Dionisio dormido sobre un tigre : a través de Nietzsche y su teoría del lenguaje
 9788423322695, 8423322696

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DIONISO DORMIDO SOBRE UN TIGRE A través de Nietzsche y su teoría del lenguaje

Ensayos / Destino

Colección dirigida por Rafael Argullol, Enrique Lynch, Fem ando Savater y Eugenio Trías Dirección editorial: Felisa Ramos

© Enrique Lynch» 1993 © Ediciones Destino, S.A., 1993 Consell de Cent, 425. 08009 Barcelona Primera edición: abril 1993 ISBN: 84-233-2269-6 Depósito legal: B. 11.039-1993 Impreso por Limpergraf, S.L. Carrer del Riu, 17. Ripollet del Valles (Barcelona)' Impreso en España - Printed in Spain

A Estela Ocampo Toujours en proie á la Licome.

índice

Reconocimientos ........................................ Un mundo al lado del Mundo ( I n tr o d u c c ió n ) ... Cuestiones de método ................................. Sobre el e stilo .............................................. Estilo, género, aforismo, fragmento .-........ I. Tan sólo símbolos (G e n e a lo g ía ) ................. Filología y filosofía....................................... La m úsica..................................................... Origen del lenguaje y simbolización.......... Sonido, imagen y concepto ........................ Comunicación y conocimiento ................. II. El arte inconsciente (R e tó r ic a ) ................. La imitación y la transferencia (o traspo­ sición)........................... ................................ Forma y relación........................................... El C u rso d e R e tó r ic a ................. .................. En sentido extramoral ................................ Filosofía y literatura - Literalidad y figu­ ración ............................................................. Para la crítica de las condiciones del pensar

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III. Sobre la filosofía de los conceptos grises (.Epistemología) .................... ..................... Lenguaje, coerción y pensamiento............. La palabra «apariencia» ............................ La crítica del concepto de causalidad ...... Fenomenalismo y perspectiva..................... Lenguaje, gramática y error .................... El sujeto .................................... ................ F in a l................................................................... Notas................................................................... Bibliografía.........................................................

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Diortiso a lomos de un tigre: el cráneo de una cabra: una pantera. Ariadna sueña: «abandona­ da por el héroe, sueño con el superhéroe». ¡Dioniso, que guarde silencio! F. N ie t z s c h e , verano de 1883.

Quiero agradecer a las personas que, en distintos terrenos, han colaborado en la realización de este trabajo. Con José María Valverde estoy en deuda, en pri­ mer lugar, por sus oportunas sugerencias, orienta­ ciones metodológicas y observaciones críticas sobre el original, y por haber puesto a mi disposición su propia selección de los escritos de Nietzsche sobre el lenguaje, sin duda mucho mejor fundada que la mía y decisiva para que pudiera cumplir con mi plan de trabajo, en la medida en que alivió la larga y engo­ rrosa tarea filológica. Pero sobre todo quiero agra­ decerle su generosidad y desinterés por haber per­ mitido que me inmiscuyera en un ámbito que en gran medida le pertenece. A Rafael Argullol, Miguel Morey y Eugenio Trías agradezco su voto de confianza con ocasión de mi incorporación a la Facultad de Filosofía de la Uni­ versidad de Barcelona, circunstancia que me ha per­ mitido contar con un apoyo económico mínimo —aunque vital— para la ejecución de este trabajo, además de permitirme, por vez primera en mi acci­

dentada «vida académica», gozar de todo el tiempo disponible para encarar un proyecto de esta natura­ leza. Por último, a Angela Ackermann y Bengt Oldenburg agradezco su inestimable ayuda en la traduc­ ción y revisión de los textos de Nietzsche.

Un mundo al lado del Mundo

(Introducción)

El lenguaje no entró de nuevo directamente y por sí mismo en el campo del pensamiento sino a fines del siglo xix. Se podría decir aun que en el XX, si el filólogo Nietzsche —y aun en este terreno era tan sabio, sabía tanto y escribía tan buenos li­ bros— no hubiera sido el primero en acercar la tarea filosófi­ ca a una reflexión radical sobre el lenguaje. M ic h e l F o u ca u lt

El poeta Wallace Stevens dejó a su m uerte un con­ junto de sentencias, comentarios de lectura y notas de trabajo apuntadas en cuadernos. Estos textos cir­ cunstanciales, redactados con letra impecable y de caligrafía casi escolar, aparecieron en un volumen de aforismos con el título: Adagial Del legado de Stevens los editores de la colección escogieron aque­ llos escritos que contienen observaciones miscelá­ neas sobre la tarea del escritor, sobre el mundo, so­ bre Dios y, en particular, sobre el universo del lenguaje; y más precisamente, sobre la metáfora, que Stevens dominaba como pocos poetas de su ge­ neración. En esos escritos póstumos sobresalen dos curiosas observaciones. En una Stevens afirma que: «No hay nada semejante a una metáfora de una metáfora. No se progresa a través de las metáforas. La realidad es el elemento indispensable de cada metáfora. Cuan­ do digo que un hombre es un dios es fácil ver que, si

además añado que ese dios es algo más, dios se ha convertido en la realidad».2 Tal como se lee, el pa­ saje conlleva una velada advertencia. En primer lu­ gar se dice que la metáfora, figura retórica por anto­ nomasia, no puede derivarse legítimamente de otra metáfora, aunque en realidad cualquier hablante de mediana experiencia sabe que lo habitual es que ocurra precisamente lo contrario, que este tipo de licencia es común en todos los usos de la lengua, tanto hablada como escrita. Stevens piensa en el conocimiento en relación con el discurso poético, porque la poesía es para él un medio legítimo de conocer el mundo. El aforismo advierte que el procedimiento corriente que sigue el hablante al de­ rivar metáforas a partir de otras metáforas implica un peligro pues cualquier derivación metafórica hace que la metáfora original se eleve al rango de las cosas mundanas, se convierta en un objeto real. Ela­ borada metafóricamente, cualquier tesis resulta probable, incluso Dios. Así lo apunta al referirse en­ seguida a la equiparación de un hombre con Dios, cuya «existencia» —así como sus atributos, que pue­ den predicarse de algún individuo— se apoya a me­ nudo en alguna artimaña discursiva. Hay un toque de ironía en el pasaje cuando se alude a la facilidad con que, por cualquier medio, sobré todo si es me­ tafórico, se puede demostrar la existencia de Dios. Se puede «probar» Su existencia con sólo elaborar metafóricamente la idea de la divinidad dentro de una fórmula figurada cualquiera. Y viceversa, para desmantelar lo que pretende la argumentación pro­ batoria de la existencia de Dios es suficiente con re­ cordar que hablar de «existencia de Dios» sólo es posible en un sentido metafórico. Pero además el aforismo adopta un sesgo metodo­ lógico de acuerdo con cierta poética privada, por su sentido preceptivo, puesto que si bien no condena el abuso de la metáfora, recomienda un uso ponderado

de esta figura (cuando establece que nunca se han de derivar las unas de las otras). Stevens apunta tam­ bién que la metáfora se ajusta a un régimen realista al advertir que la realidad es el elemento necesario de cualquier figura retórica. El realismo era ya un requisito insoslayable incluso para el más radical de los sofistas, el temible Gorgias, a quien se atribuye la frase: «El ser sin apariencia es oscuro, pero la apariencia sin ser es inane».3 Sobre las palabras opera, pues, un requisito de realidad, aunque las veamos integradas en figuras del discurso, y este requisito es imperativo porque determina como un modelo irrenunciable los modos de nuestro saber, en el sentido de que no hay saber posible, y tampoco progreso de ese saber, que avan­ ce por un camino exclusivamente metafórico; lo cual, si lo pensamos bien, implica un juicio decep­ cionante para la llamada sabiduría poética, que pre­ sume de conocer mediante metáforas, y un proble­ ma sistemáticamente soslayado por la enorme mayoría de los filósofos actuales en España, en la medida en que muchas veces trabajan sin la menor consciencia del lenguaje, felizmente y totalmente prisioneros de las figuras del discurso, empleadas o no con la debida habilidad que requiere cada estilo. En términos generales, puede decirse que hay una filosofía metafórica, un tipo de discurso cargado de metáforas sin valor literario pero con enorme peso mistificante, discurso que simula progresar sobre el hSrízbnte de un saber que no es tal y que o bien deri­ va en jerga o bien se prodiga alegremente en sus propios extravíos; así como hay también una filoso­ fía consciente de sus artilugios discursivos que mu­ chas veces no nos dice nada. Y, si la primera tiende a quedar hechizada por sus propias fantasías figurati­ vas, la segunda a menudo se reduce a una mera me­ todología. Si se acepta la advertencia de Stevens en el sentido de que no hay progreso posible en el saber

cuando el discurso es metafórico, se ha de advertir a la vez que no hay progreso que no sea a su vez me­ tafórico, o sea, un progreso aparente: la ilusión de que, pronunciando palabras, avanzamos en el cono­ cimiento del mundo. De manera que la superviven­ cia de esta maniera filosófica en nuestro medio sólo se explica por cierta ceguera que deviene de la in­ consciencia lingüística o de creer que se es conscien­ te del lenguaje porque se pone un ojo en la gramáti­ ca y el otro en la lógica. Por último el texto de Wallace Stevens tiene un sesgo familiar que deja sentir una vaga reminiscen­ cia platónica. Stevens amonesta a los poetas y les advierte que su oficio, tan hábil y espléndido en la derivación de metáforas a partir de metáforas, a ve­ ces conlleva que todo lo que produzcan como imagi­ nario tienda a ser tomado como real, fenómeno ha­ bitual y reconocido en la mayoría de las ficciones literarias, que gozan de la propiedad de generar en­ tes y acontecimientos que no son del todo verdade­ ros y tampoco del todo falsos. En la literatura, como es sabido, no se trasgrede absolutamente la regla de la verdad sino que se suspende su régimen más rigu­ roso y realista. La literatura tiende a hacer caso omiso de la recomendación de Gorgias. El recelo platónico respecto de los poetas se derivaba precisa­ mente de esta reserva frente a la supuesta incapaci­ dad de los poetas en cuanto a controlar la referencia —para decirlo en términos modernos—. En los poe­ tas, según Platón, se da un extravío típico que los aleja de la vía de la verdad que reclama para sí la filosofía desde Parménides. Y cabe recordar que cuando hablo —con tono involuntariamente solem­ ne— de «controlar la referencia», quiero decir ex­ presamente: no decir disparates. La evocación solapada de Platón se confirma en otro aforismo de la misma colección de Adagia: «La metáfora crea una nueva realidad a partir de la cual

la original aparece como irreal ».4 En éste aforismo queda aún más patente la reserva platónica, puesto que se advierte sin ambages acerca del carácter productivo-mistificador que es propio de todo discurso metafórico, esa cualidad que se afirma tanto más en cuanto se despliega el extraordinario poder de su­ gestión de la metáfora en la comunicación. La metá­ fora no sólo crea una nueva realidad sino que ade­ más destruye aquella que la constituye en tanto que figura: se «realiza» al mismo tiempo que «des-realiza» su base de realidad. Este efecto de mistificación aparece aquí descrito con mayor precisión y hace más relevante la denuncia de la metaforización en el discurso que tiene pretensión literaria. Se entiende, además, por qué la metáfora no puede servir para hacer progresar el conocimiento: su camino, que si­ mula progresión sin ejecutarla, destruye las fuentes de las que manan las nuevas ideas, borra el rastro de sus pisadas. Las implicaciones de la observación de Stevens se pueden extender hasta sus últimas consecuencias con sólo advertir que esta mistificación del prin­ cipio de realidad se verifica en todo enunciado en tanto que organizado según figura, es decir, con un alcance y una finalidad retóricos. De este modo, Stevens parece sostener que la prodigiosa capacidad creativa del lenguaje, potenciada, por ejemplo, en las construcciones metafóricas, tiene el inconve­ niente de que destruye, aniquila, hace desvanecer los referentes en que se fundan sus términos, aun cuando estos referentes sean imaginarios. Con cada enunciado metafórico, o en general, con cada enun­ ciado embebido en retórica, producimos un simula­ cro de lo real, que no obstante aparece como repre­ sentación cosificable, y por consiguiente, es capaz de suplantar lo real. Se da la paradoja de que si bien llegamos a la consumación de la función simbólica de las palabras por una vía natural y legítima según

el uso habitual y convencional del lenguaje, lo ha­ cemos a costa de traicionar cualquier aspiración significativo-referencial que pudiera tener nuestra co­ municación. Lo curioso es que no podemos desprendemos de esta cualidad del lenguaje porque está fuertemente imbricada en los modos de nuestro pensamiento. -Así es que la imposibilidad de liberamos de las limi­ taciones que impone esta paradoja tiene algo de ma­ ravilloso, en la medida en que abre al espíritu a inmensas posibilidades de experiencia. Pero abu­ sar del recurso, sin embargo, conlleva también un riesgo. En efecto, lo inquietante de esta deriva mistificadora es que, aunque seamos absolutamen­ te conscientes de que hablamos, e incluso aunque aprendamos a analizar con rigor los modos del ha­ bla que empleamos, puede decirse que nunca llega­ mos a estar seguros acerca de qué estamos hablando, nunca conseguimos determinar a ciencia cierta cuál es la realidad a la que pretendemos referimos. En suma, un enunciado figurativo, cualquiera que sea el juego de lenguaje que empleemos con una in­ tención performativa, con el propósito de actuar, crea m undo.-Más todavía, suplanta el mundo en el que aparentemente se sustenta el discurso y en el que, én principio parecía inspirarse, para reempla­ zarlo por otro mundo no menos real —o real en un modo diferente—, al tiempo que debilita ontológicamente la realidad que había servido como modelo. Nace un mundo al lado del Mundo, un mundo de palabras que anula o disuelve aquel que pretendi­ damente refiere. Éste ha sido desde tiempo inme­ morial el gran «escándalo», por llamarlo así, del fenómeno poético o literario —como se prefiera de­ signarlo—, toda vez que la literatura, como discurso que se abandona sin reservas al sesgo retórico (y ad­ mito que pueda pensarse que ésta es también una observación platonizante), modifica radicalmente lo

real. La literatura crea su propio universo de refe­ rencia en un mundo compuesto de palabras. Su ac­ ción posee, pues, una dimensión ontológica. Un metafísico diría que el discurso «hiende la esfera del ser», añadiendo más ser al ser, mundo al Mundo. Cesura, hendidura, herida que no se puede restañar, puesto que sólo puede encararse ahondando aún más el abismo entre las palabras y las cosas, ya que sólo puede ser abordada desde o por medio de las palabras mismas. En el fondo, el descubrimiento genial de los sofis­ tas fue precisamente haberse apercibido de que el humor que brota de esa herida es logos. Los sofistas comprendieron que la síntesis del logos como ente autónomo, logos que no entiendo aquí como intelec­ to o como razón, sino simplemente como palabra, no sólo situaba a las palabras entre los acontecimien­ tos más sobresalientes, en su maravillosa autono­ mía sino que reafirmaba conjuntamente una auto­ nomía absoluta para sus significados —dicho esto de nuevo según las jergas modernas—, cuya vida y naturaleza se desarrolla en un contexto exclusiva­ mente discursivo, es decir, sólo en el lenguaje. El apercibirse de esta y otras propiedades específicas del lenguaje y de la mutua imbricación que el len­ guaje tiene con la tarea del filósofo, es una de las principales aportaciones del pensamiento de Friedrich Nietzsche, quizá la más importante. Su «cons­ ciencia del lenguaje», por otra parte, ha producido un modo particular y característico de hacer filoso­ fía, un estilo inconfundible. Éste es, por consiguiente, un ensayo sobre la posi­ bilidad o imposibilidad de una «filosofía metafóri­ ca» y un estudio sobre el significado que tiene la consciencia nietzscheana de la mutua imbricación entre pensamiento y palabras. También es una ten­ tativa de reconstrucción de la teoría producida sub­ sidiariamente por esa consciencia. Y, last but not

least, un intento de interpretar la inquietante metá­ fora que sirve de título al libro. El problema es que la obra de Friedrich Nietzsche ha dado lugar, en el relativamente limitado período de un siglo, a un volumen de comentarios tan abru­ m ador y tan desmesurado que parece de antemano ocioso añadir un nuevo comentario a este auténtico corpus de literatura secundaria. Uno de los mayores inconvenientes que tiene el ponerse a escribir acerca de Nietzsche es que resulta casi imposible decir algo original, con el agravante de que se corre un riesgo considerable: ¡hay tantos nietzscheanos confesos o encubiertos circulando por ahí y dispuestos a desca­ lificar toda lectura no canónica del maestro! Incluso si uno intenta escapar a la regla y escoge incurrir en epigonismo, favorecido por el estilo del filósofo, también acaba rodeado de una legión de pensadores que dicen «pensar» a la manera de Nietzsche. Tan­ tos y tan variopintos son los estudios de que ha sido objeto que, cualquiera que sea la contribución que uno se proponga, su contenido tenderá casi por ne­ cesidad a convertirse desde un comienzo en mera redundancia. Por lo tanto, me veo en la obligación de comenzar defendiendo la pertinencia de mi tra­ bajo por la sola razón de que hasta el momento y en lengua castellana, nadie ha encarado un examen si­ quiera superficial de la teoría del lenguaje conteni­ da en la obra de Nietzsche. Lamentablemente, la prim era parte de la excusa, justificar por qué vuelvo sobre un autor tan manoseado, es de difícil defensa, dado que el gesto del comentarista que se disculpa por incurrir en redundancia también empieza a ser redundante, en la medida en que se ha convertido en una fórmula preliminar casi protocolaria en los es­ tudios nietzscheanos recientes. En cualquier caso, el mejor argumento es que, por extraño que parezca y pese al número y la variedad de las investigaciones dedicadas a analizar la obra

de Nietzsche, la cuestión del lenguaje no ha sido muy atendida por los especialistas. O no ha sido ob­ jeto de un tratamiento específico, con excepción de al­ gunos artículos y de un puñado de libros aparecidos en Francia en los años setenta y las monografías sobre cuestiones afines: el tema de la verdad y la interpreta­ ción, el estilo y la relación de Nietzsche con la tradi­ ción filológica y literaria alemana y, en general, lo que se conoce como «teoría nietzscheana del conocimien­ to». En la mayoría de estas aproximaciones, el tema del lenguaje, considerado en su especificidad, apare­ ce subordinado a otro ámbito que se supone tiene mayor trascendencia dentro del pensamiento del fi­ lósofo. Por ejemplo, se estudia cómo la teoría de la metáfora desemboca en una teoría de las ficciones y de ahí en una crítica de la teoría de la verdad como adequatio, o cómo está imbricado el estilo o la escri­ tura de Nietzsche en su modelo del pensamiento, o bien en qué medida su análisis del lenguaje conlleva ciertas implicaciones epistemológicas, pero no se suele reconocer que el lenguaje como problema fi­ losófico haya sido uno de sus intereses centrales. A diferencia de lo habitual, este ensayo está dedi­ cado a estudiar de modo concreto y con intención excluyente, las ideas dé Nietzsche sobre el lenguaje ^ sólo ocasionalmente incurre o se atreve a incursionar en otros terrenos. Es decir, que en este libro me he propuesto reconstruir todas las incidencias de esta personal contribución de Nietzsche a la filoso­ fía, reconociendo que su punto de vista traza una frontera divisoria entre un pensamiento que consi­ dera el discurso como si estuviera subordinado a la razón y otro pensamiento que reconoce que ninguna razón, ningún razonamiento, es concebible en esta­ do de inconsciencia lingüística .5 Nietzsche vuelve a plantear la cuestión en los mis­ mos términos que los sofistas. ¿Cuál es la consecuen­ cia más urgente de esta constatación que se deriva

de la «consciencia del lenguaje»? Que una vez que la cosa es aludida por un juego de lenguaje, el nombre de la cosa se destaca de su referente original, de tal modo que necesariamente habrá más entidad, más potencia ontológica (más posibilidades, más mati­ ces, más sentidos), en suma, más ser, en el nombre que en la cosa o el estado de cosas referido por éste. En este sentido se cumple aquello advertido por Ste­ vens en relación con la metáfora: el nombre des-realiza su referencia. Desde luego, se puede y se debe matizar esta tesis nominalista tan radical y advertir, de paso, que no es exclusiva de la «consciencia del lenguaje». Así, Nietzsche sostenía que los nombres de las cosas pre­ ceden cronológicamente a las operaciones lógicocognoscitivas que realizamos con ellos. De ahí que pensara que, por el contrario, los nombres (y en un grado aún más elevado, los conceptos) son en térmi­ nos ontológicos más «pobres» que sus referentes, aunque nos resulten «más reales», más auténticos. A sus ojos, los recursos de la lógica y del conocimiento estaban, por así decirlo, «infectados», marcados por una suerte de «estigma» de origen que se relaciona directamente con las necesidades de la comunica­ ción y la sobrevivencia. La cuestión del nominar, del dar nombre, es uno de los puntos de partida de la reflexión nietzscheana sobre el lenguaje. En un pasaje de Humano, dema­ siado humano en el cual Nietzsche comenta un texto de Rousseau, la actividad discursiva más elemental —entre las que practican los hombres como usua­ rios del lenguaje— es descrita como un designar [rubrizieren], como un mero poner nombres a las cosas. Más precisamente, ese «poner nombres» es presen­ tado como un acto de crear o de poner un mundo al lado del Mundo.6 Pese a que el nuevo mundo creado es un sistema de rótulos, de hecho atribuimos al len­ guaje un valor y un poder inmensos. ¿Por qué le da­

mos tanta relevancia? ¿Por qué lo empleamos como medio de conocimiento y contexto de prueba para nuestras reglas de vida? La creencia en la omnipo­ tencia del lenguaje, en cuanto a que éste proporcio^ na un conocimiento del mundo, se inspira sin duda en la capacidad demiúrgica del discurso, que fasci­ na a los hombres; pero, por otra parte, esta creencia no sería atendible si no fuera que hemos olvidado cómo se han ido constituyendo los elementos del discurso en el proceso simbólico y comunicacional. Tomamos los nombres como dados y olvidamos que han sido constituidos, tema que Nietzsche desarro­ lló en un conocido opúsculo inédito, Sobre la verdad y la mentira en sentido extramoral, que remata en la célebre tesis según la cual las verdades son metáfo­ ras que hemos olvidado que son tales.7 No basta en­ tonces con haber puesto un mundo de palabras al lado del mundo de los entes reales, es preciso haber olvidado que estos dos mundos coexistentes son también irreductibles, «inconmensurables», como se suele decir hoy en día. Testimonió de ese olvido es la creencia en los nombres como oetemoe veritates, la creencia en que el lenguaje permite al hombre ele­ varse por encima del animal y alcanzar un conoci­ miento cierto del mundo.8 En efecto, si Ios-hombres se hubiesen dado cuenta de que los elementos del lenguaje no son parte del Mundo (sino de ese univer­ so paralelo creado con finalidades de dominación) —y parece obvia la referencia a la gramática como encubridora del error— las lenguas como tales no habrían sido inventadas. Era preciso concebir la he­ rramienta y olvidar que se la había creado, olvidar que sus elementos son apenas rótulos, así como —se­ gún se observa en El Anticristo— para ser un buen creyente es necesario olvidar que Dios es un subpro­ ducto de la fe. La certeza de que hay un mundo al lado del Mun­ do surge cuando se adquiere consciencia del lengua­

je, y plantea el problema central, ontológico, del no­ minalismo: ¿qué sabemos del mundo, la cosa o tan sólo lo que el lenguaje (el nombre, la designación, la marca, el signo, etcétera) nos permite reconocer de la cosa? ¿Acaso no hay en cada rótulo una sustitu­ ción, un escamoteo entre realidad y representación, entre la cosa y el nombre, que es preciso disimular? ¿Y no es el discurso una mera argucia para sortear ese abismo que separa mundos que el hablante con­ cibe en paralelo? Muchas veces se pretende leer el nominalismo nietzscheano como una versión anticipada del posi­ tivismo radical de la llamada prim era etapa de Wittgenstein,9 pero no acaba de verse ciará la aso­ ciación de la filosofía analítica con las ideas nietzscheanas sobre el lenguaje. Es verdad que para Nietzsche nunca trascendemos los .límites del len­ guaje en nuestra relación con la cosa, y también es cierto que, para él, en el lenguaje está el límite abso­ luto de toda epistemología. Pero no se debe olvidar que, a diferencia de los llamados filósofos analíticos, Nietzsche funda su punto de vista en postulados psi­ cológicos y en una teoría perspectivista del conoci­ miento y de la interpretación que son inadmisibles para el análisis filosófico. Su posición de principio, su nominalismo consecuente, plantea un problema análogo al que suscita la conocida fórmula wittgensteiniana según la cual los límites de mi mundo son significados por los límites de lo que puedo expre­ sar,11 pero su enfoque de la cuestión no es lógico ni metodológico. Admitido que el lenguaje sea un territorio autóno­ mo, «un mundo al lado del Mundo», su autonomía sugiere una cuestión aún más subversiva: si no nos ha sido dada la posibilidad de trascender el lengua­ je, ¿de dónde surge la pregunta por la cosa? Si sólo contamos con el nombre, ¿por qué, pues,presupone­ mos un afuera del lenguaje al que éste se refiere y

designa? ¿A qué viene que la referencia, como tal, y todo el universo de problemas ligado a la referencia (verdad, regla, prueba, juicio, etcétera) sea un cam­ po problemático? ¿Cómo practicar la filosofía cuan­ do se niega que sus enunciados tengan una genuina referencia? Y esta pregunta apunta a otra aún más compleja: el carácter de artefacto, de producto, que Nietzsche atribuye al lenguaje, ¿explica acaso que también se haya inventado su hijo legítimo, el conocimiento, es decir, el acto de consciencia que se apoya en el su­ puesto de que a cada nombre le corresponde una cosa? ¿No habrá sido inventado también su criterio de verdad? Si el criterio de verdad debe fundarse en la adecuación entre el nombre y la cosa, en el mode­ lo de la verdad como correspondencia, dicha adequatio, ¿nos es dada o acaso ha sido «inteligida», y, por lo tanto, inventada por el conocimiento? La res­ puesta de Nietzsche es en el fondo escéptica: aunque veamos que en el origen había dos mundos, constan­ temente —aunque sólo sea por razones como las ex­ puestas por Wallace Stevens—nuestra disposición a expresamos con metáforas nos impone olvidar la existencia de esos dos mundos, nos induce a creer que sólo existe el mundo dado en el lenguaje toda vez que bada metáfora «crea una nueva realidad a partir de la cual la original aparece como irreal». Debe de existir, por consiguiente, un dispositivo intralingüístico, un proceso inherente a la relación sig­ nificante entre lenguaje y mundo, que encubra el ol­ vido, que nos induzca a no diferenciar entre lo que nos ha sido dado y lo que nosotros mismos creamos para conocer valiéndonos del discurso. Un mecanis­ mo, por llamarlo así, que nos permita circular indis­ tintamente entre los dos mundos coexistentes, dis­ puestos en paralelo, prescindiendo del incómodo principio de realidad o de la variante preceptivorrealista atribuida a Gorgias.

El conocimiento —o la idea de conocimiento—, piensa Nietzsche, ha sido hasta ahora un ardid para resolver la paradoja que está planteada en el lengua­ je: por un lado instrumenta positivamente la capaci­ dad metafórica; por otro lado, nos obliga a encerrar­ nos en sus términos y nos convence de que en verdad podemos progresar de una metáfora a otra, que avanzamos en el conocimiento de las cosas eleván­ donos en los grados del saber hasta cotas superiores de certeza con sólo multiplicar las metáforas. La técnica, con sus espectaculares resultados, viene a sum inistrar las pruebas fehacientes de tal avance. Pero el caso es que ninguna teoría del conocimiento ha sido capaz hasta ahora de superar los problemas que plantea la actual consciencia del lenguaje, que precisamente pone en tela de juicio esa certeza deri­ vada de las palabras. Una parte importante de este ensayo está relacio­ nada, pues, aunque sea alusiva o implícitamente, con la cuestión del olvido a que Nietzsche a menudo hace referencia. Mi tesis es que la teoría nietzschea­ na del lenguaje explica a su modo cómo es posible que sujetos que se comunican constantemente por medio de figuras (representaciones, imágenes, con­ tornos móviles, etcétera) cuyo sentido efectivo de­ pende de la recepción de otro y del medio de la co­ municación, pueden defender la realidad de lo que refieren, es decir, cómo es posible que los hombres hayan llegado a acuerdos por medio de comunica­ ciones lingüísticas, cómo es que esgrimen «criterios de verdad», cómo han llegado a aceptar reglas y jui­ cios, e incluso establecido un culto de la razón y al «tener razón» si aquello a lo que aluden, aquello que afirman y defienden depende, en última instancia, de la «razón» del otro, es decir, de un sentido que deviene de la recepción o apropiación de ciertos contenidos trasmitidos por signos, nombres cuya re­ ferencia nunca pueda ser fijada del todo. En definiti­

va, cómo es posible que los hombres hayan salvado el tremendo escollo que plantea la doble naturaleza del mundo en el que están incluidos y a la que inevi­ tablemente están ligados. Una naturaleza que, a su especial complejidad, agrega su condición de indecidible, puesto que esa doble naturaleza o bien es simple, tan simple como la naturaleza de la palabra, y entonces es puramente discursiva, dependiente del hablante o de la lengua (o de ambos); o bien es do­ ble, palabra y cosa, cada una con su particular modo de ser, lo cual obliga a tener que encontrar un procedimiento legítimo para la verificación de la re­ ferencia entre ambas, tal como lo exige el realismo, tarea a la que de una manera u otra está dedicada una parte considerable de la reflexión filosófica, desde hace más de dos milenios. Mi lectura de Nietzsche está orientada, pues, por lo señalado en la sutil cortapisa enunciada por el poeta Wallace Stevens, con el supuesto de que ésta fue, en efecto, la línea seguida por las prooias obser­ vaciones nietzscheanas. Por otro lado, me parece prudente advertir que mi lectura de Nietzsche, aun cuando se ajuste a la regla tácita de la literalidad (con todo lo que ésta tiene de peligroso y por discutibles que sean sus pretensiones de autoridad, sobre todo en un filósofo que reniega de todo literalismo para sí y lo cree ilusorio y, en el fondo, inaccesible para sus lectores), a menudo ten­ derá a traicionar el sentido de los textos analizados. He estudiado a Nietzsche para «hacerlo gemir», si­ guiendo la regla sugerida por Michel Foucault, quien recomendaba que, para ser fiel a Nietzsche, había que violentarlo sin piedad y, si fuera preciso, hacerle decir cosas insostenibles, como una manera de profundizar en su radical e idiosincrásica excen­ tricidad. De hecho, tanto si lo admiten como si no, así han procedido muchos de sus comentaristas más reputados, Heidegger entre ellos. La impresión que

se lleva el lector al repasar los comentarios es que, en su afanosa busca de una «argumentación» con­ sistente, ante la superficie incontomable que dibu­ jan los fragmentos, los autores hacen proliferar in­ numerables identidades del filósofo, infinidad de máscaras e investiduras filosóficas muchas veces contradictorias e irresumibles entre sí.12Cada abor­ daje produce su propia versión del filósofo de tal modo que los comentarios dan lugar a una variada galería de retratos de Nietzsche, como si cada nueva lectura describiera un cariz inédito del polifacético e inasible Dioniso. La mía no podía ser una excep­ ción a la regla. Pero faltaría a la verdad si no reconociera que en esta tarea no me he servido de cierta estrategia de lectura. En efecto, cuando se enfrenta uno a la in­ mensidad y al caos de la obra nietzscheana parece imposible —y de hecho así lo es— leerlo sin un es­ quema. Corresponde entonces resumir, para com­ pletar esta introducción, el guión que ha orientado mi lectura.

El conjunto de la obra filosófica de Nietzsche está pautada y regulada por constantes referencias al lenguaje. Unas veces estas referencias se limitan a apuntar la inasibilidad de los productos del discur­ so, su imprecisión, sus trucos encubiertos. Otras ve­ ces, estas observaciones remiten a su formación fi­ lológica, denunciada hacia comienzos de la década de 1870, pero siempre presente como método en todo su trabajo, como la sombra de una influencia que el filósofo prefiere rechazar pero de la que no puede despojarse del todo. Las opiniones de Nietz­ sche sobre el lenguaje remiten asimismo a proble­ mas de la lengua alemana o del estilo en general (Nietzsche es notorio por su obsesiva atención hacia

la forma en relación con la escritura filosófica); o bien se extienden en el comentario de sus lecturas predilectas. A menudo las observaciones revelan cierto escep­ ticismo radical en materia de juicio y un relativismo que unas veces se matiza y otras veces se expresa de manera poco razonable. En cualquier caso, estas ob­ servaciones no forman ningún corpits, es decir, no pueden constituirse en «teoría o filosofía del lengua­ je», sino que son, en definitiva, acotaciones margi­ nales realizadas en el curso de una empresa que, más que filosófica, Nietzsche pensó como profética .13 Cualquier aproximación a estas observaciones no puede ser sino un comentario marginal sobre los propios comentarios marginales del filósofo a un tema que, paradójicamente, es fundamental para comprender el conjunto de su pensamiento. Sin embargo, este carácter marginal no debe lla­ mamos a engaño. Mi intención es llegar a demostrar que estas observaciones nietzscheanas sobre el len­ guaje son tan decisivas como centrales en su proyec­ to filosófico. No se pueden interpretar los conteni­ dos de esta filosofía evangélica y persuasiva, su crítica de la metafísica y de la religión, su tentativa de trascender el horizonte de la moral, su teoría de los valores y su estética, si se prescinde de sus obser­ vaciones sobre el lenguaje, por marginales que éstas sean. Y, por el contrario, se puede abordar la difícil tarea de articular las observaciones sobre el lengua­ je con independencia de la filosofía construida sobre esos cimientos, como es lícito estudiar la estructura molecular del mármol sin que importe que haya sido utilizado en la fachada de un edificio, en la construcción de una escalera o en la Victoria de Samotracia. El pensamiento de Nietzsche no llega a producir una auténtica teoría del lenguaje, pero su filosofía es ininteligible —a menos que se traicione la regla de consistencia que requiere cualquier lec­

tura— si no se tienen en cuenta sus presupuestos en materia de lenguaje. Es más, su particular estilo, aluvional, escandido, interrupto, desvertebrado, parcelado hasta la exasperación, es la consecuencia de la consciencia que el filósofo tiene de estar ope­ rando en el marco de las condiciones determinadas por un medio que él no controla, la consciencia de que él también es, siempre, un operador lingüístico, un hablante, y no tan sólo un hombre que piensa, esa investidura fabulosa que suele ser la favorita de los filósofos. El lenguaje es para Nietzsche un devenir que no puede ni debe ser fijado. Por esta razón, tampoco pueden y deben ser fijados los resultados que se ob­ tengan con él. Tan sólo se puede pretender que tales resultados sirvan para alcanzar un efecto. En coinci­ dencia con ello, el pensamiento de Nietzsche está ex­ puesto de acuerdo con una profunda, íntima y esen­ cial estrategia de persuasión, no sólo en la factura de sus proposiciones, sino en sus pretensiones y sobre todo en sus procedimientos, lo cual significa que no aspira a realizar ninguna verdad o a defender nin­ gún principio sino que se propone generar un resul­ tado en aquel que atiende a la voz de Zaratustra, que dictaba su sabiduría según un cuidadoso plan de se­ ducción. El discurso nietzscheano está dotado de una retórica poderosa y de una forma tronitruante, cuya fuerza y vehemencia son difícilmente compa­ rables dentro de la tradición filosófica europea. Nietzsche no se presenta a sí mismo como un filóso­ fo sino más bien como un legislador.u No persigue alcanzar razón sino que busca convencer o, en todo caso, persuadir a un interlocutor desconocido, pero bien dispuesto y sensible a su fuerza argumentativa. La fuerza y no la razón, la potencia de la entonación y no el rigor del argumento, son las cualidades de este pensamiento que rechaza por priricipio cual­ quier pretensión de ser elevado a episteme. Es más,

se trata de un discurso que deliberadamente se re­ serva en su dimensión «dóxica», intencionada y ses­ gada, y que funda su reserva en cualidades irrenunciables del discurso en general. La decisiva asunción de la propia palabra como doxa y en contra de toda pretensión epistémica, es lo que pone a Nietzsche contra la tradición parmenídea, y esta asunción es indistinguible de su tesis bá­ sica según la cual todo lenguaje es retórica. Su pro­ pio discurso es fiel a esta concepción del lenguaje. En efecto, es retórico no sólo por la manera de enun­ ciar sino por la intención que orienta a sus enuncia­ dos. Si tenemos en cuenta lo que escribe en los apun­ tes sobre la elocuencia entre los griegos acerca de la retórica como la «hacedora de la persuasión»"\rhetoríké peithous demiourgos], citando a Córax,15 el pen­ samiento de Nietzsche podría ser calificado de filo­ sofía concebida para la persuasión, en constante tensión agonística con tradiciones filosóficas en bo­ ga (el kantismo, el platonismo, el cartesianismo, et­ cétera), un pensamiento de combate, que busca alia­ dos y no intérpretes, porque es indiferente "a la razón. Leer a Nietzsche, por consiguiente, equivale a asistir —y a veces a intervenir—en un combate con­ tra toda clase de fantasmas filosóficos. Acompañarlo en esta lucha, por consiguiente, obliga con frecuen­ cia a tom ar partido asumiendo posiciones de fuerza que no siempre son racionales. Ni qué decir tiene que interpretarlo es una tarea llamada a fracasar porque su discurso no se propone para ser interpre­ tado, sino que sólo reclama adhesión o rechazo. No es casual, entonces, que la lectura depare un desaso­ siego semejante al que siente el propio Nietzsche, quien se ve a sí mismo como un escritor que sólo escribe para sí y que es leído cuando en realidad lo que pretende es ser seguido.16 Si nos situamos en el contexto de este pensamien­ to que ha sido concebido con una finalidad persuasi­

