Cuerpo, historia y textualidad en Augusto Roa Bastos, Fernando del Paso y Gabriel García Márquez 9783954872336

Este libro examina la representación del cuerpo de personajes históricos en "Yo el Supremo" (1974), "Noti

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Spanish; Castilian Pages 235 [236] Year 2013

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ÍNDICE
AGRADECIMIENTOS
INTRODUCCIÓN
I. EL CUERPO, EL ESTADO, EL LIBRO: YO EL SUPREMO
II. IMPUREZA, HETEROGENEIDAD Y EXCESO: EL CUERPO GROTESCO EN EL MONÓLOGO DE CARLOTA EN NOTICIAS DEL IMPERIO
III. ENTRE LO VISIBLE Y LO VELADO: LA ENFERMEDAD DE BOLÍVAR EN EL GENERAL EN SU LABERINTO
REFLEXIONES FINALES
BIBLIOGRAFÍA
ÍNDICE ONOMÁSTICO
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Cuerpo, historia y textualidad en Augusto Roa Bastos, Fernando del Paso y Gabriel García Márquez
 9783954872336

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Ediciones de Iberoamericana Historia y crítica de la Literatura, 66 CONSEJO EDITORIAL Mechthild Albert Enrique García Santo-Tomás Frauke Gewecke † Aníbal González Klaus Meyer-Minnemann Katharina Niemeyer, Emilio Peral Vega Roland Spiller

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Derechos reservados © Iberoamericana, 2013 Amor de Dios, 1 – E-28014 Madrid Tel.: +34 91 429 35 22 - Fax: +34 91 429 53 97 © Vervuert, 2013 Elisabethenstr. 3-9 – D-60594 Frankfurt am Main Tel.: +49 69 597 46 17 - Fax: +49 69 597 87 43 [email protected] www.ibero-americana.net

ISBN 978-84-8489-726-2 (Iberoamericana) ISBN 978-3-86527-777-0 (Vervuert)

Depósito Legal: M-13365-2013

Diseño de la cubierta: a. f. diseño y comunicación Impreso en España Este libro está impreso íntegramente en papel ecológico sin cloro.

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ÍNDICE

AGRADECIMIENTOS . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

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INTRODUCCIÓN . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 1. De la «nueva novela histórica» al cuerpo de la nación . . . . . . . . . . . . . . 2. Cadáveres poderosos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 3. Constelaciones corporales . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 4. Cuerpos y textos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 5. Cuerpo presente . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

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I. EL CUERPO, EL ESTADO, EL LIBRO: YO EL SUPREMO . . . . . . . . . . . . . . . . . . 1. El cuerpo y el Estado . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 1.1. Preliminar: José Gaspar Rodríguez de Francia . . . . . . . . . . . . . . . 1.2. La identificación del cuerpo del dictador con el Estado . . . . . . . . 1.3. Soportes del Estado despótico: masculinidad y racionalidad . . . . 2. Transición: escritura y corporeidad . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 3. «Roen, sierran, desmigajan los tejidos apergaminados»: el cuerpo y el texto . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 4. Nota final . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

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II. IMPUREZA, HETEROGENEIDAD Y EXCESO: EL CUERPO GROTESCO EN EL MONÓLOGO DE CARLOTA EN NOTICIAS DEL IMPERIO . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 1. Preliminar: el cuerpo grotesco como modelo discursivo . . . . . . . . . . . . 2. «La fiesta delirante de la historia» . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 2.1. Imágenes corporales . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 2.2. ¿La Madre de la nación? . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 2.3. Cuerpo metamórfico, discurso proteico . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 3. Epílogo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

89 93 100 100 113 121 129

III. ENTRE LO VISIBLE Y LO VELADO: LA ENFERMEDAD DE BOLÍVAR EN EL GENERAL EN SU LABERINTO . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 1. La salud de la patria . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

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1.1. Cuerpo enfermo y cuerpo heroico . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 1.2. «La disolución más completa» . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 2. Ejemplos de contaminación . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 3. La «enfermedad del yo» . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 4. Finalizando: lo visible y lo velado . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

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REFLEXIONES FINALES . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

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BIBLIOGRAFÍA . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

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ÍNDICE ONOMÁSTICO . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

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AGRADECIMIENTOS

Este proyecto se ha gestado a lo largo de varios años y muchas personas me han ayudado en el proceso. Agradezco, en especial, a Edwin Williamson, Phil Swanson, Jean-Marie Lassus y Katharina Niemeyer por sus valiosos comentarios a una versión previa del texto. Nadie estuvo tan cerca de la investigación desde sus fases más tempranas como Robin Fiddian, a quien agradezco enormemente sus consejos, apoyo y paciencia. Gracias a Elizabeth Corral por guiarme hacia estos terrenos hace ya diez años, cuando empecé a interesarme en la escritura de Fernando del Paso; a Alex Hibbett por darme el punto de entrada a Walter Benjamin, y a Clive Griffin por las sugerencias que me ayudaron a consolidar la discusión sobre El general en su laberinto. Agradezco también a las instituciones que financiaron la investigación que sirve de base a este libro: el Overseas Research Student Award Scheme (ORSAS) del Reino Unido, el Clarendon Fund de la Universidad de Oxford, y el Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología (CONACYT) de México. Mi gratitud, asimismo, para la School of Modern Languages, Literatures and Cultures de Royal Holloway, University of London, por su generoso apoyo financiero para esta publicación, y a mis compañeros, en particular Arantza Mayo y Alba Chaparro, por su amistad y solidaridad durante las fases finales de preparación del manuscrito. Agradezco a los editores del Bulletin of Hispanic Studies el permiso para reproducir material correspondiente a una versión previa del tercer capítulo, publicada originalmente en esta revista. Y en Iberoamericana, gracias a Anne Wigger y su equipo por el apoyo y cuidado que dieron a este proyecto. Este libro nunca hubiera llegado a ser sin la ayuda y el amor de mis padres, Lupita y Pablo, mis hermanos José Antonio y José Pablo, y mi esposo Christopher. El esfuerzo que hay en estas páginas está dedicado a ellos.

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INTRODUCCIÓN

Bodies have all the explanatory power of minds. Elizabeth Grosz, Volatile Bodies

«El protagonista de esta novela es un cuerpo», se lee en la contraportada de Santa Evita (1995) de Tomás Eloy Martínez. Nítida e inusual a la vez, la frase atrapa al lector porque propone un enigma —¿cuál cuerpo?, ¿por qué y cómo un cuerpo es el protagonista de una novela?—, al tiempo que sintetiza la centralidad que el cuerpo de Eva Perón posee en Santa Evita como núcleo narrativo, objeto del deseo, proyección de las obsesiones privadas y colectivas, alegoría de un país y de su historia. Dicha centralidad la comparte Santa Evita con buena parte de las novelas históricas escritas en Hispanoamérica a partir del último tercio del siglo XX: con frecuencia, en ellas el cuerpo es un elemento nodal y está relacionado con la escritura y relectura del pasado, con cuestiones como la pérdida, la violencia fundacional, la reparación histórica, y también con la imaginación. Este libro se originó en la curiosidad por las interrelaciones entre el cuerpo, la historia y la escritura en la ficción histórica reciente. Aquí se explora la forma en que tres novelas históricas de fines del siglo XX revisitan el siglo XIX centrándose en el cuerpo de una figura histórica fundamental en un periodo de consolidación nacional, y se propone que el cuerpo determina el tipo de imaginería y el lenguaje con que se moldea, por un lado, el diálogo con un subtexto histórico específico y, por otro, la propia textualidad de cada novela. El presente estudio sobre Yo el Supremo (1974), del paraguayo Augusto Roa Bastos (1917-2005), Noticias del Imperio (1987), del mexicano Fernando del Paso (n. 1935), y El general en su laberinto (1989), del colombiano Gabriel García Márquez (n. 1927), discute cómo la imaginería corporal resignifica al referente histórico, y cómo impregna la textura narrativa, articulando una serie de preocupaciones estéticas e ideológicas, al igual que

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ciertas tensiones fundamentales —como la que se da entre historia y ficción— al centro de una escritura que medita sobre sí misma1.

1. DE LA «NUEVA NOVELA HISTÓRICA» AL CUERPO DE LA NACIÓN Las tres novelas aquí tratadas pueden situarse en el marco del subgénero comúnmente designado como «nueva novela histórica», que ha constituido una de las principales manifestaciones literarias producidas en Hispanoamérica a partir del último tercio del siglo XX. El término nueva novela histórica se popularizó a partir del estudio de Seymour Menton (1993). Antes de él, había sido empleado por Juan José Barrientos (1985), Daniel Balderston (1986) y Fernando Aínsa (1991), entre otros. Algunos estudiosos, como María Cristina Pons (1996), prefieren designar al mismo fenómeno como novela histórica de fines del siglo XX, novela histórica contemporánea o novela histórica reciente, mientras que otros, como Amalia Pulgarín (1995), optan por transponer el concepto de metaficción histórica posmoderna de Linda Hutcheon (1988). En este trabajo se emplea el término nueva novela histórica simplemente por convención, aunque reconociendo sus limitaciones para significar un fenómeno multifacético y complejo. Proponer una nueva 1 Representatividad y autorreferencialidad son dos polos cuyos extremos tradicionalmente definirían sendos tipos de novela. Sin embargo, en el caso de la novela histórica reciente confluyen ambas dimensiones como consecuencia de las características mismas del género. El aspecto representacional es la condición sine qua non: la novela histórica de fines del siglo XX revisita los eventos, personajes y tensiones del pasado histórico, así como los discursos que han dado cuenta de ellos, y las lecturas que de tales discursos se han efectuado tanto en las historiografías oficiales como en las versiones populares de la historia. Pero al afán revisionista que la caracteriza subyace el pleno reconocimiento de las implicaciones ideológicas y subjetivas de cualquier recuento sobre la historia. En este sentido, no sorprende que la relectura del pasado se acompañe de la evidencia de un alto grado de conciencia sobre los mecanismos implicados en la escritura. La metaficción es una de las convenciones de la novelística del siglo XX que la «nueva novela histórica» asimila e integra a su proyecto: relectura del pasado, pero también ficción que exhibe la conciencia de serlo. Esta confluencia entre lo representacional y lo autorreferencial en la novela histórica contemporánea ha sido destacada, entre otros, por Linda Hutcheon en su definición de la «historiographic metafiction» (1988: 5), y por Peter Elmore en su estudio sobre la novela histórica hispanoamericana reciente (1997).

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definición del género escapa a los límites de la presente discusión; lo que se presenta a continuación es un panorama de las tipologías ofrecidas por estos críticos como un antecedente a la discusión sobre la interrelación entre el cuerpo, la historia y la escritura que nos ocupa aquí. Entre los textos que tradicionalmente se incluyen en el corpus de la nueva novela histórica están: El mundo alucinante (1969), de Reynaldo Arenas; Terra nostra (1975), de Carlos Fuentes; El arpa y la sombra (1979), de Alejo Carpentier; La guerra del fin del mundo (1981), de Mario Vargas Llosa; Los perros del paraíso (1983), de Abel Posse; y Vigilia del almirante (1992), de Augusto Roa Bastos. La lista, por supuesto, pretende ser sólo una muestra; el subgénero ha sido cultivado tanto por autores canónicos como por escritores noveles a lo largo y ancho de Hispanoamérica2. Simultáneamente, una variedad de autores y críticos ha glosado el fenómeno literario, teorizando sus aspectos formales, y sus implicaciones políticas y culturales, así como la importancia del subgénero tanto en los contextos nacionales como continentales3. A grandes rasgos, la nueva novela histórica se caracteriza por «la relectura crítica y desmitificadora del pasado» (Pons 1996: 16). Como explica Pons, esta actividad crítica se da, con variantes considerables de novela a novela, principalmente en dos ámbitos: el epistemológico y el ideológico o político. El florecimiento del subgénero a partir del último tercio del siglo XX coincide en la escala global con el llamado «giro lingüístico» (linguistic turn) en la historiografía, asociado con las propuestas de Jacques Derrida, y con los escritos de algunos filósofos de la historia como Hayden White, Michel de Certeau y Paul Veyne, entre otros, que han resaltado el carácter discursivo de la historia y el rol desempeñado por la subjetividad del historiador, así como los aspectos formales y narrativos de la historiografía4. En otras palabras, la

2 En 1993, Menton incluía cerca de sesenta «nuevas novelas históricas» en su lista (1215). Otros ejemplos más recientes son mencionados por Pons (1996: 15-16) y Perkowska (2008: 28). 3 Entre ellos están Aínsa, Barrientos, Grinberg Pla, Jitrik (sobre la novela histórica en general), Menton, Perkowska, Pons, Pulgarín y Sklodowska. 4 Hay que destacar, sin embargo, que estas propuestas teóricas tienden a generalizarse y a descontextualizarse. Por ejemplo, algunos críticos citan a Hayden White para afirmar que novelas

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nueva novela histórica coincide con un momento en que la historiografía como disciplina habría abandonado su propia confianza en la posibilidad de actuar como un «espejo del pasado», cuestionando las nociones de un sujeto autónomo y universal que accede a aquél, así como la transparencia y objetividad del lenguaje del historiador. En lugar de ver al pasado histórico como un objeto estático que se representa con mayor o menor grado de precisión en el discurso del historiador, se habría dado lugar a la idea de que el sentido del pasado se construye a través de distintos procesos de textualización (Perkowska 2008: 70-71). Éste es un rasgo que se ve reflejado en la gran conciencia que la nueva novela histórica exhibe sobre la compleja relación entre evento, documento y texto, y sobre el papel que el lenguaje, la subjetividad y la ideología juegan en la escritura y lectura de la historia. Como afirma Perkowska, a partir del posestructuralismo se establece que «el sujeto cognoscente nunca es universal ni autónomo, sino situado en el tiempo y el espacio, sujeto a las condiciones materiales así como a las ambiciones personales y condicionado por su estatus social, raza, género, e inclusive la lengua en la que se expresa» (2008: 71)5. Por ello, el conocimiento producido por ese sujeto «no es directo ni es un reflejo objetivo y neutral de una realidad exterior, sino que es una construcción mediada por las relaciones de poder, la ideología y las convenciones culturales» (ibíd.).

como Noticias del Imperio proponen que «no hay diferencia» entre la historia y la ficción (Clark y González 1994: 731). En Metahistory, sin embargo, Hayden White discute los aspectos narrativos del relato histórico como una característica formal y estructural, pero no hace una propuesta que equiparara ontológicamente a la historia con la ficción. Aunque plantea que no hay una estructura a priori en los hechos que el historiador pudiera descubrir, sino que éste construye e impone sobre el pasado una estructura narrativa, una forma que dota a los hechos de un sentido, White mantiene que su objetivo no es discernir sobre la fidelidad o precisión del relato del historiador, sino discutir sus componentes estructurales (1975: 3-4). Incluso declara que «unlike literary fictions, such as the novel, historical works are made up of events that exist outside the consciousness of the writer. The events reported in a novel can be invented in a way that they cannot be (or are not supposed to be) in a history» (ibíd.: 6, n. 5). 5 Al margen del posestructuralismo, el concepto de razón situada (la razón como un proceso interpretativo que involucra la situación histórica y social del sujeto cognoscente) proviene de la hermenéutica, sobre todo desde Gadamer (1989: 302; ver también Alcoff 2006: 95-96).

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Sin embargo, hay que aclarar que todo esto no equivale a una renuncia por parte de la nueva novela histórica a la creencia en la facticidad y cognoscibilidad de la historia6. De hecho, una postura común es la asumida por autores como Fuentes, que pretenden con la ficción «contestar con la verdad a las mentiras de nuestra historia» (citado en Corral Peña 1997: 3), o como la de Del Paso en su exhorto a los novelistas: [P]ropongo el asalto de los novelistas latinoamericanos a la historia oficial. Propongo que no dejemos a unos cuantos historiadores independientes la tarea de contar la historia de nuestras enfermedades. Propongo que el nuevo novelista latinoamericano conozca a fondo nuestra historia y que después no la olvide («La novela que no olvide» 2002: 961).

A pesar del alto grado de conciencia que las novelas de autores como Fuentes y Del Paso exhiben sobre el carácter discursivo y textual de la historia, está claro que detrás de ellas hay una motivación que no se fundamenta en un escepticismo radical sobre la posibilidad de conocer el pasado, sino más bien en «una explícita desconfianza hacia el discurso historiográfico en su producción de las versiones oficiales de la Historia» (Pons 1996: 16). En

6 Una etiqueta teórica que se ha invocado para referirse a la nueva novela histórica es la de «posmodernidad», utilizada por críticos como Menton como equivalente a la negación de la posibilidad de conocimiento histórico (1993: 136). Aunque una discusión sobre el tema está fuera de los límites de este trabajo, hay que notar que Hutcheon previene en contra de esta confusión: «To speak of provisionality and indeterminacy is not to deny historical knowledge [...]. What the postmodern writing of both history and literature has taught us is that both history and fiction are discourses, that both constitute systems of signification by which we make sense of the past. In other words, the meaning and shape are not in the events, but in the systems which make those past “events” into present historical “facts”. This is not a “dishonest refuge from truth” but an acknowledgment of the meaning-making function of human constructs [...]. It is historiography’s explanatory and narrative emplotment of past events that constructs what we consider historical facts [...]. The past really did exist. The question is: how can we know the past today — and what can we know of it?» (1988: 88, 92; énfasis en el original). A diferencia de otros estudios que abordan al subgénero desde la temática de la posmodernidad, el trabajo de Perkowska es una discusión a fondo sobre la nueva novela histórica como espacio ficcional de la reflexión acerca de la historia y del discurso histórico, en el contexto de los debates tanto globales como latinoamericanos sobre la posmodernidad.

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otras palabras, las citadas declaraciones de Fuentes y Del Paso hacen evidente uno de los rasgos definitorios de la nueva novela histórica: su carácter de crítica política, que mira hacia un pasado problemático a partir de un presente de crisis irresueltas (ibíd.: 22) y que, en «la era post-foucaultiana», cuestiona «a la Historia como discurso legitimador del poder» (Perkowska 2008: 33)7. Entre las estrategias empleadas por la nueva novela histórica en su relectura y reescritura de la historia están las siguientes: la recuperación de «raíces anteriores al género, tales como la oralidad, el imaginario popular y colectivo presente en mitos y tradiciones»; el anacronismo, el pastiche, la ironía, la parodia y el grotesco; la multiplicidad de perspectivas; la incorporación del discurso historiográfico a la textualidad de la novela o, por el 7 Como han sostenido Grinberg Pla y Perkowska, otra área de cuestionamiento de la historia tradicional desde la historiografía misma procede de la nouvelle histoire francesa, identificada sobre todo con la obra de Jacques Le Goff y Pierre Nora, Faire de l’histoire (1974), y continuada en La nouvelle histoire dirigida por Le Goff (1978). Dichas colecciones apuntan hacia una transformación en el quehacer historiográfico: los «nuevos problemas» se refieren a la historia económica y social inaugurada por la Escuela de los Annales, la nueva historia cultural, la nueva historia política, la microhistoria y la historia del presente; los «nuevos objetos» incorporan aquéllos que no figuraban como tales en la historia tradicional (la historia del imaginario, desde abajo, del cuerpo, de las mujeres, de los rituales, de las epidemias, de las instituciones, de las prácticas sexuales, de las fiestas, del clima, de la cocina, etc.). De este modo la «nueva historia se percibe y conceptualiza como historia de todas las actividades humanas» (Perkowska 2008: 79). Ésta es una concepción de la historia que, en distintos grados y de distintas maneras, varias nuevas novelas históricas comparten y exploran. A pesar de su enfoque en José Gaspar Rodríguez de Francia, Yo el Supremo ilustra magistralmente una preocupación por la historia de longue durée, de las estructuras, de la memoria colectiva y del imaginario. Igualmente, Noticias del Imperio combina el interés por la individualidad de los protagonistas históricos (y por su potencial dramático) con una preocupación formulada por Le Goff en su célebre prólogo a La nouvelle histoire: «repenser les événements et les crises en fonction des mouvements lents et profonds de l’histoire, s’intéresser moins aux individualités de premier plan qu’aux hommes et aux groupes sociaux qui constituent la grande majorité des acteurs [...] préférer l’histoire des réalités concrètes — matérielles et mentales — de la vie quotidienne» (2006: 23-24). Noticias del Imperio no sólo reflexiona sobre los «movimientos lentos y profundos de la historia», sino que también documenta un sinfín de manifestaciones materiales y concretas de la vida cotidiana, como la comida, el vestido, las canciones populares y la historia oral.

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contrario, el revestimiento por parte de ésta «de modalidades expresivas del historicismo a partir de una “pura invención” mimética de crónicas y relaciones»; la metaficción; la superposición de tiempos históricos diferentes; la presentación del lado antiépico o antiheroico de la historia; y una «mayor preocupación por el lenguaje» (Aínsa 1991a: 82-85). Menton menciona la distorsión del pasado «mediante omisiones, exageraciones o anacronismos»; la ficcionalización de personajes históricos; la metaficción; la intertextualidad; el empleo de los conceptos bajtinianos de lo dialógico, lo carnavalesco, la parodia y la heteroglosia (1993: 43-44). Pons hace énfasis en la incorporación de perspectivas inusitadas o desfamiliarizadoras en la representación del pasado conocido; «la ausencia de un narrador omnisciente y totalizador [...] la creación de efectos de inverosimilitud [...] el empleo de una variedad de estrategias y formas autorreflexivas que llaman la atención sobre el carácter ficcional de los textos» (1996: 16-17). Así, distintas nuevas novelas históricas problematizan en distintos grados ciertos aspectos de la historia tradicional: la fe en el documento como prueba, el contenido y la forma del relato histórico, abandonando el énfasis en los grandes eventos, el uniperspectivismo, la estructura lineal del relato, y el ocultamiento del historiador como narrador y organizador del material, es decir, la ilusión de que la historia se cuenta sola (Perkowska 2008: 70-71). Este esbozo de las estrategias novelescas hace evidente que la novela histórica de fines del siglo XX, tal como lo había hecho la novela histórica realista en el siglo XIX, sigue las convenciones generales de la novela de su tiempo (Pons 1996: 107). Es decir, lo que resulta «nuevo» en la «nueva» novela histórica es el cruce conflictivo entre esas estrategias novelescas y la ficción histórica, cuyos parámetros en Hispanoamérica habían sido establecidos por la novela histórica del realismo y del Romanticismo (ibíd: 107). Aspectos como la desconfianza en el poder representacional del lenguaje, el alejamiento del realismo, la fragmentación de la subjetividad y de las voces narrativas, el narrador de estatuto dudoso, la autorreferencialidad, el afán desmitificador, lúdico y paródico, el énfasis en el carácter intertextual de la escritura y un tipo distinto de contrato de lectura entre autor y lector (Pons 1996) son elementos que modelan la reescritura del pasado en la nueva novela histórica porque son parte de las convenciones generales de la narrativa

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de la segunda mitad del siglo XX. Dado que las ideas de historia, de novela y de escritura no son estáticas, sino que van cambiando (Jitrik 1995: 81), el discurso de la novela histórica es producto no sólo de una determinada concepción de la historia y la historiografía, sino también de la evolución del paradigma novelesco. De especial relevancia para este trabajo es postular que la nueva novela histórica «hereda» (tomo la expresión de Pons 1996: 106) asimismo otros aspectos de la narrativa que la precede, como son: la espesura y materialidad de los espectros de Rulfo; la noción del texto como anagrama del cuerpo (desde Barthes y Sarduy); y el exceso rabelaisiano de las metáforas orgánicas y corporales de Cien años de soledad. E igualmente, hereda lo que Jean Franco ha propuesto como uno de los motivos capitales de la novela hispanoamericana de mediados del siglo XX: el de la comunidad o la nación representada alrededor de un cuerpo agonizante o muerto, tal como sucede en novelas como La hojarasca, de Gabriel García Márquez (1955), Pedro Páramo, de Juan Rulfo (1955), Oficio de tinieblas, de Rosario Castellanos (1962), o La muerte de Artemio Cruz, de Carlos Fuentes (1962) (Franco 1997: 131). De ahí podría seguirse que, si bien la escritura del cuerpo en la literatura hispanoamericana posee una larga historia8, la novelística de mediados del siglo XX lo habría consolidado ya como topos para reflexionar sobre una problemática específica: la nación9.

8 Podrían citarse numerosos casos desde las crónicas de Indias. El cuerpo es el elemento articulador, por ejemplo, en Naufragios de Álvar Núñez Cabeza de Vaca, donde la desnudez y el hambre devienen aspectos definitorios para la construcción de la identidad, un aspecto sobre el que Posse elabora prolijamente en El largo atardecer del caminante (1992). 9 Aunque la «figura de la nación domina toda la historia contemporánea» (Annino y Guerra 2003: 7), el término sigue escapando a una definición unívoca. La propuesta de Annino es entender a la nación moderna como «un nuevo modelo de comunidad política, síntesis de diversos atributos ligados entre sí; como una combinatoria inédita de ideas, imaginarios, valores y, por ende, de comportamientos, que conciernen la naturaleza de la sociedad, la manera de concebir una colectividad humana: su estructura íntima, el vínculo social, el fundamento de la obligatoriedad política, su relación con la historia, sus derechos» (ibíd.: 8). Annino propone que la nación en los países latinoamericanos es «a la vez un punto de partida y un proyecto todavía en parte inacabado», debido a «la distancia que separa la nación como comunidad política soberana de la nación como una asociación de individuos-ciudadanos y de la

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Yo el Supremo, Noticias del Imperio y El general en su laberinto son novelas históricas situadas en el siglo XIX hispanoamericano y centradas en figuras históricas que representan al mismo tiempo el poder estatal y su decadencia, un proyecto de nación y su fracaso, y un momento fundacional, pero también un momento de pérdida. En este contexto cabe preguntarse a qué responde la centralidad que en estas novelas adquiere el cuerpo de los personajes históricos. En su estudio sobre la nueva novela histórica, Menton había destacado «el énfasis en las funciones del cuerpo desde el sexo hasta la eliminación» (1993: 44), pero las implicaciones de dicho énfasis en lo corporal está lejos de haberse explorado en profundidad. La propuesta inicial del presente estudio es que en Yo el Supremo, Noticias del Imperio y El general en su laberinto el cuerpo de las figuras históricas es el punto de partida para meditar sobre el estado de la nación en un momento histórico percibido como problemático, y que este empleo del cuerpo está relacionado con una crítica en dos sentidos: crítica del pasado que se ficcionaliza y crítica del presente desde donde se escribe.

2. CADÁVERES PODEROSOS Constellations of meaning accrue around powerful cadavers. Jean Franco, The Decline and Fall of the Lettered City

El aparente oxímoron en el término cadáveres poderosos apunta hacia un tema tan antiguo como inagotable, dentro y fuera de la literatura: el poder unido a un cuerpo, el poder personificado, antes y después de la muerte. El caso de Eva Perón tanto en la novela de Tomás Eloy Martínez como en la historia de Argentina es elocuente, pero otro tanto puede pensarse, por ejemplo, del enorme poder de los restos mortales de una figura como Simón Bo-

nación como identidad colectiva, con un imaginario común compartido por todos sus habitantes» (ibíd.: 9).

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lívar. Germán Carrera Damas afirma que la repatriación de los restos mortales de Bolívar a Venezuela en 1842 fue una estrategia política que permitió a la oligarquía conservadora prevenir la guerra civil y legitimar su poder (1973: 53). Mucho podría decirse sobre el uso político de la reciente exhumación del cadáver de Bolívar en Venezuela. La relación entre el cuerpo y el poder puede abordarse desde varios puntos de vista; por ejemplo, desde las maneras en que los mecanismos del poder marcan al cuerpo, según exploran el trabajo de Michel Foucault o algunas corrientes en el campo de los estudios de género10. Pero es posible también discutir la inscripción del poder en el cuerpo desde un ángulo distinto: ¿qué posibilidades abre para la ficción el imaginar al poder mismo como un cuerpo, sobre todo cuando se trata de una ficción crítica del poder?, ¿cuáles son las repercusiones de unir tal representación del poder al cuerpo de una figura histórica vinculada a un momento de formación nacional? Éstas son parte de las interrogantes que han motivado el presente estudio, y a las que intenta responderse en los siguientes capítulos. Asociar al poder con un cuerpo (o imaginar las estructuras de poder como un cuerpo) es una de las tradiciones más antiguas en el pensamiento occidental; el lazo está latente en todas las nociones de Estado entendidas bajo la metáfora del «cuerpo social» (como el Leviatán de Hobbes) que poseen una estructura orgánica y en las cuales el rey (o la figura de poder) es la cabeza. Según González García, «la idea de los funcionarios como oídos y cuerpo del rey apa-

10 Foucault estudió desde muchos ángulos la compleja dinámica entre los cuerpos y el poder; entre otros aspectos, la regulación de la vida social como regulación, primero, de los cuerpos, y la subjetivación como un proceso que se realiza a través del cuerpo y de las prácticas materiales que configuran el comportamiento (Dussel 2003: 211). Como afirma Dussel, «Foucault argumentó que desde el siglo XVIII hasta el siglo XX, el control sobre el cuerpo fue pesado, lento, meticuloso y constante, por lo que surgieron regímenes disciplinarios formidables, como la escuela, los hospitales, los cuarteles, las fábricas, las ciudades, las familias» (ibíd.: 211). Las propuestas de Foucault han determinado una nueva forma de concebir al cuerpo en el siglo XX, no como un elemento natural sino como un sitio de inscripción de la cultura y sus discursos. Algunos estudios que siguen de cerca a Foucault para discutir el disciplinar de los cuerpos femeninos son los de Bartky (1990), Bordo (1993) y Tuñón (2008). Sin embargo, el enfoque foucaultiano también ha sido objeto de críticas por la pasividad y falta de agencia que su teoría atribuye al cuerpo (ver Turner 1994).

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rece ya en Jenofonte y es ampliada por Aristóteles en la Política [1287b], en la que los órganos del Estado aparecen como extensión de los órganos corporales del gobernante» (1993: 79). De acuerdo con Le Goff, el medioevo cristiano heredó el uso político de las metáforas corporales de la Antigüedad grecorromana (1989: 13-14), y es durante la Edad Media cuando se consolida la idea de que el cuerpo mortal del individuo en el poder es consustancial con un cuerpo político. Esta idea, de influencias helenísticas y paulinas (parte de la idea de la Iglesia como corpus mysticum), alcanza su formulación más clara en la legal fiction de los dos cuerpos del rey, cuya evolución a lo largo del pensamiento jurídico y teológico medieval es analizada en el estudio de Ernst H. Kantorowicz, The King’s Two Bodies (1957). El punto de partida del estudio de Kantorowicz son los Informes (1550) de Edmund Plowden, donde el cuerpo del rey se describe así: El Rey tiene en sí dos Cuerpos, a saber, un Cuerpo natural y un cuerpo Político. Su Cuerpo natural (considerado en sí mismo) es un Cuerpo mortal y está sujeto a todas las Dolencias que provienen de la Naturaleza y del Azar; a las Debilidades propias de la Infancia o la Vejez, y a todas aquellas flaquezas a las que están expuestos los Cuerpos naturales de los otros hombres. Pero su Cuerpo político es un Cuerpo invisible e intangible, formado por la Política y el Gobierno, y constituido para Dirigir al Pueblo y para la Administración del bien común, y en este Cuerpo no cabe ni la Infancia ni la Vejez ni ningún otro Defecto ni Flaqueza natural a los que el Cuerpo natural está sujeto, y por esta Razón, lo que el Rey hace con su Cuerpo Político, no puede ser invalidado ni frustrado por ninguna de las incapacidades de su Cuerpo natural (Kantorowicz 1985: 19-20).

Según Kantorowicz, esta idea, prácticamente extinta en el pensamiento constitucional moderno, sobrevivió y todavía posee un significado profundo a raíz de la obra de Shakespeare, sobre todo de la Tragedia del Rey Ricardo II (Kantorowicz 1985: 37). Como apunta Peter Burke, si para el siglo XVII la idea dejó de estar revestida de validez política, se convirtió en una —fructífera— metáfora (1997: 180). En el terreno de la filosofía política, la idea de los dos cuerpos del rey ha sido transpuesta a contextos totalmente ajenos a los tratados por Kantorowicz en su erudito estudio, que culmina en la Inglaterra de los Tudor. Bruce Burgett la transforma en «los dos cuerpos del patriota» en su discu-

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sión sobre nacionalidad y corporeidad en el «Discurso de despedida» (Farewell Address) de George Washington (Burgett 1998: 55-78); Peter Bratsis la utiliza para explicar el origen de la idea del Estado moderno (2006: 33); Michel Foucault para hablar del cuerpo de los condenados (1975: 33-34); Claude Lefort para explicar la función del líder en los regímenes totalitarios (2004: 241257); Louis Marin (1981) la discute en su análisis de la representación del poder en la Francia de Luis XIV; Rhina Roux la emplea para describir el ritual sucesorio presidencial en el México posrevolucionario (2005: 187); y Slavoj Zizek para comparar la transformación del poder del «Master» en el «Leader» (1989: 145-146). De este inventario puede deducirse que, si bien obsoleta en términos literales, la idea está viva en la imaginación occidental. Por su potencial metafórico —o alegórico— es evidente que la continuidad entre un cuerpo mortal y un cuerpo político ofrece múltiples posibilidades de sentido en el terreno de la ficción11. Antes de explorar cómo se manifiestan dichas posibilidades en las novelas que aquí nos conciernen, es necesario hacer algunas aclaraciones teóricas. Tradicionalmente, el pensamiento occidental conceptualizó al cuerpo como un objeto biológico, opuesto a la razón y la conciencia, y como un instrumento a merced de una entidad autónoma e incorpórea: el sujeto. En palabras de Torras y Acedo, «el cuerpo constituyó hasta anteayer el mayor punto ciego del pensamiento occidental: subsidiario, derivado, superfluo y hasta engañoso, peligroso y perverso, su lugar ha sido el del otro contrario y complementario de la razón, la mente y el intelecto» (2008: 9)12. Sin embargo, ^

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11 El vocabulario de Kantorowicz opone un cuerpo natural al cuerpo místico o político. En este trabajo utilizo cuerpo mortal para los mismos fines; mi empleo de esta terminología se circunscribe a la noción de los dos cuerpos del rey, y no denota un entendimiento del cuerpo como una entidad «natural» en tanto precultural. 12 Por supuesto, de ahí se sigue que el cuerpo haya sido asociado tradicionalmente a lo femenino, como contrapeso a la razón ligada a lo masculino (discuto el punto más a profundidad en el capítulo sobre Yo el Supremo). La crítica del dualismo ha sido una de las características de gran parte de los estudios contemporáneos sobre el cuerpo, sobre todo desde la fenomenología y los feminismos. Como uno de los filósofos que trascendiera el dualismo tradicional, Merleau-Ponty ha sido fundamental en el desarrollo de las fenomenologías feministas (ver Olkowski y Weiss 2006). Elizabeth Grosz (1994) ofrece una discusión y crítica del dualismo también desde una perspectiva feminista, rescatando ideas de Spinoza y Deleuze.

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desde las últimas décadas del siglo XX han proliferado las maneras de entender al cuerpo y la corporeidad en las ciencias sociales, las artes, las humanidades, las ciencias cognitivas y los estudios interdisciplinarios. Es común hablar del «giro corporal» como en su momento se hablara del «giro lingüístico»13. A partir de Foucault y atendiendo a la centralidad del cuerpo en los estudios de género, la antropología cultural, la historia, la psicología, las humanidades médicas, y la filosofía, entre otros dominios, ya no es posible pensar al cuerpo como una entidad no problemática, inmutable y precultural (Csordas 1994: 1-2). Por el contrario, siguiendo a Csordas, al lugar central que el cuerpo ha ocupado en gran parte de las humanidades y las ciencias sociales a partir del último tercio del siglo XX subyace cierta ironía: si el enfoque en el cuerpo pudo estar motivado por la esperanza de que fungiera como «el centro estable en un mundo de significados descentrados», la realidad es que las últimas décadas han visto, como nunca antes, la problematización del cuerpo, el reconocimiento de que la característica esencial de la corporeidad (embodiment) es la indeterminación (ibíd.: xi)14. Así, más que un paradigma de estabilidad y certeza, el cuerpo ha devenido una noción problemática y un sitio de inestabilidad.

13 Un volumen de estudios interdisciplinarios sobre el cuerpo se titula justamente The Corporeal Turn (Sheets-Johnstone 2009). David Howes (2005) sitúa el «giro lingüístico» en los años sesenta y setenta, el «giro pictórico» (pictorial turn) en los ochenta (que marcara el auge de los estudios de cultura visual), y el «giro corporal» y el «giro material» en los noventa. Csordas habla de una constante proliferación de los estudios sobre el cuerpo (sobre todo en el campo de la antropología cultural) desde la década de los setenta (1994: 1). Por su parte, Ramón Pelinski (2005) propone un panorama de las reflexiones teóricas que ha motivado el giro corporal. 14 La traducción de embodiment varía según el sentido y el contexto en que se utilice. Entre otras acepciones, el término puede significar corporeidad, incorporación (por ejemplo, en términos de apropiación a través de los sentidos, como se sugiere en la antropología de la alimentación) o encarnación. Aquí lo traduzco como corporeidad siguiendo la propuesta de Csordas para diferenciar «cuerpo» (body) de «corporeidad» (embodiment), de la misma forma en que distingue «texto» (text) de «textualidad» (textuality): a las figuras de texto y textualidad, Csordas yuxtapone «the parallel figures of the “body” as a biological, material entity and “embodiment” as an indeterminate methodological field defined by perceptual experience and mode of presence and engagement in the world» (1994: 12).

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Sería imposible presentar aquí un panorama de las maneras contemporáneas —a menudo opuestas entre sí— de entender al cuerpo15. No obstante, y sin perder de vista la problematización del cuerpo de la que habla Csordas, es posible ofrecer muy someramente algunas consideraciones generales. Como han demostrado sobre todo los estudios feministas, el cuerpo nunca es «el cuerpo» en singular ni abstracto: los cuerpos están definidos por caracteres específicos en términos sexuales, culturales, raciales, de clase y de (dis)capacidad física16. El cuerpo es centro de perspectiva, cognición, deseo, reflexión, agencia (Grosz 1994: xi) y un elemento inalienable de la identidad (Alcoff 2006); la base existencial de la cultura y el yo, de acuerdo con la formulación de Csordas17. El cuerpo es locus de la praxis social, texto cultural y construcción social (Jaggar y Bordo 1992: 4) sin que esto último implique una negación de su materialidad18. El cuerpo «adquiere significación a través de los discursos que lo representan, que lo materializan» (Torras y Acedo 2008: 9-10). Más como devenir que como entidad fija, puede ser considerado el sitio de contestación de una serie de luchas económicas, políticas, sexuales e intelectuales (Grosz 1994: 12, 19). Desde algunos estudios contemporáneos sobre el cuerpo, se ha elaborado una crítica a la conceptualización del mismo como la fuente de «símbolos» utilizados para describir, por ejemplo, la estructura social (Csordas 1994: 4).

15 A modo de ejemplo, ver las distinciones entre los diferentes enfoques feministas discutidos por Grosz a mediados de los noventa (1994: 15-19). 16 Ver, entre otros, Jaggar y Bordo (1992), Butler (1993), Grosz (1994, 1995, 1999), Alcoff (2006), y Shildrick y Price (1998). 17 En una de las múltiples reconceptualizaciones del dualismo entre la mente y el cuerpo, Csordas propone la posibilidad de entender al cuerpo como centro de la subjetividad —sujeto de sensación y experiencia— y a la mente como sitio de reificación (1994: 8-9). 18 El significado preciso de la palabra materialidad ha suscitado muchos debates en los estudios feministas (ver, por ejemplo, Butler 1993). A partir de su crítica del dualismo, Grosz especifica que, aunque el cuerpo no pueda ser considerado como «natural» en el sentido de «anterior a lo social», ello no significa que pueda ser considerado tampoco como un «puro efecto significante» desprovisto de materialidad (1994: 21). Grosz aboga por una investigación crítica de la oposición binaria entre lo natural y lo cultural; en su discusión de Spinoza, propone que, más allá de las oposiciones entre mente y cuerpo, naturaleza y cultura, esencia y construcción, los cuerpos son «historical, social, cultural weavings of biology» (ibíd.: 12).

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A la representación del cuerpo (materia de la semiótica), se opone el entendimiento del cuerpo como experiencia vivida (desde la fenomenología) (ibíd.: 10-12). Aquí, crucialmente, cabe destacar que los cuerpos que se estudian en este trabajo no se abordan en tanto cuerpos empíricos, cuerpos vividos (lived bodies). En el marco de la oposición entre «textualidad» y «corporeidad» ofrecida por Csordas, hay que aclarar que los cuerpos que nos ocupan son textos en el sentido más literal del término y con la autoconsciencia de ser tales se presentan al lector. En tanto cuerpos de personajes históricos asociados a un momento fundacional, están configurados bajo una serie de paradojas. Una que conviene destacar desde el inicio es que si, por un lado, una de las características de la «nueva novela histórica» es la rehumanización de los personajes históricos, en gran medida fundamentada en su representación corporal, hay, al mismo tiempo —en El Supremo de Roa Bastos, la Carlota delpasiana y el Bolívar de García Márquez—, una vuelta hacia la alegoría. Ello no implica que no haya espacio para la rehumanización —la cual se da, particularmente, en El general en su laberinto—, pero los mecanismos significantes en las tres novelas no se limitan a una representación mimética del cuerpo que sirviera para restituir la dimensión humana a las figuras estatuarias del pasado. Por ello, elucidar las implicaciones de la dimensión alegórica del cuerpo en estas tres novelas constituye uno de los objetivos principales del presente estudio.

3. CONSTELACIONES CORPORALES La alegoría es un concepto difícil de definir. Al corresponder a diversas prácticas de escritura, interpretación y representación, su conceptualización varía según el momento histórico (Copeland y Struck 2010: 1). Aunque hay que aclarar si se habla de la alegoría en sentido medieval, barroco, moderno o posmoderno (y según Benjamin, Frye, De Man o Jameson, entre otros), los orígenes griegos del término —allos (otro) y agoreuein (hablar en público)— dan lugar al sentido general de que «la alegoría dice una cosa y significa otra» (Fletcher 2002: 11)19. La alegoría literaria ha sido entendida en 19

Éste es el concepto de la alegoría propuesto por Quintiliano (Copeland y Struck 2010: 4).

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tanto género, modo, técnica, tropo o recurso retórico; está ligada a la metáfora y es comúnmente definida como una «metáfora extendida» (Copeland y Struck 2010: 2). Para los propósitos de este trabajo, una definición adecuada es la ofrecida por Mailloux, quien entiende a la alegoría como una narrativa que implica una segunda historia de correspondencias entre personajes, eventos o ideas, y a la interpretación alegórica como la que plantea el significado de esta relación figurativa al establecer las correspondencias relevantes (2010: 254)20. Al centro de tales correspondencias en las novelas que aquí se estudian (y de sus limitaciones) está la imaginería corporal. En primera instancia, en las tres novelas el énfasis en el cuerpo es concomitante a una dimensión de «alegoría nacional» (Jameson 1986): estos cuerpos evocan otra entidad, la nación o el Estado, en un momento crucial del pasado histórico21. Yo el Supremo, Noticias del Imperio y El general en su laberinto recurren (bajo estéticas diferentes y con matices distintos) a la asociación entre un «cuerpo mortal» y un «cuerpo político» para imaginar un momento de consolidación nacional en el siglo XIX. La descomposición física del Dictador en Yo el Supremo es también la caída del Estado despótico; en el delirio de Carlota en Noticias del Imperio, su propio cuerpo y el de Maximiliano se yuxtaponen con el cuerpo violado y martirizado de México bajo la 20 Como se deduce de esta definición, la alegoría puede ser entendida como una forma de escritura o una estrategia de lectura. En este trabajo, se entiende sobre todo como la primera: se postula que estas tres novelas evocan la tradición que une alegóricamente al individuo con la nación y, más concretamente, que asocia el cuerpo del individuo en el poder con las vicisitudes del cuerpo político. Sin embargo, como apunta Mailloux, esta dimensión alegórica se elucida mediante el proceso de lectura e interpretación. 21 El concepto de alegoría nacional en la era del «capitalismo multinacional» fue propuesto por Fredric Jameson en la década de los ochenta: según él, todos los textos de lo que él llama «el tercer mundo» (etiqueta bajo la que agrupa a todos los países que han sufrido experiencias de colonización e imperialismo) son «alegorías nacionales» (1986: 69). Ello quiere decir, simplemente, que lo privado y lo público están interrelacionados, de modo que «the story of the private individual destiny is always an allegory of the embattled situation of the public third-world culture and society» (ibíd.: 69; cursivas en el original). El estudio de Jameson ha sido profusamente criticado por su generalización y eurocentrismo. Aquí lo menciono para aclarar el uso del término alegoría nacional, aunque más adelante me apego más a las reflexiones de Benjamin que de Jameson, por considerar la noción de alegoría del primero como la que posee más potencial heurístico para el análisis de los textos que nos conciernen.

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intervención francesa; en El general en su laberinto la enfermedad de Bolívar condensa la desintegración política de la Gran Colombia22. Ello no quiere decir, sin embargo, que se establezca en estos textos una correspondencia estática o perfecta entre ambos términos (el cuerpo y el Estado o nación). Más bien, la relación puede definirse como un impulso alegórico basado justamente en la heterogeneidad y en la inestabilidad, que se entrecruza con otros procesos de textualización y con una dimensión autorreferencial. Si tradicionalmente el cuerpo sirvió como modelo para representar al «todo», hay que hacer dos aclaraciones. La primera, que la nación no es ni un todo absoluto, ni una entidad que pueda separarse de sus representaciones, como ha sugerido Benedict Anderson (2003); la segunda, que la capacidad del cuerpo como modelo del todo ya ha sido suficientemente problematizada; hay quienes cuestionan que en la sociedad actual el cuerpo pueda ser considerado siquiera como una entidad unificada y delimitada (bounded entity), debido a los procesos desestabilizadores de mercantilización y fragmentación de lo corporal (Csordas 1994: 2). Los cuerpos, afirma Grosz, «have the wonderful ability, while striving for integration and cohesion, organic and psychic wholeness, to also provide for and indeed produce fragmentations, fracturings, dislocations» (1994: 13). Los cuerpos que se estudian en este trabajo están imaginados en esta tensión ente la cohesión y las fracturas y dislocaciones: los tres mantienen un diálogo con «los dos cuerpos del rey», refigurando, problematizando, esta metáfora como parte de una función alegórica más amplia del cuerpo. Y sin embargo, en Yo el Supremo, Noticias del Imperio y El general en su laberinto, el empleo alegórico del cuerpo apunta hacia la pérdida y al vacío más que hacia la reconstitución consoladora del todo. 22 Cabe aclarar que esta idea ya ha sido sugerida, pero no explorada en profundidad: Balderston apunta que en Yo el Supremo «es obvio que el cuerpo del dictador se identifica fuertemente con el estado» (1992: 51), y Franco añade que la novela de Roa «takes de fiction of “the king’s body” to the limits of dissolution» (2002: 129). Fell señala que en el discurso de Carlota el imaginario funciona bajo la idea de los dos cuerpos del rey, aunque no propone ejemplos específicos (1991: 90). Rincón discute El general en su laberinto desde la perspectiva de los cuerpos que son poder y se pregunta por «el destino de quienes han tenido el Gran poder, de los cuerpos que lo han sido, cuando llegan a perderlo» (1992: 195). Con respecto a la misma novela, Pellón define el asunto central como «the dissolution of a body politic (Bolívar’s dream of a Spanish American federation) and the dissolution of Bolívar’s body» (1996: 290).

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En el siglo XX, un autor decisivo para la revaluación y el entendimiento de la alegoría es Walter Benjamin; su noción de alegoría como una forma de escribir la historia es sugerente en el contexto del presente estudio23. Para Benjamin, la alegoría es una «techné de intervención histórica» (Cohen 1998: 8; traducción mía) que se opone al mito de la historia lineal, entendida como progreso. La alegoría es una práctica escritural que serviría para subvertir «la concepción del progreso de la historia misma como si recorriese un tiempo homogéneo y vacío» (Benjamin 2010a: XIII, 68). Según Cowan, la alegoría para Benjamin es sobre todo un tipo de experiencia ligada a la apreciación del carácter transitorio del mundo; una intuición de mortalidad (1981: 110). Esta experiencia es fragmentaria y enigmática; en ella el mundo no es solamente físico, sino que se convierte en un conjunto de signos que revelan su falta de cohesión y completitud (ibíd.: 110-112). La alegoría, en opinión de Benjamin, se refiere así a una noción de vida que no puede ser plenamente representada: rompe con modelos naturalizados de la historia y de la vida, creando discontinuidades que permiten la emergencia de otros tiempos e historias (Jenckes 2007: xiii). Desde la alegoría, la historia es vista como ruinas y escombros; no como un eterno transcurrir del «tiempo homogéneo y vacío» sino como discontinuidad, ruptura y mortalidad. En palabras de Benjamin: «lo que es afectado por la intención alegórica queda separado de los contextos de la vida: resulta a la vez destruido y conservado. La alegoría se aferra a las ruinas» (2004: J 56, 1, 337). En las nuevas novelas históricas aquí analizadas, los cuerpos están a la vez deformados y reinventados; revestidos de una carga alegórica, resignifican a la historia desde los despojos. Ahora bien, la alegoría, que es «en el reino de los pensamientos lo que las ruinas en el reino de las cosas» (Benjamin 2012: 180), no sólo tematiza la

23 Es difícil hablar de una teoría sobre la alegoría en Benjamin. Sus reflexiones en torno al tema están recogidas en El origen del Trauerspiel alemán y en sus escritos sobre Baudelaire. Aquí me referiré sobre todo a El origen del Trauerspiel y a los legajos N y J del Libro de los pasajes (que contienen ideas expresadas también en ensayos como «Central Park», «The Paris of the Second Empire in Baudelaire», «Paris, Capital of the Nineteenth Century» y «On Some Motifs in Baudelaire»). Las reflexiones de Benjamin han sido retomadas para la discusión de la alegoría desde tradiciones como la hermenéutica y la deconstrucción, por autores como Gadamer y De Man (ver Mailloux 2010).

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muerte, sino que trata de representar a la muerte en y como lenguaje (Jenckes 2007: 74). Para Benjamin, la alegoría es «tanto imagen fijada como signo que fija» (2012: 187). Los tres cuerpos aquí estudiados no sólo son «alegorías nacionales» —es decir, basadas en figuras emblemáticas de un periodo de construcción nacional— sino también alografías o escritura-otra (Cohen 1998: 7) de la historia24. En este sentido, podemos proponer en Yo el Supremo, Noticias del Imperio y El general en su laberinto, el cuerpo como escritura posee un carácter performativo que es muestra del prominente lugar de la autorreferencialidad en la nueva novela histórica25. Antes de explorar cómo se manifiesta esto en cada una de las novelas aquí tratadas, conviene notar algunas propuestas en torno a la relación, en términos generales, entre cuerpos y textos.

4. CUERPOS Y TEXTOS Varios intelectuales a lo largo del siglo XX han explorado desde distintos ángulos las relaciones entre cuerpos y textos. En El placer del texto (1973), por citar un ejemplo, Roland Barthes sugiere que el texto literario tiene forma humana y es un anagrama del cuerpo erótico (2000: 29). Barthes propone una diferencia entre el texto de placer —«el que contenta, colma, da euforia, proviene de la cultura, no rompe con ella y está ligado a una práctica confortable de la lectura»— y el texto de goce —«el que pone en estado de pérdida, desacomoda [...] hace vacilar los fundamentos históricos, culturales, psicológicos del lector, la congruencia de sus gustos, de sus valores y de 24 Jenckes define el término allography de Cohen como «a practice of writing that, like translation, indicates a difference in language that corresponds to history’s ongoing and infinitely singular alterity» (Jenckes 2007: xiii). 25 El carácter performativo del cuerpo en la escritura como se entiende en este trabajo está derivado de la noción de acto de habla performativo de Austin. Helena Beristáin define los enunciados performativos como aquéllos en los que «la acción que expresan se realiza por el hecho mismo de ser enunciados, por lo que la realización de esta acción es constitutiva del sentido mismo de estos enunciados» (2003: 14, «acto de habla»). Aquí se propone que la imaginería corporal es performativa porque no sólo es temática, sino que se realiza como acto en la escritura.

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sus recuerdos, pone en crisis su relación con el lenguaje» (ibíd.: 25)—26. Para Barthes, el acto de leer es la interacción entre el cuerpo del texto y el cuerpo del lector. En el contexto hispanoamericano, Severo Sarduy propone en Escrito sobre un cuerpo (1969) una correspondencia entre el cuerpo y la escritura, y postula una equivalencia entre la escritura y el travestismo: la aparente exterioridad del texto es una máscara que engaña (48), puesto que no hay un significado ulterior en la escritura más allá del acto mismo de escribir, una sucesión de significantes. Otra correspondencia se establece entre la escritura y el tatuaje. El autor es un tatuador que inserta en «la masa amorfa del lenguaje» sus pictogramas: «La escritura sería el arte de esos grafos, de lo pictural asumido por el discurso, pero también el arte de la proliferación. La plasticidad del signo escrito y su carácter barroco están presentes en toda literatura que no olvide su naturaleza de inscripción, eso que podría llamarse escripturalidad» (ibíd.: 52; énfasis en el original). Las imágenes corporales que Sarduy discute no son solamente propuestas en el nivel temático, sino que se realizan como acto escriturario: así sucede, por ejemplo, con la contigüidad entre el travestismo y la trama en Zona sagrada (1967) de Fuentes: «los vestidos como el cuerpo, la trama que cubriendo enseña como el objeto cubierto» (Sarduy 1969: 38), donde se elucida una «inversión sexual» a partir de otra estructural (ibíd.: 40). Enfatizando el concepto de gozo (jouissance) como forma de resistencia ante las instituciones y prácticas simbólicas patriarcales, el llamado feminismo francés ha advocado la inscripción del cuerpo femenino y de la diferencia femenina en el lenguaje y en el texto. Hélène Cixous es una de las intelectuales asociadas al concepto de écriture féminine, de un cuerpo textual definido como una economía libidinal femenina (1981: 54). Basado en la multiplicidad de regiones erógenas del cuerpo femenino, el cuerpo textual femenino es abundante, infinito, impredecible e irreductible, en contraste con el placer masculino centrado en el falo como una marca violenta y unitaria de la identidad (ibíd.). De ahí el vehemente exhorto de Cixous: «Il faut

26 René Prieto (2000) toma esta idea de Barthes como punto de partida para un estudio brillante de ciertas obras canónicas en la literatura hispanoamericana contemporánea.

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que la femme écrive par son corps, qu’elle invente la langue imprenable qui crève les cloisonnements, classes et rhétoriques, ordonnances et codes» (1975: 48)27. Mucho antes de las aportaciones de Barthes, Sarduy y Cixous, Mijail Bajtín había destacado una relación de correspondencia entre la forma del cuerpo y la organización del material discursivo dentro de la sociedad. En su estudio sobre el cuerpo clásico y el cuerpo grotesco en el Renacimiento, Bajtín postula que ambos modelos estéticos implican sendos modelos discursivos: el cuerpo clásico, definido por la mesura, el balance, la seriedad y la monumentalidad presta su forma a los discursos «altos», como la ley, la filosofía

27 Las propuestas de Cixous han sido rebatidas por varias voces feministas, sobre todo en la tradición «anglosajona». Juliet Mitchell, por ejemplo, declara abiertamente: «I do not believe there is such a thing as female writing, a “woman’s voice” [...] one has to speak “masculinely” in a phallocentric world» (2000: 389). Ann Rosalind Jones critica la écriture féminine como un obstáculo a la acción política y resalta el aspecto problemático de imaginar al cuerpo como una entidad precultural o natural; es decir, no mediada por lo simbólico ni lo social (1981: 253-254). Aunque no deja de reconocer los aspectos positivos del feminismo francés, para Jones la feminité es un concepto monolítico que ignora especificidad de raza, clase y cultura, y que mantiene la polaridad entre masculinidad y feminidad, donde lo femenino sigue definiéndose en términos de su diferencia con respecto a la norma masculina (ibíd.: 255). Elaine Showalter considera la base anatómica de la écriture femenine prescriptiva y utópica, y la rebate como organicista y biológica (2000: 313), fundamentada en el llano esencialismo. Uniéndose a otras voces, Showalter considera peligroso situar al cuerpo en el centro de la discusión sobre la identidad femenina; nota la importancia que la crítica feminista «desde la perspectiva biológica» otorga al uso de la imaginería corporal en la escritura producida por mujeres, y propone que «the study of biological imagery in women’s writing is useful and important as long as we understand that factors other than anatomy are involved in it» (ibíd.: 315). Como demuestran las novelas que aquí interesan, las obsesiones corporales inscritas en el texto no son prerrogativa femenina. Con esto no me refiero al género de los autores empíricos (después de todo, para Cixous claros exponentes de la écriture femenine son James Joyce y Jean Genet, un punto que Showalter no parece tomar en cuenta), sino a que ninguna de las tres novelas se ajustaría a la definición de Cixous, aunque quizás podría argüirse que se acercan tanto Del Paso en el monólogo de Carlota como Roa Bastos dado el impulso «deconstructivo» del lenguaje que caracteriza a Yo el Supremo. En las tres novelas, sin embargo, hay significado, hay un gran tema, un centro de preocupaciones ideológicas, y hasta cierto afán pedagógico con respecto a la historia, así como una pregunta por el origen, que son incompatibles con la visión de Cixous.

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y la teología, de forma tal que los parámetros del cuerpo clásico llegan a establecerse como los valores de la racionalidad (Stallybrass y White 1986: 22). El cuerpo grotesco, por otro lado, con su hibridez, impureza y exceso, define la forma de los discursos basados en la mezcla de categorías, la parodia, la profanación y el lenguaje carnavalesco. Ésta es la lectura de Bajtín propuesta por Stallybrass y White que se discutirá a fondo en el segundo capítulo de este libro. Por el momento resulta pertinente destacar que en el estudio de Bajtín estarían presentes, entonces, al menos dos dimensiones: el cuerpo grotesco como un tipo de estética que serviría para dar forma y corporeidad a una serie de aspectos de la relación del individuo con el mundo (social y cósmico), y, al mismo tiempo, el cuerpo grotesco como un tipo de textualidad. Estas dos dimensiones son similares a los dos ámbitos articulados a través del cuerpo en las tres novelas aquí estudiadas: por un lado, una representación de la nación en un momento histórico; por otro, la textualidad misma de las narrativas. En Yo el Supremo, la descomposición del cadáver del Dictador por los insectos se yuxtapone al deterioro de los documentos que supuestamente constituyen el soporte material de la novela, y, sobre todo, a la corrosión del texto principal por acción de las notas a pie de página, la letra cursiva y otros elementos en apariencia marginales. En Noticias del Imperio, Carlota propone una serie de imágenes corporales quiméricas basadas en una idea de impureza que se refiere tanto a la materia corporal como a la mezcla de elementos heterogéneos, que epitoman la poética de un discurso igualmente impuro —híbrido como el cuerpo de Maximiliano; desbordante como el de Carlota; metamórfico como ambos— donde se entrelazan la historia y el delirio. En El general en su laberinto, la representación de la enfermedad de Bolívar encierra una tensión entre la opacidad y la visibilidad, la inmediatez y la irrecuperabilidad del referente histórico, que caracteriza la textura de la novela. Además, en la novela de García Márquez, los procesos de contagio se dan tanto en el terreno de la enfermedad (lo literal) como de la lucha armada (lo metafórico), y la confusión de los dos ámbitos preludia otros casos de contaminación conceptual al interior del texto.

