Contingencia, ironía y solidaridad 8475096697

Desde la filosofía hasta la crítica literaria, pasando por la teoría social, el amplio ámbito de referencia de este libr

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Spanish Pages [210] Year 1991

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Table of contents :
Prefacio 13
Introducción 15

PRIMERA PARTE: CONTINGENCIA

1. La contingencia del lenguaje ....................................................................23
2. La contingencia del yo.................................................................... ......43
3. La contingencia de una comunidad liberal.........................................................63

SEGUNDA PARTE: IRONISMO Y TEORIA

4. Ironía privada y esperanza liberal....................................................91
5. Creación de sí mismo y afiliación: Proust, Nietzsche y Heidegger 115
6. De la teoría ironista a las alusiones privadas: Derrida . . 141

TERCERA PARTE: CRUELDAD Y SOLIDARIDAD

7. El barbero de Kasbeam: la crueldad en Nabokov....................................... 159
8. El último intelectual de Europa: la crueldad en Orwell.............................. 187
9. Solidaridad......................................................................... 207

Indice de nombres ..................................................................... 219
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Contingencia, ironía y solidaridad
 8475096697

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Richard Rorty Contingencia, ironía y solidaridad

Paidós Básica Títulos publicados: 1. K. R. Popper - La sociedad abierta y sus enemigos 2. A. Maclntyre - Historia de la ética 3. C. Lévi-Strauss - Las estructuras elementales del parentesco 4. E. Nagel - La estructura de la ciencia 5. G. H. Mead - Espíritu, persona y sociedad 6. B. Malinowski - Estudios de psicología primitiva 7. K. R. Popper - Conjeturas y refutaciones. El desarrollo del conocimiento científico 8. M. Mead - Sexo y temperamento 9. L. A. White - La ciencia de la cultura 10. F. M. Cornford - La teoría platónica del conocimiento 11. E. Jaaues - La forma del tiempo 12. L. A. White - Tecnología medieval y cambio social 13. C. G. Hempel - La explicación científica 14. P. Honigsheim - Max Weber 15. R. D. Laing y D. G. Cooper - Razón y violencia 16. C. K. Ogden y I. A. Richards - El significado del significado 17. D. I. Slobin - Introducción a la psicolingüística 18. M. Deutsch y R. M. Krauss - Teorías en psicología social 19. H. Gerth y C. Wright Mills - Carácter y estructura social 20. Ch. L. Stevenson - Etica y lenguaje 21. A. A. Moles - Sociodinámica de la cultura 22. C. S. Niño - Etica y derechos humanos 23. G. Deleuze y F. Guattari - El Anti-Edipo 24. G. S. Kirk - El mito. Su significado y funciones en la Antigüedad y otras culturas 25. K. W. Deutsch - Los nervios del gobierno 26. M. Mead - Educación y cultura en Nueva Guinea 27. K. Lorenz - Fundamentos de la etología 28. G. Clark - La identidad del hombre 29. J. Kogan - Filosofía de la imaginación 30. G. S. Kirk - Los p oemas de Homero 31. M. Austin y P. vidal-Naquet - Economía y sociedad en la antigua Grecia 32. B. Russell - Introducción a la filosofía matemática 33. G. Duby - Europa en la Edad Media 34. C. Lévi-Strauss - La alfarera celosa 35. J. W. Vander Zanden - Manual de psicología social 36. J. Piaget y otros - Construcción y validación de las teorías científicas 37. S. J. Taylor y R. Bogdan - Introducción a los métodos cualitativos de investigación 38. H. M. Feinstein - La formación de William James 39. H. Gardner - Arte, mente y cerebro 40. W. H. Newton-Smith - La racionalidad de la ciencia 41. C. Lévi-Strauss - Antropología estructural 42. L. Festinger y D. Katz - Los métodos de investigación en las ciencias sociales 43. R. Arrillaga Torrens - La naturaleza del conocer 44. M. Mead - Experiencias personales y científicas de una antropóloga 45. C. Lévi-Strauss - Tristes trópicos 46. G. Deleuze - Lógica del sentido 47. 48. 49. 50. 51. 52. 53. 54. 55.

R. Wuthnow - A nálisis cultural G. Deleuze - El pliegue R. Rorty, J. B. Schneewind y Q. Skinner - La filosofía en la historia J. Le Goff - Pensar la historia J. Le Goff - El orden de la memoria S. Toulmin y J. Goodfield - El descubrimiento del tiempo P. Bourdieu - La ontología política de Martin Heidegger R. Rorty - Contingencia, ironía y solidaridad M. Cruz - Filosofía de la historia

R ich a rd R o rty

Contingencia, ironía y solidaridad

ediciones

RUDOS Barcelona Buenos Aires México

Título original: Contingency, irony and solidarity Publicado en inglés por Cambridge University Press, Nueva York Traducción de Alfredo Eduardo Sinnot Revisión técnica de Jorge Vigil Cubierta de Mario Eskenazi y Pablo Martín

1.a edición, 1991 Quedan rigurosamente prohibidas sin la autorización escrita de los titulares del “Copyright”, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo públicos. ©

1989 by Cambridge University Press, Nueva York de todas las ediciones en castellano Ediciones Paidós Ibérica, S.A., Mariano Cubí, 92 - 08021 Barcelona y Editorial Paidós, SAICF, Defensa, 599 - Buenos Aires.

ISBN: 84-7509-669-7 Depósito legal: B-13.164/1991 Impreso en Hurope, S.A., Recaredo, 2 - 08005 Barcelona Impreso en España - Printed in Spain

A la memoria de seis liberales: mis padres y mis abuelos.

SUMARIO

Prefacio Introducción

13 15

PRIMERA PARTE: CONTINGENCIA 1. 2. 3.

La contingencia del lenguaje . . . . La contingencia del y o ............................. La contingencia de una com unidad liberal

23 43 63

SEGUNDA PARTE: IRONISMO Y TEORIA 4. 5. 6.

Ironía privada y esperanza l i b e r a l .................................................... 91 Creación de sí m ism o y afiliación: Proust, Nietzsche y Heidegger 115 De la teoría ironista a las alusiones privadas: D errida . . 141

TERCERA PARTE: CRUELDAD Y SOLIDARIDAD 7. 8. 9.

El barbero de K asbeam : la crueldad en Nabokov . . El últim o intelectual de E uropa: la crueldad en O rw ell. S o l i d a r i d a d .........................................................................

Indice de nom bres .

159 187 207 219

Los agélastes (palabra con la que R abelais designa a los que no ríen), la falta de reflexión acerca de las ideas recibidas, y el kitsch son una y la m ism a cosa: el tricéfalo enemigo del arte nacido como eco de la risa de Dios, del arte que creó el fascinante reino im aginario en el que nadie po­ see la verdad y todos el derecho a ser entendidos. Ese reino im aginario de tolerancia nació con la E uropa m oderna; es la im agen m ism a de Europa, o, al menos, nuestro sueño de Europa, un sueño m uchas veces traicionado pero suficientem ente fuerte todavía para unirnos a todos en la fraterni­ dad que se extiende m ás allá del pequeño continente europeo. Pero sabe­ mos que el m undo en que se respeta al individuo (el m undo im aginario de la novela y el m undo real de Europa) es frágil y perecedero. (...) Si la cu ltura europea parece hallarse hoy am enazada, si la am enaza de dentro y de afuera pende sobre lo m ás precioso que hay en ella —el respeto por el individuo, por la originalidad de su pensam iento y por su derecho a una vida privada inviolable— entonces, creo, la preciosa esencia del es­ p íritu europeo se conserva segura, como en el cofre de un tesoro, dentro de la historia de la novela, de la sabiduría de la novela. M il á n K u n d e r a ,

The Art o f the Novel

PREFACIO

Este libro se basa en dos ciclos de conferencias: tres Conferencias Northcliffe dictadas en el University College de Londres en febrero de 1986, y cuatro Conferencias Clark dictadas en el Trinity College de Cam ­ bridge en febrero de 1987. En la prim avera de 1986 se publicaron en la London Review o f Books versiones ligeram ente revisadas de las Conferen­ cias Northcliffe. Tras una revisión ulterior han pasado a constituir los tres prim eros capítulos de este libro. Una versión abreviada del capítulo séptimo, acerca de Nabokov, fue expuesta como Conferencia Belitt en el Bennington College y publicada por éste como B ennington Chapbook of L iterature. Los restantes capítulos no habían sido publicados hasta ahora. Ciertas partes de este libro patinan sobre una capa de hielo sum am en­ te delgada: son los lugares en los que presento interpretaciones polém icas de autores que analizo sólo brevem ente. Ello es así especialm ente en mi tratam iento de Proust y de Hegel, autores acerca de los cuales espero es­ crib ir algún día con m ás detalle. Pero en otras partes del libro el hielo es un poco m ás grueso. En las notas a pie de página de esas partes se m en­ cionan anteriores trabajos míos acerca de diferentes figuras (por ejemplo, Davidson, Dennett, Rawls, Freud, Heidegger, Derrida, Foucault, Habermas), escritos que, espero, respaldan algunas de las polém icas observa­ ciones que hago acerca de ellas en este libro. La m ayoría de los artículos citados serán publicados nuevam ente en dos volúm enes en los que se reu­ n irán mis escritos (titulados provisionalm ente Objectivity, Truth and Relativism y Essays on Heidegger and Others) y que editará Cam bridge Univer­ sity Press. Estoy m uy agradecido a Karl Miller, profesor de la cátedra Lord Northcliffe de L iteratura Inglesa en el University College y director de la London Review o f Books, por su invitación a d ar estas conferencias en el University College, y, asim ism o, por su aliento y consejo. Estoy igual­ m ente agradecido al R ector y profesores del Trinity College tanto por su invitación p ara d ictar las Conferencias Clark como por su generosa hospi­ talidad durante mi visita a Cam bridge. Mucho les debo a las tres institu­ ciones que me perm itieron disponer de tiem po libre p ara p rep arar estas

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CONTINGENCIA, IRONÍA Y SOLIDARIDAD

conferencias: la Fundación John D. y C atherine T. MacArthur, el Centro de Estudios Avanzados de la U niversidad de Virginia y el W issenschaftskolleg zu Berlin. La beca M acArthur de que gocé desde 1981 hasta 1986 me perm itió extenderm e a nuevas áreas de la lectura y de la escritura. El director del Centro de Estudios Avanzados, Dexter W hitehead, me perm i­ tió organizar mi trabajo de docencia de form a que pudiese aprovechar al m áxim o las oportunidades que me proporcionaba la beca MacArthur. El paciente y servicial cuerpo del W issenschaftskolleg —seguram ente el m e­ dio m ás favorable para los estudiosos jam ás creado— hizo que mi estan­ cia allí, entre 1986 y 1987, fuese tan productiva como agradable. Al revisar y com plem entar las dos series de conferencias y darle poco a poco la form a a este libro, me beneficié de los inteligentes y útiles co­ m entarios de algunos am igos que am ablem ente dedicaron su tiem po a la lectura de la totalidad o p arte de una pila de m anuscritos cada vez m a­ yor. Jeffrey Stout, David Broom wick y B arry Alien me salvaron de m u­ chos despropósitos y me hicieron m uchísim as sugerencias útiles. Konstan tin Kolenda me propuso un decisivo reordenam iento de los tem as. Charles Guignon, David Hiley y Michael Levenson me proporcionaron im portantes consejos de últim o m om ento. Mi gratitud p ara todos ellos. Estoy agradecido tam bién a Eusebia Estes, Lyell Asher y M eredith Garmon p o r su asistencia en las tareas de secretaría y editoriales, y a Nancy Landau por su cuidadoso trabajo de corrección. Jerem y M ynott y Terence Moore, de Cam bridge University Press, me ayudaron y me alentaron constantem ente.

INTRODUCCION

La intención de un ir lo público y lo privado subyace tanto al intento platónico de responder a la pregunta «¿Por qué va en interés de uno ser justo?», como a la tesis cristiana según la cual se logra la perfecta realiza­ ción de sí m ism o a través del servicio de los dem ás. Estos intentos metafísicos o teológicos de ligar con un sentido de com unidad un esfuerzo d iri­ gido a la perfección exigen el reconocim iento de una naturaleza hum ana com ún. Nos piden que cream os que lo m ás im portante para cada uno de nosotros es lo que tenem os en com ún con los dem ás; que las fuentes de la realización privada y las de la solidaridad hum ana son las m ism as. Es­ cépticos como Nietzsche han sostenido con vehem encia que la m etafísica y la teología son claros intentos de hacer que el altruism o parezca m ás ra ­ zonable de lo que es. No obstante, lo característico es que tales escépticos tengan sus propias teorías de la naturaleza hum ana. Tam bién ellos afir­ m an que hay algo com ún a todos los seres hum anos; por ejemplo, la vo­ luntad de poder o los im pulsos libidinales. Para éstos, en el nivel «más profundo» del yo no hay sentim iento alguno de solidaridad hum ana, ese sentim iento es un «mero» artificio de la socialización hum ana. De tal m a­ nera, esos escépticos se vuelven asociales. Vuelven la espalda a la idea m ism a de una com unidad m ás am plia que la de un reducido círculo de iniciados. No obstante, desde Hegel los pensadores historicistas han intentado ir m ás allá de esa conocida restricción. H an negado que exista una cosa tal como «la naturaleza hum ana» o «el nivel m ás profundo del yo». Su estra­ tegia ha sido la de insistir en que la socialización y, por tanto, la circuns­ tancia histórica, abarcan la totalidad: que nada hay «debajo» de la socia­ lización o antes de la historia que sea definitorio de lo hum ano. Tales au ­ tores nos dicen que las preguntas como «¿En qué consiste ser hombre?» debieran ser sustituidas por preguntas como «¿En qué consiste vivir en una rica sociedad dem ocrática del siglo xx?» o bien «¿De qué m anera puede el que vive en una sociedad así ser algo m ás que un actor que de­ sem peña un papel según un guión establecido?» Este giro historicista nos ha ayudado a libram os, gradual pero firm em ente, de la teología y de la metafísica; de la tentación de buscar una huida del tiem po y del azar. Nos ha ayudado a reem plazar la Verdad por la Libertad como m eta del

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CONTINGENCIA, IRONÍA Y SOLIDARIDAD

pensam iento y del progreso social. Pero la vieja tensión entre lo público y lo privado perd ura aún después de producida esa sustitución. Los historicistas en los que predom ina el deseo de creación de sí mismo, de auto­ nom ía privada (por ejemplo, Heidegger y Foucault), tienden aún a ver la socialización tal como lo hacía Nietzsche: como contraria a algo que se halla en lo profundo de nosotros. Los historicistas en los que predom ina el deseo de una com unidad hum ana m ás ju sta y m ás libre (por ejemplo, Dewey y H aberm as) tienden aún a concebir el deseo de perfección priva­ da como algo infectado de «irracionalism o» o de «esteticismo». Este libro intenta hacer justicia a am bos grupos de autores historicistas. Propugno que no intentem os elegir entre ellos, sino, m ás bien, darles la m ism a im ­ portancia y utilizarlos para diferentes propósitos. Autores como Kierkegaard, Nietzsche, B audelaire, Proust, Heidegger y Nabokov son valiosos como ejem plares, como ilustraciones, de cómo puede ser la perfección privada: una vida autónom a, que se crea a sí m ism a. Autores como Marx, Mili, Dewey, H aberm as y Rawls son conciudadanos m ás que ejem plares. E stán com prom etidos en un esfuerzo com partido, social: el esfuerzo por hacer que nuestras instituciones y nuestras prácticas sean m ás justas y m enos crueles. Sólo consideram os opuestas a am bas especies de autores si pensam os que una perspectiva filosófica m ás am plia podría p erm itir­ nos reu n ir en una única concepción la creación de sí m ism o y la justicia, la perfección privada y la solidaridad hum ana. Ni la filosofía, ni cualquier otra disciplina teórica, nos perm itirán h a­ cer eso alguna vez. Lo m ás lejos a que puede llegarse en la tarea de u n ir esas dos indagaciones consiste en concebir como fin de una sociedad ju s­ ta y libre el dejar que sus ciudadanos sean tan privatistas, «irracionalis­ tas» y esteticistas como lo deseen, en la m edida en que lo hagan durante el tiem po que les pertenece, sin causar perjuicio a los dem ás y sin utilizar recursos que necesiten los menos favorecidos. Pueden tom arse m edidas prácticas p ara alcanzar esa m eta práctica. Pero no hay form a de reunir a la creación de sí m ism o con la justicia en el plano teórico. El léxico de la creación de sí m ism o es necesariam ente privado, no com partido, inade­ cuado p ara la argum entación. El léxico de la justicia es necesariam ente público y com partido, un medio para el intercam bio de argum entaciones. Si nos convencen del hecho de que ninguna teoría acerca de la n atu ra­ leza del H om bre o de la Sociedad o de la R acionalidad o de alguna otra cosa puede sin tetizar a Nietzsche con Marx o a Heidegger con H aberm as podrem os em pezar a pensar que la relación existente entre los autores que escriben acerca de la justicia y los que escriben acerca de la autono­ m ía se asem eja a la relación existente entre dos tipos de instrum entos —instrum entos tan poco necesitados de síntesis como los pinceles y las p alan cas—. Los autores de un tipo nos hacen ver que las virtudes sociales no son las únicas virtudes, que algunos hom bres han tenido éxito en el em peño de recrearse a sí mismos. Con ello cobram os consciencia de nues­ tra propia necesidad, articulada a m edias, de convertirnos en personas nuevas, en personas para cuya descripción aún carecem os de palabras. Los del otro tipo nos advierten de las deficiencias de nuestras institucio-

INTRODUCCIÓN

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nes y prácticas para vivir de acuerdo con las convicciones con las que ya estam os com prom etidos por el léxico público, com partido, que em plea­ mos en la vida cotidiana. Los unos nos dicen que no debemos h ab lar ú ni­ cam ente el lenguaje de la tribu, que podem os h allar nuestras propias p a­ labras, que podem os tener p ara con nosotros m ism os la responsabilidad de hallarlas. Los otros nos dicen que esa responsabilidad no es la única que tenem os. Los dos tienen razón, pero no hay form a de hacer que am ­ bos hablen un m ism o lenguaje. Este libro intenta m ostrar el aspecto que cobran las cosas si excluimos la exigencia de una teoría que unifique lo público y lo privado y nos con­ tentam os con tra ta r las exigencias de creación de sí m ism o y de solidari­ dad h um ana como igualm ente válidas, aunque definitivam ente incon­ m ensurables. Traza la figura de lo que llam o el «ironista liberal». Tomo mi definición de liberal de Ju d ith Shklar, quien dice que los liberales son personas que piensan que los actos de crueldad son lo peor que se puede hacer. Em pleo el térm ino «ironista» para designar a esas personas que reconocen la contingencia de sus creencias y de sus deseos m ás funda­ m entales: personas lo bastante historicistas y nom inalistas p ara haber abandonado la idea de que esas creencias y esos deseos fundam entales re­ m iten a algo que está m ás allá del tiem po y del azar. Los ironistas libera­ les son personas que entre esos deseos im posibles de fundam entar inclu­ yen sus propias esperanzas de que el sufrim iento ha de dism inuir, que la hum illación de seres hum anos por obra de otros seres hum anos ha de cesar. Para el ironista liberal no hay respuesta alguna a la pregunta: «¿Por qué no ser cruel?», ni hay ningún apoyo teórico que no sea circular de la creencia de que la crueldad es horrible. Tam poco hay respuesta a la pre­ gunta: «¿Cómo decidir cuándo luchar contra la injusticia y cuándo dedi­ carse a los proyectos privados de creación de sí mismo?» Esa pregunta le suena al ironista liberal tan desesperada como las preguntas: «¿Es co­ rrecto entregar a n inocentes a la to rtu ra p ara salvar la vida de otros m x n inocentes? En ese caso, ¿cuáles son los valores correctos de n y m?»; o la pregunta: «¿Cuándo se puede favorecer a m iem bros de la pro­ pia fam ilia, o de la propia com unidad, frente a otros seres hum anos to­ m ados al azar?» El que cree que hay, para las preguntas de este tipo, res­ puestas teóricas bien fundadas —algoritm os para la resolución de dile­ m as m orales de esa especie— es todavía, en el fondo de su corazón, un teólogo o un m etafísico. Cree que existe, m ás allá del tiem po y del azar, un orden que determ ina el núcleo de la existencia hum ana y establece una jerarq u ía de responsabilidades. Los intelectuales ironistas que no creen que exista un orden así son su­ perados en núm ero (aún en las dem ocracias afortunadas, ricas, cultas) por las personas que creen que debe haber uno. La m ayoría de los no inte­ lectuales están aún com prom etidos con alguna form a de fe religiosa o con alguna form a de racionalism o ilustrado. Por eso el ironism o se ha consi­ derado a m enudo intrínsecam ente hostil no sólo a la dem ocracia sino tam bién a la solidaridad hum ana; a la solidaridad con la m asa de la hu-

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m anidad, con todas aquellas personas que están convencidas de que tiene que existir un orden como ése. Pero no es así. La hostilidad hacia una for­ m a p articu lar de solidaridad, históricam ente condicionada y posible­ m ente transitoria, no es hostilidad a la solidaridad como tal. Uno de mis propósitos en este libro es sugerir la posibilidad de una utopía liberal: una utopía en la cual el ironism o, en el sentido pertinente del térm ino, sea universal. Una cultura posm etafísica no me parece m ás im posible que una cu ltura posreligiosa, e igualm ente deseable. En ‘mi utopía, la solidaridad hum ana no aparecería como un hecho por reconocer m ediante la elim inación del «prejuicio», o yéndose a es­ conder a profundidades antes ocultas, sino, m ás bien, como una m eta por alcanzar. No se la ha de alcanzar por m edio de la investigación, sino por m edio de la im aginación, por m edio de la capacidad im aginativa de ver a los extraños como com pañeros en el sufrim iento. La solidaridad no se descubre, sino se crea, por m edio de la reflexión. Se crea increm entando nuestra sensibilidad a los detalles particulares del dolor y de la hum illa­ ción de seres hum anos distintos, desconocidos p ara nosotros. Una sensi­ bilidad increm entada hace m ás difícil m arginar a personas distintas a nosotros, pensando: «No lo sienten como lo sentiríam os nosotros », o «Siem pre ten d rá que haber sufrim iento, de m odo que ¿por qué no dejar que ellos sufran? » Este proceso de llegar a concebir a los dem ás seres hum anos como «uno de nosotros», y no como «ellos», depende de una descripción deta­ llada de cómo son las personas que desconocemos y de una redescripción de cómo somos nosotros. Ello no es tarea de una teoría, sino de géneros tales como la etnografía, el inform e periodístico, los libros de historietas, el d ram a docum ental y, especialm ente, la novela. Ficciones como las de Dickens, Olive Schreiner, o R ichard W right nos proporcionan detalles acerca de formas de sufrim iento padecidas por personas en las que ante­ riorm ente no habíam os reparado. Ficciones como las de Choderlos de La­ cios, Henry Jam es o Nabokov nos dan detalles acerca de las form as de crueldad de las que somos capaces y, con ello, nos perm iten redescribir­ nos a nosotros mismos. Esa es la razón por la cual la novela, el cine y la televisión poco a poco, pero ininterrum pidam ente, han ido reem plazando al serm ón y al tratad o como principales vehículos del cam bio y del pro­ greso m oral. En mi utopía liberal esa sustitución sería objeto de un reconocim iento del que aún carece. Ese reconocim iento sería parte de un giro global en contra de la teoría y hacia la narrativa. Ese giro sería un sím bolo de nues­ tra renuncia al intento de reunir todos los aspectos de nuestra vida en una visión única, de redescribirlos m ediante un único léxico. E quivaldría a un reconocim iento de lo que en el capítulo prim ero llam o «la contin­ gencia del lenguaje»: el hecho de que no hay form a de salirse de los diver­ sos léxicos que hem os em pleado, y h allar un m etaléxico que de algún modo dé cuenta de todos los léxicos posibles, de todas las form as posibles de ju zgar y de sentir. Una cultura historicista y nom inalista como la que concibo se conform aría, en cam bio, con narraciones que conecten el pre-

INTRODUCCIÓN

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sente con el pasado, por una parte, y, por otra parte, con utopías futuras. Y, lo que es aún m ás im portante, consideraría la realización de utopías, y la elaboración de utopías ulteriores, como un proceso sin térm ino, como realización incesante de la Libertad, y no como convergencia hacia una Verdad ya existente.

PRIMERA PARTE

CONTINGENCIA

Capítulo 1 LA CONTINGENCIA DEL LENGUAJE Hace unos doscientos años, comenzó a adueñarse de la im aginación de Europa la idea de que la verdad es algo que se construye en vez de algo que se halla. La Revolución Francesa había m ostrado que la totalidad del léxico de las relaciones sociales, y la totalidad del espectro de las institu­ ciones sociales, podían sustituirse casi de la noche a la m añana. Este pre­ cedente hizo que, entre los intelectuales, los utopistas políticos fueran la regla m ás que la excepción. Los utopistas políticos dejan a un lado tanto las cuestiones referentes a la voluntad de Dios como las referentes a la n a­ turaleza del hom bre, y sueñan con crear una form a de sociedad hasta en­ tonces desconocida. Más o menos al m ism o tiem po, los poetas rom ánticos m ostraban qué es lo que ocurre cuando no se concibe ya el arte como una im itación, sino m ás bien como una creación del artista. Los poetas reclam aban para el arte el lugar que en la cultura tradicionalm ente habían ocupado la religión y la filosofía, el lugar que la Ilustración había reclam ado para la ciencia. El precedente que los rom ánticos fijaron dio a su reclam o una inicial plausibilidad. El verdadero papel que han desem peñado las novelas, los poe­ mas, las obras de teatro, las pinturas, las estatuas y la arquitectura en los m ovimientos sociales del últim o siglo y medio, le ha conferido una plausibilidad aún m ayor. Ahora esas dos tendencias han aunado fuerzas y han alcanzado la he­ gem onía cultural. Para la m ayor parte de los intelectuales contem porá­ neos, las cuestiones referentes a fines frente a medios —las cuestiones acerca del modo de d ar sentido a la propia vida y a la propia com uni­ d a d — son cuestiones de arte o de política, o de am bas cosas, antes que cuestiones de religión, de filosofía o de ciencia. Este desarrollo ha condu­ cido a una escisión dentro de la filosofía. Algunos filósofos han perm ane­ cido fieles a la Ilustración, y siguen identificándose con la causa de la ciencia. Ven a la antigua lucha entre la ciencia y la religión, entre la ra ­ zón y la sinrazón, como una lucha que aún pervive y ha tom ado ahora la forma de una lucha entre la razón y todas aquellas fuerzas que, dentro de la cultura, conciben a la verdad como una cosa que se encuentra m ás que una cosa que se halla. Esos filósofos consideran a la ciencia como la acti-

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CONTINGENCIA

vidad hum ana paradigm ática, e insisten en que la ciencia natural descu­ bre la verdad, no la hace. E stim an que «hacer la verdad» es una expre­ sión m eram ente m etafórica y que induce a error. Conciben a la política y al arte como esferas en las que la noción de «verdad» está fuera de lugar. Otros filósofos, advirtiendo que el m undo tal como lo describen las cien­ cias físicas no nos enseña ninguna lección m oral, no nos proporciona nin­ gún consuelo espiritual, han llegado a la conclusión de que la ciencia no es m ás que la sirvienta de la tecnología. Estos filósofos se han alineado con los utopistas políticos y con los artistas innovadores. M ientras que los filósofos de la prim era especie contraponen «el rigu­ roso hecho científico» a lo «subjetivo» o a la «metáfora», los de la segun­ da especie ven a la ciencia como una actividad hum ana más, y no como el lugar en el cual los seres hum anos se topan con una realidad «riguro­ sa», no hum ana. De acuerdo con esta form a de ver, los grandes científicos inventan descripciones del m undo que son útiles para predecir y contro­ lar los acontecim ientos, igual que los poetas y los pensadores políticos in­ ventan otras descripciones del m undo con vistas a otros fines. Pero en ningún sentido constituye alguna de esas descripciones una representa­ ción exacta de cómo es el m undo en sí mismo. Estos filósofos consideran insustancial la idea m ism a de una representación sem ejante. Si nunca hubieran existido m ás que los filósofos del p rim er tipo, esto es, aquellos cuyo héroe es el científico natural, probablem ente jam ás h a­ b ría existido una disciplina autónom a llam ada «filosofía»: una disciplina que se distingue tanto de las ciencias como de la teología y de las artes. La filosofía, así concebida, no tiene m ás de dos siglos de existencia. Le debe esa existencia a los intentos de los idealistas alem anes de poner a las ciencias en su lugar y de conferir un sentido claro a la idea de que los se­ res hum anos no hallan la verdad, sino que la hacen. K ant quiso relegar la ciencia al ám bito de una verdad de segundo orden: la verdad acerca del m undo fenoménico. Hegel se propuso concebir la ciencia natural como una descripción del espíritu que aún no se ha vuelto plenam ente cons­ ciente de su propia naturaleza espiritual, y elevar con ello a la jerarq u ía de verdad de p rim er orden la que ofrecen el poeta y el político revolucio­ nario. No obstante, el idealism o alem án constituyó un com prom iso efím ero e insatisfactorio. Porque en su rechazo de la idea de que la verdad está «ahí afuera» K ant y Hegel se quedaron a m itad de cam ino. E staban dis­ puestos a ver el m undo de la ciencia em pírica como un m undo hecho: a ver la m ateria como algo construido por la m ente o como consistente en una m ente que no era lo bastante consciente de su propio carácter m en­ tal. Pero continuaron entendiendo la mente, el espíritu, las profundida­ des del yo hum ano, como una cosa que poseía la naturaleza intrínseca: una naturaleza que podía ser conocida por m edio de una superciencia no em pírica denom inada filosofía. Ello quería decir que sólo la m itad de la verdad —la m itad inferior, científica— era una verdad hecha. La verdad m ás elevada, la verdad referente a la mente, el ám bito de la filosofía, era aún objeto de descubrim iento, y no de creación.

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Lo que ocurría, y lo que los idealistas no fueron capaces de concebir, fue el rechazo de la idea m ism a de que algo —m ente o m ateria, yo o m un­ d o — tuviese una naturaleza intrínseca que pudiera ser expresada o repre­ sentada. Porque los idealistas confundieron la idea de que nada tiene una naturaleza así con la idea de que el espacio y el tiem po son irreales, que los seres hum anos causan la existencia del m undo espacio-tem poral. Hay que distinguir entre la afirm ación de que el m undo está ahí afue­ ra y la afirm ación de que la verdad está ahí afuera. Decir que el m undo está ahí afuera, creación que no es nuestra, equivale a decir, en consonan­ cia con el sentido com ún, que la m ayor parte de las cosas que se hallan en el espacio y el tiem po son los efectos de causas entre las que no figuran los estados m entales hum anos. Decir que la verdad no está ahí afuera es < sim plem ente decir que donde no hay proposiciones no hay verdad, que las proposiciones son elem entos de los lenguajes hum anos, y que los len­ guajes hum anos son creaciones hum anas. La verdad no puede estar ahí afuera —no puede existir independiente­ m ente de la m ente h u m an a— porque las proposiciones no pueden tener esa existencia, estar ahí afuera. El m undo está ahí afuera, pero las des­ cripciones del m undo no. Sólo las descripciones del m undo pueden ser r verdaderas o falsas. El m undo de por sí —sin el auxilio de las actividades X descriptivas de los seres hum anos— no puede serlo. La idea de que la verdad, lo m ism o que el m undo, está ahí afuera es le- -r gado de una época en la cual se veía al m undo como la creación de un ser que tenía un lenguaje propio. Si desistim os del intento de d ar sentido á la idea de tal lenguaje no hum ano, no incurrirem os en la tentación de con­ fundir la trivialidad de que el m undo puede hacer que tengam os razón al creer que una proposición es verdadera, con la afirm ación de que el m un­ do, por su propia iniciativa, se descom pone en trozos, con la form a de proposiciones, llam ados «hechos». Pero si uno se adhiere a la noción de hechos autosubsistentes, es fácil em pezar a escribir con m ayúscula la p a­ labra «verdad» y a tra ta rla como algo que se identifica con Dios o con el m undo como proyecto de Dios. Entonces uno dirá, por ejemplo, que la Verdad es grande, y que triunfará. Facilita esa fusión el hecho de lim itar la atención a proposiciones ais­ ladas frente a léxicos. Porque a m enudo dejam os que el m undo decida allí donde com piten proposiciones alternativas (por ejemplo, entre «Gana el rojo» y «Gana el negro», o entre «Lo hizo el m ayordom o» o «Lo hizo el doctor»). En tales casos es fácil eq u ip arar el hecho de que el m undo con­ tiene la causa por la que estam os justificados a sostener una creencia, con la afirm ación de que determ inado estado no lingüístico del m undo es en sí una instancia de verdad, o que determ inado estado de ese carácter «ve­ rifica una creencia» por «corresponder» con ella. Pero ello no es tan fácil cuando de las proposiciones individualm ente consideradas pasam os a los léxicos como conjuntos. Cuando consideram os ejem plos de juegos del lenguaje alternativos —el léxico de la política de la Atenas de la Antigüe­ dad versus el de Jefferson, el léxico m oral de san Pablo versus el de Freud, la term inología de Newton versus la de Aristóteles, la lengua de Blake ver-

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sus la de D ryden—, es difícil pensar que el m undo haga que uno de ellos sea m ejor que el otro, o que el m undo decida entre ellos. Cuando la n o - f r ción de «descripción del mundo» se traslada desde el nivel de las proposi- ' ciones reguladas por un criterio en el seno de un juego del lenguaje, a los juegos del lenguaje como conjuntos, juegos entre los cuales no elegimos por referencia a criterios, no puede darse ya un sentido claro a la idea de que el m undo decide qué descripciones son verdaderas y cuáles son fal­ sas. Resulta difícil pensar que el léxico sea algo que está ya ahí afuera, en el m undo, a la espera de que lo descubram os. El p restar atención (de la ^ form a que lo hacen los cultivadores de la historia intelectual como Thom as Kúhn y Quentin Skinner) a los léxicos en los que se form ulan las pro­ posiciones antes que a las proposiciones consideradas individualm ente, hace que caigam os en la cuenta, por ejemplo, de que el hecho de que el lé -f xico de Newton nos perm ita predecir el m undo m ás fácilm ente de lo que lo hace el de Aristóteles, no quiere decir que el m undo hable new tonianamente. El m undo no habla. Sólo nosotros lo hacem os. El m undo, una vez que nos hem os ajustado al program a de un lenguaje, puede hacer que sosten- /gamos determ inadas creencias. Pero no puede proponernos un lenguaje p ara que nosotros lo hablem os. Sólo otros seres hum anos pueden hacerlo. No obstante, el hecho de advertir que el m undo no nos dice cuáles son los juegos del lenguaje que debemos jugar, no debe llevarnos a afirm ar que es arb itra ria la decisión acerca de cuál jugar, ni a decir que es la expre­ sión de algo que se halla en lo profundo de nosotros. La m oraleja no es que los criterios objetivos p ara la elección de un léxico deban ser reem ­ plazados por criterios subjetivos, que haya que colocar la voluntad o el sentim iento en el lugar de la razón. Es, m ás bien, que las nociones de cri­ terio y de elección (incluida la elección «arbitraria») dejan de tener senti­ do cuando se trata del cam bio de un juego del lenguaje a otro. E uropa no decidió aceptar el lenguaje de la poesía rom ántica, ni el de la política so­ cialista, ni el de la m ecánica galileana. Las m utaciones de ese tipo no fue­ ron un acto de la voluntad en m ayor m edida que el resultado de una dis­ cusión. El caso fue, m ás bien, que Europa fue perdiendo poco a poco la costum bre de em plear ciertas palabras y adquirió poco a poco la costum ­ bre de em plear otras. Como argum enta Kuhn en The Copemican Revolution, no fue sobre la base de observaciones telescópicas o sobre la base de alguna otra cosa como decidim os que la T ierra no era el centro del universo, que la con­ ducta m acroscópica podía explicarse a p a rtir del m ovim iento microestructural, y que la principal m eta de la teorización científica debía ser la predicción y el control. En lugar de eso, después de cien años de estéril confusión, los europeos se sorprendieron a sí mismos hablando de una form a tal que daba por sentadas esas tesis solapadas. Los cam bios cultu­ rales de esa m agnitud no resultan de la aplicación de criterios (o de una «decisión arbitraria»), como tam poco resulta de la aplicación de criterios o de actes gratuits el que los individuos se vuelvan teístas o ateos, o cam ­ bien de cónyuge o de círculo de am istades. En tales cuestiones no debe-

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mos buscar criterios de decisión en nosotros mismos, como tam poco de­ bem os buscarlos en el m undo. La tentación de buscar criterios es una especie de la tentación, m ás general, de pensar que el m undo, o el ser hum ano, poseen una naturaleza intrínseca, una esencia. Es decir, es el resultado de la tentación de privile­ giar a uno de los m uchos lenguajes en los que habitualm ente describim os el m undo o nos describim os a nosotros mismos. M ientras pensem os que existe alguna relación denom inada «adecuación al m undo» o «expresión de la naturaleza real del yo», que puedan poseer, o de las que puedan ca­ recer, los léxicos considerados como un todo, continuarem os la tradicio­ nal búsqueda filosófica de un criterio que nos diga cuáles son los léxicos que tienen ese deseable rasgo. Pero si alguna vez logram os reconciliam os con la idea de que la realidad es, en su m ayor parte, indiferente a las des­ cripciones que hacem os de ella, y que el yo, en lugar de ser expresado adecuada o inadecuadam ente por un léxico, es creado por el uso de un lé­ xico, finalm ente habrem os com prendido lo queTíaBíá- de verdad en la idea rom ántica de que la verdad es algo que se hace m ás que algo que se encuentra. Lo que de verdadero tiene esa afirm ación es, precisam ente, que los lenguajes son hechos, y no hallados, y que la verdad es una propie­ dad de entidades lingüísticas, de proposiciones.1 Puedo resum ir esto reform ulando lo que, a mi modo de ver, llegaron a h allar hace dos siglos los revolucionarios y los poetas. Lo que se vislum ­ b rab a a finales del siglo xvm era la posibilidad de hacer que cualquier cosa pareciese buena o m ala, im portante o insignificante, útil o inútil, re­ describiéndola. Aquello que Hegel describe com o el proceso del espíritu que gradualm ente se vuelve consciente de su naturaleza intrínseca, pue­ de ser descrito m ás adecuadam ente como el proceso por el cual las p rác­ ticas lingüísticas europeas cam biaban a una velocidad cada vez mayor. El fenómeno que describe Hegel es el de un núm ero cada vez m ayor de personas que ofrecen redescripciones m ás radicales de un m ayor núm ero de cosas que antes; el de personas jóvenes que atraviesan m edia docena de cam bios en su configuración espiritual antes de alcanzar la adultez. Lo que los rom ánticos expresaban al afirm ar que la im aginación, y no la razón, es la facultad hum ana fundam ental era el descubrim iento de que el principal instrum ento de cam bio cultural es el talento de h ab lar de for­ m a diferente m ás que el talento de argum entar bien. Lo que los utopistas políticos han percibido desde la Revolución Francesa no es que una n atu ­ raleza hum ana subyacente y perenne hubiese estado anulada o reprim ida 1 1. No dispongo de un criterio de individuación de los distintos lenguajes o léxicos, pero no estoy seguro de que necesitemos alguno. Durante mucho tiempo los filósofos han empleado ex­ presiones como «en el lenguaje L» sin preocuparse demasiado acerca del modo en que podría establecerse dónde termina un lenguaje natural y dónde empieza otro, ni cuándo concluye «el léxico científico del siglo xvii» y se inicia «el léxico de la Nueva Ciencia». En líneas generales, se produce una ruptura así cuando, al hablar de diferencias geográficas o cronológicas, empe­ zamos a emplear la «traducción» más que la «explicación». Ello ocurrirá toda vez que nos re­ sulte cómodo comenzar por mencionar las palabras antes que emplearlas, o destacar la dife­ rencia entre dos series de prácticas humanas colocando comillas a cada lado de los elementos de esas prácticas.

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por instituciones sociales «innaturales» o «irracionales», sino que el cam ­ bio de lenguajes y de otras prácticas sociales pueden producir seres hu­ m anos de una especie que antes nunca había existido. Los idealistas ale­ manes, los revolucionarios franceses y los poetas rom ánticos tenían en com ún la oscura percepción de que seres hum anos cuyo lenguaje cam bió de form a tal que ya no hablaban de sí mismos como sujetos a poderes no hum anos, se convertían con ello en un nuevo tipo de seres hum anos. La dificultad que afronta un filósofo que, como yo, sim patiza con esa idea —y que se concibe a sí m ism o asistente del poeta antes que del físi­ co —, es la de evitar la insinuación de que aquella idea capta algo que es correcto, que una filosofía como la m ía corresponde a la form a de ser realm ente las cosas. Porque h ab lar de correspondencia significa volver a la idea de la que un filósofo así desea desem barazarse: la idea de que el m undo o el yo tie­ nen una naturaleza intrínseca. Desde nuestro punto de vista, explicar el éxito de la ciencia o la deseabilidad del liberalism o político diciendo que «se ajustan al m undo», o que «expresan la naturaleza hum ana», equivale a expresar por qué el opio lo hace a uno dorm ir refiriéndose a su virtud dorm itiva. Decir que el léxico de Freud capta la verdad de la naturaleza hum ana, o que el de Newton capta la verdad de los cielos, no es explicar nada. Es únicam ente un cum plido sin contenido: un cum plido tradicio­ nalm ente hecho a los escritores cuya jerga hemos encontrado útil. Decir que no hay una cosa tal como una naturaleza intrínseca no es decir que la n aturaleza intrínseca de la realidad ha resultado ser —sorprendentem en­ te — extrínseca. Decir, que debiéram os excluir la idea de que la verdad *está ahí afuera esperando ser descubierta no es decir que hemos descu­ bierto que, ahí afuera, no hay una verdad.2 Es decir que serviría m ejor a nuestros propósitos dejar de considerar la verdad como una cuestión pro­ funda, como un tem a de interés filosófico, o el térm ino «verdad» como un térm ino susceptible de «análisis». «La naturaleza de la verdad» es un tem a infructuoso, sem ejante en este respecto a «la naturaleza del hom ­ bre» o «la naturaleza de Dios», y distinto de «la naturaleza del positrón» y de «la naturaleza de la fijación edípica». Pero esta afirm ación acerca de su utilidad relativa, a su vez, es sólo la recom endación de que en realidad decimos poco acerca de esos tem as, y véase cómo adelantam os. De acuerdo con la concepción de esos tem as que estoy presentando, no se les debiera solicitar a los filósofos argum entos contra —por ejem plo— la teoría de la verdad como correspondencia o contra la idea de la «natu­ raleza intrínseca de la realidad». La dificultad que se asocia a los argu­ m entos en contra del em pleo de un léxico fam iliar y consagrado por el 2. Nietzsche ha producido muchísima confusión al deducir de «la verdad no es cuestión de correspondencia con la realidad» que «lo que llamamos "verdades" son sólo mentiras útiles». La misma confusión se halla ocasionalmente en Derrida allí donde, de «no existe una realidad como la que los metafísicos han tenido la esperanza de descubrir», se infiere que «lo que llama­ mos "real" no es en realidad real». Con tales confusiones Nietzsche y Derrida se exponen a la objeción de inconsistencia autorreferencial, es decir, de que declaran conocer lo que ellos mis­ mos declaran que no es posible conocer.

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tiem po, es que se espera que se los form ule en ese m ism o léxico. Se tiene la expectativa de que m uestren que los elem entos centrales de ese léxico son «inconsistentes en sus propios térm inos» o que «se destruyen a sí mismos». Pero nunca puede m ostrarse eso. Todo argum ento según el cual el uso que corrientem ente hacem os de un térm ino corriente es vacío, o in­ coherente, o confuso, o vago, o «m eram ente metafórico», es forzosam ente estéril e involucra una petición de principio., Porque un uso así es, des­ pués de todo, el paradigm a de un habla coherente, significativa, literal. Tales argum entos dependen de afirm aciones según las cuales se dispone de léxicos mejores, o son una abreviatura de afirm aciones así. R aram ente una filosofía interesante consiste en el exam en de los pro y los contra de una tesis. Por lo com ún es im plícita o explícitam ente una disputa entre un léxico establecido que se ha convertido en un estorbo y un léxico nue­ vo y a medio form ar que vagam ente prom ete grandes cosas. ^ Este últim o «método» de la filosofía es igual al «método» de la políti­ ca utópica o de la ciencia revolucionaria (como opuestas a la política p a r­ lam entaria o a la ciencia norm al). El método consiste en volver a descri­ b ir m uchas cosas de una m anera nueva hasta que se logra crear una p au ­ ta de conducta lingüística que la .generación en ciernes se siente tentada a adoptar, haciéndoles así buscar nuevas form as de conducta no lingüís­ tica: por ejemplo, la adopción de nuevo equipam iento científicQ o de nue­ vas instituciones sociales. Este tipo de filosofía no trab a ja pieza a pieza, analizando concepto tras concepto, o som etiendo a prueba una tesis tras otra. T rabaja holística y pragm áticam ente. Dice cosas como: «Intenta pensar de este modo», o, m ás específicam ente, «Intenta ignorar las cues­ tiones tradicionales, m anifiestam ente fútiles, sustituyéndolas por las si­ guientes cuestiones, nuevas y posiblem ente interesantes». No pretende disponer de un candidato m ás apto para efectuar las m ism as viejas cosas que hacíam os al h ab lar a la antigua usanza. Sugiere, en cam bio, que po­ dríam os proponernos dejar de hacer esas cosas y hacer otras. Pero no a r­ gum enta en favor de esa sugerencia sobre la base de los criterios prece­ dentes com unes al viejo y al nuevo juego del lenguaje. Pues en la m edida en que el nuevo lenguaje sea realm ente nuevo, no habrá tales criterios. De acuerdo con mis propios preceptos, no he de ofrecer argum entos en contra del léxico que me propongo sustituir. En lugar de ello intentaré hacer que el léxico que prefiero se presente atractivo, m ostrando el modo en que se puede em plear para describir diversos tem as. Más específica- mente, en este capítulo describiré la obra de Donald Davidson en el terre- 1 no de la filosofía del lenguaje como la m anifestación de una buena dispo­ sición para excluir la idea de una «naturaleza intrínseca», una buena dis­ posición p ara hacer frente a la contingencia del lenguaje que em pleamos. En los capítulos posteriores intentaré m ostrar el modo en que el reconoci­ m iento de esa contingencia nos lleva a reconocer la contingencia de la consciencia, y el modo en que am bos reconocim ientos nos conducen a una im agen del progreso m oral e intelectual como historia de m etáforas cada vez más útiles antes que como com prensión cada vez m ayor de cómo son j las cosas realm ente.

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Comienzo, en este p rim er capítulo, con la filosofía del lenguaje porque deseo exam inar las consecuencias de mi afirm ación de que sólo las pro­ posiciones pueden ser verdaderas, y de que los seres hum anos hacen las verdades al hacer los lenguajes en los cuales se form ulan las proposicio­ nes. Me centraré en la obra de Davidson porque es el filósofo que m ás ha hecho por explorar esas consecuencias.3 El tratam iento que Davidson hace de la verdad se enlaza con su tratam iento del aprendizaje del len­ guaje y de la m etáfora para form ar el prim er tratam iento sistem ático del lenguaje que rom pe completamente con la noción del lenguaje como algo que puede m antener una relación de adecuación o de inadecuación con el m undo o con el yo. Porque Davidson rom pe con la noción de que el len­ guaje es un medio : un medio o de representación o de expresión. Puedo aclarar lo que entiendo por «medio» señalando que la im agen tradicional de la situación hum ana no ha presentado a los seres hum anos como sim ples redes de creencias y de deseos, sino como seres que tienen esos deseos y esas creencias. De acuerdo con la concepción tradicional, existe un núcleo que es el yo, el cual puede considerar tales creencias y deseos, decidir entre ellos, em plearlos, o expresarse por medio de ellos. Además, esas creencias y esos deseos pueden ser juzgados no sólo sim ple­ m ente en relación con su capacidad de adaptación recíproca, sino en rela­ ción con algo exterior a la red de la cual son hilos. De acuerdo con esta concepción, las creencias son susceptibles de crítica si no se correspon­ den con la realidad. Los deseos son susceptibles de crítica si no se corres­ ponden con la naturaleza esencial del yo hum ano: por ser «irracionales» o «innaturales». Tenemos así la im agen del núcleo esencial del yo en un extrem o de esta red de creencias y de deseos, y la realidad en el otro ex­ trem o. De acuerdo con esta im agen, la red es el producto de una interac­ ción entre am bos, y alternativam ente expresa al uno y representa al otro. Esa es la im agen tradicional del sujeto y el objeto, im agen que el idealis­ mo intentó, sin éxito, sustituir, y que Nietzsche, Heidegger, Derrida, Jam es, Dewey, Goodman, Sellars, Putnam , Davidson y otros han intentado su stitu ir sin enredarse en las paradojas de los idealistas. Una fase de ese esfuerzo de sustitución consistió en el intento de colo­ car «lenguaje» en lugar de «mente» o de «consciencia» como medio a p a rtir del cual se construyen las creencias y los deseos, como tercer ele­ mento, m ediador entre el yo y el m undo. Se pensó que ese giro en direc­ ción del lenguaje constituía un paso progresivo de adaptación. Se creyó que era así porque parecía m ás fácil d ar una explicación causal de la em ergencia, en el m arco de la evolución, de organism os que utilizan el lenguaje, que d ar una explicación m etafísica de la em ergencia de la cons3. Debo subrayar que no puede hacérsele a Davidson responsable de la interpretación que estoy haciendo de sus ideas, ni de otras ideas que extraigo de las suyas. Una amplia presenta­ ción de esta interpretación puede hallarse en mi trabajo «Pragmatism, Davidson and Truth», en Ernest Lepore (comp.), Truth and Interpretation: Perspectives on the Philosophy o f Donald Da­ vidson, Oxford, Blackwell, 1984. Acerca de la reacción de Davidson a esa interpretación, véanse sus «After-thougts» a «A Coherence Theory of Truth and Knowledge», en Alain Malachowski, Reading Rorty, Oxford, Blackwell (en prensa).

