se mostró en Beltrán y Lavado (2013), la zona urbana concentra el 74% de la población del país, razón por la cual es mayor la cantidad de personas que realizan actividades del hogar y, por ende, es mayor el número de horas valorizadas. En particular, las personas en la zona rural dedican a estas actividades 9.346 millones de horas anuales, mientras que quienes viven en la zona urbana destinan 22.026 millones. Esto significa que en el área urbana se llevan a cabo 70,21% del total de horas valoradas. Lo anterior explica el mayor aporte de la zona urbana al valor del PBH: 70,77% vs. 29,23% de la zona rural. Diferenciando por sexo, como se ve en la tabla 5, tanto las mujeres como los hombres de la zona rural dedican más horas de su tiempo semanal a las actividades reproductivas. Esto se podría explicar por la diferencia entre ocupaciones en ambas zonas. La primera diferencia resaltante es la proporción de personas que trabajan como independientes en la zona urbana y en la zona rural: 34% vs. 42%, respectivamente. Como los trabajadores independientes trabajan, en promedio, 5 horas menos que los dependientes, se dedican más a las actividades del hogar. Tabla 5 Porcentaje del tiempo total en actividades reproductivas y su valoración,
por zona geográfica - costo de reemplazo híbrido Fuente: INEI (2010). Elaboración propia. La segunda diferencia resaltante es que en la zona rural no se dispone de tanto personal doméstico que se pueda ocupar de las actividades del hogar como en la zona urbana. En particular, en la zona urbana, el 2,53% de personas económicamente activas son trabajadores del hogar, mientras que, en la zona rural, solo el 0,39%. La menor disposición de mano de obra doméstica incentivaría la realización de las actividades vinculadas por parte tanto de hombres como de mujeres. Por otro lado, dentro de la valorización de cada zona, son las mujeres las que tienen mayor participación (ver gráfico 5). En el área urbana, esta representa el 70,9% y, en el área rural, 66,1%. Ello se debe a que son las mujeres las que dedican mayor cantidad de horas a las actividades reproductivas: 21.832 millones de horas anuales, mientras los hombres destinan 9.540 millones. Como se aprecia en la tabla 6, la mayor participación de las mujeres en la valorización, tanto en la zona urbana como la rural, se da en las actividades culinarias, cuidado de discapacitados, cuidado de menores, confección de ropa y apoyo a otro hogar. Estas actividades coinciden también con aquellas que explican mayoritariamente el PBH total. En concreto, las actividades de mayor participación femenina representan casi 80% del valor del producto bruto del hogar. Gráfico 5 Valorización del PBH según zona geográfica y sexo - costo de reemplazo híbrido
Fuente: INEI (2010). Elaboración propia. Tabla 6 Actividades en las que más participan las mujeres, por zona geográfica costo de reemplazo híbrido • En la tabla, los colores más intensos representan las primeras posiciones del ranking planteado. Fuente: INEI (2010b). Elaboración propia. Por su parte, los hombres explican alrededor del 30% del PBH, en ambas zonas geográficas. No obstante, como se aprecia en la tabla 7, existen actividades donde su aporte es mayoritario. Estas actividades son el mantenimiento de la vivienda, con una participación masculina de 84,9%, en la zona urbana, y de 90,2%, en la rural; el trabajo voluntario, con participaciones de 51,4% y 68,9%, respectivamente en cada zona; así como otras labores de cuidado de huertos, gerencia del hogar y compras para el mismo, donde la participación del hombre se reduce, generalmente, por debajo de 50%, en ambas zonas geográficas.
Cabe destacar que en la zona rural la participación de la mujer en las tareas en las que más interviene es menos pronunciada que en la zona urbana, mostrando una repartición más homogénea con sus pares masculinos para tales actividades (ver de nuevo tabla 6). Mientras tanto, como se ve en la tabla 7, en el caso de las tareas donde más interviene el hombre ocurre lo contrario, ya que su participación es mayor en la zona rural que en la urbana. Tabla 7 Actividades en las que más participan los hombres, por zona geográfica costo de reemplazo híbrido Fuente: INEI (2010). Elaboración propia. Si bien, en términos relativos y considerando el total de la valorización, la zona urbana contribuye más al PBH, en términos absolutos, existen actividades que tienen mayor valorización en la zona rural que en la urbana debido a que se dedican un mayor número de horas a realizarlas. En concreto, el trabajo voluntario y el criado de huertos y crianza de animales del hogar. Para la primera actividad mencionada, la valorización correspondiente es 1.451 millones de soles en la zona rural y 1.376 millones de soles en la urbana. Para la segunda actividad mencionada, la valorización correspondiente es 1.807 millones de soles en la zona rural y 972 millones de soles en la zona urbana. Niveles de ingreso A partir de la ENUT, se identifican los quintiles de la distribución de ingreso mensual de los hogares, y se clasifica el aporte que hacen al PBH según dicho nivel. Como se ve en el gráfico 6, las personas en hogares con menores ingresos aportan más al valor de las actividades reproductivas que las que provienen de aquellos más ricos: alrededor de 45% del PBH se explica por el aporte de quienes integran familias con ingresos menores a 850 nuevos soles. Gráfico 6 Aporte al PBH, según quintiles de ingreso - costo de reemplazo híbrido
Fuente: INEI (2010). Elaboración propia. Como se ve en la tabla 8, esta mayor contribución se explica porque son estos dos grupos los que dedican más horas a la realización de actividades en el hogar: las personas en hogares con ingresos menores a 400 nuevos soles asignan, en promedio, 22% de su tiempo, y las de ingresos entre 400 y 850 soles, 19%. En general, ambos grupos realizan labores no remuneradas por un total de 14.654 millones de horas al año, lo que representa el 46,7% de las horas valoradas. De la tabla 8 también se concluye que un mayor nivel de ingreso en el hogar está asociado con un menor porcentaje de tiempo dedicado a las tareas reproductivas. Esto podría explicarse porque en los hogares más pobres hay un menor ratio de perceptores de ingresos sobre total de sus miembros: en el primer quintil de ingresos, el 20,35% de miembros son perceptores de ingresos, mientras que, en el último quintil, el 51,88% lo es. Por tanto, entre las familias de menores recursos, hay más miembros no insertados en el mercado laboral que pueden dedicar más tiempo a las tareas del hogar. Tabla 8 Porcentaje del tiempo total en actividades reproductivas y su valoración, por niveles de ingreso - costo de reemplazo híbrido Fuente: INEI (2010). Elaboración propia. Por otro lado, las mujeres contribuyen más al valor de las actividades del hogar cualquiera sea el quintil de ingreso de donde provienen (gráfico 7). Ello se explica por el mayor número de horas que destinan a las actividades reproductivas: en todos los niveles de ingreso, las mujeres dedican más del 20% de su tiempo semanal a la realización de las tareas del hogar, lo que
significa alrededor de 21.820 millones de horas anuales, es decir, 69,58% de las horas totales valorizadas. Gráfico 7 Valorización del PBH, según quintiles de niveles de ingreso y sexo - costo de reemplazo híbrido
Fuente: INEI (2010b). Elaboración propia. Como se aprecia en la tabla 9, la participación mayoritaria de las mujeres en la valorización de las diferentes actividades, cualquiera sea el nivel de ingresos, se concentra en actividades culinarias, y cuidado y confección de ropa. No obstante, como se nota en la misma tabla, la participación femenina pierde intensidad en las distintas actividades (excepto en actividades culinarias), en los grupos de mayores ingresos. Esto involucraría una repartición ligeramente más equitativa del trabajo no remunerado conforme hay más ingreso en el hogar (gráfico 7). Tabla 9 Actividades en las que más participan las mujeres, por niveles de ingreso costo de reemplazo híbrido Fuente: INEI (2010). Elaboración propia. Aunque la participación masculina sea menor a la femenina, como se ve en la tabla 10, existen dos actividades en las cuales ellos participan
mayoritariamente, cualesquiera sean las categorías de ingreso: el mantenimiento de vivienda y el trabajo voluntario. Al igual que en la distinción urbano/rural, no sobresale una participación mayoritaria masculina en el valor del resto de actividades en el ranking , para todos los niveles de ingreso considerados. Tabla 10 Actividades en las que más participan los hombres, por niveles de ingreso costo de reemplazo híbrido Fuente: INEI (2010). Elaboración propia. Niveles de educación Cuando se distingue por niveles de educación, se nota que son los que han culminado la secundaria y la primaria los que contribuyen más al valor del trabajo no remunerado. En particular, alrededor de 73% del PBH es explicado por el trabajo doméstico de personas que han terminado esos niveles educativos. Lo anterior se explica porque esos grupos concentran una población considerable, que dedica a las actividades reproductivas una parte importante de su tiempo. En específico, en el Perú de 2010, el 30,4% de personas tuvo como máximo nivel alcanzado el primario, mientras que 45,3% el nivel secundario. Asimismo, como se aprecia en la tabla 11, los mencionados grupos dedican 21% y 16% de su tiempo a las actividades domésticas. Lo anterior implica la realización de 22.939 millones de horas anuales en estas tareas. Gráfico 8 Aporte al PBH, según niveles de educación - costo de reemplazo híbrido
Fuente: INEI (2010). Elaboración propia. En la tabla 11 también se muestra que, a mayor nivel educativo, más pequeña es la proporción de tiempo total dedicado a las actividades del hogar. Esto podría tener dos explicaciones. La primera es que cuanto más educada la persona, destina una mayor proporción de su tiempo a las actividades remuneradas: según cifras de la ENUT, las personas con primaria como máximo nivel alcanzado dedican el 15% de su tiempo al trabajo remunerado, mientras que aquellas con posgrado destinan 21%. Tabla 11 Porcentaje del tiempo total en actividades reproductivas y su valoración, por niveles de educación - costo de reemplazo híbrido Fuente: INEI (2010). Elaboración propia. La segunda es que, a mayor nivel educativo alcanzado, el salario obtenido es superior ⁴⁹ y, por ende, aumenta la conveniencia, y las posibilidades, de contratar un trabajador del hogar o comprar los servicios asociados en el mercado. Si se distingue por sexo, en el gráfico 9, a mayor nivel de educación alcanzado, hay una repartición más equitativa de tareas del hogar entre hombres y mujeres. Aun así, son estas últimas las que contribuyen más al valor del hogar en la mayoría de niveles educativos, excepto entre las personas con posgrado. De hecho, en este nivel educativo, son los hombres los que realizan la mayor cantidad de horas de trabajo reproductivo, debido a un factor de escala: de aquellos que tienen un posgrado, el 73,5% son hombres. Gráfico 9 Valorización del PBH, según niveles de educación y sexo - costo de reemplazo híbrido
Fuente: INEI (2010). Elaboración propia. Un ranking de las actividades que más realizan las mujeres corrobora que hay una mayor participación femenina en dichas labores cuando la mujer tiene menos educación. Por ejemplo, las mujeres sin nivel educativo, en inicial y primaria participan más en las actividades de cuidado y confección de ropa que las mujeres de otros niveles educativos (ver tabla 12). Tabla 12 Actividades en las que más participan las mujeres, por nivel de educación costo de reemplazo híbrido Fuente: INEI (2010). Elaboración propia. El mismo ejercicio para los hombres revela que, sin importar el nivel educativo alcanzado, los hombres participan más en las actividades de construcción, reparación y mantenimiento de la vivienda. Además, cuanta menos educación tienen estos, menos intensa es su dedicación a las tareas del hogar: por ejemplo, se observa que los hombres sin nivel educativo o con inicial, solo tienen una actividad de participación mayoritaria (mantenimiento de la vivienda), los de primaria tienen dos (mantenimiento de la vivienda y trabajo voluntario), y así sucesivamente; es decir, a medida que aumenta el nivel de educación alcanzado, se incrementan las tareas donde más participan. Ello, en parte, puede atribuirse al hecho de que hay proporcionalmente más hombres que alcanzan los niveles más elevados de educación ⁵⁰ . Tabla 13
Actividades en las que más participan los hombres, por nivel de educación costo de reemplazo híbrido Fuente: INEI (2010). Elaboración propia. Grupos de edad Distinguiendo por edad, más de la mitad de la valorización se concentra en las personas adultas, entre 31 y 65 años. Esta situación se explicaría tanto por la mayor concentración de este grupo de personas en la ENUT (48,35% del total encuestado), como por el tiempo que ellos dedican a las tareas del hogar: 20% del total semanal (tabla 14). Como consecuencia, este grupo realiza anualmente 17.712 millones de horas, lo que representa alrededor de 56% de las horas reproductivas totales. El caso opuesto son las personas de mayor edad que, a pesar de dedicar casi la misma proporción de su tiempo total a las actividades del hogar (19% de las horas semanales), dado que son el 8,08% de personas de la muestra, aportan el 7,9% de la valorización del producto del hogar. Gráfico 10 Aporte al PBH según edad - costo de reemplazo híbrido
Fuente: INEI (2010). Elaboración propia. En esa línea, como se ve en la tabla 14, tanto para hombres como para mujeres, parece que, a mayor edad, se dedican más a las tareas del hogar. Una posible explicación estaría asociada a las prioridades que enfrenta cada grupo de edad. Por ejemplo, según cifras de la ENUT, los más pequeños destinan menos proporción de su tiempo a las tareas domésticas, pero casi el doble a las actividades educativas (21%), como ir a clases y hacer tareas. Las personas que tienen entre 19 y 30 años, dedican más tiempo que el
grupo anterior a las actividades del hogar, pero también lo hacen al trabajo remunerado (17%). Las personas entre 31 y 65 años destinan aún más de su tiempo al trabajo en el hogar y al trabajo remunerado (22%), mientras que los adultos mayores, trabajan poco en el mercado laboral (11%) y dedican más tiempo al ocio (25%). Tabla 14 Porcentaje del tiempo total en actividades reproductivas y su valoración, por grupos de edad - costo de reemplazo híbrido Fuente: INEI (2010). Elaboración propia. Por otro lado, en el gráfico 11, se muestra la distinción de sexo según valorización por edad. Nuevamente son las mujeres las que aportan más al valor del trabajo doméstico en todos los grupos de edad, y esto se explica debido a que ellas dedican más horas a la realización de tareas domésticas en todos los casos. Cabe destacar, sin embargo, que, en comparación con los otros grupos, son los hombres de menor edad y los adultos mayores, quienes aportan más a las actividades del hogar (40,7% y 33,8%, respectivamente). Gráfico 11 Valorización del PBH, según edad y sexo - costo de reemplazo híbrido
Fuente: INEI (2010b). Elaboración propia.
Como se ve en el gráfico 11, entre los 19 y 30 años, la participación femenina es más pronunciada. La tabla 15 muestra que las mujeres en este rango de edad se dedican prioritariamente al cuidado de discapacitados (87,3%), las actividades culinarias (83%), el cuidado de enfermos (81,7%), el cuidado de ropa (70,2%) y el apoyo a otro hogar (67,4%). Las actividades en las que más contribuyen las mujeres no son muy diferentes según la edad que tienen; la mayor diferencia se nota entre quienes tienen más de 65 años: estas personas se dedican principalmente al cuidado de ropa (79,5%), a actividades culinarias (76,6%) y al cuidado de menores (72,8%). Tabla 15 Actividades donde más participan las mujeres, por grupos de edad - costo de reemplazo híbrido Fuente: INEI (2010). Elaboración propia. Por el lado de los hombres, el primer grupo de edad es el que aporta más al valor del hogar en términos relativos (gráfico 11). Como se ve en la tabla 16, los hombres de este grupo se dedican mayoritariamente al mantenimiento de la vivienda (80,4%), a la gerencia del hogar (55,3%), al trabajo voluntario (53,5%) y al cuidado de huertos y crianza de animales (50,8%). En los otros grupos, son el mantenimiento de vivienda y el trabajo voluntario las dos actividades de participación mayoritaria. Tabla 16 Actividades en las que más participan los hombres, por grupos de edad costo de reemplazo híbrido Fuente: INEI (2010). Elaboración propia. Tamaño de familia Cuando se realiza la distinción por tamaño de familia, se observa que el mayor aporte al valor del trabajo no remunerado proviene de aquellos hogares que tienen 1 o 2 miembros (35,8%), seguido por los que tienen tres (gráfico 12). Esto sucede porque ambos grupos representan más de la mitad de la muestra de personas de la ENUT (55,56%) y porque, como se ve en la tabla 17, son estos dos grupos los que destinan una mayor proporción de su tiempo a las actividades reproductivas. Todo esto conlleva a que ellos realicen anualmente 19.195 millones de horas de actividades en el hogar; es decir, 61,14% del total de horas valoradas. Gráfico 12 Aporte al PBH, según tamaño de familia - costo de reemplazo híbrido
Fuente: INEI (2010). Elaboración propia. Más allá, como se ve en la tabla 17, un mayor número de miembros en el hogar involucra un menor porcentaje de tiempo total dedicado a actividades reproductivas. Esto puede pasar porque los miembros del hogar se pueden estar repartiendo las tareas domésticas o porque, debido a que un mayor número de miembros involucra una mayor cantidad de tareas por hacer en el hogar, en las familias más numerosas, existe una mayor disposición a pagar por un empleado del hogar. Tabla 17 Porcentaje del tiempo total en actividades reproductivas y su valoración, por tamaño de familia - costo de reemplazo híbrido Fuente: INEI (2010). Elaboración propia. En la tabla 17, también se aprecia que siempre son las mujeres las que dedican más tiempo a las labores domésticas, sin importar el tamaño de familia. Esto se reafirma viendo el gráfico 13, en el que se observa que la participación femenina es mayoritaria en el valor del PBH en todos los grupos de tamaño de familia propuestos. Gráfico 13 Valorización del PBH, según tamaño de familia y sexo - costo de reemplazo híbrido
Fuente: INEI (2010). Elaboración propia. En la categoría de uno o dos miembros, las mujeres contribuyen más en el valor del cuidado de discapacitados (81,9%), de las actividades culinarias (80,5%), del cuidado de ropa (77,7%), del cuidado de menores (74,1%) y del apoyo a otro hogar (72,5%). Cuando hay más de cinco miembros en el hogar, las mujeres participan casi de forma total (90,2%) en el valor del cuidado de discapacitados, así como en las actividades culinarias (84,3%). Tabla 18 Actividades en las que más participan las mujeres, por tamaño de familia costo de reemplazo híbrido Fuente: INEI (2010). Elaboración propia. Cuando los miembros del hogar son cinco o más de esa cantidad, como se ve en la tabla 19, los hombres participan mayoritariamente en el mantenimiento de la vivienda (90,5% y 95,6%, respectivamente). Dado que, en ambos tipos de familia, hay similar cantidad de hombres y mujeres ⁵¹ , la elevada participación masculina se explica porque cada hombre destina más horas a ese tipo de actividades. En particular, cuando hay cinco miembros en el hogar, los hombres realizan el 89,5% de las horas valorables en tales tareas, mientras que cuando hay más de cinco, realizan 95,6% de las horas. Tabla 19 Actividades en las que más participan los hombres por tamaño de familia costo de reemplazo híbrido
Fuente: INEI (2010). Elaboración propia. Principales tendencias estadísticas Para concluir esta sección, cabe destacar que las principales tendencias del análisis estadístico presentado revelan, nuevamente, que son las mujeres las que mayor proporción de tiempo dedican a las actividades domésticas. Por ello contribuyen en mayor medida con el Producto Bruto del Hogar, tanto en su valorización total como en la mayoría de los grupos sociales y demográficos explorados (la excepción es el grupo de personas con nivel de posgrado, por el factor de escala antes mencionado: son más los hombres que tienen este nivel educativo). Por zona geográfica, aunque el área urbana sea la que contribuya más a la valorización, esto solo se debe a que en ella habita mayor cantidad de población (74%). En realidad, son los hombres y mujeres de la zona rural los que dedican mayor porcentaje de su tiempo a las tareas domésticas. Como ya se dijo previamente, ello podría estar ocurriendo por la mayor proporción de trabajadores independientes en la zona rural y su menor disposición de mano de obra doméstica. Se observa que niveles de ingreso del hogar más altos están asociados con menor tiempo dedicado a las tareas reproductivas y, por ende, menor valorización del PBH. Lo anterior debido a que, en los hogares más pobres, hay más miembros no insertados en el mercado laboral que podrían destinar más tiempo a las tareas del hogar. Por otro lado, los sucesivos niveles de educación alcanzados conllevan a tener una menor participación en las tareas del hogar. Se comprueba que personas con mayor educación dedican más tiempo al trabajo remunerado y tienen un mayor salario asociado. Ello los llevaría a sustituir el tiempo que pueden dedicar a las tareas del hogar con la contratación de un trabajador doméstico. El grupo de edad que más contribuye al PBH son los adultos entre 31 y 65 años. No obstante, se encontró que, a más edad, se dedica mayor proporción de tiempo semanal a las actividades del hogar; esto se explica por las prioridades que se asumen a lo largo de la vida. Mientras los menores, dedican tiempo a educarse, los mayores lo hacen al trabajo remunerado y al hogar. Sin embargo, cuando las personas superan los 65 años, se dedican más al trabajo en el hogar y al ocio, pues han dejado de laborar en el mercado. Finalmente, las personas en hogares de menor número de miembros son las que contribuyen más con su tiempo en las tareas domésticas, en horas y valor total. Esto significaría que, en hogares más numerosos, dado que hay una mayor cantidad de tareas reproductivas por hacer, puede haber una mejor repartición de horas entre los miembros, o una mayor disposición a pagar por un empleado del hogar. Pobreza de tiempo
Uno de los métodos más utilizados para la medición de la pobreza, es aquel que compara el consumo o gasto de las personas con el monto mínimo necesario para adquirir una canasta básica de consumo, suficiente para satisfacer requerimientos nutricionales y otras necesidades primarias de los hogares (método de línea de pobreza, INEI, 2012). Bajo este método, un individuo es pobre monetario si el ingreso o gasto per cápita de su hogar es menor que el monto mínimo de supervivencia, llamado también la línea de pobreza. Hay dos supuestos esenciales que el cálculo asume en relación al tiempo de las familias. El primero es que, para asegurar un estándar de vida, cada hogar dedica una cantidad determinada de tiempo en la producción de los bienes y servicios del hogar. El segundo es que este requisito de tiempo siempre está disponible en todos los hogares (Zacharias, Antonopoulos, & Masterson, 2012). Las implicancias de estos supuestos se pueden vislumbrar al comparar dos hogares cuyos ingresos no permiten adquirir una canasta básica de consumo. Bajo la metodología convencional de pobreza, estos hogares se catalogarían como pobres. Sin embargo, puede ocurrir que uno de estos hogares tenga el tiempo suficiente como para sustituir el trabajo doméstico por trabajo en el mercado, para así ganar un salario y dejar de ser pobre. A pesar de que ambos hogares son considerados como pobres monetarios, aquel que puede sustituir bienes de producción doméstica por bienes de mercado no es tan vulnerable como el hogar donde sus miembros no tienen el tiempo suficiente para realizar este intercambio. Por lo tanto, la medición convencional de pobreza no describiría precisamente el nivel o calidad de vida de los hogares al omitir estas vulnerabilidades y el tiempo que se necesita para el trabajo doméstico, el trabajo remunerado, las actividades de cuidado, las actividades educativas, la recreación y el descanso (Damián, 2003). En concreto, estas mediciones sub valoran el nivel de pobreza de los hogares y ocultan las desigualdades de tiempo dentro de un mismo hogar: se pensaría que las mujeres y los adultos son aquellos que enfrentan un mayor déficit de tiempo para satisfacer un nivel mínimo de vida. En ese sentido, en la presente sección, se introduce el concepto de pobreza de tiempo. La pobreza de tiempo identifica como pobres a aquellos que, con el total de horas que se tiene en una semana, no pueden cumplir con los requerimientos mínimos de tiempo para el cuidado personal, las actividades del hogar, el trabajo remunerado, el ocio, entre otras actividades. A la luz de este concepto, se propone la definición de pobreza del Instituto Levy de Medida del Tiempo y Pobreza de Ingreso (en adelante, LIMTIP), que reconoce como pobres a aquellos hogares cuyo consumo o gasto per cápita es menor que la línea de pobreza ajustada por los requerimientos de tiempo. Asimismo, se desarrolla la clasificación LIMTIP que diferencia a las personas pobres monetarias de las pobres de tiempo. Metodología Zacharias, Antonopoulos y Masterson (2012) desarrollan la pobreza LIMTIP y la aplican para Argentina, Chile y México. Para ello, parten de una identidad inicial (1) donde el total semanal de horas es igual a la suma del
tiempo dedicado a actividades productivas ( Li ), el tiempo dedicado a actividades del hogar ( Ui ), el tiempo gastado en cuidados personales ( Ci ) y el tiempo libre ( Vi ) del individuo i : 168 = L i + U i + C i + V i (1) Para hallar el déficit de tiempo del individuo i en el hogar j , X ij (2), se resta del total de horas semanales, los requisitos mínimos de tiempo necesarios para el cuidado personal y la producción de las actividades reproductivas no sustituibles —denotados por M ⁵² , así como para las actividades sustituibles en el mercado, en el hogar j — denotado por Rj ⁵³ . X ij = 168 − M − a ij R j − L j (2) La idea detrás de estos requisitos de tiempo mínimo, M y Rj , es establecer el umbral de tiempo necesario, que una persona debe superar para satisfacer sus necesidades. Esto es análogo al mecanismo de la canasta básica de consumo requerida para la medición de la pobreza monetaria. Dado que hay disparidades en la división de tareas del hogar (por ejemplo, las mujeres podrían realizar más actividades reproductivas que los hombres), se plantea el factor a ij para capturarlas. En específico, este parámetro es el tiempo efectivo que un individuo i en el hogar j destina a las actividades reproductivas sustituibles, sobre el total de tiempo efectivo destinado a estas actividades. Un individuo tendrá déficit de tiempo si Xij es menor a cero. Para encontrar el déficit de tiempo a nivel del hogar, añadimos los déficits de tiempo de los n individuos que lo conforman, pero solo para aquellos que han mostrado tener déficit, es decir, para los que tienen un Xij menor a 0: X j = ∑ n i =1 min (0, X ij ) (3) La ecuación (3) rescata el hecho de que no se permite que el déficit de un individuo en el hogar sea compensado por el exceso o superávit de otro miembro del mismo. Por ejemplo, considere un hogar ficticio donde la madre tiene déficit de tiempo, pues labora en el mercado a tiempo completo y realiza la mayor parte de las tareas del hogar; si el padre tiene superávit de tiempo porque participa muy poco en dichas tareas, el sumar déficit y superávit es equivalente a pensar que el padre cambia su comportamiento y colabora en las tareas en el hogar para aliviar la carga de trabajo de la madre. Este es un supuesto que no se considera en esta metodología de medición. Finalmente, si X j < 0, el hogar no tiene el suficiente tiempo para realizar o producir sus actividades. Seguidamente, para tomar en cuenta el déficit de tiempo del hogar en la medición de la pobreza, se ajusta el umbral de ingreso del hogar por este déficit de tiempo monetizado: y j o = ӯ − min (0, X j ) p (4) Donde y j o es el umbral de ingreso ajustado por el déficit de tiempo, ӯ es el umbral estándar y p es el costo de reemplazo de la producción del hogar. Si
el hogar no tiene déficit de tiempo, el umbral ajustado y el estándar serán iguales. De los posibles valores de (4), el Instituto Levy reconoce como pobre monetario a aquel individuo que pertenece a un hogar pobre LIMTIP (consumo del hogar menor a la línea de pobreza ajustada), y como pobre de tiempo a aquel individuo que enfrenta un déficit de tiempo. De esa manera, se clasifican a los individuos de acuerdo al LIMTIP en las siguientes categorías: Pobre monetario LIMTIP y pobre de tiempo. Pobre monetario LIMTIP y no pobre de tiempo. No pobre monetario LIMTIP y pobre de tiempo. No pobre monetario LIMTIP ni de tiempo. Principales hallazgos en América Latina Como se mencionó, Zacharias Antonopoulos y Masterson (2012) aplican la metodología a tres países de la región: Argentina, Chile y México. Dado que para la generación de la clasificación LIMTIP se necesita información de salarios de los individuos (para el cálculo de la pobreza monetaria) e información de la distribución del tiempo (para el cálculo de la pobreza de tiempo), es necesario trabajar con las Encuestas Nacionales de Hogares y de Uso de Tiempo de cada país. Estas encuestas no entrevistan a las mismas personas por lo que, para integrarlas, se utiliza una técnica de emparejamiento estadístico. La idea básica detrás de esta técnica es transferir información sobre ingresos de la Encuesta de Hogares a la Encuesta de Uso del Tiempo. Cada una de las encuestas emparejadas en los diferentes países se detalla en la siguiente tabla. Tabla 20 Encuestas emparejadas de Argentina, Chile y México Fuente: Kum y Masterson (2010). Elaboración propia. Para realizar este procedimiento, Kum y Masterson (2010) proponen emparejar a los individuos de la Encuesta de Uso de Tiempo con individuos muy similares de la Encuesta Nacional de Hogares ⁵⁴ . Esto se realiza a través de variables categóricas como el sexo, el estado civil, el estado de la vivienda, entre otras. De esta manera, si se usa el sexo y la situación laboral como variables categóricas, por ejemplo, los datos de individuos de la misma condición sexual y el empleo serán emparejados en las dos encuestas. Déficit de tiempo en Argentina, Chile y México Zacharias, Antonopoulos y Masterson (2012) estiman el déficit de tiempo para individuos en edad de trabajar, entre 18 y 74 años, en esos tres países. Para ello, obtienen el mínimo de tiempo requerido para actividades reproductivas no sustituibles (M) como la suma de las horas dedicadas al cuidado personal y a otras actividades reproductivas no sustituibles. Dentro
de cuidado personal, se consideran como no sustituibles cinco actividades: dormir, comer y beber, higiene y vestido, descansar, ocio. En la mayor parte de los casos se utilizan los promedios de las variables de acuerdo con lo reportado en las Encuestas Nacionales de Uso del Tiempo (ver tabla 21). Sin embargo, tanto para ocio como para las otras actividades reproductivas no sustituibles, se utilizan parámetros de tiempo establecidos por Vickery (1977). Tabla 21 Umbrales de cuidado personal y actividades del hogar no sustituibles, horas semanales ⁵⁵ Fuente: Zacharias, Antonopoulos y Masterson (2012). Por ejemplo, en el caso del ocio, no se usan las medias reportadas debido a que estas son mayores a 20 horas semanales en todos los países; esto sobreestimaría el parámetro de las actividades no sustituibles ( M ) y, por lo tanto, el número de personas con déficit de tiempo (Zacharias, Antonopoulos, & Masterson, 2012). Por esto, se utiliza el umbral establecido de Vickery (1977), que concluye que una persona promedio debería acceder a, por lo menos, dos horas de ocio al día. Para el caso de las otras actividades no sustituibles en el mercado, los autores siguen la lógica de Vickery (1977) y establecen que un hogar necesita por lo menos una hora diaria de estas actividades para funcionar ⁵⁶ . Gráfico 14 Umbrales de producción doméstica sustituible (en horas semanales)
Fuente: Zacharias, Antonopoulos y Masterson (2012). Por otro lado, se define como producción doméstica sustituible mínima ( Rj ) a aquella cantidad de tiempo que un hogar, con al menos un adulto desempleado, necesita para estar alrededor de la línea de pobreza. Zacharias, Antonopoulos y Masterson (2012) identifica que los hogares tienen diferentes requisitos de tiempo Rj según su tamaño. En general, un hogar con más niños podría requerir más tiempo que un hogar que tiene menos. En ese sentido, deciden estimar los umbrales de Rj según doce posibles tamaños de hogar, de acuerdo con el número de adultos y de hijos. Como se ve en el gráfico 14, en todos los países, el valor del umbral de las actividades reproductivas sustituibles en el mercado ( Rj ) aumenta conforme se incrementa el número de adultos y niños en el hogar. Lo anterior es coherente porque un mayor número de miembros hace necesario una mayor dedicación de tiempo a actividades reproductivas sustituibles, como las actividades culinarias o las actividades de aseo de la vivienda. Una vez calculados los parámetros de actividades reproductivas no sustituibles y aquellas sustituibles en el mercado ( M y Rj , respectivamente), Zacharias, Antonopoulos y Masterson (2012) determinan la proporción efectiva de tiempo reproductivo sustituible que cada individuo realiza en el hogar (denotado por a ij ). En todos los países analizados, las mujeres dan cuenta, en promedio, del 60% del total de tiempo reproductivo sustituible efectivo de cada hogar. El último paso para el cálculo del déficit de tiempo consiste en obtener las horas semanales efectivamente dedicadas al trabajo reproductivo. Para esto, Zacharias, Antonopoulos y Masterson (2012) usan las horas reportadas por cada uno de los individuos. Además, y con el fin de obtener las horas efectivamente trabajadas, los autores consideran conveniente restar las horas semanales dedicadas a transportarse hacia el trabajo, diferenciándolas de acuerdo a si el trabajo es a tiempo completo o parcial (ver tabla 22) ⁵⁷ . Tabla 22 Umbrales de tiempo de transporte al trabajo (en horas semanales) Fuente: Zacharias, Antonopoulos y Masterson (2012). Finalmente, para calcular el déficit de tiempo de cada individuo, en la ecuación (2), al total de horas semanales, se restan los requisitos de tiempo para cuidado personal y otras actividades no sustituibles ( M ), los requisitos de tiempo para actividades sustituibles correspondientes a cada individuo ( a ij R j ) y las horas efectivamente dedicadas al trabajo remunerado en la semana. Una vez realizado esto, el déficit de tiempo del hogar se puede obtener sumando los déficits individuales, tal como se aprecia en la ecuación (3). Líneas de pobreza ajustada y pobreza LIMTIP
Como se nota en la ecuación (4), la metodología LIMTIP propone ajustar las líneas de pobreza oficial por el déficit de tiempo monetizado. Las líneas de pobreza oficial para Argentina y Chile fueron 68.40 dólares (268.17 pesos argentinos de 2010) y 90.73 dólares (47.099 pesos chilenos de 2010), respectivamente. Por otro lado, para México, la línea fue diferenciada por región geográfica, siendo 150.24 dólares (1.900 pesos mexicanos de 2010) para el área urbana y 94.9 dólares (1.200 pesos mexicanos de 2010) para el área rural (Zacharias, Antonopoulos, & Masterson, 2012). Para monetizar el déficit de tiempo se necesita una unidad de costo de reemplazo. En todos los países se utiliza el costo de reemplazo generalizado (el salario por hora promedio de una trabajadora del hogar). Así, en México, la unidad de reemplazo es 1.5 dólares (19 pesos mexicanos) en las áreas urbanas, y 1.1 dólares en las rurales. Por su parte, en Argentina y Chile fue 0.90 dólares (3.54 pesos argentinos), y 1.90 dólares (988.9 pesos chilenos), respectivamente (Zacharias, Antonopoulos, & Masterson, 2012). Para el caso peruano, Beltrán y Lavado (2013) encontraron que este valor ascendía a 1.15 dólares. ⁵⁸ Finalmente, el déficit de tiempo de un hogar (medido en horas semanales) fue multiplicado por 4 para convertirlo en horas mensuales y poder restarlo apropiadamente de la línea de pobreza oficial (Zacharias, Antonopoulos, & Masterson, 2012). Gráfico 15 Incidencia de pobreza monetaria: oficial vs. LIMTIP (en % de hogares)
Fuente: Zacharias, Antonopoulos y Masterson (2012).