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5. CUERPO PRESENTE ¿Por qué tiene el cuerpo un papel fundamental en lo que respecta a la representación histórica y a la textualidad en estas tres nuevas novelas históricas? Lo primero que salta a la vista, a partir de lo que aquí se propone, es que en estos textos el énfasis en el cuerpo no está del lado del gozo, de la afirmación vital y lúdica, de la abundancia (con la excepción, hasta cierto punto, del monólogo de Carlota), sino en la decadencia, la desintegración, la enfermedad, los aspectos más sombríos del imaginario corporal. Podría pensarse, con Jitrik, que una razón deriva de que «la novela histórica intenta, mediante respuestas que busca en el pasado, esclarecer el enigma del presente» (1995: 19). Si una de las características principales de la novela histórica es que el pasado que se ficcionaliza se percibe como conectado con un presente que también está en proceso de hacerse (Pons 1996: 60), la aparente inmediatez del cuerpo materializa aquellos aspectos sombríos que tiñen las historias fundacionales, proyectándolos hacia el presente. Pese a todas sus diferencias, las tres novelas ficcionalizan un cuerpo decadente, y sobre el que pende la cercanía de la muerte28. Ello incide en la construcción de la temporalidad en las tres novelas: el relato dura lo que al personaje le queda de vida, y el cuerpo es el locus donde esta lucha frente a la muerte se materializa29. Otra posibilidad para entender la centralidad del cuerpo en los tres textos puede desprenderse de la propuesta de Elaine Scarry: At particular moments when there is within a society a crisis of belief — that is, when some central idea or ideology or cultural construct has ceased to elicit a population’s belief either because it is manifestly fictitious or because it has for some reason been divested of ordinary forms of substantiation — the sheer material factualness of the human body will be borrowed to lend that cultural construct the aura of «realness» and «certainty» (1985: 14). 28 Junto con la predilección por elegir como protagonistas a las grandes figuras de la historia, éste es otro rasgo compartido por varias nuevas novelas históricas. Piénsese, por ejemplo, en Terra Nostra (1975), de Fuentes, El arpa y la sombra (1979), de Carpentier, La novela de Perón (1985), de Martínez, y El largo atardecer del caminante (1992), de Posse. 29 Aunque El Supremo da a entender que está muerto desde que inicia el relato, al final de la novela sufre una muerte definitiva.

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Siguiendo a Scarry, podría pensarse que la ilusión de inmediatez derivada del cuerpo en la nueva novela histórica es sintomática de una serie de «crisis de creencias» en torno a la irrecuperabilidad del referente histórico, a la sensación de que la historia ha sido manipulada, o de que hay vacíos y ocultamientos (recuérdense los reclamos de Fuentes y Del Paso citados al inicio de esta introducción). Es decir, habría una vuelta a la «simple y llana facticidad material» de los cuerpos fundacionales para hacerlos inteligibles y partir desde ahí en el proyecto de reimaginar el pasado. Como he sugerido, sin embargo, en las tres novelas, el aura de «realidad y certeza» es paradójica porque, si bien se sugiere, también se revela finalmente como construcción. El cuerpo, no como representación mimética (que equivaldría a leerlo como simple rasgo de rehumanización) o simbólica (que apuntaría a una correspondencia perfecta y trascendental entre el personaje y la nación) sino como alegoría, materializa, en tanto escritura, a la historia como discontinuidad, ruptura y decaer. De ahí que se presente, en estas tres nuevas novelas históricas, como un elemento central en el proyecto fundamentalmente crítico de «la Historia como discurso legitimador del poder» (Perkowska 2008: 33). Como intenta mostrarse en el presente libro, en las novelas estudiadas el cuerpo aparentemente preserva una imagen del todo en relación con el referente histórico, pero también, de manera paradójica y contradictoria, apunta hacia la fragmentación y a la pérdida, no a la restitución armónica. En y como lenguaje —es decir, a través de su carácter performativo— el cuerpo instaura esta inestabilidad en la propia textualidad de las novelas que aquí se discuten. Cabe subrayar que la imaginería corporal ha sido un elemento distintivo en la producción de los tres autores. Antes de Noticias del Imperio, Fernando del Paso había escrito una novela monumental que constituye una exploración exhaustiva y un homenaje al cuerpo (Palinuro de México, 1977); mientras que la magnitud y el alcance de la imaginería corporal como elemento medular del universo narrativo de Gabriel García Márquez es insoslayable desde sus primeras ficciones, y un tema demasiado amplio para abordar aquí detalladamente30. El cuerpo también puebla el resto de la producción Au30 Gerald Martin arguye, por ejemplo, que desde su primer cuento García Márquez construye una historia en torno al motivo del cadáver insepulto (2008: 99). Para Martin, éste es un tema primordial a lo largo de toda la narrativa del escritor colombiano.

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gusto Roa Bastos, por lo general asociado al contexto mítico y telúrico paraguayo, y evidente, por citar un ejemplo, desde la frase inicial de Hijo de hombre: «Hueso y piel, doblado hacia la tierra» (1983: 11). Pese a ello, el tema del cuerpo no aparece sino marginalmente en la vasta bibliografía crítica sobre las tres novelas aquí estudiadas. La centralidad de los cuerpos, y la multiplicidad de dimensiones de sentido derivadas de ellos en estas tres obras canónicas de la literatura hispanoamericana contemporánea, reclaman mayor atención crítica. A ello se pretende contribuir con el presente estudio, donde se aborda cada novela individualmente a partir de las líneas aquí trazadas. El primer capítulo explora la correspondencia entre la crítica del poder absoluto y la poética de la corrosión textual sugerida en Yo el Supremo a partir de la yuxtaposición del cuerpo del Dictador, el Estado y el Libro como idea mística y totalizante. En el segundo, se examina la interacción dialógica entre la historia y la ficción, así como la negociación del lugar de Maximiliano y Carlota en la historia mexicana, que se establece en Noticias del Imperio a partir de una poética de impureza, exceso y enmascaramientos. Finalmente, en el tercero se discuten las conexiones entre el cuerpo del general y el cuerpo de la nación en El general en su laberinto, y las tensiones entre lo visible y lo oculto en la representación de la enfermedad de Simón Bolívar en esta novela. Se estudia, en síntesis, la inscripción del cuerpo en tres nuevas novelas históricas que lo hacen el foco de su exploración sobre el pasado histórico y sus retextualizaciones. Con ello, este libro intenta participar en el debate sobre las relaciones entre el cuerpo, la historia y la escritura en la producción cultural hispanoamericana de fines del siglo XX.

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Basada en José Gaspar Rodríguez de Francia (1766-1840), el gobernante paraguayo que consolidó la república y el Estado autónomo de Paraguay entre 1813 y 1840, Yo el Supremo (1974), de Augusto Roa Bastos, es una reflexión monumental sobre el poder, la historia y el lenguaje1. La novela ha sido objeto de numerosos estudios críticos que han dado cuenta, entre otros aspectos, de su complejidad narrativa; de la intertextualidad como uno de sus componentes estructurales; de sus múltiples e innovadoras relaciones con el registro histórico; de sus planteamientos ideológicos respecto del poder, de la dictadura y de la literatura; de sus postulados frente a la oposición tradicional entre el lenguaje oral y el escrito; de su universo mítico y simbólico; y de la diglosia dada por el guaraní y el castellano en la conformación del español paraguayo. Aunque la discusión sobre el motivo del cuerpo ha figurado en algunos de estos estudios (como se detallará en su momento) un campo fructífero de acercamiento a Yo el Supremo puede establecerse a partir de la relación entre la abundante imaginería corporal prevaleciente en la novela y dos de sus temáticas centrales: el poder y la escritura. En este capítulo propongo que Yo el Supremo yuxtapone, en el cuerpo del Dictador, dos topoi tradicionalmente utilizados para imaginar la totalidad: el cuerpo como modelo del Estado, y el cuerpo como Libro; es decir, como compendio enciclopédico de la realidad. Sobre el primer punto cabe recordar que «[l]a totalité a depuis toujours été imaginée en tant que corps afin de la rendre accessible comme valeur limite et de la rendre tangible comme co-

1 Reservo el nombre de Francia para el personaje histórico. De acuerdo con Richard Alan White, el título de El Supremo, utilizado por primera vez por Edward Lucas White en la novela El Supremo: A Romance of the Great Dictator of Paraguay (1916), nunca fue utilizado por Francia ni por sus contemporáneos (R. A. White 1978: 13, n.).

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ordination —organique ou mécanique— des différents parties: l’histoire des théories sur le fonctionnement de l’État nous renseigne à ce sujet» (HartNibbrig 1983: 99). Esta concepción tradicional del cuerpo como modelo del Estado es, como veremos, evocada pero también problematizada en Yo el Supremo. Sobre el segundo, ya Carlos Pacheco ha sugerido que «Yo el Supremo tiende a su manera a ser la novela total, el libro que logre encerrar entre sus tapas la entera realidad, decir toda la verdad, contemplar todas las posibilidades [...]. Responde a la ilusión del Libro (así, con mayúsculas, como en la última palabra del texto compilado) que comprenda todos los elementos de la realidad» (1986b: XLVIII). Varias de las tensiones centrales de la novela se dan justamente en el marco de un doble movimiento: el primero tiende a la identificación del cuerpo del Supremo con el Estado y con el Libro; y el segundo, a la aniquilación de los dos ámbitos y de cualquier idea de totalidad, sustituyéndola con la ruptura y la desintegración. En la primera sección de este capítulo discuto las contradicciones del poder absoluto que Yo el Supremo explora a través de la imaginería corporal empleada en la representación del Estado. En la segunda, sugiero que, a partir de la identificación del cuerpo del Dictador con el Libro, la descomposición biológica se traduce en la idea de corrosión como estrategia textual que postula la destrucción del Libro como totalidad delimitada, cerrada y autosuficiente.

1. EL CUERPO Y EL ESTADO 1.1. Preliminar: José Gaspar Rodríguez de Francia Fuera de Paraguay, José Gaspar Rodríguez de Francia es una figura oscura. Por un lado, el conocimiento sobre el Dictador es mucho menos generalizado y mucho más nebuloso en comparación con otras figuras fundacionales de Hispanoamérica; por otro, las versiones más expandidas lo retratan como un tirano sombrío. Ésta es la conocida opinión sobre Francia de personajes tan venerados en el contexto hispanoamericano como Simón Bolívar, José Martí o Pablo Neruda, y la que se propagó tanto en Hispanoamérica como en Europa a raíz de relatos como los de Rengger y Longchamps, y de los hermanos

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Robertson2. Actualmente, la Encyclopaedia Britannica lo presenta como el «Dictator of Paraguay whose intensely personal rule and policy of self-sufficiency left the nation both isolated and without alternative political institutions» («José Gaspar Rodríguez de Francia» s. f.). Tres aspectos matizarían esta sucinta presentación: el primero, que, como afirma Richard Alan White, en el siglo XIX el término Dictador no poseía la connotación peyorativa que tiene hoy en día, sino que era usado en el sentido romano; es decir, como el título del magistrado con autoridad suprema elegido durante una situación de emergencia, y fue conferido a varios jefes de Estado en América Latina, incluyendo a José de San Martín y Simón Bolívar (1978: 6-7, n.). El segundo, que Francia fue electo Dictador de por vida en 1816 por una mayoría popular, y contó siempre con el apoyo de las grandes masas, especialmente del

2 Es conocida la antipatía entre Bolívar y Francia: para Francia, Bolívar era representante de una clase (la aristocracia criolla) cuyos intereses eran contrarios a su idea de una «revolución social» (tomo la expresión de Richard Alan White) que garantizara una distribución equitativa de la riqueza tras la Independencia. Desconozco si un estudio en profundidad se habrá realizado sobre las semejanzas y diferencias tanto en la ideología como en las políticas concretas de gobierno entre ambos personajes; un contraste de personalidades también sería fascinante por todos los detalles que confrontan la figura solitaria y frugal del Dictador paraguayo (para algunos también xenófobo y misógino) con la del Libertador. Al parecer, Francia desconfiaba profundamente de la clase militar que Bolívar representaba, y su apoyo en las grandes masas del campesinado le permitió prescindir de la asociación con caudillos y generales, que tan necesaria y riesgosa fue para Bolívar. Un incidente que los confrontó directamente fue la retención del estudioso francés Aimé Bonpland (1773-1858) en Paraguay, a quien Francia impidió salir del país por diez años (1821-1831). En una famosa carta dirigida a Francia en 1823, Bolívar le solicitaba la liberación del botánico amigo de Humboldt, o de lo contrario «sería capaz de marchar hasta el Paraguay sólo por libertar al mejor de los hombres y al más célebre de los viajeros». En la novela de Roa, El Supremo resalta la ironía de que el gran Libertador de la América independiente amenazara con invadir otra nación hispanoamericana, y más aún, que repetidamente hiciera referencia en su carta a la «provincia del Paraguay», cuanto que este país había declarado su independencia diez años antes —aunque, de acuerdo con R. A. White (1978: 152), la independencia paraguaya no fue reconocida formalmente por ninguna nación durante toda la era francista, siendo Brasil el primero en hacerlo, en 1844—. Según Jean L. Andreu, quien salva al Paraguay de la invasión de Bolívar (justificada bajo «un pretexto muy dudoso») es la junta porteña, que «no quiere que el ejército de Bolívar penetre en Buenos Aires» (Sicard et al. 1976: 49).

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campesinado3. Y el tercero, que habría que preguntarse hasta qué punto fueron las políticas de los países vecinos de Paraguay —más que la arbitrariedad— los que empujaron al Dictador hacia el aislamiento4. Al mismo tiempo, la importancia de Francia como figura fundacional en Paraguay es incuestionable. Según Adriano Irala Burgos, el pensamiento político francista crea a la nación paraguaya bajo la premisa de que «el Estado modela a la nación, partiendo del caos; más aún, la hace existir como conciencia de comunidad» (1975: 3). Rubén Bareiro Saguier destaca la vigencia de Francia en el Paraguay del siglo XX: «En el Paraguay actual [década de 1970] el célebre Dictador tiene plena vigencia —o vivencia—, mezclado a las contingencias cotidianas, a los avatares políticos del país; se es francista o antifrancista, como si efectivamente se tratara de un personaje de carne y hueso, de presencia física en la sociedad de nuestros días» (1976: 29). Adentrarse en la historiografía sobre el personaje ayuda a entender la gran complejidad de la figura histórica que Roa Bastos revisita en un texto igualmente complejo, cuya naturaleza intertextual y polifónica trasciende la representación maniquea.

3 Francia formó parte del Triunvirato que surgió a partir de la sublevación del 14 de mayo de 1811 en Asunción, al que renunció en agosto del mismo año, para volver de forma intermitente al gobierno en los años posteriores. En 1813, el Congreso de Vecinos aprobó un proyecto de gobierno diseñado por Francia que establecía un poder ejecutivo ejercido por dos cónsules que alternarían anualmente su mandato efectivo; este mismo congreso declaró oficialmente la independencia de Paraguay y eligió a Fulgencio Yegros y a Francia como cónsules. En 1814, con Yegros fuera del gobierno, se alargó a cuatro años el mandato de Francia como cónsul. Finalmente, en 1816, el congreso votó por la Dictadura Perpetua conferida sobre Francia de por vida, y se declaró que el congreso sólo volvería a reunirse a petición expresa del Dictador, lo que nunca sucedió (cf. Guerra Vilaboy 1986: 99-110) 4 Con respecto a Buenos Aires se buscaba tanto la independencia política como económica; como declara Irala Burgos (1975: 5), la independencia paraguaya es, primero, frente al Río de la Plata y, luego, frente a España. Con Buenos Aires, que controlaba la única ruta comercial de Paraguay, el río de la Plata, se establece el principal foco de tensión, pero otro tanto sucede con la amenaza de expansión brasileña. Según Guerra Vilaboy, Francia «no sólo tuvo que enfrentar la oposición de la oligarquía paraguaya expropiada, sino también la franca hostilidad foránea, ya que desde el exterior se intentaba por todos los medios destruir el poder revolucionario establecido en el Paraguay y abrir fronteras al “libre comercio”, para imponer una estructura de dependencia económica y política» (1986: 111).

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Historiadores como Richard Alan White destacan la situación excepcional de Paraguay durante el turbulento periodo en la historia del Río de la Plata en la época francista, enfatizando que, tras consolidar su independencia política y económica, el país también llevó a cabo una revolución social radical (1978: 4). Dejando de lado la controversia sobre la personalidad de Francia, White analiza las políticas francistas y, en la línea de otros historiadores contemporáneos, destaca que estuvieron destinadas a consolidar la defensa de la soberanía nacional (sobre todo frente a Buenos Aires y Brasil) y la distribución equitativa de la riqueza. Crucialmente, la defensa de la soberanía nacional significaba para Francia también la independencia económica, y de ahí su decidido rechazo hacia las políticas comerciales de Buenos Aires y a la injerencia británica en la región5. Contrariamente a la historia posindependentista común en otras naciones hispanoamericanas, las rígidas medidas internas impuestas por Francia desmantelaron el poder económico y político de la oligarquía, el 5% de la población, a favor del 95% restante (ibíd.: 98). Los estudios de Richard Alan White y Sergio Guerra Vilaboy sugieren que el gobierno francista mantuvo unas finanzas saludables (mediante disposiciones estrictas eliminó la deuda externa no sólo pública sino también privada); realizó una serie de obras públicas que transformaron la infraestructura del país; diversificó los cultivos y así puso fin a un sistema que había asegurado la dependencia de la economía paraguaya; y creó el primer sistema de educación pública, y con ello un índice de analfabetismo mucho menor al que había en otras naciones en ese momento y también en el Paraguay de la segunda mitad del siglo XX6. White concluye su detallado estudio afirmando que el establecimiento de Paraguay como una nación autónoma

5 Guerra Vilaboy menciona, por ejemplo, los altos aranceles impuestos por Buenos Aires sobre la yerba mate y el tabaco, que habían sido los dos principales productos paraguayos de exportación desde la época colonial (1986: 94). 6 Según Guerra Vilaboy, a principios de la década de 1970, el 40% de la población paraguaya era analfabeta (1986: 116). En contraste, para 1820 casi todos los testimonios coinciden con el alto grado de alfabetización en Paraguay (R. A. White 1978: 117). Hay que notar, sin embargo, que Francia fortaleció la educación básica, pero no promovió la educación superior (ibíd.: 118).

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se debió a la implementación de cuatro medidas francistas fundamentales: la remoción de las élites, la liberación del país de la dominación imperialista, la puesta en marcha de una reforma agraria igualitaria, y la dirección estatal de la economía (R. A. White 1978: 172). Visto desde esta perspectiva, el caso de Paraguay es atípico con respecto a otras naciones emergentes en Hispanoamérica. Austero e incorruptible, Francia también es un dictador atípico, que no permitió que se levantaran estatuas o se fundaran pueblos en su honor (a excepción de la Villa França, fundada en 1820); no concedió ningún tipo de prebendas a sus amigos y parientes; no toleraba la corrupción; y al morir «dejó a su país un tesoro público enorme [y] decenas de ricas Estancias de la Patria con miles de cabezas de ganado, una armada considerable, el parque de guerra, la biblioteca pública, talleres, manufacturas y almacenes del Estado [...] [y] una enorme cantidad de edificios nuevos y otros bienes nacionales» (Fournial 1976: 12). La contraparte es un duro control estatal —incluyendo medidas como la prohibición de matrimonios entre los miembros de la aristocracia blanca, o de miembros de ésta con extranjeros, la eliminación en el ejército de cualquier rango superior al de capitán, y la expropiación de los bienes eclesiásticos— y la supresión de cualquier tipo de oposición. Son estremecedores los recuentos sobre las prisiones francistas, donde la mayoría de los prisioneros eran miembros de las élites, aunque R. A. White calcula que el número de ejecuciones durante la totalidad de la era de Francia no pasaría de cuarenta (1978: 92). Aunque admite que las medidas de Francia eran «draconianas», Casabianca resume así los dilemas paraguayos del momento: O Paraguay independiente o Paraguay colonizado, no había otra alternativa. Al decidirse por la primera de ellas era ineludible recurrir a los procedimientos extremos que la hacían posible. No había otra forma de enfrentar a la violencia colonial española más que recurriendo a un régimen político de dictadura férrea. Tampoco había otro recurso más que el de la fuerza para afirmar la soberanía contra las amenazas anexionistas de Buenos Aires (1976: 52)7.

7 Habría que evaluar las medidas francistas en el contexto de la época. Piénsese, por ejemplo, en los más de ochocientos prisioneros españoles y canarios ejecutados en Caracas y La Guaira en febrero de 1814 por orden de Bolívar, durante la «guerra a muerte» (Lynch 2006:

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Considerando estos antecedentes, la recuperación de la figura de Francia en la novela de Roa Bastos puede entenderse como una dura crítica contra la dependencia económica de Paraguay en el siglo XX8. Tanto Casabianca como Bareiro Saguier destacan que la dictadura de Francia se define por oposición a la de Adolfo Stroessner, dictador de Paraguay entre 1954 y 1989: «Francia respondía a los intereses de la mayoría del pueblo contra la minoría oligárquica en tanto que Stroessner representa a una camarilla contra toda la nación. Francia encarnaba la independencia. Stroessner encarna el entreguismo»; más específicamente, «Francia estuvo al frente de un Estado ejemplar por la defensa intransigente de la soberanía nacional, Stroessner es el jefe de una dictadura entregada por completo a una potencia imperialista y neo-colonial» (1976: 53). También puede entenderse, tal como lo hace Adriana Bergero, como parte de un proyecto descolonizador que Roa Bastos pone en práctica a través de un texto que se propone reinsertar el «debate político» por medio de un diálogo entre múltiples voces y discursos sobre El Supremo —provenientes de los más diversos estratos y con las versiones más opuestas sobre el personaje histórico— cuya finalidad es «producir una práctica cognoscitiva y perceptiva antiverticalista y pluridiscursiva» (Bergero 1994: 11)9. Para Bergero, no hay nada 80). Sobre la «absoluta barbarie» del año 1814 venezolano, ver Bosch García (1978: 116). Y sin embargo, como anota Fournial, la opinión prevaleciente sobre Bolívar no lo definiría como un sanguinario, lo que sí sucede con Francia (1976: 21). 8 Por ejemplo, según Bareiro Saguier, la «culminación de la política de penetración [de Brasil en Paraguay] se cumple con el famoso tratado de Itaipú, firmado entre el régimen militar del Brasil y el representante de la dictadura paraguaya, en 1973» (1976: 35). Roa Bastos hace referencia a la represa de Itaipú por medio del anacronismo (Yo el Supremo 225). 9 El estudio de Bergero propone que la finalidad de la novela de Roa Bastos es «devolver al subalterno [latinoamericano] su posición de sujeto productor de sus propios discursos políticos y culturales y de recuperación de su capacidad histórica de obrar, a pesar del terror y del control [...] en la grieta abierta de las legitimaciones de la Modernidad y desde la mirada de una Modernidad periférica» (1994: 2). Esta autora destaca la importancia en este proyecto de la reactivación de la memoria colectiva, las voces de la cultura oral, y los modelos alternativos a la racionalidad occidental representados por la cultura guaraní. El hecho de que todos los discursos converjan «horizontalmente» en un espacio textual donde no se privilegian unas voces sobre otras, equivale a establecer un «nunca antes posibilitado diálogo de ideologías procedentes de todo el espectro comunicativo de la sociedad paraguaya y que el texto absorbe» (ibíd.: 110).

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más lejos «de un personaje épico que El Supremo de Roa Bastos, constantemente enredado en la maraña de sus dudas, reproches, reflexiones, autocríticas, paranoias, temores e ilusiones» (ibíd.: 1). Bajo múltiples estrategias, Yo el Supremo explora los lados oscuros y las contradicciones que subyacen a la idea y al ejercicio del poder absoluto. Hay suficientes alusiones en el texto a «los hechos históricos objetivos» (Casabianca 1976: 53) del régimen de Francia como defensor de la soberanía nacional y detractor del imperialismo y el neocolonialismo; pero también merodean las versiones de sus enemigos acusándolo de un deseo enfermizo de poder y delirios megalómanos, y las recriminaciones de una «letra desconocida» cuya función es hacer una crítica del Supremo. Lejos de la apología o el rechazo gratuitos, parte de la gran riqueza de Yo el Supremo es justamente la recuperación de voces tanto protagónicas como marginales sobre una figura y una época históricas conflictivas y controvertidas, y proyectadas hacia el presente de escritura de la novela. En las páginas siguientes me enfoco en la imaginería corporal que se despliega en Yo el Supremo para representar al poder absoluto con todas sus contradicciones y, finalmente, para poner en escena su destrucción. 1.2. La identificación del cuerpo del Dictador con el Estado Una característica del lenguaje en Yo el Supremo es el empleo de una vasta imaginería corporal para conceptualizar múltiples asuntos. Por ejemplo, la expansión semántica de la idea de devorar en diferentes momentos y contextos da lugar a la reflexión sobre temas tan diversos como el imperialismo, la memoria y la lectura10. Como muestra pueden citarse las críticas del Supremo a las operaciones expansionistas de Brasil y Buenos Aires: «El pantagruélico imperio [Brasil] de voracidad insaciable sueña con tragarse al Paraguay igual que un manso cordero» (85); «Buenos Aires, mis amigos es en sí misma un gran error. Gran estómago rumiante colgado de un puerto. Con Buenos Ai10 En el vocabulario estructuralista, se hablaría de isotopías semánticas construidas en Yo el Supremo a partir de unidades mínimas de sentido tomadas de la imaginería corporal. El motivo del devorar en relación con la lectura y la escritura se discute en la tercera sección de este capítulo.

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res a la cabeza corremos el riesgo de ser tragados vivos» (226). Al mismo tiempo, como se detallará en su momento, las metáforas corporales en Yo el Supremo poseen un carácter performativo: por ejemplo, en las primeras páginas de la novela, El Supremo elucubra extensamente sobre la idea agustina de la memoria como «estómago del alma», de donde deriva la noción de rumiar, que no sólo se menciona directamente, sino también por alusiones en la historia subsecuente de la vaca y la piedra bezoar (9-15). Pero además, la idea está dramatizada en la segunda sección de la novela, en el inicio de la circular perpetua, donde el Dictador repite muchos elementos textuales de las páginas anteriores: la circular perpetua es a la vez cita y comentario del pasquín que abre Yo el Supremo; integra las mismas referencias al Areópago que se habían propuesto en las páginas iniciales (10, 38), y también repite las acusaciones del Supremo sobre los escritores en el exilio (23, 38). Aunque un estudio completo podría elaborarse sobre la imaginería corporal en Yo el Supremo, me centraré aquí en un aspecto específico: la identificación entre el cuerpo del Dictador y el Estado, que ya ha sido notada por críticos como Daniel Balderston, Jean Franco y Josefina Ludmer. Mi discusión profundiza en la dimensión alegórica que en Yo el Supremo sugiere dicha identificación y, al mismo tiempo, resalta sus aspectos problemáticos. Entre éstos sobresalen la imposibilidad de la conjunción del cuerpo mortal y el cuerpo político en el Dictador, y el valor excesivo otorgado a la cabeza frente al resto de los miembros, es decir, la importancia descomunal de un elemento, representado por El Supremo, sobre todos los demás. Yo el Supremo recurre a la imaginería corporal tradicionalmente relacionada con la representación del Estado despótico, pero también la reinventa y la distorsiona para poner en escena la aniquilación del poder absoluto. La identificación entre el cuerpo del Dictador y el Estado comienza desde las primeras líneas. La novela entera es una respuesta al texto inicial, el pasquín: Yo el Supremo Dictador de la República, Ordeno que al acaecer mi muerte mi cadáver sea decapitado; la cabeza puesta en una pica por tres días en la Plaza de la República donde se convocará al pueblo al son de las campanas echadas al vuelo. Todos mis servidores civiles y militares sufrirán pena de horca. Sus cadáveres serán enterrados en potreros de extramuros sin cruz ni marca que memore

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sus nombres. Al término del dicho plazo, mando que mis restos sean quemados y las cenizas arrojadas al río (7)11.

El pasquín ha fascinado a muchos estudiosos de Yo el Supremo porque el esclarecimiento de su origen es la función que motiva toda la novela (cf. Calviño 1987: 67; Gómez Mango 1990: 21); porque funciona como la mise en abyme de todo el texto y esboza cuestiones cruciales a esta obra roabastiana como son las nociones de autor, autoridad, dobles y reflejos (Ezquerro 1987: 47); y por las referencias arquetípicas con que inaugura el texto, como, por ejemplo, la alusión a la historia de Antígona (Franco 1994: 170). El pasquín es el hilo conductor del relato, al cual se vuelve una y otra vez en el transcurso de la narrativa; las paráfrasis, comentarios, alusiones, parodias del pasquín lo convierten en el primer texto que no sólo es citado sino también comentado, ilustrando la poética intertextual de Yo el Supremo12. De particular relevancia para este trabajo es el comentario de Balderston: «En la novela de Roa Bastos, es obvio que el cuerpo del dictador se identifica fuertemente con el [E]stado, así que no es de extrañar que el pasquín inicial, al usurpar su autoridad y su autoría, se [sic] arremeta en contra del cuerpo físico del dictador» (1992: 51). El pasquín sugiere una imagen de desmembramiento del Estado que comienza como un ataque contra el cuerpo del Dictador, y más precisamente, como violencia contra su cabeza. Así, la cabeza del Supremo funciona como una sinécdoque del Dictador mismo, cabeza a su vez del body politic13. La

11 Al origen de este pasquín —que en la novela se dice que ha aparecido en la puerta de la catedral— está aquél referido por el historiador Julio César Chaves en la biografía del doctor Francia: «a poco de su muerte apareció una mañana en la puerta del templo un cartel que se decía enviado por él desde el infierno, suplicando se lo removiese de aquel lugar santo para alivio de sus pecados» (1964: 476). Esta cita aparece casi sin alteraciones entre los documentos mencionados por el Compilador en el apéndice de Yo el Supremo (460). 12 Citar todos los casos donde se alude explícita o indirectamente al pasquín resultaría tedioso e innecesario. Considérense los ejemplos en las siguientes páginas: 13, 37, 38, 47, 60, 70, 71, 73, 319 y 367. 13 La cabeza y, por extensión, el cráneo y la decapitación, son motivos que aparecen desde las primeras frases y se mencionan prácticamente en cada página, mediante alusiones directas o veladas. Como en el caso del pasquín, sería innecesario mencionar todos los casos. Véanse

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obsesión por el poder absoluto que El Supremo reafirma a lo largo de la novela tiene por objeto contrarrestar esta imagen de despedazamiento. Su discurso vuelve sobre este documento inicial para contraponer una imagen de Estado que tiene en él tanto su encarnación como su cabeza; una doble función que está presente desde la legal fiction de los dos cuerpos del rey14. Se observa así, desde el inicio, una tensión, expresada en términos de imágenes corporales, entre el ideal totalizante (y totalitario) del Supremo que quisiera una correspondencia perfecta entre su cuerpo y el Estado, y la fragmentación puesta en acto por la novela, que culminará en la descomposición del cadáver del Dictador. El segundo aspecto de la amenaza contenida en el pasquín es la extinción del nombre y la memoria: los restos de los servidores del Supremo son condenados a ser arrojados «extramuros, sin marca ni cruz», es decir, a tener un destino incierto. Esto es justamente lo que finalmente sucede con los restos del Dictador —dentro y fuera de la novela— que deambulan por diferentes sitios —dentro y fuera del Paraguay— y cuyo relato tiene lugar, asimismo, fuera de los límites del texto principal —«extramuros»— en el apéndice de Yo el Supremo. Comentando el pasquín, El Supremo propone la siguiente reflexión: La amenaza de la mofa decretoria establece claramente la escala jerárquica del Gobierno; en consecuencia, la punitiva. A ustedes que son mis brazos, mis manos, mis extremidades, les ofrecen horca y fosa común en potreros de extramu-

los ejemplos en las páginas 15, 47, 64, 108, 157, 274, 276, 277, 290, 309, 355, 368, 378, 379 y 380. Hay varias menciones incluso dentro de una misma página; como muestra ver 90. 14 Sin embargo, es imprescindible reiterar que el del Supremo no es un discurso monológico, sino que desde muy temprano está caracterizado por el diálogo que establece en varios niveles: Patiño ofrece en varias ocasiones una perspectiva opuesta a la del Dictador, mientras que el perro Sultán es su crítico más agudo; El Supremo polemiza sobre todo con la letra desconocida, identificada con su conciencia crítica, e incluso llega a situarse en el mismo nivel narrativo que el Compilador para corregirlo, destruyendo la ilusión mimética. En oposición a las apreciaciones críticas que ven en el del Supremo el monólogo interminable y ciego del poder absoluto, hay que notar que, como apunta Bergero (1994: 144), el Dictador incluso llega a aceptar consejos de política de una niña de secundaria. Sobre el dialogismo en la novela, ver Bergero (1994), Pacheco (1986a, 1986b) y Weldt-Basson (1993).

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ros sin cruz ni marca que memore sus nombres. A mí, que soy la cabeza del Supremo Gobierno, me obsequian mi autocondena a decapitación (37).

Hay una paradoja, entonces, en el pasquín: al arremeter contra la cabeza del Dictador, también se asocia al Supremo con la cabeza del cuerpo político, por lo que en realidad se refuerza el imaginario que sostiene al Estado despótico15. Esta frase del Supremo revela una idea del Estado paraguayo como un cuerpo, basada en la imagen de la cabeza y los miembros: una de las metáforas corporales más antiguas en que se han apoyado las concepciones organicistas del Estado, sostenidas en la equivalencia entre el cuerpo (implícitamente masculino) y el funcionamiento de la sociedad como un todo dependiente de la relación jerárquica entre distintos miembros. En su análisis de la tradición centralista y el autoritarismo en Hispanoamérica, David Scott Palmer resalta: La tradición autoritaria incluye el sentido de la jerarquía, del paternalismo, el hecho de que cada individuo tenga lugar en dicha jerarquía [...]. La analogía usada a menudo es la del cuerpo humano. El sistema político y el sistema social, al igual que el cuerpo humano, están conformados por componentes y elementos necesarios todos para el pleno funcionamiento y operatividad del cuerpo articulado del Estado y la sociedad. De aquí proviene el sentido de organicidad de la sociedad que está en la raíz de la creencia que supone que todos tienen un lugar en la sociedad y éste, alto o bajo, debe ser respetado. La analogía del cuerpo humano también le confiere sentido al supuesto de que algunas partes del cuerpo son más importantes que otras (1986: 51-52)16.

15 Aunque el esclarecer quién ha sido el autor del pasquín es la función detonadora de Yo el Supremo, una de las posibilidades sugeridas por la propia novela es que el propio Dictador es el pasquinista. La lectura que propongo aquí apoyaría esta hipótesis, puesto que la amenaza del pasquín en realidad le permite al Supremo reiterar su autoridad y reforzar el imaginario que sostiene al Estado despótico. Esta paradoja materializaría una de las tesis centrales del Supremo: la escritura como engaño. Si, como sugiere Elmore, lo que pide el pasquín es nada menos que «suprimir al Supremo de la historia paraguaya» (1997: 81), con ello se le daría al personaje la justificación para que legitimara su rol primordial en ella. 16 Cabe señalar que Palmer (1986) se refiere a una relación de analogía entre el cuerpo y el sistema político y social, mientras que yo discuto —siguiendo a Le Goff y a Kantorowicz—

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De acuerdo con Le Goff, el Medioevo cristiano heredó el uso político de las metáforas corporales de la Antigüedad grecorromana, si bien el énfasis que los antiguos ponían en el sistema cabeza/intestinos/miembros fue reemplazado por la importancia del par cabeza/corazón dentro del modelo paulino donde la Iglesia, como comunidad de los fieles, es considerada un cuerpo cuya cabeza es Cristo (Le Goff 1989: 14). Como he indicado en la introducción, el estudio de Ernst Kantorowicz analiza el paso, a través del pensamiento jurídico medieval, de esta concepción teológica hasta su desenlace en la legal fiction de los dos cuerpos del rey; es decir, la transferencia del corpus mysticum, cuya cabeza es Cristo, al Estado, cuya cabeza es el rey (Kantorowicz 1985: 27). La idea de un individuo en el poder que a la vez encarna al cuerpo político y constituye su cabeza (o su conciencia) no sólo está en la base del modelo jurídico sobre el que descansa la idea de los dos cuerpos del rey, sino que en el campo de la filosofía política ha sido transpuesta a otros contextos. Tanto Le Goff como Kantorowicz mencionan el Policraticus (1159) de John de Salisbury como el texto donde el uso político de la metáfora organicista alcanzó su acepción clásica. Este documento establece que los servidores civiles y militares —las palabras exactas del pasquín— pueden ser comparados con las manos (Le Goff 1989: 18). La cabeza adquiere una importancia extraordinaria en la Cristiandad medieval como elemento paradigmático del sistema alto/bajo que, como ha argüido Mijail Bajtín, regía no sólo la concepción del mundo sino también una serie de prácticas simbólicas y sociales. Sin embargo, si el pensamiento canónico medieval —y su derivación política— concuerda con la idea paulina de que la cabeza es el principio de cohesión y crecimiento, otro tanto podría decirse de las fuentes grecorromanas donde la metáfora orgánica se formula por primera vez; por eso, afirma Le Goff, las prácticas de decapitación comunes en las sociedades arcaicas, antiguas y medievales son una prueba de las creencias en el poder de la cabeza como el sitio que contiene el alma (es decir, la fuerza vital de una persona) y que ejerce la algunas metáforas corporales específicas o me refiero al cuerpo como alegoría en un sentido más amplio de acuerdo con lo explicado en la introducción a este trabajo. Esta divergencia no denota, sin embargo, una incompatibilidad de fondo entre la propuesta de Palmer y lo que aquí se discute.

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función directiva dentro del cuerpo (ibíd.:13). La cabeza y la decapitación son dos motivos constantes en Yo el Supremo; una relación metonímica conecta al Dictador, como cabeza del cuerpo político, no sólo con el poder sino también con la racionalidad, como discuto en el siguiente apartado. La sentencia del pasquín es inusual porque lo que se decapitaría no es un cuerpo vivo sino un cadáver. Es importante notar esta diferencia cuando en Yo el Supremo hay numerosas alusiones a la Revolución francesa, y entre los estudios sobre la novela y su contexto no son pocos los que tratan este tema, comparando, por ejemplo, a Francia con Robespierre (cf. Fournial 1976: 726; Sabugo Abril 1991: 279, 283). Según Lefort: «La revolución democrática, durante mucho tiempo subterránea, estalla cuando se destruye el cuerpo del rey, cuando cae la cabeza del cuerpo político, cuando, al mismo tiempo, se disuelve la corporeidad de lo social» (2004: 253). Hay una separación entre la sociedad civil y el Estado, que hasta entonces había sido consubstancial con el cuerpo del rey; para Lefort, el rasgo definitorio de la revolución democrática moderna es el hecho de que ya no hay un poder unido a un cuerpo (ibíd.: 254). El pasquín inaugural de Yo el Supremo supone la decapitación simbólica del Estado apoyándose en la idea de que el poder posrevolucionario sí ha estado unido a un cuerpo que ahora es un cadáver; o sea que la propia estructura que sostiene esa idea de poder ha caducado. El despliegue del imaginario corporal —con la importancia exacerbada de la cabeza— hace explícitas las contradicciones ideológicas del Supremo: la vocación del revolucionario que se convierte en la obsesión por el poder absoluto centrado en un individuo. Como indica Elmore: «Aquí, precisamente, está el talón de Aquiles de un modelo que entiende la liberación como antónimo de la libertad» (1997: 108-109). Es justamente esta contradicción lo que está al centro de las acusaciones de la letra desconocida cuando reclama al Supremo haber traicionado la Revolución, como indica también el comentario de Roa Bastos sobre el personaje histórico que es el referente de la novela: La traición termidoriana acecha adentro y afuera de El Supremo (en la historia y en la novela). Es el momento en que el proceso revolucionario puesto en marcha por él con el apoyo de las masas campesinas (y en contra del patriciado y la oligarquía terrateniente) parece detenerse. El ejercicio del poder absoluto del Individuo-

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Persona, segregado y aislado de la Persona-Muchedumbre, entra en descomposición y se convierte en despotismo. He aquí el clímax del discurso histórico en la dictadura del Doctor Francia y también el clímax de la novela (1977: 192).

Por un lado, y a pesar de su antimonarquismo recalcitrante, El Supremo fundamenta el Estado en un imaginario que, como sugieren las citas anteriores en lo relativo a la cabeza y los miembros del cuerpo político, parece distanciarse sólo nominalmente del Ancien Régime, cuya sociedad se identificaba con el cuerpo del rey y de la cual, al mismo tiempo, el rey era la cabeza17. La seducción que esta idea ejerce sobre El Supremo está expresada en palabras de Patiño: «Usted mismo suele decir que eso [ser rey] sólo valdría la pena si el pueblo y el soberano fueran una misma persona; pero para eso no hace falta ser reyes, sino un buen Gobernante Supremo, como es su Excelencia» (41). En un pasaje donde el anacronismo introduce una idea de poder atemporal, El Supremo afirma: [U]n Pentágono de fuerzas gobierna mi cuerpo y el Estado que tiene en mí su cuerpo material: Cabeza. Corazón. Vientre. Voluntad. Memoria. Ésta es la magistratura íntegra de mi organismo. Lo que sucede es que no siempre el Pentágono funciona en armonía con las alternativas estaciones de flujo-constipación, lluvia-sequía, que malogran o acrecientan las cosechas. Ni hipocondría ni misantropía [...]. En todo caso, debieron decir accidia, bilis negra. Palabras medievales. Designan mejor mis medioevos males (128).

Curiosamente, El Supremo no hace referencia a la boca ni a la palabra, directamente relacionadas con su poder como Dictador. En cambio, yuxtapone el símbolo actual del poder estadounidense con el imaginario medieval según el cual las variaciones y los ciclos en el cuerpo del rey se corresponden con las variaciones que el clima y las estaciones causan sobre la tierra (Peter 1986: 50).

17 «Mucho tiempo después de que desaparecieran los rasgos de la realeza litúrgica, el rey conservó el poder de encarnar en su cuerpo la comunidad del reino [...] comunidad política, comunidad nacional, cuerpo místico [...]. Los cambios acaecidos permiten subsistir a la noción de una unidad a la vez orgánica y mística del reino, de la que el monarca personifica a la vez el cuerpo y la cabeza» (Lefort 2004: 253).

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Como en otros casos, en Yo el Supremo se recurre al anacronismo para denunciar el imperialismo económico que no corresponde a la época de Francia, sino a la del lector de la novela, como cuando El Supremo «confunde» la Cámara de los Comunes con la Casa Blanca (332), o hace alusiones a la represa de Itaipú (255)18. Al mismo tiempo, con la tríada cabeza, corazón y vientre, se alude a los modelos helenísticos y medievales referidos previamente por Le Goff. Si el personaje afirma repetidamente que él es la encarnación del Estado y de la nación, y al mismo tiempo su cabeza —es decir, su conciencia y su racionalidad—, no basa su legitimidad en la institución monárquica, sino en la revolución, en la suprema voluntad del pueblo: «Aquí [en Paraguay] la generalidad del pueblo se encarna en el Estado. Aquí puedo afirmar yo sí con entera razón: El-Estado-soy-Yo, puesto que el pueblo me ha hecho su potestatario supremo» (180)19. Esta legitimidad se ve constantemente atacada en los comentarios de la letra desconocida que interviene en sus apuntes: «No encontrarás la verdad que traicionaste. Te has perdido tú mismo luego de haber hecho fracasar la misma Revolución que quisiste hacer. No intentes purgarte el alma de mentiras. Inútil tanto palabrerío. Muchas otras cosas en las que no has pensado se irán en humo. Tu poder nada puede sobre ellas. Tú no eres tú sino los otros...» (202). Esta última frase del corrector —«Tú no eres tú sino los otros»— puede entenderse en relación con una de las dualidades centrales en Yo el Supremo, la de YO/ÉL, que la mayoría de los críticos identifica como el individuo (YO) y el poder emanado de la voluntad del pueblo (ÉL): «atacaban a El Su-

18 Otros anacronismos en la novela incluyen alusiones a la perspectiva cinematográfica (212-214), y la frase «green-go-home» (343). 19 Sobre la ideología política de Francia, comenta Irala Burgos: «Las ideas de Francia eran liberales en cuanto al origen del poder [inspirado por los principios de la soberanía popular, de Rousseau] mas no en cuanto al ejercicio del mismo [...]. Sobre [el] fondo liberal de la Voluntad General, entra a tallar en el esquema francista la concentración del poder que él [Francia] creía necesaria y que le obligaba a suplantar aquel liberalismo de origen, inspirado en la filosofía iluminista, por la dictadura extraída de Roma [...]. El Dictador proclamó siempre que del pueblo había recibido su poder y que éste había decidido la forma de su gobierno [...]. Francia se consideró siempre Dictador por obra y gracia de la voluntad del [pueblo] Soberano, quien así pactó para defensa de los principios fundamentales del contrato, el otorgamiento del poder absoluto en representación, a una persona, y de por vida» (1975: 22-23).

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premo como a una sola persona sin tomarse el trabajo de distinguir entre Persona-corpórea/Figura-impersonal. La una puede envejecer, finar. La otra es incesante, sin término. Emanación, imanación de la soberanía del pueblo, maestro de cien edades...» (112). Aunque no se basa en la institución monárquica sino en la legitimidad revolucionaria, esta dualidad está sostenida por la misma naturaleza doble que subyace a la metáfora de los dos cuerpos del rey: por un lado, el cuerpo mortal, la persona individual sujeta al tiempo y a la decadencia material, el YO; por el otro, el ÉL del poder estatal, impersonal, eterno, ajeno a las leyes naturales. Basándose en la legitimidad que le otorga la voluntad del pueblo, el discurso del Supremo busca afirmar esta idea de Estado que tiene en él su encarnación atemporal, yuxtaponiendo su propio cuerpo con la descripción geográfica y meteorológica del país: Mis pulmones hacen rechinar sus viejos fuelles traqueados por el peso de tanto aire como han debido inhalar/expeler. Desde su lugar entre las costillas, se han extendido más de diez mil leguas cuadradas, sobre cientos de miles de días. Diluvios, tormentas, cálido aliento de los desiertos han desatado. En sus materias naturales respira un cuerpo político, el Estado. El país entero respira por los pulmones de ÉL/YO (124).

El Supremo quisiera una correspondencia perfecta entre su cuerpo mortal y el cuerpo político de Paraguay: su cuerpo es el tiempo y el espacio de la nación. Y, sin embargo, el clímax de la novela al que se refiere Roa Bastos en el comentario citado sucede cuando se vuelve evidente la inadecuación entre la «persona corpórea» y la «figura impersonal». La traición que menciona la letra desconocida está en el despotismo al que Roa Bastos se refiere como «descomposición» y que se materializa en la novela justamente en la corrupción biológica del Dictador. El Estado que El Supremo aspira a encarnar se basa en dos tipos de exclusión relacionados con lo corporal: en primer lugar, en la negación del cuerpo mortal frente al cuerpo místico o político, que se traduce en la exaltación de una razón incorpórea en menosprecio de lo carnal; y en segundo, en el desprecio de lo femenino20. El Supremo es un poder paranoico por la 20 Entre las numerosas contradicciones del Supremo están sus referencias constantes a lo corporal, pero al mismo tiempo su total desprecio por el cuerpo y por aquellos topoi relacionados con

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defensa de bordes y límites para preservar la integridad del todo. No obstante, la «derrota nítida del poder» (Bergero 1994: 222) que se efectúa en la ficción no ocurre a raíz de algún ataque violento proveniente desde el exterior, sino desde adentro, mediante la descomposición corporal puesta en escena por la novela, cuando la inmensa mole despótica que es El Supremo se desintegra hacia el final de la narrativa por acción de las larvas y moscas que devoran el cadáver del Dictador21. Algo parecido sucede en el terreno de la escritura, como se detalla en la última sección de este capítulo. A continuación, exploro algunas de las oposiciones que fundamentan el régimen encarnado por El Supremo; todas derivadas de la imaginería corporal. 1.3. Soportes del Estado despótico: masculinidad y racionalidad Lefort propone que después de la revolución se tiende hacia la idea del pueblo-uno, como un cuerpo cerrado, opuesto al otro, enemigo o extranjero. Más aún, la imagen del cuerpo —modelo privilegiado para imaginar al Estado— sigue predominando en aquellos regímenes posrevolucionarios que evolucionan hacia el «totalitarismo», que para Lefort significa «un régimen en el que la violencia estatal se abate sobre el conjunto de la sociedad, un sistema de coerción generalizada, minuciosa» (2004: 242). En otra afirmación que, aunque tomada de un contexto distinto, se ajusta perfectamente al Paraguay del Supremo, cuyas políticas son el aislamiento como protección contra la amenaza imperialista del exterior y la represión de los enemigos internos, Lefort sostiene: lo carnal en el pensamiento occidental, como son lo femenino y la escritura, si se concuerda con Derrida. La derrota del Supremo en la novela ocurre justamente como una «venganza» del cuerpo (Franco 2002: 7); venganza entendida como mortalidad —la descomposición a que me he referido arriba— yuxtapuesta con la escritura. Quisiera subrayar mi deuda con Jean Franco en la discusión que sigue; aquí expando y desarrollo algunas ideas que ya se sugieren en los trabajos de la autora (cf. 1986, 1997 y 2002). 21 Si Pedro Páramo se «desmorona [...] como si fuera un montón de piedras» (Rulfo 1983: 178), El Supremo se descompone entre un montón de gusanos. El desmoronamiento del cacique rulfiano se transforma en la descomposición biológica del Dictador de Roa Bastos, pero en ambos casos el cuerpo viene a ser el locus donde se materializa la derrota del poder. Ésta es una de las instancias en las que el escritor paraguayo lleva un paso más allá la imaginería sugerida en las ficciones rulfianas.

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[E]l otro es el representante de las fuerzas provenientes de la antigua sociedad [...] y emisario del extranjero, del mundo imperialista [...]. Así es como se comprende que la constitución del pueblo-uno exija la producción incesante de enemigos [...]. Las campañas de exclusión y persecución [...], el terror, muestran una imagen nueva del cuerpo social. El enemigo del pueblo es considerado como un parásito, o desecho eliminable [...]. Lo que está en cuestión es la integridad del cuerpo. Parece que el cuerpo debiera asegurarse de su identidad propia expulsando sus desechos, o que debiera cerrarse sobre sí mismo sustrayéndose del afuera, conjurando la amenaza de apertura que supone la intrusión de elementos extraños (2004: 248).

Para El Supremo los principales otros son los realistas, porteñistas (aliados de Buenos Aires), los emisarios de Brasil como Correia da Cámara, y el imperialismo económico europeo (particularmente británico) representado por los hermanos Robertson. En cuanto a la relación del enemigo con el desecho corporal que amenaza la integridad del pueblo-uno, puede considerarse la siguiente cita: Los gachupines o porteñistas que han parido este engendro [el pasquín] no se han mofado de mí, sino de ellos mismos [...]. Aunque se cubran bajo una selva entera de pasquines, igualmente se mojarán en sus propios orines. Miserable descendencia de aquellos usureros, comerciantes, acaparadores, tenderos [...]. Se cagaban en su miedo. En su mierda fueron enterrados. De aquellos estiércoles salieron estos miércoles (Yo el Supremo 20).

Las opiniones, actos o sujetos contrarios al régimen son conceptuados en términos corporales: un discurso como el pasquín es entendido como un cuerpo monstruoso, un engendro. Al otro se le niega masculinidad puesto que pare algo terrible. Por otro lado, las palabras del Supremo vuelven evidente la idea de los enemigos del Estado en tanto desecho corporal que hay que expulsar del cuerpo político; idea reforzada por la degradación del refrán «de aquellos polvos salieron estos lodos»22.

22 En un contexto diferente, David Caron explora la omnipresente imaginería corporal en la retórica nacionalista del siglo XIX europeo en lo que denomina «the burgeois-nation-as-body»,

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Esta cita es una muestra de que a los enemigos del Supremo (que en su discurso son los enemigos del Estado y de la patria) se les niega la facultad de humanidad: el otro no es sólo una persona diferente, sino que no es siquiera propiamente humano. Sirvan como otros ejemplos la leyenda que corre sobre los prisioneros del penal de Tevegó que paren «hijos mudos con cabezas de perrosmonos» (21); la figura del gobernador Bernardo de Velazco y Huidobro, que «se pasó toda la mañana en cuatro patas comiendo pasto entre el burro y la vaca del Pesebre» (88); y, sobre todo, la constante animalización de los enviados argentino y brasileño23. Además de la animalización, los enemigos del Supremo son privados de masculinidad como forma de degradación: «Fanfarrones, eso sí. Cabromachíos escarapelados, encorsetados en brillantes uniformes» (169). En esta frase, la inversión sintáctica —cabromachíos en vez de machos cabríos— implica una «inversión» sexual, reforzada por la alusión al corsé. La

que tiene «natural boundaries; it consumes, expels waste, seeks normality, reinforces its defenses, fights foreign bodies, and fully realizes itself in the process of reproduction» (citado en Robert 2009: 9). Explorando esta imaginería en una variedad de fuentes, Caron subraya no sólo la función explicativa o descriptiva de lo que Robert posteriormente llama «el cuerpo retórico», sino que insiste en su rol performativo. En otras palabras: para Robert «el cuerpo retórico» —el conjunto de metáforas corporales desplegadas en el discurso nacionalista— no representa tanto como crea la noción de que la nación es una entidad natural cuyos problemas pueden ser diagnosticados, tratados y curados como si se tratada de un organismo biológico. Como apunta Robert, esta idea de la nación como cuerpo permaneció no sólo en los discursos abiertamente políticos sino también, e incluso más prominentemente, en otros, como las novelas; en Francia escritores como Zola, Flaubert y otros convirtieron a la novela y el destino de sus personajes en «el barómetro de la salud metafórica de la nación» (ibíd.: 8-9, traducción mía). 23 De Echeverría se mencionan los «ojos de reptil» (207), la «cresta» en vez de la cabeza (210), y se le califica de «[p]ollo de monóculo; cualquier bicho, menos un hombre en el que se pudiese confiar» (210). Por su parte, Correia de Cámara es constantemente descrito como un animal; desde la primera vez que aparece, El Supremo se refiere a él como un «típico macaco brasileiro [...]. Animal desconocido: León por delante, hormiga por detrás, las partes pudendas al revés. Leopardo [...]. Forma humana ilusoria [...]. Por el catalejo observo a este engendro que el Imperio me envía como mensajero» (213; mi énfasis). El porteño Nicolás de Herrera es comparado con un gato (257); Echevarría, Herrera y García de Cossío, con alacranes (258). Con palabras similares son descritos los «otros [que] quieren invadir el Paraguay [...]. Artigas, Ramírez, Facundo Quiroga. Tigres de los llanos, gatos de los montes, rugen, maúllan, silban, suspiran por venir a saquearnos» (322).

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negación de masculinidad es utilizada por El Supremo como un insulto, puesto que aunque pretenda hablar desde un yo-Estado trascendente, atemporal y asexuado, el modelo de Estado encarnado en El Supremo se basa en la exclusión de lo femenino, identificado con lo corporal, y en la exaltación de lo masculino, asociado con la razón. Para El Supremo, toda «verdadera Revolución crea su propio ejército, puesto que ella misma es el pueblo en armas» (175). Sin embargo, este pueblo-uno que se levanta en armas para defender su autonomía y que constituye el cuerpo social que tiene en el Dictador su encarnación y su cabeza, también está implícitamente constituido por ciudadanos cuyo nacionalismo corre en paralelo con la idea de masculinidad: «Desde los comuneros, los sementales paraguayos han donado generosamente sus espermas, y no para fabricar velas. Aquí, las velas las fabrican las mujeres. Lo otro lo dejamos para lo otro» (120). Estudios recientes han explorado la concomitancia de los fenómenos de nacionalismo y masculinidad: de acuerdo con George Mosse, el nacionalismo es un movimiento que comenzó y evolucionó de forma paralela al concepto moderno de la masculinidad, y adoptó el estereotipo masculino como uno de sus medios de autorrepresentación (1996: 7). En palabras de Stefan Dudink y Karen Hagemann: [T]he discourse of the citizen-soldier revolved around a new and powerful notion of masculinity. This was a masculinity of radical citizenship, defined by an identification with a revolutionary state that was at the same time embodied by this self-same masculinity [...]. This was a masculinity produced in the osmosis of revolutionary state and male citizen, an osmosis that shaped one in the image of the other (Dudink, Hagemann y Tosh 2004: 13).

Como ya se ha visto, El Supremo responde a los «enemigos de la patria» en términos de agresión sexuada: «Castrados de almas-huevos. Íncubos/súcubos de la guerrilla pasquinera. Promiscua legión de eunucos sietemesinos. Tascan el freno del Gobierno y dejan pegados al fierro sus cariados dientecitos de leche. Mujeriles fantasmas» (181). El Supremo niega a los pasquineros masculinidad (castrados, eunucos, mujeriles; íncubos/súcubos, es decir, machos y hembras a la vez) y adultez (sietemesinos, dientecitos de leche); en suma, les priva de los atributos del ciudadano. Según el estudio de John

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Horne sobre masculinidad y política en la época del surgimiento del Estadonación en Europa, a la par de los atributos positivos de la masculinidad nacional y nacionalista, en varios casos se consolidaron figuras negativas de enemigos internos y externos, quienes eran representados como femeninos o como un tipo ridiculizado o temido de masculinidad (2004: 29). Por su parte, El Supremo epitoma varias virtudes ligadas a la masculinidad. Siendo «quien sabe todo lo que hay que saber y más» (38), está obsesionado por descubrir el secreto del pensamiento en sus operaciones de alquimia con un cráneo humano, el «[p]equeño calabozo donde estuvo encarcelado el pensamiento de un hombre» (157). En un pasaje alusivo a Hamlet, el Dictador declara: «Tengo un viejo cráneo en las manos. Busco el secreto del pensamiento [...]. Tras mucho buscar al tanteo creo haber ubicado ya la sede tronal de la voluntad. El sitio del lenguaje bajo este hongo de afasia. Aquí, la olvidada pantalla de la memoria» (162)24. La voluntad es una de las virtudes más típicamente asociadas con lo masculino (Mosse 1996: 4), y una de las más valoradas por el Dictador; el lenguaje y la memoria, temas que obsesionan al personaje, se vuelven cognoscibles a partir de lo tangible del cráneo, que en repetidas ocasiones se asemeja con el globo terráqueo. Apoyándose en esta analogía cabeza/mundo, El Supremo dice que su pensamiento «está siempre fijo girando sobre sí mismo» (114, nota). En una imagen de autogeneración que equipara el ser y el nacer con el pensar, afirma: «Nacer es mi actual idea» (155), y algunas páginas después propone la clara exclusión de lo corporal ligado a lo femenino: «No quiero ser engendrado en vientre de mujer. Quiero nacer en pensamiento de hombre» (165). En el cráneo y la cabeza como símbolos de la razón, El Supremo encuentra una correspondencia con su función como cabeza —racionalidad— del Estado (masculino). Jacques Derrida, entre otros, ha sugerido que el pensamiento occidental opera tradicionalmente por una estructura de binarismos situados jerárquicamente, donde un término se privilegia sobre el otro: logos/cuerpo, interioridad/exterioridad, habla/escritura, etc. Según Hélène Cixous, la violencia

24 Para un análisis de la conexión intertextual de Yo el Supremo con Hamlet a partir del motivo del cráneo, ver Recio Vela (2005 y 2007).

