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Breve historia del arte colgado en salas de espera Leandro
de Martinelli
oficinaSperambulante
Breve historia del arte colgado en salas de espera Leandro de Martinelli
oficinaSperambulante
© Leandro de Martinelli, 2020 © oficinaSperambulante • bulk editores Primera edición: abril de 2020 La Plata • Buenos Aires • Argentina [email protected]
Ñuñoa • Santiago de Chile [email protected]
Imagen de tapa: Markus Spiske Imagen final: Falopapas La o.p. está adherida a p.y.m.e.s. [pequeñas y medianas editoras silvestres]
H
abía en casa de mis padres, hace años, un libro pequeño, hermoso, que ya no volví a ver, ni escuché a nadie
mencionar. Empiezo por la tapa: de color blanco, un poco gastada, con una reproducción de La Gioconda metida en un marco de madera delgada, como los que hoy venden en los supermercados chinos y ya vienen desvencijados de antemano. Estaba torcido el cuadro en relación con el título y eso a mí me parecía gracioso. Era una tapa un poco obvia, es cierto, pero era una buena síntesis de esa educación visual propia de un sector de la clase media. Mis costumbres de lectura en ese tiempo eran extrañas. Digamos que no entendía bien cómo relacionarme con ese libro y no fue sino hasta mucho tiempo después que descubrí una tecnología vital para el lector: el señalador, que no es solamente un pedazo de cartón para marcar la página, sino que es también una herramienta conceptual, porque hasta entonces yo no sabía que podía seguir leyendo el libro desde el punto en el que lo había dejado, así que cada vez que me daban ganas 5
de leer esa historia —la historia de Teresa— volvía a empezar de cero. A veces llegaba hasta la página cinco, otras hasta la veinte. Creo que una vez llegué hasta la cincuenta. Era un libro breve, de unas setenta páginas. El asunto es que a los diez, once años, creía que en la lectura se jugaba lo mismo que en el atletismo: velocidad y resistencia. Si practico, si entreno, algún día voy a poder terminar el libro. Por eso, decía, el señalador es conceptual: te dice que la lectura se abandona y se retoma donde se abandonó. El libro, si mal no recuerdo, trataba sobre una joven estudiante de arte que descubre, a partir de una indagación de carácter relacional en su grupo de investigación, que gran parte de su educación visual, de su educación artística, provenía de las salas de espera de los consultorios. No era lo esperable, no venía de las revistas y los libros de arte, esos que sus compañeros de estudio acumulaban en sus casas. Ella, en cambio, venía de una familia humilde, simples trabajadores estatales que compraban libros que no leían. Teresa, la protagonista, estaba en un grupo de estudios, contenta, porque le gustaba mezclarse con estos señoritos mundanos, viajados, para hablar y discutir de arte. En una de esas reuniones se dio cuenta de que su mirada artística venía de las obras —las láminas, las reproducciones, los pósters— que los odontólogos colgaban en sus salas de es6
pera. De chica, según confiesa en el libro, había tenido un problema en los dientes; no se organizaban bien unos con otros, buscaban abrirse espacio con la violencia de algunos peces o de algunas plantas; entonces cada mes visitaba a un especialista distinto, cada mes conocía un nuevo consultorio; los dentistas se la iban derivando porque sus dientes enloquecían. De esas visitas le quedaron las imágenes que los odontólogos colgaban en sus salas de espera. Imágenes que había mirado durante horas. Sus compañeros hablan sobre el Renacimiento, sobre obras que vieron en enciclopedias, inclusive en algún museo, y ella sufre un poco porque, a diferencia de sus compañeros, pasó su infancia en consultorios odontológicos y entonces sufre. Su dentadura ahora es bella gracias a los tratamientos y las torturas, propiciadas por la fijación que su madre tenía con los dientes. Los entendía como coordenada racional, necesaria, en el desarrollo la vida amorosa. A Teresa la deprime pensar en las horas de infancia que perdió en las salas de espera; si disculpa a su madre es porque sabe que la fealdad en una mujer puede llegar a resultar imperdonable. Y mientras piensa esto se da cuenta de que su relación con la estética, con el arte, tiene mucho que ver con una falsedad: la idea de que arte y belleza son una misma cosa. Es en ese momento en que uno de sus 7
compañeros habla de la imposibilidad de determinar una fecha para la aparición del Renacimiento —en algún momento del medioevo, dice— y ella piensa en sus dientes, en que su madre le enseñó a sentir vergüenza de sus dientes y que fue esa vergüenza la que hizo más soportable la espera. Entonces se ríe y los compañeros la miran. ¿De qué se reía? Ahora podía mostrar los dientes, es por eso pero no dice nada, solo pide disculpas. En una casa grande, la de un compañero, con los libros desplegados sobre la mesa, libros que dicen «Renacimiento» por todas partes y ella, asombrada, puede recordar muchas de las obras de las que hablan los libros porque las vio en ese museo discontinuado, constituido por las salas de espera de los consultorios. Así que mientras avanzan en la lectura ella se da cuenta de que su conocimiento de las obras y su memoria visual están a la altura, o quizás por encima, de la de sus compañeros, que la miran asombrados cuando ella describe, con pericia iconológica, tal o cual pintura. En eso están cuando ella empieza a imaginarlos con sus padres, yendo de niños al museo del Louvre. Y observa cómo corren por los pasillos y se adormecen en las bancas, cansados de mirar cada cosa que cuelga de las paredes. Para esos niños ricos, concluye Teresa, el museo del Louvre también había sido una sala de espera. 8
