Vida del espíritu y tiempo de la polis: Hannah Arendt entre filosofía y política
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Simona Forti

Vida del espíritu y tiempo de la polis Hannah Arendt entre filosofía y política

P ró lo g o d e F in a B ¡rulés T radu cción d e Irene R om era P intor y M igu el A n g e l V ega C ernuda

E D IC IO N E S C Á T E D R A U N IV E R S IT A T D E V A L E N C IA IN S T IT U T O D E LA M U IE R

C o n sejo asesor: G iulia C olaizzi: U niversitat de V alencia M aría T eresa G allego: U niversidad A u tó n o m a de M adrid Isabel M artínez B enlloeh: U niversitat de V alencia M ary N ash: U niversidad C entral de B arcelona V erena S tolcke: U niversidad A utónom a de B arcelo n a A m elia V alcárcel: U niversidad de O viedo Instituto de la M ujer D irección y co ordinación: Isabel M orant D eusa: U niversitat de Valénci

D iseño de cubierta: C arlos P érez-B erm údez

N I.P.O.: 207-01-028-3 © 1996 by F ranco A ngeli S.r.l., M ilano E dizione in lingua spagnola effettuata con l'in term ed iazio n e d e ll'A g e n z ia L etteraria E ulam a © E diciones C áted ra (G rupo A naya, S. A .), 2001 Ju an Ignacio L uca de Tena, 15. 28027 M adrid D epósito legal: M. 32.175-2001 I .S .B .n " 84-376-1920-3 T irada: 2 .0 0 0 ejem plares

Printed in Spain Im preso en A nzos. S. L. F uenlabrada (M adrid)

Prólogo Como ustedes pueden ver soy un individuo judío fem ini generis, nacida y educada en Alemania com o tampoco es difícil de adivinar H a n n a h A re n d t1

Hannah Arendt ya no es una desconocida en nuestro país. En los últimos años se han ido traduciendo y reeditando sus obras más importantes; sin embargo, pocos son los estudios sobre su pensamiento publicados entre nosotros. Vida del espíritu y tiempo de la polis —que con estas páginas presentamos— es una de las monografías más importantes aparecidas en la últi­ ma década. Su autora, la filósofa italiana Simona Forti, viene ocupándose de la filosofía política del siglo xx, con especial atención al uso filosófico de la categoría de totalitarismo2, como un indicador de la topología filosófica contemporánea desde Cari Schmitt a Foucault, desde los primeros años 30 has­ ta las denominadas teorías de la globalización. 1 Discurso pronunciado en Copenhague en 1975, con motivo de la con­ cesión del premio Sonning. Existe trad. cat.: «El gran joc del m ón» en la revista S aber, núm. 13, 1987. 2 Simona Forti, II totalitarismo, Roma-Bari, Laterza, 200 L Forti está preparando también una antología sobre Filosofía e totalitarismo, que apare­ cerá próximamente en Einaudi.

A partir de los interrogantes planteados y de las perplejida­ des expresadas en Los orígenes del totalitarismo (1951), Vida del espíritu y tiempo de la polis muestra el itinerario de Hannah Arendt y trata de subrayar la doble fuente de su pensamiento, los dramas históricos vividos en primera persona, por una par­ te, y la influencia de la filosofía de la existencia, en particular la de Heidegger, por otra. La interpretación que esta monogra­ fía nos ofrece deriva en buena medida del hecho de haber to­ mado en serio aquella tesis de la propia Arendt, según la cual el «pensamiento surge de los acontecimientos de la experiencia vivida y debe mantenerse vinculado a ellos como a los únicos indicadores para poder orientarse», y asimismo de no haber ob­ viado el carácter poco ortodoxo del pensamiento de esta teóri­ ca de la política. Se diría que Simona Forti se niega a participar en lo que ella misma ha denominado posteriormente la urbani­ zación de la provincia arendtiana'.. esto es, entiende que no se trata de interpretar el pensamiento de Arendt a través de nor­ malizarlo, ni de extraer la punta provocativa o indigerible de una obra que ha sido desconocida durante muchos años por la cultura filosófica, posiblemente a raíz de la renuncia de su au­ tora a cualquier estrategia sistemática, así como de su decisión de afrontar situaciones aporéticas dejando casi siempre abiertas las contradicciones que en ellas emergen. Vida del espíritu y tiempo de la polis da razón del pensamiento de Arendt aten­ diendo no tanto a la cronología cuanto a la lógica interna de sus principales problemáticas y, en el mismo gesto, trata de poner de relieve los motivos que llevaron a la pensadora a hacer coin­ cidir la historia de la filosofía política con un progresivo ocultamiento del significado originario de lo político, y a mostrar qué dinámicas han reducido la praxis a poiesis y el poder a do­ minio. *

*

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3 «Introduzione. Hannah Arendt: filosofía e política», en Simona Forti (ed.), Hannah Arendt. Milán, Mondadori, 1999, pág. II.

[...] no quería ser una excepción, sino un ciudadano, un «miembro de la comunidad» H a n n a h A re n d t4

El carácter poco ortodoxo del pensamiento de Arendt la ha convertido durante años no sólo en una desconocida para la cultura filosófica, sino también en una extraña al movimiento feminista. Así, en 1976, y al referirse a una de las obras arendtianas más conocida — o por lo menos, más citada— , La con­ dición humana (1958), Adrienne Rich escribía: Leer este libro, escrito por una mujer de gran espíritu y gran erudición, llega a ser doloroso, porque encam a la tragedia de una m ente fem enina im pregnada de ideología m asculina. D e hecho este fracaso nos afecta a todas, porque el d eseo de Arendt de capturar profundos aspectos m orales es el tipo de preocupa­ ción que necesitam os para constm ir un m undo com ún que sig ­ nifique algo m ás que un sim ple cam bio de estilo d e v id a \

Hasta bien avanzada la década de los 80, la mirada que las teóricas feministas6 habían dirigido a la obra de Arendt estuvo en buena medida en sintonía con las palabras de Rich. Efecti­ vamente, la distinción entre lo público y lo privado, establecida en el libro de 1958, encajaba mal con el eslogan «lo personal es político», y al mismo tiempo señalaba que el feminismo no ha­ bía sido una preocupación en el pensamiento de Arendt, y que ésta no había tomado en consideración la política de las muje­ res como una opción digna de ser tenida en cuenta en su tenta­ tiva de rehabilitar la dignidad de la política. 4 Con estas palabras, Arendt se refería a Kafka en su artículo de 1944 «Franz Kafka, revalorado» (F. Kafka, Obras Completas, Barcelona, Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores, 1999, pág. 192). 5 Adrienne Rich, Sobre mentiras, secretos y silencios, Barcelona, Ica­ ria, 1983, págs. 250-251. 6 Véase Elisabcth Young-Bruehl, «Hannah Arendt among Feminists» en L. May y J. Kohn (eds.), Hannah Arendt. Twenty Years Later, Massachusetts, The MIT Press, 1996.

A pesar de ello, en su obra y en su vida, constatamos cier­ ta consciencia del «problema» con el que se topa cualquier mu­ jer que no se limite a desempeñar las tareas que tradicional­ mente le han sido atribuidas. Basten como muestra su reseña de 1933 del libro El problema de la mujer en el mundo con­ temporáneo1, en la que observaba que, si bien desde el punto de vista legal, las mujeres están en situación de igualdad, toda­ vía se encuentran atrapadas en contradicciones sociales, como madres o trabajadoras de segunda; o su carta a Jaspers (1 de noviembre de 1961) en la que comenta amarga e irónicamente la hostilidad con la que su «amigo» Heidegger había recibido la publicación de La condición humana, y en la que escribe al res­ pecto: «le parece intolerable que mi nombre aparezca en públi­ co, que yo escriba libros, etc.»8. Pero donde esta consciencia se percibe quizá con mayor fuerza es en las diversas anécdotas que dan cuenta de su decidida voluntad de no ser considerada una «mujer de excepción»; así, cuando en 1959 fue invitada en Princeton a ser la primera mujer con el rango de catedrática, contestó del modo siguiente a un entrevistador que la interro­ gaba sobre este «ser la primera mujer que...»: «No me molesta en absoluto ser una mujer profesor, porque estoy muy acos­ tumbrada a ser una mujer»9. De hecho, su rechazo a ser tenida por una excepción10 tie­ ne mucho que ver con la compleja y trágica historia de la asi­ milación de los judíos alemanes a la que tantas páginas dedicó. En su obra merecen notable atención los colectivos o los indi­ viduos a los que ha sido negado el acceso al ámbito político o que han sido expulsados del mismo, pero Arendt llega a esta te­ mática desde su condición de judía, y no de mujer ni como fe­ 7 Reseña, en D ie Gesellsehaft 2, 1933, de Alice Ruhle-Gerstel, Das Frauenproblem der Gegenwart: Eine Psychologische Bilanz. 8 Hannah Arendt-Karl Jaspers Briejwechsel 1926-1969, Munich. Piper, 1985. 9 Citado en la esquela de Arendt, New York Times. 5 de diciembre de 1975. Referencia citada por E. Young-Bruehl, llannah Arendt. Valencia, Alfons El Magnánim, 1993, pág. 351. 10 Aceptar ser una excepción significa al mismo tiempo reconocer la va­ lidez de la regla de la que se es excepción.

minista. Si en sus textos cabe leer reflexiones sobre la diferen­ cia", éstas giran siempre en tomo a la idea contenida tras una frase que repite desde las duras experiencias que, como judia, le tocó vivir en los años 30: «Si a una la atacan como judía, tie­ ne que defenderse como judía. No como alemana, ni como ciu­ dadana del mundo, ni como titular de derechos humanos ni nada por el estilo», refiere en una entrevista de 196412. De este modo, a pesar de entender que la política tiene que ver con la acción y no con lo que nos es naturalmente dado, en sus escritos, ante la acusación — derivada del escándalo que provocó su libro sobre el proceso de Eichmann de su su­ puesta falta de amor por el pueblo judío, leemos palabras como: «nunca he pretendido ser nada más ni nada distinto de lo que soy, y ni siquiera he tenido tentación alguna al respecto. Para mí habría sido como decir que soy un hombre y no una mujer, o sea una locura [...]. Existe una cosa tal como la grati­ tud fundamental por todo aquello que es como es, por lo que nos es dado y no hemos hecho nosotros ni puede ser hecho»13. Desde mediados de los 80, la teoría feminista14 empezó a considerar a Hannah Arendt como «una de las nuestras» no sólo por su apuesta de gratitud hacia lo dado y por su atención a la «diferencia» judía, sino también, y muy especialmente, a partir de una relectura de categorías como las de natalidad, plu11 «Es indudable que allí donde la vida pública y su ley de igualdad se imponen por completo, allí donde una civilización logra eliminar o reducir el oscuro fondo de la diferencia, esa misma vida pública concluirá en una com ­ pleta petrificación.» Hannah Arendt, Los orígenes del totalitarismo, Madrid, Alianza, 1987, pág. 437. 12 Günter Gaus, «Entrevista con Hannah Arendt», Revista de Occiden­ te, núm. 220, septiembre de 1999, pág. 97. 13 Carta a Gershom Scholem, 20 de julio de 1963, en Raíces. Revista ju día de cultura, núm. 36, otoño de 1998. 14 Véanse los artículos de Adriana Cavarero y Laura Boella en Metiere al mondo il mondo. Milán, La Tartaruga, 1990 (hay trad. esp. en Barcelona, Icaria, 1996); Marisa Forcina, Ironía e sapere femminili, Milán, Franco An­ gelí, 1995; Prangoise Collin, «La acción y lo dado», en Fina Birulés (ed.), Fi­ losofía y género. Identidades femeninas, Pamplona, Pamiela, 1992; Bonnie Honig (ed.), Feminists Interpretations o f Hannah Arendt, State Park, Pennsylvania State University Press, 1995.

validad, paria, las cuales, acaso, permiten empezar a satisfacer la necesidad, expresada por las palabras de Adrienne Rich, de construir un mundo común que signifique algo más que un simple cambio de «estilo de vida». Aunque bien conviene re­ cordar, como lo hace Simona Forti en las páginas que siguen a esta presentación, que Arendt jamás entendió la teoría política como aquella disciplina que nos dice qué pensar para que sepa­ mos cómo actuar, sino que dedicó buena parte de sus esfuerzos a evitar los fáciles intentos contemporáneos de reconciliación entre teoría y praxis, puesto que se sentía radicalmente alejada de la tentación de pensar con el mínimo de complejidad escé­ nica, característica de la filosofía tradicional. Vida del espíritu y tiempo de la polis, trata simplemente y no es poco de iluminar algunos de los caminos a través de los cuales los hilos de pensamiento arendtiano han seguido influyendo o entrete­ jiéndose, a menudo de forma no armónica y con frecuencia enojosa, con los debates contemporáneos. F in a B

ir u l é s

En memoria de mi padre Renzo y en memoria de Reiner Schürmann

Porque olvidar es abandonar y escribir es un modo de recordar É. Wiesel, E l olvido

PRIMERA PARTE

La reconstrucción de una difusión Como si reparase un injustificado desinterés que se ha mantenido durante varios años, la literatura crítica sobre Han­ nah Arendt ha crecido en el último decenio hasta llegar a ser casi incontrolable. Me parece útil, por lo tanto, proponer una reconstrucción sintética de las etapas que han señalado la re­ cepción de su obra. Antes de explicitar desde qué perspectiva me he acercado a ella, me detendré sobre aquellas hipótesis in­ terpretativas que han contribuido a construir la imagen de Han­ nah Arendt que circula en la «comunidad científica», haciendo mía la antigua convicción según la cual «la historia de la histo­ riografía ayuda a definir, afrontar y resolver los problemas his­ tóricos»1. Quizás con la secreta esperanza de que las decisiones que vertebran este trabajo no necesiten justificación ulterior.

1. U n a

h is t o r ia d is c u t id a

Y UNA HISTORIA DISCUTIBLE

1. La notoriedad de Hannah Arendt data de la publica­ ción de Los orígenes del totalitarismo2. Durante años la crí1 A. Momigliano, Su i fondamenti della storia antica. Turín, Hinaudi, 1984, pág. VIH. 2 Cfr. H. Arendt, The Origins ofTotalitarianism, Nueva York, Harcourt,

tica se interesó casi en exclusiva por esta obra, discutiendo principalmente si el análisis de los hechos que presentaba era correcto o parcial. El peculiar modo arendtiano de en­ frentarse a la historia ha provocado no pocas perplejidades, sobre todo cuando se considera desde los cánones tradicio­ nales del rigor metodológico. De hecho en este libro, así como en toda la obra de la autora, hay una especie de refle­ xión circular entre la reflexión teórica y el análisis histórico, circularidad que se m anifiesta en una red de continuos reen­ víos entre la búsqueda del hecho concreto y la respuesta dada por categorías conceptuales, las cuales, a su vez, se presentan casi como una especie de comprensión previa de los acontecimientos. Ya los escritos sobre la historia, la cultura y la política hebraicas, publicados en los años 40 la mayoría en revistas hebreo-americanas, y reunidos en 1978 en un volumen titulado The .Jew as Pariah: Jewish Identity and Politics in the Modern Age3, se pueden leer como primera muestra del modo particu­ lar con el que Hannah Arendt construye la relación entre la reBrace and Co, 1951; en 1958 se publica una segunda edición ampliada y en 1966 siguió la tercera edición con nuevos prefacios de la autora a las tres partes del libro. Hay edición española: Los orígenes del totalitarismo. 3 vols., Madrid, Alianza, 1982; por lo que respecta a la edición inglesa, se hará refe­ rencia a la edición Harcourt, Brace, Jovanovich de 1979. ' Véase H. Arendt, The Jew as Pariah: Jewish Identity’ and Politics in the M odern Age, ed. por R. H. Feldmann, Nueva York, Grove Press, 1978. El volumen se divide en tres partes. La primera, titulada The Pariah as Rebel, contiene los artículos: «We Refugees» (1948); «The Jew as Pariah: A Hidden Tradition» (1944); «Crcating a Cultural Atmosphere» (1947); «Jewish History Revised» (1948); «The Moral o f History» (1946); «Portrait o f a Period» (1943). La segunda, titulada Zionism and the Jewish State, se com po­ ne de «Herzl and Lazare» (1942); «Zionism Reconsidered» (1945); «The Jewish State: Fifty Years After» (1946); «To Save the Jewish Homeland» (1948); «Pcace and Armistice in the Near East?» (1950). Y finalmente la ter­ cera parte, dedicada a The Eichmann Controversy, recoge: «Organized Guilt and Universal Responsability» (1945); «About “Collaboration”» (1948); «“Eichmann in Jerusalem”: Exchange o f Letters Between Gershom Scholem and Hannah Arendt» (1964); «Footnotes to the Holocaust» por W. Z. Laqueur (1965); «The Formidable Dr. Robinson: A Reply» (1966); «A Reply to Hannah Arendt» por W. Z. Laqueur (1966). M uchos de estos ar-

flexión teórica y los acontecimientos históricos. El análisis puntual de la situación del pueblo hebreo permite discernir en estos ensayos un primer apunte de aquella crítica que más tar­ de se dirigirá, claro que de manera más elaborada, a las dinámi­ cas políticas de la modernidad. Aunque no sean el tema de este trabajo, es oportuno recordar que dichos textos asumen el pro­ blema hebreo como exponente de la alienación generalizada de la política, que ya entonces se veía como rasgo dominante y distintivo de toda la época moderna4. La perspectiva de cons­ truir una nueva patria para los hebreos capaz de conservar su propia identidad salvaguardando la de las minorías se interpre­ ta como el querer recuperar el significado original, que se ha­ bía perdido progresivamente, del término política. Según Han­ nah Arendt, dar vida al nuevo estado de Israel puede significar constituir un «espacio común» en donde sea posible hacer rea­ lidad la participación vehiculada de las prácticas discursivas5. Se convierten luego en temas para reflexiones que trascienden

tículos han sido traducidos al italiano en: H. Arendt, Ebraismo e m odem itá, a cargo de G. Bettini, Milán, Unicopli, 1986. Para la edición alemana de estos ensayos véase H. Arendt, Nach Auschwitz, Berlín, Tiamat, 1989 y H. Arendt, D ie K riese des Zionismus, Berlín, Tiamat, 1989; para la francesa véase H. Arendt, Auschwitz et Jerusalem, París, Tierce, 1991. Sobre la rele­ vancia política y cultural del problema judío en el pensamiento de Hannah Arendt, véanse los siguientes ensayos: F. G. Friedman, Hannah Arendt. Eine Jiidin im Zeitalter des Totalitarismus, Múnich-Zúrich, Piper, 1985; S. Dossa, «Lcthal Fantasy: Hannah Arendt on Political Zionism», Arab Studies Quarterly, VIII, núm. 3, 1986, págs. 219-230; D. Barley, «Hannah Arendt: Die Judenfrage (Schriften in der Zeit zwischen 1929-1950)», Zeitschriftfiir Politik, XX XV , núm. 2, 1988, págs. 113-129: C. S. Kessler, «The Politics o f Jewish Identity: Arendt and Zionism», en G. T. Kaplan y C. S. Kessler (eds.), Han­ nah Arendt. Thinking. Judging. Freedom. Sydney, Alien & Unwin, 1989, págs. 91-107; D. Bamouw, Visible Space. Hannah Arendt and the GermanJewish Experience, Baltimore, The Johns Hopkins U. P., 1990. 4 Cfr. en particular el ensayo de H. Arendt, «To Save the Jewish Homeland», en id.. The Jew as Pariah. cit., págs. 178-192. A este respecto véase también G. Bettini, «Introduzione» a H. Arendt, Ebraismo e m odem itá, cit., págs. 5-24, en particular págs. 12-13. 5 Cfr. H. Arendt, «The Jewish State: Fifty Years After», en id., The Jew as Pariah. cit, págs. 164-177.

el momento contingente ya sea para discutir las hipótesis sio­ nistas o para examinar el estado de la cuestión de Oriente Medio. Afirmar efectivamente, como hacen algunos representantes de las posiciones extremas del sionismo, la necesidad histórica de un estado hebreo soberano que excluya lo diferente y recha­ ce una federación «dialogante» árabe-israelí significa para Hannah Arendt no salir de las degeneraciones de la lógica del Estado nacional, una lógica que ha demostrado ser fatal en la historia del antisemitismo. Las consecuencias del fallado acuerdo árabe-israelí, y la dependencia del Estado de Israel de las superpotencias y de una inevitable y asimismo desgarrado­ ra guerra entre los dos pueblos, le parecen a la autora fruto de una mentalidad que interpreta el antisemitismo como fatalidad y ley histórica que, por lo tanto, permanece tenazmente unida a la oposición hebreos-no hebreos. Tal mentalidad demuestra así sustentarse en esa creencia de la necesidad histórica, de la cual los hebreos también han sido víctimas, que falla a la hora de comprender lo particular y lo individual6. Se podría seguir se­ ñalando el hilo de las correspondencias entre los problemas in­ dividuales concretos y su correspondiente lugar en el interior de temáticas teóricas más generales, pero en este estudio se quiere sencillamente dejar claro que nociones como ciudada­ nía, alienación política, capacidad de actuar en público, sobera­ nía y necesidad histórica, que tanta importancia tendrán en las obras mayores de Arendt, empiezan a mostrar su perfil en la particular tensión con la realidad concreta y en el esfuerzo para comprender The Burden o f Our Time1. 2. Esto, como se ha dicho, vale a fortiori para Los orígenes del totalitarismo, en donde la autora se enfrenta directamente con el «mal radical». Es aquí donde su pensamiento adquiere la

6 Véanse los ensayos «Zionism Reconsidered»,«Peace or Armistice in the Near East?» y «Herzl and Lazare», en H. Arendt, TheJew as Pariah, cit., respectivamente en las págs. 131-163, 193-224, 125-130. 7 Éste es el título de la edición inglesa de The Origins o f Totalitarianism, publicada siempre en 1951, en la editorial inglesa Alien and Unwin. [Trad. esp.: Los orígenes del totalitarismo, op. cit.]

orientación que será casi una constante en todas sus obras suce­ sivas y es aquí donde, mucho más que en sus ensayos sobre el judaismo, demuestra saber transformar en reflexión los dramas de su vivencia personal. Arendt individualiza en el fenóme­ no totalitario la concentración de todos los problemas que una exhausta tradición política e intelectual ni sabe ni puede resolver. Si por un lado representa la irrupción de lo radicalmente nuevo y de lo impensable8, el totalitarismo, por otro lado, constituye el punto culminante de la época moderna, el lugar de la crista­ lización de dinámicas operativas en su interior desde su naci­ miento. Sobre el telón de fondo de la disgregación del Estado nacional y el asentamiento de la sociedad de masa, reconstruye así el desarrollo del antisemitismo y del imperialismo. Para Arendt el imperialismo proporciona a los movimientos totali­ tarios la fe en una expansión ilimitada que se alimenta de pre­ supuestos racistas y reviste la dignidad de una ley natural. Bajo los golpes de la lógica imperialista — sólo en apariencia ligada al principio nacionalista— surgen pan-movimientos que piensan en términos de siglos y de continentes y que con­ tribuyen a la crisis definitiva del Estado. Los sistemas totali­ tarios — nazismo y estalinismo— no representan por lo tanto la figura definitiva del Estado moderno, sino que constituyen su completa destrucción. No tienen nada de monolítico e impulsados por la lógica del continuo cambio, se estructuran dentro de un complicado juego de oposiciones entre los varios centros de poder. En el corazón del sistema totalitario, que pue­ de funcionar exclusivamente basado en la ideología y en el te­

8 Sobre la afirmación de la absoluta novedad del fenómeno totalitario y sobre la imposibilidad de comprenderla a través de las categorías y de las distinciones políticas tradicionales, véase H. Arendt, «Understanding and Politics», Partisan Review, X X , núm. 4, 1953, págs. 377-392. En aquellas páginas se lee: «La originalidad del totalitarismo es aterradora no porque haya llegado al mundo una idea nueva, sino porque sus actos rompen con to­ das nuestras tradiciones: se trata de actos que han pulverizado literalmente las categorías de nuestro pensamiento político y de nuestros criterios de jui­ cio moral.»

rror, está el campo de concentración que Arendt interpreta como el laboratorio en donde se quiere hacer verdad la afirmación se­ gún la cual «todo es posible»9. En particular, el universo del campo de concentración sirve para demostrar que el ser huma­ no puede ser reducido a un conjunto de reacciones y su volun­ tad, personalidad y libertad quedar completamente anuladas10. La lógica totalmente antieconómica que gobierna la creación de los campos de exterminio — que pretende seguir únicamen­ te la ley natural y al mismo tiempo histórica de la raza— ates­ tigua, según Arendt, la insensatez del fenómeno totalitario, así como testimonia la imposibilidad de entender el totalitarismo a través de las categorías políticas tradicionales. Esquematizando drásticamente, éstos son, en sustancia, los elementos principa­ les de la tesis arendtiana. Aquí solamente nos interesa sugerir la idea de que las más importantes categorías filosófico-políticas desarrolladas en las obras sucesivas a Los orígenes del totalita­ rismo extraen parte de su significado al configurarse como conceptos reconocidos y contrarios a aquellas nociones que la autora considera fundamentales para la comprensión del fenó­ meno totalitario. Frente a la atomización de los individuos de la sociedad de masa, que en cierto modo preludia el aislamiento mucho más radical de los campos de concentración, parece efectivamente oponerse la insistencia sobre la pertenencia a un espacio político común; sigue oponiendo a un poder espoleado por la lógica de la exclusión y del dominio total el poder plural que excluye distinciones verticales; a la férrea lógica de la ideología que subyuga y anula a los individuos y los aconteci­ mientos concretos, el realce otorgado a la singularidad y a las diferencias; a la extinción total de la libertad y voluntad hu­ manas, dentro de un comportamiento convertido en serie, la acción pensada en términos de imprevisibilidad y absoluta novedad. Debido a las tupidas injerencias entre análisis histórico y opciones teóricas la inclusión del pensamiento arendtiano en 9 Cfr. H. Arendt, The Origins o f Totalitarianism, cit., pág. 222. [Trad. esp.: Los orígenes del totalitarismo, op. cit.] 10 Cfr. ibídem, pág. 438. [Trad. esp.: op. c i t ]

una escuela específica o corriente de pensamiento se ha con­ vertido en algo muy difícil. Su modo de atribuir significado a los hechos muchas veces resulta irritante para los estudiosos consagrados a un ámbito disciplinar específico. El estudio del pensamiento arendtiano se vio pues marcado por un sustancial malentendido del cual es responsable sobre todo la «camarilla» de los historiadores. En este sentido ha sido justamente deter­ minante la recepción del libro en 1951. Después de una primera acogida positiva en el ámbito inte­ lectual americano, que exalta la originalidad de la obra — casi entusiastas en aquella época fueron los juicios de H. Stuart Hughes y de Dwight Macdonald11— , el consenso en torno al trabajo empieza a quebrarse para dejar sitio a posiciones más acerbamente críticas. Aun sin entrar en los detalles de las dis­ cusiones, es suficiente recordar aquí que los puntos más discu­ tidos fueron las explicaciones, o mejor dicho la falta de expli­ cación, del paso histórico del imperialismo al totalitarismo y sobre todo la «escandalosa» ecuación entre nazismo y estalinis­ m o12. Pero más que las críticas individuales a los puntos en cuestión es interesante notar cómo las diversas objeciones pue­ den, en el fondo, ser reconducidas a una única y general acusa­ ción. Arendt, en sustancia, analizaría el totalitarismo como si fuese un universo abstracto, dotado de una lógica propia, del que se habrían dado sólo dos manifestaciones concretas. En contra de los mismos supuestos teóricos de la autora, la histo­ ria reconstruida por ella no dejaría espacio a la relevancia de los hechos y en lugar de analizar objetivamente los acontecimien­ tos según el orden exacto en que se sucedieron, lo haría por li­ bres asociaciones metafísicas. De este modo, siempre según ta­ les críticas, Arendt llegaría a dar forma a un sistema conceptual

11 Véase H. Stuart Hughes, «Historical Sources o f Totalitarianism», The Nation, 24 de marzo 1951, págs. 280-281; Dwight Macdonald, «A New Theory o f Totalitarianism», New Leader, 14 de mayo de 1951, pág. 17. 12 Para un recuento detallado de las reacciones suscitadas por la equiva­ lencia entre el nazismo y el estalinismo, véase el libro de S. J. Whitefield, Into the Dark. Hannah Arendt and Totalitarianism, Filadelfia, Temple Uni­ versity Press, 1980, en particular págs. 15-26.

que poco se diferenciaría de aquella ideología criticada por ella de manera tan aguda13. 3. Tendremos que esperar hasta el final de los años 60 para que el debate crítico se libere de los angostos esquemas que se basan sobre criterios de la parcialidad o de la imparcialidad, de la coherencia o de la incoherencia de la «historiadora» Hannah Arendt. Ni siquiera la publicación en 1958 de La condición humana, en 1961 de Entre el pasado y el futuro y en 1963 de Sobre la revolución — más allá de algunas aisladas intervencio­ nes14— logró cambiar de manera decisiva el interés sobre te­ máticas teóricas más complejas que consintieran colocar su pen­ samiento dentro de un contexto filosófico-político. También porque al estallar, en 1963, la polémica sobre el caso Eich­ mann, monopolizó casi completamente la atención y suscitó tonos bastante más encendidos y escandalizados con respecto a la presentación parcial de los «hechos», de los mismos que marcaron la discusión de Los orígenes del totalitarismo. Hubo 13 Para las criticas de los años 50 valga, para todas, aquella de R. Aron, «L’essence du totalitarisme», Critique, núm. 80, 1954, págs. 51-70. Como demuestra el ensayo de N. K. O ’Sullivan, «Politics, Totalitarianism and Free­ dom. The Political Thought o f Hannah Arendt», Political Stuclies, XXI, núm. 2, 1973, págs. 183-198, las polémicas ni siquiera cesaron con una dife­ rencia de veinte años de la publicación de la obra. Al respecto véase también el ensayo de B. Crick, «On Rereading the Totalitarianism», Social Research. X LIV núm . 1, 1977, págs. 106-126." 14 Por ejemplo, los artículos de D. Spitz, «Politics and the Realm o f Beings», Dissents. VI, núm. 1, 1959, págs. 56-65; K. H. Wolff, «On the Significance o f Hannah Arendts Human Condition for Sociology», Inquiry, IV, núm. 2, 1961, págs. 67-106; A. Diemer, «Der Mensch, sein Tun und die menschliche Grundsituation. Kritische Betrachtungen zu Hannah Arendt’s “Vita Activa”», Z eitschrift fü r Philosophische Forschung, XVI, 1962, págs. 127-140. Vcase también el trabajo de S. E. Edwards, The Political Thought o f Hannah Arendt: A Study in Thought and Action. tesis, Claremont Gradúate School, 1964. Se trata de trabajos explorativos que no han tenido luego un peso real en el seno del debate general. Bastante más interesantes son las intervenciones de J. N. Shklar, «Between Past and Future. by Hannah Arendt», H istory and Theory, II, 1963, págs. 286-291 y de J. Habermas, «Die Geschichte von den zwei Revolutionen», Merkur. XX, núm. 218, 1966, págs. 479-482.

quien además se tomó la molestia de redactar, en un análisis de casi quinientas páginas, una refutación minuciosa dirigida a probar la presencia de unos seiscientos errores en la lectura arendtiana de los documentos15. Ahora ya no estaba en cues­ tión la falta de una metodología histórica o sociológica, sino la mala fe de quien quería llenar de fango a las víctimas del na­ zismo, mistificando los problemas fundamentales de la trage­ dia hebrea. Imperdonables eran, sobre todo para los intelectua­ les hebreos, por un lado la aceptación de la «banalidad del mal» — en las intenciones de Arendt esto significaba simple­ mente el hecho dramático de que las atrocidades más terribles puedan ser cometidas por personas completamente normales y dedicadas al deber, pero privadas del todo de capacidad críti­ ca— , por otro la constatación de la increíble docilidad con la que los hebreos habían consentido su exterminio, a veces inclu­ 15 Los artículos que Arendt escribiera sobre el proceso Eichmann fue­ ron primero publicados con el título «A Repórter at Large: Eichmann in Jerusalem» en la revista The New Yorker, 16 de febrero, 1963, págs. 40-113; 23 de febrero, págs. 40-111; 2 de marzo, págs. 49-91; 9 de marzo, págs. 48-131; 16 de marzo, págs. 58-134; luego fueron publicados en un volumen en H. Arendt, Eichmann in Jerusalem: A R eport on the Banality o f Evil, Nueva York, Viking Press, 1963 [trad. esp.: H. Arendt, Eichmann en Jerusalén. Un estudio sobre la banalidad del mal, Barcelona, Lumen, 1999]. Lo que más am­ pollas levantó fue el presunto cambio de opinión ocurrido respecto al ensayo sobre el totalitarismo. En este último se mantenía que el genocidio perpetrado en peijuicio del pueblo hebreo equivalía a la aparición en la historia del «mal ra­ dical». En el libro sobre Eichmann encontramos por el contrario la afirmación, considerada como infamante y superficial, acerca de la «banalidad del mal». J. Robinson, And the Crooked Shall Be M ade Straight: The Eichmann Trial, The Jewish Catastrophe, and Hannah A ren dt’s Narrative, Nueva York, MacMillan, 1965, ha refutado punto por punto las tesis contenidas en el libro sobre Eichmann, revelando errores en el análisis de los documentos. Véanse además los artículos de N. Podhoretz, «H. Arendt on Eichmann: a Study on the Perversity o f Brilliance», Commentary, núm. 4, 1963; L. Abel, «Aesthetics ofEvil: H. Arendt on Eichmann and the Jews», Partisan Review, XXX, núm. 3, 1963, págs. 211-230, y el intercambio epistolar entre Arendt y Laqueur publicado en New York Review o f Books, 11 de noviembre 1965,20 de enero de 1966 y 3 de febrero de 1966. Un compendio de las intervenciones más significativas americanas y alemanas sobre el caso Eichmann ha sido llevado a cabo por F. A. Krummacher, D ie Kontroverse Hannah Arendt Eichmann und die Juden, Múnich, Nymphenburger Verlagshandlung, 1964.

so colaborando con las autoridades nazis16. Hannah Arendt fue acusada de no tener Ahabath Israel (‘amor por el pueblo hebreo’) ni Herzenstakt ( ‘latidos de corazón’) por parte de Gershom Scholem, y fue reprendida más discretamente, pero no menos severamente, por sus propios amigos. Hans Joñas, por ejemplo, le escribió una larga carta de desacuerdo angustiado, pero que entonces no fue publicada17. Pero si, en los años inmediatamente posteriores a su publi­ cación, Los orígenes del totalitarismo y más aún La banalidad del mal no encontraron el reconocimiento que merecían, hay

16 El pasaje del libro en cuestión es el siguiente: «En todos los sitios donde estaban los hebreos se habían nombrado jefes en el interior de sus grupos y estos jefes, casi sin excepción, habían colaborado con los nazis, de un modo u otro, por una razón o por otra. La verdad era que si el pueblo he­ breo hubiese estado realmente desorganizado y sin jefes, habría habido caos y dispersión por todas partes, pero las víctimas no habrían sido casi seis mi­ llones.» H. Arendt, Eichmann en Jeruscilén. Un estudio sobre la banalidad d el mal, op. cit. Por lo que respecta a artículos en defensa de las posiciones de Arendt, se destacan: B. Bettelheim, «Eichmann, The System, the Victims», The New Republic, 15 de junio de 1963, págs. 23-33; D. Bell, «The Alphabet o f Justice», en «Eichmann in Jerusalem», Partisan Review, XXX, núm. 3, 1963, págs. 417-429; M. McCarthy, «The Hue and Cry», Partisan Review, XXXI, núm. 1, 1964; R. Errera, «Eichmann: un procés inachevé», Critique, XI, núm. 2, 1965, págs. 262-274. 17 V éase la carta de G. Scholem a Hannah Arendt del 23 de junio de 1963 en H. Arendt, The Jew as Pariah, cit., págs. 241-242: «En la tradi­ ción hebrea hay un concepto difícil de definir y sin embargo bastante concre­ to que conocem os com o Ahabath Israel [...] el amor por el pueblo judío. En ti querida Hannah [...] no encuentro ni rastro de él.» Y continúa: «El tuyo es un tono absolutamente inadecuado [...]. En circunstancias com o éstas no ha­ bría sido más oportuno sustituirlo por lo que sólo puedo expresar con la m o­ desta palabra alemana Herzenstakt?», pág. 217. La respuesta de Arendt no fue menos incisiva: «Tienes perfectamente razón. No estoy animada por nin­ gún “amor” de este tipo, y ello por dos razones: en mi vida nunca he amado a ningún pueblo o colectividad, ni al pueblo alemán, ni al francés, ni a la cla­ se obrera, ni nada de este tipo. Yo “sólo” amo a mis amigos y la única espe­ cie de amor que conozco y en la que creo es el amor hacia las personas.» Hay una larga carta de Hans Joñas, sin fecha, no publicada, en donde el autor dis­ cute el intercambio epistolar entre Arendt y Scholem tomando a menudo postura a favor de este último. Cfr. Library o f Congress, Washington, Manuscripts División, «The Papers o f Hannah Arendt», Box 15.

que precisar sin embargo que luego fueron abundantemente «resarcidos» del daño padecido. La obra del 51 efectivamen­ te ha entrado a formar parte de aquellas que son definidas como «las interpretaciones clásicas del totalitarismo», del que ningún historiador, sociólogo, científico político o filósofo de lá política puede prescindir cuando afronta el tema de los regí­ menes y de las ideologías totalitarias18. En cuanto a La banali­ dad del mal — que en las páginas siguientes tendré en conside­ ración solamente en relación a las reflexiones arendtianas sobre el juicio— , ha seguido representando una provocación: una provocación, sin embargo, hacia la cual se ha mirado cada vez más con una atención liberada de prejuicios. Si por una parte la obra sobre Eichmann ha alimentado y aún hoy alimenta el re­ planteamiento sobre el significado del holocausto y sobre el papel que en él han desempeñado los hebreos19, por otra parte, 18 Véanse, a título meramente ilustrativo, las siguientes voces de dicciona­ rios y enciclopedias: H. J. Spiro, «Totalitarianism», en D. Sills (ed.), Interna­ tional Encyclopedia o f Social Sciences, Nueva York, MacMillan, 1968, vol. XVI, págs. 106-112; K. D. Bracher, «Totalitarianism», en P P. Wiener (ed.), D ictionaiy o f the History o f Ideas, Nueva York, Scribncr’s Sons, 1973, vol. IV, págs. 406-411; M. Stoppino, «Totalitarismo», en N. Bobbio, N. Matteucci y G. Pasquino, Dizionario di política, Turín, Utet, 1983, págs. 11911203 [trad. esp.: Diccionario de política, Madrid, Siglo XXI, 1982]; M. Heller, «Le totalitarisme», en A. Jacob (bajo la dirección de), Encyclopedie philosophique universelle, París, PUF, 1989, vol. I, págs. 1717-1720; D. Fisichella, «Totalitarismo», en E. Berti y G. Campanini (a cargo de), Dizionario delle idee politiche, Roma, Editora Ave, 1993, págs. 921-927; E. Kamenka, «Totalitaria­ nism», en R. E. Goodin y P. Pettit (eds.), A Companion to Contemporaiy Poli­ tical Philosophy, Oxford, Blackwell, 1993, págs. 629-637. 19 Véanse por lo menos: los estudios publicados en AA. W , L'Allemagne nazie et le génocide juif, París, Seuil, 1985; C. R. Browing, «Germán Me­ mory, Judicial lnterrogation and Historical Reconstruction: Writing Perpetrator History from Postwar Testimony», en S. Friedlander (ed.), Pmbing the Limits o f Representation. Nazism and the «Final Solution», Cambridge, Mass., Harvard U. P, 1992, págs. 22-36; D. Diner, Historical Understanding and Counterrationality: the Judenrat as Epistemological Vantage, en S. Friedlander (ed.), Probing the Limits o f Representation, cit., págs. 128-142; G. H. Hartman, «The Book o f Destruction», en S. Friedlander (ed.), Probing the Limits o f Represen­ tation, cit., págs. 318-334; A. Milchman y A. Rosenberg, «Hannah Arendt and the Etiology o f the Desk Killer: The Holocaust as Portent», History ofEuropean Ideas, XIV núm. 2, 1992, págs. 213-226; H. Kellner, «“Never Again” is

ha contribuido a iniciar uno de los debates filosófico-políticos más interesantes de los últimos años: el del problema del mal y, en particular, el del significado político del mal20.

2. ¿ A r is t o t e l is m o

o ir r a c io n a l ís im o p o l ít ic o ?

1. Es cierto que Arendt «no llegó al pensamiento político por el camino de la teoría»21, sino que, como he intentado acla­ rar, lo alcanzó impulsada por requerimientos históricos acucian­ tes y concretos. Sin embargo, aduciendo la imposibilidad de co­ locar su reflexión en un contexto definido de pertenencia, se ofrecería una visión reducida si no se tomaran en consideración las perspectivas teóricas que más la han influido. En efecto, una vez olvidada la polémica sobre el caso Eichmann y agotadas las discusiones sobre lo tendencioso de su análisis del totalitarismo, se construyó poco a poco el entramado de un debate crítico que se ocupaba de la obra arendtiana por su relevancia teórica y que intentaba encajarla en alguna que otra corriente de pensamien­ to o, con más provecho, estudiar y comprender sus presupues­ tos. Esto ocurrió primero en el ámbito de la cultura americana y en el contexto de la filosofía política alemana. Tan sólo en un segundo momento la discusión sobre el pensamiento arendtia­ no se hizo presente en los medios culturales franceses e italia­

Now», History and Theoiy, XXXIII, núm. 2, 1994, págs. 127-144; W. Kansteiner, «From Exception to Exemplum: The New Approach to Nazism and the “Final Solution”», H istoiy and Theoiy, XXXIII, núm. 2, 1994, págs. 145-171; R. Braun, «The Holocaust and Problems o f Historical Representation», His­ tory and Theoty, XXX1I1, núm. 2, 1994, págs. 172-197. Véase, por último, E. Traverso, Gli ebrei e la Germania. Auschwitz e la «sim biosi ebraico-tedesca» (1992), Bolonia, II Mulino, 1994. 20 La literatura filosófica sobre el problema del mal es ahora ya amplí­ sima; para una discusión de las perspectivas más significativas, véase el ca­ pítulo «Male» de R. Esposito, N ovepensieri sulla política, Bolonia, II Muli­ no, 1993, págs. 183-205. 21 Ésta es la afirmación del ensayo de E. Vollrath, «Hannah Arendt über Meinung und Urteilskrañ», en A. R eif (ed.), Hannah Arendt. M aterialen zu ihrem Werk, Viena, Europaverlag, 1979, pág. 85.

nos. Es obvio que, al reconstruir en cada capítulo las perspecti­ vas interpretativas más notables, me veré obligada a obviar o a citar sólo de pasada un importante número de lecturas que, aun cuando sean más complejas y articuladas que las que mencio­ naré, resultan sin embargo menos «extremas» y en consecuen­ cia menos paradigmáticas. 2. La primera monografía dedicada a un perfil general de la teoría política de Hannah Arendt, escrita por Margaret Cano­ van22, puede aparecer hoy superada en muchos aspectos; cuan­ do apareció, por ejemplo, todavía no se había publicado una obra como La vida del espíritu. Tuvo sin embargo el induda­ ble mérito de poner fin a una discusión orientada exclusiva­ mente a valorar la adecuación o la inadecuación de las catego­ rías arendtianas bajo la óptica del método histórico o sociológi­ co y de romper con los inútiles interrogantes que cuestionaban si el pensamiento político que se desprendía de Los orígenes del totalitarismo había que clasificarlo de «derechas» o de «iz­ quierdas». En efecto, Canovan proponía que se interpretara el pensamiento de Arendt como un capítulo importante, si bien no sistemático, de la teoría política del siglo xx y como un ejemplo, de entre los más significativos, de contraposición a la ciencia política contemporánea de huella neo-positivista. Es, pues, como pensadora y no como historiadora como Arendt es considerada; y es como teórica, siempre según Canovan, como se señalan sus límites. Si, por una parte, el nuevo análisis de la política realizado por la autora produce un efecto crítico libera­ torio, por otra parte las propuestas que hace permanecen dema­ siado vagas, arriesgándose a perderse en romanticismos abs­ tractos e irrealizables: faltan las indicaciones concretas de cómo llevarlas a cabo, mostrándose así totalmente inútiles a los fines de un auténtico proyecto político. Como anticipación, podemos observar que estas valoracio­ nes permanecerán más o menos constantes en la mayoría de las interpretaciones sucesivas, interpretaciones que concurrieron a 22 Cfr. M. Canovan, The Political Thought o f Hannah Arendt. Nueva York, Harcourt, Brace, Jovanovich, 1974.

difundir la imagen de una pensadora que divagaba en cuanto a una nueva propuesta de la organización política de la «polis» y que no conseguía entender del todo las dinámicas de la moder­ nidad. Ya sea por parte de los que han querido descubrir en la filosofía política de Hannah Arendt una intención de trasfondo aristocrático-elitista, aunque no inmediatamente perceptible puesto que está enmascarado por propuestas democráticas23, ya sea por parte de aquellos que, de manera menos esquemática, pero no menos reductiva, han individualizado la posición de la autora como oscilando entre un conservadurismo elabora­ do de estilo burkeiano y tentaciones revolucionarias24, ya sea también por parte de los que han detectado una fuerte conso­ nancia con las teorías más radicales de la democracia directa25, siempre se ha señalado como límite constitutivo de su pensamiento el haber hecho suya la comprensión de la dife­ rencia específica de lo moderno en comparación con lo anti­ guo, con ventaja de este último y, en particular, de la visión aristotélica. 3. Quien mayormente ha conUibuido a difundir la idea del neo-aristotelismo arendtiano ha sido sin lugar a dudas Jürgen Habermas. A pesar de que en algunas obras importantes suyas, el fi­ lósofo alemán se haya referido explícitamente a la distinción tra­ zada en Vita activa [La condición humana] entre póiesis y praxis y al consiguiente rechazo de rebajar la praxis a la acción instru­

23 Así por ejemplo, M. Canovan, «The Contradictions o f Hannah Arendts Political Thought», Political Theorv, VI, 1978, núm. 1, págs. 5-26 y 11. H. Kepplinger, Rechte Leute van Links. Gewaltkult undInnerlichkeit, Friburgo, Walter Verlag, 1970, págs. 7-70. 24 Vcase M. Cranston, «Hannah Arendt», en A. Reif, M aterialen zu ihrem Werk, cit., págs. 11-18. Véase también S. Whitefield, lnto the Dark. Hannah Arendt and Totalitarianism, cit., págs. 3-23. 25 Cfr. N. O ’Sullivan, «Hannah Arendt: Hellenic Nostalgia and Indus­ trial Society», en A. De Crespigny y J. Minogue (eds.), Contemporary Poli­ tical Philosophers, Londres, Methuen, 1976, págs. 228-251. Véase también J. T. Knauer, Hannah Arendt and the Reassertion o f the Political: Towards a New Democratic Theory, tesis, State University o f New York, 1975.

mental, es justamente en esta oposición categórica como se diri­ ge su crítica. El ensayo dedicado a Arendt26, en donde Habermas en esta ocasión adopta el inacostumbrado papel de realista político, está destinado otra vez a demostrar la impotencia ex­ plicativa, aunque también aplicativa, del concepto arendtiano de poder. Efectivamente, tal concepto, queriendo eliminar del ámbito de lo que es auténticamente político cualquier elemen­ to estratégico e instrumental, y disociando la política de sus im­ plicaciones económico-sociales, se revelaría insuficiente ya en su análisis hasta el fondo del poder, ya en la presentación de una alternativa, que lo sea de verdad a ese poder. La teoría arendtiana se configuraría entonces como un pensamiento rígi­ damente normativo vinculado con demasiada dependencia a las precisas y no siempre útiles dicotomías aristotélicas. La hipostatización de la imagen de la polis, proyectada en la esencia misma de la política y «la mordedura de una teoría aristotélica de la acción» hacen pagar a la autora, según Habermas, el precio de una fallida comprensión del Estado y de la sociedad modernos. I)el mismo modo, el distanciamiento, siempre de sello aristotéli­ co, entre praxis y teoría —es decir, para el filósofo alemán, al

26 J. Habermas, «Hannah Arendts Begrifl'der Macht», Merkur, núm. 10, l‘)76, págs. 946-960. Habermas se refiere a Arendt sobre todo en el ensayo «La doctrina clásica de la política en su relación con la filosofía social», en Teoría y praxis. Estudios de filosofía social, Madrid, Tecnos, 2000. En particu­ lar explica su propia deuda con relación a la lectura de Vita activa /La condición humana en la nota 4 de la pág. 50. Pero todavía antes del ahora ya lamoso ensayo dedicado a la concepción del poder arendtiano, Habermas ha­ bía tratado el neoaristotelismo de la autora en J. Habermas, «Die Geschichte von den zwei Revolutionen», Merkur, XX, 1966, núm. 218, págs. 479-482. l’ara considerar la relación Habermas-Arendt véase el inteligente artículo de J. M. Ferry, «Habermas critique de Hannah Arendt», Esprit, VI, núm. 6, 1980, págs. 109-124, pero también D. Luban, «On Habermas, on Arendt, on Power», Philosophy and Social Criticism, VI, núm. 1, 1979, págs. 79-95 y M. Canovan, «A Case o f Distorted Comunication: A Note on Habermas and Arendt», Political Theory, XI, núm. 1, 1983, págs. 105-116. Para una crítica a la rígida separación efectuada por Arendt entre poiesis y praxis véase T. Ebert, «Praxis und Poiesis. Zu einer Handlungstheoretischen Unterscheidung des Aristóteles», Zeitschrift ftir philosophische Forschung, XXX, núm. 1, 1976, págs. 12-30.

igual que será para Agnes Heller, una concepción en el fondo aún metafísica de la teoría27— introduce en el concepto arendtiano de praxis discursiva fúertes contradicciones. El abismo que se­ para la teoría de la praxis no puede ser superado por Arendt según la interpretación de Habermas, ni siquiera con la argumen­ tación racional: esto condena el proyecto arendtiano a que siga siendo una utopía en el sentido negativo del término28. Pero hay que señalar que a la interpretación habermasiana, que justamente evidencia la difícil relación entre teoría y praxis, escapa quizás el elemento estratégico de la crítica arendtiana a la política, elemento implícito en el total rechazo de considerar constitutiva del concepto de praxis la relación mediosfines. En sustancia, Habermas, acusando a la autora de proponer una mala utopía, parece no captar la radicalidad crítica implíci­ ta en la individualización de las líneas fundamentales del actuar y la clara distinción entre la praxis de la labor y del trabajo, por un lado, y la teoría, por otro lado. Otro autor alemán, D olf Sternberger29, ha demostrado ser aparentemente más sensible al aspecto provocativo de tal deli-

27 Cfr. A. Heller, «Hannah Arendt on the “vita contemplativa”», en Philosophy and Social Criticism, XII, 1987, en donde sostiene que la con­ cepción arendtiana de verdad está aún ligada a una concepción metafísica. Con respecto a la crítica arendtiana al conocim iento, si bien con tonos m e­ nos polém icos, también se muestra perplejo H. Joñas, «Handeln, Erkennen, Denken, Zu Hannah Arendts philosophischen Werk», Merkur, X XX, núm. 10, 1976, págs. 921-935. 28 J. M. Ferry, Habermas critique de Hannah Arendt, cit., pág. 111, pone en evidencia cómo precisamente la crítica de Habermas asume el aspecto de una crítica de intenciones. N o se comprende, efectivamente, según Ferry, basándose en qué presupuestos la ética discursiva de Habermas no se pueda definir utópica, mientras tal calificación viene reservada para la concepción arendtiana. 20 D. Sternberger, «D ie Versunkene Stadt. Über Hannah Arendts Idee der Politik», Merkur, X X X , núm. 10, 1976, págs. 935-945; D. Sternberger, «Metamorphosen der Burgerschaft», en A. R eif Hannah Arendt. M aterialen zu ihrem Werk, cit., págs. 123-135; véase siempre del mismo autor, «Politie und Leviathan. Eine Streit um den antiken und den modemen Staat», en H. Maier-Leibnitz,Z eu gen des Wissens, Maguncia, Koeheler Verlag, 1986.

initación conceptual. Al igual que Habermas, él distingue en el aristotelismo el elemento determinante del pensamiento políti­ co de Hannah Arendt; a su juicio, tal composición teórica no se traduce en una utopía política en sentido estricto30. Mas es jus­ tamente gracias a la utilización de las categorías aristotélicas como Arendt ha podido alcanzar la aguda, específica y origi­ naria comprensión de lo político. Pero Sternberger, en un úl­ timo análisis, reprocha a la autora que haya renunciado a en­ trever también en el mundo moderno — en particular en las oportunidades ofrecidas por el estado constitucional— la po­ sibilidad de una reactualización de la politeia de Aristóteles. Por lo tanto, aunque no esté viciado por la utopía, el pensa­ miento arendtiano, en tanto que renuncia a una verdadera pro­ yección sobre el presente, no presta la suficiente atención a las estructuras modernas del Estado. El «anti-modernismo», si se puede llamar así, de la autora la lleva a juzgar impolítico cualquier tipo de organización que se estructura alrededor de un gobierno. Las interpretaciones que recurren al pensamiento aristo­ télico para explicar el de Arendt resultan cuando menos par­ ciales, ya sea porque con la definición de filosofía neo-aristotélica se quiera resaltar sobre todo su trasnochada utopía -como en el caso de Habermas— , ya sea porque con tal definición se tienda por el contrario a destacar el redescu­ brí miento de un sentido político perdido — como en el caso de Sternberger. ¿Es verdaderamente significativo para com ­ prender la filosofía de Hannah Arendt inscribirla en listas de los llamados pensadores neo-aristotélicos? ¿Son sufi­ cientes las adhesiones, si bien relevantes, a Aristóteles, a sus distingos, a su definición de hombre como ser político y ca­ paz de discurso para hacer de Arendt un exponente de pri­

30 Mérito de Arendt, para Sternberger, es el de haber vuelto a llamar la atención sobre el pensamiento político aristotélico. Está bien recordar que precisamente esto es el objeto de los estudios de Sternberger, que pone al Eslado constitucional moderno — «la vertiente “luminosa” de la moderni­ dad»— en parcial continuidad con la politeia.

mer orden en la rehabilitación de la filosofía práctica aristo­ télica? Es verdad que la Vita activa [La condición humana] —pu­ blicada por la autora en alemán en 1960, en una edición am­ pliada y modificada— está en el origen del debate ocurrido en Alemania a principios de los años 60, y que se hizo famoso con el nombre de Rchabilitierung der praktischen Philosophie. Un debate caracterizado por el redescubrimiento de la actualidad del pensamiento ético y político de Aristóteles y de la consi­ guiente aparición de posturas neo-aristotélicas31. Hay, en efecto, puntos de convergencia entre el pensamiento de Hannah Arendt y la «rehabilitación de la filosofía práctica»: es común, en primer lugar, la intención de rescatar la acción del hombre de su cosificación padecida en la época moderna. En este sentido segura­ mente no es fruto de la casualidad que la obra de Arendt sea leí­ da paralelamente a la de los otros dos pensadores comprometidos en utilizar las categorías del pensamiento antiguo como alternati­ vas a la ciencia política moderna y considerados, a su vez, como anticipadores de la Rehabilitierung alemana: Leo Strauss y Eric Voegelin32. Arendt, Strauss, Voegelin y los autores del sucesivo

31 Para una reconstrucción del complejo debate referido al renacer de la filosofía práctica alemana y de su rehabilitación del pensamiento de Aristó­ teles véanse, en particular, F. Volpi, «La rinascita della filosofía pratica in Germania», en C. Pacchiani (a cargo de), Filosofía pratica e scienza po líti­ ca, Abano, Francisci, 1980, págs. 11-97 y F. Volpi, «La riabilitazione della filosofía pratica e il suo senso nella crisi della modemitá», II Mulino, XXXV, núm. 6, 1984, págs. 928-949. De entre los libros más significativos de esta tendencia hay que destacar por lo menos W. Hennis, Politik und Praktische Philosophie, Neuwied-Berlín, Luchterhand, 1963 y Stuttgart, Klett-Kotta, 1973 (edición ampliada); M. Riedel, Rehabilitierung d er Praktischen Philo­ sophie, Friburgo, Rombach, 1974; R. Bubner, Handlung, Sprache und Ver­ tí unji. Grundbegriffe praktischer Philosophie, Frankfurt, Suhrkamp, 1973; G. Bien, D ie Grundlegung der Politischen Philosophie bei Aristóteles, Fri­ burgo, Alber, 1973. 32 Véase al menos L. Strauss, Natural Right and History, Chicago, U ni­ versity o f Chicago Press, 1953 [trad. esp.: D erecho natura! e historia, Barcelona, Círculo de Lectores, 2000]; id., What is Political Philosophy?, Glencoe, Free Press, 1960; id., The City and the Man, Chicago, Rand McNally, 1964; id., Studies in Platonic Political Philosophy, Chicago, Univer-

neo-aristotelismo alemán critican la trasposición del modelo moderno del saber, inspirado esencialmente en el método ló­ gico-matemático, a la comprensión de la acción humana. Es decir, que se oponen a la reducción de la esfera de los asun­ tos humanos en un posible objeto de una ciencia rigurosa que se pretenda universal. Por lo tanto, tienen en común el deseo de devolver su propio estatuto ontológico a aquella praxis que, con respecto a los objetos de la teoría, goza de una estabilidad infinitamente menor y sujeta por esencia a una falta de capacidad de previsión. Unida a la liberación de la praxis ile los criterios de la teoría está la clara separación de la ac­ ción práctica y de la acción técnica. En otros términos, estos pensadores enfatizan el hecho de que la praxis no produce ningún objeto, y en consecuencia su éxito no se puede medir basándose en el resultado de su producto. Criterio, este últi­ mo, que se aplica en cambio sólo a la poiesis. En sustancia, estos autores insisten en afirm ar la diferencia radical existen­ te entre la acción técnico-productiva y la acción práctico-comunicativa. Más allá de las sin embargo notables diferencias internas dentro del panorama del neo-aristotelismo alemán, se puede re­ conocer que una de las exigencias comunes a los pensadores que se adhieren a esta línea de pensamiento consiste en la vo­ luntad de recuperar la dimensión normativa tanto en las actua­ ciones políticas como en las actuaciones éticas. Se puede decir, en fin, que el «programa» subyacente a la rehabilitación de la filosofía aristotélica retoma la reproposición de motivos tales como los del «bien común» y la reimplantación de un saber práctico que guíe a los hombres para conseguirlo. En esta pers­ pectiva, las modalidades del saber práctico, revaluadas por los neo-aristotélicos, como por ejemplo, la prudencia, el sentido

sity o f Chicago Press, 1984. De Eric Voegelin, cfr. sobre todo, The New Science o f Politics, Chicago, The University o f Chicago Press, 1952; id., O rder an d History, 4 vols., Baton Rouge, Louisiana State University Press, 1956-1974; id., Wissenschaft. Politik und Gnosis, Múnich, Kosei, 1959; id.. Anamnesis. Zur Theorie und Geschichte d e r Politik, Múnich, Piper, 1966.

común, el criterio y la opinión, mantienen un carácter instru­ mental con vistas a la realización de un objetivo: la formación de una «constitución» política en donde sea posible la realiza­ ción del «bien vivir». Pero el claro rechazo arendtiano de la categoría medios-fines o, para decirlo de otro modo, la crítica bastante más radical que la de estos autores, desarrollada por la autora en el estudio de la relación teoría y praxis, hace difícil y casi imposible en­ contrar un terreno de encuentro sobre esta temática. Y es aquí, a mi entender, donde las diferencias se hacen insuperables. Las explicaciones que Arendt ofrece con respecto a un tipo de sa­ ber práctico — referencias al sentido común, a la opinión y aquellas más numerosas, pero también contradictorias y ambi­ guas, al criterio— tienen sobre todo, como se tendrá ocasión de observar, el significado de contraposiciones polémicas. Siguen siendo, intencionalmente, indicaciones demasiado frágiles para que se puedan considerar como un conjunto de criterios norma­ tivos que apoya y acompaña la acción. Nunca, en Arendt, se encuentran afirmaciones sobre el contenido de la «vida bue­ na» y sobre la especificación del «bien común» que se debe perseguir. Entonces quizá la «impracticabilidad» del pensamiento polí­ tico arendtiano no se debe atribuir a su excesiva fidelidad a Aristóteles — como Habermas por ejemplo mantiene— sino más bien a la voluntad de la autora de llevar a cabo una obra de deconstrucción de aquella tradición de la filosofía política que impone a la política los criterios de la filosofía y en el interior de la cual incluye, a pesar de su parcial excentricidad, también a Aristóteles. Hannah Arendt no rehabilita la filosofía antigua, ni si­ quiera la aristotélica, para dar una alternativa posible respec­ to a las propuestas de la ciencia política moderna — y es aquí probablemente en donde se encuentra su diferencia sustancial con pensadores como Strauss y Voegelin— precisamente por­ que toda la tradición ha sido llamada a rendir cuentas del ocultamiento del significado originario de aquello que es au­ ténticamente político. El valor que Hannah Arendt asigna a la filosofía práctica de Aristóteles es pues totalmente distinto

del pretendido por los neo-aristotélicos. Tampoco el pensa­ miento de Aristóteles logra del todo sustraerse a la tendencia inaugurada por Platón y típica, salvo raras excepciones, de toda la tradición del pensamiento político, que lleva a privile­ giar la teoría sobre la praxis, a hacer derivar la filosofía prác­ tica de la filosofía primera. 4. Y justamente por la radicalidad del intento con el que la autora busca alejarse de una tradición filosófica que impone los propios criterios a la praxis y por la difícil relación que pro­ yecta entre pensamiento y acción, la teoría arendtiana ha sido lachada de irracionalismo y valga esto como demostración, aun absurda, de la distancia que separa a Arendt de los neoaristotélicos. En efecto, algunos críticos han interpretado mal la indicación, de la que se ha apropiado la autora, de un replantea­ miento radical de lo político con la necesidad de una novedad absoluta: la autora, en suma, sería víctima del mito irracionalista de la superioridad de la política, mito incompatible con la de­ mocracia moderna33. Pero más interesante y problemática, aunque en algunos as­ pectos no menos paradójica, parece ser la crítica promovida por Martin Jay34. Al igual que Schmitt, Jünger y Báumler — quie­ nes para Jay han abierto la vía al fascismo— , Arendt formaría parte del así llamado «existencialismo político». Lo mismo que estos pensadores, para los cuales la fascinación de la «nada» heideggeriana se transforma en la concepción de la autonomía de lo político, también Hannah Arendt se dejaría arrastrar por una visión de la politique pour la politique. En virtud de esta peligrosa «estetización de lo político», la autora desvincularía

13 Cfr. N. K. O ’ Sullivan, Hellenic Nostalgia and Industrial Society, cit., págs. 228-251; B. Schwartz, «The Religión o f Politics; Reflections on the Ihought o f Hannah Arendt», Dissent, XVII, núm. 2, 1970, págs. 144-161. ,4 M. Jay, «Hannah Arendt: Opposing Views», Partisan Review, XLY núm. 3, págs. 348-367, 1978, publicado de nuevo con el título «The Political P'xistentialism o f Hannah Arendt», en M. Jay, Permanent Exiles: Essays on the ¡ntellectual Migration from Germany to America, Nueva York, Columbia ü. P„ 1986, págs. 237-256.

la política de cualquier consideración externa a ella, ya sea so­ cial, económica o incluso sólo normativa y negando, al igual que Heidegger, la primacía del logos sobre el cual nuestra tra­ dición se fundamenta, se acercaría inconscientemente a las mismas conclusiones nihilistas de los autores suscitados. El én­ fasis que Arendt pone sobre la importancia del momento que origina la política la colocaría peligrosamente cerca de la «exaltación de la violencia destructora y estetización de la vio­ lencia» de Walter Benjamin. Una ulterior confirmación de la afinidad entre Hannah Arendt y estos autores, quienes para Jay están comprometidos con la ideología fascista, emergería de la visión de la propia historia de la autora: una historia que no puede ser ni proyectada ni construida por el hombre. No sólo, pues, el pensamiento arendtiano no facilita indicaciones políti­ cas practicables, por estar demasiado desvinculado de unas cir­ cunstancias históricas y sociales concretas, sino que esto mis­ mo resulta también ambiguamente emparentado con las peli­ grosas ideologías políticas de la Alemania de los años 20 y 30 que Arendt misma había criticado. Pero si ya puede aparecer discutible la unión inmediata que Jay establece entre el «existencialismo político» en general y el fascismo, sólo puede sonar estridente y fuera de lugar el para­ lelismo entre la teoría arendtiana y la ideología fascista35. Si es inaceptable este tipo de acusación dirigida a un pen­ samiento que rechaza considerar la praxis a la luz de la lógica de los medios-fines justamente porque ésta puede implicar el uso de la violencia, y si es justamente absurdo acoplar el pen­ samiento arendtiano a la ideología fascista, sin embargo son legítimos los restantes interrogantes formulados por Jay. La particularidad del pensamiento de Hannah Arendt reside efec­ tivamente en saber asumir críticamente, dentro de sus pregun­ tas sobre la relación entre filosofía y el mundo de los asuntos humanos, el significado de la reacción filosófica y cultural

35 El artículo de Jay no ha tardado en suscitar polémicas. Véase para to­ dos la crítica, publicada junto al artículo de Jay, de L. Botstein, «Hannah Arendt: Opposing Views», Partisan Review, XLY núm. 3, 1978, págs. 368-389.

ocurrida entre finales del xix y primeros del xx, señalada por la crítica radical de Nietzsche y por la reflexión que esta he­ rencia intelectual desarrolla. Si ahora nos tuviéramos que pre­ guntar, como a menudo se ha hecho, si Arendt está con Aris­ tóteles o con Nietzsche, o bien si su filosofía es portadora de propuestas normativas y «refundativas» o propuestas críticas y «deconstructivas», se podría también formular de este modo la respuesta: Hannah Arendt hace un uso nietzscheano, o mejor dicho, como veremos, post-nietzscheano, de algunas catego­ rías aristotélicas.

3. A

CABALLO ENTRE LA FILOSOFÍA Y LA POLÍTICA

1. No es pues casualidad que en el pensamiento político de Hannah Arendt se haya podido encarnar uno de los principales capítulos del renacer de la filosofía práctica aristotélica y, al mismo tiempo, el último episodio teórico del «irracionalismo político». Esto sin duda atestigua la actitud de la autora hacia el Selbstdenken y su consiguiente aversión por constituir un sis­ tema teórico coherente y unívocamente individualizable. Es conocida, efectivamente, su intención de moverse constante­ mente en el nivel de los sencillos «ejercicios de pensamien­ to»36. Pero, menos genéricamente, la posibilidad de interpre­ taciones radicalmente contrapuestas entre ellas puede signifi­ car la presencia en su obra de vertientes teóricas no fácilmente conciliables que, lejos de permanecer contradictoriamente yux­ tapuestas, se constituyen en aporías y presentan la fisionomía específica de su reflexión.

36 El subtítulo del volumen Between Past and Future reza efectivamente Eight Exercises in Political Thought y, en la premisa de esta colección, la auto­ ra habla del ejercicio del filosofar como de algo que se aparta de una forma de pensamiento deductivo y añade: «Los ensayos del presente volumen constitu­ yen otros tantos ejercicios en este sentido, con el único fin de adquirir práctica en “cómo” pensar, sin querer indicar qué es lo que se debe pensar ni qué verda­ des deben ser creídas», pág. 14. [Trad. esp.: Entre pasado y futuro: ocho ejercicios sobre la reflexión política, Barcelona, Península, 1996.]

