Akal Historia Del Mundo Antiguo 03

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HISTORIA MVNDO

DEL

A ñtgvo

HISTORIA

■^MVNDO

A ntïgvo ORIENTE 1. 2. 3. 4. 5. 6. 7.

8. 9. 10. 11.

12. 13.

A. Caballos-J. M. Serrano, Sumer y A kkad. J. Urruela, Egipto: Epoca Tinita e Im perio Antiguo. C. G. Wagner, Babilonia. J . Urruelaj Egipto durante el Im perio Medio. P. Sáez, Los hititas. F. Presedo, Egipto durante el Im perio N uevo. J. Alvar, Los Pueblos d el Mar y otros m ovimientos de pueblos a fin es d el I I milenio. C. G. Wagner, Asiría y su imperio. C. G. Wagner, Los fenicios. J. M. Blázquez, Los hebreos. F. Presedo, Egipto: Tercer Pe­ ríodo Interm edio y Epoca Saita. F. Presedo, J . M. Serrano, La religión egipcia. J. Alvar, Los persas.

GRECIA 14. 15. 16. 17. 18.

19. 20. 21.

22. 23. 24.

J. C. Bermejo, El mundo del Egeo en el I I milenio. A. Lozano, L a E dad Oscura. J . C. Bermejo, El mito griego y sus interpretaciones. A. Lozano, L a colonización griega. J. J . Sayas, Las ciudades de J o nia y el Peloponeso en el perío­ do arcaico. R. López Melero, El estado es­ partano hasta la época clásica. R. López Melero, L a fo rm a ­ ción de la dem ocracia atenien­ se , I. El estado aristocrático. R. López Melero, L a fo rm a ­ ción de la dem ocracia atenien­ se, II. D e Solón a Clístenes. D. Plácido, Cultura y religión en la Grecia arcaica. M. Picazo, Griegos y persas en el Egeo. D. Plácido, L a Pente conte da.

Esta historia, obra de un equipo de cuarenta profesores de va­ rias universidades españolas, pretende ofrecer el último estado de las investigaciones y, a la vez, ser accesible a lectores de di­ versos niveles culturales. Una cuidada selección de textos de au­ tores antiguos, mapas, ilustraciones, cuadros cronológicos y orientaciones bibliográficas hacen que cada libro se presente con un doble valor, de modo que puede funcionar como un capítulo del conjunto más amplio en el que está inserto o bien como una monografía. Cada texto ha sido redactado por el especialista del tema, lo que asegura la calidad científica del proyecto. 25.

J. Fernández Nieto, L a guerra del Peloponeso. 26. J. Fernández Nieto, Grecia en la prim era m itad del s. IV. 27. D. Plácido, L a civilización griega en la época clásica. 28. J. Fernández Nieto, V. Alon­ so, Las condidones de las polis en el s. IV y su reflejo en los pensadores griegos. 29. J . Fernández Nieto, El mun­ do griego y Filipo de Mace­ donia. 30. M. A. Rabanal, A lejandro Magno y sus sucesores. 31. A. Lozano, Las monarquías helenísticas. I : El Egipto de los Lágidas. 32. A. Lozano, Las monarquías helenísticas. I I : Los Seleúcidas. 33. A. Lozano, Asia Menor h e­ lenística. 34. M. A. Rabanal, Las m onar­ quías helenísticas. I I I : Grecia y Macedonia. 35. A. Piñero, L a civilizadón h e­ lenística.

ROMA 36. 37. 38. 39. 40. 41.

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J. Martínez-Pinna, El pueblo etrusco. J. Martínez-Pinna, L a Roma primitiva. S. Montero, J. Martínez-Pin­ na, E l dualismo patricio-ple­ beyo. S. Montero, J . Martínez-Pinna, L a conquista de Italia y la igualdad de los órdenes. G. Fatás, El período de las pri­ meras guerras púnicas. F. Marco, L a expansión de Rom a p or el Mediterráneo. De fines de la segunda guerra Pú­ nica a los Gracos. J . F. Rodríguez Neila, Los Gracos y el com ienzo de las guerras aviles. M.a L. Sánchez León, Revuel­ tas de esclavos en la crisis de la República.

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45. 46. 47. 48. 49. 50. 51. 52.

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C. González Román, La R e­ pública Tardía: cesarianos y pompeyanos. J. M. Roldán, Institudones p o ­ líticas de la República romana. S. Montero, L a religión rom a­ na antigua. J . Mangas, Augusto. J . Mangas, F. J. Lomas, Los Julio-C laudios y la crisis del 68. F. J . Lomas, Los Flavios. G. Chic, L a dinastía de los Antoninos. U. Espinosa, Los Severos. J . Fernández Ubiña, El Im pe­ rio Rom ano bajo la anarquía militar. J . Muñiz Coello, Las finanzas públicas del estado romano du­ rante el Alto Imperio. J . M. Blázquez, Agricultura y m inería rom anas durante el Alto Imperio. J . M. Blázquez, Artesanado y comercio durante el Alto Im ­ perio. J. Mangas-R. Cid, El paganis­ mo durante el Alto Im peño. J. M. Santero, F. Gaseó, El cristianismo primitivo. G. Bravo, Diocleciano y las re­ form as administrativas del Im ­ perio. F. Bajo, Constantino y sus su­ cesores. L a conversión d el Im ­ perio. R . Sanz, El paganismo tardío y Juliano el Apóstata. R. Teja, L a época de los Va­ lentiniano s y de Teodosio. D. Pérez Sánchez, Evoludón del Im perio Rom ano de Orien­ te hasta Justiniano. G. Bravo, El colonato bajoim perial. G. Bravo, Revueltas internas y penetraciones bárbaras en el Imperio. A. Giménez de Garnica, L a desintegración del Im perio Ro­ mano de O cddente.

HISTORIA

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ANTiGVO

ORIENTE

Director de la obra; Julio Mangas Manjarrés (Catedrático de Historia Antigua de la Universidad Complutense de Madrid)

Diseño y maqueta: Pedro Arjona

«No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del Copyright.»

©

Ediciones Âkal, S. A., 1988 Los Berrocales del Jarama Apdo. 400 - Torrejón de Ardoz Madrid - España Tels.: 656 56 11 - 656 49 11 D epósito legal: M. 3 8 .6 5 0 -1 9 8 8 ISBN: 8 4 -7 6 0 0 -2 7 4 -2 (O bra com pleta) ISBN: 8 4 -7 6 0 0 -3 3 4 -X (Tomo III) Im preso en G REFO L, S. A. Pol. II - La Fuensanta M ósto le s (M adrid) Pinted in Spain

BABILONIA Carlos G. Wagner

Indice

Págs. In troducción................................................................................................................

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El m edio geográfico, étnico y lin g ü ístico ...........................................................

7

I. Los orígenes y el período paleobabilónico ......................................................

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1. 2. 3. 4. 5. 6.

11 14 18 22 24 29

De los orígenes de Babilonia al período paleobabilónico ..................... El período paleobabilónico: la época de H a m m u ra b i............................ El Código de H am m urabi: la unificación jurídica de M esopotam ia ...... La adm inistración del Estado ........................................................................ La organización social durante el período paleobabilónico ................. La econom ía durante el período paleobabilónico ....................................

II. El período mesobabilónico ...............................................................................

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1. 2. 3. 4.

34 39 43 45

El período m esobabilónico: las invasiones c a s ita s .................................... La Babilonia casita ............................................................................................ Las guerras con Asiria y el final de la dinastía casita ........................... La época oscura y la dom inación asiria ......................................................

ΠΙ. Período neobabilonio .......................................................................................

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1. El I m p e r io ............................................................................................................. 2. La vida social, económ ica y adm inistrativa ............................................... 3. La cultura y las realizaciones m a te ria le s.....................................................

48 51 56

Apéndice: tabla cronológica y lista de los reyes babilonios ............................

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B ibliografía..................................................................................................................

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Babilonia

Introducción

El medio geográfico, étnico y lingüístico Se conoce con el nom bre de Babilo­ nia a la región m eridional de M eso­ potam ia, que se abre en una gran lla­ nura aluvial recorrida de N orte a Sur po r el Tigris y el Eufrates, desde que en el siglo XVIII a.C. la ciudad así lla­ m ada se convirtiera en la capital polí­ tica del país, aunque con posteriores y no m uy am plios intervalos asirios. Este territorio, que incluía los anti­ guos países de Sum er y Akkad, se ex­ tendía p o r el sur hasta alcan zar el Golfo Pérsico, cuya línea de costa se ha am pliado considerablem ente des­ de aquellos tiem pos, lim itando en el este con el país de los elam itas, la m oderna K huzistan, donde reinaban condiciones clim áticas parecidas, y las m ontañas que bordean la meseta iraní. AI norte la frontera fue casi siem pre m ás un factor político que geográfico y, aunque podem os tom ar la actual Bagdad com o punto de refe­ rencia, los límites sufrieron u n a serie sucesiva de oscilaciones que tenían sobre todo que ver con el control del fértil valle del Diyala, afluente orien­ tal del Tigris y vía n atu ral de penetra­ ción hacia los territorios iranios. Por el oeste los desiertos im p o n ía n su im placable barrera clim ática en ve­ cindad con A rabia y Siria.

El país de B abilonia dependía de los dos grandes ríos para la irrigación de su agricultura, ya que las lluvias eran escasas e irregulares y se p rodu­ cían en otoño e invierno. D urante la prim avera, que se anunciaba ya en Febrero, y el com ienzo del tórrido ve­ rano podía producirse la crecida de los ríos, regulados en su curso desde hacía más de m il años por un com ­ plejo y elaborado sistem a de diques, presas, em balses, acequias y canales, com o consecuencia del deshielo pro­ ducido en las cum bres de A rm enia donde el Eufrates y el Tigris tienen su nacim iento. Los m eses estivales se prolongaban hasta bien entrado N o­ viem bre y eran extrem adam ente calu­ rosos, por lo que a m enudo se hacía necesario alim entar al ganado con el pienso previam ente alm acenado. El país no era ab undante en rique­ zas naturales lo que desde un princi­ pio había obligado a agudizar el in­ genio de sus pobladores. No había m aderas, ni p ied ras, com o m ás al norte, en Asiría, y tam poco eran fre­ cuentes los metales. N o eran raros en cam bio los cañaverales, que suplían en su uso a la m adera, y que podían albergar u n a variada fauna, y ab u n ­ d aban así m ism o las palm eras datile­ ras. Los principales cultivos eran ce­ reales, especialm ente la cebada que se utilizaba para la fabricación de ha-

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riña, para la producción de cerveza y com o alim ento del ganado, pero se co sech ab an tam b ién en ja rd in e s y huertas, legum bres y verduras diver­ sas. Las cosechas eran abundantes, entre el 30 y el 50 p or uno, pero las tierras se h allab an am enazadas del grave peligro de la salinización p ro ­ vocado p or el riego intensivo y la fal­ ta de adecuado lavado de la superfi­ cie ante la ausencia de lluvias. Ello obligó en ocasiones a trasladar los te­ rrenos de cultivo y llegó a incidir po­ derosam ente en la actividad econó­ m ica y política de los estados y co­ m u n id a d e s de la zo n a . E l aceite, extraído del sésam o, tenía tam bién u n a e x tra o rd in aria im p o rtan cia ya que intervenía en m últiples ám bitos de la vida, desde la alim entación a las cerem onias del culto religioso, p asa n ­ do p o r la ilum inación, el cuidado cor­ poral, la adivinación y la m edicina. Después de la cebada, que sirvió en un tiem po com o principal patrón de valores, y del aceite de sésamo, venía en im portancia la lan a producida por los abundantes rebaños, de la que se desarrolló una floreciente industria textil. Pero sería faltar a la verdad no reconocer que antes que todos estos productos, la principal riqueza estaba constituida por la tierra m ism a, pues la excelente arcilla p roporcionaba el prin cip al recurso, y el m ás barato, con el que se fa b ric a b a n ladrillos para la construcción, vajillas y uten­ silios variados para todos los usos domésticos: barricas, lám paras, hor­ nos, etc. Se utilizaba tam bién en for­ ma de tablillas com o soporte para la escritura y se hacían incluso estatuas de ella. Tam poco el subsuelo era esté­ ril ya que p roporcionaba nafta y be­ tún, em pleado éste últim o a m odo de cem ento en la construcción de edifi­ cios y com o im p erm eab ilizad o r de cubiertas en la fabricación de barcos para la navegación m arítim a o flu­ vial. La pesca era abu n d an te en las m arism as del sur com o en los ríos y canales que irrigaban la llanura de

