Akal Historia Del Mundo Antiguo 15

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HISTORIA ^M VNDO

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HISTORIA

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A ntïgvo ORIENTE 1. 2. 3. 4. 5. 6. 7.

8. 9. 10. 11.

12. 13.

A. Caballos-J. M. Serrano, Sumer y A kkad. J. Urruela, Egipto: Epoca Tinita e Im perio Antiguo. C. G. Wagner, Babilonia. J . Urruelaj Egipto durante el Im perio Medio. P. Sáez, Los hititas. F. Presedo, Egipto durante el Im perio N uevo. J. Alvar, Los Pueblos d el Mar y otros m ovimientos de pueblos a fin es d el I I milenio. C. G. Wagner, Asiría y su imperio. C. G. Wagner, Los fenicios. J. M. Blázquez, Los hebreos. F. Presedo, Egipto: Tercer Pe­ ríodo Interm edio y Epoca Saita. F. Presedo, J . M. Serrano, La religión egipcia. J. Alvar, Los persas.

GRECIA 14. 15. 16. 17. 18.

19. 20. 21.

22. 23. 24.

J. C. Bermejo, El mundo del Egeo en el I I milenio. A. Lozano, L a E dad Oscura. J . C. Bermejo, El mito griego y sus interpretaciones. A. Lozano, L a colonización griega. J. J . Sayas, Las ciudades de J o nia y el Peloponeso en el perío­ do arcaico. R. López Melero, El estado es­ partano hasta la época clásica. R. López Melero, L a fo rm a ­ ción de la dem ocracia atenien­ se , I. El estado aristocrático. R. López Melero, L a fo rm a ­ ción de la dem ocracia atenien­ se, II. D e Solón a Clístenes. D. Plácido, Cultura y religión en la Grecia arcaica. M. Picazo, Griegos y persas en el Egeo. D. Plácido, L a Pente conte da.

Esta historia, obra de un equipo de cuarenta profesores de va­ rias universidades españolas, pretende ofrecer el último estado de las investigaciones y, a la vez, ser accesible a lectores de di­ versos niveles culturales. Una cuidada selección de textos de au­ tores antiguos, mapas, ilustraciones, cuadros cronológicos y orientaciones bibliográficas hacen que cada libro se presente con un doble valor, de modo que puede funcionar como un capítulo del conjunto más amplio en el que está inserto o bien como una monografía. Cada texto ha sido redactado por el especialista del tema, lo que asegura la calidad científica del proyecto. 25.

J. Fernández Nieto, L a guerra del Peloponeso. 26. J. Fernández Nieto, Grecia en la prim era m itad del s. IV. 27. D. Plácido, L a civilización griega en la época clásica. 28. J. Fernández Nieto, V. Alon­ so, Las condidones de las polis en el s. IV y su reflejo en los pensadores griegos. 29. J . Fernández Nieto, El mun­ do griego y Filipo de Mace­ donia. 30. M. A. Rabanal, A lejandro Magno y sus sucesores. 31. A. Lozano, Las monarquías helenísticas. I : El Egipto de los Lágidas. 32. A. Lozano, Las monarquías helenísticas. I I : Los Seleúcidas. 33. A. Lozano, Asia Menor h e­ lenística. 34. M. A. Rabanal, Las m onar­ quías helenísticas. I I I : Grecia y Macedonia. 35. A. Piñero, L a civilizadón h e­ lenística.

ROMA 36. 37. 38. 39. 40. 41.

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43.

J. Martínez-Pinna, El pueblo etrusco. J. Martínez-Pinna, L a Roma primitiva. S. Montero, J. Martínez-Pin­ na, E l dualismo patricio-ple­ beyo. S. Montero, J . Martínez-Pinna, L a conquista de Italia y la igualdad de los órdenes. G. Fatás, El período de las pri­ meras guerras púnicas. F. Marco, L a expansión de Rom a p or el Mediterráneo. De fines de la segunda guerra Pú­ nica a los Gracos. J . F. Rodríguez Neila, Los Gracos y el com ienzo de las guerras aviles. M.a L. Sánchez León, Revuel­ tas de esclavos en la crisis de la República.

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45. 46. 47. 48. 49. 50. 51. 52.

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65.

C. González Román, La R e­ pública Tardía: cesarianos y pompeyanos. J. M. Roldán, Institudones p o ­ líticas de la República romana. S. Montero, L a religión rom a­ na antigua. J . Mangas, Augusto. J . Mangas, F. J. Lomas, Los Julio-C laudios y la crisis del 68. F. J . Lomas, Los Flavios. G. Chic, L a dinastía de los Antoninos. U. Espinosa, Los Severos. J . Fernández Ubiña, El Im pe­ rio Rom ano bajo la anarquía militar. J . Muñiz Coello, Las finanzas públicas del estado romano du­ rante el Alto Imperio. J . M. Blázquez, Agricultura y m inería rom anas durante el Alto Imperio. J . M. Blázquez, Artesanado y comercio durante el Alto Im ­ perio. J. Mangas-R. Cid, El paganis­ mo durante el Alto Im peño. J. M. Santero, F. Gaseó, El cristianismo primitivo. G. Bravo, Diocleciano y las re­ form as administrativas del Im ­ perio. F. Bajo, Constantino y sus su­ cesores. L a conversión d el Im ­ perio. R . Sanz, El paganismo tardío y Juliano el Apóstata. R. Teja, L a época de los Va­ lentiniano s y de Teodosio. D. Pérez Sánchez, Evoludón del Im perio Rom ano de Orien­ te hasta Justiniano. G. Bravo, El colonato bajoim perial. G. Bravo, Revueltas internas y penetraciones bárbaras en el Imperio. A. Giménez de Garnica, L a desintegración del Im perio Ro­ mano de O cddente.



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HISTORIA

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GRECIA

Director de la obra: Julio Mangas Manjarrés (Catedrático de Historia Antigua de la Universidad Complutense de Madrid)

Diseño y maqueta: Pedro Arjona

«No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del Copyright.»

© E d icio n e s A kal, S. A., 1988 Los Berrocales del Jarama Apdo. 400 - Torrejón de Ardoz Madrid - España Tels.: 656 56 11 - 656 49 1 1 Depósito legal: M. 32.880-1988 ISBN: 84-7600-274-2 (Obra completa) ISBN: 84-7600-292-0 (Tomo XV) Impreso en GREFOL, S. A. » Pol. II - La Fuensanta Móstoles (Madrid) Pinted in Spain

LA EDAD OSCURA Arminda Lozano Velilla

Indice

I. Concepto de Edad O s c u r a ...............................................................................

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II. Fuentes para el estudio de la Edad Oscura y conclusiones de su estu d io ...............................................................................

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1. Datos arqueológicos.......................................................................................... 1.1. Delimitación cronológica de la Edad O s c u ra ................................... 1.2. Comienzo de la Edad Oscura y la fragmentación de la cultura micénica del H R III b - c ....................................................... Desaparición de elem entos m icén ico s................................................ D esintegración del standard micénico —H R III b— en estilos locales........................................................................................ Innovaciones culturales respecto al standard m ic é n ic o .................. Objetos m ateria le s................................................................................... Tipos de enterram ientos e introducción delhierro .......................... Cambios en los tipos de c o n stru c ció n ................................................ 1.3. El comienzo de la Edad Oscura y la supuesta llegada de los dorios

13 13

19 20 20 24 28 28

2. Fuentes historiográficas...................................................................................

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3. Fuentes literarias .............................................................................................. 3.1. El hecho histórico ................................................................................... 3.2. La cuestión homérica: la problemática sobre la composición de los poemas ............................................................. Escuela analítica........................................................................................ 1.° Contradicciones: de lengua, de estilo, arqueológico y culturas in te rn a s ................................................................................ 2.° R epeticiones........................................................................................ 3.° Defectos de composición .............................................................. Escuela u n ita r ia ........................................................................................ Observaciones sobre la época h o m é ric a ............................................

38 38

14 19

38 39 39 40 40 41 41

Los poem as hom éricos com o docum ento h is tó ric o .......................... Elem entos micénicos . , ........................................................................... Elem entos no m ic é n ic o s ......................................................................... Elem entos característicos de la Edad O s c u ra ............................... La autoría de los p o e m a s .......................................................................

46 47 47 47 48

III. Evolución interna del mundo griego durante la Edad Oscura .............

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1. 2. 3. 4.

P oblación............................................................................................................... Los siglos xi-x: aislam iento de Grecia. La prim era colonización. Condiciones e c o n ó m ic a s .................................................................................. Transform aciones so c ia le s...............................................................................

49 50 53 56

Bibliografía.................................................................................................................

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La Edad Oscura

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I. Concepto de Edad Oscura

Para la aprehensión en toda su com ­ plejidad de este dilatado período his­ tórico (1200-800 a.C .) han resultado decisivos los avances de la investiga­ ción en las dos o tres últimas décadas en aspectos varios, pero sobre todo ar­ queológicos y lingüísticos. H asta el co­ mienzo de la década de los setenta no hemos contado con monografías com ­ plexivas de esta etapa. Como se irá viendo a lo largo de las páginas si­ guientes, ello no implica una unidad de criterios e hipótesis en la interpre­ tación de todas las características de estos siglos, puesto que los datos ar­ queológicos pueden considerarse des­ de ángulos distintos, pero sí han podi­ do trazarse unas directrices generales básicas. Para describir los siglos com pren­ didos entre dos períodos históricos bien conocidos — la civilización micénica y la época arcaica griega— se han empleado,, diferentes térm inos que va­ mos a enunciar. A título de ejem plo, el gran his­ toriador alemán Ed. Meyer (Geschichte des Altertums) titulaba esta etapa como «Edad Media griega» al igual que lo hizo tam bién A. R. Burn ( The World o f Hesiod, 1936). Los arqueó­ logos han solido preferir el de «época geom étrica», mientras que otros estu­ diosos, como los dedicados a la lin­ güística com parada, le han dado adje­

tivos como «Edad Heroica» (Heroic Age). E ntre éstos cabría citar a H. M. Chadwick en una obra así titulada. Unos y otros sirven, sin em bar­ go, para describir algún aspecto con­ creto, pero no son adecuados para la totalidad del período. Desde luego, el prim ero, el para­ lelismo con la Edad M edia, responde a una concepción de ésta, inadmisible actualmente. En cuanto al título de «geométrica», no corresponde a una realidad ni siquiera desde el punto de vista cronológico, pues se refiere en principio a la cerám ica, y los vasos geométricos sensu stricto comienzan casi tres siglos después de iniciarse el período histórico que aquí estudia­ mos, es decir, a comienzos del siglo XII a. C. De todos los m encionados es ciertam ente el de «Edad Heroica» el más desgraciado, por cuanto el espíri­ tu heroico supuestam ente adscrito a ella no fue patrim onio de una deter­ minada época, sino de una clase social configurada como tal antes de la caí­ da de los palacios micénicos, cuya en­ tidad se mantuvo hasta el siglo V prác­ ticam ente, al menos en algunas regio­ nes de Grecia Central sobre todo (así, el ejem plo de Píndaro). Así pues, parece que el término de «Edad Oscura» es el más próximo a la realidad. Pero es necesario tam ­ bién hacer una salvedad, relativa al

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modo de entender esa «oscuridad». Se la llama, en efecto, «oscura», no alu­ diendo a la existencia de unos siglos sombríos, como hasta hace poco se pensaba, sino por la falta de datos fe­ hacientes que oscurecen o im piden el conocimiento histórico de dicha épo­ ca. Es decir, toda imagen de una «D ark Age», tenebrosa y semisalvaje, resultado de una invasión masiva de gentes nuevas, los dorios, debe ser re­ chazada de m anera tajante. C iertam ente, pueden apuntarse algunas características que se presen­

tan en la etapa postmicénica y que re­ flejan una cierta decadencia, al menos respecto al standard conocido disfru­ tado por los palacios micénicos. Snod­ grass cita en concreto: 1) un posible descenso de población, seguro en al­ gunas zonas; 2) descenso o inferiori­ dad en la calidad m aterial de los ha­ llazgos arqueológicos; 3) declive o pérdida de las artes más elevadas, de entre las que sobresale a nuestros ojos la pérdida de la escritura, si bien para los contem poráneos no sería así; 4) descenso en el nivel de vida y, quizá

Anfora ática protogeométrica (Siglo X a.C.)

La Edad Oscura

en general de la riqueza; 5) contrac­ ción en los contactos tanto com ercia­ les como de otro tipo, no sólo con los pueblos fuera del área egea, sino con los que habitaban dentro de ésta. A todo ello se añadiría un aum ento de la inseguridad.

Migraciones y colonizaciones griegas después de la guerra de Troya En efecto, incluso después de la guerra de Troya, Grecia sufría todavía m igracio­ nes y eran fundadas ciudades en ella, de m odo que no podía quedar en calm a y crecer; pues la vuelta de los griegos de Troya, al suceder después de mucho tiempo, ocasionó muchos cam bios, y con frecuencia se produjeron luchas civiles en las ciudades, y siendo desterrados a consecuencia de ellas algunos, fundaban otras nuevas. Por ejemplo, los actuales beocios, a los sesenta años de la toma de Troya, fueron expulsados de A m a por los tesalios y poblaron la Beocia de hoy, que antes se llamaba tierra cadm ea (ya ante­ riormente estaba en este país una parte de ellos, algunos de los cuales m archa­ ron contra Troya), y los dorios se apode­ raron del Peloponeso en unión de los Heráclidas a los ochenta años. Cuando tras mucho tiem po al fin Grecia entró en una paz estable y ya no sufría migraciones, envió fuera colonias, y los atenienses c o ­ lonizaron Jonia y las más de las islas, mientras que los peloponesios coloniza­ ron la mayor parte de Italia y Sicilia y al­ gunos lugares del resto de Grecia. Todas estas colonias fueron fundadas después de la guerra de Troya. (Tucídides I, 12)

Q ueda ahora por considerar cuál era la visión que los antiguos griegos tenían de esta época, de acuerdo con los testimonios recogidos en las obras literarias. En líneas generales, cabe señalar que las fuentes antiguas corroboran cuanto hemos dicho: falta en ellas, en efecto, una conciencia clara de que los siglos posteriores al fin del m undo mi­ cénico — es decir, la G uerra de Troya,

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obligado punto de referencia para to­ dos los autores— fueran especialm en­ te sombríos. En los poemas hom éricos, cierta­ m ente, se presenta este episodio y su resultado como sucedido en tiempos m ejores, en una edad heroica, pasa­ dos hacía mucho tiem po. Sir M. Bowra (The Meaning o f a Heroic Age), considerando las muy variadas cir­ cunstancias por las cuales se puede lle­ gar a esa concepción, afirma que en H om ero, y dentro del contexto de la edad heroica, Néstor tiene una actitud similar al evocar con nostalgia los grandes días de su juventud dos gene­ raciones antes (II. 5-260). Las alaban­ zas homéricas, por tanto, no se limi­ tan a la época micénica. La evocación del pasado no es patrim onio exclusivo de épocas de gran crisis, sino que es inherente al género mismo de la poe­ sía épica. Así pues, los poem as hom é­ ricos no son suficientes para sugerir que tras la G uerra de Troya había sobrevenido una Edad Oscura en la que se encontraba el m undo griego todavía cuando fueron escritos tales poemas. H esíodo es un caso diferente. De hecho, su exposición del Mito de las Edades (Trabajos 110 s.) p o ­ dría constituir la única excepción, si bien aparente, al denom inador co­ mún de nuestras fuentes y a su aprecia­ ción de este período. En este mito se describen las cinco razas o generaciones de hombres. Las dos prim eras corres­ ponden a las de oro y plata; a conti­ nuación la de bronce, seguida por el genos heroon, co m p u eslo por los c o n tem p o rán eo s de la expedición de los Siete contra Tebas y la G uerra de Troya, y finalm ente la de hierro, en la que el propio poeta vive. Sin em bargo, la inserción de la genera­ ción de héroes, entre la del bronce y hierro, rom pe llam ativam ente el hilo de la supuesta decadencia. No hay, por tanto, conciencia clara de ella, y m ucho m enos de una época de crisis radical en época postmicénica.

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Los poetas arcaicos, aunque más próximos a los acontecim ientos que los prim eros prosistas griegos, resul­ tan, sin em bargo, menos útiles que és­ tos en cuanto a proporcionarnos cual­ quier tipo de información sobre la E dad Oscura, por más que tam poco en esos escritos se encuentra siem pre una interpretación del pasado. En H e ­ rodoto, por ejem plo, falta todo intento de estudio o análisis histórico de tiempos tan pretéritos, si bien al co­ mienzo de las Historias (I, 1-5) consi­ dera acontecimientos de la edad heroi­ ca, anteriores incluso a la G uerra de T roya, inten tan d o en co n trar algún motivo explicativo o justificativo del gran conflicto entre griegos y persas. D e todos m odos, el historiador de H a­ licarnaso considera que tales sucesos pertenecen a una época dem asiado tem prana como para ser llam ada his­ tórica, es decir, quedaba fuera de las fronteras de un conocim iento auténti­ co. Y siendo esto así, el período inm e­ diatam ente posterior — la E dad Oscu­ ra— no era.m uy diferente. H eródoto guarda, pues, absoluto silencio sobre el tema. En cuanto a Tucídides, muchas de sus apreciaciones contenidas en su «Arqueología», al comienzo de la H is­ toria, están en consonancia con las que actualm ente tenem os. Se habla allí de lo reducido de las ciudades en tiempos antiguos, así como de un declive y pobre­ za generalizados, de la falta de com u­ nicación y comercio, de piratería e in­ seguridad, de la necesidad de llevar armas, de m igraciones, etc. Pero al analizar con más detalle estos com en­ tarios, encontram os que algunos de ellos parecen aplicarse a un período muy anterior al de la época oscura. La dificultad de seguir ordenadam ente su exposición nace de la falta de una cro­ nología, de m anera que de toda ella em ana una sensación de vaguedad, unas ideas generales aplicables a todo el período anterior, referido tanto a la época previa a la G uerra de Troya como a la siguiente. La narración his­

tórica de Tucídides ofrece un progre­ so lento pero continuado. Así, por ejem plo (I, 12), cuando dice que «in­ cluso después de la G uerra de Troya Grecia estaba todavía inm ersa en mi­ graciones y establecim ientos en busca de tranquilidad», implica que la etapa postheroica era considerada como un apéndice de un período de intranqui­ lidad desarrollado anteriorm ente. Su advenim iento estaría m arcado no por cambios en el tipo o nivel de vida, sino por ulteriores m ovimientos de pobla­ ción. La conclusión, por tanto, es evi­ dente: la inseguridad, movimientos migratorios y otras supuestas pruebas de la aguda crisis de la E dad Oscura eran proyectadas por Tucídides a la propia época micénica. Lo que sigue es asimismo muy vago: la pacificación de Grecia se efectuó con dificultad y gran lentitud e hizo posible la m igra­ ción jonia y la colonización del Occi­ dente m editerráneo, acciones éstas acaecidas después de la G uerra de Troya. Esta imprecisión cronológica era la prevalente en época del gran historiador ateniense. Ya con el capí­ tulo siguiente (I, 13), al com enzar a hablar del advenim iento de la tiranía, entra de lleno en la época arcaica, en una etapa, por tanto, plenam ente his­ tórica, dando por concluido su relato de la época oscura. Esta narración tan sum aria sugie­ re que, tam bién para Tucídides, el pe­ ríodo tras la llegada de los dorios cons­ tituyó una edad oscura en el sentido de que él no conocía nada más sobre ella. Sin em bargo, su exposición aña­ de una dimensión nueva e im portante al concepto clásico de tal Edad Oscu­ ra: la noción de una m ejora continua­ da desde la época del Bronce hasta la arcaica, sin retroceso al final de la edad heroica. Ello constituye una idea enriquecedora y de gran alcance, por cuanto la Edad Oscura era para Tucí­ dides m ejor que su predecesora. Pues­ to que su principal característica fue la pacificación de G recia — con sus resul­ tados: crecim iento m aterial y coloni-

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zación ultramarina— , la época postdoria, tal como aparece presentada por Tucídides es m ejor que la transcurri­ da anteriorm ente, siem pre, por su­ puesto, desde su punto de vista. U na m ejora sostenida implica continuidad. Pero es esta opinión tucididea de continuismo entre la G re­ cia heroica y la clásica lo que parece inaceptable a los ojos de los historia­ dores actuales. Los datos proporcionados por otros historiadores, cronógrafos y mitógrafos — a los que sólo podem os re­

ferirnos ahora de un modo general— tam poco parecen apoyar la existencia de una «Dark Age» posterior a la épo­ ca micénica. En conclusión podem os, por tan­ to, decir que cabe hablar de «Edad Oscura» en cuanto que faltan datos so­ bre ella, que el nivel de vida, como ve­ remos a continuación, era inferior al de la época micénica, si bien rio tanto como se ha pretendido, y, finalm ente, que los antiguos no tenían conciencia de un período tan siniestro o al menos no aluden a él en esos términos.

