Notas al margen sobre derecho y lenguaje

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notas al margen sobre derecho y lenguaje

serie intermedia de teoría jurídica y filosofía del derecho n.º 21

davi d

si e rra s oroc k i na s eDITOR

notas al margen sobre derecho y lenguaje prefacio de

eugenio bulygin prólogo de

manuel atienza

universidad externado de colombia

Notas al margen sobre derecho y lenguaje / Roque Carrión [y otros] ; editor David Sierra Sorockinas ; prefacio de Eugenio Bulygin ; prólogo de Manuel Atienza. – Bogotá : Universidad Externado de Colombia. 2019. 264 páginas ; 24 cm. (Intermedia de Teoría Jurídica y Filosofía del Derecho ; 21) Incluye referencias bibliográficas. ISBN: 9789587901122 1. Carrió, Genaro R., 1922-1997 -- Pensamiento jurídico 2. Filosofía del derecho 3. Argumentación jurídica 3. Teoría del derecho 4. Derecho y ética I. Sierra Sorockinas, David, editor II. Universidad Externado de Colombia III. Título IV. Serie. 340.1

SCDD 21

Catalogación en la fuente -- Universidad Externado de Colombia. Biblioteca. EAP. Abril de 2019

ISBN

978-958-790-112-2

© 2019, david sierra sorockinas (editor) © 2019, universidad externado de colombia Calle 12 n.º 1-17 Este, Bogotá Teléfono (571) 342 0288 [email protected] www.uexternado.edu.co Primera edición: abril del 2019 Imagen de cubierta: Genaro Carrió por Mercedes García (Mer InBlue) Diseño de cubierta: Departamento de Publicaciones Corrección de estilo: Robinson Quintero Ossa Composición: Marco Robayo Impresión y encuadernación: Imageprinting Ltda. Tiraje: de 1 a 1.000 ejemplares Impreso en Colombia Printed in Colombia Prohibida la reproducción o cita impresa o electrónica total o parcial de esta obra, sin autorización expresa y por escrito del Departamento de Publicaciones de la Universidad Externado de Colombia. Las opiniones expresadas en esta obra son responsabilidad de los autores.

MANUEL ATIENZA DAVID SIERRA SOROCKINAS EUGENIO BULYGIN ROQUE CARRIÓN ESTEBAN PEREIRA FREDES

ANÍBAL D’AURIA

PABLO A. RAPETTI

MINOR E. SALAS HUBED BEDOYA

LUCIDIA AMAYA OSORIO

DÚBER ARMANDO CELIS VELA

contenido 11

PREFACIO

Eugenio Bulygin 13

PRÓLOGO

Manuel Atienza 23

PRESENTACIÓN

David Sierra Sorockinas P R I M E R A PA RT E S O B R E L A O B R A D E G E NA RO R . C A R R I Ó

1 Una extraña experiencia normativa Roque Carrión

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2 Carrió y la filosofía analítica del derecho Esteban Pereira Fredes

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CAPÍTULO

CAPÍTULO

3 Dos estructuras: la traducción más difícil de Carrió David Sierra Sorockinas CAPÍTULO

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S E G U N DA PA RT E S O B R E A L G U N O S A S P E C T O S M E TAT E Ó R I C O S A PA RT I R D E L A O B R A D E C A R R I Ó

4 Genaro Carrió y las metáforas Aníbal D’Auria

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5 Carrió y el enfoque emotivista sobre los desacuerdos jurídicos Pablo A. Rapetti

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CAPÍTULO

CAPÍTULO

6 Ética y estética son lo mismo: a propósito del origen de las normas morales y jurídicas (hacia una “arqueología del deber”) Minor E. Salas CAPÍTULO

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Notas al margen sobre derecho y lenguaje

T E RC E R A PA RT E S O B R E A LG U N O S P RO B L E M A S T E Ó R I C O S E N L A O B R A D E C A R R I Ó

7 Carrió: un estímulo para el pensamiento Hubed Bedoya CAPÍTULO

CAPÍTULO 8 “Discreción judicial”: acudir a pautas razonables que no son parte del derecho, o ¿sí lo son? Lucidia Amaya Osorio

9 Límites conceptuales y enunciaciones normativas Dúber Armando Celis Vela

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233

CAPÍTULO

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p r e fa c i o e u g e n i o b u ly g i n Confieso que, cuando recibí de Pablo Rapetti una invitación para tomar parte en un homenaje a mi gran amigo Genaro Carrió, tuve algunas dudas. Acababa de contribuir con un trabajo a un volumen en homenaje a Carrió y no me era claro si era el mismo volumen o se trataba de dos emprendimientos distintos, sobre todo porque los dos estaban destinados a ser publicados por la misma Universidad Externado de Colombia. Por suerte, esta confusión fue rápidamente aclarada, y, en virtud de mi vieja amistad con Carrió y el muy grato recuerdo de mi estadía anterior en la Universidad Externado, en la que hace algunos años dicté un curso de doctorado junto con el profesor Pablo Navarro, no pude y no quise negarme, pero esta vez, siguiendo la máxima “non bis in idem”, mi participación se reduce a un prefacio. Al recibir la lista de los participantes en este segundo homenaje, junto con un resumen de sus trabajos, me llamó la atención el hecho de que los nombres de los autores, con excepción de dos, me eran totalmente desconocidos. El desconocimiento de sus nombres y el hecho de que todos eran latinoamericanos despertaron en mí cierta desconfianza y entonces pedí que me mandaran copias de todos los textos; pero al leerlos tuve la grata sorpresa de comprobar que todas las contribuciones revelaban un amplio conocimiento de la obra de Carrió y eran, además, de muy buen nivel filosófico. Tengo una sola observación que corresponde a varios de los trabajos presentados, que parecen participar de la idea bastante difundida entre los filósofos del derecho, proveniente (según creo) del excelente libro de Manuel Atienza, La filosofía del derecho argentina actual (Buenos Aires, Depalma, 1984). Esta idea consiste en trazar una línea divisoria (a mi modo de ver, demasiado gruesa) entre los filósofos analíticos “de inspiración lógico formal” y los que se inspiran en el lenguaje ordinario. No me parece que haya una diferencia tan tajante. Varios trabajos aportados –el excelente artículo de Pereira Fredes, en especial– insisten en la importancia de recurrir al lenguaje ordinario en la primera etapa, cosa que nadie niega, pero hablar de primera etapa sugiere la existencia de una segunda etapa en la que se trata de formular las distinciones conceptuales señaladas en la primera etapa en un lenguaje más preciso; mas el hecho de que algunos autores recurran al lenguaje lógico (es decir, a fórmulas lógicas) no autoriza a catalogarlos como 11

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Prefacio

exponentes de la “inspiración lógico formal”. Más específicamente, me parece que se trata de un apresuramiento injustificado cuando se intenta incluir a Alchourrón y Bulygin en esa categoría, cuando en nuestro libro Sistemas normativos las fórmulas lógicas están (casi del todo) eliminadas del texto y confinadas al Apéndice, que contiene en un diseño reducido todas las tesis principales del libro en forma de definiciones (axiomas) o teoremas. Decir que un enunciado es un axioma implica que se trata de un enunciado que forma parte de su base o punto de partida y decir que es un teorema significa que es deducible (es una consecuencia lógica) de otros enunciados, sean estos axiomas o teoremas ya demostrados. Sigo pensando que esta es la forma más eficaz de lograr que el texto sea preciso, es decir, que diga exactamente lo que debe decir. Una comparación de lo que Pereira Fredes dice acerca de este tema con lo que se afirma en nuestro libro sobre la reconstrucción racional de los conceptos (pp. 7-9, de la versión inglesa) muestra claramente que se trata esencialmente de lo mismo. Solo me resta felicitar a la Universidad Externado de Colombia y a todos los contribuyentes a este volumen por esta importante obra.

prólogo m a n u e l at i e n z a Conocí a Genaro Carrió en Buenos Aires hacia finales de 1975. Yo había viajado a la Argentina para completar una tesis de doctorado sobre la filosofía del Derecho en ese país que había iniciado algo antes en la Universidad de Oviedo bajo la dirección de Elías Díaz; y en esa universidad la leí un año después, en octubre de 1976. Por el medio, y como es bien sabido, en el país del Plata había ocurrido un cruento golpe de Estado al que le sucedió una ominosa dictadura militar que duró hasta 1983. Esto último es lo que motivó que la publicación de mi trabajo, “La filosofía del Derecho argentina actual”, no tuviera lugar (en la editorial Depalma de Buenos Aires) hasta 1984 promovida, por cierto, por Genaro Carrió y Eugenio Bulygin. Antes, sin embargo, había publicado, en 1977, lo que eran las conclusiones de mi tesis (en el número 49 de la Revista de la Facultad de Derecho de la Universidad Complutense de Madrid –aunque con fecha de 1974–); y en 1979 hice una edición multicopiada del texto completo que distribuí entre algunas decenas de iusfilósofos amigos o interesados en el tema. Pero creo que en el mundo latino muchos se enteraron de la existencia de un pujante movimiento iusfilosófico que tenía su centro en Buenos Aires y su inspiración más descollante en la llamada “filosofía analítica” a través de un artículo que publicó Antonio Martino en la revista Materiali per una storia della cultura giuridica, también en el año 1977; en el siguiente número de la revista italiana se aclaraba que “La scuola analitica di Buenos Aires” era una síntesis de la parte central de mi trabajo, dato que no había figurado cuando apareció el artículo, “per vicende di stampe”. Con lo anterior no quiero dar a entender que mi primer trabajo sobre la filosofía del Derecho en Argentina (luego escribí otro para dar cuenta de los años posteriores hasta, más o menos, el final del siglo XX: “Una nueva visita a la filosofía del Derecho argentina”) estuviera tocado por la mala suerte. Muy por el contrario. Creo que fui inmensamente afortunado al haber decidido ocuparme de ese tema (y conviene aclarar que en Argentina, tanto entonces como ahora, la iusfilosofía de inspiración analítica es sin duda la dirección predominante y más desarrollada, pero de ninguna manera la única que ha contado y cuenta con cultivadores de relieve), y en el trabajo al que acabo de aludir yo explicaba que mi experiencia al elaborar mi tesis había sido la 13

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Prólogo

de un “descubridor” que, en buena medida por azar, se había visto situado en una posición de “privilegio intelectual”: “los filósofos del Derecho argentinos me habían proporcionado herramientas para aproximarse [sic] al estudio de los problemas jurídicos que eran más refinadas, más potentes, que las que entonces se manejaban en España”. Por lo demás, creo que todos mis proyectos iusfilosóficos (incluido el último y el que más me interesa: tratar de impulsar un movimiento de iusfilosofía regional, una filosofía del Derecho para el mundo latino) están estrechamente conectados con aquel descubrimiento que hizo, además, que buena parte de los autores a los que considero mis maestros sean precisamente los iusfilósofos argentinos que conocí a mediados de los años setenta. Y entre todos ellos, Genaro Carrió ocupa –como al lector no le será difícil de imaginar– un lugar muy especial. Cuando lo conocí ya había oído hablar mucho de él, porque Carrió gozaba entonces, y gozó siempre, de un grandísimo y merecido prestigio. En nuestro primer encuentro se mostró –tal y como me habían anticipado– amable, generoso, cordial y cercano; y yo quedé fascinado por su aguda inteligencia, carente del menor vestigio de pedantería, y por su fino sentido del humor que tenía –pensé entonces– resonancias inglesas que se mezclarían seguramente con las porteñas, pero también (luego me apercibí de ello) con la característica sorna asturiana. Creo que la buena sintonía que siempre hubo entre nosotros tuvo algo que ver con nuestra común vinculación con Asturias: al menos algunos de sus antepasados fueron asturianos; y nunca voy a lamentar suficientemente el haber perdido una larga poesía que en una ocasión me dedicó (a él le gustaba escribir poesías y epitafios; no sé si también otro tipo de literatura) que empezaba aludiendo a mis orígenes asturianos. Recuerdo ahora una de sus bromas en aquel primer encuentro. Me preguntó si yo “manejaba” (en el español de la península hablamos de “conducir”) y le contesté que sí, a lo que él replicó algo así como: “Yo estuve tentado de aprender, pero desistí de hacerlo porque soy muy despistado y me di cuenta de que iba a terminar por atropellar y matar a alguien… y claro, uno nunca sabe a quién”. Luego, hasta su muerte, seguí teniendo un contacto que me atrevo a calificar de estrecho con él, aunque solo lo viera en pocas ocasiones: las veces en que viajé a Argentina, pero también cuando me visitó en varias de las universidades españolas en las que fui profesor: cuando lo era en la de Palma de Mallorca (sería hacia 1982) escribí un breve artículo de periódico que era como un guiño al que él había publicado cuando Alf Ross viajó a Buenos

Manuel Atienza

Aires: “La visita de Genaro Carrió”. No he conseguido encontrar una copia del mismo, pero no me es difícil reconstruir lo que allí habré señalado como principales características de la obra de Carrió, pues, obviamente, habrán sido las mismas que destacaba en mi tesis de doctorado: la claridad conceptual; la elegancia estilística; la capacidad para tratar cuestiones difíciles con una asombrosa simplicidad; la preocupación por utilizar el método analítico no como un fin en sí mismo, sino como un instrumento para resolver problemas reales de la vida del Derecho; un sentido crítico y autocrítico resultado a su vez de la combinación de dos virtudes que raramente se dan en una misma persona: osadía teórica y modestia intelectual; una concepción abierta del Derecho que le hacía darse cuenta de la necesaria conexión de la teoría del Derecho tanto con la práctica jurídica (él fue un exitosísimo abogado y luego el primer presidente de la Corte Suprema, una vez restaurada la democracia) como con las ciencias sociales; una preocupación por los problemas éticos del Derecho y, en particular, por los derechos humanos que, en el momento en el que le conocí, ni siquiera podía encontrarse en las obras de Nino. La publicación de estas Notas al margen sobre Derecho y lenguaje me parece un acto de justicia y de inteligencia. De justicia, en lo que tiene de reconocimiento de una obra de valor excepcional: además de su labor de traductor (nada menos que de dos de las más importantes contribuciones a la filosofía del Derecho del siglo XX: El concepto de Derecho de Hart y Sobre el Derecho y la justicia de Ross; pero son también de enorme significado las versiones al castellano de algunos textos de Fuller, Cohen, Hohfeld, Levi o de los mencionados Ross y Hart), a Carrió se le debe una serie de trabajos de corta extensión pero que son verdaderamente obras maestras del análisis conceptual en la teoría del Derecho. Y también un acto de inteligencia, porque es mucho lo que uno puede aprender de sus escritos y que sigue teniendo hoy plena vigencia. Es más, Carrió fue en cierto modo precursor de unas cuantas ideas iusfilosóficas que luego han hecho una gran fortuna, y yo diría que lo que probablemente una a las nueve contribuciones que incluye esta obra sea que en todas (o en casi todas) ellas se ve algo así como un intento por explotar ese filón. He leído con atención esos nueve textos, pero no voy a presentárselos al lector en este prólogo, entre otras cosas porque eso resulta innecesario, dado que ya está hecho en las páginas de la Presentación. En todo caso, de todos esos trabajos creo haber aprendido algo de interés y, desde luego, son contribuciones muy relevantes, si bien –todo hay que decirlo– tengo mis

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Prólogo

dudas en cuanto a la sintonía de la obra de Carrió con posiciones iusfilosóficas (o de otro tipo) a las que algunos de esos autores la vinculan y que, en mi opinión, poco o nada tienen que ver con los propósitos teóricos que persiguió el iusfilósofo argentino. Pero, en fin, eso es lo de menos. Lo de más, lo que de verdad importa, es que se trate de trabajos de calidad e inspirados –y ya se sabe que el espíritu sopla donde quiere– en textos ya clásicos de la filosofía del Derecho del mundo latino. Pues Genaro Carrió es, sin ninguna duda, uno de nuestros clásicos. Sí quiero, de todas formas, hacer dos breves comentarios más bien marginales (lo que me permite ponerme en línea con el título elegido para el libro), pero que quizás puedan ser de algún interés para el lector. El primero me lo ha sugerido la lectura del Prefacio de mi amigo y maestro Eugenio Bulygin. Nuestras respectivas concepciones de filosofía del Derecho no son entre sí coincidentes y en algunos aspectos podrían considerarse más bien antagónicas, pero Eugenio Bulygin es ese tipo de maestro –algo francamente inusual en la academia– capaz de convivir con discípulos díscolos; aunque, eso sí, la convivencia con él, en el plano teórico, suele ir acompañada (afortunadamente) de polémicas que pueden revestir en ocasiones un tono aparentemente áspero, pero que, en el fondo, siempre son amistosas. Pues bien, Bulygin cree ver en varios de los trabajos de este libro (en especial en el de Esteban Pereira) el empleo de una división (que, en su opinión, provendría en buena medida de mi libro La filosofía del Derecho argentina actual) “demasiado gruesa” entre los filósofos analíticos de inspiración lógico formal y los que se basan en el lenguaje ordinario. Él considera que no hay “una diferencia tan tajante” y que se incurre en “apresuramiento injustificado” cuando se intenta incluir en la primera categoría su famoso libro, en coautoría con Carlos Alchourrón, sobre sistemas normativos. A mí me parece que Eugenio Bulygin lleva toda la razón al advertirnos de los peligros que tiene establecer clasificaciones excesivamente tajantes; como Carrió nos ha enseñado (y esto es algo –ni mucho menos lo único– que los dos gigantes de la iusfilosofía argentina comparten), las clasificaciones son siempre convencionales y tienen algo de arbitrario, de manera que sería un error no darse cuenta de que la anterior clasificación posee inevitablemente una zona de penumbra. Pero, por un lado, yo también había hecho esa advertencia en mi libro, y señalaba como ejemplos de ello –de supuestos de la penumbra– el caso de Vernengo, a quien colocaba entre los analistas de los lenguajes naturales aunque hubiera hecho un amplio uso, en muchos

Manuel Atienza

de sus trabajos, de técnicas formales, y el del propio Bulygin, “incluido en el grupo de los formalistas”, pero autor también “de importantes trabajos de análisis del lenguaje natural” (p. 29). Y, por otro lado, me parece que la clasificación en cuestión (que, por lo demás, es bastante usual efectuar) es considerablemente útil para distinguir (como hace Pereira en su artículo) una concepción iusanalítica inspirada en el lenguaje ordinario, como la de Carrió, de la que puede encontrarse, paradigmáticamente, en una obra como Normative Systems. En particular, Pereira confronta estas dos concepciones desde dos perspectivas: el problema del lenguaje ideal frente al lenguaje natural, y la tensión entre lo que este autor llama monismo y diversidad. Las conclusiones a las que llega son las siguientes. En relación con la primera contraposición, Pereira piensa que mientras autores como Alchourrón y Bulygin optan “por la necesidad de formular un lenguaje perfecto, que sea artificialmente construido a la luz de los cánones de exactitud y certeza que caracteriza el lenguaje de los cuantificadores y variables en la lógica”, Carrió habría privilegiado el lenguaje natural, aunque fuera plenamente consciente de que “el análisis del lenguaje cotidiano no es apto para resolver indistintamente toda clase de problemas y sus limitaciones aparecen, por ejemplo, al estudiar el uso de la palabra ‘acción’” (esto último lo puso de manifiesto Carrió en su prólogo a un libro de Nino, Sobre el concurso en el Derecho penal, de 1972). Y, por lo que se refiere a la segunda tensión, mientras que Alchourrón y Bulygin habrían adherido al monismo, en el sentido de que “el fenómeno jurídico es reducido a un esquema teórico único y común, desplazando las divergencias por la homogeneidad y coherencia de los sistemas formales”, la opción de Carrió habría sido a favor de “admitir y valorar la diversidad, complejidad y riqueza con que ostensiblemente se nos presenta el lenguaje jurídico y el derecho en general”. O, dicho de otra manera, Carrió reconoce que el Derecho está integrado por una gran variedad de normas (luego volveré sobre esto), mientras que en Normative Systems hay un único tipo de norma jurídica (dejo de lado las definiciones), lo que tiene como consecuencia que en el esquema de Alchourrón y Bulygin no haya ningún espacio para los principios, y las normas que confieren poder sean vistas en términos de normas permisivas. Pues bien, yo estoy básicamente de acuerdo con el anterior planteamiento de Pereira, si bien es cierto que en el mismo hay que introducir la precisión de que tanto Bulygin como Alchourrón no dejaron de recurrir al lenguaje ordinario, aunque para ellos eso constituyera más bien una primera etapa

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Prólogo

del análisis conceptual. Y estoy también de acuerdo en algo que Pereira dice poco después: que para dar cuenta de la tradición analítica de la filosofía del Derecho se debe añadir una nueva perspectiva a las dos anteriores (que yo había utilizado en mi libro): la del realismo jurídico. Pero aquí me parece que Pereira (y aprovecho para ratificar el juicio que a Eugenio Bulygin le merece su contribución a este libro: excelente) no ha tenido en cuenta un dato que es de gran importancia, en mi opinión, para entender la obra de Carrió y que, por lo que recuerdo, solo está presente, de entre los artículos que componen esta obra, en el de Roque Carrión: la influencia que en Carrió tuvo la American Jurisprudence, el realismo jurídico americano. En su análisis, Pereira toma en consideración únicamente el realismo jurídico de Alf Ross y llega a la conclusión –acertada– de que Carrió tomó un camino distinto al del formalismo kelseniano y al del realismo rossiano; o sea, el de Herbert Hart. No cabe duda, insisto, de que así fue, pero yo añadiría que si Carrió fue capaz de ver con mayor claridad que Hart en algunos temas (el propio Pereira señala uno: la distinción entre el concepto y la naturaleza del Derecho) eso –en mi opinión– se debió, sobre todo, al peso que en su obra tuvo la tradición (pragmatista) estadounidense. No conviene olvidar que Carrió pasó dos cursos, a mitad de los años cincuenta, en una universidad de los Estados Unidos antes de sus estancias en Oxford con Hart; que tradujo obras emblemáticas de la cultura jurídica estadounidense (de Fuller, de Cohen, de Levi y de Hohfeld); que conoció bien la obra de Roscoe Pound; y que es el autor de un libro de análisis jurisprudencial, El recurso extraordinario por sentencia arbitraria en la jurisprudencia de la Corte Suprema, en el que se combina de manera verdaderamente magistral la teoría de los actos de habla de Austin con lo que cabría llamar el pragmatismo jurídico bien entendido (el pragmatismo filosófico es lo que subyace al realismo jurídico americano). Lo que me lleva a efectuar el segundo comentario que antes anunciaba es la relectura de la contribución de Carrió para el primer número de la revista Doxa (del año 1984). Su contestación a la pregunta de cuál había sido su trayectoria como investigador de filosofía del Derecho la termina con estas palabras: “Si tuviera que elegir una aportación por la que me gustaría ser juzgado escogería ‘Principios jurídicos y positivismo jurídico’”. Pues bien, en el libro que prologo apenas hay referencias a ese trabajo de Carrió (ahora incorporado en Notas sobre derecho y lenguaje). Las excepciones (creo no equivocarme) son, de nuevo, la contribución de Carrión y

Manuel Atienza

el artículo de Pablo Rapetti sobre los desacuerdos en el Derecho. Ambas son muy breves, pero acertadas. Carrión subraya, como particularidad del análisis de Carrió, la utilización de modelos no jurídicos para comprender mejor ciertos aspectos del Derecho; exactamente, del juego del fútbol que, por cierto, es una felicísima metáfora empleada por Carrió y que no es tomada en cuenta en el interesante trabajo de Aníbal D’Auria (“Genaro Carrió y las metáforas”). Y Rapetti (su trabajo es otro de los que bien cabe calificar de excelentes) señala que la defensa que Carrió hace en ese trabajo del positivismo jurídico hartiano “representa una de las primeras articulaciones –si no la primera– de lo que años más tarde se conocería como la versión incluyente del positivismo jurídico”. Tiene mucha razón, pero en su contribución Rapetti no dice nada más sobre este ejemplo que mostraría en su opinión “el notable adelanto con el que Carrió se sumergió en temáticas que, tiempo después, ocuparían el centro de la agenda iusfilosófica”. Pues lo que a él –a Rapetti– le interesa es más bien otro ejemplo que también tiene que ver con “la embestida antipositivista de Dworkin”, a saber, la tesis de este último de que el positivismo jurídico no es capaz de dar cuenta de los desacuerdos jurídicos. En relación con este segundo desafío de Dworkin, Rapetti considera que Carrió habría ofrecido una posible respuesta al mismo “incluso antes de que [Dworkin] se lo planteara”. Y esa respuesta vendría dada por el uso que hace Carrió de la distinción entre desacuerdos de creencias y desacuerdos de actitudes que, como se sabe, procede del instrumental metaético de Stevenson. Sin embargo, en el penetrante y meticuloso análisis que efectúa Rapetti hay un punto que, en mi opinión, no está todo lo claro que debiera. Se trata de que él considera que el emotivismo de Stevenson “ha encontrado un alto grado de continuidad en lo que contemporáneamente se denomina expresivismo”, lo que muy bien puede ser cierto. Pero lo que yo no creo (tampoco Rapetti) es que Carrió haya sido un emotivista en materia de ética, de la misma manera que tampoco parece haberlo sido Hart. En este aspecto, las diferencias entre, por un lado, Bulygin, Kelsen o Ross y, por otro lado, Carrió o Hart creo que son considerables. Es cierto que Carrió utilizó la distinción entre desacuerdos de creencias y desacuerdos de actitudes para explicar algunas famosas controversias jurídicas (por ejemplo, a propósito de si los jueces crean Derecho). Pero para ello no hace ninguna falta ser emotivista; uno puede ser objetivista e incluso absolutista moral y, sin embargo, considerar útil la distinción de Stevenson. Y, por lo demás, hay un

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Prólogo

argumento que quizás pudiera calificarse de prueba indiciaria (al fin y al cabo, se trata de conjeturar un hecho) y que, yo creo, juega en favor de lo que acabo de sostener. Se trata de que Carrió, que sin duda fue un positivista jurídico (aunque el suyo fuera un positivismo particularmente abierto), polemizó, como sabemos, tanto con Dworkin como con Nino (con la tesis de Nino dirigida a reconciliar el iusnaturalismo y el positivismo jurídico) para defender el positivismo jurídico. Y sin embargo, en relación con la fundamentación de los derechos humanos, se mantuvo, por así decirlo, neutral (o, si se quiere, perplejo) entre la posición de Nino, que obviamente no tenía nada de emotivista, y la de Rabossi, que fundamentaba filosóficamente los derechos humanos en los textos, en las convenciones, que los consagran y tutelan (y quizás no sea ocioso añadir aquí que la opción de Rabossi es la que explícitamente asumió Rorty). La postura al respecto de Carrió se condensa en estas líneas tomadas de Los derechos humanos y su protección (AbeledoPerrot, 1990, p. 23): “No sabría cómo expedirme en este debate. Como no soy filósofo y sí abogado me seduce la propuesta de Rabossi. Aunque no sea más que porque me exime de adentrarme en terrenos peligrosamente metafísicos. Pero me doy cuenta de que la solución Rabossi deja muchas preguntas abiertas. Una de ellas: ¿pero antes de que comenzara el reciente fenómeno de la consagración y protección internacionales de los derechos humanos, no era posible dar de éstos una justificación sólida y seria?”. Y si las cosas son así, entonces la conexión sugerida entre Carrió y el expresivismo contemporáneo parece traída un poco por los pelos. En fin, por si algún lector de este prólogo lo desconoce, lo que Carrió defendió en Principios jurídicos y positivismo jurídico fue, sin entrar naturalmente en los detalles, una concepción del Derecho (el positivismo hartiano) según la cual el Derecho de una comunidad no consiste simplemente en un sistema de reglas, de pautas específicas de conducta: Dworkin se habría equivocado en su caracterización de las tesis de Hart; nuestros Derechos contienen también estándares amplios de conducta como los que prohíben causar daño a otro por culpa o negligencia (su equivalente en el fútbol podría ser la norma que prohíbe el juego peligroso); y los dos tipos de principios que distingue Dworkin (principios en sentido estricto y directrices), en la medida en que la regla de reconocimiento del sistema lo autorice (o sea, si son principios de Derecho positivo): así, el famoso principio del caso Riggs v. Palmer (caso que Carrió bautizó, con gracia inigualable, como “del nieto apurado”), de que nadie puede obtener un beneficio como resultado de

Manuel Atienza

un acto ilícito suyo, tendría su equivalente en el fútbol (y en otros muchos juegos) en la ley de la ventaja. Y llego al final. Hace ya bastantes años propuse a un estudiante de doctorado de la Universidad de Alicante que hiciera su tesis sobre Carrió. Estuvo un tiempo trabajando y ya tenía un esquema bien perfilado cuando circunstancias en las que no hace falta entrar aquí le impidieron culminar su proyecto. No sé si tendré ya oportunidad de sugerir ese trabajo a algún nuevo candidato a doctor. Pero supongo que en Alicante o fuera de Alicante habrá alguien que en los próximos años se dará cuenta de que ese es un tema –un gran tema– de tesis en busca de un autor. Y cuando ese desconocido estudiante decida desarrollarlo, no me cabe ninguna duda de que este libro será una de sus fuentes esenciales.

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p r e s e n ta c i ó n dav i d s i e r ra s o ro c k i na s Este libro recoge los ensayos de nueve académicos que se ocupan de algunos problemas teóricos, epistemológicos y éticos a partir de la obra de uno de los representantes destacados de la llamada “Escuela de Buenos Aires”: Genaro Rubén Carrió. La obra está dividida en tres grandes acápites que agrupan los trabajos en tríos, lo que permite un mejor diálogo entre ellos y un complemento para el lector que quiera profundizar alguno de los temas que allí se tratan. Los ensayos son inéditos hasta ahora, por lo que son revisitas a la obra de Carrió a la luz de algunos debates contemporáneos (p. ej., los desacuerdos en el derecho) o de miradas diversas que no se habían tratado con anterioridad (como el uso de las metáforas por Carrió). El primer ensayo que abre esta colección, autoría del profesor Roque Carrión Wam, titulado “Una extraña experiencia normativa”, es quizás el mejor inicio para un libro conmemorativo pues le brinda al lector un contexto sobre la obra de Genaro Rubén Carrió de la mano de uno de los juristas que conoció al autor homenajeado. Carrión no se detiene más de lo necesario en cada uno de los debates que marcaron la vida académica del jurista argentino, esto para que el lector se permee de las ideas que defendía Carrió y de las de sus contrincantes en el foro académico, por ejemplo Soler y Dworkin. El estilo mantiene la línea cronista: a medida que avanza el texto se va arrimando a los apartados biográficos sobre la madurez intelectual de Genaro R. Carrió. Este ensayo sirve de acicate para profundizar en los problemas que ocuparon al filósofo del derecho argentino. Esteban Pereira Fredes presenta, por su parte, un amplio ensayo, acaso de lo más detallado en cuanto al tratamiento de la obra de Genaro Carrió en la actualidad académica. Intitulado “Carrió y la filosofía analítica del derecho”, presenta en tres partes –a modo de una biografía intelectual– el devenir académico de uno de los juristas más importantes no solo de la Argentina sino de América Latina. En la primera parte del texto se desgranan con paciencia los aspectos cronológicos más destacables de la vida de Carrió, permitiendo que el lector conozca las circunstancias que lo rodearon en su trasegar. Ubica la obra de Carrió dentro de la filosofía del derecho argentina. La segunda parte se ocupa de los compromisos académicos que la filosofía 23

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Presentación

analítica asumió y cómo Genaro R. Carrió se alineó a los mismos, en especial en su intento por dar respuestas al problema de la relación lenguaje/derecho en línea hartiana; algo que para su tiempo resultó ser de vanguardia y hoy en día sigue revistiendo novedad. En la tercera y última parte, Esteban Pereira se ocupa de las críticas que Carrió hizo a la obra de Dworkin como una muestra de la autocomprensión que hicieron los positivistas jurídicos sobre su construcción epistémica del derecho. En el texto “Dos estructuras: la traducción más difícil de Carrió”, de David Sierra Sorockinas, el autor presenta una crítica a la exposición de algunos conceptos de raigambre kelseniana que hace Genaro R. Carrió bajo el marco conceptual hartiano. Se traza, entonces, un recorrido de las dificultades que tuvo el profesor Carrió al intentar encajar ciertos conceptos kelsenianos dentro del rompecabezas que es la teoría de H. L. A. Hart. Es destacable que el autor de este ensayo haga una comparación metafórica con el trabajo de traductor que hizo Carrió en vida (y que fue ampliamente reconocido), con las ideas de la inconmensurabilidad –en línea de Thomas S. Kuhn, Paul Feyerabend y sus críticos– sobre la imposibilidad de traducir ciertos conceptos a otros que hacen parte de estructuras diferentes. El discurrir del trabajo comienza con una propuesta de orden metateórico sobre la construcción de las teorías del derecho y luego toma varios ejemplos en los escritos de Carrió, en los que, según el autor, hay un intento fallido por parte del jurista argentino de traducir a Kelsen a la estructura hartiana. Aníbal D’Auria –cuyo trabajo inicia el segundo trío de ensayos– no elude un asunto puntilloso cuando en “Genaro Carrió y las metáforas” intenta defender la idea de que dentro del núcleo de la filosofía analítica las metáforas no solo siguen teniendo cabida, sino que hacen parte de su marco conceptual más importante. Es conocido que los filósofos analíticos han luchado por eliminar (o al menos advertir) la vaguedad y ambigüedad en sus discursos. La metáfora se presenta ante ellos como una expresión del lenguaje difícil de comprender, pues justamente parte de que el sentido que se extrae de ella no es el literal. El ensayo, más que una crítica a la postura y a la aversión analítica por la metáfora, muestra una serie de ejemplos en los que hay un uso metafórico del lenguaje en los filósofos analíticos. Carrió no se escapa a esta crítica y D’Auria hace una defensa del uso metafórico del lenguaje dentro del discurso de Carrió como una mejor herramienta para la construcción de sus explicaciones.

David Sierra Sorockinas

Pablo A. Rapetti presenta en su texto una nueva lectura sobre los desacuerdos en el derecho a la luz de los trabajos de Carrió. En “Carrió y el enfoque emotivista sobre los desacuerdos jurídicos”, el autor busca contextualizar el trabajo de Genaro Rubén Carrió sobre el tema, para asociarlo con las discusiones contemporáneas al respecto. El texto ofrece una presentación concisa de la posición que tenía Carrió sobre el asunto y muestra cómo el jurista argentino se decantó por una postura de clave emotivista. Para abundar sobre dicha postura, busca explicitar el marco conceptual de Charles L. Stevenson que Carrió empleara. De acuerdo con Rapetti, el trabajo de Carrió sobre el punto puede en cierta medida ser presentado como una respuesta anticipada a la cronológicamente posterior crítica que Dworkin hiciera al positivismo jurídico, relativa a la supuesta incapacidad de este último para dar cuenta del fenómeno del desacuerdo en el derecho. En esta línea, el autor del ensayo avanza un poco más y le permite al lector empaparse del debate actual sobre los desacuerdos entre juristas, exponiendo por un lado la postura expresivista como un desarrollo del emotivismo metaético, y, por el otro, una línea actual de trabajo iusfilosófico que pretende responder al desafío de Dworkin en términos, precisamente, expresivistas. El autor aventura que Carrió hubiera simpatizado con este último enfoque. Si el escrito de Rapetti se ocupa de la metaética y de ubicar la obra de Carrió en el contexto del debate sobre los desacuerdos entre juristas, en el texto de Minor E. Salas, “Ética y estética son lo mismo: a propósito del origen de las normas morales y jurídicas (hacia una ‘arqueología del deber’)”, se profundiza en esas discusiones metaéticas. Con ejemplos de variado calado, el autor nos propone un recorrido por las sendas del estudio de la ética wittgensteiniana con el fin de dar una explicación al significado de “deber jurídico” en la obra de Carrió. Es decir, la meta que se plantea es llegar al concepto de deber jurídico, aunque enriqueciendo al lector con el viaje que inicia desde una hipotética protocomunidad. Copioso en las referencias bibliográficas, que organiza de tal forma que el recorrido parece develar una estructura delimitada de las posturas metaéticas que el autor trae a colación, parece como un arqueólogo que descubre una civilización perdida. El tercer grupo de ensayos inicia con “Carrió: un estímulo para el pensamiento”, en el que Hubed Bedoya hace un análisis de las respuestas que Genaro R. Carrió le da a Carlos S. Nino en torno al tema de la relación moral y el derecho. Aunque la discusión entre ambos gigantes de la academia argentina es ampliamente conocida en nuestro ámbito, Bedoya opta por el

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Presentación

método analítico –tan querido por Carrió– para comentar cada una de las respuestas, concentrándose en las ambigüedades que halla en ellas, como el uso del término “jurista”, que en algunos apartes –para Carrió– parece denominar a un operador del derecho y en otros a un estudioso del derecho o teórico. Señala Hubed Bedoya que está de acuerdo con la postura que asume Carrió, mas critica ciertas afirmaciones suyas, justamente por su ambigüedad y porque, de la mano de la teoría luhmanniana, es diferente decir que la identificación del deber sea una observación o una autoobservación desde el propio sistema. En el ensayo de Lucidia Amaya, “‘Discreción judicial’: acudir a pautas razonables que no son parte del derecho, o ¿sí lo son?”, la autora parte del alcance que Genaro R. Carrió dio al término “discreción judicial”, entendido como lo que le permite a los jueces “fundar sus fallos en pautas razonables que no son parte del derecho”. Sabiendo que es una problemática actual –ora dentro de la práctica jurídica, ora dentro de la teoría del derecho–, revisita los trabajos del jurista argentino y, a partir de la definición dada por él, intenta resolver la pregunta: ¿qué significa que una decisión judicial esté fundada en una “pauta razonable”? La respuesta permite revisar –desde el punto de vista teórico– varios tópicos cuando el juez toma una decisión discrecional. Uno de ellos es si la razonabilidad o, incluso, la racionalidad de una decisión está dada por (i) aspectos externos al derecho o (ii) puede hablarse de una racionalidad particular de la cual hace parte tal “discreción” y, por ende, el juez al momento de decidir siempre se mantiene dentro del sistema jurídico. “Límites conceptuales y enunciaciones normativas”, de Dúber Armando Celis Vela, se ocupa de uno de los problemas que Genaro Carrió trató en su obra original. Como bien sabemos, los trabajos originales (en contraposición a la presentación de las obras ajenas) en el campo teórico que presentó Carrió fueron breves, aunque compensados por su riqueza conceptual. En este texto Celis Vela se ocupa de una de las enfermedades filosóficas de Carrió, por decirlo en términos wittgensteinianos, que nunca abandonó en su carrera académica. Embebido el trabajo de Carrió en las discusiones más fuertes en el seno de la filosofía analítica oxoniense, hace frente a varios problemas de la práctica jurídica a partir de ejemplos que, para alguien ajeno a las circunstancias en las que escribió Carrió, parecerán muy imaginativos. Mas debe advertir el lector que son fruto de las experiencias que tuvo el jurista durante su práctica jurídica. Aunque el autor de este ensayo no se detiene en estos detalles, abunda en referencias a la literatura de la que bebe Carrió

David Sierra Sorockinas

para la construcción de su discurso. Al final, a modo de conclusión, deja servidas unas críticas a la propuesta de Carrió sobre los límites del lenguaje normativo, a partir del elemento pragmático del lenguaje, señalando que justamente la normatividad del lenguaje depende de la pragmática y no de una característica de los enunciados mismos. Con cada autor de los artículos se mantuvo un intercambio de misivas en el que se comentaban algunos aspectos de los escritos, lo que no solo enriqueció la calidad de los mismos, sino que permitió ampliar el espectro del debate académico; acaso esto último sea lo más destacable de una labor epistémica. El esfuerzo de este libro nació en el seno de los debates en el Virtual Seminar, un grupo de entusiastas que semanalmente se dedica al estudio de ciertos problemas teóricos del derecho, a partir de la revisión de algunas obras. Aunque es un seminario virtual, los integrantes hacen parte de la Universidad de Antioquia. Tres de los autores de este libro hacen parte del seminario: Lucidia Amaya, Hubed Bedoya y David Sierra Sorockinas; sin embargo, la confección de este trabajo no habría salido avante sin la constante ayuda y dedicación de María Alejandra Arango Alzate y Damian Ramírez Piedrahita. No queda más que agradecer a los profesores Eugenio Bulygin y Manuel Atienza quienes amablemente hicieron el prefacio y prologaron este libro, enalteciendo la calidad del trabajo presentado. Además, es necesario dejar constancia de que sin la ayuda de Carlos Bernal durante todo el proceso de selección y edición del libro no hubiese sido posible arribar a buen puerto. Finalmente el Departamento de Publicaciones de la Universidad Externado de Colombia ha hecho posible esta publicación gracias al apoyo recibido de sus miembros, en especial de su director Jorge Enrique Sánchez Oviedo.

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p r i m e r a pa r t e sobre la obra de genaro r. carrió

capítulo 1

Una extraña experiencia normativa* r o q u e c a r r i ó n **

0. “Cuando escribo ‘Sobre el concepto de deber jurídico’, hace casi veinte años, todavía creo que la primera prioridad en el campo de la Teoría General del Derecho sigue perteneciendo a la tarea, de ninguna manera conclusa, de llevar a cabo un detallado análisis de los conceptos que emplean los legisladores y los jueces, en un plano, y los teóricos que se ocupan en forma directa de la labor de aquellos, en otro. 0.1. ”Ese análisis debería llevarse a cabo con las herramientas auxiliares que proporcionan disciplinas tales como la Sociología, la Psicología Social, la Economía. 0.2. ”[…] no es empero, lo que presumiblemente seguirán los estudios filosóficos. […] Lo previsible es que el interés de los cultores de aquellos estudios se oriente hacia la búsqueda de un fundamento racional a las respuestas a las múltiples interrogantes que plantea la experiencia moral de que todo orden jurídico sea justo, problemática que incluye como uno de sus temas centrales el de la fundamentación de los derechos humanos” (Carrió, 1984, p. 51). 0.3. “Mi intención en estos dos trabajos [Notas sobre derecho y lenguaje y Algunas palabras sobre las palabras de la ley] fue mostrar la estrecha conexión que existe entre ciertas características del lenguaje ordinario, por un lado, y por otro, la interpretación judicial del derecho. También me interesó presentar a las frecuentes disputas o seudodisputas que dividen a los juristas como tributarias de una falta de percepción clara de cuestiones relacionadas con la semántica de los lenguajes naturales” (Carrió, 1984, p. 50).

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“Una extraña experiencia normativa” pretende ser una aproximación inicial sobre la cultura jurídica argentina, desde un punto de vista externo de quien ha conocido la obra y al personaje principal Genaro Carrió, ha estado en estrecha relación con los más cercanos interlocutores y amigos de Carrió desde 1970, y ha seguido el desarrollo del trabajo intelectual de esa generación de iusfilósofos argentinos, desde lados geográficos, culturales y políticos distintos: Perú y Venezuela. Sobre este período de la cultura jurídica argentina véase BERGALLI (1987), ATIENZA & RUIZ MANERO (1987) y ATIENZA (2009). Nuestra región carece de una “historia de las ideas jurídicas en América Latina”, que tiene un largo período por cubrir desde los trabajos de los teólogos juristas y evangelizadores cristianos de la época colonial hasta nuestros días. La experiencia cultural de la recepción de la tardía modernidad europea en el Nuevo Mundo es casi inédita, y la creación y producción jurídica en los diferentes países de la región es una fuente muy superficialmente conocida. Un ejemplo notable de este tipo de investigación de historia de la ideas jurídicas nos lo proporciona el Centro di Studi per la storia del pensiero giuridico moderno, de la Facoltá di Giurisprudenza del’Universitá di Firenze. Espero volver sobre la obra de Genaro R. Carrió de una forma más completa y poner en valor actual los temas centrales de esa extraña experiencia normativa. Roque Carrión: Universidad Nacional Mayor de San Marcos, Lima, Perú; Universidad de Carabobo, Valencia, Venezuela. 33

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0.4. “Según creo ver las cosas ahora, nunca llegué a creer con firmeza que el análisis del lenguaje ordinario es útil para resolver o disolver problemas filosóficos profundos (dicho sea entre paréntesis no me he considerado ni me considero con autoridad para determinar qué método o enfoque es más o menos útil para cumplir esa tarea). ”Pero no creo que los libros y monografías que he escrito expresen o supongan la convicción de que el análisis del lenguaje ordinario es útil para resolver o disolver problemas filosóficos profundos. Por lo menos no ha sido mi intención suscribir a esa creencia” (Nino, 1990, p. 347). 0.5. “Lo que ha sucedido a la palabra democracia es algo frecuente en el lenguaje de la política. Su significado emotivo ha predominado de tal manera sobre su significado descriptivo que éste ha perdido casi toda precisión. Lo que quiero decir es lo siguiente: por ‘democracia’ suele entenderse hoy no mucho más que ‘la menos mala de las formas de gobierno’ (significado emotivo de la palabra) y, con ese alcance, los partidarios de las organizaciones políticas de lo más diversas reivindican para ella el título de genuinas y verdaderas democracias […] 0.6. ”Lo que ocurre con ‘el’ significado descriptivo de esa palabra y sus traducciones en los usos lingüísticos efectivos corrientes en nuestro planeta, es que no hay tal cosa. La palabra en cuestión tiene más de un significado, es una voz ambigua que cubre una variedad de formas de gobierno o de Estado, o bien que, como criterio o criterios de aplicación de ella, se detiene o repara en aspectos distintos de organizaciones diversas” (Carrió, 1989/1990, pp. 250-251)1. 0.7. “Discrepo profundamente con el iusnaturalismo y con el positivismo ideológico […] pero no acepto que las normas jurídicas positivas, vistas a la luz del positivismo jurídico a la Austin, Bentham y Hart requieran recurrir a principios de índole moral para fundamentar su observancia. ”Hay actos jurídicamente debidos como cosa distinta de actos moralmente debidos […] Ello es así porque las normas jurídicas positivas vividas como obligatorias son fuentes tan genuinas de deberes como las de una Moral racional; por más que unas y otras son separables. ”Una razón que me lleva a sostener la ventaja de preservar la separabilidad del Derecho y la Moral como dos fuentes autónomas de derechos y deberes es ésta: ciertos valores básicos que el Derecho tiene como función establecer y preservar, tales como el orden y la seguridad, quedarían seriamente lesionados, con la consiguiente anarquía del cuerpo social […]” (Nino, 1990, p. 348).

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Trabajo previamente publicado en Revista Plural, año II, núm. 12, diciembre de 1988.

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i 1. Los epígrafes que encabezan este trabajo parecen revelar bastante bien el recorrido intelectual de un jurista que mantuvo una continua reflexión sobre la práctica y la teoría jurídicas, a lo largo de 52 años, y que cubre un período histórico de intensos conflictos sociales en Argentina. La vida de Genaro Carrió corre implicada en los momentos fundacionales de las expresiones más importantes de la cultura jurídica argentina. Desde 1944 se ve envuelto en la atmósfera iusfilosófica que propugnaba Carlos Cossio, de quien Carrió (1984) recuerda la “fertilidad de sus ideas”, su “extraordinaria aptitud docente” (p. 51), su “carácter osadamente innovador” y su disposición por el “diálogo oral y la polémica como métodos centrales de la enseñanza e investigación iusfilosófica”. Cossio puso en “primer plano” el estudio del “derecho judicial, como tarea de relevancia suma en la investigación iusfilosófica” (Nino, 1990, pp. 343-344)2. Esta influencia cossiana y sus estudios sobre la “American jurisprudence y la filosofía del lenguaje ordinario de filiación oxoniense” fueron las bases intelectuales que orientaron a Carrió en su práctica jurídica y análisis teóricos. 1.1. Desde su primer trabajo, “Recurso de amparo y técnica judicial” (1959), Carrió refleja la influencia de la American Jurisprudence y de la creación judicial del derecho, y en su posterior libro sobre “Recurso extraordinario por sentencia arbitraria” (1967) exhibe “el (escaso) aparato teórico de inspiración analítica” (Carrió, 1984, p. 49)3 . Tres años antes Carrió había traducido, de H. L. A. Hart, El concepto de derecho, libro que es la expresión de la “teoría jurídica analítica (analytical jurisprudence) porque se ocupa de la clarificación de la estructura general del pensamiento jurídico, y no de la crítica del derecho o “política jurídica” y, además realiza análisis que “versan sobre el significado de los términos” (Hart, 1963, pp. XI-XII). Hart expresa, en el “Prefacio de la edición inglesa”, la influencia que recibió de J. L. Austin, que el propio Carrió conoció en su formación intelectual. 1.2. Carrió declara haber sido influenciado por Eduardo Rabossi y Carlos Alchourrón hacia “fines de la década de los años cincuenta” para orientarse al estudio de la filosofía analítica, y, en especial, por la filosofía del lenguaje

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Carrió se apartó de Cossio y siguió su propio camino, como lo señala DANIEL E. HERRENDORF (1987, p. 77). En esta ocasión, no hacemos referencias a estos trabajos.

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ordinario, al tiempo que traduce el libro de Hart Derecho y moral4. Ya Carrió había puesto a funcionar sus análisis “entre ciertas características salientes del lenguaje natural o espontáneo, por un lado y ciertos problemas que preocupan a los prácticos del derecho y a los juristas, por otro”, a fin de resaltar la relación del lenguaje natural con los conceptos jurídicos al uso para que “fuese más directa y más evidente”. Sus análisis se centran en dos temas: “el de la interpretación, vinculado a la práctica cotidiana del derecho, y el de las discrepancias que dividen a los juristas, ligado[s] [negativamente] al avance de la teoría jurídica” (Carrió, 1971)5. 4

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La traducción de CARRIÓ lleva el título de Derecho y moral. Contribución a su análisis (1962, Buenos Aires: Depalma). En el prefacio, CARRIÓ señala importantes aclaraciones, que iluminan su formación de jurista, sobre la “jurisprudencia”: “Bajo el rótulo ‘jurisprudencia’ se estudia no sólo los conceptos jurídicos fundamentales (‘derecho’, ‘deber subjetivo’, ‘deber’, ‘validez’, etc.) sino también nociones de menos generalidad (‘propiedad’, ‘contrato’, ‘dolo’, ‘responsabilidad’, etc.) que en nuestra tradición pertenecen al campo de las disciplinas particulares. La clasificación y análisis de estos términos recibe el nombre de analytical jurisprudence, que abarca también la sociological jurisprudence (relación entre el derecho y las fuerzas sociales y económicas) y la ethical jurisprudence (patrones valorativos) y la historical jurisprudence (evolución de los principios e instituciones del derecho)”. El largo prefacio de CARRIÓ es esclarecedor para entender la “novedad” del pensamiento de HART para el jurista de tradición de derecho escrito europeo continental, y señala con claridad los temas que, según HART, son del dominio de la “teoría jurídica analítica”: “emprender un nuevo análisis que con paciencia y finura, sin prisas innecesarias, ni ideas preconcebidas, clarifique los variadísimos subusos y peculiaridades de este uso del lenguaje que llamamos normativo” (pp. XVIII), en contra de “un método de análisis rígido, poco compatible con la flexibilidad del lenguaje de los juristas y con la enorme complejidad de los fenómenos que quedan usualmente asignados por el omnicomprensivo e impreciso rótulo ‘derecho’” (pp. XVIII-XIX). La herramienta lingüística que usan los juristas causa perplejidades, por eso “Hart entiende que la misión de la jurisprudence consiste en esclarecer por qué nos sentimos desconcertados frente a términos o conceptos jurídicos que, en cuanto juristas, usamos diariamente con provecho. Sabemos usarlos pero no sabemos dar razón de su uso. Para eliminar esta perplejidad hay que clarificar a fondo los términos jurídicos, su significación y su función, tarea que exige, por fuerza, la elucidación de términos que sin ser estrictamente jurídicos se hallan conectados estrechamente con el derecho y con su problemática tradicional” (p. XX). Para Hart, señala CARRIÓ, “analizar una expresión ‘es’ […] tomar clara conciencia de la función que ella cumple en el contexto particular. Esto es, qué uso se le asigna en el lenguaje, entendido no ya como una herramienta apta para prestar un solo servicio, sino como un variado instrumental que empleamos para los fines más diversos”. Esta orientación analítica hartiana sigue “las características distintivas de la filosofía inglesa de nuestros días”; visión de la filosofía que descarta los objetivos filosóficos “tradicionales”, que consistía en “exhibir los componentes últimos del mundo”, frente a la cual está la nueva marcha de la filosofía inglesa que consiste en “liberarnos del desconocimiento y de la perplejidad que generan en nosotros la inadecuada comprensión de las herramientas lingüísticas que usamos” (p. XX). Notas sobre derecho y lenguaje (CARRIÓ, 1971) reúne varios trabajos: “Los jueces crean derecho”, publicado previamente en la Revista Jurídica de Buenos Aires (vol. 1961-IV). Los textos

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1.3. En su “Sobre los lenguajes naturales” (primer capítulo de Notas sobre derecho y lenguaje), Carrió desarrolla los tópicos de la visión analítica del lenguaje ordinario sobre los “usos del lenguaje” y utiliza la clásica pregunta: “¿Qué hizo fulano al decir x?”; es decir, no se comienza por preguntar “¿qué significa x?”, sino que al centrar la pregunta en el verbo “hacer” se pregunta por la acción que hizo fulano cuando utilizó x, siguiendo así la línea analítica puesta en circulación por Austin. A esta teoría que resalta la “acción del lenguaje” se le denomina “actos de lenguaje” y nos permite diferenciar los diferentes usos del lenguaje y “hacer explícito el complejo sistema de reglas implícitas en el uso de las palabras” (Carrió, 1971, p. 25). La segunda pregunta que el análisis del lenguaje ordinario nos pone por delante es “¿qué quiere decir x?”. Es decir, una vez que hemos aclarado lo que hizo fulano cuando dijo x –por ejemplo, hizo una promesa, provocó una respuesta emotiva haciendo uso de las palabras con una determinada “fuerza expresiva”–, ahora se pregunta por el “significado” de las palabras “en función del contexto lingüístico en que aparecen y de la situación humana dentro de la que son usadas” (Carrió, 1971, p. 26). En este segundo momento podemos encontrar “ambigüedad de los lenguajes naturales”, y, además nos enfrentamos a la “vaguedad”, es decir, “no sabemos dónde termina el campo de aplicación de la palabra” (Carrió, 1971, p. 29) (como por ejemplo: “calvo”, “hombre de edad madura”, “alto”, “bajo”). Nos enfrentamos pues al fenómeno de la “vaguedad de los lenguajes naturales”. Así, a esta “característica de vaguedad potencial que los lenguajes naturales necesariamente exhiben ha sido llamada por Waismann, ‘la textura abierta del lenguaje’” (CARRIÓ, 1971, p. 33)6.