B abilonia, y constituía un com ple­ m ento básico y muy asequible de la alim entación, ya que la carne se con­ sum ía poco, tratándose sobre todo de cordero. Los rebaños eran apreciados sobre todo m ás p o r los productos que proporcionaban las reses, com o lana, cuero, leche, etc., que por el propio alim ento de su carne. El com ercio, com o había ocurrido antes en las civilizaciones sum eria y acadia, era im prescindible para el de­ sarrollo económico de Babilonia, pues a través de él se obtenía la piedra, apreciadísim a para las grandes cons­ trucciones y m onum entos, la m adera necesaria para el desarrollo artesanal, así com o los indispensables m e­ tales, cobre, estaño, plata, oro y luego el hierro, o diversos objetos de carác­ ter suntuoso: lapizlázuli y otras pie­ dras preciosas, m arfil, vinos, etc. Para el tráfico de m ercancías, los ríos, so­ bre todo el Eufrates que es más regu­ lar y estable que el Tigris si bien am ­ bos están salpicados de bancos de arena, islotes y otros obstáculos, eran u tiliza d o s tan to com o era posible, aunque en el norte, en territorio asirio, la navegación era im practicable a causa de la rápida corriente. Desde un principio estos ríos h ab ían consti­ tuido los ejes que p o n ían en com uni­ cación el Golfo Pérsico y las lejanas regiones de la India con el M editerrá­ neo. Y es que, pese a la im portancia de algunas barreras am bientales, co­ m o los desiertos, M esopotam ia no constituía en m odo alguno un m undo cerrado en sí m ism o, m ás bien por el contrario el hallazgo de los caracte­ rísticos sellos cilindricos em pleados por los com erciantes de la región en lugares tan apartados com o Chipre, Creta, G recia m eridional y la cuenca b aja del Indo dem uestra la gran am ­ plitud de sus actividades. El desierto era cruzado por las caravanas a la al­ tura del recodo superior occidental del Eufrates, en plena Siria, donde Alepo y Palm ira ju g ab an una espe­ cial im portancia, alcanzando desde

los semitas procedentes del desierto de Arabia, sobre cuya base étnica y lingüística se desarrolló el poderío de los reyes de Akkad. Más tarde aún, a comienzos del segundo milenio, otros semitas procedentes de la tierra de Amurru, los am oritas o amorreos se asentaron finalm ente en la región y aunque hablaban una lengua semíti­ ca occidental estrecham ente em pa­ rentada con el cananeo —no en vano parecen haber procedido de Palesti­ na— pronto adoptaron el idioma y la escritura acadia. Fueron ellos los res­ ponsables de la aparición de distintas Estatua de piedra representando al príncipe Ishtup-ilum de Mari

Comienzos del II milenio a.C. (Museo Arqueológico de Alepo)

Estatua de esteatita representando a Idi-ilum de Mari

Comienzos del II milenio a.C. (Museo del Louvre)

allí la costa cananea o fenicia. Otras rutas caravaneras se introducían a través de Asiría en Anatolia y Arme­ nia, o bien siguiendo el curso del Zab y del Diyala hacia las regiones de los lagos Van y Urmia y hacia la altipla­ nicie iraní. Etnicamente la población era en su origen bastante heterogénea. Ello tu­ vo mucho que ver con la dinám ica de las sucesivas migraciones que irrum ­ pieron en M esopotamia. La prosperi­ dad de las com unidades establecidas en la llanura aluvial junto con otros factores de índole interna, bien de­ mográficos, económicos o políticos, ejercieron en repetidas ocasiones una profunda atracción sobre las pobla­ ciones menos afortunadas que habi­ taban en los desiertos y m ontañas de la periferia. A los antiguos poblado­ res de estirpe sumeria, que coloniza­ ron el país en las postrim erías del cuarto milenio, se unieron más tarde

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dinastías locales en B abilonia tras la desaparición del últim o poder centra­ lizado del período neosum erio. Una de ellas h abría de establecerse en la propia ciudad de B abilonia, hasta en­ tonces un oscuro centro provinciano, que se convertía así por vez prim era en la capital de un reino cada vez más extenso. Luego, durante los siglos XVIII y XVII a.C. los invasores casitas, em ­ pujados por las m igraciones de los pueblos indoeuropeos que se despla­ zab an desde el C áucaso hacia la m e­ seta irania, irrum pieron en M esopo­ tam ia procedentes al parecer de algún lugar situado al norte de los m ontes Zagros. A unque los casitas fueron asim ilados finalm ente por la cultura B ab iló n ica, re in a ro n sobre el país con su propia dinastía que vino a sus­ tituir al linaje de los antiguos m o n ar­ cas am oritas. A ún todavía a finales del segundo m ilenio, los nóm adas aram eos, sem itas procedentes de los desiertos occidentales, se establecie­ ron en el interior de la Siria central y septentrional extendiéndose hacia Palestina y, siguiendo el curso del E u­ frates, en M esopotam ia. A diferencia de otras m igraciones anteriores los aram eos conservaron su lengua an ­ cestral y m antuvieron vivo el senti­ m iento de su u n id ad étnica, de tal m odo que llegaron a form ar varios estados independientes. La aram eización de M esopotam ia era ya práctica­ m ente un hecho a m ediados del pri­ m er m ilenio a.C. Pese a este casi continuo trasvase de pueblos, la civilización babilónica conservó su carácter unitario hereda­ do de la fértil un ió n de las culturas de Sum er y Akkad. Ello fue posible de­ bido a la p ervivenda durante siglos de u n m ism o factor lingüístico, y es que si bien el país fue un m osaico de etnias, no ocurrió lo m ism o con la lengua que se m ostró prácticam ente inalterable desde los tiem pos de los reyes de Akkad hasta la venida de los m edos y los persas. En B abilonia se

habló y se escribió durante todo este tiem po en la lengua local, el babilo­ nio, un dialecto derivado del antiguo acadio que había suplantado a su vez a la vieja lengua sum eria. En realidad se trata m ás bien de una nueva fase del idiom a acadio, de carácter flexio­ nal com o las otras lenguas semitas. Así la fase «babilónica antigua» si­ guió a la «acadia antigua» al igual que el «asirio antiguo» representa la evolución del acadio en la M esopota­ m ia septentrional. La escritura cunei­ forme utilizada era tam bién una anti­ gua ad ap tació n acadia del sistem a desarrollado por los sum erios. Los es­ cribas acadios adoptaron los grupos de signos de la escritura sum eria, y aunque h abían conservado el sentido para expresar u n a idea, tuvieron que m odificar el valor com o sonido, para asignarle el valor fonético de la sílaba que expresaba la m ism a idea en su propio idiom a. De ahí la necesidad desde un com ienzo, pues el sum erio se conservó algún tiem po com o len­ gua erudita y religiosa, de la confec­ ción de silabarios y diccionarios des­ tinados a facilitar la com pleja labor del escriba. C u an d o finalm ente el aram eo se convirtió progresivam ente en el h a­ bla vulgar del pueblo, la lengua y es­ critura babilónica quedaron reserva­ dos para usos religiosos y adm inistra­ tivos no term inando de desaparecer del todo hasta la época persa. A dife­ rencia del acadio el aram eo pertenece al grupo de lenguas semitas occiden­ tales por lo que tiene en com ún con el cananeo un núm ero m uy elevado de rasgos. Ya en la segunda m itad del si­ glo VIII a.C. se había convertido en la lengua de las relaciones internacio­ nales, sobre todo del comercio, y a la p a r que se había im puesto com o len­ gua del pueblo en el Próxim o O riente se generalizaba tam bién com o lengua escrita debido a la m ayor sim plicidad que presentaba su escritura alfabética tom ada del cananeo, com ún en SiriaPalestina.

Babilonia

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I. Los orígenes y el período paleobabilónico

1. De los orígenes de Babilonia al período paleobabilónico A óchenla y cinco kilóm etros al sur de Bagdad, se alzó en un tiem po la ciudad de B abilonia, dividida en dos sectores por el Eufrates que la cruza­ ba de parte a parte, con su planta cuadrangular, sus casas de tres y cuatro pisos o rdenadas en torno a calles rec­ tilíneas, sus poderosas m urallas ja lo ­ nadas aquí y allá por im presionantes puertas de bronce, su palacio real y el fabuloso zigurat o torre escalonada ir­ guiéndose al cielo desde sus nueve pi­ sos y en cuya base se encontraba el fam oso tem plo de M arduk, el dios nacional, tal y com o se conservaba aún du ran te el siglo V a.C. cuando H erodoto, el in can sab le viajero, se m aravilló al conocerla (I, 179-183). Y allí perm aneció olvidada, sepultada bajo el polvo y la arena del desierto, una vez que fue ab a n d o n ad a tras la m uerte de A lejandro M agno que la había convertido en su capital orien­ tal, hasta que finalm ente a com ienzos de este siglo la piqueta de R obert Koldewey vino a desenterrarla de su olvi­ do. H acía m uy poco p o r lo dem ás que las antiguas civilizaciones orientales h abían entrado en el cam po de los es­ tudios históricos gracias a las investi­

gaciones de G.F. G rotefend sobre la escritura cuneiform e persa y las de P.E. Botta y A.H. Layard sobre anti­ guos lugares asirios, em ancipándose de esta form a del ám bito restrictivo de la H istoria Bíblica en el que h a­ bían perm anecido atrincheradas has­ ta entonces. O bviam ente la ciudad que visitó H erodoto correspondía en su m ayor parte al últim o período de esplendor anterior a la conquista persa, como es el caso de las m urallas exteriores le­ vantadas por N abucodonosor II y que causaron la adm iración del historia­ dor griego quien escribió que eran las más perfectas de cuantas se conocían. El sitio, en realidad, había sido des­ truido para volver a edificar sobre él después en varias ocasiones, pero aún así q uedaban p o r aquel entonces ves­ tigios de u n inm em orial pasado, co­ mo la propia distribución de la ciu­ dad o los cim ientos del Etemenanki, la grandiosa torre escalonada que fue convertida por los hebreos en la Ba­ bel bíblica, con una antigüedad que se rem onta probablem ente al tercer milenio. Según los m ism os babilonios los orígenes de su ciudad se perdían en el principio de los tiem pos en que fue construida com o m orada de las gran­ des divinidades: «¡Esta es Babilonia, el sitio que es vuestro hogar!, holgaos

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en sus recintos, ocupad sus am plios lugares» (ANET, p. 69), tal y com o tu­ vieron buen cuidado de escribir en el Poema de la C reación, redactado a todas luces durante el prim er período de independencia. En u n tiem po en que B abilonia h ab ía em ergido con fuerza en la palestra política de M e­ sopotam ia, sus habitantes se atrevían a reivindicar p o r prim era vez para ella, según era costum bre, unos oríge­ nes acordes con la im portancia que había alcanzado su ciudad. El lugar,