va y con alcance y modalidades retóricas, ante esta escritura consciente de sí y de su propio estilo, y no tenemos más remedio que apoyamos en una eleva­ da proporción de materiales postumos que son frag­ mentos de grandes frescos de ideas o matices des­ articulados de una totalidad inexistente (aunque allí esté, en gran medida, lo que buscamos), resulta casi irrisorio pretender que el balance de la investiga­ ción dé por resultado una concepción teórica consis­ tente. Cuando mucho, el lector aplicado a recons­ truir las ideas de Nietzsche sobre el lenguaje puede aspirar a formular, a título de mera conjetura, un sistema imaginado, un modelo plausible que dé coherencia a los fragmentos. Este sistema imagina­ rio no será más que un «orden» artificial, propuesto para organizar las observaciones de Nietzsche y para marcar en cada caso el sesgo de sus ideas y así poder analizarlas, presentando el modo como pare­ ce que se engarzan unas con otras. Pero, en la me­ dida en que es imaginario, ese orden, en el fondo, no puede defenderse como si se tratase de un auténtico significado. Puesto que es un orden puramente ins­ trumental, concebido para orientar la lectura, no se­ ría correcto presentarlo aquí como versión definiti­ va del pensamiento del filósofo sino como un orden virtual, semejante a un modelo teórico que se propo­ ne para comprender ideas truncas, que muchas ve­ ces no son más que balbuceos o materiales sin ela­ borar, ensayos o tentativas fallidas, divagaciones y delirios.17 En cualquier caso, hay un orden «tendencial» que me ha servido para orientar la lectura y para dar consistencia a las observaciones dispersas sobre el lenguaje y sólo en este sentido puede ser esbozado como un guión. El guión aludido prescinde por el momento de las etapas juveniles, del Nietzsche ro­ mántico, aunque se ha de. tener presente que en este período temprano se gestan los temas decisivos de

las elaboraciones posteriores, siempre con relación al lenguaje. Muchos de los comentarios correspon­ dientes a la etapa final de Nietzsche, en materia de epistemología, psicología y teoría del conocimiento, están formulados de manera larvaria en los escritos juveniles y en tomo a la época de El nacimiento de la tragedia. Algunos de estos conceptos clave, como lo dionisíaco, las ideas sobre el ritmo en la poesía y la importancia de —y el misterio que rodea a — la mú­ sica, un tema schopenhaueriano, atraviesan toda la obra y evolucionan con ella, inciden o quedan afec­ tados por sus observaciones sobre el lenguaje. . Mi guión comienza, pues, por el origen de un inte­ rés. Nietzsche se ocupa inicialmente del lenguaje como filólogo. De este interés primero deriva, a tra­ vés de un proceso que sería muy difícil rastrear, ha­ cia la relación entre lenguaje y conocimiento. El fundamento de la teoría nietzscheana del lenguaje puede cifrarse en una proposición de principio, en su interpretación del conocimiento como una pul­ sión, enfoque radicalmente opuesto a aquella que lo presenta como resultado de la instrumentación de la facultad racional. Nietzsche presenta el conocimien­ to como nacido de un Trieb zur Metapherbildung, una pulsión o un impulso a formar metáforas o una pul­ sión que da lugar a metáforas. Proponer como punto de partida la determinación de esta pulsión no quiere decir que la teoría del co­ nocimiento en Nietzsche se limite a una teoría de la metáfora .18 Nietzsche afirma que el conocimiento depende de la capacidad metafórica aunque no se limite a ésta. La consecuencia más relevante de esta tesis es que toda especulación resulta de hecho des­ calificada. Si la tradición de la filosofía occidental se ha movido, desde los antiguos griegos, en la di­ rección de analizar el conocimiento como si éste es­ tuviera basado en representaciones [Vorstellungen] compuestas por palabras y conceptos que reflejan la

realidad —de ahí que pueda hablarse de «especula­ ción», y del entendimiento como de un espejo que va perfeccionándose— Nietzsche rompe con esta tradi­ ción al señalar que, dado el origen del conocimiento como producto derivado del lenguaje, lo importante es tener presente el constante disimulo [Verstellung] del entendimiento respecto de cuáles son sus verda­ deros procedimientos, sus auténticas bases discursi­ vas. Ajuicio de Nietzsche la teoría del conocimiento no parece querer aprender más y mejor sobre el mundo sino que se contenta con afinar el sistema del que se vale para disimular que ningún entendimien­ to conoce de las cosas más que lo que él mismo pone en ellas. No se trata, piensa Nietzsche, de dar por sentado la legitimidad de la especulación sino de poner de relieve, en una teoría verosímil del conoci­ miento, el escamoteo (u olvido) del origen de los conceptos que él sitúa en el acto originario de la no­ menclatura, en el poner nombre a las cosas. Al encarar la critica de las teorías del conocimien­ to, Nietzsche parte de este acto originario y afirma que los conceptos [Begriffe] proceden de las pala­ bras y éstas no son más que nombres asignados ar­ bitrariamente a los entes del mundo. Desde luego, su modelo admite que algo de las palabras es toma­ do, captado, aferrado.[greifen] en el concepto, pero no la totalidad de lo que éstas designan. Lo que de~ signan las palabras, o bien ¿s sólo el nombre, o bien es sólo una parte de aquello a lo que el nombre se aplica, a menudo, tan sólo la imagen de la cosa. Así, en la nomenclatura se trasladan [verstellen] aspectos de la cosa a la dimensión del lenguaje, pero sólo una parte de la cosa es referida por el signo. Asimismo, en el concepto vuelven a trasladarse aspectos del nombre a una noción, mientras que otros, los que la singularizan, son descartados. ¿Cómo se puede estar seguro, entonces, de los significados? Este segundo «traslado» es descrito por Nietzsche como una sim-

pie igualación: en cada concepto hay incluidas dis­ tintas cosas que, no obstante, se presentan bajo el mismo nombre. Más aún, la conceptualización es ile­ gítima en la medida en que la operación de igualar en que se basa no es entendida tal cual se produce, como tal igualación, sino como identidad. De modo que cosas que en un comienzo eran simplemente se­ mejantes —el nombre designa muchas cosas simila­ res aunque no idénticas— resultan representadas en el concepto como idénticas. Toda comparación previa a la igualación revela que el procedimiento para igualar es, en el fondo, «artístico», ya que se trata de inventar, de crear, de concebir una identidad que no se encuentra por nin­ guna parte. Si es artístico, el lenguaje revela asimis­ mo que el trabajo del conocimiento se ejecuta sobre imágenes de cosas. Es decir que, aunque el entendi­ miento proceda con palabras que funcionan como nombres, los nombres son tratados como imágenes. La igualdad entre cosas diferentes sobre la que se funda la identidad necesaria para consolidar los conceptos es una imagen y brota de imágenes, "que se organizan para formar imágenes conceptuales. El entendimiento, en el modelo nietzscheano, actúa como un artista porque no toma de la cosa, en cada nombre, sino aquello que le sirve para constituir una imagen, aunque cuando se refiere a su actividad como «conocimiento» habla de esa imagen como si representara la totalidad de la cosa. La sucesión de «traslados» y modalizaciones (tra­ tar una cosa como si fuera otra cosa) que se mani­ fiesta en toda esta compleja manipulación del en­ tendimiento deja ver una naturaleza en principio metafórica en todas las operaciones mentales en el nivel de los significados. La metáfora aparece en el modelo propuesto por Nietzsche operando según dos variantes. Primero cuando el entendimiento se plantea resolver las diferencias sustituyéndolas por

lo idéntico conceptual —aunque en rigor habría que hablar aquí de sinécdoque, una parte (lo semejante, lo igual) que se toma por el todo—; segundo, en esa transferencia [Übertragung] del sentido de Una cosa (o del nombre) a otra cosa que está en la base de la identificación conceptual. Esta segunda variante de lo metafórico se corresponde con la definición canónica de metáfora dada por Aristóteles en su Poética. En suma, Nietzsche presenta el conocimiento como escenario de un riquísimo conjunto de opera­ ciones de intercambio donde proliferan los trasla­ dos, las trasliteraciones, las transferencias y las sus­ tituciones. Este escenario requiere de un medio idóneo, un contexto en el cual sea posible ejecutar las operaciones con toda comodidad y sobre todo con eficacia, un medio semejante a un Gran Merca­ do donde se desarrollen toda clase de trapícheos y artim añas discursivas con las monedas habituales que circulan en nuestra relación con el mundo: pa­ labras. gestos, sonidos, imágenes, conceptos y repre­ sentaciones ilusorias. En principio, este contexto es el lenguaje. Y, en efecto, tanto la identificación, que traduce la igualdad como identidad conceptual, como la transferencia [Übertragung] acontecen ante todo y sobre todo en el lenguaje. El lenguaje es el me­ dio más apto para estas operaciones con esencias y nombres, no sólo porque es un medio natural de in­ tercambio y circulación simbólicas entre los ha­ blantes sino porque se presta para el escamoteo de los significados y para el necesario encubrimiento, enmascaramiento y disimulación de los procedi­ mientos empleados. Pero, así planteada, la crítica del conocimiento se parece mucho a una revisión de la gramática. Nietz­ sche radicaliza entonces su crítica y comprende que, en cuanto producto de cierta capacidad humana que permite emitir sonidos articulados, el sistema de los

nombres no basta para constituirse como tal en el Gran Mercado de los disimulos y las transferencias e intercambios. Los hombres han aprendido a articu­ lar sonidos para elevarse por encima de la simple gestualidad animal y de la comunicación por gritos, pero esto no basta para que el sistema de los sonidos esté en condiciones de servir como medio genuinamente lingüístico. Es preciso que se cumpla además una condición: que la totalidad de las experiencias humanas (acciones, ideas, representaciones, imagi­ naciones, fantasías, etcétera) sean tratadas como signos. La recurrente expresión Zeichenrede, lengua­ je de signos, remite a esta condición que convierte toda la reflexión nietzscheana sobre el lenguaje en una semiótica incipiente, rudimentaria, pero semió­ tica al fin. La posibilidad de «tomar una cosa por otra cosa», implícita en la fórmula del principio de identidad (muchas determinaciones reducidas a una única de­ terminación) al ser habilitada por la metáfora per­ mite que los signos de lo físico puedan ser interpre­ tados oportunamente a través de un signo de lo espiritual. En rigor, se explica así la posibilidad misma de que algo físico tenga un «contenido» o un «significado» espiritual. Asimismo, la dimensión li­ teral del signo puede ser proyectada, indefinida­ mente, en una variada gama de dimensiones figura­ das, o figurativas, y autoriza que un signo pueda diseminarse en la serie infinita de sus significacio­ nes. Los signos audibles, a su vez, pueden asumir una representación visual y referir sin embargo la misma cosa. Lo subjetivo puede ser idéntico a lo ob­ jetivo e intercambiable de tal modo que una impre­ sión personal, al ser transferida al lenguaje y elabo­ rada en este medio, puede alcanzar el status del objeto. Más aún, este dispositivo semiótico, fijado por el lenguaje, hace posible que aquello que se ges­ ta internamente pueda aparecer como si se hubiese

producido fuera: éste será el argumento que servirá como base para la contundente crítica nietzscheana de la causalidad. Por otro lado, además de esta idea de la metáfora como medio de constituir las necesarias identida­ des, hay otra dimensión de lo metafórico, que sigue la definición de Aristóteles y que permite a Nietz­ sche presentar un modelo «fisiológico» del conoci­ miento.19 Según este modelo, y siempre de acuerdo con la representación del conocimiento como pul­ sión, en la base originaria de los conceptos hay un estímulo nervioso que da lugar a una imagen en el sujeto. La imagen transfiere sus contenidos de senti­ do a sonidos y éstos, articulados según reglas con­ vencionales que el hombre ha ido perfeccionando durante la evolución de la especie, constituyen pa­ labras que forman, por igualación, simplificación y abstracción, nuevas metáforas sancionadas como conceptos. En este segundo desarrollo de lo metafó­ rico, el modelo nietzscheano presenta una cadena de lenguajes o códigos unidos por sucesivas transferen­ cias de sentido, como conexiones entre distintos «lenguajes». Así, hay un «lenguaje de los instintos», un «lenguaje de los afectos», un «lenguaje de los so­ nidos» (gritos, tonos, ritmos, timbres, etcétera) y un «lenguaje de las señales» (marcas, ademanes, ges­ tos, etcétera). Cada uno de estos «lenguajes» es un lenguaje de signos. Lo que vehiculiza la transferen­ cia de los sentidos por sucesivas descodificaciones —por llamar de alguna manera a los procesos que comunican a los distintos lenguajes entre sí— es su condición equivalente para un punto de vista semiótico general. No podríamos comprender este proceso con sólo decir que tiene lugar en el lenguaje. Debe­ mos además entender que se trata de una mera se­ miótica [blofie Semiotik].20 El lenguaje, entonces, es como un continente, un ámbito especial en el que estas operaciones son posibles, el medio de esa se­

miótica elemental que permite la comunicación hu­ mana. Ahora bien, en el marco de la comunicación la re­ lación del operador lingüístico, del hablante, con el mundo (que sólo es de signos) es dinámica. Se re­ quiere del sujeto el empleo de una fuerza —una de las muchas investiduras que asume la voluntad de poder— en la comunicación, para orientar y organi­ zar sus operaciones intelectivas. Esta fuerza es defi­ nida indistintamente por Nietzsche como Erkenntnistrieb (de nuevo la idea de una pulsión, pero esta vez del conocimiento) o Erkenntniskraft. Lo peculiar de esta fuerza es su carácter específicamente huma­ no, que deviene de su aplicación a finalidades hu­ manas. Lo que se obtiene de ella, por consiguiente, no puede ser sino un cúmulo de antropomorfismos, representaciones ilusorias hechas a la medida y para satisfacción del sujeto que las produce, «dema­ siado humanas» para lo que pretenden. Nietzsche sostiene que la percepción, del todo dominada por los antropomorfismos, es la prueba palpable de la consistencia de su modelo. ¿Qué se requiere para que la metáfora generaliza­ da alcance el status deseado de «conocimiento»? Una última triquiñuela, una última engañifa, para la que todos los hombres están bien dispuestos: por un lado, haber «olvidado» que en el origen del len­ guaje hay toda esta compleja serie de operaciones retóricas traslaticias; por otro lado, que la metáfora —o su producto significativo, la palabra— quede to­ talmente disfrazada bajo la respetable investidura del concepto. Olvido y enmascaramiento es lo que revela la reconstrucción de la teoría nietzscheana del conocimiento. Como es previsible, de este modelo se derivan al­ gunas consecuencias radicales. La noción de verdad deja de aparecer como un bien que puede ser alcan­ zado como si estuviese allí afuera, a disposición de

los espíritus lúcidos, y se convierte en cambio en un pathos que depende del olvido y de la máscara de ese olvido: la lógica. Sólo en la medida en que los hombres sean capaces de olvidar y de enmascarar sus trapícheos metafóricos como enunciados lógi­ cos, puede la Verdad como tal elevarse por encima de sus orígenes espúreos, antropomórficos, y propo­ nerse como paradigma filosófico. Su vigencia histó­ rica, su imperativo a lo largo de la historia del pen­ samiento occidental, no ha sido sino la consecuencia de una necesidad social, resultado de la constitución de las comunidades y los grandes rebaños de hom­ bres y sobre todo producto de la comunicación. La comunicación requiere que algo sea fijado en el de­ venir eterno de la figuración discursiva, que refleja el hecho de que la vida humana está sometida a per­ petuo cambio y constante transformación. No es él conocimiento el que reclama para sí el ideal de la verdad sino la comunidad de hablantes que la invo­ ca, porque esta comunidad se vale del conocimiento con fines de dominación. La mentira, pues, queda definida como la no adhesión a las convenciones hi­ pócritas vigentes. Pero si la verdad es un pathos que puede generarse cómo cualquier efecto emocional producido por el discurso y el conocimiento es un mero recurso para el olvido y el enmascaramiento de las figuras del lenguaje que se ocultan detrás de los conceptos, toda epistemología es en realidad retórica y debería ex­ ponerse como una poética de la perspectiva y la vo­ luntad de poder. El lenguaje, tal como resulta de esta descripción, no brinda información alguna so­ bre las cosas: no existe cosa en sí, ni fenómeno, ni distinción raigal entre las modalidades del juicio, sólo tienen vigencia las interpretaciones, que no son más que el resultado de juegos de lenguaje. En estos juegos hacemos que proliferen las palabras como eficaces vehículos de la seducción y del engaño con-

sensuado: los filósofos, apremiados por el pathos de la verdad, son los auténticos cómplices del enmas­ caramiento y a menudo sus víctimas más califica­ das. En ellos se ve cómo los hombres se debaten en las redes del lenguaje, en urdimbres intrincadas que funcionan —puesto que toda epistemología es retó­ rica— como auténticos tropos. Los tropos, pues, se convierten —y los vemos operando con toda libertad en la descripción concisa del modelo concebido por Nietzsche, por ejemplo, en el uso generalizado de la metáfora— en los elementos constitutivos del len­ guaje, en sus componentes característicos. Y no ac­ túan como simples figuras para la ornamentación del discurso, para el énfasis o la elocuencia, sino que ejecutan todas esas sustituciones que Nietzsche ob­ serva en el nivel de los signos, siempre a disposición de la voluntad de poder. Estos tropos hacen posibles las metáforas de la moral, las metonimias de la sub­ jetividad, las sinécdoques de la identidad, etcétera, que forman la lógica, la metafísica, la teoría del co­ nocimiento, la ética y la estética vigentes. El desarrollo de la tesis sobre la disolución de la epistemología por la retórica implica aceptar que, con esta propuesta, Nietzsche invierte la jerarquía tradicional sobre la cual ha venido actuando la fi­ losofía y, en general, el conjunto de las llamadas ciencias humanas .21 En efecto, lo que parece desapa­ recer o desmantelarse en esta subversiva teoría del lenguaje es la diferencia originaria, fundante, entre el lenguaje literal y el lenguaje figurado, así como la crítica del fenomenalismo de la consciencia hace añicos la diferencia entre mundo verdadero y mun­ do falso o aparente. Todo lenguaje es figuración, como todo juicio es interpretación y toda experien­ cia es en realidad una perspectiva. Los grandes sis­ temas del pasado se apoyan, piensa en el fondo Nietzsche, en la supremacía —postulada pero nunca debidamente probada— de lo literal sobre lo figurá-

do: y la literalidad presupone correspondencia entre el mundo de los nombres y el mundo de las cosas. Su pensamiento, como su escritura, en cambio, niega autoridad al literalismo tanto como niega la concep­ ción de la verdad como adequatio, entre otras razo­ nes porque sabe de su propia figuración, porque es lingüísticamente autoconsciente. Nietzsche no pue­ de ser entonces sistemático sino fragmentario, constelacional y figurado, nunca literal. Su discurso aparece dominado por una particular elocuencia di­ rigida a producir efectos de verdad, pero en ningún caso oeíemoe veritates. Este desmantelamiento de la jerarquía teórica que rige la relación entre lo literal y lo figurado es lo que ha permitido que algunos co­ mentaristas contemporáneos afirmen que en la teo­ ría del lenguaje de Nietzsche está prefigurada la lla­ mada deconstrucción, en el sentido estricto (si lo hay) de esta palabra carismática: una desjerarquización de la tradición filosófica occidental que viene acompañada de una nuevs relevancia, un orden nuevo del sentido recreado a partir de la disolución de órdenes de sentido previos. De acuerdo con el sesgo particular que Nietzsche da a la epistemología, la verdad queda cuestionada como valor que puede alcanzarse a través de las gro­ seras mistificaciones a que da lugar el uso del len­ guaje. Ya no puede invocarse el criterio de verdad como correspondencia entre signos y referentes; y puesto que la correspondencia entre las palabras y las cosas carece de criterio de verdad probado, la teoría del lenguaje de Nietzsche desemboca.necesa-riamente en la crítica de la teoríaTéferencial del sig­ nificado, el rechazo de que, para cada signo, haya un referente que lo convalida. Los acuerdos de sentido entre los hombres que hacen posible la comunica­ ción y la obtención de resultados explotables por la tecnología para la dominación de la naturaleza no son más que un horizonte dibujado por la proyec­

ción de las perspectivas de los hablantes y dictado por sus necesidades. Así, aunque en los escritos de la etapa madura la terminología retórica (tropo, metá­ fora, figura, metonimia, etcétera) desaparece y su lugar es ocupado por el vocabulario del perspectivismo, el contenido teórico de sus proposiciones si­ gue siendo el mismo de los años en que Nietzsche «redescubre* la retórica. Los textos, en su mayoría agrupados en el volumen póstumo que lleva por tí­ tulo Der Wille zur Macht, desarrollan las implicacio­ nes de una epistemología sin verdad. Asistimos en­ tonces a una progresión virtual que comienza con la desautorización de la lógica, sigue con la crítica del kantismo y su piedra de toque, el concepto de lo en sí y más precisamente la idea de una «cosa en sí», para continuar con la condena del principio de cau­ salidad, la denuncia de la idea de consciencia como resabio gramatical y origen de los prejuicios de la gnoseología moderna (el sujeto y el objeto) y la tesis de que detrás de toda explicación yace sin explicar una perspectiva dictada por la voluntad de poder, inspirada en toda suerte de errores y prejuicios. El punto de fuga de la crítica del lenguaje, reconverti­ da al final en teoría del perspectivismo, es la volun­ tad de poder, verdadera piedra basal de esa psicolo­ gía que Nietzsche piensa que debería sustituir a la tradición especulativa que es característica de la fi­ losofía europea occidental. En las páginas que siguen voy a recorrer los hitos del guión que hasta aquí he sumariado como simple conjetura a partir de los fragmentos. En la primera parte intentaré reconstruir las distintas líneas ge­ nealógicas que Nietzsche explora para remontarse a los orígenes del lenguaje, las primeras elaboracio­ nes en relación con la música, el ritmo y la poesía. En la segunda parte analizaré, basándome princi­ palmente en los apuntes preparados para su Curso de Retórica y en otros escritos, la contribución del

modelo retórico a las conclusiones alcanzadas por Nietzsche en lo que toca a la genealogía del lengua­ je. Por último, en la tercera parte, y siempre en rela­ ción con el lenguaje, trataré de exponer algunos desarrollos epistemológicos a que da lugar la aplica­ ción del modelo retórico. Pero antes de entrar de lleno en el trabajo es preci­ so considerar ciertas cuestiones de método y, dada la peculiar naturaleza del material estudiado, algu­ nas advertencias en cuanto al manejo de los textos.

Cuestiones de método

Si las notas de Nietzsche hubieran de ser reordenadas como una progresión lógica (algo que sería una tarea de pesadilla y absurda)... Paul

de

M an

Cuando se aborda la obra completa de un filósofo los problemas son considerables. El caso de Nietz­ sche presenta algunas particularidades y plantea dificultades específicas, no sólo por la masa ingente de textos que es preciso estudiar cuando se intenta recorrer todo el escenario de su pensamiento sino por la índole del material que se somete a la lectu­ ra. En esta obra hay aspectos que en otros filósofos no tienen tanta relevancia y que en cambio con Nietzsche ^ q u ie re n un acento crítico. Por ejemplo, que hasta hace muy poco tiempo, incluso en lengua alemana, faltara un corpus del legado filosófico y literario nietzscheano al que los comentaristas pudieran referirse con fiabilidad. Ni qué decir tiene que en el mundo de habla hispana esta circuns­ tancia se ha visto agravada porque nunca se ha en­ carado la traducción de su obra completa, aunque sólo fuera de alguna de las ediciones críticas que, desde comienzos de siglo, han ido apareciendo en Alemania. Mi trabajo, que por fuerza había de extenderse a todo el ^spacio de la obra nietzschea-

na, resultaba entonces especialmente problemático. En efecto, cualquiera que fuese el área de interés escogida entre los que suelen ser temas generales ca­ racterísticos del pensamiento de Nietzsche (la críti­ ca de la metafísica, el perspectivismo, el nihilismo, la genealogía de los valores, el pensamiento trágico, el Eterno Retomo, o, en este caso, el lenguaje, por mencionar algunos) el enfoque globalizador topa tarde o temprano con algunos escollos a la hora de encarar el proceso de estudio: el comentarista está obligado a referirse a alguna de las ediciones «mayores» de la llamada «obra completa». Ello im­ plica una opción crítica, dado que algunas de estas ediciones, sobre todo la primera, ejecutada bajo la dirección de la hermana del filósofo, Elizabeth Fórster-Nietzsche, y Peter Gast, han sido objeto de una controversia amplísima debido a los criterios em­ pleados para la selección de los materiales póstumos, en especial, aquellos que sirvieron para com­ pendiar el volumen que lleva por título: Der Wille zur Macht. Esta obra, que ha tenido una profunda influencia en la tradición de la hermenéutica nietzscheana, como se sabe, es un texto de composición arbitraria y de fuentes muy variadas, cuyos conteni­ dos han sido agrupados de acuerdo con temas y ám­ bitos más o menos académicos que poco tienen que ver con el espíritu de Nietzsche. Esto, dicho sea de paso, no ha quitado trascendencia a la obra en sí ya que, pese a que no se le puede reconocer autentici­ dad alguna en términos de autoría, sin embargo ha servido para fundamentar algunos de los comenta­ rios más importantes dedicados a la obra de Nietz­ sche, como son los de Martin Heidegger y Walter Kaufmann, quienes leyeron Der Wille zur Macht como si se tratase de un libro concebido por el pro­ pio Nietzsche. Descartar esta compilación u otras por su carácter veleidoso o apócrifo, o por el criterio utilizado en la

edición, no hace más fácil la decisión crítica: tam­ bién los descartes tienen que ser fundamentados y esto, tratándose de un autor tan manipulado como Nietzsche, resulta bastante difícil. El problema tam­ poco se resuelve si uno opta por leerlo todo, puesto que ello implica la necesidad de abordar todas las ediciones de «obra completa» disponibles, lo cual redunda en la ya de por sí engorrosa tarea y multi­ plica los problemas al añadir la exigencia del cotejo entre los diferentes textos y la propuesta de las con­ sabidas alternativas en la interpretación. Por lo que toca a los propósitos de este ensayo, hay que decir que esta opción quedó descartada desde un inicio. Mi trabajo se apoya en una sola —la últim a— de las ediciones críticas de la obra completa de Nietzsche. Por otro lado, la lectura de la obra de Nietzsche está afectada por la forma peculiar que poseen sus textos, su particular factura literaria, su modalidad de escritura o su estilo, como se prefiera llamar esa personal manera de escribir. Como es sabido, la obra de Nietzsche está formada por una cantidad de textos terminados, aunque fragmentarios de compo­ sición, y un enorme caudal de escritos póstumos. De manera que cuando se encara el estudio de la totali­ dad de la obra, de antemano hay que proceder a de­ terminar si se considera como «obra» el voluminoso Nachlafí nietzscheano, que equivale o incluso supera la dimensión de la obra publicada, o si el estudio ha de limitarse exclusivamente a los textos publicados en vida del autor o dejados listos por él para publi­ car tras haber pasado por sus manos los correspon­ dientes originales. Hay bastante palabrerío polémi­ co vano acumulado por los especialistas en tomo al tema. Las opiniones de los especialistas al respecto son en la mayoría de los casos bastante controverti­ bles, y tantas razones abonan la decisión de quienes prefieren atenerse a la obra publicada como la de quienes declaman que es preciso abordar la totali-

dad de los escritos, hayan sido o no aprobados por el propio Nietzsche. Por lo demás, tampoco faltan quienes, coincidiendo con Heidegger, afirman que el núcleo de la filosofía nietzscheana está contenido en la obra póstuma. Más adelante en esta misma sec­ ción abordaré las implicaciones metodológicas que están comprometidas con una u otra variante. Sabido es que Nietzsche publicó o dejó listas para imprenta las siguientes obras: Die Geburt der Tragódie, 1872 David Straufí, der Bekenner und der Schrifsteller, 1873 Vom Nutzen und Nachtheil der Historie für das Leben, 1874 Schopenhauer ais Erzieher, 1874 Richard Wagner in Bayreuth, 1876 Menschliches, Allzumenschliches, 1878 Vermischte Meinungen und Sprüche, 1879 Der Wanderer und sein Schatten, 1880 Morgenróte, 1881 Die fróhliche Wissenschaft, 1882 Also sprach Zarathustra, 1883, 1884, 1885 Jenseits von Gut und Bóse, 1886 Zur Genealogie der Moral, 1887 Der Fall Wagner, 1888 Gótzen-Dámmerung, 1888 Nietzsche contra Wagner, 1888 Der Antichrist, 1888 Ecce Homo, 1888 Y dejó, como textos inéditos y en algunos casos, incompletos, los siguientes escritos unitarios: Homer und die klassische Philologie, 1869 Der Lezte Philosoph. Der Philosoph. Betrachtungen über den Kampf von Kunst und Erkenntnis, 1872 Über den Pathos der Wahrheit, 1872

Über die Zukunft unserer Bildungsansalten, 1872 Homer’s Wettkampf, 1872 Rhetorik, 1872, 1874 Der Philosoph ais Arzt der Kultur, 1873 Über Wahrheit und UXge im aufiermorálischen Sinne, 1873 Gedanken zu der Betrachtung: Die Philosophie in Bedrangnis, 1873 Die Philosophie im pragischen Zeitalter der Griechen, 1873 Wir Philologen, 1874, 1875 Wissenschaft und Weisheit im Kampfe, 1875 A este material hay que añadir la gruesa corres­ pondencia y, sobre todo, una cantidad enorme de anotaciones, aforismos, marginalia, y apuntes de trabajo que supera con mucho toda la obra ensayístico-filosófica acabada, tanto publicada como iné­ dita. Este material intrincado, heterogéneo y, por momentos, caótico, ha sido editado de diferentes maneras.1 La primera edición amplia de las obras de Nietz­ sche fue la publicada por encargo del Archivo Nietzsche de Weimar, del cual era directora la her­ mana y albacea del filósofo, Elizabeth FórsterNietzsche. Se la conoce como Grofioktavausgabe y empezó a aparecer en 1895, en Leipzig, bajo el sello editorial Naumann, y más tarde por Króner, nom­ bre con que también suele aparecer citada. Sobre la base de esta primera edición de las obras completas se compuso más adelante una versión en formato más pequeño, conocida como Kleinoktavausga.be, con la misma numeración de volúmenes y páginas. La edición en formato pequeño no obstante está in­ completa, ya que faltan los textos correspondientes a los volúmenes XVII a XIX de la versión original. A esta primera edición de las obras completas si­ guió una segunda, Nieztsches Gesammelte Werke,

mejor conocida como Musarion Ausgabe, en veinti­ trés volúmenes, a cargo de R. y M. Oehler y F. Würzbach y editada en Munich de 1920 a 1929. En 1933, a iniciativa del régimen nazi en Alema­ nia, que había puesto especial interés en la obra de Nietzsche por considerarlo un escritor antisemita y un exponente del pensamiento nacionalista alemán, el Archivo Nietzsche emprendió la publicación de una Historisch-Kritische Gesamtausgabe de las obras y cartas de Nietzsche, que empezó a publicarse bajo el sello de Beck en Munich. De esta edición sólo apa­ recieron los volúmenes I a V de los textos, escritos entre los años 1854 a 1869, y los volúmenes I a IV de la correspondencia de los años 1850 a 1877. Entre los editores de esta compilación frustrada estaba Karl Schlechta quien, acabada la guerra, preparó una nueva edición en tres volúmenes, a la que agre­ gó una nueva selección de la correspondencia. Se publicó en el catálogo de la editorial Hanser, en 1956, con el título: Friedrich Nietzsche: Werke in drei Bánden. En 1965 se añadió a esta edición un Register. Según apunta Ugazio, la edición de Schlechta introducía una nóvédad al romper con el criterio dé selección impuesto por la hermana de Nietzsche y por Peter Gast, quienes habían reunido en 1906 los textos del último libro proyectado por Nietzsche, Der Wiüe zur Machí, de acuerdo con uno de los mu­ chos planes pergeñados por el filósofo para esta obra que, no obstante, éste nunca llegó a terminar Schlechta desechaba en su edición el orden concebi­ do por los herederos de Nietzsche, siguiendo el con­ sejo de muchos comentaristas que habían criticado, por arbitrario y opuesto al espíritu de la etapa final del filósofo, el criterio de sistematicidad aplicado para compilar los papeles póstumos. En efecto, ha­ cia el final de su vida intelectual Nietzsche se había pronunciado explícitamente en varias ocasiones contra la idea de llevar a cabo una obra estructura-

da de modo sistemático. Como alternativa, la edi­ ción Schlechta utilizaba por primera vez un criterio estrictamente cronológico. Schlechta además apun­ taba la tesis —muy discutida y discutible— de que en los inéditos póstumos de Nietzsche no había nada de nuevo con respecto al conjunto de sus obras pu­ blicadas, y que todo lo relevante estaba ya incluido en ellas. Finalmente, a partir de 1967 y hasta 1978, la edi­ torial Walter de Gruyter de Berlín publicó en treinta volúmenes la edición considerada hasta hoy como definitiva, a cargo de los italianos Giorgio Colli y Mazzino Montinari, cuya versión italiana ha sido publicada en forma aún incompleta por la casa Adelphi, de Milán, y cuya versión francesa empren­ dió Editions Gallimard de París, bajo la responsabi­ lidad de Gilíes Deleuze y Maurice de Gandillac. La correspondencia de Nietzsche, además de la edición del Archivo Nietzsche, que se interrumpe en 1877 y que fue publicada por Schuster y Loeffler, Berlín-Leipzig, 1900-1904 y por la Insel Verlag, Leipzig 1907-1909, se cuenta la correspondencia con Franz Overbeck, editada por R. Oehler y C. A. Bernoulli con el título Friedrich Nietzsche: Briefwechsel mit Franz Overbeck, Leipzig: Insel Verlag, 1916. La edición Colli-Montinari en cambio reúne toda la co­ rrespondencia de Nietzsche. En 1980 apareció, bajo el sello de Gruyter, una versión económica de la edición Colli-Montinari, en quince volúmenes en rústica, el último de los cuales es un Register, con el título: Friedrich Nietzsche. Sámtliche Werke. Kritische Studienausgabe. En esta edición no están incluidos los inéditos juveniles de Nietzsche, los escritos filológicos y las lecciones uni­ versitarias de Basilea, en particular, el fundamental esquema del Curso de Retórica de 1874, y la corres­ pondencia, que ha sido editada en el mismo formato recientemente. Parte del material no incluido en

esta edición se puede leer en una compilación bilin­ güe, editada y traducida por Sander L. Gilman, Carole Blair y David J. Parent, bajo el título: Friedrich Nietzsche orí Rhetoric and Language, Oxford: Oxford University Press, 1989 y en diferentes fuentes seña­ ladas en cada caso. Sobre el estilo Entre lo más personal y característico de Nietz­ sche en relación con ese género indefinible que es la escritura filosófica, está su decidido compromiso con el estilo, que se manifiesta en una escritura in­ confundible. Dicho compromiso puede entenderse según-un-doble propósito-Por un iadcr,'conseguir que la impronta de su pensamiento quede nibricada para la posteridad por una singular manera de es­ cribir; por otro lado, que la huella dejada en la cul­ tura europea permita identificar a su autor como uno de los grandes estilistas de-la lengua alemana.2 Y parece evidente que ambos propósitos han sido en gran medida logrados. Las razones que con frecuencia invoca Nietzsche para sustentar tal pretensión se fundan en la íntima relación que, desdé siempre, se admite que une a la filosofía con su forma discursiva. Puesto que hay un discurso de la filosofía y se aplica a resolver proble­ mas y a responder preguntas, o simplemente a argu­ mentar sobre posibles soluciones a esos problemas y proponer respuestas a esas preguntas, la cuestión del cómo se enuncian tales soluciones y respuestas aparece, en toda la obra de Nietzsche, como una preocupación natural cuya aplicación en sus escri­ tos, tanto los publicados como los póstumos, tiene una inequívoca incidencia metodológica. Para comenzar, parece pues necesario tener pre­ sentes las peculiaridades de su estilo, toda vez que

en ese estilo se elabora y desarrolla conscientemente una concepción personal de la lengua, hasta el pun­ to de que cabe afirmar que el estilo nietzscheano no es sino la aplicación literal y directa de sus ideas sobre el habla y el lenguaje en general.3 No hay re­ construcción de la teoría nietzscheana del lenguaje que pueda prescindir de tratar este tema como asun­ to prioritario. La afirmación de que los filósofos tienen cada uno su propio estilo, y que ese estilo no se limita a su manera de trabajar con ideas y conceptos sino que está determinado por su modo de emplear el lengua­ je en la especulación o en la argumentación, puede parecer hoy en día obvia, en la medida en que nos encontramos aún en medio de la profunda transfor­ mación del modo de hacer filosofía que siguió a la eclosión de las ciencias del lenguaje. Esta transfor­ mación, descrita por algunos como «giro lingüísti­ co», ha sido una de las aportaciones más relevantes del pensamiento de nuestro siglo. Sin embargo, afir­ mar a finales del siglo pasado que el estilo es una de las cualidades que definen el pensamiento de un fi­ lósofo, no era en absoluto tan evidente como puede resultamos ahora y, desde luego, parecía más bien una intromisión del enfoque filológico en el campo de la filosofía. ' Cuando Nietzsche afirma que: «Mejorar el estilo significa mejorar el pensamiento, ¡y absolutamente nada más!», no sólo reivindica la uniói\indisoluble del pensar y del decir sino que también proclama un lema de trabajo, en el sentido de que ve su tarea como pensador inextricablemente unida a su ta­ rea como escritor. Ninguna lectura que pretenda operar según la debida fiabilidad, en el sentido bajtiniano del término, es decir respetando la autoría del texto y de la escritura, será lícita si pretende des­ gajar, tratándose de una obra como la de Nietzsche, los contenidos de su pensamiento de su modo parti­