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de la primera y segunda parte del libro fueron originalmente conferencias pronunciadas en los Cursos Internacionales de Temporada en la Universidad Nacional de Buenos Aires. La primera parte contiene una de sus primeras expresiones de análisis del lenguaje, en “Sobre los lenguajes naturales”. Y la segunda parte del libro, “Sobre la interpretación en el derecho”, que en parte desarrolla la polémica que sostuvo con SEBASTIÁN SOLER –autor de la Interpretación de la ley (1961, Barcelona: Ed. Ariel) y Fe en el Derecho (1956, Buenos Aires: TEA)–, polémica que continúa entre estos dos autores en SEBASTIÁN SOLER, Las palabras de la ley (1969, México: Fondo de Cultura Económica), y GENARO R. CARRIÓ, Algunas palabras sobre las palabras de la ley (1971, Buenos Aires: Abeledo-Perrot). Precisamente, H. L. A. HART pone en circulación, en su El concepto de derecho (1963), esta “textura abierta del lenguaje”, fenómeno que también se produce en el derecho: “La textura abierta del derecho significa que hay, por cierto, áreas de conducta donde mucho debe dejarse para que sea desarrollado por los Tribunales o por los funcionarios que procuran hallar un compromiso, a la luz de las circunstancias, entre los intereses en conflicto, cuyo peso varía de caso a caso”; y

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1.4. Las características del lenguaje natural, señaladas en el apartado anterior, se ponen en juego cuando se trata del problema de la “interpretación del derecho”. Así, Carrió inicia sus análisis afirmando: Espero que se me conceda sin necesidad de una elaborada demostración que las normas jurídicas, en cuanto autorizan, prohíben o hacen obligatorias ciertas acciones humanas, y en cuanto suministran a los súbditos y a las autoridades pautas de comportamiento, están compuestas de palabras que tienen las características propias de los lenguajes naturales o son definibles en términos de ellas (Carrió, 1971, p. 37).

En esta segunda parte Carrió inicia su polémica con Sebastián Soler (véase la nota 6). La conclusión de Carrió (1971) sobre el tema básico del trabajo jurídico y judicial es que “el derecho, o sea un orden jurídico determinado, tiene lagunas, en el sentido de que hay casos que no pueden ser resueltos con fundamento exclusivo en sus reglas o en alguna combinación de ellas” (p. 47). Pero como no se trata de diferenciar entre los “casos claros y los que (todavía) no lo son, tal vez sea mejor prescindir de ella y decir, simplemente, que el orden jurídico no es un sistema cerrado o finito, sino un ‘sistema abierto’” (1971, p. 49). La segunda conclusión que, según Carrió, debe ser asumida por los jueces es que tienen que poseer, además, una adecuada información de hecho sobre ciertos aspectos de la vida de la comunidad a que pertenecen, un conocimiento serio de las consecuencias probables de sus decisiones y una inteligencia alerta para clarificar cuestiones valorativas y dar buenas razones en apoyo de las pautas no específicamente jurídicas en que, muchas veces, tienen que buscar fundamento (1971, p. 49).

La tercera conclusión es que la función “creadora” de los jueces o intérpretes no se da por cuanto los casos sub iúdice “pueden estar, en una proporción importante, claramente comprendidos por el significado ‘natural’ de las reglas que reciben allí una aplicación, por así decir, ‘automática’” (Carrió, 1971, p. 20).

es en este terreno, “aquí en la zona marginal de las reglas y en los campos que la teoría de los precedentes deja abiertos, los tribunales desempeñan una función productora de reglas”; sin embargo, en Inglaterra, remarca Hart, “con frecuencia los Tribunales niegan cumplir tal función creadora e insisten en que la terea propia de la interpretación de la ley y del uso del precedente es, respectivamente, buscar la ‘intención del legislador’ y el derecho que ya existe” (pp. 168-169).

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En “Sobre los desacuerdos entre los juristas” (tercera parte de Notas…), Carrió pone el acento en los “problemas de lenguaje” en los siguientes términos: “Me ocuparé ahora de las controversias o desacuerdos entre los juristas, en la medida en que tales discrepancias están relacionadas con problemas de lenguaje”, donde por “juristas” incluye a “cultores de la dogmática jurídica”, “teóricos del derecho político”, y “filósofos del derecho”. Entre estos juristas “hasta se podría decir, sin pecar de exageración, que la mayor parte de las agudas controversias que, sin mayor beneficio, agitan el campo de la teoría jurídica, deben su origen a ciertas peculiaridades del lenguaje y a nuestra general falta de sensibilidad hacia ellas” (Carrió, 1971, p. 63). Aquí Carrió revela su clara posición antiesencialista del lenguaje, en el sentido en que “las palabras no tienen otro significado que el que se les da (por quien las usa, o por convenciones lingüísticas de la comunidad). No hay, por lo tanto, significados ‘intrínsecos’, ‘verdaderos’, o ‘reales’, al margen de toda estipulación expresa o uso lingüístico aceptado”. Y agrega lapidariamente: “es vana la tarea de ‘describir’ tales significados inexistentes; por esa vía no es dable alcanzar ninguna información valedera”. A esta posición Carrió la llama una “ilusión”: “la de que a cada palabra le corresponde un significado y sólo uno; la gran mayoría de ellas tiene una pluralidad” (1971, p. 67). Precisamente los juristas se mueven en este tipo de perplejidades, como cuando preguntan, por ejemplo, sobre la “naturaleza jurídica de una institución”, buscando esas “supuestas definiciones claves”. O como precisa Carrió: “en otros términos, pedimos que se nos destaque un hecho acerca de la cosa x del que se puede deducir todo lo que es verdad respecto de ella”, y eso es “lo que buscan los juristas […] cuando tratan de hallar, por encima o por detrás de las reglas del sistema, en cierto campo o sector la ‘naturaleza jurídica’ de una determinada institución” (1971, p. 74). Y este anhelo de los juristas crea una pseuda controversia y revela esa tendencia de “hallar un último criterio de justificación que valga tanto para los casos típicos como para los que no lo son”, y Carrió desecha este tipo de búsquedas de “naturalezas jurídicas” diciendo tajantemente: “Por supuesto que no hay tal cosa” (1971, p. 75). En 1961 el entonces joven jurista Eugenio Bulygin publica su monografía Naturaleza jurídica de la letra de cambio, en cuya presentación Carrió señala lo siguiente: “mientras que hablar de ‘obligación cambiaria’ es útil, no lo es hablar de la ‘naturaleza jurídica’ o de la ‘esencia’ de la obligación cambiaria” (Bulygin, 1961: 10). El propio Bulygin finaliza su monografía afirmando: “la

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búsqueda de la inexistente sustancia designada por el nombre ‘obligación cambiaria’, se basa en la vieja creencia de que detrás de toda palabra debe haber un ente, creencia cuyos resultados han sido por demás perniciosos, tanto en la filosofía, como en la jurisprudencia” (1961, p. 51). En esta línea se mueve la afirmación de que “los jueces crean derecho”; Carrió recalca que este tipo de expresión contiene una “alta dosis de carga emotiva” y por eso la afirmación de que “los jueces crean derecho (o su negación), tal como se da en la polémica que le sirve de contexto, pertenece a esa familia de expresiones”, cuando, por el contrario, dicha “divergencia” trata “básicamente de un desacuerdo de actitud”, y no como muchos se “empeñan en ventilar la controversia como si se tratara sobre una divergencia sobre lo que hacen los jueces” (Carrió, 1971, p. 89). Es decir, esta polémica “no tiende a describir el quehacer judicial sino que procura suscitar o promover ciertas reacciones” (1971, p. 86). 1.5. Notas sobre el derecho y lenguaje es un libro biográfico pues contiene, con detalles, el proceso de aprendizaje y divulgación de la etapa analítica de Carrió. El texto de las conferencias que forman el libro contiene 89 páginas, y las referencias bibliográficas 39 páginas. En el “Prefacio”, Carrió dice claramente: “Este es un trabajo de divulgación”. Todos los conceptos de los que Carrió hace uso en sus reflexiones están largamente expuestos en la transcripción de los párrafos de las obras de autores que le han servido de fuente intelectual para diseñar su versión analítica del lenguaje ordinario aplicada al lenguaje normativo. 1.6. La preocupación de Carrió por realizar una limpieza, por decirlo así, conceptual de la Teoría General del Derecho, se expresa con patente claridad en su Sobre el concepto de deber jurídico (1966)7. “Deber jurídico”, concepto cuyo uso y abuso es un tópico a lo largo del siglo XX, vinculado a una posición positivista kelseniana. Según Carrió “esta noción desempeña un papel prominente dentro de un aparato conceptual que resulta en gran medida inadecuado. Se trata de un concepto excesivamente general y tosco, que no sirva ya los propósitos teóricos o prácticos que, en el pasado, justificaron su adopción o empleo” (1966, p. 53). La “infecundidad” de este concepto tiene, según Carrió, tres causas: 1) a partir de criterios externos se intenta diferenciar el derecho de otros órdenes sociales, en particular frente

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La segunda parte del libro se publicó originalmente en italiano: “Sul concetto de obligo giuridico”, en, Revista de Filosofia (abril-junio, 1966, Taylor Editor, vol. LVII, núm. 2).

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al de la moral positiva; 2) otras nociones de mayor importancia y atención “quedan desdibujadas cuando no desfiguradas”, y 3) responde a un “modelo de sistema jurídico” estrechamente vinculado a “un tipo de organización social perimida: el Estado gendarme que con técnicas limitadas perseguía finalidades también limitadas” (Carrió, 1966, p. 54). Desde esta perspectiva, Carrió (1966) critica los conceptos jurídicos señalando claramente que “los teóricos generales del derecho deben descender al ruedo donde los juristas, con mayor o menor destreza y fortuna, lidian a diario con los más bravíos problemas de nuestra sociedad” (p. 55). Sorprendentemente, Carrió no absolutiza la visión analítica que él ha puesto a circular en la cultura jurídica argentina y reconoce que “sin abandonar la orientación analítica” se debe enfrentar a los problemas reales de la vida del derecho “usando métodos más refinados”, de modo que esta revisión del aparato conceptual del derecho todavía dominante “nos muestre cómo los juristas, aguijoneados por las preocupaciones y las necesidades del presente, han ido introduciendo modificaciones importantes, aunque no suficientemente percibidas” (Carrió, 1966, p. 55), Y el camino para esta revisión conceptual encuentra una buena guía en la obra de Hart, El concepto de derecho. 1.7. En 1969 Carrió centra su atención en el esclarecimiento de dos conceptos básicos de la teoría y práctica jurídicas: el de los “principios” tal como se “usa típicamente en los contextos jurídicos prácticos (sentencias, escritos forenses, críticas del derecho en vigor) y en contextos jurídicos teóricos de primer nivel (descripciones del derecho vigente en una comunidad)” (Carrió, 1990, p. 8-9)8; y de “positivismo jurídico” en el contexto polémico que pone en juego Ronald Dworkin en su crítica al positivismo. La particularidad del análisis de Carrió deja ver una práctica analítica al uso: “una utilización de modelos no jurídicos” para “ayudar a ver con claridad dificultades que no sabemos o no podemos superar en el campo del derecho”, y, en este caso, Carrió utiliza el modelo del juego, en especial del fútbol. En este breve libro se muestra bien el proceso de esclarecimiento analítico del concepto de juego “en el lenguaje ordinario” (Carrió, 1990, p. 33), y deja ver la novedad y la ruptura con los hábitos dogmático jurídicos que caracterizan a la práctica del derecho al uso.

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También publicado en GRACIA, J. J. E., RABOSSI, E., VILLANUEVA, E., & DASCAL M. (1985, pp. 55-74).

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1.8. En 1973 se produce un giro muy significativo en la trayectoria de Carrió como jurista analítico del lenguaje ordinario, que él mismo señala: Existe una diferencia básica entre Notas sobre derecho y lenguaje, libro, como dije, influido por el análisis del lenguaje ordinario y la monografía Sobre los límites del lenguaje normativo, en la medida en que el objeto principal de este último fue procurar esclarecer el sentido de la expresión “poder constituyente originario” que no pertenece al lenguaje ordinario sino al lenguaje técnico de los constitucionalistas y de los politólogos (Nino, 1990, pp. 347-348).

El libro tiene dos partes: la primera trata de los límites internos del lenguaje normativo, sus presuposiciones contextuales y sobre los límites externos del lenguaje normativo; la segunda parte la conforman un conjunto de notas y comentarios (Carrió, 1973)9. La idea de los límites del lenguaje normativo apunta bien a algo que “hemos ignorado o desatendido”, y hace sensible al jurista de los “sinsentidos” que pueden producirse cuando se transgreden esos límites del lenguaje, es decir, de un uso determinado del lenguaje (Carrió, 1973, p. 14). La expresión “lenguaje normativo” designa un campo semántico del lenguaje que usamos para realizar actos tales como prohibir, autorizar, ejercer críticas de cierto tipo, excusar, justificar, atribuir o reconocer derechos, afirmar que alguien tiene (o no tiene una competencia), un deber, un derecho, una responsabilidad, imponer deberes u obligaciones; afirmar que algo hecho por alguien es (o no es) una transgresión o que merece (o no) un premio o un castigo, etcétera (Carrió, 1973, p. 19).

El mal uso de este lenguaje normativo puede producir “distintas formas de sinsentido”, en un sentido amplio de esta palabra, que incluya lo disparatado o lo absurdo” (Carrió, 1973, p. 20). Precisar este fenómeno lingüístico es importante porque ayuda a delimitar, desde fuera, el área dentro de la cual el lenguaje normativo puede usarse, por decirlo así “en serio” y con eficacia, y fuera de la cual, para repetir una

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La primera parte del libro contiene 58 páginas y la segunda parte 37 páginas. Mantiene, como en Notas sobre el derecho y lenguaje, esa impronta de divulgación. En las Notas y Comentarios describe su lectura de las obras que sirven de fuente para sus reflexiones. En estos dos libros CARRIÓ pone ante los ojos del lector las fuentes bibliográficas inmediatas que influyeron en su formación de jurista orientado hacia el análisis de los conceptos jurídicos desde la visión analítica.

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metáfora conocida, se va de vacaciones y empieza a operar locamente como una turbina que girase en el aire fuera de sus engranajes (Carrió, 1973, p. 20).

Aquí Carrió se ocupa del lenguaje normativo “a secas”, a través de un ejemplo que tiene que ver con el derecho (1973, p. 20). Carrió habla de la sensibilidad lingüística para detectar formas de sinsentido en el uso del lenguaje como “cuando uno usa una herramienta lingüística que sirve para ciertos fines y quiere hacerle servir un fin, emparentado con esos otros, para el que ella no es idónea”, como cuando intentamos justificarnos alegando excusas, algo que hacemos con frecuencia cuando no tenemos razones de justificación. Carrió pone el ejemplo de un noble venido a menos que roba en los comercios y al ser sorprendido in fraganti alega al dependiente “no me incomode, Señor, ¡Sepa Usted que soy cleptómano declarado tal por la Facultad de Medicina de París!” (1973, p. 22). Hay pues “presuposiciones contextuales” para que el lenguaje normativo se use con propiedad; hay ciertas reglas que se deben cumplir para que el uso normativo del lenguaje se realice plenamente, es decir, que se use con sentido. Por otro lado, hay límites externos para el uso del lenguaje normativo. El ejemplo que Carrió utiliza es, sin duda, tomado de la realidad en la vida social y política de los países latinoamericanos de la época. Carrió (1973) relata que una mañana llegó a su bufete y la secretaria le informa que unos señores X, Y y Z, han pedido hora para hacerles, los tres juntos, una consulta […] los recién llegados informan al doctor K (quien goza de merecido prestigio) que son militares de muy alta graduación y que ocupan puestos claves en las estructuras castrenses del país. Luego le anuncian que todas las fuerzas armadas, sin exclusión, están complotadas en un movimiento revolucionario, que estallará esa misma noche, para derrocar al gobierno. Tienen, dicen, un programa popular que les asegurará el consenso de la gran mayoría de la población. Desean saber si de acuerdo con el derecho vigente en el país poseen atribuciones para sustituir al gobierno por uno nuevo. Desean saber, además, y les interesa mucho conocer la opinión del doctor K al respecto, si tienen atribuciones para reformar una serie de cláusulas de la Constitución hasta ese momento vigente, porque consideran que el éxito del programa popular que se disponen a implementar exige esas reformas (pp. 29-30)10.

10 El relato del ejemplo que expone Carrió no era inusual por esos tiempos en América Latina, en que la mayoría de países de la región experimentaban frecuentes intentos de “golpes de Estado” de diferentes signos, desde golpes militares “revolucionarios”, como el que llevaron a cabo las

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Uno de los concursantes precisa: “lo que queremos saber es si ahora tenemos competencia o atribuciones para hacer lo que pensamos hacer. Esto es, instaurar un nuevo gobierno y modificar la Constitución, todo ello por vía revolucionaria” (1973, pp. 29-30). Carrió (1973) procede conforme a la visión analítica preguntándose ¿qué quieren decir los señores X, Y y Z cuando hacen la pregunta al doctor K? Y la respuesta es que se trata de saber sobre “la existencia o inexistencia de atribuciones para realizar ciertos actos normativos –instaurar un nuevo gobierno, reformar la Constitución– y, corolario de lo anterior, de la validez o invalidez de los actos que realicen y de las normas que dicten en ejercicio de esas pretendidas atribuciones” (p. 31). Y, obviamente, desde el punto de vista del sentido normativo al doctor K “le parece que hay algo incongruente en la idea de que un orden normativo pueda conferir atribuciones para que lo sustituyan por la fuerza” (1973, p. 31)11. Carrió analiza estas pretensiones, pues el límite del sinsentido parece obvio: una respuesta de carácter analítico tendría que mostrar la falacia implícita en la consulta y se necesitaría no una respuesta “jurídica” del tipo que esperan los consultantes, sino un curso de análisis del lenguaje para hacerles sentir que el uso del lenguaje que hacían alteraban los límites del lenguaje normativo. El quid del asunto es el concepto normativo de “competencia”, del “poder constituyente originario”, y “competencia” es un concepto que solo funciona “informativamente dentro de un orden normativo cuya existencia es presupuesta al afirmar que alguien tiene una competencia”, y, por eso,

fuerzas armadas del Perú entre 1968 y 1975 y que, afirmaban, no era de vocación “ni capitalista ni comunista”, y el golpe militar de las fuerzas armadas chilenas, de clara y violenta orientación “anticomunista”, en 1973. Mientras en Argentina, en plena violencia del gobierno militar, se desarrollaba una reflexión analítica sobre el Derecho, en buena parte de los países de la región (también incluida Argentina) se auspiciaba, desde los Estados Unidos de América, una estrategia política para contener los movimientos revolucionarios de corte cubano, y se promovía un programa de “Derecho y Desarrollo”, o también llamado “Derecho y Cambio Social”, cuyo centro académico era la Wisconsin University, que desarrollaba una orientación pedagógica en la Enseñanza del Derecho teniendo en cuenta el “método de casos”. Hay que resaltar que tanto en la Argentina, como en el resto de los países de la región (Venezuela, Perú, Ecuador, Colombia, Brasil, Chile), el “análisis del Derecho” tenía visiones divergentes, que, nos parece, deben ser objeto de una historia de las ideas jurídicas en América Latina. 11 “La falacia que vislumbra el doctor K es una auténtica falacia filosófica. Consiste en derivar una prescripción (lato sensu) de premisas puramente descriptivas”. Se conoce como el paso del “es” a “deber”, y recibe el nombre de falacia naturalista, que puso a circular David Hume (1711-1776) en su célebre obra Tratado de la naturaleza humana (libro tercero, pp. 469-470).

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usar el concepto de competencia fuera de esas condiciones –esto es, para referirse a una supuesta competencia ilimitada y total– es usar el concepto de competencia más allá de los límites dentro de los cuales ese concepto puede integrar expresiones lingüísticas usadas “en serio”, con fuerza informativa, prescriptiva, justificatoria, etc., según sea el acto lingüístico de que se trate (Carrió, 1973, p. 49).

Carrió hace ver dos posiciones frente a los límites del lenguaje normativo que, en el caso del “poder constituyente originario”, resulta no ser una “herramienta útil para la teoría constitucional” pues revienta, por decirlo así, los límites y el “lenguaje cesa de operar con sentido”. Tal concepto busca “una fuente única, ilimitada y suprema, de toda normación jurídica y de toda justificación jurídica”, y que está “más allá de nuestras posibilidades de conocimiento y expresión”. Por el contrario, señala Carrió (1973), el concepto de poder constituyente originario tiene en cambio una vital importancia práctica si se le conecta con la idea de que no hay otro titular del poder constituyente que el pueblo –y esa es una idea de difundido arraigo a esta altura de nuestro siglo–, el concepto en cuestión con toda la carga emotiva que le es propia, integra un cuadro o pintura de la organización social apto para promover la ideología democrática y para mover a los hombres a difundirla (pp. 57-58)12.

1.9. Dos años antes, en 1971, Genaro Carrió y Eduardo Rabossi publican la traducción castellana de la obra clásica de John L. Austin How to do things with words, con el título Palabras y acciones. Cómo hacer cosas con palabras (Austin, 1971). Ambos traductores escribieron una “nota preliminar” que constituye una sucinta presentación de la filosofía de Austin, conocido como militante de la denominada “filosofía del lenguaje ordinario”. Para Austin, el lenguaje que usamos debe ser un lugar de análisis para evitar las trampas del lenguaje, y de aquí el afán clarificador sobre lo que queremos decir. El lenguaje ordinario es “la primera palabra”, y según los traductores, Austin puede haber admitido que: a) las distinciones –nítidas o borrosas– que encontramos en el lenguaje ordinario reconocen por lo general una razón de ser que, llegado el caso, puede y debe explicitarse; b) el lenguaje ordinario constituye el punto de partida para todas las incursiones lingüísticas y “conceptuales”, así como la piedra de toque para

12 Este tema tuvo repercusiones en el ámbito de los juristas analíticos argentino. Véase NINO (1985).

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apreciar los logros de ellas, toda vez que las sutilezas y refinamientos que se alcancen no pueden estar divorciados del lenguaje natural; c) el lenguaje natural debe ser complementado y mejorado , si hace falta, según la naturaleza del interés que nos guía, y d) si bien la investigación del lenguaje ordinario puede constituir un fin en sí mismo –y por cierto para Austin lo fue en gran medida– no debe olvidarse que cuando se le practica no se “miran” solamente las palabras “sino también las realidades para hablar acerca de las cuales usamos las palabras”. De tal manera, en todo momento “estamos empleando una conciencia agudizada de las palabras para aguzar la conciencia que tenemos de los fenómenos, aunque ellas no sean los árbitros definitivos de estos últimos” (Austin, 1971, p. 20).

Y aclaran los traductores, “queda en claro, pues, que es inexacto atribuir a Austin la pretensión de canonizar el lenguaje ordinario y de despreciar el lenguaje técnico. El lenguaje ordinario no es la última palabra, pero es –sin duda– la primera, y, como tal, la imprescindible” (1971, p. 20). El otro aporte importante del trabajo de Austin que resaltan los traductores es el estudio de las “expresiones realizativas”, que le permitió el “bosquejo de una teoría especial de los actos lingüísticos” (1971, p. 29). Tales expresiones se oponen a las expresiones descriptivas (o constatativas) y poseen la siguiente particularidad: al pronunciarlas en ciertas circunstancias llevamos a cabo una acción que no debe confundirse con la acción de pronunciarlas. Hacemos algo más que decir algo (por ejemplo “prometo devolver el libro mañana”). El algo más es la acción de prometer. Desde un punto de vista gramatical, tales expresiones se caracterizan, típicamente, por la presencia de un verbo en la primera persona del singular del presente indicativo, voz activa (Austin, 1971, p. 30).

La recepción de la obra de Austin en América Latina fue importante en la constitución de grupos académicos que siguieron la línea de la filosofía del lenguaje ordinario de tradición oxoniense13.

13 Las versiones española y francesa de la obra de AUSTIN (1970, Quand dire c’est faire, versión francesa de How to do things with words –Gilles Lane, trad.–. París: Editions du Seuil) coinciden en el tiempo, momento en que la influencia analítica llegaba con fuerza a la cultura filosófica europea continental y a América Latina. La novedad de esta escuela analítica y el interés de Carrió de fomentarla se revela en sus dos obras Notas sobre derecho y lenguaje y Sobre los límites del lenguaje normativo, en las que las notas bibliográficas (extensos párrafos) y comentarios “procuran aclarar cosas que quedaron oscuras o hacer explícito el criterio seguido en el tratamiento de algunos temas” (CARRIÓ, 1971, p. 92). El gran interés por la orientación filosófica analítica del lenguaje ordinario en Argentina puede leerse en EDUARDO RABOSSI (1985, pp. 25-32). Hay que resaltar el hecho cultural del desarrollo de la filosofía analítica del lenguaje ordinario alcanzado, expresada

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1.10. Carrió reitera la importancia de la filosofía del lenguaje en su artículo “Nota sobre la visita de Alf Ross”, rememorando esa vista a Buenos Aires, en el que reitera la necesidad de distinguir la diversidad de usos del lenguaje, recalcando que el uso prescriptivo “está lleno de sentido”, y su no reducción a “proposiciones o términos descriptivos”. Llegados a este punto, hay que volver a leer los epígrafes 0.3 y 0.4 que encabezan este trabajo. ¿Cómo explicar el “desencanto” de Carrió respecto de la utilidad del lenguaje ordinario para “resolver o disolver problemas filosóficos profundos”? De lo que no hay duda es que a Carrió le sirvió para dilucidar los problemas que se suscitan en la interpretación judicial del derecho y en las disputas o seudodisputas de los juristas. Desconocemos si en la última década de vida de Carrió (1987-1997) el entusiasmo por los análisis conceptuales bajo la lupa del lenguaje ordinario se vio sobrepasado por lo que él mismo llamaba “problemas filosóficos profundos” (Carrió, 1960, p. 205). Pero este posible desencanto no es, en todo caso, extraño a la valoración que se ha hecho de la filosofía analítica del siglo XX. Así, Avrum Stroll (2000) inicia su libro afirmando: “La historia de la filosofía analítica del siglo XX está marcada por la rapidez con la que diferentes movimientos han surgido, alcanzado su culmen, perdido su vigor, envejecido y, a la postre, se han desvanecido” (p. 1). Carrió y sus amigos de Buenos Aires habrían seguido ese desarrollo analítico durante las décadas de 1950, 1960 y 1970. Hoy, recalca Stroll, “la filosofía del lenguaje común tienes menos practicantes que a finales del siglo XX”. Sin embargo, según Stroll (2000), la “teoría de los actos de habla” sigue “siendo una cuestión viva en la lingüística y en la filosofía hoy en día” (pp. 210-211)14.

en varias importantes obras publicadas en esos años. Para una encomiable valoración véase de MANUEL ATIENZA (2009), quien dice que “Argentina, Buenos Aires, fue y sigue siendo uno de los centros mundiales de la filosofía del Derecho”, y califica a Buenos Aires como “Atenas de Sudamérica”: “Ha sido la Atenas del mundo iusfilosófico latinoamericano durante las últimas décadas y, en mi opinión, debería, en el inmediato futuro, incrementar ese papel” (pp. 21-22). 14 No está fuera de contexto señalar que el interés de Carrió por la búsqueda de fuentes culturales no solo se debió a influencias recibidas de su entorno cultural, sino al hecho, remarcado por él mismo, de su intensa experiencia de jurista práctico. En la misma época circulaban en el ambiente universitario internacional, y en Argentina en particular, otras corrientes que tenían como centro de análisis el lenguaje; así, por ejemplo, en Argentina se publica, en 1962, la traducción española del clásico libro de CHARLES MORRIS, Signos, lenguaje y conducta, traducido por JOSÉ ROVIRA ARMENGOL, editado por la Editorial Losada S.A. de Buenos Aires, cuya edición original en inglés es de 1946 (Signs, language and behaviour. New York: Prentice Hall, Inc.). El primer párrafo de este libro dice: “La tarea de comprender y usar con eficacia el lenguaje y otros signos nos solicita hoy

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No hay que olvidar que el interés de Carrió por las perplejidades del lenguaje no viene directamente de un trabajo filosófico, sino de la experiencia directa con el lenguaje normativo utilizado por legisladores y jueces, y en la práctica interpretativa de la ley en contextos judiciales ordinarios. Por eso, Carrió precisa: No me considero un investigador de filosofía jurídica. Casi todos mis aportes se ubican en áreas próximas a la praxis del derecho o han sido suscitados por ella. Tal circunstancia está obviamente relacionada con el hecho de que durante cerca de cuarenta años he ejercido intensamente la profesión de abogado (Carrió, 1984, p. 49).

Su inclinación por la reflexión sobre la práctica jurídica lo llevó a considerar las dificultades de los jóvenes abogados, y en tono de guía profesional escribió su Cómo estudiar y argumentar un caso. Consejos elementales para abogados jóvenes, preocupado por los “estudios de casos”, de modo que se entienda que las reglas jurídicas se apliquen en el contexto de cada caso concreto (Carrió, 1987)15. con insistencia. Abundan en obras populares y técnicas las discusiones acerca de la naturaleza del lenguaje, de las diferencias de los signos en los animales y el hombre, de la diferenciación entre el discurso científico y los otros tipos de discursos que aparecen en la literatura, la religión, o la filosofía, y de las consecuencias del uso adecuado o no de los signos en las relaciones personales o sociales” (1962, p. 7). MORRIS hace una clasificación de los “tipos mayores de discurso” a partir del modo dominante por significar como por su empleo primario”; y el discurso legal es clasificado como modo “designativo-incitativo”. El discurso legal “designa los modos como una comunidad dada se ha comprometido a actuar en el caso de que los miembros de tal comunidad se conduzcan de cierta manera”; y es incitativo porque “se propone inhibir o alentar al individuo en aquellos actos que algún grupo social intente regir por medio de la aplicación de su poder organizado” (1962, pp. 149-150). Este libro forma parte de la obra de Morris Foundations of the theory of signs, cuya primera parte apareció en 1938 como el número 2 del volumen de la International Encyclopedia of United Science. University of Chicago Press, y constituye un aporte fundamental para la constitución de la semiótica moderna. Fue Morris quien reimpulsó la clásica tripartición de la semiótica en semántica, sintáctica y pragmática, definida esta última como el estudio de “el uso y efectos de los signos dentro de la conducta total de los intérpretes de los signos” (MORRIS, p. 241). Otra obra fundacional de la semiótica por la década de 1940 es la de FELIX E. OPPENHEIM, “Outline of a logical analysis of law” (publicada en Philosophy os Science, núm. 1, 1944, pp. 142-160; cuya versión castellana se debe a CARLOS S. NINO: “Lineamientos de un análisis lógico del Derecho”, Cuadernos de Metodología y Filosofía del Derecho, núm. 4, Oficina Latinoamericana de Investigaciones Jurídicas y Sociales. Facultad de Derecho. Universidad de Carabobo, Valencia, Venezuela, 1980). Para un panorama de la semiótica jurídica, véanse CARRIÓN (1982; 1986) y JACKSON (1985). 15 Tomo la noticia de este libro, que no he podido encontrar, de JULIÁN FERNANDO TRUJILLO, “Cómo argumentar razonablemente un caso”, recuperado de https://cambiogeneracional.files.wordpress. com/2012/08/genaro_carrio.pdf

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ii 2. En 1984 Carrió anunciaba su esperanza (véase el epígrafe 0.2) por el tema de “fundamentación de los derechos humanos”, época en que ya estaba ejerciendo la presidencia de la Corte Suprema de Justicia de Argentina y a poco tiempo de haber terminado el régimen represivo militar. Desconocemos si este tema fundamental fue motivo de largas disputas y de trabajos específicos de Carrió. Pero es resaltante el hecho de que, tres años más tarde, su amigo Eduardo Rabossi replicara con una posición exactamente contraria a la de Carrió. Para Rabossi, “no existe, en realidad, un auténtico problema filosófico de los derechos humanos”, porque “tal problema, de existir, ha sido cancelado al emitirse la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Esa Declaración expresa, positivamente, un acuerdo universal acerca de un ideal común de la humanidad”; así “no hay, pues, problema de fundamentación. Hay sí problemas –enormes problemas–, de efectivización y de protección. Un tema crucial en este punto, es el de la aptitud de un sistema político-socioeconómico universal para favorecer esa efectivización. La cuestión no es filosófica, sino política y jurídica” (Rabossi, 1987, p. 155; y Carrión, 1994, pp. 119-145). Y otro amigo de Carrió, Eugenio Bulygin, interviene en el tema afirmando que todo lo que se debe hacer tiene directamente que ver con la “positivización” de los derechos humanos, aunque es políticamente peligroso crear la ilusión de seguridad, cuando la realidad es muy otra. Si no existe un derecho natural o una moral absoluta, entonces los derechos humanos son efectivamente muy frágiles, pero la actitud correcta no es crear sustitutos ficticios para tranquilidad de los débiles, sino afrontar la situación con decisión y coraje: si se quiere que los derechos humanos tengan vigencia efectiva hay que lograr que el legislador positivo los asegure a través de las disposiciones constitucionales correspondientes y que los hombres respeten efectivamente la constitución (Bulygin, 1987, p. 84).

Una controversia entre lo sostenido por Carrió y la posición de Rabossi y Bulygin sobre el punto no parece –hasta donde conocemos– haberse desarrollado. El contexto de tal disputa habría sido la experiencia política jurídica de esos intensos años de represión militar de la República Argentina y de sus procesos políticos posteriores.

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iii 3. El epígrafe 0.7, en el que Carrió expresa su posición respecto de la “separabilidad del Derecho y la Moral”, sí tuvo una directa respuesta por parte de Carlos S. Nino. Carrió cita su respuesta a Nino en un trabajo por publicarse en un “volumen de homenaje a Norberto Bobbio” (Carrió, 1984, p. 50) que, lamentablemente, no nos ha sido posible consultar. Nino en su obra póstuma Derecho, moral y política. Una revisión de la teoría general del derecho, afirma con claridad: “la tesis central de esta monografía es que el derecho es un fenómeno esencialmente político, es decir, que tiene relaciones intrínsecas con la práctica política. Alguna de estas relaciones son directas, y otras se dan a través de la moral” (Nino, 2014, p. 15). A esta tesis Nino la llama la “no insularidad del discurso jurídico justificatorio” (Nino, 2014, p. 195). Estos dos temas suponen tesis centrales que, seguramente, requieren largas e intensas disputas en el contexto histórico de la vida política y jurídica argentina, en el período que cubre de la década de 1970 a la actualidad.

iv 4. Los epígrafes 0.5 y 0.6 señalan que la primera perplejidad respecto del fenómeno político denominado “democracia” sugiere, según Carrió, un uso emotivo del término; y, por ello, no es una expresión lingüística que transmita un significado descriptivo. Hasta donde conocemos, Carrió retoma el análisis del concepto “democracia” desde una perspectiva diferente a sus trabajos de aplicación del análisis del lenguaje ordinario. Aunque observa, en primer lugar, el oscuro significado del término, la “forma democrática de gobierno” adquiere ribetes diferentes en su “Democracia y poder judicial”, artículo de 1988, época en que había tenido la experiencia jurídico-política de haber sido presidente de la Corte Suprema de Justicia (1983-1985) (Carrió, 1989/1990, pp. 249-269). Para Carrió hay regímenes democráticos maduros que se caracterizan por el “diálogo racional” y la “eficiencia en la acción”, e inmaduros, que practican la “demagogia”, el “estruendo irracional”, y el “desborde verbal”; uno y otro se diferencian en sus procedimientos para resolver los conflictos sociales. La democracia moderna lleva “consigo esencialmente […] la posibilidad de corregir sin derramamiento de sangre sus propios errores, de ir superándolos en la práctica, por el ejercicio de las instituciones que los conforman y –sobre todo– porque tiene fundamentalmente

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en mira establecer y asegurar a los hombres el valor supremo de la libertad” (1989/1990, p. 249). El artículo no puede dejar de reflejar “con alborozo el restablecimiento de la democracia operado a fines de 1983, tras largos años de cruel dictadura militar”. En contraste con esta experiencia política, Carrió rescata los valores perdidos de la democracia moderna: el “valor de la justicia, esto es, del Poder Judicial”, “los derechos humanos”. Aclara la diferencia entre “liberalismo político” y el “económico”; pero ocurre, hay que señalarlo, que no pocos entre quienes se autocalifican de liberales tienen principalmente, si no exclusivamente en mira el liberalismo económico y se muestran poco sensibles frente a los derechos humanos propios del liberalismo político. Tal ha sido y es el caso en nuestro país de algunas personas que se dicen liberales y que estuvieron y están muy dispuestas a restarle importancia a los gruesos atropellos a los derechos humanos perpetrados por la última dictadura militar que agobió a nuestra infortunada tierra (Carrió, 1989/1990, pp. 254-257).

Así, los liberales económicos “parecen haberse adueñado del rótulo ‘liberal’ (sin aditamento) y esa palabra, en boca de ellos, es portadora de supremo encomio” (1989/1990, pp. 254-257). Para Carrió (1989/1990, pp. 256-257), por “democracia” concebiblemente ha de entenderse […] toda forma de gobierno representativo, con autoridades directas o indirectamente electivas (libre creación autónomas de normas) que consagra: a) un liberalismo razonablemente amplio que comprenda los principales derechos civiles y políticos aunque no necesariamente todos los que son dignos de tutela; y b) libertades económicas razonablemente limitadas por la necesidad de ordenar la economía de la comunidad,

c) que afirme la igualdad de todos los hombres, con exclusión de clases, castas o grupos privilegiados “como centros de poder que reclaman privilegios especiales que los colocan por encima de las leyes y los gobiernos, que el gobierno es un simple agente del pueblo y es responsable ante él de su administración y gestión”, y la “existencia necesaria de tres departamentos de gobierno, limitados y combinados, que desempeñan, por mandato y como agentes del pueblo, los poderes Ejecutivo, Legislativo y Judicial”. Una democracia viable facilita el trabajo de un Poder Judicial independiente (Carrió, 1989/1990, pp. 256-257). Desconocemos si este trabajo de Carrió fue el último de su reflexión y análisis, o si desarrolló en conferencias (su especial manera de expresar sus

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ideas) en artículos o libros publicados después de 1988. Desde su primer trabajo de tendencia analítica del lenguaje ordinario hasta sus tesis sobre democracia y poder judicial, hay dos temas centrales que caracterizan esta visión del derecho de Carrió: la experiencia de la vida del lenguaje normativo jurídico y su insistencia en la práctica real del derecho a través de la interpretación de los casos concretos judiciales. Lo que nos ha enseñado Carrió es que la crítica del derecho no es solo de la teoría sino, sobre todo, de su práctica. La tarea del juez, es decir del Poder Judicial, según Carrió, adquiere la dimensión de ser una actividad que “colma lagunas” del derecho por la “ausencia de soluciones” y “todo ello a través del fenómeno de la jurisprudencia como fuente del Derecho” (1989/1990, p. 263).

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Roque Carrión

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capítulo 2

Carrió y la filosofía analítica del derecho* e s t e ba n p e r e i ra f r e d e s **

introducción Genaro R. Carrió fue, sin lugar a dudas, uno de los representantes más descollantes de la filosofía analítica del derecho en el ámbito hispanoparlante del siglo pasado. Su legado tiene una trascendencia que sigue vigente hasta nuestros días. Sin embargo, ¿en qué sentido Carrió fue genuinamente un iusfilósofo analítico? Quizá el puñado de observaciones que es necesario tener presente para ensayar una respuesta a este interrogante abra diferentes flancos de análisis que no solo den cuenta de su efectiva pertenencia a la teoría jurídica analítica, sino que también digan algo relevante acerca de esta tradición en filosofía del derecho. Este trabajo tiene por objetivo proporcionar algunas consideraciones que iluminen la conexión entre la obra de Carrió y la filosofía analítica del derecho, ofreciendo pistas acerca de la composición compleja y del actual posicionamiento de esta esfera de reflexiones en filosofía jurídica. En la primera sección será revisada buena parte del pensamiento de Carrió a la luz de la filosofía analítica del derecho, tanto en su desempeño teórico como en su rol de divulgador que de ella ejerció. En la segunda sección, en tanto, se presentarán rasgos distintivos que posee la tradición analítica de la filosofía del derecho y será analizada la pertinencia de esa lectura con la manera en que Carrió pensó la teoría jurídica analítica. En la tercera sección, finalmente, serán apuntadas ciertas observaciones respecto de la posición de Carrió en el reciente estadio de autocomprensión de la filosofía analítica del derecho, a la luz de la distinción entre la naturaleza y el concepto de derecho.

I. carrió como analítico y divulgador Las coordenadas de la obra de Genaro R. Carrió la sitúan, como es sabido, en el contexto de la filosofía analítica del derecho. Su conexión con esta tradición en filosofía del derecho obedece tanto a cuestiones de orden conceptual como institucional. Desde el prisma institucional, Carrió formó parte del grupo que ha sido identificado con la etiqueta de “Escuela * **

Agradezco los valiosos comentarios y sugerencias que efectuó David Sierra Sorockinas a una versión anterior de este trabajo y, en especial, por su generosa invitación a colaborar en esta obra. Profesor de Teoría del Derecho y Derecho Privado en la Facultad de Derecho de la Universidad Adolfo Ibáñez. Estudiante de Doctorado en Derecho en la Universidad de Girona. Correos electrónicos: [email protected] y [email protected] 57

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Analítica de Buenos Aires”, de acuerdo con la expresión célebremente acuñada por Antonio Martino (1977, pp. 171-173). Dicha denominación hace referencia al conjunto de autores que protagonizaron buena parte del escenario de la teoría del derecho argentina en particular y latinoamericana en general, durante la segunda mitad del siglo XX. Ahí coincidieron, entre otros, Ambrosio Gioja, Roberto Vernengo, Ernesto Garzón Valdés, Eduardo Rabossi, Carlos Alchourrón, Eugenio Bulygin, Ricardo Guibourg, junto con los ya mencionados Antonio Martino y Genaro Carrió. La formación y los intereses intelectuales de este último se forjaron a partir del influjo de la Teoría Egológica del Derecho de Carlos Cossio y las enseñanzas que recibió de Ambrosio Gioja. Como el propio Carrió reconocería, el impacto de ambos maestros se debió a motivos distintos: mientras que el primero llamó su atención por la profundidad de su ambicioso proyecto teórico, el segundo lo hizo por su absoluta dedicación a la vida y reflexión académica, pese a que ello, a diferencia del fecundo legado de Cossio, no se vio reflejado en una producción bibliográfica de importancia1. Una arista que debe concentrar nuestro interés es la diversidad de autores que son conjuntamente enlistados en la Escuela Analítica de Buenos Aires. De ellos se desprende un panorama variopinto de preocupaciones, reflexiones y, por supuesto, metodologías que en ocasiones se encuentran en complementación y otras tantas en patente contraposición. Más allá de la agrupación común de ese cúmulo de autores bajo la filosofía analítica, como se verá, las tensiones y desacuerdos existentes entre ellos son un reflejo de la diversidad, contrastes y déficit de una identidad compartida que caracterizaron desde sus inicios a la filosofía analítica y fue replicado en la filosofía analítica del derecho. Aun cuando las obras de Alchourrón y Bulygin, así como la de Carrió, sean indistintamente calificadas como pertenecientes a la reflexión jurídica analítica, no lo son por razones similares ni tampoco admiten ubicárseles en el mismo costado de la vereda teórica. Volveremos sobre estas consideraciones en la segunda sección de este trabajo. Con todo, existe un elemento significativo que es ineludible tener presente al momento de evaluar la ubicación de Carrió en el marco de la filosofía 1

La admiración de Carrió por Gioja está de manifiesto en las palabras con que el primero prologó el homenaje brindado al último. Véase CARRIÓ (1976, pp. xiii-xvi). En sintonía con ello, pueden consultarse las líneas que Carrió dedicó a Cossio en CARRIÓ (1989). Un conciso y significativo repaso de la influencia de Carrió en la filosofía del derecho de la Argentina está en BULYGIN et al. (1983, pp. 7-9).

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analítica del derecho: su relación con H. L. A. Hart2. Este vínculo permite delinear el tránsito entre las cuestiones institucionales y conceptuales por las cuales es apropiado analizar su pensamiento según los cánones de la filosofía analítica. Una gruesa parte de la relevancia de Carrió en la teoría del derecho hispanoparlante está asociada a las traducciones que efectuó de trabajos de Hart. En primer lugar, el conjunto de ensayos hartianos que fue compilado en Derecho y moral: contribuciones a su análisis de 1962 y la principal obra de Hart, El concepto de derecho, originalmente publicada en 1963. Un año más tarde, Carrió emprendió viaje al Reino Unido para enrolarse en la Universidad de Oxford con el propio Hart de supervisor. Antes de ello, el contacto entre ambos fue únicamente a partir de correspondencias, gracias a las cuales Carrió consiguió la autorización de Hart para traducir sus ensayos y este sugirió la traducción de The Concept of Law, porque “concebiblemente podía ser de interés para los lectores de habla española” (Nino, 1990, p. 346). En 1968 regresó a Oxford y nuevamente estuvo bajo la supervisión de Hart. La estrecha conexión entre ambos y el franco aprecio recíproco fue significativo, de ahí que Nicola Lacey observa que Carrió “ocupó un lugar especial en el universo de Herbert” (Lacey, 2004, p. 264). Según lo confiesa Carrió, con anterioridad a la publicación de El concepto de derecho, él ya se consideraba un adherente a la filosofía del lenguaje ordinario (Nino, 1990, p. 346). De modo que su estadía en Oxford junto con Hart tuvo la finalidad de refinar su conocimiento sobre tal perspectiva y examinar su rendimiento en teoría jurídica bajo el alero hartiano. Desde luego, el contacto con este agudizó su interés por el análisis lingüístico en los asuntos jurídicos y ello fue plasmado en obras posteriores a dicha traducción, como ostensiblemente ocurre en el clásico Notas sobre el derecho y lenguaje, cuya fecha original de publicación es 1965, y en Recurso extraordinario por sentencia arbitraria, de 1967. Acerca de este último, Carrió señaló que “el (escaso) aparato teórico que exhibe el libro es de inspiración analítica. Más precisamente, acusa la influencia de la llamada filosofía del lenguaje ordinario en su variedad oxoniense” (Carrió, 1984a, p. 49). Su afinidad con la filosofía del lenguaje ordinario o cotidiano, que fue desarrollada en Oxford desde mediados del siglo XX, está patente en el estudio preliminar que junto con Eduardo Rabossi formularon para la traducción

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Sobre el contexto intelectual en el cual se forjó la teoría jurídica de Hart, véase PANNAM (1963, pp. 379-402).

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conjunta en castellano de How to do Things with Words de John L. Austin. La obra apareció en 1962 y con esta se otorgó un impulso decisivo en la introducción de los estudios analíticos del lenguaje ordinario en el contexto jurídico de habla hispana. En dicho escrito, ambos autores procuraron enfatizar que la filosofía del lenguaje austiniana constituye una versión débil que no consideró todos los problemas filosóficos como dilemas lingüísticos. La empresa de Austin, a la cual Carrió y Rabossi adhirieron, se enmarcó bajo los siguientes lineamientos: Sin prejuzgar la génesis y/o la naturaleza de los problemas filosóficos, parece obvio que un adecuado ataque a ellos requiere, como tarea previa indispensable, dominar adecuadamente el cúmulo de distinciones y la riqueza de matices que exhibe el lenguaje ordinario. El examen de este no garantiza la solución (ni la disolución) de todos los problemas filosóficos, pero constituye un punto de partida obligatorio para cualquier empresa ulterior (Carrió y Rabossi, 1962, p. 10).

El enfoque de Austin no situaba el lenguaje como algo sagrado, inalterable o incuestionable, mas tampoco cae en la tentación de reducir la diversidad de los problemas filosóficos a cuestiones únicamente lingüísticas. Esta lectura moderada de la incidencia de las investigaciones acerca del lenguaje cotidiano en la agenda de la filosofía analítica llamó la atención de Carrió y, ciertamente, fue crucial para cimentar la manera en que este abordó los problemas jurídicos. De acuerdo con Austin, “las palabras son nuestras herramientas, y, como mínimo, debiéremos usar herramientas pulidas: debiéremos saber qué significamos y qué no, y debemos estar prevenidos contra las trampas que el lenguaje nos tiende” (Austin, 1989, p. 174). Tales advertencias inmediatamente harán recordar al lector la aproximación de Carrió sobre los lenguajes naturales y las perplejidades que en situaciones cotidianas pueden surgir entre los interlocutores, esto es, cuando falla esta herramienta. Según Carrió, “el lenguaje es la más rica y compleja herramienta de comunicación entre los hombres. No siempre, empero, esa herramienta funciona bien. Una comunicación lingüística puede resultar frustrada: el destinatario de ella puede sentirse perplejo ante el alcance de las expresiones que ha escuchado o leído” (Carrió, 1990f, p. 17). Entre las fuentes de la frustración es posible detectar aquellas derivadas de dos preguntas: (i) ¿qué hizo fulano al decir “X”? y (ii) ¿qué quiere decir “X”? Mientras que la primera está asociada a los usos del lenguaje, la segunda a las incertidumbres del uso de palabras generales o términos clasificatorios

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generales. En relación con (i), para Carrió, sin ánimo de ser exhaustivo, existen cuatro usos del lenguaje: descriptivo, expresivo, directivo y operativo. El agente hablante acudirá a alguna de estas funciones lingüísticas de acuerdo con el propósito que lo inspire y, de ahí, que identificar la intención con que se ha usado el lenguaje –su dimensión ilocutiva– es fundamental para que la comunicación sea exitosa. Por supuesto, no es posible reducir las prácticas lingüísticas cotidianas a un único uso, porque la riqueza de nuestro lenguaje ordinario se manifiesta, entre otras cosas, en que este es empleado de diversas maneras y con distintos propósitos. Respecto de (ii), en tanto, las palabras generales pueden tener distintos significados según se trate de un determinado contexto lingüístico u otro diverso, o bien si no son del todo claros los casos de aplicación del término. El primer problema versa sobre la ambigüedad y el segundo acerca de la vaguedad3. En la ambigüedad serán determinantes, para establecer el sentido de la palabra, el contexto y la situación de habla en que ella sea usada, ya que el significado del mismo término lingüístico está controlado por el contexto en que este se desempeña. En el ámbito de la vaguedad, por su parte, existe una zona de penumbra en que carecemos de criterios de aplicación para incluir o excluir todos los casos, pues sencillamente no sabemos qué hacer frente a estos términos clasificadores. Como lo indica Carrió, este constituye un fenómeno inevitable: “por consolidado que parezca el uso de un vocablo en la práctica cotidiana, siempre es posible imaginar casos de incertidumbre o indeterminación” (Carrió, 1990f, p. 35). Hay una vaguedad potencial o textura abierta que insta a que el uso del lenguaje permanezca abierto, es decir, susceptible a que sean ampliados o restringidos los supuestos de aplicación de una palabra general. Este diagnóstico es fundamental para Hart en el controvertido capítulo VII de su obra de 1961. Allí el oxoniense mostró dos formas de enfrentar la textura abierta del lenguaje jurídico en el contexto de la aplicación del derecho. De una parte, el formalismo y, de otra, el escepticismo (Hart, 1963, pp. 161-169; 169-183). El formalismo enfrenta la textura abierta estableciendo

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En 1987, Carrió, además de insertar su obra en la filosofía analítica que estaba focalizada en el análisis del lenguaje ordinario, observó cuáles, a su juicio, constituían algunas de las principales contribuciones de esta línea del pensamiento jurídico. Para este, “la Filosofía Analítica ha aportado al Derecho la elucidación de problemas tan centrales como el de la interpretación, donde la ambigüedad, vaguedad y textura abierta del lenguaje ordinario están en la base de toda la problemática correspondiente a esa área” (PALOMINO, 1993, p. 354).

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las condiciones necesarias y suficientes de aplicación de un término, de modo tal de congelar el significado y así controlar su campo de aplicación. El escepticismo, en tanto, niega que las reglas jurídicas sean genuinamente vinculantes para los jueces y, por ende, la incertidumbre de su contenido proposicional no implica un obstáculo insalvable para quien adjudica la regla a un determinado caso. Para Hart ambas posiciones son simétricamente insatisfactorias y, en su lugar, propuso el camino intermedio relativo a distinguir entre los casos fáciles y difíciles. El punto que me interesa destacar es que la tesis hartiana, sin perjuicio de sus sensibles dificultades, presupone una continuidad entre el lenguaje natural y el lenguaje jurídico y, por tanto, los rasgos del primero se reproducen en el segundo. Uno de estos caracteres es su indeterminación. Carrió comulga con esta tesis de continuidad. Ello es una consecuencia de situar el lenguaje jurídico bajo el contexto de los lenguajes naturales. Al respecto, Manuel Atienza ha indicado que el autor bonaerense, “al incluir al lenguaje jurídico dentro de los lenguajes naturales, piensa que el derecho (a nivel lingüístico) también se ve afectado por los ‘defectos congénitos’ que aquejan a los lenguajes naturales” (Atienza, 1984, p. 179). De ahí que el problema de la vaguedad potencial o textura abierta es revisado por Carrió como una de las perplejidades del lenguaje, que frustra la comunicación entre los interlocutores. Del mismo modo, este carácter del lenguaje natural es replicado en las reglas jurídicas, generando dificultades en la aplicación del derecho a casos concretos. El estrecho diálogo entre Carrió y Hart acerca del lenguaje natural y jurídico está de manifiesto en los siguientes pasajes: en el primer ámbito, a juicio de Carrió, “las palabras presentan esta característica de vaguedad potencial o textura abierta; y […] tal característica constituye, por decir así, una enfermedad incurable de los lenguajes naturales” (Carrió, 1990f, p. 36). Hart, en tanto, sostiene que en la parcela de lo jurídico, cualquiera sea la técnica, precedente o legislación, que se escoja para comunicar pautas o criterios de conducta, y por mucho que éstos operen sin dificultades respecto de la gran masa de casos ordinarios, en algún punto en que su aplicación se cuestione las pautas resultarán ser indeterminadas; tendrán lo que se ha dado en llamar una ‘textura abierta’ (Hart, 1963, p. 159).