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de dichas jerarquías se apoya sobre la dicotomía masculino/femenino (1995: 14). En varios pasajes, El Supremo aparece como una hipérbole del falogocentrismo, del imperio masculino de lo Mismo, asentado sobre la exclusión. No se conforma con ser una figura patriarcal, sino que busca con la nación una identificación total que desemboca en una imagen solipsista donde se ha prescindido de lo femenino: «[E]sta Nación que parí y me ha parido» (182)25. Como hipérbole de la tradición logocéntrica, y más concretamente del «Yo» ilustrado, El Supremo está motivado por el deseo de una razón absoluta e incorpórea; como afirma Franco (1997: 134), El Supremo quisiera ser un puro cogito cartesiano, que pudiera abstraerse del mundo material y perdurar como idea. La construcción del personaje como un sujeto que es a la vez «yo-Estado, yo-institución y razón» (Ludmer 1991: 116) remite también al paralelismo entre dos ideas: la del sujeto autónomo y la del Estado autónomo. Según Kam Shapiro, a partir de la Ilustración, el cuerpo se convierte en el instrumento o la propiedad de un sujeto racional y soberano, al mismo tiempo que el cuerpo político pasa, de repositorio de fuerzas naturales o divinas, a ser objeto de poder secular y control administrativo: «In many canonical readings of modern political thought, the sovereign subject and the sovereign nation thus emerge as reciprocal, interwoven identities» (2003: 1-2). En Yo el Supremo el sujeto soberano y la nación soberana confluyen en la persona del Dictador; El Supremo se pretende razón incorpórea sobre la que se asienta la identidad entre el yo-Estado y el yo-razón (siguiendo con la expre-

25 El Supremo ilustra la fantasía de una filiación puramente masculina, tal como la refiere Cixous: «Y sueño de filiación/ masculina, sueño de Dios padre/ surgiendo de sí mismo/ en su hijo... y/ sin madre entonces» (1995: 16). Por mi desconocimiento de la cosmovisión y la lengua guaraníes —tan importantes, sin embargo, en la obra de Roa Bastos— abordo Yo el Supremo desde la perspectiva del pensamiento occidental. No obstante, hay indicios de que la fantasía de filiación masculina no es exclusiva de esta tradición. En una entrevista con Alain Sicard, Roa Bastos menciona algunos de los mitos guaraníes que han influenciado su novela. Entre ellos, nombra al Primer Padre Ñamandú, que en la cosmogonía mby’a-guaraní surge de las tinieblas primigenias y «crea su propio cuerpo empezando por las plantas de los pies. Después crea el “fundamento del lenguaje humano”» (Sicard 1979: 8). Es interesante la relación existencia-cuerpo-lenguaje asociada a una figura paternal y masculina que se autogenera y que se perfila como uno de los modelos míticos sobre los que se dibuja El Supremo.

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sión de Ludmer), basada en la exclusión de lo corporal y de lo femenino. En la base de ambos tipos de exclusión está un proceso de autoabstracción cuyo carácter ilusorio es destruido hacia el final de la novela. En su discusión sobre los lazos entre masculinidad y racionalidad, y en una declaración que se ajusta a Yo el Supremo, Brittan afirma que el masculinismo en su forma abstracta celebra la incorporeidad de la razón, y tiende a relegar o incluso a cancelar al cuerpo (1989: 202). Elizabeth Grosz sugiere incluso que la filosofía como disciplina se ha establecido como forma de conocimiento y racionalidad con base en el repudio del cuerpo, principalmente del cuerpo masculino, con la correspondiente elevación de la mente como un término incorpóreo; la autora explora ampliamente la dicotomización del mundo y del conocimiento efectuada desde los orígenes del pensamiento occidental a través de la binarización sexual (1994: 4 y ss.). Esta oposición entre la razón (ámbito de lo masculino) y el cuerpo (ámbito de lo femenino) es crucial para El Supremo: La única maternidad seria es la del hombre. La única maternidad real y posible. Yo he podido ser concebido sin mujer por la sola fuerza de mi pensamiento [...]. Yo no tengo familia; si de verdad he nacido, lo que está aún por probarse, puesto que no puede morir sino lo que ha nacido. Yo he nacido de mí y Yo solo me he hecho Doble. (Nota de El Supremo) (144).26

Para El Supremo, todo lo relativo al cuerpo es despreciable porque atenta contra la idea de un poder absoluto y contra la fe en una razón incorpórea, es decir, masculina. Las palabras del Supremo concuerdan con ciertas ideas tradicionales sobre la masculinidad, que postulan que «the male body is inhabited by a “higher” intentionality, by the soul, the organizing ego» (Brittan 1998: 201). De ahí la exclusión del cuerpo y de lo femenino, que representan la amenaza de la muerte. Ha sido muy comentado por la crítica el incidente de la Andaluza en la novela de Roa Bastos: presencia amenazadora por su poder de seducción, otredad atrayente y repulsiva a la vez, a quien el Supremo define por

26 De acuerdo con Weldt-Basson (1993: 185), una fuente de esta idea son los Pensamientos de Pascal.

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su «jedencia terrible», «olor a hembra», «ácido olor a gata amizclera» (58), es decir, por su asociación sensorial con la corporeidad27. Sicard nota el olor de la Bella Andaluza como una variante del hedor que se expande como un leitmotiv por todo el texto y que marca, por ejemplo, el incidente de la muerte del padre en el mismo momento del «nacimiento» del Supremo en el episodio de la balsa. El mal olor de las pieles curtidas que van en la embarcación remite al muchacho a una fetidez insoportable —«adentro del hedor, otro hedor» (294)— que No surge de la bodega de la sumaca sino de la bodega de nuestra alma [...]. Hedor blasfemo [...]. Hedor tal que sólo llegó hasta mí una vez, mientras me hallaba de pie junto a un objeto moribundo, ese viejo que durante más de setenta años había sido considerado un ser humano. Una vez más, la rancia fetidez me atacó en el Archivo de Genealogías de la Provincia cuando buscaba los datos de mi origen. Por supuesto no los encontré allí. No se hallaban en ninguna parte. Salvo ese hedor a bastarda prosapia (294).

Los lazos consanguíneos, que son prueba de mortalidad, poseen para el personaje un olor insoportable: «¿Mi origen? Lo conocerás como una fetidez, murmuró alguien a mi oído» (294). La supresión del cuerpo y de lo femenino no es sólo una condición para privilegiar razón y masculinidad, sino también un requisito para afianzar el poder absoluto, atemporal, del Supremo. Contra el cuerpo y sus deseos, sus filiaciones o su decadencia, la racionalidad, la voluntad y el conocimiento son prerrogativas masculinas que

27 Desde la perspectiva psicoanalítica, María Elena Carballo sugiere que la repulsión del Supremo por lo femenino figura el temor masculino a la castración «así como el resentimiento contra la mujer como ser completo y autónomo que no puede ser castrado» (1988: 106-107); por otro lado, «el absolutismo es hacer del todo uno y por medio de esta operación excluir a la mujer. El Supremo quiere parirse a sí mismo porque procura vehementemente reducir lo plural a lo absoluto. La reducción implica negar lo diferente, la otredad, sea ésta extranjera o mujer» (ibíd.: 107). Una opinión parecida expresa Sicard, para quien el poder absoluto del Supremo se basa en gran medida en la idea de «tener en sí mismo su origen [lo cual] implica la obliteración de las fuentes naturales o biológicas de su existencia [...]. El Poder Supremo sofoca lo sexual porque, a través del consentimiento a la dualidad que supone, representa una amenaza para lo Uno y Único» (1990: 339-340).

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subyacen al poder absoluto que El Supremo quiere para sí. Sin embargo, la derrota final del Supremo se da precisamente en el terreno de lo corporal que, como se ha visto, es omnipresente en su discurso, y que en la novela está estrechamente ligado con la escritura. Esta relación y esta derrota se exploran en las páginas siguientes.

2. TRANSICIÓN: ESCRITURA Y CORPOREIDAD Un terreno donde la imaginería corporal prevalece en Yo el Supremo es el tema de la escritura. El desprecio del Supremo por la escritura, en oposición a la oralidad, ha sido profusamente comentado. A grandes rasgos, dos interpretaciones han sido propuestas, y Yo el Supremo es un texto tan abierto que puede encontrarse evidencia para sostener ambas lecturas. Por un lado, la postura del Supremo se ha leído como una defensa de la memoria paraguaya de carácter oral, fundamentalmente asociada con la cultura guaraní, frente a la institución colonial representada por el texto escrito (Bergero 1994: 161). Apoyando esta postura, están los pasajes de la novela donde El Supremo hace declaraciones como ésta: «Te alimentas con la carroña de los libros. No has arruinado todavía la tradición oral sólo porque es el único lenguaje que no se puede saquear, robar, repetir, plagiar, copiar» (64). Desde esta perspectiva, la destrucción del Libro como el «locus de la alianza entre dogma, ley y poder» (Bergero 1994: 185) es una idea que se explora en el último apartado de este capítulo. Desde un enfoque muy distinto, otros críticos han visto en El Supremo una ilustración de la postura logocéntrica y fonocéntrica que, según Derrida, es concomitante a la metafísica occidental en su rechazo de la escritura como rechazo de lo sensible, de lo externo, de la materialidad, del cuerpo28.

28 En su monografía sobre el pensamiento derrideano, De Peretti della Rocca sintetiza así la postura logocéntrica con respecto a la escritura: «[E]l rechazo de la escritura se inscribe en el amplio contexto de una lógica del discurso que marca todos los conceptos operativos de la metafísica tradicional, estableciendo a partir de la oposición realidad/signo todo un sistema jerarquizado de oposiciones que el pensamiento occidental ha asumido y utilizado desde siempre: presencia/ausencia, inteligible/sensible, dentro/fuera, y entre otros muchos, por supuesto, significado/significante, logos

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La díada habla/escritura privilegia el primer término por su supuesta cercanía, esencial y absoluta, con el pensamiento (Derrida 2005: 18). Para El Supremo, en el acto de escucharse-hablar está contenido el significado verdadero del pensamiento, y entre la voz y la escritura media siempre una traición del sentido: «Cuando te dicto, las palabras tienen un sentido; otro, cuando las escribes. De modo que hablamos dos lenguas diferentes [...]. Lo que te pido, mi estimado Panzancho, es que cuando te dicto no trates de artificializar la naturaleza de los asuntos, sino de naturalizar lo artificioso de las palabras» (65). La anulación del concepto de representación en lo político, que para El Supremo se sustituye con la correspondencia sin mediaciones entre sí mismo y el Estado, se refleja en su desprecio por la escritura como representación falsaria del pensamiento: a ambos tipos de representación, el personaje opone la idea de presencia que, sin embargo, se revela en el texto como una ilusión29. La tensión entre oralidad y escritura es mencionada en varias lecturas de Yo el Supremo, y entre quienes la discuten a partir de las propues-

(pensamiento y habla)/escritura (representación del pensamiento y del habla). En esta cadena jerarquizada, el primer término, el término “superior”, pertenece a la presencia y al logos mientras que el segundo denota invariablemente una caída, una pérdida de presencia y de racionalidad. Despreciar la escritura, rebajarla y relegarla a simple función secundaria, instrumental y representativa del habla responde, por parte del pensamiento tradicional [...] al rechazo y desprecio generalizado del cuerpo, de la materia exterior al logos, al espíritu o conciencia; al rechazo del “significante ‘exterior’, ‘sensible’, ‘espacial’, que interrumpe la presencia a sí”; a la necesidad de buscar y alcanzar un significado definitivo trascendental (toda vez que el logos es un significado puro que no necesita del cuerpo y en el que el concepto de verdad y de sentido están ya constituidos antes del signo); en una palabra, a la irreprimible compulsión de reducir lo otro a lo propio, a lo próximo, a lo familiar, de reducir la diferencia a la identidad a fin de crear de este modo el ilusorio fundamento del saber clásico: el del mito de la presencia total y absoluta que coincide inevitablemente con el del habla pura (supremacía occidental del lenguaje hablado sobre el escrito)» (1989: 30-31). 29 Según Derrida, para la metafísica occidental el lazo entre el logos y la foné no se ha roto nunca; está en la base de la conceptualización del ser como presencia: «presencia de la cosa para la mirada como eidos, presencia como substancia/esencia/existencia [ousía], presencia temporal como punta [stigme] del ahora o del instante [nunc], presencia en sí del cogito, conciencia, subjetividad, co-presencia del otro y de sí mismo, inter-subjetividad como fenómeno intencional del ego, etc.» (2005: 19). Para un lúcido análisis sobre el vínculo planteado arriba y, en general, sobre el problema de la representación en Yo el Supremo, ver Elmore (1997: 88-89 y ss.).

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tas derrideanas están De Toro (2003), Elmore (1997), Incledon (1992), Song (2000) y Verdesio (1993)30. «Las palabras son sucias por naturaleza», dice El Supremo, aclarando que la inmundicia está del lado «de los literatos», es decir, en la palabra escrita (59). Así se trasluce un tono que Derrida distingue desde Platón hasta Saussure ante la contaminación, la amenaza, que representa la escritura: [E]l Fedro denunciaba la escritura como una intrusión de la técnica artificiosa, una fractura de clase totalmente original, una violencia arquetípica: irrupción del afuera en el adentro, cortando la interioridad del alma, la presencia viva del alma consigo en el logos verdadero, la asistencia que se brinda a sí misma el habla. Desarrollándose así, la vehemente argumentación de Saussure [en el Curso de lingüística general, al situar a la escritura fuera del sistema de la lengua] apunta más que a un error teórico o a una falta moral, a una especie de impureza, y ante todo, a un pecado. El pecado fue definido muchas veces —entre otros por Malebranche y por Kant— como la inversión de las relaciones naturales entre el alma y el cuerpo en la pasión. Saussure denuncia la inversión de las relaciones naturales entre habla y escritura. No se trata de una simple analogía: la escritura, la letra, la inscripción sensible, siempre fueron consideradas por la tradición occidental como el cuerpo y la materia exteriores al espíritu, al aliento, al verbo y al logos. Y el problema del alma y el cuerpo es, sin duda, derivado del problema de la escritura, al cual parece —inversamente— prestarle sus metáforas (Derrida 2005: 46).

El Supremo entiende la escritura como amenaza, corporalidad y contaminación; y —como exploro en el siguiente apartado— la novela pone en escena la idea del texto como un cuerpo que se descompone. Patiño enuncia la paranoia del Supremo por defender bordes y límites: «mandé tapar a cal y canto las claraboyas, las rendijas de las puertas, las fallas de tapias y techos

30 Roa Bastos abre un conocido artículo crítico sobre Yo el Supremo con una referencia a Derrida: «Todo texto nos reenvía al origen arcaico de la escritura, a esa huella o trazo que se reabsorbió y esfumó sin desaparecer en la transcripción e inscripción fonética y alfabética», así como «a uno de los tres grandes debates de definen nuestra modernidad: el de Marx y Hegel, el de Freud y sus antecesores y proseguidores [sic] en los campos de la psicología profunda, y el de Saussure y Derrida» (1977: 167; énfasis en el original).

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[...]. También mandé taponar todos los agujeros y corredores de las hormigas, las alcantarillas de los grillos, los suspiros de las grietas» (9). El Supremo mismo es percibido por una niña como una «Gran Pared alrededor del mundo que nadie puede atravesar» (434). Más allá del aislamiento político del Paraguay en la época de Francia, esta obsesión por los límites se relaciona con el logocentrismo y la metafísica de la presencia, asentados, según Derrida, en la dicotomía primordial entre lo interior y lo exterior, donde la escritura representa justamente la amenaza de la invasión del exterior. Quizás el ejemplo más elocuente sea el pasquín mismo: «Remedan mi lenguaje, mi letra, buscando infiltrarse a través de él; llegar hasta mí desde sus madrigueras» (8; mi énfasis); y la letra desconocida, a la que El Supremo increpa así: «[T]ú, el que corrige a mis espaldas mis escritos, mano que te cuelas entre los márgenes y entrelíneas de mis más secretos pensamientos» (113). Mucho podría decirse sobre la dinámica fascinante entre lo interior y lo exterior en Yo el Supremo, y algunas consideraciones se propondrán más adelante, dado que la acción de las notas en el texto es justamente la de corroer la parte principal, poniendo en escena el procedimiento del Compilador que se infiltra en los textos que cita, alterándolos31. El Supremo no sólo privilegia al logos sobre el cuerpo, y a la voz sobre la escritura, sino que en su denuesto de ésta recurre a numerosas metáforas biológicas que resaltan la contaminación, la infección inherente a la letra escrita: Creo reconocer la letra, este papel [...]. Golpeando una piedra de chispa sobre la hoja se podía ver en la tinta aún húmeda un pulular de infusorios. Fibrillas parásitas. Corpúsculos anulares, semilunares del plasmodium. Acaban formando los rosetones afiligranados de la malaria. Tiembla el papelucho atacado de chucho. ¡Viva la terciana!, zumba la fiebre en mis oídos. Obra de los culícidos anopheles (52).

Las letras escritas son, para El Supremo, parasitarias, sucias y peligrosas, y por tanto están indisolublemente unidas a lo corporal. Pero además, esta visión microscópica, biológica, del papel como un cuerpo remite también a la poética de una novela donde abundan los juegos de palabras basados en la 31 Sobre lo interior y exterior en Yo el Supremo, un estudio interesante —pero lejos de ser exhaustivo— es el de Méndez-Faith (1991).

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descomposición y recomposición del significante, es decir, en sus transformaciones morfológicas, como las aliteraciones, paronomasia y similicadencia observadas en esta cita32. A pesar de la obsesión del Supremo por preservar los bordes, de su «[m]ucho amor sobre todo por lo fijo, lo enraizado» (317), de su imperioso deseo en lo político por un sistema dictatorial —con él como cabeza— y heliocéntrico con el Paraguay como centro de una confederación de naciones33, en resumen, pese a su sometimiento absoluto a «las razones de la Razón Universal» (414), el texto de la novela —esta «inmensa mole paralelopipedónica, babilónica, de la Fortaleza Suprema» (451)— es inestable y poroso. El Supremo es un personaje sumamente contradictorio: si rechaza conceptualmente la escritura, también la practica; las «veleidades de novelista» del Dictador no sólo las percibimos en su «noveleta» de la Andaluza, sino que también son comentadas en una nota a pie de página (75). Por otro lado, el discurso del Supremo en la Circular Perpetua ilustra otra de sus contradicciones, puesto que tiene como objetivo precisamente fijar una verdad pero está marcado por la inestabilidad del acto de tachar: «Y levantaron un nuevo Paraíso de Mahoma en el maizal neolítico. Tacha esta palabra que to-

32 Beristáin define la aliteración como la «repetición de uno o más sonidos de fonemas en distintas palabras próximas» (2003: 26); la paronomasia como la aproximación «dentro del discurso [de] expresiones que ofrecen varios fonemas análogos (paronimia), ya sea por parentesco etimológico [...], ya sea casualmente» (ibíd.: 292); y la similicadencia como el efecto de rima que se produce «cuando aparecen en una situación de proximidad diferentes verbos en flexiones que corresponden al mismo tiempo y modo de la conjugación, o bien distintas clases funcionales de palabras de diferentes familias pero con terminaciones iguales o semejantes» (ibíd.: 472). Refiriéndose a una dimensión más profunda, Bareiro Saguier ha documentado la influencia del guaraní en el español empleado por Roa Bastos, y describe así la acción de la primera lengua: «la frase castellana se resquebraja, y por las grietas que revientan desde soterrados, oscuros estratos, van apareciendo briznas, tufos, pedruscos quemados por el fuego de la lengua profunda, empujados desde adentro hasta los labios de las inagotables solfataras» (1989: 128-129). 33 «Un Estado girando en el eje de su soberanía. El poder soberano del pueblo, núcleo de energía en la organización de la República. En el universo político, los Estados se confederan o estallan. Lo mismo que las galaxias en el universo cósmico [...]. El Paraguay es el centro de la América Meridional» (107).

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davía no se usa» (39)34. La tachadura no se borra, al mismo tiempo está y no, y en este caso es un ejemplo entre muchos que introducen el anacronismo y con él, la perspectiva contemporánea de la novela. Esta cita es, asimismo, un ejemplo de las metalepsis narrativas constantes en el texto de Roa; es decir, las referencias del Supremo al presente del lector35. Al hablar desde un presente que es el del lector, no del personaje histórico, El Supremo se sitúa en un marco temporal que no obedece a ningún tipo de ilusión mimética, lo cual es una muestra mínima de la problematización de la representación en Yo el Supremo, y de su ruptura con el modelo cronológico de la historia progresiva. Los juegos de palabras a que tan afecto es El Supremo no sólo contradicen su «amor por lo fijo, lo enraizado» (317), sino que muchos de ellos — como cuando se trata de calambures— se fundamentan en una diferencia que para ser percibida tiene que ser leída, no escuchada, muy en la línea de los juegos derrideanos de palabras (la a de différance, la h de Hegel, la s de glas, el acento o la falta de acento en là y la, etc.): «¡Homero! ¡Oh mero repetidor de otros ciegos y sordomudos!», «Pasemos al salón de los a-cuerdos» (225), e innumerables casos más, de los cuales el más constante es la referencia a fray Bel-Asco36. Esta práctica del Supremo pone en entredicho la su34 Otros ejemplos de tachadura: «No, mejor tacha la palabra eupátrida. No la entenderán» (43); «Tacha esos nombres que no sabrás escribir correctamente» (45); «Tacha curules. Tacha palafreneros. Pon: Sentados en las sillas de la Junta, los caballerizos de los proto-próceres no manejaban peor que ellos los asuntos del Estado» (171); «Tacha ese galimatías» (315); «Tacha manzana. Pon naranja. Tampoco sirve. Tacha todo el párrafo. ¿Quién lo conoce aquí a Newton?» (397). Para un lúcido estudio del tema de la tachadura en la circular perpetua, ver Dorra (1978). 35 La metalepsis narrativa fue primero identificada por Genette en Figures III como la contaminación entre niveles diegéticos (1972: 244). Posteriormente, la definió como «une transgression délibérée du seuil d’enchâssement [...]: lorsqu’un auteur (ou son lecteur) s’introduit dans l’action fictive de son récit ou lorsqu’un personnage de cette fiction vient s’immiscer dans l’existence extradiégétique de l’auteur ou du lecteur» (1983: 58). Como sostiene Pier, la metalepsis narrativa es definida más tarde por Genette en Métalepse (2004) como una operación referencial distorsionada, una violación de los umbrales semánticos de la representación «that involves the beholder in an ontological transgression of universes and points toward a theory of fiction» (Pier 2011: § 2). 36 Este tema es discutido por Fernando de Toro en un perceptivo artículo sobre los puntos de contacto de Yo el Supremo con Borges y Derrida. Si bien concuerdo con él en que el lenguaje

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puesta predominancia de la oralidad sobre la escritura como garante del sentido: las palabras, en realidad, precisan de la materialidad de la escritura para que su potencial significador pueda ser realizado y comprendido. La derrota del Supremo está entrelazada con la escritura que, en la novela, conserva una relación estrecha con el cuerpo. Si el Dictador se pretende origen, presencia y razón, al final de la novela se descubre tejido apergaminado, devorado por los gusanos, carcomido como la letra escrita. El Supremo pretende situarse más allá de la escritura, y quisiera creer lo que le dice Pilar: «Para mí que su signo es usted mismo, Señor» (409), donde hay ecos de la aspiración a trascender el sistema relacional del lenguaje. Sin embargo, El Supremo sucumbe en la novela de Roa Bastos después de que las primeras moscas aparecen como prueba irrefutable de su mortalidad, y como muestra de la ilegitimidad de la unión YO/ÉL: En el trémulo destello de la vela se está quemando un insecto: Mi certeza en la ley del necesario azar. No es más que un insecto. ¿Ha entrado por las hendiduras? ¿Ha salido de mí? Una mosca, una curtonebra. La primera. ¿La primera? Quién sabe cuántas han venido ya a espiar mi disposición a pactar, a capitular sin condiciones [...]. Ha llegado el momento, ha pasado el instante, está por dar la hora, el minuto, la fracción de eternidad en que arrojo el cetro de fierro en la balanza que pesa el tesoro destinado al rescate de nuestra Nación (344).

Con esta primera mención de la curtonebra, o mosca funeraria, que desestabiliza los márgenes entre lo interior y exterior del cuerpo —«¿Ha entrado por las hendiduras? ¿Ha salido de mí?»— irrumpe la mortalidad en el relato; el Supremo se dispone a «capitular sin condiciones» ante la imposibilidad de dominar el azar, ante la ficción del Poder Absoluto. El posterior recuento de la

del Supremo conlleva una «implosión y ruptura dentro del signo entre el significante y el significado [que] lo posiciona dentro del cuestionamiento posestructuralista que cuestiona la estructura del signo y su estabilidad», no comparto su afirmación de que en el texto roabastiano «los significados son indecidibles en su intento de significación» (2003: 19). En mi opinión, los juegos de palabras en Yo el Supremo están más cercanos a la polisemia que a la diseminación; en los ejemplos mismos citados por De Toro no hay ausencia o negación de sentido, sino multiplicidad (ibíd.). Eso sí: multiplicidad dada en gran medida por la intervención de la escritura que garantiza, por medio de la grafía, el posible sentido del significante, como bien apunta De Toro (ibíd.: 20).

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separación del YO/ÉL revela la vulnerabilidad de la «persona corpórea» y su inadecuación para encarnar el Estado. Empieza a perfilarse el final en el diálogo con la voz interpeladora, que termina con la condena del Supremo: Enfermo de ambición y de orgullo, de cobardía y de miedo, te encerraste en ti mismo y convertiste el necesario aislamiento de tu país en el bastión-escondite de tu propia persona [...]. Te convertiste para la gente-muchedumbre en una Gran Obscuridad; en el gran Don-Amo que exige la docilidad a cambio del estómago lleno y la cabeza vacía [...]. No, pequeña momia; la verdadera Revolución no devora a sus hijos. Únicamente a sus bastardos (454).

Pretendida encarnación de una raza, supuesto cuerpo y cabeza del Estado, locus de la razón y del Poder Absoluto, el «Supremo Personaje» se desintegra en la novela mientras su voz es silenciada definitivamente por la voz que lo interpela. La descomposición del cuerpo material no sólo marca el fin del discurso y la confinación del personaje al «cementerio de la letra escrita» (405), sino que también establece una correspondencia entre el cuerpo del Dictador y el Libro; al igual que el cadáver va descomponiéndose, el folio, soporte material de la escritura, va deshaciéndose y las palabras de la voz crítica final se interrumpen con una anotación del Compilador: «(empastado, ilegible el resto, inhallables los restos, desparramadas las carcomidas letras del Libro)» (456; énfasis en el original). Los «inhallables restos» (del Libro) yuxtaponen al papel deteriorado con la dificultad de localizar los restos mortales del Dictador, que ocupa las páginas del Apéndice (457-465). El Apéndice es una compilación de documentos relacionados con la búsqueda de los restos mortales del Supremo, en una empresa que apunta a un vacío que a su vez conlleva una posibilidad utópica: sin lograr ubicar los restos del yo-Estado, la nación tiene la posibilidad de ser imaginada bajo un paradigma distinto, en «un mundo liberado del Gran Don Amo» (Bergero 1994: 221) y de la razón fundamentada en la exclusión. La imaginería corporal relativa a la descomposición física sirve para ilustrar, así, un proceso de descomposición política que concluye en la novela con la muerte definitiva del poder37. El

37 Desde el principio de la novela, El Supremo hace referencia a que está «vivo y muerto a la vez» (15, 76, 81, 101, etc.). De cierta manera, la novela de Roa Bastos es un extendido homenaje

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cuerpo mortal, temido y odiado por el Supremo, termina por ser el ámbito donde se lleva a cabo su derrota. La propuesta de una «disolución biológica» de la escritura del poder (Roa Bastos 1977: 190) se inserta en un texto que gira en torno a la reflexión sobre las múltiples relaciones entre cuerpo, poder y escritura. La amenaza de disolución contenida en el pasquín, a la que El Supremo ha tratado de escapar a lo largo de toda la novela, finalmente se cumple, pero no a través de la decapitación, sino de la putrefacción, y los restos «inhallables» del Supremo son el cumplimiento de la sentencia que el pasquín reservaba a los servidores del Dictador: sus restos perdidos, «sin cruz ni marca que memore [su nombre]» (7). Ahora bien, las escenas finales de la novela antes del apéndice son solamente el último escalón en la intricada relación entre el cuerpo y el texto que se da a lo largo de toda la novela. De ello me ocupo en el apartado siguiente.

3. «ROEN, SIERRAN, DESMIGAJAN LOS TEJIDOS APERGAMINADOS»: EL CUERPO Y EL TEXTO

En uno de sus comentarios sobre Yo el Supremo, Roa Bastos declara: «Yo no quise [...] en ningún momento hacer una novela biográfica del Doctor Francia ni mucho menos [...]. De lo que se trata en Yo el Supremo es precisamente la puesta en representación del fenómeno de la escritura, tenga o no que ver con el Paraguay, o con el Siam, o con Indonesia» (Semana de autor... 1985: 102). Aunque habría que tomar con cautela esta declaración —es evidente que Yo el Supremo no es una biografía sobre Francia, pero al mismo tiempo es innegable que se recupera en ella un referente histórico, y un contexto mítico paraguayo, además de mostrarse un afán revisionista y una postura ideológica frente a la realidad empírica y al discurso historiográfico—, el énfasis de Roa Bastos no deja lu-

al diálogo entre los muertos de Rulfo. Sin embargo, si los fantasmas rulfianos poseen textura corporal (recuérdese, por ejemplo, el caso de la hermana incestuosa en Pedro Páramo), Roa Bastos lleva al extremo de la descomposición la imaginería corporal para poner fin a la situación intermedia entre la vida y la muerte del Supremo, que termina con su expulsión definitiva del espacio textual y con su condena eterna, enunciada por la voz final.

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gar a dudas sobre la importancia fundamental del tema de la escritura en Yo el Supremo. En esta sección propongo que una noción derivada del cuerpo, la corrupción o descomposición, entrelaza tres ámbitos que se construyen bajo la figura del Libro en Yo el Supremo: los folios del Supremo que supuestamente son la base material de la compilación, el cuerpo del Dictador, y el texto de la novela. El Libro es una totalidad que, paradójicamente, incorpora estos tres topoi progresivamente roídos, carcomidos, desmigajados: así como las escenas finales de descomposición son descritas como un festín para los insectos, en Yo el Supremo la propia estructura es y contiene la descomposición misma, un corroerse desde dentro. Como ya he sugerido, Yo el Supremo es un texto lleno de referencias al aspecto físico, material de la escritura; uno de los ejemplos más evidentes es el pasaje donde El Supremo enseña a Patiño a escribir, descrito en términos de coito, fecundación y nacimiento (67-69). En este sentido, una de las principales actividades del Compilador es recordar al lector la fragilidad de lo escrito mediante el uso de las cursivas y de los paréntesis en el texto principal de la novela: «Con levita y tricornio, la vieja França Velho sería mi réplica exacta. Habría que ver cómo se podría usar este casual parecido... (el resto de la frase, quemado, ilegible)» (14). Bajo el pretexto de un incendio que habría destruido parte de los documentos del Supremo poco antes de su muerte — un hecho documentado por Chaves (1964: 460)— estas cursivas reaparecen cada cierto número de páginas para recordarle al lector la materialidad, la vulnerabilidad del documento escrito. Como afirma Balderston (1986b: 422), los vacíos que supuestamente el fuego ha dejado en los papeles del Supremo son similares de la tarea de las polillas: «En esta parte del cuaderno, la letra aparece, en efecto, algo borroneada, cubierta de un verdín rojizo donde las polillas han pastado a gusto dejando grandes agujeros» (Yo el supremo 308). Balderston abre su análisis con el comentario de una nota a pie de página, donde el Compilador refiere una «invectiva [del Supremo] sobre los historiadores, los escritores y la polilla: “Un insecto comió palabras. Creyó devorar el famoso canto del hombre y su fuerte fundamento. Nada aprendió el huésped ladrón con haber devorado las palabras”» (144, nota). Además de localizar el intertexto borgeano (Literaturas germánicas medievales), y la adivinanza celta que es la fuente de aquél, Balderston nota que en Yo el Supremo

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los gusanos que devoran los folios son equiparables a los lectores, y a su vez, el cuerpo del Dictador es un texto devorado (1986b: 419-421). Es posible llevar la propuesta de Balderston un paso más allá: en Yo el Supremo leer y escribir son actividades complementarias, y el devorar los textos no es una actividad inútil sino que alude a la propia construcción de la novela; construcción que está desde el inicio corroída. Los «agujeros» que dejan las polillas en los libros resaltan la porosidad del texto, y sugieren el desmantelamiento de una idea casi mística del Libro que se sustituye por la de un texto compuesto por fragmentos, cortes, espaciamientos, bordes inestables. Aunque concuerdo con la lectura de Balderston —sobre todo, con que la actividad del gusano sugiere «una poética de la ausencia» más que una «poética de la presencia» (1986b: 419; traducción mía)—, me parece imprescindible resaltar que el gusano de la nota al pie de página forma parte de la invectiva del Supremo no sobre los lectores, sino sobre los escritores: el devorar-leer es parte de un acto productivo, el de escribir, especialmente en el caso de un texto que, se nos dice dos veces, «ha sido leído primero y escrito después» (467 y 421). Yo el Supremo no sólo sugiere que todo texto es otros textos devorados, sino que pone en práctica esta idea: su poética consiste en corroer una infinidad de textos históricos y ficcionales (se los apropia siempre alterándolos, carcomiéndolos) para incorporarlos a su propia estructura fragmentada y porosa. El apetito de «voracidad insaciable» que según El Supremo caracteriza al «pantagruélico imperio» brasileño (85) es el mismo que caracteriza a la novela: Yo el Supremo es un texto motivado por una pulsión totalizadora, evidente, por ejemplo, en el proyecto del Supremo de reescribir toda la historia del Paraguay (y a cuya ilusión contribuyen los anacronismos que extienden la dimensión temporal hasta el presente de escritura de la novela), y en el carácter enciclopédico de la novela que parece contener referencias intertextuales a toda la tradición occidental y a la mitología guaraní. Pero al mismo tiempo esta incorporación está compuesta por fragmentos que apuntan en sí mismos a la incompletitud de la empresa en un texto que no existe como totalidad cerrada, sino como escritura abierta que se acerca a la idea derrideana del injerto: Escribir quiere decir injertar. Es la misma palabra [...]. Así todas las muestras textuales [...] no dan lugar [...] a «citas», a «collages», incluso a «ilustraciones».

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No son aplicadas a la superficie o en los intersticios de un texto que existiría ya sin ellas. Y no se leen más que en la operación de su reinscripción, en el injerto. Violencia apoyada y discreta de una incisión inaparente en el interior del texto [...]. Cada texto injertado continúa irradiando hacia el lugar de su toma, lo transforma así al afectar el nuevo terreno [...]. La heterogeneidad de las escrituras es la escritura misma, el injerto (Derrida 2007: 533-535).

Esta definición de la escritura parece idónea para describir la estrategia de Yo el Supremo: si, por un lado, la novela devora una infinidad de textos, por otro los carcome (altera), injertándolos en una narrativa con cortes y desarticulaciones que en gran medida están dados por elementos en apariencia marginales, como las notas a pie de página y las variedades tipográficas, o casi insignificantes, como los paréntesis y las cursivas. La acción de estos elementos con respecto a la textualidad de Yo el Supremo es comparable a la de «los ácaros, las sílfides, las curtonebras, las sarcófagas y todas las otras migraciones de larvas y orugas, de diminutos roedores y aradores necrófagos» (455) sobre el cuerpo del Supremo. De esta manera, las pretensiones de una «historia total» se sugieren y se deshacen a la vez. Es de sobra conocida la frase de Barthes que define al texto como «un tejido de citas provenientes de los mil focos de la cultura» («La muerte del autor», Barthes 1984: 69). El motivo del texto como tejido es recurrente en la novela de Roa desde las secciones más tempranas: «Con los curas nunca se sabe, Señor. Tejen muy delgado, muy tupido. La letra y hasta la firma del pasquín, tales iguales a las suyas, Señor» (19)38. Esta idea cristaliza, unas páginas después, en la historia del amanuense don Mateo Fleitas, quien teje una tela descrita como repugnante por Patiño, lo que la emparenta aún más con la «suciedad» de la escritura: «Mis mbopís cebados y contentos crían un pelo tan fino que sólo manos acostumbradas a la pluma, como la suya o la

38 Otros ejemplos donde se relaciona el texto con un tejido son: «El caraña que ha tejido esta tela [el pasquín] caerá por sí solo» (30); «¿Para qué el trabajo de araña de los pasquinistas? Escriben. Copian. Garrapatean. Se amanceban con la palabra infame» (70). En garrapatear resuenan no sólo los garrapatos o las letras mal trazadas con la pluma, sino también las garrapatas, culpables de una enfermedad del ganado mencionada por El Supremo en varias ocasiones.

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mía, pueden hilar, manejar, tejer» (33)39. Con estos antecedentes, resulta inesperado para el lector encontrar la palabra tejido en un contexto distinto, en las escenas finales de corrupción del cadáver del Dictador: «A la descomposición deliciosamente negra acuden las ávidas sílfides de ojos diamantinos y tornasolados; las nueve especies de necróforos, homeros liróforos de esta epopeya funeraria [...]. Éstos [los “aradores”] roen, sierran, desmigajan los tejidos apergaminados, los ligamentos y tendones» (453). Son evidentes las referencias a Homero ya señaladas por Balderston, así como el parecido entre el catálogo de moscas, larvas y gusanos con el de las naves en la Ilíada (1992: 54). Sin embargo, entre todas las connotaciones que en este pasaje aglutinan literatura y cuerpo, una de las más llamativas es la descripción de la acción de los aradores sobre los «tejidos apergaminados», en uno de los comentarios metaficcionales donde la novela más concisamente revela su poética. El tejido —que a lo largo de la novela ha servido como sinónimo del texto— remite aquí literalmente al tejido muscular, pero el adjetivo apergaminado refuerza la asociación con la escritura40. Estas líneas anteceden por un par de páginas a la última frase del texto principal de la novela, que he referido anteriormente: «(empastado, ilegible el resto, inhallables los restos, desparramadas las carcomidas letras del Libro)» (456). Ya he notado que la dilogía (la repetición de una palabra dándole cada

39 La tela del antiguo amanuense está destinada a cubrir al Supremo, lo que equivale a considerar a la escritura como una forma de encubrimiento. Éste es otro de los argumentos que, según Derrida, la metafísica occidental ha esgrimido contra la escritura, al considerarla como una vestimenta de la voz: «¿Se dudó alguna vez que la escritura fuera un vestido del habla? Para Saussure es inclusive un vestido de perversión, de extravío, un hábito de corrupción y de disimulación, una máscara a la que es necesario exorcizar, vale decir conjurar mediante la buena palabra» (2005: 46). 40 Apergaminado contiene, por supuesto, la alusión a pergamino, que, de acuerdo con el Diccionario de la Real Academia Española, es la «piel de la res, limpia del vellón o del pelo, raída, adobada y estirada, que sirve para escribir en ella, para forrar libros o para otros usos» (def. 1). Una asociación que viene a la mente es la del pergamino palimpsesto, es decir, aquel «manuscrito que conserva huellas de una escritura anterior borrada artificialmente» (DRAE, def. 1). La obra donde Genette evoca el palimpsesto para estudiar el fenómeno de la intertextualidad es de 1982, por lo que el adjetivo de Roa Bastos no está haciendo alusión a ella, aunque sin duda apunta hacia la misma conexión.

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vez un significado distinto) en esta cita del Compilador sugiere una contigüidad entre el resto del texto escrito y los restos mortales del Supremo, cuyo paradero incierto se discute en la página siguiente, titulada «Apéndice. 1. Los restos de EL SUPREMO» (457). Pero los «restos» aluden también a los restos del «Libro», es decir, del cuaderno privado, que el Compilador describe así en la primera nota a pie de página: Libro de comercio de tamaño descomunal, de los que usó El Supremo desde el comienzo de su gobierno para asentar de puño y letra, hasta el último real, las cuentas de tesorería. En los archivos se encontraron más de un centenar de estos Libros Mayores de mil folios cada uno. En el último de ellos, apenas empezado a usar en los asientos de cuentas reales, aparecieron otros irreales y crípticos. Sólo mucho después se descubrió que, hacia el final de su vida, El Supremo había asentado en estos folios, inconexamente, incoherentemente, hechos, ideas, reflexiones, menudas y casi maniáticas observaciones sobre los más distintos temas y asuntos; los que a su juicio eran positivos en la columna del Haber; los negativos en la columna del Debe. De este modo, palabras, frases, párrafos, fragmentos, se desdoblan, continúan, se repiten o invierten en ambas columnas en procura de un imaginario balance. Recuerdan en cierta forma, las notaciones de una partitura polifónica [...]. El incendio originado en sus habitaciones, unos días antes de su muerte, destruyó en gran parte el Libro de Comercio, junto con otros legajos y papeles que él acostumbraba guardar en las arcas bajo siete llaves (22-23; énfasis en el original).

Esta descripción puede entenderse, por un lado, como una evocación de los términos con que la crítica literaria se ha referido a la «nueva novela» hispanoamericana (Foster 1978: 101), y, por el otro, como un compendio de Yo el Supremo, donde ideas, fragmentos, palabras, frases y personajes se desdoblan y repiten41.

41 Casi todo tiene un doble (o varios reflejos) en Yo el Supremo: El Supremo es un personaje que a su vez es escritor de una noveleta dentro de la ficción, y el Compilador también aparece como personaje en las figuras de Cantero y Carpincho —para un lúcido análisis de este tema, remito al estudio de Ferrer Agüero (1978)—. Otros personajes funcionan en momentos determinados como dobles del Supremo; Pilar y Patiño están entre los más evidentes. Si la poética de Yo el Supremo es la referencia intertextual, que implica en sí misma una repetición, El Supremo

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La mención del Libro justo en el momento de descomposición del cadáver también remite a una noción que El Supremo discute anteriormente al referirse al epitafio de Benjamín Franklin; epitafio que anticipa, a mitad del texto, el final de Yo el Supremo: «Aquí yace pasto de los gusanos / el cuerpo de Benjamín Franklin / como el forro de un viejo libro / descosido, ajado. Mas la obra no / se perderá pues ha de reaparecer / como él lo espera, en una nueva/edición revisada, corregida por / el Autor» (246). Con el mismo lenguaje se refiere el Supremo a la muerte de sus enemigos: «Murió el pobre Simón Bolívar en el destierro. Enterraron al intrigante deán, su agente y espía en el Plata. Entregaron a los gusanos, lectores neutros y neutrales de probos y de réprobos, el libro viejo y descosido de su malvada persona» (288). En la imagen del cuerpo del Dictador y el Libro que se yuxtaponen al descomponerse, Roa Bastos deconstruye desde adentro la idea de totalidad expresada en el cuerpo como modelo imaginario del Estado, y en el Libro como compendio enciclopédico de la realidad. El tema de la naturaleza como el «Gran Libro» (415) de Dios (el Autor del epitafio de Franklin) también aparece en las palabras del naturalista francés Aimé Bonpland: He interrogado con perseverancia las capas de nuestro planeta. Las he abierto como las hojas de un libro donde los tres reinos de la naturaleza tienen sus archivos [...]. ¿Qué le parecen las páginas del Libro en el Paraguay? Aquí tengo que profundizar, Excelencia. Hurgar capa tras capa hasta lo más hondo. Leer de derecha a izquierda, del revés, del derecho, hacia arriba, hacia abajo (284)42.

como autor comenta sobre esta estrategia: «Aplico a estos apuntes la estrategia de la repetición» (59). La novela toda produce un efecto de eco (como los trastes mágicos del Supremo que capturan y reproducen el sonido) donde palabras o frases enteras son repetidas en distintos momentos. Por otro lado, la categoría bajtiniana de «novela polifónica», a la que el Compilador parece aludir en esta nota, ha sido utilizada para abordar Yo el Supremo en varios estudios críticos. 42 El tema del Libro del Mundo aparece en varias ocasiones, por ejemplo: «Levanté otra vez la cabeza hacia el cielo. Traté de leer el libro de las Constelaciones [...] ese libro-esfera que aterraba a Pascal» (107); «el Libro [del] Destino» (141); el «Libro del Cielo. El sol lo lee todos los años» (408). Por otro lado, la actividad lectora de Bonpland citada arriba es una alusión autorreferencial a la espesura de Yo el Supremo, cuya composición textual invita a «leer de derecha a izquierda, del revés, del derecho, hacia arriba, hacia abajo» (284).

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De acuerdo con Derrida, el motivo de la naturaleza como escritura de un supremo Autor expresa un ideal de totalidad comprendida, delimitada, entre las páginas del Libro: La idea del libro es la idea de una totalidad, finita o infinita, del significante; esta totalidad del significante no puede ser lo que es, una totalidad, salvo si una totalidad del significado constituida le preexiste, vigila su inscripción y sus signos, y es independiente de ella en su idealidad. La idea del libro, que remite siempre a una totalidad natural, es profundamente extraña al sentido de la escritura. Es la defensa enciclopédica de la teología y del logocentrismo contra la irrupción destructora de la escritura, contra su energía aforística, y [...] contra la diferencia en general. Si distinguimos el texto del libro, diremos que la destrucción del libro [...] descubre la superficie del texto (Derrida 2005: 25).

Es justamente la «muerte del Libro» — junto con «la muerte del autor» inherente a la figura del Compilador, más cercano al segundo narrador del Quijote, sin embargo, que al scriptor de Barthes— lo que Roa Bastos pone en marcha en Yo el Supremo, mediante un proceso de corrosión que es a la vez injerto textual, y que sólo parcialmente está constituido por lo que Balderston ha llamado «referencia intertextual fragmentada» (1986b: 418; traducción mía). En mi opinión, la analogía con un proceso biológico, cercano a los de corrupción o descomposición, expresa más justamente la estrategia de la novela en dos sentidos: con respecto de los textos que se injertan en Yo el Supremo, pero alterados, y con respecto de la propia composición del texto43. La textualidad de la novela es antitética a cualquier noción de completitud; más bien está integrada por voces y fragmentos, por piezas rotas (desde los niveles morfológico y sintáctico), es decir, corruptas en el sentido original de corrumpereto, «junto pero roto»44. En las páginas siguientes me centro en un elemento aparentemente 43 Ya Balderston había sugerido que «decomposition is a fundamental leitmotiv of Roa’s novel, marking a text which is compiled but never composed» (1986b: 421). 44 La etimología de corrump (corromper) en el Oxford English Dictionary se presenta así: «< Old French corompre, corrumpre (modern French corrompre = Provençal corrompre, Italian corrompere) < Latin corrump-ereto break in pieces, destroy, ruin, spoil, mar, adulterate, falsify, draw to evil, seduce, bribe, < cor-together, altogether + rumpereto break, violate, destroy, etc.». Kate Jenckes utiliza esta acepción de corrupto en su análisis benjaminiano de la poesía temprana de Borges (2007: 19).

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marginal: las notas a pie de página, que junto con los paréntesis, las cursivas y otros signos tipográficos, ayudan a llevar a cabo «la revancha de lo pequeño» (444) frente a la idea del Libro como un locus cerrado y definitivo, producto de una autoría, y depositario de autoridad y de verdad45. Serrar, roer y desmigajar es lo que hace Yo el Supremo con los tejidos (textos) que conforman «la carne de la novela»46. Un ámbito donde esto se aprecia claramente es la disposición tipográfica, y en particular, en las notas, que cumplen una función parecida a la de los discursos que contradicen el discurso del Supremo en el texto principal. Al igual que la letra desconocida va corroyendo el discurso del Supremo —primero como una irrupción, después para establecer un verdadero diálogo, luego para silenciar al Dictador—, los elementos tipográficos contribuyen a desestabilizar los límites entre texto y paratexto, entre lo marginal y lo principal, entre las distintas voces y niveles narrativos, y entre los diversos textos entrecruzados. En efecto, el lector asume que las primeras apariciones de la letra desconocida han pasado inadvertidas para El Supremo, o que se encuentran en el nivel narrativo del Compilador, pero más tarde descubre que el personaje lee las acusaciones y responde a ellas, estableciendo con la letra desconocida un diálogo que no está sostenido por ningún tipo de ilusión referencial (109-111). Estos ejemplos de metalepsis narrativa se intensifican a medida que la novela avanza. Del mismo modo, en un principio, pareciera que las notas a pie de página son el espacio para las intervenciones del Compilador, y que su diferenciación con respecto al texto principal está delimitada con claridad. Las primeras notas (22-23, 34) están marcadas por un asterisco y terminan con una indicación entre paréntesis: «(N. del C.)»; o sea que podemos distinguir su función suplementaria respecto al discurso del Supremo, localizarlas al pie de página, y atribuirlas al Compilador, situándolas en un nivel narrativo distinto al del Supremo. Sin embargo, hay varias características atípicas en las notas de Yo el Supremo que están presentes desde los primeros ejemplos: en primer lugar, las notas no cumplen la función tradicional de añadir información adicional sin interrumpir la secuencia del texto principal, sino que 45 Por supuesto, la tipografía en Yo el Supremo no llega a deconstruir la idea del libro de forma similar a los textos derrideanos, como Glas (1981), por ejemplo. 46 La expresión es de Carlos Pacheco (1986b: XXXIII).

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establecen con él una declarada competencia por el poder narrativo. Por ejemplo, en la segunda nota firmada por el Compilador, éste prácticamente interrumpe a Patiño para contar la historia de algo que le sucedió (34); una historia que, a su vez, será repetida con ligeras variaciones por Patiño más tarde en el texto principal (192). El efecto de espejo y la ambigüedad introducida por la posible metalepsis (¿acaso Patiño ha leído la nota del Compilador?) ponen en práctica un principio que tanto para el Compilador como para El Supremo —y para Roa Bastos, después de Borges (cf. De Toro 2003)— es incuestionable: la imposibilidad de la originalidad autoral en un texto escrito. La novela nos dice una y otra vez que no hay fuente original: ¿Quién copia a quién, el Compilador a Patiño o viceversa? El hecho de que el episodio ocurra la primera vez en las notas a pie de página y la segunda en el texto principal también disminuye la supuesta marginalidad de las notas. Como en las columnas del Debe y el Haber en el Libro del Supremo, entre las notas y el texto «palabras, frases, párrafos, fragmentos, se desdoblan, continúan, se repiten o invierten» (23), violando constantemente las reglas temporales y la diferencia de niveles narrativos que situarían a los personajes en un nivel distinto de las fuentes citadas por el Compilador y del Compilador mismo. Así, por ejemplo, en el texto principal, El Supremo afirma: «Cervantes, manco, escribe su gran novela con la mano que le falta» (74), mientras que una página después, en una larga nota a pie de página, una supuesta carta citada también hace referencia a Cervantes en estos términos: «Para desdicha de nuestro Dictador novelista, le falta ser manco de un brazo como Cervantes, que lo perdió en la gloriosa batalla de Lepanto, y le sobra manquedad de cerebro e ingenio» (75, nota)47. Los alcances de este comentario

47 Agradezco a Jean-Marie Lassus hacerme notar la alusión en este pasaje al último discurso de Miguel de Unamuno como rector de la Universidad de Salamanca, en respuesta al general (manco) falangista José Millán Astray el 12 de octubre de 1936: «El general Millán Astray es un inválido. No es preciso que digamos esto con un tono más bajo. Es un inválido de guerra. También lo fue Cervantes. Pero desgraciadamente en España hay actualmente demasiados mutilados. Y, si Dios no nos ayuda, pronto habrá muchísimos más. Me atormenta el pensar que el general Millán Astray pudiera dictar las normas de la psicología de la masa. Un mutilado que carezca de la grandeza espiritual de Cervantes, es de esperar que encuentre un terrible alivio viendo como se multiplican los mutilados a su alrededor» (Cortés 2005).

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no sólo tocan al Supremo como autor del relato de la Andaluza, sino que son parte de los múltiples ejemplos en que Yo el Supremo ridiculiza, minimiza o desautoriza a su propio autor, puesto que El Quijote está entre los textos literarios más aludidos, citados, imitados y «sonsacados» en Yo el Supremo48. Ésta es justamente otra de las características de las notas y otra instancia de metalepsis narrativa en la novela: como se apreciaba en el ejemplo anterior, los comentarios metaficcionales sobre Yo el Supremo están incluso insertos al interior de fragmentos que se presentan como citas de otros textos. Es decir, el efecto corruptor que los insectos efectúan con el cuerpo del Supremo y las notas con respecto al texto principal de la novela, es análogo a la labor del Compilador sobre los textos que cita. El siguiente ejemplo forma parte de una nota que supuestamente es un fragmento del libro de los hermanos Robertson, donde Juan Parish describe su primer encuentro con El Supremo: La biblioteca [del Supremo] estaba dispuesta en tres hileras de estantes extendidos a través del cuarto y podría contener unos trescientos volúmenes. Había varios libros voluminosos de Derecho. Otros tantos de matemáticas, ciencias experimentales y aplicadas, algunos en francés y en latín. Los Elementos de Euclides y algunos volúmenes de Física y Química, se destacaban entreabiertos sobre la

48 Los ejemplos son varios y han sido comentados por la crítica: no sólo El Supremo llama a Patiño «Panzancho» y éste hace alusiones a la isla Barataria (65), sino que varios de sus diálogos son un contraste de perspectivas, como en la obra de Cervantes, donde el Supremo afirma ver una cosa, pero Patiño ve algo distinto (Weldt-Basson 1993: 173-174). En una nota a pie de página un personaje hace mención a un libro escrito por Cantero —una figura que emula a Roa Bastos— que es descrito como un «delirante manuscrito», «algo vagamente parecido a una biografía novelada del Supremo del Paraguay» (374); es decir, como en El Quijote, «se habla del libro dentro del libro» (Ferrer Agüero 1978: 499). El Compilador está tallado sobre la figura del segundo narrador del Quijote, quien, como afirma Mizraji, «revisa y consulta documentos escritos y hasta compara versiones distintas. Luego escribe su historia pero “no inventa nada”» e incluso, en los pergaminos encontrados por el narrador-compilador, la letra está carcomida (1986: 198). Por último, innumerables frases, como, por ejemplo, «la herrumbe de mi bacín» y «¡Areópagos a mí!», que recuerdan respectivamente la bacía/bacín que Don Quijote confunde con el yelmo de Mambrino, y el episodio de los leones —«¡Leoncitos a mí!»— multiplican los ecos del Quijote. El tema es discutido a profundidad por Weldt-Basson (1993: 172180).

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mesa con marcas entre las páginas. Su colección de libros sobre Astronomía y Literatura general ocupaba una fila completa. El Quijote también abierto por la mitad en un primoroso volumen con un señalador púrpura y galones dorados, descansaban [sic] sobre un atril. Voltaire, Rousseau, Montesquieu, Volney, Raynal, Rollin, Diderot, Julio César, Maquiavelo, hacían coro un poco más atrás en la penumbra que ya comenzaba a espesarse. Sobre una mesa grande, más parecida a un galeón de carga que a una mesa de estudio, se veían montones de expedientes, escritos y procesos forenses. Varios tomos encuadernados en pergamino se hallaban desparramados sobre la mesa (147).

Compárese este fragmento con el texto original de los Robertson: The library was arranged on three rows of shelves, extending across the room, and might have consisted of three hundred volumes. There were many ponderous books on law; a few on the inductive sciences; some in French and some in Latin upon subjects of general literature, with Euclid’s Elements, and some school-boy treatises on algebra. On a large table were heaps of law-papers and processes. Several folios bound in vellum were outspread upon it [...]. He made some display of his acquaintance with Voltaire, Rousseau and Volney, and he concurred entirely in the theory of the latter (Robertson y Robertson 1838: I, 333-335).

Como puede observarse, las alteraciones son mínimas y, sin embargo, significativas. El rasgo más notable de los cambios introducidos por el Compilador en la cita es hacer al Quijote figurar en la biblioteca del Supremo. Así, por medio de la alusión a la obra de Cervantes, Yo el Supremo llama la atención, mediante un segundo texto, hacia sus fuentes literarias49. La cita de Robertson se injerta en la novela, pero como siempre, de manera alterada; como leer-escribir, como descomponer-devorar, éste es un acto deconstructivo y productivo a la vez. En ocasiones, la diferencia entre lo central y lo periférico en el texto mismo se desestabiliza aún más por estar basados ambos ámbitos textuales

49 Curiosamente, John Parish Robertson menciona su admiración por el Quijote y el placer que le produce su lectura en el siguiente volumen de Letters from Paraguay (cf. Robertson y Robertson 1838: II, 266-267).

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en una misma fuente historiográfica, como el libro de Rengger y Longchamps (129-131). En muchos otros casos, el texto principal y el de las notas poseen un mismo hilo conductor, y relatan historias distintas pero paralelas, basadas en un mismo motivo, como sucede en las páginas 158-160, donde el Compilador inserta una historia en la que, como en el texto principal, figura un cráneo. En otro ejemplo, el motivo de devorar subyace a dos relatos casi simultáneos: uno que implica la supuesta «almáciga de ratas» del Supremo, en la nota de las páginas 153-154; y otro, que se refiere a la leyenda de la bruja con la vulva dentada, narrado en el texto principal (151). La tercera nota a pie de página en Yo el Supremo es una cita textual —entre comillas—, pero no está firmada por el Compilador, sino que se cierra con «(Wisner de Morgenstern, op. cit.)» (47; énfasis en el original). Si bien la referencia en la nota a un periodo conocido como la «era de las cabezas quietas» hace eco del motivo de la cabeza que desde el pasquín recorre obsesivamente la novela, el lector no tiene elementos al interior del texto para saber que el op. cit. corresponde al libro El Dictador del Paraguay José Gaspar de Francia, de Francisco Wisner de Morgenstern, pues éste no ha sido citado anteriormente, y la locución contribuye explícitamente a confundir, como un ejemplo más de una fuente original no localizable. Más aún, si el lector supone que esta nota ha sido agregada por el Compilador, esta certitud se debilita en la nota siguiente, que hace referencia al libro de José Antonio Vázquez, el cual es mencionado inmediatamente después por El Supremo en el texto principal de un modo suficientemente ambiguo como para que el lector no pueda establecer claramente si el personaje tiene acceso a las notas o no, o incluso, si él mismo ha agregado aquellas notas que no están firmadas por el Compilador. Ésta es una de las innumerables instancias en que El Supremo cita personajes y textos que, en el mundo real del lector, pertenecen a una época muy posterior a la vida de Francia. Un elemento casi imperceptible en la nota que contiene la cita de Vázquez —la cal— se convierte en el motivo central del discurso del Supremo: la nota supuestamente extraída del libro de Vázquez describe la enorme Fortaleza de San José como una «mole de cal y de piedra» (48, nota), mientras que El Supremo en el texto principal afirma: «De modo y manera que, según lo afirma el amigo José Antonio Vázquez, sobre un pasado de adobe y barro batido, yo introduje aquí la civilización de la cal» (49).