Los pobres monetarios bajo la metodología LIMTIP se obtienen al comparar el gasto per cápita de los hogares con la línea de pobreza ajustada. El gráfico 15 muestra que, bajo la metodología oficial de pobreza, hay pobreza oculta. Por ejemplo, para México, debajo de la línea de pobreza oficial, estaban 10.7 millones de hogares, que representan el 41% de los hogares en el país. Sin embargo, usando la línea de pobreza ajustada, se encuentra que hay 13 millones de hogares pobres monetarios, esto implica que alrededor de 50% de los hogares en México están en esa condición (Zacharias, Antonopoulos, & Masterson, 2012). Según los autores, lo que la metodología revela es la necesidad de vislumbrar la situación de vulnerabilidad de los hogares cuando enfrentan déficits de tiempo en la producción doméstica. Bajo esa situación, los hogares podrían tener distintas estrategias, como comprar sustitutos en el mercado, por ejemplo. Pero, en algunos casos no es factible porque no se tienen los ingresos suficientes para que la sustitución sea posible (Zacharias, Antonopoulos, & Masterson, 2012). Adicionalmente, se clasifican a los hogares bajo las 4 categorías propuestas por LIMTIP. México es el país que enfrentaría más vulnerabilidades dado que 35% de sus hogares es pobre monetario y de tiempo; por lo mismo, estos hogares están incapacitados de sustituir producción doméstica en el mercado dada su falta de ingresos. Por otro lado, Argentina tiene alrededor del 8% de su población en la mencionada situación, mientras que en Chile esa proporción se sitúa en 12% (ver gráfico 16). Gráfico 16 Clasificación LIMTIP de hogares (en % de hogares)
*PM: Pobreza Monetaria, PT: Pobreza de Tiempo.
Fuente: Zacharias, Antonopoulos y Masterson (2012). Para Zacharias, Antonopoulos y Masterson (2012) es interesante establecer las diferencias en la tasa de pobreza de tiempo entre hombres y mujeres. Ellos proponen analizar si existen diferencias en este sentido entre hogares pobres monetarios LIMTIP y no pobres monetarios. Los autores encuentran que en los hogares pobres monetarios LIMTIP de Argentina y Chile, las tasas de pobreza de tiempo de los hombres son mayores que las de las mujeres, mientras que en los hogares no pobres monetarios LIMTIP, las de las mujeres son mayores en alrededor a 9 puntos porcentuales, como se ve en el gráfico 17. Gráfico 17 Tasa de pobreza de tiempo de adultos en hogares pobres de tiempo según sexo y estado de pobreza monetaria LIMTIP
Fuente: Zacharias, Antonopoulos y Masterson (2012). En México, las tasas de pobreza de tiempo de hombres y mujeres son similares tanto en hogares pobres monetarios LIMTIP como en los pobres no monetarios LIMTIP. Además, en todos los casos, la tasa de pobreza de tiempo de las mujeres en hogares no pobres monetarios LIMTIP, es mayor a la de las mismas en hogares pobres monetarios LIMTIP (Zacharias, Antonopoulos, & Masterson, 2012). Resultados para el caso peruano
Como se mencionó en la sección anterior, para el cálculo de la línea de pobreza ajustada, se necesita tanto información sobre salarios y gastos — que se obtiene en la Enaho (INEI, 2010a)— como información del uso de tiempo —que se encuentra en la ENUT (INEI, 2010b). La estrategia utilizada para transferir información de salarios y gastos desde la Enaho hacia la ENUT es diferente a la de Zacharias, Antonopoulos y Masterson (2012): en lugar de usar un puntaje de propensión para hacer coincidir individuos, se trata de encontrar el mejor modelo de gastos que replique la pobreza monetaria oficial 2010 (30,7% de los hogares) de manera más precisa, tanto con los datos de la Enaho como los de la ENUT ⁵⁹ . El mejor modelo de gastos estimado es aquel que encuentra que el 29,9% de los hogares de la Enaho de 2010 y el 31,06% de los hogares de la ENUT de 2010 son pobres monetarios. Déficit de tiempo en Perú Para calcular el déficit de tiempo (2) para el caso peruano, es necesario obtener primero los requisitos mínimos de horas semanales de las actividades de cuidado personal y las otras actividades reproductivas no sustituibles en el mercado ( M ). Para esto, se sigue lo expuesto por Zacharias, Antonopoulos y Masterson (2012) y, a partir de la ENUT, se hallan las medias de estas actividades en el caso peruano (ver tabla 23). Como la ENUT es representativa por zona geográfica, se diferencian estas medias para cada una; a partir de ello, se observa que los requerimientos de la zona rural son mayores que los de la urbana. Tanto el parámetro de horas semanales de ocio mínimo necesario y de las otras actividades no sustituibles, se obtienen bajo la propuesta de Vickery (1977) que, como vimos, sostiene que una persona necesita por lo menos dos horas de ocio al día y 1 hora diaria para las otras actividades no sustituibles. Tabla 23 Umbrales de cuidado personal y actividades del hogar no sustituibles (en horas semanales) Fuente: INEI (2010). Elaboración propia. El requisito de tiempo semanal para las actividades reproductivas sustituibles en el mercado ( Rj ) es aquella cantidad de tiempo que un hogar, con al menos un adulto desempleado, necesita para estar alrededor de la línea de pobreza ⁶⁰ . A diferencia de Zacharias, Antonopoulos y Masterson (2012), no se hallan las medias de 12 subgrupos de referencia, según número de adultos y número de hijos en el hogar, sino que se estiman estas medias de horas semanales diferenciando por tamaño de hogar (número de miembros) y zona geográfica. Del gráfico 18, se nota que hogares con más miembros, tienen un mayor requisito de tiempo Rj , y que este es aún mayor si el hogar es rural. El siguiente paso es determinar la proporción efectiva de tiempo reproductivo sustituible que cada individuo realiza en el hogar (denotado por ). Este parámetro es el que captura las disparidades en la división de
dichas tareas entre miembros de la familia. En general, se pensaría que los hombres tienen una menor proporción debido a que dedican la mayor parte de su tiempo al trabajo remunerado (Beltrán & Lavado, 2013). De hecho, un hombre, en promedio, realiza el 23,5% del trabajo reproductivo sustituible del hogar mientras que en el caso de la mujer este porcentaje asciende a 47,8%. Gráfico 18 Umbrales de producción doméstica sustituible (en horas semanales)
Fuente: INEI (2010). Elaboración propia. Para calcular el déficit de tiempo de cada individuo, con la ecuación (2), se le restan al total de horas semanales, los requisitos de tiempo M , y las horas dedicadas al trabajo remunerado en la semana. De esta manera, se encuentra que el 32,98% de las personas en edad de trabajar (mayores a 14 años) tienen déficit de tiempo. El déficit más elevado asciende a 128 horas y corresponde a un hombre de 33 años con educación superior no universitaria que trabaja en el mercado alrededor de 100 horas semanales. Aun así, las mujeres tienen, en promedio, un déficit de tiempo ligeramente mayor que los hombres: 20.5 horas vs. 18 horas. Líneas de pobreza ajustada y pobreza LIMTIP Como primer paso para obtener la línea de pobreza ajustada, se monetiza el déficit de tiempo. De acuerdo con la metodología, el déficit de tiempo del hogar es la sumatoria de los déficits individuales, siempre que estos sean menores que 0; es decir, no se compensan los superávits con los déficits debido a la imposibilidad de sustitución de tareas. Una vez obtenidos los déficits del hogar, se monetizan con la unidad de costo de reemplazo generalizado: 3.28 nuevos soles (1.15 dólares); el mismo fue calculado por Beltrán y Lavado (2013), y es revisado en el Anexo1 con la finalidad de considerar los pagos no monetarios que reciben los trabajadores del hogar.
Así, la media de estos déficits monetizados representa 51.6 nuevos soles de 2010. Tabla 24 Líneas de pobreza oficial vs. Líneas de pobreza ajustada por tiempo, 2010 por departamento y zona geográfica (en nuevos soles) Nota*: La provincia constitucional del Callao no tiene zona rural. Fuente: INEI (2010). Elaboración propia. Por otro lado, la línea de pobreza oficial para Perú es de 260.74 nuevos soles. Dado que los montos de ingreso para adquirir una canasta básica varían según departamento y zona geográfica, se trabajan con líneas de pobreza diferenciadas (ver tabla 24). Una vez realizada la resta entre la línea de pobreza oficial y el déficit de tiempo monetizado, se tiene una línea de pobreza ajustada de 312.34 nuevos soles de 2010, en promedio. Cuando comparamos el gasto monetario per cápita de los hogares con esta línea de pobreza ajustada, los pobres monetarios LIMTIP son 43,7% (14.3 millones de peruanos a 2010). En otras palabras, existen 14.3 millones de peruanos que no tienen los ingresos suficientes para comprar una canasta básica de consumo o sustituir con bienes/ servicios de mercado la producción doméstica que deben realizar. Gráfico 19 Incidencia de pobreza monetaria: oficial vs. LIMTIP (en % de hogares)
Fuente: INEI (2010). Elaboración propia.
Del gráfico 19 se observa que, en comparación con la línea de pobreza oficial, la LIMTIP revela una pobreza oculta (hogares no contabilizados como pobres en el cálculo oficial, pero sí en el de LIMTIP) ascendente a 3.7 millones de peruanos o 12,62 puntos porcentuales de la población de 2010. Un hogar puede ser pobre oculto como resultado de diversos escenarios. Por ejemplo, podría tener esa condición si dispone de un ingreso para apenas cubrir sus necesidades básicas de consumo, y muestra poco déficit de tiempo. Situación diferente sería el de un hogar con ingresos relativamente altos pero que no son suficientes para cubrir su elevado déficit de tiempo monetizado. Ambas situaciones son diferentes a las que enfrenta otro hogar con poco ingreso y alto déficit de tiempo. Con el fin de identificar un patrón dentro de los hogares pobres ocultos, se examinan sus ingresos per cápita promedio. Estos revelan que un hogar pobre oculto tiene menos ingresos y más déficit de tiempo que un hogar no pobre monetario. Específicamente, estos hogares pobres ocultos tienen 370 nuevos soles de ingreso per cápita, en promedio, mientras que los no pobres monetarios tienen 553 nuevos soles. De otro lado tienen 13 horas de déficit de tiempo mientras que los no pobres monetarios muestran un déficit de alrededor de 6 horas promedio. Comparado con los resultados de otros países de la región, la pobreza oculta de Perú, en términos porcentuales, es la más alta. Esto se explica porque efectivamente el déficit de tiempo de los hogares peruanos es mayor y porque el valor de cada hora con el método de costo de reemplazo generalizado ⁶¹ es ligeramente más elevado en Perú (3.28 nuevos soles equivalente a 1.15 dólares) que en el caso de sus pares regionales, a excepción de Chile ⁶² . A nivel individual, se calculan las cuatro categorías propuestas por el LIMTIP. Según este, un individuo es pobre monetario LIMTIP si pertenece a un hogar pobre LIMTIP y es pobre de tiempo si tiene déficit de tiempo. Así, en el gráfico 20, se observa que 16,5% de los peruanos de 2010 enfrentan la mayor vulnerabilidad dado que son pobres monetarios LIMTIP y pobres de tiempo. Lo interesante es que igual proporción representan los no pobres LIMTIP y pobres de tiempo; en otras palabras, no solo los hogares de bajos ingresos son vulnerables al déficit de tiempo. Gráfico 20 Clasificación LIMTIP: Pobreza monetaria (PM) LIMTIP vs. Pobreza de tiempo (PT) (en % de individuos)
*PM LIMTIP: Pobreza monetaria LIMTIP. *PT: Pobreza de tiempo. Fuente: INEI (2010b). Elaboración propia. La principal crítica que se encuentra a la presente clasificación es que la vulnerabilidad de los individuos que a la vez son pobres monetarios LIMTIP y pobres de tiempo estaría distorsionada. En esta categoría están incluidos aquellos individuos que tienen ingresos ligeramente mayores a la línea de pobreza (no pobres monetarios oficiales), pero que sí tienen un déficit de tiempo alto. Son justamente estos individuos los que al realizar el cálculo de la clasificación LIMTIP están sobre estimando la categoría más vulnerable dado que clasifican tanto como pobre LIMTIP y pobre de tiempo. Para evitar esto, se propone realizar la misma clasificación, pero sobre la base de los individuos pobres monetarios oficiales (aquellos que pertenecen a un hogar cuyo gasto monetario no cubre una canasta de consumo básica) y los pobres de tiempo (aquellos que tienen déficit de tiempo). Sobre esta nueva clasificación, y con el fin de identificar un patrón de vulnerabilidades, en la siguiente subsección se realiza un análisis según distintas variables sociodemográficas como el sexo, la edad, el estado laboral, la composición de la familia, entre otros. Clasificación LIMTIP modificada Cuando se desarrolla la clasificación LIMTIP modificada utilizando la pobreza monetaria oficial (PM) y la pobreza de tiempo (PT), se nota que la categoría más vulnerable, que contiene a individuos pobres monetarios y pobres de tiempo a la vez, se encuentra alrededor del 9,71% de la población (ver gráfico 21). Como se aprecia en la tabla 25 en esta categoría, los
ingresos mensuales de una persona (157.7 nuevos soles) son los menores con respecto a las demás categorías y el déficit de tiempo asociado (17.7 horas) es menor que el de los no pobres monetarios. Gráfico 21 Clasificación LIMTIP modificada (en % de individuos)
Fuente: INEI (2010). Elaboración propia. Tabla 25 Ingreso mensual y déficit de tiempo según clasificación LIMTIP modificada (en nuevos soles de 2010 y horas semanales) Fuente: INEI (2010). Elaboración propia. En general, las personas pobres de tiempo trabajan más en el mercado que los individuos en otras categorías (ver tabla 26). En particular, estas personas realizan 3 y 10 horas más de trabajo remunerado a la semana que el promedio de 40 horas, respectivamente, según pobres monetarios y no pobres monetarios. Además, se nota que los no pobres monetarios y pobres de tiempo trabajan más que cualquier categoría y, según los datos de la tabla 26, este mayor trabajo involucraría un mayor ingreso mensual. Tabla 26 Clasificación LIMTIP modificada según condiciones sociodemográficas Fuente: INEI (2010). Elaboración propia.
La mayor parte de los individuos sin déficit de tiempo vive en la zona urbana, un 90% de ellos; por lo tanto, las vulnerabilidades tanto de pobreza de tiempo como de pobreza monetaria prevalecen en la zona rural. Lo anterior se puede comprobar en el gráfico 22, donde se observa que más de la mitad de las personas en la zona rural son pobres monetarios, y 26,9% son además pobres de tiempo. Mientras tanto, en la zona urbana, la categoría que más prevalece es aquella donde no se enfrenta ningún tipo de pobreza. Gráfico 22 Clasificación LIMTIP modificada por zona geográfica (en % de individuos)
Fuente: INEI (2010). Elaboración propia. Por otro lado, como se ve en la tabla 26, los años de educación asociados a personas pobres monetarias y de tiempo son menores, por lo que quienes están en esta categoría tendrían pocas posibilidades para superar ambos estados de pobreza: por el lado de la pobreza monetaria, porque su poca calificación involucra un menor ingreso, y por el lado de la pobreza de tiempo, porque dicha condición conlleva a mayores jornadas laborales para tener un mayor salario. Si desagregamos la clasificación LIMTIP por sexo, se comprueba en el gráfico 23 que hay más mujeres que hombres enfrentando algún tipo de pobreza: en específico, el porcentaje de mujeres que son pobres monetarias y pobres de tiempo, y el porcentaje que es solo pobre de tiempo, está alrededor de 4 puntos porcentuales por encima que el de los hombres. Esto sucede por el mayor déficit de tiempo que ellas enfrentan, el que no se explica por el trabajo remunerado. De hecho, las horas trabajadas en el
mercado por los hombres superan largamente a las de las mujeres, como se observa en la tabla 28. Entonces, por descarte, la mujer es pobre de tiempo porque es la que más horas semanales dedica a las actividades reproductivas: estas superan en casi el doble a las horas de trabajo reproductivo masculino. Gráfico 23 Clasificación LIMTIP modificada según sexo (en % de individuos)
Fuente: INEI (2010). Elaboración propia. Tabla 27 Ingreso mensual y déficit de tiempo según clasificación LIMTIP modificada (en nuevos soles de 2010 y horas semanales) Tabla 27.1. Mujeres Tabla 27.2. Hombres Fuente: INEI (2010). Elaboración propia. Tabla 28 Clasificación LIMTIP modificada según condiciones sociodemográficas Tabla 28.1. Mujeres Tabla 28.2. Hombres
Fuente: INEI (2010). Elaboración propia. Si se complementa lo anterior con el hecho de que las mujeres se educan, en promedio, menos que los hombres, sus oportunidades de superar el estado de ambas pobrezas son muy limitadas ya que su poca calificación no permite que sustituyan trabajo reproductivo por trabajo remunerado en el mercado. De esta manera, las mujeres no podrían conseguir un trabajo adecuado que permita superar su pobreza monetaria y de tiempo, y que disminuya las vulnerabilidades que enfrentan en el largo plazo. La distinción por edad revela que son los mayores de 30 años y menores de 65 años los que enfrentan en mayor proporción alguno de estos dos tipos de pobreza (62,5% de este grupo de edad, según el gráfico 24). En general, esto sucede porque las personas en este rango de edad no solo dedican tiempo a trabajar en el mercado sino también al trabajo en el hogar. Es así que la suma de las horas que ellos utilizan en ambos tipos de trabajo excede a las de los demás grupos de edad. En particular, en la categoría más vulnerable, se dedican dos horas más de tiempo que el grupo más joven y 6 horas más que el grupo de más de 65 años (ver tabla 29). Gráfico 24 Clasificación LIMTIP modificada según edad (en % de individuos)
Fuente: INEI (2010). Elaboración propia. Por otro lado, la situación más preocupante es la de los mayores de 65 años. Ellos no solo tienen la mayor cantidad de horas como déficit de tiempo (tabla 30) sino que muestran muy pocos años de educación asociados y una cuota importante de horas de trabajo remunerado (específicamente en el caso de los más vulnerables). Esto supondría que aún luego de haber pasado
la edad legal para realizar su jubilación, continúan trabajando para seguir siendo perceptores de ingresos y no ser pobres monetarios. Tabla 29 Clasificación LIMTIP modificada según condiciones sociodemográficas Fuente: INEI (2010). Elaboración propia. Tabla 30 Ingreso mensual y déficit de tiempo según clasificación LIMTIP modificada (en nuevos soles de 2010 y horas semanales) Fuente: INEI (2010). Elaboración propia. Conclusiones y recomendaciones El presente documento desarrolla y analiza dos aspectos novedosos relacionados con la valorización del trabajo doméstico no remunerado. El primero ofrece los resultados corregidos del valor del producto bruto del hogar para el método del costo de reemplazo con respecto a Beltrán y Lavado (2013). En específico, se corrige el salario promedio que recibe un(a) trabajador(a) del hogar, al reconocer que parte de dicha retribución se produce en alimentos, transporte, alojamiento, entre otros. De esta manera, el salario promedio por hora de un trabajador del hogar crece de 2.13 a 3.28 nuevos soles de 2010, lo que significa un incremento del PBH, estimado de acuerdo con el costo de reemplazo híbrido, de 25,45% a 29,12% del PBI y, con el costo de reemplazo generalizado, de 15,71% a 24,07% del PBI. El segundo alcance propone una alternativa a la medida de pobreza oficial, que tome en consideración los requisitos de tiempo necesarios para la producción de las actividades del hogar: la pobreza LIMTIP. El cálculo de esta revela como pobres LIMTIP al 43,7% de la población de 2010, 12,62 puntos porcentuales por encima de la pobreza oficial predicha en la base de datos ENUT de 2010 (31,06%). Es decir, ese porcentaje de la población presenta una vulnerabilidad oculta frente a la medida convencional de pobreza. En ese sentido, un hogar puede ser pobre oculto como resultado de diversos escenarios como, por ejemplo, tener poco ingreso para apenas cubrir sus necesidades básicas de consumo y altos déficits de tiempo. La medida convencional de pobreza juzga la capacidad de los individuos, y de los hogares, de tener acceso a cierto nivel de ingreso mínimo que asegure la satisfacción de las necesidades básicas de vida. Sin embargo, este enfoque deja de lado los requisitos de producción doméstica necesarios para cumplir esas mismas necesidades. Es así que ambas medidas deben ser analizadas conjuntamente para la evaluación de los niveles de vida de la población y las vulnerabilidades que afrontan, según ciertas características sociodemográficas, como ser mujer, vivir en una zona rural y tener más de 65 años.
Se suele pensar que el acceso al mercado laboral es la solución para salir de la pobreza, pero muchas veces no se toma en cuenta que algunos hogares permanecerían pobres, incluso con sus miembros trabajando a tiempo completo si es que están mal pagados. Por otro lado, si este hogar pobre tiene déficit de tiempo y uno de sus integrantes entra al mercado laboral, su problema de pobreza puede empeorar, dado que tendrá menos tiempo disponible agregado y poco ingreso para sustituir las actividades del hogar que tal persona deja de hacer. A la luz de esta situación, se tendría que considerar que el ingreso al mercado laboral disminuirá la pobreza solo si se gana lo suficiente para cubrir el déficit de tiempo monetizado existente y el nuevo déficit de tiempo generado por el hecho de empezar a trabajar remuneradamente. Para eso, se deberían potenciar las capacidades de los individuos a fin de que puedan obtener un ingreso suficiente para compensar dichas carencias. La primera capacidad a potenciar debería ser la educativa, no solo en niños, sino sobre todo en mujeres no perceptoras de ingresos. Ellas representan alrededor del 41% del total de la muestra. En ese sentido ofrecerles la posibilidad de aprender nuevas técnicas de cómo emprender negocios formales contribuiría con el aumento de su capacidad de generar ingresos. Lo anterior funcionaría siempre y cuando el Estado provea servicios públicos que permitan que la mujer pueda sustituir trabajo reproductivo por trabajo no reproductivo. En ese sentido, los centros de atención gratuitos de niños (guarderías), ancianos (casas de reposo) y enfermos (centros de salud) son indispensables para liberar a la mujer de la carga de trabajo que enfrenta en el hogar. Por otro lado, se tiene que considerar cómo atacar las vulnerabilidades ya existentes. Una de las que hemos revelado aquí es la del adulto mayor, que sigue trabajando a pesar de haber superado la edad de jubilación. Para ellos, se debería promover un sistema de protección social que asegure una adecuada cobertura de salud y una pensión mínima que le permita cubrir sus necesidades básicas, especialmente en el caso de quienes se encuentran dentro del grupo de pobres monetarios. Finalmente, es importante que continúen los esfuerzos de recolección de datos para calcular cómo varían estos niveles encontrados de pobreza en el tiempo. Por ejemplo, y dado que los datos pertenecen a 2010, sería interesante ver si el progreso y crecimiento económico experimentado en los últimos años han disminuido la población con pobreza de tiempo, tal y como ha ocurrido con las cifras de pobreza monetaria. Nuestra hipótesis preliminar es que no y que, más bien, con el crecimiento, y el entorno competitivo que lo caracteriza, cada vez más personas, de diversas condiciones económicas, tienen menos tiempo para realizar las actividades cotidianas. Bibliografía Beltrán, A., & Lavado, P. (2013). Medición del valor agregado del hogar: nuevos enfoques para el caso peruano . Lima: Instituto Nacional de Estadística e Informática (INEI).
Beltrán, A., & Lavado, P. (2014). El impacto del uso del tiempo de las mujeres en el Perú: un recurso escaso y poco valorado en la economía nacional . Mimeo. Lima: INEI. Burchardt, T. (2009). Time and income poverty (reporte N° 57). Londres: Centre for Analysis of Social Exclusion y London School of Economics. Damian, A. (2003). La pobreza de tiempo: una revisión metodológica. Estudios demográficos y urbanos , 52, 127-152. Eurostat. (1999). Proposal for a satellite account of household production (documento de trabajo N° 9/1999/A4/11). Luxemburgo: Office for Official Publications of the European Communities. Eurostat. (2000). Guidelines on harmonised European time use survey . Luxemburgo: Office for Official Publications of the European Communities. Eurostat. (2003). Household production and consumption proposal for a methodology of household satellite accounts . Luxemburgo: Office for Official Publications of the European Communities. Goldschmidt-Clermont, L. (1982). Unpaid work in the household . Ginebra: Organización internacional del Trabajo. Goldschmidt-Clermont, L. (1991). Economic measurement of non-market household production: Relating purposes and valuation methodologies (documento de trabajo N° 174). Ginebra: Organización internacional del Trabajo. Instituto Nacional de Estadística e Informática (INEI). (2007-2010). Encuesta Nacional de Hogares (Enaho). Lima: Autor. Instituto Nacional de Estadística e Informática (INEI). (2010). Encuesta Nacional del Uso del Tiempo (ENUT). Lima: Autor. Ironmonger, D. (abril de 1993). Why measure and value unpaid work? Versión revisada de un trabajo presentado a la International Conference on the Measurement and Valuation of Unpaid Work , Ottawa, Canadá. Kum, H., & Masterson, T. (2008). Statistical matching using propensity scores: Theory and application to the Levy Institute Measure of Economic Well-Being (documento de trabajo N° 535). Nueva York: The Levy Economics Institute. Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE). (1992). What is households non-market production worth? (Estudios Económicos N° 18). París: Autor. Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE). (1995). Household production in OECD countries: Data sources and measurement methods . París: Autor. Vickery, C. (1977). The time-poor: A new look at poverty. The Journal of Human Resources , 12 (1), 27-48.