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ciencia a p a rtir de lo no consciente. Pero en sí m ism a esa sustitución es ineficaz. Porque si persistim os en la im agen del lenguaje como un medio, como algo que está entre el yo y la realidad no hum ana con la que el yo procura estar en contacto, no habrem os hecho progreso alguno. Utiliza­ mos aún una im agen del sujeto y del objeto, y perm anecem os adheridos a cuestiones referentes al escepticismo, el idealism o y el realism o. Porque aún podem os plantear, acerca del lenguaje, cuestiones de la m ism a espe­ cie que las que hemos planteado acerca de la consciencia. Son cuestiones tales como: «El m edio que se halla entre el yo y la rea­ lidad, ¿los une o los separa?»; «¿Debemos concebir el m edio principal­ m ente como un medio de expresión, de articulación de lo que yace en lo profundo del yo? ¿O debemos concebirlo principalm ente como medio de representación, el cual le m uestra al yo lo que se halla fuera de él?» Las teorías idealistas del conocim iento y las nociones rom ánticas de im agina­ ción pueden, ¡ay!, ser fácilm ente traducidas de la term inología de la «consciencia» a la del «lenguaje». Las reacciones realistas y m oralistas a tales teorías pueden ser traducidas con la m ism a facilidad. De tal modó los com bates entre el rom anticism o y el m oralism o, entre el idealism o y el realism o —com bates en los que alternativam ente triunfan uno y otro b an d o — continuarán en la m edida en que pensem os que existe la espe­ ranza de hallarle un sentido a la cuestión de si un lenguaje determ inado es «adecuado» para una tarea: para la tarea de expresar adecuadam ente la naturaleza de la especie hum ana o para la tarea de representar de m a­ nera propia la estructura de la realidad no hum ana. Necesitamos librarnos de ese proceso pendular. Davidson nos ayuda a hacerlo. Pues él, precisam ente, no concibe el lenguaje como un medio de expresión o de representación. Por eso puede dejar a un lado la idea de que tanto el yo como la realidad poseen una naturaleza intrínseca, una naturaleza que está ahí afuera a la espera de que se la conozca. La con­ cepción del lenguaje sostenida por Davidson no es ni reduccionista ni expansionista. Ello no im plica form ular definiciones reductivas de nociones sem ánticas como «verdad», «intencionalidad» o «referencia», a la m ane­ ra en que lo han hecho a veces los filósofos analíticos. Tam poco se asem e­ ja al intento de Heidegger de transform ar el lenguaje en una especie de divinidad, en algo de lo cual los seres hum anos son m eras em anaciones. Como nos ha advertido Derrida, sem ejante apoteosis del lenguaje es sim plem ente una versión traspuesta de la apoteosis idealista de la cons­ ciencia. Por el hecho de eludir tanto el reduccionism o como el expansionism o, -Davidson se acerca a W ittgenstein. Los dos filósofos trata n a los léxicos alternativos m ás como herram ientas alternativas que como piezas de un rom pecabezas. T ratarlos como piezas de un rom pecabezas equivale a suj poner que todos los léxicos son prescindibles, o reductibles a otros léxieos, o susceptibles de ser reunidos con todos los otros léxicos en un único V gran superléxico unificado. Si evitam os esa suposición, no nos sentire­ mos inclinados a p lantear cuestiones tales como: «¿Cuál es el lugar de la consciencia en un m undo de moléculas?», «¿Los colores dependen de la

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m ente m ás que los pesos?», «¿Cuál es el lugar de los valores en un m undo de hechos?», «¿Cuál es el lugar de la intencionalidad en un m undo cau­ sal?», «¿Cuál es la relación entre la sólida m esa del sentido com ún y la endeble m esa de la microfísica?» o «¿Cuál es la relación entre lenguaje y pensam iento?» No deberíam os proponem os responder a esas preguntas, porque el hacerlo o conduce a los m anifiestos fracasos del reduccionism o o a los efím eros éxitos del expansionism o. Deberíam os lim itam os a cues­ tiones como: «¿Obstaculiza el uso de estas palabras el uso que hacem os de aquellas otras?» Esta es una cuestión acerca de si el uso de nuestras herram ientas es ineficaz, y no una cuestión acerca de si nuestras creen­ cias son contradictorias. Las cuestiones «m eram ente filosóficas», como la de E ddington acerca de las dos mesas, constituyen intentos de suscitar ficticias disputas teóri­ cas entre léxicos que se han m ostrado capaces de coexistir pacíficam ente. Todas las cuestiones que he m encionado m ás arrib a representan casos en los que los filósofos han hecho que su tem ática cobrase m ala reputación porque ellos veían dificultades que nadie m ás veía. Pero ello no quiere de­ cir que los léxicos nunca se obstaculicen entre sí. Por el contrario, es típ i­ co que se consigan logros revolucionarios en el terreno de las artes, de las ciencias y del pensam iento político y m oral, cuando alguien advierte que dos o m ás léxicos se interfieren entre sí, y pasa a inventar un nuevo léxico que reem place a aquéllos. Por ejemplo, el léxico aristotélico tradicional se insertó en el léxico m atem atizado que el en siglo xvi desarrollaban los estudiosos de la m ecánica. Del m ism o modo, jóvenes estudiantes alem a­ nes de teología del siglo xvm —como Hegel y H ólderlin— descubrieron que el léxico con el cual reverenciaban a Jesús se estaba insertando en el léxico con el cual reverenciaban a los griegos. Tam bién del m ism o modo, el em pleo de tropos a la m anera de Rosetti se interponía en el em pleo que inicialm ente hacía Yeats de los tropos de Blake. La creación gradual, por m edio de sucesivas pruebas, de un tercero y nuevo léxico —un léxico como el elaborado por hom bres como Galileo, Hegel o el últim o Y eats— no consiste en haber descubierto cómo pueden ad aptarse recíprocam ente los viejos léxicos. Esa es la razón por la cual no se puede llegar a ella a través de un proceso de inferencia, a p a rtir de pre­ m isas form uladas en los antiguos léxicos. Tales creaciones no son el re­ sultado de la acertada reunión de las piezas de un rom pecabezas. No con­ sisten en el descubrim iento de una realidad que se halla tras las aparien­ cias, de una visión sin distorsiones de la totalidad del cuadro con la cual reem plazar las concepciones m iopes de sus partes. La analogía adecuada es la de la invención de nuevas herram ientas destinadas a ocupar el lugar de las viejas. El alcanzar un léxico así se asem eja m ás al hecho de aban­ donar la palanca y la cuña porque se ha concebido la polea, o de excluir el yeso m ate y la tém pera porque se ha encontrado la form a de proporcio­ n ar apropiadam ente el lienzo. Esta analogía w ittgensteiniana entre los léxicos y las herram ientas tiene una desventaja m anifiesta. Lo característico es que el artesano co­ nozca cuál es el trabajo que debe hacer antes de escoger o de inventar las

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herram ientas con las cuales llevarlo a cabo. En cam bio, alguien como Galileo, Yeats o Hegel (un «poeta» en el am plio sentido en que em pleo el térm ino, esto es, en el sentido de «el que hace cosas de nuevo») regular­ m ente es incapaz de aclarar con exactitud qué es lo que se propone hacer antes de elaborar el lenguaje con el que acierta a realizarlo. Su nuevo lé­ xico hace posible, por prim era vez, la form ulación de los propósitos m is­ mos de ese léxico. Es una h erram ienta para hacer algo que no podría ha­ berse concebido antes de la elaboración de una serie determ inada de des­ cripciones: las descripciones de las que la propia herram ienta ayuda a disponer. Pero m om entáneam ente no tendré en cuenta esta deficiencia de la analogía. Sim plem ente me propongo subrayar que el contraste entre el modelo del rom pecabezas y el de la «herram ienta», p ara los léxicos alter­ nativos, refleja el contraste —p ara decirlo en los térm inos levem ente en­ gañosos de N ietzsche— entre la voluntad de verdad y la voluntad de ven­ cerse a sí mismo. Las dos son expresiones del contraste entre el intento de representar o de expresar algo que ya estaba allí, y el intento de hacer algo con lo que antes nunca se había soñado. Davidson exam ina las im plicaciones del tratam iento que hace Wittgenstein de los léxicos como herram ientas planteando dudas explícitas acerca de los supuestos de las teorías prew ittgensteinianas tradicionales del lenguaje. Esas teorías daban por supuesto que preguntas tales como «El lenguaje que estam os em pleando, ¿es el “correcto"?», «¿Se adecúa a su función de medio de expresión o de representación?», o «¿Es nuestro lenguaje un medio opaco o un medio transparente?», son preguntas con sentido. Tales preguntas suponen que existen relaciones tales como «ade­ cuarse al mundo», o «ser fiel a la verdadera naturaleza del yo», que pue­ den enlazar el lenguaje con lo que no es lenguaje. Ese supuesto se une al supuesto de que «nuestro lenguaje» —el lenguaje que ahora hablam os, el léxico de que disponen los hom bres cultos del siglo XX— es en cierto modo una unidad, un tercer elem ento que m antiene determ inada rela­ ción con las otras dos unidades: el yo y la realidad. Los dos supuestos re­ sultan bastante naturales cuando se ha aceptado la idea de que hay cosas no lingüísticas llam adas «significados» que es tarea del lenguaje expre­ sar, y, asim ismo, la idea de que hay cosas no lingüísticas llam adas «he­ chos» que es tarea del lenguaje representar. Las dos ideas sustentan la noción del lenguaje como medio. Las polém icas de Davidson contra los usos filosóficos tradicionales de los térm inos «hecho» y «significado» y contra lo que él llam a «el modelo de esquem a y contenido» de pensam iento y de investigación, son aspectos de una polém ica m ás am plia contra la idea de que el lenguaje tiene una tarea fija que cum plir y de que existe una entidad llam ada «lenguaje» o «el lenguaje» o «nuestro lenguaje», que puede cum plir o no esa tarea ade­ cuadam ente. La duda de Davidson acerca de la existencia de tal entidad es paralela a la de Gilbert Ryle y Daniel Dennett acerca de si existe algo llam ado «la mente» o «la consciencia».4 Las dos series de dudas son du4.

Una elaboración de esas dudas se hallará en mi «Contemporary Philosophy of Mind», en

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das acerca de la utilidad de la noción de un m edio entre el yo y la reali­ dad: ese m edio que los realistas ven tan transparente cuanto opaco lo ven los escépticos. En un trabajo reciente, sutilm ente titulado «A Nice Derangem ent of E pitaphs»,5 Davidson intenta socavar el fundam ento de la idea del len­ guaje como entidad, desarrollando el concepto de lo que él llam a «una teoría m om entánea» acerca de los sonidos y las inscripciones producidos por un m iem bro del género hum ano. Debe considerarse esa teoría como parte de una «teoría m om entánea» m ás am plia acerca de la totalidad de la conducta de esa persona: una serie de conjeturas acerca de lo que ella h ará en cada circunstancia. Una teoría así es «m om entánea» porque de­ berá corregírsela constantem ente para d ar cabida a m urm ullos, desati­ nos, im propiedades, m etáforas, tics, accesos, síntom as psicóticos, notoria estupidez, golpes de genio y cosas sem ejantes. Para hacer las cosas m ás sencillas, im agínese que estoy elaborando una teoría así acerca de la con­ ducta habitual del nativo de una cultura exótica a la que inesperadam en­ te he llegado en un paracaídas. Esa extraña persona, la cual presum ible­ m ente me halla a m í tan extraño como yo a él, estará al m ism o tiem po ocupado en la elaboración de una teoría acerca de mi conducta. Si logra­ mos com unicam os fácil y exitosam ente, ello se deberá a que sus conjetu­ ras acerca de lo que me dispongo'a hacer a continuación, incluyendo en ello los sonidos que voy a producir a continuación, y m is propias expecta­ tivas acerca de lo que haré o diré en determ inadas circunstancias, llegan m ás o menos a coincidir, y porque lo contrario tam bién es verdad. Nos enfrentam os el uno al otro tal como nos enfrentaríam os a m angos o a boas constrictoras: procurando que no nos cojan por sorpresa. Decir que llegamos a hab lar el m ism o lenguaje equivale a decir que, como señala Davidson, «tendemos a coincidir en teorías m om entáneas». La cuestión m ás im portante es p ara Davidson que todo lo que «dos personas necesi­ tan p ara entenderse recíprocam ente por m edio del habla, es la aptitud de coincidir en teorías m om entáneas de una expresión a otra». La explicación que Davidson da de la com unicación'lingüística pres­ cinde de la im agen del lenguaje como una tercera cosa que se sitúa entre el yo y la realidad, y de los diversos lenguajes como barreras interpuestas entre las personas o las culturas. Decir que el lenguaje del que uno antes disponía p ara tra ta r de algún segm ento del m undo (por ejemplo: el cielo estrellado, en lo alto, o las ardientes pasiones, en el interior) no es sino de­ cir que ahora, tras haber aprendido un nuevo lenguaje, uno es capaz de m anejar ese segm ento con m ayor facilidad. Decir que dos com unidades tienen dificultades para relacionarse debido a que las palabras que cada una de ellas em plea son difíciles de trad u cir a palabras de la otra, no es sino decir que p ara los m iem bros de una com unidad la conducta lingüís-

Synthese, 53, 1982, 332-348. En relación con las dudas de Dennett acerca de mis interpretacio­ nes, véanse sus «Comments on Rorty», págs. 348-354. 5. Puede hallarse ese ensayo en Lepore (comp.), Truth and Interpretaron.

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tica de los m iem bros de la otra, lo m ism o que el resto de su conducta, puede ser difícil de predecir. Como lo expresa Davidson: Debemos advertir que hem os abandonado no sólo la noción corriente de lenguaje, sino que hem os borrado el lím ite entre el conocim iento de un len­ guaje y el conocim iento de nuestra marcha por el m undo en general. Porque no hay reglas para llegar a teorías m om entáneas que funcionen. [...] Las po­ sibilidades de reglam entar o de enseñar ese proceso no son mayores que las posibilidades de reglam entar o de enseñar el proceso de crear nuevas teorías para hacer frente a nuevos datos; porque eso es lo que supone ese proceso [...] No existe cosa semejante a un lenguaje, al m enos en el sentido en que lo han concebido los filósofos. No hay, por tanto, una cosa sem ejante que pue­ da ser enseñada o dom inada. Debem os renunciar a la idea de que existe una estructura definida poseída en com ún que los usuarios de un lenguaje dom i­ nan y después aplican a situaciones [...] Debem os renunciar al intento de aclarar el modo en que nos com unicam os recurriendo a convenciones.6

Esta línea de pensam iento acerca del lenguaje es análoga a la concep­ ción de Ryle y de Dennett según la cual cuando em pleam os una term ino­ logía m entalista sencillam ente estam os em pleando un léxico eficaz —ca­ racterística léxica de lo que Dennett llam a la «actitud intencional» — para predecir lo que un organism o verosím ilm ente hará o dirá al concu­ rrir diversas circunstancias. Davidson es, con respecto al lenguaje, un conductista no reduccionista, en la m ism a form a que Ryle era un conductista no reduccionista con respecto a la m ente. Ninguno de los dos tiene tendencia a proporcionar equivalentes conductuales p ara h ab lar de creencias o de referencia. Pero los dos están diciendo: concíbase el térm i­ no «mente» o el térm ino «lenguaje», no como la denom inación de un m e­ dio entre el yo y la realidad, sino sim plem ente como una señal que indica que es deseable em plear cierto léxico cuando se intenta hacer frente a ciertas especies de organism os. Decir que un organism o determ inado —o, en su caso, una m áquina d eterm in ad a— tiene una mente, no es sino decir que, para algunos propósitos, convendrá concebirlo como algo que tiene creencias y deseos. Decir que es el usuario de un lenguaje, no es sino decir que, el em parejar las m arcas y los sonidos que produce con los que noso­ tros producim os, resultará ser una táctica útil para predecir y controlar su conducta futura. Esta actitud w ittgensteiniana, desarrollada por Ryle y Dennett a pro­ pósito de las mentes, y por Davidson a propósito de los lenguajes, hace de la m ente y del lenguaje cosas naturales al convertir todas las cuestiones acerca de la relación de una y otro con el resto del universo en cuestio­ nes causales, en tanto opuestas a las cuestiones acerca de la adecuación de la representación o de la expresión. Tiene pleno sentido preguntarse cómo hemos pasado de la relativa falta de una m ente en el mono a la posesión 6. «A Nice Derangement of Epitaphs», en Lepore (comp.), Truth and ínterpretation, pági­ na 446. He añadido la bastardilla.

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de una m entalidad m adura en el hum ano, o de h ab lar como en N eander­ thal a h ab lar posm oderno, si se interpreta tales cuestiones como cuestio­ nes sin m ás ni m ás causales. En el prim er caso la respuesta nos conduce a la neurología y, de allí, a la biología evolutiva. Pero en el segundo caso nos conduce a la historia intelectual concebida como historia de la m etá­ fora. Para los propósitos que me he fijado en este libro, lo segundo es lo m ás im portante. De m anera que dedicaré el resto de este capítulo a d ar cuenta del progreso intelectual y m oral de acuerdo con la concepción davidsoniana del lenguaje. Concebir la historia del lenguaje y, por tanto, la de las artes, las cien­ cias y el sentido m oral, como la historia de la m etáfora, es excluir la im a­ gen de la m ente hum ana, o de los lenguajes hum anos, como cosas que se tornan cada vez m ás aptas p ara los propósitos a los que Dios o la N atu ra­ leza los ha destinado; por ejemplo, los de expresar cada vez m ás signifi­ cados o representar cada vez m ás hechos. La idea de que el lenguaje tiene un propósito vale en la m ism a m edida que la idea del lenguaje como medio. La cu ltu ra que renuncie a esas dos ideas representará el triunfo de las tendencias del pensam iento m oderno que se iniciaron hace dos siglos: las tendencias com unes al idealism o alem án, a la poesía rom ántica y a los políticos utopistas. Una concepción no teleológica de la historia intelectual, que incluya a la historia de la ciencia, sirve a la teoría de la cultura del m ism o modo que la concepción m endeliana, m ecanicista, de la selección natural sirvió a la teoría evolucionista. Mendel nos hizo concebir la m ente como algo que sencillam ente ha acontecido, y no como algo que constituyese el ele­ m ento central de todo el proceso. Davidson nos perm ite concebir la histo­ ria del lenguaje, y por tanto la historia de un arrecife de coral. Las viejas m etáforas están desvaneciéndose constantem ente en la literalidad p ara pasar a servir entonces de base y contraste de m etáforas nuevas. Esta analogía nos perm ite concebir a «nuestro lenguaje» —esto es, el de la ciencia y la cultura de la Europa del siglo x x — como algo que cobró for­ ma a raíz de un gran núm ero de m eras contingencias. Nuestro lenguaje y nuestra cultura no son sino una contingencia, resultado de miles de pe­ queñas m utaciones que hallaron un casillero (m ientras que m uchísim as otras no hallaron ninguno), tal como lo son las orquídeas y los antropoides. Para aceptar esta analogía debemos seguir a Mary Hesse en su idea de que las revoluciones científicas son «redescripciones metafóricas» de la naturaleza antes que intelecciones de la naturaleza intrínseca de la n atu ­ raleza.7 Además, debemos resistir a la tentación de pensar que las redes­ cripciones de la realidad que ofrecen la ciencia física o la ciencia biológi­ ca contem poráneas se aproxim an de algún modo a «las cosas mismas», y son menos «dependientes de la mente» que las redescripciones de la his7. Véase «The Explanatory Function of Metaphor», en Heasse, Revolutions and Reconstructions in the Philosophy o f Science, Bloomington, Indiana University Press, 1980.

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toria que nos ofrece la crítica contem poránea de la cultura. Tenemos que concebir la constelación de fuerzas causales que llevaron a h ab lar del ADN o del Big Bang como las m ism as fuerzas causales que llevaron a h a­ b lar de «secularización» o de «capitalism o tardío».8 Esas diversas conste­ laciones son los factores fortuitos que han hecho que algunas cosas sean para nosotros tem a de conversación y otras no, que han hecho que algu­ nos proyectos fuesen posibles e im portantes y otros no. Puedo desarrollar el contraste entre la idea de que la historia de la cultura tiene un télos —tal como el descubrim iento de la verdad o la em ancipación de la h u m an id ad — y la im agen nietzscheana y davidsoniana que estoy esbozando, al señalar que esta ú ltim a im agen es com patible con una descripción fríam ente m ecánica de la relación existente entre los seres hum anos y el resto del universo. Porque, después de todo, la genuina novedad puede producirse en un m undo de fuerzas ciegas, contingen­ tes, m ecánicas. Considérese la novedad como aquello que acontece cuan­ do, por ejemplo, un rayo cósmico desordena los átom os de una m olécula de ADN y orienta así las cosas en la dirección de las orquídeas o de los antropoides. Las orquídeas, cuando llegó su m om ento, no fueron menos nuevas o m aravillosas por la m era contingencia de esa condición necesa­ ria de su existencia. De form a análoga, quizás, el uso m etafórico que Aris­ tóteles hace de ousía, el uso m etafórico que San Pablo hace de agape, y el uso m etafórico que Newton hace de gravitas, fueron resultado de rayos cósmicos que incidieron en la fina estructura de algunas neuronas funda­ m entales de sus respectivos cerebros. O, m ás plausiblem ente, fueron re­ sultado de algún episodio singular de su infancia: ciertos retorcim ientos obsesivos que dejaron en esos cerebros traum as idiosincrásicos. Poco im ­ porta el modo en que se resolvió el problem a. Los resultados fueron m a­ ravillosos. Nunca habían existido cosas así con anterioridad. Esta explicación de la historia intelectual sintoniza con la definición nietzscheana de «verdad» como «un móvil ejército de m etáforas». Sinto­ niza tam bién con la versión que antes he presentado de personas como Galileo, Hegel o Yeats, personas en cuyas m entes se desarrollaron nuevos léxicos, o dotándose así de herram ientas para hacer cosas que no había sido posible proponerse antes de que se dispusiese de esas herram ientas. Pero para aceptar esa im agen hace falta que concibam os la distinción en­ tre lo literal y lo m etafórico como hace Davidson: no como una distinción entre dos especies de significados, sino como una distinción entre un uso habitual y un uso inhabitual de sonidos y de m arcas. Los usos literales de sonidos y de m arcas son los usos que podem os m anejar por medio de las viejas teorías acerca de lo que las personas dirán en determ inadas condi­ ciones. Su uso m etafórico es el que hace que nos dediquem os a desarro­ llar una nueva teoría. 8. Se resiste a esa unión Bernard Williams en su discusión de la opinión de Davidson y mía inc ui a en el capítulo 6 de su Ethics and the Limits o f Philosophy, Cambridge, Massachusets, arvar University Press, 1985. Una respuesta parcial a Williams se halla en mi «Is Natural cience a Natural Kind?», en Ernán McMullin (comp.), Construction and Constraint: The Shapmg of cientific Rationality, Notre Dame, Indiana, University of Notre Dame Press, 1988.

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Davidson expresa esto diciendo que no debemos pensar que las expre­ siones m etafóricas tengan significados distintos de sus significados litera­ les. Tener un significado es tener un lugar en un juego del lenguaje. Da­ vidson niega, según dice, «la tesis de que la m etáfora se asocia a un conte­ nido cognitivo que su autor desea com unicar y que el intérprete debe cap­ ta r p ara llegar al m ensaje».9 En su opinión, lanzar una m etáfora en una conversación es como in terru m p ir súbitam ente ésta, lo necesario p ara hacer una mueca, o extraer una fotografía del bolsillo y exhibirla, o señalar algún aspecto del entorno o abofetear al interlocutor, o besarlo. Introdu­ cir una m etáfora en un texto es como u tilizar bastardillas, o ilustraciones, puntuación o diagram ación inusuales. Todos ésos son modos de producir efectos en el interlocutor o en el lec­ tor, pero no modos de tran sm itir un m ensaje. A ninguno de ellos es apro­ piado responder diciendo: «¿Qué es exactam ente lo que usted está inten­ tando, decir?» Si se hubiese querido decir algo —si se hubiese querido form ular un enunciado provisto de significado—, presum iblem ente se hu­ biese hecho. Pero, en lugar de ello, se ha creído que la finalidad que se seguía podía alcanzarse m ejor por otros medios. El hecho de que se em ­ pleen p alabras habituales de m anera inhabitual —en lugar de bofeta­ das, besos, imágenes, gestos o m uecas— no pone de m anifiesto que lo que se dice deba tener un significado. El intento de aclarar ese significado sería el intento de h allar un uso habitual (esto es, literal) de palabras —un enunciado que haya tenido ya lugar en el juego del lenguaje— y afirm ar que igualm ente podría haberse dado ése. Pero la im posibilidad de parafrasear la m etáfora no representa sino la inadecuación de todo enunciado h abitual sem ejante p ara el propósito de uno. E xpresar un enunciado que no tiene un lugar establecido en un juego del lenguaje es, tal como los positivistas acertadam ente han señalado, ex­ p resar algo que no es ni verdadero ni falso, algo que, en térm inos de Ian Hacking, no es «candidato al valor de la verdad». Ello se debe a que no es un enunciado que se pueda confirm ar o invalidar, o en favor o en contra del cual pueda argum entarse. Sólo es posible saborearlo o escupirlo. Pero ello no quiere decir que, con el tiem po, no pueda convertirse en candidato al valor de verdad. Si efectivam ente se saborea y no se escupe, el enuncia­ do puede ser repetido, acogido con entusiasm o, asociado con otros. En­ tonces requerirá un uso habitual, un lugar conocido en el juego del len­ guaje. Con ello h abrá dejado de ser una m etáfora, o, si se quiere, se habrá convertido en lo que la m ayoría de los enunciados de nuestro lenguaje son: una m etáfora m uerta. Será, precisam ente, un enunciado m ás —lite­ ralm ente verdadero o literalm ente falso— del lenguaje. Ello quiere decir: nuestras teorías acerca de la conducta lingüística de nuestros sem ejantes b astarán p ara perm itirnos afrontar su expresión de la m ism a irreflexiva m anera con que nos enfrentam os a la m ayoría de las dem ás expresiones. La afirm ación davidsoniana de que las m etáforas no tienen significa9. Davidson, «What Metaphor Mean», en sus Inquiries into Truth and Interpretaron, Ox­ ford University Press, 1984, pág. 262.

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do puede parecer una típica sofistería de filósofo, pero no lo es.10 Form a parte del intento de hacer que dejem os de concebir el lenguaje como un medio. Esto es, a su vez, p arte de un intento m ás am plio de deshacerse de la im agen filosófica tradicional del ser hum ano. La im portancia de la idea de Davidson acaso pueda entenderse m ejor si se contrasta con su tra ­ tam iento de la m etáfora con el de los platónicos y los positivistas, por un lado, y con el de los rom ánticos por otro. Los platónicos y los positivistas com parten una concepción reduccionista de la m etáfora: piensan que la m etáfora o es parafraseable o es inservible p ara él único propósito serio que el lenguaje posee, a saber, el de representar la realidad. En cambio, el rom ántico tiene una concepción expansionista: piensa que la m etáfora es extraña, m ística, m aravillosa. Los rom ánticos atribuyen la m etáfora a una facultad m isteriosa llam ada «im aginación», facultad que ellos supo­ nen se encuentra en el centro del m ism o yo, en su núcleo m ás profundo. M ientras que a platónicos y a positivistas lo m etafórico les parece irrele­ vante, a los rom ánticos les parece irrelevante lo literal. Porque los prim e­ ros piensan que lo fundam ental en el lenguaje es representar una reali­ dad oculta que se halla fuera de nosotros, y los segundos piensan que su propósito es expresar una realidad oculta que se encuentra dentro de no­ sotros. La historia positivista de la cultura concibe, pues, el lenguaje como algo que gradualm ente se configura según los contornos del m undo físi­ co. La historia rom ántica de la cultura ve el lenguaje como algo que gra­ dualm ente lleva el E spíritu a la autoconsciencia. La historia nietzscheana de la cultura, y la filosofía davidsoniana del lenguaje, conciben el len­ guaje tal como nosotros vemos ahora la evolución: como algo com puesto por nuevas formas de vida que constantem ente elim inan a las form as an ­ tiguas, y no p ara cum plir un propósito m ás elevado, sino ciegam ente. M ientras el positivista concibe a Galileo como alguien que realizó un des­ cubrim iento —como alguien que finalm ente llegó a obtener las palabras que se necesitaban para explicar adecuadam ente el m undo, palabras de las que Aristóteles había carecido—, el davidsoniano lo concibe como al­ guien que ha encontrado una h erram ienta que para ciertos propósitos re­ sulta funcionar m ejor que cualquier otra h erram ienta precedente. Una vez que se hubo descubierto lo que se puede hacer con un léxico galileano, nadie sintió m ucho interés por hacer las cosas que solían hacerse (y que los tom istas piensan que deben seguir haciéndose) con un léxico aris­ totélico. De forma sim ilar, m ientras que el rom ántico ve a Yeats como quien ha llegado a algo a lo que nadie había llegado, y ha expresado algo que durante largo tiem po se había anhelado expresar, el davidsoniano lo ve como quien halló ciertas herram ientas que le ponían en condiciones de escribir poem as que no eran sim ples variaciones de los poem as de sus 10. Para otra defensa de Davidson contra la acusación de sofistería y contra muchas otras jrcusaciones, véase mi «Unfamiliar Noises: Hesse and Davidson on Metaphor», Proceedings of me Anstotelian Society, volumen suplementario, 61, 1987, págs. 283-296.

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precursores. Cuando se tuvo acceso a los últim os poem as de Yeats, se tuvo menos interés por leer los de Rossetti. Lo que puede decirse de los científicos y los poetas vigorosos y revolucionarios, puede decirse tam ­ bién de los filósofos vigorosos: hom bres como Hegel y Davidson, filósofos que están m ás interesados en disolver los problem as heredados que en re­ solverlos. En esta perspectiva, reem plazar la dem ostración por la dialéc­ tica como m étodo de la filosofía o desem barazarse de la teoría de la ver­ dad como correspondencia, no constituye un descubrim iento acerca de la naturaleza de una entidad preexistente llam ada «filosofía» o «verdad». Es un cam bio de la form a de h ab lar y, con ello, un cam bio de lo que que­ rem os hacer y de lo que pensam os que somos. Pero en una perspectiva nietzscheana, que excluye la distinción entre realidad y apariencia, m odificar la form a de hab lar es m odificar lo que, p ara nuestros propios propósitos, somos. Decir, con Nietzsche, que Dios ha m uerto, es decir que no servim os a propósitos m ás elevados. La susti­ tución nietzscheana del descubrim iento por la creación de sí equivale al reem plazo de la im agen de generaciones ham brientas que se pisotean las unas a las otras por la im agen de una hum anidad que se aproxim a cada vez m ás a la luz. Una cultura en la que las m etáforas nietzscheanas fue­ sen expresiones literales sería una cultura en la que se daría por sentado que los problem as filosóficos son tan transitorios como los problem as poéticos, que no hay problem as que vinculen a las generaciones reunién­ dolas en una única especie natural llam ada «hum anidad». Una percep­ ción de la historia hum ana como la historia de m etáforas sucesivas nos perm itiría concebir al poeta, en el sentido genérico de hacedor de nuevas palabras, como el form ador de nuevos lenguajes, como la vanguardia de la especie. En los capítulos segundo y tercero intentaré desarrollar este últim o punto en térm inos de la idea de «poeta vigoroso» desarrollada por Harold Bloom. Pero term inaré este prim er capítulo abordando nuevam ente la afirm ación, central en lo que he estado diciendo, de que el m undo no nos proporciona un criterio p ara elegir entre m etáforas alternativas, que lo único que podem os hacer es com parar lenguajes o m etáforas entre sí, y no con algo situado m ás allá del lenguaje y llam ado «hecho». La única form a de argum entar en favor de esa afirm ación es hacer lo que han hecho filósofos como Goodman, Putnam y Davidson: m ostrar la esterilidad de los intentos de d ar un sentido a expresiones como «adecua­ do a los hechos» o «el m odo como es el m undo». Es posible com plem en­ ta r tales esfuerzos con la obra de filósofos de la ciencia como Kuhn y Hesse. Estos filósofos explican por qué no es posible explicar m ediante la te­ sis de que el libro de la naturaleza está escrito en caracteres m atem áticos el hecho de que el léxico galileano nos perm ita hacer mejores prediccio­ nes que el aristotélico. Tales argum entos, form ulados por filósofos del lenguaje y por filóso­ fos de la ciencia han de considerarse teniendo por trasfondo la obra de los estudiosos de la historia intelectual; historiadores que, como Hans Blu-

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m enberg, han intentado ra strear las sim ilitudes y las diferencias existen­ tes entre la Edad de la Fe y la Edad de la R azón." Estos historiadores han presentado la idea que m encioné anteriorm ente: la idea m ism a de que el m undo o el yo tienen una naturaleza intrínseca —una naturaleza que el físico o el poeta pueden haber vislum brado— es un rem anente de la idea de que el m undo es creación divina, la obra de alguien que ha tenido algo en su mente, que hablaba un lenguaje propio en el que describió su pro­ pio proyecto. Sólo si tenem os presente una im agen sem ejante, una im a­ gen del universo como persona o como algo creado por una persona, po­ demos encontrar sentido en la idea de que el m undo tiene una «naturale­ za intrínseca». Porque el valor de esa expresión es, precisam ente, que ciertos léxicos constituyen representaciones del m undo m ás adecuadas que otras, frente a su carácter de herram ientas m ás aptas para relacio­ narse con el m undo con vistas a uno u otro propósito. ¥ Excluir la idea del lenguaje como representación y ser enteram ente w ittgensteiniano en el enfoque del lenguaje, equivaldría a desdivinizar el mundo. Sólo si lo hacem os podem os aceptar plenam ente el argum ento que he presentado anteriorm ente: el argum ento de que hay verdades por­ que la verdad es una propiedad de los enunciados, porque la existencia de los enunciados depende de los léxicos, y porque los léxicos son hechos por los seres hum anos. Pues en la m edida en que pensem os que «el mundo» designa algo que debemos respetar y con lo que nos hem os de enfrentar, algo sem ejante a una persona, en tanto tiene de sí m ism o una descripción preferida, insistirem os en que toda explicación filosófica de la verdad re­ tiene la «intuición» de que el m undo está «ahí afuera»./E sta intuición equivale a la vaga sensación de que incurriríam os en hybris * al abando­ n ar el lenguaje tradicional del «respeto por el hecho» y la «objetividad»: que sería peligroso, y blasfemo, no ver en el científico (o en el filósofo, o en el poeta, o en alguien) a quien cum ple una función sacerdotal, a quien nos pone en contacto con un dom inio que trasciende a lo hum ano. De acuerdo con la concepción que estoy proponiendo, la afirm ación de que una doctrina filosófica «adecuada» debe contem plar tam bién nuestras intuiciones, es una consigna reaccionaria, una consigna que su­ pone una petición de principio.12 Porque para mi concepción es esencial que no tenem os una consciencia prelingüística a la que el lenguaje deba adecuarse, que no hay una percepción profunda de cómo son las cosas, percepción que sea tarea de los filósofos llevar al lenguaje. Lo que se des­ cribe como una consciencia así es sim plem ente una disposición a em-1 1. Vease Hans Blumenberg, The Legitimacy of the Modem Age, traducción de Robert Wallace, Cambridge, Massachusets, MIT Press, 1982. * Orgullo (N. del R.). 12. Se encontrará una aplicación de esta sentencia a un caso particular en mi discusión de os recursos a la intuición que se hallan en la concepción de la subjetividad sustentada por Thom- N a g e l y en la doctrina de la «intencionalidad intrínseca» de John Searle, en «Contemperá­ is i osophy of Mind». Otra crítica de ambos, crítica que armoniza con la mía, se hallará en ame Dennett, «Setting Off on the Right Foot» y «Evolution, Error and Intentionality», en uennett, The Intentional Stance, Cambridge, Massachusets, MIT Press, 1987.

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p lear el lenguaje de nuestros ancestros, a venerar los cadáveres de sus m etáforas. A no ser que padezcam os de lo que D errida llam a «nostalgia heideggeriana», no creerem os que nuestras intuiciones son m ás que tri­ vialidades, m ás que el uso habitual de cierto repertorio de térm inos, m ás que viejas herram ientas que aún no tienen sustituto. Puedo resum ir crudam ente la historia que nos cuentan historiadores como B lum enberg diciendo que hace m ucho tiem po sentim os la necesi­ dad de venerar algo que se h allaba m ás allá del m undo visible. A com ien­ zos del siglo x v iii intentam os reem plazar el am or a Dios por el am or a la verdad tratan d o al m undo que la ciencia describía como una cuasidivinidad. H acia el final del siglo x v iii intentam os sustituir el am or a la verdad científica por el am or a nosotros mismos, veneración de nuestra pro­ pia profundidad espiritual o nuestra naturaleza poética, considerada como una cuasidivinidad más. La línea de pensam iento com ún a Blum enberg, Nietzsche, Freud y Davidson sugiere que intentam os llegar al punto en el que ya no venera­ mos nada, en el que a nada tratam os como a una cuasidivinidad, en el que tratam os a todo —nuestro lenguaje, nuestra consciencia, nuestra co­ m u n id ad — como producto del tiem po y del azar. Alcanzar ese punto se­ ría, en palab ras de Freud, « tratar al azar como digno de determ inar nues­ tro destino». En el capítulo siguiente sostendré que Freud, Nietzsche y Bloom hacen con nuestra consciencia lo que W ittgenstein y Davidson h a­ cen con nuestro lenguaje, esto es, m ostrar su p u ra contingencia.

Capítulo 2 LA CONTINGENCIA DEL YO Cuando em pezaba a escribir acerca del tem a de este capítulo, tropecé con un poem a de Philip Larkin que me ayudó a delim itar lo que me pro­ ponía decir. En su ú ltim a parte el poem a dice: Y una vez que has recorrido la extensión de tu mente, lo que gobiernas es tan claro com o un registro de cargas; no debes pensar que alguna otra cosa existe. ¿Y cuál es el beneficio? Sólo que, con el tiempo, identificam os a m edias las ciegas m arcas que todas nuestras acciones llevan, podem os hacerlas remontar a su origen. Pero confesar en aquel descolorido atardecer en que nuestra m uerte em pieza, lo que era, difícilm ente satisfaga, porque se aplicó sólo a un hombre una vez, y, a ese hombre, agonizante.

Este poem a discute el tem or a la m uerte, a la extinción, cosa que Lar­ kin ha reconocido en entrevistas. Pero «tem or a la extinción» es una ex­ presión que de nada sirve. No hay nada sem ejante al tem or a la inexisten­ cia como tal; hay sólo el tem or a alguna pérdida concreta. «Muerte» y «nada» son térm inos igualm ente vacíos. Decir que uno tem e a una u otra de esas dos cosas es tan inadecuado como el intento de Epicuro de decir que uno no debe tem erlas. Epicuro decía: «Cuando yo estoy, la m uerte no está, y cuando está la m uerte, yo no estoy», trocando así una vacuidad por otra. Porque la palabra «yo» es tan hueca como la p alab ra «muerte». Para extraer el contenido de esas palabras uno tiene que precisar los de­ talles del yo en cuestión, especificar exactam ente qué es eso que no será, concretar los tem ores de uno. El poem a de Larkin sugiere una form a de desvelar el contenido de lo que Larkin tem ía. Lo que él tem e que ha de extinguirse es su registro per­ sonal de cargas, su percepción individual de lo que era posible e im por­ tante. Eso es lo que hacía que su yo fuese diferente de todos los otros yos. erder esa diferencia es, supongo, lo que todo poeta —todo hacedor, cual­ quiera que se propone crear algo nuevo— tem e. C ualquiera que pasa su

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vida intentando form ular una respuesta a la pregunta acerca de lo que es posible e im portante, tem e la extinción de esa respuesta. Pero eso no quiere decir m eram ente que uno tem a que sus obras se pierdan o sean ignoradas. Porque ese tem or se com bina con el tem or de que, aun cuando se conserven y se les preste atención, nadie encuentre allí nada distintivo. Las palabras (o las formas, los teorem as, los modelos de la naturaleza física) som etidas al gobierno de uno pueden parecer m e­ ram ente artículos en stock, ordenados del modo acostum brado. Uno no h ab rá dejado im presa su huella en el lenguaje sino que, en lugar de ello, h ab rá pasado la vida arrojando m onedas ya acuñadas. De ese modo, uno no h ab rá tenido en absoluto un yo. Las creaciones y el yo de uno no serán sino ejemplos, m ejores o peores, de tipos ya conocidos. Eso es lo que Harold Bloom llam a «la angustia de influencia del poeta vigoroso», su «ho­ rro r a descubrir que es solam ente una copia o una réplica».1 Según esta lectura del poem a de Larkin, ¿qué sería haber tenido éxito en hacer rem ontar a su origen las «ciegas m arcas» que todas nuestras «acciones llevan»? Es de presum ir que consistiría en haber im aginado lo distintivo de uno: la diferencia entre el registro de cargas propio y el de otros. Si uno pudiera plasm ar ese reconocim iento en el papel (o en un lienzo o una película) —si uno pudiera h allar palabras o form as d istinti­ vas de la propia distintividad—, entonces uno demostraría que uno no era una copia o una réplica. En ese caso, uno sería tan vigoroso como ningún poeta lo ha sido jam ás, lo cual quiere decir: tan vigoroso como ningún ser hum ano podía haber sido. Porque uno sabría así exactam ente qué es lo que m orirá, y sabría con ello qué es lo que uno ha logrado llegar a ser. Pero el final del poem a de Larkin parece rechazar esta lectura bloom iana. Se nos dice allí que «difícilm ente satisfaga» hacer rem ontar a su origen lo que es distintivo de uno. Ello parece significar que difícilm ente satisfaga el haberse convertido en individuo, y ello en el sentido fuerte del térm ino, según el cual el genio es el paradigm a de la individualidad. L ar­ kin afecta m enospreciar su propia vocación debido a que el haber tenido éxito en eso equivaldría m eram ente a haber consignado en el papel algo que «valió sólo p ara un hom bre una vez, / y en estado agonizante». Digo «afecta» porque dudo que un poeta pueda pensar seriam ente que es trivial su acierto en hacer rem ontar a su origen las ciegas m arcas que llevaron sus acciones, esto es, todos su poem as anteriores. Desde el ejem ­ plo dado por los rom ánticos, desde la época en que, con Hegel, em peza­ mos a concebir la consciencia de sí como una creación de sí, ningún poeta ha creído seriam ente que el carácter idiosincrásico fuese una objeción a 1. Harold Bloom, The Anxiety o f Influence, Oxford University Press, 1973, pág. 80. Véase también la afirmación de Bloom (pág. 10) de que «todo poeta empieza (aunque “inconsciente­ mente”) por rebelarse contra el temor a la muerte con más vigor que los restantes hombres y mujeres». Supongo que Bloom aceptaría ampliar la referencia al «poeta» más allá de los que escriben versos, y emplearla en el sentido amplio, genérico, en que la estoy utilizando, de ma­ nera tal que Proust y Nabokov, Newton y Darwin, Hegel y Heidegger, quedarían incluidos bajo ese término. Debe pensarse que también esas personas se rebelan contra la «muerte» —esto es, contra el no haber creado— con más vigor que la mayoría de nosotros.

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su obra. Pero en este poem a de Larkin sim ula que esas m arcas ciegas, aquellas contingencias particulares que hacen de cada uno de nosotros un «yo», antes que una copia o una réplica de otra persona, en realidad no im portan. Sugiere que, a menos que hallem os algo com ún a todos los hom bres de todos los tiem pos, y no sólo propio de un hom bre en una oca­ sión, no podem os m orir satisfechos. Está pretendiendo que ser un poeta vigoroso no es bastante —que sólo habría alcanzado la satisfacción de h a­ ber sido un filósofo, de haber hallado continuidades en lugar de exhibir una discontinuidad.2 Pienso que el poem a de Larkin debe su interés y su fuerza a esa evoca­ ción de la disputa entre la poesía y la filosofía, de esa tensión entre un es­ fuerzo por alcanzar la creación de sí por m edio del reconocim iento de la contingencia, y un esfuerzo por alcanzar la universalidad yendo m ás allá de la contingencia. La m ism a tensión ha invadido a la filosofía desde la época de Hegel,3 y especialm ente desde Nietzsche. Los filósofos relevan­ tes de nuestro siglo son los que han intentado m arch ar en la dirección de los poetas rom ánticos m ediante una ru p tu ra con Platón, concibiendo la 2. «Los críticos, en lo profundo de su corazón, aman las continuidades, pero el que sólo vive con continuidad no puede ser un poeta» (Bloom, Anxiety o f Influence, pág. 78). El crítico es, en este sentido, una especie de filósofo, o, más exactamente, una especie de lo que Heidegger y Derrida llaman «metafísico». La metafísica, dice Derrida, es la búsqueda de «una estructura centrada... el concepto de juego basado en un cimiento fundamental, un juego constituido sobre la base de una inmovilidad fundamental y de una certidumbre tranquilizadora. Lo cual va más allá del alcance del juego» (Derrida, Writing and Difference, Chicago, University of Chicago Press, 1978, pág. 279). Los metafísicos buscan continuidades —abovedando condiciones de po­ sibilidad— que proporcionen el espacio dentro del cual pueda tener lugar la discontinuidad. El sueñó secreto de la crítica es disponer de un casillero en el cual pueda entrar todo poeta futuro; la esperanza explícita de los filósofos de la ciencia prekuhnianos era la de contar con una teoría de «la naturaleza de la ciencia» que ninguna revolución científica del futuro pudiera alterar. La diferencia más importante entre Bloom y Paul de Man (para no mencionar lo que Bloom denomina la «Compañía de Desconstrucción de Carreteras») reside en que de Man piensa que la filosofía le ha permitido comprender la condición necesaria de toda poesía posible, pasada, presente o futura. Creo que Bloom está en lo correcto al rechazar la afirmación de de Man en el sentido de que «todo acto poético o crítico auténtico reitera el azaroso e insignificante acto de morir, otro de cuyos términos es la problemática del lenguaje» (Bloom, Agón, Oxford Universi­ ty Press, 1982, pág. 29). Bloom no desea tener trato con nociones filosóficas como «la problemá­ tica del lenguaje» o con abstracciones como «el azaroso e insignificante acto de morir». Piensa, correctamente, que éstas dificultan la crítica, definida como el «arte de conocer los caminos se­ cretos que van de un poema a otro» {Anxiety o f Influence, pág. 96). Lo mismo que la investiga­ ción freudiana de los caminos ocultos que van del niño al adulto, o de los padres al niño, un arte semejante debe muy poco a la búsqueda de continuidades, aun a las continuidades asenta­ das por la metapsicología de Freud. 3. Dice Bloom: «Si la argumentación de este libro es correcta, entonces el tema secreto de la mayor parte de la poesía de los últimos tres siglos ha sido la inquietud ante la influencia, el temor de todo poeta de que no le quede por realizar ninguna obra conveniente» {Anxiety o f Influence, pág. 148). Doy por supuesto que Bloom estaría de acuerdo en que ese temor es común igualmente a los pintores originales, a los físicos originales y a los filósofos originales. En e s­ quimo capítulo sugiero que la Fenomenología de Hegel fue el libro con el que se inició el perío-T; do de Nietzsche, Heidegger y Derrida: la tarea de ser algo más que una vuelta más delrnisnio. vaivén dialéctico. La interpretación de Hegel según la cual existía una pauta en la filosofía óra o que Nietzsche llamaba una «desventaja de la historia para la vida [del filósofo original]», porque le sugería tanto a Kierkegaard como a Nietzsche que ahora, dada la autoconscíéntia hege tana, no puede haber ya una cosa tal como la creatividad filosófica.