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Si la valoración positiva de la introducción de la cal como progreso no se deduce de la nota de Vázquez, cabe plantearse: ¿Es interpretación del Supremo, o éste se refiere a una parte del texto de Vázquez que no es la que se cita en la nota? Aún más, ¿por qué hace referencia El Supremo al libro de Vázquez justo en este punto? ¿Acaso está leyendo las notas? ¿Las ha insertado él mismo? Ello incita al lector a preguntarse si está ante un caso doble de metalepsis narrativa: no sólo El Supremo se introduce en el mundo del lector, al citar a un autor del siglo XX, sino que al violar doblemente las distinciones temporales y de niveles narrativos, pareciera que enunciara su discurso simultánea o posteriormente al del Compilador. La nota también es interesante porque contiene comentarios entre paréntesis, que uno supondría parte del texto de Vázquez, y otros entre corchetes, cuya fuente sería quienquiera que haya añadido la nota: ¿El Compilador? ¿El Supremo? ¿El amanuense? Tipográficamente, además, la nota deja de ser marginal y ocupa casi la totalidad de la página 48, desplazando por entero al texto principal. Los niveles narrativos, temporales, ontológicos, los límites y espacios textuales, así como los textos, «entresacados» y «sonsacados», son, pues, corroídos. A este efecto contribuye también la acción del Supremo en el texto principal: «Mas los espíritus son mudos. (Al margen): Salvo para Patiño, que cree conversar con ellos, sólo porque cometí el error de enseñarle algunos rudimentos de ocultismo y de astrología judiciaria. Le han bastado para creerse con el tiempo un mago. Imago. Mariposa-coleóptero. Gran-Sarcófaga, lleva pintados cráneos y tibias fosfóriles en las alas enlutadas... (roto el margen)» (55). Si hasta este momento la escritura al margen había correspondido a la letra desconocida, ahora se convierte en un espacio apropiado por El Supremo. Por otro lado, ¿de dónde proviene la descripción de la Gran-Sarcófaga, que sólo aparecerá mucho después, en la escena final? El margen descrito como roto puede entenderse, entonces, no nada más como una referencia al estado físico del papel, sino también como una transgresión más de los límites (narrativos, temporales y corporales). Además de volver a escribir al margen notas para sí (71), El Supremo se apropia asimismo de la letra cursiva entre paréntesis, que a lo largo de la novela es la marca distintiva de la escritura del Compilador en el texto principal: «¡Ah la costumbre que enmohece los hábitos y degrada lo más sagrado!... (Profundizar esto, si puedo...)» (346). A esta invasión contribuyen las dos no-

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tas a pie de página firmadas «Nota del Supremo» (114, 144). Recíprocamente, las notas comienzan a expandirse y a ocupar cada vez más espacio, incluso páginas enteras, o a insertarse en la parte superior o en el centro de la página. Es decir, mediante las notas que no se confinan al pie de página, se subvierte en el espacio textual la relación jerárquica que subyace a cualquier modelo imaginado sobre el cuerpo, como el del encabezado y pie de página. En casos extremos, la escritura del Supremo en el cuaderno privado está comprimida, encerrada, entre notas que la rodean y la sitian, en lo que parece una verdadera batalla campal por el espacio textual (326-335). Justo en esas páginas, El Supremo escribe: «Si mis propios manuscritos no están seguros en mi caja de siete llaves, los de estos traficantes migratorios [los hermanos Robertson], atentos únicamente a la cacería de doblones, se habrán perdido siete veces en quién sabe qué retretes» (326). Por tanto, el enfrentamiento entre el Supremo y los Robertson se pone en escena en Yo el Supremo a través de esta lucha por la página, puesto que las notas corresponden a largos fragmentos —ligeramente adulterados— del libro de los británicos, o a su comentario. La cita del Supremo también puede entenderse como una observación sobre la intertextualidad: ningún texto está aislado, ni «siete llaves» pueden guardarlos de la contaminación —no puede ignorarse la fuerza de la palabra «retretes»— intertextual. Lo más llamativo, sin embargo, es que lo que hubiera sido un discurso paratextual insertado por el Compilador para enmarcar al del Supremo, en realidad posee la función performativa de interrumpir, apresar y contradecir el discurso del Dictador. Más allá de parodiar al aparato metodológico de la historiografía, las notas están puestas en escena como una fuerza corrosiva que desestabiliza los límites entre el texto principal y el texto marginal, y como un elemento aparentemente subalterno que en realidad enfrenta abiertamente al Dictador. A medida que la novela progresa, esta infiltración de unos textos y voces en otros se vuelve cada vez más compleja. En una ocasión las notas incluso interrumpen abiertamente una frase del Supremo, rompiendo la continuidad sintáctica (448). En otra nota a pie de página se inserta el texto de un oficio, entrecomillado: El 19 de marzo de 1824 Cossio escribe nuevamente a El Supremo. Su oficio concluye: «El Paraguay se está perjudicando pues ha dejado de vender su yerba [...].

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Por otra parte, al gobierno de Buenos Aires le alarma la apertura de un puerto al Brasil y pide se le otorgue idéntica facilidad, aunque sea circunscripto a un Punto, como se ha otorgado al Portugués». Al pie de esta comunicación hay una nota de El Supremo, escrita al sesgo en tinta roja: «¡Por fin vamos a oír buena música!» (N. del C.) (259; énfasis en el original).

La nota incorpora otro texto —el oficio de Cossio— que a su vez incorpora otra nota, de modo que el efecto de espejo se multiplica, y El Supremo aparece en el texto secundario ejerciendo una función —la de escribir una nota al pie de página— que es idéntica a la del Compilador con respecto al texto principal de la novela. Para complicar aún más la posibilidad de delimitar el número de lectores, narradores y anotadores de textos en Yo el Supremo, un par de páginas más tarde hay otra nota entrecomillada e introducida por un asterisco, que contradice la opinión del Supremo sobre el gobernador Lázaro de Ribera y que, curiosamente, termina así: «(N. de Julio César)» (262). En otras palabras, la tipografía de paréntesis y cursivas no remite a una referencia bibliográfica, sino que da la impresión de que Julio César Chaves, el historiador paraguayo a quien El Supremo se refiere simplemente como Julio César, hubiera por sí mismo añadido la nota a la «compilación». Sin embargo, al estar todo el texto de la nota entre comillas, esta suposición se contrarresta, lo que deja a los lectores en el terreno de la ambigüedad: ¿Es la nota una cita de otra nota? Lo mismo sucede con otra nota firmada como «(Nota inédita de Nicolás de Herrera)» (272). Ambos ejemplos sugieren una relación paradójica entre el texto que leemos y los individuos externos a él (Chaves y Herrera): en abierta transgresión de cualquier ilusión mimética —y en una instancia más de metalepsis, donde el personaje salta de la temporalidad de lo narrado a la del mundo del lector—, El Supremo comenta la historia e historiografía paraguaya muy posterior a su época, incluyendo la obra de Julio César Chaves (1907-1989). Pero si resulta poco probable que Chaves hubiera agregado la nota a la «compilación» que leemos, la posibilidad de que Herrera (1774-1833) lo hubiera hecho nos sitúa de nuevo en el terreno de la paradoja ontológica y cronológica. Aún más difícil es distinguir el origen de otros documentos, como trozos de cartas, y declaraciones que no están enmarcados por el discurso del Com-

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pilador. Por ejemplo, cuando se introduce, con la tipografía de las notas pero sin ninguna referencia, la Declaración de la india Olegaria Paré, que ocupa casi la totalidad de la página 413 y se expande por tres páginas más, dejando un mínimo espacio en la parte superior de cada página para el texto principal. Esta declaración no sólo contiene innumerables errores ortográficos, lo que la diferencia de cualquier otro texto en Yo el Supremo, sino también varias expresiones coloquiales50. Lo más interesante es que en la declaración de Olegaria figuran entre paréntesis comentarios del Compilador sobre el estado de los folios: «(testado lo que sigue del párrafo) [...] (Testado el último párrafo, casi ilegible) [...] (tachado) [...] (borrado el final, ilegible)» (413-415). Hasta este momento, estos comentarios que sirven como recordatorio de la materialidad del documento escrito sólo habían aparecido en el texto principal; por lo tanto, su presencia en las notas se percibe como otro margen que ha sido atravesado. Los narradores de las notas y del texto principal, como se ha visto, no sólo compiten por la atención del lector sino también por el espacio textual. En otro de los ejemplos performativos de la novela —que pone en práctica, como acto, lo que discute— El Supremo acusa diferentes intentos de invasiones al Paraguay: La de Bolívar, desde el oeste [...]. La del imperio portugués-brasilero, desde el este [...]. Desde el sur, las constantes tentativas de los porteños; la más infame de todas, la que planeó el infame Puigrredón [sic], que reconoce en nuestro país el destino más rico de toda la América, y quiso venir a apropiarse no sólo de nuestro territorio, sino a robar lisa y llanamente el oro de nuestras arcas (320).

Inmediatamente después sigue una invasión textual de Pueyrredón, que ocupa una página entera, con una tipografía distinta, supuestamente facsí-

50 Una declaración de Olegaria —como muchos otros documentos incluidos tanto en las notas como en el texto principal de Yo el Supremo, por ejemplo, la lista de juguetes, las cartas de Bolívar y Santander, los informes de Correia da Cámara, etc.— forma parte de los documentos citados y comentados en el libro de José Antonio Vázquez. La versión difiere de la de Roa Bastos en varios detalles, no contiene faltas de ortografía ni giros coloquiales. Está escrita por Policarpio Patiño (Vázquez 1975: 315).

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mil de un documento donde se planea la invasión de Paraguay, y que una letra cursiva presenta como «Borrador autógrafo de Pueyrredón» (320). En el infinito juego textual que es Yo el Supremo, Roa Bastos no sólo ofrece una compilación «entresacada —más honrado sería decir sonsacada— de unos veinte mil legajos, éditos e inéditos...» (467), sino que también expande algunas de las técnicas que ya están en las fuentes, así como otros elementos que en los textos primarios son marginales o periféricos y que se convierten en parte medular de la novela. Por ejemplo, las glosas de Vázquez a los documentos reunidos en su compilación siguen un formato muy similar al de las notas en la novela; e incluso, el tono del Compilador parece estar modulado en el de Vázquez. Asimismo, en la introducción a El doctor Francia visto y oído por sus contemporáneos, Vázquez dedica un pensamiento «a quienes de espaldas a la vida y al presente, encorvados como escribas egipcios, secando la luz de sus ojos, disputan letras y palabras al rastro de las polillas y los roedores sobre esos borrosos papeles» (43), comentario que posiblemente da lugar a la idea —central en la novela de Roa Bastos— sobre los historiadores como roedores y polillas. Es incluso posible especular que el origen de la letra desconocida (así como del tono de ésta para apostrofar y recriminar al Supremo) podría estar en el hecho de que los registros universitarios que contenían información sobre Francia fueron alterados por los enemigos del Dictador: In an unfamiliar handwriting, neither dated nor signed, the following comments were added to his entry: «Francia: Afterward he was President of the Republic of Paraguay, and a very atrocious tyrant who has bloodied the history of that country [...]. He was a monster who tore out the entrails of his country» (R. A. White 1978: 20; mi énfasis).

Por último, las borraduras a que tan afecto es El Supremo —y la manipulación misma que efectúa el Compilador de los documentos «sonsacados»— podrían estar inspiradas en el comentario de Chaves sobre un auto de Francia donde éste ordena que se retire el título de coronel a Manuel de Atanasio Cavañas después de muerto: «En centenares de documentos del Archivo Nacional de Asunción en que aparece el nombre de Cavañas, se ha borrado a su lado el título de coronel» (Chaves 1964: 457).

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Alteraciones, borraduras, injertos, tachaduras, comentarios, contradicciones, refutaciones, cortes. Mucho más habría que comentar acerca de todas estas estrategias, pero bastan los ejemplos citados para ilustrar el uso que de ellas hace Roa Bastos para poner en escena el desmantelamiento de la idea del Libro como totalidad delimitada y autosuficiente, producto del genio de un Autor, locus de autoridad y verdad; desmantelamiento que se yuxtapone a la derrota del Dictador en el terreno de la imaginación política. La novela es «un libelo implacable contra la escritura como grafía de la “palabra cadavérica”» (Roa Bastos 1977: 183) no tanto por las declaraciones del Supremo contra la escritura como por el propio funcionamiento del texto.

4. NOTA FINAL Bareiro Saguier recoge algunas declaraciones de Roa Bastos sobre su propio quehacer como un escritor «para quien la abstracción no tiene razón de ser [...]. Yo necesito respirar las obsesiones a través de la realidad: a toda aspiración metafísica, a toda imposibilidad, opongo lo carnal, todo aquello que es tierra y que es sangre» (1989: 138-139). Se puede conjeturar que detrás de esta declaración del escritor paraguayo está el peso de la cosmología guaraní sobre la relación entre la abstracción y el cuerpo: [L]a idea del Ser, abstracción pura, se expresa con la raíz e. La forma verbal de esta raíz es ha’é: che ha’é, yo soy; nde ha’é, tú eres. Si se le pospone la voz eté, que vale lo mismo que auténtico o verdadero, se forma, por contracción, la palabra heté, teté en nominativo, que quiere decir cuerpo, o literalmente, el ser auténtico. De modo que el guaraní [...] concebía el cuerpo como la expresión viva y veraz de sí mismo, tal vez porque en la persona física el Ser se torna tangible, al adquirir corporeidad (N. González 1958: 16).

Quizás esto contribuya a explicar la prevalencia de la imaginería corporal en la crítica roabastiana del poder: del poder absoluto en lo político, y del poder del Libro como depósito de autoridad y de verdad. Mediante el empleo generalizado de la imaginería corporal, dicha crítica no se realiza en términos abstractos, sino que toma la forma de un proceso biológico y se concretiza como un organismo textual en descomposición.

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Como en la alegoría de Benjamin, el cadáver es la figura clave en Yo el Supremo: «La alegoría barroca sólo ve el cadáver por fuera. Baudelaire lo hace presente desde dentro» (Benjamin 2004: J 56, 2, 337). Esta relación de intensificación entre la alegoría barroca y la moderna se lleva a un punto extremo en la novela de Roa Bastos. Tanto en su escrito sobre el drama barroco alemán como en los textos sobre Baudelaire, Benjamin entiende a la alegoría como fragmentación y ruina que implica la renuncia a la idea de totalidad armónica prometida por el modo simbólico de representación51. Es justamente esta totalidad armónica y trascendental a la que aspira el Supremo, quien dice de sí mismo: «El Supremo es aquel que lo es por su naturaleza. Nunca nos recuerda a otros salvo a la imagen del Estado, de la Nación, del pueblo de la Patria» (Yo el Supremo 69). El símbolo, donde se unen la forma y el contenido, la apariencia y la esencia, representa para Benjamin la nostalgia por el mito del origen, según Seyhan, y es típico de una mentalidad que no tolera la tensión y la ambigüedad que caracterizan a la vida y a la historia (1991: 238). La alegoría, en cambio, es el tropo de la temporalidad o de la historia: tanto el símbolo como la alegoría atentan contra el concepto del tiempo lineal, pero el símbolo lo hace por medio del «instante místico», la imagen eterna y trascendente (ibíd.: 238-223), mientras que la alegoría lo consigue mediante la decadencia irredenta, el despojo y la ruina. Frente a las pretensiones totalitarias y totalizantes del Supremo, la novela presenta al cadáver en descomposición como emblema de un texto donde la identidad es alteridad («tú no eres tú sino los otros»); donde el vacío se impone sobre la presencia y sólo hay lugar para la heterogeneidad, la ruptura y los fragmentos que se multiplican pero que no dan como resultado una noción de completitud, sino de infinitos cortes.

51 «La alegoría ve que la existencia está bajo el signo de la ruptura y de la ruina, como el arte [...]. Ambos tienen en común la renuncia a la idea de una totalidad armónica» (2004: J 56a, 6, 338). En El origen del Trauerspiel alemán, Benjamin rescata a la alegoría de la posición secundaria con respecto al símbolo a que se la había relegado desde el Romanticismo. Desmantelando la dicotomía entre el símbolo como idea encarnada y la alegoría como mera representación arbitraria, Benjamin reconoce en la categoría del tiempo una vía mucho más fructífera para comprender la oposición entre el símbolo (una «momentánea totalidad») y la alegoría (una «serie de momentos») (Creuzer en Benjamin 2012: 165).

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Con «la decadencia, y única y exclusivamente a través de ella, el acontecer histórico se contrae y entra en escena» (Benjamin 2012: 182). Para Benjamin, la historia es «historia del sufrimiento del mundo; y ésta sólo tiene significado en las estaciones de su decaer. A mayor significado, mayor sujeción a la muerte, pues sin duda es la muerte que excava más profundamente la dentada línea de demarcación entre la phýsis y el significado» (ibíd.: 167). La historia en Yo el Supremo sólo adquiere sentido en «las estaciones de su decaer»; no se revela como historia de salvación o de progreso, ni tampoco como teleología o como el tiempo cronológico de la historia positivista, sino como un tiempo otro, donde presente y pasado existen simultáneamente, y donde en lugar de origen hay un cadáver muerto dos veces y en proceso de perpetua descomposición (no hay que olvidar que el texto no termina, sólo se suspende, resistiendo cualquier idea de clausura y de cierre). La historia fundacional es un texto conformado de vacíos y de incontables voces heterogéneas, en proceso continuo de reescritura. Como se explora en las conclusiones de este libro, con ello la novela puede leerse como una intervención en contra de las apropiaciones oficialistas de la historia prevalecientes en Paraguay en la época de su publicación. Yo el Supremo yuxtapone dos motivos recurrentes en la novela hispanoamericana del siglo XX: el de los cuerpos agonizantes o muertos que representan a la nación o una parte de su historia —como Pedro Páramo, de Rulfo, Oficio de tinieblas, de Castellanos, La muerte de Artemio Cruz, de Fuentes, Noticias del Imperio, de Del Paso, y El general en su laberinto, de García Márquez (cf. Franco 1997: 131)—; y el del texto que tiende al autoaniquilamiento, como Cien años de soledad. En Yo el Supremo, el cuerpo del Estado está amenazado con desintegrarse desde la primera línea de la novela; su descomposición coincide con la corrosión de la escritura que se suspende, con la letra que parece ser devorada por las mismas larvas que se comen el cuerpo —el Estado, la historia— del Paraguay. La disolución del Dictador en «la carroña de los libros» (64) implica el cuestionamiento del poder absoluto, pero también del poder de la palabra escrita, de modo que Yo el Supremo parece llevar al límite el topos de la «autoinmolación, donde el triunfo de las letras es también su destrucción» (Franco 1986: 181). La implosión del cuerpo en Yo el Supremo abarca desde la totalidad macroscópica del Estado hasta lo minúsculo, los corpúsculos y las fibrillas de las letras y los signos tipográficos, el punto-huevo (69) donde se origina la escritura.

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II. IMPUREZA, HETEROGENEIDAD Y EXCESO: EL CUERPO GROTESCO EN EL MONÓLOGO DE CARLOTA EN NOTICIAS DEL IMPERIO*

La intervención de las tropas de Napoleón III en México entre 1861 y 1867, el efímero imperio de Maximiliano de Habsburgo y de su esposa Carlota de Bélgica entre 1864 y 1867, el triunfo de las fuerzas liberales de Benito Juárez que culminó con el fusilamiento de Maximiliano en 1867, y la subsecuente locura y reclusión de Carlota hasta su muerte en 1927, son los sucesos históricos que constituyen la base de Noticias del Imperio (1987) de Fernando del Paso. Bajo un esquema binario que hace contrastar los capítulos pares y nones, numerosos personajes históricos y ficcionales a ambos lados del océano aparecen en el texto bajo una variedad de registros y tipos de discurso: desde la narración que se asemeja al discurso del historiador hasta el diálogo teatralizado, el monólogo —poético, erótico, picaresco—, el pregón, la confesión, la carta e incluso el corrido. Aunque emplea una serie de estrategias ligadas a la llamada postmodern historiographic metafiction (Hutcheon 1988) —como la autorreferencialidad, la parodia, la polifonía, la oralidad, la metaficción y la intertextualidad—, Noticias también está motivada por consideraciones políticas que la acercan a una postura poscolonial y por una estética totalizadora más afín al Modernism que al posmodernismo, así como por un impulso moral bajo el que se analizan cuestiones como la culpa y la reparación históricas (Fiddian 2000: 128-129). A diferencia de otros textos que cuestionan o problematizan la noción de autoría (como se ve en el juego intertextual, las notas a pie de página y todas

* Una sección de este capítulo será publicada como: «Images corporelles: histoire et chimère dans le monologue de Charlotte dans Des Nouvelles de l’Empire» (trad. Jean-Marie Lassus), en: Migrations et sensibilités: les français au Mexique, XVIIIe-XIXe siècles, ed. Jean-Marie Lassus y Javier Pérez-Siller, Université de Nantes/Benemérita Universidad Autónoma de Puebla (en prensa).

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las tretas asociadas con la figura del Compilador en Yo el Supremo), Noticias se presenta como el proyecto de un narrador que hacia el final de la novela se declara autor del texto1. En un pasaje muy citado por la crítica, este narrador-autor define la poética de Noticias como la búsqueda de una relación dialógica «entre todo lo verdadero que pueda tener la historia» y «lo exacto que pueda tener la invención», proponiendo «en vez de hacer a un lado la historia, colocarla al lado de la invención, de la alegoría, e incluso al lado, también, de la fantasía desbocada» (641). Esta declaración ha sido leída como una referencia al contrapunto entre los capítulos nones —ocupados por la voz delirante de Carlota, detenida en el castillo de Bouchout en el año 1927— y los pares, que siguen un orden cronológico y están subdivididos en tres secciones coordinadas por el narrador-autor. Sin embargo, como se mostrará en el presente capítulo, la poética bajo la que el texto delpasiano revisita el pasado histórico no se basa en la oposición simplista entre dos tipos de discurso que correspondieran en términos absolutos a las categorías de historia y fantasía2. La coexistencia dialógica entre «lo verdadero que pueda tener la historia» y «lo exacto que pueda tener la invención» que Del Paso desea para su novela se manifiesta imaginativamente de muchas maneras. Por ejemplo, Kristine Ibsen discute la función de la teatralidad en ciertas secciones de Noticias, y los efectos de la yuxtaposición entre un subtexto histórico serio y un contexto ridículo imaginario (1998: 470-472). Por mi parte, arguyo aquí que

1 A excepción de Clark y González, que distinguen entre un «supernarrador», un «autor implícito», y un «autor dramatizado» (1994: 733), la mayoría de los críticos hacen referencia a un narrador extradiegético que termina por discutir el proceso mismo de la escritura (Hancock 1991: 110). 2 María Cristina Pons precisa este punto al señalar que el que los capítulos pares se perciban como históricos es un «espejismo» (1996: 126), y que en el monólogo de Carlota «la Historia también marcha a la par junto a la invención» (ibíd.: 137). Igualmente, Pons advierte contra la apreciación de algunos críticos que se confunden al afirmar que Noticias postula la indistinción entre historia y fantasía. Tanto por sus planteamientos ideológicos —entre los que sobresalen la crítica del imperialismo y del eurocentrismo— como por el alto grado de autoconsciencia con que exhibe sus componentes imaginarios, se trata de una novela que requiere que tanto el pasado histórico como su escritura sean diferenciados de la fantasía. Ésta es una premisa central de mi estudio, como se verá a lo largo de este capítulo.

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uno de los ámbitos privilegiados para la interacción crítica y creativa entre la historia y la invención es el de la imaginería corporal, particularmente en el monólogo de Carlota. Mi propuesta es que hay una reflexión sobre la historia incluso en el mundo onírico y poético de Carlota, y que las imágenes corporales híbridas y quiméricas sugeridas por el personaje evidencian varias preocupaciones tanto ideológicas como estéticas que son parte del proyecto general de Noticias3. La voz de Carlota ocupa todos los capítulos nones de la novela y se enuncia desde el castillo de Bouchout, en el año de su muerte. En sus conversaciones imaginarias con un Maximiliano ausente, la Carlota delpasiana recuerda el episodio mexicano después de sesenta años de locura y encierro, al tiempo que invoca «toda la historia y todos los paisajes» (362) en el torrente alucinado de sus palabras4. En este discurso, el cuerpo posee una centralidad similar a la que había caracterizado la novela anterior de Fernando del Paso. Si en Palinuro de México (1977) el cuerpo se explora obsesivamente desde varios ángulos —«as love object and source of pleasure, as medical cadaver and irreverent source of knowledge, as corpse and symbol of social martyrdom and rebirth» (Steele 1992: 69)—, en el monólogo de Carlota, el cuerpo propio y el de Maximiliano son alegorías donde la referencia histórica y la quimera se despliegan y se entrecruzan en una serie de imágenes corporales influidas por el grotesco.

3 Ibsen también ha analizado la «intersección entre el texto escrito y el cuerpo humano» (2006: 94) en numerosos fragmentos de Noticias, así como la analogía entre coleccionismo, colonialismo y sexualidad, y entre narración y discurso histórico a partir del cuerpo (2002: 99-103). Sin embargo, hasta donde sé, el tema de la imaginería corporal en el monólogo de Carlota no ha sido discutido, a pesar de su riqueza. 4 Por estar dirigido a Maximiliano, el monólogo de Carlota puede ser clasificado como una diatriba, que según Bajtín, «es un género retórico internamente dialogizado y construido habitualmente en forma de conversación con un interlocutor ausente, lo cual conduce a la dialogización del mismo proceso del discurso y del pensamiento» (1987: 169). Como afirma Dorrit Cohn —en una frase por demás pertinente para la situación de Carlota—, la soledad extrema del personaje que monologa lo hace siempre dirigir su discurso a un interlocutor, vivo o muerto, humano o divino, pero en el fondo su único interlocutor verdadero es siempre el «Imprisoned self» (1978: 245).

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La Carlota delpasiana puede interpretarse como el compendio poético de un episodio lleno de detalles «grotescos, absurdos y surrealistas» (Barrientos 1986: 34), según califica Fernando del Paso la historia del Segundo Imperio. En la ficcionalización del personaje histórico como personificación de «la locura de la historia» (ibíd.: 31) confluyen dos aspectos que se revelan como caras de la misma moneda: el discurso excesivo y totalizador de una psique delirante, y la imaginería corporal basada en la estética del grotesco. Y es a partir de dicha estética que propongo leer aquí el monólogo de Carlota, con base, sobre todo, en las propuestas de Bajtín sobre el carnaval y en la reformulación de algunos de sus conceptos centrales por parte de Peter Stallybrass y Allon White. En menor medida considero otras aportaciones sobre el grotesco: las de Frances Connelly, Geoffrey Harpham, Wolfgang Kayser y Ewa Kuryluk. El monólogo de Carlota presenta un lenguaje y un tipo de imaginación que revitalizan tanto la referencia histórica como la escritura misma a partir de la heterogeneidad, la impureza, el exceso y la máscara. Materia corporal, funciones relativas a lo «bajo» del cuerpo, disfrazamientos, e imágenes corporales híbridas y quiméricas abogan por la excentricidad y disuelven límites y bordes establecidos (entre distintos momentos históricos, entre Europa y México, entre la historia y la fantasía, entre categorías conceptuales). Esta fuerza desestabilizadora hace del monólogo un discurso que disloca constantemente una serie de convenciones, no sólo en lo relativo a la representación histórica, sino al interior del lenguaje mismo. Este capítulo está divido en tres secciones. En la primera, parto de las propuestas de Stallybrass y White en lo relativo a la jerarquía alto/bajo para ofrecer una síntesis sobre los conceptos del carnaval y la carnavalización en Bajtín, y describo las características del modelo discursivo del grotesco. La segunda parte de este capítulo está a su vez subdividida en tres apartados: en el primero me enfoco en ciertas imágenes donde los bordes corporales se ven transgredidos o distorsionados, y que leo como ejemplos de un proceso de contaminación entre historia y fantasía, donde ambos polos son reconocibles y, sin embargo, están amalgamados en formas excéntricas e inesperadas; en el segundo me centro en algunas imágenes donde Carlota se proclama madre arquetípica de México en un contexto de enmascaramientos que pro-

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pongo entender como un juego con los símbolos del nacionalismo mexicano; finalmente, discuto el carácter metamórfico del cuerpo en el monólogo en relación con las características de la escritura delpasiana. El estudio cierra con algunas consideraciones sobre el cuerpo y el monólogo en relación con el proyecto general de esta novela.

1. PRELIMINAR: EL CUERPO GROTESCO COMO MODELO DISCURSIVO Varios estudios recientes sobre la estética del grotesco destacan los contrastes entre las dos posturas pioneras sobre el tema: la de Wolfgang Kayser y la de Mijail Bajtín. Para Kayser, el grotesco se caracteriza por la fusión entre el humor y el horror, así como por los aspectos aterradores inherentes a la desfamiliarización del mundo habitual, y a la locura como enajenación del yo. Kayser define el grotesco como el mundo extraño y siniestro —«el mundo en estado de enajenación» (2010: 309; énfasis en el original)— que inspira miedo porque presupone que las categorías que normalmente lo gobiernan dejan de funcionar. Según su teoría, el grotesco se caracteriza por «la mezcla de ámbitos y reinos bien distinguidos por nuestra percepción, la supresión de lo estático, la pérdida de la identidad, la distorsión de las proporciones “naturales” [...], la anulación de la categoría de cosa, la destrucción del concepto de personalidad, el derribo de nuestro concepto de tiempo histórico» (ibíd.: 310). Kayser resalta la relación del grotesco con lo absurdo y lo siniestro, con la locura y el inconsciente. Por su parte, Bajtín sitúa los orígenes del grotesco en una tradición totalmente distinta: el carnaval. Para el crítico ruso, el carnaval es un ritual heterogéneo y variante según se presente en los diferentes pueblos, pero de incontestable complejidad e importancia en la historia de la cultura occidental, compuesto por festejos y ritos que se traducen en un «lenguaje de formas simbólicas concretas y sensibles, desde grandes y complejas acciones de masas hasta aislados gestos carnavalescos» (1987: 172). En la teoría bajtiniana el carnaval es una afirmación de la vida colectiva que supone la inversión crítica de las jerarquías establecidas, marcada por el poder liberador de la risa (universal y ambivalente) contra el dogmatismo de la cultura oficial. El car-

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naval bajtininano es un mundo al revés, de hibridez, heteroglosia, exceso, profanaciones y rebajamientos5. Según Bajtín, al origen de la simbología y el lenguaje del carnaval está el «realismo grotesco», que es un tipo de estética caracterizada por imágenes corporales exageradas e hipertrofiadas donde el «principio material y corporal» tiene preeminencia absoluta, y cuyo rasgo definitorio es la degradación, es decir, «la transferencia al plano material y corporal de [todo aquello que es] elevado, espiritual, ideal y abstracto» (2002: 24). El grotesco se enfoca en lo «bajo» del cuerpo por oposición a la cabeza como expresión de lo «alto»6.

5 Si el carnaval y la carnavalización —a la que me referiré más adelante— han sido adoptados como una herramienta analítica incontestada, otras opiniones reflejan menos entusiasmo, distinguiendo contradicciones, nostalgia, una utopía populista y hasta un carácter normativo en el carnaval bajtiniano (cf. LaCapra 1983: 294-295; Russo 1997: 323-326; y Stallybrass y White 1986: 12-19). Quizás la crítica más común a esta categoría resida en la paradoja de ser una transgresión permitida: ¿No es el carnaval simplemente un espacio lúdico aprobado por la propia ley; una forma más de control social por parte de la misma cultura oficial a la que aparentemente se opone y, por lo tanto, no puede acusársele de complicidad más que de disrupción? (Stallybrass y White 1986: 13-14; J. Mitchell 2000: 156). En vez de entrar en el debate sobre el carácter intrínsecamente transgresor o reaccionario del carnaval — que implicaría asumir una postura esencialista—, Stallybrass y White proponen que por largos periodos el carnaval puede ser un fenómeno ritual y cíclico sin efectos políticos notables, pero que en un momento dado, si cierto antagonismo político se ha exacerbado, puede actuar como detonante y como sitio de confrontación real y simbólica (1986: 14). Dado que la carga política del carnaval no puede ser establecida al margen de la consideración de circunstancias particulares, Stallybrass y White proponen situarlo como una manifestación más de una economía generalizada de la transgresión y de las relaciones entre lo alto y lo bajo en toda la estructura social (ibíd.: 19). Lo que los autores entienden por transgresión, está basado en el concepto de inversión simbólica que Stallybrass y White encuentran formulado en Barbara Babcock y que se refiere a «any act of expressive behaviour which inverts, contradicts, abrogates, or in some fashion presents an alternative to commonly held cultural codes, values and norms be they linguistic, literary or artistic, religious, social and political» (Babcock citada en ibíd.: 17). 6 «Lo “alto” es el cielo; lo “bajo” es la tierra; la tierra es el principio de absorción (la tumba y el vientre), y a la vez de nacimiento y resurrección (el seno materno). Éste es el valor topográfico de lo alto y lo bajo en su aspecto cósmico. En su faz corporal, que no está separada estrictamente de su faz cósmica, lo alto está representado por el rostro (la cabeza); y lo bajo por los órganos genitales, el vientre y el trasero [...]. Rebajar consiste en aproximar a la tierra, entrar

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La vitalidad inherente al carnaval bajtiniano proviene de la fuerza del grotesco para transformar —no negar en términos absolutos, sino renovar en términos concretos— todo aquello que es «alto», o sea, espiritual, oficial o abstracto. Ello implica que los extremos alto/bajo están situados en una relación interdependiente en el carnaval. En otras palabras: dentro del modelo cultural binario propuesto por Bajtín, «symbolic polarities of high and low, official and popular, grotesque and classical are mutually constructed and deformed» (Stallybrass y White 1986: 16). Así, el realismo grotesco se sustenta en el cuerpo para representar elementos cósmicos, sociales, topográficos y lingüísticos. Para Stallybrass y White, ésta es una de las aportaciones más significativas de la teoría bajtiniana, a saber, la noción crucial de que hay una relación de recodificación (transcoding) y desplazamiento (displacement) entre la dinámica entre lo alto/bajo corporal y otros ámbitos sociales: en el Renacimiento, el grotesco corporeizaba el cosmos, la formación social y el lenguaje mismo (Stallybrass y White 1986: 9, 10). Un movimiento similar de recodificación y desplazamiento es el que efectúan Stallybrass y White al cartografiar las categorías alto/bajo en cuatro dominios simbólicos —el cuerpo, el orden psíquico, el espacio geográfico y la estructura social— y al considerar al carnaval como una instancia dentro de una economía de la transgresión y la inversión simbólica mucho más amplia. El «movimiento hacia lo bajo» que caracteriza al grotesco impregnaría todas las imágenes y ritos del carnaval. Bajtín define al cuerpo grotesco como abierto, protuberante y desbordado, incompleto, en transformación y movimiento, en contacto con el mundo. En oposición a la estatua clásica (distante, subida en un pedestal, estática en un tiempo trágico o épico, «el centro radiante de un individualismo trascendente», que anticipa la admiración pasiva desde abajo) el cuerpo grotesco es múltiple y al ras del suelo, un sujeto de placer en procesos continuos de intercambio con su contexto, que con-

en comunión con la tierra concebida como un principio de absorción y al mismo tiempo de nacimiento: al degradar, se amortaja y se siembra a la vez, se mata y se da a luz algo superior. Degradar significa entrar en comunión con la vida de la parte inferior del cuerpo, el vientre y los órganos genitales, y en consecuencia también con los actos como el coito, el embarazo, el alumbramiento, la absorción de alimentos y la satisfacción de las necesidades naturales» (Bajtín 2002: 25).

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trapone la cerrazón de la estatua clásica con disfraces y máscaras que enfatizan la boca abierta, el vientre y los glúteos, los pies y los genitales (Stallybrass y White 1986: 21-22). Frente al cuerpo clásico —cerrado, acabado, individual— y a la vida «cotidiana, preestablecida y perfecta», en las imágenes del grotesco «la vida es descubierta en su proceso ambivalente, interiormente contradictorio. No hay nada perfecto ni completo, [el grotesco] es la quintaesencia de lo incompleto» (Bajtín 2002: 29; énfasis en el original). Con frecuencia, aspectos de las teorías de Kayser y Bajtín confluyen en estudios posteriores sobre el tema. Kuryluk (1987) discute tanto a Bajtín como a Kayser para proponer su propia teoría a partir del simbolismo de la gruta —de donde deriva la palabra grotesco originalmente— en relación con lo femenino, la fertilidad y la muerte. Entre los procedimientos que Kuryluk menciona como característicos del grotesco están la distorsión, la exageración y el extrañamiento, las combinaciones híbridas, y los desplazamientos. Por su parte, Harpham enfatiza la dificultad de definir al grotesco como tal, insistiendo en que es más fácil percibirlo en una obra de arte que aprehenderlo directamente (1982: xv). Según el crítico estadounidense, el grotesco es ambivalente y anómalo —un tabú, una no-cosa— y está marcado por la co-presencia de elementos antagónicos: lo normativo, aquello que tiene forma acabada, lo «alto» o ideal, mezclado con lo anormal, lo amorfo, degenerado, «bajo» o material (ibíd.: 9). El grotesco ocupa un intervalo o hueco entre categorías, y surge «with the perception that something is illegitimately in something else [...] the sense that things that should be kept apart are fused together» (ibíd.: 11). Por eso mismo, el grotesco depende de la percepción para ser tal: «The interval of the grotesque is the one in which, although we have recognized a number of different forms in the object, we have not yet developed a clear sense of the dominant principle that defines it and organizes its various elements» (ibíd.). Connelly también comienza por reconocer que cualquier intento de aprehender el grotesco como concepto es una contradicción en sí misma. Por lo tanto, prefiere enfocarse en tres procesos o acciones reconocibles en la imagen grotesca, acciones que son al mismo tiempo destructivas y constructivas: las imágenes grotescas pueden ser aquéllas que combinan elementos dispares para cuestionar la realidad establecida o proponer nuevas realidades, aquéllas que deforman o descomponen objetos establecidos, y aquéllas que

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son metamórficas (2003: 2). El rasgo central del grotesco, de acuerdo con Connelly, es aquello que le falta: fijeza, orden y estabilidad. Por ello, propone entender las imágenes grotescas como modalidades, como trans-, descritas no tanto por lo que son como por lo que hacen (ibíd.: 4). En este marco pueden situarse, y se discutirán en el próximo apartado, las imágenes corporales propuestas por Carlota en el soliloquio. La locura de la Carlota delpasiana es el elemento que abre la puerta al grotesco; pero más cerca de Bajtín que de Kayser, la locura de Carlota no es un reflejo de las fuerzas demoniacas que rigen el sinsentido de la vida, sino la otra cara de la lucidez que define al loco de Bajtín, portavoz de una visión del mundo y de la historia desde una perspectiva inusual, que desmantela lo oficial y lo monumental. Aunque está privado de la alegría que define al carnaval —y las implicaciones de ello se discutirán en mayor profundidad hacia el final de este capítulo—, suficiente evidencia podría reunirse para considerar el discurso de Carlota como un ejemplo de lo que Bajtín denomina «carnavalización literaria», es decir, la «transposición del lenguaje del carnaval al lenguaje de la literatura» (1987: 172). Carlota recurre a las principales formas simbólicas del carnaval bajtiniano, como son: la percepción carnavalesca del mundo (el mundo al revés, la excentricidad, la disonancia, la profanación); las acciones carnavalescas (el rito de coronación/derrocamiento); la imaginería del realismo grotesco (dualismo, rebajamiento, hipertrofia); el motivo de la locura; y la lengua de la plaza pública (la injuria/elogio y el sinsentido). Carlota también incorpora personajes de la commedia dell’arte (indispensables en la escritura delpasiana desde Palinuro de México); hace referencias a monumentos como el Manneken Pis (243), al que Bajtín alude como símbolo de la alegría propia de las imágenes escatológicas (2002: 136); compara a Napoleón III con el «buey gordo del carnaval» (351), que según Bajtín es una de las figuras más típicas del carnaval como rito (2002: 182) y a Maximiliano con el «Monsieur Maigrelet» (243), o sea, «Señor Flacucho», que remite al tema de «la disputa de los gordos y los flacos» muy popular en la Edad Media como parte del simposio grotesco (Bajtín 2002: 268). En fin, Carlota no sólo trae a su discurso el disfraz y la máscara, sino que se refiere al mundo como un carnaval y a la historia como una fiesta delirante (115). Sin embargo, más allá del simple inventario, es relevante destacar la cercanía del discurso de Carlota con el grotesco como modelo discursivo, teori-

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zado por Stallybrass y White a partir de las propuestas bajtinianas. Como he expuesto en la introducción a este trabajo, para Bajtín, el «cuerpo clásico» denota la forma inherente a la cultura oficial y sugiere que «the shape and plasticity of the human body is indissociable from the shape and plasticity of discursive material and social norm in a collectivity» (Stallybrass y White 1986: 21). Esta correspondencia entre la forma del cuerpo y la forma de organizar el material discursivo y los códigos culturales es una premisa fundamental en mi estudio sobre Noticias: en el monólogo, una misma estética define al cuerpo y al discurso. Stallybrass y White sugieren que los lenguajes «altos» (la ley, la teología, la filosofía y, podría sugerirse, la historia) apelan a los valores inherentes al cuerpo clásico: cohesión, orden, equilibrio, simetría. En otras palabras, el cuerpo clásico es más que un modelo estético: In the classical discursive body were encoded those regulated systems which were closed, homogeneous, monumental, centred and symmetrical. It began to make «parsimony» of explanation and «economy» of utterance the measure of rationality [...]. Gradually these protocols of the classical body came to mark out the identity of progressive rationalism itself (Stallybrass y White 1986: 22).

Por su parte, el cuerpo grotesco, entendido como modelo discursivo, poseería las siguientes características: Impurity (both in the sense of dirt and mixed categories), heterogeneity, masking, protuberant distension, disproportion, exorbitance, clamour, decentred or eccentric arrangements, a focus upon gaps, orifices and symbolic filth [...] physical needs and pleasures of the «lower bodily stratum», materiality and parody (Stallybrass y White 1986: 23).

Con estos antecedentes, el objetivo de este capítulo es reflexionar cómo, a partir de la imaginería corporal, en el monólogo de Carlota tanto el discurso de la historia como el lenguaje mismo son sometidos a un proceso de transformación, de enmascaramientos, de exageración y de contaminación conceptual siguiendo el modelo discursivo del cuerpo grotesco. La reapropiación y desarrollo de Bajtín que llevan a cabo Stallybrass y White provee

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una serie de herramientas teóricas útiles para la discusión de «la fiesta delirante de la historia» (115) recreada por Carlota: así como los polos alto/bajo son relacionales e interdependientes, la historia se define en el monólogo por su oposición a la fantasía, pero como en el carnaval, no se trata de una negación en abstracto, sino de un proceso donde ambas dimensiones son mutuamente construidas y deformadas (Stallybrass y White 1986: 16). Como afirma Connelly, el grotesco se define por lo que hace a los márgenes —transgredir, fusionar, saturar, desestabilizar—; es una «creatura de los márgenes» y sólo existe en relación con márgenes, convenciones, expectativas (2003: 3; traducción mía). Esta descripción se ajusta a los procesos que se realizan tanto en el ámbito de la representación histórica como en el de la escritura misma en el monólogo de Carlota. Con el cuerpo como centro, la escritura delpasiana realiza la asociación heterogénea de personajes y sucesos históricos, de categorías conceptuales, de posibilidades lingüísticas; propone la transgresión y reformulación de los bordes entre los tiempos históricos, la realidad y el ensueño, y los límites del yo; lleva a cabo una serie de «inversiones simbólicas» donde lo vinculado con lo «alto» se ve degradado en situaciones excéntricas e irreverentes, y donde ciertas concepciones comunes se ven revitalizadas mediante la teatralización y el disfraz; y, por último, enfatiza el carácter dinámico del lenguaje. El resultado es la reescritura «carnavalizada» de la historia del Segundo Imperio en México donde la imaginación, lo lúdico y lo poético no desembocan en la negación de la historia sino en su resignificación bajo formas inesperadas.

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2. «LA FIESTA DELIRANTE DE LA HISTORIA» Benjamin prises images loose from the authority of the past so that they may plurally interbreed; and this liberation of the image into polyvalence has for Bakhtin the name of carnival. Terry Eagleton, Walter Benjamin or Towards a Revolutionary Criticism

2.1. Imágenes corporales Entre las imágenes que para Bajtín mejor encarnan la esencia del realismo grotesco están las figuras de terracota de Kertch que representan ancianas embarazadas. Para Bajtín, esta representación de la «muerte encinta» es positiva: sugiere un cuerpo que son dos en uno, donde no hay nada estable, que combina el cuerpo senil y decadente con una nueva vida, y así une los dos polos de la vida y la muerte; unión que el carnaval celebra (2002: 2930). En contraste, según Mary Russo la imagen está marcada por las connotaciones de miedo y desprecio asociadas con los procesos femeninos de reproducción y envejecimiento (1997: 325). En esta imagen, y en su uso por parte de Bajtín como paradigmática del grotesco, Russo ve una peligrosa cercanía con las concepciones que relacionan lo femenino con «todo el detrito del cuerpo que se aparta con terror y repulsión» y que normalizan el cuerpo femenino como grotesco tanto por su anatomía como por las funciones de menstruación y embarazo (1994: 2-3; traducción mía). La postura de Russo revive una de las principales críticas a la idea del carnaval como transgresión: el carnaval rebajaría a grupos sociales marginales como mujeres, o minorías étnicas y religiosas (cf. LaCapra 1983: 295; Stallybrass y White 1986: 19). En Noticias, Carlota ofrece de sí una imagen que se ajusta a la de la «muerte encinta». Por un lado, describe la vejez y decadencia que la aproximan al umbral de la muerte, como cuando afirma: «sesenta veces trescientos sesenta y cinco días el espejo y tu retrato me han repetido hasta el infinito que estoy loca, que estoy vieja, que tengo el corazón cubierto de costras y que el cáncer me corroe los pechos» (21). Por otro lado, dice que está embarazada y que su embarazo ha durado «toda una vida» (69), y otorga innumerables posibilidades al cuerpo que está engendrando. Estas posibilidades

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abarcan desde un supuesto hijo fruto de la relación con el coronel Van Der Smissen, Feliciano Rodríguez o Léonce Détroyat (123, 416, 613, 659), a un hijo de todos los hombres (659)7. Carlota también dice que va a dar a luz a un ajolote (236), una nube de luciérnagas o huevecillos de salmón (421), un enjambre de mariposas negras (421); que está embarazada de tormentas y borrascas, que engendrará de nuevo a Maximiliano. El motivo del embarazo en el soliloquio es grotesco por su carácter inestable; porque sugiere seres híbridos que entremezclan elementos de ámbitos separados; y porque distorsiona la percepción normal no sólo del tiempo y los procesos fisiológicos, sino también de las categorías que rigen lo real8. Cabe preguntarse si la caracterización de Carlota posee los tintes misóginos destacados por Russo en la imagen de la anciana embarazada: Carlota es una figura femenina que conjuga la locura, la imaginación y lo corporal desde un espacio congelado en el tiempo, que dentro de la narrativa de Noticias se opone a los capítulos donde un narrador racional e incorpóreo —masculino, desde la perspectiva de los valores asociados tradicionalmente con la masculinidad— relata los acontecimientos siguiendo un criterio cronológico9. Sin embargo, esta situación excéntrica y fuera del tiempo es justamente lo que le 7 El posible embarazo de la Carlota histórica al salir de México es una cuestión incierta y debatida (ver Kerckvoorde 2001: 250-259) de la que el narrador de Noticias también se ocupa (597). 8 La combinación de elementos humanos, animales y vegetales es una de las características incontestadas del grotesco y prevalece, por ejemplo, en El jardín de las delicias, de El Bosco, considerado epítome del grotesco avant la lettre. Aunque el tema sobrepasa los límites del presente estudio, cabe mencionar que este elemento también está presente en el arte plástico de Fernando del Paso; por ejemplo, en los dibujos en tinta china presentados en la ahora desparecida galería Juana Mordó de Madrid en 1982. Agradezco a Robin Fiddian haberme facilitado el material relativo a esta exposición. 9 Aunque no especifica por qué considera al narrador-autor como masculino (más allá de la identificación con el autor empírico), Angélica Lozano-Alonso afirma que la división de capítulos pares y nones, y el sometimiento del discurso de Carlota a un tiempo cíclico que se identifica con lo que Kristeva ha llamado «women’s time» son problemáticos, puesto que consolidan las posturas tradicionales según las cuales la participación de las mujeres en la historia es una actividad creativa, mientras que la de los hombres es factual (Lozano-Alonso 2001: 43). Esta impresión se viene abajo, sin embargo, en aquellos pasajes de Noticias donde la participación de Carlota en la historia queda asentada: «cuando Carlota se quedaba como Regente de México era

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permite a Carlota elaborar una versión de la historia que es alternativa a la de la historiografía tradicional. Desde la situación de umbral en que se encuentra, Carlota puede articular un tipo de experiencia histórica que, como quisiera Benjamin, escapa a los modelos miméticos del historicismo: Carlota propone imágenes que espacializan el tiempo; crea constelaciones entre diferentes momentos, sacándolos del «tiempo homogéneo y vacío» de la historia (Benjamin 2010a: XIII, 68); y, en fin, desmantela la armonía y monumentalidad de la historia lineal y cronológica a través de lo asimétrico, lo fragmentario, lo heterogéneo y lo híbrido10. Más que discutir si la representación de Carlota es intrínsecamente reprobable, conviene observar su articulación dentro del contexto del monólogo y de la novela. El personaje está dotado de la ambivalencia que según Bajtín caracteriza las imágenes del grotesco: estuvo en el centro del poder pero ahora vive en sus márgenes; ha perdido la razón pero posee un conocimiento histórico asombroso; declara que vive en el mundo de los sueños pero constantemente hace referencia a sucesos que son reales tanto dentro de la novela como en el mundo extratextual del lector empírico. En mi opinión, el cuerpo de Carlota no es grotesco por ser femenino; es decir, Del Paso no naturaliza al cuerpo femenino como grotesco. Más bien, la imaginería corporal bajo la estética del grotesco en el monólogo está basada en la exageración y la hipertrofia que se exhiben como mecanismos autoconscientes de distorsión: De todos modos, desde entonces cuando menos lo esperan las malditas, aguanto la respiración hasta que siento que me voy a desmayar, que la cara se me pone morada, y mis damas y mis duquesas y mis doctores se asustan, creen que me está dando un ataque al corazón, que tengo enfisema, que se me atragantó la cocuando se hacían las cosas, cuando de verdad tenía México un Gobernante que sabía tomar decisiones» (288). Por otro lado, es interesante que diferentes lectores ven la relación de poder entre el narrador de los capítulos pares y Carlota en términos distintos. Para Lozano-Alonso la voz de Carlota está supeditada a la del narrador, en tanto que su discurso es necesario para clarificar la voz de Carlota (2001: 45). Para Fiddian, en cambio, es al revés: el monólogo de Carlota desestabiliza y cuestiona la pretensión a la verdad en otros discursos de la novela (2000: 125). 10 Para una discusión sobre el tema del umbral en Benjamin y Bajtín, ver Patke (2003: 21-26).

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mida y me ruegan que respire, respire Usted Doña Carlota por el amor de Dios, me suplican, me ordenan, me ponen una pluma en los labios para ver si vuela, que traigan un espantasuegras [...] para ver si lo desenrolla [...] un tanque de oxígeno que se nos asfixia la Emperatriz [...] una pipa con agua jabonosa para ver si hace pompas de jabón [...] pronto una bomba para inflar llantas [...] y no pude más y me reí, solté la carcajada porque me imaginé que me inflaban hasta que me convertía en un globo y salía por la ventana del castillo y les decía adiós, y me iba yo, por las nubes, rumbo a México pero no, no, si alguna vez voy a regresar a México con el vientre casi a punto de estallar, será no porque esté preñada nada más que de viento ni preñada de un hijo tuyo o del Coronel Rodríguez: será de tempestades y borrascas, de torbellinos (359).

En este pasaje se observa, en un inicio, la expresión festiva de la muerte como juego. Las imágenes cómicas de la muerte son, según Bajtín, una de las grandes victorias del folclore sobre el miedo (2002: 87). En este pasaje, Carlota juega a «aguantar la respiración» hasta que «se pone morada», de modo que el lenguaje expresivo del cuerpo cercano a la muerte sirve como punto de inicio para la descripción hiperbólica de una situación de agonía. Hay un avance gradual en el nivel de exageración hasta llegar a lo inverosímil, desde «una pluma en los labios para ver si vuela» hasta «una bomba para inflar llantas», pasando por un festivo espantasuegras. Éste es uno de los pocos fragmentos en los que escuchamos fugazmente una carcajada de Carlota y la nota dominante de esta escena es el contraste; no sólo entre la vida y la muerte (agonía-embarazo), sino en el estado ambivalente del personaje como emperatriz-esclava («me suplican, me ordenan»). Pero además, el pasaje muestra una correspondencia entre la imagen corporal y la textura del discurso: hay un movimiento acumulativo dado por los procesos retóricos de acumulación y repetición —el polisíndeton, el isocolon, los paralelismos, las anáforas, las reduplicaciones y las enumeraciones típicas del estilo delpasiano—, que se concretan temáticamente en una imagen de exceso corporal. Es decir, el exceso es característico tanto del cuerpo en el nivel temático («me imaginé que me inflaban hasta que me convertía en un globo») como del discurso, donde se logra por medio de los citados recursos retóricos. El resultado es un efecto de distorsión, constante en el monólogo, y que, como se discutirá, es una estrategia a la que con frecuencia se recurre

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para presentar una crítica sobre la historia como acontecer (las acciones de los personajes y sus motivaciones, por ejemplo) o sobre la historiografía. Por otro lado, las imágenes corporales grotescas en el monólogo no sólo se centran en Carlota sino también en Maximiliano, Juárez, Napoleón III y otros personajes históricos11. Carlota propone un cuerpo grotesco opuesto al clásico, pero además se vale de su potencial uso transgresor para reformular los bordes de ciertos sistemas, como los que separan la historia de la fantasía. En este contexto, es relevante el estudio de Mary Douglas donde se afirma que los bordes del cuerpo son asimilables a los bordes de cualquier otro sistema de fronteras, como la sociedad, y por ende, cualquier materia que haya traspasado los márgenes corporales es percibida como transgresora y particularmente peligrosa. Los orificios del cuerpo representan sus márgenes y hay que recordar que [T]odos los márgenes son peligrosos. Si se los inclina hacia un lado o hacia otro, se altera la forma de la experiencia fundamental. Cualquier estructura de ideas es vulnerable en sus márgenes. Era de esperar que los orificios del cuerpo simbolizaran sus puntos especialmente vulnerables. Cualquier materia que brote de ellos es evidentemente un elemento marginal. El esputo, la sangre, la leche, la orina, los excrementos o las lágrimas por el sólo [sic] hecho de brotar han atravesado las fronteras del cuerpo (Douglas 2007: 141).

Ahora bien, como apunta Douglas, sería un error tratar los márgenes corporales como si estuvieran aislados de otros márgenes (2007: 141). Teniendo en cuenta la propuesta de Stallybrass y White sobre los procesos de recodificación y desplazamientos entre el cuerpo y otras esferas (1986: 9), en el caso

11 En el siguiente ejemplo, son tanto Maximiliano como Carlota los que constituyen una sola imagen híbrida y desproporcionada donde las funciones y partes «bajas» del cuerpo están magnificadas: «Soñé el otro día que [...] tu miembro era un taco de billar largo y barnizado y tus testículos dos bolas de marfil, una blanca y la otra roja ¿te imaginas, Max, qué risa? y que me dolía tanto hacer el amor contigo: casi me atravieso la matriz, casi me rasgo el útero y me traspaso los intestinos. Por poco me reviento los ojos» (113). Tanto en este pasaje como en el anterior se aprecia que el cuerpo grotesco es «a mobile and hybrid creature, disproportionate, exorbitant, outgrowing its own limits, obscenely decentred and off-balance, a figural and symbolic resource for parodic exaggeration and inversion» (Stallybrass y White 1986: 9; mi énfasis).

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de Carlota es posible considerar cómo la contigüidad entre cuerpo y discurso implica que la profanación de los márgenes corporales está relacionada con la forma en que se recuperan las referencias históricas que el personaje invoca en el monólogo bajo la estética del grotesco. Con una osadía similar a la que demuestra al violar los límites del cuerpo cerrado —«qué escándalo, dijeron, se mancharon las sábanas, se manchó el fieltro azul, se mancharon las alfombras y las piedras, qué horror, qué vergüenza, se manchó el honor de la Emperatriz Carlota» (313)—, Carlota desestabiliza los límites que separan la historia de la invención. El monólogo está contaminado de principio a fin por la impureza y la desproporción características del grotesco, y con ello no me refiero solamente al carácter dionisiaco de una diatriba cuyo signo es el paroxismo y lo acumulativo, como afirma Fell (1991: 90) sino a que bajo el enmascaramiento de este discurso alucinado y fantástico frecuentemente se revelan referencias explícitas a la historia, y se establecen posturas ante cuestiones de índole ideológica y moral. Con regularidad, estas referencias están materializadas en imágenes corporales quiméricas que obedecen a la estética del cuerpo grotesco, y que traspasan los límites de la historia al dar forma no a lo que sucedió, sino a lo que pudo haber sido, o a lo que el personaje desearía que hubiera sucedido. El discurso de Carlota es impuro porque echa mano de la suciedad simbólica a la que aluden Stallybrass y White, y también porque en él varias categorías están mezcladas: la referencia histórica, la poesía, la imagen escatológica, el mundo onírico, la consideración moral, la historia que no fue. Así puede Carlota llevar a cabo lo imposible, como cuando realiza la «mexicanización» de Maximiliano a través de la siguiente imagen: [P]uedo, si quiero, pegarte con engrudo las barbas negras de Sedano y Leguizano y cortarte una pierna y ponerte la de Santa Anna, y cortarte la otra y coserte la de Uraga, y vestirte con la piel oscura de Juárez y cambalachear tus ojos azules por los ojos de Zapata para que nadie, nunca más, se atreva a decir que tú, Fernando Maximiliano Juárez, no eres; que tú, Fernando Emiliano Uraga y Leguizano no fuiste; que tú, Maximiliano López de Santa Anna no serás nunca un mexicano hasta la médula de los huesos (117).