cular de exponerlos y defenderlos, modo que en mu­ chos casos prevalece sobre las pretensiones origina­ les de la enunciación. Por el contrario, una lectura «fiel» y «fiable» debe progresar desde el modo de la enunciación hasta su sentido último, con la certeza de que en estos textos todas las dimensiones del sig­ nificado son mutuamente dependientes y correlati­ vas y no pueden ser abordadas sin atender a esa co­ rrelación e interdependencia. La relación entre modo de la enunciación y conte­ nido de lo enunciado aparece gráficamenté repre­ sentada en el pasaje de la Genealogía de la moral donde Nietzsche asocia la expresión espiritual con su sonido. Según esta observación, habrá espíritus gruesos o vacíos, roncos o insinuantes, pero en cual­ quier caso espíritus que hablan y pronuncian, pensa­ mientos que, ante todo, poseen un estilo .5 El lenguaje, siempre desde su paralelismo respec­ to de las cosas, aparece como el contexto de la nece­ saria alusión, la ocasión de pensar «a propósito de cosas», pensarse a uno mismo y a los oyentes o la circunstancia para las cosas. Y del lenguaje, el estilo de la enunciación. Por de­ cirlo así, el estilo, que es la sonorización de un pen­ samiento encerrado en palabras, constituye al filó­ sofo en tanto que autor, y como tal, en tanto que sujeto de algo que se enuncia, noción que en algún modo anticipa el concepto bajtiniano de «enuncia­ do». Aunque sea un necio quien habla, su voz, tras­ mitida, transcrita en pensamiento, elaborada para la ilocución y fijada por un estilo, nos permite ca­ lificarlo. Tanto más ha de atender al estilo el filóso­ fo, puesto que se reconoce a sí mismo como hablan­ te, como alguien que maneja un instrumento de habla, como operador de una lengua y de sus formas particulares. Por lo tanto, ha de ser juzgado por su estilo, tenga o no consciencia del medio én que eje­ cuta su tarea y la modalidad que emplea para ejecu­

tarla. El estilo revela las deficiencias de la labor de los pensadores: quien habla o se expresa mal lo hace así porque piensa mal; y viceversa, los aciertos en el plano del pensamiento son el producto de insights en el nivel del lenguaje y la expresión directa. Los pensadores han de ser, pues, estilistas .6 Por consi­ guiente, en su programa para la filosofía del futuro, Nietzsche propone a sus colegas filósofos que aban­ donen la tendencia dominante a exponer las ideas como work in progress, como un pensamiento que se muestra «en el pensar de sus pensamientos».7 Se trata de recuperar para la filosofía la espléndida elo­ cuencia de la literatura a partir de la consciencia del lenguaje. Toda empresa en el campo del pensamiento ha de ser encarada como una labor discursivamente res­ ponsable, «autorizada», en el sentido crítico del tér­ mino. Quien filosofa recurre a un medio que no sólo es de comunicación sino que además posee su pro­ pia sonoridad y sus particulares resonancias. El ha­ bla del pensador necesariamente se escande de acuerdo con ciertos ritmos y cadencias, se enfatiza o se distiende en la ambigüedad. Por lo tanto, si tiene que predisponer al lector, de acuerdo con la precep­ tiva nietzscheana, también ha de predisponer al au­ tor, sobre todo a aquel que es consciente de su papel como operador lingüístico. Así es que el propio Nietzsche se muestra atento a la evolución de su es­ critura, elaborada desde cierto oficio: él mismo se representa como una especie de artesano al descri­ birse como «un hacedor de palabras ».8 Por otra parte, sus frecuentes alegatos en favor de una recuperación de la lengua alemana o de la tradi­ ción literaria nacional, no tienen en absoluto el ses­ go nacionalista que pretendió ver en ello el nazismo. Más bien parece que inspiran el proyecto, del que sin duda él se consideraba un adelantado, para una reconstitución del espíritu alemán que estuviera fir­

memente asentada sobre sus propios cimientos lin­ güísticos, sobre su más auténtica tradición, de acuerdo con la tendencia predominante en la filolo­ gía alemana del siglo xix. Cuando Nietzsche se re­ monta a su admirado Lutero afirmando que: «Es un buen momento para ocuparse finalmente de manera artística de la lengua alemana »9 lo hace reivindican­ do el proceso de autoafirmación de Grecia a través de su propia lengua, tal como fue idealizado por el romanticismo, que había fantaseado aquella cir­ cunstancia originaria en la que nomos y logos apare­ cen imbricados para dar nacimiento a una nueva condición espiritual. Nietzsche piensa que la tarea de reconstituir el espíritu alemán necesita de auto­ res como Homero en la tradición clásica griega, vo­ ces autorizadas, capaces de refundar el nuevo espíri­ tu, tanto como se necesitan héroes para llevarla a término y profetas para anunciarla. Nietzsche se considera, pues, un «hacedor de palabras» al que le ha sido deparado un destino como escritor y como baluarte de la leiigua alemana; y como el protago­ nista de cierto destino heroico y el responsable de una misión que tiene algo de evangélico. ¿Pero cuál es el modelo de estilo que reivindica para sí en tanto que «hacedor de palabras»? ¿Cuál es ciertamente el estilo de Nietzsche? Quizá sea útil comenzar por sus propios comenta­ rios, aquellos pasajes donde su preocupación por la forma discursiva se aplica a elaborar, aunque sea en esbozo, una poética de la prosa en general y de la prosa filosófica en particular .10 En estos pasajes em­ pieza Nietzsche con una invocación de la vida: se trataría de alejar el discurso —todo discurso en pro­ sa— de la engañosa seguridad de los lenguajes arti­ ficiales que protegen al hablante del error al mismo tiempo que le imponen, como al sentido, una especie de rigor mortis. La lógica, uno de los temas preferi­ dos por Nietzsche como blanco para sus ataques, es

el ejempla.tipico_de.este.rigor que separa el pensa­ miento.y_el lenguaje de su relación íntima con Ja vida .11 La pretensión de discurrir con términos ab­ solutamente inequívocos, algo habitual, por ejem­ plo, en los vocabularios afines al positivismo, añade precisión a la comunicación tanto como empobrece las posibilidades del sentido. Contra la impersonali­ dad de la lógica, Nietzsche piensa que se habla des­ de una condición consciente y subjetiva y hacia otro sujeto consciente, desde un dominio de apetencias y en un medio determinado por esas apetencias, hacia otro medio semejante. Más que denegar la base desiderativa de la enunciación, por consiguiente, afirma que es preciso incorporarla como el necesario gene­ rador de la expresión y de la forma. Un escritor, para Nietzsche, es alguien que ha decidido: «de esta manera hablaré y expondré las cosas», como lo ilus­ tra el título de su libro más famoso: Abo sprach... La escritura no puede ser sino la imitación de una decisión previa, fundante, que nutre los contenidos del decir, aunque sólo sea imitación de un gesto. En efecto, no hay expresión que prescinda de ges­ tos, es más, la auténtica expresión es únicamente gestual. La prosa, pues, debe incorporar de algún ¿nodo cierta gestualidad en el plano de los ritmos y los énfasis, y trabajarla en las relevancias textuales, las omisiones, los rodeos y los silencios. Más adelan­ te, al considerar los distintos modelos genealógicos sobre el origen del lenguaje, se verá cuánta impor­ tancia tienen los gestos dentro de cada uno de estos modelos. Discurrir, especular, argumentar, razonar, no está ni debe estar reñido con una gestualidad idiosincrásica del hablante, precisamente porque en sus gestos se manifiesta aquello en lo que cree y que se propone comunicar al otro para convencerlo (o seducirlo). Al hablante escritor le faltan lo$ medios del verbalizador. Su obligación, pues, es imitarlo,' «sentirlo todo como un gesto», y así nos presenta

Nietzsche la página escrita, como una amañada pie­ za de oratoria que discurre con los mismos propósi­ tos persuasivos pero en un registro diferente. El arte de escribir reclama «medios sustitutivos de los mo­ dos de expresión que sólo tiene al alcance el hablan­ te »,12 recursos que funcionan como gestos, para dar acento, o como miradas, para entonar lo que se quie­ re decir. La propuesta supone, pues, diferenciar el estilo de la lengua escrita del estilo hablado y, al mismo tiempo, exigir que el primero imite o remede al segundo. Asimismo, las ocasionales recomendaciones esti­ lísticas en relación con el uso de los períodos anti­ cipan ya la preferencia por la escansión característi­ ca de sus aforismos, sus sentencias dictadas como trazos punzantes o huidizos, sus acotaciones siem­ pre marginales o excéntricas y sus comentarios, a menudo simples glosas de sí mismo que, unidas a otras, llevan a formar las típicas secuencias de signi­ ficado que resultan a la postre interminables e ina­ barcables y que caracterizan a las obras fragmenta­ rias. Nietzsche se opone al uso de períodos largos y promueve en cambio que sean reemplazados por frases breves. Toda su estrategia se funda en «hacer crujir el andamio lógico» valiéndose de intervencio­ nes cortantes e incisivas, claras e irreverentes .14 Hacer tam balear el edificio de la lógica y obligar­ la a ponerse al servicio del pensamiento o sea del hablar, del decir, y no proceder a la inversa: conten­ tarse con renovar los vínculos de servidumbre de la filosofía con respecto a las exigencias metódicas del racionalismo clásico que emulan los procedimien­ tos de la ciencia natural. Éste es el imperativo del nuevo estilo que promueve Nietzsche. Una determi­ nada forma de la prosa se eleva entonces como re­ curso para subvertir la hegemonía de la lógica, y en ella Nietzsche reconoce la superioridád de los períodos breves sobre los largos, en cuanto recurso

estilístico para la comunicación de los sentimientos o de la sensibilidad. Aboga por «pensamientos senti­ dos» y para ello su modelo paradigmático, como era previsible, es la poesía. El escritor de prosa siempre ha de contar con la dimensión poética de su propio discurso sin permitir en ningún caso que las necesa­ rias fronteras que separan los géneros se confundan. Nietzsche se plantea la posibilidad de una prosa poética a la que hayan sido trasladados gestos, sen­ timientos y ritmos que jerarquicen las discrimina­ ciones de argumentos y las tomas de posición, tanto como permitan identificar en el texto escrito las pre­ ferencias del autor y el temple de sus sentimientos respecto de lo que él mismo piensa y se propone co­ municar al otro. Semejante control sobre la escritura en prosa, in­ cluso bajo su investidura de «poética menor», tiene siempre en cuenta el juicio del lector, y no sólo por «cortesía» sino como medida inteligente que contem­ pla el juicio del otro, incluso para promoverlo, ha­ cerlo proliferar, atizarlo. Con todo, Nietzsche se per­ mite a veces algunas reservas en cuanto al estilo, y advierte que el estilo también puede llegar a conver­ tirse en inadvertida coerción del escritor de prosa.15 Más que belleza —y esto, de momento, tiene im­ portancia para el curso futuro de mi estudio—el es­ tilo ha de imponer sobre el texto escrito una tonali­ dad [Stimmung] sobre la que habrá de fundarse toda relevancia en el vocabulario, toda la arboladura de las figuras retóricas, el orden de los ritmos y los pro­ pósitos de la enunciación. La mera belleza en el esti­ lo bien puede ser una máscara que encubra el balbu­ ceo, cuando no una forma diferente de esclavitud o de t aajenación, tal como advierte el prejuicio plató­ nico acerca de los poetas. Cuando se reivindica el estilo, por lo tanto, más que un aderezo en la compo­ sición de las palabras, se invoca determinado efecto. Pero ésta es tan sólo una aproximación a la idea

que Nietzsche se hace de la prosa, de la suya como la de sus escritores admirados: Voltaire, Lutero, Goet­ he, Montaigne, etcétera. La cuestión del estilo tam­ bién está referida, en los textos de Nietzsche, al tema del género al que cabe adscribirlos. Cuando se ha llevado a cabo la lectura de la obra completa sor­ prende su prodigiosa capacidad para desenvolverse en los más variados géneros de la escritura. En su libro monográfico sobre Nietzsche, Alexander Nehamas ha señalado la habilidad del filósofo para saltar de un género a otro, y por consiguiente, de un estilo a otro. Nehamas comienza consideran­ do la cuestión del género [style] en Nietzsche y las implicaciones que éste tiene por lo que toca a cual­ quier modo de la interpretación y a la posibilidad, siempre abierta en una obra como ésta, de estable­ cer diferencias de relieve entre ellas.16 Nehamas ins­ cribe la cuestión del estilo nietzscheano en el marco de lo que él llama su «esteticismo», es decir, un mo­ dele genera! del mundo como obra de arte estructu­ rada literariamente, cuya contextura permite el abordaje filológico. Más que una filosofía, Nehamas ve en los escritos de Nietzsche una filología del mundo. A partir de este modelo literario cree posi­ ble representar la figura del filósofo no tanto como la de un Demiurgo sino más bien como la de un per­ sonaje cuya peripecia va diseñando para el lector una trayectoria vital que se resiste deliberadamente a ser imitada. Según Nehamas, Nietzsche se propo­ ne a consciencia irrumpir en el teatro filosófico como un personaje irrepetible, inigualable.17 Su es­ tilo, es decir, su modo particular de tratar el género prosa, es la ocasión para reafirmar sus postulados atributos de excepcionalidad. Para Nehamas, el eje de la filosofía de Nietzsche se sitúa en el perspectivismo, fórmula que necesariamente condena al au­ tor a pronunciar determinaciones negativas, al mis­ mo tiempo que arroja un manto de duda sobre el

contenido global de sus opiniones ya que si todo, en definitiva, resulta ser una de tantas posibles inter­ pretaciones, úna de tantas perspectivas, ¿no es aca­ so esta tesis una interpretación, una «perspectiva más? El estilo, por consiguiente, dice Nehamas que sir­ ve a Nietzsche como recurso para prevenir contra el abuso de las fórmulas negativas a que obliga el pun­ to de vista perspectivista, en la medida en que sumi­ nistra al lector un carácter, un personaje, una ópti­ ca, una piedra de toque, un standing point positivo que salva al autor —y a la interpretación que de él saque el lector— de una recaída en el dogmatismo, que Nietzsche abiertamente rechaza en todos sus es­ critos. He aquí una versión del problema del estilo notablemente original, según la cual no se ha de tra­ tar la forma de la escritura de Nietzsche como una cualidad de la prosa sino más bien como un atributo del autor. No es entonces la escritura nietzscheana el elemento indiscernible del contenido de su pensa­ miento, como reza el tópico, sino que lo relevante es la personalidad de su autor, su función como carác­ ter, su esteticismo, en suma, su idiosincrasia. Este enfoque permite a Nehamas tratar críticamente la opinión harto difundida de que el rasgo típico de la escritura nietzscheana es el constante empleo del aforismo, observación que, como muchas otras que se le han hecho, es una verdad a medias. Los criterios para valorar el estilo aforístico de Nietzsche varían según las lecturas. Para Walter Kaufmann, por ejemplo, la sección séptima de la In­ tempestiva que lleva por título Nietzsche contra Wag­ ner es la mejor descripción que Nietzsche hace de su propio estilo, descrito como «estilo de la decaden­ cia».18 Kaufmann piensa que no obstante la disemi­ nación a que da lugar la prosa aforística, existe una coherencia subliminal que ordena y da sentido en el agregado informe de los textos y caracteriza sus li-

bros, «libros que son fáciles de leer aunque más difí­ ciles de comprender».19 Sarah Kofman, por su parte, identifica el aforis­ mo con cierto sesgo aristocratizante, elitista, un ras­ go que se detecta con los debidos matices en casi todos los discursos metafóricos. Para Kofman el afo­ rismo nietzscheano importa en tanto que modelo de la expresión metafórica o medio idóneo para el des­ pliegue de las metáforas. Y en cualquier caso, tanto el aforismo como la metáfora se resisten, por su pro­ pia naturaleza, a la interpretación .20 Heidegger, por su parte, ve en la fragmentación de la escritura de Nietzsche, y más particularmente, en el abigarrado conjunto que forman los fragmentos póstumos, la fuente privilegiada para el estudio de la obra nietzscheana, incluso celebra el esquema aforístico como una muestra de la genialidad de Nietzsche, capaz de sintetizar en una breve senten­ cia «lo que otros no conseguirían con todo un li­ bro ».21 Como he observado, todo el seminario dedi­ cado por Heidegger entre 1936 y 1940 a examinar la obra de Nietzsche se apoya principalmente en la edición de Der Wille zur Macht preparada por Fórs-ter-Nietzsche y Gast. Para la lectura heideggeriana, este carácter postumo consagra a su autor como abanderado del final de toda una tradición de la metafísica de Occidente. Heidegger piensa que Nietzsche consuma y a la vez destruye, acaba, des­ mantela, la tradición de la que es espléndido tribu­ tario .22 Pero la lectura heideggeriana ya no se centra en el aforismo en tanto que género sino que subraya su carácter estructural que se manifiesta como frag­ mentación: se refiere al aforismo en tanto que fragmento. Heidegger ve en la escritura de fragmentos la tradición de la filosofía occidental hecha trizas, de donde deduce que la fragmentación nietzscheana es a la vez un síntoma y una consecuencia. Una ten­

tativa de superar las observaciones de Heidegger ha sido desarrollada por Jacques Derrida en el pequeño ensayo que dedica a los estilos de Nietzsche.23 Derri­ da entiende que los fragmentos, en el caso de Nietz­ sche, no constituyen —como haría presuponer el criterio de los editores de Der Wille zur Machí— pe­ dazos de una obra proyectada y nunca ejecutada del todo, trozos dispersos que se pueden recomponer como quien rehace una antigua vasija hallada en una necrópolis griega. Para Derrida la fragmen­ tación nietzscheana es mucho más esencial, más profunda, más constitutiva: sus pensamientos frag­ mentados son en realidad partes a las-que no co­ rresponde ningún todo, secciones o parcialidades sin totalidad referida, y cuyo sentido es, en el fondo, indeterminable. Cada fragmento está, por así decir­ lo, descontextualizado y, puesto que lo propio del estilo es ofrecerse como «contexto» para la interpre­ tación, la fragmentación del texto Nietzsche rechaza ser tratada, en rigor, como estilo. En efecto, fiel a la brillante tradición romántica, Nietzsche escribe fragmentariamente, es decir, lo hace tal como piensa, sin dejar a la vista casi ninguna interconexión entre las partes, resistiendo la tendencia a la totalización. De ahí la conclusión desesperanzada de Derrida cuando afirma que nunca llegaremos a saber qué quería decir Nietzsche con la desconcertante frase «Hoy he olvidado mi paraguas», anotada entre sus escritos póstumos. Conclusión que bien podría ex­ tenderse a la totalidad de la obra fragmentaria del filósofo, en la medida en que no hay razones que permitan distinguir esta frase críptica, típico frag­ mento sin todo referido, y los demás fragmentos. La breve oración entrecomillada es indescifrable. Nun­ ca lograremos saber si es nota, fragmento, cita, co­ mentario, apunte, acotación, referencia, glosa mne­ mónica, título, etcétera. ¿Por qué distinguir este «fragmento» de los demás que componen la obra de

Nietzsche? ¿Acaso son los demás más descifrables que éste? Por consiguiente, la cuestión del estilo en Nietz­ sche me lleva a plantear una cuestión aún más rele­ vante, la de su fragmentación, la legitimidad de la interpretación de una obra que es en su mayor parte —en su parte más significativa, según Heidegger— postuma, y, por añadidura, fragmentaria, es decir, resistente a toda posible interpretación. Considerar la cuestión de la fragmentación en Nietzsche no es sino repasar, desde el ángulo del estilo, las conse­ cuencias que ésta tiene para el comentario, su efecto. Éste es el núcleo del problema metodológico que me parecía necesario examinar en esta sección ¿ntes de entrar de lleno de la aproximación a las ideas nietzscheanas sobre el lenguaje. Estilo, género, aforismo, fragmento ¿Por qué se dice que la fragmentación de la escritu­ ra tiene implicaciones metodológicas, o al menos plantea ciertas reservas en cuanto al método desarro­ llado por esta o por cualquier otra lectura? Según Arthur Danto, los fragmentos de Nietzsche, sean o no aforismos y a menudo no lo son destacan por su in­ concebible anarquía, que no sólo afecta a las largas secuencias de frases desarticuladas que es dado en.contrar en los papeles póstumos aunque podamos disponerlos de acuerdo con un riguroso orden crono­ lógico24sino que también está en las obras que él mis­ mo preparó antes de enviar a la imprenta, y en mu­ chas de las obras publicadas en vida. Esa anarquía refleja la personalidad heteróclita de Nietzsche y ne­ cesariamente debe inspirar el modo de la interpreta­ ción. Danto aboga, pues, poruña interpretación libre de los fragmentos, una interpretación que, como la prosa estudiada, sea irreductible e indefinida.

En su consideración de estos puntos de vista, aun­ que parece alinearse con la posición de Derrida en cuanto que la fragmentación equivale a una manera de no tener estilo, Nehamas hace hincapié en lo que llama «pluralismo» estilístico de Nietzsche, en el sentido anglosajón de variedad genérica y no tanto de maneras de escribir.25 En efecto, la fórmula afo­ rística, que constituye por sí sola una modalidad bien delineada de la prosa, y toda una tradición en la escritura filosófica desde los tiempos de la Grecia clásica, no puede esgrimirse para calificar obras como El nacimiento de la tragedia, que tiene el empa­ que y el programa de muchos tratados académicos, por mucho que fuera resistida por «ensayística» desde la filología de la época;26 tampoco se puede aplicar a las Consideraciones intempestivas, que son típicos ejemplos de ensayo, y menos a Así habló Zaratiistra, como apunta Nehamas, que es una obra unificada y al mismo tiempo inclasificable, con algo de épica, algo de ditirambo y algo de evangélico, y desde luego, poco de aforístico.27 Por añadidura, Nietzsche escribió también poemas, epigramas, panfletos como El caso Wagner, Nietzsche contra Wagner, y coqueteó con el género autobiográfico en Ecce Homo. Nehamas entiende esta prodigiosa capacidad camaleónica de Nietzsche, capaz de travestirse en mo­ dos y facetas disímiles del escritor y de prodigarse bajo diferentes máscaras, como una versión prácti­ ca, en el nivel de la escritura, de su perspectivismo, que es irreductible a una fórmula en particular. De haber una calificación estilística de la escritura de Nietzsche ésta sería —sostiene Nehamas— la exage­ ración, que se sintetiza en una figura: la hipérbole, «que atrae a cierta clase de lector y repele a otro, y hace que un tercero vacile, alternando momentos de comprensión con momentos de estupor, entre la exaltación y el desaliento. [...] [Esta figura] puede

que sirva para explicar por qué el aforismo ha domi­ nado los análisis sobre la escritura hasta el momen­ to».28 Nehamas propone ver en la fragmentación, tanto si es aforística como si no, un tipo de escritura que se aviene con la tendencia a la exageración y a los golpes de efecto. Sin llegar a disentir con esta opinión, creo necesario incurrir en una digresión so­ bre ciertas peculiaridades genéricas de la prosa fragmentaria para la fundamentación de mi propio método de estudio aplicado a esta obra desarticula­ da y dispersa y, por momentos, inabarcable. El modo en que Nietzsche elabora las ideas tiene que ver, en principio, con cierta representación de la palabra. Las palabras son entes de disponibilidad inmediata, piezas necesarias de un proyecto com­ prensivo que puede o no llevarse a término.29 Es de­ cir, que el pensamiento viene, por así decirlo, consti­ tuido por la disponibilidad del habla y nunca al revés. Si hay unidad postulada entre hablar y pen­ sar, el discurso es generador de ideas y no a la inver­ sa, como se desprende por ejemplo de la conocida fórmula coloquial «no encuentro las palabras para expresar lo que pienso». Para Nietzsche, como des­ pués y por otras razones para Wittgenstein, no hay más pensamiento que lo expresable en palabras. Así: «A través de las palabras que nos rodean llega­ mos a los pensamientos»;30o bien: «El encuentro ca­ sual de dos palabras o de una palabra y un espec­ táculo es el origen de un pensamiento nuevo».3 En cierto modo, ésta sería la fórmula abreviada de la llamada «consciencia del lenguaje» que Nietzsche inaugura en la tradición filosófica occidental. Resulta especialmente relevante subrayar la in­ mediatez que, según Nietzsche, se da entre pensa­ miento y lenguaje porque esa inmediatez explica su peculiar modo de escritura, ensayada sin programa explícito, a golpes de inspiración y de ocurrencia, como si las palabras, al igual que las ideas, fueran al

encuentro del filósofo y no al revés. La lógica exposi­ tiva de una prosa desarrollada de acuerdo con este precepto tiene en el fragmento su fórmula compen­ satoria, su más eficaz modelo de elocuencia, ya que el fragmento se abandona a la inmediatez y se deja orientar por la ocurrencia, hace despuntar el Witz, tal como lo predicaban Schlegel y Novalis en los es­ critos de Athendum y, con ellos, la mejor tradición del romanticismo alemán. En algún pasaje puede verse cómo describe Nietzsche este florecimiento in­ controlado de la ideación.32 A menudo, incluso ma­ nifiesta las tribulaciones del escritor cuando, domi­ nado por un instrumento incontrolable y tosco, desespera al no llegar a la expresión justa y excla­ ma: «Ni siquiera los pensamientos propios se pue­ den reproducir del todo».33 Es más, la deriva hacia un enfoque semiótico desde el modelo romántico que trata al lenguaje como un caso particular de la comprensión y del fraseo musical, que tiene lugar en la evolución de su pensamiento hacia la década de 1870, se apoya sobre un cambio en la determinación de la naturaleza de las palabras, cuando Nietzsche detecta que no son más que signos, referencias cie­ gas a las que de todos modos es preciso recurrir al escribir, palabras que no son más que indica­ ciones.34 De modo que, según esta observación, lo más pru­ dente es tratar los fragmentos que componen la pro­ sa de Nietzsche tan sólo como indicaciones, señales que apuntan a ideas o conjuntos de ideas y no al re­ vés, según la fórmula habitual de los comentarios sobre escritos fragmentarios, que recurren a una clave mayor externa a la escritura para desarrollar su trabajo. Debemos partir, pues, de las palabras de Nietzsche leyéndolas como indicaciones, tentativas 'siempre incompletas cuya radical incompletitud las hace aún más elocuentes e indecidibles. Que esos textos incurran o no en fórmulas hiperbólicas —y

desde luego así sucede en muchos pasajes de la obra de Nietzsche— es tan sólo una de las posibilidades explotadas en la prosa fragmentaria. La incompletitud y la indecidibilidad están entre las cualidades definitorias de todas las escrituras fragmentarias y tienen, por contra, mayor trascen­ dencia que su forma hiperbólica, que Nehamas ve como característica principal del estilo nietzscheano. Incompletitud quiere decir aquí que en los textos fragmentarios no se aplica el principio de razón. Indecidibilidad quiere decir que este tipo de prosa no necesariamente cumple con la regla hermenéutica según la cual todo texto puede ser interpretado. En lo que sigue, trataré de explicar qué entiendo de ello en cada caso. La escritura fragmentaria tiene una larga tradi­ ción en filosofía, remota ascendencia que podría constituir por sí sola un género que llamaré epigra­ mático por ponerle un nombre. Pese a su perfil im­ preciso, en este género se puede incluir a algunos de los intelectuales más influyentes e interesantes de la cultura europea. Se diría incluso que muchos de es­ tos intelectuales deben su influencia casi exclusiva­ mente al hecho de haber escrito en forma fragmen­ taria y, de esta manera, haber sintonizado sin proponérselo con uno de los talantes característicos de nuestra época, que adora la diseminación y las arquitecturas abiertas. Desde un punto de vista que, grosso modo, llamaré estilístico, se pueden distinguir cuatro modalidades diferentes de la prosa fragmentaria. En primer lu­ gar están las piezas discursivas breves, en forma de sentencias, observaciones, glosas, apuntes, comen­ tarios, escolios, que constituyen parcelas de sentido que la lectura reconoce y recorta como espacios de saber y en las que se aplica la interpretación. Lo pe­ culiar de estas unidades parceladas que detecta la lectura en este tipo de textos es que ninguna de ellas

tiene en cuenta a las demás, pese a que pertenecen a un conjunto porque el lector suele encontrarlas jun­ tas, reunidas en colecciones. Sin embargo, el con­ junto que las agrupa no cumple con la regla de cie­ rre de los discursos articulados, lo cual genera ese efecto característico de asistematicidad y de incompletitud y esa especial sugestión, propia de los con­ juntos de mónadas, que ha dado carta de identidad al género. El modelo paradigmático de esta primera fórmula fragmentaria es la colección de aforismos y su prototipo se remonta a los tiempos de Hipócrates, cuya obra principal se titula precisamente Aforis­ mos: pequeños logoi que se ofrecen a la lectura y a la interpretación en forma de dosis —valga la redun­ dancia— «hipocráticas*. En segundo lugar está el modelo del fragmento propiamente dicho, los textos que es habitual encon­ trar en los papeles póstumos, las notas de trabajo del escritor, así como las referencias alusivas de los logógrafos y los doxógrafos de la cultura helenística, y las citas, los emblemas y los lemas, que tanto gus­ taban al barroco (las Cien empresas de Saavedra Fa­ jardo podrían ser un ejemplo de este estilo, aunque también pueden ser consideradas como literatura ensayística), las cartas y las misivas. Y, dentro de este apartado, habría que distinguir las colecciones de escritos póstumos y de obras que no han sido con­ cebidas «fragmentariamente» sino que devienen fragmentos en virtud de alguna circunstancia ajena a la voluntad de su autor, o que se constituyen en «fragmentarias» porque no ocultan las partes de que se componen. En esta categoría entrarían mu­ chísimas obras, no sólo la del propio Nietzsche. En particular, habría que colocar los textos de los filó­ sofos presocráticos la mayoría de ellos, no obstante, autores de grandes sistemas cosmológicos que he­ mos leído sólo en forma de trozos o citas. Podría in­ cluirse también la obra de Benjamín, la de Husserl y

la de Kafka por escoger tres ejemplos muy distantes entre sí pero equiparables, puesto que su trabajo no puede ser considerado con prescindencia de la im­ portantísima obra inacabada y póstuma; y por últi­ mo habría que incluir a los autores de frondosas co­ rrespondencias: más o menos todos los escritores anteriores a la segunda guerra mundial y a la gran eclosión de la comunicación global a la que nos he­ mos habituado. En tercer lugar está la escritura fragmentaria que la lectura erudita detecta como vestigio. En este caso hablamos del fragmento como ruina, desecho, porción, parte desmembrada, tanto si la ruina es «natural», como el Fragmento sobre el gobierno civil de Jeremy Bentham, como si es deliberada o simula­ da, tal como es el caso de los escritos fragmentarios de Schlegel y Novalis para la revista Athenánm. El romanticismo reivindicó esta modalidad de la frag­ mentación como un producto de autor, que poco a poco ha ido convirtiéndose en una auténtica manie­ ra; como tal, puede ser considerada maniera típica­ mente nietzscheana .35 Por último, en cuarto lugar, está la escritura frag­ mentaria que se conoce comúnmente como ensayística. El ensayo es un género característico de los tiempos modernos y que han practicado con mejor o peor fortuna desde Voltaire hasta Karl Marx, desde Lessing hasta Roland Barthes y que, por supues­ to, también practicó Nietzsche. A tenor de la forma, tam bién puede afirmarse que todos los verdaderos ensayistas son escritores fragmentarios. Es muy posible que haya otros modelos de escritu­ ra fragmentaria. Por ejemplo, no se menciona en la somera clasificación que propongo aquí, la poesía lírica o la epigramática, o la poesía sin más, que, con la sola excepción de la poesía épica está toda ella tachonada de unidades discretas'de sentido. Tampoco se contemplan en esta clasificación aque-

líos ejemplos que resisten cualquier abordaje nor­ malizados como es característico de las obras heteroglósicas tales como el Ulysses de Joyce, que bien podría considerarse como un agregado de estilos, géneros y piezas discursivas articuladas significati­ vamente hasta producir una obra total que deja ver su andamiaje, un inmenso collage o un prolijo mo­ saico de discursos. U obras de experimentación que investigan en el terreno de la estructuración narrati­ va y que se encuentran a menudo en la novelística contemporánea. En este tipo de novelas se atribuye valor estético al imprescindible trabajo de articula­ ción que requiere la comprensión y que suele dejar­ se bajo la responsabilidad del lector. Lo significati­ vo de esta clasificación es que demuestra, por sus incongruencias, que si bien lo fragmentario parece evidente por sí, cualquier tentativa de síntesis teóri­ ca de sus productos en forma de un «estilo» deja de­ masiados problemas sin resolver y, por lo tanto, se descalifica a la hora de ser esgrimida como argu­ mento del análisis. Para ser fieles a la experiencia de la lectura, tenemos que admitir que el aforismo, el vestigio, el simulacro romántico o el ensayo, son teó­ ricamente indistinguibles, aunque podamos estable­ cer diferencias y matices entre ellos. En el caso de Nietzsche esta indistinción, cuando se abordan por ejemplo los textos póstumos, se hace aún más acu­ sada. Más arriba he citado la opinión de Derrida cuan­ do observa que los fragmentos de Nietzsche se ca­ racterizan porque, por su propia naturaleza, recha­ zan la puesta en sistema. Derrida los tiene por esencialmente inintegrables puesto que han sido concebidos sin la referencia a una totalidad de senti­ do. Los fragmentos que componen los escritos de Nietzsche, son partes que pertenecen a un todo sólo porque así lo presupone o lo requiere la compren­ sión, per& no remiten a ese todo, y no se articulan en

sistema simplemente porque ese todo no existe. Si los tomo como pequeñas unidades o parcelas de senti­ do, unidades de logos, piezas discursivas, observo que cuando comparten aquello que no denotan —tona totalidad— y coinciden en su deliberada dise­ minación. Si quisiera adscribirlos a las categorías de la clasificación propuesta comprobaría que en realidad hacen estallar la clasificación como tal, al disolver las diferencias que los pautan en ella. En cambio, si me aproximo a ellos fijándome en los espacios vacíos, en esos momentos en que el autor calla, se desarma el trabajo de la crítica, los textos se des-califican y des-autorizan el esquema clasifi­ cador. En efecto, si es verdad que hay cuatro —o m ás— maneras del fragmento, Nietzsche las practi­ có todas. Su obra sería la prueba negativa, el contrafáctico de la clasificación propuesta, puesto que po­ dría ser legítimamente incluida en cualquiera de las variantes apuntadas. Cuando hablamos de «escritura fragmentaria* aludimos a varios elementos significativos. En pri­ mer término, los textos fragmentarios son siempre colecciones de fragmentos. Aforismos, vestigios, si­ mulacros románticos y ensayos, aparecen entonces como fragmentos porque, en tanto que tales, se pre­ sentan agrupados y a la vez pautados, escandidos por silencios o momentos de discursividad neutra, momentos en que el autor no dice nada. La idea del «fragmento» es en realidad el subproducto de una lectura informada que contempla de manera inte­ grada tanto los textos como los espacios que los se­ paran en la colección. Para que la idea de fragmento sea consistente es preciso que la lectura integre las fracciones o las piezas que constituyen la colección en forma de mónadas significantes, tengan o no un todo referido a ellas. Por ejemplo, podemos hablar de una escritura fragmentaria en Nietzsche no sólo porque es muy fácil comprobar que escribía a trom­

picones y verificar que sus textos se quiebran por efedto de espacios vacíos que no sabemos qué o quién los provoca, sino también porque leemos su obra como si hubiera un enlace virtual en la serie discontinua que forman sus escritos, un enlace ge­ nerado por el propio proceso de la lectura que, al mismo tiempo, niega y respeta el carácter singular y autónomo de cada pieza. Decimos que su escritura es fragmentaria porque, pese a la desvertebración, podemos estructurarla según un sentido global. Para que esto sea posible es preciso que los silencios, esos espacios en blanco que separan los textos, no sean comprendidos exclusivamente como puntos ciegos de la recepción. Hay que pensarlos como si anticiparan, contemplaran o anunciaran, nuevas unidades de sentido. Pero no de una manera causal o determinada sino, como diría Aristóteles, de una manera episódica, aleatoria. Cada fragmento debe figurar al lado de otro fragmento pero sin consecutividad. Por otro lado, ningún fragmento puede ser comprendido cabalmente si se lo aborda en solita­ rio, como si se tratase de un epigrama. El fragmento se asemeja al epigrama por su forma pero no por su sentido y su función. En suma, para que el fragmen­ to funcione como tal, la lectura debe reconocerlo en • un conjunto, aunque sólo sea implícitamente. Por consiguiente, a despecho de su forma, la frag­ mentación obliga a ensayar un modo especial de recepción sistemática, un tipo particular de integra­ ción. La obra de Nietzsche, examinada desde los co­ mentarios, por ejemplo, muestra cómo se realiza esa integración. En cualquiera de los comentarios glo­ bales se observa que las agrupaciones molares de pequeños textos, para ser identificadas como tales, han sido integradas temporalmente y espacialmen­ te. La integración temporal se realiza por un proce­ dimiento muy simple. En la lectura, el comentarista trata los silencios que separan los fragmentos como

elisiones, incluso es posible que llegue a detectar cierto «ritmo» en ellos, aunque no pueda dar razón del procedimiento, debido a que sólo puede consta­ tar los silencios sin que jamás logre desentrañar la regla que los organiza y los dispone. Se puede detec­ tar dónde se produce la interrupción del texto, pero nunca se sabrá por qué se produce. El comentarista tenderá a compensar las constantes frustraciones que le depara la lectura: visualizará ausencias, las registrará y las integrará como pueda en un conjun­ to, imaginando una coherencia temática o de moti­ vo que más tarde expondrá como contenido de los textos analizados, pero jamás llegará a consolidar una serie temporal discreta como la de los grandes textos unitarios que demuestre cómo, cuándo y por qué una tesis deriva en otra tesis, un argumento da lagar a otro argumento y por qué de todo ello se si­ gue una consecuencia teórica necesaria. Incluso a pesar de que, como sucede en el caso de Nietzsche, el conjunto de los fragmentos le venga dado en for­ ma de libro. En realidad, al leer fragmentos e inter­ pretarlos, el comentarista suple una tarea que sólo cabe ai autor, suplanta la función de éste, ocupa un lugar y un título que no le pertenecen pero para los que se siente con derecho, porque así lo ha dispuesto el propio autor fragmentario al dejar incompleta la integración. Si el comentario se propone ser fiable, en el sentido bajtiniano antes apuntado, o sea, si de­ dica la necesaria atención a la autoría de los textos analizados, se da la curiosa paradoja de que cuanto más «fiel» es la lectura emprendida, más intencio­ nados son sus resultados, más sesgadas parecen las interpretaciones. La fragmentación obliga a traicio­ nar la «fiabilidad» porque inviste al comentarista de cierta co-autoría ineludible. Esto, y no sólo la am­ bigüedad o el error, explica que haya tantas versio­ nes de Nietzsche (o de cualquier otro autor fragmen­ tario) como lecturas se hagan de su obra.

