Acción política, historia y mundo de la vida: estudios sobre el pensamiento de Hannah Arendt [1 ed.] 9586709612, 9789586709613

Este libro está conformado por una serie de artículos que giran alrededor de la acción política y de los conceptos centr

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Acción política, historia y mundo de la vida: estudios sobre el pensamiento de Hannah Arendt [1 ed.]
 9586709612, 9789586709613

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Julio César Vargas Bejarano

ste libro está conformado por una serie de artículos que giran alrededor de la acción política y de los conceptos centrales con que ella está asociada: historia, generatividad, mundo de la vida político, autoridad, política, violencia, entre otros. Cada uno de ellos forma una unidad que intenta desarrollar el sentido y alcance de esos conceptos, siempre en diálogo con los problemas centrales que planteó nuestra pensadora política. Así mismo, los artículos aquí reunidos no sólo reconstruyen los conceptos y preguntas trabajados por Arendt, sino que también explicitan los supuestos y perspectivas de sus descripciones y análisis y proponen el diálogo con otros pensadores que o bien le sirvieron como punto de referencia para sus reflexiones, o bien son afines a su pensamiento político; tal es el caso de Aristóteles, Benjamin, Heidegger, Husserl, Levinas, Foucault, entre otros.

Profesor titular de la Univesidad del Valle. Director del grupo de investigación "Hermes", del Departamento de Filosofía de la Universidad del Valle. Licenciado en Filosofia, Psicólogo, Magíster en Filosofía y Doctor en Filosofía por la Universidad de Wuppertal (Alemania). Entre sus áreas de interés se cuentan la fenomenología, la hermenéutica, la filosofía política y el psicoanálisis.

Los escritos aquí publicados son producto del trabajo investigativo de la línea de investigación “Agere”, del grupo “Praxis”, adscrito al Departamento de Filosofía de la Universidad del Valle y corresponden al resultado del proyecto de investigación titulado: “Teoría de la acción política e historia en el pensamiento de Hannah Arendt”.

JULIO CÉSAR VARGAS BEJARANO Compilador

Este libro está conformado por una serie de artículos que giran alrededor de la acción política y de los conceptos centrales con que ella está asociada: historia, generatividad, mundo de la vida político, autoridad, política, violencia, entre otros. Cada uno de ellos forma una unidad que intenta desarrollar el sentido y alcance de esos conceptos, siempre en diálogo con los problemas centrales que planteó nuestra pensadora política. Así mismo, los artículos aquí reunidos no sólo reconstruyen los conceptos y preguntas trabajados por Arendt, sino que también explicitan los supuestos y perspectivas de sus descripciones y análisis y proponen el diálogo con otros pensadores que o bien le sirvieron como punto de referencia para sus reflexiones, o bien son afines a su pensamiento político; tal es el caso de Aristóteles, Benjamin, Heidegger, Husserl, Levinas, Foucault, entre otros. Los escritos aquí publicados son producto del trabajo investigativo de la línea de investigación “Agere”, del grupo “Praxis”, adscrito al Departamento de Filosofía de la Universidad del Valle y corresponden al resultado del proyecto de investigación titulado: “Teoría de la acción política e historia en el pensamiento de Hannah Arendt”.

Colección Artes y Humanidades

JULIO CÉSAR VARGAS BEJARANO Profesor titular de la Universidad del Valle. Director del grupo de investigación "Hermes", del Departamento de Filosofía de la Universidad del Valle. Licenciado en Filosofía, Psicólogo, Magíster en Filosofía y Doctor en Filosofía por la Universidad de Wuppertal (Alemania). Entre sus áreas de interés se cuentan la fenomenología, la hermenéutica, la filosofía política y el psicoanálisis.

Julio César Vargas Bejarano Compilador

Colección Artes y Humanidades

Vargas Bejarano, Julio César Acción política, historia y mundo de la vida : estudios sobre el pensamiento de Hannah Arendt / Julio César Vargas Bejarano. -- Santiago de Cali: Programa Editorial Universidad del Valle, 2011. 144 p. ; 24 cm. -- (Colección Ciencias Sociales) Incluye bibliografía 1. Arendt, Hannah, 1906-1975 - Crítica e interpretación 2. Arendt, Hannah, 1906-1975 - Pensamiento político y social 3. Sistemas políticos 4. Filosofía política I. Tít. II. Serie. 320.01 cd 21 ed. A1323576 CEP-Banco de la República-Biblioteca Luis Ángel Arango

Universidad del Valle Programa Editorial Título: Acción política, historia y mundo de la vida: Estudios sobre el pensamiento de Hannah Arendt Compilador: Julio César Vargas Bejarano ISBN: 978-958-670-961-3 ISBN-PDF: 978-958-5156-44-9 DOI: 10.25100/peu.412 Colección: Artes y Humanidades - Filosofía Primera Edición Impresa diciembre 2011 Rector de la Universidad del Valle: Édgar Varela Barrios Vicerrector de Investigaciones: Héctor Cadavid Ramírez Director del Programa Editorial: Omar J. Díaz Saldaña © Universidad del Valle © Julio César Vargas Bejarano Diseño de carátula, diagramación y corrección de estilo: G&G Editores Este libro, o parte de él, no puede ser reproducido por ningún medio sin autorización escrita de la Universidad del Valle. El contenido de esta obra corresponde al derecho de expresión del autor y no compromete el pensamiento institucional de la Universidad del Valle, ni genera responsabilidad frente a terceros. El autor es el responsable del respeto a los derechos de autor y del material contenido en la publicación, razón por la cual la Universidad no puede asumir ninguna responsabilidad en caso de omisiones o errores. Cali, Colombia, octubre de 2020

CONTENIDO

ACCIÓN POLÍTICA E HISTORIA 1. Familia y Derechos Humanos Klaus Held . . . . . . . . .

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2. Apostillas al texto de Klaus Held “Familia y Derechos Humanos” Julio César Vargas B . . . . . . . . . . . . . . . 29 3. El esquema labor-trabajo y acción en la obra “vita activa” Julio César Vargas B . . . . . . . . . . . .

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4. Pensar de nuevo la historia y las experiencias políticas del presente Christian Alexander Narváez . . . . . . . . . . . . 67 5. El surgimiento de la psicometría en el marco de los modelos de conducta y control propios de la sociedad moderna: el camino que conduce de la intimidad a la normalización Vicente Darío Caputo . . . . . . . . . . . .

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AUTORIDAD Y MUNDO DE LA VIDA POLÍTICO .

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6. Autoridad y educación (en torno a una idea de Hannah Arendt) Rodrigo A . Romero . . . . . . . . . . . . .

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7. Reflexiones sobre el entrecruzamiento entre el horizonte de lo familiar y lo extraño en el mundo la vida Julio César Vargas B . . . . . . . . . . . .

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PRESENTACIÓN

¿Cuál es la estructura de la acción y en qué consiste su génesis? Esta pregunta apunta al fundamento de la filosofía política y también, podríamos decir, al de la ética. La teoría de la acción propuesta por Hannah Arendt ofrece una perspectiva novedosa en relación con otras perspectivas teóricas, como es el caso de la filosofía analítica de Anscombe o de la teoría sociológica de Max Weber, o la filosofía de la historia de Raymond Aron, por citar solo algunos ejemplos. La acción es mucho más que una actividad subjetiva dirigida al sostenimiento de la existencia (labor) o a la transformación de la naturaleza que sirve de base para la producción; ella se revela como la actividad humana por antonomasia mediante la cual a cada persona —a través del discurso y de las obras— le es posible presentarse ante los otros y expresar su propio punto de vista, su intransferible perspectiva. La acción en su acepción más pura tiene un carácter político, pues ella solamente es posible cuando las personas dejan de lado sus intereses privados, y se atreven a salir al espacio público con el ánimo de participar en la construcción de su entorno social y político. Tan solo mediante esta vía se logra la transformación directa del mundo, entendido éste como el espacio abierto que incluye tanto una dimensión objetiva —física y simbólica— como otra de carácter intersubjetivo; esta última constituida al modo de un tejido de relaciones interpersonales. Quien tiene la valentía de expresar su opinión respecto de los asuntos decisivos para la comunidad a la que pertenece, el agente, tiene la posibilidad de persuadir mediante argumentos a sus pares y por esta vía iniciar una acción. Sin embargo, es de tener presente en primer lugar, que esto no sucede mediante un acto voluntario y deliberado, esto es, el autor de la acción no es un sujeto, sino la comunidad; en segundo

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lugar, que en la época actual, con la masificación social, estas oportunidades se reducen cada vez más. En la realización de la acción política, tal y como la entiende Arendt, está el corazón de la democracia occidental; de los griegos heredamos la posibilidad de poner en marcha la praxis, entendida como aquella actividad política que se efectúa mediante la libre deliberación entre pares y en la confrontación de argumentos y que no se dirime mediante el sometimiento o la coacción. Quien hace uso de estas vías no vive en el lenguaje con el ánimo de descubrir realidades o si prefiere de manifestar intenciones o de fundar nuevas relaciones, sino que se vale del lenguaje como un “cliché” (Cfr. Arendt, 2005b, 372), como ideología o propaganda que solo se usa con el fin de adoctrinar o de ilusionar, pero no con el propósito de comunicar. La pregunta por la estructura de la acción, por sus elementos constitutivos y podríamos decir esenciales, remite a los siguientes conceptos expuestos sintéticamente por Arendt: meta y principio, sentido y fin. El principio de la acción está constituido por las convicciones compartidas por una comunidad; estas poseen a su vez un carácter moral, y por ende, tienen que ver con las tradiciones, las convicciones, creencias y con todo lo que conforma el ethos de la comunidad. Los objetivos se visualizan en el horizonte en el que se mueve la acción, y fungen como una suerte de “ideas reguladoras” que orientan la acción y por eso, se pueden reformular permanentemente; y los fines tienen que ver con el resultado que se espera alcanzar al concluir un proceso. La pregunta por la génesis de la acción tiene un enfoque distinto (evidentemente temporal), pero complementario que abarca desde la identificación de su principio hasta sus consecuencias. La acción tiene un comienzo subjetivo, pero una planificación plural o intersubjetiva. En efecto, ella se inicia cuando alguien hace uso de su libertad, toma la palabra y obra. La libertad así entendida no coincide con el libre arbitrio (liberum arbitrium), o con la volición racional, sino con la capacidad que tienen las personas de iniciar algo nuevo, de transformar el mundo entorno en que habitan. Como se ve, desde esta perspectiva, la acción no resulta de un proyecto estratégico, pues la presencia de los otros siempre va a modificar o alterar las representaciones que el agente tenía al iniciar su intervención. De ahí que, en primer lugar, nadie sabe con certeza cuando está iniciando una acción y, en segundo lugar, que sus efectos son impredecibles, pero también irreversibles. Podríamos sostener que la anterior descripción tiene un carácter fenomenológico, en cuanto da cuenta de los rasgos esenciales de la acción y de la manera como ella emerge o puede ser experimentada. Con todo, el proceder de Arendt muestra otros modos de enfocar este problema a partir de una 10

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génesis histórica. En efecto, la acción tal y como la hemos descrito tiene un carácter político y esto lo descubrieron los griegos (en particular, quienes vivieron la polis, esto es, las generaciones previas a Platón y a Aristóteles). Pero, con el desarrollo histórico de Occidente han surgido nuevos modos de entender la acción política, la naturaleza, el hombre, la acción, la historia, la libertad, la propiedad, la familia y el mundo en general. Esto se puede evidenciar en el Medioevo, pero especialmente desde los siglos XV y XVI, que sirvieron de origen al pensamiento moderno. *** El pensamiento de Hannah Arendt ha suscitado un extraordinario interés en la actualidad, a pesar de haber sido desarrollado, en su fase más importante, en las décadas del cincuenta y sesenta. Es ya bastante extensa y cada vez creciente la bibliografía actual sobre la ilustre pensadora alemana y las ediciones y reediciones de sus obras que han aparecido en las dos últimas décadas hasta el presente. Entre las investigaciones más relevantes que se han realizado sobre el concepto de acción política cabe destacar los trabajos de Seyla Ben Habib, Etienne Tassin, Jeromé Kohn, Fina Birulés, Wolfgang Heuer y Cristina Sánchez. En la última década se ha podido ganar mayor claridad sobre la contribución que tiene el pensamiento de Hannah Arendt a la conceptualización de la política, como una actividad cuyo sentido último está en la libertad, libertad que tiene como su núcleo la natalidad o la capacidad con que cuenta cada generación de iniciar algo nuevo en el mundo. Por su parte, el sentido de la teoría política reside en el ejercicio permanente de la “comprensión”, esto es, el desarrollo de la capacidad crítica del juicio, el intento que debe hacer cada persona de formarse una opinión fundamentada sobre el mundo entorno, en que le ha sido dado vivir, y sobre las situaciones y problemas que debe afrontar. Si bien disponemos de estudios sobre la teoría política de Arendt que ofrecen los rasgos generales de concepto de acción, sin embargo aún no se ha desarrollado a fondo el problema de sus génesis y el papel que juegan allí el poder, la libertad y la manera como ella incide en el mundo político de la vida. Como lo señala Tassin, la elaboración de una fenomenología de la acción, iniciada en la obra de Arendt, es una tarea que está aún por realizarse (Cfr. Tassin, 2001). Este libro está conformado por una serie de artículos que giran alrededor de la acción política y de los conceptos centrales con que ella está asociada: historia, generatividad, mundo de la vida político, autoridad, política, violencia, entre otros. Cada uno de ellos forma una unidad que intenta de11

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sarrollar el sentido y alcance de esos conceptos, siempre en diálogo con los problemas centrales que planteó nuestra pensadora política. Así mismo, los artículos y ensayos aquí reunidos no solo reconstruyen los conceptos y preguntas trabajados por Arendt, sino que también explicitan los supuestos y perspectivas de sus descripciones y análisis y proponen el diálogo con otros pensadores que o bien le sirvieron como punto de referencia para sus reflexiones, o bien son afines a su pensamiento político; tal es el caso de Aristóteles, Benjamin, Heidegger, Husserl, Foucault, entre otros. Los trabajos aquí publicados son producto del trabajo investigativo de la línea de investigación “agere”, del grupo “Praxis”, adscrito al Departamento de Filosofía de la Universidad del Valle y corresponden al resultado del proyecto de investigación titulado: “Teoría de la acción política e historia en el pensamiento de Hannah Arendt”. La primera parte contiene estudios sobre algunos temas que giran en torno a la acción política, el mundo de la vida y la historia. La traducción del profesor Klaus Held fue realizada gracias a su amable autorización, y la del profesor Guillermo Hoyos, quien planea publicarla en un volumen en que compilará sus principales trabajos en filosofía política, y que probablemente aparecerá en la editorial Siglo del Hombre. Aprovecho esta oportunidad para agradecer al profesor Hoyos el permiso para su publicación. Los demás artículos de esta sección se proponen explicitar el sentido y alcance de este esquema de la vita activa, así como abordar la relación acción entre política e historia en el marco de la modernidad. La segunda parte se centra en dos temas: el primero, el concepto de autoridad política y sus orígenes en las esferas de la familia y de la educación. El segundo se ocupa de las estructuras familiar - extraño y privado y público y cómo ellas fungen en el marco general del mundo de la vida político. Julio César Vargas Bejarano Profesor titular, Universidad del Valle Cali, julio de 2011

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ACCIÓN POLÍTICA E HISTORIA

PÁGINA EN BLANCO EN LA EDICIÓN IMPRESA

Capítulo 1

FAMILIA Y DERECHOS HUMANOS1

Klaus Held2

A. Los derechos humanos son el más claro signo, en la época de la globalización, de la ascendente unidad de la humanidad, pues son reconocidos en la actualidad —por lo menos verbalmente— a lo largo y ancho del mundo. Pero es claro que ellos fueron descubiertos en una cultura determinada, la europea y la norteamericana. De ahí que se multiplican las voces en el mundo asiático y en el islámico, que pretenden delimitar la validez de los derechos humanos al mundo occidental. Sin embargo, parece que desde hace mucho tiempo hay algo común a todas las culturas: la familia. Aún cuando eso no significa que la familia hubiera sido entendida por doquier en el mismo sentido, no obstante ella se ofrece como punto de partida para reflexionar sobre los rasgos de la vida social que son comunes a toda la humanidad. Por ello, en lo que sigue, deseo intentar comprender los derechos humanos en relación con el sentido de la familia. Este intento se contrapone a la obvia objeción de que no hay ninguna relación esencial entre la familia y los derechos humanos, pues estos se referirían a la vida en común de los seres humanos en el mundo público de la sociedad y de la política; y en contraposición, la familia estaría en un campo privado que antecede y sirve de base a este mundo. Los derechos 1 Traducción de Julio Vargas Bejarano 2 Profesor emérito de la Universidad de Wuppertal, Alemania.

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humanos podrían aspirar a tener validez tan solo en este mundo público, y esta validez sería independiente del estado o condición de la familia. El fundamento de esta interpretación es la separación entre lo público y lo privado como dos campos de la vida humana en común. Por eso, debemos probar en primer lugar la afirmación de que hay una tal separación y preguntar cómo ella, si se diera el caso, deber entenderse. En la tradición europea esta diferencia se remite a la antigua distinción entre oîkos y pólis, es decir, entre la “casa” como el espacio de vida de la gran familia antigua y el espacio de la comunidad pública de la “ciudad”. La firmeza con que Aristóteles, el auténtico fundador de la filosofía política, ha asumido esta diferenciación, parece apoyar en primer término la suposición de una separación de estos dos campos de la vida. Pero con ello se obvia fácilmente que él en el primer y fundamental capítulo, en el comienzo de su “Política”, intenta aprehender el ser esencial de la polis mediante la atribución de la génesis de este ser esencial de la polis al ser esencial de la casa. Con este fin Aristóteles recurre a los dos tipos de comunidad que se originan naturalmente, esto es, cuyo origen sucede con una cierta necesidad. Aristóteles supone que la génesis empieza con estos dos tipos de comunidades, pues ellas a diferencia de la casa, a la que dirige su interés en relación con el surgimiento de la polis, son según su especie algo indivisible y en su constitución algo sencillo. Tal simpleza caracteriza, según Aristóteles, al “elemento”. Por ello, en adelante hablaré de “comunidades elementales”. Las comunidades elementales existen necesariamente, pues ellas surgen con el fin de sobrevivir. El deseo natural del ser humano de sobrevivir se manifiesta en dos —y tan solo en dos— aspiraciones: el deseo de satisfacer sus necesidades cotidianas, en las que se revelan algunas carencias, a saber: la necesidad de alimentación, de dormir, etc. y la tendencia a conservar la vida del género humano mediante la procreación y la educación de una nueva generación. Puesto que se trata de lo que debe ser repetido diariamente, Aristóteles denomina al primer modo de la conservación de la vida como ephémeros, “efímero”, es decir, “lo que está vinculado con el día”. En cambio hace falta en el lenguaje griego una designación para el segundo modo de la conservación de la vida; deseo designarlo como “generativo”, acogiendo un concepto que juega un papel significativo en los últimos manuscritos de Edmund Husserl. Con este concepto se llega a expresar igualmente que la conservación de la vida tiene lugar mediante un “generar-se” del individuo y del género y que ésta asume la forma de una sucesión de “generaciones”, pues la “generación” de la descendencia tiene lugar, por así decirlo, al modo de acometidas. La conservación generativa de la vida se realiza necesariamente en co16

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munidad, pues para ello se requieren el hombre y la mujer; de ahí que el matrimonio sea una especie de comunidad elemental. Pero también la conservación efímera de la vida diaria se resuelve normalmente mediante la vida en comunidad. Con ello resulta la necesidad de una cierta planificación del trabajo común —sea de un modo primitivo, sea de un modo diferenciado—, de la cual se precisa para la preparación o terminación de los medios dirigidos a la satisfacción de las necesidades. Para tal planificación los participantes son apropiados de distinto modo, según la capacidad de que cada quien tenga de realizar su trabajo de un modo reflexivo. De ahí resulta, inevitablemente, a nivel del trabajo una gradación entre el despótes, aquél que da órdenes sobre la base de su entendimiento y de sus reflexiones, cuya palabra griega es diánoia, y aquellos que lo obedecen por el interés de la conservación efímera de su propia vida, los doúloi o siervos que trabajan al modo de esclavos. Con Hegel podemos designar esta relación como “amo y siervo”. Así, pertenece a la conservación efímera de la vida la comunidad entre “amo y siervo”, o la comunidad despótica, pues el despotés, el “amo”, determina el carácter de esta comunidad. La casa, en griego oîkos, es decir, el campo de la vida propio de la familia antigua, a la cual Aristóteles retorna en su explicación del origen esencial de la polis, no es ninguna forma de comunidad elemental, sino la fusión entre la comunidad elemental efímera de “amo-siervo” y la comunidad elemental matrimonial de carácter generativo. Esta fusión le otorga a la familia, en todas las culturas tradicionales, su significado fundamental para la convivencia humana en general. La génesis del ser esencial de la polis a partir del oikos en Aristóteles debe ser entendida así: la casa contiene la condición previa para la posibilidad de la comunidad, sin que esta última fuera plenamente derivable de la primera. Pero, esto significa que hayan aspectos esenciales comunes a los dos tipos de comunidades, así como una diferencia esencial entre ellos. La diferencia esencial reside en que la polis es una comunidad de hombres que se reconocen entre sí como igualmente libres, mediante las correspondientes leyes, es decir, una asociación de ciudadanos, polítai. La convivencia, en el sentido “político” originario, esto es, fundada en la igualdad jurídica de los poítai, fracasa cuando quienes ejercen el poder no respetan la libertad de los ciudadanos y asumen una relación con el resto de la población, que concuerda en su estructura con la relación que va del amo al siervo, en la conservación efímera de la vida diaria; por lo tanto, la comunidad que ha fracasado es designada por Aristóteles como despótica. De acuerdo con lo anterior la diferencia esencial entre la casa y la polis, que ha sido bien constituida, reside en que, en esta última, la igualdad reina entre todos 17

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los ciudadanos, mientras que entre todos los miembros de la familia reina la desigualdad —por lo menos en la medida en que la convivencia de la casa está determinada por la relación despótica—. De ahí se sigue que tan solo donde quienes conviven en el espacio de la casa son iguales entre sí, puede encontrarse una convergencia entre la casa y la polis. Esta igualdad existe, desde un punto de vista genético, por primera vez en la comunidad elemental entre hombre y mujer; pues ambos son en igual medida necesarios para la conservación generativa de la vida. En la polis griega tan solo el hombre podía participar en la vida política, y desde ese punto de vista poseía una posición predominante sobre la mujer. Sin embargo, con Aristóteles se empieza a forjar la igualdad democrática en el interior de la familia con la equiparación entre los miembros de la pareja. A esta igualdad originaria entre hombre y mujer, que es concebida por Aristóteles, no se le ha prestado suficiente atención, por lo menos hasta donde yo alcanzo a saber. Ciertamente no se puede objetar el hecho de que Aristóteles, por otros textos, ha sido uno de los pioneros de la desvalorización de la mujer en la tradición occidental. Pero es aún más importante que él defienda de un modo inequívoco su igualdad precisamente allí, donde lo que está en juego es la elemental convivencia de los géneros, necesaria para la vida. Esto se pone de manifiesto en su aguda polémica contra los así llamados bárbaros, apenas al comienzo de su obra titulada la “Política”: su incapacidad de realizar plenamente su humanidad y de convivir en igualdad se puede ver en lo relación con lo elemental en el hecho de que los hombres no están dispuestos a reconocer a las mujeres como iguales, sino a tratarlas despóticamente. La igualdad ciudadana en la libertad, que Aristóteles descubrió para la filosofía política, es el origen de aquella tradición, cuyo desarrollo moderno pudo llevar a declarar los derechos humanos. Como quiera que se puedan concebir los derechos humanos en particular, resulta incontrovertible que su proyecto político aparece claramente cuando uno apela a ellos en protesta contra la represión despótica o contra el maltrato humano; con ello se pone en vigencia la relación de igualdad. Esta relación se puede experimentar elementalmente en el matrimonio, pues éste resulta de la equivalente participación de cada uno de los miembros de la pareja en la conservación generativa de la vida. A su vez, esta consiste en la procreación y educación de la generación posterior. Por ello, el matrimonio entendido generativamente se amplía en una familia, y la igualdad matrimonial se repite en la relación que tiene lugar entre los sucesivos miembros de la familia, pues los niños son padres potenciales. Esto fue visto también por Aristóteles, pero debido a la exclusión que tenían las 18

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mujeres respecto de la vida política, el restringió su observación tan solo a la relación entre los hermanos. Por la idea de la así entendida hermandad, Aristóteles llegó a ser el antecesor de aquel desarrollo mediante el que la ‘hermandad’, la fraternité, pudo llegar a ser uno de los modelos de la Revolución Francesa, realizada bajo la impronta de los derechos humanos. Con el retroceso a las raíces de la filosofía política en Aristóteles se ha establecido que hay una conexión real entre los derechos humanos y la familia. La validez de los derechos humanos reside, si seguimos a Aristóteles, en que los seres humanos están determinados, a partir de su ser esencial, a vivir en una comunidad de iguales respecto de su libertad. Pero, esta determinación no es una norma abstracta e independiente de la experiencia, sino que ella puede emerger para los seres humanos tan solo desde una experiencia originaria. Sin la experiencia originaria de la igualdad en la comunidad elemental de la familia los derechos humanos quedan como suspendidos en el aire. Y los intentos modernos de otorgarles validez mediante la conformación de normas a priori, no pueden cambiar en modo alguno esta situación. B. Como se mostró con Aristóteles la familia, en orden a posibilitar el campo de la vida política, es ambivalente, pues en ella están fusionados, en correspondencia con la diferenciación fundamental entre la conservación generativa y la conservación efímera de la vida, los modos elementales de convivencia de tipo matrimonial y despótico. En la medida en que la convivencia en la casa reciba su impronta de la conservación despótica de la vida y en este sentido permanezca “bárbara”, de allí no puede surgir ninguna disposición para una forma de vida comunitaria de tipo político, igualitaria y libre. La necesidad de la conservación cotidiana de la vida se realiza en el señorío despótico del jefe de la familia; este señorío se evidencia en primer lugar en el sometimiento esclavista de la mujer casada y aún algunas veces en los hijos, pero se puede extender al dominio esclavista de algún señor que impere despótica­mente no solo en la familia, sino también en un reino de pequeño o de gran tamaño. Por eso, tal reino regido despóticamente, tal y como Aristóteles lo aclara al comienzo de su “política”, no es más que un vástago de la casa, las palabras griegas son respectivamente (ap-oikía) y (oîkos), es decir, una ampliación de la familia regida despóticamente. Esto quiere decir que cada cultura, fundada en tales tipos de familia, también permanece en un estilo de convivencia social esencialmente despótico. La cultura europea pudo descubrir la dimensión de lo político, de la ciudadanía de la comunidad tan solo porque en ella había al menos nuclear19

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mente la posibilidad de entender y de experimentar la convivencia de la casa desde una perspectiva no despótica, sino desde la igualdad de la pareja matrimonial y, en más amplia medida, de los hermanos. Pero, entonces surge la pregunta de cómo llegó a ser posible tal concepción de la relación entre esposos; en otros términos, y en contraste con lo anterior: cómo fue posible que en las culturas sin polis no resultara decisiva la relación igualitaria de los esposos. Esta pregunta temática se puede plantear, en términos fenomeno­lógicos, del siguiente modo: ¿hay una experiencia originaria de relación no despótica e igualitaria entre los esposos, y se pueden mostrar sus condiciones de su posibilidad? En la relación despótica es el siervo, tal y como lo afirma Aristóteles, una herramienta viva al servicio de la conservación efímera de la vida diaria del amo. Si la esposa es tratada en las culturas bárbaras como sierva, esto significa que su contribución a la conservación generativa de la vida no aparece como equiparable en comparación con el aporte del hombre, sino que ella recibe una función instrumental. Ciertamente, esta función nos es bien conocida, y por cierto de ninguna manera como una forma de vida de culturas remotas que han permanecido bárbaras, sino como un elemento esencial para la construcción de las culturas tradicionales, tanto para la sociedad occidental moderna, como para la sociedad influida por Occidente. La conservación efímera de la vida es asegurada para las generaciones aún más mayores —ya sea tradicionalmente en la familia particular, o en la actualidad en la sociedad en general— mediante algo así como un contrato que permanece implícito entre las generaciones, un do ut des entre padres e hijos, que se puede formular, desde el punto de vista de los padres, del siguiente modo: “Nosotros os hemos concebido y cuidado mediante una educación para la viabilidad de vuestra vida, así cuando no estemos en condiciones de asegurar la conservación efímera de nuestra vida, vosotros lo haréis”. A la luz de esta relación contractual aparece la contribución maternal —embarazo, nacimiento y educación de los niños— como un rendimiento del trabajo al servicio de la conservación efímera de la vida de las generaciones. El cuidado generativo de la mujer por la descendencia se convierte en una ampliada variante de la conservación de la vida a través del trabajo cotidiano y servil, que está dirigido a la satisfacción de las necesidades, y de este modo pierde en carácter que fundaba la igualdad de posiciones entre la mujer y el hombre. De ahí que esta igualdad de posiciones pueda ser realizada tan solo bajo la condición de que el matrimonio prepare la posibilidad de experimentar de una manera clara e inequívoca la fundamental diferencia entre la conservación generativa y efímera de la vida. Por ello, la 20

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pregunta es: ¿Existe esta posibilidad en el matrimonio? ¿Poseen los esposos una oportunidad de hacer de la conservación generativa de la vida una experiencia auténtica, es decir, no falseada mediante la instrumentalización? Experimentar mi propia vida generativamente significa mirar por sobre el día en particular, más aún, dirigir la mirada al todo de mi vida, que en su total extensión pertenece íntimamente a la sucesión de generaciones. Quien desea abrirse a este todo, necesita de una cierta serenidad; pues quien rechaza el hecho de que su vida se incorpore, mediante el envejecimiento y la muerte, a la sucesión de las generaciones, es incapaz de una experiencia generativa de la totalidad de la vida propia. Por eso, es necesario un cierto asentimiento del individuo respecto de que él tan solo es un miembro transitorio en la cadena generacional, dicho de un modo más agudo: se precisa de una cierta presteza para envejecer y morir, con el fin de conceder un sitio a la nueva generación. Sin embargo, esta formulación se puede malinterpretar; pues ella podría sonar, como si una experiencia generativa auténtica consistiera en una mera resignación ante la ley natural del eterno llegar a ser y desaparecer de todo ser vivo en general. El ser vivo singular está definido en la naturaleza extrahumana de tal modo que es él quien da paso a la siguiente generación; pues cada género de los seres vivos debe su permanencia al llegar a ser y al desaparecer de los ejemplares singulares del género, que tienen lugar según el modo generativo. Sería una insostenible desvaloración de lo humano, de tipo naturalista, si el individuo fuera reducido a no ser más que un intercambiable ejemplar del género de los seres humanos. Que el hombre es mucho “más” que eso, se muestra, además de otros aspectos, en su libertad. El desarrollo de la libertad resulta elementalmente impedido por el tipo de trabajo, que el siervo ejecuta en las relaciones despóticas de convivencia. Tal trabajo tiene lugar como una incesante circularidad de las ejecuciones siempre repetitivas que, como señal de la conservación de la vida, son requeridas para la satisfacción de las necesidades cotidianas. En contraposición, la libertad significa, tal y como Hannah Arendt lo ha presentado claramente, la capacidad de interrumpir la incesante circularidad del trabajo servil, realizado según el modo del jamás hay nada nuevo, es decir, estar en capacidad de empezar algo nuevo, en una palabra, el poder comenzar. Pero a la incesante circularidad del sostenimiento de la vida también pertenece el morir continuo de las viejas generaciones y el crecimiento de las nuevas generaciones. Exactamente por eso, la contribución de la mujer a esta circularidad puede aparecer como un trabajo servil. Si el ser humano debe asumir una posición de serenidad de cara a su propio desaparecer generativo, entonces esto solo puede conducir a una ex21

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periencia auténtica, que desborde la senda de la esfera de la conservación efímera de la vida organizada despóticamente, si esta disposición no está en contraposición con la capacidad que tiene el ser humano de poder comenzar, es decir, cuando ella no se puede interpretar como un resignación naturalista frente a la incesante circularidad de la vida. Por eso la pregunta es, cómo el ser humano puede compaginar con su libertad el estar de acuerdo con su envejecer y morir como un conceder sitio a las nueva generación. El ser humano individual tiene la posibilidad de otorgar conscientemente a la nueva generación un lugar con vistas al todo generativo de su vida, en la medida en que él, con una pareja del otro sexo en una relación matrimonial, procrea y educa a la prole. ¿Cómo es posible una experiencia auténtica de carácter generativo de tal conservación de la vida sin la desvaloración naturalista de la dignidad humana? Si me someto a mi transitoriedad, pues entiendo que la conservación generativa de la vida está ligada, por naturaleza, al morir de la generación mayor, esto no es, entonces, ningún consentimiento realmente libre de la propia mortalidad, sino que es, en último término, algo molesto que se me impone mediante la necesidad natural, es decir, una especie de sumisión, que no se puede compaginar con la libertad del empezar-desde-sí-mismo. Por eso, una clara separación entre la conservación generativa de la vida y su conservación cotidiana supone, que el poder empezar, por un lado, y la disposición de aceptar para sí la mortalidad, por el otro lado, no acaecen por separado, sino que son experimentados como una unidad. Ya que una sumisión, que tan solo fuera comprensión de una necesidad natural, es insuficiente, de eso depende que el aceptar la mortalidad generativa sea mas que una afirmación realizada con el puro entendimiento. Debe tratarse de una aceptación del dar lugar a las futuras generaciones, realizada desde la totalidad de la vida anímica, es decir, no desde el mero pensamiento, sino especialmente afectiva o emocionalmente. Sin duda existe la posibilidad de que un ser humano, emocional y afectivamente, esté de acuerdo con el decaimiento de la propia existencia en favor de la existencia de otro ser humano. Prueba de esto es el fenómeno del sacrificio de la vida por amor a otro. Ahora bien, tal sacrificio se refiere normalmente a otros que ya existen, cuya vida tiene lugar al mismo tiempo con la mía. En la medida en que estoy dispuesto a sacrificar por ellos mi vida por amor, su existencia se conserva. Según Kierkegaard y Heidegger la existencia significa ser posible —lo cual quiere decir: la subsistencia de la capacidad de actuar y de empezar siempre de nuevo—. Pero, todo poder comenzar supone, en este o aquél actuar, que el comienzo del ser posible ya ha acontecido, es decir, el nacimiento como 22

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surgimiento de una nueva existencia. El poder comenzar tiene, como debe aprenderse de Hannah Arendt, su principio en el nacimiento; en él acontece el poder comenzar, por así decirlo, desde el punto cero. Pero el nacimiento no es ningún poder de aquel ser humano, que nacerá con él, sino que él remite al poder de los padres. Los padres pueden poner en cierto modo un comienzo puro, en cuanto ellos permiten el inicio de la vida de un hijo mediante la procreación y la educación. Este dejar empezar es, entonces, más que un seguro contra la vejez y más que una resignada comprensión de la necesidad natural, si él tiene el sentido de ser un sacrificio de las propias posibilidades de vida realizado por amor y a favor de las posibilidades de vida del hijo. Con todo, el hijo aún no existe, en tanto “destinatario” de tal amor, en el instante de la procreación, el principio de la existencia en el nacimiento aún está pendiente. Por ello, podría parecer misterioso que el amor deba ser posible sin destinatario. Pero, hay ciertamente destinatarios del amor de los padres que existen al mismo tiempo, esto es, los esposos en su relación recíproca. El amor al futuro hijo parte desde el amor erótico y recíproco de los padres; pues ese amor llega a ser algo así como experimentar una ampliación, continuación o confirmación del amor de los padres entre sí. Platón fue el primero que vio este fenómeno, cuando reconoció en el “Simposio” que el “procrear en lo bello” pertenece al amor erótico. Sin embargo, Platón también desfiguró este fenómeno, en cuanto interpretó el procrear como inmortalización, como participación en lo supratemporal. Si los padres “sobreviven” en el hijo, esto no equivale a ninguna participación en lo eterno, sino que es precisamente la voluntaria rúbrica de la propia mortalidad generativa. La auténtica experiencia de la conservación generativa de la vida y de su regeneración, se funda sobre el fenómeno peculiar del amor a un ser humano, cuyo comienzo en la existencia apenas es preparado. En el aceptar a la generación venidera bajo la forma de tal amor deviene una renovación creadora de la vida, iniciada desde el propio poder comenzar, a partir del continuar viviendo bajo la presión de la necesidad de satisfacer las necesidades cotidianas. Este aceptar incluye el estar de acuerdo con la mortalidad de mi generación y con ello con mi propia mortalidad. En eso consiste concretamente la “auténtica” apropiación del ser-para-la-muerte, del cual habla Heidegger en “Ser y Tiempo” Con ello, a diferencia de la apreciación de Heidegger sobre la autenticidad, no se le otorga a la muerte ningún significado excelente para la existencia humana; pues como Gabriel Marcel y Hannah Arendt ya lo han visto a su modo, no es la confrontación con la muerte, la que garantiza la experiencia del todo del tiempo de vida humana, sino el posibilitar, de carácter natal y 23