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Aquí, el procedimiento estilístico de la condensación se yuxtapone con el motivo grotesco del despedazamiento corporal. En principio, se recordará con Severo Sarduy que la condensación es uno de los recursos estilísticos del barroco que consiste en la fusión, permutación o intercambio entre dos de los elementos de una cadena significante, de donde surge un tercero que resume semánticamente los dos primeros (1972: 173). En este caso, el desmembramiento del cuerpo sirve como soporte material para reforzar una condensación semántica, en una imagen donde Carlota realizaría la posibilidad de mexicanizar a Maximiliano: primero lleva a cabo una condensación literal entre diferentes partes del cuerpo de Maximiliano y el de Juárez, Sedano y Leguizano, Santa Anna, Uraga y Zapata. Basándose en este pastiche corporal, Carlota realiza otra condensación en el nivel semántico, mediante la fusión del nombre de Maximiliano con los nombres de estos mexicanos. De esta manera, la expresión metafórica «hasta la médula de los huesos» se vuelve literal, de suerte que la «mexicanidad» de Maximiliano no sería un atributo abstracto sino concreto, material y sensible. Los bordes corporales y los bordes lingüísticos se traspasan para dar lugar a una quimera que dentro de la lógica de Noticias sería un acto de reparación histórica: admitir a Maximiliano en el panteón nacional. Sin embargo, esta imagen grotesca apunta simultáneamente a esta ilusión de reparación y a su fracaso: implica una tendencia hacia la sutura y al mismo tiempo, un reconocimiento de su propia falta de adecuación, lo cual es, como subraya Jenckes, la doble posibilidad de la alegoría (2007: 84). Preocupada por el tema de la reparación histórica, una de las obsesiones de Carlota es la mentira. Pese a su apariencia laberíntica, varios de los capítulos que conforman el monólogo poseen unidad temática, y la mentira es el tema del capítulo XIII. En el pasaje abundan las imágenes hipertrofiadas y fantásticas, combinatorias y sincréticas de las mitologías indígenas y europeas, donde se discuten las «mentiras» de Maximiliano y de otros personajes. Aquí, Carlota imagina a Maximiliano disfrazado de Luis Napoleón para «castigar» corporalmente a ambos personajes al mismo tiempo que propone una crítica de la intervención francesa: Ándale, Maximiliano, préstame tus dientes y ponte la máscara de Luis Napoleón, que a ti, Mostachú, con los dientes de muerto del Rey del Universo te voy

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a arrancar el pellejo y los bigotes engomados, y voy a hacer una cuerda con lonjas de tocino para amarrarla de tus testículos y pasearte bajo el arco del triunfo del Carrusel como al buey gordo del carnaval y así, agarrado de los testículos, te arrastraré por las calles hasta que ya no puedas más y le grites al mundo que mintió el General Forey cuando desembarcó en Veracruz y dijo que no llegaba a hacer la guerra a los hijos de México sino a su gobierno, ¿y esos pobres soldaditos zacapoaxtlas que murieron con los cráneos destrozados por los obuses de Forey [...] qué otra cosa eran de México sino sus hijos? Y hasta que grites que tú, Mostachú, tú, Arlequín el Grande, también mentiste cuando dijiste que Francia no deseaba imponer en México un gobierno que no fuera del agrado de su pueblo, ¿y qué otra cosa eran de México sino su pueblo los soldados del pelotón que fusilaron a Maximiliano en Querétaro? (351)

En su juego con los elementos del carnaval, Carlota recurre a la máscara para desenmascarar a Napoleón III, y tras el disfraz, a Maximiliano12. En lo que respecta a la historia del Segundo Imperio, son famosas tanto la declaración de Forey como la de Napoleón III, así como la justificación de que era la voluntad del pueblo mexicano la que pedía la intervención francesa y el Imperio de Maximiliano, siendo esto último uno de los requisitos del archiduque para aceptar la corona. Habría, pues, tres puntos que considerar. En primer lugar, la declaración de Elie F. Forey a la que Carlota hace alusión aquí, que es el decreto del 20 de septiembre de 1862: «Ce n’est pas au peuple mexicain que je viens faire la guerre, mais à une poignée d’hommes sans scrupule et sans conscience, qui ont foulé aux pieds le droit des gens, gouvernent par une terreur sanguinaire et, pour se soutenir, n’ont pas honte de vendre par lambeaux [...] le territoire de leur pays» (Corral Peña 1997: 130, n. 39)13. La historia oficial anota que del pueblo de Zacapoaxtla, en la Sierra de Puebla, provenían los miembros de un batallón destacado en la batalla del 5 de mayo de 1862.

12

Sobre el buey gordo del carnaval, ver Bajtín (2002: 182). Elie F. Forey fue el general en jefe del cuerpo expedicionario francés en México de septiembre de 1862 a septiembre de 1863, encargado de organizar el gobierno interino y la asamblea que votó a favor de la monarquía. Como sugiere Corral Peña, de «la inclinación evidente de Forey por las proclamaciones» surge una sección titulada «La ciudad y los pregones» en el capítulo VI de Noticias (Corral Peña 1997: 90). 13

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En segundo lugar, al castigar la hipocresía de Napoleón III, Carlota se refiere a declaraciones como la contenida en una carta del emperador francés al conde Flahault, en octubre de 1861, donde, tratando de convencer a Gran Bretaña de la legitimidad de la intervención, decía: «loin d’avoir des préférences égoïstes, ou des répugnances injustes, je ne cherche que le bien, convaincu que tâcher de rendre un peuple prospère, c’est travailler efficacement à la prospérité de tous» (Corti 2004: 602)14. En tercer lugar, están las contradicciones de Maximiliano, quien, por un lado, ponía como requisito que fuera la voluntad popular quien lo llamara a gobernar, y, por otro, escribía a su suegro que su imperio en México dependía «de que a los mexicanos se les ofrezca, con el éxito de la intervención europea, la posibilidad de pronunciarse con libertad sobre sus destinos, de que manifiesten el deseo de la implantación de la forma monárquica de gobierno y de que me ofrezcan la corona» (ibíd.: 140). Como señala Corti, es evidente que «se trataba simplemente de la sustitución del supuesto sojuzgamiento [sic] del pueblo mexicano por Juárez por una opresión real de los franceses y no se pensaba siquiera en una “libre” manifestación de voluntad» (ibíd.). En resumen, Carlota toma el motivo de la máscara para desenmascarar, y recurre a los golpes propios del destronamiento carnavalesco para teatralizar un reclamo histórico. Pese a estar inscrito en el monólogo delirante de Carlota, el pasaje denota una postura crítica frente a un referente —la intervención francesa— que está muy lejos de pertenecer al mundo de los sueños. Otro intento de reparación histórica a partir de la imaginería corporal grotesca se basa en la yuxtaposición entre el cuerpo de Maximiliano y el territorio de México, en un eco de la metáfora de los dos cuerpos del rey. Si en el subcapítulo titulado «El Archiduque en Miramar» se había visto a Maximiliano apropiarse simbólicamente de las riquezas naturales de México al

14 En uno de los capítulos pares, el narrador discute las diferencias entre las dos versiones del libro de Corti (469). La edición mexicana contiene un apéndice de cartas entre Napoleón III y Maximiliano, y entre Eugenia y Carlota, entre 1861 y 1866 (Corti 2004: 601-661) de donde muchas frases de Noticias están tomadas. En su estudio sobre las fuentes históricas de la novela, Corral Peña advierte que en Noticias Del Paso menciona los datos de más de cien, entre ensayos, libros, correspondencia, periódicos, y fuentes populares, que están en la base de la documentación torrencial del texto (1997: 15).

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clavar alfileres de colores en el mapa del país —alfileres plateados para las minas de Sonora y Real del Monte, uno rojo para los vinos de Parral, otro negro para el fierro de Durango (93-99)—, varias páginas después leemos en el discurso de Carlota: Y para ti, Max, tengo otro regalo. ¿Te acuerdas de esa tarde en Miramar en el Salón de las Gaviotas que tenías frente a ti un mapa de México en el que clavabas alfileres de colores? [...] Hoy vino el mensajero disfrazado del Coronel Du Pin y me los trajo, y me pidió que te los diera, para que tú mismo te los claves en la lengua, uno por cada una de tus mentiras [...] pínchate la lengua por haber dicho en Orizaba que si el pueblo mexicano pedía ser de nuevo una República, tú serías el primero en felicitar al presidente electo [...]. Púnzate la lengua, Max, porque a sabiendas que te encontrabas solo y desamparado, murmuraste, tras una cortina del palacio cuando las tropas francesas se retiraron de México, que al fin estabas libre, y porque ya juzgado y condenado dijiste que nunca habías pensado que se te hiciera responsable de una situación que tú no habías creado, cuando que siempre supiste que eras el principal culpable, porque sin ti no hubiera habido Imperio (353).

Apropiándose del motivo prehispánico del autosacrificio corporal, y recurriendo a la contigüidad de sentido entre la lengua como órgano y el acto de hablar, Carlota centra en la lengua de Maximiliano un castigo por la falta de responsabilidad en el uso del lenguaje15. La correlación entre cuerpo y lenguaje —que se refuerza en otras partes del monólogo mediante la alusión a la lengua como principio material para la creación del mundo a través de la palabra (76, 418)— sirve aquí a Carlota para juzgar la hipocresía de ciertas declaraciones de Maximiliano que son parte del récord histórico16. Por otro

15 Sobre el tema del autosacrificio considerar, por ejemplo, las figuras de penitentes en el Templo Mayor traspasándose la lengua con puntas de maguey (Codex Magliabechiano 1970). Entre varias interpretaciones del ritual discutidas por Cecelia Klein está la de Motolinía, quien entiende la perforación hasta sangrar de la lengua y las orejas como una penitencia por los vicios asociados con estos órganos, siguiendo una práctica atribuida a Quetzalcóatl (Klein 1987: 354-355). 16 Ver, por ejemplo, en el libro de Corti: «En su idealismo aseguraba Maximiliano que la nación podía estar segura de que si el congreso se decidía por la forma de Estado republicana,

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lado, como ya he planteado, la asociación entre esta imagen y la escena del Salón de las Gaviotas —que sugiere una yuxtaposición del mapa de México y el cuerpo de Maximiliano— contiene ecos de la metáfora de los dos cuerpos del rey, pero no sirve para consolidar sus efectos políticos y simbólicos en tanto representación del poder monárquico, sino para desmantelarlos al revelar las «mentiras» de Maximiliano. Si en la historia de la imaginación política la idea de los dos cuerpos del rey habría servido para legitimar al monarca, su reformulación irónica por parte de Carlota subraya la ilegitimidad de Maximiliano como emperador de México. Además, es relevante en este pasaje la mención del Coronel Du Pin, que en Noticias personifica la incongruencia de la «misión civilizadora» de la empresa francesa en territorio mexicano y que, por medio del episodio ficcional de la tortura de Juan Carbajal al clavar exvotos en diversas partes de su cuerpo y luego arrancarlos (en el capítulo titulado «Con el corazón atravesado por una flecha»), encarna la violencia y la crueldad de la invasión armada sobre los cuerpos individuales. Como afirma Nathalie Sagnes, con la tortura de Juan Carbajal a manos de Du Pin, «México aparece simbólicamente torturado y lacerado por el extranjero que ha venido a aplastarlo y a humillarlo», en una imagen novelesca que posee una fuerza expresiva que sobrepasa las posibilidades de cualquier relato histórico (1997: 205). Juan Carbajal muere atravesado por las flechas de un indio mayo bajo las órdenes de Du Pin, de modo que la perforación corporal se traslada a un grado extremo; al aludir a este episodio en el monólogo, Carlota transforma la perforación del cuerpo con los exvotos como forma de tortura en el ritual del au-

él como primer ciudadano, felicitaría al presidente elegido» (Corti 2004: 540). Cabe subrayar que lo que Corti califica de idealismo, Carlota lo tacha de hipocresía. El segundo ejemplo, mencionado por Carlota, también lo consigna Corti: «Maximiliano, oficialmente, ignoró la partida de los franceses. También negó la audiencia de despedida solicitada por Bazaine. Se limitó a presenciar, escondido detrás de una cortina, el desfile de los franceses y, según parece, dijo a sus acompañantes: “Ahora, por fin, estoy libre”» (ibíd.: 551). Esta frase de Maximiliano recuerda la famosa expresión de Eugenia a Carlota cuando España y Gran Bretaña abandonaron la empresa de la intervención, tras los tratados de La Soledad (el 19 de febrero de 1862): «Et nous voilà grâce à Dieu, sans alliés!» (ibíd.: 607; énfasis en el original).

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tosacrificio, imaginando una escena corporal que es también un acto de reparación donde Maximiliano asumiría su responsabilidad en la historia17. Este pasaje se inicia con la frase «hoy vino el mensajero», una de las marcas recurrentes del discurso de Carlota. El mensajero es un producto del delirio de Carlota; aparece muchas veces disfrazado y, según la antigua emperatriz, es la fuente de gran parte de su conocimiento histórico. De entrada, la mención del mensajero sitúa el pasaje en un contexto imaginario, pero esto no significa que el subtexto de la imagen también lo sea. De hecho, Carlota utiliza a menudo la presencia del mensajero para expresar críticas a Maximiliano, a Juárez o a Napoleón III que están fundamentadas en las tensiones y sucesos relacionados con el Segundo Imperio, pero desde un punto de vista mucho más cercano al momento de escritura de Noticias y, sobre todo, coincidente con la perspectiva autoral que subyace a la totalidad de la novela. Y es que, a pesar de aquellas lecturas que ven en Noticias una novela que niega la posibilidad de conocimiento histórico, o que mantiene una visión relativista de la historia, hay una perspectiva autoral que se expresa de muchas formas y en diversos niveles detrás de la aparente disparidad de voces. En lo político, esta perspectiva aboga por el derecho de autodeterminación de México ante la intervención francesa, y se expresa como parte de una colectividad mexicana que carga con un peso histórico; en lo epistemológico, este narrador-autor confía en la posibilidad de conocimiento histórico aunque reconoce que una orientación ideológica subyace a las versiones de la historia; en lo relativo a la creación literaria, esta perspectiva autoral asume enteramente su capacidad de autoría y cree en la capacidad del texto literario que dialoga con la historia de influir en el conocimiento colectivo18. Al comentar la anterior imagen de Maximiliano me refería a la metáfora de los dos cuerpos del rey. Como parte de los discursos «altos» del derecho, la política y la teología, esta metáfora codifica una concepción del cuerpo que sigue los parámetros de lo que Stallybrass y White denominan el modelo discursivo del cuerpo clásico, donde el cuerpo material se supedita al cuerpo 17 Klein señala que algunas interpretaciones del autosacrificio entre los aztecas lo postulan como el saldo de una deuda con la divinidad (1987: 297). 18 Para la discusión de algunos de estos aspectos, ver Elmore (1997), Fiddian (2000) y Pons (1996).

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místico o político en un movimiento hacia «arriba» (lo abstracto). En el monólogo, por el contrario, el grotesco implica un movimiento hacia «abajo»; así, las huellas de esta metáfora —que según Fell constituye parte del imaginario del discurso de Carlota (1991: 90)— no se dirigen hacia la consolidación de los efectos simbólicos del poder, sino que van indudablemente hacia la destrucción de cualquier aura mística del principio monárquico. Numerosas son las imágenes donde Carlota derrumba los presupuestos de la idea de los dos cuerpos del rey a través de una serie de «inversiones simbólicas»19. Entre ellas, sobresale una que, basándose en la excentricidad e irreverencia del grotesco, descansa sobre la posibilidad de encarnación sim-

19 En sus orígenes, como idea jurídica y no como metáfora, la legal fiction de los dos cuerpos del rey presuponía la unidad indivisible de un cuerpo mortal y un cuerpo místico o político en el monarca, y sobre todo, la superioridad del segundo: en el cuerpo político «residen fuerzas realmente misteriosas que actúan sobre el cuerpo natural mitigando, e incluso eliminando todas las imperfecciones de la frágil naturaleza humana» (Kantorowicz 1985: 21). El discurso de Carlota, con su movimiento hacia abajo, tiende, por el contrario, a resaltar la supremacía del cuerpo mortal, marcado justamente por todos aquellos aspectos a los que la dignidad real era inmune en la idea medieval, como la infancia, la vejez y otros muchos «[d]efecto[s] [y] [f ]laqueza[s] natural[es]» (Plowden 212.ª en ibíd.: 20). En primer lugar, Carlota echa por tierra aquella supuesta predominancia del cuerpo místico o político sobre el cuerpo material, y se enfoca a resaltar justamente todos los «defectos y flaquezas naturales» de esas mismas familias reinantes a las que se declara ligada por genealogía. La lista de ejemplos sería verdaderamente abrumadora; sin ir más lejos, el capítulo XIX está casi enteramente consagrado a relatar las taras y enfermedades de «todos tus parientes imbéciles y locos y tiranos y degenerados» (549). Si uno de los supuestos de la continuidad dinástica es la pureza de la sangre real, que se concibe «como un fluido de alguna manera misterioso» (Kantorowicz 1985: 313), Carlota declara constantemente la corrupción de la suya: «el líquido corrupto que me corre por las venas» (607). Si uno de los lemas asociados a la idea de los dos cuerpos es el de que «el rey nunca muere» como Dignitas, por la sucesión dinástica (Kantorowicz 1985: 360), Carlota ofrece la imagen recurrente de su marido muerto: «cada noche viajo hacia atrás en el tiempo, y, sola en la oscuridad de mi cuarto te he visto una y otra vez, mil veces, caer en silencio bajo el fuego de una descarga silenciosa, y te he visto besar el polvo del cerro y abrir la boca sin decir una sola palabra» (187). En la visión del «Rey de México» y «Rey del Mundo» (que es como llama Carlota a Maximiliano ), muerto una y mil veces en el cerro de las Campanas como culminación del episodio mexicano, lo que queda al desnudo es «la naturaleza miserable y mortal de un hombre solo» que, como en la tragedia de Shakespeare, «ya no personifica [...] el cuerpo místico de sus súbditos y de la nación» (Kantorowicz 1985: 43).

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bólica del reino en el cuerpo del monarca: «entró Bazaine a mi cuarto para violarme con el bastón de Mariscal de Francia que tenía entre las piernas» (23). La alusión a Bazaine permite la comparación del cuerpo femenino de Carlota con el territorio de la nación, violado por una invasión extranjera, que más tarde se refuerza cuando el personaje afirma: «México y yo somos la misma cosa» (659). La declaración es doblemente problemática: por un lado, al equiparar la invasión militar con la violación femenina, en ella resuena el discurso de una historiografía que conceptúa la conquista de territorios como dominación sexual masculina, reservando para las mujeres el rol de objetos sexuales pasivos20; por el otro, la metáfora vuelve evidente el lugar problemático de la Carlota histórica en el imaginario mexicano: con esa tendencia a desestabilizar las oposiciones que la Carlota delpasiana toma del grotesco, el personaje no se asume como extranjera, sino que propone su identificación con un México agredido. En el siguiente apartado discuto la relación de Carlota con los arquetipos femeninos de la «mexicanidad». 2.2. ¿La Madre de la nación? En el último capítulo de la novela, Carlota completa su identificación con México al declarar: Me embarazó el Mariscal Aquiles Bazaine con su bastón de mariscal. Me embarazó Napoleón con el pomo de su espada. Me embarazó el General Tomás Mejía con un cacto largo y lleno de espinas. Me embarazó un ángel con unas alas de plumas de quetzal que tenía, entre las piernas, una serpiente forrada con plumas de colibrí. Y quedé preñada de viento y de vacíos, de quimeras y de ausencias. Voy a tener un hijo, Maximiliano, del peyote, un hijo del cacomixtle, un hijo del tepezcuintle, un hijo de la mariguana, un hijo de la chingada (659).

A través del embarazo, Carlota busca establecer una posición respecto a la intervención francesa y un diálogo con el imaginario mexicano. Si bien el personaje otorga innumerables identidades al cuerpo que supuestamente

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Sobre los discursos de conquista como conquista sexual, ver Karen V. Powers (2002).

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está engendrando, en el pasaje arriba citado su embarazo se vuelve cada vez más «mexicano»: el bastón de Bazaine y la espada de Napoleón como símbolos de la invasión militar se transforman en un cacto lleno de espinas y terminan en la imagen sincrética del «ángel disfrazado con plumas de quetzal», a la que Carlota también se refiere en otra sección del monólogo, donde se remite al mito de nacimiento de Huitzilopochtli (Corral Peña 1997: 191). Pero es en la última frase de la cita —«voy a tener un hijo [...] de la chingada»— que Carlota busca su identificación arquetípica con México, al aludir a El laberinto de la soledad, y con ello a los discursos que se han propuesto definir la identidad mexicana. Es de sobra conocido el ensayo «Los hijos de la Malinche», donde Octavio Paz define al «mexicano y a la mexicanidad» como «ruptura y negación» con el pasado a través de la imagen de la Malinche como madre violada (1976: 79). En palabras de Jean Franco: Octavio Paz escribe en 1950, en El laberinto de la soledad, sobre la «enfermedad mexicana», y la sitúa precisamente en esta ambigua subjetividad de los hijos de la Malinche, avergonzados por su violación (la conquista) y por ello forzados a rechazar la parte femenina como lo devaluado, lo pasivo, lo rajado y maltratado, como la chingada, la violada, la que ha sido cogida y, con todo, es al mismo tiempo la traidora (1994: 20).

Con base en su embarazo, Carlota se presenta en momentos como Malinche o como Llorona21, pero otro tanto cabe decir sobre su identificación, a lo largo de todo el monólogo, con el arquetipo opuesto, la Virgen de Guadalupe, ya sea a través de la mención directa, o por medio de la apropiación del apelativo «Emperatriz de América», con que se le designa popularmente. Carlota juega a colocarse las dos caras de lo que Roger Bartra, entre otros, distingue como un mismo mito de la identidad nacionalista mexicana: «por un lado, la virgen-madre protectora de los desamparados, la guadalupana; por otro lado, la madre violada y fértil, la chingada, la Malinche» (Bartra 1987: 205). Mediante esta apropiación, Carlota asocia su obsesión por el

21 Sobre la asociación de la Malinche con la Llorona, ver González Hernández (2002: 157) y Bartra (1987: 216, 219).

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embarazo con una maternidad quimérica que la lleva a declarar hacia el final de la novela: Yo soy Mamá Carlota, madre de todos los indios y todos los mestizos, madre de todos los blancos y los cambujos, los negros y los saltapatrases. Yo soy Mamá Carlota, madre de Cuauhtémoc y La Malinche, del cura Hidalgo y Benito Juárez, de Sor Juana y de Emiliano Zapata (664).

La Carlota delpasiana da así un giro a la connotación ofensiva del sobrenombre popularizado en la famosa canción juarista «El adiós a Mamá Carlota», de Vicente Riva Palacio: «Ellos, los mexicanos, decidieron que a la tía de Europa [...] la iban a llamar Mamá Carlota. Ellos, los mexicanos, me hicieron su madre, y yo los hice mis hijos» (664). Carlota busca, a través de la maternidad, aquella pertenencia al panteón mexicano que el narrador-autor señala como una de las deudas de los mexicanos para con sus antiguos emperadores; así lo indica la alusión a la historia mexicana a partir de la mención de las figuras protagónicas, desde Cuauhtémoc hasta Zapata, en el fragmento citado. Ahora bien, esta maternidad arquetípica evidencia que la identidad mexicana moderna denota un constructo paradójico —un ser/no-ser: «preñada de viento y de vacíos, de quimeras y de ausencias»— y también masculinista. La complementariedad de los modelos Malinche-Guadalupe, que comparten el rasgo de haber «traicionado» a su pueblo, resalta el hecho de que «la historia de la perfidia femenina [común en los textos fundacionales] es particularmente necesaria para la épica nacionalista, sobre todo si la épica se origina en una conquista y una derrota» (Franco 1994: 19)22. De ahí que pueda 22 Según Bartra: «[L]a leyenda negra de la Malinche se va formando en relación directa al establecimiento de la idea de nación. El hecho de que Malintzin apoyó a los españoles como un acto de rebeldía contra el despotismo de los tenochas se va desvaneciendo para dar lugar a la idea de que la Malinche traicionó a su patria; poco importó que la idea y la realidad de una patria no pudiesen aplicarse a los pueblos aborígenes. El nacionalismo mexicano del siglo XIX —como el de hoy, aunque con otros matices— tuvo necesidad de inventar una patria originaria: y esta nación primigenia debía tener sus héroes y sus traidores. A Malitzin le fue asignada la obligación de encarnar la infidelidad y la deslealtad» (1987: 216; énfasis en el original). Por su parte, la Virgen de Guadalupe «traiciona» sus orígenes españoles al «renac[er]

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interpretarse desde varias perspectivas la proclamación de Carlota como Madre de la nación. Por un lado, puede leerse como una especie de «función catártica» similar a la que menciona Sagnes para el caso de Maximiliano: «lo que la historia y los mexicanos le negaron a Maximiliano, Del Paso y la ficción se lo ofrecen. La novela recupera la figura de Maximiliano y la integra en la historia nacional con un gesto de sublimación y de perdón que absuelve de su muerte a todos los mexicanos» (1997: 209). Lo mismo pasaría con Carlota gracias a su «mexicanización» como madre arquetípica: éste sería un primer paso hacia la asimilación de lo que sigue siendo un episodio traumático en la psique nacional. Fiddian ofrece otra interpretación: percibe en esta autoproclamación de Carlota como Madre de la nación una muestra de la actitud de posesión y control indiscriminados por parte de un soberano hacia sus súbditos, y encuentra la pretendida «mexicanidad» de Carlota tan absurda y vituperable como su apropiación del paisaje americano, que ilustra el apetito territorial del imperialismo (2000: 118-119). Rebecca L. Lee, por su parte, advierte que la compulsión de Del Paso y Usigli por definir a Carlota como madre revela cierta inquietud ante un nacimiento monstruoso a partir de una fuerza de ocupación imperialista (2004: 35). Lee nota en la representación de Carlota una continuación del mito masculino de la culpa femenina: la locura de Carlota sería un castigo proporcional a su culpa, y el precio que hay que pagar para que la legitimidad y la razón de la nación mexicana sean restauradas discursivamente (ibíd.: 41). A pesar de su diversidad, estas interpretaciones poseen un rasgo en común: consideran las declaraciones de Carlota como literales y serias. Otras conclusiones pueden obtenerse si se las sitúa como parte de la estética de distorsión y desproporción que caracteriza al monólogo:

como Virgen india y morena» (ibíd.: 207). Ahora bien, cabe subrayar que, al hablar de la Malinche en el nacionalismo decimonónico, Bartra se refiere sin duda al nacionalismo liberal. Agradezco a Erica Segre hacerme notar la diferencia entre el nacionalismo decimonónico liberal y el conservador, y mostrarme que la representación plástica de la Malinche enfatiza los aspectos positivos de este personaje como mediadora entre culturas. Mucho más recientemente, otras lecturas de la Malinche se han efectuado desde el feminismo chicano, como en los trabajos de Gloria Anzaldúa y Sandra Cisneros.

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Benito Juárez va a llegar al Vaticano de calzón de manta y huaraches y va a decir que es Juan Diego y a pedirle una audiencia al Papa a la hora del desayuno, y [...] cuando extienda su tilma ante los ojos de Pío Nono me voy a aparecer yo convertida en la Virgen de Guadalupe, de pie sobre una media luna de marfil sostenida por angelitos cuyas alas tendrán los tres colores de la bandera mexicana [...] (233).

Según el relato de las apariciones en el Tepeyac, la Virgen de Guadalupe habría surgido pintada en la tilma de Juan Diego, extendida por éste ante los ojos del obispo de la Ciudad de México23. En este ejemplo, Carlota imagina a Benito Juárez «de calzón de manta y huaraches», es decir, disfrazado de Juan Diego, y se propone a ella misma usurpando la representación iconográfica de la Virgen de Guadalupe. En otras palabras, lo que Carlota ofrece es la representación deliberadamente distorsionada y excéntrica de otra representación (un arquetipo maternal). Así, Carlota no sólo se ríe de los símbolos nacionalistas (piénsese en los angelitos tan mexicanos con alas tricolores), sino que los des-naturaliza al revelarlos como construcción. Aquí cabe recordar que, en contraste con la aparente transparencia de la relación entre símbolo y referente, Benjamin sugiere que la alegoría no postula una dualidad entre la imagen y la realidad, sino que en ella los objetos existen como lo que podría llamarse simulacros de otros simulacros; la alegoría «creates a world of representations where everything can take the place of something else» (Holz en Seyhan 1991: 239-240). Si, como afirma David Brading, la exaltación del pasado azteca y la devoción por la Virgen de Guadalupe eran, ya desde el siglo XVII, parte del vocabulario ideológico del patriotismo criollo que el nacionalismo liberal del siglo XIX heredó desde sus formas más tempranas (1985: 3), la osadía que Carlota toma del grotesco la lleva a entablar un juego irreverente con ciertos símbolos nacionalistas al presentarlos bajo formas extravagantes. Si, según Alan

23 La imagen de la Virgen de Guadalupe es conocida: cubierta por un manto estrellado, de pie sobre una media luna sostenida por ángeles. En un fascinante artículo sobre el guadalupanismo, que postula que el nacionalismo religioso (lo que en el vocabulario de Brading es un protonacionalismo o patriotismo criollo) es anterior al nacionalismo político, Pérez Martínez resalta el carácter nacionalista de los textos bíblicos que se adaptaron en los sermones y oficios guadalupanos en el siglo XVI (1992: 77).

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Knight, la Virgen de Guadalupe es quizás el símbolo más claro de la identidad mexicana (2007: 201), ¿cómo puede Carlota pretender apropiarse del apelativo «Emperatriz de América»? Las palabras de Carlota reflejan un afán de refuncionalizar, bajo una perspectiva inusitada, ciertas ideas anquilosadas y monolíticas sobre el discurso de la «mexicanidad», que ocupó buena parte del debate intelectual a lo largo del siglo XX. Es decir: si «the masks and voices of carnival resist, exaggerate and destabilize the distinctions and boundaries that mark and maintain high culture and organized society» (Russo 1997: 325), también podría sugerirse que el juego de máscaras de Carlota con los símbolos nacionalistas implica una problematización de su legitimidad y de su validez, y, por lo tanto, denota una crítica de las definiciones monolíticas de «lo mexicano». En el fondo, Carlota lleva al lector a preguntarse: ¿quién se apropia de las representaciones de lo mexicano?, ¿quién tiene el derecho de adjudicárselas legítimamente?, ¿cuándo la «mexicanidad» —como en el caso de Maximiliano vestido de charro— es sólo un disfraz24? En la época que Del Paso escribe su novela, es difícil separar las manifestaciones nacionalistas en México de los «fenómenos simbólicos que permitieron la impresionante y amplia estabilidad del sistema autoritario [de la revolución institucionalizada] a lo largo de siete décadas» (Bartra 2005: 13), cuyo ocaso se acercaba al momento de la publicación de Noticias25. Podría suge-

24 Hacia dicha reflexión apuntan pasajes lúdicos como el siguiente: «Y que me toquen el jarabe tapatío para que vean cómo lo bailo sobre la tumba de Napoleón Tercero. Que me traigan una guitarra, que me traigan un sombrero y unas cananas, que hoy me voy a echar balas a la Feria de San Juan [...]. Que me traigan mi rebozo de bolita y mis faldas de china poblana forradas con chaquira y lentejuela. Que me traigan mis huaraches. Que me traigan un sarape de Saltillo, porque hoy me voy a vestir de mexicana para asombrar al mundo» (660-661). 25 Tras una elección presidencial marcada por la controversia, el Partido Revolucionario Institucional ha vuelto a ocupar el poder en México desde fines del 2012, luego de dos sexenio de gobiernos panistas. El nacionalismo como sustento simbólico del PRI es un fenómeno complejo y cuya evolución histórica ha sido muy discutida y documentada. Una muestra del hartazgo y la sospecha que en 1986 inspiraba tal asociación es la ponencia titulada «Contra el nacionalismo: corrupción de la nacionalidad», de Antonio Alatorre, en un coloquio sobre el nacionalismo en México: «En el mejor de los casos [el] nacionalismo es retórica, es humo; pero generalmente el humo está tapando algo. El nacionalismo es instrumento de manipulación. Se pretende acallar las voces de la nación con el estruendo del himno nacional» (Alatorre 1992: 20).

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rirse, entonces, que el juego irreverente con los símbolos nacionalistas supone una crítica del nacionalismo como sustento simbólico del gobierno emanado de la revolución, que hacia el fin de la década de los ochenta —cuando se publica Noticias del Imperio— atravesaba una grave crisis de legitimidad26. Roger Bartra plantea que las causas profundas de la transición democrática que acompañó la caída del régimen priísta en el año dos mil «implican una gran crisis cultural [y] se inscriben en un ciclo largo que se inició en 1968 y que todavía no termina [en 2001]. Este ciclo largo comprende la crisis de las mediaciones nacionalistas que encarnaron en la anatomía del mexicano, y el lento crecimiento de una cultura política» (ibíd.: 16). En este ciclo largo de transición política puede colocarse la novela de Fernando del Paso, y desde este punto de vista es posible entender las alusiones que hace con respecto a las coyunturas históricas del presente de su escritura, como el hecho de que las primeras palabras de la novela sean las siguientes: «En 1861, el Presidente Benito Juárez suspendió los pagos de la deuda externa mexicana», que para un lector de 1987 muy probablemente recordaran la crisis en la balanza de pagos en la década de los ochenta y la suspensión de los pagos de la deuda externa mexicana en 198227. Aún más relevante es considerar el impacto de una novela que con tanta fuerza reafirma el derecho de autodeterminación de México en un momento en que la total falta de autonomía del país frente a los organismos financieros internacionales se ponía en evidencia28.

26 De acuerdo con Hellman (1998: 267), la legitimidad del PRI desde su fundación en la década de 1920 se apoyaba en tres argumentos: que producía crecimiento económico (aunque no la repartición equitativa de la riqueza); que llegaba al poder mediante elecciones democráticas; y que era el heredero de la revolución. Sin embargo, para 1987 los tres argumentos eran insostenibles. 27 Elmore señala que con este comentario «el paralelo entre el México de 1861 y el de finales del siglo XX queda planteado antes que la maquinaria de la novela se eche a andar» (1997: 149; énfasis en el original). 28 Hellman observa que en el sexenio de López Portillo (1976-1982), la deuda externa mexicana multiplicó ocho veces su valor (1998: 220). Grosso modo, la sobrevaluación del peso y la fuga de capitales tuvieron su corolario en la devaluación de la divisa, en un 30%, en febrero de 1982, y en un 70% entre febrero y agosto, lo que desencadenó la inflación y casi duplicó el monto de la deuda externa de un golpe. Cuando fue evidente (a mediados de agosto) que México no podría pagar, la comunidad financiera internacional se movilizó; el

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Al jugar con los arquetipos femeninos nacionalistas, Carlota cuestiona su legitimidad para representar, es decir, vuelve problemática su validez y su vigencia. Al mismo tiempo, su identificación con lo mexicano «disloca [...] las oposiciones culturales, irrita[ndo] la lógica de lo propio y de lo ajeno que urde el texto de la historia» (Borsò 2001: 128). En este contexto, Noticias propone que la incorporación de Maximiliano y Carlota al árbol genealógico mexicano no puede separarse de la revisión de ciertas cuestiones irresueltas: «¿Cómo definir el territorio cultural de la “patria”? ¿[Desde] dónde juzgar a los personajes? ¿En qué posición situar la traición?» (ibíd.: 129130). Las imágenes que Carlota utiliza en su autoproclamación evidencian la dificultad de entender el papel de la Carlota histórica conforme a una dicotomía simplista, resaltan las dificultades inherentes a la idea de la identidad mexicana entendida como producto de una violación, y ponen al descubierto el reduccionismo de los arquetipos femeninos construidos bajo el discurso masculino de la «mexicanidad». Carlota desvela al simulacro mediante el simulacro, desesencializando las nociones de lo mexicano. De esta forma, Noticias del Imperio demostraría lo que afirma Borsò: que «contra el lugar monolítico de la historia nacional, la literatura inventa “otros espacios” heterogéneos, espacios que, al desestabilizar las oposiciones, no permiten ni la síntesis utópica de los opuestos, ni una mera función compensatoria» (2001: 131). Las imágenes corporales que Carlota propone bajo la estética del grotesco son, por definición, un ámbito privilegiado de esta heterogeneidad. Como alegorías de la nación así como de la historia, los cuerpos grotescos, metamórficos, carnavalizados, de Maximiliano y de Carlota muestran que «the allegorical form captures a facet of historical experience inaccessible to the [...] symbol: the experience of a fragmented, gro-

FMI, por ejemplo, aportó cuatro mil millones de dólares en crédito. «In return for crucial support in this period, the Mexican government undertook to deliver to the United States the vast bulk of its future oil and gas, all at extremely “favorable” prices» (ibíd.: 224-225). Ver también Meyer (1995: 53-56). Más aún, Hellman interpreta la nacionalización de los bancos por López Portillo en 1982, con su retórica nacionalista de «orgullo y enojo» ante la fuga de capitales y su llamado al sentimiento patriótico de las clases populares, como una clara manipulación de los símbolos; en este caso, de la expropiación petrolera llevada a cabo por Lázaro Cárdenas en marzo de 1938 (Hellman 1998: 226).

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tesquely unsuccessful diversity» (Sanjinés 2004: 100). En contraste con los símbolos nacionalistas —encarnaciones perfectas de arquetipos eternos— las imágenes corporales de Maximiliano y Carlota en el monólogo exhiben su inadecuación, su carácter construido, y así, desestabilizan cualquier intento de significación trascendental. 2.3. Cuerpo metamórfico, discurso proteico Carlota se opone en su delirio a la inmovilidad de lo cotidiano al ofrecer una imagen de su cuerpo metamorfoseado y en movimiento, en los viajes fantásticos con un mensajero proteico e imaginario, y en espacios que también se van cambiando: No saben que cuando viene el mensajero disfrazado del mago Houdini me transforma en la Princesa de Liliput y me escondo en el día en mi casa de muñecas, y en las noches me monto en el lomo de un murciélago que viene por mí desde Brujas para llevarme a Dunquerque y en Dunquerque me monto en el lomo de un pez volador para viajar a México (661).

Estos viajes de Carlota, con el fuerte componente fantástico que los caracteriza, comparten algunos rasgos con uno de los géneros que según Bajtín es típico de la sensibilidad carnavalesca: la sátira menipea. Éstos son, entre otros: las aventuras fantásticas; el viaje en tres planos; la observación desde un punto de vista inusitado (perspectiva microscópica, macroscópica y cinematográfica en el monólogo); el naturalismo de bajos fondos que provee una revelación moral; el carácter de actualidad más cercana (bajo la forma del chisme y con el pretexto de poner a Maximiliano al tanto de lo que ha pasado al mundo desde su muerte); el universalismo filosófico; la preferencia por los contrastes marcados en la identidad —emperatriz/esclava, loca/sabia—; y la representación de un estado psíquico anormal (Bajtín 1987: 161167). Por el margen de libertad que permiten, por el tipo de revelación que ofrecen, y sobre todo, por la realidad alternativa que constituyen respecto de una realidad opresiva, los viajes de Carlota se parecen también a los viajes místicos de las monjas enclaustradas en el México colonial, que Jean Franco estudia en Las conspiradoras: «La mística, transportada en sueños y visiones

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más allá de los estrechos confines de la celda, volaba a través del tiempo y del espacio [...]. El vuelo era el equivalente femenino del viaje heroico de autotransformación, con la diferencia de que no encontraba obstáculos y de que no se trataba tanto de un relato como de una epifanía» (1994: 16)29. A la par de un cuerpo mutable, en el monólogo se manifiesta, asimismo, una subjetividad cuya identidad no es estable. En efecto, las posibilidades que Carlota menciona después de «yo soy» incluyen todos los predicados imaginables: «Yo soy tu amor vestido de marinero. Yo soy tu espanto disfrazado de espejos, tu pecho tatuado de códices, tu miembro envuelto en hojas de plátano. Yo soy tu lengua amarrada a la lengua de Concepción Sedano» (657). El cuerpo de Carlota ya no es el sitio de la identidad (y la identidad ya no es lo igual a sí). Diversos ámbitos son inestables: los límites psíquicos y corporales del yo, los espacios y tiempos históricos y verbales, y las relaciones entre las categorías y los objetos. De la misma manera, el carácter híbrido y metamórfico de las imágenes corporales es concomitante a la fluidez en los significados de un discurso donde, según Carlota, es posible «hacer que el espejo sea una rosa y una nube, y la nube una montaña, la montaña un espejo» (117). El vínculo creado por la concatenación (nube/nube, montaña/montaña) y, luego, la epanáfora («espejo» se encuentra en la primera y última proposiciones) en el nivel morfosintáctico de la lengua crea un efecto de aparente continuidad semántica donde en realidad no hay bases lógicas para la analogía. En este caso, como en muchos otros ejemplos, el discurso de Carlota desestabiliza las bases de la identidad y de la significación.

29 De manera crucial, en el monólogo, esta epifanía dada por los viajes fantásticos no lo es sólo para Carlota sino también para el lector. Ello sucede, por ejemplo, en los pasajes evocativos de Alicia en el país de las maravillas, donde Carlota se vuelve grande y pequeña, y que constituyen una prueba de lo que Rössner ha llamado el «realismo loco» o «lo real maravilloso europeo» que Del Paso habría inaugurado con Noticias. Para este crítico, el retrato de una Europa encantada tiene como objeto revertir una situación de colonización intelectual: «ya es un lector latinoamericano que mira a Europa no con la habitual admiración por el progreso y el desarrollo, sino con el placer exotista de un mundo mágico-real que casi ha desaparecido». Rössner observa que en Noticias «el lado europeo, representado sobre todo por Maximiliano y su corte, carece de sentido de la realidad, mientras que el México republicano, en la persona de Juárez, tiene el papel normalmente reservado a los europeos: es pragmático, racionalista y, al final, vencedor» (1997: 226).

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En el monólogo es constante la anulación de las dimensiones normales del cuerpo con respecto al mundo —una de las características principales del grotesco de Kayser—, como cuando Carlota aparece dentro de una botella (412) o cuando declara: «hoy me puse de collar el río Usumacinta [...] hoy me puse a la ciudad de Guadalajara por sombrero» (662). Numerosos ejemplos en este sentido giran alrededor de la idea de Maximiliano como títere o muñeco (de tela, de jabón, de dulce, de celuloide), que es un leitmotiv del discurso de Carlota, y que se desarrolla con variantes que incluyen la perspectiva cinematográfica y la microscópica. En una imagen que conjuga la distorsión no sólo de las dimensiones espaciales, sino también de las temporales y lógicas, Carlota propone: «Nadie como yo, tampoco, si se me da la gana, para hacerte chiquito, para hacerte un niño de pecho y enterrarte en una caja de zapatos, para volverte un feto de quince días y enterrarte en una caja de cerillas» (118). En algunas ocasiones, la alteración del tiempo cronológico se logra mediante el uso ilógico de los tiempos verbales: «Yo no quería decirle a Enriqueta que allí estaba el duquesito de Brabante, su hijo, empapado y temblando de frío por haberse caído, el bobo, en un estanque. Yo no quería recordarle a la pobre que en unos cuantos días el duquesito se iba a morir de pulmonía» (119; mi énfasis). En otros momentos, la desestabilización del tiempo progresivo se logra con el efecto típicamente grotesco de convertir un proceso temporal en una imagen corporal: Ayer, por ejemplo, que tuvimos la clase de español en Miramar, dime ¿cómo explicarle al profesor que delante de él tenía no sólo a una mujer de veintitrés años, sino también a una mujer madura de cuarenta, a una anciana de ochenta y seis? ¿Cómo hacerle entender que bajo esa tez de porcelana, que bajo esa linda cara lavada con agua de Colonia y de milflores de la que tanto se enamoró el Coronel Van Der Smissen [...] había diez, cien máscaras, cada una menos hermosa, más vieja, menos fresca, más apergaminada, hasta llegar a la que tengo ahora puesta? (361-362)

En esta imagen, Carlota realiza lo que para Benjamin es el «tropo clásico» de la fragmentación propia de la alegoría: la espacialización del tiempo, donde los significados temporales se congelan, y las acciones y los objetos se

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apilan o se estratifican (Caygill 2010: 248). Como señala Parkinson Zamora, para Benjamin la discontinuidad temporal desenmascara la falsa promesa de la perfección futura (1997: 166). En vez de la visión progresiva del tiempo, el impulso alegórico da lugar a constelaciones donde los objetos y eventos pasados son inseparables de la perspectiva del presente (Caygill 2010: 245). En esta imagen del rostro de Carlota, diferentes temporalidades se manifiestan en corporeidades simultáneas superpuestas: pasado y presente (futuro desde la perspectiva del pasado) se materializan en capas que, como máscaras, se acumulan apuntando hacia momentos discontinuos que, sin embargo, se observan de manera sincrónica. Siguiendo la lógica del grotesco como modelo discursivo —hipertrofia, heterogeneidad, exorbitancia, excentricidad—, Carlota recurre a largas enumeraciones, marcadas por la anáfora y el paralelismo característicos del estilo de Fernando del Paso, que crean asociaciones entre sucesos separados en el tiempo: Y ellas, las holgazanas [...] me dicen sí Su Majestad, sí Doña Carlota Leopoldina, siempre es invierno, Su Majestad, y ha nevado durante sesenta años. Comenzó a nevar sobre el ataúd de Don Maximiliano, cuando lo llevaban en la Novara de Veracruz a Trieste [...], nevó cuando mandaron a Dreyfus a la Isla del Diablo, Su Majestad, nevó sobre los cuerpos de los soldados muertos en la Batalla de Celaya, y sobre los cadáveres de los armenios masacrados en Constantinopla, nevó sobre el Puente de Brooklyn y nevó también, Doña Carlota, ha nevado todo este tiempo en los picos de Ardenas que escala disfrazado de tirolés su sobrino el Rey de Bélgica Alberto Primero, y en los senderos y las barrancas de los Pirineos a donde iba acompañada por sus damas la Emperatriz Eugenia para ver desde Francia la tierra de su amada España y nevó sobre las chimeneas del barco Ipiranga donde Don Porfirio Díaz lloró su exilio, que en paz descansen Doña Eugenia y Don Porfirio [...] (238- 239).

Así, mediante enumeraciones, cuya intencionalidad parece ser la de agotar todas las posibilidades de un tema (Corral Peña 1997: 217), Carlota logra agrupar elementos dispares y separados. La construcción y exploración sistemática, «maniática», al decir de Fell (1997: 120), de ciertos campos semánticos, contribuye al efecto totalizante y excesivo del discurso. Entre aquéllos están: «agua» (18), «flores» (71), «muertos» (74), «plumas de ave» (124-125), «decapitados» (234-235), «incendios» (237) y «veneno» (302-

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306). Como afirma Corral Peña, en «esta proliferación prodigiosa, la cual implica una aspiración a lo ilimitado, encontramos una de las marcas distintivas de la escritura [...] de Fernando del Paso» (1997: 219). Dicha proliferación se presenta, además, como una manera de referir la historia que es distinta a la narrativización cronológica. En el Libro de los pasajes, Benjamin distingue entre el coleccionista y el alegórico: el coleccionista «emprende la lucha contra la dispersión», al juntar «lo que encaja entre sí: puede de este modo llegar a una enseñanza sobre las cosas mediante sus afinidades o mediante su sucesión en el tiempo»; el alegórico, en cambio, «constituye por decirlo así el polo opuesto del coleccionista. Ha renunciado a iluminar las cosas mediante la investigación de lo que les sea afín o les pertenezca». Sin embargo, continúa Benjamin, no por ello deja de haber en el fondo de todo coleccionista un alegórico, y en el fondo de todo alegórico un coleccionista, siendo esto más importante que todo lo que les separa. En lo que toca al coleccionista, su colección jamás está completa; y aunque sólo le faltase una pieza, todo lo coleccionado seguiría siendo por eso fragmento, como desde el principio lo son las cosas para la alegoría (2004: H 4a, 1, 229).

En una declaración metaficcional, un personaje de Palinuro de México se declara un «coleccionista de palabras», lo cual es una afirmación sobre la poética delpasiana que puede aplicarse también a Carlota. Ésta vincula momentos dispares a partir de un elemento común —la nieve, en el ejemplo citado— pero por su heterogeneidad, la colección apunta paradójicamente y al mismo tiempo a su dispersión. La memoria de Carlota se diferencia de la experiencia organizada bajo un concepto lineal y «vacío» del tiempo, según el cual el pasado estaría ordenado de modo cronológico y el futuro sería una simple extensión del presente (Jenckes 2007: 14). El lenguaje de Carlota no nombra a un todo coherente: la colección es superabundante pero nunca está completa y, sobre todo, refiere el pasado histórico mediante un discurso alternativo al de la historiografía, que se ordena por fechas y no por asociaciones semánticas. Sin embargo, «breaking up the “organic interconnections” of a progressive life concept and holding on to the resulting fragments and spaces is a way of opening up room for history» (ibíd.: 17).

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A través de lo grotesco de su discurso, Carlota desnaturaliza el concepto progresivo de la vida y abre otro espacio para la historia. Como sugieren las propuestas teóricas, una de las características definitorias de las imágenes grotescas es su falta de fijeza y estabilidad. Connelly menciona específicamente un tipo de grotesco «metamórfico», que en el monólogo de Carlota puede distinguirse en fragmentos como el siguiente: «Pero tu cabello y tu barba estaban vivos: se habían convertido en lombrices blancas. Y tu lengua también estaba viva: era la cola de un pez morado [...] en la jaula de tu costillar palpitaba una medusa roja como la púrpura [...] entre tus piernas se asomaba una anguila luminosa y escurridiza» (358). Dicho pasaje ha estado precedido por una superposición de tiempos y de personajes, en el espacio del cenote sagrado, donde Carlota sueña que hace el amor con este Maximiliano híbrido. Al centro de la escena está la meditación sobre la historia: Pero otros nos vieron también, Maximiliano, y nos ven todavía con un asombro tan grande que no les cabe en las órbitas vacías de sus ojos, porque si cuando estaban vivos y peleaban por lo que creían era su patria aplaudieron tu muerte por considerarte un usurpador extranjero, una vez muertos no pudieron entender cómo fue que sus propios hermanos mexicanos los habían asesinado. Allí, Maximiliano, en el azul profundo del cenote [...] estaban las calaveras de los que fueron héroes y víctimas, las dos cosas, de una revolución de la que tú jamás oíste hablar. De una revolución que, como Saturno, devoró a sus propios hijos [...] allí vi las calaveras, blancas y pulidas, y con luz propia como si fueran lámparas, de los mexicanos asesinados en la ciudad de México, en Tlaxcalatongo, en Parral, en la Hacienda de Chinameca (358-359).

Esta especie de tzomplantli —o empalizada de calaveras— materializa en el espacio una sincronía entre el Segundo Imperio y la Revolución; épocas que, según historiadores como Daniel Cossío Villegas, son los fundamentos del México moderno (1983: 117). Si bien Carlota no pronuncia ningún nombre en este pasaje aparte del de Maximiliano, las alusiones a Díaz son claras en la primera parte de la cita: Díaz fue uno de los generales más destacados entre las fuerzas juaristas varios años antes de convertirse en el gobernante derrocado por la Revolución mexicana en 1911. Las calaveras conjugan alrededor de sesenta años de historia mexicana (casi equivalentes a los

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sesenta años que la Carlota histórica pasó en la locura y el encierro); los años que van desde la intervención francesa hasta el asesinato de cuatro insignes «héroes y víctimas» de la revolución: el de Álvaro Obregón el 19 julio de 1928 en la ciudad de México; el de Venustiano Carranza el 21 de mayo de 1920 en Tlaxcalatongo; el de Francisco Villa en la Hacienda de Parral el 20 de julio de 1923; y el de Emiliano Zapata en la Hacienda de Chinameca el 10 de abril 1919. Al mismo tiempo, la época prehispánica está presente no sólo en la imagen del tzompantli sino en el espacio mismo del cenote. La imagen de transformación del cuerpo híbrido de Maximilaino produce un efecto de choque con el estatismo del tzompantli. Este paisaje de calaveras de cuencas desorbitadas —imagen de «inquietud petrificada», para citar una famosa expresión de Benjamin (2004: J 55a, 5, 336)— es en sí mismo una espacialización de la historia: Mientras que en el símbolo, con la transfiguración de la caducidad, el rostro transfigurado de la naturaleza se revela fugazmente a la luz de la redención, en la alegoría la facies hippocratica de la historia se ofrece a los ojos del espectador como paisaje primordial petrificado. En todo lo que desde el principio tiene de intempestivo, doloroso y fallido, la historia se plasma sobre un rostro; o mejor, en una calavera. Y, si es cierto que ésta carece toda libertad «simbólica» de expresión, de toda armonía clásica de la forma, de todo lo humano, en esta figura suya, la más sujeta a la naturaleza, se expresa significativamente como enigma no sólo la naturaleza de la existencia humana como tal, sino la historicidad biográfica propia de un individuo. Éste es sin duda el núcleo de la visión alegórica, de la exposición barroca y mundana de la historia en cuanto que es historia del sufrimiento del mundo; y ésta sólo tiene significado en las estaciones de su decaer (Benjamin 2012: 167).

Los episodios fundacionales del México moderno como un paisaje de calaveras —las cuales son sujeto y objeto alternativamente, puesto que miran con «las órbitas vacías de sus ojos»— sugieren, entonces, todo lo que la historia tiene de «intempestivo, doloroso y fallido». No hay redención ni triunfo en esta imagen; ni progresión cronológica ni progreso ni épica nacionalista. El monólogo se produce en la tensión entre la «inquietud petrificada» y el devenir constante que es la quintaesencia del grotesco.

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Las imágenes construidas bajo la estética del grotesco —lo que Harpham llama «transcategorial hybrids»— «offer endless and compelling temptations to interpretation. Confused, unresolved, unstable, and apparently filled with great but uncertain significance, such images seem to demand that we rescue them from absurdity, that we make them complete» (Harpham 1982: 21). Del mismo modo Carlota demanda del lector un nuevo modo de leer. La invitación es una reflexión metaficcional sobre las características del monólogo: Tendrás entonces, Maximiliano, tendrán todos los que quieran entenderme, que aprender a leer de nuevo. Tendrás que descubrir por ti mismo lo que te quiero decir entre renglones. Tendrás tú, tendrán los mexicanos que entender que cuando hablo de mi rencor por ti y por ellos, puedo estar hablando, en realidad, de mi ternura. Que cuando escribo sobre mi odio, puedo estar escribiendo, en realidad, sobre mi amor por ti, mi amor por México, por lo que fuiste tú, por lo que será mi Imperio (492).

Con el alto grado de autoconsciencia que caracteriza a la novela de Fernando del Paso, Carlota nos informa, así, que el disfraz no es sólo una estrategia lúdica —«Yo soy Napoleón Tercero vestido de Madame Pompadour. Yo soy Benito Juárez disfrazado de toreador» (663) — sino también un rasgo de su discurso. Como se ha visto a lo largo de este capítulo, el juego con disfraces y (des)enmascaramientos se pone en marcha para revelar una determinada postura frente a la historia, entremezclada con un discurso delirante. Como el carnaval bajtiniano, la palabra de Carlota anula la univocidad, rompe la coincidencia del objeto consigo mismo, posee una vitalidad y una movilidad que son opuestas al monismo de la visión oficial de la historia y que buscan escapar de la inmutabilidad de la muerte30. Con todo, Carlota observa a la muerte en el rostro; el monólogo carece de la alegría esencial en el carnaval, de la risa que, según Bajtín, es la gran victoria sobre la muerte. Carlota persigue la posibilidad de «escribir de nuevo la historia» (76) a través de las categorías de la percepción carnavalesca del mundo en un discurso

30 Por supuesto, el carnaval no está constreñido al monólogo de Carlota en Noticias, donde —por citar uno de los ejemplos más elocuentes— la intervención armada se decide en un baile de disfraces en las Tullerías. Pero el tema requeriría un estudio aparte.

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donde se lleva a cabo: «una especie de recreación de las palabras y de las cosas dejadas en libertad, liberadas de la estrechez del sentido, de la lógica, de la jerarquía verbal»; recreación cuyo objeto es renovarlas, «descubrirles la ambivalencia y la multiplicidad de significaciones internas que les son inherentes, así como las posibilidades que contienen y que no se exteriorizan en las condiciones habituales» (Bajtín 2002: 382). Al mismo tiempo, sin embargo, y a pesar del exceso y la superabundancia, no hay en el monólogo aquella idea de vida inagotable que constituye parte del carácter utópico del carnaval. La mortalidad está ahí y en el último capítulo del monólogo se expresa claramente la idea de urgencia: «Pronto, pronto, que se me va la vida y se me acaban las palabras» (665).

3. EPÍLOGO Articular históricamente el pasado no significa conocerlo «como verdaderamente ha sido» (Ranke). Significa adueñarse de un recuerdo tal como éste relampaguea en un instante de peligro. Walter Benjamin, «Tesis de filosofía de la historia», VI Rabelais is the memory that Bakhtin seizes hold of as it flashes up at a moment of danger. Terry Eagleton, Walter Benjamin or Towards a Revolutionary Criticism

Como subraya Eagleton, tanto para Benjamin como para Bajtín, el cuerpo es a la vez materia y significado; más aún, para ambos pensadores, «images are material, and matter — the body above all — imagistically constructed» (Eagleton 1981: 155). En el monólogo de Carlota, esta relación entre las imágenes corporales y el significado apunta sobre todo a una práctica escritural donde, en medio del delirio, no se prescinde de la historia. Más bien, el cuerpo como alegoría —y como alografía, apropiándonos del término de Cohen (1998: 7)— da lugar a esa escritura-otra que, según Carlota, hay que «leer entre renglones» (492).

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De acuerdo con Patke, Bajtín asentiría —al menos en parte— con Benjamin en que la historia no adquiere la forma de un «proceso de [...] vida eterna, [sino] más bien [de] decadencia incontenible» (Benjamin 2012: 180); la diferencia es que para el teórico ruso esto no conduciría al desasosiego: ambos ven la decadencia como el hecho primario de la existencia corporal, pero difieren en su actitud hacia ello y en la noción o necesidad de un remedio o paliativo (Patke 2003: 20). Si en Benjamin el cuerpo más significante es el cadáver, no hay que olvidar que para Bajtín la vida y la muerte se presentan como parte de un proceso de regeneración siempre incompleto; el cuerpo grotesco es doble, como se recordará, porque en él hay uno que nace y otro que muere. Nada más lejos de la risa que la seriedad trágica; nada más lejos del libro de Bajtín sobre el carnaval que las «Tesis de filosofía de la historia», que Benjamin escribiera el mismo año, poco antes de morir a causa de la persecución nazi (Eagleton 1981: 144). En contraste con las visiones de destrucción y ruina que marcan los límites de la contemplación alegórica en el Trauerspiel, la protuberancia, el exceso, los orificios, la heterogeneidad, la excentricidad y la abundancia que definen al cuerpo grotesco representan el desafío del decaer por parte de la vida: la muerte es un paso necesario en el proceso de crecimiento y renovación (Patke 2003: 20-21). El Trauerspiel se centra en un cuerpo distorsionado, desmembrado con una violencia que destruye la ilusión de organicidad: The baroque flays and butchers the living flesh in order to inscribe some allegorical meaning there; since the living body presents itself as an expressible symbolic unity, it is only in its brutal undoing, its diffusion into so many torn, reified fragments, that some provisional meaning may be ripped from its organic closure. The body thus achieves its full revelation only as a corpse (Eagleton 1981: 151).

Vale la pena detenerse en esta idea de distorsión y fragmentación del cuerpo en Benjamin: «El emblemático ortodoxo no podía pensar de otra manera: el cuerpo humano no podía constituir una excepción al mandamiento que ordena despedazar lo orgánico a fin de leer así en sus fragmentos el significado verdadero, fijado, escritural» (2012: 222). La idea del despedazamiento corporal es también central al carnaval y está presente, por ejemplo, en la enumeración anatómica de las partes del cuerpo, que es un motivo

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típico del grotesco, y el tema principal de los juramentos del carnaval (Bajtín 2002: 173, 315). En realidad, el carnaval «involves above all a pluralizing and cathecting of the body, dismantling its unity into freshly mobile parts and ceaselessly transgressing its limits» (Eagleton 1981: 150)31. En el monólogo de Carlota, piénsese, por ejemplo, en el pastiche grotesco discutido anteriormente: «puedo, si quiero, pegarte con engrudo las barbas negras de Sedano y Leguizano» (117). La operación alegórica —como el carnaval— crea un sentido siempre nuevo desde los fragmentos (Seyhan 1991: 240). Según Cohen, es sobre todo en las «Tesis de filosofía de la historia» que Benjamin propone que una práctica diferente de lectura y escritura de la historia, distinta a los modelos epistemológicos de su época (en gran medida mimético-historicistas), se requiere para romper las narrativas fijas y heredadas de una noción cerrada de la historia (Cohen 1998: 3)32. Ello, con vistas a producir un futuro distinto de lo que —al momento de escribir las «Tesis»—Benjamin veía como el advenimiento de la hegemonía del fascismo. Para esto, Benjamin plantea que es necesario conjurar pasados que presenten una alternativa a aquéllos que han sido transmitidos por un modelo de referencia y archivo, es decir, por el modelo del propio historicismo que todavía regula la formación del conocimiento histórico (ibíd.). Para Benjamin, esta escritura implicaría un tipo de reunión entre el pasado y el presente, y le da a esta práctica distintos nombres: alegoría, traducción, la máquina cinematográfica y, en las «Tesis», «historiografía materialista» (ibíd.). La idea de «historiografía materialista» se asocia con una técnica de intervención histórica cuya finalidad no sólo consiste en ir contra el historicismo «of received narratives of linear time as an empty “continuum”», sino también en alterar el pasado «by way of a certain caesura-effect, or “standstill”, in which pasts and futures offer themselves as virtual» (ibíd.: 10). El concepto de materialismo histórico que Benjamin formula en las «Tesis» opera, como sugiere Seyhan (1991: 234), haciendo presente en el

31 Por ello, según Eagleton, las imágenes del carnaval son «imágenes dialécticas», en las que la disolución paródica del objeto presupone y provoca al mismo tiempo su representación «normal», «reassembling it in the figure of that which it denies» (1981: 146). 32 La escritura misma de las «Tesis» es prueba de lo que Bahti denomina la «historiotropografía» de Benjamin (Bahti 1992: 192).