Superado el momento inicial del «descubrimiento» del pensamiento arendtiano en clave de filosofía política, lo que necesariamente ha conducido, como siempre sucede en los mo­ mentos explorativos, hasta posturas hermenéuticas extremas y parciales, muchos intérpretes se han aproximado a él con un acercamiento más calibrado y confrontado con sus distintas valencias. La publicación de La vida del espíritu37 ha logrado suscitar un enfoque menos reductivo de su filosofía. Preci­ samente porque en este texto en donde afronta directamente la llamada tradición metafísica, la autora toma abiertamente posición sobre los presupuestos filosóficos de su teoría polí­ tica. El análisis de las tres facultades de la mente quiere ser un momento de recapitulación y al mismo tiempo de distanciamentó de toda la tradición filosófica. La comprobación de la imposibilidad de conjugar los conceptos filosóficos tradicio­ nales con una auténtica comprensión de lo político demues­ tra, una vez por todas, el intento original que mueve la filoso­ fía política de Hannah Arendt: el volver a pensar la política y, con ello, la libertad, fuera «de la tradición», haciéndose así el encargo de la herencia filosófica dejada por el pensamiento nietzscheano. La ventaja virtual de nuestra situación después del ocaso de la metafísica y de la filosofía —se lee en la primera parte de La vida del espíritu— podría ser doble. Nos permitiría mirar al pasado con ojos nuevos libres de la carga y de la su­ jeción de cualquier tradición, más que disponer con ello de un patrimonio enorme de experiencias inmediatas, sin estar vinculados por ninguna prescripción sobre el modo de tratar semejantes tesoros38. Su última obra, incompleta, sobre la vida de la mente se si­ túa, en otros términos, como lugar de observación privilegiado para constatar en qué medida y de qué modo, la filosofía de la 37 Cfr. H. Arendt, The Life o fth e Mind, a cargo de M. McCarthy, Nueva York, Harcourt, Brace, Jovanovich, 1978. [Trad. esp.: La vida del espíritu, Madrid, Centro de Estudios Constitucionales, 1984.] 38 Ibídem, pág. 12.

crisis — en todas sus diferentes valencias— sigue siendo el hori­ zonte dentro del cual su pensamiento recorre el arco de su ente­ ra producción. 2. Las primeras monografías que dan cuenta hasta el fon­ do de la presencia de esta vertiente filosófica en la reflexión política arendtiana son las de Bikhu Parekh, de George Kateb y de André Enegrén39. Para Parekh, hay que atribuir a Arendt el mérito excepcio­ nal de haber planteado la cuestión de una New Science o f Polilies de un modo que no tiene precedentes en el panorama inte­ lectual contemporáneo y que resta credibilidad a todos los inlentos de volver a establecer una reflexión sobre la política a partir de la asunción acrítica de la Main Tradition del pensa­ miento político. Pero tal intento sería víctima de su propria radicalidad filosófica. Frente a la estigmatización de toda la tra­ dición, según este autor influida por Heidegger y por su obse­ sión anti-platónica, Arendt se quedaría paralizada frente a la elección de presupuestos filosóficos alternativos que consien­ tan dar vida a una filosofía política efectivamente «nueva». Además para Parekh es poco creíble la concepción arendtiana de acción: una amalgama de aristotelismo y de existencialismo, que nunca llega a una unidad coherente, no permitiría a la aulora alcanzar una visión clara de lo que tiene que ser la política. I )e ahí que no consiga, en su opinión, resolver la tensión entre la política que se fundamenta en la participación y la política de los momentos excepcionales, así como su total descuido res­ pecto al funcionamiento institucional concreto. También para Kateb40 el énfasis «existencial» puesto en el concepto de acción —equivale a decir el papel asignado a

,l) B. Parekh, Hannah Arendt an d Ihe S earch for a N ew Political Phi­ losophy, Londres, MacMillan, 1981; G. Kateb, Hannah Arendt: Politics, ( ’o nscience, Evil, Oxford, Martin Robertson, 1983; A. Enegrén, La Pensée politique de Hannah Arendt, París, PUK, 1984. 4(1 Véanse en particular las observaciones contenidas en el capítulo «The I heory o f Political Action», en G. Kateb, Hannah Arendt: Politics, Const ience, Evil, cit., págs. 1-51.

la acción para rescatar el hombre de la futilidad de la vidalleva a Arendt a fallar muchas de las respuestas a las pregun­ tas que inicialmente el fenómeno totalitario parecía haber su­ gerido a su reflexión. En particular la admisión de la crítica heideggeriana al principio de la sugestividad, unida a la aceptación parcial del desprecio nietzscheano por los ideales democráticos, no permiten a la autora anclar su propia visión de la política en una teoría de la justicia ni en criterios éticos, elementos indispensables para una definición concreta de la acción política. Es interesante señalar al respecto que la crí­ tica de Kateb tiene un precedente ilustre en las atentas lectu­ ras que Sheldon Wolin41 ha hecho de Hannah Arendt. Tam­ bién para Wolin, Nietzsche llevaría a Arendt a sacrificar los ideales democráticos a favor de una visión «heroica» de la política. La importancia de la filosofía de la crisis y de la filosofía de la existencia en el pensamiento arendtiano es sostenida también por Enegrén42, que, aún reconociendo los distintos lazos de la autora con pensadores como Heidegger, Jaspers y Merleau-Ponty. prefiere no pronunciarse sobre cuáles de es­ tos autores influyen mayormente a Arendt. A diferencia de casi todas las interpretaciones, el autor, con una convincente y elaborada argumentación, propone declarar equivocada toda lectura de la obra arendtiana que tienda a señalar la pro­ puesta de un modelo, por defectuoso o incompleto que sea, para conseguir la verdadera «ciudad política». A su juicio, la obra de Arendt se tiene que considerar como punto de refe­ rencia crítica insustituible para valorar lo que es, una incita­ ción y una indicación para ir «más allá de lo que es aqui y ahora verificable» para aproximarse «a una libertad menos

41 Cfr. S. Wolin, «Hannah Arendt and the Ordinance o f Time», Social Research, XLIV, núm. 2, 1977, págs. 91-105. Véase del mismo autor tam­ bién la hermosa reseña a The Life o fth e Mind, Nexv York Review o f Books, XXV, núm. 16, págs. 16-21, en particular pág. 19; así com o el ensayo «Han­ nah Arendt: Democracy and the Political», Salmagundi, núm. 60, 1983, págs. 3-20, en particular págs. 4-8. 42 Cfr. A. Enegrén, La pen séepolitiqu e de Hannah Arendt, op. cit.

imperfecta». Dentro de tal línea interpretativa pierde obvia­ mente significado la acusación lanzada al pensamiento arend­ tiano de ser esencialmente anti-moderno. 3. Me he detenido sobre estas tres hipótesis interpretativas porque son ejemplos emblemáticos de una cambiante aproxima­ ción a la obra de Hannah Arendt y porque, en cierto sentido, marcan las directrices del debate subsiguiente. A partir de los primeros años 80, efectivamente, se cuestiona siempre menos sobre la valencia política de las propuestas teóricas de la autora ya sean de derechas o de izquierdas, utópicas o irracionalis­ tas y se indagan siempre más detalladamente los presupues­ tos y las respuestas filosóficas de su reflexión. Hay que recordar que la acogida de La vida del espíritu lleva el debate en esta di­ rección, además de haber contribuido a la publicación de las lectures on K ant’s Political Philosophy43 y de la edición de la correspondencia entre Hannah Arendt y Karl Jaspers44. Se publican numerosas monografías que, al reconstruir todo el recorrido del itinerario intelectual de Hannah Arendt. examinan su formación filosófica45; se escriben ensayos que centran el estudio exclusivamente sobre el aspecto filosófico 43 H. Arendt, Lectures on K a n t’s Political Philosophv, ed. R. Beiner, ( hicago, The University o f Chicago Press, 1982. 44 H. Arendt, K.. Jaspers, Briefwechsel 1926-1969, a cargo de L. Kohler y 11. Saner, Munich, Piper, 1985. Decisiva ha sido también la biografía escri­ ta por E. Young-Bruhel, Hannah Arendt. For Love o f the World, N ew Haven, Yale U. P„ 1982. 45 Véanse las siguientes monografías: D. May, Hannah Arendt, Nueva York, Viking Press, 1986; L. Bradshaw, Acting and Thinking. The Political Thought o f Hannah Arendt, Toronto, University o f Toronto Press, 1989; M. Reist, D ie Praxis der Freiheit: Hannah A rendts A nthropologie des Politischen, Wurzburgo, Kónigshausen, 1990; S. Wolf, Hannah Arendt: h.inführungen in Ihrem Werk, Frankfurt, Haag und Herchen, 1991; K.-H. Breier, Hannah A rendt zu r Einführung, Hamburgo, Junius Verlag, 1992. Véase últimamente la puntual reconstrucción de la obra de Hannah Arendt hecha por W. Heuer, Citizen. Persónliche Integritát undpolitisches Handeln. Fine Rekonstruktion des politischen Humanismus Hannah Arendts, Berlín, Akademie Verlag, 1992.

de su obra46 y, en algunos casos, se intentan incluso encontrar las raíces teológicas de sus tesis47. En fin, asistimos a una pro­ liferación de estudios y de investigaciones que modifican sus­ tancialmente su imagen: de figura marginal y excéntrica, se ha convertido en un auténtico y verdadero «clásico» de la filoso­ fía política del siglo xx. Como para todo clásico, también en el caso de Hannah Arendt se buscan las «fuentes», se rastrean las influencias padecidas y ejercitadas y se miden las afinidades y las diferencias con tal o tal pensador. En esta perspectiva se leen las diferentes confrontaciones propuestas entre la filosofía arendtiana y la filosofía de Hei­ degger. Como tendremos ocasión de observar, esta compara­ ción representa efectivamente un paso obligado para acceder a una correcta comprensión de muchos de los conceptos-clave de la autora, comprensión para la cual se ha revelado también de­ terminante la publicación de algunas lecciones impartidas por Heidegger en los años inmediatamente precedentes a la pu­ blicación de El ser y el tiempo. Estas lecciones, efectivamen­ te, aportan la prueba concreta de la deuda que Arendt ha con­ traído con su antiguo maestro48. Otra línea de investigación a me-

4 R. Villa, «Beyond Good and Evil: Arendt, Nietzsche and the Aestheticization o f Political Action», Political Theory, XX, núm. 2,1992, págs. 274-308; R. Bodei, «Hannah Arendt interprete di Ágostino», en R. Esposito (a cargo de), La pluralitá irrappresentabile. II pensiero político di Hannah Arendt, l Jrbino, Quattro Venti, 1987, págs. 113-121; J. V Scott, «“A Detour Trough l’ietism”: Hannah Arendt on St. Augustine’s Philosophy o f Freedom», Polity, XX, núm. 3, 1988, págs. 394-425; J.-C. Eslin, «Le pouvoir de commencer: I lannah Arendt et Saint Augustin», Esprit, núm. 143, 1988, págs. 146-153. Sobre la relación filosófica que se cruza entre Hannah Arendt y Maurice Merleau-Ponty y entre Hannah Arendt y Paul Ricoeur, véanse respectiva­ mente: A. Enegrén, «Hannah Arendt, lectrice de Merleau-Ponty», Esprit, VI. núm. 6, 1982, págs. 154-155; B. C. Flynn, «The Q uestionofan Ontology o f the Political: Arendt, Merleau-Ponty, Lefort», International Studies in Tliilosophy, XVI, núm. 1, 1984, págs. 1-24; B. Stevens, «Action et narrativilé chez Paul Ricoeur et Hannah Arendt», Etudes Phénoménologiques, 1, núm. 2, 1985, págs. 93-109. En cuanto a la relación Arendt-Kant, véase la discusión de la literatura critica discutida en el capítulo «Una conciliación imposible». 50 El ensayo de S. Benhabib, «Hannah Arendt and the Reden ptive Power o f Narrative», Social Research, LVII, núm. 1, 1990, págs. 167-190, tra­ ta de las afinidades que se encuentran entre Arendt y Benjamín; véase tam­ bién E. Greblo, «II poeta cieco. Hannah Arendt e il giudizio», aut aut, núme­ ros 239-240, 1990, págs. 111-126. Por lo que respecta a un acercamiento del pensamiento de la autora con el de Eric Weil, cfr. J. Román, «Entre Hannah Arendt et Eric Weil», Esprit, núms. 7-8, 1988, págs. 38-49.

entre Arendt y Habermas ha actualizado entretanto las propias posiciones. Ahora ya no se preocupa sólo por acoplar o puntua­ lizar la crítica habermasiana a la noción arendtiana de poder, sino que se interesa más bien por establecer las conexiones y las diferencias entre los dos autores y por preguntarse lo que la teoría de la acción comunicativa debe a las distinciones traza­ das en La condición humana51 o cómo hacer posible armonizar el universalismo de Habermas con la crítica a la metafísica de Arendt. A este respecto, es significativo que la historiografía más reciente ha reintegrado la filosofía arendtiana en la con­ troversia teórica sobre las razones del universalismo y las del «post-moderno». No tengo la posibilidad de detenerme aquí sobre los temas de esta discusión; baste por el momento se­ ñalar que gracias a trabajos como, por ejemplo, los de Reiner Schürmann52 y Bonnie Honig53, en los Estados Unidos,

51 Entre los trabajos más interesantes de los últimos años que abordan el tema de la relación entre Hannah Arendt y Jurgen Habermas, véase: J. Ro­ mán, «Habermas, lecteur de Arendt: Une confrontation philosophique», Les Cahiers de Philosophie, núm. 4, 1987, págs. 161-182; S. Benhabib, «Han­ nah Arendt. the Liberal Tradition and Jürgcn Habermas», en C. Calhoun (ed.), Habermas and the Public Sphere, Cambridge, Mass., MIT Press, 1992, págs. 73-98. Por último se señala el libro de E. Delruelle, Le consensus impossible. Le différend entre éthique et politique chez H. Arendt et J. Habermas, Bruselas, Ousia, 1993. 52 Cfr. R. Schürmann, Le tem ps de l ’esp rit et l ’histoire d e la liberté. cit., e id.. «On Judging and Its Issue», en R. Schürmann (ed.), The Public Realm: essays on D iscu rsive Types in P olitical Philosophy, Albany, N. Y., State University o fN e w York Press, 1989, págs. 1-21. Véase id ., H eideg­ g e r on Being and Acting: From Principies to Anarchv, Bloom ington, In­ diana U. P., 1987. 53 Véase B. Honig, «Arendt, Identity and Diñérence», Political Theorv, XVI, núm. 1, 1988, págs. 77-98; id., «Declaration o f Independence: Arendt and Derrida on the Problem o f Founding a Republic», American Political Science Review, LXXXV, núm. 1, 1991, págs. 97-113; id., Political Theorv and the Displacem ent o f Politics, Ithaca, Comell U. P., 1993. En una pers­ pectiva muy parecida a la de Bonnie Honig se mueve también D. R. Villa, «Postmodernism and the Public Sphere», American Political Science Review, LXXXVI, núm. 3, págs. 1992, págs. 712-721.

pero también los de Paul Ricoeur'’4, Jean-Luc Nancy y Philippe Lacoue-Labarthe55, en Francia y los de Roberto Esposito y Alessandro Dal Lago56, en Italia, se han destacado las afinidades de muchos aspectos del pensamiento arendtiano con el llamado horizonte post-moderno para emplear una etiqueta ya superada. Menos genéricamente, queda cada vez más claro cómo la radicalidad crítica de la obra de Hannah Arendt es inconciliable con una perspectiva universalista, sin por esto tener que ser contada entre aquellas posturas ant i-modernas que auguran el regreso a un pasado que ya no es de recibo. En tal contexto se sitúa la recuperación de algunas nocio­ nes arendtianas de su «pensamiento sobre la diferencia se­ xual». Si bien Arendt había manifestado siempre su indiferen­ cia y hasta su tedio ante las temáticas feministas57, las nuevas perspectivas abiertas por el movimiento de las mujeres — en cierto modo ligadas a las «filosofías de la diferencia» de ámbi­ to francés— consideran totalmente legítimo referirse a la auto­ ra; se dirigen a la filósofa de origen hebreo no tanto para tomar directamente sus proyectos teóricos como para reelaborar, a partir de sus sugerencias, categorías como las de natalidad, plu­

54 I’. Ricoeur, «Pouvoir et violence», en AA. V V, Ontologie et Politique, l’arís, Tierce, 1989, págs. 141-159. ’5 Me refiero en particular a aquellas obras en donde ambos autores franceses toman en consideración la perspectiva filosófica de Hannah Arendt, relaborando algunos de los temas principales, cfr. Ph. LacoueI abarthe, L afiction du politique, París, Christian Bourgois Editeur, 1987; Ph. Lacoue-Labarthe y J.-L. Nancy, Le m ythe nazi, París, Editions de t’Aube, 1991; J.-L. Nancy, La communauté désoeuvrée, París, Christian Bourgois Editeur, 1990; id., L’expérience de la liberté, París, Galilée, 1988; id. U nepen séejin ie, París, Galilée, 1990. 5() Véanse sobre lodo los ensayos de R. Esposito, «Irrappresentabile po­ lis», en id., Categorie dell'impolítico, Bolonia, II Mulino, 1988, págs. 72-124 y de A. Dal Lago, «La difficile vittoria sul tempo. Pensiero e azione in I lannah Arendt», «Introduzione» a H. Arendt, La vita della mente, Bolonia, II Mulino, 1987, págs. 9-64 (edición italiana de Vida del espíritu). 57 Sobre este tema véase M. Markus, «The “Anti-Feminism” o f Hannah Arendt», Thesis Eleven, núm. 17, 1987, págs. 76-87.

ralidad y mundo58 y, en general, para lanzar un ataque en con­ tra de esa filosofía que con la afirmación de un sujeto neutro y universal, en realidad una hipóstasis de la subjetividad mascu­ lina, ha negado la diferencia de género. 4. En los mismos años, y casi en paralelo, la discusión se produce en una dirección más exquisitamente política. La cri­ sis definitiva del marxismo así como lo que se llamó «fin de las ideologías» han implicado también al pensamiento de Hannah Arendt en el debate sobre la «autonomía de lo político». La condición humana, Sobre la revolución. Sobre la violencia. Desobediencia civil se han convertido en textos clave a los cuales liay que ceñirse para volver a plantearse la política de manera no determinada. Sobre todo en Alemania59 y quizá con más fi­ neza interpretativa en Italia60 se ha pedido a las principales ca­ tegorías políticas arendtianas su contribución a restituir a la polí­ 58 Me refiero antes de nada a: A. Cavarero, «Dire la nascita», en AA. V V , Diolinia. M etiere a l mondo iI mondo, Milán, La Tartaruga, 1990, pági­ nas 93-121 [trad. esp.: Traer el mundo al mundo, Barcelona, Icaria, 1996]; L. Boella, «Pensare liberamente, pensare il mondo», en AA. V V , Diotima, cit., págs. 173-188; B. Honig, «Towards an Agonistic Feminism: Hannah Arendt and the Politics o f Identity», en J. Butler, .1. W. Scott (eds.), Feminists Theorize the Political, Nueva York-Londres, Routledge, 1992, págs. 215-235. Sobre la noción de natalidad en Hannah Arendt, véase P. Bowen Moore, llannah A rendts Philosophy ofNatality, Londres, MacMillan, 1989. 59 Véase E. Vollrath, Grundlegung einer philosophischen Theorie des Politischen, Wurzburgo. Kónigshausen, 1987. 6U El interés de los estudiosos italianos hacia la obra de Hannah Arendt, con respecto al tema de la autonomía de lo político, em pieza des­ de los primeros años 80. El primer artículo importante es el ele P. P. Portinaro, «Hannah Arendt e l’utopia della polis», Comunitá, XXXV, núm. 183, 1981, págs. 26-54; del m ismo autor destaca también «La política com e cominciamento e la fine della política», en II Mulino, XXXV, núm. 303, 1986, pági­ nas 53-75. Véanse además los ensayos: T. Seri a, L' autonomía del político. Introduzione al pensiero di Hannah Arendt. Teramo, Facoltá di Scienze Poliliche, 1984; A. Dal Lago, «“Politeia”: cittadinanza ed esilio nell’opera di 1lannah Arendt», II Mulino. XXXIII. núm. 3, 1984, págs. 417-441; C. Galli, «Hannah Arendt e le categorie politiche della modernitá», en id., M odem itá, Bolonia, II Mulino, 1988, págs. 205-223; R. Esposito, Irrappresentabile polis, cit.; Ci. Duso (a cargo de), Filosofía Política e Pratica del Pensiero. Eric Voegelin, Leo Strauss, Hannah Arendt, Milán, Franco Angeli, 1988; P. Flores

tica una dignidad propia y una trascendencia que no deban de pagar de modo alguno el precio del monismo schmitttiano ni del elogio de los Strauss y Voegelin. Se pone en fin siempre más a la vista la idea según la cual la crítica de la autora a la modernidad y a sus principales categorías no entraña el lamen­ to sobre la unidad y el orden rotos y ni siquiera el llanto por una comunidad perdida. Si, y de modo particular en Francia, la filosofía política de I lannah Arendt sigue alimentando reflexiones sobre la demo­ cracia'’1, en el mundo anglosajón se la cita para apoyar las razo­ nes de este o de aquel partido en la contienda entre liberalismo y «comunitarismo»62. Si entre los comunitarians hay algunos que utilizan el pensamiento de la autora, apoyándose en su pre­ sunto aristotelismo que conduce a reafirmar la necesidad de un cilios compartido, entre los que creen en los ideales universales

I)'Arcáis, «L’esistenzialismo libertario di Hannah Arendt», Ensayo a modo ile introducción a H. Arendt, Política e menzogna, Milán, SugarCo, 1985, págs. 7 -8 1. Por último véase P. Flores D'Arcais, Esistenza e liberta. A p a rti­ ré di Hannah Arendt, Génova, Marietti, 1990. [Trad. esp.: Hannah Arendt, existencia y libertad, Madrid, Tecnos, 1996.] M I)c entre los intérpretes franceses, Claude Lefort ha sido seguramen­ te el que más ha buscado extrapolar una teoría de la democracia de la icllexión tic la autora. Cfr. C. Lefort, «Une interpretation politique de l’antisémilisme: Hannah Arendt (I). Les juifs dans l'Histoire de la liberté», Commentaire, VI, núm. 20, 1983, págs. 654-660; id., «Une interpretation politique de I antisémitisme: I lannah Arendt (II), Fantisémitisme et les ambiguités de la démocratie», Commentaire, VI, núm. 21, 1983, págs. 21-28, que aunque tra­ ten el problema específico del antisemitismo contienen también considera­ ciones muy interesantes sobre la filosofía política «dem ocrática» de la autora. Pero véanse sobre todo C. Lefort, L'invention dém ocratique, Pai is, Fayard. 1981; id., «Hannah Arendt et la question du politique», en id., ís s a is sur le politique (XIXe-XXe siecles), París, Senil, 1986, págs. 59-72; id , Écrire a l ’épreuve du politique. París, Calmann-Lévy, 1992. Señálase también: J.-M. Ferry, «Les transformations de la publicité politique», Hcr­ ines, núm. 4, 1989. 1 Para una ejemplificación de las posiciones que dan vida a la contro­ versia entre liberalismo y «comunitarismo», véase A. Ferrara (a cargo de), ( 'omunitarismo e liberalismo, Roma, Editori Riuniti, 1992; el volumen con­ tiene ensayos de K. Baynes, R. Dworkin, Ch. Larmore, A. Maelntyre, M. S. Moore, M. J. Sandel, Ph. Selznick, Ch. Taylor, .1. Waldron, B. Williams.

de la cultura democrático-liberal hay autores que insisten sobre la imposibilidad de reducir la filosofía política arendtiana a esas posturas «liberales» que una «devoción» a las comunida­ des particulares conllevaría. Los textos arendtianos de esta ma­ nera han sido utilizados para lograr una nueva definición de la noción de ciudadanía63. Uno de los méritos indudables de este debate es el haber contribuido a poner en primer plano el problema del «republi­ canismo» de Hannah Arendt: entre las diversas etiquetas que se han querido aplicar a su pensamiento político, es seguramente la menos inapropiada. En los últimos veinte años, gracias sobre todo a la obra de John Pocock64, quien ha sabido desarrollar a tiempo algunas sugestiones contenidas en La condición humana y Sobre la revolución, se ha hecho la luz sobre un capítulo de la historia del pensamiento político a menudo olvidado: precisa­ mente el de la tradición republicana. Cada vez más se tiende a situar la obra de la autora65 dentro de las coordenadas teóricas de tal tradición. Esta es la hipótesis interpretativa del último li­ bro importante de Margaret Canovan66, una investigación que

63 Véase por ejemplo, M. Passerin d’Entréves, «Agency, Identity and Culture: Hannah Arendt’s Conception o f Citizenship», Praxis International. IX, núms. 1-2, 1989, págs. 1-24, vuelto a publicar en id.. The Political Phi­ losophy o f Hannah Arendt, Londres-Nueva York, Routledge, 1994, pági­ nas 139-166. Intenta formular una teoría radical de la democracia, a partir del pensamiento político de Hannah Arendt, P. Hansen, Hannah Arendt. Po­ litics, H istory an d Citizenship. Cambridge, Polity Press, 1993. M Cfr. J. G. A. Pocock, The Machiavellian Moment: Florentine Political Thought and the Atlantic Republican Tradition. Princeton, Princeton University Press, 1975. 65 Véanse por ejemplo, P. Springborg, «Hannah Arendt and the Classical Republican Tradition», en G. T. Kaplan y C. S. Kesslcr (eds.), Hannah Arendt. Thinking, Judging, Freedom, cit., págs. 9-17; id., «Arendt, Republicanism and Patriarchalism», H istory o f Political Thought, X, núm. 3, 1989, págs. 499-523. Por lo que respecta a los intérpretes alemanes, cfr. E. Vollrath, Grundlegungeinerphilosophischen Theorie des Politischen, cit., y la monografía de W. Heuer, Citizen. Persónliche Integritát und politisches Handeln. Eine Rekonstniktion des politischen Humanismus Hannah Arendts. cit. 66 Cfr. M. Canovan, Hannah Arendl. A Reinterpretation o f H er Political Thought. Cambridge, Cambridge U. P, 1992.

ha durado casi veinte años y que intenta acabar con algunos de los lugares comunes sobre el pensamiento arendtiano que aún recorren el mundo intelectual anglosajón. La conclusión a la que llega a través de un análisis agudísimo de los textos políti­ cos es la siguiente: el resultado de la reflexión de Hannah Arendt no desemboca en una idealización anacrónica de la p o ­ lis ni se configura como un «hiperpoliticismo» irracional y am­ biguo. De la confrontación con la experiencia totalitaria, Arendt saldría sosteniendo una postura «republicana radical». Se trata­ ría, sin embargo, de un republicanismo que, aunque traiga remi­ niscencias de los autores clásicos de esa tradición, está impreg­ nado de un profundo respeto por la pluralidad y la libertad indi­ vidual. Lo que terminaría en un humanismo bastante diferente del optimista e iluminado; un «humanismo severo», temperado por el sentido trágico de los límites de la existencia. Justamente sería esta visión trágica de la condición humana la que impediría a la autora señalar una «utopía participativa»67. Si el pensamiento arendtiano es una variante interna de la tradición republicana; si representa solamente una versión ac­ tualizada del aristotelismo; si se configura como una revisión del universalismo o si por el contrario se puede equiparar a esas posturas que ponen radicalmente en cuestión los valores y las nociones universales; todos estos son los interrogantes puestos enjuego por la animada discusión filosófico-política ocasiona­ da por la publicación postuma de las Lectures on K a n t’s Politi­ cal Philosophy^. Me refiero al debate sobre el juicio político que ha implicado y sigue implicando a filósofos y teóricos po­ líticos de las más diversas proveniencias. Examinaré y no pre­ cisamente al azar las distintas perspectivas en cuestión en las conclusiones del presente trabajo. Estoy efectivamente conven­ cida de que si las reflexiones sobre el juicio no dicen la última palabra sobre la filosofía política de Arendt, ayudan sin embar­ go a aclarar definitivamente cuáles son los territorios que no se 67 Ibídem, págs. 201-252. 68 Para una discusión de ese debate filosófico-politico, remito al capítu­ lo décimo del presente trabajo: «Un conciliación imposible», en particular la sección «Contiendas sobre la herencia arendtiana».

pueden anexionar. Anticipo tan sólo, justificando así el acerca­ miento adoptado, que me parece equivocado acercarse a la filo­ sofía política de Arendt con el intento de arrancarle respuestas precisas sobre cómo conciliar los presupuestos de una «política auténtica» con un determinado orden político e institucional. Pues si es posible sacar más de una sugerencia para el presente, de su obra no surge ningún proyecto articulado. 5. El replanteamiento de la política forma para Hannah Arendt un todo con la operación de démontage que se viene lle­ vando a cabo con respecto a la historia de la metafísica y de la filosofía política. Aun las reconstrucciones más fieles muy a menudo no tienen en debida cuenta la estrechísima conexión entre estos dos momentos teóricos; los dos aspectos, el filosó­ fico y el político, se indagan así de forma separada, no guar­ dando la mayoría de las veces ninguna relación. Si no se presta atención a las exigencias crítico-deconstructivas de las que el pensamiento de Arendt se hace portador, no se comprenden tampoco las conclusiones a las que llega con respecto a la polí­ tica, ni se comprende por qué es para ella tan necesario cortar los puentes con casi todos los tratados sobre la política que le han precedido. Afrontar la filosofía política de Hannah Arendt partiendo de su crítica a la metafísica y a la filosofía política significa subrayar con ello, a través de la luz retrospectiva de La vida del espíritu, que la trama de su reflexión está constitui­ da por un inextricable entrecruzado de filosofía y de política. El título Vida del espíritu y tiempo de la Polis utiliza pues dos metonimias para expresar el estrecho vínculo que suelda en un único discurso la crítica a la tradición metafísica y a la reafir­ mación de la dignidad de lo político.

l 'l fin de la metafísica como origen y horizonte de la reflexión arendtiana I

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A pesar de que esté reconocida casi unánimemente la inlluencia que la filosofía de la existencia ejerce sobre el pensa­ miento de Hannah Arendt, la literatura crítica continúa dividién­ dose con respecto a la entidad y a la relevancia de la deuda intelectual de la autora con respecto a Martin Heidegger. Los estudios se despliegan sobre una línea de demarcación que sij'iie una curiosa lógica de geopolítica cultural1. Al número 1 Descontadas las excepciones obvias, se puede sostener que la literatui.i crítica francesa e italiana es más propensa que la alemana y que la de ám­ bito anglosajón a encontrar en la filosofía de Martin 1leidegger el anteceden­ te teórico más influyente de la reflexión arendtiana. Como ejemplos de estas interpretaciones opuestas véanse por lo menos, entre los ensayos italianos y IVnnceses, A. Dal Lago, «Una filosofía della presenza. Hannah Arendt, Heiilcgger e la possibilitá dell’agire», en R. Esposito (a cargo de). La Pluralitá lrrai>i>resentabile, cit., págs. 93-109; F. Fistetti, «M etafísica e política in “La vita della mente”», en id.. Idoli del Político, Bari, Edizioni Dédalo, 1990, págs, 207-279; L. Boella, «Hannah Arendt “fenomenologa”. Smantellamenlo della m etafísica e critica dell’ontologia», en aut aut, núms. 239-240, 1990, págs. 8 3 -1 10; J.-F. Mattei, «L’enracinement ontologique de la pensée

siempre en aumento de ensayos y de artículos, que buscan de manera analítica los puntos de contacto entre dos autores2, se contrapone «el partido» de aquellos que admiten la presencia de «algún» eco heideggeriano, pero que afirman resueltamente su insignificancia con respecto a influencias bastante más im­ portantes: las de Aristóteles precisamente o bien las de Kant3, o aún las de Kant y de Jaspers juntos. Un Jaspers, se entiende, de­ purado de cualquier contaminación con la filosofía de Heideg­ ger. Como si para algunos de estos estudiosos intérpretes in­ cluir a Hannah Arendt entre los pensadores heideggerianos, o mejor dicho post-heideggerianos, significase necesariamente «adjudicar» a la autora un peligroso nihilismo que comprome­ te la imagen humanista que quieren restituirnos. Un ejemplo emblemático de este acercamiento interpretati­ vo es representado por Emst Vollrath, quien en otros muchos

politique chez Heidegger et Hannah Arendt», A nnales d e la Faculté des L ettres et Sciences H um aines de Nice, núm. 49, 1985, págs. 119-144; M. Revault D ’Allones, «Lectures de la Modemité: Heidegger, C. Schmitt, H. Arendt», Temps M odem es, núm. 523, 1990, págs. 89-108 y, entre los es­ tudios alemanes y anglosajones, los de E. Vollrath, «Hannah Arendt und Martin Heidegger», en A. Gethmann-Siefert y O. Poggeler (eds.), Heidegger und diepraktische Philosophie, Frankfurt, Suhrkamp, 1988, págs. 357-372; W. Heuer, Citizen. Persónliche lntegritát und politisches Handeln. Eine Rekonstruktion des politischen Humanismus Hannah Arendts, Berlín, Akademie Verlag, 1992, en particular las págs. 203-246; M. Canovan, «Sócrates or Heidegger? Hannah Arendt’s Reflections on Philosophy and Politics», So­ cial Research, LVII, núm. 1, 1990, págs. 135-165; S. Benhabib, «Hannah Arendt and the Redemptive Power o f Narrative», Social Research, 1990, cit., págs. 167-196. 2 Para un intento de reconstrucción conjunta de los lazos filosóficos en­ tre Martin Heidegger y Hannah Arendt, véase D. R. Villa, Arendt and Hei­ degger - Being and Politics, tesis doctoral, Princcton University, 1987 y tam­ bién L. P. Hinchmann y S. K. Hinchmann, «In Heidegger’s Shadow: Hannah Arendt’s Phenomenological Humanism», The Review o f Politics, XLVI, núm. 2, 1984, págs. 183-211. 3 Véase E. Vollrath, Grundelegung einer philosophischen Theorie des Politischen, Wurzburgo, Kónigshausen-Neumann, 1987; id., «Hannah Arendts Kritik der politischen Urteilskraft», en P. Kemper (ed.), D ie Zukunft des Politicshen. Ausblicke a u f Hannah Arendt, Frankfurt, Fischer Verlag, 1993, págs. 34-54; R. Beiner, Political Judgment, Londres, Methuen, 1983.

.ispéelos ha desarrollado un importante papel de clarificación del pensamiento arendtiano. Su modo de proceder— comparti­ do, como tendremos ocasión de observar, también por otros au­ tores consiste en elaborar rígidas contraposiciones entre los dos pensadores. Tomando al pie de la letra, quizá de manera Voluntariamente ingenua, algunas afirmaciones de la autora4 e interpretando a Heidegger solamente sobre la base de las polé­ micas afirmaciones de su ex alumna aislándolo por lo tanto de aquellas en las que ella reconoce explícitamente su propia deuda Vollrath acaba esbozando un perfil de Hannah Arendt en donde cada trazo se define por contraposición a la figura de I leidegger. Cuando Arendt presta atención a la pluralidad, a la i ontingencia y a la fenomenología, Heidegger permanece pri­ sionero de un pensamiento «egocéntrico» y «solipsista». Mientras que Arendt quiere liberar la política de las pesadas hipote­ cas de la metafísica, Heidegger busca garantizar la hegemonía de la filosofía en los asuntos humanos. En pocas palabras si el II uto de la filosofía heideggeriana es, en la mejor de las hipóte­ sis, una concepción del sujeto privado de su integridad huma­ na, y cuya «autenticidad» consiste en la solitaria escucha del Ser, la obra arendtiana, por el contrario, nos devuelve la imagen del hombre abierto a todo, como un «ser dotado de sentido», «un ser agente en grado de comprender y de ser comprendido por los demás»5. No pretendo negar que existen diferencias significativas entre los dos filósofos, ni tampoco que la distancia que los se­ para sea para algunos motivo de discusión en el modo expues­ to aquí rápidamente, pero es probable que la voluntad de un cambio decisivo en lo relativo a las intricadas interseciones y profundas convergencias que unen a los dos pensadores lleve a simplificar excesivamente, no sólo la filosofía de Heidegger,

4 Me refiero a las afirmaciones con las que Hannah Arendt prefería deI mirse como una «teórica de la política», o una «especie de fenomenóloga» más que como una filósofa: cfr. 11. Arendt, «Was bleibt? Es bleibt die Muttersprache. Ein Gesprách mit Günther Gaus (1964)», en A. R eif(ed.), Gespráche mi! Hannah Arendt. Munich, 1976. ' E. Vollrath, Hannah Arendt und Martin Heidegger. cit., pág. 367.

sino también las coordenadas teóricas en donde situar la filoso­ fía política arendtiana. Entre las consecuencias más frecuentes de esta imposición interpretativa está la de considerar como in­ compatibles y excluyentes el pertenecer al ámbito del pensa­ miento heideggeriano y en general existencialista y el uso ma­ nifiesto que la autora hace de las distinciones y de las nociones aristotélicas. Como se ve en parte en los capítulos precedentes, a menudo se ha señalado su intento de combinar aristotelismo y existencialismo como la fuente de las contradicciones, de las aporías y de las oscuridades que se pueden encontrar en las obras arendtianas6. Estoy convencida, como ya he apuntado, de que más bien se debe afrontar la cuestión investigando la génesis y el signifi­ cado del uso que Hannah Arendt hace de las categorías aristo­ télicas. Muchos de los neoaristotélicos, que se proclaman a la vez arendtianos, podrían no apreciar que el hecho mismo de admitir en el interior de su propia construcción conceptual al­ gunas nociones cambiadas de Aristóteles constituye la primera de las numerosas deudas teóricas que la autora ha contraído ha­ cia Martin Heidegger. Recientemente, otra vez gracias a Gadamer, se ha sacado a la luz la importancia de la Etica a Nicómaco para la elabora­ ción de la «ontología fundamental» de El ser y el tiempo. Ya en 1922, en unas lecciones sobre Aristóteles y el concepto de phronesis7, la noción de la prudencia aristotélica asume la im­ 6 Éstas son precisamente las tesis, entre otros, de B. Parekh, Hannah Arendt an d the Search f o r a New Political Philosophy. cit.; G. Kateb, Han­ nah Arendt: Politics, Conscience, Evil, cit.; J.-M. Schwartz, «Arendt’s Poli­ tics: The Elusive Search for Substance», Praxis Internationa!, IX, núms. 1-2, 1989, págs. 25-47; M. Jay, Hannah Arendt: O pposing Views, cit.; S. Wolin, Hannah Arendt and the Ordinance ofTime, cit.; E. Gellner, «From Kónigsberg to Manhattan (or Hannah, Rahel, Martin and Elfridc or the Neighbour’s Gemeinschaft)», en id , Culture, Identity and Politics, Cambridge, Cambrid­ ge University Press, 1988, págs. 75-110. [Trad. esp.: Cultura, identidad y política, Barcelona, Gcdisa, 1988.] La exposición más completa y que resume la actitud de Heidegger con respecto a Aristóteles, sobre el cual desde el inicio de los años 20 impartió lecciones y seminarios, está contenida en el así llamado N atoip Bericht, un ensayo enviado por Heidegger a Natorp en otoño de 1922, en donde presen-

portancia que revestirá en la analítica existencial. Importancia manifestada ulteriormente en un escrito de reciente publica­ ción8 que contiene la transcripción de algunas lecciones heideggerianas, impartidas en el semestre invernal 1924-25 en Marburgo — a las que Arendt había asistido— y dedicadas a la ‘ interpretación del Sofista platónico. Por lo que respecta a nuestro estudio basta señalar que en esas lecciones Heidegger I i|a el problema de significado asumido por la filosofía gracias .1 Sócrates, a Platón y a Aristóteles; de cómo la filosofía está siendo entendida no como sencilla doctrina, sino más bien como una forma y una modalidad de «existencia». Y es sobre todo la Ética a Nicómaco el texto que más claramente expone n la luz cómo la forma más alta «de estar en la verdad» accesi­ ble al hombre consiste en llevar una vida totalmente consagra­ da a la sophia. En su desvelar la «vuelta» que señala el paso de la filosofía como doctrina a la filosofía como modo de vida, el

la el m ism ísim o programa de búsqueda sobre Aristóteles, con el título In­ terpretaciones fen om en ológicas de A ristóteles. El escrito ha perm aneci­ do por más de setenta años inédito. Gadamer poseia una copia, que prime­ ro se perdió y posteriormente se encontró y publicó en 1989: M. HeidegHcr, «Phanom enologische Interpretationen zu Aristóteles. A nzeige der liermeneutische Situation», edición de H.-V Lessing, D ilth ey Jahrbuch. núm. 6, 1989, págs. 237-269 acompañada de una presentación de Gadamcr, «Heideggers Theologische Jugendschrift», D ilthey Jahrbuch. cit., págs. 228-234. Sobre la importancia de Aristóteles para la elaboración de l;i «ontología fundamental» véase F. Volpi, H eidegger e A ristotele, Padua, I )aphne, 1984, y F. Volpi, «L’esistenza com e “praxis” . Le radici aristotelii lie della terminología di “Essere e Tempo”», en G. Vattimo (a cargo de), tilo so /ia ‘91, Roma-Bari, Laterza, 1992, págs. 215-251, que reconstruye i on extremo rigor los lugares en los que Heidegger antes de E l se r y el tiempo se confronta con Aristóteles al igual que informa sobre las vicisiindes editoriales de las distintas lecciones y seminarios heideggerianos sobre Aristóteles. K M. Heidegger, «Platón: Sophistes, Marburger Vorlesung Wintersemester 1924/25», en M. Heidegger, Gesamtausgabe. II. Abteilung: Vorlesungen ¡919-1944, Band 19, Frankfurt, Klostermann, 1992 (editado por I Schussler). De ahora en adelante citado MHGA, XIX. Véase también las i lases impartidas en el semestre invernal 1929-30, M. Heidegger, «Die 53, págs. 303-327, y ha sido incluido com o conclusión de la nueva edición de 1958 de The Origins o f Totalitañanism, cit., págs. 460-479. [Trad. esp.: I os orígenes del totalitarismo, op. cit.]

recapitular el papel desempeñado por el antisemitismo, desde el hundimiento del estado nacional, del racismo, de la expan­ sión imperialista, Arendt parece aquí interesada en captar algo que no duda en definir como la «verdadera naturaleza» del tota­ litarismo, «verdadera naturaleza» que no es identificable ha­ ciendo solamente referencia a la interacción de esos fenómenos y de tales acontecimientos20. Esquematizando, ésta aparece como una nefasta combinación de determinismo y de hybris, una absolutización nihilista del homo faber que arrastra hacia la total desvalorización del mundo y de la naturaleza, hacia el desprecio radical con respecto a los límites que la realidad impone. En el poder totalitario se encuentran — potenciándose recí­ procamente— el delirio subjetivista de la metafísica moderna, según el cual «todo es posible», y la mentalidad evolucionistaprocesualista de la modernidad tardía, que rechaza considerar y aceptar «cualquier cosa así como es» para interpretar «todo como simple estado de un ulterior desarrollo». En los regíme­ nes totalitarios cualquier cosa es posible, también el transfor­ mar la naturaleza del hombre: basta ponerse de acuerdo con «aquellas irresistibles leyes del movimiento» — la Naturaleza y la Historia que determinan la vida de los individuos particu­ lares. Entonces en el totalitarismo «no está en juego el sufrimien­ to, del que ha habido siempre demasiado en la tierra, ni el nú­ mero de las víctimas, está en juego la naturaleza humana en cuanto tal»21. La «metapolítica totalitaria», haciéndose fuerte por la llamada al poder de las leyes de la Naturaleza y de la His­ toria, se dirige a transformar la naturaleza humana que, en sus datos, se opone al proceso totalitario. Se trata, efectivamente, de construir una nueva naturaleza del hombre de la que se ex20 Arendt había afrontado ampliamente el problema de la «naturaleza» del totalitarismo, desde un punto de vista teórico y no histórico, en un escrito inédito cuyo título es On the Nature o f Totalitarianism: Essay in Understanding, 1952-1953, Library o f Congress, Washington, Manuscripts División, «The Papers o f Hannah Arendt», box 69, de donde se extrajo luego el ensa­ yo sobre «Ideology and Terror», y el artículo «Understanding and Politics». 21 H. Arendt, The Origins o f Totalitarianism, cit., pág. 459. [Trad. esp.: op. cit.]

tirpe cada rasgo que no se someta a una ley universal/Gracias sobre todo a los campos de concentración — verdaderos «labo­ ratorios en donde se intenta poner en práctica la creencia fun­ damental según la cual todo es posible»22— se realiza final­ mente el proyecto de una única Humanidad indistinguible en ‘sus múltiples miembros. Lo que era una pura abstracción del pensamiento, una hipóstasis que desempeñaba el papel de suje­ to colectivo en las filosofías de la historia de los siglos xvm y xix, en Auschwitz deja de ser una ficción. En los campos de exterminio, los seres humanos se han convertido verdadera-. mente en meros ejemplares intercambiables de la especie. Re­ ducidos a un haz de necesidades biológicas, pierden la imprevisibilidad y la diferencia que son la consecuencia de la liber­ tad y del hecho de que «no el Hombre, sino los hombres viven en la tierra». Todo esto se obtiene gracias al terror, «la esencia del po­ der totalitario»23, que «agolpando a los hombres unos contra otros [...] destruye el espacio entre ellos» y precisamente «sus­ tituye a los límites y a los canales de comunicación entre los individuos, un vínculo de hierro, que los tiene así estrecha­ mente unidos hasta hacer desaparecer su pluralidad en un úni­ co Hombre de gigantescas dimensiones»24. Con este instru­ mento el totalitarismo logra enteramente su propósito: «Elimi­ nar los individuos por la especie, sacrificar las partes por el todo.» Porque si «el régimen totalitario pretende llevar a efec­ to la ley de la Historia y de la Naturaleza»25 su proceso no pue­ de ser entorpecido por la libertad y por la contingencia que toda acción, todo nuevo inicio, lleva consigo. «La fúerza so­ brehumana de la Naturaleza o de la Historia tiene un propio inicio y un propio fin y puede por ello encontrarse obstaculizada únicamente por el nuevo inicio y por el fin individual que se origina por la vida de cada ser humano»26. 22 23 24 25 26

Ibídem, Ibídem, Ibídem, Ibídem, Ibídem,

pág. 414. pág. 465. pág. 465. págs. 461-462. pág. 465.

Para que todos tomen parte en este delirio colectivo, se hace necesaria la elaboración de un «supersentido ideológico». Si el análisis del terror como dispositivo dirigido a acelerar el proceso de la Naturaleza y de la Historia tiene como referente filosófico polémico las filosofías dialécticas de la historia, so­ breentendiendo el análisis de la ideología y de la mentalidad to­ talitaria, se está en condiciones favorables de vislumbrar un ataque más general al funcionamiento total de la metafísica. En el totalitarismo pues no están implícitas solamente las filo­ sofías dialécticas, sino la misma construcción lógica del con­ cepto por el cual se rige la metafísica. Efectivamente, para Arendt la ideología totalitaria ñinciona exclusivamente basán­ dose en la coherencia lógica. El imperativo que la domina es el de hacer entrar dentro de los rígidos eslabones del concepto toda la realidad: no solamente el presente con sus infinitas con­ tradicciones sino también el pasado, incluso a costa de volver­ lo a escribir, y el futuro, con el fin de cancelar su imprevisibilidad. Es decir, que a través de la ideología se intenta que el sistema se vuelva totalmente impermeable frente a la refuta­ ción de lo real; y si lo que ocurre, ha ocurrido o lo que ocurri­ rá contradice el presupuesto ideológico, son los hechos, y no tal presupuesto, los que hay que cambiar. Vale la pena dejar hablar al texto arendtiano en algunos de sus pasajes cruciales: «Una ideología es literalmente lo que su nombre indica: es la lógica de una idea [...]. La ideología trata el transcurso de los acontecimientos como si siguiese la misma “ley” de la exposición lógica de su “idea”. Esta pretende cono­ cer los misterios de todo el proceso histórico los secretos del pasado, los enredos del presente, las inseguridades del futuro— en virtud de la lógica inherente a su “idea”»27. Y también: «Se supone que el movimiento de la historia y el proceso lógico del concepto corresponden el uno al otro, de modo que todo cuanto ocurre, ocurre según la lógica de la “idea”. En todo caso el úni­ co movimiento posible en el reino de la lógica es el proceso de

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Ibídem, pág. 469.

deducción de una suposición»28. Emancipado ahora ya por la experiencia y siendo independiente de los posibles cambios provocados por hechos reales, «el pensamiento ideológico [...] insiste sobre una realidad “más verdadera” que está escondida detrás de las cosas perceptibles dominándolas todas y que se ndvierte solamente cuando se dispone de un sexto sentido»29. «La camisa de fuerza de la lógica», «su coacción puramen­ te negativa»30 — que en el ámbito filosófico tiene un equivalen­ te en el principio de identidad que aleja las contradicciones se demuestra de esta manera altamente productiva en construir un sistema imaginario, «más verdadero», en donde la realidad, homologada sin residuos a la ideologia, está completamente despotenciada en sus aspectos «perturbadores». Para conjurar el peligro de la irrupción de lo real, las ideologías «ordenan los hechos en un mecanismo absolutamente lógico que parte de tina suposición aceptada de manera axiomática, deduciendo otra cosa completamente diferente; procediendo de esta mane­ ra con una coherencia que no existe en absoluto en el reino de la realidad»31. Si se pudiese con una sola frase resumir en qué consiste, en última instancia, el funcionamiento totalitario, se podría decir que éste manipula los datos ya sea de manera ideal (la pro­ paganda) ya sea eficazmente (los campos de concentración y el terror) hasta el punto de hacerlos desaparecer bajo la idea que funciona de la única suposición indiscutible de la ideolo­ gía. Ya sea ésta la idea de la sociedad sin clases, ya sea la idea de la raza superior que tiene que dominar la tierra, su dinámica consiste en aniquilar lo que podría contradecir el presupuesto de partida. Y por estos motivos, paradójicamente, en el infierno de Auschwitz se hace trágicamente verdad la identidad de Idea y Realidad, de Ser y de Pensamiento, sobre la cual la metafí­

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pág. 469. pág. 470. págs. 469-470. pág. 470.

sica, desde Platón a Heidegger, no ha dejado nunca de in­ sistir. En la descripción del funcionamiento ideológico totalita­ rio, Arendt hace pues, al mismo tiempo, una crítica al principio de la omoiosis, al principio de la homologación de idea y de realidad que con su dinámica excluyente es, a su juicio, el fun­ damento sobre el cual la metafísica se ha constituido desde siempre como discurso hegemónico. Esto se manifiesta con claridad cuando se revisan las tesis de Los orígenes del totalita­ rismo a la luz de algunas consideraciones contenidas en La vida del espíritu. En particular, de aquellas reflexiones sobre el poder coactivo de la verdad, cuando la propia verdad está pen­ sada en forma de orthotes, de la corrección y de la adecuación entre cosa y representación. O bien de esas páginas de La vida del espíritu, en donde examinando las principales «falacias metafísicas», se señala con el dedo la peligrosa autonomía del razonamiento lógico. Construyendo éste una cadena deductiva desde una premisa dada, «ha cortado de manera definitiva todo nexo de unión con la experiencia viva; y esto ocurre únicamen­ te porque la suposición, un hecho o una hipótesis, se supone autoevidente y por lo tanto no sujeta a desaliento por parte del pensamiento»32. Otro elemento de la continuidad, que se recoge desde la primera hasta la última obra de Hannah Arendt, se puede encontrar en aquellos pasajes de Thinking en donde se habla, como constituyente de la metafísica, de la experiencia de la soledad del pensamiento; una soledad de la que la mente se resarce con creer «poder poner entre paréntesis la realidad, desembarazándose de ella, tratándola como si sólo fuese una simple impresión». «Todo sistema filosófico — efectivamen­ te— se preocupa por ofrecer a la inquietud de la mente una es­ pecie de habitat espiritual, una morada segura»33. Es suficiente 32 H. Arendt, The Life ofthe Mind, cit., pág. 87. [Trad. esp.: op. cit./ Sobre el poder coactivo de la verdad entendida como orthotes y en general sobre el poder coactivo de la lógica y de su principio de no contradicción también insis­ te H. Arendt, «Truth and Politics», en id.. Between Past andFuture. Eight Exercises. cit., págs. 227-264 [trad. esp.: Entre el pasado y el Jutum. Barcelona, Península, 1996]; véase también el inédito On the Nature o f Totalitarianism, cit. 33 H. Arendt, The Life o fth e Mind. cit., pág. 115. [Trad. esp.: op. cit.]

recordar que ya en «Ideology and Terror» se atribuía el «éxito» de las ideologías totalitarias al hecho de que éstas ofrecían la promesa de infalibilidad a una mente humana que, ahora ya de­ sarraigada y aislada de un mundo y de un sentido común, esta­ ba únicamente ávida de coherencia; a una mente humana que, de todas formas, también en situaciones menos extremas, está obsesionada por el temor de perderse en las contradicciones de las que la realidad está sembrada34. 3. Hannah Arendt nunca ha puesto directamente ante la mirada de sus lectores estas intrincadas direcciones de su pen­ samiento que. por una parte, la llevan a interpretar el totalitaris­ mo de manera por decirlo así filosófica y, por otra, a hacer derivar del replanteamiento sobre la «catástrofe política del siglo xx» una interrogación sobre los posibles elementos totalitarios conteni­ dos en la tradición filosófica. Tan sólo en pocas cartas privadas y en algunos escritos inéditos Arendt hace explícita esta conexión. Ya en 195135, escribiendo a Karl Jaspers con respecto al «mal radical», después de haber aclarado cómo éste no tenía nada en común con motivos tales como el interés y el egoísmo «aún conce­ bibles según una medida humana», observaba: Ignoro qué es verdaderamente el mal radical hoy, pero me parece que en cierto modo tiene relación con los si­ guientes fenómenos: la reducción de los hombres en cuan­ to hombres a ser absolutamente superíluos, que significa no ya afirmar su superficialidad al considerarlos medios para utilizar, lo que dejaría intacta su naturaleza humana y ofendería solamente su destino de hombres, sino además hacer superflua su calidad misma de hombres. Esto ocurre cuando se elimina cualquier impredictahility, esa imprevisibilidad que está en el destino y que corresponde en los hombres a la espontaneidad. Todo ello, a su vez, deriva, o mejor dicho, está en estrecha conexión con la loca ilusión ’4 Cfr. H. Arendt, The Origins o f Totalitarianism, cit., págs. 475-477. | liad, esp.: op. cit.] ■ ’5 Véase la carta de Arendt dirigida a Jaspers con fecha del 4 de marzo de 1951, en H. Arendt, K. Jaspers, Briefswechsel, cit., págs. 202-203.

de una omnipotencia (no sencillamente con una voluntad de potencia) d e l hombre. Si el hombre en cuanto hombre fuese omnipotente, entonces no sería necesario preguntar­ se por qué tienen que existir lo s hombres, exactamente como en el monoteísmo; solamente la omnipotencia de Dios es el carácter que hace que Dios sea UNO. En este sentido la omnipotencia d e l hombre hace superfluos a los hombres. [...] Y ten g o la so s p e c h a d e q u e en to d o e s te en ­ re d o la f ilo s o f ía n o e s in o c e n te y lib r e d e to d a m a n ch a .

Naturalmente no en el sentido de que Hitler tenga algo que ver con Platón [...]. D iría , m á s b ien , en e l s e n tid o d e q u e e s ta f ilo s o fía o c c id e n ta l n u n ca ha te n id o un c o n c e p to p u ro d e lo p o lític o y no podía tenerlo, porque ésta ha hablado necesariamente d e l hombre y ha tratado del dato del hecho

de la pluralidad sólo incidentalmente. Pero todo esto no tenía que haberlo escrito, se trata de ideas aún no madura­ das. Perdóneme36. Pero con poco más de un mes de distancia Arendt afirma­ ba las mismas ideas, quizá con menor perplejidad, en una car­ ta a Eric Voegelin, todavía inédita, en donde se preguntaba precisamente, con respecto al totalitarismo, «qué es lo que no funcionaba en nuestra tradición», presentando una respuesta según la cual «este algo» tenía algo que ver con «el aleja­ miento por parte de la filosofía, desde sus inicios, de la plu ­ ralidad de los hombres y de su obstinación sobre la abstrac­ ción del Hombre». Retomaba luego la hipótesis de que si ha­ bía que hablar de una esencia del totalitarismo, entonces quizá ésta podía ser resumida «en la omnipotencia del Hom­ bre que hace superfluos a los hombres de la misma manera que la omnipotencia de Dios tiene por consecuencia necesa­ ria el monoteísmo». La fuerza destructiva que se realiza con­ cretamente tan sólo en el totalitarismo no está contestada sim­ plemente en el delirio que hace que todo sea posible, sino en la presuposición de tal afirmación, es decir, «que exista algo, como el hombre al singular colectivo que asuma en sí mis-

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mo un poder que no conoce límites», mientras se trata por el contrario de reconocer que «el poder de los hombres viene li­ mitado por la naturaleza, por la pluralidad y por la existencia ile hecho de sus propios semejantes»37. Es inútil llamar una vez más la atención sobre cómo estos úiismos temas están todavía en el centro de la última obra arendtiana, en donde se formaliza un verdadero y auténtico proceso con respecto a toda la historia de la metafísica. Si se quisiese, sin embargo, imaginar un orden genético en el interior del itinerario de la autora, sería evidente que estas «ideas toda­ vía no maduradas», que había comunicado a Jaspers y a Voegelin, adquieren una fisionomía siempre más precisa a medida que Arendt destruye el papel desempeñado por la filosofía de Marx al hacer de trámite entre la tradición filosófica y el tota­ litarismo, en este caso el estalinismo. Si se examinan esos escritos inéditos, no demasiado poste i iores a Los orígenes del totalitarismo, que tendrían que conlluir en un libro sobre Totalitarian Elements in Marxism38, sur­ Esta carta se incluye en el interior del intercambio de opiniones ocuido entre Arendt y Voegelin a propósito del totalitarismo, que inicia mucho miles de la publicación en la Review o f Politics, en 1953, de la recensión de Voegelin y de la contestación de Arendt. Voegelin envía una carta a Arendt el 16 de marzo de 1951, abarcando los temas de los orígenes de las ideoloj,>i.is totalitarias, a la que siguen dos misivas de Arendt, con fechas respecti­ vamente de 8 de abril y de 22 de abril de 1951. Las cartas quedaron inéditas y se encuentran en la Library o f Congress, Washington, Manuscripts DiviMon, «The Papers o f Hannah Arendt», Box 15, págs. 010388-010404. las ci­ tas en el texto se encuentran en las págs. 010389-010390. ,x Después de la publicación de Los orígenes del totalitarismo, Arendt habría tenido que continuar la búsqueda ahí iniciada indagando más a fondo el fenómeno del estalinismo. La obra de 1951 se había limitado a afirmar, más que a explicar, una analogía entre estalinismo y nazismo. Faltaba, sobre lodo, casi completamente una encuesta sobre las raíces de la ideología estalimsla y sobre la conexión de ésta con el pensamiento marxista. A diferencia ilcl antisemitismo que había servido de amalgama para dar cuerpo a la masa di- los secuaces del nazismo, el estalinismo era más destacadamente, identifi■ ilile como un producto del «pensamiento» occidental. Pero nunca se escribió «ste segundo libro. En su lugar nos quedan varios manuscritos que testifican de qué modo Marx representa la unión que une la diagnosis arendtiana de la «luí ni nación totalitaria y del planteamiento de su filosofía y de la filosofía po11

ge con evidencia que el nexo que une el volver a pensar de ma­ nera crítico-deconstructiva la filosofía occidental y la indaga­ ción sobre el totalitarismo no es solamente una conjetura del intérprete39.

lílica occidentales. Son fundamentales en esta perspectiva las conferencias pronunciadas en Princeton en 1953: Karl Marx ancl The Tradition o f Western Political Thought, two versions, short and long drafts, Library o f Congress, Washington, Manuscripts División, «The Papers o f Hannah Arendt», Box 64, y además el proyecto de investigación presentado en la fundación Guggenheim: Project: Totalitarian Elements in Marxism (1951-1952), Library o f Congress, «The Papers o f Hannah Arendt», cit., Box 17 (que recoge toda la correspondencia con la Fundación Guggenheim. Correspondence with the Guggenheim Memorial Foundation, «The Papers o f Hannah Arendt», cit.). En este proyecto declara querer ir a la búsqueda del «vínculo que falta entre nues­ tra situación presente, sin precedentes, y algunas categorías tradicionales co­ múnmente aceptadas por el pensamiento político», Project, cit., pág. 012649. 39 La hipótesis interpretativa del último libro importante de M. Canovan está construida enteramente alrededor de la relevancia de tales escritos iné­ ditos. Es absolutamente cierto que leyendo tales escritos la importancia de Marx, para la reflexión arendtiana, se manifiesta bajo una luz nueva que, quizá, las obras publicadas no logran hacemos percibir hasta el fondo. Creo que, en cierto sentido, es excesivo hacer girar toda la reflexión arendtiana al­ rededor del problema Marx. O mejor dicho, no estoy de acuerdo con el modo en que Canovan justifica el recorrido intelectual de Hannah Arendt, com o si se desarrollase linealmente según las siguientes fases: 1. el problema históri­ co planteado por el régimen totalitario; 2. com o continuación y también com o respuesta a las críticas que la acusan de no haber profundizado en la investigación sobre el régimen de Stalin, la búsqueda de las raíces ideológi­ cas del estabilismo, 3. de ahí, el «descubrimiento» de lo crucial del pensa­ miento de Marx, que la lleva a interrogarse en una doble dirección: por una par­ te, sobre la responsabilidad de Marx con respecto de la sociedad de masa en ge­ neral y del totalitarismo en particular; por otra, sobre la medida en la que Marx es todavía prisionero de las categorías de la tradición filosófico-política occi­ dental (de estas dos direcciones Canovan sigue con mayor rigor la primera). Esto, en su opinión, sería el orden secuencial que los textos manuscritos hacen evidente. Sin embargo, considero que la secuencia de los pensamientos arendtianos se ha desentrañado de manera bastante menos lineal y ordenada. Como evidencian las cartas a Jaspers y a Voegelin, Arendt se dispone a analizar el to­ talitarismo, movida por preguntas filosóficas, por llamarlas de algún modo — y ya heideggerianamente planteadas— , para buscar las posibles conexiones entre fenómeno totalitario y tradición filosófica. Las investigaciones sobre Marx, entonces, más que ser el punto de partida de toda la reflexión arendtia-

Las argumentaciones sobre el vínculo que Marx represenlaría entre metafísica, filosofía política y fenómeno totalitario se pueden sintetizar brevemente de la siguiente manera. Si con Karl Marx «por primera vez un pensador se ha convertido en el inspirador directo de la actividad política de un gran país»40, en el caso en cuestión de una política totalitaria, hay que bus­ car los posibles elementos totalitarios presentes en tal pensa­ miento. Si algunos rasgos del marxismo son «fatales» en ma­ nos de Stalin41, la acusación de totalitarismo tiene que ir diri­ gida en realidad a toda la filosofía política que ha precedido a la marxista. Efectivamente, según Arendt, «acusar a Marx de lotalitarismo equivale a acusar a la mismísima tradición occi­ dental de desembocar [...] en la monstruosidad de esta nueva forma de gobierno»42. Justamente porque, a pesar de rebelarse en contra de la filosofía, el filósofo de Tréveris está condicio­ nado por el orden categorial de aquella tradición que quería subvertir43. Si entonces «a Marx no se le puede tratar de manela adecuada sin tener en cuenta la gran tradición del pensa­ miento filosófico y político en el interior del cual se sitúa»44, uno de los objetivos de Arendt será en consecuencia el de evi­ denciar cuáles, de entre las ideas de la tradición, se «precipi­ tan» en el patrimonio filosófico de Marx, y a través de él, aun-

liii, son quizás más bien la ocasión para encontrar una sistematización, una • onexión ordenada, de una enredada maraña de ideas preexistentes. Véase M ( '¡inovan, Hannah Arendt. A Reinterpretation o f her Political Thought, t íunbridge, Cambridge University Press, 1992. H. Arendt, Karl M arx and The Tradition, cit., short draft, pág. 1. 11 Ibídem, pág. 3. 42 Ibídem. 1' A pesar de su voluntad de rebelión, la filosofía marxista no logra sa­ ín de ese modo de pensar en términos de oposición, lo que es el rasgo distin­ tivo tic la metafísica a partir de Platón. Se queda de esta manera en el inteuiii del discurso metafísico aun cuando, kierkegaardianamente y nietzschean.iinente, se opone la fe al intelecto, o se rehabilita la vida perecedera y «iisiblc frente a la verdad inmutable, o bien aún cuando con Marx se enfatii In praxis en perjuicio de la teoría: sobre esto, véanse sobre todo las págin.i. de Tradition and the M odem Age, cit., págs. 25-29. 44 H. Arendt, Guggenheim Correspondence, cit., 1953, pág. 012641.