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amoroso, de un nuevo poder comenzar propio de la adveniente generación. La existencia humana pertenece, como un todo extendido sobre el tiempo de la vida, al curso de la historia. Debido a la fijación de Heidegger sobre la muerte permaneció oscura la conexión entre la autenticidad de la existencia con su historicidad en “Ser y Tiempo”. Por ello Heidegger no pudo hacer fructífero el concepto de generación, a pesar de que él llamó la atención en un lugar de la obra —en conexión con Dilthey— sobre su importancia para la comprensión adecuada de la historia. Tan solo la transmisión natal de la vida abre a la existencia, de un modo auténtico, la generatividad que posibilita la historia. Por lo demás, desde aquí resulta comprensible la posición antropológica decisiva de los fenómenos generativos en su pleno alcance, que Husserl tuvo en mente en los mencionados manuscritos de su última filosofía. C. Mis reflexiones partieron de la ambivalencia política de la familia. En tanto que ella se entienda y viva tan solo desde su lado despótico, falta la experiencia elemental de la igualdad ciudadana conyugal. Pero, en la familia también puede despertarse la sensibilidad de que en la auténtica experiencia generativa de la conservación de la vida reside la posibilidad de trascender el mundo de la vida cotidiana en favor de la vida en un mundo político ciudadano y democrático. Esta experiencia de la familia se ha validado históricamente, si seguimos la explicación de Aristóteles, por primera vez en los griegos. Pero la comprensión de la familia que aquí se ha abierto paso, no se pudo implantar realmente, en tanto que no se vio claramente que el trascender de la cotidianidad mediante la experiencia generativa natal tan solo es posible en el amor presto al sacrificio. Pero, para que esto pudiera llegar a ser claro se requirió de una interpretación del amor erótico como un poder comenzar, es decir, desde la libertad. Esta interpretación no fue alcanzada en el pensamiento europeo previo a la modernidad, pues la comunidad elemental del matrimonio fue pensada radicalmente, en esta época, con base en la fundamentación propia de un aristotelismo en cierto modo naturalista, desde la conservación de la vida mediante la procreación —dicho en palabras de Thomas de Aquino: la pro­pa­gatio ge­ne­ris huma­ni—. Tan solo desde que el principio de la subjetividad se impuso en el pensamiento europeo de la modernidad, también llegó a ser posible por ese medio otra comprensión del matrimonio y de la familia. El amor erótico es experimentado originariamente como algo de lo cual 24

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los amantes no son amos, o sea algo sobrehumano o algo “divino”, tal y como los griegos lo habían expresado. Por ello él es más que una realización, que solo fuera dependiente de la libertad subjetiva de uno de los miembros de la pareja. Sin embargo, se puede interpretar también como algo subjetivo; pues son sujetos libremente responsables quienes aceptan que el sentimiento del amor se apodere de ellos. Por eso llegó a ser históricamente posible que el matrimonio, fundado en el amor, deba ser nuevamente determinado desde la libertad subjetiva del poder comenzar. El pensamiento moderno está totalmente bajo la impronta de este poder comenzar, que Kant ha interpretado como espontaneidad. De acuerdo con el dominio del principio de subjetividad devino paulatinamente en la modernidad, desde el matrimonio un vínculo entre dos sujetos humanos, seleccionado libremente por amor, y con ello la familia recibió una fisonomía totalmente distinta. Hegel ha emprendido, en su Filosofía del derecho, el intento, aún hoy digno de ser reflexionado, de llevar a armonizar entre sí la determinación esencial moderna del matrimonio como comunidad subjetiva de amor y la comunidad reproductiva del hogar de la antigüedad europea. Puesto que el todo del tiempo de la vida humana forma, en la sucesión de las generaciones, el horizonte temporal del cuidado familiar para la generación venidera, fue consecuente el hecho de que la tradición europea, pero también las otras culturas premodernas, hayan comprendido la relación, dirigida a la procreación de la descendencia, entre hombre y mujer como una alianza conformada en principio para toda la vida, es decir, como matrimonio. Esto se debió también transformar bajo la rúbrica del principio de subjetividad. En este principio estaba sujeta de antemano, en todos los campos de la vida, la posibilidad de desarrollos, con los que la modernidad se alejó cada vez más de su sentido originario de la antigüedad europea. Uno de estos desarrollos consiste en que hoy se empieza, en nombre de la libertad subjetiva del amor, a disolver la procreación y la educación de la descendencia de su vinculo con la comunidad generativa matrimonial; a este desarrollo pertenece también, como un aspecto complementario, que las relaciones duraderas de carecer erótico, libres de cualquier relación con el sentido de la renovación generativa de la vida, se consideran como equivalentes con el matrimonio. Por consiguiente se puede, mientras el principio de la subjetividad domine, en vistas al matrimonio y a la descendencia contar con un doble cambio de las relaciones legales concernientes al mundo político, que hoy en día ya se empiezan a desarrollar. En primer lugar es de esperar que el matrimoniocon-hijo perderá su posición de preferencia legal frente al madresolterismo y a las parejas de carácter momentáneo. Si bien es cierto que el distancia25

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miento radical del matrimonio que dure en el transcurso de la vida empieza a ser una amplia práctica social, tan solo desde los últimos decenios en América y Europa, sin embargo sería una ilusión suponer que sea tan solo una moda pasajera. Se trata de un desarrollo, que es consecuencia lógica del dominio irrestricto del principio de subjetividad y que puede fácilmente conducir hacia el hecho de algún día a la parte predominante de la sociedad occidental le sea cerrado el acceso a la experiencia generativa originaria. Frente a esta perspectiva futura no antepongo la exigencia de que cada ser humano deba contraer matrimonio y de que en él deba concebir hijos y educarlos. Hay una gran cantidad de posibilidades para servir a las generaciones venideras, es decir, ponerse en la gran obra que, desde la época de la ilustración lleva el nombre de “Educación del género humano”, y en ella participar del modo que corresponda a la propia existencia. Con mis reflexiones tampoco pretendo ninguna “exigencia moral”, sino que tan solo recuerdo fenomenológicamente una experiencia originaria: Todas las contribuciones a la formación de los jóvenes remiten, en tanto que experiencias de la dependencia de la generación venidera respecto de la predecesora, a la forma originaria de esta experiencia, arraigada en la corporeidad; ellas son variaciones de esta fecundidad erótica auténtica. No importa cuán alto pueda ser el rango de la contribución individual a la formación de las más jóvenes generaciones, su sentido queda en el aire si cae en el olvido radical la conciencia de que hay una experiencia originaria de la generatividad: la forma originaria del creare humano, a la que cada “creatividad” remite según su sentido, es el amor que se convierte, de modo generativo-y-natal, en algo creativo, pues tan solo se puede experimentar en un amor, que incluye la procreación corporal de la descendencia, la unidad indivisible del ser humano —el ser-en-uno de la capacidad libre de comenzar y de la pertenencia corporal-natural de los seres humanos mortales a la sucesión de generaciones—. La segunda transformación de las relaciones legales podría consistir en que relaciones duraderas de carácter homoerótico y semejantes al matrimonio, de las que biológicamente no pueden provenir hijos, son reconocidas como legalmente equivalentes al matrimonio y su suscripción formal como de igual valor que la celebración matrimonial. La procreación de los hijos, de tipo corporal y vinculada con lo heteroerótico, valdrá tan solo como una forma posible, entre otras muchas, de creatividad o de fecundidad de relaciones eróticas. Desde este punto de vista también puede ser que la conciencia de una jerarquía entre las experiencias de creatividad erótica de carácter originario y las experiencias de creatividad erótica derivadas, que mis reflexiones aún presuponen, caiga en un olvido radical. 26

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En el campo de la política condujo el predominio del principio de subjetividad en Norteamérica y en Francia a la declaración de los derechos humanos, que forman por su parte el fundamento de la democracia moderna. Pero, la emancipación del ser humano en su libertad propia de los derechos humanos tuvo, temática e históricamente, la más profunda raíz de su sentido en el amor de los padres, que libera de antemano el nuevo poder empezar del hijo. Este amor consiste en el cuidado de la generación mayor ordenado a la preparación de las condiciones de vida que favorecen este poder comenzar. La libertad no está simplemente allí, sino que el ser humano “nace” para ella, desde la libre donación generativa que le ofrecen los padres. En la famosa formulación programática de Rousseau, en el comienzo del Contrât Social, según la cual el hombre ha “nacido libre”, resuena aún este contexto. Al olvido del sentido originario del matrimonio también pertenece la pérdida de la conciencia de que la apertura amorosa a la nueva generación, que según la tradición, hasta ahora válida, tuvo su sitio en la familia, conforma el auténtico sentido fundamental para la validez de los derechos humanos. Aún se proclama fuertemente esta validez, pero puesto que se pierde cada vez más de vista, en el hechizo del principio de la subjetividad, el carácter generativo de la unión matrimonial, se es ciego para la conexión interna de tal validez con el cuidado familiar por la generación posterior. Los críticos de Occidente en el Asia Oriental tienen por eso razón, cuando llaman la atención sobre esta conexión. Para renovar fundamentalmente el espíritu del amor familiar por la descendencia, Occidente debería abandonar la esfera de influencia del principio de la subjetividad que destruye el matrimonio. De otro lado, tan solo este principio ha posibilitado, desde la perspectiva de la historia mundial, la proclamación de los derechos humanos. Ellos son el irrenunciable componente de un ethos del mundo democrático y universal, sin el cual el crecimiento conjunto de todas las culturas humanas, en el tiempo de la globalización, estaría condenado a terminar en una civilización mundial en guerra brutal de todos contra todos. ¿Se pueden pensar quizás los derechos humanos y el amor familiar por la generación venidera sin el principio de subjetividad? ¿Tienen las sociedades del Asia Oriental y del Islam, con su fuerte apoyo a la familia, una mayor oportunidad de asegurar el fundamento social de la auténtica experiencia de la conservación generativa de la vida? Contra lo anterior se puede argumentar con un reparo significativo: Estas culturas no han sido permeadas por el desarrollo europeo moderno del dominio del principio de subjetividad. Por lo tanto, podría ser que el apoyo estable de estas sociedades en la familia pueda ser comparado con el permanecer preso en el espíritu de la conservación de la vida organizada despóticamente. 27

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Pero, quizás está la mirada europeo-norteamericana a otras culturas igualmente distorsionada por la interpretación aristotélica y subjetivista de la familia. Nosotros deberíamos ganar mayor claridad sobre cómo debe entenderse el carácter de la familia en estas culturas. ¿Se trata realmente en los tipos de familias extraeuropeos tan solo de variantes de la familia conformada despóticamente por pueblos “bárbaros”? o ¿Debe ser comprendida, por ejemplo, la familia en las culturas de Asia Oriental, desde el trasfondo común de la tradición confuciana, de un modo completamente diferente? ¿Cómo debe ser ­com­prendida la familia de las culturas latinoamericanas desde el tras­fondo multicultural de estas culturas? Con la respuesta a estas preguntas también se ganaría probablemente un primer punto de partida confiable para una respuesta sólida a la pregunta sobre cuáles son las posibilidades de acceso que tienen las culturas no europeas a una democracia que no es practicada meramente desde el exterior, sino de una democracia que se ha apropiado interiormente de la convicción de los derechos humanos.

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Capítulo 2

APOSTILLAS AL TEXTO DE KLAUS HELD “FAMILIA Y DERECHOS HUMANOS”

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Husserl elevó a tema filosófico el concepto de generatividad, y entrevió la relevancia que tiene este concepto para la comprensión del mundo familiar y de los mundos extraños. El padre de la fenomenología llegó, podríamos decir, tardíamente a este concepto de experiencia generativa, si bien en sus consideraciones iniciales sobre el tiempo se pueden establecer claros nexos con el problema de la historia. La experiencia generativa es uno de los modos de la fenomenología genética, el otro es la génesis entendida como la reconstrucción del sentido a partir de la corporeidad o de los primeros niveles del instinto, las tendencias y las pulsiones, en las que opera ya la estructura básica y originaria de la temporalidad, a saber: el presente, las retenciones y las protenciones. Adicionalmente, la generatividad es, junto con la vivencia del paso del tiempo en la cotidianidad o experiencia efímera del tiempo, el segundo sentido básico de la experiencia del tiempo, que está asociado con el concepto de historia de vida (story). Si bien Husserl puso las bases para una concepción fenomenológica de la historia, tal y como ya lo han expuesto Ludwig Landgrebe y Roberto Walton, su preocupación por el problema de la generatividad estuvo más ligada al problema de la teleología trascendental de la historia, esto es, a los efectos que tienen las ideas como motivación de los actos prácticos (voliciones, valoraciones y la acción en general) y de los actos teoréticos, que a la consideración de los efectos políticos de la acción. En estas reflexiones se basarán en las consideraciones de

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Husserl sobre la generatividad, teniendo presente los desarrollos realizados por Klaus Held respecto de este problema y en particular la manera como ella incide en la conformación de los vínculos interpersonales, mediante los cuales se construye la comunidad. El análisis fenomenológico de la generatividad ha de tener presentes tanto a los acontecimientos del nacimiento, como la de la muerte. En ambos casos, la mirada no se restringe a las actividades inesperadas del nacer y del morir, entendidos como acontecimientos aislados que inician y concluyen la existencia; antes bien, su significado es más amplio, pues a menudo cuando alguien cierra un ciclo de la vida vive una pérdida y con ello en cierto sentido una modalidad de la muerte, pero también se abre allí la posibilidad del inicio o “nacimiento” a otra fase de la vida. La generatividad se refiere a la manera como los individuos se relacionan con la temporalidad, ya sea desde la perspectiva de los ciclos de vida personales, ya sea desde una perspectiva más amplia que pregunta por la conexión entre la vida personal en relación con las generaciones que lo anteceden, con las que lo sucederán y con las generaciones contemporáneas. Entre estas dos perspectivas del tiempo —los ciclos de vida personal y las relaciones con las generaciones— tiene lugar un entrecruce, pues el crecimiento personal siempre se remite en primer término a la infancia y al desarrollo posterior y a la manera como estuvieron presentes en este proceso las generaciones de los padres y de los hermanos mayores, menores o de la misma edad. Así mismo, es de tener presente que crecemos siempre en relación con las generaciones mayores, y envejecemos en relación con las generaciones siguientes. La experiencia generativa del tiempo que tiene presente el nacimiento como la capacidad de poder comenzar, no solo complementa sino que lleva a su máxima expresión los análisis de Heidegger sobre el ser para la muerte. La generatividad debe entenderse como la posibilidad que tienen los hombres para poder comenzar algo nuevo, y para ello se ven dos dimensiones posibles: de un lado la renovación personal que tiene cada persona cuando asume su propia existencia y decide vivir en lo que podríamos denominar la “autenticidad”, y la segunda como la posibilidad que tiene cada persona de abrirle un espacio a la nueva generación, esto es, de descubrirse como alguien que está en relación con el mundo y que tiene la responsabilidad de crear o conservar un sitio para que las futuras generaciones lo habiten. La pregunta que examino en estas reflexiones es la siguiente: ¿De qué manera la generatividad, entendida como natalidad, permite no solo la renovación de las generaciones, sino también la configuración de la historia humana?

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Acción política, historia y mundo de la vida: Estudios sobre el pensamiento de Hannah Arendt

Sobre el concepto de generatividad

El concepto de “generación” se entiende a partir de la contemporaneidad de algunas personas que comparten el sentido de algunas experiencias comunes, en un contexto determinado, y que a la vez comparten el efecto que éstas tuvieron sobre su estilo de vida, creencias y actitudes en general. Así, por ejemplo, el comediante Andrés López, en su obra “La pelota de letras”, ha logrado representar los rasgos típicos de las generaciones colombianas de los años sesenta, setenta, ochenta y noventa. La pertenencia a una generación no quiere decir que tales personas tengan convicciones comunes, o que sean miembros de un grupo, sino que sirven como punto de referencia temporal respecto de las personas mayores, de las más jóvenes e incluso de quienes irán a habitar el mundo. La pregunta sobre la manera como se diferencian las generaciones, es decir, el margen cada vez más estrecho de tiempo que separa una generación de otra, así como las cada vez más marcadas diferencias entre las generaciones no serán tema de estas reflexiones. El concepto de generación está determinado fundamentalmente por los conceptos de nacimiento y de muerte, los cuales juegan un papel decisivo no solo en la configuración de la individuación, sino también en la conformación de las comunidades. Tema de este trabajo es el aspecto político de la generatividad, el cual está mediado necesariamente por su relación con la historia. La generatividad se entiende desde una doble perspectiva: a. Supuesto el nacimiento biológico, la generatividad puede entenderse como la capacidad que tienen los sujetos de empezar nuevos proyectos de vida personales, esto es, renovarse. Este nuevo comienzo está ligado al proceso de adoptar una nueva actitud que determine a fondo la orientación de la existencia; resolución que no se realiza a partir de una espontaneidad “pura”, sino que sigue las tendencia pulsionales y volitivas que tiene la persona desde el nacimiento, y que determinan las decisiones personales, desde las más banales hasta las más radicales, tal y como puede ser el caso de la elección de una profesión o de un modo de vida personal. Arendt entiende la generatividad como natalidad o capacidad de iniciar algo nuevo; pero anota que para lograr esta libertad, el individuo debe haber superado las exigencias propias de la labor, esto es, las actividades dirigidas al sostenimiento de la vida. De este modo, quien está libre de la necesidad de la labor, tiene la posibilidad de participar en los asuntos políticos. Según Arendt, el agente tiene siempre la valentía de aparecer en el espacio público, pero esta decisión no es volitiva, sino 31

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que responde a una pulsión de querer aportar y contribuir a la construcción de la comunidad —o, en su defecto, a la pulsión de destruir y de deleitarse con ello—. La generatividad como capacidad de emprender nuevos proyectos va de la mano con la renovación personal. Esta renovación puede entenderse, siguiendo a Husserl, como la posibilidad de centrar la existencia en el desarrollo de un estilo de vida, especialmente una vida autoconsciente, esto es, que se preocupa por aclarar siempre los condicionamientos que determinan su actuar. En el caso de la filosofía de Husserl, esto remite al despertar a la dimensión trascendental de la existencia; dimensión trascendental que nosotros entendemos como la perspectividad subjetiva e intersubjetiva que siempre está determinando los modos de acceso a los objetos y al mundo en general. Renovación significa en este contexto, la máxima ampliación posible del campo de la conciencia, a tal punto que se traslape con el mundo. b. La generatividad también designa el sentido que tienen los acontecimientos del nacimiento y de la muerte para la existencia humana. El nacimiento no se reduce a la perspectiva biológica de la conformación y surgimiento de un nuevo ser en el mundo, sino que también hace referencia a la autogeneración de la vida. La vida se hereda siempre de las generaciones anteriores, de tal manera que cada generación está encadenada a la anterior y a la siguiente. A esta interconexión global entre generaciones, se debe la posibilidad de engendrar la vida, de educar a la descendencia para vivir en este mundo; esto último es sintetizado por Borges en los primeros versos de su poema titulado Al hijo: “No soy yo quien te engendra. Son los muertos. Son mi padres, su padre y sus mayores… Somos nosotros y, entre nosotros, tú y los venideros hijos que has de engendrar.” (Cfr. Borges, 1999, 281) De una parte, siempre recibimos la vida sin que la debamos únicamente a la generación de los padres, sino que tras ellos están implícitas las generaciones pretéritas; de otra parte, el sentido de la procreación y de los sacrificios de la crianza se cifra en el compromiso con el futuro de “(nuestros) hijos” en particular, que representan a su vez el todo de la generaciones venideras; así como los padres representan a las generaciones previas. Tan solo accede a una visión generativa de la vida quien es capaz de comprender que el sentido de su trabajo reside —en último término— en el servicio que le preste a las siguientes generaciones, representadas en los hijos y en los niños y jóvenes de la comunidad a la que pertenece. Klaus Held sostiene que quienes son capaces de asumir conscientemente las exigencias de engendrar y educar a sus propios hijos se encuentran en una condición más favorable para alcanzar la comprensión de la genera32

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tividad. Sin embargo, la paternidad no es la única vía para ello, sino que también lo pueden lograr quienes ejercen su profesión teniendo siempre en cuenta su aporte a las nuevas generaciones. Pero, esto no solo se logra de una manera racional, sino que exige un compromiso afectivo (asumiendo los temores y la angustia que lleva consigo afrontar este tipo de relaciones). Que este es uno de los grandes retos de la vida, se puede ver en la tragedia de Edipo: Layo desencadena la tragedia, puesto que se atreve a contradecir al oráculo, esto es, para evitar su propia muerte prefiere no asumir la paternidad y manda aniquilar al hijo. El oráculo denuncia la debilidad de Layo, su incapacidad para asumir la relación filial y con ello su negativa a darle cabida a la generación siguiente. La paternidad posee un sentido que no es exclusivo de uno de los miembros de la pareja, el padre o la madre, sino que les es común en su relación con el hijo; se trata de la posibilidad que abre el hijo de tomar conciencia respecto de la propia finitud, del encadenamiento de la propia existencia con las generaciones antecesoras y predecesoras. Held sostiene que quien es capaz de asumir la generatividad, como capacidad de engendrar y de educar, así como de dar cabida a nuevas generaciones, tiene la posibilidad de visualizar el todo de la existencia y por esta vía alcanzar la existencia auténtica. Pero a esta autenticidad se accede gracias a que se han asumido las exigencias propias de la relación de pareja; desde una perspectiva tradicional la pareja está en disposición de asumir tano la procreación, como la crianza y la educación de la descendencia. Held aclara que no se trata de una prescripción moralista, pues cada quien tiene la posibilidad de verse a sí mismo, como alguien que contribuye, desde su propia posición, a la formación de las siguientes generaciones, o por los menos a la construcción de un mundo que se les pueda heredar. Pero la aceptación de la propia muerte o finitud no se alcanza mediante una evidencia racional, sino mediante una disposición amorosa, esto es, cuando el adulto acepta que tras su partida, sus hijos y herederos asumirán y desarrollarán la posición que él mantuvo en la vida. El sentido general que se descubre aquí consiste en entrever el aporte personal que cada quien, desde su posición particular, puede ofrecer a la cadena de generaciones, a la historia. Es claro que los hijos no garantizan en absoluto la trascendencia personal en la historia, pero ofrecen la oportunidad a sus padres de tomar conciencia de su articulación en la cadena de las generaciones, y en el papel que allí juegan como posibilitadores y facilitadores del mundo frente a los hijos. Esto abre el camino para lo que sería una reflexión sobre la “ética de la vida”: las exigencias que demanda su protección, en términos de fa33

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cilitar lo que sirva para su preservación y florecimiento. Esta dimensión ética también propende por una relación con el mundo con un carácter menos consumista, en la que se tenga en cuenta que éste nos ha sido heredado y que debemos legarlo a las futuras generaciones, representadas en los hijos. Relación entre generatividad y mundo familiar

El mundo, entendido como tejido de relaciones interpersonales, es siempre heredado. Husserl, nos dice que lo propio del mundo familiar consiste en un sistema típico de presentaciones y de objetos con los que tenemos un trato permanente y que está abierto a diversas transformaciones, entre las cuales hay espacio para lo imprevisto y lo extraño, para la anomalía. El mundo como espacio familiar, con sus costumbres, convicciones y hábitos que están sedimentados en la cultura, y de los cuales cada sujeto se apropia mediante su educación en la vida familiar y social, está profundamente arraigado en las generaciones anteriores o ancestros. Los modos como tratamos los objetos, la manera como cada quien transita en la calle, las expresiones usadas en el lenguaje cotidiano, los acentos, entre otros, son aprendidos predominantemente de las generaciones anteriores y ellos sirven de base para las variaciones que la nueva generación introduce. En el contraste con lo extraño Husserl sostiene que tendemos a interpretar lo desconocido con base en lo que nos es familiar o conocido. Aquí opera una relación entre una especie de horizonte interno y familiar y otro horizonte extraño. Esta correlación resulta siendo móvil, pues aún la esfera de lo familiar está abierta para las sorpresas propias de lo anómalo y de lo extraño. Sin embargo, interesa resaltar aquí que cuando alguien hace la experiencia de ser forastero, pues ha salido al encuentro de lo extraño, la mayor parte de las veces se desorienta en el nuevo espacio, pues en él operan otras costumbres y códigos de relaciones interpersonales, que se sedimentan y expresan en el lenguaje. El forastero mediante un proceso de inculturación puede aprender un idioma extranjero, hablarlo fluidamente y sin acento, e inclusive aprender ciertos modos de gesticulación y otros hábitos, sin embargo no podrá apropiarse a plenitud de la tradición ancestral del mundo que en cierto modo ha colonizado y tampoco podrá comunicar cabalmente los hábitos, costumbres y convicciones propias de su mundo familiar o patria. Esto lleva a plantear la tesis de que cuando algo en el mundo familiar es considerado como normal, es producto de una sedimentación histórica, en la que han intervenido activamente las generaciones. Aquí encontramos 34

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la base de la tradición, entendida como la unidad que se va consolidando a través del devenir de generaciones. Si bien es cierto que en la actualidad contamos con una continua expansión de lo que es considerado como ‘normal’ a la mayor parte de las culturas (globalización), sin embargo esta tendencia unificadora no anula los modos típicos o patrones habituales de comportamiento propios de cada mundo familiar y que están arraigados en las tradiciones y en los estados anímicos propios de cada mundo cultural y que se expresan lingüísticamente. Que la normalidad reposa en la “generatividad” (Husserl, 1973, 431) nos retrotrae a la historia, pues el mundo familiar no se limita a las relaciones objetivas, sino al tejido de relaciones y de vínculos interpersonales que a su vez determinan nuestro trato con los objetos en general. Este tejido de relaciones tiene un carácter histórico que, aún visto desde una perspectiva generacional, sirve a cada quien de referencia para presentarse ante los demás: “provengo de tal parte, y soy hijo de fulano y de fulana del tal.” Con ello, pasamos a considerar las relaciones entre historia y generatividad. Generatividad e historia

De antemano cabe descartar la tesis de que la historia funge al modo de un proceso mediante el cual la acción pueda ser controlada, para ser puesta estratégicamente al servicio de fines preconcebidos. La pregunta fenomenológica por la historia está en estrecha correlación con la pregunta por el carácter social del hombre y, en definitiva, por su relación con el mundo. El enfoque fenomenológico considera la vida subjetiva sin limitarse a la reflexión que busca explicitar las estructuras eidéticas de la conciencia; el retroceso a tales estructuras subjetivas e intersubjetivas reside en establecer cómo éstas predeterminan teleológicamente la configuración de la conciencia y en general el proceso de individuación. Dada la diversidad de perspectivas desde las que se puede enfocar la historia, aún al interior de la fenomenología misma, en lo que sigue no podemos abarcar ese amplio espectro, sino que centramos la atención en las implicaciones que tiene la toma de conciencia de la generatividad en la vida individual y comunitaria. En particular nos interesa ofrecer algunas pistas para indagar cómo le es posible a una persona acceder a la dimensión generativa de su historia, para ello tomamos como punto de referencia la manera como Held propone la relación entre existencia auténtica, generatividad e historia. Que un individuo tome conciencia sobre su historicidad, esto es, no solo sobre su finitud, sino también de su inserción en la cadena de las genera35

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ciones, supone un estadio previo de inconsciencia, una especie de actitud natural o pre-histórica. Arendt nos ofrece elementos para caracterizar este tipo de actitud, cuando sostiene que las actividades propias de la labor y del trabajo son apolíticas (y, dado el caso, antipolíticas). La inserción del individuo en la historia es posible cuando éste asume el riesgo de realizar actividades que trasciendan sus intereses privados (personales o grupales) dirigidos al mantenimiento de la vida o al aumento de la productividad, para preocuparse por la construcción de la vida en común. Si bien la realización de la acción abre el camino para que se genere la historia, sin embargo, al parecer la motivación que exige realizar la acción tiene algunos elementos en común con el intento de despertar a la conciencia de la historicidad. En contraposición con una actitud subjetivista, de alguien que entiende la existencia auténtica en relación con la toma de conciencia de la muerte personal, de la finitud, Held propone una perspectiva a nuestro juicio más propicia para entender cómo se realiza este despertar a la historicidad: la aceptación de la natalidad. El despertar a la historicidad no depende de actos volitivos, sino de una toma de conciencia de las propias pulsiones, tendencias y estados de ánimo, los cuales llevan a adoptar una nueva actitud: la persona acepta serenamente la natalidad y por esta vía logra tener una visión del todo de su existencia y la manera como ella se encadena a las generaciones anteriores, a las presentes y a las venideras. Que una persona se inserte en la historia no significa que se ha propuesto realizar grandes discursos y obras, que puedan ser acogidos por los medios de comunicación y que luego pasen a ser parte de los anales o libros de historia. Alguien construye historia cuando asume el sentido de su vocación personal, lo cual presupone haber aceptado su posición en el entramado de las generaciones humanas. Esto exige en primer lugar aclarar las relaciones que se establecen desde la infancia con los padres o con quienes los representan; en segundo lugar, se requiere aceptar las condiciones concretas (identidad de género, país, lengua, familia, entre otras) que determinan a cada persona como individuo único e irrepetible. Cada quien tiene su propia historia que no es intercambiable, de ahí el vano intento de envidiar o de pretender imitar a otros supuestamente más talentosos o que están ubicados en una mejor posición. Esto lo condensa el literato Sandor Marai del siguiente modo: “Es la mayor tragedia con que el destino puede castigar a una persona. El deseo de ser diferente de quienes somos: no puede latir otro deseo más doloroso en el corazón humano. Por que la vida no se puede soportar de otra manera que sabiendo que nos conformamos con lo que significamos para nosotros mismos y para el mundo.” (Cfr. Marai, Sandor, 2005, 132-133). 36

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Quien acepta su propia finitud logra reconocer que él no es sino un eslabón en la cadena de las generaciones y que tan solo puede actuar en correspondencia con su propia condición histórico-cultural. Uno de los logros del trabajo psicoanalítico es precisamente permitir el despertar a la conciencia de sí como historia; mediante el relato, le es posible a la persona reconstruir el sentido de las experiencias vividas desde su infancia, la cual solo fue posible en interrelación con las generaciones anteriores, quienes introducen a cada infante en el mundo. La propuesta fenomenológica de Held —quien a su vez sigue la tesis de Arendt— consiste en asumir la propia natalidad como capacidad de renovación personal o facultad de iniciar nuevos proyectos en el espacio abierto del mundo. Tales proyectos exigen de la persona atreverse a confrontar su posición, su opinión con los otros en el espacio público del mundo, y esto presupone de una parte una comunidad mínima de convicciones y de costumbres (ethos) y de otra un reconocimiento del tiempo oportuno en que ellas deben ser expresadas o puestas en escena (kairos). En definitiva, hacer historia significa en este contexto la posibilidad que tiene cada persona de asumir su posición en la cadena de las generaciones y estar en la disposición, afectiva y racional, de ceder su sitio a las nuevas generaciones que prolongarán este mundo, y ello mediante las actividades de la procreación y la educación. Queda abierta la pregunta por la manera como la generatividad ofrece nuevas luces para comprender la relación entre historia y política.

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Capítulo 3

EL ESQUEMA LABOR-TRABAJO Y ACCIÓN EN LA OBRA “VITA ACTIVA”

Julio César Vargas Bejarano

En 1957, un año antes de la publicación de The human condition, Arendt realizó una conferencia en la que se encuentran in nuce las tesis centrales de esa obra (Cfr. Arendt, 1995, 89-107)3; en particular allí hace una síntesis 3 La estructura y temas generales de esta conferencia, titulada precisamente “Labor,

trabajo y acción” son los siguientes: Párrafos 1-2: Planteamiento de la pregunta por el sentido de la vita activa y por su relación con la vita contemplativa. La vita activa tiene al parecer mayor relevancia para la vida humana, pues los seres humanos podrían llegar a prescindir de la contemplación, pero no de la acción. Sin embargo, la conceptualización de lo que sea la acción y las actividades en general requiere del ejercicio teórico. Párrafos 3 hasta el 5 (faltando 5 líneas para acabar la pág. 92): reconstrucción general del origen de la relación entre vita activa y contemplativa. El problema de la primacía entre uno y otro estilos de vida según el cristianismo y la concepción griega. Pregunta por la inversión en la modernidad, en la que se le otorga primacía a la labor (productiva), en contraposición a la antigüedad en la que primó la contemplación y el trabajo (como producción artesanal) se concibió como más importante que la labor. Análisis de por qué este esquema de “primacías” permaneció hasta la modernidad: la estructura general, con sus categorías, permaneció aún en las críticas de Nietzsche y de Marx. Párrafos 5 línea 31 de la pág. 92 hasta el 6o. párrafo-: introducción al examen de las actividades como tales; incursión por la vía etimológica. Párrafos 7-12: La labor. Circularidad, necesidad, mayor contingencia. Párrafos 13-23: trabajo, fabricación: estabilidad y solidez, durabilidad y objetividad, comienzo y fin predecible; racionalidad estratégica: medio-fin, violentar la naturaleza.