Anfora ática (Siglos X-IX a.C.) Museo Nacional de Atenas

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II. Fuentes para el estudio de la Edad Oscura y conclusiones de su estudio

Las fuentes a nuestra disposición son de tres tipos: 1) arqueológicas, 2) historiográficas, y 3) literarias. Como paso previo adelantam os un breve co­ m entario sobre cada una de ellas. Los arqueólogos operan con da­ tos objetivos, lo cual perm ite no sólo fijar dataciones con cierta exactitud, sino tam bién, en su caso, el itinerario de los movimientos m igratorios, ob­ servable en sus restos. A su vez, el estudio arqueológico plantea ciertas cuestiones: 1) el pro­ blema de la delimitación cronológica de la «Dark Age», es decir, su com ien­ zo y su conclusión; 2) la cuestión de las causas del final del mundo micénico y, por consiguiente, el papel d e­ sem peñado en él por los dorios y la su­ puesta migración de este pueblo. Los datos de la tradición historiográfica carecen de valor objetivo por sí mismos, de modo que no pueden to­ marse como fundam ento para trazar una panorám ica histórica de este pe­ ríodo. Hay que aludir a ellos, pero examinando con cuidado los datos que nos proporcionar). Las fuentes literarias —poem as homéricos, Hesíodo— tienen un valor excepcional: H om ero para los aspec­ tos políticos y H esíodo (Trabajos) para los sociológicos. No obstante, la p ro fu sió n de d ato s hom éricos no corresponde a un m om ento determ i­

nado, sino a un dilatado período de más de cuatro siglos (siglos x ii-v m a. C .), cuya interpretación plantea se­ rios problem as, dada la am algam a de diversos estadios: 1) La delimitación de estratos culturales: supervivencia de la Edad de Bronce; continuidad y discontinui­ dad de la tradición micénica; elem en­ tos específicos de la Edad Oscura. 2) La adecuación de los datos culturales con los estratos lingüísticos. En este sentido cabe observar que los pasajes lingüísticamente recientes son de composición forzosam ente tardía, aunque el tem a, los objetos o las per­ sonas que en ellos se traten se nos pre­ senten como correspondientes a épo­ ca micénica o comienzos de la submicénica. El desideratum de los historiado­ res sería hacer posible el acoplam ien­ to de los datos aportados por los tres tipos de fuentes, lo cual, lam entable­ m ente, sólo se cumple en algunos casos.

La Edad Oscura

1. Datos arqueológicos Cabe adelantar una observación p re­ via. El estudio de un período tan di­ latado no puede efectuarse en bloque; es inseguro form ular generalizaciones sobre la Edad Oscura en Grecia e in­ ferir condicionantes de una fase a otra, así como de unas áreas a otras. C o m o d ic e S n o d g ra s s {op. c it., pág. 24), es necesario, para com pren­ der este período, hacer dos divisiones, una horizontal y otra longitudinal, po­ sibles ambas con ayuda de la clasifica­ ción de estilos cerámicos.

Crátera ática geométrica (Siglo VIII a.C.)

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1.1. Delimitación cronológica de la Edad Oscura De m anera general suele decirse que este período es el com prendido entre el fin del m undo micénico y el com ien­ zo de la época arcaica, pero, a su vez, ambos térm inos se nos aparecen como cronológicamente difusos. En prim er lugar, y así lo advierte J. T. H ooker (Mycenean Greece, Lon­ dres, 1976), no se puede hablar de fin del mundo micénico en térm inos bio­ lógicos a la m anera de Spengler, pues, de hecho, las catástrofes acaecidas en torno al 1200 no se dieron en la «ve­ jez» del m undo micénico, sino justa­ m ente en plena acmé. Se asiste en este período al fin del sistema por el que los señores de los palacios — a juzgar por el lineal B— ejercían un riguroso control sobre sus súbditos. El final de la cultura micénica no fue absoluta­ m ente brusco, pues no concluyó con un corte, sino que cambió más o me­ nos gradualm ente hacia la civilización de la época geom étrica. Por otra parte, es difícil precisar si la transición hacia el m undo submicénico —transición, no corte— co­ mienza tras los desastres de ca. 1200, es decir, con el período H R II c, o poco d e sp u é s (H o o k e r sugiere 1200-1050, lo que parece excesivo). Desborough ( The Greek Dark Ages, Londres, 1972) hace em pezar la Edad Oscura en ca. 1125, coincidiendo con el comienzo de la cultura submicénica. Tam poco sobre la fecha térm ino de la época que estudiam os existe una­ nimidad de criterios. Así, G. S. Kirk afirm a: «hacia 1050, posiblem ente, 1000 probablemente, 950 ciertamente», refiriéndose, claro está, a la Edad Os­ cura auténtica. Desborough incluye en su estudio hasta el ca. 900, es decir, más o menos hasta el final del perío­ do P rotogeom étrico, m ientras que Snodgrass lo lleva más adelante, aun reconociendo que a fines del siglo x, al menos en ciertas regiones, las con­ diciones específicas de la «Dark Age»

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habían cambiado y que entre fines del siglo X y el comienzo del siglo v m — prácticam ente, pues, durante el si­ glo IX a lo largo del G eom étrico— , el panoram a ya no era el de la «D ark Age» propiam ente dicha. No obstante, el auténtico «R ena­ cimiento» griego no tiene lugar hasta m ediados del siglo v m y éste supuso el fin de la Edad Oscura. E sta «G reek Ranissance», en la term inología de los historiadores ingleses tendría como carac te rístic as m ás so b resalien tes: 1) el comienzo de la gran colonización griega, en un principio hacia el M edi­ terráneo Occidental, luego extendida a otras zonas, que implica la existen­ cia de una polis organizada; 2) resur­ gimiento del arte figurativo, no lineal: se asiste a la asimilación de este tipo por las antiguas escuelas geométricas; 3) creación de nuevas póleis y agrupa­ ciones superiores, ligas, etc.; 4) resur­ gimiento de las intercomunicaciones hasta niveles sólo alcanzados en épo­ ca micénica; 5) arquitectura, tanto sa­ grada como dom éstica, con m ejores m ateriales, aunque los tipos de edifi­ cación se dieron ya en época anterior.

1.2. Comienzo de la Edad Oscura y fragmentación de la cultura micénica del HR 111 b-c Los comienzos de la Edad del H ierro en Grecia hay que situarlos en el si­ glo XI a. C.: el período de declive in­ m ediatam ente anterior pertenece a la época micénica como lo evidencian una serie de rasgos que vamos a enun­ ciar brevem ente, a través de los cua­ les puede apreciarse cómo la cultura micénica, si bien decadente y m ori­ bunda, continúa vigente. Es la fase co­ nocida como Heládico Reciente II c, cuya cronología se establece entre 1200-1125. La cerámica de este .período cre­ puscular conservó todavía su fortaleza según se desprende del hecho de ser la única cerámica pintada que seguía

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produciéndose. A ello se añade que durante el siglo XII e incluso en el si­ glo XI continuaron ocupados un nú­ m ero sustancial de asentam ientos mi­ cénicos: los signos de fuego y destruc­ ción característicos de los años inm e­ diatam ente anteriores al 1200 apare­ cen ahora muy raram ente. Persisten todavía las prácticas funerarias de en­ terram ientos familiares en tum bas de cámara y más raram ente en tolos, como tam bién perduran los ornam en­ tos micénicos y las figurillas femeninas de arcilla. Ya hemos anotado cómo la cerá­ mica refleja la vitalidad cultural del H R II c. La Argólida, región hegemónica de la civilización micénica que re­ cibió los golpes más duros en la olea­ da de destrucciones acaecidas en tor­ no al 1200, fue tam bién la que presen­ ció la recuperación más poderosa. Así lo testim onia, por ejem plo, la produc­ ción del vaso de los guerreros, y la m a­ nufactura y difusión del llamado «Clo­ se Style». Quienes hicieron posible productos como los citados difícilmen­ te vivirían en una «edad oscura». La destrucción del «G ranary Style» en torno al 1150 es un hecho aislado, sin consecuencias en el desarrollo de los acontecim ientos, de tal m anera que ha llegado a sugerirse que el incendio se debió a un accidente. Micenas fue reocupada, pero ciertam ente otros encla­ ves lo estuvieron ininterrum pidam en­ te, como Asine y Argos. Tirinto, que se creyó durante un tiem po que había dejado de existir cuando la prim era destrucción de c. 1200, disfrutó de un período de florecim iento durante el H R III c, m anifestado en las dim en­ siones del asentam iento de esta época. Otras áreas del m undo griego vi­ vieron distintas vicisitudes. Algunas, como Acaya, sobre todo, Cefalenia, Atica oriental, las Cicladas y el Dod ecan eso , co n tem p laro n en el si­ glo XII un crecim iento de población micénica, ocasionada probablem ente por refugiados procedentes de áreas agitadas. Contactos más o menos in-

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term itentes con otras zonas del m un­ do micénico siguieron m anteniéndose. A su vez, en Quíos surgió entonces un asentam iento nuevo. El caso de Chi­ pre es más llamativo por cuanto regis­ tra entonces, en el siglo x n , el mayor influjo micénico, cuyo reflejo se acu­ só en form a de florecim iento artístico en distintos campos, sobre todo en ar­ quitectura y en el trabajo de metal y marfil. Sin em bargo, en contraste con esas áreas, M esenia y Laconia, que constituyeron centros micénicos de los más florecientes durante el siglo x m , acusaron tan trem endam ente las des-

quier caso, hubo supervivientes micé­ nicos en el siglo xil en toda esa área, sin que se hayan encontrado huellas de nuevos colonos. En Laconia se pierde el rastro arqueológico hasta el siglo X , de m a­ nera que el carácter de la cultura m a­ terial de comienzos de la E dad Oscu­ ra nos es desconocido. Tam bién el A tica occidental vio despoblarse alguno de sus núcleos an­ teriores. Tesalia proporciona una pa­ norámica única: el palacio de Yolco fue destruido, pero en una fecha, se­ gún parece, considerablem ente más tardía que los otros. Adem ás, en T e­

Cerámlca geométrica de Atenas (Fecha: ca-850 a.C.) Museo del Agora

salia —incluso en el asentam iento jun­ to al propio palacio— no hay destruc­ ción y casi todos los lugares perm ane­ cieron ocupados, excepto unos pocos en la zona septentrional. C reta quedó al margen de esa intranquilidad de los dos últimos siglos y, aparentem ente al menos, en el siglo xil disfrutó de paz, asimilando la últim a oleada de gentes micénicas, dedicadas a actividades ar­ tísticas en relación con el Dodecaneso y Chipre, llegando a ejercer influjo en la cerámica continental del m om ento, es decir, el «Close Style» de la Argólida. Así pues, la serie de catástrofes aca-

trucciones y despoblación acaecida en torno al 1200 que cayeron en una pro­ funda oscuridad. A comienzos del si­ glo X I I I , los supervivientes retuvie­ ron, sin em bargo, su cultura micénica, estando incluso en contacto con otros distritos del mundo micénico. La vio­ lencia de la despoblación puede juz­ garse por el hecho de que en Mesenia de los 150 núcleos habitados en el si­ glo X III sólo catorce o quince pueden ser atribuidos al siglo xil. En cual­

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La tdad Oscura

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Incineración, tumbas de cista y de fosa

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d if u s ió n t u m b a s t ip o c is t a (1125-900) a .c . ^ d if u s ió n d e l a in c in e r a c ió n

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po en la totalidad del área micénica. D onde la E dad Oscura se im po­ ne en prim er lugar es en Grecia C en­ tral, Beocia, Atica Occidental, Argólida, Corintia y Elide. La nueva cultu­ ra se denom ina submicénica. Hay una serie de indicios — tres en concreto— que indican un cambio en los hábitos culturales: a) D esapari­ ción de elem entos típicam ente micénicos; b) atomización en estilos locales; c) introducción de nuevos tipos cultu­

ecidas hacia fines del siglo x m des­ truyó, en efecto, la unidad del m undo micénico, pero posteriorm ente, y du­ rante algún tiempo más, hubo una cierta supervivencia de lo anterior — e incluso recuperación— que no puede ser llam ado todavía E dad Oscura. Esta comienza cuando las principales características de la época precedente se pierden finalmente de modo irre­ mediable. Ello, como vemos, no se produjo de una vez ni al mismo tiem ­

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Anfora cineraica de Atenas (Siglo IX a.C.)

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rales. Estos dos indicios aparecen ya durante el H R III c (1200-1125), si bien van tom ando carta de naturaleza a partir de 1125, fecha que m arca el comienzo de la cultura submicénica. Glosarem os brevem ente cada uno de estos aspectos. Desaparición de elementos micénicos Podem os citar entre éstos algunos de los más significativos, como los gran­ des palacios de piedra, con la excep­ ción de Yolco, en Tesalia, que subsis­ tió durante todo el siglo XII; las m u­ rallas de tipo ciclópeo, aunque en Micenas en el siglo xil aparecen utiliza­ das como acueducto; las casas de pie­ dra, si bien se encuentran todavía en Asine y Tirinto, lugares donde, según h em o s d icho a n te rio rm e n te y de acuerdo con los testimonios arqueoló­ gicos, se dio en el siglo XII un flore­ ciente período de reocupación; los tholoi, excepto en Argos, allí donde aparecen a lo largo del submicénico, y en M esenia y Tesalia en el siglo X. De hecho, en Micenas, el final de los tho­ loi se sitúa más pronto, antes de la desaparición del H R III b, pues no se construyó ninguno en el H R III c. Como cuestiones especiales pue­ den señalarse dos: el m antenim iento de las tumbas de cámara a lo largo del III c en toda Grecia y en C reta duran­ te toda la época oscura; el problem a de la continuación de la escritura, pues resulta imposible saber si desa­ pareció o no. De hecho, ni siquiera sa­ bemos si en la época de las tablillas la escritura era em pleada fuera de la ad­ m in is tr a c ió n p a la c ie g a . H o o k e r (Mycenean Greece) señala, por su par­ te, que el hecho de que el lineal B no esté atestiguado después del 1200 no prueba su desaparición, pues es cono­ cido que, en C reta, la escritura tuvo un uso limitado después del fin del pe­ ríodo palaciego en Cnossos, mientras que, en Chipre, la escritura chiprom inoica sobrevivió a la Edad del Bronce, te­ niendo sus sucesores en la época clásica.