Ella en cambio había mirado durante horas, obligada, una reproducción deslucida de El nacimiento de Venus de Botticelli. La podía describir palmo a palmo, en un abrir y cerrar de ojos. Inclusive recordaba que era una lámina impresa para una exposición, porque debajo de la reproducción se consignaba el lugar y la fecha. Pertenecía al Victoria & Albert Museum de Londres y la muestra, de 1982, se llamaba «Botticelli Reimagined». Recordaba además que entre la lámina y el vidrio había una araña reseca. Ante el asombro de sus compañeros, Teresa se retraía y ocultaba la fuente. La vergüenza aparecía otra vez, con otra forma, acaso más retorcida, y ella quería explorar otras sensaciones. El asunto es que a Teresa también le gusta uno de sus compañeros que tenía mi nombre, Virgilio. Es un nombre poco común, supongo que en la novelita funcionaría como una referencia bastante obvia al autor de la Eneida, en mi caso viene de un compositor de tangos. Yo siempre dije que en vez de Virgilio deberían haberme puesto Phar Lap, que fue un purasangre famoso, un big name del turf que tuvo un final horrible. A mi padre le gustaba la historia de Phar Lap como relato moral. Es breve. Phar Lap empezó mal, con carreras olvidables pero al cabo de la década del 20 no dejó premio sin ganar. Corría en Australia y Nueva Zelanda, en tiempos en los que el turf era el deporte más popular 9
del mundo pero también en tiempos de la Gran Depresión. Uno podría decir que la Gran Depresión fue un asunto exclusivamente norteamericano pero no, en Australia y Nueva Zelanda también fue catastrófica y ese caballo, tan ganador, representaba la esperanza de los apostadores y también el orgullo de una nación venida a menos. Así que después de ganar todo lo llevaron al continente americano. Corrió 35 carreras en México y ganó 33. De ahí lo llevaron a Estados Unidos donde murió envenenado por las mafias. Tan importante fue ese caballo que en la exposición permanente del Museo Nacional de Australia pueden ver su corazón metido en formol dentro de una caja de acrílico. Sobre esa historia mi padre siempre decía: «Destacar en algo puede ser perjudicial para la salud». Parte de la magia del libro, al menos para mí, se debía a que la contraparte de Teresa era Virgilio, caracterizado como un muchacho amargado y melancólico. Me dejaba satisfecho esa imagen, porque coincidía con la idea de que el dinero produce perversiones afectivas. Esa idea es importante en la historia de Teresa porque le permitiría organizar, en esos años de su vida, sus prejuicios. El otro conflicto, contracara del anterior, es que los padres de ella reniegan de su inclinación por el arte. ¿De qué piensa vivir? Teresa no sabe. Desde el inicio se nota que son padres difí10
ciles. Ella sufre, les da la razón; sus compañeros son niños bien, han viajado al Louvre, ella apenas ha pasado unos días en la Costa Atlántica. Hasta que una noche, mientras come con sus padres, se pone insolente. Ellos insisten, ¿de qué va a trabajar?, ella les dice que la carrera está llena de hijos de millonarios, que si no puede vivir del arte por lo menos podrá conseguir «algún gil que la mantenga», lo dice así, con odio, imitando el habla del padre. Y le dice a la madre, mostrándole los dientes: «¿No es eso lo que querías para mí? Mirá, antes parecía Phar Lap y ahora estoy para que me que me arrojes a los leones». Eso los ofende un poco, empiezan a discutir, hasta que Teresa acusa a sus padres de pobretones, de mediocres, algo así era ese diálogo donde Teresa se liga un cachetazo de su padre. Lo que pasa aquí es que ella viene aturdida por el brillo de sus compañeros, por el dinero en forma de casa, de ropa, de chiste. Entonces se hace preguntas: ¿cómo es posible que sus padres, tan callejeros, tan conscientes para los negocios, sean esto? Y su padre, con el cachetazo, le da la razón, porque es el golpe de un frustrado, de alguien poco digno, que no es capaz de explicar por qué su realidad es distinta y peor a cualquier otra. El cachetazo es una acusación. Los padres creen que Teresa busca adoptar los valores, los gestos, las necesidades de esa gente horrible, de los pudientes. 11
• Los
tres compañeros,
de a poco, se enamoran de Teresa y
ella lo nota porque resultan torpes en sus intentos de seducción; creen ser sutiles pero ella ve señales luminosas, el crecimiento exponencial de los gestos de cortesía que, asume, vienen guiados por el impulso sexual. La pregunta que se hace es cómo rechazarlos sin ofenderlos. Eso la desvela porque no quiere desarmar el grupo de estudios, le conviene, le gusta su lugar, sentirse deseada por esos tres niños bien. En esos calores, además, resuena el cachetazo del padre; Teresa se escapa hacia una zona oscura, una que su familia no domina, y puede darse cuenta de que se sienten amenazados, no tanto por su inevitable desarrollo de una vida sexual sino por el desarrollo de una vida intelectual. Sus padres son personas que compran libros, que se perciben a sí mismos como cultos, pero entonces la hija va a la universidad, va a estudiar arte, estética, va a educar el gusto, y la cultura flotante de ellos va a quedar desinflada frente a los conocimientos de la hija. Llevaban años preparándose para aceptar sin más las primeras e inequívocas señales de la vida sexual de Teresa. Su madre, de hecho, la promovía: la ortodoncia buscaba que la niña fuera más deseable. Pero esto, que las cosas se dieran de esta manera, no lo esperaban. 12