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general de los conceptos de labor, trabajo y acción. Estos conceptos conforman un esquema para dar cuenta de la estructura, origen y sentido de las actividades que conforman la vita activa, esto es, la existencia que se lleva a cabo en el mundo, en el espacio del hogar y también de la interacción con los otros. En este trabajo nos proponemos ofrecer una presentación del esquema labor-trabajo-acción, centrando especialmente la atención en la labor y en el trabajo y en la manera cómo Arendt explicita su sentido, reconstruye las experiencias que les dieron origen y examina la transformación que ellos tuvieron en la modernidad. En la primera parte se presentan los aspectos más relevantes del método fenomenológico empleado por Arendt en la descripción de estas actividades. Así mismo, explicita qué se entiende por el concepto de “actividad”, el cual es —junto con los conceptos de “persona” y de “mundo”— uno de los conceptos operatorios en el pensamiento de Arendt. La segunda parte se ocupa de los conceptos de labor y del trabajo. En lo referente a la labor, se describen sus rasgos esenciales y lo que ésta genera: la fuerza de la labor; así mismo se presenta la manera como la modernidad dio lugar al surgimiento de la sociedad laborante y de consumo. Posteriormente, se dirige la atención al concepto de trabajo, su papel en la construcción de la objetividad y se describen los rasgos generales del proceso de producción. En lo que concierne al desarrollo histórico de este concepto se presenta la manera como en la modernidad el trabajo fue interpretado con base en las categorías propias de la labor y cómo esto condujo a una visión alienante del mismo. Igualmente, se da cuenta del impulso que genera el trabajo y que a su vez lleva a que sus productos se exhiban y comercialicen en el espacio público. Así mismo, se describe la importancia que la modernidad le otorgó a la productividad y su incidencia en el planteamiento de una economía política. En la tercera parte se introduce el concepto de acción política y se ponderan la función y los alcances heurísticos del esquema labor-trabajo y acción. Introducción general al esquema “Labor, trabajo y acción” Sobre el método fenomenológico de Arendt

Para Arendt la realidad en general se ofrece mediante fenómenos, a los cuales corresponden diversos sentidos. Estos sentidos están asociados con los significados lingüísticos, que en último término pueden llevar —mePárrafos 24-25(línea 8): La obra de arte. Párrafos 25 línea 10 hasta 31. a.) Sentido y estructura de la acción (25-28) b.) Perdón y promesa: (29-31). 40

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diante el uso— a confundir o mezclar los diversos sentidos y por ende a una cierta ceguera respecto de ciertos fenómenos o aspectos de la realidad. Arendt sostiene la anterior tesis sin profundizar en ella, en dos pasajes de distintas obras: El primer texto es un pasaje de su ensayo “Sobre la violencia” en el que sostiene que la confusión de sentidos revela una ceguera —o si quiere un olvido— ante los fenómenos que les dieron origen en el contexto de una experiencia originaria (Arendt, 1998, 145-146). En otro texto, que pertenece a su legado y que no fue publicado sino tan solo hasta principios de los años noventa, la pensadora alemana resume esa misma tesis del siguiente modo: “Nuestra falta de disposición a hacer diferenciaciones no impide naturalmente que las diferencias existentes fácticamente se impongan en la realidad; solo nos impide concebir adecuadamente lo que realmente sucede” (Cfr. Arendt, 1997, 136). Esta afirmación sugiere las siguientes interpretaciones: a) Que al sentido corresponde una realidad fenoménica, y que en el uso cotidiano del lenguaje no nos preocupamos por hacer diferenciaciones que nos permitan ganar mayor agudeza en la percepción de la realidad. El descubrimiento de la experiencia originaria que dio lugar a un sentido exige un trabajo de reconstrucción genética, por el cual es posible describir las diversas fases o vicisitudes del sentido, las cuales se generan en los diversos usos o significados que se dan en la historia. b) Arendt tiene siempre como punto de referencia la experiencia originaria en la que surge el sentido. Si bien esto remite necesariamente a un darse del objeto —hic et nunc—, sin embargo el trabajo genético consiste también en retroceder a la experiencia histórica en que surgió un sentido y describir la manera como fue variando en las distintas épocas. Este procedimiento es decisivo para la distinción entre la triada labor, trabajo y acción, así como de los conceptos violencia, poder, y fortaleza, pues ella se realiza con base en las experiencias originarias que con el desarrollo del tiempo, o con los usos del lenguaje han perdido su significación primera. En otros términos, así los veamos mezclados en la realidad presente, eso no significa que no se pueda tener una experiencia del sentido originario de estos conceptos. En el desarrollo de su obra se puede percibir un diálogo constante y silente entre ella y Heidegger. De ahí, por ejemplo, que en lugar de enfatizar el existenciario de ser-para-la-muerte, nuestra autora enfatice la ‘natalidad’ 41

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o la importancia de iniciar algo nuevo en el mundo. Que las reflexiones sobre filosofía política tienen una gran inspiración heideggeriana, se deja ver en la tesis según la cual no pensar no significa no ser inteligente o racional; quien “no piensa” puede llegar a altísimos niveles de racionalidad, y sin embargo seguir acríticamente las órdenes o prescripciones de un régimen o de las jerarquías de la institución a la que pertenece; esto lo llevaría a practicar de un modo sistemático y racional la violencia, lo cual conducen en último término a la destrucción del tejido social y político. Arendt retoma elementos sustanciales de la técnica fenomenológica como la descripción de la experiencia originaria, en la que se ofrece un tema directamente a la experiencia, sin embargo su pensamiento no es sistemático: no persigue un tema hasta las últimas consecuencias y tampoco construye relaciones progresivas entre los conceptos, de manera que dé cuenta de su desarrollo o regrese —como en zigzag— al punto de partida del análisis. Arendt asume otra vía metódica, que consiste en tematizar un problema rigurosamente, definirlo conceptualmente y comparar; además, se toma la libertad de pensar un mismo problema en diversas perspectivas: reconstruyendo históricamente el tema, describiendo el objeto de estudio desde su singularidad, definiendo sus opuestos, etc. Este estilo de trabajo se refleja también en sus posiciones personales, pues ella no se adscribe a ningún grupo o movimiento: ni al marxismo, ni al feminismo y tampoco a la ortodoxia judía, etc. El concepto de actividad

Uno de los conceptos operatorios que Arendt utiliza para presentar el significado de vita activa es el de actividad. Tales conceptos a diferencia de los temáticos, son aquellos que pertenecen al instrumentario del que se vale un pensador, quien los usa para entender o describir determinado problema, y sin embargo, tales conceptos permanecen en la sombra, no son tematizados como tales. El concepto de actividad (actus) es una de las versiones latinas del concepto aristótelico de energeia, el cual se refiere a la dinámica propia del acto, a su actualidad. El fin de la energeia es la realización de la actividad misma, y no algo externo a ella4. Los seres humanos disponen de 4 Véase la nota No. 37 del capítulo V: “Los dos conceptos aristotélicos de energeia y entelecheia están estrechamente relacionados (energeia synteinei pros tén entelecheian): la plena existencia real (energeia) no efectúa ni produce nada aparte de sí misma, y la plena realidad (entelecheia) no tiene otro fin aparte de si misma” (Cfr. Arendt, 1993, 270). Arendt se refiere allí a la Metafísica 1050ª 22-35. La energeia designa a las actividades que se realizan no con el fin de producir algo distinto a ellas mismas, sino que su fin es su propia realización. Aristóteles presenta tres 42

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diversos modos de actividad, de vida (bioi). Aristóteles entiende los tipos de vida (bioi), como el curso continuo de actividades que conforman una cierta unidad o estilo de vida. De este modo Aristóteles diferencia en la “Ética a Nicómaco” (Cfr. Aristóteles, 1970, 1095b-1096a) tres tipos de vida: 1) la dedicada a los placeres y al goce sensible, 2) la vida que se ofrenda a la actividad pública y de la comunidad: la política, cuya meta (ética) es el gobierno justo y 3) la vida teorética que está consagrada a la contemplación del ser propio de la naturaleza y de la totalidad en general. Quienes acceden a este nivel y cultivan este estilo de vida pueden alcanzar la felicidad, en cuanto logran la prudencia (phronesis) o el saber actuar. Como se verá adelante, este concepto de bios le servirá a nuestra pensadora para el planteamiento y la elaboración de la pregunta sobre el sentido de la vita activa. Los conceptos de energeia y de bios le sirven de punto de partida a Arendt para sus descripciones de los distintos tipos de actividad y estilos de vida en general. Las actividades de la vida espíritu humano abarcan así desde la vita contemplativa, donde se alberga el pensamiento y el conocimiento, y se extienden hasta la vita activa (trabajo y acción). El concepto de actividad tiene un alcance tan amplio que se aplica también a actos no conscientes como el nacimiento y la muerte. Como se puede apreciar, nuestra autora se apoya en Aristóteles, como punto de referencia para acuñar los conceptos que guían su pensamiento, tal es el caso de la producción y la acción, cuyas raíces se encuentran en los conceptos de techné y praxis que esbozaremos a continuación. En el libro I de la Metafísica Aristóteles distingue entre diversos modos de saber o, como dice Zubirí, modos de |”estar en la verdad de algo” (Cfr. Zubirí, 1963, 19). La techné, es el segundo modo después de la experiencia, primer modo de saber. La principal característica de la experiencia es ser un saber basado en la organización de los datos de la sensación y que pueden ser retenidos o sedimentados en la memoria. La techné no se limita al evento de la producción (ergón), sino que se refiere a un “saber hacer”, en el que el artífice tiene un cierta representación de cómo será el objeto una vez concluido el proceso de producción. De lo anterior se sigue que hay que distinguir entre el proceso de fabricación (poiesis) y la techné, como el saber hacer. Quien tiene la experiencia tan solo puede dar cuenta de las regularidades, mediante las cuales puede prever que un evento sucederá. En cambio, quien posee la techné dispone del ¨saber hacer¨, de las causas, tal sería el caso del médico que puede dar cuenta de por qué un medicamento ejemplos: la visión en el ver, la contemplación y la vida como actividad propia del alma. 43

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es efectivo y no simplemente saber que tal planta tiene un efecto curativo —como sería el caso de la experiencia—. Zubirí lo expresa en los siguientes términos: la techné “no es una simple habilidad, sino un obrar ¨con conocimiento de causa” (Cfr. Zubirí, 1963, 20). A lo anterior habría que añadir otras dos características: la techné es un saber de mayor universalidad que la experiencia y es enseñable (Cfr. Aristóteles, 1990, 981a-b). Frente al “saber hacer” propio de la techné, Aristóteles muestra que hay otro tipo de saber relacionado con las acciones: la phronesis. Ella consiste en ser una virtud, que se construye con base en el actuar y no está referida a un producto externo a ella misma. La phronesis designa aquellas actividades que se realizan por sí mismas, y que no están ordenadas a un fin externo. A este tipo de actividades también se les designa como “praxis” y su producto es una energeia, una actividad que no es externa al proceso mismo. Aristóteles presenta la teoría (theoria) como un tipo de saber distinto a la tecnné, que no está referido a la producción, sino que pertenece al campo del ocio (scholé; a la vida que se ocupa de la negación del ocio: nec-otium) y cuya actividad es la contemplación: saber ver, o apreciar la estructura de la realidad (eidein, saber,), esto es, saber “lo que las cosas son en sí y por sí mismas” (Cfr. Zubirí, 1963, 39). La teoría no se realiza con vistas a un fin o producto, sino con el simple ánimo de saber, por lo tanto es un modo de ser de la praxis. El desarrollo exhaustivo de esta vía de investigación llevará a Aristóteles a sostener que la filosofía es la forma suprema de la praxis. Esbozo de los conceptos labor, trabajo y acción

En este sitio realizamos una introducción general a los conceptos de labor, trabajo y acción y mostramos la manera como ellos operan al modo de un esquema general que da cuenta de las actividades propias de la vita activa. De antemano, cabe decir que la distinción entre labor y trabajo o producción que realiza Arendt está inspirada en un pasaje de Locke, quien diferencia entre: “la labor de nuestro cuerpo y el trabajo de nuestras manos”5. 5 “Though the earth, and all inferior creatures, be common to all men, yet every man has a property in his own person: this nobody has any right to but himself. The labours of his body, and the work of his hands, we may say, are properly his. Whatsoever then he removes out of the state that nature hath provided, and left it in, he hath mixed his labour with, and joined to it something that is his own, and thereby makes it his property. It being by him removed from the common state nature hath placed it in, it hath by this labour something annexed to it, that excludes the common right of other men: for this labour being the unquestionable property of the labourer, no man but he can have a right to what that is once joined to, at least where there is enough, and as good, left in common for others.“ (Cfr. Locke, 1690, Sec. 27) 44

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La labor

De acuerdo con los análisis de Arendt, la labor6 designa todas aquellas actividades cuyo fin es el mantenimiento y reproducción de la existencia. A manera de ejemplo consideramos las siguientes: alimentarse, dormir y reproducirse, entre otras. Una de las principales características de la labor consiste en que sus rendimientos se ‘consumen’ de inmediato y sirven directamente al mantenimiento de la vida. Arendt afirma que la condición básica para el desarrollo de la labor, es la vida. Esto quiere decir, que mientras el ‘individuo’ exista debe realizar algunas actividades indispensables para poder mantener su vida personal, y aún la de su familia. La labor está asociada a las fases del ‘ciclo vital’ de la vida humana. Con ello podemos interpretar las distintas actividades que se realizan teniendo presentes las diversas fases de la existencia, como por ejemplo la previsión de alimentos para el futuro, la generación de condiciones para el mantenimiento de la vida de los hijos. En este sentido leemos en el mismo parágrafo que “la labor no solo asegura la supervivencia individual, sino también la vida de la especie.” (Cfr. Arendt, 1993, 22) Debido a que la labor se refiere a actividades propias de “los procesos biológicos del cuerpo”, en ella juegan un papel decisivo los instintos, tal es el caso del instinto de protección de la vida y de reproducción. La realización de las actividades instintivas tiene un carácter necesario, pues una vez que está presente el objeto que satisface una necesidad el organismo reacciona (se activa) hasta distensionarse. Arendt menciona un momento de la labor: “la bendición de la labor” (Cfr. Arendt, 1995, 96); ella consiste en el sentimiento de satisfacción y bienestar que acompaña satisfacer una necesidad; se trata de un gozo elemental que se realiza cíclicamente en términos de la díada tensión-distensión. La labor tiene un componente rutinario y de agotamiento, pues debe realizarse necesariamente de acuerdo con los ciclos temporales de la vida: “su propia repetitividad, que a menudo consideramos un peso que nos agota, es lo que nos procura aquél mínimo de contento animal (…)” (Cfr. Arendt, 1995, 96). En lo que concierne a las actividades de tipo reproductivo, es necesario tener presente que si bien una persona puede prescindir de ellas, lo mismo no debe suceder a nivel de la especie. 6 Respecto de estos conceptos es de señalar el problema que presenta la no traducción del término labor. Si se traduce del inglés el concepto de labor como trabajo, tal y como fue vertido en la versión alemana, y el de work como producción, tendríamos una ganancia, en el sentido de que la producción designa todas las actividades que rinden o generan objetos. Sin embargo, si se sigue el curso del pensamiento de Arendt y se traduce “labor” como trabajo, se prestaría a confusiones, pues en el español este concepto está asociado a categorías económicas y de relaciones sociales. 45

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Los rasgos esenciales de la labor son los siguientes: a) La labor se caracteriza por una parte desde una perspectiva subjetiva por las posibilidades de la “fuerza de la labor”, y por otra por el carácter efímero de sus productos. En este sentido, la labor designa a las actividades naturales, cuyo devenir se enmarca en los ciclos de la temporalidad. Desde una perspectiva objetiva, la labor genera sus rendimientos mediante un proceso de elaboración y de preparación. Esta consideración nos da pie para pensar como ejemplo paradigmático de la labor la actividad de cocinar. Los alimentos cocinados tienen una subsistencia mínima en el mundo y su sentido está referido al consumo que de ellos realizan los sujetos y su correspondiente asimilación a los proceso vitales. b) Las actividades propias de la labor pertenecen al campo orgánico o corporal y están influidas por las pulsiones. Además, por su carácter biológico las actividades laborales pueden entenderse también como el intercambio de materia con la naturaleza en los que no está en juego representación alguna del mundo. De su carácter no “mundano” podemos inferir que se realizan especialmente en el espacio privado y no en el público, esto es, no suelen ser accesibles a la vida intersubjetiva (y su pluralidad de perspectivas) y tampoco le son relevantes. c) Otro rasgo esencial de la labor es que está circunscrita especialmente a los ciclos temporales de la naturaleza, de tal manera que por estar sujeta a la necesidad no puede clausurarse del todo, sino que debe realizarse constantemente. La producción escapa en cierta medida a la determinación natural en cuanto rinde productos que llegan a estar terminados y por ello pueden ser incorporados al horizonte general del mundo. Esto no significa que la producción esté totalmente desligada de la influencia de los ciclos temporales naturales y que no se realice muchas veces en sintonía con ellos. La labor se prolonga incesantemente, pues lo que ella genera se acaba inmediatamente y debe ser reemplazado, pues de lo contrario la vida no se podría sostener. d) La labor se caracteriza también por su fertilidad, en contraposición a su ‘presunta productividad’. La “fertilidad” hace referencia a la capacidad que tienen los organismos para reproducirse con mayor o menor grado de efectividad. La “fecundidad” acentúa otro aspecto que está más asociado o bien al acto de reproducción (fecundación) o bien a la calidad del producto de este proceso. Respecto a la pregunta de si la labor es fértil o fecunda podemos ver que en ella prevalecen estos dos atributos, ya que es fértil en el sentido de la capacidad para generar vida y fecunda porque está sujeta a una fuerza constante que logra generar productos más allá 46

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de las necesidades vitales de un individuo. La labor genera abundancia aún cuando desde el punto de vista material sea improductiva. Desde esta perspectiva podríamos decir que una persona que limita su actuar a la labor, a sobrevivir, no logra desplegar su dimensión humana propiamente dicha, esto es, todo lo que tiene que ver con la creatividad y con las relaciones sociales y políticas. La fuerza de la labor

Hemos señalado algunos rasgos esenciales del concepto de “labor” y establecimos que designa aquellas actividades al servicio del mantenimiento de la vida y que se realizan de un modo cíclico y necesario. Arendt presenta los conceptos de labor y de trabajo (producción), teniendo como punto de referencia las reflexiones que sobre estos temas ya habían realizado pensadores como Locke y de Marx. Nuestra autora ubica los orígenes de esta diferencia en la antigüedad griega; de acuerdo con su interpretación, los griegos eran de la opinión de que toda actividad que exigiera esfuerzo corporal restaba energías y espacio a la interacción política, por ello no solo la labor de los esclavos, sino también la producción artesanal fue considerada como de un nivel inferior respecto de la praxis o acción política. Sin embargo, Arendt recuerda que para los griegos el trabajo corporal tenía cierta importancia, pues estaba al servicio del sostenimiento de la vida y permitía resolver las necesidades vitales y eran condición para la génesis de la acción política. Este tipo de actividades eran consideradas como semejantes a las que realizan las especies animales para el sostenimiento y reproducción de la vida. Por ello, se entiende que para un sujeto perder la libertad y ser considerado como esclavo significaba caer en el rango de la animalidad, esto es, perder la especificidad de la naturaleza humana. Para explicar la relevancia que adquiere el trabajo en la modernidad Arendt toma como punto de referencia los trabajos de J. Locke, A. Smith y K. Marx. A pesar del reconocimiento explícito que nuestra autora les otorga a estos pensadores por tematizar la vita activa, sin embargo les reprocha no haber distinguido los sentidos de la labor y del trabajo. A juicio de Arendt, la labor no debe ser definida por la manera como ella contribuye a los procesos de producción, ni por el modo en que lo generado por ella puede llegar posteriormente a ser comercializado. La labor es la actividad humana menos mundana, esto es, que se realiza especialmente en privado y que por sí misma no involucra la participación de los otros, la interacción que permite tratar asuntos de interés personal o de la comunidad en general. Para dar cuenta de la importancia que adquiere el trabajo en la modernidad, Arendt se refiere primero a Locke, para quien la riqueza es un supe47

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rávit de los productos generados para sobrevivir; este excedente se puede convertir en bienes de cambio, que luego serán reemplazados por dinero, el cual puede ser acumulable y no un simple objeto de consumo —como los productos transitorios de la labor—. De este modo, el trabajo es —a juicio de Locke— la fuente de la propiedad, que sirve a su vez como el fundamento de la vida social. Desde esta perspectiva, para Locke, las actividades cuyos ‘rendimientos’ no alcanzan el estatuto de un producto, salvan su carácter efímero gracias a que cuando hay abundancia dichos objetos pueden ser transformados en dinero, esto es, llegar a formar parte del mercado. En el caso de Marx esta ‘abundancia’ equivale a la potencia o “fuerza de la labor”7 que puede ser puesta en el mercado ‘laboral’. Una vez el sujeto logra satisfacer sus necesidades vitales, puede contar con un excedente de “fuerza de labor”; en la liberación de esta fuerza radica el carácter productivo del trabajo. Adicionalmente, Arendt afirma que si bien el dinero es un mecanismo que permite la estabilización de este proceso ‘laboral’, sin embargo no forma parte del mismo, sino de la esfera social o económica. Arendt critica a Marx por haber acentuado el carácter productivo del trabajo, pues ello le impidió diferenciarlo de la labor, sin caer en cuenta de que los rendimientos de esta última no son bienes objetivables y permanentes, pues tan pronto como devienen a la existencia deben ser consumidos. La labor está conformada por actividades que están ordenadas a la satisfacción de necesidades prioritarias para la vida y que se realizan en los ciclos temporales de la existencia. Al respecto, Arendt advierte que la labor tiene un modo propio de ‘productividad’, la cual no reside tanto en lo que ella genera (por ejemplo, un alimento, descanso, entre otros), cuanto en la “fuerza de la labor”. La labor rinde no solo aquello que es necesario para el mantenimiento de su propia existencia, sino que también genera un excedente de fuerzas anímicas que es de interpretar como la ‘productividad’ propia de la labor. La fuerza de la labor no se dirige sino accidentalmente a la elaboración de productos de consumo, pues su fin esencial es servir de medio para el sostenimiento y reproducción de la vida misma. En orden a precisar la manera como fue interpretada la labor en la modernidad, Arendt formula las siguientes preguntas: ¿cómo es posible que desde Locke hasta Marx se viera en el trabajo la fuente de la propiedad, de la riqueza, de los valores y lo más propio de la dimensión humana? ¿Cómo explicar el fenómeno de que el enriquecimiento, la propiedad y el dominio se volvieran procesos económicos constantemente crecientes? Para afrontar estas preguntas Arendt acude a un concepto, podríamos decir metafísico, 7

Este término fue traducido al español como “poder de la labor”. Cfr. Arendt, 1993, 103. 48

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para entender el sentido del trabajo, a saber: el ‘proceso’ (que ella misma denomina como ‘palabra clave’ para entender el avance de las ciencias naturales y sociales y aún de la historia). La explicación de los procesos de crecimiento económico se entiende, en la modernidad, a partir de la metáfora del desarrollo de la vida orgánica. Arendt ve en la labor el concepto eje para entender la manera como la modernidad concibe el desarrollo de la vida y de la producción. Si se parte de la tesis de que la labor no solo está al servicio de la conservación y reproducción de la vida, sino que se realiza según los ciclos fijados por la vida y está inscrita bajo el carácter de la necesidad, esto es, no está sujeta a las tomas de decisión o voliciones del sujeto; entonces, el gran logro de Marx consiste, a juicio de Arendt, en la equiparación de los procesos económicos y los procesos de la vida. Esto resulta posible gracias a que dispondrían de una base común: la fertilidad o fecundidad, la cual se realiza tanto en la labor, como en la reproducción. En primer lugar, en lo referente a la fertilidad propia de la labor, cabe decir que el sentido de esta última reside en la conservación de la existencia personal, familiar —y en último término de la especie—; realizar este tipo de tareas resulta dispendioso y a veces hasta rutinario; sin embargo, al ser efectuadas traen consigo un alivio o podría decirse una bendición, que consiste en el restablecimiento de las fuerzas vitales o en la prolongación de la existencia a través de la procreación, del hecho de traer los hijos a la vida y al mundo. La labor restablece el equilibrio perdido debido a las exigencias propias del trabajo y al desgaste propio de la vida misma, por eso el consumo y el descanso moderados generan un placer o gozo. Sin embargo, este equilibrio puede ser roto por la pobreza, la enfermedad y el infortunio. En segundo lugar, el trabajo participa de la fecundidad propia de la labor, en la medida en que solo es posible ejecutarlo una vez que han sido resueltas las necesidades básicas. Además, el gozo que genera la realización cabal de una obra propia o el logro de una meta de producción, tiene que ver con la fecundidad, con la capacidad de generar algo nuevo y ponerlo al servicio de los otros. Arendt sostiene que uno de los grandes méritos de Marx fue descubrir que la auténtica ‘fuerza de producción’ es la fertilidad o fecundidad, esto es, la capacidad que tienen los individuos y el género humano de reproducirse y de multiplicarse. Esto lo pudo descubrir gracias a que no renegó del naturalismo, sino que por el contrario vio en la “fuerza de la labor” la base misma del potencial humano, esto es, que no actúa tan solo a nivel individual, sino también social. Sin embargo, Arendt sostiene que el regocijo de la labor, que se puede extender en la vida a través de sus diversos ciclos, no equivale a la satisfacción que produce la realización de una obra o de un producto mediante 49

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el trabajo. La sociedad de consumo le quitó el auténtico valor a esta bendición de la labor, en cuanto lo generalizo y la vulgarizo como la ‘suerte y alegría de la gran mayoría’. El trabajo tiene que ver especialmente con una planeación estratégica y sus logros dependen, de una parte de la diligencia, disciplina y capacidad de organización de los operarios, y de otra parte de la fortuna. La bendición de la labor tiene que ver más con el proceso de restablecimiento de la fuerzas vitales, que con la fortuna que determina en último término si los esfuerzos productivos llega a feliz término o no. La propiedad y el origen de las sociedades laborantes

Al examinar la manera como se gestaron los procesos de producción, Arendt se encuentra con que en el origen de la modernidad, en lugar de promover la defensa de la propiedad y del espacio público, lo que se dio fue una posición polémica y agresiva en contra de ellos; esto se debió al afán de expropiación de tierras por parte de las clases aristocráticas en los siglos XIV y XV. Estas clases estaban en favor de políticas estatales que no penalizaran la expropiación, y cualquier intento por parte del Estado de ir en contra de esta tendencia se veía como una institución perjudicial que lesionaba la acumulación de riquezas por parte de la aristocracia. Esta posición se sostenía bajo la divisa de la defensa de la vida social. Con el fin de examinar una de las teorías centrales sobre la propiedad privada, Arendt se detiene en el pensamiento de Locke, para quien la vida es el bien supremo y el fin de la existencia humana; sobre su conservación se funda el derecho natural. El trabajo es la vía del sostenimiento de la existencia personal, mediante la apropiación de objetos o partes de la naturaleza, pero sin tomar de ella más de lo que se necesita para satisfacer las necesidades. Este tipo de actividades coincidirían con la labor. Sin embargo, los bienes perecederos pueden comercializarse con el fin de obtener dinero y por esta vía, a través del trabajo, el dinero se puede aumentar y se alcanza la riqueza. El cuerpo funge como el medio que Dios le ha proporcionado al ser humano para apropiarse de la naturaleza y generar riqueza, de tal manera que le puede dar un “uso privado”, esto es, lo que lo cada persona logra producir le pertenece a él y no al rey, ni a la sociedad. Arendt ve en Locke y Marx dos representantes de la tesis de que el trabajo es una actividad natural, esto es, con elementos propios de la labor: cíclica y automática. Para Marx, la “fuerza de la labor” constituye una de las variables centrales que posibilita la productividad, cuyas leyes son automáticas y comprometen especialmente a las actividades corporales. Todo intento que impida o afecte al proceso de apropiación y acumulación de riquezas se considera como peligroso para la conservación de la vida social. 50

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En el contexto de la sociedad moderna, el cuerpo y sus actividades pasan a ser el modelo para dar cuenta del surgimiento de la propiedad. Esta última pierde su significado espacial, y con ello su correlación con la esfera pública y con el mundo en general y pasa a ser entendida como apropiación, la cual en último término solo es posible mediante el trabajo personal. La apropiación pasa a ser interpretada desde un punto de vista individual, y retrotraído en último término a las experiencias corporales de dolor, esfuerzo y fecundidad, las cuales —por principio— no pueden ser compartidas con otros. La tesis de que la apropiación de la riqueza, de los objetos comunes, es un proceso que depende del trabajo de cada individuo, es uno de los fundamentos de la teoría liberal. Arendt critica estas teorías modernas sobre la propiedad afirmando que en el momento en que ellas fundamentan en el trabajo, con base en las categorías de la labor, esto es, como actividades básicamente corporales (el dolor, el esfuerzo, la fecundidad, entre otras), en las que no hay injerencia alguna del mundo, se pierde una dimensión fundamental de la propiedad, la cual es precisamente su referencia al espacio público y, por consiguiente, a la pluralidad y al mundo. Este tipo de teorías proponen el desarrollo de sociedades laborantes, conformadas por individuos cuyo interés central es el mantenimiento de la existencia, y que conciben la propiedad como una posesión a la que solo pueden acceder mediante su trabajo corporal, pero que no tienen la visión para proyectarse ante el mundo. Esto permite entender por qué una sociedad de propietarios tiene en común el “mundo social y político” y se interesa por lo que en él sucede, mientras que una sociedad de obreros tan solo puede preocuparse por las necesidades diarias que están dirigidas básicamente al mantenimiento de su existencia. Sin embargo, es de tener presente que si bien la sociedad de propietarios tiene una cierta visión del mundo, sin embargo, cuando se entra en la lógica de la apropiación constante, de la acumulación permanente de riquezas, la posesión se incrementa a tal punto que desborda los criterios de satisfacción básica de la vida individual y el punto de referencia pasa a ser la satisfacción de necesidades a nivel de las grandes sociedades. Cuando se alcanza este nivel, la sociedad arriba a niveles máximos e incontrolables de crecimiento poblacional (fecundidad) y de sobreabundancia de bienes (productividad) y se torna en una sociedad de consumo. La sociedad de consumo

La necesidad y el peso propio de la labor aparecen como una carga ineludible de la existencia: en condiciones normales cada quien debe procurarse su subsistencia personal, buscando garantizar por ejemplo el alimento; 51

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pero, quien se dedica exclusivamente a este tipo de actividades con el fin de sobrevivir, no le resulta posible desarrollar actividades productivas, artísticas o de interacción con otros, en las que pueda realizar su ser personal. Las actividades propias de la labor, debido a su carácter rutinario e ineludible, suelen ser minusvaloradas e incluso tienden a eludirse. Frente a la tendencia permanente de la tecnología a aliviar y de llegar al extremo de eludir la fatiga propia de la labor, de las necesidades propias de la vida cotidiana, delegándola a otras personas, Arendt advierte que se corre el riesgo de perder la vitalidad que procura la labor; pues ella constituye “el motor de la vida propiamente humana”. (Cfr. Arendt, 1999, 141 y 1993, 129)8. Los instrumentos que la humanidad ha desarrollado para aliviar las exigencias de la labor, no provienen de ésta, sino de la producción o de la tecnología. Sin embargo, en el marco de las actividades laborales los “instrumentos” juegan un papel secundario, pues no se involucran en el proceso de consumo, tal sería el caso, por ejemplo, de los cubiertos. A juicio de Arendt, en las actividades propias de la labor no se hace uso de instrumentos, sino que en ellas todo lo que interviene está ordenado al consumo y, finalmente, al reestablecimiento y multiplicación de la fuerza de la labor. Los “útiles” propios de la labor, pueden en alguna medida reemplazar la ‘fuerza de la labor’ y así aliviar la fatiga de realizarla, como es el caso de la electricidad, el gas, los animales domesticados. Arendt sostiene que a pesar de que la tecnología produzca electrodomésticos, ello operan en calidad de ‘útiles’ que alivian las tareas propias de la labor, pero no la reemplazan, prueba de ello, es que allí no se pueden planear procesos de automatización tal y como sucede en la industria. La diferencia decisiva parece residir en el hecho de que el útil de la labor, no es un medio para producir objetos en tal cantidad que desborden las necesidades básicas, o bien que se puedan sofisticar tanto que lleguen a desplazar al ser humano y suprimir la necesidad. En todo caso hay que decir que el argumento arendtiano de que en la labor no entran en juego instrumentos no es muy fuerte, ya que un “útil” de la labor puede terminar siendo un instrumento de trabajo, dependiendo del contexto de uso. 8 Arendt sostiene la tesis de que el desarrollo tecnológico trae consigo que el ser humano tenga la tendencia a olvidarse de las necesidades básicas de la vida, con lo cual pierde en cierta medida la libertad, pues solo quienes siente y asumen el peso de tales necesidades, está en condiciones de afrontar valientemente la realidad del mundo. En este contexto surge la pregunta sobre qué tipo de actividades de la labor son prescindibles (podríamos incluir en ellas actividades como cocinar, planchar, lavar la ropa, entre otras? ¿Acaso estas actividades no se pueden reemplazar por otras tales como el deporte? ¿Pertenecen las actividades deportivas a la esfera de la labor? En tanto que se centran en su carácter lúdico y que están al servicio del cuerpo, da la impresión que si forman parte de la labor. 52

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El diagnóstico que hace Arendt de la modernidad muestra que el concepto de producción varía en relación con lo que en la Antigüedad y el Medioevo se entendía como tal y que estaba más en relación con el trabajo artesanal. En la modernidad el trabajo adquiere características de la labor y eso es lo que hace posible la producción masiva o industrial. El principio de la labor que posibilita esta transformación es la distribución de actividades o “división de la labor”. Esta última es de distinguir de la especialización de la producción, que consiste en la cooperación entre los individuos que contribuyen, cada uno a su modo mediante un trabajo cualificado, a la tarea común; para poder realizar dicho aporte los trabajadores requieren de cierto nivel de formación y de experiencia. De este modo, el proceso de producción en su totalidad se conforma con base en los rendimientos específicos y no intercambiables de cada trabajador. En cambio, la división de la labor se basa en otro principio, según el cual cada individuo aporta el producto de su actividad, bajo el supuesto de que puede ser reemplazado por cualquier otro. Los rendimientos de su esfuerzo no necesitan de ninguna cualificación específica o por lo menos no requieren de un saber especializado. En este caso, hay una simple adición de fuerza de la labor hasta lograr conformar una unidad. Tenemos la unificación de fuerzas que no alcanza el nivel de la cooperación, pues allí no existe una pluralidad de saberes y de perspectivas técnicas. El aspecto común entre estos dos principios, la división de la labor y la especialización, es que suponen la organización. La división de la labor permite la consecución de los medios para el sostenimiento de la vida en el marco de una agrupación de personas, pero este proceso no se interrumpe sino que tiene un carácter permanente. Como se mostrará más adelante, cuando el trabajo se convierte en labor (animal laborans) el trabajo del operario se vuelve monótono, centrado en las necesidades básicas y no permite ganar una visión más allá de la supervivencia. Según Arendt, el problema de la sociedad moderna se retrotrae al hecho del desconocimiento del significado de la propiedad y a trasladarle a ella la categoría del consumo. Así, cuando el proceso de apropiación individual desborda los límites de lo que puede usar, se torna en un consumo desmedido e incluso irracional de bienes comerciales. Esto tiene como consecuencia que la sociedad moderna valore la fortuna no tanto en términos de lo poseído, sino en la capacidad que tienen los sujetos para apropiarse de los objetos, de gastarlos o consumirlos. En este tipo de sociedad hay disarmonía entre la capacidad de consumo individual y el proceso inagotable de fuerza de la labor generada por la capacidad colectiva del género humano: los objetos dejan de ser vistos en términos del servicio que prestan, esto es, del uso, para ser objetos de consumo. De este modo, bienes tales como au53

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tos, mesas, muebles, ropa etc. se producen para que ser usados en un corto “ciclo de vida” y desechados. Arendt sostiene que existe una relación entre el trato que se le da a los objetos y el modo como estos fueron producidos. Esto quiere decir, por ejemplo, que cuando un vaso o un plato de plástico se usa tan solo una vez y luego se destruye refleja una actitud consumista, propia de una sociedad que produce masivamente estos objetos. En una sociedad en la que el estilo de producción no sea masivo, sino artesanal, se tiende a valorar más los objetos producidos, de forma tal que el desgaste que ellos tienen por el uso, no equivale en absoluto a la actitud destructiva del consumo. La producción masiva no fue posible por la introducción de las máquinas, sino porque el trato que se le dio al proceso del trabajo fue el de la división de la labor, de tal manera que cada individuo no tiene que entregar productos acabados y no necesita de una amplia formación para realizar su trabajo. El operario (animal laborans) desconoce la totalidad del proceso de producción, pues centra su atención sobre un aspecto particular del mismo. En este caso nos encontramos con lo que Marx denominó como trabajo alienado, en el que el trabajador no logra realizar propiamente un proceso de producción, pues éste ha sido degradado a labor. Como caso típico de esto se pueden referir los procesos de producción en cadena o de ensamblaje, en las maquilas. En las sociedades industrializadas los objetos de consumo están destinados a no permanecer en el mundo objetivo, sino a desaparecer rápidamente, una vez que han permitido a los clientes saciar momentáneamente una necesidad. En este contexto, el proceso de producción masiva permite la sobreproducción ilimitada de bienes de consumo, y el crecimiento constante de su respectivo reservorio de energías o fuerza de la labor, la cual tan solo puede ser agotada mediante la promoción comercial del consumo, mediante la entronización de necesidades artificiales. Este proceso tan solo cesaría cuando los hombres asumieran otra actitud frente a los objetos, esto es, darles buen uso y así respetar su ser propio, de tal manera que puedan perdurar en un lapso de tiempo razonable. En todo caso, cabe preguntarse hasta qué punto esto resulta aplicable en la actualidad especialmente en el campo de la tecnología, en el que cada cierto tiempo surgen nuevas generaciones de aparatos que se deben reemplazar, por ejemplo en la producción de computadores, pues allí resulta imposible asumir una actitud de negarse a reemplazar un aparato, so pena de quedarse a la zaga de los adelantos de la comunicación. En síntesis, Arendt diagnostica que la modernidad ha transmutado el ideal del homo faber (la construcción de un mundo duradero y sostenible) por el del animal laborans, cuya meta sería un estado de abundancia y sa54

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tisfacción debido al exceso de bienes para ser consumidos. La sociedad laborante se propone alcanzar el estado de abundancia, en el que haya un excedente de la “fecundidad” propia de la labor. La división de la labor se introduce en la producción, con el fin de que, en cuanto ella alcance a determinar la mas mínima parte de la actividad productiva, resulte posible eliminar todo obstáculo que impida el libre flujo de la fuerza de la labor, la fuerza natural y quizás la más violenta. Si se le abre el camino a la fuerza de la labor, a su libre flujo, entonces, se pierde rápidamente la protección que los individuos tienen frente a los ciclos de la naturaleza; además, el mundo construido se diluye fácilmente, pues pasa a ser objeto de consumo. El trabajo o la producción

El trabajo es una actividad planeada y se guía bajo la lógica de la articulación de medios para lograr fines. En este sentido, el trabajo tiene un componente creativo, que tiene como punto de referencia una representación del objeto, que sirve a su vez como modelo y base para el proceso de producción. Los productos del trabajo sirven para satisfacer los intereses personales o de la comunidad y suelen ser exhibidos e intercambiados por otros objetos o por dinero, en el ámbito del mercado. Hannah Arendt afirma que la “mundanidad” (Cfr. Arendt, 1993, 21) es la condición correspondiente al trabajo. Esto significa que mediante el trabajo el ser humano está en capacidad de construir un mundo para habitar. Que el ser humano tenga mundo, quiere decir que tiene un campo de posibilidades prácticas, de transformación de la realidad natural. El trabajo y la construcción de la objetividad

El trabajo es una actividad con un sentido definido y claramente diferenciable de la labor y de la acción. Para dar cuenta de él Arendt muestra su relación con la esfera objetiva del mundo. El mundo objetivo, de las cosas y de las representaciones, es construido mediante las actividades de producción. Nuestra presentación de la labor nos permitió distinguir dos tipos de objetos, aquellos cuyo sentido es aparecer para ser consumidos, y aquellos que logran integrarse al mundo objetivo gracias a que fueron creados para tener durabilidad, consistencia y utilidad. La estabilidad de estos objetos sirve de base para que el ser humano pueda asumir una actitud según la cual todo lo que él produce entre a formar parte de su “hogar”, el espacio construido para poder habitar la tierra. Si bien estos productos son permanentes, su duración está determinada por el uso y aún por el desgaste que ocasiona su abandono. En ambos casos, los objetos se reincorporan al ciclo de los procesos naturales. 55