Una típica integración de un escrito fragmentario cumple más o menos el siguiente esquema. Dados los fragmentos y los hiatos que los separan, el co­ mentario procede representando los hiatos como elementos auxiliares de una escansión, de tal modo que los silencios no operen únicamente como ios es­ pacios vacíos que son y que separan textos disemi­ nados y dispersos, sino que figuren como si simula­ ran marcas negativas en un texto global que, sin embargo, no se manifiesta nunca. Los silencios se parecen, por así decirlo, a los códigos ocultos que organizan la disposición de un texto en una panta­ lla: invisibles, inexplicables, pero decisivos para la lectura, aunque el lector no sepa en qué consisten y cómo operan. En cierto modo, se diría que la lectura de la prosa fragmentaria requiere de una sensibilidad musical, puesto que la función de estos vacíos se asemeja a la de los silencios musicales, que, como es sabido, de­ terminan la audición —o sea, el sentido— tanto como las secuencias sonoras. Con un matiz impor­ tante: a diferencia de las piezas musicales, los textos genuinamente fragmentarios se caracterizan por es­ tar constituidos por agregación, sin enlace explícito, o en todo caso, conformados según una fórmula que siempre es aleatoria y, por lo tanto, radicalmente contraria a la armonía. En ellos los fragmentos apa­ recen como «limaduras de hierro sobre la superficie de un imán» comenta Steiner, quien subraya ade­ más que hay cierta inspiración musical (polifónica) en algunos escritores fragmentarios, como es el caso de Kierkegaard, Nietzsche y Karl Kraus .36 El senti­ do que crean esas «limaduras de hierro sobre el imán» tiene la autonomía y la indeterminación que son propias de la composición musical. Todas las piezas están referidas a un sentido pero éste, por ne­ cesidad, se constituye fuera del conjunto formado por ellas. De ahí que la recepción de la obra escrita

fragmentaría se parezca tanto a la recepción musi­ cal, en el modo descrito por Blanchot: «Lo fragmen­ tario no precede al todo, sino que se dice fuera del todo y después de él».37 Lo característico de la recep­ ción musical es que se inspira en los elementos que forman la composición pero se realiza fuera de ella, en un sentido ontológico: lo que oímos como música jamás es la partitura y tampoco la pura agregación de las notas elididas, ni su mera puesta en sistema, sino un efecto o un correlato exterior a éstas, en un registro específico que tiene lugar fuera y después de la ejecución. Por emplear una terminología husserliana, la prosa fragmentaria y la música operan con unidades noéticas escandidas que se sintetizan noemáticamente en un registro paradiscursivo, a dife­ rencia de lo que ocurre en los grandes textos unita­ rios, donde es posible integrar los niveles noético y noemático y llegar, por ejemplo, a derivaciones gra­ maticales del proceso de la lectura. Steiner llama «género pitagórico» —y aquí habría que recordar que los pitagóricos daban una especial trascendencia al aprendizaje de la música— a aquel discurso compuesto por muchas piezas unitarias, dis­ curso escandido que tanto nos coloca en el ámbito de la verdad parcial, allí donde se establece su ve­ cindad con otra verdad parcial, como nos pone en el corte, al borde de, al filo de, junto a, o inmediata­ mente asomados al silencio. Por consiguiente, el gé­ nero fragmentario es el que más se aproxima, en el campo de la prosa, a la estructura musical y requie­ re de una sensibilidad acorde con ésta, es decir, una sensibilidad atenta a los efectos. En el terreno espacial, los silencios de la prosa fragmentaria son también importantísimos puesto que se parecen al fondo neutro sobre el que se recor­ tan las estrellas en las constelaciones o a la masa indiferente e indistinta de agua que rodea a las islas en un archipiélago. La constelación y el archipiéla­

go se asemejan en que ambas establecen conexiones arbitrarias de territorios independientes, ambas presuponen la perspectiva y la comprensión, pues su sentido se funda en cierto noema figurativo que produce un observador externo para superar o tras­ cender l*a irrelevancia noética del conjunto. Pero, con un matiz diferencial importante. Como bien sa­ bemos, la figura del archipiélago no se deduce de la situación de insularidad sino de un punto de vista trazado desde fuera de las islas. La escritura frag­ mentaria, en cambio, se caracteriza por dar la doble y paradójica sensación al receptor de estar al mismo tiempo en una isla y en el archipiélago. La sensación de que el sentido que extrae de la lectura sitúa una parte y un todo pero no puede explicar la relación que une a dicha parte con el todo, es típica de este efecto. Se siente una especial inorganicidad de tal modo que si bien los textos elididos se leen siempre en grandes conjuntos, donde cada una de las partes funciona indiferente de las demás, en la medida en que están separadas por silencios, cada sección, cada parcela de sentido, remite al agrupamiento de las partes, pero no se resuelve en ese agrupamiento, no encuentra en el agrupamiento su sentido. En suma, hay un todo, pero éste se da conjuntamente con las partes, nunca con prelación a, o por resolu­ ción de las partes. Así, en el conjunto, los fragmentos forman una figura sin fondo o un fondo con infinitas figuras y una cantidad finita de elementos. Mejor que de archipiélago, entonces, cabría ha­ blar de constelación. El símil es especialmente acer­ tado porque una constelación da lugar a un número indeterminado de perspectivas —más aún, las pre­ supone, las requiere y las alienta— y cada perspecti­ va configura una forma singular, un sentido que es propio en cada caso pero que no es armonizable con los demás sentidos posibles. Una constelación admi­ te sentidos que se excluyen unos a otros: Nietzsche

puede declararse rabiosamente antirromántico y a la vez ser incomprensible fuera de la tradición de la ironía romántica;3®Benjamín puede ser un escritor cabalístico que no obstante se atreve a escribir sin claves; y Wittgenstein un realista lingüístico que constantemente formula preguntas que se sabe incapaz de responder. Aquello que dentro de un sis­ tema aparecería como una contradicción, en la constelación pasa desapercibido: todas las contra­ dicciones y todas las paradojas son posibles/ 9 Esta indiferencia de la escritura fragmentaria a la con­ tradicción la hace exasperante y, además, la con­ vierte en invulnerable, en parte porque, como apun­ ta Blanchot, el escritor fragmentario ignora sus propios cambios de sesgo y de opinión. Resolver las contradicciones es algo que el escritor deja al lec­ tor. Blanchot sostiene —con razón— que es relativa­ mente sencillo ordenar los pensamientos de Nietz­ sche, por ejemplo, «según una coherencia en la que sus contradicciones se justifican, ya sea jerarquizán­ dose o dialectizándose». Y agrega: «siempre es posi­ ble encontrar un sistema posible, virtual, en el que la obra, abandonando su forma dispersa, da lugar a una lectura continua ».41 Lo mismo podría apuntarse de las imprevisibles divagaciones de Nietzsche, de sus cambios de enfo­ que o de vocabulario, sus adhesiones irresueltas, sus vacilaciones, que tienden a ser ordenadas en los co­ mentarios cuando recurrimos a un sistema interpre­ tativo virtual. Para resolver los problemas que plan­ tea una interpretación global de este tipo de textos, la fórmula preferida de los comentaristas consiste siempre en lo mismo. Los comentarios se suelen ins­ talar lo más cómodamente que les sea posible en un centro elegido al azar o determinado deliberada­ mente, tras largos y sesudos cotejos textuales, con­ textúales y a menudo biográficos. La vi'da del frag­ mentario es investigada hasta las más irrelevantes

minucias, pero siempre en relación con una supues­ ta organicidad que, en realidad, el texto no suminis­ tra. Las apelaciones a la biografía de Nietzsche —es curioso cómo inducen al cotilleo los fragmentarios: Benjamin, Nietzsche, Wittgenstein, Kafka, etcétera, han sido objeto de innumerables estudios biográfi­ cos— tienden a operar como sustitutos de los ele­ mentos textuales típicos, como suplementos de la textualidad unitaria, del énfasis y de la pertinencia, de la intención y la oportunidad. Se da una especial trascendencia a circunstancias menores porque lo importante es encontrar un punto de referencia que unifique la dispersión. Hay que decir, también, que a menudo ese centro imaginario sirve —como es natural— para compen­ sar el fastidio que habitualmente acompaña la lec­ tura serializada de los fragmentos. Cuál sea el centro elegido es, en el fondo, indife­ rente. El caso es que cualquiera de estos puntos de referencia y muchos otros que pueden encontrarse en los comentarios, necesariamente excluye a todos los demás. Pero esto no suele importunar a los co­ mentaristas, porque lo que en verdad les preocupa es contar con una especie de carta de navegación para guiarse por un pensamiento que, como es habi­ tual en los escritores fragmentarios, se presenta como oceánico. Las interpretaciones de la obra de Nietzsche, igual que la masa abrumadora de sabiduría esco­ liasta acumulada por los textos de los presocráticos, serviría para ensayar una metodología crítica de la hermenéutica filosófica. O mejor, una historia del error, ya que la lectura orientada, en el caso de cual­ quiera de los autores fragmentarios, es lo más opuesto a la naturaleza íntima y singular del modo de pensar que se expresa en los textos estudiados. Habría que reflexionar sobre si en verdad es posible leer —es decir, leer comprensivamente, intelectiva­

mente— un discurso desvertebrado, cuando todo en él, desde su más radical pluralidad y la voluntaria diseminación hasta su abigarramiento, todo, recha­ za los presupuestos del método interpretativo. Y ya que hablo del método, conviene mencionar los problemas que enfrenta la lectura experta frente a este tipo de textos. Por apuntar la semejanza entre la prosa fragmentaria y la poesía lírica, merece la pena recordar que toda lectura es parcial, como lo es toda aproximación a una obra mayor que un poema lírico. Parcial quiere decir que está focalizada y ses­ gada, limitada incluso —como ya observaba Aristó­ teles y lo imponía como precepto de su poética en relación con la extensión de una tragedia— por la memoria. No existe, no es concebible, una apropia­ ción total de ninguna clase de obra, tanto si es visual como si es escrita. En esto la concepción autoral no difiere demasiado de la recepción lectora, pues am­ bas son construcciones, a despecho de cuanto pueda fantasear la teoría de la inspiración y la estética del genio. Precisamente el hecho de que el sentido de­ venga de una construcción permite hablar de co-autoría en el caso de la fragmentación. Entendida como proceso, esa construcción se demuestra irre­ ductible e inabordable, cualquiera que sea la estéti­ ca que se proponga reducirla. Aunque pudiéramos sintetizar todos los pasos del mecanismo creativo y lográramos acotar las reglas de derivación que con­ trolan la elección de los materiales, los temas, los motivos de la representación, la frecuencia de cier­ tas palabras, etcétera, o pautar cada una de las posi­ bles estrategias de que se vale un autor para produ­ cir sentido, nos sucedería como en el ajedrez, donde lo que en verdad cuenta es la anomalía, lo veleidoso, la producción de la diferencia, la circunstancia má­ gica que hace de alguna jugada un momento singu­ lar y de todas las partidas algo irrepetible. Dice Benjamin en Dirección única:

Para los grandes hombres, las obras concluidas tie­ nen menos peso que aquellos fragmentos en los cuales trabajan a lo largo de toda su vida. Pues la conclusión sólo colma de una incomparable alegría al más débil y disperso, que se siente así devuelto nuevamente a su vida. Para el genio, cualquier cesura, no menos que los duros reveses de fortuna o el dulce sueño, se integran en la asidua laboriosidad de su taller, cuyo círculo mágico él delimita en el fragmento.42 Más vital para el artista es reafirmar su laboriosi­ dad, consagrarla en una obra incompleta y siempre diferente, que consumarla en una construcción aca­ bada. Si la lectura de Nietzsche requiere, como creo, de cierta emulación del autor, el único método legí­ timo para comprenderlo parece que es, pues, la falta de método, o la reconstrucción interminable. Pero, planteada la cuestión metodológica, convie­ ne señalar que la fragmentación desnuda la profun­ da incompatibilidad que existe entre la filología y la hermenéutica. La primera, por la propia naturaleza de su análisis, tiende a desmenuzar o a resaltar lo ya fragmentado, multiplicando las referencias, compli­ cándolas aún más, a menudo sin resolverlas. La se­ gunda, en cambio, tiende a combatir la fragmenta­ ción, al organizar las piezas según un centro imaginario que usa para constituir totalidades si­ muladas. Como ejemplos de cada una de estas mo­ dalidades en los estudios nietzscheanos pueden ser­ vir, respectivamente, las innumerables monografías debidas a comentaristas anglosajones y la interpre­ tación heideggeriana. Como es obvio, los dos tipos de lectura no pueden coincidir nunca. En primer lugar, porque ninguno consigue superar el efecto caleidoscópico que pro­ ducen los fragmentos: los estudios filológicos des­ brozan las piezas o intentan reordenarlas, aunque con frecuencia no sepan muy bien qué se ha de hacer con ellas; y la hermenéutica se complace delante de

las figuras que se inventa para sí en el conjunto, ha­ ciendo rotar el caleidoscopio. Y en segundo lugar, no pueden coincidir porque las totalidades a las que ambas secretamente se refieren no tienen nada en común, en la medida en que responden a diferentes modos de construcción, tan diferentes como las figu­ ras de una constelación observada desde perspecti­ vas distintas. La obra de arte —la obra, sin mayores aditamen­ tos— es siempre más que la suma de sus partes, con­ tra el principio que guía la mirada filológica; y, al mismo tiempo, la obra acontece siempre en la nega­ ción del ensamblamiento técnico de estas partes, es decir, contra el sentido que intenta imprimirle o que le presupone la mirada hermenéutica. La considera­ ción del método desarrollado en mi trabajo sirve, pues, para descalificar indistintamente todos los métodos de abordaje de los textos analizados, aun­ que, por otro lado, rehabilita el interés especial que tienen los textos fragmentarios de Nietzsche para la fundamentación de toda metodología filosófica. En la prosa fragmentaria se hace aún más patente la resistencia de la fragmentación a cualquier tipo de reducción tecnológica. En este sentido, toda es­ critura fragmentaria es subversiva porque consti­ tuye un desafío a la comprensión, un límite para la razón. Es subversiva, por añadidura, porque sustrae del dominio del intérprete aquello que le sirve de mayor ayuda: el texto. Los silencios —como he apuntado anteriormente— desmantelan el efecto textual. Si no hay texto, no hay sentido. Si no hay sentido no hay verdad. Todo sucede en el marco de una indefinible imprecisión: nada se defiende o se afirma en los fragmentos, nada entonces se verifica. En rigor, nada se conoce a partir de fragmentos. Por otra parte, el texto fragmentario niega radi­ calmente el otro gran supuesto del principio de ra­ zón sobre el que se basan todos los comentarios: el

sujeto trascendental. Concebimos grandes unidades textuales articuladas porque presuponemos que ha de haber una manera común de comprenderlas, un resultado coincidente en las lecturas, que podemos comparar y perfeccionar. En definitiva, pensamos que toda obra escrita es legible porque pertenece a la experiencia del mundo y el mundo también lo su­ ponemos legible. En el caso de la fragmentación, lo único que se comprueba es que el autor y el lector coinciden en el horizonte del lenguaje, que pueden converger en algún punto porque se comunican con el mismo lenguaje. Por lo tanto, puedo asumir como propia la conclu­ sión a la que llega Derrida en relación con la escritu­ ra de Nietzsche: en ella, en rigor, no hay estilo. En efecto, el escritor fragmentario ño genera un estilo como no sea el de su propia fragmentación y la agre­ gación secundaria a que da lugar la lectura. Por con­ siguiente, su modo de escribir resulta ser el más her­ mético. Hermetismo paradójico puesto que se trata de una escritura que, como se puede comprobar, a menudo no aloja ningún misterio, ningún secreto. Es una escritura ya desentrañada, autosuficiente, in-trascendente. Allí donde no hay secreto, no hay clave, y si no hay clave, ¿para qué interpretarla? Los fragmentos nietzscheanos constituyen su propia in­ terpretación, muchas veces nos llegan ya interpreta­ dos, de ahí que a menudo sus aforismos sean parali­ zantes: de nada sirven los conjuros para acceder a sus mensajes .43 Incluso a veces parecen impertinen­ tes porque a pesar de llegar ya interpretados recla­ man del lector una apuesta por el sentido, bajo la forma implícita de un desafío semejante al que afir­ ma Canetti que impone la lectura de Kafka con su tácito «a ver, interprétame si puedesw.44 Cuando sostengo que los textos fragmentarios muestran un particular hermetismo que reclama in­ terpretación y al mismo tiempo niega autoridad de

juicio a los intérpretes aludo a la relación virtual que une a las partes con el todo imaginario al que debe referirse la lectura del comentarista. Los textos fragmentarios carecen de cifra porque deliberada­ mente han renunciado a referirse a un sentido mayor, a algo que siempre está fuera del texto. Nietzsche expresa este rechazo como desconfianza hacia todos los sistemáticos: «La voluntad de siste­ ma es, al menos para nosotros pensadores, algo que compromete, una forma de inmoralidad».45 ¿Cuál puede ser el motivo de esta desconfianza? Puedo arriesgar una explicación. Los grandes textos sistemáticos están cifrados, es decir que siempre se remiten, como he observado, a una razón que está fuera de ellos. Llegamos a esa razón a través de una deducción y, en cierto modo, los grandes o pequeños sistemas son algoritmos de la deducción que el au­ tor sugiere al lector o al intérprete para captar eso que está fuera. El sistema es un continente, y lo pro­ pio de la fragmentación es no tener un continente. En consecuencia, como no hay sentido mayor conte­ nido, no puede haber desciframiento. La constela­ ción no oculta jamás ningún misterio, todo lo que es, todo lo que en verdad significa, lo ponemos nosotros mismos. La fragmentación, en cambio, sugiere otro modo para-la apropiación del sentido. No alienta ninguna deducción sino que, para alcanzar esa ex­ terioridad musical que coexiste a los fragmentos, in­ vita al lector a ejecutar una abducción: sugiere que el lector como co-autor infiera ilegítimamente la re­ lación que une a las partes entre sí para constituir el todo. La diferencia entre una lectura que opera por deducción de otra que procede por abducción se ex­ presa también en las distintas tradiciones a que cada una de ellas da lugar. Las lecturas de los textos sistemáticos, en tanto que deducciones, más tarde pueden ser normalizadas, enseñadas y elaboradas por la erudición. Por eso los grandes textos articula-

dos y sistemáticos han dado lugar a escuelas de pen­ samiento, a sectas religiosas, a comunidades de in­ térpretes y de iniciados y de artistas. Las lecturas que proceden por abducción son siempre veleidosas, tan idiosincrásicas como los textos que las inspiran, y como éstos, parecen encerradas en una especie de autismo iluminado. Decir que se puede ser nietzscheano, o benjaminiano, o montaigniano, desde esta perspectiva, parece más bien un contrasentido. El desarrollo de mi trabajo ha de entenderse pues como un protocolo de lectura, un ejercicio de abduc­ ción, no una interpretación. ¿A cuál de las infinitas figuras del caleidoscopio nietzscheano debe uno adscribirse? Las aproximaciones a la teoría del lenguaje de Nietzsche que propongo han de ser aceptadas enton­ ces como distintos noemas abducidos a partir de los fragmentos, noemas que se colocan como orienta­ ciones de navegación sobre la vasta extensión de su pensamiento, propuestas que, en el mejor de los ca­ sos, servirán para guiar otras lecturas, y en el peor, dibujarán nuevos y más intrincados laberintos. Leer la obra de Nietzsche es como desentrañar laberin­ tos, o —lo que casi viene a ser igual— construirlos, para orientarse de manera imaginaria en la inmen­ sidad oceánica de los textos, o bien, por paradójico que parezca, para perderse en ellos. De ahí que en el recorrido propuesto por este trabajo, de pronto, en un codo o en una encrucijada del argumento, reen­ contremos de pronto contextos, motivos y situacio­ nes conocidos, por las que ya hemos pasado, a veces detectados desde un ángulo imprevisto o ligados a una investidura o con una función insólitas. La úni­ ca defensa posible de esta metodología tan poco ati­ nente al rigor de los argumentos racionales, que no respeta el orden cronológico ni la serie de las ocu­ rrencias es que, supuesto un repaso global del filóso­ fo sobre su propias notas, éste no se diferenciaría

demasiado de la construcción de un derrotero como el que aquí se propone y se presenta como argumen­ to. El diseño laberíntico de este ensayo no es más que un poner en obra lo que la teoría nietzscheana del lenguaje presupone en todo momento cuando de hablar se trata: la necesaria apertura a la infinita con­ figuración. Cada laberinto es una conjetura, no una consumación. Ningún texto fragmentario puede dar lugar a un resultado definitivo. No hay, pues, funda­ mentos metodológicos que avalen mi lectura aunque sí existen algunos presupuestos que la orientan. En primer lugar, considero incorrecta la tesis se­ gún la cual es posible jerarquizar los textos de Nietzsche, en el sentido de establecer una diferencia significativa entre textos «autorizados» (la obra pu­ blicada) y textos póstumos. Sin duda, en general sólo se debe considerar como obras aquellas que han sido explícitamente autorizadas por su autor, pero como se ha observado, la dimensión de la obra inédita de Nietzsche así como el carácter fragmenta­ rio global de su obra permite salvar la distinción en­ tre los textos. Tan sólo se podría diferenciarlos por el aliño de la prosa o el pulimiento de la exposición, pero en ningún caso por su naturaleza o su contenido. En segundo lugar, se da la circunstancia de que la mayor parte de las observaciones sobre el lenguaje están contenidas entre los materiales póstumos. En cierto modo, la teoría nietzscheana del lenguaje es toda ella póstuma. En tercer lugar, la cronología, que permite contextualizar o «epocalizar» los textos de un autor, en este caso no facilita el análisis, salvo en muy pocas ocasiones. En consecuencia, no he tenido en cuenta la circunstancia de la escritura sino la pertinencia o la utilidad del contenido de los pasajes citados para la reconstrucción de su concepción del lengua­ je. Así, es posible que aparezcan correlacionados puntos de vista que corresponden a etapas de la vida

de Nietzsche muy distantes entre sí. Se hace excep­ ción del momento crucial en que Nietzsche abando­ na el punto de vista romántico en relación con el lenguaje, en favor de un enfoque retórico, hecho que coincide con la elección del estilo fragmentario, la denuncia de la filología y la ruptura con Wagner. Por otra parte, como intentaré demostrar, la concep­ ción nietzscheana del lenguaje es en gran medida coherente, con indiferencia de la ocasión en que se manifiesta y la manera de tratarla, siempre en for­ ma marginal y acotada, a menudo inesperada e in­ tempestiva. En cuarto lugar, considero que si bien he prescin­ dido del criterio filológico, tributario de la lectura serial según la cronología, mi lectura detecta etapas dentro del conjunto de la obra signadas por tres grandes enfoques sobre el lenguaje. En la primera, Nietzsche se orienta en la busca genealógica del ori­ gen del lenguaje; en la segunda, el filósofo se mues­ tra movilizado e inspirado por el reencuentro con la retórica en ocasión de sus cursos en Basilea, mo­ mento en que se apercibe del carácter trópico del signo; y finalmente en la tercera, apoyándose en el paradigma retórico, cuando dirige su revisión críti­ ca de la epistemología contra los prejuicios raciona­ listas y criticistas. Esta última etapa corresponde al llamado período de madurez. El ensayo está estruc­ turado, pues, en tres partes que corresponden cada una a la correspondiente reconstrucción de estos en­ foques. Como es evidente por lo que acabo de apuntar, esta monografía «traiciona» a consciencia el espíri­ tu de Nietzsche en la medida en que intenta sistema­ tizar una concepción del lenguaje a la que sólo se puede acceder de forma diseminada y desestructu­ rada. En defensa de mi abordaje, me atrevería a afirmar que sólo se puede estudiar a Nietzsche siste­ máticamente —cosa que emprenden la enorme

mayoría de sus comentaristas— a sabiendas de que todas las lecturas sistemáticas de esta obra acaban traicionándola. Sostengo que esta línea de análisis es la única posible porque es la única consistente, desde un punto de vista teórico. Es muy probable que el criterio y la intención de los criticados edito­ res de Der Wille zur Machí hayan sido precisamente los de sistematizar y ordenar el caos de la escritura nietzscheana con el muy razonable propósito de permitimos leerla. Así que aprovecho la ocasión para solidarizarme con ellos y distinguirme de quie­ nes injustamente reprueban su trabajo.47

I. T an sólo símbolos (Genealogía)

¿Cuál es, en un primer término, la índole del inte­ rés que manifiesta Nietzsche hacia el lenguaje? Te­ niendo en cuenta que en un inicio ese interés no está muy alejado de su temprana vocación filológica, quizá convenga tratarlo en función de los elementos de que disponemos, y presentarlo como un sutil cambio de enfoque. Én efecto, aunque Nietzsche en un comienzo se ocupa del lenguaje en tanto que filó­ logo, ya desde su etapa juvenil se observa cómo se va destacando del punto de vista tradicional en esta materia. La lectura de los textos muestra cómo su atención deriva hacia un tratamiento muy personal del asunto, que lo conduce por un derrotero que ha­ brá de tener consecuencias inesperadas en su aven­ tura filosófica.1 La filología suele desentenderse del lenguaje en tanto que contexto específico de problemas. Como disciplina académica, pone su mayor esfuerzo en atenerse a la letra del texto pero, aunque es obvio que su objeto está hecho de lenguaje, lo cierto es que rara vez se arriesga a trascender la superficie de las palabras para tratar el lenguaje como un terreno au­ tónomo que se ofrece a la reflexión. Para la mirada filológica estricta el lenguaje ps un rlatn, casi nunca un interrogante. Está claro que esta relativa limita­ ción de la filología no la invalida como campo o mé-

todo de estudio, pero la pone en entredicho cuando el lenguaje se presenta en su dimensión filosófica. Nietzsche es consciente de esta limitación ya en su etapa juvenil y aunque todo lo que podamos obser­ var al respecto es mera conjetura, no cabe sino to­ mar este interés inicial como punto de partida. Filología y filosofía Una primera aproximación a la idea nietzscheana del lenguaje puede sacarse de sus ocasionales co­ mentarios sobre la especial naturaleza que poseen las palabras. En la Introducción he traído a colación algunos de estos comentarios ocasionales que hace acerca de las palabras. A ellos podría añadirse el si­ guiente: 47. Las palabras nos impiden el camino. Siempre que los hom bres de la antigüedad establecían una palabra, creían haber hecho con ello un descubrim iento ¡Pero qué diferentes eran las cosas en realidad! Habían toca­ do un problem a y, creyendo que lo habían resuelto, ha­ bían creado un obstáculo para su resolución. Hoy, en cada paso del conocim iento, se debe tropezar con pa­ labras duras com o piedras, eternizadas, y antes de rom­ per una palabra, uno se romperá una pierna.2

Hay úri punto dé vista ingenuo, que Nietzsche atribuye a los «creadores del lenguaje», según el cual la relación del hombre con las cosas se resuelve una vez halladas las palabras adecuadas.. Sin em­ bargo —observa— parece como si ocurriera precisa­ mente lo contrario. A pesar de su abierta disponibi­ lidad y de su utilidad para la comunicación, las palabras se convierten en un obstáculo porque, sin que el hablante pueda evitarlo, añaden nuevos pro­ blemas a aquellos que vienen a resolver. Es preciso reconocer que las palabras no nos conducen a la

esencia de las cosas sino que actúan sobre nuestra relación con las cosas como si nos cerraran el paso. En lugar de sustraemos de los problemas que nos llegan desde las cosas nos encierran en su mundo propio. Cuando topamos con las palabras, como los antiguos, creemos haber encontrado una solución para algo que hemos descubierto, y en realidad se abre ante nosotros un horizonte inmenso de interro­ gantes. Y ya que las palabras abren un nuevo universo de problemas que son específicamente lingüísticos, Nietzsche sugiere que se ha de modificar esa inge­ nuidad e inmediatez propias de la mirada filológica, si es que la filología es la disciplina llamada a tratar del universo del lenguaje.3 Con todo, se impone un cambio de enfoque: en las notas de trabajo para su ensayo sobre Homero y la filología clásica, Nietzsche había apuntado que el lenguaje es lo más cotidiano de todo y que precisamente esa inmediatez requiere de un filósofo que se ocupe de ella ya que «quien encuentra que el lenguaje es interesante por sí mis­ mo se distingue de quien no lo admite más que como medio de pensamientos interesantes ».4 Se requiere, pues, una mirada menos confiada en la univocidad de la palabra, una mirada para la cual esa engañosa familiaridad del lenguaje, que constituye su rasgo más banal y se desprende de la necesaria vecindad en que vivimos con respecto al vocabulario, no re­ sulte satisfactoria. Se trata de enfrentar el nuevo ámbito de problemas que se deja ver detrás de cada palabra, de trascender la cotidianeidad a que nos hemos acostumbrado por efecto del uso de las pa­ labras en la comunicación. En Aurora, por ejemplo, Nietzsche se refiere a la inmediatez que nos liga a las palabras como una cir­ cunstancia ineludible que determina las condicio­ nes de todo pensar, de tal modo que las palabras sean caminos necesarios e inevitables para el pensa­

miento .5 Esta aparente coextensión de lenguaje y pensamiento es la fuente de no pocos errores. Ya en escritos tempranos, como los Vermischte Meinungen und Sprüche, Nietzsche atribuye a los elementos del lenguaje unas propiedades demiúrgicas que los con­ vierten en causa, origen o inspiración de auténticas mitologías. Esta capacidad de creación, en lugar de ser celebrada, como lo haría la filología tradicional, aparece expuesta por Nietzsche como la base de una suerte de mistificación que parece natural e inhe­ rente a la función discursiva y, más concretamente, al habla: usamos las palabras creyendo que, a través de ellas, alcanzamos la esencia de las cosas e, inad­ vertidamente, contribuimos a que se desarrolle una «mitología filosófica» que permanece oculta en el lenguaje .6 La tarea de esa filosofía que se ha de aplicar a des­ entrañar el universo de los problemas ocasionados por las palabras pasa, pues, por la denuncia de las ilusiones y las creencias infundadas que tienen como único origen el lenguaje. Se diría entonces que lo peculiar de la aproximación nietzscheana al tema es que abre una instancia critica con su desconfian­ za, su abierto recelo hacia todo aquello que nos llega infectado de habla. Más adelante, hacia el verano de 1877, escribe que: «la palabra no contiene sino una vaga alusión a las cosas ».7 ¿Puede la filología, como ciencia y desde su particular compromiso con los productos más ex­ celentes de la palabra, hacerse cargo de la responsa­ bilidad de despejar el camino poblado de represen­ taciones falsas, mitos y fantasías originadas por el lenguaje? Nietzsche cree desde un comienzo que no, que se necesita de una mirada diferente para supe­ rar las ingenuidades filológicas, porque éstas son cómplices de esa otra ingenua inmediatez que nos hace creer en la potencia ontológica que, poseen los nombres: «Dadas las palabras, los hombres creen

que les corresponden necesariamente alguna cosa, por ejemplo, el alma, Dios, la voluntad, el destino, etcétera».' Por consiguiente, hay que enfocar el mundo de las palabras de una manera diferente, «sólo como crea­ dores», es decir, tal como tomaron ese mundo quie­ nes crearon el lenguaje.9 No hay que olvidar que «basta con crear nuevos nombres y estimaciones, y nuevas probabilidades, para crear a la larga nuevas "cosas"».10 Emular a los «creadores» significa, pues, recuperar el principio según el cual los nombres no son más que nombres, dejar de usar el lenguaje como los bufones .11 Pero para ello es preciso adver­ tir que los nombres de las cosas son como vestidos que han dejado de ser tales para ir suplantando el cuerpo de la cosa hasta constituirse en su esencia. Esto presupone reconocer que una naturaleza apariencial, cristalizada en nombres, ha sido confundi­ da con la cosa misma, con su esencia. Pero también implica que esa naturaleza apariencial pueda ser denunciada lingüísticamente, por así decirlo, con sólo proponer nuevos nombres para las mismas co­ sas: los que crean, buscan nuevos lenguajes porque están cansados de las viejas lenguas .12 La propuesta nietzscheana-equivale, pues, a refundar la esencia de las cosas a través de un lenguaje nuevo, con nom­ bres nuevos y nuevos valores, a oponer a la fijación de esencias por la vía de la nomenclatura la asun­ ción de la absoluta arbitrariedad de ésta, lo cual equivale a proponer un pensamiento radical firme­ mente asentado en su capacidad significante, en el ejercicio de su voluntad de poder. Así concebido, este pensamiento será, sin duda, la base para una filosofía original. En ello, por otra parte, consiste la originalidad pues la originalidad es: «Ver algo que todavía no tiene nombre, que no puede aún ser de­ nominado, aunque esté a la vista de todos ».13 Los nombres hacen visibles las cosas, de donde el acto

de poner algo a la vista se confunde con el darle nombre y es atributo de los hombres originales.14 Más adelante habrá ocasión de repasar este nomi­ nalismo extremo que atribuye especial relevancia a rubricar, rotular y operar con puros nombres.15 De momento basta con reafirmar que, a través de las palabras, sean o no los nombres legítimos de las co­ sas, por necesidad llegamos a los pensamientos. La creencia en que además alcanzamos la esencia de las cosas deviene de un prejuicio que Nietzsche atri­ buye, como hemos visto, a los lejanos inventores del lenguaje y al uso de los nombres en la comunica­ ción. La influencia de este prejuicio se expresa en aquellos casos en que hablamos de entes y cosas que tienen nombre y de los que, no obstante, ño pode­ mos tener experiencia: como son Dios, la sustancia, la voluntad, el alma, el destino, meras palabras a las que atribuimos realidad por efecto de esa capacidad demiúrgica que posee el lenguaje: «Las palabras quedan: los hombres creen que quedan también los conceplos que ellas indican».16 La música El lenguaje, pues, es un terreno equívoco donde opera una monumental mistificación. La medida y comprensión de esa «mistificación» que sé renueva con cada acto de habla es inconcebible para la fi­ lología, demasiado comprometida como fcstá con su propia inmediatez y en el estéril rigor con que aspi­ ra a quedar consagrada como ciencia. Se requiere, pues, de una filosofía para tratarla, una mirada o un modo de la atención filosófica dispuesta y conscien­ te de la especial naturaleza de su objeto, de toda la compleja sensibilidad comprometida en el lenguaje y sus productos. Para dicha sensibilidad, las pala­ bras son algo más que nombres, así como no son

esencias: las palabras tienen cada una su propio olor, que puede ser armonizado con otros olores.17 No es casual que, partiendo de su rebelión contra la inmediatez filológica, Nietzsche haya dirigido su atención inicial a la música, como reino de la sensi­ bilidad por antonomasia, donde no interesan los nombres ni las esencias fijas y sí, en cambio, la ar­ monía. La importancia de la música para el lenguaje, y más específicamente, para la literatura, está admiti­ da ya al comienzo de la sección 7 de El nacimiento de la tragedia, cuando la música aparece como caldo de cultivo del género trágico: Nietzsche sostiene «que la tragedia surgió del coro trágico y que en su origen era únicamente coro y nada más que coro»; es decir que la música puede servir como clave para com­ prender, al menos en un primer intento de análisis, en qué consiste ese embrujo que poseen las pala­ bras, un hechizo que —piensa— no puede estar muy lejos de la fascinación musical: la historia del géne­ ro trágico, nacido del canto del coro, así lo demues­ tra. Hay «un vínculo verdaderamente orgánico en­ tre música y palabras: en el canto. A menudo también en escenas enteras ».18 En un comienzo, pues, Nietzsche sostiene que sólo con un modelo musical podemos comprender el efecto de armonía y disonancia que es propio de los conjuntos de pa­ labras, así como la variabilidad infinita y la ligazón del habla con el mundo de los afectos. ' Hay, desde luego, muchos pasajes de los escritos nietzscheanos de la primera época que afirman el origen o la naturaleza musical del lenguaje, o bien sugieren el origen común de la música, el ritmo y la poesía, manifestaciones espirituales que, más tarde, con la evolución de la cultura europea, han dado lu­ gar a sus respectivas tradiciones. A veces, estas ob­ servaciones hablan de la música como de una len­ gua originaria que resulta a la larga arruinada por

la expresión literaria, punto de partida de una tradi- ' ción que se opone a nuestro espíritu dionisíaco, el espíritu auténtico de nuestra relación con el mundo; otras veces la música es la clave para explicar la es­ pecial naturaleza del lenguaje. Volver sobre la expe­ riencia de la música equivale, para Nietzsche, a un reinstalarse en ese espíritu que había sido traiciona­ do por la palabra. Y, como adalid de ese retomo a Dioniso, aparece la figura y la obra de Wagner.19 Otras veces, las observaciones señalan que la mú­ sica es un pasado primordial de la cultura .20 Ante todo, la fuente de la que mana la cultura de la an­ tigua Grecia es, como la tragedia, musical.21 Con otras palabras: incluso parece como si en ocasiones la evolución de la cultura griega mostrara la puesta en práctica de un proceso de fijación de cánones se­ gún el cuál la potencia o la pulsión dionisíaca viene a ser domesticada y a la vez fecundada por sucesivos encuadramientos apolíneos. Nietzsche describe es­ cuetamente tal proceso en algunos escritos póstumos.22 En todos estos fragmentos se repite con mati­ ces diferentes un mismo esquema: una progresión hacia la hegemonía de lo apolíneo, del orden, la me­ sura y el equilibrio, paralela al desplazamiento de la gestualidad, la sonoridad y la pasión, en favor de lo visual, lo armónico y lo proporcionado, un visible acento en la medida y, en el plano del lenguaje, de la lengua hablada sobre la lengua escrita. En este pro­ ceso apenas aludido y que evoca el célebre contraste . entre Apolo y Dioniso, parece decisiva la creación original del lenguaje, basada principalmente en la reducción de lo diferente, lo móvil y lo pulsional, a las condiciones de lo idéntico, lo fijo y lo racional, cuya expresión más acabada Nietzsche encuentra que es la lógica, hija legítima de la dialéctica .23 Hay un episodio decisivo, cuando la tragedia acaba sien­ do destruida por la dialéctica y la música —recorde­ mos que la tragedia es descrita como un género pro­