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libertad como el reconocim iento de la contingencia. Son ésos los filósofos que han procurado desligar la insistencia de Hegel en la historicidad de su idealism o panteísta. Aceptan la caracterización que Nietzsche hace del poeta vigoroso, del hacedor, como el héroe de la hum anidad, en lugar de caracterizar de ese modo al científico, el cual tradicionalm ente es presen­ tado como un inventor. De form a m ás general, han intentado eludir todo lo que sonase a filosofía como contem plación, como el deseo de ver la vida como algo firm e y en su conjunto, a fin de insistir en la pura contin­ gencia de la existencia individual. Se encuentran así en la m ism a situación, em barazosa pero interesan­ te, que Larkin. Larkin describe un poem a acerca de lo insatisfactorio —en com paración con lo que los filósofos prenietzscheanos esperaban h ac er— de realizar lo único que el poeta puede hacer. Filósofos posnietzscheanos como W ittgenstein y Heidegger escriben textos filosóficos a fin de m os­ tra r la universalidad y la necesidad de lo individual y lo contingente. Am­ bos filósofos llegan a enredarse en la disputa entre la filosofía y la poesía inaugurada por Platón, y los dos term inan por in ten tar alcanzar térm inos honorables con los que la filosofía pueda cap itu lar ante la poesía. Es posible exam inar esta com paración retom ando al poem a de Lar­ kin. Considérese la sugerencia de Larkin de que se podría h allar m ayor satisfacción descubriendo una «ciega m arca» que se aplica no a «un hom ­ bre una vez», sino, en cambio, a todos los seres hum anos. Considérese el hallazgo de una m arca así como el descubrim iento de las condiciones universales de la existencia hum ana, de las grandes continuidades? el contexto perm anente, ahistórico, de la vida hum ana. Eso es lo que ántiguam ente los sacerdotes afirm aron haber hecho. Después los filóspfos griegos, m ás tarde los científicos em píricos y, m ás tarde aún, los idealis­ tas alem anes hicieron la m ism a afirm ación. Se proponían explicarnos el lugar últim o del poder, la naturaleza de la realidad, las condiciones de posibilidad de la experiencia. Con ello nos inform arían acerca de lo que somos en realidad, de lo que poderes distintos de nosotros nos hacen ser. M ostrarían el sello que ha sido im preso en todos nosotros. Esa m arca no sería ciega, porque no sería cosa de azar, de m era contingencia. Sería ne­ cesaria, esencial, final, constitutiva de lo que es el ser un hum ano. Nos proporcionaría una m eta, la única m eta posible, a saber, el pleno recono­ cim iento de la propia necesidad, la autoconsciencia de nuestra esencia. En com paración con esa m arca universal —según la historia de los fi­ lósofos prenietzscheanos— las contingencias particulares de las vidas in­ dividuales carecen de im portancia. El error de los poetas consiste en m al­ gastar p alabras en lo individual, en las contingencias; nos hablan de la apariencia accidental, y no de la realidad esencial. Adm itir que im porta­ ba la m era situación espaciotem poral, la circunstancia contingente, equi­ valdría a reducirnos al nivel del anim al m ortal. En cambio, com prender el contexto en el que necesariam ente vivimos sería dam os una m ente tan extensa como el propio universo, un registro de cargas que sería una co­ pia de la propia lista del universo. Lo que cuenta como existente, como posible o como im portante, para nosotros, sería lo que realm ente es posi-

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ble o im portante. Tras haber copiado esa lista uno podría m orir satisfe­ cho, cum plida la única tarea reservada a la hum anidad: el conocimiento de la verdad, estar en contacto con lo que está «ahí afuera». No habría nada m ás que hacer, y, por tanto, ninguna pérdida posible que tem er. La extinción no im portaría, porque uno se ha identificado con la verdad, y la verdad, de acuerdo con esta concepción tradicional, es im perecedera. Lo que se extingue sería m eram ente anim alidad individual. Los poetas, que no están interesados en la verdad, sim plem ente nos ap artan de esa tarea hum ana p aradigm ática y, con ello, nos degradan. Fue Nietzsche el prim ero en sugerir explícitam ente la exclusión de la idea de «conocer la verdad». Su definición de la verdad como «un ejército móvil de m etáforas» equivalía a la afirm ación de que había que abando­ n ar la idea de «representar la realidad» por m edio del lenguaje y, con ello, la idea de descubrir un contexto único para todas las vidas hum anas. Su perspectivism o équivalía a la afirm ación de que el universo no tiene un registro de cargas que pueda ser conocido, ninguna extensión determ i­ nada. El tenía la esperanza de que cuando hubiésem os caído en la cuenta de que el «m undo verdadero» de Platón era sólo una fábula, buscaríam os consuelo, en el m om ento de m orir, no en el haber trascendido la condi­ ción anim al, sino en el ser esa especie peculiar de anim al m ortal que, al describirse a sí m ism o en sus propios térm inos, se había creado a sí m is­ mo. Más exactam ente, se habría creado la única parte de sí que im porta­ ba, construyendo su propia m ente. C rear la m ente de uno es crear el len­ guaje de uno, antes de dejar que la extensión de la m ente de uno sea ocu­ pada por el lenguaje que otros seres hum anos han legado.4* Pero al ab an donar la noción tradicional de verdad Nietzsche no aban­ donó la idea de que un individuo podía hacer rem ontar a su origen las ciegas m arcas que llevan nuestras acciones. Sólo rechazó la idea de que ese rem ontar fuera un proceso de descubrim iento. De acuerdo con su con­ cepción, al alcanzar esa suerte de conocim iento de sí no llegamos a cono­ cer una verdad que está ahí afuera (o aquí adentro) desde siem pre. Conce­ bía, m ás bien, el conocim iento de sí como una creación de sí. El proceso de llegar a conocerse a sí m ismo, enfrentándose a la propia contingencia, haciendo rem ontar a su origen las causas, se identifica con el proceso de inventar un nuevo lenguaje, esto es, idear algunas m etáforas nuevas. Por­ que toda descripción literal de la identidad de uno —esto es, todo empleo de un juego heredado de lenguaje con ese propósito— necesariam ente fracasará. No se habrá hecho rem ontar esa idiosincrasia a su origen, sino que m eram ente se la habrá llegado a concebir como algo al fin y al cabo no idiosincrásico, como un espécim en en el que se reitera un tipo, una co­ pia o una réplica de algo que ya ha sido identificado. F racasar como poe| a ~~y> Por tanto, p ara Nietzsche, fracasar como ser h u m ano— es aceptar a descripción que otro ha hecho de sí mismo, ejecutar un program a pre4. Mi interpretación de Nietzsche debe mucho a la original y penetrante obra de Alexander l ^ í f 11^ 5, ^ ietzsc^e: Life as Literature, Cambridge, Massachusets, Harvard University Press,

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viam ente preparado, escribir, en el m ejor de los casos, elegantes variacio­ nes de poem as ya escritos. De tal modo, la única m anera de hacer rem on­ ta r a su origen las causas del propio ser sería la de n a rra r una historia acerca de las causas de uno m ism o en un nuevo lenguaje. Esto puede sonar paradójico, porque pensam os las causas como algo que se descubre y no que se inventa. Concebimos la narración de una his­ toria causal como el paradigm a del uso literal del lenguaje. La m etáfora, la originalidad lingüística, parece fuera de lugar cuando uno pasa del sim ple gusto por esa originalidad a la explicación de por qué ocurren esas originalidades y no otras. Pero debe recordarse la afirm ación form u­ lada en el capítulo precedente según la cual aún en las ciencias naturales ocasionalm ente llegam os a historias causales genuinam ente nuevas, his­ torias del tipo de las producidas por lo que K uhn llam a «ciencia revolu­ cionaria». Aún en esas ciencias las redescripciones m etafóricas son el in­ dicio del genio y de los saltos revolucionarios hacia adelante. Si fortalece­ mos esa observación kuhniana pensando, con Davidson, que la distinción entre lo literal y lo m etafórico es la distinción entre el viejo lenguaje y el nuevo lenguaje, en lugar de contem plarla como palabras que captan el m undo y palab ras que no llegan a hacerlo, la paradoja desaparece. Si, con Davidson, descartam os la noción del lenguaje como algo que se ade­ cúa al mundo, podem os ver la pertinencia de la tesis de Bloom y de Nietzsche de que el hacedor vigoroso, la persona que em plea las palabras en la form a en que antes nunca han sido em pleadas, es la m ás capacitada p ara ap reciar su propia contingencia. Porque ella puede ver, con m ás cla­ ridad que el historiador, el crítico o el filósofo que buscan la continuidad, que su lenguaje es tan contingente como la época histórica de sus padres o la suya propias. Puede ap reciar la fuerza de la afirm ación de que «la verdad es un ejército móvil de m etáforas» porque, debido a su propia am ­ plitud, ha pasado de una perspectiva, de una m etáfora, a otra. Sólo los poetas, sospechaba Nietzsche, pueden apreciar verdadera­ m ente la contingencia. El resto de nosotros está condenado a seguir sien­ do filósofo, a insistir en que sólo hay un verdadero registro de cargas, una sola descripción verdadera de la condición hum ana, que nuestras vidas tienen un único contexto universal. Estam os destinados a p asar nuestra vida consciente intentando escapar de la contingencia en lugar de recono­ cerla y apropiam os de ella, como hace el poeta vigoroso. Para Nietzsche la línea que separa al poeta vigoroso del resto de la raza hum ana tiene, por tanto, el significado m oral que Platón y el cristianism o le atribuyeron a la distinción entre lo hum ano y lo anim al. Pues si bien los poetas vigo­ rosos son, como todos los otros anim ales, productos causales de fuerzas naturales, son productos capaces de n a rra r la historia de su propia pro­ ducción con p alabras que antes nunca se han usado. La línea que separa la debilidad de la fortaleza es, pues, la línea que separa el uso de un len­ guaje fam iliar y universal, de la producción de un lenguaje que, si bien inicialm ente es inhabitual e idiosincrásico, de algún modo to m a tangible la ciega m arca que lleva toda acción nuestra. Con suerte —esa especie de suerte en la que estriba la diferencia existente entre la genialidad y la ex-

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cen tricid ad — a la generación siguiente ese lenguaje le parecerá inevita­ ble. Sus acciones llevarán esa m arca. Dicho de otro modo: la tradición filosófica occidental concibe la vida hum ana como un triunfo en la m edida en que tran sm u ta el m undo del tiem po, de la apariencia y de la opinión individual en otro m undo: el m undo de la verdad perdurable. Nietzsche, en cam bio, cree que el lím ite que es im portante atravesar no es el que separa el tiem po de lo intem po­ ral, sino el que divide lo ydejo de lo nuevo\ Piensa que la vida hum ana triunfa en la m edida en que escapa de las descripciones heredadas de la contingencia de la existencia y halla nuevas descripciones. Es ésa la dife­ rencia que separa la voluntad de verdad de la voluntad de autosuperación. Es la diferencia entre concebir la redención como el contacto con algo m ás am plio y m ás duradero que uno, y la redención como Nietzsche la describe: «Recrear todo "fue” para convertirlo en un "así lo quise”.» El d ram a de una vida hum ana individual, o de la historia de la hum a­ nidad en su conjunto, nd'es un d ram a en el cual, triunfalm ente, se alcan­ za una m eta preexistente o, trágicam ente, no se la alcanza. El trasfondo de tales dram as no es ni una realidad externa constante ni una indesfalle­ ciente fuente interior de inspiración. En lugar de ello, concebir la propia vida, o la vida de la propia com unidad, como una narración dram ática es concebirla como un nietzscheano proceso de autosuperación. El paradig­ m a de una narración así es la vida del genio que puede decir de la parte relevante de su pasado: «Así lo quise», porque ha descubierto un m odo de describir ese pasado que el pasado nunca conoció, y, por tanto, ha descu­ bierto la existencia de un yo que sus precursores nunca supieron que fue­ se posible. De acuerdo con esta concepción nietzscheana, el im pulso que lleva a pensar, a indagar, a volver a forjarnos m ás acabadam ente, no es la adm i­ ración, sino el terror. Es, una vez más, el «horror a descubrir que uno es sólo una copia o una réplica» señalado por Bloom. La adm iración con la cual creía Aristóteles que se iniciaba en la filosofía, era la adm iración de hallarse en un m undo m ás am plio, m ás poderoso y m ás noble que uno. El tem or con el que em piezan los poem as de Bloom es el tem or a term in ar sus días en un m undo así, en un m undo que uno no hizo, en un m undo he­ redado. La esperanza de un poeta así es lograr hacer al pasado lo que éste intentó hacerle a él: hacer, por tanto, que el pasado, incluyendo los proce­ sos causales m ismos que ciegam ente m arcaron todas sus acciones, lleve su m arca. Tener éxito en ese com etido —el de decirle al pasado: «Así lo quise»— es tener éxito en lo que Bloom llam a «darse a luz a sí mismo». La im portancia de Freud está en que nos ayuda a aceptar, y a ejecutar la noción nietzscheana y bloom iana de lo que constituye un ser hum ano ple­ nam ente desarrollado. Bloom ha dicho que Freud es «ineludible, pues la suya, más aún que la de Proust, fue la m entalidad m itopoética de nuestra «■ tan f° muestro teólogo y nuestro filósofo m oral cuanto nuestro psi°g ° y principal hacedor de ficciones».5 Podemos em pezar a com prenBloom, Agón, págs. 43-44. Véase también: Harold Bloom, Kabbalah and Criticis, Nueva

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der el papel de Freud en nuestra cultura concibiéndolo como el m oralista que contribuyó a desdivinizar el yo haciendo rem ontar la consciencia a sus orígenes, situados en las contingencias de nuestra educación.6 Concebir a Freud de ese modo es concebirlo sobre el trasfondo de Kant. La noción kantiana de consciencia diviniza al yo. Una vez que re­ nunciam os, como lo hizo Kant, a la idea de que el conocim iento científico de los hechos rigurosos representa nuestro punto de contacto con un po­ der distinto de nosotros, es natural hacer lo que K ant hizo: volverse hacia la interioridad p ara h allar ese punto de contacto en nuestra consciencia m o ral: en nuestra búsqueda de una rectitud antes que en nuestra búsque­ da de la verdad. La rectitud «en lo profundo de nosotros» ocupar el lugar, p ara Kant, de la verdad em pírica «ahí afuera». K ant estaba dispuesto a dejar que el estrellado cielo en lo alto fuera m eram ente un símbolo de la ley m oral interior: una m etáfora opcional, tom ada del ám bito de lo feno­ ménico, de lo ilim itado, de lo sublim e, del carácter incondicionado del yo m oral, de esa parte de nosotros que no era un fenómeno, o producto del tiem po o del azar, ni efecto de causas naturales, espaciotem porales. Este giro kantiano contribuyó a sentar las bases de la apropiación ro­ m ántica de la interioridad de lo divino. Pero el propio K ant se consterna­ ba ante el intento rom ántico de hacer de la im aginación poética indivi­ dual, y no de lo que él llam aba la «consciencia m oral común», el centro del yo. Ya desde los días de Kant, no obstante, el rom anticism o y el m oralismo, la insistencia en la espontaneidad individual y en la perfección p ri­ vada y la insistencia en la responsabilidad social universalm ente com ­ partida, han estado contrapuestas. Freud nos ayuda a acab ar con esa gue­ rra. El desuniversaliza el sentido m oral tornándolo tan individual como las invenciones del poeta. De esa m anera nos perm ite ver la consciencia m oral como algo históricam ente condicionado, como producto tanto del tiem po y del azar como de la consciencia política o estética. Freud concluye su ensayo acerca de Leonardo da Vinci con un párrafo del que cité un fragm ento en el capítulo anterior. Dice: Si se considera que el azar no es digno de determ inar nuestro destino, ello es sim plem ente una reincidencia en la piadosa concepción del universo que el propio Leonardo estaba encam inado a superar cuando escribió que el sol no se mueve. [...] estam os dem asiado dispuestos a olvidar que en reali­ dad todo lo relativo a nuestra vida es azar, desde nuestro origen a partir del encuentro del esperm atozoide con el óvulo en adelante. [...] Todos m anifes­ tam os aún poco respeto por la N aturaleza que (según las obscuras palabras de Leonardo que evocan las líneas de Ham let) «está llena de innum erables causas ("ragioni") que nunca entran en la experiencia». York, Seabury Press, 1975, pág. 112: «Es una curiosidad [...] en gran parte del discurso de los siglos xix y xx tanto acerca de la naturaleza del hombre como acerca de las ideas, el que el dis­ curso se aclare considerablemente si reemplazamos “persona" por "poema” o "idea" por "poe­ ma". [...] Nietzsche y Freud me parecen los ejemplos más importantes de este sorprendente des­ plazamiento.» 6. He ampliado esa tesis en «Freud and Moral Reflection», en Joseph Smith y William Kerrigan (comps.), Pragmatism’s Freud, Baltimore, Johns Hopkins University Press, 1986.

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Cada uno de nosotros, los seres humanos, corresponde a uno de los innu­ merables experim entos en los que esas «ragioni» de la naturaleza se abren cam ino hacia la experiencia.7

El freudism o inserto en el sentido com ún de la cultura contem poránea facilita el ver a nuestra consciencia como un experim ento así, identificar el rem ordim iento de la consciencia por la reaparición de la culpa causa­ da por im pulsos sexuales infantiles reprim idos; represiones que son pro­ ducto de las innum erables contingencias que nunca entran en la expe­ riencia. Es difícil en la actualidad im aginarse la inquietud que debe de haber producido Freud cuando em pezó a describir la consciencia como un yo ideal instituido por quienes «no están dispuestos a olvidar la per­ fección narcisística de... la niñez».8 Si Freud sólo hubiese dicho que la voz de la consciencia es la voz interiorizada de los padres y de la sociedad, no h ab ría causado inquietud alguna. Esa afirm ación fue sugerida por Trasímaco en la República de Platón, y fue desarrollada m ás tarde por escrito­ res reduccionistas como Hobbes. Lo que es nuevo en Freud son los detalles que nos da acerca del carácter de las cosas que intervienen en la form a­ ción de la consciencia, su explicación de por qué ciertas situaciones y ciertas personas concretas producen una culpa insoportable, intensa an ­ siedad o vehem ente enojo. Considérese, por ejemplo, la siguiente descrip­ ción del período de latencia: Además de la destrucción del com plejo de Edipo, tiene lugar una degra­ dación regresiva de la libido, el superyó se torna extraordinariam ente severo y áspero, y el yo, obedeciendo al superyó, produce fuertes form aciones reac­ tivas bajo la forma de escrupulosidad, com pasión y pulcritud. [...] Pero tam ­ bién aquí la neurosis obsesiva es sólo una exageración del m étodo normal de deshacerse del com plejo de Edipo.9

Este texto, lo m ism o que otros en los que Freud discute lo que él llam a «el origen narcisista de la com pasión»,10nos proporciona un modo de con­ cebir el sentim iento de com pasión, no como una identificación con el nú­ cleo hum ano com ún que com partim os con todos los dem ás m iem bros de nuestra especie, sino como algo encauzado en form as muy específicas h a­ cia tipos muy específicos de personas y hacia vicisitudes muy especiales. Nos ayuda así a com prender por qué podem os hacer infinitos esfuerzos por ayudar a un am igo y olvidarnos enteram ente del dolor, m ás grande, de otro, a quien creemos ám ar tan entrañablem ente. Nos ayuda a darnos cuenta de por qué una persona puede ser tanto una tierna m adre y una despiadada guardiana de cam po de concentración, o un m agistrado justo y m oderado y, a la vez, un padre indiferente y despectivo. Al asociar la es­ crupulosidad con la pulcritud, y al asociar esas dos cosas no sólo con la 7. gan. 8. 910.

Standard Edition (S. E.)t XI, 137. Debo mi conocimiento de estas líneas a William Kerri«Sobre el narcisismo», S. E. XIV, 94 (ed. inglesa). S.E .X X , 115. Por ejemplo, S. E. XVIII. 88.

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neurosis obsesiva sino tam bién (como lo hace en otros lugares) con el im ­ pulso religioso y con la tendencia a construir sistem as filosóficos, Freud echa abajo las distinciones tradicionales entre lo m ás elevado y lo más bajo, lo esencial y lo accidental, lo central y lo periférico. Nos deja con un yo que consiste en un tejido de contingencias antes que un sistem a de fa­ cultades estructurado al menos virtualm ente. Freud nos m uestra por qué en algunos casos deploram os la crueldad y en otros casos hallam os placer en ella. Nos m uestra por qué nuestra capa­ cidad p ara el am or se restringe a personas, cosas o ideas de formas, m edi­ das y colores m uy particulares. Nos m uestra por qué suscitan nuestro sentim iento de culpa ciertos acontecim ientos muy específicos, y en teoría bastante insignificantes, y no otros que, de acuerdo con cualquier teoría m oral corriente, tendrían m ucho m ayor relieve. Además nos proporciona a cada uno de nosotros los recursos para construir nuestro propio léxico privado de deliberación m oral. Porque térm inos como «infantil», «sádi­ co», «obsesivo» o «paranoide», a diferencia de los nom bres de los vicios y de las virtudes que hemos heredado de los griegos y de los cristianos, tie­ nen resonancias muy específicas y m uy diferentes para cada individuo que los usa: evocan en nuestra m ente sem ejanzas y diferencias entre nosotros y personas muy determ inadas (por ejemplo, nuestros padres) y entre la situación presente y situaciones muy determ inadas de nuestro pasado. Nos ponen en condiciones de esbozar una narración de nuestro propio desarrollo, de nuestra lucha m oral individual, cuyo tejido es m ucho m ás fino, y está hecha m ucho m ás a la m edida de nuestro caso individual, que el léxico m oral que nos ofrece la tradición filosófica. Puede resum irse esta cuestión diciendo que Freud hace de la delibera­ ción m oral una cosa tan finam ente abigarrada, tan detallada y tan m ulti­ forme como siem pre lo ha sido el cálculo prudencial. Con ello nos ayuda a su p rim ir la distinción entre la culpa m oral y la inconveniencia p rácti­ ca, oscureciendo de esa m anera la distinción entre prudencia y m orali­ dad. En cam bio, la filosofía m oral de Platón y la de K ant se centran en esa distinción, tal como lo hace la «filosofía moral» en el sentido en que típicam ente entienden esa expresión los filósofos analíticos contem porá­ neos. K ant nos divide en dos partes: una llam ada «razón» que es idéntica en todos nosotros, y otra (la sensación em pírica y el deseo) que es cues­ tión de im presiones ciegas, individuales, contingentes. En cambio, Freud tra ta la racionalidad como un m ecanism o que ajusta las contingencias entre sí. Pero su m ecanización de la razón no es ya un reduccionism o filo­ sófico m ás abstracto, o un «platonism o invertido». Antes que discutir la racionalidad en la form a abstracta, sim plista y reduccionista en que la discuten Hobbes y Hum e (forma que retiene los dualism os originales de Platón al objeto de invertirlos), Freud pasa su tiem po poniendo de m ani­ fiesto la ex traordinaria com plejidad, la sutileza y la inventiva de nuestras estrategias inconscientes. De esa m anera nos perm ite ver la ciencia y la poesía, la genialidad y la psicosis —y, lo que es m ás im portante, la m ora­ lidad y la p ru d en cia—, no como productos de facultades distintas, sino como modos alternativos de adaptación.

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Freud nos ayuda, pues, a considerar seriam ente la posibilidad de que no haya una facultad central, un yo central, llam ado «razón», y, por ta n ­ to, a tom ar en serio el perspectivism o y el pragm atism o nietzscheano. La psicología m oral de Freud nos proporciona un léxico para la descripción de uno m ism o que es radicalm ente diferente del de Platón, y radicalm en­ te diferente tam bién de ese aspecto de Nietzsche correctam ente condena­ do por Heidegger como un ejem plo m ás de platonism o invertido: el in­ tento rom ántico de exaltar la carne frente al espíritu, el corazón frente a la cabeza, la m ítica facultad llam ada «voluntad» frente a la igualm ente m ítica llam ada «razón». La idea platónica y kantiana de racionalidad se centra en la idea de que, si hemos de ser m orales, debem os colocar las acciones particulares bajo principios generales.11 Freud sugiere que tenem os que retornar a lo particular, ver las situaciones y las posibilidades particulares presentes como sim ilares o como diferentes de acciones o acontecim ientos p articu­ lares pasados. Piensa que sólo si nos aferram os a algunas contingencias individuales decisivas de nuestro pasado serem os capaces de hacer de no­ sotros mismos algo que valga la pena, crear un yo presente al que poda­ mos respetar. Nos enseña a in terp retar lo que hacem os, o pensam os que hacemos, en térm inos, por ejemplo, de nuestras reacciones pasadas a de­ term inadas figuras investidas de autoridad, o en térm inos de constelacio­ nes de conducta que nos fueron im puestas en la infancia. Sugiere que nos elogiamos a nosotros m ism os urdiendo historias individuales —informes de casos, por así decirlo— de nuestro éxito en cream os a nosotros m is­ mos, de nuestra capacidad para liberarnos de un pasado individual. Su­ giere que nos condenam os a nosotros m ism os por no lograr liberam os de ese pasado, y no por lograr vivir de conform idad con pautas universales. Otra m anera de expresar esto m ism o es decir que Freud renuncia al intento de Platón de reunir lo público y lo privado, las partes del Estado y las partes del alm a, la búsqueda de la justicia social y la búsqueda de la perfección individual. Freud respeta por igual los reclam os del m oralismo y los del rom anticism o, pero se niega tanto a otorgarle a uno de ello prioridad respecto al otro como a in ten tar una síntesis de am bos. Distin­ gue tajantem ente entre una ética privada de creación de sí m ism o y una ética pública de acom odam iento m utuo. Nos persuade de que no hay un puente que las una, constituido por creencias o deseos universalm ente com partidos, creencias y deseos que nos pertenezcan qua seres hum anos y que nos unan a nuestros sem ejantes sim plem ente como seres hum anos. De acuerdo con la explicación de Freud, nuestros fines privados cons­ cientes son tan idiosincrásicos como las fobias y las obsesiones inconscien­ tes de las que se han desprendido. A pesar de los esfuerzos de escrito­ res como From m o Marcuse, la psicología m oral freudiana no puede ser utilizada para definir m etas sociales, m etas de la hum anidad opuestas a 11. A propósito de las dudas acerca de esa suposición dentro de la filosofía analítica recfu - C’ ' í 31156 *os escritos de J. B. Schneewind y Annette Baier. Véase también: Jeffrey Stout, M ie s after Babel, Boston, Beacon Press, 1988.

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las m etas de los individuos. No hay modo de forzar a Freud para que se ajuste a un modelo platónico tratándolo como un filósofo m oral que nos proporcione criterios universales de bien, rectitud o verdadera felicidad. Su única u tilid ad radica en su capacidad de ap artam o s de lo universal y hacer que nos dirijam os hacia lo concreto, disuadim os del em peño de h a­ llar verdades universales, creencias im prescindibles, y orientam os a las contingencias personales de nuestro pasado individual, a las ciegas m ar­ cas que nuestras acciones llevan. Nos ha proporcionado una psicología m oral que es com patible con el intento de Nietzsche y de Bloom de ver al poeta vigoroso como el arquetipo del ser hum ano. Pero aunque la psicología m oral de Freud es com patible con ese inten­ to, no lo involucra. Para los que com parten esa concepción del poeta, Freud resu ltará liberador e inspirador. Pero supóngase que, como Kant, en lugar de ello uno concibe como paradigm ática a la persona desintere­ sada, natural, poco im aginativa, decente, honesta, respetuosa. Esas son las personas en cuya alabanza K ant escribe: personas que, a diferencia del filósofo Platón, no disponen de penetración o curiosidad intelectuales y que, a diferencia del santo cristiano, no arden en deseos de sacrificarse por am or a Jesús crucificado. Pensando en personas así distinguió K ant la razón práctica de la ra ­ zón pura, y la religión racional del entusiasm o. Para ellas inventó la idea de un im perativo único bajo el cual podía subsum irse la m oralidad. Pues, según él, la gloria de tales personas está en que se reconocen bajo una obligación incondicional: una obligación que es posible cum plir sin recu­ rrir al cálculo prudencial, a la proyección im aginativa o a la redescrip­ ción m etafórica. De esa m anera desarrolló K ant no sólo una psicología m oral original e im aginativa, sino tam bién una vasta redescripción m e­ tafórica de todas las facetas de la vida y de la cultura, precisam ente con el fin de que p ara esas personas el m undo intelectual fuese fiable. En otras palabras: dejó a un lado el saber p ara d ar paso a la fe, la fe de perso­ nas tales que al cum plir con su deber hacen todo lo que tienen que hacer, que son seres hum anos paradigm áticos. A m enudo ha parecido necesario elegir entre K ant y Nietzsche, deci­ dirse —al menos en esa m ed id a— acerca de la cuestión de ser hum ano. Pero Freud nos proporciona una m anera de considerar a los seres hum a­ nos que nos ayuda a eludir esa elección. Después de leer a Freud no con­ cebirem os ya como paradigm áticos ni al poeta vigoroso de Bloom ni al obediente cum plidor de las obligaciones universales de Kant. Porque Freud huyó de la idea m ism a de un ser hum ano paradigm ático. No ve a la h u m anidad como una especie natural con una naturaleza intrínseca, con una serie intrínseca de capacidades que han de desarrollarse o no ex­ perim en tar desarrollo alguno. Al rom per tanto con el platonism o residual de K ant como con el platonism o invertido de Nietzsche, nos perm ite ver tanto al Superhom bre de Nietzsche como a la consciencia m oral com ún de K ant como ejem plo de dos form as de adaptación entre m uchas otras, como dos de las m uchas estrategias p ara hacer frente a las contingencias de

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la educación que se ha tenido, de llegar a una transacción con una m arca ciega. Hay m ucho por decir de am bas. Cada una de ellas tiene sus venta­ jas y sus desventajas. Las personas decentes son con frecuencia m ás bien obtusas. Los grandes talentos no dejan de tener a la locura como íntim a aliada. Freud reverencia al poeta, pero lo caracteriza como infantil. Le aburre el hom bre m eram ente m oral, pero lo caracteriza como m aduro. No se entusiasm a con ninguno de los dos, ni nos exige que elijam os entre ellos. No cree que tengam os una facultad para realizar tales elecciones. No ve la necesidad de erigir una teoría de la naturaleza del hom bre que proteja los intereses del uno o del otro. Ve a las personas de uno y otro tipo como a personas que hacen lo que pueden con los m ateriales de que disponen, y a ninguno de ellos como «más verdaderam ente hum ano» que el otro. A bjurar de la noción de «verdaderam ente hum ano» es abju­ ra r del intento de divinizar el yo como substituto del m undo divinizado, esto es, del intento kantiano que he esbozado al final del capítulo ante­ rior. Es deshacerse de la últim a ciudadela de la necesidad, del últim o in­ tento de concebirnos como seres enfrentados a los m ismos im perativos, a las m ism as exigencias incondicionales. Lo que vincula a Nietzsche y a Freud es ese intento: el intento de concebir una m arca ciega como algo no indigno de d eterm inar nuestras vidas o nuestros poem as. Pero hay entre Nietzsche y Freud una diferencia que no recoge mi des­ cripción de la concepción de Freud del hom bre m oral como un ser decen­ te pero obtuso. Freud nos m uestra que si m iram os en el interior del con­ form ista bien-pensant, si lo tenem os en el diván, hallam os que sólo super­ ficialm ente es obtuso. Para Freud nadie es absolutam ente obtuso, no exis­ te algo sem ejante a un inconsciente obtuso. Lo que hace que Freud sea más útil y m ás plausible que Nietzsche consiste en que él no relega a la vasta m ayoría de la hum anidad a la categoría de anim ales m ortales. Pues la explicación que Freud da de la fantasía inconsciente nos m uestra de qué modo es posible ver la vida de todo ser hum ano como un poem a; o, m ás exactam ente, la vida de todo ser hum ano no tan oprim ida por el do­ lor que sea incapaz de ad q u irir un lenguaje ni tan hundido en el trabajo que no disponga de tiem po para generar una descripción de sí m ism o.12 Ve toda vida como un intento de revestirse de sus propias m etáforas. Como lo señala Phillip Rieff, «Freud dem ocratizó el genio dándole a cada uno un inconsciente creativo».13 La m ism a afirm ación hace Lionel Trilling, quien dice que Freud «nos m ostró que la poesía pertenece natural12. Acerca de la necesidad de esa especificación véase la notable obra de Elaine Scarry, The Body in Pain: The Making and Unmaking o f the World, Oxford University Press, 1985. En ella Scarry contrasta el dolor mudo, el dolor que el torturador espera producir en su víctima privándola de lenguaje y, por tanto, de una conexión con las instituciones humanas, con la ca­ pacidad de participar en esas instituciones que se da junto con la posesión del lenguaje y de tiempo libre. Scarry señala que lo que en realidad agrada al torturador es humillar a su víctima antes que hacerle emitir alaridos de agonía. El alarido es sencillamente una humillación más. n los capítulos séptimo y octavo, desarrollo este último punto en relación con el tratamiento que Nabokov y Orwell hacén de la crueldad. 13. Phillip Rieff, Freud: The Mind o f the Moralist, Nueva York, Harper and Row, 1961, pág.

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m ente a la constitución m ism a de la mente; vio que la m ente es, en la m a­ yor p arte de sus tendencias, exactam ente una facultad productora de poe­ sía».14 Leo Borsani am plía la observación de Rieff y de Trilling al señalar que «la teoría psicoanalítica ha hecho de la noción de fantasía una noción tan fecundam ente problem ática que ya no podríam os d ar por sentada la distinción entre arte y vida».15 Decir con Trilling que la m ente es una facultad productora de poesía puede parecer que es algo que nos hace regresar a la filosofía y a la idea de una n aturaleza hum ana intrínseca. Específicam ente, puede parecer que es algo que nos hace regresar a la teoría rom ántica de la naturaleza hum ana, en la cual la «imaginación» desem peña el papel que los griegos le atrib u ían a la «razón». Pero no es así. La «imaginación» era, para los rom ánticos, el vínculo con algo distinto de nosotros, una prueba de que estam os aquí como procedentes de otro m undo. E ra una facultad de ex­ presión. Pero lo que Freud considera que es com partido por todos aque­ llos de nosotros que somos usuarios relativam ente ociosos del lenguaje —por todos aquellos de nosotros que disponem os de recursos y de tiem po p ara la fan tasía— es una facultad de crear m etáforas. De acuerdo con la teoría davidsoniana de la m etáfora que he resum i­ do en el capítulo anterior, cuando se crea una m etáfora, ésta no expresa algo que existía previam ente, si bien, por supuesto, es causada por algo que existía previam ente. Para Freud, esa causa no es el recuerdo de otro m undo, sino alguna catexia particular, generadora de una obsesión, de alguna persona, p alab ra u objeto particulares de la etapa tem prana de la vida. Al pensar que todo ser hum ano expresa, consciente o inconsciente­ mente, una fantasía idiosincrásica, podem os ver la parte distintivam ente hum ana —en tanto opuesta a la a n im al— de cada vida hum ana en el uso, con propósitos simbólicos, de toda persona, objeto, situación, aconteci­ m iento o p alab ra h allada en una etapa posterior de la vida. Ese proceso equivale a redescribirlos, diciendo de ese m odo de todos ellos: «Así lo quise.» Considerado desde esta perspectiva, el intelectual (la persona que em ­ plea palab ras o form as visuales o m usicales con este propósito) no es sino un caso especial: sólo alguien que hace con m arcas y sonidos lo que otras personas hacen con sus cónyuges e hijos, sus com pañeros de trabajo, las herram ientas de su oficio, las cuentas de sus negocios, las posesiones que acum ulan en sus casas, la m úsica que escuchan, los deportes que ejerci­ tan o de los que son espectadores, o los árboles frente a los cuales pasan cuando van a su trabajo. Todo, desde el sonido de una p alab ra hasta el contacto con una piel, pasando por el color de las hojas, puede servir, se­ gún Freud m uestra, para d ram atizar o para cristalizar el sentim iento que un ser hum ano tiene de su propia identidad. Porque toda cosa así puede desem peñar en una vida individual el papel que los filósofos han pensado 14. 15. 138.

Lionel Trilling, Beyond Culture, Nueva York, Harcourt Brace, 1965, pág. 79. Leo Bersani, Baudelaire and Freud, Berkeley, University of California Press, 1977, pág.

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que podía o, al menos, debía ser desem peñado únicam ente por cosas que eran universales, com unes a todos nosotros. Todo ello puede sim bolizar la ciega m arca que llevan todas nuestras acciones. C ualquier constela­ ción, aparentem ente azarosa, de cosas de ese tipo puede d ar el tono de una vida. C ualquier constelación así puede determ inar un m andato in­ condicional a cuyo servicio puede dedicarse una vida: un m andato no m enos incondicional p ara que pueda ser inteligible, a lo sumo, a una sola persona. O tra form a de expresar esto es decir que el proceso social de literalización de una m etáfora se reproduce en la vida fantástica de un individuo. Llám anos a algo «fantasía», en lugar de «poesía» o «filosofía», cuando gira en torno a m etáforas que otras personas no entienden, esto es, en tor­ no a form as de h ab lar o de actu ar p ara las que los dem ás no podem os h a­ llar una aplicación. Pero Freud nos m uestra que una cosa que a la socie­ dad le parece fuera de lugar, ridicula o vil, puede convertirse en el ele­ m ento crucial en la percepción que un individuo tiene de quién es, del modo propio de hacer rem ontar a sus orígenes las ciegas m arcas que to­ das sus acciones llevan. Inversam ente, cuando una obsesión privada da lugar a una m etáfora para la cual podemos h allar una aplicación, habla­ mos de genialidad, y no de excentricidad o de perversión. La diferencia entre la genialidad y la fantasía no es la diferencia existente entre m arcas que aciertan con algo universal, con una realidad preexistente que se h a­ lla ahí, en el m undo, o en lo profundo del yo, y las que no lo hacen. Es, m ás bien, la diferencia entre individualidades que resulta son com pren­ didas por otras personas; y ocurre así debido a las contingencias de una situación histórica, desuna necesidad p articu lar que una com unidad de­ term inada resulta tener en un m om ento determ inado. Resumiendo: el progreso poético, artístico, filosófico, científico o po­ lítico, deriva de la coincidencia accidental de una obsesión privada con una necesidad pública. La poesía vigorosa, la m oralidad del sentido co­ mún, la m oralidad revolucionaria, la ciencia norm al, la ciencia revolu­ cionaria, y esa especie de fantasía que es inteligible sólo p ara una perso­ na, son todas, desde una perspectiva freudiana, diferentes form as de afrontar m arcas ciegas, o, m ás precisam ente, form as de afrontar diferen­ tes m arcas ciegas: m arcas que pueden ser propias de un solo individuo o comunes a los m iem bros de una com unidad históricam ente condiciona­ da. Ninguna de esas estrategias ostenta el privilegio respecto de las de­ más en el sentido de que exprese m ejor a la naturaleza hum ana. N inguna estrategia de ese tipo es m ás o m enos hum ana que alguna otra, de igual modo que una estilográfica no es menos herram ienta que un cuchillo de carnicero, o una orquídea híbrida no es menos flor que una rosa silvestre. Apreciar la posición de Freud significaría su p erar lo que W illiam Ja­ mes llam aba una «cierta ceguera de los seres hum anos». El ejem plo que Jam es daba de esa ceguera era su propia reacción durante una excursión a los Montes Apalaches ante un claro en el que el bosque había sido tala­ do y reem plazado por un fangoso jardín, una cabaña de troncos y unas porquerizas. Como dice Jam es, «el bosque había sido destruido; y lo que

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había “m ejorado” aniquilándolo era espantoso, una especie de úlcera, sin un solo elem ento de gracia artificial que com pensara la pérdida de belle­ za natural». Pero, continúa Jam es, cuando de la cabaña sale un granjero y le dice «no seríam os felices aquí si no hubiésem os em pezado a cultivar uno de esos valles», Jam es reconoce: «Se me había estado escapando toda la significación interna de la situa­ ción. Como el claro sólo me hablaba de despojo, yo pensaba que a aquellos cuyos fuertes brazos y obedientes hachas lo habían hecho, no podía contar­ les otra historia. Pero cuando ellos vieron los horribles muñones, los conside­ raron una victoria personal. ... En pocas palabras: el claro que, para mí, era nada más que una horrenda im agen en la retina, era para ellos un sím bolo perfumado de recuerdos m orales, y entonaba un verdadero him no de afán, lucha y éxito.16 »Yo había estado tan ciego de la peculiar idealidad de sus condiciones com o seguram ente ellos lo habían estado de la idealidad de las m ías, caso de que hubiesen tenido un atisbo de m is extraños hábitos académ icos ;de inqui­ lino de Cambridge.»

Supongo que Freud habría e plicado con m ás detalle la observación de Jam es, ayudándonos a vencer casos de ceguera particularm ente in tra­ tables al hacernos ver la «peculiar idealidad» de acontecim ientos que ejem plifican, pongam os por caso, la perversión sexual, la crueldad extre­ ma, la obsesión ridicula y el delirio m aníaco. El nos perm ite entender cada uno de ellos cómo el poem a privado del perverso, del sádico o del lu­ nático: cada uno de ellos tan ricam ente tejido y «tan perfum ado de re­ cuerdos m orales» como nuestra propia vida. Nos perm ite entender lo que la filosofía m oral describe como extrem o, inhum ano e innatural, como cosas que no están separadas de nuestras actividades. Pero —y ése es el punto decisivo— no lo hace a la tradicional m anera filosófica, reduccio­ nista. No nos dice que el arte es en realidad sublim ación, o la construcción de sistem as filosóficos meramente paranoia, o la religión meramente el confuso recuerdo del padre feroz. No nos dice que la vida hum ana sea me­ ramente una continua recanalización de energía libidinal. No está intere­ sado en invocar una distinción entre la realidad y la apariencia diciendo que una cosa es «m eram ente» o «realmente» algo muy diferente. Unica­ m ente se propone darnos una nueva redescripción de las cosas p ara que las coloquemos al lado de las otras, un léxico más, otro conjunto de m etá­ foras que él cree que tienen la posibilidad de ser utilizadas y por tanto literalizadas. En la m edida en que se le pueden atrib u ir a Freud opiniones filosófi­ cas, puede decirse que es tan pragm atista como Jam es y tan perspectivis­ ta como Nietzsche, o, podría decirse tam bién, tan m odernista como P roust.17 Porque hacia finales del siglo xix se hace posible, en cierto 16. «On Certain Blindness in Human Beings», en James, Talks to Teachers on Psychology, editado por Frederick Burkhardt y Fredson Bowers, Cambridge, Massachusets, Harvard University Press, 1983, pág. 134. 17. Véase Bloom, Agón, pág. 23: «... por “cultura literaria" entiendo la sociedad occidental

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modo, considerar la actividad de redescripción con una ligereza m ayor que nunca antes. Se tornó posible hacer prestidigitaciones con diversas descripciones del m ism o hecho sin preguntarse cuál era la correcta, ver la redescripción como una herram ienta, y no como la exigencia de haber descubierto una esencia. Con ello se tornó posible concebir un nuevo léxi­ co, no como algo que se supone ha de reem plazar a todos los dem ás léxi­ cos, algo que pretende representar la realidad, sino sim plem ente como un léxico más, un proyecto hum ano más, la m etafórica elegida por una per­ sona. Es im probable que las m etáforas de Freud hubiesen podido ser re­ cogidas, utilizadas y literalizadas en un período anterior. Pero, a la inver­ sa, es im probable que sin las m etáforas de Freud hubiésem os sido capa­ ces de asim ilar las de Nietzsche, Jam es, W ittgenstein o Heidegger con la facilidad con que lo hacemos, o haber leído a Proust con la fruición con que lo hacemos. Todas las figuras de ese período se ayudan las unas a las otras. Alim entan las unas las líneas de las otras. Sus m etáforas se regoci­ jan en la com pañía de las otras. Este es el tipo de fenómeno que es ten ta­ dor caracterizar en térm inos de la m archa del E spíritu del Mundo hacia una consciencia m ás clara de sí mismo, o como la am plitud de la m ente del hom bre que gradualm ente llega a encajar con la del universo. Pero toda caracterización así traicionaría el espíritu de juego y de ironía que vincula a las figuras que he estado presentando. Ese espíritu de juego es el producto de su com ún capacidad para apre­ ciar el poder de la redescripción, el poder que tiene el lenguaje de hacer posibles e im portantes cosas nuevas y diferentes: una apreciación que sólo resulta posible cuando lo que se convierte en m eta es un repertorio abierto de descripciones alternativas y no La Unica Descripción Correcta. Ese cam bio de m eta es posible sólo en la m edida en que tanto el m undo como el yo han sido desdivinizados. Decir que am bos son desdivinizados equivale a decir que no se piensa ya que uno u otro nos habla, que tiene un lenguaje propio, como un poeta rival. Ninguno de los dos son cuasi personas, ninguno de los dos desea que se le exprese o represente de una d eterm inada m anera. Ambos, no obstante, tienen un poder sobre nosotros; por ejemplo, el poder de m atarnos. El m undo puede aplastarnos ciega y calladam ente; la m uda desesperación, la aflicción m ental intensa, pueden causar nuestra anulación. Pero esa especie de poder no es la especie de poder de la que podamos apropiarnos adoptando y, con ello, transform ando su lenguaje, identificándonos así con el poder am enazante y som etiéndolo a nuestro más poderoso yo. Esta últim a estrategia es apropiada sólo para hacer frente a otras personas; por ejemplo, a los padres, a los dioses o a nues­ tros precursores en la poesía. Porque nuestra relación con el mundo, con el poder b rutal y el sim ple dolor no es una relación de la especie de la que cte hoy, puesto que no tiene una auténtica religión ni una auténtica filosofía, y nunca volverá a alcanzarlas y porque el psicoanálisis, su religión y su filosofía pragmáticas, es sólo un fragmen­ to de cultura literaria, de manera que, con el tiempo, hablaremos alternativamente de freudis­ mo o proustismo». Discuto en el capítulo quinto el papel de Proust como ejemplo moral.