Reconstrucción del Etemenanki (zigurat) de la ciudad de Babilonia con el templo de Marduk

de hecho, parece haber estado ocupa­ do desde la Prehistoria (C ham pdor, 1985, 105) y siguió habitado durante las épocas posteriores. Su nom bre sum erio era el de K a-D ingir-R a traduci­ do luego al acadio por Bal-ilani que significa «Puerta de los Dioses». Al igual que otros centros, com o M ari o Assur, quedo convertida en colonia com ercial sum eria y llegó a adquirir cierta relevancia com o centro religio­ so durante el período acadio. Fue sede de un ensi —gobernador de distrito— durante el Im perio de la Tercera D i­ nastía de Ur, y tras el derrum bam ien­ to de éste bajo los golpes aunados de am oritas, elam itas y los m ontañeses del este, pasó a disfrutar de una rela­ tiva independencia bajo la influencia prim ero del reino de Isin y luego del de Kish. El m apa político de M esopo­ tam ia se encontraba ahora confusa­ m ente atom izado. D esaparecido el fuerte poder central con sede en Ur, ta n sólo u n a p o lític a de pacto s y alianzas aparecía com o posible alter­ nativa viable. Sobre todo, después del fracasado intento de los m onarcas de Isin para reunificar políticam ente la región a sus expensas. La situación evolucionaba y nuevos factores la ca­ racterizaban con fuerza: en el Norte, A ssur h ab ía alcanzado la in depen­ dencia desligándose de sus obligacio­ nes meridionales. Diversos clanes amoritas ocupaban las llanuras m esopotám icas y con el paso del tiem po di­ nastías de este origen, aunque asi­ m iladas a la civilización sedentaria, se establecieron, si bien desconoce­ mos los detalles, en Kish, Sippar, Uruk, Larsa y la propia Babilonia. F in a l­ mente, m uchas de las viejas ciudades sum erias estaban en decadencia por causas económ icas. Por un lado, un fenóm eno natural trab ajab a contra los em plazam ientos m arítim os: los aluviones depositados con el paso de los siglos por los ríos en su desem bo­ cadura alejaban la línea de la costa, aislando de este m odo a los anterio­ res puertos com erciales. Ello obliga­

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Babilonia

ba a em plear otras rutas para el trán ­ sito de las m ercancías lo que vino a favorecer a ciudades com o B abilonia y M ari. Por otra parte, la progresiva salinización de la tierra creaba pro­ blem as económ icos internos en algu­ nos reinos, com o Larsa, y em pujaba al m ism o tiem po a una política agre­ siva de anexión de territorios. Las fuerzas estaban divididas y las alian­ zas se hacían y deshacían a un ritm o acelerado. En este contexto se produjo la ins­ tauración de u na dinastía indepen­ diente en la ciudad de B abilonia por el am orita S um uabum en 1894 a.C. N acía así la Prim era D inastía de Ba­ bilonia convertida en capital de un p rin cip ad o ind ep en d ien te. Los p ri­ meros cinco reyes de esta dinastía se nos m uestran, según d ejan ver sus propias inscripciones, com o grandes constructores de edificios religiosos, reparadores de las m urallas y velado­ res del m antenim iento de la red de canales que irrigaba la cam piña y de cuyo fun cio n am ien to adecuado de­ pendía en gran m edida el bienestar de la población local. E n realidad no parecen haber controlado un territo­ rio muy am plio, si bien Kish había caído en ocasiones bajo su influencia y las ciudades de D ilbat, Sippar y Kazallu dependían de ella. Pero el m is­ mo hecho de que m iem bros de los clanes am oritas fu n d aran en Babilo­ nia y otros lugares dinastías, que ac­ tuaban norm alm ente sin m uchas in ­ terferencias de los herederos en pug­ na del desaparecido poderío de Ur, explica claram ente la debilidad polí­ tica que p o r doquier caracterizaba a M esopotam ia. Por cierto que la im po­ tencia de las dinastías entronizadas en Isin y Larsa tras el desm orona­ m iento de Ur, y que durante un tiem ­ po se enfrentaron p ara restablecer el poder centralizado que los m onarcas de aquélla h ab ían ejercido durante el período neosum erio, se habría de h a ­ cer cada vez más evidente ante el pro­ gresivo ascenso de Babilonia. Esta úl­

tima com enzaba a ju g ar un papel de cada vez m ayor im portancia en la fragm entada M esopotam ia, p artici­ pando cada vez m ás activam ente en la política general de pactos y alian­ zas. Pero más que un signo de la pro­ pia fortaleza se trata de una señal de la debilidad de los otros. El peq u eñ o d o m in io establecido por S um uabum en B abilonia fue po­ co a poco am pliado por sus suceso­ res. El prim ero de ellos, Sum ulailu, la protegió con m urallas y venció a la vecina Kish, enem iga naturalm ente

Puerta de Ishtar en Babilonia (re co n stru cció n )

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del nuevo estado, som etiendo adem ás Sippar, al noroeste, y Kazallu, más allá del Tigris. Su hijo Sabum levantó para M arduk, el dios de la ciudad, el tem plo de Escingila que hab ría de al­ can zar posteriorm ente una fam a ex­ traordinaria. Los príncipes de la I D i­ nastía b abilónica se hallab an cada vez más com prom etidos con los inte­ reses que em an ab an de u n a política de equilibrios fluctuantes. Así, m ien­ tras R im sin, últim o soberano de Larsa, ajustaba las cuentas a Isin y U ruk dentro del cuadro de la política gene­ ral de la región, en B abilonia Sinm uballit, quinto m onarca de la dinastía am orita que regía la ciudad, fortifica­ ba sus defensas. Desde un principio las dinastías de U ruk y B abilonia h a ­ b ían cooperado estrecham ente y con el reino de Isin parece haberse llega­ do a un acuerdo circunstancial a la vista de las m anifiestas am biciones de Larsa. La form ación de un pode­ roso estado en Asiria ofrecía adem ás ahora a B abilonia la posibilidad de desarrollar un fructífero juego diplo­ m ático entre los dos centros de poder al norte y al sur. Sea com o fuere R im sin decidió posponer el ataque a B abilonia cuyo reino controlaba ahora las ciudades de K ish, D ilb at, S ippar, B orsippa, Dur-Apil-Sin y G udua, bien porque le pareciera un adversario im portan­ te, bien porque prefiriera utilizarlo com o factor de equilibrio ante la im ­ presionante ascensión de Asiria. En cualquier caso los futuros aconteci­ mientos habrían de m ostrar hasta qué punto esta decisión del rey de Larsa no estaba hipotecando ya de antem a­ no el futuro de su reino.

2. El período paleobabilónico: la época de Hammurabi En rigor el térm ino paleobabilónico hace alusión al período histórico que se extiende desde la desaparición del

Im perio de la Tercera D inastía de Ur hasta la conquista de la ciudad de B abilonia por los ejércitos h ititas a principios del siglo XVI a.C. Pero ya hem os com probado com o apenas se conoce un poco de la historia de sus prim eros tiempos, si bien la inform a­ ción m ejora un tanto a p artir de la instauración en la ciudad de una di­ nastía independiente de estirpe amorita. Se trata en realidad de los prim e­ ros pasos del nuevo estado com o en ­ tidad política independiente, aunque som etida al com plejo y variable juego de las relaciones externas. C onoce­ mos mejor, es cierto, en conjunto el pan o ram a político que ofrece el país con su fragm entación y su intrincada m araña de pactos y contrapactos, que la historia interna de la ciudad que h ab ría de darle su nom bre. Pero aún así, el nacim iento de B abilonia como factor político autónom o se inscribe con todo derecho en un m undo que parece h ab er superado, no sin trau ­ m as y dificultades, la forma clásica de organización de la ciudad-tem plo sum eria, y en el que la econom ía y la iniciativa privada acom paña cada vez con m ayor pujan za la actividad tra­ dicional de las instituciones oficia­ les representadas por el palacio y el templo. C on todo, la inform ación no co­ m ienza a ser m ás abundante hasta el reinado de H am m urabi, sexto de los m onarcas de la dinastía fundada por S um uabum , m om ento en que la ciu­ dad adem ás deja poco a poco de ser uno m ás de los estados en que se divi­ día políticam ente la región. Com o es lógico ello no se debe tan sólo a una m ayor cantidad de testim onios llega­ dos hasta nosotros sino tam bién al m ayor n úm ero de acontecim ientos que protagoniza. El reinado de este m onarca m arcará una im pronta que de algún m odo recogerán sus suceso­ res, si bien la m ayoría de ellos no su­ po estar a la altura de las circunstan­ cias, por lo que sus realizaciones tras­ cienden de alguna m anera los límites

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específicos de su reinado. Buena prue­ ba de ello es la fam a alcanzada por este soberano que tardaría más de un m ilenio en disiparse. H am m u rab i (1792-1750 a.C.) fue, no lo olvidemos, el prim er reunificador im portante de M esopotam ia des­ pués de los desaparecidos reyes de la Tercera D inastía de Ur, lo cual no quiere decir que cum pliera este obje­ tivo sin esfuerzos y violencias. Por el contrario el nuevo im perio no crista­ lizaría definitivam ente hasta cum pli­ dos treinta años de su reinado, pero disponía de tiem po y sabía aprove­ char las oportunidades. Subió al tro­ no en 1792 a.C. relativam ente joven, cuando sus coetáneos y potenciales rivales, Sham shi-A dad de Assur, Rimsin de Larsa y D ad u sha de E shnunna hab ían alcan zad o ya con creces la edad m adura. Al m argen de su propia y vigorosa personalidad buena parte de su educación política y diplom áti­ ca la había aprendido de su padre, Sinm uballit, que no sin esfuerzos h a­ bía conseguido m an tener la indepen­ dencia de su reino frente a los pode­ ro so s e sta d o s d el n o rte y el sur: «H am m urabi aprendió a tocar m a­ gistralm ente en el teclado de los m u­ tuos contrastes y am biciones» (Schmokel, 1965, 81). Mas detengám onos unos instantes antes en los restantes protagonistas del dram a: en Assur un am orita que había usurpado el trono con el nom ­ bre de S ham shi-A dad I había consti­ tuido un im perio centralizado que se extendía p o r toda la M esopotam ia septentrional. Pero la obra de este hom bre enérgico fue tan efímera co­ mo el tiem po de su reinado, ya que a su muerte, sucedida poco después del cam bio de rey en Babilonia, el pode­ río asirio se h ab ía h u ndido com o pre­ cipitado por un a catástrofe y los reyes de Alepo, de E sh n u n n a y de M ari se convertían ah o ra en personajes de prim era fila dispuestos a ocupar, al precio que fuera, el prim er plano de la escena. Se trataba a la sazón de es­

tados cuyo poder había sido conteni­ do por el fallecido rey de Assur y que habían coexistido con aquél en una especie de equilibrio del miedo. Ale­ po era por aquellos tiem pos el más poderoso de los reinos de Siria, y M a­ ri que se extendía sobre el Eufrates y su afluente el H abur, y que había sido incluso sede de un gobernador pro­ vincial asirio, se había beneficiado al igual que B abilonia de la reapertura de la ruta com ercial del Eufrates que unía el M editerráneo con el Golfo Pérsico. E shnunna, sobre el valle del Diyala, aspiraba a una vieja política de expansión interrum pida por Asi­ ría, que am en azab a igualm ente los intereses de M ari y B abilonia. Mas resta h ab lar aú n de otro prota­ gonista representado por los clanes de nóm adas procedentes de los de­ siertos occidentales que, asim ilados a la civilización sedentaria unas veces, m ostraban en otras ocasiones una pe­ ligrosa agitación que desequilibraba, desgastaba y m inaba las fuerzas en precario equilibrio de los restantes participantes del juego político. Y en la M esopotam ia m eridional, Larsa y Babilonia m antenían m utuam ente una vigilancia cautelosa, sin paralizar por ello sus actividades en otras direccio­ nes, a la espera am bos de un signo de debilidad por parte del contrario para avalanzarse y asestar el golpe defini­ tivo. Ello no habría de im pedir que durante algún tiem po am bos dieran pruebas de una coexistencia im pre­ sionante. La restauración de un po­ der político unificado en la región no habría de llevarse a cabo por tanto sin múltiples violencias y dificultades. En un principio H am m urabi cen­ tró su atención en la frontera m eri­ dional con Larsa, quizá el oponente m ás inquietante en ese m om ento, y consecuencia de ello fue la captura de U ruk e Isin en el séptim o año de su reinado. Los años siguientes luchó en los países de Em utbal y M algium , si­ tuados al este del Tigris, sobre su cur­ so m edio, y contra las ciudades de

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Cabeza de Hammurabi procedente de Susa

(Siglo XVIII a.C.) Museo del Louvre.