fundamente musical— se convierte en palabra, es decir que transforma un universo de afecciones y sentimientos en un sistema de nombres. Mi estudio comienza, pues, por esta primera ge­ nealogía que a Nietzsche le viene sugerida por la idea romántica, y en cierto modo también rousseauniana, de que el lenguaje (o las lenguas) se originan en la música o tienen unos principios operativos se­ mejantes a los musicales. Más tarde Nietzsche per­ feccionará este primer esquema genealógico apun­ tando que más que una derivación musical, el lenguaje, como la poesía, están emparentados con la música y, como ella, operan con armonías, ritmos, disonancias o consonancias, etcétera, para producir efectos y, de este modo, generar significados. Se distinguen, por lo tanto, dos interpretaciones complementarias: o bien la música es el discurso dionisíaco originario elaborado o desvirtuado por el lenguaje («La música, ¡arte de la aurora/»),-4 o bien lenguaje y música son sistemas homologables que se instrumentan y se potencian en la enuncia­ ción: «La voz humana es la apología de la música».25 En el modelo genealógico que intenta en su primer abordaje a la teoría del lenguaje, Nietzsche alterna una u otra explicación. El parentesco que vincula a la música y al lengua­ je con una misma raigambre sonora queda patente, como se afirma en la sección 6 de El nacimiento de la tragedia, en la poesía de la canción popular, en la que: «vemos, pues, al lenguaje hacer un supremo es­ fuerzo de imitarla música* }bHay que prestar enton­ ces la debida atención al tema de la música en rela­ ción con el lenguaje, puesto que en esta primera aproximación, tan fuertemente imbuida de las ins­ piraciones románticas de Nietzsche, la música y todo lo que está vinculado con ella, en el plano de la ejecución tanto como en el de la composición o la recepción auditiva, parece servir como clave para

entender qué acontece en el mundo de las palabras. Pero la relación del lenguaje con la música —o, mejor sería decirlo al revés, de la música con el len­ guaje— conlleva muchas cuestiones relacionadas. En prim er lugar, está la cuestión del origen común del lenguaje y de la música. Parece razonable hablar de un contexto común originario, según Nietzsche, teniendo en cuenta la evolución de las lenguas desde el antiguo tratamiento de los gestos y los sonidos hasta la función de los recitativos en la lírica y la ópera contemporáneas. En segundo lugar, al origen común corresponde, por lo que parece, un modo si­ milar: en la música se ve cómo opera el lenguaje con sus elementos para producir los efectos deseados, y cómo consigue su particular seducción. La lengua y la expresión oral —que no la escrita— disponen de medios y procedimientos para comunicar, conven­ cer, persuadir, musicalmente, es decir, por la induc­ ción de estados de ánimo que permiten representar sentimientos. Por lo tanto, el modelo romántico al que adhiere Nietzsche en un comienzo, atribuye a la expresión y la comunicación lingüísticas un registro que subraya lo sentimental por encima de lo concep­ tual. Desde esta perspectiva, el lenguaje tanto como la música apelan a producir un sentimiento. Podemos reconstruir el punto de vista nietzscheano siguiendo está línea de análisis, comenzando por el origen supuesto de todas las lenguas, que Nietz­ sche cifra en una lengua de sonoridades, lengua de sentimientos más que de palabras, a partir de la cual cada pueblo, en virtud de su particular sentido del ritmo, fue determinando su propia individuali­ dad-discursiva.27 De acuerdo con el contenido de las notas de 1863, la lengua, en su dimensión expresivosentimental y simbólica, en un comienzo era indis­ tinguible de la dimensión puramente sonora. Razo­ nes de identificación popular, y los imperativos de la comunicación, hicieron posible y necesario que

los sonidos (gritos y gestos armonizados según un ritmo) pudieran ser tratados en tanto que lenguaje de los afectos. Abundando en ello, un texto fragmen­ tario de 1868, subraya la «Raíz originaria de la mú­ sica y la poesía».28 Pero estas ideas juveniles bien pueden combinarse con una observación sobre el origen de la poesía, que aparece en La gaya ciencia, donde se equipara la poesía con la puesta en ritmo del discurso.29 Los vestigios del origen común de música y len­ guaje aparecen, según Nietzsche, en la poesía, y más específicamente, en el ritmo del discurso poético. La poesía se realiza apoyándose en elementos musica­ les ya presentes en el lenguaje, y no al revés, es decir, musicalizando el habla. La comprensión y la pro­ ducción de significado, pues, se valen de un instru­ mento mágico, e, igual que en la poesía, el ritmo es determinado o dictado por los sentimientos. De modo que este modelo musical del origen del len­ guaje apela a la dimensión puramente sentimental de la expresión en la comunicación: las palabras va­ len y se comprenden en tanto que se integran en es­ tructuras rítmicas y, así, trasmiten ciertos estados de ánimo. Accedemos al estado de ánimo que quiere trasmitirnos el poeta en virtud del ritmo que éste impone a sus versos. El ritmo posee un gran poder de invocación, tal como lo presumían los antiguos, quienes creían que usando la rima en la oración o en la plegaria, lograrían hacer que la voluntad de los dioses vibrara al compás de los deseos del ofi­ ciante.30 Si generalizamos este principio y afirmamos que toda enunciación tiene su peculiar «ritmo», en este sentido puede decirse que toda comunicación tiene un modo o una forma musical.31 Pero si persevera­ mos en esta línea de pensamiento, la consecuencia de ello será que el esquema rítmico acabará impo­ niéndose, dominando, como en la poesía, sobre cual-

quier propósito o intención racional y conceptual. Si hay un sentido que comunicar poéticamente, este sentido quedará inscrito en las posibilidades expre­ sivas del elemento musical. Nietzsche observa en­ tonces que lo comprendido a través de las palabras no es lo directamente significado por éstas sino «el tono, la intensidad, la modulación, el ritmo con el cual una serie de palabras son pronunciadas «en suma, la música que está detrás de las palabras, las pasiones detrás de la música, la personalidad detrás de esa pasión: o sea todo lo que no puede ser escri­ to».32 Esto lo lleva a concluir que escribir no tiene mayor importancia. Cabe la posibilidad de que el ritmo encerrado en la disposición de las palabras tenga otra utilidad, por ejemplo, una función racionalizante, ordenado­ ra de las pulsiones, y no únicamente sentimental, ya que la música es la expresión más acabada de los componentes pulsionales en el discurso, o la mejor instrumentación posible de la potencia encerrada en las pulsiones. Las palabras pueden entenderse cómo «un teclado de las pulsiones, y los pensamientos (en palabras) son los acordes ».33 En suma, si bien el ritmo y la musicalidad consti­ tuyen hasta aquí la materia básica de la significa­ ción, Nietzsche se apercibe de que para llegar a ex­ plicar esas otras palabras que son los conceptos es preciso ir más allá, profundizando el análisis. En el lenguaje desarrollado las palabras poseen matices y significados mayores o más complejos que los sim­ ples sonidos ritmados. De modo que el desarrollo de la hipótesis de un orden musical del discurso requie­ re que se establezca con mayor precisión la función y articulación de los elementos con que naturalmen­ te opera la música: sonidos, ritmo, armonía, senti­ miento y, sobre todo, la relación entre el discurso y lo propiamente musical, que se caracteriza precisa­ mente por prescindir de las palabras. Lo interesante

es que Nietzsche emplea para este cometido un es­ quema lingüístico, desechando el análisis del dis­ curso musical en tanto que tal. La música es tratada como lenguaje, como un especial lenguaje de los afectos.34 Empieza señalando lo que diferencia am­ bos discursos, pero se cuida de explicar esa diferen­ cia como diferencia lingüística o como diferencia en­ tre modos del discurso. Dicho de otro modo, si se puede postular un origen común compartido por el habla y la articulación de los sonidos, tiene que exis­ tir entre ambos registros una diferencia, puesto que música y lenguaje, aun cuando pueda afirmarse que están emparentados, no son lo mismo. Nietzsche in­ tuye que la clave para esa diferencia se puede hallar en algunos géneros que explotan las posibilidades expresivas de ambos medios. La ópera, que combina artísticamente los dos «lenguajes», y la poesía lírica, donde la sentimentalidad y el ritmo trabajan mancomunadamente, parecen proporcionar algunas in­ dicaciones útiles en este sentido. Algunas de sus observaciones sobre la ópera y so­ bre el genio de Wagner, a quien Nietzsche considera en su primera etapa como poeta excelente e insupe­ rable en todos los registros, tienen implicaciones por lo que toca a esta genealogía musical del lengua­ je. Wagner descuella como músico y como poeta pues imprime a cada obra la marca de una lengua propia, hace «que a un alma nueva le sea dado tam­ bién un cuerpo nuevo, una tonalidad nueva».35 Esta opinión36 subraya que una de las virtudes sobresa­ lientes de Wagner era haber sabido superar las di­ ficultades que planteaba la articulación de medios expresivos de naturaleza disímil. Hay un origen común, incluso se diría que hay contenidos equi­ valentes en la música y el lenguaje, pero su trata­ miento de la relación que nos une en ambos al sen­ timiento —y más profundamente, a las pulsiones— Nietzsche intuye que es asimétrica. Mientras que la

música nace de los sentimientos y desde los senti­ mientos ha de ser ejecutada, el lenguaje más bien trata de suscitarlos, puesto que ha sido pensado como un dispositivo generador de efectos, es de­ cir, como un sistema de representaciones. La música, en cambio, no debe ni puede ser representativa. Así, se puede pensar un discurso para una música, pero no se puede producir música desde el discurso. La ópera, en la medida en que se propone como poesía dramática y musicalizada, como arte total, conlleva una limitación, hecha la salvedad de que Wagner, según Nietzsche, había conseguido extraer el máximo de las potencialidades expresivas del gé­ nero. En los Vermischte Meinungen und Sprüche, § 215, se observa que la música no es tan profunda­ mente emocionante como para valer como lenguaje inmediato del sentimiento «sino que su antigua li­ gazón con la poesía ha puesto tanto simbolismo en el movimiento rítmico, en la fuerza y en la debilidad de los sonidos, que ahora tenemos la ilusión de que la música habla directamente a nuestro interior y que de él emana ».38Este punto de vista, que advierte sobre la necesidad de que la música sea complemen­ tada por el lenguaje, contrasta con una observación anotada en la madurez: «La música como suplemen­ to del lenguaje: la música reproduce muchos es­ tímulos y situaciones enteras de estímulo que el lenguaje no puede representar ».39 Aquí aparece invertida la relación de suplementación. Apunto esta diferencia porque señala la radical diferencia entre los enfoques juvenil y maduro de un mismo tema. Mientras que en la etapa romántica el lengua­ je aparece como un perfeccionamiento de una natu­ ral disposición a expresar musicalmente los senti­ mientos aunque sólo sea por medio de imágenes, es decir, apolíneamente, en la época final, cuando ya ha alcanzado un desarrollo cabal el modelo antirromántico y retórico, la relación de suplementariedad,

aunque reconocida, tiene un valor inverso. La músi­ ca aparece como lo inexpresable, lo que no se puede representar con signos lingüísticos para obtener sig­ nificado, algo que apunta a un sustrato o resto pa­ sional irreductible a cualquier instrumento expresi­ vo apolíneo. Postulada la diferencia entre música y lenguaje en tomo al proceso de la representación y sobre todo en tomo a lo que resulta de esa representación, el eleme.nto decisivo para determinar la diferencia es el símbolo. El símbolo, o la función simbólica tal como se explota en la palabra es lo que convierte al discur­ so hablado en un instrumento, un medio para influir sobre la voluntad y sobre el entendimiento, por enci­ ma de la pura experiencia y trascendiendo, por así decirlo, el orden de los sentimientos. Asimismo, el símbolo, presente y activo en el lenguaje, determina una forma diferente de expresión hablada, que goza de una ventaja con respecto al discurso musical: la tolerancia al error. Los errores son legítimos e inevi­ tables en el campo de las palabras, pero insoporta­ bles en la música. Así, si en un momento podíamos llegar a pensar que Nietzsche privilegia el género musical sobre cualquier otra modalidad de la expre­ sión, el siguiente pasaje invita a pensar lo contrario: La música no posee sonidos para las fascinaciones del espíritu; [...] hace las cosas más vulgares y describe el malhumor y la miseria a veces con espíritu musical; pero qué horrible es este arte cuando,-inopinadamente, describe lo que es feo: ¡qué martirio es equivocar las notas, las notas invasoras! Quizá se deba esto a que, en general, es raro encontrar entre los músicos un espíritu delicado y bien conformado. [...] en la música está la naturaleza primitiva: la música pertenece a la época en que se adoraba la naturaleza selvática del paisaje y en que se descubrieron las altas montañas. Para una so­ ciedad que no está a la altura de los placeres intelectua­ les, que es demasiado pobre de ideas para las pinturas, y

que en general ha comprometido ya la fuerza de su mente, cuando se trata de divertirse sólo le cabe apelar a los sentimientos y a los sentidos: y para éstos el músi­ co suministra el divertimento más decoroso. Aún más vulgar es el placer del teatro, con la falsificación de los acontecimientos y la grosera fascinación por la imita­ ción directa de las escenas excitantes. Un paso hacia adelante: y tendremos por recreación la excitación de las pulsiones por medio de bebidas, etc. El poeta está por encima del músico, tiene pretensiones más eleva­ das, el hombre entero; el pensador tiene pretensiones aún más elevadas: aspira a toda la fuerza reunida y fres­ ca, e invita no a la delectación sino la lucha en el cuadri­ látero y a la más profunda renuncia de todas las pulsio­ nes personales.40 Un ejemplo de las frecuentes inversiones y cam­ bios que caracterizan el pensamiento de Nietzsche es el marcado contraste entre sus posiciones román­ ticas juveniles y sus opiniones de la madurez en re­ lación con esta frágil jerarquización entre música y lenguaje. En este pasaje, la música aparece como lo primitivo, lo vulgar, o lo que conservamos de nues­ tro pasado bárbaro. Las palabras, en cambio, apare­ cen como útiles vehículos para participar de lo espi­ ritual, de lo elevado y civilizado. En la madurez, por contra, anota que con respecto a la música toda co­ municación mediante palabras «es por naturaleza desvergonzada; la palabra atenúa y estupidiza; la palabra despersonaliza; la palabra hace común lo que no es común ».41 La función simbólica, tal como es instrumentada a través del discurso, y sobre todo en los géneros que emplean palabras, es la función que permite elevar­ se por encima de los placeres «naturales» hasta los placeres «intelectuales». Nietzsche establece una es­ cala jerárquica entre la experiencia plena y origina­ ria, aunque primitiva, que es propia de la música y toda proyección simbólica de esa experiencia a tra­

vés de las palabras. Puede decirse que hay una músi­ ca simbólica o con alcance y pretensiones de simbo­ lización que unas veces se vale del gesto para representar, y otras veces se imbrica en el canto y en la acción. La danza introduce la mímica para repre­ sentar; y la ópera se vale de las artes de la escenifi­ cación como medio de ilustrar o interpretar lo que de otro modo la música sólo llegaría a expresar. En cambio, el lenguaje es lo exclusivamente simbólico, es decir que lo simbólico posee en el habla una di­ mensión particular e incomparable. El símbolo lin­ güístico permite acceder a un grado superior de ex­ periencia estética en la medida en que hace que el hablante o quien lo escucha operen directamente con imágenes, para referirlas y combinarlas entre sí. Consigue, de este modo, articular apolíneamente aquello que en la experiencia musical, dionisíaca, se da desvertebrado y se vive de un modo elemental y, cuando mucho, como un efecto extático y embriaga­ dor. El efecto de embriaguez que es propio de Dioni­ so se transforma por obra de la simbolización lin­ güística, en efectos de seducción y persuasión, que son lo propio y habitual de los productos discursi­ vos, los sistemas de palabras. La seducción y la per­ suasión, o cualquier otra forma de influir sobre el entendimiento —aún no cabe hablar de racionali­ dad o de argumento—, de acuerdo con el paradigma esteticista al que Nietzsche constantemente está re­ ferido, se valen fundamentalmente de imágenes. Lo propio de la poesía como del mito, ambos resultados de lenguaje, sistemas de palabras, es la producción de imágenes, descritas más precisamente como «acontecimientos visibles y sensibles». En un frag­ mento incluido sin modificaciones relevantes en la cuarta Consideración intempestiva, Nietzsche alaba las cualidades poéticas de Wagner por haber logra­ do «Pensar por medio de acontecimientos visibles y sensibles, y no con pensamientos ».42 Nietzsche se re­

fiere a. El Anillo de los Nibelungos como «un prodi­ gioso sistema de pensamiento sin la forma conceptual del pensamiento», un sistema desarrollado «poética­ mente», es decir, a través de imágenes que represen­ tan acontecimientos y acciones para exponer una completa concepción del mundo. La ópera, por consiguiente, el género más ambi­ cioso en la medida en que está pensado para explo­ tar todas las posibilidades expresivas articuladles entre música y lenguaje, es la prueba de que hay un aspecto musical que es propio de la poesía y una ca­ pacidad ideacional que es atribuible a la música y de la que se vale para comunicar y relacionar sin recurrir a conceptos o palabras. La ópera es elo­ cuente en la medida en que se vale del sustrato so­ noro —y por lo tanto, musical— de las palabras, pero también descubre su limitación en cuanto a disponer al espectador a lo que Nietzsche llama «fantasía de la voluntad», en cierto modo contra­ rresta, por así decirlo, la potencia dionisíaca genera­ da por la música.44 Podemos recapitular los pasos determinantes del modelo genealógico, tal como he tratado de expo­ nerlo hasta este punto: a) Lenguaje y música se caracterizan por tener ambos una común raigambre sonora que se remon­ ta al pasado más antiguo de la especie humana. Am­ bos, por consiguiente, se parecen en cuanto permi­ ten una relación armónica y sostenida con el medio natural, con la naturaleza en tanto que continente de experiencias sensibles. b) Pero, ontológicamente, por así decirlo, el len­ guaje llega después de la música, es decir que apare­ ce como un desarrollo específico de ciertas potencia­ lidades inherentes a la relación del hablante con el sonido, con la sonoridad de las palabras. En este sentido, este modelo afirma que el lenguaje imita a la música, mientras que resulta imposible hacer que

la música imite al lenguaje, que reproduzca los sig­ nificados de un discurso, tesis que Nietzsche sostie­ ne recordando en varios pasajes que se puede poner letra a la música, pero no se puede componer músi­ ca para una poesía. c) La imitación de la música en el lenguaje sirve, de paso, como argumento para explicar el origen de la poesía a partir de un perfeccionamiento del canto que, por su propia naturaleza —de ahí que las cultu­ ras primitivas empleen los cánticos como medio bá­ sico de expresión y representación—, resulta pobre en conceptos y rico en sentimientos. (') En el perfeccionamiento de la música que dará lugar a la poesía intervienen de manera decisiva: la armonía (integración significativa de los sonidos), el ritmo (coerción de la voluntad) y la representación de los sentimientos (elemento típicamente musical que explota la lírica).45 e) Una vez que ha sido articulada y armonizada la sonoridad en un elemento que, como el discurso, ya no es propiamente musical sino que es una elabora­ ción de la base musical de la expresión, las palabras pueden servir para «enganchar» las pulsiones, es de­ cir, pueden dar cuenta de experiencias interiores y no sólo para representar escenas, circunstancias o acontecimientos exteriores y naturales. El sujeto puede decirse que pasa de ser un ente sensible y sen­ timental, un ente exclusivamente natural, a ser un hablante, es decir, un ente espiritualmente superior, capaz de sintetizar conceptos. Este desarrollo no es, desde luego, inequívoco, ya que, como se observa en los textos, está plagado de ambigüedades y cambios de criterio. Digamos, pues, que es meramente plausible. No obstante, la idea de presentar el lenguaje como un caso especial del géne­ ro piusicál tiene algunos inconvenientes importan­ tes, y Nietzsche es consciente de estos problemas. Por ejemplo, ¿cómo se explica que, tal como sucede

en la tragedia griega, pueda darse un dramatismo de las palabras? O sea, ¿cómo es posible que la cultura griega, cultura que por otra parte estaba fuertemente imbuida de musicalidad, haya pensado y realizado en el género trágico la idea de un pathos discursivo que no es estrictamente musical sino de habla?44 La respuesta que Nietzsche propone para este in­ terrogante es que los griegos descubrieron una cua­ lidad del habla, al fijarse en la función simbólica. Descubrieron que si bien las palabras no pueden suscitar por ellas mismas los sentimientos sí pue­ den hacerlo por la vía de la representación. Se pueden crear acontecimientos, representar acciones y esce­ nas, es decir, se pueden simular discursivamente las condiciones para cierta simpatía que genere un es­ tado semejante al de la música, creando imágenes conmovedoras. Es obvio que el modo de esa repre­ sentación o simulación es el simbolismo. La diferen­ cia entre el espectador de la tragedia y el especta­ dor, digamos, de una ópera, donde están integradas palabra y música, lírica (canto) y poesía, sonido y concepto, está dada por cierta instrumentación de la capacidad significativa de las palabras, cierta cuali­ dad simbólica y específica de las palabras, descu­ bierta por los griegos en la tragedia y que, aunque se inspira en el simbolismo universal de la música, di­ fiere de él porque las palabras representan e indu­ cen imágenes y la música es incapaz de representa­ ción. Nietzsche intuye en estos escritos previos a su recurso a la retórica, que, aunque el símbolo está presente en todos los lenguajes, la dimensión simbó­ lica de las palabras está más ligada a la representa­ ción jie las apariencias; y aquí merecela'pena recor­ d ar que el sentimiento, por su propia naturaleza, nunca es apariencial sino auténtico, inmediato. Un pasaje de los Vermischte Meinungen und Sprilche co­ menta que «el lenguaje no nos ha sido dado para comunicar sentimientos»,47 de ahí que los poetas

que comunican sentimientos de la vida cotidiana, como los poetas trágicos, parezcan por lo general «unos desvergonzados».48 Podemos prescindir de la jerarquía, uñtañttfllísustancial, entre poetas «nobles» y «desvergoiízkdos». Lo importante es que, si el lenguaje no sirve para comunicar sentimientos, sí vale para represen­ tar simbólicamente esos sentimientos. Los símbolos lingüísticos se caracterizan porque, al mismo tiem­ po que perfeccionan las posibilidades expresivas de la música al suministrar al oyente imágenes preci­ sas de las cosas a través de nombres y descripciones empobrecen los efectos espirituales de ésta al parti cularizar la referencia: el símbolo es «el lenguajt para lo universal» que más tarde, elaborado por la comunicación, pasa a ser «un instrumento para re­ cordar el concepto». De modo que, si la música es el lenguaje de la mayor universalidad, cuando todo se remite contenido conceptual, es inevitable que la for­ ma musical como tal se arruine. Como derivación de ello Nietzsche concluye que «el concepto es la muerte del arte, en la medida en que éste lo rebaja a símbo­ lo».49 Se da pues la paradoja de que la música no requiere del concepto para designar lo universal y lo primordial, aquello que compartimos con el espíritu de Dioniso, pero sólo puede aspirar a hacerse ver-: daderamente comprensible, y efectiva en cuanto a actuar sobre la voluntad, si se aviene a rebajar esa universalidad a la particularidad del concepto y asociarse por ejemplo con la mímica (en la danza) o con la poesía (en la lírica). La música sólo puede ser «comunicable» (o sea, inteligible) si muere como arte a manos del concepto.50 «Morir como arte» sig­ nifica aquí conceptualizarse, pasar por transforma­ ciones simbólicas para hacerse comunicable a la vo­ luntad, que el oyente ya no sienta sino que tan sólo experimente simpatía y se conforme con ello —o sea, se complique con cierta apariencia de las co-

sas—, no busque relacionarse con la belleza del mundo sino que se contente con comprender algo como significado de la representación. Este escamo­ teo de «lo auténtico» dionisíaco por lo simulado o apariencial apolíneo es paralelo al reemplazo de la inmediatez sensible por la «comprensión» mediada por el lenguaje y está, observa Nietzsche, vehiculizado por la propia naturaleza de la música que, como lenguaje, es un medio capaz de admitir un in­ finito perfeccionamiento .51 A partir de estos textos y de otros aún más oscuros y desvertebrados 52 se observa que, pese a sus acier­ tos, el modelo genealógico del lenguaje fundado so­ bre la relación entre habla y música ha desembocado en un cul-de-sac: si reafirma la superioridad expresi­ va de la música sobre su derivación en el habla, ten­ drá que renunciar a explicar el origen del lenguaje por sus componentes musicales; si, por el contrario, se admite como necesaria y favorable a la expresión de las emociones y al «enganche» de las pulsiones la simbolización lingüística que se observa en la evolu­ ción de las lenguas, Nietzsche se verá obligado a re­ visar el binomio Dioniso/Apolo ya que el discurso del concepto, lo propio de las palabras, es manifiesta­ mente incapaz de alcanzar la universalidad sensible de lo musical. En mi opinión, para salir del atollade­ ro Nietzsche sólo puede razonar por descalificación: del lenguaje en tanto que mera comunicación, y del símbolo en tanto que capitulación frente a las apa­ riencias, igualmente con el propósito de comunicar. Descalifica la comunicación cuando advierte que las imágenes trasmitidas por las palabras tan sólo imitan la plenitud del sentido expresado por la mú­ sica .53 En primer lugar, Nietzsche describe la forma­ ción del sentido como un efecto de la unión entre música e imágenes en el lenguaje, pero ya no según una pauta dionisíaca, inmediada y pletórica, sino por un acto de voluntad. A la pluralidad y variedad

que es propia de la experiencia sensible corresponde un primer enlace, un acuerdo [Verstandnis] ejecuta­ do por el sonido. La articulación de los sonidos da lugar, en el lenguaje, a una imagen que sólo es tal a semejanza, es decir, en un segundo orden, de la sínte­ sis operada por el sonido. Por lo tanto, en segundo lugar, Nietzsche sugiere que la comprensión (senti­ do) lingüística imita, simula, reproduce, emula, esa otra comprensión directa que tiene lugar en el nivel de la audición y la sensibilidad. El sentido generado por la lengua es autónomo en la medida en que de­ viene de la voluntad de comprender, pero en el fondo es dependiente porque sólo surge cuando ya instintivamente los sonidos articulados han comple­ tado su síntesis. Nietzsche piensa a partir de lo apuntado en relación con los nombres de la música: llamar a un acorde «alegre reunión de aldeanos» implica ponerle nombre a una imagen [Bild] genera­ da por cierta articulación sonora. El comentario apunta a sugerir que en el lenguaje sucede exacta­ mente lo mismo: un conjunto de sonidos linguales adquieren sentido por efecto de un acto deliberativo que pone un nombre —o un significado— al resulta­ do de la combinación de los sonidos en la palabra o en la frase, resultado que adquiere, para la voluntad del hablante o del oyente, la forma de una imagen. Y esta imagen es lo que en realidad se comunica. La posibilidad de disidencia con respecto a la interpre­ tación de una comunicación (por ejemplo, qué se en­ tiende por «alegre» en «alegre reunión de aldea­ nos») sólo se plantea en el intercambio mediado por la organización apolínea, por la forma o por el crite­ rio de significado, pero nunca se puede dirimir en la inmediatez musical que es lo propio del espíritu ori­ ginario de Dioniso. En la experiencia dionisíaca, por el contrario, la comunicación es irrelevante o, mejor dicho, innecesaria, porque en ella no hay pretensión de sentido por parte del artista sino que de lo que se

trata es de suscitar un sentimiento, un pathos. La coincidencia, pues, el acuerdo entre el artista y el espectador o el que escucha, se parece más bien a una coparticipación, a una cierta simpatía.54 La exi­ gencia de significado o de que determinado enuncia­ do «tenga sentido» deviene de que el oyente, en vir­ tud del principio apolíneo de toda configuración, ha ejercido su voluntad al constituir una imagen a par­ tir de los sonidos, una figura que tiene que concor­ dar con aquella otra figura creada por el hablante. La música, que a diferencia del lenguaje es capaz de un «perfeccionamiento infinito», actúa, por así de­ cirlo, por ejemplificación55 mientras que la frase re­ quiere un desarrollo conceptual. La música carece de explicación (pórresa no puede ser «ilustrada» ni descrita, y cuando recibe un nombre, ese nombre no denota la experiencia musical sino la imagen cons­ truida a p a rtir de esa experiencia) sino que apenas si puede ser instrumentada por los símbolos, tal como hace por un lado el habla al explotar las reglas de la arm onía sonora pára producir imágenes con senti­ do, o como hace la mímica en la danza al generar imágénes con los movimientos del cuerpo: lo mismo sucede con la mímica, cuyo simbolismo potenciado a través de la gestualidad humana resulta, compara­ da con la música, «tan sólo una parábola [Gleichms],56 que no puede expresar [...] el secreto más ínti­ mo de la música, sino tan sólo su lado rítmico exterior, y también esto de una manera meramen­ te exterior, es decir en el sustrato del cuerpo huma­ no con sus movimientos pasionales».57 La mímica produce igualmente imágenes, sólo que en lugar de utilizar palabras emplea gestos. La combinación de los gestos que simbolizan los efec­ tos rítmicos de la música sobre un cuerpo genera una imagen que «ilustra» o «expresa» los conteni­ dos de la música, así como «alegre reunión de aldea­ nos» ilustra un determinado pasaje dentro de una

sinfonía.58 En este sentido, movimientos gestuales combinados o conceptos encerrados en palabras constituyen imágenes que son otras tantas interpre­ taciones sobre las que cabe coincidir o disentir. Igual que la mímica en la danza, el lenguaje se con­ tenta con esa apropiación incompleta de la expe­ riencia musical que se da en la proyección simbó­ lica, en la que no se manifiesta la riqueza del sentimiento, la turbación dionisíaca del ánimo, sino sólo su representación, es decir, cierto acuerdo o combinación significativa que los sonidos realizan para un receptor sensible. Dicho acuerdo o combi­ nación significativa no tiene por qué coincidir, en tanto que símbolo, con la cosa referida, aunque sí con lo que se representa en la referencia: Nietzsche comprende que en la pluralidad de las lenguas se revela inmediatamente el hecho de que las palabras y las cosas nunca coinciden de modo completo «sino que la palabra es un símbolo. ¿Pero qué simboliza la palabra? Ciertamente se trata tan sólo de representa­ ciones [nur Vorstellungeri], no importa si son cons­ cientes o bien, como sucede en la mayoría de los casos, inconscientes: en efecto, ¿cómo podría corresponder un símbolo verbal a aquella esencia más íntima, de la cual nosotros mismos y el mundo no somos más que imágenes?».59 Decimos que cono­ cemos el núcleo de las cosas y para ello empleamos representaciones que nos resultan familiares *sólo por medio de sus expresiones simbólicas : fuera de ello no existe en ninguna parte un puente que conduzca directamente a este núcleo íntimo. Toda la vida pulsional, el juego de los sentimientos, de las sensacio­ nes, los afectos, los actos de la voluntad [afirma Nietzsche contradiciendo a Schopenhauer] nos son dados a conocer con precisión sólo si indagamos en nosotros mismos, únicamente como representación, no en su esencia: y podemos decir que hasta la "vo­ luntad” de Schopenhauer no es sino la forma más

universal de la apariencia de algo que.por lo demás para nosotros es completamente indescifrable ».60 La descalificación de la comunicación, que acom­ paña a la reivindicación del origen común de len­ guaje y música, conlleva una segunda descalifica­ ción, esta vez dirigida contra el símbolo. Finalmente resulta que un paso de danza, un gesto, una frase, como un ademán, no son nada más que o tan sólo símbolos, es decir, de acuerdo con el punto de vista de Nietzsche en esta etapa de apogeo del esteticismo en su pensamiento, signos meramente superficiales de una experiencia sensible muchísimo más rica y variada. Lo que en verdad ocurre en el nivel de la sensibilidad está apenas simbolizado, es decir, repro­ ducido, representado, referido, pero de forma par­ cial, defectuosa, incompleta, en el lenguaje de los signos. Subrayo aquí la descalificación del símbolo puesto que, aunque esté dictada aparentemente por la necesidad dogmática de seguir sosteniendo la vi­ gencia de la oposición entre Apolo y Dioniso, dará lugar, en futuras observaciones sobre el lenguaje, a una especulación sobre el origen de esos símbolos y, aún más tarde, a un decisivo giro retórico en la me­ dida en que Nietzsche comprende que más impor­ tante que especular acerca de cuál es el proceso que media entre la experiencia de las pulsiones y la constitución de conceptos sobre la base de imágenes es la necesidad de explicarse cómo se pasa del mun­ do de los afectos al mundo de las representaciones simbólicas, cómo se traduce la experiencia dionisíaca en imagen apolínea a través del lenguaje. En la medida en que la música habilita al oyente un mun­ do intermedio compuesto por símbolos, se sustrae del ámbito más auténtico que es propio de la expe­ riencia dionisíaca. Por su parte: «[...] el poeta lírico interpreta a su manera la música a través del mundo simbólico de los afectos, en tanto que

él mismo, en la quietud de la contemplación apolínea, se eleva por encima de esos afectos. En consecuencia, cuando el músico compone la músi­ ca de una poesía lírica, en tanto que músico, no es movi­ do ni por las imágenes ni por el lenguaje sentimental de su texto: más bien, una conmoción musical que viene de esferas totalmente diferentes escoge el texto poético en tanto que expresión simbólica de ella misma. Por consi­ guiente no se puede hablar de una relación necesaria entre poesía y música; porque los dos mundos, puestos aquí en relación, del sonido y de la imagen, están dema­ siado alejados entre sí como para entrar en algo más que una relación exterior; la poesía es tan sólo un símbo­ lo y está, con respecto a la música, en la misma relación en que se encuentra el jeroglífico egipcio sobre el coraje respecto del guerrero valeroso.41 La poesía, como en general todas las palabras y en la mímica, todos los gestos, no es más que una imagen de ella misma, de su propia sonoridad. La imagen se produce al hacer resonar en el oyente el efecto de la puesta en ritmo de las palabras. Respecto de la música a la que pretende acompañar, esa ima­ gen se introduce entre la experiencia del oyente y el espíritu mismo de la escucha como un mundo simbó­ lico intermedio. Si hay de esa experiencia una imagen, ésta no es más que un producto de la simboli­ zación generada por el lenguaje que la designa o nom­ bra. Si el oyente consigue establecer un puente entre ese mundo intermedio y lo que le llega de su experien­ cia inmediata de música y palabras, sólo será por efecto de su voluntad, de un querer entender de una u otra manera lo que escucha. Sólo así, como correla­ ción entre representaciones incompletas (música y pa­ labra) puede decirse que una poesía acompaña a una partitura musical, por ejemplo, en el canto. Vemos entonces que la reflexión en tomo a los contenidos musicales del lenguaje lleva a Nietzsche a desembocar en una conclusión inesperada. Cuan­ do todo hacía suponer que ese componente musical

del habla hacía participar al discurso de la posibili­ dad de comunicar lo inefable de la experiencia es­ tética, como reza la pretensión de los poetas, incluso del mismo Wagner, con su proyecto de arte total o su pensamiento mítico que prescinde de los concep­ tos, Nietzsche afirma una tesis inquietante según la cual lo simbólico, que deviene de un proceso de abs­ tracción, la posibilidad humana de elevarse por en­ cima de esa pura sensibilidad que se manifiesta en la música, es en realidad manifestación de una ten­ dencia a la vulgarización, de un embotamiento de la capacidad espiritual del hablante. El símbolo, como he apuntado, no implica enri­ quecimiento en el nivel del sentido sino más bien lo contrario: un empobrecimiento, una reducción a imágenes, una fijación de los torbellinos dionisíacos en quietudes apolíneas y, de ahí en más, falseamien­ to, mistificación, ilusión y simulacro.62 Dejando a un lado que toda esta concepción de in­ flamado esteticismo conlleva una cantidad de su­ puestos metafísicos, podemos preguntamos qué connotaciones tiene este empobrecimiento relativo a que se llega por la simbolización. Nietzsche, en su personalísimo apego por la música, describe esas connotaciones, como es de prever, en términos de efectos negativos; concretamente lo considera como un «vaciamiento sensual», una disminución de la capacidad de sentir en el sujeto.63 En su comentario acerca del saldo inesperado de la difusión de la mú­ sica en Alemania, hace algunas observaciones im­ portantes. Por un lado, afirma que la «intelectualización» de los sentidos aplicados a gozar de la música no depara una mayor profundidad en la comprensión sino más bien una peligrosa tendencia a la vulgaridad, a la barbarie.64 En la medida en que se habitúan a ciertas intensidades sonoras, los senti­ dos tienden a embotarse, es decir, pierden capaci­ dad de experimentar estéticamente lo que sucede y

nos sucede y creen que pueden compensar esa p é r d i - , da ganando en significado. Todavía no saben (o na c . quieren saber) que ese significado lo han puesto ~ ellos mismos en las cosas. Ahora preguntan «qué; *; significa» la música y no «qué es». Al reclamar un significado para lo que escuchan, en realidad, por efecto del hábito, se trata la música como si ésta fríe- • ra un habla, un lenguaje de conceptos; «y peor hacen cuando creen que descubren ese significado». Nietzsche interpreta este proceso irrefrenable como un tender a la decadencia y acusa críticamente a los símbolos: «cuando los órganos sensoriales se embo­ tan y se atrofian, lo simbólico toma cada vez más el lugar de la cosa».65 El símbolo, por consiguiente, más que un potenciamiento de las capacidades hu­ manas es la señal de que esas capacidades han llega­ do al límite de sí mismas: cuando ya no podemos experimentar más, recurrimos a los símbolos. O peor, cuando ya no sentimos en absoluto, simboliza­ mos, referimos una experiencia que ya no es tal sino que está en nosotros en forma de imagen, simulacro, representación, delante de nuestros ojos, puesta allí por los medios del lenguaje. En el lenguaje, enton­ ces, un medio en el que los hablantes se han acos­ tumbrado a armonías y timbres establecidos en la organización sonora de las palabras, la música so­ brevive, pero empobrecida, vulgarizada, reducida a las condiciones de la comunicación, constreñida a las posibilidades de significación de los símbolos. Origen del lenguaje y simbolización Según lo desarrollado por el modelo genealógico que establece un origen común, y si no un origen, cuando menos un parentesco entre lenguaje y músi­ ca, los sonidos (como elementos del discurso mu­ sical) y los conceptos (como aquello a que se refieren

las palabras por haber sido constituidos a partir de ellas) son elaborados por el hablante y/o el oyente para la generación de los significados. Pero no pue­ de decirse que el modelo genealógico esté completo si la relación entre sonido y concepto, tanto si es ge­ nética como si es estructural, no ha sido explicada. Nietzsche se plantea el tema de forma explícita, cuando al plantearse el origen del lenguaje, formula la pregunta: «¿cómo es que el sonido resulta coaliga­ do al concepto? Las señales artísticas en la génesis del lenguaje: imagen y sonido: el sonido usado para trasm itir imágenes». Nietzsche es consciente de que el problema cen­ tral que plantea el origen del lenguaje es la explica­ ción de cómo un conjunto articulado y armónico de sonidos, cada uno con su propia referencia y cada uno referido a una totalidad de sentido que a su vez posee su propia referencia, puede dar lugar a un concepto o a una argumentación basada en concep­ tos que más tarde servirá para la comunicación. La interpretación del lenguaje como un caso particular del «lenguaje de signos de los afectos» [Zeichensprache der Affekte] que es la música complica más de lo que resuelve la cuestión, en la medida en que deja ver cómo actúa en el proceso de la comprensión la constitución de símbolos, pero no explica por qué los hombres han privilegiado unos símbolos en de­ trimento de otros. Hemos visto también que Nietz­ sche establece grados de riqueza expresiva, por la relación con los componentes dionisíacos de la expe­ riencia estética, entre los símbolos musicales y los símbolos lingüísticos. Estos últimos guardan una distancia apreciable con respecto al espíritu de Dioniso, que nos proporciona la experiencia del aconte­ cimiento natural, de la cosa, con toda su riqueza sensible. Se diría, piensa Nietzsche, que sólo queda en ellos un «residuo» de la experiencia dionisíaca originaria, más precisamente, un remanente, un

vestigio de lo que el espíritu apolíneo (es decir, lo configurativo, lo que da forma, lo que representa) hace con la experiencia dionisíaca.67 Sabemos, hasta aquí, que el lenguaje de los sím­ bolos y lo construido con ellos tienden a ocupar el lugar de las cosas. Esta usurpación, denunciada por Nietzsche como burda mistificación a la que se han de atribuir todos los errores en materia de moral, metafísica y teoría del conocimiento, no obstante ha tenido como saldo favorable la aparición de la poe­ sía y la comunicación, el nacimiento de las lenguas y su proliferación diferenciada que remata en las distintas culturas humanas. Nietzsche entiende que esa usurpación de las cosas por el nombre de las co­ sas, es decir, por su representación en el nivel del discurso es el efecto del uso y del olvido de este ori­ gen arbitrario. Los hombres inventaron el mundo al ponerle nombre a las cosas y luego olvidaron su ges­ to; y asimismo, inventaron el lenguaje y, tras olvi­ dar que era su obra, creyeron que éste se creaba a partir de ella.68 Lo que se ha escamoteado es lo propio y esencial de la cosa. En su lugar está la apariencia de la cosa. La apariencia es, en concreto, la sustitución de la cosa por aquello que la simboliza; para el caso del lenguaje: el nombre. Los nombres, en consecuencia, constituyen un mundo intermedio, imaginario —porque se manifiestan en y como imágenes— en­ tre el hablante y el mundo, entre el sujeto y la cosa. El proceso de la simbolización se puede representar así, en tres etapas: ( 1) COSA