Zacharias, A. (2011). The measurement of time and income poverty (documento de trabajo N° 690). Nueva York: Levy Economics Institute. Zacharias, A.; Antonopoulos, R., & Masterson, T. (2012). Why time deficits matter : Implications for the measurement of poverty . Nueva York: UNDP y Levis Economics Institute. ⁴² ¹ Este trabajo ha sido anteriormente publicado como: Beltrán, A., & Lavado, P. (2015). El impacto del uso del tiempo de las mujeres en el Perú. Un recurso escaso y poco valorado en la economía nacional . Lima: Instituto Nacional de Estadística e Informática (INEI), Movimiento Manuela Ramos y Pontificia Universidad Católica del Perú (PUCP). No se han incluido los anexos y se han hecho algunas modificaciones que no alteran el contenido del texto. ⁴³ La perspectiva del gasto considera la compra de bienes o servicios finales, mientras que la de ingresos, incorpora la suma de las retribuciones al trabajo (remuneraciones), al capital (ganancias de las empresas), y los impuestos (menos las subvenciones). ⁴⁴ Para una profundización sobre el marco teórico, revisión de literatura y aplicación de la metodología, el lector puede consultar Beltrán y Lavado (2013). ⁴⁵ Como se detalla en Beltrán y Lavado (2013), la encuesta base es la ENUT. Esta contiene información de pagos monetarios y no monetarios por CIIU. Sin embargo, esta información es solo representativa a nivel nacional y por zona geográfica (urbana y rural). Por esa razón, se utiliza adicionalmente la Enaho, con el fin de obtener mayor representatividad por código CIIU para estos pagos. Además, trabajar con un conjunto de datos de las Enaho contribuye no solo a la mayor representatividad de la información, sino a la variabilidad de los datos de salario y a eliminar cualquier posible sesgo encontrado en un solo año. ⁴⁶ Para un detalle de las actividades reproductivas y su símil en el mercado ver anexo 1 de la publicación original: Beltrán, A., & Lavado, P. (2014). El impacto del uso del tiempo de las mujeres en el Perú: un recurso escaso y poco valorado en la economía nacional . Lima: INEI, Movimiento Manuela Ramos y PUCP. ⁴⁷ Asimismo, el ordenamiento de los aportes de cada actividad reproductiva se mantiene invariante entre métodos de valorización utilizados, es decir, entre híbrido o generalizado. ⁴⁸ Se utiliza el valor estimado del PBH, corregido simultáneamente al sobre reporte y sub reporte, incluyendo el salario recalculado de los trabajadores del hogar. La alternativa utilizada es la primera, que propone como invariantes las actividades de horario fijo o que difícilmente ocurren en simultáneo, es decir, dormir, trabajar por una remuneración y asistir a clases en una institución educativa. ⁴⁹ Mientras que los que culminaron primaria y secundaria ganan mensualmente, en promedio, 342 y 498 nuevos soles (en la ocupación
principal), los que alcanzan superior universitaria y posgrado reciben 1.352 y 2.891 nuevos soles, respectivamente. ⁵⁰ Por ejemplo, en la categoría sin nivel e inicial, los hombres representan el 25,32% del total de quienes tienen esos niveles educativos; en primaria, 45,11%; en secundaria, 53,39%; en superior no universitaria, 51,08%; en superior universitaria, 53,83% y en posgrado, 73,5%. ⁵¹ En el grupo de familias de cinco miembros, el 51% es hombre, mientras que en el de familias de más de cinco miembros, el 52% lo es. ⁵² Las actividades reproductivas no sustituibles son aquellas que no se pueden conseguir en el mercado a través de la compra de un bien o servicio (Zacharias, Antonopoulos, & Masterson, 2012), como el tiempo de conversación entre padres e hijos. ⁵³ Dentro de estos valores promedios se incluye el tiempo de traslado o de viaje que una persona emplea para realizar cada actividad. ⁵⁴ El nombre de esta técnica es emparejamiento por puntaje de propensión o propensity score matching . Para más detalle, ver Kum y Masterson (2010). ⁵⁵ Como se observa, para el caso mexicano, los requisitos de tiempo se diferencian entre zonas geográficas, esto debido a que su Encuesta de Uso de Tiempo tiene suficiente información y es representativa a nivel urbano y rural. ⁵⁶ Zacharias, Antonopoulos y Masterson comentan que la asignación de tiempo a las otras actividades no sustituibles depende de la discreción del que realiza este cálculo. Por ejemplo, Vickery (1977) define como mínimo una hora por día o siete horas a la semana; Burchardt (2008) lo asume como la media del tiempo que deberían pasar los padres con los hijos. En la práctica, las horas dedicadas a esas otras actividades no sustituibles son pocas por lo que cualquier elección tomada acerca de su valor no debería tener un efecto importante sobre el déficit. ⁵⁷ En los países analizados, el reporte de horas trabajadas incluye también el tiempo de traslado. Por ello, es necesario restar este para encontrar el tiempo efectivamente trabajado. En el caso peruano, esta resta no es necesaria puesto que la ENUT de 2010 pregunta por el tiempo efectivamente trabajado. ⁵⁸ Para ver del detalle del calculo ver anexo 1 de la publicación origial: Beltrán, A., & Lavado, P. (2014). El impacto del uso del tiempo de las mujeres en el Perú: un recurso escaso y poco valorado en la economía nacional. Lima: Instituto Nacional de Estadística e Informática (INEI), Movimiento Manuela Ramos y Pontificia Universidad Católica del Perú (PUCP). ⁵⁹ Para ver procedemiento detallado revisar anexo 2 de la publicación original: Beltrán, A., & Lavado, P. (2014). El impacto del uso del tiempo de las mujeres en el Perú: un recurso escaso y poco valorado en la economía nacional. Lima: Instituto Nacional de Estadística e Informática (INEI),
Movimiento Manuela Ramos y Pontificia Universidad Católica del Perú (PUCP). ⁶⁰ Para el caso peruano, se consideran como «personas alrededor de la línea de pobreza» a aquellas personas cuyos ingresos son mayores a -0.05 desviación estándar de la línea de pobreza oficial y menores a +0.05 desviación estándar de la misma línea. ⁶¹ Ver anexo 1 de la publicación origial: Beltrán, A., & Lavado, P. (2014). El impacto del uso del tiempo de las mujeres en el Perú: un recurso escaso y poco valorado en la economía nacional . Lima: Instituto Nacional de Estadística e Informática (INEI), Movimiento Manuela Ramos y Pontificia Universidad Católica del Perú (PUCP). ⁶² Este cálculo considera la remuneración total que percibe una trabajadora del hogar, tanto en términos monetarios como no monetarios (alimentación y vivienda, por ejemplo). Como ejercicio adicional, se calculó la pobreza LIMTIP usando como valor de la hora el costo de reemplazo generalizado sin corregir, estimado por Beltrán y Lavado (2013), que solo considera la remuneración monetaria: 2.18 nuevos soles. Con este, la pobreza LIMTIP es 40,14% y la pobreza oculta es 9,08%, similar a la pobreza oculta mexicana. III. No sobre nuestras espaldas: algunas soluciones Repensando los cuidados en un contexto de desarrollo: una introducción ⁶³ Shahra Razavi Introducción En décadas recientes, la restructuración de sistemas de producción a escala global, y las recurrentes crisis financieras y económicas a las cuales son propensas las economías liberalizadas han recibido considerable atención desde una orientación tanto académica como de políticas. Aunque el hecho no capturó las portadas de The Wall Street Journal , se ha hablado mucho sobre los trastornos sociales asociados con la preeminencia de la agenda neoliberal —evocando el análisis planteado por Polanyi (1957) del «desestablecimiento» de los mercados respecto a lo que fueron las prioridades sociales en la Europa de los siglos XVIII y XIX (Beneria, 1999; Standing, 1999)—. Una antigua crítica originada en respuesta a las medidas de estabilización y ajustes de la década de 1980 provenía de las feministas, quienes señalaban el cada vez más intenso trabajo de las mujeres como «amortiguadores» de último recurso (Elson, 2002). Aunque periódicamente los banqueros y gobiernos se han ocupado de cómo responder a las crisis financieras, incluido el más reciente episodio ocurrido en Wall Street, otros han expresado preocupación respecto a las repercusiones de largo plazo para la reproducción social (Bezanson & Luxton, 2006) ⁶⁴ . De hecho, en este contexto resulta tentador pensar en una crisis generalizada de la reproducción social, o en una «crisis de los cuidados» ⁶⁵ , tal como algunos la han enmarcado (Beneria, 2008).
Sin embargo, tal como lo muestran los aportes a este número especial, incluso si la crisis de los cuidados es global, esta dista de ser homogénea. Más aún, los esquemas de cuidados en los países en desarrollo no han merecido el mismo nivel de escrutinio que aquellos en países más industrializados —brecha que el presente conjunto de trabajos se propone abordar—. Por consiguiente, nuestra evaluación de los sistemas de cuidados y de las respuestas en función de políticas públicas se concentra principalmente en estos contextos infraanalizados en África, Asia y América Latina. El ingreso de las mujeres a la fuerza laboral remunerada —una tendencia virtualmente global ⁶⁶ — puede haber reducido el tiempo disponible hasta ese momento para la provisión no remunerada de cuidados. Pero ello ha ocurrido junto con muchos otros cambios, algunos de los cuales pueden haber intensificado las cargas de cuidados, mientras que otros pueden haber tenido un impacto más favorable sobre la capacidad de las familias para satisfacer estas necesidades. Un ejemplo claro del primer caso consiste en la presión que la pandemia del VIH/SIDA implica para los familiares que les brindan cuidados, especialmente en África Austral donde las tasas de prevalencia son altas y los sistemas de salud se encuentran bajo una enorme presión (Budlender & Lund, 2011). También se encuentran bajo presión los sistemas de atención en los que las familias están reconstituidas por la migración, sea esta interna o transfronteriza. En China, debido al sistema de registro residencial ( hukou ) y los derechos de uso de tierras, la migración sigue siendo temporal y resulta en una significativa población que «queda rezagada». Cook y Dong (2011) citan estimados que sugieren que cerca de una tercera parte de los niños rurales son «dejados atrás», ya sea viviendo con solo uno de los padres (mayormente con la madre) o con abuelos u otros parientes. Ello coincide con la creciente literatura sobre «familias transnacionales», también abordada en el aporte de Yeates (2011), que visibiliza los déficits respecto a cuidados que experimentan los menores en países periféricos de donde provienen los migrantes, como el caso de Filipinas, mientras las madres van a otras partes del mundo en busca de empleo remunerado (Ehrenreich & Hochschild, 2003; Parrenas, 2005). Estos son evidentemente los costos ocultos de la migración que no son fáciles de captar, no solo aquellos implicados en la desarticulación de familias sino también costos psicológicos (Beneria, 2008). Es importante, sin embargo, no asumir que los esquemas familiares «anormales» resultan necesariamente en un déficit de cuidados ⁶⁷ . La creciente prevalencia de familias con niños pequeños mantenidos por mujeres que deben arreglárselas para obtener un ingreso económico y para prodigarles cuidados, ya sea en Uruguay (Filgueira, Gutiérrez, & Papadopulos, 2011) o en Sudáfrica (Budlender & Lund, 2011), presenta aun otro escenario en el que la exigencia sobre el tiempo de las mujeres es inmensa. Es también entre este grupo de familias mayormente de bajos ingresos donde sigue siendo limitado el acceso a servicios de cuidados, ya sean públicos o provistos por el mercado. Nuevamente, es importante no asumir que los menores de estas familias están necesariamente más desfavorecidos, en términos nutricionales, por ejemplo, que aquellos de
familias en las que ambos padres están presentes (Moore, 1994). No obstante, con el paso del tiempo existe la tendencia hacia lo que Chant (2010) ha llamado «la feminización de la responsabilidad u obligación», mediante la cual las mujeres con hijos pequeños están teniendo que asumir una cada vez mayor responsabilidad por satisfacer las necesidades de la familia, con escaso o nulo apoyo de los varones que son padres de sus hijos. Las últimas dos décadas, sin embargo, han sido testigos de una rápida disminución de la fertilidad en muchas partes del mundo desarrollado (lo cual puede suponer menos hijos y menos tiempo dedicado a su cuidado) ⁶⁸ ; la cada vez mayor disponibilidad (aunque en índices que distan de ser adecuados) de servicios como agua potable, electricidad y tecnología doméstica para ahorrar tiempo; y tasas cada vez mayores de niños en los niveles educativos primario y —en menor grado— preescolar, y guardería. Tomados en conjunto, estos acontecimientos bien pueden haber reducido la monotonía del trabajo doméstico entre ciertos grupos sociales, y desplazado al menos una pequeña parte del cuidado a instituciones ajenas a la familia. Por ello, no resulta claro que la necesidad general de cuidado no remunerado se haya incrementado en todos los lugares a través del tiempo, aunque ciertamente ha sido así en algunos contextos y para ciertos grupos. Aunque el momento presente puede no estar marcado necesariamente por una crisis generalizada de los cuidados, tal como lo hemos sugerido hasta este momento, sí existe algo nuevo respecto a la coyuntura actual. Los cuidados están surgiendo, o emergiendo, como un tema legítimo de debate público y de desarrollo de políticas en las agendas tanto de quienes formulan esas reivindicaciones —ya sea mediante el activismo de movimientos sociales o la incidencia de ONG—, como de muchos gobiernos, no solo en países altamente industrializados sino también en aquellos en vías de desarrollo ⁶⁹ . Los aportes en la edición especial de la revista Development and Change presentan una primera apreciación de las diferencias y similitudes en estas tendencias mediante una serie de países en vías de desarrollo, y de las maneras en que las dinámicas del cuidado están interconectadas a través de los países en desarrollo y los desarrollados. ¿Cómo explicar este cambio —la irrupción del cuidado en la agenda pública/ de políticas—? Muchos sostendrían que el período de repliegue y retraimiento del Estado que marcó la década de 1980 fue reemplazado en la década de 1990 por una reorientación del pensamiento convencional, con el desplazamiento al «Consenso post-Washington». Ello conllevó un tácito reconocimiento, al menos por parte de las instituciones financieras internacionales, de que la gobernanza efectiva no consistía simplemente en la contracción del Estado ⁷⁰ . También había una disposición a reconocer la necesidad del gasto social —replanteado cada vez más como «inversión social» ⁷¹ (Jenson, 2010; Jenson & Saint Martin, 2006)— para que la agenda de liberalización no se desvíe. En el contexto de un entorno más propicio de ideas, las agencias regionales y globales de desarrollo invocaron políticas sociales que pudieran restaurar el tejido social «a través de la activación de una mayor participación, más redes “a escala comunitaria” y vínculos de solidaridad social» (Molyneux, 2002, p. 173), y agencias como Celac, OCDE, Unicef y el Banco Mundial propugnaron tanto programas de transferencias
monetarias condicionadas como servicios de educación inicial y de cuidado de niños (Bedford, 2007; Mahon, 2010) ⁷² . Tal como resulta evidente a partir de los aportes presentados en el número especial de la revista Development and Change , estos pronunciamientos sobre políticas globales han sido recogidos con entusiasmo en varios países de América Latina donde los gobiernos han desarrollado políticas sociales para abordar las necesidades de niños, de mujeres y de la familia a través de innovaciones en políticas relacionadas con los cuidados. Estas innovaciones han incluido programas de transferencias monetarias condicionadas, distintas modalidades para expandir la disponibilidad de servicios de educación inicial y de guardería, y la introducción de abonos en planes de jubilación por la crianza de los hijos. Se sospecha que más allá de los desplazamientos de ideas asociadas con el enfoque de inversión social que han tenido particular aceptación en esta región (Jenson, 2010), también ha habido cierto efecto de contagio o «desborde» a través de los países (bajo la forma de «prácticas óptimas» y similares). Representativos de una nueva ola de políticas sociales y basados en esquemas pioneros en Brasil (Bolsa Familia) y México (Oportunidades), programas de transferencias monetarias condicionadas, dirigidos mayormente a madres, fueron puestos a prueba o institucionalizados en al menos 15 países en América Latina. Más adelante volveremos a ocuparnos de algunas de las implicancias de género de estos programas. Menos resaltado, pero no por eso menos significativo resulta el grado de experimentación en políticas y desarrollo de programas para el cuidado infantil —históricamente un área prioritaria en cuanto a incidencia de movimientos de mujeres a escala nacional—. Dada la eficacia cada vez menor de los sistemas estratificados de seguridad social en América Latina, ha habido escasos intentos para implementar o expandir el ámbito de legislación previa que había convertido el cuidado infantil en un derecho para madres con empleo formal (Mahon, 2011). En lugar de ello, los Estados de la región han tomado medidas significativas para expandir modalidades de educación inicial y cuidado infantil tanto formales como no-formales o «comunitarias». Este aspecto es cubierto en cierto detalle por varios aportes a la edición de la revista Development and Change , principalmente en el estudio comparativo sobre Chile y México (Staab & Gerhard, 2011), y en los análisis de países individuales correspondientes a Argentina (Faur, 2011) y Nicaragua (Martínez Franzoni & Voorend, 2011). Las políticas sociales que responden a las necesidades de cuidados han estado también en el centro del debate público y la experimentación de políticas en Corea del Sur y Sudáfrica, dinamizadas y facilitadas por procesos de democratización. En Corea del Sur, una combinación de motivaciones tanto «progresistas como pragmáticas», como una declarada preocupación por la igualdad de género e inquietudes sobre las bajísimas tasas de fertilidad, acompañadas por una desaceleración económica, han catalizado una respuesta relativamente importante del Estado en un período breve de tiempo (Peng, 2011). También ha sido notable, tratándose de un país en vías de desarrollo, el nivel de provisión social estatal en Sudáfrica desde el fin del régimen del apartheid (Budlender & Lund, 2011). Las respuestas del Estado parecen haberse desencadenado, al menos en parte,
debido a la trágica escala de la pandemia del SIDA, combinada con el legado histórico de la conmoción que produce en las familias y los altos niveles de desempleo estructural. Otro factor desencadenante crítico viene dado por las grandes expectativas de que el Estado pos- apartheid abordaría las injusticias del pasado, especialmente en un contexto en el que las políticas macroeconómicas se han mantenido bastante ortodoxas, y han sido incapaces de resolver el desempleo. Sin embargo, las necesidades de cuidados no se han «desligado de lo doméstico» de manera uniforme (Fraser, 1987, p. 116) y pasado a la agenda pública. Las débiles respuestas en cuanto a políticas en los contextos altamente diversos de Nicaragua, China e India son un importante recordatorio de las múltiples fuerzas e impedimentos estructurales que obstaculizan el camino para que los cuidados se conviertan en una legítima inquietud de políticas públicas. China, y en grado mucho menor Nicaragua, comparten una historia (aunque una historia breve en el caso de Nicaragua) de socializar las necesidades de cuidados a través de sus proyectos estatales-socialistas. El rechazo de dicho modelo por parte de las fuerzas promercado —ya sea de tipo heterodoxo (en el caso de China) o neoliberal— ha llevado a la «reprivatización» (Haney, 2003) de los cuidados. De hecho, el estudio comparativo realizado sobre la familia en Europa Oriental postsocialista muestra cómo «lo familiar» fue desplegado para apoyar la reforma del Estado en relación con la vida social y, a menudo, el repliegue del primero con respecto a aquella (Haney & Pollard, 2003) ⁷³ . Mientras tanto, en la India, sólidas nociones de «familismo» que apuntalan el discurso y las políticas del Estado han supuesto serios límites a la disposición del Estado a considerar la idea de que la provisión de cuidados podría convertirse siquiera parcialmente en una responsabilidad pública (Palriwala & Neetha, 2011). La mayoría de los aportes a este número especial brindan análisis basados en países sobre la economía social del cuidado y sobre acontecimientos relevantes de políticas. Como tales, los aportes están anclados en el nacionalismo metodológico —una característica que comparten con el análisis de políticas sociales, siguiendo el enfoque del régimen benefactor—. Con ello no se quiere sugerir que las políticas sean necesariamente ciegas a las fuerzas globales, ya sea en la forma del personal a cargo del cuidado (enfermeras, empleadas domésticas) que migra hacia y de fuera del país, o en el papel de los factores de ideas globales para enmarcar opciones de políticas nacionales, o de hecho el mucho menos sutil papel de las entidades donantes para dictar «condiciones de políticas» referidas a préstamos macroeconómicos o el modelamiento de programas sociales. Pero su enfoque se centra en los procesos a nivel nacional: las dinámicas institucionales de la provisión de cuidados, su carácter de género/clase/raza, su intersección con procesos de políticas, y sus interacciones con tendencias más amplias de diferenciación y polarización sociales. Si se toma un enfoque metodológico diferente —uno que privilegia las «redes de relaciones socioeconómicas que atraviesan fronteras»—, el aporte de Yeates analiza los diversos contornos de la transnacionalización de los cuidados en la era contemporánea. Al colocar los cuidados en un contexto global, la autora analiza las conexiones entre procesos de políticas internas
y lo que pasa en otros países, entre la migración interna y transnacional, y el impacto de las políticas de países desarrollados (por ejemplo, estrategias de reclutamiento internacional) sobre los países en vías de desarrollo. Al hacerlo así, la autora lleva al lector más allá del trillado tema de la migración del trabajador encargado de brindar cuidados. Lo que su aporte ilustra no es solo una faceta de restructuración económica y social que las bibliografías convencionales tienden a pasar por alto —la «economía invisible» o la «otra economía», como la llama Donath (2000)—, sino también las maneras en que las relaciones y prácticas sociales de servicios sociales y cuidados están siendo «extendidas» a lo largo de amplias distancias y a través de las fronteras nacionales. Incluimos este aporte con la esperanza de fomentar el diálogo entre estas perspectivas metodológicamente divergentes. El resto de este artículo introductorio está estructurado de la siguiente manera: la primera sección brinda antecedentes generales para la edición especial, y explica la selección de países e hipótesis de trabajo. Luego, vuelca su atención a la familia como la principal institución para la definición y mediación de las tareas concretas de los cuidados, y su naturaleza teñida de género. Sin embargo, tal como lo muestra la sección subsiguiente, debemos evitar considerar a la familia como el «gueto de los cuidados» (Daly, 2009). La noción de una «combinación de cuidados» (Daly & Lewis, 2000) o la del «diamante del cuidado» (Razavi, 2007) han sido utilizadas para visibilizar la diversidad de estrategias, instituciones y prácticas para la provisión de cuidados ⁷⁴ . Más aún, lo que está al interior de las familias no es herméticamente impermeable ante los acontecimientos que ocurren en el contexto más amplio. Procesos de cambio económico y social, así como avances en las políticas, juegan un papel clave en cómo se definen las necesidades de cuidados, a quién se considera en necesidad de estos, y cómo se satisfarán estas necesidades. La sección de conclusiones reflexiona sobre la política de los cuidados, y lo que el análisis de los cuidados en los países en vías de desarrollo puede revelar sobre este fenómeno en los países desarrollados. Acerca de la edicición de la revista Development and Change Se asume con frecuencia que las políticas referidas a los cuidados constituyen un acontecimiento relativamente tardío en la arquitectura de servicios sociales de un país. Daly y Lewis (2000), por ejemplo, sostienen que las políticas de los cuidados brindan un punto de entrada provechoso para analizar el cambio en el Estado benefactor, y Daly (2011) sostiene que las políticas referidas a la vida familiar son uno de los campos más activos de reforma de políticas sociales en Europa. Del mismo modo, Morel (2007) considera las políticas de los cuidados como parte integral de la actual restructuración del Estado benefactor, una restructuración que conlleva tanto un replanteamiento de las relaciones generales entre familia, mercado y Estado, como una transformación de las relaciones y normas de género. ¿Dónde deja ello a los países en vías de desarrollo (evidentemente un grupo heterogéneo)? ¿Existe un patrón de evolución en el desarrollo de políticas sociales, mediante el cual las políticas de los cuidados aparecen en una etapa relativamente avanzada de desarrollo del Estado benefactor? Si este
fuera el caso, entonces los países en vías de desarrollo con políticas sociales emergentes deberían esperar cierto tiempo para que el cuidado se convierta en un campo activo de experimentación en políticas. Sin embargo, la evidencia proveniente de otros dominios de políticas sugiere que los países pueden dar grandes saltos, y que puede producirse un aprendizaje institucional (Mkandawire, 2001). Contemplando la relación entre la industrialización tardía y el desarrollo de los beneficios sociales, Pierson (1998) por ejemplo señala que después de 1923 hubo una tendencia para que los «retoños tardíos» desarrollen instituciones de Estado benefactor en etapas iniciales de su propio desarrollo individual y bajo términos de cobertura más amplios que los países pioneros. El autor también señala que, en general, «mientras mayor y más arraigado se vuelve un Estado benefactor, más difícil se hace cambiar... El avance hacia políticas sociales activas es más sencillo donde hay menos [personas] con un interés inmediato en el mantenimiento de la inercia» (Pierson, 2004, p. 15). Por más alentador que ello suene, hay una serie de factores que probablemente resultarán importantes, si no decisivos, para modelar la capacidad de un país para responder efectivamente a necesidades de cuidados. Aunque no es en sí mismo un factor determinante, la disponibilidad de recursos a escala nacional siempre afectará la prestación de servicios, infraestructura y transferencias/subsidios por parte del Estado que pueden facilitar la provisión de cuidados. No obstante, la conversión de recursos a precondiciones para el cuidado estará mediada por factores históricos y coyunturales específicos, incluidos tanto los políticos como aquellos referidos a las ideas. En el frente político, aunque la presencia de grupos de interés en favor de la igualdad de género dentro tanto del Estado como de la sociedad civil pueden ayudar a convertir los temas de cuidados en preocupaciones de las políticas públicas, no es probable que ello baste para provocar respuestas de políticas. Los temas de igualdad de género que incluyen una dimensión redistributiva, como la provisión de servicios públicos de cuidados, invocan cuestiones de desigualdad tanto socioeconómica como de género, y pueden por ello ser modelados por patrones de política de clase, como el poder de los partidos de izquierda o de los sindicatos (Htun & Weldon, 2010; Huber & Stephens, 2001). Sin embargo, la respuesta del Estado a las necesidades de cuidados también puede asumir una forma más vertical, impulsada por elites políticas y tecnócratas, y apuntalada por motivaciones más instrumentalistas o «productivistas», como la de desarrollar «capital humano», generar empleo en el sector de servicios y asegurar la «cohesión familiar». También puede ser impulsada por inquietudes más mundanas como la de parecer más «modernos» o realzar la legitimidad del Estado ante audiencias tanto domésticas como internacionales. Lo que vemos surgiendo de los aportes a la edición de la revista Development and Change no son procesos lineales de gestión de políticas, sino una imagen más caótica demarcada por movimientos tanto horizontales que indican aprendizajes/préstamos institucionales, como por la derogación de políticas y el desorden institucional. Aparte del requisito de tener una encuesta sobre uso de tiempo, los países del proyecto United Nations Research Institute for Social Development (UNRISD) fueron seleccionados intencionalmente de tres diferentes
regiones para incluir un país con un sistema de beneficios relativamente más desarrollado (por ejemplo, Corea, Argentina, Sudáfrica), y uno que fuese considerado rezagado en cuanto a servicios sociales (por ejemplo, India, Nicaragua, Tanzania) en cada región ⁷⁵ . El propósito era contar con una máxima variación en términos de gestión de políticas sociales para apreciar cierto desarrollo de políticas en el área del cuidado, y para captar cierta variación en las respuestas de políticas al cuidado. Aunque los proyectos se proponían incluir avances en políticas respecto a diferentes grupos de receptores de cuidados (niños pequeños, personas con enfermedades/discapacidades severas, ancianos en condición delicada), a escala de país los investigadores se concentraron en áreas de cuidados en las que se estaban produciendo los avances más significativos en cuanto a políticas. El cuidado infantil, como resulta evidente a partir de los aportes a la edición de la revista Development and Change , resultó ser un área significativa de experimentación en políticas a través de todos los países incluidos en el proyecto, mientras que el cuidado de personas viviendo con VIH/SIDA se convirtió en un foco de investigación en los estudios de caso en Sudáfrica (Budlender & Lund, 2011) y en Tanzania (Meena, 2010). El cuidado de personas ancianas es un área descuidada en los países incluidos aquí (con excepción de Corea del Sur y China). Los debates de políticas sobre la población que envejece a menudo se concentran en temas financieros, como las pensiones. Mientras tanto, a menudo se pasa por alto la necesidad de contar con apoyo práctico para realizar actividades cotidianas y la demanda de cuidados físicos de largo plazo. Estos son ahora temas urgentes que requieren atención de políticas en muchos países de ingresos medios (pero quizá menos en aquellos países donde las poblaciones están sesgadas hacia los jóvenes). El artículo sobre Uruguay en particular visibiliza la urgente necesidad de desarrollar casi desde cero un sistema para el cuidado de personas ancianas, en un contexto en el que el grupo etario de 75 años a más, el cual es más propenso a la discapacidad, crece cada vez más. China también ha presenciado interesantes desplazamientos demográficos: aunque desde 1990 hasta 2006 disminuyó agudamente la proporción de su población entre 0 y 14 años respecto a la población en edad de trabajar (de 41,5% a 27,4%), se incrementó la tasa del grupo de 75 años de edad a más con respecto a la población en edad de trabajar (de 2,5% a 4,7%). En este contexto, es particularmente aguda la carga del cuidado a personas ancianas como consecuencia de la «política de un hijo por familia» (aunque esta no se implementó en áreas rurales). Pese a las diversas trayectorias, la periodización y la autoría de los paquetes de reforma económica, todos los países en nuestra muestra han presenciado la promoción y consolidación de un derrotero de desarrollo liderado por el mercado, aunque con notables variaciones en los esquemas específicos seguidos. Estas reformas han estado marcadas por crecientes niveles de desigualdad en el ingreso casi en todos los países, y por niveles de pobreza que han persistido en algunos contextos. Los aportes a la edición especial de la revista Development and Change tienen un interés particular en cómo han surgido y evolucionado las políticas sociales sobre provisión de cuidados, y cómo están cambiando conforme a las condiciones políticas y sociales modificadas. El trasfondo está dado por la tensión entre patrones de desarrollo económico que son mayormente excluyentes y polarizantes, y