Desintegración del standard micénico ■—HR III b— en estilos locales E ste aspecto, circunscrito práctica­ m ente a la cerámica, constituye, sin em bargo, el testim onio más vivo‘de la fragm entación de la cultura micénica. A unque no podem os detenernos a considerar cada estilo, direm os que es necesario hacer una prim era divi­ sión de base geográfica, diferenciando los estilos griegos continentales, el chi­ priota y el propio del Minoico R e­ ciente III c. A teniéndonos a G recia continen­ tal, también aquí existe una variedad que puede resumirse en la existencia de dos estilos en pugna: el «Granary style» y el «Close style». Am bos cons­ tituyen una evolución contrastada y diferente respecto al standard micéni­ co de) III b: el prim ero, o estilo G ra­ nary, de formas abstractas con pocos elem entos decorativos, sirviéndose so­ bre todo de un m otivo a base de olas horizontales, marca el últim o estadio en la estilización hacia la que había ido tendiendo la cerámica micénica duran­ te el III b; el segundo — o estilo Clo­ se— contrasta con el clasicismo del III b, pues representa una fuerte reac­ ción en relación con las tendencias de­ corativas de la cerámica de éste. Es un estilo barroco, en el que se mezclan elem entos geométricos y anim ales, so­ bre todo pájaros y animales marinos, dispuestos en paneles horizontales, pero prim ando éstos sobre los motivos abstractos. A éstos se podría añadir un ter­ cer «estilo» en Micenas: el del Vaso de los guerreros, difícil de encasillar en cuanto a su tipo de decoración. Los soldados llevan una indum entaria mi­ litar micénica, si bien no faltan influ­ jos minoicos. C ontem poránea de este vaso es la Estela de los guerreros, tam ­ bién de Micenas, donde aparece re­ presentada una fila de soldados en actitud de marcha y cuya apariencia presenta caracteres muy similares a

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la del vaso al que acabamos de aludir. D e los dos estilos principales mencionados es el «Granary» el que va imponiéndose progresivam ente a partir de finales del H R III c, según se observa en aquellos yacimientos donde la estratificación se puede p re­ cisar. Cada una de las áreas en que la cerámica del H R III c está bien ates­ tiguada sigue un desarrollo particular, aunque no siempre en total aislam ien­ to. En el Atica dio lugar a la cerámica submicénica; la cerámica rodia pre­ senta influjos procedentes de la Argólida, mientras que la aquea, por ejem ­ plo, es bien distinta de la argiva; la en­ contrada en Lefkandi (Eubea) presen­ ta semejanzas por una parte con la de Yolco (Tesalia) y por otra con la ce­ rámica procedente del cem enterio de Perati en el Atica oriental. En cuanto a otros objetos cultu­ rales como son las figurillas femeninas de arcilla micénicas, puede observar­ se que hacia 1200 los tipos Φ y T caen en desuso mientras otro, el Ψ evolu­ ciona hacia tipos derivados atestigua­ dos en Grecia continental y sobre todo en el Dodecaneso y Sur de Creta. A dem ás, su distribución es considera­ blem ente más amplia que las figurillas del H R III b, lo cual, junto con la ce­ rámica y otros hallazgos, constituye un argum ento sobre el movimiento de los micénicos hacia fuera de la propia Grecia en el período III c. Innovaciones culturales respecto al standard micénico Se presentan éstas en los siglos XII a. C. y han sido asociadas por la m oderna investigación arqueológica con el comienzo de la Edad Oscura, al menos su aparición en gran escala. Podem os distinguir tres grupos: C l) O bjetos materiales, C2) Tipos de en­ terram ientos e introducción al hierro; C3) Cambios de los tipos de construc­ ción. Vamos a continuación a detallar los motivos más notorios de cada uno de éstos. y XI

Objetos materiales El problem a en este ám bito es diluci­ dar si determ inadas clases de objetos fueron introducidos realm ente en el m undo egeo desde áreas situadas fue­ ra de él, o si existe otra explicación más verosímil para aclarar su apa­ rición. Estas novedades consisten funda­ m entalm ente en nuevos tipos de ins­ trum entos metálicos. Los más relevan­ tes y de acuerdo con el criterio de Snodgrass ( The Dark A ge o f Greece, págs. 305 y ss.) son los siguientes: el tipo de espada broncínea de hoja rec­ ta y em puñadura redondeada conoci­ da como «Nave II» o «Griffzungenschwert» («em puñadura en form a de len­ gua»); punta de lanza en forma de lla­ ma — laureada— y cuerpo fundido de una pieza, sin división central; la daga de mango redondeado conocido como «daga tipo Peschiera»; cuchillo de bronce de un solo filo, con o sin cur­ vatura de su hoja; fíbula de arco de violín, forma más tem prana de este tipo de broche, hacha lobulada (Armchenbeil). Todos estos tipos se han conside­ rado como introducidos en ámbito griego aproxim adam ente en la época de las grandes destrucciones, a finales del H R III b, con representación ade­ cuada en el área egea. Se excluyen de esta relación objetos raros, aislados, como el molde para la fundición de una doble hacha del N orte de Italia, o más probablem ente eslovaca, encon­ trada en Micenas. A los demás —los ya citados— ha solido atribuírseles un origen en tipos de la Edad del Bronce vigentes en E uropa central y oriental. Ello indicaría, además, un vasto movi­ miento de esas poblaciones hacia el sur, que acabaría por penetrar en G re­ cia, por lo cual estarían estrecham en­ te relacionados con la destrucción de los palacios micénicos (M. Gim butas, Bronce Age Cultures in Central and Eastern Europa, 1965 pág. 339). Sin em bargo, como apunta el

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mismo Snodgrass, para que dichos ob­ jetos obedecieran a las motivaciones señaladas tendrían que constituir algo totalm ente nuevo, es decir, que su aparición — tras haber sido desconoci­ da en momentos anteriores— se pro­ dujera súbitam ente en la época de la destrucción, para convertirse en habi­ tuales, o, al menos, no fueron extra­ ños en la etapa posterior. Sin em bar­ go, un cuidadoso análisis del área de difusión geográfica de tales objetos y de la cronología obliga a adoptar otras conclusiones. El prim er tipo de los citados, la

espada «Nave II» tuvo una pequeña incidencia en el E geo d u ran te el H R III c, pero tam bién se encuentra más al este, en concreto en el delta del Nilo, en el último cuarto del siglo xiii a. C. durante el reinado del faraón Seti II. Existe asimismo un ejem plar en ­ contrado en una tum ba en Enkom i (Chipre) datada en la transición' del III b al III c en el Egeo. En la hipó­ tesis de un origen centroeuropeo, ten ­ drían que haber llegado al Egeo algo antes, como su propio hallazgo sugie­ re. C iertam ente una espada sem ejan­ te ha sido hallada en una tum ba de

Anfora geométrica de Atenas (Siglo IX a.C.)

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Langada, en la isla de Cos, dentro de un contexto perteneciente de lleno al H R III b. Cabe afirmar, por tanto, que tales espadas fueron conocidas y utilizadas por los micénicos bastante antes de producirse la oleada de des­ trucciones de los palacios. D e todos m odos, dado que se tra ­ ta de un arm a, es fácil suponer que su difusión se debiera a expediciones de pueblos extranjeros, pues, adem ás, se ha dem ostrado con claridad que esta clase especial de espada tiene unos an­ tecedentes seguros en tipos de espada primitivos de E uropa central (S. Foltiny, A JA 68, 1964, pág. 247 y ss.). No obstante, elem entos aislados de este arm a eran conocidos tam bién para los micénicos, pues están repre­ sentados en espadas y sobre todo en cuchillos distribuidos por el Egeo en la fase tardía de la E dad del Bronce. Por esta razón podría aceptarse la hi­ pótesis de que aun no teniendo un ori­ gen puram ente egeo, pudiera darse un desarrollo paralelo en el Egeo y en E uropa Central, es decir, que las es­ padas «Nave II» encontradas en área egea podrían haber sido hechas allí mismo, produciéndose a su vez con variantes locales. No sería, por tanto, necesario recurrir como explicación a una invasión armada desde Grecia septentrional. En cuanto a los siguientes obje­ tos m encionados, la punta de lanza en forma de llama y la daga tipo «Peschiera» son efectivam ente ajenas al área egea en cuanto a su origen, pues proceden del norte de los Balcanes e Italia, respectivam ente. Am bas tienen una distribución similar en ámbito griego. Respecto a las puntas de lan­ za, H. W. Catling distingue a su vez dos clases: el llamado tipo Cefalenia, que se encuentra atestiguado además de en M etazata (Cefalenia), en el E pi­ ro e islas jonias, y el tipo M ouliana, testim oniado en C reta, de donde d e­ riva su nom bre, en M icenas, Cos y Chipre. La daga «Peschiera» se ha h a­ llado a su vez en C reta (varios casos),

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Filacopos (Philacopi, Melos) y Naxos. A m bos tipos están ausentes por tanto de las zonas hegemónicas del mundo micénico. En cuanto a su cronología, la punta de lanza en cuestión parece da­ tar exclusivamente de la etapa poste­ rior al final del H R III b, m ientras que las dagas «Peschiera» tuvieron que haber comenzado antes, a finales del siglo XIII. Por lo que respecta a los cuchi­ llos, la panorám ica es más complica­ da, dada la mayor variedad de tipos dentro de la misma clase de objeto. No obstante, desde el punto de vista c ro n o ló g ic o , algunos p arece n del H R III a, otros del III c, pero, según M arinatos, hay dagas en el área egea de una fecha primitiva — del H R I y II— que presentan características afi­ nes a las descritas. (Atti del V I Congres­ so Internazionale delle Scienze Preistoriche e Protoistoriche, Rom a 1962, I, 170-1.) El tipo de hacha a que nos hemos referido, aunque no es un objeto co­ m ún, está representado en varios en­ claves. Así, en Asine en el III c y en Beocia en la misma época. El ejem ­ plar del asentam iento de Serrallo en Cos puede ser quizás anterior, en con­ creto del H R III a o b. Sin em bargo, el origen de este objeto no puede situarse en E uropa, sino en Asia y quizá más concretam ente en A na­ tolia. Las fíbulas de arco de violín, por su parte, parece que llegaron a G re­ cia antes del III c, pues tipos ya más desarrollados se han encontrado en una tum ba de Langada en Cos p erte­ neciente a la transición entre el III bIII c. En M etaxata (Cefalenia) ha apa­ recido asociada a vasos datados en el III b. M ientras en Enkom i (Chipre) pueden ser contem poráneas de una fase tem prana del III c. Si éstos son ejem plares correspondientes a tipos desarrollados, los simples y más pri­ mitivos tuvieron que haber llegado al­ gún tiem po antes. Esto parece com-

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probarse por el hallazgo de algún ejem plar de esta clase más simple en tum bas de cámara de M icenas, data­ das al comienzo del III b. El origen de estas fíbulas es una cuestión no aclarada totalm ente. A pa­ recen, sin que haya unos antecedentes claros, además de en el Egeo en las Terram aras de Italia septentrional y en la llamada por Reinecke fase D de la Edad del Bronce de E uropa central. Su cronología se extiende durante el siglo X III (más o menos el III b), sin que exista una clara prioridad de nin­ guna de esas tres regiones. El único in­ dicio que podría servirnos para ilustrar su derivación de una de las dos áreas sep tentrionales es la probable co­ nexión de la fíbula con una nueva for­ ma de vestido y naturalm ente, por tanto, con un clima frío. Se ha sugeri­ do, incluso, que la estricta sim ultanei­ dad de la aparición de la fíbula en cada región se debería a un cambio climá­ tico habido en Grecia y en las regio­ nes de Europa central, el cual induci­ ría así a un vasto movimiento de po­ blación hacia las zonas m eridionales. De tal modificación climática, que ha­ bría afectado a amplias regiones del h em isferio n o rte , ex isten algunas pruebas, pero en cualquier caso no debe exagerarse este extrem o, pues dicho cambio — según los especialistas en la m ateria— tan sólo habría provo­ cado un ligero descenso en las tem pe­ raturas medias anuales. Ello no justi­ fica, por tanto, el que se produjera un cambio sustancial en la indum entaria durante el siglo X II. Así pues, parece deducirse de lo dicho que la difusión de la fíbula como un elem ento nuevo, adaptado para la vestimenta cotidiana masculina y fe­ m enina, no fue debida a la conquista de pueblos extranjeros o migraciones. La popularidad simultánea de este ar­ tículo en varias zonas de E uropa esta­ ría basada en la propia esencia del ob­ jeto. Al tratarse de algo humilde, corriente, debió ser accesible a la m a­ yoría de la población.

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Gran ánfora funeraria de estilo geométrico (Mediados del siglo VIII) Museo Nacional de Atenas

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Podríamos aludir, por último y dentro de este apartado dedicado a enum erar objetos m ateriales significa­ tivos, a un cierto tipo de cerám ica no micénica y diferente por tanto de los tipos micénicos ya descritos. Se trata, en efecto, de una cerámica hecha lo­ calmente en época de las grandes des­ trucciones: R utter le supone un origen nordoccidental, lo cual inclinaría a ad­ mitir que hubiera sido m anufacturada por grupos de intrusos no micénicos, pero asentados en los centros políticoculturales de esa cultura. No obstan­ te, dado lo escaso de su presencia, no concuerda de ningún modo con la hi­ pótesis de inmigraciones en gran esca­ la que, desde el noroeste de Grecia, hubieran invadido las zonas m eridio­ nales. La conclusión que se im pone en este apartado es, pues, la siguiente: excepto estos tipos cerámicos a los que acabamos de aludir, por lo demás par­ camente representados, las innovacio­ nes submicénicas de la E dad Oscura no son tales en el sentido más estric­ to: de hecho, como hemos intentado dem ostrar, existían ya en la época mi­ cénica clásica, la del H R III b, por más que su desarrollo y mayor difu­ sió n se p ro d u je r a n a p a r ti r del HR III c (1200) y durante el período submicénico (1125-1050, aproxim ada­ mente, aunque variando según las zo­ nas). Tipos de enterramientos e introducción del hierro Uno de los argumentos más contun­ dentes utilizados para explicar la apa­ rición de nuevos elem entos de pobla­ ción en Grecia en el período III c/Submicénico es el cambio en los hábitos de enterram iento, es decir, la adop­ ción de la incineración en vez de la in­ hum ación y consiguientem ente, la aparición de las cistas y otras formas de enterram iento individual como sustitutivos de los tholoi o tum bas de cámara.

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Conviene observar, sin em bargo, antes de cualquier com entario ulterior sobre esta cuestión, que no puede afir­ m arse, dado el estadio de la investiga­ ción arq u eo ló g ica actualm ente, la proxim idad o relación cronológica en­ tre las destrucciones acaecidas hacia m ediados del siglo XII (cf. apartado siguiente) con la adopción del nuevo rito de enterram iento. Por el contra­ rio, la prim era aparición masiva de cis­ tas se registra en los cem enterios de Salamina y el Cerámico ateniense, lu­ gares en los que no se registró preci­ sam ente ninguna destrucción, donde además estaban acom pañadas por ce­ rámica submicénica desarrollada cla­ ram ente a partir del estilo «Granary». La A rgólida, en concreto, resultó m e­ nos afectada que el Atica por la utili­ zación de las cistas y, desde luego, más tardíam ente, pues en Argos y Tirinto preceden inm ediatam ente el adveni­ miento del Protogeom étrico. Pero, a la vez, en la misma Micenas se han en­ contrado dos enterram ientos — uno de fosa y otro en un pithos—, datados an­ tes de la destrucción del «Granary», esto es, al comienzo del III c. No puede, por tanto, hablarse de una llegada masiva de gentes portado­ ras de cistas a la par que se producía la destrucción final y definitiva de la cultura micénica y cuyo lugar ocupa­ ron. Todo lo más que puede decirse es que el último episodio destructivo creó un vacío en el que se introduje­ ron los que usaban las cistas, los cua­ les, a su vez, estaban presum iblem en­ te desconectados totalm ente con las destrucciones. En cuanto a la procedencia de las cistas, la hipótesis de Desborough, que hacía de ellas una característica extra­ ña al ámbito g iego e insertada en él en la fase más tardía de la Edad del Bronce, ha de rechazarse (The Creek D ark Ages, págs. 266 y ss.). Más pro­ bablem ente y de acuerdo con una opi­ nión hoy muy extendida, las cistas re­ presentan la resurrección de una anti­ gua costum bre nunca olvidada del

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todo e incluso vigente entre las capas hum ildes de población durante la E dad del Bronce. Tal constatación no deja de plantear, sin em bargo, algu­ nas interrogantes sobre los protagonis­ tas del cambio en el modo de en­ terram iento. Podía tratarse, en efecto, de los antiguos habitantes de las áreas afec­ tadas, los cuales, por las transform a­ ciones sociales del m om ento, pasaron a poseer un papel social más relevan­ te que conllevaría una revitalización de los hábitos propios. Asimismo, cabría pensar en la posibilidad de que se tratara de emi­ grantes o refugiados de otras partes de

Grecia más o menos próxim as, o bien invasores, es decir, dorios. Esta últi­ ma posibilidad conlleva la necesidad de rechazar totalm ente toda la tradi­ ción. Como hemos visto, las cistas emergen prim eram ente en Salamina y A tenas, regiones donde, según afir­ mación unánim e de la tradición, los dorios no penetraron nunca. Igual­ m ente, islas puram ente dorias, como C reta y Tera, rechazaron de plano el empleo de cistas. M esenia, que según la tradición fue conquistada en los pri­ meros m om entos de la conquista do­ ria, adoptó las cistas tardíam ente, esto es, en el período protogeom étrico. Resulta, pues, que la asociación de las

Plato geométrico de Atenas (750 a.C.)

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cistas a los dorios es tan laxa que im­ pide cualquier identificación de la nueva práctica de enterram iento con el advenimiento de tales invasores. Adem ás, los cem enterios de cis­ tas presentan una característica esen­ cial: su tendencia a distanciarse, a rom per con los lugares de en terra­ m iento ya establecidos. Así, tras el fin de la ocupación micénica, las cistas se encuentran en necrópolis nuevas en la proxim idad de los lugares en cuestión. La relación de todos estos em plaza­ mientos sería demasiado larga. Baste con citar Argos, Asine, A tenas (el C e­ rámico, Nea Jonia y quizá el área al sur de la Acrópolis) y Eleusis: Lefkandi en E ubea, Nicoria en M esenia, C halandritsa en Acaya; Yáliso y C a­ miro en Rodas. A ellos se añaden los lugares donde las cistas aparecen en los niveles anteriores de ocupación m i­ cénicos: M icenas, T irinto, A tenas (A crópolis), Tebas, Paleoocastro y quizá Yolco en Tesalia y el em plaza­ m iento del Serrallo en Cos. Todos es­ tos testimonios apuntan a que hubo disturbios o movimientos de población en el m om ento de producirse el cam­ bio en el hábito de enterram iento, pues es difícil de creer que, en cada uno de los casos, los anteriores habi­ tantes hubieran decidido sim ultánea­ m ente cambiar su tipo de tum ba e inaugurar una necrópolis nueva. En muchos de los lugares citados la aparición de las nuevas tum bas se produce tras un lapso de tiem po de duración variable: representan el final de una época y el inicio de otra nue­ va, donde em erge un horizonte de cam bio sim ultáneo en Grecia. Tal cambio no implica, como se ha seña­ lado más arriba, que el pueblo respon­ sable de la apertura y uso de los nue­ vos cementerios fuera intruso en el mundo griego. Confirma sim plemente la existencia de unos movimientos, y las tumbas representarían así tanto a los refugiados como a los instigadores de tales movimientos. Que hubo ulte­ riores trastornos en esta época está de­

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m ostrado no sólo por el éxodo a Chi­ pre y C reta, sino por el hecho de que asentam ientos micénicos diseminados por doquier fueran decisiva y semiperm anentem ente abandonados durante el período III c: así Coracu y G onia, probablem ente, en la región de Corinto; Delfos, donde se dio un movimien­ to sísmico; Filacopos en Melos y otros lugares donde los enterram ientos ce­ saron en esta época. El mundo egeo tuvo que haber padecido una nueva oleada de convulsiones, con estallidos de violencia aislados, pero con una amplia y difundida tendencia a aban­ donar lugares hacia un destino sólo al­ canzado por sus descendientes varias generaciones después, a juzgar por la evidencia disponible. Los refugiados de los prim eros desastres tom aron consigo la tum ba de cám ara, al menos en algunos casos, para utilizarla en sus nuevos hogares (en Acaya, Chipre, Perati y quizá el D odecaneso), del mismo m odo, los nuevos afectados por los movimientos m igratorios hicie­ ron lo mismo con las cistas dentro de Grecia. En lo relativo a la introducción del hierro se registran entre los inves­ tigadores dos teorías fundamentales: la de quienes propugnan el M editerrá­ neo oriental —Troya, por ejem plo— (así H ooker, entre otros) como origen de procedencia inm ediata del hierro antes de ser introducido en G recia, y la de aquellos que ven en el empleo de este metal un desarrollo autónom o producido en suelo griego, del mismo modo que sucedió en otros lugares del m undo antiguo tales como Egipto, Asia M enor o M esopotam ia. (Snod­ grass, por ejem plo.) Indu dablem ente, la utilización del hierro presentaba evidentes venta­ jas sobre el bronce, no siendo la m e­ nor de ellas su mayor abundancia y m ás gen ero sa dispersión sobre la tierra de los recursos de este m ineral, que, a diferencia del segundo, no re­ quería dos com ponentes — cobre y es­ taño— , sino sólo uno. Ello conlleva-

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ba una mayor autonom ía y m enor de­ pendencia de recursos foráneos exte­ rio res, fenóm eno observado igual­ m ente en otras partes del m undo an­ tiguo. Aunque Grecia en concreto no estaba especialmente dotada por la naturaleza del mineral de hierro, exis­ tía éste de todos modos en las islas del Egeo, la zona meridional del Peloponeso, en Grecia central y en M acedo­ nia, de suerte que la drástica reduc­ ción de las relaciones com erciales acaecida a finales del segundo milenio em pujó a los habitantes de Grecia a

Pithos protogeométrico (1050-900 a.C.)