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m antenem os con las personas. Enfrentados con lo no hum ano, con lo no lingüístico, no disponem os ya de la capacidad de superar la contingencia y la aflicción m ediante la apropiación y la transform ación, sino sólo la capacidad de reconocer la contingencia y el dolor. La victoria final de la poesía en su antigua disputa con la filosofía —la victoria final de las m e­ táforas de creación de sí m ism o sobre las m etáforas de descubrim iento— residiría en nuestra reconciliación con la idea de que ésa es la única espe­ cie de poder que podem os esperar tener sobre el m undo. Porque ése sería el rechazo final de la noción de que la verdad, y no sólo el poder y el do­ lor, puedan hallarse «ahí afuera». Es tentador sugerir que en una cultura en la que la poesía hubiese triunfado pública y explícitam ente sobre la filosofía, una cultura en la que el reconocim iento de la contingencia, y no el de la necesidad, fuese la definición aceptada de libertad, en una cultura así el poem a de Larkin no tendría éxito. No habría pathos alguno de finitud. Pero probablem ente no pueda haber una cultura así. Tal pathos es probablem ente inelim inable. Es tan difícil im aginar una cultura dom inada por la exuberante jocosi­ dad de Nietzsche como im aginar el reino de los filósofos reyes o la extin­ ción del Estado. Es igualm ente difícil im aginar una vida hum ana que se sienta com pleta, un ser hum ano que m uera feliz porque ha alcanzado todo lo que deseaba. Esto es verdad aun para el poeta vigoroso de que habla Bloom. Aun cuando prescindam os del ideal filosófico de vernos constantem ente con­ tra el trasfondo del invariable hecho «literal», y coloquemos en su lugar el ideal de vernos en nuestros propios térm inos, el ideal de la redención que se obtiene diciéndole al pasado «Así lo quise», sigue siendo cierto que esa voluntad será siem pre un proyecto antes que un resultado, un proyec­ to que la vida no dura lo bastante para colm ar. El tem or que el poeta vigoroso experim enta ante la m uerte, como te­ m or a la incom pletitud, está en función del hecho de que ningún proyecto de redescripción del m undo y del pasado, ningún proyecto de creación de sí m ism o a través de la im posición de la propia m etafórica personal, pue­ de evitar el ser m arginal y parasitario. Las m etáforas son usos in habitua­ les de viejas palabras, pero tales usos sólo son posibles sobre el trasfondo de otras viejas palabras que son usadas a la antigua usanza habitual. Un lenguaje que fuera «todo m etáfora» sería un lenguaje que no tendría uso, y, por ello, no sería lenguaje sino balbuceo. Porque aun cuando estemos de acuerdo en que los lenguajes no son medios de representación o de ex­ presión, continuarán siendo medios de com unicación, herram ientas de la interacción social, form as de unirse con los dem ás seres hum anos. * La necesaria corrección al intento de Nietzsche de divinizar al poeta, esa dependencia, en la cual se halla aun el poeta m ás vigoroso, respecto de los demás, es resum ida por Bloom de la siguiente m anera: La triste verdad es que los poem as no tienen presencia, unidad, forma o significado. [...] ¿Qué es, por tanto, lo que un poema posee o crea? Ay, un

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poem a no tiene nada, ni crea nada. Su presencia es una promesa, parte de la sustancia de las cosas que se esperan, la evidencia de cosas no vistas. Su uni­ dad está en la buena voluntad del lector, [...] su significado es sólo que hay, o, más bien, hubo, otro p o e m a .18

En estas líneas Bloom desdiviniza el poem a y, por tanto, al poeta, en la m ism a form a en que Nietzsche desdivinizó la verdad y Freud desdivi­ nizó la consciencia. Hace con el rom anticism o lo que Freud con el m oralismo. En todos estos casos la estrategia es la m ism a: consiste en colocar un tejido de relaciones contingentes, una tram a que se dilata hacia atrás y hacia adelante a través del pasado y del futuro, en lugar de una sustan­ cia form ada, unificada, presente, com pleta en sí m ism a, de una cosa que puede ser vista constante y totalm ente. Bloom nos recuerda que, así como incluso el poeta m ás vigoroso m antiene una relación p arasitaria con sus precursores, así como no puede d ar a luz m ás que una pequeña parte de sí mismo, del m ism o modo depende de la benevolencia de todos aquellos extraños que lo encuentran en el futuro. Esto trae a la m em oria la observación de W ittgenstein de que no hay lenguajes privados, su argum ento de que no es posible d ar significado a una p alab ra o a un poem a confrontándolos con un significado no lingüís­ tico, con algo que no sea un m ontón de palabras ya em pleadas o un m on­ tón de poem as ya escritos.19 Parafraseando a W ittgenstein: todo poem a presupone m ucha escenificación en la cultura, por la m ism a razón por la que toda m etáfora brillante requiere m ucha insípida habla literal que le sirva de contraste. Al p asar del poem a escrito a la vida como poem a, pue­ de decirse que no hay vidas plenam ente nietzscheanas, vidas que no son pura acción, y no reacción; que no hay vidas que en gran m edida no m an­ ís. Bloom, Kabbalah and Criticism, pág. 122. 19. «Tal como nunca podemos abrazar (sexualmente o de otra manera) a una única perso­ na, sino que abrazamos la totalidad de su novela familiar, nunca podemos tampoco leer a un poeta sin leer la totalidad de su novela familiar como poeta. El problema es la reducción y cómo evitarla de la mejor manera. La crítica retórica, la aristotélica, la fenomenológica y la estructuralista, todas ellas reducen, ya sea a imágenes o a ideas, cosas dadas o fenómenos. Toda crítica moral u otras vocingleras críticas filosóficas o psicológicas reducen a conceptualizaciones rivales. Nosotros reducimos —si en efecto lo hacemos— a otro poema. El significado de un poema sólo puede ser otro poema.» (Bloom, The Anxiety o f Influence, pág. 94; la bastardilla es mía.) Véase también la pág. 70 y compárese con la 43: «Renunciemos a la frustrada empresa de procurar “entender" cualquier poema como una entidad en sí. En lugar de ello procuremos aprender a leer todo poema como la deliberada interpretación errónea de su poeta, como poeta, de un poema precedente o de la poesía en general.» Hay una analogía entre el antirreduccionismo de Bloom y la voluntad de Wittgenstein, Davidson y Derrida, de hacer que la significación consista en una relación con otros textos antes que en una relación con algo externo al texto. La idea de un lenguaje privado, como el Mito de lo Dado, de Sellars, derivan de la creencia de que las palabras podrían tener un significado sin apoyarse en otras palabras. Ese anhelo deriva, a su vez, de un anhelo más amplio, diagnostica­ do por Sartre, de convertirse en un étre-en-soi autosuficiente. La descripción sartreana del anti­ semita («Portrait of the Anti-Semite», en Existencialism from Dostoievslcy to Sartre, editado por Walter Kaufmann, Nueva York, New American Library, 1975, pág. 345) como «el hombre que esea ser una roca sin piedad, un torrente furioso, un rayo devastador; en pocas palabras, cual­ quier cosa menos un hombre», es una crítica de Zaratustra, de lo que Bloom llama crítica «reuccionista» y de lo que Heidegger y Derrida llaman «metafísica».

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tengan una relación parasitaria respecto de un pasado no redescrito ni dependen de la caridad de una generación que aún no ha nacido. No hay afirm ación m ás vigorosa entre las que pueda hacer aún el poeta m ás vi­ goroso, que la hecha por Keats; la de que «estaría entre los poetas ingle­ ses», entendiendo «entre ellos» en sentido bloom iano, esto es, como «en medio de ellos»: viviendo los poetas futuros de Keats tal como éste había vivido de sus precursores. De m anera análoga, no hay afirm ación m ás vi­ gorosa entre las que pueda hacer un superhom bre, que la de que sus dife­ rencias respecto del pasado, aun cuando inevitablem ente m enores y m ar­ ginales, se tran sm itirán no obstante al futuro; que sus redescripciones m etafóricas de pequeñas secciones del pasado figurarán en el repertorio futuro de verdades literales. Para resum ir, sugiero que la m ejor m anera de com prender el pathos de finitud que Larkin invoca, es la de interpretarlo, no como el fracaso en alcanzar lo que la filosofía aspiraba a alcanzar —algo no personal, atem ­ poral y u niversal—, sino como la constatación de que en determ inado punto se debe confiar en la buena voluntad de quienes vivirán otras vidas y escribirán otros poem as. Nabokov construyó su m ejor libro, Palé Fire, en torno de la frase: «La vida del hom bre es el com entario de un abstruso poem a inacabado.» Esa frase sirve de resum en de la afirm ación de Freud de que toda vida hum ana es la elaboración de una com plicada fantasía personal, y, a la vez, del recuerdo de que ninguna elaboración así concluye antes de que la m uerte la interrum pe. No puede com pletarse porque no hay nada por com pletar; sólo hay una tram a de relaciones por volver a urdir, una tram a que el tiem po prolonga cada día. Pero si evitam os el platonism o invertido de Nietzsche —su sugerencia de que una vida de autocreación puede ser tan com pleta y autónom a como, según pensaba Platón, podía serlo la vida contem plativa— enton­ ces nos lim itarem os a pensar que la vida hum ana consiste en un volver a u rd ir —siem pre incom pleto, aunque a veces heroico— una tram a así. Ve­ rem os la necesidad consciente que el poeta vigoroso experim enta de de­ mostrar que no es una copia o una réplica, m eram ente como una form a especial de la necesidad inconsciente que todos tenemos: la necesidad de com ponérnoslas con la ciega m arca que el azar le ha dado a uno, de h a­ cerse un yo p ara uno m ismo redescribiendo esa m arca en térm inos que son, aunque sólo sea m arginalm ente, los propios.

Capítulo 3 LA CONTINGENCIA DE UNA COMUNIDAD LIBERAL C ualquiera que diga, como yo lo he hecho en el p rim er capítulo, que la verdad no está «ahí afuera», puede caer bajo la sospecha de relativism o y de irracionalism o. C ualquiera que proyecte dudas sobre la distinción en­ tre la m oralidad y la prudencia, como yo lo he hecho en el capítulo segun­ do, puede caer bajo la sospecha de inm oralidad. Para a p a rta r tales sospe­ chas debo arg u m entar que la distinción entre absolutism o y relativism o, y entre m oralidad y conveniencia, son herram ientas obsoletas y difíciles de m anejar, residuos de un léxico que debiéram os in ten tar sustituir. Pero «argumento» no es la palabra correcta. Pues de acuerdo con mi explica­ ción del progreso intelectual como literalización de determ inadas m etá­ foras, la refutación de las objeciones dirigidas contra la redescripción que uno hace de algunas cosas consistirá en gran m edida en la redescripción de otras cosas, intentándose con ello flanquear las objeciones m ediante la am pliación del alcance de las m etáforas favoritas de uno. De tal modo, mi estrategia consistirá en in ten tar hacer que el léxico m ediante el cual se expresan esas objeciones tenga m al aspecto, m odificando de esa m ane­ ra el tem a, en lugar de conceder al que form ula la objeción, la elección de las arm as y el terreno entrando de frente a sus críticas. En este capítulo voy a defender que las instituciones y la cultura de una sociedad liberal estarían m ejor servidas por un léxico de la reflexión moral y política que evitase las distinciones que he enum erado, que por un léxico que las conservase. Intentaré m ostrar que el léxico del raciona­ lismo ilustrado, si bien fue esencial en los com ienzos de la dem ocracia li­ beral, se ha convertido en un obstáculo para la preservación y el progreso de las sociedades dem ocráticas. Sostendré que el léxico que he insinuado en los dos prim eros capítulos —un léxico que gira en torno de las nocio­ nes de m etáfora y de creación de sí m ismo, y no en torno de las nociones áJLX?ráad, racionalidad y obligación m oraba es m ás adecuado p ara ese propósito. No estoy diciendo, sin em bargo, que la explicación davidsoniana y wittgensteiniana del lenguaje, y la explicación nietzscheana y freudiana e la consciencia y del yo por m í esbozadas proporcionen los «fúndam en­ os filosóficos de la dem ocracia». Porque la noción de «fundam ento filo-

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sófico» tiene vigencia en la m ism a m edida que el léxico del racionalism o ilustrado. Aquellas explicaciones no fundam entan la dem ocracia, pero sí perm iten redescribir sus prácticas y sus m etas. En lo que sigue intentaré reform ular las esperanzas de la sociedad liberal de m anera no racionalis­ ta y no universalista, una m anera que prom ueve la realización de aque­ llas esperanzas m ejor de lo que lo han hecho las descripciones anteriores. Pero ofrecer una redescripción de nuestras instituciones actuales no equi­ vale a ofrecer una defensa de ellas contra sus enemigos; se asem eja más a am ueblar nuevam ente una casa que a apu n talarla o a colocar b arrica­ das a su alrededor. La diferencia entre la búsqueda de fundam entos y el intento de redes­ cripción es representativa de la diferencia entre la cultura del liberalism o y form as de vida cultural m ás antigua. Pues en su form a ideal la del libe­ ralism o sería una cultura absolutam ente ilustrada y secular. Una cultura en la que no subsiste vestigio alguno de divinidad, ya sea en la form a de un m undo divinizado o de un yo divinizado. En una cultura así no queda espacio p ara la noción de que hay fuerzas no hum anas ante las cuales h a­ brían de responder los seres hum anos. Ello excluiría, o reinterpretaría drásticam ente, no sólo la idea de sacralidad sino tam bién la de «devoción a la verdad» y de «satisfacción de las necesidades m ás profundas del es­ píritu». El proceso de desdivinización que he presentado en los dos capí­ tulos iniciales culm inaría, idealm ente, en la incapacidad de ver ya una u tilidad a la noción de que seres hum anos finitos, m ortales, de existencia contingente, puedan extraer el significado de su vida de otra cosa que no sean otros seres hum anos finitos, m ortales, de existencia contingente. En una cu ltura así, las advertencias de «relativismo», los interrogantes acer­ ca de si m odernam ente las instituciones sociales se han vuelto cada vez m ás «racionales» y las dudas acerca de si las m etas de la sociedad liberal son «valores m orales objetivos» resultarían ser m eram ente bellos arcaís­ mos. A fin de d ar cierta plausibilidad inicial a la tesis de que mi concepción se ajusta bien a la organización política liberal, perm ítasem e señalar al­ gunos paralelos entre ésta y la defensa de la «libertad negativa» que hace Isaiah B erlin contra las concepciones finalistas de la perfección hum ana. En Two Concepts o f Liberty dice Berlin, tal como yo lo he hecho en el ca­ pítulo prim ero, que es preciso abandonar el enfoque rom pecabezas de los léxicos, prácticas y valores. En palabras de Berlin, es preciso renunciar a «la convicción de que todos los valores positivos en los que los hom bres han creído deben, finalm ente, ser com patibles y, acaso, hasta im plicarse recíprocam ente».1 El énfasis que he puesto en la afirm ación de Freud se­ gún la cual debiéram os concebirnos a nosotros m ism os sólo como uno m ás entre los experim entos de la N aturaleza y no como la culm inación del designio de la N aturaleza, halla su eco en el uso que Berlin hace de la expresión de J. S. Mili «experim entos de vida» (que a su vez se evoca en 1 1. Isaiah Berlin, Four Essays on Liberty, Oxford University Press, 1969, pág. 167.

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el uso del térm ino «experimento» por Jefferson y en Dewey para describir a la dem ocracia norteam ericana). En el segundo capítulo he arrem etido contra el intento platónico-kantiano de hacer lo que Berlin llam a una «es­ cisión de nuestra personalidad en dos: la reguladora trascendente, dom b nante, y el haz em pírico de deseos y de pasiones que deben ser disciplina­ dos y som etidos ».2 Berlin-concluye su ensayo citando a Joseph Schumpeter*, quien dice: «Lo que distingue al hom bre civilizado del b árbaro es advertir la validez relativa de las propias convicciones y defenderlas, sin em bargo, resuelta­ mente.» Berlin com enta: «Pedir m ás que eso es, quizás, una necesidad m etafísica profunda e incurable; pero p erm itir que ello determ ine nues­ tra práctica es síntom a de una inm adurez m oral y política igualm ente profunda, y m ás peligrosa.»3 En la jerga que he estado desarrollando, la afirm ación de S chum peter de que ésa es la m arca de la persona civiliza­ da se traduce en la afirm ación de que las sociedades liberales de nuestro siglo han producido cada vez m ás personas capaces de reconocer la con­ tingencia del léxico en el cual form ulan sus m ás altas esperanzas —las contingencias de su propia consciencia— y que se han m antenido no obs­ tante fieles a esa consciencia. Figuras como Nietzsché, W illiam Jam es, Freud, Proust y W ittgenstein ilustran lo que he llam ado «libertad como re­ conocim iento de la contingencia». En este capítulo sostendré que ese reconocim iento es la principal virtud de los m iem bros de una sociedad li­ beral, y qué la cultura de esa sociedad debiera tener como objetivo cu rar­ nos de nuestra «profunda necesidad m etafísica». Para m ostrar qué aspecto tiene desde mi punto de vista la acusación de relativism o, exam inaré el com entario del ensayo de B erlin hecho por un agudo crítico contem poráneo de la tradición liberal, Michael Sandel. Sandel dice que Berlin «se halla peligrosam ente cerca de in cu rrir en la posición relativista». Y pregunta: Si las convicciones que uno tiene son sólo relativam ente válidas, ¿por qué las defiende resueltamente? En un universo moral trágicam ente confi­ gurado, com o el que Berlin supone, ¿está el ideal de libertad m enos sujeto a la inconm ensurabilidad últim a de los valores que los ideales concurrentes? En tal caso, ¿en qué puede consistir su condición privilegiada? Y si la liber­ tad no posee una condición m oralm ente privilegiada, si es sólo un valor en­ tre muchos otros, entonces, ¿qué puede decirse en favor del liberalism o?4

Al form ular esas preguntas, Sandel da por sentado el léxico del racio2- Ibid., pág. 134. 3- Ibid., pág. 172. 4. «Introducción» a: Michael Sandel (comp.) Liberalism and its Crides, Nueva York, New ork University Press, 1984, pág. 8. Estos comentarios representan, antes que la actitud de Sanlle i SUpr0pÍa vers^ n de Ia objeción clásica a Berlin. En otro lugar he discutido con cierto detae ,a®ideas de Sandel e intentado refutar las objeciones a Rawls que formuló en su Liberalism flf ^ ^IWIÍS ° f the Jusdce, Cambridge University Press, 1982. Véase mi trabajo «The Priority o emocracv to Philosophy», en Merrill D. Peterson y Robert C. Vaughan (comp.), The Virginia dtute for Religious Freedom, Cambridge University Press, 1988.

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nalism o ilustrado. Además, se aprovecha de la circunstancia de que S chum peter y Berlin em plean ellos m ismos ese léxico, e intenta de ese modo m o strar que la concepción de éstos es incoherente. El considerar con cierto detalle las preguntas de Sandel puede perm itirnos aclarar qué tipo de concepciones deben sostener los que encuentran útiles las expre­ siones «relativismo» y «m oralm ente privilegiado». Esto puede ayudarnos a m o strar por qué sería m ejor evitar el em pleo de la expresión «sólo rela­ tivam ente válido» para caracterizar la actitud de las figuras que Schum ­ peter, Berlin y yo deseam os exaltar. Decir que las convicciones son sólo «relativam ente válidas» podría parecer significar que están justificadas sólo para personas que sostienen ciertas otras creencias, pero no para cualquiera y para todos. Pero si fue­ ra eso lo que se quiere decir, la expresión no tendría fuerza de contraste, pues no h ab ría afirm ación interesante que fuese absolutamente válida. La validez absoluta estaría lim itada a trivialidades cotidianas, verdades ele­ m entales de las m atem áticas y cosas sem ejantes: ese tipo de creencias acerca de las cuales nadie se propone argum entar porque ni son polém i­ cas ni fundam entales para la com prensión que alguien tenga de quién es y por qué vive. Todas las creencias que son fundam entales p ara la im agen que una persona tiene de sí m ism a son tales porque su presencia o su au ­ sencia sirve de criterio p ara discrim inar las buenas personas de las m a­ las, el tipo de persona que uno desea ser del tipo de persona que uno no desea ser. Una convicción que pueda estar justificada para cualquiera es de poco interés. Para sostener una convicción así no se requiere de una «resuelta valentía ». Debemos, pues, exam inar la expresión «creencias sólo relativam ente válidas» en tanto contrasta con afirm aciones que pueden estar justifica­ das p ara todos aquellos que no están corrom pidos, esto es, p ara todos aquellos cuya razón, considerada como facultad de búsqueda de la ver­ dad, o cuya consciencia, considerada como detector interior de la recti­ tud, es suficientem ente poderosa p ara vencer las m alas pasiones, las su­ persticiones vulgares y los bajos prejuicios. La noción de «validez absolu­ ta» carece de sentido salvo en la suposición de un yo que se divida con perfecta nitidez en la parte que tiene en com ún con lo divino y la parte que tiene en com ún con los anim ales. Pero si adm itim os la oposición entre'rázó ñ y pasión, o entre razón y voluntad, nosotros, los liberales, esta­ remos incurriendo en una petición de principio en contra de nosotros mismos. Aquellos de nosotros que estam os de acuerdo con Freud y con B erlin en no escindir a las personas en razón y pasión, hemos de descar­ ta r la distinción tradicional entre «convicción racional» y «convicción producida por razones y no por causas» o, al menos, restringir su empleo. La m ejor m anera de restringir su em pleo es lim itar la oposición entre formas racionales e irracionales de persuasión al interior de un juego de lenguaje, en lugar de in ten tar am pliarla a cam bios interesantes e im por­ tantes de conducta lingüística. Una noción restringida de racionalidad como ésa es todo lo que podem os perm itirnos si aceptam os la tesis cen­ tral del capítulo prim ero: que lo que finalm ente im porta son los cam bios

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del léxico antes que los cam bios de creencia, los cam bios en los candida­ tos a poseer valor de verdad y no las asignaciones de valor de verdad. Dentro de un juego de lenguaje, dentro de una serie de acuerdos acerca de lo que es posible e im portante, podem os distinguir con provecho entre las razones de la creencia, y las causas de la creencia que no consisten en ra ­ zones. Lo hacem os com enzando por diferencias tan obvias como las exis­ tentes entre el diálogo socrático y la sugestión hipnótica. Intentam os des­ pués consolidar la distinción tratan d o casos m ás confusos: el lavado de cerebro, los m edios publicitarios y lo que los m arxistas llam an «falsa conciencia». Indudablem ente, no hay una m anera precisa de traz ar una línea entre la persuasión y la fuerza, ni, por tanto, una m anera precisa de trazar una línea entre la causa del cam bio de una creencia que era tam ­ bién una razón, y la causa que era una «mera» causa. Pero la distinción no es m ás im perfecta que la generalidad de las distinciones. No obstante, una vez que planteam os la pregunta acerca del m odo en que pasam os de un léxico a otro, del dom inio de una m etafórica al de otra, la distinción entre razones y causas com ienza a perder utilidad. Los que hablan el viejo lenguaje y no desean cam biarlo, los que consideran señal de racionalidad o de m oralidad el h ab lar precisam ente ese lengua­ je, considerarán enteram ente irracional el atractivo de las nuevas m etáfo­ ras, ésto es, del nuevo juego de lenguaje que los radicales, la juventud, y la vanguardia están jugando. Se considerará la popularidad de las for­ mas de h ab lar nuevas como una cuestión de «moda», de «la necesidad de rebelarse», o de «decadencia». Se considerará la cuestión de por qué la gente habla de esa m anera como si se hallase por debajo del nivel del diá­ logo: un tem a que hay que traslad a r a los psicólogos o, si es necesario, a la policía. Inversam ente, desde la perspectiva de los que intentan em ­ plear el nuevo lenguaje, de los que intentan literalizar las nuevas m etáfo­ ras, se considerará irracionales a los que se adhieren al viejo lenguaje, víctimas de la pasión, del prejuicio, de la superstición, como una fuerza inerte del pasado, etcétera. Podrá contarse con los filósofos de uno y otro bando p ara apoyar las opuestas invocaciones a la distinción entre razón y causa m ediante la elaboración de una psicología m oral, una epistem olo­ gía o una filosofía del lenguaje que contem plen bajo una luz negativa a los que están en el otro bando. Aceptar la afirm ación de que no hay un punto de vista fuera del léxico ^particular, históricam ente condicionado y transitorio, que utilizam os ahora, desde el cual juzgar ese léxico, es renunciar a la idea de que pue­ de haber razones para el em pleo de los lenguajes, y, asim ism o, de que puede haber razones dentro de los lenguajes para creer en las afirm aciones. Ello equivale a renunciar a la idea de que el progreso intelectual o político sea racional, en todos los sentidos neutrales que «racional» tenga en relación con los léxicos. Pero como parece desacertado decir que todos los grandes avances m orales e intelectuales de la historia de Europa —el C ristianis­ mo, la ciencia de Galileo, la Ilustración, el R om anticism o, etcétera— fue­ ron afortunadas caídas en una irracionalidad tem poral, la conclusión que ebe extraerse es que la distinción entre lo racional y lo irracional es me-

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nos útil de lo que pareció serlo alguna vez. Cuando se advierte que, tanto p ara la com unidad como p ara el individuo, el progreso es cuestión del uso de nuevas palabras y, asim ism o, de argum entar a p a rtir de prem isas form uladas con viejas palabras, caemos en la cuenta de que el léxico crí­ tico que gira en torno de nociones como «racional», «criterios», «argu­ mento», «fundamento» y «absoluto» no es apto para describir la relación entre lo viejo y lo nuevo. En la conclusión de un ensayo acerca de la concepción freudiana de la racionalidad, Davidson observa que una vez que hem os renunciado a la noción de «criterios absolutos de racionalidad» y utilizam os el térm ino «racional» p ara d ar a entender algo así como «coherencia interna», en­ tonces, si no lim itam os el alcance de la aplicación de ese térm ino, nos ve­ remos forzados a llam ar «irracionales» a m uchas cosas que desam os elo­ giar. En especial describirem os como «irracional» lo que Davidson llam a «una form a de autocrítica y de reform a que tenem os en alta estim a y que siem pre se ha pensado que era la esencia m ism a de la racionalidad y la fuente de la libertad». Davidson plantea la cuestión así: Lo que tengo presente es una forma especial de deseo o de valor de segun­ do orden, y las acciones a que ella pueda dar lugar. Ello ocurre cuando una persona se forma un juicio positivo o negativo de alguno de sus propios de­ seos y obra para cam biar esos deseos. Desde el punto de vista del deseo que ha cam biado, no hay razones para el cambio; la razón proviene de una fuen­ te independiente y se basa en otras consideraciones, en parte contrarias. El agente tiene razones para cam biar sus propios hábitos y su carácter, pero esas razones proceden de un dom inio de valores necesariam ente extrínseco a los contenidos de las opiniones o los valores que experim entan el cam bio. La causa del cam bio, si tiene lugar, por tanto, no puede ser una razón para lo que ella causa. Una teoría que no pueda dar cuenta de la irracionalidad sería una teoría que tam poco puede explicar nuestros esfuerzos saludables, y nuestros ocasionales éxitos, de autocrítica y de mejora de uno m ism o .5

Por supuesto, Davidson estaría equivocado si la crítica y la m ejora de sí m ism o se produjeran siem pre dentro del m arco de deseos no triviales del orden m ás elevado posible, los del verdadero yo, los deseos que son fundam entales para nuestra hum anidad. Pues entonces esos deseos del nivel m ás elevado m ediarían en la disputa entre los deseos del prim ero y del segundo nivel y la racionalizarían. Pero Davidson supone —correcta­ m ente, según pienso— que los únicos deseos que podrían ser tales deseos del nivel m ás elevado son tan abstractos y vacíos que carecen de poderes de m ediación: son ejem plos de ello «Deseo ser bueno», «Deseo ser racio­ nal» y «Deseo conocer la verdad». Como lo que se considere «bueno», «ra­ cional» o «verdadero» estará determ inado por la disputa entre los deseos del prim ero y del segundo nivel, las ansiosas protestas de buena voluntad del nivel m ás elevado son im potentes p ara intervenir en esa disputa. 5. Donald Davidson, «Paradoxes of Irrationality», en Richard Wollheim y James Hopkins (comp.), Philosophical Essays on Freud, Cambridge University Press, 1982, pág. 305.

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Si Davidson tiene razón, entonces las suposiciones habitualm ente in­ vocadas en contra de Berlin y de Schum peter están equivocadas. No po­ drem os suponer que existe un m arco m áxim o dentro del cual pueda plan­ tearse, por ejemplo: «Si la libertad no posee una condición m oralm ente privilegiada, si sólo es un valor entre m uchos otros, entonces, ¿qué puede decirse del liberalism o?» No podem os suponer que los liberales deban ser capaces de elevarse por encim a de las contingencias de la historia y ver la especie de libertad individual que el Estado liberal m oderno ofrece a sus ciudadanos como sólo un valor entre otros. Ni podem os suponer que lo racional sea colocar esa libertad al lado de otros candidatos (por ejemplo, el sentim iento de la m eta nacional que los nazis ofrecieron durante un tiem po a los alem anes, o el sentim iento de conform idad con la voluntad de Dios que inspiró las guerras de religión) y utilizar entonces el térm ino «razón» p ara exam inar esos varios candidatos y descubrir cuáles —si los h ay — son «m oralm ente privilegiados». Sólo el supuesto de que existe un punto de vista sem ejante, al cual debiéram os elevarnos, hace que cobre sentido la cuestión: «Si las convicciones que uno tiene son sólo relativa­ m ente válidas, ¿por qué las defiende resueltam ente?» Inversam ente, ni la expresión de Schum peter «validez relativa» ni la noción de un «criterio relativista» parecen adecuadas si se acepta la tesis de Davidson según la cual las nuevas m etáforas son causas, pero no razo­ nes, de los cam bios de creencia, y la afirm ación de Hesse de que son las nuevas m etáforas las que han hecho posible el progreso intelectual. Si se aceptan esas afirm aciones, no hay cosas tales como un «criterio relatívisT ta», de igual modo que no existirá una cosa tal como la blasfem ia p ara quien piensa que Dios no existe. Porque no habría una perspectiva m ás elevada de la cual pudiésem os d ar cuenta y a cuyos preceptos pudiése­ mos faltar. No h abrá una actividad tal como la de exam inar valores con­ currentes a fin de ver cuáles son m oralm ente privilegiados. Porque no h a­ brá forma de elevarse por encim a del lenguaje, de la cultura, de las insti­ tuciones, y de las prácticas que uno ha adoptado, y ver a éstas en plano de igüaldad con todas las dem ás. Como dice Davidson: «el h ab lar un lengua­ je [...] no es un rasgo que él hom bre pueda perder reteniendo sin em bargo el poder de pensar. No hay, pues, posibilidades de que alguien pueda al­ canzar un puesto privilegiado para com parar esquem as conceptuales desprendiéndose m om entáneam ente del propio».6 O, p ara decirlo a la m anera heideggeriana, «el lenguaje habla al hom bre», el lenguaje camJbia en el curso de la historia, de m anera que los seres hum anos ño pueden escapar de su historicidad. Lo m ás que pueden hacer es m anipular las tensiones dentro de su propia época a fin de producir el comienzo de la época siguiente. Pero, por cierto, si los presupuestos de las preguntas de Sandel son co­ rrectos, entonces Davidson y Heidegger están equivocados. La filosofía avidsoniana y w ittgensteiniana del lenguaje —la concepción del lengua­ je como una contingencia histórica antes que como un m edio que poco a 6. Davidson, Inquines into Tmth and Interpretation, pág. 185.

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poco va tom ando la verdadera configuración del m undo verdadero y del verdadero yo— incurrirá en una petición de principio. Si aceptam os las preguntas de Sandel, entonces, en lugar de exigir una filosofía del lengua­ je, exigiremos una epistem ología y una psicología m oral que proteja los intereses de la razón, preserve la distinción entre prudencia y m oralidad, y garantice de ese m odo que las preguntas de Sandel son atinadas. Que­ rrem os un modo diferente de concebir el lenguaje, una form a en la que se considere a éste como un m edio en el cual h allar la verdad que está ahí afuera, en el m undo (o, al menos, en lo profundo del yo, en el lugar en el que hallam os los deseos perm anentes, ahistóricos, del nivel m ás elevado, que d irim an los conflictos de nhfirf inferior). Querrem os re sta u rar los mo­ delos de investigación basados en la distinción entre sujeto y objeto y en la de form a y contenido: los modelos que Davidson y Heidegger caracteri­ zan como obsoletos. ¿Hay form a de resolver este em pate entre la concepción tradicional según la cual siem pre está en orden preguntarse: «¿Cómo conoce usted?», y la concepción según la cual a veces todo lo que podem os preguntam os es por qué hablam os de esta m anera? La filosofía, como disciplina, se vuelve ridicula cuando avanza hacia tales coyunturas y dice que hallará un terreno neutral en el cual dirim ir la cuestión. No es que los filósofos hayan tenido precisam ente éxito en h allar un terreno neutral en el cual instalarse. Sería m ejor que los filósofos adm itiesen que no hay una form a de rom per ese em pate, un único lugar al cual sea apropiado retroceder. Hay, en cam bio, tantas m aneras de q u ebrar el em pate como tem as de conversación. Se puede atac ar la cuestión m ediante diferentes paradig­ m as de hum anidad: el del contem plador frente al del poeta, o el de la p er­ sona piadosa frente al de la persona que acepta al azar como digna de de­ term in ar su destino. O se la puede ab o rd ar desde el punto de vista de una ética del buen trato y preguntarse si la crueldad y la injusticia dism inui­ rán si dejam os de preocuparnos por la «validez absoluta» o si, por el con­ trario, sólo tales preocupaciones h arán que nuestros caracteres se m an­ tengan lo suficientem ente firm es para defender resueltam ente al débil contra el fuerte. Se puede ab o rd ar —estérilm ente, a mi m odo de v er— m ediante la antropología y la cuestión de si hay «universales culturales», o m ediante la psicología y la cuestión de si hay universales psicológicos. Debido a esta indefinida m ultiplicidad de perspectivas, debido a ese vas­ to núm ero de m aneras de abordar la cuestión oblicuam ente e intentando flanquear al adversario, nunca hay en la práctica em pate alguno. Tendríam os un em pate real y práctico —en tanto opuesto a un em pate artificial y teórico— únicam ente si determ inados tem as y determ inados juegos del lengúaje fueran tabú; si, dentro de una sociedad existiera acuerdo g e n e ra l^ n cuanto a que determ inadas cuestiones siempre son pertinentes, determ inadas cuestiones preceden a otras, hay un orden fijo de discusión y los m ovim ientos laterales no están perm itidos. Esa sería precisam ente la form a de sociedad que los liberales intentan evitar: una sociedad en la que im perase la «lógica» y la «retórica» estuviera fuera de la ley. Para la idea de una sociedad liberal es fundam ental que, con res-

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pecto a las palabras en tanto opuestas a los hechos, a la persuasión en tanto opuesta a la fuerza, todo vale. No hay que fom entar esa disposición abierta porque, como enseñan las Escrituras, la Verdad es grande y pre­ valecerá; ni porque, como sugiere Milton, la V erdad siem pre vencerá en com bate libre y abierto. Hay que fom entarla por sí m ism a. Una sociedad

liberal es aquella que se limita a llamar «verdad» al resultado de los comba­ tes así, sea cual fuere ese resultado. Es ésa la razón por la que se sirve mal a una sociedad liberal con el intento de dotarla de «fundam entos filosófi­ cos». Porque dotarla de tales fundam entos presupone un orden natural de tem as y de argum entos que es anterior a la confrontación entre los viejos y los nuevos léxicos, y anula sus resultados. E sta últim a observación me perm ite volver a la tesis m ás am plia que formulé anteriorm ente: la tesis de que la cultura liberal necesita de una m ejor descripción de sí antes que un conjunto de fundam entos. La idea de que tiene que haber fundam entos fue resultado del cientifism o de la Ilustración, el cual era a su vez una supervivencia de la necesidad religio­ sa de disponer de proyectos hum anos avalados por una autoridad no hu­ m ana. Fue n atu ral para el pensam iento político liberal del siglo xvm in­ ten tar asociarse con el desarrollo cultural m ás prom etedor de la época: las ciencias naturales. Pero desdichadam ente la Ilustración tejió gran, parte de su retórica en tom o a la figura del científico como una especie de sacerdote, como una persona que lograba ponerse en contacto con la ver­ dad no hum ana por ser «lógico», «metódico» y «objetivo».7 En su m o­ m ento ésa fue una táctica útil, pero en la actualidad lo es menos. Pues, en prim er lugar, las ciencias no son ya el área m ás interesante, prom etedora o excitante de la cultura. En segundo lugar, los historiadores de la ciencia han puesto de m anifiesto lo poco que esa im agen del científico tiene que ver con el logro científico real, y hasta qué punto es un despropósito in­ tentar aislar una cosa llam ada «el m étodo científico». Las ciencias, aun­ que desde finales del siglo xvm se han desarrollado m uchísim o y con ello han hecho posible la realización de m etas políticas que sin ellas nunca se habrían alcanzado, han retrocedido, no obstante, a un segundo plano de la vida cultural. Ese retroceso se debe en gran m edida a la creciente difi­ cultad para dom inar los diversos lenguajes con los que las ciencias se m a­ nejan. No es algo que deba deplorarse sino, m ás bien, algo que hay que afrontar. Podemos hacerlo trasladando la atención a áreas que sí están en el prim er plano de la cultura, aquellas que incitan la im aginación de la juventud, esto es, el arte y la política utópica. En el capítulo prim ero señalé que la Revolución Francesa y el movi­ miento rom ántico inauguraron una era en la que gradualm ente llegamos a apreciar el papel histórico de la innovación lingüística. Esa apreciación se resume en la idea —vaga, equívoca, pero fecunda y sugerente— de que 7- Se hallará más acerca de esto en mis trabajos «Science and Solidarity», en John S. Nelson (comp.), The Rethoric ofthe Human Sciences, Madison, University of Wisconsin Press, 1987, P gs. 38-52, y «Pragmatism Without Method», en Paul Kurtz (comp.), Sidney Hook: Philosopher ot Democracy and Humanism, Buffalo, Prometheus Books, 1983, págs. 259-273.

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la verdad se hace y no se descubre. Señalé tam bién que la literatu ra y la política son las esferas a las que los intelectuales contem poráneos dirigen su m irada cuando se interesan por los fines antes que por los medios. Puedo añ ad ir ahora el corolario de que ésas son las áreas a las que debe­ mos dirigim os en busca del estatuto de una sociedad liberal .¡(Necesita­ mos una redescripción del liberalism o como la esperanza de q u e la cultu­ ra en su conjunto pueda ser «poetizada», y no como la esperanza de la Ilustración de que se la pueda «racionalizar» o to rn ar «científica»; Esto es, necesitam os colocar la esperanza de que puedan equilibrarse las posi­ bilidades de cum plim iento de las fantasías privadas en lugar de la espe­ ranza de que cada uno reem place la «pasión» o la fantasía por la «razón». A mi m odo de ver, una organización política idealm ente liberal sería aquella cuyo héroe cultural fuese el «poeta vigoroso» de Bloom y no el guerrero, el sacerdote, el sabio o el científico «lógico», «objetivo», busca­ dor de la verdad. Una cultura así se desem barazaría del léxico de la Ilus­ tración que rinde culto a los presupuestos de las cuestiones que Sandel plantea a Berlin. No la aterrorizarían ya espectros llam ados «relativis­ mo» o «irracionalism o». Una cultura así no supondría que una form a cul­ tural de vida no es m ás fuerte que sus fundam entos filosóficos. En lugar de ello, excluiría la idea de tales fundam entos. Concebiría la justificación de la sociedad liberal sim plem ente como una cuestión de com paración histórica con otros intentos de organización social: las del pasado y las ideadas por los utópicos. Pensar que una justificación así es suficiente sería extraer las conse­ cuencias de la insistencia de W ittgenstein en que los léxicos —todos los léxicos, aun los que contienen las palabras que m ás en serio tom am os, las más esenciales para la descripción que hacem os de nosotros m ism os— son creaciones hum anas, herram ientas para la creación de otros artefac­ tos hum anos tales como poem as, sociedades utópicas, teorías científicas y generaciones futuras. En realidad, sería construir la retórica del libera­ lismo en tom o a ese pensam iento. Ello significaría renunciar a la idea de que es posible justificar el liberalism o y refutar a sus adversarios nazis o m arxistas poniendo a estos últim os contra un m uro argum entativo y for­ zándolos a ad m itir que la libertad liberal tiene un «privilegio moral» del que carecen los valores que éstos defienden. Desde el punto de vista que he estado proponiendo, todo intento de acosar de ese modo al oponente fracasa cuando el m uro contra el cual se le acorrala pasa a ser considera­ do un léxico más, una m anera m ás de describir las cosas. El m uro se con­ vierte entonces en un telón pintado, una obra hum ana más, un fragm ento m ás de decorado cultural. Una cultura poetizada sería una cultura que no insiste en que veamos en ella el verdadero m uro detrás de los m uros pin­ tados, la verdadera piedra de toque de la verdad en tanto opuesta a las piedras de toque que son m eram ente artefactos culturales. Sería una cul­ tu ra que, precisam ente por ap reciar que todas las piedras de toque son a r­ tefactos sem ejantes, se fija como m eta la creación de artefactos cada vez m ás variados y m ulticolores. Para resum ir, la m oraleja que deseo extraer de mi discusión de la tesis

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de que la posición de Berlin es «relativista», es la de que esa acusación no debiera ser respondida, sino m ás bien eludida. Debiéram os aprender a dejar a un lado preguntas como: «¿Cómo sabe usted que la libertad es la m eta principal de la organización social?», del m ism o m odo que dejam os a un lado preguntas como: «¿Cómo sabe usted que Jones es digno de su am istad?» o «¿Cómo sabe usted que Yeats es un poeta im portante, Hegel un filósofo im portante y Galileo un científico im portante?» Debiéram os concebir nuestra adhesión a instituciones sociales como cuestiones tan poco sujetas a una justificación por referencia a prem isas conocidas y co­ m únm ente aceptadas —pero tam poco menos a rb itra ria s— que la elec­ ción de am igos o de héroes.8 Tales elecciones no se hacen por referencia a criterios. No pueden ser precedidas por una reflexión crítica sin supues­ tos, llevadas a cabo en ningún lenguaje determ inado y fuera de todo con­ texto histórico particular. Cuando digo que «no debiéram os» hacer esto o que «no podemos» h a­ cer aquello, no estoy hablando, por supuesto, desde una perspectiva neu­ tral. Estoy hablando desde el lado en que la discusión le corresponde a Berlin, intentando servir a Berlin como colaborador y dedicándom e para ello a elim inar algunas m alezas filosóficas. No soy m ás neutral, ni la filo­ sofía puede ser m ás neutral, en cuestiones políticas de esta m agnitud, que Locke, quien originó esta m etáfora del «colaborador», ante el hilemorfismo y el corpuscularism o. Pero, tam bién aquí, cuando digo que la neu tra­ lidad no es un desiderátum , no estoy diciéndolo desde una perspectiva fi­ losófica neutral. No estoy sentando las bases del liberalism o al sostener que la reciente filosofía davidsoniana del lenguaje o la filosofía kuhniana de la ciencia han dem ostrado que los filósofos del pasado estaban equivo­ cados al p ro cu rar la neutralidad. Estoy diciendo que Kuhn, Davidson, W ittgenstein y Dewey nos proporcionan redescripciones de fenómenos habituales que, tom ados en conjunto, avalan el modo en que Berlin des­ cribe las instituciones y las teorías políticas alternativas. ÍEsos filósofos perm iten proporcionar una redescripción del liberalism o político, pero tam bién el liberalism o político perm ite proporcionar una redescripción de su actividad, una redescripción que nos m uestra que no hay un orden natural en la investigación filosófica. N ada nos exige introducirnos p ri­ m ero en el lenguaje, después en la creencia y el conocim iento, a continua­ ción en el yo y, por últim o, en la sociedad.'^o hay nada que sea una «filo­ sofía p rim era^: ni la m etafísica, ni la filosofía del lenguaje ni la filosofía 8. No sugiero con esto el restablecimiento de la distinción entre lo cognitivo y lo no cognitivo, y mucho menos la inclusión de la adhesión a las instituciones a la última de esas dos cate­ gorías. Sostengo, con Davidson, que la distinción entre verdadero y falso (rasgo que los positi­ vistas adjudican a la «condición cognitiva») puede aplicarse a proposiciones como «Yeats fue un gran poeta» y «La democracia es mejor que-la tiranía», lo mismo que a proposiciones como «La Tierra gira alrededor del Sol». Mi observación acerca de las preguntas de la forma «¿Cómo sa e usted que...?» que he mencionado, es sencillamente la de que no hay una manera viable de acallar las dudas acerca de tales cuestiones. Los que acosan con tales preguntas interrogan acerca de una posición epistemológica que probablemente nadie mantenga acerca de ninguna cuestión de importancia moral.

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de la ciencia. Pero —una vez m ás y por últim a vez— esa afirm ación acer­ ca de la filosofía m ism a es sólo una sugerencia term inológica más, hecha en favor de la m ism a causa: la causa de proporcionar a la cultura liberal contem poránea un léxico que es enteram ente suyo, depurándolo de los residuos de un léxico que fue apto para las necesidades de épocas p a­ sadas. Acaso pueda hacer que este rechazo de la neutralidad filosófica en in­ terés del liberalism o político resulte m ás aceptable rem itiéndom e nueva­ m ente a la analogía w ittgensteiniana entre léxicos y herram ientas. En el p rim er capítulo dije que el problem a que plantea esa com paración es el de que habitualm ente fía persona que crea una nueva herram ienta puede explicar de antem ano para qué servirá —o por qué la desea —, en cambio, la u tilidad de la creación de una nueva form a de vida cultural, de un nue­ vo léxico, se explicará sólo retrospectivamenteT]No podem os concebir al Cristianism o, al newtonism o, al m ovim iento rom ántico o al liberalism o político como h erram ienta m ientras aún estam os en trance de im aginar­ nos cómo usarla. Porque todavía no existen fines claram ente form ulables p ara los cuales sea un medio. \Pero una vez que nos im aginam os cómo em plear los léxicos de esos m ovimientos, podrem os n a rra r una historia de progreso m ostrando de qué m anera la literalización de determ inadas m etáforas cum plió la finalidad de hacer posibles todas las cosas buenas que recientem ente han ocurrido^ Además, podem os ver entonces todas esas cosas buenas como casos particulares de cierto bien m ás general, el bien om nicom prensivo al que el m ovim ento servía. Este últim o proceso constituía la definición hegeliana de la filosofía: «captar la época m e­ diante el pensam iento». Interpreto que esto significa: «hallar una des­ cripción de todas las cosas características de la época en que uno vive, que uno m ás aprueba, con las cuales uno m ás resueltam ente se identifica; una descripción que servirá como descripción del fin para el cual fueron medios los desarrollos históricos que condujeron hasta la época en que uno vive». Dado este significado de «filosofía», se sigue que, como decía Hegel, «la filosofía p in ta sus claroscuros sólo cuando una form a de vida ha enve­ j e c i d o » . ^ Cristianism o no sabía que su propósito era el alivio de la crueldad, Newton no sabía que su propósito era la tecnología moderna?, los poetas rom ánticos no sabían que su propósito era contribuir al desá: rrollo de una consciencia ética apropiada a la cultura del liberalism o po­ lítico. Pero nosotros ahora sabem os esas cosas, porque nosotros, que lle­ gamos m ás tarde, podem os contar una historia de progreso que aquellos que realm ente estaban haciendo el progreso no podían contar .^Podemos ver a esas personas como hacedores de herram ientas antes que como des­ cubridores porque com prendem os claram ente el producto que resultaba del em pleo de aquellas herram ientasT pl producto somos nosotros : nues­ tra consciencia, nuestra cultura, nuestra form a de vida. Los que nos hicie­ ron posibles no pudieron haberse representado qué era lo que estaban ha­ ciendo posible, de m anera que no pudieron haber descrito los fines para los cuales su obra era medio. Pero nosotros podem os hacerlo."

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Perm ítasem e aplicar esta observación a un caso p articu lar de la rela­ ción entre el liberalism o político y el racionalism o de la Ilustración. Esa relación es el tem a de la Dialéctica de la Ilustración de H orkheim er y Adorno. Estos observan —correctam ente, según pienso— que las fuerzas desencadenadas por la Ilustración socavaron las convicciones de la pro­ pia Ilustración. Lo que ellos llam an la «racionalidad disolvente» de la Ilustración, minó, en el curso del triunfo de la Ilustración, a lo largo de los dos últim os siglos, las ideas de «racionalidad» y de «naturaleza hu­ m ana» que el siglo xvm dio por supuestas. E xtraen así la conclusión de que el liberalism o se halla ahora intelectualm ente en la bancarrota, ca­ rente de fundam entos filosóficos, y que la sociedad liberal se halla m oral­ m ente en la bancarrota, carente de un factor de aglutinam iento social. Esa inferencia es un error. H orkheim er y Adorno suponían que los térm iños en los que describen su em presa los que inician un desarrollo his­ tórico siguen siendo los térm inos que lo describen correctam ente, e infie­ ren que la desaparición de esa term inología despoja a los resultados de ese desarrollo del derecho, o de la posibilidad, de seguir existiendo.'Casi nunca es ése el caso. Por el contrario, los térm inos em pleados por los fun­ dadores de una nueva form a de vida cultural consistirán en gran m edida en préstam os tom ados del léxico de la cultura que ellos aspiran a susti­ tuir. Sólo cuando la nueva form a ha envejecido y se ha convertido ella m ism a en blanco de los ataques de la vanguardia, em pezará a cobrar for­ m a la term inología de esa cultura. Es im probable que la term inología m ediante la cual una cultura m adura, se com para polém icam ente con otras culturas, la term inología en la cual form ula su apologética, esté com puesta por los térm inos utilizados p ara generarla. H orkheim er y Adorno ofrecen una adm irable explicación del modo en que el escepticismo de la Ilustración socava los fundam entos filosóficos de una sociedad, que ellos conciben como los instrum entos lingüísticos de la dom inación ejercida por los que gobiernan. Según ellos: j En últim a instancia la Ilustración no sólo consum ió los sím bolos [de ar\ monía social], sino tam bién a sus sucesores, los conceptos universales, y no toleró vestigio alguno de m etafísica. [...] La situación de los conceptos frente a la Ilustración es sem ejante a la de los hom bres con m edios privados con respecto a los trusts industriales: ninguno puede sentirse segu ro.9

Entre las distinciones que fueron incapaces de soportar esa disolución están los pares «validez absoluta versus validez relativa» y «m oralidad frente a prudencia». Como señalan H orkheim er y Adorno, el esp íritu úe la Ilustración decreta que «toda concepción teórica específica sucum ba a la crítica destructiva de que es sólo una creencia; hasta las propias nociones de espíritu, de verdad e incluso de ilustración, se convirtieron en m agia anim ista».10 En mi propia jerga puede expresarse esto diciendo que toda 9. Max Horkheimer y Theodor W. Adorno, Dialectic o f Enlightement, traducción de John Lumming, Nueva York, Seabury Press, 1972, pág. 23. 10. Ibid., pág. 11.

