Batuta rebelde: Jorge Peña Hen, una biografía (1928-1973) 9789566058113


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Table of contents :
Algo se me escapaba
Maldito Puma
De Chopin al Loco Peña
Solo soñarlo
Del Magnificat a La Pasión
Qué queda para los demás
Pimpollos dispersos
Minuto de silencio
La revolución de las flores
El milagro chileno
Huertos borrascosos
Porfía musical
Nada en mi vida
Repatriar su semilla
Prisionero incomunicado
Cenizas en el valle
Torturado y acribillado
Inmortal
Agradecimientos
Bibliografía
Obras de Jorge Peña Hen
Notas
Créditos
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Batuta rebelde: Jorge Peña Hen, una biografía (1928-1973)
 9789566058113

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Índice Cubierta Algo se me escapaba Maldito Puma De Chopin al Loco Peña Solo soñarlo Del Magnificat a La Pasión Qué queda para los demás Pimpollos dispersos Minuto de silencio La revolución de las flores El milagro chileno Huertos borrascosos Porfía musical Nada en mi vida Repatriar su semilla Prisionero incomunicado Cenizas en el valle Torturado y acribillado Inmortal Agradecimientos Bibliografía Obras de Jorge Peña Hen Notas Créditos

A Arturo Navarro, mi compañero incondicional, mecenas devoto frente a todas mis locuras durante más de cuatro décadas.

«¿Sabías que cada vez que los músicos tocan sus instrumentos se desatan fuegos artificiales en todo su cerebro? Por fuera puede que parezcan tranquilos y concentrados, que leen la música y ejecutan los movimientos precisos requeridos y ensayados. Pero dentro de su cerebro hay una fiesta. Los neurocientíficos han descubierto que los aspectos artísticos y estéticos de aprender a tocar un instrumento musical difieren de cualquier otra actividad estudiada, incluyendo otras artes». ANITA COLLINS, Charla Ted «Cómo tocar un instrumento beneficia al cerebro».

ALGO SE ME ESCAPABA

No sé hace cuántos años Jorge Peña Hen se instaló en mi cabeza. Tampoco recuerdo cuándo escuché por primera vez de su muerte. Probablemente fue hace treinta años, cuando Patricia Verdugo escribió Los zarpazos del puma, ese libro estremecedor que da cuenta del recorrido macabro de un escuadrón militar que en apenas tres semanas —entre el 30 de septiembre y el 22 de octubre de 1973— ordenó la muerte de casi un centenar de personas y sembró el terror en todo el país. Se le llamó la Caravana de la Muerte. En La Serena, los fusilados sumaron quince. Uno de ellos fue el director de orquesta Jorge Peña Hen. Tenía cuarenta y cinco años, era Hijo Ilustre de la ciudad, fundador de la Orquesta Sinfónica del Norte, creador de la primera Orquesta Sinfónica de Niños del continente y de la primera escuela que combinaba la música con la enseñanza tradicional. Su muerte tuvo una carga simbólica y, sobre todo, un implacable efecto paralizante: si habían matado a Peña Hen cualquier cosa podía ocurrir. Nadie estaba a salvo. El músico no solo fue sepultado en la fosa común junto a los demás ejecutados, sino que la sola mención de su nombre se convirtió en un peligro. El silencio cubrió su persona y su obra. Durante años sentí la necesidad de escribir sobre esta muerte trágica y

absurda, pero me parecía insuficiente. Me daba vueltas y vueltas, había algo que se me escapaba. Una noche de insomnio encendí el televisor y me quedé pegada en un concierto que emitía Film&Arts. Me gusta la música. Medio dormida, miraba y escuchaba. El director empezó a hipnotizarme. Era un teatro hermoso, grande, ¿Londres, tal vez? ¿Tocaban a Mahler? Puede ser. En vez de volver a dormir estaba cada vez más despierta y fascinada con ese hombre vestido de frac, que bailaba en el podio al ritmo de su batuta y parecía transportado por la música que dirigía, como si emitiera cada compás con todo su ser, manos, brazos, ojos, sonrisa y una notable cabellera larga y ondulada. El televisor le quedaba estrecho, él y su orquesta —con muchísimos instrumentos— necesitaban más espacio para tanta energía. Qué jóvenes eran todos. Emocionada y alerta, necesitaba llegar hasta el final. Tras la última nota, la televisión imprimía los créditos sobre una ovación apoteósica del público. El joven de la batuta se llamaba Gustavo Dudamel y dirigía la Orquesta Sinfónica Juvenil Simón Bolívar de Venezuela. No sabía nada de ellos. Mr. Google me puso al día antes de que se apagaran los aplausos y terminara de pasar la larga lista de nombres. El director y su orquesta formaban parte de El Sistema, un programa de música destinado a sacar a niños y a jóvenes de la pobreza. Gustavo Dudamel era su estrella ascendente. Fue tal mi excitación que no pude dormirme durante varias horas. Sabía que el maestro Fernando Rosas había hecho algo similar en Chile. Pero también sabía que ese era el sueño de Peña Hen. No podía ser causalidad. Tenía que haber una relación entre el músico asesinado por la dictadura y este joven venezolano que comenzaba a conquistar el mundo.

MALDITO PUMA

Si ese maldito Puma no se hubiese detenido en La Serena, pero los dados estaban echados. Nadie podría haberlo imaginado. Ni siquiera sus enemigos más venenosos. Tampoco su Pollita cuya rabia seguía a flor de piel y — aunque habló con algunos abogados— no pensaba visitarlo en la cárcel donde lo sabía en compañía de ese nuevo amor que se alojó en su corazón y le confundió la mente. Tan seguro estaba de que saldría de allí en un par de días que, justo esa mañana, instó a su padre para que fuera tranquilo a dar ese paseo por el Valle de Elqui que tanto le ilusionaba. —Vaya, vaya, papá —le empujó—, viene una comisión y mañana van a agilizar los procesos, así que yo de aquí a la próxima semana estaré fuera. Vaya y me viene a ver otro día. Sus alumnos esperaban tenerlo de nuevo en la escuela de un momento a otro. Sobre todo aquellos que lo visitaban ese mediodía funesto, y que lo vieron partir tranquilo y convencido de que —como él mismo les dijo— esa misma tarde, después del interrogatorio, saldría de allí tan libre como siempre había sido. Dejaría atrás el despropósito de aquella prisión, listo para comenzar nuevos proyectos, propios del «Loco Peña» al que ningún obstáculo podía detener cuando se trataba de hacer música, enseñar música, difundir música, oír música. Y así fue, ni la muerte pudo con él.

DE CHOPIN AL LOCO PEÑA

A Vitalia Hen Muñoz el hospital de Coquimbo le provocaba sentimientos encontrados, quizás por eso —a pesar de que su marido era médico— decidió pasar las últimas semanas de embarazo en casa de su madre y parir en Santiago. El lunes 16 de enero de 1928 nació su primer hijo, Jorge Peña Hen, el que se llevaría sus favores, el que la haría hincharse de orgullo, el que le dejaría un dolor irremisible hasta que el Alzheimer se llevara sus recuerdos. Su vida había cambiado de manera radical en aquel hospital. Unos años antes, llegó de emergencia aterrada por un sangramiento incontrolable que delataba un aborto causado por una golpiza. El doctor Tomás Peña —uno de los dos médicos que en esos años cubrían las necesidades de la zona— la atendió con especial esmero, detuvo su hemorragia, y no solo curó su cuerpo sino también su alma. Del hombre que pretendió dominarla a punta de bofetadas nunca más se supo, o por lo menos nunca se habló de él en la familia Peña-Hen. Tomás y Vitalia se instalaron en Coquimbo, y allí creció la familia con dos hijos más: Rubén y la pequeña Silvia. El doctor Peña era un médico respetado y valorado, de esos que solían apodar «médico de los pobres», de esos que siempre llevan por delante el juramento hipocrático. Recorría los cerros visitando enfermos cada vez que era necesario.

Desde muy joven, Jorge Peña Hen era tozudo e incansable. No solo perseveraba en proyectos que parecían descabellados, sino que era capaz de mover montañas hasta lograr el objetivo. Así ocurrió cuando se le puso entre ceja y ceja que presentaría el Magnificat de Bach en el Teatro Nacional de La Serena. Tenía apenas veintidós años, y aún no terminaba sus estudios en el Conservatorio de Santiago, pero estaba convencido de que podría convocar a una orquesta, un coro y los solistas necesarios para lanzarse en esa aventura desmesurada. Aún no llegaba a la adolescencia cuando quedó hipnotizado por la música. En esa época vivían en Santiago y su madre contrató una profesora de piano para su hermana Silvia, cinco años menor que él. Pero fue Jorge quien enloqueció frente a las teclas. Doña Vitalia no imaginó ese fervor inesperado ya que unos años antes el niño había tomado unas lecciones sin mostrar mayor interés. Esta vez, en cambio, no solo practicaba más que Silvia, sino que se ofrecía gustoso para hacerle las tareas de teoría. Obviamente las clases serían para los dos. Doña Vitalia no lo dudó ni un segundo, si sus hijos tenían ese don, era sin duda parte de su herencia. Su historia familiar estaba marcada por los instrumentos. Su padre, que murió el mismo año de su nacimiento en 1902, se ganaba la vida como profesor de violín y como afinador de pianos y órganos en la ciudad de Ovalle. Así lo acreditan los anuncios que el músico publicaba en los diarios de 1898, en los que ofrecía excelencia y buenos precios, notificaba que los días viernes atendería a las familias de Coquimbo y solicitaba que se le dejaran las órdenes en la Librería Americana i Nacional de La Serena. Nadie parece haberse preocupado de los orígenes de este hombre ciego que algunos identificaban como inglés, otros como alemán, o quizás como uno de esos judíos que arrancaba de alguna persecución. Su nombre, Daniel, que significa «justicia de Dios» en hebreo, es de origen bíblico al

igual que Ester, el segundo nombre con el que bautizó a su hija Vitalia. Probablemente fue la música la que unió a Daniel Hen con Irene Muñoz, su mujer. Ella tocaba muy bien el piano, al igual que su hermana Anita que daba clases como su cuñado ciego. Doña Vitalia sentía que la música era parte de su esencia y, por lo tanto, si su hijo mayor mostraba ese don, su misión sería apoyar y celebrar. Más aún cuando, a poco andar, la maestra Olga Cifuentes sugirió que su formación continuara en el Conservatorio Nacional, asegurando que al joven le sobraba talento y que las clases particulares le eran insuficientes. A los catorce años, Jorge había aprobado los exámenes correspondientes a cuatro años de Teoría y Solfeo y, a los quince, dos cursos del ciclo básico de piano. Pero él quería más. Quería componer y ser director de orquesta. Tal era su ímpetu que rápidamente se las arregló para que el maestro Pedro Humberto Allende, uno de los tótems de la academia, lo aceptara como alumno. Se sentía orgulloso. Allende no era solo el gran profesor de Armonía y Composición sino uno de los míticos músicos que, junto a Domingo Santa Cruz, había logrado la modernización del Conservatorio. Sus obras eran conocidas en Europa y su concierto para chelo había sido alabado ni más ni menos que por Debussy.1 Entusiasmado, el joven Peña Hen intentaba sus propias partituras. Mientras sus compañeros del Instituto Nacional entraban a tropezones en la adolescencia, él descubría en la música un mundo fascinante capaz de absorber sus hormonas, sus pensamientos, sus emociones. Hasta que bruscamente todo cambió. Parecía una noche cualquiera, pero en medio de la cena, sin mayores preámbulos y sin espacio para reparos, su padre anunció que volvían a Coquimbo. Seis años antes la familia había partido a París para que el doctor Tomás Peña perfeccionara sus conocimientos de obstetricia y ginecología. Ahora

era el momento de cumplir con los suyos y compartir la experiencia adquirida. Con cierta solemnidad, explicó a la familia que, para un médico chileno y de provincia, trabajar durante un año en la clínica Baudelocque era uno de esos privilegios que solo adquieren su sentido profundo cuando los frutos se devuelven a la sociedad, a quienes más lo necesitan. En aquella clínica —a fines del siglo XIX— las mujeres pobres embarazadas recibían atención médica por primera vez. Fue una revolución, los médicos franceses no podían creer que esos niños, de madres desarrapadas y muertas de hambre, nacieran tan saludables y fuertes como los hijos de familias pudientes que contrataban a los mejores facultativos para que asistieran sus partos. Era imposible negarse a que esos conocimientos médicos se pusieran al servicio de la gente de Coquimbo, aunque Jorge lo sintiera como un golpe demoledor pues era evidente que solo en Santiago se podía tener una estricta formación musical. Pero, a los quince años, sus padres no veían en él a un director de orquesta sino a un jovencito que recién comenzaba a vivir y ya había tenido la suerte de conocer París. Una fotografía de la familia en el parque Bois de Boulogne daba cuenta de esa experiencia que no solo les había llevado a vivir en el Barrio Latino, aprender francés y conocer la famosa Torre Eiffel sino también oler el peligro de la locura colectiva. Era solo un niño cuando fue testigo del estallido de la Segunda Guerra Mundial y de la ocupación nazi. Sin entender a cabalidad lo que ocurría, vio a su madre horrorizada frente a la detención de su padre para un interrogatorio, mientras ella intentaba salir cuanto antes de Europa para proteger a sus hijos. Afortunadamente, todos volvieron a Chile sin mayores problemas. Solo fue un malentendido, los nazis estimaron que el doctor Peña tenía aspecto sospechoso y decidieron interrogarlo.

Jorge asumió lo inevitable del traslado al norte. Pero, al mismo tiempo, decidió que Coquimbo merecía tener un compositor y nada cambiaría su objetivo: dedicar su vida a la música. *** Coquimbo no era Santiago, y su nuevo colegio no era el famoso Instituto Nacional, pero el Liceo Gregorio Cordovez de La Serena no estaba mal, era el segundo más antiguo del país, allí habían estudiado personas relevantes como el entonces senador Gabriel González Videla y el excomandante en Jefe de la Armada y exministro del Interior, Julio Allard. A mediados de 1945, ya era conocido entre sus compañeros como el Chopin, el recién llegado que no se perdía ocasión para armar alguna presentación musical y mostrar sus habilidades al piano. Si alguien aún no conocía al Chopin, cuando se entregó el Premio Nacional de Artes de aquel año ya fue imposible ignorarlo. No hubo quien no se enterara de que había sido alumno del primer músico en recibir el honroso premio: Pedro Humberto Allende. Organizó el homenaje correspondiente en el liceo y, para sorpresa de sus compañeros, la música docta del galardonado resultó más que conocida: sus composiciones incluían melodías de tonadas y otros sonidos propios de los campos chilenos que todos habían oído alguna vez. Había llegado a La Serena el año anterior, justo cuando se celebraban los cuatrocientos años de su fundación. Los festejos escolares sirvieron para que luciera sus dotes de solista en la Fantasía en re menor de Mozart. Ya en diciembre, en el Teatro Nacional de La Serena dirigía el Coro Polifónico que le había ayudado a crear al doctor Gustavo Galleguillos. Pero dirigir el coro no era suficiente para el Chopin, también cantó como tenor e interpretó

la transcripción de la Quinta Sinfonía de Beethoven para dos pianos, a ocho manos, junto al profesor Galleguillos y dos jóvenes estudiantes de piano. El profesor Galleguillos fue uno de los tantos aficionados que amaban la música y a los cuales un adolescente empecinado, que parecía más maduro y sabio que sus maestros, les inyectó un dinamismo y una insospechada capacidad de hacer realidad sueños imposibles. Los recitales, organizados por Galleguillos y su alumno inagotable, se extendieron por toda la provincia. A veces era un coro, a veces un conjunto de cámara o una pequeña orquesta. El joven escribía reseñas en un programa que vendía a veinte pesos, y se imprimía gracias a los auspicios que él mismo conseguía en comercios, autoservicios o tiendas de repuestos, cuyos dueños eran incapaces de negar una donación a ese adolescente vestido de uniforme que hablaba como si su vida y la de la ciudad entera dependiera de aquel concierto. Audaz como pocos, en una de aquellas funciones estrenó dos de sus propias creaciones: Concierto en do menor, para piano y pequeña orquesta y Chanson d’Automne, una obra para coro y orquesta basada en el famoso poema de Paul Verlaine. El atrevimiento dio sus frutos, según consigna la Revista Musical Chilena creada unos meses antes en la Universidad de Chile: su Chanson d’Automne mereció elogios de la crítica. La publicación destacaba que, si bien había estudiado composición por un corto tiempo con el maestro Pedro Humberto Allende, su formación musical era la de un «casi absoluto autodidacta». El entusiasmo le pasó la cuenta. La música puede ser traicionera, y condena cuando se la interpreta sin la técnica adecuada. El Chopin creía que podía sentarse al piano y tocar lo que quisiera, hasta que los dolores en sus brazos se hicieron insoportables y, durante meses, tuvo que abandonar todo instrumento. Aprendió con

sollozos que hay que estar preparado, y bien preparado, si se pretende ser un músico de verdad. Doña Vitalia advirtió la gravedad de los padecimientos de su hijo. Nada lograba calmarlo. Exigió que don Tomás buscara a los mejores especialistas para sanarlo. Pero esos tormentos no cambiarían el rumbo del joven Peña Hen. Lejos de desanimarse, siguió organizando coros y conjuntos musicales para actuar a la menor provocación y, ante la prohibición médica de acercarse a cualquier instrumento, se dedicó a componer. Porque una cosa era carecer de la técnica suficiente para abordar obras difíciles y, otra, amedrentarse frente al pentagrama. Los dolores no afectaron su ambición, por el contrario, incentivaron la composición de una sinfonía en do menor y un Ave María a cuatro voces. Jorge Peña Hen soñaba sin límites. Como buen adolescente creía que todo era posible, lo que anhelaba era una Orquesta para el Norte, así con mayúscula, desde Coquimbo hasta el Morro de Arica. Y para eso había que prepararse y trabajar, sin permitir que ninguna molestia lo paralizara. *** Al cabo de dos años estaba de regreso en Santiago. Dejó de ser el Chopin para convertirse más tarde en el Loco Peña. Solo un loco podía tener la fuerza para esos proyectos grandiosos, para creer que se podía movilizar a moros y cristianos con el único propósito de hacer música, organizar un concierto, llevar la cultura allí donde apenas había para comer. Un hechicero, sin duda, ya que a poco andar lograba conquistar hasta los más duros de corazón y poner en marcha a los reticentes empedernidos. Entró a Derecho en la Universidad de Chile. Era la carrera de prestigio que correspondía a un joven inteligente y con buenos resultados en los exámenes de bachillerato. Un malvivir de la música no era algo que la

familia del doctor Tomás Peña quisiera para el mayor de sus hijos. Podía seguir en el Conservatorio, nadie pretendía negarle que desarrollara ese hobby, pero una cosa era la música y, otra, los estudios para ganarse la vida. Sin embargo, nada pudo con la pasión de Peña Hen. Soportó solo unos meses en la Facultad de Derecho. Sentado en la última fila, apenas oía a los juristas que dictaban cátedra. Su cabeza escuchaba notas que anotaba en el cuaderno como si estuviera componiendo el próximo estreno. Las clases terminaban a mediodía y corría al Conservatorio para las asignaturas de la tarde. En las primeras vacaciones de invierno, partió a Coquimbo, dispuesto a no volver mientras no lograra su propósito: convencer a sus padres —a don Tomás, en realidad— de que no había ninguna profesión en el mundo que pudiera alejarlo de la música. Su existencia solo tenía sentido si podía dedicarse a ella, así se los explicó con angustiosa certeza. El padre cedió, y ya nadie se opuso a una vocación inevitable. Instalado tiempo completo en el Conservatorio, se concentró en los cursos de composición y continuó con el piano y otros instrumentos. Sabía lo que quería. Rápidamente comenzó con la viola, que dentro de la orquesta se instala justo frente al director. Desde allí se pueden captar hasta sus movimientos más sutiles, y él ya tenía decidido que lo suyo no era un instrumento sino la orquesta completa, para componer y dirigir. Desde ese momento, solo pensaba en organizar recitales, crear cuartetos, grupos de cámara, coros, orquestas. Junto a otros estudiantes que venían de su provincia fueron conocidos como «los serenenses». Pero a Jorge no le bastaba con entusiasmar a los jóvenes de su Facultad, también reclutaba a quienes cursaban otras carreras y con quienes convivía en el pensionado universitario. Daba lo mismo que fueran norteños o sureños, lo importante era que vibraran con la música. ¿Acaso no podían estudiar medicina,

ingeniería o pedagogía y, al mismo tiempo, tocar un instrumento y cantar? Era cosa de querer, les decía, y casi sin darse cuenta sus compañeros se encontraban comprometidos, ensayando para alguna presentación cultural. Recién terminaba la Segunda Guerra Mundial. Los jóvenes del Conservatorio comenzaban a salir del pesimismo de esos años, cuando el viejo edificio de calle Compañía se llenó de energía producto del ímpetu de este joven. Si bien en 1940 se había creado la Orquesta Sinfónica y el Instituto de Extensión Musical, la música seguía siendo placer de unos pocos. Hasta que apareció el serenense con sus amigos, y la difusión musical cambió de ritmo. Como ya lo había conseguido en el liceo, mientras estudiaba en el norte, logró que alumnos y profesores del Conservatorio fueran invitados a dar conciertos y charlas en colegios y comunidades muy diversas. Iban solistas, coros, grupos de cámara, hasta un piano trasladaron en más de una ocasión. No se vivía tal efervescencia desde 1928, año en que se produjo una verdadera revolución en el ambiente musical chileno liderada por Domingo Santa Cruz, quién llevó al Conservatorio a una nueva era, integrándolo a la Universidad de Chile. Sincrónicamente, mientras Peña Hen iniciaba una nueva revolución, Santa Cruz se convertía en decano de la facultad. Jorge Peña y su gran amigo Agustín Cullell conocían bien la trayectoria del decano y admiraban su determinación por difundir la música. Pero como alumnos resultaron un desastre. Discutían permanentemente con él. Peña insistía en descentralizar la música a través del país y en que el Conservatorio requería más recursos. En ese debate ocupaban parte de la clase. Por otro lado, discrepaban en sus apreciaciones musicales, el maestro privilegiaba a los compositores contemporáneos y valoraba especialmente a los chilenos, pero no soportaba a los románticos; detestaba la ópera y no

toleraba a Tchaikovsky ni a Chopin, estimaba que la música del siglo XIX no había logrado superar el clasicismo ni el barroco. Sus alumnos insistían en defender la época romántica. Fueron tantos los altercados, que Santa Cruz cortó por lo sano y los echó de su clase. Así llegaron donde René Amengual, el director del Conservatorio. Si los compañeros se lucían en los colegios de Santiago, ¿por qué no salir también a provincias? Las Fiestas Patrias era la fecha ideal. Mientras cursaba su segundo año, Peña Hen organizó la primera gira de la Orquesta del Conservatorio a Coquimbo y La Serena. No se andaba con chicas y, convertido ya en dirigente del Centro de Alumnos, logró que el director de la escuela autorizara el viaje de los alumnos y, además, de un arpa y un contrabajo. A los diecinueve años, Jorge Peña Hen no solo era capaz de persuadir a quien se le pusiera por delante, sino también de concretar con éxito un buen proyecto. Fueron decenas los compañeros que emprendieron esa aventura dieciochera. El viaje entre Santiago y Coquimbo tomaba el día completo. Hubo que conseguir alojamiento y alimentación para ese batallón de más de treinta músicos, coordinar los traslados, imprimir programas, ajustar horarios, promocionar los conciertos. El 16 de septiembre de 1947 tocaron en Coquimbo y el 17 en La Serena. El repertorio contempló obras de Haendel, Bach, Corelli, Ravel y también composiciones de los compañeros que estaban egresando o en cursos más altos como Gustavo Becerra y Ramón Hurtado. Los serenenses Alfonso Castagneto y Patricio del Río tocaban el fagot y la flauta, respectivamente. Peña y Cullell oficiaban de directores. Y, cuando no dirigían, se encargaban de la viola y el violín. En esos años, La Serena se sentía importante, y la presencia de los músicos de la capital confirmaba esos sentimientos. Uno de los suyos,

Gabriel González Videla, había llegado a La Moneda el año anterior, y ponía en marcha el ambicioso «Plan Serena» con el que pretendía desarrollar la zona como nunca antes. El Presidente de la República pensaba en su ciudad natal, mirando hacia París: quería convertirla en un polo de desarrollo económico, pero también cultural y turístico, rescatando los edificios coloniales y levantando nuevas obras con estilo para transformarla en una de las más hermosas del país. Se construía una nueva estación de ferrocarril, centrales eléctricas, puertos, balnearios en la costa y una carretera moderna para unir el norte con la capital. Jorge Peña y sus compañeros pertenecían a una generación que traía el impulso transformador de la postguerra. Pero él sabía bien que el empuje no bastaba para lograr los cambios. El doctor Tomás Peña era un disciplinado militante socialista, y su hijo había aprendido desde muy temprano que la acción política y la organización social son indispensables. El ejemplo de su padre en el ámbito de la salud era igualmente válido para el mundo de la cultura. No en vano, apenas cumplió los quince años, don Tomás lo inscribió en el Partido Socialista. Por eso, en la familia, nadie se sorprendió cuando Jorge se convirtió en presidente del Centro de Alumnos del Conservatorio. Su amigo Gustavo Becerra, que dejaba el cargo sin mayores logros, se encargó de promover la candidatura de Peña justo cuando el Conservatorio cumplía cien años. Las giras ya no solo fueron a su provincia, sino que se multiplicaron también por la zona sur. Como ameritaba la celebración, organizó un Festival que se prolongó durante todo el año, llevando recitales, conciertos, charlas y conferencias hasta los rincones más alejados, donde los jóvenes músicos eran aplaudidos por audiencias que colmaban las localidades. Junto a su «asesor artístico», Agustín Cullell, el liderazgo de Peña no

dejó a nadie indiferente. Peña sabía muy bien hacia dónde iba. Desde la tribuna que le ofrecía la presidencia de los universitarios exigía reformar los planes académicos y abrir definitivamente el Conservatorio a la comunidad. «Los estudios del Conservatorio Nacional de Música —proclamaba en reuniones y asambleas— deben guardar relación con nuestro medio social y cultural. Nuestro plantel debe preocuparse de formar elementos que sean útiles no solo al mercado ya existente, sino que aún más, constituyan una reserva de la cual se pueda echar mano una vez que las condiciones económico-sociales y culturales de nuestro medio hagan posible que contemos con una sólida y verdadera organización musical, no solo en la capital, sino a través de toda la República». Ávido por avanzar hacia sus objetivos, pedía que los festejos no se limitaran al sonido de la música en mil actividades, y llamaba a los estudiantes a movilizarse. «Debemos hacer que en esta fecha memorable un eslabón más se sume a los que hasta ahora constituyen la base de la cultura nacional, impulsando a nuestra Facultad de Ciencias y Artes Musicales a luchar ante los poderes públicos del Estado hasta que obtenga una ley que cree una Orquesta Sinfónica en el Norte o Sur del país, que se financie con un impuesto a las excesivas ganancias de las grandes empresas capitalistas, o que se lance una campaña intensa pro construcción de un edificio para el Conservatorio Nacional de Música». Con la misma vehemencia con que arengaba a compañeros y profesores, practicaba la viola, aprendía composición bajo las exigencias del maestro Amengual, y dirigía apenas surgía una oportunidad. El 26 de octubre, en un Teatro Municipal de Santiago prolijamente adornado y desbordado de alumnos, académicos y músicos, se celebró oficialmente el centenario del Conservatorio. El acto fue encabezado por el mismísimo Presidente de la República, Gabriel González Videla, y por las

máximas autoridades de la Universidad como el rector Juvenal Hernández, el decano Domingo Santa Cruz y el director del Conservatorio René Amengual. El joven Peña subió al escenario vestido de gala, como si fuera a dirigir. Pero en vez de la partitura, el líder estudiantil desplegó su discurso. Sabía que no podía desperdiciar tamaña oportunidad. Su mensaje tenía que ser claro y contundente: que la música llegue a las masas. Aplaudió los avances logrados en esos primeros cien años, pero antes que sus maestros pudieran sentarse en los laureles, advirtió que tales logros no guardaban relación con la cultura artística del pueblo ya que seguían dejandolo al margen de muchas iniciativas y manifestaciones del arte. «Frente a esto —dijo con voz potente, aprovechando la acústica del teatro — los estudiantes del Conservatorio consideramos que el Instituto de Extensión Musical puede irradiar con mayor intensidad su acción hacia el pueblo, para hacer sentir que él tiene una vida espiritual que conocer y gozar. Es decir, es indispensable dirigirnos al pueblo mismo, para crearle un sentimiento de amor a la música y la cultura en general. Para intensificar este sentimiento, se hace necesario que los educadores chilenos den mayor importancia a la enseñanza musical en las escuelas». Poco gustaron sus planteamientos a las autoridades, pero más allá de arriscar la nariz y criticarlo duramente, la sangre no llegó al río. Además de estudiar y participar del Centro de Alumnos, Jorge Peña Hen se daba el lujo de ganarse unos pocos pesos, y un considerable prestigio, con música para películas. Compuso la banda sonora del documental Tierra fecunda y, mientras organizaba los cien años de su escuela, escribió la música para Río abajo, ganando el Premio Caupolicán de los cronistas de cine, teatro y radio a la mejor música de película de 1949. Aunque los viajes a la provincia eran largos y tediosos, apenas podía se montaba en el tren y partía. Sus padres, cada vez más orgullosos del músico

que se abría camino en la capital, lo recibían entusiasmados. Jorge se dejaba querer. Junto a los mimos de doña Vitalia, escuchaba con atención al padre que le hablaba de sus preocupaciones por el país. Sentado en su sillón favorito, con ese aire serio y respetable que le daban sus lentes de carey redondo, le recalcaba que no le gustaban las divisiones del Partido Socialista y, mucho menos, las volteretas del Presidente Videla que partió gobernando con la izquierda y, a poco andar, dictó la famosa Ley Maldita, proscribiendo al Partido Comunista. «Si hasta Neruda anda clandestino», le decía con una mezcla de incredulidad e indignación. Don Tomás se preparaba para ser reelegido regidor en las elecciones municipales de abril del cincuenta, ahora como militante del Partido Socialista Popular, la fracción que se opuso drásticamente a las medidas de González Videla. Le indignaba, siendo el grupo mayoritario, haber perdido el nombre oficial del partido que quedó en manos de los traidores, como les llamaba su padre. Le dolía esa pérdida que para él, como fundador del Partido Socialista de Chile, no era solo un asunto burocrático sino un vicio con una profunda carga simbólica. El joven Peña escuchaba atento sus comentarios. Había entendido tardíamente las razones del regreso de la familia a Coquimbo: para don Tomás, medicina y política eran asuntos que avanzaban por un mismo carril. Volvió a la provincia no solo para atender con dignidad a las parturientas más pobres sino también para cumplir con su partido. Lo cierto es que bastaba con mirar su historia. Mucho antes de partir a París, cuando su padre era uno de los dos médicos de la zona, fue nombrado alcalde, tras la caída de la dictadura de Carlos Ibáñez. En esa condición, durante los primeros días de septiembre de 1931 debió enfrentar la sublevación de la Escuadra que se encontraba en el puerto de Coquimbo y negociar con los rebeldes para proteger a la población civil. Eran tiempos

políticamente turbulentos, y al año siguiente, tras la rebelión encabezada por la Fuerza Aérea al mando de Marmaduke Grove, se convirtió nuevamente en alcalde de su ciudad como representante de una utópica y breve República Socialista de Chile. Respetuoso de la autoridad paterna, a Peña Hen le costaba interrumpir sus reflexiones. Pero sus visitas tenían intenciones que superaban el calor familiar. *** Cerca de los noventa años, Lautaro Rojas tiene una memoria privilegiada. Sigue tocando el violín, toma clases de tango dos veces por semana y recuerda con precisión aquella tarde en que un joven desconocido tocó el timbre de su casa y lo invitó a soñar. Tenía diecisiete o dieciocho años, estudiaba en la Escuela Normal de Copiapó, una de las tantas escuelas que, desde mediados del siglo XIX y hasta 1973, formaron a los profesores primarios y dieron prestigio a la educación pública obligatoria. Como tenía cabeza para los estudios, sus padres pensaron que podía ser profesor. Eran pobres, ser profesor era una carrera corta y respetable para asegurar su futuro. Desde niño era aficionado a la música y tocaba el violín mejor que sus compañeros porque su madre había conseguido una profesora que le diera algunas clases. Lautaro se había fascinado con el instrumento una tarde en que ella lo llevó a «una velada literaria musical» en la que unos niños tocaron el violín. Si bien sus conocimientos eran precarios, llegó al internado de Copiapó sabiendo interpretar algunos valses de Strauss. Eso lo convirtió en estrella musical ya que —aunque hoy parezca inverosímil— los futuros profesores tenían la obligación de tocar violín. Cada uno llegaba con su ajuar: un mameluco azul cuyo bolsillo llevaba bordado

«E.N.Copiapó», un terno negro con corbata para los desfiles y su instrumento. Estaba en La Serena de vacaciones cuando apareció Jorge Peña Hen. Lo invitó a entrar y su madre les sirvió té. Era un joven de estatura media, delgado pero de contextura fuerte, huesos anchos, de frente amplia, muy amplia, manos grandes y expresivas. Tenía una mirada amable, y Lautaro sintió que se trataba de un hombre de paz. Sin mayores preámbulos, el invitado explicó que él también tocaba violín, que estudiaba en el Conservatorio, y que estaba juntando a un grupo de músicos aficionados de la zona. «Me pareció una persona completamente fuera de lo común. Era tan joven como yo, pero hablaba de cosas que no eran habituales a nuestra edad. Que la música era muy importante, que había que fundar un movimiento musical en La Serena, pero que abarcara todo el norte del país para que la cultura se expandiera. Decía cosas que yo nunca había escuchado. Que la música no podía seguir constreñida en Santiago, en los sectores que podían pagar la entrada al Teatro Municipal, mientras aquí no había nada. Porque aquí, ¡no había nada! Como en la mayoría de las ciudades y pueblos de Chile, la actividad musical se limitaba a los coros de los colegios que entonaban los himnos para el 21 de mayo y las fiestas patrias. Salvo alguna gente de clase acomodada que hacía música en sus salones o algunas veladas, como aquella en que Lautaro descubrió que, a pesar de ser un niño, podía tocar el violín». No sabe bien cómo, pero las ideas de aquel desconocido no le parecieron deschavetadas. Le cuesta encontrar las palabras para explicar ese don extraordinario con el que lograba deslumbrar a la gente, tenía un cierto señorío y, al mismo tiempo, simpatía. «A los diecisiete años uno anda buscando ideales. Aunque éramos de la misma edad, yo lo sentía mayor. Se

notaba que él tenía un nivel espiritual superior, no solo era inteligente, sino que tenía un carisma que hacía que uno tuviera deseos de ayudarle en su proyecto». Casi sin darse cuenta, la carrera de profesor primario fue quedando de lado para dar paso al músico. El violín es un instrumento difícil, y lo que se enseñaba en la Escuela Normal era lo básico, apenas lo necesario para impartir clases de música a niños que comenzaban su escolaridad. Pero Lautaro tenía condiciones y ese amigo que cayó del cielo le fue enseñando. Entre viaje y viaje, se fue perfeccionando. No podía fallarle. Eudocia Carmona, la profesora del Liceo de Niñas, y el doctor Gustavo Galleguillos eran los principales soportes de ese primer grupo de aficionados al que se incorporó Lautaro y que se llamó Sociedad Musical La Serena-Coquimbo. «Igual que las micros», comentó alguien, aludiendo al recorrido entre ambas ciudades. La broma duró poco ya que un nombre tan prosaico no calzaba con las visiones de Peña Hen, que rápidamente la rebautizó. Algo tenía ese joven veinteañero que les contagiaba su fervor desbordante y les hacía creer que era posible convertir a Coquimbo en un foco de la cultura nacional. No era una aspiración muy racional. Por más que el entonces Presidente de la República hubiese nacido en La Serena, Coquimbo era una provincia que no llegaba a los trescientos mil habitantes, de los cuales más de la mitad vivía en el campo. Entre las tres principales ciudades, Coquimbo, La Serena y Ovalle, sumaban apenas ochenta mil personas, mientras Santiago ya bordeaba el millón y medio. Si bien años antes, un músico italiano —Claudio Carlini— se había instalado en La Serena y había formado una orquesta, lo cierto era que ninguna de sus urbes se caracterizaba por la actividad cultural. Los vecinos eran más bien apáticos cuando se trataba de actos públicos. En su mayoría

católicos conservadores, preferían la vida puertas adentro. En sus salones, los más pudientes y educados desarrollaban el gusto por las artes y la cultura europea. Entre los coquimbanos menos afortunados, eran muchos los que cada año dejaban la zona en busca de un futuro mejor. Peña Hen llegaba a la vieja casona de doña Eudocia, donde se reunían habitualmente, y parecía que lo hubiera pensado todo. Mirando hacia el patio interior, frente a los grandes ventanales, detallaba un nuevo proyecto y rebatía cada posible obstáculo con una solución que sonaba sensata. Al comenzar el verano de 1950, llegó a la cita con los estatutos de lo que sería una organización especialmente creada para la educación y la difusión musical. La llamarían Sociedad Juan Sebastián Bach. Además, les explicaba, rescatarían el espíritu de esa otra Sociedad Bach de los años veinte, que había creado el maestro Santa Cruz con sus compañeros de coro y que revolucionó la música a nivel nacional, transformando el Conservatorio. Pero no se trataba solo de un asunto burocrático, el joven Peña ya tenía un plan para que la nueva Sociedad Bach dejara chica a su antecesora. Ese año, 1950, se cumplirían los doscientos años desde la muerte del genio. Qué mejor que honrarlo presentando el Magnificat de Bach. Esa sería la carta de presentación de la nueva organización. Ante tamaña osadía, tanto la dueña de casa como los demás asistentes a la reunión quedaron mudos. ¿Hablaba realmente en serio este joven? El Magnificat es una obra mayor, todos lo tenían claro. El coro debe ser portentoso, la orquesta de primer nivel, se requieren varios solistas experimentados. Peña parecía no darse cuenta de la incredulidad que causaba en sus interlocutores. Con lágrimas en los ojos, como le ocurría cada vez que se emocionaba con Bach, seguía detallando su proyecto. Algunos músicos y cantantes se prepararían en Santiago, otros en Coquimbo. La profesora

Eudocia ensayaría con las voces femeninas del Liceo de Niñas, el doctor Galleguillos se haría cargo de los músicos locales que luego se integrarían a los compañeros del Conservatorio que trabajarían con él. Además, abriría algunos concursos para los solistas. Sin un gran concierto, la Sociedad Bach no llegaría a ninguna parte. De eso estaba seguro. Organizarían un festival que remecería la provincia completa. Durante los meses siguientes, Jorge Peña Hen no descansó. No solo convenció a medio mundo de que era posible presentar el Magnificat en La Serena, sino que debían participar del montaje. Sería un acontecimiento histórico. Ensayó, consiguió financiamiento, editó el programa, arregló instrumentos, viajó varias veces a Coquimbo. Vigiló hasta el último detalle, como si en ello se le fuera la vida. A mediados de julio, en medio de la conmoción provocada por el Maracanazo, esa inesperada derrota de Brasil ante Uruguay en la final del Mundial de Fútbol, y junto a la angustia de quienes temían se lanzara nuevamente la bomba atómica en la guerra de Corea que recién comenzaba, los diarios de La Serena anunciaban un gran festival organizado por la Sociedad Juan Sebastián Bach, destinado a conmemorar el bicentenario de la muerte del músico alemán. La Serena se llenó de músicos. Todo era Bach. Se planificaron cinco conciertos radiales y cinco conciertos en vivo, que culminaron el viernes 28 de julio, en el Teatro Nacional. El teatro estaba repleto, nadie podía perderse aquel acontecimiento. En el lugar de honor, el Presidente de la República, Gabriel González Videla, cuya presencia se había anunciado en la prensa al comenzar la semana. El Concierto Brandenburgés Nº 5 de la primera parte mereció un aplauso atronador. La joven Nella Camarda estuvo grandiosa al piano que, gracias a

la instalación de unos chinches metálicos, sonó como el clavecín establecido en la partitura de Bach. Ilia Stock, perfecto con su violín, y Heriberto Bustamante con su flauta. Gustavo Galleguillos, bajo continuo, Lautaro Rojas entre los primeros violines. Jorge Peña Hen, con su frac, pajarita y pañuelo en el bolsillo, subió al escenario para el momento cumbre, el coro impecablemente alineado, los músicos con sus instrumentos ya afinados. Eran más de cien personas. El éxito fue rotundo. El Presidente González Videla subió al escenario a felicitar al director y a los solistas. Si había logrado montar esa obra cumbre, todo era posible. La fiesta de clausura del Festival Bach se celebró en el Hotel Turismo. Nella Camarda, la pianista estrella, había ganado el concurso a cortina cerrada, organizado para la ocasión. Se sentía dichosa y lucía bellísima con su vestido largo —blanco como correspondía a una solista—, arruchado hacia arriba y bien ancho hacia abajo, destacando su figura delgada, tal como lo habían planeado su madre y la modista. Después de varios bailes, el director cruzó el salón hacia ella: «¿Puedo bailar con la brandenburguesa?» Le cargaba bailar, pero esa noche todo era posible. Incluso ese amor que le era esquivo. Antes de dejar el salón, cuando ya no cabían más abrazos y felicitaciones, se acercó a Lautaro Rojas y le dijo al oído que ya tenía otra meta, aún más grandiosa: «En diez años más, en el sesenta, vamos a montar La Pasión».2

SOLO SOÑARLO

Para Lautaro Rojas el fusilamiento de su mentor fue el golpe más fuerte de su vida. La muerte de sus padres las vivió de a poco, sabiendo que iban llegando al final, pero la suya fue un puñetazo fulminante. Aquella noche, Norma Andino, esa amiga común a la que todos conocían como la Chirila, lo llamó por teléfono: «Mataron a Jorge». Así, seca y precisa. Lautaro sintió que algo se derrumbaba en su interior. Justo esa semana, ensayaba junto a la Orquesta Sinfónica de Chile para un concierto que dirigiría uno de los amigos más íntimos que tuvo Peña en el Conservatorio: Agustín Cullell. En el primer descanso, se acercó a darle la noticia, le pidió hablar en privado. «Dime que estás bromeando». Susurró, empalideciendo. Agustín supo que tendría que partir nuevamente al exilio, tal como lo había hecho a fines de 1935, a los siete años, cuando abandonó su Barcelona natal para emigrar a Chile junto a sus padres. El ensayo ya no fue el mismo. El maestro Cullell regresó al podio cabizbajo y explicó a los músicos la noticia que acababa de recibir. «Les voy a pedir un minuto de silencio por la vida de Jorge Peña», dijo con una voz apenas audible. Junto a Lautaro Rojas, lloraban la tragedia en silencio, sin atreverse a expresar públicamente la dimensión del dolor, la rabia y el sinsentido que sentían. El miedo los había paralizado como a tantos otros que no lograban

asumir que en Chile estuvieran ocurriendo tales brutalidades. Durante varios años, Lautaro soñaba con él una y otra vez, como si no pudiera dejarlo partir. Eran sueños tristes pero hermosos. Estaban en el departamento de Música, como tantas veces. Despertaba y había que seguir viviendo, asumiendo su ausencia, sabiendo que solo podía soñarlo.

DEL MAGNIFICAT A LA PASIÓN

La noche del Magnificat, los aplausos que se oyeron hasta la capital y el baile con la «brandenburguesa» fueron un cuento de hadas. El escenario ideal para que la flecha de Cupido llegara hasta lo más hondo del corazón del joven director. «Estas palabras tuyas, así como tus caricias y tus besos, son algo imperiosamente necesario en mi vida, algo que no puede faltarme, algo aún más grande que la música.» Así le escribía a su amada en una carta enviada desde Coquimbo, el 25 de febrero de 1951. Imposible imaginar una declaración de amor más contundente de la mano de Peña Hen. La conquista de Nella Camarda no fue sencilla. Lo cierto es que hacía casi dos años que vivían un flirteo que no llegaba a puerto, pero lo mantenía expectante y lo hacía sufrir. Incluso había intentado romper definitivamente a comienzos del año anterior. En una carta del 8 de enero de 1949 le advertía que el distanciamiento sería total. «No nos volveremos a encontrar», y se despide con un «adiós» definitivo, explicándole previamente que la relación se limitaría a encuentros casuales y conversaciones banales, «… pero no verás, ni conversarás, ni saludarás al Jorge Peña que tú conoces, no estarás con el Jorge Peña que para ti dejó de ser introvertido y se mostró tal cual es, sino que como aquel que para todos no es más que, o un corriente normal y despreocupado estudiante de

Música, o un amigo de las parrandas y la buena vida, o un “socialista” revoltoso, loco y sin criterio; porque esa persona (tú muy bien lo debes haber apreciado) es así en su apariencia exterior». Aquella noche del concierto, pareció que por fin Cupido había dado con su flecha hacia ambos lados. El coqueteo se prolongó después de terminado el Festival Bach. Pero ella seguía confundida. Otro novio la esperaba en Santiago, también del Conservatorio, porque ser músico era un requisito para enamorarla. Lejos de la capital, decidió abstraerse del compromiso por unos días. Y es que, como a muchas mujeres, Peña Hen le atraía. Era imposible no sentirse seducida frente al hombre de la tarima, el que capitanea a la orquesta entera, el que indica la entrada a los solistas con sus ojos pardos y brillantes. El que lideraba también a los estudiantes, el que no se daba por vencido ante sus desaires. Le gustaban sus manos expresivas, era una mano protectora. En el programa de aquel concierto, que guardaron para el recuerdo, ella escribió con su letra bien cuidada: «Para Jorge, una promesa para Chile». Cupido lo tenía bien planeado. Junto a otras dos sopranos, Nella se alojó en la casa de la familia Peña Hen. Con toda inocencia, antes de subirse al tren, sus padres le habían pedido al jefe de la delegación que la cuidara muy bien. Sus encuentros se hicieron inevitables y, como si eso fuera poco, ella debió quedarse un tiempo más en el norte, afectada por una gripe fulminante, que llevó al doctor Peña a pedirle que no viajara de regreso con sus compañeras. La recuperación fue rápida, pudieron compartir varios aperitivos junto a la familia en el moderno Hotel Turismo, pasear con los amigos hasta el faro de La Serena, que Nella conociera La Herradura, tomarse de la mano, explorar unos besos furtivos, encantarse.

De regreso a Santiago la confusión de Nella fue total. Atraída por los dos pretendientes, salía unos días con uno, y luego con el otro. Fueron varios meses, en los que Jorge Peña Hen anduvo como alma en pena, navegando por esa conquista tortuosa. Santiago, 14 de agosto 1950 Querida Nella: […] Siento una fuerza extraña que me empuja a alejarme de ti; pero no es de tu persona, ya que a cada instante siento el deseo de tenerte a mi lado, de oír tu voz, tu risa, tus palabras —que para mí encierran tanta belleza como solo me la puede brindar la música—, de rodear con mis brazos tu cintura y tu pecho y oprimirte contra mí; de besar tu boca mil veces querida… No es de la «niña Nella» de quien me parece alejarme sino de lo que significa Nella Camarada Valenza; de lo que es y ha sido para mí desde la primera vez que ella y yo nos encontramos; de sus indecisiones y prejuicios y de sus ideas y sentimientos muchas veces enmarañados, confusos y desorientados; de, finalmente, su posición que tantas veces ha cambiado radicalmente de la noche a la mañana, en una forma tal, querida Nella mía, que si mi modo de ser lo calificas de variable y poco constante, no nos sería posible encontrar el superlativo adecuado para denominar el tuyo. Lo que ocurrió en Coquimbo entre nosotros dos fue […] algo que desde hace mucho tiempo se venía gestando, o, mejor dicho, algo que no se había definido hacen ya casi dos años, debido principalmente a la poca decisión tuya para mantener y hacer prosperar un impulso inicial, unido esto a mi orgullo y amor propio que no me han permitido luchar firmemente por hacerte mía, y a la facilidad asombrosa que has tenido para olvidar, con vertiginosa rapidez, lo que hacia mí has sentido para entusiasmarte y engañarte con terceros que contigo nada de común tienen. […] mi decisión es que por el momento nada formal exista entre nosotros. Esta determinación, que me aflora desde muy adentro, me es en gran parte dolorosa, ya que la nostalgia por tu ausencia se me hace presente a cada momento, y aún más: creo que jamás me conformaría si llegara a perderte para siempre: pero algo me dice que esto no va a suceder, pues, como te lo repetí en Coquimbo, si el momento de nuestro encuentro no es ahora tendrá que ser algún día, pues sé, y en este momento te lo digo con énfasis, que tú y yo nos merecemos y debemos ser el uno para el otro […] No deseo, Nella mía, que suceda lo de otras veces; quiero conservarte, quiero que no perdamos más tiempo y que sea esta la ocasión en que te tenga ya decidida y definitivamente a mi lado. Por eso, antes de lanzarme contigo, voy a observar con tranquilidad y cuidado, voy a buscar en todas tus actitudes, pruebas que me quiten de encima estas dudas que tengo. Si te sientes segura, llámame, escríbeme o dirígeme tus pensamientos como mejor lo estimes;

si no lo estás, déjate guiar por tu intuición. Jorge Peña H

La conquista de la pianista se hizo aún más difícil cuando, a fines de año y terminados sus estudios, Jorge Peña regresó a Coquimbo. Partió a buscar trabajo y, sobre todo, a materializar la creación de un Conservatorio regional y una orquesta sinfónica del norte. Pero el músico dejó en Santiago un aliado fundamental: sus futuros suegros. A la familia Camarda Valenza, el nuevo galán les gustó de inmediato. Juan Camarda tenía un oído extraordinario y era capaz de silbar óperas completas. Las mismas que su mujer —María Valenza— cantaba como soprano lírica-dramática cuando joven y luego entonaba acompañada al piano por su hija. La fiesta no estaba completa sin un par de arias famosas a cargo de Nella y su madre. «Un Bel Di Vedremo» de Madama Butterfly era la que siempre abría el repertorio, cautivando a la familia y los amigos. Talentoso y elegante —siempre con terno y sombrero—, Jorge Peña les pareció el candidato perfecto para su Nella, que por fin entraba en razón y dejaba de empecinarse con aquel compañero de medio pelo. El único inconveniente del nuevo pretendiente era su padre marxista. Para Juan Camarda, admirador incondicional de Mussolini como toda la familia que seguía en Italia, este no era un dato menor. No en vano su único hijo, dos años mayor que Nella, se llamaba Juan Benito. Pero la guerra ya había terminado, los enemigos volvían a convivir y Juan Camarda estimó que ese «defecto» se podía pasar por alto tratándose de un músico que parecía talentoso. Nunca supo que el futuro yerno era de aquellos jóvenes que, durante los paros en protesta por el alza de la locomoción, participaba de los boches y volcaba las micros en pleno centro. A mediados del siglo XX, mucho antes de la existencia de Internet, las redes sociales y la instantaneidad, los amores se cultivaban en largas cartas

que iban y venían, a una velocidad que inflamaba la imaginación, obligaba a la poesía y provocaba enredos y hasta delirios cuando la información llegaba a destiempo. La cuantiosa correspondencia de Nella y Jorge da cuenta de todo aquello. A las palabras de amor se suman —desde el comienzo— quejas y exigencias de la novia que lo agobian. Pero el amor es una enfermedad que oculta a los enamorados todo aquello que no quieren ver y oír. Mientras más vivas las mariposas en el estómago, más sordo y ciego a las advertencias de la razón. Así son los grandes amores y este, más allá de su final amargo y trágico, fue uno de esos. Por fin, en el verano del año 51 la relación se estabilizó a la distancia. Se escriben cartas fogosas dos o tres veces por semana. En todas ellas la música es un protagonista esencial. Él comienza a componer un concierto para ella que, hasta fines del año 2019, nunca se había interpretado. Nella Camarda estudia cada vez con más pasión para convertirse en una gran pianista junto a su amado: […] He pasado estos últimos días bastante preocupada respecto al piano. Resulta que hace unos días fui donde Arabella para que me diera programa y se le metió en la cabeza que estudiara el Concierto a dos pianos de Mozart con la Lelia. Además me dio el Nº 1 de Beethoven, a pesar de haberle insistido yo en que tocara el Nº 4. […] No pude explicarle que no tenía interés en estudiar Mozart, por lo menos para tocar por primera vez con la orquesta quería hacerlo con algo que realmente me entusiasmara. Total que ahora ya se fue a veranear y tendré que estudiarle el Mozart porque quiere escucharlo en cuanto vuelva. En cuanto al Beethoven decidí seguir con el Nº 4 y hoy comencé nuevamente a estudiarlo porque lo había dejado. Supongo que ella comprenderá que es imposible que yo aprenda con gusto un concierto que no tengo probabilidad de tocar puesto que ya fue concursado este año. ¿Ud. está de acuerdo con lo que decidí? ¿Qué le parece? Por ahora lo que está primero que nada es nuestro Concierto, el cual lo encuentro más o menos difícil, sobre todo rítmicamente, pero me gusta mucho. Tengo algunas dudas que te preguntaré cuando vengas.3

Peña Hen no duda en responder con sus consejos a su pianista:

Querida Nella: Esta tarde recibí tu carta y, a semejanza de lo que te ocurrió a ti, justamente mientras escribía nuestro concierto y pensaba en ti. Esta coincidencia me alegró mucho, porque veo que mientras tú y yo nos encontramos separados nada más que por una distancia de longitud física, ambos dos nos dedicamos de lleno y con cariño a esta cosa que para nuestra felicidad poseemos; a esta cosa que espiritualmente nos une; a esta cosa, la más grande y sublime que le es dable alcanzar y penetrar al conocimiento humano, que es la música […] Los Festivales Bach, Nella querida, son una ocasión que quedará grabada para siempre en mi mente; en ella te encontré ya definitivamente, y con los Festivales se comenzó a producir entre nosotros este nexo de unión y de amor que por mi parte no se acabará jamás. Y el elemento que nos unió, así como te lo decía al comienzo de esta carta, es la música […] Líbrate de toda clase de imposiciones; no tengas jamás nervios ni timidez, que es lo que me has expresado que sientes cuando estás ante mí. Cuando en conciencia estás haciendo algo bien, no debes temer. Solamente recuerda unas palabras (creo que te las he dicho en alguna ocasión) que le oí a Armando Carvajal cuando lo tuve de profesor de Dirección Orquestal: «Jamás le crea ni le haga caso a lo que le digan sus profesores; únicamente estruje y saque extractado lo que a Ud. le conviene. Yo se lo digo porque soy su profesor». Me disgustó la idea de que toques el concierto para dos pianos de Mozart, si puedes correrte y no estudiarlo, dándole desde luego, cualquier disculpa a la Arabella, hazlo; yo mientras tanto, sigo escribiendo nuestro concierto. Mándame decir, amor mío, si te resultan muy molestos los glissandos. Por tu manita pequeña, que en estos momentos desearía tenerla entre las mías, me imagino que sí.4

Ese enero de 1951 fue un mes clave para el músico. Consolidó el amor de Nella y logró que el Presidente Gabriel González Videla lo recibiera para contarle sus proyectos culturales para el norte. En sus cartas, en medio de las declaraciones de amor y los avances del concierto que compone, y que ella nunca tocará por su complejidad, le encarga tareas urgentes para elaborar el proyecto que presentará al mandatario. En el Servicio de Impuestos Internos debe conseguir la recaudación que recibe anualmente el Estado en virtud de la ley del Instituto de Extensión Musical en las provincias de Tarapacá, Antofagasta, Atacama y Coquimbo. Las cifras las necesita por separado, según le explica en su carta del 6 de enero, para que

—con todo detalle— se pueda convencer al gobernante de que esos recursos queden en la zona, y la cultura se desarrolle más allá de la capital. Coquimbo, 17 de enero de 1951 Nella Querida: Me gustas como eres; tal como eres; con todo lo que posees, sientes y piensas. Y así te quiero, así como te presentas a mi vista y a mis sentimientos. Con cualquier algo que te faltase, ya no serías Nella Camarda, o mejor dicho, la niña Nella que conozco y adoro. No puedo concebirte como una persona que no siente la inquietud de adentrarse en el mundo maravilloso de la música. Tú tienes alma de artista y posees un temperamento apasionado y una sensibilidad delicada; son estas tres cualidades las que modelan tu ser y le dan la forma que lo hacen coincidir con el ideal que siempre ha guardado mi mente. Te amo, Nella mía, y nunca vuelvas a pensar en la forma que lo hiciste, al preguntarme en tu última carta sobre cuales serían mis sentimientos hacia ti en el caso en que no supieras música. […] Ahora más que nunca, quisiera tener tu cabecita recostada sobre mi hombro y regocijarme de sentirte descansar a mi lado, y saberte tranquila y desahogada de lo que ahora oprime tu espíritu. Los deseos enormes que tengo de poder conversar contigo no los podré ver materializados hasta la próxima semana, pues Gabriel González vino muy de carrera la vez pasada, y no podremos hablar con él hasta el sábado 20, o sea, una vez que termine de meter bulla y hacerle bombo al avión que va a hacer el famoso viaje a la isla de Pascua. […] Lo que te envío del concierto es la continuación de lo que mandé anteriormente; la segunda idea la dejé interrumpida, pues estoy cambiándole algunas cosas, especialmente de orquestación. No se impaciente por ello, amor mío, pues lo que sigue es más fácil. Estos últimos días no he tenido mucho tiempo de trabajar en el concierto, pues los proyectos y actividades de la Sociedad Bach y el futuro «Instituto de Artes de La Serena» (cuyo decreto de creación ya redactado solo espera la firma del Presidente de la República y del Ministro de Educación) me han tenido muy ocupado. Sin embargo, querida Nella, la tarea es difícil y la lucha muy dura y llena de inconvenientes e incomprensión, necesito cada vez más de tu aliento tierno y de la ayuda que es tu cariño para mí. El viernes, antes que partieran al norte, invité a Tevah5 y varios músicos de la Sinfónica a un cóctel que aquí en nuestra casa les ofrecimos mi padre y yo, después del concierto de la Orquesta en el Teatro Nacional de Coquimbo. En esa oportunidad, tuve la ocasión de recibir el primer choque, al advertir el espíritu adverso con que se recibió mi proyecto. No sé por qué, tengo la idea que me toman por loco o descabellado; pero al mismo tiempo me alegra ver que mis audaces empresas las miran muy de reojo (como cuidándose de algo) y las temen. Sea como sea, Nella adorada mía, y hiera los intereses que hiera, estoy decidido a coronar de feliz éxito esta obra en que estamos empeñados.

Cada vez que el Presidente de la República se asomaba por su natal Coquimbo se encontraba con la urgente petición de audiencia del músico. El 21 de enero, le relata a su amada el encuentro del día anterior: «Ayer conversé con Gabriel González y le hice entrega del Memorial de la Sociedad Bach; pero este caballero, como de costumbre andaba a la carrera, en su incontenible afán de inspeccionar y apurar los espectaculares trabajos de transformación y embellecimiento de La Serena. Me dijo que lo fuera a ver a Santiago, para conversar detenidamente sobre los proyectos». Sin embargo, los sueños no calman el hambre, y él necesitaba un trabajo para ganarse la vida. No fue difícil encontrarlo. El país era más pobre en aquellos años, pero nadie dudaba de la importancia de la la música y las artes plásticas en la educación escolar. Firmado el contrato como profesor de música en el Liceo de Niñas, y con otras horitas en el de hombres, partió a Santiago a pedir la mano de Nella. Ya no dudaba de la novia díscola. Tan seguro estaba de su «sí» que llevaba anillo de compromiso, con brillante y todo. Durante meses, el dinero que ganaba haciendo orquestaciones para bailables lo había ahorrado para invertir en aquella joya. Nella recuerda vagamente cuando le pidió que se casaran mientras paseaban por Santiago. Pero lo que sí revive con toda claridad es que, unos días después, caminando por la Alameda, mientras la acompañaba al dentista, le preguntó: «¿Qué piensa usted: debería tratar de ser el director de la Sinfónica o definitivamente nos vamos al norte?». Ella no lo dudó ni un segundo. Lo que él quería en su vida era tener una gran orquesta para hacer música, por lo tanto o se quedaba a intentar con la Sinfónica —la única que existía por entonces— o partía a crearla en el norte. Sabía cuánto amaba sus proyectos y, con el idealismo de los

veinteañeros, apostó por los sueños. «Lo que vamos a hacer en el norte va a ser mucho más grande que dirigir la Sinfónica», le respondió. Los preparativos del matrimonio se unieron a sus primeros pasos como profesor. Le divertía estar entre esas chiquillas que le llamaban señor Peña, siendo apenas unos años menor que él. Por cierto, no era un profesor cualquiera. La inspectora general del Liceo de Niñas le pedía que hiciera una modesta clase de canto6 pero no podía. Así quedó en evidencia desde el comienzo de su contrato, tal como lo relata en una de sus cartas a Nella: «La clase que hoy hice se trató de una charla a manera de introducción al estudio de la música. Antes de lanzarme, me sentí parecido a la primera vez que dirigí la Sinfónica de Chile; un poco asustado y temeroso, esta vez, del comportamiento de niños de cuarto año, cuyas edades fluctúan entre los catorce y los dieciocho años, edad bastante embromada. Temí que fueran indisciplinados o poco aplicados; temí que tomaran mi clase a la chacota, pero no fue así. Se portaron muy bien y pusieron mucha atención. Yo traté en todo momento de hacerles la clase interesante y amena, y lo conseguí, sobre todo, cuando les hablé con pasión de lo grande y profunda que es la Música, este nuestro arte maravilloso que, a nosotros, Nella mía, nos une hasta lo sublime». Lo sublime, en su caso, no incluía la religión. Y las cartas de aquella época así lo revelan. *** Nella y Jorge venían de hogares opuestos, no solo en cuanto a la religión. Mientras él se crió en el socialismo, celebrando el triunfo de los aliados en la Segunda Guerra Mundial, ella vivió las consecuencias del bando derrotado. Los Camarda Valenza eran fascistas duros. Poco se sabe de la llegada de Juan Camarda a Mendoza. Allí conoció a María Valenza que había

emigrado con su familia desde Túnez, y en Argentina nacieron sus tres hijos. Lo que sí se sabe es que lloró la muerte del Duce, que su hija mayor, María Julia, lucía el uniforme de Balilla7 en la década del veinte, que su hijo fue bautizado como Benito en homenaje a Mussolini y que, al terminar la guerra, quedó en la lista negra y perdió su trabajo como ejecutivo de la FOX. De aquella época, ya instalados en Santiago, Nella evoca el hambre. Vivían en Ñuñoa, el mejor barrio, en una hermosa casa que el padre había comprado y remodelado, y de repente vino la escasez. No era fácil alimentar a una familia de ocho, que incluía a la abuela materna con dos hijas llegadas de Argentina, mientras el abuelo volvía a Italia con otra hija que había conseguido una beca de canto. El padre buscaba desesperadamente un nuevo trabajo, arreglándoselas como vendedor viajero. La comida se medía, y la joven Nella sufría los domingos porque el dinero no alcanzaba para las entradas a la matinée. Cuando conoció a Jorge, eso ya era pasado. Pero el padre mantenía intactas sus ideas. A poco de conocerse con los Peña Hen, una discusión que subió de tono entre los consuegros llevó a ambos clanes a evitar para siempre la política en los encuentros familiares. Pero, a medida que el matrimonio se acercaba, salían a flote algunas diferencias ancestrales. […] Cuando estemos juntos y tranquilos podremos realizar nuestros proyectos puesto que están unidos por el mismo ideal. Cuando pienso en estas cosas me doy cuenta de que somos el uno para el otro en todo sentido y que cuando nos unamos, no necesitaremos cambiar ni uno ni el otro porque no somos diferentes, todo lo contrario, formaremos un todo armónico y seremos felices, lo sé, porque he sentido siempre esa seguridad, aun cuando no existía nada entre nosotros. Hay algo en lo cual no somos iguales, es nuestra ideología; a menudo pienso en esto, aunque tú dices que cada día que pasa yo me acerco más a ti en este sentido, creo que no es así. Aunque ya no creo como antes, ciegamente, siento que en general mis creencias están muy arraigadas y no quisiera perderlas. Sin embargo, ahora, no solo ahora, sino desde hace bastante tiempo estoy

completamente desorientada y mi manera de actuar lo demuestra. Las veces que te he mencionado nuestra diferencia en este sentido, lo he hecho como al pasar, sin darle mayor importancia, pero en realidad no es así. No es precisamente esta diferencia la que me preocupa, puesto que cuando existe un mutuo respeto y tolerancia ideológica no tiene por qué existir problemas. Por mi parte así lo considero. Pero lo que a mí me tortura es esta incertidumbre, el hecho de estar en el aire, de no saber cuál es mi posición en la vida. Seguramente tú has sentido esto mismo en alguna época de tu vida así que podrás comprenderme perfectamente. Nunca te había hablado así, extensamente, de uno de mis principales problemas, tal vez el único. Me parece que no lo he hecho porque me imagino que tú tratarías inculcarme tus ideas; por otra parte, es un problema que tiene que resolver uno misma. Sin embargo, aquí estoy diciéndotelo; recuerdo que el sábado me dijiste que uno no se imaginaba los problemas que tú tenías; quiere decir entonces que yo soy contigo aún más abierta que tú. Tú puedes leer esto como si leyeras mi alma y ya sabes todo lo que hay en ella. Para ti no tengo secretos, me conoces tal como soy, sabes cuál es mi manera de actuar, de reaccionar en tal o cual circunstancia, pero mi manera de pensar, aún ni yo sé cuál es. Por eso a veces te digo que lo único que sé es que te quiero.8

Venían de mundos tan distintos que finalmente fue imposible hacerle el quite a ciertos abismos. [ …] Fuera de una u otra ocasión en que involuntariamente hemos llegado al tema, nunca he tratado ni he querido discutir contigo acerca del problema religioso, pues sé que puede serte doloroso el oír de mis labios ataques a creencias y conceptos irracionales que indudablemente los sientes como de tu propio ser, debido esto a que desgraciadamente desde pequeña te los vienen inculcando en forma más o menos intensa. Ahora, amor mío, ha llegado el momento en que estás adquiriendo madurez y en que la necesidad por saber, conocer y explicarse los fenómenos de la más diversa índole que se relacionan directa o indirectamente con la vida humana, debe ser satisfecha por medio de tu razonamiento, de tu inteligencia, y de la cultura y experiencia que has adquirido en los años que llevas vividos. Tu problema, amor mío, no lo veo en absoluto complicado, y más, por el contrario, bastante simple y lógico, principalmente, reside en que no quieres del todo, o en gran parte, aquellas creencias que lenta y paulatinamente están dejando de enturbiar tu cabecita inteligente y hermosa. Todo esto me lo dices nítida y casi textualmente en tu carta («aunque no creo ciegamente como antes, mis creencias están muy arraigadas y no quisiera perderlas»). Te comprendo plenamente, niña adorada mía, y no deseo forzarte a nada en absoluto; solamente te repito que estás encontrando el camino de la verdad, y las puertas de ese camino no están en el dogma sino que en el razonamiento libre de trabas y de prejuicios […] Gozo cuando pienso que hemos encontrado nuestra senda, y que tú estás jugando en ella el papel más importante, con la

fuerza directriz e inspiradora que todo tu sublime ser pondrá siempre en nuestro hogar, en nuestra música y en nuestra vida.