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En contraposición con el devenir de la vida, esto es, de los organismos, los objetos del mundo conforman una realidad estable y permanente, que sirve de base para la construcción de la ‘objetividad’; gracias a la perdurabilidad y consistencia de los productos, ellos pueden trascender el ciclo de su uso, y llegar a servir como vestigio de generaciones o culturas pasadas. Cabe recordar que el trabajo no solo genera productos materiales, sino también representaciones, gracias a las cuales es posible tener una comprensión más objetiva de la realidad. Al respecto cabe recordar la propuesta de Piaget, para quien el concepto de mundo está en función del tipo de operaciones —concretas o formales— mediante las cuales los sujetos en sus distintos niveles de desarrollo tienen diversas representaciones de su entorno. En sentido amplio, también se puede asimilar el concepto de trabajo, al de formación personal, en el sentido de que ella exige por parte del sujeto la construcción de una visión de la totalidad (Cfr. Vargas, 2010). Adicionalmente, cabe anotar que el trabajo agrícola proporciona elementos para entender la diferencia de sentidos entre la labor y la producción. El agricultor crea con sus actividades mundo en cuanto que transforma su tierra en terreno fértil y finalmente en territorio. De este modo, los trabajos agrícolas sirven no solo para proporcionar alimentos, sino también para transformar la tierra en campo. Sin embargo, el trabajo agrícola no genera un producto con una durabilidad indeterminada, pues el campo requiere de atención permanente, de lo contrario retornan rápidamente a su estado natural. El proceso de producción

La productividad, mediante la cual el homo faber erige el mundo objetivo, se puede realizar tan solo con base en un material, que a su vez no está disponible sin esfuerzo alguno. El material debe ser extraído de la naturaleza y esto exige ejercer sobre ella el uso de la fuerza o de la violencia; por ello en cierto modo, el material es producto del trabajo. En este ejercicio el ser humano logra desarrollar las habilidades y destrezas propias del trabajo; hasta alcanzar el dominio del objeto y, correlativamente, control sobre sí mismo, sobre su cuerpo: sus impulsos, su motricidad, etc. Además, el trabajo genera satisfacción y seguridad en quien lo ejecuta, lo cual no equivale a la bendición propia de la labor: el gozo alcanzado por la satisfacción de una necesidad vital como alimentarse o reproducirse. El trabajo es resultado de la fuerza, la fortaleza y la creatividad del trabajador y no del agotamiento físico y del desequilibrio orgánico que motivan la labor. La producción está orientada por un modelo o representación que determina el estado final del objeto creado. Dicho modelo posee un estatuto “ideal” y no es de ubicar en el sistema neurológico que está a la base de los 56

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procesos mentales; esta sería la posición de ciertas tendencias reduccionistas de la psicología moderna. Arendt anota que esa posición es consecuente con la visión moderna del trabajo, la cual al equipararlo con la labor, no cae en cuenta que el operario no tiene una ‘idea’ suficientemente clara del objeto que está produciendo. A esto se debe añadir que el modelo se caracteriza no solo por su perdurabilidad, sino también porque permite la multiplicación o producción masiva de los objetos. Esto debe distinguirse de la simple repetición o rutina propia de la labor, que está sujeta a los ciclos impuestos por la naturaleza. Si bien, la creación o el trabajo también están determinados por ciclos —por ejemplo por las pausas, las horas de inicio y de finalización, los días festivos, etc.—, el hombre tiene mayor libertad para determinar cuándo iniciarlo y/o terminarlo. Esto no sucede en el caso de la labor, pues actividades como la alimentación, el dormir, o el higiene entre otras, no pueden aplazarse, sino que están aún más sometidas a los ciclos naturales. Como dijimos anteriormente, la producción es un proceso estratégico, en el que los fines justifican los medios y esta es una de las máximas de la racionalidad económica. Adicionalmente, el producto del trabajo cobra autonomía tan pronto se termina el proceso de producción. Como contraparte, la labor no tiene fines, pues por sus actividades tienen un carácter cíclico, de manera que el objeto rendido es consumido o incorporado a la vida en orden a generar nueva fuerza de la labor: por ello, en este nivel se consume para vivir y se vive para consumir. Además, mientras que en la labor el objeto es consumido, en el trabajo el artesano o maestro alcanzan señorío o dominio sobre lo que han producido. Gracias al dominio o maestría el creador puede ponderar críticamente su trabajo, sus obras y tomar posición ante ellas. Esto le permite revertir el proceso de producción y, si es el caso, rediseñarla o reconstruirla. Del alcance de la visión del animal laborans

Arendt sostiene la tesis de que el hombre en cuanto animal laborans se mueve en medio de las máquinas o aparatos de las que se vale como ‘útiles’, pero no al modo de instrumentos que estén ordenados a un fin. Por su condición de ser laborante, el trabajador u operario industrial no produce objetos que le posibiliten afianzarse como persona, sino que manipula las máquinas como simples “útiles de labor”. Debemos recordar que de acuerdo con Arendt los ‘útiles’ de la labor representan para el ser laborante una especie de ‘mundo objetivo’: tan solo sobrevive en la medida en que los opera y, de este modo, se tornan en lo único que permanece y apoya permanentemente su actividad. 57

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En el contexto de la sociedades modernas de masas, tiende a haber un trastorno en la lógica medios-fines, pues en lugar de valorar los fines, se tiende a sobrevalorar los medios, por el hecho de que las categorías de la labor se involucran allí: los fines de la producción pasan a ser objetos consumibles, y entonces, en orden a mantener el aumento de la producción y de la fuerza laboral, se automatiza el proceso de tal manera que los trabajadores deben adaptarse y supeditarse al ritmo de las máquinas. El obrero no logra realizar propiamente una producción o trabajo, sino que para lograr acceder a los bienes de consumo, debe ajustarse al ritmo de la máquina y, si es el caso, coordinar su actividad con otros, en orden a lograr un proceso unificado de producción. En este proceso la actividad del obrero se vincula con la máquina, a tal punto de que él también se vuelve a la vez medio y fin de la producción, es decir, lo que pasa a ser relevante, no es tanto, el fin de la producción automatizada, sino el mantenimiento de este proceso: la identificación entre la máquina y el cuerpo llega a ser tal, que el obrero debe ‘bailar’ al ritmo que le impone la máquina, so pena de parar el proceso automático de producción. De este modo, el obrero habita en un mundo de ‘máquinas’ y no en el espacio abierto del mundo. Lo anterior, nos permite afirmar con Arendt, que el homo faber se vale de instrumentos que están al servicio de su creatividad, mientras que el animal laborans utiliza máquinas. No obstante, Arendt sostiene que la pregunta sobre si el hombre llega a ser siervo de la máquina o lo contrario, está mal formulada. En lo que respecta a la técnica, lo que hay que examinar es si los productos que ella genera permiten la construcción de mundo o si por el contrario lo destruyen. Por mundo se entienden aquí todas las objetividades construidas por el hombre, ya sean materiales, representaciones, modelos, teorías e incluso obras de arte. Así las cosas, cuando Arendt afirma que el trabajo construye mundo con ello, lo producido no se reduce al marco de la actividad de fabricación industrial, al ámbito del comercio, sino que también contempla las actividades mediante las cuales tiene lugar la formación de la persona humana. De este modo, se puede decir que una persona construye mundo cuando soluciona problemas que le llevan a reelaborar sus representaciones de la realidad. La pregunta por el servicio que la técnica le presta al mundo sirve, según Arendt, para la liberación del antropocentrismo, cuya pretensión es que el sentido de la utilidad radica exclusivamente en el servicio que los productos prestan a la vida humana. En el caso de las sociedades industrializadas y a la vez laborantes, en los que tiene lugar esta automatización hay una efectiva pérdida del mundo, pues éste ya no cumple su papel de ser un sitio habitable, una realidad estable y permanente que sobrevive a la vida misma. Con todo, no se debe 58

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perder de vista que el desarrollo técnico ha llegado inevitablemente a formar parte de la condición humana, en tanto que opera con el mismo automatismo y con la misma circularidad incesante de los procesos biológicos. Arendt describe metafóricamente este proceso del siguiente modo: es como si al hombre le hubiera surgido en su ser una especie de caparazón semejante al caracol, del que no puede prescindir. Parecería que el desarrollo técnico y tecnológico gana un ritmo propio que se sale de las posibilidades de todo control humano. Aporía del utilitarismo en el proceso de producción

El utilitarismo interpreta el proceso de producción en los siguientes términos: el trabajo dispone de un modelo o representación del fin que hay que lograr, pongamos por caso la fabricación de una silla ergonómica de última generación; para lograr un producto con ciertas características (alcanzar un fin) es necesario conseguir los medios adecuados y no otros. Así, una vez concluido el producto, éste se evalúa teniendo como punto de referencia la representación que se tiene del fin. Tan pronto como el objeto ha sido producido gana autonomía y se convierte en medio para otra actividad. El producto no es un fin en sí mismo, sino un útil (la silla se convierte en un objeto cómodo, diseñado para facilitar el trabajo). De este modo se forma una cadena de relación entre medio y fin que nunca termina: todo producto se transforma necesariamente en medio, útil o instrumento para otra cosa. El problema de una posición utilitarista consiste en que no diferencia entre sentido y fin, pues se rige por el criterio de que todo objeto debe valorarse según el rasero de la utilidad (del para qué) y todo lo que no sirva para algo carece de sentido. El utilitarismo no es capaz de concebir, un objeto con un fin en sí, sino que todo fin es degradado a medio. Al respecto afirma Arendt que el homo faber es ciego para el sentido, así como el animal laborans lo es para las categorías medio-fin (Cfr. Arendt, 193, 172ss). Si el fin de los productos radica solo en su utilidad, ellos pierden valor, pues se tornan siempre en un medio subordinable siempre a otro fin; de acuerdo con esta lógica lo importante de los objetos es que ellos estén siempre disponibles para el uso estratégico del homo faber. Como salida a esta situación problemática, se ve la necesidad de diferenciar entre sentido y fin. El sentido tiene un carácter permanente que no se deteriora cuando se cumple o realiza un proceso, o mejor cuando al concluirse se malogra el resultado; más aún, en el caso de ciertas actividades como la acción el sentido se gana precisamente cuando el proceso ha sido concluido y no interesa si los resultados se alcanzan o no, pues el sentido coincide con la realización de la actividad. En el caso de la producción, si 59

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el sentido de un objeto queda reducido a su utilidad, lo empobrece, pues el objeto queda degradado siempre a ser medio para otro fin o valor superior. A esto se suma el problema de que al identificar el sentido con lo útil, no queda espacio para seguir respondiendo indefinidamente por la utilidad de la utilidad. Esta es la razón por la cual el homo faber no accede al sentido del mundo, pues para él resulta paradójico pensar algo que sea fin en sí mismo. A esto podríamos añadir, que el utilitarista también es ciego al pleno sentido de valores como la formación, la amistad y el amor, que son fines en sí mismos. La salida que encuentra el utilitarista a este problema es un retroceso hacia el ser humano; una fundamentación de toda finalidad bajo el pretexto de que sirve para satisfacer las necesidades humanas. El ser humano, visto como una subjetividad absoluta para la cual todo puede ser objeto de uso, se erige a sí mismo como fin último, “medida de todas las cosas”. Está posición se funda en un antropocentrismo, según el cual el ser humano busca ser señor no solo de todos los productos de su artificio, sino también de la naturaleza en general, por ejemplo de los animales y del medio ambiente, hasta el punto de que todos ellos son reducidos a medios de una cadena interminable de fines. El problema de esta posición radica en que el criterio de la utilidad degrada a medio tanto a la vida, como al mundo en general. El trabajo en la sociedad mercantil

En contraposición con la labor, en la que no hay referencia alguna al mundo, en las actividades productivas tiene lugar la primera referencia al espacio público, pues quien produce una obra se deja llevar por dos tendencias o pulsiones: en primer lugar, mostrar a los otros aquello que ha creado y, en segundo lugar, intercambiarlo y esto sucede en el escenario de la plaza de mercado, que es la primera expresión del espacio público. El intercambio se realiza una vez que el maestro o artesano han creado sus productos en la soledad del taller y luego, cuando se exponen a la luz pública. Arendt renueva su crítica a la sociedad moderna desde otro punto de vista, afirmando que sus miembros no se conforman con disfrutar y maravillarse de la producción del maestro o del artesano, sino lo que busca es penetrar en la intimidad del taller, con el fin de develar sus secretos, nivelar la diferencia y crear productos masivamente, perdiendo la especificidad que otorga el esmero y la atención que el maestro dirige a de cada obra en particular.9 La producción en la perspectiva del artesano o del maestro tiene 9 Arendt afirma que la principal característica del maestro es crear sus productos en un aislamiento, en el que se encuentra ocupado con su ‘ideal’ y con la confección de su obra. Con base en ese argumento Arendt sostiene que la actividad creadora es en principio apolítica. Ahora bien, si la obra una vez que ha salido a la luz pública puede llegar a tener un significado político, es otro 60

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la peculiaridad de que en ella no hay un auténtico trabajo en equipo, pues los asistentes o aprendices que trabajan con él, tan solo están allí ya sea con el fin de colaborar en el proyecto que él bien conoce, ya sea con el propósito de aprender su oficio. Este tipo de producción artesanal se diferencia del trabajo en equipo, en el cual todos los participantes contribuyen con su rendimiento personal, sin que ninguno tenga prioridad sobre otro y se puede representar al modo de un organismo con múltiples cabezas o como una totalidad, en la que las partes están coordinadas sin que haya prioridad entre ellas. Arendt presenta sucintamente tres momentos en el desarrollo del mercado: en primer lugar el impulso de mostrar los productos y en el que prima el orgullo del artesano por éstos y por sus acabados. Esta primera fase de mercadeo, se ve reemplazada por la tendencia propia de la modernidad, en la que lo relevante está en el valor de cambio, esto es, en la capacidad de intercambiar los productos, determinada por la presencia de otros objetos similares en el mercado que se le oponen en calidad de competencia y afectan su valor. Esta fase, se transforma nuevamente con la elevación de la labor como la suprema actividad, y en consecuencia, con el afianzamiento de la sociedad laborante, en la que el criterio de producción se rige exclusivamente según la cantidad de consumidores. En esta fase, la sociedad de laborantes lo que busca es elevar a toda costa los grados de consumo de las mercancías, sin importar las consecuencias nefastas que pueda tener el consumo irracional para la comunidad y el mundo. En la sociedad de producción acuden a la ‘plaza’ aquellos que poseen la mercancía, los propietarios de los bienes de producción; tan solo ellos tienen acceso al espacio público. Así, la actividad que prima aquí no es tanto la de producción, sino más bien la del intercambio o del comercio. En este contexto, quien no posee mercancías para comerciar, sino tan solo la ‘fuerza de la labor’ lo único que pueden hacer es ponerla en función del mercado o venderla. Con ello sucede una degradación del ser humano, la cual Marx denomina como “autoalienación”. En una sociedad comercial la ‘fuerza de la labor’ es objetivada, a tal punto que se le ve como un medio que sirve a un fin: la producción de un objeto determinado, no importa si tiene valor de uso o de cambio. Ahora bien, en una sociedad laborante, que aparentemente valora más la ‘fuerza de la labor’, esta situación permanece inalterada, pues la “fuerza de la labor” es vista como un insumo más, comparable al que se le suministra a las máquinas. La persona no aparece aquí sino como un ‘objeto’ que cumple una función en el proceso continuo de producción. El problema que debe examinarse en el contexto de la obra de arte. 61

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criterio de fondo que rige la sociedad laborante no es, como podría creerse, la valoración del hombre y por consiguiente la oferta de jugosos salarios. El sentido que orienta a la sociedad laborante, es que los niveles de producción sean de la más alta calidad y de que haya funcionamiento armónico de la producción, de tal manera que en último término esto redunde en mayor consumo. Paralelamente al tránsito de una sociedad artesanal a otra comercial o capitalista, se da el paso de los productos (artesanías u obras) vistos tan solo al trasluz de su valor de uso, a una valoración en términos de su valor de cambio, lo cual los eleva en último término al rango de mercancías. Uno de los factores que determina este tránsito es que en la sociedad laborante los objetos son producidos no solo con el fin de poderlos intercambiar, sino que han sido generados con vistas al mercado. Esto quiere decir que su producción no es aislada, sino masiva y con vistas al precio que pueda alcanzar en el mercado. Como se sabe, el precio está sujeto a la correlación entre oferta y demanda. Otro criterio que resulta decisivo para la producción masiva, es tener presente la durabilidad del objeto, esto es, la estimación del tiempo en el que puede ser ‘consumido’ y las posibilidades que tiene de ser conservado. Esta es otra variable decisiva en el precio del producto. El espacio público es la instancia que le otorga el valor a las mercancías y a los productos en general. De ahí que Arendt enfatiza que el origen del ‘valor’ no es de ubicar ni en las cualidades inherentes al producto (valor de uso), ni en el esfuerzo que se le ha dedicado en la producción, o en el capital que se la ha invertido, sino en la posibilidad que tiene de ser intercambiado según un criterio objetivo (el dinero). Este valor de un objeto está en función de la presencia en el espacio público de otros objetos de la misma clase. De ahí que los valores económicos no sean el producto de la actividad humana, sino del intercambio que se da entre los objetos de igual clase en el seno de una sociedad de mercado. Así que los productos tan solo ganan valor en el contexto de un tejido social. Como colofón a las anteriores reflexiones Arendt señala dos problemas: a) Los valores no tienen un estatuto universal, sino que son relativos y dependen del mercado. Con todo, es de tener presente que en el ámbito mercantil nadie aceptaría la no existencia de un ‘valor absoluto’ que sirva como punto de referencia para el comercio. Parte de este problema se debe a que en la sociedad comercial el valor de los objetos queda siempre restringido al valor de cambio, de manera que el precio depende de las leyes generales de oferta y demanda. b) El homo faber no encuentra en el dinero una medida lo suficientemente 62

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objetiva para el intercambio, pues aquél no alcanza a erigirse plenamente como criterio objetivo para dar cuenta del valor de los objetos en general. Por nuestra parte interpretamos este límite del dinero en una doble perspectiva: a) el dinero no puede medir suficientemente el valor de uso, o las ‘cualidades’ en general del objeto, pues hay dimensiones del objeto —como por ejemplo su apariencia estética o el afecto que se le tiene al objeto por su procedencia— que no se dejan valorar suficientemente desde una perspectiva económica. b) El dinero tiene variabilidad temporal y espacial, es decir, está circunscrito a ciertos contextos sociales, por ello no logra constituirse plenamente en criterio objetivo de medida, para todas las transacciones de intercambio. La acción política y sentido del esquema labor-trabajo y acción

La acción es realizada por una comunidad, pero su inicio es ejecutado por un agente (o persona), y esto en asocio o participación de otras personas. Arendt acentúa que la acción es la condición fundamental de la “vida política.” (Cfr. Arendt, 1993, 22). Una característica básica de la acción es que en ella el sujeto se afirma a sí mismo, despliega y a la vez proyecta su ser personal frente a los otros. En un contexto de análisis más amplio se puede afirmar que el concepto de acción supone una intención personal, principios, objetivos y fines determinados; sin embargo, el fin de la acción nunca es externo a ella misma, pues ella no genera producto alguno sino historias o experiencias comunes de vida. El rasgo distintivo de la acción política es que surge a partir de un espacio de aparición o un escenario en el que los agentes tienen la posibilidad de participar en el tratamiento de los problemas que le atañen a la comunidad y de tomar explícitamente posición mediante discursos. Cuando surge la acción, siempre sucede una transformación o reorganización en la comunidad. El espacio de aparición que posibilita la acción está conformado por redes de relaciones interpersonales basadas en la mutua confianza, cuya base última reside en el respeto de unas normas básicas de convivencia con los amigos y los adversarios. Una de las novedades centrales de Arendt es haber introducido la natalidad como la “categoría central del pensamiento político” (Cfr. Arendt, 1993, 23). La natalidad se refiere a la capacidad que tienen las personas de emprender nuevos proyectos y con ello de enriquecer el legado de la tradición cultural; ella es la condición básica para el advenimiento de nuevas generaciones que aporten nuevas interpretaciones del mundo y de cómo debe orientarse y renovarse la acción política, con sus respectivos ideales y valores. 63

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Antes de concluir esta breve presentación del esquema labor-trabajoacción, cabe recordar que Arendt no solo realiza descripciones fenomenológicas de estas actividades, sino que también reconstruye la manera como ellas fueron concebidas en la historia de Occidente. Sobre la base de la experiencia originaria que los griegos tuvieron sobre la política y la acción, Arendt formula una crítica a la modernidad, que se puede resumir en los siguientes términos: La modernidad occidental desdibujó el concepto griego de acción política y lo reinterpretó en términos ya sea de la labor, ya sea del trabajo, de manera que no pudo ver cómo la acción tiene un sentido propio e irreductible. El ámbito propio de la acción es la interacción de los ciudadanos, considerados como agentes en igualdad de condiciones o derechos, que pueden participar activamente en el espacio público. Si se erige a la producción como criterio para valorar la acción se desfigura el sentido propio de ésta, pues las actividades productivas operan con una racionalidad estratégica, en la que impera la violencia (forzar o dominar la naturaleza para que ceda al modelo o plan pre-establecido).10 Así mismo, Arendt crítica la manera como en la modernidad se concibe el trabajo, pues se aborda desde las categorías propias de la labor, lo cual lleva a que en las sociedades se desarrollen actitudes consumistas. Ese es también el sentido general de su crítica a Marx, pues su concepción de trabajo estaría atravesada por las categorías propias de la labor. Por último, sostenemos que el esquema Labor-trabajo y acción no tiene un carácter representativo, pues resulta bastante difícil encontrar actividades en las que entre en juego tan solo un sentido (puro) de cada uno de estos tipos de actividades. El esquema funge al modo de un modelo heurístico que permite comprender cómo en las diversas actividades humanas participan en mayor o menor medida cada uno de estos sentidos. Esto se puede constatar en las siguientes frases: a. “En este sentido de iniciativa, un elemento de acción, y por lo tanto de natalidad, es inherente a todas las actividades humanas.” (Cfr. Arendt, 1993, 23). b. “Un elemento de la labor está presente en todas las actividades humanas, incluso en las más altas, en la medida en que pueden ser emprendidas como tareas ‘rutinarias’ (…)” (Cfr. Arendt, 1995, 96). 10 “Esta insistencia en los actos vivos y en la palabra hablada como los mayores logros de que son capaces los seres humanos, fue conceptualizada en la noción aristotélica de energeia (“realidad”/), que designa todas las actividades que no persiguen un fin (son ateleis) y no dejan trabajo tras sí (no par’autas erga), sino que agotan su plena realidad derivada de su significado en la actuación.” Cfr. Arendt, 1993, 229. 64

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El componente de labor que participa en todas las actividades humanas puede interpretarse en los siguientes términos: a. Las actividades de tipo teorético se construyen con base en un sustrato biológico, el cual debe tener unas condiciones mínimas para permitir el desarrollo de las primeras. Las actividades de tipo contemplativo y la acción en general también producen agotamiento y no se pueden realizar incesantemente, sin dar pie a las actividades propias de la labor. b. La actitud con que el sujeto asume las actividades teoréticas puede hacer que haya cierto predominio del sentido de la labor: actividades ‘rutinarias’ y agotadoras, que se realizan especialmente como medio para el sostenimiento de la vida. De todos modos, lo que hay que tener presente es que cuando el agente actúa o el pensador contempla hay un componente de labor, así sea mínimo y no corresponde al sentido básico de tales actividades.

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Capítulo 4

PENSAR DE NUEVO LA HISTORIA Y LAS EXPERIENCIAS POLÍTICAS DEL PRESENTE

Christian Alexander Narváez11

En este escrito pretendo abordar la lectura arendtiana de la historia. En primer lugar, planteo la crítica que hace Arendt respecto a la concepción que los modernos han elaborado de la historia y su propuesta de entender la historia en términos de acontecimiento. En segundo lugar, pretendo seguir su análisis crítico sobre la ruptura que el totalitarismo ha hecho de la tradición. Finalmente me detengo en el papel que juega la comprensión dentro de la historia y su relación con los regímenes totalitarios como el acontecimiento decisivo del presente. Comprender la historia en términos de acontecimiento

Arendt encuentra que las experiencias políticas del presente se hallan enmarcadas bajo el signo de la violencia. “Las guerras y las revoluciones —nos dice— no el funcionamiento de los regímenes parlamentarios y los partidos democráticos, constituyen las experiencias políticas fundamentales de nuestro siglo. Si se las pasa por alto es como si no se hubiera vivido en un mundo que es el nuestro.” (Cfr. Arendt, 1997, 131-132). Esta experiencia constante de la violencia y del auge de los regímenes totalitarios no puede negarse, por lo que se hace ineludible el papel que juega la comprensión a la 11 Candidato a Magíster en Filosofía, Universidad del Valle.

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hora de asumir la acción violenta y el terror —en tanto manifestación última y más acabada de sus formas— como un elemento presente en la historia reciente de la vida de los hombres. La característica esencial de los regímenes totalitarios es que constituyen una forma inédita y sin precedentes, que si bien se han cristalizado a partir de elementos que se encontraban ya presentes, y que vislumbran la crisis de nuestro tiempo, como la pérdida del mundo, la consolidación de las sociedades masificadas, la administración burocrática y mano de obra anónima, su novedad consiste en romper con la tradición y la sabiduría común heredada que conservaba el mundo no totalitario y haber instaurado el terror como principio sustitutivo de la acción. Estos elementos que aparecen, no como causas, sino como indicadores que prepararon el escenario para lo insólito del totalitarismo, están en relación con los acontecimientos decisivos que para Arendt han marcado la historia moderna, como la desaparición de la esfera pública en favor del mundo privado, el auge de lo social de una distinción anterior entre el público y el privado, y la victoria del animal laborans sobre la acción como categoría del hombre político. Por ser una manifestación de la capacidad humana para inicial algo nuevo, el totalitarismo no puede leerse como el producto de ciertos precedentes históricos, rasgo que lleva a Arendt a distanciarse de todos los intentos por tratar de entender el fenómeno totalitario apelando a categorías preconcebidas, y extraer a partir de generalidades ciertas causas que expliquen los acontecimientos, cual ha sido la pretensión de los modernos, quienes al no aceptar lo insólito como un elemento presente en la historia, han despojado a la comprensión de enfrentarse con el impacto de una realidad totalmente nueva. Arendt es crítica respecto de la concepción que los modernos han elaborado de la historia, por lo menos de dos modos diferentes, que se hallan relacionados. Si tuviésemos que señalar la pretensión de la historia tradicional, propia del historicismo, diríamos que se trata de una visión global ascendente, que trata de unificar y dar continuidad a los hechos de una época, estableciendo cierta linealidad entre ellos, bajo la ruta del progreso. Los grandes temas de esta historia son el origen, la continuidad y la totalización, frente a los cuales la historia se hace predecible y calculable. Por un lado, entonces, Arendt encuentra que el historicismo habría pensado la historia como si fuera guiada por una especie de designio que obra de espaldas a la acción de los hombres, y ya sea que siga el sacro fin de la naturaleza, o el camino de la conciencia, son estos elementos teleológicos y no el actuar humano lo que define la historia. Un ejemplo de ello lo encuentra Arendt en la filosofía de Kant. Él —nos dice Arendt— desconoce la necesidad de actuar, 68

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en su esquema filosófico político no es la acción sino un gran designio de la naturaleza que busca la conservación y la preservación de la especie, el que conduce la historia, guiando al género humano en “progreso constante hacia mejor” (Cfr. Kant, 1994, 46) y encauzando para tal fin a todos los hombres por la ruta de la razón, pero a espaldas de su acción. Es por eso que según Arendt, todo intento real por abordar el problema político de Kant hay que hacerlo tomando distancia de la lectura tradicional, que lo ha situado dentro de sus postulados morales que terminan en las doctrinas del derecho. Desde el entramado de la filosofía moral kantiana, la libertad, como fin último del sujeto y de la especie, esta desligada de la acción y de la pluralidad humana, en tanto la acción, determinada por la ley moral del imperativo categórico, “se refiere al comportamiento del yo con independencia de los otros” (Cfr. Arendt, 2002a, 42). Un movimiento similar estaría presente en Hegel, quien es para Arendt el representante supremo en la modernidad de una metafísica de la historia, según la cual, los actos humanos se reducen a simples medios ordenados a la realización de un sentido que los trasciende (Cfr. Arendt, 1996, 64). Por otro lado se encuentra el convencimiento de los modernos, según el cual, si bien no le es posible conocer al hombre el mundo natural en el cual se halla inmerso, si le es posible conocer aquello que él mismo ha hecho. En este principio estaría asentada la nueva noción de la historia, que pasa a ser considera como el producto innegable del obrar humano. Esta forma de pensar la historia, se encuentra enmarcada bajo los principios de la fabricación, que han impreso la predecibilidad y el cálculo como características suyas. Este desatino de pensar la historia sobre las categorías de la fabricación tiene su principio en la pretensión de pensar la historia como producto del obrar del hombre —en lugar de ser concebida como el espacio de los acontecimientos a cuya realización concurren las acciones humanas—, siguiendo el malentendido que propició la modernidad de asociar a la acción las características de la fabricación, es decir, revestir al hombre político con los principios del homo faber y, por lo tanto, permitir el ascenso y el triunfo del mundo social sobre el político. La modernidad se caracteriza así por el aumento de la vida social, y la victoria de animal laborans sobre el hombre político, con todas las consecuencias que este hecho acarrea. Para evaluar la victoria del homo faber, Arendt intenta comprender las implicaciones de la difuminación de las fronteras entre lo público y privado. El rasgo distintivo de la época moderna es para ella la aparición de lo social, en donde se confunden lo público y lo privado, o más exactamente, en el que lo privado —sobre todo en lo que le corresponde a la reproducción material de la vida y a la actividad económica—, ha salido de su oscuridad 69

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a la luz de lo público, confundiendo y modificando la antigua delimitación entre ambos y provocando la perdida de lo político. La distinción entre lo privado y lo público corresponde a la distinción entre los hogares y el ámbito político, que habían existido distintas y separadas desde el surgimiento de la antigua ciudad-Estado. Si lo público es el espacio de la pluralidad, donde los hombres aparecen libremente entre ellos a través de sus actos y sus palabras, la vida privada es una vida privativa, pero solo en el sentido de privar a los hombres de la presencia de los otros, de su capacidad de aparecer. Vivir una vida privada es ante todo estar privado de una relación objetiva con los otros, estar privado de la realidad que se deriva del ser visto y sentido por los otros. Lo privado refiere aquí al círculo limitado de la comunidad doméstica, en donde el hombre vive en función de ocuparse del bienestar material propio y de su familia. Bajo esta primera consideración, Lo privado es el lugar del trabajo y de la propiedad, es el ámbito de la fabricación, la cual se halla regida bajo la lógica de los medios-fines, que le imprimen su carácter instrumental (violento), y la llevan a implantar el principio de utilidad. Para los griegos, la vida en el hogar y las relaciones familiares eran el espacio donde se libraba la lucha contra las necesidades que condicionan al animal humano, y por lo tanto, era el lugar donde la violencia no solo estaba aceptada sino también plenamente justificada como el único medio de salvaguardar la vida de la especie. La familia arbitra lo correspondiente al orden de la necesidad, ligada a lo vital, y en oposición a lo público que se definía por la libertad y la igualdad entre quienes se relacionaban, la familia se guiaba por los principios de jerarquía y violencia, bajo relaciones de mando y obediencia. Pero además, por ser el ámbito de la liberación del mundo de la necesidad vital, en el que el sometimiento a otros era algo necesario y permitido para el dominio de ésta, la familia actúa como condición para alcanzar la libertad requerida para entrar en la esfera pública, por lo que la violencia era la condición pre política de la política Sin embargo, con la aparición de lo social, que no es ni privado ni público, lo privado adquiere preeminencia en lo público, invadiendo el espacio político. Si lo privado era el ámbito de la interioridad, el trabajo y el sostenimiento de la vida como esfera de lo económico, la hibridación provocada por lo social entre lo privado y lo público, hace de la sociedad el lugar del trabajo y del consumo y convierte a la política en el modo de administrar y gestionar los problemas derivados de la necesidad, de las actividades conectadas a la mera existencia, en las que ha devenido lo público, al tiempo que instaura sobre la acción y la historia los caracteres del homo faber, insertándolas en la lógica de los medios fines. 70

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En un párrafo muy esclarecedor Arendt afirma: “El surgir de lo social —el advenimiento de la administración domestica, de sus actividades, de sus problemas e instrumentos organizativos— desde el oscuro interior de la casa a la luz de la esfera pública no solo ha confundido la antigua delimitación entre lo privado y lo político, sino que también ha modificado, hasta hacerlo irreconocible, el significado de los dos términos y su importancia para la vida del individuo y del ciudadano.” (Cfr. Arendt, 1993, 38)

Pero Arendt va más atrás, y se remonta hasta Vico, en quien encuentra la nueva manera de pensar la historia bajo los parámetros de la fabricación. Vico en su crítica al cartesianismo pretendía superar la perdida de la acción que había quedado supeditada bajo la figura del cogito, desde la instauración de una nueva ciencia orientada a la consecución del poder. Desde su premisa de que lo verdadero es convertible en lo hecho, Vico coloca la actividad como principio de lo que puede ser conocido, instaurando una concepción tecnológica de la acción, al tiempo que hace de la historia, en tanto producto de las acciones de los hombres, el foco de la reflexión filosofía (Cfr. Arendt, 1996, 64). El peligro de concebir a la historia en términos de la fabricación es insertar sobre ella la lógica de los medios-fines, cuya pretensión termina por identificar al autor de la experiencia histórica con el género humano en su conjunto y su producto con el proceso histórico en su totalidad (Cfr. Forti, 2001, 52). Este tipo de teleología en la cual se encuentra imbricada toda la filosofía de la historia, descansa sobre la categoría de proceso, desde cuya lógica, los pensadores modernos, desde Kant, pasando por Hegel hasta llegar a Marx, han encausado la historia. Frente a esta línea de interpretación, aparece otra donde a la par que se reconoce la discontinuidad en la historia, la idea de un sujeto protagonista en el proceso histórico es cuestionada, lo que obliga a los historiadores a dejar de leer los hechos del pasado tratando de descifrar en ellos las intenciones y los propósitos de sus autores, y abriendo paso a la impredecibilidad del accionar humano. Es a este nuevo modo de concebir la historia, que pone en cuestión la premisa sobre la que descansan las ciencias humanas, del hombre como fundamento empíricotrascendental, al que Arendt apela para rescatar la historia en términos de acontecimiento. No debe dejarse de lado que la época para la cual Arendt adelantaba sus reflexiones sobre la historia está atravesada por la circunstancia de que los conceptos y procedimientos de la historiografía de su tiempo, en especial, la historia social del grupo francés de los Annales y la historia de las cien71

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cias —con Serres y Bachelard a la cabeza—, contradecían ampliamente la concepción filosófica de la historia usada por Sartre y sus compañeros. Es por eso que lo mismo que comenta García Vázquez para situar el problema de la historia en Foucault es aplicable también a Arendt: “En primer lugar, se cuestiona que la historia se identifique con un relato lineal de acontecimiento. El tiempo experimentado por la historiografía actual no es lineal ni homogéneo; se reconocen múltiples ritmos y tipos distintos de transformación. La discontinuidad no es hoy el obstáculo que el investigador debe reducir y superar, sino el instrumento y el objeto de análisis que permite diferenciar series, niveles de duración, modos de ruptura y desplazamiento. Al alejarse de la sucesión lineal, la historia pierde cada vez mas su forma de relato; su espacio es el de la simultaneidad tanto como el de la diacronía.” (Cfr. Vásquez, G. 1995, 95)

La historia tradicional busca restituir el principio material o espiritual de una civilización o sociedad, la significación común a todos los fenómenos de un periodo, y encontrar en ellos una ley que dé cuenta de su cohesión. Caracterizada por concebir el tiempo como una totalidad, bajo la cual los sucesos aparecen bajo el rasgo de la linealidad y la continuidad, la historia es leída en términos de proceso. Kant seria uno de los primeros en haber considerado la historia como un proceso en el que la necesidad ocupa un papel determinante sobre los asuntos humanos. Inmerso en un único proceso, el sujeto, autor de la historia, pasa a identificarse con todo el género humano y de este modo cumple el sacro fin de la naturaleza que lo impulsa a avanzar en progreso constante. Pero no sería Kant, ni Hegel, sino Marx, quien pensaría coherentemente la historia bajo la lógica de la fabricación. Arendt contrapone a esta pretensión de la filosófica de la historia y de las ciencias sociales, basadas en la teoría de los juegos, de hacer calculable, predecible y deducible la historia, su teoría de la acción y el carácter del acontecimiento que ésta imprime sobre los actos humanos. Ya no se trata de buscar y de establecer continuidades y causas para unir acontecimientos dispares, con el fin de otorgarles cierta racionalidad que los haga predecibles y les permita encauzarse por la ruta del progreso, el intento ahora es comprender que la historia está tejida de acontecimientos, que por ser imprevisibles e indeducibles, interrumpen los procesos, por lo cual todo acontecimiento es inédito. Es el acontecimiento aquello que permite por sí mismo esclarecer retrospectivamente sus condiciones de aparición, hecho que Arendt reafirma con su tesis de que todo pensamiento solo nace de acontecimientos de la experiencia. 72

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Ya Nietzsche habría sido el precursor de cierto ejercicio filosófico que aspira a saber lo que pasa en el hoy que nos conforma, para lo cual recupera la importancia del acontecimiento y la pregunta por el presente, que rompe con la lectura de la historia en términos de proceso y de la búsqueda absoluta del origen. Origen para Nietzsche corresponde al termino Ursprung, que designa el inicio estático, inmóvil y petrificado, la esencia pura desde donde es posible la identidad de la cosa consigo misma, anterior a todo lo accidental y exterior. A esa noción de origen, Nietzsche opone un concepto más dinámico: La procedencia (Herkunft). La procedencia entiende la historia como discontinuidad, en constante cambio, opuesta desde todo punto de vista a la quietud univoca del origen, a un sujeto fundante (Cfr. Foucault, 1998, 12). La Herkunft Nietzscheana, Arendt la retoma bajo el concepto de discontinuidad, que para ella permite designar un nuevo tipo de historia, caracterizada por el desplazamiento hacia lo discontinuo, que aparece de ahora en adelante como el objeto de investigación. El elemento sustancial con respecto a la deconstrucción del origen propuesta por Nietzsche lo encuentra Arendt en la ruptura del proceso de causalidad, según el cual, todo pasado es causa del presente, introduciendo una estructura rectilínea del tiempo, en donde al cumplirse la primera ley, “el presente es el tiempo gramatical de la intención y la preparación de nuestros proyectos de cara al futuro, y cuyo futuro es el producto resultante de ambos.” (Cfr. Arendt, 1984, 444) Ahora es por el contrario el acontecimiento lo que permite instaurar lo nuevo, por ser el mismo algo espontáneo, y en ese sentido, el acontecimiento comparte con la acción el carácter del milagro. Como bien lo ha hecho notar Anne Amiel el acontecimiento o la acción, como libertad, son discontinuos y por lo tanto rompen con la causalidad. “Esto es así tanto para Arendt como para Tocqueville, se trata de refutar tanto el fatalismo como la contingencia” (Cfr. Amiel, 1996, 51). Sin embargo, aún con su carácter inédito, los acontecimientos siempre aparecen en un contexto que nutrieron ciertas condiciones, aunque estas no sean suficientes. Lo que irrumpe en la historia es el acontecimiento como experiencia histórica que transforma el espacio de aparición de los hombres, es decir, como aquello que irrumpe y entra en el dominio de la pluralidad, con la particularidad de que al instaurar lo nuevo se torna el mismo como algo irreversible. Arendt encuentra que los acontecimientos decisivos de la historia presente son la aparición de los regímenes totalitarios y la ruptura de la tradición que estos han provocado sobre la vida y el mundo de los hombres, entendiendo la ruptura como la pérdida de nuestras categorías y criterios de juicio. 73

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En un párrafo muy esclarecedor de su ensayo “Comprensión y política”, Arendt nos dice: “Para quienes se preocupan por la búsqueda del significado y de la comprensión, lo terrible del surgimiento del totalitarismo no radica en su novedad, sino en el hecho de que ha iluminado la ruina de nuestras categorías y criterios de juicio. La novedad es el dominio del historiador que, a diferencia del científico natural ocupado en eventos siempre recurrentes, estudia acontecimientos que solo ocurren una vez. Esta novedad puede ser manipulada si el historiador insiste en la causalidad y en pretender ser capaz de explicar los acontecimientos a través de una cadena de causalidades que finalmente los ha provocado. Se coloca, entonces, como “profeta del pasado” y lo que lo separa de los dones de la verdadera profecía parecen ser las deplorables limitaciones físicas del cerebro humano, que por desgracia no puede asimilar y combinar correctamente todas las causas que operan correctamente al mismo tiempo. Sin embargo, en las ciencias históricas, la causalidad es una categoría tan extraña como engañosa. No solo el verdadero significado de todo acontecimiento trasciende siempre cualquier número de “causas” pasadas que le podamos asignar (….), sino que el propio pasado emerge conjuntamente como el acontecimiento. Solo cuando ha ocurrido algo irrevocable podemos intentar trazar su historia retrospectivamente. El acontecimiento ilumina su propio pasado y jamás puede ser deducido de él.” (Arendt, 1995, 41)

Es el acontecimiento por sí mismo aquello que esclarece retrospectivamente sus condiciones de aparición, y en tanto que tejido de acontecimientos, la historia esta caracterizada por la imprevisibilidad y la indeducibilidad que el acontecimiento imprime sobre ella. Pero al mismo tiempo que la imprevisibilidad y la indeducibilidad componen los rasgos del acontecimiento, también es característica suya el tornarse irreversible. Es por eso que el acontecimiento requiere de la comprensión, como elemento que permite a los hombres reconciliarse con su mundo, desde el ejercicio consciente de enfrentarse con el peso que la realidad ha impreso sobre sus vidas. “La comprensión, sin embargo, no significa negar la atrocidad, deducir de precedentes lo que no los tiene o explicar fenómenos por analogías y generalidades tales que ya no se sientan ni el impacto de la realidad ni el choque de la experiencia. Significa, más bien, examinar y soportar conscientemente la carga que los acontecimientos han colocado sobre nosotros —ni negar su existencia ni someterse mansamente a su peso como si todo lo que realmente 74

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ha sucedido no pudiera haber sucedido de otra manera—. La comprensión, en suma, es un enfrentamiento impremeditado, atento y resistente, con la realidad —cualquiera que sea o pudiera haber sido ésta—.” (Arendt, 2002b, 20).