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un empleo cada vez m ayor del hierro. En todo caso, y después de lo di­ cho, podemos afirmar, en resum en, que las tres características apuntadas — auge de la incineración, aparición d e las cista s e in tro d u c c ió n del hierro— no aparecen sim ultáneam en­ te en todas partes, siendo, pues, im­ posible m antener que estos tres rasgos culturales estén conectados unos con otros. Más aún, las nuevas tendencias coexisten frecuentem ente en los luga­ res donde se hacen presentes prim era­ m ente con los usos antiguos. Así, el uso continuado de tum bas de cámara en la Argólida, la construcción de és­ tas ex novo en Perati (cem enterio del A tica oriental datado del H R III c) y la persistencia de la inhumación en es­ tas tres áreas después de que la cre­ mación estuviera de m oda en el C erá­ mico (en el Atica occidental) m uestra que no se trata realm ente de un cam ­ bio fundamental en las costum bres de enterram iento que afecten a toda G re­ cia. Cambios en los tipos de construcción Sólo podemos señalar que dichas m u­ taciones son observables tan sólo don­ de hay posibilidad de contraste, es de­ cir, en aquellas regiones en las que surge la cultura submicénica (Atica occidental, Argólida, C orinto, Elide, Beocia). Igualm ente, en la Grecia in­ sular se deja sentir un paulatino lan­ guidecer del standard micénico, si bien los tipos innovadores tardan más en generalizarse. De todas formas son pocos los lugares del continente en los que existe clara evidencia de cambio en el modo de vida de sus habitantes. De todo el m aterial reunido por Desborough podemos destacar el hecho de que, tanto en A tenas como en A r­ gos, el área de habitación del II c di­ fiere de la ocupada en el III b, m ien­ tras en otros lugares, como ya se ha di­ cho a propósito de las cistas, en Asi­ ne, Micenas, Tirinto, etc., el nuevo

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tipo de enterram iento aparecido en el III c se llevó a cabo sobre los ante­ riores asentam ientos micénicos.

1.3. El comienzo de la Edad Oscura y la supuesta llegada de los dorios Hemos hecho alusión repetidam ente en lo expuesto hasta ahora a las des­ trucciones sucedidas en el mundo mi­ cénico hacia el año 1200 a. C ., finales del período III b, que afectaron a al­ gunos em plazam ientos micénicos y conllevaron en otros casos el abando­ no de otros muchos. Para explicar tales desastres y sus consecuencias, intentando acoplarlos a la sucesión de hechos rem em orada por la tradición literaria e historiográfica, se han emitido una serie de hipó­ tesis diferentes, brevem ente glosadas por Snodgrass (op. cit., pág. 304). Son, en resum en, las siguientes: 1." U na invasión arm ada cuyo origen estaría fuera del m undo micé­ nico, seguida por el asentam iento de los invasores. De haberse producido, cabría esperar que hubiera dejado huellas en forma de características cul­ turales específicas y diferentes a las propias de la civilización micénica. 2.° Una expedición arm ada, cu­ yos com ponentes no perm anecerían en los lugares saqueados y destruidos, sino que, efectuada la acción, se re­ tirarían. 3.° La insurrección de gentes sometidas a los señores micénicos. 4.° La existencia de algún fenó­ meno natural capaz de producir esa serie de desastres, cronológicam ente coincidentes. La prim era de las explicaciones señaladas es la sustentada por aque-

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La Edad Oscura

M a r N egro

E piro Tesalia Beocia

Etolia

Jo nia A caya A tica

Elida A rca d ia

P anfília

A rg ó lid a D órida

«r

M esenia Laconia

Rodas

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C reta

Dialectos griegos (en el milenio I a.C.)

GRIEGO M ER ID IO N AL

Jó nico A rc a d io -C h ip rio ta

GRIEGO SEPTEN TR IO NAL GRIEGO O C C ID ENTAL

Eolio G riego del n oroeste D órico

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AkaI Historia del Mundo Antiguo

Vaso geométrico de Atenas (750 a.C.)

líos investigadores que hacen respon­ sables de tales destrucciones a los do­ rios. E n torno al problem a dorio son necesarias ciertas puntualizaciones. C abe observar en prim er lugar que la migración doria, en la que se ha pre­ tendido ver la segunda oleada indoeu­ ropea en Grecia, es una construcción teórica de los historiadores alem anes de la escuela de K. O. M üller, basada en la leyenda griega del retorno de los Heráclidas. Por lo dem ás, esta migra­ ción doria ya había sido cuestionada por historiadores de la talla de J. Beloch («D ie d o rische W anderung», RhM 1890) y sólo se em pezó a adm i­ tir como dogma de fe a partir de co­ mienzos del presente siglo, insertada en el contexto general de la teoría de las tres migraciones (jonia ca. 2000; aqueo-eolia ca. 1600; doria ca. 1200), invento de los dialectólogos de la es­ cuela de Kretschm er. Por lo dem ás, los estudios lingüís­ ticos posteriores al descifram iento del micénico han ido m enguando progre­ sivam ente la base de las tres m igracio­ nes: W. Porzig y C. Risch dem ostra­

ron (1954 y 1955) que la migración jo ­ nia no existió, ya que las particulari­ dades dialectales del grupo jonio son postmicénicas. Lo mismo ha dem os­ trado J. L. García R am ón con el gru­ po eolio («Sobre los orígenes postmicénicos del grupo eolio». M adrid). R esulta, por tanto, que si algo hay de verdad en la migración doria ha de ser adm itido al margen del dogma de las tres migraciones. El conectar las grandes destruc­ ciones con la llegada de los dorios im ­ plica hacer venir a éstos de lugares fuera del m undo griego. O tros, sin em bargo, han identificado estos acon­ tecimientos con una invasión tem pra­ na de grupos tribales griegos no dorios (F. Ham pl, Mus. Helveticum 17, 1960, pág. 85: serían los portadores de los dialectos arcado-chipriota, jónico y eolio del N orte) a la que sucedería una inmigración doria acaecida entre 50 y 200 años después (A. H eubeck, Glotta 39 1960-1, pág. 171; serían los «Aqueos»), llegando algunos a situar en este m om ento la prim era entrada de los griegos (M .S . H ood, The Home o f the Heroes, 1967, págs. 126-30). No obstante, después de todo lo com entado en el apartado anterior so­ bre las pretendidas innovaciones cul­

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turales hemos visto cómo ni uno sólo de los rasgos arqueológicos estudiados requiere la llegada de los dorios para ser explicado, bien por existir antes del 1200 a. C. o por ser desarrollos au­ tónomos producidos en la propia Grecia. Por otro lado, y junto a esta p a­ norámica de destrucción extendida en Grecia, existe el fenóm eno indudable de una emigración masiva de micéni­ cos a regiones donde anteriorm ente sólo estaban presentes en una muy es­ casa proporción. Así lo m anifiesta la aparición repentina de nuevos lugares de enterram iento a comienzos del pe­ ríodo III b en Acaya, sobre todo en las regiones occidentales, y en C efale­ nia; tam bién se inaugura una amplia necrópolis en el Atica oriental, la de Perati. Se registran asimismo asenta­ mientos en Lefkandi (Eubea) y E m ­ b o n o en Quíos, además de huellas de una nueva oleada de colonos micéni­ cos en Chipre y en Tarso (Cilicia), si bien de m enor entidad. Tam bién en C reta se testim onian destrucciones ocasionales y abandonos, sobre todo de enclaves situados en zonas bajas, es así como es posible que Karphi y o tro s asentam ientos-refugio fueran ocupados entonces. Igualm ente digno de mención es el hecho de la construcción de un m uro de protección en el Istmo de Corinto, en sentido probablem ente trans­ versal en algún m om ento a finales del III b. Su motivación debió ser la de trazar una barrera con vistas a una invasión terrestre procedente de más al N orte, aunque la am enaza podía provenir tanto de dentro del mundo micénico como de fuera de él. Así pues, en esta época hubo m ultitud de destrucciones seguidas por un período prolongado de aban­ dono, pero, a la par, se produjeron reocupaciones y cuando ello sucede, las características apuntan a la super­ vivencia de lo micénico. Tales reocu­ paciones presentan un horizonte cul­ tural similar a la etapa anterior, pero modificado de acuerdo con las circuns­

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tancias, de m anera que los testimonios relativos a arquitectura, tipos de tum ­ ba, ofrendas funerarias, adornos y so­ bre todo cerámica destacan por cons­ tituir una herencia del pasado, cuyo peso en conjunto supera am pliam ente las escasas novedades aparecidas en los objetos de bronce. No hay por nin­ gún lado destrucciones, seguidas por signos de un nuevo elem ento cultural. La hipótesis, pues, de una invasión doria como nuevo elem ento de pobla­ ción, con su civilización peculiar, ve­ nida desde fuera del m undo micénico, ha de rechazarse. Deben encontrarse así soluciones alternativas al problem a. Snodgrass y otros investigadores intentan conciliar los resultados de la investigación ar­ queológica con los datos historiográficos relativos a las migraciones de do­ rios, tesalios y beocios. Según ésta, los beocios proceden­ tes del N orte del Epiro avanzaron has­ ta el curso alto del Peneo en la ver­ tiente oriental del Pindó. Sim ultánea­ m ente se movilizaron los tesalios en dirección Este a partir de la Tesprótide —región más occidental del E pi­ ro— . Así, los que habitaban en aque­ lla zona del Pindó se vieron forzados a emigrar hacia la costa desde donde una parte de ellos colonizaría Lesbos. Entre tanto, los beocios, em pujados por los tesalios, avanzaron hacia el SE, estableciéndose en la región que se llamaría después Beocia, mientras los tesalios, siguiendo hacia el Este, ocuparían una extensa área de la lla­ nura de Tesalia. Se explicarían así las semejanzas dialectales entre el eolio de Lesbos, el tesalio y el beocio, pues­ to que en la época micénica tardía los antepasados de las tres estirpes coexis­ tieron en Tesalia. Por lo dem ás, el iti­ nerario que según las fuentes, segui­ rían los dorios que causaron estos m o­ vimientos es asunto delicado, pues la lingüística contradice la visión tra­ dicional. De todos modos, el atribuir las destrucciones del 1200 a tales movi­

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m ientos como el propio Snodgrass (op. cit., pág. 312) pone de manifies­ to, sólo es posible ligándolo a otra hi­ pótesis, la de que los dorios y otros in­ migrantes desde el punto de vista de su cultura material no fueran distintos de los supervivientes micénicos, lo cual, tanto desde el punto de vista dia­ lectal como histórico, es perfectam en­ te plausible. Ello salvaría la dificultad de buscar otras causas para los desas­ tres del 1200, si bien, como resulta evi­ dente, significa una modificación sustan­ cial de los detalles de la tradición oral. La teoría señalada ha sido refor­ zada posteriorm ente con nuevos argu­ m entos por J. Chadwick («W ho were the Dorians?» Parola del Pasato, 1976) y H ooker (Mycenean Greece, 1976). Según éstos, los dorios no eran sino la población som etida a la clase dirigen­ te micénica. La caída de los palacios micénicos sería sim plemente el resul­ tado de una revuelta social. El uso sis­ tem ático de cistas y la progresiva di­ fusión de la cremación responderían al resurgimiento de los usos del sustrato premicénico (= dorio), como deseo deliberado de eliminar los vestigios de la cultura característica de los señores micénicos. D e todos m odos, tal hipó­ tesis tiene algunos puntos débiles. Ya D esborough señaló las dificultades para reconciliar esta teoría con la d e­ serción de muchos lugares no palacia­ les y la destrucción de otros pocos du­ rante el mismo período. ¿Cóm o rela­ cionar una emigración masiva, tal, por ejem plo, la acaecida hacia Cefalenia, con las revueltas internas ocurridas en varios estados micénicos? Toda revo­ lución debe acarrear beneficios para algunos, y esto, en el m undo egeo de H R III c es apenas detectable. Por lo que se refiere a otras ex­ plicaciones propuestas, glosadas bre­ vem ente supra, la que culpaba de las destrucciones a expediciones que, tras llevar a cabo los saqueos de rigor, se retiraban a continuación, no es nueva. Esta sería la invasión de los «Pueblos del Mar» recordados en docum entos

egipcios. Contra ella se han esgrimido algunos argum entos realm ente consis­ tentes. Las áreas de asentam iento-re­ fugio que recibieron un prom inente aflujo de micénicos tras las destruccio­ nes se hallan ciertam ente en el trayec­ to de cualquier expedición pirática desde el mar: así, Cefalenia y Acaya occidental en los límites marítimos oc­ cidentales de G recia, m ientras que Pe­ rati, Lefkandi y Quíos lo están en los orientales. Pero estas regiones, ade­ más, tienen otra llamativa caracterís­ tica junto con las Cicladas y el Dodecaneso: que no padecieron la gran oleada de destrucciones. No es lógico que estos piratas hubieran pasado por alto regiones que estaban en su cami­ no ni que los supervivientes de las zo­ nas afectadas por sus razzias se hubie­ ran refugiado justo en puntos más ex­ puestos a los peligros de los que huían. Parece, por tanto, que la amenaza procedía del N orte, hipótesis reforza­ da por la fortificación del istmo de Corinto ya señalada. Esta idea de un ata­ que desde C entroeuropa, cuyas gentes volvieron posteriorm ente a sus lugares originarios, llevando consigo determ i­ nados conocimientos en el campo de la m etalurgia, defendida por N. K. S andars (Antiquity 38, 1964, págs. 259-60) y Desborough (Last M y cenans and their Successors, págs. 221-5). C ontra ella poco puede argüirse, sal­ vo que los bronces de origen nórdico en Grecia y el desarrollo de la m eta­ lurgia en C entroeuropa pueden expli­ carse sin recurrir o suponer la existen­ cia de conflictos arm ados, sino simple­ m ente a través de contactos pacíficos. Por otro lado, si la tradición de una in­ vasión arm ada protagonizada por gru­ pos de griegos puede ser concillada, aunque sólo sea en parte, con los tes­ timonios arqueológicos en el Egeo, no se justifica el recurso de suponer raz­ zias bárbaras no testim oniadas. En cuanto a la otra hipótesis, la de una gran catástrofe natural produ­ cida en esta época (R. C arpenter, Dis­ continuity in Greek Civilisation, 1966),

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no pueden aducirse testimonios segu­ ros sobre ella, como ya hemos apun­ tado en otro lugar. Esta serie de destrucciones en cuya aclaración hemos intentado pe­ netrar no fue, sin em bargo, la última dentro de los límites cronológicos que pretendem os considerar y más concre­ tam ente el superior, es decir, la fecha de comienzo de la Edad Oscura. A finales del s. xii a. C. hubo otro período de agitación, pero de esos m om entos no quedan síntomas de preparativos para contener un po­ sible ataque, ni tam poco parece que se hubiera recurrido a la violencia, al menos a gran escala. D e hecho, en Grecia central y m eridional sólo se re­ gistra la destrucción por fuego de los talleres del estilo «Granary» en Micenas hacia el 1150, que bien pudo ha­ ber sido accidental. Más al N orte, se atestigua el incendio del palacio, y sólo de él, al parecer en Yolco (Tesa­ lia), en una fecha no especificada tras el comienzo del III c. Fuera del con­ tinente, es de destacar la destrucción por fuego, avanzado ya el III c, del asentam iento de Lefkandi en Eubea y la del enclave de M ileto, contem porá­ nea más o menos con la destrucción del «Granary» en Micenas. La misma suerte corrió el establecimiento quiota de Em borio. Todo esto da una impresión m e­ nos terrible que la de la prim era olea­ da, ya vista, y su com paración más in­ m ediata puede hacerse no con ella sino con la serie de incendios ocurri­ dos en el transcurso del III b, antes de su final, en lugares tan destacados com o M icenas, T irin to y M ileto. Como en cada uno de estos casos se dio un período de reconstrucción y re­ fortificación a fines del III b, nadie culpa de tales hechos a la existencia de conflictos locales. En los casos ahora com entados ocurrió algo parecido, si bien el contexto histórico es diferente: la destrucción acaecida en Micenas no fue definitiva, pues a continuación fue reocupada, aunque con un nivel infe-

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Anfora geométrica (750 a.C.) Atenas

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rior al que existía anteriorm ente. En Lefkandi, por el contrario, la reocu­ pación se hizo en un lugar distinto, p ero con unas características que apuntan hacia una mayor prosperidad, dem ostrada entre otros signos exter­ nos en el alto nivel arquitectónico. Los casos de Yolco y Mileto son distintos, pues dichos em plazam ientos fueron abandonados tem poralm ente, m ien­ tras que el nivel de ocupación subsi­ guiente está caracterizado ya por una cerámica de comienzos del Protogeo­ métrico. En Em borio, el lapso de tiem p o hasta producirse una n u e­ va ocupación se prolongó durante cua­ tro siglos. Tam bién pudo haberse dado en esta etapa un m ovimiento de gentes m icénicas aún supervivientes hacia otras áreas. A ello apunta la cerám ica encontrada en los niveles III, II y I del establecimiento chipriota de Enkom i, cuyo parecido con el estilo «Granary» de la Argólida es más que notorio. Del mismo m odo, en C reta, la cerámica y otros elem entos, aunque menos direc­ tos y evidentes, sugieren que pudo h a­ ber un nuevo aflujo de gentes griegas procedentes del continente (Desborough, Last M yceneans..., págs. 75, 230, etc.). Después de esta época, cada vez van haciéndose más raros los signos de violencia o inseguridad. Prácticam en­ te el único ejem plo que puede citarse en el siglo X I es la destrucción parcial de casas en el segundo asentam iento del III c en Lefkandi. Por lo dem ás, desaparecen los objetos metálicos p ro ­ cedentes del exterior, así como apare­ cen nuevas técnicas decorativas de la m etalurgia. No es que acaben las in­ novaciones culturales: éstas ocurren, pero son de otro tipo. Las cistas con­ tinúan su expansión, aunque limitada, con las implicaciones que ello conlle­ va: antes del advenim iento del P roto­ geom étrico aparecen en°la Argólida y Tebas; en Tesalia, Fócide y Epiro nunca cayeron en desuso totalm ente, estando bien atestiguadas en esta épo­

ca. La cremación se generaliza progre­ sivamente en Grecia, e igualm ente su­ cede con el hierro. Son cambios im­ portantes, pero fueron los últimos en muchos años. ¿Q ué panorám ica em erge des­ pués de todo lo expuesto? E n principio, puede afirmarse claram ente que la Edad Oscura co­ mienza con el declive de una gran ci­ vilización, el cual —pese a que la vio­ lencia, según hemos constatado, de­ sem peñó un gran papel en ello— fue en todo caso gradual y prolongado. Dicho proceso se evidencia m ediante algunos rasgos: la alta calidad de par­ te de la cerámica del siglo xil; el con­ servadurismo en los tipos de tum ba y en los hábitos de enterram iento, y la supervivencia indudable de las co­ nexiones ultram arinas micénicas en este mismo período. A parte de lo dicho, pueden re­ construirse otras circunstancias a par­ tir de los restos arquitectónicos y de las condiciones de vida de la época im­ perantes en los enclaves micénicos. E ntre los casos más claros está el de Lefkandi. Tras las escasas huellas de ocupación de este lugar en el pe­ ríodo III b, el asentam iento del III c se hizo en un nuevo em plazam iento, cuyos habitantes, si eran inm igrantes, eran desde luego micénicos. Este en­ clave fue destruido en algún m om en­ to de fines del siglo XII, siendo re­ construido de nuevo posteriorm ente con un alto grado de planificación y técnica. Tam bién en este caso, a juz­ gar por su cerám ica, los habitantes eran gentes micénicas cuya vida se prolongó durante un considerable lap­ so de tiem po, siendo el indicio más significativo de que las circunstancias estaban cam biando, el que un cierto núm ero de enterram ientos se hicieran sobre el área misma de habitación. Lefkandi ilustra, así, claram ente cómo sobrevivieron las com unidades m icé­ nicas trasladándose a m enudo a luga­ res nuevos, acom odándose inevitable­ mente a las nuevas circunstancias du-

U^ffiOUU..