R apiqum y Shalibi apoderándose de ellas. Al tiem po que el poderío de Asiría com enzaba a m enguar tras la m uerte de Sham shi-A dad, ocurrida a los diez años de subir H am m urabi al trono, el m onarca de B abilonia deci­ día consolidar su posición antes de lanzarse a nuevas aventuras. Tal vez esperara que a la larga la desintegra­ ción del reino asirio trabajara en su favor, com o parece que finalm ente ocu rrió . D esp u és de la m uerte de S ham shi-A dad las relaciones entre A ssur y B abilonia se fueron distan­ cian d o lentam ente, m ientras H a m ­ m u ra b i e m p le a b a los v ein te años siguientes de su reinado en la cons­ trucción de canales, tem plos y fortifi­ caciones, al tiem po que estrechaba lazos con el rey Zim rilim de M ari, m anteniendo, p o r otro lado, una coe­ xistencia form al con R im sin de L ar­ sa. F inalm ente estallaron las hostili­

dades. El flanco nororiental fue ase­ gurado primero con una victoria sobre una coalición del Tigris integrada por Subartu (Asiría), G utium , E shnunna, M algium y Elam. Tras este éxito ini­ cial que le dejaba las m anos libres para volverse hacia el Sur, H am m u ­ rabi derrotó prestam ente a R im sin de Larsa con lo que todas las viejas ciu­ dades m eridionales q u ed ab an bajo su poder, convirtiéndoe de esta m ane­ ra en «Señor de Sum er y Akkad», tal y com o lo especifica el nom bre dado al trigésimo prim er año de su reinado. Nuevas cam pañas contra Subartu y su antigua aliada, M ari, tuvieron lu­ gar en los años inm ediatam ente pos­ teriores y en ese tiem po el m onarca de B abilonia em prendió la construc­ ción de un gran canal destinado a proporcionar agua a N ippur, Eridu, Ur, Larsa, U ruk e Isin, en un intento quizás de contener el declive y la des­ población que parecían afectar desde algún tiem po a aquellos antiguos y otrora florecientes centros de la vieja civilización sum eria. Al poco tiem po M ari fue d estruida, probablem ente en represalia a una revuelta protago­ nizada por su antiguo aliado y ahora vasallo Zim rilim . La conquista tocó su fin en 1753 a.C., con la destrucción de E sh n u n n a y u n a nueva victoria so­ bre Subartu que, según parece, no h a ­ bía dejado de hostilizarle en todo este tiempo. Pero lo cierto es que, pese a todo, Asiría no llegó a caer nunca por entero bajo el poder de H am m urabi y, aunque replegada en sus m onta­ ñas, disfrutó de una relativa autono­ mía, si bien en ocasiones se viera for­ zada a reconocer, al m enos nom inal­ mente, la suprem acía de Babilonia. D ando una vez más pruebas de su profundo conocim iento de la situa­ ción H am m urabi renunció a am pliar su Im perio h acia O ccidente donde las tribus hurritas, cuyos am enazado­ res ecos encontram os ya en los docu­ m entos del archivo del palacio de M ari, h a b ía n establecido pequeños principados bajo la dirección de una

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aristocracia indoirania. G racias a ello pudo disfrutar de paz y bienestar du­ rante los últim os años de su gobierno. Por n o rm a general se ha venido otorgando a H am m urabi una clara reputación de dinasta, es decir: aqué­ lla que corresponde a un extraordina­ rio con q u istad o r y fundador de un gran im perio. La realidad parece h a ­ ber sido un tanto m ás m odesta y re­ cientes descubrim ientos procedentes de la can cillería de M ari vienen a desm itificar esta im agen, m ostrándo­ nos cóm o durante la m ayor parte de su reinado no fue más que un turbu­ lento aspirante rodeado de personali­ dades no m enos destacadas y cap a­ ces, com o Sham shi-A dad de Asiria o

el m ismo Zim rilim de M ari. En una carta a este últim o m onarca durante su período de cooperación el propio H a m m u rab i reconocía que ningún rey era im portante por sí m ism o sino por la política de alianzas que supie­ ra aglutinar en torno a su persona. Su principal m érito en este terreno pare­ ce haber consistido en que «sabía es­ perar para pegar fuerte en el m om en­ to oportuno» (G arelli, 1974, 89). Su Im perio se form ó m ediante una com ­ binación de astucia y habilidad que le perm itía salir siem pre airoso del vaivén p o lítico de las coaliciones. Porque, en realidad, B abilonia no se encontró nunca sola frente a un ad ­ versario superior, sino que sencilla­

Hammurabi ante el dios sol Samash Detalle de la parte s u p e rio r de la estela procedente de Susa, en la que se encuentra el fam oso Código (Siglo XVIII a.C.) M useo del Louvre.

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m ente se om iten en las celebraciones del triunfo a los aliados propios, lo cual no deja de ser una apariencia engañosa. Se sabe, p o r ejemplo, que antes de atacar definitivam ente a Lar­ sa, cuyo asedio duró varios meses, H am m urabi había llegado a un acuer­ do circunstancial con E shnunna. A la postre parece que su táctica favorita consistió en d ejar debilitarse a sus adversarios sin m algastar sus propias fuerzas en espera del m om ento ade­ cuado. Así, supo aprovecharse de la m uerte de S ham shi-A dad en Asiría tras lo cual el destronado Zim rilim pudo volver de su exilio en Alepo y expulsar del trono de M ari al hijo del fallecido m onarca asirio. A liándose con él H am m urabi supo beneficiarse ahora de la existencia de dos debilita­ dos estados rivales en vez de tener que hacer frente a un poderoso veci­ no en el norte. De la m ism a form a esperó pacientem ente la progresiva incapacidad de R im sin de Larsa has­ ta que lo vio agotado por una pro­ n u n ciad a vejez. Por todo ello, más que a su genio m ilitar que no brilló con m ás fuerza que el de sus ilustres contem poráneos, fue a su talento co­ mo político m aniobrero y habilísim o diplom ático al que se debe la cristali­ zación definitiva de su imperio. Todo lo cual no desm erece sin em ­ bargo de su fam a com o excelente ad­ m inistrador y gran legislador. H am ­ m urabi gobernaba ahora un im perio que era casi tan extenso com o el que hab ían dom inado los reyes de la Ter­ cera D inastía de Ur, a excepción de Elam y A siría conocida aún com o Subartu. De acuerdo con su tiem po H am m u rab i, com o sabem os p o r la correspondencia m antenida con sus m inistros y gobernadores, actuó si­ guiendo las pautas de una acentuada centralización adm inistrativa que le llevaba a in terv en ir personalm ente en m últiples aspectos de la vida p ú ­ blica y económ ica, regulando la ac­ tuación de los granjeros, de los ap a r­ ceros y de los obreros agrícolas, la

organización del aprendizaje artesanal y la regularidad de las transaccio­ nes com erciales, fijando los salarios y el alquiler de los anim ales y del m ate­ rial de explotación, al igual que h a­ bían hecho otros contem poráneos su­ yos com o Zim rilim o Sham shi-A dad, que nos h a n legado testimonios se­ m ejantes. No debe creerse por ello que H am m urabi protagonizara una reform a en profundidad de la adm i­ nistración. En realidad innovó poco en este cam po lim itándose a interve­ nir activam ente en diferentes tipos de negocios. La habilidad adm inistrati­ va de un rey era en aquellos tiempos, debido al acusado centralism o, uno de los requisitos fundam entales, ju n ­ to con una hábil política diplom ática y un ejército capaz, para la existencia de su estado.

3. El Código de Hammurabi: la unificación jurídica de Mesopotamia Pero hacía falta algo más que reso­ nantes victorias m ilitares y una exce­ lente ad m in istració n personal para m antener cohesionado al conglom e­ rado m esopotám ico. Desde tiem pos inm em oriales el país había estado di­ vidido en ciudades-estado m ás o m e­ nos rivales entre sí y aunque los reyes de algunos estados, com o los de A k­ kad o los de Ur, h ab ían conseguido crear un im perio centralizado, no por ello h ab ían desaparecido los particu­ larism os locales. Las fronteras, que oscilaban continuam ente, obedecían m ás a factores m ilitares y políticos que a realidades étnicas y lingüísticas concretas. C ada ciudad tenía sus p ro ­ pios dioses y su tradición local si bien todas p articip ab an de la herencia cul­ tural del m undo sum erio-acadio. D is­ tintas oleadas de invasores se habían establecido en la región adaptándose generalm ente a las norm as de la civi­ lización urbana, y aunque asim ilados finalm ente a las form as m ás desarro-

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liadas de cultura de los sedentarios, o rechazados, todos estos nóm adas apor­ taron tam bién su granito de arena culturalm ente hab lan do con présta­ mos relativos al vocabulario o a las costum bres religiosas. En tales circunstancias era prácti­ cam ente im posible la aparición de al­ go parecido a un espíritu nacional. C ada uno se sentía vinculado com o m ucho a su ciudad y sus dioses tute­ lares, en tanto que el poder central de turno perm itiera el desarrollo del cul­ to y la existencia de asam bleas deli­ berantes. Era preciso por ello sentar las bases culturales e ideológicas de un sentim iento que fuera capaz de m irar m ás allá de aquellos estrechos límites y esto es lo que H am m urabi parece h ab e r co m p ren d id o pronto. Con este fin prom ovió una reform a religiosa en virtud de la cual, M arduk, divinidad tutelar de Babilonia, se situ ab a a la cabeza del nutrido p an teó n m esopotám ico. En vez del carácter arbitrario de los antiguos dio­ ses, M arduk, al que Anu y Enlil h a ­ bían transferido su soberanía, se dis­ tingue ahora por su carácter filantró­ pico. Es el dios b u en o a quien se pueden acercar sin m iedo alguno los hom bres con sus ruegos, acom paña­ do de Sham as, dios solar que todo lo ilum ina y que es garante del derecho, pues son ahora de tipo m oral las exi­ gencias que la religión presenta tanto a los súbditos com o a los soberanos (Schmokel, 1965, 82). La lengua había sido igualm ente u n ificada co nvirtiéndose el acadio, ahora babilonio antiguo, en el idiom a oficial de todo el Im perio, quedando el sum erio relegado al conocim iento de los eruditos y los sacerdotes. Pero no b astab a, era necesario asegurar adem ás que todos los habitantes del Im perio gozasen de la m ism a igual­ dad ante la ley. N o desde una pers­ pectiva de eq u id ad social, pues la sociedad de su época era pro fu n d a­ m ente clasista, sino de unificación de ám bitos locales. A este propósito obe-