Y en comprensión y política recalca: “La comprensión, en tanto que distinta de la correcta información y del conocimiento científico, es un complicado proceso que nunca produce resultados inequívocos. Es una actividad sin fin, siempre diversa y mutable, por la que aceptamos la realidad, nos reconciliamos con ella, es decir, tratamos de sentirnos en armonía con el mundo”. (Cfr Arendt, 1995, 30)

Como actividad tendiente a la reconciliación del espíritu con el mundo, la comprensión no se juega exclusivamente en el plano del pensamiento, sino que necesita del juicio para reconciliarse con la realidad. El juicio aparece en un primer momento como la subsunción de particulares a unos universales que responden a la experiencia cognoscitiva y moral, del tipo de juicio determinante kantiano. En este sentido, Arendt apela a la critica del juicio estético en Kant para rescatar de él la imaginación como la primera de las condiciones de validez del juicio político. A diferencia de otros filósofos como Pascal o Spinoza, quienes habrían considerado la imaginación como fuente de distracción y de engaño, que en nada conduce al verdadero conocimiento y por ende implica serios peligros en el ámbito racional y político, solo Kant habría sido la excepción a esta regla. Según su consideración, el mayor descubrimiento de Kant en la crítica de la razón pura es haber vislumbrado el papel que juega la imaginación en el ámbito de nuestras facultades cognoscitivas (Cfr. Arendt, 2002ª, 145). Esta facultas imaginandi que Kant habría desarrollado para el terreno de la estética y que opera como un factor primordial dentro del juicio estético, Arendt la transfiere al ámbito político. Si entendemos lo político como el espacio de aparición de los hombres, caracterizado por la pluralidad y la imprevisilibilidad de la acción, y cuya condición es la libertad, entendida como el espacio de la acción y de la palabra en que es posible el encuentro entre los hombres, y en donde estos pueden juzgar las acciones de los otros, sin apelar a categorías preconcebidas como las que han tratado de insertar sobre el pensamiento la racionalidad instrumental, el logicismo o el objetivismo, solo la imaginación permitiría juzgar y comprender acertadamente la realidad. El apelar de Arendt a la imaginación como condición de validez del jui75

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cio político permite afirmar su lectura de la comprensión y de la historia, al menos en dos sentidos: por un lado, le permite al pensamiento trascender el ámbito de las representaciones, afrontando la complejidad de la experiencia del mundo desde lo imprevisible y novedoso del acontecimiento que envuelve la pluralidad de la vida de los hombres. En este sentido, el ejercicio del pensamiento “no se reduce al conocimiento como actividad del entendimiento, tampoco al uso de una racionalidad instrumental para conseguir ciertos propósitos según cálculos y, mucho menos, al logicismo al que se condena la vida del espíritu cuando lo único autorizado es sacar consecuencias y resolver ecuaciones a partir de principios autoevidentes, característica de las ideologías totalitarias.” (Cfr. Fuster, 2009, 51) Por otro lado, solo desde la imaginación inserta en el juicio es posible superar el letargo en el que ha caído el mundo tras los acontecimientos totalitarios por la inutilidad de las categorías historiográficas y epistemológicas que se tenían para explicarlo. “Solo la imaginación —dice— nos permite ver las cosas con su verdadero aspecto, poner aquello que está demasiado cerca a una determinada distancia de tal forma que podamos verlo y comprenderlo sin parcialidad ni prejuicio, colmar el abismo que nos separa de aquello que está demasiado lejos y verlo como si nos fuera familiar. Esta “distanciación “de algunas cosas y este tender puentes hacia otras, forma parte del dialogo establecido por la comprensión con ellas; la sola experiencia instaura un contacto demasiado estrecho y el puro conocimiento erige barreras artificiales.” (Cfr. Arendt, 2002b, 45). Solo mediante la imaginación, que es la comprensión, el hombre es capaz de orientarse en el mundo. El enorme valor de la comprensión no solamente radica en comprender el totalitarismo y su novedad como aquello que ha permitido vislumbrar la ruptura de la tradición y la incapacidad de las categorías habituales para entenderlo, sino en el hecho de que, gracias a su terrible aparición, la realidad se ha tornado inimaginable, indecible, lo cual ha puesto en peligro la supervivencia y la restauración de la pluralidad, como aquello que la experiencia totalitaria aniquilo desde el desmantelamiento de la tradición y del sentido común, en síntesis, de la sabiduría común heredada y del sentido político que les servía a los hombres para orientarse y vivir juntos en el mundo. “Los fenómenos totalitarios que ya no pueden ser comprendidos en términos de sentido común y que desafían todas las reglas del ‘juicio normal’, esto es, del juicio utilitario, son tan solo las instancias más espectaculares de la bancarrota de la sabiduría que constituye nuestra experiencia común.” (Cfr. Arendt, 2002b, 36) 76

Acción política, historia y mundo de la vida: Estudios sobre el pensamiento de Hannah Arendt

Es frente a la ausencia de sentido que experimenta el mundo, donde la comprensión se torna indispensable para reconciliarse con la realidad y devolvernos la herencia que nos ha sido arrebatada. El quiebre con la tradición

Si hay un hecho que caracterice a la historia política de nuestro mundo para Arendt, ese es la pérdida de continuidad con respecto al pasado. Estamos ante un momento de la historia en que “el hilo de la tradición se ha quebrado y ya no se podrá reanudar.” (Cfr. Arendt, 2002c, 212) Esta ruptura con la tradición se ha tornado en irrevocable tras los trágicos acontecimientos del siglo xx y en especial tras el triunfo de los gobiernos totalitarios, cuyos actos han pulverizado las categorías de nuestro pensamiento político y las normas aceptadas del juicio moral. Con la instauración del terror a través de los campos de concentración, el totalitarismo ha borrado la distinción clásica entre legalidad y tiranía, y ha roto con la tradición. La tradición aparece por primera vez en el mundo de los romanos. Esta, nos dice Arendt, “era la respuesta romana al pasado como historia y, en concreto, como una cadena de acontecimientos.” (Cfr. Arendt, 1996, 163) Como concepto extraído de la experiencia, la tradición descansa sobre el carácter sagrado de la fundación, que se caracteriza por ser un hecho único e irrepetible que involucra a la pluralidad de los hombres, quienes debían de aumentarla y preservarla a lo largo de las generaciones. Así, la tradición es la conservación y la trasmisión del pasado, que por pertenecer a un mundo común, es necesario preservar y aumentar de una generación a otra, en tanto permite la durabilidad del mundo, y posibilita a los hombres orientarse y dar luz sobre sus actos. Los romanos tenían claro este principio, pues sabían que actuar al margen de la tradición y de la autoridad del pasado que deviene de ella, sin las normas y modelos admitidos y consagrados por el tiempo, que constituyen la herencia común heredada, era inconcebible, significaba la perdida de la política. Pero además, por hallarse ligada a la experiencia política de la fundación, la tradición aparece junto a los conceptos de autoridad y religión. El carácter de la fundación es también religioso, en el sentido de pretender fundar para la eternidad, de religare, en términos de estar ligado al pasado, de donde viene el vocablo religión. De este modo, si la existencia política es en principio la conservación de la fundación, la triada religión, autoridad, tradición se deduce de ella.” (Cfr. Amiel, 1996, 91) Para Arendt, es Maquiavelo quien redescubre el carácter esencial de la fundación y la importancia que ésta juega en el acontecimiento de las revoluciones. Maquiavelo había visto en la fundación el comienzo consciente 77

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de algo nuevo, cuyo acto requería y justificaba el uso de la violencia. Apartándose de esta última premisa que termina por asociar la violencia con el gobierno, Arendt rescata este redescubrimiento de la fundación y de Roma, para analizar la experiencia de las revoluciones. Aquí la fundación adquiere un doble carácter, que parece al principio conducir a una dificultad irresoluble: “si la fundación es el propósito y el fin de la revolución, entonces el espíritu revolucionario no era simplemente el espíritu de dar origen a lo nuevo, sino que además, era espíritu de poner en marcha algo permanente y duradero” (Cfr. Arendt, 2006, 240). Esta aparente contradicción entre lo novedoso del acontecer que caracteriza toda fundación y su permanencia a través del tiempo, queda resuelta por la experiencia de la revolución norteamericana de fundar la libertad. El rasgo significativo de esta fundación nos dice Arendt, es que saco a la luz la nueva experiencia americana y la nueva idea americana de poder que distinguió entre república o democracia, entre derecho y poder. Esta nueva idea de poder esta afianzada en el papel que juega la fundación, como fundación de un cuerpo político, concebido expresamente para conservarla. Es solamente gracias a la revolución y al carácter de la fundación, que el nuevo principio de poder logra mantenerse como una experiencia viva en la historia de los hombres. La fundación va acompañada de la experiencia del origen. Pero ya no se trata del origen en el sentido que la tradición teleológica-universalista le había atribuido, como principio absoluto e inamovible que se halla libre de toda experiencia histórica y que parece estar antes que el mundo, que el tiempo y que los hombres, sino del origen como aquello que señala el comienzo de algo nuevo. Si la acción política, lo mismo que toda acción, es siempre esencialmente el comienzo de algo nuevo, el origen proviene precisamente de este hecho que pone de manifiesto la esencia de la libertad humana, y en cuanto tal, este comienzo continúa estando vivo y siendo visible durante el tiempo en que perdura la acción. No puede negarse en este punto la gran similitud con Heidegger, para quien el fundamento en tanto que establecimiento de algo nuevo, actúa como condición primera de cualidad y garantía de la realización y permanencia de una obra, sin hacer del fundamento una causa y menos aún la causa primera, en el sentido del creador según la doctrina de la Biblia y la dogmática del cristianismo (Cfr. Heidegger, 1994, 48). En este sentido, el fundamento es la fuente originaria de la creación y de la libertad, que sitúa al hombre en disposición de su necesidad de comprensión, al tiempo que le permite, al margen de las representaciones, rescatarlo de su olvido del ser. Pero tal vez debamos dirigir nuestra atención a Benjamin para encontrar una mayor cercanía con los postulados arendtianos sobre el origen. En su ensayo sobre 78

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el origen del drama barroco alemán, Benjamin había interpretado el origen (Ursprung) ya no en términos de identidad sino de presencia. El origen marca aquel inicio que no se agota en sí mismo sino que se proyecta mas allá de él, por lo cual no pone simplemente de relieve su evidencia fáctica, sino que concierne a su prehistoria y poshistoria. “El origen, aun siendo una categoría plenamente histórica, no tiene nada que ver con su génesis. Por ‘origen’ no se entiende el llegar a ser de lo que ha surgido, sino lo que esta surgiendo del llegar a ser y del pasar.” (Cfr. Benjamin, 1990, 28)

Este origen que para Benjamin remite a presencia del inicio, para Arendt designa aquel comienzo que inaugura toda acción entre los hombres y que continúa estando presente durante el tiempo en que perdura la acción a través del recuerdo. Solo el recuerdo de los acontecimientos permite su actualización y los libra de caer en la futilidad inherente al acto y a la palabra viva. Por eso, lo que salva los actos humanos de su futilidad consustancial —por ser actos de un mortal—, no es otra cosa que la incesante recordación de los mismos, la cual, a su vez, solo es útil a condición de que produzca ciertos conceptos, ciertos puntos de referencia que sirvan para la conmemoración futura. En este sentido el origen no es contrario al acontecimiento. Pero además, en su intento de re-establecer un vínculo con el pasado que arroje luz sobre el oscuro presente, Arendt recoge de Benjamin la idea de una historia fragmentaria, que caracterizada por identificar los momentos de ruptura y dislocación, permita a los hombre recuperar el potencial perdido de su pasado en la esperanza de que pueda encontrar su actualización en el presente. Las famosas tesis de Benjamin sobre la historia permiten identificar claramente su propósito. Un apartado de la segunda reza así: “El pasado lleva consigo un índice temporal mediante el cual queda remitido a la redención. Existe una cita secreta entre las generaciones que fueron y la nuestra. Y como a cada generación que vivió antes que nosotros, nos ha sido dada una flaca fuerza mesiánica sobre la que el pasado exige derechos. No se debe despachar esta exigencia a la ligera.”

Y la octava tesis dice: “La tradición de los oprimidos nos enseña que la regla es el ‘estado de excepción’ en el que vivimos. Hemos de llegar a un concepto de la historia que le corresponda. Tendremos entonces en mientes como cometido nuestro 79

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provocar el verdadero estado de excepción; con lo cual mejorará nuestra posición en la lucha contra el fascismo. No en último término consiste la fortuna de éste en que sus enemigos salen a su encuentro, en nombre del progreso, como al de una norma histórica. No es en absoluto filosófico el asombro acerca de que las cosas que estamos viviendo sean «todavía» posibles en el siglo veinte. No está al comienzo de ningún conocimiento, a no ser de éste: que la representación de historia de la que procede no se mantiene.” (Cfr. Benjamin, 1973, 2-4)

Si el intento es redimir del olvido aquellos tesoros perdidos del pasado desde su actualización en el presente, Arendt no está lejos de este propósito. Se trata para ella, de que tras el colapso de la tradición, los hombres sean capaces de ver con nuevos ojos hacia el pasado, redescubrirlo y dotarlo de un nuevo sentido, rescatando de él aquellos fragmentos importantes que aún son capaces de iluminar nuestro presente y sirven como inspiración para el futuro. El carácter de la historia fragmentaria permite una reapropiación crítica que ya no pretende salvar el pasado como un todo, sino recuperar, algunos fragmentos, que, una vez arrancados de su contexto, parecen indicar otras posibilidades con respecto a las que se han convertido en actuales para Occidente (Cfr. Forti, 2001, 110). Solo el rescate y el recuerdo que posibilita la tradición de aquellos actos únicos e irrepetibles del pasado, le permite a la acción, la más vulnerable de las categorías humanas, su durabilidad, que en plano político toma forma a través de la legalidad y la autoridad, las cuales mantienen vigentes las instituciones políticas, que perduran gracias a la experiencia política de la fundación o del pacto original. A propósito refiere Arendt en su ensayo “Sobre la violencia”: “El poder institucionalizado en comunidades organizadas aparece a menudo bajo la apariencia de autoridad, exigiendo un reconocimiento instantáneo e indiscutible; ninguna sociedad podría funcionar sin él.” (Cfr. Arendt, 1998, 148)

Es la institucionalización que da la autoridad y la ley lo que garantiza la permanencia del poder, manteniendo viva la experiencia original de la acción y permitiendo su durabilidad en el tiempo. Es por eso que tradición y autoridad se pertenecen recíprocamente. Para Arendt la autoridad igual que la ley deben ser desligadas de la obediencia, a menos que ésta deje de ser asumida como una relación de subordinación garantizada por la violencia 80

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y pase a ser entendida como el consentimiento o el apoyo de las personas, quienes organizadas en una comunidad, le otorgan el poder a las instituciones y al gobierno de un país. Dichas instituciones políticas, al ser manifestaciones y materializaciones de poder, entran en decadencia cuando el poder del pueblo ya no las apoya y se pierde la experiencia original de la acción, que la tradición conservaba viva (Cfr. Arendt, 1998, 143). Este concepto de comienzo en tanto origen y su importancia para la vida y el mundo político de los hombres, se ha perdido desde que la ciencia y la filosofía de la historia han tratado de despojar a la acción de su impredecibilidad, y definiéndola en términos de cálculo y causalidad, le han arrebatado su carácter de ser portadora del inicio que inaugura lo nuevo. De ahí que Arendt nos diga: “El papel central que el concepto de comienzo y de origen debe tener en todo pensamiento político se ha perdido solo desde que se ha permitido que las ciencias históricas apliquen sus métodos y categorías al campo de la política.” (Cfr. Arendt, 1995, 43)

Es esta pretensión de los modernos de leer la historia como un proceso causal, apelando a las categorías y los conceptos del pasado, sin aceptar el carácter novedoso e inédito que introduce la acción, lo que condujo a una falta de comprensión sobre la naturaleza y la experiencia del totalitarismo, como un fenómeno enteramente inédito que acabó con la tradición y borró el origen en donde se fundaba la legalidad y la autoridad que mantenían vigentes las instituciones políticas. Solo cuando aquellas categorías historiográficas y epistemológicas que regían el saber y dictaminaban la comprensión fueron insuficientes y develaron su inutilidad a la hora de comprender este fenómeno, es que el mundo se dio cuenta que se hallaba ante algo totalmente novedoso, cuyo rasgo distintivo fue haber acabado con la pluralidad y la libertad, desde la institucionalización del terror y la violencia, fruto de la pérdida del saber común heredado, que ha iluminado la fractura con la tradición. La noción del origen que rescata Arendt para la historia, entendida en términos del inicio que acontece, no como causa sino como presencia de la acción, juega un papel clave en la comprensión del totalitarismo, al menos en dos sentidos, que se hallan relacionados: por un lado, nos permite comprender el carácter novedoso de la acción, desde el cual el totalitarismo aparece como un fenómeno sin precedentes; por otro, señala el hecho totalitario de romper con el origen desde la ruptura con la tradición. El origen nos permite comprender el carácter novedoso de la acción. 81

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Los sistemas totalitarios fueron originales por carecer de precedentes en la historia. “Allí donde se alzó con el poder desarrolló instituciones políticas enteramente nuevas y destruyó todas las tradiciones sociales, legales y políticas del país. Fuera cual fuera la tradición específicamente nacional o la fuente espiritual específica de su ideología, el gobierno totalitario siempre transformó las clases en masas, suplantó el sistema de partidos no por la dictadura de un partido, sino por un movimiento de masas, desplazó el centro del poder del ejército a la policía y estableció una política exterior abiertamente encaminada a la dominación mundial.” (Cfr. Arendt, 2002b, 682)

Un acercamiento preliminar a la comprensión, cuya particularidad radica en el intento de tratar de ajustar lo nuevo a lo viejo, o siguiendo los parámetros de la ciencia que deduce de precedentes lo que carece de ellos, nos advierte Arendt, podría llevarnos a ver en el totalitarismo una forma más de tiranía, pero moderna, la cual —y para referir la idea que se ha mantenido casi intacta desde Platón hasta Kant— se caracteriza por ser un gobierno ilegal donde el poder es manejado por un solo hombre. Siguiendo esta lógica, el totalitarismo encajaría perfectamente dentro de los rasgos de la tiranía: un poder arbitrario, sin restricción de la ley, al servicio de los intereses del gobernante en detrimento de los gobernados, que instaura el terror como principio de la acción. Sin embargo, el totalitarismo va más allá de ser una simple tiranía o en su defecto la dictadura de un único partido, como en el caso de la URSS. La particularidad de los regímenes totalitarios es que borran la distinción clásica entre legalidad y tiranía, al tiempo que pretenden resolver las tensiones entre legitimidad y legalidad, no acabando con la ley, como hace la tiranía, fundándose en la voluntad caprichosa de un solo hombre, sino apelando a unas leyes más elevadas, a las leyes del proceso histórico y de la naturaleza, que se mueven por encima de la acción humana. “La política totalitaria afirma transformar a la especie humana en portadora activa e infalible de una ley, a la que de otra manera los seres humanos solo estarían sometidos pasivamente de mala gana.” (Cfr. Arendt, 2002b, 685)

La pretensión de la política totalitaria es creer que puede imponerse sin ningún tipo de acuerdo o de consensus iuris, y que no por eso deja de ser legal. De ese modo, el totalitarismo no reemplaza unas leyes por otras, ni crea una nueva forma de legalidad mediante una revolución, se impone sin 82

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el consensus iuris, porque aspira a liberar a la realización de la ley de toda acción y voluntad humana. El resultado final será la implantación del terror, que opera como legalidad cuando la ley se ha trasformado en la ley del movimiento de la naturaleza o la historia, y que por ser ambas fuerzas sobrehumanas, “corren libremente a través de la humanidad sin tropezar con ninguna acción espontánea.” (Cfr. Arendt, 2002b, 688) Con el totalitarismo la distinción que había realizado Montesquieu apelando a la naturaleza de los gobiernos, entre gobiernos con ley y gobiernos sin ley, queda rota. La ley ya no opera como aquello que permite integrar la novedad en el mundo común, a fin de conservar la pluralidad entre los hombres, sino que adquiere un nuevo sentido, en el que los principios de gobierno que guían la vida pública ya no son necesarios, porque liberada de toda acción humana, la ley pasa a concebirse como el movimiento de la naturaleza y de la historia, bajo la cual queda destruida la condición previa de toda libertad: la existencia del espacio público. Pero a la par de ser un fenómeno original por carecer de precedentes, el totalitarismo rompe el origen al acabar con la tradición que conserva presente el inicio que inaugura toda acción entre los hombres, destruyendo la sabiduría común heredada por el recuerdo, que les servía para orientarse y vivir juntos en el mundo. Así mismo, toda ruptura con la tradición coincide con la ruptura de la autoridad y la religión. El cristianismo, por ejemplo, bajo la impronta romana, se basaba en los testimonios (autoridad), que la tradición trasmitía de generación en generación. Para Arendt, aunque dicha ruptura estaba diseñada después de la Primera Guerra Mundial en la desconexión de las generaciones de recibir lo trasmitido unas a otras, ésta no se realizó sino hasta después de la Segunda Guerra, porque al término de la primera todavía se conservaba la conciencia de la ruptura que presuponía el recuerdo de la tradición, haciendo posible reparar esta desconexión. Fue solo después de 1945, cuando esta desconexión ya no se notó como ruptura, el momento en que los hombres habían perdido la tradición, y el mundo se sumía en un tiempo de oscuridad. Despojada de la tradición, la historia es insertada de nuevo sobre la categoría de proceso. Deja de ser entendida como un tejido de acciones y eventos para ser reemplazada por un proceso natural donde la homogeneidad y la ideología han reemplazado la pluralidad, desde la instauración del terror, el cual opera como legalidad bajo el curso de la ley del movimiento de la naturaleza. El aislamiento y la soledad son los rasgos distintivos de este nuevo hombre a quien le han sido asesinadas su personalidad jurídica y moral, y para quien ya no es posible ninguna forma espontánea de convivencia. Estamos frente a una época que ha acabado con la acción política, la cual tenía 83

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como condición básica, el hecho de que los hombres, no el hombre, vivan en la tierra y habiten el mundo. La Instauración del terror a través de los campos de concentración que operaban como fábricas en masa de cadáveres, donde la muerte y las torturas eran inducidas científicamente, acabando con la pluralidad desde la cancelación de la singularidad, estaba precedida por la preparación histórica y políticamente inteligible de cadáveres vivientes, en quienes ya se había matado la persona moral y jurídica. Estos laboratorios de dominación tenían por fin privar a los hombres de su espontaneidad, que es el principio constitutivo de la acción humana, con la ayuda de una ideología que fomentaba el comportamiento y la demanda meticulosamente previsible y estandarizada (Cfr. Arendt, 2006, 292). La ruptura con la tradición también delata la ausencia de sentido en el que los hombres —víctimas del aislamiento— no piensan,12 y donde la realidad se ha tornado indecible e inimaginable, lo cual es para Arendt un signo peligroso que amenaza la pluralidad del mundo humano, pues para que el mundo sea el hogar de los hombres, tiene que haber un diálogo necesario que posibilite esta existencia, la cual se ve amenazada desde el momento en que los hombres no tienen otro lugar donde poder exiliarse más que la interioridad y la soledad. Este hecho que pone de manifiesto la desaparición del espacio público, se nutre además por aquellos rasgos propios de los regímenes totalitarios que en forma de gobiernos invisibles, han reducido el discurso a meras ideologías que operan como sustitutivos del principio de acción. A propósito de esto leemos en su ensayo que lleva por título Hombres en tiempos de oscuridad: “Si la función del ámbito público consiste en iluminar los asuntos de los hombres ofreciendo un espacio a las apariciones donde pueden mostrar en actos y palabras, para bien o para mal, quienes son y qué pueden hacer, entonces la oscuridad se extiende en el momento en que esta luz se extingue por las lagunas en la credibilidad y por un gobierno invisible, por un discurso que no descubre lo que es, sino lo que esconde debajo de la alfombra mediante exhortaciones de tipo moral y otras que, con el pretexto de de12 En el aislamiento el pensamiento ya no es posible. Recuérdese que para Arendt, en contra de la tradición que va desde Platón hasta Nietzsche, en que el pensamiento solo es posible en soledad —para Platón porque el pensamiento en medio de la multiplicidad de relaciones no conduce a la verdad sino a la opinión (doxa); en el caso de Nietzsche, porque su perspectivismo solo es posible en un pensamiento emanado de la soledad, del desamparo—, el pensamiento solo puede darse entre los hombres (Cfr. Arendt, 2006, 288). 84

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fender antiguas verdades, degrada toda verdad a trivialidades carentes de significado.” (Cfr. Arendt, 2008, 10)

Es en medio de estas experiencias, donde —para emplear la frase de Tocqueville— el pasado ha dejado de arrojar luz sobre el futuro y la mente vaga en la oscuridad, en el que la comprensión de la historia y la actividad del pensamiento adquieren un papel protagónico para Arendt, en su intento por restituir la pluralidad y la acción sobre los hombres, intento que se encuentra atravesado por restituir el juicio, como la facultad mental mas política del hombre. ¿Cómo reconciliarnos con el mundo?

Tras las experiencias del Holocausto y el Gulag, ya no es posible retornar a los conceptos y valores tradicionales, tratando de explicar a partir de precedentes lo que carece de ellos. Sin embargo, pese a lo traumático de estos acontecimientos que han roto con la continuidad del pasado, Arendt encuentra en este colapso de la tradición un beneficio secundario: la posibilidad de mirar al pasado con ojos nuevos, libres de la carga de categorías o prescripciones que intenten hacer familiar lo que nos es extraño, con una mirada que ninguna tradición puede desviar. La influencia de Heidegger es de nuevo notable en este aspecto. Recuérdese que en su intento por demoler la metafísica (con la filosofía y sus categorías), la hermenéutica deconstructiva heideggeriana buscaba recuperar aquellas experiencias primordiales de la distorsión ocasionada por la tradición filosófica, volviendo sobre su origen perdido. Pero además, se trata de orientar la reflexión tomando como punto de partida lo que ha sido una experiencia decisiva. En este sentido, antes que la adhesión a una u otra corriente filosófica, está para Arendt el hecho decisivo del totalitarismo, frente a cuya aterradora originalidad ninguna categoría del pasado está en situación de responder. Ya he señalado en líneas pasadas la manera en que la comprensión, al estar orientada a la reconciliación del espíritu con el mundo y permitirles a los hombres orientarse, no solo se juega en el plano del pensamiento, sino que necesita del juicio y de la imaginación. Dada la experiencia del totalitarismo, tras la cual la realidad se ha tornado indecible, sumiendo en un continuo letargo y silencio a los hombres por la inutilidad de sus categorías a la hora de explicarlo, solo la imaginación inserta en el juicio, al permitirle al pensamiento afrontar la complejidad y el impacto de la experiencia del mundo, sin apelar al marco de sus representaciones que pasan por alto lo novedoso del acontecimiento, les permite a los 85

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hombres superar este letargo. La imaginación se conecta así con la mundanidad, que Arendt concibe como el espacio de las apariencias a la vez que como el ámbito común de la diferencia y la pluralidad, y es la actividad sin la cual el proceso de restitución del pensamiento a esa mundanidad de los asuntos humanos que descansa sobre el juicio, no es posible. En esta medida, la imaginación permite a los hombres afrontar los acontecimientos y la carga que el pasado ha puesto sobre sus vidas, permitiéndoles participar en el diálogo interminable de su estar en el mundo. Si la esencia de toda acción es dar inicio a lo nuevo, la comprensión no es más que la otra cara de la acción, esa forma de cognición que les permite a los hombres que actúan, aceptar lo novedoso e irrevocable que ha acontecido y reconciliarse con lo existente. En esta medida, comprender indica el paso previo que posibilita la acción. A propósito leemos en el “Diario filosófico”: “El comprender es tan “a priori” para la acción como la contemplación para la producción. En el comprender tiene lugar la reconciliación con el mundo, que precede a toda acción y la posibilita. Pensar que comprender es perdonar constituye una tergiversación de este estado de cosas. Comprender no tiene nada que ver con perdonar. Perdonar implica, en todo caso que nosotros no sabemos lo que hacemos. En cambio, reconciliar significa: “to come to terms with”; me concilio con la realidad como tal y desde ahora pertenezco a esta realidad como actor. Esto tiene lugar en el comprender. Por lo tanto, el comprender no entiende el sentido y no engendra sentido. Eso lo hace solamente la reflexión. Comprender es la forma específicamente política de pensamiento.” (Cfr. Arendt, 2006, 321)

Arendt entiende que por ser la esfera política el espacio donde toma forma la acción, en ella el hombre se encuentra siempre en compañía de otros. Es el reconocimiento de la pertenencia a un mundo común y del acto de la fundación como inauguración de lo nuevo, lo que permite a la comprensión iluminar los acontecimientos y reconciliar a los hombres con un mundo en el que el sinsentido totalitario, en su impredecibilidad, se ha tornado irreversible. Esta reconciliación no es ciertamente una adecuación de la idea a lo real, no se trata como en Hegel de disolver lo real en lo pensable, porque esta forma de reconciliación del “pensamiento” con la realidad, donde el pensamiento se encuentra a sí mismo en la realidad, “no es reconciliación con lo extraño, es decir, con lo no conseguido, no anticipable, sino el hecho de encontrar en sí mismo en otro medio.” (Cfr. Arendt, 2006, 674) El intento es por el contrario, volcar la comprensión hacia aquello que siendo indeducible e impredecible, comparte otra de las categorías de la acción, su 86

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irreversibilidad. En esta medida, la comprensión debe caer sobre los acontecimientos que irrumpen y tejen la historia desde su novedad. Pero dado además, que el mundo es un mundo común entre los hombres, existe una responsabilidad colectiva sobre lo acontecido, responsabilidad que Arendt diferencia de culpa, pues la responsabilidad radica en el hecho de que por no vivir una vida solipsista, apartada de los otros, el hombre comparte la responsabilidad de los actos, que como todo acto político solo acontecen en la pluralidad, o para decirlo de otra manera, de los actos cuya aparición solo ha sido posible en una comunidad humana. En este sentido nos dice Arendt: “[...] esta responsabilidad vicaria por cosas que no hemos hecho, esta asunción de las consecuencias de actos de los que somos totalmente inocentes, es el precio que pagamos por el hecho de que no vivimos nuestra vida encerrados en nosotros mismos, sino entre nuestros semejantes, y que la facultad de actuar, que es, al fin y al cabo, la facultad política por excelencia, solo puede actualizarse en una de las muchas y variadas formas de comunidad humana.” (Cfr. Kohn, en Arendt 2007, 159)

Si bien existe una responsabilidad compartida por aquello que un sujeto no ha hecho, lo que no existe es un sentirse culpable por cosas en las cuales no se ha participado. Aceptar la responsabilidad que se tiene sobre lo acontecido equivale al ejercicio mismo de comprender, en la medida en que permite a los hombres conciliarse con la realidad a la cual pertenecen desde ahora como actores. No se trata entonces de evadir la experiencia del totalitarismo y de los campos de concentración, de negar la acción violenta y su máxima manifestación en el terror, que ha puesto en ruina todas las relaciones humanas, y reaccionar en busca de un refugio opuesto moralmente al totalitarismo que intente regresar a la conciencia o la religión. Se trata de afrontar la ausencia de sentido, la desolación dejada por la experiencia totalitaria, tras la cual la realidad ha devenido incomprensible y en donde el pasado ya no es capaz de iluminar el porvenir, y buscar respuestas políticas a un problema político, creando nuevas categorías para entender un mundo totalmente nuevo. Detrás de todo este intento por la comprensión, se encuentra evidenciado un problema que para Arendt ha envuelto la vida y la historia de los hombres en su estar en el mundo. Existe toda una falta de claridad conceptual y de precisión frente a la realidad y la experiencia, que inicia desde el momento en que los hombres de pensamiento y los hombres de acción se han divorciado, hecho que ya identifica Arendt en la época de Pericles. Desde el 87

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momento en que el pensamiento se emancipo de la realidad ha comenzado el azote de la historia de Occidente. Este divorcio con la realidad se hace aún más evidente después de la experiencia totalitaria, donde, guiándose en la seguridad de los modernos de poder predecir el devenir, los hombres habían intentado reconciliarse con el mundo tratando de adaptar un gobierno sin precedentes a las categorías y modelos que se tenían, delatando su incapacidad por aceptar el mas inusual de los hechos como algo que puede acontecer en cualquier momento, y negando la novedad sorprendente de que la acción humana es capaz. La misma crítica se extiende a los dominios de las ciencias sociales, quienes en su manera de acercarse a la historia y de enfrentarse con la realidad, han tratado de sustituir la acción por el comportamiento, lo que ha llevado a una segunda sustitución de la comprensión por la deducción, que frente al carácter novedoso del acontecimiento, no ve más que cadenas de comportamientos de los cuales se deducen los hechos. Estas formas erradas de comprensión no serian para Arendt más que formas de pensar basadas en el prejuicio, el cual, por estar anclado en el pasado, imposibilita tener una verdadera experiencia del presente, a la vez que impide al juicio. Es por eso que para Arendt solo el juicio, aplicado a la política, se halla en relación con la acción, al permitir comprender aquello para lo cual no existe criterio alguno. En Introducción a la política leemos: “Puesto que el prejuicio, al recurrir al pasado, se avalanza al juicio, ve limitada su legitimidad temporal a épocas históricas —cuantitativamente la gran mayoría— en que lo nuevo es relativamente raro en las estructuras políticas y sociales y lo viejo predomina. La palabra ‘juzgar’ tiene en nuestra lengua dos significados totalmente diferentes que siempre se mezclan cuando hablamos. Por una parte alude al subsumir clasificatorio de lo singular y particular bajo algo general y universal, al medir, acreditar y decidir lo concreto mediante criterios regulativos. En tales juicios hay un prejuicio; se juzga solo lo individual pero no el criterio ni su adecuación a lo que mide. (…) Pero por otra parte juzgar puede aludir a algo completamente distinto: cuando nos enfrentamos a lo que no hemos visto nunca y para lo que no disponemos de ningún criterio. Este juzgar sin criterios no puede apelar a nada más que a la evidencia de lo juzgado mismo y no tiene otros presupuestos que la capacidad humana del juicio, que tiene mucho más que ver con la capacidad para diferenciar que con la capacidad para ordenar y subsumir. Este juzgar sin criterios nos es bien conocido por lo que respecta al juicio estético o de gusto, sobre el que, como dijo Kant, precisamente no se puede ‘disputar’ pero sí discutir y llegar a un acuerdo.” (Cfr. Arendt, 1997, 54) 88

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Arendt rescata de Kant el haber inaugurado la crítica, entendida no a la manera del criticismo que apela a la destrucción del pensamiento filosófico, sino como la “facultad de la razón en general” (Cfr. Arendt, 2002a, 68). Para ella, el pensamiento crítico de Kant habría aparecido como una alternativa a la oscilación entre el dogmatismo y el escepticismo, que abrogándose cada uno para sí el derecho a poseer la verdad, se habían vuelto excluyentes con las otras verdades. Ambos sistemas, enfrascados en la pretensión platónica de que la filosofía esta al servicio y en búsqueda permanente de la verdad, habrían opuesto la filosofía al sentido común, con lo cual el juicio, que estaría del lado de la filosofía, seria el privilegio de unos pocos, quienes separados por un rango especial de los demás hombres, estarían en plena posesión de la comprensión del mundo. La cita de Hegel que Arendt trae a colación en sus Conferencias sobre la filosofía política de Kant es bastante aclaradora en este punto: “La filosofía es filosofía solo en la medida en que se opone al intelecto y, más aún, al sentido común, gracias al cual comprendemos las restricciones espaciales y temporales de las generaciones; para el sentido común, el mundo de la filosofía es un mundo al revés.” (Cfr. Arendt, 2002ª, 70).