que no por su directa responsabilidad se «producen» en el to­ talitarismo. Tendremos ocasión de concretar más adelante qué cate­ gorías de la filosofía política Marx hereda de la tradición, de forma más o menos conscientemente, y reformula en su sis­ tema conceptual. Por ahora es suficiente decir que Arendt entrevé, en la perspectiva marxista de un tiempo y de un lu­ gar liberados de la opresión, la proyección del ideal clásico y en particular aristotélico de la isonomía (igualdad entre las leyes). La «ciudad futura» tendría que ser efectivamente ha­ bitada por «iguales», libres de toda clase de dominio. En la concepción de la historia como construcción de la voluntad y de la acción del hombre, para Arendt, reside esa misma te­ leología poiética que induce a Platón a concebir la polis como producto del arte filosófico y lleva a Hobbes a consi­ derar al Leviatán como una construcción de la razón. El su­ jeto de la revolución, además, se configura como una entidad colectiva y universal que, al igual que la voluntad general rousseauniana que vuelve a unir en un solo cuerpo las volun­ tades individuales, afronta el futuro férreamente unido, como si fuese un único individuo gigantesco. Un futuro hacia el que se procede secundando y acelerando al mismo tiempo las leyes del proceso histórico «descubiertas» por la dialécti­ ca hegeliana4'. No ha sido pues Marx el primero en interpretar la acción en términos de póiesis. Platón y Hobbes, con mucho, le han pre­ cedido. Tampoco es únicamente suya la idea de un sujeto co­ lectivo dentro del cual desaparecen los individuos y en donde la particularidad del presente viene sacrificada con vista a una meta futura. La Voluntad general de Rousseau, pero sobre todo el Espíritu Absoluto de Hegel son, de hecho, sus ilustres prede­ cesores. Ni siquiera es originariamente marxista la concepción de un proceso histórico que, aunque construido por el hombre, responde a la llamada del «necesario» movimiento dialéctico. La verdadera «novedad», totalitaria en potencia así por lo 45 H. Arendt, K arl Marx and The Tradition. long drañ, cit., págs. 16-25, pero también H. Arendt, «Tradition and the M odem Age», cit., págs. 18-21

menos se evidencia de las consideraciones arendtianas— , está más bien en haber insertado estos mismos elementos en el interior de una relación teoría-praxis' invertida con respecto a la tradicional. La prioridad marxista de la praxis entrega, por de­ cirlo de alguna manera, a la traducción en acto, a la realización concreta, las dinámicas totalizadoras de aquellas construccio­ nes filosóficas que anteriormente no habían abandonado nunca el reino de la pura teoría. Como si Marx, queriendo que la filo­ sofía fuese inmediatamente práctica, hubiese ofrecido, a la so­ ciedad de masa de la modernidad tardía, la más fácil y dramálica chance de proceder a la eliminación de lo que para la filo­ sofía occidental había constituido solamente la materia de una sencilla «separación» teórica. Involuntariamente Marx habría hecho posible el paso de una negación puramente filosófica a tina verdadera y auténtica eliminación práctica. En otros térmi­ nos, si la filosofía y, a la par, la filosofía política se construyen sobre la exclusión de la contingencia, de la finitud y de la plu­ ralidad -que, sin embargo, logran (dando aquí y allí alguna i|iie otra molestia) irrumpir en la compacta trama del tejido fi­ losófico— los campos de exterminio proceden a desembara­ zarse de hecho de aquellos aspectos de la realidad que no pue­ den ser reducidos a la total uniformidad a la identidad sin eli­ minación: esa uniformidad e identidad que pueden realizarse cabalmente tan sólo en la muerte. Solamente lo que está muer­ to es efectiva y permanentemente igual a sí mismo. Marx, como por lo demás los otros clásicos, está sin lugar ,i dudas traicionado por esta interpretación intencionalmente reduetiva y selectiva. Además, si poner en causa, a través de la Iilosofía marxista, toda la tradición filosófica puede tener una i oherencia argumentativa con respecto al estalinismo, tal cohe­ rencia es menor cuando se procede a analizar el nazismo: ese u ontecimiento que, antes que cualquier otro, ha sido el punto de partida de la reflexión arendtiana, moviéndola a anular el pan i k I o filosófico. Pero ahora no me interesa evidenciar las inconsistencias in1*1 pretativas de la lectura de Marx y de su vínculo con el totalilarismo. Me importa más bien subrayar que el modo con el i|iie I lannah Arendt lee el pensamiento del filósofo de Tréveris

le consiente plantear ese volver a pensar crítico-destructivo que, después de haber atravesado transversalmente toda su obra, desembocará en el discurso reprobatorio final en contni de la metafísica planteado en La vida del espíritu. Se trata, en fin, de rebatir que la intersección entre estos vectores del pen samiento Marx, que ofrece argumentos para una lectura filo­ sófica del totalitarismo, lectura que a su vez empuja a buscar las potencialidades totalitarias de la filosofía— constituye la materia con la que Hannah Arendt da forma a lo que puede ser llamada la Grundfrage de su reflexión. Esta consiste en volver a plantear, desde sus orígenes, la relación entre theoria y pro xis, entre metafísica y política: esa relación cuyos dos términos divergen en Platón, vuelven a convergir en Hegel y todavía más en Marx, para convertirse en mortíferamente idénticos en el do­ minio totalitario. 4. Aunque no afrontada siempre directamente — muchas veces está escondida entre las líneas de los ensayos que tratan aparentemente otros argumentos— la cuestión de fondo del pensamiento arendtiano se identifica con un replanteamiento radical de esta relación, en las formas que asume a lo largo de la historia de la filosofía política. Como ya se ha dicho más de una vez, la reflexión de la autora consiste en una continua inte­ rrogación, llevada a la manera de Heidegger, sobre las modali­ dades a través de las cuales las adquisiciones de la «filosofía primera» repercuten sobre la comprensión de la esfera práctica. Se configura como una investigación sobre las razones profun­ das que han llevado a la metafísica a comprometer una auténti­ ca consideración de los «asuntos humanos». De entre las páginas más sugestivas de las obras arendtianas hay que destacar las que están dirigidas a indicar los modos en los que ha pesado sobre la política el prejuicio de la filoso­ fía, prejuicio que se origina en el rechazo de la segunda para aceptar la inestabilidad constitutiva de la primera. Pero Arendt no denuncia solamente esa actitud que a partir de Platón, o me­ jor dicho de Parménides, ha llevado a los «hombres de pensa­ miento» a dar la espalda a lo imprevisible e irreversible del mundo de la acción, para refugiarse en las imperturbables quie-

•tules de la «vida contemplativa». Lo que la autora quiere suI¡rayar todavía más es que esta fiiga de la fragilidad de las cosas humanas ha producido una verdadera y característica paradoja k'órica. Porque los filósofos, cuando han prestado su atención .1 la praxis, no han intentado comprenderla iuxta propria prini Ipia, sino que se han encargado de poner orden, reduciéndola Mistancialmente a póiesis. Al intentar dar estabilidad a lo mutalile y estructuralmente caótico, reino de los acontecimientos humanos, imponiéndoles criterios y fines movidos por la razón filosófica, han dado vida a una disciplina — la «filosofía polílica»— la cual en vez de coger lo «propio» de la política lo ha ocultado mucho más y desconocido sus particularidades. Cualquier reconstrucción del pensamiento político de Hanuah Arendt tiene que tener en cuenta con su obra de démontai;ien parece ir en dirección exactamente opuesta a la de Hannah Arendt, bien mirada presenta muchos puntos de contacto con esta aproximación de la au­ tora a Marx, en particular respecto a las regiones teóricas que motivarían la filosofía de éste. La diferencia es que para Althusser, Marx tiene éxito en In revolución filosófica que pretendía realizar: fundar una teoría de la histona y de la política sobre conceptos radicalmente nuevos, gracias a los cuales pueda entroncar con todo humanismo filosófico. H. Arendt, «Tradition and the Modem A ge», cit., pags. 23-24. Sí< H. Arendt, Karl Marx and the Tradition, long draft, cit., pág. 8.

en contradicción con la tradición: la glorificación del trabajo. Ahora bien, esta actividad que para Marx denota al hombre en cuanto hombre parece quedar abolida en el «reino de la liber­ tad»59. Sin abandonar la idea de que el hombre se crea a sí mis­ mo gracias al trabajo, de manera inconsciente la hace coexistí i con la esperanza de la liberación del trabajo60. Para Arendt esto significa que, al lado de la provocación que representa la glorificación de la actividad trabajadora, en él sigue vivo aquel prejuicio profundamente radicado en la filosofía que ve en el trabajo un peso o una maldición de la que hay que libe­ rarse. Y en línea con el pensamiento filosófico y en particular con el pensamiento griego está efectivamente la misma concep­ ción marxista del trabajo61. Cuando Marx define este último como «el metabolismo del hombre con la naturaleza», cuando «particularmente durante su juventud» subraya que su función principal es la «producción de la vida», se detiene en las mismas características que habían motivado el bajo rango que le había asignado la tradición. La labor, observa Arendt, ha sido siempre considerada como el más bajo de los modos de vida, ya que se ve completamente privada de la autonomía necesaria para calificar al hombre en cuanto tal. El imperativo de satisfacer las necesida­ des del cuerpo se impone efectivamente en la misma medida a 59 H. Arendt, «Tradition and the Modern A ge», cit., pags. 23-24. Tam­ bién en H. Arendt, K arl Marx and the Tradition, long draft, cit., pág. 8. 60 Las poquísimas menciones de las que Arendt se sirve para apoyar su tesis se encuentran en The Human Condition, cit., pág. 87 [trad. esp.: op. cit./ y están sacadas de la Ideología Alemana («No se trata de eliminar el trabajo, sino de suprimirlo superándolo») y del volumen III de El Capital («El reino de la libertad comienza allí donde cesa el trabajo»). 61 Véase sobre todo The Human Condition, cit., págs. 9 6 -1 18 [trad. esp.: op. cit.]. En la parte de la obra titulada «Labour» — una discusión directa e indirecta de la obra de Marx— Arendt reconstruye la ascensión del trabajo al rango de una actividad suprema. Señala a Locke com o el punto de partida de esta gloriosa ascensión y más exactamente en el hecho de que elVilósofo inglés descubra en el trabajo la fuente de toda apropiación individual, fun­ dando así la propiedad privada sobre la posesión más privada que existe: «I a propiedad (que el hombre tiene) de la propia persona, a saber, del propio cuerpo.» Reconoce después un papel importante a Adam Smith, que hizo del trabajo la fuente de toda riqueza.

hombres y animales. La incesante repetitividad con la que debe garantizarse la vida biológica, el metabolismo del hombre con la naturaleza, somete al ser humano a una necesidad y a un determinismo que no dejan ningún espacio a la individualidad y a la libertad. Cogidos en el ciclo infinito de las actividades necesarias a la supervivencia, los hombres quedan reducidos a miembros intercambiables y seriales de una nueva especie animal, la del animal laborans. Y Marx oscilaría continuamente entre la glori­ ficación de un trabajo así entendido y de la clase trabajadora en cuanto Sujeto Universal y la promesa de una libertad que precisa­ mente se rige por la liberación del trabajo. Que la idea de libertad marxista es deudora de la filosofía griega se colige todavía más de los pocos pasajes en los que Marx esboza la sociedad futura. Para Arendt el modelo al cual apelan es preciso y concreto: «Atenas y la historia del siglo v a. C.» En el futuro previsto por Marx, el Estado ha desaparecido, arrastrando consigo la distinción entre quien domina y quien es dominado. La extinción del dominio no es, por tanto, la clave del aspecto utópi­ co de un pensamiento que ha cortado todo lazo con la tradición pasada. Es más bien el síntoma de la recuperación más o menos explícita de aquella definición del hombre libre dada por Heródo­ to y acogida por Aristóteles como aquel «que no quiere ni domi­ nar ni ser dominado»62. En Marx, por tanto, volvería a florecer el ideal de la polis: se recuperaría la idea de una comunidad de seres libres e iguales que se contrapone de manera polémica a la con­ cepción vertical y representativa del Estado moderno. Pero ya que, a pesar de las oscilaciones mencionadas, la so­ ciedad futura sigue por lo demás pensándose como una socie­ dad en la que todos siguen siendo iguales en y gracias al traba­ jo, traducido «en el cuadro conceptual de la tradición [...], esto sólo podía significar que nadie podía ser libre»63. Si bien Marx se vio arrastrado por la esperanza o, mejor, por la ilusión de que, gracias a una productividad enormemente aumentada por la fuerza del trabajo, la libertad de la Atenas de Pericles pudie­

62 H. Arendt, Karl Marx and the Tradition, long draft, cit., pág. 10. 63 Ibídem, pág. 18.

se llegar a ser una realidad para todos, la humanidad socializa­ da de que habla se configura más bien como una sociedad de esclavos, en la que «el tiempo libre del animal laborans no se gasta nunca sino en el consumo y cuanto más tiempo le queda más rapaces e insaciables se hacen sus apetitos»64. 4. Es claro que la confrontación analítica con algunos aspec­ tos del pensamiento de Marx se desenvuelve de manera tenden­ ciosa y capciosa. El intento polémico es sobre todo el de destacar el hecho de que el filósofo alemán ha fundado cumplidamente y legitimado de manera teórica el ascenso de la categoría trabajo a fenómeno central de la esfera pública, su paso de la invisibilidad del oikos a la visibilidad. Ella considera importante subrayar que con Marx la esfera política en la que los hombres deberían actuar para distinguirse los unos de los otros, una vez liberados de la car­ ga de las necesidades naturales, se transforma en una esfera habi­ tada únicamente por trabajadores: en una sociedad de esclavos, como diría Aristóteles, donde el dominio absoluto lo detenta aquella «fuerza natural» a la que todos indistintamente están so­ metidos. En este contexto, la igualdad universal ya no es sólo una idea abstracta. Porque, si los criterios que caracterizan al ser hu­ mano son en primer lugar los criterios del animal laborans, enton­ ces Marx ha logrado un concepto de hombre cuya universalidad supera con mucho la suministrada por la definición de animal rationaleb5. Gracias a la labor, en última instancia reducible el mero «estar vivos», a la vida biológica misma, todo hombre es real­ mente idéntico a cualquier otro y sustituible por cualquier otro66. 64 The Human Condition, cit., pág. 133 [trad. esp.: op. cit.] 65 H. Arendt, K arl Marx and the Tradition, long draft, cit., pág. 18: «La definición del hombre com o animal racional, que en Aristóteles era zoon politikon logon echón, no era todavía universal com o la de animal laborans.» 66 Véase también H. Arendt, The Human Condition, cit., p á g .J J j [trad. esp.: op. cit.]: «La sola actividad que corresponde estrechamente a la extrañeza del mundo o, mejor, a la pérdida del mundo que tiene lugar en el dolor, es el trabajo, en el que el cuerpo humano, a pesar de su actividad, está completa­ mente replegado sobre sí mismo, no se concentra sobre ninguna otra cosa más que sobre su ser vivo, permaneciendo prisionero de su metabolismo con la na­ turaleza sin trascender nunca el ciclo recurrente del propio funcionamiento.»

Fin definitiva, parece decirnos Arendt, con Marx el universalis­ mo llega a sus extremas consecuencias, llevado por la lógica de los principios de identidad y de no contradicción que lo sostie­ ne. La vida, en el mero sentido de zoe, se ha constituido en el valor supremo que es común a todos, sin distinción y respecto al cual cualquier otra diferencia específica es significativa. Pero las «culpas» de Marx no paran ahí. Él también es res­ ponsable de una confusión conceptual cuyos resultados no son menos arriesgados. En su noción de trabajo, él no distinguiría entre proceso laboral y fabricación. Más allá del significado de «metabolismo del hombre con la naturaleza», el concepto mar­ xista de trabajo incluiría el significado de producción del mun­ do humano: las dos actividades que en La condición humana Arendt caracteriza como labour y work. «Cuando Marx insiste sobre el hecho de que el proceso laboral acaba en el producto, olvida su misma definición de este proceso como “metabolis­ mo entre el hombre y la naturaleza” en el que el producto es in­ mediatamente “incorporado”, consumido y anulado por el pro­ ceso vital del cuerpo»67. En el desafío a la tradición al exaltar el aspecto material de la vida, él no se da cuenta de que en su con­ cepto de trabajo están implicadas dos actividades humanas dis­ tintas68. Esta confusión se hace todavía más evidente cuando, repi­ tiendo aquel gesto que según Arendt es el rasgo que tienen en común los más importantes filósofos políticos, Marx proyecta su idea de Hombre en singular a los hombres en plural; cuan­ do transfiere su concepción de ser humano en la que homo fa ber y animal laborans se sobreponen a la idea de historia. La historia se concibe efectivamente bien como proceso necesario 67 Ibídem. pág. 103. 68 Marx no ha distinguido entre labor y trabajo, com o no lo han hecho ni Locke ni Smith. Ha puesto efectivamente el acento sobre la productividad de la actividad material del hombre, en la construcción de los objetos y de su mundo. En todo caso, según Hannah Arendt, el interés principal de Marx si­ gue siendo el mero trabajo de subsistencia a despecho de «la equívoca inter­ pretación de la labor, una actividad no productiva, en términos de trabajo y de fabricación». H. Arendt, The Human Condition, cit., págs. 85-88, 101-102 |trad. esp.: op. cit.].

bien como fabricación, como construcción de un Sujeto colec­ tivo que terminará en un producto, en un ergon: la sociedad sin clases. Y henos aquí de nuevo en el punto del cual hemos partido: la praxis comprendida en términos de póiesis. Marx no es cier­ tamente el primero en seguir esta dirección. Se vio arrastrado, una vez más, por la fuerza arrebatadora de la tradición que he­ redó. Pensar en la política o, mejor, en la historia, como en un inmanente proceso de fabricación es lo que le liga sólidamente a Platón y a Hobbes, quienes, anexionando el actuar político a la racionalidad teleológica de la techne, potencialmente habían introducido el elemento de la violencia en los asuntos huma­ nos. Efectivamente, éste va implícito en la relación medio-fin que caracteriza la fabricación, el uso violento y «manipulador» del material del que debe tomar forma el objeto fabricado. Tampoco se debe únicamente a Marx la consideración de la historia como proceso: ésta es efectivamente la enorme deu­ da que él contrae con Hegel. A partir del sistema hegeliano, elabora por consiguiente una concepción histórica que preten­ de ser una «nueva ciencia de la historia». Si la Weltgeschichtc había enseñado que la Verdad se revela en los acontecimientos históricos, se podía deducir que la necesidad dialéctica no era solo retrospectivamente «reconocible». Más bien se debía pre­ ver como se prevén las leyes físico-naturales, orientada hacia el futuro. Sería, por consiguiente, necesaria una conciencia «cien­ tíficamente guiada» para hacer la historia o, lo que en Marx significa una misma cosa, para verificar la verdad filosófica'1''. Dicho de otra manera, Marx sustituye la mirada contemplativa hegeliana, vuelta al pasado, por una aproximación teórica que permite prever y «construir» «el futuro que está en marcha». Actuando de esta manera, concluye Hannah Arendt, no hizo más que fundar, en una única concepción histórica, la idea ele la Geschichte hegeliana y «la filosofía política teleológica de la

69 El lugar en el que estas argumentaciones son expuestas de la m ana a más sugestiva y convincente se encuentra en H. Arendt, Philosophy and l'o litics. The Problems ofAction, cit., págs. 84-85.

primera modernidad», de modo que ahora «los fines superio­ res» que se revelaban sólo a la mente del filósofo podían ser transformados en los fines al alcance del Sujeto histórico que se hacía consciente de Sí mismo70. A éste finalmente le bastó eliminar la palabra Espíritu y remplazaría por el término Hu­ manidad o Clase. En todo caso, por un Sujeto colectivo que, al igual de la voluntad general de Rousseau, se recompacta como un solo hombre frente al enemigo y en el que los individuos, di­ versos y plurales, son engullidos y anulados, no de manera diversa a como sucede en el Geist hegeliano. Gracias a este suje­ to, las fuerzas necesarias de la historia se aceleran hacia un fu­ turo que hay que construir, pero cuyo diseño está en todo caso predeterminado. En semejante proyecto, la violencia, en cuanto rasgo imprescindible de la acción revolucionaria, es para Han­ nah Arendt sólo la inevitable consecuencia, que gracias a Marx sale a plena luz, del mirar a la acción desde el punto de vista de la fabricación. 5. Para recapitular y para retomar el hilo del discurso ini­ ciado a propósito de «La culpa de la tradición», se debe recor­ dar que la interpretación arendtiana de Marx esta orientada en primer lugar a mostrar cómo en el patrimonio del pensamiento marxista precipitaron y encontraron acomodo las dinámicas de la tradición filosófica que se hacen «responsables» del en­ tendimiento mutuo de la política; dinámicas que, en el fondo, responden a una estrategia de «esquivamiento» y ocultamiento de todos aquellos elementos «perturbadores» que con la políti­ ca, en la dimensión ontológica en que la piensa Arendt, son una y la misma cosa: temporalidad, finitud, contingencia, plurali­ dad y diferencia. Con su animal laborans, no está de más repetirlo, Marx proporciona una idea de hombre universal hasta el punto de cancelar de manera definitiva las diferencias que distinguen una identidad de la otra. Porque en aquel in-comune que es la vida, en el sentido del mero vivir biológico, cada uno es idénti711 Véase H. Arendt, «The Concept o f History», cit., págs. 84-85. [Trad. esp. en Entre el pasado y el futuro, Barcelona, Península, 1996.]

co al otro y por el otro sustituible. En el Hombre Universal del «animal que labora» — éste es el punto crucial de la polémica de Hannah Arendt con la filosofía marxista— , la pluralidad se convierte en la grotesca repetición serial de un mismo ejemplar de la especie humana. Además, por más que él se rebele contra la tradición filosófica e implícitamente contra la idea de sujeto que ella vehicula, en su imagen de una humanidad que constru­ ye la historia se esconde la misma hybris hiperhumanística de la subjetividad metafísica. Siguiendo la lógica de la póiesis, se­ mejante sujeto no reconoce límites a la omnipotente voluntad de servirse de cualquier medio útil para la realización del fin. La universalidad que sofoca la singularidad y la ilimitada voluntad de manipulación del Sujeto sobre el objeto se conju­ gan con una visión determinista y necesaria de la historia, por la cual todo lo que no se pliegue a sus leyes debe tratarse como piedra de escándalo en el camino que lleva al Sentido y al Fin. Estos elementos no solo se ensamblan coherentemente en la filosofía marxista: también se hacen potencialmente «explo­ sivos» en sentido totalitario. Insertados en aquella relación de teoría y praxis, trastocada con relación al orden tradicional, ellos vuelven a ser virtualmente actualizables en la realidad. Efectivamente, para la umwalzende Praxis de Marx, la acción es pensamiento y el pensamiento es acción. Son estos, sobre todo, los motivos que hacen del pensa­ miento de Karl Marx la ocasión teórica para retornar sobre toda la historia de la filosofía política occidental: para encontrarnos aquellos rasgos que, ciertamente, no han producido el totalita­ rismo, pero que, en todo caso, no lo habrían ni siquiera hecho concebible si el pensamiento no hubiese embocado la carretera de la metafísica, si la «ciencia terrible» no hubiese seguido aquel recorrido de progresiva universalización, que comporta determinismo e hybris. De ahí, la prenda puesta en juego por la radicalidad de la reflexión de Hannah Arendt: sondear la posi­ bilidad de una nueva conexión entre pensamiento y acción que evite tanto la jerarquización prescriptiva de Platón cuanto la re­ conciliación hegel iano-marxista que quita autonomía tanto al actuar como al pensar.

TERCERA PARTE

Volver a pensar la historia 1. L a

c r ít ic a

d e

la s

c o n c e p c io n e s

c o n t in u is t a s

En el cuadro que reinterpreta la relación entre teoría y pra­ xis que nos ha transmitido la tradición asume un papel central el análisis crítico de las «filosofías de la historia» que han ca­ racterizado la cultura europea a partir de finales del siglo x v i i i . Semejante examen se desarrolla en dos diferentes planos teóri­ cos: desde un punto de vista diacrónico, Arendt busca indivi­ duar las transformaciones histórico-epocales que han conduci­ do al mundo moderno y han formado aquella mentalidad que enerva y sostiene semejantes filosofías; desde un punto sincró­ nico, somete a examen la categoría de «proceso» en tomo a la cual se estructura, a su parecer, la explicación de los sucesos humanos que estas filosofías pretenden dar. Esta crítica de la noción de proceso histórico surge particularmente del análisis de la filosofía de la historia de Kant y, sobre todo, de Hegel y ile Marx, a su juicio las más significativas reacciones teóricas a la Revolución Francesa. Antes de volver a fijar la atención sobre el contenido espe­ cífico de la crítica que Arendt hace a las «grandes narraciones» filosóficas, conviene que nos detengamos brevemente en las distinciones conceptuales trazadas en Vita activa [La condición

humana], distinciones que pueden también interpretarse como los instrumentos de los que Hannah Arendt se sirve para desmon­ tar la moderna conciencia histórica. En las páginas de La condición humana se propone un articulado aparato de categorías que se utiliza de modo diacrónico con el objeto de reconstruir la génesis del mundo moderno. En este contexto, sólo se podrán so­ meter a examen semejantes categorías dejando aparte muchas de sus implicaciones y será obligado exponer de modo sintético la reconstrucción histórico-tipológica propuesta por la autora1. En esta obra, en la que se propone encontrar el significado originario de las articulaciones de la vida activa antes de su su­ bordinación a la vida contemplativa, Arendt, valiéndose en par­ te de las diferenciaciones aristotélicas, distingue tres tipos de actividad humana: la labor, el trabajo y la acción. Con semejan­ tes nociones, la autora pretende, en primer lugar, diseñar los rasgos de fondo de una fenomenología existencial que dé cuen­ ta de los diferentes tipos de relación que el individuo mantiene, respectivamente, con la naturaleza, con los objetos mundanos y con los otros individuos. Cada una de estas actividades corres­ ponde a una situación humana concreta. Y la ejemplaridad del mundo griego parece consistir no sólo en el orden jerárquico en el que semejantes actividades se consideran, orden que privile­ gia la acción política entre los ciudadanos libre e iguales, sino también en la neta separación de las lógicas que ellas implican. La acción (action) porta los caracteres de la libertad, ya que no está determinada por ninguna otra cosa distinta a sí misma ni se acaba en sí2. De hecho, ella depende exclusivamente de su capacidad de ponerse en acto y tiene como resultado, no la rea­ lización de objetos concretos, sino la apertura de nuevas confi­ guraciones en el interior de una trama de relaciones humanas previamente dadas, configuraciones cuyos resultados no se pueden determinar ni prever.

1 Véase H. Arendt, The Human Condition, Chicago, The University of Chicago Press, 1958 [trad. esp.: La condición humana, op. cit.]. 2 Acerca de la «acción», véase sobre todo The Human Condition, pági­ nas 175-247 [trad. esp.: op. cit.].

El trabajo o fabricación (work)\ por el contrario, tiene una finalidad concreta que debe realizar: dar vida a objetos dura­ bles con los que contribuir a la estabilidad del mundo4. Está sostenida por la lógica teleológica y procede, por tanto, basán­ dose en la racionalidad medio-fin. Finalmente, la labor (labour)5, considerada por los griegos en el último puesto de la jerarquía, representa el intercambio del hombre con la naturaleza. En esta acepción particular, la ac­ tividad laboral es la que provee a la satisfacción de las necesi­ dades vitales. Su característica es la de no dejar ningún produc­ to tras de sí: todo esfuerzo que se cumple mediante la labor se disuelve en la procesualidad de la mera consumición. No es, por consiguiente, casualidad que el tipo de hombre que Arendt hace corresponder con esta actividad se defina como animal laborans. La libertad, la proyectualidad y la procesualidad — caracte­ rísticas respectivas de la acción, el trabajo y la labor - valen en general, más allá de su referencia típico-ideal a la polis griega, como descripción de un modo de ser del hombre en el mundo y por tanto, como sugiere Paul Ricoeur, pueden ser interpreta­ das también como modos del tiempo humano6. La acción remi­ te a la «fugacidad» y a la «fragilidad», el trabajo representa la duración y el carácter temporal de la labor tiene su origen en la naturaleza funcional y transitoria de las cosas que produce en orden a la subsistencia. La procesualidad, es decir, la ausencia de duración y de estabilidad, distingue por tanto la situación del animal laborans. Como se ha dicho, la operación realizada in La condición humana consiste en utilizar las categorías que designan las diversas actividades humanas para reconstruir los deslizamien­ tos que advienen de una lógica a la otra, en el paso del mundo 1 Acerca de la «obra», ibídem, págs. 136-174. 4 Véase en particular el apartado «The Durability o f the World», ibídem, págs. 136-139. 5 Acerca de la «labor», véase ibídem, págs. 79-167. 6 Véase el ensayo de Paul Ricoeur, «Action, Story and History: On Rereading The Human Condition», en Salmagundi, núm. 60, 1983, págs. 61-72.

clásico al mundo moderno. El primado de la vita contemplati­ va sobre la vita activa1, que se afirma primeramente con el na­ cimiento de la filosofía y después de manera completa, con el cristianismo, conduce a la desaparición de las diferencias entre las modalidades en las que se articulaba la vida activa. Consi­ derada desde el punto de vista de la contemplación, la acción política se ve privada de su carácter de libertad y reducida al ni­ vel de las actividades que se consideran carga inevitable del hombre en un mundo destinado a perecer. El sucesivo giro que tiene lugar con el advenimiento de la época moderna lleva de nuevo a la supremacía de la vita activa sobre la contemplativa, pero en un orden jerárquico profundamente perturbado con re­ lación al del contexto en el que estas distinciones habían adqui­ rido significado. Con la modernidad, prevalecen las modalida­ des de la fabricación y de la labor8; es decir, la lógica de la ra­ cionalidad teleológica que prevé la elaboración artificial del objeto fundándose en un modelo, y la lógica procesual del in­ terminable intercambio hombre-naturaleza. Expresado en otros términos, esto significa que lo que no se descubre, sino progre­ sivamente se oculta, es el significado de la auténtica acción po­ lítica; significado que se desvirtúa en la identificación de la ac­ ción con la fabricación y la labor. Desde el punto de vista de la actuación política, la modificación moderna es, por consi­ guiente, sólo aparente, en la medida en la que semejante actuar desaparece en el interior de una relación teoría -praxis que lo re­ duce a las modalidades del proyecto y del proceso. La lógica teleológica y la procesual llegan de esta manera a dominar la mentalidad moderna en todas sus manifestaciones. Y las «filosofías de la historia» son para Arendt una de las ex­ presiones más características de semejante mentalidad: no es una casualidad que todas estas filosofías, si bien diferentes en­ tre sí por aspectos no secundarios, se estructuren en torno a las nociones de fin y de proceso.

7 Véase H. Arendt, The Human Condition, cit., sobre todo las págs. 7-21 [trad. esp.: op. cit.]. 8 Ibídem, págs. 148 y ss.

2. Además, debe precisarse que el análisis del mundo mo­ derno desarrollado en La condición humana, así como en The Concept o f History, no se limita al registro de la primacía de se­ mejantes lógicas; los cambios entre la vita contemplativa y la vita activa y los deslizamientos internos a esta última se inves­ tigan desde más puntos de vista. Por lo que concierne al presen­ te contexto es importante recordar cómo la afirmación del homo faber en la modernidad no significa para la autora reto­ mar la interpretación, de origen ilustrado, que celebra en seme­ jante figura los fastos de una razón esclarecida y liberada del yugo de las verdades pasivamente asumidas. Por el contrario, como hemos podido observar en las páginas dedicadas a la lec­ tura arendtiana de Hobbes, el giro moderno marca a sus ojos un duro golpe para el mismísimo poder de la razón. Para la auto­ ra, los diversos acontecimiento que abren la época moderna —en particular la invención del telescopio9 son en parte res­ ponsables de la pérdida de confianza en los sentidos y en su ca­ pacidad de percibir el mundo tal y como se presenta. Por con­ siguiente, para ella, la filosofía cartesiana no representa el aser­ to indiscutido de la autonomía del pensamiento del sujeto, sino que hay que entenderla como teorización emblemática de aque­ lla situación en la que el individuo ha cortado sus lazos con el mundo real y se reñigia en el aislamiento de la interioridad10. Como consecuencia de semejante giro filosófico, la razón pue­ de reponer su confianza sólo en lo que ella ha fundado subjeti­ vamente. En el cuadro de esta «moderna desorientación» y del consiguiente intento de recuperar la certeza y la estabilidad prescindiendo de la fenomenicidad del mundo, se explica, para la autora, el progresivo desplazamiento de la atención desde el objeto fabricado al procedimiento con el que se construye: del «qué» al «cómo». Si, de hecho, no se puede estar seguro de la existencia de una realidad externa al sujeto, es posible al menos no dudar del proceso productivo con el que el objeto viene construido por el sujeto. 9 Ibídem. 10 Vcase sobre todo el apartado «The Rise o f the Cartesian Doubt», ibí­ dem. págs. 273-280.

A la luz de esta valoración del «giro epistemológico» mo­ derno es como Arendt interpreta el renovado interés por la his­ toria y el consiguiente nacimiento de una «conciencia históri­ ca». La historia vuelve a ocupar una posición de primer plano, incluso si no se piensa más que como memoria colectiva a tra­ vés de la cual remite a la grandeza de las gestas y de los acto­ res, como ocurría en el mundo clásico y, más en general, en la visión premoderna. El nuevo interés por el acontecer histórico radica precisamente en la moderna sospecha hacia lo dado. «El concepto de historia — podemos leer en «The Concept o f History»— recibió un fuerte impulso de la duda sobre la existen­ cia real del mundo [...]. Semejante concepto ha nacido en los mismos siglos que preparan el gigantesco desarrollo de las ciencias naturales. Elemento típico de esa época [...] es la alie­ nación del mundo»1 Para Arendt, en definitiva, el origen de la nueva noción de historia se debe al convencimiento moderno de que, si bien el hombre no es capaz de conocer plenamente el mundo natural en el cual está inmerso, es totalmente capaz de reconocer aquello que él mismo ha hecho. En esta óptica, la historia se considera como la más cierta de las obras del hom­ bre. A través de una interpretación quizás discutible, Arendt encarna en Vico el primer ejemplo paradigmático del nuevo modo de pensar la historia sobre el modelo de la fabricación. «Vico — observa— se orientó a la esfera histórica sólo porque todavía consideraba imposible hacer la naturaleza. Su abandono de la naturaleza no era debido a consideraciones de tipo huma­ nístico, sino sólo a su convencimiento de que la historia está he­ cha por los hombres como la naturaleza está hecha por Dios»12. Pero la historia, añade, no puede considerarse obra del hombre; ella representa más bien el espacio de los aconteci­ mientos relativamente inconexos entre sí, a cuya realización concurren las acciones de los hombres. El carácter paradójico 11 H. Arendt, «The Concept o f History», en H. Arendt, Beh\een Past and Future. Eight Exercises in Political Thought, Hannondsworth, Penguin Books, 1968, págs. 41-90. [Trad. esp. en Entre el pasado y el futuro, Barcelona, Península, 1996.] 12 Ibídem, págs. 57-58 [trad. esp.: op. cit.].

del pensar la historia en términos de fabricación y de aplicar, por tanto, la lógica teleológica medio/fin, se manifiesta, a su juicio, en la imposibilidad de individuar en el interior del tras­ curso histórico un autor real y un resultado definitivo concre­ to13. Imposibilidad a la que, en todo caso, no se resignan los fau­ tores de la filosofía de la historia. De esta manera, en el obstina­ do intento de salir de este impasse, Arendt hace consistir uno de los rasgos característicos de las modernas filosofías de la histo­ ria. Todas, cada una de un modo diferente, pretenden identificar al autor de la experiencia histórica con el género humano en su conjunto y su producto con el proceso histórico en su totalidad. 3. Por consiguiente, el análisis de la lógica teleológica y de la categoría de proceso, por una parte, y la reconstrucción histórico-tipológica de la afirmación de la modernidad, por la otra, son los asuntos que componen el esquema teórico con el que Arendt analiza críticamente la filosofía de la historia, tal y como ésta se configura en las reflexiones de Kant, de Hegel y de Marx. También la concepción histórica kantiana asume la forma de una filosofía de la historia centrada sobre la noción del pro­ ceso14. Sólo si se considera la historia como un único proceso se puede afirmar, según el Kant que lee Arendt, que ésta tiene un autor y un sujeto. Sólo en esta perspectiva universal, puede decirse que semejante sujeto — o lo que es lo mismo, todo el género humano— avanza hacia lo infinito. De los escritos kan­ tianos sobre la historia, en definitiva, se deduciría que la trama del tejido histórico no está compuesta por hombres singulares y hechos individuales. Más bien se entrelaza gracias a la secreta astucia de la naturaleza, que impele a avanzar a la especie y a desarrollar toda su potencialidad en la sucesión de las genera­ ciones15. La filosofía kantiana sería, por tanto, uno de los pri­

13 V éase H. Arendt, The Human Condition, cit., pág. 185 [trad. esp.: op. cit.]. 14 Véase sobre todo H. Arendt, Lectures on K a n f s Political Philo­ sophy, a cargo de R. Beiner, Chicago, The University o f Chicago Press, 1982, págs. 46 y ss. 15 Ibídem, págs. 8 y 9.

meros testimonios coherentes del hecho de que considerar la historia como un proceso implica la introducción de la necesi­ dad en el ámbito de los asuntos humanos. Hannah Arendt ob­ serva que en Kant se encuentra ya la idea de la «necesidad de la guerra, de las catástrofes y, en general, del mal y del sufri­ miento por la producción de la cultura»; recuerda que para él, «sin todo esto, los hombres regresarían al estado bruto de la mera satisfacción animal»16. Pero para Kant la perspectiva universalista desde la que ob­ serva la historia es sólo uno de los puntos de vista desde los que se pueden observar los asuntos humanos. En la filosofía kantia­ na existen otras modalidades de aproximación a las cosas del hombre que no implican en absoluto la reducción de lo singu­ lar a lo universal ni la eliminación de lo contingente a favor de lo necesario. Por ejemplo, precisa la autora, si bien la «razón práctica» gira sobre la universalidad del imperativo categórico, ella considera, sin embargo, al hombre en su singularidad un fin en sí mismo. Una singularidad que es todavía más salva­ guardada en la tercera crítica, en la que Kant, precisamente con tal fin, contrapone al juicio determinante el juicio reflexivo. Por el momento baste decir que la conciencia de la contradictoria y problemática relación entre universal y particular llevaría a Kant a darse cuenta de las paradojas que contraponen y distin­ guen las ideas de progreso y de proceso. No es de hecho una casualidad que una de las citas preferidas de Arendt esté saca­ da del ensayo Idee zu einer allgemeinen Geschichte in weltbürgerlicher Absicht: «Dejará siempre perplejo [...] que todas las generaciones parezcan llevar adelante sus gravosas ocupacio­ nes en interés de la posteridad y que sólo la última de las gene­ raciones pueda establecerse en el edificio ultimado»17. Forzan­ do seguramente la letra de algunas páginas kantianas, Arendt llega por tanto a la conclusión de que para el filósofo alemán el progreso, si de una parte constituye una especie de necesidad

16 Ibídem, pág. 26. Véase también Arendt, «The Concept o f History», cit., págs. 80 y ss. 17 H. Arendt, «The Concept o f History», cit., pág. 83.

natural de la que debemos, aunque con desgana, tomar nota, de la otra no manifiesta ningún diseño racional que sea inmediata­ mente perceptible. Bien lejana de la «melancólica constatación» de Kant se sitúa la exultación con la que Hegel mira los acontecimientos históricos. Se ha destacado en lo que precede cómo para Han­ nah Arendt la consideración hegeliana de la historia represen­ ta el más total desprecio de la contingencia. Toda la filosofía de Hegel es una metafísica de la historia y, si en un primer momento el supuesto según el cual la «verdad» se da en el de­ sarrollo histórico parece aportar nueva dignidad a la esfera de los asuntos humanos, en realidad los acontecimientos humanos se reducen a simples medios ordenados a la realización de un sentido que los trasciende. En la Philosophie der Geschichte, el «significado no se repone ni en el individuo ni en las accio­ nes y mucho menos en el pensamiento, sino en el desarrollo histórico en cuanto tal que todo lo inunda»18. Poco le interesa a la autora establecer si la concepción de Hegel consiste en una disolución de lo finito o en una reducción de lo infinito a la historia. Lo que para ella sigue siendo fundamental es que en la «metafísica histórica» hegeliana se destaca de modo cla­ rísimo que «lo concreto se ha desprendido de lo general, la cosa y el suceso singular se han separado del significado uni­ versal»19, con el resultado de que es el proceso el que adquie­ re de esta manera el monopolio de la universalidad y de la «significación». Sin volver a la crítica lanzada al pensamiento marxista, es importante ahora considerar el hecho de que para Arendt sólo Marx, al contrario de Kant y de Hegel, piensa coherentemente la historia bajo el modelo de \a fabricación. De hecho, él intu­ ye que si «el hombre hace historia, debe forzosamente existir

ls H. Arendt, Philosophy and Politics. The Problem o f Action after the French Revolution, Library ofCongress, Washington, Manuscripts División, I'he Papers o f Hannah Arendt, Box 69, pág. 26; véase también «The Coneept o f History», cit., pág. 83 y ss. 19 Véase H. Arendt, «The Concept o f History», cit., pág. 64.

una meta concreta que ponga fin a este proceso de construc­ ción». Pero que, en la perspectiva de la construcción de la so­ ciedad sin clases, Marx pretendiese dar la vuelta a la relación teoría/ praxis hegeliana y desembarazarse del espíritu absoluto no significa para la autora que la teoría de la historia marxista consista en una reafirmación de la fenomenicidad. Al contra­ rio, su aceptación de la dialéctica exclusivamente corno méto­ do de explicación, como estructura en la cual hace entrar de nuevo a los hechos, testimonia la completa disolución de la his­ toria y la autonomía que obtiene el proceso con relación a cual­ quier contenido y a cualquier significado. Marx no ha sido sino el primero (y en todo caso el mayor entre todos los historiadores) en cambiar el modelo de estruc­ tura por el significado. Difícilmente habría podido darse cuen­ ta de que quizás cualquier otro módulo estructural era capaz de encuadrar los eventos pasados en modo tan preciso como racional. Su modo se fundaba al menos sobre una importantí­ sima intuición histórica; a continuación se ha visto a los histo­ riadores adaptar con desenvoltura al laberinto de los hechos pasados prácticamente cualquier módulo que quisieran20.

Añádase que para la autora también el historicismo alemán recae por muchos puntos de vista, si bien moviéndose en direc­ ción a una liberación de la metafísica hegeliana, en una concep­ ción que acaba por automatizar y, por consiguiente, volver abs­ tracto el proceso histórico en cuanto tal. Y debe recordarse, sobre todo, que Arendt critica a Dilthey y su teorización del proceso de auto-objetivación de la conciencia que se trasciende sin fin21. En definitiva, para Arendt, lo que une filosofías de la his­ toria tan diversas entre sí es una verdadera y auténtica parado­ ja. En el momento en el que éstas se orientan a la historia en su 20 H. Arendt, «The Concept o f History», cit., pág. 81. 21 Arendt habla en estos términos del pensamiento de Weber y de Troelsch en Von Hegel zu Marx, Library o f Congress, Washington, Manuscripts División, «The Papers o f Hannah Arendt», sin datación. Box 69. So­ bre Dilthey véase también H. Arendt, «Dilthey as Philosopher and Histo­ rian», en Partisan Review, XII, núm. 3, 1945, págs. 404-406.

totalidad, con el fin de justificar la aparente insensatez de los acontecimientos y de las acciones individuales, éstas acaban por anular en el proceso cualquier particularidad e individuali­ dad. Y en su continuo remitir el significado de cualquier acon­ tecimiento a un fin último o a un sentido universal acaban por vaciar la historia de todo contenido concreto, llegando así a la absurda sacralización del mero acaecer. Lo que Hannah Arendt destaca como característica del trabajo -la procesualidad, en cuyo interior cualquier cosa se disuelve en la consumición, es decir, en la falta de significado— se hace valer también para estas filosofías. Es cierto que en el interior de tales coordena­ das, la estabilidad del mundo, la autonomía de la acción y la dignidad del acto se ven inevitablemente comprometidas. 4. La crítica en los análisis del esfuerzo realizado por el pensamiento moderno para aproximarse a una interpretación de la historia sobre la base de un sentido unitario, así como la conciencia de que el fallo de este proyecto es inherente a la idea misma de procesualidad, aproximan a Hannah Arendt al pensa­ dor Karl Lówith. No en vano también él es discípulo de Hei­ degger y también sospechoso de una nueva reflexión radical de toda la tradición filosófica hacia la recuperación paradigmática de la antigüedad22. Es bastante probable que sea precisamente en el análisis de las tesis de Lówith — especialmente las contenidas en el ensa­ yo Meaning in History’ de 194923- donde Arendt logra poner a punto las propias posiciones acerca de la moderna concep­ ción de la historia. Los lugares de encuentro de los dos auto­ res son numerosos. También Lówith denuncia de manera radi­ 22 Recientemente se ha realizado una edición integral de las obras de Karl Lówith en nueve volúmenes: K. Lówith, Samtliche Schriften, Stuttgart, J. B. Metzlersche Verlagsbuchhandlung, 1981-1988. 23 Esta obra apareció primeramente en edición americana con el título de Meaning in History. The Theological Implications o f the Philosophy o f History, Chicago, The Universily o f Chicago Press, 1949, y más tarde en edición alemana con el título que el autor prefería al inglés, Weltgeschichte und Heilsgeschehen. Die Theologischen Voraussetzungen der Geschichts philosophie, Stuttgart, Kohlhammer, 1953.

cal la absolutización y sacralización del acontecer histórico ac­ tivadas por las filosofías de la historia. Y, como Hannah Arendt, tampoco él se limita a criticar la fe en el progreso en cuanto ilusión ideológica. El pretende remontarse a ios orígenes de semejante mentalidad volviendo a recorrer el itinerario de la cultura occidental. En la base de la idea de la historia como proceso está, a su juicio, una precisa «experiencia del tiem­ po». Una Zeitauffassung orientada al futuro que manifiesta un giro drástico respecto a la concepción del tiempo propia del mundo griego y romano. La antigüedad, efectivamente, está ligada a la reversibilidad del tiempo histórico y al curso cíclico de los sucesos. Si el mundo antiguo, gracias también a esta experiencia del tiempo, permanece constitutivamente an­ clado en la idea de límite, en la idea de un kosmos delimitado de manera naturalista como horizonte insuperable de los pragmata de los mortales, la visión moderna de la historia se caracteriza por aquel proceso de universalización que impide cualquier distinción y cualquier sentido de lo finito. En defini­ tiva, inherente al concepto clásico de historein es una concep­ ción según la cual todo suceso en sí mismo posee un significa­ do propio; la «revolución histórica», futuro-céntrica, prevé que los sucesos tienen un sentido sólo si remiten a una finalidad temporalmente diferida. Uno de los asuntos centrales del ensa­ yo de Lówith consiste de hecho en la afirmación de que en el interior de la moderna filosofía de la historia se ha asistido al cambio de contenido semántico entre los términos «significa­ do» y «fin», para el cual sólo el fin general puede determinar la primacía del significado particular. En consecuencia, todo su­ ceso posee una justificación propia sólo si remite a un fin que lo transciende y que se identifica en una meta futura24. A pesar de los muchos puntos en común entre las dos inter­ pretaciones, Arendt se niega, sin embargo, a aceptar exactamen­ te el asunto central de la tesis lowithiana. Para el filósofo alemán, «la filosofía de la historia y su investigación de un sentido últi­ mo proceden de la fe escatológica en un fin último de la histo­

24 Véase K. Lówith, Significato e fin e della storia, cit., pág. 28.

ria de la salvación»25. Para Lówith, efectivamente, la moderna Geschichtsphilosophie, centrada sobre la noción universalista de progreso — en la que él también incluye al historicismo ale­ mán— sería el resultado de una secularización de la teología de la historia de impronta cristiana. La filosofía de la historia, por consiguiente, descendería directamente de los presupuestos operantes en la concepción judeo-cristiana. que considera el de­ venir humano en la perspectiva de la espera y de la redención. Las grandes síntesis modernas del curso histórico universal sus­ tituirían la «Providencia» por el «Progreso» y a Dios por el Hombre en cuanto sujeto absoluto de la historia. Si las catego­ rías portadoras del moderno pensamiento histórico-filosófico, que giran en torno a la noción de progreso, se caracterizan por consiguiente por ser una versión secularizada de los conceptos propios de la visión escatológica judeo-cristiana, esta última muestra ahora el auténtico punto exacto de inflexión hacia el in­ terior de la cultura occidental, cuyas consecuencias continúan estando operantes hasta la crisis filosófica del siglo xx. En muchos pasajes de su obra26, Hannah Arendt ha discu­ tido la validez de este uso específico de la noción de seculari­ zación27. Si la representación moderna de los sucesos en un continuum indefinido repite, según Lówith, el esquema tempo­ ral implícito en una concepción escatológica, para Arendt, por 25 Ibídem. 26 Véanse especialmente H. Arendt, The Human Condition, págs. 248-257 [trad. esp.: La condición humana, op. cit.]; On the Revolution, págs. 26-28 [trad. esp.: Sobre la revolución, op. cit.]; «Religión and Politics», Confluence, II, núm. 3, 1953, págs. 105-126; pero, sobre todo, el ensayo «The Con­ cept o f History», cit., págs. 63-73 y el paper inédito Philosophy and Politics. The Problem s o f Action after the French Revolution, cit., págs. 16-19, en el que de manera explícita hace mención de Lówith. 27 Arendt critica sobre todo el uso que esta teoría de la secularización hace de la filosofía de San Agustín. Según Lówith, en el D e Civitate D ei es­ taría ya contenida la estructura lógica que habría sostenido las filosofías mo­ dernas de la historia. En Agustín existiría una concepción lineal del tiempo histórico, en cuanto que el orden cronológico de los sucesos individuales re­ cibirían un significado sólo si se reconecta con la historia de la salvación. Sólo la referencia a un principio, que coincide con la venida de Cristo, y a una finalidad, identificada con el advenimiento del Reino de Dios, atribuye a la

el contrario, las dos nociones de historia no son en ningún modo continuación una de otra. Para la concepción que se fúnda sobre el Antiguo y el Nuevo Testamento, la humanidad tiene un prin cipio y un fin bien definidos: el mundo ha sido creado en el tiempo y está obligado a perecer. La peculiaridad de la noción moderna reside, por el contrario, en la atribución a la historia de un pasado y un futuro infinitos28. La nueva idea de la historia demuestra ser irreductiblemente moderna, sobre todo porque pone en el candelero una noción de inmortalidad diferente tanto de la antigua como de la cristiana. Si los antiguos pensaban en la inmortalidad de las grandes gestas individuales y si los cris­ tianos creían en la eternidad del alma de cada uno, los modernos piensan más bien en la inmortalidad de la humanidad como un conjunto, en su proceso evolutivo. Ahora bien, es importante re­ cordar que para Arendt la noción de inmortalidad terrena descu­ bierta por la moderna Geschichtsphilosophie, si bien en un sig­ nificado completamente diverso del antiguo, se había perdido del todo con la afirmación de la fe cristiana en la trascendencia. En definitiva, la autora pretende que sólo el «uso históri­ co», no el filosófico, del término «secularización» posee rele­ vancia explicativa. En sustancia, sólo si por secularización se entiende el ascenso de lo «secular» de manera simultánea al eclipse de lo trascendente, es innegable — y ésta es su argu­ mentación— que la moderna conciencia histórica está íntima­ mente conexa. historia un sentido. De este modo, «el operar divino en la historia transciende nuestros designios [...] y la providencia divina prevé y sobrepasa las intencio­ nes de los hombres». Véase Lówith, Significato e fin e della storía, cit., pági­ nas 215-231. Para Arendt, por el contrario, «frente a la historia secular, San Agustín tiene una posición en el fondo equivalente a la de los romanos, si bien con una inversión del énfasis: la historia seguiría siendo un depósito de ejem­ plos [...] La historia secular se repite; el único período histórico en el cual tu­ vieron lugar eventos únicos e irrepetibles va de Adán al nacimiento y muerte de Cristo. Desde ese momento en adelante las potencias de este mundo surgen y perecen como en pasado y continuarán surgiendo y pereciendo hasta el fin del mundo, sin que estos eventos mundanos puedan nunca más revelar alguna verdad substancialmente nueva». «The Concept o f History», cit., pág. 66. 28 Ibídem, pág. 101. Aquí Arendt retoma de nuevo explícitamente la obra de Oscar Cullmann, Cristus und die Zeit, Zúrich, EVZ Verlag, 1946.

Esto, en todo caso, no im plica en absoluto la improbable transfonnación de categorías transcendentes y religiosas en fin es terrenales y criterios inm anentes, sobre la que reciente­ m ente han insistido algunos estu diosos de la historia de las ideas. Secularización sig n ifica sobre todo separación de la re­ ligión respecto de la política; un fen óm en o cuya repercusión sobre am bas es tan fundam ental que hace cualquier otra ex p li­ cación m ás creíble que la gradual transfonnación de las cate­ gorías religiosas en con cep tos seculares, sostenida por los d e ­ fen so res de la co n tin u id a d in in terru m pida2g.

En esta acepción, por tanto, el término secularización de­ nota una discontinuidad histórica, y no una continuidad con­ ceptual entre épocas diversas. 5. Con estas argumentaciones, Arendt se sitúa en el inte­ rior de aquel amplio debate, propio sobre todo de la cultura ale­ mana, que, salido de las tesis de Max Weber sobre el proceso de racionalización30, continúa a través de las teorías de la secu­ : H. Arendt, «The Concept ofllisto ry » , cit., págs. 69-70. 30 La teoría weberiana representa el gran antecedente teórico del debate sobre la secularización en el siglo x x . Max Weber presenta por primera vez el transcurso de la civilización occidental, además de com o un proceso ile progresiva racionalización, com o un proceso de secularización. La secu­ larización, en Weber, no es ni condenada ni celebrada, sino más bien asumi­ da com o ineluctable destino de Occidente. Como es sabido, las reflexiones sobre secularización han vuelto a encontrar una respuesta a la cuestión fun­ damental del pensamiento weberiano: cóm o y por qué motivos precisamente en Occidente y sólo en Occidente se han verificado aquellas circunstancias que han dado vida a los fenómenos característicos del racionalismo: desde el capitalismo a las ciencias exactas. Weber ve el proceso de secularización en estrecha conexión con la afirmación de un actuar «racional respeto a la fina­ lidad» que ha encontrado una de sus más completas manifestaciones en el ascetismo intramundano que es el rasgo característico del calvinismo y del puritanismo. Pero el proceso de secularización hunde sus raíces en el más general y antiguo proceso histérico-religioso del desencanto del mundo que, viniendo desde el profetismo judio y el pensamiento científico griego (en su origen, los dos factores constitutivos del racionalismo occidental), se tradu­ ce en el rechazo de todos los medios mágico-sacros de búsqueda de la salva­ ción. Véase sobre todo, M. Weber, La ética protestante y el espíritu del ca­ pitalismo (1904-1905) y Economía y. sociedad (1922).

larización de Lówith y de Schmitt31, hasta desembocar, abor­ dando problemas de gran alcance, en la que podríamos llamar una verdadera y auténtica «controversia filosófica» acerca de la legitimidad de la época moderna32. En este título de la obra de Blumenberg se puede percibir ya su intento polémico en los enfrentamientos con las llamadas teo­ rías de la secularización33. Éstas, al sostener el origen religioso de 31 Una etapa fundamental del debate sobre la secularización viene mar­ cada por el pensamiento de Cari Schmitt y por su Teología política. En el en­ sayo de 1992, Teología política. Quattro capitoli sulla dottrina della sovranitá, leemos: «Todos los conceptos más cargados de significación de la doc­ trina moderna del Estado son conceptos teológicos secularizados. No sólo desde el punto de vista de su desarrollo histórico, ya que han pasado a la doc­ trina del Estado desde la teología, [...] sino también desde el punto de vista de su estructura sistemática.» Es este sistema de analogías entre conceptos teoló­ gicos y conceptos políticos secularizados el que Schmitt define com o «teo­ logía política». Central para la temática de la secularización es también la confe­ rencia de 1929, «L’época delle neutralizzazioni e delle spoliticizzazioni», en id.. Le categotie del político, cit.; en ella se ve cóm o el proceso de seculariza­ ción progresa de época en época paralelamente a las dinámicas neutralizantes de lo político. Para Schmitt, a diferencia de Weber, la secularización no es ne­ cesaria ni automática. Ésta tiene lugar políticamente con el paso del monopo­ lio político de la Iglesia al Estado. Para una exhaustiva reconstrucción de la historia de la noción de secularización y del debate desencadenado en tomo a semejantes nociones, véase G. Marramao, Cielo e tetra. Genealogía della secolarizzazione, Roma-Bari, Laterza, 1994 [trad. esp.: Poder y secularización, Barcelona, Ed. 62,1989]. El ensayo retoma, ampliándola, la entrada Sákularisierung que Marramao ha escrito para el Historisches Wórterbuch der Philo­ sophie, ed. de J. Ritter, K. Gründer, vol. VIII, Basilea, 1993. 32 H. Blumenberg, D ie Legitimitat der Neuzeit, Frankfurt, Suhrkamp, 1966, 1974. 33 Blumenberg inserta en la segunda edición de su libro el capítulo «Siikularisierung und Selbstbehauptung», para responder a las críticas que le ha­ bían venido de varias partes y, en particular, de K. Lówith y de K. Schmidl. Lówith, en un artículo de 1968, «Besprechung des Buch “D ie Legitimitiil der Neuzeit”», Philosophische Rundschau, XV, 1968, había reaccionado efectivamente a la primera edición del libro de Blumenberg precisando nci haber concebido nunca la categoría de progreso en los simples términos de una transformación de nociones teológicas. Blumenberg no atenúa la polé­ mica y en la edición del 74 afirma que el Sákularisierungstheorem es un caso particular de substancialismo histórico, en la medida en la que hace de­ pender el éxito de sus hipótesis de la demostración de constantes en la his-

importantes conceptos modernos, retrotraen de hecho el inicio de la época moderna, pero, sobre todo, privan de legitimidad su pre­ tensión de ponerse como novedad absoluta: no es posible aden­ trarse aquí en los términos particulares de esta polémica: baste se­ ñalar que Blumenberg apunta, más allá de las tesis de Weber, so­ bre todo a las de Lówith y las de Schmitt. Uno de los principales objetivos de Die Legitimitat der Neuzeit es afirmar, contra las teo­ rías de la secularización, el carácter no derivado y autónomo de la modernidad y de sus principales categorías. Aseverar que la idea de progreso y, junto a ésa, otras nociones-claves del pensamiento moderno son el resultado de un proceso de secularización del mesianismo judeo-cristiano significa para Blumenberg, no sólo acu­ sar a la Neuzeit de haber cometido una especie de hurto cultural, sino también expropiarla de cualquier cosa que le pertenezca: es decir, arrebatarle el título de la propia legitimidad. Implícito en la teoría de la secularización está, a su juicio, un esencialismo que le impide darse cuenta de las diferencias entre «viejo» y «nuevo». Su obstinación en aferrarse a una sustancia que en el curso histó­ rico se mantiene inalterada la vuelve ciega en la confrontación de la discontinuidad de la época, que introduce en el mundo moder­ no la idea de la autoafirmación humana, la idea que encuentra la propia «metáfora absoluta» en el giro copernicano. Es importante recordar al menos una de las consecuencias del debate: la rígida distinción entre aquellos que aseguran, del modo más diverso, la continuidad entre «viejo» y «nuevo» y aquellos que, por el contrario, revindican que el valor de sus­ tancial novedad de la Edad Moderna genera la discutible iden­ tificación de los primeros con los negadores del valor intrínseco de la modernidad y de los segundos con los defensores a ultran­ loria. Insistir sobre el poder innovador de la «autodecisión individual» signi­ fica para Blumenberg oponerse a los teóricos de la secularización que, a su parecer, verían en el principio de la subjetividad moderna, y en el del progre­ so, nada más que el residuo de una sustancia teológica. Para Blumenberg, por el contrario, la constelación conceptual que gira en tomo a la noción de Sclbsbehauptung, de la cual forma parte, legítimamente, la idea de progreso, no es en absoluto el resultado de una transformación de representación ori­ ginariamente teológica. Ella radica más bien en el cambio provocado por la nueva ciencia.

za de los principios que inauguran lo moderno. En realidad, como, mejor que nadie, demuestra Weber, sostener la tesis de la secularización no siempre ni de manera automática significa abrazar una actitud teórica antimodema. La peculiaridad de esta tesis tampoco consiste simplemente en desconocer las profundas diferencias que median entre la visión cristiana y la concepción moderna. En sus versiones más articuladas, ésta ha vuelto a seña­ lar el hecho de que el judaismo y, sobre todo, el cristianismo ela­ boran una mentalidad y un comportamiento hacia la historia que no se encuentran ni en el pensamiento antiguo ni en otras cultu­ ras. Una mentalidad y una actitud que, si bien a través de modifi­ caciones, recorren los conceptos claves de la época moderna. Aunque, si bien no intencionadamente ni de manera direc­ ta, la posición de Hannah Arendt, tan poco identificable con la una o la otra de las posturas, proyecta luz sobre la artificiosidad de la contraposición. En un primer momento parece moverse en una dirección afín a la de Blumenberg: en este sentido, al menos, se orientan sus afirmaciones explícitas. De hecho, la autora considera el advenimiento de la Edad Moderna como una cesura decisiva de la historia, que ha sido provocada, no por transformaciones conceptuales o cambios en el ámbito del pensamiento, sino por «grandes acontecimientos concretos»: el descubrimiento de América, la Reforma protestante y el naci­ miento de la nueva ciencia34. Y por lo que respecta después al 34 «Tres grandes eventos se sitúan a la entrada de la edad moderna que determinan el carácter de la misma: el descubrimiento y la sucesiva explora­ ción de toda la tierra; la Refonna protestante que al expropiar las posesiones de la Iglesia y monásticas, inició el doble proceso de expropiación individual y de la acumulación de riqueza social; la invención del telescopio y el desa­ rrollo de una nueva ciencia que considera la naturaleza de la tierra desde el punto de vista del universo», H. Arendt, The Human Condition, cit., pág. 248 [trad. esp.: La condición humana, op. cit.]; véanse también A.-M. Roviello, Sens commun et m odem ité chez Hannah Arendt, Bruselas, Ousia, 1987; J.-ML Chaumont, Autour d'Auschwitz: de la critique de la m odem ité á Vassomption de la responsabilité historique; une lecture de Hannah Arendt, Bruselas, Palais des Lettres, Académie Royale de Belgique, 1991; por lo que respecta a la bibliografía italiana, C. Galli, «Hannah Arendt e le categorie politiche della modemitá», en Modernitá. Categorie ep ro fili critici, Bolonia, II Mulino, 1988, págs. 205-224.

perfil estrictamente político, se limita a registrar que tal época se inaugura con la separación de la Iglesia y el Estado, la sepa­ ración de la esfera temporal y de la esfera espiritual35. En de­ finitiva, aparentemente, la autora no concede ningún crédito teórico a las diversas versiones de la historia de la seculariza­ ción; no se cansa de repetir que la época moderna se abre ex­ clusivamente gracias a la irrupción de una nueva constelación de sucesos y que «ninguno de semejantes eventos presenta el carácter de una explosión de corrientes subterráneas que, des­ pués de haber confluido en la oscuridad, irrumpieran de im­ proviso»36. La polémica con aquellos que ella denomina los sostenedores de la continuidad ininterrumpida no es, por con­ siguiente, al menos en sus intenciones, menos dura que la de Blumenberg. 6. Más crítica que en la confrontación con las hipótesis de Lówith, parece Arendt respecto a otra versión, todavía más radical, de la teoría de la secularización: la hipótesis continuista de Eric Voegelin. Para este pensador es posible individuar un único itinerario teórico que parte del inmanentismo gnóstico del tardomedievo, pasa a través de la filosofía de la historia y del progreso de los siglos xvm y xix y de­ semboca finalmente de manera natural en el totalitarismo. Para Voegelin, la época moderna, que culmina en el fenóme­ no totalitario, está señalada por una progresiva pérdida de la trascendencia y por el correspondiente surgir de una perver­ sa maldad gnóstica, fundada sobre la confianza inmanentista en poder cambiar la naturaleza humana. El gnosticismo, en­ tendido en la peculiar acepción voegeliniana, lleva a las ideo­ logías modernas y a los movimientos totalitarios que son su

35 Véase H. Arendt, The Human Condition, cit., pág. 251 [trad. esp.: op. c it] , donde se lee: «Aunque admitamos que la edad moderna comenzó con un imprevisto e inexplicable eclipse de la trascendencia y de la fe en el más allá, de esto no se sigue de hecho que esta pérdida haya devuelto los hombres del mundo. Al contrario, la evidencia histórica demuestra que los hombres m o­ dernos no fueron proyectados hacia el mundo, sino en sí mismos.» 36 Ibídem, pág. 248.

encarnación a la esperanza de construir en la historia el mile­ nio escatológico37. Así formulada, tal teoría no puede por menos de resultar inaceptable para Arendt. En su interior se pierde de hecho toda diferenciación histórica y teórica. Y del enfrentamiento que tu­ vieron38 con ocasión de la publicación de Los orígenes del to­ talitarismo, surgen posiciones irreconciliables que van más allá del debate específico del que nacieron. Contra la explicación del advenimiento de la ideología moderna y del totalitarismo en términos de inmanentización progresiva del eschaton cristiano, Arendt quiere hacer valer una investigación realizada sobre he­ chos políticos e institucionales concretos39; a la diagnosis de la putrefacción de la civilización occidental — por usar la expre­ sión de Voegelin— en los términos de un completo despliegue de una esencia que, encubierta, recorrería toda nuestra tradi­ ción y que se expresaría en la voluntad de cambiar la naturale­ za humana, Arendt opone resueltamente la afirmación de que «semejante esencia no existe antes de salir a la luz»40. Y ade­ más en las cartas no publicadas, insiste en que el método voegeliniano no hace más que suministrar antepasados ilustres al suceso totalitario, por sí mismo no explicable a través de una deducción causal de aquel género. Arendt en sustancia se opo­ ne, juzgándolo insensato, al lamento acerca de la progresiva pérdida de la trascendencia y del fracaso de la civilización cris­ tiana. Apelar a los valores cristianos no es sólo totalmente inú­ til a la hora de frenar el proceso de decadencia — éste, de he­

37 Véase E. Voegelin, The New Science o f Politics, Chicago, The University o f Chicago Press, 1952. El mismo, Wissenschaft, Politik uncí Gnosis, Munich, Kósel, 1959. 38 Véase la recensión de E. Voegelin a The Origins o f Totalitarianism, en The Review o f Politics, XV, 6, 1953, págs. 68-76 y 84-85; y H. Arendt, «Rejoinder to Eric Voegelin’s Review o f The Origins o f Totalitarianism», en The Review o f Politics, X V 6, 1953, págs. 76-84. 39 «Lo que separa mi interpretación de la del Sr. Voegelin es que yo par­ to de hechos y acontecimientos en vez de afinidades e influencias espiritua­ les»; en H. Arendt, «Rejoinder to Eric Voegelin’s Review o f The Origins o f Totalitarianism», en The Review o f Politics, XV, 6, 1953, pág. 80. 40 Ibídem.

cho, es provocado por acontecimientos irreversibles— , sino que tal apelación nos desvía directamente de una real compren­ sión del mundo moderno41. La polémica contra el llamado «teorema de la seculariza­ ción» no perdona ni siquiera a autores como Karl Mannheim y Waldemar Gurian: también éstos, a su modo, utilizarían ta­ les teoremas al reducir el significado de los movimientos polí­ ticos o de las ideologías modernas a un sucedáneo de la reli­ gión. Para Arendt, estas tesis se aproximan mucho a las propues­ tas por Voegelin, que se ha acostumbrado a utilizar la expresión «religiones políticas» para referirse a semejantes movimientos ideológicos42. Se puede concluir por tanto que, para la autora, las teorías de la secularización que, partiendo de puntos de vis­ ta diferentes, lanzan todas una cerrada crítica a la moderna fi­ losofía de la historia, siguen estando en muchos aspectos en el interior de los esquemas conceptuales que quieren atacar. Teo­ rías como la elaborada por Voegelin y por Lówith, aun asu­ miendo presupuestos diversos, establecen continuidades «idea­ les» que tienen la ventaja sobre los hechos concretos: no lo­ gran, por esto, salir de la relación tradicional entre teoría y praxis y continúan negando a esta última su propia autonomía. 7. Es ciertamente correcto marcar la diferencia que media entre Arendt y estos pensadores y, por consiguiente, acceder, al menos en parte, a la auto-interpretación de la autora, que afir­ ma basarse sobre la convicción de que «no son las ideas, sino

41 H. Arendt, carta inédita a Voegelin, fechada el 22 de abril de 1951, The Library o f Congress, The Manuscripts División, «The Papers o f Hannah Arendt», Box 15. 42 Véase H. Arendt, «Religión and Politics», págs. 120-121. Las obras en cuestión son K. Mannheim, Ideologie und Utopie, Bonn, 1929; W. Gu­ rian, Bolchevism, Notre Dame, 1952 y, obviamente, E. Voegelin, D ie p o li­ tischen Religionen, Viena, 1938. H. Arendt se ha ocupado en ocasiones de Gurian y de Mannheim; véase H. Arendt, «Waldemar Gurian 1903-1954», en Men in Dark Times, Harcourt, Brace, Jovanovich, 1968, págs. 251-263 [trad. esp. en Hombres en tiempos de oscuridad, Barcelona, Gedisa, 1989]; y H. Arendt, «Philosophie und Soziologie, Anlásslich Karl Mannheim “Ideologie und Utopie”», en D ie Gesellschaft, VII, 1930, págs. 163-176.

los hechos los que cambian la historia»43. Pero es en todo caso legítimo destacar que su modo de indagar las dinámicas del mundo moderno no se limita de hecho a registrar los monu­ mentos históricos que han señalado la fractura entre el cristia­ nismo y la modernidad y entre esta última y el advenimiento del totalitarismo. La cuestión que surge inmediatamente, si no nos quedamos en el nivel de las declaraciones de intención, es si de veras Arendt logra distanciarse completamente del uso de la noción de secularización que tan duramente critica o si, por el contra­ rio, permanece ligada a ella más de cuanto explícitamente ad­ mite. Cierto es que en sus obras no cede jamás a ingenuos y es­ quemáticos teoremas ni acerca de la identidad funcional de lo que es religioso y de lo que es político ni acerca de la directa derivación conceptual de lo «nuevo» de lo «viejo». En todo caso es justo destacar que también el pensamiento arendtiano puede ser considerado, desde ciertos puntos de vista, dentro de las «teorías de la secularización». Para la autora, efectivamente, la época moderna y los principios sobre los cuales se estructura no operan en dirección de un vuelco completo del tema central de la concepción cristiana: la desvaloración del mundo. Más aún. a pesar de derivar menos de presupuestos trascendentes, la mentalidad moderna procede, como está visto, hacia una alie­ nación cada vez mayor del mundo y de lo fenoménico. Estos son los motivos que hacen, por ejemplo, decir a Blumenberg que la teoría arendtiana valora la modernidad «como una con­ tinuación del cristianismo con otros medios»44, a la par de las restantes conceptualizaciones de la secularización. Hay además otro motivo en la obra arendtiana que pone en una estrecha relación de continuidad el cristianismo y la mo43 Véase, por ejemplo, H. Arendt, The Human Condiíion, cit., págs. 256 y 258 [trad. esp.: op. c it.]. Esta afirmación es recurrente casi por doquier en los textos de la autora. 44 Véase H. Blumenberg, D ie Legitimitát der Neuzeit, cit., pág. 9. Blu­ menberg, sin entrar en el mérito del pensamiento arendtiano, considera im­ plícitamente a la autora com o una teórica de la secularización: para el autor alemán, por consiguiente, es una pensadora que pone en duda la legitimidad y la autonomía del mundo moderno.

demidad. En el interior de un universo como el moderno, que no podía esperar ni en la permanencia de un mundo común, transmitido de generación en generación a través del recuerdo de grandes acciones y grandes discursos, como había sucedido desde la antigüedad, ni en la inmortalidad individual garantiza*da por la eternidad y trascendencia de Dios, como había sucedido en el cristianismo, se creyó encontrar un elemento de inmorta­ lidad y de permanencia en la vida humana en cuanto tal, y en su capacidad de perpetuarse en el género humano. Lo que, por consiguiente, se absolutizó fue el principio de la vida misma45. Esto pudo suceder, si seguimos coherentemente el discurso arendtiano, sólo gracias a que el cristianismo, al revolucionar la concepción clásica que veía en la vida biológica el rasgo co­ mún entre el hombre y los animales, puso en el centro de cual­ quier consideración la sacralidad de la vida misma, asumida como portadora del principio divino. Por consiguiente es la secu­ larización del principio cristiano de la sacralidad de la vida la que diseña la fisonomía de la época moderna, así como su noción de la historia que celebra la inmortalidad del género humano46. To­ das las teorías políticas modernas están marcadas por la referen­ cia al valor absoluto repuesto en el principio de la vida misma: del absolutismo al liberalismo, del utilitarismo al socialismo. La época moderna, por consiguiente, demostraría no saber liberarse de la necesidad de permanencia, de seguridad, en una palabra, de la necesidad de lo absoluto. Incluso a costa de identificar este ab­ soluto con el mero perpetuarse de la vida en la especie.