«Yo soy Hammurabi, el pastor, el elegido de Enlil; soy el que amontona opulencia y prosperidad; el que provee abundante­ mente toda suerte de cosas para NippurDuranki; soy el piadoso proveedor del Ekur (templo de Enlil); el poderoso rey que ha restaurado en su lugar Eridu; que ha purifi­ cado el culto del templo del dios Enki. Soy el que tempestea en las cuatro regiones del mundo; el que magnifica el nombre de Babilonia; el que contenta el corazón de Marduk, su señor; el que todos los días se halla al servicio del Esagil.» (Código de Hammurabi, Prólogo, I, I, 50-60, II, 10)

decc fundam entalm ente la prom ulga­ ción de su célebre Código durante los últimos años de su reinado: «C uando M arduk me hubo encargado de ad­ m inistrar justicia a las gentes y de en­ señar al país el buen cam ino, difundí en el lenguaje del país la ley y la justi­ cia, fom enté el bienestar de las gen­ tes» (Cód. Ham., col. V, 11-20). El Código de H am m urabi, grabado sobre una estela de diorita negra que ha sido abundantem ente reproducida en los m anuales de H istoria del Arte, fue descubierto entre las ruinas de Susa, antigua capital elamita, en 1902, adonde había sido llevada com o p ar­ te del botín de guerra conseguido por el rey S hutruk-nakhuntc a com ien­ zos del siglo XII a.C. Su descubri­ m iento y publicación m arcó un hito en la H istoria del D erecho y de la Li­ teratura y durante m ucho tiem po se consideró a H am m urabi com o el pri­ m er legislador de la Historia. Hoy sa­ bem os que no es así: su legislación no fue la prim era en prom ulgarse en M esopotam ia y tam poco en este cam ­ po fue el m onarca de B abilonia un innovador. Su fam oso C ódigo que contiene doscientos ochenta y dos ar­ tículos de derecho penal, procesal, patrim onial, civil y adm inistrativo, sin establecer entre ellos una separación radical, había sido precedido tiempo atrás por otros ejem plares, de los cua­ les, sin em bargo, no conservam os el original com o en este caso, como son

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Estatua de bronce de la reina elamita Napir Asu (Hacia el 1250 a.C.) M useo del Louvre.

los códigos de U r-nam m u de Ur, Lipitistar de Isin y Bilalam a de Eshnunna. Com o com pilador y sistem a­ tizador del viejo derecho m esopotám ico H a m m u ra b i no se distingue tam poco por su inventiva. Sus leyes no aportan prácticam ente nada origi­ nal en el cam po legislativo. Tampoco se trata de una obra de carácter p ro ­ gresista pues en realidad el Código de H am m urabi se lim itaba a regular el orden establecido: «H am m urabi no destruye ni transform a en absoluto las relaciones socio-económ icas exis­ tentes hasta entonces. Se lim itaba a dejar de lado los particularism os re­ gionales. Form alm ente se m antiene incluso la ordenación en com unida­ des rurales. H am m urabi sólo las su­ bordinó a su poder, instituyendo a al­ gunos de sus funcionarios dentro del aparato adm inistrativo de las com u­ nidades» (Klima, 1983, 187). Tales co­ m unidades rurales hab ían sido el ori­ gen de las ciudades-tem plo sum erias a p artir de las cuales evolucionó pos­ teriorm ente la vida urbana en M eso­ potamia. Las ciudades mcsopotámicas conservaban todavía algunos rasgos específicos de aquellas com unidades rurales com o es la presencia de asam ­ bleas deliberativas integradas por los notables locales. En tiem pos de H am ­ m urabi era un órgano más del palacio. La verdadera im portancia del C ó­ digo de H am m urabi viene dada por el hecho de que unificaba las anterio­ res legislaciones existentes, com o los códigos de U r-nam m u, L ipitistar y E shnunna, proporcionando una h o ­ m ogeneidad ju ríd ic a que antes no había a todas las tierras de su im pe­ rio. Para ello había com pilado y siste­ m atizado un conjunto de preceptos jurídicos en una labor de revisión y puesta al día, que anteriorm ente se p resentaban de form a aislada y hete­ rogénea. Para ello tuvo presente la le­ gislación anterior que modificó, dero­ gó o actualizó con el fin de ajustarla a las características de su Im perio. Pero si todo ello es de un valor incontesta­

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ble y la suya es la prim era gran siste­ m atización de la H istoria del D ere­ cho, no es p or ello m enos cierto la presencia de algunos aspectos clara­ mente regresivos. El principal de ellos lo constituye la fundam entación de su derecho penal en la Ley del Talión aü n te m p e ra d a co n su a p lica ció n siem pre entre ciudadanos de la m is­ m a clase social. N ad a de ello aparece en la anterior legislación m esopotám ica que desconoce el «ojo por ojo, diente por diente» estableciendo en su lugar las pertinentes com pensacio­ nes económicas. Es por ello juicioso considerar que su introducción en el Código de H am m urabi obedece a un eco atávico de la dura ley del desierto de cuya propagación es responsable el elemento semita am orreo. Está tam ­ bién presente una especie de respon­ sabilidad de clan lo que apunta en la m isma dirección señalada, por ejem ­ plo, un albañil paga con la m uerte el hundim iento de un a casa m al cons­ truida si en él perece un inquilino. Si entre los escom bros perece igualm en­ te el hijo de éste, el hijo del albañil deberá p ag ar tam b ién con su vida (Cód. Ham., art. 229-230). Con todo el Código de H am m urabi m antiene una im portancia excepcio­ nal. «Con su prom ulgación, sin em ­ bargo, y a pesar de las pocas innova­ cio n es e stab le cid as, se o rig in ó en M esopotam ia u na reform a judicial de gran alcance, au n q ue bien es ver­ dad que sin excesivas preocupaciones sociales. Se estableció la igualdad ju ­ rídica para todos los ciudadanos, es cierto, pero de un m odo clasista, ya que la aplicación de sus norm as no era idéntica para todos los hom bres» (L ara P ein ad o , 1986, 39). Ju ríd ic a ­ m ente la población estaba dividida en tres clases: las personas de condi­ ció n so cial d e sa h o g a d a (aw ilu), el p u eb lo (m u sh k e n u ) y los esclavos (wardu). C ada uno de estos grupos se caracterizaba p or u n conjunto de de­ rechos y deberes proporcionados. Así un delito com etido contra una pcrso-

Conjunto de cabras montesas Escultura de bronce y oro, procedente de Larsa (S iglo XIX-XVIII a.C.) M useo del Louvre.

22 na del segundo grupo era castigado m enos severam ente que cuando se perpetraba contra un m iem bro de la clase superior. Es este carácter clasis­ ta el que sirve para fundam entar el despotism o de los reyes babilónicos y de la clase dom inante. Sólo en una ocasión se presenta H am m urabi po­ seído de un espíritu reform ador que choca en cierta m edida con algunos de los intereses del sistem a estableci­ do. Se trata de la secularización del poder político y jurídico de la podero­ sa clase sacerdotal. La unidad del tem­ plo y del E stado se h ab ía perdido defin itiv am en te d u ra n te el agitado p erío d o an terio r, que conoció u n a im portante secularización de los bie­ nes de los templos, y ahora el tem plo no era sino u na más de las institucio­ nes de la ciudad y del Estado y la re­ lación del ciu dadano con él adquiere por vez prim era rasgos individuales. A p artir de ahora el palacio dispone de la propiedad del tem plo transm i­ tiéndose su parcela de la adm inistra­ ción pública y de la jurisprudencia a sectores laicos de la sociedad. Desde este m om ento, al m enos eso se pre­ tende, el tribunal civil tendrá absolu­ ta prim acía sobre el estam ento cleri­ cal que hasta entonces contaba con el m onopolio de la adm inistración de justicia, y la actuación de los sacerdo­ tes en este contexto se verá lim itada al caso de recibir el ju ram en to prestado ante las divinidades. No obstante el tem plo no perdió, com o veremos, sus importantes prerrogativas económicas.

4. La administración del Estado La ad m in istració n no difiere esen­ cialm ente de la que se observa en otras partes aunque su escala había aum entado. Para la ejecución de to­ das las tareas adm inistrativas, políti­ cas, económ icas, legislativas y ju ríd i­ cas se precisaba un am plio aparato burocrático cuyos m áxim os represen­

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ta n te s e ra n al m ism o tiem p o los m iem bros más im portantes de la cla­ se social dom inante (awilu). En las capas sociales m ás elevadas se en ­ contraban tam bién los altos jefes del ejército y los altos dignatarios del es­ tam ento clerical. El antiguo sistema de ensis, característico de los prim eros im perios, había llegado casi a desa­ p arecer en los turbulentos tiem pos que siguieron a la disolución del po­ der de los reyes de Ur com o una con­ secuencia de la fragm entación políti­ ca de M esopotam ia. En algunos casos el térm ino volvió a designar al prínci­ pe de una ciudad independiente, pero en la época de H am m urabi se utiliza­ ba para designar a una especie de feudatario del estado, lo que es claro síntom a de su desvalorización. Era el propio rey, com o cabía espe­ rar, el que se situaba en la cúspide de todo el com plejo aparato adm inistra­ tivo. El soberano detentaba los títulos de «rey de la totalidad» o «rey de las cuatro regiones del m undo» con lo que hacía gala, com o m ucho antes Sargón, del carácter universal de su dom inio. El era adem ás, y en esto H am m urabi no se distinguía de otros m onarcas m esopotám icos, sum o le­ gislador, juez y general en jefe de los ejércitos y se encontraba auxiliado en sus tareas de gobierno por una serie de dignatarios que, al igual que antes, no obedecían en las funciones que desem peñaban a una estricta regla­ m entación m inisterial. No había es­ pecialización de cargos: com o servi­ dores ante todo del m onarca poseían poderes considerables y diversos que en ocasiones podían d ar lugar a un cierto conflicto de atribuciones. La docum entación de que dispone­ mos para trazar siquiera un esquem a del funcionam iento de la vida adm i­ nistrativa en B abilonia bajo H am m u ­ rabi es realm ente fragm entaria y de procedencia m uy dispar. Por ello no siem pre resulta fácil reconstruir la es­ cala jerárquica de cargos y funciones, sobre todo si atendem os al hecho de

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que los propios docum entos m an i­ fiestan, com o se ha dicho, la existen­ cia de una «confusión de poderes». La ausencia de un a clara separación de índole m inisterial hace que la di­ versidad de títulos no im plique, por lo tanto, ningún reparto concreto de atribuciones p or lo que todos los car­ gos, al m enos los m ás im portantes, llevaban consigo un fondo de activi­ dades que correspondía a una autén­ tica polivalencia de funciones. Los docum entos presentan a m enudo im ­ portantes lagunas: tal o cual funcio­ nario aparece citado aquí, pero no allá en un contexto sim ilar. El propio Código de H am m urabi escasea en la m ención de los cargos adm inistrati­ vos apareciendo citados tan sólo el gobernador de la ciudad, los correos y algunos altos jefes del ejército. Existía p o r lo dem ás, heredada de épocas anteriores, una cierta sem e­ jan za entre la adm inistración del p a ­ lacio, la de u n tem plo o la de una de­ term inada provincia. Por otra parte, cada conquistador de turno, y H am ­ m urabi no constituía ninguna excep­ ción al respecto, adoptaba la adm i­ nistración local de cada ciudad con­ quistada, sustituyendo solam ente los cargos más im portantes. Es por ello que con una serie de datos dispersos procedentes de E sh n u n n a, M ari, Sip­ par, Larsa y la propia B abilonia p o ­ dem os in ten tar al m enos un cuadro algo aproxim ado. Al frente del ejército, cuya je ra r­ quía es la que m ejor conocem os, se encontraba el ugula-maitu con su su­ b ordinado el wcikil amurrim, que en un principio había sido el jefe de los co n tin g e n te s in te g ra d o s p o r am orreos para convertirse luego en un cargo m ilitar indiferenciado. El reclu­ tam iento dependía de los gobernado­ res de provincias que actuaban ante las órdenes del rey, llevándose a cabo la leva tanto entre la población se­ dentaria com o entre los nóm adas. Al m argen de las levas circunstanciales existía un cuerpo profesional bien en ­