El apelar a Kant le permite a Arendt hacer del juicio no el privilegio de unos cuantos, sino una posibilidad que se encuentra a disposición de todos, pues el juicio, como elemento sustancial de la facultad de la razón en general que sería la crítica, no es algo que se da en un solo hombre, sino que involucra a la pluralidad de los hombres, quienes lo reciben, de la misma manera en que los objetos estéticos tienen la necesidad de ser recibidos por un público. En tal sentido, su referencia a Kant, en especial al juicio estético y a la analítica de lo bello, le permite a Arendt formular una teoría del juicio democrática, que nada tiene que ver con una estetización solipsista en la política, sino que más bien responde a una profunda preocupación por el consenso y la democracia. Por lo demás, bien sabemos que sobre este punto solo podemos dar aproximaciones, dado que Arendt falleció antes de concluir “el Juicio” que cerraría la tercera parte de su obra La vida del espíritu. Con todo, y aunque muchos pueden ser los sentidos a los cuales apunta su comprensión sobre el juicio, y que pueden ir, como lo ha señalado Simona Forti en su estudio ya referenciado, desde un nuevo tipo de racionalidad práctica, pasando por una modalidad de deliberación en torno a los principios sobre los que se basa una comunidad política, hasta llegar a ser una categoría principal del actuar comunicativo, el que aquí nos interesa, por hallarse en relación con 89

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la historia y con el papel que en ella juega la comprensión a la hora de afrontar la experiencia del totalitarismo, es la del juicio como aquello que permite comprender los acontecimientos sin subordinarlos a las categorías preconcebidas, y afrontar la complejidad de la experiencia del mundo desde lo imprevisible y novedoso de la acción, que envuelve el acontecer plural de la vida de los hombres, lo cual permite desde la perspectiva arendtiana, superar el letargo en el que ha caído el mundo postotalitario por la inutilidad de las categorías que se tenían para explicarlo y cerrar la brecha entre teoría y praxis que este letargo había generado. Aquí es necesario apelar brevemente a un elemento ya señalado en páginas anteriores, y es la relación que Arendt establece entre juicio, imaginación y comprensión, relación que se explica por el hecho de que es solo mediante la imaginación, en tanto manera de comprensión, que podemos enfrentarnos con la realidad y comprenderla sin parcialidad ni prejuicio, salvando ese abismo que nos separa de aquello que no nos es familiar, y permitiendo a los hombres ser capaces de volver a orientarse en el mundo. Es en este sentido en que la comprensión se torna indispensable, por el hecho de que los movimientos totalitarios han marcado una ruptura con todas las tradiciones, destruyendo las categorías comunes del pensamiento político y las normas de los juicios morales, de las que la tradición occidental había extraído los límites entre lo “posible” y lo “imposible”. Pero además, la comprensión es el medio que permite a los hombres oponerse al totalitarismo, dado que el significado de la lucha contra el movimiento totalitario no puede prescindir de un esclarecimiento previo de aquello contra lo cual se lucha y en este sentido, la comprensión implica todo un ejercicio de autoconocimiento, pues entender aquello que el totalitarismo es, sin ningún prejuicio que oscurezca su comprensión y agudice el divorcio con la realidad que implica tal malentendido, es la condición que posibilita una lucha capaz de ir más allá de ser una lucha por la supervivencia.

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Capítulo 5

EL SURGIMIENTO DE LA PSICOMETRÍA EN EL MARCO DE LOS MODELOS DE CONDUCTA Y CONTROL PROPIOS DE LA SOCIEDAD MODERNA: EL CAMINO QUE CONDUCE DE LA INTIMIDAD A LA NORMALIZACIÓN

Vicente Darío Caputo13

El surgimiento de la sociedad moderna es un proceso marcado por diversas características, algunas de las cuales han dado origen a las instituciones que hoy damos como coexistentes al orden social. Para el filósofo francés Michel Foucault, el surgimiento de dichas instituciones haya su raíz más superficial en el siglo XVIII, pero sus antecedentes —a veces en tanto oposición, a veces en tanto referencia prototípica— pueden rastrearse en conceptos de lo público y lo privado propios del período que se ha dado en llamar la Antigüedad. Es sin esta transformación fundamental que, en palabras de Hannah Arendt, es imposible comprender lo que tomamos en nuestra época como Lo íntimo y la importancia que puede tener su mensurabilidad y predictibilidad para las sociedades modernas. Es a partir de este cruce de caminos entre la transformación de lo privado y lo público, el surgimiento de la intimidad y de los instrumentos para su interpretación, que es posible establecer un claro nexo entre lo que se ha denominado “normalización” o “unidad estadística” (Cfr. Arendt, 1993, 54) y la emergencia de la psicometría. La sospecha de una cierta coincidencia o interacción entre los mencionados procesos conduce, necesariamente, a 13 Estudiante de la Licenciatura en Filosofía de la Universidad del Valle.

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que se examine la normatividad exhaustiva impuesta a los miembros de la sociedad moderna, sus condiciones de emergencia y, ante todo, los métodos creados para la regulación y cuantificación de la uniformidad o de la ausencia de ésta. Es esta indagación la que se ha hecho necesaria al leer a esta autora judía y, por ello, ha constituido una preocupación teórica lo suficientemente relevante como para ser considerada como el problema a tratar. En vías a formalizar —por así decirlo— el punto de partida de la reflexión que se llevará a cabo en el presente escrito, es que se plantea la pregunta: ¿En qué sentido lo que Arendt ha llamado “unidad estadística” (Cfr. Arendt, 1993, 54) y el proceso de “normalización” propio de la sociedad, pueden relacionarse, en el contexto del capitalismo, con la “emergencia” de lo que Foucault llamó ciencias humanas, en particular de la psicología? Los elementos necesarios para dar cuenta de esta pregunta son, fundamentalmente, tres: conceptos acerca de las esferas pública y privada, descripción del proceso de transformación de la esfera privada a través de la hipertrofia romántica de la subjetividad y de su noción rousseauniana y, por último, el análisis de la emergencia simultanea de los procesos de control, de las prácticas y de los dispositivos de normalización capitalista de la fuerza laboral frente al concepto de “intimidad” en el contexto de la modernidad. Más allá de su complejidad aparente, el entramado conceptual que vincula a los modernos instrumentos para la medición, interpretación, predicción y —dado el caso— intervención de la conducta y sus móviles, la hipertrofia romántica de lo subjetivo y el surgimiento de la sociedad moderna, es facilitado por ciertas condiciones históricas y culturales cuya convergencia se produce en el siglo XVIII. La propuesta que se plantea aquí precisa de ciertos momentos del análisis cuya relación haga progresivamente más sólida la hipótesis de que el costo que ha pagado el hombre por la transformación moderna de lo privado y lo público es el sobredimensionamiento de una subjetividad que, lejos de escapar al control, requirió del desarrollo de nuevas ciencias —las humanas, en palabras de Foucault— y de tecnificadas14 maneras de cuantificar y normalizar aquello que ya no era visible. Dichas partes o “momentos” pueden sintetizarse en dos, pues es necesario 14 Parte de la fundamentación que permite comprender desde Arendt la “emergencia” de aquellas nuevas formas de medición especializada de la conducta, es el privilegio moderno de la fabricación y del artificio humano. En este sentido, más que un desmesurado interés por la pregunta por ¿quién somos? (cuya respuesta concluyente la daría un ser cuya visión sobre nosotros sea la que se tiene sobre un ¿Qué? (Cfr. Arendt, 1993, 24), el surgimiento de la intimidad, el predominio de la relación medios-fines y la instrumentalización propios de las modernas ciencias humanas, han desembocado en una extendida y vista como necesaria tecnificación de herramientas para responder a las preguntas ¿Qué? y ¿Cómo?. 92

Acción política, historia y mundo de la vida: Estudios sobre el pensamiento de Hannah Arendt

agrupar elementos en torno a una articulación básica: el estatuto de positividad de lo íntimo en virtud de la transformación moderna de lo privado y lo público. El objetivo último es elucidar la utilización de la psicometría (en su vertiente más radicalmente positivista) en tanto dispositivo de control social vinculado a la emergencia de la intimidad. Las transformaciones de lo público y lo privado

En virtud del enorme campo documental que suponen los muchos cambios experimentados en el mundo occidental en la modernidad, se debe —en principio— centrarse en aquellos exclusivamente relevantes a las transformaciones de las esferas pública y privada, ello con el fin de mostrar cómo la moderna confusión entre lo social y lo político fue la condición de posibilidad de lo íntimo como una “dimensión” de los asuntos humanos. Para la primera sección es necesario nutrir la separación entre el espacio de la necesidad y el espacio de los asuntos públicos en sus tres momentos históricos previos: la polis griega, la república romana y la edad media. En el esquema del modelo político de la antigüedad, para los griegos la esfera privada, la del hogar, era el espacio para el sostenimiento de la vida y, por ende, el espacio de la necesidad. Para los griegos, también dentro de este esquema, la esfera pública, en tanto espacio político, era el espacio del mundo común, el espacio de la libertad. Tal distinción, tan evidente en aquel entonces, constituye una separación entre la esfera de la polis y la esfera de la familia y, en últimas un criterio de diferenciación entre las actividades relacionadas con un mundo común y aquellas actividades relativas o bien propias del sostenimiento de la vida. Para Hannah Arendt, es probable que, históricamente, el nacimiento de la ciudad-Estado y la esfera pública sucediese a expensas de la esfera privada, restringida por los límites de la familia. Es también probable, si seguimos esta hipótesis, que hubiese en la polis griega una especie de relación de coexistencia entre las dos esferas, una relación de mutua exclusión pero, curiosamente, también de interdependencia. Esta idea se encuentra bien representada en la concepción del límite mismo, respecto de lo cual la autora señala que la sacralización de los límites de una propiedad no residía en el respeto a los simples linderos, sino más bien en el hecho de que, sin poseer una casa, el hombre no podía participar en los asuntos del mundo15. Ahora bien, aquello que plantea una distancia verdadera entre ambas 15 La participación de los hombres en los así llamados “asuntos del mundo” parecía estar estrictamente condicionada a la posesión o carencia de un sitio que propiamente les perteneciera. (Cfr. Arendt, 1993, 42) 93

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esferas en la antigüedad es la libertad. Pero hablamos aquí de un tipo de libertad que no es —tal vez— el que podríamos considerar en nuestros días, más ligado a la justicia, sino que nos referimos, más bien, a una libertad de la desigualdad, una libertad que permitía moverse en una esfera en la que “no existían gobernantes ni gobernados” (Cfr. Arendt, 1993, 45). La polis se diferenciaba de la familia en que la premisa de identidad entre sus miembros era la de la igualdad, mientras que en ésta última sucedía lo opuesto. La esfera de la polis, era, también, el escenario de una libertad cuyo ejercicio dependía claramente del dominio de las necesidades vitales de la familia, ya que la política no era un medio destinado exclusivamente a la protección de la sociedad. De acuerdo a lo anterior, se puede afirmar que en la esfera de la polis se experimentaba una “libertad de la sociedad”. Es precisamente dicha libertad lo que exige y justifica la restricción de la autoridad política, restricción que, en últimas, consiste en mantener el lugar de la libertad dentro de los límites de lo público, lejos del ámbito familiar. La transición fundamental que condujo a la idea contemporánea de lo público y lo privado fue más o menos moderna, a pesar de que la vigencia de la distinción propia de la antigüedad fue operativa aún durante buena parte de la edad media. Arendt propone la caída del Imperio Romano y la subsiguiente cristianización de Occidente como los hechos fundamentales detrás de la trasformación de estas capitales nociones. Estos fenómenos, de gran impacto en muchos otros campos, trajeron consigo un “crecimiento” de la esfera privada debido, primordialmente, al concepto medieval de “bien común”. El “bien común” medieval no señala la existencia de una esfera pública, solo reconoce que los particulares poseen intereses en común tanto dentro de lo material como de lo espiritual, y que lo más razonable es delegar en uno de ellos la tarea de velar por la conservación de dichos intereses. Es bajo el calor de esta curiosa e híbrida esfera, dentro de la cual los intereses privados adquieren significado público, es decir, dentro de lo que llamamos “sociedad”, que se incuba al valor como la virtud política por excelencia. El valor —antes entendido en un sentido vinculado a la temeridad y un “atreverse” públicamente— se convirtió, entonces, en la condición necesaria para ser admitido al interior de toda asociación que se denominase política en contenido y propósito, ya que de manera paralela a las profundas transformaciones sociales de la época, en la modernidad la estimación del valor cambia al cambiar el campo político. El valor empieza, pues, a relacionarse más con el ejercicio de la violencia legítima que con la valía necesaria para hacer públicas las exigencias comunes. Es también en la modernidad que el campo político deja de ser el espacio de la libertad y 94

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una de sus principales características empieza a ser el poseer y monopolizar la violencia. Este cambio está estrechamente relacionado con el territorio. Con el desarrollo de los Estados-nación propios de la Edad Moderna —aún infiltrados por el mal entendido heredado de la traducción latina de las nociones griegas de lo político y lo social— se presenta una profunda dificultad para entender la división entre las esferas pública y privada, diferencia sobre la que —como arriba se expuso— se sustentaba el antiguo pensamiento político, teniéndole como algo incuestionablemente evidente. La razón para que la —antes categórica— división entre las esferas se haya difuminado o haya desaparecido por completo, es, probablemente, que hemos asimilado a las comunidades políticas como una especie de familia superhumana cuyos asuntos son cuidados por “una gigantesca administración” —tal como señala Arendt—, una suerte de gran administración doméstica de alcance nacional. Aquello que en la modernidad consideramos sociedad parece ser no más que un conjunto de familias organizadas económicamente que, en una especie de calco de una macrofamilia, constituye la forma política de organización que lleva el nombre de “nación”. Con las naciones, en el mundo moderno la política pasa a ser una función de la sociedad; con el ascenso de la sociedad, o del conjunto de las actividades económicas a la esfera pública, la administración de lo que pertenecía a la esfera privada familiar se convierte en interés colectivo, de forma tal que la sociedad “devora” la unidad familiar hasta —incluso— sustituirla. Descritos sucintamente los cambios experimentados por lo público y lo privado en sus tres momentos históricos, así como la moderna confusión entre lo social y lo político, el terreno es propicio para la introducción de “lo íntimo” como el concepto determinante para la línea de trabajo propuesta. El surgimiento de la intimidad y sus instrumentos de interpretación

Al debilitarse y desaparecer el espacio privado, tal como se le conocía, las diversas familias se van unificando con otras que pertenecen a su mismo nivel, de forma tal, que se va conformando una comunidad. Este es un paso adelante en la formación de la sociedad moderna, un paso que representa, también, una doble consecuencia. En primer lugar, se disuelve la frontera entre la esfera privada y la pública y, en segundo lugar, dichos conceptos cambian y su significado en el modo de vida de las personas también se modifica. Es la esfera privada, ante todo, la que pasaría —en el contexto de la modernidad— a dejar de significar la privación que le era asociada en la antigua Grecia, para convertirse en una dimensión enriquecida por los matices del individualismo humano. Gracias a este “desplazamiento”, la esfera de lo privado, de lo —ahora— “íntimo”, no se contrapone más al espacio 95

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político, sino más bien a la sociedad. Es claro que para Hannah Arendt el enriquecimiento de esta dimensión no es un proceso sin causas fácilmente rastreables, al menos no en lo que se refiere a indicadores culturales y artísticos básicos de la época, los cuales funcionarían para ella a modo de indicadores epistemológicos de un cambio en marcha durante el siglo XVIII. La autora de La Condición Humana no presenta, en ningún sentido, este enriquecimiento de lo íntimo como algo gratuito. Por el contrario, señala —casi— como su responsable directo a Jean-Jaques Rousseau, en tanto teórico de esta hiperinflación de la “intimidad” como también su más célebre explorador. En este autor ginebrino, ilustrado, romántico, encontramos, incluso en la primera de sus obras importantes (Cfr. Rousseau, 1979), una respuesta en forma de “no” decidido como crítica a los valores culturales de la sociedad de su tiempo y a los ideales ilustrados. Es clave interpretar adecuadamente su influencia para el imaginario social del cual es depositario el individuo moderno: a través de una “rebelión”, que enfrentó la intimidad del corazón a las igualadoras exigencias de lo social, dejó plantados los cimientos del radical subjetivismo propio de la vida emotiva del hombre de la modernidad. Si bien el romanticismo valora menos la razón que el sentimiento, pone énfasis en lo irracional, lo vital, lo particular e individual, por encima de lo abstracto y general, en el arte, la literatura, la historia y la filosofía, y busca sus modelos de vida y pensamiento en la Edad Media y la cultura popular, todo su despliegue fue, en principio, una rebelión frente al criterio de “normalización” tan característico de la sociedad de su tiempo. Ahora bien, ¿de qué se trata esta “normalización”, tan capital para el auge de lo social? La cohesión de la sociedad —al menos en el sentido moderno del término— depende de la existencia de una cierta “opinión” o “interés” dominante. Esto es producto probable de la absorción de la “unidad familiar” por parte de los distintos grupos sociales, aunque esto —como lo señalaría Arendt— puede, bajo ciertas circunstancias asimilarse a una refinada forma de tiranía que exige de la sociedad que le sustenta un cierto tipo de conducta: los modelos de comportamiento que le son propios son impuestos a sus miembros a través de disposiciones y normatividades, pero su forma no es siempre la de un estatuto formal. La exigencia de Rousseau, es la reivindicación de un “espacio íntimo” que se contraponga a tales formas de identificar al individuo con su posición en el marco social, convirtiéndose también en instrumento de distinción. Lo curiosamente paradójico de esto es que dicha “recuperación” o “inconformidad romántica” se convirtió, con el tiempo, en una herramienta para mantener intacto el orden social, pues se 96

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confinó en dicha esfera todo aquello que bajo un criterio de normalización serían calificado de excentricidad. Otras consecuencias dignas de mención en cuanto a éste último aspecto, son la abolición del rendimiento extraordinario y la inhibición de la excelencia, situaciones que habrían parecido aberrantes en el contexto de la polis. Estas inhibiciones y tácitas prohibiciones no se presentan aisladas, sino paralelas al desarrollo de la sociedad de masas, en la cual lo que se espera de cada individuo es que asuma el rol que le corresponde. En este estado de cosas hallan su caldo de cultivo las —así llamadas por Foucault— ciencias humanas, cuyo positivismo, además de favorecer el necesario incremento de la producción propia del capitalismo, generó y formalizó nuevos patrones de selección, exclusión y desarrollo bajo el amparo de la cientificidad. Una escueta definición del capitalismo, le caracteriza como un sistema económico y social en el que la propiedad de los medios de producción corresponde a los capitalistas y está separada de los trabajadores que disponen solo de su fuerza de trabajo16. Entre los cambios que tomaron lugar en la sociedad de mediados del siglo xix, motivados especialmente por la necesidad creciente de mantener y elevar los niveles de producción, las estrategias de control se refinan y la cuantificación del comportamiento emerge como un paradigma de regulación y clasificación de la fuerza de trabajo (Cfr. Foucault, 1995). El privilegiar solo el potencial laboral de la vida humana, convirtió a la psicometría en un patrón de evaluación de todas las variables que pudiesen afectar el proceso productivo y al capitalismo, en un régimen económico, político y social que descansa en la búsqueda sistemática del beneficio gracias a la explotación de los trabajadores por los propietarios de los medios de producción. Si el capitalismo ha pasado por diversas etapas, desde el liberalismo económico puro hasta el creciente intervencionismo estatal, que le caracteriza en la actualidad, también las ciencias sociales han transformado los métodos de abordaje del objeto de estudio que han considerado como propio. 16 A los caracteres esenciales del capitalismo se añaden otros rasgos específicos como la libertad de empresa, la libertad de producir y de vender con el mínimo de restricciones por parte de los poderes públicos y la no participación, en general, del estado en las tareas económicas, dejadas en manos del sector privado. En Europa occidental, los orígenes del capitalismo se remontan al Renacimiento. A partir del s. xvii se produce una primera acumulación de capital y empiezan a configurarse las bases de los Estados modernos. En el s. xviii se origina una aceleración del progreso técnico e industrial en Gran Bretaña, que conduce a la consolidación del sistema capitalista. El capitalismo ha pasado por diversas etapas, desde el liberalismo económico puro hasta el creciente intervencionismo estatal, que le caracteriza en la actualidad. En el mundo contemporáneo es el sistema económico hegemónico. 97

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En el caso de la psicometría, el desarrollo de los sistemas de medida, escalas, tests e instrumentos de medición, va de la mano con aquellas características de la “mano de obra” que empiezan a ser tomadas en cuenta17. La variedad de modelos de clasificación de la mano de obra, llevó a la aparición de una nueva subdivisión en el ejercicio de la psicología: la psicología organizacional, una heredera de la psicometría clásica de Stanford y Binet cuyo campo de acción se encuentra en los departamentos de recursos humanos. La difusión masiva de este nuevo aparato de control, lleva finalmente a su aceptación como una línea de investigación productiva cuyo resultado final lo podemos encontrar detrás de la contemporánea formulación de nuevos procesos de manufactura: el CTM y el JAT18. El positivismo, anteriormente mencionado como la característica primordial de la “mirada” que las ciencias sociales empiezan a aplicar sobre el hombre a partir del siglo XVIII, hunde en el espesor maravilloso de la percepción la matematización del comportamiento. La “unidad estadística” y el ejercicio de la psicometría asociado a ésta, se convierten progresivamente en la gran herramienta de vigilancia y control de aquello que empezó a quedar fuera del alcance de las prácticas comunes de coacción: la inteligencia, la afectividad, la capacidad de respuesta entran a ser calculables, cuantificables, portadoras de la verdad última y definitiva del individuo. El análisis que conduce a conectar esta nueva clínica aplicable a la optimización de los procesos laborales contemporáneos, constituye una línea que atraviesa los conceptos griegos de lo público y lo privado, las nociones de sociedad e intimidad y el andamiaje productivo del capitalismo. El hilo de 17 El primero en introducir este tipo de instrumentos en psicología fue el médico y psicólogo inglés Francis Galton (1822-1911), que crea el primer laboratorio de pruebas psicológicas en 1882. De forma paralela, J. McKeen Cattell, en Pensilvania, construye tests, o pruebas, y es el primero en utilizar la expresión mental test. En 1905, Binet y Simon presentan conjuntamente la primera escala métrica para la inteligencia; los americanos Terman y Merrill la revisaron en 1917 y 1937. En 1904 Spearman aplica a la inteligencia métodos estadísticos de investigación y crea la teoría bifactorial de la inteligencia, dividida en un factor general (g) y en factores específicos (s), que hacia los años treinta desemboca en las teorías del análisis factorial, de L. L. Thurstone y otros. En la década de 1940 a 1950 aparecen las baterías GCT (General Classification Test), que sirven como medios de selección de los soldados del ejército y de la marina de los EE. UU. Son considerados los medios clásicos de diagnóstico psicológico. J. P. Guilford presenta, en 1959, un modelo de la estructura de la inteligencia en forma de paralelepípedo, cuyos tres ejes o dimensiones determinan 120 casillas o factores de inteligencia. 18 Siglas de Control Total de Manufactura y manufactura Justo a Tiempo. Estos dos procesos de control de la producción son la base de la eficiencia de las modernas transnacionales, así como la principal herramienta de las empresas para aumentar el margen de ganancias a costa de las condiciones laborales. 98

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la presente argumentación solo constituye un intento de elucidar esta difícil conexión, que puede identificarse también en el proceso que condujo a la aparición de cada una de las ciencias humanas. La pregunta que suscita, primero Hannah Arendt a través de su reconstrucción de algunos conceptos capitales en la transformación de la sociedad, y luego Foucault al aplicar a este conocimiento la sospecha histórica, es, finalmente, una indagación por la estructura general de los cambios acaecidos desde la formación misma de las más primitivas comunidades. Lejos de responder a tal duda, el propósito del presente escrito queda servido al mostrar, quizá, solo un ejemplo de los intrincados nexos, no exclusivamente teóricos, que existen entre los procesos humanos y sus instrumentos de interpretación.

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PÁGINA EN BLANCO EN LA EDICIÓN IMPRESA

AUTORIDAD Y MUNDO DE LA VIDA POLÍTICO

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Capítulo 6

AUTORIDAD Y EDUCACIÓN (EN TORNO A UNA IDEA DE HANNAH ARENDT)19

Rodrigo A. Romero20

“Authority itself is a historical concept and has its historical roots, just as the breakdown of authority unfolded historically. However, there is one type which, though it frequently served as example for all kinds of authority, was never challenged and always taken for granted: the authority of the parents over the child. The elimination of authority from education is in itself the most flagrant sign of the breakdown of authority precisely because it challenged what for all other periods was the natural fundament and therefore the symbol for all other kinds of authority —political, spiritual, etc…—” (Arendt, 1923-1975, 11/23/53). Los padres participantes en la investigación “señalaron que no lograban lo que se proponían, lo que puso de relieve la ineficacia de la reiteración indefinida de prácticas de corrección; independientemente de que predominen 19 Estas líneas recogen todavía muy parcialmente algunas de las reflexiones derivadas del trabajo Conflictos en la crianza. La autoridad en cuestión - Un estudio intercultural, Universidad del Valle, 2010, tesis doctoral de Martha Lucía López que tuve la oportunidad de seguir paso a paso en su proceso de elaboración, con alguna que otra asesoría directa. Las largas conversaciones que tuve y sigo teniendo con ella, no solo sobre su trabajo de doctorado sino sobre su experiencia como psicóloga clínica para los niños, me han servido de material indispensable para este trabajo. 20 Profesor titular, maestro universitario y emérito de la Universidad del Valle.

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los castigos físicos y no físicos o el razonamiento y el diálogo ¿Qué hace entonces que una práctica correctiva sea eficaz o no? La hipótesis que aquí se quiere desarrollar es que depende del tipo de autoridad que los padres representan” (López, 2010, 36). “La autoridad que un niño necesita entre los 7 y los 12 años es de guía y orientación, que para efectos de claridad se le llamará autoridad que guía y orienta; pues… el niño está más dispuesto a “leer” los mensajes de los padres, si en el plano de la confianza reconoce en ellos autoridad” (López, 2010, 51)

Estudios actuales sobre la crianza de los niños muestran que, con cada vez mayor intensidad, se vuelve una exigencia el afirmar como algo primordial, la autoridad en las dos esferas que habita el niño en sus primeros años de vida: la familia, en primera instancia, y, en un segundo plano, la escuela. Este hecho aparece como algo, en principio, paradójico pues se viene dando en un mundo, como el actual, dominado por la perspectiva liberal en la vida social y política, donde se le da la prioridad a los derechos y libertades de los individuos cuando se quiere dar cuenta de los vínculos entre las personas. Padres y maestros han experimentado dicha necesidad para conservar un mínimo de orden y de organización en la manera como los niños se preparan para ser adultos; pero ante el peligro honda y genuinamente sentido del autoritarismo y la violencia cuando se ejercen las funciones de corrección y disciplina normativa de los niños, las preguntas que se hacen están orientadas primordialmente a establecer los límites en el ejercicio de dichas funciones, lo que a su vez equivale a formularse la cuestión de hasta qué punto se puede limitar la libertad de los niños sin causar daños y traumas. Si se tiene en cuenta, entre otras cosas, la agudísima conciencia contemporánea de los resultados en la edad adulta de la manera como se da la crianza de los niños, las preguntas de padres y maestros surgen con el desasosiego proveniente de los sentimientos de culpa que acompañan sus opciones en este ámbito. Ante este escenario en el que se ve la necesidad de la autoridad pero con el signo que ésta tiene de ser algo negativo, por la prevalencia valorativa de las libertades y los derechos, muchos han formulado la necesidad de un nuevo sentido de autoridad que tenga un signo positivo y que no ponga en peligro el tipo de libertad adecuada para la formación del niño. Éste es precisamente el tema del trabajo de Martha Lucía López (López, 2010) que sirve como base y motivo de mi trabajo: hacer caer en cuenta de la insuficiencia del concepto liberal de autoridad para comprender la experiencia concreta que se da en las relaciones padres-hijos y proponer 104

Acción política, historia y mundo de la vida: Estudios sobre el pensamiento de Hannah Arendt

una concepción de autoridad más pertinente para dar cuenta cabal de dichas relaciones. Estas líneas recogen algunas de las reflexiones derivadas de este libro: —I— Unas cuantas palabras con el propósito de describir, a grandes rasgos, el cuadro que puede servir de punto de partida para la reflexión que proponen estas líneas. Cuando en el ámbito de la educación en general, y de manera más específica en el de la crianza de los niños, se habla de la necesidad de la autoridad, la reacción que el discurso común y ordinario impone es la de que se trata de algo desueto, de tiempos muy pasados a los cuales se les adscribe, como si fuera lo normal, el hecho de que los padres de familia o maestros imponían arbitrariamente reglas, coartaban libertades, silenciaban la palabra de los niños (hijos o alumnos). Por otra parte cuando se habla de la democracia en la esfera de la educación o de la crianza infantil, ese discurso común trasmite la sensación de actualidad, que corresponde a la libertad igual y los derechos de los niños y de los jóvenes, cuestiones de tal manera indiscutibles que, en muchas ocasiones, cualquier exigencia que se les haga se percibe como una indebida limitación a la preciada libertad o como la interferencia arbitraria en el desarrollo libre de su personalidad. Y en el terreno de la familia por todas partes circula abrumadoramente el discurso de los derechos de los niños, sin que otros aspectos de la familia (deberes, normas, obligaciones, derechos de los padres y maestros) aparezcan; como si todos fueran derivados de la afirmación de los derechos de los niños. Mirando las cosas así, es obvio que hablar de autoridad sugiere de entrada negación de la libertad y la aproxima a la coacción y a la exclusión. Ahora bien: como sucede en otros ámbitos de la vida social, cuando se trata de evaluar el presente y el pasado, para los situados en un extremo, ese presente se saluda con alborozo por su plenitud de libertad, luz plena frente a la sombra autoritaria que le precedió; los niños y adolescentes tienen su puesto y su voz y ya no le “comen cuento”, no tragan entero lo que sus mayores, padres o maestros, les ordenan. En cambio la postura para los ubicados en el otro extremo, es la de rechazo de la anarquía y el caos presentes con la inmediata rememoración nostálgica de aquellos tiempos pasados tan plenos de los valores apetecidos de orden y autoridad de los cuales se constata su pérdida con la consiguiente queja del irrespeto de los hijos para con sus padres o alumnos para con sus maestros. Los primeros se suscriben a la concepción del progreso indefinido hacia 105

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lo mejor, en la que lo pasado corresponde al atraso y es malo por serlo, y lo presente corresponde al progreso y es bueno por ser superación del pasado. Los segundos se adhieren a la concepción de que “cualquier tiempo pasado fue mejor”21. De alguna manera estas concepciones, a pesar de su simplismo, nos remiten a ciertas verdades; incluso se puede argumentar desde la premisa que a cada una le sirve como punto de partida y mostrar su plausibilidad, eso sí, dejando sin relacionar el punto de arranque de una con el de la otra. El debate se hace, entonces, imposible pues se trata de líneas inconmensurables por serlo las premisas que a cada una le sirven de axiomas fácticos. Así, pues, como sucede con toda postura ideológica o ideologizada, las cosas se pintan de forma extremada y burdamente simplificada. Lo que habría que recalcar es que estas representaciones comunes son recalcitrantes y se hacen inmunes a la crítica razonada, incluso por los que se supone que son sensibles a dicha crítica; se rechazan formalmente dichas posturas pero en la vida ordinaria, a la hora de la acción, se obra de acuerdo con ellas. O bien, se establecen matices, argumentos, pero se deja intocada la postura básica pues es derivada de lo que aparece como evidente. Los medios de comunicación recogen muy bien estos discursos que circulan. Es claro que el discurso de la valoración de lo que se considera actual por serlo, prima sobre el conservador que le asigna el puesto privilegiado a lo que es antiguo. A los conservadores se les exigen más argumentos para sustentar su posición, y la mayoría de las veces lo hacen con temor a ser apabullados o excluidos sin más. Pero más allá de los márgenes de este lenguaje público que los medios masivos de comunicación cristalizan, que recoge y estimula casi todo lo que se denomina “opinión pública”, y que, por un lado, pretende registrar por igual la promoción de la libertad sin límites como signo de un progreso indefinido, y, por el otro, la consigna de los ancianos —verdaderos o jóvenes recién envejecidos— que se hacen cruces por “los valores de antes que se han perdido” —con la implícita o explícita prioridad valorativa de lo primero—, existe el discurso del desasosiego que es la expresión de muchas personas con la cada vez mayor certeza de que la libertad moderna predicada era ilusoria, y de que el pasado de la nostalgia no era tan coloreado de valores como nos lo pintan los que por él suspiran: dichas personas perciben 21 Frase que se volvió popular, tomada de las Coplas a la muerte de su padre de Jorge Manrique. Entre otras cosas, se toma el verso parcialmente como si se estuviera de acuerdo con que cualquier tiempo pasado fue mejor. El verso completo sugiere que lo que se expresa es una percepción subjetiva: “…cómo, a nuestro parecer / cualquiera tiempo pasado / fue mejor/” (Cfr. Mujica, 1991, 141) 106