A medida que se acerca el matrimonio, el arrobamiento amoroso y las observaciones musicales se entrelazan con objetivos prosaicos como la compra frustrada de un departamento, la siempre compleja lista de invitados, la elección de las «marquesas» para el dormitorio —que fueron dos pero siempre se usó una—, y que Jorge consideraba innecesariamente elegantes y caras. Pero Nella sabe cómo conseguir su visto bueno. «¿Por qué tan porfiado mi amor?», le escribe el 5 de febrero de 1952, «¿No me puede dar en el gusto de hacer poner un simple pedazo de tela (que no va a ser de oro ni de plata) en la cabecera de las marquezas [sic]? No tiene nada de extraordinariamente elegante porque no es ni siquiera embutido, y sin ese tapiz se ve muy feo, muy frío. Además, la Lala vino a cambiar su tapiz después de cinco años de uso, y cuidándolo puede durar más todavía. Dame en el gusto, mi amor, es tan insignificante lo que te pido, déjame hacer el dormitorio a gusto mío y no te vas a arrepentir porque yo no haría nada si no supiera de antemano que a ti te va a gustar». Lo más complejo seguía siendo el matrimonio religioso. Para los Peña Hen era un trámite incómodo, más bien detestable. Jorge intentaba que fuera de la forma más discreta posible, en su casa junto con la fiesta. Pero los Camarda Valenza tenían una idea distinta. Nella le explicaba que conseguir el permiso para que la ceremonia fuera en una casa se había puesto muy difícil. Para convencerlo agregaba que de ese modo podrían ser más los invitados «para que nadie se ofenda», dejando la fiesta solo para los más íntimos. «Tú sabes que yo quería darte en el gusto, pero ya ves que va a ser imposible; total, amor mío, la ceremonia se va a verificar de todos modos en igual forma, sea aquí o en la iglesia», le escribe el 13 de febrero de 1952.

Don Tomás se resistía a usar chaqué, iría vestido de negro, no estaba dispuesto a transformarse. En el peor de los casos, amenazaba, si es indispensable presentarse disfrazado, permanecería fuera de la iglesia. Las tenidas y el lugar de la ceremonia eran apenas la superficie de la agitación de sentimientos encontrados que surgían con fuerza entre posibles invitados, recursos escasos y envíos de dinero para comprar cubrecamas y cortinas. Las definiciones vitales que exigía aquel amor imperioso y total entre ambos eran más potentes de lo que suponían. Coquimbo, 26 de marzo de 1952 Caro ben de la mia vita: Todos los días de la semana pasada estuve inquieto esperando le tue belle lettere, que tanto quiero, y que tanto tardaron en llegar. Me apené, y más que eso, me molesté de sobremanera con lo que me cuentas acerca de lo que tus padres te dicen y te obligan a hacer; deben comprender ellos que tú eres ya una persona madura, que está próxima a contraer matrimonio. Me imagino lo que debes sentir, mi amor, cuando te sientes arrastrada contra tu voluntad a misa […] Tú, vida de la mía, no debes decir que «si vuelves a la religión», pues eso sería marchar en la dirección del cangrejo; eso podría ocurrirte solo en el caso en que una confusión intelectual o un criterio pesimista o temeroso de tu vida misma te hicieran buscar la tranquilidad espiritual necesaria en la inactividad del pensamiento y en la «creencia» que un ser supremo (Dios Jehová en el caso de los cristianos; Alá, en el de los mahometanos) vela por ti y guía tus pasos cuando caminas, tus dedos cuando tocas el piano, y tus labios cuando me besas con la pasión que solo tú eres capaz de alcanzar y lograr. Aparte de todo esto, mi amor, no puedo explicarme en qué forma podrías (en el hipotético caso que esto sucediera) ser una persona que «vive y siente la Religión», y que al mismo tiempo razone y ponga en duda cuestiones que son materia de dogma y de fe. Tú, mi amor, mi vida, mi artista querida y adorada, no vas a ser nunca creyente, porque ya dudaste una vez, y con eso basta; desde ese mismo instante en que una luz alumbró tu mente dormida en el cómodo lecho de creer porque… (porque sí, dirías tú), comenzaste a ver más y más absurdos en tu Religión; es decir, tu fe en la religión comenzó a disminuir en razón inversa a la fe en ti misma. No solo han cambiado tus fundamentos filosóficos, sino que también tus sentimientos y normas morales, tu posición frente al Arte (lo más grandioso y noble que puede existir, mi Nella) y, en fin, tu vida íntegra, que, como la mía, se ha lanzado segura y decididamente por una senda de granito, por su firmeza, y de otro, por su hermosura y nobleza. Tu fe la pusiste en duda, y, en lugar de echar pie atrás, avanzaste; no te conocí en la época en

que tocabas a Chopin (valses) y al Debussy romántico de La plus que lente y Clair de Lune, pero me imagino el choque que debes haber sentido cuando las nuevas tendencias te sacaban de tu paraíso romántico de los quince a los dieciocho años; por último, te pido que recuerdes que cuando tu virginidad se vio amagada por este hombre que es tu marido, y que te adora, no lograste impedir el continuar; y el llegar a este hermoso y dulce grado de unión en que nos encontramos, es producto de esa tendencia de artista apasionada que te impulsa a liberarte, a ser dueña de tu vida, y a ver en tu conciencia y en tu marido a los guías y consejeros de tu vida; que en el caso inverso, así lo siento yo […]9

Poco sabe el amor de racionalidad. Suele ser un estado más proclive a esa confusión intelectual a la que aludía el músico. Socialista y ateo, Jorge Peña Hen se casó con Nella Camarda Valenza con toda la pompa que exigía un matrimonio en la iglesia de El Golf, el barrio más empingorotado de Santiago. Ese día todo parecía perfecto. La parroquia Nuestra Señora de los Ángeles estaba más hermosa que nunca, adornada de flores blancas, elegante y repleta de parientes y amigos, tal como Nella Camarda lo había soñado y planificado. Entró a la iglesia llena de ilusiones, con el corazón inundado de alegría. Sus padres estaban felices. El novio la esperaba junto al altar, no importaba que él no fuera creyente. Porque casarse por la Iglesia era mucho más que creer en Dios, era un símbolo de estatus. Jorge Peña Hen sentía que la amaba más que a su vida y su arte, tal como se lo había reiterado una y otra vez en las cientos de cartas que le escribió durante ese noviazgo perturbador y exigente, pero también fogoso a más no poder. Ella ya no tenía dudas, Jorge Peña Hen era el amor de su vida, el hombre que la había conquistado poco a poco, con esa tenacidad y convicción con que enfrentaba todo lo que se proponía. Al escuchar los primeros compases de la música dentro de la iglesia, la novia sintió un escalofrío, sus ojos se humedecieron y comprendió por qué los amigos —especialmente el que tocaba el órgano— parecían tan poco

interesados en apuntar las melodías que ella escogía para este momento. Y es que, desde siempre, los compañeros supieron que en el matrimonio de Nella y Jorge solo se podía tocar el Magnificat de Bach. Si el flechazo definitivo había sido precisamente ese día histórico —justo dos años antes — cuando lo vio dirigir aquella obra majestuosa. Esa obra que marcaría un antes y un después en la vida de su marido, en la suya y en la de tantos otros. Sesenta y cinco años después, Nella Camarda aún conserva la grabación del Magnificat en ese álbum de discos 78 de la RCA, el primer regalo de Jorge cuando recién comenzaba el romance. El día de la boda, ese 5 de julio de 1952, llovía torrencialmente. Quizás fuera el presagio de un matrimonio proceloso, tal como había sido el noviazgo. *** Los dos primeros años de matrimonio, la pareja vivió en casa de los Peña Hen. Las clases no alcanzaban. Nella quería la casa propia, pero al mismo tiempo valoraba los cuidados de doña Vitalia durante ese primer embarazo, lejos de su familia, con vómitos insoportables, sin poder hacer música, sin su Jorge que trabajaba todo el día y volvía entonando sus melodías, sobrevolando siempre la vulgaridad de lo cotidiano. En aquellos días, Vitalia Hen conquistó a su nuera para siempre, más allá de toda la tragedia. Muy pronto, Nella tuvo que asumir que su marido no sería capaz de cumplir las promesas prematrimoniales. Ella no estaba por sobre su música, él no dejaría el proyecto de la gran Orquesta del Norte para dedicarle más tiempo a la familia, él no se ocuparía jamás de alguna minucia doméstica. Mientras ella intentaba superar la soledad cotidiana y se obligaba a tocar el piano con la esperanza de obtener pronto su licenciatura, Jorge Peña

preparaba nuevos conciertos. Las clases para ganarse la vida le aburrían, pero a poco andar descubrió que el Sexto B del Liceo de Niñas vibraba con la música, que varias de sus alumnas estuvieron en el coro del Magnificat y admiraban la Sociedad Bach. A la clase siguiente ya las tenía ensayando El Mesías que montaría en los festivales Bach de noviembre de 1952. Al mismo tiempo, detectaba músicos para la futura orquesta y peleaba con la burocracia gubernamental para que la Sociedad Bach recibiera recursos públicos. Estaba dichoso con el embarazo de su mujer, pero tanto o más le emocionaba saber que en La Serena había un cura franciscano que tocaba muy bien la viola, y que era posible convencer al arzobispo para que trasladara a otro franciscano desde Vallenar porque, según decían, tocaba el chelo con gran maestría. «Si además logramos traer a Salgado10 podremos tocar el Concierto Nº 4 de Beethoven dentro de dos años o incluso antes». Ni Salgado ni los franciscanos llegaron a la Sociedad Bach, pero eso no le amilanaba, le sobraban proyectos para avanzar en su empeño de sacar la música de los salones. Nada lograba desviarlo de ese camino, por más enamorado que estuviera, por más que jurara que los conciertos no le absorberían por entero, por más que hubiese dejado por escrito que «si tuviera que elegir entre estas dos cosas, ya sabes que el Magnificat y la Sociedad Bach desaparecerían de mi mente. Y no solo eso sabes: sabes también que, entre el arte y tú, desecho lo primero para poseerte mil y muchas veces con pasión y ternura, con aquel amor impetuoso y noble con que he llegado hasta lo más profundo de tu ser bendito, con aquel con que he profanado tu secreto virgen y adorado».11 La música debía llegar a todas partes. Esa era la razón de su vida. Y para ello viajaba a Santiago cada vez que era necesario. Al mariscal Santa Cruz —como llamaba en secreto al decano— lo convencía para que pagara los

pasajes de los músicos que participarían nuevamente en los festivales Bach. Con otros colegas, como Gustavo Becerra, discutía sobre la difusión musical. De aquellos intercambios, a veces ásperos, salía más convencido de estar en el camino correcto. «Estos fulanos de Agustinas 62012 y del Conservatorio —le escribía a Nella el 6 de febrero de 1953, en su primera separación desde que estaban casados— viven encerrados en un mundo ficticio y se mantienen cerrados a toda sugerencia o idea que venga de fuera de la cortina impermeable que los rodea. Aun cuando me falta mucho para aclararme, estoy contento, pues ni en el fondo mismo de mis pensamientos me es posible apreciar que haya un leve titubeo en mis puntos de vista». Sin titubear, consolidó la Sociedad Bach y convirtió La Serena en un foco musical impensable. Su esposa y sus amigos más íntimos, como Alfonso Castagnetto, Alejandro Jiliberto y Lautaro Rojas, se convirtieron en su sombra para avanzar en un sueño que Jorge Peña Hen perseguía sin respiro. A Nella Camarda no le fue fácil. Para ella, el costo de amar a Peña Hen fue alto. Los años cincuenta del siglo pasado no eran tiempos en que las mujeres pudieran volar por sí mismas. Por más que su marido la motivara —«tienes talento, eres una artista», le decía en sus cartas—, sus intentos por terminar sus estudios y ser una pianista de renombre quedaron postergados. El concierto que había tocado con la Sinfónica en el parque Forestal antes de casarse se iba convirtiendo en un recuerdo cada vez más lejano. Fue quizás el hito más relevante de su carrera, en pleno noviazgo. Motivada por la profesora Olga Cifuentes y por Jorge Peña, ganó el concurso para tocar el Concierto para piano y orquesta Nº 4 de Beethoven, «el más romántico», reconoce Nella casi setenta años más tarde. Unos días antes de aquella presentación, el novio le escribía que ansiaba la tranquilidad que tendrían cuando ya hubiera pasado aquel jueves 20 de diciembre, «después

que hayas tocado y le hayas dicho, de esa manera, a todo el mundo que eres la mejor pianista del Conservatorio».13 Fueron varios meses en los que estudió seis horas diarias para que su concierto fuera el de una profesional. Jorge llegó al ensayo general en el Teatro Municipal, ella lo vio con el rabillo del ojo sentado en primera fila, orgulloso a más no poder de su novia. Bajo la batuta de Víctor Tevah, su interpretación fue un éxito total. «Tú ya triunfaste, ya tocaste con la Sinfónica», la celebraba Jorge, «yo, en cambio, todavía no lo logro». Nunca pensó que ese triunfo sería la marca de una carrera que no fue, que partir a La Serena era apostar por su marido en desmedro de su propia realización. «Siempre pensé que, si uno quiere progresar, progresa. Siempre sería la esposa de Jorge Peña Hen y estaría en sus proyectos fuera donde fuera». Su marido la trataba siempre con el mismo reconocimiento con que elogió su concierto con la Sinfónica, y la incluía en las presentaciones de la Sociedad Bach, pero la vida es más compleja que los sueños de artista. Nunca dejó de tocar y participar en los conciertos, pero poco a poco fue quedando atrapada entre sus obligaciones hogareñas y la necesidad de dar clases para aportar a la familia. Si bien los Peña-Camarda proyectaban la imagen de una familia acomodada, de otro nivel —algo importante para Nella—, puertas adentro los recursos siempre escasearon. Al repartir los fondos que conseguía para sus múltiples actividades, el maestro solía olvidar que debía incluirse en la nómina de la función o en el aumento de sueldo que aplicaba a sus colaboradores. Los berrinches de su mujer molestaban en el momento, pero terminaban siendo palabras al viento. «Si hasta hubo un momento en que ganaba menos que yo.» Durante la década de 1950, el matrimonio tuvo una hija —María Fedora, por el título de la ópera— y un hijo —Juan Cristián, nombre elegido

durante su noviazgo en honor al hijo de Bach—, se instalaron en su propia casa y, desde allí, contagiaron de música a buena parte de los serenenses. Cuando se acercaba la Navidad, apenas oscurecía, salían a recorrer la ciudad con un cuarteto vocal, con Nella como soprano, entonando villancicos en las esquinas del centro y en las tiendas comerciales que atendían hasta medianoche. Era una humorada sin mayores pretensiones, pero a Jorge Peña le recordó el Retablo de San Ambrosio del pintor italiano Sandro Botticelli, y eso bastó para pasar de unos simples villancicos a un asunto mayor. ¿Por qué no hacer el retablo de Boticelli en vivo para cantar los villancicos? Pero esto también quedó chico, y ya en 1955, el retablo navideño se tomó la Plaza de Armas y el espectáculo fue grandioso. Aún no cumplía los treinta y ya era conocido en toda la provincia. Tenía los galones del Magnificat, por lo tanto poco le costó convencer al diario El Día para que se sumara a esta nueva ocurrencia. Se hizo un llamado a todo el que quisiera a presentarse para las audiciones. El maestro elegía a los personajes principales, San José, la virgen María, los pastores, Reyes Magos, angelitos, ensayaba con el coro los villancicos que escribía por las noches. Durante más de un mes los elegidos trabajaban como si fueran a presentarse en Broadway. Ya no se trataba solo de cantar sino de crear un auténtico oratorio, con una historia original preparada para la ocasión. Cada año, el espectáculo se superaba a sí mismo. Los libretos estaban a cargo del maestro y de amigos como Alfonso Calderón14 y Fernando Moraga15, entre otros, más algunos estudiantes destacados. No era cosa banal, el contenido filosófico tomaba varios trasnoches de debate. Vehementes discusiones filosóficas para que los guionistas —la mayoría ateos militantes como Peña Hen— decidieran qué

simbolizaba mejor los principios cristianos propios de la Navidad y cómo llevar los textos bíblicos más allá de lo meramente religioso. Uno de los bajos del coro, Gabriel Alvarado, y su amigo Alfonso Castagnetto, que también tenía una voz profunda, eran los encargados del relato que iba uniendo los cánticos. Un año, la historia giró en torno a la importancia de seguir la vocación de cada cual, al siguiente, fueron las flores que es necesario cultivar con esmero. Todo con un sentido profundo, la frivolidad era un vicio repudiable. Terminado el libreto, el director se abocaba a la música, combinando sus propias creaciones con obras famosas como Pedrito y el lobo de Sergei Prokófiev. El desafío era armonizar la orquesta y las voces, en coros, cuartetos, solistas. Una de las salas del Conservatorio se transformaba en taller de vestuario donde unas diez máquinas de coser iban elaborando los trajes a medida para los actores. A las costureras se unían carpinteros, pintores, maestros de todo tipo que querían colaborar. «Jorge los movilizaba a todos y a cambio de nada, porque ellos ni siquiera salían a hacer una venia para recibir los aplausos», recuerda emocionado Lautaro Rojas, el profesor de violín al que Peña Hen transformó en músico y amigo. «Todos éramos como fichas que él iba moviendo en función de su música. Una vez alguien me dijo “Jorge no tiene amigos, tiene colaboradores”, la frase se me quedó grabada porque tiene mucho de cierto. Él no era de amistades y de vida social, a él solo le interesaba estar en su música y quería a los que se enfocaban como él. Era el guía, el motor, y a todos nos pasaba lo mismo, íbamos gustosos a ayudarlo, a conseguir lo que él quería». Los edificios de la plaza servían de escenografía adornados con vitrales de papel celofán que se trabajaban meticulosamente. Jorge Peña estaba preocupado hasta de los más mínimos detalles, incluso recorría

personalmente las farmacias para que le donaran algunos preparados que permitieran crear humo cuando la representación llegaba a su punto culminante. Como corresponde al pesebre, la Virgen llegaba montada en un burro de verdad, los pastores aparecían acompañados de sus ovejas para encontrarse con vacas, cabras y mulas. A los animales reales se sumaban niñas y niños convertidos en mariposas, conejos o aves. Hasta el Niño Jesús era una guagua real, que solía llorar en medio de la actuación sin que nadie se inmutara. «Yo era muy chica —dice María Fedora, la hija mayor— y me daban miedo esos barbones inmensos, vestidos con sus sandalias como en la época de Jesús, que iban con las ovejas. Era como estar en la Biblia. Yo iba vestida de angelito, con unas alitas, y tenía que estar en el pesebre adorando al niño Jesús. De repente, no sé cómo, bajaba otro angelito desde lo alto, con unos cables invisibles. Recuerdo que el día de la función mi papá me dijo que no tenía que mirarlo a él, que él estaría todo el tiempo allí, que no me preocupara, que mirara todo el tiempo al niño Jesús. Al parecer en los ensayos yo me daba vuelta y lo miraba, quizás me daba susto porque era muy chica. Cuando ya era más grande, me tocó bailar, ensayábamos hasta muy tarde y nos quedábamos dormidos tras bambalinas, sobre el vestuario. Era una vida muy artística». Durante semanas, la casa de los Peña-Camarda no tenía descanso, era el centro de operaciones. Su mujer colaboraba en lo que necesitara la producción, ayudaba en los ensayos y actuaba en el coro. A medianoche, preparaba té y unos sándwiches para los que seguían trabajando. «El entusiasmo era enorme, todos participaban por puro amor al arte. Jorge los empujaba y, de alguna manera, convencía a cada uno que era una pieza clave, que su tarea era importantísima para el resultado final. Él descubría

en cada persona lo que podía dar», recuerda Nella más de medio siglo después. Ella era una más de aquellas piezas que se movían al ritmo de Peña Hen para que todo llegara a puerto. No le importaba ser comparsa, sin un rol protagónico, lo admiraba, consciente de que su amor por él había surgido desde el éxtasis, que se había enamorado poco a poco, pero para siempre, al verlo dirigir a Bach. Los últimos días se trabajaba toda la noche para llegar a tiempo al estreno. Tal como ocurre en el teatro, al levantarse el telón: milagrosamente todo estaba a punto. A la hora precisa, Jorge Peña Hen, elegantísimo con su frac negro, camisa y pajarita blancas, se instalaba sobre una gran tarima, y desde allí gobernaba el espectáculo. Con diferentes timbres marcaba la entrada a escena de cada grupo, manejaba la iluminación y dirigía a los músicos. Llegaron a ser más de trescientas personas en escena. Se calcula que los asistentes sumaron unos cuatro mil el primer año, en una ciudad que bordeaba los treinta y cinco mil habitantes. El 27 de diciembre de 1960, cuando la Sociedad Bach celebraba diez años de vida, los ecos de la fiesta llegaron hasta la capital y fueron recogidos por el diario La Nación: «Más de diez mil personas que llenaron totalmente el frontis de la Intendencia y locales circundantes de la Plaza de Armas, asistieron a la representación del Retablo de Navidad, organizado como es tradicional por la Sociedad Juan Sebastián Bach». «Era algo completamente fuera de lo común, era todo un acontecimiento en la ciudad», evoca el director Hugo Domínguez, rememorando su adolescencia, cuando llegó a la plaza como espectador, primero, y luego a tocar los timbales como parte de la orquesta. «Don Jorge tenía un gran magnetismo, era emocionante trabajar con él. Uno sentía lo que él quería musicalmente».

*** La década del cincuenta fue para Jorge Peña Hen un período de esfuerzo infinito, de metas cumplidas, de aplausos fervientes, pero también de obstáculos, de frustraciones, de tensiones matrimoniales. Vivía en otra dimensión, su elegancia, vestido habitualmente de gris y con pajarita, no impedía que saliera con calcetines de distinto color. Muchos lo recuerdan caminando por las calles de La Serena siempre tarareando alguna melodía, meciendo las manos como si estuviera frente a la orquesta. Nella sabía que llegaba a casa minutos antes de que pusiera la llave en la puerta, cuando escuchaba un canturreo casi imperceptible. Él no se daba cuenta, era su estado natural. No necesitaba de encierros ni condiciones especiales para concentrarse. Por las noches, le bastaba la mesa del comedor y allí, mientras su mujer doblaba la ropa y opinaba de algún concierto, él componía, estudiaba partituras, preparaba sus clases, estructuraba proyectos, organizaba sus viajes a Santiago y escribía a las autoridades para conseguir financiamiento. «Casado con otra, no habría durado ni diez días», apunta Nella Camarda, junto a la misma mesa de antaño. Fueron años de gran producción, la Sociedad Bach organizaba conciertos en toda la provincia con la orquesta, el coro, los músicos invitados. Llegaban a La Serena directores y solistas que, además de amigos, iban convirtiéndose en artistas consagrados como el violinista español Enrique Iniesta, que luego sería director de la Orquesta Filarmónica; el pianista Oscar Gacitúa, que en esos años volvía de una beca en Nueva York, o la soprano Victoria Espinosa que comenzaba a deslumbrar a los operáticos en el Teatro Municipal de Santiago. Era amor al arte, puro y duro, interpretaban a Mendelssohn, Schumann, César Franck, Borodin,

Moussorgsky y, por cierto, Bach. Algunos compositores eran una novedad para el público serenense. Jorge Peña Hen organizaba, dirigía y actuaba. Nella Camarda se lucía como solista y también en conciertos de piano a cuatro manos que compartía con el director. La prensa local, los diarios de la capital y las revistas especializadas alababan la labor de Peña Hen y la Sociedad Bach. Pero él siempre quería más, más música. Serio, más bien introvertido y con poco sentido del humor, lo único que bajaba a Jorge Peña Hen de las armonías celestiales eran los niños. No aterrizaba, claro, para asuntos domésticos como discutir de útiles escolares, la compra de zapatos o la visita al pediatra, sino para disfrutar con ellos y enseñarles a volar. Cuando Nella Camarda regresó del hospital después del nacimiento de María Fedora, se instaló en su cama junto a su hija y pensó que estaba soñando. Escuchaba unos débiles sonidos que le hacían pensar en un coro de ángeles. Era exactamente lo que su marido había preparado. Poco a poco fueron surgiendo desde diferentes rincones de la casa distintas voces que cantaban «Porque nos ha nacido un niño, un hijo se nos ha dado», uno de los coros de El Mesías de Haendel. Fue tal la sorpresa, que el llanto emocionado le hizo subir la temperatura. El médico no encontró razón alguna para ese fiebrón y, tras un severo sermón al nuevo padre, decretó que tales emociones no eran buenas para una parturienta. Jorge Peña Hen almorzaba todos los días en casa, era el momento que dedicaba a sus hijos. «Era muy entretenido —añora María Fedora, asegurando que ya a los tres o cuatro años era su ídolo—, hacía chistes, me enseñaba cosas. Después de almuerzo, se sentaba en el living, cruzaba las piernas y ponía los pies en la mesa de centro. Se reía porque yo intentaba hacer lo mismo pero mis piernas quedaban a mitad de camino. Me decía

que en esa posición había que escuchar a Mozart porque elevaba el espíritu. Me enseñaba los acordes y los arpegios. Yo reconocía la tónica, la subdominante y la dominante antes de saber hablar bien. Desde su sillón me iba mostrando todos los cuadros que había en la casa, “ese es Cézanne, ese es Van Gogh”. A esa edad uno aprende muy rápido y, cuando llegaba gente a la casa, yo les nombraba los pintores y quedaban impresionados». Pero no todo era tan elevado, también sabía jugar, mágicamente sacaba monedas de la oreja, para los cumpleaños la búsqueda del tesoro incluía mapa tipo papiro, preparado con jugo de limón y un fósforo, y antes de Navidad, se comunicaba por teléfono con voz de Viejo Pascuero. «Los otros niños sufrían porque a ellos no los llamaba, así que tuvo que conseguir los teléfonos de varios de mis compañeros de colegio.» Juan Cristián lo recuerda comiendo un cerro de berros, «sufría de úlcera, y se supone que eso le ayudaba». Se levantaba muy temprano en las mañanas, se sentaba media hora a componer, luego tocaba un rato el piano y partía a trabajar. No era un padre autoritario, «una vez mientras dirigía un concierto en el Liceo de Niñas, le saqué el auto y al volver no había estacionamiento, “habría jurado que dejé el auto aquí”, pero como andaba volado, no se inmutó al encontrarlo en otra parte». En otra ocasión, le quebró un foco, era un adolescente de unos quince o dieciséis años, pero su padre no se enfureció. No tenía tiempo para eso. La casa de los Peña-Camarda era un lugar entretenido, un lugar de encuentro. Era una casa abierta. A cualquier hora podía llegar un músico, un cantante del coro, un invitado desde Santiago. No había descanso, ni siquiera los fines de semana, que servían para ponerse al día con el proyecto atrasado o el ensayo que quedó pendiente en la semana. La música lo copaba todo. «Fue un matrimonio de novela, de película, lleno de cosas maravillosas

que no son comunes. Tener esa conexión artística es algo especial, tener al compañero actuando con uno, en plena sintonía. Estar tocando y él dirigiendo en un concierto es un momento de tal unión… Eso era lo que más me gustaba, era la vida que quería llevar», explica Nella, reviviendo el goce de esa comunión profunda. Sin embargo, su relación no fue una melodía calma. Desde el comienzo estuvo marcada por trances desgarradores. El descubrimiento temprano de una infidelidad sin ninguna trascendencia la llevó a estar siempre dudando del amor de su marido. Celaba a toda mujer que se le acercara. Ni sus ruegos, ni sus promesas, ni sus ardientes manifestaciones de amor, lograron convencerla de que no era un mujeriego contumaz. No está claro si lo fue realmente. Sin duda su capacidad de encantar era infinita pero, a juicio de varios amigos, esa seducción se agotaba en la conquista de músicos o burócratas que pudieran ayudar en sus planes. No le quedaba —aseguran— ni tiempo ni empuje para tantas mujeres como las que Nella imaginó y sufrió durante años. Mientras más éxitos cosechaba Jorge, más sola se sentía su mujer. Una pequeña libreta café, en la que sacaba cuentas y guardaba cartas y otros escritos, le servía de diario de vida. Antes de casarse, en febrero de 1951, con especial sensibilidad —quizás la misma con que enamoró a Peña Hen —, escribe: «A veces temo algo y no sé qué, pero es algo tuyo, tal vez sea tu música». En esas páginas refleja su alma, deja plasmadas sus dudas, sus pensamientos más íntimos, angustias, alegrías y la fuerza de su amor. «He llorado únicamente porque creí que estabas triste. Sentía que tú y yo éramos una sola persona, un solo sentimiento», anota en marzo de 1951. Un mes más tarde, con su lápiz de grafito, se advierte a sí misma: «Siento que te

quiero intensamente, tanto que para ti soy otra, para ti cambio tanto que ¡a veces me arrepiento!». Durante su primer embarazo, en abril de 1953, entre náuseas y atenciones de doña Vitalia, su suegra, comienza a sentir el peso de la vida que ha elegido, de la autopostergación. La alegría que siente frente a la maternidad no es suficiente para hacerla feliz. «Ya no siento esa energía, ese ánimo que me acompañaba antes, ni he emprendido nada nuevo, no he hecho nada por progresar y me siento cada vez más hundida en esta tranquilidad aparente que me molesta. Tú no haces nada por levantarme, todo lo contrario, te veo tan indiferente, tan aburrido, malhumorado, apático, que muchas veces, todos los días, me quitas ese poco de alegría que yo trato de conservar en mí […] Mis únicos momentos de felicidad son cuando tú compartes la música conmigo». Las demandas de su mujer lo abruman, su introspección y sus silencios se vuelven cada vez más largos. Confía en que ese período pasará pronto. Sin embargo, es el patrón que se instala para siempre en su relación. A medida que pasan los años, se acostumbra a los vaivenes de la relación, tan apasionada y eufórica en lo alto como colérica en las profundidades. Así lo muestran las cartas que siguen escribiéndose casi a diario cada vez que se separan. Santiago, 28 de febrero de 1955 Querida Nella, Sé lo que estás pensando, hasta antes de recibir esta carta: que no me acuerdo de ti y etc…; pero se equivoca, mi pollita. Como nunca te he extrañado a ti y también a mi querida hijita. En las noches, al acostarme, me cuesta dormirme; estoy acostumbrado a abrazarte, a sentirte tibia y regalona y a sentir que tu cuerpo descansa sobre mí. Echo de menos a nuestra chiquitita, cuando en la mañana se pasaba a nuestra cama y nos embromaba la cachimba. Todo esto, y mucho más, ha pasado a ser parte inmanente de mi vida. Me podrás encontrar desabrido y fome, pero te

quiero, pollita. Yo soy raro; siempre he sido distinto a mis compañeros y amigos y vivo lleno de problemas que yo mismo me los creo. Cada vez me entusiasmo más con la Filosofía y parece que me estoy decidiendo a estudiarla en la forma más seria y a profundizarla en la mejor medida que me sea posible. Compré el libro de introducción a la Filosofía de García Morente, el cual es excelente; De Borja me lo recomendó mucho y lo encuentro claro y ameno. Cuando dispongamos de algunos pesos, compraremos el diccionario de Ferrater Mora, el Discurso del método de Descartes y algunas obras de Sócrates, Platón y Aristóteles. Lo único que deseo es que este entusiasmo se me transforme en una necesidad tan grande que me haga perseverar en el estudio. […] Hoy es muy posible que hable con el ministro de Educación; a las cuatro de la tarde me encontraré con De Borja […] Acabo de planchar mis pantalones del terno gris, ya que como trataré de ver al ministro, tengo que ir más o menos chute (la secretaria del ministro es muy dije y con una guiñadita me dejará pasar. ¡No mi amor, no me crea! En este momento te recuerdo dulce y cariñosa; deseo tomarte en brazos y sentir de cerca tu cariño. Pienso que nosotros dos, con nuestra chiquitita, por supuesto, podemos hacer una vida tan linda que nos llene de satisfacciones y colme nuestras máximas aspiraciones.) ¿Cómo encontraste nuestra casita? ¿Cómo reaccionó María Fedora al llegar nuevamente a su hogar? ¿Se acuerda la chiquitita de su mí? Estoy ansioso esperando carta tuya. […] ¿Le han llegado alumnas? Es muy importante que esto ocurra y ojalá te paguen por adelantado. Tenemos una serie de compromisos y yo voy a tener que comprarme zapatos. Hay que pagar la letra del cuadro de la Silvita. […] Ud, Pollita, cuídese mucho de los tiburones y recuerde mucho a su marido. Estudie piano lo más que pueda y piense harto en el momento en que estemos nuevamente juntos. En este momento deseo besarte; te quiero, Nella. Bese mucho a nuestra chiquitita en tu nombre y el mío. Háblale de mí y, cuando me escribas, cuéntame todas las gracias que hace. Cuídese mucho, coma bien y engorde y espéreme con todo su amor y cariño. Te quiere Jorge

Las apreturas económicas estaban siempre presentes. Los ingresos eran pocos, la burocracia santiaguina demoraba nombramientos y recursos comprometidos, las necesidades familiares estaban por debajo de los proyectos artísticos. En 1956, los esfuerzos comienzan a dar sus frutos y, en los ambientes musicales de Santiago, La Serena se consolida como un foco cultural

relevante. Las gestiones inagotables de Peña Hen logran que la Universidad de Chile inaugure su primera sede fuera de la capital, creando el Conservatorio Regional de Música, bajo su dirección. Es un logro mayor. El músico sabe que un factor determinante fue el apoyo categórico de Alfonso Letelier,16 el decano de la Facultad de Ciencias y Artes Musicales, del cual dependerá el Conservatorio. Se siente dichoso, y así se lo escribe a su mujer, que está esperando a su segundo hijo. Santiago, 7 de marzo de 1956 Amor mío, […] Espero que pronto pasen nuestras penurias, y que nuestro próximo hijo nos traiga una marraqueta feroz (ya la trae: conservatorio, mayor renta, la plata atrasada que me deben que ¡desmáyese, mi amor! está por salir) y nos traiga felicidad y tranquilidad; es decir, más felicidad de la que poseemos. Te he dado una serie de recados y te he hablado poco de mí y de nuestras cosas íntimas. Durante estos días he trajinado, esperado, bostezado, etc., pero hemos avanzado mucho. Fíjate que en el Conservatorio, Facultad, etc, me tratan con más deferencia: es como si mi condición de profe-jefe del Conservatorio de La Serena me diera una especie de poder o pasaporte; o a lo mejor es que ahora me sienten más cerca, más dentro de su acogedor ($) redil. Hasta Hernancito Würth,17 atento hasta decir basta. Yo me río para mí, y cada día reniego más de todo y cada día te quiero más mi amor, mi vida. Tú, solo, tú, me haces feliz, tú y nuestro hogar, son lo único grande y verdadero que hay en mi vida. Créeme mi amor: he llegado a un punto de madurez que me permite darme cuenta que sacrificaría música y muchas cosas que parecen ser parte de mi vida, por ti. Tú eres mi vida y me regocija el saber que te quiero, que te amo con todas las fuerzas de mi espíritu. Mientras te escribo desde un rincón del correo, la sangre corre a borbotones por mis venas, y siento deseos inmensos, enormes, de estar a tu lado, de tenerte en mis brazos. Me iré el sábado, en el segundo bus. Ponte linda, con tus zapatos blancos, cuando vayas a esperarme con mi María Fedora. Mis deseos habrían sido irme mañana; pero no puedo mi amor, y sufro con ello. Cuando recibas esta carta, estarás a 48 horas de abrazarnos. Quiero que estés contenta, y que me recibas bonita; péinate el sábado en la mañana, almuerza donde los ___18 y estés descansada, preciosa y sonriente a mi llegada. Te besa

Jorge

Se llamó a concurso, se consiguieron instrumentos, se contrataron profesores —algunos llegaron de Santiago y otros siguieron el camino natural desde la Sociedad Bach—, se matriculó a los primeros alumnos y se abrió el Conservatorio. Jorge dirigía y enseñaba, su mujer daba clases de piano. Pero a Nella Camarda le pesaba cada vez más la provincia. Ella era de la capital, era una artista con talento. Incluso había estudiado seis meses en Buenos Aires con el pianista italiano Giuseppe Resta, amigo de su padre. Nunca pensó que su destino sería enseñar. «Yo lo único que quería era tocar —señala—, tocarle a la gente, sentir ese lazo de comunicación con la persona que está escuchando. Para eso entré a la música, nunca pensé en la enseñanza como les pasa a muchos músicos». La Serena le ahogaba. No se daba por vencida. Enseñando en el liceo y en el conservatorio, con dos hijos y un marido que exigía su apoyo en mil proyectos, seguía luchando por ser la pianista que había soñado y que Jorge Peña Hen merecía como compañera. Cada cierto tiempo viajaba a Santiago, con todo el viento en contra, y reanudaba sus cursos en la Universidad de Chile. En eso estaba cuando a la distancia cumplieron cinco años de matrimonio.Y, mientras ella perseveraba en sus estudios, se abrió otra ventana que le permitía visualizar una vida lejos de la provincia. Jorge había decidido concursar para ser Director ayudante de la Orquesta Sinfónica de Chile, cargo que había dejado vacante Víctor Tevah. *** El maestro se preparó concienzudamente. Eran cinco postulantes, pero su

rival indiscutido era Héctor Carvajal, hijo del fundador de la Sinfónica, Armando Carvajal, compositor y chelista de la orquesta desde muy joven. Tanto él como Nella estaban optimistas. Justo un mes antes del concurso, la Sinfónica lo invitó, junto a otros directores, a dirigir tres de los trece conciertos de gira que incluyó Concepción, Chillán y Talca. De regreso a La Serena, el martes 29 de abril de 1958, el diario El Día publicaba un extenso reportaje en el que daba cuenta de su exitoso desempeño, destacando que Concepción era uno de los centros culturales más importantes del país. «Dirigir la Orquesta Sinfónica de Chile fue siempre una aspiración máxima de mi carrera. La oportunidad que me dio la Universidad de Chile ha sido la coronación de este deseo y un valioso aliciente para continuar mis estudios y perfeccionamiento», declara a la prensa. En la publicación, atribuye su éxito a la calidad de la orquesta y anuncia su postulación al concurso que tendría lugar el 24 de mayo. No era asunto fácil. Debía rendir un examen práctico junto a la orquesta, en audiencia pública, y dos pruebas teóricas, que incluían orquestación de una partitura de piano, historia de la música, conocimientos sobre el repertorio sinfónico, lectura de partituras de orquesta en piano, solfeo, reconocimiento auditivo y técnica de la batuta. Al terminar la primera semana de mayo, Jorge Peña Hen parte expectante a la capital. Nella lo acompaña a la distancia, avivando la seguridad en sí mismo: «Amor mío, sé que va a salir adelante en el Concurso; si no te eligieran sería por cualquier otra circunstancia, pero en todo caso el papel lucidísimo que has hecho y que va a hacer en la próxima semana no te lo puede desconocer nadie. Tú debes ir totalmente tranquilo y confiado en tu capacidad que es muy grande; nadie mejor que yo te lo puede decir con tanta sinceridad. Yo estaré aquí pensando en ti a toda hora y estoy segura

que va a triunfar. Cuando me escribas me anotas el detalle y horario de las pruebas para estar al tanto de lo que vas a dar en cada día». Pero haciendo honor a su índole directa y franca, también le expresa sus inquietudes, y el 20 de mayo escribe: «Estoy un poco preocupada por la Sinfonía de Schumann, es un autor que has dirigido muy poco, solo en esas pocas piececitas cortas, y me parece difícil de interpretar bien en estilo. Pero ya tienes la partitura en tus manos y te vas a esforzar al máximo, además a ti te salen bien los románticos porque les saber sacar partido a los efectos de matices. Prueba de ello fue Romeo y Julieta, obra con la que tuviste tanto éxito. No me acuerdo bien si me dijiste el Tercer Movimiento para ti y el Primero para Carvajal. Me imagino cómo estará nuestro querido amigo Armando. Voy a preguntar aquí a la radio si tienen esa obra para escucharla y no estar tan en ayunas para darte mi opinión cuando dirijas». La Serena, 27 de mayo de 1958 Amor mío: Acabo de hablar contigo y me parece estar oyendo tu voz un tanto desilusionada, diciéndome, perdí. Amor mío, en ningún caso tú has perdido, todo lo contrario, tú has ganado enormemente con esto, te has dado a conocer en el ambiente musical de más peso en todo el país, y te has dado a conocer como un artista en el más amplio sentido de la palabra. Nadie ni nada me hará olvidar la emoción que sentí cuando escuché Ma mère l’oie19 el sábado en el concurso y estoy segura que ni Carvajal ni ningún otro podrían realizar algo tan hermoso. Ni todos los jurados del mundo me convencerían que ese fallo está bien dado. Tu talento es más grande que todo y saldrás adelante en cualquier forma. No sabes la necesidad que siento de estar contigo en estos momentos, tengo la impresión de que me necesitas y que esta noche me extrañarás como yo. Mañana te sentirás mejor y pasado mañana cuando te llegue esta carta quién sabe cómo te sentirás porque ya habrás ido al almuerzo con la gente de la orquesta que entre paréntesis no me tinca nada… (el almuerzo). Yo, que traté de ponerme en un plano imparcial y estrictamente musical, te di mi opinión sobre el concierto del sábado. La ventaja que le encontré a Carvajal fue más soltura en los movimientos, pero en lo que se oyó, preferí las dos obras tuyas, porque las encontré más serias, más profundizadas. Ahora mijito a prepararse para pelear dos becas, una para Ud. y otra para su

mujercita (a no ser que me quieras dejar aquí). Y eso estoy segura que lo conseguirás con facilidad después de esta prueba de fuego que has dado. Amor mío, te beso mil veces esta noche y te espero como siempre con todo mi amor Nella

La Sinfónica no estaba en el destino del maestro. Héctor Carvajal se convirtió en su nuevo director tras dirigir, sin partitura, la Sinfonía Nº 9 en mi menor de Dvořák, la famosa Sinfonía del Nuevo Mundo. Al año siguiente, después de una actuación en el Teatro Colón de Buenos Aires, es alabado por la crítica como uno de los mejores directores del momento. Nella tenía razón, él no tenía la experiencia de su contrincante. Así lo hizo notar el jurado, especialmente el director norteamericano Robert Whitney que, terminando el concurso, le envió una carta a Juan Orrego Salas destacando la capacidad de Peña Hen. «Permítame insistir —escribe — en que se le dé una oportunidad de desarrollar este talento, haciéndolo trabajar con una orquesta profesional lo antes posible, especialmente bajo la guía de un experimentado director […] Sería una pena no ayudar a un joven director chileno tan promisorio». Ni él ni su mujer abandonaban fácilmente sus objetivos. Nella haría todo lo que fuera necesario para obtener aquella beca. […] Respecto a la beca, que es lo que más me ha ocupado en estos días: te adjunto copia de una carta que Juan Orrego envió a Scherchen para que te conozca. Como tú ves, no se puede portar mejor. Ahora tú tienes que hacer una carta inmediatamente para Scherchen20 y rogarle que te la mande con copia pidiéndole todas las informaciones que te voy a enumerar. […] Según lo que te conteste Scherchen sabré yo a qué Conservatorio puedo ir a estudiar piano, porque si él vive en Gravesano (un pueblito muy chico cerca del límite con Italia) yo podría irme al Conservatorio de Milán que queda a dos horas en tren. Por mientras yo voy a enviar cartas a este Conservatorio y a Ema Miranda21 que está en Colonia, para que averigüe los datos del costo de vida y de Conservatorio en ésa. Yo tengo que pedir la beca totalmente por separado y pienso pedirla para estudiar pedagogía en piano desde los primeros años y perfeccionamiento de mismo instrumento […]22

Hermann Scherchen era un conspicuo director alemán de la época y, sin duda, perfeccionarse con él, le habría dado otro rumbo a su carrera. Pero no bastaba el tesón de Nella, y tampoco que Scherchen lo hubiera aceptado como alumno para el período 5960. Su objetivo seguía siendo sembrar de música el norte de Chile. Sin rencor alguno, medio siglo después, su mujer susurra: «Todo quedó en nada. Jorge no se decidió a dejar el norte. Y yo no seguí insistiendo porque ya estaban los niños. Pero si él hubiera tenido la decisión, eso no me habría detenido, yo habría partido de todas maneras. Eran difíciles esas renuncias. Él pensó que, si se iba, se perdía lo que estaba haciendo… Efectivamente, él era irremplazable. No sé hasta qué punto sabía lo que valía, lo que está claro es que primero estaba la consecución de su ideal y que los logros personales los ponía siempre al final». Y así, con el paso de los meses, se las arregló para que la beca nunca se concretara. Los preparativos para el viaje se fueron diluyendo y, sin que nadie recuerde bien lo que pasó, la idea de partir al extranjero quedó en el olvido. «Difícil, que Jorge deje todo esto», pensaba Nella mientras se imaginaba estudiando en el conservatorio italiano, al que nunca postuló. Ella siempre tuvo los pies bien puestos en la realidad. Los dos eran músicos destacados, pero su destino no era lucirse en una carrera individual. Ese año todo parecía salir mal. Las apreturas económicas se hacían cada vez más insoportables. Tenían que ingeniárselas con distintos acomodos para pagar los viajes a Santiago, el pediatra para sus hijos y las clases de Nella para aprobar su licenciatura. Hasta la falsa alarma de un nuevo embarazo les complicó el ánimo. Estaban a punto de conseguir en arriendo un departamento, de esos construidos por la Caja de Empleados Particulares y a los que postulaba la clase media, pero tampoco resultó. Y, como ocurre

cuando una pareja incuba una crisis, la mudanza frustrada hizo saltar otros pendientes que quedaron apuntados en su correspondencia de aquel verano. El 8 de febrero de 1959, una carta de seis páginas se vuelve una verdadera catarsis: Es malo ilusionarse, hoy he llorado al saber lo del departamento, había pensado tanto en él, ¡en cómo lo arreglaría y todo lo demás! Me he sentido como si una mano pesada y odiosa me obligara siempre a vivir en esa casa lúgubre y vieja, sin alegría, sin luz, sin comodidades. Y me hablas de conseguir otra cosa cuando en realidad nunca te has empeñado en conseguir algún lugar más decente donde vivir. Pensar que tenemos que volver nuevamente allí me desespera, ni siquiera he podido encontrarle una amiguita decente a nuestra hija en ese barrio, ¡estoy harta, harta de todo esto! […] A mí no me importa tener más o menos plata, lo único que deseo es vivir decentemente y de acuerdo con el modo de vivir que tuve siempre, desde que nací hasta que llegué a esa casa que ojalá no hubiera llegado nunca. Si a ti no te influye ese cambio, eso es algo que yo no me explico ni me explicaré, porque creo que el tuyo es un caso único en el mundo: el de una persona que está habituada a vivir en cierta forma y con cierto confort, y de pronto descienda notablemente y le dé lo mismo seguir así, o prefiere seguir así por comodidad. […] En fin mijito, Ud. sabe que las cosas se consiguen peleando, como lo haces tú cuando tratas de conseguir plata para la Sociedad. Si tú hubieras tenido la mitad del entusiasmo con que haces eso para conseguir una casa, hace mucho tiempo que se habría solucionado este problema.

Dos días después, Jorge Peña Hen se sentó a escribir una respuesta tanto o más contundente. Fueron diez hojas, con su letra pequeña y líneas muy rectas, en las que él también decide desahogarse y, sobre todo, dejar constancia de sus pensamientos profundos. Nella querida: Siempre insistes en lo mismo; te encuentro razón que soy dejado y sé que tengo muchos defectos. Pero no me culpes solo a mí de estar viviendo en esta casa que, entre paréntesis, me agrada, aunque reconozco que es algo incómoda especialmente por el baño incompleto. Me agrada porque es nuestro hogar, porque aquí comenzamos a hacer nuestra vida juntos, porque aquí se crió María Fedora y nació Juan Cristián, porque aquí aprendí a quererte de verdad […] Aunque no me creas, mi amor, cedo en mucho para darte gusto. Observa nuestras personalidades: mientras tú eres sociable, yo tiendo a la soledad; mientras en ti hay equilibrio espiritual, en mí hay desequilibrio hacia el idealismo; mientras tú posees un temperamento que

en todo momento está programado para fluir, yo poseo uno muy intenso que se vierte en este, en aquel o en ese otro momento y circunstancia de la vida. Tal vez en esta última diferencia residan nuestros problemas pues, así como tú no sientes el impulso de obrar intensamente en esto o en aquello, haciendo abstracción de ambos, yo me siento difícilmente capaz de amarte, hacer música, preocuparme de la vida cotidiana y darme a la expansión, equilibrada y normalmente. […] ¿Y la pérdida de tu alegría que siempre me reprochas como culpable? La alegría, mi amor, creo que la pierde y la encuentra uno mismo, según sepa o no adaptarse a las circunstancias. La alegría no es risa, así como el llanto no significa obligatoriamente tristeza. Aunque me ves serio, me siento que poseo alegría y juventud. Las bromas, los juegos, las fiestas se encuentran en todas las edades del hombre, pero ello no quiere decir alegría. Alegría es paz interior y la paz interior se posee cuando esta o aquella circunstancia es incapaz de aprisionar nuestro espíritu, cuando no necesitamos esfuerzo para resignarnos. Te comprendo, mi amor, en tu desilusión y en tu pena por lo del departamento. Yo la tuve en 1950, cuando no resultó el avión y casi falló el Festival Bach; lloré, no solo, sino delante de otras personas; no pude resistir. Felizmente como consta por la existencia de nuestros hijos, todo se arregló, o mejor dicho, mi fe fue más grande que aquella desgraciada circunstancia. Ten paciencia, mi vida, que todo se va a solucionar […] Que yo no ande haciendo gestiones de casa no quiere decir que no me interese vivir bien; es que agoto mi empeño y mi tiempo y mi inteligencia en algo que considero, que siento básico en nosotros, y que si yo no lo hago nadie me ve va a reemplazar. Ahora, en estos días, estoy atareadísimo buscando la manera de hacer andar la orquesta; para mí esto es de tanta importancia como para ti obtener la casa. Te pido que me ayudes a organizar la orquesta; esa ayuda para mí es muy valiosa: que te acerques a mí, que comprendas y sientas mi ideal de realizar la orquesta de La Serena; que lo hagas en la medida que tú deseas que yo me acerque a ti en cuanto a vivir bien y confortablemente. En este instante recuerdo que me has dicho que no me interesa progresar, dar un paso adelante, salir de un estado inértico [sic]; que tengo miedo de cambiar de casa, de comprar cosas, de viajar a Europa, de gestionar ciertos asuntos de determinada índole. Pues bien: no tengo miedo ni abulia. Cambiar de casa lo deseo, pues ello significará un motivo más de felicidad para ti y por lo tanto para ambos; ir a Europa me interesa y lo haremos. Pero ¿crees tú que significa progreso el hecho de avanzar o mejorar en aspectos que no constituyen propiamente el ideal por el cual estamos luchando? No me costaría obtener una beca o ayuda; muchos con menos capacidad y constancia las consiguen. Para mí sería fácil y cómodo abandonar lo que estoy haciendo y consagrarme a cosas de interés personal; pero ¿es eso progresar? ¿Es progreso estudiar en Europa a cambio del abandono de un ideal?; en otro orden, ¿olvidar normas de moral y ética con el fin de enriquecerse? (no es el caso mío; es el de tantos hombres, casi la mayoría que buscan la perfección en el bienestar material; te hablo de la perfección en el más puro sentido filosófico). Tal vez esté equivocado. Pero creo, mi amor, que todo debe equilibrarse: lograr este o aquel fin sin sacrificar dictatorialmente lo grande que llevamos en la médula de nuestro espíritu. ¿Me crees egoísta? Todos lo somos; también lo es el

dadivoso y el estoico. Todos pretendemos cumplir un deseo; la diferencia está en la índole de aquél y en el temperamento de la persona […] Respecto a mi viaje de regreso, no sé cuándo será. No creas que estoy pasando el rato. Tengo que financiar diez millones de pesos y hasta el momento la cosa anda más o menos bien. Lo de las reuniones no creas que es broma. Estoy hablando y relacionándome con alcaldes, regidores, rotarios, etc., y todo se demora; es decir, los pronunciamientos no son inmediatos. Los Dourthé están acá; son muy buenos, conscientes y cariñosos. Tito me está ayudando mucho. He ido una sola vez a la playa: ayer; mañana iré nuevamente. Los días están muy bonitos, aunque siempre con las mañanas nubladas. Creo que la próxima semana iré a Santiago. Cariños a todos. Te beso Jorge

Una semana después, sin haber recibido respuesta alguna, el maestro vuelve a escribir. Esta vez con buenas noticias: ha conseguido una casa. No es un asunto menor, la escasez de viviendas en la zona hacía que se arrendaran antes de publicar cualquier aviso. Era una casa antigua, de esas grandes, en pleno centro, en calle Brasil casi al llegar a O’Higgins. Cara, eso sí, pero como la propietaria era la madre de un conocido intentaría que no le exijiera garantía. «A pesar del alza que nos significará el arriendo, creo mi amor que andaremos bien; por lo demás, dentro de un año ni lo sentiremos y esta señora no nos subirá el arriendo.» Y junto con asegurar la mudanza, lamenta que la casilla del correo esté vacía, que ya se ha repartido toda la correspondencia del día y que le afecta mucho no recibir noticias suyas. «La próxima semana, y tal vez esta, viajaré a Santiago. Quiero verte mi amor, y quiero que sientas que me esfuerzo en cambiar, en significar algo para ti. No sé qué te habrá parecido mi carta anterior. La escribí en un momento de total dedicación, además, estaba un poco apenado y me sentía muy solo y algo incomprendido. Pero tú me quieres ¿no es así, mi amor? Cuéntame cómo estás, cómo te va en la

preparación del examen. Anoche soñé con Uds.; Juan Cristián estaba muy bien y nítido». Finalmente, contra todas las expectativas, 1959 dio sus frutos. Después de casi una década de empeño incesante, logró la creación de la anhelada Orquesta Filarmónica de La Serena. Un año antes, le había contado en secreto a su mujer que por fin sus gestiones estaban dando resultado, que el gobierno presentaría al Senado un proyecto para que la Universidad de Chile destinara cien millones de pesos al desarrollo cultural de la región de Coquimbo. El presupuesto no alcanzó para una orquesta completamente en regla, pero se pudo contratar algunos músicos profesionales y pagar a los integrantes de la Orquesta de Cámara de la Sociedad Bach que eran en su mayoría aficionados. El compromiso de Peña Hen fue que él seguiría ejerciendo la dirección sin recibir más que aplausos, su cargo se mantendría ad honorem como había sido desde el comienzo. Lo principal era que el norte ya tenía orquesta. En su estreno, a fines de mayo, el programa incluyó obras de Haendel, Beethoven, Ravel y el Concierto Nº 2 de Rachmaninov, interpretado por el pianista Oscar Gacitúa, solista de la Orquesta Sinfónica de Chile, que había vuelto a Chile tras una beca en Nueva York patrocinada por Claudio Arrau. La temporada tuvo cuarenta conciertos, y la presencia de Gacitúa animó a otros solistas destacados, como la pianista Flora Guerra y los violinistas Alberto Dourthé y Enrique Iniesta, a viajar a la provincia. Paralelamente, Nella rindió los exámenes correspondientes al ciclo superior de piano para obtener su licenciatura. Quedó pendiente la práctica y el concierto final, exigidos para el título, pero se sentía orgullosa de haber cumplido aquella meta. Los dos estaban listos para celebrar los diez años de la Sociedad Bach, y

de su tormentosa y apasionada relación. *** A Lautaro Rojas no le sorprendió cuando el maestro comenzó a ensayar La Pasión según San Mateo de Bach. Ya sabía que Jorge Peña Hen no era un improvisador, que planificaba sus movimientos con tiempo y que nunca olvidaba un objetivo. Era uno de sus principales asesores y recordaba perfectamente la histórica noche del Magnificat —hacía casi diez años— cuando le susurró que esta sería la obra del décimo aniversario de la Sociedad Bach. Peña Hen llevaba meses, quizás años, juntando las piezas para culminar con este oratorio que, para muchos, es la obra religiosa más grande de la historia de la música. Con dos coros, numerosos solistas y orquesta, La Pasión según San Mateo dura más de dos horas y media. Rojas recuerda que ensayaba como jefe de los tenores del coro, cantaba con ellos y, además, tocaba el violín en la orquesta. Era tal la emoción de preparar esa obra cumbre que quería hacerlo todo. Hasta que el maestro lo llamó al orden: «Lautaro, decídete: ¿vas a tocar o vas a cantar?». Eligió cantar. «Porque para los que somos músicos, La Pasión según San Mateo es algo maravilloso. La hizo un hombre que tenía una religión, cantó a Jesucristo y todo su entorno, todo lo que dice la Biblia, porque Bach era un creyente. Pero dejando de lado la religión, su música es sublime, trasciende cualquier creencia. Por eso quise cantarla, porque era una ocasión única. No me bastaba con tocar el violín». Casi sesenta años después, Nella Camarda comparte el mismo éxtasis de Rojas: «Es que La Pasión según San Mateo es tan grande, tan gigante, el texto está tan unido con la música… Cuando tú la entiendes a fondo, es una obra que te transporta».

Peña Hen tenía ya su orquesta y quería que ese décimo aniversario tuviera un sello claramente regional, que los protagonistas fueran mayoritariamente nortinos. Como previendo el futuro, él se dedicó a preparar el coro de niños. A los siete años, su hija María Fedora era una de las niñas cantoras que escuchaban con atención sus instrucciones —precisas y rotundas—, porque aquellas voces infantiles debían emocionar al público ni más ni menos que en el primer movimiento de la obra. La Pasión fue la culminación de los festejos, que se habían iniciado al mediodía del domingo anterior con un concierto gratuito en la Plaza de Armas, en el que los serenenses habían aplaudido entusiasmados la obertura de Las alegres comadres de Windsor de Nicolai y Capricho español de Rimski-Kórsakov. El diario El Día, el principal de la ciudad, anunciaba el inicio de la celebración junto a una trascendental noticia llegada desde Londres: «Nuevas esperanzas surgen en la lucha contra la lepra». La magistral obra sacra de Bach nunca antes se había presentado completa en un escenario chileno. Casi completa, en realidad, como hicieron notar algunos expertos. Fueron dos funciones, el viernes 29 y el sábado 30 de julio de 1960, en el mismo teatro del Liceo de Niñas que diez años antes había vibrado con el Magnificat. «Fue apoteósico», rememora Nella —una de las sopranos del coro de aquellas presentaciones—, que músicos de la época calificaron como «una hazaña increíble». El crítico del diario La Nación de Santiago, Daniel Quiroga, calificó a Peña Hen como «músico-apóstol», y sostuvo que «dotado de mágica varita, hizo brotar el surtidor de música en una tierra sedienta». Pero el crítico también hizo notar la ausencia de clavecín, de un segundo oboe de verdad (no el sustituto electrónico), el obligado corte de varios números valiosos, y aún los evidentes anacronismos de la traducción

castellana (con la voz “Presidente” sonando en pleno Evangelio). Todo ello pertenecía a la esfera de lo materialmente imposible para la Sociedad Bach. En su edición dominical, El Día publicó una larga entrevista al decano de la Facultad de Artes de la Universidad de Chile, Alfonso Letelier, que viajó especialmente desde Santiago. «La Serena es un centro de difusión musical de extraordinaria importancia para el país», fue el titular. Reconocía que ninguna otra ciudad de provincia había realizado una labor similar. Calificaba a Jorge Peña Hen como un hombre extraordinario, señalaba que la obra realizada por la Sociedad Bach habría sido imposible sin él. «Es un valor extraordinario. Impetuoso y disparatado. Es de aquellos hombres que tienen una visión más amplia que el común de la gente que piensan algo y lo realizan con los medios que tienen.» Para subrayar la particularidad del director, el decano reconocía que «si a mí Jorge Peña me hubiese informado que iba a presentar La Pasión según San Mateo, sencillamente le habría hecho desistir de su propósito. Lo habría considerado una desproporción tremenda presentar una obra que nunca en Chile se había montado. Sin embargo, Jorge Peña lo hizo, con algunas imperfecciones que no tienen ninguna importancia ante el hecho de que cerca de mil personas conocieran esta obra de Bach, ya que en el país son muy pocos los que han tenido este privilegio». Impetuoso y disparatado, como dice Letelier, así era Jorge Peña Hen. Desde la adolescencia, confiaba plenamente en sus sueños y no temía que sus fantasías se estrellaran contra la realidad. Sentía que su amor por la música era capaz de vencer cualquier obstáculo. A Nella Camarda no le agrada que le llamen porfiado, «era visionario — corrige—, tenía la certeza de que podía lograr lo que se proponía, por más difícil que fuera». El día de su matrimonio, él le anunció: «El año sesenta

vamos a hacer La Pasión según San Mateo en La Serena. Y lo hizo, eso lo retrata de cuerpo entero». Aquel sábado, durante la fiesta que siguió a los aplausos, el maestro se acercó a Lautaro Rojas, «me quiero tomar un trago contigo», le dijo. Fue un whisky inolvidable. Es que Jorge Peña Hen no era de afectos cálidos. El violinista era su brazo derecho en cuanto proyecto emprendía, trabajaban codo a codo incluyendo los fines de semana, pero sabía bien que no debía esperar agradecimiento alguno. Por eso, aquel gesto le impresionó y le quedó grabado para siempre. «Generalmente, sentía que todos éramos como piezas de ajedrez que él movía en función de la música que llenaba su cabeza. Muchas veces me parecía que no nos veía más allá del rol que cumplíamos». La Serena le reconocía ese improbable desarrollo cultural que el músico había logrado en una ciudad que apenas superaba los cuarenta mil habitantes. Al cumplir diez años, la municipalidad le entregó a la Sociedad Bach una réplica del estandarte de la ciudad y honró a su fundador nombrándolo Ciudadano Ilustre. Tenía apenas treinta y dos años. Con el corazón puesto en aquellos días de euforia y trabajo incesante, hace ya tanto tiempo, Nella Camarda descubre que deben haber sido los más felices de sus vidas. «Los dos vibrábamos con esa música… Cuando uno estudia a Bach, como lo hacíamos nosotros, siempre encuentra algo nuevo. Tocar a Bach simplemente es como estar con Dios».