procesos de cambio social y familiar que plantean nuevos riesgos y exigencias. Muchas de las tensiones se están abordando (aunque no se están resolviendo) en el caótico campo de la formulación e implementación de políticas sociales, en el que las elites de las políticas (a veces en combinación con actores externos) interpretan, apaciguan, desvían o trastocan las «necesidades» articuladas. Las «necesidades» son siempre interpretadas a través de las formas existentes de distribución del poder político de modo que quienes son los más marginales tienen la menor probabilidad de que sus «necesidades» sean reconocidas (Fraser, 1987). La desigualdad en los cuidados refuerza a su vez la inequidad (Tronto, 2006). Disfrazado bajo distintas consignas —reducción de la pobreza, protección social o participación comunitaria—, se ha puesto en marcha un amplio rango de programas sociales para abordar las necesidades de los más desfavorecidos, sin abandonar sin embargo los fundamentos neoliberales centrados en la liberalización económica y en un Estado ágil que facilita la integración de las personas al mercado. Familias y la provisión no remunerada de cuidados Las familias son evidentemente pieza central de los regímenes de beneficios sociales en muchos países en vías de desarrollo, al igual que en otros países. De hecho, una de las críticas iniciales dirigidas a la obra The three worlds of welfare capitalism [ Los tres mundos del capitalismo benefactor ], de Esping-Andersen (1990), fue su omisión de la familia y del trabajo no remunerado de las mujeres como importantes aportantes al bienestar de la sociedad (Lewis, 1992). Casi una década después de la publicación de su estudio clásico, Gøsta Esping-Andersen (1999: 11) explicó su omisión en términos de «la ceguera de virtualmente toda la economía política comparativa respecto al mundo de las familias. Esta está, y siempre ha estado, desmesuradamente macroorientada» (¡y sin consideración al género!). En su trabajo más reciente, el autor sostiene enfáticamente que la revolución en cuanto a demografía y comportamiento de las familias, encabezada por la adopción por parte de las mujeres de la independencia personal y de una vida dedicada a la carrera profesional, ha desencadenado la proliferación de arreglos nuevos y menos estables para los hogares y las familias, los cuales a su vez exigen un nuevo Estado benefactor (EspingAndersen, 2009). Similar postura han adoptado varios otros analistas del Estado benefactor, quienes distinguen entre «viejos» y «nuevos» riesgos sociales y postulan la adaptación de los Estados benefactores a estos últimos (Bonoli, 2006) ⁷⁶ . Ello tiene eco en el enfoque asumido por Filgueira, Gutiérrez y Papadópolus (2011), en su análisis sobre servicios sociales, cuidados y género en Uruguay, el cual subraya que el incumplimiento con adaptarse a las nuevas condiciones sociales es aún más devastador en países de ingresos medios como Uruguay que están marcados por muy altos niveles de desigualdad. En los contextos de los cuales nos ocupamos, los arreglos en los hogares y las familias son heterogéneos e inestables, y tampoco pueden satisfacer sus necesidades de bienestar sin apoyo de otros sectores de la economía. Mucho más insidiosas han sido, sin embargo, las fuerzas que apuntalan el cambio, asociadas más con persistentes crisis económicas y modelos asimétricos de desarrollo, y menos con la adopción por parte de las mujeres de su
independencia personal y dedicación a sus carreras, tal como lo expresa Esping-Andersen (respecto a Europa). El trabajo sobre regímenes benefactores en América Latina ha enfatizado el punto, omitido en muchos análisis y teorías de regímenes benefactores llevados a cabo tanto por feministas como por no feministas, de que la forma nuclear de la familia heterosexual puede no constituir la norma en todas partes, y ha tratado de integrar en tal análisis formas más complejas de familia (Martínez-Franzoni, 2008). En países como Nicaragua, India y Sudáfrica, una proporción significativa de familias son complejas y extendidas, y un número sustancial de menores siguen creciendo con adultos que no son sus padres, quienes posiblemente comparten entre sí el cuidado infantil y otras funciones de cuidados. Incluso en Corea del Sur, donde la economía ha atravesado por una transformación estructural masiva, altos niveles de cohabitación entre personas ancianas y sus hijos adultos permiten que miembros de familias multigeneracionales compartan la vivienda, acumulen recursos e intercambien servicios de cuidado infantil y de personas ancianas. En muchos de estos contextos, las familias y las extensas redes de parentesco siguen siendo importantes recursos culturales y de supervivencia. Analistas feministas de políticas sociales de ninguna manera postulan un concepto de personas como seres atomizados y autónomos. Sin embargo, incluso las formas limitadas de «desfamiliación» que han sido propuestas (por ejemplo, la capacidad de las mujeres para mantener un estándar socialmente aceptable de vida independientemente de la familia) son difíciles de aplicar en contextos en los que la familia y las redes de parentesco siguen siendo importantes para los medios de subsistencia y la seguridad de las personas, y en los que la provisión de seguridad social no familiar es débil (Hassim & Razavi, 2006). Este tipo de incrustamiento social no solo es una fuente primaria de identidad, sino que también estructura los derechos de las mujeres al ofrecerles cierto acceso a recursos como la tierra, la vivienda y el cuidado infantil, aunque únicamente como consecuencia de su estatus conyugal o maternal. En medio de la crisis económica, cuando los empleos desaparecen y se erosiona la escasa provisión estatal que existe, estas redes asumen un papel aún más crítico. En el contexto de crisis recurrentes en América Latina durante las décadas de 1980 y 1990, la proporción de familias extendidas se incrementó en algunos países como respuesta a las privaciones económicas que experimentaban los sectores de bajos ingresos y como un mecanismo para acumular recursos y satisfacer necesidades como la vivienda (Jelin & Díaz-Muñoz, 2003). Igualmente, estrategias familiares como la tendencia a que las mujeres asuman trabajos remunerados, la emigración de miembros jóvenes y físicamente aptos de la familia, o la acumulación e intercambio de recursos a través de redes extensas de parentesco pueden cambiar, a veces muy rápidamente, en respuesta al contexto más amplio dentro del cual están incrustadas estas redes (Cerrutti, 2000; González de la Rocha, 1988). Ello subraya el argumento crítico de que la familia no es una institución aislada (Jelin & Díaz-Muñoz, 2003). Tampoco es autónoma. Las unidades domésticas, cualquiera sea su composición y forma, están arraigadas en redes sociales que brindan apoyo y solidaridad, a veces a través de las fronteras nacionales, y están asimismo conectadas con la economía política más amplia mediante el flujo de bienes y servicios (Moore, 1994). Sin embargo, aunque los hogares y familias juegan un papel
crucial en la protección y reproducción sociales, la naturaleza extendida de las crisis económicas en muchos países en vías de desarrollo, así como los cambios estructurales asociados con la migración y el VIH/SIDA, pueden haber agotado las redes de solidaridad de parentesco (Therborn, 2004, p. 180). Otra característica ejemplificada por varios países en nuestra muestra, particularmente Sudáfrica, Uruguay y Nicaragua, es la relativamente alta incidencia de hogares con menores que son mantenidos primordialmente por mujeres (mayormente madres y abuelas) sin apoyo de varones. Tal como lo muestra la evidencia de Uruguay, la presencia de estas familias es particularmente alta (cerca del 21%) entre los estratos de bajos ingresos — más del doble de la proporción encontrada en grupos de ingresos más altos —. Cuando se emplea la raza como sustituto de la clase social, puede encontrarse un patrón similar en Argentina, y también en Sudáfrica. En la formación de estas familias pueden existir ciertas ventajas para las mujeres, en términos de mayor poder para la toma de decisiones, libertad respecto a la violencia, o mayor control sobre bienes patrimoniales (Chant, 2008). Se trata sin embargo de una elección forzada que deja a las madres en la difícil posición de tener que ganar un sustento y brindar cuidados a sus dependientes, en un contexto en el que las oportunidades para obtener un ingreso son limitadas y en el que las redes familiares ya se encuentran bajo presión. Una cruda ilustración de cómo los procesos políticos y económicos más amplios modelan y trastocan a las familias proviene del artículo sobre Sudáfrica. El legado de la dominación colonial y del apartheid /capitalismo racial ha dejado aquí una profunda huella en las estructuras familiares y las relaciones de género, con importantes implicancias para la organización de los cuidados. El sistema de trabajo migrante, el cual estaba más formalizado en la industria minera del país ⁷⁷ , extraía en términos efectivos a los hombres de sus familias durante la mayor parte del año mientras estos trabajaban en las minas y vivían en barracones exclusivamente para varones. Las mujeres y los menores estaban mayormente restringidos a vivir de la agricultura de subsistencia en regiones del interior cada vez más pobres. Como es bien sabido, las rutas de migración de estas minas y de proyectos coloniales de construcción también se convirtieron en trayectos para la difusión de enfermedades venéreas y más recientemente del SIDA (Caldwell, Caldwell, & Orobuloye, 1992). Budlender y Lund sugieren que estos patrones son todavía visibles 15 años después del fin del apartheid : la mayoría de los menores aún viven aparte de sus padres biológicos. En 2005, solo el 35% de los niños (0-17 años de edad) vivían con ambos padres biológicos, mientras que el 39% vivían con sus madres, pero no con sus padres. En comparación con la mayoría de otros países, los sudafricanos siguen presentando menores tasas de matrimonio y mayores tasas de reproducción fuera del matrimonio. Las mujeres sudafricanas presentan altas probabilidades de terminar siendo responsables por sus hijos, tanto financieramente como en términos de provisión de cuidados.
Asimismo, Budlender y Lund (2011) se resisten a afirmar relación causal alguna entre los patrones de cohabitación y matrimonio, por un lado, y las persistentemente altas tasas de desempleo de varones, por el otro. Sin embargo, en el caso de Botsuana, O’Laughlin (1998, p. 24) ha sostenido que la razón por la cual muchos hombres y mujeres no se casan y establecen un hogar en común «es porque no pueden, y no porque no lo deseen». En el contexto de desempleo estructural de largo plazo —que aflige a la región del África Austral— muchos hombres pobres no forman hogares en absoluto y «desaparecen» en términos efectivos. O’Laughlin sugiere que tanto la pobreza rural como la alta incidencia de hogares mantenidos por mujeres se derivan del modelo dominante de acumulación en la región que sigue siendo excluyente y polarizante. Más allá de la economía política, «la familia» también encarna fuertes dimensiones ideológicas y normativas o un imaginario social que define los derechos y responsabilidades de sus miembros, e identifica quién debe proporcionar los cuidados, así como quiénes son sus legítimos receptores, y cuál es la mejor ubicación para tal provisión. A través del amplio rango de países incluidos en esta muestra, independientemente de las tradiciones culturales y religiosas, y de configuraciones políticas y variaciones socioeconómicas, las tareas reales del cuidado son definidas como responsabilidades familiares y, al interior de las familias, como deberes femeninos/maternales por excelencia. En China, el cuidado de las personas ancianas por parte de la familia está incluso refrendado por diversas leyes y por la Constitución, y es un delito que un hijo adulto se niegue a prestar asistencia a un pariente anciano de la familia (Cook & Dong, 2011). Sin embargo, en la mayoría de las sociedades las mujeres tienden a experimentar presiones más fuertes que los hombres para encargarse de los cuidados, pues muy a menudo la experiencia del cuidado es el medio a través del cual ellas son «aceptadas en el mundo social, y sienten que pertenecen a este» (Graham, 1983, citado en Giullari & Lewis, 2005, p. 11). Las desigualdades en el trabajo de provisión no remunerada de cuidados —trabajo doméstico no pagado, cuidado de personas y trabajo «voluntario»— son capturadas en los datos de la encuesta sobre uso de tiempo, mencionados en muchos de los artículos del número especial de la revista Development and Change ⁷⁸ . No debe sorprender a nadie que en todos los países las horas de trabajo pagado de las mujeres sean menos que las de los hombres, mientras que los hombres aportan menos tiempo al trabajo no remunerado de cuidados. En seis países de nuestra muestra principal (la India, Corea del Sur, Sudáfrica, Tanzania, Nicaragua y Argentina) el tiempo promedio utilizado por las mujeres en trabajo no remunerado de cuidados era más del doble del tiempo empleado por los hombres (Budlender, 2008b). Cuando se combinan el trabajo pagado y el no pagado, las mujeres en los seis países asignan más tiempo a trabajar que los hombres —lo que significa menos tiempo para esparcimiento, educación, participación política y autocuidados—. De esta manera, en general es justo decir que la «pobreza de tiempo» es más prevalente entre mujeres que entre hombres. Pero esta declaración se refiere a promedios calculados a través de la población. De hecho, los patrones de distribución para mujeres y hombres son muy diferentes, con baja variabilidad entre los hombres (es
decir, los hombres parecen cumplir un volumen consistentemente bajo de trabajo no remunerado de cuidados) y una alta variabilidad entre las mujeres (algunas hacen significativamente más trabajo no remunerado de cuidados que otras). Como consecuencia de ello, hay un notable nivel de desigualdad intragrupal entre las mujeres. La edad, el género, el estado civil, el ingreso/la clase, la raza/casta, y la presencia de hijos pequeños en el hogar son algunos de los factores que influencian la variación en el tiempo que las personas dedican a trabajo no remunerado de cuidados. En todos los países, ser varón tiende a resultar en hacer menos trabajo no remunerado de cuidados. En cuanto a la edad de quien brinda los cuidados, el patrón común es un incremento inicial con la edad respecto al volumen de trabajo no pagado de cuidados que se realiza, seguido por una disminución de este. Entretanto, el ingreso familiar tiende a presentar una relación inversa con la inversión de tiempo de las mujeres en trabajo no remunerado de cuidados. En otras palabras, en familias de bajos ingresos las mujeres asignan más tiempo a tales tareas que en hogares de altos ingresos, lo que posiblemente refleja menores posibilidades de adquirir tales servicios de cuidados, la ausencia de infraestructura y un mayor tamaño de la familia. Tener un hijo pequeño en la familia tiene un considerable impacto en el volumen de trabajo no remunerado de cuidados que asumen tanto mujeres como hombres ⁷⁹ . Y, sin embargo, pese al constructo del trabajo de cuidados como algo profundamente familiar y maternal, el cuidado no está y nunca ha estado confinado a la familia ni a las relaciones mediadas por esta. Muchas de las tareas íntimas asociadas con el cuidado se escabullen del dominio no remunerado de la familia y se «vuelven públicas» (Anttonen, 2005). Ello ocurre en una variedad de maneras; por ejemplo, cuando las familias recurren a relaciones mediadas por el mercado para acceder a asistencia en la provisión de cuidados, brindada por trabajadoras domésticas o niñeras, o a través del sector público o la provisión de servicios del sector sin fines de lucro. En algunos casos, el «carácter público» del cuidado es directo, por ejemplo, cuando las familias recurren a un asilo de ancianos o guardería públicos para el cuidado de un padre anciano o un hijo pequeño; aquí tanto la localización del cuidado como las relaciones que lo median, así como la fuente de financiamiento, se desplazan parcialmente de la familia. En otras instancias, las familias pueden hacer sus propios arreglos financieros para contratar cuidados brindados en el hogar o en otra ubicación (por ejemplo, en una guardería privada). Las relaciones pueden volverse aún más complejas y borrosas cuando el Estado prefiere entregar apoyo financiero a las familias para brindar cuidado infantil en el hogar ya sea a cargo de uno de los padres o mediante el empleo de un cuidador infantil que trabaja en su domicilio. En este caso, así como en el caso de sistemas de transferencias monetarias ya mencionadas orientadas al cuidado de menores, aunque el Estado asume cierta responsabilidad financiera por el cuidado infantil, «en última instancia es la familia [madre] quien todavía es considerada como la proveedora idónea, aunque no la única, del cuidado de niños pequeños» (Daly, 2011, p. 15) ⁸⁰ . Nociones de familismo ⁸¹ y maternalismo ⁸² resuenan a través de los países cubiertos en el número especial de la revista Development and Change , independientemente de cómo las familias organizan sus tareas concretas de
cuidados. Estos supuestos normativos a menudo son llevados al terreno de las políticas en el que las mujeres/madres son vistas casi por defecto como quienes deben asumir la responsabilidad de cuidar a los demás miembros de la familia. En períodos de cambio acelerado, como es el caso de China con la decreciente influencia de la ideología socialista que otorgaba a hombres y mujeres una igualdad al menos formal, puede ocurrir un resurgimiento de valores patriarcales tradicionales. Al respecto, Cook y Dong (2011) sugieren que las crecientes referencias a la herencia cultural confuciana en círculos de políticas en China no solamente liberan al gobierno de asumir responsabilidad fiscal por la provisión de servicios sociales, sino que también probablemente refuerzan normas tradicionales de género o simplemente dejan desatendidas necesidades de cuidados. Incluso cuando no son las madres u otros miembros de la familia quienes brindan el cuidado —cuando este se desplaza fuera de la familia—, la fuerza laboral tiende a ser predominantemente femenina y quienes la integran a menudo experimentan significativas desventajas salariales ante trabajadores con niveles de habilidad comparables en ocupaciones no relacionadas con la provisión de cuidados (Budig & Misra, 2010; England, Budig, & Folbre, 2002) ⁸³ . Los cuidados parecen estar ampliamente devaluados, no importa dónde se realicen ni quién los brinde, y la baja compensación a menudo es justificada mediante la formulación de ese trabajo como «no especializado» o que conlleva sus propias recompensas. En contraposición a predicciones de que el servicio doméstico remunerado desaparecería con el desarrollo económico, una creciente desigualdad en el ingreso parece haber actuado como una importante fuerza que impulsa el crecimiento de aquel. Por ello, no es sorprendente que el trabajo doméstico remunerado siga siendo una importante fuente de empleo para mujeres pobres en algunos de los rincones más desiguales del mundo, como América Latina y el África Austral. Similarmente, tanto en India como en China, el reciente período de crecimiento económico ha presenciado un incremento en el número de mujeres empleadas en el servicio doméstico, con el surgimiento de una clase media urbana «que emplea sirvientes» como factor de atracción, y la contracción de oportunidades de empleo en áreas rurales como factor de expulsión ⁸⁴ . En el contexto de desigualdades crecientes, también se ha incrementado el movimiento de la fuerza de trabajo doméstico a través de las fronteras, no solo de Sur a Norte, sino también dentro de las regiones del Sur (por ejemplo, del Perú hacia Argentina, de Filipinas hacia Singapur). Cerniéndose sobre el extremo más informal del espectro del mercado laboral, la mayoría de estos trabajadores están excluidos de regulaciones relativas a salario mínimo, máximas horas de trabajo, o aportes obligatorios por parte del empleador. Los cuidados como políticas públicas Tal como lo han remarcado con frecuencia quienes analizan el tema de los cuidados, una de sus complejidades es que atraviesa las fronteras convencionales de las políticas —«de hecho, en la mayoría de los entornos de políticas nacionales no existen políticas para los cuidados como tales» (Daly, 2009)—. Sin embargo, esta misma complejidad también apunta al estatus marginal de los cuidados en el paradigma de desarrollo actualmente
dominante. «¿Puede imaginarse otra actividad humana de importancia central, por ejemplo, la defensa nacional o la infraestructura de transporte, que trate de abarcar tanto y de manera tan desigual a través de las cuatro esquinas del diamante de los cuidados?» (Tronto, 2009). Los buenos cuidados requieren una variedad de recursos. El tiempo es un insumo clave para la provisión de cuidado. Sin embargo, la cuestión del tiempo no puede ser considerada sin la dimensión material/ingreso. Una cosa es ser pobre en cuanto a tiempo y rico en cuanto a ingresos (profesionales de clase media), otra cosa es ser pobre en cuanto a tiempo y pobre en cuanto a ingresos (mujeres que trabajan por un jornal en India rural), y otra cosa aun es ser rico en cuanto a tiempo y pobre en cuanto a ingresos al verse forzado a la inactividad debido a altísimas tasas de desempleo estructural. De allí que la inquietud sobre el tiempo debe ser conectada mucho más firmemente al ingreso y a la pobreza (Elson, octubre de 2005). En la bibliografía sobre regímenes benefactores, las intervenciones relacionadas con cuidados han sido generalmente categorizadas en tres áreas, ocupándose del tiempo (por ejemplo, licencias con goce de haber para brindar cuidados), recursos financieros (por ejemplo, transferencias monetarias) y servicios (por ejemplo, centros preescolares, asilos para ancianos) (Daly, 2001). Aunque la tendencia amplia en Europa favorece respuestas multidimensionales a los cuidados, también revela que el gasto general en políticas sobre familias varía (indicando diferentes grados de compromiso estatal con los cuidados) en consonancia con los énfasis de las políticas. Una de las lecciones clave sobre políticas que surgen de esta evidencia es que el tiempo, el dinero y los servicios son insumos complementarios de las políticas, antes que sustitutos de ellas. Este es un punto importante a tener en cuenta, especialmente en vista del entusiasmo con el cual los donantes han venido incidiendo en favor de programas de transferencias monetarias orientadas al niño/familia en países en vías de desarrollo —aunque dirigidos a realzar las capacidades de los niños o a reducir la pobreza, antes que a facilitar cuidados per se o a reducir la desigualdad de género— sin la suficiente reflexión sobre el papel crítico de los servicios de cuidados ⁸⁵ . Un ingreso decente por los cuidados Una manera de respaldar la provisión de cuidados es mediante subsidios, financiados con fondos públicos, para que el proveedor primario de cuidados pueda dejar temporalmente su trabajo remunerado de tiempo completo. Ello es equivalente a lo que Fraser (1997) ha llamado el «modelo de paridad del proveedor de cuidados». Un problema con este escenario, como la autora lo indica, es que incluso si el sistema de subsidios-más-salario proporciona el equivalente a un salario mínimo básico para alguien que es el sostén de la familia, probablemente creará una «trayectoria de mamá» en cuanto a empleo —un mercado de empleos flexibles y discontinuos de tiempo completo o parcial— (Fraser, 1997, p. 57). Discusiones recientes sobre políticas en Europa respecto a la restructuración de los beneficios sociales han enfatizado la necesidad de la «activación» del mercado laboral, especialmente de las mujeres con hijos pequeños e incluyendo a las madres solas, quienes han tendido a mostrar menores tasas de participación en la fuerza laboral y cierto grado de asistencia financiera sobre la base de su
condición de madres. Es en este contexto que Orloff ha escrito sobre el «adiós al maternalismo» (2005). Otros autores han contemplado lo que el nuevo «modelo de trabajador adulto» puede suponer para la igualdad de género, tanto para el hogar como para el mercado (Daly, 2011; Giullari & Lewis, 2005) ⁸⁶ . En algunos de los países cubiertos en este número especial de la revista Development and Change , los gobiernos no parecen estarse «despidiendo del maternalismo». En el caso de varios países de América Latina que en años recientes han venido experimentando con distintos tipos de programas de transferencias monetarias dirigidos a niños y familias, el análisis feminista sugiere un renacimiento del maternalismo (Molyneux, 2006). Un tema considerado problemático es el requerimiento de que las madres aporten un monto estipulado de horas de trabajo comunitario, en tareas como limpieza de escuelas y centros de salud, además de los compromisos que deben hacer para llevar a sus hijos a chequeos periódicos de salud y participar en talleres sobre salud e higiene (2006), lo cual intensifica la carga de trabajo no remunerado de las mujeres. También se han visibilizado las maneras en las cuales las mujeres en tales programas parecen estar «situadas primordialmente como un medio para asegurar los objetivos del programa; son un «conducto de las políticas», en el sentido de que se espera que los recursos canalizados a través de ellas se traduzcan en crecientes mejoras en el bienestar de los niños y de la familia en su conjunto» (2006, p. 439). Avalando estas inquietudes, el análisis realizado por Faur sobre las políticas sociales en Argentina (2011) sugiere que la invocación a la responsabilidad y compromiso de las madres hacia sus hijos y familias como un requisito para obtener del Estado los recursos mínimos para la subsistencia refleja una perspectiva maternalista tradicional «reetiquetada como criterios modernos de elegibilidad para recibir asistencia social». Los autores de otros artículos de la edición especial de Development and Change no comparten esta posición crítica. Sudáfrica ha sido otro país pionero en la provisión pública de asignaciones de asistencia social para niños, ancianos y una serie de otros grupos sociales. De hecho, es significativa la proporción de hogares que reciben al menos uno de estos subsidios. Al igual que en otros programas de transferencias monetarias, las mujeres predominan entre los beneficiarios: 98% de quienes reciben la Subvención de Manutención Infantil (CSG, por sus siglas en inglés) y 73% de quienes reciben la pensión para personas ancianas son mujeres. La otra característica importante de los subsidios en Sudáfrica es que no están condicionados (aunque sí se verifica la situación económica de los receptores), lo cual se contrapone a la ortodoxia que insiste en condiciones al comportamiento de los beneficiarios ⁸⁷ . Por consiguiente, no es pertinente aquí la inquietud de que las transferencias monetarias condicionadas incrementen la carga no remunerada de cuidados para las mujeres, como lo sugieren los artículos sobre Argentina (Faur, 2011) y Nicaragua (Martínez Franzoni & Voorend) ⁸⁸ . Budlender y Lund (2011) sostienen que estas subvenciones «abultan» los cuidados, especialmente para menores, al sustituir ingresos basados en empleos en un contexto en el que muchos adultos y proveedores primordiales de cuidados están desempleados o se ven desalentados de siquiera buscar empleos. Las autoras también citan evidencia que sugiere que una pensión para personas ancianas puede
facultar a las abuelas a cuidar a sus nietos mientras las mujeres más jóvenes migran en busca de empleos remunerados. Aparte de las problemáticas condiciones, existen múltiples impedimentos para convertir estas transferencias en un beneficio basado en derechos: su débil fundamento legal en muchos países; el hecho de que algunos de estos programas dependen de financiamiento externo de duración desconocida; la verificación de la situación económica de los beneficiarios a menudo adolece de falta de transparencia; conductas abusivas por parte de funcionarios al interior del sistema; y la ausencia de mecanismos automáticos de rectificación ⁸⁹ . Quizá lo más importante es que los desembolsos de la asistencia social idealmente deberían constituir un elemento dentro de un sistema de seguridad social mucho más integral. Ello, no obstante, puede ser para muchos un componente útil como una fuente confiable (aunque pequeña) de ingreso periódico. En otras palabras, no debe desecharse al bebé (la transferencia) con el agua de la bañera (las condiciones). Establecidos a una escala relativamente baja, los desembolsos de la asistencia social por lo general cubren apenas un pequeño porcentaje de los costos de crianza de los hijos (o del cuidado de otros dependientes). De allí que, para bien o para mal, el ingreso para apoyar la provisión de cuidados tendrá que ser al menos parcialmente provisto a través del trabajo remunerado. Sin embargo, en países en vías de desarrollo los mercados laborales tienden a ser tremendamente informales, con vastas implicancias sobre la falta de acceso a la seguridad social y económica para las personas. Países como India y Nicaragua, ya sea que los califiquemos como regímenes benefactores «excluyentes» (Filgueira, 2007) o «informales» (Martínez Franzoni, 2008), se caracterizan por mercados laborales ampliamente informales en los que las medidas de protección social como pensiones y licencias por maternidad/paternidad están mayormente dirigidas al reducido estrato que cuenta con empleo formal (muy a menudo público). Aunque hay una relación inversa entre la informalización de la fuerza laboral y el crecimiento económico (que confirma el carácter anticíclico del trabajo informal), el empleo informal ha estado creciendo no solo en contextos de bajo crecimiento económico sino también en contextos en los que las tasas de crecimiento han sido modestas o buenas, lo que sugiere una relación más compleja entre las dos variables (Heintz & Pollin, 2003). En China, Cook y Dong sugieren que, a pesar de las altas tasas de crecimiento, el aumento de los niveles de desempleo a finales de la década de 1990 llevó a más argumentos contundentes a favor de contar con formas de empleo «flexible» y menos seguras como medidas para la recontratación, especialmente en sectores en los que predominan las mujeres. En el caso de la India, entre los años de alto crecimiento de 1999-2000 y 2004-2005, el total de incremento neto del empleo se ha dado en el trabajo informal (Srivastava, 2008). Aunque en la India las tasas de actividad económica de mujeres son bajas en términos comparativos (las más bajas en nuestra muestra de países), quienes ingresan a la fuerza laboral a menudo lo hacen como una «estrategia contra el apremio financiero». Por consiguiente, con mucha frecuencia es la pobreza la que impulsa a las mujeres hacia la fuerza laboral remunerada, y a menudo hacia formas marginales de empleo que ofrecen muy bajos niveles de ingreso. Para vastas secciones de la fuerza
laboral los ingresos son tan bajos que incluso la existencia de múltiples personas asalariadas en la familia no basta para llevarla por encima de la línea de pobreza (United Nations Research Institute for Social Development [UNRISD], 2010). Ello ocurre a pesar de las excepcionalmente prolongadas jornadas que esos trabajos acarrean ⁹⁰ . Similarmente, el artículo sobre China de la revista Development and Change documenta «crudas decisiones» que las mujeres rurales deben tomar en aldeas de bajos ingresos, entre cuidar a sus hijos pequeños y ganar el sustento en un contexto en el que las abuelas y los hijos mayores constituyen los sustitutos para el cuidado a su disposición. La extendida informalidad de los mercados laborales en tales contextos también convierte en una burla las medidas de protección social relacionadas con el cuidado y que puedan figurar en los códigos, como los derechos a licencia por maternidad ⁹¹ o paternidad —medidas mínimas para reconciliar las responsabilidades del trabajo remunerado y del cuidado no remunerado (históricamente dirigidas a las mujeres, pero que ahora incluye también cada vez más a hombres)—. Aunque los mercados laborales están más formalizados en Argentina, Uruguay, Sudáfrica y Corea del Sur, y la cobertura de los programas de protección social es más amplia, una serie de temas relevantes todavía resaltan. Tanto en Argentina como en Uruguay, incluso durante la «época dorada», se mantenía firmemente el papel primario de las mujeres en los cuidados y la reproducción, y su acceso a la protección social estaba muy a menudo mediado por el matrimonio. Argentina, tal como lo aclara el artículo de Faur, ejemplifica una significativa discontinuidad marcada por crisis recurrentes y cambios abruptos en su régimen de beneficios sociales. Durante un período de importantes reformas estructurales (1975-2000), el país ha pasado de ser un pionero en la región respecto a políticas sociales que ofrecían cobertura de seguridad social, aunque de diferente calidad, a su población económicamente activa, y servicios de educación y salud básicos a casi todos sus ciudadanos, a lo que podría llamarse un régimen dualista. Actualmente, casi la mitad de la fuerza laboral se encuentra empleada informalmente y es cada vez más dependiente de los programas de asistencia social que han pasado a convertirse en centrales. Este es también el período en que, como producto del desempleo o subempleo, los salarios decrecientes especialmente en el caso de varones que son el sostén de las familias han empujado a las mujeres a integrarse a la fuerza laboral remunerada. El hecho de que actualmente cerca de la mitad de todas las mujeres económicamente activas trabajen informalmente supone que no tienen derecho a licencia por maternidad con goce de haber ni acceso a servicios de guardería en el lugar de trabajo, los cuales están disponibles de manera diferenciada incluso para quienes trabajan formalmente (dependiendo del sector, la provincia y la fortaleza de los sindicatos). De hecho, la dirección de las políticas en Argentina, al igual que en Uruguay y en México (Staab & Gerhard, 2011), parece estarse alejando de la implementación o expansión de legislación previa sobre derechos al cuidado infantil para mujeres basados en la situación laboral. En lugar de ello, el Estado ha tomado medidas significativas para expandir los servicios tanto formales como no formales de educación inicial y cuidado infantil.