23 trenado que tenía a su cargo la for­ m ación de cuadros de m ando y ofi­ ciales. Unos y otros pertenecían a la clase social de los awilu y recibían co­ mo pago a sus servicios el usufructo de haciendas que constaban de una casa con tierras y huertas. Tal benefi­ cio (ilku) podía transm itirse a los hi­ jos o en su caso a la viuda. Por debajo de los oficiales —designados con el ideogram a PA.PA— se en co n trab an los laputtu encargados del m ando di­ recto de los soldados (redu) que inte­ graban la tropa. Cargos im portantes de palacio eran el «prefecto» (.shapiru), el archivero (shciduba) y el tesorero (shanda-bcikkum ). Algunos de estos cargos nos los encontram os tam bién en la adm i­ nistración de las provincias. Al frente de ellas y com o responsable máxim o se encontraba un gobernador (shakcina kku m ), antiguo shagin sum erio, que estaba encargado del orden, del re­ clutam iento, del m antenim iento de los fu n c io n a rio s su b altern o s y del funcionam iento económ ico de su dis­ trito. De él dependía el «prefecto del país» (shapiru-mcitim). Al frente de las ciudades había tam bién prefectos y alcaldes (rabicinum). A continuación podem os citar a los tesoreros, al «jefe de los depósitos de grano» (kagurrum) y al «jefe del catastro» (shassuku m ), cargos que existieron segura­ m ente tam b ién en palacio. En las provincias los gobernadores tenían tam bién bajo sus órdenes a los jefes de circunscripciones (bel pahatim ) de los cuales dependían a su vez los jefes de poblados (suqaqu). C ontaban para su gestión con escribas, correos (sukkalu) y fuerzas de policía. La adm i­ nistración de los templos era dirigida por sacerdotes shangu y encontram os por todas partes un personal subal­ terno, los llam ados shcitcimmu, espe­ cie de agentes adm inistrativos que se ocupaban de la m ayoría de asuntos de índole ordinaria, com o el control de los rebaños, la recaudación de cen­ sos en especies o dinero, o la organi-

24 zación de los alm acenes. Todo el fun­ cionam iento de esta com pleja estruc­ tura adm inistrativa era supervisado por el prim er m inistro (isaku) respon­ sable de gobernadores, alcaldes y de­ más funcionarios. La adm inistración central residía en palacio y la agili­ dad del sistema era asegurada p o r un desarrollado cuerpo de correos ya que la correspondencia adm inistrativa y diplomática era muy numerosa. Igual­ m ente el espionaje era m uy activo en todas partes. La cancillería, m ediante sus oficinas de correspondencia, ser­ vía de enlace entre la sede del gobier­ no central y los servicios instaurados en todas las provincias. Pese a la acen­ tuada centralización adm inistrativa H am m urabi perm itió la existencia de los antiguos consejos locales. Si bien los gobernadores y los alcaldes eran los representantes del rey cada uno de ellos estaba rodeado de u n conse­ jo. El consejo del gobernador podía incluir a los funcionarios m ás desta­ cados de la provincia m ientras que el de los alcaldes estaba integrado por los notables de la ciudad. Esta asam ­ blea local adm inistra los bienes m u­ nicipales, procede al arrendam iento de sus tierras y percibe los im puestos obtenidos en la ciudad, bajo la super­ visión de los funcionarios reales de la provincia. Si la confusión de poderes y el con­ flicto de atribuciones era uno de los males que parece h ab e r caracterizado la adm inistración, el otro fue sin d u ­ da alguna la excesiva rigidez de la centralización adm inistrativa que im ­ pedía a cualquier funcionario el más m ínim o atisbo de iniciativa. Ello se debía al hecho fundam ental de que el E stado se co n fu n d ía con la propia p ersona del m o n arca lo que hacía que el lazo no se estableciera entre los funcionarios y el Estado, sino que éstos se en co n trab an ligados perso­ nalm ente a aquél. A nte todo eran sus servidores al igual que él no era más que el servidor de los dioses a quienes en últim o térm ino pertenecía todo.

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Pero una cosa es recibir órdenes de los dioses y otra muy distinta que és­ tas las transm ita un inm ediato supe­ rior jerárquico. El m onarca lo contro­ laba todo por lo que no era fácil hacer gala de alguna ligera autonom ía. Así, los prefectos y alcaldes de las ciuda­ des, encargados de su adm inistración y en particular de la ejecución de los trabajos públicos, recibían órdenes directas del rey pese a estar subordi­ nados al gobernador. La carencia ab ­ soluta de iniciativa era p a rtic u la r­ m ente grave en el caso de los gobier­ nos provinciales ante una situación de conflicto. Ello podía im plicar una peligrosa dem ora en su solución y sí la am enaza era de orden m ilitar las perspectivas eran aún m ás negras. Si las instrucciones no llegaban conve­ nientem ente a tiem po podía provo­ carse un desenlace fatal. P ro b ab le­ m ente esta esclerotización del siste­ m a adm inistrativo babilonio sea uno de los factores que explique el de­ rrum bam iento del Im perio ante pre­ siones insospechadas.

5. La organización social durante el período paleobabilónico Ya se ha visto com o el C ódigo de H am m urabi distinguía desde una pers­ pectiva jurídica tres categorías socia­ les: awilu (libres), mushkenu (siervos) y wardu (esclavos). N o obstante la realidad teniendo en cuenta los facto­ res de tipo económ ico era m ucho más com pleja. Por ejem plo, entre los awi­ lu, ciudadanos totalm ente libres que m antenían una posición desahogada, constituyendo el grupo social dom i­ nante dentro de la estructura clasista de la sociedad babilónica, se podían distinguir varias capas diferenciadas por su posición en la escala de res­ ponsabilidades. D espués de la corte y las jerarq u ías adm inistrativas civiles, religiosas y m ilitares, venían los ricos hacendados, los com erciantes y los

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artesanos cualificados. Por últim o los pequeños productores y todos aque­ llos que ejercían alguna profesión de tipo liberal, com o los médicos, alba­ ñiles, etc. Tal jerarq u izació n se en­ contraba sancionada legalm ente se­ gún se observa por los distintos tipos de penas aplicados en el Código de H am m urabi: «Si un señor (awilum) ha desprendido un diente de un señor de su m ism o rango se le desprenderá uno de sus dientes» (art. 200). «Si ha desprendido el diente de un subalter­ no (mushkenum ), pagará u n tercio de mina de plata» (art. 201). «Si un señor ha golpeado la mejilla de un señor que es superior a él será golpeado p ú ­ blicam ente con un vergajo de buey sesenta veces» (art. 202). «Si el hijo de

un señor ha golpeado la m ejilla de un hijo de un señor que es com o él, p a­ gará una mina de plata» (art. 203). La situación de los m ushkenu, el grupo social interm edio, era un tanto com pleja. No se trataba propiam ente de esclavos, pero tam poco eran com ­ pletam ente libres ya que se trataba de personas subordinadas y dependien­ tes de otras en el ám bito laboral, por lo que se ha llegado a pensar que su origen se encuentre entre antiguos awilu que se hab ían precipitado a esta condición desde su status anterior o esclavos que h ab ían sido m anum iti­ dos. Se trataba de agricultores, pasto­ res, pescadores y pequeños artesanos poco cualificados que, aunque po­ dían poseer sus propios bienes, e in-

Estatuilla de orante correspondiente a la época de Hammurabi

(Siglo XVIII a.C.) Museo del Louvre.

26 cluso esclavos, d ep e n d ía n p a ra su subsistencia del palacio o del templo. Si cultivaban las tierras no p o dían ab an d o n arlas y estaban obligados a entregar al palacio o en su defecto al tem plo una parte de sus beneficios. A quellos que ejercían com o artesa­ nos tam poco po d ían a b a n d o n a r su lugar de trabajo. Es esta dependencia económ ica y esta falta de m ovilidad la que lleva a considerar a los mushkenu com o una especie de siervos o, en cualquier caso, de «semi-libres». Sus derechos y sus bienes estaban re­ gulados por la ley y durante las cam ­ pañas guerreras estaban obligados a participar en ellas. Su situación m ate­ rial debía ser, p or lo general, bastante precaria h ab id a cuenta de que el C ó­ digo de H am m urabi establece que los pagos de los mushkenu a profesiona­ les com o m édicos, veterinarios o al­ bañiles no h ab rán de ser m ás que la mitad de los honorarios que por los mismos servicios les pagaría un owilum. E n contrapartida, las indem ni­ zaciones en caso de negligencia pro­ fesional serán sólo ta m b ié n de la m itad. De la m ism a forma, com o ya se indicó, para los delitos com etidos contra un m ushkenum el castigo es siem pre m enor que si se tratara de un owilum: «Si un señor ha reventado el ojo de otro señor se le reventará su ojo. Si un señor ha roto el hueso de otro señor se le rom perá su hueso. Si ha reventado el ojo de un subalterno o ha roto el hueso de un subalterno p a g a rá u n a m in a de p la ta » (arts: 196-198). La tercera categoría social recono­ cida era la de los esclavos (wardu) cu­ ya situación tam poco era hom ogé­ nea. Su situación m aterial dependía en la práctica del carácter y la posi­ ción de sus amos. O bviam ente no re­ sultaba lo m ism o ser esclavo de un awilum que de un mushkenun. Por lo general se trata de una esclavitud do­ méstica a la que se ha podido llegar de diversas formas. U na era la m ise­ ria que en ocasiones obligaba a los

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ciudadanos más hum ildes a venderse com o esclavos o bien a vender con es­ te carácter a m iem bros de su familia. U na form a especialm ente típica de la esclavitud m otivada por una m ala si­ tuación económ ica era la de la escla­ vitud en fianza. A m enudo las deudas contraídas p o r las personas libres po­ dían provocar su esclavización si ésta no era capaz de satisfacer de otra for­ ma las exigencias de sus acreedores. El deudor podía entregarse a sí m is­ mo o bien ofrecer a su m ujer o a sus hijos. El acreedor estaba entonces en derecho de em plear al deudor como m ano de obra o venderle com o escla­ vo. A lgunos docum entos proporcio­ nan datos sobre la venta de niños en este contexto durante este período en Babilonia. El Código de H am m urabi lim itaba este tipo de esclavitud a tres años y protegía a los esclavos en fian­ za contra los m alos tratos y la arbitra­ riedad del acreedor. Este hecho es sintom ático de la gran expansión que conoció esta form a de esclavitud por deudas com o consecuencia de la m a­ la situación económ ica de los ciuda­ danos hum ildes y de los abusos de los prestam istas que, habiéndose conver­ tido p o r sus negocios en dueños del m ercado de dinero, ejercían una fuer­ te presión económ ica sobre la m ayor parte de los propietarios. El propio H am m urabi hubo de tom ar cartas en el asunto para im pedir que la extor­ sión se ejerciera a m enudo sobre los más débiles: «Si un m ercader ha pres­ tado grano o plata con interés y si h a­ biendo cobrado el interés del grano o de la plata no ha deducido toda la cantidad de grano o plata que recibió y no redacta un nuevo contrato, o bien ha añadido el interés al capital principal, el m ercader devolverá do­ blada la cantidad de grano o de plata que recibió» (art. 93). «Si un m erca­ der ha prestado grano o plata con in­ terés sin testigos ni contrato perderá cuanto prestó» (art. 95). Uno podía llegar a convertirse tam ­ bién en un esclavo com o consecuen-