QUÉ QUEDA PARA LOS DEMÁS

Si a él que era Ciudadano Ilustre, que organizó decenas de conciertos en aquel regimiento, si a él lo mataron así, sin más, ¿qué podían esperar los demás? En la cima del cerro Santa Lucía, desde donde se domina en todo su esplendor la ciudad y la bahía, allí donde se instaló el regimiento Arica a comienzos del siglo XX, aquella fortaleza colonial fue su paredón. «Yo creo que le debo la vida a Peña, yo era el militante activo, había sido elegido políticamente al Consejo Directivo», me confió con tristeza el maestro Américo Giusti, ese joven veinteañero, sobrino del profesor David Muñoz, que llegó en plena Unidad Popular a hacer clases de violín a la Escuela Experimental de Música que Peña había fundado unos años antes. En aquellos días de 1973, mientras —sin saberlo— él esperaba la muerte, el joven Giusti, militante de las Juventudes Comunistas, solo pensaba cuándo llegarían a detenerlo. Tenía una maleta preparada para llevarse lo indispensable. «Lo único que rogaba era que no me quebrara con los golpes, en tratar de conservar la dignidad.» Pero los militares nunca fueron por él. Bastó con matar a Peña para que todos entendieran. Los militares habían traspasado todos los límites, nada los detendría en esa masacre brutal para extirpar «el cáncer marxista» de nuestra sociedad, como anunció

en su primera declaración el general Gustavo Leigh, uno de los cuatro integrantes de la Junta golpista. Giusti no solo recuerda los conciertos en el regimiento, también los partidos de fútbol contra los colegas de la banda. De lo que pasaba en el país se hablaba poco, cada vez menos a medida que avanzaba el gobierno de la Unidad Popular. Eran prudentes los músicos militares, pero entre broma y broma hablaban del «malo». Cuánta razón tenían. Ese al que calificaban de «malo» era el mayor Marcelo Moren Brito, el segundo comandante del regimiento que encabezaba el coronel Ariosto Lapostol. Con seguridad Peña lo conocía, pero quizás no llegó a saber que justo antes del 11 de septiembre lo trasladaron a Santiago para participar del golpe de Estado en la capital. Un mes después, volvió a La Serena con esa maldita Caravana de la Muerte que comandaba el general Sergio Arellano Stark y que se encargó de su fusilamiento. Marcelo Moren Brito fue uno de los agentes más crueles y sanguinarios de la DINA, la policía secreta de Pinochet. Fue condenado a más de trescientos años de cárcel por violaciones a los derechos humanos y, qué irónica es la vida, murió un 11 de septiembre, el año 2015. Pero eso fue mucho después. Américo Giusti estaba en su pensión cuando una compañera de literatura llegó llorando a su habitación, «mataron a Jorge Peña» le dijo entre sollozos. Lo había escuchado en la radio. Encendieron el aparato que tenía en su pieza y estaban tocando música de Bach. Solo eso. Nada de palabras. Solo esa música que el maestro amaba por sobre todas las cosas. Cuarenta años después, los ojos se le humedecen y la voz le queda atrapada en la garganta. «Me quedé en blanco cuando supe de su muerte», balbucea Américo Giusti, y se adentra en un bosque de recuerdos, que se van hilando para evitar el llanto, «El director de la radio, un hombre de

derecha, era amigo de Peña. Eran los últimos signos de aquel viejo Chile, el Chile republicano, en el que personas de izquierda y de derecha podían ser amigos. Él rindió homenaje a Peña con la obra que más le gustaba… Don Jorge lo que más quería era ir a Leipzig y estar frente a la tumba de Bach». Su ejecución fue una de esas muertes simbólicas, destinadas a que el mensaje calara hasta lo más profundo. El horror estaba a la vuelta de la esquina, podía aplastar a cualquiera. Américo Giusti entendió que tenía que abandonar La Serena. No se atrevió a buscar un paso hacia Argentina como le propusieron algunos compañeros. «No me animé a partir caminando por la cordillera, porque no era nortino y no conocía bien los cerros.» Pero apenas pudo partió a Santiago y comenzó una nueva vida, vendiendo las mermeladas que fabricaba la mujer de un amigo. Estuvo a punto de asilarse y partir al exilio, porque la represión se hacía cada vez más despiadada, pero un llamado desde la Universidad de Concepción marcó su rumbo al sur. Al otro lado del teléfono estaba el vicerrector de Extensión, Hagen Gleisner, quien le ofrecía el puesto de violinista en la orquesta de la universidad. Cauto, el joven Giusti le aclaró temerosamente quién era. Para su sorpresa, y dejando en evidencia cuán ignorantes éramos de lo que significaba una dictadura, Gleisner lo tranquilizó: «No se preocupe, nosotros estamos en contra de las acciones, no de los pensamientos. Sabemos que tú eres bueno, así que bienvenido seas». El único que por aquellos días se atrevió a rendir un homenaje público a Peña Hen fue su colega Luis Merino, quien acababa de asumir la dirección de la Revista Musical Chilena. Sin medir el riesgo, en la edición del segundo semestre de 1973, publicó en detalle su larga trayectoria, destacó la proyección social de sus actividades y concluyó: «La desaparición de este

gran músico, maestro, creador y organizador afecta en forma irreparable a la vida musical chilena». A pesar de su muerte y la de tantos otros, a los chilenos nos costaba asumir que las dictaduras son sanguinarias en cualquier lugar del mundo, que nuestro país no era la excepción, que la idea pueril de que los militares entregarían el gobierno en un par de meses no era más que una fantasía absurda. Quien lo entendió de inmediato fue Hugo Domínguez, ese joven clarinetista que Peña había invitado a tocar los timbales en la orquesta y que, de un día para otro, trasladó al fagot porque había logrado conseguir ese instrumento. Cuando escuchó en la radio el bando militar que informaba la muerte del maestro no sintió pena sino rabia. «En ese momento me quedó absolutamente claro que habíamos caído en una dictadura militar, de esas propias de Latinoamérica, o sea, brutales.» En medio de esa rabia, recordó a su abuelo que fue director de la banda del Ejército y que había insistido tanto para que sus nietos estudiaran música. Entonces se propuso salvar la obra de Peña. Y, durante años, en los que ni siquiera se atrevían a pronunciar su nombre, el joven del fagot no dejó de pensar que lo importante era mantener ese colegio inverosímil donde los alumnos se convertían en músicos. A poco andar, consiguió un puesto como segundo fagotista en la Orquesta Sinfónica y se trasladó a Santiago. Terminó los estudios de su instrumento en el Conservatorio y siguió cursos de dirección. «El año 79, apenas pude, volví a La Serena», cuenta Hugo Domínguez, evocando emocionado a ese jovencito que ahora acaba de jubilar, después de dirigir durante más de treinta años la Orquesta Sinfónica Juvenil de La Serena, la que Peña creó y que hoy —muchos años después de la tragedia— lleva su nombre.

Cuesta imaginar cuán lejos llegó su semilla. Esa idea extravagante de que la música podía transformar la vida de los niños y niñas más pobres entre los pobres.

PIMPOLLOS DISPERSOS

La memoria es selectiva. Por suerte. Medio siglo más tarde, Nella Camarda recuerda aquellos años de comienzo de los sesenta como los más felices de su vida con Jorge Peña Hen. Sin embargo, el jolgorio y los festejos que provocó el montaje de La Pasión… se entrelazaban con las ansiedades profesionales y las inclemencias matrimoniales. El maestro se elevaba al cielo de Bach con la misma intensidad con que bajaba a las profundidades, cuando cerraba la puerta de su casa. El camino hacia la obra que lo hizo inmortal no fue un recorrido plácido. No solo porque siempre faltaban recursos, no solo porque una y otra vez debía convencer al mundo de que sus sueños eran viables, sino porque también había una voz interior que le hablaba de su propio desarrollo musical, de su propia carrera como director de grandes orquestas. Esa voz interior solía ser débil. Lo suyo nunca fue el triunfo individual sino el potenciar la música como un catalizador del cambio social. Estaba seguro de que la música podía iluminar vidas insospechadas, abrir el horizonte a existencias miserables, y probarlo era su objetivo esencial. Pero Nella Camarda amplificaba ese clamor interno hasta transformarlo en un pendiente ineludible que podía escaparse con consecuencias desastrosas. Ella lo apoyaba en todos sus proyectos, pero quería más. Sentía que La

Serena los aplastaba e impedía que ambos alcanzaran el vuelo para el cual estaban dotados. Puertas afuera todo parecía maravilloso. Era Ciudadano Ilustre; la Sociedad Bach, sus conciertos y sus retablos recibían aplausos de la crítica y el público, qué más se podía pedir. Pero en la intimidad del hogar, la felicidad se escabullía y dejaba espacio a la tensión, la soledad, la duda. Lo que siguió al clímax de La Pasión en 1960, después de una década con la mirada puesta en la obra magna de Bach, fue un año duro y complejo, en que quizás por primera vez se sintió claramente deprimido. Ese verano partió a dirigir a Concepción. Desde el sur le escribe a su «Pollita» el 11 de enero de 1961. Se siente bien, la orquesta es chica, pero todos los músicos son profesionales. «Toda la orquesta se ha formado una buena impresión de tu guachito», le cuenta y detalla los ensayos de El Idilio de Sigfrido de Richard Wagner y una sinfonía de Schubert, pero sobre todo está contento porque logró reemplazar una sinfonía de Mozart por la Sinfonía n°1 de Beethoven que tocará durante el segundo concierto junto con Egmont. Además, ha estado reorquestando a Frescobaldi. «Los dirigentes de la orquesta están tan contentos conmigo por el hecho de que les he venido a cambiar el tipo de repertorio, que ya me hablan de contratarme para la temporada de invierno.» Sabe que esas serán buenas noticias para Nella, a quien como siempre le declara su amor y la orfandad que siente estando lejos de ella. «Como ves, en el aspecto artístico me ha ido bien. Pero esto se contrapesa con el aspecto afectivo. […] Ya nos veremos y nos besaremos, mi Nella casi mía. Suprimir el casi sería alcanzar la perfección. Te amo a mi manera y tú a la tuya; y nos comprendemos. Eso es todo para construir la felicidad real y verdadera, no la de príncipes y princesas encantadas.» Iba a diario al correo para ver si tenía noticias de su mujer, pero el correo

era lento y jugaba malas pasadas. Sin respuesta a su carta, el lunes 16 de enero despertó triste, estaba solo y cumplía treinta y tres años. Al llegar al ensayo, levantó la batuta para comenzar la Primera Sinfonía de Beethoven, pero la orquesta lo sorprendió con un Happy Birthday y el aplauso con los instrumentos. Luego llegaron los telegramas, el de sus padres, y el de Nella deseándole «superación y felicidad». No era lo que esperaba. Jorge quería palabras de amor. Y así se lo recriminó aquella misma noche. […] Superación y felicidad puedes desearle con toda sinceridad a un amigo. Yo necesito tu amor y tu comprensión, así como yo te quiero y te comprendo y acepto como eres. No sé, Nella querida, si esta soledad en que me encuentro la causa mi estado nostálgico y pesimista. Pero siento la necesidad de tu cercanía con extraordinaria intensidad. Te deseo íntegra: tu presencia física y espiritual; sin esta última, la primera carece de sentido para mí. Ya en La Serena te decía: gozo con estar acostado a tu lado, mirándote, oyéndote, sintiendo tu respiración. ¿Te ocurre algo, Nella? ¿No tienes qué decirme? O bien ¿tienes tal idea de mi persona, prefiriendo callar temas que te son desagradables? Tu psiquis tiene problemas y tu mente guarda secretos íntimos que yo jamás podré conocer o comprender. Y a ti te ocurrirá lo mismo con respecto a mí. Pero sabe, Nella, que si alguna vez he sentido amor y me he entregado a una mujer, esa has sido tú. Contigo he alcanzado una libertad y una plenitud que no he conocido con nadie más. Y te quiero, Nella, lo sé, aún cuando en mí y en nosotros he constatado momentos de incertidumbre y pesimismo. Mi ideal de amor se resume en la frase que te he dicho otras veces: vivir enamorado de su mujer, de la única mujer de uno.

Un par de días más tarde, llegó la ansiada carta larga de Nella. En ella refleja bien el momento que vivía la pareja. Santiago, 15 enero 61 Jorge mío, […] Ansiaba una carta tuya; hace tanto tiempo que no recibía una, un siglo me parece, porque desde la última han cambiado tanto las cosas entre tú y yo. Estoy tan, tan desorientada, Jorge mío, mi vida. ¿Han cambiado en realidad? ¿O ha cambiado el concepto que yo tenía del

matrimonio? Me resisto a cambiar ese concepto. Ayer fui al casamiento de América y como tú sabes se llevó a efecto en la parroquia del Golf, de manera que me emocioné mucho, demasiado; se me vino a la mente todas las ilusiones, las esperanzas, la ingenuidad con que fui al altar, la inmensa felicidad del amor que se siente plenamente correspondido, y lloré, desfilaron ante mis ojos todas las tribulaciones, las dudas, la incertidumbre, la ansiedad, tantas, tantas cosas de estos ocho años y me dio una pena muy grande. ¿Por qué a veces me pongo tan pesimista? Tienes que ayudarme Jorge, necesito que me ayudes. ¿Sabes qué sentí? Sentí como que a esa novia la estaban engañando. No sé por qué te digo estas cosas, no debiera tal vez, pero te aseguro que al escribirte salen solas porque esto es lo que estoy sintiendo. No es la sensación de haberte perdido, sino la de no haberte tenido nunca, ¡ni cuando más segura estaba de poseerte plenamente! En este momento he llorado, y ya me siento mucho mejor después de esta confidencia. […] Te ruego que no te niegues a dirigir en otra oportunidad en ésa; porque te hace mucho bien salir del claustro en que estamos metidos y asfixiados; esa es la verdad Jorge, estamos asfixiados en La Serena, no nos hemos desarrollado como debiéramos. Conversé algo con Montecino,23 él opina que no es la inconstancia mía, sino que tengo exceso de alumnos. Creo, Jorge, que puedes hacer algo por mí, en fin, ya hablaremos. Por de pronto te diré que estoy decidida a estudiar pase lo que pase y comencé desde esa misma noche en que hablamos y me hice esa decisión. El concierto de Schumann lo tocaré en agosto si tú me puedes dirigir en un Concierto de Temporada, pero quiero contigo, no con Tevah no con nadie más, porque tú eres mejor y además quiero hacerlo contigo. […] No me extraña nada que la orquesta esté contenta contigo porque siempre he tenido fe en tu capacidad como director y tengo la certeza que aquí eres el mejor. Yo quisiera que alguna vez tú sintieras esta misma seguridad por mí, pero para eso tengo que estudiar mucho, ¿no es cierto? Al Maestro Peña no se le da gusto así no más. Los niños te recuerdan mucho. Yo he estado contigo todos estos días. En este momento te doy mi primer abrazo a los 33 años, son las doce de la noche. No lo celebre demasiado, diablito. Quiero ser tuya Nella

Fue un año duro. El matrimonio se aferraba a la música para superar temores e infidelidades que resquebrajaban el amor. Una crisis como la de muchas parejas, pero que la sensibilidad artística de ambos hacía vivir con un vigor desbordado. En su libreta café que hacía de diario de vida, Nella fue estampando sus

sufrimientos, su rabia, su desilusión. Sin matices ni tapujos. El 10 de marzo escribía: «Jorge, ¿por qué no me diste ni siquiera la oportunidad para formar un matrimonio feliz? ¡Te he amado tanto tanto! he sufrido tanto que me he llegado a sorprender de poder sobrevivir a esta inmensa pena. Lo único que me mantiene es la música y mis hijos». Nunca logró olvidar esa infidelidad descubierta casi al comenzar su vida juntos. Aunque sus cercanos jamás lo vieron como un mujeriego empedernido (la música no le dejaba espacio suficiente, sostienen con convicción), la imagen de un marido desleal y libertino perseguió a Nella sin descanso. Cuando la tormenta se calmaba, la libreta café recogía sus expresiones de amor con el mismo ímpetu con que unos días antes quería borrarlo todo. Así lo sentía un mes después, el 12 de abril: «Amor mío, vida mía, amado mío, tú eres parte de mi ser, sin ti me falta todo, siento tu amor, tu amor me llega desde lejos y lo siento cerca, sé que estás ahí, sé que me miras con esos ojos que tanto amo, sé que me acaricias con tu mente, sé que piensas en mí, porque lo siento. ¡Lo siento en todo mi ser! Te quiero, te amo». A los pocos días, volvían los fantasmas y las recriminaciones, en un vaivén agotador que fue minando el ánimo de Jorge Peña, cada vez más impotente y deprimido. Ni siquiera lograba entusiasmarle el haber sido contratado para dirigir a la Sinfónica en Santiago y, a la semana siguiente, viajar a dirigir la Orquesta Sinfónica de Tucumán. Las cartas de aquella época dan cuenta de su desaliento. Santiago, 23 de noviembre de 1961 Querida mía; […] Mi vida, a esta triste altura, está llena de ti cuando, paradojalmente, estás más lejos que nunca de mí. Casi me atrevo a pronunciar las palabras «castigo» y «Dios». No sé qué me pasa Nella querida, pero me vencen los deseos de llorar en voz alta. He

ensayado, parece que con buen éxito, pero ello no me atrae. Dirigiré el concierto más hueco de mi vida. Cuando después de un concierto (o antes) no me he acercado físicamente a ti, me he sentido cerca de una u otra manera y la prueba es que he podido dirigir; ahora me ocurre algo distinto. Tal vez te des cuenta de lo que siempre te he dicho al respecto; tal vez mis palabras tengan ahora algún sentido para ti. Sufro Nella, por no ser capaz de lograr materializarme tal como yo lo deseo y como es tu ideal de marido. Créeme, te lo suplico con lágrimas sinceras y profundas. Te escribo desde el correo; no desde un rincón solitario o poético y solo tu recuerdo me acompaña. Siento dolor cuando me preguntan por ti; lo siento cuando ven las fotos de mi cartera y me dicen: qué bien, qué linda está. A cada paso Nella adorada, surge algo que remueve la médula de mi ser. Nunca creí que llegaría a amar en la forma en que te estoy amando a ti, sin desearte simplemente, sino que deseando llegar a tu corazón noble. Tal vez estés preocupada por mi salud corporal; para mí la vida solo tiene sentido contigo. Si me volvieras a querer como antes, desearía vivir, aferrarme a la vida. Ahora me siento un tanto indiferente. Ni siquiera pienso en la OFS, en lo que haré el próximo año. Creo que si en este momento me dijeran que no disponemos de presupuesto para 1962, no lo sentiría. Me siento en el aire, Nella, porque tú eres mi vida. Sin ti, ella no tiene sentido. Te digo la más grande verdad de mi vida y tienes que creerme. No me atrevo a pedirte nada; solo te ruego que me creas y que te cuides. Tal vez a mi regreso de este viaje nos encontremos de nuevo. Mañana veré al doctor y te escribiré, tal como me pediste. Hasta pronto, amor mío. Te quiere Jorge

Es quizás uno de los momentos más oscuros de la crisis. Nella no está en condiciones de escucharlo y, dos días después, deja su reacción en la libreta café: «No deseo escribirte… quiero aclararme bien a qué se debe ese sufrimiento que sientes por primera vez. ¿Sufres porque estás avergonzado de ti mismo? Quizás porque sientes que has perdido la estimación de la única mujer que te ha querido realmente en tu vida, y nada más. Sufres por egoísmo. En tu carta me dices: “sufro por no ser capaz de materializarme tal como yo lo deseo y como es tu ideal de marido”. No pido un ideal, porque sería absurdo pero solamente pido algo que no esté tan remotamente lejano como lo estás tú de ese ideal. […] Mi vida contigo llegó hasta aquí. […] cuando vuelvas de tu viaje ya habrás sacudido el pesimismo que te agobia y

reiniciarás nuevas conquistas [...] No Jorge, tú no me quieres ni me has querido nunca, solo te quieres a ti mismo. Lo que sucede es que cuando escribes te exaltas y dices palabras hermosas y nada más». En Santiago, Jorge trabaja intensamente con la Sinfónica. Instalado en casa de sus padres, no logra disimular su estado de ánimo y en la familia cunde la preocupación por su salud que, en momentos de tensión, suele atacar su estómago. Apenas tiene un momento libre, escribe una nueva carta a su mujer, reiterándole de mil maneras su amor y su angustia. La noche del miércoles 29 de noviembre, junto con detallar el pago de diversas cuentas y deudas, le escribe con una letra cada vez más pequeña como si quisiera hablarle al oído: «Por si me pasa algo, quiero que sepas lo siguiente querida Nella: (1) Mis errores no han sido tantos ni tan grandes como te los imaginas. (2) Desde que hablamos de nuestros asuntos, en marzo, no he cometido desatinos y me he sentido cada vez más cerca de ti. (3) Te quiero con un cariño que jamás sospeché. Dentro de mi amargura, siento un goce: el estar conociendo el amor en su más pura forma». Tres días después, justo antes de dirigir su segundo concierto con la Sinfónica y partir a Tucumán, le advierte —en una carta de cuatro páginas — que su falta de interés llegó incluso a afectar su trabajo. […] estoy sin entusiasmo ni deseos de nada. Me ha costado esfuerzos haberme mantenido con la Sinfónica; cada ensayo y cada día se me han hecho un mundo; el trabajo me ha sido tedioso y desagradable. Tuve buenas críticas por el concierto del domingo pasado y hasta debí bisar; no obstante, en mi fuero interno, estimo que me ha ido mal o mejor dicho, estimo que no he dado lo que debiera ni mucho menos. He improvisado, no he estudiado con concentración y en estos últimos días, ni siquiera he estudiado. Prácticamente no he visto el repertorio que llevo a Tucumán y se me hace un mundo tener que estar otra semana en estas condiciones y sin saber nada de ti, salvo lo que ya sé. No creas que lo que te digo es apasionamiento o postura, Nella. Solo ocurre que cuando estoy solo y lejos de ti, pienso con mayor claridad y hablo definidamente. El miércoles te escribí cuatro letras y después me fui a AM Bus a buscar el paquete, esperando encontrar algunas líneas tuyas. Y encontré esas páginas amargas y pesimistas que

reflejan un estado de ánimo dispuestos solo a fijarse en lo malo y desagradable; en mi carta de la semana pasada te dije cosas espontáneas y sinceras, colocado en una actitud de verdadera humildad y arrepentimiento por haberte hecho sufrir y haber desperdiciado algo valioso de tu amor y de mí mismo. Y no me entendiste así, Nella querida, interpretándome por unas cuantas frases en forma distinta a mis intenciones. Y quiero decirte, Nella, sin egolatría y sin falsedad, que mi sentimiento de pecador es porque me pongo en tu lugar, pues te juro por lo más sagrado, no he hecho nada; y las cosas anteriores no fueron tan graves como tú las crees o como te empeñas en creerlas. Te amo, Nella, y sé que sin ti no puedo vivir. […] Debes tener fe en el futuro, Nella, porque sé que seremos felices si tú te dispones a ello; de lo contrario será imposible porque ambos viviremos con una derrota. Tú me dirás ¿se puede luchar sin ideales? Y te contesto: ¿se pierden los ideales verdaderos antes de la muerte? No, Nella. Posiblemente titubeemos o perdamos momentáneamente la fe en ellos (somos humanos y por lo tanto débiles); pero con un poco de esfuerzo lograremos hacerlos brillar de nuevo para que iluminen nuestro camino. Luchemos, Nella y construyamos nuestro camino; las vallas, las espinas y los desvíos estarán al acecho, pero juntos podremos vencer si hacemos caso omiso de esas pequeñeces para ocuparnos del hálito largo de nuestra ruta. Vale la pena luchar por la felicidad en la unión de dos seres y es pecado levantar la bandera blanca. Si insistes en esto último, te lo reprocho, así como me reprochas muchas cosas que yo también me reprocho. No tengas vergüenza de mí, Nella, pues estás equivocada en el fondo. Te lo repito por última vez: te quiero como me es imposible querer a nadie y te pido que luchemos juntos por nuestra felicidad.

A fines de diciembre, en la libreta café, Nella reflexiona sobre el infierno de su esposo: «Estás deprimido y yo trato de alegrarte, pero en el fondo pienso que tal vez ese decaimiento tuyo en parte se deba a que te sientes amarrado a mí, quieres huir y no sabes de qué. Te sientes atrapado por las circunstancias, aburrido, hastiado, estás en el momento preciso en que cualquier mujer podría disiparte ese hastío. Creo que me ocultas algo, no me refiero a que sientas una nueva inclinación, no, hay algo en ti, eso que te molesta, y no me has hecho partícipe de tus pensamientos. A veces me enfurece tu actitud, no logro penetrar tu pensamiento». Con más o menos frecuencia, la libreta café va guardando las emociones

de Nella Camarda. A lo largo de los años, los escritos se intensificaban en cada nueva crisis. 4 de octubre de 1963: «Nuestro matrimonio ha sido un fracaso sentimental. Digo sentimental porque tal vez en otro aspecto no lo sea. Tenemos ciertas afinidades: la música, por ejemplo. Nuestros caracteres, aunque muy diferentes son compatibles. Pero tú sigues destruyendo mi amor o lo que queda de mi amor […] eres como un niño a quien aún no se le ha enseñado a pensar rectamente y por eso me haces tanto daño». La libreta guarda también algunas hojas sueltas como la carta que escribió a su madre el 26 de noviembre de 1965, cuando La Serena la agobiaba a tal punto que sentía que no podría respirar. Una carta que jamás llevó al correo: «Jorge no se moverá jamás de aquí porque lo único que le interesa en el mundo es la música y a eso sacrifica todo lo demás (cosas y personas, para él da lo mismo). Y aquí vivo esperando (vegetando) que sobrevenga algún milagro que nos saque de aquí». Pero su diario de vida también recoge aquellos momentos en los que necesita expresar el amor por ese marido que considera que se le escapa, al cual se siente unida «por algo misterioso e irresistible» y que se traduce en «un amor turbulento» que le permitió vivir una existencia fuera de la común. *** No hubo fuerza capaz de sacar a Jorge Peña Hen de La Serena. Allí estaban sus raíces y allí ––a como diera lugar— la música tendría que florecer. El éxito de La Pasión según San Mateo atrajo recursos y músicos y, durante un par de años, todo parecía ir sobre ruedas, su Orquesta Filarmónica de La Serena iba camino a ser la gran orquesta del norte. Hasta que, como suele

ocurrir con la cultura, de repente las autoridades decidieron que ya no habría financiamiento para aquel lujo. El año 1964 parecía muy mal aspectado. Era impensable que se convertiría en el hito clave de la obra del maestro. Pero la vida da vuelcos inesperados y está llena de enigmas que —solo a veces— se aclaran con el tiempo. El 10 de febrero de aquel año estaba en Chicago cuando recibió el golpe final para la Orquesta Filarmónica del Norte. Se levantó temprano para iniciar las actividades programadas para ese día. Cuando salía de Palmer House, el hotel de la cadena Hilton donde se hospedaba, recibió la carta de Nella. La abrió feliz de tener noticias desde Chile. […] Jorge, me apena enormemente tener que darte esta noticia y lloro al escribirla. Fracasó el financiamiento de la orquesta. Perdóname si me demoré un poco en decírtelo, pero no tuve valor para hacerlo antes; he sufrido mucho con esto. El Senado en una sesión acaloradísima rechazó el financiamiento. Los impuestos de Arica era lo peor que pudo haber elegido el ministro para esto. En esa ciudad, hicieron hasta un paro general y viajó la Junta de Adelanto de Arica a Santiago para oponerse con más fuerza. Lautaro y yo asistimos a la sesión. Tanto él como yo nos movimos mucho hablando con los parlamentarios, pero esto era demasiado impopular. Pero amor mío, esto se va a solucionar. Hablamos al día siguiente con Isauro Torres,24 quien en la sesión se expresó muy bien de nuestra orquesta, y me dijo que en el mismo senado habló con el ministro de Hacienda, que estaba presente, y el de Educación y quedaron con que esto de la Orquesta (junto con lo de los boy-scouts) lo iban a financiar con una ley especial que iban a sacar en marzo. Lautaro, que estaba ahí también, se va a venir a Santiago en esos días y va a estar pendiente de esto. Torres me repitió en forma categórica que esto no podía quedar así y que te dijera que estuvieras tranquilo porque él se iba a preocupar de esto. Había recibido tu tarjeta. Después de hablar con él, no sé por qué me entró un convencimiento de que esto va a resultar. Hay que tener fe en que saldremos adelante, Jorge querido, yo te ruego que no te preocupes demasiado y goces de tu viaje porque estos dos meses de ensueño no deben empañarse; ya hemos pasado por momentos difíciles y siempre hemos salido adelante, ¿por qué no confiar en el futuro? Lautaro se ha portado excelente, no ha hecho menos de lo que tú habrías hecho y te aseguro que esa noche salimos muchos del Senado. Santa Cruz no dio ni un cinco y Schidlowsky25 prometió Eº 2.500 para abril. Creo que Lautaro está esperanzado en una plata que le podría dar la municipalidad. En fin, él te habrá escrito o te escribirá en detalle en estos días. […]

Era un golpe fuerte pero, desde hacía poco más de una semana, Jorge Peña Hen volaba hacia nuevos rumbos. Mientras en Chile Nella Camarda lloraba desconsolada, en Estados Unidos el maestro ya vislumbraba un conjunto de músicos completamente diferente y único. Había perdido toda esperanza en ese financiamiento esquivo. Su sueño de convertir la Orquesta Filarmónica de La Serena en la gran orquesta del norte, estaba terminando por convertirse en una pesadilla. Había pasado más de una década dedicado a este proyecto, ostentaba éxitos deslumbrantes como el Magnificat y la Pasión, pero todo se vino abajo por la falta de presupuesto. De nada sirvió su prestigio, ni el de la Sociedad Bach, ni el apoyo del decano Domingo Santa Cruz desde la Universidad de Chile, tampoco los esfuerzos del presidente de la Cámara de Diputados, Hugo Miranda, que era precisamente representante de la zona y exalumno del liceo Gregorio Cordovez. Nada. Antes de partir, había hecho todo lo posible por evitar la disolución, visitó al ministro de Educación, Alejandro Garretón, y se aseguró de que la información llegara al mismísimo Presidente Jorge Alessandri, pero todo fue en vano. El gobierno no tenía recursos y, ya entonces, lo primero que se consideraba superfluo y prescindible era la cultura. La orquesta, que había llegado a tener más de sesenta músicos y había girado por todo el norte del país, tendría que jibarizarse, volver a sus orígenes como un pequeño conjunto de cámara y despedir a los músicos que habían llegado desde distintas regiones, seducidos por las ilusiones desmesuradas de Peña Hen. Paradojalmente, unos meses antes de la catástrofe, y como un reconocimiento a su proyecto musical, el gobierno de Estados Unidos le había invitado a conocer ese país. Podría viajar durante dos meses por los lugares que quisiera, con todos los gastos pagados. Incluso podría acompañarlo su mujer. No era un asunto menor. Vivir de la música nunca ha

sido sinónimo de holgura. Si bien los Peña-Camarda eran considerados como una familia de clase media «acomodada», cada mes peleaban con los pesos para estirarlos hasta el próximo sueldo. Un viaje así era impensable sin una invitación como aquella. No eran tiempos en que uno se subía al avión como si fuera un autobús. Eran palabras mayores. Más aún, en plena guerra fría, a poco más de un año de la aterradora crisis de los misiles y siendo un socialista admirador de la Revolución cubana. Escasamente había logrado ordenar un poco su cabeza antes de subirse al avión Panagra y partir. Existía una esperanza demasiado mínima de que a última hora se repusiera el presupuesto para la orquesta. Se sentía derrotado, pero no tuvo tiempo para la depresión. *** Apenas despegó, escribió la primera carta de ese viaje que lo deslumbraría y cambiaría su vida. Escribe a Nella en el menú del avión, un librillo de fino papel texturizado, diseñado especialmente para ser enviado por correo como una cortesía de la línea aérea. En la portada, una ilustración de la artista polaca radicada en Buenos Aires, Margarita Wickenhagen, quien tras viajar por toda Sudamérica creó la imagen adecuada a cada país. En aquel vuelo, tocaba la imagen de una «pintoresca calle de Panamá», con sus casas multicolores y hombres con enormes sombreros de paja. Viajar en avión era algo distinguido. Como en la mayoría de sus cartas, lo primero es confirmar su amor e intentar aplacar las dudas de su Nella. Sobre la Pampa del Tamarugal, 15.1.64 Querida mía: No sé si la lejanía nos acerca o es una idea que tú y yo nos hacemos. Tal vez sea que cuando

estamos cerca nos fijamos demasiado en pequeñas cosas que en el fondo no tienen valor para imponerse a nuestro cariño. Me dijiste: Ojalá en N. York me destines un momento; y el momento sin comienzo ni fin, lo estoy viviendo. Hay muchas cosas nuevas rodeándome; muchas emociones inesperadas; pero siempre te estoy dedicando mis pensamientos. Te envío estas líneas en este menú. Mientras comía, pensaba y deseaba escribirte. Confiarte sentimientos íntimos como a un diario. Tal vez mis cartas (las que te envíe y las que no te envíe) constituyan mi diario de este maravilloso viaje que inicio sin tu presencia física pero con la compañía hermosa de tu recuerdo. Imagínate lo que estoy viviendo: atendido como rey, en un ambiente que no está en mis libros y relacionando todo esto con nuestra vida, ideales, etc. Me acaban de servir, no te voy a decir una deliciosa comida, sino el mejor banquete que he conocido hasta ahora. Langostinos, ave con whisky, gelatinas qué sé yo de qué, vinos, cognac que no da hipo; en fin. ¿Faltaba algo? ¿Compañía? La tuve en mis recuerdos, en la valorización de todo aquello que miramos y oímos, pero que no vemos ni escuchamos a cada instante de nuestra existencia; de nuestra hermosa existencia, porque la vida es inapreciable y más aún, cuando se vive para realizar nuestros ideales. Ya he dejado Chile; todos o casi todos mis compañeros de cabina duermen, y yo te escribo con mi luz baja e íntima como un candelabro de Navidad. Recibe tú y mis queridos hijos, mi recuerdo y cariño. Y todos mis seres queridos, igualmente sepan que los recuerdo con emoción. Hasta mañana, mi Pollita.

Prácticamente a diario fue apuntando sus emociones y su asombro frente a ese imperio que le provocaba sentimientos contradictorios. Durante dos meses visitó Washington, Los Ángeles, San Francisco, Chicago, Indiana, Ohio, Connecticut, Nueva York y Filadelfia. No fue la música lo primero que lo emocionó hasta el llanto. Su primer concierto del viaje fue en la Biblioteca del Congreso. El Quinteto de Vientos de la Filarmónica de Nueva York, interpretando a Schoenberg, le pareció notable en calidad y afiatamiento, pero fue en la National Gallery of Art donde no pudo evitar los sollozos. Washington DC. 17 de enero de 1964

[…] el primer contacto fue con el cuadro del viejo violinista y los niños de Manet. Fue un shock; al principio no me era posible concebir que fuera la auténtica tela de Manet. Y después seguí viendo impresionistas hasta lo inimaginable: el autorretrato de Van Gogh, La Mousmé, el de estrellas como soles; cosas notables de Monet; en fin, Renoir, Corot, Pissarro, Sisley, Gauguin, Cézanne. Quedé agotado y remecido interiormente. El lunes volveré a ver otras escuelas; tienen lo mejor de Picasso y Modigliani, que me los reservé para entonces. Vi la Ultima Cena de Dalí, no me produjo absolutamente nada, como no fuese la admiración de su técnica e imaginación. Vi obras de Braque, Roualt, Mondrian. En fin, Pollita, fue una tarde insospechada de emociones y revelaciones […] Washington es una ciudad hermosísima y señorial. Amplia, llena de jardines, ordenada con respeto a los peatones de manera que llama la atención. Respecto del frío, no lo he sentido: hace menos frío que en Santiago. Hoy he salido a mediodía con la misma ropa que tenía al salir de Chile: sin abrigo y sin suéter, pese a estar las calles con nieve. La pena que me da este tiempo tan bueno, es que no he podido usar mi manta de castilla. Ojalá que durante la gira haga algo de frío para poder usarla, así como mis botas. Las mujeres andan, en un 80%, con medias y zapatos normales, como los negros tuyos. Algunas se ponen botines para la humedad y otras (+/- 2,5%) pantalones o medias gruesas negras. Me va a perdonar Ud que haya mirado tantas piernas, pero ha sido solo para informarla. Los zapatos de taco bajo con piel, los usan las negras. La alimentación es mahometana; se puede pasar el día con US$3,50 y quedar sin mucha hambre. La movilización es cara; un pasaje de bus vale Eº 0,75. Un taxi vale cuatro veces lo que en Chile. En fin, Pollita, espero que goces en esta ciudad, en donde creo que vendré por segunda vez para encontrarme contigo […]

En las visitas a lugares históricos lo trataron con particular esmero. La casa de George Washington, en Virginia, fue especialmente abierta para que pudiera recorrerla con total libertad, tanto que hasta se subió a la elegantísima carroza en la que el prócer hacía sus recorridos oficiales. «El hecho de llamarme Jorge Washington ha caído singularmente simpático; felizmente aun no me han pedido mi opinión sobre Cuba ni Panamá.» «Acá me toman por un personaje» contaba, detallando el Festival Chopin donde escuchó a Rubinstein, un concierto de la Orquesta Sinfónica de Filadelfia («lo mejor de EEUU») dirigida por Craft y Stravinsky, la cita con míster Irwing Lowery en la Biblioteca del Congreso, donde no pudo

disimular su deslumbramiento. «La sección música solamente (la que está bajo su dirección) tiene ¡3.000.000 de volúmenes! Hoy fui a buscar obras barrocas y pedí Lully, como pude haber pedido Albinoni o Andrea Gabrieli, ¡y me trajeron su obra completa, en ediciones de lujo con comentarios de Prunières! Vi los originales de obras de Mozart, Beethoven, Brahms, Ravel, etc., y sentí la emoción de tener en mis manos, y acariciar sus hojas, el original de una cantata de Bach.» Esa primera semana en Washington, tuvo una cita con George Steiner, el director de la Escuela de Música de George Washington University, cuya relevancia no alcanzó a dimensionar en ese momento, pero un misterioso impulso lo hizo concertar una reunión entre ese hombre, que calificó como extraordinario, y su mujer, que llegaría a la ciudad algunas semanas después. En su carta del 23 de enero, le explicaba: «Su interés está en la educación musical escolar y es un rompelanzas en pro de defender la cultura humanística ante la avalancha de ciencias y tecnología. El planteamiento que me hizo es el mismo de Eugenio González».26 Sentía que a cada momento algo lo dejaba boquiabierto, pero cuando terminaban sus actividades oficiales, echaba de menos a su mujer y Estados Unidos le parecía una lata: […] Andar solo en este país es aburridísimo y cansador, salvo los días de semana (lunes a viernes) en horas hábiles en que se puede visitar museos y bibliotecas, a las cinco de la tarde cierran los lugares oficiales y a las 5.3/4 cierra el comercio, quedando abierto solo los «drugs stores» (son las farmacias, que además tienen toda clase de baratijas, cacerolas, calcetines, etc…). El sábado en la tarde y el domingo, La Serena es una metrópoli comparada con Washington: penan las ánimas en la calle. Por lo que me han contado, salvo en New York, San Francisco y alguna otra ciudad, el resto de EEUU es similar. Por esta razón te sugiero que te vengas el sábado 14. Ahora, si tú quieres venirte antes, no podría ser más de tres días, pues con los viajes y estadas en hoteles por cuatro o tres días, la cointa [sic] nos subirá, y lo interesante es que dispongamos de algo de dinero en N. York para que esos doce días aprovechar al máximo esa ciudad.

Los días iban pasando entre seguir descubriendo la National Gallery, extasiado frente a El Greco y echando nuevos lagrimones ante la Adoración de los Magos de Boticelli, ver dirigir a Stokowski que con más de ochenta años seguía brillando frente a su nueva orquesta, la Orquesta Sinfónica Americana, y echar de menos a su mujer. En sus cartas, repetía una y otra vez cuánto la amaba, tratando de calmar los temores y reproches de Nella Camarda. Así se despedía en su carta del 25 de enero: «Es imposible que tengas noción del amor que siento hacia ti. Creo que solo yo lo sé. Te pido que tengas fe en ello y que confíes en nuestro futuro, si es que vivo para disfrutarlo. Buenas noches, mi amor». Produce escalofríos leer esas dudas sobre el futuro que le surgen sin razón alguna, una década antes del horror de su muerte prematura. En la Universidad de California, tuvo largas conversaciones con el profesor Charles Seeger, uno de los más destacados musicólogos norteamericanos, que le permitió conocer la colección de instrumentos orientales y africanos del Instituto de Etnomusicología, la más completa del mundo. La universidad estatal de San Fernando, el Hollywood Bowl, todo lo impactaba, lo hacía dimensionar el subdesarrollo que se vivía en Chile. Los Ángeles, California, 28 de enero de 1964 […] Cuando me mostraron y explicaron el sistema de amplificación (en el Hollywood Bowl) recordé nuestros retablos y conciertos al aire libre: micrófonos inimaginables que llenaban cajones; altoparlantes enormes con especies de grúas para levantarlos antes de usarlos; cinco torres de control de luces y sonido con ventanales para que los técnicos vean (pero como no están lo suficientemente equipados, harán una red completa de televisión, que incluirá pantallas hasta en los camarines para que los artistas sepan cuándo deben salir a escena…!); un asfalto acústico especial para amortiguar el sonido de los tacos del público, que les costó US$ 25.000 ponerlo en un solo pasillo del anfiteatro como prueba, y si les resulta, van a colocarlo en todos los pasillos y escalinatas […] Los Ángeles es tan enorme, que las avenidas principales se han transformado en carreteras con cruces a varios niveles; hay uno en que conté cinco niveles. El área completa de Los

Ángeles tiene más de 60 millas de largo (como desde La Serena a Ovalle) y hay en la ciudad dos y medio millones de vehículos, casi todos autos, casi no se ven buses, pues hay un auto por cada 2,5 habitantes. Pero lo más sofisticado lo veré pasado mañana, cuando visite Beverly Hills. A ver qué pasa […]

Pasó cerca de un mes, en los que escribía casi a diario, hasta que recibió la primera respuesta de su mujer. Ya estaba inquieto y cada vez más angustiado, pensaba que algo había pasado, que María Fedora o Juan Cristián estaban enfermos. Tal era su preocupación —le confesó en la carta siguiente— que estuvo a punto de gastarse trece dólares en una llamada telefónica. Pero desistió, pensando en que debía guardar cada céntimo para aprovecharlo cuando visitaran juntos Nueva York. Pero aún faltaba mucho para eso. En California, gozó como un niño su visita a Disneylandia, ese parque temático construido por el propio Walt Disney hacía ocho años. Meticuloso, compró cuatro tarjetas con dibujos animados para sus hijos, a cada una le puso una estampilla simbólica de un centavo para que se vieran como genuinas postales, y las envió juntas dentro de un sobre para que no se deterioraran. En su carta de aquel día, contaba que anduvo en el Tren de Santa Fe, en el monorriel, el barco de Misisipi, una lancha a través de la selva por el río Congo, en el trencito que recorre el oeste. Cenó en un restaurant de mediados de siglo donde se bailaba can-can y hasta habló por teléfono con el ratón Mickey y el Pato Donald, que estaba tan cascarrabias como siempre. Además, vio un documental en Globerama, un cine en 360 grados, donde uno se instala al centro y puede mirar hacia cualquier lado. Y todo esto, lo hizo por solo dos dólares. Casi no alcanzaba a describir las novedades y emociones que vivía a diario. De las fantasías de Disney pasó a los estudios de cine MGM, donde participó en la grabación de la música para la película The Unsinkable

Molly Brown, que unos meses más tarde sería nominada al Oscar. Uno de los orquestadores, el francés Leo Arnaud, lo invitó a su casa, le contó todos los trucos y recursos que se utilizan en la música para cine, lo paseó en su Rolls Royce de dieciocho mil dólares, y lo invitó a almorzar a uno de los restaurantes donde se reunían intelectuales y artistas. Jorge creyó toparse ni más ni menos que con Brigitte Bardot, pero no era ella, confesó divertido a la celosa Nella. Entre aventura y aventura, asistió al concierto de la Filarmónica de Los Ángeles dirigida por el checo Rafael Kubelik, uno de los más relevantes en aquella época. Como señala en otra de sus cartas, la Sinfónica de Santiago no tenía nada que envidiarle, salvo «la disciplina, que acá en EEUU es notable». Fue en San Francisco donde chocaría con su destino. En esa ciudad de colinas y tranvías del 1900, descubrió la bohemia desatada, las calles repletas a medianoche, galerías de arte donde artistas de todos los pelos exponían sus obras, librerías abiertas toda la noche donde se juntaban intelectuales, estudiantes y todo tipo de gente. Cafés y cabarets a los que cientos de personas entraban y salían como si fuera una estación de trenes, conjuntos musicales más salvajes que coléricos. Como los revolucionarios de aquellos años, Jorge Peña Hen era más conservador que liberal, observaba con desconcierto que las mujeres se pasearan solas sin que a nadie le importara, que la pornografía circulara sin cortapisas en revistas, carátulas de discos, casas de masajes. No era un lugar donde se sintiera cómodo. Pero más allá de su bohemia desenfadada, San Francisco lo conquistó. Sobre todo Sausalito, ese pequeño pueblito al otro lado del Golden Gate, hermanado con Viña del Mar, donde lo hicieron firmar el libro de chilenos ilustres que alguna vez la visitaron. Se sentía contento y reconocido. Le

impresionaba que se conociera y estimara el movimiento musical de La Serena y se interesaran por «lo singular» de su desarrollo. Entusiasmado, le comentaba a Nella que, gracias a sus nuevos contactos, en el futuro tal vez podría dirigir en ese país. Y entonces el sábado 1º de febrero de 1964, la vida de Jorge Peña Hen dio un vuelco inesperado. San Francisco, California, 2 de febrero 1964 Querida Nella: […] Ayer vi la Orquesta Juvenil de San Francisco, integrada por 110 muchachos y niñas de 12 a 18 años. Su director es un hombre extraordinario, aunque de pésima batuta. Es increíble y emocionante lo que suena: ensamblado, arcos todos iguales, matices, afinación excelente. Y tocaron ¡¡¡la 5ª Sinfonía de Beethoven, La Urraca Ladrona y una suite de Ivanov al estilo de Capricho Español de Rimski-Kórsakov!!! En el primer atril de violines segundos había una niña que no tenía más de 13 años; había 5 flautas, todas mujeres; también eran mujeres los cuatro fagotes y el primer clarinete; había una niña tocando corno y otra contrabajo; de dieciséis cellos, doce eran mujeres. Esto es para contarlo y publicarlo en La Serena a fin de interesar a las niñas en instrumentos que no solo sean el piano. Lo más notable es que ninguno de estos niños estudia en Conservatorio, pues acá no hay; solo existen Colleges of Music en las Universidades, para grados universitarios a superiores. Y la mayor parte de estos niños no estudian sus instrumentos con orientación profesional; ocurre, sí, que muchos de ellos encuentran allí su vocación y después siguen profesionalmente sus estudios. […] Estaremos en Cleveland hasta el 27 para viajar por avión a Hartford, Connecticut, y de allí a New York el 1º de marzo. Después Washington y Filadelfia; volveremos a New York el 16 para regresar a Chile. Hay que acortar tus gastos en Washington porque subirá bastante el gasto de transporte. Pero tengo todo bien calculado, esperando que nos quede bastante plata para gastar y comprar en New York. Hecho el balance de mis primeros 15 días, he logrado un ahorro de US$ 4 diarios, pese a haberme comprado camisas, una corbata y otras cosillas que he tenido gran ocasión. Trae dos maletas, ojalá a medio llenarse. Se me ha juntado un montón de papeles, folletos, etc. Además, deberemos comprar cosas en New York, fuera de lo que tú encuentres en Washington (todo lo cual está en N.Y.) […] Pollita: Traiga dos botellas de vino y una de Pisco (de lo mejor) en un maletín de mano; además, busque una muy buena antología de poesía chilena, edición encuadernada en lo posible;

si no encuentra una antología como para un buen regalo, compre una edición de lujo del Canto General de Neruda. Please, esto que le pido es importante. El libro lo traes en la maleta entre tu ropa, como cosa tuya; por el vino no te dirán nada siendo menos de 10 dólares; cuando llegué venía un ____27 con 4 botellas y un chuico y logró pasarlos. Si ves a Lautaro, dile que por 9 dólares se encuentran finísimas camisas wash’nwear. Te da los money y se las llevo. Cuento las tres semanas que me faltan para verte. Te besa Jorge

Igual que en sus retablos de Navidad, se preocupaba de todos los detalles, desde los regalos hasta los dólares ahorrados, pero lo cierto es que, después de escuchar a la California Youth Symphony (CYS) tocando la Quinta de Beethoven, Jorge Peña Hen ya no era el mismo. Quedó hechizado por esos jóvenes músicos y, sobre todo, por la capacidad de aquellas niñas que apenas llegaban a la adolescencia. «Esto es lo realmente extraordinario de mis experiencias en USA», resumió en su carta del 5 de febrero. No perdió el tiempo, sus días en San Francisco eran pocos, y rápidamente hizo amistad con el director, Aaron Sten, el «pésima batuta». Fueron largas horas de conversación, visitó su casa, se maravilló con su forma de trabajar y sus resultados. «Escuché dos grabaciones de su orquesta (la 4ª Sinfonía de Piston, dificilísima. Y la…. ¡5ª Sinfonía de Tchaikovsky!) que me dejaron abismado; si yo no hubiera estado presente en el concierto que presentó el sábado, sencillamente no habría creído que eran niños de edad promedio 15 años.» Sten había nacido en Rusia y a los cinco años comenzó sus estudios de violín en el Conservatorio de Moscú. Pero a los 11, en 1927, sus padres decidieron emigrar a Vancouver y luego a Estados Unidos. A fines de los años cuarenta se instaló definitivamente en California y a poco andar comenzó a reclutar alumnos en las escuelas de la zona. El primer concierto, en 1949, solo contó con 22 instrumentos de cuerdas. Tres años después se

convertía en la primera orquesta juvenil de California, CYS, con más de cien músicos. Se hicieron verdaderos amigos. Sten le ofreció ayuda, incluso becas para que jóvenes de La Serena viajaran durante unos meses a trabajar con él y tocar en su orquesta. Cuando recibió la fatídica carta anunciando el fracaso definitivo del presupuesto en el senado, Jorge Peña Hen no se inmutó. Algunos dirán que ni siquiera se entristeció porque, cuando el maestro se enfocaba en un determinado objetivo, solo vivía para conseguirlo. Quizás su mujer tenía razón cuando reclamaba su atención amorosa. Santiago, 6 febrero 64 Amor mío: […] Siento una enorme impaciencia por encontrarme contigo. Créeme que yo soy rara a veces, el conocer Washington casi ha pasado a segundo plano en mi interior, porque añoro el día en que nos veamos. Quiero gozar contigo del viaje y de todo lo que vea. A veces me siento un poco tonta diciendo estas cosas sobre todo a ti, porque tú hay ocasiones en que estás tan ocupado o concentrado en tu trabajo que me da la impresión que estos sentimentalismos solo te resbalan y no los sientes intensamente. Pero ahora que solo has pasado, te adivino distinto […] Te besa largamente Nella

Ella seguía preocupada de la orquesta que se extinguía e intentaba buscar soluciones. En esta misma carta se preguntaba: «¿Cómo entre tanta gente importante que estás conociendo allá, no vas a conocer a uno de esos filántropos o sociedades filantrópicas que quieran hacer una obra que valga la pena?». Y también seguía inquieta por el costo que les significaba que ella viajara a reunirse con él. En su última carta antes de partir a Miami le propone: «¡Mijito, si puedes vender la manta, creo que allá le podríamos sacar buena

platita! Ya compré los vinos, el pisco, el libro y unos regalitos de cerámica de Quinchamalí; lástima que antes de esto ya había comprado unas cositas de cobre. En todo caso, tenemos bastantes cositas para regalar allá a las personas que tú les debes atenciones». Al atardecer del 14 de febrero, Nella Camarda partió a Estados Unidos. Al encontrarse con su esposo, no lo vio triste —como lo percibió en una foto que recibió por carta—, por el contrario, estaba lleno de entusiasmo y el foco de sus preocupaciones había cambiado radicalmente. Durante el resto del viaje, la atención de ambos estaría puesta en las escuelas, el tipo de instrumentos que tocaban los niños, las partituras que eran capaces de interpretar y, sobre todo, en esa práctica naciente, llamada método Suzuki, con que se empezaba a enseñar la música como si fuera una lengua materna. *** «Lautaro, estábamos equivocados, la Sinfónica del Norte no debería haber sido nuestro proyecto, tenemos que dedicarnos a la docencia. He visto, aquí en Estado Unidos, orquestas de liceos que tocan sinfonías de Beethoven.» Lautaro Rojas no guardó aquella carta, o mejor dicho se perdió entre tanta mudanza a lo largo de la vida. Pero a poco de cumplir noventa años la recuerda bien. Aquel verano, mientras él sufría por los músicos de la orquesta que quedaban sin trabajo, Jorge Peña ya lo estaba hipnotizando para que lo secundara en otra aventura disparatada. Los niños y niñas de Coquimbo se convertirían en músicos. Apenas aterrizó de regreso en La Serena, lo mareó con el método de aquel músico japonés —el hoy mundialmente famoso Shinichi Suzuki— que había creado un sistema para que cualquier niño aprendiera música. Bastaba poner un instrumento en sus manos y dejarlo manipular las notas.

No le bastó con explicarle la metodología. Traía en su maleta los primeros folletos publicados por el violinista norteamericano John Kendall, quien estaba difundiendo el método en Estados Unidos. La primera tarea, ya estaba clara: Lautaro debía traducirlos cuanto antes. Decidido a poner en marcha el nuevo proyecto, Jorge Peña Hen no dio espacio para que los integrantes de la Sociedad Bach se lamentaran del fracaso de la orquesta. Con la misma convicción con que logró atraer músicos hasta del extranjero para una filarmónica que nunca terminó de nacer, movilizó tanto a los amigos como al Conservatorio28 (del cual era fundador y director desde hacía siete años) para dar el vamos a una gran orquesta infantil. Una comisión formada por un puñado de músicos del Conservatorio y la reducida orquesta que quedaba en la Sociedad Bach comenzaron a recorrer los colegios de la zona. En mayo, ya había seleccionado las primeras cinco escuelas desde donde elegirían a los pequeños músicos. Muchos eran tan pobres que con suerte habían visto de cerca una guitarra. En la familia de Clarina Ahumada costaba parar la olla, eran cinco hermanos y el sueldo de su padre como funcionario del registro civil apenas alcanzaba. Cursaba cuarta preparatoria en la escuela pública anexa a la Normal cuando su profesor de música invitó a un grupo de estudiantes del coro a conocer los instrumentos. Su padre era tenor del coro de la Sociedad Bach, pero en ese momento ella no sabía qué significaba aquello. Recuerda que iban en una micro destartalada rumbo a la escuela Nº 11, y sus compañeras decían que les gustaría tocar violín. Al llegar las llevaron al gimnasio, ahí estaban los instrumentos y unos maestros que explicaban. Al centro, destacaba un señor elegante de terno oscuro y humita, no cabía duda de que era el jefe. Cuando sonó la flauta, Clarina se estremeció, era tan

bonita, delgada, brillante, parecía tan femenina. Fue un amor a primera vista, que aún la mantiene cautiva. América León cursaba tercero básico —primaria se llamaba entonces— precisamente en la Escuela Nº 11, una de las más pobres de la región. Supo que pasaba algo especial, porque todo el curso se ordenó en una larga fila para trasladarse hasta un gimnasio. Unos señores estaban instalados como en un círculo alrededor de una mesa con un montón de instrumentos. Había un curso de niños que venían de la Escuela Nº 6, la del lado, que era igualmente pobre. También había un piano. La profesora Laura Ansieta tocaba una melodía, las niñas se unieron a los niños e hicieron una ronda para cantar y bailar al ritmo de la música. Por alguna misteriosa razón, algunos fueron pasando al centro del círculo, mientras los demás fueron devueltos a sus salas. Los niños y niñas seleccionados se acercaron a la mesa. Han pasado más de cincuenta años, América sonríe. Cómo se maravillaron frente a esos instrumentos añosos, que el regimiento había dado de baja y donado a la Sociedad Bach. «A mí me gustó el violín, Pedro Vargas estaba tocando y yo me puse en su fila para que me pasaran uno, pero en ese momento veo que le habla al profesor Rosauro Arriagada, siento que ambos nos miran y el del violín se ríe de una manera burlesca, mientras iba entregando los instrumentos. No escuché lo que decían, quizás no tenían mucha fe en lo que estaban haciendo. Me dio rabia, me cayó mal y me cambié a otra fila. Solo le quedaba una flauta, el músico la abrió, a mí me pasó la boquilla y a otro niño le pasó el cuerpo porque ya no le quedaban más instrumentos. No había para todos», recuerda América. Un par de días a la semana, niños y niñas se juntaban en la escuela de hombres donde Arriagada se convirtió en el maestro de música. En su primera clase, América recibió un clarinete. Primera vez que veía algo así,

no era como la flauta que había visto antes, pero de todos modos quedó contenta. Tocó el clarinete hasta que terminó la universidad. Ensayaban todos juntos, las niñas a cargo de las maderas, los niños de los bronces. Comenzaron practicando las escalas, aunque los instrumentos eran demasiado grandes para algunos intérpretes. Los deditos de América no alcanzaban para dar el si. «Cuando ya supimos sacarles sonido a los instrumentos, nos mandaron a ensayar los días sábado al Conservatorio que quedaba en el edificio del correo en la plaza de La Serena. Allí conocimos a los niños y niñas de otras escuelas que tocaban cuerdas y hasta el piano. Nos juntaron a todos y comenzaron a armar la orquesta.» Esos otros niños no solo eran de otras escuelas, sino también aquellos que podían pagar sus clases en el Conservatorio de la Sociedad Bach. Eran los «niños bien», los que estudiaban violín y piano. Nadie pagaba por aprender a tocar trompeta. Peña quería mezclarlos y comprobar que la música era capaz de encarnarse en cualquiera, sin importar su edad y mucho menos su condición socioeconómica. Lo había visto en Estados Unidos, la música era capaz de borrar todas las diferencias. Con solo siete meses de ensayos, y ante el espanto de los colegas que supieron de su iniciativa, lanzó a sus niños a los leones. El domingo 20 diciembre de 1964, a las siete y media de la tarde, la Orquesta Sinfónica de Niños iniciaba su primera presentación ni más ni menos que en el Teatro Municipal de La Serena. Peña Hen se jugaba tanto su prestigio como su proyecto futuro. Clarina Ahumada tenía ocho años. Fue su profesor de música el que consiguió prestados los trajes para las niñas. Eran unos vestidos blancos, repolludos, con mucho tul. No solo tocaron como una gran orquesta, además formaron dúos, tríos, cuartetos, quintetos, maravillando a la audiencia con diversas

composiciones, desde lo más clásico con Haendel, Mozart y Bach hasta un conjunto de jazz con variaciones del propio Peña Hen. Había dos instrumentistas que preocupaban especialmente al director: el segundo violín de la Música del agua de Haendel, a cargo de su hija María Fedora de once años, y el solista Juan Cristián Peña, de solo ocho, que tocaba el piano en la Danza rumana de Béla Bartók y en Variaciones sobre una canción alemana para piano y orquesta del propio Jorge Peña Hen. Hugo Domínguez escuchaba emocionado. Tenía veinte años, estudiaba construcción civil pero su pasión era la música. Había conocido a Jorge Peña unos cinco años antes, cuando el maestro integró el jurado de un concurso en el Colegio Inglés, que el joven Domínguez ganó tocando un Nocturno de Chopin en piano. «Era el director del Conservatorio el que hacía esos extraordinarios Retablos de Navidad que nadie se perdía, el que dirigía el coro, el que tenía una orquesta, yo lo admiraba profundamente. Ese concierto de niños fue increíble. Ver esa cantidad de niños chicos haciendo música, con los pies colgando porque no le llegaban al suelo fue una experiencia asombrosa, extraordinaria. Era algo inimaginable, eran más de sesenta, todos sincronizados, integrando una orquesta sinfónica. Fue una experiencia muy marcadora.» Más de medio siglo después, Amador Muñoz también recuerda aquella función sin poder evitar las lágrimas. Le cuesta asumir todo lo vivido desde entonces, incluyendo su visión de don Jorge cuando esperaba la muerte, escribiendo sus últimas melodías con la punta de un fósforo quemado. Pero eso fue después. Profesor de la Escuela Nº 1, la más antigua de La Serena, Amador Muñoz era parte del coro de la Sociedad Bach. Como uno de los adultos que estudiaba canto, llegó a ser presidente del centro de alumnos del Conservatorio. Su admiración por el músico era enorme, le gustaba su

seriedad extrema. Admiraba que Peña Hen enfrentara cualquier producción con el máximo rigor y exigencia, daba igual si se trataba de un concierto en el mejor teatro del mundo o una fiesta escolar. «La primera vez que lo vi fue al final de una presentación coral, fui a saludar a un amigo que cantaba y me presentó al director. Era muy joven, pero me llamó la atención el fervor que sentía por la música, ¡era un enamorado de la música! Vivía solo para eso. Él quería lo mejor, que todo saliera perfecto. Había gente a la que no le gustaba porque era demasiado exigente. Una vez organizamos una kermesse para reunir fondos para el Conservatorio, se puso al frente de todo, inventó una decoración marítima, con redes, con todos los implementos que usan los pescadores, y los instaló en los distintos espacios de la casona donde funcionábamos. Hubo presentaciones, convivencias, sorteos, de todo. Y, por cierto, su esposa Nella Camarda, tocaba como solista, era una pianista buenísima. Él vigilaba hasta el último detalle. Algunos alegaban, les molestaba su obsesión ante cualquier nimiedad, pero al final lo respetaban.» Aquel lejano domingo de diciembre, Amador fue con su mujer a escuchar a los niños músicos. El teatro estaba repleto, en el primero y el segundo piso. Era tal el ímpetu con que Jorge Peña dirigía a los niños que varias veces tuvo que sacar su pañuelo para secarse la transpiración. «Fue apoteósico —relata Amador casi en un murmullo, como si le doliera recordar—, él estaba atento a todo, terminó exhausto. Los niños eran ovacionados, y él tuvo que salir una y otra y otra vez a recibir los aplausos. Desde el estrado agradecía los vítores de admiración y cariño. Los alumnos y los académicos del Conservatorio estábamos felices, impresionados. Los músicos más viejos veían a los que iban a ser sus reemplazantes. Todos nos sentíamos orgullosos. La gente quería mucho a Jorge Peña Hen. Nunca supe que tuviera enemigos.»

El director felicitaba a los pequeños y agradecía a sus colaboradores. Pero eran gestos casi mecánicos. Su cabeza y su alma ya estaban varios pasos más adelante. Sabía que tenía que aprovechar ese momento de gloria. Con su estilo habitual —primero hacer y luego pedir— se lanzó a la conquista de todo aquel que pudiera servirle y, en menos de cuatro meses, el Ministerio de Educación decretaba la creación de la Primera Escuela Experimental de Música, dependiente de la Universidad de Chile. Junto a las clases habituales de cualquier escuela primaria, allí se enseñaría música a todo alumno que tuviera un mínimo de afinación y ritmo. Una vez más, la audacia de Peña Hen daba sus frutos, el éxito fue total. Amador Muñoz salió de aquel concierto con una misión clara: su sobrina Patricia estudiaría en esa nueva escuela. *** Se hicieron largos, muy largos esos meses del verano de 1965, entre el concierto y la creación de la Escuela. Si bien los niños provocaron euforia aquel mítico 20 de diciembre, convencer al gobierno y a la Universidad de Chile para fundar una escuela tan extravagante como la que proponía el inagotable músico de La Serena era una tarea titánica. Más que la convicción, probablemente era el cansancio de tenerlo rondando sin cejar lo que al final hacía que las autoridades firmaran decretos y presupuestos destinados a sus sueños. Muchos colegas no terminaban de convencerse del proyecto de Peña Hen. Más aún, no entendían cómo había logrado celebrar aquel concierto cuando, apenas unos meses antes, muchos de esos niños jamás habían visto un instrumento. Era un milagro. Pero un milagro que requería una cuota de energía que el verano de 1965 parecía haber abandonado al maestro, para dar paso a un desánimo que empezaba a atacarlo con cierta frecuencia.