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«tiempo del ahora» momentos históricos que se reconfiguran en nuevas narrativas de manera que se desate su potencial liberador. Según Seyhan, dicha reconfiguración, que distorsiona las historias oficiales o institucionales que preservan y protegen los intereses de las clases dominantes, y que desmantela las representaciones sancionadas por estas ideologías y reemplaza las imágenes monolíticas de la historia oficial con discursos polivalentes, se asemeja a las nociones bajtinianas de polifonía, dialogismo, heteroglosia y —podríamos añadir— carnaval (ibíd.: 234-235)33. Como se ha intentado mostrar en este capítulo, una práctica parecida de escritura es la que propone Del Paso en el monólogo de Carlota: la vida de lo que solía yacer en la rigidez del mito, una resurrección de los muertos que lleva a un sitio virtual de des-inscripción de la historiografía tradicional (Cohen 1998: 9). La palabra de Carlota está liberada del orden cronológico, lógico-causal entre los sucesos; supera las divisiones que una visión tradicional impondría sobre los conceptos, para proponer nuevos vínculos, a menudo insólitos, entre las palabras, los acontecimientos y las cosas34. En el monó-

33 Algunos estudiosos que establecen un diálogo entre Bajtín y Benjamin son Eagleton (1981), Cohen (1998), Patke (2003) y Seyhan (1991). Según Eagleton, el libro de Bajtín sobre Rabelais es «a precise enactment of Benjamin’s own political aesthetic: it blasts Rabelais’s work out of the homogenous continuum of literary history, creating a lethal constellation between that redeemed Renaissance moment and the trajectory of the Soviet state. Courage, to adopt Benjamin’s terms, works cunningly for the reclamation of humour; in what is perhaps the boldest, most devious gesture in the story of “Marxist criticism”, Bakhtin pits again the “official, formalistic and logical authoritarianism” whose unspoken name is Stalinism the explosive politics of the body, the erotic, the licentious and the semiotic. Rabelais is the memory that Bakhtin seizes hold of as it flashes up at a moment of danger» (1981: 144). 34 La crítica ha notado los lazos de la Carlota delpasiana con el surrealismo; su anclaje en el mundo de los sueños como rechazo a una realidad opresiva; su fe en una poética de la resurrección a partir de la palabra; en suma, el parentesco de su locura —que, como bien dice Elmore, es «es literaria y no clínica» (1997: 156)— con el «linaje del vanguardismo en su vertiente iluminaria y visionaria» (ibíd.: 155). Sin embargo, el parentesco que puede establecerse con el loco de Bajtín es igualmente esclarecedor; Carlota hace uso pleno de todos esos derechos a los que Bajtín se refiere, y que en realidad constituyen la otra cara de su pasmosa lucidez. Si bien es cierto que hay numerosos pasajes netamente oníricos, donde el monólogo se erige en defensa nítida de la fantasía, no puede ignorarse la actitud profundamente crítica que subyace a la voz de Carlota.

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logo, la historia se des-naturaliza, no sigue las reglas del realismo mimético ni del tiempo lineal. Por el contrario, la historia se presenta como una serie de imágenes revestidas de un nuevo significado donde el presente y el pasado existen simultáneamente; Carlota misma se define como «la memoria viva de un siglo congelada en un instante» (362). Esta memoria está basada en las constelaciones de elementos heteorogéneos creadas por el personaje: al igual que el coleccionista y el alegórico, Carlota emprende una textualización de la historia que reclama áreas previamente no cartografiadas (Eagleton 1981: 61). La escritura-otra con que Del Paso aborda la historia en el monólogo recupera al pasado desde la ruptura del tiempo progresivo, desde la imagen grotesca, desde la alegoría. En un importante estudio sobre la imaginación histórica en la ficción americana reciente, Lois Parkinson Zamora discute algunos casos de escritores que utilizan estructuras ya sea sincrónicas —para sugerir relaciones históricas coexistentes— o fragmentarias — como sinécdoque de una entidad ausente— para desafiar la linealidad progresiva del positivismo (Parkinson Zamora 1997: 133)35. Pero cualesquiera sean las estructuras narrativas empleadas, todas son abiertas, excéntricas, múltiples, conflictuales e inclusivas; más precisamente, son ficciones totalizantes, que no totalitarias (ibíd.: 134). Está claro que ello es aplicable tanto a Yo el Supremo como a Noticias del Imperio. La novela de Del Paso, y sobre todo el monólogo de Carlota, se ajustan a esta categoría de discurso donde la historia se presenta desde una perspectiva sincrónica —es decir, no secuencial— y totalizante. Parkison Zamora hace una distinción entre lo que es «totalitario» y lo que es «totalizante»: «to totalize (override difference) in the name of homogeneity is one thing; to totalize (include difference) in the name of heterogeneity [...] is quite another» (ibíd.: 166-167); y subraya que, ante la fragmentación propia de la historia, Benjamin propone estructuras sincrónicas e imágenes de inclusión como el Angelus Novus, quien contempla «the wreckage whole, and at once» (ibíd.).

35 Parkinson Zamora define dichas estructuras sincrónicas como aquéllas que presentan «simultaneous, contradictory, and sometimes bewildering array of events, settings, and subjects» (1997: 134).

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Al igual que el Angelus Novus de la novena «Tesis», la cara de Carlota: está vuelta hacia el pasado. En lo que para nosotros aparece como una cadena de acontecimientos, [ella] ve una catástrofe única, que acumula sin cesar ruina sobre ruina y se las arroja a sus pies. El ángel quisiera detenerse, despertar a los muertos y recomponer lo despedazado. Pero una tormenta desciende del Paraíso y se arremolina en sus alas y es tan fuerte que el ángel no puede plegarlas. Esta tempestad lo arrastra irresistiblemente hacia el futuro, al cual vuelve sus espaldas, mientras el cúmulo de ruinas sube ante él hacia el cielo. Tal tempestad es lo que llamamos progreso (Benjamin 2010a: IX, 64-65).

Como el Angelus Novus y como las protagonistas de las novelas discutidas por Parkinson Zamora, Carlota puede evaluar el alcance del desastre de la historia porque lo ve sincrónica y espacial más que secuencialmente, como puede inferirse de imágenes como la del cenote sagrado discutida en una sección previa de este capítulo. Como el Angelus Novus, Carlota tiene «los ojos desencajados, la boca abierta y las alas tendidas» (Benjamin 2010a: IX, 64) y, en el umbral de la muerte, expresa el deseo de volar con sus alas imaginarias. Si bien Noticias se construye en la negociación entre múltiples voces, fuentes y perspectivas, una serie de premisas subyacen a la novela en su totalidad: la preocupación por las consecuencias materiales de la historia como realidad empírica; la firme creencia en la cognoscibilidad del pasado documentado, a pesar de admitir los prejuicios, las fallas en la memoria y la subjetividad que influyen en los discursos escritos y orales que dan cuenta de aquél; el peso de la historia en la psique de una colectividad; la capacidad de la ficción y de la alegoría para resignificar; el poder de la escritura para dar sentido al pasado; y el valor de lo que el narrador-autor denomina «autenticidad [...] simbólica» (642). Es Carlota quien articula algunas de estas preocupaciones: admite la necesidad de rememorar y reescribir el pasado, pero también la de olvidar —«necesitamos olvidar lo que nos hicieron. Necesitan ellos, los mexicanos, olvidar lo que les hicimos» (492-493)—; reconoce su confusión y sus contradicciones, y también reconoce que inventa. Más aún, la verdad y la mentira, tan importantes para Carlota, son temas que asimismo subyacen a la discusión del narrador-autor sobre las fuentes historiográficas. Carlota reflexiona sobre la escritura de la

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historia e interroga los mecanismos de la representación. La tarea hermenéutica que Carlota propone al lector es un reflejo de la propia tarea del narrador-autor, que interpreta una serie de documentos y debe leer «entre renglones», reconociendo que la verosimilitud y la veracidad no son equivalentes, que el prejuicio y el imaginario influyen en los recuentos, que los historiadores pueden poner las palabras en boca de quien quieran (como hace Carlota con otros personajes, como Juárez)36, y moldear el pasado como Carlota hace con el cuerpo de Maximiliano (quien, además, es un juguete en su discurso, como en la historia, y como en la novela, a manos del narrador-autor que no otorga casi nunca la palabra al emperador en los capítulos pares). Carlota no sólo teatraliza la tarea del narrador-autor, sino que reflexiona sobre las motivaciones de los personajes implicados en el «melodrama»; sobre los sostenes imaginarios y materiales del imperialismo; sobre las heridas históricas de México; y sobre la legitimidad de las representaciones de lo mexicano. Como el narrador-autor (y como el lector), la Carlota delpasiana se pregunta sobre la significación última de la empresa para México, para Maximiliano y Carlota, y para la historia universal. Un personaje de Palinuro de México expresa lo que podría considerarse como un ideal de literatura para Fernando del Paso: «Nadie aprende nunca lo que es mamá o el color verde hasta que no aprende la palabra mamá y la palabra verde. La literatura comienza —al menos la clase de literatura que a mí me interesa— cuando decimos mamá verde» (1980: 520). Como sugiere Corral Peña, esta opinión parece ser compartida por Carlota (1997: 215). Es la asociación insólita entre los conceptos, junto con los pasajes declaradamente oníricos y fantásticos, lo que ha motivado a varios críticos a considerar que Noticias está dominada por un contrapunto entre fantasía e historia, establecido por el contraste entre los capítulos pares (ocupados por el monólogo de Carlota) y los capítulos nones, dominados por la voz de un narrador racional y abstracto. La idea del contrapunto fue sugerida por Fernando del Paso en una entrevista donde declaró que su novela se basaba en una «carrera entre la imaginación y la documentación», reflejada en el contraste entre el monólogo de Carlota y los capítulos pares (Barrientos 1986: 31). Sin embargo, es erróneo leer Noticias como un diálogo entre historia y fantasía

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Ver Pons (1996: 139-143).

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donde el primer término equivaldría a los capítulos pares y el segundo a los nones, e igualmente errónea es la postura según la cual Noticias propone la indistinción entre historia y fantasía. Esto no implica, por supuesto, negar la «belleza poética» del monólogo (Del Paso, en ibíd.), ni tampoco su carácter lúdico y fantástico. Sin embargo, como se ha mostrado en el presente capítulo, aun en el discurso alucinado de Carlota hay una postura ante la historia como vivencia y como escritura; postura que está codificada bajo la desproporción, la impureza, la heterogeneidad y el exceso característicos del grotesco, en contraste con el discurso «alto» de la historiografía. Carlota plantea preguntas y desestabiliza las oposiciones tradicionales mezclando cuerpo, historia y lenguaje en una serie de imágenes híbridas y quiméricas que recrean «el carnaval del mundo, la fiesta delirante de la historia» (115) bajo la poética específica de Noticias del Imperio.

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III. ENTRE LO VISIBLE Y LO VELADO: LA ENFERMEDAD DE BOLÍVAR EN EL GENERAL EN SU LABERINTO*

El general en su laberinto (1989) es el relato de los últimos meses de un Simón Bolívar enfermo y en derrota, en el viaje desde Santa Fe de Bogotá el 8 de mayo de 1830 hasta su muerte en la Quinta de San Pedro Alejandrino, en Santa Marta, el 17 de diciembre del mismo año. Aunque hay constantes analepsis que rememoran distintos momentos en la vida de Bolívar, el marco temporal inmediato de la novela es el de 1830: su renuncia a la presidencia, el derrumbamiento de la Gran Colombia con la inminente separación de Venezuela y Ecuador, fuerte oposición antibolivariana en Bogotá, y creciente caos político1. Entrelazando los datos registrados en las fuentes históricas con una serie de motivos y un tono propios de la sensibilidad garciamarqueana, la novela imagina la soledad, la nostalgia y la desilusión de Bolívar, alejado del poder y de la gloria, en sus últimos meses. En este contexto, se otorga un lugar central al relato sobre el cuerpo enfermo, que se aproxima sin remedio a la muerte: en contraste con la imagen heroica del Libertador,

* Una versión previa de este capítulo está publicada en inglés como: «The Patria’s Ravaged Body: Bolívar’s Illness in El general en su laberinto», Bulletin of Hispanic Studies, 88.5, 2011, pp. 553-570. Agradezco el permiso de la revista para reproducir el material. 1 La «Cronología» que García Márquez incluye al final de la novela condensa los acontecimientos principales de este año (El general en su laberinto 285-286). Henao y Arrubla resumen así la situación en marzo de 1830: «La inquietud que reinaba, la divergencia de opiniones y los temores serios de un conflicto con Venezuela, fueron las primeras señales de la anarquía; la República comenzó a disolverse, siguiendo otra parte de su territorio el ejemplo de Venezuela. En el Ecuador, el General Juan José Flores [...] promovió la separación de los departamentos del sur y la anexión de la provincia de Pasto, que pertenecía al departamento del Cauca. Los habitantes de Casanare, en revolución audaz encabezada por el General Juan Nepomuceno Moreno, desconocieron el gobierno de la Unión y declararon que la provincia era parte integrante del territorio venezolano» (1984: II, 123). Venezuela se declara república independiente el 6 de mayo de 1830, y Ecuador el 13 del mismo mes (Lynch 2006: 269).

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García Márquez presenta ante el lector un cuerpo extenuado, atormentado por la tos, la fiebre, el estreñimiento y la tuberculosis pulmonar. El énfasis en lo corporal no es sorprendente, ya que éste es un rasgo común en toda la obra de Gabriel García Márquez, repleta, como ha notado la crítica, de metáforas orgánicas y de imágenes relativas a las funciones corporales (Prieto 2000: 101). La diferencia radica en la importancia del cuerpo en cuestión: contrariamente a sus ficciones anteriores, el cuerpo que García Márquez escribe en El general es el de alguien cuyo peso en la historia continental de Hispanoamérica prácticamente no tiene paralelo2. Significativamente, tanto el cuerpo monumental de las estatuas de Bolívar como «el corpus [heroico] colosal formado por la iconografía, [la historia] y la literatura» (Elmore 1997: 184) se diluyen para dar lugar a un general prácticamente innombrado y a un cuerpo cada vez más pequeño. Y sin embargo, así como el lector no requiere de una reiteración del nombre para saber de quién se trata, la aparente objetivación del cuerpo no elimina el aura de misterio que rodea al protagonista, y el énfasis en el registro médico de la enfermedad no implica su reificación. El presente capítulo reflexiona sobre el cuerpo enfermo de Bolívar en El general, considerándolo, como en los capítulos anteriores, en relación con la escritura de la historia y con la textualidad de la narrativa. Los padecimientos y hedores, la palidez mórbida, los ataques de tos y las fiebres nocturnas, la complexión esquelética, el semblante cadavérico, y la penosa deficiencia del ciclo digestivo figuran prominentemente en este relato elegiaco sobre el Libertador prisionero de su cuerpo. Son la contraparte narrativa del Bolívar glorioso que otorga su nombre a cada parque principal de pueblos y ciudades en países como Venezuela y Colombia, y frente a cuya estatua, según Germán Carrillo, «hasta hace poco todo buen ciudadano debía descubrirse» (1991: 606, n. 4). Este contraste entre el Bolívar monumental que desde mediados del siglo antepasado puebla no sólo las plazas, sino también

2 No sólo por la veneración de que es objeto como Padre de la Patria en Venezuela, Colombia, Perú, Ecuador y Bolivia, sino por su estatus como icono de la independencia y la unidad hispanoamericanas. Este aspecto también distingue El general de las otras dos novelas aquí estudiadas: en oposición a la controversia que podría rodear a Francia y al lugar problemático de Carlota y Maximiliano en la historia de México, Bolívar es un personaje fundamentalmente reverenciado tanto en la historiografía oficial como en la memoria popular.

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los manuales escolares y las ceremonias cívicas en buena parte de Hispanoamérica, y el Bolívar enfebrecido de la novela de García Márquez, ha dado lugar a la común apreciación de la «humanización» o incluso «desmitificación» del héroe en El general. Según la conocida frase del expresidente colombiano Belisario Betancur, estaríamos frente a «un Bolívar de carne y hueso». Sin embargo, muy pocas lecturas de El general se han detenido en el lenguaje y la imaginería utilizados en la representación de la enfermedad de Bolívar, quizás por la aparente transparencia referencial de la narrativa. Este trabajo explora justamente estos ámbitos —la imaginería y el lenguaje— y sugiere que detrás del cuerpo del general está la recuperación de varias tradiciones médicas y literarias en lo relativo a la representación de la enfermedad, que son traídas al texto junto con varias obsesiones típicamente garciamarqueanas: el poder, la nación, la guerra, la muerte, la soledad, la escritura. El relato sobre el cuerpo del general se basa en una tensión entre lo visible y lo velado: lo visible es el cuerpo empequeñecido y desnudo con todas sus dolencias, en apariencia transparente ante la mirada del lector; y lo velado es el aura misteriosa que rodea a ese cuerpo y lo sitúa más allá de la cosificación clínica y el reductivismo del lenguaje, así como su conexión con la enfermedad (literal y metafórica) de la colectividad. Esa misma tensión se percibe en una narrativa que entrelaza la referencia a una realidad histórica concreta, pero poco conocida (los últimos meses de Bolívar) con las prerrogativas de lo (meta)ficcional. En la primera parte de este capítulo propongo que, si bien en primera instancia la representación del cuerpo enfermo y agónico del general está basada en el relato realista de los últimos meses de Bolívar —y un cotejo de las actas médicas revela hasta qué punto la novela es fiel a ese relato—, la configuración del personaje de García Márquez hace eco de un antiguo imaginario que ve en el cuerpo de quienes detentan el poder político un universo que va mucho más allá de la inmediatez material. Bajo la lógica de una metáfora antigua en la imaginación occidental —la de los dos cuerpos del rey—, el cuerpo del general establece un paralelo alegórico (en el sentido de «alegoría nacional») con el cuerpo político de la Gran Colombia3. Por eso la ruina progresiva del cuerpo

3 En la narrativa de García Márquez un antecedente importante es el cuento «Los funerales de la Mamá Grande», donde la relación entre el cuerpo natural de la Mamá Grande y su

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del general condensa la destrucción del sueño bolivariano de integración continental: mediante una serie de lazos que relacionan lo político con la persona del general, el deterioro progresivo del cuerpo figura la descomposición política de la Gran Colombia. Una subsección dentro del primer apartado discute el imaginario de la enfermedad del rey como la contraparte oculta de la historiografía. Uno de los principales paralelos entre el cuerpo del general y el cuerpo de la nación está sostenido por la idea del contagio, que se manifiesta tanto en el plano de lo literal (la enfermedad) como en el de lo metafórico (la anarquía, la violencia y la guerra). Siguiendo a René Girard y a Allan Conrad Christensen, el segundo apartado de este capítulo plantea que el contagio en el nivel temático también se manifiesta en la propia textualidad de la novela, donde se dan ciertas instancias de contaminación entre distintas categorías: por ejemplo, entre los elementos que sostienen la metáfora de la familia-nación, entre lo real y lo ficticio, y entre el pasado y el presente. En el tercer apartado se sugiere que la novela diluye la «ilusión referencial» (Barthes 1984: 186) al mostrar su cercanía con la representación literaria de la tuberculosis bajo el paradigma del Romanticismo, y al hacer explícito el carácter

cuerpo político se presenta como una alegoría carnavalizada de los dos cuerpos del rey. Además, cabe subrayar que, aunque no se ha recurrido a la idea de los dos cuerpos del rey para proponer una lectura a profundidad de El general, varios críticos han aludido a la función alegórica del cuerpo (ver nota 22 de la introducción a este trabajo). De particular relevancia es el perceptivo trabajo de Kerr, quien apunta que en el relato del último viaje una serie de imágenes visuales tiene como centro al general en una posición supina: lo vemos la mayor parte del tiempo sumergido en la bañera o tendido en la hamaca (2004: 295). Por oposición a los días de gloria en que le había dado «más de dos veces la vuelta al mundo» a caballo (El general 51), la figura recurrente de un Bolívar recostado condensa, según Kerr, tres niveles de significado: la ruina física de Bolívar, el hombre; la desintegración de Bolívar, el soldado; y la desintegración política de su continente (2004: 271). La imagen horizontal del general contrasta con la verticalidad del hombre a caballo, símbolo de la actividad militar referida por la novela como perteneciente a un pasado glorioso e inmortalizada por la profusa iconografía y los monumentos ecuestres de Bolívar. Concuerdo con el análisis de Kerr, aunque nuestros puntos de partida son distintos, y discrepo de que la asociación entre la enfermedad de Bolívar y la disolución política de la Gran Colombia esté sugerida (solamente) por el protagonista de la novela (Kerr 2004: 271).

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ficcional tanto del protagonista como de la narrativa que lo contiene. El capítulo cierra con algunas reflexiones en torno a la carga alegórica del cuerpo en el umbral de la muerte, y a la tensión de lo visible y lo velado como poética de esta novela de García Márquez.

1. LA SALUD DE LA PATRIA A lo largo de 1830, Simón Bolívar escribió numerosas cartas —muchas más que las «tres o cuatro» del viaje por el río Magdalena a las que se refiere el autor de El general en «Gratitudes» (272)—. Un rasgo de las cartas relevante para este trabajo es la abundancia de metáforas biológicas que se emplean en la discusión de lo político. Por ejemplo, el 4 de noviembre de 1830, Bolívar escribe: «La acefalía de un cuerpo de nación reclama imperiosamente una pronta medida de salud pública para establecer una autoridad y un orden legal» (Bolívar 1950: 493; mi énfasis). Aunque este vocabulario no es, evidentemente, exclusivo de Bolívar ni de su época, sino una práctica establecida desde la Antigüedad hasta nuestros días, llama la atención que Bolívar recurra con tanta frecuencia a la polaridad salud-enfermedad para discutir la situación política de la Gran Colombia en las mismas cartas donde comenta su quebrantado estado de salud. La correspondencia de 1830 revela gran tristeza y desilusión sobre el estado de «la patria» y sobre su propio decaimiento físico. En una misiva del 25 de septiembre de 1830 a Estanislao Vergara, se lee lo siguiente: [A]borrezco mortalmente el mando porque mis servicios no han sido felices, porque mi natural es contrario a la vida sedentaria, porque carezco de conocimientos, porque estoy cansado y porque estoy enfermo [...]. Añadiré a Vd. una palabra más para aclarar esta cuestión: todas mis razones se fundan en una: no espero salud para la patria. Este sentimiento, o más bien esta convicción íntima, ahoga mis deseos y me arrastra a la más cruel desesperación. Yo creo todo perdido para siempre; y la patria y mis amigos sumergidos en un piélago de calamidades (Bolívar 1950: 464-465; énfasis en el original).

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Un patrón similar es empleado por Belford Wilson: en las cartas escritas entre octubre y diciembre de 1830, Wilson alterna entre sus comentarios sobre la «salud de la patria» y la salud de Bolívar4. Las cartas de Bolívar son un intertexto fundamental en El general. Simplemente de las que datan de 1830 podría hacerse un inventario de frases transcritas literalmente o parafraseadas en la novela de García Márquez, además de una considerable similitud en el tono5. Puede inferirse que quizás de

4

Me refiero a las cartas de Wilson recogidas en la compilación de O’Leary (1981: 123-143). Considérense los siguientes ejemplos: «América es un caos: no se puede hacer lo que se piensa ni pensar lo que se debe, es preciso dejarse arrastrar por el torrente de las calamidades sin objeto y sin plan» (Bolívar 1950: 421); «La desesperación sola puede hacerme variar de resolución. Digo la desesperación al verme renegado, perseguido y robado por los mismos a quienes he consagrado veinte años de sacrificios y peligros» (ibíd.: 422); «cuando yo estoy trabajando noche y día en mantener el orden público y predicar la unión se me supone un vil conspirador» (ibíd.: 427); «Lo cierto es que esto es un fandango de locos que no se entienden ellos mismos que hicieron su revolución» (ibíd.: 440); «Yo estoy viejo, enfermo, cansado, desengañado, hostigado, calumniado y mal pagado» (ibíd.: 462); «Créame Vd., nunca he visto con buenos ojos las insurrecciones; y últimamente he deplorado hasta la que hemos hecho contra los españoles» (ibíd.: 464); «El actual gobierno [...] volverá a caer y no se levantará la tercera vez porque los miembros que lo componen y las masas que lo sostienen serán exterminados» (ibíd.: 474); «Mi mal se va complicando y mi flaqueza es tal que hoy mismo me he dado una caída formidable, cayendo de mis propios pies sin saber cómo y medio muerto» (ibíd.: 497); «Vd. sabe que yo he mandado veinte años, y de ellos no he sacado más que pocos resultados ciertos: 1º, la América es ingobernable para nosotros; 2º, el que sirve una revolución ara en el mar; 3º, la única cosa que se puede hacer en América es emigrar; 4º, este país caerá infaliblemente en manos de la multitud desenfrenada para después pasar a tiranuelos casi imperceptibles de todos los colores y razas; 5º, devorados por todos los crímenes y extinguidos por la ferocidad, los europeos no se dignarán conquistarnos; 6º, si fuera posible que una parte del mundo volviera al caos primitivo, éste sería el último periodo de la América» (ibíd.: 501-502); «Crea Vd. que no le exagero cuando le aseguro que para subir y bajar una pequeña escalera me causa tanta fatiga como me hubiera costado en otro tiempo subir el cerro más pendiente. Sólo los que me han visto pueden tener una idea del estado de flaqueza y debilidad en que estoy» (ibíd.: 516); «[E]stoy resuelto a irme a cualquier parte por no morirme aquí» (ibíd.: 518); «En los últimos momentos de mi vida, le escribo ésta para rogarle, como la única prueba que le resta por darme de su afecto y consideración, que se reconcilie con el general Urdaneta, y que se reúna en torno del actual gobierno para sostenerlo» (ibíd.: 526). Igualmente, la mayoría de los intercambios entre Manuela Sáenz y el general (que, 5

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ahí provenga el paralelismo que se establece en el texto entre la frágil salud de la patria y el cuerpo del general: en la novela, el «cuerpo de nación» se desintegra como el cuerpo del general se consume. En su «Proclama» del 20 de enero de 1830, al dejar la presidencia, Bolívar advierte a sus compatriotas que permanezcan unidos en torno al congreso constituyente, porque de lo contrario «no hay más salud para la Patria; y vosotros os ahogaréis en el océano de la anarquía, dejando por herencia a vuestros hijos el crimen, la sangre y la muerte» (Bolívar 1950: 818). El general es el relato de esta caída en el caos cuando la infección metafórica del conflicto político arrasa con la patria así como la infección literal estraga el cuerpo del héroe fundacional. La novela semeja un diario médico donde se registran los síntomas y dolencias del general, así como los tratamientos recomendados por los doctores y los remedios de José Palacios. Entrelazadas en esta narrativa están varias metáforas alusivas a la salud y la enfermedad, que se utilizan para la discusión de lo político; por ejemplo, la descripción de la reconciliación del general con Páez como un incidente que «no sólo había acabado de envenenar las relaciones con los granadinos, sino que los contaminó con el germen de la separación» (El general 29; mi énfasis). El motivo de la salud de la patria no sólo se repite (191, 205), sino que también se yuxtapone a la salud del general en pasajes como el siguiente: Veinticuatro años después, absorto en la magia del río, moribundo y en derrota, tal vez se preguntó si no tendría el valor de mandar al carajo las hojas de orégano y de salvia, y las naranjas amargas de los baños de distracción de José Palacios, y de seguir el consejo de Carreño de sumergirse hasta el fondo con sus ejércitos de pordioseros, sus glorias inservibles, sus errores memorables, la patria entera, en un océano redentor de cariaquito morado (139).

García Márquez ya había explorado la conexión entre un cuerpo mortal y un cuerpo político desde sus primeras ficciones, como el cuento «Los funerales de la Mamá Grande». Teniendo en cuenta que, en varios países de Hispanoamérica, la figura de Simón Bolívar se confunde con las ideas «de

como algunas de las frases anteriores, podrían pasar por invención de García Márquez) están tomados de la correspondencia entre los personajes históricos. Ver Bolívar y Sáenz (2006).

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patria, de nación, de república» (Carrera Damas 1983: 111), es lógico que el cuerpo demacrado del general, todavía rodeado por «el halo mágico del poder» a pesar de su decaimiento (El general 40), funcione como la condensación de una dolorida «patria entera» que el personaje podría sumergir consigo en un baño medicinal. En realidad, gran parte de la controversia generada por el retrato de un Bolívar desnudo y agonizante ha ignorado el enorme potencial ofrecido a la literatura por la tradición de representar la enfermedad de «quienes han tenido el Gran Poder, de los cuerpos que lo han sido, cuando llegan a perderlo» (Rincón 1992: 195)6. Un ejemplo de dicha tradición es analizado por Louis Marin, y se discute en la siguiente sección. 1.1. Cuerpo enfermo y cuerpo heroico En un estudio sobre la relación entre el poder político y los mecanismos de la representación, Marin dedica un capítulo al «cuerpo patético» del rey, tal como aparece en el Journal de la Santé de Louis XIV escrito por sus médicos Vallot, d’Aquin y Fagot (Marin 1986a: 229-250). El relato de la enfermedad y la curación del rey marca el regreso del cuerpo mortal que según la teoría de Marin habría desaparecido en las representaciones del «cuerpo glorioso» del monarca, por ejemplo, en el famoso retrato de Rigaud. Como figura paralela a la del historiógrafo real, el médico escribe el relato de la otra historia, una que debe permanecer oculta y que, contrariamente a la narrativa historiográfica oficial destinada al conocimiento público, tiene como único destinatario al rey mismo: Dans l’ombre, il écrit une autre histoire du corps royal, non plus corps glorieux et solaire, mais chair et sang, humeurs, secrétions et excrétions; non plus corps

6 En esta pregunta por el «Gran Poder», Rincón asocia figuras distantes en el tiempo histórico: el sah Reza Pahlevi, Charles de Gaulle, Ferdinand Marcos, Nikita Kruschev y Simón Bolívar. Rincón imagina al sah haciendo suya «la fórmula impronunciada del Roi Soleil, la proclamación según l’État, c’est moi, en donde se identifica una abstracción con un cuerpo, con la anulación de la idea de representación». Por eso el sah podría decir, igual que el Rey Sol: «Yo soy cuerpo, yo no lo tengo, como los mortales; yo soy poder, yo no lo tengo, como los que lo reciben delegado» (Rincón 1992: 173; énfasis en el original).

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éclatant qui donne et est donné à voir, mais corps expurgé et saigné, travaillé par l’art du médecin, cet autre historien de ce qui ne peut [pas] se dire, se voir, s’inscrire, se marquer; corps secret et caché qui, cependant, est la condition inéluctable —naturelle— de l’autre (Marin 1986a: 229).

La persona del rey conjuga historia y naturaleza armoniosamente, por lo que una narrativa de historia se derivará del relato de las vicisitudes del cuerpo mortal (Marin 1986a: 230). La tarea del médico consiste, primero, en inscribir el cuerpo mortal del rey en su diario, para posteriormente «limpiar» la narración eliminando ese mismo cuerpo a través del relato de su curación, transformándolo en el cuerpo histórico del monarca. Para ejemplificar este proceso, Marin discute cómo la descripción del cuerpo biológico del rey «rythmé par l’indigestion et la déjection» da lugar a su cuerpo histórico, regido por «les mouvements du désir, de la volonté et de la gloire» (ibíd.: 232). El cuerpo mortal, así, deviene el soporte material, una especie de lienzo sobre el que se lleva a cabo la representación histórica, de modo que el relato médico da lugar a una narrativa donde el cuerpo histórico del rey es inscrito y elogiado. A este respecto, Marin menciona, por ejemplo, las «otras guerras», es decir, las guerras contra la enfermedad, que tienen lugar en el cuerpo físico del rey, como una contraparte de las guerras en Flandes y en FrancheCompté; guerras donde las hazañas del rey se inscriben como su cuerpo histórico glorioso en la narrativa de la historia (ibíd.: 238). A pesar de la enorme distancia que separa el objeto de las reflexiones de Marin de la novela de García Márquez, es posible sugerir que la fuerza del «cuerpo patético» como lugar de inscripción de la historia está presente en El general. Si bien el pensamiento político que sustenta la idea de poder en uno y otro caso no tiene punto de relación, hay que considerar que el misticismo derivado de la figura de Simón Bolívar parece trascender las divisiones que separaban al Ancien Régime de la época contemporánea, «en donde el poder en su acepción clásica, como encarnación, hace tiempo dejó de existir, pasó a ser poder como representación» (Rincón 1992: 180). En este sentido, Carrera Damas discute el «culto» a Bolívar en Venezuela, que «ha llegado a constituir la columna vertebral, y en no pocas ocasiones el universo, del pensamiento venezolano» (1983: 109). Este culto —«en cuyo ejercicio se ha abusado de la lógica, luego de haberse atropellado el sentido común y exhi-

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bido dudosos gustos» (Carrera Damas 1973: 15)— es definido por el historiador venezolano como «la compleja formación histórico-ideológica que ha permitido proyectar los valores derivados de la figura del Héroe sobre todos los aspectos de la vida de un pueblo» (ibíd.: 21)7. En este contexto, no resulta sorprendente encontrar un ejemplo que evoca el tipo de escritura que Marin analiza en el Journal de la Santé, no en la novela de García Márquez, sino en el discurso del médico e historiador Ricardo Archila al inaugurar el coloquio Enfoque médico sobre la enfermedad y muerte del Libertador, en Venezuela en 1963. Evidencia de cómo el relato de las afecciones médicas se convierte en el retrato heroico es el siguiente fragmento de la alocución de Archila: Extremadamente difícil se hace determinar la fecha en que el Libertador adquirió su tuberculosis. No obstante, si el contagio ocurrió en temprana edad, lo cierto es que Bolívar —a través de sus propias defensas— sofocó, sepultó durante muchos años su posible infección para dar paso a un recio organismo cuya insólita voluntad, cuyo extraordinario dinamismo y cuya extrema fortaleza física pasmaron y continuarán asombrando a todos los hombres por todos los tiempos venideros (1963: 4; mi énfasis)8.

7 Como ejemplo, en El culto a Bolívar, Carrera Damas menciona algunos de los epítetos utilizados en la historiografía venezolana para referirse a Bolívar. Entre los más sorprendentes en el peculiar inventario cabe destacar «caudillo milagroso», «complemento de todo», «genio perfecto», «perfecto representante esporádico y único de su raza, de todas las razas», «San Simón Bolívar» y —ni más ni menos— «Dios» (1973: 39). Hay que subrayar que los estudios citados de Carrera Damas son anteriores al chavismo; para una revaluación del culto a Bolívar en la época temprana de Hugo Chávez, ver Pino Iturrieta (2003). Paralelamente a lo que Carrera Damas registra en el campo de la historiografía, cabe apuntar lo que Yolanda Salas de Lecuna observa en su estudio etnográfico Bolívar y la historia en la conciencia popular, que abarca las manifestaciones del culto a Bolívar como sujeto milagroso en un área determinada de Venezuela, como parte de una conciencia mitológica y de una conciencia épica: «El espíritu mesiánico alrededor de Bolívar cristaliza en torno a leyendas de corte popular, creadas dentro de una tradición próxima a la religiosa, y es reforzada por la iconografía y la retórica generada por la cultura oficial en su vertiente mitificadora del héroe» (Salas de Lecuna 1987: 91). 8 Es llamativa la similitud de estas palabras con el tono exaltado e hiperbólico de «Los funerales de la Mamá Grande».

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En este fragmento, el cuerpo mortal apenas puede ser entrevisto en el relato médico sobre la enfermedad de Bolívar que, siguiendo la misma lógica descrita por Marin, da paso al cuerpo histórico regido por el movimiento de la voluntad y de la gloria. En contraste, El general marca el regreso del cuerpo mortal, reprimido por más de un siglo y medio en la representación del personaje histórico: un Bolívar empequeñecido, flatulento y estreñido, de aliento fétido, cuya palidez es signo del mal misterioso que lo consume y que despierta el horror entre quienes le salen al paso. Quizá parte de la controversia causada por el retrato «profanador» de Bolívar en la novela de García Márquez provenga justamente de haber hecho pública, sin ningún pudor, aquella otra historia, la de las vicisitudes de un cuerpo hecho de «chair et sang, humeurs, sécrétions et excrétions», que, según el análisis de Marin, debe permanecer oculta (1986a: 229). Por un lado, la novela describe el «cuerpo más estragado que se podía concebir: el vientre escuálido, las costillas a flor de piel, las piernas y los brazos en la osamenta pura y todo él envuelto en un pellejo lampiño de una palidez de muerto» (187). Como afirma Pons, El general «presenta gran parte de la imagen desacralizada de un Bolívar “irreconocible” en cuanto que esta imagen no es la que ha sido perpetuada en la memoria histórica oficial que idealizó y mitificó a Bolívar, y la cual, además constituye gran parte del conocimiento histórico colectivo» (1996: 186). Por ello se vuelve indispensable el relato de los tiempos gloriosos, que sirve como contrapunto a la narrativa de la enfermedad y que no funge sólo como telón de fondo sino que tiene la función crucial de «realzar la importancia del Libertador en la Historia» (ibíd.: 180-181). Así, el narrador pone en práctica lo que Weldt-Basson llama «resumen educacional» para informar al lector de las hazañas de Bolívar (1994: 96): «había arrebatado al dominio español un imperio cinco veces más vasto que las Europas, había dirigido veinte años de guerras para mantenerlo libre y unido, y lo había gobernado con pulso firme hasta la semana anterior» (El general 44). Por otro lado, el personaje histórico glorioso es recontextualizado al ser inscrito en un relato nuevo: en un texto de ficción centrado en las vicisitudes de su cuerpo quebrantado, desde un momento de derrota política que, aunque es parte de la historia como acontecer, no ocupa un lugar tan prominente como las hazañas heroicas ni en la historiografía ni en la memoria colectiva. Ahora

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bien, ello no equivale a afirmar que no existan testimonios sobre los últimos meses de Bolívar (la deuda del texto de García Márquez con algunos de los testimonios existentes, incluyendo el del mismo Bolívar, se discute en este capítulo), sino más bien a que el Bolívar de este periodo no es el Bolívar «sacralizado» por la historia, como afirma correctamente Pons (1996: 191)9. Por ejemplo, vale la pena destacar la importancia fundamental del libro de Révérend, el médico que atendió a Bolívar durante sus últimos días. Aunque el testimonio de Révérend es mencionado en los libros de historia —y su nombre y su labor conmemorados en el museo de San Pedro Alejandrino—, es posible suponer que el relato del médico no forma parte fundamental de la imagen de Bolívar en la memoria colectiva10. Y sin embargo, desde el primero de los Boletines que escribió en San Pedro Alejandrino, Révérend describe a Bolívar en términos no disímiles a los usados por García Márquez: «Cuerpo muy flaco y extenuado; el semblante adolorido y una inquietud de ánimo constante. La voz ronca, una tos profunda con esputos viscosos y de color verdoso. El pulso igual pero comprimido. La digestión laboriosa» (Révérend 1998: 7). Tanto la historia gloriosa de Bolívar (lo visible, es decir, lo que cualquier lector conoce11) como el relato de Révérend (lo velado) se entretejen en la novela a través de un narrador que no esconde su filiación literaria: «Meses 9 El estudio de Pons discute El general desde la dinámica de reconocimiento/desconocimiento por parte del lector (reconocimiento de Bolívar y del rigor histórico de la novela) puesta en marcha por el texto. Aunque concuerdo con el análisis de Pons, discrepo de su percepción sobre la representación del cuerpo de Bolívar y de la historia en El general como carnavalescos (Pons 1996: 188). Entiendo la inclinación a leer el énfasis en lo corporal en términos del rebajamiento bajtiniano, pero no hay nada en el texto de García Márquez que lo ligue al exceso, a la fertilidad, a la renovación y a la vida festiva de las categorías carnavalescas. El Bolívar de García Márquez está marcado por la carencia y no por el exceso (el encogimiento progresivo y la liviandad son los primeros indicios); el tono y el lenguaje del relato son de pathos, de nostalgia y de pérdida, no de superabundancia vital. 10 En la bibliografía crítica consultada sobre El general no hay un solo artículo que mencione el testimonio de Révérend (a excepción de Pons, que en una ocasión cita indirectamente al médico). Ello a pesar de que el libro de Révérend es un intertexto crucial en la novela. En las secciones posteriores de este capítulo se discuten algunos aspectos de la relación entre ambos textos. 11 Admito que tan problemático es hablar sobre «el lector» en sentido genérico como calificarlo, por ejemplo, «el lector colombiano» o «latinoamericano». Uno de los problemas relacionados con la novela histórica es, justamente, definir al lector: ¿Qué historia conoce?

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antes, poniéndose unos pantalones que no usaba desde las noches babilónicas de Lima, él había descubierto que a medida que bajaba de peso iba disminuyendo también de estatura» (12). El decaimiento físico se enmarca en una alusión a Lima, que representa el punto culminante de la gloria del general, mientras que las palabras «noches babilónicas» hacen evidente el sello garciamarqueano. Asimismo, el destino del héroe se ve recontextualizado en la narrativa de El general en la frase del diplomático inglés que cierra el primer capítulo: «El tiempo que le queda le alcanzará a duras penas para llegar a la tumba» (45; mi énfasis). El tiempo que le queda al general es el mismo que le queda a la novela: la tumba es el destino de ambos puesto que, como se discutirá al final de este capítulo, la narrativa culmina con la figura del general como efigie mortuoria. El tiempo que les queda, al general y a la novela, al terminar el primer capítulo, está marcado por dos jornadas sobre las que se construye la narrativa de El general: la del personaje hacia el mar, y la del avance de la enfermedad. La lentitud de ambos movimientos contrasta con la velocidad y la fuerza que invariablemente marcan las sinopsis de sus hazañas: Cruzó los Andes con una montonera de llaneros descalzos, derrotó a las armas realistas en el puente de Boyacá, y liberó por segunda vez y para siempre a la Nueva Granada, luego a Venezuela, su tierra natal, y por fin a los abruptos territorios del sur hasta los límites con el imperio del Brasil (89).

El tono triunfal que podría derivarse de ejemplos como éste se diluye en la derrota física y política del presente recreado en la novela: 1830. Porque una diferencia sustancial con el Journal de la Santé es que El general no es una historia de salud recobrada: en el regreso persistente del cuerpo mortal se articula la historia de un mal progresivo que se propaga exponencialmente, como un contagio, como una epidemia, por todo el «cuerpo de nación».

¿Qué espera y qué exige el texto de él o ella? Ésta es una de las preguntas que dirigen el estudio de Pons, tanto en los análisis de novelas específicas como en los apartados teóricos. En lo que respecta a la novela de García Márquez, y por la importancia de una figura como Bolívar, no es descabellado suponer que cualquier lector poseerá un conocimiento mínimo sobre el protagonista, que probablemente se ajustará a la imagen heroica del Libertador.

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1.2. «La disolución más completa»12 La representación del cuerpo del general y de la enfermedad que lo aqueja está basada en un imaginario anterior a la separación que, según algunas historias de la medicina, tuvo lugar a fines del siglo XVIII, cuando la ciencia médica «réduisit le corps au statut d’objet et en détacha l’esprit» (Peter 1986: 62). En la novela todavía se observa la unidad estrecha entre el cuerpo y las emociones, el espíritu y el imaginario, que según Peter caracterizó la concepción premoderna de la enfermedad (ibíd.: 62)13. La conjunción del cuerpo y el alma es un motivo recurrente en el registro del estado de salud del general, y aparece varias veces desde el primer capítulo, cuando se menciona su deseo de purificar «el cuerpo y el ánima de veinte años de guerras inútiles y desengaños de poder» (13), o en la alusión al libro que el general usaba para «entender y curar cualquier trastorno del cuerpo o del alma» (24). García Márquez fue fiel a los registros históricos al afirmar que Révérend «atribuyó tanta importancia a las calamidades del cuerpo como al tormento moral» (250) entre las causas del mal estado del general en San Pedro Alejandrino, puesto que lo mismo arguye el médico francés desde el primero de sus boletines y en la autopsia del Libertador (Révérend 1998: 7, 25). Sin embargo, la novela va más allá de sugerir la simple «somatización de lo político» en el cuerpo del general14. La somatización está implicada en el lazo entre el vómito y la pérdida del poder (30, 54); en la «crisis de tos» que sufre el ge-

12 El subtítulo está tomado de una carta de Bolívar a Leandro Palacios desde Cartagena, el 24 de julio 1830: «Ya Vd. sabrá que nuestra pobre Venezuela está en revueltas, pues lo mismo sucede en el resto de la república. El Sur se ha separado, los jefes de Pasto han hecho asesinar al general Sucre y todo, todo marcha a la disolución más completa» (Bolívar 1950: 436; énfasis en el original). 13 Ahora bien, seguramente la separación fue gradual; por ejemplo, ya bien entrado el siglo XIX, «las pasiones sombrías» (the gloomy passions) se citaban como una de las causas de la tuberculosis pulmonar, en un tratado que puede considerarse como perteneciente a la medicina moderna (Laënnec 1846: 309). Cabe aclarar, asimismo, que aquí Peter se refiere a la concepción científica de la enfermedad en el occidente; muy distinto es el caso en la imaginación popular o en la literaria, donde sería discutible que hubiera una separación entre el cuerpo y el espíritu, las emociones y el imaginario incluso hoy en día. 14 La frase es de Carlos Rincón (1992: 171).

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neral cuando se entera de que el congreso ha elegido a Joaquín Mosquera en vez de ratificarlo como presidente (37) y en el «vómito de sangre» con que el personaje reacciona ante la noticia del asesinato de Sucre (192). Pero las conexiones entre el cuerpo del general y el «cuerpo de nación» son múltiples, y parten de distintas tradiciones médicas y literarias de entender la enfermedad, que García Márquez incorpora en el relato sobre los últimos meses de Bolívar. Una de dichas conexiones entre el cuerpo devastado del general y el estado ruinoso de la patria se establece en el ámbito de lo olfativo. Al igual que el glorioso Bolívar es irreconocible en el aliento fétido que el general trata de contrarrestar con agua de colonia, y en sus «ventosidades pedregosas y fétidas» (18), las ciudades resultan irreconocibles entre la ruina material y la peste de los caños y albañales: Caracas es descrita como «una ciudad en ruinas que ya no era la suya con [...] las calles desbordadas por un torrente de mierda humana» (116), mientras en Cartagena el general llega a la conclusión de que «era imposible reconciliar la gloria con la hedentina de los albañales abiertos» (176). El general evoca un imaginario en que el mal olor es sinónimo de enfermedad. De acuerdo con la filosofía natural desarrollada a partir del siglo XVII tardío, los olores fétidos provocaban pánico porque representaban no sólo el riesgo de la enfermedad basado en la antigua «teoría de los miasmas», sino también la desintegración del individuo como producto del avance progresivo de la muerte: el proceso de putrefacción interna que, se creía entonces, coexiste con el «principio vital» en el interior de los organismos (Corbin 1987: 25-29 y ss.). Desde esta perspectiva, como ha sugerido Morestin, el aliento fétido del general es un signo de descomposición (1993: 19). El hecho de que su «principio vital» ha sido destruido paulatinamente —«había empezado a morir desde hacía años» (El general 249)— está señalado en el texto mediante la presencia amenazadora de los «pájaros carniceros que volaban en círculo alrededor de su cabeza» (246-247; también mencionados en 75). De acuerdo con Alain Corbin, desde el siglo XVII y hasta bien entrado el XIX, la ciencia trataba de encontrar el antimefítico universal. La filosofía de Johann Becher (1635-1682), el fundador de la «teoría de la putrefacción», provocó un doble interés en los olores: por un lado, la idea de que «la fetidez refleja la desorganización»; y, por el otro, el reconocimiento de que «el aroma

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abre la vía al principio vital. Tanto los síntomas como el remedio pertenecen al sentido del olfato» (Corbin 1987: 25). En este contexto, es posible atribuir una intencionalidad terapéutica a los baños aromáticos del general, a su limpieza obsesiva y a su uso de agua de colonia, como sugiere Morestin (1993: 22). Esto es particularmente evidente hacia el final de la novela: «Entonces más que nunca hacía asperjar la habitación con su agua de colonia, y siguió tomando los baños ilusorios, afeitándose con sus manos, limpiándose los dientes con un encarnizamiento feroz, en un empeño sobrenatural por defenderse de las inmundicias de la muerte» (262; mi énfasis). Más aún, el olor desagradable conecta la enfermedad individual y la colectiva. Varias epidemias asoman en la novela: una de peste durante las campañas militares y en la muerte de Manuela Sáenz; la de viruela en Mompox; la de rabia en Cartagena; y la de gonorrea entre el ejército libertador (56, 110, 113, 174, 197, 239). Evocando la «teoría de los miasmas», popular con ciertas variantes desde la Antigüedad hasta el siglo XIX, según la cual enfermedades como el cólera y la peste eran producidas por emanaciones y malos humores, las epidemias en El general están caracterizadas por el mal olor, como evidencian el «reguero pestilente» de los caballos muertos de peste (59) y el «vaho pestilente» que precede la mención de la rabia en Cartagena (174). El carácter amenazador del aire fétido y las aguas pútridas es común —por ejemplo, en «las brisas malsanas del río» (115), «los vientos malignos de las ciénagas» (214), o «los caños de la Ciénaga Grande [que] eran lentos y calurosos y emanaban vapores mortíferos» (245; mi énfasis)— y sugiere que emanaciones y miasmas podrían infectar el ambiente e incubar epidemias. Hacia el final de la novela, la referencia a la «peste» asocia la decadencia de las ciudades con la enfermedad que arrasa al ejército. En este punto la destrucción del sueño de integración es total, el estado físico del general es lamentable, y ha culminado con una supuración del lagrimal que no le da sosiego (235): «[M]ientras los otros hacían la siesta, se iba por la orilla de los caños podridos espantando con la sola sombra las bandadas de gallinazos del mercado» (239; mi énfasis). Además del detalle de los gallinazos —que frecuentemente rondan al general señalando su muerte progresiva—, aquí cabe resaltar que aunque lo pútrido reaparece por todo el texto, en este párrafo la fetidez de los «caños podridos» introduce a renglón seguido el estado del ejército:

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Le preocupaba la moral de la tropa, carcomida por el tedio, y esto le parecía demasiado evidente en el desorden de los cuarteles, cuya pestilencia había llegado a ser insoportable. Pero un sargento que parecía en estado de estupor por el bochorno de la hora, lo apabulló con la verdad. «Lo que nos tiene jodidos no es la moral, Excelencia», le dijo. «Es la gonorrea» [...]. Toda la ciudad estaba ya al corriente del riesgo que la amenazaba, y el glorioso ejército de la república era visto como el emisario de la peste (239-240; mi énfasis).

La sucesión entre «pestilencia», «gonorrea» y «peste» no sólo establece un vínculo entre el mal olor y la enfermedad, sino que al otorgar el nombre genérico de «peste» a otra epidemia se acentúan las connotaciones de miedo y castigo colectivo relacionadas con la peste desde la Antigüedad, documentadas, por ejemplo, por Herzlich y Pierret (1987: 7). Con la frase «toda la ciudad estaba ya al corriente del riesgo» para introducir una referencia a la «peste», El general sugiere, como otras ficciones de García Márquez, su propio parentesco con una tradición literaria de representación epidémica cuyas características se discuten más adelante. Otro lazo que conecta la enfermedad del general con la enfermedad colectiva se desarrolla justamente a partir del campo semántico del miedo, que se explora a medida que la narrativa avanza para describir las reacciones de los personajes que ven al general: Miranda Lyndsay sintió «horror» en su segunda entrevista con el general (90); los llamados tres Juanes «se quedaron horrorizados ante aquel cuerpo en pena» (146); el narrador se refiere al «horror de aquellos días infaustos» (200) y cuenta que «Don Joaquín de Mier había de recordar hasta el fin de sus muchos años la criatura de pavor que desembarcaron en andas» (248). Es elocuente que las palabras que cierran la sección de «Gratitudes» sean «el horror de este libro» (274). Si la visión del general infunde terror en los individuos que lo conocen, esta emoción posee un carácter colectivo en el retrato de las epidemias: además del «riesgo» percibido por «toda la ciudad» ante la «amenaza» de la gonorrea (239), la viruela es descrita como «una endemia obstinada en las poblaciones del bajo Magdalena [a la que] los patriotas habían terminado por temer [...] más que a los españoles» (113; mi énfasis), mientras que en Cartagena «aún quedaban rastros de pánico por un perro con mal de rabia que había mordido en la mañana a personas de diversas edades» (174; mi énfasis).

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Como declaran Herzlich y Pierret, durante siglos las epidemias fueron percibidas como un fenómeno colectivo y social que, independientemente de la forma que tomara, era percibido como la encarnación misma del mal (1987: 3). En los testimonios de los sobrevivientes de las pestes, el pánico es el tema dominante, hasta el punto que la sola palabra peste inspiraba terror (ibíd.: 10). De todo lo anterior se puede deducir que el retrato de las epidemias en El general está basado en un imaginario anterior a la cosificación de la enfermedad que, según Foucault, tuvo lugar hacia finales del siglo XVIII, cuando la enfermedad «se desprende de la metafísica del mal con la cual, desde hacía siglos, estaba emparentada» (2007: 276) y adquiere la forma de «bodily states that could be “read” by science» (Herzlich y Pierret 1987: 30). Aunque las epidemias en El general no ocupan un lugar decisivo en el desarrollo de la trama, su presencia recurrente tiene el efecto de amplificar la enfermedad del general y de conectarla con lo colectivo. El mismo efecto de amplificación surge a partir de la explotación —algunas veces paródica, y característica del estilo de García Márquez — de la falacia patética, en la relación entre el decaído estado de ánimo y salud del protagonista y las condiciones climáticas. Desde el primer capítulo, el motivo común de la llovizna como signo de la tristeza entreteje los eventos históricos con la persona del general. La mañana de su partida, cuando deja Santa Fe derrotado para siempre, se describe en estos términos: «Eran casi las seis. La lluvia milenaria había hecho una pausa, pero el mundo seguía turbio y frío» (39). En perfecta correspondencia, el ambiente brumoso, ensombrecido (tanto política como climáticamente), se refuerza con la propia descripción del general, quien aparece «taciturno entre sus edecanes, verde en el resplandor del alba [...] [con] un sombrero de ala ancha que ensombrecía aún más las sombras de su cara» (39; mi énfasis). Huelga decir que la derivación (como figura morfosintáctica) de «sombra» enfatiza aún más el efecto. La lluvia y la neblina son motivos entrelazados con la subjetividad del general: «Las noticias que no llegaban lo envolvían como una niebla invisible» (222); «la lluvia se hizo eterna y la humedad empezaba a abrir grietas en la memoria» (238). La autoconsciencia de sus propios mecanismos por parte de la novela se transparenta en una ironía del general: «¡Si bastó con que me fuera [de Bogotá] para que el sol volviera a brillar!» (80). En una línea similar, el cataclismo natural acompaña a menudo al cataclismo político:

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El general Carreño le llevó el rumor de que Joaquín Mosquera había asumido la presidencia. «¡La pinga!», exclamó. «No lo creo ni si me lo muestran vivo». El general Montilla fue a confirmárselo esa misma tarde, bajo un aguacero de vientos cruzados que arrancó árboles de raíz, desmanteló medio pueblo, desbarató el corral de la casa y se llevó a los animales ahogados (155).

El aire es otro de los elementos que conjuga el decaimiento anímico del protagonista con la adversidad política: «prosiguió con un salterio de lamentos amargos, residuos de una gloria desbaratada que el viento de la muerte se llevaba en piltrafas» (117); «era una noche rara, sin una estrella en el cielo, y soplaba un viento de mar cargado de llantos de huérfanos y de fragancias podridas» (189). Una analogía similar conecta la fiebre eterna del general con el calor: luego de que general afiebrado había estado «respirando mal, con las últimas fuerzas» (74; mi énfasis), la descripción del calor aparece como la expresión magnificada de la enfermedad: «a cualquier hora del día o de la noche, adentro o afuera se oía resollar el calor» (77; mi énfasis). En consonancia con el vínculo que, en Violence and the Sacred, René Girard establece entre la peste, la guerra y los fenómenos naturales como ejemplos de la violencia (1979: 31), El general hace ver las características del clima caribeño como una amenaza, atribuyendo a los elementos naturales una intención agresiva. Así, el clima que inaugura el «viaje de regreso hacia la nada» (93) está marcado por «el calor mortal, las tempestades bíblicas, las corrientes traidoras, las amenazas de las fieras y las alimañas durante la noche, todo parecía confabulado contra el bienestar de los pasajeros» (94). Otro paralelo entre el personaje y su entorno se percibe en la correspondencia establecida entre el ciclo digestivo del general (fluidos internos) y las corrientes de agua (fluidos externos) que atraviesan las ciudades. La falta de control sobre el propio sistema digestivo —evidenciada en el estreñimiento crónico, en la falta de apetito y en el uso de lavativas y píldoras laxantes, así como de vomitivos— es una metáfora de la pérdida de poder a nivel político, y para el propio personaje hay una relación transparente entre ambos. El general corrobora las metáforas del narrador: tras afirmar éste que «la sola certidumbre de no ser más que un ciudadano corriente le agravó los estragos del vomitivo» (30), el personaje confirma la asociación: «acabo de renunciar

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al poder por un vomitivo mal recetado» (54)15. Como una expansión del lazo entre la pérdida de poder político y la incapacidad de regir su ciclo digestivo, los fluidos externos al cuerpo del general se convierten en ámbito de lo incontrolable. En la noche de Guadua, molesto por el sonido del río, el general exclama: «Si al menos pudiéramos pararlo un minuto», a lo que el narrador agrega: «Pero no: ya no podía parar el curso de los ríos» (54). A medida que el general avanza hacia su muerte, y la enfermedad sobre su cuerpo, las aguas sobre las que ni él ni nadie tiene ya ningún control van descomponiéndose, caracterizadas por la fetidez que he apuntado anteriormente. Así, los trastornos de salud del personaje —que, como se recordará, atañen «al cuerpo y al alma»— afloran en la narrativa, amplificados, para subrayar la conexión entre el general y el «cuerpo de nación», y además funcionan como un núcleo temático de donde se desprenden diversos motivos que dan continuidad a la narración. Finalmente, la enfermedad del general se conecta con la colectividad a raíz de la idea del desorden. La novela parece aludir a una antigua concepción de la enfermedad como desorden, que se ve reflejada en la disolución social16. Además del «desorden» de los cuarteles militares infestados de gonorrea (239), la muerte del general es designada como «desorden» (90, 263) y «confusión» (249), pero otro tanto puede decirse de la guerra entre diferentes facciones: «Todos se quejan de que no has querido venir a componer este desorden» (199). Más precisamente, El general evoca una asociación que según Christensen está presente en la literatura occidental desde la Ilíada: el lazo entre la narrativa de la enfermedad y la de la guerra (2005: 11). Christensen se basa en Girard para analizar la relación entre la peste y la guerra a

15 La idea en realidad es de Bolívar, quien en una carta del 8 de noviembre de 1830 desde Barranquilla escribe a Urdaneta: «Espero poder embarcarme dos o tres días para arrojar mi bilis, y quedar aliviado, pues no tomo remedio para nada, y mucho menos cuando me acuerdo que el vomitivo que tomé en Bogotá me hizo dejar el mando en el momento más crítico, exponiéndome a la censura y quizás al sacrificio» (1950: 498-499). 16 Christensen comenta sobre la concepción renacentista del cuerpo que, al considerar al cuerpo como un microcosmos, escritores como Paracelso sugerían que la enfermedad en los cuerpos humanos reflejaba no sólo la disolución social sino también el desorden en los cielos (2005: 295, n. 28).