Así, los lenguajes naturales, y por ello también los jurídicos, poseen irremediablemente esta característica. La textura abierta es irreductible para el

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derecho y la indeterminación lingüística ofrece gruesas dificultades para la aplicación de las reglas jurídicas4. De igual modo, como será anotado durante la segunda sección, esta forma de comprender el vínculo que media entre el lenguaje natural y el jurídico tiene repercusiones en la posición que Carrió y Hart comparten acerca de los conceptos jurídicos, en la medida en que ambos rechazan que estos puedan ser entendidos en términos de condiciones necesarias y suficientes de aplicación, afirmando, en cambio, la relevancia del uso de los conceptos en las diversas prácticas lingüísticas del escenario jurídico y la falta de precisión que los caracteriza5. La relevancia de este prisma está develada en las posiciones antiesencialistas que ambos propugnan en los asuntos jurídicos y, además, se encuentra ostensiblemente expresado, en el caso de Carrió, en las aproximaciones que defendió acerca de la interpretación jurídica. Ahora bien, la cercanía de Carrió con la filosofía del lenguaje cotidiano es bastante menos ingenua de lo que podría preliminarmente intuirse. El dogmatismo es un cuestionamiento con el cual suelen lidiar quienes abrazan la filosofía del lenguaje, pero dicha acusación no puede ser imputada a todo el pensamiento de Carrió, aunque sí tal vez es pertinente en relación con un estadio temprano de su obra. Según este lo señala, la influencia de Austin y Hart, junto con la primera estadía que realizó en Oxford, le sugirieron la enorme relevancia y diversidad de propósitos que pudieran alcanzarse mediante el análisis del lenguaje ordinario. La fuerte utilidad que presenta el lenguaje ordinario para encarar los problemas filosóficos estaría manifestada, a juicio de Carrió, en el prólogo que escribió junto con Rabossi para la obra de Austin6. Sin embargo, paulatinamente se fue apoderando de él un escepticismo respecto de la efectiva pertinencia del análisis del lenguaje cotidiano para abordar todos los asuntos filosóficos y, a su vez, una insistencia en las limitaciones de los estudios lingüísticos en el contexto jurídico. Bajo estas coordenadas, entonces, se entienden las siguientes palabras de Carrió: “no creo que los libros y monografías que he escrito expresen o supongan 4 5

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Por ejemplo, ATRIA (1999, pp. 79-119). Hart transparentó su distancia con esta manera de entender los conceptos jurídicos, asegurando que la posibilidad de oscurecer el carácter derrotable de ciertos conceptos –como el de contrato–, al ofrecer para ello una fórmula general de definición: no es sino la “expresión de una obstinada lealtad al persuasivo pero engañoso ideal lógico de que todos los conceptos deben ser definidos a través de un conjunto de condiciones necesarias y suficientes” (HART, 1949, p. 178). Carrió, en efecto, se refiere a esta incidencia en sus trabajos como un “encandilamiento inicial”. Al respecto, véase NINO (1990, p. 347).

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la convicción de que el análisis del lenguaje ordinario es útil para resolver o disolver problemas filosóficos profundos. Por lo menos no ha sido mi intención suscribir a esa creencia” (Nino, 1990, p. 347). De igual manera, es posible rastrear dos consideraciones adicionales que abonan esta posición moderada de Carrió, frente al rendimiento del análisis del lenguaje cotidiano en los asuntos filosóficos y jurídicos. En el marco filosófico, la reconstrucción que junto con Rabossi realizaron del prisma austiniano es un indicador de tal interpretación. Ambos allí asumieron un punto de vista débil de la influencia del lenguaje ordinario, desarrollado a partir de ciertos postulados: a) las distinciones –nítidas o borrosas– que encontramos en el lenguaje ordinario reconocen por lo general una razón de ser que, llegado el caso, puede y debe explicitarse; b) el lenguaje ordinario constituye el punto de partida para todas las incursiones lingüísticas y “conceptuales”, así como la piedra de toque para apreciar los logros de ellas, toda vez que las sutilezas y refinamientos que se alcancen no pueden estar divorciados del lenguaje natural; c) el lenguaje ordinario debe ser complementado y mejorado, si hace falta, según la naturaleza del interés que nos guía; y d) si bien la investigación del lenguaje ordinario puede constituir un fin en sí mismo –y por cierto que para Austin lo fue en gran medida– no debe olvidarse que cuando se la practica no se “miran” solamente las palabras “sino también las realidades para hablar acerca de las cuales usamos las palabras” (Carrió & Rabossi, 1962, p. 20).

De acuerdo con lo anterior, los enunciados c) y d) revelan un proyecto menos ambicioso y un rendimiento no tan auspicioso como podría, en principio, perfilarse para el análisis lingüístico en los asuntos filosóficos. El lenguaje ordinario no está necesariamente bien tal como está, pudiendo ser complementado y enmendado por otros discursos o lenguajes especializados, dado que no existe una prioridad irrestricta en favor del cotidiano. Por lo mismo, el estudio del lenguaje ordinario no conlleva un examen meramente lingüístico, lexicográfico o la elaboración de propuestas abundantes en definiciones estipulativas. No hay que perder de vista que las palabras empleadas en nuestras prácticas lingüísticas cotidianas dan cuenta de la realidad de los fenómenos a los cuales estas aluden. Ello constituye una precaución que es necesario tener en cuenta tanto en el diseño, como durante la implementación y evaluación del análisis del lenguaje ordinario en cuestiones filosóficas. En la esfera jurídica, en tanto, Carrió dejó en evidencia su interpretación moderada de la pertinencia del análisis lingüístico en el derecho, en un

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prólogo escrito en 1972 para la obra de Carlos Santiago Nino, El concurso en el Derecho Penal. Ahí Carrió formuló un examen altamente crítico no tanto de la obra de Nino, como de la metodología adoptada por este para dar cuenta de las pautas vigentes sobre concurso de normas, establecidas por los tribunales argentinos en materia criminal y, además, criticar la noción de “concurso aparente de leyes” que es utilizada por los teóricos del derecho penal. Precisamente, el enfoque desplegado por Nino para alcanzar estos objetivos fue examinar el uso ordinario de la terminología relevante y, en particular, del término acción. Su objetivo fue realizar una reconstrucción de los criterios que regulan el uso de esta palabra en nuestro lenguaje cotidiano. Pese a que Carrió, según se ha visto, mantuvo una profunda afinidad con esta perspectiva de reflexión filosófica, cuestiona que Nino la implementara para el tipo de problemas que le aquejaban. El análisis del lenguaje cotidiano no es apto para resolver indistintamente toda clase de problemas y sus limitaciones aparecen, por ejemplo, al estudiar el uso de la palabra acción. De acuerdo con Carrió, la palabra acción no es utilizada con frecuencia en nuestras prácticas lingüísticas cotidianas, ya que existe una generosa gama de verbos que empleamos, prescindiendo de aquella. En lugar de afirmar “Salvador realizó la acción de pintar”, decimos “Salvador pintó”. Además, dicha palabra no se encuentra en el mismo nivel que otras como cantar, imaginar o saludar, las cuales efectivamente protagonizan nuestra vida cotidiana. El término acción es más bien empleado en el discurso de disciplinas especializadas, v. gr.: filosofía de la acción o de la mente, psicología o derecho penal, pero para nuestros fines prácticos casi no existe la necesidad de utilizarlo para aislar ciertos tramos de la actividad humana. Siguiendo a Carrió, “es dudoso que el lenguaje ordinario pueda proporcionar criterios o guías aceptablemente útiles para resolver las dificultades que plantea la presencia de la palabra ‘acción’, o de las expresiones ‘una sola acción’ y ‘varias acciones’, en contextos jurídicos como los que Nino tiene en vista” (Carrió, 1972, p. 13). Por ello, para abordar esas preocupaciones debe acudirse, en realidad, a otro tipo de consideraciones que justifican normativamente la práctica social de castigar junto con aquellas observaciones que están asociadas a la aplicación de un castigo en un supuesto particular. Más allá de la pretendida influencia del uso cotidiano de las expresiones lingüísticas asociadas a la palabra acción, la clase de problemas que enfrenta Nino exigen atender a consideraciones de otra índole.

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El tipo de reglas que tratan las cuestiones relativas al concurso de normas penales –aquellas que interesaban a Nino– son reglas de segundo orden cuya función es brindar criterios para la resolución de los casos en que la conducta punible esté prevista por una diversidad de normas, debiendo calificar dicha conducta y aplicar la sanción correspondiente. Por ello, las reglas que establecen los criterios aplicables para la resolución de una confluencia de normas sobre el mismo comportamiento están dirigidas, en rigor, a los jueces y no a los individuos. Esto explica por qué las disquisiciones acerca de nuestros usos lingüísticos cotidianos, no necesariamente echarán luz respecto del tipo de problemas y la clase de reglas jurídicas que fueron el objeto de estudio de Nino. Según lo advierte Carrió, “las pautas y criterios vigentes en el lenguaje ordinario no tienen que desempeñar aquí el papel protagónico que es razonable reconocerles cuando se trata de la interpretación de reglas de otro nivel” (Carrió, 1972, p. 14). La óptica de Carrió, en este estadio de su pensamiento, muestra una distancia con la implementación genérica del estudio de los usos ordinarios del lenguaje en cualquier ámbito y frente a toda clase de problemas filosóficos. Sus limitaciones, naturalmente, aumentan al enfrentar las peculiaridades y distintas modalidades en que se manifiesta el espectro jurídico y, por consiguiente, el estudio del uso ordinario de nuestras palabras y conceptos no es siempre una metodología idónea7. De ahí que la objeción que propinó al trabajo de Nino se circunscribió al método que este allí adoptó. En su crítica estuvo presupuesta la tesis según la cual “el análisis del lenguaje ordinario no servía para lo que el autor de la monografía prologada quería hacerlo servir” (Nino, 1990, p. 347). Esta posición moderada respecto de la pertinencia del análisis del lenguaje ordinario es compartida, con naturales matices, por Austin y Hart en sus correspondientes áreas de trabajo. De modo que la continuidad intelectual que hemos revisado entre estos tres autores es reforzada desde este punto de vista. La conexión entre Austin y Hart, por su parte, es posible trazarla en términos del vínculo entre la filosofía del lenguaje cotidiano de Austin y

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Carrió advirtió, acerca de los límites del lenguaje normativo y los peligros de acudir indistintamente al recurso lingüístico para los estudios jurídicos, señalando que a veces aquel es usado tratando de atravesar sus fronteras sin poder realmente hacerlo. Ello sucede “cuando uno usa una herramienta lingüística que sirve para ciertos fines y quiere hacerle servir un fin, emparentado con esos otros, para el que ella no es idónea. Algo así como querer tomar la sopa con el tenedor” (CARRIÓ, 1990g, p. 238).

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el análisis conceptual instalado por Hart en las arenas de la teoría jurídica analítica8. La elucidación del concepto de derecho para este último significó una tarea apremiante para los estudios en filosofía del derecho. Ciertas nociones, como derecho, obligación, sanción, moral y otras tantas mediante las cuales pensamos el fenómeno jurídico, requieren de un examen acucioso en las distintas formas en que son empleadas, ya que esos términos forman parte de nuestra estructura general del pensamiento jurídico9. La clarificación del entramado conceptual bajo el cual quienes participan de las prácticas jurídicas se relacionan y comprenden el derecho es, desde luego, el propósito central de esta versión del análisis conceptual10. Es posible rastrear buena parte del proyecto desplegado por Hart en El concepto de derecho, y su asociación con el análisis conceptual deudor de las investigaciones lingüísticas austinianas, en las palabras que nos entrega ya avanzada su obra. Siguiendo a Hart, “porque no pretendemos identificar o regular de esta manera el uso de palabras como ‘derecho’ o ‘jurídico’, es que este libro se ofrece como una elucidación del concepto de derecho, y no como una definición de ‘derecho’ de la que podría naturalmente esperarse que proporcionara una regla o reglas para el uso de esas expresiones” [cursivas añadidas] (Hart, 1963, p. 263-264)11. ¿Qué conlleva, entonces, la tarea de elucidar el concepto de derecho? ¿Ella puede ser asimilada a la búsqueda del significado de las nociones fundamentales del fenómeno jurídico? La elucidación no importa en lo absoluto, bajo la mirada de Hart, una investigación sobre el significado del término derecho y, según es expresado por las anteriores directrices, su análisis conceptual está explícitamente 8

Para una evaluación crítica acerca del rendimiento del análisis conceptual de raíz hartiana en términos de la superficialidad que afecta a sus aspiraciones y conclusiones, véase ATRIA (2016, en especial pp. 90-94). Un comentario crítico acerca de esta lectura está formulado en PEREIRA (2019). 9 La explicitación del proyecto de Hart en términos de la clarificación de la estructura general del pensamiento jurídico puede encontrarse en el prefacio a la edición inglesa de su obra de 1961. Véase, HART (1963, p. xi). Las raíces de esta pretensión descansan en la empresa de la metafísica descriptiva de Strawson en orden a “describir la estructura efectiva de nuestro pensamiento sobre el mundo”. Al respecto, véase STRAWSON (1989, p. 13). Una lectura del pensamiento de Strawson en términos de su defensa de la diversidad filosófica y su consecuente rechazo de las directrices cientificistas está ensayada en PEREIRA (2007, pp. 343-359). 10 Una reconstrucción de la metodología hartiana se encuentra articulada en CHIASSONI (2016b, pp. 377-444). 11 Esto último está reforzado por el temprano rechazo de Hart a la ambición de los teóricos del derecho de definir los conceptos jurídicos a partir de un conjunto de condiciones necesarias y suficientes de aplicación. Véase HART (1949, pp. 171-194).

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desacoplado de un estudio meramente semántico o un esfuerzo de carácter lexicográfico12. En el contexto en que Hart desarrolló sus intuiciones, la conceptuación de un término –como el de derecho– no estaba tan relacionada con ofrecer definiciones o articular significados de la noción, como con formular acabadamente una explicación filosófica de dicho concepto. De la elucidación del concepto de derecho subyacen elementos y categorías indispensables para refinar nuestro pensamiento sobre el derecho como un complejo de prácticas sociales, agudizando de esta forma nuestra real comprensión acerca del fenómeno jurídico. Sobre este punto, precisamente, conviene traer a colación las célebres expresiones de Austin para referirse al análisis lingüístico: Cuando examinamos qué diríamos cuándo, qué palabras usaríamos en qué situaciones, no estamos tampoco meramente considerando las palabras (o “los significados”, sean lo que fueren), sino también las realidades, para hablar de las cuales usamos las palabras: estamos empleando una consciencia más aguda de las palabras para agudizar nuestra comprensión, aunque no como el árbitro final, de los fenómenos [cursivas del original] (Austin, 1989, pp. 174-175)13.

De acuerdo con Austin, el interés por el análisis conceptual está justificado por la estrecha conexión que existe entre las palabras y los conceptos, de un lado, y las realidades y los fenómenos, de otro. Gracias al examen dedicado e incisivo del primer grupo de componentes, tanto en lenguajes cotidianos como especializados, podremos mejorar nuestro entendimiento general del fenómeno en cuestión, cuya complejidad se encuentra bajo la superficie y sería difícil de capturar mediante la apuesta por un examen meramente semántico. Por ello, como es sabido, el análisis de nuestro lenguaje cotidiano si bien no es la última palabra, sí es la primera y constituye el punto de partida para el diseño de las investigaciones filosóficas acerca del mundo y nuestras prácticas más significativas. Hart, a partir de estas coordenadas, traspaló a su parcela de preocupaciones el diagnóstico austiniano sosteniendo que mediante la elucidación filosófica del concepto de derecho y de la estructura general de nuestra forma de pensar el derecho se contribuiría sustantivamente a la comprensión del fenómeno jurídico. Por supuesto, su análisis conceptual tampoco buscó erigirse ambiciosamente como el árbitro final 12 En esta línea, véase ENDICOTT (2002, pp. 35-55). 13 He modificado ligeramente la traducción.

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de los asuntos jurídicos, pero nuevamente traza los lineamientos centrales e ineludibles, en virtud de los cuales es pertinente comprender el fenómeno social del derecho14. El rol que corresponde al estudio del lenguaje cotidiano en el escenario jurídico, entonces, debiera ser semejante al que Austin delineó para las investigaciones filosóficas. Para este, según se ha adelantado, el análisis lingüístico no puede tener la pretensión de ser la última palabra en la reflexión filosófica, pero sí forma parte de los recursos indispensables para el desarrollo de dicha actividad. En sus términos, “ciertamente, pues, el lenguaje ordinario no es la última palabra: en principio en todo lugar puede ser complementado y mejorado y suplantado. Pero recordemos, es la primera palabra” [cursivas del original] (Austin, 1989, p. 177). Las consideraciones de Hart, en tanto, fueron coincidentes respecto del rendimiento del lenguaje ordinario en la comprensión del fenómeno jurídico: es el punto de partida mas no necesariamente el estadio culmen de la reflexión acerca del derecho. Su pensamiento no puede ser correctamente interpretado solo en términos de la filosofía del lenguaje cotidiano, pero una explicación del legado hartiano que prescinda de este prisma será irremediablemente inadecuada e incompleta. En Carrió, por último, la cuestión es similar y está transparentada, nuevamente, en la lectura que junto con Rabossi desarrolló acerca de Austin. Pese a su compromiso con el lenguaje ordinario, en el estudio conjunto no defendieron el privilegio epistémico de ese lenguaje en desmedro de los lenguajes especializados –como el jurídico–, recomendando su implementación para dilucidar todos los asuntos filosóficos. Bajo estos términos, Carrió y Rabossi interpretan la aproximación austiniana. Esta última es inequívocamente leída en una clave moderada: Queda en claro, pues, que es inexacto atribuir a Austin la pretensión de canonizar el lenguaje ordinario y la de despreciar el lenguaje técnico. El lenguaje ordinario no es la última palabra, pero es –sin duda– la primera y, como tal, la imprescindible.

14 La incidencia del análisis de nuestro bagaje conceptual en la comprensión de las profundidades del fenómeno jurídico está puesta de relieve por Hart, con anterioridad a su trabajo de 1961, en los siguientes términos: “en el derecho, como en lo demás, podemos saber sin embargo no comprender. Nuestro conocimiento se ve a menudo oscurecido por sombras que no sólo varían por su intensidad sino que son producidas por la interposición de obstáculos diversos. No todas pueden ser eliminadas con los mismos métodos y mientras no determinemos el carácter preciso de nuestra perplejidad no podremos decir qué instrumentos serán necesarios para ello” [cursivas añadidas] (HART, 1962, p. 94).

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Qué viene después es una cuestión totalmente distinta” [cursivas añadidas] (Carrió & Rabossi, 1962, p. 20).

Dicha observación posee una sustancial relevancia para situar la filosofía jurídica de Hart y Carrió en la filosofía analítica. Al asumir que el análisis de las palabras y los conceptos básicos que empleamos en nuestras prácticas jurídicas constituye el compromiso metodológico inicial para encarar adecuadamente el fenómeno jurídico, observan las directrices austinianas. Pero el derecho, cuando precisamente es entendido como un fenómeno social, da cuenta de un conjunto de prácticas lingüísticas que se relacionan complejamente entre sí. El trabajo de ambos filósofos del derecho aspiró a explorar qué viene después del análisis del lenguaje ordinario en un ámbito particular como lo es el derecho. Las múltiples particularidades del fenómeno jurídico fueron develadas en la elucidación del concepto de derecho, así como en el tratamiento sistemático de las perplejidades del lenguaje. En la próxima sección será presentada la tradición analítica de la filosofía del derecho en la que cabe insertar el trabajo de Carrió. Tal grupo de reflexiones está alejado de los rasgos estándar con que suele agruparse un cuerpo compartido de presupuestos, metodologías y propósitos, pues la teoría jurídica analítica, por el contrario, está caracterizada por su falta de identidad, complejidad y tensiones existentes en su interior. Estos parámetros contribuyen a posicionar a Carrió como filósofo analítico del derecho, en la medida en que su pensamiento fue esgrimido como una alternativa frente a otros enfoques también vigentes en la tradición jurídica a la cual sabía pertenecer. Como se verá, hay buenas razones para sostener que Carrió notó estos aspectos definitorios de la filosofía analítica, así como de la filosofía analítica del derecho.

I I . t e n s i o n e s , c o m p l e j i d a d y fa lta d e i d e n t i d a d Desde sus orígenes, la filosofía analítica arrojó un puñado de problemas relativos a su interpretación. La natural persecución de una identidad común que se encuentre consolidada entre sus diversos exponentes chocó con la ausencia de esta suerte de imagen compartida y, por el contrario, develó un cúmulo importante de gruesos desacuerdos y tensiones en su composición. La filosofía analítica está mucho más asociada a un compromiso con la complejidad interna que a una imagen uniforme y consolidada acerca de

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este quehacer filosófico15. Desde mi óptica, las controversias centrales de la reflexión analítica en filosofía pueden enlistarse, sin ánimo de exhaustividad, en las siguientes: (i) En primer lugar, la disputa sobre la relación entre ciencia y filosofía, afirmando la subordinación de la segunda en favor de la primera, o bien replicando esta tesis al defender la legitimidad e independencia de la filosofía de la racionalidad científica. (ii) En segundo lugar, el conflicto entre la búsqueda de un lenguaje perfecto destinado a resolver los asuntos filosóficos y la valoración del lenguaje natural que a diario empleamos en nuestras prácticas lingüísticas16. (iii) Y, en tercer lugar, la apelación a postulados del monismo filosófico frente a la demanda por elementos asociados a la diversidad del escenario filosófico, procurando configurar una imagen única del mundo o bien la aceptación de su fragmentación y riqueza natural (Pereira, 2015a, p. 30; y 2015b, pp. 291-297). En otro lugar he mostrado cómo estas zonas de tensión se proyectan a la filosofía analítica del derecho: el déficit de una identidad compartida por la filosofía analítica, su estructura compleja y las abundantes controversias que se suscitan dentro de esa tradición filosófica fueron recepcionadas en la parcela jurídica. Así, la filosofía jurídica analítica es un terreno de desacuerdos y tensiones antes que uno del que puede sencillamente predicarse convergencia y homogeneidad17. Al pensar en Carrió como un filósofo analítico del derecho, entonces, debemos situarlo bajo esta versión de la teoría jurídica analítica, sugiriendo que su pensamiento contribuye a reforzar dicha lectura y no a desautorizarla. En lo que sigue, echaré mano de las controversias (ii) y (iii), es decir, aquellas asociadas al problema del lenguaje ideal frente al lenguaje natural y a la tensión entre el monismo y el rescate de la diversidad en filosofía. La disputa entre ciencia y filosofía –identificada bajo (i)– no fue particularmente sensible al pensamiento de Carrió, quizá ello es consecuencia de que no existen dudas en cuanto a que debe ubicársele en la defensa de la 15 Esta manera de aproximarse a la filosofía analítica está presente, por ejemplo, en GLOCK (2008, pp. 204-230) y ORELLANA (2010, pp. 49-78). 16 Franca D’Agostini ha mostrado que la filosofía analítica de mediados del siglo pasado se encuentra fuertemente caracterizada por el análisis de dos tipos de lenguaje: lenguaje ideal y lenguaje ordinario (D’AGOSTINI, 2000, pp. 249-250). Esta diferencia, como es sabido, se atenúa progresivamente hasta nuestros días. 17 Esta tesis está defendida en PEREIRA (2015a, pp. 30-33; y 2015b, pp. 291-310). Su relevancia para ubicar el proyecto hartiano en esta tradición iusfilosófica se encuentra esbozada en PEREIRA (2014, pp. 396-402).

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filosofía. Veamos, a continuación, cómo se manifiestan ambas discusiones en Carrió y, al mismo tiempo, transitaremos en los rasgos relativos a la carencia de una identidad compartida y la presencia de tensiones y una estructura compleja que, tal como ocurre con su par en filosofía, permean la teoría jurídica analítica. Manuel Atienza publicó en 1984 un influyente trabajo titulado La filosofía del derecho argentina actual, que fue una reelaboración de su tesis doctoral defendida años antes en la Universidad de Oviedo, España. En el trazó dos grandes escenarios en los cuales fue desarrollada la “filosofía del derecho argentina contemporánea” (Atienza, 1984, p. x). Por un lado, la filosofía del derecho fenomenológica y existencial y, por otro, la filosofía del derecho analítica. Mientras que en el primer ámbito situó, entre otros, a Cossio, Gioja y Sebastián Soler, en el segundo ubicó a autores como Alchourrón, Bulygin, Guibourg, Vernengo, Garzón, Rabossi, Martino, Nino y, por supuesto, a Carrió. Atienza, a su vez, demarcó la filosofía del derecho analítica en dos vertientes: la iusanalítica de inspiración lógico-formal y la iusanalítica del lenguaje ordinario (filosofía lingüística). Naturalmente, Carrió fue ubicado en esta última manera de encarar la reflexión acerca de lo jurídico18. En el diseño bifronte de Atienza está presupuesta la tesis según la cual la filosofía analítica del derecho no puede interpretarse exclusivamente en términos de una manera de ver el derecho. De manera aguda, el diseño bifronte que nos plantea sugiere que existen tensiones importantes entre, al menos, dos prismas en la reflexión iusfilosófica de corte analítico, poniendo de relieve el déficit de una identidad uniforme y la complejidad de sus dimensiones de expresión y análisis. Como el lector podrá probablemente intuir, las obras de Alchourrón y Bulygin fueron con justicia agrupadas en la influencia del análisis lógico-formal del derecho. Esto explica por qué durante la sección precedente indicamos que la etiqueta de “Escuela Analítica de Buenos Aires” envuelve una gama variopinta de representantes, metodologías y objetivos. Alchourrón, Bulygin y Carrió son, en efecto, filósofos analíticos del derecho, pero lo son en sentidos diversos: el lugar común de ellos es encarnar

18 En la relectura que Atienza efectuó con posterioridad a la filosofía del derecho argentina reafirmó su composición dual, sosteniendo que “en la filosofía analítica pueden advertirse fundamentalmente dos orientaciones, cuyos polos de referencia –y de atracción– son, respectivamente, la concepción de la filosofía del derecho de Bulygin y de Nino” (ATIENZA, 2009, p. 18).

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la complejidad y controversias que acompañaron fundacionalmente a la filosofía analítica y luego se propagaron a la filosofía analítica del derecho19.

1 . d o s f o r m a s d e l l e n g ua j e Para efectos de mostrar los compromisos analíticos de Carrió, serán retomadas las tensiones antes enunciadas. En relación con (ii), en el marco de la disputa entre la necesidad de formular un lenguaje ideal y la valoración del lenguaje natural, según se ha visto, la balanza es claramente inclinada por Carrió a favor de nuestro lenguaje cotidiano. Ello podría estimarse como una obviedad en atención a las consideraciones que hemos revisado acerca de su estrecha conexión con la filosofía de Austin y la filosofía jurídica hartiana. Por ende, su apuesta por el lenguaje cotidiano será apuntada mediante su polémica con Soler y su aproximación antiesencialista del lenguaje. En primer lugar, como es sabido, Carrió sostuvo un fecundo diálogo con Soler –quien fue ubicado por Atienza en la filosofía argentina del derecho de carácter fenomenológico y existencial–, fruto del cual se desprenden dos formas de ver el lenguaje jurídico. Desde el prisma de Soler, el lenguaje jurídico es similar al lenguaje matemático y, bajo la óptica de Carrió, por el contrario, el lenguaje jurídico es el lenguaje natural y, por tanto, exhibe sus falencias y comparte su falta de exactitud. Soler acostumbró a pensar el derecho a la luz de las matemáticas, procurando asimilar la formulación de

19 Ricardo A. Guibourg sostiene, por el contrario, una lectura que resalta la presencia de postulados comunes en el programa analítico y que serían replicados en la teoría jurídica analítica y, por cierto, en la Escuela Analítica de Buenos Aires. En sus palabras, “lo que hay en el fondo del pensamiento analítico es una actitud epistémica, que deriva de la tradición del Circulo de Viena y de las ideas de Bertrand Russell. Sus lineamientos generales, tales como los entiendo, son tres: la insistencia en el análisis del lenguaje […]; el deseo de facilitar el desarrollo de las ciencias empíricas […], y la desconfianza hacia las concepciones metafísicas” (GUIBOURG, 2011, pp. 11-12). A pesar de su convicción, solo una parte de la reflexión analítica puede reconducirse al positivismo lógico y, en tanto, la influencia de Russell en la generalidad de los estudios de teoría analítica del derecho no resulta tan cristalina. Respecto de la asunción común de postulados, autores como Hart, Strawson y Carrió no tendrían dificultades en suscribir el primero de ellos, aunque pudieren discrepar acerca de los propósitos para los cuales el lenguaje es examinado. Pero no es del todo claro que aceptarían el segundo ni el tercer postulado –al menos en una interpretación radical de este último–. En este punto, es necesario tener presente el esfuerzo de reivindicación de la metafísica, articulada en términos de análisis conceptual conectivo, que desempeñó Strawson y tuvo acogida en el pensamiento hartiano. Serían cuestiones distintas, entonces, la vieja metafísica asociada a estudios ontológicos y la metafísica vinculada al análisis conceptual que sí tiene interés entre los filósofos analíticos. Sobre esta cuestión, véase JACKSON (1998, en particular pp. 28-55).

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los conceptos jurídicos y matemáticos, así como las relaciones que median entre ellos. Del estándar común entre ambos tipos de disciplinas, se sigue la correspondencia en aspectos como su formalidad, precisión y necesidad. Así, unos y otros conceptos poseen una estructura y elementos dados por el legislador y, además, están dotados de una considerable certeza, que ni el intérprete ni el juez pueden desestimar. Según Soler, “el contenido del concepto jurídico es, pues, exactamente el que el legislador le ha acordado, y en esto la semejanza entre esta clase de conceptos y los conceptos matemáticos es profunda. Entre el concepto de hipoteca y el de triángulo existe la coincidencia de que ambos están constituidos por un número limitado de elementos puestos” (Soler, citado en Carrió, 1990d, p. 50). La relación entre el derecho y las matemáticas, sin embargo, no era del todo ingenua como podría estimarse. Soler estaba consciente de que carecía de provecho teórico la aplicación del sistema de cálculos en las cuestiones jurídicas. No se trataba, pues, de una implantación del razonamiento y las herramientas de las matemáticas en el derecho, sino que su punto central fue enfatizar el estrecho vínculo que existe entre los conceptos de ambas esferas del conocimiento. Soler insta a poner de relieve la construcción análoga que comparten, prestando atención a “la relación que efectivamente guardan los conceptos jurídicos con los conceptos matemáticos, especialmente con las figuras de la geometría. Lo que esos conceptos tienen de común consiste en que ambos son conceptos dados o puestos por hipótesis, integrados, además, por un número determinado de elementos necesarios” (Soler, 1962, p. 42). Esta construcción de los conceptos jurídicos es crucial bajo la óptica de Soler, ya que promueve un entendimiento formal de las figuras en el derecho, en que la no concurrencia de alguno de sus elementos impide necesariamente su aplicación. Podrá dar lugar a otra figura, es cierto, pero no se tratará de esa inicial. Soler, al respecto, nos provee de un ejemplo: “si hay un acuerdo para transferir el dominio de una cosa mediante un precio, hay compraventa; si suprimimos el precio, hay donación; si en vez de la cosa suponemos un crédito, hay cesión; si no hay acuerdo sino engaño, estafa” (Soler, 1962, p. 42). Con ello, Soler pone de manifiesto el hecho de que las nociones jurídicas están conformadas por condiciones necesarias que son establecidas legislativamente, de modo que al no verificarse alguna de ellas, simplemente el concepto no recibe aplicación. De la definición legal de compraventa, entonces, no se puede prescindir de ninguno de los requisitos dados, así como tampoco alterar alguno de estos, sin que la figura en

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cuestión se desmorone, “como cuando a un triángulo le quitamos un lado” (Soler, 1962, p. 42). Si el concepto de compraventa es, en algún sentido importante, semejante a la noción de triángulo, el lenguaje jurídico –en tanto lenguaje especializado– debe poseer ciertos caracteres necesarios para que tal analogía sea pertinente. Entre ellos, la precisión y exactitud formal de sus expresiones y contar con deslindes bien definidos. Lo anterior explica por qué, bajo el prisma de Soler, el lenguaje jurídico es un lenguaje artificial que goza de un estatus privilegiado en relación con el lenguaje natural. La aplicación de los conceptos jurídicos está determinada por su estructura y composición necesaria, resolviendo las eventuales incertidumbres que pudieren acarrear la aplicación o no de alguno de aquellos a un supuesto en concreto. Su diseño formalizado auxilia a una aplicación precisa e inequívoca, toda vez que las definiciones dan cuenta de figuras completas y absolutamente cerradas y, por tanto, fuera de cuyos límites nada existe. Aun cuando la comprensión de Soler acerca del lenguaje jurídico tuviera elegancia y resultase exitosa en su propósito provocativo, es, a juicio de Carrió, errónea. De acuerdo con Carrió, “el lenguaje del derecho, esto es, el de las normas o reglas jurídicas, es lenguaje natural” (Carrió, 1990a, p. 135). De este modo, el lenguaje jurídico es uno de índole natural, en oposición a otro artificial, que debe ser construido para su uso especializado y es distinto de aquel con el cual cotidianamente nos expresamos20. El lenguaje formal –como el de la lógica, matemáticas y geometría– goza de propiedades como certeza y exactitud, pero en el lenguaje jurídico, en verdad, no se encuentran presentes estas características. Esto podría evaluarse de manera negativa y favorecer rápidamente la alternativa de un lenguaje ideal. No obstante, los rasgos de incertidumbre que inevitablemente exhibe el lenguaje natural y, por ello, el jurídico, son su mayor fortaleza. No hay que perder de vista que los lenguajes naturales constituyen una herramienta de comunicación 20 La oposición entre el análisis del lenguaje cotidiano con todas sus dificultades e imprecisiones y la construcción de un lenguaje artificial que posea la claridad y precisión que distingue a la lógica formal, arroja luz sobre el pretendido estatus privilegiado de este último. De acuerdo con Strawson, “naturalmente, los sistemas así construidos, y sobre todo el sistema lógico mismo que se emplea en su construcción, no son naturales, como el lenguaje de la vida corriente, sino creaciones artificiales. Pero, precisamente, en este mismo hecho se pretende que radica la superioridad filosófica para la construcción de sistemas frente al intento de analizar el lenguaje corriente” (STRAWSON, 1958, pp. 122-123). Hart y Carrió, por el contrario, condujeron sus estudios de la mano del análisis del lenguaje que es a diario utilizado en el fenómeno jurídico.

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indispensable para nuestras relaciones sociales cotidianas y cumplen diferentes funciones, siendo empleadas para una diversidad de finalidades. Si el derecho, por su parte, persigue regular el comportamiento de los individuos, está irremediablemente comprometido con el lenguaje natural mediante el cual nos relacionamos a diario. Ello, por supuesto, incluye los rasgos que precisamente diferencian nuestro lenguaje natural de otro formalizado, pese a que sean estimados como falencias. Según lo indica Carrió, “como el derecho es una técnica de control social cuyas reglas se usan para dirigir u orientar acciones humanas concretas, para posibilitar acciones humanas concretas y para juzgar acciones humanas concretas, sus reglas tienen que estar formuladas en lenguaje natural o ser definibles en palabras pertenecientes a este último” (Carrió, 1990a, p. 135). Antes de constituir elementos que justifican un reproche, la imprecisión y la falta de certeza de los lenguajes naturales son el precio que debemos pagar por comunicar efectivamente, y mediante el derecho, pautas de conducta en la sociedad. Como fue anteriormente indicado, los lenguajes naturales presentan palabras ambiguas, vagas y exhiben una textura abierta. Estos aspectos ofrecen dificultades para la aplicación de las reglas jurídicas. La tesis de la continuidad entre el lenguaje natural y el jurídico, que fue apuntada, reproduce estos caracteres en las reglas jurídicas, dificultando la tarea judicial porque el juez debe determinar si un supuesto particular se encuentra o no comprendido en uno o más términos clasificatorios generales usados por la regla jurídica. En lugar de la precisión matemática con que Soler describía la aplicación de reglas a casos concretos, el juez se enfrenta a un cúmulo de situaciones específicas, repletas de variantes y difícilmente subsumibles en las palabras generales, exigiéndole una actividad más decidida para resolver el caso. Siguiendo a Carrió, “el juez tiene frente a sí hechos o situaciones que muestran una enorme riqueza y variedad de notas y matices, y debe alojarlos en los casilleros diseñados de antemano por las reglas generales” (Carrió, 1990a, p. 140). Resulta cristalino, entonces, que a las posiciones de Soler y Carrió subyacen comprensiones contrapuestas acerca del lenguaje jurídico. Mientras que para el primero se trata de un lenguaje especializado y dotado de los caracteres del lenguaje de las disciplinas formalizadas, el lenguaje del derecho para el segundo no es sino el lenguaje natural. De ello se derivan consecuencias diferenciadas en relación con el estatus del lenguaje jurídico: en la primera lectura, este tiene una posición privilegiada frente a las falencias

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de los lenguajes naturales. Claramente, existe prioridad del lenguaje jurídico en desmedro del lenguaje natural. En la segunda interpretación, en tanto, el lenguaje utilizado en las reglas jurídicas es nuestro lenguaje natural y de ahí que las incertidumbres de este último se traspalan, en mayor o menor medida, al lenguaje jurídico. Aquí el lugar del lenguaje del derecho coincide con el ocupado por el lenguaje natural. No hay subordinación de uno en favor del otro. Tal contraste devela una controversia entre dos modelos de entendimiento del lenguaje jurídico. De un lado, la apuesta de Soler es interpretar el lenguaje jurídico como uno artificial cuyo parangón es el lenguaje de las matemáticas. Por consiguiente, los rasgos fundamentales de este tipo de lenguaje formal son también propios del lenguaje con el cual se formulan las reglas jurídicas. De otro, la finalidad de Carrió es reconocer el lenguaje jurídico como lenguaje natural, admitiendo que ambos se encuentran en un mismo nivel y comparten las deficiencias que en materia de precisión, exactitud y certidumbre permean la totalidad de los lenguajes naturales. Para desplegar su aproximación, Carrió se posicionó –como ya ha quedado suficientemente de manifiesto– en el pensamiento hartiano, haciendo propias las consideraciones de Hart acerca del lenguaje natural y el lenguaje jurídico. De ahí su rechazo a aceptar que el lenguaje del derecho y, por tanto, los conceptos jurídicos responden a estructuras formales en que la satisfacción de sus elementos sean condición necesaria de su aplicación. Más allá de esta noble pretensión, el lenguaje jurídico mantiene una relación de continuidad con el lenguaje natural y, desde esta óptica, la imposibilidad de mirar el segundo con los anteojos del lenguaje especializado de las matemáticas, es también la inoperatividad de pensar el primero bajo el alero de dicho lenguaje formal. Las observaciones precedentes nos llevan a otra cuestión que cabe destacar en el marco de esta disputa entre dos formas de entender el lenguaje jurídico; a saber, el problema de los conceptos jurídicos. Desde luego, ya se han deslizado distintas consideraciones al respecto, pero conviene prestar especial atención al antiesencialismo que está presente en el planteamiento de Carrió. Dicho prisma, por supuesto, es también heredero de las investigaciones hartianas, de modo tal que dar cuenta de la visión antiesencialista de los conceptos jurídicos revela otra dimensión del contraste entre un lenguaje construido idealmente y otro aceptado naturalmente y, al mismo tiempo, refuerza el vínculo entre Carrió y Hart. Esto último, de nuevo, lo

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sitúa en una determinada vereda de la filosofía del derecho argentina de tintes analíticos, así como de la filosofía jurídica analítica en general. Una de las maneras de definir un término, tradicionalmente asociada con los estudios lógicos y disciplinas formales, es la definición per genus et differentiam. De acuerdo con ella, definir un término consiste en expresar su connotación o enumerar las propiedades que necesariamente este tiene. Gracias a esta clase de definiciones se expresan condiciones necesarias y suficientes para la aplicación de un término y, de ahí, que ella provea de criterios categóricos de corrección acerca de la aplicación de dicho término a una determinada cosa. Se tratará de una clase de cosa que es definida, si y solo si, en ella se verifican todas y cada una de las propiedades expresadas en la definición. Así, un cuadrado es una figura plana que tiene cuatro lados iguales, cuatro ángulos de noventa grados y dos diagonales iguales. Luego, una figura es correctamente denominada cuadrado, si y solo si, posee cuatro lados iguales, cuatro ángulos de noventa grados y, finalmente, dos diagonales iguales. La correcta aplicación del término cuadrado a una cosa exige necesariamente la concurrencia de esos atributos, bastando su satisfacción para tratarse de la figura plana que es ahí definida. Como es posible observar, esta estrategia proporciona un test concluyente para evaluar la aplicación de un término a una cosa y, asimismo, asegura la precisión y exactitud formal característica de las matemáticas. ¿Es posible emplear esta forma de definición en los conceptos jurídicos? La posición que, según hemos anotado, sostuvo Carrió respecto del lenguaje jurídico como parte del lenguaje natural ofrece pistas acerca de su negativa. Efectivamente, si el lenguaje jurídico se ve permeado por el lenguaje natural, reproduciendo sus caracteres y dificultades, la ambigüedad, vaguedad y textura abierta de las nociones jurídicas obstaculiza insalvablemente cualquier intento de definir un concepto jurídico en términos de condiciones necesarias y suficientes de aplicación. El derecho debe acudir al lenguaje natural si su pretensión es la de guiar comportamientos humanos y, según se ha advertido, la ineludible consecuencia de esto es que el lenguaje jurídico no responde a los cánones de certeza y exactitud propios de las matemáticas. Por lo tanto, en el escenario jurídico se hace bastante difícil hallar conceptos que se dejen definir en términos de sus propiedades esenciales, como si se tratare de condiciones necesarias y suficientes para su correcta aplicación. Pues en el lenguaje del derecho, a diferencia del ámbito de la lógica y las matemáticas, los contornos son difusos y los deslindes mucho menos nítidos.

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En el prefacio que Carrió escribió para Derecho y moral: contribuciones a su análisis, este advirtió que la obra de Hart vino a revitalizar los estudios en filosofía jurídica analítica que se encontraban estancados. Una de las razones de este estancamiento se debió al hecho de que los términos fundamentales no afectados por vaguedad o incertidumbre, no han sido analizados en forma satisfactoria. Ha habido un deseo inmoderado de reducir a una unidad fenómenos que exhiben diferencias significativas que el lenguaje jurídico refleja. En lugar de hacerse adecuadamente cargo de esas diferencias, se ha preferido intentar eliminarlas como meros defectos o imprecisiones verbales. Se ha querido descubrir la “estructura esencial” o las “condiciones necesarias” de los fenómenos por debajo de las supuestas deficiencias de las expresiones que usamos para referirnos a ellos (Carrió, 1962, p. xvi).

Desde este punto de vista, el problema acerca de la adhesión a un lenguaje perfecto en el derecho, que esté dotado de los caracteres de certeza y exactitud que acostumbran a contar los lógicos, se encuentra afianzado con la pretensión de analizar los conceptos jurídicos en términos esenciales o necesarios. En ambas expectativas teóricas existe un intento de reducción de la complejidad del fenómeno jurídico y el cúmulo de distinciones que es indispensable efectuar para dar cuenta de la diversidad de usos y funciones que cumple el lenguaje. Se trata, entonces, de pretensiones que conducen a la implementación de metodologías inadecuadas para abordar el lenguaje natural que, según lo sabemos, es el lenguaje del derecho. Conviene más atender a las diferentes funciones que cumplen los conceptos jurídicos en distintos contextos de uso, que esmerarse en conseguir una definición que acuda a propiedades esenciales o necesarias. El dilema en el que se traduce esta tentación de reducir las múltiples distinciones empleadas en el lenguaje jurídico, cuando se trata de los conceptos jurídicos, es descrito con claridad por Carrió al indicar que algo semejante ocurre con el tratamiento de otros conceptos jurídicos fundamentales (por ejemplo el de “derecho subjetivo”) cuando en lugar de examinar cuidadosamente la función que desempeñan en los contextos típicos y compararla con el papel que cumplen en contextos atípicos, nos empeñamos en armar una definición de ellos válida para toda situación [cursivas añadidas] (Carrió, 1962, p. xviii).

La referencia que efectúa Carrió acerca del concepto de “derecho subjetivo” no es, como es sabido, accidental. Este fue uno de los conceptos jurídicos

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que Hart abordó en su ensayo “Definition and Theory in Jurisprudence”, originalmente publicado en 1954 y reunido en Essays in Jurisprudence and Philosophy de 1983. Hart prestó permanente atención a las perplejidades de nuestro lenguaje jurídico y una de ellas es la formulación de definiciones en el ámbito de la teoría jurídica analítica. Aquí una dificultad de especial importancia es consecuencia de la utilización de un método común de definición que no es el apropiado para el derecho. Este método presenta mayores problemas cuando es empleado para responder preguntas como ¿qué es el derecho? o ¿qué es un derecho subjetivo? Pese a que estas debieren estimarse como cuestiones básicas en el contexto jurídico, no lo son y producen gran perplejidad en quien las formula y en quien intenta responderlas. Ello ocurre pues esta clase de interrogantes no se pueden responder mostrando ejemplos de aquello que es denominado como derecho o derecho subjetivo, ni tampoco basta con enseñar el uso de estas palabras, porque ellas son utilizadas a diario sin mayor inconveniente. Su perplejidad emana, pensaba Hart, del hecho de que “aunque el uso común de estas palabras es conocido, éste no es comprendido; y no lo es porque comparados con la mayoría de las palabras comunes, estos términos jurídicos son anómalos en diversos modos” (Hart, 1962, p. 96). Una de las peculiaridades de estos términos es que no tienen necesariamente una correspondencia, esto es, una suerte de contrapartida ni tampoco persiguen designar o describir algo en particular. El método empleado para definirlas es el cual hemos anticipado y que consiste según Hart en abstraer estas expresiones “de las frases en que se puede ver su función plena, y luego preguntarnos por el género próximo y la diferencia específica de esas expresiones así abstraídas” (Hart, 1962, p. 111). Esta clase de técnica incurre en el yerro de analizar el término de manera aislada, sin tener presente las frases completas en que este cumple su función característica. De ahí que Hart acuda a las advertencias benthamitas sobre el uso de esta metodología, sugiriendo que no hay que tomar en consideración la expresión derecho subjetivo, sino la frase “X tiene un derecho subjetivo” bajo la cual ese término cumple su papel en las prácticas lingüísticas jurídicas. Si bien formuló reparos y ciertas correcciones a la propuesta de Jeremy Bentham, a partir de su lectura mostró lo inadecuado que era emplear el método tradicional de definición para dar cuenta de estos conceptos jurídicos. Tras esta cuestión se encuentra latente la intuición según la cual el propósito de buscar definiciones en términos de condiciones necesarias y

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suficientes de aplicación o que alcancen la esencia de un concepto jurídico, constituye una apuesta arriesgada e infructuosa. Es arriesgada porque presupone que los conceptos jurídicos son la clase de conceptos respecto de los cuales tal enfoque resulta pertinente y es, a su vez, infructuosa porque al implementársele en lugar de dar con esas condiciones necesarias y suficientes, identificar su esencia o representar algo con el término en la realidad y contribuir a comprender de mejor manera el lenguaje que es usado en el ámbito jurídico, se obtiene una versión simplificada, tergiversada e inadecuada del lenguaje y los conceptos jurídicos21. El fracaso de sostener esta creencia y aplicar el método tradicional de definición para encarar los conceptos en el derecho se debe a que el resultado es ofrecer, en palabras de Hart, “un tipo de respuesta que deforma necesariamente las características distintivas del lenguaje jurídico” (Hart, 1962, p. 102). En el contexto del estadio temprano del pensamiento de Hart que estamos explorando, la imposibilidad de definir los conceptos jurídicos en términos de condiciones necesarias y suficientes de aplicación es la negativa a asumir un esencialismo en los asuntos lingüísticos. En este orden de consideraciones, Hart acusa la influencia de Wittgenstein y una comprensión convencional del lenguaje22. Precisamente, a juicio de Hans-Johann Glock, Hart proporcionó un gran estímulo a la teoría jurídica, evitando “inútiles disputas metafísicas sobre la naturaleza de las obligaciones y los derechos mediante el análisis de los conceptos jurídicos. Bajo la influencia de ideas wittgensteinianas rechazó la búsqueda de definiciones analíticas en favor de una elucidación más contextual sobre la función que juegan estos conceptos en el discurso jurídico” (Glock, 2008, p. 58). No es conveniente, entonces, perder energías en la búsqueda de esta clase de definiciones para nociones jurídicas como derecho subjetivo, sin detenerse en la diversidad de usos y funciones que ese concepto cumple en el discurso jurídico.

21 Siguiendo a Atienza, el grueso de los errores que Carrió detectó en algunos problemas de la ciencia jurídica devela una falta de sensibilidad con el lenguaje en que el derecho es expresado. Tal núcleo de yerros “proviene de una concepción esencialista del lenguaje, es decir, desde la creencia de que el lenguaje refleja directamente algún tipo de realidad natural, esencial o sustancial. Esto ha llevado a los juristas a buscar ‘esencias’ o ‘naturalezas jurídicas’ en expresiones que no denotan nada en absoluto, ya que solo se usan por economía del lenguaje”. (ATIENZA, 2016, p. 826). La cuestión acerca de si acaso es pertinente hablar de la naturaleza del derecho o emplear fórmulas afines para delinear las investigaciones de la filosofía jurídica cobrará importancia en la última sección de este ensayo. 22 Sobre este punto, véase NARVÁEZ (2004, en especial pp. 195-234 y 277-307).

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Autores como Frederick Schauer han insistido en que si bien en algunos pasajes del Postscript, Hart parece localizar rasgos esenciales en el derecho al argüir que su obra de 1961 ofreció “una teoría de lo que es el derecho, teoría que es, a la vez, general y descriptiva” (Hart, 2000, p. 11), el primer capítulo de El concepto de derecho “tiene un tono decididamente antiesencialista” (Schauer, 2013, p. 241). Hart no creyó que el derecho posee propiedades individualmente necesarias y ello, piensa Schauer, está más explícitamente advertido en la crítica que este esgrime a la definición per genus et differentiam como un método inaplicable para definir el derecho y que se muestra abiertamente inútil para lograrlo. En su lectura se apoya en las siguientes palabras de Hart: “a menudo el uso ordinario, o aún el uso técnico, de una palabra, es plenamente ‘abierto’, en el sentido de que no prohíbe la extensión del término a casos en los que los que sólo están presentes algunas de las características normalmente concomitantes” [las segundas cursivas son añadidas] (Hart, 1963, p. 19). De manera tal que esas características se encuentran normalmente y no esencialmente presentes en los términos jurídicos, descartando el prisma esencialista. Para Schauer el talante antiesencialista de Hart no es una sorpresa, sino que resulta consistente con el contexto de las discusiones filosóficas que se desarrollaron en Oxford a mediados del siglo XX, en las cuales Austin fue la principal figura y las ideas de Wittgenstein constituían un lugar común. El escenario intelectual analítico de Hart –que en buenas cuentas es el que inspira el trabajo de Carrió– es determinante en su negativa a las propiedades esenciales o necesarias del derecho. Desde estas consideraciones, Schauer concluye que si Hart hubiera suscrito la tesis según la cual “los conceptos tienen propiedades esenciales o necesarias habría sido, sino una herejía, al menos un desacuerdo con el clima filosófico de la época, un clima en el que él fue un participante, y de hecho mucho más que un simple artífice de este” (Schauer, 2013, p. 243).

2 . m o n i s m o y d i v e r s i da d Al trasladarnos a la cuestión (iii), esto es, la tensión entre una visión monista acerca del fenómeno jurídico y otra que reconozca y valore la diversidad que se encuentra presente en los asuntos jurídicos, el lector notará que el camino se ha allanado lo suficiente para apostar por el compromiso de Carrió con la diversidad en el derecho. Como fue antes señalado, cuando Carrió

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interpreta la obra de Hart pone acento en la falta de pertinencia explicativa de los esfuerzos teóricos por reducir la complejidad y diversidad del derecho. Se interesó, en particular, en la expectativa de reducir a unidad fenómenos diferentes que exhiben, a su vez, profundas divergencias y que son expresadas por el lenguaje jurídico (Carrió, 1962, p. xvi). La creencia de que los términos jurídicos pueden ser definidos según propiedades esenciales o necesarias obedece, por cierto, a una pretensión monista. Bajo esta óptica, el monismo en filosofía jurídica supone entender una parte o todo el fenómeno jurídico de acuerdo con un criterio, estándar o modelo explicativo común. Tal aspiración fue continuamente rechazada por Carrió: ella irremediablemente ocasiona el oscurecimiento de la infinidad de sutilezas y distinciones que es necesario realizar cuando se trata de nuestro lenguaje y conceptos jurídicos. Su alternativa, en cambio, fue admitir y valorar la diversidad, complejidad y riqueza con que ostensiblemente se nos presenta el lenguaje jurídico y el derecho en general23. El contraste entre el canon monista y aquel que apela a la diversidad de lo jurídico es ejemplificado con razón por Carrió en el planteamiento de Hans Kelsen24. La búsqueda que este último emprendió por la formulación de la estructura lógica de las normas jurídicas responde plenamente a este propósito. Su versión de las normas primarias, es decir, normas jurídicas que imponen sanciones, diseñadas mediante una estructura común conformada por el supuesto operativo como condición de imputación y la respectiva sanción, constituye un indicador de la finalidad de reducir las distintas reglas que existen en el escenario jurídico sobre la base de un modelo de comprensión. Por ello, Carrió evidenció sus profundas discrepancias con esta manera de ver el derecho. Guiado por las directivas que Hart plasmó en el tercer capítulo de El concepto de derecho, titulado “La diversidad de normas jurídicas”, Carrió dio cuenta del hecho de que el proyecto kelseniano deja al margen un conjunto de reglas jurídicas que no corresponden a la imagen unitaria de normas que imponen obligaciones y establecen sanciones frente a su 23 Martino ha destacado con acierto que la pretensión de reducir el derecho a una imagen condensada y homogénea, pagando con su deformación como precio de la uniformidad, es genéricamente resistida por Carrió. De acuerdo con MARTINO (1977), “varias veces Carrió ha denunciado cuán peligrosos y a veces falsos son los resultados que se obtienen cuando se usa un reduccionismo radical para intentar presentar de un modo uniforme cosas que no lo son” (p. 196). 24 Para una defensa de la relevancia del monismo jurídico de Kelsen frente a las críticas de trivialidad y déficit de rendimiento explicativo formuladas por Hart y Raz para abordar satisfactoriamente los sistemas jurídicos, véase GRAGL (2017, pp. 287-318).