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cia de la sentencia de un tribunal an ­ te delitos cometidos. U na negligencia grave en el m antenim iento del siste­ m a de riegos que pudiera ocasionar daños a terceros era igualm ente un motivo ante la falta de com pensación económica: «Si un señor ha sido ne­ gligente para reforzar el dique de su cam po y no reforzó su dique, si en su dique se abre una brecha, si con ello ha perm itido que las aguas devasten las tierras de laboreo, el señor en cu­ yo dique se abrió la brecha com pen­ sará el grano que ha hecho perder. Si no puede pagar el grano, se le vende­ rá a él y a sus bienes y los ocupantes de la tierra de laboreo, cuyo grano es­ tropeó el agua, se repartirán el benefi­ cio» (arts. 53-54). La situación de los esclavos era un tanto am bigua. A unque eran conside­ rad o s com o bienes que se p o d ían vender o heredar poseían una perso­ nalidad jurídica que les perm itía ca­ sarse con una m ujer libre, en cuyo ca­ so sus hijos eran tam bién libres, poseer sus propios bienes y com parecer ante la justicia. Igualm ente existía siem pre la posibilidad de u n a m anum isión. Esta podía realizarse por adopción o m ediante com pra. En este últim o ca­ so el precio de la venta se pagaba o bien con el dinero que el propio es­ clavo había ahorrado, o bien con una siima aportada por sus familiares. Los ciudadanos babilonios que hab ían si­ do hechos prisioneros durante una cam paña m ilitar debían, según las le­ yes de H am m urabi, ser rescatados por el tem plo de su ciudad o por el p ala­ cio si eran del todo insolventes. Junto a este tipo de esclavitud do­ méstica en la que el dueño se veía obligado p o r ley a cu id ar de su escla­ vo, hasta el punto que debía satisfa­ cer los honorarios m édicos derivados de su atención en caso de que cayera enferm o, existían tam b ién esclavos públicos propiedad del Estado y que se encontraban al servicio del tem plo o del palacio y su situación debía ser bastante sim ilar a la de los anteriores,

ya que el Código de H am m urabi los cita frecuentem ente juntos. Otro tipo de esclavitud era la de los prisioneros de guerra (asiru) y los deportados. Su situación no estaba en m odo alguno contem plada por la ley, por lo que ca­ recían de estatuto jurídico com o las dem ás categorías sociales. Aunque no parecen haber sido utilizados ab u n ­ dantem ente durante este período su situación m aterial debía ser bastante precaria ya que se encontraban a m e­ nudo som etidos a duras prestaciones. La fam ilia era de tipo patriarcal por lo que el varón conservaba siem ­ pre prerrogativas y derechos superio­ res a los de la mujer. La discrim ina­ ción de ésta no era, por otra parte, tan aguda com o en la sociedad asiría. En B abilonia la m ujer podía realizar ne­ gocios por su cuenta, acudir a los tri­ bunales e incluso ejercer algunos car­ gos en la a d m in istra c ió n p ú b lica, como escriba o com o m iem bro de un colegio de jueces. Pero sólo la m ujer era castigada en caso de adulterio y la iniciativa del divorcio correspondía únicam ente al m arido. La principal causa para la disolución del m atri­ m onio, cuya validez descansaba so­ bre la redacción de un contrato, era la esterilidad en cuyo caso, si la m ujer no había faltado a ninguno de sus de­ beres conyugales, recibía la devolu­ ción de su dote y una indem nización fijada de an tem a n o en el contrato m atrim onial. U na enferm edad grave de la m ujer era tam bién causa de di­ vorcio ante lo cual ésta podía optar por ab a n d o n ar la familia de su m ari­ do y recuperar la dote, o vivir en una casa aparte m antenida por su m ari­ do. La dote, aunque propiedad de la mujer, era usufructuada por el m ari­ do y a la m uerte de ésta pasaba a sus hijos, o a sus padres en caso de que no los tuviera. La ley reconocía al m arido el derecho de tom ar una con­ cubina cuando su esposa fuera estéril aunque ésta tenía siem pre un rango superior dentro de la fam ilia de su es­ poso. La ley preveía tam bién la adop­

28 ción de un hijo para asegurar la des­ cendencia, g ozando de los m ismos derechos que un descendiente legíti­ mo, y si era esclavo quedaba entonces m anum itido. Los bienes del m atri­ m onio pertenecen a los dos cónyuges y am bos son, por lo tanto, responsa­ bles de las deudas contraídas por el otro durante el mismo. Pero sólo el m arido podía entregar a su m ujer a un acreedor para hacer frente al pago de sus deudas. El padre poseía la plena potestad sobre sus hijos que no podían dispo­ ner del patrim onio dom éstico, y en caso de m uerte del esposo la m adre puede ejercer la au toridad fam iliar siem pre que no existan hijos m ayo­ res. Estas viudas no podían contraer nuevo m atrim onio sin la debida apro­ bación jurídica, salvo en el caso de que no contasen con medios necesa­ rios para m antener a su familia. La herencia se repartía preferentem ente entre los hijos varones, pues las hijas ya habían cobrado un anticipo de la m isma al recibir la dote. A unque la herencia se dividía en partes entre los hijos carnales, los adoptivos y los de la concubina si h ab ían sido legitim a­ dos, el prim ogénito m antenía el dere­ cho de poder escoger prim ero su p ar­ te. Los hijos se encontraban protegidos por la ley frente a la arbitrariedad del padre que no podía desheredarlos sal­ vo en caso de faltas muy graves com ­ probadas judicialm ente. Si el esposo a b a n d o n ab a de m odo arb itrario la com unidad a la que pertenecía el m a­ trim onio quedaba an ulado y la m ujer era libre de casarse nuevam ente. Pero si el esposo era hecho prisionero d u ­ rante la guerra sólo podía contraer m atrim onio nuevam ente en caso de que no dispusiera de m edios suficien­ tes p ara m antener a su familia. Aún así, si regresa su prim er esposo debe volver con él au n q u e los hijos que hubiera tenido con el segundo queda­ rán bajo la potestad de éste: «Si un señor es hecho cautivo y hay en su ca­ sa lo suficiente para vivir, su esposa

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conservará su casa y cuidará de su persona; no entrará en la casa de otro hom bre. Si esa m ujer no cuida de su persona sino que entra en la casa de otro hom bre será arrojada al río des­ pués de habérselo probado. Si un se­ ñor es hecho cautivo y no hay en su casa lo suficiente para vivir, su esposa puede en trar en la casa de otro hom ­ bre sin culpa. Si un señor es hecho cautivo sin que haya en su casa lo su­ ficiente para vivir y antes de su regre­ so su esposa ha entrado en casa de otro hom bre y ha tenido hijos, si más tarde su m arido ha regresado a su ciudad, esa m ujer regresará junto a él y los hijos perm anecerán con su p a­ dre» (arts. 133-134-135). El rasgo más característico de la so­ ciedad babilónica de este período es el auge de los valores individuales, fundam entados sobre la propiedad privada. Esto es algo que se com prue­ ba en la capacidad jurídica alcanza­ da por la m ujer dentro de la familia, así com o en la personalidad jurídica que caracteriza a mushkenu y escla­ vos. La am bigüedad en la situación de éstos últim os provenía del hecho de que se trataba en su m ayor parte de antiguos ciudadanos libres que por una razón u otra se habían visto abo­ cados a tal condición. No eran consi­ derados en m odo alguno com o cosas pues su figura jurídica era contem ­ plada por la ley. En general las leyes de H am m urabi garantizaban el desa­ rrollo de todos estos valores indivi­ dualistas y las relaciones del ciu d ad a­ no con la justicia adquirieron tam ­ bién rasgos individuales. Tribunales civiles creados en cada provincia eran responsables de una aplicación justa de la ley. El propio H am m urabi se encontraba interesado en asegurar la honradez y equidad de los jueces: «Si un juez ha juzgado una causa, pro­ nunciado sentencia y depositado el docum ento sellado, si, a c o n tin u a ­ ción, cam bia su decisión, se le proba­ rá que el juez cam bió la sentencia que había dictado y pagará hasta do­

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ce veces la cuantía de lo que motivó la causa. Además, públicam ente, se le h ará levantar de su asiento de justicia y no volverá más. N unca más podrá sentarse con los jueces en un proce­ so» (art. 5). Ello es buena prueba de que se quería g aran tizar la igualdad de todo ciudadano ante la adm inis­ tración de justicia.

del templo. Esta evolución se observa perfectam ente en un hecho significa­ tivo: las fuentes que nos ilustran so­ bre la actividad económ ica tienen un carácter esencialm ente distinto a las de épocas anteriores. Los docum en­ tos adm inistrativos son ahora m ucho más escasos que en tiem pos de la Ter­ cera D inastía de Ur, ab u ndando en

6. La economía durante el período paleobabilónico En líneas generales durante este pe­ ríodo se produce un tránsito cada vez más im portante desde una econom ía estatalizada y centralizada a un siste­ ma m ás flexible que com bina la acti­ vidad privada en el desarrollo del co­ mercio con la propiedad privada de los m edios de producción, lo cual no quiere decir que el Estado a través de in stitu cio n es com o el p alac io y el tem plo no desem peñara un papel de im portancia en la organización eco­ nóm ica. Pero la iniciativa privada re­ posando sobre una posesión indivi­ dual de los bienes había alcanzado un papel destacado. El proceso, que se h abía iniciado tiem po atrás, res­ pondía a la quiebra de las viejas es­ tructuras estatales tras el derrum ba­ m iento político de la Tercera D inastía de Ur. La expansión de las fuerzas productivas y de la actividad com er­ cial tendía a disolver la propiedad se­ ñorial m ientras que el derecho indivi­ d u alista a tac ab a los cim ientos del régimen patrim onial. Desde el perío­ do neosum erio com erciantes y fun­ cionarios com enzaban a realizar ne­ gocios por su propia cuenta invirtiendo en ellos las ganancias realizadas en el curso de sus viajes, capitales adelantados a m odo de préstam o por los tem plos, o los beneficios produci­ dos por sus rentas y su peculiar situa­ ción adm inistrativa. De esta forma fue surgiendo un a clase m edia econó­ m ica detentadora de sus propios m e­ dios de producción que antes eran propiedad casi exclusiva del palacio y

Estatua de piedra de una diosa

(Siglo XVIII a.C.) Museo del Louvre.