( 2) COSA

I I

(3) NOMBRE

— IM AGEN--------NOM BRE SU JETO

SU JETO

SU JETO

Por consiguiente, el modelo empieza a integrarse si se toma como eje de comprensión la función es­ tructural que cumple la imagen que, por un lado, es el resultado de cierta elaboración, cierta configura­ ción guiada por la voluntad de dar forma (que, como se verá, Nietzsche despacha sin más como si se tra­ tase de un instinto), y, por otro lado, es la fuente de otras configuraciones de sentido que sirven de ob­ jeto del entendimiento y que se procesan en la co­ municación. Estos productos secundarios, constitui­ dos ya no a partir de las cosas sino del mundo intermedio creado artificial y paralelamente al mundo natural compuesto por nombres, son la base de las grandes representaciones que se intercam­ bian en la comunicación y de los conceptos que sir­ ven de fundamento del conocimiento. Aunque sólo está esbozado y, desde luego, nunca es abordado por Nietzsche como conjunto, el mode­ lo genealógico puede ser desarrollado gráficamente en forma de esquema. Al sólo título de ilustración valga el siguiente esquema general que enseguida examinaré en detalle: MUNDO

MUNDO

MUNDO

NATURAL

INTERMEDIO

LOGICIZADO

PULSIÓN

LEN G U A JE /REPRESENTACIÓN

COMUNICACIÓN /CONOCIMIENTO

Este esquema elemental puede ser desarrollado en forma ampliada como se muestra en la página si­ guiente. En las páginas que siguen trataré de ilustrar este diagrama de acuerdo con los propios escrjtos de Nietzsche. Aquí aparece como esbozo de síntesis de su modelo genealógico del lenguaje. Algunos comentarios preliminares a este esquema son en cualquier caso necesarios. Ante todo hay que

ENTENDIMIENTO

INSTINTO

ACONTECIMIENTO COSA

4 MUNDO NATURAL

Pulsiones + Sonidos + G estos

Concepto

Forma ----------- ► Lenguaje IMAGEN Configuración Simbolización (apariencia) Vulgarización (síntesis) ----------- ► (voluntad) (Proyección) Ritmo Música

--------- ►

^^Representación

DIONISO MUNDO INTERMEDIO

MUNDO LOGICIZADO

Signifi­ cado Comuni­ cación

subrayar que para Nietzsche todo el universo de la imaginación (el conocimiento, la razón, la percep­ ción, los afectos, la sensibilidad, el juicio, etc.), en definitiva, aquello que sirve de material para la co­ municación y la cultura humanas, aparece realiza­ do como construcciones deliberativas y cognosciti­ vas ejecutadas a partir de las representaciones sintetizadas en el nivel de los nombres. El mundo de los nombres queda inscrito como territorio interme­ dio entre el sujeto (hablante, cognoscente, sensible, moral, judicativo, etcétera) y el mundo de la expe­ riencia o naturaleza. El pensamiento corresponde, por definición, al procesamiento de significados constituidos por la voluntad y, subsecuentemente, por el entendimiento a partir de las elaboraciones ge­ neradas en el contexto de ese mundo intermedio que es obra humana, pero que los hombres no reconocen como tal por haberlo olvidado. Entre el contexto natural, que es el ámbito de la experiencia sin mediaciones, y la idea, median pro­ cesos de simplificación, vulgarización, abstracción, cuyo rastro, de acuerdo con la concepción nietzscheana, reconocemos en los símbolos, que sólo nos traen la apariencia de las cosas. En efecto, Nietzsche considera que los símbolos no elevan el nivel de ex­ periencia sino que más bien la vulgarizan de modo tal que el refinamiento del gusto que conlleva la simbolización trae aparejado un embotamiento de la sensibilidad. En realidad, Nietzsche emplea un criterio platóni­ co inconfesado, según el cual, toda esencia dionisíaca, toda plenitud de la experiencia sensible, resulta trivializada y traicionada en su representación sim­ bólica. He descrito esta vulgarización como un pro­ ceso en tres etapas. Para respetar el esquema del diagrama propuesto que trata de hallar una cohe­ rencia en las observaciones dispersas, puede decirse que hay una prim era etapa en la que los hombres

descubren la posibilidad de articular significativa­ mente sonidos y gestos en función de sus propias pulsiones [Triebe]. En esta primera etapa el instinto [Instinkt] o un sentido formal de la medida, pura­ mente inconsciente, dicta las condiciones para la puesta en forma o configuración [Gebilde] que pre­ cede al lenguaje o para la puesta en ritmo, que ge­ nera la música (y también el lenguaje). Música y len­ guaje son testimonio de que lo apolíneo *y lo dionisíaco pueden sintetizarse para producir signifi­ cados. El precipitado de esa síntesis es una imagen, creada en una segunda etapa a la que corresponden en el nivel de la consciencia, conceptos, que sirven para el lenguaje, y representaciones, que nacen de la experiencia musical.69 Todas las ideas (o significa­ dos) producidas a partir de estos conceptos y repre­ sentaciones son ilusorias, falsas, y por consiguiente, de índole puramente apariencial. Con respecto a la cosa o al acontecimiento que originariamente las había inspirado, mantienen una relación ilegítima ya que tan sólo es simbólica. La comunicación y el conocimiento, que procesan estos productos deriva­ dos y en los que las representaciones ilusorias son tomadas como si fuesen la cosa misma o el propio acontecimiento, constituyen la tercera etapa en la producción de sentido. En esta etapa se generan las ideas de la lógica, la moral, la metafísica, etcétera, cuya validez respecto de lo real tan sólo depende de la voluntad (de poder, de sentido) del sujeto.70 Nietz­ sche entenderá en cierto momento que la relación entre los productos del entendimiento y sus referen­ tes es fundamentalmente metafórica o, en un senti­ do aún más abstracto, trópica, es decir que se com­ pone según cierta figura y se ajusta a las condiciones de esa figura. En los escritos de madurez, Nietzsche se refiere a la diferencia entre el mundo «superior», al que per­ tenecen los significados (pensamiento, ideas, repre­

sentaciones, ilusiones, juicios) y el mundo «infe­ rior», el mundo de las pulsiones, como oposición entre lo orgánico y lo inorgánico, oposición mediada por cierto equilibrio que se alcanza en el nivel de los productos del lenguaje.71 Retengo, pues, que lo fundamental en la relación entre naturaleza y pensamiento es la formación de formas [Bildung von Formen], que son signos de sig­ nos, signos hallados para significar otros signos [die Erfindung von Zeichen für ganze Arten von Zeichen]. El lenguaje sirve, en principio, para equilibrar, para poner en concordancia el mundo de las pulsiones, y para poder operar en la comunicación y en el conoci­ miento con fines de dominación mediante tales for­ mas. En cualquier caso, el principio sintético según el cual el lenguaje pone en orden las pulsiones y orde­ na las formas también es instintivo. Tal como obser­ vará en el parágrafo 333 de La gaya ciencia, el conoci­ miento, el pensamiento, la idea, aparecen cuando ya las pulsiones han llegado a un pacto entre ellas, un convenio o acuerdo de naturaleza inconsciente.72 La puesta en orden de los afectos es, como cabe a la concepción nietzscheana, una ocasión para que se desplieguen las cualidades estéticas que son lo pro­ pio de la capacidad significante humana.73 Pero en este enfoque ya está operando el modelo retórico que reemplaza al modelo genealógico.74 Los gestos y los movimientos aparecen tratados no tanto como símbolos sino como signos que permiten circular li­ bremente entre la experiencia interior y la experien­ cia exterior, entre impresión y expresión, entre pul­ sión y juicio, entre la lógica y cierta «economía libidinal», por llamarla así, del sujeto. Si nos atene­ mos en cambio a los escritos anteriores al giro re­ tórico, el símbolo y la simbolización son decisivos no tanto porque permiten al sujeto circular libre­ mente desde el círculo de su experiencia íntima al círculo de su experiencia externa, del fenómeno a la

cosa y viceversa, o de sus sentidos a su imaginación, sino porque la simbolización adquiere, en el lengua­ je, el grado del concepto* porque el lenguaje es una «suma de conceptos», «reflejos apolíneos de un fun­ damento dionisíaco».75 Cada símbolo es, en el len­ guaje, símbolo de una pulsión que da lugar a una imagen, a partir de la profusión de las apariencias y, al mismo tiempo, es símbolo de una imagen en la que se reconoce la pulsión originaria. El contraste y la amalgama de los símbolos, a través de procesos de abstracción, igualación y simplificación, en la medida en que se va cristalizando según los efectos del uso en la comunicación, genera conceptos. Sím­ bolo y simbolización son decisivos por su papel cru­ cial en tanto que recursos para la elaboración signi­ ficante de lo apariencial (Apolo) que es lo único que en verdad se comunica. Pero también son decisivos para expresar una experiencia que no puede trasmi­ tirse y que sólo puede comprenderse por simpatía (Dioniso). Nietzsche parece que aún está constreñi­ do a las condiciones del análisis que le impone su célebre binomio extraído de la tragedia griega.76 La repetición o el ejercicio continuado, sobre todo si es textual, pueden servir para fijar un sentido a través del símbolo, pero este ejercicio y esta repeti­ ción tan sólo son una garantía de que la experiencia original en que se funda el símbolo ha sido alterada, vulgarizada, reducida a concepto. Nietzsche subraya a veces este grado inferior de la expresión encerrada en el símbolo con la idea de «contraseña» [gemerktes Symbol]. Los símbolos, tanto si son auditivos o so­ noros, como gestuales, pueden combinarse de forma armónica, tal como de hecho sucede en el lenguaje, y ser empleados como contraseñas: Del grito y del gesto concomitante surgió el lenguaje: aquí con la entonación, la intensidad, el ritmo, se expre­ sa la esencia de la cosa, con el movimiento de la boca se

expresa la representación concomitante, la imagen de la esencia, la apariencia. Simbolismo infinitamente imperfecto, formado se­ gún leyes fijas de la naturaleza: en la elección del sím­ bolo no se muestra ninguna libertad, sino el instinto [Instinkt], Un símbolo contraseñado es siempre un concepto^ se concibe aquello que se puede designar y distinguir.77 La elección de los símbolos no es consciente o de­ liberada sino aleatoria e instintiva y, por lo tanto, ilógica. Símbolos escogidos inopinadamente más tarde quedan consagrados al ser repetidos y ejerci­ tados. Se convierten así en contraseñas, referencias equívocas, equivalentes parciales de las cosas que, pese a su natural imperfección, pueden ser in­ tercambiados, pueden circular para comunicar el contenido o significado de ciertas experiencias co­ munes. Éstos son los conceptos. El requisito aparen­ temente imprescindible para que estas contraseñas sirvan a la comunicación es que su organización in­ terna (su sonido) esté armonizado.78 A continuación Nietzsche se refiere a una simboli­ zación de segundo grado en la que la constitución armónica de un conjunto de palabras en una poesía da lugar a un sentido mayor que se impone sobre el de sus partes («el círculo superior domina siempre al más reducido»).79 El sujeto reconoce el orden como si fuera la relación entre la melodía y las pa­ labras.80 A esa unidad mayor de sentido queda su­ bordinado el sentido que da a las palabras. El poder simbólico que detenta la poesía no es más que la puesta en obra de la armonización que requieren los sonidos, pero resulta de tratar los símbolos sólo en tanto que palabras, es decir, como sonidos significa­ tivos para un sujeto. Esa armonía no está dada por las palabras mismas sino puesta por añadidura por el sujeto (o por aquel que escucha). El ritmo, la diná­ mica armónica de las notas sonoras en una ilocución

es la imagen de lo que el hablante (o el oyente) siente a propósito de lo enunciado. Ritmo y armonía, son sub­ productos de su voluntad, o —en sentido estricto— símbolos de aquello que el sujeto experimenta a pro­ pósito de las palabras articuladas. Si este significado prevalece sobre el sentido original de las palabras, como si lo simbólico se impusiera sobre lo literal, ello se debe a que llega después, y a que, para Nietzsche, literalidad y significado son incompatibles. En este nivel, podemos entender el funcionamien­ to de este tipo de símbolos como aquel que corres­ ponde al concepto. ¿Pero qué significa en verdad «funcionar como concepto»? Si el lenguaje es el sis­ tema de las palabras, y las palabras el vehículo para la generación de imágenes, ¿cómo es posible que sea también una «suma de conceptos»? Sonido, imagen y concepto Según lo que he expuesto hasta aquí, el modelo genealógico del lenguaje concebido por Nietzsche antes de su giro retórico de los años setenta, evolu­ ciona a p artir de la postulación de la ascendencia común que éste comparte con la música. El modelo, en realidad, se apoya en una teoría del símbolo y del proceso de la simbolización. En el contexto de esta teoría, Nietzsche asigna una especial y decisiva fun­ ción a la formación de imágenes, es probable que por analogía con la experiencia musical, que consi­ dera como forma arquetípica de la experiencia del mundo. El «lenguaje» de la música, por su propia naturaleza, no es conceptual, pero sí es rotundamen­ te imaginativo, movilizador de sentimientos. El análisis de la constitución de las imágenes en el dis­ curso, a semejanza de la experiencia musical, resul­ ta pues un paso de gran importancia para que Nietz­ sche pueda efectuar derivaciones epistemológicas a

partir de sus observaciones sobre el lenguaje. Si éste es, como parece, un «género musical* por llamarlo así, lo es porque también procesa, genera, construye y elabora imágenes. De modo, pues, que el desarro­ llo del esquema propuesto ha de considerar el papel que Nietzsche asigna en su modelo a la creación de formas, figuras discursivas que se componen de pa­ labras o que han sido concebidas a partir de pala­ bras. Si se componen de palabras, como veremos, constituirán tropos, figuras del discurso; si, en cam­ bio, las imágenes sonoras dan lugar a símbolos, és­ tos, al integrarse y compartirse en el habla, fijarán los conceptos. Resulta de gran importancia conocer cómo se disponen en el modelo genealógico los soni­ dos, las imágenes y los conceptos porque en esta dis­ posición están planteados problemas específicos que Nietzsche sólo puede resolver si abandona la in­ terpretación del lenguaje como variedad o género de la música cuya elaboración y recepción se realiza a la manera de la escucha y la audición musical y opta en cambio por una concepción «visualista» del len­ guaje como sistema de signos. Recordemos algunas cualidades que Nietzsche 'observa en las palabras. Tenemos, en primer lugar, lia tesis de que éntre las palabras y el mundo media una gran distancia, una profunda brecha ontológica, de tal modo que en la palabra sólo se hace una «vaga alusión a las cosas». A través del nombre se hace una unsichere Andeutung de la cosa, tan velei­ dosa e imprecisa que ninguna «verdad» puede fun­ darse en ella como no sea la de aquel que redefine el sentido de la palabra según su personal y caprichoso punto de vista. Nietzsche lo afirma de una manera mucho más contundente en Humano, demasiado hu­ mano cuando compara las palabras con «bolsillos en los que se han puesto, ya esto, ya aquello, ya va­ rias cosas a la vez ».82 Este uso discrecional y subjetivo de los significa-

dos, pese a que es pasado por alto en la ciencia y la filosofía, da una medida de nuestra ignorancia. En efecto, tras ejecutar una de sus características inver­ siones argumentativas, Nietzsche desconcierta al lector afirmando que el lenguaje es el suplementó de todo cuanto no sabemos de la cosa, es decir, que lá alusión es signo de nuestra ignorancia de la cosa: «Colocamos una palabra allí donde comienza nues­ tra ignorancia». Palabras relevantes y usuales como «yo», «hacer», «sufrir» sirven para trazar el horizonte de nuestro conocimiento, pero en ningún caso puede decirse que alcancen el status de las «verdades».84 De modo pues que las ideas, tanto como las pa­ labras, valen como signos que hacen discurrir aque­ lla «vaga alusión» que vincula nuestras palabras con las cosas y que nosotros confundimos con las cosas mismas. Palabras y pensamientos no son más que signos. En efecto: «El pensamiento es, igual que la palabra, simplemente un signo: no es posible ha­ blar de una congruencia cualquiera del pensamien­ to con la realidad. La realidad es cierto movimiento pulsional».85 Pese a la pretensión designativa de quienes los em­ plean, palabras y pensamientos apenas refieren la base pulsional, la realidad auténtica, sobre la cual se asientan. Abundando en la misma idea, puede leerse que las palabras son «como sombras que inmediata­ mente se ocultan detrás de las sensaciones».86 En suma, del lado del lenguaje, únicamente sig­ nos; del lado de la realidad, de lo tangible y auténti­ co, pulsiones, que no obstante sólo existen en tanto que «¿ludidas», es decir, en tanto que signos. De ellas no podemos tener un conocimiento cabal: sólo sabemos de ellas por lo que nosotros mismos hemos investido en su denominación: la rúbrica que, por otra parte, es nuestro único medio de acceso racio­ nal a ellas. Sólo tenemos noticias de ese mundo pul-

sional profundo por las «sombras» que arrojan las pulsiones desde las palabras y que constituyen nues­ tros pensamientos. El mundo de la experiencia au­ téntica, el mundo de las pulsiones, por consiguiente, está considerado por Nietzsche, como un mundo in­ consciente [unbewufíte Welt] y, no obstante, decisivo en cuanto a su influencia: «La mayor parte de nues­ tras experiencias es inconsciente y actúa ».87 Es más, se diría incluso que para Nietzsche ese universo in­ consciente, pulsional, irreductible a la razón, conce­ bido a semejanza de la turbación y arrebato de la experiencia auténtica, dionisíaca, es reivindicado como punto de mira y de referencia de las valoracio­ nes y los juicios .58 Y esto por una razón muy simple: toda la activi­ dad de superficie —y ya veremos que el entendi­ miento es definido por Nietzsche como una fuerza superficial, epifenoménica—, tanto si es discursiva como ideacional, es comprendida en función de su valor como signo de otra actividad, más profunda, inconsciente, que tiene lugar en el nivel de los afec­ tos y las pulsiones. Esta actividad «de superficie» que tan sólo refleja e interpreta con signos lo que el sujeto siente, no obstante permanece sólidamente arraigada a sus fuentes inconscientes: «Los pensa­ mientos son signos de un juego y de una lucha de los afectos: quedan siempre ligados con sus raíces na­ tales ».89 O sea que, por muy elevada que sea la ex­ presión o la idea formulada en las palabras, el me­ dio lingüístico mantiene estrechamente relacionada •la idea con la base pulsional de la que surge y en la ;que se inspira. Lo que ocurre es que sólo tenemos consciencia de ese arraigo por mediación de las pa­ labras que nosotros mismos hemos escogido. Por este motivo, tanto en el plano de la referencia como por lo que toca a la comprensión o la apropiación del sentido, Nietzsche siempre preferirá la «cora­ zonada» [Ahnung] a la razón, con indiferencia de

cualquier arboladura conceptual que ésta pueda desplegar.** Pero esta concepción es todavía muy tributaria del modelo de la tragedia y, por consi­ guiente, está demasiado anclada en el binomio clá­ sico que oponía Apolo a Dioniso. Conlleva, pues, una posición ambivalente con respecto al lenguaje: por un lado se lo tematiza, trascendiendo las limitacio­ nes de la mirada filológica, y se lo convierte en un asunto de la filosofía; y por otro lado se lo desau­ toriza o se le atribuye el ser causa de los errores en que incurren habitualmente los filósofos. Se admite que las palabras son signos pero «signos indigen­ tes »91 que adulteran, al referir, las experiencias au­ ténticas. Más que rótulos o rúbricas Nietzsche pien­ sa que se ha de considerar que las palabras son nombres prejuiciados o, literalmente, prejuicios: «Peligro del lenguaje para la libertad individual. Toda palabra es un prejuicio», escribe en Humano, demasiado humano. Por consiguiente, las palabras no abren la posibi­ lidad de superar la ignorancia de los hombres sino que sirven más bien para fijar o consagrar aquello que los hombres arrastran como prejuicios, y que son los vestigios de ese mar tempestuoso que se oculta por debajo de la razón y de los conceptos.93 Téngase en cuenta que Nietzsche piensa que los hombres estampan en las palabras cierta medida de su propia ignorancia de las cosas y de las pulsiones que los ligan a las cosas pero no tienen contacto con la esencia. Las palabras tienen, pues, una doble na­ turaleza, como el rostro de Jano: dejan ver la «ver­ dad» de las pulsiones, porque son una sombra de ellas y porque movilizan las creencias, y al mismo tiempo la ocultan o la corrompen o simplemente im­ piden que los hombres puedan ver a través de ellas: «Las palabras son las corruptoras de los filósofos. Los filósofos se debaten en las redes del lenguaje ».94 Todos los elementos del modelo desarrollado por

Nietzsche para explicar el origen y la naturaleza del lenguaje (sonidos, imágenes, conceptos), servirán para explicar cómo se produce esta corrupción, cómo se traza la red inevitable y fatal que atrapa y confun­ de a los filósofos en una trama tupida de prejuicios. En un fragmento bastante oscuro, Nietzsche apunta: £1 lenguaje lleva consigo grandes prejuicios, y los cul­ tiva; por ejemplo, el prejuicio de que aquello que puede ser indicado con una palabra pueda ser también un acontecimiento: querer, desear, pulsión —¡cosas com­ plicadas! El sufrimiento en las tres (a consecuencia de una presión, un estado de necesidad) es transferido al proceso «¿en qué dirección?»: pero con esto no tiene nada que ver, se trata de un error habitual, producido por asociación.^Tengo tanta necesidad de ti». ¡No! Es­ toy necesitado,vy¡cíeoque tú puedes calmarme (ha in­ tervenido una créenda).:«Te amo». ¡No! Me encuentro en un estado d¿ enamoramiento, y ¿reo que tú puedes mitigarlo. ¡Estos-acusativos de objeto! En todas estas palabras del sentimiento está contenida una creencia, por ejemplo: querer;’;odiar, etc. Un sufrimiento y una opinión acerca dé su mitigación éste es el hecho. Lo mis­ mo cuando se habla de intenciones. Un amor intenso es la opinión fariáticaly^óbstmada según la cual esta o aquella persona puede mitigar mi miseria, es la creen­ cia la que nos hace felices e infelices, a veces, también en la posesión todavía lo bastante fuerte frente a cada desilusión, es decir frente a la verdad.95 Los argumentos de Nietzsche no parecen aquí muy convincentes pero, en todo caso, el lenguaje queda representado en estos ejemplos como si ocul­ tara el papel cumplido por las creencias sobre aque­ llos acontecimientos a los que se refiere, en lugar de ponerlas en evidencia o denunciarlas como parte de la expresión. Lo prejuiciado opera entre el aconteci­ miento y la enunciación como una opinión. Donde se habla de «creencia» bien podría entenderse «co­ razonada». El concepto mismo de «creencia» tan sólo sirve para sacralizar la máscara de una «certe-

za» que se requiere para la comunicación o para el cálculo con la finalidad de dominar la naturaleza por medios técnicos. El lenguaje es, pues, un repertorio de prejuicios y corazonadas. Pero el entendimiento cree a pies juntillas en esas palabras corruptoras porque los concep­ tos que maneja están formados a partir de ellas. Elmodelo tenderá a explicar del modo más plausible cómo es posible dicha corrupción, que no es otra cosa que aquella «mistificación» a que he aludido supra. En otras palabras, tratará de explicar cómo se puede creer como objetivo lo que en el fondo ha sido generado subjetivamente. Fiel a su esquema bá­ sico, fundado en la música, Nietzsche intentará ex­ plicarse este misterio, el misterio del lenguaje, como un perfeccionamiento y particularización de la base sonora de la representación. El elemento de la músi­ ca, como hemos visto, era el sonido. Más precisa­ mente, los sonidos, en plural, el material que, tras ser elaborado, da lugar al sentido. Pero los sonidos son de origen incierto y naturaleza puramente apariencial y, en el fondo, tienen un significado nulo: Aquello que resplandece, aquello que reluce, la luz, el color. La relación de las cosas singulares con la voluntad, es la misma que la de las cosas bellas con la cosa singular. El sonido deriva de la noche. El mundo de la apariencia sostiene la individuación. El mundo del sonido se constituye por la concatena­ ción: ha de ser más afín a la voluntad. El sonido es el lenguaje del genio de la especie. El sonido es como un reclamo que inspira a la exis­ tencia. Signo de reconocimiento, símbolo del ser. Como lamento cuando está en peligro la existencia. La mímica y el sonido: ambos símbolos del movi­ miento de la voluntad.96 Nietzsche distingue entre ese sonido que «deriva de la noche» y el otro sonido que «inspira a la exis-

tencia». El primero es indeterminado —es «ruido», diríamos nosotros hoy en día siguiendo el vocabula­ rio de la teoría de la información— y viene de la cosa, el segundo en cambio es «signo de recono­ cimiento, símbolo del ser» [Erkennungszeichen, Symbol des Wesens] y viene del espíritu o, más preci­ samente de la pulsión de conocimiento [Erkenntnistrieb]. Esta modalidad de sonido humanizado, re­ convertido por mediación de la voluntad a las necesidades del sentido se diferencia del sonido na­ tural por la forma / El arte no pertenece a la naturaleza, sino sólo al hom­ bre. En la naturaleza no hay sonidos, ella es muda; no hay colores. Tampoco hay formas, puesto que la forma es el resultado de una reflexión de la superficie en el ojo, pero en sí no hay ni arriba ni abajo, ni dentro ni fuera. Si se pudiera ver de una manera diferente y no en virtud de esta reflexión, no se hablaría de formas sino que la mirada penetraría en el interior de las cosas, de manera de atravesarlas poco a poco. La naturaleza, si uno se sustrajese a la propia subjetividad, es algo muy indife­ rente, carente de todo interés, que no es el abismo mis­ terioso de los orígenes, tampoco el enigma desvelado del mundo; [...] cuanto más deshumanizamos la natura­ leza, más la vemos vaciarse, perder su sentido. El arte reposa todo él en la naturaleza humanizada, sobre esta naturaleza envuelta y entretejida de errores y de ilusio­ nes sin la cual ningún arte podría pasar.97 Por consiguiente, la forma, como se afirma en este pasaje, es la más genuina aportación del sujeto, de la capacidad artística del sujeto. No es posible com­ prender, entonces, ninguno de los procesos signifi­ cantes involucrados en el lenguaje si se prescinde de esta capacidad tan humana de producir forma, una capacidad o facultad —por llamarla de alguna ma­ nera— en la que se resumen todas las potencialida­ des artísticas de la especie. El lenguaje es «el genio de la especie» [Genius der Gattung] porque pone en

funcionamiento o se vale de la fuerza artística que es constitutiva y esencial de la naturaleza humana, para explotar al máximo sus posibilidades expresi­ vas, tanto para producir efectos de verdad como para —ciertamente con mucha mayor frecuencia— engañar y falsear la realidad del mundo y de las co­ sas y hacerlas así más manejables para la comunica­ ción y la dominación. Pero esto significa asumir que la conceptual ización, como resultado más elevado del lenguaje, es en realidad un cúmulo de errores. En efecto, el arte, in­ vocado aquí en forma de capacidad innata de la es­ pecie humana, es el producto del error; y toda conceptualización es en el fondo una obra de arte, el producto de una pulsión artística .98 Nietzsche tiene al entendimiento por una fuerza superficial, es decir que es incapaz de conocer cualidades. Su habilidad se limita al cómputo de cantidades a través de con­ ceptos; y los conceptos son construcciones realiza­ das a P a r t i r de las imágenes de las superficies de las cosas. El carácter superficial del entendimiento implica que el conocimiento es meramente subjeti­ vo, o sea que no puede trascender el límite de sus representaciones. El subjetivismo se manifiesta ya en el acto de la nomenclatura, en la clasificación por nombres y rúbricas. Consecuentemente, Nietzsche afirma que la cuali­ dad, que sirve a la clasificación, es ininteligible —porque siempre deviene de la voluntad de un suje­ to y es, por lo tanto, intransferible y jamás puede ser comprendida cabalmente por otro sujeto que no sea el que califica— y que lo único que se comprende es lo que puede ser objeto de cálculo: la cantidad que, en definitiva, es lo único que en rigor se intercam­ bia. ¿Significa esto que los efectos de sentido, en el ni­ vel de las cualidades, son imposibles? No. Estos efectos de sentido son imposibles si los tomamos

como verdades.100 Por el contrario resultan moneda corriente cuando se los toma tan sólo como repre­ sentaciones ilusorias o como símbolos de represen­ taciones y, por ello, como productos de la voluntad o de la pulsión de conocimiento, manifestaciones de vida. Y como tales funcionan los nombres de las co­ sas en el lenguaje. El origen del error está en la natural imprecisión de la mirada, puesto que, para Nietzsche, todas las capacidades sensibles se pueden reducir a la capaci­ dad de producir forma (ritmo, figura, armonía, pro­ porción, razón, etcétera) y esta capacidad configurativa se puede reducir a su vez al modelo de la mirada. 1 El fundamento sobre el que se asienta la voluntad de orden (armonía, rítmica, dinámica, etcétera) de los sonidos y que, por lo tanto, se pone en evidencia en el lenguaje, es cierta tendencia natural, caracte­ rística de la especie humana, a dar forma, a generar una imagen. Esta tendencia aparecía ya apuntada en los escritos juveniles, en las notas sobre la natu­ raleza de la música de 1863, cuando afirmaba que: «No conocemos las cosas en sí y para sí, sino sólo sus imágenes sobre el espejo de nuestra alma. Nuestra alma no es más que el ojo, el oído, etcétera, espiri­ tualizados. El color y el sonido no pertenecen a las cosas, sino al ojo y al oído ».102 La vida se define entonces como un constante ad­ venimiento de formas para el espíritu sensible. Y el lenguaje es el medio en que esas formas se hacen presentes, es decir que el lenguaje debe disponer de un procedimiento que habilite a la generación de formas, un dispositivo interno y propio que facilite la necesaria visualización .103 Con una peculiaridad: lo auditivo tiene que hacerse visible, la cosa simboli­ zada en la palabra ha de ser representable para la m irada :104 «En la naturaleza no hay forma, pues no existe ni un dentro ni un fuera. Todo arte descansa

en el espejo del ojo».105 La mirada refleja, en un sen­ tido casi literal, aquellas figuras que se ponen al al­ cance del sujeto, del hablante, en el marco de su ac­ tividad comunicativa, en su práctica lingüistica. Nietzsche lo afirma claramente cuando apunta que las palabras, que constituyen los pensamientos, se nos presentan delante de los ojos, como «innumera­ bles figuras».106 Pero, debido a que las palabras nos colocan delan­ te de esas figuras, llegamos a olvidar que somos no­ sotros mismos quienes las hemos creado. En este sentido primario ha de entenderse la noción de «re­ presentación ilusoria». El hecho de que las palabras nos presenten innumerables figuras y que esas figu­ ras puedan ser encuadradas en un sistema de con­ venciones lingüísticas y elaboradas para producir sentido es la causa de que demos entidad a los pro­ ductos de esa elaboración figurativa, de que sustancialicemos los productos del lenguaje y los confun­ damos con las cosas mismas. En ello radica el enorme poder expresivo de las facultades artísticas que son propias de la especie. El hombre se caracte­ riza, piensa Nietzsche, por su pulsión artística, pro­ ductora de formas y el entendimiento, como una consecuencia de esa pulsión.107 La pulsión artística generadora de formas y cons­ titutiva de la condición humana determina la mi­ rada, esto es, crea su propia facultad. El arte no es una elaboración de lo dado sino la causa eficiente que orienta, regula y organiza la mirada que dis­ tingue formas. El modelo va perfilando una vía de salida del atolladero a que se veía condenado al per­ manecer dentro de los marcos del binomio Apolo/Dioniso. El sentido de la audición, correlativo a los sonidos, es descrito como integrador, mientras que la mirada es discriminante, diferenciadora. Nietzsche sugiere aquí una cierta jerarquía y, desde luego, un delicado desplazamiento del análisis, de la

audición a la visión, del sonido a la imagen. Como he apuntado supra, la noción clave para el funciona­ miento del modelo es la imagen. Ahora comprende­ mos que, a despecho de la comunicación que parece haber sido una elaboración de la mera circulación e intercambio de los símbolos, de lo que se trata es de explicar cómo se generan y se intercambian figuras para «escapar al perpetuo sufrimiento de la pul­ sión».108 Los sonidos no existen en la naturaleza, no se manifiestan, no están dados sino que son puestos por el sujeto. La «musicalización» tiende a la sínte­ sis de aquello que más tarde, o concomítantemente, es separado por la mirada, es decir, es discriminado en la constitución de una forma. Y estas formas —igual que los sonidos— pertenecen al sujeto, no existen en la naturaleza, de ahí que Nietzsche nie­ gue toda posibilidad de un conocimiento «objeti­ vo».109 El entendimiento, que es la instancia en que se ha­ cen conscientes las relaciones, las diferencias y las proporciones de las formas, se representa, en el mo­ delo, como un espejo, una metáfora que aparece con frecuencia en los apuntes de Nietzsche que tienen contenido epistemológico. Si es lícito afirmar que toda la compleja elaboración a que conduce la pul­ sión del conocimiento es, como cree Nietzsche, artís­ tica, entonces se ha de precisar que su idea del en­ tendimiento como un espejo es la de un cristal que deforma, discrimina, se equivoca, omite, imita; en cualquier caso, un espejo que jamás reproduce con fidelidad aquello que está elaborado prejuiciada­ mente en el lenguaje. Es una materia reflejante que sucumbe sin matices a la seducción de las formas discursivas y da una nueva vuelta de tuerca a la mis­ tificación en que nos obliga a incurrir el lenguaje. La prueba de ello se encuentra en el mismo lengua­ je, puesto que en él se revela cuánto de arbitrario y de parcial tiene esa actividad artística, cuánto de ve-

leidoso y de excluyente: «La palabra sólo contiene una imagen; de ahí el concepto. En consecuencia, el pensamiento cuenta con magnitudes artísticas. Toda clasiñcación [Rubrizieren] es una tentativa de alcanzar la imagen .110Nuestra superficialidad en re­ lación con el mundo y con todo ser verdadero queda demostrada por el hecho de que hablamos con un lenguaje poblado de imágenes y símbolos cuya ca­ pacidad de referencia sólo puede ser reforzada a tra­ vés de nuestra voluntad de sentido .111 O sea que las palabras toman de la cosa sólo aque­ llo que permite generar una imagen al sujeto que las emplea para rubricar, nominar, clasificar. La refe­ rencia, mediada por la pulsión artística que domina al sujeto, es discriminatoria y parcial. Aun cuando seamos conscientes de lo impreciso de la referencia en el lenguaje, la pulsión artística, en su afán por poner orden y forma, no consigue más que potenciar el error contenido en las palabras. La imagen redu­ plica los errores de la simbolización. Por otro lado, aunque las palabras se inscriben en el discurso como símbolos, en realidad son imáge­ nes para el entendimiento porque como tales se em­ plean para construir los conceptos y permiten el de­ sarrollo de la vida. Todo lo que puede hacer el entendimiento con ellas es reproducirlas, combinar­ las, establecer relaciones entre ellas o trasmitirlas fijadas en conceptos, pero nunca trascenderlas; está, por así decirlo, determinado por su propia servi­ dumbre «visualista». De ahí que cobre importancia la metáfora nietzscheana que describe el lenguaje como una red que atrapa a quien pretende operar con ella al mismo tiempo que hace creer al hablante que avanza en su apropiación de lo real con la proyección de representaciones ilusorias. • En la producción de imágenes y su posterior ela­ boración conceptual e intercambio comunicativo está implícita la pulsión, tan humana, a apropiarse