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infracción. Estas reglas distintivas –denominadas reglas secundarias– cumplen una función social radicalmente distinta, ya que confieren potestades públicas o privadas para que, mediante la observancia de requisitos y procedimientos previstos, sean alcanzados estados deseados de cosas, satisfaciendo sus expectativas normativas. Al prescindir de las reglas secundarias, Kelsen ofreció una versión simple y unitaria, pero parcial e incompleta de la diversidad de reglas jurídicas y las funciones lingüísticas –distintas a la meramente directiva– que son reconocidas en nuestro discurso jurídico. Cabe preguntarse, entonces, ¿por qué este afán monista de reducir la complejidad del derecho en una explicación unitaria? Pues como bien lo indica Hart “el deseo de uniformidad es muy fuerte en la teoría jurídica” (Hart, 1963, p. 41). Una explicación de esta índole ofrece explicaciones simples, coherentes y libres de contradicciones. En estas, prima el acuerdo en lugar del desacuerdo, imponiéndose la homogeneidad frente a la diversidad. Ello resulta indudablemente atractivo cuando se trata de dar cuenta del fenómeno jurídico, que pareciere caracterizarse por los rasgos contrarios. Sin embargo, el precio que se debe pagar por asumir esta pretensión monista en los estudios iusfilosóficos es la simplificación teórica del derecho, sustituyendo su complejidad y diversidad por una explicación tergiversada y opaca acerca del fenómeno jurídico. De acuerdo con Carrió, “una teoría así orientada no da razón del papel múltiple que las normas jurídicas y los conceptos del derecho desempeñan en la vida de los hombres. Sólo consigue presentar un cuadro desfigurado de la práctica del derecho” (Carrió, 1962, p. xviii)25. Por supuesto, a juicio de Carrió, Kelsen significó un progreso respecto del esquema de comprensión de John Austin sobre el derecho, desarrollado en términos de un conjunto de mandatos emanados del soberano y dirigidos a sus súbditos. Este no pudo cubrir la generosa variedad, riqueza y particularidades del lenguaje jurídico y solo vio en él proposiciones descriptivas 25 Esto explica en parte el severo juicio que realizó Carrió sobre el concepto de deber jurídico especialmente releído desde el lente de la Teoría pura del derecho kelseniana. Sus vicios de reducir y simplificar el funcionamiento de los conceptos en las expresiones lingüísticas y sus usos habituales en el discurso estaban, desde su mirada, también presentes en la “Teoría General del Derecho” de Europa continental. Para Carrió, “la obsesión de reducirlo todo a un grupo pequeño de nociones, que se seleccionan, definen y estructuran en función de aquellas ideas preconcebidas, conduce a un laberinto de perplejidades y paradojas” (CARRIÓ, 1990c, p. 185). Una evaluación crítica del enfoque de Carrió en el contexto de la filosofía analítica del lenguaje ordinario se encuentra agudamente desarrollada en MONTI (2017, pp. 257-300).

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que dan cuenta de las órdenes respaldadas por amenazas, junto con hábitos de obediencia. Kelsen correctamente observó que no solo empleamos enunciados descriptivos para referirnos a lo jurídico, mas, desde el punto de vista de Carrió, fue traicionado por su motivación monista, obteniendo resultados escasamente provechosos con la diversidad del derecho. En sus términos, al encontrarse Kelsen gobernado “por la idea de fijar la ‘esencia’ del derecho –o, con otra terminología, sus condiciones a priori– se ha atenido a un método de análisis rígido, poco compatible con la flexibilidad del lenguaje de los juristas y con la enorme complejidad de los fenómenos que quedan usualmente designados por el omnicomprensivo e impreciso rótulo ‘derecho’” (Carrió, 1962, p. xix). Como se podrá apreciar, las discusiones (ii) y (iii), que denotan desacuerdos centrales en la filosofía jurídica analítica, están altamente entrelazadas. El privilegio de un lenguaje ideal, al cual se debe ajustar el discurso jurídico para estar dotado de la exactitud y certidumbre del primero, se desprende de un compromiso monista por mostrar que el fenómeno jurídico puede razonablemente ser reconducido a una unidad o un esquema explicativo compartido. La valoración del lenguaje natural, incluyendo en este al lenguaje jurídico, supone, en cambio, una apuesta por la diversidad y complejidad del fenómeno jurídico, en que las distintas modalidades en que se desenvuelven el lenguaje y nuestras prácticas jurídicas goza de una riqueza tal que no puede deformarse mediante una perspectiva monista. Ahora bien, una consecuencia de la adopción de la diversidad en el derecho contribuye a poner a prueba la conformación de la filosofía jurídica analítica en la que Carrió se insertó. Para ello debemos retomar el marco teórico formulado por Atienza y que abrió esta segunda sección. Según fue señalado, Atienza distinguió correctamente entre dos perspectivas de la filosofía del derecho analítica desarrollada en Argentina. Una en que prevalecen los análisis lógico-formales del derecho y bajo la cual destacan Alchourrón y Bulygin y, a su vez, otra en que son subrayados los exámenes del lenguaje cotidiano y en el que fue ubicado, entre otros, Carrió. En la lectura que aquí se ensaya, efectivamente, Atienza da en el clavo al demarcar entre dos concepciones de la tradición analítica de la filosofía del derecho argentina y ello es reforzado, a mi juicio, por la pertinencia de situar las tensiones (ii) y (iii) en sus respectivas posiciones. Hay buenas razones para aceptar que, en autores como Alchourrón y Bulygin, la controversia (ii) es resuelta en favor de la necesidad de formular un lenguaje perfecto, que sea artificialmente

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construido a luz de los cánones de exactitud y certeza que caracteriza al lenguaje de los cuantificadores y variables en la lógica. Del mismo modo, para este grupo de autores la disputa (iii) es también adjudicada en términos de un compromiso monista en que el fenómeno jurídico es reducido a un esquema teórico único y común, desplazando las divergencias por la homogeneidad y coherencia de los sistemas formales. Estas opciones descartan, respectivamente, el reconocimiento del lenguaje jurídico como parte del natural, encontrándose por ello expuesto a las gruesas dificultades y grandes zonas de incertidumbre de nuestro lenguaje cotidiano y, además, la valoración de la complejidad y diversidad del lenguaje del derecho en particular y del ámbito jurídico en general. Frente a estas alternativas teóricas está asentada la filosofía analítica del derecho de Carrió, quien bajo el alero de Austin y Hart, fomentó el análisis del lenguaje ordinario en los asuntos jurídicos, enfatizando la continuidad que existe entre el lenguaje cotidiano y el jurídico y rescatando la necesidad de abordar los estudios del lenguaje en el derecho teniendo presente la significativa gama de sutilezas, peculiaridades y, en fin, riqueza del uso y funciones de nuestros conceptos y expresiones jurídicas. A diferencia de la vertiente en teoría jurídica analítica a la cual Carrió no adhirió, el análisis de una expresión bajo este prisma de la jurisprudencia analítica, “no consiste en sustituirla por otras que se adecúen mejor a la estructura de los hechos y satisfagan nociones preconcebidas sobre la función ideal del lenguaje” [cursivas añadidas] (Carrió, 1962, p. xix). Su objetivo es, por el contrario, estudiar acabadamente cuál es la función que tal expresión cumple en determinados contextos, examinar sus matices y distinciones, reconociendo la diversidad de usos y finalidades que tienen las expresiones en el derecho. Hasta acá es posible, creo, engarzar adecuadamente el marco propuesto por Atienza para posicionar a Carrió como un filósofo analítico del derecho en el escenario argentino con las tensiones y profundos desacuerdos que caracterizan la filosofía analítica del derecho. Al centrar nuestra mirada en las maneras tan diferenciadas de entender lo jurídico por parte de Alchourrón y Bulygin, de un lado, y Carrió, de otro, es respaldada la tesis según la cual la teoría jurídica analítica puede ser entendida como una zona de disputas, desacuerdos y tensiones y que, del mismo modo que ocurre con su símil en la reflexión filosófica, no hay una identidad o imagen común respecto de la cual predicar sencillamente el carácter analítico de un iusfilósofo. Tanto Alchourrón y Bulygin como Carrió son filósofos analíticos del derecho, pero

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los presupuestos, metodologías y propósitos que sus obras manejan son innegablemente contrapuestos. Todo ello permite abonar la pertinencia de la tesis antes esbozada. Sin embargo, el esquema mediante el cual Atienza organiza la filosofía analítica argentina del derecho, a partir de esas dos concepciones altamente demarcadas entre sí, quizá constituye una lectura apropiada para describir el panorama particular que era su objeto de estudio, pero insuficiente si se quiere mostrar la tradición analítica de la filosofía del derecho. La apuesta por la diversidad filosófica encarnada por una vereda de la teoría jurídica analítica arroja luz acerca de que no solo hay una concepción que en filosofía analítica del derecho la discute con el ofrecimiento de estudios lógico-formales acerca del derecho, sino que también están presentes los esfuerzos de comprensión motivados por la influencia de metodologías empiristas y aspiraciones observacionales, descriptivas y predictivas en el contexto jurídico. Si bien Atienza distingue entre dos perspectivas de la teoría jurídica analítica argentina, existen, al menos, tres concepciones de relevancia que afianzan la idea de una falta de identidad común y abundancia de tensiones y complejidad en el examen de la tradición analítica de la filosofía del derecho. Sin poner de relieve el prisma del realismo jurídico y de sus distintas manifestaciones en la teoría analítica del derecho, no parece plausible perfilar una reconstrucción intelectual completa de esta zona de reflexiones iusfilosóficas, y que haga justicia a su complejidad y aspectos distintivos que fueron sugeridos26.

26 A pesar de que el análisis conceptual pueda ser propiciado tanto por una concepción comprometida con el lenguaje ordinario como por otra afianzada en los estudios lógicos, no necesariamente quieren decir lo mismo con la idea de análisis conceptual, ni sus compromisos o alcances deben coincidir. Mientras que el análisis conceptual hartiano presta atención al uso de los términos lingüísticos que contribuyen a refinar la comprensión de las diversas situaciones sociales que son parte del fenómeno jurídico, el estudio de los conceptos para Bulygin, por ejemplo, es visiblemente formal y desapegado del examen de la realidad. Según este lo ha revelado, “la filosofía en general y la filosofía del Derecho en particular no se ocupan de la realidad, porque para eso están las distintas ciencias y entre ellas la ciencia jurídica. La filosofía se ocupa de los aspectos necesarios de la realidad, llámense éstos ideas, categorías, conceptos o síntesis a priori. Esto implica una adhesión a la idea de que la filosofía es sustancialmente análisis conceptual. El análisis de la estructura del Derecho y de sus partes componentes, en primer lugar, de las normas jurídicas, así como de los conceptos jurídicos generales es, en mi opinión, la tarea primordial de la filosofía jurídica” [cursivas añadidas] (BULYGIN, 2009, p. 87). Un prisma como el perfilado por Ross, entonces, cubre directamente el vacío dejado por esta manera de entender el análisis conceptual respecto del estudio de la realidad en la teoría jurídica analítica.

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Estos puntos fueron tempranamente advertidos por Carrió y de ahí su preocupación por la obra de Alf Ross. Si en la primera sección pasamos revista a su labor de divulgador de la filosofía analítica del siglo XX, incluyendo la traducción de indispensables trabajos en áreas como filosofía moral, filosofía del lenguaje y filosofía del derecho, su importancia se ensancha con la traducción de On Law and Justice, originalmente publicado en 195927. Desde el prefacio a la edición castellana de la obra, el autor danés reconoció que tenía “una deuda con muchos de los amigos de la Argentina” (Ross, 1963, p. xi). Ahí focalizó en Gioja y Carrió sus agradecimientos. Al primero por brindarle un espacio para difundir y discutir sus ideas acerca de un fundamento realista del derecho en la Universidad de Buenos Aires, y al segundo de ellos por la delicada tarea desarrollada en la traducción de su influyente libro. En el marco del prefacio a la edición inglesa, Ross plasmó con claridad el objetivo principal de su trabajo, enfocándolo en desarrollar los principios empiristas, en el campo del derecho, hasta sus conclusiones últimas. De esta idea surge la exigencia metodológica de que el estudio del derecho siga los tradicionales patrones de observación y verificación que inspiran a toda ciencia empírica moderna. De ella surge también la exigencia analítica de que las nociones jurídicas fundamentales sean interpretadas exclusivamente como concepciones sobre la realidad social, sobre la conducta del hombre en sociedad [cursivas añadidas] (Ross, 1963, p. xiii).

Por supuesto, Ross aludía a Kelsen en su propuesta de efectuar una teoría del derecho sustentada en fundamentos formales y proposiciones a priori, que se encuentran desprendidos de los hechos o elementos factuales que son relevantes en el ámbito jurídico. De la calificación como exigencias analíticas a las coordenadas que inspiran el trabajo, se sigue que Ross está ubicando su proyecto iusrealista en la tradición analítica de la filosofía del derecho, pero está disputando el término analítico en filosofía del derecho o, en otras palabras, está polemizando con las otras concepciones que ahí se hallan. En particular, a Ross le interesaron Austin –el jurista– y Kelsen. Su idea de filosofía del derecho analítica es algo tosca, ya que la entiende como 27 La edición danesa de la obra de Ross fue publicada en 1953. En el marco de la labor de Carrió como traductor podemos incluir un sinnúmero de trabajos determinantes en la historia intelectual tanto de la filosofía analítica como de la filosofía jurídica analítica, entre los cuales cabe mencionar, junto con diferentes obras de Austin, Hart y Ross, trabajos de L. L. Fuller, R. M. Hare, W. N. Hohfeld y E. H. Levi.

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aquella que trata de analizar y definir conceptos fundamentales del derecho que se consideran comprendidos en el concepto de derecho (Ross, 1963, pp. 1-2). Pero situó, de manera sugerente, los enfoques de Austin y Kelsen como sus adversarios teóricos y referentes de concepciones rivales en la filosofía analítica del derecho, diferenciando sus esquemas. De acuerdo con Ross, “la Teoría pura del derecho de Hans Kelsen, que constituye la contribución más importante del siglo a la filosofía jurídica, pertenece también a la escuela analítica. Sin embargo, no hay conexión histórica entre la Teoría pura del derecho y la escuela de Austin” (Ross, 1963, p. 2). Pese a ello, Ross consideró que existía un aspecto distintivo en la filosofía analítica del derecho; a saber, su formalismo. En sus términos, “tomada en su conjunto, la escuela analítica lleva el sello de un formalismo metodológico” (Ross, 1963, p. 2). Dicha posición compartida, pensó el danés, acarrea que el derecho sea pensado en términos de un conjunto de normas y no atienda al grupo de circunstancias sociales que inciden en la creación y desarrollo de las normas jurídicas, ni en los efectos sociales que estas producen. Ello significa, bajo sus anteojos, una gran desventaja. El formalismo descuida el derecho en acción, es decir, el complejo de consideraciones acerca de cómo el derecho se desenvuelve efectivamente en la sociedad, otorgando significado a las acciones y motivando el comportamiento de los individuos. El derecho, entonces, consiste parcialmente en fenómenos y parcialmente en normas jurídicas, encontrándose ambos componentes en mutua correlación. Como es sabido, el esquema de interpretación de las acciones recíprocamente motivadas por reglas jurídicas, que fue propuesto por Ross, es el modelo del “derecho vigente”. En virtud del cual “interpretamos a dichas acciones como fenómenos jurídicos que constituyen un todo coherente de significado y motivación. Solo así cada una de ellas adquiere su carácter jurídico” (Ross, 1963, p. 17). La cuestión que me interesa destacar es que el interés de Carrió por la filosofía jurídica de Ross obedece al papel que esta ocupa en la tradición analítica de la filosofía del derecho, respecto de la cual Carrió estaba consciente de pertenecer. Pero tal como para el iusfilósofo argentino su obra está alejada de la concepción marcada por estudios lógico-formales acerca del derecho, también lo estaba respecto del prisma jurídico realista promovido, entre otros, por Ross. Carrió se situó en un camino alternativo a Kelsen y Ross, siguiendo el sendero trazado por Hart. No solo tuvo presente su lugar en la filosofía analítica del derecho del siglo XX, sino que también tomó

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nota acerca de la complejidad de esta tradición iusfilosófica y la presencia de marcadas concepciones que están ahí en disputa28. Cuando Ross visitó la Argentina a fines de 1960, Carrió elaboró un trabajo a propósito de las conferencias que realizó en Buenos Aires dedicadas a la relación entre el positivismo jurídico y el derecho natural. Ahí imaginó un lúcido e hipotético debate entre Ross, un kelseniano ortodoxo y un tercer personaje, quien pese a que pudiera creerse que se trata del propio Carrió representa, en verdad, las críticas que al realista escandinavo formularon Hart y Dennis Lloyd, como es finalmente declarado por Carrió (Carrió, 1984b, pp. 643-644). En el posicionamiento de esta crítica transparenta su cercanía a la concepción de la filosofía del lenguaje cotidiano y, al mismo tiempo, su distancia con las perspectivas rivales identificadas en el formalismo normativista de Kelsen y el realismo jurídico de Ross. Desde el punto de vista de Carrió, Hart y Lloyd dirigen a Ross un reproche fundamental que, en sus alcances, se asemeja al que el propio Ross ha dirigido a Kelsen. A saber, haber detenido su evolución en el campo de la filosofía general en un estadio superado. Kelsen –según Ross– se quedó en un kantismo con infiltraciones esencialistas, insensible a los avances de la moderna filosofía empirista. Ross –según Hart y Lloyd– no ha sabido ir más allá de una versión un tanto tosca del empirismo, apoyada en una formulación vetusta del principio de verificabilidad, que desdeña las conquistas de la filosofía del lenguaje, tan importantes hoy en día (Carrió, 1984b, p. 644).

Carrió, por su parte, reafirmó una y otra vez su vocación por la filosofía del lenguaje ordinario de filiación oxoniense –en la versión moderada que ya apuntamos– y describió muchos de sus trabajos por tener una “clara inspiración analítico-oxoniense” (Carrió, 1984a, p. 50). Su prisma en filosofía del derecho es analítico, pero se trata de uno entre otros que son igualmente analíticos. De acuerdo con lo anterior, entonces, la obra de Carrió efectivamente corresponde situarla bajo las coordenadas de la tradición analítica de la filosofía del derecho del siglo XX y, de las propias consideraciones del autor, es posible desprender su reconocimiento de este ámbito de reflexiones iusfilosóficas no tan identificado por compartir presupuestos, metodologías y objetivos, como por admitir la ausencia de una visión común y, en su

28 Para una reciente investigación historiográfica sobre esta tradición en la filosofía del derecho, véase CHIASSONI (2017, con especial interés pp. 151-223).

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defecto, la presencia de concepciones en disputa que encarnan enfoques contrapuestos acerca de las tensiones que fueron revisadas. En la sección final se apuntarán algunas observaciones de Carrió en el reciente proceso de autocomprensión de la filosofía jurídica analítica, en el marco del debate entre la naturaleza y el concepto de derecho.

III. carrió en la autocomprensión contemporánea Desde mi óptica, la tradición analítica de la filosofía del derecho ha enfrentado cruciales momentos de autocomprensión. Entiendo por esta clase de procesos aquellos momentos en que los iusfilósofos pertenecientes a estas coordenadas intelectuales han instalado a la propia teoría del derecho como objeto de reflexión. Ahí han tratado de determinar los propósitos de la jurisprudencia analítica así como la metodología que es idónea para alcanzarlos. Se trata, naturalmente, de un proceso de segundo orden de análisis en que es tematizada la teoría jurídica analítica, indagando qué clase de teoría del derecho es y qué cabe esperar de este quehacer teórico29. A grandes rasgos, estos pueden situarse, en primer lugar, en el debate protagonizado por Hart y Ronald Dworkin, después de que este último propinara sus conocidas estocadas en Taking Rights Seriously de 197730. La réplica de Hart, que apareció cerca de dos décadas más tarde en el Postscript, inició sus consideraciones con el apartado titulado “La Naturaleza de la Teoría Jurídica”. Allí Hart estimó que parte de las discrepancias existentes entre Dworkin y él se explicaban porque ambos encarnaron dos tipos de teoría del derecho que eran ostensiblemente contrapuestas entre sí. Mientras que Hart ofreció una teoría del derecho que era general y descriptiva, Dworkin desplegó sus objeciones desde una teoría del derecho que era, por el contrario, particular y evaluativa. Como es largamente sabido, esto desencadenó un generoso debate metodológico en la filosofía analítica del derecho

29 Tales procesos en que esta tradición en filosofía jurídica se ha posicionado como objeto de reflexión están desarrollados con mayor detención en PEREIRA (2015a, pp. 33-37; y 2015b, pp. 311-318). 30 El famoso ensayo de Carlos Nino “Dworkin and Legal Positivism”, que fue originalmente publicado en Mind durante 1980 y en el que intentó conciliar las posiciones de Hart y Dworkin, motivó un fértil debate entre Carrió y Nino. Puede verse la respuesta de Carrió en CARRIÓ (1990h, pp. 375-401) y la réplica en NINO (1985, pp. 209-221). Un panorama y revisión de esta controversia se encuentra en MORESO (2017, pp. 21-62).

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acerca de si esta debe ajustarse a uno u otro canon, tematizando el tipo de explicaciones que requiere efectuar esta tradición en filosofía del derecho31. El segundo proceso de autocomprensión, que de nuevo instó a preguntarse por el método de estudio del derecho y las finalidades que debe perseguir la teoría jurídica analítica, es consecuencia de la fractura metodológica entre el análisis conceptual de raigambre hartiano y la explicación de la naturaleza del derecho. La primera tarea supondría una investigación acerca del significado del término derecho y la segunda labor, en cambio, consiste en el examen de la naturaleza del derecho, es decir, el conjunto de propiedades que hacen que el derecho sea lo que es. ¿Cuál es, entonces, el real propósito de la teoría jurídica analítica? El análisis conceptual aboga por realizar un estudio que no puede pretender despojarse en absoluto de consideraciones culturales, contextuales e históricas, pero el desafío de determinar cuáles son y cómo operan los elementos fundamentales sin los cuales el derecho no puede ser derecho, conlleva una tarea perfilada en torno a explicaciones necesariamente verdaderas y universalmente válidas. Ambas empresas teóricas suponen metodologías distintas y objetivos profundamente diferenciados. A partir de la irrupción de trabajos de Joseph Raz –y el reforzamiento de otros representantes del escenario jurídico analítico como Julie Dickson y Scott Shapiro– numerosas posiciones en teoría jurídica analítica han estado trenzadas en establecer cuál es la pregunta a cuya resolución debe ella abocarse32. El análisis conceptual heredado de Hart sostiene que ella corresponde a “¿qué es derecho?”, mas la propuesta que insta por ocuparse de la naturaleza del derecho rechaza lo anterior, afirmando que la pregunta central es, en realidad, “¿qué es el derecho?”. A juicio de Raz, por ejemplo, la filosofía analítica del derecho lleva a cabo su tarea si logra explicar la naturaleza del derecho y no si clarifica conceptualmente la noción de derecho. En efecto, el éxito de la jurisprudencia analítica depende de que esta articule “proposiciones acerca del derecho que son necesariamente verdaderas y, en segundo lugar, si estas proposiciones explican lo que el derecho es” [cursivas añadidas] (Raz, 2013, p. 32). De modo que el concepto del derecho constituye, bajo estos términos, algo distinto a la naturaleza del derecho y hoy en día

31 Acerca de la presencia y ausencia de Dworkin en los estadios de autocomprensión de la teoría jurídica analítica, véase PEREIRA (2013, en especial pp. 296-306). 32 Al respecto, puede consultarse DICKSON (2006, pp. 1-36) y SHAPIRO (2014, pp. 25-63).

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no resulta cristalino cuál es la aspiración central de la filosofía analítica del derecho y cómo podría llegar a ser una tarea exitosa33. Desde luego, Carrió no participó en esta reciente controversia. Aun cuando tomó partido por el prisma hartiano en los debates que sirvieron de antecedentes para el primer proceso de autocomprensión34. Las consideraciones que pretendo destacar acá, en tanto, son las siguientes: (i) la distinción entre concepto y naturaleza del derecho está presente en la obra de Carrió y (ii) la diferencia entre el concepto y la naturaleza del derecho parece estar, a diferencia de Hart, mucho más nítidamente delineada y, a su vez, el rechazo por la segunda alternativa teórica está fuertemente explicitado en Carrió. Durante el transcurso de este trabajo hemos revisado la pertinencia de entender la obra de Carrió bajo las arenas de la tradición analítica de la filosofía del derecho del siglo XX, pero es innegable que buena parte de esa justificación está depositada en su conexión con la filosofía del derecho hartiana. Ello explica, como ha sido visto, su rechazo a las concepciones rivales que estaban en disputa en la reflexión iusfilosófica analítica. Acá, en cambio, encontramos un matiz que es necesario introducir en el vínculo entre Carrió y Hart. Comencemos por el segundo. La elucidación del concepto de derecho, a la cual aludimos con anterioridad, no deja en claro si Hart buscó alcanzar el concepto de derecho o bien brindar una explicación acerca de un concepto de derecho. De la primera aspiración se siguen compromisos diametralmente distintos a los asumidos por la segunda. Para satisfacer la primera es requerida una explicación en términos necesarios y universales y, en cambio, la segunda tarea admite la contingencia y particularidad de la clarificación conceptual. En esta última un concepto de derecho está posicionado entre otros disponibles. Pues bien, ¿qué pistas arrojó Hart al respecto? Para este no había, en rigor, diferencias sustantivas entre ambas agendas teóricas. Al momento de establecer los problemas persistentes que provocan perplejidades en la teoría jurídica analítica, apuntó lo siguiente:

33 En relación con la distinción entre el objeto y la naturaleza del derecho en la jurisprudencia analítica, junto con el examen crítico de la propuesta raziana, véase PEREIRA (2012, pp. 83-104). 34 Con anterioridad al debate metodológico consolidado en la teoría jurídica analítica a partir del Postscript de 1994, Carrió ofreció un elenco de defensas del positivismo jurídico hartiano frente a las objeciones dworkinianas. Sobre este punto, véase CARRIÓ (1979, pp. 209-246; también 1990b, pp. 321-371).

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Distinguiremos aquí tres de esos principales problemas recurrentes, y mostraremos después por qué ellos se presentan juntos bajo la forma de la exigencia de una definición del derecho o de una respuesta a la pregunta ‘¿qué es derecho?’, o a preguntas estructuradas más oscuramente, tales como ‘¿cuál es la naturaleza (o esencia) del derecho?’ [las segundas cursivas son añadidas] (Hart, 1963, p. 7).

Bajo estos términos, la cuestión distintiva entre ambos propósitos descansa en la manera como es presentada cada una de ellas y la dificultad correlativa a determinarlas de modo exitoso. La pregunta por la definición del derecho goza de una articulación más simple, facilitando inquirir sobre ella. Por su parte, la interrogante relativa a la naturaleza –o esencia– del derecho conlleva una formulación más compleja y, por tanto, más difícil de escudriñar. Pero la respuesta a ambos asuntos no parece ser necesariamente distinta. Según se desprende de Hart, los problemas que ahí anotó debieran afectar tanto al concepto de derecho como a su naturaleza. En Carrió, no obstante, las cosas no parecen ser solo un asunto de oscuridad. Una de sus preocupaciones fueron los desacuerdos entre los juristas35. En el contexto del catálogo de estas que con agudeza esgrimió, Carrió centró su mirada en las controversias sobre la “naturaleza jurídica” de una institución (Carrió, 1990e, pp. 100-103). Allí rápidamente reprobó la proclividad con que no solo los juristas se enfrascan en disputas acerca de la naturaleza jurídica, diagnosticando que, en general, estas son ocasionadas por una “falta de sensibilidad frente a problemas de tipo lingüístico” (Carrió, 1990e, p. 100). Tal vez el contraste, entre las tareas de estudiar el concepto y explicar la naturaleza del derecho, está mejor representado en palabras de Carrió que aquellas deslizadas por Hart, al indicar el primero que en numerosas ocasiones preguntamos ‘¿Qué es X?’, esta pregunta ambigua no busca, como en otros casos, una definición de la palabra ‘X’, ni una descripción de la cosa X, ni un encasillamiento de ella respecto de una particular propiedad que tenemos tácitamente en mira. Lo que buscamos es una clave que nos brinde el acceso a todos los hechos relevantes acerca del objeto X en una fórmula breve. En otros términos, pedimos que se nos destaque un hecho acerca de la cosa X del que se pueda deducir todo lo que es verdad respecto de ella [cursivas del original] (Carrió, 1990e, p. 100).

35 CARRIÓ (1990e, pp. 91-128). Un acabado examen del prisma de Carrió acerca de los desacuerdos junto con la propuesta de reconducir el problema a las coordenadas de las nuevas teorías de la referencia está disponible en RAMÍREZ (2017, pp. 53-108).

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Esta pretensión que, desde las gafas de Carrió, existe tanto en contextos jurídicos como en aquellos que no lo son, implica agotar todo lo relevante acerca del objeto en breves palabras y a partir de las cuales es posible derivar todo lo relacionado con aquel. Esa fórmula supone articular afirmaciones necesariamente verdaderas sobre toda clase de fenómenos que sean cubiertos con dicho concepto. Tal observación es relevante ya que en la búsqueda de la naturaleza del derecho ha sido continuamente reiterado que ella no versa en una investigación acerca del significado de la palabra derecho, sino en el análisis del objeto que es designado bajo el término derecho (Raz, 2013, pp. 41, 44-46, 50-51)36. Habría, entonces, caracteres diferenciados: la cuestión del concepto de derecho importa una labor estrictamente conceptual, pero la naturaleza del derecho posee ribetes ontológicos. La naturaleza del derecho exige preocuparse de dimensiones adicionales a los aspectos conceptuales, ya que se trata del objeto al cual aludimos con la noción de derecho. Del mismo modo, la respuesta con que se enfrente cada una de ambas ambiciones teóricas no puede ser análoga. El concepto y la naturaleza del derecho se valen de presupuestos distintos y sus respuestas tienen alcances ciertamente no coincidentes entre sí. De ahí que Hart y Raz, por ejemplo, desplieguen investigaciones, de suyo, contrapuestas. Frente a este panorama dual que parece estar claramente deslindado, Carrió, a diferencia de Hart, manifestó fervientemente su rechazo a ocuparse de descubrir y explicar la naturaleza del derecho. Ello es transparentado al sostener que “las afanosas pesquisas de los juristas por ‘descubrir’ la naturaleza jurídica de tal o cual institución o relación están de antemano y en forma irremisible destinadas al fracaso. Entre otras razones, porque lo que se busca, tal como se busca, no existe” (Carrió, 1990e, p. 101)37. Lo que es posible en la geometría –como fue analizado en su disputa con Soler– no parece serlo

36 Cabe resaltar la insistencia de Raz en sugerir que el objetivo de la teoría jurídica es, en consecuencia, la explicación de la tipología de una institucionalidad social que el concepto de derecho designa. Véase RAZ (2013, pp. 43, 50). 37 Una formulación similar se encuentra en CARRIÓ (1961, p. 7). Inspirado por la arremetida de Bulygin –quien se valió de las observaciones de Ross en su “tû-tû”– contra el empeño por describir la naturaleza jurídica de la letra de cambio, Carrió sostuvo que “al preguntarse por la naturaleza jurídica de una institución cualquiera –pienso– los juristas persiguen este imposible: una justificación única para la solución de todos los casos que, ya en forma clara, ya en forma imprecisa, caen bajo un determinado conjunto de reglas. Es decir, aspiran a hallar un último criterio de justificación que valga tanto para los casos típicos como para los que no son. Por supuesto que no hay tal cosa” [cursivas del original] (CARRIÓ, 1961, pp. 7-8).

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en el ámbito jurídico. Y ello desata la falta de claridad de que adolecen las posiciones defendidas cuando se persigue dar cuenta de la naturaleza del derecho, resultando muy costoso comprender qué es, exactamente, lo que afirma un iusfilósofo cuando alude a que la naturaleza del derecho es una y no la otra que está en competencia. Sus desacuerdos, por ende, devienen inevitablemente estériles e insolubles. Al prestar atención, a las razones que Carrió notó para explicar la expectativa de descubrir la naturaleza de lo jurídico, es posible reafirmar consideraciones analizadas en la segunda sección; a saber, que la búsqueda de la naturaleza del derecho está –según ya lo podrá sospechar el lector– comprometida con un enfoque monista en teoría jurídica analítica. Cuando es pretendido hallar una respuesta única o un criterio último para explicar el fenómeno jurídico, irremediablemente se descuidan sus peculiaridades, distinciones e invariable complejidad. También se omite, por supuesto, su carácter de fenómeno social. La diversidad de todo el escenario jurídico es reducida y simplificada a una explicación que está provista de dimensiones de necesidad y universalidad38. No debemos olvidar que tras la demanda monista en la teoría jurídica del derecho está asentado el anhelo de emparentar situaciones muy distintas y disipar sutilezas que identifican la multiplicidad de prácticas sociales que constituyen el derecho, y ello, piensa Carrió, “contribuye a preservar la ilusión de que el orden jurídico es autosuficiente” (Carrió, 1990e, p. 102). Naturalmente, esta última afirmación hará recordar la tesis según la cual el lenguaje del derecho –tal como el de las matemáticas– posee propiedades ideales, esto es, certidumbre, precisión y exactitud. Si ello fuere así, quizá sería pertinente desarrollar el tipo de investigación como la esbozada por la naturaleza del derecho y obtener una respuesta unívoca y certera. Pero

38 En un temprano ensayo, Carrió perfiló el vínculo que desde su perspectiva se presenta entre las creencias de los juristas de la tradición jurídica continental y un desmedido afán homogeneizador que resalta la coherencia interna del derecho a través de juicios universales e inmanentes. Esta tendencia, en cambio, no se encuentra presente en los juristas del escenario anglosajón, quienes desconfían de esta versión del derecho como un todo unitario. De ahí que ambos grupos de juristas difieran en torno a la pertinencia de la naturaleza del derecho. Según Carrió, “en el área del Civil Law el derecho es visto como algo de naturaleza ‘ideal’ que forma un todo al que se llama ‘orden jurídico’. Esta noción no aparece en el repertorio de convicciones de los juristas del Common Law, para quienes el Derecho es un agregado de elementos heterogéneos, y, por sobre todo, un medio para la consecución de fines sociales, en perpetuo cambio” [cursivas añadidas] (CARRIÓ, 1958, p. 32).

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como, a juicio de Carrió, esto no es así, únicamente se produce un enorme despilfarro de energías. Sencillamente, no hay tal cosa como la naturaleza del derecho. El iusfilósofo argentino conjuga de esta forma la vocación monista que es develada cuando se pretende abordar la naturaleza del derecho. Ahí, un conjunto de reglas se presenta con una determinada unidad, que lo hace acreedor a una designación unificadora, esa designación es el nombre de una entidad sui generis, poseedora de alguna característica o propiedad central (su naturaleza jurídica) de la que derivan, como quien dice en forma genética, todas las reglas del sector en cuestión, y también otras que, si bien no están contenidas expresamente en él, son ‘engendradas’ –al igual que las primeras– por la fecunda idea central, o naturaleza jurídica [cursivas añadidas] (Carrió, 1990e, pp. 102-103).

Es la aspiración de abordar el fenómeno jurídico de acuerdo con un parámetro explicativo, honrando la uniformidad y coherencia que este supuestamente posee. Dicha observación es la razón por la que Carrió ubicó su filosofía jurídica –según fue indicado– como una alternativa a los esquemas teóricos de Kelsen y Ross. De igual modo que Hart, Carrió evidencia la renuncia a alcanzar una explicación única y consolidada del derecho, si el precio de ello es ofrecer una versión tosca de este cúmulo de prácticas sociales y lingüísticas, que reduce inadecuadamente la complejidad y diversidad características del fenómeno jurídico. De acuerdo con Carrió, “se trata, en suma, de un exceso cometido al amparo de la pretensión de dar definiciones reales, o de explicitar el verdadero, único o último significado de ciertas expresiones de estructura y comportamiento muy complejos” (Carrió, 1990e, p. 103). Conviene destacar, por último, que Carrió explícitamente replica la asociación que realizó Hart entre las ideas de naturaleza y esencia del derecho. Serían dos maneras de implementar la expectativa monista y exaltar la configuración lógica de la composición y lenguaje del derecho. El enfoque de la naturaleza del derecho ha sido, en distintos momentos, calificado de esencialista, pretendiendo dar con la supuesta esencia del derecho, sin la cual no podría ser tal39. Carrió participa, entonces, de esta apreciación. Lo infértil que resulta esta pretensión, en cualquiera de sus denominaciones, es el punto que se encarga de poner de relieve el iusfilósofo argentino. Su pretensión de homogeneidad es derechamente inapropiada para abordar todas 39 Una evaluación crítica al respecto puede encontrarse en CHIASSONI (2016a, pp. 471-512).

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las modalidades y diferentes cuestiones que involucra lo jurídico. De manera categórica, sugiere que la filosofía analítica del derecho debe desacoplarse de ambas nociones. Sea la naturaleza o la esencia del derecho, concluye Carrió, “no vale la pena detenerse en ellas” (Carrió, 1990e, p. 103). De acuerdo con lo anterior, si bien Carrió no participó del reciente proceso de autocomprensión suscitado en la tradición analítica de la filosofía del derecho, no estuvo del todo ausente de este. Su posición en torno a la tensión metodológica entre reconocer como propósito el análisis conceptual y efectuar una explicación de la naturaleza del derecho es, incluso, más clara que en Hart. Se trata de dos tareas ostensiblemente distintas entre sí y su distancia para con aquella última clase de investigación está explícitamente esgrimida. Las consideraciones que brinda para ello auxilian su posicionamiento en la teoría jurídica analítica y engrosan las razones por las cuales es pertinente situarlo bajo estas coordenadas. De igual manera, la filosofía del derecho de Carrió contribuye a reforzar el déficit de una visión compartida y la fuerte presencia de controversias en la filosofía jurídica analítica. Ello es así tanto en la teoría jurídica analítica como en la denominada “Escuela Analítica de Buenos Aires”. La obra de Carrió refleja solo una manera de hacer filosofía analítica del derecho y esto, precisamente, da cuenta de que estamos hablando en algún sentido importante de una reflexión genuinamente analítica.

IV. conclusiones El generoso legado de Genaro R. Carrió a los estudios en filosofía jurídica arroja luz acerca de la complejidad de la tradición analítica de la filosofía del derecho. Esta carece de una perspectiva iusfilosófica compartida y posee, en cambio, un cúmulo de desacuerdos y tensiones respecto de los compromisos, propósitos y metodologías que desde sus orígenes han permanecido vigentes y en constante controversia. Carrió fue, en efecto, un filósofo analítico del derecho, pero las dimensiones de acuerdo con las cuales se expresa el vínculo entre su obra y la jurisprudencia analítica dan lugar a distintas aristas de reflexión. Los diversos sentidos en que es manifestada la relación entre Carrió y la teoría jurídica analítica fortalecen la dificultad interpretativa de esta área del pensamiento jurídico y, a su vez, brindan indicios acerca del posicionamiento que el propio autor efectuó de su concepción entre las restantes posiciones iusfilosóficas en competencia.

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Su enfoque teórico transitó desde una evidente asunción de la filosofía del lenguaje cotidiano –en la lectura moderada deudora de Austin– a una evaluación crítica sobre su desempeño y real pertinencia para encarar los distintos asuntos jurídicos. Pese a las limitaciones que Carrió admitió que existen para el análisis del lenguaje ordinario en el derecho, sería precipitado concluir que haya abandonado este método del todo. En lugar de ello, esgrimió consideraciones indispensables para clarificar qué viene después de la suscripción del análisis lingüístico y su implementación en esferas adicionales a la reflexión filosófica. De ahí que la idoneidad de este prisma en el ámbito jurídico no tiene por qué ser necesariamente equivalente a la mostrada en ciertos problemas en filosofía. Tal distanciamiento contribuye, al mismo tiempo, a independizar el trabajo de Carrió de las directrices hartianas e incorporar elementos que refuerzan su conexión con la filosofía analítica del derecho. Después de todo, la introducción de distinciones, matices y nuevas disquisiciones a relaciones que se dan por sentadas devela una influencia que apropiadamente puede entenderse como analítica.

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capítulo 3

Dos estructuras: la traducción más difícil de Carrió * dav i d s i e r ra s o ro c k i na s **

Nuestro saber es el mapa de la realidad y toda línea que se separe de él solo puede ser imaginaria o algo peor: voluntariamente torcida por inconfesables intereses. ESTANISLAO ZULETA (1982/2017, p. 16) Jeder Mensch ist auf der einen Seite in der Gewalt der Sprache, die er redet; er und sein ganzes Denken ist ein Erzeugniß derselben. Er kann nichts mit völliger Bestimmtheit denken, was außerhalb der Grenzen derselben läge. FRIEDRICH SCHLEIERMACHER (1813/1969, p. 43)1

introducción Muchos comenzamos la senda de la teoría del derecho y de las obras producto de la filosofía del derecho de la mano de Genaro Rubén Carrió, sin siquiera darnos cuenta. Aunque en la época en la que el profesor argentino hizo sus contribuciones académicas literarias la traducción (como producto) no era considerada una obra diferente a su original, en el círculo académico conocido como la filosofía analítica sí se hizo encomio de ese quehacer, toda vez que puso a disposición de los hispanohablantes las principales obras de teóricos angloparlantes: Lon Fuller (1949/1961), Alf Ross (1963, 1951/1969), Herbert Lionel Adolphus Hart (1953-1955-1958/1962, 1961/1963), Wesley Newcomb Hohfeld (1913/1968). Son, pues, estas obras

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Este trabajo fue hecho, en gran parte, gracias a la financiación que recibí como apoyo de la Secretaría de Universidades e Investigación del Departamento de Empresa y Conocimiento de la Generalidad de Cataluña AGAUR 2017 FI_B 00072 en la Universidad de Girona, en el Grupo de Filosofía del Derecho bajo la dirección de Jordi Ferrer y Diego Papayannis. Las versiones de este texto fueron leídas y criticadas por Josep Joan Moreso y los miembros del Virtual Seminar: Hubed Bedoya, Lucidia Amaya, María Alejandra Arango Alzate y Damian Ramírez Piedrahita, a quienes agradezco por sus lecturas desinteresadas y generosas, las que me ayudaron muchísimo. Reconocimiento aparte merece Carla Milli, con quien durante varias noches pasé discutiendo algunos puntos del ensayo. Su ayuda en materias que me son tan ajenas como las artes griegas y la traducción me mostró una nueva realidad. Estudiante del doctorado en derecho en la Universidad Federal de Bahía. Miembro de los grupos de investigación DSComplex e Investigações Filosóficas: Mente, Realidade e Conhecimento de la misma universidad. Correo electrónico: [email protected] La traducción al español de V. García Yebra es la siguiente: “De una parte, todos estamos en poder de la lengua que hablamos: nosotros y todo nuestro pensamiento somos producto de ella. No podemos pensar con total precisión nada que esté fuera de sus fronteras” (SCHLEIERMACHER, 1813/1994, p. 228). 107

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de Carrió las que, para no pocos académicos, constituyen el punto de partida de la teoría del derecho. Carrió, a la sazón de su trabajo de traductor, escribió sendos trabajos teóricos sobre el derecho, siendo los más destacados: Notas sobre derecho y lenguaje (1965/1990a), Sobre el concepto de deber jurídico (1966/1990c), Principios jurídicos y positivismo jurídico (1970/1990e), Sobre los límites del lenguaje normativo (1973/1990g) y otros que, aun manteniéndose en el mismo nivel de discurso, son dependientes de una obra primigenia con la cual el autor debate con otros académicos: Algunas palabras sobre las palabras de la ley (1971/1990f), que es una controversia a partir del trabajo teorético de Sebastián Soler, o Dworkin y el positivismo jurídico (1981/1990h), que presenta algunas réplicas a las críticas de Dworkin al positivismo hartiano. Este pequeño homenaje, empero, no trata de hacer una nota biográfica o una reseña crítica de la obra de Carrió; se trata de ubicar la traducción2 que hizo el profesor bonaerense de la teoría de Kelsen a la teoría hartiana, en línea con lo dicho por Thomas S. Kuhn (1962/1996, 1982) y Paul Feyerabend (1962, 1975) acerca de la inconmensurabilidad de las teorías. Este es, entonces, un trabajo de metateoría. Para lograr mi cometido: i) haré una presentación del concepto de inconmensurabilidad, a partir de los conceptos de Kuhn y Feyerabend y de la discusión sobre estos (Sankey & Hoynigen-Huene, 2001, pp. vii-xv), aunque sin pretender entrar en el debate de los tecnicismos académicos en torno a este concepto3. Prefiero mejor presentar una propuesta epistémica propia que sea propedéutica acerca del problema de la comparación entre teorías de diferentes estructuras. Luego, ii) aprovechando el uso metafórico de “traducción” en los debates alrededor de la conmensurabilidad de teorías, exploraré esa metáfora e introduciré el concepto de estructuras. Finalmente, iii) mostraré las dificultades de Carrió en el encuadre del marco conceptual

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Sobra advertir que la palabra traducción aquí no es usada de forma técnica referida al quehacer o al producto de los traductores de lenguas (como relato en el primer párrafo, el propio Carrió fue), sino en el sentido metafórico que lo usaron, entre otros, Thomas Kuhn (1982), Donald Davidson (1973-1974) y Hilary Putnam (1981, 1994), que más adelante presentaré (véase infra §II). En otro escrito, intitulado “Inconmensurabilidad de las teorías del derecho. Debates entre sordos y ciegos o un sketch jurídico”, me ocupo del concepto de forma más amplia. En este texto solo daré una versión clara que permita al lector otear la discusión. Para la presentación detallada académica, véase OBERHEIM & HOYNINGEN-HUENE (2013).

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kelseniano en el hartiano, haciendo un símil con las dificultades de una traducción stricto sensu (la traducción de Edipo Rey de Friedrich Hölderlin).

I . b r e v e e s b o z o s o b r e la i n c o n m e n s u ra b i l i da d 1 . c o n t e x t ua l i z ac i ó n Thomas S. Kuhn y Paul Feyerabend tienen dos raras coincidencias: i) postularon simultánea e independientemente en 1962 un concepto que dio pie a amplios debates académicos, la inconmensurabilidad, y ii) comparten la extraña cualidad de ser reconocidos más por académicos ajenos al círculo al cual pertenecían. Sus tesis sobre los cambios de teorías en la ciencia hicieron mella en el discurso sobre la ciencia como un conocimiento ordenado, en constante avance y más cercano a la verdad. Provocaron, a su vez, que discursos de posmodernistas adoptaran ese marco conceptual para sustentar sus propias tesis, en contra de la idea imperante de un uso del lenguaje neutro en el que fuese posible hablar de los objetos epistémicos científicos4. De hecho, como lo resaltan Eric Oberheim y Paul Hoyningen-Huene (2013), fueron llamados “los peores enemigos de la ciencia”. Pero, ¿qué entendemos por “inconmensurabilidad”? Empecemos con una definición aún vaga pero que sirve para ir delimitando ciertas fronteras. Cuando hablamos de “inconmensurabilidad” nos queremos referir a que no hay una medida común entre dos teorías que hacen parte de estructuras diferentes. Esta presentación, como advertí, sigue siendo demasiado abstracta y requiere la precisión de ciertos aspectos. Comencemos con un ejemplo que propuso Kuhn para mostrar el uso del concepto. De acuerdo con él, hay inconmensurabilidad entre las teorías físicas de Newton y las predecesoras cartesianas y aristotélicas (Kuhn, 1962/1996, pp. 139-140), porque los términos “masa”, “movimiento”, “fuerza”, entre otros, tienen un significado diferente en la teoría newtoniana que en las físicas cartesiana y aristotélica. Kuhn llamó a esto “inconmensurabilidad local” (1982, pp. 670-671). Sin embargo, me temo que se requieren conocimientos de la historia de la ciencia y algunas nociones de la física, sin

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Jean Bricmont, célebre por la crítica al uso indiscriminado de conceptos científicos en otras áreas (junto con Alan Sokal), y defensor del realismo científico, es uno de los más destacados críticos del constructivismo (BRICMONT, 2016, pp. 83-86).

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las cuales nos perdemos buena parte de la utilidad de este concepto, por lo que con este ejemplo será más difícil entender por qué este es un caso de inconmensurabilidad. Mejor sería tomar otro ejemplo del mismo Thomas S. Kuhn (aunque se debe advertir que aquí no presenta el concepto de inconmensurabilidad). En un libro previo a The Structure of Scientific Revolutions, intitulado The Copernican Revolution (1957/1995), nos brinda una narración de la historia de la revolución astronómica más importante de Occidente. Este caso, considero, resulta más cercano a nuestro sentido común; ya veremos por qué. Nuestro conocimiento sobre el cosmos ha cambiado radicalmente en lo que hoy llamamos “pensamiento occidental”. Tycho Brahe5 (1546-1601) fue famoso por recrear la bóveda celeste. Imaginemos que nos encontramos en la Europa de finales del Medioevo y somos fieles escuderos del científico sueco. Nos dedicamos con esmerada paciencia a detallar nuestras observaciones del cielo. Hacemos parte de una sociedad en la cual la cosmología de la Biblia no se pone en duda (no digamos la Iglesia, porque ya habían pasado las revueltas luteranas) y creemos firmemente en que el universo tiene un centro y es justamente donde nosotros vivimos: la Tierra. Contamos con mejores instrumentos tecnológicos que nuestros antepasados, porque con poderosos lentes podemos observar más de cerca los cuerpos celestes. De esos astros sobresalen dos: el Sol y la Luna. La idea aristotélica del universo de las dos esferas sigue siendo aceptada. Anotamos los cambios que ocurren e intentamos predecir eventos tan impactantes como un eclipse. Vemos que el Sol se mueve. Confiamos en nuestros sentidos y preferimos mejorar las herramientas para afinarlos que volcar todo patas arriba con una nueva teoría cosmológica como pretendía el astrónomo polaco Nicolás Copérnico (14731543), reviviendo las ideas olvidadas de Aristarco de Samos (310 a.C.-230 a.C.). En el afán por reconciliar las Sagradas Escrituras, la armonía matemática copernicana y las leyes del movimiento aristotélico, no encontramos, como no encontró Brahe, otra salida que proponer un sistema, denominado “ticónico”, en el que la Luna y la Tierra siguen teniendo un mismo centro (que coincide con el del universo), mientras que el Sol y los planetas Marte, Venus y Saturno tienen otro (Kuhn, 1957/1995, pp. 201-202). Ahora, retornemos nuestra imaginación a la actualidad. Aunque ha pasado mucho tiempo, no es tanto en comparación con la edad –que hoy 5

Kuhn se ocupa de exponer las ideas de este astrónomo. Véase KUHN (1957/1995, pp. 200-209).

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aceptamos– del universo (incluso de nuestro planeta) y tampoco lo es tanto como para decir –à la Darwin– que hemos evolucionado para cambiar nuestros órganos visuales; empero, no compartimos en lo más mínimo las ideas de alguien tan ilustre como Tycho Brahe. De hecho, pretender ser hoy en día un compañero de armas de Brahe nos parecería quijotesco. ¡Ahí van los que creen que el Sol se mueve!, podrían gritarnos. Kuhn no fue tan atrevido en su discurso para decir que tenemos un nuevo esquema conceptual que implica un nuevo orden de sentido. Se centró –modestamente– en mostrar los cambios que implicó la revolución copernicana en la historia de la ciencia: i) uno de ellos es el cambio de categoría, de planeta a satélite, de la Luna (una taxonomía diferente); ii) otro, un poco más complicado de comprender para legos en astronomía, es la explicación de las causas de los eclipses (eliminación del concepto de epiciclos), iii) pero, tal vez el más complejo de todos, es el cambio del método, porque las descripciones acerca del universo ya no se hacen con la simple observación (pues diríamos, a pie juntillo: “el Sol se mueve respecto a la Tierra”), sino que pasamos a unos modelos matemáticos proyectados en softwares que permiten recrear los comportamientos celestes que el ojo humano nunca ha sentido. La inconmensurabilidad –en la versión que presento– implica sostener que evaluar una teoría (cualquiera sea) desde una teoría que hace parte de una estructura6 diferente no es posible. Siguiendo con el ejemplo cosmológico, el sistema ticónico hace parte de una estructura ptolemaica en la que algunos postulados básicos (leyes físicas, modelos o conceptos) son compartidos, están dentro de una misma estructura, con otras teorías, como la aristotélica. Otra estructura diferente es la copernicana, que agrupa los esfuerzos teoréticos de Johannes Kepler, Galileo Galilei y, por supuesto, Nicolás Copérnico. Aunque existan diferencias entre teorías de una misma estructura, p. ej. la corrección de Brahe a las esferas concéntricas ptolemaicas, este sería un caso que se enmarca en lo que Kuhn denominó “ciencia normal” (1962/1996, pp. 23-40), pues se espera que cada construcción teórica sea mejorada, precisada o corregida sin salirse de un determinado esquema conceptual. La inconmensurabilidad, al contrario de la ciencia normal, resultaría del hecho de referirnos a toda la teoría de T. Brahe a partir del marco conceptual poscopernicano, pretendiendo juzgarla o criticarla.

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Por “estructura” me refiero a un conjunto de teorías que comparten una amplia frontera de sentido.

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Contrario a esta propuesta epistémica, bajo la mirada realista, las ideas cosmológicas ptolemaicas nos parecen erradas, imprecisas, una creencia falsa o, en el caso más extremo (una postura inmoderada del realismo científico7), un completo disparate, fruto de mentes sesgadas por la religión. Paul Feyerabend se centra en explicar este razonamiento a partir de lo que denomina “conservadurismo conceptual” (1962, p. 74), es decir, la pretensión de que un concepto cualquiera tiene un sentido independiente de su uso dentro de un discurso determinado. Luego, Feyerabend hace unas críticas a la postura epistémica realista y afirma que no es posible definir un principio de significado invariable (1962, p. 30). Así, los significados de los términos usados dependen de un marco conceptual determinado y no de la idea de que estos son independientes de la pragmática. La idea del realismo científico, entonces criticada por P. Feyerabend, es que los conceptos son asidos, por ejemplo, de un mundo 3 popperiano8, que es objetivo, aunque dependa de una construcción social. Mientras que un pensador como Peter F. Strawson (1966, pp. 15-24) usa la metáfora de diversos mundos posibles bajo una misma descripción, Thomas S. Kuhn y Paul Feyerabend creen que hay diversas descripciones de un único mundo posible. Esas diversas descripciones pueden hacer parte de estructuras diferentes que, consecuentemente, crean una realidad diversa9. Así, hay un único mundo posible, mas diversas realidades posibles.