Crátera geométrica con procesión funeraria (Posterior al 750 a.C.) Museo Nacional de Atenas

rante más de un siglo, después de que la gran oleada de desastres asestara un golpe mortal a su civilización. Testim onios similares pueden re­ cabarse de otros lugares: en la ocupa­ ción durante el III c de la ciudadela de Micenas; en el asentam iento del mismo período de Tirinto; en el con­ tinuism o, aparente al menos, de A r­

gos, y en el enclave de Asine, p erte­ neciente a la última parte de este pe­ ríodo. Tam bién en A tenas se hicieron algunos cambios al comienzo del III c, perm itiendo a la población utilizar la fuente subterránea de la cara norte de la A crópolis; la supervivencia del asentam iento del III c situada en to r­ no al destruido palacio del Yolco, del de G rotta en Naxos y del núcleo for­ tificado en Mileto. En todo caso, es inequívoca la atm ósfera de inseguri­

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dad que rodea casi todos estos luga­ res: se abandonan las casas construi­ das fuera de las murallas de Micenas y A tenas; se tom an m edidas tenden­ tes a asegurar el abastecim iento de agua tanto en A tenas como en Tirinto; en la parcial o eventual destrucción de Yolco, Mileto y Lefkandi. Es de­ cir, que los micénicos lograron con éxito soportar durante un tiem po las condiciones de inseguridad en las que les tocó vivir, y m ientras se recupera­ ron de los desastres siguieron m ante­ niendo su arte y cuantos rasgos distin­ guieron su cultura. Pero llegó un m om ento en que ello no fue ya posible, testimonio de lo cual no es sólo la aparición de nue­ vos fenómenos —uso de cistas y otras formas de enterram iento individual, la cerámica submicénica de Atica occi­ dental, etc., sino sobre todo la des­ aparición de las prácticas anteriores. E ntre los asentam ientos m encionados supra, correspondientes al período III c, la tendencia que se observa es la del d ecaim ien to , ruina, hasta su final abandono o al menos traslado a otro emplazamiento. En la mayoría de los casos, el declive ocupa la últim a parte del siglo XII, m ientras que el abando­ no se extiende al siglo XI y la reocu­ pación —si es que tiene lugar— se hace en el siglo XI o en el X: casos de Lefkandi y Asine. D entro de este pro­ ceso raram ente hay signos de violen­ cia ulterior.

procedentes de la tumba de un niño (Siglo IX a.C.) Museo Nacional de Atenas

2. Fuentes historiográficas Al comienzo de este tem a hem os he­ cho algún com entario sobre este tipo de fuentes. El testimonio de los histo­ riadores presenta determ inadas difi­ cultades de base, que en el caso que nos ocupa se limitan grosso m odo a tres: 1) el considerable lapso de tiem ­ po que separa los siglos homéricos de Tucídides o H eródoto y no digamos ya de E stra b ó n (siglo I a. C .-siglo I d. C.) o Pausanias (siglo II d. C .); 2) la primacía casi absoluta de H om ero y H esíodo, por este orden. D e hecho, es muy raro que un dato homérico sea refutado, ni tan siquiera cuestionado, por autores posteriores; 3) la falta de interés de los historiadores hacia los problem as de cronología absoluta y cuestiones económicas sociales y polí­ ticas. En este sentido, los poem as ho­ méricos proporcionan muchos más da­ tos, por complejos y contradictorios que sean, que cualquier historiador. Em pezando por la obra de H eró­ doto, el prim ero de los grandes histo­ riadores griegos, carente, como hemos dicho, de todo propósito de interpre­ tación histórica del pasado rem oto, debemos afirmar que contiene obser­ vaciones aisladas sobre la época que nos ocupa de gran interés. Una de és­ tas, hecha ya en los prim eros capítu­ los (I, 5, 4) es de que «las ciudades que en tiempos antiguos eran grandes han pasado a ser pequeñas; y aquellas que en mi tiem po eran grandes, fue­ ron an terio rm en te pequeñas». Tal conclusión, habitual, o m ejor, eviden­ te, para cualquier griego familiarizado con las leyendas y con los poetas épi­ cos, daba pie a inferir un alto grado de confusión y trastorno en el estado de cosas propio de la edad heroica. Tam bién interesante es un com entario sobre los m om entos cronológicos en que vivieron H om ero y Hesíodo: se­ gún el historiador de Halicarnaso se­ rían anteriores a él en no más de cua­ trocientos años (II, 53, 2). La rotun­ didad de su afirmación sugiere su de­

La Edad Oscura

sacuerdo personal con todos aquellos que propugnaban una fecha más alta. Implica, además, que H eródoto diso­ ciaba totalm ente los poem as hom éri­ cos, m ediante un largo período de tiem po, de todos aquellos aconteci­ mientos que constituían el tem a de di­ chos poemas. Sobre Tucídides y su visión de la E dad Oscura hemos hablado ya (su­ pra, págs. 9 y ss.). Discutir el trata­ m iento o, más bien, los datos aislados de otros historiadores de m enor talla, seguidores además en gran medida de las opiniones de estas grandes figuras, rebasa ampliam ente el objetivo de este tema. Por lo demás, ya hemos repetido en varias ocasiones las grandes dificul­ tades existentes para acoplar los datos historiográficos a los testimonios apor­ tados por el m aterial arqueológico es­ tudiado. Pero para poner de relieve las posibilidades de interpretación de esta clase de textos pondrem os un ejem plo entre muchos posibles. H eró­ doto (I, 45 y VII, 94) informa que las

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doce ciudades de Jonia (Dodecápolis) rem ontaban en última instancia a los doce distritos de Acaya (norte del Peloponeso) «que aún conservan los ac­ tuales Achaioi» (equivalentes en este pasaje a acaicos, no aqueos). Esta misma noticia, recogida por Estrabón y Pausanias, nos informa indirecta­ m ente de que la llegada de nuevos po­ bladores a Acaya (dorios) que expul­ saron a los futuros jonios hacia Jonia, respetaron en lo esencial la distribu­ ción geográfica y, suponem os, la es­ tructura económica y social de Acaya. Es decir, el historiador griego ofrece un dato desnudo. El arqueólogo pue­ de sugerir una fecha para el aconteci­ m iento en cuestión (ca. 1050) mien­ tras que com pete al historiador m o­ derno extraer la conclusión, una vez contem plados los datos, de que, con gran verosimilitud, la llegada de los Objeto cerámico procedente de la tumba de un niño (Siglo IX a.C.) Museo Nacional de Atenas

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dorios es una cuestión que no afectó a la estructura socioeconómica de tal o cual región. La conclusión, arriba expresada y que ahora confirmamos, es que para el estudio de esta época las fuentes historiográficas nos son realm ente de escasa utilidad, habida cuenta de lo di­ fuso de las ideas, cuando no auténtico confusionismo que los propios histo­ riadores griegos tenían sobre los acon­ tecimientos desarrollados a lo largo de este período, tan distante de los momentos cronológicos en los que transcurrieron sus vidas, y cuya in­ formación se había transm itido en ­ tretejida en leyendas de equívoca interpretación.

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3. Fuentes literarias: los poem as homéricos 3.1. El hecho histórico Troya VII a, ciudad de gran prosperi­ dad a fines del siglo XII, que parece haber tenido estrechos vínculos co­ merciales con la G recia micénica, for­ m aba parte de una coalición de pue­ blos y ciudades anatólicos contra el em perador hitita Tuthaliyas IV (ca. 1250-1220). U na vez desplazado el po­ derío hitita, los antiguos aliados pre­ tendieron alzarse con la hegemonía. En una de estas fricciones, la ciudad, que en los archivos hititas era m encio­ nada como Truisa (Troya), o bien com o W ilusiya (Ilios), fue sitiada por los Ahhiyawa (Achaioi), reino micénico. Es difícil precisar si estos A hhi­ yawa eran los micénicos de Rodas (tal es la opinión de D esborough), o si toda la Grecia micénica cabe bajo esta denominación. Para un estudio d eta­ llado de esta cuestión rem itirem os al lector al trabajo de Janos H arm atta ( « Z u r A h h iy a w a -F ra g e » , S tu d ia Mycenaea, Brno, 1968).

3.2. La cuestión homérica

Crátera geométrica, procesión de carros (Detalle)

La investigación en torno a la existen­ cia o no de un poeta llamado H om ero y de su supuesta autoría de las obras que se le atribuyen, la Iliada y la Odi­ sea, ha dado lugar a ríos de tinta. Ya desde la A ntigüedad se parte de una cuestión esencial: que ciertas partes pequeñas o grandes de ambas obras o incluso su totalidad, han parecido in­ dignas de la perfección que una larga tradición le atribuía. Al intentar expli­ car contradicciones, inconsecuencias, repeticiones, etc., se sentaron desde entonces las bases de la cuestión ho­ mérica. Sobre el problem a de la com po­ sición de los poem as existen funda­ m entalm ente dos tendencias enfrenta­ das: la analítica y la unitarista.

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Escuela analítica

buirse a un dialecto o a otro en su fase antigua; sim ultáneam ente coexisten La crítica analítica, que disgrega los con las anteriores formas claram ente poem as en otros menos extensos de recientes, por lo general jónicas, y en fecha anterior, y tiende a eliminar la algún caso áticas. noción de que se trata de obras unita­ b) De estilo. A algunos autores rias con un único autor, dom ina la es­ ha parecido el estilo hom érico dem a­ cena del siglo X IX . Sus argumentos siado variado, tenso y concentrado a son básicam ente los siguientes: veces, difuso y lento otras, como para ser obra del mismo poeta. 1.° Las contradicciones que se en­ c) Arqueológicas y culturales. cuentran dentro de los poemas. Estas Así, las armas que aparecen en el tex­ son de variado tipo: to suelen ser de bronce, pero las hay a) De lengua. Se encuentrantam bién de hierro, los carros de los guerreros son arrastrados por dos ca­ formas eólicas y jónicas, así como ballos, pero alguna vez se habla de otras coincidentes con las del arcadio una cuadriga, el rito funerario habi­ o el micénico. Otras veces se trata de arcaísmos, que lo mismo pueden atri­ tual es la inhum ación, pero uno de los

Estatuilla de bronce de un caballo (Siglo VIII a.C.) Museo Nacional de Atenas

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personajes más famosos de la Ilíada, abundancia de formas dobles entre las Patroclo es incinerado tras ser colo­ cuales el poeta puede elegir. Sobre las cado en una pira; los escudos m encio­ peculiaridades de su lengua diremos nados corresponden más veces al tipo algo después. Se ha procurado, ade­ micénico, el más grande, que llega más de la separación de formas dialec­ hasta los pies, pero otras es más p e­ tales, la de formas antiguas y recien­ tes donde existe realm ente una mez­ queño, que cubre la mano sujeta al an­ tebrazo, como el de los hoplitas pos­ cla inexplicable entre ambas. teriores. En cuanto a las contradicciones d) Internas. El poeta hace ende estilo, debemos conceder que se trata de un argum ento muy subjetivo pasajes diversos afirmaciones contra­ en cuanto que es difícil decidir en cada dictorias, lo que se interpreta como in­ caso si tal diferencia de estilo se debe dicio de la unión de poemas diferen­ a diversidad de autor o a exigencias tes o, al menos, de interpolación. del tem a. En cualquier caso, es impo­ 2 .a Repeticiones: C ie rta m e n ­ sible juzgar el estilo hom érico sin un te, Homero representa un auténtico conocimiento previo de cuál es el es­ hervidero de éstas: es rara la parte tilo tradicional de la poesía épica. Así, (nombre-epíteto, sujeto-verbo, etc.), la narración lenta y m orosa, las digre­ que no aparece abundantem ente repe­ siones, listas, catálogos y com paracio­ tida en los poemas: son las fórmulas nes son elem entos característicos, y épicas. cada uno de ellos tiene rasgos estilís­ No obstante, los analíticos diri­ ticos propios. A partir de esta base gieron su atención sobre todo a los tradicional se destacan aquellos que versos y a los pasajes repetidos, no a podem os considerar con más verosilas fórmulas: existen escenas-cliché milidad, como testim onio de un poeta (preparación de un sacrificio, el ves­ personal. H om ero, pues, tanto en la tirse un guerrero la arm adura, etc.), lengua como en lo dem ás, nos presen­ que se repiten varias veces con pala­ ta un panoram a múltiple en que no bras iguales o casi iguales. D e éstas, todo ha de atribuirse a la personalidad los analíticos se esforzaron en buscar o a las circunstancias contem poráneas la que podía ser originaria, y lo que se­ del poeta, sino tam bién a la antigua y ría reinserción posterior en los otros variopinta tradición en que está inser­ lugares por interpoladores. 3.° Defectos de com posición. to, y de la cual representa al mismo tiem po una culminación y una supera­ Dentro de la variedad enorm e de este ción. De ahí la sensación de heteroge­ apartado, uno de los aspectos más lla­ neidad surgida de la lectura de los mativos son las disgresiones que abo­ poem as, que se combina con una no can a veces a situaciones no bien com­ menos fuerte de continuidad y unidad. prensibles en el m om ento en que se Por lo que se refiere a las contra­ colocan. Parece como si el poeta se ol­ dicciones arqueológicas y culturales, vidara de su plan o del punto exacto basta con constatar una vez más la en que encuentra la acción que va mezcla inextricable en que aparecen narrando. Cada uno de los aspectos reseña­ m encionados elem entos de época mi­ dos puede ser a su vez objeto de cénica con otros pertenecientes a los crítica. períodos culturales subsiguientes. Lo En relación con el 1.°, la lengua mismo cabe señalar respecto a otros homérica es considerada hoy como aspectos no puram ente m ateriales sino una lengua artificial, resultado de una religiosos — diferentes creencias, ritos de enterram iento distintos— , o los larga tradición y condicionada por la métrica; de todo ello resulta una gran que atañen a la organización sociopolítica que veremos con detalle infra.

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Debem os señalar en todo caso que los poem as como tales son fecha­ dos por los elem entos más recientes, m ientras que los antiguos son arcaís­ mos, conscientes o inconscientes, he­ redados con la tradición épica. Tam bién los llamados defectos de composición deben ser juzgados des­ de el punto de vista del estilo y com­ posición tradicionales heredados por H om ero, y del enfrentam iento de su voluntad artística con todo ese m a­ terial. Con todo, y pese a los defectos achacables a los partidarios del siste­ ma analítico en el estudio de los poe­ m as h o m érico s, tales críticos han puesto de relieve m ultitud de hechos que requieren explicación, favorecien­ do con ello la com prensión de H om e­ ro. Adem ás, al haber sido perm eables algunos de éstos a los nuevos puntos de vista, a la par que los unitaristas se han visto forzados a tener en cuenta los datos suministrados por los analis­ tas, ha sido posible establecer un diá­ logo entre ambas escuelas, por más que se registren retrocesos ocasionales. Escuela unitaria La reacción contra los analistas — aun­ que tam bién en el siglo XIX hubo crí­ ticos unitaristas— se produjo abierta­ m ente en 1910 con las obras de R oth y M ülder (Die Ilias ais Dichtung y Die llias und ihre Quellen, respectivam en­ te). Fue, sin em bargo, F. Schadewalt (Iliasstudien, Leipzig, 1938) quien, con su tesis unitaria, logró dar un m a­ yor im pacto, abriendo unas nuevas perspectivas. El punto de partida del movi­ m iento es puram ente literario, lo que contrasta con el logicismo de la otra corriente. Su objetivo consiste en tra­ tar de m ostrar la unidad de com posi­ ción de los poem as, por más que no lo sea en sentido absoluto, sino sujeta a leyes propias del género. De sus ar­ gumentos contra las tesis de los ana­ listas algo hemos dicho ya al presen­

tar sum ariam ente las objeciones a aquéllos. Schadewalt se esforzó en pre­ sentar una dem ostración directa de la motivación y preparación del autor de la Ilíada que constituye la dem ostra­ ción plausible de la unidad, no de una m era refutación de las aporías analí­ ticas. En diversos estudios posteriores situó a Hom ero en el siglo v m , po­ niendo su arte en paralelo con el geo­ métrico (obedecería a las leyes del pa­ ralelismo, el contraste y la gradación), y aceptó definitivam ente la existencia de un fondo épico tradicional, repre­ sentando H om ero la culminación del desarrollo épico de Grecia. A partir de aquí se plantea ya con claridad el gran problem a de la investigación ho­ mérica: aislar ese fondo tradicional de lo puram ente hom érico. Es una tarea difícil pero no imposible, continuación de la investigación de «estratos», pero con un espíritu totalm ente diferente.