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concepción teórica pasa a ser considerada un léxico más, una descripción más, o tra form a de hablar. Para H orkheim er y Adorno era probable que la civilización no pudiese sobrevivir a ese proceso, y no tuvieron nada m ás útil que sugerir que lo que Ricoeur adecuadam ente ha denom inado «la herm enéutica de la sos­ pecha»: la consciencia perm anente de que toda nueva propuesta teórica probablem ente no sea m ás que una excusa para m antener el statu quo. Afirmaban que «si se deja a sus enemigos la consideración del aspecto destructivo del progreso, el pensam iento ciegam ente pragm atizado echa a perder su cualidad trascendente y su relación con la verdad».11 Pero no form ularon sugerencia alguna para sus amigos. No tenían una visión utópica de la cultura que fuese capaz de incorporar y de hacer uso de la com prensión del carácter disolvente de la racionalidad, del carácter autodestructivo de la Ilustración. No intentaron m ostrar de qué m odo un «pensam iento pragm atizado» podía dejar de ser ciego y convertirse en clarividente. Pero m uchos otros escritores —personas que deseaban retener de la Ilustración el liberalism o excluyendo su racionalism o— hicieron precisa­ m ente eso. John Dewey, Michael Oakeshott y John R aw lsíhan contribui­ do a socavar la idea de una serie de conceptos transhistóricos «absoluta­ m ente válidos» que funcionasen como «fundam entos filosóficos» del libe­ ralismo/; pero todos ellos pensaron que esa tarea de destrucción era una m anerá de fortalecer las instituciones liberales. H an argum entado que las instituciones liberales se hallarían en situación óptim a si se las libra­ ra de la necesidad de defenderse en térm inos de tales fundam entos: en si­ tuación óptim a por no tener que responder a la pregunta: «¿En qué con­ siste la condición privilegiada de la libertad?» Los tres adm itirían de buen grado que el único modo de justificación que vam os a lograr es el de una justificación circular de nuestras prácticas, una justificación que haga que un rasgo de nuestra cultura parezca bueno rem itiéndose a otro, o com parando polém icam ente nuestra cultura con otras por referencia a nuestras propias pautas. Lo que sugiero es que veamos en autores como ésos el triunfo de la Ilustración en el cual ésta se cancela a sí m ism a y lle­ ga a su pleno cum plim iento. El pragm atism o es la antítesis del raciona­ lismo de la Ilustración, aunque sólo fue posible (de form a perfectam ente dialéctica) en virtud de ese racionalism oTPuede servir como el léxico de un m aduro liberalism o ilustrado (despojado de ciencia y de filosofía). Perm ítasem e citar sendos pasajes de esos tres autores como testim o­ nio de sus posiciones. Dewey se hace eco de la definición hegeliana de la filosofía al decir: Cuando se reconoce que bajo el disfraz de referirse a la realidad últim a, la filosofía se ha ocupado de los preciosos valores insertos en tradiciones so­ ciales, que ha derivado de una oposición de fines sociales y de un conflicto entre instituciones heredadas y tendencias contem poráneas incom patibles, 1 11.

Ibid., pág.XIII.

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se advierte que la tarea de la filosofía futura es la de clarificar las ideas de los hombres respecto de las contiendas sociales y morales de su propia ép o ca .12

En sus Lecciones Dewey, Rawls evoca tanto a Berlín como a Dewey al decir: Lo que justifica una concepción de justicia no es el que sea fiel a un orden anterior que nos sea dado, sino su congruencia con la com prensión m ás pro­ funda que tenem os de nosotros m ism os y de nuestras aspiraciones, y la com ­ probación de que, dada nuestra historia y las tradiciones insertas en nuestra vida pública, ésta es para nosotros la doctrina m ás razon ab le.13

Por últim o, Oakeshott dice, en un texto que bien podría haber escrito Dewey: f La m oralidad no es ni un sistem a de principios generales ni un código de reglas sino un lenguaje vernáculo. Pueden extraerse de él principios y hasta reglas, pero (lo m ism o que los otros lenguajes) no es creación de los gram áti­ cos; es creación de los hablantes. Lo que debe aprenderse en educación m o­ ral no es un teorem a tal com o que la buena conducta consiste en actuar leal­ mente o ser caritativo, ni una regla com o «di siem pre la verdad», sino el modo de hablar ese lenguaje inteligentem ente. [...] No es un artificio para formular juicios acerca de la conducta o para resolver los llam ados proble­ mas morales, sino una práctica en cuyos térm inos pensar, elegir, actuar y expresarse.14 /

Esta cita de Oakeshott me sirve como base para explicar por qué pien­ so que la distinción entre m oralidad y prudencia, y el propio térm ino «moral», no son ya m uy útiles: Mi argum ento gira en torno de la habitual tesis antikantiana, que aquí Oakeshott sobreentiende, de que los «princi­ pios morales» (el im perativo categórico, el principio utilitario, etc.) tie­ nen objeto sólo en la m edida en que incorporan una referencia tácita a todo un orden de instituciones, prácticas y léxicos de deliberación m oral y política. Son alusiones o abreviaturas de tales prácticas, no su justifica­ ción. E n él m ejor de los casos constituyen un auxilio pedagógico p ara la adquisición de tales prácticas. Este elem ento es com ún a Hegel y a críti­ cos recientes de la m oral convencional y de la filosofía legal tales como Annette Baier, Stanley Fish, Jeffrey Stout, Charles Taylor y B em ard W il­ liams. 15 Si se acepta esta idea, se planteará naturalm ente la siguiente pre12. John Dewey, Reconstruction in Philosophy, Boston, Beacon Press, 1948, pág. 26. 13. John Rawls, «Kantian Constructivism in Moral Theory», Journal o f Philosophy, 77, 1980,519. 78 79 Michael Oakeshott, Of Human Conduct, Oxford, Oxford University Press, 1975, págs. 15. Es también, por supuesto, una cuestión familiar en Marx y en los marxistas. Pero en es­ tos autores la cuestión se halla desdichadamente distorsionada por una vaga distinción entre la «ideología» y una forma de pensamiento (la de los propios marxistas) que se evade de la condicrón de «ideología». Acerca de la inutilidad de la noción de «ideología», véase Raymond Geuss, he Idea o f a Critical Theory, Cambridge, Cambridge University Press, 1981.

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gunta: «Puesto que la clásica oposición kantiana entre m oralidad y p ru ­ dencia fue form ulada precisam ente en térm inos de la oposición entre una apelación al principio y una apelación a la conveniencia, ¿tiene algún ob­ jeto conservar el térm ino "m oralidad” una vez que se ha excluido la no­ ción de "principio m oral”?» ^pakeshott, siguiendo a Hegel, sugiere la respuesta: Podemos m ante­ ner la noción de «m oralidad» sólo en la m edida en que dejemos de conce­ bir la m oralidad como la voz de la parte divina de nosotros mismos y, en lugar de ello, la concibam os como nuestra propia voz como m iem bros de una com unidad, hablantes de un lenguaje común^ Puedo conservar la di­ ferencia entre m oralidad y prudencia si la concibo, no como la diferencia entre una apelación a lo incondicional y una apelación a lo condicionado, sino como la diferencia entre una apelación a los intereses de nuestra co­ m unidad y la apelación a nuestros intereses privados, posiblem ente con­ flictivos. La im portancia de este cam bio está en que hace im posible for­ m ular la pregunta: «¿Es la nuestra una sociedad moral?»{Hace im posible pensar que hay algo que se halla en relación con mi com unidad en la m is­ ma relación en que mi com unidad se halla respecto de mí: una com uni­ dad m ás am plia llam ada «hum anidad» que tiene una naturaleza in trín ­ seca^ Ese cam bio es apto para lo que Oakeshott llam a societas por oposi­ ción a una universitas, una sociedad concebida como una cuadrilla de ex­ céntricos que colaboran con propósitos de protección m utua antes que como una cuadrilla de espíritus afines unidos por una m eta común. La respuesta de Oakeshott coincide con la tesis de W ilfrid Sellars se­ gún la cual la m oralidad es cuestión de lo que él llam a «intenciones-nosotros» [«we-intentions»], y el significado central de «acción inm oral» es ; «el tipo de cosas que nosotros no hacem os».16 Una acción inm oral es, de acuerdo con esta concepción, la especie de cosas que, si se hacen, sólo las hacen anim ales, o personas de otras fam ilias, otras tribus, otras culturas u otras épocas históricas. Si las hace uno de nosotros, o si las hace reitera­ dam ente uno de nosotros, esa persona deja de ser uno de nosotros. Se convierte en un proscrito, en alguien que no habla nuestro lenguaje aun­ que alguna vez haya parecido hacerlo. De acuerdo con la elaboración de Sellars, al igual que de acuerdo con la de Hegel, la filosofía m oral tom a la form a de una respuesta a la pregunta «¿Quiénes somos "nosotros", cómo llegamos a ser lo que somos y qué podríam os llegar a ser?» antes que la de una respuesta a la pregunta: «¿Qué reglas deben determ inar mis accio­ nes?» En otras palabras: la filosofía m oral tom a la form a de una n arra­ ción histórica y de una especulación utópica antes que la de una búsque­ da de principios generales. r Este modo, propuesto por Oakeshott y por Sellars, de considerar la m oralidad como un conjunto de prácticas, el de nuestras prácticas, mues\ tra nítidam ente la diferencia existente entre la concepción de la m orali(dad como la voz de una sección divinizada de nuestra alm a, y la concep16. Véase: Wilfrid Sellars, Science and Metaphysics, Londres, Routledge and Keagan Paul, 1968, capítulos 6 y 7. Vuelvo a considerar este tema en el capítulo noveno.

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ción de la m oralidad como la voz de un artefacto hum ano contingente, una com unidad que se ha desarrollado a m erced de las vicisitudes del tiem po y del azar, un «experimento» m ás de la N aturaleza. Pone clara­ m ente de m anifiesto por qué la distinción entre m oralidad y prudencia se d errum ba cuando intentam os transferirla a cuestiones acerca de si lo que aglutina a nuestra sociedad es de naturaleza «moral» o «prudencial». La distinción tiene sentido únicam ente para los individuos. Tendría sentido para las sociedades sólo si la «hum anidad» tuviera una naturaleza por encim a de las diversas form as de vida que la historia ha erigido hasta ahora. jPero si las exigencias de una m oralidad son las exigencias de un lenguaje, y si los lenguajes son contingencias históricas, y no intentos de cap tar la verdadera configuración del m undo o del yo, entonces, el «de­ fender resueltam ente las convicciones m orales propias» es cosa de identi­ ficarse con una contingencia así. Perm ítasem e ahora poner esta observación en relación con mi afirm a­ ción an terio r de que los héroes de la sociedad liberal son el poeta vigoro­ so y el revolucionario utópico. Una síntesis así parecerá paradójica, y condenada al fracaso, si se concibe al poeta o al revolucionario como un «alienado». Pero la paradoja em pieza a desvanecerse si se elim ina el su­ puesto que se esconde tras m uchos usos recientes del térm ino «aliena­ ción». Es la idea de que los que están alienados son personas que protes­ tan en nom bre de la hum anidad contra las restricciones sociales arbitra^ rías e inhum anas. Se puede reem plazar esa idea por la de que el poeta y el revolucionario están protestando en nom bre de la sociedad m ism a en contra de aquellos aspectos de la sociedad que no son fieles a la im agen que la sociedad tiene de sí m ism a. Esta sustitución parece invalidar la diferencia entre el revolucionario y el reform ador. Pero se puede definir a la sociedad idealmente liberal como una sociedad en la cual esa diferencia queda suprim ida. Una socie­ dad liberal es una sociedad cuyos ideales se pueden alcanzar por medio de la persuasión antes que por m edio de la fuerza, por la reform a antes que por la revolución, m ediante el enfrentam iento libre y abierto de las actuales prácticas lingüísticas o de o tra naturaleza con las sugerencias de nuevas prácticas. Pero ello equivale a decir que una sociedad liberal ideal es una sociedad que no tiene propósito aparte cié la libertad, no tiene m eta alguna aparte de la com placencia en ver cómo se producen tales en­ frentam ientos y aceptar el resultado. No tiene otro propósito que el de h a­ cerles a los poetas y a los revolucionarios la vida m ás fácil, m ientras ve que ellos les hacen la vida m ás difícil a los dem ás sólo por m edio de pala­ bras, y no por medio de hechos^Es una sociedad cuyos héroes son el poe­ ta vigoroso y el revolucionario porque reconoce que ella es lo que es, tie­ ne la m oralidad que tiene, habla el lenguaje que habla, no porque se acer­ que a la voluntad de Dios o a la naturaleza del hom bre, sino porque ciertos poetas y ciertos revolucionarios del pasado han hablado como han hab lad o r C o n c e b ir el propio lenguaje, la propia consciencia, la propia m oraliad y las esperanzas m ás elevadas que uno tiene, como productos contin-

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gentes, como literalización de lo que una vez fueron m etáforas acciden­ talm ente producidas, es adoptar una identidad que le convierte a uno en persona ap ta p ara ser ciudadano de un Estado idealm ente liberal, Esa es la razón por la cual sería ciudadano ideal de un Estado ideal como ése el que conciba a los fundadores y a los conservadores de su sociedad como poetas, y no como personas que han descubierto o que han representado la verdad del m undo o de la humanidadTjAquél puede ser poeta o no serlo, puede h allar sus propias m etáforas p ara sus propias fantasías privadas o no hacerlo, puede llevar esas fantasías a la consciencia o no hacerlo. Pero tendrá un sentido com ún lo bastante freudiano p ara ver a los fundadores y a los transform adores de la sociedad, a los legisladores reconocidos de su lenguaje y, por tanto, de su m oralidad, como personas que hallaron m etáforas p ara sus fantasías, m etáforas que resultaban responder a las necesidades vagam ente sentidas por el resto de la sociedadr\Tendrá un sentido com ún lo bastante bloom iano p ara d ar por sentado "que es el a r­ tista revolucionario y el científico revolucionario, y no el artista académ i­ co y el científico norm al, los que m ás claram ente ejem plifican las virtu­ des que espera que su sociedad desee encarnar. [Resumiendo: los ciudadanos de mi utopía liberal serían personas que perciban la contingencia de su lenguaje de deliberación m oral, y, por tan ­ to, de su consciencia, y, por tanto, de su com unidad. Serían ironistas libe­ rales: personas que satisfagan el criterio de civilización señalado por Schum peter, personas que com binen el com prom iso con una com pren­ sión de la contingencia de su propio com prom iso. Term inaré este capítu­ lo intentando colocar esta figura del ironista liberal bajo una luz m ás cla­ ra m ediante la com paración de mi concepción con las de dos filósofos con los que com parte am plias zonas de acuerdo, pero cuyas concepciones di­ fieren de la m ía de m aneras opuestas. Para indicar las diferencias cruda­ m ente: M ichael Foucault es un ironista que no está dispuesto a ser libe­ ral, m ientras que Jürgen H aberm as es un liberal que no está dispuesto a ser un ironista^ Tanto Foucault como H aberm as son, lo m ism o que Berlin, críticos de los intentos platónicos y kantianos tradicionales de aislar un com ponente , nuclear del yo. Ambos consideran que Nietzsche es im portante desde el punto de vista crítico. Foucault considera que Nietzsche le ha enseñado a evitar el intento de establecer una perspectiva suprahistórica, el intento de h allar orígenes atem porales, a satisfacerse con una narración genealó­ gica de las contingencias. ,7[Nietzsche tam bién le enseñó a m irar con cau­ tela el liberalism o, a m irar detrás de las nuevas libertades a que ha dado lugar la dem ocracia política, a considerar las nuevas form as de coacción que han im puesto las sociedades democráticas?^ Pero m ientras que Foucault tom a a Nietzsche como inspiración, Ha- 17 17. Véase el trabajo de Foucault titulado «Nietzsche, Genealogy History», en su Language, Counter-Memory, Practice: Selected Essays and Interviews, editado por Donald E. Bouchard, Ithaca, Cornell University Press, 1977, especialmente págs. 146, y 152-153.

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berm as, si bien está de acuerdo con la crítica nietzscheana de la «razón centrada en el sujeto» del racionalism o tradicional, ve en Nietzsche a al­ guien que nos lleva a un punto m uerto. Para H aberm as, Nietzsche pone de m anifiesto la quiebra, p ara los propósitos de la «em ancipación» hu­ m ana, de lo que H aberm as llam a la «filosofía de la subjetividad» (en lí­ neas generales, el intento de hacer derivar la obligación m oral de nues­ tros propios elem entos vitales, de h allar en lo profundo de nosotros, m ás allá de las contingencias históricas y de los accidentes de la socialización, los orígenes de nuestra responsabilidad p ara con los otros). Con Nietzs­ che, dice H aberm as, «la crítica de la m odernidad [es decir, el intento de com ponérselas con la pérdida de las form as de cohesión social propia de las sociedades p re m o d e m as]18 prescinde por vez p rim era de la conserva­ ción de un contenido em ancipatorio».1; H aberm as considera que esta re­ nuncia al intento de em ancipación es la herencia que Nietzsche transm ite a Heidegger, Adorno, D errida y Foucault: una herencia desastrosa que hace que la reflexión filosófica sea, en el m ejor de los casos, irrelevante para la esperanza liberal y, en el peor, opuesta a ella. H aberm as cree que esos pensadores —teóricos devorados por su propia iro n ía— constituyen una especie de reductio ad absurdum de la filosofía de la subjetividad, j La respuesta del propio H aberm as á Nietzsche consiste en un intento de socavar el ataque nietzscheano contra nuestras tradiciones religiosas y m etafísicas reem plazando la «filosofía de la subjetividad» por una filoso­ fía de la intersubjetividad»: reem plazando la antigua concepción de la "razón”, centrada en el "sujeto”», com partida por K ant y Nietzsche, por lo que H aberm as llam a «razón com unicativa». H aberm as hace aquí el mismo m ovim iento que Sellars: am bos filósofos intentan analizar la razón como la intem alización de norm as sociales antes que como com ­ ponente constitutivo del yo hum ano^ H aberm as desea «fundar» las ins­ tituciones dem ocráticas de la m ism a form a en que anhelaba hacerlo Kant, pero realizando m ejor la tarea m ediante el recurso a la noción de «comunicación libre de dom inación» para reem plazar el «respeto por la dignidad hum ana» como égida bajo la cual la sociedad ha de volverse más cosm opolita y dem ocrática. tj-a respuesta de Foucault a intentos como los de H aberm as, Dewey y Berlin —intentos de construir una filosofía en torno de las necesidades de una sociedad d em ocrática— consiste en observar los inconvenientes de esa sociedad, las form as en las que no deja un lugar p ara la creación de sí, para los proyectos privados. Lo m ism o que H aberm as y Sellars, acepta el parecer de Mead de que el yo es una creación de la sociedad. A diferencia dé ellos, no está dispuesto a ad m itir que los yoes m odelados por las mo18. Véase: Jürgen Habermas, The Philosophical Discours o f Modemity, traducido por Frederick Lawrence, Cambridge, Massachusets, MIT Press, 1987, pág. 139: «Desde finales del sig o XVIII el discurso de la modernidad ha tenido un tema único colocado bajo títulos siempre nueV°t u ^kUltamiento de las fuerzas de vinculación social, la privatización y la ruptura; en pocas Pa a ras, las deformaciones de una praxis cotidiana unilateralmente racionalizada que evoca la ecesidad de algo equivalente al poder unificador de la religión.» 19- Ibid., pág. 94.

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dernas sociedades liberales sean m ejores que los que han creado socieda­ des anteriores. Gran parte de la obra de Foucault —la parte m ás valiosa, a mi ju icio — consiste en la dem ostración del m odo en que las pautas de enculturación características de las sociedades liberales han im puesto a sus m iem bros form as de coacción con las que sociedades anteriores, prem odem as, no habían soñado. No está dispuesto, sin em bargo, a adm itir que esas coacciones se com pensen con una dism inución del dolor, tal como Nietzsche no está dispuesto a ad m itir que el resentim iento de la «m oralidad del esclavo» se com pense con una dism inución sem ejantgj Mi desacuerdo con Foucault reside en que esa dism inución sí com pen­ sa, de hecho, aquellas coacciones. Estoy de acuerdo con H aberm as en que la explicación de Foucault del m odo en que el poder ha m odelado nuestra subjetividad contem poránea «prescinde de todos los aspectos en que la erotización y la intem alización de la naturaleza subjetiva representa tam bién una ganancia de libertad y de expresión».20 Lo que es m ás im ­ portante: pienso que la sociedad liberal contem poránea ya incluye las instituciones necesarias para alcanzar su propia m ejora: una m ejora que puede m itigar los peligros que Foucault ve. En realidad, mi presenti­ m iento es que el pensam iento político y social de Occidente puede haber tenido la últim a revolución conceptual que necesita.212La sugerencia de J. S. Mili de que los gobiernos deben dedicarse a llevar a un grado óptim o el equilibrio entre el d ejar en paz la vida privada de las personas e im pedir el sufrim iento, me parece que es casi la últim a palabra. El descubrir a quién se está haciendo sufrir puede quedar a cargo de una prensa libre, de universidades libres y de una opinión pública ilustrada; ilustrada, por ejemplo, por libros como Madness and Civilization y Discipline and Punish, y, asim ism o, por otros como Germinal, Black Boy , The Road to Wigan Pier y 1984. Foucault, em pero, com parte con Marx y con Nietzsche la convicción de que hem os ido dem asiado lejos para que una reform a funcione; que se requiere de una convulsión; que nuestra im aginación y nuestra voluntad están tan lim itadas por la socialización que hemos recibido, que somos incapaces hasta de proponer una alternativa de la sociedad que ahora te­ nemos .J5No está dispuesto a concebirse hablando como m iem bro de nin20. Ibid., pág. 292. La queja de Habermas recuerda a la de Michael Walzer y Charles Taylor. Véanse los ensayos de estos autores en David, Couzens Hoy (comp.), Foucault: A Critical Reáder, Oxford, Blackwell, 1986. Manifiesto una queja parecida en «Moral Identity and Prívate Autonomy», incluido en Frangois Ewald (comp.), Foucault, París, Editions du Seuil (en prensa). 21. J^Por supuesto, ello no equivale a decir que el mundo haya tenido la última revolución política que necesita. Es difícil imaginar una disminución de la crueldad en países como Sudáfrica, Paraguay y Albania sin una revolución violenta. Pero en tales países es la valentía sin más (como la de los jefes del COSATU o los firmantes de la Carta 77) lo que constituye la virtud re­ levante, no la penetración reflexiva como la que contribuye a la teoría social. En lugares así la forma de «desenmascaramiento» en que tan competente es Foucault, es irrelevante. Porque allí el poder domina abiertamente, y nadie está bajo la influencia de las ilusiones^ 22. Foucault dijo una vez en una entrevista: «Creo que imaginar otro sistema es ampliar nuestra participación en el sistema del presente» (Language, Counter-Memory, Practice, pág. 230).

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gún «nosotros», y m ucho menos a em plear la expresión «nosotros los li­ berales» como yo he estado haciéndolo. Según él dice: No apelo a ningún «nosotros»; a ninguno de esos «nosotros» cuyo con­ senso, cuyos valores, cuyas tradiciones constituyen el marco de un pensa­ m iento y definen las condiciones en las que puede convalidarse. Pero el pro­ blem a es, precisam ente, decidir si es realm ente apropiado colocarse dentro de un «nosotros» a fin de afirmar los principios que uno reconoce y los valo­ res que uno acepta; o si, en lugar de ello, no es necesario hacer posible la for­ m ación futura de un «nosotros» m ediante la elaboración de la pregunta.23

Es ése, en verdad, el problem a. Pero no estoy de acuerdo con Foucault en cuanto a si en efecto es necesario form ar un nuevo «nosotros». Mi p rin ­ cipal desacuerdo con él es precisam ente a propósito de si el «nosotros los liberales» es suficientem ente bueno o no lo es.24 Foucault no apreciaría mi sugerencia de que su libro puede ser asim i­ lado por una cultura política liberal, reform ista. Pienso que p arte de la explicación de su reacción sería que, a pesar de su acuerdo con Mead, Sellars y H aberm as en cuanto a que el yo, el sujeto hum ano, es sim plem ente lo que la inculturación hace de él, Foucault piensa aún en térm inos de algo que se halla en lo profundo del ser hum ano y que es deform ado por la inculturación. Un elem ento que prueba esa afirm ación consiste en el hecho de que Foucault es notablem ente reacio a ad m itir que (como he de argum entar en el capítulo cuarto) no hay una cosa tal como el «lenguaje del oprim ido». O casionalm ente sugiere que habla «por» el insano, o que su obra pone de m anifiesto «conocimientos sojuzgados... trozos de cono­ cim iento histórico que estuvieron presentes pero desfigurados dentro del cuerpo de una teoría funcionalista y sistem atizadora».25 ^Muchos lugares de la obra de Foucault, entre ellos el referente a «no­ sotros» citado m ás arriba, ejem plifican lo que B em ard Yack llam ó «an­ helo de revolución total» y la «exigencia de que nuestra autonom ía se en23. Paul Rabinow (comp.), The Foucault Reader, Nueva York, Pantheon, 1984, pág. 385. La cita procede de una conversación con Rabinow. 24. Estoy de acuerdo con Foucault en cuanto a que de la formulación de la pregunta co­ rrecta puede resultar, por cierto, la constitución de un nuevo «nosotros». En el siglo xvii se constituyó una comunidad de intelectuales por obra de la pregunta de Galileo: «¿Hay algún movimiento más "natural” que otro?» Otra se constituyó con la pregunta de Marx: «¿Es el Esta­ do algo más que la comisión ejecutiva de la burguesía?» Pero la formación de nuevas comuni­ dades, al igual que la revolución política, no es un fin en sí mismo. La ampliación de la esfera de nuestro «nosotros» presente es, por otra parte, uno de los dos proyectos que un ironista libe­ ral consideraría como fines en sí mismos, siendo el otro la invención de sí mismo. (Pero por «fin en si mismo» el ironista liberal entiende, por supuesto, únicamente «proyecto que no puedo imaginarme defender sobre la base de un argumento no circular».) 25. Michel Foucault, Power/Knowledge: Selected Interviews and Other Writings 1972-1977, editado por Colin Gordon, Brighton, Harvester Press, 1980, pág. 82. Habermas comenta esas lí­ neas. (The Philosophical Discourse o f Modemity, págs. 279-280.) Estoy de acuerdo con él en cuanto a que ejemplifican el intento de Foucault de eludir las dificultades autorreferenciales «aislando su genealogía del resto de las ciencias humanas en una forma tal que sea compatible con los supuestos fundamentales de su propia teoría». Estoy de acuerdo con él también en cuanto a que ese intento fracasa.

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carne en nuestras instituciones».2627Son precisam ente los deseos de esa es­ pecie los que, según pienso, los ciudadanos de una dem ocracia liberal de­ bieran reservar a la vida privada.(El modo de autonom ía que buscan ironistas creadores de sí mismos como Nietzsche, D errida o Foucault, no es una cosa que alguna vez pudiera encarnarse en instituciones sociales. La autonom ía no es algo que todos los seres hum anos tengan dentro de sí y que la sociedad pueda poner en libertad dejando de reprim irlos. Es algo que ciertos seres hum anos determ inados esperan alcanzar m ediante la creación de sí, y que en realidad unos pocos consiguen. El deseo de ser autónom o no es relevante para el deseo liberal de evitar la crueldad y el dolor: un deseo que Foucault com parte, aun cuando no esté dispuesto a expresarlo en esos térm inos, j fLa m ayoría de los ironistas lim itan ese anhelo a la esfera privada, tal como (o, al menos, así lo sostengo en el capítulo quinto) hizo Proust y de­ bieran haberlo hecho Nietzsche y Heidegger. [Foucault no se contenta con esa esfera .jfH aberm as la ignora, como irrelevante para sus propósitos. El com prom iso por el que se aboga en este libro equivale a decir: privatiza el intento nietzscheano-sartreano-foucaultiano de autenticidad y de pureza a fin de im pedirte caer en una actitud política que te lleve a pensar que hay alguna m eta social m ás im portante que la de evitar la crueldad. H asta ahí, pues, mis desacuerdos con el intento de Foucault de ser un ironista sin ser liberal. Mis desacuerdos con el intento de H aberm as de ser liberal sin ser ironista resultan obvios apenas se advierte cuán profun­ dam ente le desagradaría a H aberm as mi afirm ación de que una utopía li­ beral consistiría en una cultura poetizada. H aberm as ve en mi estetizante referencia a la m etáfora, a la novedad conceptual y a la invención de sí m ism o una desdichada preocupación por lo que él llam a «la función de descubrim iento del m undo que tiene el lenguaje» en tanto opuesta a su «función de resolver problem as» en la «praxis intram undana». El des­ confía de la exaltación de aquella función que halla en figuras neonietzscheanas tales como Heidegger y Foucault. Piensa que es igualm ente du­ doso el intento de Castoriadis de invocar esa función en su Imaginary Ins-

titution o f Society.21 26. Bernard Yack, The Longing for Total Revolution: Philosophic Sources of Social Discontent from Rousseau to Marx and Nietzsche, Princeton, Princeton University Press, 1986, pág. 385. Yacks defiende muy bien su tesis de que la idea de una cosa profundamente humana que la so­ ciedad ha deformado, procede de Rousseau pasando por el intento kantiano de ver una parte del yo como algo que está fuera de la naturaleza. La distinción entre obligación y benevolencia que Sellars ha hecho habitual, lo mismo que la concepción del yo sostenida por Mead, nos ayu­ dan a extirpar las raíces de la tentación —típica del radicalismo contemporáneo— de concebir la «sociedad» como intrínsecamente deshumanizadora. 27. Véase, por ejemplo, el tratamiento que Habermas hace de la idea de Castoriadis de «la autotransparencia de una sociedad que no oculta su origen imaginario bajo proyecciones extra­ sociales y se reconoce explícitamente como una sociedad que se instituye a sí misma» (The Philosophical Discourse o f Modemity, pág. 318). Habermas nos critica tanto a mí como a Castoria­ dis por entregarnos a una Lebensphilosophie; tal acusación significa, en líneas generales, que los dos deseamos poetizar antes que racionalizar. Mi propia interpretación (obviamente más benévola) de Castoriadis se hallará en «Unger, Castoriadis and the Romance of National Future», Northwestern University Law Review (en prensa).

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H aberm as está dispuesto a aceptar la observación kuhniana de que «los lenguajes específicos de la ciencia y de la tecnología, de la ley y la m oralidad, de la economía, de la ciencia política, etcétera... están anim a­ dos por el revivificante poder de los tropos m etafóricos».2829Pero piensa que voy dem asiado lejos —peligrosam ente lejos— cuando sugiero que «la ciencia y la m oralidad, la econom ía y la política, son protuberancias en­ tregadas a un proceso de creación lingüística exactamente de la misma for­ ma que el arte y la filosofía ».19 Quiere que siem pre se verifique la «vali­ dez» de la ap ertu ra de un m undo por referencia a la práctica intram undana. Quiere que haya prácticas argumentativas llevadas a cabo dentro de «culturas experim entadas», a las que no se puede tu rb a r con excitan­ tes y rom ánticas aperturas de nuevos m undos. Teme m ucho m ás la des­ trucción «rom ántica» de instituciones establecidas como la que ejem pli­ fican H itler y Mao que el sofocante efecto de lo que Dewey llam aba «la costra de convención» (por ejem plo, el efecto, virtualm ente sofocante, de las divisiones tradicionales en «esferas de la cultura»). Teme m ás a los que, como Foucault, desean ver a su propia autonom ía reflejada en insti­ tuciones, que a aquello a lo que Foucault tem e: la capacidad de las «cul­ tu ras experim entadas» de ejercer un «biopoder».30 La respuesta de H aberm as a las dos series de tem ores es, no obstante, la m ism a. Piensa que pueden evitarse los peligros de am bos lados si los cam bios en las instituciones y en las políticas públicas se realizan m e­ diante un proceso de «com unicación libre de dom inación». Esto me p are­ ce a m í u na buena m anera de reafirm ar la tradicional tesis liberal de que la única form a de im pedir que en las instituciones sociales subsista la crueldad es la de elevar al m áxim o la calidad de la educación, la libertad de prensa, las oportunidades educativas, las oportunidades p ara ejercer una influencia política, y cosas sem ejantes. De tal modo, la diferencia en­ tre el intento de H aberm as de reconstruir una form a de racionalism o, y mi propuesta de que la cultura debe ser poetizada, no se refleja en ningún desacuerdo político. No estam os en desacuerdo acerca de la im portancia de las instituciones dem ocráticas tradicionales, o acerca de los modos de perfeccionam iento que esas instituciones requieren, o acerca de lo que se considera «estar libre de dom inación». N uestra diferencia atañe sólo a la im agen de sí m ism a que debe tener una sociedad dem ocrática, la retórica que debe em plear p ara expresar sus esperanzas.{M ientras que mis dife­ rencias con Foucault son políticas, mis diferencias con H aberm as son lo que a m enudo se denom ina diferencias «m eram ente filosóficas») H aberm as piensa que p ara una sociedad dem ocrática es esencial que 28. Habermas, The Philosophical Discours o f Modemity, pág. 209. 29. Ibid., pág. 206. La cita corresponde a la relación que Habermas hace del núcleo de mi artículo «Deconstruction and Circumvention», Critical Inquiry, 11, 1984, 1-23, relación en la que dice que he dejado que «las módicas intuiciones del pragmatismo» se oscurecieran con «el páthos nietzscheano de una Lebensphilosophie que ha dado el giro lingüístico». 30. Habermas no olvida, sin embargo, esta última forma de peligro, a la que ha diagnosti­ cado como una «colonización del mundo de la vida». Véase su Theory o f Communicative Action, vol. 2, págs. 391-396.

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la im agen que ella tiene de sí incluya el universalism o —y alguna forma del racionalism o— de la Ilustración. Piensa que su teoría de una «razón com unicativa» es una form a de poner al día el racionalism o. Yo no deseo poner al día ni el universalism o ni el racionalism o, sino disolver a am bos y sustituirlos por una cosa distinta. Veo, por tanto, en la sustitución que H aberm as hace de una «razón centrada en el sujeto» por una «razón co­ m unicativa» sólo una form a errónea de form ular la m ism a observación por la que he estado abogando: una sociedad liberal es una sociedad que se com place en llam ar «verdadero» (o «correcto» o «justo») a lo que sea resultado de una com unicación no distorsionada, al punto de vista que resulte triunfante en un com bate libre y abierto, sea ello lo que fuere: Esa sustitución equivale a excluir la im agen de una arm onía, preestablecida entre el sujeto hum ano y el objeto de conocim iento, y, por tanto, a la ex­ clusión de la problem ática epistem ológico-m etafísica tradicional.' H aberm as está dispuesto a excluir la m ayor parte de esa problem áti­ ca. Pero incluso después de haberlo hecho insiste aún en considerar con­ vergente el proceso de la com unicación no distorsionada, y en concebir esa convergencia como una garantía de la «racionalidad» de tal com uni­ cación. La diferencia residual que m antengo con H aberm as estriba en que su universalism o le hace colocar esa convergencia en el lugar de una fundam entación ahistórica, m ientras que mi insistencia en la contingen­ cia del lenguaje hace que sospeche de la idea m ism a de la «validez uni­ versal» que se supone que tal convergencia garantiza. H aberm as desea preservar la historia tradicional (común a Hegel y a Pierce— de un acer­ cam iento asintótico a foci imaginarii. *Yo deseo reem plazar esa historia por una historia de la creciente disposición a vivir con la pluralidad y a dejar de preguntarse por la validez universal.!Deseo ver que se llega li­ brem ente al acuerdo como acuerdo acerca del m odo de cum plir propósi­ tos com unes (por ejemplo, la predicción y el control de la conducta de los átom os o de las personas, la igualación de las posibilidades de vida, la dism inución de la crueldad), pero deseo ver esos propósitos com unes so­ bre el trasfondo de una creciente percepción de la radical diversidad de los propósitos privados, del carácter radicalm ente poético de las vidas in­ dividuales, y de la fundam entación m eram ente poética de la «nosotrosconsciencia» que subyace a nuestras instituciones sociales. A bandonar el universalism o es mi m odo de hacer justicia a las tesis de los ironistas de los que H aberm as desconfía: Nietzsche, Heidegger, Derrida. H aberm as contem pla a esos hom bres desde el punto de vista de las necesidades públicas. Estoy de acuerdo con H aberm as en que como filó­ sofos públicos son, en el m ejor de los casos, inútiles y, en el peor, peligro­ sos, pero deseo insistir en el papel que ellos y otros como ellos pueden desem peñar en la adaptación del sentim iento privado de identidad del ironista con sus esperanzas liberales. Todo lo que está en cuestión es, no obstante, la adaptación, no la síntesis.(Mi cu ltura «poetizada» es una cul­ tu ra que ha renunciado al intento de unificar las formas privadas que uno tiene de tra ta r con la finitud propia y el sentim iento de obligación que se tiene p ara con los dem ás seres hum anos.)

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Para H aberm as, sin em bargo, esta com partim entación del yo, esta di­ visión del léxico final de uno en dos partes independientes, es en sí m ism a objetable. Para él, una com partim entación así se asem eja a una conce­ sión al irracionalism o, a un intento de asegurar los derechos de algo «dis­ tinto de la razón».{No obstante, a mi m odo de ver la pretendida oposición entre la razón y lo que es distinto de ella (por ejem plo: las pasiones, la vo­ luntad de poder de Nietzsche, el Ser de Heidegger) es una oposición que se puede aban d o nar cuando se ha abandonado la noción de que la «ra­ zón» designa a un poder que sana, reconcilia, unifica: la fuente de la soli­ darid ad humanaTJSi no hay una fuente así, si la idea de solidaridad hu­ m ana es sim plem ente una afortunada creación accidental de los tiem pos modernos, entonces no necesitam os ya de una noción de «razón com uni­ cativa» que reem place a la de la «razón centrada en el sujeto». No tene­ mos necesidad de reem plazar ía religión por la teoría filosófica de un po­ der salvífico y unificador, que desem peñe lá función que una vez desem ­ peñó DiosT) Yo quisiera reem plazar tanto las experiencias religiosas como las filo­ sóficas de un fundam ento suprahistórico o de una convergencia en el fi­ nal de la historia, por una narración histórica acerca del surgim iento de las instituciones y las costum bres liberales: las instituciones y las cos­ tum bres elaboradas para hacer posible la dism inución de la crueldad, el gobierno basado en el consenso de los gobernados, y p ara p erm itir tanta com unicación libre de dom inación como sea posible/E sa narración acla­ ra ría las condiciones en que la idea de la verdad como correspondencia con la realidad podría ser reem plazada gradualm ente por la idea de la verdad como lo que llega a creerse en el curso de disputas libres y abiertasj Ese desplazam iento de la epistem ología a la política, de una explica­ ción de la relación entre la «razón» y la realidad a una explicación del modo en que la libertad política ha m odificado nuestra percepción de aquello p ara lo que la indagación hum ana es apta, es un desplazam iento que Dewey estaba dispuesto a efectuar, pero ante el que H aberm as vacila. H aberm as desea insistir aún en que «el m om ento trascendente de la vali­ dez universal hace pedazos a todo provincialism o, [...] la validez reclam a­ da se distingue de la circulación social de una práctica establecida de fac­ ió, pero aún sirve a ésta como fundam ento de un consenso existente». Es precisam ente esa afirm ación de una validez universal lo que resulta ina­ ceptable debido a lo que he llam ado la «contingencia del lenguaje», y la que la cultura poetizada de mi utopía liberal ya no form ularía. Una cul­ tura así estaría, en cam bio, de acuerdo con Dewey en que «la im agina­ ción es el principal instrum ento del bien, [...] el arte es m ás m oral que toda m oralidad. Porque esta últim a es, o tiende a ser, una consagración del statu quo. [...] Los profetas m orales de la hum anidad han sido siem ­ pre poetas aun cuando se expresaran en versos libres o en p arábolas».31

31. John Dewey, Art as Experience, Nueva York, Capricorn Books, 1958, pág. 348.

SEGUNDA PARTE

IRONISMO Y TEORIA

Capítulo 4 IRONIA PRIVADA Y ESPERANZA LIBERAL jTodos los seres hum anos llevan consigo un conjunto de palabras que em plean p ara justificar sus acciones, sus creencias y sus v idasjS on ésas las p alabras con las cuales form ulam os la alabanza de nuestros amigos y el desdén por nuestros enemigos, nuestros proyectos a largo plazo, nues­ tras dudas m ás profundas acerca de nosotros mismos, y nuestras espe­ ranzas m ás elevadas. Son las palabras con las cuales narram os, a veces prospectivam ente y a veces retrospectivam ente, la historia de nuestra vida.[Llam aré a esas palabras el «léxico últim o» de una p e rs o n a j Es «último» en el sentido de que si se proyecta una duda acerca de la im portancia de esas palabras, el usuario de éstas no dispone de recursos argum entativos que no sean circulares. Esas palabras representan el pun­ to m ás alejado al que podem os ir con el lenguaje: m ás allá de ellas está sólo la estéril pasividad o el expediente de la fuerza. Una pequeña por­ ción de un léxico últim o está com puesta por térm inos sutiles, flexibles y ubicuos tales como «verdadero», «bueno», «correcto» y «bello». La por­ ción m ás am plia com prende térm inos m ás am plios, m ás rígidos y m ás li­ m itados; por ejem plo: «Cristo», «Inglaterra», «pautas profesionales», «decencia», «cortesía», «la Revolución», «la Iglesia», «progresivo», «ri­ guroso», «creativo». Los térm inos m ás lim itados hacen la m ayor parte del trabajo. LLlam aré «ironista» a la persona que reúna estas tres condiciones: 1) tenga dudas radicales y perm anentes acerca del léxico últim o que utiliza habitualm ente, debido a que han incidido en ella otros léxicos, léxicos que consideran últim os las personas o libros que han conocido; 2) advier­ te que un argum ento form ulado con su léxico actual no puede ni consoli­ d ar ni elim inar esas dudas; 3) en la m edida en que filosofa acerca de su si­ tuación, no piensa que su léxico se halle m ás cerca de la realidad que los otros, o que esté en contacto con un poder distinto de ella m ism a. Los ironistas propensos a filosofar no conciben la elección entre léxicos ni como hecha dentro de un m etaléxico neutral y universal ni como un intento de ganarse un cam ino a lo real que esté m ás allá de las apariencias, sino sim plem ente como un modo de enfrentar lo nuevo con lo viejo. { Llamo «ironistas» a las personas de esa especie porque el hecho de

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que adviertan que es posible hacer que cualquier cosa aparezca como buena o como m ala redescribiéndola, y renuncien al intento de form ular criterios p ara elegir entre léxicos últim os, las sitúa en la posición que S artre llam ó «m etaestable»: nunca muy capaces de tom arse en serio a sí m ism as porque saben siem pre que los térm inos m ediante los cuales se describen a sí m ism as están sujetos a cambio, porque saben siem pre de la contingencia y la fragilidad de sus léxicos últim os y, por tanto de su yo. Tales personas son naturalm ente afectas a la línea de pensam iento desa­ rrollada en los dos prim eros capítulos de este libro. Si tam bién son libe­ rales —personas para las cuales (para utilizar la definición de Judith Shklar) «la crueldad es la peor cosa que pueden hacer»— serán n atu ra l­ m ente afectas a las opiniones presentadas en el tercer capítulo. > (Lo opuesto a la ironía es el sentido com ún. Pues éste es el lem a de los qué inconscientem ente describen todas las cosas im portantes en térm i­ nos de léxico últim o al que ellos y los que los rodean están acostum brados.VTener sentido com ún es d ar por sentado que las afirm aciones form u­ ladas en ese léxico últim o bastan p ara describir y para juzgar las creen­ cias, las acciones y las vidas de quienes em plean léxicos últim os altern a­ tivos. Las personas que se enorgullecen del sentido com ún encontrarán desastrosa la línea de pensam iento desarrollada en la Prim era Parte. Cuando se pone en tela de juicio el sentido com ún, sus partidarios res­ ponden en p rim er lugar generalizando y haciendo explícitas las reglas del juego del lenguaje que están acostum brados a ju g ar (tal como hicie­ ron algunos de los sofistas griegos y como hace Aristóteles en sus escritos éticos). Pero si ninguna trivialidad form ulada en el viejo lenguaje basta p ara hacer frente al desafío argum entativo, la necesidad de una réplica da lugar a una disposición a ir m ás allá de las trivialidades. En ese punto el diálogo puede avanzar socráticam ente. La pregunta, «¿Qué es x?» se plantea ahora en form a tal que no es posible responderla sim plem ente exhibiendo casos paradigm áticos de x-dad. Se puede entonces requerir una definición, una esencia. F orm ular una exigencia socrática sem ejante no es aún, por supuesto, convertirse en un ironista en el sentido en que estoy em pleando este tér­ mino. Es sólo convertirse en un «metafísico» en el sentido de este térm ino que ad ap ta el que tiene de Heidegger.íEn ese sentido, el metafísico es una persona que considera la pregunta «¿Cuál es la naturaleza intrínseca de, por ejemplo, la justicia, la ciencia, el conocim iento, el Ser, la fe, la m ora­ lidad, la filosofía?» de form a literal. Supone que la presencia de un térm i­ no en su propio léxico últim o asegura que ese térm ino rem ite a algo que tiene una esencia real. El metafísico está aún adherido al sentido com ún en cuanto no pone en tela de juicio las trivialidades encerradas en el em ­ pleo de determ inado léxico últim o, y en p articu lar la trivialidad que dice que hay una realidad única y perm anente que puede hallarse detrás de las m últiples apariencias transitorias. No redescribe en realidad, sino que, m ás bien, analiza las viejas descripciones con la ayuda de otras vie­ jas descripciones^ (El ironista,jen cambio, es nom inalista e historicista. Piensa que nada

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tiene una naturaleza intrínseca, una esencia real. Piensa, pues, que la ocurrencia de un térm ino como «justo», «científico», o «racional» en el léxico últim o del presente no es razón p ara pensar que la investigación socrática de la esencia de la justicia, de la de la ciencia, o de la de la ra ­ cionalidad, le llevará a uno m ucho m ás allá de los juegos del lenguaje de su propia época. [El ironista pasa su tiem po preocupado por la posibili­ dad de h aber sido iniciado en la tribu errónea, de haber aprendido el ju e­ go de lenguaje equivocado. Le inquieta que el proceso de socialización que le convirtió en ser hum ano al darle un lenguaje pueda haberle dado el lenguaje equivocado y haberlo convertido con ello en la especie erró­ nea de ser hum ano. Pero no puede presentar un criterio p ara determ inar lo incorrecto. Por eso, cuanto m ás se ve conducido a expresar su situación en térm inos filosóficos, tanto m ás se hace presente a sí m ism o su desaso­ siego m ediante el uso constante de térm inos como «Weltanschauung », «perspectiva», «dialética», «m arco conceptual», «época histórica», «jue­ go del lenguaje», «redescripción», «léxico» e «ironía».' |E1 m etafísico responde a esa form a de h ab lar llam ándola «relativista» e insistiendo en que lo que im porta no es qué lenguaje se em plea sino cuál es verdadero. Los metafísicos piensan que los seres hum anos desean por naturaleza conocer. Piensan eso porque el léxico que han heredado les proporciona una im agen del conocim iento como una relación entre los seres hum anos y la «realidad», y la idea de que tenem os la necesidad y el deber de en tra r en esa relación. Ella tam bién nos dice que la «realidad», si se la interroga adecuadam ente, nos ayudará a determ inar cómo debe ser nuestro léxico últim o. Los metafísicos creen, pues, que ahí afuera, en el m undo, hay esencias reales que es nuestro deber conocer y que están dispuestas a auxiliarnos en el descubrim iento de ellas m ism as. No creen que sea posible hacer que una cosa aparezca como buena o m ala redescri­ biéndola, o, si lo creen, lam entan ese hecho y se aferran a la idea de que la realidad nos ayudará a resistir a tales seducciones v •En cambio, los ironistas no conciben que la búsqueda de un léxico úl­ tim o consista (siquiera en parte) en una form a de alcanzar algo distinto de ese léxico. No consideran que la cuestión central del pensam iento dis­ cursivo sea la de conocer en cualquiera de los sentidos de este térm ino que puedan ser explicados m ediante nociones como «realidad», «esencia real», «punto de vista objetivo» y la «correspondencia entre lenguaje y realidad». No piensan que la cuestión central sea la de h allar u n léxico que representé éM ctám enté nada, la de descubrir ningún m edio tran sp a­ rente. Para los ironistas, «léxico últim o» no significa «el único que aquie­ ta todas las dudas» o «el único que satisface nuestros criterios para esta­ blecer lo que es últim o, adecuado u óptim o». No piensan que reflexionar consista en regirse por criterios. Los criterios, a su m odo de ver, no son nada m ás que las trivialidades por las que se definen contextualm ente los térm inos de un léxico últim o actualm ente en uso. Los ironistas están de acuerdó con Davidson en cuanto a nuestra incapacidad de salim os del lenguaje a fin de com pararlo con alguna o tra cosa, y con Heidegger en cuanto a la contingencia y la historicidad de ese lenguaje.