2 . c o n c e p t ua l i z ac i ó n Hemos explorado la propuesta epistémica de dos autores y, a su vez, presentado el concepto propio de inconmensurabilidad; sin embargo, hay un término básico que ha sido mencionado y apenas definido (véase la nota 6): así, ¿qué entendemos por “estructura” y cómo se relaciona con el concepto de inconmensurabilidad? Pongamos un ejemplo trivial. Imaginemos una red de ideas, como si fuese una red social. Cada perfil de un individuo se puede definir independientemente (p. ej. sus interacciones con otros individuos

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Los adverbios “moderado” e “inmoderado” son acuñados por J. Bricmont para referirse a las diferentes lecturas que puede tener el discurso sobre la inconmensurabilidad de Thomas S. Kuhn (BRICMONT, 2016, p. 84). Yo tomo el mismo giro para referirme a las posturas del realismo científico. El pensador austriaco presenta esta idea en POPPER (1978, p. 144). La realidad es la construcción que hace un agente cualquiera del mundo y de lo que lo rodea (AMAYA, 2017; BEDOYA, 2017).

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o la periodicidad de actualizaciones), así como la plataforma (como un solo objeto) en la que se albergan todos los perfiles de los individuos que usan esa red social. Cuando estudiamos la plataforma, hay un efecto curioso sobre los niveles de la descripción, pues los perfiles pasan a formar una parte de ese todo, abstrayendo las particularidades que pueda tener cada uno. Ahora bien, no es posible afirmar que la plataforma, pongamos como ejemplo Facebook, es la suma de la totalidad de los perfiles. Cuando nos referimos a dicha plataforma, los perfiles pasan a ser un dato más y no nos interesa el comportamiento de un individuo. En nuestra red de ideas, la plataforma sería algo parecido a un juego de lenguaje en Wittgenstein (1953/1988, §7; 23, 24), en el que el individuo participa. Así, la ciencia sería una plataforma distinta de la del arte. Pese a que el ejemplo nos sirve para introducir en el discurso el término “red de ideas”, aún no hablamos de la estructura. Para entender el concepto de estructura, supongamos que un individuo interactúe de cierta forma con otros en una plataforma determinada. Su comportamiento en la red, aunque independiente, encuentra similitudes en los gustos con otros sujetos. El punto es tan claro que se crea un patrón de comportamiento que le permite al individuo compartir con otras personas con las que tiene afinidades. Las redes sociales, a través de un software de Big Data Analytics, sugieren la publicidad que resulta apetecible para el individuo. Un algoritmo de Big Data permite delimitar un conjunto de individuos a los que se quiere comunicar algo de forma más eficiente (Kosinski, Stillwell & Graepel, 2013). Cuando hablamos del conocimiento, sucede algo similar. Cada individuo tiene su red de ideas, pero esta red se relaciona con otras en una determinada plataforma y le permite al observador diferenciarlas o agruparlas según compartan o no una amplia frontera de sentido o un esquema conceptual. Cuando se hace teoría (una específica plataforma), podemos ver como cada teórico comparte su red de ideas dentro de un esquema conceptual (una amplia frontera de sentido) con otros. Es diferente quien pretende construir un marco conceptual para explicar algo de quien solo desea tener unos conocimientos enfocados a la práctica. La ciencia funcionaría como una determinada plataforma de red de ideas, en la que cierta comunidad interactúa, mientras que el sistema jurídico funcionaría como otra plataforma. Cada teoría funcionaría como el perfil del teórico. Las interacciones con otras teorías permiten formar esos conjuntos específicos que son lo que hemos llamado “estructuras”.

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La inconmensurabilidad se presenta, entonces, cuando a partir del orden de sentido que establece una teoría cualquiera se evalúa otra teoría que hace parte de una estructura diferente. Diríamos que son esquemas conceptuales diferentes. Volviendo a las redes sociales, imaginemos a un individuo que comparte su amor por la tauromaquia. Sentado al frente de su ordenador o desde su teléfono móvil lee noticias sobre la última cartelera de la feria de toros. Sigue con emoción inusitada los pormenores de una corrida de toros, pone énfasis en las maniobras audaces de intrépidos hombres que se enfrentan ante el animal de lidia y no se atemorizan ante el bramido y la embestida de ese poderoso ser. Dirán, hasta poéticamente, que es el triunfo de la inteligencia frente a la fuerza. Existe, también, otro individuo, con una sensibilidad por el dolor de otro ser, que declama como si fuesen arengas políticas los versos del poeta Antonio Machado: “Vosotras, las familiares/inevitables golosas,/vosotras, moscas vulgares/me evocáis todas las cosas” y con ternura deja que estos seres revoloteen por su morada sin intentar siquiera buscar un pesticida. Mientras el último en su actividad virtual se relaciona con otras personas que comparten su sensibilidad, busca noticias sobre los perjuicios de comer carne para el ser humano, se indigna y lanza reproches públicos ante los experimentos de cosméticos con animales, el primero comenta los mejores cortes Angus, comparte con otros la belleza de una estocada final y recomienda repetir a sus amigos las últimas experiencias en las ferias ganaderas pasadas. La estructura se presenta en esos límites de sentido que ambos individuos establecen cuando –en medio de su actividad virtual– tienen contacto con otros que comparten sus intereses y su acción está limitada por la información que reciben. La aprobación o el reproche de ciertos valores está circunscrito al conjunto de individuos que comparten estos intereses. Sin embargo, esto no se debe confundir con las pretensiones del positivismo lógico de principios del siglo XX, de entender las estructuras como conjuntos cerrados A y B, la clase de los animalistas (A) y la clase de los no animalistas (B), ya que en las zonas de penumbra habría dificultades para delimitar si alguien participa de uno y otro conjunto. ¿Es animalista quien funda una sociedad protectora de animales que castra a los perros abandonados que acoge? ¿Será un no animalista quien come carne vacuna, pero convierte su finca en una reserva de aves silvestres? El concepto de estructura se entiende mejor si consideramos la idea de fronteras de sentido. Las fronteras funcionan en ciertas ocasiones como zonas

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brumosas en las que es difícil distinguir dónde termina algo y empieza lo otro; mientras que en otras funcionan como límites definidos, claramente distinguibles, como un paso de frontera entre dos países. Nuestro uso del lenguaje ordinario nos permite trabajar con varios pasos de frontera, gracias a los cuales entendemos, por ejemplo, el refrán popular “no se le puede pedir peras al olmo”, pues comprendemos que hay una distinción clara entre un peral y un olmo, porque el uno no puede dar los frutos que son propios del otro (comprensión superficial, no metafórica); Umberto Eco diría que tenemos un “contenido nuclear” (1997/2016, pp. 172-177). Otras veces esa frontera se desvanece, como el experimento que atribuye Hilary Putnam (1999, pp. 130-131) al lógico indio Rohit Parikh de la baraja de cartas pintadas10. Finalmente, se debe aclarar que la inconmensurabilidad no significa que no se pueda comparar11. Al igual que puedo comparar ambas posiciones de los individuos (tauromáquico/animalista, omnívoro/vegano, etcétera), también puedo comparar dos teorías de estructuras diferentes (abstracta/ concreta, universal/particular, positivista/iusnaturalista). Lo que señalo con la inconmensurabilidad es que un teórico que tiene unos límites de sentido determinados no puede medir (corregir, aclarar, tachar) –en el mismo nivel discursivo– otra teoría con la cual no comparte una amplia frontera de sentido. En otras palabras, pretender hacer una corrección de una teoría a partir del marco conceptual propio de otra teoría que no comparte una misma estructura, sería tanto como darle la razón al tauromáquico sobre los juicios que hace sobre la alimentación del vegano o viceversa.

10 Parikh tomó una baraja de 100 cartas y pintó cada naipe de blanco. Luego en un bidón de pintura blanca iba echando una gota de pintura roja, mezclaba bien la pintura y sumergía una carta, repitiendo el proceso hasta terminar con la totalidad de las cartas. Así, la primera carta (C1) era blanca, luego la siguiente (C2) tenía una gota de rojo, pero era imperceptible a simple vista un cambio de color. Más o menos, en C20 se podía ver que el blanco adquiría un ligero tono rosado. En C100 era un fucsia pálido. Lo que quería demostrar R. Parikh es que para el observador era C1=C2 y C2=C3 o C19=20, es decir, si se tomaba una franja de dos cartas separadas de las demás, no habría diferencia. Sin embargo, por esa vía se podría llegar a que C1=C100, cuando ya, a ojos vistas, no eran los mismos colores. ¿Cuál carta dejó de ser blanca para convertirse en fucsia? ¿Cuál es la frontera entre esos colores? 11 Las aclaraciones que tanto Kuhn como Feyerabend hicieron acerca de las malas lecturas, dadas por movimientos posmodernos, sobre la inconmensurabilidad, se pueden ver en FEYERABEND (1975, p. 114), HOYNINGEN-HUENE (1993, pp. 218ff, 263ff) y KUHN (1990, pp. 4-5).

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I I . s o b r e l a t r a d u c c i ó n : r e s p u e s ta s a las críticas del realismo científico 1 . c o n t e x t ua l i z ac i ó n Las propuestas de Kuhn y Feyerabend permitieron un debate sobre varios puntos, que van desde el quehacer de un historiador de la ciencia hasta conceptos centrales de lo que la comunidad de académicos analíticos llama la “filosofía de la ciencia” o la “filosofía del lenguaje”, como los significados, el concepto de concepto y los cambios de comprensión en la ciencia. Donald Davidson y Hilary Putnam fueron dos de los críticos más acérrimos del relativismo conceptual y del concepto de inconmensurabilidad (fuese en la versión de Kuhn o en la de Feyerabend), a los que el propio Kuhn dedicó algunas réplicas (1982)12. Una de las características propias del trabajo académico de Putnam fue la invención (o el uso) de ingeniosas metáforas que sirvieron como bombas de intuición para desatar (o cortar) muchos nudos gordianos filosóficos. Cuando se enfrentó Putnam al reto lanzado por Kuhn y Feyerabend, lo abordó a partir de la presentación de una bella metáfora: la traducción entre lenguas (Putnam, 1981, pp. 116 y ss.); posteriormente lo presentó como una de las ideas que definía el realismo: la referencia de los objetos a través del lenguaje (el término es un referente), aunque mesurando su postura inicial (Putnam, 1994, pp. 445-465). Por su parte, Davidson (1973-1974) centró sus críticas en desmontar la idea de la incomparabilidad radical, derivada de dos esquemas conceptuales (conceptual scheme) diferentes que pueden tener dos agentes cualesquiera. Llama la atención que también se refiera a la traducción para hablar de la relación entre dos agentes que tienen esquemas conceptuales diferentes. Davidson comienza su propuesta de una manera atrayente, al evocar la intraducibilidad de ciertos idiomas –pues no hay calibración entre lenguas–, aludiendo a la propuesta relativista lingüística de Benjamin Lee Whorf (1936/1956, pp. 51-56). El lingüista estadounidense introduce el principio 12 El tercer académico al que le responde en ese ensayo es Dudley Shapere (1983). Sin embargo, el texto de Shapere es más técnico en sus críticas a Feyerabend y a Kuhn, ocupándose de la interpretación de Copenhague de la teoría cuántica (?), que requiere de un entendimiento que excede la comprensión mía sobre estos temas. Así que no lo mencionaré, para evitar alguna imprecisión sobre la postura de Shapere y las réplicas de Kuhn.

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de que [la “imagen del universo”, señala Whorf] la construcción epistémica del mundo (lo que acaece) que hace un agente no es la misma de otro, a no ser que se tengan antecedentes lingüísticos similares y se puedan calibrar. Las lenguas indoeuropeas se podrían fácilmente calibrar entre sí, mientras que las lenguas no indoeuropeas, como la maya, china u hopi, serían extraordinariamente difíciles, cuando no imposibles, de calibrar (Chase, 1955/1956, pp. v-vi)13. De la mano de esta idea, asume Davidson que la inconmensurabilidad –en la versión de Kuhn o Feyerabend– es la no intertraducibilidad dentro de la ciencia (o discursos teóricos), pues no habría un contenido neutro proporcionado por la naturaleza o no dependiente de un esquema conceptual (Davidson, 1973-1974, p. 12). Ahora bien, Davidson plantea la paradoja de la inconmensurabilidad mostrando que, como sucede con Whorf, quien nos expone sus ideas del hopi en inglés, Kuhn o Feyerabend hablan de conceptos prerrevolucionarios con un esquema conceptual posrevolucionario, hablan, pues, de la física de Newton con los sentidos de la física einsteiniana, para decir que hay “inconmensurabilidad” o, mejor dicho, hacen un ejercicio metateórico (historia de la ciencia, filosofía de la ciencia) bajo el esquema conceptual de la ciencia moderna (1973-1974, p. 17-20). La idea resumida de Putnam, por su parte, plantea que dos individuos que hablan diferentes idiomas se referirán al mismo objeto a pesar de nombrarlo diferente. Así, un alemán podrá referirse, cuando viera un mueble de cuatro patas que sirve para poner los alimentos que va a cenar, usando la expresión der Tisch, mientras que un italiano diría il tavolo, pero ambos se refieren al mismo objeto material14. Las características del objeto es lo que permite que en ambos idiomas se puedan referir a lo mismo, a pesar de usar términos diferentes. No habría un Gestalt switch (Putnam, 1981, pp. 113-119). Esto tiene un parecido con el signo proposicional (Satzzeichen) del Wittgenstein del Tractatus (1921/1974, §3.11; 3.14; 3.143; 3.1431)15. Hay una cierta lógica en el mundo a la cual el lenguaje también tiene que acoplarse para evitar las confusiones16. Si admitimos, diría Putnam (1981, pp. 118-119), 13 Hay que aclarar que en el original de DAVIDSON (1973-1974, p. 12), la conclusión que aquí se presenta del trabajo de B. L. Whorf está seguida como si fuese parte del ensayo sobre la lengua hopi, cuando en el trabajo del lingüista se encuentra en el prólogo, como una idea presentada por el prologuista Stuart Chase (sin referencia alguna) atribuida a Whorf (CHASE, 1955/1956, p. v). 14 El ejemplo que usa Putnam es la palabra alemana Rad y la palabra inglesa wheel, que en español podría ser rueda. 15 Uso la forma de citación tradicional de la obra de Wittgenstein. 16 Esto respecto a los términos observables (lo que se puede percibir).

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la tesis de la inconmensurabilidad de las teorías, es decir, que no hay un uso de lenguaje común (en nuestra versión: un orden de sentido común), consecuentemente, i) todos los términos usados se asimilarían a términos teóricos17 (que dependen de una teoría, como el término “neutrino”, que se usa para referirse a un objeto, algo, que nunca podrá ser percibido); ii) las traducciones tampoco se podrían hacer porque sería tanto como admitir que para traducir del alemán al italiano la palabra Tisch, no podría existir una clarificación interpretativa, pues tendría que inmiscuirme en su esquema conceptual. Concluyen los críticos, grosso modo, que la inconmensurabilidad es incompatible con la construcción del conocimiento, porque siempre habría la posibilidad de hacer una traducción entre teorías. Así, el concepto de masa en la teoría newtoniana tendría un equivalente en la teoría einsteniana: ora como diría Davidson, porque son calibrados los conceptos entre ambas teorías (1973-1974, p. 6), ora como diría Putnam, porque hay una base interpretativa que nos permite traducir las ideas pasadas (1981, p. 119). Kuhn, no obstante, descarta esta posibilidad al introducir una distinción entre traducción e interpretación (1982, pp. 671-673). Kuhn presenta al traductor radical de W. V. O. Quine (1960/2013, pp. 23-71). Este traductor salvaje se parece al misionero que relata Alf Ross, en 1951 en “Tû-Tû”, que es más cercano a nosotros y al propio Genaro R. Carrió. Un sujeto se encuentra en un lugar lejano de su hogar, que resulta tan exótico como la comunidad que encuentra allí. Es, pues, el caso del lingüista ante una nueva lengua. El Mr. Ydobon rossiano (1957). Ante cualquier acaecimiento, los nativos dirán una palabra: tû-tù, gavagai o cualquier otra que resulte, incluso un fonema exquisito para el lingüista o el antropólogo. Lo que hace el observador es darle un sentido a ese término a partir de diversos intentos de frases en su propio idioma en los que pueda aparecer la palabra. En el caso de Quine, parece referirse a un conejo –o a lo que pomposamente denomina “irradiación ocular de patrones” (1960/2013, p. 28)– lo que excita a los aborígenes para usar el término gavagai, mientras que en Ross es el comportamiento con la suegra (!) (faltaría preguntarse si las relaciones familiares de los noîtcifonianos son siquiera parecidas a las de nosotros), es lo que los estimula a decir tû-tû. Kuhn presenta al traductor

17 Sobre la discusión del concepto por la comunidad académica analítica, véase ANDREAS (2017).

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radical quineano como un intérprete antes que un traductor, pues para ser traductor se tienen que comprender ambas lenguas. Philip Kitcher centra su crítica al concepto de la inconmensurabilidad a partir de la distinción type-token18, señalando que el historiador de la ciencia debería saber que cuando se refiere en un texto antiguo, como el de Joseph Priestley, el término “aire desflogistizado”, el historiador tendría un término correspondiente. La frase “_ es más rico en flogisto que `”, para alguien que le extraña el término “flogisto” podría reemplazarlo por “_ tiene más afinidad con el oxígeno que `” o aire desflogistizado se refiere al oxígeno (Kitcher, 1978, pp. 530-536). No importa el token que se use, siempre se estará refiriendo al mismo type. Flogisto sería para el historiador de la ciencia (o cualquiera que haga un discurso metateórico) como gavagai o tû-tû para el lingüista o el antropólogo. Concluye Kuhn que no es lo mismo saber dos idiomas que hacer traducciones entre esas lenguas. Con un aire hermenéutico, à la Gadamer19, podríamos afirmar que interpretar es diferente de traducir. Para Kuhn no hay una traducción en el caso del traductor salvaje quineiano, como tampoco lo habría cuando el historiador de la ciencia se refiere a la química de J. Priestley (Kuhn, 1982, pp. 676-679).

2 . c o n c e p t ua l i z ac i ó n Kuhn, como vemos, se tomó en serio la metáfora y comenzó a analizar las dificultades que tiene la traducción. También lo haremos nosotros aquí y exploraremos las posibilidades de la inconmensurabilidad que dejó de lado Thomas S. Kuhn de la mano del concepto de estructura. 18 Por supuesto la discusión excede nuestros propósitos y el propio Thomas S. Kuhn no se ocupa del enfoque técnico que le da Kitcher, sino que lo reduce a la propuesta entre objeto/referencia y la traducción de dos lenguas. No obstante, quisiera dejar al menos una noción de esta distinción. De acuerdo con LINDA WETZEL (2014): “Types are generally said to be abstract and unique; tokens are concrete particulars, composed of ink, pixels of light (or the suitably circumscribed lack thereof) on a computer screen, electronic strings of dots and dashes, smoke signals, hand signals, sound waves, etc” (§1). Una traducción al español podría ser: “En general, se dice que los tipos son abstractos y únicos; los tokens son detalles concretos, compuestos de tinta, píxeles de luz (o la falta adecuadamente circunscrita de los mismos) en la pantalla de una computadora, cadenas electrónicas de puntos y rayas, señales de humo, señales de mano, ondas de sonido, etc.”. 19 “Jede Übersetzung ist daher schon Auslegung” (GADAMER, 1960/1990, p. 388). La traducción que propone García-Barró es la siguiente: “Toda traducción es por eso ya una interpretación” (GADAMER, 1960/1999, p. 462).

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Es difícil saber si en el debate sobre la traducción entre teorías hay una sinécdoque que pretende hacer ver la traducción como la interpretación. La metáfora tomada en serio llega a confundirse con la idea técnica de traducción, mientras que en otras parece que se trata de una trasmutación intersemiótica (pasar de un sistema de signos a otro, como la película que se basa en un libro). Los ejemplos dados van desde una simple traducción de palabras de lenguas modernas hasta morfemas (o fonemas) que usan unos individuos y otros intentan darles sentido. Kuhn y Feyerabend, por un lado, y sus críticos, por otro, no hacen distinciones técnicas, acaso porque saben que el uso es meramente metafórico. Hecha esta aclaración, para la introducción del vasto problema de la traducción, tomaré la guía de Umberto Eco, quien asume –como muchos otros– que cualquier traducción es una compensación de pérdidas y ganancias. Descarta, además, la idea de una lengua neutral o de una ontología que permita hablar de un estado de cosas en sí mismo, ajeno a los sistemas lingüísticos pertenecientes a cada cultura (Eco, 2003, cap. 14). Comencemos con una idea simple: una traducción directa es en la que podemos reemplazar términos sin necesidad de glosas. Así, “Tisch”, “tavolo”, “table”, “mesa”, podrían ser términos intercambiables entre las lenguas. Sin embargo, una palabra en una lengua determinada puede tener varias acepciones, como en español la palabra mesa usada para referirse a varias personas que ocupan unos cargos, como “la mesa de votación”. Hay, pues, una idea inicial, digamos intuitiva de intercambiar palabras en los distintos idiomas de forma directa, por ejemplo: “la mesa está ocupada”, nos remite primero al mueble y no al conjunto de cargos. Esta oración descontextualizada permite esta ambigüedad que será mitigada por el contexto. La otra característica de las palabras es que tenemos una especie de conocimiento enciclopédico, como las definiciones de diccionario. Así, para el traductor salvaje de Quine es más fácil decir “conejo” a “mamífero blanco o pardo parecido a un roedor, con dos pares de incisivos superiores en vez de uno, que mide aproximadamente 40 centímetros, largas orejas, patas posteriores más largas a las anteriores, que vive en madrigueras”. Este tipo de definiciones lingüísticas o enciclopédicas son reemplazadas más comúnmente por las definiciones ostensivas (“mire, este es un conejo”, señalando al mamífero lagomorfo) o por imágenes simples, como un dibujo o fotografías. En la traducción, entonces, no se trata del simple reemplazo de términos, como se podría pensar hasta aquí, pues bastaría un diccionario para decir

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que dominamos una lengua foránea. Un traductor de esta estirpe sería como dice el chiste, el individuo que aprendió inglés con un diccionario bilingüe solamente y ante la siguiente oración: “entre y tome asiento”, la traduce al inglés: “between and drink chair”. Pero tampoco se trata de un reemplazo de un término por una larga acepción, de orden enciclopédico. La idea de la que parte Kuhn se basa en que es necesaria una traducción directa que elimine la glosa, toda vez que los pasajes que hacen parte de las glosas no hacen parte de la traducción (Kuhn, 1982, p. 685). Eco remarca que la glosa es la muestra de la derrota que hace el traductor (2003, cap. 2). Como en un poema en un idioma cualquiera, vertido a otra lengua, no se espera que tengamos en cada verso una larga cita aclaratoria, pero aguardaríamos que siguiera siendo poesía. Basta revisar la traducción de Bartolomé Mitre a la Divina comedia de Dante Alighieri para ver que en ciertos versos logra mantener la rima dantesca20, mientras que en otros el pasaje se torna oscuro (Alighieri, 1472/1922) y, por ejemplo, en el Canto IV del Infierno, seguimos compartiendo las aventuras de Dante en el Castillo del Limbo. Aunque hay pérdidas importantes (algunas ambigüedades, cierta información, la fluidez del verso y la potencia de ciertas palabras), para un gran público hispanoparlante esta versión es la mejor opción de acercarse a la obra dantesca. En el debate sobre la inconmensurabilidad parece que se obvian estos problemas y se torna como si fuese una cuestión con solo una respuesta binaria: a) es traducible, b) no es traducible. Antes de continuar con este asunto, hagamos otra distinción. La traducción se puede definir como i) un proceso, es decir, traducir, y también se puede entender como ii) un resultado, la traducción en estricto sentido. Según Valentín García Yebra (2006), traducir (la traducción como un proceso) tiene dos fases: la fase de comprensión de lo previamente expresado en el texto original y la fase de la expresión de lo comprendido en un nuevo texto formado por la lengua terminal (p. 10). Intentaré mantener estos giros durante lo que queda del texto. Hasta ahora hemos dicho que una traducción stricto sensu es una compensación de pérdidas y ganancias, pues nadie espera un traductor à la Pierre Menard borgiano (1939/2009b). Ante esta condena de la traducción, “afán utópico”, diría Ortega y Gasset (1937/2013, p. 6), surge la pregunta:

20 De acuerdo con la forma de expresar la rima encadenada en tercetos endecasílabos, sería así: ABA-BCB-CDC-DED.

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¿cuándo dejamos de hablar que algo ya no es una traducción, sino otra cosa, como una adaptación? De acuerdo con la interpretación que aquí hago del debate sobre la inconmensurabilidad, parece que no se toma en cuenta esta otra dificultad y más bien se ocupan de los problemas que presenta traducir algo, es decir, dan por sentado que la traducción se puede hacer. Por eso la pregunta con la que cerraba el párrafo anterior parece no tomarse en cuenta. Recordemos que Kuhn menciona que hay una diferencia entre saber dos lenguas y traducir (1982, p. 676-677). El énfasis que se puede dar a la discusión en la inconmensurabilidad está o bien en la ontología o bien en el lenguaje, es una arista de lo que afirma Eco, una discusión gnoseológica entre kantianos y peirceanos (1997/2016, pp. 77-153). Dentro de los que dan una importancia al lenguaje, están los que creen que hay un uso de lenguaje franco (p. ej. el científico) y aquellos que creen que cada discurso tiene sus propios límites (incluso el científico). Si lo presentamos como la metáfora, están i) los que creen que para considerar algo como una traducción basta con que se comunique la idea, mientras que para otros ii) eso no es suficiente. Kuhn parece decantarse por la segunda idea. Aquí exploré esta segunda idea. Antes de comenzar el examen de esta propuesta, debo remarcar algunas ideas. i) La inconmensurabilidad es un concepto metateórico. ii) La metáfora de la traducción sirve para expresar que si algo no es una traducción nos encontramos ante la inconmensurabilidad. iii) Las estructuras vendrían siendo las diversas lenguas. Así las cosas, la simple comunicación de la idea no es suficiente para considerar que algo es una traducción, pues nos veríamos abocados a afirmar que una película es la traducción de una composición musical, como Zbigniew Rybczynski en The Orchestra (1990) y su traducción de la Marcha Funeral de Chopin. Sin embargo, no estoy afirmando en algún sentido que estos ejercicios no sean valiosos, tan solo digo que no se pueden considerar como traducciones. De tal forma, el uso que se haga de una teoría en otro discurso puede ser valioso, como el concepto de la red (Watts & Strogatz, 1998; Watts, 1999, 2003) y el uso que le dio Manuel Castells para su teoría de la comunicación (2009) o –en nuestro ámbito– François Ost y Michel van de Kerchove en su propuesta teorética del derecho (2002). Para considerar que algo es una traducción hay que decir que tanto el texto (permítanme esta reducción) original y el vertido en otra lengua se

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siga considerando del mismo tipo. Así, alguien que traduce una novela de Gabriel García Márquez, Crónica de una muerte anunciada, se espera que la obra traducida se siga considerando una obra literaria y no una crónica roja periodística. Cuando hay cambios entre las teorías, se espera que estos discursos sigan siendo parte de un mismo nivel, pues quien interpreta la Teoría pura del derecho de Hans Kelsen (1934/2011) para sustentar un fallo no está haciendo en ninguna medida un ejercicio de traducción, a lo sumo será una adaptación. Bajo este entendido, las críticas de Kitcher a Kuhn no serían aplicables, pues lo que buscan es referenciar la tarea que hace un historiador de la ciencia, como la que haría un crítico a una traducción y no de un teórico o un traductor en cuanto tales. En este punto hay que ser harto estrictos: un historiador de la ciencia no hace su trabajo como un traductor, aquí la metáfora no funciona. Es, como Kuhn lo dice, alguien que sabe dos lenguas y puede explicar las diferencias, se espera que el crítico de la traducción también sea competente en ambas lenguas, ¿no? Un traductor en términos metafóricos es el teórico que busca usar una teoría para respaldar la suya, si no fracasa en su intento, podríamos decir que está dentro de la misma estructura o hace parte de la “ciencia normal” kuhniana, mientras que si fracasa en su intento es porque está en estructuras diferentes y las teorías son inconmensurables. Con estas ideas en mente, nos ocuparemos del caso específico de Carrió, amén de sus trabajos en los que expone las ideas de Hart y de Kelsen, y siempre teniendo como símil la obra de Sófocles Edipo rey.

III. mitopoiesis: las traducciones de edipo rey y la teoría pura del derecho 1 . c o n t e x t ua l i z ac i ó n Hasta este punto el lector podría decir que este ensayo más que un homenaje a Carrió es un antihomenaje, pues se ha hablado de todo, menos de la obra del autor argentino. En efecto, creo que tendría mucha razón este reproche. Acaso esta sea la única parte que importe de todo el texto, en relación con este libro, mas apenas mencionar lo anterior planteaba una dificultad mayor, partir del supuesto que con simples estipulaciones el problema del cual me ocuparé en adelante quedaba medianamente claro. En suma, he asumido el

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riesgo de ser marcadamente pesado con temas metateóricos (incluso ajenos al discurso académico de la “filosofía del derecho”), con la esperanza, en cualquier caso, que para el lector haya sido un esfuerzo valioso. ¿Quién no conoce el mito de Edipo? Podríamos discutir, acaso con algo más de temor, dentro de la comunidad académica, ¿quién no conoce la Teoría Pura del Derecho? Carrió sin duda la conocía, ¿pero hasta qué punto para considerar su trabajo como una traducción (o no) de la obra del jurista austriaco? La hipótesis que sostengo es que Carrió construye sus trabajos teóricos dentro de la estructura hartiana, mas no hace una traducción de la teoría kelsiana. Pretenderé demostrar este punto, mostrando las dificultades que tuvo Carrió y las circunstancias en las que creó su obra teorética, siempre intentando mantener en el horizonte la comparación con una traducción técnica stricto sensu, como lo es la versión de Hölderlin de la tragedia sofoclea, Edipo rey. Sobre la tragedia de Edipo de Sófocles se pueden decir muchas cosas. Desde hacer todo un estudio de la obra trágica del poeta griego, que la conformarían –cuando menos– el canon de Edipo Tirano (2ƨγƣр›RƳưƲхƯƠƬƬRư, 430 a.C.), Edipo en Colono (Ɩѳƣр›ƮƳưї›ұƑƮƪƷƬԚ, 406/405 a.C.) y Antígona (яƬƲƨƢфƬƦ, 441 a.C.), como el que intentó Friedrich Hölderlin, mostrando el uso apropiado de la cesura en las tragedias sofocleas para resaltar la emoción (Cortés & Prado, 2012, pp. 38-40); hasta una síntesis reduccionista de la historia a modo de crónica sobre la desgracia de un de rey de Tebas, Edipo, que mata a su padre, Layo (sin conocer su filiación), se casa con su madre, Yocasta (bajo el manto de la ignorancia), siembra una prole que gobernará su reino (hijos/hermanos) y termina por conocer la verdad de su trágico destino. Viudo (su esposa/madre se suicida) y desgarrado por la suerte que echaron los dioses (pues todo había sido revelado por el Oráculo de Apolo), decide cegarse y aceptar el destierro de su reino. No obstante esta versión reduccionista, en nuestra cultura popular hay una aun más lacónica: Edipo, el que se casó con su madre y mató a su padre. Guardando las proporciones frente a la trascendencia de las obras de Sófocles y Hans Kelsen, sobre la Teoría Pura del Derecho (TPD) también se ha debatido intensamente y es posible encontrar diferentes versiones. Existen trabajos serios de kelsenólogos reputados como Stanley Paulson, Gregorio Robles, Mario Losano o Matthias Jestaedt que intentan explicar toda la teoría kelseniana e incluso van al detalle de develar las diferencias entre las ediciones del libro Teoría pura del derecho (Reine Rechtslehre) de

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1934 y 1960, pasando por simplificaciones que presentan la obra a un gran público de teóricos (no expertos en la obra de Kelsen) como una lógica jurídica que explica la estructura del sistema normativo jurídico y el concepto de validez de la norma, debido a la jerarquización normativa que es característica de los ordenamientos jurídicos (García Máynez, 1978). También existe una versión reducida a su mínima expresión: la TPD trata sobre la pirámide del derecho. En ambos casos se puede decir que hay una mitopoiesis. Entendemos por “mitopoiesis” el proceso interno de una tradición literaria (principalmente), en la que a una obra pasada se le reconoce no solo el rol de conservar la tradición, sino de innovar a partir de nuevas creaciones y versiones de la misma o de una lectura a la luz del orden de sentido actual (Paduano, 2008, p. 9). Un ejemplo de esto, además del de Edipo, es el Quijote. La genialidad del cuento de Borges “Pierre Menard, autor del Quijote” está en mostrar hasta dónde se puede llevar esta idea y extremarla al punto de escribir una obra en la que cada palabra fuese idéntica a la original, pero con una finalidad distinta: lo que para Cervantes era un giro ordinario (o imitativo del uso del lenguaje ordinario), para Menard es un giro arcaizante y disruptivo de la tradición moderna, curiosamente, una novedad dentro de su comunidad. ¿Cuáles son las similitudes de Edipo rey y TPD? Tanto la obra de Sófocles como la de Kelsen son dependientes de una tradición e influyen decisivamente en los trabajos siguientes, al punto de que se las considera un clásico de cada género. Las obras, además, no son primigenias o piedra angular de una tradición, mas pueden ser consideradas un pilar sólido de ella. En el caso de Sófocles, se afirma que la tragedia tebana era un producto de la cultura de su tiempo y hay –al menos– un autor anterior que intentó representar esos dramas en el teatro: Esquilo. Por las pocas fuentes bibliográficas que nos quedan, se supone que existía una tetralogía que incluiría las obras Layo, Edipo, Los siete contra Tebas y Esfinge (drama satírico), aunque solo se haya preservado la mayor parte de Los siete contra Tebas (Esquilo, 467 a.C./1986); de las demás obras apenas hay segmentos y referencias indirectas de esas otras tragedias esquíleas (Fernández-Galiano, 1986, pp. 131-145). Kelsen, a su vez, no fue el primero en intentar una teoría del derecho. En la tradición germana hay por lo menos tres autores que lo preceden y brillan con luz propia: Friedrich Karl von Savigny (1779-1861), Rudolf von Ihering (1818-1892) y, con el que un joven Kelsen llegó a toparse, Georg Jellinek

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(1851-1911); en la tradición anglosajona –de la cual beben copiosamente Hart y Carrió, y en menor medida el propio Kelsen– aparece John Austin (1790-1859). Tanto Edipo rey como Teoría pura del derecho sobreviven como obras independientes y resaltan en una tradición, sin embargo, su discurso trasciende la propia obra y mantiene una influencia sobre la tradición que marca a una amplia mayoría de trabajos, así no se ocupen directamente de la obra en particular. De las manifestaciones culturales que se pueden resaltar de ambas obras, bastaría nombrar el uso por parte de la psicología en su línea psicoanalítica del complejo de Edipo21, y en la dogmática todas las obras doctrinarias que usaron el giro “ciencia del derecho” para valorar su trabajo (Nino, 1979/1993). En el ámbito argentino en el siglo XX, la influencia kelseniana era bastante fuerte (Atienza, 1984, 2009, 2016): desde la asimilación de Carlos Cossio (1903-1987) de la teoría normativa kelseniana como una parte de la teoría egológica (Atienza, 1984, pp. 32-34; 2016, pp. 820-823), hasta la influencia más directa en pensadores como Ambrosio L. Gioja (1912-1971), maestro de gran mayoría de los académicos de la Escuela de Buenos Aires22 (Atienza, 2016, pp. 823-827). Carrió se formó al crisol de estos ilustres académicos23. El propio Genaro R. Carrió tiene palabras encomiásticas para referirse a quienes considera fueron sus maestros. Sobre Cossio refiere lo siguiente en la entrevista que le hizo Carlos S. Nino (1990): Cossio era un profesor brillante, dotado de gran carisma. Cuando lo conocí yo acababa de cumplir veintidós años y mi ignorancia en materia filosófica, incluyendo

21 De acuerdo con Jean Laplanche y Jean-Bertrand Pontalis, podemos entender por “complejo de Edipo”: “Conjunto organizado de deseos amorosos y hostiles que el niño experimenta respecto a sus padres. En su forma llamada positiva, el complejo se presenta como en la historia de Edipo Rey: deseo de muerte del rival que es el personaje del mismo sexo y deseo sexual hacia el personaje del sexo opuesto. En su forma negativa, se presenta a la inversa: amor hacia el progenitor del mismo sexo y odio y celos hacia el progenitor del sexo opuesto. De hecho, estas dos formas se encuentran, en diferentes grados, en la forma llamada completa del complejo de Edipo” (LAPLANCHE & PONTALIS, 1967/2004, p. 61). 22 Entre ellos la Escuela analítica argentina, como Genaro R. Carrió (1922-1997), Roberto Vernengo (1926- ), Ernesto Garzón Valdés (1927- ), Carlos Alchourrón (1931-1996), Eugenio Bulygin (1931- ), Carlos S. Nino (1943-1993). 23 Además de la entrevista con NINO (1990), tomo como referencia las notas biográficas que el propio GENARO RUBÉN CARRIÓ (1984) se hizo en la revista Doxa y las que recientemente le prodigaron EUGENIO BULYGIN (2017) y RICARDO A. GUIBOURG (2017).

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la iusfilosofía, era insuperable. […] Los aportes cossianos en su conjunto me resultaban atractivos, por su carácter osadamente innovador y por el brillo y elegancia con que su creador los exponía en sus clases (p. 343).

Tampoco ahorra halagos a la hora de hablar sobre Gioja: Lo que nos dejó tras su muerte, relativamente temprana, no fue una obra, sino un ejemplo: el de un pensador sumamente riguroso, apasionado por buscar fragmentos de la Verdad y exponer sus logros con la mayor claridad que pudiese alcanzar, incluso, o quizás principalmente, en relación con problemas arduos o profundos. También quiso enseñarnos con el ejemplo que la filosofía debe ser una actividad casi full time: Gioja prácticamente no hablaba de otra cosa (Nino, 1990, p. 344).

Ambos académicos fueron –de algún modo– vicarios de la teoría de Hans Kelsen. Carrió inicialmente asumió la teoría egológica como una especie de dogma por el cual se debía comenzar una cruzada contra el pensamiento tradicional y vigente en materia de teoría del derecho (Nino, 1990, p. 343). Luego se fue desencantando de las tesis cossianas, mas no se comportó como un contumaz apóstata del credo de Cossio: no fue, como diría G. Steiner, un alumno que requiere matar a su maestro para seguir su camino (Steiner, 2003), es decir, sus tesis no se construyeron en contraposición de las de Cossio; su opción fue mudar la senda teorética egológica por otra que a la sazón se mostraba ignota para la comunidad académica argentina: la teoría hartiana. Dentro de la tradición argentina las tesis de Hart solo se conocerían con fuerza a finales del s. XX y se afianzarían totalmente a principios del presente siglo. Es curioso, por citar solo una anécdota, ver cómo en el homenaje por los 60 años del natalicio de Carrió ningún texto se ocupe de exponer las ideas de H. L. A. Hart (Bulygin et al., 1983) y sí se ocupen ampliamente de las ideas de Kelsen en cuatro de ellos (“Kelsen y el poder político” de N. Bobbio; “Freud, Kelsen y la unidad del Estado” de A. A. Martino; “Hans Kelsen y la sociología del derecho” de R. Treves; y, “Sistemas normativos dinámicos y la idea de libertad jurídica” de R. Vernengo). Carrió no se puede considerar como un kelseniano en ningún sentido (a no ser que se quiera poner el marco conceptual de él en el lecho de Procusto), como tampoco podríamos afirmar que la versión de Tom Lehrer (1959) es una traducción de Edipo rey. Sin embargo, lo que permite que relacionemos

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a Carrió con Kelsen o a Lehrer con Sófocles es la mitopoiesis de las obras de Kelsen y Sófocles, pues hacen parte de una tradición. Como lo afirmamos en el acápite anterior, la traducción en estricto sentido es un balance de pérdidas y ganancias. El cambio entre teorías se debe ver como un asunto de aprovechamiento y ajuste del marco conceptual. En este acápite he tratado de mostrar otra arista, la mitopoiesis de ciertas obras. Veamos ahora los problemas que tuvo Carrió en la traducción que intentó hacer de Kelsen al marco conceptual hartiano.

2 . c o n c e p t ua l i z ac i ó n El traductor se enfrenta a dos problemas iniciales: i) ¿es posible comprender el texto base?, y, ii) ¿es posible expresarlo en la lengua de recibo? El teórico inicialmente tiene dos problemas: i) ¿se parte de un determinado marco conceptual para las preguntas que se hace?, y, ii) ¿las explicaciones construidas se adecúan de forma aceptable en el marco conceptual precedente (“encajan en el puzzle”, diría Kuhn)? Si cualquier respuesta a las preguntas del par es negativa, ora estamos frente a un caso de intraducibilidad, ora estamos frente a un caso de inconmensurabilidad. Es posible decir que traducir tiene muchas dificultades, que en el debate sobre la inconmensurabilidad parecieron obviar quienes discutían (véase supra §II.1.). Valentín García Yebra las clasifica en tres: léxicas, morfológicas y de sintaxis (2006, p. 12). ¿Cuáles serían las dificultades con las que se enfrenta alguien que empieza a construir una teoría? Propongo tres (por mantener el equilibrio con la versión de García Yebra): conceptuales (en esta categoría estarían inmersos los problemas que menciona Kuhn sobre una taxonomía diferente y sobre la eliminación de conceptos, véase supra §I.1.), metodológicas y axiológicas. Exploremos estas dificultades en la traducción de Edipo rey y en el uso que se puede hacer de la teoría kelseniana para construir otro discurso de orden teórico. La literatura trae de suyo el buen manejo de la ambigüedad. Sófocles hace un manejo de la historia y le permite al espectador darse cuenta de la tragedia que debe soportar Edipo (tragedia que el propio personaje desconoce). Cuando llega el mensajero que trae la noticia de la muerte del padre de Edipo y el rey de Tebas quiere saber cuál era el recado, Yocasta dice:

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De Corinto viene, de tu padre anunciando que ya no es Pólibo, sino que ha muerto (vv. 965-966)24.

Aquí, como lo señalan Helena Cortés y Enrique Prado (2012, p. 58), Sófocles juega con la polisemia que permite el verbo “ser” en este pasaje y se vería arruinado el verso si se eligiera otro verbo, como “vivir”, “existir”, ya que Sófocles hace unos guiños al espectador (o lector) para que sea él quien dé magnitud a la tragedia que van a vivir por la ceguera ante los hechos de Edipo. En una interpretación superficial, podemos decir que el padre de Edipo ha muerto. Manteniendo la ambigüedad y jugando con ambos sentidos, en una interpretación profunda (?), se desvela que ahora el padre de Edipo no es Pólibo, sino que era Layo, quien ha muerto. Una buena tarea del traductor es mantener estos giros, como en efecto intentó Hölderlin con el verso anteriormente citado, así: Viene de Corinto, dice que Pólibo tu padre ya no es, que muerto es (vv. 977-978)25.

Aunque el lector hispanoparlante solo cuenta con las dos versiones traducidas al castellano, le parece que la versión traducida de Hölderlin es un poco más brusca, con el verbo “es” repetido en el mismo verso. Un hablante competente alemán podrá notar que sigue siendo extraña esa construcción en ese idioma. No obstante la extensión sintáctica, la polisemia se mantiene y el efecto de la cesura que dio Sófocles en los versos también. En las dos versiones traducidas al castellano se puede ver más claro las pérdidas que tuvo que asumir Hölderlin, incluso en aras de una fluidez lírica de los versos, tanto como para ser criticado por sus contemporáneos. Sin embargo, resalta la sensibilidad del poeta alemán acerca del arte griego y no quiere perder los guiños que Sófocles le hacía al auditorio. Si en la literatura se resalta como una virtud el uso de la ambigüedad para dar más voces con una sola frase (por ejemplo, la ceguera de Edipo,

24 En griego el verso es así:  25 En alemán el verso traducido por Hölderlin es así: Er kommet von Korinth, sagt, Polybos Dein Vater sei nicht mehr, er seie todt.

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primero metafórica y luego física), en la teoría se presenta como un vicio, que pretende eliminar o, por lo menos, minimizar el teórico en la construcción de su discurso. La aparición de los conceptos hace su entrada en este tipo de discursos para construir una explicación. En el uso del lenguaje ordinario somos flexibles ante proposiciones que consideramos mal formadas o que no se refieren al hecho mismo. Un amigo nos dice: “Oh, qué bien te queda esa chaqueta azul”, y ajustamos la frase un poco, “gracias, en realidad es un anorak”, y pensamos: “y no es azul, es añil”, pero guardamos esta corrección, pues i) asumimos que el amigo haya confundido los colores (lo que los epistemólogos llamarían una creencia falsa), pero no es importante dentro de la finalidad de la conversación (como lo fue corregir que se trata de prendas distintas: chaqueta/anorak) o ii) entendemos que dentro de su vocabulario no esté contemplada la palabra añil, para referirse al color preciso y no a la gama de colores azules; hacemos, entonces, una concesión de sentido. En el uso del lenguaje teórico difícilmente se admiten concesiones de sentidos frente a los conceptos fundamentales, empero, no son ajenas, pues toda teoría anida su construcción en el lenguaje ordinario y en la interpretación que pueda hacer de otros discursos del mismo nivel o de algún otro (Amaya, 2017; Bedoya, 2017). Eliminando de nuestro problema la teoría original –es decir, suponemos que la primera teoría existió, pero no podemos dar cuenta de ella (el mito originalista)–, siempre que se construya una teoría tiene su punto de arranque en mayor o menor medida de otro marco conceptual. Por eso siempre habrá una pérdida de conceptos y una ganancia de conceptos, pues si existiera un teórico à la Pierre Menard, autor de Reine Rechtslehre, ¿lo consideraríamos un teórico? Sin tantas vacilaciones, podemos repetir que la teoría de Carrió tiene un deudo con la de Hart, pero no así con la de Kelsen. El primer acercamiento que tuvo Carrió se dio –como ya vimos– a partir de la teoría egológica. Atienza (2016), sin pelos en la lengua, afirma que Cossio siempre estuvo relacionado con el peronismo y sugiere que la teoría egológica tuvo su esplendor mientras duró el régimen (pp. 821-822). Yo solo sumaría algo a esa afirmación, gracias a las conversaciones con varios colegas y amigos argentinos: en el peronismo cabe de todo, desde un burgués fascista hasta un obrero comunista, así parece suceder con la obra de Cossio, que fagocitó varios discursos cual Cronos devorando a sus hijos.

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Gran parte de los discursos de los que bebe la teoría cossiana (fenomenología husserliana, el discurso de Heidegger) eran considerados oscuros, faltos de inventiva, parroquiales, indiferentes al rigor científico y lógico (Rabossi, 1984, p. 17), pero había otros en los que también se afincaron los discursos de la comunidad analítica argentina (p. ej. Kant, Kelsen). Bajo estas circunstancias, Carrió hizo su trabajo. Ahora veamos las veces en las que se ocupa el autor argentino de Kelsen. Carrió se ocupa poquísimas veces de forma directa de la obra de Kelsen26, no obstante, desde el inicio marca la relación que quiere establecer entre Kelsen y Hart. En el “Prefacio” a la primera traducción de unos ensayos de Hart al español, recogidos bajo el título Derecho y moral. Contribuciones a su análisis, Carrió (1962) señala: Por supuesto que entre Austin y Kelsen hay muchas y notables diferencias. Pero las concordancias apuntan a aspectos tan fundamentales, que en cierto modo relegan las diferencias a un segundo plano, y explican por qué desde la perspectiva anglosajona, se considera a Kelsen como un pensador de la corriente analítica (pp. XII-XIII).

Esta estrategia hizo carrera dentro del positivismo jurídico poshartiano, pues permitió atraer hacia el ámbito analítico la obra de Kelsen, reduciéndola o intentándola enmarcar dentro del marco conceptual austiniano, en el cual, como sabemos, se afinca H. L. A. Hart para construir su teoría a partir de la crítica a conceptos de Austin27 (Hart, 1962, cap. II). En Notas sobre derecho y lenguaje apenas hace un llamado a Kelsen (Carrió, 1965/1990a, p. 112) cuando habla sobre el realismo jurídico. La referencia es de la obra del austriaco General Theory of Law and State (1945), para luego hacer un llamado a dos obras que mejor conoce de Hart, Derecho y moral: contribuciones a su análisis (1962) y El concepto del derecho (1963). De nuevo, hay un emparejamiento de los dos trabajos teoréticos. En la presentación del famoso ensayo de Hohfeld, Carrió intenta demarcar los límites de un trabajo como el del jurista norteamericano, frente

26 En Los límites del lenguaje normativo, Carrió solo refiere a la obra de Kelsen para ocuparse del “principio de efectividad” del derecho internacional público, que toma a su vez de la Teoría pura del derecho, capítulo V de la segunda edición (1960) (CARRIÓ, 1990g). 27 Hart solo se interesa en El concepto del derecho por un aspecto de la teoría de Kelsen, las potestades que confieren las normas, haciendo una reducción marco conceptual kelseniana (HART, 1963, cap. III).

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al de Hans Kelsen, aunque ambos los siga incluyendo dentro de la tradición analítica (Carrió, 1968/1990d, p. 305). Este encuadramiento se ve reflejado en otro ensayo de Carrió de la siguiente manera: En esta tara nos encontramos con enfoques tales como los que representan las contribuciones de Kelsen y Hart. Estos dos juristas son considerados los adalides contemporáneos de una forma de positivismo jurídico vinculada –se piensa– al punto de vista de Austin. Por ello, para muchos, ambos pensadores están situados en la línea de la más pura tradición positivista. En sus aportes –se nos dice– debemos ver al positivismo jurídico por excelencia (Carrió, 1970/1990e, p. 215).

Luego, en la página siguiente es donde Carrió –quizás de forma desprevenida– hace la traducción de Kelsen a Hart28, cuando se pregunta ¿en qué medida los “Principios 1” y/o los “Principios 2” caben dentro de una concepción que ve el derecho de una comunidad como un conjunto de reglas o normas identificadas por medio de una regla de reconocimientos [sic] aceptada (o de una Grundnorm presupuesta) que especifica los criterios que deben satisfacer las reglas o normas particulares? (Carrió, 1970/1990e, p. 216).

En las conclusiones del texto, sin embargo, el propio Carrió descarta tácitamente la propuesta de Kelsen, “por cuanto no permite dar los pasos necesarios para alojar a los principios dentro del orden jurídico con el rango que me pareció justo reconocerles” (Carrió, 1970/1990e, p. 233). Aquí ya hay un rastro de la dificultad conceptual de Carrió al considerar que la Grundnorm kelseniana se puede asimilar sin más a la regla de reconocimiento hartiana. Ahora bien, Carrió no se puede considerar como un autor que toma a la ligera a Kelsen, pues es capaz de hacer distinciones metateóricas importantes, como las que hace en su réplica a las críticas de Dworkin al trabajo de Hart. En las conclusiones afirma que Dworkin creó un enemigo en el positivismo que no existe y que muchas de las críticas no cabrían en el positivismo kelseniano (1981/1990h, pp. 370-371). Sin embargo, en ningún momento de ese ensayo hay una defensa usando la teoría kelseniana. Veamos un ejemplo29:

28 En igual sentido, Carrió empareja constantemente las ideas de Kelsen con las de Hart (CARRIÓ, 1990i, pp. 383, 389, 401). 29 El ejemplo se lo debo a Hubed Bedoya, quien en la lectura conjunta (además con Lucidia Amaya, María Alejandra Arango y Damian Ramírez) que hicimos de este ensayo de Carrió subrayó algunas

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en el numeral 3 del literal c, en el que Carrió presenta la posición de Hart frente al orden jurídico y la función de los jueces (1981/1990h, p. 336), podría encontrarse una posición diversa en Kelsen de la mano del concepto de ordenamiento jurídico, diferenciándolo del de sistema jurídico. Hubed Bedoya resume la posición así: El ordenamiento sí es cerrado, pues en él solo ingresan las ‘disposiciones’ que, efectivamente, sean expedidas conforme con las previsiones formales contempladas para ello; que no hay lagunas, pues el ‘ordenamiento’ contiene ‘lo que contiene’, y que es coherente, pues existe una forma –en principio lógica, pero con consignación dispositiva– de eliminar las ‘incoherencias’ que, eventualmente, surjan del hecho de que las disposiciones pueden contemplar previsiones diferentes, en especial por el hecho de que son producidas en tiempos diferentes30.

Como se ve, si echamos mano del marco conceptual kelseniano nos encontramos frente a un escenario diverso. Volviendo a la inconmensurabilidad, espero haber demostrado que Carrió tuvo dificultades de orden conceptual (principalmente) en el uso del discurso teórico de Kelsen, pues no hay un encaje aceptable dentro de la teoría de Hart. Son de tal envergadura las pérdidas conceptuales (principalmente, aunque también hay pérdidas axiológicas y metodológicas) que no podemos decir que haya hecho una traducción: a lo sumo, habrá una adaptación de la obra de Kelsen dentro de la estructura hartiana. Para otra ocasión quedará evaluar la importancia de las adaptaciones dentro de una teoría determinada, pues valga recordar que el teatro en la antigua Grecia se hacía solo con hombres y las mujeres estaban relegadas al coro en las tragedias o en las comedias (Fernández-Galiano, 1986, pp. 90-95); para un espectador actual, parece que nos vincula más una Yocasta como Silvana Mangano, que un hipócrita31 que haga las veces de la madre de Edipo. La adaptación de Pier Paolo Pasolini (1967) nos acerca a esa historia, aunque no sea una traducción strictu sensu. Carrió, y muchos otros con él, en su defensa al positivismo mantienen vivas las ideas de Kelsen y nos abren las fronteras de nuestra propia red de ideas. ideas y argumentó unas posibles respuestas a la luz de un discurso kelseniano a las críticas de Dworkin. 30 Intenté reformular el argumento como lo dio Hubed Bedoya, pero me resultó imposible. Le doy todo el crédito a él, yo solo me limito a secundarlo. 31 Del griego hypokrités: el que contesta al coro (FERNÁNDEZ-GALIANO, 1986, p. 96).