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partir de lo que a su juicio conecta ambas dimensiones: el mecanismo del contagio, que cautivó la imaginación del siglo XIX (ibíd.: 4)17. Los relatos de la peste reflejan un efecto contagioso que no sólo acarrea el deterioro de los cuerpos individuales, sino también la descomposición social (ibíd.: 7). En El general, es común la continuidad entre el desorden social, la guerra y las epidemias. La fórmula del general, «“No hay otra alternativa”, dijo: “unidad o anarquía”» (113), da cuenta de lo que sería la «salud» de la patria. Salud que no se consigue, y que tras el arrasamiento de la guerra civil (121, 172, 190, 191) lleva a la comparación de la república con un cuerpo destrozado: «la república descuartizada» (192). Inversamente, esta conexión también es evidente en el uso de las metáforas militares para describir la enfermedad: «los dolores de cabeza y las fiebres del atardecer rindieron las armas tan pronto como se recibió la noticia del golpe militar» (203-204); «decía Wilson [que] la enfermedad era el único enemigo al que el general le temía» (215). En otro ejemplo, a la llegada a Mompox, el narrador asocia las tres categorías (guerra, desorden y epidemias) para explicar el estado de la ciudad: «arruinada por la Guerra, pervertida por el desorden de la república, diezmada por la viruela» (110). La descripción de los efectos de la peste subraya los vínculos entre la epidemia y la disolución del orden social: Una peste súbita que fulminaba a las bestias en plena marcha había dejado en el Llano un reguero pestilente de catorce leguas de caballos muertos. Muchos oficiales desmoralizados se consolaban con la rapiña y se complacían en la desobediencia, y algunos se burlaban incluso de la amenaza que él había hecho de fusilar a los culpables (56).

En este pasaje, la enfermedad se mide en el espacio: un espacio que en seguida cae presa de la anarquía. Revelando sus antiguos lazos, la anarquía es en sí misma una peste: «in a sense, it is even more of a plague than the dise-

17 Según Christensen, una de las características de los relatos de contagio es que por regla general aluden justamente «to the omnipresent air that everyone breathes [...]. The narratives of contagion naturally refer often to bad air, filled with nasty smells and “efluvia” that betray the disease-transmitting miasmata» (2005: 32).

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ase itself» (Girard 1988: 138). La asociación entre la peste y la disolución social proviene de la naturaleza contagiosa de ambos fenómenos: «The plague is a transparent metaphor for a certain reciprocal violence that spreads, literally, like the plague [...]. Something harmful, which loses none of its virulence [...] is rapidly transmitted from individual to individual» (ibíd.: 139). Como discutiré en el siguiente apartado, Christensen, siguiendo a Girard, propone que las representaciones míticas y literarias de la peste sugieren que, con la presencia de una epidemia, el principio del contagio puede desencadenar otros procesos degenerativos (Christensen 2005: 12). El riesgo del contagio está latente en El general, tanto en los miasmas amenazadores como en el contagio metafórico de la guerra y de la anarquía. En términos de la salud de la patria, el separatismo es una enfermedad que puede ser contagiosa, como sugiere el «germen de la separación» que contaminó a los granadinos (29). El general es consciente del carácter contagioso de la violencia cuando afirma que nunca le han gustado las insurrecciones porque «son como las olas del mar, se suceden unas a otras» (150). El miedo al contagio se desata, particularmente, en torno al general. El primer signo del pánico que su enfermedad despierta se manifiesta durante el viaje por el río, después de Zambrano: De pronto, sin que viniera a cuento, uno de ellos contó que los Campillo habían enterrado en el patio la vajilla inglesa, la cristalería de Bohemia, los manteles de Holanda, por terror al contagio de la tisis. Era la primera vez que el general oía aquel diagnóstico callejero, aunque ya era corriente a lo largo del río, y había de serlo muy pronto en todo el litoral (134; mi énfasis).

Es así, «sin que viniera a cuento», y no a través de la relación médica o de la ventaja cognitiva que confiere al narrador su ubicación temporal, como nos enteramos, junto con el general, de la enfermedad que lo está matando18. Sin

18 Aún existe controversia médica sobre la última enfermedad y las causas inmediatas de la muerte de Bolívar, aunque la opinión más común es que sufría de tuberculosis pulmonar. Recientemente, la polémica ha tomado otro giro desde que Hugo Chávez sugirió que el Libertador había sido envenenado y ordenó la exhumación del cadáver. Agradezco al doctor John Dove FRCS haberme puesto al tanto del debate.

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embargo, ésta no es una declaración «científica», sino la expresión del decir popular. Hasta este punto se han presentado al lector otros «diagnósticos callejeros», en un tono que oscila entre el rumor y el mito: «Se dijo que su mal era un tabardillo causado por los soles mercuriales del desierto. Se dijo después que estaba agonizando en Guayaquil, y más tarde en Quito, con una fiebre gástrica cuyo signo más alarmante era un desinterés por el mundo y una calma absoluta del espíritu» (24). El hecho de que «nadie sup[iera] qué fundamentos científicos tenían estas noticias» (24) contrasta con el retrato preciso que García Márquez ofrece de los síntomas de la tuberculosis pulmonar, y con su detallado seguimiento de los tratamientos efectuados por Révérend. Ahora bien, el «terror al contagio de la tisis» parece ser invención de García Márquez basada en las creencias populares y no en las fuentes médicas, puesto que la naturaleza infecciosa de la tuberculosis no fue establecida firmemente sino hasta 1882, cuando el médico alemán Robert Koch descubrió el microbio que la causa (Sherman 2006: 287)19. Révérend diagnostica tuberculosis pulmonar, pero en la discusión sobre sus posibles orígenes no menciona el contagio ni expresa preocupación alguna de que los allegados a Bolívar pudieran estar en peligro de contraer la enfermedad (Révérend 1998: 25). Aún más, ni Wilson, ni Posada Gutiérrez, ni Bolívar mismo parecen estar al tanto del diagnóstico preciso20. En la novela, por el contrario, hay re-

19 Antes de esto, otras causas se evocaban para la tuberculosis: exceso de trabajo, desnutrición y condiciones insalubres entre los pobres, y excesos entre los ricos (Sherman 2006: 287); factores hereditarios, falta de aire fresco o hasta una tendencia natural debido a la sensibilidad extrema (Herzlich y Pierret 1987: 24-25). En su estudio clásico de 1819, René Laënnec reconoce que la tisis siempre se había considerado contagiosa, pero descarta esta opción como carente de fundamentos médicos (1846: 311). 20 Posada Gutiérrez opina que la condición de Bolívar se agravó por un resfriado contraído la noche en que éste se entera de la muerte de Sucre en la casa del Pie de la Popa: «Hasta muy avanzada la noche estuvo paseándose en el patio de la casa, y levantándose de madrugada continuó sus paseos en la mayor agitación. El rocío de la noche tan abundante en nuestras tierras cálidas y el aura destemplada de la mañana, causáronle un fuerte constipado y una fiebre lenta que no le abandonó más, le postraron y aceleraron su fin» (1921: III, 22). Para Révérend, la tuberculosis se originó por «agentes físicos» (¿el clima?, ¿un resfriado?) que provocaron «un catarro pulmonar, que habiendo sido descuidado, pasó al estado crónico y, consecutivamente, degeneró en tisis tuberculosa» (1998: 25).

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petidos recuentos de gente que incinera o entierra lo que haya estado en contacto con el general. Además de sugerir una especie de ritual que rodea al protagonista, este detalle enfatiza el aura de miedo que envuelve la representación de la enfermedad en El general. Independientemente de las opiniones de Révérend, o de la concepción actual de la tuberculosis, la dimensión de pánico que se desarrolla a partir de la enfermedad del general conecta la destrucción del principio vital del personaje con el miedo y la disolución política y social asociados a la enfermedad como fenómeno colectivo.

2. EJEMPLOS DE CONTAMINACIÓN En su estudio sobre la contaminación epidémica en la literatura y el mito, Girard propone un grupo temático que subyace a la representación de pestes literales o metafóricas. Dicho grupo incluye un elemento sacrificial, la presencia de dobles miméticos y la disolución de las diferencias (Girard 1988: 143)21. Estos tres elementos pueden ser identificados en El general. Algunos estudiosos han resaltado los aspectos en que la caracterización del general se asemeja a la figura de Cristo, y su relación con lo sagrado y lo sacrificial (Boland 1992; Carrillo 1991; Rodríguez Vergara 1992)22. Dos figuras sobresa-

21 Aunque reconoce que sería una exageración afirmar que todas las descripciones de la peste son iguales, Girard propone que, en última instancia: «the similarities may well be more intriguing than the individual variations. The curious thing about these similarities is that they ultimately involve the very notion of the similar. The plague is universally presented as a process of undifferentiation, a destruction of specificities» (1998: 136). Entre los textos en que se basa Girard para proponer su tipología están varios que con seguridad son parte del bagaje de García Márquez, como la Ilíada, Edipo Rey, el Decamerón, La peste, de Camus, el Journal of the Plague Year, de Defoe, Le Théâtre et la peste, de Artaud, Crimen y Castigo, de Dostoievski, y Muerte en Venecia, de Mann. Agradezco a Oscar Collazos confirmarme la fascinación de García Márquez por el libro de Defoe, y a Rafael Darío Jiménez haber compartido conmigo la anécdota donde García Márquez se refiere a Cartagena de Indias, con las alcantarillas inundadas, como «la ciudad de Orán», en explícita referencia al libro de Camus. 22 Rodríguez Vergara se basa en Girard para proponer un lazo entre las pestes y epidemias, los desastres naturales y la violencia, sugiriendo un ritual que presentaría a Bolívar como «chivo expiatorio» para la salvación de la comunidad (1992: 76-77).

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len como dobles miméticos del general: José Palacios y el perro tigrero al que el general da el nombre de Bolívar. El perro comparte una serie de rasgos con el protagonista: su deplorable condición física —«un perro zungo, sarnoso y escuálido» (103)— es una versión degradada del propio cuerpo del general, cuya figura esquelética ha sido antes descrita por el narrador como «su costillar de perro y sus piernas raquíticas» (81-82; mi énfasis). Sin embargo, la enfermedad y la escualidez no son los únicos rasgos que tienen en común, sino que los baños medicinales del general, la limpieza y el perfume también se emplean en el perro: «lo habían bañado y perfumado con polvos de recién nacido, pero ni así consiguieron aliviarle la catadura perdularia y la peste de la sarna» (107). Como discutiré más adelante, en sus últimos momentos el general también es comparado con un «recién nacido» (268). El perro y el general se asocian asimismo cuando José Palacios escucha los sollozos del general y «creyó que eran del perro vagabundo recogido en el río. Pero eran de su señor. Se desconcertó, porque en sus largos años de intimidad sólo lo vio llorar una vez, y no de aflicción sino de rabia» (231; mi énfasis). Como subraya Rincón, la última palabra conecta esta escena con la epidemia de rabia que precede el pasaje (1994: 100). Más aún, el perro posee algunas de las virtudes morales del general, como valentía aun frente a las causas más desesperadas: «Los dos perros del general lo asaltaron, pero el inválido se defendió con una ferocidad suicida, y no se rindió ni siquiera bañado en sangre y con el cuello destrozado» (103). La valentía del perro destaca en una narrativa centrada en relatar las gestas heroicas del general en condiciones desfavorables, primero contra los españoles y después frente al conflicto político y la enfermedad. Girard propone que la representación literaria de la peste normalmente implica un proceso en el que los márgenes y las estructuras de diferenciación que constituyen un sistema cultural se desestabilizan. En episodios de contagio epidémico, la muerte colectiva borra todas las diferencias: las jerarquías sociales, las autoridades políticas y las categorías de juicio son primero transgredidas y después abolidas (Girard 1998: 136). Aún más, la analogía entre las epidemias y el desorden social posee un impacto en la textura misma de las narrativas: «As literal episodes of contagion are metaphorically compared to military aggression and the other power struggles within society are compared to contagion in action, the distinction between the literal and the me-

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taphorical is blurred» (Christensen 2005: 7). Apoyándose en Baudrillard, Christensen afirma que esta indistinción puede entenderse como un proceso de contagio en sí mismo, donde ambos términos de la comparación se contaminan y se borran las diferencias entre ellos, iniciando «the vision of a world in which a contagious principle threatens to reduce all differences and distinctions to a generalized incoherence» (ibíd.)23. El mundo retratado en El general está al borde del colapso, amenazado por la muerte inminente del protagonista, la infección metafórica de la guerra civil y el peligro de las epidemias. En medio del tono apocalíptico que se percibe en buena parte de la narrativa (y que, por cierto, está presente desde las cartas de Bolívar), los términos que sostienen algunas polaridades fundamentales parecen contaminarse mutuamente. En este apartado discuto tres ejemplos que afectan las distinciones entre lo real y lo ficcional, padre y madre (y padre e hijo), y pasado y presente. La distinción entre lo real y lo ficcional se desestabiliza en el episodio de Anita Lenoit. El general no recuerda si la leyenda acerca de su idilio con esta mujer —cuyo apellido también es incierto: «Lenoit, o Lenoir» (135)— se funda o no en la realidad. De hecho, nadie en la novela está seguro de su existencia. Sin embargo, como en otras muchas instancias en El general, el rumor posee más sustancia que la realidad misma, y aunque el general concluye que la leyenda «no tenía sustento alguno en la realidad», el episodio se cierra con todo el peso de una tumba que prevalece sobre cualquier verdad: «la leyenda prosperó hasta el punto de que en el cementerio de Tenerife hubo una tumba con la lápida de la señorita Anne Lenoit, que fue un lugar de peregrinación para enamorados hasta fines del siglo» (135). En contraste, el cuerpo del general sufre una desmaterialización progresiva: no sólo se encoge y pierde peso hasta el punto de que «era tan liviano que un golpe de mar podía sacarlo por la borda» (247), sino que su desaparición se acentúa con las opiniones de quienes se refieren a él como un «fantasma» (49, 222), y con su propia autopercepción: «Yo no existo» (148). El narrador contribuye a este efecto al describirlo desde 23 A partir del estudio de Girard, está claro que la peste es el reverso del carnaval: si en ambos casos las jerarquías y distinciones son transgredidas, en el caso de la peste esta transgresión desemboca en la muerte, mientras que en el carnaval, la transgresión es el triunfo y la afirmación de la vida.

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el inicio como alguien que «ya no era de este mundo» (11). El contraste entre la tumba de la persona inexistente (materialización de la leyenda) y la desaparición del personaje basado en el referente histórico puede leerse como uno de las declaraciones metaficcionales en El general: el protagonista no debe ser confundido con la figura histórica. Pero además, introduce la sospecha de que muchos monumentos —como las representaciones icónicas de Bolívar que el narrador descarta como erróneas (186)— o construcciones históricas en un sentido amplio pueden pesar en el imaginario colectivo pero no están basadas en la realidad24. Otra instancia de contaminación entre categorías puede observarse en la deconstrucción de una metáfora fundamental en el discurso de la independencia hispanoamericana: la de la familia. En vez de Bolívar, el Padre de la Patria, la novela presenta al general refiriéndose a sí mismo y a los suyos en estos términos: «Ahora las viudas somos nosotros [...]. Somos los huérfanos, los lisiados, los parias de la independencia» (105). Si en sus escritos Bolívar plantea un programa emancipador donde los principales actores son miembros de la élite masculina y blanca (Davies 2006: 38), el general se coloca entre quienes por definición son marginales a ese proyecto. La novela desestabiliza los términos que sostienen la metáfora: el general no es el padre sino la viuda; no el joven que alcanza la madurez y por lo tanto es capaz de rebelarse contra la «desnaturalizada madrastra» —como llama Bolívar a España en la Carta de Jamaica (ibíd.: 38-45)—, sino un huérfano indefenso. Si el Bolívar histórico se describe a sí mismo bajo el paradigma del ideal masculino (ibíd.: 34), Peter Ross ha propuesto que el protagonista de la novela de García Márquez posee rasgos tanto masculinos como femeninos (1992: 78-79). Es posible añadir que en oposición al cuerpo paradigmático del héroe, no sólo masculino, sino también adulto y autosuficiente, el general también es retratado como un bebé o un niño pequeño: «Fernanda Barriga tenía la costumbre de ponerle un babero y darle la comida con la cuchara, como a los niños, y él la recibía y la masticaba en silencio, y hasta volvía a abrir la boca cuando terminaba» (216); la actitud del doctor Gastelbondo hacia el general 24 Según Betancur (1989), García Márquez cree que Anita Lenoit es una invención posterior a la muerte de Bolívar. Lynch reconoce el rumor de su existencia pero no ofrece ninguna opinión concluyente (2006: 69).

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emula la que tendría hacia un niño: «compartía con él los animalitos de almíbar, los alfajores de leche, los diabolines de almidón de yuca que llevaba en los bolsillos» (220); y en sus últimos momentos Révérend «tuvo que alzarlo en brazos, como a un recién nacido» (268). La metáfora patriarcal de la familianación que está en la base del discurso bolivariano de la independencia se desestabiliza en El general, y la destrucción del orden jerárquico que la sostiene se inicia con la transformación del padre en una viuda o en un niño pequeño. Un tercer ejemplo de desestabilización de las diferencias puede establecerse entre el pasado referido en la novela y el presente desde donde se escribe. El narrador da indicios sobre su situación temporal y su pertenencia a una colectividad: «Era el primer golpe de estado en la república de Colombia, y la primera de las cuarenta y nueve guerras civiles que habíamos de sufrir en lo que faltaba del siglo» (203). El texto de «Gratitudes» —que finaliza con las palabras «el horror de este libro» (274)— está enunciado por una voz autoral situada en un tiempo muy posterior al de la historia relatada en la novela. ¿A qué «horror» se refiere esta voz? La respuesta más evidente apunta hacia la historia narrada en la novela: el abandono y el repudio de que Bolívar es objeto; la pobreza, la humillación y el destierro que, según el autor, están entre las infamias que sufrió Bolívar por parte de sus enemigos (Samper 1989). Carlos J. Alonso ha argumentado que el horror remite a la pérdida representada por la muerte de Bolívar y el derrumbe de su sueño de integración, que constituyen la pérdida fundacional que ha marcado la búsqueda latinoamericana por una modernidad nunca alcanzada (1994: 257-258). En este sentido, la crítica ha observado también que muchas de las «predicciones» del general pueden ser leídas como lúgubres descripciones de la historia de América Latina a lo largo de los siglos XIX y XX: corrupción, autoritarismo, deudas externas colosales e intervencionismo estadounidense25. Como ha sugerido Ortega: «leemos la actualidad del fracaso de Bolívar y de su utopía

25 Otra de las «profecías» del general merece comentario aparte: «Sus motivos, como de costumbre, tenían un aliento profético: mañana, cuando él no estuviera [...] la patria inmensa y única que él había forjado en tantos años de guerras y sacrificios sucumbiría en pedazos, los partidos se descuartizarían entre sí, su nombre sería vituperado y su obra pervertida en la memoria de los siglos» (150; mi énfasis). Esta declaración puede leerse como una denuncia de la apropiación del nombre de Bolívar para todo tipo de causas. Carrera Damas analiza esta apropiación por

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de la unidad latinoamericana desde nuestra actualidad de crisis endémica» (1992: 166). Ahora bien, el término horror al final del libro provoca un efecto de eco, puesto que el campo semántico del horror ya ha aparecido en otros momentos en el texto. Resultaría difícil creer que el empleo de esta palabra sea insignificante, ya que ha sido repetida tantas veces. Al mencionarla de nuevo en un texto situado en el presente de escritura de la novela, la voz autoral evoca, en el presente, las connotaciones que la palabra posee a lo largo de la narrativa, donde aparece relacionada con la enfermedad individual y colectiva, con el caos y con la disolución social. La idea de una «república descuartizada» (192), de una «patria [que] se caía a pedazos» (243) en medio del conflicto interno y la disolución social no es ajena a Colombia en la década de 1980. En estos años, se usan para referirse a la situación de Colombia términos sorprendentemente similares a los que García Márquez utiliza para hablar del fin de Bolívar y la Gran Colombia en El general. En 1985 Behar se refiere a un país «desangrado» (7), y un año antes Castro Caycedo declara: «el país se deshace» (5A). Los datos ofrecidos por Abel y Palacios muestran que en los años que precedieron a la publicación de El general hubo una escalada de la violencia en Colombia: de acuerdo con ellos, el 49% de las muertes civiles y el 59% de las muertes militares entre 1973 y 1986 ocurrieron entre 1985 y 1986, y el 70% de los actos terroristas tuvieron lugar durante este año (1991: 674). El desplome de las negociaciones entre Betancourt y las guerrillas, y los hechos sangrientos que siguieron a la toma del Palacio de Justica por el M-19, en noviembre de 1985, son antecedentes que vienen a la mente. En este contexto es posible relacionar algunas de las frases del general —«Cada colombiano es un país enemigo» (242), «Todas las ideas que se les ocurren a los colombianos son para dividir» parte de las oligarquías dominantes para la realización de modelos de nación en Venezuela después de la muerte del Libertador, que nada tenían en común con el proyecto bolivariano (1973: 49). Nikita Harwich traza «las múltiples interpretaciones historiográficas, a menudo cruzadas» (2003: 7) de que la figura y el pensamiento bolivarianos han sido objeto desde su época hasta la nuestra; y cita a Juan Morales para afirmar que «Bolivarianos se declaran los socialdemócratas, comunistas, ultraizquierdistas, sacerdotes y hasta los terroristas [...]. Bolivarianos se han declarado desde Fidel hasta Pinochet» (ibíd.: 20). Para muestra de los alcances casi inverosímiles de dicha apropiación, en su última gira por América Latina como presidente de Estados Unidos, en marzo del 2007, George Bush «se declaró bolivariano» (Brooks 2007).

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(253)— con las condiciones de mediados de los ochenta26. La desestabilización de las diferencias que según Girard es característica del grupo temático de la peste permitiría que un sentido generalizado de caos trascendiera la especificidad de la historia relatada en la novela y aludiera a la violencia que se daba en el momento de su escritura. El espectro temático de la enfermedad engloba el gran miedo a la disolución evidente desde las cartas de Bolívar citadas en el apartado anterior, proyectándolo hacia el presente de la escritura, donde tal disolución se confirma en el ámbito de lo real.

3. LA «ENFERMEDAD DEL YO» Privilegio del tísico: en otro tiempo se contraía la lepra sobre el fondo de los castigos colectivos; el hombre del siglo XIX se vuelve pulmonar al completar, en esta fiebre que apresura las cosas y las traiciona, su incomunicable secreto. Por eso las enfermedades de pecho son exactamente de la misma naturaleza que las del amor: son la pasión, vida a la cual la muerte da un rostro que no cambia. La muerte ha abandonado su viejo cielo trágico; hela aquí convertida en el núcleo lírico del hombre: su invisible verdad, su visible secreto. Michel Foucault, Nacimiento de la clínica

Cada era tiene sus propias enfermedades, sugieren Herzlich y Pierret: en épocas diferentes una enfermedad específica era vista por todos «as the embodiment of illness itself, not only because of its frequent recurrence and the danger it represented, but also because in various ways it was the material

26 Otra similitud está en el vocabulario elegido por Estrada Gallego para discutir la fragmentación de la vida social en Colombia a fines del siglo XX. Como si acotara una de las sentencias del general citadas arriba, el analista ofrece un diagnóstico descorazonador: «Entre nosotros [los colombianos] los desacuerdos, multiplicados hasta el delirio, son más frecuentes que los consensos; la mezquindad insolidaria tiene supremacía sobre los lazos de solidaridad; el bien común es sobrepasado por los afanes y la voracidad de los bienes privados» (2004: 32).

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sign of the conditions of life, of the concepts of human existence and the values of the time» (1987: 3). Así como la peste y la lepra son las enfermedades medievales, la enfermedad del siglo XIX europeo es la tuberculosis que, por un lado, expresaba el mito romántico de la individualidad marcada por el destino, y por el otro, encarnaba las insalubres y paupérrimas condiciones de vida de las clases trabajadoras en las fases tempranas de industrialización (ibíd.: 3). En efecto, el lugar aterrador que ocupaba la peste en la Edad Media, el cáncer y el SIDA en nuestra época, lo tenía la tuberculosis en el siglo XIX. Independientemente de la explicación médica, en el imaginario colectivo éstas son enfermedades para las que es imposible asignar una locación específica y una causa concreta: parecen ocuparlo todo, reinar en el tiempo, en el espacio, en el aire, y afectar al organismo completo, en cada una de sus partes, descomponiendo todo el ser (Peter 1986: 67). Aunque el miedo al contagio relaciona al general con las epidemias en la novela de García Márquez, hay una distinción fundamental entre el padecimiento del protagonista y la muerte colectiva causada por la peste. Varios estudios sobre la representación de la enfermedad enfatizan los aspectos positivos de la tuberculosis pulmonar, sobre todo como un aspecto de la imaginación romántica. La novela evoca el estatus paradójico de una enfermedad que era temida como una de las más letales en los siglos XVIII y XIX y, al mismo tiempo, estetizada de manera positiva como signo de pasión, espiritualidad y genialidad (Lawlor 2006: 2). Por una parte, la percepción decimonónica de la tuberculosis era, como se ha dicho, la de la enfermedad que representaba para toda una era la destrucción del principio vital (Peter 1986: 67). Por la otra, difería de las grandes epidemias por considerarse una enfermedad individual, o en palabras de Susan Sontag, «the disease of the sick self» (1991: 69). De acuerdo con Herzlich y Pierret, la diferencia entre las grandes epidemias y la tuberculosis era que ésta no sometía a sus víctimas a una muerte colectiva y repentina: «One died individually and rather slowly of tuberculosis, so that the victim was in a position to perceive his condition, to form a self-image, and to discern the way in which others saw him» (1987: 30). En la novela de García Márquez, el general emerge como el «yo enfermo» (the sick self) y su enfermedad se retrata, bajo los parámetros de la imaginación romántica, como «an enhancement of identity [...] a disease apt to strike the hypersensitive, the talented, the passionate» (Sontag 1991: 98).

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Según Sontag, los relatos de la tuberculosis pulmonar en el siglo XIX representan la enfermedad como marcada por la hiperactividad, el espasmo y, sobre todo, los comportamientos contrastantes, como la actividad febril y la resignación apasionada (1991: 12). Esta descripción concuerda con el comportamiento del general, quien espera ansiosamente las noticias sobre los acontecimientos políticos para luego afirmar su desdén por el poder; declara apasionadamente la derrota de su sueño de unidad —«“No delires más, Carreño”, le dijo. “Esto se lo llevó el carajo”» (172)—, pero unos días después planea cuidadosamente «con autoridad y mando de general en jefe, la minuciosa máquina militar con que se proponía recuperar a Venezuela y empezar otra vez desde allí la restauración de la alianza de naciones más grande del mundo» (209). El general oscila entre la exaltación y el desencanto, pero siempre experimenta emociones intensas: El doctor Gastelbondo se sorprendió una vez más del poder vivificador de la cólera, el día en que encontró al general lanzando improperios bíblicos ante un emisario especial que acababa de darle las últimas noticias de Santa Fe [...]. De pronto, la cólera pasó sin dejar rastros, de un modo tan intempestivo como había empezado [...]. [El general] le tendió al médico la mano en los puros huesos para que lo ayudara a levantarse, y concluyó con un suspiro: «En cambio yo me he perdido en un sueño buscando algo que no existe» (223-225).

En relatos decimonónicos, el enfermo de tuberculosis pulmonar es retratado como alguien «consumido» por una pasión, con una característica: que la pasión sea irrealizable y sin esperanzas (Sontag 1991: 23). Este exceso de pasión termina por consumir el cuerpo, según demuestran los propios síntomas: «Fever in TB was a sign of inward burning; the tubercular is someone “consumed” by ardor, that ardor leading to the dissolution of the body» (ibíd.: 21). Por esta razón, la tuberculosis llegó a explicarse como los estragos de la frustración (ibíd.: 22). De principio a fin, el protagonista de la novela de García Márquez está consumido por la frustración que rodea su «dorado sueño de la integración continental» (25), padeciendo no sólo el derrumbamiento de dicho sueño sino también la ingratitud de sus compatriotas, las difamaciones de que es objeto y las condiciones de su pérdida del poder. Su ánimo fluctúa entre «cóleras bíblicas» (192), rachas proféticas, resignación

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exaltada y tristeza profunda. Aunque intensificados en la novela, ninguno de estos rasgos parece ser fundamentalmente una invención de García Márquez, puesto que se mencionan en recuentos históricos como aspectos del carácter de Bolívar27. Más aún, el retrato que la novela ofrece sobre la amargura que el general «guardaba en el pudridero de su corazón» (193) parece la expresión acertada del crudo desaliento que se percibe en las cartas de Bolívar en 1830. Cuando el narrador declara que Révérend «atribuyó tanta importancia a las calamidades del cuerpo como al tormento moral» (250) está siendo fiel a los escritos del médico, para quien varias «afecciones morales vivas y punzantes» aceleraron la muerte de Bolívar (Révérend 1998: 25). El texto de Révérend parece hacer eco de las ideas médicas de su tiempo, según lo expresado, por ejemplo, por René Laënnec, quien en 1819 menciona «las pasiones sombrías» —«the gloomy passions, especially when deep-rooted and of long duration» (1846: 309)— como posibles causas de la tuberculosis pulmonar. Aquellos aspectos en los que la representación de la enfermedad de Bolívar en El general difiere de las fuentes históricas son elocuentes. Pese a la contundencia con que Révérend declara que «la enfermedad de que ha muerto S. E. el Libertador era en su principio un catarro pulmonar, que habiendo sido descuidado, pasó al estado crónico y, consecutivamente, degeneró en tisis tuberculosa» (1998: 25; mi énfasis), la palabra tuberculosis nunca se men-

27 Por ejemplo, Perú de Lacroix declara lo siguiente: «la actividad de espiritu [sic] y aun de cuerpo, es grande en el Libertador, y lo mantiene en una continua ajitacion [sic] moral y fisica [sic]: al que lo viere y observare en ciertos momentos, sin conocerlo, creeria [sic] ver á [sic] un loco [...]. Cuando discurre con alguno de los suyos, tan pronto muda de conversacion [sic] como de postura; parece entonces que no hay nada de seguido, nada de fijo en el [...]. La colera [sic] del Libertador es siempre poco duradera: algunas veces es ruidosa, otras silenciosa, y en este caso dura mas [sic] y es mas [sic] seria: en el primero [caso] la pasa sobre algun [sic] criado regañandolo [sic], ó hechando [sic] a solos [sic] algunos Cxxx [sic]. —A veces, sin estar colerico [sic], S. E. es silencioso y taciturno: entonces tiene algun pesar, ó [sic] proyecto en la cabeza, y hasta que haya tomado su resolucion [sic], que comunmente [sic] es pronta, no se le pasa el mal humor, ó [sic] la inquietud que manifiesta tener» (1935: 334-335). Sobre el carácter intenso y variable de Bolívar, Archila indica que «todavía con vida el Libertador» hubo quienes lo consideraron «un psicópata», y menciona algunos de los diagnósticos: «melancolía, mal comicial [...] esquizotímico, epileptoide, aciclotímico» (1963: 10).

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ciona en la novela. El narrador exhibe su ventaja temporal y cognitiva al comentar las discusiones médicas que la muerte de Bolívar provocaba «un siglo y medio después», pero no utiliza esa distancia para disminuir el efecto desfamiliarizador que la fiel descripción de los tratamientos de Révérend podrían despertar en el lector del siglo XX: «sinapismos en los pies, frotaciones en la espina dorsal, emplastos anodinos por todo el cuerpo» (El general 261), todos tomados de los boletines del médico (Révérend 1998: 13). Cuando Lynch explica, en su biografía de Bolívar, el diagnóstico dado por Révérend y Night, aclara que aunque diferían en los detalles, ambos indicaban un padecimiento pulmonar de gravedad; «modern medicine would diagnose tuberculosis» (Lynch 2006: 277). Esta voluntad de introducir una perspectiva contemporánea que hiciera la enfermedad de Bolívar comprensible para el lector moderno está ausente de la novela de García Márquez. Todas las demás enfermedades están claramente identificadas en la novela —la gonorrea del ejército es consignada bajo el término técnico de «blenorragia» (197)—, pero el narrador elude nombrar la del general, a excepción de dos tímidas aproximaciones: la de una voz no identificada (uno de los bogas) que se refiere a la «tisis» del general (134), y la referencia del protagonista a que está hético (217). Al describir las primeras impresiones de Révérend, el narrador afirma: «Por la languidez del cuello, la contracción del pecho y la amarillez del rostro pensó que la causa mayor eran los pulmones dañados, y sus observaciones de los días siguientes iban a confirmarlo» (249). El narrador está citando el primer boletín, donde Révérend declara que «la enfermedad de S. E. me pareció ser de las más graves y mi primera opinión fue que tenía los pulmones dañados» (1998: 7). Si bien hasta aquí el diagnóstico del médico es igualmente vago, el narrador elude otras oportunidades para precisarlo. Por ejemplo, el «histórico diálogo entre el general Montilla y Révérend» al que se refiere Archila (1963: 12). Este diálogo es narrado por Révérend en los términos siguientes: Entonces fué [sic] cuando me llamó a su casa el General Montilla, y sin preámbulos me dirigió las palabras siguientes: «Tengo el mayor interés de saber de usted, doctor, cual [sic] es su concepto sobre la enfermedad del Libertador; dígame la verdad francamente y sin rodeos». Me recogí un momento para contestar tan imprevista pregunta: «Señor General, con el mas [sic] profundo sentimiento par-

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ticipo a V. S. que la enfermedad del Libertador no tiene remedio, pues en mi concepto, como facultativo, la considero como tisis pulmonar llegada en último grado, y ésta no perdona». Al oir [sic] estas palabras el General se dio una fuerte palmada en la frente echando un formidable taco al mismo tiempo que las lágrimas se le asomaban a los ojos: en seguida se metió en su aposento, dejándome solo a mis reflexiones (1998: 31).

Y el narrador de El general lo resume así: El general Montilla [...] le pidió a Révérend que le hablara con la verdad, y éste le explicó que la mejoría imaginaria del general era frecuente en los moribundos. El final era cosa de días, de horas, quizás. Aturdido por la mala noticia, Montilla dio un puñetazo contra la pared desnuda, y se destrozó la mano. Nunca más, por el resto de su vida, volvería a ser el mismo (256).

Entre todas las modificaciones del episodio en la novela, puede destacarse que en el relato de Révérend el dramatismo de la escena proviene de la precisión del diagnóstico: el médico desahucia a Bolívar con base en un padecimiento específico, tisis pulmonar en estado último. El narrador de la novela, por su parte, conserva el desahucio pero omite el diagnóstico. Ya se ha visto que antes ha reportado la referencia a la «tisis» como un «diagnóstico callejero»; es decir, no lo asume, sino que se distancia de él. Sin duda, la mención de la palabra tuberculosis no despierta el mismo miedo en el lector actual que en épocas pasadas; el término remite a una enfermedad infecciosa terrible pero curable, de ningún modo asociada con las palabras «conjuro», «exorcismo» y «sobrenatural» (216, 217, 262) que se utilizan para calificar la lucha del personaje contra ella. En un fino giro metaficcional, la referencia del narrador a «la enfermedad que se empeñó en ocultar y en ocultarse incluso a sí mismo hasta las vísperas de la muerte» (186) de hecho imita la supuesta renuencia del general, al no nombrarla. Este secretismo acentúa los lazos de la novela con aquellos recuentos decimonónicos en los que la palabra tuberculosis no se nombra por temor a que la sola mención tenga una especie de poder mágico (Sontag 1991: 6)28. 28 Una opinión distinta podría argüir que García Márquez evita nombrar a la tuberculosis para no ofrecer un diagnóstico concluyente sobre la última enfermedad de Bolívar. Aunque esta

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Al mostrar su propia determinación de no designar la enfermedad del general, el narrador llama la atención sobre su propia tarea como constructor de una narrativa, destruyendo así la ilusión de un acceso aparentemente no mediado al cuerpo del personaje por parte del lector. En el texto, esta ilusión se sostiene por medio del rigor con que los síntomas de la tuberculosis pulmonar están registrados: la tos persistente, la pérdida de peso, la palidez, los sudores nocturnos y la falta de apetito que caracterizan las etapas tempranas de la enfermedad, dan lugar a la extenuación y escualidez, las fiebres y la casi transparencia de la piel (Lawlor 2006: 5). Aunque el carácter dinámico de la tuberculosis pulmonar se manifiesta en El general mediante el registro meticuloso de sus síntomas (12, 17, 18, 36, 43, 50, 53, 74, 78, 79, 81, 132, 142, 144, 146, 198, 249, 258), la enfermedad no se cosifica, sino que se presenta envuelta en un misterio que acentúa lo excepcional del enfermo, cuyo cuerpo posee cierta magia: el general sale de la bañera «con un ímpetu de delfín que no era de esperar en un cuerpo tan desmedrado» (11); su cuerpo está marcado desde el inicio por «la energía que circulaba debajo de la piel como un torrente secreto sin ninguna relación con la indigencia del cuerpo» (44); y demuestra hasta el final una «prestancia sobrenatural» (248). El narrador rompe así la conexión entre lo visible y lo expresable que, según Foucault, definió el discurso médico desde fines del siglo XVIII, cuando el campo de la percepción se amplió significativamente: [A] principios del siglo XIX, los médicos describieron lo que, durante siglos, había permanecido por debajo del umbral de lo visible y de lo enunciable [...]. La relación de lo visible con lo invisible —necesaria a todo saber concreto— ha cambiado de estructura y hace aparecer bajo la mirada y en el lenguaje lo que estaba más acá y más allá de su dominio. Entre las palabras y las cosas se ha trabado una nueva alianza, que hace ver y decir [...] (Foucault 2007: 5; énfasis en el original).

El cuerpo del general puede ser visto: está desnudo. El narrador adopta la mirada del médico, da cuenta minuciosa de los síntomas, olores, tratamien-

posibilidad respetaría la controversia médica existente, parece difícil de sostener ante todos los indicios que apuntan hacia la tuberculosis pulmonar en la narrativa.

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tos. Es famosa la entrevista donde García Márquez declaró: «Mis amigos, los historiadores venezolanos que han leído el libro, después de que lo trabajamos históricamente a fondo, no han tenido ya más reproches que hacerle. Pero uno de ellos me pidió, por favor, que lo vistiera [a Bolívar]» (Samper 1989). Y sin embargo, aunque en apariencia indefenso bajo la mirada del lector, este cuerpo posee algo que le permite escapar al reductivismo del lenguaje. Si el relato del cuerpo enfermo hace visible lo que estaba «oculto» por la historiografía, hay, por otro lado, algo en la propia representación de la enfermedad en la novela que tiende hacia lo secreto. Es imposible saber con certeza si Bolívar sabía que sufría de tuberculo29 sis . Révérend declara que Bolívar «ignoraba la clase de su enfermedad» (1998: 25), y al describir la salud quebrantada del Libertador, ni Wilson (O’Leary 1981: 123-143) ni Posada Gutiérrez (1921: III, 22) hacen alusión a esta afección. En sus cartas de 1830, Bolívar comenta ampliamente sus padecimientos, entre los que menciona una extrema debilidad, afecciones «de la bilis» y reumatismo, así como varios daños nerviosos, y posteriormente dolencias del bazo y del hígado, pero no hace ninguna referencia a la tisis30. Por ejemplo, el 2 de octubre escribe a Urdaneta desde Turbaco: «Yo he venido aquí de Cartagena un poco malo, atacado de los nervios, de la bilis y del reumatismo. No es creíble el estado en que se encuentra mi naturaleza. Está casi agotada y no me queda esperanza de restablecerme enteramente en ninguna parte y de ningún modo» (Bolívar 1950: 467). En contraste, el protagonista de El general demuestra plena conciencia de su mal: no sólo escucha el «diagnóstico callejero» referido arriba (134), sino que a partir de entonces se da cuenta de que sus anfitriones se desharán de

29 Agradezco al doctor John Dove FRCS la idea de que Bolívar quizás estaba al tanto de su mal, dado que sus padres murieron de tuberculosis, y ésta era una enfermedad muy común en la época. Al parecer, en el siglo XIX la tuberculosis era considerada como una enfermedad hereditaria (Herzlich y Pierret 1987: 24). 30 Sin embargo, cabría preguntarse si la insistencia de Bolívar por «mejorar de temperamento» (1950: 464, 518, 520, 521, 523), es decir, cambiar de clima, denota el conocimiento o la sospecha de la naturaleza de su padecimiento, puesto que a lo largo de todo el siglo XIX y hasta principios del XX, una de las curas comunes para la tuberculosis era un cambio de aire y de clima (Herzlich y Pierret 1987: 25; Sontag 1991:13).

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todos los objetos que han estado en contacto con él. Un día incluso grita: «Díganles que estoy hético para que no vuelvan» (217-218). El hecho de que el personaje utilice su condición de «hético» para librarse de visitantes indeseados demuestra que el general comprende que su enfermedad tiene un efecto sobre los otros. Esta misma conciencia está implícita en las acusaciones de sus enemigos acerca de la manipulación de su enfermedad por razones políticas (24-25). En este aspecto veo un signo autorreflexivo en El general que apunta hacia la conciencia de la tuberculosis pulmonar como un modo de aparecer, como un ejemplo de autorrepresentación, que es una noción ligada a la idealización romántica de esta enfermedad —para Sontag, la romantización de la tuberculosis es, de hecho, el primer ejemplo de esa actividad moderna de promoción del yo como imagen (1991: 29)—. En la tercera sección de la novela, el narrador describe al joven general utilizando un lenguaje coherente con la noción romántica del genio masculino: un joven poeta apasionado y excepcionalmente talentoso, cuya intuición es casi profética, de aspecto «pálido y óseo» y ojos «alucinados» (84-85). Como detalle interesante, se nos dice que el protagonista está vestido «a la inglesa» y que llevaba «la gardenia de los románticos en el ojal» (84). En otro giro metaficcional, elegir que su aspecto físico corresponda con el estilo del Romanticismo equivale a afirmar que el personaje emplea en su autorrepresentación los mismos códigos que el narrador utiliza para caracterizarlo31. Los lazos del protagonista con el Romanticismo —«leyó a los románticos por influencia de su maestro Simón Rodríguez, y siguió devorándolos como si se leyera a sí mismo con su temperamento idealista y exaltado» (101; mi énfasis)— se acentúan todavía más en el relato de la muerte del general.

31 Elmore examina otros casos de autorrepresentación romántica por parte del general, sugiriendo que «ese aventurero, intenso y audaz, está cortado con la misma tijera que los héroes de Byron. No se trata de un parecido casual, pues la conducta y la sensibilidad del personaje están lejos de ser espontáneas; son, por el contrario, el resultado de una pedagogía aplicada al propio yo, de un consciente ejercicio de auto-invención» (1997: 182). Señala asimismo que la tumba de Anita Lenoit «permite que en el trópico se practique el ritual romántico de acudir a las tumbas de los amantes memorables, iniciado en Europa a raíz del suceso de Werther» (ibíd.: 197).

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La romantización de la tuberculosis pulmonar encuentra su figuración paradigmática en la representación de muertes casi asintomáticas, beatíficas y donde el miedo está ausente (Sontag 1991: 16). Aunque la muerte por tuberculosis puede ser terrible —y los enfermos suelen encontrarse cada vez más sofocados, cada vez menos capaces de controlar la tos y la expectoración, sin poder conseguir un momento de calma (Lawlor 2006: 5)—, la imaginación romántica frecuentemente la representa como Poe la describió: «as a beautiful decline with barely a hint of pain or distress, like golden leaves falling from the trees» (ibíd.: 6). El fallecimiento del general está precedido por la muerte atroz de José Palacios, quien según el narrador: «Murió a la edad de setenta y seis años, revolcándose en el lodo por los tormentos del delirium tremens, en un antro de mendigos licenciados del ejército libertador» (268). La pérdida total de la «majestad impávida» que había sido la característica definitoria de José Palacios desde el inicio es un fin devastador para este doble mimético del general, que se había identificado con él «hasta en el modo de vestir y de comer» (11, 267). Esta muerte, inesperada en su crueldad naturalista, antecede inmediatamente a la del general; pero en contraste con la aniquilación del yo de José Palacios al momento de morir, el fallecimiento del general está por completo libre de horror32. Los últimos momentos del general están precedidos por una súbita revelación —«con la clarividencia de sus vísperas [...] por primera vez vio la verdad»— y su vida termina en medio de cantos religiosos: Entonces cruzó los brazos contra el pecho y empezó a oír las voces radiantes de los esclavos cantando la salve de las seis en los trapiches, y vio por la ventana el diamante de Venus en el cielo que se iba para siempre [...] los últimos fulgores de la vida que nunca más, por los siglos de los siglos, volvería a repetirse (269). 32 La muerte del general también contrasta con el final que el narrador reserva para Manuela Sáenz: «Murió en una epidemia de peste, a la edad de cincuenta y nueve años, y su cabaña fue incinerada por la policía sanitaria con los preciosos papeles del general, y entre ellos sus cartas íntimas» (263). En realidad, el personaje histórico murió en una epidemia de difteria, pero el narrador la hace sucumbir entre las oleadas de peste con las connotaciones de muerte generalizada, miedo y castigo divino mencionadas anteriormente, quizás para resaltar que la muerte del general «la borró del mundo» (262). Las cartas íntimas no sucumbieron con ella, sino que están publicadas (ver Bolívar y Sáenz 2006).

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Los momentos finales del general están, así, descritos con un lenguaje rico en connotaciones positivas: «clarividencia», «radiante», «cielo», «fulgores». Las palabras de Sontag —muerte asintomática, beatífica y sin miedo— no podrían ser más apropiadas para describir el desenlace, que cierra con la voz del narrador haciendo eco del clímax de la misa: «por los siglos de los siglos». Es claro que si la intención de la novela hubiera sido la profanación de la figura histórica de Bolívar a partir de la representación irreverente de su cuerpo, el momento de la muerte hubiera resultado idóneo para dar cauce al impulso motivado por una supuesta «alegría cínica y antiedípica del asesinato del héroe, del descubrimiento de los “pies de barro” del monumento permanentemente conmemorado y para siempre engrandecido» (Salazar Ramos en Marquínez Argote et al. 1990: 56)33. Por otro lado, la muerte del general sucede en una habitación descrita así: Además de la cama de marquesina había una cómoda de caoba, una mesa de noche también de caoba con una cubierta de mármol y una poltrona forrada de terciopelo rojo. En la pared junto a la ventana había un reloj octogonal de números romanos parado en la una y siete minutos (256).

Justamente la misma descripción había aparecido a mitad de la novela y una referencia al reloj figura en la revelación última del general (115-116, 269)34. Por un lado, la misma habitación descrita dos veces funciona como una sucesión de reflejos que sirve para destruir el «efecto de realidad» (Barthes 1984: 186) en el relato. Las últimas frases de El general confirman para el lector que se está en los terrenos de la ficción del escritor colombiano: así como las habitaciones se repiten, «los últimos fulgores de la vida que nunca más, por los siglos de los siglos, volvería a repetirse» (269) hacen eco del final de «Los funerales de la Mamá Grande» («y barrerán la basura de sus funerales, por todos los siglos de los siglos», 195) y de Cien años de soledad 33 Por el riesgo de una lectura errónea debida a la descontextualización de la cita, aclaro que Salazar Ramos no suscribe esta apreciación, sino que describe la percepción de un sector de la crítica sobre esta novela de García Márquez. Por otro lado, hay que mencionar que si bien el relato de Révérend sobre la muerte de Bolívar difiere del de García Márquez, el médico describe el deceso como un evento pacífico. 34 Para una discusión paralela de este pasaje, ver Elmore (1997: 207-208).

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(«porque las estirpes condenadas a cien años de soledad no tenían una segunda oportunidad sobre la tierra», 471)35. Con los «brazos [cruzados] contra el pecho», el cuerpo que encoge y se desmaterializa afirma una vez más su insustancialidad al convertirse en una efigie, lo que ya había sido sugerido cerca del inicio de la novela cuando el general es descrito «como una estatua yaciente sobre un túmulo funerario» (55). Esto sirve como una declaración de ficcionalidad, de artificio: el personaje al que hemos seguido a lo largo de la narrativa no es Simón Bolívar, sino una imagen, una construcción36. Con todo, la habitación de García Márquez se ajusta perfectamente a aquélla donde efectivamente murió Bolívar en San Pedro Alejandrino. El deceso ocurre, según Révérend, «a la una en punto» del 17 de diciembre de 1830 (1998: 22), con lo cual la referencia a la hora sería un detalle histórico más o menos preciso37. La habitación de la novela deviene, entonces, un espacio que tiende tanto a la autorreferencialidad de la ficción como al ámbito de lo real (lo comprobable en el mundo del lector). En las dos descripciones anteriores de la recámara idéntica se nos dice que el reloj está parado en la una con siete minutos, y en ambos casos José Palacios lo pone «en la hora real» (256). En cambio, en la descripción última, el reloj va «desbocado» ha35 Agradezco a Gerald Martin la información sobre las conexiones del final de El general con el primer cuento publicado de García Márquez, «La tercera resignación». Tanto Martin como otros críticos han notado el parentesco literario del general con otros personajes de García Márquez, desde el protagonista de El coronel no tiene quien le escriba hasta Florentino Ariza, pasando por el dictador de El otoño del patriarca y por el coronel Aureliano Buendía. Ver Hood (1991: 71-73) y Palencia-Roth (1991: 55-56), entre otros. Por su parte, Davis propone una comparación entre el general y Aureliano Buendía a partir de su similitud con ciertos personajes de Sófocles, en particular Edipo (1991: 112-123); y González Echavarría resalta el «confinamiento literario» del general, especialmente en lo que respecta a su parentesco con Eneas, Ulises y don Quijote (1993: 199-200). Sobre el general y don Quijote, véanse además Boland (1992: 157-159), Ortega (1992: 167-168) y Oviedo (1989: 23-24). 36 La imagen visual del general recostado sobre su cama con los brazos cruzados sobre el pecho también es congruente con la iconografía romántica que presenta al paciente muriendo de tisis en una escena similar. 37 La habitación donde murió Bolívar en la Quinta de San Pedro Alejandrino contiene exactamente el mobiliario descrito en la novela y el reloj está detenido a la una y siete minutos. No he podido comprobar si el detalle es anterior o posterior la publicación de El general en su laberinto.

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cia la una y siete. El reloj, que sería un emblema del tiempo cronológico, se presenta aquí paradójicamente como una imagen de «inquietud petrificada» (Benjamin 2004: J 54, 5, 334): el reloj corre —está corriendo— desbocado hacia el no tiempo de la muerte, pero al mismo tiempo está congelado justo en el instante anterior. El lector no tiene elementos para comprobar si el reloj se ha movido y con ello, la pertenencia del pasaje a cualquiera de las dos dimensiones temporales es indecidible. La tristeza de la última habitación captura la realidad inmediata y humana de la pobreza, la soledad y el fracaso, como un espacio que condensa la decadencia y la ruina que están presentes a lo largo de toda novela. No obstante, aun cuando aparentemente no hay salvación posible —como ya ha señalado la crítica, desde la primera línea de la novela se prefigura la muerte del general—, la escena final está paradójicamente revestida de las connotaciones discutidas anteriormente, que apuntan hacia la pervivencia tanto de la figura de Bolívar como de la escritura de García Márquez38. En realidad, como ha notado Gerald Martin, si creemos ver morir al general esto no es más que una «ilusión óptica» porque la narrativa termina justo en el momento anterior (2010: 111). Contrariamente a la escritura que se autoaniquila al final de Yo el Supremo, las frases finales de El general no acarrean consigo una marea de mortalidad que las hundiera en la autodestrucción. Más bien, cumplen la función de conmemorar tanto a este Bolívar —en efigie romántica— como a su propio autor, «por los siglos de los siglos». En un contexto diferente, Bahti cita la siguiente propuesta de Benjamin: «What one knows that one will soon no longer have before one — this is what becomes an image»: The meaning of decay or ending is allegorically preserved in an image of decay or ending. But qua image — and here is a paradox — the temporal process is apparently arrested, and the meaning is of this arrest or Stillstand: temporality is of decay, it means decay, and yet as temporality it halts in decay (Bahti 1992: 209).

38 Para Martin, la novela es «a mausoleum to the writer himself rather than its protagonist» (2010: 103).

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En El general en su laberinto, la última imagen que tenemos de Bolívar está justamente detenida en su decaer: el cuerpo se vuelve efigie, paradójicamente se transforma y se paraliza justo al entrar en el tiempo donde no hay progreso ni teleología posibles, en el tiempo a la vez desbocado y suspendido de la muerte. Inquietud paralizada, «vida que significa muerte», diría Benjamin, o como afirma Bahti respecto de la alegoría baudeleriana según Benjamin: «the image conserving life’s meaning as that which is already dead precisely by destroying it as life and “conserving” it as an image» (1992: 210). Lo que se destruye aquí es la ilusión mimética: el general no es, después de todo, de carne y hueso. Bolívar pervive en la ficción como esta imagen de donde la vida está casi extinta pero salvada precisamente en tanto imagen suspendida «beatíficamente» en el momento previo a la muerte.

4. FINALIZANDO: LO VISIBLE Y LO VELADO El general se apoya en el lugar de Bolívar en la imaginación colectiva de Hispanoamérica para reescribir una historia fundacional amenazada por la disolución, al yuxtaponer la salud de la patria a las aflicciones médicas de una de sus figuras fundadoras más reverenciadas. De acuerdo con Sander Gilman, las imágenes occidentales de la enfermedad están «contaminadas» por el miedo al colapso, y es como parte de una tradición estética específica, la de imaginar y representar la enfermedad, que proyectamos nuestro sentido de pérdida (1988: 2). Siguiendo a Gilman, podría proponerse que El general es una meditación sobre el miedo al colapso; un miedo cuyo origen se ubica en la pérdida representada por la muerte de Bolívar (ver Alonso 1994). Sin embargo, esto no equivale a una domesticación del miedo proyectándolo hacia el pasado, sino que al resaltar el carácter «contagioso» de la violencia, y al situar a la historia desde el punto de vista del presente de su escritura, la novela también sugiere que éste puede estar amenazado por un principio de disolución39. 39 La frase «[e]ra el primer golpe de estado en la república de Colombia, y la primera de las cuarenta y nueve guerras civiles que habíamos de sufrir en lo que faltaba del siglo» (203) es un ejemplo más en que la novela subraya el carácter mimético —contagioso— de la violencia.

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El general depende de los poderes representacionales del nombre «Simón Bolívar», y sin embargo, éste prácticamente no se pronuncia en la novela. Por un lado, esto sugiere cierta irrecuperabilidad y lejanía de la figura histórica: desde el presente, Bolívar es, también, un texto, un producto de las representaciones, una construcción, no un referente al que pueda accederse sin mediaciones. Frente a «la prueba más difícil: la del peso del nombre de su héroe» (Ortega 1992: 172; mi énfasis), la novela reafirma tanto el estatus como la libertad de la ficción al presentar ante el lector un personaje liviano y casi innombrado. Con todo, como ya he sugerido, el nombre en realidad es innecesario porque el lector sabe que se está hablando de Bolívar. El general está de cuerpo presente, pero su cuerpo pesa cada vez menos; lo vemos toser y sufrir, pero al final cualquier trazo de mortalidad se afirma tanto como se pierde en la escena de su muerte. El diario médico, los síntomas, los tratamientos, la enfermedad inexorable de un personaje que desde la primera línea parece que ya está muerto (11) no desembocan en la aterradora afirmación de la mortalidad similar a la que se ve en Yo el Supremo, sino en los fulgores de la ficción que preserva la imagen del general, que hace ver la miseria de su última circunstancia sólo para lanzarlo de nuevo a la inmortalidad. El «soplo cadavérico» de Yo el Supremo arrasa con la hoja misma, destruye hasta el papel en la novela de Roa Bastos; en El general, en cambio, las líneas finales remiten a la pervivencia de la ficción garciamarqueana. Si la asociación entre ver y decir está en la base de la medicina moderna, El general propone una redistribución entre lo visible y lo velado en la propia textualidad de la novela. La monumentalidad de Bolívar como icono histórico es incomparable en el contexto hispanoamericano; las estatuas de Bolívar, sus retratos y la historiografía que dan cuenta de sus hazañas son omnipresentes en un país como Colombia. Bolívar es visible por todas partes. No obstante, la novela de García Márquez descubre lo que está velado: no me refiero solamente al relato del cuerpo enfermo en contraste con la imagen heroica, sino también al extraordinario entramado de las fuentes históricas que, sin ser nombradas, se vuelven visibles en la ficción. El alto grado de documentación de la novela es sorprendente; numerosos detalles y anécdotas sobre la vida del Libertador que se han considerado invenciones de García Márquez destinadas a desmitificar a Bolívar en realidad están tomadas de fuentes históricas. Entre muchos otros ejemplos, el Diario

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de Bucaramanga de Perú de Lacroix consigna la irascibilidad de Bolívar al jugar a las cartas: En el juego como en cualesquiera otra accion [sic] de su vida el Libertador manifiesta el fuego de su imajinacion [sic], la viveza de su caracter [sic] y aquel ascendiente que tiene siempre sobre todos los demas [sic] hombres. Ganando, S. E. es muy chanzeador [sic] y se burla con espiritu [sic] de sus contrarios; si pierde se queja del mal juego, y se irrita de la mala suerte: se levanta de su silla, juega parado, y por todas su acciones se ve que su amor propio esta [sic] herido en ver la fortuna declararse contra el [sic] y en favor de los otros. Lo hé [sic] visto botar los naipes, el dinero y abandonar el juego (1935: 268-269).

Este rasgo del carácter de Bolívar da lugar a una escena memorable entre el general y Wilson en la novela de García Márquez (71-73). Pero queda claro que un Bolívar tan humano que se irrita al perder a las cartas no es invención de García Márquez. Tampoco es su invención el Bolívar orgulloso, rencoroso o malhablado, a quien «la critica [sic] de sus hechos lo afecta; la calumnia contra su persona lo irrita vivamente, y nadie es más amante de su reputación que el Libertador de la suya» (Perú de Lacroix 1935: 331); que responde vivamente y de mal humor cuando se le lleva la contraria; y que se refiere a las «personas que no le agradan y que desprecia [...] con la expresión —“Aquel ó [sic] aquellos Cxxx”» (ibíd.: 335; énfasis en el original). La gran pasión de Bolívar por el baile; su habilidad para afeitarse con las dos manos; el incidente de competir nadando contra alguien más, pero con las manos amarradas para probar su fuerza de voluntad; la anécdota de haber sido confundido por un pederasta griego en un burdel de Londres, son todos detalles mencionados por Perú de Lacroix (ibíd.: 152-153, 336, 266, 215). Hay que creer a García Márquez cuando expresa, en «Gratitudes», el rigor histórico de su novela, aunque en las mismas páginas da la impresión de que este rigor se limita a otras etapas y no al viaje postrero de Bolívar. Si bien es cierto que el último viaje es el periodo menos documentado en comparación con la abrumadora bibliografía sobre otros periodos de la vida del Libertador, es incorrecto afirmar, como hacen muchos críticos, que no existen fuentes sobre este periodo. Sí, las hay, y el texto de García Márquez mantiene un diálogo con ellas.