Observaciones sobre la época homérica El estudio de la lengua de los poemas dio lugar a avances im portantes en su conocimiento. Así, W itte (art. H om e­ ros: Sprache) en R. E. M eister (Die hom erische K unstsprache, 1921) y otros m ostraron que la lengua de los poemas tiene una larga serie de ele­ m entos artificiales: formaciones irre­ gulares, alargam ientos de origen m é­ trico, ausencia de las palabras que no se adaptan al hexám etro, etc., todo lo cual sólo puede proceder de una larga tradición. C om probaron, asimismo, la validez del condicionante del m etro y la necesidad subsiguiente de respetar­ lo, de modo que muchos eolismos y arcaísmos en general sólo se han m an­ tenido porque los jonismos correspon­ dientes tienen un valor métrico dife­ rente. Se llegó por este sistema a re­ conocer la existencia de una técnica épica que sería m odernizada por los sucesivos aedos, conservando junto a las innovaciones elem entos antiguos, utilizando unas u otras de acuerdo con

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los dictados del m etro en cada pasaje. El valor de la tradición quedaba así definitivamente atestiguado. De gran valor son los estudios del Milman Parry sobre la dicción form u­ laria (L ’épithète traditionnel dans H o ­ mère. París, 1928, y H om er and H o ­ meric Style, 1930), pues a partir de ellos quedó establecido de m anera in­ contestable que una gran parte de los poemas —las dos terceras partes en concreto— , está constituida por fór­ mulas aisladas que se combinan entre sí. La fórmula puede definirse como palabra o conjunto de palabras que sirven para designar una idea esencial, y que entran en determ inada posición del verso. El tipo más frecuente es el de sustantivo más epíteto (caso del epíte­ to ornamental que acompaña los nom ­ bres de héroes y dioses), aunque no se excluyen otros más complejos. Lo ca­ racterístico del sistema es que tiende a una economía estricta, es decir, a que la misma idea en el mismo caso y en el mismo espacio métrico tenga una sola fórmula, lo cual, digámoslo, no se cumple en todos los casos. Por lo de­ más, se observa que unas fórmulas es­ tán creadas sobre otras, y que la fuer­ za de la tradición es tal que llegan a usarse en ocasiones en que el epíteto cuadra mal en el pasaje. La deducción a extraer de cons­ tataciones, corroborada, además, m e­ diante su comparación con otras épi­ cas populares, en especial la de los yu­ goeslavos, es que un sistema de fór­ mulas tan riguroso y a la vez tan sim­ ple, no podía ser la creación personal de un poeta, sino que era el resultado de una larga tradición oral de poesía. Los poetas recitan sus versos im provisán­ dolos, basándose en un m aterial épico existente y valiéndose de un sistema formulario consagrado. Su valía en ta ­ les condiciones no radica en su origi­ nalidad, sino en su destreza en servir­ se del material tradicional, es decir, en la elección de una fórmula más entera y m ejor acomodada al caso. El poeta, pues, no compone con palabras, sino

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con fórmulas previam ente adaptadas al m etro, lo que facilita su retentiva y su labor creadora dentro de una poe­ sía tradicional en la que no existe el concepto de autor y donde antiguos poem as son relatados en formas más o m enos divergentes. H om ero, así — independientem ente de que cono­ ciera o no la escritura— parte de la poesía oral, de una épica no destina­ da a la lectura, sino a ser oída, recita­ da por aedos. Ya Parry, como tam bién otros es­ tudiosos antes y después de él, esta­ blecieron que la composición oral no es una característica propiam ente ho­ m érica, sinó que se encuentra en otras poesías épicas primitivas. El mismo Parry estudió la cuestión en la poesía popular de Yugoeslavia, donde encon­ tró un mundo de poetas épicos am bu­ lantes com parable con el que se entre­ vé en la Ilíada y la Odisea, llegando in­ cluso a transcribir muchos de sus can­ tos, publicados por su discípulo A. B. Lord (.A Companion to Homer, Cam­ bridge, 1962). Tam bién se han reali­ zado com paraciones con la poesía oral cretense como la de H. Notopoulos («Hom er and C retan Heroic Poetry», A JPh, 1952). Más recientem ente, sin em bargo, voces autorizadas se han le­ vantado contra el valor que tales com­ paraciones puedan tener aplicadas a los poemas homéricos (así, Dilm eier, Das serbokroatische Heldenlied und Homer, 1971). En cuanto a la lengua homérica propiam ente dicha, vamos tan sólo a enunciar algunos de sus rasgos funda­ m entales (un magnífico y muy útil re­ sum en de esta cuestión es el de L. G il., art. «La lengua hom érica», en In tro d u c c ió n a H o m e ro , M adrid, 1963, obra realizada conjuntam ente por F. Rodríguez A drados, M. F er­ nández G aliano, J. Lasso de la Vega y el propio L. Gil). Su rasgo más sobresaliente es el de la com plejidad, que se refiere no tanto a la ya aludida coexistencia de formas antiguas y m odernas, sino a su

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falta de hom ogeneidad dialectal. Hay, así, tanta abundancia de formas equi­ valentes en las flexiones nominales, pronom inales y verbales como jam ás haya podido haber en lengua hablada alguna (p. ej., tres desinencias para el genit. sing, de los tem as en -o: -oio, -oo, -ou; para el mismo caso de los te ­ mas en -a: -ao y -eo; para el acus. de los pronom bres personales, ym m e, y meas, y mas, etc.). Esta mezcolanza lingüística, en la que está representa­ da la totalidad de los dialectos griegos con excepción de los del grupo occi­ dental, se complica con las llamadas formas «poéticas» y las corrupciones del texto inherentes al largo proceso de transm isión textual. La lengua ho­ m érica, por lo dem ás, ofrece una con­ siderable unidad en el reparto de las respectivas formas. Estas son las si­ guientes: aticismos y, en general, un ligero barniz ático que pugna por su carácter m oderno con el arcaísmo de la lengua; jonismos; eolismos; ele­ m entos del arcado-chipriota; arcaís­ mos; «palabras homéricas», cuyo na­ cimiento se debía a la interpretación equivocada por la posteridad de algún pasaje homérico o a simples interpo­ laciones; coincidencias con el micéni­ co, etc. El reparto equitativo de todos estos com ponentes a lo largo de los poem as se manifiesta en que no se en ­ cuentran cantos ni versos de carácter predom inantem ente jónico o eólico ni se acumulan los elem entos del arcado-chipriota. La explicación de los eolismos del epos fue una de las prim eras tareas acometidas por los lingüistas del siglo pasado, pero no fue encontrada hasta prestar atención a la índole especial de la dicción poética de la epopeya. Fue el ya m encionado W itte quien halló la pista segura al observar el hecho de que los eolismos de la epopeya se m antenían gracias a la influencia con­ servadora del m etro. Así, los aedos jonios, al recibir los cantos épicos de los eolios y adaptar a su dialecto los grie­ gos propios de la epopeya, conserva-

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Estatuilla de bronce de un conductor de carros (2.a mitad del siglo VIII a.C.) Museo de Olimpia

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El Mundo Homérico 1. Dodona. 2. Trica. 3. Asterio. 4. Itome. 5. Efira. 6. Dulicio. 7. ETOLIOS. 8. Oleno. 9. Equínadas. 10. Pilene. 11. Pieurón. 12. Calcis. 13. Egio. 14. Itaca. 15. CEFALONIOS. 16. Same. 17. Hirmine. 18. BUPRASIO. 19. Mirsino. 20. EPEOS. 21. ELIS. 22. Alesio. 23. Zacinto. 24. Trío. 25. Dorión. 26. Ciparisa. 27. Pilos. 28. Pedaso. 29. Pilos. 30. M. Olimpo. 31. Oloson. 32. Cffos. 33. Elone. 34. Argisa. 35. Girtone. 36. Orte. 37. Melibea. 38. MAGNETES. 39. Taumacia. 40. Glafiras. 41. Ormenio. 42. Yolco. 43. PIRASO. 44. Filace. 45. Alo. 46. Itón. 47. Antrón. 48. Alope.

49. ARGOS PELASGICO. 50. TRAQUIS.

96. Escoeno. 97. Mlcaleso.

99. Aulis.

52. Escarfe.

117

101. Copas.

54. LOCRIOS.

119 120

102. Hile.

55. Hiámpolis

30

103. Medeon.

56. Dáullda.

104. Tespias.

57. FOCEOS.

106. Tebas.

59. Panopeo.

123

39

108. Eleon.

61. Coronea.

109. Eritras.

62. Tisbe.

127 128

4b.

113. Trecena.

66. Feneo.

.126

44

112. Egina.

65. Gonoesa.

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9

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111. Salamina.

64. Sición.

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110. Atenas.

63. Pelene.

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37

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107. Ilesio.

60. Orcomeno.

118

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105. Eutresis.

58. Anemorea.

» 47.

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co 48.

114. Hermione.

67. Estínfalo.

54

115. Samotracia.

68. Corinto.

116. Pitea.

69. Cleonas.

117. Percote.

70. Micenas.

*.11

119. Sestos.

72. Arcadia.

17 .18

120. Imbros.

73. Mantinea.

122. Ilión.

75. Epidauro.

123. Lemnos.

76. Tirinto.

124. Larisa.

77. Tegea.

125. Zelea.

78. Antea. 79. Esparta.

126. Teba Hipoplacia.

80. Feras.

127. MISIOS.

81. Amidas.

128. Lesbos.

82. Faris.

129. Qufos.

83. Carmidale.

130. MEIONES.

84. Brisea.

131. R. Hermo.

85. Helos.

132. CARES.

86. Etilo.

133. LELEGES.

87. Las.

134. Mileto.

88. Mese.

135. Delos.

89. Metone.

136. Cos.

90. Olizón.

137. Nisiro.

91. Histiea.

138. Sime.

92. Ciño.

139. Camiro.

93. EUBEA.

140. Yaliso. ·

141. Rodas. 142. Lindo.

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121. Abidos.

74. Argos.

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118. Arisbe.

71. Orcomeno.

95. Aspledón.

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100. Eretria.

53. Tronión.

94. Opunte.

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98. Calcis.

51. Dio.

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ron intactos cuantos no tenían un exacto equivalente en su lengua. Tal teoría fue adaptada rápidam ente por K. Meister y por A. Meillet (Aperçu d ’une histoire de la langue grecque. Pa­ ris, 1913), añadiendo éste, recogiendo una anterior sugerencia de U. Wilam o w itz (D ie Ilia s u n d H o m e r , pág. 357), que habrían sido Esm irna o Quíos, lugares jonios con fuerte sus­ trato eólico, en donde se habría efec­ tuado el intercambio de la épica de un linaje a otro. Pero el verdadero elaborador de la teoría fue M. Parry al ahondar en la naturaleza de la dicción épica de la transmisión oral, en obras a las que me he referido ya al hablar de las fórmulas (cf. supra). Fue también Parry quien en un estudio definitivo («The homeric Lan­ guage as the Language of an Oral Poetry», HSCP XLIII, 150, 1932), se ocupó de los casos en que una tradi­ ción épica oral pasa de un pueblo a otro de dialecto distinto, aplicando el resultado de su investigación a los poemas homéricos. Cuando un poem a es oído por un cantor que habla otro dialecto, tiende a sustituir las formas extrañas por las de su propia lengua, dejando inalteradas aquellas que no tienen exacta correspondencia m étri­ ca. Así, los aedos jónicos habrían re­ cibido de los eólicos el inmenso cau­ dal de la epopeya tradicional con su sistema de fórmulas, «jonizando» de éstas las que eran susceptibles de ello y dejando sin alterar las que no tenían equivalencia en su dialecto. En cuanto a la interpretáción de los elementos del arcado-chipriota en Homero, sobre la base de ser éstos ge­ nuinos, caben dos soluciones: o bien constituirían un préstamo directo reci­ bido por los aedos jonios, muy im pro­ bable desde el punto de vista históri­ co y geográfico; o bien serían recibi­ dos a través del eolio, opinión esta emitida por M. Parry. A§í, llega éste a formular su teoría de una triple fase en la constitución de la epopeya grie­ ga: aquea, eólica, jónica, a través de

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la que se fue creando el enorm e cau­ dal de la dicción épica utilizada por H om ero para la composición de sus poem as. D urante el período aqueo —en Grecia continental— hay una épica arcado-chipriota y eólica en la que probablem ente se darían inter­ cambios m utuos, sin que pueda preci­ sarse con m ayor exactitud el papel de­ sem peñado por los aedos de una y otra clase. A este prim er período sucede­ rían después, ya en Asia M enor, uno eólico y otro jónico.· E sta hipótesis, por representar una auténtica respues­ ta a una multiplicidad de cuestiones de variada índole, fue aceptada por lin­ güistas, arqueólogos, etc. El descifram iento del micénico perm itió com probar la gran antigüe­ dad de muchos elem entos de la dic­ ción épica a la par que ha hecho sur­ gir una cierta tendencia a prescindir de la fase eólica en la formación de la ep opeya. Sin em bargo, estudiosos como C hantraine o Palm er han pues­ to de relieve que los testimonios del micénico no ofrecen base suficiente­ m ente firme para negar una fase eóli­ ca en la epopeya. Los poemas homéricos como documento histórico Ya Nilsson (H om er and Mycenae, Londres, 1933) puso de relieve cómo la religión griega arranca del mundo micénico, siendo éste tam bién piedra de toque para los mitos de la leyenda heroica griega. Vio, adem ás, las coin­ cidencias entre las descripciones ho­ méricas de objetos de variada índole y la realidad de su existencia tal y como lo revelaron las excavaciones ar­ queológicas. Tales constataciones no implican, sin em bargo, la disipación de cuantas dudas pueden plantearse en torno a la cuantificación de tales objetos y su valoración. Pero, realm ente, lo que complica el panoram a y, por ende, lo caracte­ rístico de los poem as es la amalgama de elem entos de distinta procedencia

La Edad Oscura

encuadrables en diversas épocas. Va­ mos a enum erar sucintam ente algunos de ellos (para los detalles remitimos al trabajo de Kirk. The Homeric Poems as History, C A H , 1964). Elementos micénicos (aparte del tema mismo y sus personajes) La espada claveteada en plata; el yel­ mo de dientes de jabalí que M eriones cede a Ulises; el escudo «como una torre», de siete pieles de buey, de Ayax; la copa de Néstor; la coraza de los Achaioi chalkochitones (de bron­ ce, no de hierro); determ inadas alu­ siones a ciudades tales como la «vino­ sa A rne», «la floreada Piraso», la «ventosa Enispe», y, en general, el Catálogo de las naves: en estas refe­ rencias se ha pretendido ver una au­ téntica aunque selectiva descripción de la Grecia micénica (cf. Page, H is­ tory and Homeric Iliad), dadas las coincidencias con yacimientos m icé­ nicos. Elementos no micénicos Uso de dos espadas ligeras; uso del carro para ir al com bate, como vehí­ culo, no como algo que realm ente sir­ ve en él; diferencias en cuanto a la es­ tructura social y política, como vere­ mos más adelante. Elementos característicos de la Edad Oscura Presencia de dorios en C reta (O d. XIX): aunque ya estuvieran antes, su mención en los poem as supone su p re­ dom inio; presen cia de H eráclid as (Trepólem o de Rodas en el Catálogo, con la alusión a las tres tribus dorias); alusiones al hierro; tipos específicos de espadas correspondientes a los de la prim era fase del H ierro; cremación de cadáveres (además del conocido caso de Patroclo, existen más ejem ­

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plos como en Od. X I); alusión a feni­ cios; incorporación de Apolo al pan­ teón griego, aunque sea protroyano. Pueden hacerse algunas observa­ ciones a propósito de cada grupo de elem entos reseñados. En relación con el prim ero de ellos cabe puntualizar que a pesar de tratarse de utensilios micénicos, éstos pueden haber sido sim plemente recor­ dados en una fase postmicénica. Tam ­ bién es posible postular que los cono­ cimientos dem ostrados por H om ero sobre dicha época llegaron a él a tra­ vés de la propia tradición épica en la que se apoya, cuyos orígenes serían micénicos (cf. F. Rodríguez A drados, «La cuestión hom érica», en Introduc­ ción a Homero, pág. 68). En cuanto a los topónimos aludidos, las coinci­ dencias observadas por los arqueólo­ gos se basan en Estrabón y Pausanias, pero nada nos asegura que el poeta quisiera designar los mismos lugares que éstos. Los topónim os, por tanto, no podrían considerarse una prueba del conocimiento directo de tales lu­ gares. Por lo que respecta a los otros dos grupos, lo más evidente que se desprende de su análisis es la flagran­ te discontinuidad entre la cultura de la Edad del Bronce y la que nos presen­ ta Hom ero. Se dan poquísimos obje­ tos, ciudades o referencias concretas que puedan vincularse con seguridad a un determ inado m om ento de los que median entre el siglo XII y el v m . Una cosa es clara: muchos de los datos re­ lativos a aspectos políticos, sociales y económicos pertenecen a lo no-micénico al presentar un marcado contras­ te con el mundo de las tablillas. Por úl­ timo, habría que pensar tam bién en otro aspecto no aludido hasta ahora: el factor imaginación, es decir, la po­ sibilidad de que los poetas hayan fan­ taseado sobre las diversas situaciones.

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Akal Historia del Mundo Antiguo

La autoría de los poemas Tras el análisis, sum ariam ente expues­ to ya, de los problem as relativos a la composición de los poem as homéricos y los factores a considerar en conexión con ellos y con nuestro tem a parece más plausible la conclusión de que son obra de un poeta, el cual les confiere su innegable unidad y su identidad de espíritu. Su nombre, según transmite la misma tradición antigua, sería Homero. La investigación m oderna tiende a situar cronológicamente a este poe­ ta en el siglo VIII. Sobre su patria de origen se tienen dudas a partir de las vacilaciones que sobre la cuestión de­ m uestran los autores antiguos. Se ten­ día a localizarla en Quíos, isla donde vivieron los Hom éridas, familia dedi­ cada a la recitación de poem as y de la que presuntam ente descendería H o­ mero. Así lo hacen Simónides y Tucídides, que identificaba el «ciego de Quíos» autor del H im no de A polo con Hom ero. Los investigadores m oder­ nos al no poder tener una absoluta certeza sobre este punto, se limitan a señalar el nacimiento de los poemas en el círculo de la cultura jónica, en Asia M enor o islas adyacentes, entre las que se encuentra Quíos, conside­ rando una prueba im portante de ello los elem entos dialectales jonios, que son de entre la amalgama existente, los más recientes de H om ero. Estos y otros aspectos recientes ya aludidos son los que proporcionan la cronolo­ gía de los poemas. - H om ero debió, pues, com poner sus poemas a finales del siglo VIII en algunas de las ciudades jonias que ha­ bían em prendido una trayectoria bri­ llante a comienzos de la época arcaica griega. Tenían como transfondo histó­ rico las leyendas y recuerdos de perío­ dos anteriores, transm itidos por vía oral a través de los aedos y rapsodos de la Edad Oscura. Es casi seguro que H om ero escri­ bió, o cuando menos dictó, sus poe­ mas. Reelabora la leyenda anterior

con un nuevo espíritu, más hum ano y más dram ático, pero dependiendo aún de las técnicas tradicionales. Constru­ ye grandes epopeyas, ofreciendo a la par una panorám ica sobre grandes ci­ clos legendarios. C óm o p o d ía n re c ita rs e estas grandes epopeyas es otra cuestión. En las Panateneas los poemas se recitaban íntegros, debiendo, para ello, relevar­ se los aedos. Se supone, así, que fue­ ron escritos para festivales de este es­ tilo. La recitación de uno de ellos po­ dría llevar tres días y ser com parable a la representación, tam bién en tres días, de las doce tragedias que en A te­ nas intervenían en los concursos trági­ cos de las fiestas Dionisíacas. Los re­ quisitos indispensables para la com po­ sición de los poem as hom éricos habían sido, pues, el conocim iento o m ejor, la difusión de la escritura, el alum bra­ miento de la nueva civilización del si­ glo VIH y el surgim iento de festivales que concedieran amplio espacio a la recitación.