Del dilema sobre qué hacer con estos tres tipos pasa a tomar una decisión. A ella solo le interesa Virgilio. No es que los otros dos le desagraden. Eventualmente, se dice, podría tener amoríos con ellos, pero hay algo en Virgilio, en su introspección, que la puede, porque identifica ese carácter con el de un artista de verdad. Es un prejuicio romántico. En este punto es donde aparece la idea central del libro, motorizada por la aventura y la peripecia. Cuando Teresa encuentra una manera de acercarse a Virgilio, cuando diseña un proyecto para pasar el mayor tiempo posible con él y darle lugar a que le confiese su interés sensual. Lo quiere llevar, de algún modo, a su universo; con esto ella también se confiesa, porque lo invita a visitar las salas de espera de todos los odontólogos de la ciudad. Esto pasa en medio de una clase. Teresa está sentada junto a Virgilio, escuchan a un profesor hablar de sobre Art Nouveau y la conciencia del futuro. Es una clase aburrida, o quizás no, pero la mente de Teresa está en otro lado, a su izquierda, en la concentración de Virgilio mientras llena su cuaderno de letras grandes, cuadradas, como si dibujara una muralla. Ella lo va a sacar del hechizo académico al pasarle un papelito doblado que dice que tiene una invitación para hacerle. Van a estar recortando pedazos de papel de sus cuadernos hasta el final de la clase. Escriben, doblan, se los pasan. Ella en13
tiende que esa forma de la comunicación responde a una tradición íntima del orden infantil, porque es la manera en que los niños se dicen cosas en clandestinidad. Para ella es una perfecta declaración de amor. Ni bien termina la clase le dice que quiere hacerse una idea del arte que consume la gente común, porque eso son las salas de espera, galerías de arte, galerías de arte de mierda, dice, pero de arte al fin. Y uno está encerrado ahí por cuarenta, cincuenta minutos, porque los odontólogos son así. Ni los pediatras ni las dermatólogas logran los tiempos de los odontólogos. Entonces la idea es ver qué relación establece uno con una obra de arte con la que está obligado a convivir tanto tiempo, dice ella. ¿Cuántas etapas atraviesa la percepción hasta lograr una opinión definitiva? Y a Virgilio le interesa. No se toma el proyecto tan en serio, pero se pregunta en voz alta qué ocurriría si alguien pasara horas sentado frente a un Rembrandt, toda una tarde, muchas tardes, delante de una obra, sin importar si entiende o no de pintura. ¿Mejora la percepción?, ¿se vuelve uno indiferente?, se pregunta Virgilio, ¿se vuelve uno insensible como le pasa a un forense frente a un cadáver? A Teresa se le desmorona la ficción que su madre había construido en torno a esos profesionales —una ficción que inventaba alrededor de cualquiera con un título uni14
versitario— y empieza a percibirlos como criaturas obvias, ridículas, un poco idiotas. ¿Cómo se desarrolla el gusto de alguien que pasa el día mirando el interior de bocas infectadas, deformes, incompletas? Ningún odontólogo es Francis Bacon, seguro. ¿Pero hay una relación estética con la inspección de bocas?, ¿o la mirada del dentista siempre está mediada por categorías sanitarias? Algo así le dice a Virgilio. Lo quiere impresionar con preguntas delirantes mientras, al mismo tiempo, piensa en la falsedad de los odontólogos, la debilidad mental de los odontólogos, la perversidad sanitaria de los odontólogos visible en todas las paredes en sus salas de espera. El proyecto de Teresa ya no tiene nada de inocente. Va a ser una excursión amorosa para pescarlo a Virgilio, pero al mismo tiempo para poner en crisis, cuando no dinamitar, los preconceptos que sus padres han construido de la clase media ilustrada. • La
idea de
Teresa es sacar turnos en consultorios odonto-
lógicos. Saben que la espera mínima que proponen esos malnacidos es de cuarenta minutos, eso les dará tiempo para recorrer la sala de espera como quien recorre un museo, hacer notas, trazar relaciones. Se imaginan también a 15
los otros pacientes como guardias de museos, silenciosos, aburridos, desinteresados en las obras, desinteresados en las exclamaciones de los visitantes. Había un sentido de la aventura que también estaba enunciado: por un lado la venganza —al cabo de media hora de espera debían ponerse de pie y decirle a la secretaria que se retiraban, que no iban a atenderse porque tanta espera les parecía una falta de respeto—; por el otro lado el altruismo, no hay mejor fortuna para quien espera que alguien abandone su turno. Toda esa charla entre Teresa y Virgilio, la planificación, el ponerse de acuerdo, va tomando la forma de un intercambio amoroso. Virgilio ni siquiera menciona la idea de convidar el proyecto a los otros dos compañeros y sobre esa angurria Teresa se afirma en la idea de que él está interesado en ella. Aquí la historia se transforma en una road movie que tendrá a Virgilio como máximo protagonista, es decir, la historia de un niño bien que no recorre la ciudad como lo hace la mayoría. Es un muchacho que nunca subió a un colectivo, que siempre se atendió en lugares de primer nivel, todo eso que en la jerga se llama «no tener calle». Teresa tampoco tiene calle porque cada vez que sale de la casa va para el mismo lado, pero a favor suyo sabe recorrer los barrios, sabe dónde no meterse y a qué hora. Viene de un tipo de educación que entiende al mundo como un peligro po16