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s e g u n d a pa r t e s o b r e a l g u n o s a s p e c t o s m e ta t e ó r i c o s a pa r t i r d e l a o b r a d e c a r r i ó

capítulo 4

Genaro Carrió y las metáforas aníbal d’auria*

En la filosofía llamada ‘analítica’ o ‘analítica del lenguaje’ se reflexiona poco, y hoy menos que antes, sobre los propios fundamentos de ésta. Los que la practican se mueven básicamente dentro de las preguntas tradicionales sin ponerlas en cuestión. ERNST TUGENDHAT (2003, p. 13)

i Creo que hay un malentendido bastante frecuente en los ámbitos de la filosofía analítica del derecho, una suerte de prejuicio contra las metáforas en el seno del discurso filosófico. Muchas veces leemos u oímos, sin mayores reservas ni detalles, que hay que excluir de la filosofía los giros metafóricos, por ser estos propios de la poesía y de la metafísica, y como tales, ajenos al análisis conceptual riguroso. El malentendido en cuestión se apoya, más o menos, en una serie de asimilaciones dogmáticas: sinsentido se asimila a imposibilidad de verificación empírica; inverificabilidad empírica se asimila a discurso emotivo; discurso emotivo se asimila a metafísica; metafísica se asimila a poesía; y poesía se asimila a discurso metafórico. Aunque esa difundida vulgata de la filosofía analítica reaparezca de tanto en tanto en simposios o congresos, lo cierto es que incluso algunos de los más “duros” representantes de esa corriente se han esforzado por no confundir todas esas cosas diversas, o al menos, algunas de ellas1. En efecto, una sana actitud analítica no debería asimilar, sin más, metáfora a poesía, ni mucho menos estigmatizar a la primera como sinónimo de sinsentido, pues es difícil hallar (e incluso concebir) discurso alguno de cierta extensión (filosófico o de otro tipo), que prescinda total y radicalmente de figuras metafóricas, aunque muchas veces nos pasen desapercibidas2. Y como pretendo mostrar en los puntos II y III de este breve artículo, muchas veces el empleo de metáforas, lejos de oscurecer un texto filosófico, lo dota de una mayor claridad. En su clásico manual de análisis filosófico, John Hospers (1962) nos dice que:

* 1 2

Profesor e investigador, con dedicación exclusiva, del Instituto de Investigaciones Jurídicas y Sociales del Instituto Ambrosio Gioja en la Facultad de Derecho de la Universidad de Buenos Aires. Véase por ejemplo AYER (1984, pp. 49-51). Conceptos “técnicos” fundamentales de la teoría del derecho, incluso para la vertiente analítica de la misma, son clara y eminentemente de origen metafórico, como “lagunas del derecho” o “fuentes del derecho”. 145

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Genaro Carrió y las metáforas

La filosofía (al menos en algunos de sus aspectos) halla profunda resonancia en nuestras emociones, lo cual lleva consigo una tendencia casi fatal a explayarse en expresiones metafóricas y maneras de hablar poco claras, de modo que a menudo es difícil, sobre todo durante una discusión extensa, saber con claridad acerca de qué estamos hablando exactamente o cuál es precisamente la pregunta a la cual estamos tratando de responder (p. 7).

Es verdad lo que se dice aquí acerca del discurso filosófico en general, tanto de las trampas del lenguaje que lo acechan cuando es más o menos “extenso”, como de la casi fatalidad o inevitabilidad de “explayarse en expresiones metafóricas” una y otra vez. Por ello, en esa cita de Hospers yo he remarcado las palabras “discusión extensa” y “casi fatal”, pues no hay razón alguna para pensar que esa casi fatalidad, inherente a todo discurso más o menos extenso en general, no ataña también al de la semántica analítica. Sospecho (aunque no estoy en condiciones de intentar probarlo en estas páginas) que si la filosofía analítica reflexionara más profundamente sobre sí misma, descubriría incluso que hay buenas razones para eliminar el “casi”. Tal vez una mayor conciencia de la historicidad del lenguaje, en la que han insistido muchas otras escuelas de filosofía contemporánea, daría a la misma filosofía analítica –o en realidad, a algunos de sus cultores más intransigentes– una mayor amplitud de miras al momento de considerar las cambiantes y mudables relaciones entre metáfora y sentido propio3. Por ahora solo puedo decir lo siguiente: si se tomara seriamente como un dogma el postulado de un divorcio radical entre filosofía y metáfora, la conclusión necesaria sería que nunca ha existido ni existirá la filosofía, pues se trataría de un discurso imposible. Pero la filosofía existe desde hace muchos siglos, y las metáforas abundan en el discurso filosófico desde Platón hasta Wittgenstein, desde la “alegoría de la caverna” hasta la idea de que la proposición es un “cuadro, imagen o modelo” (Bild) de la realidad fáctica (Wirklichkeit) o de que determinado libro (el Tractatus de Wittgenstein) no es más que una “escalera” (Leiter) que debe ser desechada después de que se ha ascendido por ella4. Sería engorroso citar más ejemplos, aun cuando

3 4

He ensayado un ejercicio en este sentido, en torno a un análisis del Teeteto de Platón (D’AURIA, 2010). Las aludidas metáforas se encuentran en PLATÓN, Rep. 514a-519d y en LUDWIG WITTGENSTEIN, Tractatus Logico-Philosophicus, 4.01 y 6.54, respectivamente. Cito a Platón y a Wittgenstein según el modo canónico en cada caso (no por páginas, sino por parágrafos).

Aníbal D’Auria

decidiéramos limitarlos al propio ámbito de la filosofía analítica, cuyos textos fundamentales no están, por cierto, privados de metáforas5. Por ello mismo –es decir, porque resulta hasta cierto punto ineludible en todo discurso de cierta extensión, incluido el filosófico– la metáfora se ha vuelto tema de interés para las más variadas escuelas de filosofía contemporánea. Como ejemplos podríamos citar desde los franceses Paul Ricoeur (2001) y Jacques Derrida (1989), pasando por los norteamericanos Richard Rorty (1991) y Donald Davidson (1978), hasta el alemán Hans Blumenberg (2003). Como se ve, es variada la lista de escuelas y filósofos que toman seriamente a la metáfora. Sin embargo, ese falso principio (a saber, que la filosofía bien entendida excluye y debe excluir a la metáfora porque ella es ajena al esclarecimiento conceptual que pretende el análisis filosófico), reaparece acríticamente de tanto en tanto, incluso en boca de autores que en sus propios textos filosóficos no cumplen cabalmente con su propio imperativo. La cuestión de la aparición o utilización de metáforas en filosofía, entonces, no parece que pueda resolverse de un plumazo, como por sentencia judicial, desterrando a las metáforas del discurso de los filósofos, sino investigando y discutiendo esos mismos usos y esas mismas apariciones recurrentes. Por ejemplo y sin pretender agotar el cúmulo de cuestiones que podrían formularse al respecto, creo que hay tres preguntas que merecerían tenerse presentes: 1. ¿cuándo aparece una metáfora de manera explícita y cuándo lo hace de manera inadvertida o incluso insidiosa? 2. ¿para qué se la emplea o, en cualquier caso, qué papel juega dentro de un discurso filosófico en particular? 3. ¿cuándo resulta ineludible –o al menos, filosóficamente fértil– recurrir a algún tipo de imagen metafórica para dar cuenta de un concepto o de un pensamiento? En este sentido, creo que en Sobre los límites del lenguaje normativo, Genaro Carrió no solo nos brinda algunos buenos ejemplos de la utilización enriquecedora de las metáforas en el ámbito de la misma filosofía analítica del derecho, sino que también nos ofrece una buena ocasión para reflexionar, aunque más no sea someramente, sobre el asunto (Carrió, 1973). Se trata de casos en los que la metáfora es empleada de manera consciente, explícita, con fines explicativos, esclarecedores y, creo, de manera muy exitosa.

5

Por ejemplo, Bertrand Russell habla del cuerpo humano como de un “sensible instrumento registrador” (a sensitive recorder instrument) (RUSSELL, 1976).

147

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Genaro Carrió y las metáforas

ii El primer caso que quiero señalar se encuentra en el capítulo II del ensayo mencionado. Allí Carrió llama la atención sobre un tipo particular de sinsentido normativo caracterizado muy genéricamente por su efecto de comicidad o ridiculez. Los ejemplos que pone son los siguientes: un personaje cinematográfico, aristócrata y ladrón, que pretende “justificar” sus hurtos con un certificado de la universidad que lo declara oficialmente cleptómano; un chiste sobre una señora que dice que su hijo se ha salvado de la conscripción por desertor; y el prólogo de un libro que alude a un sacerdote que ha aliviado las cargas de su misión por medio de la delegación y la negligencia. Carrió brinda dos metáforas para dar cuenta de este tipo de sinsentido normativo, una más evidente que la otra. La primera es de claro cuño wittgensteineano: el lenguaje como “caja de herramientas” (Wittgenstein, 1997, §11)6. Con esta metáfora, Carrió explica que en esos casos el sinsentido surge por usar una herramienta lingüística para fines distintos de los que estaba destinada a servir propiamente [cursivas añadidas] (1973, p. 21). La otra metáfora a que recurre Carrió para dar cuenta de este primer tipo de sinsentido normativo es mucho más evidente, pues pretende ser toda una analogía: esos casos serían “algo así como querer tomar la sopa con el tenedor” (1973, p. 21). Es sabido que el término metáfora (deslizamiento, traslado) proviene del griego, y que en su acepción actual consiste en aludir indirectamente a algo por medio de la semejanza con otra cosa, es decir, usar un giro terminológico para designar algo diferente de lo que designaría en términos literales o apropiados (por ejemplo, usar “esmeraldas” para designar unos llamativos ojos verdes). Ahora bien, este primer ejemplo de sinsentido normativo que da Carrió constituye lo que él mismo denomina “trasponer los límites internos del lenguaje”, situación que a su vez es metaforizada por el propio autor en la figura de quien pretendiese tomar la sopa con un tenedor. Lo notable de este caso es que al intentar dar una caracterización más apropiada y supuestamente menos metafórica, Carrió recurre a otra metáfora: la de la herramienta que se emplea para algo diferente de aquello para lo que está destinada a servir. Observemos que esta explicación, además de ser también metafórica, es totalmente equivalente a la caracterización misma de la noción de metáfora: 6

Cito según el modo canónico de citación de esa obra.

Aníbal D’Auria

se usa un giro terminológico determinado para designar algo diferente de lo que designaría en términos literales o apropiados. En otros términos la imagen de una herramienta usada para un fin diferente de aquel al cual debería servir, es una metáfora de la misma noción de metáfora. De esta manera, pareciera que la explicación que da Carrió del primer tipo de sinsentido normativo se reduce al simple hecho de emplear metáforas en lugar de giros literales apropiados. Sin embargo, esta misma se dice recurriendo a una metáfora (a una metáfora de la noción de metáfora): usar una herramienta para un fin para el cual ella “no es idónea”. No parece, sin embargo, que esto sea una paradoja, ni mucho menos una contradicción performativa del autor. Simplemente se muestra, de hecho, que no siempre y necesariamente una “herramienta” lingüística puede y debe servir exclusivamente para el fin específico para el que supuesta y específicamente está destinada. En realidad, si se observa con detalle, acá Carrió emplea dos expresiones diferentes como si fueran equivalentes. Por un lado habla de “los fines” de una herramienta lingüística, como si esos fines fueran algo predeterminado, y al mismo tiempo habla de su ”idoneidad” para ciertos fines, como si la utilidad de la herramienta no estuviera prefijada de antemano7. Parece claro que ambas cosas no son lo mismo: el fin de una lupa es aumentar la imagen de lo que se desea observar, pero bien puede ser idónea también para encender fuego sobre hojas secas. En otros términos, y para reincidir en el uso de metáforas: el texto de Carrió nos muestra que no siempre una metáfora es incompatible con la claridad conceptual, y que muchas veces contribuye más a ella que el aséptico discurso apropiado, del mismo modo que muchas veces una aguja de tejer puede servir mejor que un limpia-pipas para obtener de la pipa una buena circulación del humo del tabaco, aunque la función de la aguja de tejer no sea la de limpiar y destapar pipas. De la misma manera, para usar otra metáfora, un destornillador o un martillo pueden servir muy bien como armas en ciertas ocasiones. La utilidad de una herramienta, incluso de una “herramienta lingüística”, no es inherente a sí misma, sino que radica en el empleo que le dé quien la manipula en una situación determinada. Y por lo tanto, una expresión

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La frase literal de CARRIÓ es la siguiente: “Esto es, cuando uno usa una herramienta lingüística que sirve para ciertos fines y quiere hacerle servir un fin, emparentado con esos otros, para el que ella no es idónea” (1973, p. 21).

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metafórica no está destinada fatalmente a despertar emociones, o peor, a producir sinsentidos metafísicos, sino que bien puede servir muchas veces para esclarecer el sentido de un pensamiento. En todo caso, lo destacable de todo esto, al menos para mí, es que lejos de oscurecer su texto, estas metáforas que emplea Carrió son sumamente idóneas para lo que pretende explicar: los casos en que se “trasponen los límites internos del lenguaje”, son como el caso de alguien que pretendiera tomar la sopa con un tenedor, o como el de alguien que usara una herramienta en una tarea para la cual esta no es idónea. Pero –agrego yo– no serían como el caso del propio texto de Carrió, pues la idoneidad de las herramientas lingüísticas que emplea se muestra aquí en toda la fuerza gráfica e ilustradora de sus metáforas.

iii Un segundo ejemplo sobre el uso que Carrió hace de las metáforas se encuentra en el capítulo III del mismo ensayo, donde señala otro tipo de sinsentido normativo, caracterizado también muy genéricamente por su efecto de absurdo. Los ejemplos que se nos brindan para este segundo tipo de sinsentido son los siguientes: unos criminales que irrumpen en un hogar, reducen a la familia y saquean la casa, pero piden permiso para usar su teléfono; y la misma solicitud de permiso pero ahora en boca de un bombero que ha entrado en mi casa para apagar un incendio. Acá también hay dos intentos de caracterización para este segundo tipo de sinsentido normativo, uno que podemos condescender en considerar no-metafórico y otro claramente que sí lo es. La explicación no metafórica es que el absurdo surge porque faltan los presupuestos contextuales que conciernen a la dimensión normativa del lenguaje (Carrió, 1973, pp. 25-26). La otra explicación, claramente metafórica, en cambio, nos dice que esas situaciones son “como si un buzo se pusiera el traje de buzo, con escafandra y todo, para ir al cine” (1973, p. 26). Es interesante notar acá que, acaso, la explicación metafórica aclara mucho más que la no metafórica. Si el primer tipo de sinsentido normativo que vimos en el punto anterior viola “los límites internos del lenguaje”, este segundo tipo viola sus “límites externos”, pues no se condice con el contexto fáctico de la situación en que se emplea la expresión normativa en cuestión (es como usar una escafandra para ir al cine, se nos dice). La caracterización de este segundo tipo de

Aníbal D’Auria

sinsentido es la que sirve a Carrió para desarrollar su famosa y demoledora crítica, en el capítulo IV de su ensayo, al concepto de poder constituyente originario, poniéndolo en evidencia como un sinsentido normativo, y por ende, como un concepto pseudo-jurídico.

iv Pero esto no es todo. Hay al menos dos casos más de expresiones metafóricas que quisiera extraer del texto de Carrió. El tercero, que ya se encuentra anunciado desde el título mismo de su ensayo, es el siguiente. Según el autor, el primer tipo de sinsentido viola “límites internos del lenguaje”, mientras que el segundo tipo viola “límites externos” (Carrió, 1973, pp. 25-26, 66-68). Es decir, habría, según esta distinción, un “afuera” y un “adentro” del lenguaje, términos que son claramente metáforas espaciales (como lo son asimismo “fronteras del lenguaje”, “áreas del lenguaje” e incluso “dimensiones del lenguaje”, que también aparecen en el ensayo). El lenguaje mismo aparece así metaforizado espacialmente. Y por último, hay todavía un cuarto ejemplo importante del uso de las metáforas en el que Carrió combina en una misma frase metáforas diversas de Wittgenstein con algún otro giro metafórico de su propio cuño. En el capítulo I, donde se hacen unas breves aclaraciones preliminares, en efecto, nuestro autor retoma expresamente a Wittgenstein para escribir lo siguiente: Es útil explorar esas formas de sinsentido, entre otras razones porque algunas de ellas ayudan a delimitar, desde afuera, el área dentro de la cual el lenguaje normativo puede usarse, por decirlo así, ‘en serio’ y con eficacia, y fuera de lo cual, para repetir la metáfora conocida, se va de vacaciones y empieza a operar locamente como una turbina que girase en el aire fuera de sus engranajes [cursivas añadidas] (Carrió, 1973, p. 20)8.

Estas líneas no solo están cargadas de sentido metafórico, sino que incluso están recargadas simultáneamente de sentidos metafóricos diversos: conviven acá imágenes espaciales (“afuera del lenguaje”, “área dentro del lenguaje”), vacacionales (“el lenguaje se va de vacaciones”), psiquiátricas (“el lenguaje

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La metáfora del lenguaje que “sale de vacaciones” se encuentra en WITTGENSTEIN (1997), §38 (language goes on holliday), y la de la “turbina que gira en el aire” se encuentra en la misma obra, §132 (like an engine idling).

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opera locamente”) y mecánicas (“el lenguaje opera como una turbina que gira en el aire fuera de sus engranajes”). En términos nuevamente metafóricos, podríamos decir que en este párrafo nos encontramos con todo un festival de metáforas.

v En fin, los cuatro casos señalados muestran que incluso una pequeña obra maestra de la filosofía analítica del lenguaje, como creo que es Sobre los límites del lenguaje normativo, no solo no teme al empleo de metáforas, sino que las emplea muy conscientemente con fines didácticos y explicativos; y que además lo hace de manera exitosa, pues sin esas metáforas explícitas a las que recurre Carrió, sin duda su texto perdería gran parte de su claridad y de su fuerza argumentativa. Y no parece, a primera vista, que ninguna de estas metáforas cumpla algún rol emotivo (salvo que se considere tal al hecho de acentuar el carácter absurdo de los sinsentidos normativos por medio de la comicidad de las metáforas usadas). Una lectura más detenida y paciente –y motivada además por una actitud de sospecha sistemática– seguramente descubriría en el texto de Carrió muchas otras metáforas usadas de modo no tan explícito ni didáctico como en los cuatro ejemplos señalados. Pero mi intención no era hacer aquí un estudio detallado de todos los modos en que pueden aparecer y de todas las funciones que pueden cumplir las metáforas en un texto tan analítico, claro y estimulante como Sobre los límites del lenguaje normativo, ni mucho menos demostrar el carácter ineludible de las metáforas para dar cuenta de ciertos conceptos filosóficos considerados habitualmente como sumamente propios, técnicos, claros y precisos. Un trabajo de ese tipo constituiría una tarea de la disciplina filosófica que Hans Blumenberg ha denominado Metaforología9. Pero una tarea de tal clase está fuera del alcance de este breve artículo que solo pretende ser acaso un metafórico homenaje a ese gran filósofo analítico del derecho que fue Genaro Carrió.

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La distinción que BLUMENBERG traza entre metáforas residuales y metáforas absolutas es sumamente estimulante para encarar eventualmente ese tipo de investigaciones sobre el discurso filosófico (2003, pp. 44-47).

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Para no finalizar este breve artículo de manera tan abrupta, me gustaría plantear lo que estimo debería ser una cuestión (o quizás, se trate de más de una) preliminar fundamental para cualquier filosofía del lenguaje, analítica o no: ¿es posible una reflexión sobre el lenguaje que no sea ya desde el vamos metafórica? ¿Puede el lenguaje referirse a sí mismo de un modo que no sea ya inevitablemente metafórico en algún sentido? La distinción entre “lenguaje objeto” y “metalenguaje”, tan cara a la semántica analítica y tan cuestionada por algunas otras escuelas de filosofía contemporánea, ¿no es ya un presupuesto metafórico que asume al metalenguaje como “lenguajesujeto” (o sea, como una personificación metafórica del lenguaje)? Solo diré al respecto que la misma filosofía analítica del lenguaje nos ha enseñado que en este contexto “las auto-descripciones no son fidedignas” (ni pueden nunca serlo) (Glock, 2012, p. 34).

referencias AYER, A. (1984). Lenguaje, verdad y lógica (M. Suárez, trad.). Buenos Aires: OrbisHyspamérica. BLUMENBERG, H. (2003). Paradigmas para una metaforología (J. Pérez de Tudela Velasco, trad. y estudio introductorio). Madrid: Trotta. CARRIÓ, G. (1973). Sobre los límites del lenguaje normativo. Buenos Aires: Astrea. D’AURIA, A. (2010). El filósofo como buscador del sentido propio. Academia. Revista sobre enseñanza del Derecho, 8(15), 25-57. DAVIDSON, D. (1978). What Metaphors Mean. Critical Inquiry, 5(1), 31-47. DERRIDA, J. (1989). La desconstrucción en las fronteras de la filosofía. La retirada de la metáfora (P. Peñalver Gómez, trad.). Barcelona: Paidós. GLOCK, H. J. (2012). ¿Qué es la filosofía analítica? (C. García Trevijano, trad.). Madrid: Tecnos. HOSPERS, J. (1962). Introducción al análisis filosófico (N. Míguez, trad.). Buenos Aires: Editorial Macchi. RICOEUR, P. (2001). La metáfora viva (A. Neira, trad.). Madrid: Trotta.

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capítulo 5

Carrió y el enfoque emotivista sobre los desacuerdos jurídicos pa b l o a . r a p e t t i *

Pienso que en parte no desdeñable las disputas entre los juristas están contaminadas por falta de claridad acerca de cómo deben tomarse ciertos enunciados […] Mientras no se ilumine este aspecto del problema quedará cerrada toda posibilidad de superar los múltiples desacuerdos que tales enunciados generan. GENARO RUBÉN CARRIÓ En el vocabulario crítico, la palabra precursor es indispensable, pero habría que tratar de purificarla de toda connotación de polémica o rivalidad. El hecho es que cada escritor crea sus precursores. Su labor modifica nuestra concepción del pasado, como ha de modificar el futuro. En esta correlación nada importa la identidad o la pluralidad de los hombres. JORGE LUIS BORGES

I. introducción Genaro Rubén Carrió ocupa un lugar privilegiado en el desarrollo de la filosofía del derecho en castellano. Uno de sus más importantes aportes acaso sea indirecto, consistente en haber sido uno de los principales introductores para el mundo latino de algunos de los trabajos más relevantes para las ideas jurídicas del siglo XX, entre los que se destaca buena parte de la obra de H. L. A. Hart1. Asimismo, es consabido el papel de Carrió como animador y fomentador de discusiones en las que en diferentes medidas se formaron destacados filósofos del derecho generacionalmente posteriores como Carlos Alchourrón, Eugenio Bulygin y Carlos Nino, lo cual nos permite pensar en Carrió como un maestro al amparo de quien mucho de lo más relevante de la producción iusfilosófica latina se ha gestado2. Este rol de maestro no se agota en la formación más o menos directa de destacadas figuras, sino que, a través de su obra escrita3, Carrió se erige

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Universitat de Girona. Contacto: [email protected]. Agradezco a Andrés Bouzat, Pedro Caballero, Juan Cumiz, Diego Dei Vecchi, Luis Esandi, Riccardo Guastini y Pau Luque por sus comentarios al texto, así como a los miembros del Virtual Seminar de Filosofía del Derecho, de Medellín, quienes se tomaron el trabajo de discutirlo en una de sus sesiones. La traducción hecha por Carrió de The Concept of Law (HART, 1963) es sin dudas el ejemplo por antonomasia de una traducción de exquisita calidad en nuestro medio. Otro tanto sucede con otras de sus traducciones, como las de ROSS (1997 [primera edición de la traducción: 1963]) y AUSTIN (1981 [esta última en colaboración con E. RABOSSI]). Por supuesto, el rol de introductor de ideas al que me refiero no se agota en su labor como traductor, sino que se extiende a la exposición, complemento y crítica de dichas ideas. Para mayor abundamiento acerca del contexto intelectual en el que se movió Carrió durante su vida, puede verse ATIENZA (1984). Temáticamente amplia, en el sentido de que comprende textos tanto de hondo calado teórico, 157

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como un autor cuyas enseñanzas son, aún hoy, básicas en la formación de estudiantes universitarios de derecho en gran parte del mundo latino. Y su obra escrita, a su vez, nos ofrece su aporte ya más directo a las ideas jurídicas del siglo XX. En este sentido, entre muchos otros puntos destacables puede señalarse el notable adelanto con el que Carrió se sumergió en temáticas que, tiempo después, ocuparían el centro de la agenda iusfilosófica. Dos ejemplos se me aparecen con rapidez. En 1970 Carrió publica el artículo “Principios jurídicos y positivismo jurídico”, en base a una conferencia que había dictado el año anterior. Allí realiza un análisis crítico del ataque que Ronald Dworkin dirigiera al positivismo jurídico de corte hartiano en su famoso ensayo “The Model of Rules”4. Esta defensa positivista5 representa una de las primeras articulaciones –si no la primera– de lo que años más tarde se conocería como la versión incluyente del positivismo jurídico6. Este es el primer ejemplo. El segundo también tiene que ver con el ataque de Dworkin al positivismo jurídico. Algunos autores contemporáneos7 distinguen dos “actos” o “movimientos” en la embestida antipositivista de Dworkin. El primero estaría dado por la crítica contenida en “The Model of Rules” que recién mencioné, básicamente consistente en mostrar la supuesta incapacidad positivista para desentrañar la naturaleza de lo que Dworkin denomina “principios jurídicos” y el rol que estos ocupan en nuestras prácticas jurídicas cotidianas. El segundo vendría más articuladamente expuesto en el primer capítulo de su libro Law’s Empire, y consiste en mostrar, esta vez, la incapacidad positivista para dar cuenta de los desacuerdos jurídicos. Carrió había escrito acerca de

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como la versión inicial de su conocido Notas sobre derecho y lenguaje –y la forma en que tal obra se ha ido ampliando en sucesivas ediciones con la incorporación de otros artículos–; como otros de inmediata y palmaria relevancia para el ejercicio de la profesión jurídica, tales sus libros Cómo estudiar y cómo argumentar un caso o Cómo fundar un recurso, por ejemplo. Véase CARRIÓ (1987; 1989; 2006). Publicado originalmente en 1967. Véaselo en DWORKIN (1978). Aunque posteriormente Carrió diría que la ofensiva dworkineana no es propiamente antipositivista porque, en su opinión, no se dirige contra ninguna tesis definitoria del positivismo jurídico. Véase CARRIÓ (2006, pp. 338-348). Sin perjuicio de que en realidad el propio Hart ya había explicitado, aun si al pasar, la idea de que contingentemente nuestras prácticas jurídicas pueden supeditar la validez jurídica a la conformidad con exigencias morales, que es –puesta ahora de este modo impreciso– la tesis distintiva del positivismo incluyente o “suave”. Véase HART (1963, pp. 251-252). Así, resulta natural que Hart abrazara expresamente esta versión del positivismo jurídico en su conocido Postscript. Véase HART (2000). Así Scott Shapiro y Brian Leiter. Véanse SHAPIRO (2007, p. 54, n. 57) y LEITER (2012, p. 75).

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los “desacuerdos entre los juristas” en 1965, mucho antes de este ataque de Dworkin, ofreciendo en efecto una clasificación explicativa de diversos tipos de controversia que en y por el derecho pueden tener lugar (Carrió, 2006, pp. 91-128). En este sentido, Carrió podría ser tomado como ofreciendo una posible respuesta a este “segundo” desafío de Dworkin incluso antes de que se lo planteara8. En el presente trabajo me concentraré en este último punto. Comenzaré por enunciar brevemente el “desafío de los desacuerdos” presentado por Dworkin al positivismo jurídico de corte hartiano (sección II) para pasar de inmediato a bosquejar el tratamiento que Carrió ofreció del fenómeno de los “desacuerdos entre los juristas” (sección III). Ahora bien, la propuesta de Carrió es múltiple, en el sentido de que detecta diversos tipos de controversia que procede a explicar de maneras diversas. Yo aquí me enfocaré en particular en uno de los tipos de desacuerdo que Carrió señaló: aquellos que llamó, en línea con el enfoque emotivista en metaética, “desacuerdos de actitud” frente al derecho. El emotivismo al que Carrió recurrió gozaba de mucha popularidad en sus días pero, en aquella versión, se encuentra hoy un tanto desacreditado. Sin embargo, dicha teoría metaética ha encontrado un alto grado de continuidad en lo que contemporáneamente se denomina expresivismo metaético. Mi intención, entonces, se cifrará en primer término en ofrecer una mayor elaboración de la que ofrece el propio Carrió de los presupuestos de su análisis emotivista de los desacuerdos en el derecho, para a su vez explicitar algunas de las transformaciones que se han producido en el paso del emotivismo al expresivismo (sección IV) y, posteriormente (sección V), en analizar un modo en el que, a partir de dichas transformaciones, se ha elaborado una explicación de al menos algunos de los desacuerdos cuya existencia, según el ataque de Dworkin, pondrían en jaque al positivismo jurídico.

II. dwo r k i n, lo s d e s ac u e r d o s j u r í d i c o s y l a i n c a pa c i d a d p o s i t i v i s ta Dworkin distingue entre “proposiciones de derecho” [propositions of law] y “fundamentos del derecho” [grounds of law]. Las proposiciones de derecho

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En su debido momento haré salvedades tendientes a indicar que esto solo puede tenerse por relativamente acertado.

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son juicios descriptivos sobre el contenido del derecho. En sus palabras, se trata de “los distintos tipos de declaraciones y afirmaciones que la gente hace sobre qué es lo que el derecho les permite, o prohíbe, o faculta a tener”. En tanto, los fundamentos del derecho son lo proporcionado por “otro tipo, más familiar, de proposiciones, de las cuales las proposiciones de derecho son (podríamos decir) parasitarias” (Dworkin, 1986, p. 4). De acuerdo con el filósofo estadounidense, las proposiciones de derecho (al menos algunas) son verdaderas o falsas, en el lenguaje ordinario, en función de la verdad de los enunciados sobre los fundamentos del derecho. Es decir, uno sabe que p es jurídicamente verdadero si p se condice con q (donde p es una proposición jurídica y q un fundamento de derecho). Dworkin busca aclarar esta relación con un ejemplo: para la mayoría de la gente (en California) la proposición de que no puede conducirse a más de 55 millas por hora en California es verdadera, y lo es, parece, porque de hecho la mayoría de la legislatura californiana aprobó un documento que así lo prescribe. A partir de esta primera distinción que ofrece, Dworkin traza una ulterior, sobre los desacuerdos. En sus palabras podemos distinguir dos maneras en las que abogados y jueces pueden discrepar acerca de la verdad de una proposición jurídica. Puede que estén de acuerdo sobre los fundamentos de derecho –sobre cuándo la verdad o falsedad de otras proposiciones, más familiares, hacen que una proposición jurídica sea verdadera o falsa– pero desacordar sobre si esos fundamentos fueron efectivamente satisfechos en un caso particular […] [o] pueden desacordar sobre los fundamentos del derecho, sobre qué otro tipo de proposiciones, cuando son verdaderas, vuelven también verdadera a una proposición jurídica particular (Dworkin, 1986, pp. 4-5).

Tenemos aquí dos tipos de desacuerdo. Al primero, relativo a si se han satisfecho en un caso los fundamentos de derecho, Dworkin lo denomina “desacuerdo empírico”. Al segundo, directamente referido a cuáles son dichos fundamentos, lo llama “desacuerdo teórico”. En el marco de su amplia y mordaz crítica al positivismo jurídico hartiano, Dworkin sostiene que este último caracteriza al derecho como teniendo una existencia y contenido dependiente solo de la producción de ciertos hechos sociales; en particular, de la convergencia de acciones y actitudes de los funcionarios encargados de la aplicación de las normas jurídicas. Dicha convergencia –dicho “acuerdo”, según Dworkin– sería lo que origina las normas sociales que el positivismo jurídico ubicaría en la capa más profunda

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del derecho y que usaría como piedra de toque de una comprensión empirista, factualista, del derecho como un todo. La identificación del derecho sería siempre una cuestión empírica, de constatación de hechos. Y de acuerdo con ese tipo de comprensión, el positivismo jurídico sería incapaz de hacer espacio conceptual a la noción de “desacuerdo teórico”, al menos al nivel de las normas últimas, fundamentales. Es decir, los desacuerdos que en la práctica jurídica parecen ser de este tipo, resultarían ininteligibles desde una óptica positivista. En el mejor de los casos, el positivismo estaría forzado a considerar a dicho tipo de desacuerdo como desacuerdos en verdad empíricos que las partes tienen por actuar en error9 o bien a desacuerdos en que de manera hipócrita intentan modificar subrepticiamente un derecho que, saben, no es favorable a su posición (Dworkin, 1986, pp. 37-38).

I I I . c a r r i ó y l a s c o n t r o v e r s i a s e n t r e j u r i s ta s 1. algunas precisiones liminares Ya en 1965, Genaro Carrió había escrito acerca de lo que llamó “desacuerdos entre los juristas”. Hasta aquí me he cuidado de referirme a ello de este modo textual, entrecomillado, porque puede representar una salvedad importante. En efecto, el desafío de Dworkin al positivismo se relaciona, como acabamos de ver, con los desacuerdos entre participantes de la práctica jurídica, operadores jurídicos. En particular, con los desacuerdos entre jueces acerca del derecho y, con aún mayor precisión, acerca de los criterios que hacen a la validez jurídica última: los fundamentos de derecho10.

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Considerando que el derecho establece algo, digamos X, sobre la cuestión de que se trate, cuando en realidad no dice nada al respecto (justamente porque depende de acuerdos no dados en la comunidad), o bien cuando en realidad establece algo distinto, digamos Y. 10 No obstante, es de hecho controvertido que Dworkin aluda a esta clase de desacuerdos solamente. Giovanni Ratti, en una serie de artículos destinados a enfrentar el desafío dworkineano, señala que el filósofo estadounidense trata de manera homogénea e indiferenciada tipos de desacuerdo distintos (más allá de la distinción entre desacuerdos empíricos y teóricos) que, por esa misma razón, ameritan explicaciones igualmente diversas. Véase RATTI (2008; 2012). He revisado críticamente su propuesta, aunque conservando con ciertas cualificaciones esta idea, en mi tesis doctoral, donde presento también nuevas objeciones al modo mismo en el que Dworkin formula su crítica: RAPETTI (2017a, caps. 2 y 4). Como veremos, esta diferenciación y correlativa explicación múltiple está también presente en el trabajo de Carrió.

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Carrió comienza su tratamiento especificando que se refiere a las discrepancias “relacionadas con problemas del lenguaje”. Esto de por sí constituye otra reserva importante, porque acaso puede haber desacuerdos de los que hacen al núcleo de la ofensiva dworkineana que no sean relativos a cuestiones lingüísticas11. Por otra parte, Carrió aclara que usa la palabra “juristas” en un sentido amplio: ella comprende no solo a los cultores de la dogmática jurídica, sino también a los teóricos del derecho político y a los filósofos del derecho (Carrió, 2006, p. 91).

Ahora bien, el hecho de que Carrió no se refiera explícitamente a operadores jurídicos de primer orden tales como abogados, fiscales y jueces puede ser relevante. Es cierto y sabido que para Dworkin (y por ende, para su crítica al positivismo) no hay una diferencia discursiva cualitativa entre los operadores –como los jueces– y los teóricos del derecho. En su concepción, el derecho es una práctica social interpretativo-argumentativa, lo que supone que tiende a objetivos y encarna valores que sus participantes, en cuanto tales, han de asignarle (en un complejo modo que según él no es ni completamente de descubrimiento ni completamente creativo)12. La diferencia central entre un juez y un filósofo del derecho, en esta línea, residiría solamente en el grado de abstracción con el que formulan sus interpretaciones del derecho (esto es, dicha labor de asignación de objetivos y valores), pero sustancialmente estarían embarcados en la misma empresa. Para la óptica del positivismo jurídico hartiano, en cambio, el trazado de una distinción cualitativa entre el discurso de los participantes del derecho y el de sus teóricos (observadores) es una pieza central: allí encontramos la fundamental distinción de Hart entre los puntos de vista, y correlativos enunciados, interno y externo (Hart, 1963, pp. 75-77, 110-113; 1982, pp. 144-147). Volveré sobre estas distinciones más adelante, pero ahora he de remarcar que, aunque Carrió parece en algún momento algo oscilante sobre la

11 Dworkin en efecto descarta al positivismo jurídico en la que según él sería algo así como su “versión estándar”, justamente por estar pura y exclusivamente enfocada en cuestiones lingüísticas, lo que la haría una pobre concepción desde el vamos, por razones metodológicas. Véase, p. ej., DWORKIN (1986, pp. 43-45). Véase también BESSON (2005, p. 47). 12 Y que los componentes de dicha práctica, como normas e instituciones, son sensibles a dichos objetivos y propósitos, es decir, que han de ir amoldándose a ellos. Véase DWORKIN (1986, pp. 47-48).

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cuestión13, considero que escribe sobre los desacuerdos entre juristas literalmente en función de la definición que ofrece, es decir, sin aludir propiamente a los desacuerdos entre operadores jurídicos14. En función de esto, creo que solo en un sentido relativo o aproximado podemos afirmar que alude al mismo problema que luego presentara Dworkin. No obstante, el hecho de considerar que su trabajo es un (importante) antecedente de la discusión no se ve, a mi entender, mayormente afectado por ello.

2 . l a ta x o n o m í a d e l d e s a c u e r d o en el trabajo de carrió Teniendo en cuenta las precisiones anteriores, repasemos brevemente su análisis específico. La forma paradigmática en que pueden desacordar los juristas, según Carrió, es en torno a la pregunta “¿Qué es el derecho?”. Esto es fácilmente identificable en las tradicionales disputas entre teóricos del derecho (p. ej., en la división iusnaturalismo/positivismo), pero también estaría presente en la estructura profunda de muchas discusiones dogmáticas, puesto que una pregunta como “¿Qué dispone el derecho (de X país) para la clase de casos C?” parece presuponer –aún si solo parcialmente– alguna forma de respuesta a la primera pregunta genérica. Carrió identifica y distingue cinco tipos de desacuerdo jurídico que explica de maneras relativamente diferenciadas. El primer tipo son las pseudo-disputas originadas en equívocos verbales. En palabras de nuestro autor, para que cualquier discusión sobre las características de los fenómenos designados por [la palabra “derecho”] sea una genuina discrepancia –y no el fruto de un simple equívoco verbal– tiene que mediar acuerdo previo sobre el significado que, en la disputa, damos a las palabras claves (Carrió, 2006, p. 96).

13 CARRIÓ (2006, pp. 391-393) –hablando sobre el “juez positivista” y el “juez iusnaturalista”–. Cabe destacar que esta referencia es a un texto distinto (y posterior) del original de Notas sobre derecho y lenguaje en el que trata sobre los desacuerdos entre juristas. 14 Abonar esto adecuadamente exigiría un trabajo exegético que aquí no tengo espacio para emprender. Podemos contentarnos, espero, con la definición que Carrió expresamente nos ofrece del término “juristas” tal como lo emplea, y con el hecho de que evidentemente no solo conocía con rigor la obra de Hart, sino que además la asumía sustancialmente (al punto incluso de luego procurar defenderla expresamente de algunos de los embates de Dworkin). Véase CARRIÓ (2006, p. 193).

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Para este contexto se nos presentan al menos dos grandes elementos explicativos. En primer término, resulta relevante, a pesar de su abstracción, la posición que se asuma acerca de la naturaleza general del lenguaje. Carrió sostiene que el lenguaje jurídico, el lenguaje del derecho, no es más (o es poco más) que el lenguaje ordinario. Y, a su turno, que el lenguaje ordinario es de carácter convencional. Dicho muy laxa y rápidamente, la naturaleza convencional del lenguaje tiene que ver con que el significado de nuestras palabras y expresiones es tributario de nuestros usos y costumbres lingüísticas y que estos a su vez son en última instancia fundamentalmente arbitrarios (en el sentido de que se podrían haber desarrollado de modos alternativos a como de hecho lo hicieron). Por la negativa, el convencionalismo puede ser caracterizado como el rechazo del esencialismo lingüístico: las palabras y expresiones con las que aludimos a las más diversas cosas no son tales por necesariamente capturar una naturaleza profunda de estas, sino que son en el fondo nombres, rótulos, títulos que les ponemos; son los que son, pero podrían haber sido otros. Entre otras cosas, esto parece que permitiría explicar con cierta facilidad fenómenos como la diversidad de lenguajes entre las múltiples comunidades humanas, el constante cambio de significado de palabras y expresiones, etcétera. Nuestros decires significan lo que nuestros usos generalizados hacen que signifiquen y por ello el lenguaje ordinario es dinámico, maleable, móvil. El carácter convencional del lenguaje así entendido, propio del lenguaje jurídico por implicación15, supone entonces fenómenos como la ambigüedad, la vaguedad y la carga emotiva, que en muchas instancias representan problemas para la comunicación16. No entraré en el detalle analítico de estos fenómenos, pues el propio trabajo de Carrió al respecto es paradigmático en su claridad y sencillez, y seguramente conocido por el lector. Lo importante a destacar ahora es que la maleabilidad que el lenguaje tiene en esta concepción, suscripta por Carrió, da lugar a que en ocasiones aludamos con los mismos términos a fenómenos diversos. En una disputa acaecida en torno

15 Sin perjuicio de que los usos específicamente jurídicos redunden en la gestación de términos técnicos. Así, el lenguaje jurídico habrá de ser entendido como un tecnolecto. 16 Aunque no siempre, necesariamente. Es conocida, en el contexto de la literatura iusfilosófica, la idea de Hart acerca de cómo la vaguedad potencial puede resultar deseable en la medida en que nos permite decidir jurídicamente casos en atención a circunstancias particulares que nos hubiese sido improbable, si no imposible, anticipar. Véase HART (1963, pp. 160-161).

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a la pregunta “¿Qué es el derecho?”, las partes pueden estar aludiendo bajo ese rótulo, “derecho”, a cosas diversas. Aquí aparece el segundo elemento a subrayar en la explicación de Carrió. En la medida en que una discusión se dé con las partes hablando de cosas diversas, se tratará de una pseudo-disputa. O dicho de otro modo: será un desacuerdo no-genuino. Según Carrió, lo genuino de un debate tiene como condición necesaria el que las partes intervinientes estén hablando de lo mismo, y ello equivale a que el significado de las palabras clave de la discusión sea el mismo. En este sentido, las pseudo-disputas son absurdas y las partes que las llevan adelante están en error. El error puede consistir en no identificar apropiadamente el significado que la contraparte asigna a los términos de la discusión, o en una deficiente comprensión (acaso por esencialismo lingüístico) de la naturaleza del lenguaje en general17. Sin embargo, no todo desacuerdo de los que aquí nos competen con relación al derecho habrá de ser de este primer tipo. Así, Carrió (2006) trata en segundo término lo que llama “pseudo-desacuerdos de hecho en torno a proposiciones analíticas” (pp. 97-98). Las proposiciones analíticas son relativas, justamente, a significados. Dicho con alguna licencia: son básicamente definiciones18. Las definiciones no proporcionan información sobre hechos del mundo, por lo que resultarían irrefutables mediante la alegación de “hechos en contrario”. Considérese un desacuerdo como el que sigue, que es una ligera variante del ejemplo proporcionado por el propio Carrió: A: El derecho dispone que, para este caso C, debe ser N. B: N es injusto, de modo que no puede ser lo jurídicamente establecido. A: ¿Por qué?

17 Reitero que mi finalidad es meramente expositiva. Ello quiere decir que no estoy de ningún modo abrazando o criticando la posición de Carrió. Como es obvio, lo que Carrió sostiene y presupone puede ser y ha sido objeto de críticas. En punto a lo recién visto respecto del primer tipo de desacuerdo jurídico que detecta, por ejemplo, cabe mencionar que el convencionalismo lingüístico que Carrió abraza ha sido fuertemente cuestionado a partir del referencialismo que en la filosofía del lenguaje contemporánea ha tomado fuerza a partir, fundamentalmente, de trabajos como DONNELLAN (1970), KRIPKE (1980) y PUTNAM (1973). Lorena Ramírez Ludeña ha escrito específicamente en contra del abrazo que Carrió hace del convencionalismo lingüístico en su análisis de los desacuerdos jurídicos, desde una perspectiva que podríamos denominar neoreferencialista. Véase RAMÍREZ LUDEÑA (2017). Para una interesante posición intermedia en la filosofía del lenguaje, véase EVANS (1996, cap. 1). 18 En sentido estricto, las definiciones son analíticas solo en el sentido débil de versar sobre palabras y no sobre el mundo extralingüístico. En propiedad, son analíticas –es decir, necesariamente verdaderas o necesariamente falsas– las proposiciones que se derivan de definiciones.

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B: Porque el derecho es un orden normativo necesariamente justo. A: Pero fíjese que N es sustancialmente análogo a lo que para casos como C se dispone en el derecho (extranjero) D. B: Pero el orden D no constituye derecho, precisamente porque tiene injusticias como la de disponer algo análogo a N para casos como C. En este ejemplo, A y B pueden ser entendidos como desacordando acerca de la definición de “derecho”: mientras que para B el derecho es necesariamente un ordenamiento justo, para A la propiedad de ser justo no es una condición necesaria para la existencia de un derecho, de un orden jurídico. Las discusiones de este tipo también resultan pseudo-disputas, aunque no sería necesariamente absurdo que las partes sigan adelante con ellas cuando saben que se trata de definiciones. Ello porque tiene perfecto sentido debatir acerca de la conveniencia o ventaja, para ciertos fines y propósitos, de adoptar una u otra definición de ciertos términos. Y aunque, según Carrió, para tales clases de discusión no pueden presentarse razones con fuerza concluyente19. En tercer término, Carrió analiza las “disputas sobre clasificaciones”. Los juristas ofrecen clasificaciones diversas de las partes o componentes del derecho a que dedican su estudio. Sin embargo, según nuestro autor, muchas veces parecen creer que dichas clasificaciones constituyen la verdadera forma de agrupar las reglas y los fenómenos, en lugar de ver en ellas simples instrumentos para una mejor comprensión de éstos. Los fenómenos –se cree– deben acomodarse a las clasificaciones y no a la inversa […] No se advierte que no tiene sentido refutar como “falsa” una clasificación –o sus resultados– y postular en su reemplazo otra “verdadera”, como si se tratara de dos modos excluyentes de reproducir con palabras ciertos parcelamientos y subdivisiones que están en la “naturaleza de las cosas” (Carrió, 2006, p. 99).

Con arreglo a esta idea, los desacuerdos se explican de modos similares a los antevistos: se cae en cierta forma errada de esencialismo lingüístico, se toma como verdadero (o falso) lo que solo puede ser calificado de más o menos útil –presentando como descripciones o caracterizaciones acertadas

19 Recientemente, y ya dirigiéndose específicamente a afrontar el desafío dworkineano sobre los desacuerdos, David Plunkett y Tim Sundell han elaborado una comprensión de los desacuerdos jurídicos fundamentales en términos de “negociación metalingüística”. Nótese que se trata, en definitiva, de una profundización en una idea que, otra vez con adelanto, esbozó Carrió hace décadas. Véanse PLUNKETT & SUNDELL (2013a; 2013b; 2014).

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lo que son en realidad valoraciones encontradas–, o una combinación de ambas alternativas. En estrecha relación con los de este último tipo, tenemos en cuarto lugar los desacuerdos acerca de la naturaleza jurídica de diversas figuras e instituciones típicas del derecho. Tales disputas, para Carrió, parecen cifrarse en la búsqueda de una clave que nos brinde el acceso a todos los hechos relevantes acerca del objeto X en una fórmula breve. En otros términos, pedimos que se nos destaque un hecho de la cosa X del que se pueda deducir todo lo que es verdad respecto de ella [cursivas del original] (Carrió, 2006, p. 100).

Una vez más, sostener esta clase de desacuerdos es, en opinión de Carrió, sostener un absurdo, en la medida en que se trata de una búsqueda de lo que no existe, destinada al fracaso. En el mejor de los casos habrá de tomárselos como desacuerdos valorativos encubiertos tras el ropaje de descripciones y caracterizaciones pretendidamente verdaderas (o falsas)20. El quinto y último tipo de desacuerdo que Carrió trata, y que más nos interesa en el presente trabajo, es el de los que denomina “desacuerdos valorativos encubiertos”. Como podrá apreciarse relacionando este rótulo con lo que hemos visto hasta aquí, la taxonomía que Carrió nos ofrece no supone en principio una clasificación con categorías excluyentes entre sí, pues en los casos anteriores también se nos ofrecía como posible explicación de ciertos desacuerdos el que se trate de la contraposición encubierta de valoraciones. Asimismo, Carrió subraya que “existen muchos otros tipos de desacuerdos o seudodesacuerdos [acerca del derecho] dignos de presentación y análisis” (Carrió, 2006, p. 103). Con lo cual es posible que tampoco se trate de una clasificación exhaustiva. En cualquier caso, en este quinto grupo ubica Carrió a los desacuerdos de un tipo especial, estrechamente conectado con el uso o función emotivos de ciertas palabras que aparecen con frecuencia en el campo de la teoría jurídica y en el de la

20 Ni para este caso ni para ninguno de los otros tipos de desacuerdo que presenta nos ofrece Carrió ejemplos concretos. Ello amerita ciertamente una seria objeción metodológica, pues es por demás exigible que se muestre que de hecho otros caen en aquello sobre lo que se ofrece una crítica. En todo caso, es igualmente cierto que en este punto en particular Carrió sigue a BULYGIN (1961), quien a su vez sigue a ROSS (1976 [original, 1951]). Ambos trabajos presentan ese muestreo metodológicamente debido.

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teoría política […] Cuando están de por medio esas palabras, la pretensión de dar “definiciones reales”, esto es, de “descubrir” el significado “verdadero” de una palabra o expresión, asume la forma de lo que Stevenson ha llamado “definiciones persuasivas” […] Una definición persuasiva es una especie de trampa verbal que se tiende al oyente o al lector […] una manera de dirigir la carga emotiva de la palabra en una determinada dirección, para colocar bajo una luz favorable ciertas actividades, como si ellas, y solo ellas, fueran dignas de encomio, desde el particular punto de vista en juego (Carrió, 2006, pp. 103-104).

En relación con lo dicho poco más arriba, tal vez pueda afirmarse que este tipo de desacuerdo se diferencia de los anteriormente repasados en cuanto en estos no hay exactamente un error de las partes en liza, sino consciencia del carácter (emotivo) profundo de su discurso y la concreta intención de persuadir21. El carácter valorativo puede presentarse tanto bajo el ropaje de las definiciones como bajo el del lenguaje descriptivo (Carrió, 2006, p. 105). Carrió dedica especial atención a esta clase de desacuerdos, que ilustra analizando la clásica discusión acerca de si los jueces crean o no derecho (Carrió, 2006, pp. 105-114). No tiene mayor valor el desglose en detalle de su análisis, pero vale la pena resaltar que, en efecto, concluye que dicha polémica no representa un desacuerdo acerca de lo que de hecho hacen los jueces ni una disputa meramente verbal, sino un “desacuerdo de actitud” respecto de que los jueces puedan o no crear derecho (y del modo en el que debería eventualmente tratarse a dicho fenómeno desde una perspectiva teórica). Así, quienes afirman que los jueces son creadores de derecho en realidad estarían con ello reflejando su parecer favorable a que lo hagan, mientras que quienes afirman la negativa estarían así expresando su desconfianza en la labor judicial como creadora de normas jurídicas22.

21 Como vimos en la sección II, Dworkin, al plantear su desafío, ya tiene en cuenta estas familias de posibles explicaciones de los desacuerdos ancladas en que las partes están en error o bien intentando de manera encubierta persuadir al otro y con ello modificar el derecho existente. Brian Leiter es quien de manera más enfática ha reivindicado posteriormente estas formas de análisis. Véase LEITER (2012). 22 Carrió advierte que en ocasiones puede darse la inversa y así, por ejemplo, el caso de que se afirme que los jueces crean derecho para expresar disfavor a que lo hagan. CARRIÓ (2006, p. 113, n. 9).

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I V . l a i m p r o n ta e m o t i v i s ta ( y d e s p u é s ) 1. la versión de stevenson Esta última propuesta de Carrió hace uso explícito del enfoque emotivista en metaética, en particular en la versión encarnada por el trabajo de Charles L. Stevenson23. A muy grandes rasgos, puede decirse que el emotivismo metaético presenta los juicios morales (“X es bueno”, “Y es injusto”, etcétera) como consistentes en buena medida en la expresión de emociones: las de aprobación o desaprobación de aquello que es objeto del juicio (X, Y)24. Ello supone, de acuerdo con Stevenson, que los términos morales tienen lo que él llamó un significado emotivo. Según nos dice, el significado emotivo de una palabra es, básicamente, la aptitud que esa palabra posee –sobre la base de su empleo en situaciones de tipo emotivo– para promover o expresar actitudes, como algo distinto de describirlas o designarlas (Stevenson, 1984, p. 42)25.

A la par de este significado emotivo de términos (y enunciados), Stevenson distingue el significado descriptivo. En línea de principio, este consistiría en la disposición de términos y enunciados a generar procesos mentales cognitivos, a afectar la cognición (Stevenson, 1984, pp. 66, 70). Ello se trasladaría al discurso de manera que el descriptivo sería de contenido proposicional (es decir, expresa proposiciones, como tales susceptibles de ser verdaderas o falsas) y el emotivo no. Stevenson ubica de este modo ambos tipos de significado como especies del género significado (a secas), que entiende como propiedad disposicional. 23 En breve situaré el emotivismo stevensoniano dentro de la familia de teorías no-cognitivistas de la moral entre las que se cuentan también las de CARNAP (1937), AYER (1971 [original de 1936]) y HARE (1952; 1963; 1981). Para enfatizar las diferencias específicas entre ellas, a veces se llama “imperativismo” al modelo de Carnap, “expresivismo” (o, en nuestros días, “protoexpresivismo”) al de Ayer y “prescriptivismo” al de Hare. Suele cifrarse el más relevante antecedente de este conjunto de teorías en la obra de David Hume: véase BLACKBURN (1993, p. 6) y STEVENSON (1984, pp. 13, 22, 251-253); pero véase STEVENSON (1949, p. 588). 24 Nótese que estoy usando las nociones de “juicio” y “enunciado” básicamente como sinónimas. Así ocurre a lo largo de todo el texto. 25 Cabe apuntar que la edición original en inglés es de 1944 y que hay una presentación antecedente de la idea en STEVENSON (1937).