45 Véase la última parte de The Human Condition. titulada «The Vita Activa and the M odem A ge», cit., págs. 248-326 [trad. esp.: op. cit.]. En uno de los pasajes más relevantes la autora afirma: «La vida es siempre el punto de referencia de todo y los intereses tanto del individuo com o del género hu­ mano se han identificado siempre con la vida individual o con la de la espe­ cie, com o si se diese por descontado que la vida es el bien más alto.» Véase también H. Arendt, «The Concept o f History», cit., pág. 75. Una exposición particularmente eficaz de la contraposición entre la concepción clásica de la inmortalidad y la moderna está contenida en Philosophy and Politics. The Problem o f Action after the French Revolution, 1954, cit., págs. 34-35. 46 Véase Arendt, The Human Condition, cit., págs. 313-320 [trad. esp.: op. cit.].

Y en el intento mismo de captar las razones por las que nuestra tradición filosófica y política no ha logrado hacer frente al totalitarismo, Hannah Arendt llega a establecer un tren teórico que, si bien no se propone individuar la «sustancia teológica» que informaría los conceptos modernos seculariza­ dos, demuestra en todo caso ser un criterio interpretativo fuer­ temente «continuista». Resulta claro, por consiguiente, que si Arendt no puede aceptar el teorema de la secularización — en­ tre otras razones porque a su parecer la modernidad, lejos de consistir en una reductio ad seculum, se caracteriza más bien por una progresiva fuga del mundo— , no logra desembarazar­ se, sin embargo, fácilmente de los asuntos «continuistas» que éste presupone. En su lectura de la historia de la metafísica y del pensamiento político no es difícil percibir más de una afi­ nidad con las tesis de Lówith. Si bien retrotraída, también para Arendt existe una cesura fundamental que orienta el «destino» de nuestra tradición. Como ya hemos intentado demostrar, se trata de aquel giro marcado por la filosofía de Platón y prepa­ rado por el pensamiento de Parménides que trastorna comple­ tamente la mentalidad del mundo clásico, su concepción del tiempo, su aceptación del devenir y de la contingencia, en una palabra, su reconocimiento de los límites insuperables que la realidad pone al hombre. A partir de aquella revolución teóri­ ca, toda la tradición filosófica y política ha estado atravesada por una única preocupación que se ha declinado de muchos modos: la preocupación de «negar la negación», de remover el tiempo y de rechazar el simple hecho de que «el poder de los hombres esté limitado por la naturaleza, por la pluralidad y de la existencia factual de sus propios semejantes»47. Se trata, por consiguiente, de una voluntad ciega de durar que lleva a seres por naturaleza mortales a creer que pueden combatir la contin­ gencia y a intentar reducir lo múltiple a lo Uno. Éste es el acuerdo de fondo que, para Hannah Arendt, resuena en toda nuestra tradición: desde la contemplación de las ideas inmuta­

47 Véase la carta inédita de Arendt a Voegelin, del 8 de abril de 1951, ci­ tada anteriormente.

bles de Platón o la vida eterna más allá de este mundo del cris­ tianismo, hasta la inmortalidad que nos es concedida a través de la perpetuación de la especie.

2. L a

h is t o r ia c o m o n a r r a c ió n

A pesar de que la autora caiga de nuevo involuntariamente dentro de aquellos esquemas interpretativos que se propone cuestionar, el intento de Hannah Arendt es el de superar una concepción de la historia que se estructura sobre la noción de proceso y sobre supuestos fuertemente continuistas, tal y como la crítica de Hegel y de los fautores del «teorema de la secula­ rización» pone a la luz. Igualmente distante pretende estar de los planteamientos, en cierto sentido conectados a los anterio­ res, que enfatizan la posición poiética del sujeto, ya singular ya colectivo, en los análisis del curso histórico, tal y como pone en evidencia la crítica a Vico y a Marx. La autora concibe la historia más bien como la escena de los acontecimientos a cuya realización concurren, aunque sin que posean un poder determinante, las acciones de los hombres. Se­ mejantes acciones, precisamente porque irrumpen en el fluir del devenir histórico, pueden considerarse portadoras de lo nuevo y pueden conferir a los acontecimientos un significado que trans­ ciende la mera secuencia temporal. Dicho de otra manera, los su­ cesos y las gestas de las que «son capaces los mortales» y que se constituyen en materia de relato histórico no deben entenderse ni como partes de un todo que los supera ni como simples eslabo­ nes de una larga cadena. Al contrario, debe hacerse hincapié en los episodios singulares, en los hechos y circunstancias particu­ lares que interrumpen el movimiento circular y repetitivo de la vida cotidiana, en el mismo sentido en el que el bios rectilíneo de cada cual «rompe el movimiento circular y repetitivo de la vida biológica. La materia de la historia reside en estas interrupcio­ nes, en estas fracturas; en lo extraordinario»48. Si la historia es

48 H. Arendt, «The Concept o f History», cit., pág. 43.

un espacio interrumpido por la discontinuidad y por la apertu­ ra a lo nuevo; si la historia, en una palabra, es el campo de lo posible, es obvio que no es conceptualizable por parte de una teoría que haga uso de las nociones de causa y de fin. «La his­ toria es una experiencia (story) de eventos y no de fuerzas o ideas de curso previsible»49. Y si los actores ponen en escena aquellos «nudos de relaciones» que constituyen la trama histó­ rica, no resulta, sin embargo, verosímil considerarles verdade­ ros y auténticos autores que llevan a su realización la obra que han iniciado. «En otras palabras, las historias, los resultados de la acción y del discurso revelan un agente que, sin embargo, no es su autor ni los ha producido»50. Sobre estas consideraciones se entiende la definición arendtiana según la cual «la historia (History) es una historia (story) que tiene muchos comienzos, pero ningún fin»51. A partir de estas consideraciones, la reflexión arendtiana so­ bre la historia ha sido interpretada como una concepción de las épocas históricas en muchos sentidos análoga a la concepción de época heideggeriana52. En semejante dirección se hacen valer como cesuras que dividen una época de otra no sólo los cambios de un período a otro — por ejemplo, el paso de la polis griega a la civitas romana y de ésta a la cornmunitas medieval o el paso del estado-nación al totalitarismo y, finalmente, la crisis de la re­ pública americana— , sino que también las distintas modalida­ des en las que se articula la actividad humana, fijadas en Vita activa/La condición humana, son consideradas principios de época en torno a los cuales se estructura cada período. 49 The Human Condition, cit., pág. 252 [trad. esp.: op. cit.]. Es éste un convencimiento en el que se insiste en muchos pasajes de la obra arendtiana. 50 Ibídem, pág. 184. 51 H. Arendt, «Understanding and Politics», Partisan Review, XX, núm. 4, 1953, págs. 377-392 y 580-583. 52 Se trata de la hipótesis interpretativa avanzada por Reiner Schürmann en la obra H eidegger on Being and Acting: From Principies to Anarchy, Bloomington, Indiana University Press, 1987; en este libro, dedicado al pen­ samiento de Heidegger, el autor tiene como fondo la obra de Hannah Arendt, interpretándola en estrecha conexión con algunos elementos de la filosofía heideggeriana. Véanse sobre todo las págs. 247 y ss.

Esta interpretación parece encontrar una posible confirma­ ción en un breve artículo escrito por Arendt en 1975. En efec­ to, allí podemos leer: en realidad podríamos encontramos en uno de esos decisi­ vos puntos de inflexión de la historia que separan una época de otra. Para nosotros, contemporáneos cogidos en las ine­ xorables exigencias de la vida cotidiana, los confines que di­ viden las épocas difícilmente pueden ser visibles en el mo­ mento en que se atraviesan. Sólo después de que uno se su­ merge en ellos, se convierten en verdaderos y auténticos muros que nos separan irremediablemente del pasado53.

Pero, si bien es cierto que también para Arendt lo que hace concebible la historia son sus revoluciones, sus crisis y, en defini­ tiva, la suspensión de la continuidad temporal y si, como las pala­ bras aquí citadas confirman una vez más, es verdad que todo «nuevo comienzo» marca irrevocablemente una fractura respecto al pasado, es, sin embargo, difícil sostener que exista en el interior de sus consideraciones una teorización consciente y completa en tomo a la producción de períodos históricos homogéneamente or­ ganizados alrededor de un principio dominante. Si bien esta pro­ puesta interpretativa abre perspectivas interesantes de análisis, siempre en la dirección de una reconstrucción de los lazos decisi­ vos entre pensamiento arendtiano y filosofía heideggeriana, resul­ ta quizás menos forzado ver en la reflexión de la autora simple­ mente el interés por una historia hecha de momentos singulares relevantes que en el instante de su acaecer interrumpen y suspen­ den el inexorable avanzar del tiempo. Ejemplos de semejantes momentos históricos significativos son las revoluciones america­ na y francesa, la Comuna de 1871, los soviets de 1917,1a repúbli­ ca alemana de consejos de 191854, así como la revolución húnga­ ra y la desobediencia civil americana de los años 60. 53 H. Arendt, «Home to Roost: A Bicentennial Adress», en The N ew York Review ofBooks, 26 de junio, 1975, págs. 4-6. En este ensayo, la autora exami­ na la crisis institucional y cultural de los Estados Unidos durante los años 70. 54 La autora se refiere a la Ráterepublik proclamada ese año en Baviera. (N. del T.)

En el contexto de esta aproximación a la historia se inscri­ be el interés que Hannah Arendt muestra por las biografías de algunas personalidades «excepcionales». No sólo la obra sobre Rahel Varnhagen55, sino también las diversas semblanzas traza­ das en Hombres en tiempos de oscuridad56 testimonian su acti­ tud anti-teorética frente a la historia y su asunción de esta últi­ ma como espacio para la singularidad. Toda existencia singular puede revelarse como una fuente de luz que aclara, aunque sólo por un momento, la oscuridad de aquellos períodos que pare­ cen marcados por una crisis sin salida. En el prefacio a la colec­ ción de estos ensayos, Arendt observa «que, aunque en los tiempos más oscuros tenemos el derecho de esperar alguna ilu­ minación, tal iluminación puede llegarnos menos de teorías y conceptos que de la incierta, trémula y, a menudo, débil luz que algunos hombres y algunas mujeres, con sus vidas y sus obras, logran encender en las circunstancias más diversas y difundir durante el tiempo que se les concede en la tierra»57. Sobre el pensamiento de Hannah Arendt han tenido una par­ ticular influencia las perspectivas de radical reinterpretación de la temporalidad propuestas por algunas filosofías del Novecien­ tos a las que les une el ataque dirigido contra la imagen unilineal del tiempo. Pienso, a este propósito, no solo en la noción de «his­ toricidad» de Heidegger, sino también en la configuración que la idea del Jetzt-Zeit asume en el interior de las Tesis de filosofía de

55 Véase H. Arendt, Rahel Varnhagen. Lebensgeschichte einer deulschen Jiidin aus der Romantik, Munich, Piper, 1959. [Trad. esp.: Rahel Varnhagen: vida de una mujer ju d ía , Barcelona, Lumen, 2000.] 56 H. Arendt, Men in Dark Times [Hombres en tiempos de oscuridad!. que recoge breves ensayos biográficos dedicados a personajes que a su pare­ cer son ejemplos de momentos históricos especiales. Hay artículos dedica­ dos a Lessing, a Rosa Luxemburgo, Angelo Giuseppe Roncalli, Karl Jas­ pers, Isak Dinesen, Hermann Broch, Walter Benjamín, Bertolt Brecht, Waldemar Gurian y Randall Jarrell. 57 Ibídem, pág. IX. Sobre el poder «iluminante» de las «biografías», véa se también H. Arendt, «The Concept o f History», págs. 42-43. A este propó sito véanse también los ensayos de J. Taminiaux, «La vie de quelqu’un», Le: Cahiers du Grif, núm. 33,1986, págs. 29-36 y de E. Young Bruehl, «Les His tories de Hannah Arendt», Les Cahiers du Grif, núm. 33, 1986, págs. 37-42

la historia de Walter Benjamín58. Y antes aún, en la importancia de las reflexiones nietzscheanas contenidas en la segunda Unzeitgemessene59, reflexiones que constituyen el repertorio de argumentos que sacan todos aquellos filósofos del siglo xx, empeñados en criticar la concepción lineal del tiempo histórico: desde Heidegger a Lówith, desde Benjamín a Bloch, desde Foucault a Derrida. La reinterpretación de la noción de historia que ha llevado a cabo Nietzsche representa en efecto el paso obliga­ do para poder replantear la conexión entre evento y sentido y para reelaborar una nueva imagen del pasado. En su reflexionar sobre la historia, Hannah Arendt procede a afrontar problemas como los siguientes: ¿cómo interrogarse sobre el sentido de los sucesos, una vez venida a menos y des­ truida la fe filosófica en aquel fúturo necesario que se constituía en garante de la racionalidad de todas las etapas que lo habían precedido o preparado? ¿Cómo volverse al pasado, salvando y redimiendo el significado de sus momentos particulares, es de­ cir, sin aquella actitud objetivadora que concebía los sucesos de la historia como entes dotados de una causa y de un fin determi­ nados? En el planteamiento arendtiano, por consiguiente, conlluye de manera manifiesta la problemática ontológica de la «historicidad» desarrollada en El ser y el tiempo. En esta obra, en efecto, el tema del pasado se afronta desde el punto de vista del ser que asume conscientemente la finitud de la propia exis­ tencia. Y el pasado ya no se configura como el puro y simple «real de antes» que se ha desvanecido desde el instante sucesi­ vo, sino que más bien recupera su estatuto de posibilidad. Si, como afirma Heidegger, el pasado «accede al ser como posibi­ lidad», la historia, ahora, no podrá representarse más como un 5íi Véase W. Benjamin, Schriften, Frankfurt, Suhrkamp Verlag, 1955. 59 Véase F. Nietzsche, Vom Nutzen und Nachteil der Historie fiir das Leben, IS74. Por lo que respecta a la influencia de este libro en Heidegger basta pensar en el § 76 de El ser y el tiempo (1927). En Benjamin, la segunda Unzeitgemessene se cita explícitamente al principio en el interior de la tesis de filosofía de la historia. Sobre la importancia del texto nietzscheano en el pensamiento de Arendt, véanse los artículos de J. N. Shklar, «Rcthinking the Past», Social Re­ search. XVIV, núm. I, 1977, págs. 80-90; S. Wolin, «Stopping toThink», New York Review ofBooks, XXV núm. 16, 1978, págs. 16-21, sobre todo la pág. 18.

único hilo conductor que comprende los eventos como segmen­ tos de una única recta. No es ciertamente mi intención detenerme en un tema tan problemático como la Geschichtlichkeit heideggeriana: sirvan estas breves referencias sólo para indicar el contexto del que provienen las reflexiones de Hannah Arendt sobre la historia. Un contexto en el que se sitúa también otro gran intento de arre­ batar la comprensión del pasado a la concepción rectilínea y se­ riada del tiempo. Me refiero a la filosofía de Walter Benjamín y a su polémica en los enfrentamientos con aquel concepto de progreso basado, a su parecer, sobre la idea de temporalidad ho­ mogénea y vacía. Las Tesis de filosofía de la historia han tenido en efecto una significativa influencia sobre Arendt, en particu­ lar, la crítica que en éstas se lanza contra la concepción continuista de la historia que remueve y suprime el significado de la Vergangenheit. En la autora se encuentran los mismos tonos po­ lémicos que Benjamín dirige contra aquella mentalidad historicista que, dentro de una presunta objetividad historiográfica, es­ conde la asunción del punto de vista de los vencedores y la aceptación del hecho concluso; contra aquella mentalidad que en la pretensión de conocer el pasado «tal y como verdadera­ mente ha sido» pone al desnudo la propia carencia de memoria y el propio desprecio del mismo. Es conocido que para el filó­ sofo judío existe un modo de «recuperar» el pasado excluido de la historia, una estrategia para sustraerlo a la momificación del recuerdo. La Jetzt-Zeit, el ‘tiempo-ahora’, es precisamente el instante que hace explotar la continuidad del proceso histórico, reasumiendo en sí mismo la plenitud del tiempo. Ejemplos de ello son aquellos momentos que reinstauran, aunque sólo por un instante, un orden alternativo que suspende el continuo avanzar del tiempo; como cuando, durante la revolución de Julio, en mu­ chos lugares de París, «autónomamente y al mismo tiempo, se disparó contra los relojes de los campanarios»60. 60 W. Benjamin, Tesis de filosofía de la historia, tesis 15: «El día en que comienza un calendario hace de acelerador histórico [...]. Los calendarios no miden el tiempo com o los relojes. Éstos son monumentos de una conciencia histórica de la que en Europa, de cien años a esta parte, parece haberse per-

Quede claro que ni el modo heideggeriano ni el benjaminiano de restituimos el pasado como «posibilidad» son asumidos sin reservas por Arendt. Se ha dejado ya claro cómo la autora, si de una parte se adhiere a la reinterpretación de la temporalidad acti­ vada por Heidegger, por otra, no duda en ver, en particular en la Seinsgeschichte, el peligro de un retorno a la historia hegeliano que idolatra los hechos y resta importancia a la procesualidad61. Y si precisamente en virtud de estas críticas resultase más ajustada la afinidad de la autora con Benjamin —piénsese en el Benjamín descrito por Arendt como obsesionado por la idea del majestuoso progresar de la ruina de los tiempos y de la ne­ cesidad de salvar, si bien descontextualizados, los fragmentos dido los rastros. Todavía en la revolución de Julio ha tenido lugar un episo­ dio en el cual queda expresada esa conciencia. Cuando cae la tarde del pri­ mer día de la batalla, en muchos lugares de París, de manera autónoma y si­ multánea, se disparó contra los relojes de los campanarios». Véanse tam­ bién, en referencia a Arendt y a su modo de pensar el pasado, las siguientes tesis: la 5, en la cual se lee: «La verdadera imagen del pasado pasa de co­ rrida. El pasado sólo se deja fijar en la imagen que fulgura de una vez por to­ das en el momento de su cognoscibilidad»; la tesis 6: «Articular histórica­ mente el pasado no significa conocer cóm o ha sido exactamente. Significa adueñarse de un recuerdo tal y com o brilla en un momento de peligro»; so­ bre todo la tesis 14: «La historia es objeto de una construcción cuyo lugar no es el tiempo homogéneo y vacío, sino aquél lleno de actualidad (Jeztzeit). Así, para Robespierre, la Roma antigua era un pasado cargado de actuali­ dad, que él hacía bosquejar de la continuidad de la historia.» Véanse tam­ bién los aforismos contenidos en las páginas del Passagen-Werk, titulados «Teoría del conocimiento y del progreso»: W. Benjamin, Das Passagen-Werk, I rankfurt. Suhrkamp, 1982 [trad. esp.: D iscursos interrumpidos, vol. I, Madrid, Taurus, 1992]. Para una sintética pero exhaustiva exposición del pensamiento de Benjamin, véase N. Bolz, W. Van Reijen, Walter Benjamin. Frankfurt, Campus Verlag, 1991. Para una reconstrucción del pensamiento de Benjamin en una perspectiva que permite un cotejo con las posiciones de Hannah Arendt, véase E. Greblo, La tradizione del futuro, Nápoles, Liguori, 1989. Acerca de la crítica benjaminiana del tiempo histórico resulta siem ­ pre iluminador el ensayo de R. Bodei, «La malattia della tradizione. Dimensioni e paradossi del tempo in Walter Benjamin», en VV A A., Walter Benja­ mín. Tempo storia linguaggio, Roma, Editori Riuniti, 1983. 61 Sobre esto se remite a la primera parte de este trabajo, al capítulo «líl fin de la metafísica com o origen y horizonte de la reflexión arendtiana» y en particular al párrafo «Cotejo con Heidegger».

del pasado62— , la total carencia en su reflexión de cualquier re­ ferencia a la tradición mesiánica y, todavía más, a la del mate­ rialismo histórico marcaría entre los dos pensadores una dife­ rencia insuperable. La concepción de Hannah Arendt, profundamente deudora de estas redefiniciones del tiempo histórico, parece por consi­ guiente moverse hacia resultados originales. Éstos adquieren re­ lieve bien sea para un ámbito de investigación más estrictamente historiográfico, bien sea para una esfera de significado que po­ dremos definir como «ontológico». Separar los dos niveles es solamente una operación heurística, en cuanto éstos se presen­ tan tenazmente interconectados, y exactamente en este estrecho lazo reside la peculiaridad de la posición arendtiana, que rehúsa por definición cualquier teorización rigurosa sobre el método. 3. Después de todo cuanto se ha dicho, no puede sorprender que Hannah Arendt en el ensayo «Truth and Politics»63, de 1967, retome, explicitándola completamente, la distinción, que en sí misma no resultaba nueva, entre verdad de razón y verdad de he­ cho, afirmando la coercitiva axiomaticidad de la primera y la fácil vulnerabilidad de la segunda64. Y es partiendo de estos presupues­ tos como Arendt, apelando a una no menos conocida dicotomía, considera legítimo afrontar la materia histórica exclusivamente a través de la modalidad de la «comprensión» y no con los instru­ mentos de la «explicación causal», propios de las verdades que pretenden caracterizar las ciencias exactas. Con palabras que tes­ timonian la vecindad existente entre sus reflexiones y las posicio­ nes más canónicas de la hermenéutica en sentido estricto, afirma: 62 Véase H. Arendt, «Walter Benjamín», en H. Arendt, Men in Dark Ti­ mes, Harcourt, Brace, 1968, págs. 153-206, sobre todo, pág. 193. [Trad. esp.: Hombres en tiempos de oscuridad, Barcelona, Gedisa, 1989.] 63 H. Arendt, «Truth and Politics», publicado por primera vez en The New Yorker, 25 de febrero 1967 y reimpreso en 1968 en H. Arendt, Between Past and Future, págs. 227-264 [trad. esp.: Entre el pasado y el futuro, Barcelona, Península, 1996], Este ensayo se tiene en cuenta sólo en la medi­ da en que se refiere al discurso sobre la historia, si bien contiene también nu­ merosas e interesantes observaciones sobre la relación verdad-opinión-juicio. M Ibídem, pág. 250.

«La comprensión, en cuanto distinta del conocimiento y de la in­ formación exacta, es un proceso complejo que no da nunca resul­ tados inequívocos; es una actividad sin fin, siempre diversa y mu­ dable, gracias a la cual aceptamos la realidad y nos reconciliamos con ella, nos esforzamos en estar en armonía con el mundo»65. La realidad histórica se ve falseada efectivamente si se le aplica la ca­ tegoría de causa y si se pretende explicar los sucesos reordenándolos mediante un concatenación que quiera remontarse al factor úl­ timo que los ha provocado. Para Arendt, el fracaso de las aproxi­ maciones nomológicas a la historia no se ha debido simplemente a una imposibilidad constitucional del conocimiento humano de llegar a identificar la totalidad de las conexiones causales: la mo­ tivación reside en la especificidad del hecho histórico que supera siempre el contexto de las relaciones causales en el que se preten­ de que halle una colocación. Si bien llega a admitir la existencia de una correlación de «causas débiles» a través de las cuales se pue­ de dar razón del cómo un suceso se ha realizado, pero no del porqué, hay que precisar que semejante red de rebotes y correla­ ciones no puede en todo caso reconstruir- exactamente una secuen­ cia histórica. Dado que sólo se da la historia gracias al poder inno­ vador de la acción de los hombres y dado que tal acción, intervi­ niendo en un contexto de relaciones ya dadas66, no consigue casi nunca el fin perseguido por la intencionalidad del obrar, carecen de todo valor aquellas ciencias históricas que se basan en el carác­ ter previsible y la regularidad de los resultados de la acción. L a causalidad — leemos en «Understanding and Politics»— es una categoría extraña que puede inducir a error a las ciencias históricas. No sólo el significado autén­ tico de todo suceso transciende siempre cualquier número de causas pasadas que se le pueden asignar, sino que el m is­ mo pasado viene a existir sólo junto al suceso. Sólo cuando ha acontecido cualquier cosa de manera irrevocable pode­ mos intentar trazar su historia, pues el suceso ilumina su pa­ sado y no puede ser deducido del mismo67.

65 H. Arendt, «Understanding and Politics», cit., pág. 377. 66 Véase H. Arendt, The Human Condition, págs. 181-188 [trad. esp.: La condición humana, Barcelona, Paidós, 1988.]

Por consiguiente, una vez afirmada la dimensión contin­ gente del acaecer histórico, el problema que se le plantea a la autora es el de la modalidad en la que expresar el significado de los hechos singulares, sin ceder a una interpretación de los mismos en clave filosófica que se proponga «considerar lo que es esencial en la historia dejando aparte aquello que no lo es»68. Si, por una parte, Arendt acepta hasta el fondo los presupuestos de la critica a la teleología histórica que tantos pensadores del siglo x x elaboran sacando argumentos de la segunda Unzeitgemessene, por otra, sin embargo, intenta evi­ tar los resultados más extremos de tales críticas buscando fi­ jar de nuevo un encuentro diferente entre pensamiento y su­ ceso. Este intento implica la noción de «narración», que en­ cuentra una primera formulación en La condición humana69. La historia, ya de por sí recorrida por sucesos sin relacionar y por una proftinda discontinuidad, abre en todo caso a la mira­ da retrospectiva del historiador un sentido que se apresta a te­ jer la trama de un relato70. Es importante subrayar cómo para la autora la narración no es ni la mera crónica de los hechos ni, obviamente, la explicación ex post de la manifestación de la racionalidad implícita en el proceso histórico a la que solo el filósofo tendría acceso. La narración es en sustancia un ar­ tificio lingüístico que reconstruye aquello que ha sucedido en la historia a través de una trama que privilegia los agentes hu­ manos más que los procesos impersonales y que ya no hace

67 H. Arendt, «Understanding and Politics», cit., pág. 388. 68 G. W. F. Flegel, Lecciones de filosofía de la historia, Barcelona, PPU, 1989. 69 Véase H. Arendt, The Human Condition, págs. 181-198 ftrad. esp. op. cit.]. 70 En una entrevista reproducida en The N ew York Review o f Books, XXV, núm. 16, 1978, pág. 18, la autora advierte: «Nadie puede conocer lo que acaecerá mañana, porque muchas cosas dependen de un número enorme de variables, de la simple casualidad. De otra parte, si se mira a la historia re­ trospectivamente, entonces, si bien cuanto ha acaecido ha acaecido contin­ gentemente, se puede contar una historia que tenga un sentido.»

derivar el significado de lo particular de lo general71. Ella per­ mite, por una parte, comprender los eventos a través de una ilustración de su singularidad y, por otra, rendir cuenta de su «entramado» privado de conexiones necesarias. De este modo los fenómenos individuales son vistos en su unicidad y al mis­ mo tiempo insertados, por aquel que construye el relato, en un contexto de sentido más amplio. Ciertamente, la realidad exce­ de siempre la totalidad de los hechos y sucesos narrados: «Quien habla de lo que ha sido cuenta siempre una historia (stoiy)» y sólo en el interior del artificio narrativo los sucesos particulares pierden el aspecto de sucesos contingentes para asumir, al menos parcialmente, un significado comprensible72. La narración histórica, por tanto, si de una parte responde a la necesidad humana de entender y de conferir un sentido a la realidad, de otra, asume conscientemente la falta de adecuación existente entre relato y objetividad. Quien narra no puede pres­ cindir de su historicidad, aunque esto no signifique que pueda seleccionar los hechos arbitrariamente. El equilibrio buscado entre la subjetividad del historiador y la salvaguardia en la na­ rración de la verdad de hecho lleva a la autora a recuperar la no­ ción de imparcialidad. Y, más en concreto, la fuerza a que reha­ bilite aquella particular noción de imparcialidad presente en la poesía y en la historiografía antiguas: de ella son ejemplos tan­ to Homero como Heródoto, quienes no sólo se despojaban del interés de parte, sino que también refutaban en sus relatos «la alternativa entre victoria y derrota». Que en una batalla hubie­ se finalmente vencedores y vencidos no debía interferir con lo que consideraban digno de inmortalizar en el recuerdo. Home­ ro decide en efecto cantar la gesta de los troyanos no menos que la de Aquiles. Y Heródoto no puede por menos de rendir «el debido tributo de gloria» a las «admirables acciones» tanto de los griegos como de los bárbaros. Y aún más importante para el concepto de imparcialidad, resulta la referencia a Tucídides y al elemento introducido por él en la historiografía grie­ 71 Véase H. Arendt, The Human Condition, págs. 186-187 [trad. esp. op. cit.]. 72 Véase H. Arendt, «Truth and Politics», págs. 261-262.

ga: el criterio del incesante diálogo entre ciudadanos en el que se podía expresar la pluralidad de posiciones desde la que obser­ var el mundo común73. Tal enfrentamiento en realidad ya había sido experimentado durante largo tiempo en la polis: A través de una incansable confrontación verbal [...], el griego aprendía a cambiar el propio punto de vista, la propia «opinión» — o sea, el modo como el mundo se le abría— con la de sus conciudadanos. Lo s griegos aprendían a enten­ der: no a entenderse recíprocamente, en cuanto individuos, sino a m irar una misma cosa bajo aspectos muy diversos y a menudo contradictorios. Lo s discursos en los que Tucídides presenta los puntos de vista y los intereses de las partes be­ ligerantes constituyen el testimonio viviente de esta excep­ cional imparcialidad»74.

Es quizás el momento de anticipar brevemente que, basándo­ se en algunos de estos presupuestos, Arendt va a plantear el trata­ miento del juicio en su última obra. La vida del espíritu. Añáda­ se que, si precisamente la parte dedicada a la facultad de juzgar ha quedado incompleta, en las Lectures on K ant’s Political Philo­ sophy — que, reelaboradas, habrían debido constituir la materia de la parte dedicada al juicio— se encuentran ulteriormente de­ sarrollados los problemas implicados en las temáticas acerca de la historia aquí presentadas. Y en el tratamiento de la cuestión de la imparcialidad fijada hasta ahora en referencia a la historiografía antigua, converge la reflexión, madurada en el curso de los años, sobre la Tercera crítica kantiana y sobre el papel desempeñado por la imaginación. Pero la perspectiva en la que se colocan las Lectures ya no es exclusivamente la de la clarificación del deber del historiador o del filósofo que se acerca a la comprensión de la historia. En aquellas páginas, la autora se pregunta sobre la posi­ bilidad que todo individuo tiene de ejercitar críticamente la propia facultad de pensar y de juzgar, ganándose así, por tanto, la capa­ cidad de mirar de manera libre aquellos acontecimientos que en

73 Véase sobre todo H. Arendt, «The Concept o f History», págs. 51-52. 74 Ibídem.

un primer momento parecerían seguirse el uno del otro gracias a una consecuencialidad necesaria75. 4. Antes de concluir, puede resultar interesante recordar que, a pocos años de distancia de la publicación de La condición humana, empezaba a producirse entre algunos fi­ lósofos analíticos anglo-americanos un fuerte cambio de opiniones sobre algunas de las nociones que precisamente la autora sacaba a colación76. También para autores como William B. Gallie, Arthur Danto, al igual que, algunos años más tarde, para Louis O. Mink y, sobre todo, para Hayden

75 Véase H. Arendt, Lectures on Kant's Political Philosophy, sobre todo la parte dedicada a la imaginación, págs. 79-85. 76 El debate sobre la narración que han mantenido los filósofos analíticos fue iniciado en 1952 por Patrick Gardiner que, en su The Nature o f Historical Explanation, toma posición contra las tesis, hasta aquel momento casi indiscuti­ bles, de Cari G. Hempel y expuestas en The Function o f General Laws in His­ tory, de 1942. Hempel indicaba en el método hipotético-deductivo la correcta aproximación a la investigación histórica, homologando así la explicación histó­ rica a la científica. Contra esta «tesis de carácter reduccionista», todavía más ra­ dical que el ataque de Gardiner, va dirigida la crítica de William H Dray, Laws and Explanations in History, 1957. Como justamente hace notar Pietro Rossi en su «Introducción» a P. Rossi, La teoría della storiografia oggi, Milán, II Saggiatore, 1983. tanto Gardiner como Dray, si bien salvando las distancias, se movían todavía sobre el terreno del planteamiento de Hempel, a saber, sobre el de una historiografía convencida de que su primera tarea era la de la «explicación». 77 El verdadero y auténtico desafío a una concepción de la investigación histórica com o investigación científica se expone en las obras de W. B. Gallie, Philosophy and Histoiy, Cambridge, 1965; L. O. Mink, «Narrative Form as a Cognitive Instrument». en W AA., The Writing o f History: Literary Form and Historical Understanding, Madison, Wisc., 1978, págs. 143-144. Según estos autores, la historiografía es substancialmente una narración y no una explicación fundada sobre el recurso a leyes generales. A propósito de la discusión historiográfica sobre la historia com o narración, véase, además P. Rossi (ed.), La teoría della storiografia oggi (que comprende ensayos de A. Danto, H. White, W. J. Mommsen, F. Furet, R. Koselleck, J. Topolski, W. Dray, J. Riisen, W. Küttler. K.-G. Faber, C’h. Meier. A. .1. Gurevic, M. L. Salvadori, O. Winch; el artículo de H. White, «La questione della narrazione nella teoria contemporánea della storiografia», págs. 33-78, es una exce­ lente presentación del debate contemporáneo); J. Kocka. Th. Nipperdey (eds.), Theorie und Erzáhlung in der Geschichte, Munich, 1979; D. Carr. W. Dray. T. F. Geraets, F. Quellet, H. Watelet (eds.), La philosophie de l ’histoire

W hite78, la propuesta de una teoría de la narración apuntaba, en primer lugar, a contrastar la reducción de la historia a cien­ cia exacta y la consiguiente aplicación al saber histórico de pro­ cedimientos deductivos y causales propios del saber nomológico. Exigencias semejantes se han dejado sentir también en el interior del gremio de los «historiadores profesionales». Paul Veyne, por ejemplo, al equiparar la historia a una «novela ver­ dadera» e insistir en la importancia de la trama y definir los su­ cesos no como seres sino como cruces de itinerarios posibles79, ha reabierto en Francia la polémica sobre la historia como cien­ cia o como narración. Y algunos años después, Lawrence Stone se situó en una posición análoga en el interior de la cultura anglosajona, polemizando contra las diversas versiones de his­ toria científica y auspiciando también un retorno a la narra­ ción80. Si bien representan puntos de vista radicalmente distan­ et la pratique historienne d ’aujourd’hui. Philosophy o f History and Contemporary Historiography, Ottawa, The University o f Ottawa Press, 1982, obra en la que destaca la contribución de W. H. Dray, Narration, Reduction and the Use o f History, págs. 197-214; M. Salvatti (ed.), Scienza, narrazione e tem­ po, Milán, Franco Angeli, 1985. Finalmente véase el libro de II Carr, Time, Narrative and History, Bloomington, Indiana University Press, 1986, que cons­ tituye una reflexión sobre el problema que tiene en cuenta tanto la perspectiva de la filosofía analítica com o la perspectiva de la filosofía «continental». 7X Cfr. 11. White, Metahistory. H istórical Imagination in Nineteenth Century Europe, Baltimore, The Johns Hopkins University Press, 1973, y H. White, Topics o f Discourse. Essays in Cultural Criticism, Baltimore, The Johns Hopkins University Press, 1978. Acerca de la reciente discusión sobre la concepción de la historia y de la historiografía de Hayden White, véase el número monográfico de la revista Storia della Storiografia, núm. 24, 1993, con el título Hayden White s M etahistory Twenty Years After; en la que está publicada un interesante entrevista al autor: E. Domanska, «An Interview with Hayden White», págs. 5-22. 79 Véase P. Veyne, Comment on écrit l ’histoire. Essai d ’épistémologie, París, 1971. [Trad. esp.: Cómo se escribe la historia, Madrid, Alianza, 1994.] Para una comparación entre P Veyne y otras perspectivas historiográficas que se plantean el problema de una redefinición del tiempo histórico en la narración de los acontecimientos, véase el ensayo de R. Bodei, «Riflessioni sul tempo c gli intrecci temporali nella narrazione slorica», en M. Salvatti (ed.), Scienza, narrazione e tempo, págs. 340-355. 80 Cfr. L. Stone, «The Reviva! o f Narrative: Refíections on a New Oíd History», Past and Present, LXXXV, 1979, págs. 3-24.

tes, todos estos autores concuerdan entre sí y con Arendt en el hecho de que la aproximación narrativa es la única capaz de ga­ rantizar la especificidad de los actores y de los eventos históri­ cos. Los actores y los sucesos pueden ser comprendidos en su singularidad sin recurrir a construcciones teóricas que postulen leyes científicas o sujetos super-individuales. Pero más que en establecer el estatuto científico de las narración y de la narratividad en una confrontación con otras tesis historiográficas — objetivo al que en sustancia se han orientado las reflexiones de estos autores— , Arendt está inte­ resada en el nivel, por así decirlo, «ontológico» implícito en estas temáticas. Por este motivo su pensamiento encuentra mayor consonancia con algunos aspectos de la filosofía de Paul Ricoeur*1. Para ambos, efectivamente, el tema de la narra­ tividad se combina con el problema más radical de la tem ­ poralidad. Generalizando, se puede decir que es crucial para ambos asignar al relato la tarea de salvar la acción de la fuga­ cidad y del olvido, en una palabra, del poder disolvente del tiempo. Pero Arendt, a diferencia del filósofo francés, no pre­ tende con la narración histórica la solución de los conflictos entre los diversos niveles de la temporalidad; es decir, no pide del tiempo narrativo que dé cuenta completa del tiempo vivi­ do ni que atenúe el hiato entre presente y futuro. Al storytelling sólo le pide que conserve la memoria de aquello que ha acaecido, porque ninguna cosa es más frágil que la acción 81 Véase, sobre todo, P. Ricoeur, Temps et récit, París, Seuil, 1984-1985 [trad. esp.: Tiempo y ¡miración. Madrid, Cristiandad, 1987], sobre todo el tercer volumen, en el que el autor apela al significado que la «narración» asume en Hannah Arendt. Sobre el tema de la narración tal y com o es tra­ tado por Ricoeur, en una perspectiva que resulta interesante para establecer una comparación con las posiciones arendtianas, véanse D. Wood (ed.), On Paul Ricoeur. N arrative an d Interpretation. Londres, Nueva York, Routledge, 1991, y, sobre todo, el ensayo de H. White, The Metaphysics ofN arrativity: Time an d Sym bol in R icoeu r’s Philosophy o f History, págs. 140-159; véase también el número dedicado a Ricoeur de la revista Iride. núm. 9, 1992, en particular el breve artículo de S. Moravia, «11 soggetto com e identitá e l'identitá del soggetto», págs. 78-83. Para un cotejo entre Arendt y Ri­ coeur, véase B. Stevens, «Action et narrativité chez Paul Ricoeur et Hannah Arendt», Études Phénoménologiques, I, núm. 2, 1985, págs. 93-109.

acabada y las palabras pronunciadas. Corresponde, pues, a la memoria y, por consiguiente, al relato de la historia conservar y transmitir el significado de los sucesos. Y como la obra ga­ rantiza la permanencia del mundo, la historia es un particular tipo de artificio que, testimoniando la existencia de un pasa­ do, se convierte en condición de la permanencia de un mundo común.

Volver a pensar la revolución 1. E n t r e

h is t o r ia y t e o r ía p o l ít ic a

Por más que A. Arendt escriba acerca de la historia —acerca de las revoluciones, del modo en el que pueden ob­ servarlas los contemporáneos, a saber, indagadas de manera retrospectiva o valoradás por sus efectos futuros—, su rela­ ción con la metodología histórica es poco menos que acci­ dental, como accidental era el lazo que en el medievo unía a teólogos y astrónomos. Ambos hablaban de planetas y am­ bos se referían, al menos en parte, a los mismos cuerpos ce­ lestes; pero en sus puntos de contacto no iban mucho más allá. El historiador o el sociólogo, por ejemplo, se irritará, cosa que la autora no hace, por una cierta ausencia de inte­ rés por los meros hechos. Esto no es ciertamente atribuible a negligencia o ignorancia, porque A. Arendt es culta y lo su­ ficientemente preparada para darse cuenta, si quiere, de ta­ les deficiencias, sino más bien a su opción de preferir a la realidad una construcción metafísica o un sentido poético1. 1 Véase E. J. Hobsbawm, recensión de Hannah Arendt, «On Revolu­ tion», History’ and Theory, IV, núm. 2, 1965, págs. 252-258, vuelta a publicar con el título «Hannah Arendt on Revolution», en E. J. Hobsbawm, Revolutionaries, Londres, Weidenfeld and Nicholson, 1972, págs. 201-209. [Trad. esp.: Revolucionarios, Barcelona, Ariel, 1979.] Hobsbawm observaba: «La

El juicio, aquí recogido, de Eric J. Hobsbawm resume el punto de vista que ha unido a la mayor parte de los historiadores y sociólogos marxistas respecto a Sobre la revolución, la obra de Hannah Arendt publicada por primera vez en 1963 y de la que apareció en el año 1965 una segunda edición con «pequeñas pero importantes modificaciones y añadidos»2. Escribir un libro sobre las revoluciones — sobre todo acer­ ca de la revolución americana y la francesa— y sostener que éstas nunca tuvieron que ver con la cuestión social y su solu­ ción, añadiendo además que, precisamente allí donde y cuando la cuestión social entra en escena, allí se asiste a la degenera­ ción y a la contaminación de la pureza de la empresa revolucio­ naria no podía sino sonar como una provocación inaceptable. Pero el reproche de desinterés por los «meros hechos» no le vino sólo por parte marxista. Robert Nisbet, por ejemplo, con to­ nos mucho más amables y de sustancial asentimiento en su en­ frentamiento con la obra, hace notar cómo el estudio de Arendt y, en particular, el juicio allí contenido sobre la revolución america­ na en el sentido de que ésta habría sido una revolución exclusiva­ mente política se permite negar o, más simplemente, despreciar decenas de hipótesis historiográficas que habían asumido como punto de partida indiscutido la presencia y la incidencia sobre la revolución de una compleja conflictividad social3.

primera dificultad encontrada por el historiador y por el sociólogo que estudia las revoluciones en la obra de A. Arendt es una cierta cualidad metafísica y normativa de su pensamiento que se acompaña con un idealismo filosófico de viejo cuño, a veces muy explícito.» También George Lichtheim tuvo que ob­ servar al mismo respecto que Arendt era «to put it midly, no historian». Cfr. G. Lichtheim, «Two Revolutions», en The Concept ofldeology and Other Essays, Nueva York, Random House, 1967, págs. 115-122. 2 Así se lee en la nota editorial a la segunda edición de On Revolution, Nueva York, The Viking Press, 1965. [Trad. esp.: Sobre la revolución, Madrid, Alianza, 1988], Las modificaciones y los añadidos se referían mayormente a la documentación y al tratamiento sobre la revolución americana. 3 R. Nisbet, «Hannah Arendt and the American Revolution», en Social Research, XLIY 1, 1977, págs. 63-79. El otro gran punto de desacuerdo de Nisbet respecto a Sobre la revolución está en la afirmación arendtiana según la cual la revolución americana no habría tenido más que una importancia local.

No es mi intención someter a examen detallado todas los «fallos» del ensayo arendtiano desde el punto de vista del aná­ lisis histórico y sociológico. Baste observar y admitir que la obstinada y no casual negativa a reconocer la influencia de las sectas religiosas sobre el espíritu revolucionario americano, así como la repetida afirmación de que la revolución americana fue un «suceso que tuvo una importancia poco más que local» son al menos hipótesis atrevidas. Lo que irritó mayormente a los historiadores, tanto de la revolución americana, como de la francesa, fue quizás la ostentosa desenvoltura metodológica de la autora: su tratamiento, en efecto, parece hacer auténticas y verdaderas incursiones en diferentes campos disciplinares, como si lo que le interesase fuera captar puntos de partida para un análisis que después abandona, una vez utilizados como base para una trama teórica tan compleja como negligente con los detalles históricos No es menos cierto que la obra arendtiana, si se examina ex­ clusivamente desde el punto de vista del análisis histórico y so­ ciológico, puede ser criticada por su parcialidad. Por consi­ guiente, en algunos aspectos tienen razón los estudiosos que, como André Enegrén4, por ejemplo, sostienen que Arendt quie­ re presentar una imagen de América excesivamente íntegra y, sobre todo, liberada de aquellos gérmenes de deficiencias que, a su parecer, conlleva, por el contrario, la Revolución Francesa desde el comienzo. Por consiguiente, Arendt correría abierta­ mente el riesgo de contradecir algunos de los presupuestos teó­ ricos de su misma concepción de la historia, tales como la dig­ nidad de lo particular y la salvaguardia de la verdad de hecho.

4 A. Enegrén, La pen séepolitiqu e de Hannah Arendt, París, PUE 1984. Véase también J. A. Honeywell, «Revolution: its Potentialilies and its Degradations», Ethics, LXXX, 1970, págs. 251-265; E. Hermassi, «Towards a Comparative Study o f Revolution», Comparative Studies in Societv and Histoiy, XVIII, 1976, págs. 211-235; R. Nisbet, «Hannah Arendt and the A m e­ rican Revolution», Social Research, ya citado, págs. 63-79; M. Kohn de Beker, «El concepto de revolución en Hannah Arendt», Episteme, XII, núms. 1-3, 1982, págs. 243-261; D. Bamouw, «Speech Regained. Hannah Arendt and the American Revolution», Clio, XV, núm. 2, 1986, págs. 137-152.

Se podría también argumentar que las tesis de Sobre la revolución son un ejemplo concreto de aplicación del «méto­ do» narrativo y de su potencial crítico respecto a una explica­ ción histórica que se vea avalada por la «secuencialidad cau­ sal»5. En este caso, por consiguiente, no se trataría tanto de se­ ñalar la contradicción existente entre la parcialidad de la lectura que la autora hace de las revoluciones modernas y sus supues­ tos teóricos, cuanto de destacar su dificultad a la hora de fijar verdaderamente la relación entre teoría y praxis, de tal manera que se salve la autonomía de esta última, y de constatar la de­ bilidad teórica y operativa de la noción de story-telling. 2. Una obra como Sobre la revolución, al igual que Los orígenes del totalitarismo, permite seguramente varios niveles de lectura, de los cuales el histórico no es más que uno entre muchos y quizás el menos idóneo para evidenciar la compleji­ dad de las hipótesis en ella contenidas. Y si bien todas las posi­ ciones arendtianas no carecen de sólidos puntos de referencia historiográficos6, el significado de este ensayo no deriva del hecho de que se contextualice en un debate que tenga como in­ terlocutores a historiadores y sociólogos de profesión. Es decir, se quiere sugerir que On Revolution se debe leer, sobre todo, como un texto de teoría política. Representa uno de los mo5 Acerca del m odo en que se narran los episodios de la revolución en el libro de Arendt, véase el ensayo de J. N. Shklar, Rethinking the Past, sobre todo las págs. 86-88, y el de E. Vollrath, «Hannah Arendt and the Method o f Political Thinking», Social Research, XLIV, núm. 1, 1977, págs. 160-182, en el que el autor defiende a toda costa la explicación de los hechos revolu­ cionarios ofrecida por Arendt. 6 Una referencia historiográfica importante, por ejemplo, es la obra de C. H. M cllwain, Constitutionalism Ancient an d M odern, Ithaca, Cornell U. P., 1940. Acerca de la relación entre las interpretaciones de Arendt y la obra de Mcllwain véase N. Matteucci, La Rivoluzione americana: una rivoluzione constituzionale, Bolonia, II Mulino, 1987, págs., 8-9, para quien Arendt haría propia la tesis principal de Mcllwain según la cual la revolución americana es una revolución constitucional y, por consiguiente, orientada a negar el concepto de soberanía. La otra obra histórica que Arendt tiene cons­ tantemente presente es la de R. F. Palmer, The A ge o f the Democratic Revo­ lution, Princeton, 1959.

mentas más significativos de la producción arendtiana precisa­ mente porque en esa obra se ponen literalmente a prueba aquellas distinciones y aquellas categorías elaboradas a partir de los años inmediatamente posteriores a Los orígenes del totalitarismo y más tarde sistematizados en Vita activa/La condición humana y en algunos ensayos integrados en Entre el pasado y elfuturo. Des­ de esta perspectiva, el relato sobre el destino de las revoluciones modernas se manifiesta como un privilegiado punto de observa­ ción para verificar la influencia sobre la realidad de los conceptos arendtianos, su alcance crítico, si bien no su carácter aporético.

2. R e d e f in ic ió n

d e l c o n c e p t o d e r e v o l u c ió n

1. En las intenciones de Arendt, Sobre la revolución quie­ re ser un reconocimiento acerca de las posibilidades que le quedan a una política auténtica de afirmarse en la Edad Moderna. Y esto en aquel período de tiempo que parece ser, en un principio, el escenario del progresivo sofocamiento de la acción política y, después, con el advenimiento del totalitarismo, de su comple­ ta extinción. No fue casual, por consiguiente, que ya en la «Premisa» a Entre el pasado y el futuro Arendt hubiera pues­ to en el centro de la atención el fenómeno de las revoluciones, subrayando que para descifrar la historia más recóndita de la época moderna» se debía prestar atención a la historia de las revoluciones «desde el verano del año 1776 en Filadelfia y el verano del 1789 en París, hasta el otoño del año 1956 en Bu­ dapest»7. La primera tarea que compete a la autora es la de concen­ trarse sobre la noción de revolución. Se trata de recuperar el correcto significado, ya hacía tiempo oculto por esquemas de­ terministas y por teorías «subjetivistas», poniendo semejante noción en relación con los conceptos de libertad y de poder, a su vez ahora ya cristalizada en categorías recíprocamente excluyentes. Sólo en el caso en el que la historia sea reconocida 7 H. Arendt, Between Past and Futnre, cit., pág. 5. [Trad. esp.: Entre el pasado y el futuro. Barcelona, Península, 1996]

como el campo de lo posible y de lo contingente, las iniciativas concertadas de los actores que concurren al cumplimiento del fenómeno revolucionario puede llamarse libres. Y sólo cuando a la acción política se le reconoce la capacidad de dar vida a un espacio para el ejercicio del poder, la revolución adquiere la precisa y justa consistencia que la diferencia tanto de una sim­ ple rebelión como de una guerra civil. Pero para poner en relación las categorías de revolución, de poder y de libertad y para hacer que cada una de estas re­ cupere la propia identidad específica, Arendt debe moverse tanto sobre el plano de la redefinición conceptual como so­ bre el de la crítica a otras concepciones del cambio histórico y de la revolución. Su aproximación debe romper tanto con el paradigma continuista, en sus múltiples versiones, como con el mito de la violencia revolucionaria creadora. El carác­ ter distintivo de la revolución no es la violencia, al igual que el suceso revolucionario no es una «figura» del progresivo avanzar del espíritu absoluto ni la desembocadura obligada de las contradicciones económico-sociales que mueven la historia. 2. En primer lugar, en la interpretación arendtiana, los fe­ nómenos revolucionarios no son ni el instrumento ni las eta­ pas necesarias para llegar a la libertad, si ésta se piensa desde la perspectiva hegeliana de la autorrealización del espíritu o en la marxista de la superación de las contradicciones latentes en las relaciones económicas. El modo peculiar que tiene la autora de oponerse a las teorías continuistas de la revolución, sobre todo a las de derivación marxista, consiste en establecer una distinción conceptual entre libertad y liberación y en de­ clarar marginal el papel revolucionario de esta última. En las primeras páginas de Sobre la Revolución, casi como expl¡ci­ tación de una precisa selección teórica, precisa: «Liberación y libertad no son la misma cosa; [...] la liberación puede ser una condición de la libertad, pero es absolutamente impensable excluir que se produzca de manera automática [...]. El con­ cepto de libertad implícito en la liberación puede ser sólo ne­ gativo y por consiguiente la intención de liberar no es idénti­

ca al deseo de libertad»8. Semejante distinción permite evitar tanto el mecanismo de un acercamiento historiográfico para el que, puestas las causas — en el caso concreto, las contradiccio­ nes históricas provocadas por las necesidades sociales— , se de­ ducen necesariamente los efectos — en este caso concreto, las revoluciones— como una comprensión de la libertad en térmi­ nos puramente negativos y, para Arendt, privativos. La libertad, por consiguiente, remite a la revolución por una doble motivo: en primer lugar porque el suceso revolucio­ nario no está necesitado ni determinado de manera fatalista por fuerzas históricas; en segundo, porque éste se sustancia de la li­ bertad, si bien no entendida como liberación de la necesidad, sino como capacidad coral de dar vida y de participar en un nuevo orden político9.

8 H. Arendt, On Revolution, Harmondsworth, Penguin Books, 1977, pág. 29. [Trad. esp.: Sobre la revolución, Madrid, Alianza, 1988.] Véase también «What is Freedom?», en Between Past andFuture, pág. 148. [Trad. esp.: Entre el pasado y el Jüturo, Barcelona, Península, 1996.] 9 La distinción arendtiana entre liberación y libertad, entre liberation y freedom, elaborada sobre todo en el ensayo What is Freedom y con particular eficacia en Sobre la revolución a primera vista sólo podría parecer otra ver­ sión de la clásica contraposición entre libertad negativa y libertad positiva. Pero, bien mirado, las dos dicotomías, la clásica y la arendtiana, no coinci­ den. En la autora, a diferencia de las diversas teorías liberales, no se encuentra ningún primado axiológico de la libertad negativa. El corpus de derechos y de libertades que por costumbre son subsumidos bajo esta categoría son a su jui­ cio sólo condiciones previas, por supuesto importantes e inviolables, de la «verdadera» libertad, que, sin embargo, a su vez, no coincide en Arendt con el significado que se acostumbra a dar a la noción de libertad positiva, enten­ diéndola, por los demás, a la manera de Rousseau, com o autodeterminación colectiva. La libertad, para la autora, no es ni puede ser identificada con un acto de la voluntad; no es por tanto un acto de autodeterminación. Por lo de­ más, no pertenece ni a un sujeto singular ni a un sujeto colectivo, sino que más bien es lo que aparece en la relación plural entre los hombres cuando juntos participan en la vida pública. Como justamente advierte M. Canovan, Hannah Arendt. A Reinterpretation, Cambridge, Cambridge U. P., 1992, págs. 211-216, la idea arendtiana de libertad coincide, en parte, con el con­ cepto de libertad de la tradición republicana, para el cual la libertad es cual­ quier cosa pública que los ciudadanos manifiestan al tomarse a pecho los ciestinos de la res publica. Pero com o quedará más claro en las páginas que

Pero no sólo la revolución no es una fase necesaria en el ca­ mino hacia la libertad; también la identificación de libertad y necesidad, establecida por las filosofías de la historia de Hegel y de Marx, tiene un origen totalmente fáctico y concreto en los eventos revolucionarios mismos: La imagen que está actuando tras la fe de Hegel y de Marx en el carácter perentorio de la necesidad —se lee en Sobre la revolución— es la visión de los pobres que irrumpían como un torrente en las calles de París [...]. Las masas de miserables, la inmensa mayoría de las personas, portaban consigo la necesi­ dad a la que habían estado sujetos desde tiempos inmemoria­ les, junto con la violencia que siempre había sido empleada para superar la necesidad. Ambas, necesidad y violencia, les hicieron aparecer irresistibles, la puissance de la ierre10.

dedicaremos al concepto de acción, estos elementos republicanos se insertan tanto en una preocupación típicamente existencialista y más aún kantiana por la espontaneidad absoluta, como en la asunción fundamental de la existencia de la pluralidad. Por lo que respecta a la distinción entre libertad volitiva y libertad negativa, es obligado remitir a I. Berlin, Four Essays on Liberty, Oxford, Oxford University Press, 1969, sobre todo págs. 118-172. [Trad. esp.: Cuatro ensayos sobre la libertad, Madrid, Alianza, 1993.] Para una crítica a estos planteamien­ tos que parecen retomar algunas sugerencias de Hannah Arendt, véase Q. Skinner, «The Idea o f Negative Liberty: Philosophical and Historical Perspectives», en R. Rorty, J. B. Schneewind, Q. Skinner (eds.), Philosophy and History. Es­ says on the Historiography o f Philosophy, Cambridge, Cambridge University Press, 1986, págs. 193-221 [trad. esp.: F ilosofa en la historia, Barcelona, Paidós, 1990]; Q. Skinner, «The Paradoxes o f Political Liberty», en The Tanner Lectures on Human Valúes, Cambridge, Cambridge University Press, 1986, págs. 225-250; Q. Skinner, «II concetto inglese di liberta», Filosofa políti­ ca, III, 1989, págs. 77-102. Para una panorámica sobre las más importan­ tes concepciones de la libertad en la filosofía y el pensamiento político del siglo x x , entre las cuales está comprendida también la arendtiana, véase D. Mi11er (ed.), Liberty’, Oxford, Oxford University Press, 1991. 10 H. Arendt, On Revolution, cit., pág. 114. [Trad. esp.: Sobre la revolución, op. cit.] Con referencia a la polémica de los enfrentamientos de la ideología revolucionaria del siglo x ix véanse también H. Arendt, «The Coid War and the West», Partisan Review, XXIX, 1,1962, págs. 10-20; pero, sobre todo, el paper Philosophy and Politics. The Problem ofAction after the French Revolution, cit., págs. 22 y ss.

En el marco de esta redefinición del concepto de revolución, Arendt se ve obligada a retomar la polémica en los análisis de las teorías que se apoyan en la noción de «secularización». Especial objeto de su crítica es la tesis que hace derivar el espíritu de las revoluciones modernas de los motivos que inspiran las primeras sectas cristianas: en concreto, de su reivindicación de la radical igualdad de las almas ante Dios y de su negativa, más tarde reco­ gida por la Reforma, a reconocer el poder terrenal de la Iglesia. Para Arendt es inaceptable la hipótesis, tanto de Eric Voegelin como de Norman Cohn, de una continuidad entre las expectati­ vas y la especulación escatológicas del medioevo tardío y las ideologías modernas, sobre todo las revolucionarias11. Pero si es claro el rechazo en el análisis de la hipótesis voegeliniana que hace derivar automáticamente las revoluciones modernas del espíritu gnóstico-inmanentista, no menos decidi­ do es su distanciamiento de la reducción del fenómeno revolu­ cionario al proyecto de un sujeto que cambia y crea el curso de los acontecimientos basándose en un acto voluntario de autoafirmación. Estas últimas argumentaciones constituyen, en sus­ tancia, la crítica que la autora lanza a Sartre y a algunos otros existencialistas franceses. Es importante especificar que el re­ chazo del credo sartriano, de cuño soreliano, según el cual «la insuprimible violencia [...] es el hombre que se crea a sí mis­ mo»12 es sólo uno de los tantos modos que Arendt tiene para 11 Arendt polemiza con las tesis de Voegelin expuestas en New Science o f Politics, cit.; la otra interpretación contestada es la de N. Cohn, The Pursuit o f Millennium, Londres, Secker and Warburg, 1957. [Trad. esp.: En p o s del milenio, Madrid, Alianza, 1993.] 12 H. Arendt, On Violence, Nueva York, Harcourt, Brace, Jovanovich, 1969, pág. 12. [Trad. esp.: op. cit.] Pero la crítica a las tesis de Sartre estaba ya contenida en H. Arendt, «French Existencialism», en The Nation, 2 de fe­ brero, 1946, págs. 226-228, en la que, com o ya se ha comentado, la figura intelectual de Camus se contrapone a la de Sartre. En el pensamiento de Camus no se albergaría aquella hybris en los enfrentamientos con la condición humana que, por el contrario, impregna la filosofía de Sartre. Acerca de la relación entre Arendt y Camus, también en relación con la idea de revolu­ ción, véase, J. C. Isaac, «Arendt, Camus and Postmodern Politics», Praxis International, IX, núms. 1-2. 1989, págs. 48-71, y J. C. Isaac, Arendt, Camus. and M odern Rebellion, N ew Flaven, Yale U. P., 1992.

oponerse a una concepción que pone la capacidad de autodeter­ minación del sujeto en una posición de absoluto control sobre los acontecimientos: con otras palabras, si nos atenemos a las distinciones de Vita activa [La condición humana], esta pers­ pectiva piensa la acción en términos de fabricación. En coherencia con los supuestos de la propia concepción histórica, Arendt sostiene, en definitiva, que no se puede deci­ dir la revolución: ella se decide sola sobre hechos y aconteci­ mientos específicos que tienen a los hombres como actores, pero no como autores. También a Arendt se le puede atribuir aquella convicción que ella misma ha considerado como uno de los rasgos más interesantes del pensamiento de Rosa Luxemburgo7?a saber, la de que «una buena organización de la ac­ ción revolucionaria debe aprenderse en el curso mismo de la re­ volución, al igual que sólo se aprende a nadar en el agua [...]. La revolución no la hace nadie, sino que irrumpe espontánea­ mente»13. Las revoluciones son por eso los «acontecimientos por excelencia», acontecimientos que inesperadamente cambian la faz de la historia haciéndola entrar en una nueva época. «Son aquellas cosas que llegan de improviso — se lee en Sobre la violencia— e interrumpen los procesos y los procedimientos de rutina»14. Y si, por una parte, representan los verdaderos y autén­ ticos actos inaugurales que suspenden la cadena causal de los eventos, por otra, Arendt subraya cómo el pathos de la absoluta novedad, presente en los protagonistas de todas las revoluciones, emergió sólo «después que éstos hubieran llegado, en gran parte contra su voluntad, a un punto del que no podían volver atrás»15. El supuesto de fondo de la «primacía del acontecimiento» —es decir, la convicción de que el acaecer histórico sucede 13 H. Arendt, «Rosa Luxemburg: 1871-1919», en Men in Dark Times, cit., págs. 35-56. [Trad. esp.: Hombres en tiempos de oscuridad, Barcelona, Gedisa, 1989.] La imagen que estas páginas ofrecen de Rosa Luxemburgo es la de una pensadora y una mujer de acción que difícilmente podía llamarse marxista. De ella Arendt — como si de una especie de auto-interpretación se tratara— destaca sobre todo el que «nunca ha marchado alineada». 14 H. Arendt, On Violence, cit., pág. 7. [Trad. esp.: Sobre la violencia, en Crisis de la república, Madrid, Taurus, 1973.] 15 H. Arendt, On Revolution, cit., pág. 42. [Trad. esp.: op. c i t]

más allá de los proyectos y de las intenciones de los actores— lleva a Arendt a insistir sobre el hecho de que el «nuevo sig­ nificado de revolución, significado que nosotros, los moder­ nos, damos por descontado, sólo se confiere al término una vez que la revolución ha tenido lugar. La autora se apoya en las te­ sis de Karl Griewank, expuestas en Der Neuzeitliche Revolutionsbegriffl6, y subraya cómo el término tendría todavía un significado astronómico — la rotación, la revolutio de los as­ tros— cuando por primera vez, en el siglo xvn, fue usado para designar un cambio político: a saber, en 1660 en Inglaterra, con ocasión de la restauración de la monarquía. Los hombres de las revoluciones que abren la época moderna, argumenta más en general Arendt, estaban convencidos de que su tarea era la de restaurar un orden de cosas del pasado, un orden trastornado por la arbitrariedad del gobierno colonial y por el despotismo de la monarquía absoluta. Sólo en el curso revolucionario mis­ mo, los protagonistas se dieron cuenta de la imposibilidad de la restauración y de la novedad absoluta de su empresa. «Lo que ellos habían concebido como una restauración, una recupera­ ción de su antigua libertad se convirtió por el contrario en una revolución»17. No fue la conciencia de lo absolutamente nuevo

16 Véase K.. Griewank, D er Neuzeitliche Revolutionbegriffi Entstehung und Entwicklung, Weimar, Hermann Bólilaus Nachfolger, 1955. La autora cita de Griewank, además de la obra mencionada, el artículo «Staatsumwál/ung und Revolution in der Auffassung der Renaissance und Barockzeit», en Wissenschaftliche Zeitschrift der Friedrich-Schiller-Universitát, núm. 1, 19521953. Se refiere de manera expresa, a la obra de Arendt, R. Koselleck, «Criteri storici del moderno concetto di rivoluzione», en Futuro Passato. Per una se­ mántica dei tempi storici (1979), Génova, Marietti, 1986, págs. 55-72 [trad. esp.: Futuro pasado: para una semántica de los tiempos históricos, Barcelo­ na, Paidós, 1993], pero todavía más afín a la perspectiva arendtiana es R. Ko­ selleck, «Time and Revolutionary Language», en Gradúate Faculty Philosophy Journal, IX, núm. 2, 1983, págs. 117-127, o en R. Schürmann (ed.), The Public Realm: Essays on Discursive Types in Political Philosophy, Albany, State Uni­ versity o f N ew York Press, 1989, págs. 297-306. 17 H. Arendt, On Revolution, cit., pág. 45. [Trad. esp.: op. cit.] En la misma página se lee: «No es posible decidir si estos hombres fueron “con­ servadores” o “revolucionarios” si usamos estos términos más allá de su contexto histórico.»