del entorno, de ponerlo a su propio servicio, de nu­ trirse de él. La producción de forma es presentada por Nietzsche como un proceso semejante a la nutri­ ción, y la nutrición, como principal actividad de la vida. El hombre es descrito, pues, como una criatu­ ra que construye formas y ritmos, que resiste fuer­ zas, al tiempo que se nutre de todo aquello que pro­ duce: «todos los procesos a los que damos nombres tales como “sentir", “representar", "pensar", es de­ cir: 1) una resistencia contra todas las otras fuerzas, 2) un ajustar éstas a formas y ritmos, 3) una valora­ ción en relación con la incorporación o la expulsión. [...] Su medio para nutrirse y apropiarse de las cosas consiste en llevarlas a "formas” y ritmos: el com­ prender al principio no es otra cosa que creación de las "cosas". El conocimiento es un medio de la nutri** 112 cion». Las distintas instancias de la nutrición: discrimi­ nación de las pulsiones, organización de las formas y configuración rítmica, son potenciadas por el en­ tendimiento para generar conocimiento del mundo. Este nutrirse de la cosa conocida se parece a un acto de creación porque equivale a dar vida a algo que no existe en la naturaleza. En este sentido se ha de com­ prender la tesis nietzscheana que compara el cono­ cimiento con el arte. En el conocer hay necesaria­ mente implicado un acto artístico. Las reflexiones de Nietzsche poco a poco se van desprendiendo del lastre romántico, y adquieren un sesgo cientificista, un remedo de reducción del aná­ lisis del lenguaje a las condiciones dispuestas por procesos biológicos. Estamos en este punto bastante alejados del contexto de la experiencia musical. Si bien ahora Nietzsche habla de formas y de ritmos desde un punto de vista cognoscitivo y no solamente sensible o estético, la metáfora que prevalece en los textos es la nutrición .113 Más tarde, en los escritos de madurez, esta línea de análisis servirá para la críti-

ca del concepto kantiano de cosa en sí y para la revi­ sión del principio de causalidad. ¿Qué interés tiene para el modelo genealógico del lenguaje la idea de que la producción de formas es un recurso que sirve a los fines de un ser que se apro­ pia de las cosas como si se nutriera de todo lo que consigue saber de ellas? En primer lugar, evita que pensemos esa actividad configurativa cuyo testimo­ nio se muestra en el lenguaje como algo puramente pasivo y neutro. La idea de un conocimiento «ali­ mentado», nutrido de imágenes concebidas a partir de sus propios conceptos, disipa cualquier preten­ sión de describirlo como si fuera inintencionado o imparcial: los «alimentos», aunque eventualmente nos vengan dados, hay que escogerlos. Y en segundo lugar, revela lo que Nietzsche verdaderamente pien­ sa de los conceptos —el conocimiento, obra del en­ tendimiento, opera con conceptos—, a saber, que son parciales, que omiten la variedad y complejidad de las imágenes que sintetizan, que están sesgados y que son idiosincrásicos, es decir que no son inmacu­ lados como los cree y presenta la lógica. Ahora se puede definir la conceptualización, en cierto modo evocando aquella descalificación del símbolo, como un empobrecimiento de la imagen, una simplifica­ ción. Si las palabras eran símbolos empobrecidos por el uso continuado, los conceptos son entonces imágenes gastadas, o imágenes deformadas de la realidad que refieren. Con todo, podemos conjeturar esta conclusión si atendemos a lo que observa Nietzsche en un frag­ mento póstumo de otra época. Allí resume el proce­ so que he tratado de reconstruir: Admitido que se conozca el nacimiento de la sensa­ ción subjetiva de espacio, tiempo, fuerza, causali­ dad, libertad; igualmente que el nacimiento de las imá­ genes (o sea, de las figuras, de las formas), de los con­

ceptos (o sea, de los signos mnemónicos sobre la base de sonidos por grupos enteros de imágenes): todos estos fe­ nómenos subjetivos dejan fuera de duda la verdad ob­ jetiva de las leyes lógicas, matemáticas, mecánicas, quí­ micas. Otra cosa es nuestra capacidad para expresamos sobre estas leyes: estamos obligados a servimos del len­ guaje."4 Por un lado se reafirma que, puesto que todo el proceso de la representación y, por lo tanto, del co­ nocimiento, está regulado por la producción de imá­ genes, el lenguaje es una instancia ineludible, nece­ saria; por otro lado, se explica en parte la metáfora de la nutrición: ¿qué es lo que las imágenes vienen a alimentar en el aprendizaje? La memoria. En tanto que signos, las imágenes y los conceptos, nutren la reserva significante contenida en la memoria del su­ jeto de tal modo que todo conocimiento vehiculizado por las condiciones impuestas por el lenguaje, se convierte para él en un re-conocimiento. El pensa­ miento es definido como un volver a conocer, un «recordar de nuevo» que da lugar a coincidencias conceptuales, similitudes que se verifican en térmi­ nos de vocabulario y sirven de base para la constitu­ ción de ideas entre las diferentes tradiciones de pen­ samiento, que se fundan en una memoria colectiva, de la especie, y que paulatinamente van atesorándo­ se en el lenguaje.115 Nietzsche deduce de la base lin­ güística y gramatical que comparten ciertas tradi­ ciones filosóficas una visión común del mundo. No de otra manera se van aquilatando las grandes tra­ diciones culturales y de pensamiento. Pero también se refiere a la cuestión del reconocimiento, que en la tercera parte examinaré en relación con la lógica, como habilitado por los signos. En otras palabras, si las imágenes, los sonidos y los conceptos son signos, lo son precisamente para que este reconocimiento pueda tener lugar, para integrar en un mismo con­ texto de sentido experiencia presente y memoria de

la experiencia pasada: «[...] con el lenguaje han de designarse los estados de ánimo y los apetitos: así pues, los conceptos son signos para reconocer. No hay aquí intención de lógica; el pensamiento lógico es una disolución. Pero cada cosa que “comprende­ mos”, cada estado, es una síntesis que no se puede “comprender" aunque sí designar [...]».'16 La vida pulsional, traspuesta al nivel de los signos y por lo tanto reconvertida en objeto del entendi­ miento, tiene dos fuentes: la una en las pulsiones, la otra en los recuerdos, y ambas conviven y actúairtn el mismo registro lingüístico o discursivo. Cada nombre unifica o relaciona a través de la función sígnica (o simbólica, según que sea uno u otro el mo­ mento en que nos encontremos dentro del modelo) lo que se deja ver desde las palabras o lo ya visto y guardado en la memoria. En ello consisten, en prin­ cipio, las inevitables interpretaciones con las que nos enfrentamos al mundo: «Nuestra vida de vigilia es una interpretación de procesos pulsionales inter­ nos con la ayuda del recuerdo de todo lo que se ha sentido y visto: un lenguaje arbitrario por imágenes, como el ensueño lo es de las sensaciones percibidas durante el sueño».117 Se da, pues, una compleja dialéctica entre conoci­ miento y elaboración sensible, entre actualización de la memoria y reconocimiento de experiencias anteriores y recuerdos, y esta dialéctica impone sus propias condiciones en la expresión. Nietzsche cree que el lenguaje es manipulado en función de las ne­ cesidades de esa dialéctica y, por lo tanto, implica, claro está, toda suerte de operaciones no del todo legítimas, consistentes en escamotear los signos y pronunciar juicios y valoraciones arbitrarias de tal modo que las palabras puedan servir a las necesida­ des de la relación con la naturaleza. Una de las derivaciones que tiene la consideración de esta dialéctica dentro del modelo genealógico pa-

rece dada por la descripción del proceso de conceptualización. A la pregunta: ¿de dónde proceden los conceptos?, la respuesta obvia será: de las imáge­ nes. Los conceptos no son sino cierto precipitado, cierto producto derivado de la síntesis y contraste de varias representaciones, tanto presentes como imaginarias o pasadas. La palabra, por lo que res­ pecta a la conceptualización, podría ser entendida como una simple señal [Merkmal] para que los mo­ vimientos de integración subjetiva que persiguen la constitución de imágenes por el entendimiento ten­ gan efecto: ¡Pensamos en palabras! ¡Si se sabe qué son las pa­ labras, cómo se puede creer que el pensamiento pueda producir directamente movimientos! No son más que pequeños errores, pero nuestras pulsiones están cerca de esta región del error, y a cada pulsión corresponde cierto número de estas cosas variopintas y arbitrarias llamadas «palabras», que incluso una palabra es una señal, no una causa, para el movimiento (del mismo modo que el sonido del cuerno hace que se detenga la locomotora). Cuanto más riguroso es nuestro conoci­ miento, tanto más delimitamos las palabras, éstas son imágenes en el espejo, ¡incluso el reflejo de tales imáge­ nes! El pasaje al conocimiento de la causa y del efecto es imposible. Nuestro conocimiento es descripción, más o menos inexacta, la sucesión es la yuxtaposición exacta, un recuerdo aparentemente unido a una especie de ima­ gen (una unidad fuera del tiempo)."8 La idea de que las palabras son señales para la producción de imágenes y no la causa directa de las imágenes ya es de por sí una desviación del modelo «musicalista». A determinada «señal», dictada por la palabra, el entendimiento se pone a «describir» lo que ve reflejado en él mismo como espejo, en fun­ ción del grado de reconocimiento de las imágenes según que se relacionen o no con aquellas que guar­ da la memoria. El entendimiento \Intellekt] llama a

esta descripción, «conocimiento» y la fija como pue­ de en conceptos. Ahora bien, el problema advertido por Nietzsche es que cualquier descripción del proceso del conoci­ miento —o de la conceptualización—no es capaz de trascender la red lingüística en la que está atrapado nuestro pensamiento: siempre estaremos obligados a servimos del lenguaje .119 Que hayamos descubier­ to la subjetividad de todos los conceptos no desau­ toriza las leyes derivadas de estos conceptos, aun­ que sí siembra la duda respecto de todo lo que podamos expresar acerca de esas leyes puesto que >ara ello tendremos que utilizar inevitablemente el enguaje. Esto significa que, si seguimos al pie de la etra las observaciones de Nietzsche, por mucho que avancemos en ese conocimiento de la conceptualiza­ ción no lograremos sintetizar una técnica que colo­ que todo el proceso bajo nuestro control. No parece que haya una «tecnología del habla» que nos sustraiga de las trampas del lenguaje. Más bien parece que hay dos tipos de pensamiento: un pensamiento que elabora palabras y otro pensa­ miento que procesa imágenes, y ambos tipos de pen­ samiento, tal como se deja ver en el discurso co­ rriente, a un tiempo colaboran entre sí —cuando nutren la memoria del hablante y enriquecen su es­ píritu— y combaten el uno contra el otro cuando la doble referencialidad del signo de la que ambas formas dependen se convierte en incompatible (un caso de ello podría ser una pieza musical: la música inspira una imagen que la palabra no puede repre­ sentar y la letra sugiere una imagen sin posibles resonancias musicales). El «drama» del filósofo —piensa Nietzsche— consiste en que, para conocer, sólo cuenta con el lenguaje, de modo que si pretende remontarse por encima de la inmediatez e impreci­ sión de los símbolos, necesita generar un concepto a partir de las imágenes trasmitidas por el lenguaje,

pero para ello ha de pasar por el mismo instrumento —la lengua— que permite ejecutar los reconoci­ mientos. De este modo, aunque el interés del filósofo o el pensador esté en trascender lo prejuiciado de la enunciación, lo único que tiene a mano es precisa­ mente aquello que constituye la base del prejuicio consagrado en la palabra, esto es, la imagen, dada por la síntesis del entendimiento o recuperada desde el fondo de la memoria: «Este pensar en imágenes no es a priori de naturaleza rigurosamente lógica, pero sí es más o menos lógico. Entonces el filósofo se esfuerza por sustituir el pensar en imágenes por un pensar en conceptos. Parece que también los instin­ tos [Instinkte] son un pensar similar en imágenes que, en última instancia, se transforma en estímulo y en motivo ».120 Si el filósofo se contenta con la con­ templación, puede prescindir de los conceptos y de la comunicación, puesto que su pensamiento no trasciende el orden de lo inconsciente. Pero si su pensamiento se hace consciente y por ello accesible a los otros, entonces no puede prescindir de los con­ ceptos. No se tratará entonces de un pensar en imá­ genes sino de un pensar en palabras. Ahí es cuando se fijan los prejuicios y se instituye el error. La tentativa de trascender los prejuicios es lo qué se conoce vulgarmente como «lógica», y reducir el pensar a los términos de la lógica, lo que Nietzsche llama en varios pasajes «logicizar», es un procedi­ miento que, como veremos, equivale para Nietzsche a la consumación —y no tanto la superación— de lo esencial del prejuicio. Llegado este punto, el modelo genealógico ofrece dos posibles vías de seguimiento de su propuesta. Según la primera, todo signo —y se ha de tener pre­ sente que la lengua es ante todo sistema de signos— es transicional, es decir que se constituye para tras­ cender la inmediatez de ese símbolo empobrecido que es la palabra, para separar al sujeto de su uni-

verso pulsional y para trasmitir los grupos de sensa­ ciones, que aparecen juntas, dentro de una misma imagen. Nietzsche lo resume con las siguientes' pa­ labras: Las palabras son signos-sonidos de conceptos; pero los conceptos son signos-imágenes, más o menos deter­ minados, de sensaciones que se repiten con frecuencia y aparecen juntas, de grupos de sensaciones. Para enten­ derse unos a otros no basta ya con emplear las mismas palabras: hay que emplear las mismas palabras tam­ bién para referirse al mismo género de vivencias inter­ nas, hay que tener, en fin, una experiencia común con el otro. Por ello los hombres de un mismo pueblo se en­ tienden entre sí mejor que los pertenecientes a pueblos distintos, aunque éstos se sirvan de la misma lengua; o más bien, cuando los hombres han vivido juntos duran­ te mucho tiempo en condiciones similares (de clima, suelo, de peligro, de necesidades, de trabajo), surge de aquí algo que «se entiende», un pueblo. En todas las almas ocurre que un mismo número de vivencias que se repiten a menudo obtiene la primacía sobre las que se dan más raramente; acerca de ellas la gente se entiende con rapidez, de un modo cada vez más rápido la histo­ ria de la lengua es la historia de un proceso de abrevia­ ción; sobre la base de ese rápido entendimiento la gente se vincula de un modo estrecho, cada vez .más estrecho.m La comunicación mediada por los instrumentos del lenguaje, o sea, la comunicación por signos, no sólo sirve para trasmitir series concatenadas de so­ nidos significativos sino para compartir «el mismo género de vivencias internas» [die selbe Gattung innerer Erlebnisse]. La prueba histórica de ello está a la vista en las diferentes tradiciones culturales crea­ das y desarrolladas a partir de las diferentes len­ guas. La segunda vía de seguimiento del modelo genea­ lógico del lenguaje, sin que ello suponga abando­ nar lo que se sostiene en relación con la dimensión

sígnica del lenguaje, apunta a una explicación de tipo genético que conecta inspiración con resultado. Ésta será la posición de los escritos nietzscheanos de la madurez, cuando sugiera una progresión de la imagen al concepto a través de la palabra. Según la progresión apuntada, lo primero son imágenes, a las que siguen palabras que se hacen visibles a tra­ vés de su interpretación por medio de sonidos audi­ bles.122 De modo, pues, que la comprensión requie­ re de: a) una imagen: algo de visible que se manifiesta en la multiplicidad de estímulos sensoriales; b) una palabra que sintetiza varias imágenes coin­ cidentes y repetidas, o bien recuperables a partir de la memoria mediante sonidos audibles; c) y, finalmente, un concepto, que es un retomo a la imagen a partir de los signos audibles, concatena­ dos en los conjuntos significativos de palabras. En este concepto se sintetiza aquello que cada palabra ha logrado comprender de muchas imágenes. A prim era vista, las dos vías señaladas por Nietz­ sche no tienen mucho que ver entre sí, incluso pa­ rece que se contradicen. La primera responde a un esquema circular cuyo eje es la noción puramente correlativa de signo. Sensación Palabra ____ ^

Signo _

------ Imagen

La segunda vía, en cambio, parece que sigue una trayectoria secuencial, progresiva, que va desde el mundo de las pulsiones, lo inconsciente, al mundo de las ideas abstractas.

Como es habitual encontrar en los textos de Nietz­ sche este tipo de incompatibilidades, me ha parecido más prudente y aconsejable rematar la interpretación del modelo en esta primera sección, teniendo en cuen­ ta aquello que ambas, por distintos carriles, vienen a reafirmar. Pese a su aparente incompatibilidad, las dos vías se compaginan si pensamos el esquema al que cada una de ellas responde como si describiera el proceso de la comunicación entre dos sujetos (1) y (2) unidos y comunicados por una determinada lengua. La comunicación entre ambos sujetos, de acuerdo con Nietzsche, es de imagen a imagen:123 SUJETO 1



SUJETO 2

Concepto 1 Concept (Lenguaje)

Simplificación Vulgarización



En este esquema, que presento aquí al solo efecto de ilustrar la exposición, A^A^.-A,, son imágenes re­ cibidas por el sujeto ( 1) e interpretadas por las pa­ labras P,,P2...Pn. La síntesis de esas palabras da un lugar al concepto que ( 1) se hace de ApA^.-A,, y que comunica, valiéndose de la capacidad simplificante y vulgarizadora de la lengua, al sujeto (2), quien re­ cibe el concepto y lo interpreta a su vez en palabras P,,P2...Pn que dan lugar a las imágenes B,,B2...Bn. Si, como parece observar Nietzsche, este proceso implica cierto empobrecimiento simbólico relativo, lo más probable es que el sujeto (2) nunca llegue a producir para sí mismo una equivalencia perfecta entre la serie de imágenes (A) y la serie de imágenes (B). La explicación que sugiere Nietzsche es que, en el intercambio lingüístico, siempre es posible susti­ tuir la serie de palabras P,,P2...Pn por otra serie Q 1(Q2...Qn, derivada del mismo concepto. Es natural, entonces, que el sujeto (2) genere imágenes diferen­ tes a partir de la recepción de la comunicación del sujeto (1). Y no sólo natural: Nietzsche piensa que es inevitable, necesario, porque los problemas de la co­ municación, la posibilidad misma de controlar el significado, se originan, como veremos en la segun­ da parte, en el propio signo. Esto explica por qué razón, pese a la evidente im­ portancia que atribuye a la imagen, a la mirada, y, en general, a la representación por simbolización y conceptualización de acuerdo con el modelo abs­ tracto de la percepción visual, Nietzsche se muestre receloso frente a las imágenes.124 Una argumenta­ ción basada en imágenes sólo puede pretender la verdad como un efecto, como resultado de la fuerza de la persuasión aplicada a las palabras e instru­ mentada por éstas, pero no equivale a una demos­ tración. Simplemente se trata de una «extensión de la fuerza poética» cuyo efecto —o resultado— en el otro tan sólo podemos adivinar o conjeturar, pero

nunca conocer con absoluta certeza. Estamos deter­ minados a comprender o interpretar según un es­ quema. Esto deriva de nuestra propia fuerza poé­ tica.125 Comunicación y conocimiento Hasta ahora he intentado desarrollar un modelo del lenguaje, que he llamado genealógico porque en él Nietzsche imagina posibles genealogías de los ele­ mentos del discurso. He procedido con las obser­ vaciones desarticuladas de Nietzsche como si se tra­ tara de un rompecabezas cuyas partes disemina­ das tienden a articularse según un sentido que sólo puede ser inferido a partir de los contornos de cada pieza, conjeturando allí donde es posible, un encaje o un posible engarce de las proposiciones. Ni qué decir tiene que los resultados del ensamblamiento de las partes no pueden ser definitivos: a la vista está que la lectura de la obra nietzscheana no resul­ ta jamás en un modelo teórico consistente sino, cuando mucho, en indicaciones para la interpre­ tación. La base sobre la que se estructura este sentido que resume la primera concepción nietzscheana del len­ guaje está servida en esa suerte de tripartición del mundo que determina toda comprensión. Según di­ cha tripartición, hay un mundo pulsional incons­ ciente, un mundo intermedio compuesto por soni­ dos articulados, imágenes y conceptos, y un mundo consciente o del entendimiento, donde se hace posi­ ble la comunicación y el conocimiento y donde cabe hablar de comprensión. El proceso que conecta los tres mundos, proceso cuyos pasos Nietzsche rastrea en el lenguaje proponiendo una hipótesis sobre el origen de las palabras y, consecuentemente, una hi­ pótesis sobre la evolución y diferenciación de las

lenguas, se cumple en dos funciones. Por un lado, la función significante, enunciativa y receptiva, se rea­ liza como simbolización; y por otro lado, la simboli­ zación fundamenta y nutre la conceptualización. Desde la inmediatez de la experiencia dionisíaca al grado más elevado del concepto abstracto apolíneo obra, según Nietzsche, una simplificación, es decir, una reducción de la cantidad y cualidad del sentido de la experiencia original del mundo a lo expresable por palabras. Lo dado en la sensación o en la expe­ riencia sensible se conserva empobrecido en los ins­ trumentos propios del habla, es decir, no es trans­ ferido [übertragt] íntegramente a la palabra sino en la medida en que, como se verá en la segunda sec­ ción, puede ser incorporado a la función sígnica, ge­ néricamente referencia!. Lo que se conserva de la cosa en el signo es aquello que puede ser configura­ do, lo que induce á formar una figura y un sentido, y sobre todo, lo qué se púede representar en el lengua­ je como signo, es decir, transferido para circular en­ tre los mundos que habita el hablante. Esta conclusión implica que los productos más so­ bresalientes de la proyección simbólica y concep­ tual en el discurso, esto es, la lógica, el conocimien­ to, la consciencia, la subjetividad, la noción de verdad y los criterios de juicio, así como los valores morales, o bien son errores e imprecisiones, fórmu­ las parcializadas de realidades mucho más comple­ jas que lo referido por sus nombres, o bien son pre­ juicios del hablante, o, como trataré en esta sección, fórmulas transaccionales y convencionales que los hablantes emplean para comunicarse entre sí. Preci­ samente aquella «parte» de la cosa que es explota­ ble y utilizable en tanto que signo —o contraseña— es lo que en definitiva se moviliza e intercambia en la comunicación, de ahí que ésta, como observa Nietzsche en el fragmento que cito a continuación, parece el aspecto de la cosa que genuinamente ge-

ñera el lenguaje, de acuerdo con las pautas propues­ tas en el modelo genealógico. La comunicación es el punto de fuga de toda pul­ sión artística, es la instancia que organiza esa otra pulsión que es el conocimiento. Hablamos, como es obvio, para comunicamos entre nosotros. Damos nombres a las cosas y a los acontecimientos presen­ tes y pasados para poder compartirlos y contrastar­ los con la experiencia que de esas cosas y esos acon­ tecimientos tienen otros seres como nosotros. Esta conclusión, no obstante, sólo puede extraerse si el lector se remite a los escritos de madurez. Allí Nietz­ sche afirma: El estado estético tiene una sobreabundancia de me­ dios de comunicación, junto con una extrema receptivi­ dad a los estímulos y a los signos. Es el colmo de la comunicatividad y de la transmisión entre los seres vivos y la fuente de los lenguajes. En ello encuentran los lenguajes su foco de origen: tanto los lenguajes basados en sonidos como los lengua­ jes basados en gestos y en miradas. El fenómeno más pleno es siempre el inicio: nuestras facultades de hom­ bres civilizados sustraídas a las facultades más plenas. Pero aún hoy se escucha con los músculos, hasta se lee con los músculos. Todo arte maduro se basa en una multitud de convenciones: en cuanto es lenguaje. La convención es la condición del gran arte, no su obstácu­ lo... Todo acrecentamiento de vida potencia la fuerza de comunicación y de ésta sale la fuerza de comprensión del hombre.127 Podemos entender entonces que la comunicación no es tanto ni tan sólo la consecuencia de una mayor y cada vez más sofisticada habilidad para desempe­ ñarse con palabras sino que las palabras son la con­ secuencia de la#realización de ciertos designios pro­ pios de la especie. Y las convenciones lingüísticas, la base de las producciones artísticas humanas. El co­

nocimiento, sin ir más lejos, en la medida en que es una obra de arte, es el producto más refinado y am­ bicioso de la comunicación. ¿Cuál es el objeto de la comunicación? Nietzsche destaca, entre otros, dos grandes propósitos que la guían y que, en cierto modo, están relacionados. Por un lado los hombres se comunican entre sí para ejer­ cer su voluntad de dominio que quizá en este con­ texto no sea necesariamente equiparable a la volun­ tad de poder de unos hombres sobre otros. Los medios de comunicación y de expresión no han sido concebidos únicamente para relacionar a los ha­ blantes entre sí sino que más bien sirven para afe­ rrar, para apoderarse de la voluntad del otro. La co­ municación es un acto de conquista, una manera de extender la propia voluntad y de imponerla sobre la voluntad ajena: «en la base de esta pulsión hay un viejo lenguaje de signos. El signo es la huella (a me­ nudo doloroso.) de una voluntad sobre la otra».m He aquí una versión diferente del signo, como huella dolorosa en la voluntad del otro. Del dominio de unos hombres sobre otros, es decir, de lograr que unas voluntades se avengan a otras voluntades, de­ viene la posibilidad de concebir una grey, un reba­ ño, una comunidad.129 Nótese, como se sügiere en el pasaje citado supra, que la comprensión es concomi­ tante con el ejercicio de la fuerza o se confunde con ella, de donde toda comunicación, como todo cono­ cimiento, está infectado de intencionalidad retórica, de cierto propósito persuasivo. Esto configuraría el aspecto negativo de la comunicación, en que la fuer­ za y la voluntad —o sea el prejuicio— se imponen sobre cualquier aspiración consciente a la verdad o al ejercicio de la razón consensualizada. Por otro lado, la creación del lenguaje a partir del poner en juego la fuerza de la propia voluntad sobre la voluntad del otro permite preservar la especie. Nietzsche explica que la comunicación surge de la

necesidad de dar una respuesta frente a un gran pe­ ligro. Los individuos convergen entre sí al comuni­ carse, se amalgaman, se constituyen en grupo, y al mismo tiempo esa convergencia a través de la co­ municación sirve para allanar las diferencias indivi­ duales y dar lugar a una nueva segregación dentro del rebaño. El rebaño (lo común) y la consciencia (la diferencia, lo individual) tienen así un mismo ori­ gen: «La necesidad de pensar, toda la consciencia, se deriva de la necesidad de comprenderse. Primero signos, después conceptos, finalmente "razones”, en el sentido habitual. En sí misma la vida orgánica más rica puede cumplir con su papel sin conscien­ cia; pero en cuanto su existencia se liga a la existen­ cia de otros animales, surge también una necesidad de la consciencia».130. Hay en este texto una hipótesis sobre el origen de la consciencia, tema que consideraré en la tercera sección, y al mismo tiempo un aspecto positivo de la comunicación: la comunicación, cuyo vehículo es el lenguaje, permite gestionar en provecho de la comu­ nidad de hablantes las necesidades para preservarla de cualquier peligro que pueda amenazarla. Las palabras son grupos de sentimientos recurrentes y coincidentes entre sí, referidos por un signo que puede ser reconocido por varios individuos que com­ parten el mismo hábitat. Lo que llamamos «com­ prensión» no es más que la re-iteración de una coin­ cidencia sancionada y actualizada constantemente por el lenguaje.131 Surge así la posibilidad de gestionar comunitaria­ mente, gregariamente, las necesidades. Pero la ges­ tión de las necesidades implica como lastre hacer intervenir los sentimientos propios, las estimacio­ nes de valor, los caprichos, todo el universo irreduc­ tible de las pulsiones individuales que sobrevive en las palabras como prejuicio en las tareas elevadas, conceptuales, «científicas».132 El devenir consciente

de las propias necesidades, que sólo es posible cuan­ do los hombres se disponen a cotejarlas con las ne­ cesidades de sus semejantes, conlleva el surgimien­ to de la razón como facultad privilegiada y trae aparejado que los hombres adquieran la consciencia de ser racionales. Nietzsche explica este punto de vista con toda claridad en el parágrafo 354 de La gaya ciencia cuando afirma que «el desarrollo de la consciencia (no de la razón sino sólo del hacerse consciente a sí misma de la razón) van de la mano». El hallazgo de un modo de comunicar miradas, ges­ tos e impresiones por medio de signos, que coincide con la toma de consciencia de esas miradas, gestos e impresiones como patrimonio común de un grupo humano, coincide con el punto de arranque de la consciencia de sí para cada miembro del rebaño, es concomitante al nacimiento del espíritu gregario. Individuo y especie (o grupo humano) nacen en un mismo contexto lingüístico, el mismo medio hecho de signos, de palabras. Nietzsche lo explícita en el pasaje citado: Como se ve, mi idea es que la consciencia no pertene­ ce propiamente a la existencia individual del hombre, sino más bien a todo lo que en él es la naturaleza comu­ nitaria y gregaria; que la consciencia, en consecuencia, sólo está desarrollada sutilmente en relación con las utilidades comunitaria y gregaria, y que cada uno de nosotros, a pesar de la mejor voluntad puesta para com­ prenderse lo más individualmente que sea posible, para «conocerse a sí mismo», no hará sin embargo más que llevar a la consciencia lo no individual, lo que es su «promedio»; que nuestro pensamiento mismo se ve, por así decirlo, constantemente promediado por el carácter de la consciencia —por el «genio de la especie» que rei­ na en ella—y retraducido a la perspectiva del rebaño. Nuestros actos, en el fondo, son todos ellos incompara­ blemente personales, únicos, individuales en un sentido ilimitado, esto está fuera de duda; pero en la medida en que los traducimos a la consciencia, dejan de parecerlo...

Tal es, según mi parecer, el fenomenalismo, el perspectivismo propiamente dicho: la naturaleza de la cons­ ciencia animal implica que el mundo del que podemos llegar a ser conscientes tan sólo es un mundo de superfi­ cie, un mundo de signos, un mundo generalizado, vul­ garizado; que todo lo que llega a ser consciente precisa­ mente así llega a ser llano, diluido, reducido y estúpido, general, signo, marca de pertenencia al rebaño; que toda toma de consciencia está ligada a una corrupción, falsificación, superficialización, y generalización. El lenguaje suministra el medio y las condiciones para una ampliación indefinida de la capacidad de dominio de la especie sobre su medio. Al mismo tiempo los intercambios de habla aglutinan a los in­ dividuos, abren la posibilidad de que su experiencia se «racionalice» y se convierta, en definitiva, en he­ chos del conocimiento, efectos de verdad, juicios de valor. Pero esta proyección —inesperada, porque los hombres no la preveían al comunicarse—de las con­ diciones individuales sobre el horizonte de la espe­ cie y sobre la naturaleza se logra, según Nietzsche, a costa de una reducción de la multiplicidad y la va­ riedad infinita de la experiencia a lo «promediado» [Durchschnittliches]. Éste es, en efecto, el punto de partida para las conocidas tesis nietzscheanas sobre el perspectivismo y para su crítica de lo que llama «fenomenalismo de la consciencia», cuyas implica­ ciones epistemológicas trataré en la tercera sección. Lo importante en esta etapa de mi exposición es su­ brayar que, en la medida en que el lenguaje aparece concebido como una especialización y perfecciona­ miento de la necesidad humana de constituirse en comunidad e intercambiar experiencias comunes y formar un rebaño, sus productos, tanto si se compo­ nen de meros nombres como si se organizan en grandes articulaciones de nombres para enunciar sistemas de conocimiento o tesis científicas, deben ser considerados como simplificaciones y generali-

zaciones y, en todo punto, inválidos por lo que toca a su pretensión de universalidad y conocimiento cierto. Las observaciones que señalan lo ramplón y lo vulgar contradicen la fórmula tradicional que pre­ senta al lenguaje como el aspecto más espiritual de la especie humana, su lado divino, aparecen con re­ lativa frecuencia entre los escritos de madurez .135 Todo sucede como si el lenguaje encubriera lo que en verdad tiene lugar por efecto de la simbolización y la formación de los conceptos, una especie de ne­ gación enmascarada de la inmediatez con la compli­ cidad de la llamada «consciencia» y todo el comple­ jo dispositivo instrumental construido de acuerdo con sus principios (sujeto, objeto, gramática, juicio, etcétera). Conjuntamente con esta negación de la in­ mediatez tiene lugar una negación de la diferencia y una inopinada y sutil imposición de la igualdad en­ tre los sujetos. La llamada «consciencia» es el rastro que deja el proceso de su adquisición. Llamamos «consciencia» a la sustancialización de ese proceso, y lo hacemos en virtud de una burda simplificación que supone que todos los hombres son iguales por el solo hecho de que son capaces de reconocerse como seres conscientes en el marco de sus operaciones sígnicas. No obstante, para Nietzsche, el hombre, cuan­ to más «consciente», más «ramplón». Todo ello que­ da enmascarado por los sutiles disimulos del entendimiento .136 ¿Cómo se ha de interpretar la denuncia de la «ramplonería» inherente a todo producto del habla? En primer lugar como una advertencia acerca de lo que realmente ocurre en el lenguaje. Si aceptamos que la palabra consuma un acto por el cual el ha­ blante domestica y antropomorfiza la pluralidad y singularidad de su experiencia para alcanzar por este medio lo promediable, lo que puede ser com­ partido por otros como él, este proceso presupone,

en cada paso, una progresión hacia lo consciente cuya culminación llega con la fijación del concepto. Ya en Humano, demasiado humano, Nietzsche in­ tuía que la comprensión —que, en definitiva, es un subproducto del intercambio lingüístico— se pare­ cía en alguna medida a la difusión ordinaria de cier­ ta música, en cuanto ésta tiene de acostumbramiento de los oídos a modulaciones y articulaciones frecuentes de gestos y sonidos, acostumbramiento que también aparece expuesto como cierta pérdida de significado, que se compensa de hecho con la ilu­ sión de haber logrado una comprensión absoluta: 216. Gesto y lenguaje Más antigua que el lenguaje es la imitación de los ges­ tos, que se produce involuntariamente y que, a pesar de la general represión del lenguaje gestual y el dominio culto de los músculos, es todavía tan fuerte en nuestros días que no podemos observar los movimientos de un rostro sin sufrir una enervación del nuestro (se puede observar que un bostezo fingido desencadena en quien lo ve un bostezo natural). El gesto imitado reconduce al imitador al sentimiento que se expresaba en el rostro o en el cuerpo de la persona imitada. Así es como apren­ demos a comprendernos los unos a los otros, como el niño todavía aprende a comprender a su madre. De for­ ma general, podría ser que los sentimientos dolorosos se hayan expresado también a través de gestos que a su vez causan dolor (por ejemplo, arrancarse los cabellos, golpearse el pecho, torcer y contraer violentamente los músculos del rostro). E inversamente, los gestos de pla­ cer eran placenteros en sí y se prestaban fácilmente a trasmitir de este modo la comprensión (la risa, reacción a las cosquillas, cosa que es placentera, servía en cam­ bio para expresar otras sensaciones placenteras). —Tan pronto como la gente se hubo comprendido por gestos, se pudo formar a su vez un simbolismo de los gestos: quiero decir que se pudo entender por medio de un len­ guaje que combinaba signos y sonidos, comenzando por producir a la vez el sonido y el gesto (al cual se añadía como símbolo) produciendo más tarde sólo el sonido. —