El último día de febrero, al anochecer, solo en La Serena mientras la familia seguía de vacaciones en Santiago, le escribe a Nella de su desazón. La Serena, 28 de febrero de 1965 Querida Nella: Como tantas otras veces, estoy solo, en silencio, escribiéndote. Hoy he pasado con el recuerdo de ti y de los niños. Hubo un hermoso día y no salí a la playa ni a ninguna parte. Estuvieron los Cullell en la tarde; conversamos mucho y vimos fotos. Desde que llegué he estado ocupado en los asuntos del Conservatorio y en mis pensamientos. No he hecho nada social, salvo con el loro, que está sumamente guacho; en la mañana llega a mi pieza a las 7 ½ y no me deja dormir más. Esta noche lo voy a dejar en la cocina. No soy de amigos ni tengo amigos; aunque no lo crees, solo tú y los niños llenan mi vida. […] No sabes, Nella querida, lo descontento que estoy de todo y los deseos que tengo de poder gozar con escuchar música. Para qué decir literatura, pintura, etc, ni ninguna otra actividad, ni política. Solo siento alguna inquietud en la filosofía y a veces en la muerte. Tal vez la palabra «inquietud» deba reemplazarla por «tranquilidad» creo que es más exacta. Podría estar páginas y páginas hablándote de estas cosas; pero no quiero cansarte más. Me da la impresión que permaneces incrédula ante todo lo que yo te diga y que provenga de mi mundo interior. Me tomas por comediante, y de los malos. Solo quiero decirte que cuanto esté en mí por nuestra felicidad (más que nada, la tuya) lo haré; si lo que yo haga es modesto o pequeño, piensa que no será por mezquindad, sino porque mi espíritu es pobre y por las contradicciones enormes que ha habido entre mis ideales y el proceso de desarrollo de mi vida. No creo ser más malo ni más inmoral que hace quince años; simplemente debes pensar que soy nada más que un hombre (a poor man) y que hasta el yunque se gasta con los golpes y los años. Arenas me dijo que me van a aumentar al doble mi sueldo de director, lo que no me dio ni frío ni calor. Desearía ganar la mitad, pero ser feliz junto a ti. Nuevamente me parece ver tu sonrisa de incredulidad y leer tu pensamiento: «cuando tú vas, yo vengo de vuelta». Perdona, Pollita, pero es así, con esta pesadumbre, como veo las cosas. Quiero esperar que este año pase algo que nos impulse adelante; no puede durar tanto la mala estrella. […] Para las elecciones debes presentarte a Carabineros; no dejes de hacerlo, pues de lo contrario tendrás bastantes inconvenientes. Tu sueldo espero depositarlo mañana, si llega; de todos modos, puedes chirimoyear tranquila. Creo que en esta semana no me moveré de La Serena. Saluda a todos y a mi suegro, que espero su ponto restablecimiento. Cariños a los niños. Recibe mi afecto. Te besa Jorge

Dos días más tarde, apenas recibió el correo, Nella escribió cinco páginas en las que, más que responder a las angustias de su marido, una vez más da cuenta de sus propios sufrimientos y frustraciones. De su rencor hacia La Serena y hacia su esposo. De su propia congoja. Santiago, 2 marzo 65 Mi querido Jorge, […] Te diré que tengo la sensación de que me llevan y me traen como a un ser sin voluntad; deseo acercarme a ti y también te creo, creo en tus buenas intenciones, pero veo con terror mi vuelta a esa. Por mi parte también me doy cuenta que me estoy anquilosando aún más que tú, no veo cambio ninguno en el futuro en esa ciudad. Pierdes tus mejores años, noches y días sacando cuentas, ¿te das cuenta lo que es eso? Sacando cuentas para una pequeña conquista más, una escuela, o una orquesta o qué sé yo; ¡pero no naciste para eso! ¡No! Debes emplear tus energías en estudiar, ¡en progresar! Pero año a año vuelves a ese círculo donde un grupo de gente mediocre te aturde con tonterías y no hay nadie que te abra los ojos, y a veces hay algo en ti que te lleva hasta a sentir satisfacción por la adulación de que hacen objeto, y eso te hace olvidar momentáneamente que tú eres músico y tienes la vida por delante; yo te ayudaré siempre a estudiar; Jorge querido, lo que tú haces actualmente es importante, pero junto con eso pierdes el tiempo en otro sentido. Estos son tus mejores años, es más difícil estudiar a los 50 años; estás haciendo ahora lo que debieras hacer después […] Quisiera hacer algo, estudiar, leer, interesarme en algo; hace 8 meses que no estudio. Primera vez en mi vida que paso todo este tiempo sin estudiar; es la inestabilidad la que me impide concentrarme. El viaje al sur fue lindo, pero yo seguí sintiendo como si estuviera viviendo la vida de otra. Sé que tú quieres llegar a una armonía conmigo y haré todo lo que pueda; pero cuando pienso en mi vuelta a esa me da desesperación. Recuerdo mis noches sola o esperándote en el conservatorio sin que tengas la más mínima consideración y en fin, todo lo que me abruma; me acobardo y no sé qué haría con tal de no volver a eso […] Desecha esos pensamientos de muerte; no estás solo, yo estoy a tu lado, pero déjame fortalecerme aún más, más de lo que hago ya no puedo hacer. Tengo fe en nuestro futuro siempre que los dos pongamos el máximo (y que entre estos dos máximos no haya una tremenda diferencia) … Sigo tratando de encontrarte nuevamente Nella

El primer semestre de 1965, Jorge Peña Hen procuraba combinar las aspiraciones de su mujer —impulsar su carrera y fortalecer su matrimonio — con el sueño de una escuela en que los niños pudieran convertirse en músicos. Nada fácil, pero lo intentaba. Seguía adelante a pesar de los obstáculos y de fuertes dolores de estómago que anunciaban una úlcera. Santiago, 5 de mayo de 1965 Nella querida, Me acuerdo mucho de ti, a cada instante. No creí que iba a tener tiempo de escribirte hoy, pero hace unos momentos cuando me dirigía a tomar movilización para volver, cambié mis pasos. Y aquí me tienes en el correo escribiéndote estas líneas que, aunque lo dudes, están llenas de amor. Junto a las diligencias oficiales, he hecho algunas cosas personales. Ayer estuve en la Filarmónica y hablé con el presidente. Le dije que tengo interés de dirigir un concierto en la Temporada de Abono; le agregué que nunca se me ha brindado ninguna posibilidad de tener un encuentro serio con la crítica y el público, etc. Quedó de ver el asunto. Dourthé (está de regreso desde hace un mes) que fue quien me echó a hablar en la Filarmónica, me dijo hoy que él va a palanquear el asunto allí. Me siento con más ánimo y con cierta inquietud por realizar algo. Se debe a ti; el tenerte más a mi lado me está dando confianza. Creo, mi amor, que saldremos adelante, lo deseo fervientemente y eso es lo principal, la base de mi acción. He cumplido tus encargos, faltándome algunos. Mi mamá compró los abrigos según tus instrucciones y llevó el anillo a arreglar. Lo del reloj no lo entendió y lo llevaré mañana. Encontré frasco para la juguera… ¡de la misma marca! Fue una gran suerte, solo quedaban dos a Eº 48 c/u. Por el precio elevado no compré la otra, pensando que hay que cuidar este frasco, pensando también que si ya se quebró una vez hay poquísimas probabilidades que se quiebre de nuevo y pensando también un poco como Mc Pato… (Me imagino a MF) Hoy vi ya redactado el Decreto de Creación de la Escuela. Me aseguraron que el viernes lo firma Frei. Si así no fuera, todo se retrasaría una semana más. Mañana me entrevistaré con Luis Moll29 para tratar de iniciar el funcionamiento de la escuela la semana próxima (sobre esto no digas nada, salvo a Lautaro. Respecto a mi gestión con la Filarmónica, absoluta reserva) Te dejo, mi Pollita. Viajaré el viernes en la noche. Cariños a los niños Recibe todo mi amor Te besa Jorge

Ese decreto que como varita mágica convertía en realidad la escuela, se

firmó el 13 de mayo de 1965. Imaginar a esos patipelados cambiar sus vidas, pudo más que las exigencias de la vida cotidiana, que los dolores de la úlcera, que la frustración de sentir que las cosas no andaban o, mejor dicho, que requerían un esfuerzo que a veces le parecía sobrehumano. *** Un curso de cuarta preparatoria y uno de quinta —en total cuarenta y tres niñas y teinta y tres niños— dieron inicio a esta nueva epopeya del «Loco Peña». La escuela se instaló en la llamada Casa Clausen30 —avenida Arturo Prat 410, esquina Los Carrera—, una vieja casona estilo español en el centro mismo de La Serena, cruzando la plaza desde el edificio de Correos, donde funcionaba el Conservatorio. Con un frente semicircular, un patio central con baldosas verdes para el recreo y otro más pequeño, con un conjunto de salas a su alrededor, para impartir las clases. Los techos eran altos y hacía frío, pero el entusiasmo hacía subir la temperatura. Se llamó a concurso para la planta. Postularon algunos músicos de la Sociedad Bach, otros que tocaban en locales de diversa reputación en toda la región, incluso algunos que pertenecían a la banda del regimiento. Aquellos que aspiraban a las asignaturas tradicionales de una escuela primaria también hacían gala de sus conocimientos musicales, dado que en aquellos tiempos los normalistas tenían la obligación de tocar violín para recibir su título. Para todos era un honor trabajar con Jorge Peña Hen. El maestro ya era una autoridad en la zona. Los conciertos de la Sociedad Bach y los retablos de Navidad le habían dado fama y prestigio. No eran pocos los que ya lo conocían, precisamente porque alguna vez se habían sumado a las masivas presentaciones de fin de año. Unos habían estado en la orquesta, otros en el

coro y los niños y niñas habían sido parte de la puesta en escena, la virgen María, los pastores, algunos árboles, mariposas, pajaritos y varios ángeles, entraban ahora a la escuela de Peña Hen. Mabel Muñoz era muy pequeña la primera vez que la vistieron de angelito, fue creciendo y se convirtió en mariposa. Su padre, Max Muñoz, era uno de los músicos que llegó muy pronto al Conservatorio y rápidamente la mandó a estudiar violín. Apenas se inauguró la nueva escuela, de la cual él formó parte como fundador, no dudó en matricular a sus cuatro hijos. Nadie podía imaginar que algún día estaría en un bando contrario de consecuencias irreparables. Patricia Montoya, por otra parte, vivía con su abuela en una gran casona justo donde terminaba Coquimbo y comenzaba la Pampilla, que a comienzos de los sesenta era un gran peladero. Los sábados eran días de iglesia para la familia, la abuela «entró a la religión», a la Iglesia adventista, para que sus hijos menores, que tuvo que criar sola cuando quedó viuda, no se descarriaran. El tío Amador, uno de los mayores, era la oveja negra, a él no le interesaba la religión sino la política y el canto. A Patricia le gustaba la iglesia, juntaban a todos los niños, les hacían clases y luego jugaban. Era entretenido. Aquella tarde de vuelta a casa, el tío Amador se acercó directamente a ella. «¿Te gusta la música? —ella abrió grande sus ojos y asintió—, entonces tienes que estudiar mucho, porque el próximo año, cuando pases a cuarta preparatoria, puedes entrar a la Escuela de Música de La Serena.» El impacto para Patricia fue más allá de lo que el tío podía imaginar. Lo primero que se le vino a la mente fue el padre que las había abandonado. Sus primeros recuerdos, antes de la vida en casa de la abuela, eran precisamente del padre tocando el violín y de un perro de cuero. Un juguete fabricado por él con los restos del material que usaba para los zapatos que entregaba a la gran tienda Rex. Cuando el papá se fue, ya habían

desaparecido el peluche y el violín. Pero ella los añoraba y la nostalgia afloraba cuando escuchaba a los tíos cantar y tocar la guitarra o la flauta. Al año siguiente, su mamá y el tío Amador la llevaron a dar examen a la escuela de La Serena. Con el cabello bien estirado en un tomate, para que no le molestara al tomar algún instrumento, Patricia iba nerviosa pero plena de una ilusión que le transmitía el tío, aunque ella no alcanzara a comprenderla. —Hola, ¿cómo te llamas tú? —le preguntó un señor serio que llevaba corbata humita y que luego sabría era el director Jorge Peña Hen. —Patricia Montoya —dijo con un hilo de voz. —Patricia Montoya, ¿y de dónde eres tú? —De Coquimbo. —Ah, tú eres la Criollita chica —recuerda riendo, muchas décadas después de aquel primer encuentro. No entendió por qué la llamaba así, pero le gustó que le hiciera un cariño en la cabeza. Su madre no quiso explicarle eso de la Criollita, «no te preocupes», le respondió y dio por terminado el asunto. Tuvo que descubrir sola que ese nombre tenía que ver con los Montoya, los parientes de su padre, a los que su mamá no quería ni oír mentar. La Criollita era el nombre artístico de Elena Montoya,31 folclorista, cantora, la Violeta Parra del norte, la llamaban algunos. Desde ese día, para don Jorge, fue siempre la Criollita chica. Su mamá insistió en que debía estudiar violín o piano. Quedó en piano y comenzó sus clases con Nella Camarda. No conocía a otra mujer tan elegante. Era bonita, trigueña, muy fina. Era fifí, cuchicheaban con sus amigas. Había un par de profesoras que también se merecían el mote de «pitucas», al igual que algunas de las compañeras que no venían de escuelas públicas sino del Colegio Inglés o de los Sagrados Corazones. La maestra Nella no solo era estricta en las tareas de piano, sino que también les

enseñaba «a comportarse». Debían saber hasta dónde se podía acortar el jumper, cómo peinarse, cómo sentarse a la mesa y usar los cubiertos. La consideraban una aristócrata italiana. Pero a Patricia Montoya el piano no le entusiasmaba. Su amiga Anita Rosa tenía la suerte de estudiar violonchelo. Ella se colaba a sus clases con Edín Hurtado «el más amoroso y el mejor profe de niños que conocí», y allí se quedaba en silencio observando el instrumento, mientras captaba cómo su amiga disponía sus dedos y movía el arco. Tras varios meses de insistencia, Hurtado la miró y le pasó el chelo: «Ya niña, ponte ahí y muéstrame lo que puedes hacer». Interpretó todo lo que su compañera había practicado. El maestro quedó impresionado. Nella tuvo que ceder y, a los nueve años, Patricia Montoya comenzó sus estudios de chelo. A los once, concursó y se integró a la orquesta. «¡Eso fue increíble! Era lo que todos queríamos.» No todos los alumnos de la escuela llegaban a la orquesta. Había que esforzarse, ensayar el doble y concursar. Para dar ese paso, no importaba si quien concursaba venía del exclusivo Colegio Inglés o de una escuela de Las Compañías o La Antena, los sectores más pobres de la región. La Criollita salía antes de las siete de su casa en la población El Llano. Los primeros meses, la acompañaba alguno de los tíos en bicicleta o partía corriendo con su mamá desde el borde de la Pampilla hasta el camino donde pasaba el bus, pasadita la hora. El chofer ya la conocía y, a veces, cuando la veía venir a lo lejos, la esperaba haciéndole señas para que se apurara. No podía atrasarse porque si perdía el bus de las siete, tenía que esperar el próximo hasta mucho más tarde, y ya no alcanzaba a llegar antes de las ocho en punto, cuando sonaba la campana para iniciar las clases. Hasta la hora de almuerzo, parecía una escuela como cualquier otra. Pero entonces, en vez de volver a sus hogares, todos almorzaban juntos en un

casino, especialmente dispuesto para ellos. Don Jorge sabía lo indispensable que era ese comedor. No solo porque muchos vivían lejos sino, sobre todo, porque la pobreza de aquellos tiempos también era sinónimo de hambre. No son pocos quienes recuerdan, como si fuera ayer, el tazón de leche y las galletas del recreo. La memoria que se guarda en el estómago es sólida. América León no olvida que en la nueva escuela había almuerzo para todos, y todos los días. «Solo la Laura Quezada podía ir a almorzar a su casa porque tenía un certificado médico.» Deyza Muñoz tiene bien grabada aquella vez que estuvo hasta las cuatro de la tarde porque no quería comer el luche que le sirvieron. Dejar el plato servido no era una posibilidad si uno quería estar en la escuela de los músicos. Ella llegó a la Escuela «arrastrada» por su hermana que entró de inmediato por sus excelentes notas. Ya habían comenzado las clases cuando su madre se dio cuenta que no podía tener a sus dos hijas en colegios distintos porque le era imposible organizarse. Sin que Deyza sospechara nada, un día cualquiera su madre en vez de llevarla a clases le dijo que iría a dar un examen. La recibió Jorge Peña en persona, en una sala donde había varios instrumentos desconocidos instalados sobre un piano. «Yo voy a tocar el piano y tú tienes que cantar», le dijo. Ella repetía las melodías que él interpretaba, hasta que se detuvo para mirarle las manos y entregarle un pequeño violín. Caminó hasta el fondo de la sala y observó cómo tomaba el instrumento. Luego hizo lo mismo con un clarinete y un chelo. «A mí el que más me convence para ti es el violín —sentenció finalmente—, pero si no te gusta después lo puedes cambiar.» Ella solo conocía el piano, pero no le dieron oportunidad de probarlo así que se quedó con el violín. «Y partí a estudiarlo, fue algo completamente natural, como aprender a leer, uno aprende no más. Era tan entretenido. Mi

primer profesor fue David Muñoz, te pasaba el arco, te mostraba algunas notas y luego empezaba a enseñarte Arroz con leche, Alicia va en el coche, las mismas canciones que uno cantaba.» Después del almuerzo, y de un pequeño descanso, había una hora de estudio para hacer las tareas del día siguiente, y luego partir al conservatorio para las clases de música. Las tardes eran para aprender teoría, estudiar el instrumento y, con suerte y esfuerzo, ensayar con la orquesta. El inspector Rubén Paredes cuidaba la sala de estudios y ayudaba con las tareas cuando era necesario. Si la materia lo superaba, cuenta Deyza, los mandaba a la biblioteca, donde sabían más que él. En esa escuela nadie perdía el tiempo. Las notas no eran un requisito de ingreso, pero cuando el promedio bajaba de cinco, se recomendaba a los padres que buscaran otro colegio. Cuando América le contó a su profesora de la Escuela Nº 11 que se iría al colegio de los músicos, Estela Monsalve se sorprendió. «¿Cómo te van a aceptar?, ¡si tú eres tan porra!». No solo aprendió a tocar el clarinete, sino que «¡me dio por estudiar!». «En realidad, me cambió la vida. Mis padres estaban separados, mi madre era alcohólica y vivía con mi papá. Los padres saben hacerse cargo de lo económico, de que no te falte el alimento, los zapatos, el techo, pero les cuesta el resto. A mí me formó don Jorge. Me hacía ver que tenía una mancha en el uniforme. Estábamos cruzando la aduana para una gira a Argentina y, viendo que le pedían mil papeles, digo: “Puchas qué son jodidos”. Me lanzó una mirada feroz: “América, no digas nunca más esa palabra”. Yo no entendí, debo haber tenido unos once años. Él estaba siempre pendiente, de cada detalle, se preocupaba de formarnos en todo, la disciplina, la puntualidad. A los ensayos se llega a la hora, aunque llueva y truene. Nos fue haciendo de a poco».

La Criollita iba cabizbaja por el patio cuando escuchó que don Jorge la llamaba. «¿Qué te pasó que quedaste para marzo en Historia? Eso no puede ser, tú sabes que los estudios son importantes. Vas a tener que estudiar en el verano, y no puedes ir a la gira a Concepción.» Fue una lección que no olvidaría jamás. Estaba recién entrando a la adolescencia. No sabía qué era peor, la reacción de la abuela Graciela («que me dio unas tremendas bofetadas para reforzarme los valores de la disciplina y la moral») o quedar fuera de la orquesta. Porque una cosa era estudiar un instrumento y, otra, pertenecer a la orquesta, tener su puesto, participar de las giras, estar en el escenario, recibir los aplausos del público. Siempre había otros alumnos listos para presentarse ante una vacante. Quedar fuera de la gira era, sin duda, mucho peor que la paliza de la abuela y estudiar todo el verano. Descuidarse en las notas era grave, pero fallar a la orquesta era mortal. Los que no llegaban con la partitura bien aprendida, corrían el riesgo de ser cambiados de atril, ser degradados y hasta perder su puesto. Pero eso ya fue cuando la Escuela fue creciendo. Al comienzo, tanto o más emocionados que los alumnos estaban los profesores. Muchos formaban parte de la Sociedad Bach o, por lo menos, conocían el prestigio del músico, que aparecía habitualmente en los diarios y ya había sido distinguido como Hijo Ilustre de La Serena. Los educadores no solo participaron en los concursos para las diferentes disciplinas, sino que, además, motivaron a sus alumnos para que postularan a la nueva escuela. Llegar a trabajar con Peña Hen era un ascenso. No cualquiera entraba a la Escuela. Cada educador fue elegido con pinzas, debían ser buenos en sus respectivas materias y además tener cualidades personales —inteligencia emocional, las llamarían hoy— para formar integralmente a esos niños indigentes que se convertirían en músicos.

El paradigma de aquella selección era el inspector Rubén Paredes, que caminaba por los patios con un enjambre de alumnos colgando del brazo. Simpático, cariñoso pero estricto para que ninguno olvidara que estaba allí para conseguir grandes cosas. «¿En qué están mis niños?», decía suavemente cuando algunos no estaban en clases. Para luego ponerlos en vereda por haber llegado tarde o hacer sido expulsado de la sala. Era el brazo derecho del director para que la logística no fallara, ni en la escuela, ni en las presentaciones, ni en las giras que fueron llegando con el tiempo. «Rubén, don Jorge y los otros profes, eran como nuestros padres. Creo que hasta se olvidaban de sus propias familias. ¡La familia de la escuela era tan fuerte que copaba todo! La escuela era nuestro segundo hogar», dice Patricia Montoya. Un hogar en el que la Criollita nunca sintió que existían diferencias sociales. Convivía de igual a igual con sus amigas que venían de colegios particulares. Los padres de Jaqueline Boin y de Laura Quezada, destacados catedráticos universitarios, la convidaban a sus casas, y recién cuando la vida le enrostró su precariedad se dio cuenta que entre su pobreza y el bienestar de sus compañeras había un abismo. Peña Hen y esos maestros seleccionados con esmero consiguieron que tanto obreros como profesionales exitosos se sintieran orgullosos de que sus hijos estudiaran en aquella Escuela Experimental. Don Jorge sabía que unos necesitaban más de su atención que otros. «Él te miraba y sabía lo que te pasaba —recuerda Deyza Muñoz—, debo haber tenido unos doce años cuando se acercó y me dijo que me quedara después del ensayo porque quería conversar conmigo. “Usted tiene problemas a la vista, así que dígale a sus papás que la lleven al oculista”. Le contesté que mis papás no tenían plata para llevarme, pensando que era una buena excusa para no tener que usar lentes. “Entonces vaya a hablar con la

asistente social para que el lunes la lleve al consultorio.” Durante el siguiente ensayo estaba de nuevo al lado mío. “¿Y los lentes?” Respondí que la señora María me avisaría cuando le dieran hora en el consultorio. “Acompáñeme”, me dijo, y partió conmigo a poner urgencia al trámite.» Al otro día, la llevaron al oculista y a la óptica, donde le compraron los lentes que sus padres no podían financiar. «Eran feísimos. Pero me cambió la vida. Yo me aprendía las partituras de memoria porque no veía nada. Él se dio cuenta porque doblaba la cabeza de una manera rara frente al atril.» Para muchos el contraste entre la casa y la escuela era abrumador, en algunos hogares la pobreza era extrema, en otros la violencia era asunto cotidiano. Como explica Clarina, la escuela era otro mundo. Jorge Peña les hacía sentir como hijos. En medio de la música y en ese ambiente familiar, olvidaban lo que pasaba en sus casas. «Como a las seis de la tarde había que irse porque se cerraba la escuela. Junto a un par de compañeros nos escondíamos porque queríamos quedarnos allí, ese era nuestro verdadero hogar. Íbamos cambiando de sala para ocultarnos, pero el inspector Paredes siempre nos encontraba», recuerda Deyza. Eran tan jóvenes cuando formaron la primera orquesta que algunos, como Patricio Rojas, no llegaban con sus pies al piso, y hubo que cortarle las patas a la silla. Cuando don Jorge llegaba al ensayo, todos tenían que estar listos, con las partituras y los instrumentos preparados. No se podía perder tiempo, el maestro estaba siempre apurado, dando órdenes aquí y allá, con la cabeza ocupada. Probaba la afinación y empezaba la música. A la hora en punto. «Hora inglesa, no hora chilena», les machacaba para que llegaran con anticipación y aprendieran que llegar atrasado era pecado. Peña Hen vestía siempre ropa oscura, muy formal, elegante y peinado hacia atrás. Se veía imponente, batuta en ristre frente a sus niños, parecía un

gigante Su rostro expresivo daba cuenta de su estado de ánimo, no necesitaba usar su voz ronca y potente para que supieran cómo se sentía. Su sonrisa dejaba en evidencia cómo gozaba con los logros de sus discípulos. Pero con igual nitidez reflejaba su enojo, implacable e intimidante. Lo que estaban haciendo era demasiado importante para que alguien se diera el lujo de fallar. «“¡América, estás tocando de memoria, ese es un fa sostenido y tocaste un fa natural, medio tono de distancia!” Yo no sabía leer bien las notas — reconoce, recordando a la niña que se convirtió en profesora de música—, tocaba de oído, pero él se daba cuenta y, era tanto el bochorno, que aprendí a leer las notas y después ya no podía tocar de memoria. Si alguien se equivocaba en una nota él paraba la orquesta, nos retaba delante de todos por no haber estudiado. La humillación era horrible.» «Tenía un oído increíble. Se acercaba a mi atril, me tomaba el chape y me mostraba la nota equivocada», confirma Mabel Muñoz. No se podía llegar sin saberse correctamente la música. En cualquier momento, el director golpeaba con la batuta el atril, y pedía que alguien tocara solo. «Debo haber tenido once o doce años —cuenta Patricia Montoya— cuando me hizo tocar algo y mi uña raspó la cuerda, provocando una mínima vibración. Con un gesto de la batuta me llamó adelante, me pidió que le mostrara las manos, sacó un cortauñas del bolsillo y, amorosamente, me cortó las uñas en medio del ensayo. Me quería morir de vergüenza.» Al comienzo se presentaban con el uniforme del colegio. Los niños pantalón gris, las niñas falda plisada escocesa, azul-verde, todos con blusa blanca y corbatín. José Urquieta estudiaba en la escuela Nº 10, era hijo de un carabinero y en su familia nadie sabía nada de música. Pero a él y a un par de

compañeros les llamaba la atención esa escuela nueva que tenía una orquesta y tocaba en las ceremonias oficiales. Por iniciativa propia decidieron ir a dar examen de admisión. Tenía ocho años: «Nos hicieron percutir un poco y cantar otro poco. Yo quería piano, pero la señora Nella me tomó el examen y me dijo “usted no tiene dedos para el piano, pero podría estudiar clarinete”. No fue drama, lo del piano era algo que me metió mi madre, pero en realidad yo me veía más en un instrumento más activo, de los que se tocan en las bandas. Acepté feliz el clarinete, ensayaba todo lo que podía, pero lo efectivamente importante vino dos años después cuando don Jorge nos llamó a mí y a Hugo Cortés y nos hizo un examen con el oboe». A José le parecía que el director era enojón, que tenía cara de ogro, pero ese día todo cambió. Ninguno de los dos sabía lo que era un oboe, pero sí tenían claro lo que era estar en la orquesta. «Tienen que estudiar mucho porque en un mes más tienen que estar tocando en la orquesta», les dijo, y él sintió que estaba frente a la persona más simpática y cariñosa del mundo. Lo que José y su amigo no sabían era que ellos serían los oboístas de una nueva orquesta sinfónica de niños. La primera ya no era suficiente, y Peña Hen estaba formando una segunda —la Enrique Soro—, dirigida por David Muñoz. La que dirigía Peña Hen se llamaba Pedro Humberto Allende, para honrar a su maestro. El primer oboe de José Urquieta era tan antiguo que apenas sonaba. Seguramente era una de esas donaciones del Ejército, que regalaba sus instrumentos viejos antes de mandarlos a la basura. Pero él logró dominarlo, integrar la Soro, pasar al año siguiente a la Humberto Allende y, luego, convertirse en músico profesional. Pero eso fue después de la tragedia.

MINUTO DE SILENCIO

José Urquieta nunca olvidó la misión que le encomendó su maestro. Fue en el patio central de la cárcel. Era la segunda vez que iba a visitarlo con Héctor Gómez, otro de sus alumnos, el del fagot. Conversaron un buen rato y, antes de despedirse, les advirtió: «Cabros, tengan mucho cuidado, la cosa es mucho más complicada de lo que pensamos. Pero estén tranquilos, no tienen nada de qué acusarme. Yo voy a salir luego de acá, pero me quiero ir a Alemania a estudiar dirección y composición. Ustedes tienen que ser los continuadores de este proyecto. Por favor, no lo abandonen, sigan preocupados de la escuela». José vivía en el cerro Santa Lucía, frente al regimiento, en la villa de los carabineros. Desde su casa veía cómo sacaban a los presos engrillados para llevarlos al baño. Conocía bien el regimiento, desde siempre jugaba a la pelota con los militares, iba a la piscina, curioseaba con sus amigos cuando hacían ejercicios, nunca hubo problemas para ingresar. Aquella tarde, no sabe por qué, no fue la escuela. Escuchó los disparos. No se le pasó por la mente lo que estaba ocurriendo. Eran simples disparos. Fue alrededor de las siete de la tarde cuando escuchó en la radio el fatídico bando. Se abrazó a su madre, y juntos lloraron. «No podía creerlo, pensaba que no era verdad. Esa noche casi no dormí. Quería que amaneciera pronto para ir al colegio y confirmar que no era cierto.»

Cuando llegó a la escuela, el silencio era sepulcral. Nadie hablaba. El inspector Ricardo Varela tocó la campana, los formó en el patio, se paró delante de los alumnos y no dijo nada. Esperó un minuto largo, muy largo, y después los hizo pasar a sus salas. «Años después entendí que ese había sido un minuto de silencio en homenaje a don Jorge», reflexiona el profesor Urquieta. Eran tiempos en que los hombres no lloraban. La angustia era insoportable. Se hacía imposible estar en clase. En el primer recreo, José partió directo al baño. Tras él llegaron los demás, Héctor Gómez, el Juvenal Véjar, René Esquivel y se encerraron a llorar. Esa noche, mientras el insomnio impedía que José descansara, en la cárcel los presos se juntaron como siempre alrededor de una pequeña radio portátil que escondían como hueso santo, para escuchar Radio Moscú. En la otra punta del mundo, en la Unión Soviética, comenzaron a leer el bando: «Se informa a la ciudadanía que hoy 16 de octubre de 1973 a las 16.00 horas fueron ejecutadas las siguientes personas conforme a lo dispuesto por los Tribunales Militares en tiempos de Guerra…». Eran quince los prisioneros fusilados, sin mediar juicio alguno. Entre ellos, Jorge Washington Peña Hen, «por haber participado en la adquisición y distribución de armas de fuego en actividades de instrucción y organización paramilitar con fines de atentar contra las Fuerzas Armadas y Carabineros y personas de la zona…». Se pararon de un salto los que estaban más cerca del transistor, comenzaron a golpear con furia la puerta y las ventanas, gritando ¡asesinos! Amador Muñoz lloraba, boca abajo, sin poder mover su cuerpo torturado. «Podían habernos acribillado», especula, «éramos valientes de impotencia». Aquella noche nadie durmió, ninguno tuvo paz, solo pensaban que en los próximos días sería su turno. Aquella tarde, al mismo tiempo que el pelotón de verdugos llegaba a la

cancha de tiro del regimiento, Nella Camarda volvía a casa después de su jornada en la escuela. Caminaba cerro arriba hacia el Liceo de Niñas, cuando de repente se sintió liviana, como si el cuerpo ya no le pesara y pudiera volar. «Fue una sensación de alegría, de alivio impresionante, lo recuerdo perfectamente.» Eran las cuatro de la tarde, la hora de su muerte. Hacía mucho tiempo que no se sentía contenta. «Fue una emoción muy fuerte…», hasta que al atardecer sonó el timbre de su casa. Le gustó ver a Gloria Astete, una de sus grandes amigas, que venía con Sixto Cortés y su mujer, Matilde Alcayaga. Llegaron nerviosos y, de inmediato, se dieron cuenta que ella no sabía nada. Sixto conocía bien el lugar, se acercó a la alacena, sirvió unas copas de licor y se sentaron en el living. «Mataron a Jorge», articuló Sixto, como queriendo que las palabras no salieran de su boca. Nella quedó paralizada. Ella también se negaba a creerlo. Después de unos minutos llamó al regimiento para preguntar por su marido. Lo hizo con ese modo suyo, drástico y perentorio de quien sabe mandar. Pero al otro lado de la línea nadie se inmutó, y la respuesta agregó la crueldad a la confirmación de los hechos: «Señora, su marido está muerto y enterrado. Era un extremista peligroso». No está segura, pero piensa que fue el teniente Cheyre el que le contestó con esa rudeza inmisericorde. El mismo que muchos años más tarde — cuando un socialista volvió a ser Presidente de la República—,32 se convirtió en Comandante en Jefe del Ejército. El mismo que el año 2004 proclamó un «Nunca más» y reconoció la responsabilidad institucional del Ejército en las violaciones a los derechos humanos. El mismo que en noviembre de 2018 fue condenado como encubridor de los asesinatos de la Caravana de la Muerte por el ministro Mario Carroza. Esa noche su amiga Gloria se quedó a dormir con ella. Despertó como a

las cinco de la mañana llorando desconsolada. Recién entonces pudo reaccionar. A media mañana sonó el teléfono, era su suegro. «Nella, ¿supo lo que pasó?». «Cómo no voy a saber, ¡si ya está muerto y sepultado!». El doctor Peña estaba destruido. Se lamentaba de aquel maldito paseo al valle. Como si su presencia hubiese podido cambiar el destino. En la mañana, al despertar, Flavio Cepeda, el fiel asistente de su hijo, le llevó el diario El Día en el que se publicaba el bando oficial. Llegó a la cárcel con el diario en ristre. «¡Explíquenme esto!», les enrostraba a los gendarmes.Varios lo conocían. Si era el «médico de los pobres». «Doctor, nosotros no tenemos nada que ver con esto», se excusaban, mientras le devolvían la ropa de su hijo, un cuaderno y un par de artículos de aseo a medio usar. Don Tomás tuvo que llamar a Santiago y darle la noticia a su mujer, la que amaba a su hijo mayor por sobre todas y todos. La Silvita y Rubén, sus otros hijos, estaban tan devastados como ella, la subieron en andas a un taxi en el que partieron de inmediato a La Serena. Doña Vitalia no era capaz de mantenerse en pie. Demoraron más de un día en llegar porque abundaban los controles militares que revisaban exhaustivamente a todo vehículo que no perteneciera a las fuerzas armadas. El viaje no tenía otro sentido que juntarse y llorar en familia. Ya todo había ocurrido. *** Nella Camarda viajaba en sentido contrario. Llegó a Santiago tarde en la noche a reunirse con sus hijos. María Fedora vivía con sus abuelos maternos, justo frente a la casa bombardeada del ex Presidente Allende en Tomás Moro. Allí su tía fue la encargada de contarle lo sucedido. Los miércoles en la mañana no tenía clases en el Instituto donde

estudiaba diseño, estaba en la ducha cuando la tía Julita se asomó para preguntarle si le faltaba mucho. Solo tenía que enjuagarse el bálsamo y salía de inmediato, contestó inocente y desocupó el baño apenas pudo, pensando que necesitaban ocuparlo. Estaba vistiéndose, Julia entró a su pieza y se acomodó en la cama. —Siéntate —le dijo, palpando suavemente la colcha con la mano—, quiero decirte algo… algo de tu papá. —¿Qué le pasó a mi papá? —Lo peor que le podría haber pasado. María Fedora entendió de inmediato. No sabe por qué lo entendió. Fue como un mazazo dentro de su cerebro, un temblor la remecía violentamente, se tomó la cabeza con las dos manos, «quiero verlo, lo único que quiero es verlo», repetía. La sacudió de nuevo la tía Julia, con más información pavorosa: —No puedes verlo porque ya lo sepultaron. —Pero, ¿cómo, cómo que lo sepultaron? —Porque esto es así, los ajustician, les hacen un tribunal… —se lo decía como si estuviera contando una película de bandidos, y luego le dio las instrucciones para encontrarse con su madre que venía en camino desde La Serena—. Yo sé que eres una niña fuerte, lo único que tienes que hacer de aquí en adelante es no llorar porque tu mamá no te puede ver triste, tu mamá te tiene que ver contenta, eso tienes que tenerlo claro. Elegante, impecablemente arreglada como siempre, Julia tenía hora a la peluquería y se llevó a María Fedora con ella. Para distraerla —Si te quedas aquí no vas a sacar nada, ya no hay nada que hacer, acompáñame, te vas a distraer —le dijo. María Fedora solo quería entender. Se sentó en un rincón del salón de belleza, inmóvil, como si su cuerpo y su alma se hubiesen independizado.

No lograba llorar. Le era imposible aceptar que su padre estuviera muerto y enterrado. Recién en la tarde, cuando llegó Juan Cristián desde la Escuela de la Fuerza Aérea, se abrazaron y lloraron juntos. Juan Cristián no ha logrado desbloquear del todo los recuerdos de aquellos días, cuando cursaba los últimos años de Educación Media como cadete de la Fuerza Aérea. Fue tal el impacto de la muerte de su padre que la memoria apenas deja pasar algunas frases e imágenes sueltas: que supo del golpe cuando los formaron en la Escuela y les informaron que La Moneda había sido bombardeada; que después se oían balazos y les decían que los estaban atacando pero nunca vieron nada; que tuvieron que empezar a hacer guardia en distintos lugares de la base y, entonces, los dejaban fumar; que su padre lo visitó justo antes o después del golpe, más bien antes, piensa… Que fue el marido de su prima Olga, Gonzalo Perey Lyon, el que fue a buscarlo ese día a la FACH; que iban en el auto hacia la casa de los abuelos cuando, a medio camino, le dijo de sopetón: «A tu papá lo mataron». No recuerda nada más. Perey era su apoderado en la Escuela, no era mucho mayor que él, pero era el yerno de la tía Julia y entendía de esas cosas porque había estado en la Escuela Naval. María Fedora es la que sabe que se abrazaron y lloraron juntos. Es ella la que tiene claro cuánto se impresionaron al ver llegar a su madre toda vestida de negro. El traje, las medias, zapatos, cartera… «¿Por qué estás vestida así, por qué te pones esas cosas?», le preguntó María Fedora, irritada. A la mañana siguiente, su madre recuperó su ropa de colores y volvió a ser la misma de siempre. En esos días, Nella estaba aún copada por la rabia que le producía el desamor, la traición de su marido y la ruptura matrimonial. Todavía no era capaz de asumir el desgarro irreparable de su viudez.

*** En La Serena, al día siguiente del fusilamiento, mientras lloraba en el baño junto a sus compañeros, José Urquieta no dejaba de pensar en su padre, el sargento Alberto Urquieta. Jorge Peña le había insistido que le agradeciera el trato que había tenido con él cuando llegó detenido a la comisaría. Eso fue justo antes de despedirse, la última vez que se vieron en la cárcel. El director le reiteró que no lo olvidara, que su amabilidad había sido muy significativa en esos momentos. Cinco años después, la Escuela estaba a punto de venirse abajo, no había profesores de música que quisieran trabajar allí. Cualquier cercanía con el nombre de Peña Hen o con su labor era peligrosa. A las autoridades que había nombrado el gobierno militar no les bastaba con que lo hubieran matado, también querían hacer desaparecer su obra. Pero había quienes silenciosa y porfiadamente se negaban a olvidarlo. La directora Juana Carmona, en un último intento desesperado, llamó precisamente a José Urquieta y a otros tres compañeros del Departamento de Música —el contrabajista Carlos Cortés, el percusionista Juan Carlos Ríos y el trompetista Sergio Fuentes— y los conminó a hacer clases y enseñar sus instrumentos. «Ella tuvo la visión de hacernos trabajar, y logró salvar la Escuela», relata José que sigue allí, dando clases de oboe. En esos días críticos, el profesor José Angán, el exmarino que el director invitó a tocar el trombón a la primera orquesta de la Sociedad Bach, y que luego convirtió en maestro, rondaba por los pasillos murmurando: «Puchas, qué hace falta el finado… esto sería muy distinto si Peña estuviera aquí». Como si no supiera por qué ya no estaba allí. Como si, en menos de cinco años, hubiera olvidado su propia responsabilidad.

LA REVOLUCIÓN DE LAS FLORES

A su alrededor todos sabían que la creación de la Escuela Experimental de Música no era una meta, era apenas un comienzo. El comienzo de una nueva manera de entender la música, liberarla del Conservatorio para instalarla en las escuelas y que sus efectos fueran tanto o más profundos que aprender el alfabeto. Era convertir esta experiencia en un referente para ser replicado por todo el país. Para Jorge Peña Hen, esto significaba trabajar más, poner cada día más energía y pasión en expandir el horizonte estrecho de aquellos niños y niñas nacidos entre los más pobres. No se equivocaba, son muchos los estudiantes de entonces que reconocen el efecto que tuvo en sus vidas. A América León se le humedecen los ojos cuando lo pone en palabras: «En mi familia no había ningún músico, yo no conocía ningún instrumento. Simplemente me sacaron de la Escuela 11 y me pusieron a tocar. Eso cambió totalmente mi vida. Si no me hubiera pasado esto, yo sería una persona totalmente distinta, con otros pensamientos, otra manera de ser». Era tal la urgencia del maestro, que ese primer año no le bastó con echar a andar la Escuela. Los niños seguían los estudios regulares y comenzaban a familiarizarse con la música, pero esto no le era suficiente. Aquellos que se integraron a la orquesta debían ensayar a diario para apoderarse rápidamente del instrumento, aprender teoría y solfeo.

No habían pasado seis meses desde la creación de la escuela cuando llevó a la Orquesta Sinfónica Infantil ni más ni menos que al Teatro Municipal de Santiago. El miércoles 3 de noviembre de 1965, esos músicos que un año antes no conocían un violín ni una flauta, que no sabían lo que era un concierto, se instalaron en el más respetable escenario del país. Alucinados por la enorme lámpara de cristal, el terciopelo rojo de sus butacas y el oro de los balcones, afinaron sus instrumentos. Mirando atentamente, con la rigurosidad que ya les inculcaba el maestro Peña, los 75 intérpretes siguieron su batuta e interpretaron esas melodías que unos meses antes recién habían escuchado por primera vez. Igual que un año antes en La Serena, allí actuaban nuevamente los dúos, tríos y quintetos, para llegar a la segunda parte con la orquesta completa tocando a Corelli, Strauss, Tschaikowsky y Peña Hen. Poca conciencia tenían de la calidad del público, encabezado por el ministro de Educación, Juan Gómez Millas, y artistas de primer nivel como Domingo Santa Cruz y Carlos Botto. El público aplaudió a rabiar, especialmente el Danubio azul de Strauss que el solista Juan Cristián Peña Camarda debió repetir. La prensa hizo notar que, aunque los pies del joven pianista no llegaban al piso, mostraba una seguridad extraordinaria frente a un piano que parecía enorme. El diario El Día de La Serena informó que entre los asistentes se comentaba que «tiene la vocación artística del padre, pero el fruto musical es de la señora Nella». Mónica González tenía ocho años y se empinaba para expresar el orgullo que sentía al ser la primera mujer trompetista de Chile. Clarina Ahumada tenía nueve, con su flauta de solista interpretó la Gavota de Gossec, luego

de que el profesor Millapol Gajardo se preocupara de darle un vaso de leche tibia para calmar los nervios. A muchos músicos profesionales, especialmente aquellos de la Universidad Católica, se les paraban los pelos frente a este experimento nortino. Criticaban ácidamente los arreglos orquestales de Peña para adaptar las partituras a sus pequeños ejecutantes. Les falta técnica, decían, no tienen asumido el concepto de calidad. No concebían un músico sin años de estudio junto a un maestro de excelencia. Uno de los principales detractores era precisamente el director del Departamento de Música de dicha universidad, el joven Fernando Rosas, que treinta años después no solo reconoció su error, sino que revivió la «locura» de Peña Hen creando orquestas infantiles y juveniles a lo largo de todo el país. Pero Peña y sus niños pudieron más que los puristas de la música docta. El Presidente de la República, Eduardo Frei Montalva, los recibió en La Moneda, y en las revistas especializadas se calificó su presentación como uno de los hitos culturales del año. La Revista Musical Chilena iba más allá de lo meramente artístico y señalaba: «Desde el punto de vista sociológico el experimento ha sido tan importante como en lo musical; estos niños, hijos de obreros en su inmensa mayoría, han logrado enriquecer el bajo nivel educacional de sus padres y es frecuente ver a las madres ir a la escuela a escuchar a su hijo tocar obras de Haendel, Corelli y Vivaldi». El compositor Alfonso Letelier escribió en el semanario PEC que aquel día el Teatro Municipal «fue escenario de un acontecimiento de esos llamados a renovar los conceptos y hábitos caducos de nuestra docencia musical, tanto escolar como especial. La presentación de la Orquesta Infantil ha sorprendido, y con razón, a público y autoridades. […] Lo que

escuchamos en el Municipal es algo enteramente nuevo, inusitado entre nosotros». Pero el máximo reconocimiento vino del crítico de El Mercurio, el músico español Vicente Salas Viú. La voz del especialista alababa a Peña Hen y a los profesores del Conservatorio y la Escuela de La Serena al conseguir de esos más de setenta intérpretes una «muy estimable afinación» y «la perfecta simultaneidad de sonidos en las diversas partes orquestales y la seguridad en las entradas. Todo ello al servicio de la expresión musical, que no faltó en las dos largas composiciones ofrecidas: el interludio de El lago de los cisnes de Tchaikowsky y El Danubio azul de Johan Strauss […] Fue particularmente emocionante en este concierto admirar la entrega a la música, la participación en el fenómeno musical de todos y cada uno de los pequeños ejecutantes. Al lado de esto, la seguridad que demostraron acredita por igual el acierto en la delicada labor pedagógica realizada por sus profesores». La estrategia de Peña Hen, mostrar primero y pedir después, volvió a dar frutos. El 16 de febrero de 1966, se establecía por ley un impuesto adicional del diez por ciento a las entradas de cine y teatro de las provincias de Atacama y Coquimbo que «se pondrá a disposición de la Sociedad Juan Sebastián Bach de La Serena, para que atienda la mantención de una Orquesta Sinfónica y promueva actividades docentes y de extensión cultural». Si bien estos recursos no iban directamente a reforzar la Escuela, permitían consolidar la orquesta de adultos y tener buenos maestros. Los niños volvieron exultantes de su presentación en el Municipal. No paraban de contar la experiencia, en el teatro, La Moneda, el Senado, donde también ofrecieron un concierto invitados por los parlamentarios de la zona. Al volver a clases, tuvieron que dar vuelta la página rápidamente. Ahora el

maestro los quería tocando, cantando, actuando. El mensaje estaba claro: siempre había que mirar más alto, siempre se podía conseguir un poco más. *** La jornada de Jorge Peña no terminaba cuando llegaba a su casa. Lo habitual era que después de cenar, cuando Nella ya había despejado la mesa del comedor, él se instalara a seguir trabajando. Su mujer se sentaba a su lado, olvidaba sus ensayos y las clases de piano, dejaba de lado su música y asumía su rol de dueña de casa. Acompañaba a su marido cosiendo y zurciendo la ropa de la familia, que en ese entonces tenía que durar años, por lo que se cuidaba, se arreglaba y se traspasaba de unos a otros. Y mientras pasaba los hilos, comentaban los acontecimientos del día, las nuevas orquestaciones que él estaba preparando, los futuros conciertos de la Sociedad Bach, los planes para los próximos meses y, por cierto, los malabares para llegar a fin de mes con sus escasos ingresos. Su dedicación a la música no tenía relación con el sueldo que recibía ni con los días de la semana. Él trabajaba hasta que se cansaba, no importaba que fuera martes o domingo. Y allí estaba siempre Nella, apoyándolo, aportando ideas, aterrizándolo. Los fines de semana llegaban a su casa Lautaro Rojas, su brazo derecho, el abogado Alejandro Jiliberto, su amigo del alma que «legalizaba» todos sus proyectos, y otros compañeros con los cuales lo que parecía descanso y conversación banal derivaba muy pronto en la planificación de nuevos conciertos, discusiones sobre cómo hacer más en el Conservatorio o cómo mejorar el coro de la Sociedad Bach. Para doña Vitalia, su madre, era el mismo niño de siempre, jugando a ser el domador del circo, el que dirigía y armaba el juego. La lectura y la playa lo relajaban. Durante los fines de semana, le gustaba pasear y bañarse en el mar con Bonzo, el bóxer de María Fedora. En la

semana, cuando hacía calor, se arrancaba con Nella a la hora de almuerzo a darse un chapuzón, y también en las noches, cuando el litoral quedaba vacío y las únicas almas bajo las estrellas eran las suyas, gozaban de la naturaleza y hacían el amor. Sacar a Nella en sus brazos robándosela a las olas era uno de sus placeres. «Jorge no era sentimental, no era de hacer cariños en público, pero era tierno en la cama, apasionadísimo.» Ella supo de inmediato que a su marido algo nuevo le había tomado el alma. Hacía varios días que se apuraba más de la cuenta en terminar de cenar, incluso ayudaba a que todo quedara limpio, se ubicaba ante sus hojas de pauta y la llamaba a sentarse a su lado. Estaba contento. Una de esas noches apareció con El libro de los niños del poeta Óscar Jara Azócar, quien había convertido en versos siete cuentos de Charles Perrault. Ya lo había decidido: era el momento de estrenar una ópera. Le explicaba que no debían limitarse a la música, que debían perseguir una educación artística integral y, por lo tanto, la ópera era la mejor manera de lograrlo. De hecho, muchos de sus alumnos ya tenían la experiencia de los Retablos de Navidad. «Ven, Pollo, acompáñame —estaba ansioso, como si esa nueva creación ya no aguantara dentro de su cabeza—, vamos a hacer La Cenicienta». Con el libro de Jara y un original de Perrault, comenzó a imaginar las escenas y a componer la música. En el margen de los libros, dibujaba un pentagrama con su lápiz de mina para ir anotando las notas y, al mismo tiempo, adaptar los textos originales: «Cenicienta: ¡Eha tú!, señor don flojo, deja tú de invitarme a jugar, ojalá tuvieras fuerzas para cortarme la leña… ¿Te apena mi agotamiento? No importa… cantando olvido el cansancio». Jorge cantaba y se reía, mientras componía. Le hacía gracia imaginar a sus niños en los distintos roles. Estaba radiante. En apenas dos meses, La Cenicienta estuvo terminada. Es que no podía

perder tiempo, había que estrenarla pronto, y los niños tenían que ensayarla, aprenderla a la perfección, interpretarla como auténticos profesionales. Con los aplausos santiaguinos aún resonando en sus cabezas, los niños asumieron que además de tocar sus instrumentos, tenían que aprender a bailar, actuar, participar en el coro, cantar a dúo y ser solistas. Y cumplieron. El viernes 11 de noviembre, el Teatro Municipal de La Serena estaba tan repleto como en el estreno de la Orquesta Infantil dos años antes. Era la primera vez que en Latinoamérica se presentaba un espectáculo de esta naturaleza: una ópera en tres actos, especialmente creada para ser montada por niños, con libreto del poeta Óscar Jara Azocar y música de Jorge Peña Hen. El público estaba expectante y los artistas nerviosos. El director saludó en medio de los aplausos y esperó el silencio de la sala, levantó su batuta y dio el vamos a la orquesta para comenzar con la obertura del primer acto. La escenografía, los trajes, la seriedad y concentración con que cada uno de los artistas encarnó su parte, no dejó a nadie indiferente. Los padres lloraban al ver a sus criaturas convertidas en verdaderos artistas. Fue un éxito rotundo. En los camarines, el maestro los felicitaba uno por uno. Pero, al mismo tiempo, consciente de que los aplausos pueden marear a cualquiera, les advertía que estaban recién comenzado, que faltaba mucho camino por recorrer, subrayaba que entre ellos no había ninguna estrella, que el éxito era de todos, del trabajo en conjunto. La Cenicienta fue una de las obras más relevantes de Peña Hen. Sin duda la que más se ha interpretado. Después de su estreno en La Serena, salió en gira por diversas ciudades del país y también del extranjero. Al final de cada función, el maestro recibía satisfecho los aplausos y saludaba con especial emoción a la eximia concertino, María Fedora Peña Camarda.

Por cierto, volvieron con aquella obra al Municipal de Santiago. Y nuevamente la función resultó inolvidable. A Cecilia Ramos, la protagonista, se le atascó la zapatilla que debía dejar en el escenario para que fuera encontrada por el príncipe. Cuando ya estaba a punto de llegar a la cumbre de la escalera del palacio, para saltar hacia un colchón detrás de la escenografía, decidió sacarse la zapatilla con la mano y lanzarla de vuelta al escenario. Afortunadamente no era un zapato de cristal ya que el zapatillazo dio de lleno en el enamorado príncipe representado por el Chega, el contrabajista Carlos Cortés. Tras bambalinas apenas lograron contener la risa, pero todo siguió adelante como si nada… ya sabían que el show siempre debe continuar. Así lo hicieron también en sus giras internacionales, donde nada detenía su música. En Arequipa, la altura se hizo sentir con fuerza en medio de un concierto. La primera en desmayarse fue la violinista Jimena Álvarez, que estuvo tan mal que terminó viajando en avión a Lima. Después el chelo de Rosa Ramos empezó a inclinarse peligrosamente hacia un lado; luego Edith Maureira y el Chega Cortés que no lograron sostener sus contrabajos, y así varios fueron cayendo. Mientras algún profesor los retiraba discretamente del escenario, los demás seguían tocando tal como les había dicho don Jorge: siempre había que tocar, pasara lo que pasara. Desapareció media orquesta, pero llegaron al final de la función. Eso no impidió seguir a Lima donde ofrecieron tres conciertos, uno de ellos en el Teatro Municipal. La Cenicienta da cuenta de cuán compenetrado estaba Peña Hen con el mundo infantil. La unidad entre la música y el texto fluye con tal naturalidad que tanto para la orquesta como para los que actuaban sobre el escenario la ópera era una fiesta. Sumaban más de ochenta participantes y muchos asistían a los ensayos, aunque no estuvieran citados. Prácticamente

todos se aprendieron de memoria la obra completa, la música, el coro, los movimientos, las arias, los recitativos. Durante las funciones, cuando no tenían que tocar su instrumento, los músicos se unían al coro. «No lo podíamos evitar, nos sabíamos todo. Con los amigos, montábamos la ópera en el patio de mi casa», recuerda Mabel Muñoz. La casa de los Peña-Camarda estaba siempre abierta, sus hijos compartían desde pequeños con grandes figuras que pasaban por La Serena como parlamentarios, autoridades universitarias, ministros de Educación como Juan Gómez Millas o Máximo Pacheco, el doctor Salvador Allende, candidato histórico de la izquierda, entre otros. Pero sobre todo la casa estaba abierta para los niños y niñas que llegaban a jugar. Con ellos, el retraimiento que Peña Hen mostraba entre los adultos desaparecía, se volvía locuaz, cariñoso, inventaba historias y travesuras. Ninguno de aquellos niños olvida el mítico tren de la casa de don Jorge. Era un tren eléctrico que los abuelos Peña-Hen habían traído de Europa. Pero eso es poco decir. Cuando compraron la casa de la calle Rodríguez, dejaron una pieza especial para el tren. Era una casa pequeña; al fondo después del patio de baldosas, junto al baño y la pieza de servicio, estaba aquel lugar mágico al que los acompañaba el maestro en persona. Sobre una mesa enorme, hacía andar esa máquina brillante que circulaba por puentes y túneles, paraba en el semáforo, subía cerros de papel maché, paisajes rodeados de árboles, casitas y todo lo que él y Juan Cristián construían con engrudo, papel, pedacitos de madera. Aunque María Fedora y Juan Cristián prácticamente no estudiaron en la Escuela Experimental, sino en otros colegios privados como el Colegio Inglés, muchos de sus amigos eran los niños de la orquesta. Andrés Adaro jamás olvidó cómo lo hipnotizaba aquel tren; ningún otro niño, solo su amigo Juan Cristián, tenía algo tan maravilloso. Lo mismo le

pasaba a Clarina Ahumada. Con su amiga María Fedora tenía acceso a cosas y lugares que eran impensables para una niña como ella. Juntas iban a la terraza del Hotel Turismo, allí se sentaban a conversar como lo hacían los adultos de la aristocracia serenense, juntas escuchaban la música de los Beatles, aunque eso era en secreto porque a don Jorge aquella música no le simpatizaba… Si hasta un año nuevo pasó en la casa de los Peña Camarda, con don Jorge tocando al piano «apaga luz, Mariluz, apaga luz», y todos cantando y bailando en trencito. Clarina se sentía un poco extranjera, todo era tan distinto a su casa, la formalidad que la señora Nella imponía al sentarse a la mesa, la empleada con delantal azul y pechera blanca, extranjera pero feliz. Los logros de la Escuela eran un prodigio. No solo por esos niños sacados de la miseria para convertirlos en músicos, sino por la precariedad en la que trabajaban. Apenas tenían instrumentos, no alcanzaban para todos, y en su mayoría eran de pésima calidad. Hasta un profesional tenía dificultades para sacarles un buen sonido. Pero eso no era impedimento para un porfiado Jorge Peña que parecía no dimensionar los obstáculos, como si bastara ponerse manos a la obra. Y así lo hizo consiguiendo cualquier instrumento que alguien daba de baja. Su principal donante era el Ejército, que le surtía de bronces, especialmente trompetas y cornos. Pero como era insuficiente, decidió sacarle partido a otro de sus talentos, el de artesano. Le gustaba construir juguetes de madera para sus hijos, fabricó un teatro de títeres y un barco con todos sus artefactos, incluyendo los minúsculos tripulantes. Con esa pericia, transformó al maestro Ramón Pastén de mueblista en luthier, para que no solo reparara los estantes y escritorios de la Escuela sino también sus instrumentos. A poco andar, bajo las órdenes del profesor Max Muñoz, terminó fabricando violines.

No serían Stradivarius pero eran mejor que nada y a muchos les sirvieron para comenzar. Sobre todo cuando el maestro Pastén fue perfeccionándose, y Jorge Peña descubrió un tesoro para conseguir materia prima: el patio de la estación de Ferrocarriles de La Serena estaba repleto de durmientes en desuso que eran de pino oregón. No demoró ni un segundo en escribirle a Francisco López, jefe del departamento de Explotación Regional Norte, la empresa de Ferrocarriles del Estado, explicándole que aquellos maderos que solo servirían para leña podían transformarse en instrumentos musicales y beneficiar a cientos de niños, que simplemente tenía que donárselos a la Escuela. A medida que sus logros se hicieron conocidos, las donaciones fueron mejorando. En 1967, el Cuerpo de Paz de Estados Unidos no solo le donó una cantidad importante de instrumentos cero kilómetros, sino que envió a jóvenes voluntarios a colaborar con la docencia. Eran jóvenes veinteañeros con buena formación musical, uno enseñaba violín, otro era un contrabajista de excelencia, había un trompetista y hasta un director de orquesta. Unos años más tarde, desde la República Democrática Alemana llegaron más instrumentos nuevos. Medio siglo después, a José Urquieta le vuelve a brillar la mirada al evocar ese oboe reluciente que nadie había tocado antes que él. Era como un regalo divino, después de años luchando con un descarte de la banda militar, «¡esto era otra cosa!». Hugo Domínguez se asustó cuando llegó atrasado a un ensayo y vio que su puesto en los timbales estaba ocupado. Era alumno del Conservatorio, sabía leer música, y el maestro lo invitó a integrarse a la Orquesta de la Sociedad Bach que era cada vez más profesional. «Hasta aquí no más llegué», pensó mientras sentía que el piso se desfondaba. Amaba la música, mucho más que sus estudios de constructor civil. Durante sus meses como timbalero, el joven Domínguez había aprendido a conocer la mirada intensa

y penetrante del director, esa mirada que daba cuenta de su urgencia por lograr la excelencia. También sabía que cuando algo no le gustaba, afloraba su genio, con un vozarrón impostado que no dejaba dudas sobre quién era el jefe. Esperó con un nudo en el estómago hasta que terminó el ensayo y, para su sorpresa, no estaba despedido. Simplemente, Peña Hen tenía otra idea para él: como tocaba clarinete y saxofón, de ahora en adelante tocaría el saxo barítono, un tipo de saxo que el director había descubierto que podía suplir al fagot, instrumento que la orquesta no tenía. Poco tiempo después, el maestro lo citó en su casa. Apenas entró, sin mayores preámbulos, le entregó un fagot que había llegado en la donación de Estados Unidos: «Este es el instrumento que tienes que tocar», le dijo, y así cambió su vida. «Me enamoré del instrumento inmediatamente. Me puse a estudiar como loco, viajaba todos los fines de semana a Santiago al Instituto de Música de la Universidad Católica, que dirigía Fernando Rosas, y que los sábados hacía clases para los músicos de regiones. Un año después, me contrataron como profesor de la Escuela Experimental y me encontré en medio de esa experiencia extraordinaria. Él me tuvo mucha fe.» Si Peña Hen no se hubiera cruzado en su camino, quizás habría terminado su carrera de Constructor Civil. Pero había puesto sus ojos en él, y había tejido su destino desde los timbales hasta la Escuela, pasando por el saxo y el fagot. Domínguez entendió —como lo hacían tarde o temprano todos sus colaboradores— que el maestro organizaba su entorno, planificando con varias jugadas de anticipación. Algunas de sus decisiones provocaban sorpresa, pero bastaba con esperar un poco para comprobar que él había previsto las consecuencias. Quienes lo conocieron de cerca destacan su claridad mental y su permanente concentración en la música. A veces parecía tímido, incluso un

poco hosco, pero era solo una apariencia, en realidad no tenía espacio para la frivolidad y la vida social insulsa, iba más adelante que los demás, ensimismado en sus sueños, organizando la próxima jugada al ritmo de alguna melodía que tarareaba sin darse cuenta. Apenas se ponía a trabajar, se esponjaba, la timidez desaparecía y surgía un profesor cálido y estimulante, capaz de descifrar lo complejo e inyectar entusiasmo en las empresas más difíciles. Esos últimos años de la década del sesenta todo parecía ir en ascenso. La Escuela se consolidaba, sumaba alumnos, demostraba que era viable combinar la educación tradicional con el desarrollo artístico. Era un modelo que podría replicarse en otras partes del país. Paralelamente, la Universidad de Chile se comprometía más con su sede regional y tanto el Conservatorio como la Sociedad Bach tenían un financiamiento más estable, lo que permitía aumentar los conciertos y las giras de la Orquesta Sinfónica de La Serena. Las excentricidades del «Loco Peña» ya no sonaban a desvarío, por el contrario, sintonizaban cada vez más con el desarrollo del país, donde la efervescencia política permeaba todos los sectores, entusiasmando a millones con cambios sociales que traían más igualdad y más justicia. El Presidente Eduardo Frei decidió profundizar la «reforma del macetero» como se bautizó a la mezquina reforma al agro que inició el Presidente Jorge Alessandri ante los campos baldíos y, sobre todo, la presión norteamericana para elevar la producción agrícola y contrarrestar la Revolución cubana. En julio de 1967, Frei promulgó dos leyes que harían efectiva la reforma, permitiendo un proceso efectivo de expropiación de tierras y el traspaso de la propiedad a los campesinos que la trabajaban. Más de tres millones de hectáreas se incorporaron a este proceso que, además de

buscar un mayor rendimiento, significó una transformación profunda en la vida social, cultural y política del mundo rural. Las grandes utopías parecían posibles, pero no solo aquellas que se inspiraban en la Unión Soviética y Cuba. Eduardo Frei proponía una «revolución en libertad», superando los dos bloques de la guerra fría. Miles de chilenos creían factible la revolución sin derrumbar la democracia. En las universidades, las viejas estructuras también se venían abajo, igual que en los campos. Insospechadamente, las primeras en vivir la rebelión estudiantil —con los jóvenes inspirados en el Concilio Vaticano II— fueron las universidades católicas, en Valparaíso primero, y luego en Santiago. Los estudiantes democratacristianos eran la vanguardia. A ellos se sumaron rápidamente los jóvenes de izquierda y las tomas en los campus de todo el país. Los universitarios no querían más cátedras desde las alturas, eran nuevos tiempos, querían participar, tomar decisiones, libertad de cátedra y autonomía, elegir a sus autoridades, que la universidad se abriera a la sociedad, estaban allí para formarse en las materias que les servirían para construir un mundo mejor. El Mercurio acusaba a «grupos marxistas» como responsables de las tomas, lo que enfureció a los dirigentes cristianos que el 11 de agosto de 1967 desplegaron un lienzo enorme en la fachada de la Universidad Católica de Santiago que acusaba: «Chileno: El Mercurio Miente». Era una acción profundamente rupturista que remeció a toda la sociedad. El ansia de un mundo mejor brotaba por todas partes. A los movimientos más ideológicos se sumaba una nueva mirada, la de los hippies, con sus flores, sus llamados al amor y a la paz, y sus pitos de marihuana. Era un Chile agitado y optimista, en el que los sueños de Peña Hen, lejos de parecer estrafalarios, calzaban a la perfección con los aires

revolucionarios. La cultura para todos era parte de las transformaciones urgentes. El futuro era luminoso y estaba a la vuelta de la esquina. *** Era imposible que la Escuela Experimental de La Serena quedara al margen de la efervescencia revolucionaria que se vivía a fines del gobierno de Eduardo Frei Montalva. A Jorge Peña Hen se le hacía difícil manejarse con tranquilidad entre las exigencias musicales, las demandas estudiantiles que comenzaban a contagiar a sus alumnos, la relación con el gobierno demócrata cristiano que le ayudaba a financiar sus proyectos y, sobre todo, las dificultades matrimoniales con Nella, cuyo surmenage —como diagnosticaron los médicos— la obligaron a trasladarse a la casa de sus padres en Santiago. Eso fue el año 69. Durante más de un mes, Nella estuvo en cama sin poder levantarse. Estaba agotada de las clases, de atender a los músicos de la orquesta, los ensayos, las visitas ilustres a la casa, pagar las cuentas, La Serena. «No tenía ayuda, Jorge solo se ocupaba de su música», explica sin culpa. Lo cierto es que también la abrumaban los celos. Y a diferencia de otras mujeres que en aquella época se acomodaban a las infidelidades de sus maridos, ella se negaba a simular que no veía. Lo encaraba, le enrostraba su falta de amor, de respeto, de preocupación por ella y la familia, amenazaba con dejarlo. Sin embargo, siempre sucumbía a las promesas. Cuando estaba a punto de cumplir con su abandono, Jorge cerraba la oficina, olvidaba la música por unas horas y corría a rogarle, a convencerla de que la vida sin ella era un imposible. Pero las cosas iban empeorando, y Nella incluso había consultado a un abogado. Mientras ella se recuperaba en Santiago, a Jorge le estalló una úlcera que

también lo obligó a parar. Tuvo que aceptar que otros lo reemplazaran en los ensayos y hasta en algunas presentaciones. No cabía duda de que estaba mal. Los médicos le impusieron reposo, pero hizo instalar un teléfono en el velador desde donde dirigía todo lo que podía, además de sostener las reuniones más relevantes en su dormitorio. En los momentos de tranquilidad, se consolaba escuchando las grabaciones de piano de Nella que había reunido en una de esas cintas de carrete redondo que se usaban en las primeras grabadoras portátiles. La llamaba por teléfono, pero ella respondía que por orden médica no podía saber nada de lo que pasaba en La Serena, y menos con él. Pero saber que él escuchaba sus grabaciones, la fascinaba. «¡Qué Jorge ocupara tiempo en mí era increíble!». Finalmente, Nella volvió y la úlcera se superó. Pero el tiempo de paz duró poco. El triunfo de Salvador Allende en las presidenciales de 1970 lo remeció todo. Las esperanzas revolucionarias que anunciaban un mundo mejor se volvían realidad. Jorge Peña se sentía feliz ante esa utopía, mientras Nella arriscaba la nariz, cauta y temerosa. La Escuela, que pertenecía a la Universidad de Chile, se agitaba al ritmo del país. El Centro de Alumnos comenzó a reclamar por el hacinamiento en que se encontraban. Las matrículas habían crecido exponencialmente y los cursos ya cubrían la enseñanza escolar completa. La Casa Claussen, con sus dos patios centrales, más algunas construcciones precarias como camarines y un subterráneo hediondo y húmedo que se usaba como casino, no daba abasto. Las protestas del alumnado no dieron resultado, ni Peña Hen ni los profesores escuchaban sus demandas ni se conmovían ante sus incomodidades. A comienzos de 1971, unos cincuenta alumnos de Educación Media se tomaron la escuela, tapiaron la puerta y la rodearon para no dejar entrar a nadie. Exigían la expropiación de la casa vecina, la

Casa Piñera,33 propiedad de una de las familias más reconocidas de la zona pero donde solo vivía un par de cuidadoras, que cada tanto recibían al entonces obispo de Temuco, Bernardino Piñera. La toma era apoyada prácticamente por todos los estudiantes, que sumaban unos 400. Era un movimiento transversal, al que aún no entraba la polarización política. Jorge Peña Hen estaba furioso. Golpeó la puerta, la pateó, gritó que era el director y tenía derecho a entrar, que no podían dejarlo fuera, que debían entregar el establecimiento. Los jóvenes le temían, les tiritaban las piernas ante su ira, la presión era enérgica, pero ninguno aflojó y no cedieron. Aceptaron dialogar, pero fuera de allí, en su oficina del Conservatorio o en alguna sala de audiencias. Nunca pensó que sus niños regalones protagonizarían un episodio como ese. Sabía que una toma y una expropiación, por justas que fueran, llevarían la política al interior de la escuela. Él siempre había mantenido separada la música de sus ideas socialistas. De hecho, muchos de sus colegas —tanto en la escuela como en la orquesta— eran de derecha. Andrés Adaro, uno de los dirigentes de aquella toma, siendo compañero de Juan Cristián Peña en sus primeros años de colegio, visitó la casa de su amigo y vio un gran afiche de Salvador Allende cuando competía con Eduardo Frei en la elección de 1964. Pero de su posición política no se hablaba públicamente, y tampoco impidió que el maestro llevara a sus niños a tocar en los festejos de la transmisión del mando de Frei. Para él, lo relevante era que el Presidente, quien quiera que fuese, entendiera y financiara su obra. En el Chile de aquellos años, se pensaba y se practicaba la convivencia con los otros, con los que pensaban y votaban distinto. Eso no afectaba la amistad y mucho menos el trabajar juntos. Para Jorge Peña Hen, la música y la política no tenían por qué mezclarse y así lo intentó hasta donde pudo.