La experiencia de los padres fundadores, tal y como está des­ crita en Sobre la revolución, parece, efectivamente, cumplir los re­ quisitos que satisfacen las exigencias arendtianas de una actuación política auténtica: en el «nuevo mundo», el acto de la fundación lo­ graría, efectivamente, conjugar poder político y libertad, felicidad y vida publica, innovación y radicación. U n acontecimiento, el americano, que parece así desafiar el orden teórico de la Main Tra­ dition. Ésta había predicado casi siempre la incompatibilidad entre los términos que Hannah Arendt quería conectar de nuevo. Había pensado mayormente el poder político como dom inio y, en conse­ cuencia, había considerado que aquel sólo existía en relación in­ versamente proporcional a la libertad. Una libertad que, salvo ra­ ras excepciones, ha estado identificada con la ausencia de constric­ ciones y casi nunca ha estado asociada a la felicidad de la participación plural en la vida pública. También porque la felicidad ha sido considerada, sobre todo en la modernidad, como un requi­ sito exclusivo de la esfera privada. La historia del pensamiento po­ lítico occidental, además, no ha logrado casi nunca teorizar la in­ novación sin, al mismo tiempo, considerar necesario el desarraigo. El curso de la Revolución Francesa, p o r el contrario, tras el momento inaugural en el que se afirman instancias semejantes a las americanas, ha avanzado progresivam ente en la dirección de un «cierre del espacio público». La irru p ció n en la escena de la «cuestión social» ha desnaturalizado la em presa revolucio­ naria: ha impedido que un nuevo modo de p e n sa r y practicar la política se afirmase y ha permitido que la corriente de la tradi­ ción tomase la delantera. 2. Tanto para los americanos como para los franceses, la re­ volución debía establecer la nueva libertad política. Debía llevar a la fundación de la res publica: a crear un espacio en el cual, veni­ da a menos la tradicional distinción gobernados-gobernantes, to­ dos los ciudadanos habrían tenido acceso libre a la participación política. Tanto los americanos como los franceses, efectivamente, usaron el término libertad con un acento nuevo, y casi sin precedente, sobre la libertad pública, haciéndonos captar que por libertad entendían alguna cosa bastante distinta de

que dominaba en todos los campos del saber y que representó la autoconciencia del siglo x v i i lo que dio la señal de partida a un nuevo curso de los acontecimientos humanos, sino más bien el abrirse de la historia al alcance de las acciones de los hom­ bres: sus protagonistas se percataron ahora de que era imposible reanudar el hilo de una tradición que buscaba restaurar y se en­ contraron entre las manos, sin esperársela, la posibilidad de constituir una república y con ella un noviis ordo saeculorum. La noción de revolución adquirió ahora su contenido, totalmen­ te moderno, de instauración de un nuevo orden político. Y será precisamente esa conciencia de poder dar vida a un nuevo orden político, contenida en el nuevo significado de revolución, la que se volverá a encontrar en la raíz de la moderna concepción lineal del tiempo histórico. Sólo después de estas precisiones se puede proceder a esclarecer mejor el sentido de la afirmación arendtia­ na según la cual «la idea central de revolución es la instauración de la libertad, o sea la fundación de un estado que garantice el, espacio en el que la libertad pueda manifestarse»18. 3. L a

REVOLUCIÓN AMERICANA

1. En la perspectiva arendtiana, analizar y confrontar las dos experiencias revolucionarias, la americana y la francesa, significa remontarse directamente a la experiencia de la consti­ tución del orden político moderno. Arendt sigue, por consi­ guiente, el desarrollo de los diferentes acontecimientos ameri­ canos y franceses a partir de la común experiencia del hundi­ miento de la autoridad tradicional19, de tal modo que su cotejo restituya dos imágenes, por así decirlo, ideales y típicas. 18 Ibídem, pág. 125. 19 Ibídem, págs. 115-122. Allí se lee: «En términos generales podemos decir que ninguna revolución es posible allí donde la autoridad del Estado está verdaderamente intacta [...]. Las revoluciones parecen siempre tener un éxito extraordinario y fácil en sus fases iniciales. Y la razón es que en sus co­ m ienzos sus artífices no hacen sino arrebatar el poder a un régimen en ple­ na disolución. Son, en definitiva, la consecuencia, no la causa de la quiebra de la autoridad política.»

la voluntad libre y del pensamiento libre que los filó so fo s habían conocido y discutido desde San Agustín. Su libertad pública no coincidía con la esfera interior a la que se puede h u ir cuando se quieren evitar las presiones del mundo exter­ no, ni tampoco era el liberum arbitrium que nos hace esco­ ger entre dos alternativas. La libertad para ellos sólo podía e xistir en el campo político: era una realidad tangible y mun­ dana, una cosa creada por los hombres y para ser gozada sólo por los hombres, más que un don o una capacidad; era el espacio público realizado por los hombres, el ágora que la antigüedad había conocido como el lugar en el que la liber­ tad se manifiesta y se hace visible a todos20.

Pero Arendt, en realidad, destaca cómo desde el comienzo hubo una fundamental discrepancia entre los intentos de las dos revoluciones. En el ensayo «Action and the Pursuit o f Happiness»21, publicado el año precedente a Sobre la revolución, se detiene, más de cuanto lo hace en esta última obra, sobre la di­ ferencia entre los hommes de lettres franceses, dedicados a ela­ borar conceptos y en constante polémica en su confrontación con la «sociedad corrupta», y los colonos americanos, total­ mente inmersos en la praxis política. En sustancia, lo que «en Francia era una pasión teórica y un “gusto”, era en América una experiencia»22. Los hombres de la Revolución Francesa es­ tuvieron por consiguiente guiados sólo por ideas generales y por principio abstractos, todos ellos concebidos, formulados y discutidos antes de la revolución. Inútil subrayar cómo en esta distinción, por lo demás fun­ damental, resuenan ecos de Reflections de Burke y de su polé­ mica en los enfrentamientos con el abstraccionismo de los prin­ cipios franceses. A pesar de ello no es ciertamente pertinente presentar el ensayo sobre la revolución como poco más que un

20 Ibídem, pág. 124. 21 H. Arendt, «A ction and the Pursuit o Happiness», en A. Dempf, H. Arendt, F. Engel-Janosi (eds.), Politische Ordnung undM enschliche Existenz, Munich, Beck, 1962, págs. 1-7, en particular págs. 9-11. Véase también On Revolution, cit., págs. 115 y ss. [Trad. esp.: op. cit.] 22 Ibídem, pág. 117.

intento de dar nueva voz a un conservadurismo de cuño burkeano23. Bastante más importante es la influencia de Tocqueville, que se hace sentir no sólo en el momento de la confrontación clel abstraccionismo francés y la concreción americana, sino, más en general, a través de la nunca adormecida tensión dialéclica con la que el autor francés lee los dos fenómenos revolu­ cionarios. Y si del análisis tocquevilliano Arendt no puede aceptar que el proceso de democratización sea visto en térmi­ nos de destino, quizás se deba también a los criterios elabora­ dos en las páginas de La democracia en América la manera como lee la diversa evolución de las repúblicas fundadas en las dos orillas del Atlántico. 3. Sólo los revolucionarios americanos, en guerra con In­ glaterra, parecen actuar como si hieran conscientes del profun­ do significado de la afirmación contenida en las páginas del Antiguo régimen y ¡a revolución: «Quien en la libertad busca otra cosa füera de ella está hecho para servir»24. Arendt, en un progreso tocquevilliano, se detiene sobre las condiciones pre­ vias de la revolución americana: a saber, una relativa igualdad de condiciones y la substancial ausencia de una abrumadora cuestión social. La libertad experimentada por los colonos, por consiguiente, no tiene que ver con la liberación de las necesida­ des: ella es más bien la fuente y la experiencia de una exultan­ te felicidad pública. Parte de la originalidad de la lectura arendtiana estriba pre­ cisamente en la interpretación de la referencia «a la felicidad» contenida en la declaración de independencia americana en tér­ minos de felicidad pública. A través de una especie de «herme­ néutica de lo no dicho», la autora rastrea en los escritos de Jef-

23 Véase, por ejemplo, el artículo de D. Losurdo, «Hannah Arendt e l’analisi delle revoluzioni», en R. Esposito (a cargo de). Lapluralitá irrappresentabite, Urbino, Quattro Venti, 1987, págs. 138-153. 24 Véase A. De Tocqueville, El antiguo régimen y la revolución, 2 vols., Madrid, Alianza, 1982. Para una interpretación de Tocqueville que tenga en cuenta la perspectiva arendtiana, véase E De Sanctis, Tempo di democrazia, Ñapóles, Esi, 1986 y N. Matteucci, A. D e Tocqueville. Tre esercizi di lettura, Bolonia, 11 Mulino, 1990.

ferson y de Adams lo que a estos mismos autores se les había escapado como explícita elaboración conceptual. La exultante sensación de libertad y de felicidad que derivaba de la partici­ pación política se haría sentir, bajo la superficie de los lugares comunes, en el peso y el aburrimiento de los asuntos públicos y en la felicidad proveniente de la vida privada. En suma, a pe­ sar de que en los escritos de los padres fundadores hay frecuen­ tísimas afirmaciones que vuelven a proponer una considera­ ción de la política a menudo vehiculada por la tradición, Arendt nos quiere convencer de que el entusiasmo de su experiencia se manifestaba apenas acababan de hablar en términos generales: «Existen al menos algunos casos —afirma la autora, aducien­ do como ejemplo cartas privadas— en los que su acción y su pensamiento profundamente revolucionario lograban romper la cáscara de una herencia que había degenerado en banales luga­ res comunes y sus palabras permanecían a la altura de la gran­ deza y de la novedad de sus acciones»25. Según la argumenta­ ción de Arendt, por consiguiente, los hechos irrumpirían en los escritos teóricamente ambiguos de los padres fundadores, in­ cluida, como se verá, la declaración de independencia, testimo­ niando una felicidad que era fruto de un actuar fin en sí mismo. Desde el punto de vista del análisis teórico del ensayo, resul­ ta tan importante el énfasis con el que la autora insiste sobre la presencia, en el pensamiento revolucionario americano, de una nueva concepción del poder político. La idea clave, en torno a la 25 H. Arendt, On Revolution, cit., pág. 129. [Trad. esp.: op. cit.]. Véase también H. Arendt, «Action and the Pursuit ofH appiness», cit., págs. 5 y ss. En ambos textos Arendt pone com o ejemplo la correspondencia que mantie­ nen Jefferson y Adams. La carta de Jefferson a Adams de abril de 1823 es para Arendt especialmente significativa: «Cuál era para Jefferson la verda­ dera noción de felicidad destaca cuando, abandonándose a una alegre y so­ berana ironía, concluye así una de sus cartas a Adams: “plazca al cielo que nos encontremos de nuevo en el Congreso, con nuestros antiguos colegas y recibamos con ellos el sello de la aprobación: bien hecho, buenos y leales servidores”. Aquí, bajo la ironía — añade Arendt encontramos la cándida admisión de que la vida en el Congreso, el regocijo de los discursos, de la le­ gislación, del tratar los asuntos, de persuadir y de ser persuadidos eran para Jefferson una prefiguración de la bienaventuranza eterna.» On Revolution, pág. 133. [Trad. esp.: op. c i t]

cual gira todo el significado del evento revolucionario de ultra­ mar, está implícita precisamente en la noción de un political power que se constituye exclusivamente a partir de una «práctica de libertad», la práctica iniciada con el Mayflower Compact y nunca interrumpida por los colonos. En tal experiencia, Arendt, en sintonía una vez más con Tocqueville, lee las premisas para la plena realización de una política participativa y plural. Lo que en realidad hizo la revolución americana — afirma en Sobre la revolución— fiie llevar al escenario la nueva expe­ riencia y el nuevo concepto de poder americano. Como la pros­ peridad y la igualdad de condiciones, este nuevo poder era más antiguo que la revolución, pero [...] no habría sobrevivido sin la fundación de un organismo político, destinado explícitamente a defenderlo y a conservarlo. Con otras palabras: sin revolucio­ nes, el nuevo principio del poder habría quedado oculto»26.

Si por poder político se entiende el que se origina y toma cuerpo toda vez que los hombres se encuentran y se vinculan los unos a los otros con promesas recíprocas, es del todo consecuen­ te que en el repertorio de la teoría política de la revolución ameri­ cana faltase la referencia a los tradicionales expedientes concep­ tuales gracias a los cuales se solía justificar, en el Viejo Continen­ te, la instauración del orden político. Lejos de fundar el novus ordo sobre premisas acerca de la naturaleza humana, para después derivar la fictio de un estado de naturaleza en el cual todos están en guerra potencial o real con todos, la justificación de la obediencia en la confrontación con el gobierno, los padres fundadores parecían creer que la ca­ pacidad humana de «constituir un mundo» por sí sola habría salvado a los hombres de las trampas de las pulsiones naturales. No hay pues ninguna hipóstasis sobre una naturaleza del hom­ bre que necesite como remedio el dominio; en su lugar, parece decirnos Hannah Arendt, estaba si acaso la confianza en poder frenar las particulares inclinaciones que la naturaleza ha distri­ buido de manera diversa a cada uno gracias a lazos políticos «horizontales». Se comprende ya por estas pocas alusiones que 26 Ibídem, págs. 166-167.

Arendt está contestando la relevancia teórica y la eficacia prác­ tica de la doctrina del contrato social, que considera en realidad como un artificio para privar a los individuos de la «alegría de la acción». La autora no procede a distinguir varias familias de teo­ rías contractualistas; no se detiene, por ejemplo, sobre la diferen­ cia que existe entre las teorías que tematizan una simple delega­ ción de los derechos y las que prevén su cesión definitiva27. En su condena incluye tanto el contractualismo de inspiración hobbesiana, como el de cuño lockiano o, en fin, el contractualismo que funda sus raíces en la tradición hebrea del pacto entre Dios y su pueblo. Arendt insiste, en particular, sobre el hecho de que las doctrinas contractualistas no tuvieron ninguna influencia sobre los padres de la revolución americana. Ellos no tenían necesidad, efectivamente, de recurrir a tales teorías abstractas. La realidad cotidiana en la que se encontraban inmersos estaba entretejida de relaciones políticas horizontales y de promesas recíprocas; de ellas se substanciaba «el nuevo principio de poder». Y en la medida en que este poder político se vivió como la potencialidad humana que en nada difiere de la libertad, la no­ ción de contrato social no solo no encontró espacio en el voca­ bulario americano, sino que en él se redefinieron también tér­ minos como el de constiUición, consenso y, sobre todo, pueblo. El concepto americano de pueblo no se transformó nunca en una abstracción, en un singular colectivo, en el universal políti­ co dentro del cual se pierde toda articulación concreta de la pluralidad. Gracias a esta experiencia del poder «la palabra people conservó para ellos el significado de multiplicidad (manyness), de la infinita variedad de una multitud (multitude) de personas cuya majestad estaba en la misma pluralidad»28. ’7 Arendt cambia de opinión sobre el significado de algunas «familias» de teorías contractualísticas en Civil Disobedience; id., Clises o/Republic, Nueva York, Harcourt, Brace, Jovanovich, 1972, págs. 51 -102. [Trad. esp.: en Crisis de la república, Madrid, Taurus, 1973.] Admite que sobre el espíritu revolucionario de los padres fundadores tuvo influencia la «versión horizontal» de la versión contractualística: «La república americana se funda [...] sobre el poder del pue­ blo la antigua potestas in populo romana - y el poder concedido a los gober­ nantes es un poder de delegación que puede ser revocado» (pág. 87). 28 H. Arendt, On Revolution, cit., pág. 93. [Trad. esp.: op. cit.]

Los hombres de la revolución, pues, estaban de acuerdo en oponerse a un significado de opinión pública que implicase cualquier forma de consenso unánime: «Ellos sabían que la vida pública, en una república, estaba constituida por un cam­ bio de opiniones entre iguales y que esta vida pública habría de­ saparecido simplemente en el momento en el que el cambio en­ tre opiniones diversas resultara superfluo, en el supuesto caso de que todos hubiesen tenido la misma opinión»29. Y si tambiénlós americanos eran convencidos afirmadores de la potestas in po­ pulo, en sus manos, semejante principio no se convirtió nunca en aquella concepción absoluta de la soberanía popular que do­ minó, por el contrario, la escena revolucionaria francesa. Además, la constitución federal, al menos durante el perío­ do revolucionario, siguió siendo el calco del mismo poder plu­ ral que intentaba organizarse para seguir vivo. Ella, en conse­ cuencia, no se configuró nunca como la encarnación de las li­ bertades civiles. Para tutelar las «libertades privadas» —llega a concluir Arendt— habría sido suficiente cualquier reforma y 110 habría ocurrido una revolución que rediseñase ex novo la constitución del cuerpo político: en su opinión, cualquier for­ ma de gobierno, excepto la tiranía y el totalitarismo, es capaz de garantizar un Bill ofRights30. Por lo tanto, la grandeza de la constitutio libertatis americana no solo consistió en la reafir­ mación de la inviolabilidad de la libertad esencialmente priva­

29 Ibíclem. 30 No se puede compartir, por consiguiente, la hipótesis de P. Flores I) ’Arcáis, según la cual la idea arendtiana de revolución sería afín a la de re­ forma institucional. Arendt, en efecto, considera com o radicalmente dife­ rentes los dos tipos de fenómenos. V éase el ensayo de P. Flores D ’Arcais «L’esistenzialism o libertario di Hannah Arendt», ensayo introductorio a 11. Arendt, Política e Menzogna. cit., págs. 7-81, sobre todo págs. 50-51. Sobre el m ism o problema, véanse: W. L. Adamson, «Beyond R efonn and Revolution: N otes on Political Education in Gramsci, Habermas and Arendt», Theory and Society, VI, núm. 3, 1978, págs. 429-460; M. Fioravanti, «Rivoluzione e costituzione: a proposito di un volume di Hannah Arendt», en H. Mohnhaupt (ed.), Revolution, Reform, Restauration. For­ men der Veranderung von Recht und Gesellschaft, Frankfurt, Klostermann, 1988, págs. 251-261.

da, reafirmación del habeas corpus en la libertad religiosa y de pensamiento: su radical novedad fue la de responder a la prepo­ tente petición de participación reconociendo los derechos pú­ blicos, los derechos de la ciudadanía31. No es fácil pasar por alto las dificultades que provoca la afirmación por parte de Arendt de la primacía del derecho de ciudadanía sobre todos los demás derechos en la experiencia política americana, sobre todo si consideramos que exacta­ mente el mismo John Adams afirmaba que la declaración no contenía nada que no se encontrase ya en la obras políticas de Locke y si se tiene en cuenta que los dos tratados sobre el go­ bierno civil no pueden ser leídos ciertamente como una de­ fensa de la participación política directa. Como bien es sabi­ do, Locke ve en la acción del gobierno, en primer lugar, una garantía para la plena fruición del conjunto de los derechos que el individuo lleva consigo mismo desde el nacimiento; y es sabido que durante muchos años la constitución america­ na32 se interpretó desde esta perspectiva liberal. Pero Hannah Arendt nunca tuvo empacho en someter a discusión las inter-

31 Cfr. H. Arendt, «The Rights o f Man: What are They?», Modern Review, III, núm. 1, 1949, págs. 24-37, en el que la autora sostiene que sólo existe un único y auténtico derecho del hombre: el de pertenecer a una co­ munidad política; la versión alemana del ensayo lleva acertadamente el títu­ lo «Es gibt nur ein einziges Menschenrecht», en G. Hóffe, G. Kadelbach, G. Plumbe (ed.), Praktische Philosophie-Ethik, Frankfúrt, Fischer Verlag, 1981, vol. II, págs. 152-167. Sobre los derechos naturales en relación con el derecho de ciudadanía, véase J. Esslin, «Une loi que vaille pour l’humanité», Esprit, IV, núm. 6, 1980, págs. 41-45; R. Legros, «Hannah Arendt: une compréhension phénoménologique des droits de 1’homme», Études Phénoménologiques, I, núm. 2, 1985, págs. 27-53. 32 Sólo en los últimos treinta años se ha afirmado una interpretación historiográfica que redimensiona el papel de Locke y afirma, por el contrario, la importancia de la influencia de la tradición republicana en el pensamiento de los revolucionarios americanos; sobre este filón historiográfico, véanse los estudios mencionados de R. E. Shallope, «Toward a Republican Synthesis: the Emergence o f an Understanding o f Republicanism in American Historiography», en William and M ary Quarterly, XXIX, 1972, págs. 49-80; R. E. Shallope, «Republicanism and Early American Historiography», en William an d M ary Quarterly, XXXIX, 1982, págs. 334-356.

prefaciones dominantes y, al menos en Sobre la revolución, excluye que las teorías contractual istas, incluida la de Locke, hayan tenido un cierta influencia sobre el espíritu revolucio­ nario americano33. Frente a la obstinada y, en ciertos casos, embarazosa nega­ tiva a reconocer una fuente teórica y práctica de los padres fun­ dadores en el pensamiento de Locke está la interpretación que hace de Montesquieu el verdadero inspirador de la constitutio libertatis. A la separación de poderes, teorizada por el pensador francés, Arendt atribuye mucho más que el simple mérito de haber suministrado a un sistema de protección de los ciudada­ nos del abuso del poder estatal. El descubrimiento del autor del Esprit des Lois, contenido en la tesis según la cual «sólo el po­ der detiene al poder», se lo habrían apropiado los revoluciona­ rios americanos en una perspectiva particular: a saber, ellos no habrían estado movidos por la tradicional sospecha y por la des­ confianza en los enfrentamientos de los excesos del poder políti­ co sino por la preocupación por su «despotenciamiento», atemo­ rizados por la hipótesis de Montesquieu según la cual el gobier­ no republicano solo podía asentarse en territorios relativamente pequeños. E l verdadero objetivo de la constitución americana — leemos— evidentemente no era el de lim itar el poder, sino el de crear más poder y, en la práctica, instaurar y constituir en las debidas formas un centro de propagación del poder ente­ ramente nuevo [...]. Este complicado y delicado sistema, de­ liberadamente pensado para mantener inalterado el poten­ cial de poder republicano y para actuar de tal manera que 33 En el ensayo Civil Disobeclience, cit., Hannah Arendt demuestra ha­ ber cambiado de parecer acerca de la influencia de Locke sobre la Constitu­ ción americana. Véanse las págs. 87 y ss. En estas páginas, al pasar revista a los elementos teóricos que tuvieron importancia en la revolución americana, se detiene a hablar de Locke y al respecto afirma: «Estaba en tercer lugar el contrato social originario de Locke, que había producido no un gobierno, sino una sociedad, entendiendo la palabra en el sentido latino societas, una alianza entre todos los individuos que estipulan un contrato para su gobierno después de haberse comprometido recíprocamente los unos hacia los otros», pág. 87. [Trad. esp. en Crisis de la república, Madrid, Taurus, 1973.]

ninguna de las m ú ltip les fuentes de p oder arideciera en la eventualidad d e que la república se extendiera y acrecentara por la ad ición de n u evos m iem bros, fue, en todo su c o m p le ­ jo , h ijo de la revolu ción 34.

Todo esto para Arendt testimonia el hecho de que la constitución federal, que asociaba, equilibraba y separaba los varios cuerpos en los que el poder se presentaba, 110 había sido pensada como un producto de ingeniería constitucional, fijado en sus mecanismos de una vez para siempre. Ella era más bien la traducción institucional de la voluntad de mante­ ner vivo en el tiempo el mismo poder del que era concreción, disponiéndose por tanto a acoger a posibles participaciones futuras. Pero más que adentrarse en un análisis de los mecanismos institucionales que hacían del pueblo americano una comuni­ dad política en cuyo interior poder, participación y libertad se implicaban recíprocamente, a Hannah Arendt le interesa sobre todo insistir en el hecho de que la constitución federal, al me­ nos en su origen, no era otra cosa que la prolongación del acto mismo de la fundación. Una fundación no se cansa de repe­ tirlo— que no era, como, por el contrario, sería después la fran­ cesa, la ejecución de una teoría previamente elaborada. Porque los americanos dieron vida a la república concentrándose casi exclusivamente sobre la experiencia de lo que estaban hacien­ do y, sobre todo, sin tomar prestados elementos conceptuales de la tradición filosófico-política. Y si buscaron sugerencias teóricas, se refirieron al pensamiento de Montesquieu. un pensa­ miento, por muchos motivos, excéntrico a la Main Tradition, y cuando buscaron ejemplos concretos, miraron directamente al pa­ sado: a la experiencia romana de la autoridad que, precisamente por integrarse más tarde en el núcleo de la teoría política tradi­ cional, pagó el precio de su alteración. También los padres fundadores del nuevo mundo sabían que, para mantener vivo aquello a lo que habían dado inicio, no

34 H. Arendt, On Revolution, cit., pág. 154. [Trad. esp.: op. cit.]

habría bastado el mero principio de la potestas in populo, que estaba en cierto modo «estabilizada». En todo caso, no busca­ ron el elemento de cohesión necesario para la duración del cuerpo político en las modalidades canónicas de legitimación. Del principio romano de la auctoritas in senatu derivaron la exigencia de colocar la autoridad en una institución concreta que fuese bien distinta del legislativo y del ejecutivo35. Ellos pusieron la fuente de la autoridad en el acto de la fundación, en el carácter sagrado del mismísimo acto de la constitución. Sin recurrir a ningún elemento coercitivo y trascendente, los ame­ ricanos lograron conjugar estabilidad y novedad permanencia y mutación, contando exclusivamente con la espontánea adhe­ sión a lo que la constitución representaba: la memoria viviente del comienzo. Estas son las principales razones del éxito de la empresa americana, al menos situándonos en el primer nivel, el celebrativo, de la interpretación arendtiana. Paso a analizar el aspecto crítico de esta lectura no sin antes recordar el juicio de la auto­ ra sobre la Revolución Francesa.

4. L a R

e v o l u c ió n

F rancesa

1. La «narración» de la constitutio libertatis americana, en la que, al menos en un primer momento, todas las categorías arendtianas se recomponen restituyéndonos la imagen del es­ pacio político perfecto, asume un relieve particular en contras­ te con el tratamiento de la Revolución Francesa, según Arendt, fuente y modelo de una verdadera y auténtica tradición revolu­ cionaria liberticida. Fueron efectivamente los sucesos revo­ lucionarios franceses los que hicieron escuela; fueron éstos los que pusieron de manifiesto muchas de las dinámicas políticas modernas. No resulta forzado leer entre las líneas del análisis arendtiano una crítica que excede los episodios particulares de

35 Cfr. ibídem, págs. 179 y ss.

la Revolución Francesa y que implica también los sucesos dra­ máticos de este siglo36. Desde el punto de vista del análisis histórico, como ya se ha señalado, Arendt subraya la falta de una praxis política libre. Semejante falta se reflejaría en el planteamiento fundamental­ mente abstracto de la revolución. Una revolución preparada y proyectada por intelectuales más interesados en elaborar ideas que en empeñarse en una auténtica acción política propia. Arendt, pues, en un juego de rebotes con la situación ame­ ricana, fija en la presencia de una aplastante pobreza en el inte­ rior de la sociedad francesa una de las razones principales que llevaron a identificar libertad con la liberación de la necesidad. El apagarse del inicial entusiasmo por la libertad pública y por la república fue efectivamente debido a la irrupción en la esce­ na política de la «cuestión social». Fatal para el resultado de la revolución se reveló la tendencia a plegar las acciones revolu­ cionarias a la lógica obligante de la necesidad, al reclamo del sufrimiento padecido por la naturaleza humana. La revolución, después de un breve período inicial, «había cambiado la direc­ ción: no pretendía más la libertad fin de ella se había hecho el bienestar del pueblo»37.

36 Véase F. Fehér, «Freedom and the Social Question (Hannah Arendt’s Theory o f the French Revolution)», Philosophy an d Social Criticism, XII, núm. 1, 1987, págs. 1-30. Véase también S. Dossa, «Hannah Arendt on Billy Budd and Robespierre. The Public Realm and the Prívate Self», Philosophy and Social Criticism, IX, núms. 3-4, 1982, págs. 305-318. Si bien Arendt no profundiza el tema de las «fases» revolucionarias en Francia, se encuentran ecos de su interpretación de la Revolución Francesa en la famosísima lectu­ ra de F. Furet, Penser la Revolution frangaise, París, Gallimard, 1978. La lec­ tura que Arendt hace de las revoluciones modernas en Sobre la revolución ha entrado ya a formar parte de las interpretaciones clásicas. Véase, a este propó­ sito, F. Furet, M. O zouf (a cargo de), Dictionnaire critique de la revolution frangaise, París, Flammarion, 1988 [trad. esp.: Diccionario de la revolución francesa, Madrid, Alianza, 1989], donde en las voces «Revolution» y «Revo­ lution américaine» se menciona muchas veces el ensayo de la autora. Ade­ más véase C. Pianciola, «Hannah Arendt», en B. Bongiovanni, L. Guerci (a cargo de), L ’albero della rivoluzione. Le interpretazioni della Rivoluzione francese, Turín, Einaudi, 1989, págs. 16-18. 57 H. Arendt, On Revolution, cit., pág. 61. [Trad. esp.: op. cit.]

Sobre la escena francesa, en definitiva, se consuma la que Arendt considera ser la típica confusión moderna entre natura­ leza y política; entre lo que está necesariamente ligado al ser natural del hombre y lo que, por el contrario, le confiere una identidad y una dignidad propias que lo diferencian de la natu­ raleza. Dicho con otras palabras, la Revolución Francesa falló porque no logró mantener autónoma la esfera política, sino que la subordinó a la posible solución de la «cuestión social»38. Si es correcto señalar, como hacen muchos críticos39, que el es­ quema de la incompatibilidad entre lo económico y lo político predetermina rígidamente el ensayo Sobre la revolución, es ne­ cesario también recordar que la incompatibilidad radica en una contraposición todavía más profunda: la que existe entre natu­ raleza y política. Porque para Hannah Arendt todo cuanto ata­ ñe a lo económico está marcado por un carácter finalista que tiende a la satisfacción de las necesidades naturales. En la perspectiva de la contraposición entre naturaleza y política, la crítica arendtiana a la Revolución Francesa se pue­ de leer como la continuación de la discusión sobre los derechos humanos mantenida en Los orígenes del totalitarismo40. En esas páginas, la autora había subrayado enérgicamente cómo por sí misma la apelación a los derechos humanos y a la ley de la naturaleza no hubiese servido para evitar la catástrofe del na­ zismo. Más allá de la polémica referencia al hecho de que tam­ 38 Véase todo el capítulo segundo, titulado «The Social Question», de On Revolution, cit., págs. 59-114. [Trad. esp.: op. cit.] Para una crítica del modo que tiene Hannah Arendt de afrontar el problema de la «cuestión so­ cial», véanse S. Wolin, «Democracy and the Political», Salmagundi, núm. 60, 1983, págs. 3-19; G. Kateb, «Representative Democracy», ibídem, págs. 20-59; F. Fehér, «The Pariah and the Citizen (On Hannah Arendt’s Political Theory)», en Thesis Eleven, núm. 15, 1986, págs. 15-29. 39 Véase A. Enegrén, La pen séepolitiqu e de Hannah Arendt, cit., pági­ nas 151 y ss.; R. Zorzi, «Nota su Hannah Arendt», ensayo introductorio a H. Arendt, Sulla rivoluzione, Milán, Edizioni di Comunitá, 1983, pági­ nas IX -L X X V Ill [ed. italiana de Sobre la revolución.] 40 Cfr. H. Arendt, The Origins ofTotalitarianism, cit., sobre lodo el capí­ tulo «The Decline o f the Nation-State and the End o f the Rights o f Man», págs. 267-302, y el párrafo «The Perplexities o f the Rights o f Man», págs. 290-302. [Trad. esp.: Los orígenes del totalitarismo, Madrid, Alianza, 1982.]

bién los regímenes totalitarios se han legitimado invocando las le­ yes de la naturaleza, a Arendt le interesaba destacar cómo los de­ rechos naturales podrían encontrar un significado y una aplica­ ción sólo en el caso de que se hubiese reconocido la primacía al derecho de pertenencia a una comunidad política. Para Arendt, en el énfasis puesto sobre los derechos del hombre se ha contesta­ do el fatal equívoco que comprometió la Revolución Francesa. Queriendo «emancipar la naturaleza», queriendo liberar a los hombres de las necesidades naturales, ella llevó las preocupacio­ nes privadas al espacio público: «La necesidad invadió así el cam­ po político, el único en el que los hombres pueden ser libres»41. 2. La repercusión más evidente de la confusión entre natura­ leza y política, entre privado y público, se dio sobre la noción de pueblo. El pueblo, efectivamente, se pensó como una entidad omnipotente e indistinta, como un único y gigantesco individuo a cuyas necesidades la virtud revolucionaria debía sacrificar cualquier cosa. Y si en la voluntad popular quedó fijada la fúente del poder, éste, a su vez, se entendió como una tremenda fuer­ za natural. Inútil decir, bajo el perfil estrictamente teórico, que el principal responsable de esta noción de pueblo es, según Arendt, Rousseau. Anteriormente nos hemos detenido en la lectura que Arendt hace de la voluntad general, en el modo en que ésta fun­ ciona sobre la base de la exclusión de lo diverso y de la anulación de la multiplicidad. Hemos subrayado también cómo la voluntad general se hizo, en opinión de la autora, una realidad concreta en las manos de Robespierre, que hizo de ello un verdadero y autén­ tico Absoluto. Y precisamente a tal propósito, se hace sentir de nuevo una sugerencia tocquevilleana. Al igual qlie el autor fran­ cés, que ve en el carácter absoluto de la soberanía el vicio de fon­ do de toda la historia de Francia, del Anden Régime a la revolu­ ción, Arendt pone la voluntad popular y su grotesca máscara de nación en una continuidad ideal con el absolutismo. Como si la única ocasión de los franceses para contrastar la monarquía abso­ luta hubiese consistido en contraponer a ésta otro absoluto.

41 H. Arendt, On Revolution, cit., pág. 114. [Trad. esp.: op. cit.J

La soberanía popular fue, por consiguiente, soberanía tout court, lo que significó — después de un brevísimo intermedio liberal la completa unificación de ley y poder, legitimados ambos por la omnipotencia de la voluntad general. De este modo tanto la constitución como las decisiones políticas toma­ das ad hoc quedaron expuestas a un constante cambio, ya que, como se ha dicho, la característica primera de la voluntad ge­ neral es la de poder cambiar en todo momento. Presos en esta lógica, la multitud y los revolucionarios franceses aprendieron bien pronto que en la revolución no hay sino una sola constan­ te: la del cambio perpetuo. El proceso revolucionario mismo parecía movido por una dinámica auto-generadora, un proceso revolucionario causa sui no influenciado por otros actores. Al fin resultó que no fue el pueblo ni su voluntad general, sino el proceso revolucionario mismo el que se había constituido en fuente de todo derecho. El puesto de una institución estable, entre cuyas reglas ejercitar la práctica de la libertad se vio arrebatado por la forcé des choses por el torrente revoluciona­ rio francés que, a través de sus tortuosos cursos y recursos, lle­ vó al colapso final de la república. Y no se puede por menos de señalar a este propósito la afinidad entre el acento puesto en este ensayo sobre la potencia arrebatadora y disolvente del curso revolucionario francés y la interpretación del totalitaris­ mo en términos de continuo movimiento al que debe sacrifi­ carse cualquier otra cosa. La Revolución Francesa, en definiti­ va, había llevado a la escena histórica, por primera vez, aquello que, en opinión de la autora, constituye la característica princi­ pal de la época moderna tardía y de su mentalidad: «la procesualidad indefinida», que erosiona toda estabilidad del mundo y que sólo se manifiesta en todo su formato disolvente en los regímenes totalitarios. 3. Pero es sobre todo en la degeneración de la Revolución Francesa donde Hannah Arendt ve las contradicciones que des­ de su surgimiento marcan la política moderna. Si, por un lado, la modernidad reafirma la importancia de la praxis — y las re­ voluciones han sido, al menos en sus fases iniciales, «el espacio-tiempo en el que en la Edad Moderna se redescubrió la ac­

ción con todas sus implicaciones»42 — , de otro, la modernidad conduce a la completa pérdida de autonomía por parte de la poUítica. La praxis cae de nuevo bajo el juego de aquel doble condi­ cionamiento al que la historia de la filosofía política la había des­ tinado ya, subordinándola, por una parte, a la obligatoriedad de las necesidades materiales, y por otra, al imperio de la teoría y de sus criterios absolutos. Un carácter doblemente derivado que resulta todavía más estridente en la época moderna, que exige, por sí misma y para todas sus esferas, la más completa autono­ mía. Una época que ha rechazado todo tipo de legitimación exter­ na y todo fundamento trascendente. ¿Y qué ha sido la Revolución Francesa si no el intento, que después resultó fallido, de la autolegitimación de un nuevo orden político, lanzado por la voluntad de cortar los puentes con todo tipo de autoridad tradicional? Y para Arendt no hay nada que mejor indique la descon­ fianza en aquel proyecto que la «ridicula apelación» de Robes­ pierre al Ser Supremo. Expresión de la necesidad trágica de in­ terrumpir el cortocircuito revolucionario, representaba, en ple­ na continuidad con el pasado, la búsqueda de una fúente trascendente, de una autoridad incondicionada que pudiese conferir legitimidad a la soberanía de la nación. Era la búsque­ da de un absoluto, en la esperanza de que fuese capaz de garan­ tizar estabilidad y duración a la república. Pero ni el Ser Supre­ mo ni cualquier otro recurso a un Absoluto pueden traer la sal­ vación a los asuntos humanos. Allí donde lo Absoluto entra en juego — desde las «ideas platónicas» al Dios destronado de los iluministas— , allí la política traiciona la propia esencia libre y plural. Por su naturaleza, un Absoluto es una cosa que obliga. La revolución americana, por el contrario, debe su ejemplaridad también al hecho de haber logrado erigir un espacio político sin derivar la autoridad de una «ley de leyes» que fue­ ra la fuente trascendente de legitimidad. Y en muchos aspectos el reto que Arendt lanza al relatar la constitutio libertatis tiene como meta la posibilidad de fundar un cuerpo político sin re­ currir a un fundamento último que se haga garante de la legiti­

42 H. Arendt, «Action and the Pursuit ofH appiness», cit., pág. 16.

midad del poder; la posibilidad de realizar la fundación sin ne­ cesidad de anclarla en una instancia absoluta que la justifique. En este sentido, la Declaración de Independencia, «un auténti­ co ejemplo de acción que puede realizarse en palabras», nos ha puesto frente a uno de esos rarísimos momentos históricos en los que el poder de los hombres que actúan y hablan juntos es por sí mismo suficiente para dar vida a un espacio político. Pero «contra su misma realidad», contra la experiencia del poder del que era expresión, el preámbulo de la Declaración hace referencia a una fuente trascendente para justificar la autoridad del nuevo cuerpo político. En la medida en que no había compro­ metido el destino efectivo de la república americana, la apelación «al Dios de la naturaleza y a las verdades auto-evidentes de la Razón» revela la necesidad teórica de un Absoluto43. Y si bien de hecho la autoridad se ha puesto, como queda dicho, en la consti­ tución — recuerdo institucionalizado y siempre renovado de la fundación— , semejante referencia a una Ley de Leyes no es sólo la clave de un problema retórico. Ella atestigua la fuerza coerci­ tiva de una tradición cultural que impide a la experiencia del nue­ vo comienzo expresarse y articularse conceptualmente.

5. E l f- r

a c a so

d e l a s r e v o l u c io n e s

1. El cuadro por tanto se complica respecto a la pura con­ traposición inicial: poruña parte, estaría la revolución america­ na y su espacio público que ha permitido el actuar político libre 45 Cfr. H. Arendt, On Revolution, cit., págs. 195-196. [Trad. esp.: op. cit.] Acerca de este tema, véase el ensayo de J. Derrida, «Declarations o f Independence», New Political Science, XV, 1986, págs. 7-15, que parece un auténtico y verdadero «contrapunto» a la lectura que Hannah Arendt hace de las apela­ ciones a lo Absoluto contenidas en la Declaración de Independencia. Según Derrida, esta referencia a un Origen Absoluto, a una Ley dé Leyes, es tanto conceptualmente inevitable como «políticamente» contrastable. Para una com ­ paración entre la interpretación arendtiana de la Declaración de Independen­ cia y la de Derrida, véase el bello ensayo de B. Honig, «Declarations o f Independence: Arendt and Derrida on the Problem o f Founding a Republic», American Political Science Review, LXXXV, núm. 1, 1991, págs. 9 7 - 1 11.

y plural; por otra, la Revolución Francesa que ha sofocado se­ mejante espacio y, en consecuencia, ha perpetuado la traición de la política «auténtica». Si la experiencia francesa y la ameri­ cana se enfrentaran como alternativas rígidamente contrapues­ tas; si el caso americano fuese el modelo ideal a seguir, con contornos precisos e indicaciones viables, y si, a su vez, los acontecimientos franceses equivaliesen sólo al número de erro­ res que debiéramos evitar, tendría razón Habermas al definir Sobre la revolución como una interpretación que «die Dinge auf den Kopf stcllt»44. Para el autor alemán, efectivamente, la estructura del ensayo sobre las revoluciones activa una distin­ ción, del todo ideológica, entre una revolución «buena» y una revolución «mala». Para Arendt, leída por Habermas, la revolu­ ción americana tendría el gran mérito de hacer revivir en el co­ razón de la época moderna el ideal político aristotélico, mien­ tras la francesa sería condenable porque sacaría a la luz todas las contradicciones de lo moderno perdiéndose en ellas45. Habermas, por consiguiente, lee Sobre la revolución en clave sustan­ cialmente normativa: las tesis del libro están, en su opinión, orientadas a «disfrazar» la historia y así encontrar a toda costa la verificación de una nueva polis. Esta perspectiva corre el riesgo de ser un grave forzamien­ to del pensamiento arendtiano en general y del ensayo Sobre la revolución en particular. Especialmente la revolución america­ na no puede ser la realización de la politia aristotélica por el simple hecho de que la ejemplaridad del episodio revoluciona­ rio americano se mide, para Arendt, precisamente por su ser extraño a la tradición principal del pensamiento político, tradi­ ción a la que, en rigor y a pesar de su parcial excentricidad, per­ tenece Aristóteles. Si se quiere ver en la lectura arendtiana del episodio revolucionario un modelo, este último ciertamente no se entiende en clave inmediatamente operativa, sino que se in­ terpreta más bien cómo una configuración teórica orientada a

44 Véase J. Habermas, «Die Geschichte von den zwei Revolutionen», Merkur, XX, núm. 218, 1966, págs. 479-482. 45 Ibíclem, pág. 480.

hacer emerger la posibilidad de un modo diverso de pensar y de experimentar la política. Y si después uno quiere remontarse a los autores que suministran los presupuestos de una hipotética «política distinta», es necesario referirse a los pensadores de la llamada «tradición republicana»: tradición que, según la auto­ ra, discurre paralela a la Main Tradition. Pero la lectura que Habermas hace se muestra reduccionis­ ta incluso por otra razón fundamental: porque descuida some­ ter a examen el análisis que, en la última parte del ensayo, Arendt hace de la degeneración de aquel espíritu con el que la «buena revolución» se había realizado. En el período sucesivo a la fundación de la constitutio libertatis, la afirmación del sis­ tema representativo y la prevalencia de una cultura orientada al bienestar material y al consumo de la riqueza es efectivamente para la autora la confirmación de cómo la constitución ameri­ cana no ha sido capaz de mantener el contexto de experiencia que la había hecho posible. Más en concreto, no ha sido capaz de incorporar el sistema de las townships eliminando el ele­ mento participativo que esto vehiculaba y abriendo así el pro­ blema de la representación política, para Arendt «uno de los problemas cruciales y más espinosos de la política moderna desde las revoluciones [...] y que implica, en realidad, nada me­ nos que una decisión sobre la dignidad misma de la esfera po­ lítica»46. La representación, en efecto, bien se haga portadora de los intereses económicos tutelables, bien se entienda como encarnación de la voluntad general, sigue siendo para la autora una modalidad incompatible con la política «auténtica»: «En elprimer caso el gobierno degenera en simple administración [...]; en el segundo caso se reafirma, por el contrario, la vieja distin­ ción entre gobernados y gobernantes que la revolución había intentado abolir con la instauración de la república»47. Para Arendt, el que los principios americanos de libertad pú­ blica y de poder — el spectamur agendo de John Adams— hayan sido absorbidos por la práctica de la representación significa que

46 H. Arendt, On Revolution, cit., pág. 236. [Trad. esp.: op. cit.] 47 Ibídem, pág. 237.

la revolución americana llega a compartir, si no desde el punto de vista histórico-institucional, al menos desde el lógico, la misma suerte de la Revolución Francesa, si bien a través de recorridos to­ talmente diversos. También en América la acción política se liqui­ da en nombre de los intereses materiales: en este caso se sacrifica a la segura y protegida fruición de las libertades privadas. 2. La conclusión a la que Hannah Arendt llega al término de sus análisis sobre las dos revoluciones induce por tanto a refle­ xionar sobre dos cuestiones importantes. La primera, a la que se ha hecho referencia anteriormente, mira a la difícil, si no imposi­ ble, relación entre novedad y tradición; la segunda tiene que ver con el estatuto mismo de la noción arendtiana de política. Que América no haya logrado mantener vivo su propio es­ píritu revolucionario significa que la fuerza de recuperación de la tradición dominante se ha impuesto al «nuevo» y «aislado» experimento de la constitutio libertatis; entre otros motivos porque la nueva experiencia de libertad y poder no ha logrado expresarse teóricamente en conceptos suficientemente articula­ dos como para tener la fuerza de trasmitir la novedad implícita en semejante experiencia. Pero, al mismo tiempo, todo esto pone a la luz la fragilidad constitutiva de la política, tal y como Arendt la entiende. Seme­ jantes nociones, efectivamente, se adecúan por lo demás al mo­ mento inaugural de la fundación. Si la acción política no puede plegarse a ningún otro fin que al del propio cumplimiento plural y discursivo y si su característica es la de «dar comienzo a lo nue­ vo», se comprende cuán restringidas son las condiciones de po­ sibilidad para un espacio político «auténtico». Una vez fundado, éste se mantiene vivo mientras las prácticas participativas y discursivas a través de las cuales se realiza vehiculen únicamen­ te contenidos políticos, es decir, contenidos relativos a la apertu­ ra de una esfera en la que la acción plural puede manifestarse48. 48 Acerca de la imposibilidad de conceptualizar el «momento inicial» de la revolución en el que se expresa la auténtica libertad, véase J. Miller, «The Pathos o f Novelty: Hannah Arendt’s Image o f Freedom in the Modern World», en M. A. Hill (ed.), Hannah Arendt. The R ecoveiy o f the Public

Y en este punto parece instaurarse un verdadero y auténtico círculo vicioso: la participación política es tal en la medida en la que se orienta exclusivamente a la puesta en acto de sus mis­ mos presupuestos. En el mejor de los casos en el interior de un cuerpo político ya fundado se puede dar «auténtica» política sólo cuando las prácticas discursivas se orienten a someter a discusión el espacio y las modalidades de expresión que les concede la «constitución». Este último caso según Arendt se ejemplifica en la desobediencia civil americana de fines de los años 6049. En todo caso, queda claro el hecho de que es difícilmente pensable una forma política que institucionalice el continuo cuestionamiento de los fundamentos sobre los cuales se sostiene. Todo esto, creo, no es fruto de una ingenuidad teórica de la autora: Hannah Arendt efectivamente es muy consciente del es­ tructural carácter aporético de su noción de política. Y el ensayo sobre las revoluciones explícita hasta el fondo tal aporía y la uti­ liza precisamente para captar las contradicciones que están en el corazón de la política moderna. El destino de los acontecimien­ tos revolucionarios, por ejemplo, manifiesta claramente cuán inefectivos han sido desde muchos puntos de vista los giros pro­ vocados por las revoluciones. Ninguna de ellas, si bien cada una había derribado una forma de gobierno sustituyéndola por otra, ha sido capaz de sacudir el concepto de Estado y de soberanía50. World, Nueva York, St. Martin Press, 1979, págs. 177-208; J. G. Gray, «The Abyss o f Freedom and Hannah Arendt», en M. A. Hill (ed.), Hannah Arendt. The Recovery o f the Public World, págs. 225-244; B. M. Duffé, «Hannah Arendt: penser l’histoire en ses commencements. De la fondation á l’innovation», Revue des Sciences Philosophiques et Theologiques, LXV1I, núm. 3, 1983. 49 Cfr. Civil Disobedience, cit., donde la autora interpreta la «desobedien­ cia civil» de los movimientos americanos a favor de los derechos civiles y de las manifestaciones contra la guerra del Vietnam, no en términos de protesta mo­ ral, sino como acciones políticas en sentido propio, orientadas sobre todo a revitalizar, a través del disenso, el espíritu de la constitución americana. [Trad. esp. en Crisis de la república, Madrid, Taurus, 1973.] 50 Véase la última parte de On Revolution titulada «The Revolutionary Tradition and Its Lost Treasures», págs. 232-281; además, H. Arendt, «Thoughts on Politics and Revolution», en C rises o f the Republic, cit., págs. 199-233, sobre todo, págs. 231-233. [Trad. esp.: Crisis de la repúbli­ ca, op. cit.]

A partir del siglo xvm, toda gran sublevación que ha sacado a la luz los rudimentos de una forma de gobierno enteramente nueva se ha manifestado incapaz de mantener vivo, a través de la pro­ pia institucionalización, el espíritu innovador y revolucionario. Pero las revoluciones, que se alcanzan por la soberanía de la nación o por la representación política51, y los movimientos de «consejos», que son indefectiblemente «matados» por los partidos políticos52, testimonian, en perfecta consonancia con 51 Arendt lia expresado sin cesar sus reservas con respecto al sistema de partidos. En Sobre la revolución esta polém ica se hace aún más aguda y se orienta, sobre todo, al análisis de los sistemas pluripartidistas. El bipartidismo anglosajón es, a su parecer, una mayor garantía de difusión general del poder (cfr. On Revolution, cit., págs. 267-268 [trad. esp.: op. cit.]). A pe­ sar de esto es muy crítica también en el análisis de la democracia represen­ tativa de los Estados Unidos, porque de cualquier manera que se articule, el sistema de partidos representa efectivamente los intereses de los ciudadanos, pero no les hace partícipes de la vida política. 52 En el extremo opuesto del sistema de partidos se sitúa, en opinión de la autora, el sistema de consejos, respecto al cual declara sentir «un entusiasmo romántico» (cfr. H. Arendt, «Hannah Arendt on Hannah Arendt», conferencia del 1972, publicada en M. A. I lili [ed.], Hannah Arendt: the Reco­ ven! o fth e Public World, cit., pág. 327). Había sido la revolución húngara la que le había hecho apreciar este tipo de «organización desde abajo» que siempre había emergido de manera espontánea en el trascurso de las revolu­ ciones (véase «Totalitarian Imperialism: Reflections on the Hungarian Revo­ lution», The Journal o f Politics, XX, núm. 1, 1958, págs. 5-43, vuelto a publicar en The Origins ofTotalitarianism, segunda edición aumentada, Nueva York, Harcourt, Brace, Jovanovich, 1958, págs. 497-500 [trad. esp.: Los orígenes del totalitarismo, op. cit.]). Del sistema de consejos Arendt aprecia, obvia­ mente, no su carácter de portavoz de instancias sociales y económicas, sino su carácter de vehículo de la exigencia de participación y difusión del poder, contra la «profesionalización» de la política en los aparatos de partido (cfr. H. Arendt, On Revolution, cit., pág. 245 [trad. esp.: op. cit.]). H. Arendt insis­ te en el modo en que, sin ninguna teoría de la organización, semejantes movi­ mientos han sido capaces de resurgir, revolución tras revolución. Además de a todos los townships americanos y a los consejos de la Revolución Francesa, reaparecidos en Francia en 1870, Arendt se refiere a los de Rusia de 1905 y de 1917, a los de Alemania de 1918-1919 y a la Hungría del 1956. No cons­ tituían movimientos ideológicos, sino espacios públicos en los que las perso­ nas podían discutir y actuar juntas. Lejos del ser entes sin articulación, los consejos siempre habían mostrado una tendencia a federarse y a erigir una representación de estructura concéntrica, que partía desde abajo, absoluta-

la anti-filosofía de la historia arendtiana, que la filosofía autén­ tica se manifiesta sólo en aquellas rupturas de la historia en las c|iie parece suspenderse la progresión temporal. La experiencia de la revolución americana, al igual que la de los sistemas de consejos, no pueden por tanto ser interpreta­ das como si suministrasen los elementos de una utopía política cumplida. Deben, si acaso, leerse como testimonios que ayu­ dan a recordar que en los márgenes de la tradición hegemónica han existido, y todavía existen, potencialidades políticas que se escapan al orden del dominio.

mente diversa del sistema de partidos. (Cfr. On Revolution, cit., pág. 267.) Pero, por desgracia, los consejos han sido siempre suprimidos antes de que ha­ yan sido capaces de manifestar plenamente todas sus potencialidades políticas. Acerca de este tema, véase el artículo de J. F. Sitton, «Hannah Arendt’s Argument forC’ouncil Democracy», Polity, XX, 1, 1987, págs. 80-100.

Volver a pensar la política I. La

a c c ió n

Con el análisis del ensayo Sobre la revolución, se ha in­ tentado proporcionar una primera exposición del contenido de la noción arendtiana de política y del particular significa­ do de los conceptos que están implicados en semejante noción. Antes de proceder a una consideración más detallada de la ope­ ración de redefinición conceptual realizada por Arendt en el análisis de las categorías filosófico-políticas tradicionales, quizás sea conveniente detenerse, un poco menos superfi­ cialmente de cuanto se ha hecho hasta ahora, en lo que ella entiende por acción y esbozar brevemente los rasgos esencia­ les de lo que ella llama «espacio público» o «espacio de la apariencia». Sólo de este modo se podrá tener un cuadro de referencia general que permita hacer emerger el contenido innovador que las categorías políticas asumen en el interior del léxico arendtiano. 1. En La condición humana, después de haber expuesto las características del trabajo y de la labor, en el quinto capítu­ lo, la autora se concentra sobre los rasgos distintivos de la ac­ ción: esa actividad que ostenta «el rango supremo en la jerar-

quía de la vita activa»'. Entre las dimensiones de la condición humana, efectivamente, ella es la única que se distingue por su libertad constitutiva, por su capacidad de «dar vida a lo nuevo», por ser imprevisible e irreversible y por estar estructuralmente ligada a la pluralidad. A través de la recuperación de la etimología originaria de la palabra «actuar», Arendt quiere mostrar sobre todo la estrecha conexión, cuyo significado se ha perdido a lo largo de nuestra tradición de pensamiento político y filosófico, entre acción e inicio y, consiguientemente, entre acción y novedad. Advierte efectivamente que,«actuar en su sentido más general, significa tomar una iniciativa, comenzar (como indica la palabra griega archein, ‘comenzar’, ‘conducir’ y, finalmente, también gober­ nar), poner en movimiento cualquier cosa (significado origina­ rio del latín agere)»2. Si referido al acaecer histórico esto signi­ fica, como se ha observado, que sólo actuando se puede impri­ mir un giro a la historia, sólo la acción es la portadora de aquella fuerza innovadora que se opone a la repetición sin sen­ tido del mero transcurrir temporal. Pero, para la autora, la ac­ ción adquiere importancia también, y sobre todo, gracias a la capacidad de contrastar la aparente carencia de significado del curso de la misma vida humana: «El curso directo de la vida humana hacia la muerte llevaría inevitablemente toda realidad humana a la ruina y a la destrucción si no fuese por la facultad de interrumpirlo y de iniciar cualquier cosa de nuevo que, como una permanente invitación a recordar que los hombres, aunque tengan que morir, no han nacido para morir sino para comenzar, es inherente a la acción»3. No se entiende el concepto de política que deriva de esta consideración del actuar, si no se presta la adecuada atención al hecho de que el énfasis puesto sobre la capacidad de dar vida a lo nuevo, propia de la acción, indica la voluntad de la autora de delinear un criterio que rescate al hombre de su «ser natural».

1 H. Arendt, The Human Condition, pág. 205. [Trad. esp.: op. cit.] 2 Ibídem, pág. 177. 3 Ibídem, pág. 246.

Sólo de este modo, según Arendt, es posible pensar al hombre como un ser libre. Y esta preocupación es tan determinante en su pensamiento que la induce a afirmar que su reflexión sobre la política puede interpretarse también como el intento de esta­ blecer las líneas generales de una «antropología filosófica», ca­ paz de tratar la libertad del hombre contrastándola con todo aquello que de algún modo tiene que ver con la naturaleza4. Como ya se ha señalado, cuando se ha introducido la categoría trabajo, toda realidad humana que no logra trascender la di­ mensión de lo natural adquiere, en diversos contextos de su obra, una acepción negativa. Naturaleza es sinónimo de un in­ cesante transcurrir que no permite que subsista a una perma­ nencia a la que poder dar un sentido. Arrastrada por el ciclo del nacimiento y de la muerte, de la generación y de la corrup­ ción, la naturaleza se convierte en el paradigma de un orden necesario en el que la espontaneidad absoluta, en última ins­ tancia coincidente con la libertad, no logra encontrar expre­ sión. La posibilidad de «iniciar cualquier cosa de nuevo» vehiculada por la acción es, por consiguiente, para Arendt, antes de cualquier ulterior especificación en sentido político, la señal de la «posibilidad existencial» de los seres libres. He aquí por qué se puede afirmar que «ser libres y actuar son la misma cosa»5. 4 El concepto arendtiano de naturaleza no repite en nada el románticu. Recalca más bien algunos aspectos de la noción griega, por la cual la physis corresponde al eterno ciclo del nacer y del perecer. Sobre el tratamiento arendtiano de la noción de naturaleza, véanse al menos G. J. Tolle, Human Nature under Fire: The Political Philosophy o f Hannah Arendt, Washington, University Press o f America, 1982, págs. 90 y ss.; A. Enegrén, La pensée p o ­ litique de Hannah Arendt, París, PUF, 1984; M. Canovan, Hannah Arendt. A Reinterpretation o f H er Political Thought, Cambridge, Cambridge U. P., 1992, págs. 107-115. Acerca de la contraposición política/naturaleza véanse G. Kateb, Hannah Arendt. Politics, Conscience, Evil, Oxford, Martin Robertson, 1983. M. Reist, D ie Praxis der Freiheil: líannah Arendts Anthropologie des Politischen, Wurzburgo, Konigshausen und Neumann, 1990, págs. 35-47; W. Heuer, Citizen. Persónliche Integritat und politisches Handeln. Eine Rekonstrution des politischen Humanismus Hannah Arendts, Berlín, Akademie Verlag, 1992, págs. 76-97. 5 H. Arendt, «What is Freedom?», en Between Past and Future, pág. 153. [Trad. esp.: op. cit.]

Teniendo en cuenta este supuesto, algunos intérpretes han considerado contradictorio que Arendt propusiese una especie de justificación ontológica de su concepto de acción recurriendo a la noción de natalidad es decir, a una noción que remite a un hecho natural6. Al suceso del nacimiento, sin embargo, puede atribuírse­ le un significado del todo coherente con la determinación riguro­ samente anti-naturalista de la autora. Argumenta que en virtud del simple «venir al mundo» el hombre se constituye como un «nue­ vo comienzo»: él lleva consigo, en efecto, la capacidad de actuar, es decir, «la capacidad milagrosa» de abrir nuevos horizontes de posibilidad. Dado que son initium, recién llegados e iniciadores gra­ cias al nacimiento, los hombres toman la iniciativa y están prestos a la acción. Initium ergo ut esset, creatus est homo, ante quem, nullusfuit [...], dice San Agustín en su filosofía po­ lítica. Este comienzo no es como el comienzo del mundo; no es el comienzo de cualquier cosa, sino de alguien que, a su vez, es un iniciador. Con la creación del hombre, el principio del comienzo entró en el mundo mismo y esto, naturalmente, es sólo otro modo de decir que el principio de la libertad fue crea­ do cuando se creó el hombre, no antes7. 6 Véase A. Enegrén, La pensée politique de Hannah Arendt, cit., pági­ na 44. Para una discusión sobre el uso del concepto de natalidad en Arendt, véase, por lo demás, el ensayo de R. Beiner, «Acting, Natality and Citizenship: Hannah Arendt’s Concept o f Freedom», en Pelczynski y J. Gray (eds.), Conceptions o f Liberty in Political Philosophy, Londres, The Athlone Press, 1984, págs. 349-375, en particular, págs. 354-357. Entre las contribuciones italianas, S. Belardinelli, «Natalitá e Azione in Hannah Arendt» (parte primera y parte segunda). La Nottola, III, núm. 3, 1984, págs. 25-39 y La Nottola, IV núm. 1, 1985, págs. 43-57. Sobre el concepto de natalidad arendtiano analizado e inte­ grado en la perspectiva de la filosofía de la diferencia sexual, véase A. Cavarero, «Dire la nascita», en AA. VV, Diotima. Metiere a l mondo il mondo, Mi­ lán, La Tartaruga Edizioni, 1990, págs. 93-121. [Trad. esp.: Traer el mundo al mundo: objeto y objetividad a la luz de la diferencia sexual, Barcelona, Icaria, 1996.] Para un tratamiento exhaustivo de este tema remitimos a P BowenMoore, Hannah Arendt ’s Philosophy o f Natality, Londres, MacMillan, 1989. H. Arendt, The Human Condition, cit., pág. 177 [trad. esp.: op. cit.]. Acer­ ca de la interpretación arendtiana de esta afirmación agustiniana véase los si­ guientes ensayos: R. Bodei, «Hannah Arendt interprete di Agostino», en R. Esposito (a cargo de), Lapluralitá irmppresentabile, cit., págs. 113-122; G. Ramet-

Por consiguiente, la acción libre se presenta sobre todo como respuesta existencial al hecho del nacimiento o, conceptualmente hablando, como respuesta a la «natalidad». De cual­ quier modo sigue siendo verdad que la radicación ontológica del actuar libre en el inicio representado por el nacer no resulta siempre convincente. Sin embargo, debe señalarse que también en este caso la coherencia de los presupuestos arendtianos está en la raíz de la dificultad que la autora manifiesta — como tes­ timonia en particular la última parte de La vida del espíritu8— la, «Osservazioni su ‘Der LiebesbegriíTbei Augustin’ di Hannah Arendt», en R. Esposito (a cargo de), L aplu ralitá irrappresentabile, págs. 123-138; J. V Scott, «A Detour through Pietism: Hannah Arendt on St. Augustine’s Philosophy», Polity’, XX, núm. 3, 1988, págs. 394-425; J.-C. Eslin, «Le pouvoir de commencer: Hannah Arendt et Saint Augustin», Esprít, núm. 143, 1988, págs. 145-153; L. Boella, «Amore, comunitá impossibile in Hannah Arendt», epílogo a H. Arendt, II concetto d ’amore in Agostino, a cargo de L. Boella, Milán, edizioni SE, 1992, págs. 149-165. 8 Véanse las páginas finales de Willing, en las que Arendt, después de haber negado la posibilidad de reconocer en la voluntad el origen de la auténtica liber­ tad, vuelve su atención a la esfera del actuar. Pero después de haber analizado los motivos por los que el actuar puede decirse libre y después de haber recurrido de nuevo a la mención de Agustín, llega a una conclusión que más que cualquier otra cosa es una suspensión de la argumentación, como si faltaran los términos para expresar lo que verdaderamente significa ser libres. «Soy totalmente cons­ ciente de que también en la versión agustiniana, el argumento sigue en cierto modo poco transparente y no parece decimos sino que estamos condenados a ser libres en razón del haber nacido, no importa si la libertad nos place o aborrece­ mos su arbitrariedad, si nos “agrada” o preferimos huir de su tremenda respon­ sabilidad escogiendo una forma cualquiera de fatalismo.» The Life o f the Mind, cit., vol. II, pág. 217 [trad. esp.: op. cit.]', véase J. Miller, «The Pathos o f Novelty: I lannah Arendt’s Image o f Freedom in the Modem World», en M. A. Hill (ed.), I lannah Arendt. The Recovery o f the Public World, Nueva York, St. Martin Press, 1979, págs. 3-26; J. G. Gray, «The Abyss o f Freedom and Hannah Arendt», en M. A. Hill (ed.), Hannah Arendt, cit., págs. 225-244. Sobre las ambigüedades y las dificultades que presenta la noción de acción libre propuesta por Hannah Arendt, véanse, en particular, J.-C. Eslin, «Penser l’action. Á propos de Hannah Arendt», Esprit, núms. 8-9,1986, págs. 171-175; H. Mandt, «Politik ohne Heilsvcrsprechen. Hannah Arendts Neubegründung politischen Handelns», Gegenwartskunde, XL, núm. 4, 1991, págs. 410-432; J. Ring, «The Pariah as Hero. Hannah Arendt’s Political Actor», Political Theory, XIX, núm. 3, 1991, págs. 433-452. Por último, algunas indicaciones en A. Hubeny, L’action dans I ’o euvre de / lannah Arendt. Dupolitique á l ’éthique, París, Découvrir, 1993.

al argumentar en modo articulado la conexión entre nacimien­ to, libertad y acción. Identificar la libertad con la capacidad de actuar y esta última con la posibilidad de «iniciar una nueva se­ rie en el tiempo» y motivar éste a través de la asunción del acon­ tecimiento originario de la «natalidad» significa revolverse con­ tra todas las teorías, psicológicas o sociológicas, que piensan la acción como manifestación de pulsiones interiores o la reducen a comportamiento, a saber, a respuestas obligadas a las determina­ ciones exteriores, históricas o sociales. Pero sobre todo represen­ ta, una vez más, un intento de situarse junto a la libertad y, con ella, a la acción, rechazando las respuestas que a tales problemas han sido dadas por la tradición metafísica. Efectivamente, para Arendt, ésta se ha demostrado incapaz de pensar radicalmente la libertad como espontaneidad y novedad absoluta. En su esfuerzo por dar razón en la teoría de todo lo real, gran parte de la filoso­ fía ha sido inducida a reconducir toda novedad a lo que ya preexiste y a explicarla como un resultado ya virtualmente presente en una situación dada. Si se sigue de manera coherente la lógica del discurso arendtiano, entonces es posible captar, y en parte justificar, la no fácil y no siempre perspicua argumentación acer­ ca de la libertad humana implícita en la acción. La autora no po­ día recurrir a la que considera que es la modalidad explicativa de la tradición: pretender de manera contradictoria describir un ac­ tuar libre subsumiéndolo en el interior de una argumentación planteada sobre nexos causales, querer «dar razón» de cada nue­ vo fenómeno refiriéndolo a un fundamento que lo precede. Arendt es, sin embargo, consciente del hecho de que plantear en estos términos radicales el problema de la libertad de la acción es lo mismo que tener que contar con los «efectos perversos» de un actuar entendido de esta manera. Es, efectivamente, del carác­ ter innovador y libre del actuar de donde derivan los aspectos pro­ blemáticos y los resultados «irracionales», si así se pueden llamar, de la acción: su imprevisibilidad y su irrevocabilidad. Toda ac­ ción que entra de modo totalmente inesperado en colisión con otras iniciativas comporta repercusiones no dominables que em­ palman cadenas de consecuencias que escapan totalmente a las intenciones y control de los actores. Y es precisamente contra es­ tos resultados imprevisibles contra los que, según la autora, se ha

vuelto la tradición filosófico-politica. Ella ha negado tanto la es­ pecificidad como la libertad de la acción: la ha traicionado impo­ niéndole los criterios de la teoría y pensándola substancialmente sobre el modelo de la fabricación. Como se ha destacado ya, para Arendt toda la tradición filosófica, con una tendencia que se acentuaren Ta época moderna, ha pensado la acción recurriendo a la lógica medio-fin y sobre la base de semejante lógica ha proyeclado una construcción política en la que el actuar pudiese ser transformado en la segura relación entre el que manda y el que obedece. Por más que La condición humana deba entenderse como una crítica a semejante «solución filosófica», no se debe, sin embargo, caer en el error de leer las páginas dedicadas a la ac­ ción como un elogio, sin reservas, de los riegos, de los efectos perversos, implícitos en al actuar mismo. El desafío de Hannah Arendt consiste en no huir de la frustración y de la inseguridad que la imprevisibilidad y la irrevocabilidad de la acción provocan, como, por el contrario, desde Platón en adelante ha hecho la filo­ sofía. Estas, sin embargo, pueden ser atenuadas sin comprometer la libertad del agente por la capacidad humana de «hacer prome­ sas» y de «perdonar»9. Inútil resulta señalar la debilidad y quizás la ingenuidad de la introducción de las categorías de «promesa» y «perdón»10, si se consideran como eficaces correctivos de carác­ ter estratégico de los aspectos ‘irracionales’ del actuar". Adelan­ to sólo que semejantes categorías — en particular la promesa— parecen en todo caso asumir una relevancia siempre que se las in­ terprete como los presupuestos de los que partir para describir de

9 Véase The Human Condition, cit., en particular los apartados «Irreversibility and the Power to Forgive» y «Unpredictability and the Power o f Promise», págs. 236-247. [Trad. esp.: La condición humana, op. cit.] 10 Para una crítica de la utilización de la categoría de perdón y de pro­ mesa en sentido político véase, por ejemplo, P. P. Portinaro, «La política come cominciamento e la fine della política», II Mulino, X XX, núm. 303. 1986, págs. 76-96; reimpreso en R. Esposito (ed.), La pluralitá irrappresentabile, cit., págs. 29-45. 11 Sobre este aspecto véase ahora la parte final de The Life o f the Mind. cit., vol. II, en particular pág. 195 [trad. esp.: op. cit.], y, sobre todo, H. Arendt What is Freedom?, donde se lee: «En la medida en que es libre, la acción nc está sometida a la guía del intelecto ni a los dictámenes de la voluntad.»