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Esa diferencia da lugar a una diferencia en sus actitudes respecto de los libros. Los metafísicos piensan que las bibliotecas están divididas se­ gún disciplinas, en correspondencia con los diferentes objetos de conoci­ m iento. Los ironistas las consideran divididas según tradiciones, cada uno de cuyos m iem bros en parte adopta y en parte modifica el léxico de los escritores que ha leído. Los ironistas consideran los escritos de todas las personas con dotes poéticas, de todas las cabezas originales que han tenido talento para la redescripción —Pitágoras, Platón, Milton, Newton, Goethe, Kant, Kierkegaard, Baudelaire, Darwin, F reud— como m olienda que ha de ser som etida al m ism o m olino dialéctico. Los metafísicos, en cambio, desean establecer prim ero claram ente cuáles de esos hom bres fueron poetas, cuáles filósofos y cuáles científicos. Piensan que es esencial precisar los géneros; ordenar los textos según un conjunto de casilleros previam ente determ inados, una parrilla que, no im porta qué m ás haga, p erm itirá al menos distinguir claram ente entre las pretensiones de cono­ cim iento y otros reclam os que se dirijan a nuestra atención. El ironista, en cambio, querrá evitar asar los libros que lee m ediante el uso de cual­ quier p arrilla sem ejante (aunque, con irónica resignación, advierte que difícilm ente puede dejar de hacerlo). Para el m etafísico, la «filosofía», definida por referencia a la secuencia canónica Platón-Kant, es el intento de alcanzar el conocim iento acerca de ciertas cosas: cosas sum am ente generales e im portantes. Para el ironista, la «filosofía», definida de ese modo, es el intento de aplicar y de desarro­ llar un determ inado léxico últim o previam ente escogido: un léxico que gira en torno a la distinción entre apariencia y realidad. El punto en disputa entre ellos se refiere, una vez más, a la contingencia de nuestro lenguaje; a si lo que el sentido com ún de nuestro tiem po com parte con Platón y K ant constituye una velada sugerencia de cómo es el m undo, o si es sólo el rasgo característico del discurso de personas que viven en deter­ m inado fragm ento espaciotem poral. El metafísico supone que nuestra tradición no puede p lantear problem as que no pueda resolver; que el lé­ xico que el ironista tem e que sea m eram ente «griego», «occidental» o «burgués», es un instrum ento que nos pondrá en condiciones de llegar a algo universal.\E1 m etafísico está de acuerdo con la teoría platónica de la rem iniscencia en la forma en que esa teoría fue reafirm ada por Kierke­ gaard, a saber, que tenem os la verdad dentro de nosotros, que poseemos criterios constitutivos que nos perm iten reconocer el léxico últim o co­ rrecto cuando lo escuchamos*. El valor en efectivo de esa teoría es que nuestros léxicos últim os contem poráneos están lo bastante cerca del co­ rrecto p ara p erm itir que converjam os en él; para form ular prem isas a p a rtir de las cuales se pueda llegar a las conclusiones correctas. El metafísico piensa que, aunque podam os no tener todas las respuestas, hemos alcanzado ya los criterios para identificar las respuestas correctas. Pien­ sa, pues, que «correcto» no quiere decir m eram ente «apropiado para aquellos que hablan como nosotros» sino que tiene un sentim iento m ás fuerte: el de «captar una esencia real»^ Para el ironista, las búsquedas de léxicos últim os no están destinadas

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a convergir. Para él, proposiciones como «Todos los hom bres desean por naturaleza conocer» o «La verdad es independiente de la m ente del hom ­ bre», son sim plem ente trivialidades utilizadas para inculcar los léxicos últim os locales, el sentido com ún de Occidente. Es un ironista exacta­ m ente en la m edida en que su propio léxico final no contiene tales nocio­ nes. S u descripción de lo que está haciendo al procurar un léxico últim o m ejor que el que utiliza habitualm ente, está dom inada por m etáforas del hacer m ás que del descubrir, de la diversificación y de la originalidad an ­ tes que de la convergencia con lo que ya estaba presente. Concibe los léxi­ cos últim os como logros poéticos antes que como frutos de una investiga­ ción cuidadosa según criterios previam ente form ulados. Como el metafísico cree que disponem os ya de gran parte del léxico últim o correcto y nos falta sólo pensar en detalle sus im plicaciones, pien­ sa que la investigación filosófica es cosa de observar las relaciones exis­ tentes entre las diversas trivialidades que proporcionan las definiciones de los térm inos de su léxico. Piensa por tanto que el refinam iento o la aclaración del uso de esos térm inos es cuestión de entretejer esas triviali­ dades (o, como el m etafísico preferiría decir, de esas intuiciones) en un sistem a claro. Esto tiene dos consecuencias. Prim ero: los metafísicos tien­ den a concentrarse en los elem entos m ás sutiles, m ás flexibles y m ás ubi­ cuos de su léxico: palabras como «verdad», «bien», «persona» y «objeto». Pues cuanto m ás sutil es el térm ino, m ayor será el núm ero de las triviali­ dades en las que se emplee. Segundo: piensan que el paradigm a de la in­ vestigación filosófica es el argum ento lógico; esto es, la com probación dé las relaciones de inferencia entre proposiciones antes que la com paración y el contraste de léxicos. La estrategia típica del m etafísico es la de discernir las contradiccio­ nes entre dos trivialidades, entre dos proposiciones intuitivam ente acep­ tables, y proponer entonces una distinción que resuelva la contradicción. Los metafísicos proceden entonces a insertar esa distinción dentro de una red de distinciones asociadas —una teoría filosófica— que conserve algo de la tensión de la distinción inicial. Ese modo de construir una teoría coincide con el m étodo em pleado por los jueces para d irim ir casos difíci­ les o por los teólogos para in terp retar textos difíciles. Esa actividad cons­ tituye el paradigm a de la racionalidad del m etafísico. Concibe las teorías filosóficas como convergentes: series de descubrim ientos acerca de la na­ turaleza de cosas tales como la verdad y la persona que se aproxim an cada vez m ás al modo como esas cosas son realm ente, y acercan cada vez más a la cultura como un todo a una representación precisa de la realidad. El ironista, sin em bargo, ve la secuencia de tales teorías —tal entrete­ jim iento de pautas de nuevas distinciones— como sustituciones gradua­ les, tácitas, de un viejo léxico por uno nuevo. Llam a «trivialidades» a lo que el m etafísico llam a «intuiciones». Está inclinado a decir que cuando renunciam os a una vieja trivialidad (por ejem plo: «El núm ero de espe­ cies biológicas es fijo» o «Los seres hum anos difieren de los anim ales por poseer en sí chispas de lo divino» o «Los negros no tienen derechos que los blancos deban respetar»), hemos hecho un cam bio, y no descubierto

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un hecho. El ironista, al observar la secuencia de los «grandes filósofos» y la interacción entre su pensam iento y su m arco social, ve una serie de cam bios verificados en las prácticas lingüísticas y en otras prácticas de los europeos. M ientras que el metafísico considera a los europeos m oder­ nos como p articularm ente idóneos para el descubrim iento de cómo son las cosas, el ironista los considera particularm ente rápidos en el cam bio de la im agen que tienen de sí mismos, en la recreación de sí mismos. ; El metafísico piensa que existe un abrum ador deber intelectual de p resentar argum entos para sostener las opiniones polém icas que uno tie­ ne, argum entos que p artirá n de prem isas relativam ente fuera de discu­ sión. El ironista piensa que tales argum entos —los argum entos lógicos— están perfectam ente bien p ara sus propósitos y son útiles como artificios p ara la exposición, pero que en últim a instancia no son sino form as de hacer que las personas m odifiquen sus prácticas sin ad m itir que lo han hecho. La form a de argum entación preferida del ironista es dialéctica en el sentido de que considera que la unidad de persuasión es el léxico antes que la proposición. Su m étodo es la redescripción y no la inferencia. Los ironistas se especializan en redescribir grupos de objetos o de aconteci­ m ientos en una jerga form ada en p arte por neologismos, con la esperanza de in citar a la gente a que adopte y éxtienda esa jerga. Un ironista piensa que cuando haya dejado de utilizar las viejas palabras con un nuevo sen­ tido —y, por supuesto, cuando haya dejado de introducir palabras entera­ m ente nuevas— la gente ya no planteará preguntas form uladas con los viejos térm inos. Así pues, el ironista piensa que la lógica m antiene una relación auxiliar con la dialéctica, m ientras que el m etafísico piensa que la dialéctica es una especie de retórica, la cual es a su vez un falso sustitu­ to de la lógica. He definido «dialéctica» como un intento de enfrentar léxicos entre sí y no m eram ente dé inferir proposiciones unas de otras; la he definido, pues, como la sustitución parcial de la inferencia por la redescripción. He utilizado el térm ino de Hegel porque pienso que la Fenomenología de Hegel es tanto el com ienzo del fin de la tradición platónico-kantiana como el paradigm a de la capacidad del ironista de explotar las posibilidades de una redescripción abundante. Según esta form a de ver, el llam ado m éto­ do dialéctico de Hegel no es un procedim iento argum entativo o una for­ m a de u n ir sujeto y objeto, sino sim plem ente una técnica literaria: la téc­ nica de producir cam bios sorpresivos de configuración m ediante tran si­ ciones suaves y rápidas de una term inología a otra. \E n lugar de conservar las viejas trivialidades y elaborar distinciones que ayuden a darles coherencia, Hegel m odifica constantem ente el léxico en el cual se han form ado las viejas trivialidades; en lugar de construir teorías filosóficas y de argum entar en su favor, elude la argum entación cam biando constantem ente de léxico y cam biando con ello de tema.^En la práctica, aunque no en la teoría, elim inó la idea de llegar a la verdad en favor de la idea de hacer cosas nuevas. La crítica que hace a sus prede­ cesores no es que sus proposiciones fuesen falsas, sino que sus lenguajes

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eran obsoletos. Al inventar esa form a de crítica, el joven Hegel se zafó de la secuencia Platón-K ant e inició una tradición de filosofía ironista que se continúa en Nietzsche, Heidegger y Derrida. Estos son los filósofos que definen sus logros por su relación con los predecesores antes que por su relación con la verdad. Una expresión m ás actualizada para designar lo que he estado lla­ m ando «dialéctica» sería «crítica literaria». En la época de Hegel era aún posible pensar que las obras de teatro, los poem as y las novelas daban vida a algo ya conocido; que la literatu ra estaba al servicio del conoci­ miento, la belleza al servicio de la verdad. El Hegel m ás tardío concibió la filosofía como una disciplina que, por poseer un carácter cognoscitivo del que el arte carecía, estaba por encim a de éste. Pensaba, en realidad, que esa disciplina, al haber alcanzado la m adurez en la form a de su pro­ pio idealism o absoluto, podía convertir el arte en una cosa tan obsoleta como había vuelto a la religión, y que así ocurriría. Pero, en form a bas­ tante irónica y dialéctica, lo que Hegel en realidad hizo al fundar una tra ­ dición ironista dentro de la filosofía, fue contribuir a quitarle a la filoso­ fía carácter cognoscitivo, metafísico. Favoreció su transform ación en un género lite ra rio .1 La práctica del prim er Hegel socavó la posibilidad del tipo de convergencia con la verdad acerca de la cual teorizó el últim o He­ gel. Los grandes com entadores del Hegel m ás tardío son escritores como Heine y Kierkegaard, hom bres que trata b an a Hegel en la form a en que ahora tratam os a Blake, Freud, D. H. Lawrence u Orwell. Nosotros, los ironistas, tratam os a esos autores no como canales anó­ nimos que conducen hacia la verdad sino como abreviaturas de determ i­ nado léxico últim o y de las form as de creencias y de deseos típicos de sus usuarios. El Hegel m ás tardío se convirtió en el nom bre de un léxico así, y K ierkegaard y Nietzsche se han convertido en nom bres de otros tantos. Si se nos dice que las vidas que realm ente vivieron esos hom bres tenían poco que ver con los libros y con la term inología que atrajeron nuestra atención hacia ellos, lo hacem os a un lado. T ratam os los nom bres de hom bres así como los nom bres de los héroes de sus propios libros. No nos molestam os en distinguir a Swift de la saeva indignado, a Hegel del Geist, a Nietzsche de Z aratustra, a Marcel Proust del n arrad o r Marcel o a Trilling de The Liberal Imaginadon. No nos inquieta si esos escritores logra­ ron vivir de acuerdo con la im agen que cada uno de ellos tenía de sí m is­ mo. 12 Lo que deseam os saber es si hemos de ad o p tar aquella im agen de 1. Desde este punto de vista, tanto la filosofía analítica como la fenomenología constituyen distintos retrocesos a una forma de pensamiento prehegeliana y más o menos kantiana; repre­ sentan intentos de preservar lo que he estado llamando «metafísica» convirtiéndola en el estu­ dio de las «condiciones de posibilidad» de un medio (la consciencia, el lenguaje). 2. Véase: Alexander Nehamas, Nietzsche: Life as Literature, pág. 234, donde el autor dice no ocuparse del «mísero hombrecito que escribió [las obras de Nietzsche]». Le interesa en cambio (pág. 8) «el esfuerzo [de Nietzsche] por crear una obra de arte a partir de sí mismo, personaje literario que es también un filósofo: [y que es también] un esfuerzo dirigido a ofrecer una visión positiva sin recaer en la tradición dogmática». De acuerdo con la concepción que estoy sugi­ riendo, Nietzsche puede haber sido el primer filósofo que hizo conscientemente lo que Hegel había hecho inconscientemente.

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esos hom bres. Iniciam os la respuesta a esa pregunta experim entando con los léxicos que esos hom bres elaboraron. Nos redescribim os a nosotros mismos, redescribim os nuestra situación, nuestro pasado, en esos térm i­ nos, y com param os los resultados con redescripciones alternativas que utilizan los léxicos de figuras alternativas. Nosotros, los ironistas, tene­ mos la esperanza de hacernos, m ediante esa redescripción continua, el m ejor yo que podam os. Tal com paración, ese hacer que figuras jueguen unas contra otras, es la principal de las actividades que engloba el térm ino «crítica literaria». Los críticos influyentes, los que proponen nuevos cánones —hom bres como Arnold, Pater, Leavis, Eliot, Edm und Wilson, Lionel Trilling, Frank Kermode, H arold B loom — no se dedican a explicar el verdadero signifi­ cado de los libros ni a estim ar una cosa llam ada su «m érito literario». Más bien dedican su tiem po a situ ar libros en el contexto de otros libros, figuras en el contexto de otras figuras. Ese situ ar se realiza en la m ism a form a en que colocamos a un nuevo am igo o a un nuevo enemigo en el contexto de nuestros antiguos am igos o antiguos enemigos. M ientras lo hacemos, revisam os nuestras opiniones tanto acerca de los antiguos como acerca de los nuevos. Al m ism o tiem po revisam os nuestra propia identidad m oral revisando nuestro propio léxico últimoQLa crítica litera­ ria desem peña, para los ironistas, el m ism o papel que se supone que, p ara los metafísicos, desem peña la búsqueda de principios m orales u n i­ versales.? £Para nosotros, los ironistas, nada puede servir como crítica de un léxi­ co úRirmD"salvó otro léxico sem ejante fino hay respuesta a una redescrípción salvo una re-re-redescripción.^oího m ás allá de los léxicos nada hay que sirva como criterio p ara elegir entre ellos, en la crítica se tra ta de considerar ésta y aquella figura, no de com parar a am bas con el original; N ada puede servir como crítica de una persona salvo otra persona, o ' como crítica de una cultura, salvo otra cultura alternativa, pues, p ara nov sotros, personas y culturas son léxicos encarnados. Por eso nuestras du­ das acerca de nuestros caracteres o de nuestra cultura sólo pueden ser re­ sueltas o m itigadas m ediante la am pliación de nuestras relaciones. La m ejor m anera de hacerlo es la de leer libros, por lo cual los ironistas p a­ san la m ayor parte de su tiem po prestando m ás atención a los libros que a personas reales. Los ironistas tem en quedar atascados en el léxico en que fueron educados si sólo conocen a gente del vecindario, de m anera que intentan tra b a r conocim iento con personas desconocidas (Alcibíades, Julien Sorel), fam ilias desconocidas (los Karam azov, los Casaubon) y co­ m unidades desconocidas (los caballeros teutónicos, los Nuer, los m anda­ rines del Sung). Los ironistas leen a los críticos literarios y los tom an como inform an­ tes m orales, sencillam ente porque tales críticos tienen una gam a de rela­ ciones excepcionalm ente am plia. Son inform antes m orales no porque téngan un acceso especial a la verdad m oral, sino porque han estado por todas partes. Han leído m ás libros, y por eso se hallan en mejores condiciones p ara no ser atrapados por el léxico de un solo libro. Los ironistas

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tienen, en especial, la esperanza de que los críticos les ayuden a realizar esa form a de hazaña dialéctica en la que Hegel era tan com petente. Esto es, tienen la esperanza de que los críticos les ayuden a seguir adm irando libros que son prima facie opuestos llevando a cabo algún tipo de síntesis. Quisiéramos ser capaces de ad m ira r tanto a Blake como a Arnold, tanto a Nietzsche como a Mili, tanto a Marx como a B audelaire, tanto a Trotsky como a Eliot, tanto a Nabokov como a Orwell. Esperam os, pues, que al­ gunos críticos nos m uestren de qué modo pueden unirse los libros de esos hom bres p ara form ar un bello mosaico. Esperam os que los críticos pue­ dan redescribir a esos hom bres de m anera que am plíen el canon, y nos den un conjunto de textos clásicos tan rico y variado como sea posible. Para el ironista esa tarea de am pliación del canon ocupa el lugar del in­ tento de los filósofos m orales de poner en equilibrio las intuiciones co­ m únm ente aceptadas acerca de casos m orales con los principios m orales generales com únm ente aceptados.3 Es un hecho conocido que la expresión «crítica literaria» se ha exten­ dido cada vez m ás en el curso de este siglo. O riginariam ente aludía a la com paración y la evaluación de piezas teatrales, poem as y novelas, acaso con una consideración ocasional de las artes visuales. Después se am plió hasta ab arcar la crítica del pasado (por ejemplo, la prosa de Dryden, de Shelley, de Arnold y de Eliot, y tam bién su obra en verso). Entonces, muy rápidam ente, se extendió a los libros que habían provisto de su léxico crítico a los críticos del pasado y proveían del suyo a los críticos de enton­ ces. Ello supuso su extensión a la teología, a la filosofía, a la teoría social, a los program as de reform a política y a los m anifiestos revolucionarios. Dicho brevem ente: supuso extenderlo a todo libro que pudiese proporcio­ n ar elem entos posibles al léxico últim o de una persona. Habiéndose extendido tanto el cam po de la crítica literaria, resulta, por cierto, cada vez menos propio llam arla crítica literaria. Pero la deno­ m inación se ha m antenido por accidentales razones históricas, que se re­ lacionan con el m odo en que los intelectuales obtienen trabajo en las uni­ versidades, sim ulando dedicarse a especialidades académ icas. Así, en lu­ gar de reem plazar «crítica literaria» por algo m ás o menos como «crítica cultural», hemos am pliado el ám bito de aplicación de la palabra «litera­ tura» para ab arcar todo lo que la crítica literaria critica. En lo que T. J. Clarke ha denom inado la cultura troskista-eliotista» de Nueva York en las décadas de 1930 y 1940 se esperaba que un crítico literario hubiese leído tanto La Revolución traicionada y La interpretación de los sueños, 3. Tomo en este punto la noción de «equilibrio reflexivo» propuesta por Rawls. Podría de­ cirse que la crítica literaria intenta obtener un equilibrio semejante entre los nombres propios de los escritores antes que entre proposiciones. Una de las maneras más sencillas de expresar la diferencia existente entre la filosofía «analítica» y la «continental» consiste en decir que la primera comercia con proposiciones y la segunda con nombres propios. Cuando la filosofía continental hizo su aparición en los Departamentos de Literatura anglosajones bajo la forma e «teoría literaria», ello no constituyó el descubrimiento de un método nuevo o de un enfoque nuevo, sino sencillamente el añadido de otros nombres (los nombres de filósofos) a la gama de nombres entre los cuales se procuraba un equilibrio.

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como The Wasteland, Mans Hope y An American Tragedy. En la actual cul­ tu ra orw elliano-bloom iana se espera que haya leído tanto El archipiélago Gulag, las Investigaciones filosóficas y El orden de las cosas como Lolita y The Book o f Laughter and Forgetting. La palabra «literatura» com prende ahora m ás o menos toda especie de libros que sea concebible tengan rele­ vancia m oral; que sea concebible, puedan m odificar la percepción que se tiene de lo que es posible e im portante. La aplicación de aquel térm ino nada tiene que ver con la presencia de «cualidades literarias» en un libro. Lo que ahora se espera es que el crítico, m ás que descubrir y hacer ver esas cualidades, facilite la reflexión m oral sugiriendo revisiones en el ca­ non de modelos y de inform antes m orales, y sugiriendo form as de allan ar las tensiones dentro de ese canon, o, si es necesario, de suscitarlas. El ascenso de la crítica literaria a un lugar de prem inencia en la cultu­ ra superior de las dem ocracias; su asunción gradual y sólo medio cons­ ciente del papel cultural que en su m om ento reclam aron para sí (sucesi­ vam ente) la religión, la ciencia y la filosofía, ha sido paralelo al ascenso de la proporción de ironistas frente a los m etafísicos entre los intelectua­ les. Ello ha ensanchado la brecha existente entre los intelectuales y el pú­ blico. Pues la m etafísica está inserta en la retórica pública de las socieda­ des liberales m odernas. Se distingue así entre lo m oral y lo «meram ente» estético: una distinción utilizada a m enudo p ara relegar a la «literatura» a un lugar secundario dentro de la cultura y sugerir que las novelas y los poem as son irrelevantes p ara la reflexión m oral. En líneas generales, la retórica de esas sociedades, da por supuestas la m ayor parte de las oposi­ ciones de las que he sostenido (al comienzo del capítulo tercero) se han convertido en im pedim entos para la cultura del liberalism o. E sta situación ha conducido a la form ulación de acusaciones de «irresponsabilidad» contra los intelectuales ironistas. Algunas de esas acusaciones proceden de personas ignorantes que no han leído los libros contra los cuales previenen a los dem ás y que no hacen sino defender ins­ tintivam ente sus propios papeles tradicionales. Los ignorantes incluyen a los fundam entalistas religiosos, a los científicos que se ofenden ante la su­ gerencia de que el ser «científico» no es la virtud intelectual m ás elevada, y a filósofos p ara los que es un artículo de fe el que la racionalidad requie­ re el despliegue de principios m orales generales como los afirm ados por K ant y por Mili. Pero form ulan la m ism a acusación escritores que saben de qué están hablando y cuyas opiniones m erecen respeto. Como ya lo he señalado, el m ás im portante de esos escritores es H aberm as, quien ha en­ tablado una polém ica prolongada, porm enorizada y cuidadosam ente a r­ gum entada contra los críticos de la Ilustración (por ejemplo, Adorno y Foucault), que parecen volverles la espalda a las esperanzas sociales de las sociedades liberales. En opinión de H aberm ás, Hegel (y Marx) esco­ gieron una orientación errónea al suscribir una filosofía de la «subjetivi­ dad» —de la autorreflexión— en lugar de intentar desarrollar una filoso­ fía de la com unicación intersubjetiva. Como he dicho en el capítulo tercero, me propongo defender el ironis-

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mo, y la costum bre de considerar a la crítica literaria como la disciplina intelectual hegemónica, contra polém icas como las de H aberm as. Mi de­ fensa se basa en el establecim iento de una fírm e distinción entre lo priva­ do y lo público. M ientras que H aberm as ve la línea de pensam iento ironista que se extiende desde Hegel, pasando por Foucault y Derrida, como destructora de la esperanza social, yo considero esa línea de pensam iento am pliam ente irrelevante p ara la vida pública y para las cuestiones polí­ ticas.! Teóricos ironistas como Hegel, Nietzsche, D errida y Foucault me parecen valiosísim os en su intento de form ar una autoim agen privada, pero sum am ente inútiles cuando se pasa a la política. H aberm as supone que la tarea de la filosofía es la de proporcionar un elem ento de aglutina­ ción social que reem place a la creencia religiosa, y ve en el discurso de la Ilustración acerca de la «universalidad» y la «racionalidad» el m ejor can­ didato p ara constituir ese elem ento de aglutinación. Considera, por tanto, que esa form a de crítica de la Ilustración, y de la idea de racionalidad, es un factor de disolución de los lazos que unen entre sí a los m iem bros de las sociedades liberales. Piensa que el contextualism o y el perspectivism o por el que en los capítulos anteriores he elogiado a Nietzsche, es irrespon­ sable subjetivism o. H aberm as com parte con los m arxistas, y con m uchos de aquellos a los que él critica, la suposición de que el verdadero significado de una con­ cepción filosófica consiste en sus im plicaciones políticas, y que el m arco últim o de referencia para juzgar a un escritor filosófico, en tanto opuesto al m eram ente «literario», es un m arco político. Para la tradición dentro de la cual H aberm as se desenvuelve, el que la filosofía política sea funda­ m ental p ara la filosofía es una cosa tan obvia como para la tradición an a­ lítica el carácter central de la filosofía del lenguaje. Pero, como he señala­ do en el capítulo tercero, sería m ejor evitar concebir la filosofía como una «disciplina» que tiene «problem as centrales» o una función social. Sería mejor, tam bién, evitar la idea de que la reflexión filosófica tiene un punto de p artid a natural; que según cierto orden natural de justificación, una de sus secciones es anterior a las otras. Pues, de acuerdo con la concep­ ción ironista que he estado presentando, no hay una cosa tal como un or­ den «natural» de justificación de las creencias o de los deseos. Ni hay m a­ yor ocasión p ara utilizar las distinciones entre lógica y retórica, o entre filosofía y literatura, o entre m étodos racionales y no racionales para m o­ dificar las opiniones de los d em ás.4 Si no hay un centro del yo, entonces sólo hay diferentes m aneras de in sertar nuevas creencias y deseos posi­ bles en una tram a ya existente de creencia y de deseo. La única distinción 4. Cuando esos tejidos de creencia y de deseo son en buena medida los mismos en gran nú­ mero de personas, pasa a ser útil hablar de una «apelación a la razón» o a «la lógica», pues ello sencillamente significa la apélación a un fundamento común, ampliamente compartido, evo­ cando en los otros proposiciones que forman parte de ese fundamento. Dicho más en general, todas las distinciones metafísicas tradicionales pueden adquirir un respetable sentido ironista socializándolas, tratándolas como distinciones entre conjuntos de prácticas de existencia con­ tingente, o de estrategias empleadas en el seno de tales prácticas, antes que como diferencias entre especies naturales.

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política im portante en el área es la distinción entre el uso de la fuerza y el uso de la persuasión. ^Haberm as, y otros metafísicos que desconfían de una concepción m e­ ram ente «literaria» de la filosofía, piensan que las libertades políticas li­ berales requieren cierto consenso acerca de lo que es universalm ente hu­ mano. Nosotros, los ironistas que tam bién somos liberales, pensam os que esas libertades no requieren ningún consenso acerca de ningún tem a m ás fundam ental que el de su propia deseabilidad. Desde nuestra perspectiva, lo único que im porta para la política liberal es la convicción am pliam en­ te com partida de que, como he dicho en el capítulo tercero, llam arem os «verdadero» o «bueno» a todo lo que resulte de la libre discusión; de que si cuidam os de la libertad política, la verdad y el bien se cuidarán de sí mismos^ Libre «discusión» no quiere decir aquí «libre de ideología», sino que sim plem ente alude a la discusión que tiene lugar cuando la prensa, el po­ der judicial, las elecciones y las universidades son libres, la m ovilidad so­ cial es frecuente y rápida, el alfabetism o es universal, la educación supe­ rior es com ún y la paz y la prosperidad han hecho posible que se dispon­ ga de tiem po necesario p ara p restar atención a m uchísim as personas di­ ferentes y p ara pensar acerca de lo que éstas dicen, fo m p a rto con Habermas la tesis, em parentada con Peirce de que la única fundam entación ge­ neral del criterio de verdad que podem os hacer es la que se refiere a una «com unicación sin distorsiones»,5 pero pienso que no es m ucho lo que puede decirse acerca de la com unicación que deba considerarse «sin dis­ torsiones», salvo que es «aquella que se logra cuando se tienen institucio­ nes políticas dem ocráticas y las condiciones p ara hacer que esas institu­ ciones funcionen».6 J >E1 aglutinante social que m antiene unida a la sociedad liberal ideal descrita en el capítulo anterior consiste en poco m ás que el consenso en cuanto a que lo esencial de la organización social estriba en d ar a todos la posibilidad de' crearse a sí m ism os según sus capacidades, y que esa m eta requiere, ap arte de paz y prosperidad, las «libertades burguesas» clási­ cas. Esa convicción no se basaría en concepción alguna acerca de deter­ m inados fines hum anos universalm ente com partidos, los derechos hum a­ nos, la naturaleza de la racionalidad, el Bien del Hom bre, o acerca de al­ guna otra cosa. Sería una convicción basada en nada m ás profundo que en los hechos históricos que sugieren que sin la protección de algo como las instituciones de la sociedad liberal burguesa, las personas serán me5. Esto no equivale a decir que «verdadero» pueda definirse como «aquello en lo que se creerá al final de una investigación». Una crítica de esa doctrinare Peirce se hallará en Michael Willams, «Coherence, Justification and Truth», Review o f Metaphysics, 34, 1980, 234-272, y en la segunda sección de mi «Pragmatism, Davidson and Truth», en Ernest Lepor (comp.), Truth and Interpretation: Perspectives on the Philosophy o f Donald Davidson, págs. 333-355. 6. En cambio, Habermas y los que están de acuerdo con él en cuanto a que la Ideologiekritik es fundamental para la filosofía, piensan que hay muchísimo por decir. La cuestión depende de si uno considera posible conferirle a la palabra «ideología» un sentido atractivo, haciendo que signifique algo más que «idea mala».

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nos capaces de resolver su salvación privada, de crear su autoim agen p ri­ vada, de volver a u rd ir sus tejidos de creencia y de deseo a la luz de otras personas o libros nuevos cualesquiera con que se haya llegado a tropezar. En una sociedad ideal así, la discusión de los asuntos públicos girará en torno a 1) cómo equilibrar las necesidades de paz, de bienestar y de liber­ tad cuando las condiciones exigen que una de esas m etas sea sacrificada en favor de las otras, y 2) cómo igualar las oportunidades de creación de sí m ism o y dejar entonces que las personas aprovechen o desaprovechen, por propia decisión, esas oportunidades. XLa sugerencia de que ése es el único factor de aglutinación social que necesitan las sociedades liberales, está sujeta a dos objeciones principa­ les. La p rim era es la de que, como cuestión práctica, ese factor de agluti­ nación no es lo bastante eficaz; que la retórica (predom inantem ente) m e­ tafísica de la vida pública en las dem ocracias es esencial para que prosi­ gan las instituciones libres.'XLa segunda es la de que es psicológicam ente im posible ser ironista liberal: ser una persona p ara la que «la crueldad es la peor cosa que podem os com eter» y no sostener ninguna creencia m eta­ física acerca de lo que todos los seres hum anos tienen en com ún. XLa p rim era objeción es una predicción acerca de lo que ocurriría si en nuestra retórica pública el ironism o reem plazara a la m etafísica. La se­ gunda equivale a la sugerencia de que la escisión entre lo privado y lo pú­ blico que estoy defendiendo no será viable: que nadie se dividiría a sí m ismo en un creador privado de sí m ism o y en un liberal público; que una m ism a persona no puede ser, alternativam ente, Nietzsche y Mili. Me propongo elim inar la prim era de esas objeciones m uy rápidam en-, te p ara centrarm e en la segunda. La prim era equivale a la predicción de que el predom inio irrestricto de las nociones del ironism o entre el públi­ co, la adopción de concepciones antim etafísicas, antiesencialistas, acerca de la naturaleza de la m oralidad, de la racionalidad y de los seres hum a­ nos, debilitaría y disolvería las sociedades liberales. Es posible que esa predicción sea correcta, pero existe al menos una buena razón para pen­ sar que es falsa. Se trata de la analogía con el declinar de la fe religiosa. Ese declinar, y en especial el declinar de la capacidad de la gente para considerar seriam ente la idea de una recom pensa después de la m uerte, no ha debilitado a las sociedades liberales, y en realidad las ha fortaleci­ do. En los siglos x v iii y xix m ucha gente predecía lo opuesto. Pensaban que se necesitaba la esperanza en el cielo para proporcionar un factor de entrelazam iento y de aglutinación social; que sería un despropósito, por ejemplo, hacer que ante un tribunal un ateo jurase decir la verdad. Resul­ tó, sin em bargo, que la disposición a soportar el sufrim iento en razón de las recom pensas futuras podía transferirse de las recom pensas individua­ les a las sociales; de las esperanzas en el paraíso a las esperanzas en los propios nietos.7 El que con ese cam bio el liberalism o se haya fortalecido se debe a que, 7. Hans Blumenberg considera que esa transferencia fue fundamental para el desarrollo del pensamiento moderno, y ofrece una buena demostración de ello.

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m ientras que la creencia en una alm a inm ortal, siguió siendo abofeteada por los descubrim ientos científicos y por los intentos de los filósofos de m arch ar de la m ano de la ciencia natural, no es m anifiesto que algún cam bio en la opinión de los científicos o de los filósofos pueda d añ ar esa especie de esperanza social que caracteriza a las sociedades liberales m o­ dernas: la esperanza de que la vida será eventualm ente m ás libre, menos cruel, dispondrá de m ás tiem po libre, será m ás rica en bienes y en expe­ riencias, no sólo para nuestros descendientes sino tam bién p ara los des­ cendientes de todos. Si se le dice a alguien cuya vida cobra sentido en vir­ tud de esa esperanza, que los filósofos se están volviendo irónicos en lo que se refiere a le esencia real, a la objetividad de la verdad y a la existen­ cia de una naturaleza hum ana ahistórica, es im probable que ello suscite en él dem asiado interés, y m ás im probable aun que se le produzca un daño. La idea de que las sociedades liberales se m antienen unidas gracias a creencias filosóficas me parece ridicula. Lo que m antiene unidas a las sociedades son los léxicos com unes y las esperanzas com unes. Lo típico es que los léxicos m antengan una relación p arasitaria respecto de las es­ peranzas, en el sentido de que la principal función de los léxicos es la de n a rra r historias acerca de los resultados futuros que com pensarán a los sacrificios presentes. Las sociedades m odernas, cultas, seculares, dependen de la existencia de escenarios políticos razonablem ente concretos, optim istas y acepta­ bles, por oposición a los escenarios acerca de la redención de ultratum ba. Para retener la esperanza social, los m iem bros de tales sociedades deben ser capaces de narrarse a sí mismos una historia acerca del m odo en que. las cosas podrían m archar mejor, y no ver obstáculos insuperables que im pidan que esa historia se torne realidad. Si últim am ente la esperanza social se ha vuelto menos fácil, ello no se debe a que los am anuenses h a­ yan estado com etiendo traición, sino a que, desde el final de la Segunda G uerra M undial, el curso de los acontecim ientos ha hecho que resultase m ás difícil n a rra r una historia convincente de ese tipo. El cínico e inex­ pugnable Im perio Soviético, la cortedad de vista y codicia perm anentes de las dem ocracias supervivientes, y la expansión y el ham bre de las po­ blaciones del hem isferio S ur hacen que los problem as que nuestros p a­ dres enfrentaron en la década de 1930 —el fascismo y la falta de em ­ pleo— parezcan casi m anejables. Las personas que intentan poner al día y reescribir el escenario que sus abuelos escribieron hacia finales de si­ glo, no están teniendo m ucho éxito. Los problem as que, según los pensa­ dores sociales de orientación m etafísica, se deben a que no logram os en­ co n trar el factor aglutinante teórico correcto —una filosofía que pueda disponer de am plio asentim iento en una sociedad individualista y p lu ra­ lista — son consecuencia, pienso, de un conjunto de contingencias históri­ cas. Esas contingencias perm iten ver fácilm ente que los últim os siglos de la historia europea y norteam ericana —siglos de esperanza pública y de ironism o privado crecientes— constituyen una isla en el tiem po, una isla rodeada por la m iseria, la tiran ía y el caos. Como señala Orwell, «los p ai­ sajes dem ocráticos parecen term in ar en una alam brada de púas».

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Volveré a este punto, referente a la pérdida de la esperanza social, en el capítulo octavo, donde trata ré de Orwell. Por el m om ento, sim plem en­ te estoy intentando separar la cuestión pública: «¿Es políticam ente peli­ grosa la ausencia de metafísica?», de la cuestión privada: «¿Es el ironismo com patible con un sentim iento de solidaridad hum ana?» Para hacer tal cosa puede ser útil distinguir el aspecto que el nom inalism o y el historicism o ofrecen en el presente en una cultura liberal cuya retórica públi­ ca —la retórica con la que el niño es socializado— es aún metafísica, del aspecto que podrían ofrecer en un futuro cuya retórica pública esté tom a­ da de los nom inalistas y de los historicistas.^Tendem os a suponer que el nom inalism o y el historicism o son propiedad exclusiva de los intelectua­ les, de la cu ltura superior, y que las m asas no pueden estar tan hastiadas de sus propios léxicos últim os. Pero recuérdese que en una época tam bién el ateísm o era propiedad exclusiva de los intelectuales.) \ En la sociedad liberal ideal, los intelectuales serían de todos modos ironistas aunque los dem ás no lo fuesen. Estos últim os, los no intelectua­ les, serían, sin em bargo, nom inalistas e historicistas por sentido común. Se considerarían, pues, a sí m ism os enteram ente contingentes, sin experi­ m entar ninguna duda p articu lar acerca del carácter contingente de lo que ellos resultasen ser. No serían librescos ni se dirigirían a los críticos literarios como observadores m orales. Pero el sentido com ún les llevaría a ser no metafísicos, del m ism o modo que en las dem ocracias ricas un nú­ mero creciente de personas han sido no teístas por sentido com ún. Ya no sentirían necesidad de responder a las preguntas: «¿Porqué es usted libe­ ral?» y «¿Por qué le importa a usted la hum illación de los extranjeros?», tal como el cristiano m edio del siglo xvi no sentía necesidad de responder a la pregunta: «¿Por qué es usted cristiano?» o la m ayor parte de las per­ sonas en la actualidad no sienten la necesidad de responder a la pregun­ ta: «¿Ha logrado usted la salvación?»8 Una persona así no tendría necesi­ dad de una justificación del sentim iento de la solidaridad hum ana, por­ que no se la h abría incitado a ju g ar el juego de lenguaje en el cual se plantea y se logra la justificación de ese género de creencias. La suya es una cultura en la que las dudas acerca de la retórica pública de la cultura no se com baten m ediante la dem anda socrática de definiciones y princi­ pios, sino m ediante la dem anda dew eyana de alternativas y de progra­ mas concretos. H asta donde yo veo, una cultura así podría ser tan crítica de sí m ism a y tan devota de la igualdad hum ana como lo es nuestra pro­ pia cultura liberal, y aún m etafísica, de la actualidad —si no más. Pero aun cuando tenga razón al pensar que una cultura liberal cuya retórica pública sea nom inalista e historicista, es tan posible como desea­ ble, no puedo añ ad ir a ello la afirm ación de que podría o debería ser una cultura cuya retórica pública sea ironista \N o puedo im aginarm e una cul­ tura que socialice a sus jóvenes de form a tal que les haga d udar continua­ mente acerca del propio proceso de socialización de que son objeto. Pare8. Nietzsche dice, despectivamente: «La democracia es el cristianismo vuelto natural» (La Voluntad de Poder, núm. 215). Al margen del tono despectivo, tenía mucha razón.

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ce ser inherente a la ironía el constituir una cuestión privada. De acuerdo con mi definición, el ironista no puede pasarse sin el contraste entre el lé­ xico últim o que él ha heredado y el que está intentando crear p ara sí m is­ mo. La ironía, si no es intrínsecam ente resentida, es, al menos, reactiva. Los ironistas tienen que tener algo de lo cual dudar, algo de lo cual sentir­ se alien a d o s/ ffesto me lleva a la segunda de las objeciones que he enum erado ante­ riorm ente, y, con ello, a la idea de que en el hecho de ser ironista hay algo que le incapacita a uno para ser liberal, y que una sim ple escisión entre los asuntos privados y los asuntos públicos no es suficiente p ara superar la tensión/) Es posible hacer que esa afirm ación resulte aceptable diciendo que existe, al menos prima facie, una tensión entre la idea de que la organiza­ ción social ap u nta a la igualdad hum ana y la idea de que los seres hu m a­ nos son sim plem ente léxicos encam ados. La idea de que todos tenem os la insoslayable obligación de hacer decrecer la crueldad, de hacer que los seres hum anos sean iguales en cuanto a su susceptibilidad al sufrim iento, parece d ar por sentado que hay algo en los seres hum anos que exige res­ peto y protección, con absoluta independencia del lenguaje que hablen. Sugiere que una aptitud no lingüística, la aptitud de experim entar dolor, es lo que im porta, y que las diferencias en el léxico son m ucho m enos im ­ portantes. La m etafísica —entendida como búsqueda de teorías que descubran una esencia re a l— intenta hacer inteligible la afirm ación de que los seres hum anos son algo m ás que una tram a, carente de centro, de creencias y de deseos. La razón por la que m uchas personas piensan que esa afirm a­ ción es esencial para el liberalism o, es que si los hom bres y las m ujeres fueran en realidad nada m ás que actitudes oracionales —nada m ás que la presencia o la ausencia de disposiciones dirigidas al uso de oraciones for­ m uladas en algún léxico históricam ente condicionado—, entonces no sólo la n aturaleza hum ana, sino tam bién la solidaridad hum ana com enzaría a parecer una idea excéntrica y dudosa. Pues parece im posible la solidari­ dad con todos los léxicos posibles.\Los m etafísicos nos dicen que, a no ser que haya una especie de Ur-léxico com ún, no tenem os «razón» para no ser crueles con aquellos cuyo léxico últim o es m uy diferente del nuestro]; Una ética universalista parece incom patible con el ironism o sencillam en­ te porque es difícil im aginar la form ulación de una ética sem ejante sin al­ guna doctrina acerca de la naturaleza del hom bre. Sem ejante apelación a la esencia real es la antítesis del ironism o. De tal modo, el hecho de que la exigencia clásica de una m ayor aper­ tura, de m ás espacio para la creación de sí mismo, que los ironistas for­ m ulan a sus sociedades, se equilibra con el hecho de que esa exigencia p a­ rece solicitar m eram ente una m ayor libertad para h ab lar una especie de m etalenguaje teórico irónico que el hom bre de la calle no entiende. Es fá­ cil im aginarse a un ironista que quiera perentoriam ente m ás libertad, m ayor espacio abierto, p ara los B audelaires y los Nabokovs, sin acordar-

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se de cosas como las que quería Orwell: por ejemplo, m ás aire fresco en las m inas de carbón o la em ancipación de la clase obrera respecto del Partido. Ese sentim iento de que la vinculación entre ironism o y liberalis­ mo es muy floja, y la vinculación entre m etafísica y liberalism o muy es­ trecha, es lo que hace que la gente desconfíe del ironism o en filosofía y del esteticism o en literatu ra por ser «elitistas». Esa es la razón por la que escritores como Nabokov, que dicen despre­ ciar «la hojarasca tropical» y ap u n tar a una «bienaventuranza estética», parecen m oralm ente dudosos y acaso peligrosos desde el punto de vista político.(Con frecuencia Nietzsche y Heidegger son considerados del m is­ mo modo, aun si olvidam os el uso que de ellos hicieron los nazis. En cam ­ bio, aun teniendo en cuenta el uso que del m arxism o hicieron pandillas de asesinos que se titulaban a sí m ism as «gobiernos m arxistas», el uso que del cristianism o hizo la Inquisición, y el uso que del utilitarism o hizo Gradgrind,lno podem os m encionar el m arxism o, el cristianism o o el utili­ tarism o sin respeto. Porque hubo una época en la que cada uno de ellos sirvió a la libertad hum ana. No es obvio que el ironism o lo haya hecho jam ás. El ironista es el típico intelectual m oderno, y las únicas sociedades que le h an o to rg ad o libertad p ara expresar su alienación so n las liberales. Por ello es tentador inferir que los ironistas son naturalm ente antilibera­ les. M uchísimos hom bres, desde Julien Benda a C. P. Snow, han conside­ rado que la existencia de una conexión entre ironism o y antiliberalism o era algo casi evidente de por sí. En la actualidad m uchas personas dan por sentado que el gusto por la «desconstrucción» —uno de los reclam os usuales de los ironistas— es claro signo de falta de responsabilidad mo­ ral. Suponen que la m arca distintiva del intelectual m oralm ente fiable es una suerte de prosa directa, desprendida, transparente; precisam ente el tipo de prosa que ningún ironista creador de sí m ism o se propone escribir. Aunque alguna de estas inferencias puede ser engañosa y alguna de esas suposiciones puede ser infundada, no obstante, hay algo de cierto en la sospecha que despierta el ironism o.ISegún lo he definido, el^ ironism o resulta de la consciencia del poder de la redescripción. Pero en su m ayo­ ría, los seres hum anos no desean que se les redescriba.^Desean que se les. considere en sus propios térm inos; que se les considere seriam ente tal como son y exactam ente tal como hablan. El ironista les dice que el len­ guaje que hablan es p ara que lo capten él y Iósjde su especie. Hay algo po­ tencialm ente m uy cruel en esa afirm ación. Porque la m ejor m anera de causar a las personas un dolor prolongado es h"um i 11arlasliacíéndolas ver , que las cosas que a ellas Ies parecían ser m ás im portantes, resultan fútfí Tés, obsoletas e ineficaces. ^Piénsese en lo que ocurre cuando las preciosas pertenencias de un niño -Mas cositas en torno de las cuales teje fantasías- 9 9. Véase la discusión de Judith Shklar acerca de la humillación en la pág. 37 de su Ordina>y Vices, Cambridge, Massachusets, Harvard University Press, 1984, y la discusión de Ellen Scarry acerca del empleo de la humillación por parte de los torturadores, en el capítulo primero de The Body in Pain.