La toma duró tres o cuatro días. Finalmente, el director accedió a conversar. Era otro, recuerdan quienes estuvieron sentados a la mesa. «Miren cabros —les dijo—, me han dado una lección. Con lo ocurrido, entiendo que ustedes ya no son los niños que yo veía, tengo que cambiar mi trato con ustedes. Me doy cuenta que son jóvenes que tienen planteamientos válidos que es necesario escuchar.» Con esa muñeca infalible que lo caracterizaba, los conquistó de inmediato. Bajaron la guardia y, en pocos minutos, los había convencido de que ellos —junto a él y a los profesores— debían luchar juntos para obtener la casa vecina. Más aún, les informó que ya había iniciado conversaciones con la familia Piñera para que la Universidad comprara aquella vivienda desocupada y la cediera a la Escuela Experimental de Música. En una ceremonia solemne, los dirigentes del Centro de Alumnos entregaron la Escuela. A partir de entonces, la relación con el director fue distinta, más estrecha, de diálogo permanente. Así se enteraron de que los dueños no querían vender, pero que las autoridades intentarían expropiarla. Sin embargo, los meses pasaban y todo seguía igual. Peña viajaba regularmente a Santiago, pero se negaba a que lo acompañaran los estudiantes, hasta que se aburrieron y partieron por su cuenta a encarar al rector Edgardo Boeninger, ya que su escuela dependía de la Universidad de Chile. El rector no los recibió, pero sí su secretario. Los trámites de expropiación estaban en marcha, pero eran lentos. Tuvieron que reconocer ante sus compañeros que Peña Hen no les estaba metiendo el dedo en la boca y que más valía confiar en él. El tiempo seguía avanzando, y nada. Después de una asamblea, los jóvenes volvieron a amenazar con una nueva toma. «Ese no es el punto,

¿por qué no se toman la Casa Piñera mejor? Sería más eficiente», respondió Peña. La sorpresa fue mayúscula. Aún no se recuperaban de la primera impresión, cuando descubrieron que, como siempre, el maestro iba varias jugadas más adelante. «Pero no se la van a tomar ustedes, vamos a participar todos, alumnos, profesores, administrativos, todos.» Andrés Adaro recuerda la euforia de aquellos días, impregnados por la idea de pedir lo imposible. Entre todos botaron el muro del patio que separaba ambas construcciones, y la escuela se expandió de un momento a otro. Era una casa neoclásica típica del siglo XIX, impecablemente cuidada. El primer patio tenía ocho habitaciones, dos salones centrales, dos comedores con largas mesas dispuestas para la cena, por si alguien llegaba de improviso. Todos los patios, incluyendo uno enorme en la parte trasera, lucían jardines perfectamente cuidados. Muchos recuerdan el enorme magnolio de flores blancas. Una noche en medio de la toma, cuando la mayoría de los que quedaban haciendo el turno eran alumnos y profesores proclives a la Unidad Popular, el maestro se sentó al piano y comenzó a tocar la Internacional, varios la cantaron puño en alto para luego enseñarle a sus compañeros la Marsellesa Socialista.34 Fue una toma que no tuvo fin. Rápidamente, la Media se instaló en la Casa Piñera y los más pequeños se mantuvieron en el edificio original. En medio de la creciente agitación de la Unidad Popular, el rector Boeninger —demócrata cristiano y opositor al gobierno de Allende— consiguió los recursos para la expropiación. No fue fácil, pero el rector puso toda su tenacidad en ello. Y es que su relación con Jorge Peña Hen era larga y especial; siempre apoyó incondicionalmente sus proyectos, incluso más que algunas autoridades universitarias de La Serena. Fue una amistad

que llegó a poner en aprietos a Jorge Peña Hen en 1973, cuando el Partido Socialista le pidió que apoyara la candidatura del economista Felipe Herrera —también militante socialista— para desbancar al rector, a quien sus opositores denigraban con gritos contra «el fascista Boeninger». El profesor Américo Giusti fue testigo de aquellos momentos. Peña se comprometió con sus compañeros, la polarización política no dejaba espacio para otra conducta. Pero no quedó tranquilo. Se paseaba por el patio de la escuela con las manos en la espalda, de un lado a otro, cabizbajo, abrumado. Era evidente que para él no era inocuo abandonar al amigo, traicionar a Boeninger quizás le parecía aún más grave que engañar al partido. Finalmente, se detuvo en el centro de la cancha donde se jugaba fútbol y exclamó, como hablándose a sí mismo: «Mi único candidato es Juan Sebastián Bach». *** Las cosas pasaban rápido durante la Unidad Popular. Todo parecía acelerarse, moverse, cambiar. La vida era un torbellino de entusiasmo y excitación. A la revolución política se sumaba la revolución de las flores, esa de los hippies que promovían paz y amor sin límites. Todo parecía factible. Por lo menos así se vivía en la Escuela hasta 1971. Aumentaban los alumnos, llegaban nuevos músicos y se multiplicaban las orquestas infantiles. A la Pedro Humberto Allende —la aspiración de todos—, que dirigía Peña Hen, siguió la Enrique Soro y, luego, la René Amengual.35 Aquel año, todo parecía florecer. En la oposición, la DC se tranquilizaba luego de que el Congreso aprobara un Estatuto de Garantías impuesto al Presidente Allende. En el campo se aceleraba la reforma agraria y, en abril, el gobierno obtuvo el 51 por ciento de los votos en las elecciones

municipales, dando sustento efectivo a la llamada «vía chilena al socialismo» y a la nacionalización de todas las minas de cobre. El músico se sentía cada vez más realizado. Al llegar la primavera, le escribe una larga carta a sus padres que viajaban por Europa. La Serena, 25/9/71 Querida Mamá: […] Lo que me cuenta de la fiesta del 18 en la embajada es muy bien narrado y he podido vivir aquello. Sin duda Pablo Neruda es el mejor embajador que Chile pudo haber enviado a Francia. Mi vida acá sigue con las características de siempre: angustiado por el trabajo y, no precisamente por lo que hago, que me encanta, sino por la falta de tiempo para poder realizar todo lo que deseo y necesito hacer. Mis proyectos siguen viento a favor y cada día me asiste más la certeza que saldré adelante y que mis planteamientos sobre la Educación Musical se impondrán nacionalmente y pesarán en el ámbito latinoamericano. A fines de octubre realizaremos en La Serena unas jornadas de demostración del trabajo del Conservatorio de La Serena y mesas redondas para discutir el problema nacional de la Educación Musical. Asistirá la Directora General de Educación Primaria y el asesor de Ed. Musical del ministerio, junto a varios profesores de la Facultad de Música y de la UC de Santiago. […] En este momento le estoy escribiendo desde la pieza del tren. Me he venido a refugiar acá arrancando de una fiesta que organizó Juan Cristián; es la primera que hace en su casa y supongo que no será la última. Los niños crecen con una rapidez vertiginosa y adquieren una increíble e insospechada madurez. El tiempo pasa sin que uno se percate de ello. Me parece que hubieran sucedido ayer los hechos de la niñez, de la juventud, de cuando me casé. Los recuerdos están tan claros y parecen tan cercanos como queridos. Pero cuando veo que mis hijos tienen 18 y 15 años y muestran ya que son personas que se alejan y se rebelan y tienden a lo inexorable — la libertad y el libre albedrío— caigo en la realidad presente que vivo y que vivimos. Siento que pasa el tiempo y de allí que me entregue con tanto ahínco al trabajo que realizo y al cumplimiento de la meta que me he trazado […] Que paseen, descansen y gocen mucho. Se lo merecen con creces. Se los dice de corazón un hijo que ha tenido la suerte de tener padres ejemplares y de haber recibido de ellos tanto. Cariños Jorge

En medio de la ebullición que provocaba la Unidad Popular, también Cupido decidió intervenir en aquellos imposibles que se hacían realidad. La

flecha caló tan hondo que Lautaro Rojas decidió abandonar a su mentor. Lo había acompañado desde el día uno, cuando Jorge Peña —recién salido de la adolescencia— lo buscó para contagiarle sus sueños, lo encaminó hacia un futuro inimaginable y lo hizo su mano derecha en cuanto proyecto se le ocurrió. Pero el amor pudo más. Lautaro era viudo, tenía tres hijos, y había jurado no casarse nunca más, porque su experiencia matrimonial había sido nefasta. Hasta que apareció Clarina Ahumada, y lo descolocó. Fue en una fiesta en los patios de la Escuela en la que participaba toda la comunidad, incluidos los padres. Ella estaba a punto de cumplir los dieciséis, se miraron desde lejos, él la sacó a bailar y, en ese baile, se produjo el embrujo del enamoramiento. Era el mismo profesor que la seleccionó a los ocho años para incorporarse a la escuela, el que le permitió elegir la flauta plateada, brillante. Vivían muy cerca y Lautaro le ofrecía llevarla a casa en su citroneta verde agua. Un día llegó con un Fiat 600 color beige y la invitó a un picnic en el campo, con sus tres hijos que eran sus compañeros de escuela. Ella cortó una rosa roja y se la regaló. Fue la señal que Lautaro Rojas necesitaba. Guardó aquella rosa por muchos años. Todo ocurrió muy lentamente, hasta que se atrevió a pedirle pololeo caminando por la playa de La Herradura: él tenía cuarenta y un años y ella era una estudiante de segundo medio, apenas cuatro años mayor que su hija Carmen Luz. Lo único que querían era casarse cuanto antes. De allí en adelante todo fue un caos. Lautaro fue a expresar sus buenas intenciones a don Guillermo Ahumada, con quien tenía muy buenas relaciones ya que cantaban juntos en el coro y lo conocían como profesor. Pero una cosa era ser profesor y otra, muy distinta, ser novio. La reacción del padre fue violenta, lo echaron a gritos de la casa. Ella iría a la escuela y volvería de inmediato a casa. Quedó literalmente encerrada. La noticia

corrió como pólvora encendida. Varios profesores se acercaron a la joven a decirle que Lautaro era mujeriego, picaflor, que veía un par de piernas y corría tras ellas. Ella respondía: «Puede ser, pero yo estoy enamorada de él». Jorge Peña Hen enfureció. Han pasado casi cincuenta años y Clarina todavía resiente la reacción del maestro. Acababa de entrar a un ensayo, a punto de interpretar el Vals de las flores de Tchaikovsky, el director la miró fijo y le espetó violentamente: «Usted ya no va a tocar más, se puede retirar». Luego la citó a su oficina del Conservatorio, le explicó que Lautaro era muy importante para él, que lo necesitaba, que si estaba dispuesta a dejarlo le regalaría una flauta y se comprometía a conseguirle una beca en Estados Unidos. Que con Lautaro lo único que le esperaba era irse a un pueblo rural a sacar papas. Ella, llorando, asustada frente al director, rechazó cualquier oferta y la conversación terminó ante un Peña Hen indignado frente a tal locura, que además entorpecía sus planes. A escondidas de sus padres, que le prohibían verlo, partió a casa de Lautaro a contarle lo ocurrido. Estaban sentados en el living, cuando vieron llegar a Jorge Peña a través de los ventanales. Ella se escondió en un baño de visitas y desde allí escuchó la conversación. «Le ofreció lo que quisiera para avanzar en su carrera —cuenta con cierta tristeza—, que yo le iba a arruinar la vida, que era una cabra chica, coqueta, que lo iba a dejar apenas creciera, que se acostara conmigo y que esto no pasara a mayores.» Clarina terminó el año escolar fuera de la orquesta y sus padres la mandaron a Santiago a continuar sus estudios secundarios y seguir con la música en el Conservatorio. Lautaro viajaba a encontrase con ella cada vez que podía hasta que, finalmente, en 1971, después de enormes esfuerzos, logró ser contratado por la Orquesta Sinfónica y abandonó La Serena. A los pocos meses, Clarina esperaba su primer hijo, Francisco, hoy

violinista de la Orquesta Filarmónica de Santiago. *** Sin Lautaro Rojas, se hacía aún más urgente contratar nuevos profesores. Américo Giusti cursaba Ingeniería Eléctrica en la Universidad Técnica. Antes había estudiado violín en la Universidad Austral de Valdivia, pero tras una crisis existencial, en la que concluyó que un país subdesarrollado como Chile necesitaba más ingenieros que músicos, había decidido cambiar de rumbo. Aunque en su familia eran socialistas, él optó por militar en la Jota —las Juventudes Comunistas—; los socialistas le parecían desordenados, siempre dividiéndose, mientras el PC avanzaba y avanzaba, su gente era trabajadora y había disciplina, eso era lo que le gustaba. Estaba contento, cursando segundo año de Ingeniería y haciendo política para ayudar al gobierno de Salvador Allende. Hasta que recibió un telegrama de su tío David Muñoz desde La Serena: «Oye hueón, vente para acá que hay una vacante». Era mal hablado el tío. Pero él no necesitaba ninguna vacante, incluso tenía trabajo con su violín en la Orquesta de Profesores. Pero empezó a recordar su infancia en Traiguén, cuando su pieza quedaba al fondo de la casa y la noche le daba mucho miedo. Un miedo que solo se superaba gracias al tío David que se asomaba a tocar su violín, hasta que él se dormía profundamente. Era como su padre, el verdadero solía estar ausente. Viniendo de una familia de profesores, la idea lo fue encantando, significaba estar cerca de su tío, hacer clases de violín —lo que lo ponía un tanto nervioso porque era algo nuevo— y, además, estar en la orquesta de la Sociedad Bach. «Partí a ver de qué se trataba y estaba todo listo para que participara en el concurso correspondiente. Yo no había decidido nada, ni

siquiera llevé mi violín. El tío David me prestó el suyo y me obligó a participar porque no hacerlo sería como una ofensa y lo dejaría pésimo a él. Obvio, si yo era el único postulante.» Lo cierto es que Giusti ya había ganado varios concursos previamente y tenía muchos años de violín en el cuerpo. Cuando volvió a Santiago y les contó a sus compañeros que se iba, lo miraron con lástima, le desearon que volviera pronto, Peña Hen no era un músico prestigiado entre los músicos que él frecuentaba en la capital. Decían que irse a La Serena era la muerte para un instrumentista, que allá se hacía solo lo que Peña quería, que se caía en desgracia si se le contradecía, que lo único que le interesaba era que hicieran clases y luego él se lucía con la orquesta. Lo cierto es que eran pocos los músicos que sabían enseñar, no había cursos específicos de pedagogía, nadie les enseñaba una metodología para encarar el instrumento con los estudiantes. Jorge Peña lo tenía claro, por eso no solo había profundizado en el método Suzuki, sino que iba explorando sus propias fórmulas. Giusti lo dudó mucho. Pero como ese caballero había gastado toda una mañana convenciéndolo, mostrándole la escuela, explicándole el proyecto, le dio pudor negarse. Una vez más el hechizo de Peña Hen lograba su objetivo: «Me conmovió ese ánimo que tenía de pensar que estaba creando algo completamente nuevo, de creer en su sistema, de la contribución social que podía hacer la música». Así llegó a ocupar el puesto que había dejado Lautaro Rojas. En esos años, se contrató también otros refuerzos para afianzar el equipo académico. Todos reconocen que Peña Hen jamás eligió a un profesor por su color político, solo le interesaba que tuviera pasión por la música y, especialmente, que fuera capaz de relacionarse bien con los niños para enseñarles su instrumento.

Así llegaron a la escuela dos músicos de la Filarmónica, Mario Valenzuela, que tocaba la viola, y el chelista César Ceradini, un músico de excelencia, pero de carácter autoritario y peleador. Ambos jugaron un rol clave entre quienes fueron enrareciendo el ambiente de la Escuela e impulsando la polarización política entre profesores y estudiantes. «Con Ceradini llegó una manzana podrida, una mala persona que pegaba cuando nos equivocábamos», recuerda con más tristeza que rabia Patricia Montoya, una de las alumnas. Jorge Peña Hen parecía no ver nada de aquello. Lo relevante era el aporte de cada uno al proyecto. Muchos se reían de aquella obsesión, de esa locura suya que no le permitía pensar en otra cosa que no fuera la música y la escuela. Por más festivo que fuera el contexto, incluso en la playa, al poco rato se le escuchaba tararear alguna composición y buscar algún papel para escribir. En cosa de minutos, los tenía discutiendo sobre cómo hacer mejor esto o aquello para el próximo concierto. Mientras la mayoría se burlaba, otros veían en él a uno de esos seres cuya pertinacia logra hacer avanzar el mundo. Pero Peña Hen era menos ingenuo de lo que creían. Si bien en los momentos más álgidos de la Unidad Popular, cuando él también se había politizado abiertamente, siguió contratando funcionarios de derecha, incluso del grupo extremista Patria y Libertad, sabía bien quién era quién, cuánto pesaban como músicos y a qué adherían políticamente. Una tarde, conversando en uno de los patios con el joven Américo Giusti, con quien no necesitaba eludir la política, le comentó: «¿Tú crees que yo no sé que José Angán es un fascista? Es un exsargento de la Marina, está al otro lado de la cordillera en relación a mis convicciones, pero sabe dirigir una banda y produce buenos músicos. Él toca muy bien el trombón, pero

jamás va a entender que esto tiene un propósito social, entonces ¿para qué le voy a explicar todo eso?, ¿para que se vuelva en contra del proyecto?». Lo que a Peña le interesaba, pero no compartía con Angán ni con otros profesores, era que la música, cultivada con esmero, disciplina y seriedad, podía ser un instrumento tanto o más eficiente para la revolución que el cambio de estructuras que promovía la Unidad Popular. El joven Giusti concluyó que el maestro no solo sabía de música, sino que también tenía una percepción profunda de los seres humanos. Más allá de la política, varios profesores, especialmente los músicos de mayor nivel, comenzaron a cuestionar la metodología impuesta por el director. Eran instrumentistas de la escuela tradicional, venían del Conservatorio, donde la técnica era lo esencial, había que estudiarla a la perfección, ensayar y practicar hasta el agotamiento para, muchos años más tarde, poder integrar una orquesta. Algunos nunca llegaron a entender la revolución iniciada por Jorge Peña. Sentían que era casi un sacrilegio que esos niños, prácticamente ignorantes, en un dos por tres estuvieran tocando piezas de Mozart o Beethoven. Era poner todo patas arriba: crear una orquesta y simplemente aprender. No lograban entender que algunos críticos elogiaran efusivamente sus presentaciones, como lo hizo el prestigiado Hans Hermann de revista Ercilla con La Cenicienta en el Teatro Municipal de Santiago. Bajo el título «Revolución musical de noventa enanitos», escribió: «La segunda parte del programa constó de La Cenicienta, ópera de Jorge Peña. La orquesta se trasladó al foso y sobre el escenario aparecieron diminutos cantantes. Lo sorprendente fue la soltura de interpretación que consiguió de ellos el director Fernando Moraga. No hubo aquí niñitos amaestrados, sino pequeños actores que comprendían lo que estaban haciendo». Sin duda era un debate interesante. Para unos el estudio sostenido de la

técnica es lo que permite progresar, para Peña, en cambio, el estar en la orquesta era lo que perfeccionaba y hacía crecer al músico. A él lo que le interesaba era el sonido de la orquesta en su conjunto, más que virtuosos en cada instrumento. «Aunque yo le discutí mucho —confiesa Américo Giusti —, hoy creo que él tenía razón. Mi propia experiencia me hizo ver que avanzaba mucho más en la orquesta que en las clases. Pero me costó asumir esa realidad, uno estaba acostumbrado a una formación estructurada, coherente, ir paso a paso dominando la técnica. Sin embargo, la vida te hace ver que los problemas surgen sin aviso y hay que solucionarlos, y así vas mejorando. Por eso, la orquesta tenía que estar tocando siempre.» A los ochenta y nueve años, poco antes de morir en 2017, el maestro Agustín Cullell reconocía que él no habría sido capaz de llevar un proyecto como el de su compañero Jorge Peña. Si bien a fines de los sesenta renunció a su cargo en la Filarmónica y se instaló en la Universidad Austral de Valdivia para desarrollar también en el sur un polo musical, lo hizo de acuerdo al modo tradicional. «Nos escribíamos y compartíamos nuestro quehacer, yo me sentía muy cercano a su proyecto, pero no tenía las condiciones para hacer lo que él hizo. Él conseguía que en muy poco tiempo un niño fuera capaz de tocar, y eso era algo completamente inusual en las escuelas de música. Simplemente ponía el instrumento en manos del niño y le enseñaba cómo soplar, cómo sacar las notas y cómo ejecutar una armonía sencilla, para rápidamente avanzar hacia otras más complicadas. Es decir, aprendían a tocar de oído, antes de saber cómo esto se refleja en un pentagrama.» Cuando la orquesta de niños llevaba apenas seis meses, Agustín Cullell fue enviado por la Facultad de Música para elaborar un informe sobre lo que se estaba haciendo. Es decir, debía responder a quienes arriscaban la nariz si Jorge Peña Hen estaba creando algo razonable o se había vuelto

definitivamente loco, entregándole instrumentos a esos niños poco menos que iletrados. «Lo que vi me dejó sorprendido, fue una experiencia espectacular. Era una orquesta que estaba tocando, y con una muy buena afinación. Los muchachos entusiasmados, era impresionante lo que había logrado en apenas seis meses de esa enseñanza tan particular. Él era un hombre enormemente inquieto y de una gran facilidad para inventar cosas con jerarquía, no cualquier payasada. Apenas aprendían a leer un poco de música, Peña arreglaba las partituras habilidosamente para que estuvieran al alcance de sus niños. Podían leer, interpretar y que sonara como la melodía original.» Muchos recuerdan cómo solía realizar dichos acomodos en el acto. Cuando veía algún muchacho complicado con su instrumento, sencillamente bajaba del podio y hacía el arreglo indicado para cada cual. Para Américo Giusti, no solo fue un líder, un gran organizador, un innovador sino, sobre todo, un excelente músico. «Creo que él cometió el peor de los errores: tener la razón antes de tiempo».

EL MILAGRO CHILENO

Su Cenicienta voló tan alto que llegó hasta Venecia. El 15 de abril de 2005, la prensa italiana anunciaba el debut de «una verdadera ópera lírica en miniatura» en el teatro Malibran de la Fundación La Fenice. La información destacaba que habían llegado 1400 estudiantes de enseñanza básica venidos de la toda la región del Véneto para presenciar el espectáculo. La traducción del texto y los arreglos musicales del maestro Julian Lombana —señalaba — habían sido supervisados por la viuda del autor, la pianista Nella Valenza Camarda, así con el apellido de su madre al comienzo. No solo fue invitada al estreno sino, sobre todo, a asesorar el montaje. Esto la llenó de orgullo, de alguna manera fue un reconocimiento tardío e insuficiente de la labor que cumplió junto a su marido como artista, más allá de ser su mujer. La Cenicienta fue todo un éxito, lo que llevó a nuevas presentaciones en Verona y Trento. Pero no fueron sus obras las que volaron más alto sino esa idea suya — loca y vanguardista— de que la música, inoculada a temprana edad, era el mejor antídoto contra la pobreza. Y también el mejor ejercicio para desarrollar la mente, como lo han ido probando numerosos científicos en las últimas décadas. Sergio Miranda Asenjo tocaba el contrabajo en la Orquesta Sinfónica del

Ministerio de Educación, la que crearon los profesores normalistas en la década del cincuenta. Nunca se conocieron personalmente, pero él veía a Peña Hen en la puerta de los artistas del Teatro Municipal. Allí rondaba en busca de apoyo para sus orquestas del norte. Cuando se empecinó con la Sinfónica Infantil, se comentaba entre risas que su locura llegaba a tanto que en un par de meses pretendía tener a un niño tocando un concierto. Las burlas, dice Miranda, a Peña no le importaban, lo suyo era conquistar a quien pudiera servir para sus proyectos. A los ochenta y un años, la nostalgia cubre sus recuerdos y se le mezclan esas conversaciones en la puerta de San Antonio con los años de la Unidad Popular. «Para los coetáneos de ese tiempo, fue lo más lindo que pudo ocurrirnos. Un gobierno popular que llegaba al poder por las vías legales. Cuando ganó Allende, todos salimos marchando por la Alameda, me acuerdo que me encontré con Valentín Trujillo, ese pianista famoso de Don Francisco. Una alegría tremenda […] nunca imaginamos lo que iba a pasar después.» Miranda nunca militó formalmente en un partido, «era demasiado indisciplinado —se excusa— pero era de izquierda como todos mis amigos». El 11 de septiembre de 1973 estaba en el colegio Darío Salas, cuando el inspector interrumpió la clase y les pidió a todos que regresaran a sus casas porque había un golpe de Estado. Los Miranda-Kunstmann vivían con sus cuatro hijos cerca del colegio, en el barrio San Alfonso en Santiago poniente. A los pocos días, su casa se convirtió en refugio para los perseguidos. Sergio y Wally, su mujer, eran rebeldes. Después del golpe se negaban a izar la bandera de su casa como lo hacían los partidarios de la Junta Militar. «Profesor, ponga la bandera, hágalo por los niños», le rogaba la vecina del

frente. Pero para ellos esos gestos eran significativos y, a pesar del miedo que sentían, era la manera de manifestar su resistencia. Wally Kunstmann era comunista, había sido criada en una familia militante de Osorno, y llevaba la ideología en la sangre. Fueron muchos los que buscaron protección en su hogar, su hija Jenny llevaba a cualquiera que se encontrara en problemas. Varios de ellos extranjeros aterrados, que no sabían adónde recurrir. Uno de ellos fue el agrónomo venezolano Orlando Bottini, que había llegado a trabajar a la reforma agraria y fue denunciado como cubano por algún vecino. Ser cubano era lo mismo que decir criminal. Consiguieron asilarlo en la embajada de su país y, desde ese momento, Bottini se convirtió en el contacto interno que ayudó a asilar a muchos otros. La represión se hacía cada vez más apremiante. Como todos los lunes desde el golpe militar, la comunidad escolar completa se reunía a izar la bandera y entonar el himno nacional, incluyendo aquellas estrofas que ensalzan a «los valientes soldados». El lunes siguiente, Sergio Miranda estaba a cargo de la ceremonia. No se sintió capaz. Ya eran muchos los compañeros detenidos, algunos profesores denunciados por sus propios colegas, varios estaban desaparecidos, sin que se supiera dónde los habían llevado. Su hermano Pedro, un exsacerdote que trabajaba en La Paz, en la oficina de la USAID —Agencia de Estados Unidos para el Desarrollo Internacional—, consiguió mandarle un pasaje para que saliera de Chile. Cuando Wally regresó del aeropuerto después de despedir a su marido, una patrulla militar la esperaba en su casa. Sergio solo estuvo unos meses en Bolivia porque tuvo información de que lo extraditarían a Chile. Partió a Venezuela donde se reuniría la familia. Pero Wally no alcanzó a salir del país, la policía la bajó del avión. Las maletas se fueron a Caracas y ella a la cárcel de Osorno, donde ya tenían

prisionera a su madre, Ida Torres, acusada de ayudar a terroristas a cruzar la frontera hacia Argentina. El Nano, como lo conocieron en Santiago, se llamaba Samuel Silva Contreras, lo tomaron preso el mismo 11 de septiembre en el Hospital José Joaquín Aguirre donde trabajaba como administrativo. Estuvo preso en el Estadio Chile y en el Nacional, y luego lo soltaron. Fue entonces cuando apareció en la casa de MirandaKunstmann. Estaba aterrado, le ofrecieron asilarlo, pero él se negó porque los miristas tenían prohibido asilarse. Estaba tan mal que lo mandaron a Osorno. Se escondió durante unas semanas en casa de Ida, y luego intentó cruzar la cordillera con unos campesinos, pero los detuvieron. El Nano no resistió las torturas, delató tanto a Ida como a la familia en Santiago. De nada sirvió, Silva Contreras es uno de los tantos detenidos desaparecidos. *** Sergio Miranda llegó a Caracas gracias a Orlando Bottini, quien le gestionó una invitación de la Universidad Central como director adjunto del Coro Universitario. A poco de llegar conoció al muralista venezolano Jorge Arteaga, quien impactado por el golpe en Chile había creado «América oprimida», un gran retrato de Salvador Allende encadenado y apuntado por múltiples metralletas en medio del horror. Al saberlo músico, el pintor lo mandó a Carora, una ciudad del estado de Lara donde necesitaban un profesor de piano, pero, sobre todo, donde capitaneaba un señor Martínez que quería hacer grandes cosas en cultura. «Yo de piano no tenía idea —se delata el profesor Miranda—, pero me las arreglaría de alguna manera, para luego poner en marcha una orquesta de niños como la de Peña Hen. Esa era mi idea.»

Lo cierto es que el doctor Juan Martínez fue el arrimo en el que se apoyaron los demás músicos que fueron llegando. Era un odontólogo, apasionado por la música, un buen bajo barítono que participaba en el coro de la universidad pero, sobre todo, muy bien conectado con el mundo intelectual. Había fundado la Casa de la Cultura, dirigía un coro, organizaba cursos de artesanía y soñaba con que la ciudad se convirtiera en un relevante polo cultural. Curiosamente, le llamaban «el Loco Martínez». Cuando Sergio Miranda llegó a la ciudad, el lugar era tanto o más pobre y desamparado que La Serena de los años cincuenta. Comenzó haciendo clases de piano a las señoras de los ganaderos, pero rápidamente convenció a su patrono que lo más rendidor era hacer una orquesta de niños. «Esa actividad da un resultado inmediato, convoca a un público cautivo que son los papás, los apoderados, los mayores en general. Jamás van a dejar de aplaudir a un niño tocando un instrumento», le explicó. Había que partir de cero, allí no había nada. Solo las ganas locas de Martínez, y algunas ideas y conocimientos que Miranda traía de Chile. Lo primero fue fabricar los instrumentos. De niño había estudiado en el seminario de San José de la Mariquina, y allí un cura capuchino que venía de Baviera les enseñó a fabricar instrumentos de cuerda. Sin darse cuenta esos fueron los primeros pasos de su carrera como músico. «Tenía once años cuando hice mi primer violín», dice orgulloso, y al instalarse en Carora, le pareció casi natural convertirse en luthier. La materia prima provenía de muebles centenarios, y el doctor Martínez le ayudaba a pulir los puentes del instrumento con el torno dental, con la misma habilidad con que salvaba dientes. Hasta un chelo fabricaron utilizando la madera noble de un ropero. El primer violín «made in Carora» terminó en manos del Presidente Carlos Andrés Pérez,36 a quien Martínez había visitado para conseguir

fondos para sus proyectos. «Era solo para mostrárselo, pero él creyó que era un regalo», se ríe Sergio Miranda. Con la misma urgencia con que Peña Hen estrenó su primera orquesta infantil, los niños venezolanos comenzaron a convertirse en músicos. Por cierto, se necesitaban más profesores, y Miranda tenía muy claro que había que importarlos desde la Escuela de La Serena, donde sobraban los músicos que necesitaban exiliarse para salvarse de la dictadura. El fervor del doctor Martínez y el dinero de los ganaderos permitieron que Hernán Jerez y Pedro Vargas llegaran a plantar la semilla de Peña Hen a ese pueblo lejano, a quinietos kilómetros de Caracas. Sin imaginar que esa semilla cargada de horror brotaría con tal dinamismo que llegaría a deslumbrar al mundo entero. No fue fácil hacer el viaje. De hecho, a varios de ellos —como a Pedro Vargas— los bajaron del avión cuando intentaban salir del país. Fueron las gestiones del gobierno venezolano, movilizado por Juan Martínez, las que lograron que los dejaran salir de Chile en vez de llevarlos a un calabozo de la DINA. En Carora se pusieron rápidamente manos a la obra y en pocas semanas ya existía una orquesta en la que se mezclaban los hijos de las familias pudientes con hijos de campesinos muy pobres que tenían alguna destreza musical. «¡La cosa prendió!», recuerda orgulloso el maestro Miranda. Prendió de tal manera que —siguiendo el ejemplo de Peña Hen— a los nueve meses estaban tocando en el Teatro Nacional de Caracas. Fue el 30 de mayo de 1975. Aún no se cumplían dos años de su muerte. El concierto fue organizado por un grupo de universitarios caroreños que habían formado un coro y una asociación cultural para ayudar a la Casa de la Cultura de su ciudad. Trabajaron incansablemente para tener un espectáculo de categoría. El fuerte del espectáculo era el tenor caraqueño Jesús Sevillano y el coro de cámara de Caracas, dirigido por el músico

Felipe Izcaray, también originario de Carora. La Orquesta Infantil, dirigida por el chileno Pedro Vargas, tenía reservado el intermedio. Pero los niños se robaron la película, tal como ocurrió cuando Peña hizo lo propio diez años antes. Muchos mitos circulan en torno a quienes asistieron a ese histórico concierto. A sus ochenta y un años, y respaldado por su hijo chelista y luthier, el maestro Miranda asegura que el famosísimo José Antonio Abreu37 estaba presente en aquella ocasión. Sin embargo, la mayoría de los testigos sostienen que fue la musicóloga Flor Roffé quien se conmovió hasta las lágrimas con la inesperada presentación de aquellos músicos capaces de tocar a Beethoven y Mozart. Fue tal su euforia que contagió de entusiasmo no solo a su marido, el compositor Antonio Estévez,38 sino también al destacado economista y compositor José Antonio Abreu, quien acababa de formar un pequeño conjunto con doce jóvenes talentos de distintas zonas del país que ensayaban en un garaje. Lo concreto es que la pasión con que Flor Roffé detalló aquel concierto infantil hizo que, apenas un mes después, Abreu visitara la zona para conocer al doctor Martínez pero, sobre todo, a esos chilenos capaces de concretar tamaño milagro. Escuchó a los niños interpretando el himno nacional y uno de los arreglos de la famosa polka alemana de Peña Hen, cuya partitura Vargas y Jerez traían en sus maletas. Abreu enmudeció. Supo de inmediato que allí había algo extraordinario. Había un modelo, una disciplina, una mina de oro. *** Como suele ocurrir, las semillas no vuelan en una sola dirección, el viento las esparce, y no fue solo Venezuela la que recibió su simiente. Después del golpe militar, Agustín Cullell, que llegó con sus padres de

Cataluña en los años treinta, tuvo que volver a emigrar y voló a Costa Rica. Para su sorpresa, allí surgía la música por obra de Gerard Brown, uno de aquellos jóvenes norteamericanos del Cuerpo de Paz que había hecho una estadía en La Serena. Brown no solo había reorganizado la Orquesta Sinfónica Nacional sino que, en 1972, había creado el Programa Juvenil de la Orquesta y estaba revolucionando la música en ese país. Curiosamente, nunca mencionaba su paso por Chile, pero —cuarenta años más tarde— atribuía el fenómeno venezolano a la inspiración que el fenómeno tico habría despertado en José Antonio Abreu y había crecido como ninguna otra experiencia fruto de los recursos del petróleo. Y mientras Cullell se instalaba en Costa Rica, Lautaro Rojas partía a Honduras junto a su numerosa familia con Clarina Ahumada. La vida se les hacía difícil en Chile. El sueldo de la Sinfónica no alcanzaba con tantos hijos. Además de tocar y de ensayar sin descanso para estar a la altura de sus compañeros egresados del conservatorio, Lautaro trabajaba los fines de semana en Sábados Gigantes, el famoso programa televisivo de Don Francisco. Allí ganaba más plata que en la Sinfónica. Hernán Barría, uno de sus colegas de La Serena, que era comunista y no lograba encontrar trabajo, le contó que se iba a Honduras pero una semana después los llamó para contarles de un cambio de planes: partía exiliado a Suecia y le ofrecía a Lautaro el contrato de Honduras. Clarina vuelve con angustia a esos días funestos. «Nos habíamos comprado una casa en la Gran Avenida, frente a la FACH. Sentíamos cómo mataban gente allí, prácticamente en la puerta de nuestra casa. Era espantoso. Nos ilusionamos con la idea de irnos. Lautaro escribió que si me daban trabajo a mí también podíamos aceptar. Al mismo tiempo, partió a la embajada de Honduras y, para saber cuánta plata íbamos a ganar, preguntó:

si me pagan tanto, ¿cuántos pollos me puedo comprar? Vendimos todo y nos fuimos.» Partieron a una escuela básica de San Pedro Sula, una de las tres ciudades más importantes de Honduras. Como lo hizo Jorge Peña en La Serena, convencieron al Ministerio de Educación y replicaron su proyecto. Igual que en Chile, sus estudiantes lograron salir de la pobreza y algunos triunfaron en Europa. Pero sin duda fue Venezuela donde los frutos resultaron más esplendorosos, y de exportación. Es que, en aquella época, como lo destacaba el maestro Gerard Brown, ese país nadaba en la abundancia. Mientras Peña Hen vivió mendigando recursos que nunca alcanzaban, allí su semilla echó raíces en un pozo de petróleo. José Antonio Abreu, con su fusión virtuosa de músico y economista de prestigio, ocupaba distintos cargos desde donde sabía pedir los dólares para hacer florecer sus proyectos. El Sistema, como se conoce mundialmente al conjunto de sus orquestas, lo llevó a la gloria. Ha sido reconocido, replicado y premiado por todas partes. Es que los astros confluyeron para que allí todo resultara. Justo al revés de lo que ocurrió en La Serena, donde todo terminó en un paredón inesperado y brutal. En poco tiempo, Abreu organizó cientos de orquestas juveniles e infantiles en todo el país. Su objetivo inicial era simplemente desarrollar buenos músicos, instrumentistas que destacaran, lo social no entró en sus planes hasta muy avanzado el proyecto. Esa dimensión no aparece en sus orígenes, sus orquestas incluían más bien jóvenes talentos de clase media. Fue a fines de los noventa, con la llegada al poder del expresidente Hugo Chávez y su revolución bolivariana, cuando El Sistema tomó otro rumbo. José Antonio Abreu sabía nadar en distintas mareas políticas. A los veinticuatro años fue elegido diputado por el Frente Nacional Democrático, un partido derechista conservador, fue ministro de Cultura en gobiernos de

izquierda y, al comenzar el tercer milenio, se convirtió en un hijo regalón de la revolución. Apenas se recortaron los fondos a la cultura y a su Sistema, priorizando necesidades más urgentes para el pueblo, Abreu entendió que debía conquistar al comandante Chávez. Y lo hizo por dos caminos. Por un lado, El Sistema dejó de ser un proyecto netamente musical para poner el acento en el cambio social. Se introdujo en los barrios bravos de Caracas para demostrar el rol de la música como herramienta para salvar a los niños de la calle, la delincuencia y la droga. Por otra parte, conquistó el corazón del bolivariano, agregando a las sinfonías clásicas de sus conciertos las canciones populares venezolanas, que él más bien desdeñaba, pero que tanto le gustaban a Chávez. Recién entonces comenzó en sus orquestas la enseñanza del cuatro, el arpa criolla y las maracas. En la actualidad los mambos y otros ritmos, con los músicos de pie tocando y bailando sincronizadamente, son un sello no solo de la Orquesta Sinfónica Simón Bolivar —la oficial de El Sistema— sino prácticamente de todas las orquestas juveniles e infantiles. El público aplaude a rabiar esas presentaciones mixtas de Mozart, Mahler, Beethoven junto a la rumba o el joropo. Como cuando Peña agregaba alguna pieza de jazz. Según dice Carl Jung, las casualidades no existen, son misteriosas sincronías que dan sentido a los hechos. Sin duda así ocurrió no solo con la llegada de la semilla de Peña a Carora sino también con el éxito de José Antonio Abreu y El Sistema. En 1999, el director italiano Claudio Abbado, titular de la Filarmónica de Berlín y uno de los más prestigiados de aquel momento, realizó una gira por América Latina que incluyó a Caracas, donde quedó deslumbrado por el proyecto musical. Había militado en el Partido Comunista Italiano y esos músicos adolescentes salvados de la pobreza le parecieron el paraíso.

De inmediato invitó a Berlín a la Sinfónica Simón Bolívar, que empezaba a dirigir un joven de diecinueve años llamado Gustavo Dudamel. Era el símbolo perfecto de lo que se quería proyectar: nacido en Barquisimeto, a los cuatro años comenzó a estudiar violín en El Sistema para convertirse en director antes de los veinte. En aquella gira por Europa iba también el contrabajista Edicson Ruiz, quien tres años después —con apenas diecisiete años y tras ganar un concurso donde participaron los mejores del mundo— se convirtió en el integrante más joven de la Filarmónica de Berlín. Los virtuosos de El Sistema comenzaban a brillar. Faltaban unos pocos años para que Dudamel dirigiera las mejores orquestas de Europa y se convirtiera en el rockstar de la música clásica. No solo lo apadrinaba y alababa el maestro Abbado sino otros notables como Simon Rattle y Daniel Barenboim, los premios y doctorados Honoris Causa le llovían. El 5 de julio de 2011 —bicentenario de la independencia venezolana— dirigió la Cantata criolla de su compatriota Antonio Estévez, con una orquesta de cuatrocientos músicos y un coro de mil doscientos. El 2017 fue el director de orquesta más joven al frente de la Filarmónica de Viena en su famoso Concierto de Año Nuevo. Pero ya desde 2009 es el director titular de la Filarmónica de Los Ángeles, sin dejar nunca la Simón Bolívar, convertida en una de las más espectaculares del planeta, por su calidad, su repertorio y su gran cantidad de músicos. Gustavo Dudamel es un músico del siglo XXI que comprende bien la globalización, el marketing, el valor de la imagen y la cercanía con el público, sin descuidar el virtuosismo. Así ha logrado seducir a las audiencias esquivas que habían ido abandonando la ópera y los conciertos clásicos para privilegiar solo la música popular. Con tanto éxito y aplausos, los chilenos de Carora y su hazaña fueron

quedando en el olvido. Como si todo hubiese empezado en Venezuela gracias al genio y obra de José Antonio Abreu.

HUERTOS BORRASCOSOS

Para muchos fue un error contratar profesores de derecha el año 71. Y es que a Jorge Peña Hen jamás se le pasó por la cabeza que la política se colaría dentro de la Escuela. Como muchos músicos y alumnos de esa época, Patricia Montoya, la Criollita, asegura que «él nunca discriminó, nunca nos habló de política». «Quizás ese fue uno de sus errores — reflexiona Andrés Adaro, que entonces era dirigente del Centro de Alumnos —, nunca consideró la cosa política y contrató unos profesores que luego lo crucificaron.» Adaro pertenecía a la Juventud Socialista, pero eso no le trajo ninguna cercanía con el director antes de esos meses turbulentos. Por el contrario, a Peña no le causaban mayor simpatía los dirigentes que revolvían el gallinero con planteamientos políticos. Sin embargo, más allá de sus deseos, en 1972 la división empezó a sentirse con fuerza. La ola revolucionaria pegaba fuerte y resultaba imposible restarse a lo que ocurría en el país. La Criollita piensa en su amiga Flor Silva cuando iba con su familia a las manifestaciones contra el gobierno, mientras ella con su abuela —que era admiradora incondicional de Allende— marchaban en apoyo a la Unidad Popular. Una tarde, poco antes de iniciar el ensayo de la orquesta, una de las compañeras se subió a la tarima del director para invitarlos a una protesta al día siguiente. Justo en ese momento entró don Jorge, la fulminó con la

mirada y ella regresó rauda a su puesto, tratando de ser invisible a pesar de sus convicciones. El maestro miró al grupo sin decir nada durante unos segundos que parecieron horas, en medio de un silencio tenso les lanzó un sermón, pausado y seco, que muchos jamás olvidaron: nunca tenían que confundir la música con la política, porque cuando eso ocurre no se hace ni música ni política. Se explayó largamente en que ser músico era algo precioso, que era tan sublime que les permitiría cumplir todos sus sueños. A esas alturas, todos sabían de su adhesión y compromiso con la Unidad Popular, pero sus palabras calaban hondo, los hacía sentirse fuertes y privilegiados más allá de cualquier circunstancia. Ninguno de los jóvenes de aquella época deja de enfatizar que Jorge Peña nunca les inculcó alguna idea política. Pero ni su conducta ni sus discursos frente a los estudiantes evitaron las discusiones dentro de la Escuela, que se hicieron cada vez más rudas. Los nuevos profesores como César Ceradini y Mario Valenzuela agitaban las aguas, y a ellos se sumaban varios de los antiguos, incluso algunos fundadores como Max Muñoz, Raúl Cerezzo y José Angán. Unos por razones netamente políticas, otros por acumulación de envidias y resentimientos. Andrés Adaro recuerda que, mientras enseñaba a soplar el trombón, el profesor Angán comenzó a insistir una y otra vez en que «el maestro está muy equivocado, está llevando la escuela por muy mal camino». No explicaba más, solo horadaba lentamente la convivencia. Más allá de toda contingencia, subraya Adaro, los regalones del director, aquellos que privilegiaba por su indudable talento, seguían siendo los alumnos más de derecha, como el pecoso del violín, Yerko Pinto, que hizo una gran carrera en Brasil, y Patricio Damke, quien con su violín se

convirtió en un destacado solista de la Orquesta Sinfónica de la Universidad de Concepción. «Eran prácticamente de Patria y Libertad.» Hasta ese momento, Jorge Peña Hen era amo y señor de la Escuela y del Conservatorio. Muchos lo miraban como a un demiurgo intocable. Él lo hacía todo, dirigía la Escuela, la orquesta, el departamento de música de la Universidad, era una autoridad con el poder total. Según José Urquieta, también dirigente del Centro de Alumnos, primero saltaron los celos y las ambiciones personales, y luego se sumó la política. Las críticas a su metodología y su manejo de la escuela fueron cada vez más estridentes, sustentadas en la mirada docta de reconocidos músicos de la Universidad Católica, como el violinista Fernando Ansaldi, el concertino de su orquesta de cámara, Jaime de la Jara, y sobre todo el director del Instituto de Música, Fernando Rosas. De allí no saldrá ningún músico — argumentaban—, pueden tocar alguna pieza en una orquesta, pero desconocen totalmente la técnica del instrumento. Lautaro Rojas fue testigo de las ásperas discusiones entre Peña y Rosas. Mientras el maestro Rosas quería expandir la música en base a orquestas de cámara en todas las cabeceras de provincia, Jorge Peña insistía en que había que partir de abajo, desde la niñez y con un fuerte enfoque social. A medida que avanzaba el año, los adversarios de Peña Hen se volvían cada vez más numerosos. Pero él también se iba transformando. Su condición de socialista activo ya no era un secreto para nadie y estaba a la vista: había dejado el traje formal, se dejó crecer la barba y lucía una boina a lo Che Guevara. Junto al joven Urquieta, y algunos profesores como Leonardo Nanjarí, Américo Giusti y otros que prefieren negar esa etapa, asistían a unos cursos de defensa personal organizados en una sede del Partido Comunista al lado del hospital. No solo la polarización sino también la violencia comenzaba a

hacerse presente. Unos días antes de aquel entrenamiento, a la polola de Urquieta —Ximena Álvarez, estudiante de violín— un grupo de matones la acorralaron en la calle, le pegaron y amenazaron con volver a golpear a Urquieta. Que se fuera con cuidado —le dijeron—, si no quedaría peor que ella, que llegó a la Escuela con la cara y los brazos cubiertos de moretones. En la sede del PC, los cursos eran bien básicos, les enseñaron algunos golpes de karate y poco más. En una ocasión se habló de salir fuera de la ciudad por una noche, para hacer un entrenamiento en terreno. Peña incluso le pidió el saco de dormir a su hijo Juan Cristián, pero la salida nunca se concretó. Durante la campaña a diputado de su amigo de siempre, el abogado Alejandro Jiliberto, decidió participar activamente y no solo pegando afiches en su casa como lo había hecho en todas las campañas de Salvador Allende. Se unió a las brigadas, donde se encontraba con algunos alumnos como Andrés Adaro y Guillermo Galleguillos, y juntos repartían panfletos y hacían pegatinas. Recorrían la ciudad en el Peugeot negro del director. Incluso los tomaron presos y los llevaron a la comisaría por pintar en las paredes del regimiento. «La situación era divertida, pero don Jorge se sentía incómodo — rememora Adaro—. No era propio de él estar verificando domicilio como si fuera uno de nosotros. Ese día no estaba Américo Giusti, que era otro de los profes activos. Ya no había santos tapados, era el comienzo del 73 y a don Jorge ya lo habían sacado de la dirección de la Escuela. Salir de la dirección fue sin duda un golpe duro, muy duro para Peña Hen. La Escuela era su creatura más preciada, se había dedicado en cuerpo y alma a dicho proyecto durante ocho años. Y cuando tuvo que defenderse ante quienes quisieron desbancarlo lo hizo mal.» La Orquesta Juvenil Pedro Humberto Allende hacía giras cada vez más

exitosas, en Chile y el extranjero. Jorge Peña Hen era aplaudido y elogiado en Lima, Montevideo y Buenos Aires. Pero en La Serena la convivencia desafinaba cada vez más. Los maestros de música levantaron la voz porque sus colegas de ramos generales ganaban sueldos que no les correspondían. No se trataba de que sus ingresos fueran más altos que los que recibían los músicos, simplemente consideraban que unos profesores de Estado —de matemáticas, historia o filosofía— no tenían derecho a ser asimilados a la escala de remuneraciones de la Universidad de Chile, a la que pertenecía la Escuela Experimental de Música. El planteamiento no dejaba de ser exótico y provocador: en plena Unidad Popular, cuando se luchaba por la igualdad y la justicia, había quienes se indignaban porque sus compañeros ganaban demasiado, al recibir igual paga que ellos. El malestar cundía en la escuela. La división política era cada vez más evidente, y los músicos crearon el Centro de Instrumentistas Extensores, una especie de sindicado para debatir sobre la escuela sin tener que pasar por el director. Fue allí donde César Ceradini planteó que había sido denostado por Peña Hen. Siendo un excelente chelista, era también técnico electrónico. Antes de llegar a Chile había estado en el ejército de Mussolini a cargo de las comunicaciones. En medio de una áspera discusión, porque el académico estaba con licencia pero seguía yendo a la escuela a hacer política y descalificar el manejo de la Escuela, el director perdió la compostura delante de otros colegas: «Ceradini, usted es el mejor chelista entre los técnicos eléctricos, y el mejor técnico eléctrico entre los chelistas». Fue un improperio que le costó caro. Pisó el palito que muchos estaban esperando. Ceradini se mostró profundamente agredido y ofendido. Sus colegas se vieron obligados a solidarizar con él, y Ceradini fue aunando fuerzas para

desbancar a Peña. Se unieron contra el director los profesores que tenían críticas pedagógicas con aquellos que simpatizaban con la CODE, la alianza de los partidos de derecha que buscaban terminar con la Unidad Popular. A mediados del 72 hubo elecciones. Nunca antes alguien había dudado de quién debía ocupar el cargo, pero las cosas habían cambiado. Los opositores querían nombrar al violinista Héctor Razzeto pero no resultó. Finalmente, se eligió a Leonardo Nanjarí. Peña Hen apoyó el nombramiento creyendo que siendo su amigo —y además militante comunista—, no podría estar en contra del proyecto y que, ciertamente, él podría mantener una fuerte influencia. Pero los seres humanos tienen sus emociones, debilidades y ambiciones. El nuevo director había llegado a La Serena desde un colegio de Santiago donde era profesor de música, sin ninguna experiencia directiva. De a poco, a medida que fue aprendiendo el quehacer administrativo, que Peña siempre había manejado sin interferencia alguna, fue aislando al maestro. Jorge Peña Hen confiaba de tal manera en su poder de convicción que estaba seguro de que podría manejar las críticas y embarcar, incluso a los más reacios, en ese sueño al que se entregó en cuerpo y alma. Así había sido durante años. De repente, en el invierno de 1972, se encontró fuera de la dirección de la Escuela, solo debía dedicarse a sus clases y a dirigir la orquesta. En uno de los conciertos de la temporada de abono de la Sociedad Bach, subió por la última vez al escenario junto a su esposa. Él dirigía y Nella Camarda actuaba como solista del Concierto para piano y orquesta en la menor de Edvard Grieg. Quizás por primera vez en su vida, la música no estaba realmente en primer plano, el sueño de la revolución lo había invadido con fuerza. Y a esa pasión revolucionaria unía la de un amor prohibido.

*** Como profesora de piano, Nella Camarda participaba activamente de esa especie de sindicato que formaron sus colegas. Algunos la vieron como una infiltrada, comentaron que el director quería espiar sus reuniones, pero estaban equivocados. Más que la solidaridad con los demás profesores, el entusiasmo por sus demandas o su oposición a la Unidad Popular — azuzada por su familia italiana—, su principal razón para estar allí era su corazón destrozado. A los cuarenta y cuatro años, Jorge Peña Hen perdió su tradicional racionalidad y se enamoró perdidamente de una de sus alumnas de violín: Brenda Iriarte. Era todavía una adolescente. Es probable que hubiera olvidado completamente aquella carta que escribió a su padre siendo un joven veinteañero, cuando supo que él tenía una aventura amorosa y su madre estaba desolada. En cuatro hojas que delatan su irritación, que ni siquiera tienen fecha, pero que de acuerdo a los hechos corresponden a mediados de 1949, increpa a don Tomás en un escrito plagado de correcciones, borrones, líneas suprimidas y sobrepuestas. Querido papá: Sin duda, al recibir la presente carta, tendrá Ud. gran extrañeza de mi proceder y le ruego que me perdone, pues siempre he creído que no es mi lugar el de situarme en una posición que me permita dirigirme a Ud como lo estoy haciendo, no porque no haya sentido alguna vez la confianza filial que debe haber de hijo a padre, sino que debido a que nunca he querido intervenir en algo que, pese a que es justo, me parece no exactamente falta de respeto, sino que mejor creo que está fuera de la ética que debe existir en un hogar, máxime si se trata del nuestro, el que siempre he considerado como un ejemplo de tal en todo sentido ya que en múltiples ocasiones he tratado de armonizar pequeñas diferencias que han surgido entre Ud. y mi mamá […] Recuerdo cuando, durante las vacaciones pasadas, Ud se iba a pasear a La Serena, mi mamá estaba como nunca de triste: aún más; recuerdo un martes en que no pude contener las lágrimas ante la escena que vi: mi mamá, con tristeza pero resignación, ordenaba sus papeles y contestaba

tarjetas, que Ud. le había encargado hacer debido a su falta de tiempo y preocupaciones profesionales. No haré comentarios de estos hechos, ni seguiré enumerando otros, ya que no quiero amargarme más al recordarlos, ni tampoco herir o preocupar a Ud. Sin embargo, hay algo más: mi mamá en múltiples ocasiones ha escuchado rumores desagradables sobre hechos que se suceden paralelamente a la vida de nuestro hogar, rumores que, debido a un pensamiento dogmático podría decirse, de fe en el comportamiento éticamente correcto de cada uno de nosotros, no los acepto como verdaderos, ni aún como tales; pero, analizando racionalmente y no desgraciadamente, en una forma romántica la situación que se presenta, no puedo dejar pasar inadvertidamente estos rumores, los que al mismo tiempo me preocupan. Mi intención al escribirle esta carta, son los de conocer exacta y francamente su pensamiento y de recibir el desmentido enérgico y terminante a aquellos rumores que concibo falsos y calumniosos.