I.i acción arendtiana parece acercarse al juego, tal y como lo inter­ ínela Fink, o al «dispendio», en el significado propuesto por BaInille. Ahora bien, Arendt, para dar credibilidad a la imagen de la acción como energeia, y fin exclusivo de sí misma, pero, al mis­ ino tiempo, para no reducirla a la irrelevancia de un gesto total­ mente fútil y lúdico. llega a elaborar — en particular en el ensayo What is Freedom ?— formulaciones que dan casi la impresión de ser verdaderos y auténticos escamotages. Desde esta perspectiva, la autora propone la no fácil noción de «actuar a partir de un prin­ cipio» y propone como ejemplos de «principios inspiradores de la acción» la gloria, el amor a la libertad la búsqueda de la distin­ ción o de la excelencia y el amor por la igualdad14. Según Arendt, semejantes nociones se opondrán a una concepción de la acción subjetivamente motivada o finalizada en un objetivo. Y para des­ tacar esta diferencia, quizás no tan neta y perspicua como ella hu­ biera querido, distingue de manera no muy convincente entre ac­ ción que se desarrolla in order to (‘con el objeto de’) y acción que se cumple /or the sake o/ (‘por amor de’)15. Pero más allá de la debilidad argumentativa con la que ta­ les distinciones se sostienen es importante señalar cómo Arendt, recurriendo a esa voluntad de sacar a la luz que el sig­ nificado de una acción reside exclusivamente en lo que ésta manifiesta en el acto mismo de su realización16, y sobre todo que en la acción el hombre, libre de toda determinación exter14 Cfr. Hannah Arendt, What is Freedom, cit., págs. 152-156, en la que Arendt afirma inspirarse en Montesquieu y en su noción de «principio». A este propósito escribe: «Los principios no actúan desde el interior del yo como los motivos: proveen de una inspiración, por así decir, desde el exterior; además son con mucho demasiado generales com o para imponer objetivos particulares, incluso aunque todo fin específico pueda juzgarse desde la pers­ pectiva de su principio inspirador, apenas el acto haya comenzado. Efectiva­ mente, a diferencia del juicio del intelecto — que precede a la acción— y del comando de la voluntad que la inicia, el principio inspirador se manifiesta de lleno sólo en el acto realizador.» What is Freedom?, cit., pág. 152. 15 Cfr. H. Arendt, The Human Condition, cit., pág. 154. [Trad. esp.: op. cit.] 16 Ibídem, pág. 206, donde se lee: «La grandeza, el significado específi­ co de toda acción, reside sólo en su desarrollo y no en su motivación, ni en su realización.»

nuevo nociones tales como, por ejemplo, las de ley y constitución, nociones que en el interior de una redefinición conceptual com­ pletiva tienen como objetivo, no tanto suministrar verdaderas y auténticas alternativas practicables cuanto, más bien, convertirse en instrumentos para denunciar el significado de las categorías políticas desvirtuadas. Más que la utilización de las nociones de perdón y de pro­ mesa como contrapeso a las unintended consequences de la ac­ ción, aparecen quizás débiles y ambiguas otras argumentacio­ nes que Arendt parece verse obligada a introducir para salva­ guardar la autonomía del actuar. Se ha observado varias veces que la relación medio-fin, en todas sus implicaciones, compro­ mete la libertad y la autonomía de la acción. Llevando a sus extremas consecuencias semejantes motivos, Arendt llega a ex­ cluir que la acción, en cuanto iniciativa libre, pueda ser enten­ dida como el producto de la voluntad12 o, más generalmente, como el resultado de la conciencia moral que dicta la conducta a seguir13. En ambos casos, la acción quedaría reducida a un mero instrumento para conseguir un determinado fin. Esboza­ da de este modo, privada del todo de objetivos y motivaciones. En The Human Condition, cit., pág. 205 [trad. esp.: op. cit.] se lee: «A diferencia del mero comportamiento humano —que los griegos, com o todos los pueblos civiles, juzgaban sólo sobre «criterios morales» teniendo en cuenta los motivos e intenciones por una parte y los objetivos y consecuen­ cias, por otra la acción solo puede ser juzgada mediante el criterio de la grandeza, porque está en su naturaleza interrumpir lo que es comúnmente aceptado e irrumpir en lo extraordinario donde ya no encuentra aplicación lo que es verdadero en la vida común y cotidiana, porque en tales dimensiones cada cosa existente es única y sui generis.» Acerca del carácter de extrañeza de la conciencia y de sus valores respecto al ámbito de la acción política, véanse en particular los ensayos arendtianos «Thinking and Moral Consideration. A Lecture», Social Research, XXXVIII, núm. 3., 1971, págs. 417-446; y sobre todo On Civil Disobedience, cit., en particular, págs. 100-104. 13 Cfr. E. Fink, D as Spiel ais Weltsymbol, Stuttgart, 1960. Véase G. Bataille, «La notion de dépense», publicado en el 1933 en La critique sociale y aho­ ra en G. Bataille, Oeuvres Completes, París, Gallimard, 1976, págs. 302-320. Esta temática, com o se sabe, constituye el núcleo en torno al cual se desarro­ lla y gira toda la reflexión bataillana. Sobre este aspecto del pensamiento de Bataille sigue siendo esclarecedor el ensayo de J. Derrida, contenido en La es­ critura y la diferencia, Barcelona, Anthropos, 1989.

na o interna e interesada sólo en la realización «virtuosa» del principio que lo inspira, actúa no por utilidad personal, sino ex­ clusivamente por «amor del mundo», para distinguirse y para ser recordado. Y si es correcto decir que la acción, tal y como la ha esbozado Arendt, parece coincidir con la realización de la virtud, hay que precisar que esta última no debe ser entendida sobre cri­ terios y contenidos éticos. Un actor es virtuoso si se concentra exclusivamente sobre aquello que está haciendo, en una especie de supremo olvido de sí mismo. Si por la noción de «principio», Arendt se refiere a Montesquieu, por la de virtud su referencia se orienta a Maquiavelo. Siempre en What is Freedom? se lee: La coincidencia entre acción y libertad encuentra qui­ zás el mejor ejemplo en el concepto maquiaveliano de vir­ tud la excelencia con la que el hombre corresponde a las oportunidades desplegadas ante él por el mundo en la así lla­ madafortuna. Este término de Maquiavelo reclama más que nada el concepto de virtuosismo, de excelencia que recono­ cemos a los ejecutores (que se distinguen de los artistas creadores, que «hacen»), cuyo arte se expresa en la ejecu­ ción misma sin concretarse en un producto final17. Arendt interpreta de esta manera la noción maquiaveliana de virtud cívica — totalmente diferente de la virtud del indivi­ duo aislado que busca en la propia interioridad el conocimien­ to o la salvación— sin ninguna referencia al valor militar. En sustancia le sirve para poder afirmar que la gloria, la excelen­ cia, son la medida de la acción sólo si se entienden como las únicas modalidades a través de las cuales el hombre puede ser «reconocido por los otros» y ser recordado. Arendt quiere en definitiva sugerir que, sólo en las grandes acciones, el hombre encuentra la posibilidad de rescatarse de la necesidad de la vida biológica, de los determinismos de la psique y de los de la his­ toria, y sólo en el interior de un actuar así entendido tiene la po­ sibilidad de recibir a cambio la propia identidad. La superiori­ dad existencial de la acción estriba exactamente en el conferir significado al agente, más allá de toda trascendencia y de todo 17 H. Arendt, What is Freedom?, cit., pág. 153.

determinismo. Y sólo realizando grandes gestas y grandes ac­ ciones y siendo recordado por éstas, un individuo puede aspirar a la inmortalidad sin negar el tiempo. 2. En La condición humana así como en los ensayos reco­ gidos en Entre el pasado y el futuro, es decir, en los textos que suministran la imagen canónica de la noción arendtiana de ac­ ción, esta última está siempre apegada al discurso, al que con frecuencia se sobrepone. La autora efectivamente afirma en va­ nas ocasiones que es el lenguaje lo que caracteriza en manerc^ eminentemente política la acción. «Siempre que intervenga ef lenguaje, la situación adquiere carácter político por definición, ya que es el lenguaje el que hace del hombre un ser político»18. I a lexis, por consiguiente, vuelve significativa la praxis. Y la separa, al mismo tiempo, del ámbito de la violencia, dentro del cual por el contrario, como se ha señalado ya, se mueve lapóiesis, la actividad de la fabricación. A partir de estas elaboraciones sobre la estrecha conexión entre acción y discurso y sobre la separación de acción y vio­ lencia se mueven las diversas interpretaciones que hacen de la reproposición arendtiana de la praxis el antecedente de la teo­ ría del actuar comunicativo, sobre todo de la de Habermas. Como si la acción arendtiana vehiculase sólo la idea según la cual algunos enunciados, algunos actos lingüísticos, son por sí mismos actos políticos. Las hermosas páginas de Vita activa [La condición humana] sobre el «poder revelador de la palabra» indican que en el modo de concebir la acción y el discurso, y la acción como discurso, está implicada mucho más que la mera investigación de una pragmáti­ ca lingüística capaz de fundar una convivencia política sobre el consenso y sobre la exclusión de todo recurso al uso de la fuerza. Actuando y hablando, los hombres muestran que lo son, revelan su identidad personal única y hacen así su aparición en el mundo humano, mientras su identidad física aparece sin ninguna actividad por su parte en la forma única del iK H. Arendt, The Human Condition. cit., pág. 3. [Trad. esp.: op. cit.]

vida por la misma sed de gloria y de grandeza inmortal está tanto la acción que constituye y mantiene viva la ciudad griega cuanto la experiencia romana del «acto de la fundación»21. En el paper Philosophy and Politics. What is Political Phi­ losophy?, de 1969, se vuelve a epilogar magistralmente lo que estos diversos tipos de acción tienen en común, esclareciendo de una vez por todas lo que la autora había estado buscando en ellas. Los diferentes modos tienen en común «el deseo de los mortales de llegar a ser inmortales o, mejor, dado que esto es imposible, de participar de la inmortalidad»22. Tanto el héroe de Homero y de Heródoto, como el ciudadano de la Atenas de Pendes quieren distinguirse no para afirmarse sobre los otros^ sino para inmortalizarse. Pero ambos saben que la brevedad de su vida y la impotencia que deriva de la soledad constituyen un obstáculo para acceder a la fama imperecedera. El actor heroi­ co tiene necesidad de los compañeros para emprender las gran­ des acciones e igualmente no puede minusvalorar a poetas e historiadores que harán sobrevivir en el tiempo y en el recuer­ do el esplendor y la grandeza de sus empresas23. Pericles, a su vez, nos revela que, con la polis, para conseguir la inmortalidad gran parte, a la acción. También en Philosophy and Politics. The Problem o f Action, cit., pág. 023369, escribía: «En la polis griega, la experiencia de la acción, en el sentido de la iniciación y la terminación de una empresa, ya no constituía el factor político fundamental.» Arendt criticaba, por lo demás, los modos en los que en la ciudad-estado griega se perseguían la fama y la gloria. En la polis ateniense, precisamente com o consecuencia de una potente ansia de destacar, «la vida llegaba a consistir en una intensa y continua conlienda de todos contra todos»: se había desarrollado un espíritu agonal que «envenenaba la vida cotidiana de los ciudadanos con la envidia y la sospecha recíproca». Ibídem, pág. 023401. Es importante recordar que la condena res­ pecto al espíritu agonal que animaba a los ciudadanos de la p o lis cede com ­ pletamente en La condición humana. 21 Estas reflexiones sobre Roma estaban ya presentes en el escrito de 1958 acerca de la revolución húngara; véase H. Arendt, «Totalitarian Imperialism: Keflections on the Hungarian Revolution», en The Origins ofTotalitañanism, segunda edición, Londres, Alien and Unwin, 1958, págs. 48Ó-510. [Trad. esp.: Los orígenes del totalitarismo, op. cit.] 22 H. Arendt, Philosophy and Politics. What is Political Philosophy?, cit., pág. 024429. 23 Ibídem. págs. 024433-024436.

cuerpo y del sonido de la voz. E n todo lo que se dice y se hace está implícita la revelación de quién se es, que es dife­ rente de la cosa que se es19.

Por consiguiente, la acción discursiva representa en primer lugar la modalidad a través de la cual se inserta en el mundo y se revela la propia identidad, el quién del actor. Lo que interesa a Arendt no es volver a proponer y actuali­ zar una dinámica política comunicativa y democrática pensada a partir del modelo de la polis griega. Ciertamente, las referencias a la Atenas de Pericles y a la Política de Aristóteles — que desde aquel momento histórico sería su más adecuada articulación teó­ rica— están presentes siempre en sus obras, tanto en las editadas como en las inéditas. Pero ella mira a la vida de la polis como a aquella experiencia gracias a la cual el individuo lograba confe­ rir un sentido a la propia existencia, antes de que este sentido se viera preso de la ilusoria investigación de la permanencia y de la eternidad por parte de la filosofía y del cristianismo. También gracias a la lectura de algunos pasajes significati­ vos de los escritos inéditos nos podemos percatar de que la in­ vestigación sobre la acción es en realidad una investigación so­ bre las respuestas «prefilosóficas» a las cuestiones del sentido. Fin Karl Marx and the Tradition o f Western Political ThoiíghT de 1953, y en Philosophy and Politics: The Problems o f Action after the French Revolution, de 1954, la acción libre no se consi­ dera como una prerrogativa específica del ciudadano de la polis cuanto más bien del héroe-de la edad homérica. Lo que la autora destaca es la búsqueda de la fama inmortal: la supervivencia de lo individual, más allá de la muerte, en el recuerdo. El héroe de Ho­ mero es efectivamente aquel que arriesga la propia vida para ini­ ciar una gran empresa y destacar por sus grandes gestas20. Y mo19 Ibídem, pág. 179. 20 Es interesante advertir que en los manuscritos precedentes a La condi­ ción humana, Arendt mostraba una actitud teórica ambigua en los cotejos de la vida de la polis. En particular en Karl Marx and the Tradition. cit., de 1953, págs. 26 y 44, sostenía que la democracia de la polis griega comprometía la autenticidad de la acción. Los ciudadanos, si querían vivir de manera segura en el interior de un cuerpo político estable, debían renunciar, en

aquellas experiencias nos transmiten. Ella las mira sobre todo como indicaciones ejemplares de un modo de conferir signifi­ cado a la existencia individual y colectiva sin huir de la inesta­ bilidad propia de los asuntos humanos. Un modo de mirar las cosas del hombre que conjuga aceptación de la temporalidad y necesidad de la duración, reconocimiento de los riesgos de la pluralidad y de la diferencia y rechazo de la seguridad en el do­ minio.

2. E l

e s p a c io p ú b l ic o

La acción libre, innovadora, discursiva, pero también ago­ nal. que rescata al ser humano de la carencia de significado de la mera vida biológica, está, por consiguiente, constitutivamery te ligada a la pluralidad. Y más en particular, al hecho de que los seres humanos, diversos y únicos, tengan la posibilidad de encontrarse en un espacio de visibilidad en el que puedan apa­ recer los unos a los otros, en el que puedan reconocerse. Este es el punto de partida, tan elemental como fundamental, del trata­ miento arendtiano de la noción de esfera pública. Espacio de la apariencia, espacio público y espacio político son las locucio­ nes usadas por Hannah Arendt para referirse a tales nociones utilizando a menudo la una en lugar de la otra y a veces atribu­ yéndoles diferentes extensiones semánticas. Antes de afrontar el modo en el que el término public space se declina en una acepción específicamente política a sa­ ber, el modo en el que tal espacio puede ser y en ocasiones ha sido políticamente organizado sin ser traicionado en su peculia­ ridad— , quisiera detenerme sobre el significado primero y, si así se puede llamar, ontológico. Conviene sobre todo precisar que la palabra «espacio» no remite necesariamente a una situa­ ción física y mucho menos a una principio concreto de territo­ rialidad. Hasta cuando toma en consideración un contexto con­ creto y determinado como el «espacio político» de Israel, Arendt afirma: «El término no se refiere tanto a un pedazo de tierra cuanto al espacio separado y protegido por muchas cosas que tienen en común: lengua, religión, historia, usos y leyes.

«ya no se tiene la necesidad de esperar la ocasión de una aven­ tura excepcional gracias a la cual sobresalir [...]. La excelencia puede obtenerse gracias al discurso que acompaña grandes gestas»24. Y los ateniense de la edad periclea están convencidos de que sólo juntos pueden esperar que la grandeza de sus accio­ nes en la polis pueda mantenerse viva en el recuerdo. «Ellos piensan en la política como en una cosa que puede obtener la inmortalidad directamente sin la intervención de los poetas y de los historiadores»25. Pericles es consciente, sin embargo, de que la grandeza de la ciudad, cuyo recuerdo no sólo no morirá en Grecia, sino que vivirá en toda la tierra y para siempre, está sometida a una constante amenaza: la de la acción de cada uno que, movida de la pasión por la excelencia, se transforma en voluntad de domi­ nio sobre los otros. Si, efectivamente, hay dominio, deja de exis­ tir la pluralidad de «pares». Y, sin embargo, «sólo se puede dis­ tinguir entre pares»26. «El hombre político depende enteramen­ te del reconocimiento de sus pares para conseguir la posible inmortalidad de su nombre»27. Y sólo la inmortalidad de tantos nombres inmortaliza el nombre de la ciudad. También por lo que respecta a Roma, el acto de la fundación es la empresa que ofrece la oportunidad de escenificar la grande­ za de cada cual, en la esperanza de que no desaparezca en el ol­ vido. La originalidad de Maquiavelo, que se manifiesta en su ce­ lebración de la acción virtuosa, consiste precisamente en haber comprendido esto28. Seguramente, la insistencia de Hannah Arendt sobre el ca­ rácter decisivo de estas experiencias como ejemplos de acción auténtica cuyo significado ha sido olvidado no equivale a la vo­ luntad de hacerlas revivir en el presente. Ni tampoco quizás es tan ingenua como para defender que en la realidad histórica haya acontecido exactamente cuanto las interpretaciones de 24 25 26 27 28

Ibídem, Ibídem, Ibídem Ibídem, Ibídem,

pág. pág. pág. pág. pág.

024432. 024434. 024433. 024439. 024430.

Precisamente estas cosas en común son el espacio en el cual los diversos miembros del grupo han desarrollado relaciones y con­ tactos entre si»29. Más que identificarse con ámbitos concretos, el espacio público arendtiano es la condición para la posibilidad de estar juntos; más que una forma política determinada, es lo trascendental de la política. Por lo demás, precisa la autora, «el "espacio de la apariencia se forma allí donde los hombres com­ parten la modalidad de la acción y del discurso y, por consiguien­ te, ésta anticipa y precede a toda constitución formal de la esfera pública y de las varias formas de gobierno, es decir, las varias formas en las que la esfera pública puede organizarse»30. Aunque no coincida con ningún tipo de territorio o de demar­ cación espacial determinada, éste tiene siempre una peculiar to­ pología propia que presupone la noción arendtiana de «mundo». En La condición humana se lee que, en uno de sus significados, el término «público» equivale al mundo mismo, en cuanto es común a todos y distinto del espacio que cada uno de no­ sotros ocupa privadamente. Este mundo en todo caso no se identifica con la tierra o con la naturaleza en cuanto espacio limitado que sirve de fondo al movimiento de los hombres y a las condiciones generales de la vida orgánica. Está más bien conectado con el elemento artificial, con el producto de la mano del hombre, como con las relaciones existentes en­ tre los que, juntos, habitan el mundo hecho por el hombre31. El concepto arendtiano de world merecería seguramente muchas más referencias que estas breves y generales alusiones a las que me obliga el contexto. Permítasenos sólo recordar que es deudor del tratamiento que en la fenomenología husser29 H. Arendt, Eichmann in Jerusalem. A Report on the Banality o f Evil, Nueva York, The Viking Press, 1%3, pag. 288. [Trad. esp.: Eichmann enJerusalén: un estudie sobre la banalidad del m a l Barcelona, Lumen, 1999.] Acerca de la noción arendtiana de public space, en relación con la experien­ cia judeo-alemana, véase D. Barnouw, Visible Space: Hannah Arendt and the German-Jewish Experience, Baltimore, The Johns Hopkins University Press, 1990. 30 H. Arendt, The Human Condition, cit., pág. 199. [Trad. esp.: op. cit.] 31 Ibídem. págs. 52-53.

liana recibe el problema del mundo. Un tratamiento que se mantiene distante tanto de una consideración científica como de una consideración idealista y que llega a considerar die Welt como el horizonte de posibilidad de toda experiencia y como el limite constitutivo del yo32. Pero mucho más nítida es su sintonía con las diferentes acepciones que Welt y Weltlichkeit asu­ men en el pensamiento heideggeriano. Arendt, en el pasaje re­ cién citado, retoma la idea según la cual los seres humanos no sólo «viven» sobre la tierra, sino que «habitan el mundo»33. En la autora, the world es sobre todo «la casa» que los seres hu­ manos han logrado erigir sobre la tierra gracias a la naturale­ za, pero también contra ella. Porque, frente a un universo natu­ ral en perenne mutación, el mundo construido por el hombre representa el marco de estabilidad dentro del cual pueden ad­ quirir significado las vidas de los hombres individuales34. Y en la perspectiva arendtiana, este mundo que nos hospeda y nos protege comprende, además de nosotros, el conjunto de objetos durables, «las obras de arte»35, las instituciones políticas e, in­ cluso, las costumbres, los usos, las lenguas. En definitiva, mu­ cho de los elementos a los que más comúnmente nos referimos recurriendo a las nociones de «cultura» y «civilización»36.

Cfr. E. Husserl, Ideas relativas a fenom enología pura y filosofía fenomenológica (1913), Madrid, FCE, 1993. " Véase sobre todo M. Heidegger, «El origen de la obra de arte» (19351936), en id., Caminos del bosque, cit.; M. Heidegger, «Costruire, abitare, pensare», en Saggi e discorsi (1954), Milán, Mursia, 1976, págs. 96-108. 14 Cfr. H. Arendt, The Human Condition, cit., págs. 96-98 [trad. esp.: op cit.]; H. Arendt, «On Humanity in Dark Times: Thoughts about Les•mg», en id., Men in Dark Times, Nueva York, Harcourt, Brace, Jovanovich, 1968, pág. 11. [Trad. esp. en Hombres en tiempos de oscuridad, op. cit.] ls Cfr. H. Arendt, The Human Condition, cit., págs. 120-126; H. Arendt, I he Crisis in Culture: Its Social and lts Political Significance», en id., Between h ixt and Future, cit., págs. 209-211. M. Canovan, Hannah Arendt. A Reinterpretation, cit., advierte que el i onccpto arendtiano de mundo se identifica en muchos aspectos con el de «cultura» y vehicula una critica a la modernidad que no implica nostalgias V anhelos de retorno a la naturaleza. Véase también M. Canovan, «Politics iis Culture: Hannah Arendt and the Public Realm», H istory o f Political Thought, IV, 1985, págs. 617-642.

Es el conjunto de las «cosas mundanas», «el mundo de cosas de los que tienen el mundo en común», lo que pone en relación a los hombres y, al mismo tiempo, lo que los separa unos de otros. Para expresar esta delimitación espacial, a me­ nudo definida con el término in-between, Arendt se sirve de una metáfora iluminadora. Vivir juntos en el mundo, ser ju n ­ tos en el mundo, en un espacio público, es como estar reuni­ dos en torno a una mesa. Cada uno puede ver y escuchar a los otros sin anular la distancia que les separa37. «La esfera pública en cuanto mundo común nos reúne juntos y, sin em­ bargo, impide, por así decir, que nos echemos los unos sobre los otros»38. La peculiar característica de semejante espacio es, por consiguiente, la de unir y separar al mismo tiempo: articular la pluralidad a través de relaciones que no son ni verticales ni je ­ rárquicas ni de tipo funcional. Porque en este último caso, to­ davía más que en el otro, los muchos se recompactarían en el Uno, como sucede en la sociedad de masas y como ha acaeci­ do todavía más drásticamente en el totalitarismo, en el que el mundo había perdido su poder de poner en relación y, al mis­ mo tiempo, de separar39. Porque para que haya auténtica publi­ cidad y, para la autora, verdadera política, debe existir, en el interior de un ámbito común, un «intervalo», una diferencia­ ción que mantenga viva la pluralidad impidiendo que los hombres, echándose los unos sobre los otros, se transformen en una masa amorfa. Obviamente, la condición para que se dé la posibilidad del mismo aparecer consiste en que en el mundo común cada cual tenga una delimitada posición propia: «Que la posición de uno no pueda coincidir con la posición de otro, más de lo que lo pueda la posición de dos objetos»40. «El ser vistos y el ser oí­ dos por los otros deriva del hecho de que cada uno ve y oye des­

'7 18 39 40

Cfr. H. Arendt, The Human Condition, cit., pág. 53. [Trad. esp.: op. cit.] Ibídem. Ibídem. H. Arendt, The Human Condition. cit., pág. 57.

de una posición distinta. Éste es el significado de la vida públi­ ca», se repite en La condición humana41. Si «el hombre es un ser político precisamente porque quiere aparecer, porque quiere manifestarse a sí mismo»42, se sigue que la política, en el primero de sus significados, coin­ cide en Hannah Arendt, con el juego recíproco del ver y del ser vistos, del manifestarse y del ser reconocidos por la ma­ nera como uno se propone y se expone a los otros. Y si la po­ lítica implica y en muchos aspectos coincide con la «publici­ dad», esta última es exactamente Óffentlichkeit, en el sentido literal de apertura: apertura a la visibilidad de cada uno y de todos. Ahora bien, que los seres humanos no estén simplemente on el mundo sino sobre todo que «sean del mundo» también quiere decir que «no existe sujeto que no sea al mismo tiempo objeto y aparezca como tal a cualquier otro, que será garante de su realidad “objetiva”»43.

41 Ibídem, pág. 58. 42 H. Arendt, Philosophy and Politics. What is Political Philosophy?, cit., pág. 024439; véase también H. Arendt, The Life o f the Mind, cit., pági­ na 21 [trad. esp.: op. cit.], donde se lee: «Estar vivos significa estar poseídos por un impulso a la auto-exhibición que corresponde en cada uno al hecho del propio aparecer. Los seres vivientes hacen su aparición com o actores en un escenario levantado para ellos.» Esta cita sacada del primer capítulo, de­ dicado a la apariencia de la última obra de la autora, testimonia que, si bien articulada en un estilo y un lenguaje más propiamente filosóficos, la posi­ ción, por así decir, ontológica de Arendt respecto al espacio público o espa­ cio de la apariencia no ha cambiado durante todo el arco de su producción teórica. Sobre la dimensión «ontológica» del espacio público arendtiano véanse D. R. Villa, «Postmodemism and the Public Sphere», American Poli­ tical Science Review, LXXXV1, núm. 3, 1992, págs. 712-721, y P. Hansen, llannah Arendt. Politics, History and Citizenship, Cambridge, Mass., Polity Press, 1933, en particular el capítulo titulado «The Public Realm under Siegc: l 'alse Politics and the Modern Age», págs. 89-128; pero, sobre todo, el im­ portante trabajo de E. Delruelle, Le consesus impossible. Le différend entre éthique el politique chez //. Arendt el J. Habermas, Bruselas, Ousia, 1993, en particular el párrafo «Lespace publique comme “monde”: la jointure entre l’oeuvre et l’action», págs. 31-36. 41 H. Arendt, The Life o f the Mind, pág. 19. [Trad. esp.: op. cit.]

Sin espacio propio de apariencia, la realidad del propio ser, es decir, la propia identidad no puede preservarse de la duda44. "Solo entrando en el mundo, en el espacio público, sólo siendo visto, oído e identificado por los otros, el actor confirma su propio quién y ve reconocida la propia identidad . Y quizás sea conveniente llamar de nuevo la atención sobre el hecho de que la consideración arendtiana de la relación individuo-espacio público, que no es más que otro modo de nombrar la relación yo-mundo y yo-el otro, presupone, transponiéndola a términos políticos, la crítica heideggeriana a la llamada metafísica de la subjetividad. No existe para la Arendt un «yo originario» com­ pletamente estructurado antes de que este yo calque la escena del mundo: antes, en definitiva, de que el sujeto tenga confir­ mación de su realidad y su individualidad por parte de los otros. Afirmar que la identidad individual se forma a través de una red de relaciones con los otros y con el mundo, tal y como ellos aparecen, significa al mismo tiempo deslegitimar toda pretensión metafísica de una indiscutida centralidad del sujeto, sea el cogito cartesiano o el yo trascendental kantiano lo que se ponga como fundamento último de la realidad. I lay con todo un aspecto de semejante génesis relacional del individuo que es completamente extraño al universo del discurso heideggeriano. Es el pathos con el que Hannah Arendt subraya que en una relación con los otros en el ámbito público que per­ mite «la actividad revelatoria del quién», la acción manifiesta su supremacía existencial al ofrecer la posibilidad de «ser como se desea aparecer». Sólo sobre la escena pública los actores pueden, consciente y libremente, escoger qué papel desempeñar. Sólo la escena pública consiente y, al mismo tiempo, exige que sus par­ ticipantes se presenten protegidos de una máscara que aguante, más acá del juego político, las necesidades, las pasiones y los in­ tereses, en definitiva, todo lo que para la Arendt es adscribible al dominio privado45. También porque sin esta máscara, sin esta ca44 H. Arendt, The Human Condition, cit., pág. 208. [Trad. esp.: op. cit.] 45 Cfr. Hannah Arendt, «Le grandjeu du monde», discurso pronunciado por la autora en 1975 en Copenhague y publicado en Esprit, VI, 7-8, 1982, págs. 21-29.

paridad de desempeñar correctamente el propio papel público, solo permanece la desnudez de una naturaleza humana idéntica para todos, una naturaleza que amenaza con invadir y trastocar el inundo con la imperiosidad de las pulsiones que esconde. La Re­ volución Francesa debería valer como testimonio de los resulta­ dos destructivos que derivan del hacer aparecer en público la pe­ rentoriedad de las necesidades naturales. Cuando, por el contra­ rio, el actor desempeña bien el propio papel público recibe a cambio la propia identidad y la propia diferencia. Hay que destacar que sólo desde estos supuestos se mueve la redefinición arendtiana del concepto de igualdad. De cuanto se ha dicho debería ser fácil deducir que el significado atribui­ do por Arendt al término equality no tiene nada que ver con la igualdad de tipo natural o económico. La autora pretende recu­ perar, para después reformularlos en su universo conceptual, tanto el significado griego de isonomía, cuanto el significado de la igualdad que, a su juicio, era uno de los principios funda­ mentales de la tradición republicana. En ambas acepciones, la igualdad implica en primer lugar «la alegría de no estar solos en el mundo. Porque sólo en la medida en la que estoy entre mis pares, yo no me siento solo»46. Y ambos significados, des­ de el punto de vista más estrictamente político, no tienen nada que ver con la idea moderna y liberal según la cual todos los hombres han nacidos iguales. El ideal griego, al igual que el re­ publicano, no postula esa igualdad universal que el pensamien­ to moderno atribuye a una humanidad pensada como un singu­ lar colectivo. Este, efectivamente, lo ha vuelto a recuperar quien, desigual por naturaleza, quiere «hacerse igual» gracias a leyes e instituciones y entra por lo tanto en el mundo artificial de la polis y de la res pública41. La igualdad entre los hombres no es, por tanto, un dato, sino, si así se puede llamar, un proyec­ to inherente a la construcción del espacio político. Y una igual­ dad así entendida no puede ser cualquier cosa que el individuo posea en su aislamiento. Es más bien una dimensión presente 4h H. Arendt, K arl Marx and the Tradition, long draft, cit., pág. 34. 47 Véase, sobre todo, H. Arendt, On Revolution, cit., págs. 30-31. [Trad. esp.: Sobre la revolución, op. cit.]

en la esfera pública: una formalización de relaciones recíprocas y simétricas que deja subsistir la singularidad de cada uno. Una igualdad por consiguiente, que es inseparable de la diferencia. La relevancia del espacio público no se interpreta, sin em­ bargo, en términos puramente subjetivistas. The puhlic realm no es exclusivamente el lugar de la individuación del «quién», el lugar del reconocimiento de la identidad. También es el ámbito en el que se desvela la realidad del mundo. «Todo lo que aparece en público, puede ser visto y oído por todos [...] Para nosotros, lo que aparece, lo que es visto y sentido por los otros y por nosotros mismos, constituye la realidad»48. Las cosas del mundo pueden llamarse reales gracias a la presen­ cia simultánea de innumerables perspectivas y aspectos en los que el mundo se ofrece. En La condición humana, se lee to­ davía: La realidad se origina de la suma total de los aspectos ofrecidos por un objeto a una multiplicidad de espectadores. Sólo allí donde las cosas pueden ser vistas por muchos en una variedad de aspectos sin que su identidad cambie y, al mismo tiempo, los que están reunidos en tomo a ellas saben que es­ tán viendo las mismas cosas, si bien en una total diversidad la realidad del mundo puede considerarse cierta y segura»44.

4!< H. Arendt, The Human Condition, cit., pág. 50. [Trad. esp.: op. cit.] 49 Ibídem, pág. 58. Véase también H. Arendt, The Life o f the Mind, cit., pág. 19 [trad. esp.: op. c it], donde a propósito de la naturaleza fenoménica del mundo, se lee: «El mundo en el que nacen los hombres contiene muchas cosas, naturales y artificiales, vivas y muertas, caducas y eternas, que tienen en común el hecho de aparecer, y están, por consiguiente, destinadas a ser vis­ tas, oídas, tocadas, gustadas y olidas, a ser percibidas por criaturas dotadas de los órganos apropiados del sentido. Nada podría aparecer, la palabra aparien­ cia no tendría ningún sentido, si no existiesen seres receptivos, criaturas vi­ vientes capaces de conocer, reconocer y reaccionar — con la fuga o el deseo, la aprobación o la desaprobación, la reprobación o la alabanza a lo que no es sin más, sino que se les aparece y está destinado a su percepción.» Por es­ tas consideraciones relativas a la realidad, que puede considerarse «segura» cuando no cambia si se observa de muchos puntos de vista, Arendt ha sido simplemente acusada de «ingenuo realismo filosófico». Véase, por ejemplo, el artículo de D. R. Villa, «Postmodemism and the Public Sphere», cit.

Esto supone afirmar decididamente que, en contra de una tradición que, partiendo precisamente de la separación de I senda y Apariencia, ha traicionado la política'’0, ser y apare­ cer coinciden. El espacio público, por consiguiente, no sólo ofrece una chance existencial, sino que se pone al mismo tiem­ po como condición de la realidad misma. Una realidad que, si no fuese confirmada desde muchos puntos de vista, quizás po­ dría confundirse con el contenido de un sueño o de una pesadi­ llas solitarios. En el interior de semejantes coordenadas se sitúa la redefimción de la noción de opinión, cuya originalidad no consiste única ni. mucho menos, primariamente en rehabilitar una for­ ma de saber frenético en oposición al saber técnico o al filosó­ fico. Hannah Arendt redefine la opinión apelando al doble senlido del término griego doxa: como cualquier cosa que se con­ trapone a episteme y, sobre todo, como lo que, a diferencia de las ilusiones, remite al aparecer, al salir a la luz51. En La vida del espíritu. se insiste en este segundo significado a costa del primero. En esas páginas, Arendt acentúa la estrecha relación existente entre doxa y apariencia, jugando también sobre el modo en el que en inglés se dice ‘tener una opinión’, it seems to me. Y sostiene: «Parecer — el me parece, dokei moi— es el modo, quizás el único posible, como se reconoce y se percibe un mundo que aparece»52.

50 «En este mundo en el que ingresamos apareciendo de ningún lugar y del que desaparecemos hacia ningún lugar, S er y A parecer coinciden.» II Arendt. The Life o f the Mind. cit., pág. 19. [Trad. esp.: op. cit.] 51 Véase Paul Ricoeur, «Pouvoir et violence», en VV. AA., Hannah Arendt. Ontologie et Politique, París, Tierce, 1989, págs. 141-159, ahora en P. Ricoeur, Lectures I. A u tou rdu Politique. París, Seuil, 1991, págs. 20-42. 52 H. Arendt, The Life o f the Mind. cit., pág. 21 [trad. esp.: op. cit.]', com ­ párese también H. Arendt, The Concept o f History, cit., pág. 51; H. Arendt, Kart Marx and the Tradition, long draft, cit., pág. 25, y H. Arendt, Philosophy and FJolitics. The Problem o f Action, cit., pag. 023399. Muchos intérpretes han insistido en querer aproximar la ideas de Hannah Arendt sobre el espacio públi­ co y sobre la opinión a la noción de Óffentlichkeit habennasiana. A mi parecer, y no sólo en mi opinión, las dos concepciones siguen siendo irreconciliables. Y este juicio no cambia ni mucho menos una vez se ha leído la introducción de

Imitad general o de la unanimidad que estas consideraciones ,obre la pluralidad de las perspectivas que miran a la multiplii idad de los aspectos del mundo. Para las innumerables mira­ das dirigidas a la realidad «no puede encontrarse ni una medi­ da común ni un común denominador». Efectivamente, si bien i-l inundo común es un terreno de encuentro, aquellos que lo habitan tienen en él posiciones irreductiblemente diversas. 3. El acento puesto por Arendt sobre una unanimidad im­ posible permite tomar en consideración otro aspecto de la cone­ xión entre espacio público y mundo. Un aspecto que evidencia cómo la noción depublic realm no cubre por entero la extensión del concepto world y saca a la luz la ausencia en el pensamien10 arendtiano de una concepción del «bien común», entendido en términos tradicionales54. En From Machiavelli to Marx y en Philosophy and Polilicx What is Political Philosophy ?, Arendt se detiene en uno de los rasgos que en su opinión tienen en común, desde Platón a I .eo Strauss55, casi todas las filosofías políticas: la cuestión del bien común. A ésta se le han dado en el trascurso del tiempo di­ ferentes repuestas: desde las que hacen referencia a un sum­ mum bonum que colectivamente los hombres deben perseguir, hasta las que ven en la utilitas general el resultado involuntario, pero sobre todo alcanzable, de la acción individual o el fin uni­ versal al que intencionalmente y de mutuo acuerdo se debe ten­ der. Pero por mucho que las soluciones propuestas hayan sido y sean diferentes entre sí, hay un aspecto que unifica a todas i-llas: todas las filosofías se han propuesto abstractamente el objetivo de definir desde el exterior cuáles deben ser los fines últimos a los que la convivencia política debe tender. Hayan sido fines altamente espirituales o bajos objetivos materiales^ ellas han presupuesto en todo caso que lív id a política no se justificaría sólo por el mero «estar juntos». 54 H. Arendt, The Human Condition, cit., pág. 57. [Trad. esp.: op. cit.] 55 Cfr. H. Arendt, From Machiavelli to Marx, cit., págs. 023453- 023454 y H. Arendt, Philosophy and Politics. What is Political Philosophy?, cit., pág. 024420.

Tener una opinión no equivale simplemente a tener una convicción particular, a la libertad de expresión de todo indivi­ duo de afirmar públicamente sus personales puntos de vista. Es, expresado de manera más radical, la posibilidad de captar la realidad moviéndose entre las diferentes perspectivas desde las que la pluralidad de los hombres ve el mundo. Así interpre­ tada, la opinión es el calco, articulado en el discurso, de la mul­ tiplicidad de los aspectos de ese mundo fenoménico detrás del cual no se esconde ningún mundo más auténtico. Por lo demás, a diferencia de la verdad que obliga al asentimiento, semejante opinión tiene uno de sus rasgos característicos en la salvaguar­ dia del descarte entre diversos puntos de vista, permitiendo así una confrontación de perspectivas diversas. Que la filosofía arendtiana no es una filosofía política que proponga una teoría de la democracia directa de tipo rousseauniano53 se deduce no sólo de las durísimas críticas que la auto­ ra lanza contra Rousseau. Nada puede demostrar mejor la dis­ tancia que separa a Hannah Arendt de la apreciación de la voHabermas a la nueva edición de su libro Strukturwandel der Óffentlichkeit, Frankfurt, Suhrkamp, 1990, págs. 11-50. Esta introducción ha sido traduci­ da al inglés y publicada en C. Calhoum, Habermas and the Public Sphere, Cambridge, Mass., The MIT Press, 1992, págs. 421-461. En este volumen es­ tán recogidos interesantes ensayos que no sólo tratan la concepción del espa­ cio público habermasiana sino que también comparan esta última con el punto de vista de Arendt. Véase, en primer lugar, S. Benhabib, Modéls o f Public Spa­ ce. Hannah Arendt, the Liberal Tradition and Jiirgen Habermas, págs. 73-98, aunque son también interesantes, en una perspectiva que implica a Arendt, los artículos de Th. McCarthy, «Practical Discourse. On the Relation o f Morality to Politics», págs. 51-72, y de P. Uwe Hohendahl, «The Public Sphere: Models and Boundaries», págs. 98-108. Sobre la relación de Habermas-Arendt con referencia al espacio público y a la opinión pública véase también A. Brand, The «Colonization o f the Lifexvords» and the Disappearance o f Po­ litics- Arendt and Habermas, Thesis Eleven, núm. 13, 1986, págs. 39-53: uno de los mejores tratamientos de la relación Arendt-Habermas es, a mi parecer, el contenido en E. Delrouelle, Le consensus impossible. Le différend entre éthique et politique chez H. Arendt etJ. Habermas, cit. 53 Entre los intérpretes que más insisten en el «totalitarismo» rousseauniano de Arendt está N. K. O ’Sullivan, «Politics, Totalitarianism and Freedom: The Thought o f Hannah Arendt», Political Studies, XXI, núm. 2, 1973, pagi­ nas 183-198.

nos de Hannah A ren d t' que no persigue ningún cumpli­ miento, sino, más bien, el «estar en común» gracias al mundo v «por amor del mundo».

< L () PRIVADO Y LO SOCIAL

I. Si el espacio público es el lugar en el que la realidad del mundo se manifiesta a sí misma, ¿qué es de las «muchísimas tosas que no pueden soportar la luz intensa e implacable de la presencia constante de otros sobre la escena pública»? ¿Qué esi.iluto detentan, si Arendt afirma que «sólo lo que se considera importante, digno de ser visto y oído puede ser admitido en el espacio público»?58. Pues bien, todo lo que no puede y no debe loner relevancia pública entra de nuevo automáticamente en la esfera privada, en aquella esfera en la que, literalmente, se está privado «de la compañía de los otros». Pero antes de afrontar directamente lo que Arendt entiende por privado y la valoración que hace de semejante esfera, qui­ mera llamar la atención sobre el hecho de que ella hace un uso, .obre todo, heurístico de la dicotomía público-privado. Una distinción conceptual esta última, que dividiendo de manera neta un universo en dos ámbitos conjuntamente exhaustivos y recíprocamente exclusivos'’9, le permite denunciar enérgica-

Me refiero a J.-L. Nancy, La communauté désoeuvrée, París. Bouri'ois Lditcur, 1986, e id., Le Sens du mond, París, Galilée, 1993. R. Esposito pone en relación de manera interesante la perspectiva arendtiana con la de l I Nancy en Nove pensierí sulla política, Bolonia, ¡1 Mulino, 1993. H. Arendt, The Human Condition, cit., pág. 51. [Trad. esp.: op. cit.] Me refiero al modo en el que Bobbío define una «gran dicotomía conceptual»: «Se puede hablar correctamente de una gran dicotomía cuando nos encontramos frente a una distinción cuya idoneidad se puede demostrar: •o para dividir un universo en dos esferas, conjuntamente complementarias, i n el sentido de que todos los entes de aquel universo se incluyen, sin excluir i ninguno, y recíprocamente exclusivas, en el sentido de que un ente com ­ prendido en la primera no puede ser al mismo tiempo comprendido en la ‘yunda; b) para establecer un división que es total, en cuanto todos los enli N a los que actual y potencialmente la disciplina se refiere deben poder

Ahora bien, para Arendt la esfera política es la esfera del ser en común no porque aquellos que en ella habitan tengan un único y común objetivo, sino porque todos tienen alguna cosa en común: a saber, el mundo. Dicho de otra manera, el único bien común que no traiciona la praxis sometiéndola a fines ex­ ternos a ella es el mundo, un mundo que no sólo establece una relación con quien «ocasionalmente» se encuentra para actuar sobre la escena de un determinado espacio público, sino que también pone en comunicación con quien ha venido anterior­ mente y quien vendrá después. Porque el mundo común es aquello en lo que nosotros entramos cuando nacemos y lo que dejamos a nuestras espaldas en el momento de la muerte. El transciende el arco de nuestra vida tanto en el pasado como en el futuro; él existía antes de que nosotros llegásemos y continuará después de nuestra breve estancia en él. Y es lo que tenemos en común, no sólo con aquellos que viven con nosotros, sino también con los que vendrán después de nosotros. Pero semejante mundo común puede sobrevivir al ciclo de las generaciones sólo en cuanto aparece en público. Es la publicidad de la esfera pú­ blica la que puede incorporar y hacer resplandecer a través de los siglos cualquier cosa que los hombres hayan querido salvar de la ruina natural del tiempo. Durante muchos siglos antes que nosotros —aunque ya nunca más—, los hombres entraron en la esfera pública porque querían que alguna cosa suya o alguna cosa que tenían con otros fuese más duradera que su vida terrena56. Actuar de tal manera que se evite que el mundo se disuelva y olvide: tal es el único objetivo del «estar juntos» sobre la es­ cena pública. El único modo que no cosifica la praxis reducién­ dola a póiesis, el único modo que no cosifica el actuar de los hombres en la construcción de una comunidad completa. La arendtiana es todavía una «comunidad inoperante» usando el título de un famoso libro que mucho debe a estas consideracio-

56 H. Arendt, The Human Condition, cit., pág. 55. [Trad. esp.: op. cit.]

Aunque la contraposición público-privado esté por lo demás orientada polémicamente, como se observará mejor dentro de poco, contra el primado axiológico de lo privado que sostiene la teoría liberal, la prioridad que Hannah Arendt atribuye a lo «públi­ co» no comporta de hecho que ella haga propia una posición organicista para la que el todo viene antes que las partes. Porque, ya se ha visto, thepublic realm es exactamente el lugar en el que las dilérencias y la singularidad pueden afirmar su dignidad ontológica. Y el bien público no se configura ya como una cosa que viene antes que los ciudadanos y los supera, sino como aquello que los in­ dividuos pueden compartir: el mundo y la libertad de actuar en él. Un segundo significado de privado se tiene cuando el con­ cepto de «privacy» pierde su referencia a la «privación» y se hace sinónimo de lugar protegido, donde «todo sirve y debe ser­ vil' a la seguridad de la supervivencia». El aspecto «no privativo» ile la noción de privado surge, por consiguiente, cuando se en­ deude como «el único refugio seguro del mundo público común, seguro no sólo de todo lo que sucede en él, sino también de la propia condición que se detenta en público, del ser vistos y oidos»62. Momentos fundamentales de lo privado, así entendido, son la propiedad y la labor: Arendt reconoce la importancia de la propiedad privada y recuerda que en origen tener una propiedad no «significaba ni más ni menos que tener un lugar propio en una parte del mundo»63. No tener un puesto propio, como sucedía con el esclavo, significaba, efectivamente, perder la condición humana. Por lo que respecta a la labor, es suficiente recordar que en el léxico arendtiano este término tiene una acepción vastísima que comprende tanto, en sentido estricto, el proceso orientado al sostenimiento de la vida, cuanto, formulado de manera más ge­ neral, el ámbito de la actividades económicas. Según Hannah Arendt, a la esfera privada se orienta todo cuanto concierne a la interioridad del sujeto: tanto la dimensión afectiva como las normas y los valores de la conciencia indivi­ dual. Todo este universo que incluye tanto los sentimientos más

62 Ibídem, pág. 71. 63 Ibídem, pág. 61.

mente la consideración de la «sociedad» moderna en los térmi­ nos de una confusión y superposición entre las dos esferas. No es, por consiguiente, ni anacrónica ni nostálgica la se­ paración dicotómica elaborada sobre todo en La condición hu­ mana que, para adquirir fuerza explicativa, retoma algunas dis­ tinciones aristotélicas, consideradas a menudo como el reflejo de la realidad de la polis ateniense. La rígida delimitación entre oikos y agora, entre idion y koinon, lleva así a la autora a una primera delimitación de lo «privado». En el interior del círculo restringido de la comunidad doméstica, el ciudadano griego se ocupaba y se preocupaba sólo del propio bienestar material y del de su familia. En este ámbito, el polites no se movía entre pares, pero ejercitaba el propio dominio tanto sobre los hijos y la mujer cuanto sobre los esclavos. Apelando de nuevo a esta experiencia, Arendt precisa el primer significado del término privado y recuerda así «la opi­ nión de los griegos, para los cuales una vida gastada en la ex­ periencia privada de lo que es propio (idion), fuera del mundo común, es “idiota” por definición»60. En el sentido originario, por consiguiente, lo privado está conectado a la privación: Vivir una vida enteramente privada significa ante todo estar privados de la realidad que se deriva del ser vistos y sentidos por los otros; estar privados de una relación «obje­ tiva» con los otros, la que nace del estar al mismo tiempo en relación con ellos y separados de ellos gracias a la media­ ción de un mundo común de cosas; estar privados de la po­ sibilidad de adquirir cualquier otra cosa más duradera que la vida misma. La privación implícita en la privacv consiste en la ausencia de los otros61.

entrar y, sobre todo, en cuanto tiende a hacer converger hacia sí otras dicoto­ mías que se convierten en secundarias respecto a ésta.» Cfr. N. Bobbio, Stato, govem o, societá. Per una teoría generóle della política, Turín, Einaudi, 1978, pág. 3. [Trad. esp.: Estado, gobierno y sociedad, Barcelona, Plaza & Janés, 1987.] Esta definición se adapta, a mi parecer, a la contraposición arendtiana de público y privado. 60 H. Arendt, The Human Condition, cit., pág. 38. [Trad. esp.: op. cit.J 61 Ibídem, pág. 58.

publico-privado para interpretar lo social — el rasgo distintivo de la época moderna— como el lugar en el que se consuma la confusión entre los dos polos de aquella oposición67. La socie­ dad se ve como un híbrido en el que lo privado — en sus varias acepciones, pero, sobre todo, como reproducción material de la vida y corno actividad económica— asume relevancia pública, invadiendo así el espacio anteriormente reservado a lo político. Si la sociedad es el lugar del trabajo y del consumo, la activi­ dad política se convierte exclusivamente en la modalidad con la que administrar y gestionar los problemas derivados de ellos. Lo público es ahora una función de lo privado y lo pri­ vado se ha convertido en el único interés común que queda68. I .a publicación de lo privado y la privatización de lo publicó han operado una especie de inversión topológica que ha hecho de la esfera privada el lugar en el cual puede todavía habitar la libertad y de la pública el lugar de la necesidad: el lugar de un mal inevitable. Y efectivamente así es, ya que Arendt defien­ de que el ámbito social es aquella modalidad de convivencia colectiva, si todavía se puede llamar así, «en la que el solo he­ cho de la mutua dependencia en nombre de la vida y de nada más asume un significado público en el que se consiente que aparezcan en público las actividades conectadas con la mera supervivencia»69.

67 «El surgir de la sociedad — el advenimiento de la administración do­ méstica, de sus actividades, de sus problemas e instrumentos organizati­ vos desde el oscuro interior de la casa a la luz de la esfera pública no sólo ha confundido la antigua delimitación entre lo privado y lo político, sino que también ha modificado, hasta hacerlo irreconocible, el significado de los dos términos y su importancia para la vida del individuo y del ciudadano.» Ibíilcm, pág. 38. 68 Ibídem, pág. 69. Con el advenimiento de la esfera social se asiste, además, a una inversión de valores entre «propiedad» y «riqueza». «Antes de la Edad Moderna, que comenzó con la expropiación de los pobres y pro­ cedió después a la emancipación de las nuevas clases privadas de propiedad, toda civilización se basaba sobre la sacralidad de la propiedad privada. La ri­ queza, al contrario, tanto poseída privadamente com o distribuida pública­ mente, no había sido nunca considerada sagrada.» Ibídem, pág. 61. M Ibídem, pág. 46.

íntimos cuanto las «razones» de la ética, si quiere mantener su profundidad, debe permanecer escondido, protegido de la luz de la escena pública. Porque «una vida gastada enteramente en público, en presencia de los otros, se convierte, por así decirlo, en superficial»64. Dado que Arendt no se limita a recuperar el primer signifi­ cado del término privado, sino que se preocupa también de de­ linear el segundo; dado que no se limita a entender lo privado como esfera de la «privación», sino que lo considera como el necesario ámbito de la propiedad, del trabajo, de la dimensión afectiva y de la conciencia moral, no es por tanto exacto cuanto se ha sostenido: a saber, que en su universo conceptual «el tér­ mino privado exprese siempre desprecio» y que la dicotomía público-privado sea traducible en la oposición «honor-vergüen­ za»65. Es suficiente señalar que la crítica arendtiana de la noción de sociedad parte del supuesto de que el nacimiento, en la mo­ dernidad, de una esfera social, no sólo destruye el espacio públi­ co, sino también disuelve el privado, privando a los hombres «no sólo de su sitio en el mundo, sino también de su permanen­ cia privada, donde otrora se sentían al abrigo del mundo»66. 2. Desde el punto de vista estrictamente conceptual, Arendt se sirve, por consiguiente, de la neta y, quizás, rígida dicotomía 64 Ibídem, pág. 71. 65 Esta afirmación es de G. Kateb, Hannah Arendt: Politics, Conscience, Evil, Oxford, Martin Robertson, 1983; esa misma critica le hace, si bien con argumentos distintos, N. K. O ’Sullivan, Politics, Totalitarianism and Freedom, cit., pag. 187. Arendt parte de la «dignidad» de lo privado sobre todo en Le granelje u du monde, cit., págs. 21-29. Que la distinción arendtia­ na de público y privado no ha sido en general recibida favorablemente lo tes­ timonian muchos ensayos sobre el tema; véanse, al menos, H. F. Pitkin, «Justice: On Relating Private and Public», Political Theory, IX, núm. 3, 1981, págs. 327-352; R. P. Wolf, «Notes for a Materialist Análisis o f Public and Private Realms», Gradúate Faculty Philosophy Journal, IX, núm. 3, 1981, págs. 327-352; F. Collin, «Du privé et du publique», Les Cahiers du Grif, núm. 33, 1986, págs. 47-68; S. D. Jacobitti, «The Public, the Private, the Mo­ ral: Hannah Arendt and Political Morality», International Political Science Review, XII, núm. 4, 1991, págs. 281-294. 66 H. Arendt, The Human Condition, cit., pág. 59. [Trad. esp.: op. cit.]

lerendas y de la pluralidad contra el poder homologante y ccntralizador del E s ta d o 1. *. En su rápida y sintética reconstrucción histórica del nai nniento de la sociedad moderna, Hannah Arendt dedica poco mas de algunas referencias a las diversas fases por las que atra\ ¡esa72. Señala en todo caso que la «sociedad comercial o el ca­ pitalismo en sus primeros estadios» representaban todavía una especie de «espacio público»: el homofaber, cuando salió de su aislamiento, apareció como mercader en la escena pública del mercado de cambio. En semejante situación, si bien residualinente, sobrevivía todavía un espacio común dentro del cual la pluralidad y la distinción no estaban del todo anuladas 3. Pero más allá de estas consideraciones específicas, cuando la autora habla de sociedad y de esfera social casi siempre su refe­ rencia concreta y teórica es la sociedad de masas. Tocias las defi­ niciones, las críticas y las acusaciones vueltas a lo «social» se atienen al patrón de la realidad de la sociedad de masas: el pseudo-espacio público ocupado en todo por el animal laborans, constreñido en el mecanismo del ciclo producción-consumo. Más que una verdadera y auténtica descripción sociológica de la sociedad de masas, nos encontramos frente a una conceplualización que revela la misma preocupación que ha obsesio1 Acerca del término de «sociedad civil» véanse, para todos, M. Riedel, Hürgerliche Gesellschaft», en W. Conze, R. Koselleck y O. Brunner (eds.), !• .lutado si acaso a presentarse bajo nuevas formas y, quizás, • I* manera todavía más violenta. El fin del Estado y de la políiit .i practicada dentro de sus confines no implica, por consifiucnte, el fin de lo político. I lannah Arendt no esboza ninguna distinción léxica entre 11política y lo político. Por lo demás, no tiene necesidad de ello. I’iiin ella, discutir del Estado no ha significado nunca hablar de l.i política o de lo político. Por más que coincida con el jurista alemán acerca de la fecha del nacimiento, el desarrollo y la mortal enfermedad de aquella «brillante creación del racionalismo occidental», nada le es más extraño que la nostalgia por la ecuación Estado-política; nada le es más lejano que la idea de que la política sea la actividad que decide sobre el estado de excepción, reportando el «dos» al «uno». Y menos la podría preocupar el problema del orden y de la forma86. Si hay ecua­ ciones que se pueden establecer en el contexto teórico arendtia­ no, éstas son totalmente de carácter especulativo y contrarias a las que tienen valor para Schmitt. Es como si el criterio de lo político de Hannah Arendt hubiese sido concebido como res­ puesta al Begriff schmittiano: no sólo privilegia el momento de la composición sobre el del conflicto, sino que a veces parece KS Para parafrasear el título del volumen editado por G. Duso, La política oltre lo stato: Cari Schmitt, Venecia, Arsenale Cooperativa Editrice, 1981. Acerca de la relación Arendt-Schmitt, además de los artículos italianos citados anteriormente, véase M. Revault d’Allones, «Lectures de la modernilé M. Heidegger. C. Schmitt, H. Arendt», Les Temps Modemes, núm. 532, 1990, págs. 89-108.

liberales. Al menos si la perspectiva desde la que se juzga es la importancia de la dimensión política. Tanto en el marxismo como en el liberalismo, el momento económico sigue siendo el elemento determinante del que todo lo demás es sólo fun­ ción. Tanto para Schmitt como para Arendt, lo político no puede ser definido subordinándolo a otras esferas, bien sea la económica, la ética o cualquier otra. En opinión de ambos, ni a la filosofía le corresponde trazar el perfil ni a la conciencia moral dictar los principios. Para los dos, reducir lo político a la administración significa traicionarlo. Éste tiene una auto­ nomía y dignidad propias que deben acentuarse con tanta ma­ yor fuerza cuanto mayor es el riesgo que corren de ser olvida­ das y confundidas. Pero de aquí en adelante sus caminos se dividen para seguir dos itinerarios radicalmente diversos que después, de manera paradójica, vuelven a encontrarse. He aquí, en drástica síntesis, algunas etapas de sus diferentes re­ corridos. 3. En el Begriff des Politischen constata la devaluación de la ecuación Estado-política: «El Estado como modelo de la unidad política, el Estado como detentador del más extraordi­ nario de todos los monopolios, a saber, el monopolio de la de­ cisión última, fúlgida creación del formalismo europeo y del tradicionalismo occidental, está a punto de ser destronado»84. La política, entendida a la manera que lo hace Schmitt, es, en efecto, la capacidad de decidir en última instancia sobre el con­ flicto, neutralizándolo y reuniendo a las partes en lucha. Este monopolio de la decisión última, que es al mismo tiempo el cri­ terio indicador del titular de la soberanía, ha estado durante lar­ go tiempo en las manos del Estado moderno. Incluso cuando éste ha dejado de ser la forma de la unidad política y ha caído presa de los partidos y de los intereses corporativos que se han dividido su sustancia, reduciéndolo a vacío simulacro, y han des­ centrado la soberanía hasta paralizar las decisiones. La maniobra teórica de Schmitt es la de sacar lo político del Estado, la de pen-

84 C. Schmitt, El concepto ele lo político (1932), Madrid, Alianza, 1991.

política. Si así fuese, Hannah Arendt ya no tendría nada nuevo i|iir contamos: tendría, si acaso, una cosa que recordar, una 1 1f .i que fue en otro tiempo — en el tiempo de la polis, de la res i'lihlica romana, de la revolución americana y que ahora ya mi puede ser. Mientras, Cari Schmitt no debería dejar de vigil ii para desenmascarar y capturar lo político, que, sin duda, se In. sonta bajo figuras nuevas e insólitas. Así sería si Hannah Arendt fuese la pensadora que muchos de sus intérprete nos l>i>sentan: la filósofa que rehabilita la experiencia política de la polis, en particular el modo en el que esa experiencia ha sido Hneniada por Aristóteles, para desnuclear el propio criterio de l político. Es cierto que, si el espacio público coincide con un • -.pació histórico determinado, a saber, el de la polis o el de la res pública, no hay duda de que para ella la política ya no pue­ de encontrar acogida en nuestro mundo. Cuanto más avanza la modernidad tanto más se aleja de la política auténtica y tanto menores se hacen las posibilidades de un actuar político libre y plural. En este sentido, Arendt esbozaría una Verfallgeschichte que como tal presupone un momento inicial «íntegro», a partir del cual es posible medir el regreso al que poco a poco se ha llegado. No creo que las cosas estén exactamente así o, al menos, no del todo. Estoy convencida de que, junto a los residuos de una 11 ’r/allgeschichte, convive otra concepción o, mejor dicho, una inIilición diferente que complica y descompone aquélla. Y esta diversa institución comporta el estatuto mismo del espacio pú­ blico. Ese no es el calco de una situación política integra, en el sentido de auténtica o completa. No posee, por consiguiente, las características «sólidas» y bien delineables que de ordinario connotan las formas políticas e institucionales concretas, bien sean éstas la democracia ateniense o la república romana. Son las mismas palabras de Arendt las que nos indican la extrema fragilidad que es inherente a semejante espacio: «Su peculiari­ dad consiste en que, a la inversa de los espacios que son obra de nuestras manos, no sobrevive a la realidad del movimiento que lo ha creado, sino que desaparece no sólo con la disolución de lo humano — como en el caso de las grandes catástrofes o cuando se destruye el cuerpo político de un pueblo— sino con

volver a proponer el ideal griego de amistad87. Las ecuaciones que pueden sacarse de las páginas de La condición humana, Sobre la revolución y Sobre la violencia son, si acaso, enunciables de la manera siguiente: todo lo que tiene que ver con el Estado es, y ha sido siempre, antipolítico, y la política ja ­ más se ha identificado con el Estado. Porque para Hannah Arendt, la política y lo político son aquello que se sustrae al universo del dominio, aun cuando este dominio se ejercite como monopolio legítimo de la fuerza. Allí donde se está ju n ­ to, sin posibilidad de recurrir a ninguna lógica estratégica, en la modalidad de la acción y del discurso, en un espacio públi­ co que consiente la pluralidad y la distinción, la identidad y la diferencia, allí hay política. Allí donde muchos emprenden coralmente una iniciativa que crea un nuevo espacio común dentro del cual sólo rigen relaciones horizontales, allí efecti­ vamente se manifiesta lo político. Por consiguiente, la muerte del Estado, supuesto siempre que haya tenido lugar de manera verdadera y definitiva, no in­ duce a Hannah Arendt a repensar lo político. Parece simple­ mente no observarlo. Pero esa muerte es al mismo tiempo el síntoma de la agudización de la confusión de lo público y lo privado, diagnosticada también por Schmitt, que lleva al sofo­ camiento del espacio público. Y con la desaparición del espa­ cio público no restaría sino constatar amargamente el fin de la

Sería interesante contrastar las fugaces referencias que Hannah Arendt dedica a la noción griega, aristotélica, de amistad con la «política de la amistad», pensada por J. Derrida, The Politics ojFriendship, texto meca­ nografiado distribuido con ocasión de un seminario impartido en Nueva York en la New School o f Social Research en mayo de 1988, págs. 1-50. De este p a p e r se ha publicado una versión muy reducida en The Journal o f Phi­ losophy, l.X X X y 11, 1988, págs. 632-648. Véase por último J. Derrida, Po­ litique de Tamitié, París, Galilée, 1994. Acerca de la noción de amistad en el mundo clásico, véase L. Pissolato, L ’idea d i amicizia nel mondo antico classico e cristiano. Turín, Einaudi, 1993; para una reconstrucción de la no­ ción de amistad en clave filosófico-política, véase G. Zanetti, «Giustizia e amicizia com e categorie ordinanti a partiré da Aristotele», en R. Cubeddu (a cargo de), Lordine eccentrico. Ricerche su l concetto di ordine político, Nápoles, ESI, 1993, págs. 99-151.

la desaparición o el fin de sus acciones mismas»88. Más abajo nos ocuparemos de cómo la autora considera algunos remedios institucionales que protegen o mejor han protegido, sin anular­ la, esta fragilidad constitutiva. Ahora sólo me interesa insistir sobre aquello a lo que remite semejante fragilidad, es decir, al carácter de potencialidad de la esfera pública. Arendt, de he­ cho, recuerda que «él [el espacio público] está potencialmente allí donde las personas se reúnen, pero sólo potencialmente, no necesariamente ni para siempre». «A esta peculiaridad de la es­ fera pública — la de ser fundada sobre la acción y el discurso— «se debe el que nunca pierda su carácter potencial»^. Ahora bien, ni siquiera la Atenas de Pericles ha escapado a ese «destino» que parece perseguir a toda esfera pública. Otro tanto ha sucedido en Roma y en el caso de la revolución ame­ ricana. Porque, precisamente, semejante espacio parece incom­ patible con la duración. Se configura más bien como una «po­ sibilidad» no limitada a un tiempo y a un lugar determinados, una potencialidad que en aquellas ocasiones se hace actual. Por tanto, no es una propiedad exclusiva del pasado, ya que poten­ cialmente está por todas partes. Sus epifanías más verdaderas privilegian aquellos momentos en los cuales se interrumpen las relaciones de dominio y los espacios al margen de la estatalidad moderna: Rute, Soviet, insurrecciones de Budapest, Prima­ vera de Praga, revueltas de los estudiantes, episodios de deso­ bediencia civil. Si, por consiguiente, es innegable que en Arendt se vuelve a encontrar aquella meláncolica resignación de quien sabe que, en el mundo en el que «lo social» ha colonizado todo los ámbi­ tos, cada vez menos podrán actualizarse las potencialidades de lo político, sigue, sin embargo, siendo verdad que no puede fir­ marse el certificado de muerte de la política. Porque si lo polí­ tico no ha tenido duración, no puede tampoco acabar; si es una posibilidad y no una realidad determinada, mientras haya un «mundo» no podrá nunca desaparecer del todo.