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que lo hacen un poco distinto de los otros niños— son redescritas como «basura» y arrojadas al cubo. O piénsese en lo que ocurre cuando se hace que esas pertenencias parezcan ridiculas com paradas con las de otro niño, m ás rico. Probablem ente le ocurre algo sem ejante a una cultura p ri­ m itiva cuando es conquistada por una cultura m ás adelantada. Algo p a ­ recido les pasa en ocasiones a los no intelectuales en presencia de intelec­ tuales. Todas esas son form as m ás atenuadas de lo que le ocurrió a Winston Sm ith cuando fue arrestado: rom pieron su pisapapeles y golpearon a Julia en el estómago, iniciando de ese modo el proceso de hacerle descri­ birse en los térm inos de O'Brien antes que en sus propios térm inos. El ironista que redescribe, al am enazar el léxico últim o de uno y, con ello, la capacidad de uno para com prenderse a sí m ism o en sus propios térm inos antes que en los de él, sugiere que el yo y el m undo de uno son fútiles, ob­ soletos, inanes. La redescripción a m enudo hum illa. ’ Pero nótese que la redescripción y la posible hum illación no se rela­ cionan con el ironism o m ás estrecham ente que con la m etafísica. Tam ­ bién el m etafísico redescribe, aun cuando lo hace en nom bre de la razón y no en nom bre de la im aginación. La redescripción es un rasgo genérico del intelectual, no una nota específica del ironista l ¿Por qué, pues, susci­ tan los ironistas un resentim iento especial? H allam os un indicio p ara d ar respuesta a esa pregunta en el hecho de que lo típico es que el m etafísico apoye su redescripción en un argum ento; o, cuando el ironista redescribe el proceso, el m etafísico desprecia esa redescripción bajo el disfraz de un argum ento. Pero ello, en sí mismo, no resuelve el problem a, porque el a r­ gum ento, lo m ism o que la redescripción, es neutral respecto del liberalis­ mo y el antiliberalism o.tPresum iblem ente la diferencia im portante estri­ ba en que ofrecer un argum ento en apoyo de la redescripción que uno presenta equivale a decirle a la audiencia que se la está educando, y no m eram ente reprogram ando; que la Verdad ya estaba en ellos y solam ente hacía falta sacarla a la luz.?La redescripción que se presenta como redes­ cripción que pone al descubierto el verdadero yo del interlocutor o la n a­ turaleza real de un m undo público com ún que el hablante y el interlocu­ tor com parten, sugiere que la persona a la que se redescribe está recibien­ do un poder, y no que su poder ha sido recortado. Esa sugerencia se ve fortalecida si se une a la sugerencia de que esa descripción de sí m ism o anterior, falsa, le ha sido im puesta por el m undo, por la carne, por el d ia­ blo, por sus m aestros o por la represiva sociedad en la que vive. Al que se convierte al cristianism o o al m arxism o se le hace sentir que ser redescri­ to equivale a que su verdadero yo o sus intereses reales han sido puestos al descubierto. Llega a creer que su aceptación de esa redescripción sella una alianza con un poder m ás grande que cualquiera de aquellos que lo h abían oprim ido en el pasado.j \ En pocas palabras: el m etafísico piensa que hay una relación entre la redescripción y el poder, y que la redescripción correcta puede hacem os libres 1E1 ironista no ofrece una seguridad sem ejante. Tiene que decir que nuestras posibilidades de ser libres dependen de contingencias históricas en las que nuestras redescripciones sólo ocasionalm ente ejercen una in-

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fluen c ia .-No sabe de ningún poder de la m ism a m agnitud que aquel con eT que el m etafísico afirm a tener una relación. Cuando sostiene que su re­ descripción es mejor, no puede d ar al térm ino «mejor» el tranquilizador peso que el m etafísico le da al ac la rar que quiere decir «en una m ejor re­ lación de correspondencia con la realidad». í Extraigo, pues, como conclusión que aquello por lo que el ironista es censurado, no consiste en una propensión a hum illar, sino en su incapaci­ dad de otorgar un poder. No hay razones por las que el ironista no pueda ser liberal, pero no puede ser un liberal «progresivo» y «dinámico» en el sentido en el que los m etafísicos liberales suelen afirm ar que lo son. Por­ que no puede ofrecer el m ism o género de esperanza social que el m etafí­ sico ofrece. No puede afirm ar que el ad o p tar la redescripción que él hace de nosotros o de nuestra situación nos volverá m ás capaces de vencer a las fuerzas que se unen contra nosotros. De acuerdo con su explicación, esa capacidad es cuestión de arm as y de fortuna, y no cuestión de tener la verdad de parte de uno, o de haber identificado el «m ovimiento dé la his­ toria». Hay, por tanto, dos d iferencias entre el iro n iz a .liberal y el metafísico liberal. La p rim era atañe a la percepción que ellos tienen de lo que ia re­ descripción puedeTiacer en favor del liberalism o: la segunda, a la m anera como ven la conexión entré la esperanza publica y la ironía privada. La prim era diferencia consiste en que bl ironista piensa que las únicas redes­ cripciones que sirven a los propósitos liberales son aquellas que respon­ den a la pregunta «¿Qué hum illa?», m ientras que el metafísico desea tam bién responder a la pregunta: «¿Por qué debo evitar la hum illación?» El metafísico quiere que nuestro deseo de ser benévolos esté apoyado en un argum ento, un argum ento que involucre poner de relieve una esencia hu­ m ana com ún, una esencia que es álgo m ás que el hecho de que todos este­ mos sujetos a sufrir hum illación. El ironista liberal sólo desea que nues­ tras posibilidades de ser benévolos, de evitar la hum illación de los otros, se expandan por m edio de la redescripción. Piensa que el reconocim iento de la condición com ún de ser susceptibles de sufrir hum illación es el único vínculo social que se necesita/’M ientras que el m etafísico considera que el rasgo m oralm ente relevante de los otros seres hum anos reside en su rela­ ción con un poder com partido m ás am plio —la racionalidad, Dios, la ver­ dad o la historia, por ejem plo—,íel ironista considera que la definición decisiva de la persona, del sujeto m oral, es la de ser «algo que puede ser hum illado». Su sentido dé la solidaridad hum ana se basa en el sentimieri^ to de un peligro com ún, no en la posesión com ún o en un poder que se com parten ¿Qué ocurre, entonces, con la observación que antes hice, de que las personas desean que se las describa en sus propios térm inos? Como he su­ gerido anteriorm ente, el ironista liberal enfrenta esa observación diciendo que debemos distinguir entre la redescripción con propósitos privados y la redescripción con propósitos públicos. Para mis propósitos privados puedo redescribir a cualquier persona determ inada en térm inos que nada tengan que ver con el sufrim iento real o posible de esa persona. Mis pro-

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pósitos privados, lo m ismo que la parte de mi léxico últim o que no es re­ levante p ara mis acciones públicas, no son de la incum bencia de esa per­ sona.'Pero en la m edida en que soy liberal, la p arte de mi léxico últim o que es relevante p ara esas acciones, exige de mí que sepa de las diversás formas en que otros seres hum anos, sobre los que podría influir, pueden ser hum illadosiD e modo, pues, que el ironista liberal necesita tener tanta fam iliaridad im aginativa con léxicos últim os alternativos como sea posi­ ble, no sólo p ara su propia edificación, sino a fin de com prender la hum i­ llación real y posible de las personas que utilizan esos léxicos últim os al­ ternativos^ VE1 metafísico liberal, en cam bio, quiere un léxico últim o dotado de una estru ctu ra interna y orgánica, una estructura que no esté dividida por la m itad por la distinción entre lo público y lo privado, y no sólo un centón^ Piensa que el reconocim iento de que todos desean que se les con­ sidere en sus propios térm inos nos im pone h allar un m ínim o com ún de­ nom inador de esos térm inos, una descripción única que baste tanto p ara los propósitos privados como para los públicos, p ara la definición de sí m ismo y p ara las relaciones que uno m antiene con los otros. Pide, con Só­ crates, que el hom bre interno y el externo sean uno solo; que la ironía deje de ser necesaria. Es propenso a creer, con Platón, que las partes del alm a y las partes del Estado se corresponden, y que la distinción entre lo que en el alm a es esencial y accidental nos ayudará a distinguir, en el Es­ tado, la justicia de la injusticia. Tales m etáforas expresan la creencia del m etafísico liberal de que la retórica pública m etafísica del liberalism o debe co ntinuar siendo el elem ento central del léxico últim o del individuo liberal, porque es la sección que expresaría lo que ese individuo com parte con el resto de la hum anidad; la porción que hace posible la so lid arid ad .10 ÍPero esa distinción entre una sección central com partida y obligatoria y una sección periférica, individual y optativa del léxico final de uno, es precisam ente la distinción que el ironista se niega a trazar. El piensa que lo que le une con el resto de la especie no es un lenguaje com ún sino sólo el ser susceptible de padecer dolor¿y, en particular, esa form a especial de dolor que los brutos no com parten con los hum anos: la hum illación. De acuerdo con su concepción, la solidaridad hum ana no es cosa que depen­ da de la participación en una verdad com ún o en una m eta com ún, sino cuestión de co m partir una esperanza egoísta com ún: la esperanza de que el m undo de uno —las pequeñas cosas en torno de las cuales uno ha tejido el propio léxico ú ltim o — no será destruido. Para los propósitos públicos no im porta si el léxico de cada uno es diferente del de los dem ás, en la m edida en que haya coincidencia suficiente para que cada uno disponga 10. Habermas, por ejemplo, intenta salvar algo del racionalismo de la Ilustración median­ te una «teoría discursiva de la verdad» que muestre que «el punto de vista moral» es «univer­ sal» y no expresa meramente las intuiciones morales del individuo medio, masculino y de clase media de una sociedad occidental moderna» (Peter Dews [comp.], Autonomy and Solidarity: In­ terviews with Jürgen Habermas, Londres, Verso, 1986). Para el ironista, el hecho de que antes del surgimiento de las modernas sociedades occidentales nunca nadie haya tenido esas intuiciones es enteramente irrelevante para la cuestión de si ha de compartirlas.

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de algunas palabras con las cuales expresar que es deseable tom ar parte en las fantasías de las otras personas tanto como en las propias. Pero esas palabras en com ún —palabras como «benevolencia», «decencia o «dig­ n id ad » — no constituyen un léxico que todos los seres hum anos puedan alcanzar reflexionando acerca de su propia naturaleza. Tal reflexión no producirá nada, salvo una avivada consciencia de la posibilidad de su­ frir. No producirá una razón para preocuparse por el sufrim iento. Lo que al ironista liberal le im porta no es el descubrim iento de una razón sino asegurarse de que nota el sufrim iento cuando se produce. Su esperanza es la de que no se verá lim itado por su propio léxico últim o cuando afronte la posibilidad de h um illar a alguien cuyo léxico final es com pletam ente distinto. Para el ironista liberal, la destreza en la identificación im aginativa realiza la tarea que el metafísico liberal preferiría fuese desem peñada por una m otivación específicam ente m oral: la racionalidad, el am or a Dios o el am or a la verdad. ¡Él ironista no estim a que su capacidad de con­ siderar, y su deseo de im pedir, la hum illación real y posible de otros —a pesar de las diferencias de sexo, raza, tribu y léxico ú ltim o — sean una parte de sí m ism o m ás real, m ás central o m ás «esencialm ente hum ana» que cualquier otra. En verdad, los considera como una capacidad y como un deseo que, lo m ism o que la capacidad de form ular ecuaciones diferen­ ciales, surgen m ás bien tardíam ente en la historia de la hum anidad y constituyen aún un fenómeno m ás bien local. Se asocian prim ariam ente con la Europa y N orteam érica de los últim os trescientos años. No se aso­ cian con poder alguno m ás vasto que el encarnado en una situación histó­ rica concreta; por ejemplo, el poder de las ricas dem ocracias europeas y norteam ericana de difundir sus costum bres en otras partes del mundo; un poder que ciertas contingencias del pasado han am pliado y ciertas contingencias m ás recientes han hecho decrecer. M ientras que el m etafísico liberal piensa que el buen liberal sabe que determ inadas proposiciones decisivas son verdaderas, el ironista liberal piensa que el buen liberal dispone de una especie de talento (Know-how). M ientras que el prim ero piensa que la cultura superior del liberalism o se centra en la teoría, el segundo piensa que se centra en la literatu ra (en el sentido m ás antiguo y estrecho del térm ino: piezas teatrales, poem as y, especialm ente, novelas). El prim ero piensa que la tarea central del inte­ lectual es la de preservar y defender el liberalism o asentándolo sobre ciertas proposiciones verdaderas referentes a am plios tem as, pero el se­ gundo piensa que esa tarea es la de increm entar nuestra aptitud p ara re­ conocer y describir las diferentes especies de pequeñas cosas en tom o de las cuales individuos y com unidades hacen g irar sus fantasías y sus vi­ das. El ironista tom a las palabras que son fundam entales para la m etafí­ sica y, en particular, para la retórica pública de las dem ocracias libera­ les, sólo como un texto más, un conjunto m ás de pequeñas cosas hum a­ nas. Su capacidad para com prender en qué consiste el cen trar la vida de uno en torno de esas palabras no es d istinta de su capacidad para captar en qué consiste hacer g irar la vida de uno en torno del am or de Cristo o

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del Gran H erm ano. Su liberalism o no consiste en su devoción hacia esas p alabras en particular, sino en su capacidad p ara cap tar la función de m uchos conjuntos diferentes de palabras. Esa distinción nos ayudará a explicar por qué la filosofía ironista no ha hecho m ucho por la libertad y por la igualdad, ni lo hará. Pero tam ­ bién da cuenta de por qué la «literatura» (en el sentido m ás antiguo y es­ trecho), lo m ism o que la etnografía y el periodism o, está haciendo muchísimo.lComo he dicho anteriorm ente, el dolor no es algo lingüístico. Es el vínculo que a los seres hum anos nos liga con los anim ales que no em ­ plean el lenguaje. Por eso las víctim as de la crueldad, las personas que es­ tán padeciendo, no tienen algo sem ejante a un lenguaje. Por eso no hay cosas tales como «la voz del oprim ido» o «el lenguaje de las víctim as». El lenguaje que las víctim as una vez usaron, no opera ya, y están sufriendo dem asiado para reunir nuevas palabras.]Así pues, el trabajo de llevar su situación al lenguaje tendrá que ser hecho, en su lugar, por alguna otra persona. El novelista, el poeta o el periodista liberales con idóneos para eso. El teórico liberal habitualm ente no lo es. La sospecha de que el ironism o en filosofía no ha ayudado al liberalis­ mo tiene buenas razones, pero no porque la filosofía ironista sea intrínse­ cam ente cruel. Se debe a que los liberales han llegado a esperar que la fi­ losofía realizara determ inado trabajo —a saber, el de responder a pre­ guntas como: «¿Por qué no ser cruel?», y: «¿Por qué ser benévolo?»— y sienten que toda filosofía que rechace esa m isión tiene que ser despiada­ da. Pero aquella expectativa es resultado de una educación m etafísica. Si pudiéram os desem barazarnos de esa expectativa, los liberales no le soli­ citarían a la filosofía ironista que realizara el trabajo que no puede hacer, y que se define como incapaz de hacer. En una cu ltura liberal ironista la asociación establecida por el m etafísico entre la teoría y la esperanza social, y entre la literatu ra y la perfec­ ción privada, se invierte. En el seno de una cultura m etafísica liberal, las disciplinas a las que se les encom endó la tarea de p enetrar m ás allá de las diversas apariencias privadas p ara llegar a la realidad com ún general única —la teología, la ciencia, la filosofía— fueron las únicas de las que se esperó enlazaran a los seres hum anos entre sí y ayudasen de ese modo a elim inar la crueldad. En cam bio, en el seno de una cultura ironista, son las disciplinas que se especializan en la descripción intensa de lo privado y lo individual aquellas a las que se les asigna ese trabajof En particular, las novelas y las obras de etnografía que nos hacen sensibles al dolor de los que no hablan nuestro lenguaje deben realizar la tarea que se suponía que tenían que cum plir las dem ostraciones de la existencia de una n atu ­ raleza hum ana com ún. La solidaridad tiene que ser construida a p a rtir de pequeñas piezas, y no hallada como si estuviese a nuestra espera bajo la form a de un f/r-lenguaje que todos reconoceríam os al escucharlo. ) Inversam ente, dentro de nuestra cultura, cada vez m ás ironista, la fi­ losofía ha cobrado m ás im portancia para la prosecución de la perfección privada que p ara cualquier tarea social.(En los dos capítulos siguientes sostendré que los filósofos ironistas son filósofos privados; filósofos com-

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prom etidos en la intensificación de la ironía del nom inalista y del historicista. Su obra se adecúa m al a los propósitos públicos, es inútil p ara los liberales qua liberales. En los capítulos séptim o y octavo presentaré ejem plos del m odo en que los novelistas pueden hacer algo socialm ente útil: ayudados a observar los orígenes de la crueldad en nosotros m ismos y, asim ism o, a su verificación en áreas en las que no la habíam os advertido.

Capítulo 5 CREACION DE SI MISMO Y AFILIACION: PROUST, NIETZSCHE Y HEIDEGGER ¡JPara ilu strar mi tesis de que para nosotros, los ironistas, la teoría se ha transform ado en un medio al servicio de la perfección privada, y no al servicio de la solidaridad hum ana, [examinaré algunos paradigm as de la teoría ironista: el joven Hegel, Nietzsche, Heidegger y D errida./Ém plearé la palab ra «teórico» en lugar de «filósofo» dado que, por su etim ología, el térm ino «teoría» me ofrece las connotaciones que deseo y carece de algu­ nas que no deseo^Los autores que exam inaré no piensan que exista cosa alguna llam ada «sabiduría», tom ado este térm ino en cualquiera de los sentidos que Platón podría haber aceptado. Por tanto, la expresión «am ante de la sabiduría» parece inapropiada. En cam bio, la palabra «theoría » sugiere el acto de observar una am plia porción de tierra desde una distancia considerable, y es precisam ente eso lo que hacen los auto­ res que me propongo exam inar. Su especialidad es la de tom ar distancias respecto de lo que Heidegger llam ó la «tradición de la m etafísica occi­ dental» —y yo he llam ado «el canon Platón-Kant» —, y tener de ella una am plia vista. Los com ponentes de ese canon —las obras de los grandes metafísicos— son los intentos clásicos de ver todas las cosas desde un punto de vista único y considerarlas como un todo??El m etafísico procura colocarse por encim a de la m ultiplicidad de las apariencias con la esperanza de que, vistas éstas desde las alturas, se ponga de m anifiesto en ellas una inesperada unidad: una unidad que constituya el signo de que se ha vis­ lum brado algo real, algo que se halla detrás de las apariencias y las pro­ duce. En cambio, el canon ironista que he de exam inar consiste en una serie de intentos de volver la m irada hacia los ensayos de los m etafísicos de elevarse a esas alturas, y observar la unidad que subyace a la m ultipli­ cidad de tales ensayos. El teórico ironista desconfía de la m etáfora del metafísico de la m irada vertical hacia abajo./Coloca en su lugar la m etá­ fora historicista de la m irada retrospectiva Hacia el pasado, a lo largo de un eje horizontal. Pero aquello hacia lo cual dirige una m irada retrospec­ tiva no son las cosas en general, sino una especie muy singular de perso­ nas, que escriben un tipo de libros m uy singular.

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El tem a de la teoría ironista es la teoría m etafísica. Para el teórico iro­ nista, la historia de la creencia en una sabiduría ahistórica y del am or h a­ cia ella es la historia de los sucesivos intentos por h allar un léxico últim o que no sea m eram ente el léxico últim o de un filósofo determ inado, sino un léxico últim o en todos los sentidos: un léxico que no es sim ple produc­ to histórico de un filósofo individual, sino la últim a palabra, aquella en la que la indagación y la historia han convergido, la que torna superfluas la indagación y la historia ulteriores. La m eta de la teoría ironista es com prender el im pulso metafísico, el im pulso que conduce a la teorización, y, asim ism o, librarse enteram ente de él. La teoría ironista es, por tanto, un andam io del cual uno debe des­ prenderse tan pronto como ha llegado a im aginarse qué es lo que ha con­ ducido a sus predecesores a teorizar.1 Lo que el teórico ironista menos desea o necesita es una teoría del ironism o. Su ocupación no es la de proporcionarse a sí m ism o y a los dem ás ironistas un método, una p lata­ form a o una exposición razonada. Sólo hace lo que todos los ironistas: intenta la autonomía."]Procura liberarse del im perio de las contingencias heredadas y producir sus propias contingencias; librarse del im perio de un viejo léxico últim o y m odelarse uno que sea enteram ente suyo. R as­ go general de los ironistas es que no esperan que sus dudas acerca de sus propios léxicos últim os sean resueltas por algo m ás grande que ellos mismos. Esto quiere decir que su criterio para elim inar las dudas, su cri­ terio p ara la perfección privada, es la autonom ía y no la afiliación a un poder distinto a ellos m ism oslLo único que el ironista puede tom ar como punto de referencia para estim ar el acierto es el pasado; no viviendo en conform idad con él sino redescribiéndolo en sus térm inos y volviéndose de ese modo capaz de decir: «Así lo quise.»j La tarea genérica del ironista es la que Coleridge recom endaba al poe­ ta grande y original: crear el gusto de acuerdo con el cual se le ha de ju z­ gar. Pero el juez en el que el ironista piensa es él mismo. Desea ser capaz de resum ir su vida en sus propios térm inos. La vida perfecta será aquella que concluye en la confianza de que al menos el postrero de los léxicos úl­ tim os realm ente ha sido de uno. La diferencia específica que distingue al teórico ironista es sencillam ente la de que su pasado consiste en una tra1. Heidegger proporcionó al ironista teorizante su lema al concluir su lección de 1962, «Tiempo y Ser», diciendo: «Aún predomina una cierta consideración por la metafísica incluso en la intención de superar la metafísica. Por tanto, nuestra tarea consiste en abstenernos de toda superación, y en dejar a la metafísica librada a sí misma» (On Time and Being, traducción [inglesa] de Joan Stambaugh, Nueva York, Harper and Row, pág. 24). Heidegger tiene clara consciencia de una posibilidad que en su momento se realizaría en la obra de Derrida: la de que se tratase a Heidegger tal como él había tratado a Nietzsche, esto es, como un peldaño más (el último) de una escalera que debía desecharse. Un ejemplo de esa consciencia se halla en su re­ chazo de la idea «francesa» de que su obra es continuación de la de Hegel, y en su negación de que exista una cosa tal como «la filosofía de Heidegger» («Summary of a Seminar», ibid., pág. 48). Véase también el párrafo de «A Dialogue on Language Between a Japanese and a Inquirer» acerca del riesgo de interpretar palabras formuladas como señales y gestos (Winke und Gebarden) como si fueran conceptos o instrumentos para captar algo distinto de ellas mismas (Zeichen und Chiffren) (On the Way to Language, traducción de Peter Hertz, Nueva York, Harper and Row, 1971, págs. 24-27).

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dición literaria p articu lar y ceñida a lím ites m ás bien estrechos: en líneas generales, el canon Platón-K ant m ás las notas al pie de página añadidas a él. Lo que busca es una redescripción de ese canon que haga que éste pierda el poder que ejerce sobre él: rom per el hechizo suscitado por la lectura de los libros que form an el canon. (Dicho m etafísicam ente y, por tanto, erróneam ente: el ironista desea h allar el nom bre secreto, el nom ­ bre verdadero y mágico, de la filosofía: un nom bre que haga de la filoso­ fía la servidora, y no el am a, de uno.) La relación que el teórico ironista m antiene con el resto de la cultura ironista —a diferencia de la relación que el m etafísico m antiene con el resto de la cultura m etafísica— no es la de lo abstracto con lo concreto, la del problem a general con los casos es­ peciales. Se tra ta sim plem ente de cuáles son las cosas concretas respecto de las que se es irónico; de cuáles son los com ponentes que form an el p a­ sado que reviste interés. El pasado, para el ironista, son los libros que han sugerido que podría existir una cosa tal como un léxico no ironizable, un léxico al que no sería posible reem plazar m ediante su redescripción. Es posible concebir a los teóricos ironistas como críticos literarios que se es­ pecializan en esos libros, en ese género literario particular. En nuestra cultura, cada vez m ás ironista, se m encionan a m enudo dos figuras como las de quienes han alcanzado esa especie de perfección que Coleridge señalaba: Proust y Nietzsche. En su reciente libro acerca de Nietzsche, Alexander N eham as ha reunido a esas dos figuras. Observa que tienen en com ún no sólo el haber pasado sus vidas reem plazando las contingencias heredadas por contingencias creadas por ellos mismos, sino tam bién el que se describen a sí m ism os como personas que hacen exactam ente eso. A los dos les contaba que el propio proceso de creación de sí era, en sí mismo, algo que dependía de contingencias de las cuales no podían ser plenam ente conscientes, pero a ninguno de los dos les in­ quietaban las preguntas del m etafísico acerca de la relación entre la li­ bertad y el determ inism o. Proust y Nietzsche son el paradigm a del no metafísico, y ello por preocuparse tan m anifiestam ente sólo por el modo en que se presentaban ante sí mismos, y no por el modo en que se presen­ taban ante el universo. Pero m ientras que Proust consideraba la m etafísi­ ca sólo como una form a de vida entre otras, a Nietzsche la m etafísica le obsesionaba. Nietzsche no era únicam ente un teólogo rico no metafísico, sino un teórico antim etafísico. Neham as cita un paso en el que el n arrad o r de Proust dice creer ... que al dar forma a una obra de arte en m odo alguno som os libres, que no elegim os el m odo en que la haremos, sino que preexiste y, por tanto, esta­ mos obligados —pues es, a la vez, necesario y secreto— a hacer lo que debié­ ramos hacer si se tratase de una ley de la naturaleza, es decir, descubrirla.

Comenta N eham as: Pero ese descubrim iento, que [Proust] explícitam ente describe com o «el descubrim iento de nuestra verdadera vida», sólo puede ser llevado a cabo en

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el propio proceso de creación de la obra de arte que lo describe y lo constitu­ ye. Y la am bigua relación entre descubrim iento y creación, que armoniza perfectam ente con la concepción de Nietzsche, apresa tam bién perfectam en­ te la tensión de la idea m ism a de llegar a ser el que uno realm ente e s .2

La expresión «el que uno realm ente es», de acuerdo con el sentido que Nietzsche le daba, no quiere decir: «el que uno realm ente fue siem pre», sino: «aquel en el que uno se convirtió m ientras creaba el gusto de acuer­ do con el cual uno finalm ente se juzgó a sí mismo». El térm ino «final­ mente» es, no obstante, equívoco. Sugiere la existencia de un predestina­ do lugar de descanso. Pero el proceso de tom ar consciencia de las causas de uno redescribiéndolas, fatalm ente continuará hasta que uno m uera. Una ú ltim a redescripción de sí mismo, realizada en el lecho de m uerte, hab rá tenido ella m ism a causas para cuya redescripción no se dispondrá ya de tiem po. H abrá sido dictada por una ley puntual e inexorable de la naturaleza, p ara cuyo descubrim iento a uno no le queda tiem po (pero con la que los hábiles y adm irados críticos que uno tenga pueden tropezar algún día). Un m etafísico como S artre puede describir la búsqueda de perfección del ironista como una «pasión inútil», pero un ironista como Proust o como Nietzsche pensará que con esa frase se incurre en una decisiva peti­ ción de principio. El tem a de la inutilidad podría surgir si uno intentase sup erar el tiem po, el azar y la redescripción de sí m ism o m ediante el des­ cubrim iento de algo m ás poderoso que cualquiera de esas cosas. Para Proust y p ara Nietzsche, sin em bargo, no hay nada m ás poderoso o m ás im portante que la redescripción de sí mismo. No intentan superar el tiem po o el azar, sino utilizarlos. Saben muy bien que lo que se considere resolución, perfección y autonom ía, dependerá del m om ento en que a uno le sobrevenga la m uerte o la locura. Pero esta relatividad no involu­ cra inutilidad. Pues no existe un gran secreto que el ironista tenga la es­ peranza de descubrir, y antes de cuyo descubrim iento pudiera m orir o declinar. Hay sólo pequeñas cosas hum anas por reordenar m ediante una redescripción. Si se ha estado vivo o cuerdo durante largo tiem po, habrá habido m ás m aterial por reordenar y, por tanto, diferentes redescripcio­ nes, pero nunca se podría tener la descripción correcta. Pues si bien el ironista cabal puede recu rrir a la noción de «una descripción mejor», no dispone de un criterio para aplicar esa expresión, y, por consiguiente, no puede recu rrir a la noción de «la descripción correcta». No ve, pues, una inutilidad en su fracaso en convertirse en un étre-en-soi. Él hecho de que nunca desease serlo o, al menos, desease no desear serlo, es precisam ente lo que le separa del metafísico. A pesar de esas sim ilitudes entre Proust y Nietzsche, existe entre am ­ bos una diferencia decisiva, y tal diferencia es crucial para mis propósi­ tos. El proyecto de Proust tiene escasa relación con la política; como Nabokov, recurre a las cuestiones públicas del m om ento sólo con el fin de 2.

Alexander Nehamas, Nietzsche: Life as Literature, pág. 188.

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d ar color local. En cam bio, Nietzsche habla a m enudo como si tuviese una m isión social, como si tuviese ideas im portantes para la acción pú­ blica: ideas claram ente antiliberales. Pero, lo m ism o que en el caso de Heidegger, ese antiliberalism o parece adventicio y personal; pues la for­ m a de creación de sí de las que Nietzsche y Heidegger son modelos, pare­ ce no m antener ninguna relación p articu lar con cuestiones de régim en político. Pienso que una com paración de estos dos hom bres con Proust puede ay udar a ac la rar la situación y, tam bién, a avalar la afirm ación que he form ulado en el final del capítulo cuarto, a saber, que el léxico úl­ tim o del ironista puede, y debe escindirse en una am plia sección privada y una pequeña sección pública, secciones que no m antienen entre sí nin­ guna relación particular. Para esbozar una prim era y tosca diferencia entre Proust y Nietzsche podem os observar que Proust se convirtió en el que era reaccionando ante las personas y redescribiéndolas —gente real a la que había conoci­ do personalm ente—, m ientras que Nietzsche reaccionaba ante personas, y redescribía a personas, que había conocido en los libros. Ambos desea­ ban crearse a sí m ism os escribiendo una narración acerca de personas que habían presentado descripciones de ellos; y ellos deseaban tornarse autónom os redescribiendo las fuentes de descripciones heterónomate. Pero la narración de Nietzsche —la narración encerrada en la sección de La caída de los ídolos titu lad a «Cómo el "verdadero m undo" se vuelve una fábula» — no describe a personas sino m ás bien los léxicos de los que cier­ tos nom bres famosos sirven como abreviaturas. La diferencia entre personas e ideas es, no obstante, sólo superficial. Lo im portante es que, m ientras que la colección de personas que Proust conocía, personas que le describían a él y que él redescribía en sus nove­ las —padres, servidores, am igos de la fam ilia, com pañeros de estudio, duquesas, editores, am an tes—, es sólo una colección, son sólo las perso­ nas con las que Proust casualm ente tropezó. Los léxicos que Nietzsche discute, en cam bio, se hallan enlazados dialécticam ente, están interna­ m ente relacionados entre sí. No son una colección casual sino una progre­ sión dialéctica; una progresión que sirve para describir la vida de alguien que no es Friedrich Nietzsche sino alguien m ucho m ás grande. El nom bre que con m ás frecuencia da Nietzsche a ese gran personaje es «Europa». En la vida de Europa, a diferencia de lo que ocurre en la vida de Nietzs­ che, el azar no se entrom ete. Lo m ism o que en la Fenomenología del Espí­ ritu del joven Hegel y, asim ism o, en la H istoria del Ser de Heidegger, no hay en la narración espacio para la contingencia. fjEuropa, el E spíritu y el Ser no son sólo otros tantos am ontonam ientos de contingencias, productos de encuentros azarosos: cosas como la que Proust sabía que él m ism o era. La invención de un héroe «más grande que yo», en térm inos de cuyo desenvolvim iento definen ellos la cuestión de sí mismos, es lo que separa a Hegel, Nietzsche y Heidegger de Proust, y los convierte en teóricos antes que novelistas: personas que andan en busca de algo grande, y no abocados en la construcción de algo pequeño. .Aunque son verdaderos ironistas y no metafísicos, esos tres escritores no

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son nom inalistas plenos, porque no se satisfacen con ordenar pequeñas cosas. Tam bién quieren describir una cosa grande." Eso es lo que separa sus narraciones de En busca del tiempo perdido. La novela de Proust es un tejido de pequeñas contingencias que se dan vida las unas a las otras. El n arrad o r podría no haberse encontrado nun­ ca con o tra madeleine. El recientem ente em pobrecido príncipe de Guerm antes no tenía por qué casarse con M adam e Verdurin: podría haber en­ contrado alguna otra heredera. Contingencias tales cobran sentido sólo cuando se las considera retrospectivam ente; y cobran un sentido diferen­ te cada vez que se produce una redescripción. Pero en las narraciones de la teoría ironista Platón tiene que d a r paso a san Pablo, y el Cristianism o a la Ilustración. A K ant tiene que seguirle Hegel, y a Hegel, Marx. Por eso la teoría ironista es tan pérfida, tan propensa a hacer que uno se engañe a sí m ismo. Es una de las razones por las que cada nuevo teórico acusa a sus predecesores de haber sido metafísicos encubiertos. La form a de la teoría ironista debe ser la narración, porque el nom ina­ lismo y el historicism o del ironista no le perm iten concebir que su.obra, establezca una relación con una esencia real; únicam ente puede estable­ cer una relación con el pasado. Pero, a diferencia de otras form as de la es­ critu ra ironista —y, en p ártic u la r,'a diferencia de la novela ironista cuyo paradigm a es la de P roust—, esa relación con el pasado no es una rela­ ción con el pasado personal del autor, sino con un pasado m ás am plio: el pasado de la especie, de la raza, de la culturaj No es una relación con una colección heteróclita de realidades contingentes, sino con el reino de l a , posibilidad, un reino a través del cual el héroe m ás-dilatado-que-la-vida desarrolla su carrera, agotando poco a poco sus posibilidades a m edida que avanza. Por una feliz coincidencia, la cultura alcanza el final de esa gam a de posibilidades casualm ente por la m ism a época en la que el pro­ pio n arrad o r ha nacido. jlLas figuras a las que recurro como paradigm a de la teorización ironis­ ta —el Hegel de la Fenomenología, el Nietzsche de La caída de los ídolos, y el Heidegger de «Carta sobre el hum anism o»— tienen en com ún la idea de que algo (la historia, el hom bre occidental, la m etafísica: algo lo sufi­ cientem ente dilatado en el tiem po p ara tener un destino) ha agotado sus posibilidades. De modo, pues, que ahora hay que hacer todo de nuevo. No están interesados únicam ente en renovarse a sí mismos. Tam bién quieren renovar esa gran realidad]] la autonom ía de ellos será un derivado de esa novedad m ás am plia. Desean lo sublim e e inefable, no sólo lo bello y lo nuevo: algo inconm ensurable con el pasado, y no sencillam ente el pasado recapturado por m edio del reordenam iento y la redescripción. No desean sólo la belleza expresable y relativa del reordenam iento, sino la sublim i­ dad in ex p resab le^ absoluta de lo que es Totalm ente Distinto; quieren la Revolución TotaL ^Q uieren una form a de ver el pasado que sea incom pa­ rable con todas las form as en que el pasado se ha descrito a sí m ismo. En cam bio, (los ironistas que escriben novelas no están interesados en la in-3 3. Véase: Bernard Yack, The Longing for Total Revolution, en especial la tercera parte.

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conm ensurabilidad. Se satisfacen con la m era diferencia. Puede lograrse la autonom ía privada redescribiendo el pasado personal de una m anera que al pasado no se le había ocurrido. Ello no requiere una novedad apo­ calíptica como la exigida por la teoría ironista. Al ironista que no es un teórico no le inquieta la idea de que sus redescripciones del pasado sean m ateria de la redescripción de sus sucesores; su actitud respecto de éstos es sencillam ente la que se expresa en la frase: «Que tengan suerte.» Pero el ironista teórico no puede im aginar que tenga sucesor alguno, porque es el profeta de una nueva era en la que no tendrán aplicación ninguno de los térm inos utilizados en el pasado. Hacia el final del capítulo cuarto señalé que el ironista liberal no esta­ ba interesado en el poder sino sólo en la perfección. El ironista teórico, en cambio, aspira aún a esa form a de poder que deriva de hallarse en una es­ trecha relación con alguien que es muy grande; ésa es la razón por la que raram ente es liberal. El superhom bre de Nietzsche com parte con el M un­ do del E spíritu de Hegel y con el Ser de Heidegger la dualidad que le es atrib u id a a Cristo: verdadero hom bre, pero, en su aspecto inefable, ver­ dadero Dios. La doctrina cristiana de la Encarnación fue esencial p ara la form ulación del proyecto hegeliano, reaparece cuando Nietzsche com ien­ za a im aginarse como el Anticristo, y, una vez m ás, cuando Heidegger, el ex novicio jesuita, em pieza a describir el Ser como infinitam ente apaci­ ble y, a la vez, Totalm ente Distinto. Tam bién Proust estaba interesado en el poder, pero no en el hallazgo de alguien m ás grande que él a quien él encarnase o celebrase. Cuanto de­ seaba era librarse de poderes finitos m ediante el expediente de hacer m a­ nifiesta su finitud. Ño sólo no deseaba proteger el poder ni hallarse en condiciones de conferir poder a otros, sino que sólo quería liberarse de la descripción que de él hacían las personas que había conocido. Sencilla­ mente no deseaba ser la persona que esos otros creían saber que él era, no quedar congelado en la película de una fotografía tom ada desde la pers­ pectiva de otra persona.’ Tem ía —p ara decirlo con térm inos de S a rtre — ser convertido en una cosa por la m irada ajena (por ejemplo, por «la dura m irada» de Saint Loup, o por la «enigm ática form a de observar» de C harlus).4 El m étodo que em pleaba para liberarse de esas personas —para volverse autónom o— consistía en redescribir a los que le habían redescrito. Traza de ellos esbozos desde diferentes puntos de vista —p a r­ ticularm ente, desde diferentes m om entos—, y de esa m anera pone de m a­ nifiesto que ninguna de esas personas ocupaba un punto de vista privile­ giado. [Proust se tornó autónom o explicándose a sí m ism o por qué los otros no ostentaban el carácter de autoridades, sino que eran sencilla­ mente contingencias como él. Los redescribe como productos de las acti­ tudes de otros respecto de ellos, tal como el propio Proust era producto de las actitudes de ellos respecto de él: \ Al final de su vida y de su novela,' al m ostrar lo que el tiem po había 4. Remembrance o f Things Past, traducción de Charles Scott-Moncrief, Nueva York, Random House, 1934, vol. 1, págs. 571 y 576.

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hecho de aquellas otras personas, Proust m ostraba lo que había hecho con el tiem po de que dispuso. H abía escrito un libro y, por tanto, había creado un yo —el autor de ese lib ro — al que aquellas personas no po­ d rían h aber predicho o entrevisto. Se había convertido, respecto de esas personas que conoció en una autoridad tan grande como aquella en la que su yo joven había tem ido que ellas se convirtiesen para él. Esta proe­ za le perm itió abandonar la idea m ism a de autoridad, y, con ella, la idea de que exista una perspectiva privilegiada desde la cual se lo pudiese des­ crib ir a él o a alguna otra persona. Le perm itió m ostrarse indiferente ante la idea de la afiliación a un poder superior; una afiliación como la que Charlus le ofreció al joven Marcel en el p rim er encuentro de am bos y como la que los metafísicos tradicionalm ente han ofrecido a sus lectores: una afiliación destinada a hacer que el epígono se sienta como una encar­ nación de la O m nipotencia. Proust, concibiéndolas como creación de circunstancias contingentes, convertía en tem porales y finitas las figuras de autoridad que él había conocido.\Lo m ism o que Nietzsche, se desem barazó del tem or de que hubie­ se, acerca de él mismo, una verdad anterior, una esencia real que los otros pudiesen haber captadórVPero Proust era capaz de hacerlo sin afir­ m ar que conocía una verdad que había perm anecido oculta p ara las figu­ ras de autoridad de sus prim eros años. Lograba hacer b ajar el pedestal a la autoridad sin colocarse a sí mismo^como autoridad en su lugar; logra­ ba poner en su verdadero lugar las am biciones del poderoso sin com par­ tirlas. Convertía en finitas las figuras de autoridad, pero no por establecer lo q u e^ llas «realm ente» eran, sino observando que se to m ab an diferen­ tes de lo que habían sido, y viendo el aspecto que ofrecían al redescribír­ selas en térm inos proporcionados por otras figuras de autoridad a las que él hacía enfrentarse con las prim eras. El resultado del hecho de poner de m anifiesto de ese m odo la finitud de los dem ás fue que Proust no se aver­ gonzaba de su propia finitud. Dominó la contingencia reconociéndola, y de esa m anera se libró del tem or de que las contingencias que había lle­ gado a conocer, fuesen algo m ás que contingencias. ;Hizo que otras perso­ nas dejaran de ser sus jueces, p ara pasar a ser sus com pañeros en el sufri­ miento, y así logró crear el gusto según el cual se juzgaba a sí mismcLj Nietzsche, lo m ism o que Proust y el joven Hegel, se com placía en su habilidad p ara la redescripción, en su capacidad de recorrer de arrib a abajo descripciones antitéticas de una m ism a situación. Los tres eran h a­ bilidosos p ara d ar la im presión de que, a propósito de una m ism a cues­ tión, estaban de las dos partes, si bien en realidad m odificaban la pers­ pectiva y, con ello, cam biaban la cuestión en m edio de respuestas sucesi­ vas. Los tres gustaban de los cam bios producidos por el tiem po. A Nietzs­ che le gustaba m ostrar que, como él decía, todo lo que se ha form ulado con el carácter de una hipótesis acerca del «hombre» es «en lo fundam en­ tal sólo una afirm ación acerca del hom bre dentro de un espacio de tiem ­ po muy limitado ».5 De form a m ás general, gustaba de m ostrar que toda 5.

Nietzsche, Humano, demasiado humano, 2.

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descripción de una cosa es relativa a las necesidades de una situación his­ tóricam ente condicionada. T anto él como el joven Hegel recurrían a esa técnica p ara poner de m anifiesto la finitud de los grandes filósofos del p a ­ sado: los grandes redescriptores a los que el ironista que se aplica a la fi­ losofía debe redescribir y, por tanto, sobrepasar si pretende convertirse en su igual y no ser únicam ente su epígono. No obstante, cuando es utilizada por teóricos y no por novelistas, esa estrategia consistente en poner de m anifiesto la finitud, suscita un pro­ blem a obvio: el problem a que los com entadores de Hegel resum en en la frase «el fin de la historia». Si uno se define a sí m ism o en térm inos de la originalidad propia frente a una serie de predecesores, y se ufana de su capacidad de redescribirlos de m anera m ás acabada y radical de como ellos se han redescrito recíprocam ente, en determ inado m om ento uno em pezará a preguntarse: «¿Y quién ha de redescribirm e a mí?» Como el teórico desea ver antes que reordenar, ponerse por encim a antes que m ani­ pular, tiene que preocuparse de d ar cuenta de su inédito éxito en llevar a cabo una redescripción en térm inos de su propia teoría. Desea aclarar ese punto porque ahora el ám bito de lo posible se ha agotado: nadie puede colocarse por encim a de él de la m anera en que él se ha colocado por en­ cim a de todos los dem ás. No resta, por así decirlo, espacio dialéctico a través del cual hacerlo: el pensam iento sólo puede llegar hasta allí. Es po­ sible concebir la pregunta: «¿Por qué debo pensar?, ¿cómo podría afir­ m ar que la redescripción term ina conmigo?», como equivalente de la p re­ gunta: «¿Cómo puedo concluir mi libro?» La Fenomenología del Espíritu concluye con una nota am bigua: es posible in terp retar sus últim as líneas o como la ap ertu ra de un futuro que se prolonga indefinidam ente o como la consideración retrospectiva de una historia que está com pleta. «Y así se convirtió Alemania en la principal nación, y la H istoria llegó a su fin.»6 K ierkegaard dice que si Hegel hubiese encabezado la Ciencia de la ló­ gica con la frase: «Todo esto es sólo un experim ento del pensam iento», hubiera sido el m ás grande pensador que jam ás haya existido.7 De haber­ lo hecho, Hegel hubiese dem ostrado que captaba su propia finitud, lo mismo que la de cualquier otro. H ubiera privatizado su tentativa de al­ canzar una autonom ía y rechazado la tentación de pensar que se había afiliado a algo m ás grande. Sería generoso y grato, aunque sin pruebas que lo justifiquen, creer que Hegel se abstuvo deliberadam ente de espe­ cular acerca de la nación que habría de suceder a Alemania, y acerca del filósofo que h abría de suceder a Hegel, porque deseaba dem ostrar la consciencia que tenía de su propia finitud a través de lo que K ierkegaard llam aba «com unicación indirecta»: m ediante un gesto irónico, y no m e­ diante la form ulación de una tesis. Sería bueno pensar que deliberada6. Las Lecciones de Historia de la Filosofía terminan tal como comienza la Fenomenología: con la Aufhebung hegeliana de Fichte y de Schelling y la afirmación de que el Espíritu, que aho­ ra se conoce a sí mismo como absoluto, «ha alcanzado su meta». 7. Del Journal de Kierkegaard, citado (sin referencia de página) por Walter Lowrie en sus notas a Kierkegaard, Concluding Unscientific PostScript, traducido por David Swenson y Walter Lowrie, Princeton, Nueva Jersey, Princeton University Press, 1968, pág. 558.