tencial. Para Virgilio, en cambio, el mundo es más amable. Así que en esta road movie la que conduce es Teresa. Ella saca los turnos, planifica itinerarios, selecciona colectivos, calcula horarios de salida. Virgilio conoce mejor el espacio público de París, de Madrid o de Nueva York que el de su ciudad. Así las cosas, vemos crecer su fascinación por estas excursiones extrañas, con entusiasmo van armando el mapa del arte de los consultorios odontológicos. Lo primero que encuentran es que hay muchas láminas enmarcadas, láminas de muestras que remiten a cualquier museo del mundo. Están Dalí, Da Vinci, Picasso, Miguel Ángel, Caravaggio, todo excesivamente canónico; indicios que se fusionan con la idea de que, para esa gente, el arte importante está en el pasado. Después de visitar unas seis o siete salas de espera, la conclusión de Teresa es que no los cuelgan por el arte sino por el viaje. Son las ganas de esos odontólogos de mostrar que han viajado, y que además han ido a museos; es decir, viajan y además son cultos. Con el tiempo ese gesto conseguirá su síntesis en los imanes que pegamos en la heladera, chucherías que uno compra al pie de las atracciones internacionales. Virgilio toma la palabra para hablar de lo que sabe. Su primer recuerdo lo encuentra en Londres, parado sobre un banco de madera en un cementerio pequeño detrás de una iglesia, 17
en medio de la ciudad. De un lado la calle, los colectivos de doble altura, del otro lápidas medievales, caballeros tallados en piedra, inscripciones rúnicas. Y puede decir que esos odontólogos no son viajeros. A lo sumo serán turistas pero no viajeros, porque los viajeros no existen, dice. La idea de viajero es un invento de la novela del siglo XIX. En el mundo real lo opuesto a un turista no es un viajero, sino un comerciante o un colono. Los viajes de Marco Polo eran viajes comerciales. Nadie viajaba por placer, porque no había placer en trasladarse en barco, en carruaje, a lugares donde hasta un vaso de leche te podía matar. Los que viajaban lo hacían con una misión. Pero entonces llegó el turismo y vino a decirles a todos que había una aventura en viajar a Disney, a Nueva York, a Marruecos. Es la ficción de los pudientes. La idea romántica del viajero es la de una persona que va, que conoce y vuelve transformada; ha cambiado, es más abierto, entiende mejor el espíritu humano, abraza su diversidad. Una ficción progresista. Y Virgilio dice que no, que siempre vuelven iguales. Por más países que visiten, por más exóticos que sean, sus padres siguen siendo los mismos. Él sigue siendo el mismo. Y luego sugiere que la idea de viajero es una jactancia, que la diferencia entre el turista y el viajero es que este último es un soberbio. Resuena la 18
bronca del niño bien contra sus padres. Teresa no se convence. Le discute, ella sí cree en el viajero. Claro, su espíritu todavía romantiza el cosmos, y no estoy seguro de cuál fue la respuesta de Virgilio, pero recuerdo que daba un argumento contundente, de connoisseur. Hay otra continuidad en las salas de espera que Teresa rescata pero elige callar: los muebles. Parecen ser todos de descarte. Ella se imagina que cada vez que un odontólogo cambia el sillón de la casa el viejo sillón va a parar al consultorio. Son cosas con las que el odontólogo ya no quiere convivir. Es una decoración tipo quincho. Y las revistas. Siempre hay revistas viejas, sobre todo de chismes. ¿Es la idea que el odontólogo tiene de sus pacientes como lectores? ¿O es el tipo de lectura que el odontólogo aprecia y desea compartir? Teresa se inclina por esta última. Cree que, al igual que los muebles, las revistas también son cosas de uso habitual para el odontólogo. Pero nada dice de todas esas especulaciones porque en su propia casa el mobiliario también es un rejunte y no quiere escuchar a Virgilio burlarse de esas decoraciones de guerrilla. Eso son todos berretines de Teresa, porque se nota que para Virgilio se trata de un paisaje nuevo; no lo ofenden los muebles, las revistas, las láminas enmarcadas, porque para él eso es Vietnam o Plutón. A Teresa sí la ofenden porque le de19
vuelven su propia imagen. Lo curioso es que no descubre esto a partir de las casas lujosas de sus compañeros sino de las salas de espera, cuando logra hacer una serie de esos lugares ordinarios, y en esa serie su casa encaja perfectamente. Su vida íntima está amoblada con lo que le sobra a los odontólogos. Entonces calla, aun cuando el mobiliario también forma parte de la historia del arte y sería un vector interesante para analizar. Pero lo importante de este paseo es que ella descubre que Virgilio no es tan pajarón como sus compañeros, que no tiene la inocencia cargada de misantropía que ella percibe en los niños bien. Virgilio no cree tanto en el mundo, eso empieza a sospechar Teresa. Y acá hay una escena extraña, que es una escena contada en su mente. Después de un día de excursión Virgilio la despide en la puerta de su casa, le da un abrazo eterno que dura nada pero que a Teresa la pone a hacer cálculos, a comparar abrazos previos, a medir la fuerza, a multiplicar masa por aceleración y concluye que hay una nueva intensidad. Así que entra la casa y se encierra en el cuarto, se desviste de la cintura para abajo y se queda con la espalda en la puerta y entonces aparece esta escena de imágenes raramente conectadas, que buscan hacer una traducción literaria de sus hitos eróticos; una camisa de hombre recién planchada sobre una cama de dos plazas. Dedos que sintonizan un pe20