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El significado de un término está dado por su disposición a afectar (es decir, generar, modificar, reemplazar, eliminar) diversos tipos de estados y procesos mentales. Si se trata de estados mentales cognitivos, el significado del caso será de carácter descriptivo, si se trata de estados afectivos, emotivos, o sentimientos, etcétera, estaremos frente a un significado emotivo. Esta aparentemente tajante distinción analítica, sin embargo, no debe oscurecer el hecho de que, para Stevenson, lo normal será que diversas palabras y expresiones tengan, a la vez y en diversos grados, significados de ambos tipos. De esta manera, puede decirse que Stevenson ofrece una teoría causal y psicologista del significado. Sobre la base de estas nociones, Stevenson distingue entre (des)acuerdos de actitudes y (des)acuerdos de creencias (Stevenson, 1984, cap. 1; 1949). Un desacuerdo de creencias ocurre, por ejemplo, “cuando el señor A cree que p, el señor B cree que no-p o algo que es incompatible con p, y ninguno de los dos se contenta con dejar inconmovida la creencia del otro” [la traducción es propia] (Stevenson, 1949, p. 587). En cambio, un desacuerdo de actitudes ocurre cuando el señor A tiene una actitud favorable hacia algo, el señor B tiene una actitud desfavorable hacia eso mismo, y ninguno se contenta con dejar que la actitud del otro permanezca incólume. Aquí el término “actitud” […] designa cualquier disposición psicológica de estar a favor o en contra de algo [cursivas en el original; la traducción es propia] (Stevenson, 1949, p. 587).

Las discusiones éticas, según Stevenson, típicamente incluyen desacuerdos tanto de creencias como de actitudes. Para asumir una cierta posición moral26 frente a cierta cuestión puede que desacordemos tanto acerca de (nuestras creencias sobre) los hechos relevantes, como en nuestras actitudes de aprobación o desaprobación respecto de esos hechos27. Pero su idea es que la característica distintiva de esta clase de discusiones está dada precisamente por las divergencias de actitud. Un genuino desacuerdo ético incluirá al menos un desacuerdo de actitud28. Esta “primacía de las actitudes” otorga al desacuerdo ético perfiles particulares:

26 Aquí y en todo el texto utilizo los términos “ética” y “moral” (y sus familiares) de modo completamente intercambiable. 27 Extraigo este fraseo de NINO (1980, p. 363). 28 Y, lógicamente, parece, puede haber desacuerdos de actitud aún en completo acuerdo acerca de

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1) las divergencias de actitud cumplen un rol unificador de los argumentos en pugna que constituyen el desacuerdo; 2) las divergencias de actitud determinan qué creencias acerca de qué hechos son relevantes para el desacuerdo; 3) la resolución final del desacuerdo ético no está directamente sujeta a razones, porque según Stevenson solo para (des)acreditar creencias pueden ofrecerse razones propiamente dichas; para (des)acreditar actitudes solo se pueden generar causas: un desacuerdo ético se resuelve si una de las partes consigue causar en la otra la actitud que ella misma tiene respecto del objeto de discusión (Stevenson, 1949, pp. 589-592; 1984, pp. 36-39, 127, 132, passim; y Nino, 1980, p. 365). De modo que, para la perspectiva emotivista, los desacuerdos morales son, en al menos un sentido o en uno de sus aspectos (o en cierto grado), no-racionales29. En última instancia, el edificio filosófico provisto por Stevenson se cimienta en una tesis metafísica, a saber: no existen las propiedades o hechos morales. Por ello se clasifica al emotivismo como una forma de no-cognitivismo moral30, que se define precisamente por sostener dicha tesis (no conocemos lo que no está ahí para ser conocido) (Van Roojen, 2013). De allí se deriva la tesis semántica –lo distintivo del emotivismo– de acuerdo con la cual los juicios morales tienen carácter (fundamentalmente) expresivo de emociones y actitudes, y no descriptivo de hechos31. todas las creencias relevantes. Stevenson asume esto (véase STEVENSON, 1984, pp. 128-129). Pero la idea ha sido controvertida: véase BRENNAN (1977, pp. 30 y ss). En todo caso, aún dentro de la obra misma de Stevenson parece haber al menos una tensión intuitiva entre esto y lo que justo a continuación se verá en el cuerpo del texto como la característica (2) de los desacuerdos éticos según su concepción. 29 Stevenson busca, no obstante, eludir la calificación de irracionalidad: distingue así entre los métodos irracionales y los no-racionales en la discusión ética. Los irracionales consisten en la invocación de razones pero “sostenidas de modo inválido”, mientras que los no-racionales no apelarían de ningún modo a razones. El método no-racional por antonomasia sería la persuasión, de carácter fundamentalmente emotivo. Véase STEVENSON (1984, pp. 134-135). 30 Puesto en términos más amplios, a veces se habla de no-cognitivismo normativo, como negando la existencia de hechos normativos. La tesis no-cognitivista es el reverso negativo del naturalismo metafísico. Resalto entonces que estoy presentando una versión metafísica (con mayor precisión: ontológica) de la tesis no-cognitivista. Poco más adelante se verá que la tesis también admite (y, hoy día, de manera más extendida incluso) una lectura semántica: nuestros enunciados morales no pretenden rastrear la existencia de entidades morales, puesto que no existirían. 31 La relación entre ambas tesis no es de estricta implicación lógica, sin embargo. Puede sostenerse la tesis metafísica no-cognitivista y a la vez una tesis cognitivista acerca del lenguaje moral según la cual este pretende ser descriptivo de hechos. El resultado central de esta combinación de tesis es la conclusión de que el lenguaje moral está sistemáticamente errado, que los enunciados

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De este edificio se sirve Carrió, entonces, para explicar algunos de los tipos de desacuerdo entre juristas de los que se ocupa (los de la última clase vista), como su test case del desacuerdo acerca de si los jueces crean derecho. En esta línea, parece que deberíamos atribuirle entonces la idea –no explicitada por él– de que los tipos de desacuerdos que así analiza son, al menos parcialmente, manifestaciones de elementos ajenos a la racionalidad. A mi entender, esta atribución es legítima, y quizás se vea abonada por algunas de sus apreciaciones, como, p. ej., que su análisis pone de manifiesto lo inadecuado de la posición de quienes se empeñan en ventilar la controversia como si se tratara de una divergencia sobre lo que hacen los jueces. Tal enfoque del problema conduce a una interminable reiteración de las posiciones originarias y, en definitiva, a la exasperación o el cansancio (Carrió, 2006, p. 114).

Pero, como fuere, esto es solo así en un sentido o aspecto. En otro sentido, para la óptica misma de Carrió, no es absurdo llevar adelante esta clase de desacuerdos, si se tiene en cuenta que –como dice Stevenson– una de las formas de causar un cambio en la actitud del otro es logrando una modificación de sus creencias. Porque actitudes y creencias se interrelacionan condicionándose entre sí32.

2 . e l pa s o a l e x p r e s i v i s m o Por supuesto, esta mácula de “no-racionalidad” que habría en el discurso moral a la luz del análisis emotivista (y a veces en el discurso jurídico, teniendo en cuenta el trasvase propuesto por Carrió), ha sido fuente de críticas para dicho análisis. Y esto porque se trata de una manifestación de un problema más amplio, a saber, que con ello no se le hace justicia al así llamado “valor superficial” del discurso moral: en muchas ocasiones hablamos de lo que está bien o mal, o es justo e injusto, como si se tratara de cosas susceptibles de verdad o falsedad, y como si esa verdad o falsedad fuese independiente

morales son sistemáticamente falsos. El principal expositor de esta idea es MACKIE (1971). Para una versión más actual de esta clase de Error Theory véase JOYCE (2011). 32 Al respecto, véase STEVENSON (1984, pp. 127 y ss.). Recuérdese el punto (2) de la caracterización del desacuerdo ético ofrecida más arriba. Además, véase ROSS (1997, pp. 370-385), quien cita a Stevenson. Esta obra de Ross –recuérdese– fue traducida por Carrió. De manera que tiene sentido considerarla una suerte de nexo entre el trabajo de este último y el de Stevenson.

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de lo que cada quien personalmente crea o sienta; sostenemos que otros o nosotros mismos somos capaces de acertar o estar equivocados acerca de qué es lo moralmente correcto. Puede que finalmente se deba concluir que esto se trata solo de un como si, de una apariencia, y hasta que en este sentido todo el discurso moral esté errado o confundido, pero el reto metodológico consiste en que esta sea una conclusión ineludible tras la cabal puesta a prueba de alternativas explicativas33. Nótese que esto puede tener implicancias directas para la explicación de los desacuerdos. De acuerdo con Mark Schroeder, por ejemplo (Schroeder, 2008, pp. 17)34, el emotivismo puede dar cuenta de la “superficie” de los desacuerdos éticos, porque permite entender como genuino un desacuerdo como el que sigue: A: Matar está mal. B: Matar no está mal. Pero, en cambio, no podría explicar lo que él denomina “desacuerdos profundos”, como este: A: Matar no está mal. B: ¡Eso es falso!35 Algunos años después de la publicación de la teoría de Stevenson, tuvo lugar un amplio desarrollo de la filosofía analítica del lenguaje acerca de lo que se dio en llamar “actos de habla”, a partir de la distinción –enfatizada especialmente por John L. Austin– entre el sentido y la fuerza de los enunciados. En breve: mientras que el sentido de un enunciado es lo que este dice, su fuerza reside en lo que quien lo profiere hace mediante la enunciación36. En correspondencia con las diversas fuerzas de las enunciaciones, se pueden producir diversos tipos de actos de habla37. 33 Acerca de esta exigencia metodológica véase ARENA (2016, pp. 207-209), GRACIA (1998, pp. 19-20), SMITH (2015, cap. 1), y, para mayor generalidad, STRAWSON (1992, caps. 1-2). 34 Compárese STEVENSON (1984, pp. 159-160). 35 De todos modos, ha de apuntarse que, en muchos ámbitos y enormidad de ocasiones, los desacuerdos no asumen esta forma de contradicción verdadero/falso. Al respecto, véase WEATHERSON (2009, p. 347). Más allá de esto, es notable que Allan Gibbard, uno de los más prominentes expresivistas de nuestros días, sostiene que la caracterización stevensoniana de los desacuerdos morales (normativos, en general) como desacuerdos de actitud –en tanto distintos de los desacuerdos de creencias– es “tendenciosa”: GIBBARD (2012, p. 38). 36 Véase, p. ej., AUSTIN (1981; 1970, caps. 10 y 12). Se discute si, en propiedad, la fuerza corresponde a los enunciados o a la enunciación, pero esto es irrelevante para mis actuales fines. 37 Los diversos tipos de actos de habla tendrán correlativamente diversas direcciones de ajuste y condiciones de satisfacción (y eventualmente, condiciones de verdad). No hace falta detenernos ahora en

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A la luz de estas herramientas filosóficas, podría decirse que, para la óptica emotivista, el lenguaje de los juicios morales tiene un tipo de fuerza que hace que típicamente redunde en actos de habla expresivos (Van Roojen, 2013). Y aquí en particular interesa remarcar que ello implica que no se trata, en cambio, de actos de habla asertivos, en los que la función distintiva es la de obtener y transmitir conocimiento, a través de descripciones. Pero nótese que, en sí mismas, estas herramientas ofrecen también una vía por la que poder alejarse del emotivismo stevensoniano. La razón es que la caracterización del emotivismo en función de la idea de actos de habla38 ya no parece requerir necesariamente una teoría causal del significado, pues en principio parece neutral frente a esta y otras concepciones alternativas (p. ej., normativas39). En esta misma línea, se ha dicho que Stevenson confunde el significado de un enunciado con los efectos que puede generar su empleo: un mismo enunciado puede causar reacciones psicológicas diversas en distintas personas (Nino, 1980, p. 366)40. Otro problema que de modo sistemático se ha opuesto al emotivismo es el así llamado “problema Frege-Geach”: en principio parece que toda propuesta metaética que consiga mostrar los términos éticos como teniendo un significado constante en sus aplicaciones en diversos tipos de oraciones

estos detalles. Véase ANSCOMBE (1963), SEARLE (1969), y, por mor de la brevedad, SEARLE (1998, cap. 6). 38 Y así hace en buena medida Hare al desarrollar su prescriptivismo, por ejemplo. 39 Por ejemplo, Gibbard de hecho ha ido ampliando su proyecto al punto de ofrecer una metateoría del significado que es de carácter normativo. Si bien no enlaza su propuesta a la teoría de los actos de habla, en ocasiones parece sugerir que su teoría es compatible con esta. La idea básica es que el concepto mismo de significado es un concepto normativo, explicable en términos del concepto (primitivo) de deber, que se puede traducir en diversos planes. Así, por caso, mis enunciados morales pueden ser entendidos como comunicaciones que efectúo sobre cómo planeo comportarme frente a ciertas circunstancias (actuales o eventuales), lo cual en definitiva constituye lo que considero que debo hacer frente a esas circunstancias. Véase GIBBARD (2012, p. ix y p. 70 [para las insinuaciones de compatibilidad]). Por supuesto que aquí no puedo más que dejar en el aire esta muy vaga caracterización, pero poco más adelante en el texto me referiré a la general tendencia a la ampliación del proyecto expresivista que aquí ejemplifico. Asimismo, cabe señalar que no necesariamente hay una oposición total entre esta clase de concepción y la concepción disposicionalista del significado que ofrece Stevenson: el expresivismo actual, como su antecedente emotivista, tiene como uno de sus pilares fundamentales la idea de que el deber y la motivación están conceptualmente vinculados, de modo que habría una incoherencia conceptual en afirmar que se tiene el deber de X y no sentir impulso alguno por hacer X. Esto puede claramente ser puesto en términos de disposiciones (GIBBARD, 2012, p. 242). 40 En términos de Austin, se diría que Stevenson funde indebidamente el acto perlocucionario con el ilocucionario y/o con el locucionario-rético (AUSTIN, 1981, pp. 138-152).

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y enunciados tendrá, por eso mismo, un punto a su favor, siendo menos valioso el tener que admitir que en diversas oraciones-tipo el significado de dichos términos varía. Peter Geach, a partir de un argumento de Frege, ha sostenido que hay tipos de oraciones en los que una propuesta como la emotivista no puede dar cuenta de una constancia en el significado de los términos éticos involucrados; paradigmáticamente, en oraciones complejas que suponen la “incrustación” de un contenido dentro de otro, como sucede en los condicionales del estilo “Si mentir está mal, entonces incitar a tu hermano a mentir está mal”. Aquí la conclusión, dado el carácter condicional del enunciado, no parece una expresión genuina de emoción alguna, y es perfectamente posible que uno arribe válidamente a dicha conclusión sin compartir la premisa mayor (es decir, sin considerar que mentir está mal)41. Estos y otros problemas han suscitado respuestas por parte de autores afectos al no-cognitivismo moral42 que justifican que hablemos del paso del emotivismo al expresivismo. A continuación mencionaré brevemente algunas de las modificaciones y/o ampliaciones que han venido a sofisticar la metaética en esa línea tal como se la ha desarrollado en los últimos años. Un primer elemento tiene que ver con cierto cambio de énfasis: quizás podría decirse que el expresivismo contemporáneo no se caracteriza sino de manera secundaria por lo que tiene para decir acerca de ciertos tipos de enunciados, y en cambio trabaja fundamentalmente sobre los estados mentales que subyacen a la formulación de ciertos tipos de enunciados. Y que en este sentido tendrán características que –por así decirlo– se derivan de la “presencia” de tales estados (Schroeder, 2008, p. 3). Hemos visto que para Stevenson es primordial hablar de estados mentales para caracterizar su noción genérica de significado y sus especies descriptiva y emotiva, lo cual tiene el efecto inmediato de negar carácter proposicional al discurso emotivo. Sin embargo, aún en esa caracterización lo prioritario son las disposiciones de los términos y expresiones (a causar reacciones en hablantes y oyentes). El expresivismo contemporáneo, en cambio, da el ulterior paso de sostener que los propios estados mentales expresados por el hablante son constitutivos

41 Véase GEACH (1960). Para un repaso del devenir de la discusión acerca de este problema (entre otros para el no-cognitivismo), véase SCHROEDER (2010). 42 Como Simon Blackburn, Allan Gibbard, Mark Timmons, Terry Horgan, James Dreier, Huw Price, entre otros.

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del significado de sus juicios morales. Esta prioridad asignada a los estados mentales ha sido denominada “ideacionismo semántico” (Sias, 2017)43. Otra diferencia fundamental está dada por el hecho de que el expresivismo es favorable a sostener que los juicios morales son susceptibles de verdad o falsedad. Para defender esto sin renunciar a su fundamental nocognitivismo metafísico, los autores expresivistas en general han recurrido a alguna forma de concepción coherentista o deflacionista de la verdad, o bien a una conjunción de ambos caracteres44. Entrar en detalles sobre estas concepciones sería demasiado costoso en el presente contexto, pero me parece interesante resaltar dos cuestiones al respecto. En primer lugar, está el hecho de que este espacio abierto para predicar la verdad/falsedad de los juicios morales permite entonces hablar de alguna forma (mínima, aproximada, pseudo, cuasi, etcétera) de cognitivismo moral. Que desde luego no puede excluir el carácter expresivo que este tipo de teoría distintivamente reconoce en el lenguaje normativo. Ello tiene la consecuencia de enfatizar especialmente el talante metafísico de la preocupación no-cognitivista originaria y explica que algunos autores recurran menos al

43 Gibbard enfatiza que tanto el expresivismo actual como sus antecedentes ofrecen en todo caso un análisis oblicuo del discurso, por oposición al análisis directo de la semántica tradicional. Los análisis directos son básicamente traducciones de enunciados. El enunciado analizado se traduce por otro que se considera de más fácil comprensión o que ya cuenta con un análisis satisfactorio; con ello se espera despejar las dudas e inquietudes que depare el enunciado bajo examen, y echar luz sobre cuestiones tanto semánticas como pragmáticas que de un modo u otro sean dudosas o estén ocultas o veladas en los tipos de enunciados así analizados. Se trata, en suma, de ofrecer precisiones de los términos de interés por medio de la presentación de expresiones sinónimas (para un ejemplo clásico véase TARSKI, 1949, esp. p. 61). Los análisis oblicuos consisten en cambio en la explicación de qué es lo que se hace cuando se formulan tales enunciados. Aquí interesa especialmente la distinción entre los discursos de primer y segundo orden (o lenguaje-objeto/ metalenguaje). Dicho burdamente, los discursos de segundo orden son relativos a discursos de primer orden, que por su parte no son relativos a discurso alguno, sino a otras cosas. El análisis oblicuo se centra no en los enunciados de primer orden que en el fondo interesen, sino en enunciados de segundo orden, teóricos, que atribuyan a ciertos hablantes la formulación de enunciados de primer orden; o bien en la caracterización de los estados mentales involucrados en la formulación de los enunciados de primer orden que en última instancia interese investigar. Se trata de un tipo de análisis indirecto que, al brindar una explicación sobre qué es lo que hacemos cuando utilizamos ciertos términos, nos da colateralmente una explicación del propio significado de dichos términos. Véase GIBBARD (2003, pp. 185, 193 y 236-237; 2012, pp. 179 y 223-224). 44 Véase BLACKBURN (1984, cap. 6, esp. secc. 3; 1998, cap. 9) y GIBBARD (2003, caps. 3, 4, 9 y 12; 2012, caps. 5 y 7). Vale apuntar que una concepción deflacionista de la verdad parece correlativamente allanar una noción deflacionista de proposición, de manera que el expresivismo puede hacerse eco de la idea de que –en este sentido– los juicios morales también expresan proposiciones.

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rótulo de no-cognitivismo45 y más al de antirrealismo (no hay una específica realidad moral, hechos morales), en su lugar46. En segundo término, cabe destacar que, en conjunción con la tesis positiva de que el significado de los enunciados viene dado por los estados mentales que el hablante expresa, estas estrategias han permitido a los expresivistas, entre otras cosas, ofrecer respuestas a varios problemas, como –notablemente– el “problema Frege-Geach” en su planteo inicial. Pero el resultado de ello ha sido el de verse sujetos a una nueva y poderosa crítica, algo así como el “núcleo profundo” de aquel problema. Se trata de que, asumiendo como salvadas las primeras objeciones47, resulta que de acuerdo con el expresivismo los enunciados morales operan igual a los no-morales en varios e importantes aspectos tales como que: a) pueden ser “incrustados” en contextos no primariamente expresivos, como las disyunciones y los condicionales; b) pueden formar parte de inferencias lógicas; c) pueden presentarse en el marco de preguntas; d) pueden traducirse entre diversos lenguajes; e) pueden ser negados; f) pueden ofrecerse razones en su apoyo; g) pueden usarse para articular el objeto de diversos estados mentales (Sias, 2017; Gibbard, 2012, p. 232). ¿Dónde reside el problema? En que de por sí esto representa un apartamiento de una idea nuclear a la tradición: la de que hay alguna diferencia entre el lenguaje moral y el no-moral, y en que ello suscita la exigencia de dar cuenta de la continuidad que parece entonces haber entre ambos. En virtud de esto, el gran paso que buena parte de los expresivistas contemporáneos ha dado es el de ofrecer una semántica expresivista general, ya no solo restringida al lenguaje moral. El “ideacionismo semántico” deja de ser local para convertirse en global48.

45 Ahora se explica que cuando en nuestros días se habla de “no-cognitivismo”, la tesis sea entendida en términos semánticos y no metafísicos. En este sentido semántico, el expresivismo contemporáneo parece entonces incluir la pretensión de transitar del no-cognitivismo al cognitivismo. 46 Particularmente enfático respecto de esta terminología es Simon Blackburn, quien, no obstante, denomina a su propia posición como cuasirrealista, en tanto (una) versión del antirrealismo. Muchos críticos han presentado la objeción de que al final del día acaso sea imposible distinguir entre el expresivismo contemporáneo y el realismo moral, p. ej., ENOCH (2011, p. 35-38). 47 Desde luego, se trata de una asunción porque la discusión acerca del éxito expresivista –aún si meramente provisional– es amplia en nuestros días. 48 Así, p. ej., el ya mencionado GIBBARD (2012). PRICE (2013), contiene una serie de artículos de Huw Price también en esta línea expansiva que además incluye comentarios de otros importantes autores expresivistas o cercanos al expresivismo: Blackburn, Brandom, Horwich y Williams. El proyecto macro-expresivista más ambicioso acaso sea el de Robert Brandom (expuesto primordialmente en BRANDOM, 1994), aunque son muchas las particularidades que lo distancian un tanto

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V. los desacuerdos jurídicos d e s d e u n a p e r s p e c t i va e x p r e s i v i s ta Recientemente, Kevin Toh ha ofrecido una respuesta al desafío de Dworkin al positivismo basado en el fenómeno de los desacuerdos jurídicos fundamentales, dando cuenta de dichos desacuerdos en las líneas de una de las versiones del expresivismo metaético contemporáneo. Es decir, que ha empleado una estrategia análoga a la que en su momento empleó Genaro Carrió. Mientras que este último ensayó un uso del emotivismo de Stevenson, Toh ha echado mano de la teoría de Allan Gibbard49. La crítica de Dworkin tiene en la mira el positivismo jurídico hartiano. Toh relee a Hart como una suerte de expresivista (gibbardiano) ante litteram. Ello por la distinción que Hart ofrece entre enunciados jurídicos internos y externos. Esta consiste básicamente en que los primeros constituyen enunciados de derecho, mientras que los segundos son enunciados acerca del derecho50. Esto es, los primeros son enunciados hechos desde el punto de vista de un adherente al derecho (a un sistema jurídico particular), de un participante, de quien, en fin, acepta un determinado sistema jurídico y formula enunciados al interior del mismo. Los segundos son enunciados realizados desde el punto de vista de un observador, que no manifiesta la actitud de aceptación que en cambio constituye el punto de vista interno respecto de las normas51. Como Hart mismo ilustra, un enunciado jurídico interno típico es de la forma “El derecho dispone que…”, mientras que un enunciado externo típico, en cambio, será de la forma “En Inglaterra reconocen como derecho…” (Hart, 1963, pp. 128)52.

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del resto de los trabajos expresivistas contemporáneos. Los más recientes trabajos expresivistas se distinguen por otro cambio de énfasis: subrayan que, como ya destacaba el propio Stevenson (!), los términos y enunciados morales tienen componentes tanto afectivos como cognitivos (descriptivos), concentrándose más en estos últimos. Se los agrupa bajo las denominaciones “expresivistas híbridos” y “neo-expresivistas” (en función de diferencias de detalle entre sí sobre las que tampoco podríamos explayarnos aquí). Para algunas muestras, véase RIDGE (2014), COPP (2009) y BAR-ON & CHRISMAN (2009). Fundamentalmente de la presentación elaborada en GIBBARD (1990). Debe mencionarse que aunque mayoritariamente se hace equivaler estas dos distinciones, tal equivalencia no se ha visto exenta de críticas, véase, p. ej., NAVARRO (2011). Véase HART (1963, p. 110-113) y TOH (2005, p. 76; 2015, pp. 340-345). La distinción entre enunciados es correlativa a aquella entre puntos de vista interno y externo. Más allá de los ejemplos, debe tenerse presente que ambos enunciados-tipo son potencialmente

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Toh resalta la fundamental diferencia de carácter que hay entre uno y otro tipo de enunciado: los internos son normativos, los externos son descriptivos. Según su propuesta, la caracterización hartiana de los enunciados jurídicos internos es sustancialmente análoga a la que Gibbard ofrece de los enunciados morales. El trabajo exegético que Toh hace con la obra de Hart para concluir en ello es muy puntilloso53 y no tiene mayor sentido reproducirlo, de modo que paso directamente a presentar su esquema de reconstrucción: (HT) Un hablante formula un enunciado jurídico interno si y solo si: (i) expresa la aceptación por él de una norma que considera dotada de validez de acuerdo con la regla de reconocimiento del sistema jurídico de su comunidad, y (ii) presupone ii.1- el contenido (aceptado) de dicha regla de reconocimiento, y ii.2- la eficacia de esa regla de reconocimiento54 El punto central para predicar la filiación de Hart con el expresivismo contemporáneo se encuentra en el primer ítem del esquema, por cuanto de acuerdo con este análisis los enunciados internos se definen como tales por constituir expresiones de la aceptación de normas55. Por la “eficacia” mencionada en el último ítem, Toh entiende el hecho de que la regla de reconocimiento sea generalmente aceptada y seguida al menos por los funcionarios [officials] de la comunidad de que se trate. Esta esquematización que Toh ofrece del análisis hartiano muestra que, en cierto sentido, se trata de enunciados híbridos. No solo son expresivos, sino que son también descriptivos56. El contenido expresivo está compuesto

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ambiguos y por ende cada uno de ellos puede ser usado, según el contexto, como enunciado interno o externo. Véase BULYGIN (1991, p. 430-431). La referencia central a este respecto es TOH (2005). HT está por Hart-Toh. Esta es la presentación más reciente que hace Toh de la que tengo noticia; véase TOH (2015, p. 360). En trabajos anteriores su presentación era algo distinta y, según sostiene ahora, menos fiel a la letra hartiana. Compárese TOH (2005, p. 88; 2007, p. 406; 2011, pp. 116-117). Valga aquí una aclaración: sostener que Hart ofrece un análisis expresivista de los enunciados jurídicos internos no necesariamente implica sostener que Hart fuese expresivista en metaética. Para algunos exámenes del pensamiento de Hart sobre cuestiones metaéticas puede verse FINNIS (2008) y SWAMINATHAN (2017). Esta aclaración vale igualmente para poner reparos a una hipotética vinculación conceptual en el caso del trabajo de Carrió y el emotivismo respecto de algunos desacuerdos entre juristas. En propiedad, esto debería tomarse como meramente ilustrativo: el componente descriptivo no es técnicamente parte del enunciado, al ser una presuposición.

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tanto por (i) como por (ii).1, mientras que el contenido descriptivo radica en (ii).257. El hecho de que los enunciados jurídicos internos sean expresivos de la aceptación de normas supone que se trata de enunciados de tipo normativo. Ahora bien, esto amerita algún desarrollo. Para empezar, téngase en cuenta que Hart explícitamente rechaza la reducción analítica del discurso jurídico (interno) al discurso que describe hechos. Según él los enunciados de derecho tienen una “fuerza normativa” que la filosofía del derecho debe explicar, y rechaza también, por ello, que en el análisis se la suprima (Hart, 1963, pp. 122-123; 1982, p. 145; 1983, pp. 13, 18). La aceptación, por su parte, no equivale al reporte o informe de los estados mentales propios (Toh, 2005, p. 78); así, la expresión no representa una descripción. Hart se ha preocupado por resaltar asimismo que la aceptación de normas y de un sistema jurídico por parte de una persona puede deberse a una multiplicidad de motivaciones, de modo que no necesariamente es requerida la aprobación moral Hart (1963, pp. 142-144, 250-251). La aceptación es una actitud básicamente práctica/conativa y no teórica/ cognitiva (Caracciolo, 1988, p. 50; Gibbard, 1990, pp. 74-75). Se constituye en una actitud crítico-reflexiva: quien acepta una norma está en disposición de utilizarla como un estándar de evaluación de la conducta propia y de otros, tanto para realizar críticas frente al apartamiento de lo establecido por dicha norma como para eventualmente elogiar la correspondencia entre ello y la conducta evaluada en cuestión. Hart encuentra que hay una conexión interna, conceptual, no-contingente, entre el hecho de que el aceptante afirme que un cierto caso se rige por determinada norma jurídica y el hecho de que considere que la norma le da una razón para actuar de cierto modo58. Este es otro punto en común con el expresivismo gibbardiano59. Finalmente, Hart

57 Toh reconoce (TOH, 2005, p. 77, n. 3; 2007, p. 405) su deuda con algunos pasajes de Raz en que este también presenta a Hart como ofreciendo un análisis expresivista de los enunciados jurídicos internos. Véase RAZ (1981, p. 448; 1993). La principal diferencia entre las reconstrucciones de uno y otro es que para la de Raz el componente (ii) no es una presuposición sino una aseveración, es decir, parte de lo que efectivamente se afirma a través del enunciado. 58 Es de central importancia notar que se trata de establecer que para el aceptante hay dicha conexión. Según la reconstrucción en TOH (2005, pp. 81-82), no es Hart mismo quien afirma, desde su propia posición de teórico, que en efecto haya tal conexión. En igual sentido sobre la reconstrucción de la posición hartiana, puede verse MARMOR (2016, pp. 68-69). 59 Véase, por caso, GIBBARD (1990, cap. 4; 2003, p. 108 y cap. 7) y también TOH (2005, p. 79).

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admite también (al menos en su obra tardía) que los enunciados internos pueden ser verdaderos/falsos (Hart, 1982, pp. 144-145)60. Por su parte, la presuposición factual de la eficacia de la regla de reconocimiento es de tipo pragmático. Ello quiere decir que constituye una relación entre el enunciado y ciertos hechos relativos a quien lo profiere tales como creencias, intenciones y expectativas. En general, puede decirse que las presuposiciones en este sentido son lo que el hablante toma como un trasfondo de conocimientos compartidos con su audiencia61. Así es como Hart afirma que, aunque la verdad de la presuposición factual acerca de la eficacia de la regla de reconocimiento hace a la “normalidad” de los enunciados internos, es posible proferir enunciados de este tipo que sean exitosos, felices, incluso cuando la presuposición resulta ser falsa. De este modo se manifiesta por completo el carácter expresivista del análisis, en la medida en que este resalta la principalidad del componente normativo (expresivo) de los enunciados jurídicos internos y la relativa “accesoriedad” del factual62. A partir de la distinción hartiana entre enunciados jurídicos internos y externos, y con el particular análisis de los internos recién revisado, Toh afirma poder explicar los desacuerdos entre los participantes en el derecho de modo más sofisticado, respondiendo al desafío de Dworkin. Para este desafío, el positivismo sostendría que la verdad de los enunciados jurídicos internos dependería de (el acaecimiento de) ciertos hechos 60 Compárese con GIBBARD (1990, p. 87). 61 En este punto Toh recurre a la concepción original de Stalnaker (TOH, 2008, pp. 482-486; STALNAKER, 1973). De aquí Stalnaker pasaba a calificar a la presuposición como una actitud proposicional más. Esto parece haber cambiado en su obra con el paso del tiempo, dado que ahora sostiene que la presuposición no es un estado mental como la creencia, sino más bien una “disposición lingüística”: una disposición a comportarse en el uso que se hace del lenguaje como si uno tuviese ciertas creencias o estuviese bajo ciertas asunciones (STALNAKER, 1999, p. 52). Esta concepción se distingue así de una de tipo semántico, según la cual la presuposición es un enunciado asumido en el enunciado formulado, en una relación (precisamente: semántica) que hace que el primero sea parte del segundo (STALNAKER, 1973, p. 451; véase STRAWSON, 1950). 62 Lo central para adscribir a Hart el manejo de una noción de presuposición en general, y de una concepción pragmática de esta en particular, tiene que ver precisamente con que permite explicar que el autor inglés afirme (HART, 1963, pp. 129-130; 1983, p. 168) que se puede hacer un uso útil y apropiado de enunciados jurídicos internos incluso cuando la condición de eficacia de los criterios de validez presupuestos no se obtiene (y aún más: incluso si el propio hablante sabe que no se obtiene). Bajo la concepción semántica de la presuposición esto no podría darse, porque según ella la falsedad del enunciado presupuesto implica que el que lo presupone carece de valor de verdad; y ello supondría que es un enunciado defectuoso, que por ende debería ser retirado del discurso (véase STALNAKER, 1973, pp. 451-452; TOH, 2005, p. 113, n. 57). En esto reside la diferencia fundamental entre ambas concepciones.

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sociales. En particular, según la lectura de Dworkin, de ciertos hechos –que podríamos llamar “lingüísticos”– relativos al acuerdo en los criterios de uso de ciertos términos de especial relevancia en el contexto jurídico, entre los que se contaría el propio término “derecho”. Así, el positivismo ofrecería un análisis de tipo naturalista-descriptivista de los enunciados jurídicos internos (Toh, 2005, p. 112) de acuerdo con el cual un hablante, al formular uno, relativo a la validez de una determinada norma N, estaría diciendo más o menos algo como “N es consistente con la norma que es en conjunto aceptada como regla de reconocimiento de esta sociedad” (Toh, 2005, p. 108). El punto central de Dworkin a este respecto es que los participantes de las discusiones jurídicas no agotan sus posiciones en el relevamiento e indicación de ciertos hechos sociales. Los desacuerdos jurídicos fundamentales no consisten en la confrontación de enunciados empíricos, descripciones contrapuestas, sino que involucran –y no podrían sino involucrar– consideraciones normativas (en particular político-morales) de principio a fin. Pero este punto dworkineano, a la luz del enfoque expresivista aquí esbozado, parece más bien la introducción de la distinción de Hart entre enunciados jurídicos internos y externos luego de haber partido por obviarla. La crítica de Dworkin a Hart puede ser entendida como intentando poner de manifiesto la diferencia que hay entre enunciados internos y externos y resaltando que los internos tienen carácter no descriptivo, sino normativo, bajo el (errado) entendido –como dije poco más arriba– de que el análisis hartiano de este tipo de enunciados era de corte naturalista-descriptivista. La distinción hartiana entre enunciados internos y externos nos da una herramienta clave para explicar los desacuerdos entre los participantes en el derecho de modo más sofisticado. Además de que la crítica de Dworkin parece más bien ignorar la distinción para pasar a sugerir que hay que trazarla, la idea de Toh es que de acuerdo con un análisis expresivista de los enunciados jurídicos internos, dos partes involucradas en una discusión que desacuerden sobre cualquier cuestión factual –incluyendo la cuestión de qué normas son aceptadas y cumplidas por los miembros de su comunidad– pueden tener un desacuerdo jurídico genuino en la medida en que ambos estén formulando enunciados jurídicos con las requeridas intenciones de expresar sus propias opiniones jurídicas y de ejercer influencia, recíprocamente, en las opiniones y acciones jurídicas de la contraparte. Tal análisis puede también dar cuenta de desacuerdos jurídicos que persistan a pesar del completo acuerdo entre las partes acerca de todas las cuestiones de hecho. Incluso cuando estén de acuerdo sobre qué normas son aceptadas y cumplidas

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por los miembros de su comunidad, ellos pueden expresar sus propias opiniones e intentar cambiar las opiniones y acciones de los demás [la traducción es propia] (Toh, 2005, p. 113).

Asimismo, Toh afirma que en esta misma línea se pueden explicar los desacuerdos jurídicos fundamentales, esto es, de los desacuerdos acerca de la propia regla de reconocimiento, de los criterios de validez últimos del sistema jurídico de que se trate. Al respecto dice: En efecto, un hablante que cree que R1 es la regla de reconocimiento de su comunidad, y otro hablante que cree que R2 es la regla de reconocimiento de la misma comunidad, pueden tener un desacuerdo jurídico genuino al formular respectivamente dos enunciados a grandes rasgos como los siguientes: “¡Actuemos con arreglo a una norma que es parte de un sistema de normas con R1 en la cúspide y otras normas secundarias en los escalafones intermedios!”, y “¡Actuemos con arreglo a una norma que es parte de un sistema de normas con R2 en la cúspide y otras normas secundarias en los escalafones intermedios!”. Claramente, tales hablantes comparten un significado normativo a pesar de su desacuerdo acerca del contenido de la regla de reconocimiento de su comunidad. En la medida en que comparten dicho significado, no están hablando de cosas distintas [la traducción es propia] (Toh, 2005, p. 114)63.

Dworkin no parece entonces agregar mucho cuando enfatiza el carácter normativo de las cuestiones que se discuten en los desacuerdos que le preocupan y de los desacuerdos mismos, dado el tipo de argumentos (también normativos) que en ellos se ponen en juego. La adecuada comprensión de la distinción de Hart nos hace ver que las discusiones entre participantes del derecho son desarrolladas a través de la oposición de diversos enunciados jurídicos internos, que, en efecto, son de carácter normativo, como quiere Dworkin. Pero en la medida en que este último pretende que por ello se puede objetar al positivismo hartiano, hemos de concluir que yerra el blanco64. 63 No es muy claro qué debe entenderse por este “significado normativo”. Según entiendo, una interpretación plausible de esta idea consiste en que las partes pueden compartir, y aún solo parcial e intuitivamente, el sentido (intensión) del concepto de regla de reconocimiento. El desacuerdo entonces se puede entender como genuino porque es referido a una misma cosa, y versaría acerca de la referencia (extensión) de dicho concepto. A mi entender, esto sin embargo genera ulteriores problemas para la posición de Toh, pero no puedo detenerme en ello aquí. 64 Ni siquiera es del todo obvio que de ser cierto que en esta clase de desacuerdos las partes han de poner necesariamente sobre la mesa consideraciones de tipo político-moral, entonces la tesis positivista de la separación conceptual entre derecho y moral haya de caer. Adicionalmente, creo

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Esta es la base de la respuesta expresivista que Toh opone al desafío de Dworkin. Habría mucho más para decir al respecto y, en particular, hay sin duda mucho en esta propuesta que puede ser discutido65. El espacio no me permitiría emprender también estas tareas, y por ello mi intención ha sido solamente la de exponer las líneas centrales en las que se ha desarrollado una indagación filosófica del desacuerdo en el derecho según los lineamientos expresivistas. Asimismo, creo que esta perspectiva puede ser ulteriormente desarrollada con provecho, no solo para explicar los desacuerdos jurídicos sino, más en general, para dar cuenta de varios aspectos del discurso jurídico. El proyecto, ciertamente, no está exento de problemas y limitaciones, pero tengo la convicción de que la iusfilosofía, como toda filosofía, tiene mucho para ganar no solo en la búsqueda de problemas y el correspondiente y debido desarrollo crítico, sino también en la búsqueda de compatibilidades y armonizaciones entre enfoques que de primera mano se nos presenten como diferentes y aún opuestos. El propio devenir del expresivismo metaético, más allá de sus dificultades, tal vez sea un ejemplo de esto mismo.

VI. recapitulación A lo largo de estas líneas he procurado revisar un punto particular del examen que Genaro Carrió hace sobre el fenómeno de los “desacuerdos entre juristas”. Me he enfocado sobre la reconstrucción que presenta de algunos de tales desacuerdos según el instrumental metaético emotivista de Stevenson. En este sentido, mi ciertamente modesto objetivo ha sido el de exponer con algo de mayor detalle ese trasfondo de ideas, con la esperanza de contribuir a una más refinada comprensión de la propuesta de Carrió. Luego he pretendido explorar un poco el decurso de esas ideas hasta llegar a la metaética expresivista de nuestros días, para finalmente presentar una visión actual, a la luz de dicho expresivismo contemporáneo, acerca del desacuerdo jurídico. Asimismo, he presentado esta suerte de “actualización del enfoque” en relación con uno de los temas más discutidos de la iusfilosofía de los últimos

que incluso si esta fuera una consecuencia insalvable, simplemente no hay buenas razones para pensar que este sea el tipo de argumentos que necesariamente estarán en juego. Expongo esta idea, de índole metodológica, en RAPETTI (2017b, pp. 68-70). 65 Para su desarrollo cabal, véase TOH (2005; 2007; 2008; 2010; 2011; 2012; 2015). He presentado una revisión más completa de su propuesta y una serie de objeciones a ella en RAPETTI (2016; 2017b).

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años: el desafío de Dworkin al positivismo jurídico hartiano basado, precisamente, en la existencia de desacuerdos sobre el derecho. La discusión de ulteriores potencialidades, desarrollos alternativos y limitaciones de este enfoque así actualizado quedarán pendientes para futuras ocasiones. Pero tengo la impresión de que Carrió le habría tenido cuando menos algo de simpatía inicial, justamente porque, como se ve, es en buena medida uno de sus grandes precursores.

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capítulo 6

Ética y estética son lo mismo: a propósito del origen de las normas morales y jurídicas (hacia una “arqueología del deber”) m i n o r e. s a la s *

6.421. Es ist klar, daß sich die Ethik nicht aussprechen läßt. Die Ethik ist transcendental. Ethik und Aesthetik sind Eins. (Resulta claro que sobre ética no se puede hablar. La ética es trascendental. Ética y Estética son lo mismo). L. WITTGENSTEIN

p r e s e n ta c i ó n Transcurría el año de 1965 cuando el profesor argentino Genaro R. Carrió, a quien hoy se rinde un merecido homenaje póstumo con este libro, escribió un breve ensayo a propósito del concepto de “deber jurídico” (recogido en su obra Notas sobre derecho y lenguaje [1994, 4ª ed., Buenos Aires: AbeledoPerrot]). En ese ensayo él intentó, básicamente, elaborar una crítica a los planteamientos del profesor de Oxford Herbert L. A. Hart y al austríaco Hans Kelsen, quienes, en esencia, señalaban que un “deber jurídico” solo es posible si existe, como presupuesto anterior, una norma que imponga una sanción en caso de que no se cumpla con la prohibición regulada en esa norma. Así, por ejemplo, el precepto (o deber) que señala “no debes herir a una persona” solo es posible jurídicamente si existe una norma penal que diga: “Quien cause heridas a una persona, será sancionado con pena de prisión de 3 a 5 años”. Sostenía el profesor Carrió que la Teoría General del Derecho debía revisar, urgentemente, dichas explicaciones a propósito del concepto de deber jurídico, pues esas explicaciones son reduccionistas y no dan cuenta adecuada de cómo es que surge un deber jurídico. Se incurre en una serie de “perplejidades y paradojas” que generan, a la postre, una “pérdida del equilibro conceptual” (Strawson), nos decía. Concluye Carrió (1994) su ensayo con el siguiente reto: La Teoría General del Derecho tiene que revisar con urgencia su aparato conceptual y también sus pretensiones. En vez de encerrarse en un recinto hermético de preconceptos (o de prejuicios) los teóricos generales del derecho deben descender al ruedo donde los juristas, con mayor o menor destreza y fortuna, lidian a diario con los más bravíos problemas de nuestra sociedad. Se impone efectuar una nueva tarea de clarificación que, sin abandonar la orientación analítica pero usando métodos

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más refinados, nos muestre cómo los juristas, aguijoneados por las preocupaciones y las necesidades del presente, han ido introduciendo modificaciones importantes, aunque no suficientemente percibidas, en su aparato conceptual (p. 192).

Hoy –más de medio siglo después– el presente ensayo intenta (independientemente de si lo logre o no) retomar justamente ese reto de Carrió y brindar una explicación a propósito de un problema relevante para la Teoría moral, pero también para la Teoría del Derecho: el fenómeno de la génesis de las creencias morales y jurídicas (o dicho en el lenguaje de Carrió, el problema sobre el origen del “deber” = Sollen, en alemán).

I. el problema planteado Esta es precisamente la larga historia del origen de la responsabilidad. Esa tarea de criar y disciplinar a un animal que pueda hacer promesas… F. NIETZSCHE

Imaginemos –a título de un experimento mental– a una cierta comunidad primitiva. Utilizo acá el término “primitiva” no de una forma despectiva, sino en el sentido neutral específico de que se trata de una comunidad ahistórica y asociológica; o sea, nunca existente como un grupo social real en un contexto geográfico real. Es una especie de utopía (un no-lugar). En dicha comunidad sus miembros se encuentran “suspendidos” (por así decirlo) en cuanto a todos los procesos de socialización y aculturación. Estarían, por ende, en un estado cero o de tabula rasa respecto a sus creencias religiosas, políticas, morales o ideológicas en general. ¿Podría existir o existió tal comunidad alguna vez? Evidentemente que no. Es un experimento mental. Un supuesto contrafáctico. El ser humano, tal y como lo vio hace muchísimo tiempo Aristóteles, es un zoon politikón; o sea, un animal político, cuya naturaleza misma, desde sus comienzos, es esencialmente social y colectiva. Formamos parte de una ciudad, de una nación, de un pueblo, de una “polis”, de una comunidad organizada o de una familia. Para bien y para mal, somos animales que vivimos en rebaños. La “fauna humana”, como dice Iriarte. Sin embargo, el experimento de imaginar a esta comunidad –a la que llamaremos, para ser bien gráficos, una protocomunidad (proto = primera)– puede sernos muy útil para brindar una explicación plausible de ciertos fenómenos sociales. De hecho, la mayoría de explicaciones míticas sobre el

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origen de la sociedad, o incluso de la humanidad, refieren, de manera directa o indirecta, a una protocomunidad como la acá invocada. Pongamos nada más, y como mera ilustración, dos ejemplos de ello: a) Un primer ejemplo sería la explicación de la doctrina cristiana sobre el origen de la especie humana, según la cual todo empezó con una protocomunidad formada únicamente por dos sujetos: Adán y Eva (viviendo en el Paraíso). 26 Y Dios pasó a decir: “Hagamos al hombre a nuestra imagen, según nuestra semejanza, y tengan ellos en sujeción los peces del mar y las criaturas voladoras de los cielos y los animales domésticos y toda la tierra y todo animal moviente que se mueve sobre la tierra”. 27 Y Dios procedió a crear al hombre a su imagen, a la imagen de Dios lo creó; macho y hembra los creó. 28 Además, los bendijo Dios y les dijo Dios: “Sean fructíferos y háganse muchos y llenen la tierra y sojúzguenla, y tengan en sujeción los peces del mar y las criaturas voladoras de los cielos y toda criatura viviente que se mueve sobre la tierra” (Gén. 1:26-28).

Lo característico de estos dos individuos es, como ya se dijo, su naturaleza evidentemente ahistórica, acultural y asociológica. Por eso viven en un Paraíso, libres de todo conflicto, crimen y mancha. Libres de contradicciones y en armonía. En estado de amor perfecto, pues el amor perfecto no es más que eso: la ausencia de contradicciones, la vivencia en la atemporalidad, la utopía de un presente infinito y eterno junto con el ser amado. Es a partir de la caída del Paraíso que todo, paradójicamente, empezó a tener sentido humano y se tornó posible una explicación (mítica) del surgimiento de la sociedad. Es el punto cero de la Historia. “El drama de la curiosidad (Adán), del deseo (Eva), de la envidia (Caín): así comenzó la Historia, así continúa y así acabará” (Cioran, 2000, p. 164). b) Pero es también interesante que incluso en comunidades históricas reales (ya no míticas), como es el caso de la fundación de Roma, se remita a una explicación similar, estructuralmente hablando, a la de nuestro primer ejemplo; o sea, se remita también a una protocomunidad conformada, igualmente, por dos individuos. Es así como el mitologema (para usar el lenguaje antropológico de Károly Kerényi) de Rómulo y Remo, así como el asesinato de este último en manos del primero, dio origen, supuestamente, a la fundación histórica de Roma. En palabras de Tito Livio, en su ya famosa Historia de Roma desde su fundación, se lee concretamente sobre el acontecimiento, lo siguiente:

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En estas reflexiones vino pronto a incidir un mal ancestral: la ambición de poder, y a partir de un proyecto asaz pacífico se generó un conflicto criminal. Como al ser gemelos ni siquiera el reconocimiento del derecho de primogenitura podía decidir a favor de uno de ellos, a fin de que los dioses tutelares del lugar designasen por medio de augurios al que daría su nombre a la nueva ciudad y al que mandaría en ella una vez fundada, escogen, Rómulo, el Palatino y, Remo, el Aventino como lugares para tomar los augurios. Cuentan que obtuvo augurio, primero, Remo: seis buitres. Nada más anunciar el augurio, se le presentó doble número a Rómulo, y cada uno de ellos fue aclamado como rey por sus partidarios. Reclamaban el trono basándose, unos, en la prioridad temporal, y otros en el número de aves. Llegados a las manos en el altercado consiguiente, la pasión de la pugna da paso a una lucha a muerte. En aquel revuelo cayó Remo herido de muerte. Según la tradición más difundida, Remo, para burlarse de su hermano, saltó las nuevas murallas y, acto seguido, Rómulo, enfurecido, lo mató a la vez que lo increpaba con estas palabras: “Así muera en adelante cualquier otro que franquee mis murallas” (Tito Livio, 1993, 1.6, 3-6).

Ahora bien, para que una protocomunidad cualquiera pueda sobrevivir es de suponer que deben establecerse allí (aunque sea de manera tácita) todo un conjunto de normas de distinto tipo. Algunas de esas normas serán puramente de organización: quién hace qué y bajo cuáles condiciones; quién o quiénes gobiernan, cómo se distribuyen los recursos, cómo está dividido el poder, cómo está estratificada socialmente la comunidad, etcétera. Es de suponer también que se adoptarán unas determinadas creencias y normas morales. Esas normas y creencias morales serán, inicialmente, muy básicas y tendrán como objetivo principal la mera supervivencia de los miembros de la comunidad. En las estructuras míticas de nuestra civilización, por ejemplo en la ya citada explicación cristiana sobre el surgimiento de la sociedad humana, esas normas y creencias han adoptado, generalmente, la forma de una o varias prohibiciones. Veamos un ejemplo de dichas normas: 15 Y Jehová Dios procedió a tomar al hombre y a establecerlo en el jardín de Edén para que lo cultivara y lo cuidara. 16 Y también impuso Jehová Dios este mandato al hombre: “De todo árbol del jardín puedes comer hasta quedar satisfecho. 17 Pero en cuanto al árbol del conocimiento de lo bueno y lo malo, no debes comer de él, porque en el día que comas de él, indefectiblemente morirás” (Gén. 2:15-17).

Esta es, pues, una típica prohibición moral básica. Pero, igualmente, en nuestra hipotética protocomunidad es de suponer que también surgirán

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normas prohibitivas del tipo: “no matarás”, “no cometerás actos impuros”, “no robarás”, “no lesionarás a los de tu propio grupo”, entre otros muchos preceptos similares a los que todos ya conocemos actualmente (y que algunos de los lectores, seguramente, siguen en mayor o menor grado). A estas normas, para ser consecuente con el concepto de protocomunidad, les llamaré normas de primer orden o también protonormas éticas o morales. Hasta acá todo parece marchar bastante bien. Sin embargo, surge a estas alturas de la reflexión una inquietud de particular importancia teórica y práctica para los efectos de este ensayo. Esa inquietud constituye el problema central del cual nos ocuparemos: ¿Por qué surgieron las protonormas éticas o morales? ¿Cuál fue su génesis más básica y elemental? Con otras palabras, ¿qué hizo que los individuos establecieran restricciones (deberes morales y jurídicos) a sus conductas, basadas esas restricciones en creencias sobre cosas que en realidad no existen (dioses, demonios, mandamientos)? ¿Por qué se limitan las personas en sus deseos e impulsos con prohibiciones relativas a lo bueno y a lo malo cuando perfectamente podrían hacer lo que quisieran, siempre y cuando tuvieran la fuerza necesaria para imponerse a los otros? ¿Por qué obedecer ciegamente preceptos (deberes) como justo e injusto, correcto e incorrecto, cuando podrían imponer su voluntad? ¿O acaso es que, efectivamente tal y como decía Nietzsche, las normas morales son un invento de los débiles para controlar y limitar a los más fuertes? “¿Qué es lo bueno? Todo lo que eleva en el hombre el sentimiento de la potencia, la voluntad de la potencia, la potencia en sí. ¿Qué es lo malo? Todo aquello cuyas raíces residen en la debilidad” (Nietzsche, 1987, pp. 13-14). Este es, pues, el problema fundamental de este trabajo, y su respuesta apunta en una doble dirección: – Por un lado, es un problema “arqueológico” (en el sentido que le da Foucault a esa palabra) sobre la génesis remota o primitiva de una institución, o en nuestro caso, de una perspectiva valorativa del mundo. Nacimiento del deber (del Sollen de la filosofía moral alemana). – Y por otro lado, es un problema referente a la obediencia (o fundamentación) de los preceptos morales (en especial el concepto de deber), ya que siempre es posible preguntarse, frente a una determinada prohibición (la llamada “pregunta abierta de Moore”): ¿por qué debo yo cumplir o seguir precisamente una norma moral X?: ¿Por qué no debo matar, por ejemplo, si

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ello me trae una ventaja personal muy grande y nadie me va a descubrir? o ¿por qué no debería uno tener esclavas, quienes le sirvan día y noche en sus más extravagantes caprichos y deseos? ¿por qué no debería yo engañar a mi esposa con la esposa del vecino si eso me da una gran satisfacción y placer? o ¿por qué no debería convertirme en un mentiroso crónico y buscar cómo engañar a todos a punta de farsas, disimulos e hipocresías? (En todo caso, ¿no decía Oscar Wilde que los mentirosos son muchísimo más imaginativos e inteligentes que los bonachones que siempre dicen la verdad?). Al exponer una solución a nuestro problema central, se buscan, esencialmente, dos objetivos: 1) El primero consiste en desarrollar unas categorías de análisis que permitan entender el problema expuesto y sus posibles implicaciones, de una manera más adecuada. Esas categorías aspiran a explicar, como ya se dijo, el problema de la génesis de la creencia y de la norma moral. 2) En un segundo lugar, quiero aventurar una hipótesis explicativa propia para resolver el problema planteado. Esa hipótesis es, como bien podrá apreciarse a lo largo del texto, una hipótesis especulativa que busca hacer valer un punto de vista personal. Se trata, desde cierto ángulo, de una conjetura atrevida (K. Popper) que podría calificarse como antropológica, pues atañe a los orígenes remotos de las creencias humanas en materia valorativa o axiológica. Antes de proceder a exponer nuestras ideas en torno al problema formulado, quisiera hacer un par de observaciones metodológicas que me parecen muy importantes para evitar malentendidos o falsas expectativas. Veamos: Se dijo que la pregunta esencial de este ensayo es la siguiente: “¿Por qué surgieron las protonormas morales? ¿Cuál fue su génesis más básica y elemental?” Basta un poco de fría reflexión y de mente analítica para darse cuenta de que estas preguntas, tal y como están formuladas, admiten una enorme cantidad de respuestas. Es decir, son preguntas ambiguas, o, en todo caso, muy vagas. Se podría decir, de la mano del positivismo lógico, que es un “pseudoproblema” plantearse una cuestión con ese grado de generalidad. Si uno no precisa y concreta dicho problema, entonces corre el peligro de lanzarse a un verdadero mar de abstracciones. Por ejemplo, podría decirse que las personas en un grupo social (independientemente de la época, del espacio geográfico y de las condiciones de vida) establecen prohibiciones morales o jurídicas porque, entre otras razones: quieren proteger la vida de la mayor parte de los miembros del

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grupo social, porque desean defender la propiedad de cada uno, porque creen que hay una jerarquía natural que debe ser resguardada (como las castas en la India), porque valoran mucho cierto tipo de bienes escasos (vacas, caballos, elefantes, trigo, tierras, pirámides, oro, barcos, castillos, dinero, corporaciones o acciones de la bolsa) y estiman que con las prohibiciones morales y jurídicas en cuestión es mucho más fácil proteger dichos bienes. Indudablemente, todas estas respuestas, y otras muchas más, son posibles, y probablemente correctas. Ellas representan justificaciones adecuadas para establecer normas morales o jurídicas y para luego cumplirlas y hacerlas cumplir. Sin embargo, la naturaleza de nuestra pregunta es algo distinta. Opera ella, por decirlo así, en una frecuencia de análisis muy diferente. No apunta al señalamiento de unas condiciones o motivaciones históricas específicas respecto a una cierta norma moral o jurídica también específica; sino que pretende aventurar una hipótesis de orden general cuyo alcance sea mayor y cuyo ámbito explicativo sea también más vasto. En este sentido, es una especulación (no necesariamente metafísica, pero sí de tipo antropológico), que atañe a lo que se consideran unas características más o menos arquetípicas en nuestra especie humana. Unos “rasgos filogenéticos”, se diría en el lenguaje moderno. El propósito de unas especulaciones de ese orden radica, básicamente, en dirigir la mirada hacia cierto tipo de fenómenos que, por lo general, son pasados por alto en los estudios de Ética o de Teoría del Derecho. El contrato social, para poner un ejemplo conocido, no existió jamás como un contrato real firmado por un grupo de individuos; sin embargo, sirve perfectamente como categoría de análisis para entender ciertos fenómenos relativos a los Estados modernos y su forma de organización política y jurídica. El complejo de Edipo no asegura que todo ser humano femenino ame eróticamente a su padre y desee tener relaciones sexuales con él; pero permite, en el marco de la psicología profunda, entender tipos de comportamientos y ofrecer así determinadas hipótesis explicativas que de otra manera resultarían oscuras. Algo de esta naturaleza arquetípica es lo que se quiere aventurar en este ensayo respecto a la génesis de las normas morales y jurídico-penales en general; así como al surgimiento de esa categoría llamada “deber” (Sollen). Hechas estas breves puntualizaciones preliminares, pasemos ya de lleno a la cuestión que nos ocupa.