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m ente dejaba el futuro vacío como una invitación dirigida a sus sucesores p ara que hiciesen con él lo que él había hecho con sus predecesores, y no como la arrogante suposición de que no era ya posible hacer nada. Pero, sea lo que fuere lo que haya ocurrido con Hegel, el problem a de cómo po­ ner de m anifiesto la finitud dando m uestras, al m ism o tiem po, del cono­ cim iento de la propia finitud —el problem a de satisfacer la exigencia que K ierkegaard plantea a H egel— es el problem a del ironista teórico. Es el problem a de cómo superar la autoridad sin pretender autoridad. Este problem a es, en el ironista, el correlato del problem a del m etafísicó con­ sistente en salvar la diferencia entre la apariencia y la realidad, el tiem po y la eternidad, el lenguaje y lo no lingüístico. Para quien, como Proust, no es un teórico, ese problem a no existe. Al n arrad o r de En busca del tiempo perdido la pregunta: «¿Quién va a redes­ cribirm e?» no le inquietaría. Porque su tarea está concluida una vez que ha ordenado los hechos de su vida de acuerdo con su propia m anera de hacerlo, una vez que ha construido una estructura a p a rtir de las peque­ ñas cosas: Gilberte entre los espinos, el color de las ventanas de la capilla de G uerm antes, el sonido del nom bre «Guerm antes», los dos cam inos, las cúpulas cam biantes. Sabe que esa estructura habría sido distinta de h a­ b er m uerto él antes o después, porque las pequeñas cosas por incluir en ella hab rían sido m ás o menos num erosas. Pero eso no im porta. Para Proust no existe el problem a de cómo evitar ser aufgehoben. La belleza, por depender, como depende, de que se le dé form a a una m ultiplicidad, es m anifiestam ente transitoria, porque es probable que se la destruya cuando a esa m ultiplicidad se añadan nuevos elem entos. La belleza re­ quiere un m arco, y la m uerte lo proporciona. En cam bio, la sublim idad no es ni transitoria, ni relacional, ni reacti­ va, ni finita.[El teórico ironista, a diferencia del ironista que com pone una novela, se halla perm anentem ente expuesto a la tentación de propo­ nerse la sublim idad, y no sólo la belleza. Por eso se halla perm anente­ m ente expuesto a la tentación de recaer en la m etafísica, de proponerse alcanzar una gran realidad oculta en lugar de proponerse alcanzar sólo una estructuración en m edio de las apariencias: se halla tentado de alu­ d ir a la existencia de algo m ás grande que él mismo, algo llam ado «Euro­ pa», «Historia» o «Ser», y a lo cual él encam a. Lo sublim e no es la sínte­ sis de una redescripción de una serie de encuentros tem porales. A spirar a lo sublim e es asp irar a la construcción de una estructura a p a rtir del ám ­ bito entero de la posibilidad , y no sólo a p a rtir de algunas pequeñas reali­ dades contingentes. ^esdeJCanL, el intento metafísicó de alcanzar la su­ blim idad ha tom adó la form a del intento de establecer las «condiciones < necesarias de posibilidad de x». Cuando llevan a cabo ese intento tra s c e n -; dental, los filósofos em piezan a apostar por algo m ás que por una autono­ m ía privada y por una perfección privada como las que Proust alcanzó. En teoría, Nietzsche no juega ese juego kantiano.^En la práctica, p re­ cisam ente en la m edida en que afirm a ver m ás profundam ente, y no sólo de una m anera diferente, y en la m edida en que afirm a ser libre y no m e­ ram ente reactivo, traiciona su propio perspectivism o y su propio nomi-

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nalism o. Piensa que su historicism o le salvará de esa traición, pero no es así. Porgue lo que desea vivam ente es una sublim idad histórica, un futuro que ha cortado todas sus relaciones con el pasado y que, por tanto, sólo m ediante la negación puede ser puesto en relación con las redescripcio­ nes que los filósofos han hecho del pasado. M ientras que Platón y Kant prudentem ente consideran que esa sublim idad se halla enteram ente fue­ ra del tiem po, Nietzsche y Heidegger no pueden recu rrir a esa escapato­ ria. Tienen que perm anecer en el tiem po, y verse a sí m ismos como sepa­ rados de todo el resto del tiem po por un acontecim iento decisivo. Esa búsqued^ de una sublim idad histórica —por la cercanía de un he­ cho tal como la Supresión de la distinción entre el sujeto y el objefOj o el advenim iento del superhom bre o del fin de la m etafísica— llevan á Hegel, a Nietzsche y a Heidegger a suponer que desem peñan el papel del «últim o filósofo». La pretensión de hallarse en esa situación es la preten­ sión de escribir algo que h ará im posible que uno sea redescrito de otra m anera que en sus propios térm inos; !que hará im posible que uno se con­ vierta en un elem ento de la bella estructuración de algún otro, en una pe­ queña cosa m ásjj\sp ira r a lo sublim e es asp irar no sólo a crear el gusto de acuerdo con el cual uno se juzgue a sí mismo, sino tam bién a volver im ­ posible que cualquier otro lo juzgue a uno de acuerdo con algún otro gus­ to. \Proust h ab ría estado muy satisfecho al pensar que podría servir como elem ento en bellas estructuraciones hechas por otros. Le agradaba pen­ sar que podría desem peñar p ara algún sucesor el papel que sus propios precursores —Balzac y Saint-Sim on, por ejem plo— habían desem peñado para él. Pero tal pensam iento es, a veces, m ás de lo que un teórico ironista como Nietzsche puede tolerar. Considérese el contraste existente entre la defensa que Nietzsche hace de su «perspectivismo» y sus polém icas contra la «reactividad». M ientras se ocupa de relativizar e historizar a sus predecesores, se siente feliz re­ describiéndolos como redes de relaciones enlazadas con hechos históri­ cos, con condiciones sociales, con sus propios predecesores, etcétera. En esos m om entos confía en su convicción de que el yo no es una sustancia, y de que debiéram os excluir la idea m ism a de «sustancia»: de algo en lo que no pueden recaer perspectivas diferentes porque tiene una esencia real, una perspectiva privilegiada acerca de sí mismo. Pero en otros m o­ mentos, en los m om entos en los que im agina a un superhom bre que no será m eram ente un haz de reacciones individuales ante estím ulos del p a­ sado, sino una creación de sí pura, espontaneidad pura, olvida todo cuan­ to se refiere a su perspectivism o. Cuando em pieza a explicar el modo en que es posible ser m aravilloso, diferente y distinto de todo lo que alguna vez ha existido, habla acerca de los yos hum anos como si fueran receptá­ culos de algo llam ado «voluntad de poder». El superhom bre tiene un in­ menso receptáculo de esa m ateria, y el del propio Nietzsche es probable­ mente muy grande.! El Nietzsche perspectivista se interesa en h allar una perspectiva desde la^cual volver la m irada hacia las que ha heredado a fin de observar una bella estructuración. Ese Nietzsche puede ser com para­ do con Proust, tal como lo hace N eham as; se le puede ver como quien se

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ha creado a sí m ism o en tanto autor de sus libros. Pero el Nietzsche teóri­ co de la voluntad de poder —el Nietzsche al que Heidegger ataca conside­ rándolo «el últim o m etafísico»— está tan interesado como Heidegger en ir m ás allá de todas las perspectivas. Desea la sublim idad, no la belleza, i QSi N ietzsche hubiera sido capaz de concebir el canon de los grandes Fb lósofos m uertos a la m anera en que Proust concebía a las personas que había llegado a conocer, no habría sentido la tentación de ser un teórico, no h ab ría anhelado la sublim idad, habría escapado de la crítica de Hei­ degger y vivido de acuerdo con las expectativas de K ierkegaard y de Neham as) H abría sido un K ierkegaard sin cristianism o, un K ierkegaard que se hubiese m antenido conscientem ente «estético» en el sentido kierkegaardiano de este térm ino.(De haber perm anecido fiel a su perspectivismo y a su antiesencialism o, habría evitado la tentación en la cual cayó Hegel. E ra ésa la tentación de pensar que una vez que se ha hallado la for­ m a de subsum ir a los predecesores bajo una idea general, con ello uno ha hecho algo m ás que h allar una redescripción de ellos, una redescripción que se ha m ostrado útil a los fines de la creación de sí m ism o que uno se había propuesto][Si se va m ás allá, y se concluye que uno ha hallado la m anera de convertirse a sí m ism ó en algo com pletam ente distinto de sus predecesores, que uno ha hallado la m anera de hacer algo com pletam en­ te distinto de lo que ellos hacían, entonces lo que se hace es lo que Hei­ degger llam ó «recaer en la m e ta físic a » .jo rq u e entonces uno está afir­ m ando que ninguna de las descripciones aplicadas a ellos se aplican a uno; que uno está separado de ellos por un abism o. Uno actúa como si el redescribir a los predecesores le pusiera a uno en contacto con un poder superior a uno mismo, con algo que se escribe con m ayúscula: el Ser, la Verdad, la H istoria, el Conocimiento Absoluto, o la V oluntad de Poder. Esa fue la razón por la que Heidegger consideró a Nietzsche «m eram ente un platónico al revés»: el m ism o im pulso a afiliarse a alguien m ás fuerte que había llevado a Platón a reificar el «Ser», llevó a Nietzsche al intento de afiliarse al «Devenir» y al «Poder »r¡ JProust no experim entó esa tentación. Al final de su vida se concibió a sí m ism o "como alguien que echa una m irada retrospectiva a lo largo de un eje tem poral, que contem pla el modo en que —desde la perspectiva de su descripción jn á s reciente— colores, sonidos, cosas y personas encuen­ tran su lugar. (Ño se concibe a sí m ism o como quien contem pla desde arrib a la secuencia tem poral de los hechos, como quien desde un modo perspectivista ha ascendido a un m odo no perspectivista de d esc rip ció n j La theoría no form aba parte de su am bición; era un perspectivista que no tenía que inquietarse por si el perspectivism o era una teoría verdadera. (JLa lección que extraigo así del ejem plo de Proust es la de que las novelas constituyen un m edio m ás seguro que la teoría p ara expresar el reconoci­ m iento que uno hace de la relatividad y de la contingencia de las figuras de au to rid ad ^ Porque las novelas habitualm ente se refieren a personas, esto es, realidades que, a diferencia de las ideas generales y de los léxicos últim os, se hallan m anifiestam ente ligados al tiem po, insertas en un teji­ do de contingencias. Puesto que los personajes de una novela envejecen y

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m ueren —puesto que notoriam ente participan de la finitud de los libros en los que ap arecen—, no nos sentim os tentados de pensar que al adoptar una actitud respecto de ellos hemos adoptado una actitud respecto de toda especie posible de p e r s o n a s e n cam bio, los libros que trata n de ideas, aun cuando estén escritos por historicistas como Hegel y Nietzsche, tienen el aspecto de descripciones de relaciones eternas entre objetos eternos, y no el de explicaciones genealógicas de la filiación de léxicos úl­ timos, explicaciones que m uestren el modo en que esos léxicos fueron en­ gendrados p or m aridajes fortuitos entre personas que casualm ente trope­ zaron la una con la otra. El contraste que he establecido entre Proust y Nietzsche suscita el fun­ dam ental problem a que Heidegger intentó resolver, a saber: ¡¿cómo escri­ b ir un relato histórico deTa m etafísica —de los sucesivos intentos de h a­ llar una redescripción del pasado que el futuro no sea capaz de redescri­ b ir— sin convertirse en m etafísico? ¿Cómo n a rra r un relato histórico que culm ine con uno m ism o y evitar parecer tan ridículo como pareció He­ gel? ¿Cómo es posible ser un teórico —escribir una narración de ideas y no dé p ersonas— que no aspire a la sublim idad que la narración de uno excluye? A pesar de que Nietzsche perm anentem ente habla de «un nuevo cam i­ no», «un nuevo día», un «alm a nueva», un «nuevo hom bre», a veces sus ansias por rom per los lím ites im puestos por el pasado suelen m itigarse con la consciencia desdichada de la caída de Hegel y, de form a m ás gene­ ral, con su sentim iento de las desventajas que tiene para la vida una exce­ siva consciencia histórica. Nietzsche advierte que al que desea crearse a sí m ism o no le conviene ser dem asiado apolíneo. No puede, en especial, rem edar el intento de K ant de investigar desde lo alto el reino entero de la posibilidad. Porque es difícil com binar la idea de un «reino de la posi­ bilidad» estático e invariable con la idea de que m ediante esfuerzos pro­ pios uno podría am pliar ese reino; no m eram ente ocupar el lugar que a uno le corresponda dentro de un esquem a predeterm inado, sino cam biar el esquema! Un ironista teórico está atrapado por el dilem a de decir o que uno ha realizado la últim a posibilidad que quedaba abierta, o que uno no ha creado una nueva realidad sino posibilidades nuevas. Las exigencias de la teoría le im ponen que diga lo prim ero, m ientras que las exigencias de la creación de sí le im ponen que diga lo se g u n d o /; Nietzsche constituye un estudio desorientador e instructivo acerca de la tensión existente entre esas dos exigencias; una tensión que se m ani­ fiesta en la tirantez que el intento de considerarse a sí m ism o donde la perspectiva de la historia universal puso en el ilim itado sentido del hu­ mor de Nietzsche, y en la rigidez que en su deseo de ser enteram ente ori­ ginal puso el hecho de advertir que su am bición era por entonces más 8 8. Hay, por cierto, novelas como Doctor Fausto, de Thomas Mann, en las que los personajes son sólo generalidades vestidas. La forma novelística no puede asegurar por sí misma una per­ cepción de la contingencia. Sólo hace un poco más difícil evitar esa percepción.

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bien anticuada. Pero el adusto Heidegger es, con todo, la figura que más nos dice acerca de esa tensión. El era, a propósito del dilem a que acabo de señalar, m ucho m ás consciente y explícito de lo que lo fueron Hegel o Nietzsche, y, en verdad, estaba obsesionado por él. No es exagerado decir que la resolución de ese dilem a poco a poco se transform ó, en el curso de la década de 1930, en la ocupación fundam ental de Heidegger. A m ediados de la década de 1920 Heidegger aún podía, en form a ente­ ram ente inconsciente, proyectar en algo am plio («Dasein») su problem a de cómo ser un ironista teórico, identificando la «culpa» (en un sentido «ontológico» profundo) con el hecho de que uno no se ha creado a sí m is­ mo. «El Dasein como tal es culpable», nos dice. Porque el Dasein es perse­ guido continuam ente por la «llam ada de la consciencia» que le recuerda que es «perseguido» por su propia inhospitalidad [ Unheimlichkeit], in­ hospitalidad que es «la form a fundam ental del “ser en el m undo”, aunque cotidianam ente encubierta».9 La autenticidad es el reconocim iento de esa inhospitalidad. La alcanzan sólo aquellos que advierten que están «arrojados» o «yectos^u ellos advierten que no pueden (o, al menos, aún no pueden) decirle al pasado: «Así lo quise.» j i Para Heidegger —tanto en su etapa inicial como posteriorm ente— lo que uno es, consiste en las prácticas a las que uno se entrega, y, especial­ mente, el lenguaje, el léxico últim o, que uno em plea. Porque ese léxico determ ina lo que uno puede ad m itir como proyecto posible. De tal modo, decir que el Dasein es culpable equivale a decir que habla el lenguaje de otro, y que vive por tanto en un m undo que él no hizo, un m undo que, precisam ente por esa razón, no es su Heim. Es culpable porque su léxico últim o es solam ente algo en lo cual fue arrojado: el lenguaje que acciden­ talm ente hablaban las personas entre las cuales creció. La m ayoría de los hom bres no se sentiría culpable por eso, pero los hom bres con las dotes y las am biciones com partidas por Hegel, Proust y Heidegger sí. De este modo, pues, la respuesta m ás sencilla que puede darse a la pregunta: «¿A qué alude Heidegger con la p alab ra “Dasein”?», es: «A personas como é l» p e r s o g a s que no pueden tolerar la idea de que no son sus propias creaciones.\ Son ésas las personas que com prenden inm ediatam ente el sentido de la exclam ación de Blake: «Debo Crear un Sistem a o ser escla­ vizado por el otro Hombre.» 10*O, dicho m ás exactam ente, una persona así es un «Dasein auténtico »: un Dasein que sabe que es Dasein, que sólo contingentemente está donde está y habla como lo hace. 9. Véase, para «Das Dasein ais solche ist schuldig», Sein und Zeit, Tubinga, Max Nieweyer, 1979,l5, pág. 285. Para la afirmación de que «Unheimlichkeit ist die obzwar alltáglich verdeckte Grundart des Inder-Welt-Seins», véase la pág. 277, y para el «Ruf des Gewissens» (que en el último Heidegger reaparece como la Stimme des Seins), la pág. 274. Una buena discusión de esas secciones de Ser y Tiempo se hallará en John Richardson, Existential Epistemology, Oxford, Oxford University Press, 1968, págs. 128-135. En la pág. 132 dice Richardson: «La imposibili­ dad de una creación completa de sí mismo, ese sentimiento de que no podemos nunca ser “cau­ sa de nosotros mismos”, es la nulidad primera [Nichtigkeit, término con el que Heidegger desig­ na la falta que nos hace culpables] en lo que Heidegger llama "culpa”.» 10. Jerusalem, lámina 10, línea 10. La línea siguiente dice: «No quiero Razonar y Compa­ rar; mi negocio es Crear.»

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Heidegger parece haber pensado seriam ente, cuando escribía Ser y Tiempo, que estaba llevando a cabo un proyecto trascendental, a saber, el de p resentar una lista precisa de las condiciones «ontológicas» de posibi­ lidad de estados m eram ente «ónticos». V erdaderam ente parece haber creído que los estados de m ente y los planes de vida habituales de los que no son intelectuales se «fundan» en la capacidad de personas como él y como Blake de tener ansiedades y proyectos espectacularm ente distintos. (Nos dice, con cara seria, por ejemplo, que la «culpa», según se la definió anteriorm ente, es la condición de posibilidad, entre otras cosas, de sentir culpa por no haber pagado una deuda.) Tal como K ant parece no haberse preguntado nunca cómo era posible adm itir, dadas las lim itaciones del conocim iento hum ano advertidas en la Crítica de la Razón Pura, el «punto de p artid a trascendental» desde el cual se supone que ha sido escrito ese libro, del m ism o modo el Heidegger de ese período tam poco parece haber considerado la cuestión de la autorreferencia m etodológica. Nunca se preguntó cómo era posible, dadas sus propias conclusiones, una «ontología» como la que él estaba em peñado en producir. Al destacar esa inicial falta de consciencia no me propongo rebajar esa obra tem p rana (internam ente incoherente, apresuradam ente escrita y brillantem ente original) de Heidegger.ÍH eidegger no fue, después de todo, el p rim er filósofo que tom ó su situación espiritual personal como la esencia de lo que debía ser un ser humanó^ (El p rim er caso m anifiesto de un filósofo que procedió así es el de Platón", es decir, el prim er filósofo oc­ cidental cuyas obras sobrevivieron.) Observo, m ás bien, que en el curso de la década de 1930 Heidegger tenía excelentes razones p ara dejar de utilizar las p alabras «Dasein», «ontología» y «fenomenología» y para no hab lar ya de las «condiciones de posibilidad» de diversas emociones y si­ tuaciones conocidas. Tenía razones excelentes para dejar de h ab lar como si su tem a fuera algo así como «lo que todos los seres hum anos realm ente son en el fondo», y p ara em pezar a h ab lar de lo que realm ente le inquie­ taba: su propio endeudam iento particular, privado con determ inados fi­ lósofos del pasado, su tem or a que los léxicos de éstos pudiesen haberle esclavizado, su terro r a no haber acertado nunca a crearse a sí mismo. [ Desde la época en que comenzó a preocuparse por Nietzsche (a quien apenas había considerado en Ser y Tiempo) h asta su m uerte, Heidegger se centró en la pregunta: «¿Cómo puedo evitar ser un m etafísico más, ser una nota al pie m ás a las obras de Platón? »}ÍLa p rim era respuesta que da consiste en m odificar su descripción de lo ¿pie se proponía escribir, p a­ sando de la «ontología fenomenológica» a la «historia del Ser»: la histo­ ria de cierto núm ero de filósofos, hom bres que se crearon a sí mismos, y de las sucesivas etapas del m undo, concretando una nueva «com prensión del Ser» (Seinsverstadnis). Todos esos pensadores eran metafíisicos en la medida en que todos ellos invocaban alguna form a de la distinción griega entre la realidad y la apariencia: todos ellos consideraban que se aproxi­ m aban a algo (lo real) que ya les estaba esperando, jlncluso Nietzsche, tra ­ tado (según insiste Heidegger en tratarlo) como eT teórico deT avoluntad de poder en tanto realidad últim a, era un m etafísico, si bien «el últim o

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metafísico», por ser el que llevó a cabo la única transform ación de Platón que quedaba por hacer: la que consistía en invertirlo, haciendo que lo real consistiese en lo que Platón había identificado con la ap a rie n c ia .11 Esa redescripción del pasado, y en p articu lar de Nietzsche —esa des­ cripción de Occidente como lugar en el que el platonism o se invertía y concluía por ser voluntad de p o d er— ponía a Heidegger en condiciones de presentarse a sí m ism o como pensador de una nueva especie. No se proponía ser ni m etafísico ni ironista, sino com binar las ventajas de esas dos con d icio n estj)edicó m ucho tiem po a d ar al térm ino «metafísica» el sentido peyorativo que D errida tom ó de él y popularizó, el sentido en que yo he estado em pleándolo en este lib r o ^ e r o dedicó tam bién m uchí­ sim o tiem po a desdeñar la estetizante y pragm atista volubilidad de los ironistas. Los consideraba charlatanes aficionados carentes de la profun­ da seriedad de los grandes metafísicos, carentes de su profunda relación con el Ser. Como cam pesino de la Selva Negra, le desagradaban profun­ dam ente los m andarines cosm opolitas del norte de Alemania. Como filó­ sofo, veía el surgim iento de los intelectuales ironistas —m uchos de ellos ju d ío s— como síntom a de la degeneración de lo que él llam aba «la época de la im agen del m undo». Pensaba que la cultura ironista de nuestro si11. Habermas considera que el cambio de la «ontología fenomenológica» a la «historia del Ser» es resultado del compromiso de Heidegger con los nazis. En The Philosophical Discourse of Modemity dice: «Sospecho que Heidegger pudo hallar ese camino hacia la Ursprungsphilosophie temporalizada de su último período, sólo a través de su transitoria identificación con el Mo­ vimiento Nacional Socialista, cuya verdad y grandeza internas él declaraba aún en 1935» (pág. 155). Más adelante dice que Heidegger deseaba echar la culpa de su ceguera ante la naturaleza del movimiento nazi a «una historia sublimada, promovida a las elevadas alturas de la ontolo­ gía. Así nació el concepto de la historia del Ser» (pág. 159). Pero gran parte de lo que Heidegger nos narra a finales de la década de 1930 y en la de 1940 acerca de la historia del Ser, estaba pre­ figurado en sus lecciones de 1927 acerca de «Los problemas básicos de la Fenomenología», y presumiblemente habrían constituido la segunda parte de Ser y Tiempo de haberse completado esta obra. Sospecho que aun cuando los nazis no hubiesen alcanzado el poder y Heidegger no hubiese soñado jamás con transformarse en la eminence grise de Hitler, el «giro» se habría pro­ ducido de todos modos. Un rasgo importante de la historia del Ser que no está presente en la década de 1920 es la tesis de que «agota sus posibilidades» con Nietzsche. Mi presunción es, pues, que los pormeno­ res decisivos de «la historia sublimada promovida a las elevadas alturas de la ontología» no se definieron el día en que Heidegger se preguntó a sí mismo: «¿Cómo luciré ante la historia con mi uniforme nazi?», sino, más bien, el día en que se preguntó a sí mismo: «¿Me verá la historia como un discípulo más de Nietzsche?» Habermas tiene razón, por cierto, en cuanto a que Hei­ degger necesitaba hallar alguna excusa para justificar su adhesión al nazismo, y que tejió una disculpa (nada convincente) en la historia que pasaba a narrar. Pero, en mi opinión, es una his­ toria que él de todos modos habría escrito, aun cuando hubiera tenido que disculparse por algo menos grave. En cuanto a la cuestión general de la relación entre el pensamiento de Heidegger y su adhe­ sión al nazismo, no estoy convencido de que haya mucho que decir aparte de que uno de los pensadores más originales del siglo resultó ser un personaje bastante detestable. Pertenecía a la clase de hombres que pueden traicionar a sus colegas judíos para favorecer sus propias ambi­ ciones y arreglárselas después para olvidarse de lo que había hecho. Pero si se sustenta la con­ cepción del yo a-céntrico, concepción que he formulado en el capítulo segundo, se estará dis­ puesto a considerar contingente la relación existente entre las virtudes intelectuales y las virtu­ des morales, lo mismo que la existente entre los libros de un escritor y los restantes sectores de su vida.

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glo, la cultura superior de la que Proust y Freud eran las figuras centra­ les, era m eram ente la irreflexiva autosatisfacción de un nihilism o posmetafísico. Deseaba, pues, h allar un modo de no ser ni metafísico ni estetizante. Deseaba ver en la m etafísica el destino verdadero e inevitable de Europa, y no sim plem ente desbrozarla (como hacían Proust y Freud). Pero quería insistir tam bién en que la m etafísica y, por tanto, Europa, h a­ bían concluido, puesto que —ahora que se había producido la inversión com pleta del p latonism o— la m etafísica había agotado sus posibilidades. A Heidegger esa tarea se le presentaba como la tarea de operar dentro de un léxico últim o poniendo al m ism o tiem po de alguna m anera «entre paréntesis» ese léxico: como la tarea de m antener la seriedad de sus fines dejando sim ultáneam ente que se expresara su contingencia. Deseaba construir un léxico que se desm antelara sin cesar a sí m ism o y, a la vez, se tom ara a sí m ism o en serio constantem ente. El perspectivism o historicista de Hegel y de Nietzsche lo habían em pujado en dirección de ese pro­ blem a, pero Hegel lo había eludido hablando como si el Conocimiento Absoluto estuviera a la vuelta de la esquina, y como si su lenguaje fuese sólo una «mediación» prescindible a la que reem plazaría la unión final de Sujeto y Objeto. Por su parte, Nietzsche nos había entretenido con la falaz sugerencia de que el superhom bre de algún modo podría p asar sin ningún léxico. Nietzsche sugiere vagam ente que el niño que, en la p ará­ bola de Z aratustra, sucede al león (el cual, a su vez, había sucedido al ca­ mello), de alguna m anera gozaría de todas las ventajas del pensam iento sin padecer ninguna de las desventajas de h ab lar un lenguaje particular. M eritoriam ente, Heidegger no elude el problem a; no abandona el no­ m inalism o en favor de una inefabilidad no lingüística cuando el juego le es desfavorable. En lugar de ello hace una sugerencia osada y feroz acer­ ca de lo que la filosofía podría ser en una época ironista. En Ser y Tiempo hay una frase que, según pienso, define lo que fue su am bición tanto antes como después de la Kehre: «El negocio últim o de la filosofía es preservar la fuerza de las palabras más elementales con las que el Dasein se expresa, e im pedir que la com prensión com ún las haga descender a esa ininteligi­ bilidad que obra... como fuente de pseudoproblem as» (Ser y Tiempo). La prim era serie de posibles «palabras m ás elem entales» que Heideg­ ger ofreció eran térm inos como «Dasein», «Sorge» y «Befindlichkeit» en los usos nuevos que fijó p ara ellas al escribir Ser y Tiempo. D urante la Ke­ hre, en el curso de (lo que me figuro que fue) su gradual com probación de que la jerga de aquel libro, y sus pretensiones trascendentales, lo conver­ tían en blanco de kierkegaardiana y nietzscheana ridiculización, presentó una segunda serie de posibles palabras de ese carácter: las palabras em ­ blem áticas em pleadas por los grandes metafísicos m uertos, palabras como noein, physis y substantia, redefinidas por Heidegger a fin de que se adecuasen a su propósito de m ostrar que todos esos metafísicos, aunque las apariencias sugiriesen lo contrario, habían estado intentando expre­ sar una percepción de la finitud del D asein.12 Las dos series de palabras 12. La aplicación de lo que Heidegger, en lo que pudo haber sido un raro momento de me-

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llevan ínsita la ironía: se supone que todas ellas expresan la com prensión que el Dasein auténtico tiene de sí m ism o como incapaz de prescindir de un léxico últim o aun sabiendo que ningún léxico puede subsistir como lé­ xico últim o, eso es, se supone que expresan la com prensión de su propia «metaestabilidad».V«Dasein» era, por así decir, la denom inación heideggeriana del ironistaTPero en su últim o período esa p alab ra fue reem pla­ zada por «Europa» u «Occidente»: la personificación del lugar en el que el Ser desarrollaba un destino que concluía en ironism o J Para el últim o Heidegger, h ab lar del ironism o es h ab lar del penúltim o estádio de la his­ toria de Europa, del estadio que precede inm ediatam ente a Heidegger y del cual él convirtió a Nietzsche en símbolo; el estadio en el cual «el m un­ do se transform a en imagen» al advertir los intelectuales (y, poco a poco, todos los dem ás) que es posible hacer que cualquier cosa parezca buena o m ala, interesante o aburrida, recontextualizándola, redescribiéndola.13 En mi lectura de él, todas las «palabras m ás elem entales» de Heideg­ ger son p alabras destinadas a expresar la dificultad del ironista teórico; la tensión que Nietzsche y Hegel experim entaron, pero ante la cual se en­ cogieron de hom bros, y que Heidegger tom a con com pleta seriedad. Se supone que todas esas palabras encierran la dificultad de ser teórico e irónico al m ism o tiem po. Heidegger escribe, pues, de sí mismo, de sus propias dificultades, cuando afirm a que escribe acerca de las de otro: de las de «Europa».|Lo que liga al p rim er Heidegger con el segundo es la eslancólico buen humor, llamó «el forzado y unilateral método heideggeriano de exégesis» (Introduction to Metaphysics, traducción de Ralph Mannheim, New Haven, Connecticut, Yale University Press, 1959, pág. 176), culmina siempre en la comprobación de que el gran filósofo (o el gran poeta) cuyo texto se examina, estaba anticipado a Ser y Tiempo. El texto siempre dice que Sein y Zeit están entretejidos, que el Ser no es algo alejado e infinito, sino, más bien, algo que «hay en la medida en que hay Dasein» (véase Sein und Zeit, pág. 212: «Allerdings nur solange Dasein ist, das heisst die ontische Móglichkeit von Seinsverstándnis, "gibt es” Sein»; compárese con Introduction to Metaphysics, pág. 139, donde se dice que ése es el núcleo del fragmento 8 de Parménides). Por una parte Heidegger quiere decir que él y Parménides (miembros los dos del Club dé Pensadores, en tanto opuestos a los epígonos que interpretan erróneamente y trivializan la obra de los Pensadores) estaban trabajando en el mismo sentido: «En el comienzo mismo de la filo­ sofía occidental se hizo manifiesto que la cuestión del ser necesariamente involucra los funda­ mentos del ser-ahí» (Introduction to Metaphysics, pág. 174). Por otra parte quiere decir que el propio Ser ha cambiado desde la época de Parménides a consecuencia de la creciente Seinsvergessenheit. Halla dificultades para combinar las dos tesis. 13. Véase «The Age of the World Picture», en The Question Conceming Technology and Other Essays, traducción de William Lovitt, Nueva York, Harper and Row, 1977, especialmente pág. 129: «Por eso la imagen del mundo, cuando se la comprende esencialmente, no representa una imagen del mundo, sino el mundo concebido y captado como imagen. Lo que es, en su inte­ gridad, es considerado ahora en forma tal, que primero está en el ser y sólo está en el ser en la medida en que es instituido por el hombre, que representa y pone de manifiesto.» Si, como yo lo hago, uno se olvida del Ser y piensa que lo único que hay son entes, entonces esa perspectiva «humanista» —perspectiva que el propio Heidegger menospreció— será lo que uno entienda en la afirmación de Heidegger de que «el lenguaje lo habla al hombre», y en su exaltación de «lo poético» como lo que «abre mundos». Los primeros tres capítulos del presente libro, y especial­ mente la exaltación de «el poeta» en el tercero, son un intento de explayarse en la idea de «el mundo como imagen» que Heidegger presenta en este ensayo. Pero, lo mismo que Derrida, de­ seo poner a Heidegger cabeza abajo: apreciar lo que él aborrecía.

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peranza de h allar un léxico que lo m antenga auténtico, un léxico que coarte todo intento de afiliarse con un poder m ás alto, de realizar un ktéma es aiei, de escapar del tiem po dirigiéndose a la eternidad . Desea pala­ bras que no puedan ser «allanadas», que no puedan ser em pleadas como si form aran parte del léxico últim o «correcto». Desea un léxico últim o que se consum a a sí m ism o y que continuam ente se renueve; palabras que pongan de m anifiesto que no son representaciones de una esencia real, que no son cam inos para ponerse en contacto con un poder superior, que no son ellas m ism as instrum entos de poder o medios dirigidos a fi­ nes] ni ensayos p ara evadir la responsabilidad por la creación de sí m is­ mo que tiene el Dasein. Desea, por así decirlo, palabras que le perm itan lograr eso mismo, que lo exoneren de la tensión que él siente asum iendo ellas esa tensión. De tal modo, tiene que ad o p tar una concepción del len­ guaje que no sólo se opone a la de W ittgenstein sino tam bién a la de Locke, una concepción inhabitual, puesto que las especulaciones acerca de un lenguaje «adámico» desaparecieron en el siglo xvn:vPara Heidegger la verdad filosófica depende de la propia elección de los fonemas, de los so­ nidos m ism os de las p a la b ra s.14 / 14. Esto resultaría más claro en la insistencia de Heidegger en la audibilidad: una insis­ tencia a la que da mucha importancia Derrida, que invierte a Heidegger insistiendo en «la prio­ ridad de la escritura», pero que presta atención a la configuración de las palabras escritas en la misma forma en que Heidegger prestaba atención a los sonidos de las habladas. Véase, por ejemplo, el ensayo de Heidegger «The Nature of Language», que contiene párrafos como el si­ guiente: «Cuando la palabra es llamada [por Hólderlin] la flor de la boca y su capullo, escucha­ mos el sonido del lenguaje que surge como la tierra. ¿De dónde? Del Decir en el que acontece v que se hace aparecer ese Mundo. El sonido se escucha en la resonante llamada que, abierta a lo Abierto, hace que el Mundo aparezca en todas las cosas» (On the Way to Language, pág. 101). Cuando Heidegger dice que «el alemán y el griego son los dos lenguajes filosóficos» y que el griego «es el único lenguaje que es lo que dice», entiendo que está afirmando que la filosofía es intraducibie en el sentido en que se dice que lo es la poesía; que cuentan los sonidos. A no ser que él piense eso, su infinito juego con las palabras y su invocación a palabras arcaicas del ale­ mán carecen de sentido. Véase, por ejemplo, la discusión de war, wahr y wahren en Early Greek Thinking, traducción de David Krell y Frank Capuzzi, Nueva York, Harper and Row, 1975, pág. 36. Porque a Heidegger no le interesa la cuestión de las etimologías, y se encoge de hombros ante las acusaciones de hajberse ocupado en falsas etimologías. Lo único que le interesan son las resonancias: las historias causales que esas resonancias produjeron, o dejaron de producir, son irrelevantes. Heidegger quiere que el pensamiento sea «poetizado» y quiere que advirtamos que: «Estric­ tamente, es el lenguaje el que habla. El hombre sólo habla cuando responde al lenguaje aten­ diendo a su llamada» (Poetry, Language, Thinking, traducción de Albert Hofstadter, Nueva York, Harper and Row, 1971, pág. 216). Pero nunca nos dice nada demasiado aclaratorio acerca de la relación entre los poetas y los pensadores; acerca de por qué, por ejemplo, Sófocles y Hól­ derlin figuran entre los primeros, y Parménides y él mismo entre los segundos. Su envidia por Hólderlin es casi palpable, pero no está dispuesto a competir con él. Tan pronto como dice que «estamos pensando eso mismo que Hólderlin dice poéticamente», siente la necesidad de añadir un desconcertante párrafo de desmentida que dice, por ejemplo: «poesía y pensar se reúnen en una y la misma cosa sólo cuando —y sólo en la medida en que— se mantienen distintamente en la distinción de sus naturalezas» (ibid., pág. 218). Heidegger no quería que se pensase que era un «poeta fracasado», tal como no quería que se le considerase como el profesor que había traducido a Nietzsche a la terminología académica. Pero la primera de esas dos descripciones se presenta inmediatamente al espíritu cuando se lee lo que escribió después de la guerra, tal como ocurre con la segunda cuando se leen ciertas sec­ ciones de Sein und Zeit.

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Es fácil considerar esa concepción como una reductio ad absurdum del proyecto de Heidegger. Pero pueden verse sus atractivos si se tiene en cuentalel problem a que Heidegger se había planteado a sí mismo: el pro­ blem a cíe cómo sobrepasar, situ ar y hacer a un lado toda teoría del p asa­ do sin teorizar uno mismo. En su propia term inología, ese problem a se presenta como el problem a de h ab lar acerca del Ser sin h ab lar acerca de lo que todos los entes tienen en com ún. (El h ab lar de esta últim a m anera es, de acuerdo con la definición de Heidegger, la esencia de la m etafísica.) P ara Heidegger, el problem a de si su term inología pretendidam ente nó teórica es tan distinta de la term inología explícitam ente teórica de otros, tom a la form a del problem a de cómo «alcanzar la naturaleza del lengua­ je sin d a ñ a rla » .15 Más específicam ente, es el problem a de cómo m antener la diferencia entre «las señales y los gestos» [Winke und Gebarden] y «los signos y las cifras» [Zeichen und Chiffren] de la m etafísica; de, por ejem ­ plo, cómo im pedir que la expresión «la casa del Ser» (una de las descrip­ ciones que Heidegger hace del lenguaje) sea considerada como una «m era im agen ráp id a que nos ayuda a im aginar lo que querem os». 16/lLa única solución p ara tales problem as es la de no colocar las palabras ¿e Heideg­ ger en contexto alguno, no trata rlas como las piezas movibles de un ju e­ go, o como herram ientas, o como relevantes para cuestión alguna salvo las cuestiones del propio Heidegger. Dicho brevem ente: debe concedérse­ le a sus p alabras el privilegio que se le concede a un poem a lírico al que uno aprecia m ucho tra ta r como objeto de «crítica literaria»: un poem a lírico que uno recita pero que (por tem or a dañarlo) no se le transm ite a ninguna o tra personár\ \ Esa explicación conra sentido sólo si cuentan los sonidos, los fonemas. Pero si no cuentan, entonces somos libres de tra ta r las palabras de Hei­ degger —los fragm entos de léxico últim o que él desarrolló para sí m is­ m o — como fichas de un juego del lenguaje en el que otras personas que no sean él pueden participar^ H asta podríam os tra ta r expresiones como Haus des Seins a la m anera contextualista difundida por de Saussure y W ittgenstein, como herram ientas m ás o menos útiles p ara algún propósi­ to que es extraño a la expresión m ism a. Pero si lo hacemos, en su m om en­ to nos verem os abocados a cuestiones como: «¿Cuál es el sentido de jugar el juego en cuestión?» y «¿Para qué propósito es útil este léxico último?» La única respuesta disponible para am bas parece ser la que dio Nietzsche: Increm enta nuestro poder; nos ayuda a alcanzar lo que previam ente decidim os que q u eríam o s.17 Heidegger piensa que si hemos de evitar precisam ente esa identifica­ ción de la verdad con el poder —evitar, pues, la especie de hum anism o y 15. On the Way o f Language, pág. 22. 16. Ibid., pág. 26. 17. Heidegger piensa que esa concepción del lenguaje se volvió ineludible una vez que Pla­ tón hubo distinguido entre el «significado» y el «vehículo sensible del significado». Esa ineludibilidad es parte de la ineludibilidad más amplia que él ve en la progresión que va de Platón a Nietzsche: la fatal disolución de la distinción entre la apariencia y la realidad, en la distinción entre el poder de uno frente al poder del otro.

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de pragm atism o defendida en este libro, form as de pensam iento que él considera que constituyen las versiones m ás degradadas del nihilism o en que culm ina la m etafísica—, tenem os que decir que los léxicos últim os no son sencillam ente m edios para fines determ inados, sino, en realidad, ca­ sas del Ser. Pero esa afirm ación le exige poetizar el lenguaje filosófico ha­ ciendo que cuenten los fonemas y no los usos a los que los fonemas están subordinados. La m ayor p arte de las objeciones contem poráneas dirigidas a las ideas w ittgensteinianas acerca del lenguaje y a las ideas pragm atistas acerca de la verdad proceden de filósofos «realistas» (por ejemplo, Wilfrid Sellars, B em ard W illiams) que suponen que la ciencia física ostenta un privilegio frente a otras partes del discurso. Para Heidegger, con ello se com ete exactam ente el m ism o error. En su opinión, el pragm atism o, W ittgenstein y la ciencia física son las unas acreedoras de las otras. Hei­ degger piensa que es la poesía, y no la física, la que pone de m anifiesto la Insuficiencia de una teoría del lenguaje basada en la noción de juego del lenguaje. Considérese uno de sus ejem plos de expresiones no susceptibles de ser parafraseadas: el uso de la palab ra «ist» en el verso de Goethe «Über alien Gipfeln, ist R u h » .18 Parece haber un error en el intento de analizar ese «ist» como instrum ento p ara alcanzar un propósito. Es posi­ ble, por cierto, analizarlo de ese modo, y Heidegger no ofrece ningún a r­ gum ento con el fin de m ostrar por qué no se podría hacer. Pero él desea que considerem os la siguiente cuestión: «Puesto que parece haber un error en un análisis así, /¿qué tendría que ser el lenguaje si hubiera un error?» Su respuesta es qüe tendría que haber determ inadas «palabras elem entales»: p alabras que tienen «fuerza» aparte de su uso por parte de lo que él llam a «la com prensión común».] La com prensión com ún es lo que una teoría basada en la noción de juegb del lenguaje capta. Pero es la fuerza lo que se supone que nos ayuda a cap tar la idea de la «casa del Ser». Si no hay palabras que tengan fuerza, no hay necesidad de la filoso­ fía como intento de preservar esa fuerza. La explicación de lo que Heidegger entiende con la expresión «el asunto últim o de la filosofía» suscita la pregunta obvia:[«¿Cómo recono­ cer Heidegger una p alab ra elem ental cuando la ve, una pSlabra que tiene fuerza y no únicam ente un uso?»/Si él es tan finito, tan ligado al tiem po y al espacio como el resto de nosotros, ¿cómo puede afirm ar que es capaz de reconocer una p alab ra elem ental al escucharla y no reincidir en la m e­ tafísica? Podemos obtener un indicio de lo que sería su respuesta a p artir de una línea de uno de los pocos poem as que ha publicado (aunque, al p a­ recer, escribió muchos): «Poema del Ser —ho m b re— acaba de empezar.» [Concibe al hom bre —o, m ás bien, al hom bre europeo— como la persona cuya vida ha transcurrido pasando de determ inados léxicos últim os a otros. De tal modo, si se desea recoger palabras elem entales, se debe es­ cribir un Bildungsroman acerca de un personaje llam ado «Europa» inten­ tando discernir los m om entos cruciales de transición en la vida de Euro18. Introduction to Metaphysics, pág. 90.

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pa. Im agínese a Heidegger haciendo con el «poema del Ser» algo sem e­ jan te a lo que un crítico podría in ten tar hacer con «la poesía en lengua in­ glesa». Un crítico suficientem ente ambicioso, como Bloom, no sólo an ali­ za un canon de poetas sino tam bién uno de poem as y de las líneas que com ponen los poem as procurando identificar las líneas y los poem as que abrieron o cerraron posibilidades de opción p ara los poetas posteriores. Las líneas «más elem entales» de la poesía inglesa son las que determ inan T a posición histórica en la que se halla un poeta que escribe en inglés en el siglo xx: son la casa en la que él vive, no las herram ientas que u s a ]p n crítico así escribe un Bildungsroman acerca del modo en que la p o esíaIn ­ glesa ha llegado a ser lo que ahora es. Heidegger está escribiendo un Bil­ dungsroman acerca de —según él dice— «lo que el Ser es a h o ra » .1920Inten­ ta identificar los filósofos, y las palabras, que han sido decisivos p ara que E uropa llegase a la situación en la que ahora se halla. t)esea presentarnos una genealogía de los léxicos últim os que nos muestré~por qué en la ac­ tu alidad usam os el léxico últim o que usam os, y desea hacerlo narrán d o ­ nos una historia acerca de los teóricos (Heráclito, Aristóteles, Descartes, etcétera) a través de los cuales —antes que alrededor de los cuales— tene­ mos que m archar. Pero el criterio para la elección de las figuras por dis­ cutir, y p ara la elección de las palabras elem entales por aislar, no consis­ te en que los filósofos o las palabras sean autoridades acerca de otra cosa que ellos mismos; por ejemplo, acerca del Ser. No son reveladores de nada sino de nosotros: de nosotros, los ironistas del siglo xx. Nos revelan porque nos hicieron. «Las palabras m ás elem entales con las que el Dasein se expresa» no son «más elem entales» en el sentido de que estén m ás pró­ xim as del modo en que las cosas son en sí m ism as, sino sólo en el sentido desque están m ás próxim as a nosotros71 IPuedo resum ir mi historia a c e rc a re Heidegger diciendo que él tenía la esperanza de evitar la recaída, sufrida por Nietzsche, de la ironía en la metafísica, la esperanza de evitar su capitulación final ante su voluntad de poder, dándonos una letanía antes que una narración. Com prendió en­ teram ente el problem a de Hegel y de Nietzsche de cómo concluir su n a­ rración, y —hacia el final de su v id a— creyó haber eludido la tram p a en la que ellos cayeron, tratando su narración de la historia del Ser sólo como un andam io que puede desecharse, sólo un artificio para colocar las «palabras elem entales» bajo nuestra atención. Quería ayudam os a que escuchásem os las palabras que nos habían convertido en lo que somos. Lo haríam os —decidió finalm ente—, no con el fin de superar alguna cosa —por ejemplo, «la ontología occidental» o nosotros m ism os—, sino, más bien, con el fin de la Gelassenheit, de la capacidad de no buscar poder, de la capacidad de no desear superar Las analogías existentes entre el intento de Heidegger, así descrito, y el intento de Proust, tal como lo describí anteriorm ente, son m uy mani19. La diferencia está en que un crítico como Bloom se distingue de la figura que él anali­ za, mientras que Heidegger tiende a mezclarse con ella. 20. Véase el párrafo de Ser y Tiempo citado en la nota 1 de este capítulo.

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fiestas. jEl esfuerzo de Proust por despojar de autoridad al concepto de au ­ to rid ad redescribiendo todas las autoridades posibles como com pañeros en el sufrim iento, halla su paralelo en el intento de Heidegger de escu­ char, sim plem ente, las palabras de los metafíisicos en lugar de usar esas p alabras como instrum entos] La descripción que él presenta de su hacer como un andenkendes Denken —un pensam iento que rem em ora— torna a la analogía con Proust aún m ás fácil. Tanto él como Proust piensan que si la m em oria puede recuperar lo que nos ha creado, el llevar a cabo esa re­ cuperación equivaldrá a convertirse en lo que uno era. Una vez establecida esa analogía, puedo precisar lo que hay de erró­ neo en ello, pues pienso que Heidegger fracasó allí donde Proust tuvo éxito.'Proust tuvo éxito porque no tenía am biciones públicas: no tenía razón alguna p ara creer que el sonido del nom bre «Guerm antes» significaría cosa alguna p ara nadie aparte de su narrador. Si esa m ism a palabra efec­ tivam ente encierra en la actualidad para m uchísim as personas, una reso­ nancia, ello se debe a que para esas personas la lectura de la novela de Proust ha llegado a convertirse en una cosa sem ejante a lo que el paseo á cóté de Guermantes había llegado a convertirse p ara Marcel: una expe­ riencia que necesita redescribir y, con ello, entretejerla con otras expe­ riencias p ara tener éxito en sus proyectos de autocreación. Pero Heideg­ ger pensaba que sabía de determ inadas palabras que encerraban, o de­ bieran h aber encerrado, una resonancia para todos en la E uropa m oder­ na, p alabras que tenían im portancia no sólo para el destino de personas que hubiesen leído m uchísim os libros de filosofía, sino para el destino público de Occidente. E ra incapaz de creer que palabras que p ara él sig­ nificaban tanto —palabras como «Aristóteles», physis, «Parménides», noein, «Descartes» y substantia— fueran sólo sus equivalentes privados de «Guermantes», «Combray» y «Gilberte»7; Pero no eran sino eso. Heidegger fue la m ás grande im aginación teóri­ ca de su tiem po (fuera d é la s ciencias naturales)^/alcanzó la sublim idad que había procurado. Pero ello no im pide que resulte enteram ente inútil para las personas que no participan de sus asociaciones. Para personas como yo, que sí participo de ellas, es una figura paradigm ática, gigantes­ ca, inolvidable^ La lectura de Heidegger ha pasado a ser una de las expe­ riencias que tenem os que aceptar, redescribir y entretejer con el resto de nuestras experiencias a fin de lograr éxito en nuestros propios proyectos de autocreación. ^ero Heidegger carece de utilidad pública generaP^Para personas que nunca han leído los intentos de metafísicos como Platón y Kant por afiliarse con un poder ahistórico —o que los han leído y m era­ mente han hallado un entretenim iento en ello—, la teoría ironista les p a­ rece una reacción absurdam ente exagerada ante una am enaza vacíay Ta­ les personas encontrarán que el andenkendes Denken de Heidegger no constituye un proyecto m ás urgente que el del tío Toby de construir un modelo de las fortificaciones de N am ur. CHeidegger pensó que, en virtud de su fam iliaridad con determ inados librós, podía reunir ciertas palabras que para todos los europeos contem ­ poráneos representarían lo que representaba para Marcel su letanía de

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IRONISMO Y TEORÍA

recuerdos. No logró hacerlo. No existe tal lista de palabras elem entales; no hay una letanía universaí.lLa elem entalidad de las palabras elem enta­ les, según Heidegger entiende «elemental», es una cuestión privada e in­ dividual. El católogo de libros que Heidegger leía no tienen p ara Europa y p ara su destino una im portancia m ás fundam ental que m uchos otros catálogos de m uchos otros libros, y el de «el destino de Europa» es, en todo caso, un concepto del que podem os prescindir. Porque esa form a de d ram atu rg ia historicista no es sino un intento m ás de rechazar ideas de m ortalidad con ideas de afiliación y de encarnación.21 7 Heidegger tenía razón al decir que la poesía ponetté m anifiesto lo que el lenguaje puede ser cuando no constituye un m edio subordinado a un fin,(pero estaba enteram ente equivocado al pensar que podía haber un poem a universal: algo en lo que se com binasen los m ejores rasgos de la fi­ losofía y de la poesía, algo que estuviese m ás allá de la m etafísica y del ironism o. Los fonemas ciertam ente cuentan, pero ningún fonema cuenta p ara m uchas personas durante m ucho tiempóHLa definición heideggeriana del hom bre como «poema del Ser» era un intento magnífico, pero de­ sesperado, de salvar la teoría poetizándola. Pero ni el hom bre en p articu ­ lar ni E uropa en general tienen un destino, ni se hallan ninguna de esas dos cosas en relación con una figura m ás-que-hum ana en la form a en la que un poem a se halla en relación con su. autor. Ni es la teoría ironista otra cosa que una de las grandes tradiciones literarias de la E uropa m o­ derna; una tradición com parable con la de la novela m oderna por la grandeza de los logros que la ilustran, aunque menos im portante que ella p ara la política, p ara la esperanza social y para la solidaridad hum ana. Cuando Nietzsche y Heidegger se atienen a la celebración de sus cáno­ nes personales —a las pequeñas cosas que m ás significan para ellos— son tan magníficos como Proust. Son figuras que el resto de nosotros puede utilizar como ejem plos y como m aterial en sus propios intentos de crear unjnuevo yo escribiendo un Bildungsromán acerca de nuestro viejo yo. Pero tan pronto como uno y otro intentan fo rm u lar una opinión acerca de la sociedad m oderna, el destino de E uropa o la política contem poránea, se vuelven, en el m ejor de los casos, insípidos, y, en el peor, sádicos. Cuando se lee a Heidegger como a un profesor de filosofía que se las arre­ glaba p ara ir m ás allá de su propia condición utilizando los nom bres y las p alabras de los grandes metafísicos m uertos como elem entos de una letanía personal, resulta una figura inm ensam ente sim pática. Pero como 21. Véase: Alan Megill, Prophets o f Extremity, Berkeley, University of California Press, 1985, pág. 346: «La noción de una crisis en la historia presupone lo que está expuesto a la des­ trucción: la idea de la historia como un proceso continuo, la historia con “H” mayúscula.» La crítica que Megill dirige a lo que él llama el «esteticismo» de Heidegger es paralela a mi crítica de la aspiración heideggeriana a lo sublime histórico. Megill defíne «esteticismo» como «un in­ tento de hacer que regrese a nuestro pensamiento, y a nuestras vidas, esa forma de edificación, ese nuevo despertar del ékstasis que en la concepción de la Ilustración y de la postilustración había quedado limitada durante largo tiempo al ámbito del arte» (pág. 342). De acuerdo con este sentido de «esteticismo», mis esfuerzos en este libro (y especialmente en mi esbozo de una utopía liberal en el capítulo tercero) se han dirigido a sugerir que introduzcamos ese esfuerzo en nuestras vidas privadas sin intentar introducirlo en la política.

CREACIÓN DE SÍ MISMO Y AFILIACIÓN

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filósofo de nuestra vida pública, como com entarista de la tecnología y de la política del siglo xx, se m uestra resentido, mezquino, avieso, y, a veces, en sus peores m om entos (como en el de su elogio de H itler después de que losgudíos fueran echados a puntapiés de las universidades), cruel. (jEn esta afirm ación se reitera una sugerencia que he form ulado al final del capítulo precedente: la de que la ironía es de poca utilidad pública, y que la teoría ironista, si no es exactam ente una contradicción en los tér­ minos, difiere, al menos, de la teoría m etafísica al punto de que no se la puede ju zgar en los m ism os términosTlCa m etafísica esperaba reunir nuestra vida pública y nuestra vida privacte dem ostrándonos que podían asociarse el descubrim iento de sí y la utilidad social. Esperaba propor­ cionar un léxico últim o que no se disociara en una sección privada y una públicaTjEsperaba ser bella en la pequeña escala privada y, a la vez, su­ blim e en la am plia escala pública.