zón. Un policía que le pone las esposas a un manifestante. Las piernas desnudas, peludas, de un hombre sentado en un sillón. Un tirón de pelo que hace saltar un aro, que hace doler el lóbulo. Sonidos de cubiertos en un restaurante, luz de velas, una mujer ríe. Un hombre, en la cancha, se agarra la entrepierna con una mano y con la otra señala a la policía. Un viento le levanta la falda a una chica que ni se inmuta. Y en el medio, con apariciones fantasmales, la cara de Virgilio, la piel fina como un papel de calcar, el abrazo, la boca recta como un guión. Así hasta el éxtasis. No sé si estaba logrado el capítulo pero con la memoria digo que sí. Era, de hecho, mi favorito. Cada vez que volvía sobre el libro, siempre desde cero, mi objetivo principal era llegar a ese capítulo de la historia de Teresa, que tenía como escenario un mundo donde los muebles de las casas eran un rejunte y las personas pasaban horas en salas de espera. Y con una road movie en el medio donde estos Bonnie and Clyde, estos pacientes impacientes, después de hacer sus anotaciones, de absorber el clima estético de la sala de espera, van a decirles a las secretarias de los odontólogos que se van, que no pueden esperar más, que su tiempo también vale, que someter a alguien al aburrimiento es humillarlo. Hay testigos en las salas de espera que también reaccionan, que les dan la razón, pero se quedan, siempre se quedan. 21
Es en esas andanzas que Virgilio se abre. Una tarde, subidos a un colectivo que los lleva al centro, hablan de sexo y Virgilio cuenta que su primera relación sexual fue con una muchacha que limpiaba la casa, una chica jovencita que había venido a hacer un reemplazo durante el verano. Sus padres se habían ido de viaje a los Estados Unidos, él se había quedado a cargo de su hermana mayor. Tenía dieciséis años. La muchacha era una negrita de ojos chinos que hablaba poco y cada vez que lo hacía se reía, como si hablar le diera vergüenza. Una mañana Virgilio se despierta y ella está al pie de la cama. Lo observa quietita, con un montón de sábanas planchadas apretadas contra el pecho. Cuando Virgilio se despierta y la mira ella sigue ahí pero no lo mira a los ojos, le mira el cuerpo. Mientras Virgilio cuenta esto Teresa se pone celosa. No lo dice, solo le pide más detalles, quiere que le cuente despacio con la excusa de que falta mucho para bajar del colectivo, pero lo que quiere en realidad es morirse de bronca. En todas las vivencias tempranas que Virgilio comparte con Teresa aparece siempre una institutriz, un mayordomo, una maestra particular, un profesor de equitación. Virgilio crece rodeado de adiestradores, sus padres son invisibles, su imaginación, su tristezas, sus alegrías, su sexualidad van a tener como únicos interlocutores a los asalariados que visitan regularmente 22
su caserón. Teresa va atenta, su bronca gana temperatura cuando Virgilio dice que la muchacha dejó caer las sábanas y se levantó el delantal. ¿De qué color era el delantal?, pregunta Teresa. Gris con los bolsillos blancos, dice Virgilio. La muchacha entonces se levanta el delantal y al mismo tiempo que deja ver la bombacha se tapa la cara. ¿De qué color era? Blanca, dice Virgilio, con un bordado. A Virgilio el movimiento de la muchacha le parece interesante, la forma en que ella decide entregarse, cómo se tapa la cara para decirle que lo desea, la manera en que se transforma en un objeto. Teresa aprieta los dientes, quiere escuchar más pero Virgilio cuenta hasta ahí; es un niño educado, prefiere evitar los pormenores. ¿Volviste a verla?, pregunta ella. Virgilio dice que la chica cumplió el reemplazo y desapareció. Nunca más la vio. O sí, una tarde en la costanera, del brazo de un hombre mayor, un tipo de traje con los zapatos lustrados. Comían un cucurucho, miraban el río. Pero Teresa, atragantada de bronca, ya no escucha. La ve a ella tan morena, tan hermosa, agachada sobre un inodoro, rasqueteando mierda, con el pelo atado en una cola azabache, una cola que se sacude como una anguila cada vez que cepilla. Se ofende. La ve a la chinita salir del caserón, tomarse el colectivo, y bajar en una calle de tierra. Baja descalza, lleva los zapatitos en la mano para no embarrarlos. ¿Le gustan 23
las negras pobres?, se pregunta Teresa. ¿Le gustan las villeras que limpian la caca de los otros, que viven en barrios tristes, que reverencian a cualquiera que tenga los zapatos lustrados? ¿Así me ve?, se dice, consternada. Quiere sufrir Teresa pero la humillación latente la prende fuego. Por un lado, le da asco la posibilidad de que Virgilio la vea como una pobretona y por el otro se da cuenta de que, por eso mismo, se siente infinitamente deseada. Ella también sería capaz de entregarse como se entregó la negrita, se dice y se sonroja. Y aunque es un buen momento para calentar la relación, cuando le toca a ella retribuir la confesión con una propia, se niega, dice que no quiere, que prefiere hacerlo en otro momento, pero la verdad es que no tiene nada para contar; quizás algún arrumaco con un primo en un cumpleaños familiar, un roce aquí, besos dentro de un placard, una mano que camina como una araña sobre una bragueta. Todo eso con un fondo de bolero donde una gorda descomunal canta sobre sus conquistas amorosas. Y nada más. A cambio, entonces, Teresa le cuenta otra historia. Cuando ella tenía ocho años, durante el desabastecimiento, se apareció por el living de la casa disfrazada de momia con papel higiénico. Caminaba con los brazos hacia adelante, hacía ruidos de momia, se aguantaba la risa. Cuando el padre la vio se levantó de un salto, le sacó el papel higiénico 24