Hay también, sin embargo, elementos de continuidad y trayectorias dependientes. Pese a su fuerza laboral formal significativamente contraída, en los últimos años Argentina sobresale en la región en cuanto al resurgimiento de su movimiento laboral históricamente robusto. Ello ha ayudado a grandes segmentos de la fuerza laboral formal a recuperar sus niveles salariales (y algunos beneficios no salariales como el subsidio familiar) en medio de tasas relativamente robustas de crecimiento (Etchemendy & Collier, 2007). Aunque las razones para este resurgimiento son complejas, un factor contribuyente ha sido el ascenso al poder de un gobierno que se ha mostrado favorable a los sindicatos y a la acción de estos. Pero en cierto modo similarmente a la situación en Sudáfrica, el sindicalismo y cierta forma de corporativismo en ambos países no han podido superar la profunda segmentación que separa a los de adentro (mayormente trabajadores del sector formal) de aquellos que se encuentran afuera (la fuerza laboral informal), entre cuyas filas predominan las mujeres. Los escasos sistemas sociales a los que recurren las familias de bajos ingresos y las mujeres para conciliar su trabajo remunerado informal con sus responsabilidades de cuidados están disponibles no a través del empleo sino mediante programas deficientemente financiados de servicios sociales y de asistencia social de diversos tipos. Corea del Sur ocupa una posición aparte tanto respecto a la de Argentina como a la de Sudáfrica, dado el grado en el cual los mecanismos de protección social relacionados con el empleo están siendo utilizados por el Estado para ayudar a las familias (léase, a las mujeres) a conciliar su trabajo remunerado con sus responsabilidades familiares, mediante la legislación, regulación y financiamiento de licencias por maternidad y paternidad (además de legislar y financiar servicios de cuidado infantil y cuidado de ancianos). Sin embargo, tal como lo muestra el artículo de Peng, el lado de «cuidados» del Estado está tomando forma casi paralelamente a, y quizá como para endulzar, las amargas y más controvertidas reformas del mercado laboral pos-1997 que han facilitado el extremadamente rápido crecimiento del empleo no convencional ⁹² . En 2005, un 24,1% de los hombres y un 40,3% de las mujeres tenían un empleo no convencional (Grubb, Lee, & Tergeist, 2007). Estas tendencias del mercado laboral plantean la cuestión respecto a cuán efectivamente se aplicarán a través de los sectores los recientemente promulgados dispositivos de licencias por maternidad y paternidad, en especial en las pequeñas empresas en las que las mujeres tienden a integrarse. Infraestructura y servicios sociales básicos Además del ingreso derivado del trabajo (o, en ausencia de este, de transferencias monetarias sociales), existen al menos dos otras condiciones críticas para la provisión de cuidados: el aprovisionamiento público de infraestructura y tecnología adecuadas (agua potable y desagüe, vivienda digna) para reducir la carga del trabajo doméstico no remunerado; y favorecimiento de servicios sociales (salud, educación primaria) para complementar la provisión no remunerada de cuidados. Tanto la bibliografía sobre el régimen de beneficios sociales como sus críticas feministas presuponen un Estado bastante capaz que recaudará impuestos y financiará servicios básicos como electricidad, caminos y agua potable, y que cuando
menos proporcionará servicios de salud y educación básicos. Estas precondiciones no pueden darse por sentadas en un contexto de un país en vías de desarrollo. El tema de la pobreza y las limitaciones de recursos —que afectan no solo a la mayoría de la población sino también al Estado— es un aspecto importante en el análisis que Martínez Franzoni y Voorend realizan sobre los cuidados en Nicaragua (2011). Tanto mujeres como hombres se involucran en la fuerza laboral en tasas relativamente altas. El problema consiste más bien en que los tipos de trabajo que emprenden generan niveles de ingreso muy bajos. Ello también significa que se encuentra limitada la capacidad del Estado para generar ingresos a través de la tributación personal. El papel marginal del Estado se evidencia cuando las cifras del gasto social público se ubican al lado de las que corresponden a las remesas del exterior y la cooperación extranjera al desarrollo. En el transcurso de las últimas décadas, los servicios de salud y educación públicos se han convertido en mercancía en muchos países, y su calidad se ha visto erosionada debido a que la inversión pública en ellos, aunque ha aumentado en años recientes en algunos países, no ha seguido el ritmo de las necesidades y expectativas en crecimiento. Sin embargo, en la India y en Nicaragua incluso el alcance de los servicios básicos de salud y educación públicos sigue siendo inadecuado, especialmente en áreas rurales remotas y entre grupos socialmente desfavorecidos. Palriwala y Neetha sostienen que incluso los componentes supuestamente universales del régimen de beneficios sociales en la India —salud y educación— siempre han estado disponibles de manera desigual y mínima, o no han sido utilizados por quienes tenían capacidad para acudir a servicios privados. La situación ha empeorado desde la década de 1990 con el incremento sustancial de la provisión de servicios de salud privados (citados en Baru, 2003), como parte de la estrategia del gobierno para desarrollar empresas médicas dirigidas tanto a clientes ricos domésticos como a extranjeros (véase la discusión de Yeates sobre turismo médico, 2011). La ausencia de tratamiento médico asequible significa que el cuidado de los enfermos recae en miembros de la familia, usualmente mujeres y niñas, o que los enfermos se recuperan por sí solos como mejor pueden. En el área de educación, se ha expandido significativamente la matrícula en escuelas primarias, aunque la calidad es muy dispar y los estándares son bastante bajos, especialmente en áreas rurales y entre los grupos religiosos y las castas más pobres. Altas tasas de deserción escolar también significan que ni la educación ni el cuidado infantil (al menos durante el horario escolar) pueden desplazarse fuera del hogar y convertirse en una responsabilidad pública. Lo mismo puede decirse, en gran medida, sobre los servicios que corresponden a beneficios sociales en Nicaragua. En ambos países las disparidades regionales en cuanto a disponibilidad de servicios públicos han empeorado con las políticas de descentralización, en la medida en que los distritos más pudientes han podido recaudar ingresos locales con más facilidad que los distritos más pobres para suplementar las transferencias nacionales. Servicios de cuidados y la combinación público-privado-«comunitaria»
Las dos secciones anteriores lidiaban con parte de lo que conocemos como las precondiciones para la provisión de cuidados. Esta sección se vuelca a los servicios para el cuidado infantil, los cuales han sido una fuente de expansión en muchos Estados benefactores institucionalizados, y que también han surgido en la agenda de políticas en algunos de los países incluidos en nuestra muestra. Ello puede ser, parcialmente al menos, un reflejo de la difusión de la «perspectiva de inversión social» que tiene un interés particular en los niños, su «capital humano» y capacidades, los cuales son considerados como «inversiones» a largo plazo que rendirán fruto en el futuro. Como tal, la perspectiva de inversión social está en plena sintonía con la noción de «igualdad de oportunidades» que se ha convertido en parte del sentido común en la reflexión actual sobre la igualdad, y que ha desplazado la preocupación previa por la igualdad de resultados (Phillips, 2006). Pero la expansión de servicios de cuidados puede también estar respondiendo a otras presiones y necesidades, por ejemplo, para facilitar la activación de las mujeres en el mercado laboral o para crear oportunidades de empleo para ellas —otros dogmas del enfoque de inversión social— (Jenson & Saint Martin, 2006). La bibliografía feminista sobre políticas sociales ha tendido a calificar de manera bastante positiva los servicios financiados o proporcionados con recursos públicos para cubrir necesidades relacionadas con los cuidados ⁹³ . Aunque reconoce que esta estrategia conlleva pesadas implicancias financieras para el presupuesto público, tiene varias importantes ventajas desde una perspectiva de género (Huber & Stephens, 2000). Asimismo, tiende a legitimar el trabajo de cuidados, brinda empleos relativamente bien protegidos para mujeres (al menos en comparación con los que ofrecen el mercado o el sector sin fines de lucro), otorga a proveedores no remunerados de cuidados una mayor opción para buscar empleo, y mejora el acceso y la calidad para quienes reciben los cuidados (especialmente para aquellos en situación de bajos ingresos). Sin embargo, la provisión directa de servicios públicos de cuidados no es la norma ni siquiera en Europa (aparte de los países nórdicos), donde se ha producido un desplazamiento hacia formas más híbridas de provisión de servicios.
En los países de ingresos medios y medios-altos en nuestra muestra (Argentina, Chile, México, Uruguay, Sudáfrica y Corea del Sur), los gobiernos han estado experimentando activamente con un rango de medidas relacionadas con los cuidados, incluyendo servicios de educación preescolar y cuidado infantil (ECEC, por sus siglas en inglés). El reto que enfrentan la mayoría de estos países (con la posible excepción de Corea del Sur) no se refiere únicamente a expandir la cobertura, sino a hacerlo de tal manera que reduzca las desigualdades de clase y región, en lugar de reproducirlas y reforzarlas. Ello se vuelve un formidable desafío cuando se recurre a una combinación público-privado-comunitario y cuando se desarrollan diferentes tipos de programa para distintos grupos sociales. Tal parece ser el modelo favorecido por el Banco Mundial, el cual rompe con el tipo de servicios ECEC universales recomendados por organizaciones como la OCDE; inspirado por Head Start [programa preescolar financiado con fondos federales en los EE.UU. y orientado a niños de familias de bajos ingresos; N. del T.] y otros programas relacionados, el Banco Mundial favorece programas ECEC dirigidos a los sectores más pobres a través de tipos menos formales de provisión de servicios (Mahon, 2011, p. 4). En países donde el sistema educativo se encuentra segmentado, existe el riesgo de reproducir estas desigualdades en los servicios ECEC. Sin embargo, las «trayectorias dependientes» no significan que no haya margen para cambios en cuanto a políticas, tal como lo ilustra el caso de Chile analizado por Staab y Gerhard (2011). Puede decirse que la extremadamente baja cobertura para los niños menores de cuatro años de edad antes de las reformas incrementó el margen de maniobra del gobierno para modelar el entorno institucional en el cual se brindarían los servicios. Su análisis sugiere que el gobierno de Michelle Bachelet (2006-2010) bien puede haber empleado este margen para fortalecer el papel de las instituciones públicas —en contraste con el sistema educativo en general, en el que los poderosos intereses del sector privado han constituido un considerable obstáculo para reformas orientadas a la equidad—.
En todos estos países, aunque los grupos de mayores ingresos usualmente disponen de un rango de opciones, como guarderías privadas o la contratación de empleadas domésticas/niñeras, la capacidad de costear los cuidados para familias de bajos ingresos es limitada. El pluralismo de la provisión del servicio puede convertirse en fragmentación en tanto las brechas son llenadas por proveedores que ofrecen servicios de diversa calidad y orientados a diferentes segmentos de la población, tal como lo muestra Faur para el caso de Argentina. En Argentina, las diferencias de clase y región referidas al acceso a la educación preescolar para niños de cinco años de edad se han reducido sustancialmente al hacer obligatoria la matrícula para este grupo etario y al potenciar su provisión pública. Sin embargo, para los grupos de menor edad en los que la provisión pública es limitada y el mercado juega un papel dominante, las tasas de matrícula de niños provenientes de familias de menores ingresos siguen siendo solo una fracción de las tasas de matrícula de sus contrapartes de mayores ingresos. Dado que las familias de bajos ingresos no pueden acceder a los centros de cuidado infantil privados pagados, estas deben inscribirse en largas listas de espera para las guarderías públicas, o deben acudir a los servicios «comunitarios» menos profesionalizados (Centros de Desarrollo Infantil) promovidos por el Ministerio de Desarrollo Social. Una situación en cierto modo similar prevalece en México (Staab & Gerhard, 2011), donde, desde inicios de la década de 2000, el Ministerio de Educación Pública volvió obligatoria la educación pública preescolar para todos los niños entre tres a cinco años de edad; en tanto la Secretaría de Desarrollo Social (Sedesol) ha puesto en marcha desde 2007 un amplio programa federal de guarderías (Programa de Estancias Infantiles para Apoyar a Madres Trabajadoras), orientado a una cohorte de menor edad (uno a cuatro años) provenientes de familias de bajos ingresos. Este último programa, al igual que su contraparte en Argentina, también depende de personal menos profesionalizado. Resulta interesante señalar que, en cierto modo, en contraste con el impulso maternalista del programa mexicano de transferencias monetarias, el principal propósito del Programa de Estancias Infantiles ha sido expandir las oportunidades de empleo para las mujeres (en lugar de realzar el bienestar del niño o su aprestamiento para la escuela); y que se busca lograrlo dándole a las madres acceso a opciones asequibles de cuidado infantil «de base comunitaria», y creando oportunidades de empleo para mujeres como cuidadoras «autoempleadas» que ofrecen sus servicios bajo el programa. Tal como acertadamente sostienen Staab y Gerhard, aunque el trabajo de cuidados con frecuencia es desvalorizado aun cuando sea institucionalizado y profesionalizado, las estrategias «comunitarias» que se implementan en México y en muchos otros países plantean serios cuestionamientos tanto sobre las condiciones de trabajo y de pago para las mujeres cuidadoras, como respecto a la calidad del cuidado que se ofrece a los hijos de familias de bajos ingresos. El desempeño general de Corea del Sur en términos del número de niños matriculados en el nivel preescolar es comparable al de países en América Latina. Aquí el Estado ha tratado de financiar y regular parcialmente, pero no necesariamente de prestar servicios de cuidados. De hecho, apenas cerca del 6% de los centros de cuidado infantil son verdaderamente públicos; el resto son centros privados subsidiados, tanto con fines lucrativos como sin
este propósito (tal como el sector privado en cuanto a provisión de servicios de salud). El gobierno subsidia el pago en una escala variable basada en el nivel de ingresos de los padres y pagada directamente a la institución en la cual está matriculado el menor. Por consiguiente, la misma institución puede ser frecuentada por niños de grupos de bajos y altos ingresos, en tanto la participación de aquellos con menores ingresos está subsidiada por el Estado. De esta manera, una efectiva combinación de la provisión pública y la privada demanda un Estado bastante capaz que pueda regular al mercado y a los proveedores de cuidados sin fines de lucro, y subsidiar el acceso de familias de bajos ingresos. No obstante, a menudo se propugna una combinación «público-privada» en contextos en los que tal capacidad estatal es débil, tanto en lo administrativo como en lo fiscal. En los países de bajos ingresos, como la India y Nicaragua, los servicios de cuidados tienden a ser rudimentarios e inadecuados. Parte de la infraestructura para brindar estos servicios, sin embargo, puede estar ya instalada. Ejemplos de ello incluyen las unidades de guardería-nutrición ( anganwadis ) en la India, o los centros de cuidado infantil en Nicaragua. Ello, no obstante, a pesar de que el financiamiento público para estos programas es extremadamente bajo, y la dependencia de mano de obra con muy baja remuneración o «voluntaria» no está acompañada de capacitación y recursos adecuados. La tentación por parte de los Estados, especialmente cuando experimentan limitaciones fiscales, de depender del «voluntarismo» es un tema que resuena a través de varios artículos de este número, particularmente en el análisis de Martínez Franzoni y Voorend del «voluntarismo» como una importante pilar de los programas sociales en Nicaragua. Tal como lo demuestra ampliamente su estudio, el «voluntarismo» está también profundamente teñido por el género. Aunque los costos de los programas sociales pueden reducirse, es altamente cuestionable si este apoyo «voluntario» resulta apropiado en un contexto en el que las familias, especialmente las mujeres, enfrentan ya múltiples exigencias respecto a su tiempo. Tampoco resulta claro qué significa el «voluntarismo» en un contexto de extendida pobreza o de elevado desempleo estructural, en el que muchos «voluntarios» pueden haberse inscrito en el programa con la esperanza de adquirir habilidades que los deriven hacia empleos remunerados. Esta última inquietud ha sido planteada abundantemente en respuesta a los programas de Cuidados Domiciliarios que dependen de trabajo «voluntario» y que se han propagado ampliamente en países de África y dondequiera que los sistemas de salud no han podido sobrellevar la carga de los cuidados relacionados con el VIH/SIDA (Akintola, 2004; Meena, 2010). La política de los cuidados Los artículos de la edición especial de la revista Development and Change cuestionan la visión de que únicamente los países industrializados son capaces de desarrollar políticas y programas relacionados con los cuidados, mientras que aquellos países en vías de desarrollo están permanentemente atascados en un derrotero «familista». Aunque a escala nacional severas limitaciones de recursos tienden a reforzar la dependencia respecto al
trabajo no remunerado de las mujeres, ya sea que se trate de madres o de trabajadoras «comunitarias» (como vimos en Nicaragua), la relación entre ingreso y desarrollo de políticas no es lineal ni unívoca. En muchos países en vías de desarrollo, las políticas de cuidados al estilo clásico europeo, bajo la forma de medidas relacionadas con el empleo como licencias con y sin goce de haber y el horario flexible, pueden ser inexistentes o rudimentarias, pero también están desfasadas respecto a los mercados laborales «reales» en estos países, los cuales dejan a gran parte de la fuerza laboral fuera de sistemas formales de regulación laboral. Otras áreas de políticas relacionadas con los cuidados, sin embargo, están recibiendo atención. Varios países en vías de desarrollo han mostrado actividad en relación con el desarrollo de programas para la primera infancia, y algunos incluso han dejado rezagados a países desarrollados en términos de cobertura real para los niños. En el contexto de un país en vías de desarrollo, políticas distintas a licencias y servicios de cuidados —como el desarrollo de infraestructura, provisión de servicios sociales básicos, y programas de protección social— tienen particular prominencia para facilitar la provisión de cuidados. Muchos gobiernos de países en vías de desarrollo están experimentando con diferentes maneras de responder a las necesidades de cuidados en sus sociedades. Las variaciones a través de los países respecto a cómo se están modelando las políticas sociales y de cuidados contienen ciertas lecciones útiles en términos de políticas. Una de estas lecciones consiste en el peligro de depender del «voluntarismo» —un mensaje útil en momentos en que el papel de la «comunidad» está siendo reificado en ciertos países desarrollados para llenar brechas en un contexto de retraimiento del Estado benefactor—. El otro mensaje es el riesgo, particularmente para las mujeres, de la «flexibilidad» del mercado laboral y del peligro de desvincular las políticas sociales de los temas de empleo y, de manera más amplia, de las políticas macroeconómicas. Sobre este último punto, es importante resaltar que de manera general las políticas sociales, y de manera más específica la provisión de cuidados, efectivamente ayudan a (re)producir a los trabajadores y a reponer la fuerza laboral; y a la inversa, crear un sistema de beneficios sociales, que constituye más que una delgada red de protección de último recurso, requiere ingresos por parte del Estado que solo pueden ser generados y sostenidos mediante el empleo pleno de los recursos de un país en actividades de alta productividad. Tal como nos lo recuerdan Heintz y Lund, recurriendo al influyente libro de EspingAndersen, de 1990, Los tres mundos del capitalismo benefactor : un Estado benefactor desmercantilizador tiene que mantener un nivel cercano al empleo pleno. No hay manera de desvincular las políticas de empleo del régimen de beneficios sociales en general. Ello incluye las políticas macroeconómicas que han tenido un impacto directo sobre el nivel de empleo. Dado el impacto de la reciente crisis financiera, ello también requiere de políticas que disciplinen el capital de maneras que respalden objetivos sociales más amplios — en las economías actuales, eso significa regular el capital financiero en particular (2011, p. 22). Otro mensaje que surge con claridad se relaciona con las desigualdades que se intersecan en cuanto a género/clase/raza/ubicación, y el riesgo de arreglos de cuidados impulsados por el mercado que refuercen estas
desigualdades. Una nota final de cautela resaltada por acontecimientos en China es el riesgo de desmantelamiento de políticas y el resurgimiento del patriarcado. Este último ejemplo solo sirve para subrayar cuán tenues y disputados son con frecuencia los logros en materia de igualdad de género. En coyunturas históricas particulares los movimientos de mujeres han podido congregarse para apoyar temas de cuidados, construir alianzas políticas e institucionales, e invocar al Estado a financiar servicios de buena calidad para el cuidado de niños pequeños o ancianos. El caso de Suecia puede constituir un buen ejemplo. También puede tratarse de un caso más bien excepcional. Las inquietudes respecto de los cuidados a menudo han sido impuestas al Estado en virtud de la exigencia, por ejemplo, en el contexto del rápido envejecimiento de la población y la disminución de la fertilidad (como en el caso de Corea del Sur) o en medio de epidemias de salud como el VIH/SIDA; ambos ejemplos han intensificado las necesidades de cuidados y han brindado una apertura para colocar el tema en la agenda de políticas. En otros ejemplos, el interés por el bienestar de los niños por parte tanto de las elites de las políticas como de los defensores de los derechos de menores, parece haber impulsado este proceso de políticas, especialmente en un momento en que se ha resaltado la atención hacia la pobreza infantil. Tal parece haber sido el caso en Chile, Uruguay, Sudáfrica y Argentina, por ejemplo. Sin embargo, tal como lo aclaran los artículos siguientes, las respuestas de políticas en todos estos países han sido facilitadas por coyunturas históricas y políticas específicas: el ascenso al poder de gobiernos de tendencia izquierdista, a veces con feministas en posiciones críticas (como lo muestran los artículos sobre Chile y Uruguay), el impulso creado por las aperturas democráticas (como en Sudáfrica). Alternativamente, ello puede reflejar la búsqueda de una estrategia «alcanzable» por parte de los políticos, tal como lo sugiere el análisis realizado por Peng sobre el gobierno de Roh Moo-hyun en Corea del Sur. Aquí el gobierno respondió positivamente a las demandas de feministas y defensores de beneficios sociales para políticas relacionadas con los cuidados, porque el cuidado infantil constituía un paquete de reformas efectivas con el cual el gobierno de Roh pudo abordar simultáneamente varios temas clave de políticas: alto desempleo, bajo crecimiento económico, baja fertilidad e igualdad de género. La cuestión clave consiste en cómo mantener la presión y asegurar que las medidas implementadas satisfagan las necesidades de todos los que requieren cuidados, así como los derechos/necesidades de todos los que brindan estos cuidados. El hecho de que la provisión de cuidados sea naturalizada tan fácilmente —incluso por las propias mujeres— como «algo que las mujeres hacen» y, por consiguiente, que no sea un tema que pueda convertirse en tópico de debate público y gestión de políticas, a menudo sirve como un obstáculo para su politización. Un reto clave que enfrentan los países analizados en este volumen reside en las desigualdades respecto a la calidad de los cuidados que reciben diferentes grupos sociales — desigualdades que reflejan fielmente las configuraciones de clase social y estatus racial/étnico—. Estos desequilibrios contradicen toda la retórica sobre «igualdad de oportunidades». En un mundo donde las elites pueden satisfacer sus necesidades de cuidados al contratar a otras personas (empleadas domésticas, niñeras, etcétera) y acceder a guarderías privadas y
residencias para ancianos, mientras que otros dependen de servicios públicos infradotados de financiamiento y agobiadas redes familiares y parientes mientras luchan por satisfacer las necesidades de subsistencia de sus familias, no es fácil construir alianzas sobre necesidades humanas comunes referidas a cuidados. El acertijo ha sido elocuentemente capturado por Joan Tronto: mientras los cuidados sean privatizados e individualizados, es posible elogiarse por los cuidados que prodigamos y censurar las maneras en que los demás lo hacen. Tales elogios y condenas probablemente seguirán las líneas de raza, clase... [y] probablemente dificultarán más percibir las desigualdades como resultado de la falta de opciones, para considerarlas más como resultado de malas acciones deliberadas, de decisiones, y de la manera en que viven otras personas (2006, p. 11). Proporcionar magros subsidios (para familias, niños o ancianos) o «servicios comunitarios» para apoyar los cuidados, financiados a través del presupuesto público, se vuelve entonces objeto de todo tipo de condiciones paternalistas con el fin de vigilar el comportamiento de los receptores o «dependientes» de los beneficios sociales (Fraser & Gordon, 1994; Standing, 2011). La desigualdad en los cuidados crea entonces un círculo vicioso, y es improbable que las personas reconozcan los apuntalamientos estructurales (poder desigual, disparidad económica y social, y patrones de discriminación) de los desbalances en cuanto a cuidados. Así, es improbable que advirtamos que el desbalance en cuanto a cuidados demanda responsabilidad social y una respuesta colectiva. De esta manera, convertir el círculo vicioso en un círculo virtuoso, en el que los costos de los cuidados puedan ser socializados y sus beneficios se puedan maximizar se constituye en un reto formidable; pero uno que debemos enfrentar si nos proponemos seriamente la creación de sociedades verdaderamente igualitarias. Bibliografía Akintola, O. (2004). A gendered analysis of the burden of care on family and volunteer caregivers in Uganda and South Africa . (documento de trabajo). Durban: Universidad de KwaZulu-Natal. Anttonen, A. (2005). Empowering social policy: The role of the social care services in modern welfare states. En O. Kangas & J. Palme (Eds.). Social policy and economic development in the Nordic countries (pp. 88-117). Basingstoke: Palgrave y UNRISD. Asamblea General de las Naciones Unidas. (27 de marzo de 2009). Promotion and protection of all human rights, civil, political, economic, social and cultural rights, including the right to development. Report of the independent expert on the question of human rights and extreme poverty, Magdalena Sepúlveda Carmona (A/HRC/11/9). www2.ohchr.org/english/ bodies/hrcouncil/docs/11session/A.HRC.11.9_en.pdf Asis, M. M. B., Huang, S., & Yeoh, B. S. A. (2004). When the Light of the home is abroad: Unskilled female migration and the Filipino family. Singapore Journal of Tropical Geography , 25 (2), 198-215.
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⁶⁹ Quizá en una indicación del «momento», la Comisión de las Naciones Unidas sobre la Condición Jurídica y Social de la Mujer, que se reúne anualmente en Nueva York, seleccionó los cuidados como su tema para el año 2009, con particular énfasis en el VIH y SIDA. ⁷⁰ La agenda de reforma neoliberal ha sido criticada por algunos de sus propios arquitectos por su fracaso en desarrollar las diferentes dimensiones de Stateness [definido como la capacidad del Estado para ejercer sus funciones fundamentales. N. del T.] y en distinguir entre ámbito estatal y fortaleza estatal (por ejemplo, Fukuyama, 2004). ⁷¹ Jenson (2010) sugiere que es el carácter polisémico de la «inversión social» (es decir, que está abierta a múltiples interpretaciones) lo que facilitó su difusión. Tal como ella lo sostiene, «las ideas que más se difunden son aquellas que pueden concitar numerosas posiciones y sostener un nivel entre moderado y alto de ambigüedad» (2010, p. 71). ⁷² Dadas las medidas de austeridad que se están tomando en muchos países en desarrollo, resulta legítimo preguntarse si el mundo no está ingresando a una fase de «repliegue». Las implicancias de género de los recortes presupuestales en el Reino Unido han sido ampliamente analizadas por el Grupo de Presupuesto de Mujeres del Reino Unido (2010). Aún no resultan evidentes las repercusiones globales, tanto ideológicas como económicas, de estas medidas. ⁷³ Es importante advertir que mientras en Hungría, según Haney (2003), se desplegaba el «familismo» para racionalizar el retraimiento de los beneficios sociales, en la República Checa se apropiaba el «familismo» para justificar la expansión de los mismos beneficios. En la República Checa, el argumento era que precisamente debido a que la familia funcionaba como un espacio de refugio y ancla social bajo el socialismo estatal, debería recibir apoyo con fondos públicos en la era postsocialista. ⁷⁴ La metáfora del «diamante del cuidado», que visibiliza los cuatro espacios típico-ideales institucionales que median los cuidados —familias, mercados, Estados y sector sin fines de lucro—, fue empleada como un recurso de organización en el proyecto de investigación de UNRISD, del cual se originó esta colección de artículos, dado que el proyecto incluía el estudio de cuidados no remunerados provistos por las familias y familiares, la provisión de servicios por parte del mercado y del Estado, así como el papel del sector sin fines de lucro en los países donde este era más pertinente. El diamante de los cuidados no se proponía ser una estructura de análisis ni servir como un marco conceptual. ⁷⁵ El proyecto UNRISD The Political and Social Economy of Care [La Economía Política y Social del Cuidado] comisionó la realización de estudios originales en siete países: Argentina, Nicaragua, India, Corea, Japón, Tanzania y Sudáfrica. Ello fue complementado por estudios teóricos sobre Chile, México, Uruguay y Suiza. La mayoría de los artículos incluidos en este número especial fueron parte del proyecto UNRISD, con excepción de los aportes sobre China y sobre transnacionalismo.