Parece como si antaño hubiese pasado a menudo lo mis­ mo que acontece a nuestros ojos y oídos hoy en día en la evolución de la música, especialmente de la música dra­ mática: mientras que la música, sin la aclaración de la mímica y la danza (lenguaje de gestos), es en un comienzo un rumor vacío, al cabo de un largo acostumbramiento a esta combinación de la música y del movimiento el oído se entrena para interpretar inme­ diatamente las figuras musicales y finalmente llega a un nivel de la comprensión rápida tal que ya no precisa de la visibilidad del movimiento y comprende sin ésta al compositor. Se habla entonces de música absoluta, es decir, de una música en la que todo queda inmediata­ mente comprendido de manera simbólica sin más ayu­ da.'” Podríamos sustituir aquí «música absoluta» por lógica o conocimiento lógico y la comprensión musi­ cal por comprensión lisa y llana y obtener resulta­ dos equivalentes. En efecto, la transformación de gestos y sonidos en símbolos y la elaboración de los símbolos para fundar la comprensión es equipara­ ble, aunque sólo sea por la forma del esquema analí­ tico, a la hipótesis sobre el nacimiento de la lógica, expuesto en La gaya ciencia como una denegación (el disimulo) de la componente ilógica del juicio. Se­ gún el pasaje que transcribo a continuación, la lógi­ ca es el pásó defínílivo en la Cóñsümación dé la pro­ digiosa mistificación qué conciben los hombres al crear el lenguaje: 111. Origen de lo lógico ¿De dónde surgió la lógica en la cabeza de los hom­ bres? Ciertamente del ilogismo cuyo ámbito en el ori­ gen ha de haber sido inmenso. Pero incontables seres, que pensaban de modo diferente de como pensamos ahora nosotros, perecieron: siempre podía haber sido aún más verdadero. Quien, por ejemplo, a menudo no sabía establecer lo bastante la «identidad» en cuanto al alimento o en cuanto a los animales peligrosos para él; quien, en consecuencia, era demasiado lento en subsu-

mir, demasiado circunspecto en la subsunción, tenía menos posibilidades de sobrevivir que quien concluía inmediatamente lo idéntico en todas las cosas semejan­ tes. Pero la tendencia dominante a considerar lo semejan­ te como lo idéntico —tendencia ilógica, porque no hay nada que sea en sí idéntico— esta tendencia creó el funda­ mento mismo de la lógica. Asimismo, para que pudiera desarrollarse la noción de sustancia que es indispensa­ ble para le lógica, aunque nada real le corresponde en el sentido más riguroso, hacía falta que durante mucho tiempo la mutabilidad de las cosas pasara inapercibida y no fuese captada; los seres que tenían una visión poco precisa llevaban ventaja sobre los que percibían las co­ sas como dentro de un «flujo perpetuo». Toda extrema circunspección al concluir, toda tendencia escéptica constituye por sí sola un gran peligro para la vida. Nin­ gún ser viviente se hubiese conservado si la tendencia contraria, el preferir afirmar más que suspender el jui­ cio, el preferir errar e imaginar más que esperar, apro­ bar más que negar, juzgar más que ser equitativo, no hubiese sido estimulada de forma extraordinariamente fuerte. El proceso de los pensamientos y de las conclu­ siones lógicas en nuestro cerebro actual corresponde a un proceso y a una lucha de impulsos en sí mismos to­ talmente ilógicos e inicuos: el antiguo mecanismo se desarrolla ahora en nosotros de forma tan rápida y tan disimulada que por lo general tan sólo nos apercibimos del resultado de la lucha.134. La denuncia de la ramplonería inherente al len­ guaje apunta, pues, a desmontar o desmantelar el sustrato sobre el que se asienta el sistema del juicio. Todo juicio, tal como se expresa —en palabras, en enunciados— presupone que si no hay acuerdo pre­ vio desde el cual se enuncia, hay una aspiración de logrado entre los sujetos bajo la forma de un consen­ so veritativo, axiológico, que se da aun cuando se muestre tan sólo como tendencia. La moral y la me­ tafísica se fundan en estos acuerdos y el lenguaje constantemente moviliza los efectos de estos mo­

mentos de afirmación para operar sobre la conducta de otros sujetos. Hablamos —y también leemos y es­ cribimos— para ponemos de acuerdo no sobre lo que nos viene acordado ya en forma de prejuicios sellados por las palabras sino sobre la diferencia esencial que separa nuestras interpretaciones y que, si fuera afirmada, nos impediría vivir en comuni­ dad. Usamos el lenguaje para convencemos de que el juicio es posible y de que el escepticismo es una práctica inconveniente para la especie, una costum­ bre disgregadora y decadente que nos pone a mer­ ced de la voluntad de otros. Y así es que, pese a que la base sobre la que fundamos nuestro recelo y la necesidad de denegar la voluntad (deseo y aversión, placer y displacer) integradas en cada enunciado, en cada representación, es ilógica, hemos llegado a con­ cebir una fórmula para convertir lo pulsional, lo idiosincrásico, lo veleidoso, lo irracional, en térmi­ nos de razón, consciencia, valor y afirmación de co­ nocimiento verdadero. La crítica nietzscheana del lenguaje, que en últi­ ma instancia surge de un cambio en el punto de vis­ ta filológico tradicional, lleva a su autor a conse­ cuencias que nadie, ni siquiera él mismo en sus momentos de mayor lucidez analítica, era capaz de prever. La denuncia de la ramplonería encubierta detrás de la abstracción —el concepto siempre es el resultado de un movimiento que tiende a la abstrac­ ción— conlleva necesariamente una revisión de la teoría del conocimiento; o, dicho de otra manera, lleva a la postulación de una teoría del conocimien­ to no basada en una supuesta «facultad» diferencia­ da en la especie sino construida a partir del instru­ mento de habla que la hace posible, comunicable y fijable en conceptos. La conocida invocación de Spinoza en el parágrafo 333 de La gaya ciencia sintetiza el cambio de enfoque, contra la concepción del en­ tendimiento como mero espejo que refleja imágenes

trasmitidas por las palabras y en favor de la inter­ pretación cabal de los antropomorfismos: 333. ¿Qué significa conocer? ¡Non ridere, non lugere, ñeque detestan, sed intelligerel, dice Spinoza, de esa manera tan simple y sublime que es propia de él. Sin embargo, ¿qué es, en el fondo, ese intelligere si no precisamente la forma misma en que es­ tos tres a la vez se nos hacen sensibles? ¿Un resultado de esas diferentes y contradictorias pulsiones que son las tendencias a ironizar, deplorar y maldecir? Antes de que sea posible un acto de conocimiento cada una de estas pulsiones tiene que haber manifestado previamen­ te su impresión parcial sobre el objeto o el aconteci­ miento; a continuación surgió el conflicto entre estas parcialidades y a partir de éste a veces un estado inter­ medio, un apaciguamiento, una concesión mutua entre las tres pulsiones, una suerte de equidad y de pacto en­ tre ellas: puesto que, gracias a la equidad y al pacto, estas tres pulsiones pueden afirmarse en la existencia y conjuntamente seguir teniendo razón. Nosotros, que sólo tomamos consciencia de las escenas finales de conciliación, de los últimos ajustes de cuentas de este largo proceso, pensamos por eso que intelligere tiene algo de conciliador, de justo, de bien, algo esencialmen­ te opuesto a las pulsiones cuando en realidad tan sólo se trata de cierto comportamiento de las pulsiones entre sí. Durante largos períodos se ha considerado el pensa­ miento consciente como pensamiento por excelencia: sólo ahora intuimos la verdad de que la mayor parte de nuestra actividad mental se desarrolla de modo incons­ ciente e insensible a nosotros; pero yo entiendo que es­ tas pulsiones que aquí se combaten mutuamente sabrán perfectamente hacerse sensibles y herirse las unas a las otras: en ello cabe ver el origen del agotamiento extre­ mo y repentino que sobreviene a todos los pensadores (el agotamiento en el campo de batalla). Sí, quizá en las luchas de nuestro interior haya un heroísmo oculto, pero ciertamente nada de divino, nada que repose eter­ namente en sí, como lo imaginaba Spinoza. El pensa­ miento consciente, en especial en el del filósofo, es el género de pensamiento más carente de fuerzas, y por

ello también, relativamente el género de pensamiento más delicado y el más apacible: de ahí que el filósofo sea el más dado a equivocarse sobre la naturaleza del conocimiento.139 La naturalidad de la expresión, nuestro acostumbramiento a las palabras nos hace creer que la com­ prensión es conciliadora, que el conocimiento brota de un acuerdo entre las pulsiones cuando en reali­ dad ese acuerdo deviene de la introyección de esa realidad promediada que los hablantes aprenden a reconocer como suya propia como consecuencia de la comunicación. La ilusión de la verdad, la idea de juicios certeros, los principios de la moral, se fun­ dan todos en la denegación de la naturaleza pulsional y arbitraria, inconsciente e ilógica, del proceso del pensamiento cuyo modo auténtico se muestra en el lenguaje. El discurso, el lugar del error por anto­ nomasia, sirve según Nietzsche para revelamos la endeblez del conocimiento, la profunda debilidad e incertidumbre de los juicios, orientados más bien por la conjetura y la imaginación que por la prueba y la evidencia racional. De todo ello sabemos por el lenguaje .140 La base de la falsa certidumbre que viene avalada por las palabras comunes que circulan en la comu­ nicación está servida por la tendencia mimética a la identidad, a la igualación, que opera en el conoci­ miento para enmascarar o disimular los antropo­ morfismos, noción imprecisa empleada por Nietz­ sche para designar en general todo lo que, en definitiva, es ilógico porque expresa la singularidad de cada punto de vista. La omisión de lo individua­ do, el pasar por alto las diferencias, la reducción im­ plícita de todo lo distinto a la unidad del concepto, todo lo que nutre los procesos que los hombres lla­ man «de conocimiento» no es, en última instancia, racional y, en cambio, traza las líneas sutiles que lle­

van a que cada hablante, dado el error, desemboque en él mismo: la identidad que cree reconocer en cada concepto es lo que él mismo ha puesto en las cosas: «A fin de cuentas, con el conocimiento no ha­ cemos sino lo que la araña tejiendo su tela, atrapan­ do y devorando su presa: la araña quiere vivir de su arte y de esta actividad sacar una satisfacción —lo mismo pretendemos nosotros cuando nuestro cono­ cimiento capta al vuelo los soles, los átomos, los re­ tiene y los establece, por así decirlo—por este medio no hacemos sino ejecutar un rodeo para desembocar en nosotros mismos».1*1 Proyectar sobre el mundo nuestras propias leyes nos equipara a la araña con su tela y, como ella, igual de laboriosos y pregnantes, pero no libres. El perspectivismo de la madurez queda interpretado y se inspira en la sugestión que trasmite esta metáfora. Con todo, es preciso acotar el alcance de la metá­ fora. Nietzsche advierte el autoengaño en que incu­ rren los hombres, atrapados como están en sus pro­ pias telarañas conceptuales: «El conocimiento en sentido estricto sólo tiene la forma de la tautología y está vacío. Cada conocimiento útil para nosotros es un identificar lo disímil, lo semejante, o sea, es fun­ damentalmente ilógico. [...] la naturaleza y además el concepto son antropomórficos. La omisión de lo individual nos proporciona el concepto, y así empie­ za nuestro conocimiento: en la clasificación [Rubrizieren], en el establecimiento de géneros. Ahora bien, no existe correspondencia con la esencia de las co­ sas; se trata de un proceso cognoscitivo que no afec­ ta en absoluto a la misma. Los diferentes rasgos que nos determinan una cosa son muchos, no todos: la igualdad de estos rasgos nos induce a reunir muchas cosas bajo un solo concepto .»142 El error es inherente a la conceptualización. Por lo tanto, no parece que exista pues una manera «ra­ zonable» de resolver la cuestión del error, problema

central de toda teoría del conocimiento, por la vía del desarrollo de la lógica. La lógica misma, de acuerdo con la línea de pensamiento expuesta por Nietzsche, se funda en el error.143 Sus conceptos son realidades alteradas, simpliñcadas, reducidas a las condiciones de su comunicación. Por otro lado, el lenguaje, presentado como el me­ dio natural de los errores, del tráfico de imágenes y de la consagración de los componentes más prejui­ ciados del juicio, no resuelve sino que potencia la tendencia al error, a la afirmación de las representa­ ciones ilusorias. He aquí por qué el modelo que he intentado reconstruir en esta sección ha sido califi­ cado de genealógico y no de genético. Nietzsche no especula acerca del origen del lenguaje para trazar una historia plausible de su evolución, sino cuando mucho para arriesgar una hipótesis sobre el proceso de diferenciación de las lenguas; y cuando se refiere a la formación del lenguaje no estipula sus causas «naturales* o «físicas» sino que apunta a señalar lo que asoma o se deja ver en la sombra que arrojan las palabras aplicadas a las imágenes y sintetizadas en los conceptos. Su reflexión, que procede en todo mo­ mento según cauces paralingüísticos, desemboca en nosotros mismos.144 Es decir que desemboca en la reafirmación del carácter instintivo —pulsional, no racional, inconsciente— de toda referencia, de toda significación y en la afirmación del carácter no me­ nos pulsional de la integración de las diversidades en identidades conceptuales. Así lo declara abierta­ mente en la breve introducción (póstuma) a un cur­ so de gramática latina en la que aborda de manera directa el tema del origen del lenguaje; El lenguaje no es una obra [Werfc] consciente, indivi­ dual o colectiva. 1. Todo pensamiento consciente no es posible más que con la ayuda del lenguaje. Es absolutamente impo-

si ble contar con un pensamiento tan agudo, por ejem­ plo, con un lenguaje compuesto meramente de sonidos animales: el maravilloso, el inteligente organismo. Las intuiciones más profundas están ya implícitamente contenidas en el lenguaje. [...] 2. El desarrollo del pensamiento consciente es perju­ dicial al lenguaje. La decadencia es provocada por la cultura avanzada. El elemento formal, que tiene valor filosófico, resulta dañado. [...] 3. El lenguaje es demasiado complicado para ser la obra de un solo individuo; demasiado unificado para ser la obra de la masa; es un organismo completo. Por tanto, no queda más remedio que considerar que el lenguaje es el producto del instinto, tal como sucede con las abejas el hormiguero, etc.,4S El instinto, sin embargo, no es el resultado de la Refle­ xión consciente, no es una mera consecuencia de la- or­ ganización corporal, no es el efecto de un mecanismo localizado en el cerebro, no es la obra de un mecanis­ mo que actúa sobre la mente desde afuera y ajeno a la naturaleza de ésta, sino más bien el logro más propio del individuo, o de la masa, salido de su carácter. El instinto y el núcleo más íntimo de un ser son una sola cosa. Éste es el genuino problema de la filosofía, la in­ terminable finalidad de los organismos y la falta de consciencia en su origen. En consecuencia, todos los puntos de vista ingenuos son rechazados.146 E inmediatamente Nietzsche rechaza una serie de propuestas: las etimologías platónicas, el conven­ cionalismo de Maupertius, el trascendentalismo de Rousseau, y tan sólo rescata la tesis de Herder en el sentido de que el lenguaje es un producto avanzado de la evolución de la especie humana y la intuición de Kant al admitir que la esencia del instinto se ma­ nifiesta en que una cosa pueda tener un propósito sin tener, a la vez, consciencia. La reflexión nietzscheana sobre el lenguaje des­ cubre que, al sucumbir al modo de la comunicación, el discurso resulta falseado en relación con sus fun­

damentos. El punto de vista lógico le atribuye una racionalidad y una consciencia que, en rigor, a la luz .de lo que nos dicta el modelo genealógico, no posee. Las palabras no son un efecto del pensar consciente sino que éste, al quedar fijado en los conceptos de la lógica, es el prejuicio que inadvertidamente se apo­ dera de la siempre impredecible e inasible relación que une a las palabras con las cosas.

II. El arte inconsciente (Retórica)

La breve introducción al curso de gramática lati­ na en la que Nietzsche se dedica a comentar el ori­ gen del lenguaje sugiere algunos puntos de interés para la consideración de lo que he dado en llamar «giro retórico» en la concepción nietzscheana del lenguaje. La primera de estas observaciones aparece ya al comienzo del texto, cuando Nietzsche sostiene que el lenguaje no puede ser entendido como una obra individual —lo cual le permite descartar ab initio cualquier supuesta naturaleza divina en el discur­ so— y tampoco como una obra colectiva, es decir, como una labor minuciosa y programada, ejecutada durante siglos por una especie o una comunidad de hombres privilegiados. Más bien parece que se trata de una obra en cierto modo anónima, sin una inten­ ción que la guíe y sin contornos definidos, cuyo al­ cance y desarrollo nos resulta imposible determinar y que, en todo caso, se resume en una actividad que se reproduce y se transforma en forma constante. Podría pensarse que si, en cuanto a su origen, no es individual ni colectiva, Nietzsche tampoco aclara qué es ni cómo es. De modo que lo importante del comienzo de esta breve introducción inconclusa es esa otra determinación negativa que Nietzsche apli­ ca al lenguaje; que no sea individual ni colectiva im-

plica en realidad que no es consciente porque nadie puede invocar legítimamente haberlo creado. Más que producto consciente, el lenguaje aparece como la condición para que toda actividad consciente pue­ da tener lugar. Incluso el hecho de que logremos re­ construir el proceso de su constitución no afecta en nada a las condiciones de su ejercicio —que es siem­ pre problemático— y no nos hace menos dependien­ tes de él.1En efecto, el anonimato característico del lenguaje revela su naturaleza originariamente in­ consciente, pero no libera a la actividad consciente de su servidumbre representativa y, por lo tanto, de esa frágil «veridicidad» que la caracteriza. Repasemos la introducción a la gramática latina. La prim era de las tesis, marcada por Nietzsche con el número (l), afirma literalmente: «Todo pensa­ miento consciente; no es posible más que con la ayu­ da del lenguaje^Es absolutamente imposible contar con un pensam ientotan agudo, por ejemplo, con un lenguaje compuesto meramente de sonidos anima­ les: el maravilloso¿«l inteligente organismo. Las in­ tuiciones más ^profundas están ya implícitamente contenidas en el lenguaje».2 O sea que la cónsciéncia, tal como se ha visto en la sección precedente en relación con procesos «de ni­ vel superior», por llamarlos así, como el conoci­ miento y la comunicación, sería imposible si no me­ diara la posibilidad de prefigurarlos a través de la simbolización y la conceptualización que moviliza el discurso. El lenguaje no es entonces un efecto del pensamiento consciente sino que, al revés, llama­ mos «consciencia» o «lo consciente», es decir, lo que se da en el pensamiento o se elabora en él, a la resul­ tante de cierta composición paradiscursiva que de­ signamos habitualmente con el nombre de «ideas». Cualquier especulación que imagine un desarrollo directo, por especialización o perfeccionamiento, de la articulación de los sonidos, tal como se da en la

música, para producir palabras y de éstas, por com­ paración, identidad o igualación, y síntesis, a los conceptos, queda de hecho desautorizada por esta tesis. Y con ello, cualquier relación que pueda postu­ larse entre las ideas nietzscheanas sobre el origen del lenguaje y las ideas de Rousseau. En efecto, Rousseau sostiene en su Discours sur l’Origine de Vinégalité que el lenguaje se origina como consecuen­ cia de una sustitución inteligente de sonidos sueltos por sonidos articulados.3Caso de haberse producido tal sustitución en el origen, Nietzsche advierte que no puede pensársela como consciente, esto es, que no se le debe atribuir deliberación, intencionalidad o propósito alguno. Que no haya sido deliberada o in­ tencional implica que en su creación no ha habido finalidad significante, es decir, voluntad o propósito de generar sentido, como diríamos nosotros ahora. Si no es consciente, Nietzsche sugiere entonces que sólo puede ser instintiva. Y, en efecto, lo que pa­ rece indicar el texto citado es que el lenguaje se ase­ meja a un instinto, ligado como está desde su origen a la representación. Esta tesis parece avalada por la que afirma, que toda operación discursiva en tanto que orientada según un propósito significante está vinculada a la humana capacidad de generar for­ mas.4 Si los hombres no tendieran por naturaleza a producir formas, a configurar su experiencia sensi­ ble para obtener sentido, ningún intercambio dis­ cursivo sería posible. Pero toda configuración, por las mismas razones, es una mera representación, o sea que aquello que expresa no pertenece a la esen­ cia de lo representado, sino que es algo colocado, impuesto, por el hablante. Que sea representación, pues, implica de hecho que es subjetiva, idiosincrá­ sica, estratégica, determinada por cierta posición significante del agente de la representación. De modo que, al quedar fijada por el concepto, que ha sido construido a partir de la síntesis de las pala-

bras, toda representación sólo puede dar lugar a un falseamiento de la experiencia auténtica. De ahí que la verdad, que es un producto derivado de la lógica, se parezca más bien a un prejuicio, porque en nin­ gún caso deviene, como pretensión del hablante «logicizado», del modo de la representación como tal. La lógica, un correlato refinado de la actividad consciente, se funda en el olvido o la denegación de que en la base de las palabras no hay otra cosa que representaciones ilusorias. En la segunda tesis de la introducción a la gramá­ tica latina, se afirma que todo desarrollo consciente es perjudicial para el lenguaje y conlleva, paradóji­ camente, la decadencia de la cultura, opinión que sólo cabe comprender si aceptamos que el llamado «pensamiento consciente» se limita a refrendar los prejuicios adquiridos a través del lenguaje, eleván­ dolos a la categoría de verdades irrefutables. Ahora bien, la lógica y el pensamiento consciente son obra de la voluntad, que se expresa inicialmente en la configuración simbólica y más adelante en la síntesis conceptual. La voluntad parece, en el curso del proceso, como si dominara la representación. La fórmula nietzscheana que reza: «El hombre es una criatura que construye formas »,5 parece como si afirmara que los hombres se dan para sí las formas que quieren. Pero ocurre que, desde la perspectiva del lenguaje, las formas que construyen los hombres no son las que quieren construir sino las que pueden concebir en términos de su habilidad discursiva. Si el discurso no es una facultad sino un instinto, esto significa que sus reglas de formación no dependen del hablante sino que son independientes de él y, por añadidura, regulan todo propósito significante. La afirmación de que el lenguaje es un mecanismo ins­ tintivo implica en realidad que la representación domina y determina cualquier designio de la volun­ tad. Se presenta, pues, una evidente incompatibili­

dad entre instinto y voluntad. Si el lenguaje es por definición instintivo, ello implica que la voluntad nunca pueda adueñarse de su instrumento para la comunicación ni de su capacidad de generar signifi­ cados. En consecuencia, las notas nietzscheanas so­ bre el lenguaje desembocan necesariamente en la revisión de la dialéctica entre voluntad y represen­ tación, y con ello, en el rechazo de la influencia de Schopenhauer, que afecta a toda la obra juvenil de Nietzsche. En efecto, la definición negativa del ins­ tinto [Instinkt] no es cuerpo, no es cerebro, no es re­ flexión, como elemento esencial, nuclear, del indivi­ duo y no como una fuerza ajena, externa, que actúa sobre él, tal como se afirma en la tercera de las tres tesis que abren la introducción a la gramática lati­ na, implica una reafirmación de la autonomía y preeminencia del principio dionisíaco sobre cual­ quier elaboración apolínea, de lo preconsciente o in­ consciente y pulsional, sobre lo consciente, lo racio­ nal, lo veritativo. En esta tesis se reafirman las bases teóricas expuestas desde un comienzo en los escritos juveniles y sobre todo en El nacimiento de la tragedia sobre la superioridad, en términos de expresión de significados, de la música sobre cualquier modo de apropiación de lo sensible paralelo o derivado de ella. Pero, al mismo tiempo, se introduce un elemen­ to discordante, como si el desarrollo de lo que he llamado «modelo genealógico» llevara a Nietzsche a un punto muerto. En efecto, si suscribe las tesis ro­ mánticas y wagnerianas que postulan la superiori­ dad de la música sobre el lenguaje poético, del mito sobre la historia y la razón, de la pulsión sobre la organización consciente y razonable de las pasiones, Nietzsche forzosamente tiene que abandonar toda pretensión de un discurso filosófico epistémico a te­ nor del ejercicio del lenguaje, para no decir que tie­ ne que abandonar toda pretensión discursiva en ge­ neral .6 Si, por el contrario, traicionando la línea de

sus primeros escritos, deriva sus reflexiones hacia una teoría del conocimiento y encuadra la vocación significante que es propia del discurso en ciertas de­ terminaciones categoriales (cumpliendo con una de­ riva kantiana, por llamarla así), contradice la prin­ cipal conclusión a que llega en el análisis del lenguaje, a saber: el carácter meramente apariencial de todas las representaciones mediadas por pa­ labras. Por la primera vía, ha de renunciar a toda pretensión de verdad; por la segunda vía, ha de con­ siderar como verdadero lo que su modelo lleva a concluir que es manifiestamente falso. Por añadidura, la profundización de las pautas dictadas por su propio modelo le impone revisar el concepto de voluntad y enfrentarse a Schopenhauer. Si toda determinación es una representación y ésta es un producto dé la voluntad, la voluntad misma es una representáción;:porque su síntesis es, en defini­ tiva, una conclusión dé la lógica. En muchos pasajes Nietzsche apunta qúe lo único tangible es el hacer y que, dado el hárer¿:concebimos el agente.7 Es obvio, pues, que se encuenda en un impasse. Podemos damós unaTidea del impasse a partir del siguiente fragméntó,’ que corresponde a la época en que preparaba el malogrado Philosophenbuch, una obra inconclusa que el filósofo creía habría de tener tanta relevancia como El nacimiento de la tragedia: [...] ¿Qué significa el que se vuelva consciente un mo­ vimiento de la voluntad? Se trata de un simbolizar que se hace siempre más preciso. El lenguaje, la palabra, no son más que símbo­ los. El pensamiento, es decir, la representación cons­ ciente, tan sólo consiste en el hacerse presentes concate­ nado [Vergegenwártigang Verknüpfung] de los símbolos lingüísticos. En esto el entendimiento primordial \Urintellekt] es algo completamente distinto: es esencialmen­ te la representación de un fin, en tanto que el pensa­ miento es el recuerdo de símbolos. Así como el órgano

de la vista juega, cuando los ojos permanecen cerrados, reproduciendo y mezclando en una sucesión desordena; da la realidad vivida, de la misma manera se comporta el pensamiento con respecto a la realidad vivida: se^feata de un remasticar a pedazos [ein stückweises Wiederkáuen]. La separación entre voluntad y representación es esencialmente el fruto de la necesidad en el pensa­ miento: se trata de una reproducción, una analogía fun­ dada en la vivencia de que, cuando queremos alguna cosa, el fin al que tendemos está frente a nuestros ojos. Este fin sin embargo no es sino un pasado reproducido: así como se hace comprensible el arranque de la volun­ tad. El fin por otro lado no es el motivo, el agente del acto: aunque eso parece que sea así. Es absurdo sostener la conexión necesaria entre vo­ luntad y representación: la representación se revela como un mecanismo engañoso que no tenemos necesi­ dad de presuponer en la esencia de las cosas. No bien la voluntad está a punto de manifestarse, este mecanismo se pone en movimiento. En la voluntad se encuentran pluralidad y movimien­ to sólo por medio de la representación: un ser eterno se transforma en devenir, en voluntad, sólo por obra de la representación, en otras palabras, el devenir, la volun­ tad misma en cuanto agente, es una apariencia. Existe sólo una quietud eterna, un ser puro. ¿Pero de dónde surge la representación? Éste es el enigma. Natural­ mente también ella se da desde el principio, porque no puede haber surgido en el tiempo. No se debe confundir con el mecanismo de la representación en los seres sen­ sibles.' Pero si la representación es simplemente símbolo, en­ tonces el movimiento eterno, toda aspiración del ser, resulta tan sólo apariencia. Existe en tal caso un algo que representa: y este algo no puede resultar el ser mismo. Junto al ser eterno, hay entonces otra fuerza total­ mente pasiva, la de la apariencia —¡misterio! Si en cambio la voluntad contiene en sí la pluralidad y el devenir, ¿existe entonces un fin? El entendimiento, la representación, debe ser independiente del devenir y del querer; el continuo simbolizar persigue meramente fi­

nes de la voluntad. Pero la voluntad misma no tiene ne­ cesidad de representación alguna, y en ese caso tampo­ co tiene una finalidad: la finalidad no es más que una reproducción, un remasticar [Wiederkauen]* en el pen­ samiento consciente de lo que hemos vivido. La aparien­ cia es un continuo simbolizar de la voluntad. Puesto que en las representaciones ilusorias recono­ cemos la intención de la voluntad, la representación es entonces un producto de la voluntad, la pluralidad exis­ te ya en la voluntad, y el aparecer es una mechaén de la voluntad por sí misma. Se debe estar en condiciones de circunscribir los lími­ tes, y de decir después: estas necesarias consecuencias de pensamiento constituyen la intención de la volun­ tad.’ Para comprender en qué medida este largo pasaje fragmentario apunta las limitaciones del modelo ge­ nealógico, se ha de seguir cuidadosamente el conte­ nido de sus diferentes argumentos. El primero equipara el simbolizar con un movi­ miento de la voluntad que presentifica lo dado en el símbolo y trata el resultado como devenido cons­ ciente para un sujeto. Con mayor precisión, Nietz­ sche sostiene que la consciencia consiste en que cier­ tos símbolos se hagan presentes y, como tales, estén ante los ojos de manera concatenada, es decir, orga­ nizados según cierta configuración. La forma de di­ cha configuración es asumida por el sujeto como una finalidad: el resultado del hacer deviene la cau­ sa, origen, según apunta con frecuencia Nietzsche, de los errores platónicos y, en general, de todos los antropomorfismos. En efecto, alcanzar la forma es la tendencia instintiva, natural, de la especie. Nietz­ sche diferencia entonces entre un entendimiento primordial [Urintellekt], puramente instintivo, cuya función se cristaliza a veces en la proposición de una finalidad para la acción, y el pensamiento conscien­ te que consiste en un recuerdo o re-conocimiento de

símbolos como contexto plausible de esa acción, el contexto en que dicha acción o movimiento tiene sentido, adquiere un significado para el agente. Del primero subraya su inmediatez, del segundo anota que es el resultado de una elaboración en la que es decisiva la memoria. Pero enseguida advierte que esta diferencia entre entendimiento primordial y pensamiento cons­ ciente es relativa, porque tendemos a inscribir toda actividad inteligente bajo la esfera de la voluntad, olvidando que la voluntad misma es una representa­ ción.10 El sujeto cognoscente se constituye como su­ jeto de conocimiento —como voluntad de saber—no por efecto del ejercicio de una facultad, la de cono­ cer, sino por efecto de un «entendimiento primor­ dial» que opera fuera o por debajo de la consciencia. Este «entendimiento primordial», que en los escri­ tos de madurez reaparece bajo la máscara, más rica y sugestiva, de la voluntad de poder, es la condición para que la voluntad, en tanto que querer puro, pue­ da manifestarse. El modo de la representación de este entendimiento, sin embargo, no es muy diferen­ te de la representación consciente, de ahí que con frecuencia se los confunda, incurriéndose así en un ingenuo antropomorfismo.11 La confusión deviene de que consciencia e instinto son reelaboración de experiencias, imágenes o vivencias pasadas, de tal modo que no cabe, en rigor, distinguir entre la pro­ ducción consciente de nuevas formas y la recreación de esas mismas formas sobre la base del recuerdo de otras formas logradas en el pasado. En definitiva, lo que el sujeto de la acción entiende como finalidad de la misma no es más que una recreación de antiguas finalidades, aprendidas y reactualizadas en la sim­ bolización. Entendimiento primordial y pensamien­ to consciente proceden de acuerdo con las mismas pautas: «remastican» [Wiederkauen, rumian] a pe­ dazos.12 Que afirmemos del primero que es incondi-

donado, porque le atribuimos un carácter instinti­ vo, y del segundo que es reflexivo y condicionado porque actúa por efecto de una síntesis consciente resulta irrelevante en la medida en que tanto la proyección de una finalidad como la síntesis reflexi­ va son indistintamente representaciones.13 El hecho de que supongamos que la síntesis del pensamiento es el resultado de un acto de voluntad no es más que la asunción como real de una mera apariencia. La finalidad misma no es, por otro lado, menos apariencial, puesto que no puede prescindir de la fun­ ción simbólica. Para ser (o actuar como) finalidad, previamente ha de haber sido símbolo. Nietzsche comprende que, postulada la simbolización, que tie­ ne lugar en el lenguaje, cualquiera que sea su resul­ tado —síntesis conceptual o finalidad configurada— sus efectos son por fuerza aparienciales. ¿Cuál es la consecuencia más relevante de esta equiparación? En principio, que no pueda sostener­ se razonablemente que la representación sea el re­ sultado de una voluntad de hallar forma, de una de­ cisión consciente, como en cierto modo defiende toda la filosofía heredera del empirismo, inclusive el kantismo. Por el contrario, según el punto de vista nietzscheano, la representación se sitúa á l'amont et á l’aval del proceso, como fundamento u origen y como resultado, como la condición para que la vo­ luntad pueda manifestarse (es decir, como motivo o inspiración) y como efecto de esa manifestación. Así, la voluntad se presenta aí mismo tiempo como cau­ sa, en el sentido de origen o sujeto agente de la ac­ ción, y como concepto que unifica las pasiones intervinientes, es decir, sujeto de la acción en el sentido de causa eficiente, y sujeto del juicio, en el senti­ do de fundamento de las valoraciones: la voluntad es un concepto que sirve para unificar nuestras pa­ siones, que son sentimientos que indican estados del cuerpo y que sin embargo no atribuimos al cuerpo.

Nietzsche los llama «Sentimientos comunes». De ahí que deñna los sentimientos morales como «pa¿ siones transformadas en juicios de va/or»14 jpajra agregar enseguida que «hay una clara influencia dél juicio sobre el sentimiento y» a través del placer y el dolor. Luego: «Placer y dolor son juicios de valor».15 Nótese que esta línea de interpretación es la única que permite comprender que las sensaciones de pla­ cer y displacer o dolor puedan ser presentadas razo­ nablemente como juicios de valor. Son juicios de valor porque también son representaciones. Y, asi­ mismo: el contexto de las representaciones nos sirve para actuar al tiempo que nos coloca bajo la influen­ cia del instinto. Pero la representación es tan sólo un motivo, no es la acción. La acción, advierte Nietz­ sche, es instintiva; su motivo, en cambio, es produc­ to de la representación. De hecho, motivo y acción están separados. La creencia en el libre albedrío, la idea de un sujeto libre, es decir, no instintivo, devie­ ne de pensar que el motivo de la acción y la acción en sí se condicionan mutuamente. Motivo y ac­ ción son indistintamente representaciones.16 El sujeto pensante separa los dos tipos de repre­ sentación, a uno lo piensa como instintivo, al otro como racional, pero al cabo del análisis del lengua­ je, sólo cabe suponer que la diferencia es irrelevan­ te.17 La separación no es más que el efecto del su­ puesto de la voluntad como sustancia, correlativo a la «invención» del sujeto a partir de una función gramatical. El modo convencional que los hombres aplican para explicar cómo el instinto a actuar y la representación consciente concomitante pueden es­ tar relacionados es el concepto mismo de voluntad y su asignación a un individuo determinado. Más ade­ lante Nietzsche concluirá que este «prejuicio» servi­ rá para sustanciar la idea del yo, la subjetividad y el principio de causalidad. Profundizando aún más en esa línea de pensa­

miento, Nietzsche llega a sostener que la propia dis­ tinción schopenhaueriana entre voluntad y repre­ sentación carece de fundamento, que la voluntad es una representación concebida a posteriori por el en­ tendimiento a partir de su reflexión sobre la consti­ tución de las formas y la proposición de un fin para el representar, un fin que «no es sino un pasado re­ producido», es decir, una experiencia adquirida y recordada. En esto consiste, precisamente, la natu­ raleza apariencial del pensamiento: en que necesa­ riamente confunde lo que se presenta como un me­ dio para el fin con el fin mismo.18Si la consciencia o el pensamiento consciente resultan a la postre enga­ ñosos, ello se debe a que convierten el hecho presen­ te en la configuración, en la producción de forma, en algo en sí, o bien como si fuera dado en la sensación, cambiando incluso la naturaleza de la voluntad que, de ser «un simbolizar que se hace siempre cada vez más preciso» se convierte en la causa de la represen­ tación. Por ello es que Nietzsche advierte que no se debe confundir la representación con «el mecanis­ mo de la representación en los seres sensibles».19 La representación existe sólo en tanto que símbolo y sólo la necesidad de proyectar un agente para ése simbolizar puede explicar que se confunda la apa­ riencia de la voluntad con la voluntad misma, y el entendimiento consciente con el entendimiento pri­ mordial. Aunque Nietzsche carece de un concepto semejante, lo correcto sería decir que la voluntad no es para él más que un subproducto del mecanismo simbólico, de la representación en tanto que «remasticar en el pensamiento consciente de lo que he­ mos vivido» [ein Wiederkauen des Erlebten im bewufiten Denken ist]. El lenguaje mezcla constantemente ambas esferas, lo consciente y simbolizado con lo inconsciente y pulsional, lo sensible y presente con lo mediado y recuperable por la memoria, la sensi­ bilidad y la representación: «“Pulsión" es tan sólo

una traducción en el lenguaje del sentimiento de la esfera de lo insensible: “voluntad": es aquello que en el curso de aquel proceso se comunica a nuestro sen­ timiento ya un efecto, por consiguiente, y no el ini­ cio o la causa. Nuestro hablar es una mescolanza [Mischmasch] de las dos esferas».20 La imitación y la transferencia (o trasposición) Admitida su condición de subproducto, ¿cuál es el estatuto epistemológico, por llamarlo así, de la vo­ luntad? Desde luego, aunque para los fines de una exposición resultaría económico presentarla como «subproducto del simbolizar», la fórmula equival­ dría a afirmar lo justo y al mismo tiempo demasia­ do poco. Preguntamos por la voluntad implica plan­ teamos la condición en que opera como signo, puesto que sólo podemos referirnos a ella si le da­ mos el valor de signo: «voluntad» es el signo que nos permite subjetivar el sentimiento, la asignación de valor, lo incondicionado, la pulsión, el Ur-Intellekt que se muestra en las representaciones. Si para la simbolización y el entendimiento recurrimos a la me­ táfora de la voluntad, entonces no tratamos a la voluntad como agente —o no lo hacemos de modo exclusivo— sino como alegoría de un proceso mu­ cho más complejo cuyo rastro se deja ver en el len­ guaje. Nietzsche, como ocurre muchas veces, utiliza como modelo el proceso del conocimiento, pero sólo para enseguida descalificarlo como tal. Lo hace cuando afirma que el hombre llama «conocer» a su modo de adaptarse a las cosas y reconocerlas, cuan­ do lo cierto es que con el conocimiento no hace más que alejarse de ellas: el hombre «sigue estando tan cerca de la verdad como las plantas».21 Esto signifi­ ca que, pese a su autoridad, el conocimiento lógico

no implica un mayor saber sobre las cosas, sino tan sólo una mayor capacidad de síntesis y de mistifica­ ción y, sobre todo, una mayor y más poderosa ca­ pacidad de influir en la consciencia de otros. ¿Pero cómo puede llegar a producirse tal mistificación? De acuerdo con el modelo expuesto en la sección precedente, sabemos que esa mistificación es obra del discurso, o, para decirlo en términos más exac­ tos, obra de ciertos procesos inherentes al lenguaje. Si seguimos con atención la evolución del pasaje ci­ tado, observamos que Nietzsche repasa la dialéctica entre voluntad y representación desde la perspecti­ va de su análisis del lenguaje. El texto que acabo de citar continúa así: «De un estímulo percibido y una m irada dirigida a un movimiento, unidos entre sí, resulta la causalidad de entrada como un axioma de experiencia: dos cosas, concretamente una sensa­ ción y una imagen visual determinadas, aparecen siempre juntas. El que la una sea la causa de la otra es una metáfora tomada en préstamo a la voluntad y al acto: una conclusión por analogía».22 La regla de la causación aparece aquí entendida como metáfora. Según Nietzsche, la co-presencia de dos aconteci­ mientos no dice nada acerca de una supuesta consecutividad de sus términos. Pero esta constatación, que ha sido objeto de incontables disputas filosófi­ cas, no parece que sea lo importante de la observa­ ción de Nietzsche. Lo importante es que, al descon­ fiar de la regla de la causación, Nietzsche recurre _