30 cam bio los contratos privados y los docum entos con notas sobre la ad m i­ nistración y la contabilidad de em ­ presas que pertenecen a particulares (Bottero, 1972, 166; G add, 1973, 192). A ún así, el Estado intervenía regu­ lando los salarios y los precios, deten­ tando parte de la propiedad de la tie­ rra a través de sus institu cio n es e invirtiendo capitales en em presas de índole comercial. La propiedad de la tierra se dividía entre palacio, tem plo y los particulares. Los bienes estatales gozaban de una protección especial sancionada p or la ley: «Si un señor roba la propiedad religiosa o estatal será castigado con la muerte. Además el que recibió de sus m anos los bienes robados será igualm ente castigado con la muerte... Si un señor roba un buey, un cordero, un asno, un cerdo o una barca a la religión o al Estado, resti­ tuirá hasta treinta veces su valor... Si el ladrón no tiene con que restituir se­ rá castigado con la muerte... Si un se­ ñ o r dio refugio en su casa a un escla­ vo o a una esclava fugitivos, pertene­ ciente al Estado o a un subalterno y si no lo entregó a la llam ada del prego­ nero el dueño de la casa recibirá la m uerte» (arts. 6-8-16). Los tem plos, que constituían factores económicos independientes, eran todavía grandes propietarios que actuaban al m odo «capitalista», no solam ente explotan­ do sus propios dom inios con sus tra­ bajadores y esclavos, sino prestando a interés grandes sum as de dinero, grano o ganado a los com erciantes y agricultores. Las tierras p ro p iedad de palacio eran explotadas m ediante distintos procedim ientos. Una parte era arren­ dada a granjeros que aportaban su aparcería y que estaban protegidos p or la ley contra un a falta de irriga­ ción: en tal caso tenía derecho a que se le proporcionara un lote m ejor si­ tuado o a satisfacer u n alquiler m e­ nor. O tra parte de las tierras de p ala­ cio era entregada para su explotación a colonos que recib ían tam bién la

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aparcería necesaria y debían satisfa­ cer un im puesto en especie. U na ter­ cera parte de la tierra era trabajada por peones al servicio del Estado a los que se asignaba una pequeña p a r­ cela para que pudieran m antenerse del producto de sus cosechas. Por úl­ timo, los funcionarios civiles y m ilita­ res recibían en contrapartida de una prestación de servicios personales un beneficio (ilku) de tierras, casa y ga­ nado, tratándose de la posesión en precario de su usufructo, por lo que tales beneficios no eran enajenables aunque sí se podían transm itir here­ ditariam ente: «Si un oficial o un es­ pecialista m ilitar ha sido hecho p ri­ sionero m ientras servía las arm as del rey, durante su ausencia se dará su cam po y su huerto a otro que cum pli­ rá con las obligaciones del feudo; si regresa y vuelve a su ciudad, le serán devueltos su cam po y su huerto y será él quien cum pla las obligaciones del feudo. Si un oficial o un especialis­ ta m ilitar h a sido hecho prisionero m ientras servía las arm as del rey y su hijo es capaz de cum plir las obliga­ ciones del feudo, le serán entregados el cam po y el huerto y él cuidará de las obligaciones de su padre... Si un señor ha com prado el cam po, el huer­ to o la casa de un oficial, de un espe­ cialista m ilitar o de un recaudador de impuestos, su contrato será roto y per­ derá su plata. C am po, huerto o casa volverán a su dueño» (arts. 27-28-37). Estas tierras concedidas por el Estado a sus funcionarios tenían por térm ino m edio una superficie de entre seis a treinta y seis hectáreas, llegando en ocasiones a alcan zar una cifra m áxi­ ma de setenta. Los p ropietarios particulares p o ­ dían disponer librem ente de sus tie­ rras, que norm alm ente arren d ab an a terceros, y estaban obligados por la ley a efectuar en los cam pos de su propiedad el m antenim iento del sis­ tema de riego. El C ódigo de H am m u ­ rabi preveía san c io n e s para todos aquellos que causaran perjuicio des­

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cuidando esta obligación. Si el cam ­ po que se arren d ab a no había sido cultivado hasta entonces el contrato se efectuaba por tres años y sólo en el últim o debía el arrendatario entregar la parte de beneficio acordado que, por regla general, ascendía a la terce­ ra parte de la cosecha. En caso de que alguna dificultad ajena al arren d ata­ rio, com o por ejem plo catástrofes n a­ turales, le im pidiera cum plir sus com ­ prom isos en el plazo establecido, la ley le autorizaba a exigir del dueño de la tierra la prórroga por otro año del contrato de arrendam iento. Por lo general, salvo unos pocos te­ rratenientes, se trataba de pequeños propietarios y granjeros cuyo nivel de vida era bastante bajo. C uando no arrendaban la tierra la trabajaban con ayuda de la fam ilia y ocasionalm ente de algunos jornaleros. M ás raro toda­ vía era el em pleo de esclavos en las faenas agrícolas por parte de los pe­ queños propietarios ya que el precio de estos, que equivalía al de un buey, los hacía en general poco asequibles. A m enudo los agricultores contraían deudas y debían en ajenar sus cam pos p ara hacer frente a ellas. A quellos que no p odían satisfacerlas perdían sus bienes y p asab an a depender eco­ nóm icam ente de otra persona. De es­ ta forma la tierra se iba concentrando en las m anos de algunas personas cu­ ya fo rtu n a m o b ilia ria estab a m uy p o r encim a de la de los pequeños cam pesinos. Estos últim os, debido a los grandes gastos que suponían el arrendam iento, la com pra de sim ien­ tes, la renovación del instrum ental, el em pleo de jornaleros, el alquiler de anim ales y su propio m antenim iento personal y el de su fam ilia, llevaban una vida muy sobria constituyendo los cereales el alim ento básico de su dieta. La vida en las ciudades, entre la clase m edia integrada por com ercian­ tes, artesanos y m iem bros de las p ro ­ fesiones liberales era m ás desahoga­ da. Aquellas eran fundam entalm ente

«Voy a referir una cosa que, después, na­ turalmente de la ciudad misma, constituye a mi juicio la mayor maravilla de todas las de esta tierra. Los barcos en que navegan río abajo para ir a Babilonia, tienen forma circular y están hechos de cuero. En efec­ to, después de cortar madera de sauce en el país de los armenios, que habitan al nor­ te de los asirios, y hacer las cuaderanas, extienden por su parte exterior unas cu­ biertas de cuero a modo de suelo, pero sin fijar el contorno de la popa ni estrechar la proa, sino que los hacen redondos como un escudo; luego llenan toda la embarca­ ción de heno y cargan en ella varios géne­ ros, y en especial ciertas tinajas de madera de palma llenas de vino, y dejan que la co­ rriente los arrastre río abajo. Gobiernan el barco dos hombres en pie por medio de dos remos a la manera de palas; el uno boga hacia dentro y el otro hacia fuera. Estas embarcaciones se contruyen muy grandes, unas, y más pequeñas otras; las mayores pueden llevar una carga de hasta cinco mil talentos (unas 185 toneladas). En cada embarcación, además va un asno vi­ vo y en las mayores varios. Pues bien, tras arribar navegando a Babilonia y vender la carga, suelen subastar las cuadernas del barco y la totalidad del heno; después car­ gan los cueros en los asnos y regresan a Armenia, pues ocurre que es de todo pun­ to imposible remontar el río, debido a la ra­ pidez de su corriente; ésta es también la razón por la que no hacen sus embarca­ ciones de madera, sino de cuero.» (Herodoto, I, 194, 1-4)

centros de actividad com ercial y p ar­ ticipaban con ello de sus beneficios. Com o el país carecía de toda una se­ rie de recursos necesarios para su de­ sarrollo económ ico e! com ercio había alcanzado una extraordinaria activi­ dad. La plata y el cobre procedía del Asia M enor, el estaño llegaba a través de Asiria, la m adera de las m ontañas de Siria y del Líbano y los esclavos de los territorios situados m ás allá del curso alto del Eufrates. El propio es­ plendor de Babilonia se debía en gran parte a su situación estratégica en m edio de las rutas del tráfico com er­ cial. Toda la actividad com ercial des­ cansaba en m anos de mercaderes pro­

32 fesionales (tam karu) que em pleaban agentes com erciales (shamallu) para realizar sus negocios. Se trataba de personajes sumamente influyentes pues realizaban las com pras p o r cuenta del palacio y el tem plo y por su rango form aban parte frecuentemente de los colegios judiciales. Al m ism o tiem po realizaban sus propios negocios p ar­ ticulares. Se en co n traban reunidos en u n a corporación a cuya cabeza se en­ contraba el wakil tamkari. Com o agen­ tes ad m in istrativos que recibían el beneficio iilkü) del usufructo de un lote de tierra al tom ar posesión de su cargo, se encargaban de la recauda­ ción de los im puestos. Su posición oficial, ju n to a las actividades que se les encom endaba, les daba la oportu­ nidad de am pliar su capital privado realizando transacciones y otro tipo de negocios p o r su cuenta. De esta m anera llegaron con el tiem po a in ­ vertir estos capitales en la concesión de créditos con interés por lo que lle­ garon a convertirse virtualm ente en detentadores del tráfico de dinero. Esto les perm itía, ju n to a sus responsabili­ dades ya señaladas, ejercer una fuerte presión sobre los pequeños propieta­ rios que frecuentem ente se encontra­ b an en m an o s de estos poderosos prestam istas, de tal form a que llegó a hacerse preciso im pedir sus extorsio­ nes y sus negocios de usura m ediante una regulación de tipo legal. La ley establecía los tipos de interés que en el Código de H am m urabi era del 20 por 100 si el préstam o era de dinero y del 33 por 100 si era en grano. De la m ism a m anera se in tentaba evitar el fraude: «Si un m ercader ha prestado grano o plata con interés y si cuando lo presta con interés entrega la plata con peso pequeño o el grano con m e­ dida inferior y cu an d o debía reco­ brarlo quiere conseguir la plata con el peso grande o el grano con la m edi­ da grande, ese mercader perderá cuan­ to prestó» (art. 94). H ay que ten er en cuenta que el tamkarum era ante todo un funciona­

Akal Historia del M undo Antiguo

rio público que aprovechaba su posi­ ción privilegiada para realizar opera­ ciones por su cuenta dentro de un esquem a de econom ía sin mercado. Quiere esto decir que toda esta activi­ dad com ercial se regulaba por dispo­ siciones adm inistrativas que em an a­ b an de los circuitos oficiales ante la ausencia de m ercados creadores de precios tal y com o los concebim os hoy. Ello se debe fundam entalm ente a que se trata de un com ercio adm i­ nistrativo disposicional en el que las equivalencias y las garantías relativas al tránsito y a la lim pieza de las ope­ raciones se econtraban reguladas por m edio de disposiciones legales. Ello es tanto m ás así en cuanto toda esta actividad se inscribe en el sistem a de economía redistributiva practicado por el palacio (Polanyi, 1976, 61-75; Oppenheim , 1976, 77-86). En general todo el período experi­ m enta un alza de precios que reper­ cute negativam ente en el nivel de vi­ da de las capas sociales más hum il­ des. Debem os p ensar que la presión im positiva era sin duda gravosa ya que el m ism o H a m m u ra b i se vio obligado en los com ienzos de su rei­ nado a dictar m edidas para abolir las d eudas y d ictar exenciones de im ­ puestos a fin de sanear el clim a so­ cial. C on objeto de hacernos una idea siquiera aproxim ada direm os que un arado costaba cinco siclos de plata (un siclo equivalía a unos ocho gra­ mos, m ientras que la mina era el equi­ valente de 60 siclos, lo que viene a sig­ nificar unos quinientos gramos) y que el alquiler anual de un trabajador se situaba entre los seis y los diez siclos de plata. U n asno costaba quince si­ clos de plata. Un pequeño cam po de un bur (unas 6,3 hectáreas) podía pro­ ducir por térm ino m edio una cosecha de treinta gur (cada gur equivalía a unos 120 litros de cereal) por la que se podía obtener unos cuarenta y cinco siclos de plata. T eniendo en cuenta que u n a tercera parte venía a pagarse en concepto de arrendam iento o para

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satisfacer otros im puestos, la can ti­ dad anual de que disponía un peque­ ño ag ric u lto r era de tres a cuatro veces m ayor de lo que recibía un jo r­ nalero. A ún así com o se puede com ­ p ro b ar su condición no era muy envi­ diable. Si tal agricultor quería adqui­ rir un buey debía desem bolsar veinte siclos de plata, si quería com prar acei­ te debía pagarlo a un precio m edio de un siclo de plata p o r diez sila (un sila equivalía a 0,84 litros). U n barquero venía a g an ar entre seis y ocho siclos de plata al año, m ientras que un pe­

queño artesano podía conseguir has­ ta diez. Para hacernos una idea del valor de la vivienda direm os que el precio medio del valor edificado era de quince siclos por cada sar (un sar equivale a 35 m 2). El terreno urbano venía a costar unas doscientas veinti­ cinco veces m ás que el agrícola. Este últim o podía costar a razón de dos a siete siclos de plata por iku (35 áreas) y si era de huerto podía alcanzar los trece siclos. N o era precisam ente una edad dorada para la m ayoría de la población.

Yacimientos arqueológicos más importantes de Babilonia y Persia Occidental Sulaimaniyyah Kirkuk

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