a cachetazos, la arrastró del brazo hasta su habitación y ahí la dejó, con la puerta cerrada. «Yo te voy a enseñar a vos a gastar al pedo», le decía mientras la madre, también enojada, se agarraba la cara con horror. Y Teresa no sabe si el horror era por los golpes del padre o por el derroche de papel higiénico. Lo cuenta divertida Teresa, contarlo la libera, pero a Virgilio no le causa gracia. El resultado de esta anécdota de humillación es otro capítulo surrealista. Teresa llega a la casa volando, se apoya contra la puerta de la habitación, se desnuda; esto ya es un ritual amoroso, una ofrenda. Ahora el repertorio de imágenes incluye también una muchachita de la limpieza que tiene la cara de Teresa. Es ella la que se levanta el delantal o rasquetea flores de papel crepé pegadas a un inodoro. En otra imagen el pito erecto de Virgilio está metido en un tubo de cartón de papel higiénico. Virgilio se masturba con el cartón. Teresa llega al clímax. Es, claro, una imaginación erótica armada con escarbadientes, que peca de literaria, que busca armar un sistema, amplificar sensaciones. Lo curioso, en el libro, es cómo la sala de espera resulta determinante en la vida de Teresa; como metáfora de una vida que no arranca, una sala de espera que es responsable de una educación visual que más tarde determina su vocación, y ahora va a ser escenario de su educación sentimen25
tal. La novela queda tomada por la historia de amor, se olvida de la familia de Teresa, de los compañeros de facultad. A nadie le importan. El foco ahora es una breve historia del arte que cuelga en salas de espera, la mayoría de odontólogos, porque persiguen una misma lógica. No tan caótica como, por ejemplo, la de los pediatras y sus salas de espera con obras que refieren a la infancia. Es otra sensibilidad, se dicen, porque hay un público específico, el infantil, y las obras son para ellos o quieren representarlos, pero no con obras infantiles porque en esos tiempos no hay muchas imágenes disponibles, excepto los pósters de Disney de pésima calidad que se venden en la calle y que ningún pediatra colgaría en su consultorio. Pero sí había imágenes de fotógrafos profesionales, niños sentados en bancos frente a escenarios otoñales, una niña besando a un niño, pero más que nada artistas que, por su uso del color o de la figuración, daban el tono infantil, sea Matisse o Miró. Y Picasso, de su período rosa, madres con niños, y alguna que otra imagen de Mondrian. Digamos que en los pediatras había una inclinación a la modernidad pero solo porque se debían a su público, el público infantil, los alegres, superficiales, rústicos niños. Esa era la idea que los médicos tenían del arte del siglo XX, un arte para consumo infantil. Y estaba el otro, el verdadero, el arte serio que colgaba en las salas de 26
espera de los odontólogos. Teresa y Virgilio, entonces, pueden situar históricamente el gusto de la clase media ilustrada: tiene un atraso aproximado de medio milenio. Con suerte, de doscientos o trescientos años. A tal punto era la regla que un odontólogo de origen japonés, un tal Kuroda, repetía la misma devoción por artistas medievales aunque del Japón. También algunos no tan antiguos, pero nunca de siglo XX. Era una sala de espera de lo más extraña, un poco teatral. Los muebles, el descarte, eran tan viejos que despedían un ligero olor a podrido. Soportable, incluso bello, como si fueran criaderos de gírgolas. En las paredes había, sí, copias, serigrafías, telas y tablones pintados que reproducían motivos medievales: El bosque de pinos entre la niebla, Ciruelos blancos en primavera, La gran ola
había un temor en Virgilio y Teresa cuando llegaron: la puntualidad japonesa. Se imaginaron que en cinco minutos los iban a llamar para atenderse pero no. Al cabo de media hora hicieron su numerito indignado frente a la secretaria y salieron del consultorio con la constatación de que, sin importar los cruces culturales, las salas de espera se inclinaban siempre por el arte clásico, por el canon, y que los odontólogos son todos unos malnacidos. También postulan que la sala de espera es el único lugar donde gran parte de los pacientes consumen artes visua27
les. Las salas de espera de ningún modo son museos, pero a todo el mundo le exigen que se porte como si estuviera en uno. Teresa piensa en su madre, en la beatificación que hace de cualquiera que haya obtenido un título universitario, y dice entonces que esas paredes son oportunidades perdidas, que personas como su madre serían incapaces de discutir el gusto de un profesional; lamentablemente cuelgan arte sin vida, arte podrido. Virgilio hace un cálculo. Suma las salas de espera de la ciudad, suma los pacientes que concurren a ellas a diario y dice que la cantidad de visitas anuales es igual a las de un museo mediano de una ciudad secundaria de Europa. Lo dice sin saber, sin manejar números reales, pero Teresa festeja la ocurrencia. Se imaginan entonces un proyecto pedagógico, también sensible: colgar de esas paredes láminas de artistas contemporáneos. Piensan en los argentinos, luego en los latinoamericanos. Piensan en colgar un arte que hable del presente, que interpele a las sensibilidades rústicas que pasan el rato en las salas de espera. Miguel Ángel no les habla. Donatello no les dice nada. Pero un Berni, un Macció, un Siqueiros, un Kahlo. Ellos tienen la fantasía de que esas obras captarán otras miradas, miradas nuevas, las de quienes nunca antes vieron un arte así. Es un proyecto optimista, fantasean con ponerlo en marcha, se imaginan cómo hacerlo 28