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con claridad creciente que, por igual, en el pasado con frecuencia, la agresión, la arbitrariedad y el silenciamiento fueron el signo de la autoridad, y en el presente, el libertinaje y la ausencia de todo sentido del respeto se han convertido en el signo de la libertad igualitaria. Así pues, ambas concepciones en su formulación radical y simplista, han escondido la arbitrariedad y la violencia que contienen en su lógica extrema. Y muchos padres y maestros, que quieren cumplir con decoro su cometido, se preguntan cómo ejercer la autoridad necesaria para el proceso de maduración de los niños con la adquisición de las normas indispensables para la vida social, sin que desemboquen en la limitación de una genuina libertad responsable. — II — De lo anterior se puede deducir que la relación de autoridad de padres a hijos (o de maestros a alumnos) conduce a un tipo de formulaciones del siguiente tenor: autoridad, sí, pero no tanta; libertad sí, hasta cierto punto: es necesaria la autoridad pero sin exceso como para dejar un espacio de libertad, y ésta debe ser tal que no se convierta en libertinaje; de esta manera ya que todo se encamina a la pregunta por las cantidades razonables de libertad o de autoridad requeridas, en la realidad práctica el establecer este balance queda arbitrariamente en manos de quien ejerce el control de la relación. Cabe añadir el tipo de cuestiones que tienen que ver con la significación de autoridad ordinariamente acogida y es que ésta consiste en hacer que otro se someta a mi voluntad. En este sentido, los medios para lograr eficazmente resultados se convierten en el principal foco de atención para comprender la autoridad; lo importante entonces son los medios para conseguir obediencia. Como lo que más directa y fácilmente aparece como eficaz son los medios más fuertes y violentos, lo que surge de inmediato es cómo obtener obediencia utilizando los medios menos violentos y, simultáneamente, más eficaces. De esta manera los interrogantes giran en torno a “la medida” por un lado, de autoridad para que no se limite excesivamente la libertad; por el otro, cuáles son los medios menos violentos (sanciones, castigos, consejos, explicaciones…) pero eficaces para obtener obediencia. La relación implícita es unidireccional: va del mando a la obediencia donde el mando es la parte activa y la obediencia, la pasiva. Se puede colegir con alguna facilidad lo que aquí se entiende por libertad y por autoridad: preguntarse por la cantidad de autoridad permitida o la cantidad de libertad deseable supone que la libertad es ante todo ausencia 107

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total de impedimentos intencionadamente impuestos a la acción humana y la autoridad es el establecimiento deliberado de dichos impedimentos. Así pues, ya sea que se considere legítimo o no establecer límites a la acción, se coarta la libertad siempre que se impide actuar y la autoridad siempre es imponer límites coactivos a la libertad. Como lo que se valora positivamente es la libertad, lo contrario de ella, la autoridad, es, cuando mucho, algo impuesto por la necesidad, un mal necesario y por consiguiente, es lo que requiere de justificación en términos de delimitar la cantidad de libertad que puede (es permisible) restringir. Por eso es preciso dosificarlas, y establecer la “cantidad” de libertad que se puede impedir, así como la “cantidad” de autoridad que debe permitirse. Pero, además, este proceso que se inscribe dentro de la relación mando- obediencia, se caracteriza por el hecho de obtener obediencia dejando un espacio de libertad para actuar con un mínimo de violencia o de medidas coactivas; ahora bien, como siempre es necesaria alguna violencia, por lo menos como amenaza de ejercerla, se introduce así este factor como parte de la entraña de la noción de autoridad; la ultima ratio de la autoridad es la arbitrariedad, la agresión, el alarde de fuerza, la intimidación, el castigo físico etc. Así pues, desde el punto de vista normativo, la necesaria limitación de la autoridad supone siempre que en todos los casos haya menos autoridad (pues eso significaría además menos violencia), lo que conlleva, por otro lado, la máxima cantidad de libertad posible (sin llegar al libertinaje). El menos y el más queda sujeto a la arbitrariedad del que manda. Como es evidente, plantearse así la cuestión no conduce a la formación de un criterio práctico válido que oriente eficazmente a los educadores de los niños. Parece conveniente, entonces, repensar los conceptos básicos que se hallan aquí involucrados —los de autoridad y libertad—, con el objeto de observar con mayor detenimiento la probable raíz de algunas de las oscuridades y confusiones que se dan en torno a este asunto. — III — Es conveniente, de entrada, tener en cuenta una dificultad que tiene que ver con la imagen y la experiencia que tenemos de la autoridad en el mundo actual. Hannah Arendt señala en su importante artículo sobre lo que es la autoridad, que el juicio más acertado para nuestro tiempo de crisis es el de que la autoridad “se ha esfumado del mundo moderno”. Y esto ha sucedido porque no se tiene un referente claro derivado de la experiencia: “En vista de que no podemos ya apoyarnos en experiencias auténticas e indiscutible108

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mente comunes a todos, la propia palabra está ensombrecida por la controversia y la confusión” (Arendt, 2003, 145). Y en este mismo texto la autora recalca que “en rigor, nos enfrentamos con un retroceso simultáneo de la libertad y de la autoridad en el mundo moderno” (Arendt, 2003, 159)22. Siendo que los conceptos se originan de las experiencias a las que se refieren, en este caso, no solo la experiencia de la autoridad ha desaparecido por no existir ya más ésta, sino que su campo fue ocupado por fenómenos tan negativamente sombríos, como fueron los totalitarismos estalinista y nazi, que señalan la desaparición misma de lo público-político, terreno en el que puede ubicarse el sentido primordial de la autoridad. Dentro de este ámbito la autoridad se relaciona regularmente con el fenómeno del poder que, según Arendt, en nuestro tiempo tiene otro carácter: ha llegado a ser identificado con la violencia (aunque sea en última instancia), cuando en su origen era ante todo la manifestación de lo público, escenario esencial de la acción política, y por consiguiente, lo contrario de la violencia. Para entender este cambio Arendt caracteriza nuestra época como una época de guerras y revoluciones, cuyo signo común es la violencia. Además, desde comienzos de la modernidad, la manera de entender la acción fue en términos de fabricación, dentro de la lógica de las relaciones mediosfin que es la lógica de la violencia. Así pues, la acción política se ha llegado a identificar con la acción violenta (Arendt, 1997, 132). Las nociones de poder y autoridad, por lo tanto, se comprenden como dadas dentro de la relación de mando y obediencia que se hace efectiva por medio de la coacción o amenaza de violencia. Se puede concluir aquí que la presencia del poder y la autoridad es, a la vez, libertad arbitraria para el que manda y pérdida o limitación de la libertad para su destinatario Nuestra experiencia contemporánea de la autoridad se inscribe así en la experiencia de lo político y del poder como violencia y, en últimas, como negación de la libertad sin más. Para Arendt, el síntoma más grave de esta crisis se presenta cuando comienza a cubrir áreas prepolíticas “como la crianza y educación de los niños, donde la autoridad en el sentido más amplio siempre se aceptó como imperativo natural…” y añade Arendt: “… el hecho de que aún esta autoridad prepolítica que rige las relaciones entre adultos y niños, profesores y alumnos, ya no sea firme significa que todas 22 Es de notar aquí que Hannah Arendt al principio del texto hace la formulación de que la autoridad se ha esfumado y después habla de que libertad y autoridad han retrocedido. Puede que sea debido a la manera de plantear el problema conceptual diciendo que no hay un concepto unívoco porque no existe una experiencia unificada acerca de la autoridad y la libertad como fenómenos de la vida social y política. 109

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las metáforas y modelos antiguamente aceptados de las relaciones autoritarias23 perdieron su carácter admisible” (Arendt, 1998, 111). Nos podemos referir a una experiencia más cercana para nosotros de ocupación del espacio de la autoridad, y es la presencia de esas figuras patriarcales en el ámbito familiar que a fuerza de infundir pavor, silenciaban y sometían a mujeres y niños, en el contexto de una sociedad que defendía esta situación como expresión de afecto y cumplimiento del deber, asignándole además al paterfamilias, la propiedad privada de esposa e hijos en un terreno considerado sagrado, como lo fue en realidad desde los inicios de la modernidad. Así mismo se nos presenta la figura de ese maestro cuya sola palabra era la única audible, y donde la amenaza constante de castigo, cuya eficacia se medía por el terror que producía, era el medio normal para hacerse obedecer. Es en este sentido que la autoridad no solo se ha esfumado —siguiendo la expresión de H. Arendt—, sino que, en parte, precisamente por estas experiencias, hemos llegado a entender la autoridad asociada a coacción, sometimiento forzado y, en últimas, como violencia contenida, a punto de desencadenarse a cada momento, debido a las situaciones históricas mencionadas. Otra manera de expresar las ambivalencias y paradojas en relación con la autoridad nos la indica Richard Sennet. Tradicionalmente —nos dice— se ha tenido un temor a privarnos de la experiencia de la autoridad, temor que tal vez tiene que ver con el temor al caos y a la anarquía. De alguna manera la presencia de la autoridad ha sido el signo de la presencia del orden. Pero existe un temor contemporáneo no de su ausencia sino de su presencia: “Hoy día también existe otro temor acerca de la autoridad, un temor de la autoridad cuando existe. Hemos llegado a temer —añade— la influencia de la autoridad como amenaza a nuestras libertades, en la familia y en la sociedad en general” (Sennett, 1982, 23). Tememos la autoridad, pues es signo de la negación de la libertad, pero reconocemos su necesidad para la existencia de un orden social mínimo que impida el caos que siempre es autodestructivo. Tanto este doble temor a la autoridad, como su simultánea pérdida y presencia pervertida, nos revelan las ambivalencias contemporáneas con que se nos aparece. Lo que nos dice la investigación empírica es que cada vez es más apremiante un cambio de perspectiva en la consideración sobre la crianza de los niños, pues de hecho ya en la práctica la concepción vigente no sirve para nada y no existe claridad sobre otra perspectiva: sigue 23 Para Arendt, autoritario es muy diferente a tiránico y todavía aún más diferente que a totalitario. Parece claro que en el contexto de nuestra autora su uso aquí es un uso descriptivo. 110

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la anterior por inercia y una nueva no es clara. Examinemos primero el lado que corresponde a la concepción de libertad.

— IV — Cuando se defiende la libertad en nuestra época el sentido principal, el que surge de inmediato en el opinión común, es alguna variante de la denominada “libertad negativa”24 (que podría denominarse la variante postmoderna) La libertad en su sentido negativo es la concepción dominante de la tradición liberal, y que, por consiguiente, se ha considerado, en gran medida, como la concepción moderna de la libertad, este concepto ha resultado ser el hegemónico en sus rasgos generales, hasta nuestros días, aunque con cambios significativos en ciertos énfasis y en algunas características, debido al necesario cambio de contexto histórico. Así pues, aunque el sentido de la libertad negativa está dado por Hobbes y Locke, y después, hasta cierto punto, por Stuart Mill, no es exactamente igual a la libertad en el contorno postmoderno actual: lo que era tal vez oculto en los albores de la modernidad se desvela ahora, y adquiere prioridad, se le da más énfasis. Esta noción negativa es la que define la libertad en términos de ausencia de obstáculos para actuar según se desea. Como se define por enunciados negativos se le ha denominado libertad negativa o sentido negativo de libertad. Bajo esta noción, la cuestión que en primera instancia se plantea se refiere a los límites hasta donde es legítimo actuar, sin interferir en la misma libertad que se supone poseen los demás, o que estos interfieren en la propia, o, como lo planteó Stuart Mill, hasta dónde es legítimo que el Estado interfiera en la libertad de cada cual. Por lo que se puede ver de inmediato, es un concepto que se refiere con mayor nitidez al ámbito jurídico. Se puede explicar en parte el predominio de este concepto por la tendencia del liberalismo a “juridizar” permanentemente el mundo moral. Este concepto de libertad presupone una concepción atomista de los seres humanos, aquella que se suscribe a la visión de que éstos son principalmente sujetos individuales autosuficientes, definidos por sus deseos, intereses que desean expresar y desarrollar y cualidades que les es necesario desplegar a partir de sí mismos, y, por consiguiente, sus vínculos se conciben 24 Esta es la ya bastante conocida denominación de Isaiah Berlin en su no menos renombrado artículo Dos conceptos de libertad (Berlín, 2000, 215-218). Y que se hace eco del no menos conocido texto de Benjamin Constant, Discurso sobre la libertad de los antiguos comparada con la de los modernos, por el que a la libertad negativa corresponde la libertad de los modernos. 111

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primordialmente como derivados de las decisiones de cada individuo; así pues, los derechos priman sobre la obligaciones, las cuales proceden simplemente de la afirmación de los derechos, entendidos como los derechos de libertad negativa. La otra consecuencia, desde una perspectiva moral, es la de que la libertad de elegir es el valor que mide los demás valores, y no el contenido de lo que se elige. Lógica y ontológicamente se considera que los individuos son previos a sus relaciones sociales, y las más importantes de éstas son ante todo definidas como vínculos adquiridos voluntariamente: pactos o contratos de recíproco beneficio (Cfr. Taylor, 1990, 107-124). La idea negativa de la libertad, que se introduce con fuerza con los pensadores del siglo XVII, ha tenido una significación muy importante, sobre todo por ser la que configura los denominados derechos civiles, que con propiedad se han llamado, como ya lo dijimos, derechos de libertad negativa (las libertades de conciencia, de expresión, de asociación, de acción, el derecho al debido proceso, a la integridad física y a la intimidad, etc.). El surgimiento de esta idea coincide con la irrupción del Estado burgués moderno, el auge de la sociedad de mercado. Se entiende así la crítica de Marx que habló de que esta era la libertad burguesa, asociada con la primacía de la propiedad privada de la circulación de las mercancías como dinero, de comprar y vender como sentido básico de toda relación humana, lo que significaba que las libertades civiles en la realidad no eran sino una defensa de la burguesía como clase dominante. La crítica se centró en esa característica del individualismo que concebía individuos “previos” a la sociedad: ésta no era sino una abstracción proveniente de la fantasía de los pensadores de los siglos XVII y XVIII; por el contrario los “individuos que producen en sociedad, o sea la producción de los individuos socialmente determinada: este es naturalmente el punto de partida.”(Marx, 1997, 32). Esta concepción correspondía a un tipo de organización social que, si bien requería la promoción de la independencia individual, exigía del individuo una disciplina de ahorro y de trabajo para atender las demandas de una sociedad capitalista en su ascenso inicial. Sin embargo la lógica que lleva en su seno el sentido de la libertad es la de un individuo libre de ataduras para la realización de sus deseos, sin tener otros límites que los marcados por la misma libertad de los demás, lo que conduce a una estandarización valorativa del contenido de estos deseos. El hecho de no tener obstáculos externos para seguir el camino elegido es lo valorable, independientemente de cuál camino se elige o qué tipo de deseo se satisface. En la actualidad el contenido de esta concepción de libertad se ha modificado, en el sentido de que se ha radicalizado; el contexto postmoderno ha llevado el sentido de la libertad individual a consecuencias extremas. 112

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Este ámbito ha configurado un individualismo que, a pesar de la sensación de absoluta libertad, expresa una especie de profundo malestar —en palabras de Charles Taylor— que se pone más de relieve en la relación educativa. El contraste entre el individualismo de la modernidad temprana y el de la actualidad lo podemos ver así: “Hasta fecha en realidad reciente, la lógica de la vida política, productiva, moral, escolar, asilar, consistía en sumergir al individuo en reglas uniformes, eliminar en lo posible las formas de preferencias y expresiones singulares, ahogar las particularidades idiosincrásicas en una ley homogénea y universal, ya sea la ‘voluntad general’, las convenciones sociales, el imperativo moral, las reglas fijas y estandarizadas, la sumisión y abnegación exigidas por el partido revolucionario: todo ocurrió como si los valores individualistas en el momento de su aparición debieran ser enmarcados por sistemas de organización y sentido que conjurasen de manera implacable su indeterminación constructiva. Lo que desaparece es esa imagen rigorista de la libertad, dando paso a nuevos valores que apuntan al libre despliegue de la personalidad íntima, la legitimación del placer, el reconocimiento de las peticiones singulares, la modelación de las instituciones en base a las aspiraciones de los individuos” (Lipovetski, 1987, 7).

De un individuo con una libertad regulada por una organización que la hacía homogénea y uniforme (tal vez aquella pintada por el utilitarismo burdo o por Tocqueville y contra la que se rebeló Stuart Mill) se pasa a un individuo que se complace en su yo que impone normativamente el placer personal y privado como exigencia incuestionable. No es la búsqueda de una personalidad sobresaliente y distinguible por encima de los demás, sino la exaltación hedonista (o narcisista como otros lo llaman) del yo que se complace en sí mismo, y hace de ello el valor supremo. En estas circunstancias cualquier limitación real o que se perciba como tal a la permanente y cambiante exigencia del yo íntimo y deseante se entiende como algo malo y nocivo con mayor énfasis que en la modernidad más temprana producía la interferencia en la acción del individuo libre. Así se comprende también cómo se intensifica la lógica de la libertad negativa que lleva en sí el vaciamiento de sentido, lo que se ha llamado el “desencantamiento” del mundo. No existe una medida de lo que es bueno o de lo que tiene sentido independiente del individuo. El sujeto libre lo es en la medida en que elige (o cree elegir) los objetos de sus preferencias o su modo de vivir, pero lo que elige no es lo que le da el valor a lo que hace sino el hecho de escoger. 113

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En síntesis podemos decir que, para lo que nos interesa, en la actualidad el tipo de individualismo que se da es el que promueve la exaltación de lo pasajero, de lo efímero, la satisfacción inmediata de los deseos más superficiales; la desacralización de lo sagrado y venerable, la preponderancia de ese espacio privado. El contenido de las elecciones individuales tiende a ser valorativamente igual pues lo que importa es el hecho de haber optado por un camino o por otro, opción orientada ante todo por una concepción hedonista del deseo y los intereses. Se puede afirmar que no hay manera de diferenciar con cánones externos independientes de los deseos y de la libertad de actuar, ideas de bien, de la vida buena, de lo que tiene sentido y de lo que no lo tiene o tiene sentido subordinado. Lo que era perverso, diferente de lo que es normal, por ejemplo, en el ámbito de la sexualidad, se convierte en la tendencia creciente a considerar que esas diferentes maneras de comportarse y de actuar, son todas válidas y legítimas si media el hecho de adoptarlas libremente. Sin embargo esta crítica a la consecuencia actual de la lógica de la modernidad no debe conducir a una regresión al pasado premoderno como el modelo deseable, pues se corre el riesgo de irrealidad y de no poder interpretar de una manera adecuada el malestar al que aludíamos antes, sobre todo si lo situamos en el ámbito de la crianza y la educación de los niños, que es nuestro asunto. Existe un valor que en medio de todas estos síntomas de crisis descritos se manifiesta, aunque pocas veces de una manera claramente articulada, y muchas de forma paradójica. El deseo de autorrealización es el deseo de ser “fieles a sí mismos” (Taylor, 1991, 49)25. Esta falta de sentido de la vida, de ausencia de criterios independientes para evaluar valores, esta centralidad del yo y sus deseos indican, aunque de una manera confusa y desarticulada, un valor que es signo de la modernidad: la búsqueda de ser cada cual él mismo, de no ser alguien sometido y desidentificado en la homogeneidad de lo impuesto por la sociedad contemporánea ni mucho menos por el autoritarismo religioso de raíz más antigua. “Sin embargo no es cierto que estemos sometidos a una carencia de sentido, a una deslegitimación total; en la era posmoderna perdura un valor cardinal, intangible, indiscutido a través de sus manifestaciones múltiples: el individuo y su cada vez más proclamado derecho de realizarse, de ser libre en la medida en que las técnicas de control social despliegan dispositivos cada vez más sofisticados y ‘mundanos’.” (Taylor, 1991, 11) 25 A esta fidelidad a sí mismo es a la que Taylor denomina autenticidad, retomando la denominación de Lionel Trilling en su libro Sincerity and Authenticity. 114

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—V— Señalemos ahora las consecuencias de la libertad moderna en el terreno de la crianza y de la educación. Aquí el desasosiego procede primordialmente de lo que es característico de dicha libertad y que es la prioridad moral de los derechos sobre los deberes, es decir, que los derechos son la base absoluta para dar cuenta de las relaciones normativas entre los individuos; a esta prioridad se corresponde la prioridad de los derechos de los niños, sobre sus deberes; éstos proceden de aquéllos. La libertad es el dato inicial, el punto de partida, lo dado en los niños; y estos derechos no solo resultan de la necesidad natural de protección, sino además de la exigencia de las expresiones subjetivas y emocionales de los niños. Por otro lado, nuestra época paradójicamente ha cargado a los padres con una responsabilidad total en la crianza, que marcha paralela con la total minimización de los deberes de los hijos para con los padres y mayores. Se les exige a ellos normar a los niños y simultáneamente los culpabiliza por no “dejarlos que sean ellos mismos”; así los adultos a cargo de los niños no encuentra un punto en el que la norma no sea impedimento dañino de la libertad del niño, o coacción de sus derechos básicos. Frente a esta situación los padres (y por extensión, los maestros) se han llenado de temores: en primer lugar, el temor a causar traumas a los niños por cualquier exigencia que se les haga o cualquier obstáculo a su libertad. Y es que en la concepción extrema de la libertad negativa, cualquier intervención prescriptiva, por suave que sea, suena a interferencia o a coacción de la libertad. Estos miedos están avalados por las recomendaciones a nombre de la ciencia de ciertas modas psicológicas, inscritas en el individualismo hegemónico que suponen al ser humano como alguien que lleva inscrito en si mismo todo su potencial de enriquecimiento y maduración que es preciso dejar fluir libremente para que se desarrolle. El otro es el temor al Estado que ha tomado cartas en el asunto, y cada vez reclama más interferencia. Aunque en nuestra época es evidente la violación de los derechos de los niños, con agresión o maltrato, sin embargo, la lógica descrita de la libertad ha conducido a comportamientos del Estado que se vuelven extremos. Es interesante examinar lo que sucede en EE. UU., por ejemplo, y en otros países sobre todo desarrollados (no descarto nuestro contexto para esta situación, tal vez en ciertos usos indebidos de la tutela) donde los niños pueden llamar a la policía para denunciar a sus padres si se sienten maltratados. Y muchas veces estas llamadas no obedecen a un maltrato genuino sino a la exigencia normal de disciplina de los padres. Los niños obran en consecuencia acudiendo a la policía a cualquier exigen115

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cia parental, sin tener un criterio que les permita diferenciar entre disciplina y maltrato. Esta intervención del Estado (curioso: el Estado interviniendo en forma creciente en los ámbitos privados supuestamente inviolables de acuerdo con los cánones de la libertad negativa) ha conducido a un temor cada vez más generalizado de los padres con relación del cumplimento de su función. Los niños resultan estimulados a afianzar lo que ya está en su naturaleza infantil y es sus ansias de que sus deseos mandan absolutamente, lo que se ha denominado en términos freudianos la primacía del principio del deseo sobre el principio de realidad No es inoportuno señalar aquí que, en términos generales, al no existir un criterio sobre lo que es bueno y tiene sentido en la vida, lo que vale la pena para una vida digna (los contenidos de los deseos), los maestros y padres, sobre todo en la educación de los primeros años del niño, entran en una angustia paralizante: de hecho, transmiten sus valores intrínsecos pero con el sentimiento de culpa de que están irrumpiendo indebidamente en la “natural” libertad del niño, traumatizándolo. Pero la consecuencia relevante de este ultraliberalismo, de este acento extraordinario que se le pone a la libertad negativa, es que conduce irremediablemente a una situación contradictoria. Según este concepto un mayor espacio para la acción corresponde a una mayor libertad; por consiguiente los niños son más libres mientras menos interfieran los padres en lo que desean hacer. Este principio ha sido predicado y aunque desde hace algún tiempo se ha venido reivindicando la necesidad de la autoridad , el discurso común, el efectivo sigue siendo el mismo. Como si naciera ubicado en el ámbito del ejercicio de su ciudadanía en el que todos sin excepción son iguales y libres, el supuesto que opera es el de que el niño es un ser desde que nace es libre, lo que quiere decir que para ser quien es debe dejársele que actúe lo más posible sin interferencias para no impedir su desarrollo pleno, y para no liquidar sus deseos que, por ser los suyos, son sagrados. Pero si los adultos al cuidado de los niños se sustraen completamente de la intervención —que ante todo es una presencia firme— que se espera de ellos, el resultado conduce a la negación misma de lo que se pretendería obtener con dicha sustracción: la libertad. La ausencia de normas conduce a la arbitrariedad y es caldo de cultivo de la violencia. Dejar a los niños sin la protección y la confianza provenientes de la autoridad orientadora de los mayores cercanos, es dejarlos abandonados a sí mismos, sometidos a todos los caprichos que la sociedad les impone y a los que su índole infantil los conduce: el niño quiere dominar todo y someter a todos los demás a sus deseos; en grupo se convierten en tiranos. La tiranización de la vida educativa. Los niños solos, sin normas y por consiguiente sin la debida organiza116

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ción de su vida, tienden a conducirse como si la realidad fueran sus propios deseos y por lo tanto no están comandados por el “principio de realidad”, como diría Freud. Unas palabras de Arendt aquí nos muestran este punto: “ […] al emanciparse de la autoridad de los adultos, el niño no se liberó sino que quedó sujeto a una autoridad mucho más aterradora y tiránica de verdad: la de la mayoría. En cualquier caso, el resultado es que se desterró a los niños, por decirlo así, del mundo de los mayores; es decir que quedaron librados a sí mismos o a merced de la tiranía de su propio grupo, contra el cual, a causa de la superioridad numérica no se pueden rebelar, con el cual, por ser niños, no pueden razonar, y del cual no pueden apartarse para ir a otro mundo, porque el de los adultos está cerrado para ellos. Ante esta presión, los niños reaccionan refugiándose en el conformismo o en la delincuencia juvenil, y a menudo en una mezcla de ambas cosas” (Arendt, 2003, 280-281)

Es conocida la formulación que hace Rawls cuando se refiere a lo que es la prioridad de la libertad en relación con el segundo principio que pretende corregir las desigualdades sociales. Dicha prioridad corresponde a la prioridad de “lo correcto” sobre “lo bueno”. Debe existir una estructura de derechos básicos y libertades dentro de la cual los individuos puedan escoger sus fines, las ideas de “bien”, lo que le da sentido a sus vidas. De esta manera ninguna “idea de bien” ninguna concepción de bien debe imponerse a nadie y por consiguiente ninguna idea de bien debe ser base para la estructura de libertades y derechos; antes bien, cada cual debe tener el espacio suficientemente libre para poder escoger los fines de su vida, su propio bien, Pero este planteamiento funciona solo en el ámbito político-jurídico. Rawls deja claro que su doctrina de la justicia es política Así pues, es comprensible que frente al Estado, el ciudadano debe exigir plenamente que se le respete lo que para él es la mejor forma de vivir dignamente; es también comprensible que el Estado sea neutral frente a lo que se opine sobre la mejor forma de vivir; pero en el ámbito de la crianza y de la educación, es imposible no comunicar a los niños lo que se considera bueno. No parece que tenga mucho sentido pensar que los niños por sí mismos pueden elegir partiendo de la ausencia de criterios que solo aparecen en el ser humano más maduro. Es claro que en los niños las reglas para convivir van primero y las normas llevan inextricablemente unidos los valores de los adultos que son los que ponen esas reglas en el ámbito de la crianza. Y es que enseñar la libertad no es simplemente dejar en libertad al individuo, es decir, considerar que la libertad es “más un don que un potencial que debe 117

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desarrollarse” (Arendt, 2003, 114). La realidad de la libertad se da como el resultado de un desarrollo en el que intervienen muchos más que un individuo. Si la libertad es también la capacidad de elegir autónomamente las acciones a realizar, dicha capacidad va parejo con la conciencia de la responsabilidad: asumir las consecuencias de las acciones. Pero todo ello es producto de los vínculos sociales y no algo que se da en el individuo como si viniera ya con él. Se puede deducir, entonces, que la prioridad de la obligación (el vínculo) de pertenencia a una sociedad y, en este caso, a una cultura cuyo fin es precisamente la primacía de la libertad26. Por tal razón, en tratándose de la crianza, es preciso entonces tener alguna idea positiva de libertad, es decir una idea que involucre que la libertad no es solo libertad de (ausencia de coacción), sino que tiene fines como parte de su definición, es libertad para (autodirección racional). Es decir que la educación del niño para la libertad es algo que necesita orientación. Pero también necesita esfuerzo y lucha Sobre este punto es necesario recalcar algo importante que parece trivial y que de suponerlo tanto, lo olvidamos. Y es que la vida en sociedad requiere de normas, ya sea como límites a las acciones de las personas ya sea como regulaciones. Se puede señalar que la mayoría de los aspectos del individuo —no solo para vivir con los demás sino para desarrollar sus capacidades— son extraordinariamente regulados —aunque lo olvidemos—, como por ejemplo el conocimiento, la creación artística, el desarrollo de destrezas y de hábitos. Una concepción donde estos procesos se piensen como algo que se obtiene dejando al sujeto sin ataduras de ninguna clase para que fluya desde si mismo lo que se desea, no tiene sentido y es contraevidente. El ser humano, hasta cierto punto se robustece en la el esfuerzo y en la lucha (lo que se podría denominar combatividad). Y ese punto es el de si hay obstáculos insalvables para sus fuerzas, y en este caso debe ser protegido o ayudado. Las destrezas mínimas de la vida se producen gradualmente en un proceso de impedimentos, de obstáculos, “que cuestan”. La libertad entonces solo se consigue con la paulatina autonomía que se va adquiriendo de este modo. Educar solo dejando hacer no es educación de la libertad sino educar para la debilidad, la incompetencia y la irrealidad que lleva a la violencia con agresividad (que es lo contrario a la combatividad)27. El 26 Esta es la argumentación que trae Charles Taylor para sustentar que aún los partidarios de la libertad negativa en últimas deben reconocer que ésta no es posible si no existe ese compromiso básico (“obligación de pertenencia”) con aquella civilización que precisamente le adjudica primacía a la libertad. Taylor, 2005, 225-256. 27 Las nociones de combatividad y agresividad son utilizadas por Hernán Vergara (Vergara, 1975, 427-435). Esta diferenciación proviene de las reflexiones de Freud sobre los tipos de agresivi118

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proceso educativo es un proceso de apropiación de normas conjuntamente con el aprendizaje de la libertad responsable. El niño nace desbocado: todo gira alrededor de si mismo, todo lo quiere, todos los que le rodean deben inclinarse ante sus deseos. Tiene la pretensión de ser un tirano. Y aprende a manipular su situación de indefensión, cuando ya es más grande y es consciente. La labor de los padres es la de suministrar las normas para la vida en común, así como la de los maestros es ante todo el saber, el conocimiento. Es cierto que, por otro lado, el niño necesita protección por ser vulnerable. La tiranía del niño nace con el miedo de los padres a ponerle la norma por cualquiera de los aspectos que ya se mencionaban. El niño, por decirlo así, “muñequea” o “mide el aceite” y llega hasta donde el adulto lo deja. Un niño sin normas vivirá en un mundo irreal creyendo que es el real. Pero esto ya sería el principio de la psicosis. Muchos pensarán que de todas maneras es necesario “mermar” la autoridad de los padres para que los niños sean libres. Pensar así solo es posible, como decíamos al principio, si suponemos que la autoridad es lo absolutamente opuesto a la libertad; que el acrecentamiento de la autoridad tiene como consecuencia natural lo que ordinariamente llamamos autoritarismo en su sentido valorativamente negativo. Pero, todo lo contrario: es precisamente la ausencia de autoridad la que lleva a la agresión. Pero afirmar esto es mirar de otra manera la noción de autoridad. — VI — La cuestión del establecimiento de normas y de la creación de hábitos es el cómo hacerlo. ¿Cómo obligar, poner límites sin que esto signifique agresión, o arbitrariedad autoritaria? Obviamente aquí no hay recetas, pues en gran parte no se trata de soluciones generales y en abstracto. Pero sí es posible sugerir algunos criterios que se desprenden del análisis de los conceptos de los fenómenos que nos ocupan. Se sugería al principio que cuando se habla de la necesidad de ejercer la autoridad, pero no demasiada, y que hay que permitir la libertad, pero no demasiada, estamos hablando de una concepción en donde la libertad es ausencia de impedimentos y la autoridad es la que suministra la presencia de esos impedimentos que en este caso son las normas. Desde este punto de vista la pregunta sería hasta donde llega la autoridad y hasta dónde la libertad, de una manera legítima y conveniente, cosa que se vuelve imposible de dad que aparecen en varias de sus obras como las dedicadas a la guerra y en El malestar en la cultura. 119

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determinar en el ámbito de la educación y la crianza de una manera adecuada para la práctica; esta concepción puede ser por lo menos más plausible. Esta pareja de conceptos así entendidos conduce pensar que el exceso de autoridad es la tiranía, la violencia en su ejercicio y que el exceso de libertad es el libertinaje la permisividad absoluta. Si la plena libertad es una libertad responsable, y por lo tanto suena mal desde este punto de vista hablar de exceso de libertad, la plena autoridad, la autoridad que orienta, no es un exceso. Hay una idea de Hannah Arendt que va a servir de hilo conductor a eta reflexión: la violencia y la agresividad proviene no del exceso de autoridad sino de su ausencia. Para arrancar, hay que dejar a un lado el lugar que quizás es el más común de la autoridad que es el político, y concentrarse en su lugar prepolítico de la crianza de los niños, quizás el más natural en sus inicios. Cuando decimos, por ejemplo, que alguien tiene autoridad moral para darnos un consejo, para decirnos lo que debemos hacer, y que para nosotros es creíble lo que nos dice, es porque reconocemos en ese alguien una congruencia entre lo que es y lo que hace o que hay concordancia entre lo que decimos ser y lo que somos realmente: no aceptamos que alguien que miente en este sentido nos exija que digamos la verdad, o también, en la misma línea, si constatamos que alguien no sabe algo, nos lo venga a enseñar. Pero, además a quien le adscribimos autoridad en este sentido, le reconocemos una superioridad por alguna razón (tiene más experiencia, sabe más, es mayor, es bueno moralmente hablando etc), o mejor, reconocemos que con confianza podemos seguir lo que nos dice que hagamos, y por eso lo respetamos y no le tenemos miedo. Es conveniente, entonces, indicar algunos elementos de doctrina de la autoridad cuyo punto de partida sea de un concepto que sea afirmativo (es decir que no conduzca a formulaciones tipo “la autoridad no debe ser ni tanta que... ni tan poca que”). De esta manera pueda ser, mejor en cuanto a dar cuenta del fenómeno concreto de la educación de los niños, y más útil como criterio para las prácticas de crianza. 1. Comencemos con la idea ya expuesta de que, en tratándose de la crianza, no es el exceso de autoridad el que lleva a la agresividad y a la violencia, sino precisamente su ausencia, que es la idea central del concepto que ofrece Hannah Arendt; examinemos con mayor detalle los rasgos básicos de este concepto. En primera instancia para Arendt, la autoridad en el ámbito prepolítico de la relación entre adultos y niños, es algo “obviamente exigido por las necesidades naturales (la indefensión del niño) como por la necesidad política (la continuidad de una civilización 120

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establecida que solo puede perpetuarse si sus retoños transitan por un mundo preestablecido, en el que han nacido como forasteros)” (Arendt, 2003, 146). Y cuando la describe nos dice: “La autoridad siempre demanda obediencia y por este motivo es corriente que se la confunda con cierta forma de poder o de violencia. No obstante, excluye de medios externos de coacción: se usa la fuerza cuando la autoridad fracasa. Por otra parte, autoridad y persuasión son incompatibles, porque la segunda presupone la igualdad y opera a través de un proceso de argumentación. Cuando se utilizan los argumentos, la autoridad permanece en situación latente. Ante el orden igualitario de la persuasión se alza el orden de la autoridad que siempre es jerárquico. Si hay que definirla, la autoridad se diferencia tanto de la coacción por la fuerza, como de la persuasión por argumentos” (Arendt, 2003, 146).