⁷⁶ Los «nuevos» riesgos invariablemente incluyen tensiones entre el trabajo y la vida familiar (debido al ingreso de las mujeres al mercado laboral), las familias monoparentales, tener un familiar que requiere cuidados especiales, poseer habilidades escasas u obsoletas, y carecer de cobertura suficiente de seguridad social (debido a cambios en el mercado laboral respecto a la figura de un empleo a tiempo completo durante toda la vida) (Bonoli, 2006). ⁷⁷ Existe una tradición del trabajo de análisis tanto funcionalista (de antropólogos) como marxista sobre el sistema de la fuerza laboral migrante en África Austral; en un análisis de este trabajo, O’Laughlin (1998) reitera la importancia de considerar el sistema de la fuerza laboral migrante en África Austral como un sistema laboral regional. ⁷⁸ Gran parte de la bibliografía sobre los países desarrollados ha tendido a enfocarse en los aspectos relacionales de los cuidados; es decir, las actividades presenciales que refuerzan la salud y la seguridad, así como las habilidades físicas, cognitivas o emocionales de quien recibe los cuidados. Este énfasis en las interacciones presenciales para brindar sustento ha puesto de lado el trabajo doméstico que brinda la base sobre la cual se puede llevar a cabo la provisión del cuidado personal. En los países en vías de desarrollo donde no se dispone fácilmente de la tecnología y la estructura social básica que ahorran tiempo, las tareas domésticas pueden absorber una cantidad considerable de tiempo, y dejar escasas oportunidades para la parte más «interactiva» del cuidado. Incluso en los países desarrollados, el trabajo doméstico sigue absorbiendo una porción significativa del tiempo de las mujeres entre familias de bajos ingresos que no pueden contratar a un ayudante ni costear los sustitutos que ofrece el mercado. Por ello, en su análisis de los cuidados, los aportes de este número especial han tendido a incluir los aspectos no relacionales. ⁷⁹ Pueden encontrarse análisis detallados sobre datos del uso de tiempo para los países que participan en el proyecto UNRISD en el volumen editado por Debbie Budlender (2010). ⁸⁰ El informe de Daly aborda únicamente las políticas europeas; sin embargo, el argumento planteado puede extenderse también a los programas de transferencias monetarias condicionadas en países en vías de desarrollo. ⁸¹ El familismo puede entenderse como una ideología que promueve a la familia como una forma de vida y una fuerza de integración social. Más específicamente, un sistema familista de beneficios sociales depende significativamente de la familia para la provisión de servicios sociales y cuidados. ⁸² El maternalismo ha sido definido por Koven y Michel (1993, p. 4) como una variedad de ideologías que «exaltaban las capacidades de las mujeres para ser madres y aplicaban a la sociedad en su conjunto los valores que asignaban a esa función: cuidado, crianza y moralidad». A diferencia de los artículos sobre India y Argentina en este número especial que utilizan el término maternalista para describir una política de Estado, el análisis de Koven y Michel estaba basado en los movimientos sociales de mujeres y su
participación en las políticas sobre servicios sociales. Sin embargo, los autores también visibilizan con su trabajo «el carácter proteico del maternalismo, la facilidad con la que podría aprovechársele para forjar coaliciones improbables» y el «desplazamiento sutil de una visión de maternidad al servicio de las mujeres, hacia una que sirve a las necesidades de los paternalistas» (1993, p. 5). ⁸³ En la Edición Especial de International Labour Review (Razavi & Staab, 2010) aparece un análisis de los trabajadores en la economía de los cuidados de los países que conforman el proyecto de UNRISD. ⁸⁴ Tal como lo muestra el informe de Yeates (2011), también en Gran Bretaña el gasto familiar en trabajo doméstico remunerado se cuadruplicó entre 1986 y 1996, y durante fines de la década de 1990, cuando el crecimiento del empleo promedio fue de 3%, el número de personas empleadas como trabajadores domésticos se incrementó en un 17%. ⁸⁵ Esto es similar a una inquietud más amplia que ha sido planteada sobre las transferencias monetarias condicionadas, a saber, que, aunque los estipendios en efectivo pueden realzar el acceso a servicios para personas pobres (al permitir que los padres compren uniformes y libros escolares, por ejemplo), hacen poco por fortalecer la provisión y calidad de los servicios de salud y educación públicos, que a menudo se encuentran en estado calamitoso tras años de abandono y subfinanciamiento. ⁸⁶ Se han planteado inquietudes sobre la calidad de los empleos que las mujeres están consiguiendo, particularmente en vista del énfasis de las políticas europeas sobre la necesidad de regímenes de empleo más «flexibles» que requieren para la competitividad global (Giullari & Lewis, 2005). ⁸⁷ Sin embargo, desde 2010 se han producido intentos por introducir condiciones en Sudáfrica; consultar el trabajo de Lund (2011) para ver una clarificación y para encontrar un argumento respecto a por qué vincular la CSG con la asistencia a la escuela es considerado como «un paso en la dirección equivocada». ⁸⁸ Aunque hay evidencia que muestra que las transferencias monetarias condicionadas incrementan la matrícula y la tasa de asistencia de los menores en la escuela, y que mejoran su salud, hay escasos estudios (si acaso existe alguno) que demuestren que ello se debe a las condiciones «en lugar de a una simple consecuencia de la inyección monetaria adicional en el hogar» (Budlender, 2008a, pp. 8-9). Si los impactos positivos no son resultado de las condiciones, hay escasas razones para que el Estado asuma los retos y costos administrativos asociados con su implementación y para que los beneficiarios enfrenten las dificultades que las condiciones les crean (2008a). ⁸⁹ Estos temas han sido discutidos en cierta medida en el informe de la Experta Independiente sobre la Cuestión de Derechos Humanos y Pobreza Extrema, Magdalena Sepúlveda Carmona (Asamblea General de las Naciones Unidas, 27 de marzo de 2009).
⁹⁰ Según los datos de la encuesta sobre uso de tiempo, los hombres y mujeres en la India tienen las jornadas de trabajo más largas y los períodos asignados para «trabajo no productivo» más breves (es decir, sueño, esparcimiento, estudio) en comparación con otros países en nuestro grupo (Budlender, 2008b). ⁹¹ Los orígenes de la licencia por maternidad no consistían en dar facilidades para el cuidado sino más bien en proteger el bienestar y la salud de la madre y el bebé. ⁹² El año 1997 marcó la crisis financiera y económica en Asia que trajo al FMI con un plan de rescate financiero «que se convirtió en ocasión para una reestructuración del régimen del mercado laboral en Corea del Sur para volverlo más ‘flexible’» (Woo, 2007, p. 18). Woo sostiene que, de hecho, el gobierno de Corea del Sur utilizó al FMI como una fachada política para imponer las reformas del mercado laboral que el sector corporativo había exigido durante mucho tiempo pero que el gobierno no había podido imponer debido a la militancia de los sindicatos. ⁹³ El movimiento en favor de personas con discapacidad ha tendido a optar por beneficios en efectivo (en contraposición a la provisión de servicios). Se ha sostenido que los beneficios en efectivo permiten a los receptores mayores opciones para acceder al tipo de servicios que requieren y, por consiguiente, favorecen una «vida independiente» (véase Williams, 2010, y las referencias contenidas en su trabajo). Trabajo, familia y cambios en la política pública en América Latina: equidad, maternalismo y corresponsabilidad ⁹⁴ Merike Blofield y Juliana Martínez F. Introducción América Latina experimenta una «revolución silenciosa» (Goldin, 2006) en la intersección entre trabajo y familia. Siete de cada 10 mujeres en edad reproductiva forman parte de la fuerza laboral y cada vez más habitan en hogares liderados por mujeres, muchos de estos monoparentales. Simultáneamente, los cuidados continúan siendo una responsabilidad sobre todo femenina (Organización Internacional del Trabajo [OIT] & Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo [PNUD], 2009; Sojo, 2011; Montaño, 2010; Cepal, 2013a). Las tensiones en las relaciones de género resultantes de esta combinación entre transformaciones y continuidades laborales y familiares tienen como telón de fondo una profunda desigualdad socioeconómica (Cornia, 2010; Cepal, 2011; López-Calva & Lustig, 2010). ¿En qué medida los gobiernos han abordado estas tensiones y con qué implicaciones para la desigualdad? En este artículo se explora dicha interrogante a partir de las políticas adoptadas durante los 10 años de expansión económica, que tuvieron lugar a partir de 2003 en los cinco países que —como se discute posteriormente— cuentan con trayectorias históricas de mayor desarrollo relativo de política social en la región: Argentina, Brasil, Chile, Costa Rica y Uruguay.
Antes cabe explicitar cuál es la relevancia social y política de abordar las tensiones entre vida familiar y laboral. Primero, para las mujeres la responsabilidad en los cuidados constituye una fuerte barrera de acceso al mercado laboral (Cepal, 2010). En una región tan desigual, esta brecha de género está marcadamente influenciada por la estratificación socioeconómica. La brecha de participación laboral femenina entre los quintiles de mayor y menor ingreso es, en promedio, del 30% y no se ha reducido desde 1990, a pesar del notorio aumento en la participación laboral global de las mujeres ⁹⁵ . Dado que la probabilidad de superar la condición de la pobreza es proporcional a la presencia de más de un ingreso en las familias (OIT & PNUD, 2009), la no participación laboral femenina agrava la pobreza y la desigualdad social. Segundo, las mujeres con ingresos propios están sobrerrepresentadas en el autoempleo y el trabajo doméstico, ocupación en la que, en 2008, tres cuartos de las personas, casi todas ellas mujeres, carecían de un plan de pensión (OIT, 2011). La inserción laboral femenina tiene, por lo tanto, una menor protección laboral que la de sus pares varones —en áreas urbanas cuentan con seguridad social solo el 36% de las mujeres en comparación con el 49% de los hombres (OIT & PNUD, 2009)—. Tercero, la desprotección social aumenta entre quienes tienen mayores demandas de apoyo en los cuidados: en 12 países de América Latina, las mujeres con educación primaria incompleta tienen entre 2 y 3,5 más hijos/as que las que cuentan al menos con educación secundaria (Cepal, 2011, p. 85). En los hogares monoparentales encabezados por mujeres, la doble tarea de proveer cuidados e ingresos de manera exclusiva exacerba las consecuencias negativas de la informalidad laboral y la desprotección social. La actual situación representa tanto un reto como una oportunidad (OIT & PNUD, 2009; Sojo, 2011; Montaño Virreira, 2010; Chioda, 2011). Mediante políticas públicas adecuadas, los gobiernos podrían interrumpir el actual círculo de reproducción de la desigualdad, así como promover un desarrollo social y económico más inclusivo. Varias de las medidas pueden lograr más de un objetivo a la vez. Por ejemplo, existe consenso en que los servicios de cuidado y la educación prescolar desarrollan capital humano e igualan oportunidades. Con horarios y jornadas adecuadas, estos servicios pueden simultáneamente apoyar a madres y padres trabajadores. Por el contrario, de no mediar respuestas adecuadas a las tensiones entre vida familiar y laboral, pueden profundizarse las desigualdades socioeconómicas y de género, con consecuencias dañinas para la equidad y el desarrollo de la región. ¿Cuánto se ha avanzado en materia de adopción de políticas públicas relevantes para la conciliación entre vida familiar y laboral en aquellos países con mejores condiciones relativas para hacerlo? A continuación, en la sección II se presenta el marco analítico mediante el cual se abordan estos cambios. En la sección III se explica la metodología, y luego, en la sección IV, se muestran los hallazgos empíricos. Se concluye con una síntesis y discusión de dichos hallazgos en la sección V. Marco analítico ⁹⁶
El universo de políticas públicas que, por acción u omisión, intervienen en la relación entre vida familiar y laboral es amplio e incluye desde medidas de planificación urbana y de transporte público, hasta medidas propiamente sociales relacionadas con las licencias y los cuidados (Monge, 2006). A continuación, se distingue entre distintos tipos de política social que afectan a la relación trabajo-familia, para luego discutir cómo estos mantienen o transforman las relaciones socioeconómicas y de género ⁹⁷ . La sección concluye con la presentación de ejemplos de políticas específicas con cuyo diseño se procura alterar la desigualdad socioeconómica y de género inicial. Políticas que reconcilian vida familiar y laboral Existen tres tipos de intervención que permiten conciliar vida familiar y laboral en tanto reasignan tiempo, ingresos y servicios, respectivamente, ya sea de manera positiva o negativa para la igualdad socioeconómica y de género. Lo que estas medidas permiten concretamente es alternar tiempos laborales y tiempos destinados a los cuidados dentro de la familia (Durán, 2004), transferir los cuidados de las familias a servicios con alguna participación del Estado, y regular la contratación privada de servicios de cuidados por parte de las familias. Esta intervención del Estado es de índole secuencial, «desfamiliarista» (Martínez Franzoni, 2008; Orloff, 2009) y regulatoria, respectivamente ⁹⁸ , y se expresa en medidas no siempre concebidas desde un principio para abordar las tensiones entre responsabilidades laborales y familiares, como es el caso de los servicios para la niñez en edad preescolar. Además, como se ilustra a continuación, cada uno de estos tres tipos de medidas puede abordarse tanto desde la política laboral como desde la política social. Las políticas secuenciales se refieren a medidas que protegen la seguridad de los ingresos durante los tiempos —mensuales, semanales o diarios— destinados a los cuidados. Incluyen las licencias por maternidad, por paternidad y parentales, pero también políticas de flexibilidad horaria y de trabajo de tiempo parcial. La secuenciación puede durar meses e involucrar muchos días de trabajo (como lo es en la licencia de maternidad) o durar horas dentro de una misma jornada semana laboral (como en el caso del trabajo de tiempo parcial o de cierto tipo de jornadas flexibles, respectivamente). Con las políticas secuenciales, el cuidado permanece en las familias, históricamente en las mujeres, aunque más tarde y de manera creciente estas medidas se han ido ampliando a los hombres con responsabilidades familiares a través de licencias parentales y paternales ⁹⁹ . Las políticas de desfamiliarización de los cuidados se refieren a transferencias y servicios que delegan responsabilidades de cuidado desde las familias —y concretamente desde las mujeres— a servicios con alguna intervención estatal. Estos pueden brindarse de forma directamente pública, conllevar incentivos o subsidios para la prestación privada, o bien legislar la prestación obligatoria de subsidios, servicios o de ambos por parte de empleadores y empleadoras. Al igual que las políticas secuenciales, estas medidas giran por lo general en torno a las madres y mujeres trabajadoras, pero —como se elabora con mayor detalle más adelante en este mismo artículo— en América Latina han comenzado gradualmente a hacer elegibles también a los padres (OIT & PNUD, 2009).
La tercera categoría corresponde a las regulaciones respecto a la contratación de cuidados provistos de manera remunerada desde el hogar que, precisamente por ello, transforman el domicilio en lugar de trabajo. Se tratan estas de «políticas regulatorias de la compra de servicios que se brindan desde el domicilio de quien lo contrata». La contratación individual de personal mayoritariamente femenino para trabajos en el ámbito doméstico es una alternativa al servicio prestado desde instituciones dedicadas a los cuidados, con implicaciones distintas para el papel que el Estado asume en materia de cuidados de «desfamiliarización» y de mercantilización, respectivamente, puesto que en general la regulación del trabajo doméstico remunerado no está incluida bajo el concepto de políticas de conciliación entre trabajo y responsabilidades familiares. El principal interés en este estudio radica en el trabajo doméstico considerado como no calificado ¹⁰⁰ , a pesar de que el análisis puede extenderse a ocupaciones calificadas, como la enfermería. Al igual que en otras ocupaciones relacionadas con los cuidados, el trabajo domiciliario suele ser abrumadoramente femenino y por ello castigado con remuneraciones menores respecto a actividades laborales con similar calificación. Ello deriva de tres factores: se trata de tareas históricamente concebidas como extensiones de papeles femeninos «naturales»; son percibidas como intrínsecamente satisfactorias para quienes las llevan a cabo; y, en tanto «actividades sagradas», son ubicadas más allá del reconocimiento monetario (England & Folbre, 1999). La provisión de los cuidados (remunerados o no) involucra una conexión emocional entre quienes los proveen y quienes los reciben; asimismo, la regulación laboral es crítica tanto para las cuidadoras en su condición de trabajadoras, como para el tipo y la calidad del servicio brindado (véanse, por ejemplo, Folbre, 1995 ¹⁰¹ ; Williams, 2010). Una característica distintiva del trabajo de cuidado es que el espacio laboral y el domicilio de las personas que se cuida se superponen, y que los lazos entre quienes dan y quienes reciben los cuidados tienden a ser más personales. Esta característica torna más compleja la regulación de estas ocupaciones en general, y de la que se realiza en los hogares de los empleadores, en particular. Históricamente arraigada en una cultura de servidumbre, la discriminación ha sido establecida en leyes y códigos del trabajo, con largas jornadas laborales y protecciones y beneficios laborales muy limitados. En América Latina, el trabajo doméstico o domiciliario es precisamente una de las maneras predominantes de resolución de las tensiones entre vida familiar y laboral: en él se emplean alrededor del 15% de las mujeres trabajadoras económicamente activas e involucra a un porcentaje similar de personas adultas que cuentan con trabajo doméstico remunerado en sus hogares (Cepal, 2013b; OIT, 2012, pp. 59-60). La débil regulación estatal de esta ocupación ha conllevado que, en los hechos, la conciliación entre responsabilidades laborales y familiares de las familias de mayores ingresos tenga lugar a expensas de la conciliación entre vida familiar y laboral por parte de estas mismas mujeres trabajadoras (Blofield, 2012). Otra forma colectiva del trabajo de cuidado en el hogar (también referida como trabajo de cuidado familiar) es aquella que se lleva a cabo en el hogar
de quien cuida. Aunque estos arreglos sin duda han existido de manera informal a lo largo del tiempo, durante las últimas décadas se han convertido en objeto de regulación gubernamental y destino de fondos públicos en el marco de la ampliación de servicios sociales hacia las familias de menores ingresos. Respecto a los tres tipos de política pública, se encuentran intervenciones tanto en materia de política laboral como social. También en los tres casos el Estado puede intervenir tanto por acción como por omisión, y, con ello, deja las soluciones a la tensión entre vida familiar y laboral en manos de estrategias familiares y femeninas informales, en la forma de trabajo no remunerado, voluntario o mal remunerado; a la vez que promueve la prestación de servicios mediante profesionales capacitados(as) contratados(as) bajo condiciones formales. Las políticas secuenciales, desfamiliaristas y regulatorias son cualitativamente distintas y complementarias de la conciliación trabajofamilia. Por ello, es esperable que una mayor presencia de uno de estos tipos de políticas no compense de manera adecuada la ausencia de los otros. Por ello, en el análisis empírico debe tenérseles presentes simultáneamente. Consecuencias para la equidad socioeconómica y de género Al reasignar tiempos, protección de ingresos y servicios en su propio diseño y más allá de su implementación, las medidas secuenciales, desfamiliaristas y regulatorias pueden reforzar o alterar la desigualdad socioeconómica —tal como resulta de la distribución primaria del ingreso, producto sobre todo del mercado laboral— y de género, como la construye la división sexual del trabajo entre mujeres y hombres. Nótese que lejos de evaluar cómo las medidas vigentes transforman la estructura social —si es que efectivamente lo hacen—, en este trabajo el análisis se enfoca en el diseño de estas medidas. Comencemos por la desigualdad de género. En la literatura sobre estados de bienestar y relaciones de género se distingue entre políticas «maternalistas» y aquellas que promueven «corresponsabilidad social» en materia de cuidados (OIT & PNUD, 2009). Con las medidas maternalistas (Orloff, 2006) se reconoce la importancia de los cuidados y se exalta «la capacidad de las mujeres para ser madres» (Koven & Michel, 1993, en Orloff, 2006, p. 4). Por eso, con estas medidas se procura premiar a las mujeres en tanto primeras y principales responsables de proveer los cuidados ¹⁰² , y lograr el reconocimiento social de los cuidados antes que reducir la brecha de género existente en su desempeño. Licencias maternales extensas, incentivos fiscales o transferencias monetarias para que las madres se queden en la casa son ejemplos de medidas maternalistas. Estas últimas se plantean como alternativas a la mayor participación de los padres, a la utilización de servicios o a ambas. Distinguiéndolo de medidas maternalistas, se identifica un «piso maternalista» que reconoce el papel específico de las mujeres en la gestación, el dar a luz, en amamantar y en establecer rutinas y vínculos iniciales. Se trata de categorías analíticas, pero también de umbrales históricamente cambiantes. Por ejemplo, la demarcación de lo que se
considera un mínimo de licencia por maternidad por parte de la OIT —y al que aquí se recurre para definir lo que se denomina el piso maternalista— ha ido cambiando a lo largo del tiempo. En 1952, la OIT entendía que las licencias maternales debían durar 12 semanas (Convenio 103), pero para el año 2000 el mínimo se establecía en 14 semanas (Convenio 183). Un piso maternalista es esencial para proteger a las mujeres en su condición de madres. Sin embargo, las políticas maternalistas pueden afectar a la equidad de maneras contradictorias. Si bien dichas políticas reconocen públicamente y apoyan la maternidad como dimensión central en la vida de las mujeres, lo cual eleva entonces el estatus maternal, refuerzan a la vez la noción de que el cuidado es únicamente responsabilidad femenina. Es materia empírica establecer cuáles políticas maternalistas promueven también la equidad de género al «emparejar la cancha» en lugar de reforzar la división sexual del trabajo entre hombres y mujeres. En contrapunto al maternalismo, la corresponsabilidad redistribuye responsabilidades de cuidados, tanto de las familias al Estado (corresponsabilidad estatal) como de las mujeres a los hombres (corresponsabilidad paterna). La corresponsabilidad estatal en políticas que reconcilian trabajo y familia conlleva no solo la desfamiliarización mediante la prestación pública o los subsidios a la oferta privada de servicios de Atención y Educación de la Primera Infancia (AEPI ¹⁰³ ), sino también, y muy importante, jornadas de trabajo compatibles con la jornada laboral de tiempo completo, con el fin de permitir utilizar dichos servicios a madres y padres. La inversión pública social en servicios de educación en primera infancia que no correspondan a típicas horas laborales apoya la corresponsabilidad estatal en materia educativa, pero no en cuanto a la conciliación entre trabajo y familia. Con la corresponsabilidad paterna se procura balancear la presencia de los padres en los cuidados. De esta manera se alteran diferencias entre hombres y mujeres originadas en una especialización de tareas generadoras de ingresos y de cuidados, respectivamente (Fraser, 1997). Este propósito de «feminizar el ciclo de vida masculino» (Esping-Andersen, 2009, p. 99) generalmente conlleva políticas secuenciales que permiten reorganizar roles de género entre madres y padres, sin que se vea amenazada la remuneración o la continuidad laboral. Al asignar más responsabilidades de cuidado al Estado y a los padres, estas políticas tienen la capacidad de reducir las inequidades de género en la carga asistencial. La extensión a la que se llega en la práctica con tales políticas es materia empírica. La experiencia sueca con las licencias por paternidad no transferibles a las madres muestra que estas medidas son mejores para la participación paterna en el cuidado infantil que los permisos parentales, para los cuales los padres son tan elegibles como las madres. Tanto los permisos para padres, consistentes en unos pocos días de acompañamiento a las madres, como los permisos parentales han sido establecidos de manera muy reciente en Chile y el Uruguay, por lo que el conocimiento de sus efectos en la reducción de las desigualdades de género en el trabajo de cuidados es aún muy incipiente.
En términos de equidad socioeconómica, en este trabajo se parte de los principales criterios que permiten el acceso a la política social: necesidad, contribución o ciudadanía (Esping-Andersen, 1990). Estos criterios tienen distintas implicaciones según se trate de escenarios de relativa igualdad socioeconómica, pocas personas en condiciones de pobreza y mercados laborales básicamente formales. O todo lo contrario, como en la región latinoamericana, donde el carácter altamente informal de sus mercados de trabajo limita los alcances del acceso contributivo e interpela a los mecanismos de acceso vinculados a la ciudadanía y a la necesidad en mayor medida que en los países desarrollados ¹⁰⁴ . Al detallar mejor este argumento, se observa en primer lugar que las políticas basadas en contribuciones relacionadas con el empleo formal generalmente restringen los beneficios a aquellas personas que contribuyen regularmente y a sus dependientes —incluso segmentando beneficios entre unos y otros—. Este acceso está más presente entre los grupos de ingresos medios y medio-altos de la población, lo que refuerza las inequidades socioeconómicas ¹⁰⁵ . Dichas políticas tienden también a reforzar brechas entre grupos dentro de la fuerza laboral formal; por ejemplo, entre quienes cuentan con contratos de duración determinada o realizan trabajo doméstico remunerado, que pueden no tener legalmente acceso a los mismos derechos. Puesto que un rasgo significativo de los mercados laborales latinoamericanos es su informalidad (expresada, por ejemplo, en el trabajo temporal y doméstico), interesa determinar si las medidas implementadas trascienden el trabajo asalariado formal y alcanzan a distintos tipos de asalariados, al trabajo independiente o a ambos ¹⁰⁶ . También se evalúa si las políticas trascienden su estrecha relación con la ubicación laboral de las personas para plantearse en función de criterios de necesidad o de ciudadanía. De esta manera, se valora si las políticas conciliatorias —sean secuenciales, desfamiliaristas o regulatorias, maternalistas o procorresponsabilidad— alteran o reproducen la estratificación inicial vinculada al mercado laboral y, por lo tanto, mejoran también la equidad socioeconómica ¹⁰⁷ . En segundo lugar, la informalidad impregna los arreglos en materia de cuidados, ya sea a través de la contratación informal de las trabajadoras domésticas o del trabajo femenino no remunerado. Sin la intervención de los gobiernos, los cuidados recaen marcadamente en las mujeres de menores ingresos. Dicho de otro modo, los grados de familiarización de los cuidados (Martínez Franzoni, 2008; Orloff, 2009) difieren entre estratos socioeconómicos. Cuanto mayor es el ingreso de las familias, mayor es su capacidad de trasladar buena parte de los quehaceres domésticos a las mujeres de menores ingresos contratadas para tal fin, con lo que se evita tener que negociar una reorganización de las responsabilidades de cuidado con sus pares varones. Por el contrario, cuanto menor es el ingreso, menores son también las opciones de delegar el trabajo doméstico y de cuidados de manera remunerada. Dadas las interacciones entre desigualdades socioeconómicas y de género, se debe evitar subsumir una en la otra y más bien examinar sus
interacciones a través de distintas iniciativas de las políticas. Los tres tipos de política —secuencial, desfamiliarista y regulatoria— pueden tener implicaciones diversas para las relaciones socioeconómicas y de género. En términos empíricos, en materia de equidad de género se procura establecer si las medidas promueven un piso de maternidad, maternalismo o corresponsabilidad. En cuanto a la desigualdad socioeconómica, se determina si la protección se extiende más allá del trabajo asalariado y los mecanismos contributivos para alcanzar el autoempleo y el trabajo temporal, también sobre la base de la necesidad o de la ciudadanía. Metodología A continuación, se analizan las licencias remuneradas por nacimiento, los servicios de cuidado infantil de tiempo completo y la equiparación de derechos de las trabajadoras domésticas remuneradas, en tanto políticas que, si bien no agotan el universo de medidas secuenciales, desfamiliarizadoras y regulatorias, sí son emblemáticas de políticas secuenciales, desfamiliaristas y regulatorias, respectivamente. Los casos nacionales considerados corresponden a los cinco países latinoamericanos con mejores condiciones relativas para responder a las transformaciones de las familias y los mercados laborales de la región: Argentina, Brasil, Chile, Costa Rica y Uruguay. Corresponden al grupo de países con brechas sociales modestas (Filgueira, 2011) y que cuentan con mercados laborales comparativamente más formales y una mayor inversión social relativa. Debido a estas características, se los considera generalmente como parte de un mismo régimen de política social, de carácter estatal (Martínez Franzoni, 2008) o avanzado (Huber & Stephens, 2012). Tienen sistemas políticos altamente institucionalizados y una mayor capacidad estatal (Pribble, 2013), y experimentan transiciones demográficas más avanzadas (Cepal, 2010). Respecto de las medidas y los países mencionados se comparan las políticas vigentes a nivel federal en 2003 y 2013. Conviene estar conscientes de la amplia brecha que puede tener lugar entre las medidas formalmente vigentes y su implementación. Sin embargo, la adopción de medidas es en sí misma indicativa de las prioridades de política existentes. Además, su comprensión es condición necesaria para hacer valorizaciones más integrales que incluyan el análisis de la implementación de los cambios en cuestión. Se dejan de lado medidas legislativas y ejecutivas debatidas, pero aún no adoptadas, así como convenios colectivos (sobre todo importantes en el Uruguay, el Brasil y la Argentina) y legislación estatal particularmente prominente en los dos países federales analizados (Argentina y Brasil), pero que trasciende los mínimos comunes a nivel nacional. La evidencia empírica utilizada proviene de fuentes primarias y secundarias. Entre las primeras se encuentran leyes, decretos ejecutivos y documentos de política, reportes de comisiones ejecutivas o de los congresos y entrevistas, como también artículos de periódicos. Entre las fuentes secundarias se encuentran los análisis de países, varios de los cuales presentan un abordaje de índole sociológica o tienen una intención evaluativa o de brindar insumos de política.