funcionar. Y lo mejoran: dicen de llevar obras originales, de artistas nuevos, jóvenes, de artistas que vivan cerca de cada sala de espera. En esas disputas aparece una novedad en la actitud de Virgilio, una manera de invadir el espacio físico de ella que da señales claras de interés. Sobreviene así el momento trágico: vuelven del consultorio de un odontólogo; un consultorio aburrido, repelente, con muebles de caña. Es de lo más feo que han visto. Hasta las revistas eran ridículas, había número viejos de TV Guía, revistas de corte y confección, con manuales de patronaje de moda; había revistas sobre caza y pesca. Ya Teresa ese clima emocional se le pega fácil. Y lo dice. Van por una avenida, caminan sin apuro, ella dice que esos lugares le parecen sórdidos, que le hacen mal. Virgilio no la escucha, va distraído, va en otra cosa, quiere hacer una confesión pero no sabe cómo. Entonces tartamudea, quiere decirle algo y le dice que quiere decirle algo. Es todo muy torpe. Detienen la marcha. Virgilio calla, tiene un ataque de timidez, transpira. Zumban los coches en la avenida. Se encienden las luces de la calle. Al final Virgilio se le acerca, la quiere besar, pero Teresa retrocede, dice que no, no, no, no. Es una reacción inesperada, incluso para ella, que corre, no sabe por qué, pero sale disparada, como en esos momentos de las telenovelas, de las 29
peores, donde hay que mostrar gestos exagerados porque de lo contrario el público no entiende qué pasa. Entonces Teresa no solo dice que no, sino que escapa, y lo hace para no dar una explicación porque ni ella entiende qué le pasa. Se queda en las calles por unas horas, da vueltas, escapa de unos linyeras que le gritan cosas, pide un vaso de agua en un kiosco, camina hacia su casa, está lejos, llega cerca de la medianoche, agotada, con la cabeza hecha un embrollo, embotada, y se acuesta. Al otro día es un trapo de piso; no se puede levantar. Está marchita, tiene dolores de cabeza, fiebre. Pasa algunos días en cama hasta que llega la noticia: Virgilio decidió terminar con su vida. La noticia le llega por teléfono, le avisa uno de los compañeros de estudio. No puede creerlo. Ese mismo día se aparecen dos policías con una máquina de escribir —«una máquina tentacular», dice— a tomarle declaración porque Virgilio dejó dos cartas, una dirigida a sus padres, la otra para ella. A los padres de Teresa les preocupa la presencia de la policía. ¿Qué van a pensar los vecinos? Teresa cae en un éxtasis romántico; por momentos delira y no tarda en irse a vivir a una obra de Delacroix; se convierte en una de las mujeres de Argel. Es una lámina enmarcada que cuelga en el pasillo de su casa, algo que compró su madre para demostrar que también estaba interesada en el arte, es el mismo gesto que tiene con los li30
bros, comprar cosas que no le interesan. Así que Teresa se muda unos meses a ese cuadro; unos meses que duran un capítulo. En Femmes d’Alger dans leur appartement hay tres mujeres sentadas en el suelo, visten ropas orientales, hay una pipa para opio, un cuenco de frutos rojos, las chicas tienen cara de circunstancia. Una cuarta mujer, la criada negra, pasa caminando junto a ellas, y entonces pareciera que las otras han dejado de secretear mientras esperan que la criada desaparezca. Teresa es una de las mujeres que están en el piso, la de la izquierda, hipnotizada por una confesión latente, por un secreto que nunca llega porque la criada negra, chismosa, espía, nunca deja de pasar. Sobre Virgilio se pueden decir otras cosas. Leí en algún lado que el suicidio es también un sistema de representación, que los hombres se matan de manera brutal porque en la ínfima parte donde la muerte es un teatro, ellos imaginan la escena y la preparan con las prerrogativas propias del folclore masculino; tipos recios que van a la muerte con el cuello quebrado, con la cara arrancada a balazos, estrolados contra el planeta Tierra. Y ellas tragan pastillas, venenos, se rajan las venas; las bellas durmientes. Virgilio sin embargo elige a la bella durmiente. Está en su cama, tieso, después de tragar pastillas. Y deja dos cartas, una para un amor no correspondido. Virgilio, así, se limpia. No 31
quiere probar el charco de sangre y sesos que dejan los que se disparan, no quiere la escena inolvidable de los que se ahorcan, tampoco le interesa el desarrollo de una audiencia morbosa de quienes se lanzan por la ventana. Es una muerte higiénica y eso también promueve un mensaje: algo ensució su espíritu, o su teoría del espíritu, y él corrige semejante ofensa. El reproche que se les puede hacer tanto a Virgilio como a Teresa es que no son tan distintos de aquellos odontólogos de los que se burlaban, porque en el fondo también son espíritus románticos, victorianos, sus perspectivas sentimentales, sexuales o morales se pueden situar también doscientos o trescientos años atrás; sus cuadros psíquicos trascienden floridos, dramáticos, tenebristas, místicos, igual a las obras que cuelgan en las salas de espera. Teresa no se va a vivir a un Warhol, tampoco a un de la Vega. Delira, a la vieja usanza, y muda su realidad a una escena organizada en el siglo XIX por un romántico francés. Virgilio, por su parte, es un desgraciado de los tiempos de Mary Wollstonecraft. El tercer reproche va dirigido al autor. El relato del suicidio está condimentado con todos los lugares comunes que pueden aprenderse en cualquier taller literario, y por eso la carta. Hay veinte páginas finales que no recuerdo, aunque podría inferir varias cosas sin miedo a 32