La última esquela termina con una frase borrada junto a unos borrones de tinta negra. No lleva firma, quizás se perdió la última hoja, o quizás nunca la dio por terminada ni la depositó en el correo. Cuánto efecto tuvo esta intervención del hijo regalón no se sabe, pero lo concreto es que el doctor Tomás Peña y doña Vitalia Hen siguieron juntos hasta el final de sus días. Enamorado como estaba de esa muchacha trigueña de enormes ojos verdes, marcados por unas pestañas largas y crespas, seguramente también quiso bloquear la indignación que sintió, un par de años antes, cuando su amigo Lautaro Rojas lo dejó todo por la joven Clarina Ahumada. La revolución también venía con nuevos aires en las costumbres y tradiciones. El amor se volvía central en las relaciones de pareja, permitía rupturas y relaciones impensables unas décadas atrás, la virginidad perdía valor y la sexualidad se iniciaba mucho antes del matrimonio, el divorcio se legalizaba en más y más países, porque a medida que la ciencia prolongaba la vida, el amor hasta que la muerte nos separe se volvía más insostenible. Prueba de ello es que, en aquel primer curso de la Escuela Experimental de Música, fueron tres las estudiantes que tuvieron amores con sus

profesores. A Clarina Ahumada y Brenda Iriarte se sumó Rosa Ramos, quien partió a Venezuela con su profesor Pedro Vargas. El feminismo más radical, con sus normas estrictas sobre insinuaciones, acosos y abusos, aún estaba lejos de imponerse. Nella Camarda sufría intensamente. El engaño y la traición le dolían en el cuerpo entero. Se sentía humillada por esa relación que veía avanzar y, sobre todo, porque los rumores circulaban cada vez con menos sigilo. Nunca antes Jorge se había portado así. Sus amoríos eran subrepticios y fugaces. Esta vez, Nella olía un peligro desconocido. Su marido parecía haber perdido todo escrúpulo, y ella sabía que era la comidilla de toda la ciudad. «Se portó muy mal», musita, manteniendo la dignidad de la viuda que jamás lo ha olvidado ni a él, ni a su obra. O quizás son una misma cosa. «Lo que dijera la gente me importaba menos, lo relevante era él, solo él sabía hasta qué punto había sido mi entrega. Yo me entregué toda, desde siempre.» En aquellos días en que Nella Camarda andaba como alma en pena con todo su dolor a cuestas, su marido se iba perdiendo en la obsesión de aquel amor, más patético que enternecedor. Brenda Iriarte no lo buscó. Acaba de cumplir los diecisiete. Era una niña muy hermosa y atractiva, más bien tímida, dulce, seria, muy femenina sin ser coqueta. «Era distinta a nosotras», apunta Mabel Muñoz. Era una alumna destacada y tocaba muy bien el violín. El director decidió que sería su alumna. Y como solía estar copado de trabajo, se hizo habitual que le enseñara en su oficina de la dirección y no en la sala de clases. Jorge Peña siempre había apoyado a las chicas para que perdieran la timidez y destacaran. En la primera generación de la Escuela, tenía un grupo de favoritas como Clarina Ahumada, Rosa Ramos, Bernardita Peña y Angélica Gallardo, a quienes intentaba incluir en toda actividad, eran parte

de la orquesta y formaban un grupo de cámara. En este contexto, Brenda Iriarte llegó a ser presidenta del Centro de Alumnos. Obviamente, eran incondicionales del director y hacían lo que él les pedía. José Urquieta revela que, cuando un grupo más político decidió dirigir a los estudiantes, elaboraron una estrategia para presentar su candidatura a última hora. El propósito era impedir que el director hiciera alguna movida para dejarlos fuera e instalar a sus devotos. Se hizo cada vez más frecuente ver el Peugeot negro de los PeñaCamarda lleno de jóvenes, incluyendo siempre a la chica de los ojos verdes. Partían a la playa, a una discoteca en Vicuña y, dependiendo de los demás acompañantes, también iban a reuniones y manifestaciones políticas. Ella era discreta, extremadamente prudente, jamás se acercaba al maestro más de la cuenta ni se vanaglorió de ser la pareja del director. Los compañeros sabían lo que pasaba, pero nunca nadie la mencionó como la polola de don Jorge. El gran escándalo había sido unos años antes con el caso del profesor Rojas y Clarina Ahumada, este amorío parecía más bien un divertimento. Por lo menos al comienzo. En aquellos días en que todo era posible, en que los proyectos florecían, las orquestas crecían, iban de gira al extranjero, participaban de la revolución, el desvelo y la turbación fueron atrapando a Brenda. La joven venía del interior, de Tulahuén, ese pueblito minúsculo a unos diez kilómetros de Monte Patria, la familia estaba lejos, salvo su hermana Patricia, dos años menor que ella, que también estudiaba en la Escuela de Música. No tenía con quién compartir lo que estaba sintiendo frente a su profesor. No conseguía entender del todo el sentido de esas miradas que calaban hasta los huesos y la hacían bajar la vista. Cuán profundo fue en realidad el amor entre Brenda Iriarte y Jorge Peña es difícil de dimensionar. Los testigos de aquella época tienen diversas

versiones, y algunas discrepan radicalmente. Mientras unos no vieron nada, otros hablan de un amor apasionado igualmente fogoso entre ambos, pasando por una gama de matices que van desde un mero amor platónico hasta la niña campesina que no supo cómo escapar de la presión del maestro cuarentón que la seducía. Fue en la gira a Buenos Aires cuando el director comenzó a darle tareas específicas para mantenerla cerca. Sería ella la encargada de colocar las partituras. La relación fue cada vez más cercana, hasta que, terminada su educación media, en una de las salidas con los compañeros la abrazó y la besó. Si alguien la besaba era necesariamente su pareja. Para ella, ese acercamiento público la comprometía sin remedio. Clarina Ahumada, con cincuenta años de experiencia en amores disparejos, no cree que su compañera se haya prendado efectivamente de Jorge Peña: «No es fácil enamorarse de un hombre mayor. Da mucho susto». Para muchos, él perdió la cabeza por un amor que no fue totalmente correspondido, que nunca se decidió a seguirlo en sus sueños. Brenda se debatía entre sentirse halagada y forzada, pero lo cierto es que, con mayor o menor grado de conflicto interno, mantuvo la relación hasta el final. Entre los profesores, muchos aseguran no haber visto nada. Jamás los vieron juntos, dicen. Más aún, para el profesor Hugo Domínguez se trató simplemente de «un cahuín». Incluso el joven Américo Giusti, a quien le traspasó su alumna de violín Dina Mery para quedarse enseñando solo a Brenda, sostiene que nunca se dio cuenta de nada. «Solo escuché rumores, que alguien vio por el ojo de llave que durante la clase él le tomaba la manito.» Sin embargo, como parte de la lucha interna que se vivía tanto en la Escuela como en el Conservatorio, un grupo de académicos se encargó de

enviar una carta a la Facultad de Música en Santiago para denunciar la situación, como un comportamiento impropio e inmoral del director Jorge Peña Hen. Brenda se sentía responsable, avergonzada y humillada ante tales acusaciones. Nella Camarda compartía el menoscabo, mientras su dolor se iba entrelazando con la rabia. Y entonces pensaba en su amiga Rebeca Navarro, la poeta que tenía el don de ver el futuro en las líneas de la mano. Muchos años antes, una tarde de domingo en su casa, Rebeca fue haciendo sus vaticinios. Primero leyó la palma de Nella, luego la de Lautaro Rojas, que como era habitual estaba donde los PeñaCamarda. Finalmente, con la mano de Jorge entre las suyas, de pronto se quedó callada y prefirió detenerse. Pero su amiga no quedó tranquila con aquel silencio repentino y, unos días después, insistió en que Rebeca le confesara lo que había visto: Jorge moriría joven, sufriría un desequilibrio antes de su muerte, y lo veía entre rejas. Nella lo comentó con Lautaro, y ambos imaginaron que esa obsesión de Jorge por la música algún día lo volvería loco, y lo percibieron tras las rejas de algún sanatorio. Ella recordaba esa premonición viendo que su marido se deprimía cada vez más, en un declive que se inició al salir de la dirección de la Escuela, y que no era capaz de detener. Él, en cambio, visualizaba su salvación en ese amor prohibido que le llenaba el alma. Pero, paralelamente, lo carcomía la culpa y era incapaz de romper con su familia y dejar a Nella. Hasta que, finalmente, en un bolsillo de su chaqueta, ella descubrió una carta dirigida a su amada. Pero eso ya fue después del viaje a Cuba. *** Jorge Peña Hen no se sentía cómodo con la gira a Cuba. Por primera vez,

no era el jefe de la delegación, era solo el director de la orquesta ya que el encargado de todo era Leonardo Nanjarí. Para Nella fue un viaje horrendo, para el olvido. La relación con Jorge andaba de mal en peor, y Brenda Iriarte —recién egresada de la Escuela y estudiante del Conservatorio— iba como asistente de su marido. No quería ir, pero sus colegas insistieron en que no podía quedarse al margen. Por las noches, ella se iba a dormir, mientras él salía de fiesta con Brenda y los jóvenes de la orquesta. Sin embargo, la verdadera tensión en aquella gira no fue el romance de Peña Hen sino la división política que crispaba los ánimos desde hacía meses. Incluso Nanjarí, siendo comunista, dudó si era adecuado hacer el viaje. Unas semanas antes de la partida, habían detectado reuniones entre profesores y estudiantes de oposición a la Unidad Popular, cuyo objetivo era ponerse de acuerdo en cuál sería su comportamiento en la isla. El director lo comentó con el profesor Américo Giusti, ambos temían que este grupo provocara problemas. Le propusieron a Peña Hen que hiciera un concurso para seleccionar a los músicos que viajarían. Aunque varios de los «problemáticos» estaban entre los instrumentistas menos dotados, Peña no quiso ni oír la propuesta. Seco y decidido, dejando como siempre la política fuera de la orquesta, respondió: «Voy con todos». A los eventuales conflictos dentro de la orquesta, se agregaba que no era la mejor fecha para partir. Estarían de viaje el 4 de marzo de 1973, día de las elecciones parlamentarias que tenían al país fuertemente polarizado. La alianza opositora, CODE, hacía una campaña millonaria y atemorizante para alcanzar los dos tercios en el Senado, lo que le permitiría destituir al Presidente Salvador Allende. Hasta última hora, el viaje estuvo en duda, pero mientras hacían los trámites, el Ministerio de Relaciones Exteriores estimó que sería ofensivo

rechazar la invitación que había extendido el gobierno cubano. Más allá de la situación política interna, Cuba era entonces no solo un amigo sino un modelo para la Unidad Popular y buena parte de la ciudadanía. Mientras los directivos ponderaban sus aprehensiones y evaluaban la decisión final, los jóvenes de la orquesta se preparaban sin sospechar que el viaje podía naufragar. Fueron meses de estudio riguroso. Se ensayaba después de la jornada habitual, los fines de semana y, cuando comenzaron las vacaciones, siguieron juntándose durante el verano hasta que partieron. Tocaban Schubert, Mozart, el Bolero de Ravel, un fragmento del Lago de los cisnes. Ese esfuerzo previo suavizó tensiones y fortaleció la convivencia histórica del grupo, partieron unidos, contentos, con el entusiasmo con que enfrentaban todas las giras, y de la cuales regresaban colmados de aplausos. Viajaron el 23 de febrero, y desde la llegada los trataron como reyes. Se hospedaron en el lujoso Habana Libre, exhotel Hilton, el mismo donde se habían alojado Fidel Castro y el Che Guevara cuando triunfó la revolución, pero también el que había recibido al Presidente Allende, a las actrices Sarita Montiel y Elizabeth Taylor, a Mario Moreno —Cantinflas— y muchos otros personajes ilustres. Como huéspedes del hotel, no solo podían acceder a todas sus instalaciones, sino que, además, se les entregó una tarjeta que les permitía consumir lo que quisieran a la hora que quisieran. Allí no había ningún tipo de restricción ni pobreza. Algunos celebraron sus cumpleaños con torta, y hasta un trago de ron. Sin embargo, a medida que pasaban los días las percepciones de unos y otros fueron variando. Mabel Muñoz, la hija del profesor Max Muñoz —uno de los fundadores de la Escuela, de ideas muy derechistas—, evoca aún enojada que los profesores Nangari y Giusti los reunieron en el lobby y les ordenaron alargarse las polleras y, a los hombres, cortarse el pelo. Les explicaron que

aquella forma de vestir no era propia del país revolucionario y ofendía a sus anfitriones. Quien no cumpliera las instrucciones, no recibiría los diez dólares diarios que les daban de viático. Pero los jóvenes venían de Chile donde el gran éxito de la televisión era «Música Libre», un programa de baile donde las chicas imponían la moda de cortísimas mini faldas y los chicos una melena larga que sacudían al ritmo de las canciones más populares. Se armó la trifulca y nadie obedeció. Don Jorge autorizó que se les siguiera entregando el dinero. Al joven José Urquieta, en cambio, lo primero que se le viene a la mente es la vergüenza que sintió frente a los estudiantes cubanos. «Estaban a años luz de nosotros, con una enseñanza avanzadísima. Los jóvenes de nuestra edad tenían una preparación muy superior. Conocí las salas de percusión que era una casa completa con instrumentos que jamás habíamos visto como una marimba completa, juego de timbales con hasta seis tambores. Tenían otra casa completa para las clases de violín, y nosotros acá, estudiábamos en unos cuartuchos chiquitos de madera como casa de emergencia.» Una función de ballet contemporáneo lo deslumbró. «Nunca pensamos que nos íbamos a encontrar con esa realidad, se suponía que Cuba era un país pobrecito, muy disminuido.» Siendo presidente del Centro de Alumnos, Peña Hen había liberado a Urquieta de su responsabilidad en la orquesta para que asumiera la visita como dirigente estudiantil y compartiera con otros compañeros de ese nivel. Pero esos contactos no fueron muy fructíferos. «Las realidades eran muy distintas, nosotros necesitábamos más recursos, conseguir espacios dignos para estudiar, mientras ellos estaban preocupados de su nivel musical, de los mejores métodos de enseñanza, de elevar su técnica. Tenían muchos profesores rusos. También el encargado del ballet era ruso. Con los estudiantes de distintas carreras universitarias, me llamó la atención el

compromiso que tenían con la revolución. Me costó entender que tuvieran que hacer guardia para cuidar su edificio por si venía un ataque de los gringos. Combinar eso con los estudios, me resultaba incomprensible.» Como era de suponer, José Urquieta no abandonó la orquesta, su cariño por el oboe era tanto que se las arregló para cumplir con ambas tareas. Al profesor Hugo Domínguez le chocaba que tuvieran una persona a cargo de la delegación que intentaba por todos los medios que admiraran la revolución. Un día lo llevaron a un acto público muy masivo. «De repente, por el lado, aparecieron unos pocos jóvenes, que no vestían el uniforme que llevaban todos, y a los cuales se les llamó duramente la atención, no hubo violencia física, pero sí verbal, los trataron de enfermos mentales y cosas así. Obviamente, no estaban de acuerdo con el régimen, y me parecieron personas muy valientes.» Varias noches, los profesores disfrutaron del espectáculo del cabaret del hotel. Allí pudieron compartir con los músicos, con quienes entraron en confianza. «Después de algunas conversaciones —cuenta Domínguez—, algunos prácticamente nos rogaban que les regaláramos un par de pantalones. Eso me pareció bastante penoso.» Más allá de las diferencias de apreciación y de las experiencias de cada uno, hubo distintos hechos que incendiaron los ánimos. Nella Camarda vio cómo se encendió la mecha cuando se propuso ir a la zafra. Participar de la recolección de caña de azúcar era una tarea que enorgullecía a los cubanos como fuente esencial de su desarrollo económico. «Una de las niñas muy parada en la hilacha dijo que ella no iría ni muerta. A ella se sumaron otros. El inspector Rubén Paredes, que era un hombre encantador y correcto, al que todos querían, y tenía mucha autoridad, les recriminó su actitud. ¿Por qué no quieren ir?, les dijo, ¿acaso creen que se van a ensuciar las manos? Eso bastó para que se armara un escándalo y que, al regreso del viaje,

hicieran declaraciones a los diarios diciendo que los habían presionado para ir a la zafra. Fue ridículo. En general, los niños lo pasaron regio. Sin embargo, hubo quienes rechazaron la invitación, como Mabel Muñoz, que argumentó que debía cuidar sus manos para tocar el violín». La mayoría, como Deyza Muñoz, aceptó la aventura. «Para mí todo era novedad, yo no quería perderme nada. Llegamos a los campos, el calor era tremendo. ¡Los cubanos andaban prácticamente desnudos, a torso descubierto! Era peligroso, las hojas de la caña son filudas y te cortan. Usaban una cosa redonda, una hoz o un corvo, e iban cortando, al que quisiera intentarlo le enseñaban, algunos lo hicieron, pero yo no me atreví. En realidad, fue apenas un par de horas de la tarde.» Así lo vivieron también los profesores. Para Hugo Domínguez la zafra formaba parte del programa turístico, tal como fueron las visitas a los conservatorios, la playa de Varadero, los helados del Coppelia y la casa de Hemingway. Pero algunos de sus colegas lo consideraron un acto político. La zafra era todo un símbolo de compromiso revolucionario. A los pocos días de estar en la isla, los jóvenes descubrieron que en el mismo hotel estaba una delegación de tenistas chilenos que incluía a Jaime Fillol y Patricio Cornejo, los ídolos de aquellos años. Los deportistas no eran precisamente procubanos y comenzaron a criticar al régimen y a descalificar a Allende frente a los estudiantes. Los comentarios aleonaron a unos y enfurecieron a otros, provocando una tensión cada vez más peligrosa. Llegaron incluso a los empujones y los insultos en medio de una cena. Jorge Peña estaba furioso. Se acercó a conversar con los jóvenes para calmar los ánimos y terminar con esa división indigna de la orquesta. Sin embargo, Nanjarí lo paró en seco. Que no se meta, que él es el encargado de

la delegación y a él le corresponde conversar con los alumnos, que se limite a lo suyo que es la dirección de la orquesta. Nanjarí, Hugo Domínguez y Américo Giusti se acercaron a los tenistas y tuvieron una conversación bastante áspera. Les hicieron ver que sus opiniones políticas estaban creando problemas y asustando a muchos jóvenes. Que no podían enardecer a los chicos sosteniendo que Chile se convertiría en otra Cuba. Giusti, que en aquellos tiempos era de enojo fácil, le puso la mano en el estómago a Fillol en un tono entre amenazante y condescendiente. Los tenistas entendieron de inmediato que no debían involucrarse con los músicos, y se disculparon. El asunto no pasó a mayores con ellos, y al día siguiente, Guisti se encontró con Fillol en el ascensor y ambos volvieron a excusarse y lamentar lo ocurrido. Pero quizás el momento más álgido fue el 5 de marzo cuando supieron el resultado de las elecciones parlamentarias del día anterior. La división se hizo más pronunciada, mientras se burlaban mutuamente del resultado obtenido. Hasta puñetes reviven algunos. Como suele ocurrir, ambos grupos se daban como ganadores; los de derecha porque habían obtenido más del 55% de los votos, y los de izquierda porque la CODE no había logrado su objetivo y la izquierda, a pesar de toda la campaña del terror, mantenía más del 44% de apoyo. Los profesores perdieron la paciencia. Los citaron a todos en el comedor y los retaron por hacer desórdenes en un país extranjero. Giusti era el más enojado, subido sobre una silla los increpó con dureza por su falta de cultura, por su infantilismo y, según algunos, por sus posiciones retrógradas. Y cuando los ánimos se estaban apaciguando, apareció Jorge Peña a anunciarles que no podrían viajar todos de regreso al mismo tiempo. La delegación incluía a más de ochenta personas y, según les explicó, el avión

que volaba a Santiago una vez a la semana estaba demasiado lleno. «No quiero tener problemas con ustedes —dijo—, los que se quedarán una semana más serán un grupo pequeño de unos veinte, y los va a elegir nuestro guía.» Es decir, el cubano que había tenido a su cargo a los chilenos durante toda su estadía. De inmediato comenzaron las especulaciones, que los que se quedarían serían los de izquierda, que era para seguir adoctrinándolos, que se irían los momios, que no creían que faltaran cupos en el avión. Y, por otro lado, la mayoría, a la que poco le interesaba la pelotera política, peleaba por quedarse otra semana de vacaciones. Entre ellos estaban Deyza Muñoz y sus amigas Ana Páez y Sonia Rojas. Ellas cenaban a diario con el delegado cubano en su mesa. Apenas don Jorge terminó la reunión partieron donde su amigo a pedirle que las pusiera en la lista, que querían quedarse, seguir paseando y conociendo. Que por favor no las mandara de regreso. Cada vez que se cruzaban con él le repetían sus nombres, que no fueran a quedar fuera de los elegidos. «Estábamos felices. No entendíamos nada de política. Los cubanos lo único que querían era conquistarnos, estar con nosotros, regalarnos chapitas, ¡éramos las estrellas del momento! A veces salíamos de los conciertos por la puerta de escape porque en la puerta principal había una multitud.» Por supuesto, cuando se entregó la lista ellas estaban incluidas, también Brenda Iriarte. Al momento de partir, faltaba uno —varios creen recordar que era Patricio Damke—, lo buscaron por todas partes pero no aparecía, no podían salir al aeropuerto sin él. Lo encontraron hecho un ovillo, escondido en un closet. Solo quería seguir disfrutando ese trato de reyes en el Habana Libre. Damke tenía razón, fue una semana a lo ricos y famosos. Los llevaron a una laguna que al medio tenía el escenario para el espectáculo musical. Sin tener que tocar, pasearon y farrearon hasta cansarse.

Jorge Peña y su mujer partieron con el primer grupo, el más numeroso. La llegada a Santiago fue fatal. *** Era la primera vez que el maestro no estaba a cargo de una gira y no organizaba todo hasta en su más mínimo detalle. Aterrizaron en Pudahuel el viernes 9 de marzo a las diez de la mañana, y nadie los esperaba. No había transporte para partir al norte ni alimentación para esperar el traslado. Venían cansados del viaje, y el ánimo lábil. Había poco aguante para cualquier contratiempo. Entre todos hicieron una vaca para contratar un vehículo, dejaron sus maletas en el aeropuerto y fueron a almorzar al casino de la UNCTAD,39 que tenía precios populares, para luego resistir otro largo viaje hasta La Serena. Cuando los apoderados los vieron aparecer en una micro vieja y destartalada, que no estaba a la altura del trato que solían recibir sus hijos, se espantaron. Era la chispa que faltaba para hacer estallar la Escuela. Las reuniones entre padres, alumnos y profesores se multiplicaban en el colegio y en diferentes casas. No les cabía duda, todo era culpa de la Unidad Popular y de ese desatinado viaje a Cuba. A los pocos días, el escándalo se hizo público. Los días 13 y 15 de marzo, el diario El Día, en amplios reportajes, informaba de «la odisea que vivieron los alumnos en su estada en la isla caribeña», con enfrentamientos entre alumnos y también entre alumnos y profesores, la obligación de participar en la zafra, numerosas reuniones de concientización. Una de las crónicas señalaba que la orquesta ni siquiera había tenido que ensayar ya que los cubanos no la aplaudían por la calidad de su música sino «por la revolución que se está realizando en Chile». Se relataba el festejo en un

cabaret de los profesores de la Unidad Popular, dejando solos a sus alumnos luego de conocerse los resultados de las elecciones en Chile. Todas estas denuncias fueron anónimas. El viernes 16, se publicó una larga aclaración de Jorge Peña. En ella, destaca que, a diferencia de todas las giras anteriores, que fueron muy bien cubiertas por el diario, en esta ocasión ni siquiera fue consultado al respecto. En una nota de la redacción, El Día le responde: «Las diferencias de apreciaciones son, señor Peña, entre Ud. y sus alumnos quienes sin embargo lo marginan de los cargos. No nos culpe por abrir nuestras páginas a jóvenes que se sienten vejados y que, además, son sus alumnos». Paralelamente, en la misma página del diario, insistiendo en que todo se basa en la versión de los alumnos, se entrega un nuevo reportaje bajo el título «La Zafra primero y las elecciones después lesionaron la gira musical». Según la crónica, un gran número de jóvenes se negó a participar de la zafra, y así refiere lo ocurrido: «Nosotros íbamos a tocar música, no a cortar caña. Nos negamos a ello y allí se dispararon todo tipo de epítetos en nuestra contra. A los niños que no fueron se les trató de “momios maricones”. A las niñas de “jai” que no querían ensuciarse las manos, ni sacarse los zuecos. Para nuestros compañeros y profesores éramos “momias con zuecos”». La crónica agrega que muchas de las que fueron a la zafra volvieron con las manos cortadas y llenas de ampollas. En cuanto a los coletazos de las elecciones parlamentarias, el relato — siempre de un alumno sin nombre— sostiene que los maestros «se dedicaron a lanzarnos improperios y hacernos chanzas sobre el triunfo de la UP. Aseguran que nunca pudieron hablar a solas sobre lo que estaba ocurriendo porque siempre tenían un cubano presente, vigilando atentamente». Sin embargo, los testimonios dejan siempre fuera de toda culpa al director: «Don Jorge (Peña) fue el único que no actuó como una

persona de izquierda. Fue él quien nos agradeció nuestro comportamiento de solidaridad con los cubanos y más que todo el respeto a sus ideas. Nos manifestó que él discrepaba de muchas cosas que estaban sucediendo, pero que ellas debían ser tratadas en Chile». Un recuadro completaba el reportaje destacando la escasez existente en Cuba, la tarjeta de racionamiento para comprar cualquier cosa que no fueran helados. Contaban cómo les pedían sus cepillos de dientes y cómo las compañeras «fueron constantemente asediadas» para que vendieran su ropa. «Obsequiamos nuestras medias y alguna ropa interior. Regresamos a Chile con lo que teníamos puesto. Todo o casi todo lo obsequiamos a las niñas cubanas que deseaban lucir algo distinto.» Peña pensó que, con su aclaración y aquella extensa información que insistía en la «odisea cubana», el asunto se daba por terminado. Además de desprolija y exagerada, la información le parecía absurda. Se equivocaba, no dimensionaba que tras esas noticias había una fuerte campaña política, cuyo foco no estaba en Cuba sino en Chile. Todos parecían haber olvidado que en cada una de las giras se reunían con dirigentes del país anfitrión. Más aún, Andrés Adaro, el trombón en la banda de la Escuela, rememora la estrecha relación que tuvieron con la banda de Michigan que los visitó en aquellos años. Pero, obviamente, Michigan y La Habana eran asuntos muy diferentes. Al día siguiente, fin de semana, cuando el diario se leía con más dedicación y calma, apareció otra información, titulada «Lo ocurrido en Cuba dividió a la Orquesta en dos bandos». En ella se informa que los cubanos tenían una lista completa de todos los alumnos y su tendencia política, indicando que fueron sus profesores quienes informaron al respecto. Pero esta cuarta nota en menos de una semana no era suficiente. Aquel

sábado, El Día dedicó también su editorial —enmarcado por una gruesa línea negra— a lo que llamó «Una experiencia lamentable». Luego de alabar la obra de Jorge Peña Hen en la zona, el redactor anota: Desde hace dos años hasta nuestra redacción comenzaron a llegar reclamos sobre la concientización política que algunos profesores estaban realizando en la Escuela de Música. La incitación a tomarse una casa particular colindante con la Escuela, vale decir la exhortación a acciones al margen de la ley, nos indicó que las prédicas habían logrado frutos que no estaban justamente relacionados con el arte. Felizmente se impuso la cordura, quedando solo el sabor amargo en muchos jóvenes, al comprender que fueron utilizados para fines que no prestigiaban una Escuela que es mirada con orgullo y cariño por todos los que aman la música y la cultura. Pero nadie culpó a los niños como tampoco al grupo de dignos profesores que comprenden que su misión es la de impartir enseñanzas y no consignas extremistas. Sabiendo quiénes eran los promotores intelectuales que lanzaron a menores de edad a una acción ilegal, preferimos no ahondar el problema, pensando que una vez superado se enmendarían los rumbos equivocados. Lamentablemente no fue así […] Al publicar las gravísimas acusaciones en contra de profesores que acompañaron a la Orquesta Juvenil no hemos magnificado ningún cargo. Lejos de eso, hemos silenciado algunos insultos proferidos en contra de niñas y niños, que se negaron a ir a los «trabajos voluntarios de la zafra» porque son de una grosería irreproducible […] Por regla general, los gobiernos marxistas cursan invitaciones solo a personas y grupos doctrinariamente adeptos que siempre encontrarán una excusa para justificar la pobreza o el oprobio en que vive un pueblo sometido. Seguramente alguien informó a los jerarcas «castristas» que los integrantes de la Orquesta Juvenil de La Serena ya estaban debidamente adoctrinados para encontrar todo color de rosa y para entregar la tradicional cuota de «trabajo voluntario» en beneficio de la revolución cubana! No hay duda de que fueron mal informados. Todavía existen jóvenes chilenos capaces de apreciar la diferencia entre la libertad y la tiranía.

A la semana siguiente, la noticia había saltado a la prensa nacional. El Mercurio, con fotos de Peña dirigiendo y los jóvenes tocando sus instrumentos, informaba «Conmoción causa denuncias de niños que viajaron a Cuba», reproduciendo los dichos anónimos publicados en La

Serena, pero aclarando que dicho anonimato buscaba «evitar represalias contra los estudiantes». El anonimato y el contenido de las declaraciones se gestaba en las reuniones en que un grupo de padres, apoderados y profesores iban delineando lo que sus hijos y alumnos debían decir. América León y Mabel Muñoz fueron a declarar al regimiento. El tema era siempre las armas. Preguntaban si estaban escondidas en el colegio de La Providencia, donde se había instalado el internado para las niñas que venían de otras ciudades. «Nunca encontraron nada», sostiene América, con total seguridad. Muchos ya no recuerdan —o prefieren olvidar— el tenor de sus denuncias. Eran jóvenes entre dieciséis y dieciocho años. Ninguno pudo imaginar las consecuencias de sus sentencias. A medida que aparecían más publicaciones de prensa sobre la gira a Cuba, crecían los rumores y también los mitos que circulaban por la ciudad y más allá. Que a los que no eran revolucionarios los mandaron de vuelta Chile, que pasaron hambre, los obligaron a cortar caña en la zafra, los vigilaban noche y día, les enseñaron a disparar, los estuches de los instrumentos venían repletos de armas. Los enemigos de Jorge Peña Hen se acariciaban el bigote y los militares tomaban nota.

PORFÍA MUSICAL

Diecisiete años estuvieron los militares en el poder. Fue una dictadura sangrienta que tuvo consecuencias desgarradoras para la mayoría de las familias chilenas. Según cifras oficiales, las víctimas directas suman más de cuarenta mil, entre detenidos desaparecidos, ejecutados, torturados y presos políticos. Sin contar los exiliados y los que perdieron sus trabajos, simplemente por tener ideas de izquierda. Posiblemente la cifra oficial se queda corta, porque son muchos los casos que, por vivir en provincias alejadas, por ignorancia o por simple pudor, nunca denunciaron su calvario. Los alumnos y colaboradores de Peña Hen no fueron la excepción. Más allá del exilio de algunos como Agustín Cullell, Lautaro Rojas y los profesores que llegaron a Venezuela, otros simplemente abandonaron la música para siempre. Así ocurrió con Brenda Iriarte, la bella que lo enfermó de amor. Algunos dicen que ante su muerte ella fundió la pena con el alivio, pero lo cierto es que, desde entonces, su mirada mantiene un indeleble toque de tristeza. Después del golpe, fue expulsada del conservatorio de La Serena. Cortó para siempre con la música, se recibió de arquitecto y se casó con un diplomático. Solo su familia y sus amistades más íntimas conocen la verdad

de su historia de amor adolescente y tabú. Hasta ahora, nunca ha querido hablar de ello públicamente. Otros también silenciaron sus instrumentos. Patricia Montoya, la Criollita, lo intentó todo con su chelo. Primero en La Serena, luego en la Universidad Católica de Santiago. No tenía dinero para almorzar ni menos para pagar una colegiatura, pero conseguía que los profesores la tomaran como alumna sin preguntar nada y que, además, alguien le prestara el instrumento. Hasta que no pudo más. Después de cinco años saltando una valla tras otra, cambió el chelo por el cuerpo humano y se convirtió en terapeuta. «Hago masajes, reparo, afino instrumentos humanos. Ayudo a sanar y liberar memorias que enferman el alma. Mi mano, igual que en el violonchelo, va sola donde debe ir, donde está bloqueado sin que yo pregunte nada.» Aún le duele haber dejado su instrumento, pero está segura de que sigue el camino marcado por el maestro, el de la solidaridad, el de apoyar a otros a mejorar su calidad de vida. Deyza Muñoz terminó su cuarto medio enojada con la música. Su profesor, Américo Giusti, no volvió al colegio. Llegaron otros que sabían poco y nada. La nueva maestra estimaba que su violín vibraba mal, que tomaba el arco de manera torpe y no lo pasaba correctamente. Furiosa, recordó que durante el viaje a Cuba unos profesores rusos la habían felicitado por tener «la posición perfecta para el violín». En la isla ni siquiera valoró el comentario y, después del golpe, no fue suficiente para seguir con la música. Decidió postular a Construcción Civil. La profesora jefa la miró con aire incrédulo porque sus notas no eran las mejores. Sin embargo, la insistente preocupación por la enseñanza de los ramos generales que existía en la Escuela, le permitió ingresar a lo que quería y luego seguir adelante hasta convertirse en ingeniera civil industrial.

No fue fácil para esos jóvenes desprenderse de la pasión que Peña les inculcó desde muy niños. Deyza se incorporó a cuanto coro encontró en su camino, y hasta tocó un violín prestado en una orquesta de la Universidad de Santiago. De regreso a La Serena, ya en los años 2000, Deyza se reencontró con su infancia, y retomó aquel sueño truncado con sus excompañeros. Supieron que en La Antena, una de las poblaciones más desamparadas donde abunda la droga, un profesor mantenía una orquesta y les hablaba de Jorge Peña Hen. Hasta allá partió con dos de tus antiguas alumnas, Fabiola Tapia y Elena Campaña. Descubrieron unos setenta jóvenes que hacían música en un lugar miserable, una posta abandonada, llena de caca de palomas, que poco a poco la municipalidad fue mejorando. Los chicos no podían creer que ellas hubieran conocido al mítico director, querían saberlo todo sobre él, preguntaban hasta los detalles más ínfimos. «Era como hablar de la Gabriela Mistral.» Entre sus primeros discípulos hubo también quienes se aferraron a los instrumentos y no los soltaron más, costara lo que costara. Entre ellos estaban, por cierto, sus regalones: Yerko Pinto hizo carrera en el noreste de Brasil, Patricio Rojas en distintas orquestas de Francia y Patricio Damke en la Orquesta Sinfónica de Concepción. Pero fueron muchos más los que invadieron prácticamente todas las orquestas de Chile. Hace unas décadas, catorce músicos de la Filarmónica de Santiago eran de La Serena. Entre ellos, Mabel Muñoz, quien recuerda cuando, en la década del ochenta, el maestro Juan Pablo Izquierdo quiso montar una sinfonía de Mahler, pero faltaban instrumentistas para completar la orquesta. De los ciento veinte músicos que se reunieron, veinticuatro eran serenenses como el propio Damke o Luis Lemus con su corno, quienes habían actuado en el mismo

teatro Municipal en 1965, en la primera orquesta infantil, cuando los pies apenas les llegaban al piso. La foto quedó para la historia. Eran años en los que aún su nombre estaba vetado. Solo se pronunciaba en voz baja entre quienes existía total confianza. Recién en 1986, Patricia Montoya se atrevió a organizar un primer homenaje en su honor. Eran tiempos en que la oposición a Pinochet comenzaba a perder el miedo. El 83 fue el año de las protestas masivas contra el dictador, y 1986 se inició con la visita a Chile del senador norteamericano Edward Kennedy, quien se reunión con algunos políticos que empezaban a levantar cabeza y con el cardenal Raúl Silva Henríquez, el gran defensor de los derechos humanos. El acto organizado por la Criollita fue justo al día siguiente de la llegada de Kennedy, el 16 de enero, coincidiendo con el cumpleaños del maestro. Habría cumplido recién 58 años y ya llevaba muerto más de trece. «Sentía que debía contribuir a liberar la memoria de don Jorge, recordarlo más allá de lo que cada uno hacía en su vida privada». El lugar evidente para dicho homenaje era la Escuela de Música, pero no hubo autorización. En una sala de ensayo que tenía la Escuela, tampoco hubo permiso. Finalmente, el arzobispo de La Serena, Bernardino Piñera (el mismo de la casa tomada), aceptó prestar una sala colindante de la catedral. Patricia recolectó material y montó una pequeña exposición, pensó que el maestro Fernando Rosas podría presidir la ceremonia, pero se excusó. Le explicó que había conocido mucho a Jorge Peña Hen pero le era imposible asistir. Era obvio, en esos años dirigía la Orquesta de Cámara de Chile, perteneciente al Ministerio de Educación. El arzobispo le advirtió a Patricia que debía ser algo sobrio, muy tranquilo, nada de política, solo su lado humano. Así eran aquellos días, por

más que Bernardino Piñera fuera uno de los más cercanos al cardenal Silva, uno de los curas que se la jugaba por proteger a los perseguidos. Llegaron entre veinte y treinta personas, el profesor David Muñoz, el director de la tercera orquesta, la Enrique Soro, presidió el acto. Estaba Nella Camarda con sus hijos, María Fedora y Juan Cristián, y un puñado de valientes que se atrevían por primera vez a nombrar a Jorge Peña Hen en voz alta y elogiar su obra, aunque fuera en un acto semipúblico, un poco escondidos en esa salita del lado de la iglesia. La inmensa mayoría prefirió no arriesgarse. Algunos por simple cobardía, algunos por cautela para no arriesgar sus trabajos y, otros, porque las heridas estaban aún demasiado frescas. Es que los sufrimientos de muchos fueron inhumanos. Unos días después del fusilamiento, Andrés Adaro, el dirigente del Centro de Alumnos, fue expulsado de la Escuela. Lo llamó la profesora Inés Zapata, la misma que lo había llevado a ese colegio que le abriría el futuro y, con una tristeza imposible de disimular, le dijo que había llegado una orden que le impedía continuar en el establecimiento. Le faltaban apenas un par de meses para terminar su cuarto medio. Entendió que La Serena no era un lugar seguro para él y partió a pasar el verano a casa de una tía en Chillán. Regresó en marzo para terminar en el Liceo de Hombres, pero había una lista de quienes tenían prohibido matricularse. Andrés Adaro aparecía en uno de los primeros lugares, no estaba claro si era por sus iniciales o su peligrosidad. Partió al Seminario, y allí se procedía con la misma lista. Finalmente, lo recibieron en el Liceo Nocturno donde tuvo que mentir inventando que trabajaba de día. Pero en agosto sus estudios volvieron a suspenderse. La DINA —la policía secreta de Pinochet— había detectado la célula de las Juventudes Socialistas en la que militaba, ayudando a los presos políticos y sus

familias. Los calificaron como un grupo armado y llegaron a buscarlo al liceo. «El director del liceo me fue a buscar a la sala y me entregó a los militares. Cuando salí a la calle, había varios jeeps con soldados apuntando con sus ametralladoras. Me metieron en el asiento de atrás de un auto, con un perro a cada lado. Partimos con un jeep adelante y otro atrás. El agente de la DINA, uno que llamaban el Polaco, iba adelante con el chofer y le preguntaba: “¿Y qué piensan hacer con este nuevo amigo?”. Los perros olfateaban y gruñían.» Lo bajaron en el regimiento, y allí estuvo durante un mes. Lo torturaron, le aplicaron corriente. Los interrogatorios eran siempre sobre lo mismo: las armas de la Escuela de Música que no lograban encontrar. Los Tribunales Militares lo condenaron a cinco años de cárcel por acciones subversivas. Tenía dieciocho años. Un abogado logró que se le conmutara la pena por firma semanal en la cárcel. Salió libre los primeros días de enero de 1975. Estuvo firmando cada viernes durante diez años. Nunca nadie le dijo que parara.

NADA EN MI VIDA

Nada volvió a su sitio después del viaje a Cuba. Y, aunque no lo demostrara, Jorge Peña Hen lo sabía desde antes de la partida. En febrero de 1973, ya fuera de la dirección de la Escuela, le escribió preocupado a su amigo Edgardo Boeninger, el rector de la Universidad de Chile que tanto lo había ayudado. En la carta le explicaba que un grupo de profesores que él mismo había contratado, intentaban desvirtuar el proyecto y retrotraerlo hacia una enseñanza tradicional de Conservatorio. Esto requería, obviamente, deshacerse de él y, por ende, le pedía que interviniera: «Te estoy pidiendo este señalado favor, no porque yo desee honores de director ni afán de poder por el poder. Te reitero algo que tú sabes y es que debo terminar una obra que comencé hace veintidós años y que tomó su definitiva y renovadora orientación en 1965». Su amigo Boeninger, militante demócrata cristiano y opositor a la Unidad Popular, no quiso o no pudo hacer más por él. El país vivía momentos cada vez más tensos desde el paro de los dueños de camiones en octubre de 1972. Aumentaba la escasez y el mercado negro, el gobierno norteamericano enviaba recursos prácticamente ilimitados para financiar a la oposición, sobre todo, a los medios de comunicación como El Mercurio. El rector Boeninger enfrentaba innumerables conflictos en distintas sedes universitarias y, desde el 20 de enero de 1973, el canal de la universidad,40

uno de los más importantes del país, estaba tomado por los trabajadores que adherían al gobierno. Jorge Peña Hen no lograba acomodarse al momento que vivía el país. Por un lado, luchaba por mantener vivo su proyecto musical focalizado en los niños más vulnerables y, por otro, intentaba comprometerse más en la lucha política que inflamaba al país. Quería ser parte activa de esa revolución imparable que estaba cambiando el mundo. Sin embargo, todo aquel fervor chocaba con una sensación de tristeza y desorientación. Con una depresión que lo iba derrotando. Lautaro Rojas, que ya vivía hace un par de años en Santiago, viajó a La Serena poco después de que el maestro dejara la dirección de la Escuela, hacia fines del 72. Se juntaron en su nueva oficina. Lo habían relegado a una sala en uno de los patios interiores. Mientras ellos conversaban, Clarina Ahumada —la alumna que ahora era su mujer— presumía presentando a su hijo a sus antiguas compañeras. Lautaro salió de la reunión impactado. «Jorge está muy mal físicamente —le dijo—, está de nuevo con la úlcera, y fuma y toma café como loco. Se salió de su centro, se exalta rápidamente cuando habla de política. Está muy afectado por el clima de violencia política que se está viviendo. Como que no es el mismo de antes.» Les llamó la atención que se hubiese dejado crecer la barba. Ya no era el maestro distinguido, con su característica pajarita. En plena crisis de la escuela, poco antes de que tuviera que abandonar la dirección, el profesor Hugo Domínguez, que oficiaba como una especie de secretario, también lo notó distinto. Se le olvidaba de qué estaban hablando, andaba distraído, pero era una distracción distinta a las que solía mostrar cuando la música copaba su mente y caminaba entonando melodías. «Se me cayó al alma —relata con tristeza, como si esto acabara de ocurrir—, me di cuenta que algo le estaba pasando psicológicamente. Era un jugador de

ajedrez, que manejaba todo con anticipación, con una agilidad mental impresionante. Era increíble verlo así, como si los pensamientos se le traspapelaran.» Para todo su entorno fue duro asumir esta metamorfosis. A medida que perdía el poder que administró durante décadas para concretar sus sueños, se volvió errático. Algunos días estaba más introvertido, y apenas compartía el saludo, pero al siguiente reaparecía animoso, se paseaba por los patios, conversaba sin apuro con los estudiantes, tanto de música como de lo que ocurría en el país. Incluso se organizó un concierto de desagravio para Cuba a raíz de todas las declaraciones que habían emitido después de la gira. Además del repertorio clásico, se interpretaron algunas piezas de compositores isleños que el maestro arregló para sus alumnos al volver al país. Como siempre, la función fue a tablero vuelto, con autoridades de la zona y representantes oficiales de la embajada que viajaron especialmente a La Serena. A la cita no faltó ninguno de los jóvenes de la orquesta. El 23 de junio de 1973, los militares hicieron una especie de ensayo general del golpe militar que se denominó «el tanquetazo». Al mando del coronel Roberto Souper, un conjunto de tanques y soldados salieron del regimiento Blindado Nº 2 de Santiago y rodearon el palacio de La Moneda y el Ministerio de Defensa. Fueron horas tensas, el Presidente Allende declaró su decisión de defender el gobierno constitucional, el general Augusto Pinochet, al mando del Regimiento Buin, movilizó sus tropas en contra de los subversivos; el Comandante en Jefe del Ejército, el general Carlos Prats, se enfrentó desarmado a los tanques y, finalmente, se puso fin a la sedición. Faltaban pocos meses para que Pinochet traicionara al Presidente de la República y se desatara el horror. Los momentos de alegría no abundaban en la vida del maestro. El último

año estuvo muy solo. Algunas de sus alumnas incluso fueron a su casa a llevarle comida y plancharle la ropa. Y no olvidan haberlo visto con un agujero en la camisa. Algo impensable en Jorge Peña Hen, siempre elegante y refinado. Uno de los golpes más fuertes fue sin duda la carta del 26 de junio de 1973, que un grupo de colegas envió a la capital para evitar el traslado que Nella Camarda había solicitado al Conservatorio. Junto con alabar su condición como maestra y su aporte a la cultura de la ciudad durante dos décadas, el grupo hacía hincapié en las razones que la obligaban a marcharse y de las que nadie se hacía cargo. «¿O es que no nos animamos, y en este caso el que calla otorga, a condenar las donjuanescas andanzas de su esposo, con una menor de edad, la alumna Brenda Iriarte? ¿Qué clase de intereses hay en el fondo, Sr. director, que no se quiere enfrentar derechamente este asunto que enloda el prestigio de nuestro Departamento?» Nella asegura que se negó a asistir a la reunión donde se trató aquello «aduciendo que era el padre de sus hijos». Jorge Peña Hen se hundía cada vez más en la depresión. El hijo de su hermana Silvia, Roberto Larraguibel, era un adolescente que admiraba a ese tío cautivante que se entusiasmaba con todo, que le gustaba jugar y crear las cosas más estrambóticas con sus dotes de carpintero. Le encantaba cuando llegaba a la gran casa familiar de los abuelos en la calle Dr. Johow de Ñuñoa. Sin embargo, el año 73, su tío ya no era el de siempre. Estaba serio, meditabundo, casi no hablaba. Se sentaba a leer durante horas en un rincón sombreado bajo la escalera del patio. La última vez que lo vio fue en agosto, estaba concentrado en las Obras completas de Lenin, «un libraco muy grueso». Como la mayoría de los

jóvenes de su generación, Roberto comenzó a militar en un partido. Obviamente, había optado por las Juventudes Socialistas, y estimó que podía aclarar algunas ideas con su tío Jorge. A Peña Hen no le molestó interrumpir la lectura, le entusiasmó explicarle lo que estaba pasando, o quizás sea más preciso, lo que estaba aprendiendo en los libros. «Allende está equivocado. No hay ninguna sociedad que haya entrado en el socialismo a través de los votos. Va a haber una lucha armada. Lo más probable es que Allende caiga, haya un golpe de Estado, una guerra civil, y que el movimiento de masas se repliegue y, desde la clandestinidad, surja la lucha armada.» Más allá de la teoría, su ánimo taciturno, sin esa vitalidad especial con que llenaba los espacios, revelaba sus sufrimientos y contradicciones internas. Mientras conversaba con Roberto sobre la perspectiva de internarse en los cerros a lo Che Guevara, juntar combatientes y armarse para derrotar al ejército regular, en la mesa familiar comentaba que tenía la posibilidad de partir a Alemania a perfeccionarse profesionalmente. Es que la lucha armada no iba con su personalidad, con su falta de sectarismo, con su humanismo, con su inalterable decisión de contratar un músico por su calidad y no por su ideología, sin importarle que fuera de Patria y Libertad o admirara a Hitler. La familia percibía que Jorge estaba atormentado en distintos planos, que su vida era un caos que lo aplastaba. En lo profesional, intentaba evitar que la Escuela Experimental de Música desviara el rumbo. En lo político, se sabía incapaz de dar el salto a la lucha revolucionaria sin importar sus consecuencias. En lo personal, se debatía entre el amor romántico y la familia junto a su pareja de toda la vida, que era lo éticamente correcto de acuerdo a sus valores históricos.

*** Hacía varias semanas que Nella Camarda había decidido no aguantar más su infidelidad y, de común acuerdo, optaron porque él dejara la casa. Fue a fines de mayo. Sin embargo, Jorge seguía visitándola. Y en esos encuentros, además de insistir en que aún la amaba, también le hablaba de sus angustias políticas. Una noche, parado en la puerta de su dormitorio mientras ella ordenaba algunas cosas, le preguntó: «¿Qué harías tú si tuvieras a un hijo en el bando contrario? ¿Si te dijeran que tienes que disparar y al otro lado está tu hijo?» Nella no comprendía tamaña locura, una pregunta tan disparatada no merecía ni siquiera un pensamiento. Obviamente, nadie puede dispararle a un hijo. No le contestó nada y, entre la rabia que le provocaban sus amores improcedentes y el desconcierto de aquellas reflexiones, pensó en las colas que ella hacía durante horas para comprar un kilo de carne a sus hijos. Concluyó que Jorge estaba mal, desequilibrado, descontento consigo mismo, que se sentía atrapado. Lo único que parecía centrarlo y devolverle la ilusión era la joven Brenda. Pero ella se mostraba equívoca, indecisa. Era evidente que ese pololeo rupturista la agobiaba. En medio de su propia turbación, Jorge le pidió perdón. Le rogó que se sintiera libre para amarlo o dejar de hacerlo, que aclarara sus sentimientos sin sentirse presionada. Pero que, si lo amaba, le ofrecía que fuera su mujer, que se casaría con ella. Su hija María Fedora había partido a estudiar a Santiago. Siempre había sufrido por los celos de su madre que provocaban escándalos familiares en cualquier momento. Desde que era muy joven, apenas una púber, le decía que se iba a separar. Veía a su padre amenazado frente a cualquier mujer con la que le tocara interactuar. «Llegaba una soprano para alguna ópera de la temporada Bach, y mi mamá explotaba por la mirada que le había dado

mi papá a esa tipa, él se justificaba recalcando que tenía que mirarla para darle la entrada en medio de la obra.» Sin embargo, nunca imaginó que esto realmente pudiera ocurrir. Hasta que Nella la visitó en Santiago y, repentinamente, le entregó un papel y la obligó a leerlo: «Este es tu papá». Era la carta que su marido le escribía a Brenda y que su madre había descubierto en una chaqueta. A María Fedora se le cayó el mundo, tenía dieciocho años, no solo se desmoronaba el ídolo que siempre había admirado, sino que, además, su madre le prohibía verlo sin ser acusada de desleal y mala hija. La entendía, imaginaba la rabia que sentía ante el engaño, pero sobre todo sufría el derrumbe del padre. «Mi padre era un hombre maravilloso. Pensaba que nunca había cometido una falta, ni siquiera decía la palabra “poto”. Durante los almuerzos, ponía un globo terráqueo en la mesa, y lo hacía girar hasta que uno de nosotros ponía el dedo para detenerlo en un país cualquiera. Entonces nos contaba sobre ese país. De su cultura, su historia, su filosofía, sus grandes hombres. Era un gallo fascinante, le gustaba la buena comida, los buenos vinos, vestirse bien… Y, además, era un director extraordinario, era imponente verlo sobre el podio. Mi papá tenía unas manos que hablaban.» El golpe a la imagen paterna fue devastador para ella. Sin embargo, apenas él la llamó, se las arregló para verlo a escondidas, sin contarle a su madre. Al llegar a El Escorial, ese restaurante tradicional que a ella le gustaba, su padre ya la esperaba. Lo vio tan disminuido que le dio lástima. Lo increpó en un desahogo descarnado e insultante, él mantuvo silencio, para luego pedirle perdón por hacerla pasar por aquel sufrimiento. Poco a poco, en las semanas siguientes, fueron reconstruyendo una nueva relación,

más de adultos, más sincera, sin que ninguno de los dos sospechara que la vida solo les daría tiempo para otras tres o cuatro citas. Tampoco su hijo Juan Cristián imaginó que no lo volvería a ver cuando lo visitó en la Escuela de la Fuerza Aérea. No recuerda lo que conversaron, solo le pareció que su padre tenía una mirada distante, era demasiado joven e inocente para entender que se sentía en terreno enemigo. En esos meses previos a la tragedia, la soledad y la tristeza lo devoraban. Jorge Peña Hen no sabía dónde afirmarse, perturbado dentro de su propio laberinto, imploraba amor a su musa y, paralelamente, seguía jurando devoción a su mujer de toda la vida. Sentía que su salvación estaba en aquella hermosa jovencita, pero no dejaba de visitar la casa familiar en un intento por recomponer la vida con su mujer. La respuesta de Nella Camarda fue contundente y lapidaria. La escribió en trece pequeñas hojas. La Serena, 12 agosto 73 Nunca, nunca en mi vida me he sentido tan desconcertada y a la vez desamparada como ahora. Mi mente es un torbellino; solo tengo una certeza, que no puedo ni debo pensar en ni siquiera la posibilidad de reanudar una vida contigo. La revelación que me hiciste anoche ¿cambió en algo las cosas? Solo sé que en el momento en que lo dijiste te sentí más mío que nunca en mi vida, pero luego volví a desconcertarme con lo demás que me contaste. ¡Qué confusión siento! Tengo una necesidad imperiosa de hablar contigo; siento que fuiste sincero conmigo, pero solo un momento. Si yo era la única mujer de tu vida ¿por qué buscaste tanto a otras siempre? Y si lo hiciste una vez, ¿por qué lo repetiste? ¿Qué sentiste, lograste la felicidad, te sentiste realizado o te dejaron con más amargura? ¿Qué sentiste al encontrarme nuevamente? En una carta en que me hablas de la infidelidad, te la explicas de dos formas: 1) en caso de ser un hombre de mucho temperamento, 2) si su compañera no lo satisface en todo sentido. ¿Cuál ha sido la falla? ¿Crees tú que es una falla tener relaciones solamente con quien se ama? Parece por tu proceder que así lo crees. ¿Qué pasa por tu mente confundida ahora? Has logrado sin quererlo, traspasarme tu confusión. Eres juguete en este momento no sé de qué, pero no tienes voluntad en lo que a amor se refiere. No te defines en nada y sin embargo quieres todo de mí.

[…] Aunque tú me creas ingenua, o tonta, o única, o extraña en mis ideas, sigo pensando igual: el amor debe ser exclusivo. Y ahora, compréndelo bien, no vuelvas más a verme porque me rebajas, porque sé que en tu pensamiento está esa que tú sabes. Déjame en paz. Déjame lograr la tranquilidad siquiera y deja tu estúpida búsqueda de felicidad, porque ella no existe. Existen momentos felices y momentos amargos nada más; madura de una vez por todas, aunque sea para seguir solo tu camino. No siembres más destrucción a tu paso. ¿Cómo crees que puedes lograr la felicidad en busca de una locura? No tendrás la paz interior que es lo principal para lograrla. ¡¿Cómo no ves eso que yo veo tan claro como la luz del día?! Todas tus fuerzas, que son muchas, debieras emplearlas en irte al extranjero. Es la mejor visión que puedes dejar aquí de ti. Aunque parezca que no nos importa la gente, sí que nos importa, porque con ella vivimos y esos no son prejuicios, es la verdad, es la vida, el hombre no es solo, forma parte de un todo, aunque en sí constituya un inmenso mundo. Y es muy importante el aprecio y que los demás sientan por uno. Déjate de tonteras, déjate de embriagarte con la política, tú eres músico, antes que nada, así te conocí y así te quise. Hablo de ti con desprendimiento, te lo digo por tu bien. Ya no pienso en una vida juntos. He trazado mi futuro sola. Sé que será duro, pero más soportable que sentirse como una sobra al lado de un hombre cuando sé que soy más capaz que otras de hacer feliz a alguien. Hoy te llamé, pero no estabas y lo prefiero así porque he escrito aquí todo esto con una rapidez increíble; las palabras me brotan incontenibles y creo que si no lo hiciera estaría no sé cómo porque mi estado hoy ha sido de desesperación, de confusión, de desconcierto, pero siempre decidida a lo mismo, a la separación. No logro comprenderte, no logro comprender tu comportamiento durante toda nuestra vida matrimonial. Y algo me dice que es mejor no hacerte más preguntas, pero creo que anoche no me dijiste toda la verdad porque tal vez sea muy muy duro para ti decirla. Dejémoslo así… ¿qué más puedo hacer? Siempre tengo mucho que dar, solo me falta saber a quién para que no se desperdicie… Te he hablado duro a ratos ¿no es cierto? Muy disacorde con la Canciones de Montepatria. Tu obra debe ser buena, y planteas allí un conflicto, pero… muy profundo como tema para elucubración filosófica y como fondo para una obra de arte. En la vida hay que definirse, ese tema no puede perdurar por más tiempo en tu vida real. Pon los pies sobre la tierra. A veces en la sencillez de una vida simple está la sabiduría. Simple no por ser vacía. Te ruego que tu obra no la muestres tampoco a tu hija si es que en algo me respetas todavía, porque me parece que pensabas mostrársela. Y respecto a tu actitud con ella y su actitud conmigo, también me gustaría conversar. Hay en realidad mucho que hablar entre tú y yo, pero ¿por qué tiene que ser con trago y en la noche? ¿No podría ser a plena luz del día y totalmente sobrio? Creo que sería mucho más razonable, puesto que son temas tan serios y no disfrazables con la bebida. Mejor con un cafecito.

La carta no lleva firma, tampoco está dirigida explícitamente a Jorge,

quizás esto fue a propósito o quizás nunca llegó a mandársela y todo fue hablado en un café, o en un nuevo encuentro nocturno. Desde que había dejado la casa familiar, Jorge vivía en una pieza de la antigua casa de la familia de su amigo Alejandro Jiliberto, elegido diputado en marzo. Allí seguía con atención cómo la crisis política que enfrentaba la Unidad Popular se volvía cada día más inmanejable. Le costaba dormir. La angustia lo carcomía. La noche del domingo 19 de agosto, en su máquina de escribir, escribió un poema que no lleva título: Nada en mi vida. Nadie en mi camino. La llave del ave dorada se pierde en abismo de dos decenios. La aurora no sube ya por la escalera de vacío y de lágrimas. Corro, aspiro la brisa, sueño. Tomo del anaquel la luz pretérita. Contemplo, en la pared, la gesta heroica del altiplano maldito. Lucho en combate y canto junto al pífano de los ángeles. Repito mil veces: ¡Basta ya! ¡No aspires el aroma del oriente! ¡Coge la lámpara que la mano divina enciende ante tus ojos! El hombre, en su plena facultad, escala el monte. La zarza ya no arde. En lugar de las espinas hay un hongo. La humilde paja se ha perdido en la arena milenaria de la Historia. Nada en mi vida. Nadie en mi camino.

Como en un yermo, se marchita en mi espíritu la flor del amor que una vez vislumbré. ¡La musa fue incapaz de oír el eco de los montes, del agua, de la luna! Corro, solo impulsado por el hálito de la voluntad. ¡Abel, hermano mío, muéstrame la senda que, por tantos años, he buscado!

*** En aquellos días, la polarización política se hacía insoportable. Los medios de comunicación, que gozaban de total libertad, se alineaban a favor o en contra de la Unidad Popular, con mensajes cada vez más virulentos. Como lo confirmó el llamado Informe Church, del senado norteamericano en torno a las acciones encubiertas de la CIA en Chile, Estados Unidos financió a periodistas y medios de comunicación destinados a promover la campaña para derrocar al Presidente Salvador Allende. Uno de los periódicos fundados con aquellos fondos fue el diario Tribuna, una publicación de trinchera fundada por el derechista Partido Nacional entre 1971 y 1973. Después ya no fue necesario. Una semana antes del golpe, el lunes 3 de septiembre de 1973, Tribuna retomó aquellos rumores contra Jorge Peña Hen que surgieron a raíz del viaje de la orquesta juvenil a Cuba. En la página 6, dedicada a las noticias de provincias, el titular principal señalaba: «SI QUIEREN ENCONTRAR ARMAS, ESTÁN EN LA ESCUELA DE MÚSICA DE LA SERENA: Es el principal arsenal guerrillero del Norte Chico». La crónica firmada por «El corresponsal» detallaba: La Escuela de Música de La Serena, donde reina y gobierna Pájaro Loco, se ha convertido en el

centro guerrillero de primer orden en la ciudad. Allí llegan periódicamente armas y explosivos que son traídos por una serie de pelafustanes de larga barba. El adiestramiento, según las informaciones que existen, se hace los días sábado y domingo cuando la Escuela queda sola. El cabecilla es el Pájaro Loco, quien viaja armado con una metralleta que la oculta en un portafolios tipo James Bond. Hasta hace poco en una pieza debajo de una escalera que va a un altillo estaba fondeado un cajón de dinamita que ahora desapareció hacia otros lugares y todo ello hace pensar que esta se está utilizando en los atentados terroristas que se han desatado en la provincia. Peña Hen, que se dedica a hacerle el amor a las «lolitas» de la Escuela de Música, es el cerebro y motor de esta acción guerrillera que ha sido denunciada. Para el tráfico de armas el «loco» de la batuta utiliza los estuches de los instrumentos. En esta labor está perfectamente secundado por un guatón sapo que se llama Flavio, que también sacó automóvil adquirido, según dicen, con los recortes que hacía en los borderó de los conciertos de la vedette «Georgina Peña». El «cara de palo» de Nangarí es otro de los que también actúa en esa acción junto con un tal Pedro Vargas… Este equipo dice que la Escuela de Música es un punto estratégico y de allí pueden asaltar a la Intendencia y violar a Alka Seltzer. Esta posición «estratégica» ha hecho que en numerosas noches Peña Hen, Nangarí, Vargas y otros músicos de organillo duerman en el edificio acompañados de buenos tragos y de algunas «lolas» para el cacheteo… los muchachos se sacrifican por la UP.

Al igual que los artículos publicados previamente tanto en La Serena como en Santiago, este tampoco individualizaba alguna fuente para sus afirmaciones. Peña Hen se negó a defenderse de esta como de todas las acusaciones previas. Las consideraba absurdas, y repetía tenazmente que era inocente y que todos lo sabían. Los militares, por su parte, seguían tomando nota en silencio, como si se tratara de acusaciones bien fundadas. *** Fue un martes de septiembre, las clases comenzaron como todos los días. En la sala de castellano, que miraba justo hacia la Intendencia, los estudiantes vieron movimientos extraños, parecía que los militares se la estaban tomando. La profesora Lucía Barros cerró los postigos de madera

para seguir dictando su materia. Pero al cabo de una o dos horas, el inspector entró a la sala para anunciar que debían evacuar el colegio. Muchos padres llegaban agitados a buscar a sus hijos. Jorge Peña Hen estaba en la puerta de la escuela, con los brazos en alto apurando a los niños que pasaban por debajo suyo, como si pudiera protegerlos si se alejaban de allí. «Esa es la última imagen que tengo de él», recalca Mabel Muñoz. Su padre, el profesor Max Muñoz, juntó a sus cuatro hijos y los llevó de inmediato a casa. Alrededor de Peña Hen, otros profesores ayudaban a evacuar el colegio, sus rostros consternados solo contribuían a afligir aún más el ánimo de los jóvenes que partían veloces, sin asimilar del todo el porqué. Patricia Montoya vio a Juan Fundas, su profesor jefe, muy triste. «Hay que irse rápido a la casa», le dijo. Ella salió apurada del colegio, pero antes de partir a su hogar en Coquimbo, decidió averiguar qué estaba pasando. Había militares por todas partes, se habían tomado el poder. El transporte había dejado de circular y no sabía cómo irse. Desde una camioneta llena de gente, un compañero gritó su nombre y la subió de un tirón al vehículo en marcha. La dejaron a la entraba de Coquimbo. Cuando llegó a su casa, todos lloraban. «Mi abuela estaba arrodillada rezando, mi mamá también, no sabían nada de mis tíos.» Patricia pensaba hacer el servicio militar cuando cumpliera los dieciocho, al año siguiente. Estaba fuertemente conectada con los militares, jugaba voleibol y entrenaba con ellos, además del contacto entre los músicos. Al mismo tiempo, su pieza estaba adornada por afiches de Allende y del Che Guevara. Hasta aquel día ambas cosas no parecían incompatibles. Apenas se dio cuenta, la abuela empezó a quemar todo. «El mundo se venía abajo, el dolor era tremendo, mi abuela solo pensaba en proteger a sus hijos.» Los

tíos fueron llegando de a poco, cuando se levantó el toque de queda que duró dos días. Omar trabajaba en la empresa de neumáticos Manesa y se quedó allí para defender al gobierno, hasta que se dio cuenta de que era inútil. Al tío Amador, el amigo de Peña Hen, el que la inscribió en la Escuela de Música, lo detuvieron. José Urquieta recuerda que ese día la banda de la Escuela iba a participar en un acto en el Liceo de Niñas a las 8:30. Llegaron muy temprano, retiraron los instrumentos y, al entrar al liceo, les dijeron que el acto se había suspendido «porque en Santiago hay un pronunciamiento militar y al parecer los militares se van a tomar el poder». Al comienzo, con Andrés Adaro —ambos dirigentes del Centro de Alumnos— pensaron que era una nueva intentona sin destino como la que se había producido unos meses antes. Sin embargo, a medida que se acercaban al centro vieron a decenas de militares que se desplegaban por todas partes. —Cagamos, Andrés. —Nooo, ligerito van a tener que irse al regimiento. Al llegar al colegio, José Urquieta ni siquiera alcanzó a guardar su oboe, cuando vio a su padre, carabinero, en tenida de combate, con casco, y metralleta cruzada. «¿Qué haces acá? Saca todas tus cosas y ándate de inmediato a la casa. Ahora sí que esto va en serio.» El sargento Alberto Urquieta no sabía que su hijo era comunista, pero sí que era simpatizante de la Unidad Popular. Por eso, según le contó tiempo después, pidió que lo mandaran a ese punto, porque estaba su José, y la Escuela de Música era considerada un lugar peligroso. Lo siguió hasta la oficina del Centro de Alumnos donde tenían unos diarios del Che y grandes afiches, que les habían regalado en Cuba. «¡Saca eso de inmediato! Destrúyelos, quémalos,

desaparece todo lo que te pueda comprometer. Te digo que ahora la cosa se viene fea.» José sacó todo y se lo llevó a la villa militar donde vivían. Allí se sentía protegido. *** El 11 de septiembre, Nella Camarda estaba en casa de sus padres en Santiago, justo frente a la residencia del Presidente de la República. Los Camarda Valenza fueron testigos del bombardeo a la casa de Allende. María Fedora, que vivía allí, recuerda bien aquellos momentos. «Eran unas explosiones terribles, como en las películas, llegaba un avión, tiraba las bombas y de inmediato se sentía el rugido de otro, que seguía el bombardeo. Eran de mucha precisión. Cuando terminó, todos estábamos tiritando, muertos de miedo, y mi abuelo decidió salir a ver. Mi abuela se puso histérica. Volvió al poco rato y nos invitó a ver cómo había quedado la famosa casa de Tomás Moro.» Se pasearon junto a muchos vecinos que veían aquella destrucción como el triunfo de la libertad. Se llevaban recuerdos, desde ollas y colchones hasta cuadros. El saqueo fue total, hasta que llegó una patrulla militar en tenida de combate. «Nos trataban como correspondía a gente de Las Condes: “Señora, por favor tenga la bondad de moverse, vamos a acordonar el sector para tomar posesión del lugar”. Volvimos a la casa, vimos entrar varios autos y luego comenzaron las balaceras, que duraron varios días. No sé a quién baleaban, si mataron gente o era simplemente para asustar. Pero era una guerra de nervios escuchar aquellos disparos noche tras noche.» En la familia Peña Hen aseguran que sus consuegros festejaron el golpe con champagne, como buena parte de los ciudadanos del barrio alto, pero Nella Camarda y su hija lo niegan rotundamente. María Fedora sí reconoce

la felicidad del Papo —su abuelo Juan— que repetía «al fin, al fin nos libramos de esta gente». Llevaba meses insistiendo que todos los de la Unidad Popular eran «unos apestosos, ineficientes, que están estropeando el país». Era el otro lado de la medalla, en la casa de los abuelos Peña Hen lo que se oía era que por fin había llegado la oportunidad para el pueblo. Aquella noche, Jorge Peña llamó a su hija. Estaba preocupado por ellos, por los bombardeos justo al lado. Tan cerca estaban que los periodistas llegaban a pedir un enchufe para encender sus luces y poder grabar la casa bombardeada. También llegaban los militares a pedir agua. «Eran unos cadetes de la Escuela Militar, unos chiquillos como de mi edad, estábamos conversando y, de repente, uno me dijo: “Allende está muerto, se suicidó”. Yo le puse mala cara y me agregó: “Si era un conchaesumadre”. Fue impresionante.» María Fedora le aseguró a su padre que estaban tranquilos, aunque habían pasado mucho susto. Él confirmó que también por su lado todo estaba bien. La familia Camarda no soportó las balaceras ni las carreras nocturnas de los militares que iban de un lado a otro, sin que se supiera lo que pasaba, más allá de provocar temor. Sus padres partieron a la casa de un familiar y Nella junto a su hija, donde Norma Andina, la Chirila, la gran amiga de infancia de los Peña Hen. Ella estaba sola en su casa porque su marido trabajaba en el mineral de El Salvador. No fueron días tristes para ellas. La Chirila también era opositora a la Unidad Popular, estimaba que el país era un caos. Años después recorría los centros de detención de la DINA con su amiga Silvia Peña, que buscaba a su hijo que no aparecía. Pero en ese momento, el golpe le pareció una salvación. «Las dos estábamos felices. La Nella era muy simpática, nos

reíamos mucho juntas. Aplaudíamos cada vez que la tele mostraba las armas de la UP que habían encontrado. Además, pensábamos qué le pasaría a Jorge, si lo iban a meter preso, si se tendría que exiliar. Ella tenía mucha rabia, pero nunca se nos pasó por la mente que lo iban a matar… Matar a Jorge no tiene explicación alguna, él era un genio. Llegará el día en que el mundo entero se pondrá de pie para reconocer su obra.» *** El 12 de septiembre nadie pudo salir de sus casas. Los militares controlaban prácticamente todo el país, decretaron un toque de queda que solo se levantó al día siguiente durante unas pocas horas. Esos espacios de libre circulación fueron ampliándose a medida que pasaban los días, pero las restricciones nocturnas, entre las dos y las cinco de la madrugada, se prolongaron durante más de una década, hasta el 2 de enero 1987. Eran las horas del desenfreno sanguinario para los agentes de la dictadura. En La Serena, solo en su pieza, en un bloc con membrete de la Universidad de Chile, Jorge Peña Hen se sentó a escribir con una letra aún más pequeña que lo habitual, como si quisiera que el dolor y lo dicho resultaran imperceptibles. La Serena, 12 de septiembre de 1973 Querida Nella e hijos: Siempre tuve el sentimiento premonitorio que mi vida terminaría a los 45 años. Siempre pasó por mi mente esa idea, fugazmente, sin definir qué, cómo; sin intuir las circunstancias en que ello podría ocurrir. Presiento que mi fin está próximo, que mi fin material no tardará en llegar, así como el fin de mi atormentada vida interior ya ha sucedido. He querido, por tanto, escribirles este póstumo mensaje, lo cual creo que me aliviará y me permitirá afrontar con entereza la dura prueba. Me aliviará, pues me queda la esperanza de vuestra comprensión y perdón.

Reviso con dolor y con sinceridad crítica lo que han sido estos 22 años que han transcurrido, desde que entraste en mi vida, Nella; desde que iniciamos una vida en común, a través de la cual trunqué y, finalmente, destruí todo lo que construí. Me embarga el pesimismo, pues veo con horror cómo nunca supe valorizar y luchar el contenido ni el alcance real de las cosas, lo que siempre me llevó a luchar por formas ilusorias de escapismo. Siempre, la construcción de valores éticos, realizados a fuerza de voluntad, tuvieron la contrapartida en el hecho de acariciar ilusiones antiéticas al margen de la voluntad creadora. Es como si mi capacidad volitiva hubiese necesitado de algo así como un relax, manifestado en lo fácil, lo intrascendente, lo enajenadamente agradable, todo sumado a una dosis de temor y de pesimismo hacia mi persona; eso agradable e intrascendente, junto con necesitarlo, me ha producido rechazo. Todo lo cual no justifica mi proceder contigo y con los hijos. Hoy es ya la noche del 13 de septiembre. Te decía antes que he destruido lo que he construido, en lo que cabe la realización de mi vida íntima (mis aspiraciones) mis ideales en el arte, mi forma de concebir el amor al hombre, el hogar que formamos, nuestros hijos. Pero, lo que hoy realmente me duele, lo que verdaderamente siento, lo único por lo que sufro y por lo que desearía volver a vivir, volver a empezar a vivir, es por haber destruido lo que tú trataste de construir y que yo no valoricé con los ojos del corazón: lo unión con amor de nosotros cuatro. Hoy he tenido información del fusilamiento de algunos compañeros, que no han hecho en su vida otro daño que luchar por sus ideales. Sabemos y sé que muchos de nosotros estamos marcados y sentenciados por el delito de amar a la humanidad, al hombre histórico, a través de la construcción de un nuevo orden, de real libertad, igualdad y justicia social. Pienso que, si me cogen, mi escapatoria de la muerte física sería solo un milagro. Cuando uno llega a una situación así, ve distinta la vida. La ve distinta, pues solo se vive un presente incierto y se revive críticamente el pasado. De cuánto he hecho en mi vida laboral, artística y doméstica, nada más deseo o habría deseado realizar. Si debo morir, o mejor ni debiera vivir, afronto ese paso sin la frustración de haber necesitado más tiempo de vida para realizar cosas. Solo siento la frustración de no haber amado y de haber dado sufrimiento y frustración a quienes me amaron, a mis hijos y a la compañera de mi vida, que siempre fuiste tú, Nella. Te digo esto con lágrimas y con sinceridad, sabiendo que ya nunca más podrá haber nada entre nosotros, ya sea porque muera o, lo que ya ha ocurrido, porque estoy interiormente inerte; como me lo dijo María Fedora, ya no me puede ver como antes; sintió pena cuando me vio tocando piano, la última vez que nos juntamos. Eres una gran mujer, Nella, y deseo pedir que, al rehacer tu vida, dejes un huequito para recordar y apreciar lo que en esta noche te he manifestado. A mi Juan Cristián querido lo he recordado mucho a través de este año. En la distancia me he sentido cerca tuyo, hijo, con tu mirada desde la foto sobre el piano, limpia y tierna. Como desearía que viviéramos de nuevo, para comunicarme contigo, para ser amigos, para que esa mirada estuviera siempre frente a mí, en tu presencia material, real.