En otro lugar, al traer la definición y la distinción de la autoridad con los fenómenos de poder, fuerza y violencia, Arendt nos muestra la amplitud del ámbito que la autoridad abarca: “La Autoridad, que se relaciona con el más elusivo de estos fenómenos y, por lo tanto, el término del que más se abusa, puede investir a las personas —existe la autoridad personal como por ejemplo, en las relación entre padres e hijos o entre maestro y discípulo— o puede investir los cargos como por ejemplo el senado romano (auctoritas in senatu) o los cargos jerárquicos de la Iglesia (un sacerdote puede dar una absolución válida aunque esté borracho). Su sello es el reconocimiento incuestionable por parte de aquellos a los que se les pide obedecer; no se necesita ni la coacción ni la persuasión. (Un padre puede perder la autoridad ya sea pegándole a su hijo como un tirano o tratándolo como igual). Para que la autoridad permanezca se requiere respeto por la persona o el cargo. Por consiguiente el gran enemigo de la autoridad es el desprecio y el camino más seguro de minarla es la risa” (Arendt, 1998, 147)

2. Arendt deja planteada una paradoja que no queda del todo resuelta. El núcleo de su crítica a la noción tradicional de poder es que dicha noción ha asociado el poder con la violencia: ésta se considera un componente básico de forma tal que resulta siendo necesaria (sea legitimada o no, sea en forma de coacción o de amenaza) como signo e ingrediente del poder, su recurso último y determinante. Por otro lado, para Arendt concebir el poder como una relación de mando-obediencia es lo que conduce a 121

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imbricar la violencia en el poder; la más clara manifestación de poder es la violencia puesto que la eficacia del mando está en proporción a la “fuerza” que se utilice. Ahora bien, la autoridad es una relación jerarquizada que supone el mando y la obediencia, mas sin embargo su eficacia depende del reconocimiento por parte de los destinatarios del mando, y por el respeto mutuo —diría yo, interpretando a Arendt— entre los que ejercen la autoridad y los que obedecen. Apelando a Gadamer podemos dar un marco más amplio a esta idea. Gadamer critica el concepto o mejor —en sus palabras—, prejuicio ilustrado que opone autoridad a razón y libertad como si la autoridad supusiera una obediencia ciega por parte de quien, por tal razón, se le ha suprimido su libertad. La consecuencia, dice Gadamer, fue la del rechazo de toda autoridad lo que “condujo a una deformación del concepto mismo de autoridad”. La autoridad no implica sumisión y por lo tanto una negación de la razón sino que “es un acto de reconocimiento y de conocimiento”. Por otro lado, la autoridad no se posee y, por consiguiente, no se otorga sino que se adquiere. No es algo a lo que cualquiera puede apelar arbitrariamente, si no lo adquiere y lo adquiere solo en la medida de su reconocimiento En suma, la autoridad no es lo contrario de la razón y la libertad sino que está estrechamente relacionada con ellas. La autoridad “[...] reposa sobre el reconocimiento y en consecuencia sobre una acción de la razón misma que, haciéndose cargo de sus propios límites, atribuye al otro una perspectiva más acertada. Este sentido rectamente entendido de autoridad no tiene nada que ver con una obediencia ciega de comando. En realidad no tiene nada que ver con obediencia sino con el conocimiento. Cierto que forma parte de la autoridad el poder dar órdenes y el encontrar obediencia. Pero esto solo se sigue de la autoridad que uno tiene. Incluso la autoridad anónima e impersonal del superior, que deriva de las órdenes, no procede en último término de éstas sino que las hace posibles. Su verdadero fundamento es también aquí un acto de la libertad y la razón, que concede autoridad al superior básicamente porque tiene una visión más amplia o está más consagrado, esto es, porque sabe más” (Gadamer, 1993, 352)

Al reafirmar su doctrina, Gadamer nos dice: “Me parece indudable que el reconocimiento es decisivo para las relaciones reales con la autoridad. La cuestión puede ser simplemente en qué se basa este reconocimiento. Puede expresar a menudo, más que nada, un doblega122

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miento impotente ante el poder, pero eso no es reconocimiento ni se basa en la autoridad. Basta estudiar fenómenos como la pérdida de la autoridad y de qué vive. No del poder dogmático, sino del reconocimiento dogmático. Pero ¿qué otra cosa puede ser el reconocimiento dogmático sino el resultado de atribuir a la autoridad un conocimiento superior y la creencia consiguiente de que ella tiene la razón? Sólo ‘se basa’ en eso. La autoridad domina porque es reconocida ‘libremente’. La obediencia que se le tributa no es ciega.” (Gadamer, 1998, 236)

Es notable la afinidad aquí con el pensamiento de Arendt. La autoridad no es una relación de dominación ni implica una obediencia irracional sino que está basada en el reconocimiento que no supone una supresión de la libertad. Es claro Gadamer al puntualizar que es necesario cambiar la mirada sobre el concepto mismo de autoridad y no reiterar como concepto lo que denomina el prejuicio del pensamiento ilustrado (que opone la autoridad a razón y libertad). El otro punto que interesa poner de relieve aquí es el de la autoridad como algo que se adquiere: o como se dice en el lenguaje común, hay que ganarse la autoridad, aspecto de suma importancia para el asunto que nos ocupa. En una larga entrevista Gadamer nos dice al respecto: “[…] siempre lo he repetido: quien apela a la propia autoridad no tiene ninguna autoridad. La autoridad no es en realidad algo que se tiene, no podemos apelar a ella, como a menudo se hace, para pedir obediencia, porque ella nada tiene que ver con la obediencia sino con el reconocimiento. Existe solo mientras es reconocida” (Gadamer, 2010, 88)

En seguida, recalca que esto se da en toda relación, incluyendo la padrehijo. 3. Para aproximarnos más al tipo de obligación que se da en la relación de autoridad, no sobra para nada recordar una idea clave que tenían los romanos, que se inventaron la palabra y ubicaron el fenómeno de la autoridad en el contexto político. Es conocida la fórmula de Cicerón para caracterizar la república: el poder está en el pueblo, la autoridad reside en el senado (potestas in populo, auctoritas in senatu). Se refiere a una institución específicamente romana: “[...] un modo de ‘gobierno’ carente de todo poder ejecutivo y que se ejerce en forma de ‘opinión’. Y las opiniones del Senado se imponen precisamente en virtud de la auctoritas” (Revault d’Allonnes, 2008, 28-29).

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No se trata, entonces, que el Senado da órdenes sino que opera dando consejos en virtud de su autoridad. Pero como el Senado es una institución de gobierno, en él está situado una especie de “derecho de consejo”. Es un consejo obligatorio pero al mismo tiempo el destinatario de ese consejo (el magistrado en la Roma republicana) es libre de obedecerlos: es un “consejo que obliga sin coacción”. Las palabras de Mommsen en su tratado sobre el derecho romano, intentan expresar esta singular obligatoriedad: la auctoritas “es menos que una orden y más que un consejo: un consejo que sería una torpeza no seguir, como el que da el experto al profano o el jefe de una partido parlamentario a los miembros de su grupo” (citado por Revault d’Allonnes, 2008, 29). Hay que hacer énfasis aquí que la autoridad no se da en el campo político solamente sino también en el religioso, en el jurídico y en el familar; en ninguno de estos ámbitos la autoridad “se presenta como un poder de mando. La auctoritas no ordena. Es la antítesis del imperium y de la potestas”. Con respecto a los ámbitos en que se da la autoridad hay que tomar nota de lo dicho por Arendt. A pesar de que ella en realidad se ocupó poco de este tema y lo refirió ante todo al ámbito político, para ella la crisis de la autoridad política se relaciona con la de la familia y la escuela, aunque deben separarse para efectos prácticos. “Existe, por supuesto, una conexión entre la pérdida de la autoridad en la vida pública y en la vida política, por un lado, y la que se produjo en los campos privados y prepolíticos de la familia y la escuela, por otro” (Arendt, 2003, 293). Sin embargo dado a la pérdida de la autoridad en el plano político público, la educación no puede renunciar a ella. Ello equivaldría a que los adultos “…se niegan a asumir su responsabilidad del mundo al que han traído a sus hijos” (Arendt, 2003, 292). Pero como, según Arendt, no tenemos una concepción política de la autoridad, pues esta viene asociada al poder (la persuasión y la argumentación entre iguales) o a la violencia (la coacción) “debemos separar de una manera concluyente la esfera de la educación de otros campos, sobre todo del ámbito vital público, político, para aplicar solo a ella un concepto de autoridad y una actitud hacia le pasado que son adecuadas en ese campo, pero no tienen una validez general en el mundo de los adultos.” (Arendt, 2003, 299) 4. Con el fin de dar aún más claridad a esta singular relación que es la que emana de la autoridad, vale la pena traer a cuento el planteamiento que hace Paul Ricoeur —haciéndose a su vez eco de Hannah Arendt— sobre el asunto pues señala exactamente el punto esencial que intentamos decir: “sin la referencia doble a la credibilidad, del lado de quien manda, y a la confianza, por parte de quien obedece, seríamos incapaces de distin124

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guir la autoridad de la violencia o de la persuasión” (Ricoeur, 2008, 89). Este punto es muy importante para entender la autoridad en la relación educativa y en particular la de la crianza del niño. Sobre todo porque nos suministra una noción afirmativa de la autoridad: se trata de una relación que se sustenta en la credibilidad y la confianza situadas en los polos de dicha relación. No se trata entonces de medir la mayor o menor autoridad en términos cuantitativos, sino de ver cómo de producen en las situaciones particulares la confianza y la credibilidad: la credibilidad de padres y maestros y la confianza correspondiente de hijos y alumnos. — VII — Para concluir, unas observaciones que se refieren más en concreto a la cuestión de la autoridad en la crianza de los niños, con una mirada orientada por la concepción formulada hasta aquí28. Pongamos de relieve algunos de los puntos hasta aquí tratados: el ejercicio de la autoridad no significa coacción ni utilización de la fuerza, aunque es una relación asimétrica, es decir no se da entre iguales. Por ello, tampoco significa la utilización de la persuasión porque ésta se da entre iguales. Si se da la argumentación persuasiva en la que media la autoridad, el argumento es creíble no tanto por su fuerza lógica sino por la credibilidad que tiene para su destinatario el que posee la autoridad. La autoridad se gana, no viene dada, se da en un compleja interacción de credibilidad y confianza que se dan simplemente sino que se adquieren. Así, pues, tanto el papá tirano como el que juega a “papi camarada” pierden autoridad frente a su hijo. Y la pierden porque el papá pierde credibilidad ante el niño y éste pierde la confianza en aquél. La percepción de veracidad o de afecto contribuyen a la credibilidad y confianza que requiere el hecho de la autoridad. También con esta idea de autoridad hemos advertido que es su ausencia la que lleva a la arbitrariedad; la permisividad, que parece ser su contrario, es la que con toda seguridad conduce al autoritarismo. En este sentido la cuestión es que siempre es necesaria una autoridad cada vez más firme en la relación educativa para desterrar la violencia agresiva y la imposición arbitraria y, por consiguiente, es la adecuada para la educación de la libertad. Es en las prácticas de corrección donde mejor se pueden hacer visibles los problemas de la relación adultos y niños que tienen que ver con la autoridad. Es en esas prácticas donde se deja ver el sentido que se ha descrito; su 28 Las conclusiones son expresión de los lineamientos principales de la investigación de Martha Lucía López a la que nos referimos al principio y que inspira las reflexiones de este trabajo. 125

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examen permite una visión más cercana a la realidad de lo que desasosiega a padres y maestros y suministra criterios más pertinentes en términos educativos genuinos (a largo plazo). Las prácticas de corrección son aquellas prácticas por medio de las cuales organizamos a los niños y orientamos su comportamiento, como son, los regaños, los castigos, las sanciones, los consejos, amonestaciones, reconvenciones, diálogo para generar responsabilidad por los actos, etc. Es en estas prácticas donde el asunto de la autoridad salta al primer plano, pues en ellas se revela, muchas veces dramáticamente, esa relación problemática entre autoridad y libertad. Ante los problemas corrientes que se presentan en la crianza de los niños sobre la trasmisión normativa, que fundamentalmente se da a través de las maneras de corregir, el intento de caracterizar el cómo se debe dar una autoridad orientadora por parte de los padres, es de una importancia primordial. Concretemos: Se puede asumir que toda norma requiere de sanción —llamémoslo así—, si no se cumple. Las formas de sancionar son muy diversas y aparecen bajo distintas combinaciones. Se puede regañar y después dialogar para explicar el regaño, se puede castigar con la privación de algo apetecido por el niño, con un acuerdo previo con éste de que si no se cumple la norma se atenga al castigo. Los medios de corrección se muestran fácilmente evaluables; además, tienen diferente jerarquía valorativa, pues se supone que son medios de trasmisión de normas y las normas se sustentan en valores. Lo que sucede es que si la evaluación la hacemos a partir de “medir” lo que es mensurable de dichas prácticas para establecer sus excesos y defectos, los criterios que resultan son confusos en la práctica. Por ejemplo: la utilización del castigo físico y el privilegio el diálogo razonado, son los polos de este sistema de valoración. Es obvio que todos están de acuerdo con utilizar el diálogo razonado y negar rotundamente la utilización del castigo físico. Pero ante situaciones concretas algunos tratadistas se han visto obligados a especificar qué tipo de sanciones físicas y hasta qué punto son nocivas o son convenientes en pro de la eficacia, teniendo en cuenta que de alguna manera la cuestión de la sanción física se presenta en la realidad. Pero esos intentos de medición no penetran en la esencia de la cuestión y no sirven para las situaciones cuando se presentan en su total particularidad. Por ejemplo: las prácticas de crianza son diferentes según las edades del niño: no es lo mismo uno de 3 a uno de 5 o de 10; ya en este caso tenemos que es diferente la evaluación en términos del criterio general de nada de intervención física y todo para el diálogo, pues es obvio que el diálogo razonado y argumentado con el niño de tres años no puede darse de la misma manera que con uno de diez años: casi que los procedimientos son contrarios el uno del otro, pues el uno requeriría de alguna intervención 126

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física que no requeriría el otro. Y si se trata de examinar la medida en que una intervención física es excesiva o no entonces habría que establecer una medida para cada situación. Ahora bien, también es diferente el tipo de prácticas —y la mayoría de las veces no son mensurables en el sentido descrito—, según la autoridad ganada efectivamente por los padres frente a sus hijos: las situaciones en que, por ejemplo, un padre es desbordado por la situación (“se le sale la piedra”) y golpea a su hijo, si su autoridad la ha ganado ya, se puede recomponer más fácilmente (pedir perdón y explicar la ira momentánea que sufrió) sin que ello signifique mengua de la autoridad. En otros casos no sucede así puesto que la autoridad no existe y por lo tanto lo que da es la condición de la agresividad (que no siempre es físicamente visible) que es el caldo de cultivo de la violencia. El análisis entonces se desplaza a si hay autoridad y si ésta se ha ganado creando la credibilidad del que la ejerce y la confianza del destinatario. En últimas la cuestión real es la de la eficacia de las prácticas de crianza; y es crucial en este aspecto la preguntarse por la eficacia del castigo físico o de cualquier clase de castigo o sanción. Mucho se ha escrito y se sigue escribiendo sobre estas cosas. Es así como ese concepto de autoridad y de libertad que nos llevan al asunto de la cantidad de autoridad o de libertad, es evaluada en términos del exceso o no de la utilización del castigo o sanción. Pero una reconvención aparentemente “no violenta” podría ser agresiva y por lo tanto preñada de violencia, mientras que un castigo físico en un momento de “sulfuración” de los padres en donde estos después pudieran resarcir su exabrupto, podría tener signo contrario al de lo que aparentemente se manifiesta: una oportunidad para el diálogo. Pero si, por otro lado, y el “diálogo” se convierte en una cantaleta repetida completamente ineficaz lo que se pone de manifiesto es una ausencia de credibilidad del adulto y de confianza del niño; la cantaleta es casi siempre el comienzo del camino de la violencia física: El problema a examinar no es que solo cuando se da esta violencia evidente es cuando se da lo nocivo: lo nocivo es la ausencia de autoridad que está funcionando desde el principio. En otro caso, el chantaje afectivo, es decir, apelar la sustracción del afecto como amenaza de castigo, es mucho más violento que otras cosas que aparecen como violentos aunque este chantaje no aparezca como tal. Se puede decir que la autoridad es la que hace eficaces las prácticas de corrección y no el tipo visible de estas prácticas. Al utilizar lo que sería la autoridad del padre y la madre como criterio, el camino para tratar estos problemas adquieren otra luz. Pues el signo de la ausencia de la autoridad es su ineficacia por falta de claridad, credibilidad y 127

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todas las cosas que el niño lee en sus padres y que lo lleva al respeto por lo que le mandan, aconsejan etc. La ineficacia es regularmente el signo de la falta de autoridad, sobre todo cuando ella lleva a la violencia o a la agresividad. Es claro que esto es un proceso interminable, con bajas y altas pues la autoridad gana su credibilidad y crea la confianza paso a paso en la vida cotidiana. Por último es preciso decir que la investigación empírica señala con relativa claridad los elementos concretos que configuran la autoridad en las relaciones de crianza (y en general en la educación de niños y adolescentes). En resumen, se puede decir que la autoridad está en razón de: • La consistencia en la aplicación de las normas. Es decir, éstas no pueden ser arbitrarias. • La congruencia (intento de superar la akrasia) en la persona que orienta o sanciona. Parte de lo que hay que hacer para ganar autoridad es la lucha por “predicar y practicar lo que se predica”. • La coherencia y coordinación entre el padre y la madre (o quienes hace sus funciones) en lo que se refiere a las prácticas de crianza. • La claridad o legibilidad con que se comunican las normas: que el niño no confunda por qué razón se le sanciona; la desproporción entre la falta y la sanción, por ejemplo, además de producir confusión es muestra de agresividad. Lo anterior es el resumen de los indicadores específicos por los cuales es posible visualizar la concepción afirmativa de autoridad que hemos examinado: aquella que es necesaria en mayor grado siempre, porque si falta se da entonces la agresividad siempre ineficaz para obtener las metas de la educación y una adecuada preparación para el ejercicio de la libertad. Hay algo importante que se puede sacar en claro de la investigación empírica sobre prácticas de crianza que nos ocupa: se registraron muchos casos en los que se manifiesta esta autoridad orientadora a pesar de todos los problemas que hemos señalado. Los padres y maestros al aclarar su propia experiencia y comenzar a mirarla diferente, calman el desasosiego del que hablábamos en un comienzo. Para concluir: Vale la pena recuperar este ejercicio de la autoridad orientadora para que podamos tener la experiencia de ella y por lo tanto podamos postular un concepto más claro, menos generador de incertidumbre, desasosiego y sentimientos de culpa.

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Capítulo 7

REFLEXIONES SOBRE EL ENTRECRUZAMIENTO ENTRE EL HORIZONTE DE LO FAMILIAR Y LO EXTRAÑO EN EL MUNDO DE LA VIDA

Julio César Vargas Bejarano

Estas reflexiones examinan la tesis de que la conformación de la ‘identidad’ solo es posible, si ésta se entiende como una relación de mutua referencia entre el horizonte de lo familiar con lo otro, lo extraño. Lo anterior nos permitirá sostener que la “identidad” no se constituye a partir de una unidad cerrada contrapuesta a un núcleo de lo “extraño”, sino que la frontera entre uno y otro es móvil y se realiza en diversos niveles o regiones de la realidad. La primera parte se ocupa del concepto de mundo de la vida y la manera como se accede a él desde la perspectiva de la fenomenología. El mundo de la vida funge como un horizonte complejo, conformado por una doble estructura: de una parte lo familiar y lo extraño y de otra parte lo “privado” y lo “público”. En la segunda parte se intenta mostrar cómo se entrecruzan la estructura privado-público, con la de lo familiar y lo extraño. La consideración de la relación entre lo familiar y lo extraño ofrece elementos para comprender mejor el concepto de identidad personal y comunitaria y cómo ellas se conforman mediante el entrecruzamiento entre lo familiar y lo extraño. El concepto de mundo de la vida

Husserl formuló este concepto especialmente en su obra Crisis de las Ciencias Europeas y la fenomenología trascendental (en adelante será refe-

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rida como Crisis) publicada en 1936. Con este concepto buscaba introducir una nueva vía hacia el “yo trascendental”, que está en completa sintonía con el programa presentado en su obra programática Ideas I (1913) y en las Meditaciones Cartesianas (1930), así como en las lecciones Psicología fenomenológica y Filosofía primera. La obra Crisis pretende ser una “Introducción a la fenomenología trascendental”, pero esta vez a través de la vía por el mundo de la vida; es decir, éste va a servir de punto de partida y de llegada, en el paso de la actitud natural a la actitud fenomenológica trascendental. La fenomenología de Husserl juega su sentido radical a partir de la decisión que toma cada quien de abandonar la actitud natural y adentrarse en la actitud filosófica o fenomenológica. Eugen Fink describe este tránsito como una “inversión radical y profunda de nuestra existencia entera” (Fink, 1990, 167-168). Que la filosofía exige una “inversión” o giro de la existencia personal, es una tesis que ya ha sido planteada desde los griegos, particularmente desde Platón, y que ha sido retomada permanentemente por la tradición filosófica, por ejemplo por Kant y Hegel. Husserl presenta la propuesta de que la iniciación en la filosofía fenomenológica tan solo es posible en cuanto se abandona la actitud natural. La actitud natural designa el modo como el ser humano se relaciona “naturalmente” con los objetos y con su mundo en general. Es bien sabido que una actitud o disposición exige a cada quien tomar un determinación, pero en la actitud natural no necesitamos asumir ninguna resolución pues ya estamos instalados en ella. De lo anterior surgen las siguientes preguntas: ¿cuál es la característica de la actitud natural, que motiva y justifica su abandono? En una primera aproximación podemos decir que los cambios de actitud no se generan solamente a partir de una consideración teórica o en la interpretación de esta o aquella teoría científica o filosófica. Un cambio de actitud radical, como el que exige la fenomenología, tiene que ver con un acontecimiento: la comprensión súbita de algo que nos provoca asombro (thaumatzein) y que reclama nuestra atención e interés. El asombro funge como motivación fáctica para que alguien realice el tránsito hacia la actitud fenomenológica; si bien es cierto que nos es fácil determinar en qué consiste este asombro, de nuestra parte creemos que éste surge cuando constatamos la oscuridad irreductible que existe en todas las dimensiones de la realidad, y que siempre está en conjunción con la luz, representada en la palabra, en el discurrir de la razón. Sin embargo, este tema exige una investigación particular que no podemos desarrollar aquí. La actitud natural se caracteriza porque en ella nos dirigimos a los objetos presumiendo que cada uno de ellos conforma una unidad de sus mani130

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festaciones, y que a la vez están en interrelación con el mundo, y que éste a su vez constituye la totalidad de los objetos conocidos y por conocer. En esta orientación asumimos el aparecer del objeto, como su manifestación real. Cada quien puede dar cuenta de los objetos de acuerdo con la perspectiva y la actitud con la que lo aborda. El correlativo de la actitud natural es el mundo que sirve de trasfondo a todos los objetos que se presentan en diferentes tipos de actitudes. El mundo es el suelo general que está a la base de toda experiencia, de la evidente y de la ilusoria, a cuyo objeto se le restituye posteriormente su auténtico modo de ser. Para la actitud natural el mundo está ahí, como la idealidad omniabarcante, referente general de un conocimiento, cuyo valor de verdad y validez siempre puede perfeccionarse. El mundo como horizonte general de experiencia dispone de una validez de ser que no puede cancelarse, tal y como sucede con los objetos. Bajo el presupuesto de que en la actitud natural nos dejamos llevar “por la corriente”, esto es, que aún no hemos asumido una disposición que nos permita autónomamente dar cuenta de nuestra relación con el mundo, queda abierta la pregunta respecto del alcance y durabilidad de la actitud filosófica: ¿acaso se puede abandonar definitivamente la actitud natural? ¿Cuál es el motivo concreto que nos lleva a abandonar la actitud natural? Sin embargo, el abandono la actitud natural y su relación con la actitud filosófica son temas a desarrollar en investigaciones particulares. Por ahora baste dejar sentado, que en la actitud natural no somos suficientemente conscientes de los límites de nuestra propia condición, sufrimos en cierta forma de una “ceguera” frente a nuestros propios condicionamientos, hay un “olvido del sujeto”. Este olvido se concreta en el hecho de que en ella, si bien tenemos claro que todo objeto se aparece en perspectiva, en modos de dación, sin embargo no atendemos a ellos, sino que nos fijamos directamente en el qué del objeto. En otros términos, por privilegiar —temáticamente— el ser del objeto no somos suficientemente conscientes de las restricciones a que nos somete nuestra propia perspectiva, ignoramos los modos del aparecer de objeto (en tanto que… “als”…), que son los que determinan en último término que aparezca así y no de otro modo. Este modelo perceptivo sirve como punto de referencia para dar cuenta de la relación con el mundo, pues éste funciona como presupuesto que está a la base de cualquier cambio de perspectiva que tengamos con respecto al objeto. Pero, en este caso, dirigimos la atención temáticamente al objeto, y no tenemos presente al mundo que funge como horizonte general y presupuesto de toda experiencia. Con ello, tenemos que el método fenomenológico no solo nos permite poner por tema los modos de dación de los objetos en particular, sino especialmente al mundo como presupuesto general de 131

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toda experiencia posible en relación con los objetos. La consistencia propia del mundo y la continuidad de la creencia en el mundo que se mantiene a pesar de todas las ilusiones que podamos tener con respecto a los objetos, pasan a ser el tema general de la fenomenología. Ellos son los presupuestos u obviedades que no son tema de una mirada científica, ni de la opinión del ser de la actitud natural, y que son elevados a tema filosófico. El mundo funge como el horizonte general de la experiencia que sirve de trasfondo común a todos los horizontes de la vida de cada individuo y de los diferentes contextos que él se representa o de los que puede tener noticia. El mundo aparece como la esfera común en la que es posible tener distintas perspectivas de su realidad. Esta consideración del mundo se realiza en un plano metafísico, pues se trata de una dimensión fundante de la realidad que no aparece directamente a la experiencia y que sin embargo determina cualquier comprensión sobre el ser de los objetos. Al mundo de la vida como realidad única no tenemos acceso de un modo directo, sino únicamente a través de los distintos horizontes o mundos culturales que sirven de trasfondo o de ‘campo’ general de la experiencia que tenemos de los objetos en general. El mundo como horizonte se anuncia de dos modos: en primer lugar, como sistema general de remisiones: los objetos con los cuales entramos en relación nos remiten a otros y estos de nuevo a otros. En segundo lugar el horizonte se ofrece como un ‘campo’, ‘medio’ o ‘región’, con la cual los sujetos están familiarizados a partir del trato que han tenido con él durante años de experiencia. A manera de ejemplo cabe mencionar la diferencia de la vivencia que tiene de la ciudad el hombre citadino y el campesino que viene a ella por primera vez, o lo contrario. En este caso se trata de horizontes de familiaridad (la ciudad, el campo) que se constituyen como el trasfondo a partir del cual los objetos que se ofrecen en la cotidianidad ganan un sentido determinado. El mundo entorno así entendido se ofrece a partir de elementos generales, como la tierra, el agua, el aire, el cielo y su influencia sobre el desarrollo de la vida humana se deja ver por ejemplo en la manera como afectan el clima y su correlativa estructura geográfica a las costumbres de los individuos y comunidades. Estas dos dimensiones del mundo han sido desarrolladas respectivamente por Husserl y Heidegger. Ellas nos ofrecen dos niveles generales de acceso al mundo, por un lado el mundo entorno como “región” o “campo práctico de acción” y por otro el mundo como horizonte general para la comprensión de lo que se presenta como ser real. Con todo, existe un tercer modo esencial de darse el mundo: como dimensión política, la cual fue tematizada por Hannah Arendt. Esta esfera se presenta como una dimensión del “entre”. Esta preposición espacial da a 132

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entender que su ubicuidad no está de antemano determinada en un lugar o en una perspectiva, sino que siempre se escapa a ellas, trascendiéndola. Según la perspectiva política de Arendt, la estructura general del mundo está conformada por dos dimensiones que —idealmente— se encuentran en equilibrio, a saber: la esfera pública (o de la luz) y la esfera privada. Sin embargo, es de tener presente que este equilibrio frágil y que en pocas épocas de la historia, se ha logrado preservar; el caso prototípico sería la polis griega. Hannah Arendt ha mostrado el proceso que llevó a la desfiguración de estas dos esferas en el marco de la época moderna; proceso que llevó al surgimiento de la sociedad de masas, y con ello a la aniquilación de la pluralidad. A su juicio el mundo funge como el espacio común a los sujetos, y donde todos los ciudadanos —amparados en la igualdad que ofrece la constitución política— comparten los mismos derechos y deberes. La relación con la norma resulta decisiva para la conformación del espacio público del mundo, sin embargo, su autoridad y el respeto que se le profesa se retraen al ethos de la comunidad, el cual está conformado por el sentido y la voluntad común. Es de tener presente que esta voluntad común no equivale a la “voluntad popular”, sino a la convergencia de intereses, deseos, voliciones, valoraciones y pulsiones en general, que se concretan en convicciones y principios. Pero, si bien es cierto que hay convergencias y vínculos, también lo es que la mundanidad abre el espacio para que existan divergencias y conflicto de intereses (Cfr. Arendt, 1993, 59-67). Uno de los rasgos decisivos de la dimensión política del mundo es que no admite una perspectiva hegemónica personal, sino que existen diversas opiniones e intereses. Esto significa que la sobrevaloración de la propia perspectiva atenta contra el carácter plural del mundo y puede devenir fácilmente en ideología, o estar sustentado por ella. Quien restringe su propia perspectiva a lo familiar o lo propio puede caer en la ilusión de que su ‘identidad’ se construye exclusivamente a partir de lo que le ha sido legado por el grupo, comunidad o cultura a la que pertenece. Esto conlleva el peligro de no reconocer el valor de las posiciones ajenas o extrañas. La constitución de lo propio o familiar en imbricación con lo extraño

El concepto de mundo de la vida está constituido esencialmente por una estructura de pluralidad, la cual a su vez se realiza en dos dimensiones correlativas: la pública y la privada. Puesto que la experiencia originaria que tenemos del mundo remite a su carácter de horizonte circundante, que se concreta principalmente en el mundo hogar, es necesario da cuenta de cómo se dan las relaciones entre lo que consideramos como conocido y familiar, 133

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versus lo ajeno o extraño. Si bien lo familiar está siempre asociado a lo propio, la propiedad, sin embargo, el espacio público también puede ser sentido como propio y común. Pero, es de tener presente que no se puede establecer una separación tajante entre la esfera de lo familiar, de lo conocido, y la esfera de lo extraño29. La correlación entre lo familiar y lo extraño abarca todos los aspectos de la vida, desde el plano de la conciencia individual, hasta el de las comunidades en general. Afirmar el valor de lo extraño para la constitución de la esfera de lo familiar o de lo “propio” tiene tanta relevancia que lleva a poner en entredicho aquella posición según la cual, la “identidad” personal se logra exclusivamente mediante una resolución volitiva que marque un cambio de actitud e inaugure un estilo de vida, los cuales a su vez se deben mantener en el transcurso del tiempo. Si bien es cierto que mediante una resolución volitiva es posible orientar la vida personal en cierta dirección, en el transcurso de la existencia aparecen factores —sucesos traumáticos, reacciones personales inesperadas, entre otros—, que pueden afectar dicha determinación a tal punto que el sujeto se ve compelido a cambiar el sentido o el valor que inicialmente orientó su decisión. Lo extraño, lo imprevisto se torna en un factor que incide en la comprensión que puedan tener los sujetos de sí mismos o de lo que se suele denominar su ‘identidad’. Al respecto cabe recordar también que la identidad no solo se construye de cara a las metas o ideales que se persiguen, sino que se adquiere principalmente a partir de la historia personal y allí juega también un papel relevante lo extraño, ya que ésta no se presenta como una construcción lineal o acumulativa, sino que está constituida por pérdidas y vacíos que no se dejan reconstruir cabalmente. Waldenfels plantea al respecto, siguiendo a Merleau-Ponty, la figura del entrecruzamiento o chiasma para indicar las relaciones entre lo familiar o propio y lo extraño. La frontera entre uno y otro no se halla tan definida como lo es en apariencia; calificar a algo como extraño o propio depende muchas veces del acento que se haga en un aspecto de estas dos polaridades. Lo familiar y lo extraño no se presentan como dos polaridades separadas que luego se correlacionan, sino que por el contrario el ser de uno está estrechamente vinculado con el del otro. Por eso, presuponer un núcleo de “identidad” que caracterice lo extraño, a tal punto que no haya referencia alguna a lo familiar, resulta una abstracción o ilusión. El mundo está constituido por un horizonte común a la multiplicidad de perspectiva, que no se deja ubicar exclusivamente ni en la región de lo fa29 Las consideraciones que realizo sobre el mundo extraño y su relación con lo familiar tienen como punto de referencia los trabajos de Bernhard Waldenfels (1997). 134

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miliar, ni en la de lo extraño. Este horizonte común está conformado por un tejido de relaciones intersubjetivas en el que cada individuo tiene una comprensión de sí y que está determinada por los aportes que recibe de los otros individuos. El entrecruzamiento entre lo propio y lo extraño determina la vida subjetiva y de la comunidad a tal punto que el mundo se realiza como un tejido o un ‘entre’, cuya función no solo es vincular individuos bajo una “voluntad” e intereses comunes, sino que también sirve para mostrar diferencias, vacíos y disensos. Una vez establecida la diferencia entre lo propio o familiar y lo extraño, podemos identificar la tendencia que tienen los individuos a preferir lo ya conocido. Esto no se debe necesariamente al hecho de que medie una valoración en términos de considerarlo mejor que lo ajeno o lo extraño, sino que por su sentido originario lo familiar funge como punto de referencia desde el cual resulta posible orientarse respecto de lo desconocido o extraño. De este modo se establece una asimetría en la que siempre hay una tendencia a que lo propio y lo familiar prevalezca sobre lo extraño. Lo extraño se percibe como una dimensión que desborda la esfera de lo familiar y que se presenta como la trascendencia, que si bien es distinta de lo propio, sin embargo puede llegar a enriquecerla. La tesis que plantea Waldenfels (siguiendo a Husserl) es que si bien no tenemos acceso directo a la trascendencia de lo otro, sin embargo, se presenta como componente constitutivo de nuestra experiencia en general, esto es, de los objetos, de los otros y del mundo en general, pues la realidad no se ofrece a la percepción de un modo total, sino siempre por aspectos. De ahí que ya desde los niveles más originarios de la experiencia no se pueda diferenciar estrictamente lo propio, lo inmanente, de lo extraño o trascendente. Que lo propio y lo extraño se presenten originariamente como entrecruzados significa que en sentido estricto se resisten a la comparación, pues no nos es posible aislarlos en su pureza, sino que siempre aparecen referidos entre sí (Cfr. Husserl, 1959, 79 ss.). A lo anterior hay que añadir aún la siguiente consideración, la correlación entre lo familiar o propio y lo extraño se realiza en diferentes niveles de la experiencia: 1) Lo extraño se presenta en la vida cotidiana como aquello que puede perturbar el orden al que estamos acostumbrados, así por ejemplo cuando no encontramos un objeto donde lo habíamos dejado habitualmente o que un objeto conocido muestre una característica inesperada; 2) Lo extraño se presenta también como perteneciente a una dimensión estructural. Esto sucede cuando sistemáticamente reconocemos una dimensión sobre la cual no tenemos dominio y respecto de la cual no nos sorprende su manifestación, como sería el caso de escuchar una lengua extranjera sin entender el sentido expresado por sus hablantes; 3) Lo extraño aparece igualmente135

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como una dimensión radicalmente ajena a la comprensión en general, así por ejemplo fenómenos que siempre desbordan la propia existencia como el sentido de la muerte y del nacimiento. A partir de la tesis de que la dimensión de lo propio no se puede diferenciar tajantemente respecto de lo extraño, podemos extraer algunas consecuencias para pensar las relaciones interpersonales y culturales. La pretensión de imponer la visión propia del mundo, o una ‘monocultural’ lleva a anular la riqueza propia de lo extraño. Esto sucede no solo a nivel social y político, sino también de la vida personal. Tenemos una situación semejante, cuando en lugar de una sobrevaloración de lo propio, tiene lugar una ensoñación con lo extraño. La fascinación por lo extraño o ajeno no le permite a los sujetos reconocer la importancia de su propia perspectiva. Ello trae consigo una desvalorización de lo propio y un sometimiento ante lo que proviene de ‘afuera’, bajo el prejuicio de que es mejor. La relevancia de lo extraño consiste en que cuestiona las formas propias (familiares) de entender el orden a que está sometida la vida del sujeto en su cotidianidad. Lo ajeno y lo extraño llevan a cuestionar la obviedad de lo propio y lo idéntico, cuyo ser genera en el sujeto la tendencia a responder siempre con base en lo ya establecido, con lo conocido. De este modo, cuando el sujeto toma conciencia de la interacción permanente entre lo propio y lo extraño puede acceder a una dinámica que le lleva a replantear el sentido y la validez de lo propio, esto es, a desplegarse y a buscar nuevas formas de entenderse a sí mismo. En este sentido, volviendo al tema del mundo de la vida podemos afirmar que si bien el horizonte de lo familiar está originalmente vinculado con la esfera ‘privada’, sin embargo no se restringe a este campo, sino que lo familiar también pertenece a la dimensión de lo común, de lo público. Pero, lo familiar siempre está, en uno y otro caso, atravesado por lo extraño: ya sea bajo la figura de la apertura a lo inesperado que siempre acontece en las relaciones interpersonales, ya sea al modo de apertura a la pluralidad de perspectivas. En esta relación dialéctica entre lo familiar y lo extraño, tiene lugar la constitución de lo que se entiende como la “identidad”. Hecha la salvedad de que aún se debe clarificar en qué consiste este núcleo de invariabilidad que constituye lo “idéntico”, cuyo sentido último siempre se gana es en relación con lo otro, con lo extraño.

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