Anfora geométrica ática con representaciones de una escena funeraria y de guerreros Museo Nacional de Atenas

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La Edad Oscura

III. Evolución interna del mundo griego durante la Edad Oscura

1. Población Uno de los aspectos más significativos del período subsiguiente al m undo mi­ cénico, aquel que contem pló su decli­ ve, es el de la drástica disminución de la población, perceptible en las distin­ tas áreas griegas. C iertam ente, los de­ sastres, como ya hemos com entado am pliam ente, conllevaron una emi­ gración masiva, pero el fenómeno de la despoblación em erge igualm ente en las zonas en las que los micénicos se refugiaron, es decir, en la costa jonia e islas. Las razones conducentes a esta situación hay, pues, que buscarlas en otra parte, contem plando los diferen­ tes aspectos com ponentes del cuadro. Así, junto a la constatación de la exis­ tencia de los ya estudiados signos de violencia, manifestados ampliam ente a fines del XIII y algunas décadas des­ pués, se testimonia una llamativa in­ terrupción de las comunicaciones ul­ tram arinas, la desaparición de formas elaboradas de construcción así como de objetos de cuidada m anufactura. Todo ello nos lleva a la inexcusable conclusión de la existencia de una os­ tensible degradación de la situación económica, cuyo punto más bajo 110 se alcanzó repentinam ente, sino tras dos­ cientos años de ininterrum pida deca­ dencia. El descenso de población, que — se estima— significaría una reduc­

ción de ésta en tres cuartas partes, sólo se explica m ediante la suposición de unas condiciones de vida extrem a­ dam ente difíciles, a la par que la des­ población creciente generaba un pro­ ceso de em pobrecim iento, perceptible en todos los campos: se pierden los co­ nocimientos artísticos y caen los nive­ les tecnológicos y agrícolas. De hecho, muchas regiones de G recia, y en espe­ cial las islas se m antuvieron durante algún tiempo totalm ente despobladas. La recuperación se inicia en el si­ glo X. Así, en efecto, en los dos pri­ meros siglos del prim er milenio y sin que todavía pueda hablarse de un cre­ cimiento espectacular, asistimos a un increm ento de población, evidenciado en el aum ento de lugares habitados con relación al siglo XI. La auténtica «explosión demográfica» sobrevendría en el VIH, dando motivo a su vez a una situación enorm em ente conflicti­ va, por cuanto contribuyó a la agudi­ zación de los problem as internos ya en germen en el seno de la sociedad de las póleis griegas.

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El mito de las edades Al principio los Inmortales que habitan mansiones olímpicas crearon una dorada estirpe de hombres mortales. Existieron aquéllos en tiempos de Crono, cuando reinaba en el cielo; vivían com o dioses, con el corazón libre de preocupaciones, sin fatiga ni miseria; y no se cernía sobre ellos la vejez despreciable, sino que, siempre con igual vitalidad en piernas y brazos, se recreaban con fiestas, ajenos a todo tipo de males. Morían com o sumi­ dos en un sueño; poseían toda clase de alegrías, y el cam po fértil producía espon­ táneamente abundantes y excelentes fru­ tos. Ellos contentos y tranquilos alterna­ ban sus faenas con numerosos deleites. Eran ricos en rebaños y entrañables a los dioses bienaventurados. Y ya luego, desde que la tierra pultó esta raza, aquéllos son por volun­ tad de Zeus démones benignos, terrena­ les, protectores de los mortales (que vigi­ lan las sentencias y malas acciones yen­ do y viniendo envueltos en niebla, por to­ dos los rincones de la tierra) y dispensa­ dores de riqueza; pues también obtuvie­ ron esta prerrogativa real.

2. Los siglos XI-X: aislamiento de Grecia. La primera colonización Esta época de interrupción de com u­ nicaciones contem pla — a partir de mediados del siglo XI— un cambio so­ cial en Grecia: la utilización del hierro en vez de bronce. Las regiones donde comienza a trabajarse el hierro están geográficamente dispersas y sin lazos específicos: así Atica, la A rgólida, T e­ salia, litoral suroccidental de Asia M e­ nor, Naxos y C reta, no correspondien­ do tampoco a lugares donde existieran nacimientos de dicho mineral. La ex­ plicación de este florecim iento disper­ so hay que verlo en la necesidad de autoabastecimiento, encam inada a una supervivencia en estos m om entos de aislamiento. Pruebas del declive característico

En su lugar una segunda estirpe mu­ cho peor, de plata, crearon después los que habitan las mansiones olím picas, no com parable a la de oro ni en aspecto ni en inteligencia. Durante cien años los ni­ ños se criaban junto a su solícita madre pasando la flor de la vida, muy infantil, en su casa; y cuando ya se hacían hombres y alcanzaban la edad de la juventud, vi­ vían poco tiem po llenos de sufrimientos a causa de su ignorancia; pues no podían apartar de entre ellos una violencia de­ sorbitada ni querían dar culto a los Inmor­ tales ni hacer sacrificios en los sagrados altares de los Bienaventurados, como es norma para los hombres por tradición. A éstos más tarde los hundió Zeus Cronida, irritado porque no daban las honras de­ bidas a los dioses bienaventurados que habitan el Olimpo. Y ya luego, desde que la tierra se­ se­pultó también a esta estirpe, estos genios subterráneos se llaman mortales biena­ venturados, de rango inferior, pero no obstante también gozan de cierta con­ sideración. Otra tercera estirpe de hombres de voz articulada creó Zeus padre, de bron­ ce, en nada semejante a la de plata, na­ cida de los fresnos, terrible y vigorosa.

de este período las constituyen hechos de diferente orden a los que ya hemos aludido. E ntre ellos puede destacarse la degradación en las técnicas de cons­ trucción, pues en aquellos lugares en que durante el Protogeom étrico se procedió a reconstruir asentam ientos, se m anifiesta una pérdida de pericia técnica y calidad respecto al alto nivel de la época micénica. Sin poder dete­ nernos en los diferentes tipos cons­ tructivos, puede m encionarse, por ejem plo, el alzado de m uros a base de piedras pequeñas en vez de grandes bloques e incluso éstas en estado bru­ to, sin tallar en absoluto, o la difusión de la utilización del adobe. Cambian tam bién los tipos de planta en las edi­ ficaciones domésticas con una prefe­ rencia hacia las absidales y ovales, lo cual marca un fuerte contraste con la Edad de Bronce. A diferencia de las absidales — difundidas ya desde el

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Sólo les interesaban las luctuosas obras A los otros el padre Zeus Cronida de Ares y los actos de soberbia; no co­ determinó concederles vida y residencia mían pan y en cam bio tenían un aguerri­ lejos de los hombres, hacia los confines do corazón de metal. (Eran terribles; una de la tierra. Estos viven con un corazón gran fuerza y unas manos invencibles na­ exento de dolores en las Islas de los Afor­ cían de sus hom bros sobre robustos tunados, junto al Océano de profundas miembros.) De bronce eran sus armas, corrientes, héroes felices a los que el de bronce sus casas y con bronce traba­ cam po fértil les produce frutos que ger­ jaban; no existía el negro hierro. También minan tres veces al año, dulces como la éstos, víctim as de sus propias manos, miel (lejos de los Inmortales; entre ellos marcharon a la vasta mansión del cruen­ reina Cronos. P u e s el p r o p i o > p a d r e d e to Hades, en el anonimato. Se apoderó de ellos la negra muerte, aunque eran tre­ < hombres > y < dioses se libró, y aho­ ra siempre > entre ellos goza de res­ mendos, y dejaron la brillante luz del sol. Y ya luego, desde que la tierra se­peto como < benigno. Zeus a su vez pultó también esta estirpe, en su lugar to­ > otra estirpe creó < de hombres de davía creó Zeus Cronida sobre el suelo voz articulada, los que ahora > existen < fecundo otra cuarta más justa y virtuosa, la tierra fecunda.) la estirpe divina de los héroes que se lla­ Y luego, ya no hubiera querido estar man semidioses, raza que nos precedió yo entre los hombres de la quinta gene­ sobre la tierra sin límites. ración sino haber muerto antes o haber A unos la guerra funesta y el terrible nacido después; pues ahora existe una com bate los aniquiló bien al pie de Te­ estirpe de hierro. Nunca durante el día se bas, la de siete puertas, en el país cadverán libres de fatigas y miserias, ni de­ meo, peleando por los rebaños de Edipo, jarán de consumirse durante la noche, y o bien después de conducirles a Troya los dioses les procurarán ásperas inquie­ en sus naves, sobre el inmenso abismo tudes; pero no obstante, tam bién se mez­ del mar, a causa de Helena de hermosos clarán alegrías con sus males. cabellos. (Allí, por tanto, la muerte se apo­ deró de unos.) (Hesíodo, Trabajos y días, 110-180)

Bronce Medio y en rigor en las regio­ nes periféricas del m undo micénico— este último tipo no tiene ningún p re­ cedente en la Grecia de entonces, pero fue, sin em bargo, el predom inan­ te en torno al año 1000. En esta pa­ norámica Creta constituye una excep­ ción, pues continúan las construccio­ nes en piedra, así como un tipo pre­ dom inante, el de planta rectangular entre las construcciones domésticas, si bien hay algunos pocos restos de otras estructuras, como las ovales. Sin em bargo, y a pesar de la de­ cadencia, fue en esta época cuando tiene lugar un hecho de enorm e tras­ cendencia en la historia de Grecia: la emigración jonia. Pese a las distintas hipótesis em i­ tidas al respecto, es lícito afirmar que fue en el siglo XI — con las salvedades que pueden hacerse en torno al caso de M ileto (cf. el capítulo sobre la Co-

Ionización griega en esta misma colec­ ción)— cuando se efectuó la prim era oleada de asentam ientos, aunque no pensada y planificada precisam ente para servir de refuerzo de núcleos griegos ya existentes. Por sí misma constituye una prueba de la vitalidad de las comunidades griegas existentes en el siglo XI, a las que en estas cir­ cunstancias es necesario atribuir capa­ cidad de organización. El carácter de esta tem prana co­ lonización es distinto del m ostrado por el gran movimiento colonizador de la época arcaica. Se trataba, en el tal caso de Jonia, de grupos independien­ tes de em igrantes, conducidos por aristócratas, recordados después como fundadores de las ciudades jonias. De los testimonios de la tradición poste­ rior cabe destacar los relativos a los orígenes geográficos de donde partió la migración, es decir, A tenas, así

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como que su dirección corrió a cargo de miembros de la familia real ate­ niense. Y ciertamente, tales noticias están en consonancia con el hecho de que Atenas fue, en el período anterior al 1000, un centro poblado y activo, de forma que bien pudo haber desem­ peñado el papel que la tradición le atribuye. Del mismo modo, el dato en torno a la participación de esta migra­ ción de eubeos, beocios y focidios con­ cuerda con la impresión de que esas regiones estaban pobladas todavía en el III c, para caer en un período de os­ curidad previo a la aparición de es­ cuelas protogeométricas tardías. La existencia durante este perío­ do de algunas regiones relativamente avanzadas y activas choca, no obstan­ te, con el panorama ofrecido por el resto del territorio. Ciertamente, hay coincidencia entre los lugares donde surge el Protogeométrico —expresión no sólo de un estilo artístico nuevo, sino también de un alto nivel técnico, pues implica la utilización del torno, pincel m últiple, compás, etc.— y aquellos donde se testimonia un pro­ greso material. Así el Protogeométri­ co hace su aparición tempranamente en el Atica, la Argólida, Tesalia, Naxos, Asia Menor occidental y qui­ za Corintia y Élide. Hay una pronta adopción de la cremación como rito funerario común en Atica, Naxos, A sia M enor occidental y tam bién C reta. La técnica metalúrgica del hierro se presenta con una cronología alta en A tica, Argólida, Tesalia, Naxos, Asia Menor occidental y Creta. El hecho de que estas regiones

La fortificación más antigua de Esmirna

más avanzadas tengan como único ras­ go común su accesibilidad al Egeo puede ser de alguna relevancia en co­ nexión con la migración jonia. Snod­ grass (op. cit., pág. 375) apunta como hipótesis plausible que el desvío y con­ centración de población desde el oes­ te hacia el este del continente griego —recordado por la tradición y confir­ mado tanto por evidencia arqueológi­ ca como lingüística— se hubiera pro­ ducido ya en este período y que la mi­ gración jonia representara el paso si­ guiente. Posteriorm ente, los lazos con los nuevos asentam ientos del otro lado del Egeo y quizá el acelerado desarro­ llo y, por ende, prosperidad de éstos hicieron que las com unidades griegas más activas, además de las estableci­ das en Jonia, volvieran sus ojos hacia el Egeo y a sus regiones interiores, de m anera que éste se convirtió en el foco de la civilización griega. El descuido y desinterés de las rutas terrestres a tra­ vés de la Península balcánica de un punto marítimo de tanta relevancia como el Golfo de Corinto no podía durar, sin em bargo, dem asiado tiem ­ po, de tal m anera que el modelo se­ guido por la civilización griega a lo lar­ go de los siglos X l-X se rompió. Ya antes de mediado el siglo VIH cambia el panoram a: Tesalia entra en una eta­ pa de oscuridad y atraso; C orinto cen­ tra su atención en el M editerráneo oc­ cidental; Esparta comienza a adquirir importancia y tam bién se vuelve hacia occidente, como lo hacen asimismo otros estados, y centros religiosos panhelénicos surgen en regiones m argina­ das como Elide y Fócide.

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3. Condiciones económ icas

Los foceos y Tarteso

A falta de datos directos sobre ellas, sólo podem os afirmar, aun a riesgo de parecer una perogrullada, que nues­ tros m ejores puntos de referencia es­ tán constituidos por las estructuras m ejor conocidas de los períodos ante­ rior y posterior al aquí estudiado. No es com petencia nuestra, ni es éste el lugar indicado, para exponer la situación económ ica vigente en el m undo micénico, pero resumirem os sus rasgos esenciales, pues constituyen un punto de referencia obligado para la época oscura. Básicam ente y a gran­ des rasgos son los siguientes:

Focea fue la primera ciudad de Jonia que atacó. Por cierto que estos foceos fueron los primeros entre los griegos que reali­ zaron largos viajes por mar, y son ellos los que descubrieron el Adriático, Tirrenia, Iberia y Tarteso. Navegaban, no en naves redondas, sino en navios de 50 re­ mos. Y cuando arribaron a Tarteso, se ga ­ naron la amistad del rey de los tartesos, cuyo nombre era Argantonio, que reinó en Tarteso ochenta años y vivió en total ciento veinte. De este hombre, pues, los foceos se hicieron tan amigos, que prim e­ ro les invitó a abandonar Jonla para es­ tablecerse en \a región que quisieran de su país, y luego, com o en ese punto no podía convencer a los foceos, enterado por ellos de cómo progresaba el medo, les dio dinero para rodear su ciudad con una muralla. Y se lo dio sin escatimar, pues el circuito de la muralla mide no po­ cos estadios, y toda ella es de piedras grandes y bien trabadas.

1.° Se trata de reinos amplios y centralizados, con comercio activo en el interior, entre los distintos centros, y el exterior. Los ejes centrales eran: Cnossos, Pilos, Micenas, Tebas, Yolco. 2.° La tierra estaba repartida bá­ sicamente entre zonas comunales y propiedades privadas. D entro de las prim eras (ke-ke-me-na ko-to-na), per­ tenecientes colectivamente al pueblo o damos, pueden distinguirse las parce­ las en arriendo, las poseídas por cier­ tos gremios, en parte tam bién arren­ dadas a terceros, y las propiedades de individuos que las explotaban directa­ m ente. A parte se reservaban lotes para el lawagetas y los jerarcas m ilita­ res de categoría inferior. En cuanto a la correspondiente a la segunda clase (ki-ti-me-na, privada) era hereditaria y estaba en posesión, entre otros, de los telestai. D entro de ella hay que dis­ tinguir también las de explotación di­ recta y las dadas en arriendo a rente­ ros. El wanax, máxima personalidad en la pirám ide social micénica, se re­ servaba asimismo una parte, llamada témenos. 3.° El trabajo estaba muy espe­ cializado, sobre todo en facetas indus­ triales. El estudio minucioso de las ta­ blillas del lineal B — proceso en curso

(Heródoto I, 163)

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La justicia y los poderosos Así hablo un halcón a un ruiseñor de va­ riopinto cuello mientras le llevaba muy alto, entre las nubes, atrapado con sus garras. Este gemía lastimosamente, en­ sartado entre las corvas uñas y aquél en tono de superioridad le dirigió estas pa­ labras. «¡Infeliz! ¿Por qué chillas? Ahora te tiene en su poder uno mucho más pode­ roso. Irás a donde yo te lleve por muy cantor que seas y me servirás de com i­ da, si quiero, o te dejaré libre. ¡Loco es el quiere ponerse a la altura de los más fuertes! Se ve privado de la victoria y ade­ más de sufrir vejaciones, es maltratado.» Así dijo el halcón de rápido vuelo, ave de amplias alas. ¡Oh Perses! Atiende tú a la justicia y no alimentes soberbia; pues mala es la soberbia para un hombre de baja co n d i­ ción y ni siquiera puede el noble sobre­ llevarla con facilidad cuando cae en la ruina, sino que se ve abrum ado por ella. Preferible el camino que, en otra d irec­ ción, conduce hacia el recto proceder; la justicia termina prevaleciendo sobre la violencia, y el necio aprende con el sufri­ miento. Pues al instante corre el Juram en­ to tras de los veredictos torcidos; cuando la Dike es violada, se oye un murmullo allí donde la distribuyen los hombres devoradores de regalos e interpretan las nor­ mas con veredictos torcidos. Aquélla va detrás quejándose de la ciudad y de las costumbres de sus gentes, envuelta en niebla, y causando mal a los hombres que la rechazan y no la distribuyen con equidad. (Hesíodo, Trabajos y Días)

de realización todavía— ha perm itido, en efecto, desentrañar el grado de es­ pecialización y planificación a que ha­ bía llegado la industria micénica, co­ nociéndose así la existencia de m últi­ ples ramas industriales: m etalurgia, perfum es, textiles, curtidos y un largo etcétera. Los productos m anufactura­ dos constituían los principales objetos de exportación distribuidos por la am ­ plia red de comunicaciones utilizada por los micénicos. 4.° No obstante, el mundo mi­ cénico se fundam entaba sobre una es­ tructura de base agrícola y ganadera cuya explotación planificada perm itió ese desarrollo industrial a que nos he­ mos referido en el punto anterior. La panorám ica que puede trazar­ se de la Edad Oscura es desde luego diferente teniendo siem pre como te­ lón de fondo un em pobrecim iento ge­ neralizado, que no fue repentino sino progresivo. C iertam ente, la agricultu­ ra continuaba siendo la base para la subsistencia, pero con un papel más im portante, fortalecido por el debili­ tam iento o desaparición de otras acti­ vidades económicas —industria y co­ mercio— de gran protagonism o en el período micénico. D entro de la agri­ cultura pudo haber habido cambios re­ lativos a los distintos cultivos y su dis­ tribución, de lo que, sin em bargo, ca­ recemos de testimonios. No obstante, la despoblación lle­ varía consigo un descenso en la inten­ sidad de los cultivos. Análisis de po­ len petrificado hechos en la zona del P elo p o n eso occidental dem uestran que las cosechas eran más pequeñas que antes y que las plantaciones de oli­ vos eran salvajes, sin intervención hu­ mana. Pese a esto, no se produjo, sin em bargo, una interrupción del de­ sarrollo agrícola, pues la terminología relacionada con la agricultura — plan­ tas producidas, aperos de labranza, etc.— progresó. C iertam ente, cultivos como la viña, el olivo, etc., que reque­