88 H. Arendt, The Human Condition, cit., pág. 199. [Trad. esp.: op. cit.] 89 Ibídem, pág. 200.

1. Nada mejor que la noción de poder expresa el carácter de potencialidad del espacio público. En La condición humana se lee: «El poder es aquello que mantiene viva la esfera pública, el espacio potencial del aparecer entre hombres que actúan y hablan. I .a misma palabra “poder” como su equivalente griego dynamis, o la potentia latina con sus derivados modernos, o el alemán Machí (que deriva de mógen y móglich, no de machen) indican su carácter potencial»90. Es partiendo de esta acepción del término power como Arendt procede a desmontar las diversas estratifica­ ciones de sentido de los conceptos políticos tradicionales, todos más o menos comprometidos con aquel que desde Platón en ade­ lante se ha convertido en un verdadero y auténtico lugar común: la convicción según la cual allí donde hay política allí está vigen­ te una relación asimétrica entre el que manda y el que obedece. Este intento de crítica radical en los análisis de la tradición que I lannah Arendt persigue hace efectivamente que no se deban buscar en su obra las distinciones que caracterizan muchos de los tratamientos canónicos del concepto de poder, elaborados tanto por la filosofía política como por las más recientes sociologías del poder. No se encuentran, por tanto, algunos topo i de la teoría política antigua y moderna: en primer lugar, la división tripartita clásica de las formas de poder. Arendt no distingue el poder po­ lítico del poder paterno o del poder despótico, ni al seguir a Aristóteles y referirse al criterio del diferente sujeto que se aprove­ cha del ejercicio del poder, ni al mencionar a Locke y someter .1 examen el diverso fundamento o principio de legitimidad de los tres poderes. Y, al revés de lo que hacen muchos científicos liel siglo xx, no se preocupa ni siquiera de distinguir el poder político del económico y del ideológico, basándose en el diferente medio con el que estos poderes son ejercidos91. 1,0 Ibídem, pág. 200. 1)1 Para las diversas clasificaciones del poder elaboradas en la historia del pensamiento político, véase N. Bobbio, «Stato, potere e govemo», en Stato, yovem o e socíetá. Per una teoría generóle della política, cit., págs. 43-125, so­ bre lodo las págs. 66-76. [Trad. esp.: Estado, gobierno y sociedad, Barce­ lona, Plaza & Janés, 1987.]

2. En la primera edición de Los orígenes del totalitarismo 1Iannah Arendt se sirve todavía de la noción convencional de poder político, asociando por lo general ese término al uso de l;i fuerza y de la violencia. Pero a partir de los años inmediata­ mente sucesivos, su reflexión política puede ser interpretada como el esfuerzo fijo y constante de separar y desembarazar el uno de la otra, poder y violencia; de circunscribir la peculiari­ dad del poder político frente a aquellas «confusiones concep­ tuales» que lo han identificado con el dominio, con la constric­ ción o, también, con la autoridad. En el paper dedicado a Karl Marx and the Tradition of Western Political Tought, de 1953, Arendt intenta obtener un concepto de poder que está en oposición con la casi totalidad de las elaboraciones transmitidas por la historia del pensamien­ to político. En particular llega a entrever la posibilidad de un «nuevo significado del término poder» al considerar los modos en los que la tradición filosófico-política ha afrontado el pro­ blema de las relaciones entre ley y poder93. Casi todos los filó­ sofos políticos, precisa Hannah Arendt, o han fijado en la ley la manifestación del poder — en cuyo caso, sin embargo, «se ha visto el poder como un instrumento con el que dar vigor y fuer­ za a la ley»— o «han concebido la ley como un confín, un lí­ mite para poner coto al poder»94. Ahora bien, concebir el poder como un instrumento que da fuerza a la ley significa en definili va hacerlo coincidir con la violencia, que es siempre un medio al servicio de un determinado fin. Se trata, por consiguiente de una concepción instrumental del poder. «Pero violencia — con­ tinúa la autora— no es lo mismo que poder; si lo fuese, Hobbes págs. 633-676, sobre todo las págs. 669-671. Para una tratamiento reciente y sintético del concepto de poder que tenga en cuenta las elaboraciones arendIianas y discuta críticamente las clasificaciones propuestas de Lukes, cfr. I. Ball, «Power», en R. E. Goodin, P. Pettít (eds.), A Companion to Contemporary Political Philosophy, Oxford, Blackwell, 1993, págs. 548-557. 93 Estas consideraciones sobre la ley y el poder se encuentran en II. Arendt, Karl Marx and the Tradition o f Western Political Tought, long draft, 1953, Washington, Library o f Congress, Manuscripts División, «The papers o f Hannah Arendt», box 64, págs. 41-60. c)4 H. Arendt, Karl Marx and the Tradition, long draft, cit., pág. 41.

Cuando Arendt habla de power sin ulterior precisión, se refie­ re siempre al poder político, al igual que, cuando utiliza el térmi­ no rule, remite, sin diferencias substanciales, tanto a dominio cuanto a gobierno. Es, en efecto, su convencimiento de que la no­ ción de gobierno presupone, en la casi totalidad de los casos, la idea de dominio, la idea de una fractura que separa radicalmente a quien detenta el monopolio de la orden de aquel que tiene que seguirla. Por consiguiente, no se debe a una confusión léxica ni, por así decir, a una escasa habilidad taxonómica el que en las obras arendtianas falten estas tradicionales distinciones. Esto es más bien achacable al hecho de que según Arendt, en casi todos los modos, antiguos, modernos y contemporáneos, de trazar los confines entre un tipo de poder y otro está implícito el supuesto de que, por doquier y de cualquier manera como se ejercite el po­ der, su acción se traduce en el plegarse a la voluntad de otros. Quizás sólo se pueda destacar una analogía formal con algu­ nas articulaciones claves de la sociología del poder weberiana. También Hannah Arendt, a su modo, distingue entre Macht, Gewalt y Herrschaft, cuando hace destacar las diferencias entre strength, violence y power. Además, el contenido del power arendtiano, como veremos, se califica precisamente en la distin­ ción y oposición a la Herrschaft weberiana. Y se puede señalar, finalmente, como apostilla a estas consideraciones que la noción arendtiana de poder, en cuanto extraña a las teorizaciones tradi­ cionales, ha asumido su papel en los criterios taxonómicos ela­ borados recientemente para dar cuenta de las diversas interpreta­ ciones del fenómeno. Cada vez que se intenta distinguir las di­ versas concepciones del poder dentro de dos macro-categorías, la noción arendtiana de power está llamada a ejemplificar las po­ siciones teóricas que miran al poder político como a un fenóme­ no relacional y comunicativo, a las que se oponen aquellas persr pectivas que insisten sobre el momento del conflicto y, por con­ siguiente, de la orden y de la obediencia92. 92 Cfr., por ejemplo, S. Lukes, Power: A R adical View, Londres, MaeMillan, 1974 [trad. esp.: E l poder. Un enfoque radical. Madrid, Siglo XXI, 1985]; id., «Power and Authority», en T. Bottomore y R. Nisbet (eds.), A H istory o f S ociological Analysis, Londres, Heinem , 1978,

Power, por consiguiente, ya en este escrito de 1953, remite a la potencialidad y, más particularmente, a la posibilidad ofre­ nda a los ciudadanos «de generar y experimentar juntos» la ex­ periencia del poder". En este sentido, prosigue Arendt, toda jus­ tificación del poder sería tan fútil como una justificación de la vida misma. Porque el poder, entendido como «posibilidad de estar juntos» no tiene necesidad de encontrar fuera de sí, en un presunto objetivo de la vida de la comunidad», la propia ratio essendim . «En el ámbito político un “fin objetivo” claramente definible, no existe. Porque si el vivir juntos tiene un objetivo definido, debe llegar a un fin cuando este fin se ha alcanzado. Pero el vivir juntos no llega nunca a término y por eso no puede lener un fin: un fin que organice y controle los medios»101. Pero esta concepción no instrumental ni objetivista del poder que considera el simple «estar juntos» un fin en sí mismo ha con­ ducido a una «existencia miserable», ha vivido al margen de las concepciones dominantes que consideraban el poder siempre co­ nectado con la violencia. Solo Montesquieu, concluye Arendt, ha logrado en cierto modo hacer revivir, en su «gran descubrimien­ to» de que el poder es divisible, el significado originario que el término dynamis vehiculaba102. «Escondida bajo la idea de la di­ visión tripartita de los poderes, pulsa una visión de la política se¡ítín la cual el poder está completamente separado de toda conno­ tación violenta. Montesquieu es el único que ha tenido un con­ cepto de poder extraño a la tradicional categoría medio-fin»103. 99 Ibídem, pág. 45. 11X1 Ibídem, pág. 46. 101 Ibídem. pág. 47. En la misma página Arendt observa: «Todos los “fines últimos” de la política, del summum bonum a la felicidad del mayor número, que en última instancia llegan siempre a desear paraísos sobre la tie­ rra, fallan no sólo por su implícita naturaleza tiránica, sino también porque el momento de su realización no coincidiría ni con la felicidad ni con la s; tisfacción ni con el orgullo, como, por el contrario, sucede en la fabricación cuando se lleva a cabo un objeto. Coincidiría más bien con el aburrimiento más total y desesperante.» Acerca de la noción de bien común véase A. Cavarero, «Hannah Arendt: la libertá come bene comune», en E. Parise (a cargo de). La política tra natalitá e mortalitá. Hannah Arendt. Nápoles, ESI. 1993, págs. 23-44. H. Arendt, Kart Marx and the Tradition, cit., pág. 54. 103 Ibíd., pág. 55.

tendría razón y el poder, en ultima instancia, no sería nada más que la capacidad de matar»95. Más interesante en su opinión es otra perspectiva: la que concibe la ley como dique y confín. Interesante también, porque los autores que la han sostenido no se han dado cuen­ ta de que, actuando de esta manera, se alejaban del modo tra­ dicional de concebir el poder96. En el modo de entender la ley como confín resuena el antiguo significado de nomos: algo que, erigido por el hombre, protege, contiene y conser­ va en el propio interior una realidad más frágil y más precio­ sa a un tiempo. Las leyes de la ciudad eran como sus muros: circundaban y custodiaban las acciones políticas de los ciu­ dadanos. E n ese modo distinto de considerar la ley saldría a la luz un concepto de poder totalmente diverso, cuyo significado está contenido en la raíz etimológica del término mismo. Power, pouvoir, posse o dynamis significan potencialidad y se distinguen por tanto de la potencia [strength], cualquier cosa que está a mi completa disposición, que de verdad es posesión mía. E n este significado, el poder se hace posible, llega a ser. sólo porque y sólo cuando el individuo comienza a actuar. Y el actuar, en cuanto distinto del hacer, implica siempre una relación con otros97.

Y mientras potencia [strenght], habilidad [skiII] y violencia [violence] residen en m í mismo y están a mi disposición, el poder re­ quiere la pluralidad de los hombres. Porque el poder no es cualquier cosa que yo posea por naturaleza; llega a ser, no en los hombres, sino entre los hombre cada vez que éstos ac­ túan juntos y de común acuerdo. Llega a ser, por ejemplo, durante la fundación de una comunidad»98.

95 96 97 98

Ibídem, Ibídem, Ibídem, Ibídem,

pág. 44. pág. 43. pág. 44. pág. 46.

Son en efecto las definiciones de Weber las que ponen en ulei'ta la «vigilancia semántica» de la autora. «Por poder debe . tilenderse [...] la posibilidad de encontrar obediencia mediante tdenes por parte de un determinado grupo de hombres y no Millo cualquier posibilidad de ejercitar potencia e influencia sol*i*' otros hombres [...]. A toda auténtica relación de poder es inli. iente un mínimo de voluntad de obedecer, es decir, un interés por la obediencia» afirmaba Max Weber108. Y poco importa a la nutora que el concepto de poder político, ligado con doble hilo i tin el del estado, se configure como un dominio de hombres sobu- otros hombres basado en el monopolio de la violencia legí­ tima. Semejante legitimidad no cambia para Arendt la sustancia de las ecuaciones que hacen del poder una forma de dominio y t|iie teconducen el dominio, si bien en última instancia, al uso de la violencia. Cierto es que, si la esencia del poder es la eficacia tic la orden, no hay poder más grande y más oscuro que el ejeri ilado por la violencia109. En suma, para Weber y para tantos de m i s «discípulos», consciente o inconscientemente, la violencia sigue siendo la más flagrante manifestación del poder. A primera vista, en este panorama sumario de la ciencia polí­ tica del siglo xx, resulta excepcional el pensamiento de un autor italiano, Alessandro Passerin d’Entréves: «el único autor que co­ no/co — afirma Arendt que se da cuenta de la importancia de distinguir entre violencia y poden)110. En todo caso, también su distinción, «con mucho la más elaborada y meditada que se pue­ da encontrar en la literatura sobre este tema»111, no logra replan­ tearlo de raíz y, consiguientemente, no logra resolver el problema, restituyéndose así la imagen de un poder político que, si bien de­ finido como «fuerza institucionalizada» o «cualificada», en el fondo es sólo una versión «más moderada» de la violencia.

108 Cfr. M. Weber, Wirtschaft und Gesellschaft, Tubinga, Mohr, 1922. | li ad, esp.: Economía y sociedad, Madrid, FCE, 1993.] 109 H. Arendt, On Violence, cit., pág. 37. [Trad. esp.: op. cit.] 110 Ibídem. 111 Arendt cita de la versión inglesa de A. Passerin d’Entréves, The Notion o f the State. An Introduction to Political Theory, Oxford, Oxford University Press, 1967.

3. Estas son las ideas que vuelve a proponer en forma sus­ tancialmente idéntica en las páginas de La condición humana y de Sobre la revolución y que después sistematiza, casi en modo didáctico, en el escrito Sobre la violencia de 1969104. En este trabajo, el cuadro se hace completo: los objetivos polémicos son claramente individuales y la claridad de las distinciones deja poco espacio a los equívocos interpretativos. Para afirmar el propio concepto de poder, Hannah Arendt debe luchar sobre todo contra «cierta ciencia política», incapaz de distinguir «en­ tre palabras claves» como poder, potencia (strength), fuerza (forcé), autoridad y finalmente violencia; cada una de las cua­ les se refiere a fenómenos diversos y distintos105. Y entre los re­ presentantes de esta ciencia política, «sorda a los diversos sig­ nificados lingüísticos», pero también «ciega frente a realidades diferentes», la autora menciona a C. Wright Mills y Bertrand de Jouvenel. Por muy diversas que puedan ser sus definiciones de poder político, todas llegan a la misma conclusión: que la polí­ tica es lucha por el poder y que la esencia del poder es, en últi­ ma instancia, la orden, que se hace eficaz sólo si puede contar como instrumento propio con la violencia106. Estas definicio­ nes son solo ejemplos de un actitud teórica difundida y consoli­ dada que hunde las propias raíces en el pensamiento del último de los grandes «clásicos», Max Weber. Tanto que Sobre la vio­ lencia podría también leerse como una respuesta a ese destilado de la sociología weberiana del poder que es Politikals B e ru fm .

104 H. Arendt, On Violence, Nueva York, Harcourt, Brace, Jovanovieh, 1969 [trad. esp.: Sobre la violencia, op. cit.] 105 H. Arendt, On Violence, cit., pág. 43. [Trad. esp.: op. cit.] 106 Arendt cita de C. Wright Mills, The Power: The Natural History o f lts Growth (1945), Londres, Hutchinson, 1952. 107 Cfr. M. Weber, Politik ais Beruf, Wissenschaft ais Bemf, Berlín, Duncker und Humboldt, 1920. [Trad. esp.: La ciencia como profesión: la p o ­ lítica como profesión, Madrid, Espasa-Calpe, 1992.] También Sobre la vio­ lencia, al igual que la conferencia de Weber, está orientada a los estudiantes: a aquellos estudiantes que en los campus americanos se inflamaban con la lec­ tura del libro de Frantz Fanón, Les damnés de la teire, París, Maspero, 1962, y del prefacio al volumen de Jean-Paul Sartre que encomiaba, a la manera soreliana, la violencia.

ni excepción, con el uso de un poder que en última instancia no •ólo recurre a la violencia sino que se identifica con ésta. La ecuación teórica de poder y dominio, ya fijada por el pen..imicnto griego, ha sido después reforzada «por una concepción imperativa de la ley»"5 que identifica esta última con la orden. I s ésta la contribución más consistente que judíos y cristianos han dado a la tradición del dominio. Esta concepción, efectiva­ mente, « 1 1 0 ha sido inventada por los exponentes del “realismo político”, sino que ha sido más bien el resultado de una generali­ zación mucho anterior, casi automática de los “mandamientos de I )ios”, según la cual, la simple relación de comando y obedien­ cia bastaba en efecto para individuar la esencia de la ley»116. ¿Cómo salir, pues, de ese campo magnético que se crea en (orno a un poder y a una ley así entendidos? ¿Cómo es posible también pensar sólo en términos distintos a los que inevitable­ mente reconducen a la idea de dominio? Como ya había hecho en Karl Marx and the Tradition, Arendt apela al legado de «otra tradición». Se lo habíamos visto hacer en La condición humana y ahora más en Sobre la revolución; y lo repite de modo explícito en el ensayo Sobre la violencia: En todo caso —observa— hay también una tradición y otro vocabulario no menos antiguo y respetado [honoured] en el tiempo. Cuando la ciudad-estado ateniense llamaba a su constitución isonomia o los romanos hablaban de la ch i­ tas al referirse a su forma de gobierno, tenían en mente un concepto de poder y de ley cuya esencia no se basaba sobre H. Arendt, On Violence, cit., pág. 39. [Trad. esp.: op. cit.] 1 Ibídem. También en Karl M arx and the Tradition, long draft, cit., ha­ bla reconstruido el paso del significado espacial del término nomos, la ley como límite que circunda la ciudad, a un significado que implica, primero, una orden moral y, posteriormente, la orden toutcourt. Y además precisaba: «Ya mucho antes de las leyes y de las órdenes del Viejo Testamento, el no­ mos hasi leus de Píndaro sirve de apoyo a una concepción imperativa de la ley. K1 nomos de Píndaro significa orden, un orden inscrito en el universo mismo, que debe dominar, com o un soberano, sobre todo lo que acaece. Esta ley no está puesta por los hombres ni escrita por los dioses, sino impuesta so­ bre todas las cosas, mortales e inmortales, vivas y sin vida. Y, si se la llama divina, es porque gobierna incluso sobre los dioses.» Ibídem, pág. 53.

El punto de vista weberiano, en definitiva, no logra encontrar oposiciones sustanciales y reales. Y esto indica sobre todo que el concepto de Herrschaft Elaborado por Max Weber cristaliza en sí mismo, de una forma lógicamente perfecta, los elementos de una larga y casi incontrastada tradición: la tradición que conectó el po­ der político al Estado a través de la noción de soberanía: una línea de pensamiento que nace con Bodin, se afirma con Hobbes, atra­ viesa el pensamiento de Rousseau y sigue viviendo hasta Cari Schinitt112. Todos estos autores colocan en las manos de un solo sujeto, el Estado, que en el caso de Rousseau se identifica con la voluntad general, el monopolio absoluto del poder. Pero las defi­ niciones weberianas «coinciden también con los términos usados desde la antigüedad griega para definir las formas de gobierno como el dominio del hombre sobre el hombre: de uno, en la mo­ narquía, o de pocos, en la democracia»113. Desde cualquier parte que se mueva su investigación, Arendt siempre retoma al elemen­ to central de su Grundfrage: al problema de la continuidad de un pensamiento de dominio, de una teoría que desde Platón ve el po­ der sólo como un instrumento de coerción. Así Max Weber es sólo la expresión última y más exhaustiva de la Main Tradition en la que campa incontrastada la idea de dominio. Una tradición de pensamiento que es la otra cara de aquella continuidad institucio­ nal de gobierno que une los imperios antiguos al estado de clases, el estado absoluto al rule o f nobodv»U4. Y para la autora no hay una gran diferencia entre que el Estado se conciba y organice como Estado absoluto o se configure como Estado de derecho. De cualquier modo es incontestable el hecho de que en ambos ca­ sos el poder político se considera como una cosa de la que se pue­ de tener la posesión y que se ejercita a través del uso de la violen­ cia. Y todo la experiencia de la estatalidad resulta comprometida, 112 H. Arendt, On Violence, cit., pág. 38. [Trad. esp.: op. cit.] Véase también el ensayo de H. Arendt, What is Freedom, cit., págs. 164-165. Acerca de la crí­ tica arendtiana de la noción de soberanía, véanse las páginas de este libro dedi­ cadas a la interpretación de Hobbes y de Rousseau suministrada por la autora. 113 H. Arendt, On Violence, cit., pág. 39. [Trad. esp.: op. cit.] En su opinión, también los griegos, no menos que los romanos y los cristianos, han considera­ do las formas de gobierno como variantes internas de un sistema de dominio 114 Cfr. ibídem.

la relación comando-obediencia y que no identificaba el poder con el dominio ni la ley con el comando. Ha sido a es­ tos ejemplos a los que los hombres de las revoluciones del siglo xvni han apelado cuando han dado fondo a los archi­ vos de la antigüedad y han constituido una forma de gobier­ no, la República, en la que el dominio de la ley, basada so­ bre el poder del pueblo, habría puesto fin al dominio del hombre sobre el hombre, que ellos consideraban «un go­ bierno adecuado para los esclavos»117. En estas experiencias antiguas, así como en las modernas de las revoluciones; en los «escritores políticos», que, a dife­ rencia de los filósofos, prestan atención directamente a los he­ chos reales de la política; en suma, en esta «tradición distinta», hecha de fugaces apariciones e imprevistas resurrecciones his­ tóricas y teóricas, se encuentran pistas que reconducen a un «poder puro»118, a un poder que no puede confundirse, al modo de la ciencia política de hoy, pero también de la filosofía políti­ ca de siempre, con la potencia, con la fuerza o con la violencia. De manera inequívoca, la potencia evoca «algo en singular, una entidad individual; algo propiedad de un objeto o de una persona; se manifiesta en relación a otras cosas o personas, pero es sustancialmente independiente de éstas»119. Mientras, la fuerza, que, a menudo, en el lenguaje cotidiano se hace sinó-

11 H. Arendt, ü n Violence, cit., pág. 40. [Trad. esp.: op. cit.] 118 Acerca de la noción de «poder puro» en Hannali Arendt, véase el interesante ensayo de P Ricoeur, Pouvoir et Violence, cit., págs. 20-42. Su interpretación polem iza con las lecturas de Hannah Arendt, una «pensado­ ra de la polis», nostálgica de un pasado que querría a toda costa hacer revi­ vir de manera anacrónica. En particular, el ensayo de Ricoeur es una res­ puesta indirecta al famoso artículo de J. Habennas, «Hannah Arendts Begriff der Macht», Merkur, XXX, núm. 10, 1976, págs. 946-960. Una interpreta­ ción muy semejante a la de Habermas, aunque no crítica en los análisis de la autora, es la de 1). Stamberger, «Die versunkene Stadt. Über Hannah Arendts Idee der Politik», Merkur, X XX, núm. 10, 1976, págs. 935-945; id., «Han­ nah Arendt - Denkerin der Polis», en E. Nordhofen (ed.), Physiognomien. Philosophen des 20 Jahrhunderts in Portraits, Kónigstein, Athenaum Verlag, 1980. 119 H. Arendt, On Violence, cit., pág. 44. [Trad. esp.: op. cit.]

iiimo de violencia, «debería estar reservada, en sentido estricto del término, para la “fuerza de la naturaleza” o la “fuerza de las circunstancias” (la forcé des choses), es decir, para indicar la energía desatada por movimientos físicos o sociales»120. Por lo que respecta a la violencia, como se ha dicho, ésta se distingue sobre todo por su carácter instrumental y «desde el punto de vista fenomenológico se acerca a la potencia, dado que los me­ dios de la violencia, como todos los otros instrumentos, están creados y usados con el fin de multiplicar la potencia natural, a fin de que en el último estadio de su desarrollo, puedan susti­ tuirse por ella»1- 1. A diferencia de la violencia, que es un medio en orden a un fin, el poder es un fin en sí mismo. Éste no es nunca propiedad de un individuo, pero pertenece al individuo y continúa exis­ tiendo sólo hasta que el grupo permanece unido122. A la par de la acción, de la cual deriva, el poder no tiene necesidad de estar justificado en finalidades que lo transcienden «siendo inheren­ te a la existencia misma de las comunidades políticas»123. Lo que si acaso le sirve es la legitimación: una legitimación, en todo caso, que derive «del hecho inicial de encontrarse juntos», más que de una realidad externa y extraña al mismo estar jun­ ios. Como tendremos oportunidad de observar más abajo, la noción arendtiana de autoridad corresponde a la exigencia de una legitimación de este tipo y al mismo tiempo consiente una

120 Ibídem. 121 H. Arendt, On Violence, cit., pág. 46. 122 Ibídem. Sobre esta distinción, véase también H. Arendt, The Human < ’o ndition, cit., pág. 201 [trad. esp.: op. cit.]: «Si el poder fuese más que esta potencialidad implícita en el estar juntos y si pudiese ser poseído com o la potencia e implicado como la fuerza, en vez de ser subordinado al acuerdo incierto y sólo temporal de muchas voluntades e intenciones, la omnipoten­ cia sería una concreta posibilidad humana. Efectivamente, el poder, com o la acción, no está sujeto a límites; no encuentra ninguna limitación física en la naturaleza humana, en la existencia de otras personas, pero este límite no es accidental, porque el poder humano corresponde, en primer lugar, a la condición de la pluralidad. Por la misma razón, el poder puede ser dividido sin que disminuya [...]. La potencia, por el contrario, es indivisible.» 123 H. Arendt, On Violence, cit., pag. 52. [Trad. esp.: op. cit.]

crítica de aquellas explicaciones de la legitimidad que apelan a «entes» o «razones» transcendentes. El poder no sólo no equivale a la violencia ni se funda en ésta, sino que poder y violencia se excluyen recíprocamente. Donde está presente el poder, allí seguramente no aparece la violencia y viceversa. Y si en la realidad no sucede casi nunca que éstos se den del todo separadamente, es, sin embargo, ver­ dadero que cuanto más difusa es la violencia, tanto más sofoca­ do está el poder: «El dominio por medio de la violencia pura entra enjuego cuando se está perdiendo el poder»124. «Por lo demás, la violencia siempre puede destruir el poder; del cañón del fusil nace el orden más eficaz que tiene como resultado la obediencia más inmediata y perfecta. Lo que no puede jamás salir del cañón de un fusil es el poder»125. 4. Un poder entendido como pura dynamis que se actuali­ za sólo con el estar juntos de los hombres no solo comporta una tan radical como obvia deslegitimación del concepto de sobera­ nía. Ya se ha visto cómo Arendt es contraria en igual medida tanto a la soberanía absoluta del Leviatán como a la soberanía popular del cuerpo político rousseauniano. Por obra de la rede­ finición conceptual que Hannah Arendt actualiza se trastoca también la noción de representación política. Si desde un pun­ to de vista histórico-conceptual la autora está dispuesta a reco­ nocer las diferencias que existen entre un régimen absolutista y un estado representativo, bajo el perfil lógico el principio de la soberanía absoluta y el de la representación coinciden. Lo que denominamos representación política es para Arendt un térmi­ no que en realidad vehicula un significado profundamente anti­ político. O bien la representación es una ficción o bien los re­ presentantes lo son sólo nominalmente; de hecho estos son ver­ daderos y auténticos actores que exclusivamente detentan el monopolio de lo político o, si los representantes están obligados a tutelar los intereses de quienes les han elegido, la representa­

124 Ibídem, pág. 53. 125 Ibídem.

ción se reduce al rango de cualquier otra profesión que pierde toda connotación política en sentido propio. Cuando los repre­ sentantes se convierten en los ejecutores de las instrucciones que les dan los electores conservan sólo la posibilidad de esco­ ger entre «considerarse ordenanzas en vestido de ceremonia o expertos pagados como especialistas para representar, al igual que los abogados, los intereses de sus clientes»126. En el caso en el que la representación comporte, por el contrario, participar en la vida política en lugar de los otros, de tal manera que estos sólo estén simbólicamente presentes, esto significa — sostiene Arendt apelando a las afirmaciones de Rousseau que los electores han renunciado en realidad a su poder « y que el vie­ jo adagio “todo el poder reside en el pueblo” sólo es verdadero para el día de las elecciones»127. En ambos casos, con la repre­ sentación se registra una pérdida política que es, quizás antes que nada, una pérdida existencial, pues representa para el indi­ viduo la imposibilidad de tomar parte en el juego del poder en un espacio público, perdiendo así la ocasión de la propia indi­ viduación. Por los mismos motivos por los que no es representable, el poder no es ni siquiera alienable. Si no es una posesión de los individuos tomados uno a uno, si el poder consiste en relacio­ nes y vive de éstas, no puede ser cedido a otros. En esta pers­ pectiva se debe colocar el distanciamiento de la autora de la idea de contrato social, una noción a su juicio frecuentemente utilizada sólo como medio para mejor justificar el dominio, re­ curriendo al artificio retórico del consenso. Si bien, como se ha observado, en Civil Disobedience llega a distinguir entre una «versión vertical» del contrato — aquella en la que todo indivi­ duo, en su aislamiento, se pone de acuerdo con los otros para

126 H. Arendt, On Revolution, cit., pág. 237. [Trad. esp.: op. cit.] Para una reconstrucción de la noción de representación que discuta también las posiciones de Hannah Arendt, véase H. F. Pitkin, The Concept ofRepresentution, Berkeley, University o f California Press, 1967; H. F. Pitkin, «Representation», en T. Ball, J. Farr y R. L. Flanson (eds.), Political Innovation and ( onceptual Change, Cambridge U. P., 1989, págs. 132-154. 127 Cfr. H. Arendt, On Revolution, cit., pág. 237.

prestar obediencia al soberano— y su «versión horizontal» —una especie de alianza en la que los individuos se vinculan recíprocamente con mutuas promesas128— , Arendt sigue ajena a la tradición contractualista. La idea arendtiana de power im­ plica la noción de consenso sólo cuando esta última no coinci­ da con la unanimidad, a saber, cuando el consenso se piense, con Lyotard, en conexión con la «disidencia»; siempre que sig­ nifique consentir sobre el hecho de que se disiente y se puede continuar disintiendo129.

6. L a

a u t o r id a d

1. Estado, gobierno, soberanía, representación, contrato, los términos en los que se ha expresado la filosofía política, particu­ larmente la moderna, son para Arendt la modalidad a través de la cual el poder se ha reducido al silencio. Se configuran como aquellos «universales políticos» bajo los cuales el pensamiento metafísico ha asumido la singularidad que constituye la política, aquellas categorías gracias a las cuales se ha podido negar lo «propio» de la praxis. Comoquiera que se las entienda, cada una de ellas remite inevitablemente a la noción de dominio, nacida junto a la filosofía que niega pluralidad y cambio, contingencia e imprevisibilidad; que, en una palabra, niega el tiempo. Ahora bien, no se debe pensar la redefinición arendtiana de power como una celebración incondicionada de un poder que, para seguir fiel a la propia naturaleza «an-árquica», nunca debe ponerse ni reglas ni límites. Hannah Arendt, en realidad, intenta fijar teóricamente el modo de sustraerse a la fuerza, atractiva y aseguradora del dominio sin caer en la exaltación de un desorden tan caótico como evanescente, que, en todo momento, puede amenazar la existencia del espacio público. 128 Cfr. H. Arendt, Civil Disobedience, en Crises o f the Republic, cit., págs. 85-87. [Trad. esp.: Crisis de la república, op. cit.] La distinción arendtia­ na evoca la tradicional entre pactum subjectionis y pactum societatis. 129 Cfr J.-F. Lyotard, Le différend, París, Les Éditions de Minuit, 1983. [Trad. esp.: La diferencia, Barcelona, Gedisa, 1988.]

Bien consciente del hecho de que el «poder puro» difícilmente logra resistir al tiempo y de que puede incurrir en aquellos efectos perversos que se originan en el carácter imprevisible e irreversible de la acción. Con una imagen se podría representar el intento de la auto­ ra como el intento de plantear un juego, el del poder, en el que los jugadores escogen libremente las reglas a las que atenerse en el momento mismo en el que se deciden a jugar: un juego en el que las reglas son fijadas, de acuerdo y al mismo tiempo, por lodos los participantes, sin que se les impongan desde el exte­ rior o les sean establecidas sólo por un restringido número de liigadores. Fuera de la metáfora, lo que la Arendt pretende ha­ cer pensable — y éste es su verdadero problema político— es un modo de conjugar poder y estabilidad sin negar, como han hecho las principales categorías de la filosofía política, la finilud y la temporalidad. 2. ¿Cuáles son o, mejor dicho, cuáles han sido los «facto­ res estabilizadores» de un poder así entendido? ¿Cuáles los lí­ mites protectores aptos para conferirle permanencia, que re­ medien la fragilidad connatural a su carácter potencial? La respuesta, o mejor, un intento de respuesta es insinuado por I lannah Arendt a través de la noción de autoridad. Con seme­ jante noción se refiere «al más evasivo» de los fenómenos po­ líticos; no puede asombrarnos, por consiguiente, que ésta sea la noción que con «más frecuencia se use sin tino». La autori­ dad «puede residir en las personas hay cosas como la auto­ ridad personal que existe, por ejemplo, en la relación entre el progenitor y el hijo y entre el enseñante y el alumno— o bien puede residir en los cargos públicos, como, por ejemplo, en el Senado romano (auctoritas in senatu) o en las funciones jerár­ quicas de la Iglesia». Dondequiera que resida, escribe Hannah Arendt en Sobre la violencia, «su rasgo específico es el reco­ nocimiento indiscutible por parte de aquellos a los que se lla­ ma a obedecer, sin que sean necesarias ni la coerción ni la per­ suasión [...]. Para poder conservar la autoridad se requiere res­ peto por la persona o por el cargo. El peor enemigo de la autoridad, por consiguiente, es el desprecio y el modo más se-

•lenificaba estar ligados al pasado, ser reconocedores de ello, re­ memorando constantemente el acto de nacimiento de la ciudad. «Por consiguiente, la tríada romana de religión, autoridad y limlición»135 unía a los romanos entre sí en el momento mismo • i) el que los unía a la sacralidad del pasado. Pero esta autori78. [Trad. esp.: La vida del espíritu, Madrid, Centro de Estudios Constitucio­ nales, 1984.] En el proyecto de la autora, la obra debía estar dividida en tres partes: «Thinking», «Willing» y «Judging».

2. ¿Qué papel desempeña Kant en esta requisitoria contra la tradición metafísica que cada vez ocupa más espacio en los últi­ mos escritos arendtianos? ¿Qué tipo de torsión interpretativa debe sufrir la filosofía kantiana para convertirse junto con el pensamiento de Heidegger— en la aliada que Arendt privilegia al unirse a aquellos que emprenden la obra de desmantelamiento de la filosofía occidental? Hay que advertir que las referencias a Kant están tam­ bién constantemente presentes en las obras anteriores a La vida del espíritu. Pero si se exceptúan algunos pasajes2, la fi­ losofía kantiana, en los pocos lugares en los que se conside­ ra de manera analítica, es por lo demás interpretada de mane­ ra por así decirlo canónica. En el seminario de 1965 titulado From Machiavelli to Marx3, la autora dedica una sección en­ tera al filósofo de Kónigsberg. Allí analiza la relación con Rousseau y por lo tanto procede a exponer el objetivo de su filosofía política: establecer la dignidad del hombre, digni­ dad que reside en la capacidad del individuo de darse leyes universales a sí mismo. El corazón de la concepción política kantiana está fijado esencialmente en el imperativo categóri­ co: «Sólo si sigue el imperativo categórico, el hombre se transforma en un ciudadano responsable del cuerpo político y del bien común»4.

2 Uno de los más significativos está contenido en el ensayo «The Cri­ sis in Culture», aparecido en una primera versión en Dedalus, LXXXII, 2, 1960, págs. 278-287 y reimpreso con añadidos en H. Arendt, Between Past an d Future. Eight Exercises in Political Thought, Nueva York, The Viking Press, 1968 [trad. esp.: Entre el p a sado y el futuro, op. cit.], en el que anti­ cipa la posibilidad de interpretar la Crítica d el ju icio de Kant en clave po­ lítica: en particular en las págs. 219-224. La misma referencia se halla tam­ bién en una conferencia dada en aquellos m ism os años, titulada «Freedom and Politics», aparecida en Chicago Review, XIV, núm. 1, 1960, reimpresa en A. Hunold (ed.), Freedom an d Serfdom, Dordsrecht, 1961. ’ H. Arendt, From M achiavelli to Marx (1965), Washington, Library o f Congress, «The Papers o f Hannah Arendt», box 39, texto inédito de un se­ minario impartido en el otoño de 1965 en la Cornell University. 4 H. Arendt, From M achiavelli to Marx (1965), Washington, Library o f Congress, «The Papers o f Hannah Arendt», box 39, págs. 023491-023492.

Valoración esta bien diversa de la que la autora dará en m is últimas obras, en las que, apoyándose en propuestas her­ menéuticas muy precisas llegará a sostener que en el interior del pensamiento kantiano existe una distinción neta entre po­ lítica y moral y que la verdadera filosofía política kantiana no cltá contenida en la Kritik der praktischen Vernunft [Crítica de la razón, práctica] ni tampoco en la Metaphysik der Sitten /l 'nndamentación de la metafísica de las costumbres], sino esen­ cialmente en la Kritik der Urteilskraft [Crítica del juicio]. Esta conclusión se configura como el resultado de una operación in­ terpretativa orientada a poner de relieve cómo la filosofía del au­ tor ile las tres críticas guarda en su interior numerosos pasajes i|iie se sustraen a la tuerza hegemónica de la tradición metafísi­ ca. El primer y gran mérito que en La vida del espíritu se reco­ noce a Kant consiste precisamente en haber disuelto la más per­ niciosa de las «falacias metafísicas»: a saber, la de deducir de la experiencia del «yo que piensa» la existencia empírica de «cosas en sí». De aquí, el descubrimiento del «escándalo de la razón», el hecho de que nuestra mente no pueda llegar a un conocimiento cierto y verificable frente a cuestiones como Dios, libertad e in­ mortalidad sobre las que en todo caso no se puede por menos de pensar, y la consiguiente distinción entre Vernunft y Verstand. Es­ tos son los aspectos «revolucionarios» del criticismo kantiano, a los que Arendt no se cansa de apelar y de los cuales hace derivar l.i diferencia entre investigación de la verdad e investigación del significado, entre conocer y pensar en que basa el apartado « I hinking»5. Ella, por lo demás, llama constantemente la aten­ ción sobre las referencias kantianas, implícitas y explícitas, a la linitud humana e insiste en considerar a Kant «más consciente que cualquier otro filósofo de la dimensión plural del hombre»6. I s como si quisiera advertirnos de cómo la diferencia profunda entre el pensamiento crítico kantiano y la actitud de los «filósolo s de profesión» no puede por menos de tener consecuencias sobre la reflexión política del filósofo alemán.

5 The Life o f the Mincl, cit., págs. 13-16. [Trad. esp.: op. cit.] 6 Ibídem, pág. 96.

3. Tales consecuencias son puestas en evidencia en las Lecto­ res on K ant’s Political Philosophy’1, en las que la autora se mani­ fiesta habilísima para extrapolar de las varias obras kantianas los pasajes que parecen anticipar y confirmar la que a su parecer es la verdadera filosofía política kantiana, escondida entre las líneas de la Crítica del juicio. Citando de obras monumentales como Crítica de la razón pura, pero con la misma desenvoltura de escri­ tos como, por ejemplo, Das Ende aller Dinge8, Arendt parece ape­ lar a todos aquellos pasajes que testimonian la excentricidad de Kant respecto a la tradición filosófica: desde aquellos en los que manifiesta su desprecio por los que denigran el «mundo de las apariencias» a aquellos en los que recuerda que no sólo en el filó­ sofo, sino también en todos los hombres está puesta la necesidad de pensar; desde la afirmada necesidad de establecer que «la ver­ dadera facultad de pensar depende de su uso público» a la consta­ tación de que, sin semejante comunicación pública, «esta facultad que se considera haber hallado en soledad acabará por desapare­ cer»9. Y los más significativos de todos son los pasajes, sacados de Zum Ewigen Frieden [La paz perpetua] y, sobre todo, de Der Streit der Facultáten [Contienda entre las Facultades], gracias a los cuales la autora logra en algún modo obviar los obstáculos que la Crítica a la razón práctica antepone a su interpretación. 7 H. Arendt, Lectures on K a n t’s P olitical Philosophy, ed. R. Beiner, C hicago, The University Chicago Press, 1982. Como se sabe, las Lectures on K a n t’s Political Philosophy, publicadas postumamente por Beiner, contie­ nen los textos de las lecciones sobre la filosofía política de Kant y de un se­ minario sobre la Crítica del juicio, impartido en la N ew School for Social Research de Nueva York en el otoño de 1970. Ellas representan el material con el que la autora habría debido elaborar la tercera parte de La vida del espíritu: «Judging» y que no tuvo tiempo de desarrollar, ya que fue sorpren­ dida por la muerte en diciembre de 1975. 8 Arendt demuestra una gran familiaridad con los textos kantianos. N u­ merosas son en efecto las obras de las que cita, entre ellas, además de la Crítica del juicio, las más utilizadas son Reflexionen zur Anthropologie [Reflexiones sobre antropología]; Was ist Aufklárung? [¿Q ué es la ilus­ tración?]; Zum Ewigem Frieden [La pa z perpetua]; Anthmpologie in Pragmatischer Absicht [Antropología práctica]; D er Streit der Fakultáten [La contienda entre las Facultades]. 9 H. Arendt, Lectures on Kant, cit., págs. 39-40.

Como Arendt admite en un primer momento, el universa­ lismo y la imperatividad del «tú debes» parece devolver a Kant a la bimilenaria costumbre filosófica de tratar la acción imponiéndole seguir las «órdenes» dictadas por la ratio. Y precisa­ mente al resolver este nudo problemático de un modo más pa­ recido en el fondo a un escamotage que a una atenta recons­ trucción del texto, la autora consigue exponer uno de los hitos de su lectura de Kant: llega a identificar en las famosas páginas de La contienda entre las Facultades — en el que, como se sabe, Kant condena desde el punto de vista de la razón práctica las acciones de los actores de la Revolución Francesa y, al contra­ rio. promueve a síntoma del progreso de la humanidad el juicio entusiástico de los espectadores— la crucial separación del punto de vista político del punto de vista moral10. En definitiva, cuanto más se adelanta en la interpretación arendtiana de Kant tanto más se convence uno de cuán implícita está en semejante operación hermenéutica la voluntad de resti­ tuirnos una imagen de la filosofía kantiana «corregida» de los as­ pectos universalistas. Una interpretación, la que nos proporciona I lannah Arendt, selectiva y proyectiva al mismo tiempo, que su­ braya cómo en las obras de Kant se compromete fúertemente gracias al reconocimiento del carácter conflictivo que impera entre las diversas «regiones ontológicas»— la idea de una razón unitaria y universal. Se podría casi decir que no es un Kant prehegeliano, todavía ignorante de la «potencia de lo negativo», sino un Kant directamente post-metafisico que, como si hubiese pasa­ do a través de la filosofía de la existencia, se vuelve a reflexionar sobre la finitud de nuestro ser y sobre el carácter imposible de trascender de la pertenencia mutua de mundo y hombre. Se comprende ahora por qué tantas páginas de las Lectures están dedicadas a la contraposición entre Kant y Hegel y a mi111 El «conflicto» entre moral y política, que Arendt identifica com o conflicto entre el principio sobre el que el individuo, tomado aisladamente, debe actuar y el principio sobre el que los espectadores pueden juzgar, se ar­ gumenta sobre todo en la octava lección de las Lectures, págs. 46-51, en las cuales la autora pasa revista a los diversos pasajes - -en las diversas obras— en las que K.ant habla del juicio de los espectadores.

nimizar la responsabilidad que la filosofía kantiana tiene en los enfrentamientos del idealismo alemán: la filosofía que a los ojos de la autora se encarga más que cualquier otra de enterrar las «conquistas» del criticismo, la filosofía que a su parecer equivalió a una «verdadera y auténtica orgía de especulación pura que, en contraste con la razón crítica de Kant, estaba re­ bosante de datos históricos en una condición de abstracción radical»; la filosofía «en la cual entes simples de pensamien­ to comienzan su danza incorpórea de espectros y cuyos pasos y ritmos no encuentran regla o límite en ninguna idea de la razón»". En todo caso, Arendt no puede pasar por alto las conver­ gencias entre los dos pensadores que precisamente parecen en­ contrar su confirmación en los últimos escritos kantianos. También Kant, en efecto, parece abrazar en parte una concep­ ción de la historia marcada por la idea del progreso que virtual­ mente engloba, al igual que la Weltgeschichte hegeliana, el sig­ nificado de los sucesos singulares, y, como aquélla, tiende a de­ sembarazarse de la contingencia. También el autor de las tres Críticas llega a la conclusión de que el sujeto de semejante pro­ ceso histórico debe ser una entidad abstracta —el género hu­ mano— que a la par del Geist hegeliano, toma el puesto de los individuos concretos. Se registra, por lo demás, la afinidad, a primera vista perceptible, entre la «astucia de la naturaleza» que, a través del mal y a pesar del mal, hace avanzar el curso histórico, y la hegeliana «astucia de la razón»12. No obstante, se tiene la impresión de que la autora admite y enumera los puntos de contacto con Hegel sólo para volver retóricamente más eficaz al desmentido de una real convergen­ cia entre los dos pensadores. Y así, a pesar de las manifiestas analogías, Arendt minimiza inmediatamente su alcance. Si bien es verdad que Kant ha «cedido» a una concepción univer­ sal y progresiva de la historia, en todo caso no ha hipostasiado

11 H. Arendt, The Life o f the Mind. cit., pág. 156. [Trad. esp.: op. cit.] 12 Acerca de la relación Kant-Hegel véase sobre todo las págs. 56-58 de las Lectures.

nunca un espíritu absoluto que se manifieste en el curso histónco; la historia entendida a la manera kantiana no realiza de numera concreta el propio te los: las ideas de libertad y de paz mire los estados no se insertan en la historia como el Geist hegeliano, sino que son simplemente «hilos conductores» que permit«."ii ordenar el caos de los sucesos en una trama narrativa13. I lay que señalar que no se trata de un simple ejercicio interpretativo que se reduce a indicar las diferencias que median entre dos filosofía diversas. Para la economía de la interpreta­ ción arendtiana es esencial destacar al máximo la distancia que separa a Hegel de Kant: semejante línea de separación parece efectivamente tener el objetivo de distinguir entre dos verda­ deros y auténticos paradigmas alternativos y excluyentes, a los cuales reconducen eventualmente también otros pensadores históricamente distantes de éstos14. En definitiva, parece con­ cluir I íannah Arendt, o se está con Kant y, como se verá mejor enseguida, «se salva» el significado y la autonomía de aquello que aparece, o se está con Hegel y entonces todo es reabsorbi­ do en la lógica monista de la Idea y de la necesidad histórica a la cual se pide — según la consabida actitud metafísica— el significado de toda singularidad. Y esta diferenciación se afir­ ma así repetidamente hasta el extremo de inducir a defender que, movida por aquel pathos antihegeliano que ha marcado tanta filosofía novecentesca, la preocupación fundamental de la autora no se orienta tanto a una reconstrucción original del pen­ samiento kantiano, sino a diseñar un perfil de Kant que en todos sus rasgos particulares pueda contraponerse a Hegel. Decisi­ vas, desde esta perspectiva, resultan de nuevo para Arendt las páginas de La contienda entre las Facultades que le habían re­ velado la distinción kantiana entre política y moral.

13 Ibídem, pág. 59. 14 Es el caso, por ejemplo, de Heidegger. La valoración que Hannah Arendt hace de la filosofía heideggeriana oscila efectivamente, com o se ha visto, entre dos diferentes puntos de vista: en ciertos casos Heidegger no es otro que un Hegel camuflado, en otros, por el contrario, es el que acoge la herencia de Kant, un Kant arendtianamente interpretado, y la hace jugar con­ tra Hegel.

Es verdad que las palabras pronunciadas por Hegel en las Lecciones de filosofía de la historia, según las cuales la historia universal adquiere un sentido sólo si «de las acciones de los hombres resulta también algo más respecto a lo que éstos pretenden y consiguen, saben y quieren de manera in­ mediata»15, podrían valer para el mismo Kant cuando escribe acerca de «la revolución de un pueblo de rica espiritualidad cual la hemos visto efectuarse en nuestros días»16. En efecto, también para Kant, la grandeza de la Revolución Francesa no se debe a las acciones de los actores individuales que pusieron en escena aquel suceso. Como se sabe, lo que le hace decidirse por la importancia de cuanto ha acaecido se sitúa «en el modo de pensar de los espectadores que se revela públicamente en el juego de las revoluciones y que manifiesta una participación universal y, en todo caso, desinteresada de los jugadores de un partido contra los del otro»; es decir, en el hecho de que la re­ volución logra imprimir «en los espíritus de todos los especta­ dores (que no están implicados en este juego) una participa­ ción de aspiraciones que raya en el entusiasmo»17. Kant y He­ gel están por consiguiente de acuerdo en considerar que no es a través del actuar sino a través de la contemplación, a través de los espectadores, como se descubre ese «algo más», es de­ cir, el significado del todo. De esta manera Kant parece seguir estando junto a Hegel en el interior de aquella tradicional rela­ ción entre teoría y praxis que privilegia la contemplación sobre la acción. Pero en la diferente consideración atribuida por los dos filósofos a la figura del espectador se consuma una diferen­ cia determinante. Es en virtud de esta fundamental diferencia como Arendt intenta buscar en la modalidad del juicio estéti­ co kantiano las condiciones de posibilidad para la existencia de una facultad que escape a la negación de la realidad puesta 15 Hegel, Vorlesungen über die Philosophie der Geschichte, Sámtliche Werke, XI, pág. 57, citadas por Arendt en las Lectures, pág. 57. [Trad. esp.: Lecciones de filosofía de la historia, Barcelona, PPU, 1989.] 16 I. Kant, «Se il genere umano sia in costante progresso verso il meglio», en la edición italiana de 1. Kant, Scritti politici e di filosofía della storia e del diritto, cd. de N. Bobbio, L. Firpo y V Mathieu, Turín, UTET, 1965. 17 Ibídem.

en acto por el bios theoretikos. Consiguientemente, por una parte está el espectador hegeliano «que existe estrictamente en lo singular»18— el mismo filósofo, «órgano del Espíritu Abso­ luto» que asimila a sí la realidad en el proceso de reflexión, fi­ gura que ejemplifica óptimamente la actitud de toda una tra­ dición— , de otra, está el Weltbetrachter kantiano — que exis­ te potencialmente en cada hombre— , que, por el contrario, sólo existe en la dimensión de la pluralidad y cuyo lugar de observación está situado en el mundo originario19. Y es preci­ samente la dinámica plural del juicio entusiástico que en la se­ gunda parte de La contienda entre Facultades se comunican los espectadores de la Revolución Francesa la que Arendt quiere investigar en sus valencias políticas a través de las cate­ gorías de la Urteilskraft. 4. De todo cuanto se ha dicho anteriormente, debería re­ sultar bastante claro que para captar el significado de la poli­ tización impuesta al juicio del gusto kantiano, no basta admi­ tir que la noción de política arendtiana sufre, en el opus postumum, una ulterior extensión de su alcance semántico, hasta convertirse casi en simple sinónimo del término pluralidad20. Se debe también especificar que las reflexiones sobre el juicio se insertan en un cuadro que, si bien teniendo firmes las propias coordenadas fundamentales, se complica respecto a la pola­ ridad opuesta de vita activa y vita contemplativa. Ya no es std'iciente poner bajo acusación toda una tradición para man­ tener «constreñida» la praxis dentro de categorías extrañas prestadas a ésta por la teoría. Como ya se ha indicado al co­ mienzo, es necesario desmontar, desde el interior, la dinámi­ 18 H. Arendt, Lectures on Kant, cit., pág. 57. 19 Efectivamente escribe Arendt: «Es el espectador, no el actor, quien detenta la llave del significado de los sucesos humanos. Sin em bargo,, os es­ pectadores kantianos existen en la dimensión de la pluralidad y por esto Kant pudo llegar a una filosofía política», The Life o f the Mind, cit., pág. 96. |Trad. esp.: op. cit.] 20 De esta opinión es M. Revault d’Allonnes, «Le courage de juger», postfacio a la edición francesa de H. Arendt, Juger. Sur la philosophie politique d e Kant, París, Seuil, 1991, págs. 217-239.

ca de la vita contemplativa: denunciar las falacias del «yo que piensa»21, pero al mismo tiempo sondear la posibilidad por un modo diverso de relacionarse con la Lebenswelt por par­ te de aquel bios theoretikos que desde siempre ha cortado los lazos con ésta. En otras palabras, las conclusiones implícitas en la trilogía de la última obra arendtiana parecen sugerir que sólo si se fija en el interior de la vida de la mente un modo de refle­ xión que tenga clara la propia relación con el mundo de las apa­ riencias, se puede rescatar del descrédito ontológico en el que la metafísica lo ha puesto, el reino de los asuntos humanos, de las cosas que pueden ser de manera distinta a como son. Esto Arendt se lo pregunta a la Crítica de juicio, entre las obras del filósofo la menos comprometida —ateniéndose a su discutible interpretación— con la constricción del concepto y con el poder homologante y unificante de la ratio. La ana­ lítica de lo bello debe precisamente prestarse a la empresa de «rehabilitación ontológica» de lo «singular». Se trata entonces de delinear sobre el acompañamiento del juicio estético kantia­ no las competencias de una facultad que logre captar directa­ mente los fenómenos, sustrayéndolo a la toma de determina­ ción conceptual. Se sobrentiende que la extensión del juicio es­ tético al ámbito político implique el presupuesto — asumido por Arendt de una afinidad sustancial entre objetos estéticos y sucesos histórico-políticos. Ambos huyen a la asunción de categorías para ser simplemente admirados, apreciados y juz­ gados. Sin seguir paso a paso — como han hecho los otros22— los momentos que expresan nítidamente la apropiación arend21 Sobre la obra de desmantelamiento de la metafísica emprendida por Arendt en «Thinking» y «Willing», sigue siendo fundamental el artículo-recensión de R. Schürmann, «The Time o f the Mind and the History», Human Studies, núm. 3, 1980, págs. 302-308; más recientemente véase F. Fistetti, «M etafísica e polit ca in La vita della mente de Hannah Arendt», en Idoli del Político, Bari, Edizioni Dédalo, 1990, págs. 207-279 y W. P. Wanker, Nous and Logos. Philosophical Foundations o f Hannah Arendt ’s Political Theory, Nueva York-Londres, Garland Publishing, 1991, en particular págs. 73 y ss. 22 Como ejemplo, la cuidadosa reconstrucción hecha por R. Beiner, «Hannah Arendt on .ludging, Interpretative Essay», postfacio a H. Arendt, Lectures, cit., págs. 89-174.

liana de la primera parte de la Crítica del juicio, baste aquí ape­ lar a alguno de los pasajes clave que sirven a la autora para in­ dicar la modalidad de este paradójico arte de «pensar» lo sin­ gular: paradójico, ya que desde Aristóteles sabemos que sólo somos capaces de pensar a través de conceptos, es decir, a tra­ vés de lo universal. La primera de las categorías de la Urteilskraft que se utili­ za es la del gusto: gusto y olfato, efectivamente, «son en su na­ turaleza más profunda discriminadores: sólo estos sentidos se refieren a lo que es particular en cuanto particular, mientras to­ dos los objetos dados a los sentidos objetivos comparten con otros su propiedad, es decir, no son únicos. Por lo demás en el gusto y en el olfato el me gusta-no me gusta se impone de ma­ nera irresistible e inmediata»23. Si la característica del juicio consiste en la capacidad de discriminar y de escoger, será ne­ cesario encontrar el recorrido que permita salir de la idiosin­ crasia propia del más subjetivo de los sentidos. Un recorrido que permita al juicio abrirse a los otros y alcanzar el punto de vista más vasto e imparcial posible: lo que Arendt, traducien­ do el término kantiano Erweiterte Denkungsart, llama «enlargement o f the minds»24. De esta manera hace intervenir las nociones de imaginación y de sensus communis. La primera tiene efectivamente la tarea de retirar el objeto de la percep­ ción inmediata y remitirlo a la representación. Pero a diferen­ cia del «ojo de la mente» de la metafísica, que sólo en el aisla­ miento puede concebir la verdad del ser, aquí la imaginación nos pone en una virtual comunicación con los otros. Y esto su­ cede «cuando comparamos nuestro juicio con el de los otros y más bien con sus juicios posibles que con los efectivos»25. A garantizar la posibilidad de instaurar semejante confrontación intersubjetiva está llamada precisamente la categoría del sen-

23 H. Arendt, Lectures, cit., pág. 66. 24 Ibídem, págs. 68-77. 25 I. Kant, Crítica del ju ic io , Madrid, Espasa-Calpe, 1990. Sobre la no­ ción kantiana de «imaginación» y de «validez ejemplar», cuyo tratamiento por parte de Hannah Arendt merecería consideración aparte, véanse sobre todo las págs. 79-85 de las Lectures.

sus communis26. Diferente de aquel sentido, común a todos, que se llama «buen sentido», el sentido común, en el que para ella está el auténtico significado kantiano, se presenta, de ma­ nera bastante elusiva, como un don espiritual «extra» que hace a los hombres partícipes de una comunidad27. No de una comu­ nidad concreta y determinada, sino de una especie de «a priori factual» — si fuese lícito usar esta especie de oxímoron— que constituye la diferencia específica gracias a la cual «los hom­ bres se distinguen de los animales y de los dioses»28. Represen­ ta, en definitiva, la condición de posibilidad misma del lengua­ je, de la comunicación y de la participación, la instancia última a la que Arendt parece apelar para confirmar la única verdad que a su parecer les es concedida a los «mortales»: que la plu­ ralidad, para usar los términos arendtianos, o la «sociabilidad», como habría dicho Kant, «es la esencia auténtica de los hom­ bres en la medida en que pertenecen sólo a este mundo»29. 5. Espero no causar ninguna sorpresa en el lector si recuer­ do rápidamente que esta lectura arendtiana de Kant ha provoca­ do numerosas críticas. A los detractores de las lecciones sobre Kant no les bastaría ciertamente para disculpar a la autora de la acusación de una indebida apropiación hermenéutica, recordar las palabras que Heidegger escribe en el «Prefacio» a la segun­ da edición de Kant und das Problem der Metaphysik, palabras que se adaptan estupendamente a la actitud interpretativa de­ mostrada por Arendt en varias ocasiones: De continuo se escandalizan de los forzamientos que advierten en mis interpretaciones (...). A diferencia de los métodos de la filología histórica, que tiene sus tarea^pro­

26 Se puede afirmar que el § 40 de la Crítica del juicio, «Del gusto como una especie de sensus communis». es el quicio sobre el cual gira la «politiza­ ción» del juicio estético operada por Arendt. 27 H. Arendt, Lectures, cit., pág. 71. 28 Ibídem. 29 Ibídem. pág. 74. Arendt se refiere en estas páginas al significado par­ ticular que el término kantiano «sociabilidad» asume en la Crítica del juicio.

pias, un diálogo de pensamiento está sujeto a leyes distintas y más vulnerables. En el diálogo son más altos los riesgos y más frecuentes los fallos10. Del mismo modo no les ha bastado la atenuante que Arendt se concede como defensa de los propios forzamientos: también la conciencia, compartida con Heidegger y con Benjamin, de que el fin de la tradición metafísica lleva consigo la ventaja de poder mirar las grandes obras m aestras del pasado «sin prescripción» alguna sobre cómo interpretarlas31. Preci­ samente esta «mención benjaminiana fuera de contexto», a la i|iie puede equipararse la interpretación de Kant y de la Críti­ ca del juicio, ha provocado ese tipo de reacciones a las que hace referencia Heidegger en el pasaje citado. Entre éstas, la más frecuente, y también la más obvia, reprochará a la autora haber malentendido de manera liberada las intenciones de Kant en la medida en que él nunca habría intentado «situar» su filosofía política en el interior de la teoría estética y tanto me­ nos habría estado dispuesto a separar — como, por el contra­ rio, la hermenéutica arendtiana presupone— la política de la moral. Como se ha observado recientemente, quien se m an­ tiene conforme al dictado kantiano afirma la subordinación tic la política a la moral inspirándose en el m odelo del juicio determinante, que aplica lo universal de la ley a las acciones políticas «particulares»32. Pero también por parte de quienes no pronuncian un veredicto tan definitivo sobre el forzamien­ to de la letra y del dictado kantiano y consideran legítimo in­ vestigar la política de Kant incluso en los textos no expresa­ 10 M. Heidegger, «Prefacio» a la segunda edición de K ant uncí das Prohlem der Metaphysik (1929). [Trad. esp.: Kant y el problem a d e la metafísica, Madrid, FCE, 1993.] 31 Cfr. H. Arendt, The Life o f the Mind, págs. 9-14. [Trad. esp.: op. cit.] 12 Cfr. B. Henry, II problema del giudizio político tra criticism o ed ermeneutica, Nápoles-Milán, Morano Editare, 1992, sostiene que el proyecto arendtiano de encontrar en los textos kantianos el espacio que garantice la especificidad de lo particular en el enfrentamiento de lo universal es intrín­ secamente débil y contradictorio. A su parecer esto es debido en muchos sentidos a una «recepción parcial y descompensada de la interpretación heideggeriana» (pág. 272).

mente dedicados a ella, se ha hecho notar la excesiva desen­ voltura de semejante interpretación. Más exactamente se des­ taca que, para plegar el juicio estético a las propias exigen­ cias, Arendt se ve obligada a debilitar, hasta hacerla aparecer irrelevante, la problemática trascendental así como a obviar la teológica33. No hay mucho que decir con referencia a este género de objeciones. Desde el punto de vista de la meticulosidad filo­ lógica y del análisis textual, las Lectures on K a n t’s Political Philosophy son difícilmente defendibles. Efectivamente es desde otra perspectiva desde la que se debe valorar su rele­ vancia: como texto «pionero» que ha abierto la vía a un am­ plio debate filosófico-político, más allá de un renovado inte-

33 Así, por ejemplo, P. Riley, «Hannah Arendt on Kant, Truth and Politics», Political Studies, XXXV, 1987, págs. 379-392; y también B. Lynn, «Arendt’s Appropriation o f Kant’s Theory o f .ludgment», Journal o f the British Society f o r Phenomenology, XIX, núm. 2, 1988, págs. 128-140. Si bien sobre otros presupuestos, también Lyotard acaba por lanzar el mismo repro­ che a Hannah Arendt: véase J.-F. Lyotard, «Sensus com m unis», C ahier du C ol te ge intem ational de Philosophie, núm. 3, 1987; J.-F. Lyotard, «Survivant», en Lectures d ’enfartce, París, Éditions Galilée, 1991, págs. 59-87. R. Schürmann, también llegando a las mismas conclusiones en cuanto a corrección interpretativa de Hannah Arendt, le reconoce el mérito de haber intentado desnuclear una teoría de los juicios no cognitivos en Kant; sostie­ ne en todo caso que ella ha llevado este intento por vías equivocadas. Cfr. R. Schürmann, «On Judging and Its Issue», en R. Schürmann (cd.), The Pu­ blic Realm. E ssay on D iscursive Types in Political Philosophy, Albany, Sta­ te University o f N ew York Press, 1989, págs. 1-21. Véanse también E. Ta­ sín, «Sens commun et communauté: la lecture arendtienne de Kant», Cahiers de Philosophie, núm. 4, 1987, págs. 81-1 13; D. Lories, «Nous avons l’art pour vivre. Hannah Arendt, lectrice de Kant: indications pour une méditation de l’art», Man and World, XXII, núm. 1, 1989, págs. 113-132; C. Buci-Glücksmann, «La troisiéme critique d’Arendt», en AA. V V , Ontologie etpolitique, París, Éditions Tierce, 1989, págs. 187-200, y T. Bartolomei Vasconcelos, «Spetlatori alia ribalta della storia. II ruolo della Critica del giudizio nel pensiero di Hannah Arendt», Prospettive Settanta, núm. 4, 1991, págs. 653-669; V. Gerhardt, «Vernunft und Urteilskraft. Politische Philosophie und Anthropologie im A nschluss an Immanuel Kant», en M. P. Thompson (cd.), John Loche und/and Immanuel Kant. Berlín, Duncker und Humbolt, 1991, págs. 316-333.

res por la estética kantiana34 y como preciosa indicación para entender el significado de conjunto de la reflexión de Hannah Arendt.