La última vez que te vi, en la Escuela, sentí un reencuentro hermoso, aunque efímero, que me reconfortó. Me queda la esperanza de que triunfarás en la vida y que esto que te estoy diciendo lo comprenderás y lo apreciaras; y también, que comprenderás un poco más a tu padre, que en una ocasión te escribió una carta que, lejanamente recuerdo, expresaba un frustrado anhelo interior. Perdóname el dolor de haberte mostrado tan torpemente mi falla, por haberte dado el dolor del desmoronamiento de una imagen. Pero, por sobre este dolor, construirás un recuerdo de un padre ni grande, ni perfecto, sino real, humano y modesto e imperfecto; de un padre que, aunque tarde, logra vislumbrar nuevos valores y anhelos en la vida. Y toda esta suma de cosas y toda esta transformación dialéctica que ha ocurrido en lo objetivo y en mi atormentada vida interior, creo que han sido para mejor, para conocernos en nuestras reales dimensiones, aunque, como te decía recién, tarde para revivir y tarde para mí. Y todo esto, te lo digo a ti también, querida hija y a ti, Nella. Uds tres, más el recuerdo de lo bueno de tu viejo, vivirán una existencia hermosa; lograrán la felicidad en el amor de Uds, de todos los seres queridos y amigos y de una sociedad justa y creadora, pues sé que la revolución triunfará finalmente. Y Juan Cristián será un arquitecto creador, libre y limpio de la enajenante deformación militar burguesa. Hoy pienso todo lo contrario de hace una semana: deja esa escuela fabricante de robots lo antes que puedas, querido hijo. María Fedora, junto con tu hermano de sangre y junto con todos los hombres y mujeres, que son nuestros hermanos, crearás en el arte y en el trabajo y en el amor. Y te digo que estoy seguro que no eres momia y que algún día lucharás por algún ideal de justicia social. Hoy es la mañana del 14 de septiembre. Anoche dormí tarde e inquieto y vestido, en esta casa en que me han acogido con celo y afecto. Hoy he despertado triste; me siento con un principio de esa depresión que tú me conoces, Nella. Tengo tanto que decir, pero no puedo escribir. Siento una pena indefinible.

La carta quedó inconclusa, pero no dejó de escribir. En el aislamiento tenso de aquel 14 de septiembre, cuando el toque de queda se levantó apenas entre el mediodía y las seis de la tarde, el músico fue cayendo en una desesperación cada vez más aguda. Al anochecer, volvió a tomar su pluma. En siete hojas, sin encabezamiento ni firma, que no dirigió a nadie en particular, intentó apaciguar una agonía en la que se fundían el miedo, la culpa, las contradicciones políticas y ese torbellino de un enamoramiento que más parecía el encandilamiento de una felicidad ficticia, propio de la

crisis de la medianía de la vida, en la que muchos hombres intentan aferrarse a una juventud que se escapa sin misericordia. 14 de septiembre Me siento deprimido. He escrito a Nella e hijos, me doy cuenta que los quiero, que los amo, que deseché una vida hermosa y que, aunque viviese muchos años no podría llegar ya a nada con ellos. Con mis hijos no puedo rehacer la hermosa vida de calor y alegría familiar de mi infancia y adolescencia, pues ya es tarde. Con Nella es imposible, pues el quiebre ha sido demasiado grande. En las actuales condiciones de la lucha, para seguir adelante, tengo dos caminos, si es que sobrevivo y quedo en libertad: la actividad pasiva de organización lenta y clandestina; y la entrega total a la revolución, en la guerrilla. No tengo nada más que hacer en la vida. Solo hay un camino que podría salvarme, y que me está vedado: Brenda. Debo decidir pronto mi actitud interior, o mejor dicho, la orientación que debo dar a mi problemático futuro. Creo que la idea de este notable camarada con quien he intimado últimamente, que es Óscar Catalán, podría ser mi camino; pero es un camino largo y tedioso para quien siente el ideal revolucionario, pero no la vocación. Y ambos estamos en similar situación anímica; somos amateurs y no profesionales de la lucha y de la política. Pienso que, si me decido por la lucha, tendría que ser sobre la base de una dedicación total; y para ello necesito fe en mí, que la he perdido paulatinamente desde hace un largo tiempo. Y un revolucionario sin fe en sí y en lo que está realizando, aun cuando tenga fe en la implantación final del socialismo, que seguramente verán nuestros hijos, no sirve. Hago un recuento de la curva ascendente y descendente de mi vida. En los primeros diez años de mi unión con Nella, desde el Magnificat de 1950 a La Pasión según San Mateo en 1960, tuve muchos períodos de serena felicidad con ella y luché denodadamente por la música. Observo cómo, desde la fe y acción ciegas tras un ideal, ubicado en un estrato majestuoso, he venido decayendo. Tuve un status funcionario y directivo de esplendor, de dominio y de acción aglutinadora de voluntades creadoras; tuve un hogar bien constituido, pese a mis fallas de esposo y padre; sentí una pasión por la música, casi, diría, un apostolado. Hoy, ¿qué conclusión obtengo de un recuento? División profunda en el medio laboral; crisis en el desarrollo de un proyecto al que me dediqué con alma y vida, y al que le di cariño que resté a mi esposa e hijos; inadaptación a un estilo de trabajo de participación democrática para desarrollar ideas y proyectos; quiebre de mi hogar e inversión de los valores del amor. Y, como consecuencia de todo esto, avance desde la soledad acompañada a la soledad absoluta. Hace pocos días escribía en mi libreta, mientras contemplaba mi pieza con Bach, el Che, mis

libros, mis elementos domésticos, mi estufa con olor a parafina; mientras recorría mi pasado en que aparecía Infante, For unto us, Pic a Poc en Puerto Varas, Nueva York, La Pasión, los desvíos y deslealtades a Nella, la dureza con los hijos, la entrega a una causa artística con la actual agudización de mi desarrollo dialéctico, ese encuentro con Nella en Centinela, inolvidable y efímero, el negro período de mi marginación del socialismo y, finalmente, la entrada de Brenda en mi vida, en que la docencia, la orquesta y todo lo que es música deja de tener sentido para mí si no está ella allí, en que busco el amor que siempre Nella me trató de hacer ver que existía; mientras contemplaba mi pieza y recorría mi pasado, con lágrimas por mi decadencia interior y por mi tremenda falla de no haber sido capaz de comprender, valorizar y retribuir el enorme amor de Nella, y de haberle dado un golpe tan traicionero, mientras ella escribía en su libreta «¿y por qué no decirlo?... de esperanza», porque me duele cada vez que lo recuerdo; mientras contemplaba mi pieza y recorría mi pasado, veía, reflejado en un aspecto que mi medio de vida, los escalones de mi ascenso y descenso: Infante, Brasil, Rodríguez, Peugeot, Cienfuegos, sin domicilio fijo y sin auto. Y ahora, a los 45 años, estoy a punto de decidir mi partida, sin rumbo, a los valles y cerros o a la cárcel, en el mejor de los casos. Y en este momento me siento tranquilo. Como escribí antes, mi futuro no lo veo y la reedición de mi pasado con Nella e hijos es imposible, pues la suma de trizaduras ha producido un profundo cambio cualitativo; y porque ella merece todo y no puedo dárselo, pues Brenda está siempre en mi pensamiento, aunque a través de un lapso en la distancia logro atenuarlo y comprender que es una quimera: comprensión y atenuante que se invierten en cada encuentro. No veo mi futuro y debo hacer coincidir, entonces, la muerte de mis ideales con la muerte física. No me interesa lo que hago en el arte y ninguna nueva mujer me interesa. Solo Brenda podría rescatarme, es lo que creo. Pienso que si ella, que sé que realmente me quiere, se decide a venir a mí, me proporcionaría un derrotero salvador y una luz hacia el futuro; aflorarían en mí esperanzas y fuerzas para sobrevivir y para revivir.

*** El profesor Raúl Cerezzo, uno de los buenos músicos de la Escuela — compositor, pianista y chelista—, estaba dichoso con el golpe militar, muchos alumnos lo recuerdan junto a José Angán, Mario Valenzuela y Max Muñoz, paseándose ufano por los patios. Pero había algo que lo inquietaba. Apenas pudo, Cerezzo se acercó a su colega Américo Giusti, a quien sabía cercano al maestro Peña. —Américo, ¿tú puedes hablar con don Jorge?

—Claro, ¿por qué? —Es que yo sé que si va a la cárcel lo va a pasar mal. Mal, mal. ¿Por qué no le dices que se vaya? Dile que le ruego que se vaya. Giusti partió de inmediato a entregar el recado, pero le fue mal. El maestro no tenía la menor intención de arrancar. «¿Y por qué me voy a ir? —respondió con valentía o con esa inconsciencia colectiva de aquellos días — Yo no he hecho nada. Si estos milicos me quieren llevar preso, me voy preso.» Cerezzo se veía muy nervioso cuando habló con Giusti. Aunque en el colegio daba órdenes perentorias y pedía que se le informar quién entraba y quién salía, él sabía de lo que hablaba. Su hija Orietta era una de las alumnas que llevaron el pandero en el escándalo que se desató después del viaje a Cuba. Pero, sobre todo, entendía como nadie lo que significa una dictadura militar para un opositor. No solo era hombre de derecha, no solo era opositor a la Unidad Popular, era admirador de Adolf Hitler. Era un secreto a voces que en su casa tenía emblemas del nazismo y una esvástica. Pero eran pocos los que lo confirmaron. Patricio Rojas fue uno de ellos. Hijo menor del primer matrimonio de Lautaro, se quedó interno en La Serena cuando su padre se mudó a Santiago. Recién comenzaba la adolescencia, y los fines de semana lo acogía la familia de Raúl Cerezzo, casado con una alemana de nombre Germana y con cuatro hijos, entre ellos Orietta, un par de años mayor que Patricio. El profesor usaba anteojos, llevaba una barba bien cuidada y siempre sonreía. Era considerado un hombre muy agradable, pero un poco agitado. Durante esas convivencias de fin de semana, el joven Rojas descubrió un ambiente especial. Tras su sonrisa permanente, Cerezzo escondía otra personalidad. Las moscas lo volvían loco, gritaba, tomaba el matamoscas y

comenzaba a matarlas con una violencia que asustaba y provocaba un silencio sepulcral. «También fui testigo de violencia conyugal. Una vez, estaba en la pieza con un hermano de Germana que era bastante menor, cuando empezamos a escuchar gritos, “cálmate, Raúl”, le decía su mujer, y luego vinieron los golpes. El cuñado salió a tranquilizarlo, pero lo que vi a desde la puerta fue que don Raúl lo tomaba y lo azotaba contra la pared. Quedé muy impactado.» Un fin de semana en que se encontraba solo en la casa. El joven Rojas decidió curiosear por los lugares desconocidos. «Entré a su dormitorio y lo primero que vi, sobre una de las dos camas, fue una fotografía de Hitler de gran tamaño. En esa época, yo prácticamente no sabía quién era Hitler. También vi un revólver, una especie de cinturón raro y una huasca de cuero que él solía llevar en la mano. Con el tiempo entendí unos monólogos que hacía durante la cena en que hablaba mucho de los judíos. Toda la familia lo escuchaba sin decir nada. Después se paraba de la mesa, se sentaba al piano y tocaba unos magníficos arreglos de jazz.» Según Américo Giusti, el mejor arreglo de Gracias a la vida de Violeta Parra es precisamente de este músico que admiraba a Hitler. El día del golpe, Andrés Adaro regresó del frustrado Día del Maestro en el Liceo de Niñas, guardó su trombón junto a los otros compañeros de la banda, y se fue rápidamente de la escuela. Entendió que el peligro era serio. Unos días más tarde, Jorge Peña apareció por El Escorial, el hotel que era su casa familiar. Lo vio deprimido y preocupado. —Andrés, tengo que irme de la casa de Jiliberto. Me avisaron que están dando informaciones mías a los militares, y en cualquier momento me van a ir a detener. —Don Jorge, lo siento, pero no puede instalarse en nuestro hotel porque

lo están allanando prácticamente todos los días. Viene el teniente Cheyre con una patrulla y revisan todo. Durante esos registros, el joven se escondía en un clóset de doble fondo construido en una de las habitaciones del hotel. Aún se siente afligido por esos días, sobre todo cuando piensa que el director no alcanzó a encontrar un lugar donde mudarse. El 19 de septiembre, lo fueron a buscar y se lo llevaron a la comisaría como a un delincuente. *** Antes de la llegada de Jorge Peña Hen, el sargento Urquieta había observado la visita a sus superiores de varios profesores de la escuela de su hijo José, como Cerezzo, Valenzuela, Angán y Héctor Razetto, que de inmediato se convirtió en director, desplazando a Eduardo Nanjarí, cuya militancia comunista obviamente no le permitía seguir ejerciendo el cargo. A lo que dijeron en aquella comisaría, se sumaban las declaraciones de muchos de sus alumnos que habían sido citados después del viaje a Cuba. El miércoles 12 de septiembre, en una reunión de jefes de servicio de la zona, el comandante del regimiento Arica y representante de la Junta Miliar, el coronel Ariosto Lapostol, había dicho que «en la Escuela de Música hay un tal Peña que guarda metralletas en los estuches de los instrumentos». El tal Peña era el mismo director de orquesta que el coronel agasajaba y festejaba cuando daba conciertos en el regimiento. Repetía aquel disparate de las armas en las cajas de instrumentos infantiles en las que ni siquiera cabe un revólver. Pero su entorno asentía y repetía, algunos por temor, otros con satisfacción y hasta euforia. Cuando el maestro entró al cuartel policial, las acusaciones en su contra ya estaban bien preparadas: había traído armas de Cuba y era uno de los

encargados del Plan Zeta,41 ese absurdo e inexistente proyecto del gobierno de Allende para iniciar un autogolpe y asesinar a sus opositores. En los días que siguieron al golpe, todo derechista bien plantado sostenía que aparecía en las listas del Plan Zeta para ser eliminado. El músico fue inmediatamente incomunicado. Así pasó los próximos tres días. La Escuela fue allanada. Dado que era un punto estratégico frente a la Intendencia, debía estar ocupado por las milicias marxistas. Los militares ingresaron por el pasillo de la Casa Clausen que tenía unos cinco o seis metros de largo, era como un túnel. Lo ametrallaron completo, quedaron cientos de orificios de bala. Dentro no había nadie. No fue el único allanamiento. En otra ocasión, al fondo de la Casa Piñera, la que se había anexado, rompieron unas terrazas y cavaron un enorme hoyo. Allí, se comentaba entre murmullos, habían encontrado las armas. Era el rumor que echaron a correr los militares, sin que nadie pudiera comprobarlo. El hoyo permaneció como prueba indesmentible, sin que nadie arreglara el estropicio durante meses. Al volver a clases, los alumnos no se atrevían a acercarse, solo miraban de lejos, incrédulos y asustados. José Urquieta sentía miedo en el colegio y también en su hogar. El barrio cambió de la noche a la mañana. El regimiento que había sido como el patio trasero de su casa, donde los niños se juntaban a jugar y hacer deporte, repentinamente se convirtió en un infierno. Había militares armados por todas partes, los detenían y registraban cada vez que pasaban y, en las noches, circulaban disparando por entremedio de las casas. Desde las viviendas, veían a los detenidos cuando los sacaban al patio o los llevaban a la fiscalía. Tenía diecisiete años, no llegaba a comprender lo que ocurría a su

alrededor. Su padre estuvo muchos días acuartelado, sin llegar a comer ni a dormir. Por esos días, el sargento Urquieta participó en numerosos operativos. Lo que más le dolía eran las inspecciones en el sector de La Compañía, uno de los más pobres de la zona. Destruían las casas, rompían las paredes, los colchones, todo, para buscar armas que, salvo rarísimas excepciones, no aparecían. Cuando volvía al cuartel, intentaba hacerle algún gesto amable al músico incomunicado. Era el hombre que le había dado un horizonte distinto a la vida de su hijo. Un vaso de agua, un pedazo de pan, alguna noticia, todo era valorado como un tesoro por el detenido. Peña Hen no lograba aceptar ese trato infame que se le daba, sin el menor respeto hacia una autoridad como él, mal que mal era Hijo Ilustre de la ciudad. La deferencia del carabinero lo conmovía en medio del sinsentido que le tocaba vivir. Al regresar finalmente a su casa, el sargento Urquieta vio los afiches que su hijo tenía en el dormitorio, varios de los que antes estaban en el Centro de Alumnos, y entendió la indignación de su superior en la comisaría. Una vecina había ido a denunciar que el joven había viajado a Cuba y tenía armas en su casa. Eran tiempos de soplones. «Tienes que irte inmediatamente de la ciudad, mi mayor dice que no te puedes quedar porque si no él mismo te viene a buscar y te detiene.» La suerte estaba con ellos, el mayor le tenía mucho aprecio a su sargento y decidió protegerlo. El joven Urquieta partió de inmediato a Ovalle a la casa de un cuñado. Hacia fines de octubre se reincorporó a la Escuela de Música con un justificativo falso que le hizo su madre explicando que había estado enfermo. En Santiago, la familia Peña Hen también sufría esos allanamientos aterradores. Desde el día del golpe, todo era congoja. Los primeros en llegar

fueron los carabineros. Hicieron una operación rastrillo en el barrio, justo detrás del Instituto Pedagógico y muy cerca del liceo Manuel de Salas, dos lugares que también eran considerados como puntos críticos. Los policías actuaron de manera bastante prudente, pero un par de días después aparecieron los militares. Jorge ya estaba preso. Las tanquetas coparon la calle Dr. Johow. Rodearon la casa y entraron como si fuera un asalto, todos al patio en menos de un minuto, abrían las camas, insultaban a don Tomás, interrogaron a Rubén, el hermano menor que vivía en el segundo piso de la casa familiar. Doña Vitalia estaba en pánico, su marido intentaba calmarla, y le insistía en que ya liberarían a Jorge, que era su principal preocupación. Nadie imaginaba que esto era apenas el inicio.

REPATRIAR SU SEMILLA

La euforia de los traidores duró muy poco, hasta los peores soplones quedaron sin habla, paralizados por la tragedia, demolidos por lo que habían provocado. Pero ya era tarde, el destino había hecho lo suyo, y por más que Peña Hen se apareciera en sus pesadillas, no había vuelta atrás. Se había ido para siempre. O eso pensaban. Lo cierto es que se apagó durante un tiempo para reaparecer con esa fuerza suya irresistible. Su causa resultó ser tan porfiada y tenaz como él. No solo prendió en Venezuela y se extendió por el mundo entero, también brotó en Chile con la pujanza del bambú. A cuarenta y cinco años de su muerte, prácticamente no hay comuna en Chile donde no exista una orquesta como las que imaginó. El país se llenó de música. Existen más de diez mil músicos en más de quinientas orquestas que brotaron hasta en los rincones más insospechados. Aunque parezca absurdo, así como los franceses vinieron a Chile a buscar la cepa del carmenere que habían perdido por culpa de la filoxera en el siglo XIX, nosotros fuimos a Venezuela a recuperar su semilla. Y, para mayor rareza, fue nada menos que Fernando Rosas —uno de sus críticos más acérrimos— quien revivió su obra como si fuera propia. Con la llegada de la democracia, el nuevo ministro de Educación —el socialista Ricardo Lagos— se encontró con el maestro Rosas que desde

1982 dirigía la Orquesta de Cámara de Chile, perteneciente a dicha cartera. Desde allí se hicieron contactos con Venezuela, y el músico viajó a repatriar la obra de Peña Hen. Pero lo hizo casi como si poco supiera de ella. José Antonio Abreu era entonces ministro de Cultura e invitó a un grupo de músicos a conocer El Sistema. Era 1991, y en la delegación iba José Urquieta, quien —cumpliendo la promesa a su mentor— seguía en la Escuela de Música de La Serena. Le chocó que no se mencionara a su maestro, y le preguntó directamente al ministro Abreu si para crear El Sistema se había inspirado en Jorge Peña Hen. «No, nosotros comenzamos antes, y es muy distinto», le respondió. Fue sin duda un golpe para Urquieta, que no solo sabía que El Sistema se había iniciado en 1975, conocía a los músicos exiliados en Carora después del golpe, y tenía claro que Hernán Jerez, su profesor de oboe, se había convertido en instructor nacional de El Sistema y era el principal representante de Abreu en la zona de Lara. De hecho, Abreu le habló muy bien de él y, cuando falleció el año 2005, viajó de Caracas a Carora para estar en su funeral. Sin embargo, Jorge Peña Hen sigue ausente en la historia de El Sistema. De regreso a Chile, Fernando Rosas inició la creación de orquestas juveniles en distintas zonas del país, resucitando en Chile el proyecto original. La más emblemática de esas orquestas fue la de Curanilahue, justo al otro lado de Chile, bien al sur, en una ciudad mucho más chica que La Serena. Allí, en las profundidades de Arauco, la provincia más pobre del país, ¿quién podía revivir su sueño? Parece obvio, Américo Giusti, el joven comunista que llegó a trabajar con Peña a regañadientes, el que dice que le debe la vida, el que aprendió de él que la música no era solo para los que

podían pagar un Conservatorio sino, sobre todo, para los niños más pobres que podían transformar sus vidas. Giusti embarcó en esta aventura al chelista Javier Santamaría, con quien integraba la orquesta de la Universidad de Concepción y otros conjuntos. Empezaron estrujando sus fines de semana, y copiando al maestro al pie de la letra: reunieron cuarenta y tres niños y niñas de escuelas públicas para formar una Orquesta Sinfónica Infantil y Juvenil que hizo historia. No solo interpretaron a los clásicos en medio de la cordillera de Nahuelbuta, sino que viajaron en gira por Europa y fueron la estrella cultural en el cambio de mando del Presidente Ricardo Lagos, en marzo del año 2000. Así se los había prometido un año antes, cuando recorría el país siendo aún candidato. Los escuchó tocar y, en el comedor del Liceo Mariano Latorre de Curanilahue, los dejó invitados si ganaba la elección. Ese fue el impulso definitivo para que la esposa del mandatario, Luisa Durán, creara la Fundación de Orquestas Juveniles e Infantiles, FOJI. Apasionada por la cultura y convencida de que un país es mejor cuando su gente disfruta del arte, ella consiguió los fondos siempre esquivos para la cultura y, junto a Fernando Rosas, replantaron la semilla de Peña con tal vehemencia que, hasta hoy, no hace más que crecer y crecer, sin importar la contingencia política. Como los dedales de oro que llegaron en el siglo XIX en los barcos desde California y adornan prácticamente todos los caminos de Chile. Escuchar a los niños de Curanilahue en el Centro Cultural Estación Mapocho durante el festejo del cambio de mando presidencial paraba los pelos. Orgulloso de su obra, el maestro Giusti subraya que «esa orquesta fue un salto cualitativo, demostró que se pueden hacer las cosas bien en cualquier parte.» Tanto así, que rápidamente descubrieron a un talento de talla mundial.

El joven Nhassim Gazale era el contrabajista de la orquesta. En un par de años, su profesor, Werner Lindl, le comunicó a Giusti que no podía seguir dándole clases: «Es que ya no tengo nada que enseñarle». No solo Curanilahue le quedó chico, sino también la Orquesta de la Universidad de Concepción. Pensando en su futuro, decidió dejar la música y estudiar odontología. Afortunadamente, los esfuerzos de Fernando Rosas y Luisa Durán lo recuperaron para el arte. Salió de Curanilahue y rápidamente llegó a integrar la Konzerthaus de Berlín, una de las orquestas más prestigiosas de Alemania. Además, como su bisabuelo emigró de Palestina, el año 2011 el maestro Daniel Barenboim lo invitó a una de las giras de su EastWest Divan Orchestra, integrada por jóvenes judíos y palestinos. Unos años más tarde, se integró a la Orquesta Sinfónica de Radio Berlín —especializada en la música del siglo XX— y, sin olvidar sus orígenes, mantiene un pie en Chile, preparando y promoviendo nuevos contrabajistas que puedan salir al mundo. Sin embargo, como la mayoría de los jóvenes de aquellas primeras orquestas, Gazale sabía poco y nada del origen de aquel proyecto. Alguno quizás oyó de la creación de una escuela de música en La Serena, o que al músico genio lo mataron por importar armas en los estuches de los instrumentos. Y es que al volver la democracia —y aunque cueste creerlo— Peña Hen seguía siendo un poco paria, la transición pactada con los militares obligaba a tener cautela y deferencia con los partidarios de la dictadura, mientras las víctimas no conseguían instalarse en el primer plano del debate público. Pero el maestro Rosas sabía muy bien lo que hacía. Cuando creó la FOJI, invitó a José Urquieta a participar. «Tú que fuiste de la formación de Peña tenís que saber todo de esto. Yo lo critiqué mucho, dije que hacía puras

huevás, pero la verdad es que me equivoqué, él tenía toda la razón y estaba haciendo un gran trabajo.» Este arrepentimiento del error con que lo juzgó le significó grandes frutos. El gran legado del maestro Fernando Rosas es sin duda la creación de esas orquestas de jóvenes que interpretan a los clásicos, hasta en los lugares más remotos del país. Desde la década del noventa, la relación entre las orquestas de Venezuela y las de Rosas se hizo estrecha. En 1996, la Orquesta Nacional Juvenil de Venezuela viajó a Santiago encabezada por el propio José Antonio Abreu, y con un violinista de apenas quince años, cuyo virtuosismo estaba pronto a despegar hasta lo más alto de la música mundial: Gustavo Dudamel. La orquesta formaba parte de la delegación del Presidente venezolano, Rafael Caldera, a la VI Cumbre Iberoamericana que se realizaba en nuestra capital. En un concierto en la Universidad Católica, el maestro Abreu alabó la obra de Jorge Peña Hen y la consideró como el punto de partida para el movimiento que floreció en Venezuela y en tantos otros países. Pero fue un reconocimiento tímido, más bien una obligación imposible de eludir en tierras chilenas. Así ocurrió en todas las visitas del maestro venezolano: recordaba a Peña Hen, lo elogiaba, y lo olvidaba apenas tomaba el avión. Recién el año 2018, Gustavo Dudamel —ya convertido en el director más popular del mundo— fue algo más explícito cuando la Primera Dama, Cecilia Morel, le entregó la Orden al Mérito Pablo Neruda. Estuvo dos semanas en Chile trabajando con los músicos de la FOJI a quienes dirigió en dos conciertos en los que se unieron jóvenes de otras seis orquestas: la Filarmónica de Los Ángeles, de Viena, de Berlín, la Sinfónica de Gotemburgo, la Simón Bolívar y la Nacional Juvenil de Venezuela. Ambas funciones, con noventa músicos en el escenario y bajo el título «A mi

maestro», fueron dedicadas a José Antonio Abreu, fallecido el 24 marzo de aquel año. *** A los noventa años, Nella Camarda sigue teniendo la misma fuerza desmedida del tiempo en que Jorge Peña se enamoró de ella en el Conservatorio. Su pasión por la música sigue intacta. Intenta tocar el piano casi a diario, aunque la artrosis en las manos y algunos dolores en el brazo o la espalda a veces se lo impiden. Toca de memoria, ya que sufre de maculopatía, una enfermedad ocular que no puede operarse. Pero no se da por vencida y, cuando duda de alguna nota, se levanta, toma su lupa, analiza la partitura sobre la mesa del comedor y sigue ensayando. Con esa tenacidad, decidió que no podía estar ausente de aquel concierto de Dudamel. Nadie la invitó. La tarde del jueves 28 de junio, día del primer concierto, vio en su celular que la directora de la FOJI, Alejandra Kantor, señalaba que esto también era un homenaje a las orquestas juveniles. «En el computador vi que quedaban unas pocas entradas. Pero como tengo poca pericia, no pude comprar. Llamé a la boletería y me dijeron que tenían cinco entradas, pero que no podían reservar. Recurrí a Jorge, cosa que no hago nunca: “Soy la viuda y no puedo dejar de estar ahí”, les dije». Tomó un taxi, llegó a la boletería, pagó los noventa mil pesos de su entrada y, entonces, se dieron cuenta de quién era, le ofrecieron asiento, le propusieron cambiar su entrada por una mejor. Alejandra Kantor fue a saludarla, le manifestó que era un honor conocerla y le ofreció presentarle al maestro Dudamel. «Me encantaría, pero yo soy pianista, no lo voy a molestar antes del concierto, eso no se puede hacer.» Instalada en uno de los mejores asientos del teatro, Nella escuchó con

atención un preludio de Wagner, la Séptima Sinfonía de Beethoven y la Cuarta de Tchaikovsky, la favorita de Abreu. Al terminar la presentación, ya la habían olvidado, pero ella se acercó al camarín. Había una fila y una lista de los que podían ingresar. Los notables la miraron con cierto desprecio. No está en la lista, le comunicó la mujer que hacía las veces de comisaria en la puerta de la salita. Rodolfo Bortolameolli, padre de uno de los jóvenes directores chilenos más talentosos, la reconoció, la ayudó a entrar y le explicó al maestro que era la viuda de Peña Hen. Dudamel se emocionó, la abrazó. Franca y directa, como siempre, Nella Camarda elogió su dirección, el sonido de cada instrumento en profundidad, y también su corte de pelo, que ya no era la melena desordenada que le había visto en la televisión. El maestro rió a carcajadas. «Has tenido una transformación muy grande y positiva», le comentó Nella como si se conocieran desde siempre. «Por supuesto, porque estoy enamorado», le respondió Dudamel, presentándole a su esposa, la actriz española María Valverde, con quien se tomaron una fotografía. Nella no pierde el tiempo. Aprovechó de hablarle de La Cenicienta y le propuso que la montara, que hay muy pocas óperas para niños en el mundo y que había tenido un éxito enorme en Venecia. Años atrás, le dijo, se la había mandado a Abreu con un músico que vivía en Venezuela, pero jamás tuvo respuesta. El trato indolente hacia Nella Camarda es revelador de lo mucho que ha costado que el país reconozca la herencia de su marido en su real dimensión. Hasta hoy muchos siguen ignorando que él es el auténtico padre de las orquestas infantiles y juveniles. En marzo de 2017, Jaime Donoso, el respetado crítico de El Mercurio y miembro de la Academia de Bellas Artes, alababa —con razón— al concertino de la Filarmónica, Richard

Biaggini, destacando su procedencia de El Sistema, fundado en Venezuela por José Antonio Abreu y «replicado en nuestro medio por Fernando Rosas». Por lo menos la FOJI inicia el relato de su historia en Internet con dos fotos de igual tamaño de ambos maestros: Jorge Peña Hen y Fernando Rosas. Además, le dedica las cuatro líneas del primer párrafo al director de la primera orquesta infantil. Lo cierto es que el maestro Rosas reconoció su obra mucho antes. En enero de 1990, cuando todavía faltaban dos meses para que Pinochet entregara el mando, en la catedral de La Serena se salió del programa y, antes de iniciar el Concierto de Aranjuez con la Orquesta Sinfónica Juvenil, le rindió un homenaje que hizo enmudecer al público. Su vozarrón profundo se quebró al subrayar que tres días después Jorge Peña Hen habría cumplido sesenta y dos años si no lo hubieran fusilado. Rosas escribió y habló de su obra en innumerables ocasiones, incluso lo calificó —junto a Mario Baeza—42 como «los hombres más relevantes en la vida musical chilena en la segunda mitad del siglo XX». Seguramente no es casualidad que, al comenzar el nuevo milenio, la región de Coquimbo que contaba con apenas el 4% de la población, y donde Peña hizo brotar música hasta entre las piedras, haya sido el origen de más del 30% de los músicos profesionales del país. Sin embargo, en La Serena todavía hay personas educadas que cuando se les pregunta por el maestro, apenas saben que hay un colegio que lleva su nombre. Sí, porque desde el mismísimo retorno a la democracia, en julio de 1990, el Ministerio de Educación decidió honrar su memoria rebautizando la Escuela que fundó. Desde entonces le han hecho decenas de homenajes. Quizás el más emotivo fue justamente en La Serena cuando se cumplieron veinticinco

años de su asesinato. Fueron múltiples actividades, una exposición sobre su vida y obra, preparada por su viuda y sus hijos, otra de dibujos de los actuales alumnos de la Escuela. Foros, conciertos y varias presentaciones de La Cenicienta, dirigida por Agustín Cullell, que debió repetirse más veces de lo planificado para no frustrar al público que no conseguía entrar al espectáculo. Ese 16 de octubre de 1998, a las cuatro de la tarde —la hora de su muerte—, un grupo se reunió en el cementerio de La Serena para meditar frente a la fosa común a la cual lanzaron su cuerpo, junto al de otros catorce ejecutados.

PRISIONERO INCOMUNICADO

Después de tres días de incomunicación en la comisaría, lo trasladaron al regimiento desde donde lo enviaron a la cárcel. Allí fueron otros cinco días de aislamiento absoluto, hasta que lo llevaron a declarar ante el fiscal, Manuel Casanga. Así lo relata el propio músico en una carta fechada el 6 de octubre de 1973. No dice nada sobre el trato recibido en la cárcel ni tampoco en el regimiento Arica, donde tantas veces dirigió y fue aplaudido por el comandante Ariosto Lapostol, a quien consideraba un amigo. No se sabe si tuvo algún trato deferente o fue torturado como la inmensa mayoría de los presos, y simplemente prefirió callar el vejamen y la humillación. A lo que sí se refirió en aquella carta es a las declaraciones de Lapostol, que había advertido sobre el «tal Peña que guarda metralletas en los estuches de los instrumentos». Era la misma patraña que tantas veces había escuchado, negándose a desmentirla por absurda. ¿Qué ignorante podía pensar que en el estuche de un instrumento de niño puede caber un arma? ¿Y si así hubiera sido, dónde se guardaron los violines, las flautas y los demás instrumentos? Si tales preguntas no tenían sentido, en medio de la locura desatada por el golpe, cualquier disparate se transformaba en prueba irrefutable, incluyendo el inexistente Plan Z. Mientras él estaba incomunicado, el comandante del regimiento preparaba la «toma» de la Escuela de Música, anunciando por la prensa que

«los profesores que hayan participado en delitos cesarán en sus cargos», delitos que los inculpados desconocían, y que correspondían a conductas legítimas que solo eran calificadas como crímenes después del golpe militar. Dos días más tarde, informaba la creación de una comisión reestructuradora y el nombramiento de Héctor Razetto como nuevo director, uno de los profesores que había rondado la comisaría y el regimiento. Ya en la cárcel, en aquella carta del 6 de octubre, Jorge Peña Hen imaginaba el futuro. «En los días de incomunicación que terminaron con mi declaración al Fiscal, comencé a ver la vida diferente y a desear revivir y rehacer mi existencia lejos de La Serena […] Ha transcurrido el tiempo en la prisión y he perdido la esperanza de salir pronto. Tal vez pueda conseguir una relegación, lo que me permitiría trabajar y rehacerme.» Nella Camarda estaba en Santiago cuando supo de la detención de su marido. Había viajado a la Universidad a buscar el cheque de su sueldo y a seguir tramitando su traslado al Conservatorio. Quería alejarse de La Serena y, sobre todo, de Jorge y su nuevo amor. Salir, finalmente, de ese pueblo chico que ahora la agobiaba más que nunca. De inmediato la familia se puso en contacto con un par de abogados y algunos músicos connotados que pudieran ayudarlo. El compositor y Premio Nacional de Arte, Alfonso Letelier, escribió una carta desmintiendo cualquier activismo político de su colega. Como exdecano de la Facultad de Ciencias y Artes Musicales de la Universidad de Chile, subrayaba su dedicación a la música en el Conservatorio de La Serena: «En todas las oportunidades actuó exclusivamente, con sentido profesional, demostrando conocimientos, experiencias, espíritu innovador y constancia, lo que lo hizo acreedor a la continua cooperación de todos los parlamentarios de la provincia. Don Jorge Peña fue siempre considerado como una persona

ecuánime, honorable y muy dedicada a su trabajo, el que realizaba con gran independencia de toda posición ideológica». Desde la dirección del Instituto de Música de la Universidad Católica, su histórico antagonista, el maestro Fernando Rosas, recalcaba la jerarquía del detenido: «El suscrito conoce al señor Peña desde el año 1960; durante los años transcurridos ha trabajado con él en la confección de diversos planes de docencia musical y en la elaboración de políticas musicales que han tenido importancia en todo el país. El señor Peña ha introducido en Chile métodos de enseñanza instrumental que, aplicados en La Serena, han creado orquestas infantiles y juveniles, que han sido uno de los más valiosos aportes a la renovación de la vida musical en los últimos años. Su personalidad como compositor e intérprete y organizador de actividades musicales lo ha situado en un plano especialmente destacadísimo de la vida cultural chilena. Por las razones expuestas, deseo fervientemente que al señor Peña se le den las posibilidades de continuar la importante labor musical a la cual ha dedicado todas sus energías». También desde el mundo político se hacían gestiones a su favor, incluyendo al senador de la región y expresidente del Senado, el democratacristiano Ignacio Palma. Más allá de destacar el coraje de quienes entregaban estos apoyos, lo cierto es que su valor era nulo. Y quizás, más que valentía, aquellas cartas dan cuenta del candor y la inconsciencia con que los chilenos enfrentamos el golpe de Estado. Éramos incapaces de imaginar el horror que se venía, nos enorgullecíamos de nuestra democracia y, aunque medio siglo más tarde parezca un absurdo, ni los más revolucionarios ni tampoco los adversarios más radicales a la Unidad Popular vislumbraron la crueldad de los crímenes que se cometerían a partir del 11 de septiembre de 1973. Una barbarie completamente ideológica, que no guarda relación con el control

del país, que fue sometido por los militares en el mismo día. Ese funesto martes. Simplemente había que barrer del mapa a toda persona que fuera de izquierda. Daba lo mismo su responsabilidad política, su edad, su género, su partido y su inocencia frente a las acusaciones. Con esa ignorancia de lo que estaba ocurriendo, al saber que estaban allanando las casas, Nella Camarda envió a su hija María Fedora con su primo Aldo Cuevas —hijo de su hermana— a cuidar la casa mientras la registraran. Ella misma llamó a la prefectura y pidió que su hija estuviera presente. Ella debía seguir en Santiago por los trámites para su nuevo cargo. María Fedora, que tenía veinte años, recuerda esos días con una mezcla de emociones en la que se entrelazan el temor, la angustia por su padre preso y el desconcierto frente a la familia paterna con quienes su madre le prohibía relacionarse desde la separación. «Me encontré en el bus con mi tío Rubén, lo saludé, supe que iba a ver a mi papá y que mi abuelo Tomás estaba en La Serena, pero no me atreví a irme conversando con él durante el viaje. Fue todo muy terrible. Cuando llegamos, fuimos a la Comisaría a decir que yo era la hija de Jorge Peña Hen por si querían revisar la casa. Sabíamos que mi papá no había hecho nada. Estábamos tan confiados.» Al poco rato llegó hasta su hogar una patrulla armada hasta los dientes. «Parecían tortugas ninja», describe, mientras relata cómo se repartieron por las distintas habitaciones. De cada pieza se llevaban algo. «En el dormitorio de mi hermano, registraron un revistero y se llevaron una revista Paloma.»43 Antes que llegaran, habíamos quemado en el baño de la empleada unos afiches de Cuba que mis padres me habían traído, y habíamos botado las cenizas al wáter. María Fedora y Aldo iban de una pieza a otra, observando el allanamiento. «Un paco estaba sentado frente al secreter de mi papá, lo tenía abierto y estaba examinando sus libretas. Me dio rabia. Yo era bien

parada en la hilacha. ¿Y usted qué está revisando ahí, no venían a ver si había armas? Me miró sorprendido y me explicó que tenían que tener toda la información del detenido. Desgraciadamente, se me olvidó que tenía un diario del Che Guevara en un mueblecito de mi pieza, que era toda muy femenina y coquetona. Se volvieron locos, revolvieron todo, solo les faltó romper los colchones, como hacían en otras partes.» Aquella noche se dedicaron a ordenar, no se podía caminar con todo desparramado por el piso. «Cuando por fin me acosté a dormir, vi la imagen de mi papá con una muralla blanca atrás, con un trapo en el pecho y con la boca abierta. Me paré sobresaltada, y no me atreví a contarle a nadie.» Se levantó temprano y partió a la cárcel. No podía creer lo que veía, una fila enorme de mujeres daba la vuelta a la calle. Pensó que llegaría la noche sin que alcanzara a ver a su padre. No conocía a nadie. De repente unas señoras la llamaron por su nombre y le dijeron que se pusiera más adelante. «¡No! ¿Cómo voy a hacer eso? Si acabo de llegar y hay tanta gente.» «No se preocupe, todas nos pusimos de acuerdo para que usted pueda ver a su papito», le contestó una. Nunca supo quiénes eran, todas mujeres muy pobres. Cuando llegó su turno, se abrió una mirilla chiquita y un gendarme le preguntó a quién venía a ver. María Fedora suponía que al decir Jorge Peña Hen las puertas de la cárcel se abrirían de par en par. Pero el gendarme solo gritó «¡El prisionero está incomunicado!», y cerró la ventana de un golpe. A punto de llorar, se dio vuelta y preguntó qué hacer a las señoras que la habían ayudado. «No se puede hacer nada, mijita, lamentablemente tiene que esperar que su papito salga de la incomunicación.» Miró incrédula los cigarrillos y los dulces chilenos que había comprado porque tanto le gustaban. No se convencía de que el nombre de su padre hubiera dejado de ser esa

llave mágica capaz de abrir todas las puertas. A la mañana siguiente, acompañada de su amiga Leonilde Calligari, decidió ir al regimiento. Si en la cárcel un gendarme ignorante le había dado un portazo, en el regimiento —donde su padre era tratado con cariño y admiración por sus conciertos— seguro la atenderían como corresponde. Pidió hablar con el fiscal. «Dígale que soy la hija de Jorge Peña Hen y que necesito saber la situación de mi papá porque ayer estuve en la cárcel y me dijeron que estaba incomunicado. Quiero saber por qué y quiero verlo.» La hicieron pasar, recorrió el largo pasillo donde estaba el casino de oficiales, que ella conocía bien porque de pequeña iba a los cumpleaños de la hija del comandante. Además, muchas veces se había fotografiado junto a la orquesta en los patios del regimiento. Llegaron a un edificio de dos pisos, con una escalera externa. «Suba», le gritó el milico. A mitad de camino miró hacia atrás y lo vio apuntándole con el fusil. Sintió terror, tiritaba y pensó que no podría controlar sus esfínteres. Al abrir la puerta, se encontró con una sala enorme, cuadrada, al fondo había una puerta. En las distintas paredes, había hombres de espalda, con las manos arriba, el cabello revuelto y la ropa desordenada. Era evidente que habían sido maltratados. La dejaron esperando en el centro del recinto. Vio cómo les daban unos culatazos a algunos de esos hombres. No sabe cuánto tiempo esperó porque los minutos se le hicieron eternos hasta que volvió el soldado. «Pase, mi mayor Casanga la espera.» Entró a otra sala, donde un carabinero de espalda miraba hacia fuera. Pensó que era el encargado de cuidar al fiscal. Se equivocaba. Era el propio mayor Manuel Casanga, que, sin ser abogado, el golpe militar había convertido en fiscal por pertenecer al escalafón de Orden y Seguridad de su institución.

—Su papá tiene cargos graves —le indicó después de las presentaciones. —¿Cuáles son esos cargos? —Eso no se lo puedo informar por ahora, pero estoy en contacto con su abuelo, el papá de su papá. —Yo necesito saber, porque en la cárcel me dijeron que está incomunicado y mi papá es Jorge Peña Hen, no es ningún delincuente. —Mire, lamentablemente no estoy aquí para darle explicaciones a una niñita, así que, por favor, retírese. —No me pienso retirar hasta que no me dé una respuesta. Casanga se paró, volvió a mirar por la ventana y lanzó un grito pavoroso: «¡Retírese!» María Fedora se levantó de un salto, aterrada caminó rápido hacia la puerta, pero el miedo no le impidió salir dando un portazo. En la puerta del regimiento la esperaba su amiga Leonilde. Temblaba, choqueada, pero no lloró. No les permitiría ese triunfo. Qué inocencia. El llanto de María Fedora aún no comenzaba. Regresó a Santiago, y nunca volvió a ver a su padre. *** El 28 de septiembre, después de su declaración, el fiscal Casanga le levantó la incomunicación y Jorge Peña se unió a los demás detenidos. Eran muchos, cada día el hacinamiento iba creciendo y también los compañeros que llegaban en condiciones miserables, brutalmente torturados. Uno de los que llegó en muy malas condiciones fue Amador Muñoz, el tío de la Criollita. Amador descubrió que Jorge Peña era socialista mucho después de incorporarse al coro del Conservatorio. Fue hacia fines de los años sesenta, quizás incluso en los setenta durante la Unidad Popular, cuando Salvador Allende ya había sido elegido Presidente de la República, y él se había

convertido en regidor de La Serena, cargo que ahora llaman concejal. Nunca vio al maestro en reuniones relevantes del partido, lo suyo —repite hasta el cansancio— era la música, de militante tenía poco y nada. «Siempre estuvo más cerca de la música que del partido o la ideología», asegura con total convicción. Como todos los presos del Colectivo 5, Jorge Peña se enteró de la llegada de Amador Muñoz apenas los gendarmes lo tiraron dentro del recinto como si fuera un muñeco descuajeringado. Estaba haciendo clases como siempre —en la Escuela Nº 1, la más antigua de La Serena—, cuando una profesora entró a la sala corriendo para avisarle que venían a detenerlo. Una patrulla de carabineros lo sacó del establecimiento, manos en alto y con una metralleta apuntándole a la espalda. Era poco antes del mediodía, lo subieron a una camioneta y se lo llevaron ante el espanto de los niños y de sus colegas. Apenas alcanzó a sacarse el reloj y a juntar un par de objetos personales, que envolvió en un pañuelo para que se los entregaran a su esposa. Fue el 4 de octubre de 1973. En la comisaría, lo ficharon y, poco después de las dos de la tarde, lo trasladaron al regimiento donde fue recibido por el teniente Juan Emilio Cheyre, el ayudante del comandante. Se habían conocido en la Intendencia cuando ser regidor socialista todavía era sinónimo de autoridad y prestigio, y no de delito. «No ve pueh, ¡ahí está su famoso gobierno!», le lanzó el teniente a modo de bienvenida. «La historia dirá la última palabra», le respondió Amador, sin saber las consecuencias de su osadía. De inmediato le vendaron la vista, lo llevaron a una sala, le sacaron la ropa y lo torturaron sin piedad. No sabe si Cheyre participó de aquel horror, solo le consta que lo recibió al llegar. Amador piensa que, al igual que a Peña, alguien lo denunció. Siendo regidor, estaba formando una escuelita en El Milagro, un sector rural muy pobre y abandonado. Lo interrogaban sobre

las armas que guardaba en aquel lugar que, según le contaron, fue minuciosamente escavado por un pelotón de soldados, sin resultado alguno. «Jamás tuve una pistola, éramos personas públicas, todo lo que hacíamos estaba a la vista, nunca tuve nada que esconder», dice sin levantar la voz, pero con el énfasis y la dicción del maestro que no deja lugar a dudas. Lo torturaron hasta altas horas de la noche. Era regidor, socialista, dirigente del Colegio de Profesores y de la CUT: algo tenía que esconder, pensaban. Lo golpearon de forma salvaje por todo el cuerpo, le gritaban insultos y lo acusaban de comunista (de la noche a la mañana todos fueron comunistas), le tajaron una cruz en el pecho, lo quemaron con cigarrillos, le hundieron la cabeza en agua con excrementos y, con un pequeño martillo de fierro, le machacaron los codos hasta que el dolor lo volvió loco. Han pasado cuarenta y cinco años y el dolor le recuerda a diario ese infierno. No puede apoyar la articulación sobre la mesa, ni rozar el codo por error. Al anochecer, lo subieron a un jeep, y una patrulla militar lo botó en la puerta de la cárcel. Dos gendarmes que le conocían lo llevaron hasta el Colectivo 5, donde más de cien personas dormían en el suelo, pegadas una al lado de otra. Esa fue una noche tensa, Amador venía en tan malas condiciones que un grupo de compañeros comenzó a golpear las ventanas y a gritar para que lo llevaran al hospital. Es probable que Peña no haya estado entre los que gritaban, o quizás sí, aunque todos dicen que no era de los que se ponía en la primera línea. El escándalo fue tal que lograron ser escuchados. Los gendarmes sacaron a Amador Muñoz del recinto. Pero no fue para trasladarlo al hospital sino de vuelta al regimiento. Allí lo lanzaron a un camarote en una pequeña celda. De repente, en medio de la noche, entró un grupo de militares que no pudo distinguir en la oscuridad. «¡Así que estái enfermo tal por cual! Ya viene el médico a verte.» Pero no era el tipo de

médico que Muñoz esperaba. El doctor Guido Díaz Paci entró insultándolo y, en vez de curarlo, el examen que le practicó sirvió para que lo siguieran torturando. Era un profesional conocido en la zona que, hasta ese momento, nadie imaginaba que trabajaba para el Ejército. Por esos días, pedía a sus colegas del hospital que le cambiaran el turno porque tenía cosas muy importantes que hacer. Cuando regresó a la cárcel —gracias a ciertos gendarmes que les pasaban información—, los presos ya sabían que no lo habían llevado al hospital. En el colectivo había varios médicos que lo esperaban para prestarle los primeros auxilios. Probablemente fue el diputado demócratacristiano Eduardo Sepúlveda Whittle quien le salvó la vida. Se conocían bien, habían sido regidores juntos, hasta que Sepúlveda fue elegido parlamentario en marzo de 1973. Cuando supo que Amador Muñoz estaba detenido pidió verlo. Apenas podía sostenerse en pie. En esos días, a menos de un mes del golpe y aunque el Congreso había sido clausurado el 11 de septiembre, un diputado DC aún tenía cierta autoridad y era visto como amigo del régimen militar. Sepúlveda exigió que se le llevara al hospital. Allí, incomunicado y con la pierna derecha engrillada a la cama como un delincuente peligroso, logró recuperarse durante unos días. Al volver a la cárcel, descubrió a Peña Hen como uno de sus compañeros del Colectivo 5. Nunca olvidó cómo el maestro dibujaba las notas con un fósforo quemado, porque no les permitían tener ni lápiz ni papel. «Estoy tratando de ganarle al tiempo», le explicó, entonando sus apuntes. Ninguno de los dos pensó que esas serían sus últimas composiciones. Si bien estaban los dos detenidos, era Amador quien había visto la muerte de cerca, era él quien había sido torturado hasta el límite. Peña Hen estaba bien. El 15 de octubre estuvieron conversando un poco. El maestro le mostró

un jockey que alguien estaba haciendo para vender cuando los sacaban al patio. «Me gusta —le dijo sonriendo— si salgo luego me lo voy a comprar. Y bueno, si me dejan acá, con mayor razón, porque el sol será cada vez más fuerte.» Le gustaba aislarse en medio de esa multitud, tarareando como siempre. Amador Muñoz lo percibió un tanto triste, pero en ningún caso desesperado. De hecho, nadie dudaba de que saldría libre de un momento a otro. Se iría para continuar con su música. Era lo que correspondía. *** Nella Camarda se negó a visitarlo en la cárcel. El dolor y la rabia del engaño eran aún demasiado intensos. Sabía, además, que la niña aquella, Brenda Iriarte, lo acompañaba con frecuencia. Algunos comprendieron y otros no tanto. Sintieron que su mujer lo había abandonado, sobre todo después del desenlace. Pero ¿quién podía prever tamaña brutalidad? A ella el golpe no le molestó. Estaba segura que los militares iban a arreglar el país de tanto desorden y polarización. Pero más allá de la política, para Nella la Unidad Popular era responsable de la transformación de su marido, de su barba, su boina, sus salidas con chiquillas adolescentes y su desequilibrio. Unos días antes del golpe, en una de esas visitas que seguía haciéndole a pesar de la separación, se instaló en el comedor a corregir su currículo para postular a una beca a Alemania. «Si me resulta, ¿te irías conmigo?». «No sé», le respondió ella, parca, tan sorprendida como irritada. Y, al mismo tiempo, sintiendo que él estaba descontento consigo mismo. Algunos suponen que saberlo encarcelado tuvo para ella un cierto sabor a venganza. Pero lo que queda en evidencia en la última carta a su marido es más bien sufrimiento y despecho, y también esa furia que suele instalarse en medio

de un divorcio y que envuelve tanto a la pareja como a la familia. Una carta que da cuenta del sinsentido de las minucias y miserias de la vida cuando se ignora que la muerte está a punto de echar mano a su guadaña. La Serena, 9 octubre 73 Jorge: Una vez, hace años, cuando aún no nos casábamos, desperté en la noche y te envié unas líneas que te acercaron a mí. Hoy lo hago para despedirme. Cuando sucedió todo esto, siempre y hasta hace tres días pensé ¿qué es lo más efectivo e importante que puedo hacer por él? Y dejando todos mis serios problemas aparte, me dediqué de lleno a buscarte una buena defensa. Todo eso lo sabes porque te lo mandé a decir y, además, tengo de testigos a mis hijos de lo que yo he luchado por lo que es de principal beneficio tuyo en este momento. Este tema no vale la pena seguirlo tocando ya. ¿Ir a verte? Para qué… tú mismo elegiste otra mujer, por lo tanto, tú mismo elegiste no verme. ¿Consolarte? De qué, tú mismo elegiste este camino […] Solo quiero agregar una cosa. Muchas veces me dijiste que nunca habías visto a un cristiano poner la otra mejilla. Pueda ser que ahora, tu inteligencia, tan grande para unas cosas y tan pequeña para otras, conozca el verdadero significado de lo que dijo Cristo: «Poner la otra mejilla». Eso es lo que yo he hecho durante toda nuestra vida matrimonial y aun después de separarnos. Me alejo de ti definitivamente con una sola pena, que no hayas vislumbrado nunca, a pesar de todo lo que viste en mí, el inconmensurable valor del amor cristiano y la resignación, que no significa cruzarse de brazos y no luchar, no. Significa que en este instante, después de palpar de cerca tu bajeza conmigo, yo no pienso en hacerte daño (como jamás lo he pensado) sino que piense que en cualquier momento de mi vida, alguien, cualquiera, mis hijos o mis padres o mis verdaderos amigos, una persona o muchas, me brindarán ese amor tal vez con la misma intensidad que yo pude hacerlo contigo. Adiós, Nella P.D. He leído tu carta y creo que está todo dicho. Respecto a la foto, como el recado fue dado por Flavio y no por tus padres (sabiendo ellos que yo estaba aquí) llegó distinto. No supe qué era lo que pedías. Está a tu disposición si aún la necesitas.

Flavio Cepeda era su ayudante eterno, un hombre humilde dispuesto a proveer lo que Peña Hen necesitara desde los primeros tiempos de la

Sociedad Bach. Tenía un talento especial para el diseño y se encargaba de los programas, afiches, escenografías de los retablos de Navidad codo a codo con Fernando Moraga. Luego, fue el hombre de las avanzadas, el que buscaba los alojamientos y inspeccionaba los lugares donde se presentaba la orquesta. Apenas supo de su detención, él y su mujer no solo lo visitaban cada vez que se podía, sino que a diario le llevaban comida hasta la cárcel. En ese primer mes de dictadura, el miedo aún no llegaba al fondo del alma de los chilenos. Se ignoraba aún hasta dónde podía llegar el odio y la crueldad de los llamados servicios de seguridad. Por eso, en los centros de detención, las filas eran larguísimas para acompañar a parientes y amigos presos, nadie sospechaba que ese simple encuentro podía ser luego un pecado que se pagaría caro. Patricia Montoya acudía puntualmente dos veces a la semana. Llegaba temprano para que su abuela, que iba a ver a su tío Amador, no tuviera que esperar demasiado en esas enormes filas. Iban las dos cargadas de frutas, dulces, galletas y sándwiches que hacía la abuela, y que los gendarmes revisaban como si una manzana pudiera convertirse en granada o los chocolates ocultaran un revólver. La Criollita estaba un rato con el tío y luego comenzaba a recorrer el patio y a repartir sus delicias entre los compañeros que no tenían familia en La Serena, entre los que estaban solos aquel día. Finalizada la tarea, partía a buscar a su maestro. Verlo, la primera vez, fue para ella una enorme alegría. No le faltaban visitas, estaba su hermana Silvia o don Tomás, siempre algunos compañeros de la orquesta y, por cierto, Brenda, que solía llevarle yogurt. Estaba más delgado y todos percibían su tristeza, pero apenas comenzaba a hablar aparecía su optimismo de siempre. Insistió con total convicción que pronto saldría de allí. «Ustedes saben —decía— que nunca he hecho nada, tengo mi conciencia muy tranquila.» A sus alumnos les repetía una y otra vez que

debían seguir estudiando, los motivaba como lo hacía en la Escuela cuando preparaban un concierto. Y tampoco perdía su condición de director. De ese líder que mira más allá de su propio ombligo, del que se preocupaba de la alimentación en el casino y de la miopía de una alumna. Desde aquel patio repleto de presos, les pidió que se encargaran de Laura Quezada, su madre había sido detenida, ella estaba sola con su hermano y necesitaba ayuda, porque además de estar sola, tenía que trabajar y prepararse para la Prueba de Aptitud Académica. Andrés Adaro lo visitó varias veces. Le contó que lo habían interrogado mucho sobre el viaje a Cuba y las armas. «No tienen de qué acusarme», le manifestó. La última vez que se vieron, lo notó cansado y un tanto deprimido, pero tratando siempre de subirle el ánimo a sus visitantes. «Ya debe estar por llegar la documentación para irme a Alemania.» Patricia y un par de compañeros estaban junto a él cuando por un altoparlante del patio se oyó una lista de nombres. Entre ellos, Jorge Peña Hen. Los llamaban a la fiscalía. Todos lo abrazaron, asustados. Él los estrechó con fuerza. «No se preocupen, mis niños, me están llamando para darme la libertad, así que pronto voy a estar con ustedes. No se preocupen.» Se fueron tranquilos. Tal como don Tomás, que aquel día partió de paseo al Valle de Elqui. La tarde anterior, el fiscal Casanga le había asegurado que no había cargos contra su hijo, que era posible que saliera pronto en libertad. Además, todos recordaban sus conciertos en el regimiento, sabían de su amistad con el comandante Ariosto Lapostol. Nada grave podía pasarle.

CENIZAS EN EL VALLE

Exactamente cinco semanas después del golpe militar, quienes escuchaban las radios locales de la región comenzaron a vislumbrar lo que significaba vivir bajo una dictadura militar. Muchos quedaron paralizados al escuchar la voz grave de los locutores leyendo con extremo cuidado y precisión un comunicado oficial de la Jefatura de Plaza, el mismo que el teniente Juan Emilio Cheyre le ordenaba al diario El Día publicar en su primera página a la mañana siguiente: «Se informa a la ciudadanía que hoy 16 de octubre de 1973 a las 16:00 horas fueron ejecutadas las siguientes personas conforme a lo dispuesto por los Tribunales Militares en tiempos de Guerra». Los ajusticiados eran quince, y se informaba de ellos en seis grupos con sus respectivas acusaciones. El nombre del maestro estaba junto al de otros tres militantes socialistas: Marcos Enrique Barrantes Alcayaga de veintiséis años, supervisor de la Planta de Manufacturas de Neumáticos, Manesa, y los profesores universitarios Mario Alberto Ramírez Sepúlveda de cuarenta y cuatro años y Jorge Osorio Zamora de treinta y cinco. Él era el mayor. Según aquel bando oficial, se les fusiló «por haber participado en la adquisición y distribución de armas de fuego y en actividades de instrucción y organización paramilitar con fines de atentar contra las FF. AA. y Carabineros y personas de la zona». Andrés Adaro escuchó la noticia por la radio y, por primera vez, supo que

se llamaba Jorge Washington Peña Hen. Pensó que era un error comunicacional, que se trataba de alguien llamado Washington y se habían confundido. Pero los llamados telefónicos entre los compañeros no dejaron dudas. En el grupo de fusilados había médicos, estudiantes, autoridades, entre otros. Pero el más cercano era él. Lloró con el cariño de esa cercanía que le había regalado como maestro y compañero de una causa política por la que él pensaba dar hasta la vida. Mabel Muñoz, hija de su amigo Max Muñoz, uno de los que intrigaron en su contra, recuerda haber estado en el comedor de la casa cuando se oyeron unas ráfagas. Su papá decía que eran en la cárcel, su mamá que se oían más lejos. Pusieron la radio, pero no dijeron nada hasta como las siete de la tarde, cuando empezó la lectura del fatídico bando. «No lo podía aceptar. Durante años soñé que me lo encontraba en el desierto y él me decía, si yo estoy aquí, no me he muerto.» América León no supo nada aquella noche. Llegó feliz a la Escuela con un queque para celebrar el día del profesor. Sus compañeros estaban amontonados leyendo el diario. Ni ella ni nadie podía creer que lo hubieran matado. En pocos minutos, en el patio del colegio se hizo un silencio sepulcral. Andrés Adaro y los compañeros más militantes querían expresar su ira — aunque arriesgaran ir presos—, pero el inspector Ricardo Varela los calmó, los hizo formarse, dijo buenos días y miró su reloj sin decir nada. Junto a los alumnos estaban los profesores que siempre lo apoyaron, los que lo denunciaron no aparecieron aquella mañana. «Todos llorábamos. Nadie sabía quién había declarado en contra y quién a favor, y nadie pensó que decir tonteras podía terminar así. Una de las compañeras se desahogó conmigo, angustiada por lo que las habían hecho

declarar», revive Patricia Montoya, mientras las lágrimas vuelven a correr por sus mejillas con el mismo dolor de entonces. Era imposible hacer clases. En el primer recreo, los integrantes de la orquesta comenzaron a organizarse sigilosamente. El Chega —Carlos Cortés, el contrabajista— propuso que tocaran el segundo movimiento de la Heroica de Beethoven. Recordaban que cuando la ensayaron el maestro les dijo que en su muerte era esa la marcha fúnebre que debían interpretar. Los militares habían prohibido todo tipo de reuniones, no podían juntarse más de dos o tres personas, los profesores estaban asustados y no querían dejarlos tocar. Pero, finalmente, concluyeron que era mejor ceder antes de que los niños armaran un escándalo. Alrededor del mediodía, la orquesta se juntó en el salón de ensayos, no faltó nadie, cuando se trataba de música todos sabían que no podía haber división. Tocaron la Marcha Fúnebre de la Heroica y luego se hizo el silencio: su nombre fue impronunciable. «Teníamos miedo de nombrarlo por la brutalidad del sistema», explica el profesor Hugo Domínguez. Después de eso, salieron rápidamente, cada uno para su casa. Eran apenas unos adolescentes. Lo que ocurría a su alrededor no les hacía sentido. Días más tarde de la muerte del director, una patrulla entró a la Escuela y se llevó a cinco alumnos que habían sido denunciados. Varias veces los patios amanecieron llenos de hoyos, producto de los allanamientos nocturnos. Pero las armas seguían sin descubrirse. Cuando se supo que los restos de Peña Hen estaban en una fosa común, la orquesta quiso ir a tocar al cementerio, pero no los dejaron. Aún así, América, Mabel y otras compañeras fueron a dejarle claveles rojos. Caminaron hasta el fondo y allí, donde la tierra estaba removida y mezclada con cal, depositaron sus flores. A muchos les costó años asumir lo ocurrido. Mabel Muñoz sostiene que quedó choqueada y no logró tomar conciencia de la tragedia hasta muy

entrada la democracia, en los años noventa. Fue María Fedora Peña, que sin rencor siguió siendo su amiga, quien la hizo comprender el horror. Y le complicó los sentimientos. Con el andar del tiempo, América León —a quien un pololo preso no le contagió su ideología— se hizo amiga de militares y carabineros de alto rango. Les pidió que averiguaran sobre el paradero de su maestro. Pensaba que se había ido a Rusia o a otra parte, pero la respuesta resultó terminante: estaba muerto. «Fue terrible, quedamos huérfanos. Nos faltaba el pedestal en el que nos apoyábamos para salir adelante», murmura cuarenta años más tarde. *** El golpe militar hizo volar en pedazos a cientos de familias chilenas. La del músico no fue la excepción. María Fedora y, especialmente, Juan Cristián tuvieron que hacer esfuerzos por recuperar el vínculo con sus abuelos, tíos y primos Peña Hen, a quienes adoraban. La relación compleja entre María Fedora y su madre se agudizó aún más. Era muy difícil para ellos armonizar el drama que se vivía donde los Peña Hen con la serenidad y bienestar de los Camarda Valenza. En casa de los abuelos paternos, el dolor y el miedo no daban tregua. Después del fusilamiento, la familia decidió que su hermano Rubén, que trabajaba en el Instituto Nacional de Estadísticas cuando la computación estaba recién partiendo, tenía que asilarse. Durante varios días intentaron que entrara a la embajada de Perú, pero no era fácil. Había que saber exactamente cuándo el guardia caminaba hacia otro lado, correr y trepar la pandereta de la embajada sin que nadie se percatara. La tensión familiar se volvía agobiante. Finalmente lo logró, y unos meses después el Partido Socialista

lo envió a Rumania donde se convirtió en mecánico de los taxis de Bucarest. Su hermana Silvia aún no se recuperaba de la muerte de su hermano y la partida de Rubén, cuando a fines de octubre llegaron a detener a su hijo Roberto. El sobrino que admiraba a su tío Jorge más que a nadie, el que le habló de la lucha armada mientras leía a Lenin la última vez que se vieron. Eran casi las tres de la tarde, Roberto estaba a punto de partir a su liceo, el Manuel de Salas, que quedaba muy cerca de la casa de Dr. Johow, cuando llegaron los detectives. “Sáquese la chaqueta, póngase un chaleco y acompáñenos al auto”, me dijeron. No querían que se notara que llevaban un escolar. Me pasearon por todo Santiago, deteniendo a otras personas y preguntándome por mis tíos Jorge y Rubén, por mi vida en el barrio. Estuve diez días en los sótanos de Investigaciones, éramos como treinta personas, dormíamos uno al lado del otro sobre unos cartones. Los primeros días estuve cagado de miedo viendo cómo torturaban a la gente. Era esperar cuándo te pasaban a la horca. Hasta que me tocó… me torturaron, me pusieron corriente. Me iban a mandar al Estadio Nacional, pero al parecer gracias a las gestiones del papá de un amigo me soltaron.» Roberto tenía dieciséis años. Creyó en eso de la lucha armada y pensó que había que prepararse. Se enorgullecía de ser un inventor loco parecido a su tío, y se puso manos a la obra para construir una bomba con pólvora que tiraba piedras. Las primeras explosiones apenas elevaron las piedras un par de metros, pero la fue perfeccionando. ¿Qué es ese ruido?, preguntaba doña Vitalia, «no sé, abuela, es como si estuvieran tirando petardos», respondía él con cara de inocente. Hasta que la explosión funcionó como debía y las piedras volaron por todas partes, cayendo a unas cinco casas a la redonda. Poco después, alguien lo denunció. Fueron varias las denuncias. Entre ellas

la de uno de sus primos que militaba en Patria y Libertad y que, años más tarde, antes de titularse de abogado, llegó a pedirle perdón. El año 74, en la casa de los Peña Hen comenzó a saberse de la existencia de una policía secreta, muchos torturados, muertos, gente que no se sabía dónde estaba. Don Tomás organizó las primeras reuniones con los parientes de los ejecutados. Lo hacía en la casona de Ñuñoa, como si a ellos ya nada les pudiera pasar. Roberto terminó su cuarto medio, y siendo aún un adolescente se casó con Nury Gaviola. Entró a la universidad a estudiar Pedagogía en Física hasta que, en octubre de 1975, lo detuvo la DINA, esa temida policía de la que se hablaba. Estuvo veinte días desaparecido, nada se sabía de él, nadie reconocía su detención. Silvia Peña creyó volverse loca, pensaba que matarían a su hijo igual que a su hermano. Apareció tras recorrer los distintos centros del horror: Villa Grimaldi, Tres Álamos y Cuatro Álamos. «Me torturaron todo lo que pudieron. Sentí gente morir al lado mío. Creo que me salvé por ser muy joven.» Estuvo ocho meses preso. Han pasado más de cuarenta años, y Roberto sigue enojado por la irresponsabilidad de quienes los llevaron a esa hecatombe. Con una mezcla de resentimiento y desesperación, sostiene que salvo los dirigentes deportados a Isla Dawson, allá al fin del mundo, la mayoría de los muertos y los torturados fueron obreros y jóvenes como él, que simplemente les creyeron a sus mayores sobre las posibilidades de combatir a las Fuerzas Armadas y hacer la revolución. «Siento lástima por el pasado… tuve mucha rabia cuando me di cuenta de que habíamos ido a la carnicería, fuimos carne de cañón.» *** La vida era muy distinta en el entorno de los Camarda Valenza. Nella ya no

era la Pollita sino una viuda copada por la humillación y el desconsuelo de la traición amorosa. Bloqueó a machete el horror que la rodeaba. Con el corazón congelado para no percibir el amor que jamás dejó de tenerle, era incapaz de condolerse y llorar al marido muerto. Era tal su inconsciencia que decidió colaborar en la campaña por la «Reconstrucción Nacional» que organizó la Junta Militar, llamando a los chilenos a donar dinero y joyas para levantar el país. Partió al banco y no solo entregó su argolla de matrimonio —como hacían las señoras empingorotadas— sino que, además, dejó su tarjeta con un mensaje: «A la honorable Junta de Gobierno de la esposa de un marxista». Salió del banco con un anillo de cobre que daba cuenta de su patriotismo. Su amiga Chirila se emocionó de tal manera que no pudo ser menos y donó una moneda de cien pesos oro que le había regalado su madre para hacerse un prendedor. A medida que la vida volvía a la normalidad, Nella también pasó al anonimato y, como a los demás, el miedo la invadió hasta que dejó de pronunciar el nombre de su esposo. Durante años fue profesora de piano en la Universidad de Chile y muchos jamás supieron que era su viuda. «Estuve años anestesiada, metida hacia dentro, sin hablar de lo que había pasado. Aunque me fui dando cuenta de lo nefasto que había sido el golpe, recién desperté realmente de la noche oscura cuando se inició la campaña por el NO». Habían pasado quince años de su muerte. Ni en esa época, ni en los años que siguieron a la recuperación democrática, Nella consiguió aclarar su pensamiento político. Sigue siendo la misma, confusa en la teoría y entregada al máximo a sus objetivos. «Siempre fui ajena a la política», declara, y luego explica la rebelión juvenil contra su padre fascista, sus sentimientos de izquierda que surgieron en el Conservatorio y, luego, los debates que siempre tuvo con su Jorge. Porque nunca le gustó el marxismo.