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rían un grado estable de seguridad, es­ tarían menos extendidos, pero no to­ talm ente abandonados, hasta que el desarrollo económico de la época ar­ caica haría de ellas objetivo prefe­ rente. En cuanto a la ganadería pode­ mos afirmar que continuó siendo un factor de gran im portancia económica. Ya en el m undo micénico su explota­ ción estaba muy planificada, no sólo cara al suministro de alimentos bási­ cos, sino tam bién como proveedora de m aterias primas para diversas ramas industriales (textil, de perfum es, cur­ tidos, etc.), estim ándose, por ejem ­ plo, que incluso existían centros dedi­ cados a la reposición de reses. Si bien toda esta actividad centralizada en la administración palaciega micénica de­ sapareció, no disminuyó la relevancia de la ganadería como actividad econó­ mica fundam ental. Huellas, y corro­ boración incluso, de este aserto pode­ mos encontrarlas en el énfasis con que Hom ero describe los rebaños como parte de la fortuna de los héroes, y en que pasara a constituir después una es­ pecie de patrón m onetario. Por otro lado, en las condiciones de em pobrecim iento y despoblación y subsiguientes a la época micénica, el

significado de la agricultura descende­ ría a la par que m ejorarían las posibi­ lidades para la subsistencia de rebaños al haber más tierra susceptible de de­ dicarse a este fin. Estos, a su vez p re­ sentaban una ventaja añadida sobre otra clase de propiedad, en concreto la fondiaria: era una riqueza «móvil» que podía llevarse consigo en caso de peligro. J. Sarkady («Outlines of the developm ent of G reek Society in the period between the 12th and 8th cen­ tury B .C .», Acta A ntiqua Hungarica 23,1975, pág. 121) trae a colación otro argum ento para probar la im portancia de la ganadería en esta época: el des­ censo en el núm ero de asentam ientos, tal como la arqueología dem uestra, parece contradicho por la continuidad observada en una gran mayoría de nom bres de lugar. Tal contradicción se difumina al considerar la ganadería como una forma de vida, pues parece claro que la población dedicada al pas­ toreo podía controlar amplios territo­ rios y m antener los antiguos topóni­ mos en lugares sólo visitados con los rebaños estacionalm ente. Crátera rodia de Kamiros (En torno al 800 a.C.) Museo de Rodas

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Otras ramas de la actividad eco­ nómica acusaron igualmente el em po­ brecimiento y la despoblación. Ya he­ mos m encionado repetidam ente el descenso o desaparición de com unica­ ciones interregionales o ultram arinas. Su consecuencia fue un golpe m ortal al comercio, elem ento básico de la economía micénica. La com probación arqueológica en cuanto a la ausencia casi total de im portaciones y exporta­ ciones ha sido com entada en otros lu­ gares de esta exposición. Efectos similares pueden detec­ tarse en las diferentes ramas industria­ les. No es que desaparecieran, sino que se redujeron. Sólo las industrias más relevantes y elem entales conti­ nuaron, como la cerámica, textil o la de carpintería, si bien con una im por­ tante caída cuantitativa respecto a la época micénica, perdiéndose a la vez el alto grado de perfeccionam iento y especialización alcanzado por los mi­ cénicos. También la industria m etalúr­ gica del bronce fue decayendo tras el prim er período de catástrofes, utili­ zándose este metal cada vez menos: ya en el Protogeom étrico comienza a uti­ lizarse el hierro, com pletándose en este período la transición de un metal al otro. En una época de aislamiento hubieron de ingeniárselas para, a fal­ ta de las im portaciones im prescindi­ bles en la fabricación del bronce, uti­ lizar sus propios recursos.

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4. Transformaciones sociales Al hablar de las condiciones económ i­ cas, he debido referirm e obligadam en­ te, por ser punto de referencia indis­ pensable, a las propias del mundo, mi­ cénico. Y es nuevam ente a él donde debemos volver la m irada para apre­ hender la panorám ica social de época arcaica tras la serie de transform acio­ nes acaecidas en el transcurso de los siglos oscuros. La clase dom inante micénica es­ taba com puesta por una aristocracia m ilitar y terrateniente. A la cabeza del estado se hallaba el wanax, térm ino que aplicado a dioses en la literatura antigua, dem ostraría el origen divino de la realeza, puesto de m anifiesto en la descripción hom érica. Sus poderes eran cuasi despóticos, habiéndose com parado frecuentem ente a los de­ tentados por los reyes de los pequeños estados del O riente Próximo. Por debajo de él estarían los basilewes, a juzgar por las tablillas de Pi­ los, donde aparecen en núm ero de doce. Su función es oscura. En los do­ cum entos pilios parece que cada uno de ellos tenía una residencia propia, estando asistido además por un conse­ jo de ancianos o gerousia. En otras ta­ blillas, el basileus se presenta con fun­ ciones de inspector, pues controlaba el peso del bronce asignado a los forja­ dores de su localidad. Parece, por tan­ to, que el basileus fuera el jefe de distrito. El lawagetas era el com andante m ilitar suprem o elegido por sus dotes para la guerra aprobado por los koireteres, cada uno de los cuales dirigía un regimiento (orkha). El wanax disponía de un círculo de personas próximas a él que form a­ ban su séquito: son los hequetai o «acom pañantes». Estos podían de­ sem peñar funciones distintas de acuer­ do con la misión que en cada caso qui­ siera encom endarles el wanax, en ca­

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lidad de comisionados o delegados personales. F orm aban, adem ás, su Consejo y eran convocados cuando el wanax quería oír su opinión ante ca­ sos im portantes. Los telestai mencionados en las tablillas eran grandes propietarios de tierras, pertenecientes sin duda a la aristocracia. Por debajo de esta clase predo­ m inante situada en la cúspide de la pi­ rám ide social, estarían todos aquellos dedicados a actividades industriales y m ercantiles que junto con los peque­ ños propietarios conform arían una clase media por debajo de la cual se si­ tuaban los no propietarios y los es­ clavos. E sta estratificación social tan m arcada se encuadra dentro de la ca­ racterística más sobresaliente de los reinos micénicos: su centralización. El absoluto control de toda actividad po­ lítica y económica, ejercido desde el palacio, implicaba, a su vez, que los be­ neficios derivados de una industria tan floreciente, cuya producción era dis­ tribuida a través de los canales com er­ ciales existentes, recaían sobre todo en el rey, y los miem bros de la corte. La posición de éstos quedaba así for­ talecida dentro de la estructura políti­ ca del Estado. De todos modos, he­ mos de pensar en que las zonas rura­ les alejadas de los grandes centros no contem plarían una división del traba­ jo ni una estratificación de la sociedad tan acusadas. Por lo demás, los micénicos con­ servaron una estructura social que es la típicam ente indoeuropea de tiem ­ pos de las emigraciones. Si perm ane­ ció inalterada fue debido precisam en­ te al continuo estado de guerra justi­ ficativo del m antenim iento de un po­ der centralizado. Cuando las circuns­ tancias políticas variaron, ya no pudo m antenerse un tipo social como el descrito. D urante la Epoca Oscura la con­ form ación social y económ ica del mundo griego se trasform ó radical-

La esclavitud por deudas antes de Solón Mas yo, para cuantas cosas reuní al pue­ blo, ¿de cuál desistí antes de lograrla? Podría testimoniar de esto en el tribunal del Tiempo la gran madre de los dioses olimpios, la excelente, la Tierra negra, de la cual yo antaño arranqué los mojones en muchas partes ahincados; ella, que antes era esclava y ahora es libre. A Ate­ nas, nuestra patria fundada por los dio­ ses, devolví muchos hombres que habían sido vendidos, ya justa, ya injustamente, y a otros que se habían exiliado por su apremiante pobreza; de haber rodado por tantos sitios, ya no hablaban el dia­ lecto ático. A otros, que aquí mismo su­ frían hum illante e sclavitud, tem blando ante el sem blante de sus amos, les hice libres. Juntando la fuerza y la jusitica tomé con mi autoridad estas m edidas y llegué hasta el final, com o había prom e­ tido; y, de otro lado, escribí leyes tanto para el hombre del pueblo como para el rico, reglamentando para ambos una jus­ ticia recta. Un malvado am bicioso que como yo hubiese tom ado en sus manos el aguijón, no habría contenido al pueblo en sus límites; pues si yo hubiese queri­ do lo que entonces deseaban los contra­ rios, o bien lo que planeaban contra és­ tos los del otro bando, esta ciudad habría quedado viuda de m uchos ciudadanos. Por ello, procurándom e ayudas en otras partes me revolví com o un lobo entre los perros. (Solón, Yambos 24)

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m ente. Al desaparecer las condiciones económicas descritas se desintegró asi­ mismo la sociedad y la superestructu­ ra política constituida sobre ella. D e­ jaron de existir los cuerpos gobernan­ tes de los estados, desapareciendo la burocracia administrativa y religiosa. Las intrincadas relaciones de depen­ dencia se simplificaron radicalm ente. Por otro lado, se asiste a una elim ina­ ción progresiva de las propiedades co­ m unitarias, sustituidas por la propie­ dad privada, proceso éste en germen en la propia estructura micénica, en razón de su complicado sistema de propiedad. Cuando los estados centra­ lizados y burocráticos entraron en cri­ sis, las normas com unitarias desapare­ cieron, creándose una situación de in­ seguridad en la que los antiguos terra­ ten ien tes llevaron la m ejor p arte , mientras otros perdieron todo derecho a la tierra que trabajaban. Las funciones locales de peque­ ños grupos sociales, así como oficiales militares, coincidentes en parte con los anteriores, tuvieron un m ayor gra­ do de perduración, pues dirigir una comunidad y asegurar su superviven­ cia en momentos difíciles, como fue­ ron los subsiguientes a la caída de los palacios, era prim ordialm ente una ta­ rea de índole militar. Así se explica la identificación que desde H om ero has­ ta la época clásica se hace entre jefe o dirigente político y com andante mili­ tar o soldado valiente. Pues es, en efecto, la figura del máximo responsa­ ble político el ejem plo más claro de la transformación institucional acaecida. El wanax micénico, pese a las dis­ cusiones al respecto, tenía con certeza un carácter religioso, como tam bién lo detentaron los reyes griegos posterio­ res, si bien su poder era m enor. Entre una y otra época pudo haber en este aspecto diferencias de grado. Por lo dem ás, las facetas económica y militar de los reinos micénicos s.on mucho más destacadas, de modo que su líder, el wanax, poseía el control de toda la vida económica y el mando del ejérci­

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to, con la ayuda del lawagetas. D es­ pués de la época micénica, ya el mis­ mo nom bre de wanax deja de utilizar­ se con excepción de Chipre. Sólo la poesía salvaguardó el título, así como la religión, donde se aplica a las di­ vinidades. Así, el térm ino utilizado poste­ riorm ente es el de basileus. El cambio de denom inación conllevaba también una modificación del contenido. C ier­ tam ente, el rey es el jefe único del pueblo, com andante del ejército, con poderes tam bién judiciales y religio­ sos, pero éstos ya no son ilimitados, ni despóticos, ni de carácter divino. E sta transform ación sobrevino tras el prim er período de desastres en to rn o al 1200. El proceso estuvo acom pañado probablem ente por la destrucción de los antiguos centros ur­ banos. Un restablecim iento del siste­ ma anterior no se produjo en los cen­ tros reconstruidos y rehabitados. Pero tal cam bio se efectuó tam bién en aquellas zonas no afectadas por la oleada destructora. Así, por ejem plo, en el A tica, donde subsistió el centro antiguo, vemos como el pueblo, en los albores del período histórico, aparece gobernado por el basileus. De todos modos lo que em erge ante nuestros ojos es ya una nueva realidad, es de­ cir, un cambio ya efectuado, aunque se nos escape cómo se realizó, y de qué modo se crearon las competencias del basileus hasta convertirse en el rey, ya que —como sabemos— el ba­ sileus micénico era un personaje signi­ ficativo, pero no necesariam ente el más alto en la adm inistración micéni­ ca, pues ni siquiera nos es dado defi­ nir con previsión su carácter. La nueva forma de realeza fue acom pañada por una nueva organiza­ ción política y social. D urante la épo­ ca arcaica, el otro punto de referencia obligado, los griegos estaban ya orga­ nizados en la mayoría de los estados en clanes y tribus (genos, fratria, phyle). Tal organización ha sido con­ siderada a m enudo la forma originaria

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y general del tribalismo griego. Sin em bargo, el sistema tribal en su forma original sólo se halla entre los dorios y jonios, sin que se encuentren hue­ llas de él en las fuentes escritas de épo­ ca m icénica. T am poco parece que haya desem peñado papel alguno en sociedades antiguas de carácter orien­ tal. Tal presunción viene avalada por el hecho de que no se encuentran ras­ gos del sistema tribal en C hipre, A r­ cadia o entre los etolios, donde formas micénicas lograron sobrevivir, si bien en un nivel rudim entario. Por otro lado, tam poco hay tal sistema tribal entre las tribus noroccidentales que no eran micénicas, por lo cual la idea de que el tribalismo griego represen­ tara la continuación del primitivo co­ munismo de las tribus al m argen de la cultura micénica debe desecharse. Así pues, hay que pensar que el sistema tribal griego no es el desarro­ llo ni la evolución de la sociedad mi­ cénica ni de un sistema social gentili­ cio que coexistiera con el anterior. Surgiría al final de la época micénica

o en el período inm ediatam ente pos­ terior como una evolución a partir de estructuras sociales y familiares exis­ tentes fuera de los centros micénicos, en el campo y en algunos territorios periféricos que surgirían como entidad propia una vez que cayó el imperio, mi­ cénico, pasando tales organizaciones a ser independientes. El sistema en .su conjunto, no obstante, representa una nueva estructura m ilitar y política, ori­ ginada probablem ente en las zonas orientales de Grecia central cuando protojonios y protodorios entraron en contacto. Con el tiem po, y de acuerdo con el surgimiento y protagonism o de la propiedad privada, se produciría una polarización económica que conlleva­ ba a su vez una polarización social. Así, cada fratría se fue conform ando en torno a un genos aristocrático que incluía varios gene inferiores y dejaba Busto de bronce de una sirena (Siglo VII a.C.) Museo de Olimpia

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Comportamiento humano y justicia divina Para aquellos que dan veredictos justos a forasteros y ciudadanos y no quebran­ tan en absoluto la justicia, su ciudad se hace floreciente y la gente prospera den­ tro de ella; la paz nutridora de la juven­ tud reside en su país, y nunca decreta contra ellos la guerra espantosa Zeus de am plia mirada. Jamás el hambre ni la rui­ na acompañan a los hombres de recto proceder, sino que alternan con fiestas el cuidado del campo. La tierra les produce abundante sustento y, en las montañas, la encina está cargada de bellotas en sus ramas altas y de abejas en las de en me­ dio. Las ovejas de tupido vellón se do­ blan bajo el peso de la lana. Las mujeres dan a luz niños semejantes a sus padres y disfrutan sin cesar de bienes. No tienen que viajar en naves y el fértil cam po les produce frutos. A quienes, en cambio, sólo les preo-

fuera a los metanastai y a los esclavos. De hecho la pirám ide social fue au­ m entando su base con el progresivo em pobrecim iento de los tetes y la pér­ dida de la libertad por deudas. Es en lo esencial la misma situación que per­ durará en muchas regiones durante la época arcaica. La estratificación social se produjo, pues, como resultado de un nuevo desarrollo económico. La ri­ queza de los aristócratas estaba basa­ da en el trabajo de otros menos favo­ recidos, tetes y esclavos. Su papel en el ejército estaba, asimismo, en rela­ ción directa con su supremacía econó­ mica. También los asuntos religiosos y culturales estaban concentrados en las manos de las familias más ricas. Es así como la aristocracia se convirtió en un estad o cerrado con toda clase de prerrogativas, adquiriendo poderes antes detentados por los reyes. Pasó a ostentar de esta m anera el liderazgo de los asuntos políticos, creando orga­ nismos de gobierno de rasgo aristo­ crático y que sirvieran a los intereses de clase. Tales sistemas aristocráticos son característicos de las póleis en su estadio primitivo. En ellas, el basileus pasó a ser un funcionario, eso sí, de

cupa la violencia nefasta y las malas ac­ ciones, contra ellos el Cronida Zeus de amplia mirada decreta su justicia. Mu­ chas veces hasta toda una ciudad carga con la culpa de un m alvado cada vez que comete delitos o proyecta barbaridades. Sobre ellos desde el cielo hace caer el Cronión una terrible calam idad, el ham­ bre y la peste juntas, y sus gentes se van consumiendo. (Las mujeres no dan a luz y las familias menguan por determinación de Zeus Olímpico; o bien otras veces) el Cronida les aniquila un vasto ejército, destruye sus murallas o en medio del Ponto hace caer el castigo sobre sus naves. ¡Oh reyes! Tened en cuenta también vosotros esta justicia; de cerca metidos entre los hombres, los Inmortales vigilan a cuantos con torcidos dictám enes se de ­ voran entre sí, sin cuidarse de la vengan­ za divina. (Hesíodo, Trabajos y días, 202-252)

los más relevantes, pero dejando de ser rey hereditario. S im u ltá n e a m e n te se re g istra , como hemos dicho, un aum ento de gentes cuyo trabajo creaba la base de la riqueza del grupo más reducido de aristó cratas. E ra n jo rn alero s que, habiendo perdido sus tierras, trabaja­ ban por cuenta ajena, artesanos y esclavos. Sobre esta sociedad clasista es so­ bre la que se apoyará la estructura po­ lítica que em ergerá con toda su fuerza en el período posterior: la polis. N o­ m inalm ente se m antendrá el sistema tribal, pero, de hecho, el genos desa­ parece como unidad social básica en cuanto surja la polis. Esto es en prin­ cipio especialm ente claro en la esfera religiosa: los cultos de los gene más im portantes se convierten en cultos de la polis, mientras eran determ inados gene los que se encargaban de sumi­ nistrar sacerdotes a dicho culto, como por ejem plo, los Eteobútadas de A te­ nas respecto a los de A tenea Poliade y Posidón Erecteo. Un m undo nue­ vo, cuyo largo caminar hem os intenta­ do analizar, había surgido: com enza­ ba la época arcaica.

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