La evidencia empírica: políticas conciliadoras en 2003 y 2013 A continuación, se desagrega la evidencia empírica relevada respecto a las licencias remuneradas por nacimiento, los servicios de cuidados destinados a la primera infancia y los derechos del trabajo doméstico remunerado en tanto casos de políticas conciliatorias secuenciales, desfamiliarizadoras y regulatorias, respectivamente. Los hallazgos muestran que durante este período han ocurrido más cambios en materia de servicios de cuidado y de regulación del trabajo doméstico que de las licencias vinculadas al trabajo remunerado. Respecto a esto último, las reformas legales de mayor alcance han tenido lugar en Chile y el Uruguay, tanto en términos de su duración como de los criterios de acceso. En los otros tres países, grupos de mujeres trabajadoras han obtenido acceso a permisos de maternidad, ya sea mediante resoluciones judiciales (Brasil y Costa Rica) o reformas legislativas (Argentina). Los servicios de cuidado han experimentado transformaciones, aunque variables, en todos los países. En general, en materia de adopción de medidas, los avances en aquellas que promueven la equidad socioeconómica son mayores que en las medidas atinentes a la corresponsabilidad paterna. Medidas secuenciales: mayor maternalismo y equidad socioeconómica ¿En qué medida ha habido cambios en materia de licencias vinculadas al trabajo remunerado y de qué tipo? En el gráfico 1 se denota la duración en semanas de las licencias remuneradas maternales, paternales y parentales en los cinco países en 2003 y 2013. Las licencias analizadas tienen en común que equivalen al salario completo —aunque pueden tener un tope como en Chile—, pero se diferencian en cuanto a la fuente de financiamiento (procedentes de la seguridad social en la Argentina, el Brasil y el Uruguay; de una combinación entre la seguridad social y los empleadores en Costa Rica; y del presupuesto nacional en Chile). El mejor escenario para la equidad socioeconómica y de género es aquel en que las licencias no representen un costo directo para los empleadores ¹⁰⁸ . Las licencias de maternidad remuneradas fueron institucionalizadas con la consolidación de códigos laborales en décadas anteriores, y en 2003 tenían un rango entre 12 semanas en el Uruguay y unas 18 semanas en Chile. En 2003, las licencias de paternidad tenían un rango de 0 días (Costa Rica y Uruguay), de 1 día (Chile), de 2 días (Argentina) y de 5 días en el Brasil (consagrados en la Constitución de 1988). Con excepción de la Argentina, el período durante el cual las madres disfrutan de las licencias maternales cuenta también para acceder a las pensiones por vejez. El gráfico 1 permite distinguir entre medidas que corresponden al piso maternalista (equivalente al mínimo de 14 semanas definido por la OIT, identificado con una línea), medidas maternalistas (por sobre dicho piso), y medidas que promueven la corresponsabilidad tanto mediante licencias exclusivas para padres (licencias por paternidad), como por medio de licencias compartibles entre madres y padres (licencias parentales).
Gráfico 1 Licencias por nacimiento y equidad de género por país, 2003 y 2013 (en semanas)
Fuente: Leyes de los respectivos países y datos de Ray, Gornick y Schmitt (2010). Elaboración propia. Nota: la duración de la licencia paternal se registró con relación a la unidad semanal de 7 días. En el caso del Uruguay, la licencia paternal se estimó a partir de una licencia maternal posnatal de 8 semanas (Ley 19.161, artículo 2). Con la excepción del Uruguay y la Argentina, en 2003 con las licencias maternales se reconocía el piso maternalista. El Uruguay se encontraba entonces dos semanas por debajo, y la Argentina —teniendo una licencia de 90 días— se hallaba poco más de una semana por debajo de las 14 semanas definidas por la OIT. Durante este período, en Chile y el Uruguay las licencias se transformaron de manera considerable. Ya en 2003 Chile tenía la licencia maternal más extensa de los cinco países y la reforma de 2011 (Ley 20.545) le agregó tres meses. Dicha reforma también extendió la licencia por paternidad (de 3 a 5 días) y permitió a los padres usar hasta la mitad de los últimos tres meses de la licencia posnatal. Como resultado, la reforma promueve una combinación de acentuado maternalismo con un tímido avance en materia de corresponsabilidad paterna ¹⁰⁹ .
En el Uruguay las licencias experimentaron varios cambios y en noviembre de 2013 tuvo lugar una reforma comprensiva para el sector privado (Ley 19.161). Un resultado de ello fue que en el sector privado la licencia por maternidad pasó de 12 a 14 semanas y a la licencia por paternidad de 3 días naturales en el sector privado y 10 hábiles en el público se agregaron 10 días naturales en el sector privado, tanto entre asalariados(as) como en autoempleados(as) que cotizan en el Banco de Previsión Social ¹¹⁰ . La extensión de la licencia por maternidad entró en vigencia de inmediato, mientras que las licencias por paternidad y parentales lo hacen gradualmente. Desde la reforma legal introducida en 1989 mediante la Ley 16.109, en el sector público la licencia por paternidad había sido de 3 días y a partir de 2008 de 10 días (Ley 17.930), cuando además se otorgaron 3 días a los trabajadores privados. La reforma de 2013 agrega a los 3 días naturales a cargo del empleador, 3 días más durante 2014, 7 días más en 2015 y 10 días más en 2016, todos estos financiados por el Banco de Previsión Social. Por lo tanto, los 13 días naturales de los privados pueden implicar una equiparación con los días hábiles del sector público (dependiendo de los días feriados que haya en medio de dicha licencia) ¹¹¹ . En 2016, la licencia parental permitirá a la madre o al padre trabajar media jornada una vez que haya finalizado la licencia maternal de 8 semanas posnatal y hasta que el hijo o la hija cumpla seis meses. Esta licencia de tiempo parcial durará un máximo de 4 meses o, para efectos de comparación, de 8 semanas a tiempo completo como se representa en el gráfico 1 (de acuerdo con Ray, Gornick, & Schmitt, 2010). Las reformas adoptadas en Chile y el Uruguay tienen distintas implicaciones para la equidad de género. En Chile, la licencia por maternidad se extendió por sobre el piso maternalista, mientras que en el Uruguay se la llevó al piso maternalista en el sector privado. La licencia por paternidad en el Uruguay dura al menos el doble que la adoptada en Chile, y en el Uruguay las licencias paternales son financiadas principalmente por la seguridad social y en menor medida por quien emplea al trabajador, mientras que en Chile y en el Brasil las financia quien contrata. En resumidas cuentas, la transformación uruguaya es en principio más favorable para la corresponsabilidad paterna que la chilena. En el otro extremo, la Argentina es el único de los cinco países que en 2014 aún no ha cumplido con el piso maternalista establecido por la OIT. Además, más allá de los casos de Chile y el Uruguay, a pesar de proyectos de ley que extienden las licencias por paternidad a entre 2 y 4 semanas en la Argentina, el Brasil y Costa Rica, las licencias paternales continúan siendo mínimas. Dada la prominencia de las relaciones laborales informales, las licencias basadas en el empleo han sido particularmente desiguales desde una perspectiva socioeconómica. Puesto que la licencia por maternidad es por mucho la más substancial, en el gráfico 2 se aprecia el criterio de elegibilidad para acceder a ella en cada país en 2000 y 2013. Concretamente, el gráfico 2 permite observar la elegibilidad de solo algunas mujeres asalariadas, de todas las asalariadas o de todas las trabajadoras, incluidas las autoempleadas.
En 2003, en Chile y la Argentina solo una parte de las asalariadas accedían a las licencias por maternidad, excluyéndose precisamente a las trabajadoras socioeconómicamente más vulnerables. En Chile quedaban incluidas solo aquellas con contratos, sobre todo mujeres pertenecientes a los quintiles superiores de ingreso (Pribble, 2006, p. 90), aunque desde 1998 también tenían acceso las trabajadoras domésticas con contratos, que quedaban excluidas en la Argentina (donde representaban un 17% de la fuerza de trabajo urbana femenina). En el Brasil, Costa Rica y el Uruguay eran elegibles todas las asalariadas y en el caso brasileño se incluía a las trabajadoras independientes y temporales rurales. Incluso estas últimas no necesitaban probar sus aportes a la seguridad social para obtener una licencia de maternidad equivalente al salario mínimo. Gráfico 2 Licencias por maternidad y equidad socioeconómica: elegibilidad por país, 2003 y 2013 (según estatus laboral)
Fuente: Legislación de cada país. Elaboración propia. Desde 2003, en los cinco países se han modificado las reglas de elegibilidad con vistas a una mayor equidad socioeconómica; en Costa Rica y el Brasil a través de la vía judicial y en los tres países restantes mediante cambios legislativos. En la Argentina, una reforma legal adoptada en 2013 (y reglamentada en abril de 2014) amplió las licencias por maternidad a las trabajadoras domésticas, haciéndose así extensiva la elegibilidad a todas las asalariadas ¹¹² . En el Brasil, un fallo del Tribunal Supremo de Trabajo en 2012 extendió
el derecho a la licencia de maternidad a las trabajadoras temporales no agrícolas. En Chile, la reforma a la licencia parental en 2011 hizo extensiva la licencia por maternidad a todas las asalariadas, trabajadoras temporales e independientes. En Costa Rica, como parte de un acuerdo en materia de pensiones entre gobierno, cámaras, sindicatos y otras organizaciones, se estableció la obligatoriedad del aseguramiento del trabajo independiente ¹¹³ . Aunque inicialmente este solo incluyó a los servicios, en 2004 un fallo de la Corte Constitucional lo extendió a las transferencias monetarias y, por consiguiente, a las licencias por maternidad. Las trabajadoras temporales se consideran asalariadas y su aseguramiento es, por lo tanto, obligatorio. Sin embargo, ha habido obstáculos para adecuar las condiciones de aseguramiento, por ejemplo, mediante contribuciones estacionales antes que mensuales. En el Uruguay, en 2013 el Poder Legislativo uruguayo hizo extensivas las licencias por maternidad a una parte de las trabajadoras aseguradas por cuenta propia ¹¹⁴ . Las trabajadoras informales y que no realizan aportes a la seguridad social —generalmente, una proporción importante perteneciente a los quintiles de menores ingresos— quedan excluidas de estos criterios de elegibilidad, excepto las trabajadoras rurales en el Brasil ¹¹⁵ . Medidas desfamiliaristas: avances hacia la corresponsabilidad estatal con equidad socioeconómica en los servicios de cuidados A continuación, se examinan las políticas adoptadas a nivel nacional respecto de servicios de cuidado y atención infantil, principalmente entre cero y tres años, y de manera complementaria entre cuatro y cinco años, respectivamente. Estos tramos corresponden a los grupos a los que se destinan los servicios de AEPI y a la educación preescolar, respectivamente. Dependiendo de cómo se define su jornada y de si alcanzan a la población de escasos ingresos, los servicios de cuidado promueven tanto corresponsabilidad estatal como equidad socioeconómica. La educación preescolar tiende a reflejar preocupaciones estrictamente vinculadas a la formación de capital humano en mayor medida que los servicios de atención inicial. Por ello, los servicios orientados a la niñez entre cero y tres años permiten un mejor acercamiento al compromiso de los gobiernos con la conciliación entre vida familiar y laboral —es decir, la corresponsabilidad estatal— mediante servicios que desfamiliarizan parcialmente los cuidados y hacen prestaciones de tiempo completo. Es también en este tramo etario que existe una mayor reticencia social a que las madres combinen maternidad y trabajo remunerado y, en general, a la mera derivación de los cuidados en otras personas fuera del hogar. En la Argentina, el Brasil y Chile, desde antes de 2003, existe legislación que obliga a las empresas grandes para que cuenten con ciertos servicios de atención infantil ¹¹⁶ . Estos se establecen en función del número de trabajadoras mujeres, están restringidos a las madres (no se habilitan a los padres) y fueron concebidos para permitir la lactancia durante el período legalmente establecido. En Chile, los empleadores con 20 o más trabajadoras deben disponer un servicio de guardería para niños(as) menores de dos años. En el Brasil, las compañías con 30 o más trabajadoras
deben proveer servicio de guardería hasta los seis meses (por ende, durante un total de dos meses, entre la finalización de la licencia maternal obligatoria y la culminación del derecho a la lactancia a los seis meses). En la Argentina, desde 1970, los empleadores de 50 trabajadoras o más tienen la obligación legal de contar con servicio de guardería. Aunque la ley está vigente, su falta de reglamentación dificulta controlar su cumplimiento. Durante el período considerado esta legislación no ha experimentado cambios. En la medida en que contar con algún servicio es mejor que no contar con ninguno, este marco legal es indicativo de algún grado de corresponsabilidad estatal, no así paterna. Sin embargo, el que sean servicios restringidos a un grupo pequeño del sector formal de madres trabajadoras los vuelve menos favorables a la equidad socioeconómica. Además, por tratarse de una medida maternalista, focalizada solo en las trabajadoras, puede desincentivar la contratación de mujeres en edad fértil o de un número mayor de mujeres por sobre el mínimo para el que la ley exige servicios de guardería. Los cambios que sí se observan en los servicios públicos han estado dirigidos a extender los servicios de AEPI. En seguida se analiza la existencia de servicios de tiempo completo en el marco de programas de nivel nacional dirigidos a la niñez entre 0 y 3 años de edad. En cada caso se determinan los criterios de elegibilidad (fundamentales para la equidad socioeconómica), y la existencia de metas y datos de cobertura. Estos dos últimos indicadores permiten valorar el grado de compromiso de los gobiernos con la corresponsabilidad estatal con los servicios de AEPI para niños(as) entre las edades de 0 a 3 años, y si promueven la equidad socioeconómica. Excepto en la Argentina, en 2003, los países bajo estudio contaban con un programa nacional de atención y educación para la primera infancia entre 0 y 3 años. En el Brasil, Chile y el Uruguay estos programas —a los que luego se hará referencia con mayor detalle (centros de cuidado infantil, Junta Nacional de Jardines Infantiles (JUNJI), Fundación Integra y Centros de Atención Integral a la Primera Infancia (CAIF), respectivamente)— contaban con criterios explícitos de elegibilidad, no así en Costa Rica donde el acceso a los Centros de Educación y Nutrición/Centros Infantiles de Atención Integral (CEN/CINAI) operaba según la necesidad económica, pero la aplicación de este criterio era relativamente discrecional y variable de acuerdo con la magnitud de la demanda a cada centro, volviéndose más focalizado ante una mayor demanda. Además, en el Brasil y el Uruguay se habían definido metas de cobertura, en el primer caso, muy ambiciosas. En términos socioeconómicos, los criterios de elegibilidad para acceder a los servicios de atención inicial oscilaban en un amplio rango: desde la carencia de un criterio estándar en Costa Rica a uno de corte universal en el Brasil a partir de la Constitución de 1988. Hacia 2013, en la Argentina se había establecido un programa nacional — Centros de Desarrollo Infantil (CEDIS), sancionados mediante la Ley 26.233 en 2007—. En ese momento, en ninguno de los cinco países los programas restringían el acceso de niños y niñas según la situación laboral de las madres. Sin embargo, de distintas maneras, en varios de los programas se
dio prioridad a niños(as) de madres trabajadoras a tiempo completo. Este es el caso del programa Chile Crece Contigo (CHCC) y de la expansión de la cobertura de 0 a 3 años en el Uruguay. Además, en los cinco países analizados, una alta proporción de los servicios funcionan a tiempo parcial ¹¹⁷ . Evidentemente, la contribución que desde estos servicios se hace a la corresponsabilidad estatal se ve condicionada por los horarios de operación de los centros, y resulta mayor cuando es más compatible con la jornada laboral formal y socialmente más protegida, como es la de tiempo completo. Tabla 1 Corresponsabilidad estatal: adopción de un programa nacional para la Atención y Educación de la Primera Infancia (aepi)1 ¹¹⁸ de tiempo completo, entre 2003 y 2013 ¹¹⁹ Fuente: Argentina: Malajovich, (2014); Waldmann et al . (2011); Brasil: Pesquisa Nacional por Amostra de Domicílios e Instituto da Brasileño de Geografía y Estadística (2014); Costa Rica: Gobierno de Costa Rica (2010); Chile: Ministerio de Planificación y Ministerio de Salud (2010); Uruguay: Comité de Coordinación Estratégica de Infancia y Adolescencia (2010); Cerutti et al . (2008). Detallando la situación según países, en la Argentina, una reforma en la legislación educativa efectuada en 2006 definió los servicios a partir de los 3 años y la presencia de jardines de infantes para niños(as) de 45 días a 2 años (Ley 26.206). Sin embargo, estos servicios no llegaron a implementarse, como sí ocurrió con los Centros de Desarrollo Infantil (CEDIS) dirigidos a niños(as) de escasos recursos económicos y provistos tanto por el propio Estado como por organizaciones no gubernamentales (ONG) (Faur, 2011). En el Brasil, desde 1988 se había garantizado el derecho constitucional a la educación inicial desde 0 años y en 1996 este derecho se había convertido en ley. Sin embargo, es durante el período analizado que se avanzó en el cumplimiento del marco legal: en 2006 la responsabilidad de servicios de AEPI a nivel federal se trasladó desde el Ministerio de Desarrollo Social y Combate al Hambre al Ministerio de Educación, mientras que la implementación se mantuvo en los municipios. El principal reto ha sido desde entonces que los distintos niveles de gobierno hagan efectivo este derecho y, desde el punto de vista de la conciliación entre vida familiar y laboral, que él se exprese en jornadas de tiempo completo de los centros. La cobertura actual está lejos de garantizar esta prestación: en el año 2001, el Plan Nacional de Educación definió una meta de cobertura del 50% de la niñez entre 0 y 3 años para alcanzarla en 2010. Sin embargo, en 2010, y ante una cobertura de menos del 20%, con el plan decenal se reiteró la meta del 50% esta vez para 2020. El Estado tuvo un mejor desempeño en materia de la duración de las jornadas de atención de los centros de cuidado infantil (CRÉCHES): en 2012 su jornada promedio era de ocho horas diarias, en comparación con menos de cinco horas al día de las escuelas preescolares (para niños y niñas de 4 y 5 años) (Ministerio de Educación [MEC]/Instituto Nacional de Estudios e Investigaciones Educacionales [INEP]).
A partir de 1994, Chile contaba con un programa relativamente acotado dirigido a las madres trabajadoras de menores ingresos. Bajo los servicios de JUNJI/Integra, para calificar las madres trabajadoras debían contar con contratos formales y demostrar ingresos bajos (Pribble, 2006, p. 91). En 2006, el gobierno de Michelle Bachelet creó el programa Chile Crece Contigo (CHCC) para coordinar y ampliar los servicios existentes para niños(as) en edad previa al preescolar, especialmente entre los quintiles de menores ingresos. En 2009, mediante la Ley 20.379 se institucionalizó «el derecho a una guardería y kínder de tiempo completo si las madres están trabajando, estudiando o buscando un empleo, y el derecho a una guardería de medio tiempo sin más requisitos relativos a las actividades de los padres» (Staab, 2012, p. 313) para el 60% económicamente más vulnerable de la población. Entre 2006 y 2010, los cupos en salas cuna y jardines infantiles del CHCC se duplicaron con creces, pasando de casi 97.000 a más de 210.000 (Mideplan/ Minsal, 2010, pp. 59-60). Con el cambio de gobierno en 2010, la extensión de la cobertura se detuvo y dejaron de estar claras las metas de ampliación de cobertura. En Costa Rica, el programa nacional de Centros de Educación y Nutrición/ Centros Infantiles de Atención Integral (CEN/Cinai) se formalizó durante los años setenta del siglo pasado y experimentó pocas transformaciones hasta 2010. Desde entonces, el gobierno de Laura Chinchilla creó la Red Nacional de Cuido y Desarrollo Infantil con carácter universal, que aglutinó a las modalidades de cuidado ya existentes (Sojo, 2011) y creó una nueva de carácter municipal, los Centros de Cuido y Desarrollo Infantil (Cecudi). Esta red se dirige a la niñez de 0 a 12 años con servicios universales, pero canalizando los subsidios públicos de manera focalizada (IMAS, 2013). Al año 2013 se contaba con criterios de elegibilidad explícitos, así como con metas de ampliación de cobertura —relativamente humildes, de inclusión de 8.000 niños(as) en servicios de tiempo completo (Gobierno de Costa Rica, 2010)— que incluían, pero trascendían el tramo de 0 a 3 años de edad. En el Uruguay, desde 1988 los Centros de Atención a la Infancia y la Familia (CAIF) brindaron servicios a la niñez de escasos recursos de 0 a 4 años (Pribble, 2006; Salvador, 2010, p. 32). Las familias califican en función de su vulnerabilidad social y la edad de los niños (CAIF, 2008). En 2011, el gobierno de José Mujica anunció la creación de un Sistema Nacional Integrado de Cuidados dirigido a la niñez, la población adulta mayor y personas con discapacidad, el que luego de un buen avance en materia de definición de los principales componentes, se encuentra en una pausa en términos presupuestarios y de implementación. Bajo este sistema, el gobierno planea ampliar el criterio de elegibilidad para los servicios de AEPI, por lo pronto completando la cobertura a todos los niños del quintil inferior de ingreso. Mientras tanto, el quehacer de los CAIF se complementó con subsidios públicos con los que, desde el Ministerio de Desarrollo Social, se procura incorporar a niñas y niños en la oferta de jardines de infantes privados ya existentes. La ampliación de servicios educativos de nivel preescolar público ha sido paralela a los cambios en materia de servicios de atención escolar de la
primera infancia. Esta extensión, al igual que en el caso de la educación primaria, ha sido sobre todo de tiempo parcial. Las sucesivas ampliaciones del preescolar han tenido lugar tanto mediante un descenso en la edad de inicio, como de la definición de la edad a partir de la cual este acceso es obligatorio. Por esta vía, todos los países han dado pasos en la dirección de universalizar el acceso. Sin embargo, la ampliación de esta cobertura tuvo lugar en gran medida en escuelas de tiempo parcial y, por lo tanto, no ha extendido la corresponsabilidad en la conciliación entre vida familiar y laboral, a pesar de haberlo hecho en la corresponsabilidad en la educación preescolar per se . El preescolar en el Uruguay es un derecho a partir de los tres años desde 1995, pero inicialmente consagrado como obligatorio desde los 5 años y posteriormente desde los 4 (Pribble, 2013, p. 89; Mancebo, comunicación personal, 13 de julio de 2012; Salvador, comunicación personal del 4 de abril de 2014). En Costa Rica se legisló la extensión gradual del preescolar universal de 5 a 4 años de edad en 1997, aunque manteniéndolo como obligatorio a partir de los 5 años. En la Argentina, desde 1993, la asistencia al preescolar era obligatoria desde los 5 años (Pautassi & Zibecchi, 2010, pp. 18-19). En 2006 se definió la extensión gradual pública y gratuita del preescolar a partir de los 4 años (Faur, 2008, pp. 56-57), aunque la obligatoriedad se mantuvo en los 5 años. En Chile, desde 2007, el preescolar universal comienza a los 4 años, aunque su obligatoriedad es a los 5 años de edad. En el Brasil, el preescolar comienza a los 4 años de edad y en 2009 se estableció la obligatoriedad de la asistencia a los 4 años a partir de 2016. Medidas regulatorias: equiparación de derechos del trabajo doméstico remunerado En toda la región, el trabajo doméstico con remuneración constituye una estrategia familiar y femenina fundamental para la conciliación entre trabajo remunerado y responsabilidades familiares (Cepal, 2013b). Por ello, tiene sentido considerar esta ocupación como aproximación a la manera en que los gobiernos regulan las ocupaciones vinculadas a los cuidados en general. Históricamente, la regulación social y laboral ha discriminado a estas trabajadoras de manera legal. Dado que en su mayoría se trata de mujeres en condiciones de vulnerabilidad socioeconómica, un tratamiento más equitativo de las trabajadoras domésticas remuneradas es indicador de mayores grados de equidad socioeconómica. A la vez, en tanto dos de los derechos en juego son los relativos a las jornadas laborales y a las licencias por maternidad, el análisis permite establecer avances en materia de corresponsabilidad estatal. Interesa concretamente determinar en qué medida han tenido lugar reformas que equiparen sus derechos a los del resto de las personas ocupadas (Blofield, 2012). En el gráfico 3 se representan los derechos laborales de las trabajadoras domésticas garantizados en la legislación laboral nacional en 2003 y 2013. La comparación incluye protección social (seguridad social y licencias por maternidad) y regulación laboral (salario mínimo, vacaciones y una categoría referida a otras cláusulas discriminatorias). Un valor de seis denota que la legislación iguala derechos entre las trabajadoras domésticas y el resto de la población ocupada.