Pero una cosa es la política y otra el amor y el compromiso con su obra. Como suele ocurrir con las viudas de los artistas, se convirtió en una leona para defender su memoria y su legado y, poco a poco, muy lentamente, el amor se coló en su corazón, reemplazando la ira y el rencor, dejando una cuota de desconsuelo que no sana del todo. *** Sus restos mortales estuvieron veinticinco años en aquella fosa común donde lanzaron su cuerpo junto al de los demás fusilados que, aquella tarde, partieron a reunirse con el fiscal para nunca volver. El misterio de la vida y sus sarcasmos resulta asombroso. El 16 de octubre de 1998, mientras en Chile los tribunales de justicia recibían la petición para exhumar los restos de los asesinados de La Serena y entregarlos a sus familiares, en Londres, un grupo de agentes de Scotland Yard entró a una habitación de la London Clinic para arrestar a Augusto Pinochet. Cumplían una orden de captura internacional dictada por el juez español Baltasar Garzón. «Esto es un milagro», gritó María Fedora al ver la noticia en la televisión. Hacía ocho años que Chile había recuperado su democracia, pero la peculiaridad de nuestra transición hacía que el tirano ostentara el cargo de senador vitalicio. Durante meses, el país estuvo con el foco puesto en Gran Bretaña. Prácticamente toda la clase política — partidarios y opositores a la dictadura— clamaba por su retorno al país. Permitir que fuera juzgado en Europa era considerado un menoscabo para nuestra soberanía y nuestro Poder Judicial. El dictador tuvo más suerte que el músico. Nadie lo torturó ni lo fusiló, estuvo preso hasta el 3 de marzo del año 2000, cuando el gobierno británico lo dejó en libertad por razones humanitarias, al ser diagnosticado con demencia senil. Finalmente, otra burla del destino, murió el Día Internacional de los Derechos Humanos, el

10 de diciembre de 2006, acusado no solo de crímenes de lesa humanidad sino también de corrupción, con cuentas secretas en el banco Riggs de Washington. La justicia chilena nunca lo condenó. El lunes 9 de noviembre de 1998, por orden del juez Nicanor Salas, en el Patio 4 del cementerio de La Serena, se inició la búsqueda de los cadáveres. La justicia autorizaba por fin, después de veinticinco años, lo que tantas veces había rechazado: entregar los restos mortales a sus familiares para que pudieran sepultarlos. La familia de Jorge Peña Hen sabía que estaban al fondo del patio, en aquella fosa común. Sus hermanos, Silvia y Rubén, estuvieron allí en los días que siguieron a su muerte. Y cada aniversario de ese siniestro día, de manera más o menos clandestina, se hicieron romerías hasta el lugar. El juez Salas llegó acompañado de un grupo de especialistas del Instituto Médico Legal de Santiago y de voluntarios de bomberos. Las excavaciones dieron con dos cuerpos más de lo esperado, y solo cuatro fueron identificados en los días siguientes. Los demás requirieron de equipos de alta tecnología y fueron enviados a la capital. A medida que avanzaba el procedimiento, lo que quedaba de aquellos cuerpos se entregaba a sus familiares que, en Santiago, Los Vilos, Salamanca y Ovalle, iban organizando esa ceremonia fúnebre esperada durante un cuarto de siglo. Los familiares aportaban información para colaborar con los peritos, la vestimenta, algún rasgo físico especial, alguna enfermedad. María Fedora le explicó a la doctora Patricia Hernández cómo eran los dientes de su padre. Un dato clave es que tenía una prótesis porque le faltaba una muela. «Cuando yo era chica, se la sacaba y hacía magia, por eso me acordaba perfectamente.» También sabía que al nacer le habían sacado con fórceps y, por lo tanto, tenía un lado de la cabeza un poco más hundido que el otro. Y,

por cierto, recordaba con precisión su reloj, que tanto le atraía por la línea roja rodeando la esfera. Hasta que la doctora Hernández llamó para que fueran a reconocerlo. Su sobrino Roberto Larraguibel acompañó a su madre a cumplir con aquel trámite. Recuerda que llegaron a media tarde a ese recinto tétrico que era el Instituto Médico Legal. Silvia Peña Hen estaba muda. Roberto sentía que el corazón se le arrancaba por la boca frente a un cajoncillo de madera que parecía mostrar el perfil de un cuerpo intacto. Pero, cuando se levantó la mantilla quirúrgica verde que lo cubría, eran apenas unos huesitos, restos de un cráneo que difícilmente podía asemejarse al rostro de su tío. Fue su reloj el que Roberto estableció como prueba irrefutable. «Se detuvo a las 11.45, probablemente al día siguiente de la masacre.» Después de tanto horror, su hijo Juan Cristián habló con el ministro de Educación, Jorge Arrate, para enterrarlo en un lugar público como a Gabriela Mistral. Algunos decían que ni el expresidente serenense, Gabriel González Videla, tuvo aquel honor. Pero el gobierno del Presidente Frei accedió de inmediato. La municipalidad de La Serena recordó que era Hijo Ilustre y, junto a las autoridades de Salud, autorizaron que, esta vez, sus restos fueran enterrados en un espacio ciudadano, y no en una fosa común. El sábado 12 de diciembre de 1998, Jorge Peña Hen tuvo un funeral apoteósico. A las once de la mañana comenzó una ceremonia ecuménica en la iglesia de Santo Domingo. El féretro estaba rodeado de instrumentos. Por un lado, los niños y jóvenes aprendices de la Escuela, que tocaron con lágrimas en las mejillas; por el otro, la Orquesta Filarmónica. Autoridades gubernamentales, locales, universitarias, dirigentes del Partido Socialista y otros partidos de izquierda, participaron del acto litúrgico. Su ateísmo no debe haberse molestado con la homilía ya que, de adolescente, el cura Marcelo Gálvez cantó bajo su batuta en el Coro

Polifónico de la Sociedad Bach. «Dios ha rescatado a su siervo Jorge de las garras de las tinieblas. Han sido largos veinticinco años para la familia: un calvario. Dios no permitió que por más tiempo continuara tan grande desolación. No permitió que la crueldad y la calumnia tuvieran la última palabra. Al contrario, la música, su música que era para todos, rompió las barreras del odio y se fue haciendo cada vez más presente.» La Filarmónica, dirigida por Hugo Domínguez, interpretó el Adagio de Albinoni y la Marcha Fúnebre de la Heroica de Beethoven. Luego su hija María Fedora tomó la palabra: «Padre mío querido: ¡al fin te he encontrado! Después de largos veinticinco años de dolor e incertidumbre, ha llegado la paz. Hoy nos reunimos para darte el último adiós: mi madre, mi hermano, toda nuestra familia, tus amigos y colaboradores, tus alumnos y muchos que, como tus siete nietos, no tuvieron la fortuna de conocerte, pero viven día a día, en el lugar más inesperado, en el momento más imprevisible o en la voz del más inadvertido, una palabra de cariño y reconocimiento a tu persona […] Porque en tu corta existencia dejaste una huella imborrable y, fundamentalmente, porque fuiste un hombre de paz». Al terminar, pidió un aplauso que se convirtió en ovación, mientras el ataúd salía en manos de Juan Cristián, sus sobrinos Roberto y Sergio Larraguibel, su primo Jorge Hen y Américo Giusti, el director de la Orquesta Juvenil de Curanilahue. Una enorme procesión, encabezada por la familia que aquel día se unió en su honor, lo acompañó entre palmas y consignas de libertad y democracia. En el recorrido por el centro de la ciudad, los transeúntes se fueron sumando a ese tardío homenaje de despedida. La romería se detuvo frente a la Casa Piñera, la antigua Escuela ahora en manos de La Universidad de La Serena, donde un grupo de niños con sus instrumentos

de cuerda tocó un último adiós antes de llegar al parque Pedro de Valdivia, ubicado a una cuadra de la Plaza de Armas. Allí, muy cerca de donde presentaba sus retablos navideños, hubo una seguidilla de discursos, incluyendo a esos nietos que no llegaron a conocerle. Para muchos, un momento de reencuentro. Personas que no se veían hace décadas, por miedo, por precaución, por olvido, porque simplemente la vida los llevó por distintos caminos. Se abrazaban, recordaban, se emocionaban, lloraban, revivían al maestro en sus anécdotas. José Urquieta habló a nombre de sus primeros estudiantes, de aquellos que formaron la mítica primera Orquesta: Querido maestro, sepa usted que aquellos niños jamás han olvidado su obra, sus enseñanzas, su dedicación, su entrega, sus consejos, los enojos y risas que alguna vez le causamos. Sepa usted, maestro, que todo no fue en vano, que su obra ha trascendido la frontera de nuestro país, y es así como orgullosos nos sentimos cuando sabemos que hay compañeros repartidos a lo largo de todo el país y en el extranjero, haciendo música; que hay otros países como Venezuela, México, que han adoptado su proyecto y que este se ha difundido con gran éxito en otras latitudes. Sepa usted, maestro, que aquellos humildes niños que una vez cobijó, hoy, gracias a usted, la mayoría somos hombres de bien, con gran sensibilidad, con valores muy arraigados y una gran capacidad de entrega, con una enorme convicción de proyección por esta obra […] Gracias, maestro, por habernos mostrado una de las caras más bellas de la vida. Gracias, maestro, por ser lo que hoy somos. Gracias por haber hecho de nosotros personas con una noble profesión, como lo es la música.

Con la voz entrecortada, su sobrino Roberto leyó unos versos que escribió para él: Ay, música legado de símbolos, arquitectura de pasiones: ¿Cómo fue que emergiste de la tierra húmeda por un instante disfrazado de mago portando sentencias y señalando monstruos? ¿Cómo te me apareces de tanto en tanto recordando olores y rehaciendo sueños?

Peña Hen, Jorge, acorde perfecto de fin de un concierto germinador de voces en la garganta de esos niños prolífico gestor de la demencia frenético labrador de sueños conquistador pirata de incertezas: Rózanos con tu varilla de mago o una nota encántanos una vez más con la arista dulce de aquel imposible...

Finalmente, alrededor de las tres de la tarde, el ataúd bajó por la pendiente del parque hasta un árbol frondoso, donde se había preparado la sepultura. Para marcar el lugar, su familia mandó a esculpir una piedra de granito, encabezada por aquellas notas escritas en la cárcel con unos palos de fósforo. Esos nueve compases que —muchos años después de su muerte — fueron la herencia que Juan Cristián recibió de manos de Rubén Paredes, el inspector de la Escuela que lo acompañó como compañero de celda y guardó aquel precario papel como la joya más valiosa. Bajo esa melodía, el siguiente epitafio: Vivió por la música. Murió por sus ideales. JORGE PEÑA HEN (16 de enero de 1928 - 16 de octubre de 1973)

Parecía que por fin descansabas en paz.

*** Insospechadamente, sus restos aún tenían que realizar un último recorrido. Casi cinco años después del entierro en el Parque Pedro de Valdivia, donde

los serenense paseaban y aprovechaban de recordarlo o rendirle algún silencioso homenaje, una bomba estalló en la familia. Bueno, en aquella parte de la familia formada por Nella y sus dos hijos. Hacia fines de abril de 2003, una joven becaria alemana llegó a entrevistar a Nella sobre la obra de su esposo y, cuando ya se despedían, le comentó que le parecía muy hermosa la construcción que iban a inaugurar alrededor de su tumba. La viuda quedó helada. Se trataba de un memorial en honor a los detenidos desaparecidos y ejecutados políticos de Coquimbo. Un monumento de concreto del artista Mauricio Vilo, con un muro alto donde surge la imagen de un Cristo con los brazos extendidos, al centro — entre dos escaleras que permiten recorrerlo— una placa de mármol con los nombres de setenta víctimas. Llamó a María Fedora y a Juan Cristián, y ellos tampoco sabían nada. Los tres enfurecieron. Se sintieron pasados a llevar y el escándalo resultó mayúsculo. No solo se entrevistaron con la alcaldesa de La Serena y autoridades de La Moneda para pedir la demolición del monumento, sino que se pelearon por la prensa con Silvia —la tía y cuñada— y el resto de los Peña Hen que no tenían problema alguno con la iniciativa. Los familiares de las víctimas no entendían aquella reacción, se preguntaban por qué los suyos no tenían derecho a un monumento igual que el músico. Nella lo explicaba con total claridad: estimaba que junto a ese memorial su figura pasaría a la historia como la de un activista político. «Mi esposo se destacó por su obra musical, no por ser un detenido desaparecido.» Agregaba que respetaba el dolor de las familias que perdieron a los suyos por razones políticas, pero que su caso era completamente distinto. «No queremos que se le recuerde de esa forma —decía a la prensa—, porque él

no fue político, tenía sus ideales, por los cuales fue asesinado, pero por sobre todo fue músico.» Las razones de María Fedora eran distintas a las de su madre. Y así se lo hizo ver a su tía Silvita. Según explica, lo que a ella le molestaba era que su padre quedara con su piedra y su tumba al centro de ese monumento, aislado, solo. «¿Y cómo Arturo Prat —le dijo Silvia— no está junto a todos los demás que murieron con él?». «Arturo Prat fue un marino que luchó combatiendo por la patria, a mi papá lo mataron, lo asesinaron amordazado igual que los demás. Entonces, ¿por qué tendría que aparecer como una especie de héroe entre los demás muertos y desaparecidos de la IV Región? No me parece. Si nos hubieran preguntado, me habría negado. A mi papá no le habría gustado estar así.» El alboroto público y la discusión con las agrupaciones de Derechos Humanos repercutió en su inauguración. El 25 de abril de 2003, la ceremonia tuvo un bajo perfil, sin la presencia del ministro del Interior, José Miguel Insulza, como se había concebido. Domingo Namuncura, asesor del entonces Presidente Ricardo Lagos, se entrevistó con ellos para disculparse ante la familia y explicar que había sido una descoordinación lamentable. Justo en unos meses álgidos, cuando a poco andar se cumplirían treinta años del golpe militar. Conociendo el empuje y tenacidad de Nella Camarda y su hija, era evidente que las cosas no terminarían allí. De inmediato comenzaron los trámites para volver a exhumar los restos. Después de varios meses, la petición se acogió y, durante el otoño de 2004, Juan Cristián cumplió la dolorosa misión de volver a arrancarlo de la tierra. Sus restos viajaron nuevamente a Santiago para ser cremados. Nella y María Fedora recordaban que, cuando hablaba de la muerte, decía que lanzaran sus cenizas al río Elqui. Una década más tarde, Nella está conforme con la decisión. Recalca que siempre quiso poner su recuerdo en un tono optimista, marcando su

obra como su gran legado. «Y lo querían poner al medio de los ejecutados, como símbolo de la lucha política, y Jorge no era político, durante toda su vida no hizo nada político. Al final, sí. Al final cuando le lavaron el cerebro.» Juan Cristián, en cambio, está arrepentido. Piensa que fue una decisión precipitada y que él aceptó a contrapelo. Si bien su nombre está en el memorial junto a los demás, a él le duele que ya no tenga una tumba. Su sobrino Roberto Larraguibel es aún más drástico. No perdona a su viuda, y la culpa de haber hecho desaparecer todo rastro de la persona de su tío. La acusa de haberse vengado. «Era la mujer que daba muerte al hombre infiel enterrándolo con todo vestigio de su existencia para que no se supiera de él nunca más.» Sin embargo, Nella Camarda, ya cerca de sus noventa años, no para de proteger y promocionar su obra. En 2018, cuarenta y cinco años después de su asesinato, en la Plaza de Armas de La Serena, la municipalidad inauguró una escultura para destacar su aporte. La obra del artista Pablo Barahona es una estatua de tamaño natural con su figura que incluye, por cierto, la batuta en ristre. Además, el alcalde Roberto Jacob sorprendió ese día a la familia dando a conocer el decreto oficial que establece cada 20 de junio como el Día de las Orquestas Infantiles. Allí se podrá homenajearle una y otra vez. En el lugar más destacado de la ciudad, aunque sus restos hayan partido lejos. Aquel día de otoño de 2004, su mujer y sus hijos viajaron con el ánfora que les entregaron en el crematorio hasta el Valle de Elqui. Iban solo con un par de amigos íntimos. Eligieron el Almendral. Emocionados al borde del río, lanzaron sus cenizas que se unieron a la corriente para que ya nadie pudiese molestar su descanso.

TORTURADO Y ACRIBILLADO

Era cerca de mediodía del martes 16 de octubre cuando Jorge Peña Hen escuchó por altoparlante que lo llamaban a la guardia. Ya sabían que eso significaba partir a la fiscalía. Se despidió de los alumnos que lo acompañaban aquel día, y los tranquilizó, convencido de que en unas horas estaría libre. Mientras caminaba, escuchó la voz de los compañeros que le deseaban suerte. «Responde bien para que te vaya bien», le gritó uno de ellos, intentando mantener el ánimo y soportar con algo de humor la ansiedad de aquellos días. En ese momento, eran 617 los detenidos. Según consta en el Libro de Novedades de la cárcel, dos habían sido dejados en libertad a las 7:30 de la mañana por orden del fiscal militar de Carabineros. Se fueron —estipula el parte— sin formular reclamos de ninguna especie. A las 8:25 de la mañana, doce fueron llevados ante el fiscal y, a las 12 en punto —justo antes del cambio de guardia— otros cuatro: el doctor Jorge Jordán Domic, Hipólito Cortés Álvarez, Óscar Cortés Cortés y Gabriel Vergara Muñoz. Para ellos, la suerte ya estaba echada, la Caravana de la Muerte, como se denominó a la comitiva liderada por el general Sergio Arellano Stark, ya había aterrizado en La Serena. Aquella mañana, Manuel Marcarián y el abogado Roberto Guzmán Santa Cruz pintaban tranquilamente su celda. El día anterior les habían advertido

que todo debía estar reluciente porque vendría un general de Santiago. Con seguridad, se sentían aliviados porque ya habían sido sentenciados. Alrededor del mediodía, el Cheo, Eliseo González Herrera —militante comunista y dirigente de la CUT—, se encontraba en la rotonda de la cárcel haciendo de viandero, es decir, recibiendo la comida que traían los familiares para llevársela a sus compañeros. En ese momento, los vio salir hacia la fiscalía junto a otros detenidos. Se sorprendió. Guzmán llevaba un código penal en la mano para demostrar que había sido mal condenado. Marcarián, en cambio, intuyó el horror. «Flaco, esto para nosotros es humo», le dijo tranquilamente al Cheo, usando el vocablo de la cárcel para referirse a un fusilamiento. «Estás hablando tonteras, si ya están condenados…», le respondió. A Jorge Peña, en cambio, lo vio confiado. «Hola Flaco, parece que me voy libre. El fiscal Casanga le dijo ayer a mi papá que los cargos de traer metralletas de Cuba habían sido desmentidos por apoderados que estuvieron en el viaje, y que confirmaron que en los estuches solo había violines.» Al llegar a la guardia, el músico le entregó su jockey a un compañero que venía de vuelta de la fiscalía. «Me lo entregas a la vuelta», le señaló sonriendo antes de salir. Jorge Peña subió a un jeep militar fuertemente custodiado, junto a Luis Silva, Mario Ramírez y Marcos Barrantes, los dos últimos incomunicados. Probablemente solo se miraron sin decir nada. Quizás la tranquilidad del músico flaqueó ante tal despliegue, pero se afirmaba en los dichos del fiscal a su padre, sin sospechar que en vez de la libertad lo esperaba el paredón. Eran las 12:34, según anotó minuciosamente en el libro el gendarme de guardia, van a cargo del sargento Héctor Omar Vallejos y salen sin novedad. El helicóptero Puma al mando de Arellano se posó en el aeródromo de La Serena alrededor de las once de la mañana. Allí lo esperaba el coronel

Ariosto Lapostol, comandante del regimiento Arica, quien fue informado por el general que viajaba como delegado del Comandante en Jefe del Ejército y de la Junta de Militar de Gobierno. Llevaba un documento que explicitaba su misión: «Acelerar procesos y uniformar criterios en la administración de justicia». Aquel maldito Puma inició su recorrido por el sur del país el 30 de septiembre, veinte días después del golpe militar, cuando el país estaba en completa calma. Luego elevó su vuelo hacia el norte, partiendo por La Serena. El saldo fue 89 personas asesinadas sin ningún tipo de juicio previo, ni Consejos de Guerra, ni menos intentos de fuga impracticables, con los que se justificó algunas muertes. Junto al general Arellano, regresaba por unas horas el segundo comandante del regimiento de La Serena, el capitán Marcelo Moren Brito, quien poco antes del golpe partió en comisión de servicio a la capital. Además de la tripulación del helicóptero, lo acompañaban el teniente coronel Sergio Arredondo González, el mayor Pedro Espinoza Bravo, y los tenientes Juan Chiminelli Fullerton y Armando Fernández Larios.44 Todos bajaron en tenida de combate, fuertemente armados. Al llegar al regimiento, Arellano no perdió el tiempo, dispuso de inmediato una reunión con todos los oficiales y el resto del personal hasta el grado de cabo segundo. En el casino de suboficiales, hizo una exposición corta pero contundente sobre el estado de país, los peligros existentes y las razones de su visita, centrada en agilizar los procesos, especialmente de quienes estaban presos por delitos menores, que debían ser sancionados y dejados en libertad. Sin embargo, como lo demuestra la rigurosa operación que se llevó a cabo, el objetivo estaba lejos de promover libertades. Terminada la reunión, pidió ir a la fiscalía para revisar los procesos. La oficina del fiscal era demasiado pequeña, así que se instalaron en el gabinete de Lapostol. El

mayor Manuel Casanga le entregó una hoja de unos 50 por 120 centímetros que consignaba toda la información. No eran aún tiempos de computadoras. Junto a Arellano, Lapostol y Casanga, estaban el mayor Moren Brito y el teniente Juan Emilio Cheyre, ayudante del comandante y vinculado al Servicio de Inteligencia del regimiento. Arellano revisó la nómina de detenidos con atención. Concentrado, fue tiqueando con un lápiz rojo algunos nombres. Moren Brito anotaba diligente en una libreta las identidades señaladas. Concluido el escrutinio, el general dispuso que los inscritos debían ir a Consejo de Guerra. Lapostol le hizo ver que tres de los seleccionados —Guzmán, Marcarian y Alcayaga— ya habían sido sentenciados en Consejos anteriores que él mismo había dirigido. El punto no le pareció relevante al general, y siguió con su cometido. El resto de los presentes también ignoró su advertencia, por lo que decidió abandonar la sala y salir al jardín. Los elegidos fueron veinte. Moren Brito partió con su libreta a la penitenciaría en busca de los detenidos, pero solo encontró a diecinueve. Un par de días antes, el economista Óscar Catalán —amigo de Lapostol— había sido autorizado para viajar a Santiago a entregar su cargo y su vehículo a la Secretaría de Planificación, Serplac. Por cierto, jamás regresó. El coronel Sergio Arredondo quedó a cargo de la maniobra con los detenidos. Al sargento Héctor Omar Vallejos, integrante del Departamento de Inteligencia del regimiento —el mismo que trasladó a Peña desde la cárcel— se le ordenó custodiar el polígono de tiro, en una colina de la parte trasera del regimiento, en los faldeos del cerro Santa Lucía, a unos doscientos metros del patio central. Vallejos llamó a su ayudante Luis Fernández Monjes y a una decena de reservistas para que custodiaran el recinto, prohibiendo el ingreso de cualquier persona que no estuviera

expresamente autorizada. Seis soldados se ubicaron en puntos estratégicos, mientras otros cuatro patrullaban el sector. Paralelamente, al capitán Mario Vargas se le ordenó ir al cementerio municipal para determinar la capacidad de las fosas comunes. El administrador, Teófilo Díaz, le mostró dos fosas y le precisó la capacidad de cada una. Le explicó, también, que esas sepulturas se ocupaban solo para indigentes y restos biológicos que enviaban los hospitales. Cuando todo terminó, y el Puma ya volaba hacia su siguiente destino, un camión Unimog ingresó al polígono y subieron los cadáveres en su parte trasera para conducirlos al cementerio, tal como le instruyó Ariosto Lapostol al capitán Vargas. Al llegar, no había prácticamente nadie. Teófilo Díaz había despachado a todo el personal antes de las cuatro de la tarde. Al día siguiente, se rumoreaba que los militares habían enterrado en la fosa común, al fondo del patio, a los ejecutados de los cuales informaba el diario aquella mañana. Quedaron marcadas las huellas de un camión. Los más osados se acercaron y vieron varios cuerpos cubiertos de cal. Unos días después la fosa fue sellada. *** Tras de ver salir a los detenidos de la cárcel, algunos familiares decidieron esperar su regreso para divisarlos, aunque fuera unos segundos, mientras bajaban de los vehículos y reingresaban a la penitenciaría. América León se quedó hasta tarde, acompañando a la mujer de Marcos Barrantes, que estaba embarazada. Ella le explicó que entre los que se llevaron a declarar no iba su pololo, Eduardo Saavedra, quien seguía incomunicado. América era una adolescente que entendía poco y nada de política, pero le dio un ataque de llanto imaginando el sufrimiento de su pololo después

de tantos días de aislamiento. No sospechaba lo afortunado que era. A los disparos que se escucharon aquella tarde no les dieron mayor importancia. Por esos días, las descargas se oían a diario. Marcos Uribe tenía apenas doce años cuando vio pasar a su padre, y escuchó a su abogado preguntar a un gendarme dónde lo llevan. «Lo van a fusilar», le respondió seco, y Marcos sintió que la vianda que tenía entre las manos ya no servía para nada. Se hizo de noche, y América tuvo que dejar a la mujer de Marcos. «Me voy a quedar aquí —le reiteró ella en la puerta de la cárcel— para verlos cuando vuelvan.» Pero solo regresaron cuatro, entre los cuales no estaba ni su esposo, ni Jorge Peña Hen. *** Víctor Alegre Rodríguez había llegado al regimiento el 20 de septiembre en calidad de reservista, y en octubre lo integraron a la Sección de Inteligencia como guardia. Aquel día, justo antes del almuerzo, lo mandaron a la cancha de tiro, frente al polvorín. Mientras caminaba se dio cuenta de que toda la periferia del sector estaba acordonada por un grupo de conscriptos. Le ordenaron permanecer en una puerta, nadie podía entrar al sector. Alrededor de las dos y media de la tarde, por calle Molinos Viejos, ingresó un vehículo de Gendarmería que se estacionó cerca del campo de tiro. Un grupo de detenidos empezó a cruzar el patio en dos filas, con los ojos vendados con un paño rojo, tomando el hombro del compañero que lo antecedía. Mientras avanzaban, escuchaban frases compasivas: «Mira, tan jóvenes y los van a matar». Fueron llegando en distintos grupos. Algunos pasaron primero por el segundo piso donde estaba la fiscalía. Allí ya se oía hablar de fusilamientos. Rafael Sanhueza entendió que ese era su destino. Años antes, había sido

cabo de gendarmería y le había tocado estar en un pelotón de verdugos, lo que lo dejó trastornado. El día del golpe, intentó tomarse la cárcel y luego partió a los cerros a enterrar las armas que tenía. Al ser detenido, exageró su locura, pero el psiquiatra que lo trataba en el hospital negó sus delirios y, ese día fatal, su nombre fue tiqueado con el lápiz rojo de Arellano. Efectivamente su locura no era tal y, antes de salir de la cárcel, escondió una hoja de afeitar en la pretina del pantalón. Mientras esperaba ser llevado al polígono con otros elegidos, se cortó las venas. Asustado, un soldado informó al teniente a cargo que un detenido sangraba profusamente. «Da lo mismo que se muera aquí o adentro», respondió malhumorado el teniente. Sin embargo, un capitán lo consideró un detenido de alto valor, al que se le podía sacar mucha información, por lo tanto lo envió de inmediato a la enfermería. José Barrios Lancelotti había cumplido veinte años el 10 de septiembre, era estudiante de historia de la Universidad de Chile de La Serena. Estuvo largo tiempo en la fiscalía, con los ojos siempre vendados, hasta que lo llevaron al patio junto a otros detenidos. Iba caminando cuando alguien le rozó el hombro y cautamente lo separó del grupo para devolverlo a un calabozo. Su padre, un suboficial en retiro, que conocía a Lapostol desde muy joven, intercedió por él. Barrios y Sanhueza fueron dos sobrevivientes de la matanza que ni siquiera alcanzaron a llegar al maldito polígono. El último en subir a la colina fue Marcos Uribe, dirigente regional de los trabajadores de la Salud. Cuando ya estaban todos en el campo de tiro, un vozarrón ordenó detener la marcha. Uribe lo identificó como el teniente de ojos verdes, Jaime Ojeda Torrent,45 quien lo había interrogado previamente. Exigió la identificación de los prisioneros y les ordenó tenderse en el suelo con las piernas abiertas. Jorge Peña Hen quedó detrás de Luis Silva Pino. El sol quemaba, varios de

ellos aún vestían los chaquetones para combatir el frío de la noche. El mismo vozarrón les advirtió que al primer movimiento, los mataría. Después de un rato el grupo de oficiales se retiró. Uno de ellos, al pasar al lado de Silva Pino, lo tocó al costado con el pie y le dijo suavemente: «No te muevas por ningún motivo». Quedaron al cuidado de dos soldados. Unos minutos más tarde, se sintió el sonido del maicillo como si alguien se arrastrara o estuviera levantándose. Luego, un quejido gutural, un forcejeo y los disparos. Mario Ramírez, profesor universitario, administrador de la fábrica de neumáticos Manesa y secretario regional del Partido Socialista, fue el primer fusilado. Tenía cuarenta y cuatro años. Uno de los soldados comentó que había querido arrancarse. «No — respondió el que disparó—, yo creo que sabía lo que venía… Yo soy bien sentimental, pero matar a estos perros no me da ni asco.» Luego se hizo un silencio absoluto. Solo se oía la respiración agitada de los detenidos desde el piso. Hasta que volvieron los oficiales. Frente a lo ocurrido, se hizo el inventario de sus pertenencias: un pañuelo, una peineta, quizás unos lentes y una argolla matrimonial. Casi inmediatamente, otro grupo subía las escaleras de la colina. Eran los oficiales de la comitiva, que cruzaron caminando por el centro del patio, en tenida de combate sin grado. Llevaban fusiles y subametralladoras, subieron y le ordenaron a Alegre retirar a todos los soldados que se encontraban en el interior. Solo él permaneció cerca de la entrada. Escuchó algunas voces y luego las ráfagas. Habían comenzado las preguntas. Las patadas por todo el cuerpo, la cabeza, las costillas y los testículos. Saltaban sobre sus espaldas. El dolor era indescriptible. Los disparos incesantes. La boca seca se volvía angustiante, el sol no cedía y las piedrecillas del piso anestesiaban el rostro.

*** Víctor Alegre sintió los disparos, pero no alcanzaba a ver desde su puesto, solo supo más tarde lo que había ocurrido. Poco antes, el sargento Vallejos, que estaba a cargo del perímetro, regresó de su ronda y entró al polígono. Unas doce a catorce personas estaban en el suelo boca abajo, con la cabeza cubierta y las manos amarradas. Cerca de las tres, el enfermero Enrique Cárdenas estaba en su lugar de trabajo, en el torreón norte del regimiento, cuando por alto parlante se ordenó a todo el personal permanecer en sus puestos, prohibiéndose cualquier movimiento. Momentos después se oyeron más disparos. El teniente Raúl Alvarado Bencini escuchó las ráfagas en su oficina, claramente provenían del polígono de tiro. Salió a mirar al balcón, vio que algunas personas iban en esa dirección y partió a ver lo que ocurría. Al subir al polígono, a unos quince metros vio a un grupo de cuatro o cinco personas muertas. Frente a ellos, el coronel Sergio Arredondo, el mayor Marcelo Moren Brito y el teniente Armando Fernández Larios con sus armas en ristre. El teniente permaneció inmóvil en la entrada del polígono. Desde allí pudo observar algunas ejecuciones. Muy poca gente circulaba por el regimiento, pesaba el silencio entre una ráfaga y otra. Vio disparar a Arredondo y a Moren Brito. *** En la colina, las preguntas eran las mismas una y otra vez, ¿dónde están las armas?, ¿dónde las escondieron?, ¿quiénes eran los jefes del Plan Z? Las respuestas eran siempre negativas. A Jorge Peña le insistían con las armas de Cuba, y le pegaban para que reconociera que se las había entregado a Mario Ramírez —que ya estaba

muerto— para distribuirlas entre los trabajadores de Manesa, la fábrica de neumáticos. A Marcos Uribe, que además de paramédico era buzo y andinista, lo acusaban de recibir armas de submarinos rusos y llevarlos a las montañas. Sentía los disparos alrededor de su cabeza, el arma estaba tan cerca y tan caliente que le quemó la oreja. Los golpes eran cada vez más fuertes. Unos lloraban, otros gritaban, otros simplemente apretaban los párpados para soportar el dolor. En medio del horror, Luis Silva Pino sintió que alguien le ponía un pie en la espalda y le preguntaba si lo reconocía. Pensó que lo mejor era negar, pero ante la insistencia, decidió ceder: «Creo que usted es el mayor». El que lo había interrogado al llegar detenido. «A mí me vas a deber esto, te voy a salvar», le dijo en voz baja el mayor Tomás Harris,46 mientras llamaba a un soldado. El conscripto corrió y le dio una tremenda patada en las costillas, suponiendo que eso era lo que se esperaba de él. Pero Harris le gritó que parara, y le ordenó que lo bajara a la enfermería. Luego se volvió hacia atrás y dijo: «Ahora vamos a interrogar a este y nos va a contestar con un do de pecho». Silva apenas podía caminar. Mientras lo bajaban a golpes para que avanzara hacia el patio, escuchó por última vez la voz de Jorge Peña Hen negando por enésima vez el asunto de las armas. Marcos Uribe percibió que el músico le tomaba la mano. Luego, en medio de los balazos, sintió un fuerte tirón que le arrancó el reloj. Y Jorge Peña Hen no volvió a tocarlo, ni a moverse. Poco a poco, los gritos, los llantos y los disparos se fueron acallando. Marcos Uribe escuchó la voz del teniente Ojeda Torrent: «¡Este ha salido más duro que todos!». Luego, nuevamente disparos, mientras le advertía que era la última oportunidad de

hablar. Ordenó a dos soldados que lo levantaran de los pies y comenzó a golpearlo en los testículos. Semiinconsciente, escuchó voces que decían que había que parar, limpiar todo, que venía el general. Escuchó la orden de llevarlo a la enfermería. No podía ponerse de pie ni caminar. Finalmente, lo lanzaron a un estrecho calabozo junto a otra persona. Era Luis Silva Pino. Fueron los únicos dos que volvieron con vida de aquella colina infernal. *** El comandante Ariosto Lapostol y el general Sergio Arellano conversaban en los jardines del regimiento, cerca de la puerta. Ambos sabían de la operación en marcha, pero ninguno se internó en los patios traseros. Junto a ellos estaban el capitán Vargas y el teniente Cheyre. Cuando se oyeron los disparos, a unos 250 metros, Lapostol se sobresaltó. Arellano comentó calmadamente: «Debe ser el resultado del Consejo de Guerra». No hubo tal Consejo, ni juicio de otro tipo. Nadie notificó previamente a los detenidos ni a sus abogados. Simplemente se les ejecutó. Incluyendo a los que ya habían sido sentenciados.47 Lapostol le ordenó a Vargas que fuera a ver qué pasaba. Los disparos continuaban. Un cuarto de hora más tarde, el capitán regresó para detallar que en el sector de la cancha de tiro había quince personas muertas. Alrededor de las cinco de la tarde, apareció el coronel Arredondo y anunció que todo estaba finiquitado. Arellano decidió partir de inmediato y Lapostol —apegado al protocolo— lo acompañó al aeropuerto en uno de los jeeps. Recién al volver se encaminó hacia el fondo del regimiento para comprobar el resultado de la masacre. Los cadáveres aún estaban en el piso, pero boca arriba. El capitán Vargas ya sabía lo que debía hacer, y el teniente Cheyre recibió la orden de notificar a los medios de comunicación para

informar oficialmente de la ejecución de quince personas por orden del Tribunal Militar. Cheyre fue personalmente al diario El Día a entregar la noticia.

INMORTAL

Ha pasado casi medio siglo desde aquel exterminio. Un linchamiento propio de la locura humana, del desvarío en que podemos caer cuando nos aferramos a verdades absolutas y el prójimo se convierte en enemigo peligroso. Nadie sabe cómo vivió el maestro aquellas últimas horas. Ojalá haya podido abstraerse del pánico y los tormentos, escuchando en su mente la música de Bach que tanto amaba. Ojalá que, a pesar del martirio, su espíritu haya podido volar alto con aquel sonido celestial, como cuando caminaba tarareando en su planeta propio. De su cuerpo maltrecho, solo se supo veinticinco años después, cuando sus restos llegaron al Servicio Médico Legal para ser identificados. El informe especifica que su muerte fue un homicidio causado por «lesiones faciales, torácicas y raquídeas por bala, además de fracturas por golpe directo contundente». Su hermana Silvia relató que su cuerpo estaba bastante completo, pero que le faltaban las manos. Vio varios impactos de bala en la parte posterior del cuello y también en la espalda. Y a pesar de esa monstruosidad, hoy está más vivo que nunca. Durante los años de silencio, Nella repetía: «Igual que a García Lorca, algún día sabrán a quién mataron».

En uno de los primeros homenajes que se le rindieron con el retorno a la democracia, su amigo Agustín Cullell decía: «Jorge Peña está vivo, quienes silenciaron su voz, y con ello inmortalizaron su figura, fueron en realidad desde aquel instante los verdaderos muertos». *** Quienes mueren jóvenes jamás envejecen. En el ejercicio de evocarlo para este libro, he seguido de cerca la trayectoria de un joven director, Paolo Bortolameolli, cuya pasión me hace imaginar que se parece a la suya. «El arte es, sin lugar a duda, el máximo logro de la humanidad», sostenía cuando aún no cumplía los treinta, y antes de saber la evolución que tendría su carrera. Como si la vida se le fuera en la argumentación, explicaba que más allá de cualquier logro tecnológico, si mañana dejáramos de existir y tuviéramos que determinar qué hizo el ser humano por el universo, nada sería más relevante que el arte. «Una creación que en términos prácticos no sirve para nada, pero es imprescindible, no se puede vivir sin él. Es el lenguaje más genuino y transversal a todas las culturas, de una espiritualidad que trasciende a las religiones. Es el vínculo entre lo humano y lo divino», concluía, aclarando que hace años no tiene ninguna religión. Para luego agregar una frase que bien podría ser de Peña Hen: «De alguna forma, yo podría decir que el arte es mi religión». Como él, no se refiere a un arte desligado del mundo, sino a uno que es el reflejo de la historia y, como tal, estará inevitablemente ligado a la política. «Pero siempre irá más allá, encontrando la dimensión divina que permitirá iluminar la sociedad.» Paolo Bortolameolli es uno de los muchos músicos chilenos que en el siglo XXI destacan por todas partes. Y en este contexto, para el joven director, el movimiento de Orquestas Juveniles es una de las cosas más

relevantes que ocurren en Chile, «no hay nada que se le compare, porque es capaz de combinar lo social con lo cultural». Durante tres años fue director de la Orquesta Infantil y Juvenil de Colina. Recuerda esos tiempos, y es como si fuera el maestro de La Serena quien hablara: Cuando a un niño le das un clarinete, algo que jamás ha visto, y que le tocó por casualidad, porque no quedaba otro instrumento, y eso le cambia la vida, entonces resulta evidente que el arte puede ser la cura para la sociedad. Son cientos los niños que se han salvado de la droga, que no están hipnotizados frente a una pantalla sino estudiando violín, son cientos de orquestas juveniles e infantiles que provocan un cambio social muy potente. Dirigir esa orquesta fue una experiencia increíble. No solo hay que organizar los conciertos, haces de todo, escribir música, poner atriles, conseguir colaciones, llevar los niños a sus casas.

Por aquellos días, el joven director apenas sabía de Jorge Peña Hen. Descubría su obra en la práctica. Pero, como a él, la música le era imprescindible, y desde entonces ha inventado diversos proyectos para sacar las obras clásicas de su estrecho marco elitista, acercarla a la gente, formar nuevas audiencias y revolucionar el espectáculo montando La canción de la tierra de Gustav Mahler combinando orquesta, cantantes e imágenes, creadas por el grupo Teatrocinema.48 En pocos años su carrera despegó de manera espectacular. Y una vez más el destino se plantó con su ironía: la Filarmónica de Los Ángeles —para muchos la orquesta más importantes de Estados Unidos en la actualidad— tiene hoy como director titular al maestro venezolano Gustavo Dudamel y al chileno Paolo Bortolameolli como director asociado. Pareciera que las estrellas quisieran cerrar el círculo y, en esa sincronía que los unió, se manifestara con toda su potencia la presencia del músico asesinado. Pero eso no es todo. Bortolameolli vuelve a Chile cada vez que puede, para dirigir las distintas orquestas del país, incluyendo las juveniles. Para

octubre de 2019, trabaja con la Orquesta Sinfónica Nacional Juvenil y la pianista Svetlana Kotova49 en el estreno mundial de aquel concierto para piano que, siendo un joven enamorado, Jorge Peña Hen compuso para su Pollita. «Nuestro concierto», le llamaba. Y el día de su matrimonio civil le regaló la partitura: «Dedico este concierto con todo cariño a mi querida esposa». *** A sus noventa años, nada podría hacer más feliz a Nella Camarda que ese estreno. Una interpretación que ella autorizó con desvelo, como todo lo que ocurre con la obra de su marido. Son varios los proyectos que quedaron a medio camino porque ella estimó que no estaban a su altura. La muerte temprana del maestro dejó trunca esa historia de amor, ardiente y turbulenta. Imposible saber si el tiempo hubiera permitido que se reconciliaran y volvieran a ser esa pareja de músicos inseparables. Lo cierto es que Nella quedó viuda a los cuarenta y cuatro años y nunca volvió a tener una relación significativa. «Las cosas terminaron mal, pero siempre me quedó el recuerdo de ese amor, que fue un amor muy grande.» A pesar de la edad, los ojos le brillan y los recuerdos se le agolpan, evocando los nervios previos a un concierto, los aplausos, los triunfos, las presentaciones a pesar de la fiebre, los apuros de plata, los ahorros repentinamente invertidos en la Sociedad Bach o en la Escuela. La vida cotidiana intensa y apasionada, siempre en torno a la música. Es imposible saber si finalmente lo perdonó del todo. «Nunca me ha gustado esa pregunta… supongo que sí. Pero eso no tiene ninguna importancia. Hay tantos maridos infieles, pero no hay otro como él, que haya hecho lo que él

hizo. Eso es lo relevante, lo demás son miserias de vidas comunes y corrientes.»

AGRADECIMIENTOS

A Nella Camarda, viuda de Jorge Peña Hen, por su infinita confianza para permitirme bucear en todos sus archivos y, sobre todo, para abrirme su corazón hasta lo más íntimo. Sé que muchas de nuestras conversaciones fueron dolorosas, catárticas y también atemorizantes al no saber cómo sería el resultado hasta verlo impreso. A María Fedora y Juan Cristián Peña Camarda, quienes, al igual que su madre, removieron sus recuerdos y escudriñaron en sus sufrimientos para permitirme crear este retrato de su padre. A los demás miembros de la familia del maestro Jorge Peña Hen, especialmente a su sobrino Roberto Larraguibel Peña, que con igual desprendimiento me abrió su alma y los archivos familiares. A sus alumnos de entonces, marcados para siempre por el hechizo de la música, tanto a los que aparecen mencionados en el texto como aquellos que, más que un testimonio, me entregaron información clave para que esta obra sea lo más ajustada posible a la realidad. Mi gratitud hacia ellos es enorme, y no he querido individualizarlos para no cometer el pecado de olvidar a alguno. A sus colegas músicos que lo recuerdan con admiración, sin lograr asumir su trágico destino. A nombre de todos ellos, solo mencionaré a su gran amigo, el maestro Agustín Cullell, quien falleció en Madrid en 2017,

sin alcanzar a ver este libro. Antes de partir, me regaló dos largas conversaciones vía Skype, urgando en su memoria con un humor maravilloso. Al profesor Miguel Castillo Didier, que me permitió leer el original de su biografía de Jorge Peña Hen en 2011, varios años antes de que fuera publicada, mientras era su alumna en un curso sobre el poeta Konstantinos Kavafis y descubrí en su casa un afiche del maestro de los años sesenta. A los músicos y estudiantes de Carora, Venezuela, que recibieron la semilla del maestro Peña Hen y me contaron cómo floreció en El Sistema creado por el maestro José Antonio Abreu. A todos los entrevistados que hicieron posible este texto, desde aquellos que soportaron largas entrevistas durante varias sesiones hasta quienes me aportaron una anécdota o un dato clave para armar el puzzle de una vida que merece ser conocida en todas sus dimensiones. Mi especial gratitud a los familiares de quienes compartieron con el maestro Peña Hen sus últimos días en la cárcel y, sobre todo, de quienes lo acompañaron camino al patíbulo. Por último, y no menos importante, el agradecimiento a mis editoras. A Melanie Josch que esperó por más de siete años esta obra y, sobre todo, por impulsarme a continuar cada vez que desfallecí. A Paz Balmaceda, por sus acertadas observaciones al texto.

BIBLIOGRAFÍA

Celso López San Francisco, Alejandro Duarte Delgado, El Partido Socialista en la Región de Coquimbo, Actores Sociales, Líderes y Aportes al Carácter Progresista Regional. Tomo I, 1930/1970. Ediciones Centro Cultural Alejandro Chelen, febrero 2006. Daniel Martín Sáez, «Platón: Ciencia y música a través de tres diálogos fundamentales». En Sinfonía Virtual, Revista de Música Clásica y Reflexión Musical, Nº 13, 2009, España. Domingo Santa Cruz, «Centenario del Conservatorio, discurso del decano de la Facultad de Ciencias y Artes Musicales, Domingo Santa Cruz, en la velada conmemorativa, celebrada en el Teatro Municipal de Santiago el 26 de octubre de 1949». En Revista Musical Chilena, Vol. 5, Nº 35-36 (1949), agosto-noviembre, pp. 3-10. Emma L. Strother, Political Economy and Global Arts for Social Change: A comparative analysis of Youth Orchestras in Venezuela and Chile, Tesis, Brown University, 2015, Rhode Island, EE. UU. Eugenio Pereira Salas, «Los primeros años del Conservatorio Nacional de la Música». En Revista Musical Chilena, Vol. 5, Nº 35-36 (1949), agosto-noviembre, pp.13-22. Gabriel Canihuante, Jorge Peña Hen, Editorial Universidad de La Serena, julio 2017. Geoffrey Baker, El Sistema: Orchestrating Venezuela’s Youth, Oxford University Press, 2014, Reino Unido. Luis Merino, «In Memoriam». En Revista Musical Chilena, Vol. 27, Nº 123-1 (1973), juliodiciembre, pp. 87-88. Miguel Castillo Didier, Jorge Peña Hen (1928-1973): Músico, maestro y humanista mártir, Lom Ediciones, 2015. Patricia Verdugo, «El sobreviviente de La Serena». En Revista Análisis Nº 305, 13 al 19 de noviembre de 1989. Patricia Verdugo, Los zarpazos del Puma, Cesoc Ediciones Chile-América, 1989. Sin autor, «Orquesta Sinfónica Infantil de La Serena». En Revista Musical Chilena, Vol. 19, Nº 94 (1965), octubre-diciembre, pp. 91-92. Varios autores, «Jorge Peña Hen: Orquestas Juveniles e Infantiles de Chile». En Revista Quinchamalí, Nº 16, segundo semestre 2016.

Otras fuentes Acta Sesión Ordinaria Nº 866 del Concejo Comunal de La Serena, miércoles 23 de mayo de 2012. Archivo Diario El Día de La Serena, desde los años cincuenta hasta la actualidad. Archivo Diario Tribuna, 1973. Archivo Memoria Viva, Archivo Digital de Violaciones a los Derechos Humanos por la Dictadura Militar en Chile (1973-1990) www.memoriaviva.com Cartas entre Jorge Peña Hen y Nella Camarda. Del archivo personal de Nella y facilitado a la autora para este libro. Fallo del ministro en visita, Mario Carroza, en el caso llamado Caravana de la Muerte en La Serena, del 9 de noviembre de 2018, Santiago. Libro de novedades de la guardia de la cárcel de La Serena, octubre 1973.

OBRAS DE JORGE PEÑA HEN

(Recopiladas por Nella Camarda)

• Chanson D’Automne para coro y orquesta (1945). • Concierto para piano y orquesta (1952). • Suite de cuerdas. • Cuarteto de cuerdas (1962). • La Cenicienta, ópera para niños (1966). • Música incidental de Río abajo, primer largometraje chileno en colores. • Música incidental del documental El salitre. • Tonada para Orquesta de Cámara. • Tonada I. • Tonada II. • Preludio (piano) (1953). • La Palomita (piano, basado en melodía folklórica), para alumnos de tercer año Conservatorio de La Serena. • La Palomita, para cuatro voces coro mixto. • La Palomita, para cuarteto de cuerdas. • Cantar eterno, para cuarteto de cuerdas. • Adaptación para cuerdas de Dos piezas concertantes, de A. Corelli. • Tres piezas para cuartero de cuerdas, basado en trozos para piano de Franz Tenaglia. Escrito para los alumnos de Conservatorio Regional. • Reyes de Belén, himno. Música incidental para retablos, coro mixto

a cuatro voces. • Venid, venid a mirarle, villancico con acompañamiento instrumental para retablos. • Duérmete pequeño infante, villancico con acompañamiento instrumental para retablos. • Dónde está el que acaba de nacer, villancico con acompañamiento instrumental para retablos. • Dente parabienes, melodía incidental para una obra de teatro de Lope de Vega. • Mis recuerdos, armonización de un vals mexicano. • Orquestación de piezas del Álbum infantil Op. 68 de Robert Schumann. • Orquestación de Juguetería de Próspero Bisquertt. • Concertino para violín y cuerdas para IV nivel elemental. • Melodía póstuma, escrita en prisión.

1 En carta fechada en 1916, el compositor francés le escribe a Pedro Humberto Allende sobre su concierto para chelo: «C’est une oeuvre tout à fait distinguée, l’écriture en est absolutement remarquable. Il-y-a aussi une personnalité dans le rythme qu’on rencontre rarement dans la musique contemporaine».

2 La Pasión según San Mateo, el más extenso y monumental oratorio de Bach, dura más de dos horas y media y requiere de solistas, coros y grandes orquestas.

3 Santiago, 9 de enero de 1951.

4 11 de enero de 1951.

5 Víctor Tevah (Esmirna, Grecia, 1912-Santiago, Chile, 1988), violinista y director de orquesta, dirigió la Orquesta Sinfónica de Chile entre 1947 y 1957, 1962 y 1966, 1976 y 1986. Recibió el Premio Nacional de Arte en 1980.

6 Así lo recuerda el profesor Lautaro Rojas en entrevista con la autora.

7 Uniforme de las y los jóvenes entre ocho y catorce años que se integraban a las Juventudes Fascistas creadas por Benito Mussolini.

8 Viña de Mar, 25 marzo 1951.

9 La autora no encontró el final de esta carta en la colección que en el año 2016 guardaba en su casa Nella Carmada Valenza.

10 Eduardo Salgado descartó las ofertas de Peña Hen para trasladarse a La Serena y, en 1955, junto a otros músicos, fue uno de los creadores de la Orquesta Sinfónica de Santiago que se presentó por primera vez en el Teatro Municipal.

11 Carta de Jorge Peña Hen a Nella Camarda fechada en Coquimbo, el 29 de junio de 1952, una semana antes de su matrimonio.

12 Se refiere a la casona donde funcionaba el Instituto de Extensión Musical de la Universidad de Chile, centro de la actividad musical gracias a la Ley Nº 6.696 de 1940, que le entregaba el 2% del valor de las entradas al cine para mantener una orquesta sinfónica, coro, cuerpo de ballet, conjuntos de cámara y otras entidades dedicadas a la difusión artística.

13 Carta de Jorge Peña Hen a Nella Camarda fechada en Coquimbo el 9 de diciembre de 1951.

14 Alfonso Calderón Squadritto (San Fernando, 1930-Santiago, 2009) poeta, novelista, ensayista y crítico, recibió el Premio Nacional de Literatura 1998. Fue profesor del Liceo de Hombres de La Serena entre 1952 y 1964.

15 Fernando Moraga Acevedo (Talca, 1933-La Serena, 2010) profesor, periodista, dramaturgo, artista plástico. Inició su carrera docente en Copiapó y organizó la rama de teatro de la Sociedad Bach que dirigía Jorge Peña Hen. Fue secretario de la sociedad entre 1958 y 1961.

16 Alfonso Letelier (1912-1994), compositor de música clásica, fue presidente de la Asociación Nacional de Compositores (1950-1956), Vicerrector y tres veces decano de la Facultad de Ciencias y Artes Musicales de la Universidad de Chile, miembro de la Academia de Bellas Artes del Instituto de Chile. Premio Nacional de Arte 1968.

17 Tenor, profesor de la Universidad de Chile (Santiago, 1928-1978).

18 No se entiende en el original.

19 Obra del compositor francés Maurice Ravel.

20 Hermann Scherchen (Berlín, 1891-Florencia,1966) fue un director de orquesta, especialista en compositores clásicos del siglo XX como Richard Strauss, Anton Webern y Alban Berg. Es conocido hasta hoy por su arreglo orquestal de El arte de la fuga de Johann Sebastian Bach y su particular grabación, en 1958, de la Sinfonía Nº 3 Heroica de Ludwig Van Beethoven.

21 Emma Miranda, pianista chilena, fue becada por la Fundación Iberoamericana para estudiar en Alemania, donde fue alumna del maestro Claudio Arrau.

22 Santiago, 19 de julio de 1958.

23 Alfonso Montecino Montalva (Osorno, 1924-Nollomingtton, Indiana, Estados Unidos, 2015), pianista y compositor chileno, estudió en Princeton y en la Julliart School of Music, fue alumno de Claudio Arrau y en 1950 debutó como concertista en el Carnegie Hall de Nueva York. En 1963 se radicó en Estados Unidos como profesor de la Jacobs School of Music de la Universidad de Indiana.

24 Isauro Torres Cereceda (1893-1972), médico y político radical, senador por Atacama y Coquimbo entre 1941 y 1965.

25 Jorge León Schidlowsky Gaete, compositor y pintor chileno-israelí. Obtuvo el Premio Nacional de Artes Musicales el año 2014. Nació en Santiago de Chile el 21 de julio de 1931. Entre 1961 y 1963 fue Secretario General de la Asociación Nacional de Compositores y, en 1963, asumió como Director del Instituto de Extensión Musical.

26 Eugenio González Rojas (1903-1976), filósofo y político socialista, fue rector de la Universidad de Chile entre 1963 y 1968.

27 No se entiende en el original.

28 El 27 de julio de 1957 se funda el Conservatorio Regional de Música de La Serena dependiente de la Facultad de Ciencias y Artes Musicales de la Universidad de Chile, el que posteriormente se integra a la sede local de la misma universidad.

29 Luis Moll Briones, profesor normalista, fundador de la Orquesta Sinfónica de Profesores en 1940, al alero del Ministerio de Educación. Sus integrantes eran músicos aficionados de distintos lugares del país.

30 La Casa Clausen fue demolida y reemplazada por un banco.

31 Elena del Carmen Santana Arancibia, conocida como Elena Montoya (por el apellido de su esposo), la Criollita, nació en Coquimbo en 1914 y murió en 1996.

32 Ricardo Lagos Escobar, Presidente de la República entre los años 2000 y 2006.

33 La Casa Piñera fue construida en 1845 por el comerciante y minero Alejandro Aracena Salamanca, casado con Paula Piñera Aguirre, quien heredó la propiedad al quedar viuda. Desde entonces, la casa perteneció a la familia del actual Presidente de la República Sebastián Piñera Echeñique. En 1981, siendo propiedad de la Universidad de La Serena, fue declarada Monumento Nacional y, en 2015, fue destruida por un incendio.

34 Nombre que se da al himno oficial del Partido Socialista de Chile desde 1936.

35 René Amengual Astaburuaga (Santiago de Chile, 1911-1954), pianista, profesor y compositor chileno, autor del himno de la Universidad de Chile. Fue director del Conservatorio y el principal profesor de composición de Jorge Peña Hen.

36 Carlos Andrés Pérez, militante del partido Acción Democrática, fue presidente de Venezuela en dos períodos: 1974-1979, una época de bonanza gracias a los petrodólares, y 1989-1993, cuando fue destituido legalmente por malversación de fondos públicos.

37 José Antonio Abreu Anselmi (1939-2018), músico, economista, político y educador venezolano. Fundador de El Sistema, método de educación musical a través del cual organizó una red de Orquestas Juveniles e Infantiles en toda Venezuela, destinada al mejoramiento social e intelectual de los sectores más vulnerables.

38 Antonio José Estévez Aponte (1916-1988), compositor y director de orquesta venezolano, fue un gran luchador social, militante y dirigente del Partido Comunista de Venezuela.

39 Edificio construido durante el gobierno del Presidente Salvador Allende para albergar la Tercera Conferencia Mundial de Comercio y Desarrollo de las Naciones Unidas (UNCTAD III) en 1972. Luego se convirtió en un centro cultural con el primer restorán autoservicio del país.

40 Canal 9 de Televisión de la Universidad de Chile nació en noviembre de 1960, siendo el tercer canal más antiguo del país después de los canales de la Universidad Católica de Santiago y Valparaíso. Por ley la televisión solo podía estar en manos de las universidades o del Estado, no existía la televisión comercial en manos de privados. Con la llegada de la televisión comercial, en 1993, el canal se convirtió en Chilevisión y hoy pertenece a Warner Media, operado por Turner Broadcasting System.

41 Los archivos desclasificados de la CIA en 1999 demostraron que el Plan Zeta jamás existió, que se trató de una operación ideada por la Armada de Chile para imponer la lógica de la guerra interna.

42 Mario Baeza Gajardo (1916-1998), músico, director y fundador del Coro Sinfónico de la Universidad de Chile y de la Federación de Coros de Chile. Creó programas de extensión de gran relevancia nacional como «Todos los estudiantes cantan» y «Crecer cantando».

43 Paloma es una revista femenina creada durante la Unidad Popular y editada por Quimantú el año 1972, que fue clausurada como la mayoría de los medios de comunicación a raíz del golpe militar.

44 La mayoría de estos oficiales participaron activamente de la Dirección de Inteligencia Nacional, DINA. Sergio Arredondo fue la mano derecha del general Arellano en esta operación y, como director de la Academia de Guerra del Ejército, facilitó sus instalaciones a Manuel Contreras para el primer cuartel secreto de la DINA. Pedro Espinoza era el segundo al mando bajo Contreras. Marcelo Moren Brito fue el jefe del centro de detención Villa Grimaldi. Armando Fernández Larios preparó en terreno el asesinato del excanciller Orlando Letelier y su secretaria Ronni Moffit, el 21 de septiembre de 1976 en Washington.

45 Jaime Manuel Ojeda Torrent, teniente coronel del Ejército de Chile, fue condenado, en noviembre de 2018, por el ministro Mario Carroza «como cómplice de los delitos de homicidio calificado» de los fusilados. Hasta hoy, Ojeda Torrent insiste en que fueron bien fusilados por tratarse de extremistas peligrosos.

46 De acuerdo a un reportaje de la periodista Patricia Verdugo en revista Análisis (13 al 19 de noviembre de 1989), el mayor Tomás Harris estaba en retiro y se reintegró en aquellos meses de 1973. Luego ocupó el cargo de jefe de industriales de Manesa, el mismo que había ocupado el hombre al que salvó, Luis Silva Pino. En julio de 1989, poco antes del retorno a la democracia, se suicidó con su pistola.

47 En el caso del abogado Roberto Guzmán, su pena se rebajó de cinco a un año, cuando ya estaba muerto.

48 Teatrocinema, compañía de teatro chilena que se caracteriza por la búsqueda de un lenguaje propio desde la década del ochenta. Entre sus éxitos están Viaje al centro de la tierra, Gemelos y Sin sangre, con los que se ha presentado en América, Europa y Asia, y han sido invitados a los principales festivales del mundo.

49 Svetlana Kotova, pianista nacida en Rusia, radicada en Chile desde comienzos de los años 90, es doctora en Artes Musicales de la Universidad de Oregón, Estados Unidos. Ha desarrollado una exitosa carrera como solista y se desempeña como académica de la Facultad de Artes de la Universidad de Chile.

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