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Además de las cartas de Bolívar, puede citarse el testimonio de Posada Gutiérrez sobre las etapas de Honda y Cartagena (ver, por ejemplo, 1921: I, 327-332; y III, 21-23), y sobre todo, la obra de Révérend, como importantes fuentes de información sobre los últimos días de Bolívar incorporados a El general. En este sentido, el libro de Révérend es crucial; además de los síntomas de Bolívar y los tratamientos del médico, el médico francés consigna otros detalles mencionados en la novela: el bien conocido desdén de Bolívar por los médicos; la existencia del «tratado de higiene que siempre llevaba consigo», así como ciertas frases (entre ellas «Llévense a esas luminarias, que esto parece una procesión de ánimas», «cómo saldré yo de este laberinto», y «¡Vámonos! ¡Vámonos! [...] esta gente no nos quiere en esta tierra»); los diálogos que García Márquez reporta entre el general y el médico; los términos del testamento, y numerosos datos más, como la susceptibilidad del olfato del enfermo40. Ahora bien, no sería demasiado aventurado suponer que el libro de Révérend o el de Perú de Lacroix no forman parte sustancial del conocimiento colectivo sobre Bolívar (ni en Hispanoamérica ni en otras latitudes)41. Por otro lado, como sugiere Pons: [H]ay abundante información sobre Bolívar y no se puede decir a ciencia cierta si la novela se apega a lo documentado o no [...] a lo que nos enfrenta el texto es que a menos que el lector sea un experto estudioso de la vida de Bolívar, o que recurra a los archivos, es difícil reconocer en los detalles de la vida cotidiana del Libertador, de su vida amorosa y en lo que Bolívar dijo o dejó de decir en la novela aquello que es histórico y lo que es imaginario [...]. La (im)posibilidad de reconocer lo que es histórico y lo que es inventado responde [...] a que la novela

40 Información sacada tanto de los boletines como de la autopsia y, sobre todo, del relato de los «[d]etalles muy interesantes ocurridos entre el Libertador y su médico de cabecera» (Révérend 1998: 29-43) que pueblan las últimas veinte páginas de la novela. 41 Habría que matizar esta propuesta notando, sin embargo, la importancia acordada a Révérend tanto en el museo de San Pedro Alejandrino como en los libros de historia. Révérend es mencionado en casi todos los recuentos sobre los últimos días de Bolívar, incluyendo el libro de Henao y Arrubla, el texto oficial para la enseñanza de la historia en secundaria en Colombia durante buena parte del siglo XX. En lo que respecta a Perú de Lacroix, la biografía de Lynch (2006) lo refiere constantemente.

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recupera el pasado de y desde los intersticios del género y de la Historia documentada (1996: 192).

Al filtrar esas fuentes poco conocidas, El general utiliza la ficción como un espacio para hacer visible lo que estaba oculto. A la inversa, el secretismo que rodea el nombre de Bolívar y el diagnóstico de su enfermedad son indicio de que la poética del texto es ocultar lo que el lector sabe: que se habla de Simón Bolívar y que, según la opinión generalizada, éste murió de tuberculosis; que las enfermedades son causadas por microorganismos y no por acción de miasmas, desgaste del principio vital o castigo divino sobre una colectividad; que la tuberculosis no es la expresión de las pasiones ni de la genialidad, sino una enfermedad infecciosa; que la desintegración política y social de una nación no es un fenómeno cuya clave resida en el cuerpo de un hombre, aunque ese hombre sea Bolívar. La relevancia de lo olfativo en la obra entera de García Márquez merece ser estudiada. Piénsese, por ejemplo, en el olor a muerte de La hojarasca; en el olor a santidad en que muere la Mamá Grande; en el olor de la guayaba que es el de la rememoración tanto para el general como para García Márquez; en el olor de Remedios la Bella que enloquece a los hombres; en el olor a pólvora del cadáver de José Arcadio Buendía; etc. La lista es interminable. En El general, el olor ofrece un terreno paralelo al de la imagen para explorar las tensiones entre lo conocido y lo oculto. La importancia de lo visual en García Márquez es insoslayable; pero se podría considerar, con Alain Corbin, que aunque tanto la vista como el olfato son medios para comunicar el horror de la enfermedad, lo olfativo implica el retorno a una sensibilidad más antigua, muy anterior a la actual (Corbin 1987: 13). Con respecto a la enfermedad, el olfato es «un sentido animal», y precisamente por ello, el sentido del instinto de conservación: el que localiza los peligros en el ambiente y nos previene contra las sustancias venenosas (ibíd.: 13-14). En El general, el olor materializa un ámbito al margen de lo visual. Gracias a lo olfativo se construye una dimensión de sentido en la novela: al denotar la enfermedad, el miedo, el peligro, el olor también remite al pasado anterior a la cosificación del cuerpo por la ciencia médica moderna. El olor no sólo remite a la memoria individual (el olor de la guayaba) sino que apela a una cierta me-

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moria colectiva. Por antonomasia, el olor es lo que no se ve, pero está ahí, por todas partes, en El general 42. Casi tan importantes son las imágenes auditivas. Hay referencias a la música, ya sea popular o militar, en cada estación del viaje: «las canciones de amor del repertorio criollo que las novicias cantaron acompañadas con un arpa por una monja mayor» (51); las «canciones de cuartel con estrofas de alabanza o de burla improvisadas al calor de la fiesta» (54); el vals en Honda (82); las canciones entonadas por Iturbide, que tanto agradan al general (98); la canción de amor canturreada por la mujer misteriosa de Puerto Real (107); la «música de cuerdas», del banquete de Mompox (119); las «músicas callejeras» de los pueblos después de Zambrano (133); el conjunto de gaitas (142); las «siete romanzas de amor» interpretadas por la adolescente lánguida en Cartagena (177); la «canción de otros tiempos» y todas las demás que hace el general cantar a Iturbide en la casa del Pie de la Popa (188-189); las contradanzas y otras piezas interpretadas por la «murga de Mamatoco» que lleva Fernanda Barriga a la Quinta de San Pedro Alejandrino cuando el general está cerca de la muerte y que tiene sobre él una «virtud sedante» (265). En realidad, toda la jornada está marcada por la música, y entre los episodios que más rehumanizan a la figura histórica están los de un Bolívar bohemio y cantador, que además canta con voz «nítida y bien entonada» (177). La música se convierte en otro de los parámetros por los que se mide la transformación del personaje a través del tiempo, así como su estado de ánimo y salud en la última jornada. Así, por ejemplo, se nos dice que en Cartagena el general hizo cantar a Iturbide hasta el amanecer, «y todos se dieron cuenta de su mal estado de ánimo por las canciones que solicitaba» (189). Continúa el narrador: De su segundo viaje a Europa [el general] había vuelto entusiasmado con los couplés de moda, y los cantaba con toda la voz y los bailaba con una gracia insuperable en las bodas de los mantuanos en Caracas. Las guerras le cambiaron el gusto. Las canciones románticas de inspiración popular que lo habían llevado de la mano por los mares de dudas de sus primeros amores, fueron sustituidas por

42 De todos los trabajos críticos revisados, el de Morestin (1993) es el único que estudia el campo del olor en El general.

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los valses suntuosos y las marchas triunfales. Aquella noche en Cartagena había vuelto a solicitar las canciones de la juventud, y algunas tan antiguas que debió enseñárselas a Iturbide, porque éste era demasiado joven para recordarlas. El auditorio se fue mermando a medida que el general se desangraba hacia adentro, y se quedó solo con Iturbide junto a los rescoldos de la fogata (189).

La música deviene otro de los indicadores del contraste entre el antes y al ahora; como la evolución en las lecturas, el cambio en los gustos musicales revela la transformación del personaje en las distintas etapas de su vida. Y aún más, el retorno del general a las canciones de su juventud más temprana es una corroboración de ese motivo central de la novela, el viaje por el río como imagen de la vida. Al recorrerlo de nuevo, pero en sentido contrario, el general tenía «la impresión de estar recogiendo los pasos de su vida» (104), como ya ha comentado ampliamente la crítica. La vuelta a las canciones de la juventud posee una significación similar a la del paralelismo entre el ingenio donde el personaje nace y donde muere. Por otro lado, el gusto por la música se suma a todos los detalles de su propia vida y de sí mismo con los que el autor empírico reviste al protagonista, y que también han sido muy estudiados (la soledad del costeño en la sociedad cachaca, el olor de la guayaba como principio de rememoración, la postura ideológica sobre la soledad de América Latina, el viaje mismo por el Magdalena). Según Gerald Martin, el gran amor por la música y su relación con la juerga nocturna y la nostalgia, son rasgos de la personalidad de Gabriel García Márquez, y han marcado momentos importantes de su vida; por ejemplo, al describir la primera juerga de García Márquez con el «grupo de Barranquilla» en «La negra Eufemia», Martin señala que el escritor « sealed his own personal triumph and his bond with the group by singing mambos and boleros for more than an hour» (2008: 120). La simpatía hacia el protagonista de El general se puede percibir en la frase misma de que, cantando, «el general se desangraba hacia adentro». ¿No está el narrador imitando aquí el tono de aquellas «canciones románticas de inspiración popular» que, se nos dice, tanto gustaban al general? Como otros textos de García Márquez, El general explora el potencial de la ficción para meditar sobre lo equívoco de ciertos conceptos cuya transparencia se da por hecho: creemos que conocemos a Bolívar, pero incluso en el

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caso de la personalidad más visible y conocida, fue posible para el novelista elaborar un relato profundamente enraizado en la historia y, sin embargo, ficción. Sólo un artífice como García Márquez podría haber inspirado, por un lado, los acalorados debates que, según König, El general provocó en la Academia Nacional de Historia en Colombia, y que demuestran hasta qué punto «los académicos colombianos han confundido una obra maestra de la literatura con un discurso histórico» (König 2004: 48). Si los historiadores encuentran suficiente evidencia en la novela como para confundirla con un discurso histórico, por otro lado algunos críticos literarios otorgan un valor descomunal a la declaración, en «Gratitudes», de que a García Márquez los fundamentos históricos le «preocupaban poco» (272) y asumen que no hay ningún testimonio sobre los últimos meses de Bolívar. Así, dan por hecho que El general es producto de un vacío historiográfico. Como Yo el Supremo y Noticias del Imperio, El general en su laberinto toma al cuerpo como alegoría para reimaginar el pasado y meditar sobre el proceso de su escritura en la ficción. Por una parte, la dimensión de «alegoría nacional» es patente en la yuxtaposición entre un cuerpo mortal y un cuerpo político que sugiere una correlación entre el desgaste corporal del general y la pérdida de salud de la patria, y en la enfermedad colectiva que se refiere tanto a las epidemias como al germen de la desintegración política y social. Por la otra, la enfermedad se inscribe en la textualidad en la noción de contagio como contaminación de categorías conceptuales dentro del texto, y en la tensión entre lo visible y lo velado que se percibe en la novela. Este último aspecto no sólo concierne a la alternancia entre el cuerpo estragado y el relato heroico, así como a la representación de la enfermedad específica del general —la tuberculosis pulmonar—, sino que designa también la poética general del texto en lo relativo a la intersección de la historia y la ficción. El Bolívar de García Márquez encarna las estaciones del decaer de la historia como catástrofe que, paradójicamente, como decaer no desemboca en el cierre esperado de la muerte pero tampoco culmina con la redención en «el horror de este libro» (El general 274).

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REFLEXIONES FINALES

Escribir historia significa dar su fisonomía a las cifras de los años. Walter Benjamin, Libro de los pasajes N11, 2

En los capítulos precedentes se ha explorado la función significadora y escritural del cuerpo en tres novelas históricas escritas en el último tercio del siglo XX: Yo el Supremo (1974), del paraguayo Augusto Roa Bastos; Noticias del Imperio (1987), del mexicano Fernando del Paso; y El general en su laberinto (1989), del colombiano Gabriel García Márquez. Las tres pertenecen a lo que la crítica ha llamado nueva novela histórica hispanoamericana; todas revisitan un periodo de formación nacional en el siglo XIX centrándose en una figura histórica que ha detentado —y perdido— el poder; y en cada una, la imaginería corporal desempeña un papel preponderante. En estas novelas, el cuerpo provee un lenguaje y una serie de imágenes que conjugan dos ámbitos: por un lado, el de la representación histórica y, por otro, el de la textualidad. Así, he propuesto que, en los tres casos, el cuerpo articula dos impulsos simultáneamente: uno, referencial o representacional (que tiene que ver con la historia como acontecer empírico y como historiografía); otro, autorreferencial, que mira hacia dentro de cada novela como texto literario. He discutido cómo estas novelas sugieren en primera instancia una dimensión del cuerpo como «alegoría nacional» de un referente histórico: el Estado del Dr. Francia en Paraguay; el Imperio de Maximiliano y Carlota en México; y los últimos días de la Gran Colombia de Bolívar. Las imágenes de descomposición, de impureza y de enfermedad, respectivamente, apuntan a una contigüidad entre el cuerpo de los personajes y el estado de la nación en un momento formativo y, a la vez, problemático. Para explicar esta contigüidad he considerado el potencial significante, dentro de la tradición occidental, de asociar el cuerpo material de la figura en el poder con el Estado y la nación. En Yo el Supremo, la yuxtaposición del cuerpo del Dictador con el Estado es clara: la novela de Roa Bastos explora esta correspondencia para dramati-

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zar el deseo por el Poder Absoluto, pero también utiliza sus contradicciones para poner en escena el desmantelamiento de ese poder, con la separación entre el cuerpo mortal y el cuerpo político en tanto descomposición corporal, y con la crítica de la importancia exacerbada de la cabeza (identificada en la novela con el poder, la racionalidad y la masculinidad) sobre los otros miembros. En Noticias, las imágenes que proponen la identificación del cuerpo de Maximiliano y Carlota con México son menos claras y definidas; más bien, son inestables y heterogéneas, y se convierten en un vehículo para expresar la relación problemática de los personajes con México. La posible identificación del cuerpo de los personajes con el de la nación está ligada a cuestiones vinculadas con la legitimidad y la reparación histórica. Finalmente, en El general, hay una correlación entre el cuerpo del general y el estado de la nación, derivada de la centralidad de Simón Bolívar como héroe fundacional en Colombia, donde históricamente el Libertador ha sido considerado como «la personificación de la independencia» y también «la personificación de Colombia» (Carrera Damas 1973: 228)1. Esta identidad (similar al caso de Rodríguez de Francia en Paraguay, pero inexistente con Maximiliano y Carlota en México) permite la asociación entre la enfermedad del general y la pérdida de salud de la patria. He propuesto, además, que las mismas imágenes de descomposición, impureza y enfermedad impregnan la textualidad de las novelas estudiadas, articulando lo que podría denominarse el ámbito de la autorreferencialidad. Así, he notado la yuxtaposición, en Yo el Supremo, entre el cuerpo del Dictador —que se descompone— y el texto de la novela, cuya poética es la corrosión; la similitud entre las imágenes corporales heterogéneas y excesivas sugeridas por Carlota y las características de su discurso, en Noticias; y la tensión, en El general, entre lo visible y lo velado en el cuerpo enfermo del general, que refleja la propia poética de la novela, así como la dimensión metaficcional hacia la que apunta la representación de la tuberculosis bajo el paradigma del Romanticismo.

1 Carrera Damas cita la expresión del texto del «Estudio Histórico-Político. Refutación al “Manifiesto Liberal de 1893”», de Domingo Olavarría.

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De lo anterior puede seguirse que la imaginería corporal en estas novelas históricas las lleva a trascender una serie de oposiciones. En primer lugar, la que separaría la ficción representacional de la autorreferencial: sin abandonarse a uno u otro polo, las tres novelas se desarrollan en la tensión entre la posición crítica ante la historia como acontecer y como historiografía, y la autoconsciencia de ser ficción. En segundo lugar, el cuerpo en estas tres novelas sugiere interacciones entre ideas de fondo y forma: dotada de un carácter performativo, la imaginería corporal implica que lo temático se convierte en acto escritural. Así, en Yo el Supremo, la descomposición biológica del Dictador apunta hacia la estrategia textual de la novela, que «sierra, roe y desmigaja los tejidos apergaminados» al menos en dos sentidos: a) en el uso de las fuentes, que invariablemente están alteradas: los «agujeros» que, se nos dice, las polillas han dejado en los documentos que supuestamente han servido de base para la compilación son la ilustración de las alteraciones que el Compilador ha introducido en las fuentes; y b) en la propia disposición del texto, que se ve «corroído» por la acción de los elementos marginales, como las notas a pie de página, apoyándose en un principio de desjerarquización y de estrategias narrativas como la metalepsis. A diferencia de Noticias y El general, en Yo el Supremo hay una reflexión sobre la materialidad de la escritura y del papel. En Noticias, varias nociones propuestas a nivel temático se realizan en el discurso: el disfraz es a la vez un aspecto lúdico del contenido del monólogo y la característica de un discurso donde, detrás de la fachada de un contexto onírico, se encuentran referencias explícitas a la historia; la impureza no marca solamente la transgresión de los límites corporales por medio de la materia relativa a lo «bajo» del cuerpo, sino también la desestabilización de los bordes entre distintas categorías conceptuales; la hibridez de las imágenes corporales es igualmente la de un discurso que mezcla la historia con la fantasía; el exceso del cuerpo grotesco es el mismo que caracteriza las enumeraciones, la acumulación, la amplificación y el carácter desencadenado del discurso. Siguiendo a Girard y a Christensen, puede proponerse que, en El general, el contagio no sólo es temático sino también performativo. Se expresa, primero, como una contaminación entre los ámbitos literal y metafórico: como parte de la figuración de un mundo presa del caos y la anarquía, ciertas polaridades se contaminan entre sí, desestabilizándose. En este sentido, he su-

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gerido algunos ejemplos donde El general altera las prerrogativas de lo real y lo ficcional, deconstruye la metáfora de la familia prevalente en el discurso bolivariano de la independencia, y proyecta el horror a la disolución política y social hacia el presente de su escritura. Por otro lado, la tensión entre lo visible y lo velado, que define la relación entre el narrador y el lector respecto del cuerpo del general, caracteriza asimismo la textualidad de una narrativa donde se negocia la ficcionalización de un personaje célebre en un texto que se presenta a sí mismo como ficción. En un perceptivo artículo, María Eugenia Mudrovcic nota la importancia del cuerpo en la novela histórica de los años setenta y ochenta como un elemento des-emblematizador y des-estetizador de la historia, «que cambia la relación de fuerzas entre cuerpo/idea institucionalizada por el discurso historiográfico dominante» (1993: 454). Así, se refiere Mudrovcic a un tipo de novela que «apegada fuertemente al documento historiográfico, construyó una nutrida galería fascinada con héroes jubilados de la historia olímpica y obsedida de personajes derrotados y menesterosos» (ibíd.). Para la autora, estos personajes «son tan anti-heroicos como anti-quijotescos y lo son, básicamente, porque [...] no mueren (redimidos ni sublimados) peleando por defender una idea sino mueren (vulgares, corruptibles y olvidados de toda aura) tratando de sobrevivir a las demandas del cuerpo» (ibíd.). De acuerdo con Mudrovcic, quien mejor encarna esta galería es el Bolívar de García Márquez: Políticamente derrotado, exiliado, enfermo (no se sabe bien de qué), impotente, insomne, precozmente envejecido, desbordado de flatulencias, olores y sudores, Bolívar asiste además al afantasmamiento de su propio cuerpo: afantasmamiento simbólico (los pintores no parecen ponerse de acuerdo con el cuerpo que le «inventan») y afantasmamiento físico (literalmente el cuerpo se le encoge y García Márquez registra milimétricamente este proceso de reducción o desgaste material). Completando el cuadro de la derrota física, el general actúa como militar desempleado al frente de un ejército libertador que ya no pelea, podrido de gonorrea y de aburrimiento, pero que aún sigue conservando, mal que le pese, fama involuntaria de ejército arrasador: no tanto por el respeto que impone en las armas sino más bien porque a su paso la gente quema todo lo que toca como una forma preventiva de evitar cualquier contagio con la peste (Mudrovcic 1993: 454-455).

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La apreciación de Mudrovcic es sin duda incisiva, pero parcial. El tercer capítulo del presente estudio ha buscado demostrar que, si bien hay un cambio de énfasis, y el Bolívar de García Márquez está imaginado a partir de su decadencia corporal, se trata más bien de una tensión entre el cuerpo y la idea (para utilizar el vocabulario de Mudrovcic): el Bolívar de García Márquez es quijotesco y aunque sabemos que morirá (en la cama, como Don Quijote) será en parte por una idea que, literalmente, lo consume. Ya se ha mostrado que el cuerpo del general en realidad no está «olvidado de toda aura». Aunque el narrador nos dice que «la gloria se le había salido del cuerpo» (El general 23) y lo describe con todas sus «flatulencias, olores y sudores» (Mudrovcic 1993: 454), en realidad la narrativa trabaja para que al lector le quede claro que el héroe conmemorado «por los siglos de los siglos» (El general 269) es eso, un héroe, y además, un héroe romántico (caribeño). La novela de García Márquez no necesariamente desmantela la imagen heroica de Bolívar, sino que le da un giro. El general no es sólo su cuerpo devastado. Si, según Carrera Damas, «la presentación clásica del Libertador» lo retrata como «una suerte de profeta» (1973: 76), y si el culto a Bolívar «cuadra perfectamente con los motivos del Romanticismo» (ibíd.: 10), ¿hasta dónde llega la desmitificación de Bolívar en la novela de García Márquez? En el campo de la historiografía, Carrera Damas critica la valoración excesiva del testimonio de Bolívar que ha desembocado en considerarlo «no sólo el principal actor, sino el principal testigo de la guerra de emancipación» (ibíd.: 14). Para Carrera Damas, se trata de un «artificio que ha determinado que en la historia de Bolívar éste aparezca como su propio autor» y ha hecho «inútil todo esfuerzo crítico acerca de un tema sobre el cual existe testimonio bolivariano, que ha de prevalecer para siempre» (ibíd.: 16-17). ¿Hasta qué punto es una desmitificación del personaje histórico la novela de García Márquez, que, si bien es una reintrepretación del mito, también es un memorial a la figura de Bolívar, a sus opiniones (reintrepretadas por el autor), a sus escritos, a sus sueños y a su labor2?

2 Si bien Pons sostiene que la imagen de Bolívar en El general es desacralizadora (1996: 186), afirma correctamente que en la novela «el narrador privilegia la imagen del general

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Quizás una forma de responder en parte a estas preguntas sea considerar la incorporación de la novela de García Márquez al discurso historiográfico de su país. En su Historia de Colombia, Ruiz inserta una cita de El general en el relato de los últimos meses de Bolívar (1995: IV, 918), así como un dibujo alusivo a la muerte de Bolívar cuya estética muy probablemente esté inspirada en la novela de García Márquez, aunque no hay nada en el texto mismo que lo confirme: se ve un Bolívar esquelético y medio cubierto por una sábana, con un rictus de extenuación, en una hamaca. La ilustración está acompañada por la leyenda «Bolívar murió en la Quinta de San Pedro Alejandrino, el 17 de diciembre de 1830» (Ruiz 1995: III, 776). Resulta difícil creer que esta incorporación se hubiera dado si el Bolívar de García Márquez resultara inaceptable, a grandes rasgos, para la memoria colectiva de su país3. También cabe preguntarse con qué finalidad retoma García Márquez la figura de Bolívar cuando lo hace. Y en este sentido, además de la fascinación por ficcionalizar no la gloria, sino el momento de derrota del más grande icono de la historia hispanoamericana (que conjuga las obsesiones conocidas del autor, como el poder, la soledad y la pérdida), más allá incluso del interés autobiográfico por el río Magdalena expresado por el autor en «Gratitudes» (271), hay probablemente una motivación política doble. La primera, la expresa Hans-Joachin König en estos términos: García Márquez, como activista político del presente, denuncia las condiciones internacionales que influyen en el proceso histórico de los Estados latinoamericanos: la política exterior de los Estados Unidos, es decir, su imperialismo, y la incomprensión europea, es decir, la autovaloración de Europa como modelo, ya

como un inequívoco enemigo de las monarquías y de las guerras civiles; como una figura histórica incansable en su tarea libertadora, y en procurar la estabilidad y unidad de las naciones; como un político incorrupto y firme en el ejercicio del poder, de indiscutibles credenciales y glorias militares» (ibíd.: 181). Martin subraya que el Bolívar de García Márquez comparte muchas de las simpatías del autor, y que la novela postula a Santander como un conservador y a Bolívar como el verdadero liberal cuyo pensamiento tenía muchos elementos que, por lo demás, eran una profecía del socialismo (2010: 105). 3 Martin nota que quizás el rasgo más cuestionable del Bolívar de García Márquez para los colombianos sea su identidad caribeña (2010: 106-107). Lo mismo me fue sugerido por el escritor colombiano Óscar Collazos.

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mencionada en 1982, en el discurso con motivo de la concesión del premio Nobel. Por poco uno tiene la impresión de que el protagonista de la novela habla en lugar de García Márquez, activista político de la actualidad y simpatizante de Fidel Castro (2004: 56).

Varios críticos han notado que las numerosas «profecías» del general en lo referente al estado de dependencia económica y endeudamiento de la América independiente, a la amenaza de la política intervencionista y neocolonialista estadounidense, y a la proliferación de los conflictos civiles por causa del caudillismo apuntan a una evaluación de la historia latinoamericana de los dos últimos siglos. Como ha señalado la crítica, es difícil no detectar en las sentencias del general sobre la amenaza de Estados Unidos «que son omnipotentes y terribles, y con el cuento de la libertad terminarán por plagarnos a todos de miserias» (El general 227) un eco de la postura ideológica del autor4. Del mismo modo, es imposible no relacionar los comentarios del general sobre la deuda externa de las nuevas repúblicas independientes —«Ahora lo vemos claro: la deuda terminará derrotándonos» (El general 224)— con la crisis en la balanza de pagos en la mayoría de los países latinoamericanos en la década de 1980. Es también evidente la identidad entre fragmentos de la arenga del general al francés Diocles Atlantique (El general 130-132) y el discurso de recepción del Nobel —que, como ha observado Fiddian (2000: 113), también tiene muchos puntos en común con el discurso de Fernando del Paso al recibir el Premio Rómulo Gallegos—. Pero además de la proyección continental de Bolívar, es posible distinguir en la descripción del caos político que arrasa con la patria una referencia a la Colombia «descuartizada» hacia fines de la década de 1980. El enemigo que está «dentro y no fuera de la propia casa» (El general 206) no son sólo la enfermedad dentro del cuerpo del general y las tendencias separatistas de la Gran Colombia de 1830; pueden ser las diferentes facciones del conflicto armado colombiano en la década de 1980. En el relato sobre el divisionismo de los momentos fundacionales hay, de forma indirecta, un comentario sobre el presente.

4 Aunque, como en otros casos, la «profecía» está de hecho tomada de una carta de Bolívar a Santander, donde aquél acusa a Estados Unidos de «haber plagado la América de miserias en nombre de la libertad» (citado en Pons 1996: 184).

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La alusión a Fidel Castro en la cita de König no es gratuita, sino la opinión de varios lectores que ven en el personaje garciamarqueano huellas del líder cubano. Para Gerald Martin, Castro es una de las dos «grandes ausencias» (la otra sería Stroessner) que marcan la novela de Roa Bastos; según esta opinión, Castro sería la versión actual de Francia para el escritor paraguayo, en cuyo caso la novela expresaría la esperanza de que «Cuba and Castro are different from Paraguay and Francia in their respective relations to the Russian Revolution and the French Revolution» (Martin 1989: 289)5. Martin lee Yo el Supremo como una crítica a la izquierda desde la izquierda y como una meditación sobre el predicamento personal de Roa Bastos a mediados de los setenta: para quién escribir y cómo escribir. «The question, put very crudely, is this: does the practice of writing fiction have anything at all to contribute to the process of national and continental liberation? Or is the writer condemned, perhaps fatally, to be on the other side?» (Martin 1989: 281). Este crítico considera la novela de Roa Bastos —en su opinión «the most uncomfortable and unsettling novel written in Latin America in the past 150 years» (Martin 1989: 278)— como una introspección sobre el quehacer del intelectual cuya angustiosa autocrítica está al mismo tiempo, y paradójicamente, motivada por la convicción de que el sufrimiento del pueblo es más importante que la angustia de artistas e intelectuales (ibíd.). Un punto nebuloso en la incisiva lectura de Martin sobre Yo el Supremo proviene de una ambigüedad en la novela: ¿Hasta qué punto comparte Roa Bastos las observaciones del Supremo sobre el lenguaje, sobre el quehacer de los intelectuales, sobre la relación entre la praxis y la escritura? En la novela de Roa no es posible distinguir una perspectiva autoral con la nitidez que exhiben Noticias del Imperio y El general en su laberinto. Si bien reconoce todas las contradicciones y paradojas que subyacen al Supremo, Martin concluye que la representación de Francia es positiva y que el personaje histórico está retratado como un modelo de lo máximo que era posible hacer en su circunstancia histórica (1989: 288). 5 Sobre su posición con respecto a Cuba, Roa Bastos escribía, en 1989: «No conozco Cuba. Tampoco Nicaragua. No pertenezco a ninguna agrupación ni corriente política de ningún signo. Pero estoy a favor de los movimientos revolucionarios de Cuba y Nicaragua porque la amenaza de la potencia imperial contra estos dos países representa una amenaza ominosa para toda la América Latina» (Bareiro Saguier 1989: 92).

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El análisis de Martin es muy persuasivo; sin embargo, considero que la novela de Roa Bastos no llega a la exoneración del personaje histórico. Es cierto que los rasgos de Francia no sólo como fundador de la nación, sino también como defensor de la soberanía política y de la autonomía económica, y como promotor de una revolución social se toman en cuenta en la novela, donde además, para algunos lectores, como Bergero, el personaje deviene promotor de un proceso hermenéutico y crítico de descolonización del sujeto latinoamericano. Nadie pondría en duda que El Supremo posee «an advanced and lucid theoretical comprehension of what is now called neocolonialism» y que es un ejemplo moral intachable y de integridad revolucionaria (Martin 1989: 287). No obstante, tampoco puede negarse que, según lo expresado en la novela, todo ello no compensa los aspectos negativos que son inherentes a la existencia misma de cualquier poder absoluto. Roa Bastos escribe Yo el Supremo desde su exilio en Argentina, durante la dictadura de Stroessner, y la publica dos años antes de tener que salir de ese país hacia Toulouse. La novela fue censurada en Paraguay, quizás, entre otras razones, porque sus corolarios resultaban intolerables para la dictadura al menos en dos sentidos: en el énfasis en el carácter independentista y social de la dictadura francista en contraste con la dictadura de Stroessner (como se ha notado en el capítulo primero de este trabajo), y en lo que no puede sino ser la condena del poder absoluto centrado en un individuo. En un escrito publicado en 1989, sólo unos meses antes del golpe de Estado que derrocara a Stroessner, Roa Bastos realiza una evaluación de Francia en estos términos: Francia fue, en cierta manera, el único dictador que logró establecer ciertos hechos revolucionarios, al revés de sus congéneres de la siniestra galería de cacicotes de toda nuestra América [...] la autodeterminación del estado nación, una cierta socialización o colectivización del estado, la soberanía de la nación, de los medios de producción, etc. [...]. Habrá que seguir investigando bastante sin embargo aún la época y la obra de Francia para determinar hasta qué punto aquellos hechos revolucionarios fueron verdaderamente tales y determinar su contrapartida negativa en el contexto de la historia del país y de nuestra sociedad. De una sociedad que pudo ser libre y soberana, pero que se volvió esclava a ignorante (en el sentido más profundo de la palabra) bajo los efectos letales de la institucionalización del poder absoluto y del miedo como la única forma de con-

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ciencia pública. Institucionalización que yo la sitúo precisamente en nuestra primera «dictadura constitucional» del mal llamado «jacobino» don José Gaspar (Bareiro Saguier 1989: 157-158).

La novela de Roa Bastos es una crítica contra la institucionalización de la tradición autoritaria inaugurada con Francia y que, según sugiere el propio autor en la cita de arriba, y confirman otros estudiosos, habría servido de sustento a distintos regímenes en Paraguay, incluido el de Stroessner: «The underlying assumption that as a leader he [Francia] was indispensable and that Paraguayans were unfit to participate in politics formed a legacy that continues to haunt Paraguayan politics today [1990]» (Miranda 1990: 35). La novela del paraguayo está dirigida contra las políticas de la memoria del régimen de Stroessner que, según investigadores como Lewis y Miranda, contaba entre sus bases principales el énfasis en los logros de regímenes autoritarios como los de Francia y los López6, que en el siglo XIX habían conseguido hacer de Paraguay una nación autosuficiente a pesar de su aislamiento geográfico y del acoso de sus vecinos, acallando también el conflicto político interno, lo cual apoyaría la idea de que un tipo de gobierno dictatorial era necesario para promover la estabilidad y el progreso (ibíd.: 1-3). La «doctrina de la seguridad nacional» del régimen se apoyaba en el despliegue de símbolos que acentuaban la necesidad del tipo de política sancionada por Stroessner, como aquéllos que exaltaban el heroísmo del pueblo paraguayo ante la agresión y la intervención extranjera (ibíd.: 19): «the Stroessner administration accepted the national security doctrine as the foundation of new ideological principles that sustained the regime. The doctrine was redefined according to the cultural and political legacy of the past» (ibíd.: 53). Entre este legado político destaca la tradición constitucional, anclada en el pasado autoritario, y en este sentido, la primera constitución —o «proto-constitución»— de la nación fue la escrita por Francia en 1813 (ibíd.: 53-54). Lewis destaca el hecho de que, ya en la década de 1970, los líderes de los partidos en Paraguay no hacían referencia a la ideología política de su partido, sino a la historia, a los símbolos y a los grandes líderes del pasado: «When as-

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Carlos Antonio López y Fernando Solano López, en poder entre 1840 y 1870.

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ked to explain his party’s beliefs, a Paraguayan politician is almost certain to begin a long lecture on the nation’s history from independence to the present, with a heavy emphasis on the earlier period» (1980: 146-147). En palabras de Lewis, la historia de Paraguay tiene dos líneas fundacionales distintas, que representan sendos tipos de gobierno legítimo: una tradición liberal cuyo origen sería el democrático «Plan de gobierno» de la junta original de 1813 y una línea autoritaria inaugurada por Francia y los López. En este sentido, los escritores del partido colorado en la época de Stroessner trazaron una cadena de «esfuerzos patrióticos» que empezaba con Francia, seguía a través de los López y el general Caballero, y desembocaba en Stroessner (ibíd.: 147). Francia sería, desde este punto de vista, el origen de esta tradición que habría legitimado el autoritarismo como sinónimo de progreso, estabilidad, autosuficiencia y patriotismo, y la cual constituiría un sustento simbólico del régimen de Stroessner. Desde este punto de vista puede entenderse mejor la crítica de la noción misma de poder absoluto realizada en Yo el Supremo. El análisis de la imaginería corporal que se ha efecturado en el primer capítulo de este libro ayuda a entender cómo para Roa Bastos la larva del poder absoluto puede llegar a carcomer y, en última instancia, a pudrir el proceso revolucionario y la historia, aun cuando en el caso de Francia se tratara de una «revolución social» de un corte tan distinto a la dictadura de Stroessner. Más aún, por medio de la imaginería corporal, la novela desmantela ideas tradicionales de presencia, fijeza y origen que podrían servir como bases de la historia fundacional para las políticas de la memoria del régimen de Stroessner: en lugar del sitio de origen, el punto cero de la historia es un cadáver en descomposición, un texto en proceso que se hace y deshace simultáneamente, una escritura siempre alterada, inestable, carcomida. Así, se desinscribe el origen legitimador de una genealogía progresiva que desembocara en el presente de escritura de la novela7.

7 Cabe notar que el término de origen (Ursprung) en el libro de Benjamin sobre el Trauerspiel implica no lo que viene de un lugar estable, no el primer eslabón en la cadena de la existencia ni un principio como tal, sino lo que se hace y se deshace y está desde siempre en la historia: «Not as site of origination but where diverse pre- and post-histories converge and stand to be re-decided [...]Ursprung, as an ur-leap rather than “origin”, opens a site in which historical inscriptions themselves can be altered or (dis)installed» (Cohen 1998: 2).

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Desde esta perspectiva puede proponerse que el cuerpo en la novela de Roa Bastos es una techné de intervención histórica, utilizando la expresión de Cohen sobre la alegoría de Benjamin (Cohen 1998: 8). «Los conceptos de la clase dominante», afirma Benjamin, «siempre han sido los espejos que han permitido prevalecer un concepto de “orden”», como si se tratara de dar vueltas a un caleidoscopio: «el caleidoscopio debe ser destruido» (2006: 137). Si, como observa Cohen, para Benjamin el aceptar la historia del «historicismo mimético» es haber aceptado una cierta determinación futura que aquél predeciría o implicaría (1998: 10) —como es la citada genealogía de la tradición autoritaria en Paraguay que desembocaría «naturalmente» en Stroessner— Yo el Supremo se presenta inequívocamente como alografía o escritura-otra de la historia8. La novela desmantela los presupuestos de la historia progresiva, las pretensiones de totalidad de cierto tipo de historiografía, la identificación no problemática entre signo y referente. En una práctica que no es disimilar a lo sugerido por Benjamin, Roa Bastos saca a Francia del continuo de la experiencia histórica (situado como punto inicial en el pasado) y lo ubica en el «ahora-tiempo» (Jetztzeit) para elucidar dinámicamente el presente. Además de la negación del tiempo cronológico por medio de la circularidad, la atemporalidad, la repetición, el anacronismo, esto se realiza más claramente con la alegoría del cadáver (muerto dos veces) en proceso de descomposición. El cuerpo así se convierte en un arma contra la ideología de la estabilidad y el progreso, y del modelo de tiempo asociado con ésta. Puede suponerse que ése sería, para Roa Bastos, uno de los objetivos principales de recuperar a Francia cuando lo hace. En la escritura corrupta de Yo el Supremo, el lenguaje, al igual que el cuerpo, se presenta como una serie de estaciones en la «pasión secular» de la historia. «[L]a comprensión de lo caduco de las cosas y esa preocupación por salvarlo en lo eterno es en lo alegórico uno de los motivos más potentes [...]. La alegoría se asienta con mayor permanencia allí donde caducidad y eterni-

8 Las «Tesis de filosofía de la historia» constituyen una de las más claras críticas de Benjamin contra el historicismo, es decir, contra la noción tradicional de «historia que [permanece] encadenada en el “érase una vez de la historiografía clásica”», «la historia que mostraba las cosas como propiamente han sido»; lo que Benjamin llama «el más potente narcótico del siglo» (2004: N 3, 4, 465).

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dad chocan más frontalmente» (Benjamin 2012: 230). Este choque entre caducidad y eternidad se da en las tres novelas aquí estudiadas: Yo el Supremo termina en un proceso de descomposición que, sin embargo, no llega a una conclusión, sino que se suspende sucediendo. Caducidad y eternidad también se enfrentan en el monólogo de Carlota: parece detenido en el tiempo —Carlota confunde los tiempos verbales y cronológicos— y evoca un estado de umbral antes de la muerte, que paradójicamente sabemos que viene pero no vemos llegar. En El general en su laberinto, como se ha discutido, la última imagen de Bolívar es un choque frontal entre el final presagiado por la decadencia progresiva y la noción de eternidad. «La experiencia de la alegoría, que se aferra a las ruinas, es en realidad la de la eterna caducidad» (Benjamin 2004: J 67, 4, 355). En las tres novelas, el cuerpo como alegoría es el de la eterna caducidad, pero es decaer que se niega a sí mismo como cierre, implicando con ello una historicidad sin fin y no una clausura, lo cual sugiere que la historia no es un texto cerrado sino que está todavía en proceso de hacerse. El cuerpo en los textos literarios aquí estudiados no funge como una representación mimética cuya finalidad fuera simplemente ofrecer un lado «más humano» de las figuras históricas. Aunque hay una formidable diferencia de grados y procedimientos (Yo el Supremo es un texto radical en este sentido), ni siquiera el Bolívar de García Márquez deja de desestabilizar la representación ni de admitir abiertamente su estatus de construcción. En otras palabras, las novelas mismas se apartan de una noción no problemática de «alegoría nacional» —particularmente Yo el Supremo y Noticias del Imperio— en donde los personajes emblemáticos simplemente representaran a la nación; más bien, y al mismo tiempo, las tres exhiben su carácter de texto construido, donde el cuerpo se revela como escritura. Al hacerlo, lo que he llamado impulso autorreferencial sirve como una interpelación al lector. Estos cuerpos no producen un efecto armonioso sino desconcertante; en las tres obras estudiadas, el cuerpo es un sitio de pugnas y tensiones. Objeto a la vez singular y pluridimensional, en él se negocian dicotomías, límites y paradojas: vida y muerte; poder y desamparo; presencia y ausencia; materialidad e imaginarios. Una doble necesidad parece subyacer a esta omnipresencia del cuerpo en los tres textos centrados en ficcionalizar un momento de crisis y consolidación nacional: la de hacer inteligibles los lazos arcaicos

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entre la fundación y el cuerpo, es decir, el origen; y la de meditar sobre su relevancia en el hoy de su escritura. Sin embargo, el cuerpo en estas tres novelas revela a la vez este afán de representación y su imposibilidad. Quizás por ello no se recurra a cuerpos apolíneos provistos de la armonía que para Benjamin es característica del símbolo, sino más bien al cuerpo descompuesto, deformado y decadente, que, en lugar de ser principio homogeneizador, es sitio de imposibilidad y contradicción. A diferencia de la clara identificación de Francia con el Estado paraguayo, y de Bolívar con la patria, la identificación de Maximiliano y Carlota con México es problemática. Como afirma Franco, un cadáver peligroso que ha desaparecido volverá como una aparición; si el cadáver está presente, invita a una despedida ceremonial (2002: 122). Hacer presente y poner en práctica una despedida ceremonial para los muertos que regresan son los objetivos de la repatriación simbólica de Maximiliano y Carlota en Noticias, de acuerdo con el narrador-autor: Y como tales tendríamos que aceptarlos: ya que no mexicanos de nacimiento, mexicanos de muerte. De muerte y de locura. Y quizás nos conviene hacerlo así, para que no nos sigan espantando: las almas de los insepultos reclaman siempre su abandono. Como lo reclama y nos espanta, todavía, la sombra de Hernán Cortés. Darles el lugar que les correspondería en nuestro panteón, por otra parte, no implicaría la necesidad de justificar nada: ni las ambiciones desmesuradas ni todo lo que de imperialistas y arrogantes tuvieron las aventuras de nuestro primero y nuestros últimos conquistadores europeos, de la misma manera que lo traidor a nuestros traidores y lo dictador a nuestros dictadores no les quita lo mexicano (643).

No obstante, lo que el narrador-autor propone aquí (que se asemeja a redimir y sepultar limpiamente a Maximiliano y Carlota para que el pasado deje de «espantarnos») es lo contrario a lo que realiza en el monólogo con la disrupción al tiempo cronológico y a las categorías de lo propio y lo ajeno; con la vuelta constante de las ruinas y calaveras del pasado que regresan en imágenes transcategoriales que sorprenden y no se dejan encapsular en el archivo de la historia. Es llamativo, por lo demás, que en esta cita Del Paso haga confluir la referencia a «nuestro primero y nuestros últimos conquista-

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dores europeos» con la cuestión de «lo mexicano». La falacia de ser parte de una colectividad que existiera como tal antes de la llegada de Cortés es indicio de una renuencia a aceptar la herencia colonial como constitutiva de la identidad colectiva, a la que Del Paso apunta aquí como un problema irresuelto en la psique nacional. Pero quizás más interesante es la aclaración de que se está hablando de conquistadores europeos, lo que abre el espacio a preguntarse, entonces, si ha habido y quiénes serán «nuestros conquistadores» no europeos. Ibsen concluye su análisis sobre la teatralidad en Noticias preguntándose si «debajo de los “vulgares y repugnantes rasgos de Luis Napoleón” no estará “la cara del imperialismo estadounidense de hoy”» (1998: 476). Con sus alusiones al presente de endeudamiento, y con su feroz defensa del derecho de autodeterminación, Noticias parece estar sugiriendo algo parecido a lo que Meyer indica en su estudio sobre el México contemporáneo: [S]eguridad nacional es la capacidad de un Estado para proteger sus valores internos de las amenazas externas. Un par de aclaraciones: en primer lugar, las amenazas a la seguridad de un país no siempre son militares; en segundo, la seguridad del gobierno y del grupo gobernante no necesariamente es equivalente a la seguridad de la nación (1995: 53).

Meyer discute aquí la vulnerabilidad económica de México a mediados de los noventa, con referencia a la crisis heredada de los ochenta y formulando claramente que, a fines del siglo XX, «la amenaza externa [...] es básicamente de naturaleza económica, y los responsables están adentro y no afuera del país» (1995: 53). La «amenaza externa» ante el endeudamiento de los ochenta fue la sumisión del país a las regulaciones de los organismos financieros internacionales, y en los noventa, la dependencia de la inversión y especulación extranjera (ibíd.: 55). Es justamente la vulnerabilidad de México ante la rapacidad exterior lo que Del Paso critica extensamente en su novela. Ibsen se cuestiona si «detrás de Maximiliano el mártir y Maximiliano el traidor, con su paternalismo, con su patriotismo ritualizado, con su afán de determinar la voluntad del pueblo por una elección fraudulenta, ¿no estará, acaso, el “imperio sexenario” del PRI?» (1998: 476). Y en efecto, muchos paralelos más podrían trazarse entre las prácticas de los gobiernos contemporá-

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neos en México y el emperador que se viste de charro y se apropia de los símbolos para apelar al patriotismo, que hipoteca a la nación para financiar sus ambiciones personales, y que reparte los bienes del patrimonio nacional entre su camarilla9. Un lector mexicano se preguntaría si no será esa la verdadera «mexicanización» de Maximiliano como gobernante. Todo ello apunta a que el pasado no se ve en la novela como un tiempo distante y superado por el presente. Firmemente centrada en el presente de su escritura, la novela de Del Paso no se propone una reconstrucción de lo que efectivamente ocurrió, sino que concibe al pasado: [A]s its pointing toward, calling out for, intending, and provoking its rewriting by the present and for the sake of both the past, which might otherwise slip away, and the present, which might otherwise become like the past, ‘unredeemed’. Historical meaning, according to this formulation, would mean that the past means otherwise than it did in the past (Bahti 1992: 204).

En el pasaje de la novela citado anteriormente, Del Paso propone para Carlota una tumba escritural donde el personaje ocupa un lugar protagónico que no posee en el discurso historiográfico. Si la sombra tutelar de Rulfo se percibe en los diálogos de los muertos de Yo el Supremo, en Noticias Carlota es restituida a una dimensión inteligible bajo otro esquema rulfiano: el del monólogo estructurante de la subjetividad. A diferencia de Francia y de Bolívar, fundadores de la patria, la Carlota histórica difícilmente será conmemorada. Y sin embargo, la ficción le otorga una dimensión protagónica: la Carlota delpasiana es enorme porque su subjetividad lo abarca todo, porque

9 Corti resume así el primer pacto entre el archiduque y Luis Napoleón: «En primer lugar México tenía que pagar doscientos setenta millones de francos como gastos de la expedición francesa hasta el primero de julio de 1864, después de esta fecha el gobierno mexicano debía pagar mil francos al año por cada soldado de Napoleón, por último, tenía que indemnizar a todos los franceses, cuyos daños habían constituido el pretexto de la expedición»; además, «se cuidaba de toda manera que en el tratamiento de las cuestiones económicas mexicanas más importantes el interés de Francia fuese salvaguardado antes que nada» (2004: 239). En Noticias, Alphonse no deja de sorprenderse de que «a México, el país invadido, se le exija que pague hasta el último centavo de la invasión, y por si fuera poco se quiere, con el proyecto del protectorado francés en Sonora, robarle toda su plata» (229-230; énfasis en el original).

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su discurso aglutina en un presente atemporal los escombros del pasado. Carlota se siente enorme como el país, enorme por su situación temporal que la convierte en la reconstitución poética de todo un siglo —pero paradójicamente, es una reconstitución formada por fragmentos que no se rescatan del todo de los estragos del pasado y que aparecen para alterar la interpretación del pasado desde el presente—. La Carlota histórica es marginal pero en la novela de Del Paso se convierte en protagonista y se desborda en los márgenes. Carlota está construida en la tensión entre caducidad y eternidad mencionada anteriormente —«la memoria viva de un siglo congelada en un instante» (362)— y su discurso se presenta como escritura-otra de la historia: The allegorist is one who refuses to let the past be tidily boxed up. Both past and present are revealed to consist of fragments that cannot be interiorized into a figure of progressive history. The apparent containment of the past by the present is exploded by the irruptive force of certain memories or returns of the dead. This is the opposite of an onomastic index where present identity is securely established on lines drawn from the past. Allegory ruptures the concept of an autonomous self-identity, revealing that there can only be a «being with» the fragments of existence, past and present (Jenckes 2007: 27).

Ese ser con (being with) los fragmentos de la existencia pasada y presente, esa disrupción de la identidad, del índice onomástico del pasado, y de las líneas claramente definidas que lo separan del presente, a raíz de ciertos recuerdos o del retorno de los muertos, es justamente lo que sucede con Carlota en el monólogo, y con las otras dos novelas aquí estudiadas. Como sugiriera la crítica del historicismo propuesta por Benjamin, las tres novelas se alejan tanto de la historia como «procesión triunfal» como de la imagen eterna del pasado que podría esgrimir un cierto tipo de historiografía. En ellas, el cuerpo es una constante explorada obsesivamente para abordar el pasado histórico y sus lazos con el presente, y para meditar sobre su escritura en la ficción. Lejos de ser la representación más o menos precisa de un referente histórico, estos cuerpos son sitio de reescrituras formadas por múltiples discursos. El cuerpo, que ya no es una noción estable que pudiera servir como referente unívoco e inamovible, problematiza el concepto de una verdad, una

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versión, un solo texto que diera cuenta del pasado. En Yo el Supremo, la descomposición del cadáver apunta a una renuncia de completitud y de monumentalidad en la muerte. El cuerpo descompuesto del Supremo es una alegoría del pasado, carcomido de vacíos: faltan trozos en el texto de la historia. Los «híbridos transcategoriales» que constituyen las imágenes corporales grotescas en el monólogo de Carlota remiten simultáneamente a la necesidad de redención del pasado y a su propia inadecuación para alcanzarla. En El general en su laberinto, la estatua mortuoria se sugiere pero al aparecer como tal, el cuerpo pierde el aura de realidad y se convierte en el significante de una pérdida. El aferrarse a la pérdida en tanto pérdida y no como un intento de poseer de nuevo al objeto perdido es el objetivo de la alegoría, según Benjamin (Jenckes 2007: 16). En los tres casos, se apunta a una historia inconclusa y a tres cuerpos de nación que no están conformados por un solo discurso, texto o modelo; en Yo el Supremo (con la problematización misma de la idea de presencia) y Noticias del Imperio, los huecos, las discontinuidades, la paradoja y el fragmento son constitutivos del cuerpo nacional, como en El general en su laberinto lo son la disolución, la pérdida y la fractura. En estas tres novelas, el cuerpo articula múltiples niveles, aglutina numerosos textos, desestabiliza fronteras, sitúa lo inexplorado y lo residual (la descomposición, la impureza, la enfermedad) al centro de un discurso donde la historia es el eje fundamental. Al romper con modelos preestablecidos de la representación histórica, a través del cuerpo, estas nuevas novelas históricas abren también un espacio de historicidad sin fin para pensar en modelos alternativos de futuro.

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ÍNDICE ONOMÁSTICO

Aínsa, Fernando 10, 11, 15 Alcoff, Linda Martín 12, 22 Arenas, Reynaldo 11 Bahti, Timothy 131, 178-179, 202 Bajtín, Mijaíl (en citas en inglés como Bakhtin) / bajtiniano 29-30, 47, 9198, 100, 102, 103, 107, 121, 128132 / 15,74, 93-95, 97, 98, 128, 132, 148 Balderston, Daniel 10, 25, 43, 44, 6970, 72, 75 Bareiro Saguier, Rubén 38, 41, 64, 86, 194, 196 Barrientos, Juan José 10, 11, 92, 135 Barthes, Roland 16, 27-29, 71, 75, 140, 176 Bartra, Roger 114-116, 118-119 Bélgica, Carlota de 5, 23-25, 29-31, 33, 89-92, 97-136, 138, 187, 188, 199, 200, 202-204 Benjamin, Walter / benjaminiano 23, 24, 26-27, 87-88, 100, 102, 117, 123-125, 127, 129-134, 178-179, 187, 197-200, 203, 204 / 75 Bergero, Adriana 41, 45, 52, 60, 67, 195 Beristáin, Helena 27, 64 Bolívar, Simón 5, 18, 23, 25, 30, 33, 36, 37, 40-41, 74, 84, 137-151, 156, 158-166, 169-171, 173, 175-188, 190-193, 199, 200, 202

Bordo, Susan 18 Brittan, Arthur 58 Burgett, Bruce 19, 20 Burke, Peter 19 Butler, Judith 22 Carpentier, Alejo 11, 31 Carrera Damas, Germán 18, 144-146, 164, 188, 191 Casabianca, Carlos Luis 40-42 Castellanos, Rosario 16, 88 Chaves, Julio César 44, 69, 83, 85 Christensen, Allan Conrad 140, 156158, 162, 189 Cixous, Hélène 28-29, 56-57 Cohen, Tom 26, 27, 129, 131, 132, 197, 198 Connelly, Frances 92, 96-97, 99, 126 Copeland, Rita y Struck, Peter 23-24 Corbin, Alain 151-152, 183 Corral Peña, Elizabeth 13, 107, 108, 114, 124-125, 135 Corti, Egon Caesar 108-110, 202 Csordas, Thomas 21-23, 25 Derrida, Jacques / derrideano 11, 52, 56, 60-63, 65, 70-71, 72, 75/ 60, 62, 65, 70, 76 Douglas, Mary 104 Dudink, Stefan, Hagemann, Karen y Tosh, John 55

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Cuerpo, historia y textualidad

Eagleton, Terry 100, 129-133 Elmore, Peter 10, 46, 48, 61, 62, 111, 119, 132, 138, 174, 176 Fell, Claude 25, 105, 112, 124 Fiddian, Robin 7, 89, 101, 102, 111, 116, 193 Foucault, Michel / foucaltiano 18, 20, 21, 154, 166, 172 / 14, 18 Franco, Jean 16, 17, 25, 43, 44, 52, 57, 88, 114, 115, 121, 200 Fuentes, Carlos 11, 13, 14, 16, 28, 31, 32, 88 García Márquez, Gabriel 1, 3, 9, 16, 23, 30, 32, 88, 137-139, 141-143, 145151, 153, 154, 159, 160, 163, 165, 167-171, 173, 176-178, 180-183, 185-187, 190-193, 199 El general en su laberinto 5, 7, 9, 17, 23-25, 30, 33, 88, 137-194, 199, 204 Genette, Gérard 65, 72 Gilman, Sander 179 Girard, René 140, 155, 156-158, 160162, 166, 189 Grinberg Pla, Valeria 11, 14 Grosz, Elizabeth 9, 20, 22, 25, 58 Guerra Vilaboy, Sergio 38, 39 Habsburgo, Fernando Maximiliano de 24, 30, 33, 89, 91, 97, 101, 104113, 116, 118, 120-124, 126, 128, 135, 138, 187, 188, 200-202 Harpham, Geoffrey 92, 96, 128 Henao, Jesús María y Arrubla, Gerardo 137, 182

Herzlich, Claudine y Pierret, Janine 153, 154, 159, 166-167, 173 Horne, John 56 Hutcheon, Linda 10, 13, 89 Ibsen, Kristine 90, 91, 201 Jaggar, Alison y Bordo, Susan 22 Jameson, Fredric 23, 24 Jenckes, Kate 26-27, 75, 106, 125, 203, 204 Jitrik, Noé 11, 16, 31 Kantorowicz, Ernst 19, 20, 46-47, 112, 218 Kayser, Wolfgang 92, 93, 96, 97, 123 Laënnec, René 150, 159, 169 Lawlor, Clark 167, 172, 175 Lefort, Claude 20, 48, 49, 52 Le Goff, Jacques 14, 19, 46, 47, 50 Lewis, Paul 196-197 Ludmer, Josefina 43, 57-58 Lynch, John 40, 137, 163, 170, 182 Marin, Louis 20, 144-147 Martin, Gerald 32, 177, 178, 185, 192, 194-195 Martínez, Tomás Eloy 9, 17, 31 Menton, Seymour 10, 11, 13, 15, 17 Morestin, Marc 151, 152, 184 Mosse, George 55, 56 O’Leary, Daniel 142, 173 Pacheco, Carlos 36, 45, 76 Parkinson Zamora, Lois 124, 133-134

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Índice onomástico

Paso, Fernando del / delpasiano 1, 3, 9, 13-14, 29, 32, 88-92, 101, 102, 108, 116, 118- 119, 122, 124, 125, 128, 132-133, 135-136, 187, 193, 200-203/ 23, 90-93, 97, 99, 103, 113, 115, 125, 132, 135 Noticias del Imperio 5, 9, 12, 14, 17, 24, 25, 27, 32, 33, 88-91, 97-129, 131-136, 186-189,194, 199-204 Patke, Rajeev 102, 130, 132 Perkowska, Magdalena 11-15, 32 Perú de Lacroix, Luis 169, 181, 182 Pons, María Cristina 10, 11, 13, 15-16, 31, 90, 111, 135, 147-149, 182, 191, 193 Posada Gutiérrez, Joaquín 159, 173, 182 Posse, Abel 11, 16, 31 Révérend, Alejandro Próspero 148, 150, 159-160, 164, 169-171, 173, 176, 177, 182 Rincón, Carlos 25, 144, 145, 150, 161 Roa Bastos, Augusto 1, 3, 5, 9, 11, 23, 25, 29, 33, 35, 37, 38, 41-42, 44, 48, 51, 52, 57, 58, 62, 64-68, 71, 72, 74, 75, 77, 78, 84-87, 180, 187, 194-198 Yo El Supremo 5, 9, 14, 17, 20, 2325, 27, 29, 30, 33, 35-37, 41-88, 90, 133, 178, 180, 186-189, 194199, 202, 204

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Robertson, John Parish y Robertson, William Parish 37, 53, 78, 79, 82, 227 Rodríguez de Francia, José Gaspar 5, 14, 35-42, 44, 48-50, 63, 68, 80, 85, 138, 187, 188, 194-198, 200, 202 Roux, Rhina 20 Rulfo, Juan 16, 52, 68, 88, 202 Russo, Mary 94, 100, 101, 118 Sáenz, Manuela 142-143, 152, 175 Sarduy, Severo 16, 28, 29, 106 Scarry, Elaine 31-32 Seyhan, Azade 87, 117, 131-132 Shildrick, Margrit y Price, Janet 22 Showalter, Elaine 29 Sicard, Alain 37, 57, 59 Sontag, Susan 167-168, 171, 173-176 Stallybrass, Peter y Allon White 30, 92, 94-96, 98-100, 104, 105, 111 Stroessner, Alfredo 41,194-198 Torras, Meri y Acedo, Noemí 20, 22 Weldt-Basson, Helene 45, 58, 78, 147 White, Hayden 11-12 White, Richard Alan 35, 37, 39-40, 85 Wilson, Belford 142, 157, 159, 173, 181

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