2. C o n t i e n d a s

s o b r e l a h e r e n c ia a r e n d t ia n a

1. Quizás el modo más eficaz de hacer resaltar las posibles implicaciones de sentido contenidas en las Lectures on Kant's Political Philosophy y de evidenciar el papel desempeñado por éstas en la constitución del reciente debate filosófico en torno al juicio político es seguir la «recepción» o fijar las huellas en cuatro diferentes autores, marcados, de manera más o me­ nos determinante, por las reflexiones arendtianas en torno a la Urteilskraft kantiana. Para indicar las líneas sobre las que se ha vuelto a pensar la teoría del juicio de Hannah Arendt, me he servido de pensadores en cierto modo «representativos» de di­ versas tendencias filosóficas. Hemos llamado a Ernst Vollrath, por ejemplo, para que testimonie el tipo de acogida reservada al juicio «arendtiano-kantiano» en un ámbito de pensamiento que, si bien con algunas divergencias, puede considerarse tributario del horizonte filosófico de la Rehabilitierung der praktischen Philosophie alemana. Ronald Beiner, por el con­ trario, se encarga de presentar los lazos que parece mantener con las reflexiones de Hannah Arendt sobre el «Judging», el comunitarismo y el neo-aristotelismo americanos. Después pedimos a Seyla Benhabib que esboce el modo en el que tam­ bién el universalismo de la «ética discursiva» habermasiana po­ dría integrar la perspectiva abierta de las Lectures. Por último se toman en consideración algunas reflexiones de Jean-Franvois Lyotard para comprobar las asonancias entre la interpreta­ ción y el uso hecho por Hannah Arendt del juicio reflejo kan­ tiano y las «inquietudes» de un panorama filosófico como el de

34 Véanse por ejemplo los números monográficos dedicados a la tercera crítica kantiana de la Revue Internationale de Philosophie. núm. 175, 1990, y núm. 176, 1991, y de la revista Verifiche, XIX, núms. 1-2, 1990.

la filosofía de la diferencia francesa, empeñado en enfrentarse con la herencia de Nietzsche y de Heidegger. 2. Die Rekonstruktion der politischen Urteilskraft y Die Grundlegung einer philosophischen Theorie des Politischen de Ernst Vollrath35 parten, como se verá, enteramente de premisas arendtianas, si bien se proponen ir más allá de Hannah Arendt al extrapolar de su obra, que quedó incompleta, una sistemática y «acabada» teoría del juicio político. Sobre todo con la segunda de las obras citadas, el autor ha pretendido delinear el perfil de una «nueva teoría filosófica de lo político» para con ella res­ ponder a la grave situación de crisis en la que se encuentra la fi­ losofía política tradicional. En su opinión, ésta, en cuanto for­ ma de saber derivada de la metafísica, ha seguido una suerte desafortunada. El proyecto emprendido en Die Grundlegung es demasiado ambicioso y hay que reconocerle numerosos méritos, entre ellos el de la conciencia crítica sobre algunos nudos problemá­ ticos de la denominada «rehabilitación de la filosofía práctica», es decir, del mismo horizonte de pensamiento al que, por lo de­ 35 H. Vollrath, D ie Rekonstruktion der politischen Urteilshxift, Stuttgart, Ernst Klett Verlag, 1977; E. Vollrath, Grundlegung einer philosophischen Theorie des Politischen, Wurzburgo, Kónigshausen-Neumann, 1987. Véan­ se también los artículos de E. Vollrath, «Politik und Metaphysik - Zum Poli­ tischen Denken Hannah Arendts», en A. R eif (ed.), Hannah Arendt. Materialien zu ihrem Werk, Múnich-Zúrich, Europa Verlag, 1979, págs. 19-39, y E. Vollrath, «Hannah Arendt», en K. Graf Ballestrem y H. Ottmann (eds.), Politische Philosophie des 20. Jahrhunderts, Munich, Oldenbourg Verlag, 1990, págs. 13-32. Vollrath, junto con Karl-Heinz Ilting, Otfried 1lo líe y Manfred Riedel, es uno de los representantes más destacados de la reconsideración del pensamiento ético, jurídico y político de Kant, al que se redescubre — a ve­ ces en contraposición a Aristóteles, a veces junto a Aristóteles— como para­ digma filosófico alternativo de racionalidad práctica. Para una primera mirada de conjunto bastante exhaustiva sobre estas perspectivas, véase J.-E. Pleines, Praxis und Vemunft. Zum Begriffpraktischer Urteilskraft, Wurzburgo, Kónighausen-Neumann, 1983. Para una crítica de las diversas teorías del juicio polí­ tico, véase B. Henry, II problema del giudizio político, cit. Destaca también F. Volpi, «Tra Aristotele e Kant: orizzonti, prospettive e limiti del dibattito sulla “riabilitazione della filosofía pratica”», en C. A. Viano (a cargo de), Teorie etiche contemporanee, Turín, Bollati Boringhieri, 1990, págs. 128-148.

más, Vollrath está bastante próximo. En su opinión, dos, al me­ nos, son las razones por las que no se puede defender la opera­ ción filosófica realizada por los defensores de la Rehabilitierung que reconsidera la separación aristotélica entre episteme theoretike y episteme praktike, entre sophia y phronesisM\ Bien es ver­ dad que la doctrina aristotélica de laphronesis responde al requi­ sito esencial exigido por una teoría filosófica, no metafísica, de lo político como la que él quiere fundar. El saber fronético, efec­ tivamente, percibe y «acepta» el carácter «opcional» y no nece­ sario del mundo de los asuntos humanos. Pero en Aristóteles es ésta una conclusión a la que también había llegado Hannah Arendt— todo lo que es contingente permanece ontológicamen­ te subordinado al primado de lo que es necesario. En segundo lu­ gar, la sabiduría aristotélica queda ligada al presupuesto históri­ co de la polis griega, cuyo ethos se ha perdido irremediablemen­ te''. Die Neue Klugheit, la nueva sabiduría, la nueva forma de saber sobre la que la filosofía de lo político debe apoyarse, no puede ser una simple reedición de la antigua: su alcance innova­ dor debe ser tal que constituya un cambio de paradigma en la acepción dada por Kuhn a esta idea38. En suma, él quiere llegar a lo que Hannah Arendt no ha llevado a realización: responder a la llamada que declara indiferible una nueva ciencia política. La «teoría filosófica de lo político» es descrita por su de­ fensor como una especie de fenomenología hermenéutica, orientada a distanciarse de las tres orientaciones teóricas predo­ minantes en Alemania: la «ontológico-normativa» representa­ da a su parecer por Eric Voegelin y Leo Strauss; la «crítico-dialéctica», cuyo exponente máximo es Habermas y la «empírico-

10 La crítica al programa filosófico del neo-aristotelismo está contenida sobre todo en los capítulos «D ie Philosophie des Politischen und das Kon/.cpt der Praktischen Philosophie» y «Die Epochen der alten Klugheit der i írundlegung», cit., respectivamente, págs. 73-99 y 218-258. Debe señalarse que en la obra anterior a ésta, Die Rekonstriihion, cit.,Vollrath consideraba que era posible reconstruir y reactualizar, en conexión con la Urteilskraft kantia­ na, el concepto aristotélico de phronesis. 17 E. Vollrath, D ie Grundlegung, cit., págs. 234-240. 18 Ibídem, págs. 14-20.

analítica» que sigue el modelo de ciencia política americana39. El «horizonte anticipatorio» de tal fenomenología hermenéuti­ ca está constituido por el reconocimiento de algunas dimensio­ nes imprescindibles del mundo de los sucesos humanos: natali­ dad, mortalidad, finitud, historicidad, singularidad y pluralidad. ¿Cuál es, por consiguiente, la racionalidad adecuada, cuál el saber idóneo para captar la especificidad de una praxis así entendida? Las Lectures on K ant’s Political Philosophy se convierten en el instrumento teórico indispensable para conse­ guir el cambio de paradigma: éste se consigue solamente si la racionalidad de la metafísica se ve remplazada por el tipo de ra­ cionalidad repuesto en el juicio reflexivo; si se sustituye «el principio de razón de la theoria», basado sobre el principio de identidad «del estar consigo mismo», por el principio del juicio reflexivo: la pluralidad, el «ser-junto-y-con otros». Semejante juicio debe poder mediatizar logicidad y sentido común, racio­ nalidad y empiricidad, universalidad y particularidad y así su­ cesivamente según la bien conocida secuencia de las oposicio­ nes40. Una forma de saber, en definitiva, que surge directamen­ te del fenómeno político y que, por tanto, es capaz de captarlo en su pureza sin sobreponer criterios extraños y que exige una condición a priori bien precisa: la distinción entre la política y lo político, die Politik y das Politische, intuida por Hannah Arendt, pero no del todo especificada y, por el contrario, plena­ mente desarrollada por Cari Schmitt, aunque de modo equivo­ cado41. Haciendo interactuar, no sin agudeza, las intuiciones arendtianas con las schmittianas o mejor, neutralizando el monismo de la filosofía política de Cari Schmitt con el «pluralismo» arendtiano, Vollrath esboza los criterios formales que constitu­ yen lo político: esto no se identifica con un contenido concreto sino que representa más bien una modalidad del estar^j untos de 39 Ibídem, págs. 100-120. 40 Ibídem, págs. 271-278. En una perspectiva, desde cierto punto de vis­ ta, análoga, se mueve el trabajo de M. Riedel, Urteilskraft und Vemunft. Kants ürsprungliche Fragestellung, Frankfurt, Suhrkamp, 1989. 41 E. Vollrath, D ie Gnmdlegimg, cit., págs. 30-50.

los hombres. «Lo político — leemos— no es ningún ser subs­ tancial o esencial, sino una modalidad. Es una práctica, un cómo, no un que»42. Y del mismo modo que el saber que lo debe captar, también lo político se estructura según la dinámi­ ca implícita en el juicio estético «arendtiano-kantiano». Los su­ idos que juzgan según la universalidad interpersonal —a su parecer, en las Lectures, Arendt llega a indicar semejante forma alternativa de universalidad , poniéndose, gracias a la imagi­ nación, en el lugar de cualquier otro, representan la modalidad auténticamente política del asociarse. Ellos, efectivamente, juz­ gando desde un punto de vista común, llegan a constituir una comunidad. Sin esta «participación en el juicio» no habría nin­ guna política auténtica, sino sólo organización. Al saber prácti­ co que funciona según la modalidad del juicio reflejo, le corres­ ponde también la tarea de verificar cuál es la forma política que más se aproxima al concepto puro de lo político o cuál es el funcionamiento institucional que menos se aleja de él. Estos son, en apurada síntesis, los rasgos esenciales del B egriff des Politischen según Vollrath, que considera que con ello sigue fielmente el dictado del opus postumum de Hannah Arendt. 3. Transida por la misma voluntad de hacer «productiva» la herencia arendtiana está asimismo la obra de otro propugnador de la teoría del juicio político: Ronald Beiner43. El ensayo Political Judgment está orientado sobre todo a definir el signi­ ficado que puede tener el juicio político en el interior de una teoría centrada sobre una noción fuerte de ciudadanía: a saber, en el interior de una reflexión la de los «comunitarianos»44—

42 Ibídem, pág. 48. 43 R. Beiner, Political Judgment, Londres, Methuen, 1983. 44 Como la Rehabilitierung alemana, tampoco el comunitarismo anglo­ sajón es un movimiento de pensamiento unitario y homogéneo, sino más bien un movimiento que en sus diferentes versiones tiene un m ism o objeti­ vo polémico: la racionalización moderna o, más en concreto, la teoría ética, política e histórica del liberalismo. A grandes rasgos, se puede observar que el pensamiento de los «comunitarianos» se ramifica en dos direcciones: la primera -que se identifica, por ejemplo, en los trabajos de A. Maclntyre y

que coloca el problema de la alianza intersubjetiva y del con­ senso no sobre un plano teorético y trascendental, sino que lo inserta en el tejido concreto de una comunidad, en la trama vi­ viente de un ethos copartícipe, dentro del cual sólo, a su pare­ cer, se originan y se desarrollan las creencias y las convicciones de los hombres. Desde semejante perspectiva, interrogarse so­ bre la naturaleza del juicio significa investigar sobre una facul­ tad humana que, sin poseer reglas seguras y métodos objetivos, es capaz de orientarse en los contextos de las situaciones parti­ culares y de abrirse un espacio de deliberación, de participa­ ción activa a la vida pública. El gran mérito que Beiner atribu­ ye a Hannah Arendt es precisamente el de haber llamado la atención sobre la más política de las facultades humanas: el jui­ cio. A pesar de que los ecos arendtianos resuenan sin cesar por toda la obra, el «comunitarismo» de Beiner también hace pro­ pios motivos gadamerianos, de los que se sirve para criticar el formalismo del juicio kantiano y la insuficiencia de la propues­ ta que del mismo hace Hannah Arendt. Permítaseme recordar brevemente que si, de una parte, am­ bos alumnos de Heidegger comparten el supuesto del juicio re-

M. Sandel— , por así decir «integracionista», está preocupada en resolver los problemas del individualismo y de la anomia modernos apelando casi tout courl a recuperar valores tradicionales com o los religiosos; la segunda, «participacionista», más atenta a soluciones de tipo político e institucional, que lamenta no sólo y no tanto la pérdida moderna de unidad, solidaridad y radicación, cuanto más bien la reducción del espacio para una «auténtica ac­ ción política». A esta segunda perspectiva, que encuentra mayor consonan­ cia con el pensamiento arendtiano, pueden reducirse las posiciones de M. Walzer y de Ch. Tylor, y también las del discípulo de este último, R. Bei­ ner. Para una perspectiva de conjunto sobre el pensamiento de los comunitarianos, véase al menos el ensayo de S. Benhabib, «Autonomy, M odemity and Comunity. Comunitarism and Critical Social Theory in Dialogue», en A. Honneth, Th. McCarthy y A. Wellnmer (eds.), Zwischenbetrachtungen im P rozess d e r Aujklám ng, Frankfurt, Suhrkamp, 1989, págs. 373-394; S. Mulhall, A. Swift (ed.), Liberáis and Communitarians, Cambridge, Mass., Cambridge University Press, 1992; Ch. M oufle (ed.), Dimensions o f Ra­ d ical Democracy, Pluratism, Citizenship, Community, Londres, Routledge, 1992. Por último, cfr. A Ferrara (a cargo de), Comunitarismo e libe­ ralismo, Roma, Editori Riuniti, 1992.

Ilexivo como modalidad de pensamiento diferente de la cogniIiva, de otra, la operación arendtiana se configura como diameIralinente opuesta a la realizada por el autor de Verdad y méto­ do. Muy esquemáticamente se puede decir que Arendt recono­ ce una potencialidad política — si bien sui generis— a aquel mismo sensus communis kantiano cuya despolitización había constatado Gadamei45. Beiner, pues, parece seguir las conclusiones gadamerianas al afirmar que el juicio del gusto de la Crítica del juicio, si bien sigue siendo fundamental para entender la dinámica subjetiva del juicio, se demuestra incapaz a causa del ámbito trascen­ dental en el que se mueve y mediante la universalidad a la cual apela— de suministrar un principio concreto sobre el cual ba­ sar la dinámica de una comunidad. Este principio, por el contrario, debe investigarse — en opinión del autor en la que, sin cautelas interpretativas, se define como la «teoría aristotélica del juicio», de la que la doctrina de la phronesis es premisa ne­ cesaria46. Nos encontramos en definitiva en presencia de la que Vollrath llamaría una reedición de la «antigua sabiduría»: una de las muchas variantes del neo-aristotelismo que, además de caracterizar el fenómeno de la Rehabilitierung alemana, conlluyen también en el «comunitarismo anglosajón». Y es desde esta perspectiva — menos atenta que las versiones alemanas a los problemas histórico-filosóficos y filológicos— desde la que Beiner procede a ensayar la posibilidad de traducir en cate­ gorías modernas nociones aristotélicas como las de phronimos y eupraxia, y a liberar el potencial de actualidad contenido en la Retórica y en las reflexiones sobre la amistad de la Ética a Nicómaco. Sólo pasando a través de los conceptos éticos y po­ líticos de Aristóteles, parece concluir Beiner, se puede llegar a definir las modalidades referidas al juicio, aquel juicio «que se consuma en la eficacia de la buena praxis» gracias a la delibe­

45 H. G. Gadamer, Wahrheit undM ethode, Tubinga, J. C. B. Mohr, 1960, sobre todo las págs. dedicadas a las nociones de sensus communis y de jui­ cio [Trad. esp.: Verdad y método, 2 vols., Salamanca, Sígueme, 1993.] 4(> R. Beiner, Political Judgment, Londres, Methuen, 1983, págs. 83-101.

ración. Beiner todavía está con Gadamer al atribuir a la phronesis y a la deliberación (proairesis) no solo una función instrumen­ tal de selección de los medios idóneos para obtener un determina­ do fin; la sabiduría práctica delibera igualmente en tomo al fin en sí mismo y decide acerca de la buena praxis47. En conclusión, la formulación de un juicio que actúe de fondo sobre el cual rediseñar la noción de ciudadanía debe implicar elementos formales y trascendentales que expliquen desde el punto de vista subjetivo la facultad de juzgar, aunque no puede renunciar a orientar a los su­ jetos juzgadores hacia los fines prácticos perseguí bles en común. Aristóteles, por consiguiente, es el necesario complemento del formalismo kantiano: el juicio político aristotélico suministra lo que Kant no puede ofrecer: las coordenadas sustanciales y con­ cretas de una peculiar modalidad de la interacción humana, de la que un aspecto no secundario reside en el deliberar y decidir jun­ tos «acerca de la forma de vida que es deseable perseguir en el interior de un determinado contexto de posibilidad»48. 4. Bien diversa se presenta a primera vista la perspectiva de la que parte la utilización del juicio arendtiano-kantiano que hace Seyla Benhabib. Las posiciones de esta autora muy co­ nocida en los Estados Unidos— modifican parte de las propias premisas teóricas de la «pragmática universal» de Jürgen Habernias. Como se sabe, el programa filosófico de la ética del discur­ so se distancia precisamente de aquellos supuestos hermenéuticos, compartidos tanto por la Rehabilitierung cuanto por el comunitarismo, que subrayan la historicidad y «situacionalidad» del lenguaje: en consecuencia, se contrapone tanto a una reflexión que destaca el papel asumido por los vínculos comu­ nitarios particulares en el logro de la alianza y del consenso en­ tre los ciudadanos, cuanto a una filosofía que en nombre de la rehabilitación de la praxis rechaza las valencias universalistas de la teoría moderna. La teoría habermasiana — a pártir, se en­ tiende, de los años 70, en los que tiene lugar la orientación ha­ 47 Ibídem, págs. 138-152. 48 Ibídem, pág. 166.

cia el «paradigma comunicativo»— se encarga de suministrar una fundación universal y racional, si no subjetivista, sí intersubjetiva, de los principios del actuar. Y precisamente en el re­ corrido que lo llevó a analizar de manera minuciosa las condi­ ciones formales y de procedimiento del discurso «imparcial» y universal — mediante el que, al menos de una manera «ideal y lipica», se puede obtener el consenso sobre las normas y los principios del actuar , Habermas había reconocido cuánto de­ bía su teoría de la interacción comunicativa a las lecciones sobre Kant de Hannah Arendtw. La investigación arendtiana so­ bre la facultad de juzgar y la utilización por ella propuesta de la noción de «mentalidad ampliada» representan a los ojos del au­ tor alemán no solo «the core o f rational orientations in the Vita Ac tiva», sino también «a first approach to a concept o f comunicative rationality which is built into speech and action itself»: un paso importante, en definitiva, en la dirección de una ética de la comunicación50. Benhabib parece seguir a Habermas en esta indicación: a saber, se orienta al Judging arendtiano para investigar el mode­ lo de una posible «acción moral» — entendida como interac­ ción comunicativa— que ponga el fundamento de una política democrática51. Sin embargo, la autora se da cuenta de los pro­ Son conocidas las reservas de Habermas en las confrontaciones de I Ha activa/[La condición humana] — expresadas en J. Habermas, «Hannah Arendts Begrilfdcr Macht», Merkur, XXXX, núm. 10, 1976, págs. 946-960— , pero debe recordarse que él se pronuncia de manera bastante diversa por lo que respecta a la utilización arendtiana de la Crítica del juicio. Habermas había lenido efectivamente oportunidad de asistir a algunas de las conferencias de Arendt sobre Kant. Sobre esto, véase el texto de la Lecture habermasiana, expuesta en la New School for Social Research y titulada «On the Germanlewish Heritage», publicada en Telos, núm. 44, 1980, págs. 127-131. 5U J. Habermas, «On the German-Jewish Heritage», cit., pág. 130. 51 Relevantes en este contexto son los ensayos de Benhabib: Autonomy, M odem ity and Community, cit., sobre todo «Judgment and The Moral Foun­ dation o f Politics in Arendts Thought», Political Theory, XVI, núm. 1, 1988, págs. 29-52. Véase también S. Benhabib, «M odels o f Public Space. Hannah Arendt, the Liberal Tradition and Jürgen Habermas», en id , Situating the Sel[ Gender, Community and Post-Modernism in Contem poraty Ethics, ( ’ambridge, Polity Press, 1922, págs. 89-120.

blemas que surgen cuando se quiere integrar tout courí el juicio del gusto, tal y como ha sido interpretado por Hannah Arendt, en el interior de la «pragmática universal». Es consciente de la difícil compatibilidad de la Urteilskraft arendtiana con una perspectiva universalista y racionalista como la habermasiana. Pero precisamente sobre la base de las Lectures on K ant’s Poli­ tical Philosophy — y, más en general, de las reflexiones sobre el juicio esparcidas en toda la obra de Hannah Arendt— , Benhabib fija el lugar de un posible y favorable diálogo entre el «comunitarianismo» y la teoría del actuar comunicativo. Con la particular interpretación de Kant despojada en su opinión de algunos aspectos excesivos del formalismo abstracto y revesti­ do en parte con las ropas de la phronesis aristotélica— , Hannah Arendt ha indicado el camino para una mediación entre la acti­ tud «particularista» hacia el contexto y un punto de vista moral universalista. En definitiva, también con todas las reservas que más adelante se verán, el mérito de la que para Benhabib es una operación hermenéutica que conjuga a Aristóteles y a Kant está en haber hecho pensable un fecundo compromiso entre el aspecto trascendental del «pensamiento ampliado» y el juicio moral contextual al que apelan los comunitarios. En efecto, este último, adecuadamente corregido, podría mitigar el formalismo y el carácter abstracto de la moral universalista, sostenida, por ejemplo, por un Apel y por un Rawls, en la que, a veces, está a punto de caer también la propuesta de Habermas. Sólo una ética que, continuando las intuiciones arendtianas, logre unir a la imprescindible instancia universalista e igualitaria la atención, derivada de la phronesis, hacia la irre­ ductible peculiaridad de toda situación puede, según Benhabib, encontrar una salida en la praxis y empeñarse en afrontar la construcción de instituciones concretas52. 5. La filosofía del juicio de Jean-Fran$ois Lyotard no tiene casi nada en común con las llamadas teorías del juicio político. El filósofo francés no apela directamente a laí Lectures on

52 Benhabib, «Judgment and the Moral Foundation», cit., pág. 50.

Kant s Political Philosophy; él no se propone ir «más allá» de I lannah Arendt, escribir el final de una obra incompleta ni mu­ cho menos diseñar la solución práctica de un pensamiento que i|uiere ser aporético. Se puede, sin embargo, decir que refleja lateralmente a Arendt, a través de una interpretación de Kant que demuestra algo más que una simple afinidad formal con la de la autora. En el recorrido emprendido por él en los años posteriores a la publicación de La condición postmoderna53 — marcado por mi continuo distanciamiento respecto a esa obra— Kant se ha impuesto como figura dominante54, no tanto como objeto de una investigación histórico-crítica, cuanto como ocasión para repensar y reelaborar algunas categorías filosóficas. También la operación hermenéutica de Lyotard consiste en amplificar el alcance antimetafísico de algunas nociones kantianas hasta el punto de contrastar el peso de los elementos universalistas con­ tenidos sobre todo en la Crítica de la razón práctica. Bastante más de lo que sucede en las Lectures on K a n t’s Political Philo­ sophy y en La vida del espíritu, el filósofo francés enfatiza el descubrimiento kantiano de la heterogeneidad de las facultades subjetivas y la interpreta de manera radical, llevándola a sus consecuencias más extremas, a saber, la constatación de una «disidencia» incurable. De aquí, la insistencia sobre la irreductibilidad de las diferencias entre la wittgensteinianas «familias de frases» — estéticas, teoréticas, éticas, políticas— y la acusa­ ción de violencia lanzada contra cualquier intento de subsumir53 J.-F. Lyotard, La condition postmoderne, París, Minuit, 1979. [Trad. esp.: La condición postm oderna, Madrid, Cátedra, 2000.] 54 Muchas son las obras en las que Lyotard toma en consideración la filosofía kantiana, por tanto me limito aquí a señalar lo más importante: l -F. Lyotard, «Introduction á une étude du politique selon Kant», en AA. VV, Rejouer le politique, París, Galilée, 1981; id.. Le Différend, París, Minuit, 1983 [trad. esp.: La diferencia, Barcelona, Gedisa, 1988]; id., «Judicieux dans le différend», en AA. VV, La facu lté de juger, París, Minuit, 1985; id., L'enthousiasme. La critique kantienne de l'histoire, París, Galilée, 1986 |lrad. esp.: El entusiasmo, Barcelona, Gedisa, 1987]; id., Sensus communis, cit.; id., Heidegger et les «juifs», París, Galilée, 1988; id., L ’intérét du subli­ me, París, Eugéne Belin, 1988; id., Legons sur l ’analyse du sublime, París, Galilée, 1991.

las bajo un único discurso cognitivo55. Kant, por consiguiente, habría proporcionado los instrumentos desestructuradores al uni­ versalismo que sus mismas obras han afirmado: uno de éstos es la distinción entre juicio científico y cognitivo y juicio reflexi­ vo56. Es, efectivamente, la dinámica del juicio estético el que permite, a diferencia del juicio científico y cognitivo, salva­ guardar la «disidencia», sin reintegrarla ni silenciar el coro de voces que constituye la así llamada condición post-moderna. Por consiguiente, el problema que Lyotard afronta, sobre todo, en Le Différend, es el de circunscribir más de cerca los contor­ nos de una facultad que sea capaz de poner en comunicación géneros de discursos radicalmente diversos sin hacer injusticia a su singularidad57. Con este fin se sirve de la metáfora, ya cé­ lebre, del archipiélago. «Cada una de las especies de discurso sería una isla, la facultad de juzgar sería como un armador o un almirante que organizase entre una isla y otra las expediciones destinadas a presentar a una cuanto se encontrara en la otra y pudiese servir a la primera de «intuición como si» para conva­ lidarla»58. El juicio estético, reflejo, sería, por consiguiente, la facultad — o, como dice Lyotard la «casi» facultad— capaz de «operar un paso» entre las familias de frases heterogéneas59. Y la filosofía crítica — la filosofía que se encarga de juzgar— se

55 Véase en particular J.-F. Lyotard, Le Différend, cit. 56 Orientada a la recuperación de la potencialidad anti-universalista in­ herente al juicio reflejo kantiano es la atención demostrada por los autores de los ensayos recogidos en La Faculté de Juger: J. Derrida, V. D escom bes, G. Kortian, Ph. Lacoue-Labarthe y J.-L. Nancy. 57 Movido sobre todo por las criticas lanzadas por J.-L. Nancy (cfr. por ejemplo J.-L. Nancy, «Dies Irae», en La Faculté de Juger, cit., págs. 9-54 e id., L’im peratif catégorique, París, Flammarion, 1983), Lyotard afronta el pro­ blema de la redefinición del estatuto de la subjetividad que debería ser pre­ supuesto a la temática del juicio. En el ensayo ya citado Sensus communis, habla efectivamente de una «subjetividad mínima», de un «sujeto apenas subjetivo» bastante distante del Ich denke - la síntesis última a la que se re­ fieren todas las representaciones— pero sin el cual no sereníes ni siquiera capaces de estar de acuerdo sobre el hecho de que estemos en desacuerdo. 58 J.-F. Lyotard, Le Différend, cit. 59 Ibídem.

convierte, siempre sobre la falsilla del discurso kantiano, en la legítima aspirante al papel de «tribunal imparcial», al papel de nn tribunal que no tiene ninguna autoridad prescriptiva y que se limita a regular y establecer los confines de los diferentes jue­ gos lingüísticos. No se trata de discutir aquí la solidez o las incongruencias internas del discurso lyotardiano, sino más bien de permitir que se entrevea cómo detrás de esta terminología, tan diversa de la arendtiana y a menudo rayana en los «tecnicismos» de la filo­ sofía del lenguaje, se esconde una fortísima afinidad entre las tíos «apropiaciones» de Kant. No tanto por el gusto, fin en sí mis­ ino, de descubrir puntos de contacto entre dos pensadores que rara vez han estado próximos el uno al otro60, sino porque estoy convencida de que en el terreno de semejante afinidad se deci­ de, por así decirlo, la menor o mayor consonancia de la autora con este o aquel filón de pensamiento contemporáneo. Y si al principio la atención epistemológica que Lyotard presta al estatuto de los juicios filosóficos parece estar alejada ile la sensibilidad de Hannah Arendt, la distancia parece ir dis­ minuyendo poco a poco a medida que el filósofo francés pasa a corroborar algunas de las categorías elaboradas en el curso de la interpretación de Kant sobre el campo propio de la reflexión histórico-política. Detrás del estilo burlón y ecléctico que pare­ ce colocar al autor de la condición postmoderna en una vena to­ talmente «relativista» se esconde la misma exigencia vigorosa­ mente sostenida por Arendt. A saber, definir, un lugar de resis­ tencia contra la hegemonía que el juicio determinante ejerce también en la esfera de los asuntos humanos; el mismo pathos por un espacio-tiempo que se sustraiga a la lógica de la procesualidad61, lógica que en la versión actual reviste las aparien­ cias del programa, del cálculo, de la eficacia y de la funciona­ 60 Cfr. D. Ingram, «The Postmodem Kantianism o f Arendt and Lyolard», Review oJ'Metaphysics, XL1I, 1988, págs. 51-77, el cual, sin embargo, pone a la luz sobre todo las diferencias que median entre los dos autores. I )ebe señalarse que Ingram no toma en consideración las obras de Lyotard sucesivas a Le Dijférend. 61 Véase en particular la parte final de L ’enthousiasme. La critique kantienne de l histoire, op. cit.

lidad a toda costa. Negarse a esto es posible para ambos en vir­ tud de la facultad de juzgar «reflexivamente»: porque sólo el juicio reflexivo hace, en efecto, que sigan siendo posibles espe­ cies de discurso que no deberían plegarse a la lógica y que, por consiguiente, no estarían sometidos a reglas generales ni se homologarían a lo universal. Así pues, hay que observar que también para Lyotard las «regiones» estéticas y las históricopolíticas se disponen en la misma modalidad de comprensión: se abren a un pensamiento que antes que proceder por predeter­ minación o categorización se esfuerza en salir de la hegemonía del discurso cognitivo para poder captar la singularidad y la di­ ferencia de lo que se presenta. Al igual que a Arendt, también a él le resulta ilusorio y desviador poner a actuar el juicio deter­ minante frente a un suceso: anticipar el sentido de lo que acae­ ce a través de una pre-comprensión que lo inserte en la tranqui­ lizadora cadena de la relación causa-efecto. Y también común a ambos parece ser la conclusión de que nada puede eximirse de la «responsabilidad» de tener que dar cada vez una respues­ ta a los casos, es decir, la «responsabilidad» de tener que juzgar cada caso sin el auxilio de criterios establecidos62. Pero si Hannah Arendt apela a la analítica de lo bello y a su posible extensión a la esfera política, Lyotard apela a lo subli­ me y a aquel sentimiento de placer y desagrado que se prueba no sólo en las referencias a la naturaleza, sino también frente a los acontecimientos históricos. A su parecer, el juicio estético ligado a lo bello lleva todavía consigo la esperanza de una «in­ tegración armónica» en la que lo particular se concilie con lo universal63. Lo sublime, por el contrario, evocando la desmesu­ ra, la inconmensurabilidad, sigue fiel a la no reconciliación, a la exigencia fundamental — de la que Lyotard es portador— de

62 Ibídem. 63 Según Lyotard, en Sensus Communis, cit., y en Survivant, cit., Han­ nah Arendt permanecería todavía demasiado ligada a esta esperanza de «in­ tegración armónica»; a su parecer, en efecto, la autora leería las nociones de sensus communis fuera de la correcta curvatura trascendental y les impon­ dría una indebida interpretación en sentido realista y «social».

que se preserve la pluralidad de las voces y no se recompongan en el interior de un discurso unitario y hegemónico. También en este caso se puede decir que a Kant — a la Crí­ tica del juicio y sobre todo al tratamiento de lo sublime— se le .isigna la tarea de oponerse a Hegel: con las Lectures arendtianas, también los escritos del autor francés nos restituyen una imagen «post-hegeliana» del filósofo de Kónigsberg, orientada a desquiciar el sistema dialéctico en todas las variantes más o menos mistificadoras. Y bastante más marcadamente que en Arendt, aquí el acento está puesto, de manera casi exasperante, sobre la imposibilidad de la síntesis aquietante, sobre la impo­ sibilidad de la recomposición de las contradicciones. Insistir sobre lo sublime, sin embargo, no sólo significa hacer preva­ lecer sobre la alianza y sobre el acuerdo el momento de la «disidencia», sino también poner al descubierto la incapacidad del espíritu para producir formas capaces de «hacer presente» lo absoluto. Por consiguiente, es contra la Weltgeschichte y el (leist hegelianos contra lo que se vuelve la lectura de la segun­ da parte de La contienda entre las Facultades64 que hace el autor en L ’enthousiasme. «Si el genero humano está en constante progreso hacia lo mejor» una vez más se escoge como lugar privilegiado para «absolver» las concepción de la historia kan­ tiana de toda responsabilidad en los análisis del hegelianismo. Si, en Kant, la percepción de las ideas de la razón es la que de­ sencadena el entusiasmo frente a los sucesos revolucionarios, éstas — argumenta Lyotard— sólo se presentan de manera ne­ gativa en el sentimiento de lo sublime, en su inadecuación res­ pecto a cualquier representación. Lejos de coincidir con la his­ toria, las ideas de la razón tienen por una parte el más sumiso papel de hilos conductores de una narración, pero de otra, la ta­ rea de transmitir al lector la fuerza para resistir a la «perversa fascinación» del «todo es igual»65. Desgraciadamente no queda espacio para mencionar todos los pasajes y la implicaciones filosóficas de la «apropiación»

64 J.-F. Lyotard, L ’enthousiasme, cit. 65 Ibídem.

lyotardiana de Kant, y tampoco hay tiempo para destacar los numerosos pasajes en los que el autor casi parece parafrasear a Hannah Arendt. Para concluir, baste repetir que, en cuanto se­ paradas por las referencias hechas, respectivamente, a lo subli­ me y a lo bello, las dos lecciones kantianas aparecen sin duda próximas, como manifiestan, mas que ningunas otras, las pági­ nas de L ’enthousiasme en las que refiriéndose al «don» del jui­ cio, Lyotard parece afirmar claramente la misma alternativa es­ bozada por Hannah Arendt: o se apela a una facultad subjetiva o, como prefiere definirla, «casi subjetiva», capaz de discrimi­ nar, de pensar críticamente y de decidir, o bien saldrá ganando el Weltgericht hegeliano, que, exigiendo de la historia del mun­ do la emisión del veredicto final, exima a cada uno de la res­ ponsabilidad de juzgar66.

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1. Nuevo tipo de racionalidad práctica; modalidad de deli­ beración en torno a los principios sobre los que basar una co­ munidad política; categoría fundamental del actuar comunica­ tivo; forma de comprensión que permite captar el sentido de los acontecimientos, sin predeterminarlos o subordinarlos conca­ tenándolos en una narración: éstas son, en síntesis, las direc­ ciones de una posible continuación del discurso arendtiano que ha quedado interrumpido y también las diversas tareas atribuidas de vez en cuando al juicio. Tareas que se asignan, como se ha obser­ vado, por diferentes visiones filosóficas a menudo en clara con­ traposición unas de otras, tal y como como mejor demuestran las críticas de Vollrath y de los communitarians a Habermas, las de Benhabib a los communitarians y las de Lyotard a los habermasianos y a los comunitarios67. Pero si, a pesar de ello, éstas com­ 66 Ibídem. 67 Véase respectivamente E. Vollrath, D ie Gnmdlegitng, cit., págs. 176180; R. Beiner, Political Judgment, cit., págs. 25-30; S. Benhabib, Autonomy, M odem ity and Community, cit., págs. 383-389 y J.-E Lyotard, Peregrinations. Law, Form, Event, Nueva York, Columbia University Press, 1988. [Trad. esp.: Peregrinaciones. Lev, forma, acontecimiento, Madrid, Cátedra, 1992.]

parten — directa o indirectamente— la apelación al «Judging» nrcndtiano, se deberá admitir que la filosofía política de Hannah Arendt, en general, así como sus reflexiones sobre el jui­ cio, en particular, están recorridas por diversos vectores no fá­ cilmente conciliables en el interior de un tranquilizador cuadro leórico. Quizás también por esto, los intérpretes han concedido mucho espacio al opus postumum de la autora: como si en éste se guardara el secreto de sus últimas palabras que, una vez desri Iradas, consentirían echar luz sobre el significado de la obra entera. Los estudiosos han emitido veredictos contradictorios: hay i|iiien considera las Lectures una especie de final sorpresivo que echa por tierra y traiciona la originaria intención de la au­ tora, en la medida en que llevaría a aquel primado de la vita contemplativa sobre la vita activa, de cuyo cuestionamiento había nacido su reflexión. Por el contrario, hay quien piensa que la consideración sobre la facultad de enjuiciar es del todo coherente con la revalorización arendtiana de los asuntos hu­ manos; es más, sería el justo complemento teórico de ésta. En consecuencia ha sido valorado de manera diferente el conteni­ do específico que semejantes juicios vehicularían: de manera exclusivamente política, ligada a la conciencia moral, o bien identificable con el solo juicio de lo histórico que intenta caplar de manera retrospectiva el significado de los acontecimien­ to pasados. Se ha preguntado, además, si en ello no aparecen, al lado de las nociones kantianas, también puntos de partida que derivan de la doctrina aristotélica de la phronesis. Se podría quizás observar, en definitiva, que no se trata sino de valoracio­ nes diferentes sobre la capacidad que el juicio arendtiano posee de colmar la diversidad entre teoría y praxis o, más correcta­ mente, entre pensamiento y acción. 2. Pero procedamos con orden. Algunos de los numerosos intérpretes que comparten el parecer de Hans Joñas68, según el

68 Véase Hans Joñas, «Handeln, Erkennen, Denken. Zu Hannah Arendts philosophischen Werk», Merkur, XXX, núm. 10, págs. 921-935.

cual Hannah Arendt regresaría en el último período de su vida a la vita contemplativa y a la filosofía, se han empeñado en re­ construir, a través de las «vicisitudes» que la consideración del juicio atraviesa en el arco de toda la obra arendtiana, el recorri­ do de un verdadero y auténtico «giro»: a saber, las etapas que marcarían el paso de una primera fase «política» a una última fase «filosófica»69. También reconociendo la dificultad de marcar una línea de demarcación neta, sostienen que se pueden fijar dos modalidades de tratamiento bien distintas. Desde el ensayo de 1953, «Understanding and Politics»70 — en el que por primera vez se presenta el problema de la com­ prensión y de la reconciliación entre pensamiento y realidad a (>9 Casi todos los intérpretes arendtianos que han afrontado el tema del juicio han destacado la diferente consideración que tiene en la primera y en la segunda fase de la obra de la autora. Véase al menos M. A. Denneny, «The Privilege o f Ourselves: Hannah Arendt on Judging», en M. A. Hiíl (ed.), Hannah Arendt: the Recovery o fth e Public World, Nueva York, St. Martin’s Press, 1979; D. Lories, «Sentir en commun et juger par soi-m ém e», Études Phénoménologiques, I, núm. 2, 1985; R. Bernstein, «Judging - the Actor and the Spectator», en Philosophical Profiles, Cambridge, Polity Press, 1986, págs. 221-237; F. Focher, «Sul giudizio político», 11 Político, Ll, 1986, págs. 43-61; además del volumen ya citado, véase B. Henry, «II giudizio político. Aspetti kantiani del carteggio Arendt-Jaspers», II Pensiero Políti­ co, XX, 1987, págs. 361-375; A. M. Roviello, Sens Commun et M odernité, Bruselas, Ousia, 1987; E. Young-Bruchl, «Reading Hannah Arendt’s Life o f the Mind», en M ind and the Body Politic, Nueva York-Londres, Routledge, 1988, págs. 24-47; P. Fuss, «The Two-in-One: Self-Identity in Thought, Conscience and Judgment», Idealistic Studies, núm. 3, 1988, págs. 195-206; R. Esposito, «Irrappresentabile polis», en id.. Le categorie dell'impolítico, Bolonia, 11 Mulino, 1988, págs. 73-124; G. Rametta, Communicazione, giudizio ed esperienza del pensiero, Milán, Franco Angeli, 1988, págs. 235-287; P. P Portinaro, «L’azione, lo spettatore e il giudizio. Una lettura dell’opus postumum di Hannah Arendt», Teoría política, V, núm. 1, 1989, págs. 135-159; M. Reist, D ie Praxis der Freiheit. Hannah Arendts Anthropologie des Politischen, Wurzburgo, Konigshausen und Neumann, 1990, el capí­ tulo «Politik, Moral und Aesthetik Urteilskraft ais Politisches Denken», págs. 281-304. En II giudizio in Hannah Arendt, ya mencionado, R. Beiner reconstruye enteramente la temática del juicio arendtiano siguiéndola en lo­ dos los escritos de la autora. 11 H. Arendt, «Understanding and Politics», Partisan Re\’iew, XX, núme­ ro 4, 1953, págs. 377-392.

través de la facultad de juzgar hasta un grupo de ensayos de los años 60, el juicio se configuraría como categoría práctica cuya función principal consiste en suministrar criterios orientativos para la acción política71. En efecto, la referencia a la im­ portancia del enfrentamiento entre opiniones, pero sobre todo las apelaciones a la phronesis aristotélica y las afirmaciones se­ gún las cuales la acción se articularía en la relación entre volun­ tad juicio e intelecto72, hacen legítimo pensar en una forma de ac­ tuar discursiva y deliberativa, entendida como necesaria pre­ misa para alcanzar un consenso colectivo. Estas reflexiones cambiarían de signo con el caso Eichmann: en los escritos pos­ teriores a La banalidad del mal o, mejor, posteriores a la contro­ versia desencadenada por la publicación del libro73 — se argu­ menta— , Arendt se aproximaría cada vez más a una concepción de la facultad de juzgar como categoría moral. Uno de los prin­ cipales problemas planteados, por ejemplo, en «Thinking and Moral Considerations»74 es de hecho el de hallar vías de salida al decaer de una moral objetiva y universal. Ya que si es la falta de pensamiento crítico, «la resistencia a juzgar en términos de

71 Los escritos a los que se refiere son, sobre todo, «Freedom and Politics», cit.; «The crisis in Culture», cit.; «What is Freedom?», en Between Past and Future, cit., págs. 143-172, y «Truth and Politics», en Between Past and Future, cit., págs. 227:264. [Trad. esp.: Entre el pasado y el futuro, op. cit.] 72 «What is Freedom?», cit., págs. 152-153. 73 La referencia se orienta sobre todo al ensayo «Thinking and Moral Considerations», Social Research, XXXVIII, núm. 3, 1971, págs. 417-446, con el que Arendt pretendía haber resuelto los problemas teóricos abiertos por la violenta controversia sobre el caso Eichmann. Cfr. Hannah Arendt, Eichmann in Jerusalem : A R eport on the Banality o f Evil, Nueva York, The Viking Press, 1963, pero véase también la versión ampliada de 1965. [Trad. esp.: Eichmann en Jerusalén: un estudio sobre la banalidad d el mal, Barcelona, Lumen, 1999.] Siempre en conexión con el juicio contra Eich­ mann son interesantes las observaciones contenidas en H. Arendt, «Per­ sonal Responsability under Dictatorship», The Listener, 6 de agosto de 1964, págs. 185-187 y pág. 205. Por lo que respecta al caso Eichmann se remite a E. Young-Bruehl, Hannah Arendt: For Love o f the World, Nueva YorkLondres, Yale University Press, 1982, y a la literatura crítica discutida en el primer capítulo del presente trabajo. 74 Cfr. «Thinking and Moral Considerations», cit.

responsabilidad personal»75 lo que provoca el comportamiento de personajes como Eichmann, no será ciertamente a través de un restablecimiento de los valores morales universales como se obviará la atrofia de la capacidad de discriminar entre lo que es justo y lo que es errado76. Se deberá, por el contrario, apelar a una modalidad de discernimiento individual, capaz de funcionar también en los momentos en los que saltan los códigos éticos77. Y precisamente posiciones discordantes se adoptan en tor­ no a las consideraciones sobre la facultad de juzgar comprendi­ das en «Thinking and Moral Considerations», en «Thinking» y en las Lectures, obras en las que —siempre según los defensores de un «giro» interior en el pensamiento arendtiano— el acento se desplazaría visiblemente de un saber práctico que sirve de guía a la actuación plural, a una facultad reflexiva y autónoma del sujeto singular. Ronald Beiner, por ejemplo, critica decididamente seme­ jante cambio de perspectiva, que, a su parecer, corresponde al paso de un punto de vista aristotélico a uno kantiano. Tal paso, a su vez, desviaría el pensamiento de Hannah Arendt de un ge­ nuino aprecio de la esfera política y de su contexto concreto ha­ cia una especie de política estetizante y abstracta que culmina­ ría en una posición meramente contemplativa71,1. Otros intérpretes mantienen por el contrario que la pers­ pectiva kantiana — no opuesta, sino armonizable con la aris­ totélica representa la reconciliación entre el punto de vista del espectador y el punto de vista del autor, entre el que pien­ sa y el que actúa79. No sólo porque el actor no puede pasar

75 Cfr. Eichmann en Jerusalén, cit. 76 Sobre estos argumentos, véase también la interesante discusión entre H. Arendt y H. Joñas recogida en M. A. Hill, The Recovery o f the Public World, cit., págs. 301-339. 77 Cfr. las últimas páginas de «Thinking and Moral Considerations» cit. 78 R. Beiner, // giudizio in Hannah Arendt, cit., págs. 181 y ss. 79 Si bien con algunas cautelas es sustancialmente de esta opinión M. Passerin d ’Entréves, «Thinking without a Ground: Hannah Arendt’s Theory o f Judgment», en Modernity, Jusfice an d Community, cit., pági­ nas 143-201.

sin el espectador, al igual que en Kant los objetos estéticos tienen necesidad de ser recibidos por un público, sino porque la estética kantiana consentirá a Arendt formular una teoría del juicio «democrática». El desplazamiento de Aristóteles a Kant ya no haría del juicio el privilegio de unos pocos indi­ viduos sabios, según la orientación del phronimos aristotéli­ cos, sino una posibilidad a disposición de todos. En semejan­ te perspectiva, la referencia arendtiana a la Analítica de lo Bello, lejos de corresponder a una estetificación solipsista en la política, respondería a una profunda preocupación «demo­ crática» y consensual. En consecuencia, se rechaza la con­ vicción según la cual la autora llegaría a una radical separa­ ción entre actividad mundana y actividad de la mente. En de­ finitiva, el juicio político arendtiano, incluso en sus últimas obras, reconciliaría pensamiento y acción sobre la base de criterios de equidad imparcialidad y universalidad que Aris­ tóteles no había podido suministrar. Y esto, además, gracias a la trampa de una racionalidad abstracta. En último análisis, la orientación «universalista» kantiana y la «contextualista» aristotélica guardarían el equilibrio y se corregirían mutua­ mente. Tesis estas últimas en muchos sentidos análogas a las ex­ presadas por Seyla Benhabib que, como se ha recordado, mantiene que en el juicio arendtiano está comprendida la posibilidad de una integración no conflictiva de Kant y Aris­ tóteles: la compatibilidad entre el kantiano «pensamiento ampliado» y el aristotélico «juicio contextual» podría en fin albergar la posible reconciliación entre actor y espectador, acción y pensamiento. Gracias a estos presupuestos, la estu­ diosa americana habría esperado, de parte de Arendt, la ar­ ticulación de una trama que tejiese juntos juicio político y juicio moral, al fin de dar vida a una coherente ética política intersubjetiva. Pero si, como se verá, las expectativas de Benhabib siguen de­ satendidas, no sucede así con las propias de quien reconoce preci­ samente en las consideraciones sobre el juicio, contenidas en las obras posteriores al caso Eichmann, las líneas generales de una convincente concepción ético-política. Conforme a esta

interpretación80, persuadida de que en el pensamiento arendtia­ no resuena un profundo eco religioso, el juicio no sólo se encar­ garía de mediar entre pensamiento y acción, sino que asumiría también el papel de realizar en el mundo de los asuntos huma­ nos la experiencia íntimamente moral de la «conciencia dual». Dualidad que se remonta a la apertura de la conciencia a la tras­ cendencia y que, en última instancia, dispondría el plano hori­ zontal del acuerdo intersubjetivo a la escucha del plano vertical de la trascendencia del ser. Quizás más consciente de las dificultades y de los forza­ mientos que resultarían de considerar el ámbito de la con­ ciencia como guía del actuar colectivo, Benhabib lamenta, por el contrario, la fallida articulación del posible cruzarse entre el ámbito público-político y la moralidad subjetiva. Lejos de pro­ longarse en la esfera publica, caracterizada por la pluralidad, el juicio moral del que nos habla Hannah Arendt permanece­ ría sin relación e ineficaz, en la medida en que es «prisionero» de una concepción todavía «platónica» de la conciencia mo­ ral, guiada por el principio de la armonía y de la unidad del alma consigo misma81. El pensamiento arendtiano, en con­ clusión, pondría fin a dos concepciones del juicio, una moral y otra política, que siguen estando separadas. Ya que sigue aferrada a una idea todavía del todo metafísica de la subjeti­ vidad — considerada como una entidad autónoma y separada del contexto— no logra hacerla interactuar en la teoría unita­ ria que las reflexiones del juicio parecían prometer: en una ética discursiva que se base sobre una racionalidad intersub­ jetiva. Si bien formulada en términos diferentes, la misma crítica de fondo es lanzada también por otro autor próximo, como la Benhabib, a Habermas. Albrecht Wellner, efectivamente, le re80 Véase M. Cangiotti, L'ethos della política. Studio su Hannah Arendt, Urbino. Quattro Venti, 1990, y también J. Bernauer, «The Faith o f Hannah Arendt: Amor Mundi and its Critique - Assimilation o f Religions Experience», en A m or Mundi. Explorations in the Faith and Thought o f Hannah Arendt, Dordsrecht, Martinus Nijofif, 1987. 81 S. Benhabib, Judgment and the M oral Foundations, cit., págs. 46-48.

pinchará permanecer prisionera de la tradicional dicotomía fi­ losófica entre verdad y opinión82. La autora, a su parecer, sigue enredada en las mallas de una racionalidad formal y cognitiva que machacaría el juicio en una estéril alternativa entre la raíio metafísica y una perspectiva casi irracional. Esto impediría a ‘Arendt ligar la facultad de juzgar a la argumentación racional, ile modo que se afirma la validez de semejante facultad, pero no se motiva; ella aludiría a la verdad cuando, por el contrario, no hay recurso alguno a un contexto de argumentos posibles a través de los que se puedan convalidar y acoger las afirmacio­ nes de verdad. También en este caso, por consiguiente, Hannah Arendt frustra las esperanzas de quien querría hallar en sus obras las categorías filosóficas capaces de fundar la dimensión política e intersubjetiva de la comunicación. 3. En definitiva, si «comunitarios» y habermasianos están de acuerdo en reprochar a la autora una especie de «mitología» del juicio, expresión de una concepción de la subjetividad toda­ vía sin relación y todavía metafísica, sus caminos se separan cuando señalan los motivos. Si los primeros ven en la utiliza­ ción de la perspectiva trascendental kantiana la razón de la abs­ tracción del juicio arendtiano, los segundos le reprocharán pre­ cisamente no seguir hasta el fondo las implicaciones del «ra­ cionalismo crítico e intersubjetivo» de Kant. Por lo demás, haciendo referencia a los meros términos de la interpretación de la Urteilskraft, si, de una parte, los defensores de la «ética discursiva» aplauden la conciencia que impide a Arendt identi­ ficar el sensus communis con una real y determinada comuni­ dad política — conciencia que confiere a semejante noción el valor de idea regulativa para una práctica discursiva lo más am­ plia posible— por la otra es esto lo que precisamente subleva a

82 A. Wcllner, «Hannah Arendt on Judgment: The Unwritten Doctrine o f Reason» en Endspiele. D ie unversóhnlicite Moderne, Frankfiirt, 1993, págs. 309-330. En sus argumentos principales esta crítica retoma la formu­ lada por J. Habermas, Hannah Arenclts B egriff der Machí, cit. También A. I leller, «Hannah Arendt on the “vita contemplativa”», en Philosophy and Social Criticism, XIII, 1987.

los «comunitarios». Están dispuestos a seguir el discurso arendtiano sobre el juicio sólo hasta donde parece aproximarse a la phronesis aristotélica y a abandonarlo cuando la apelación a Kant — a su parecer, una recaída en la modernidad— se hace determinante e impide efectivamente que la noción de sensus communis no pueda ofrecer «apoyo» al funcionamiento de una comunidad que se rige, se expresa y se renueva sobre un ethos participado. Como se ha anticipado, nos encontramos en presencia de desciframientos divergentes de la «última palabra» de Hannah Arendt. Tan diferentes los unos de los otros como para inducir a pensar que en realidad ella nos está ofreciendo más teorías —quizás mutuamente complementarias del juicio: el juicio político, el juicio moral, el juicio histórico. En realidad, ella no ha formalizado nunca estas distinciones. Si acaso ha enfatizado el carácter unitario y autónomo de la facultad de juzgar, facultad que diseñada, sobre todo en los últimos escritos, sobre el mo­ delo del juicio reflejo, se convierte —sin la menor duda— cada vez más en prerrogativa de una observación imparcial. Imparcial, pero no indiferente que, como el espectador kantiano ante el espectáculo de la Revolución Francesa, participa con entusias­ mo, sin tomar directamente parte en la representación que se está escenificando. Y sobre todo, precisamente porque no está implicado directamente en el juego, logra conferir un significa­ do a lo que está acaeciendo. Si prestamos atención a cómo Arendt individualiza las moda­ lidades temporales implícitas en la facultad de la vida de la mente, resulta quizás más clara la fisonomía del juicio. Pensar, efectivamente, corresponde al eterno presente y el querer resul­ ta constitutivamente ligado al futuro, el pasado, finalmente, es la dimensión temporal propia de la facultad de juzgar83. Consi­ guientemente, las reflexiones sobre «Judging» tienen poco en co­ mún con el «juicio» implicado en la deliberación práctica del phronimos aristotélico o en la dinámica intersubjetiva de la éti­ ca comunicativa, cuya dirección temporal está sin más orienta­ 83 Véase, por ejemplo, I\ . Arendt The Life ofthe Mind, cit., págs. 213-216. [Trad. esp.: op. cit.]

da al futuro. No me parece que se pueda dudar, por consiguien­ te, tic que el «destino final» de la facultad del juzgar venga a coincidir con la mirada retrospectiva de lo histórico o, más en general, encuentre expresión en la metáfora del poeta ciego84. I .1 última palabra de Hannah Arendt vuelve al concepto de his­ toria85 y por tanto representa «un progresivo desplazamiento a los confines externos de lo político»86. Pero no en el sentido de quien lee «Judging» como el resultado de un pensamiento que, a través de etapas bien distintas, vuelve al lugar del cual había querido distanciarse. Como si le hubiera dado jaque mate la misma fuga del mundo de los negocios humanos, cuyo cuestionamiento había sido su origen. Como si en definitiva su impul­ se) final fuese una recaída, inconsciente, en la metafísica, a tra­ vés de un juicio que, por lo demás, pertenece «a la comunión de la mente consigo misma en reflexión solitaria»87. A semejante argumento, efectivamente, se puede poner una objeción. La obra de Arendt parte en efecto de la crítica de la separa­ ción entre pensamiento y acción que desde Platón lleva a su­ bordinar la segunda a la primera y busca constantemente des­ quiciar el orden jerárquico en el que teoría y praxis se presen­ tan en el interior de la filosofía política tradicional; y termina, es verdad, sin sugerir una respuesta sobre cómo pueden conec­ tarse los dos términos. Es decir, no nos proporciona una «nue­ va ciencia política» que ayude a hacer proyectos y a «poner or­ den» en el mundo de los asuntos humanos de manera distinta a

84 Cfr. H. Arendt, Lectures, cit., págs. 68-69. Sobre el significado de esta metáfora véase E. Greblo, «II poeta cieco. Hannah Arendt e il giudizio», Aut-Aut, núms. 239-240, pág. 190. 85 Véase The Life o f the Mind, cit., pág. 216. [Trad. esp.: op. cit.] 86 A sí R. Esposito, «Irrappresentabile polis», cit., pág. 114. Esposito no pretende mantener una tesis análoga a la de Beiner, sino más bien constatar cómo en Hannah Arendt lo político se retira al pensamiento, el único espa­ cio que le queda en una época de decadencia de las categorías de la moder­ nidad. D e la m isma idea es también G. Rametta, Comunicazione, giudizio e d esperienza d el pensiero, cit. Posiciones próximas a las tomadas por J.-L. Nancy e Ph. Lacoue-Labarthe, «Le “Retrait” du politique», en AA. VV, Le retrait du politique, París, Galilée, 1983, págs. 183-200. 87 Así, R. Beiner, 11 giudizio in Hannah Arendt, cit., pág. 188.

la de la tradición. Creo, sin embargo, que todo esto, más que como una promesa fallida o una desviación de los propósitos originarios, debe considerarse como un resultado inherente a las premisas de este pensamiento, crítico, radical y antisistemá­ tico, pero bastante más coherente de cuanto la autora misma quisiera admitir. Es verdad que en algunas obras anteriores a «Thinking and Moral Considerations», Arendt vuelve su mirada al interior de la perspectiva aristotélica de la phronesis para sondear la posibilidad de superar la fractura entre teoría y pra­ xis, según una modalidad diversa tanto del constructivismo ra­ cionalista como del racionalismo dialéctico hegeliano. Y es in­ negable que el juicio — en aquellos escritos es considerado también bajo el perfil del actor que actúa de acuerdo y que de­ libera sobre materias de interés común. Pero si se examinan atentamente las referencias a la opinión y a la phronesis. en rea­ lidad debe constatarse que no resuelven la relación entre pensa­ miento y acción, no reconcilian teoría y praxis a través de la mediación del juicio político. La tensión entre esos dos mo­ mentos sigue siendo la separación que se agudiza en las últimas obras a las que la autora parece conscientemente no querer po­ ner fin. Aunque fuese a través de una modalidad reflexiva más que determinante, sobre la base de un saber fronético, no epistémico, que respetase y reconociese la contingencia y la singulari­ dad propias del mundo de los asuntos humanos, una teoría del juicio político que sirviese para orientar la acción intencionán­ dola a pr.rtir de una idea y que reconectase así los dos términos volvería a recorrer las mismas vías que Arendt había querido abandonar. Si, en definitiva, la acción a través del juicio pusie­ ra en acto un pensamiento, seguiría una pendiente, seguiría un programa: de nuevo la facultad del juicio haría del actuar una «consecuencia aplicada», es decir, la simple ejecución de un saber, de cualquier naturaleza que fuera. Dicho con otras pala­ bras, la autora volvería a proponer el carácter «derivado» de la praxis que obedece a órdenes del pensamiento, si representara, bajo apariencias diversas, la misma lógica de medio-fin en cuya oposición halla su significado el pensamiento arendtiano. En este caso sí que la autora retornaría al lugar del cual había

!|uerido apartarse. Es como si Arendt en toda su obra, pero más tenazmente en la parte final, se impusiese por coherencia resisiii a la tentación de la síntesis, de la reconciliación y de la me­ diación. Se puede en definitiva decir que Arendt hace propia la 1 1 ilica kantiana de laphronesis en cuanto saber instrumental88, pero, obviamente, no porque ella se desvíe de la pureza del «tú debes» o del rigor cognoscitivo, sino porque todavía está dema­ siado implicada en la tradicional relación de teoría y praxis, que demasiado fácilmente se podría volver a escribir en el len­ guaje de la «síntesis hegeliana». Dicho esto, se pueden cuestionar las premisas de este pen..uniento, pero no el resultado respecto a o salvadas las premi­ sas. Se le puede imputar un ineficaz «existencialismo políti­ co»1” , achacarle un anti-hegelianismo obsoleto, o bien, quizás en manera menos capciosa, se le puede poner la objeción de i|uc una concepción de la política que había borrado del propio horizonte la consideración de los medios y los fines, así como de las intenciones, sólo paradójicamente puede ser definida como tal. Pero a mi parecer, no capta la especificidad quien busca anexionar la filosofía arendtiana al territorio de la Rehahilitierung o al del comunitarismo o, incluso, al de una ética discursiva sin perjuicio de declararla en un segundo momento inadecuada para suministrar respuestas sobre cómo puede fun­ cionar una ética del discurso. También por esto, el juicio arendliano me parece estar, también con las debidas diferencias, más próximo al de Lyotard que al de aquellos que apelan explícita­ mente a Hannah Arendt o que directamente pretenden ser los únicos y auténticos herederos de Hannah Arendt.

88 Como es sabido, Kant critica la phronesis en el prefacio a la prime­ ra edición de la Crítica del juicio, cit., pág. 10. Sobre el distanciamiento de la perspectiva teórica centrada sobre noción de prudencia por parte dt Han­ nah Arendt, véase P. P. Portinaro, L ’azione, lo spetattore e il giudizio, cit., págs. 151-152. 89 Para este tipo de crítica, véase M. Jay, «Hannah Arendt. Opposing Views», Partisan Review, XLV, núm. 3, 1978; en la misma dirección, pero menos polémico, G. Kateb, Hannah Arendt. Politics, Conscience, Evil, Oxlórd, Martin Robertson, 1983.

La única reconciliación admitida es la que conecta pensa­ miento y realidad — una vez que el primero sea despojado de las ropas curiales de la metafísica— en el juicio reflexivo y re­ trospectivo de quien, sin interés por adecuar el sentido del acae­ cer a una propia convicción filosófica o a un propio proyecto teórico, intenta captar el significado de lo que acontece o inten­ ta liberarse de la infundada autosuficiencia subjetiva educando la imaginación para que «visite» el punto de vista de los otros. Un juicio que, si bien no se presta a mediar entre pensamiento y acción en el interior de una comunidad política o a diseñar los presupuestos de una ética discursiva, no renuncia por esto a ser al mismo tiempo ético y político, más que histórico. Como se ha observado más veces, lejos de ser remitido a aquel bios theoretikos que había vuelto las espaldas al mundo, en las manos de la autora se convierte en el arma con la que combatir lo que el Geist hegeliano representa a sus ojos: no en último término una actitud aquiescente respecto a la procesualidad del devenir que justifica todo lo que acaece. En el contraste de semejante con­ cepción histórica que subordina lo contingente a lo necesario y el evento al proceso, la Urteilskraft kantiana recupera, según las intenciones de su intérprete, el significado griego de historeirím, es decir, el de asistir a los acontecimientos del mundo y después decidir qué cosa es digna de ser recordada y, de esta manera, ser «salvada» de la desaparición en el tiempo, dando forma a estos recuerdos en la trama de una narración. Y preci­ samente esta facultad, que podría parecer una mera categoría de la comprensión histórica, revela su potencial ético. Sin po­ der apelar a criterios universales, implica la responsabilidad de conceder o negar el asentimiento a la realidad, de discriminar en aquello que acaece entre lo que es justo y lo que es erróneo. 90 Cfr. H. Arendt, The Life o f the Mind, cit., pág. 216. [Trad. esp.: op. cit.] Sobre este tema se encuentran consideraciones en H. Arendt, Philosophy and Politics: What is Political Philosophy?, Conferencia, N ew School fór Social Research, 1969, Washington, The Library o f Congress, Manuscripts Divi­ sión, «The Papers o f Hannah Arendt», Box 40. Sobre estos temas, véase A. Dal Lago, «La difficile vittoria sul tempo. Pensiero e azione in Hannah Arendt», Prefacio a La vita della mente, Bolonia, II Mulino, 1986 [ed. italiana de La vida del espíritu].

Pero obrando así, arrancando el veredicto final «a aquella seudo-divinidad de la época moderna llamada historia»91, el juicio, que en este modo da expresión al pensamiento, se trasforma en un lugar de resistencia en los análisis de lo existente. Un juicio que «en tiempos de emergencia política» inmediatamente pue­ de convertirse en acción. Hacia el final de «Thinking» Arendt escribía: Cuando todos se dejan llevar sin reflexionar por lo que los otros creen y hacen, se saca a los que piensan de su es­ condite, ya que su rechazo a unirse a la mayoría es llamati­ vo y s e co n vierte p o r e sto m ism o en una e s p e c ie d e a cció n . En semejantes situaciones de emergencia, el componente catártico del pensar (la mayéutica de Sócrates que saca a la luz las implicaciones de las opiniones irreflexivas y acríticas, destruyéndolas de esta manera, trátese de valores, de doctrinas, de teorías o, incluso, convicciones) se manifiesta, im p lícita m en te, co m o p o lític a . Semejante destrucción tiene un efecto liberatorio sobre otra facultad, la facultad del jui­ cio, que no sin razón se podría definir como la más política entre las actitudes espirituales del hombre [...]. La facultad de juzgar (tal y como fue descubierta por Kant) aquello que es particular [...] pone de manifiesto el pensamiento en el mundo de las apariencias [...]. La manifestación del vien­ to del pensamiento no es el conocimiento; es la habilidad de discernir el bien del mal, lo bello de lo feo, aquello que, qui­ zás, en los raros momentos en los que todas las prendas es­ tán en juego, es realmente capaz de impedir las catástrofes, al menos para sí mismo92. Pensar críticamente y juzgar son, consiguientemente, como dice Lyotard las únicas libertades auténticas que quedan entre las ruinas de la ética y el progresivo retirarse del espacio públi­ co: «La libertad de decir sí o no a la abyección»93.

91 H. Arendt, The Life o f the Mind, cit., pág. 216. [Trad. esp.: op. cit.] 92 H. Arendt, The Life ofthe Mind. cit., págs. 192-193. [Trad. esp.: op. cit.] 93 J.-F. Lyotard, Survivant, cit., pág. 74.

r

Indice P rólogo

(Fina Birulés)......................................................... P

r im e r a

pa r te

I. La reconstrucción de una difusión ............................ 1. Una historia discutida y una historia discutible......... 2. ¿Aristotelismo o irracionalismo político? ................. 3. A caballo entre la filosofía y la política ................... II. El fin de la metafísica como origen y horizontede la re­ flexión arendtiana 1. Entre Aristóteles y Heidegger................................... 2. Cotejo con Heidegger............................................... 3. Una política post-heideggeriana................................ S

e g u n d a

; 17 28 39 53 53 64 94

pa r te

III. La «culpa» de la tradición filosófico-política.............. IV La verdad y la sabiduría ante la política ...................... 1. Platón...................................................................... 2. Aristóteles ............................................................... V La soberanía y la voluntad ante la política................... 1. Hobbes .................................................................... 2. Rousseau .................................................................

109 137 137 160 179 179 197

V I. La historia y la necesidad ante la política ......................... 1. Hegel .................................................................................. 2. M arx ................................................................................... T

er c er a p a r te

V il.

Volver a pensar la h is to ria .............................................. 1. La crítica de las concepciones continuistas ............... 2. L a historia como narración ........................................... V III. Volver a pensar la revolución ......................................... 1. Entre historia y teoría p o lític a ...................................... 2. Redefinición del concepto de revolución .................. 3. La revolución americana ............................................... 4. La Revolución Francesa ................................................. 5. E l fracaso de las revoluciones ...................................... IX . Volver a pensar la p o lític a ............................................. 1. La acción............................................................................ 2. E l espacio p úblico............................................................ 3. L o privado y lo social ...................................................... 4. ¿Fin de la política?........................................................... 5. E l p o d e r.............................................................................. 6. La autoridad ...................................................................... Cu a r ta X.

211 211 22

24' 24 < 267 28 < 28 l 287 2(>4 SO.*' 311 31 (> 31 ') 33 ( 345 35 ' 361 374

p a r te

Una conciliación imposible ................................................. 1. La perspectiva abierta de K a n t..................................... 2. Contiendas sobre la herencia arendtiana ................... 3. E l juicio y la «actividad del pensam iento»................

38‘) 38‘) 401 418

Bibliografía de las obras de Hannah A re n d t............................... Bibliografía de los estudios sobre HannahArendt .....................

43 ' 45 \