Como se muestra en el gráfico 3, en 2003, los códigos laborales de los cinco países discriminaban a las trabajadoras domésticas: su jornada diaria y semanal era más extensa que en las restantes ocupaciones. En el Uruguay en 2006, en Costa Rica en 2009 y en la Argentina y el Brasil en 2013 se igualaron estos derechos ¹²⁰ . A mediados de 2014 —y aunque el Poder Ejecutivo cuenta con un proyecto de reforma—, únicamente en Chile se mantienen cláusulas discriminatorias. La duración de la jornada laboral ha sido el derecho más difícil de equiparar legamente, lo que refleja una combinación de supuestos discriminatorios, tanto de género como socioeconómico. Por una parte, los oficios domésticos y los cuidados se conciben como una actividad que las mujeres realizan en su condición de mujeres. Al no ser considerado como un verdadero trabajo y, menos aún, un trabajo para el que se requiere calificación, a menudo se estima que su regulación puede prescindir de las normas y límites existentes para otras ocupaciones. Por otra, se entiende que las mujeres que desempeñan estas tareas deben estar incondicionalmente disponibles para atender a las familias de mayores recursos que las contratan. Las propias responsabilidades familiares de las trabajadoras domésticas se esfuman ante su condición de «servidoras» (Blofield, 2012). En el gráfico 4 se compara la jornada legal semanal de las trabajadoras domésticas y del resto de la población económicamente activa (PEA) en los años 2003 y 2013. Las columnas presentan la diferencia en la duración de las jornadas semanales entre unas y otras ocupaciones. En 2003, la diferencia promedio superaba las 20 horas en todos los países ¹²¹ . En 2006 y en 2009, en el Uruguay y en Costa Rica, respectivamente, se equipararon las jornadas. En 2013, se hizo en la Argentina y el Brasil. En 2005, la brecha en la jornada semanal de las trabajadoras domésticas chilenas aumentó con respecto al resto de las trabajadoras, de 24 a 27 horas (con jornadas semanales de 72 horas en comparación con una reducción de 48 a 45 horas, respectivamente). Gráfico 3 Corresponsabilidad y equidad socioeconómica: cambios en los derechos laborales reconocidos a las trabajadoras domésticas en los códigos laborales por país, 2003 y 2013
Fuente: Blofield (2012, actualizado a 2013) sobre la base de las legislaciones nacionales de los respectivos países. Elaboración propia. Gráfico 4 Diferencia en horas del máximo legal semanal entre trabajadoras domésticas y trabajadores(as) en general, 2003 y 2013
Fuente: Blofield (2012, actualizado a 2013) sobre la base de las legislaciones nacionales de los respectivos países. Elaboración propia. Desde la perspectiva de la conciliación entre vida familiar y laboral, una mayor garantía de los derechos laborales y sociales de las trabajadoras domésticas es indicativa de una mayor corresponsabilidad estatal en la compra de servicios, la que tiene efectos directos en materia de conciliación entre vida familiar y laboral por parte de las propias trabajadoras. El perfil socioeconómico de estas personas, principalmente mujeres, necesariamente vincula su condición socioeconómica y de género, por lo tanto, la manera cómo el Estado aborda sus condiciones laborales es una medida del valor que este le otorga a ambos tipos de equidad. Así, cualquier medida que mejore sus condiciones, fomenta ambas dimensiones de la equidad. En el corto plazo, la garantía de derechos y, en consecuencia, el encarecimiento de esta forma de conciliación para las familias que contratan este trabajo aún marcadamente informal, puede agravar las tensiones entre vida laboral y familiar. A la vez, en el mediano y largo plazo la formalización laboral de estas trabajadoras puede potencialmente incentivar acciones colectivas en torno de medidas secuenciales y desfamiliaristas de carácter institucional. Análisis y conclusiones Durante los últimos 10 años, en América Latina se han logrado revertir ligeramente las desigualdades socioeconómicas. Sin embargo, a finales de la década de 2000, la brecha entre la participación laboral de las mujeres pobres y no pobres era similar a la brecha existente a inicios de la década. Dado que las desigualdades socioeconómicas y de género están estrechamente vinculadas, abordar el nexo trabajo-familia desde la política pública es una condición necesaria para reducir cualquier tipo de desigualdad. Asimismo, no cualquier tipo de política promueve simultáneamente equidad socioeconómica y de género. Para analizar si ha habido avances y de qué tipo, en este artículo se discutieron los cambios en materia de licencias basadas en el empleo, de servicios de cuidado y de protección laboral de las trabajadoras domésticas como indicadoras de políticas secuenciales, desfamiliaristas y regulatorias, respectivamente. Sobre la base de una reelaboración de estos tipos de políticas conciliatorias, la principal contribución de este artículo es presentar un instrumento que, de manera sencilla y comparada, permite establecer cuántos y qué tipo de cambios han ocurrido, en este caso, entre 2003 y 2013 en los cincos países considerados, y con qué implicaciones —desde el diseño antes que de la implementación de política— para la desigualdad. La evidencia relativa a la adopción de medidas nos dice que los grados de cambio variaron a través de los países y de los tipos de política. En la comparación nacional, en 2003, la Argentina y Chile contaban con políticas conciliatorias comparativamente menos incluyentes. Hacia 2013, sin embargo, en Chile y particularmente en el Uruguay se habían introducido reformas en los tres tipos de políticas considerados, mientras que la Argentina, en términos de las políticas examinadas y siempre en contrapunto con los restantes países, permanecía rezagada. Tanto en 2003
como en 2013, el Brasil y Costa Rica tenían un desempeño variable entre políticas. El análisis comparativo permite, además, conocer el tipo de transformación promovido. En los cinco países las medidas adoptadas han procurado extender las licencias maternales a los grupos más vulnerables de trabajadoras, ampliar la expectativa de servicios de cuidado en la primera infancia como un derecho propio de niños y niñas, y regular el trabajo doméstico remunerado. Se trata pues de medidas extremadamente relevantes para las mujeres de menores ingresos y, por lo tanto, positivas desde el punto de vista de que la política pública promueva una mayor equidad socioeconómica. Comenzando por el trabajo doméstico, su mayor protección indica una mayor corresponsabilidad estatal en la conciliación entre vida familiar y laboral mediante su intervención en las condiciones de mercantilización de los cuidados que tienen lugar de manera remunerada en los hogares. A la vez, en el largo plazo, respecto de las familias que contratan este trabajo, estas medidas podrían crear condiciones para que desde el Estado se diseñen mejores medidas secuenciales y desfamiliaristas. En materia de servicios de cuidado de la primera infancia, cuando promueven la jornada completa, estos servicios han extendido la corresponsabilidad estatal en la conciliación entre vida familiar y laboral. Es destacable que, en los cinco países, la obligación de los empleadores de brindar servicios de cuidado se mantenga sin cambios. Finalmente, las reformas de las licencias basadas en el empleo han sido heterogéneas. En todos los países los gobiernos han adoptado medidas favorables a una mayor equidad socioeconómica. En dos países, Chile y el Uruguay, se han dado pasos hacia la corresponsabilidad paterna mediante la extensión de las licencias paternales (que, aunque siguen siendo mínimas, son el doble de largas en el Uruguay con respecto a Chile) y la creación de las licencias parentales (con distintas modalidades en ambos países). Al mismo tiempo, la reforma chilena es comparativamente maternalista, en tanto que la licencia por maternidad extendida refuerza la noción de que el cuidado de niños(as) es sobre todo una responsabilidad materna. En los restantes tres países las licencias paternales han estado en la agenda, pero no han sido adoptadas. En las medidas tendientes a asegurar un piso maternalista más allá de las licencias, se incluyen el crédito por cada niño(a) establecido en Chile y el aporte a las pensiones por cada niño o niña que nace vivo en el Uruguay, que en la medida que reconocen el papel diferenciado de las mujeres, procuran nivelar sus condiciones socioeconómicas con las de sus pares varones. El análisis efectuado en este trabajo indica que, como regla general, las políticas continúan considerando el cuidado de niños(as) pequeños(as) como una responsabilidad de las madres. En general, tanto por medio de medidas secuenciales —como son las licencias—, como desfamiliaristas y de regulación de las ocupaciones del cuidado, el avance es mayor en cuanto a promover la equidad socioeconómica que en promover la corresponsabilidad paterna, si bien las reformas recientes en Chile y el Uruguay indican un
cambio pequeño pero cualitativo en esa dirección. Aunque en la mayoría de los países se tematiza de manera creciente la importancia de contar con servicios de atención infantil de jornada completa, el desempeño en materia de corresponsabilidad estatal es aún difícil de establecer. El análisis, enfocado en caracterizar cambios y continuidades con una perspectiva comparada, deja planteados tres tipos de preguntas, relacionadas —primero— con la efectividad en la implementación de las medidas adoptadas; segundo, con la capacidad que estas medidas tengan en el mediano y largo plazo para alterar la desigualdad inicial en materia de cuidados y de conciliación entre vida familiar y laboral; y tercero, con los determinantes sociales y políticos que dan cuentan de las variaciones entre países y políticas. Bibliografía Aguirre, R., & Ferrari, F. (2014). La construcción del sistema de cuidados en el Uruguay: en busca de consensos para una protección social más igualitaria (LC/L.3805). Santiago de Chile: Cepal. Batthyány, K., Genta, N., & Perrotta, V. (2012). La población uruguaya y el cuidado: persistencias de un mandato de género. Encuesta nacional sobre representaciones sociales del cuidado: principales resultados (LC/L.3530). Santiago de Chile: Cepal. Bentancor, A., & De Martini, M. I. (2012). Detrás de la puerta: trabajo, roles de género y cuidado . Santiago de Chile: Comunidad Mujer. Blofield, M. (2012). Care work and class: Domestic workers’ struggle for equal rights in Latin America . Pensilvania: Penn State Press. Blofield, M., & Martínez Franzoni, J. (2014). Maternalism, co-responsibility and social equity: A typology of work-family policies. Social Politics , 22 (1), 38-59. Centros de Atención Integral a la Primera Infancia y la Familia (CAIF) (2008). El Plan CAIF . Montevideo: Secretaría Ejecutiva Plan CAIF. Cepal (2010). Panorama Social de América Latina, 2009 (LC/ G.2423-P). Santiago de Chile: Autor. Cepal (2011). Cuidado infantil y licencias parentales. Desafíos: Boletín de la Infancia y Adolescencia sobre el Avance de los Objetivos de Desarrollo del Milenio , 12. Cepal (2013a). Panorama social de América Latina, 2013 (LC/G.2580). Santiago de Chile: Autor. Cepal (2013b). Panorama social de América Latina, 2012 (LC/G.2557-P). Santiago de Chile: Autor. Cerutti, Ana et al. (2008). Plan CAIF, 1988-2008 . Montevideo: Secretaría Ejecutiva Plan CAIF.
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⁹⁴ ¹ Este trabajo ha sido anteriormente publicado como: Merike Blofield y Juliana Martínez F., "Trabajo, familia y cambios en la política pública en América Latina: equidad, maternalismo y corresponsabilidad", Revista CEPAL , Nº 114, Santiago de Chile, Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL), diciembre de 2014. Se han hecho algunas modificaciones que no alteran el contenido del artículo. ⁹⁵ Por ejemplo, en el Brasil, la brecha es casi del 40%, en tanto que solo el 46,5% de las mujeres de menores ingresos forman parte de la fuerza laboral, en comparación con el 84,4% de las mujeres de los quintiles de mayores ingresos (PNAD & IBGE, 2014; Sorj & Fontes, 2012). ⁹⁶ Este marco analítico ha sido desarrollado de manera más detallada en Blofield y Martínez Franzoni (2014). ⁹⁷ En este artículo se hace referencia a esta tensión de manera indistinta como trabajo-familia, vida familiar y laboral, y responsabilidades familiares y laborales. ⁹⁸ Al considerar los tres tipos de medidas, aunque definiendo de manera distinta las medidas de índole regulatoria, Martínez Franzoni y Camacho (2006 y 2007) elaboraron un primer intento exploratorio de los cambios ocurridos en América Latina a partir de una adaptación de Durán (2004). ⁹⁹ Las licencias parentales se crearon inicialmente en Europa, concretamente en Suecia, en 1974. Las licencias por paternidad son posteriores y fueron pensadas para promover que los hombres efectivamente tomaran una parte de las licencias parentales. Tanto las licencias por maternidad como las parentales y paternales son considerablemente más extensas en Europa y los países anglófonos, con la excepción de los Estados Unidos de América, que se encuentran rezagados incluso respecto a los países de América Latina. ¹⁰⁰ Por trabajo doméstico no calificado se entiende aquel que atañe a personas que rara vez tienen una capacitación formal para el desempeño ocupacional, incluso cuando los servicios que proveen requieren un amplio conjunto de capacidades prácticas que son socialmente poco valoradas. ¹⁰¹ Folbre (1995) define el trabajo de cuidado, sea o no remunerado, como aquel que involucra una conexión con las personas a quienes se debe atender. La autora argumenta la motivación intrínseca que conlleva este tipo de trabajo en tanto actividad dirigida a terceros, y que crea desafíos específicos a su organización y remuneración en el mercado.
¹⁰² Históricamente, los movimientos maternalistas trabajaron en favor de la justicia de género desde un feminismo de la diferencia: «Las mujeres podrían ser reconocidas y compensadas por el Estado por sus contribuciones particulares a la sociedad a través de la maternidad y la crianza de los(as) hijos(as)» (Orloff, 2006, p. 10; traducción propia). Los argumentos maternalistas pueden perder terreno ante una visión de los cuidados que involucra, pero trasciende a las mujeres. Orloff (2006) argumenta que en los Estados Unidos de América ha estado teniendo lugar un menor apoyo popular y de las élites al maternalismo, sin que ello conlleve necesariamente una mayor equidad socioeconómica. ¹⁰³ Aunque la traducción no es literal, esta definición es equivalente a lo que en inglés se denomina como Early Child Education and Care (ECEC). ¹⁰⁴ Aun así, cabe tener presente que la protección social contributiva tiene mayor alcance relativo e inversión social que la mayoría de los programas de carácter no contributivo. ¹⁰⁵ Para una discusión de casos relevantes en los que el universalismo ha sido construido sobre las políticas contributivas, véanse Martínez Franzoni y Sánchez-Ancochea (2013). ¹⁰⁶ En América Latina, la protección laboral y social alcanza a los(as) trabajadores(as) en varios grados, y da lugar a una continuidad que va desde lo más formal a los acuerdos más informales entre trabajadores(as) asalariados(as) como también independientes. En vez de dar forma a un «sector» informal, la informalidad constituye un rasgo que atraviesa el mercado laboral. ¹⁰⁷ Véase Pribble (2013) para una discusión amplia de políticas sociales que promueven la equidad. ¹⁰⁸ Cuando las licencias sí representan un costo directo para quienes emplean, además de desincentivar la contratación de mujeres, ello afecta más a las empresas cuanto más pequeñas son, resultando por lo tanto regresivo para la estructura productiva. Para encontrar datos y análisis acerca de la región en su conjunto, véase Pautassi y Rico (2011). ¹⁰⁹ Para un análisis del proceso de elaboración de la propuesta, véase Lupica (2013). ¹¹⁰ Quedan fuera personas autoempleadas formales que cotizan a la previsión social a través de las cajas profesionales. ¹¹¹ Para una estimación de los costos de la reforma uruguaya, pero también metodológicamente útil con respecto a otros países, véase Salvador (2013). ¹¹² Ley 26.844 reglamentada mediante el Decreto Ejecutivo 467 de 2014. ¹¹³ En 2008, la reforma de pensiones había reconocido y proporcionado una compensación del tiempo que las madres dedican a la crianza de sus hijos(as), aumentado la probabilidad de acceder a pensiones por vejez.
¹¹⁴ Como hizo ver Soledad Salvador (2014), se extienden en realidad todos los beneficios (paternidad y parentales) a hombres y mujeres que aportan al Banco de Previsión Social (no así a cajas independientes como las profesionales), y son titulares de empresas con hasta un dependiente, o titulares de empresas monotributistas. Si se trata de personas con algún dependiente, no figuran como por cuenta propia, sino como patrones. ¹¹⁵ Estas mujeres pueden ser elegibles para recibir otras transferencias en dinero en su condición de madres antes que de trabajadoras, principalmente mediante programas de transferencias monetarias condicionadas dirigidas a niños(as), a las propias madres embarazadas o a ambos. ¹¹⁶ La Ley 20.744 (1974); el artículo 389 del Código de Proceso del Trabajo, mediante el Decreto-Ley 229 de 1967; y el artículo 203 del Código del Trabajo, mediante la Ley 19.408 (1994), en la Argentina, el Brasil y Chile, respectivamente. ¹¹⁷ Una valoración empírica de centros y usuarios bajo una u otra modalidad trasciende el ámbito del presente análisis. ¹¹⁸ a De 0 a 3 años. ¹¹⁹ Cuando no se indica, se desconoce la proporción que corresponde a tiempo completo ¹²⁰ Estas últimas reformas ocurrieron luego de que en 2011 la OIT aprobara una convención en la materia. ¹²¹ En el Brasil y el Uruguay no se explicitó la duración máxima de la jornada laboral. La regulación da a entender que, descontando el tiempo para alimentación y descanso, estas trabajadoras deben de estar disponibles. Por ello el máximo se calcula en 16 horas diarias. Conclusiones ¿Hacia un desarrollo inclusivo? Leda M. Pérez Nos acercamos a cumplir los primeros veinte años de un nuevo siglo y la esfera doméstica, y todo lo que ella conlleva —como la economía del cuidado — sigue teniendo cara de mujer. Asimismo, tanto el trabajo doméstico, como la labor del cuidado en todas sus formas, continúan siendo menos valorados que otras actividades, con peores sueldos y derechos recortados. Este es un dato impactante, particularmente cuando se considera lo indispensable que es ello para la reproducción social y el bienestar humano. Pero, como nos recuerda Fraser (2016), en este contexto en el cual las mujeres trabajan fuera de sus casas más que nunca —porque desean, y pueden hacerlo, o porque hacerlo es una cuestión de supervivencia, muchas veces al ser ellas mismas jefas de hogar en condiciones precarias—, estamos frente a una crisis producida por la relación paradójica entre el cuidado y el capitalismo. El actual modelo económico necesita al cuidado para sobrevivir; sin embargo, hace todo por desvalorizarlo. Esta constatación tiene al menos dos desafíos por atender.
Por un lado, en el Perú, como en otras partes del continente, a medida que nuestra tasa de longevidad vaya aumentando (Cruz Saco, Seminario, Leiva, Moreno & Zegarra 2018), el reto principal ya no será el cuidado de niños y niñas, sino el cuidado de las personas de avanzada edad. Así, cada vez más —tanto en el cuidado de niños, como también el de personas adultas en condición de dependencia— habrá una demanda importante por un personal calificado capaz de administrar servicios especializados. Ello, a su vez, requerirá personas incentivadas a formarse en esta labor con la idea de que su trabajo sea apreciado y apropiadamente remunerado. Asimismo, reconociendo que se precisan diferentes niveles de atención, desde los quehaceres del hogar, hasta el acompañamiento a terceros, y el valor que ello implica para la reproducción social, tampoco es justo —ni sostenible— seguir la línea de un modelo que minimiza y desvaloriza los servicios de apoyo domiciliario o de cuidados menos calificados. Mantener categorías de regímenes laborales especiales en los cuales es aceptable que los sueldos caigan por debajo de la remuneración mínima vital y donde se otorgan derechos recortados es particularmente antidemocrático, dado que la mitad de la población —las mujeres— son desproporcionalmente sobrerrepresentadas en estas labores. La solución no está en mantener sueldos bajos para que solo algunas personas puedan acceder a estos servicios; mientras que para quienes hacen este trabajo es imposible pagar privadamente por un buen apoyo domiciliar o de cuidados. En el análisis final, el cuidado no puede ser visto como un lujo, asequible solo para las personas más adineradas. Es una necesidad humana de la cual ninguno puede prescindir, y para la cual debe haber una apuesta social-política que asegure su valorización, asequibilidad y permanencia en nuestras sociedades. Esto implica valorar el apoyo brindado como el trabajo y aporte que es para los individuos, la familia y la sociedad en su conjunto. Asimismo, ello supone asegurar su plena inclusión como parte del sistema de bienestar, como un elemento fundamental en sociedades avanzadas y democráticas. Por otro lado, las mujeres seguimos experimentando pugnas en torno a los «roles» que debemos ocupar y los valores adscritos a estos. Aún no gozamos de salarios equitativos ni de voz política a plenitud ni del tiempo suficiente para llevar a cabo todas las actividades y apuestas que nos proponemos. Y esto está atado a nuestro —hasta ahora— irrompible lazo con lo doméstico y el cuidado (Blofield & Martínez, 2012; Fraser, 2016; Folbre, 2015; OIT, 2016). Si esta afirmación es verdad para buena parte del mundo, es doblemente cierta para América Latina, cuya historia colonial se siente aún en las relaciones sociales y en el posicionamiento de las mujeres ¹²² como las principales responsables del hogar, los niños y los ancianos. Esto, a su vez, tiene implicancias en torno a las atribuciones de productividad —y valor— que se les asignan a las mujeres. Pues bajo el modelo actual, la mayoría de las mujeres que trabajan —especialmente si son madres— aún no alcanzan el mismo nivel de «productividad laboral» que los hombres según los cálculos econométricos usados en la economía clásica, que sugieren que lo productivo es exclusivo a aquello producido en el mercado, en los espacios tradicionales de trabajo. Por último, esta división entre el trabajo de mercado frente al trabajo de no mercado termina reflejándose en los sueldos
y salarios (siempre menores para iguales responsabilidades) de la mayor parte de las mujeres del mundo ¹²³ . Desde La gran transformación (1992), Polanyi argüía que esta caracterización de la productividad es falsa. Luego, el trabajo econométrico de Duncan Ironmonger (1996) ha sugerido que es posible incluir cálculos acerca de la contribución de la economía del cuidado como parte del producto bruto interno (PBI). Por su parte, Nancy Folbre (2001, 2006, 2015), también economista, ha sugerido que lo que se ha promulgado dentro de las mediciones económicas clásicas resulta ser nada más y nada menos que un sistema político que determina el sitio y contribución de cada cual. El problema de ello para las mujeres es que, dada nuestra asociación con la esfera doméstica y los trabajos que ocupamos en gran mayoría, este sistema frecuentemente nos coloca por afuera de lo que es contabilizado como valioso, productivo y premiable. Esto tiene implicancias más extendidas no solo para mujeres de todas clases sociales dado que la asociación de la mujer con el hogar y la maternidad finalmente implica un precio que todas debemos pagar de una manera u otra, pero también para los PBI de nuestros países. El PBI, o inclusive el PBI per cápita, suele usarse como indicador de bienestar de los países. No obstante, un estudio reciente mostró que estas medidas tradicionales no toman en cuenta entre un tercio y un medio de las actividades económicas realizadas en los países de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE) (Miranda, 2011). Esto se debe a que estas formas de medición no consideran el trabajo no remunerado que se realiza, fundamentalmente por mujeres, en los hogares y que son esenciales para el mantenimiento de estos y para el bienestar en general (Folbre, 2006, Miranda, 2011, Ravazi, 2007). En este sentido, gran parte del trabajo que se realiza en los hogares es excluido de las mediciones formales, con lo cual se invisibiliza, nuevamente, las tareas de cuidado. Estudios recientes muestran que si se calculan las contribuciones hasta ahora invisibles de las mujeres en los quehaceres hogareños —la economía del cuidado—, estas serían un porcentaje significativo del PBI. Así, el trabajo de cuidado no remunerado significaría el 40% del PBI suizo y sería equivalente al 63% del PBI de la India (Ferrant, Pesando, & Nowacka, 2004). Asimismo, si se calcula el trabajo en la economía doméstica realizado por las mujeres, la participación de estas en la economía y en la distribución del PBI aumentaría significativamente, como muestra el estudio de Schafer y Stahmer (2006). Estos datos ponen de relieve cómo la invisibilización y naturalización del trabajo de cuidado también oculta la contribución de las mujeres a la economía de los países. El futuro de las mujeres y su desarrollo —así como el de niños, niñas, ancianos, hombres, familias y nuestras sociedades— depende de desvincular a las mujeres como encargadas exclusivas de la economía del cuidado y, al mismo tiempo, de darle a este trabajo el valor socioeconómico y político que merece. Siendo así las cosas no habría justificación alguna de remunerar en menor proporción a un(a) enfermero(a), un(a) maestro(a) de escuela, abogada, economista, o una trabajadora del hogar. Estos cambios dependen de abrir el camino para que las mujeres participen plenamente en el mundo
laboral, social y político; que no se le castigue ni su género ni su capacidad de tener hijos; que se acabe con la falsa dicotomía entre lo productivo dentro del mercado y lo no productivo fuera de él. Es según esa fórmula que los roles se han establecido y que la trayectoria que desfavorece a las mujeres se ha trazado. En América Latina, el trabajo de Batthyány (2015) y el Sistema Nacional Integrado de Cuidados (SNIC) de Uruguay, compartido en este libro, nos da esperanzas de poder analizar nuestra organización social de los cuidados de otra manera. Además, nos permite ver la importancia de la redistribución, reformulación y revalorización del trabajo de cuidados. Asimismo, hay progreso y planes en sentidos parecidos en Chile, Costa Rica y Bolivia para seguir en una línea parecida a la de Uruguay, para conseguir una «inclusión de la perspectiva de género y derecho en los sistemas de cuidado» que permita «reconocer, reducir y redistribuir el trabajo de cuidados y promover un cambio en la actual división sexual del trabajo» (2015). En este sentido, no es casualidad que sean estos países los que tienen mayores avances en la región en torno a los derechos y condiciones de trabajo otorgados a las y los trabajadores del hogar (Blofield & Martínez, 2012). Mirando hacia el futuro, algunas de las investigaciones pendientes deben considerar con mayor detalle cómo es que la falta de una organización de cuidados está impactando en las oportunidades de las familias en todas sus variedades. ¿Qué implica para el desarrollo de nuestras sociedades que las mujeres no puedan conseguir trabajo remunerado porque el costo de hacerlo es muy alto? En este sentido, no solo habría que ver el costo social, sino también el costo económico que supone inferiorizar la labor del cuidado y a quienes lo realizan. Las contribuciones contenidas en este libro nos dan luces hacia un camino diferente y mejor. Es hora de emprender esta travesía. Bibliografía Batthyány Dighiero, K. (2015). Las políticas y el cuidado en América Latina. Una mirada a las experiencias regionales . Santiago de Chile: Cepal. Blofield, M., & Martínez F., J. (2014). Trabajo, familia y cambios en la política pública en América Latina: equidad, maternalismo y corresponsabilidad. Revista Cepal , 114, 107-125. Correll, S. J., Benard, S., & Paik, I. (2007). Getting a job: Is there a motherhood penalty? American Journal of Sociology , 112 (5), 1297-1339. Cruz Saco, M. A., Seminario, B., Leiva, F., Moreno, C., & Zegarra, M. A. (2018). El porvenir de la vejez: Demografía, empleo y ahorro. Lima: Fondo Editorial de la Universidad del Pacífico. England, R. W. (1998). Measurement of social well-being: Alternatives to gross domestic product. Ecological Economics , 25, 89-103.
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Doctora en Sociología. Secretaria Ejecutiva de Clacso. Profesora titular del Departamento de Sociología de la Facultad de Ciencias de Sociales, Universidad de la República (Uruguay). Integrante del Sistema Nacional de Investigación. Autora de numerosas publicaciones en torno a las temáticas de bienestar social, género, políticas públicas, trabajo no remunerado y cuidados. Ha participado activamente en la creación de la política nacional de cuidados en Uruguay y ha asesorado a varios países de la región en la materia. Arlette Beltrán Doctora en Economía por la Pontificia Universidad Católica del Perú, Master of Arts in Economics por la Universidad de Georgetown y Licenciada en Economía por la Universidad del Pacífico. Es Profesora Principal del Departamento de Economía de la Universidad del Pacífico y miembro del Centro de Investigación de la misma universidad. Consultora internacional e investigadora en gestión pública, políticas sociales en las áreas de educación y salud, y presupuestos participativos y con enfoque de género. Merike Blofield Profesora de Ciencias Políticas en la Universidad de Miami y Directora del programa de Estudios de Género y Sexualidad. Su libro Care work and class: Domestic workers’ struggle for equal rights in Latin America ganó el Premio al Libro Sara A. Whaley de la Asociación Nacional de Estudios sobre la Mujer al mejor libro sobre la mujer y el trabajo en 2013. Sus artículos han aparecido en revistas revisadas por pares como Comparative Politics , Latin American Research Review , Social Politics y Current Sociology . Blofield fue la autora principal del capítulo sobre familias del Panel Internacional sobre progreso social Rethinking Society for the 21 st Century (Cambridge, 2018). Paula England Profesora de Sociología en la Universidad de Nueva York y miembro de la U.S. National Academy of Sciences. Está llevando a cabo una investigación sobre las tendencias en la desigualdad de género en los Estados Unidos, a partir de la cual da cuenta de una desaceleración o estancamiento de la revolución de género. Su investigación actual también examina el comportamiento sexual y cómo este se ha transformado. Silvia Federici Activista feminista, profesora y escritora. En la década de 1970 fue una de las fundadoras de la campaña internacional por los salarios para las tareas domésticas. También fue una de las fundadoras del Comité para la Libertad Académica en África y del Proyecto Anti Pena de Muerte de The Radical Philosophy Association. Es autora de libros y ensayos sobre historia de la mujer y teoría feminista, filosofía política y educación. Sus trabajos publicados incluyen: Caliban y la bruja: mujeres, cuerpo y la acumulación originaria , publicado en 15 idiomas, Revolution at point zero. Housework, reproduction and feminist struggle (2012), El patriarcado del salario (2017), Witch-hunting witches, and women (2018), The New York wages for housework committee: History,theory, documents. 1972-1977 (2018), Re-
enchanting the world: Feminism and the politics of the commons (2019). Es Profesora Emérita en la Universidad de Hofstra, y su trabajo se centra en las mujeres, el cuerpo, el trabajo reproductivo y las nuevas formas de acumulación capitalista y lucha feminista. Nancy Fraser Ocupa la cátedra Henry y Louise A. Loeb de Filosofía y Política en la New School for Social Research. Trabaja en teoría social y política, teoría feminista y el pensamiento francés y alemán contemporáneo. Recibió el Premio Alfred Schutz de la American Philosophical Association en 2010 y el Doctor Honoris Causa de la Universidad Nacional de Córdoba (Argentina). Fraser obtuvo una “Cátedra Internacional de Investigación Blaise Pascal” en la École des hautes études en sciences sociales en París, 2008-2010. Entre sus últimas publicaciones se encuentran Feminism for the 99%: A manifesto (Verso, 2019), en coautoría con Cinzia Arruzza y Tithi Bhattacharya; y Capitalism: A conversation in critical theory (Polity, 2018), en coautoría con Rahel Jaeggi. Elizabeth Kuznesof Profesora de Historia en la Universidad de Kansas (KU). Recibió su Ph.D de la Universidad de California, Berkeley en 1976. Sus intereses de investigación incluyen historia de la familia, mujer, infancia, historia económica y construcción de la ciudadanía brasileña. Fue Directora de Estudios Latinoamericanos en KU desde 1992 hasta 2010. Es autora de Household economy and urban development: Sao Paulo 1765 to 1836 (Boulder. Westview Press, 1986), y de numerosos artículos en revistas y volúmenes editados que incluyen The Journal of Social History , Comparative Studies in Society and History, Americas . También recibió subvenciones de Tinker, NEH, ACLS y Fulbright, entre otros. Pablo Lavado Economista Jefe del Consejo Privado de Competitividad (CPC). Asimismo, se desempeña como Profesor del Departamento Académico de Economía de la Universidad del Pacífico e Investigador del Centro de Investigación de la misma universidad. Doctor en Economía y máster en Economía y Finanzas por el Centro de Estudios Monetarios y Financieros Cemfi (España), y licenciado en Economía por la Universidad del Pacífico. Cuenta con experiencia docente en la Escuela de Postgrado de la Universidad del Pacífico en las Maestrías en Economía, Inversión Social y Gestión Pública. Ha ocupado el cargo de Viceministro de Prestaciones y Aseguramiento en Salud. Juliana Martínez F. Catedrática de la Universidad de Costa Rica. Hizo su doctorado en la Universidad de Pittsburgh y desde 2005 investiga sobre regímenes de bienestar y de política social, sus procesos de formación e implicaciones para la desigualdad socioeconómica y de género en América Latina. Cuenta con 90 publicaciones entre libros y artículos en revistas como Cepal, Latin American Research Review, Latin American Perspectives y Social Politics .
Su último libro escrito con Diego Sánchez-Ancochea se titula La búsqueda de política social universal en el Sur: actores, ideas y arquitecturas (Cambridge University Press, 2016; EUCR, 2019). Es editora de la revista Social Politics . Leda M. Pérez Es profesora e investigadora del Departamento Académico de Ciencias Sociales y Políticas de la Universidad del Pacífico. Es Ph.D en Estudios Internacionales con especializaciones en desarrollo comparado y estudios latinoamericanos por la Universidad de Miami (Estados Unidos). Su investigación se enfoca en la intersección de los derechos laborales y sociales con género, etnia/raza y clase social. Tiene un particular interés en el trabajo doméstico remunerado y la economía del cuidado. Shahra Razavi Es Jefa de la Sección de Investigación y Datos en ONU Mujeres, donde es directora de investigación de los informes emblemáticos de ONU Mujeres, Progress of the World’s Women . Ha escrito extensamente sobre las dimensiones de género del desarrollo, con un enfoque en el trabajo de las mujeres, la política social y la atención. Antes de unirse a ONU Mujeres, Shahra fue investigadora principal en el Instituto de Investigación de las Naciones Unidas para el Desarrollo Social (Unrisd) y profesora invitada en el Centro Interdisciplinario de Estudios de Género de las Universidades de Berna y Friburgo. Shahra tiene una licenciatura por la London School of Economics and Political Science (LSE) y una maestría y doctorado por la Universidad de Oxford. Silke Staab Trabaja como investigadora especializada en ONU Mujeres, Nueva York, donde es coautora de varios informes emblemáticos, entre ellos, Progress of women in Latin America and the Caribbean (2017) y Turning promises into action: Gender equality in the 2030 agenda for sustainable development (2018). Obtuvo su Ph.D en Política en la Universidad de Manchester en 2014 y ha publicado ampliamente sobre género, protección social y políticas de cuidado infantil. Su libro Gender and the politics of gradual change (Palgrave, 2017) analiza el progreso y las limitaciones de las reformas e innovaciones de la política social en Chile desde una perspectiva de género. Antes de unirse a ONU Mujeres, Staab trabajó para diferentes agencias de la ONU y organizaciones no gubernamentales, incluido el Instituto de Investigación de las Naciones Unidas para el Desarrollo Social (Unrisd) y la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (Cepal).