faltar a la verdad del libro. Puedo adivinar que Teresa nunca va a conocer el contenido de la carta. La carta existe para certificar que la decisión desmesurada de Virgilio tiene una explicación, para hacer creíble el suicidio, no por otra cosa. Lo que importa en este punto es destacar que la culpa la tiene Teresa al magnetizar a Virgilio, seducirlo, volverse su confesora, sacarlo de su hábitat de niño rico y llevarlo de paseo por Plutón, para plantarle cara a la hora de los bifes. Teresa en este punto ya no es la muchacha candorosa, encantadora, del principio. Abandona la facultad, consigue un empleo público y se somete al dispositivo de ignorancia que operan los padres, que no es cualquier ignorancia, sino la más confusa porque vive en la periferia de la razón. No es la ignorancia religiosa, tampoco es la que pone a la experiencia de la calle como lugar del conocimiento legítimo. Es un tipo de ignorancia que venera el conocimiento pero solo como forma; es decir, que prefiere los libros a la lectura. Es una ignorancia que quiere que la niña de sus ojos vaya a la universidad pero después reniega de su saber y entusiasmo, lo vive como arrogancia. Puedo ver cómo los padres festejan, gozan, cuando la hija se da la cara contra la pared. Teresa quiere ir al velorio de Virgilio, y lo hace en secreto. Viaja en colectivo, desconsolada, culposa. Quiere decirle a la madre del niño bien que todo fue su culpa, que 33
deberían enterrarla junto con él. Se imagina fundida en un abrazo con aquella mujer, suena una orquesta de jazz, vuelan guirnaldas y un grupo de cantantes con galera baja por una escalera blanca, baila y recita la tragedia. Ella se desprende de la madre con un paso liviano, en puntas de pie, y empieza a moverse frente a un público extasiado que ve cómo el dolor se puede bailar. Cada vez que da un salto, en el momento en que está suspendida en el aire, sus músculos son una clase de anatomía. Así va Teresa al velorio, a desempeñar un papel, a dar un espectáculo. Pero llega y hay confusión. No hay familia, no hay amigos. El salón está lleno, de lejos parece una pingüinera pero cuando se acerca ve que son todas empleadas domésticas, medio centenar, en delantal, con cofia. Y sobran las muchachas como ella, muchachitas en flor, negritas de ojos chinos que lloran agarrándose el pecho o tienen los ojos como huevos de tanto haber llorado. Todas consuelan a todas. Teresa, espantada, huye. Se cancela su función. Y se cancela en todos los teatros; el familiar, el sexual, el universitario. Le queda, sí, la idea de que las salas de espera conforman una galería de arte, la galería más visitada de la ciudad; que son un documento de cómo el arte circula por inercia. Pero a nadie le va a importar su idea. El último movimiento, presiento, es la reaparición, por tercera vez, del aburrimiento, una forma 34
concéntrica que se abre, que gana espacio, que mina todas las dimensiones de la vida de Teresa, como una vida, otra más, que se muda una y otra vez a una sala de espera. S
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LeandrodeMartinelli S Nació en La Plata. Es Licenciado en Comunicación Social por la UNLP. Colaboró en el suplemento literario del diario El Día, en la sección «críticas» de Rolling Stone y en De Garage (diario de rock). Fue editor del suplemento de cultura emergente de Diario Contexto y guionista de «Pequeña Babilonia», documental sobre el rock de La Plata. En 2017 publicó Plagar, el graffiti desde el Bronx a La Plata, un ensayo escrito y fotográfico con el sello de Malisia Editorial.
Este libro, tanto en su versión PDF como ePub, se terminó de componer en Santiago de Chile, en las oficinas de
bulk editores el 13 de abril del año del coronavirus. El mismo día, de 1918, un avión atravesó por primera vez la cordillera de Los Andes, uniendo las localidades de Zapala (en Argentina) y Cunco (en Chile). El piloto era Luis Candelaria, teniente de la Fuerza Aérea argentina y, al parecer, no pasó a la historia sino en forma de breve efeméride, que no es poco. Para el interior, se utilizaron las tipografías Rosario (del rosarino Héctor Gatti, que la creó, primero, para su uso personal) y Unna (del tipógrafo mexicano Jorge de Buen, que se inspiró para ella en el apellido de su madre), y, para la portada, se sumó Barrio (de Sergio Jiménez y Pablo Cosgaya), todas provistas gratuitamente por el colectivo Omnibus Type www.omnibus-type.com
TÍTULOS DE ESTA SERIE
Breve historia del arte colgado en salas de espera Leandro de Martinelli Viaje a Corbilot Joca Wolff El Pequeño Belcebú Carlos Ríos Mímesis y terror Florencia Abadi
oficinaSperambulante
¿Hay circuitos del arte por afuera del arte? La pregunta impregna la atmósfera de este relato y arrastra, con la fuerza de la Historia, las vidas de Teresa y Virgilio —personajes estelares de un libro perdido en la trastienda de la cultura—, hasta los lindes donde la vida entra en el arte para salir invicta, a pesar de las pérdidas, para anunciarnos que todo hecho estético construye, además de múltiples sentidos, una espera.
La Plata
2020
Santiago de Chile