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I I . r e s p u e s ta s f i l o s ó f i c a s d a d a s a l p r o b l e m a de la génesis de la creencia y de la norma moral (hacia una “arqueología del deber”) No hay proposiciones que, en ningún sentido absoluto, sean sublimes, importantes o triviales… Por ejemplo, si en nuestro libro del mundo leemos la descripción de un asesinato con todos los detalles físicos y psicológicos, la mera descripción de estos hechos no encerrará nada que podamos denominar una proposición ética. El asesinato estará en el mismo nivel que cualquier otro acontecimiento como, por ejemplo, la caída de una piedra. L. WITTGENSTEIN

Digamos que el problema “arqueológico” que se ha esbozado arriba (¿por qué surgieron las protonormas morales?, ¿cuál fue su génesis más básica y elemental?) ya ha sido, previamente, planteado y al mismo se le han brindado, históricamente, distintas respuestas. Veamos algunas de esas respuestas: a) Quizás la respuesta más básica a nuestra pregunta esté dada desde la perspectiva del mero sentido común: ¿de dónde surgen las creencias y normas morales, o sea, de dónde nacen los deberes? Pues muy sencillo, alguien los tomó de algún lugar. Ese lugar puede ser un libro: el Talmud, el Corán, la Biblia; o una persona: las palabras expresadas por un líder, un profeta, un gurú, un chamán, un iluminado de la comunidad, etcétera. El origen de un deber ético o jurídico como “no matarás” o “no desearás a la mujer de tu prójimo” está dado, entonces, por una autoridad superior, quien solo pronuncia la norma en cuestión y a partir de allí ella existe, se sigue, y punto. Lo que esa autoridad en cuestión expresa es, pues, tomado como un canon ético incuestionable. Algo es bueno si lo asiente la autoridad superior; es malo si lo niega. A esos cánones se les atribuye, por parte de los seguidores fieles, una dimensión de corrección objetiva, de tal suerte que ellos no se ponen en tela de duda casi nunca. Hacerlo, es convertirse en hereje. Son simplemente transmitidos dichos cánones de persona en persona y de generación en generación, por la costumbre o los usos sociales. A una corriente de tal naturaleza se le conoce, en términos del análisis ético moderno, como objetivismo o cognitivismo axiológico. Platón, por ejemplo, creía que los valores eran realidades objetivas inherentes a las cosas. Hartmann piensa que los valores de bienes tienen un ser en sí, aunque este ser en sí tenga una referencia al sujeto y al objeto de valor. Y Scheler distingue entre los bienes, es decir, los “objetos valiosos” y los puros valores que las cosas

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“tienen”, o que pertenecen a las cosas, esto es, los “valores en sí mismos de la cosa” (Haba, 2004, p. 51).

La autoridad superior lo que hace únicamente es captar (mediante una suerte de intuición trascendental o revelación, que ha sido llamada por los objetivistas como un “Wertfühlen” o sentimiento del valor) la naturaleza del valor objetivo y, a partir de allí, exponerla o mostrarla a la restante comunidad humana. El valor nunca se inventa, tan solo se descubre por parte del iluminado; este valor no se crea, se encuentra ya prefigurado en un mundo ideal. Los seres humanos no creamos los valores, que están a priori constituidos, sino que tan solo participamos de ellos. De allí que los valores, en los cuales se montan las creencias y normas morales, son atemporales, eternos e inmutables. Se ha dicho, siguiendo la doctrina de santo Tomás de Aquino, que: “ens et bonum convertuntur” (o sea, que el Ser y el Bien convergen o son la misma cosa). Un ente cualquiera, por el solo hecho de existir, es bueno. La no-existencia es el mal. La Nada es el mal. El Ser es el bien. La autoridad superior puede adoptar también un carácter histórico mucho más concreto y no necesariamente trascendental. Por ejemplo, la obediencia al deber ya no se rinde a un ser divino, sino a un personaje de carne y hueso. Tal sería el caso de la obediencia a un líder religioso (al Papa, al Dalai Lama, a la madre Teresa); a un líder político (al “Ché”, a Mao Tse Tung, a Fidel) o, a los propios padres. En estos supuestos, cumplir un precepto ético o jurídico; o sea, cumplir un deber, equivale simplemente a cumplir las órdenes de alguien. Creo que se suele subestimar el poder de este tipo de autoridad. De mi parte, estoy convencido de que muchas personas, antes de ponerse a pensar con su propia cabeza, prefieren seguir las ideas de cualquier otro individuo dispuesto a dar órdenes. “Quien se rebela contra la autoridad paterna, y la vence, es un héroe” (S. Freud, citado en Dalí, 2005, p. 21). La debilidad del objetivismo axiológico –como una doctrina sobre la génesis del deber moral– radica en que si uno no acepta la autoridad superior en cuestión, simplemente no puede discutir respecto al tema del valor con los defensores de la doctrina objetivista. La norma o creencia en el deber tiene un carácter evidente, apriorístico, dogmático, pero solo para quien de antemano cree en ello. Sin embargo, no se explica así (más que por mera adhesión dogmática a la autoridad) el nacimiento del precepto moral para

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aquellos agentes que no sean necesariamente iluminados o no estén en contacto con los iluminados y los sigan. Queda, pues, sin respuesta el interrogante: ¿cómo nació en un individuo X de una comunidad Y el llamado “Wertgefühl”, o sea, la intuición trascendental del valor moral? La única respuesta es que, respecto al iluminado (sea este un profeta, el hijo de Dios, el Mesías, o Hugo Chávez, etcétera), recibe la intuición del valor directamente, sin mediación alguna, desde la fuente primigenia. Él accede al valor mediante un contacto directo, por ejemplo, porque le fue transmitido directamente por Dios o por el mismo Creador. No obstante, respecto a quienes no son los iluminados directamente, la génesis del sentimiento moral y su correspondiente deber está siempre mediatizada, nunca es directa y, por ende, el objetivismo axiológico no ofrece una explicación plausible y satisfactoria de cómo surge la creencia moral en la comunidad humana que no está, previamente, convencida en la realidad objetiva del valor o en las palabras de los iluminados. b) Dentro de la tradición del análisis metaético contemporáneo se encuentra otra posible explicación al problema planteado; la llamada solución del emotivismo axiológico, de autores como Jules Ayer (en su primera fase de pensamiento) o Ch. Stevenson. Según Ayer, el origen de una creencia moral (o sea, el surgimiento del deber), y por consiguiente la génesis de una norma moral, radica básicamente en una mera emoción o sentimiento subjetivo. Una norma ética del tipo: “no se debe matar” es el equivalente lingüístico a la emoción de: “matar me causa calofríos.” O una norma como “no robar es bueno” es el equivalente a un “hurra”, “bravo”, etcétera. La dificultad básica con la doctrina del emotivismo axiológico es que tampoco explica cómo y por qué es que surgen esas emociones en primerísimo lugar. Es decir, el problema de la génesis queda siempre en la oscuridad; ya que se da una respuesta con los elementos de la pregunta misma, tornándose la argumentación circular o tautológica. Además, no nos dice por qué unas emociones son consideradas como éticamente reprochables y otras muy loables. ¿Cuál sería la diferencia en la emoción que le produce al psicópata torturar o descuartizar a una de sus víctimas y la emoción que le produce a la madre Teresa curar y ayudar a un enfermo? Y además, ¿por qué las distintas personas tienen diferentes y contradictorios sentimientos respecto a idénticos estímulos? c) Quizás una de las explicaciones más interesantes (y a la vez más peculiares) desde el punto de vista filosófico sobre el origen de las creencias

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y normas morales la ofrece Ludwig Wittgenstein y su tesis del llamado inefabilismo axiológico (véase para las restantes citas Wittgenstein, 1984, in toto). Para el autor austriaco la ética es inefable, o dicho con palabras más claras, sobre ética no se puede siquiera hablar y “de lo que no se puede hablar es mejor callarse” (Wovon man nicht sprechen kann, darüber muß man schweigen). La cuestión que se plantea Wittgenstein es, dicho de la manera más resumida y sencilla posible, la siguiente: Admitamos (cosa que Wittgenstein no admitiría) que existe, efectivamente, el “valor ético en sí”, como dicen los objetivistas. Pero si existe ese valor ético, eso que existe no podría estar estrictamente en este mundo físico o material, porque si estuviera en el mundo puramente físico o material no podría darle sentido trascendental al mundo físico o material, por tratarse justamente de un fenómeno empírico. Es decir, el sentido del mundo, tiene que estar fuera del mundo. En el mundo todo es como es y acaece como acaece (“Die Welt ist alles, was der Fall ist”), de tal suerte que el significado del mundo tiene que estar fuera de este, y si está fuera del mundo implica que es trascendental: “Todo valor es trascendental. Es claro que la ética no se puede expresar”. “La ética es trascendental”, dice Wittgenstein. Ahora bien, preguntémonos: ¿por qué debería ser la ética trascendental, según Wittgenstein? Porque si hay una ética, es decir, si existe realmente una teoría del valor moral –que no sea una teoría del mundo puramente material, del mundo de la “degeneración y de la corrupción” como le llamaba Aristóteles, sino una verdadera teoría del valor como valor– esa teoría tendría que estar sobre el mundo y al estar sobre el mundo es trascendental. Nada que sea físico y material puede producir algo que no sea físico y material, como lo sería un valor inmutable (un deber absoluto). Es como que un árbol de manzanas produzca peras o que de un gran barril de agua saquemos vino. Un imposible lógico. Y acá viene la pregunta central: si esta situación es así, si el mundo fenomenológico, fáctico y empírico que conocemos obedece a esta lógica de Wittgenstein: ¿cómo se puede captar, entonces, lo trascendental? ¿Cómo puede una mente que ha sido un simple producto evolutivo del mundo físico, que surgió de las condiciones biológicas de la vida, rectius: surgió de las condiciones zoológicas de la vida, captar lo trascendental? ¿Cómo puede un ser limitado y pequeño, que no es él mismo trascendental, decir, atreverse a decir, que el lenguaje que él posee capta directamente lo trascendental y lo ofrece como guía moral para la acción humana? “¿Cómo

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puede lograr la voz mortal / expresar lo celeste?”, diría el gran Leopardi en tono poético. Entonces, repito: asumamos, a título de una mera hipótesis de trabajo, que Dios efectivamente existe, pero de existir sería trascendental. ¿Y tenemos nosotros los humanos –de esta especie de homínido llamada Sapiens, que surgió hace aproximadamente doscientos cincuenta mil años– los medios cognitivos adecuados; o sea, no materiales, para captar a Dios, para percibirlo, para comprenderlo, para hacerlo nuestro e incorporarlo a nuestra vivencia moral y del deber? ¿La vista, el ojo, el oído o el corazón? (Voici mon secret. Il est très simple: on ne voit bien qu’avec le coeur. L’essentiel est invisible pour les yeux - He aquí, pues, mi secreto. Es muy simple: no se puede ver bien más que con el corazón. Lo esencial es invisible a los ojos = Antoine de Saint-Exupéry). Vean ustedes, lectores, que si eventualmente Dios existiera significaría que también existe la posibilidad del “valor absoluto” y del “deber absoluto”, existiría lo meritorio, lo bueno y lo bello más allá de lo contingente y pasajero; es decir, que nosotros no seríamos meramente transitorios y mortales, sino que somos una parte de algo valioso, no simple polvo en el viento. “¡Queremos bulto y no sobra de inmortalidad!”, nos dice Unamuno. No todo sería, al decir de Quental, “silêncio e escuridâo – e nada mais!” (¡Silencio y oscuridad, y nada más!). La ética sería posible. La estética sería posible. Ética y estética existirían. El valor existiría. El deber existiría. Y la muerte caería vencida. Pero ante esto, nos dice el genio austriaco: “¡Todo en este mundo es como es y sucede como sucede!” (“In der Welt ist alles wie es ist und geschieht alles wie es geschieht”). No puede existir la ética. No puede existir la estética. No puede existir el pensamiento del deber-ser (el Sollen). No puede existir Dios (al menos en este mundo material). Él sería trascendente. Inefable. Dicho con la contundencia de Wittgenstein: “Nur das Übernatürliche kann das Übernatürliche ausdrüken” [“Solo lo Sobrenatural puede expresar lo Sobrenatural”]. Se presenta, pues, en esta relación de la trascendencia con el mundo empírico, un problema de doble vía: 1. Para arriba: la imposibilidad del lenguaje humano de captar lo trascendental. 2. Para abajo: la imposibilidad de lo trascendental de infiltrarse, de penetrar, en el mundo empírico. A partir de acá concluye, de forma dramática, Wittgenstein: Una sola proposición de la ética, es decir, una sola proposición absoluta que fuera realmente una proposición ética [o para decirlo de otra manera, una sola

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partícula de Dios, de lo trascendental] que penetrara en el mundo empírico lo haría explotar en mil pedazos. O lo que es lo mismo: si Dios existiera, el mundo físico no existiría. El mundo físico es incompatible ontológicamente con la naturaleza trascendental de Dios. Un solo átomo de lo trascendental (de la ética, por ejemplo) serviría para desmoronar todo el universo. Pero, el mundo físico existe. Luego: Dios no existe. ¡Hasta acá llega la lógica de nuestro solitario pensador! En conclusión: desde la perspectiva de Ludwig Wittgenstein y su inefabilismo axiológico, la ética y con ello las creencias y normas morales, son en realidad sin-sentidos lingüísticos (“embrujos del lenguaje”), parafernalia de un ser pequeño y limitado. Decir, “yo debo”, equivale a decir nada. Se trata de proposiciones absurdas que atentan contra el lenguaje empíricamente significativo. De lo único que se puede hablar racionalmente es de lo que acaece y lo que acaece sucede en el mundo físico. Por tanto, el lenguaje humano es únicamente compatible con ese mundo físico (no con la trascendencia). El lenguaje es una imagen, una figura (ein Bild) de los hechos, un reflejo de la realidad empírica. “Nosotros nos hacemos figuras de los hechos”, y por consiguiente, las proposiciones de la ética, de la estética, del Derecho, de la moral, las proposiciones que digan: “esto es bueno” o “esto es malo”, “esto es bello”, “feo”, “justo” o “injusto”, “debo hacer esto o aquello”, son proposiciones que trascienden el mundo y una proposición que trascienda el mundo físico es una proposición que no existe en el mundo físico y pertenece, por eso, a lo “místico” (das Mysthische). Por lo tanto, no hay proposiciones de la ética en sentido estricto (ni tampoco de la estética, del Derecho o de la moral) y preguntarse por su origen es también un absurdo. Indudablemente, la doctrina ética de Wittgenstein es profundamente sugerente, y producto de una mente extraordinaria; pero incorrecta. Cuando una persona le dice a otra: “haces mal en golpearme”, o “tu comportamiento es cruel e inhumano al maltratar a tu madre anciana”, o “los generales nazis actuaban como monstruos al torturar y matar inocentes”, o “deberías pagar tus deudas”, o “no deberías torturar animales”, están diciendo expresiones que tienen un perfecto sentido. Es una posición verdaderamente extraña y excéntrica sostener que dichas afirmaciones (afirmaciones éticas o jurídicas, sin lugar a dudas) carecen de todo sentido en una comunidad humana. Lo que carece de sentido es más bien la afirmación misma de Wittgenstein. Aquí cabría preguntarse: ¿cuál autoridad infalible tiene el filósofo para sostener

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que una afirmación plenamente comprensible en el habla ordinaria de las personas es un sin-sentido o un absurdo? En una etapa posterior, el mismo Wittgenstein se dio cuenta de su error. Comprendió, entonces, que las proposiciones de la ética o de la estética o del Derecho sí tienen sentido; únicamente que ese sentido es distinto al “sentido empírico” de las proposiciones de la ciencia. Llegó a la conclusión de que el significado de las expresiones morales (y normativas en general) está enmarcado por un contexto específico; es decir, que dichas expresiones obedecen a una “gramática” propia (justamente la “gramática” de la ética, de la moral o del derecho), y representan, por ende, unos “juegos del lenguaje”, que dan pie a unas determinadas “formas de vida”, en las cuales esos juegos tienen un perfecto significado. d) Una última hipótesis, menos general que las anteriores, y que se ha desarrollado en un campo mucho más específico del conocimiento humano, es lo que podríamos llamar la “tesis jurídica sobre el surgimiento del deber”. El autor a quien se rinde homenaje con esta obra (el profesor argentino Genaro R. Carrió) se planteó ese problema, el problema de cómo nace lo que llamó el deber jurídico. Si se mira con atención, dicho problema está íntimamente ligado (aunque son distintos) con el surgimiento del deber en un sentido general (o moral, si se quiere). La cuestión básica es la siguiente: “debes respetar la norma, estatuida en el Código Penal, que dice: no matarás”. Acá hay un deber para todos los individuos sujetos al ordenamiento jurídico en que existe dicha norma. Ahora bien, ¿qué sucede si la norma no se respeta? O sea, si alguien mata a otra persona, incumpliendo así con la prohibición de lo que técnicamente se llama el tipo penal. Señala Carrió que toda la Teoría General del Derecho es clara al señalar que la violación de la prohibición lleva aparejada una consecuencia jurídica que consiste en una sanción (como podría ser una pena de prisión). Esa sanción se impondrá por la fuerza, si fuera necesario; por ejemplo, valiéndose de las instancias administrativas y judiciales (la policía o los tribunales). Al vínculo existente entre la prohibición y la sanción se le conoce técnicamente como imputación. Lo clave de considerar acá es esto: explica Carrió que la noción de deber jurídico solo es posible de estatuir gracias a la existencia de la norma, como presupuesto a priori de la imputación. No existiría deber sin norma. A esta tesis, el profesor Carrió le denomina “el modelo de Kelsen” del deber jurídico. Dice al respecto, de manera sintética:

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Según Kelsen, se puede afirmar que existe un deber jurídico si, y solo si, existe una norma de derecho tal que (puede ser descrita mediante una proposición jurídica que) imputa una sanción, esto es, un acto de fuerza administrado por los órganos de la comunidad, a un determinado comportamiento humano (Carrió, 1994, pp. 179-180).

Genaro R. Carrió va a criticar ese modelo del surgimiento del deber jurídico, por considerarlo esencialmente reduccionista. Él opina que este incurre en lo que Strawson llamó una “pérdida del equilibrio conceptual”, o sea, que reduce el complejo fenómeno jurídico a unas muy pocas variables unilaterales. Por ello considera que, al seguir el “modelo de Kelsen” tan simplificado, la Teoría General del Derecho actual (se refería a 1965) padece una suerte de “gigantesco anacronismo”, al no tomar en cuenta los cambios sociales frecuentes que surgen en los ordenamientos jurídicos. De mi parte, coincido con la crítica de Carrió, pero por razones un poco distintas. La explicación jurídica del deber (del Sollen) pareciera ser, en esencia, la siguiente: solo puede existir un deber (al menos jurídico) si previamente hay una norma que estipula una consecuencia (sanción implementada, si fuera necesario, por la fuerza). Si se observa con atención, la respuesta no deja de ser, en cierto sentido, circular o tautológica; pues justamente resta por responder el interrogante de por qué existe la norma para empezar. Eso nos remite, de nuevo, a nuestro problema inicial sobre la génesis de la norma moral, que es lo que voy a examinar de seguido.

I I I . n u e s t r a h i p ó t e s i s e x p l i c a t i va a l p r o b l e m a de la génesis de la norma moral y penal Quien con monstruos lucha cuide de convertirse a su vez en monstruo. Cuando miras largo tiempo a un abismo, el abismo también mira dentro de ti. F. NIETZSCHE

Digámoslo de la forma más directa, concreta y clara posible: las protonormas morales en una protocomunidad primitiva, como la postulada en nuestro experimento mental inicial, surgieron de una base estética y no ética. ¿Qué significa esta peculiar afirmación nuestra? Digamos primero lo que no significa. No se trata acá, como podría pensarse, de una mera cuestión lingüística de llamar “estético” a cierto tipo de fenómenos, en lugar de denominarlos “éticos”.

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No pretendo introducir acá, de manera algo subrepticia, un fraude de las etiquetas. Lo que quiero decir es que, efectivamente, es un rechazo hacia lo feo, lo que da origen a un concepto primitivo de lo malo. Las nociones éticas de lo bueno y de lo malo están, así, íntimamente asociadas con las nociones básicas y primitivas de lo bello y de lo feo, siguiendo una dinámica que es la que voy a exponer seguidamente de manera más detallada y analítica. Para ponerlo aun con palabras más explícitas: en una protocomunidad hipotética la primera noción de que algo es malo éticamente (dando pie a normas como “matar es malo”, “robar es malo” o “no debes matar” y “no debes robar”…) se originó de un rechazo primitivo a lo que se consideraba feo, o más precisamente: monstruoso, como se verá de seguido. En la evolución filogenética de nuestra especie, tal y como recientemente ha explicado de manera excelente Yuval Noah Harari (en su obra Sapiens. De animales a dioses), son las representaciones ficcionales o míticas de la realidad, y no la realidad misma como condicionante empírico, las que juegan un papel esencial en la organización y evolución de nuestro mundo y en las estructuras mentales que utilizamos para comprenderlo. La forma más básica en que nos aproximamos a una comprensión de nuestro entorno es mediante metáforas de la realidad. Somos una especie animal tan extraña que prácticamente todo lo que hemos creado (tecnologías, viajes a la luna, bombas atómicas, supercomputadores, telescopios gigantes, Internet, naves espaciales, exploración de las partículas subatómicas, búsqueda de agujeros negros y galaxias remotas) se debe, en su mayoría, a que hemos sido capaces de imaginarnos (aunque sea una pura ficción) la existencia de cosas que no existen en la realidad (como dioses, Estados o corporaciones). Por eso Yuval Noah Harari dice que: La verdadera diferencia entre nosotros y los chimpancés es el pegamento mítico, que une a un gran número de individuos, familias y grupos. Este pegamento nos ha convertido en los dueños de la creación (Harari, 2016, p. 52).

El surgimiento de las protonormas morales obedeció a un mecanismo esencialmente de rechazo biológico por la desproporción, por la anomalía, por la diferencia. El punto de partida es la repugnancia hacia lo distinto. El disgusto. Es lo que los alemanes denominan “der Ekel” (o sea, lo repugnante = ekelhaft). En la consciencia del hombre primigenio, de las distintas especies de sapiens que habitaron nuestro planeta durante milenios, nació,

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en primerísimo lugar, un mecanismo de rechazo psicológico a lo que no era igual a ellos. La primera línea evolutiva en la noción de lo moral fue un juicio del entorno en términos de lo que era o no igual al propio cuerpo y a las propias representaciones mentales de “normalidad” dominantes en esa protocomunidad. Una horda primitiva se encuentra con otra horda enemiga, y en ese enfrentamiento inicial de vida o muerte, ellos constatan que son distintos, que su color de piel, sus vestimentas, su lenguaje, sus decorados en el cuerpo, sus joyas, no coinciden con las propias. Ante la percepción inmediata de la diferencia, y frente al espectáculo de la muerte que generalmente solían producir esos encuentros entre grupos enemigos, surge el rechazo. Nace la noción básica de lo monstruoso, de lo asqueroso, de lo repugnante, de lo “ekelhaft”. No es de extrañar que etimológicamente la palabra “monstruo” y “monstruosidad” deriven del verbo latino moneo-, ere- que significa nada más y nada menos que “llamar la atención de alguien sobre algo”, “mostrar”, “advertir” o sea, “juzgar”. Y una vez que se muestra la diferencia y se juzga, entonces se separa, se aparta y se aliena la cosa mostrada (el “monstruo”). Y el monstruo, que ha sido previamente mostrado, nace de esa diferencia respecto a la propia percepción, y a la propia identidad, construida sobre una plataforma de juicios de valor antitéticos. La repugnancia o el asco es, entonces, un instrumento fisiológico de diferenciación del entorno que permite, entre otras cosas, la diferenciación entre el “yo”, el “nosotros” y “ellos” o “los otros”. Permite la formación y construcción de la identidad individual y colectiva. Es un aspecto central en la formación de distintas culturas. De allí que, y para ponerlo en términos de la hipótesis planteada, la comprensión de una visión ética del mundo requiere, como presupuesto analítico fundamental, la comprensión de una teratología, o sea, de una disciplina que estudia lo monstruoso (una estética de los “otros”, de “ellos”) en la cultura y su formación histórica. Es casi seguro, pues, que evolutivamente, tal y como se ha visto en las investigaciones psicológicas y antropológicas de A. Kolnai, de Martha C. Nussbaum, de S. Mack, de P. Rozin, un mecanismo puramente biológico, como serían la repulsión y el asco, haya jugado un papel fundamental en la evolución del concepto de norma moral y del concepto de deber moral. “Un mecanismo para evitar el daño al cuerpo se convirtió paulatinamente en un mecanismo para evitar el daño al alma. A este nivel, el asco (discust) se

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transformó en una emoción moral y en una poderosa forma de socialización negativa”, nos dice P. Rozin, en la obra Handbook of Emotions (Lewis et al., 2008, pp. 757 y ss.). Se me ha ocurrido, pero creo que es una conjetura psicológica-evolutiva que debe explorarse mucho más a fondo, que la primera sensación de rechazo, de repugnancia o de asco, en la mentalidad individual, no se generó necesariamente hacia un objeto externo (hacia el monstruo o el enemigo de afuera), sino y esencialmente hacia uno mismo. ¡El monstruo vive en nosotros! El asco primigenio (Der Ekel) es interno, propio, consustancial. Ello se explicaría así porque la experiencia más aterradora en la consciencia del individuo, lo que produce más miedo y terror, no es el objeto de allí afuera; sino y esencialmente la propia consciencia de sí mismo y del entorno. Del mundo. Das Umheimliche (Lo Siniestro). En especial la consciencia de la propia soledad, de la aniquilación y de la decadencia del propio cuerpo a través del tiempo. Frente a la enfermedad, frente al hecho incontestable de que mi cuerpo ya no responde (a pesar de que la mente siga lúcida), frente a la desintegración paulatina de las fuerzas, la vitalidad y la salud, surge esencialmente el miedo a la soledad y a la muerte. Es cierto que se pueden establecer múltiples mecanismos de evasión de esa realidad (y de hecho, la cultura podría considerarse el mecanismo más basto de esa evasión, tal y como lo vio extraordinariamente Sigmund Freud); sin embargo, tales mecanismos solo tienen un alcance muy limitado, pues tarde y temprano, debemos enfrentar la extinción de la conciencia individual y su desaparición definitiva. El asco primigenio (eso que Paul Rozin llamó el “core disgust”) tiene como objeto nuestra propia existencia individual en el proceso mismo de su aniquilación. Nos damos asco a nosotros mismos, a la decrepitud, a la vejez, a la pérdida inevitable de la belleza, de la fuerza y de la sexualidad. E inventamos todo lo necesario para esconder y ocultar ese asco primigenio de la conciencia (modernamente inventamos las cirugías plásticas, el Botox, la medicina regenerativa, los ejercicios, las células madre, las modificaciones genéticas, y más recientemente la idea moral de que la vejez es digna y admirable); en el pasado inventamos los dioses, la trasmigración del alma, el animismo. Todo con plena consciencia de que nada de esto funcionará y de que, al final, llegará la gran mano de hierro para arrojarnos en ese enorme océano que llamamos eternidad y muerte. Ese es el asco primigenio, fuente de lo que consideramos bueno y malo.

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E fieramente mi si stringe il core, A pensar come tutto al mondo passa, E quasi orma non lascia… Tutto è pace e silenzio, e tutto posa… (Y fieramente el corazón se oprime pensando cómo va pasando el mundo sin dejar casi huella… Todo es paz y silencio, y todo calla… (LEOPARDI, 1979, pp. 109-111).

Para repetir, entonces, a Nietzsche: “¿Qué es lo bueno? Todo lo que eleva en el hombre el sentimiento de la potencia, la voluntad de la potencia, la potencia en sí. ¿Qué es lo malo? Todo aquello cuyas raíces residen en la debilidad” (Nietzsche, 1987, pp. 13-14) o si se quiere, en la decrepitud y muerte. La muerte es el mal. Una vez estatuida la condición de monstruo, el paso siguiente es la atribución de la condición de malo como tercera etapa evolutiva en la construcción de la creencia moral. Todo monstruo es feo y, por consiguiente, es malo. No hay monstruos bellos, lo cual de por sí es una contradicción en los términos, incluso etimológicamente hablando, como se ha visto. Se pasa así de una valoración estética a una valoración ética. O dicho en los términos del título de este trabajo: ética y estética se unen al final de la partida y terminan siendo lo mismo. ¡La condición estética de la monstruosidad es el antecedente evolutivo de la condición ética de la maldad! Y una vez que la maldad ha emergido, el próximo paso es el castigo, como consecuencia. Y allí es donde hace su aparición también el pecado, pues no hay pecado sin castigo o crimen sin pena. La acción maligna ha de ser expiada y esa expiación solo tiene lugar mediante la aceptación de la culpa y de la responsabilidad. Recordemos –pero este es un aspecto sobre el cual no se puede profundizar en este breve ensayo, pues no es el objeto de estudio– que el antecedente inmediato de todo el derecho penal es, en realidad, la teología. Y más específicamente una teología del pecado. El concepto de pecado es no solo anterior históricamente al concepto de delito, sino que es anterior lógicamente hablando. Incluso dentro de la tradición cristiana de nuestra cultura, la expulsión del paraíso se dio por la comisión del pecado original, que acarrearía consecuencias decisivas para el inicio de la historia humana como tal.

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De esta manera, se ha creado una matriz que empezó siendo esencialmente biológica-evolutiva (sentimiento del Ekel), primero, luego se pasó a una noción estética (percepción del monstruo), segundo, para arribar a una noción ética (surgimiento del mal), tercero, y su respectivo concepto de pecado y culpa, cuarto. Es aquí, ya en el terreno fértil originado por esa matriz ético-teológica, donde todo está listo para que surja la norma penal, como tributaria de la noción del pecado, tal y como hoy día resulta harto conocida en la historia del derecho. De la tesis expuesta acá, o sea, de esta transición evolutiva que va: 1. desde el rechazo biológico y la repugnancia a lo feo, 2. desde lo feo a lo monstruoso, 3. desde lo monstruoso a lo maligno, y 4. desde lo maligno a lo criminal o penal, hay ejemplos históricos que se encuentran en el ámbito de la filosofía, de la literatura y de las tradiciones míticas de nuestra cultura. Transmutados, eso sí, en elementos figurativos y metafóricos que es necesario develar para ser cabalmente comprendidos. Me gustaría, de seguido, ofrecer algunos de esos ejemplos, empezando por uno que es bastante conocido en nuestra tradición y que proviene de la explicación cristiana del mal. En el contexto particularizado del cristianismo, san Agustín escribió su De civitate Dei a partir de 412 d.C. Allí se encuentran múltiples referencias a aspectos relacionados con lo monstruoso. Se podría decir que es en este autor en el que se conjuga, de manera más clara e íntima, la estrecha relación entre la categoría de monstruosidad y de maldad, en un sentido moral. En su obra se hace referencia permanente a los denominados “accidentes monstruosos”, que “se producen de cuando en cuando por causas ocultas del mismo mundo, pero comprendidas en el plan de la Divina Providencia y ordenadas por ella” (La ciudad de Dios, X, 16, 2). Un ejemplo dentro de la tradición propugnada por Agustín es la historia de Lucifer o Luzbel en cuya etimología se deja ver un principio de luz como característica esencial de su belleza. El nombre Lucifer procede de las voces latinas Lu-x, lu-cis, luz, claridad, resplandor. Y del verbo fero-, fers, ferre, tuli-, la-tum que significa llevar, portar. Lucifer es, así, el portador de la luz: 12 ¡Cómo caíste del cielo, astro brillante, hijo de la aurora! ¡Cómo fuiste echado por tierra tú, el destructor de las naciones! 13 Tú que dijiste en tu corazón: “Al cielo subiré; sobre las estrellas de Dios levantaré mi trono; me sentaré en el Monte de la Asamblea, en lo más recóndito del Septentrión;

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14 subiré a las alturas de las nubes; seré como el Altísimo.” 15 Pero ahora has sido precipitado al creol, a lo más profundo del pozo […] 20 Pero tú no tendrás con ellos sepultura porque has arruinado tu tierra, has destruido a tu pueblo. No se hablará ya jamás de la raza de los malhechores. (Isaías 14:12-23).

Ahora bien, ¿cuál es la razón esencial por la que este astro brillante, emblema de toda belleza, es despreciado por la Divinidad? El vocablo Lucifer aparece por primera vez en la Vulgata y por única vez de manera literal en el fragmento mencionado supra; o sea, en Isaías 14: 12-23, en el que se nos da un indicio directo de su crimen. Tal como se advierte en los versículos 12 al 14, el crimen de Lucifer parece consistir en haber atentado contra el poder de Dios y en haber querido asimilarse a Él. Consecuentemente, la tradición teológica le ha imputado, como elemento esencial de su crimen, el orgullo y la arrogancia diabólicos. Lo importante, para nuestros efectos, es que Lucifer pasó de ser una criatura sumamente hermosa (un “astro brillante” e “hijo de la aurora”), a transmutarse, una vez consumada su rebelión o pecado contra el Creador, en un ser monstruoso y grotesco, tal y como lo confirma la caracterización teológica que ha llegado hasta nosotros. Alcanzado ese estadio de monstruosidad pasó, en un siguiente nivel mitológico, a convertirse en la esencia misma de la maldad, de la cual eclosionan incluso todas las demás formas del pecado. Como puede apreciarse, entonces, acá se refleja claramente la metamorfosis expuesta en este ensayo: la transición que va desde lo feo y grotesco (“precipitado al creol y a lo más profundo del pozo”) hasta la maldad y, finalmente, hasta la fuente misma, por antonomasia, de todo pecado y delito. Igualmente, en el contexto de la filosofía, especialmente de la filosofía griega, encontramos un segundo ejemplo claro de la estrecha relación entre lo feo y monstruoso y lo malo, o al revés: entre lo bello y lo bueno. Tal y como se sabe hoy día, especialmente a partir de los escritos de Aristóteles, el ideal de la perfección estaba representado en Grecia por el concepto de (kalokagathía), término resultante de la unión de dos adjetivos griegos: , hermoso, noble, perfecto y , bueno noble, recto. Como bien señala Umberto Eco en su bello libro sobre Historia de la fealdad (2007), a partir de este ideal, la cultura griega

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Ética y estética son lo mismo: a propósito del origen de las normas morales y jurídicas

elaboró una extensa literatura sobre la relación entre la fealdad física y la fealdad moral. De acuerdo con Jaeger, en su famosa Paideia: los ideales de la cultura griega, los griegos utilizaron el término kalokagathía de la siguiente manera: Lo bueno y lo bello no son más que dos aspectos gemelos de una y la misma realidad, que el lenguaje corriente de los griegos funde en unidad al designar la suprema areté ). En este “bello” o “bueno” del hombre como “ser bello y bueno” ( captada en su esencia pura tenemos el principio supremo de de la toda voluntad y de toda conducta humana (Jaeger, 1985, p. 585).

Aquello considerado kalós era digno de reconocimiento en virtud de su apariencia, lo que era excelso por ser hermoso. Con ese vocablo se alababa la excelencia de algo (persona u objeto) a través de su apariencia. De esta manera, se ponderaba el aspecto físico sobre lo demás. Por su parte, el término agathós consistió en una valoración realizada sobre el accionar de una persona, en la medida que ese accionar se realiza con éxito. Quede así pues, y con estos ejemplos ilustrativos finales, estatuida mi hipótesis conjetural sobre lo que, de manera bien gráfica, he llamado una “arqueología del deber moral”, que se constituye también en una “arqueología de las disciplinas normativas” en general. Ética y Estética son, pues, lo mismo.

IV. referencias AGUSTÍN, de Hipona. (1958). La ciudad de Dios (F. R. J. Moran, O. S. A., ed.), t. XVI. Madrid: Biblioteca de Autores Cristianos (BAC). CARRIÓ, G. (1994). Notas sobre derecho y lenguaje. Buenos Aires: Abeledo-Perrot. CIORAN, E. (2000). Cuadernos 1957-1972 (C. Manzano, trad.). Barcelona: TusQuets Editores. DALÍ, S. (2005). Diario de un genio (M. Déon, int. y notas; B. de Moura, trad.). Barcelona: TusQuets Editores. HABA, E. P. (2004). Elementos básicos de axiología general (Axiología I). Epistemología del discurso valorativo práctico. San José: Editorial de la Universidad de Costa Rica. JAEGER, W. (1985). La paideia griega (J. Xirau & W. Roces, trads.). México: Fondo de Cultura Económica.

Minor E. Salas

LEOPARDI, G. (1979). Poesía y prosa (A. Colinas, int., trad. y notas). Madrid: Alfaguara. LEWIS, M., et al. (eds.) (2008). Handbook of emotions. New York: The Guilford Press. NIETZSCHE, F. (1987). El Anticristo (P. Krauss, trad.). México: Editores Mexicanos Unidos. HARARI, Y. N. (2016). Sapiens. De animales a dioses. Una breve historia de la humanidad (J. Ros, trad.). Barcelona: Debate. TITO LIVIO (1995). Historia de Roma desde su fundación (J. A. Villar Vidal, trad. y notas), Libros XXI-XXV. Madrid: Gredos. WITTGENSTEIN, L. (1984). Werkausgabe, Band 1: Tractatus lógico-philosophicus, Tagebücher 1914-1916, Philosophische Untersuchungen. Frankfurt am Main: Suhrkamp Taschenbuch Wissenschaft.

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t e r c e r a pa r t e sobre algunos problemas teóricos en la obra de carrió

capítulo 7

Carrió: un estímulo para el pensamiento h u b e d b e d oya *

Genaro R. Carrió (1922-1997) es, sin duda, uno de los grandes “juristas” de la segunda mitad del siglo XX en Argentina y, seguramente, en América Latina. Siendo su contribución mayor la que representan las importantísimas traducciones aportadas a la teoría del derecho en lengua española, son también de primera línea los trabajos personales con los que alimentó análisis puntuales o específicos tanto desde la perspectiva amplia del papel del lenguaje en el derecho, como acerca de diversos tópicos de lo que conocemos como el “derecho judicial”. No restringió su interés al campo de la teoría y/o de la filosofía –último este en el que él mismo plantea dudas acerca de su papel1–, sino que se interesó por las prácticas, porque encontraba en ellas bastantes elementos útiles para discusiones que terminarían ampliando y aclarando la comprensión misma del derecho. Desde mi perspectiva personal, no solo encontré en sus cuidadosas traducciones de obras señeras del debate teórico jurídico2, sino en la especial claridad de su pensamiento cuando las construcciones teóricas eran propias3, una fuente de información indispensable para ingresar en los asuntos que me han interesado, sino que, en particular en las últimas pude constatar que el trabajo teórico no tiene que ser necesariamente acartonado y abstruso, y pude disfrutar el gusto que sus textos permiten a quien se interesa en los problemas teóricos, dada la facilidad y amabilidad con la cual eran presentados asuntos no pocas veces espinosos y, sobre todo, lejanos para una buena mayoría de quienes se ocupan del derecho. La claridad de su pensamiento, por cierto, no quedó solo plasmada en sus obras –que bien han debido pasar por revisiones minuciosas y correcciones que les dieron lustre– sino que se manifiesta en toda su fuerza en el ámbito oral cuando respondía a los cuestionamientos que se le planteaban dentro de una conversación o una entrevista.

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Abogado, filósofo y magíster en Filosofía de la Universidad de Antioquia y magíster en Derecho de la UPB. Véase CARRIÓ (1984). Las que yo tuve oportunidad de disfrutar fueron desde El concepto de derecho de H. L. A. Hart, pasando por Sobre el derecho y la justicia y Tû-Tû de Alf Ross, hasta los Conceptos jurídicos fundamentales de W. N. Hohfeld. Obviamente no todo lo que pasó por su trabajo como traductor. Valga referenciar cuatro títulos meramente: Notas sobre derecho y lenguaje; Un intento de superación de controversia entre positivistas y jusnaturalistas (réplica a Carlos S. Nino); Algunas palabras sobre las palabras de la ley y Sobre los límites del lenguaje normativo. 221

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Dentro de esta última modalidad, encuentro antonomástica la respuesta que dio a Carlos S. Nino en una entrevista publicada por la revista Doxa en 1990, en la que, línea por línea y de forma maravillosamente sintética, recoge algunos de los más interesantes puntos de discusión de la teoría y la filosofía del derecho. Puesto que mi interés es capitalizar el valor de un pensamiento tan claro y pertinente, primero voy a trascribir literalmente la respuesta (sin dejar de poner en pie de página la cuestión4 a la que responde), y luego voy a señalar los aspectos que allí creo que se destacan para quienes nos interesamos por esta perspectiva de los estudios sobre el derecho. Discrepo profundamente con el iusnaturalismo y con el positivismo ideológico(1)5, por las razones que he expuesto en mis escritos sobre positivismo jurídico y iusnaturalismo. Pero no acepto que las normas jurídicas positivas, vistas a la luz del positivismo jurídico a la Austin, Bentham y Hart requieran recurrir a principios de índole moral para fundamentar su observancia(2). Hay actos jurídicamente debidos como cosa distinta de actos moralmente debidos(3). Sobre esto hay consenso generalizado entre los juristas, quienes conciben que existen esos dos tipos distintos de deberes y hablan en términos de tal distinción. Para ellos la Moral no disuelve al Derecho; el que cumple con un deber que establece el derecho positivo realiza un acto lícito (para el Derecho) aunque sea argüible que lo que ha hecho comporta una transgresión (a la Moral)(4). Ello es así porque las normas jurídicas positivas vividas como obligatorias son fuentes tan genuinas de deberes como las de una Moral racional, por más que unas y otras son separables(5). Una razón que me lleva a sostener la ventaja de preservar la separabilidad del Derecho y la Moral como dos fuentes autónomas de derechos y deberes es esta: ciertos valores básicos que el Derecho tiene como función establecer y preservar, tales como el orden y la seguridad, quedarían seriamente lesionados, con la consiguiente anarquía del cuerpo social, si los obligados por las normas que procuran consagrarlos pudieran pretender eximirse de obedecerlas argumentando que son contrarias a la Moral y suscitando

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“Usted ha escrito extensamente sobre el positivismo jurídico, argumentando entre otras cosas en contra de mi intento de mostrar que la controversia entre él y el iusnaturalismo es en buena medida terminológica. Sin embargo, hay algo que no me queda claro de su posición: ¿cree usted como el iusnaturalismo y el positivismo ideológico que el derecho o las normas jurídicas constituyen intrínsecamente razones para justificar acciones o decisiones, o se inclina por la posición del positivismo conceptual o metodológico, en mi caracterización, en el sentido de que, siendo las normas jurídicas reducibles a circunstancias fácticas no constituyen de por sí razones justificatorias de acciones y decisiones, siendo necesario recurrir a principios de índole moral para fundamentar la observancia del derecho? A lo mejor usted querría cuestionar los términos en que esta pregunta está expuesta” NINO (1990, p. 348). Señalo con los números entre paréntesis añadidos los seis aspectos de los que me ocuparé en el texto.

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una disputa al respecto(6). Dicha disputa, encaminada a alcanzar la determinación de ese punto, puede concebiblemente ser muy prolongada y compleja y/o depender de factores subjetivos. Esta circunstancia, en su caso, sería incompatible con la función básica del derecho mencionada más arriba (Nino, 1990, pp. 348-349).

Lo primero que deseo advertir es que mi propósito no es mostrar que Carrió –o, por su parte, Nino o quienes suscriben las posiciones de ellos, o similares– está equivocado, sino, y por el contrario, capitalizar seis ideas, en mi concepto fundamentales dentro de los debates de la teoría e, incluso, la filosofía del derecho, que creo que pueden identificarse en forma concreta y con facilidad dentro del párrafo acabado de copiar.

i 1. La cuestión que le plantea Nino a Carrió parte de una clasificación muy corriente entre quienes se ocupan de revisar los trabajos de los diferentes teóricos del derecho. La clasificación básica hace una división bipartita entre “iusnaturalismo” y “positivismo jurídico” (o “iuspositivismo”). Quizá una de las mejores presentaciones de esta división la hizo en Colombia el profesor Carlos Gaviria Díaz (2000) en su conferencia Actitudes implícitas en el iusnaturalismo y el positivismo jurídico; pero existen innumerables trabajos en esta misma línea6 que no solo se basan en tal división, sino que incorporan –como hace Nino en su pregunta– otras subdivisiones –ahora del positivismo– entre las que surge la modalidad que se denomina “positivismo ideológico”. Por supuesto, no voy a desconocer el alcance posible de esta denominación en trabajos de supuestos “teóricos” del derecho que, pasando por alto los dictados elementales del quehacer “teórico” que bien pusiera sobre la mesa el propio Kelsen (1986), se empeñan en presentar como “hallazgos investigativos” lo que no son más que posiciones (políticas, aunque encubiertas) personales en torno a lo que ellos creen que debe ser y debe hacer el derecho. Un buen número de ellos, malentendiendo a Kelsen, asume que la norma jurídica debe entronizarse por su solo carácter y, rindiéndole

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Así, es común encontrar denominaciones, no uniformes en su contenido, como “positivismo metodológico”, “positivismo ideológico”, “positivismo teórico”, “positivismo analítico” y, por supuesto, el “positivismo kelseniano”, de alguna manera fuente o referente de tan dispersos enfoques. Una fuente útil para captar lo fundamental de tales clasificaciones está en RAMOS PASCUA & RODILLA GONZÁLEZ (2006).

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una cerril pleitesía, entenderse y aplicarse de acuerdo con su “significado” literal expreso. Asumamos que, vía autodenominación, la calificación como “positivistas” quepa; pero si nos atenemos al entendimiento que acreditó el término –es decir, el de Kelsen–, resultará claro que decir “positivismo ideológico” constituye en toda su extensión una “contradicción en los términos”. El positivismo se presenta, en su versión canónica, como un punto de vista epistémico que, usado en el caso del derecho, propende por el estudio de este aplicando estrictos criterios cognitivos y científicos que, fundamentalmente, parten de la necesidad de atenerse a su “objeto” tal cual él se encuentra en el mundo, sin contaminarlo con las concepciones personales, los prejuicios y las aspiraciones, ilusiones o deseos de quien lo estudia. Desde esta perspectiva, el teórico no habría de preguntarse si, para explicar la obediencia al derecho, se requiere “recurrir a principios de índole moral”, sino si la obediencia al derecho es un elemento constitutivo de su estructura y funcionamiento y, de ser así, qué hace que, efectivamente, dicho elemento se dé para que pueda el derecho surgir en la práctica. Vale decir, quien estudia el derecho teóricamente –Kelsen diría: científicamente– ha de “observar” si, “en los hechos”, el derecho resulta estructuralmente ligado o dependiendo de su obediencia, y no asumir –a manera de supuesto– que la obediencia (sea efectiva o no) depende conceptualmente de la existencia de condiciones externas al derecho. Desde luego, “obedecer” y “obediencia” no son términos denotativos y, en consecuencia, difícilmente podría sostenerse que, siempre que los usamos, entendemos que aluden a la necesidad de atender una “orden”, “mandato” o figura similar. Una discusión en torno al carácter mandatorio del derecho ya fue dada por Hart cuando discute el alcance de la teoría austiniana en su El concepto de derecho (Hart, 1963), y, con ello, en buena medida queda despejada una importante porción del debate en torno al carácter de “órdenes” que puedan tener las normas jurídicas. Luego, hoy, podemos decir con cierta tranquilidad que detrás de la aplicación del derecho, el cumplimiento de sus previsiones e, incluso, la sujeción a sus estructuras y figuras no pasa por un acto de “obediencia” o conducta similar, sino que la operación del derecho es, ante todo, una forma de organización de las actividades sociales más formales que la mayoría de los sujetos entiende adecuada y conveniente por sí sola o como la forma “correcta” de desenvolverse en sociedad.

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Con esto, cabría arriesgarse a afirmar que, en cuanto atención a la norma, el comportamiento de los sujetos de derecho normalmente no pasa por consideraciones en la línea de la obediencia o no a ella (la norma).

ii 2. Carrió afirma discrepar del iusnaturalismo y del positivismo ideológico, sosteniendo, a continuación: “no acepto que las normas jurídicas positivas, vistas a la luz del positivismo jurídico a la Austin, Bentham y Hart requieran recurrir a principios de índole moral para fundamentar su observancia”. Y creo que Carrió tiene razón en el sentido de la respuesta, aunque no comparto la fundamentación que invoca. En efecto, no creo que “las normas jurídicas positivas […] requieran recurrir a principios de índole moral para fundamentar su observancia”, pues, en cuanto forma de los denominados “sistemas sociales” (Luhmann, 1998), la existencia del derecho no tiene raíces en propósitos superiores o externos, sino que surge de dinámicas inherentes a la forma como el “sistema social” mayor, constituyente de la “sociedad”, desarrolla sus procesos comunicativos de reducción de complejidad y formación de expectativas, mecanismos que, a la postre, son los que garantizan el funcionamiento del sistema. El derecho, en cuanto surge como sistema, define autopoyéticamente sus contenidos y características y no requiere justificar ninguno de sus mecanismos en función de objetivos que no pertenezcan a él mismo. En consecuencia, no solo no resulta necesario que las normas fundamenten su observancia, sino que el propio sistema no tendría ni podría hacerlo en manera alguna, pues la justificación de su existencia y, con ella, la de su funcionamiento, provienen de las necesidades de reducción de complejidad para cuya solución surge el sistema. Múltiples discursos se han elaborado para mostrar las bondades del derecho; para justificar su existencia a la luz de reales o supuestas necesidades, tanto individuales como colectivas; para “explicar” por qué es inconcebible la sociedad sin el derecho y, aún, para intentar mostrar que solo a través de él es posible “realizar” ideales (justicia, libertad, etcétera) que distintas concepciones acerca del hombre y de la sociedad predican como deseables. Pero, vistas las cosas “a la Luhmann”, los sistemas sociales –y, a no dudarlo, el derecho como uno de los más representativos de ellos– no surgen ni deben su existencia a condiciones o mandatos de orden externo o superior,

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sino que son el producto de los mecanismos que la propia sociedad genera por su sola constitución y funcionamiento. No hay, por tanto, un propósito superior, un fin previo o un objetivo “inherente” al derecho, sino que este se configura espontáneamente y en función de necesidades para las cuales no “es” la “herramienta adecuada”, sino el elemento que se ha producido, de forma imprevista, espontánea, aunque, eventualmente, necesaria, para atender dichas necesidades. Parte del mecanismo, posiblemente, sea la “atención” de lo que él prevé, el “cumplimiento” de sus mandatos o reglas, o, finalmente, la “obediencia” de lo por él dispuesto. Pero no es una conditio sine qua non de los “sistemas”, pues buena parte de ellos no exige o apela a estas manifestaciones o formas, sino que su funcionamiento depende de una alineación espontánea de quienes lo usan, como forma prácticamente única de acceder a sus resultados. Es lo que ocurre con sistemas del tipo de la “ciencia”, en torno a la cual nadie se pregunta por qué se siguen sus mecanismos o “prescripciones” y se encuentra “natural” que quienes la practican –la ciencia– se acojan a sus reglas y herramientas. El sistema jurídico, por tanto y en cuanto para su funcionamiento efectivo dependa de la “atención”, “cumplimiento” u “obediencia” de sus “reglas”, surgirá o se instituirá cuando este tipo de formas surjan dentro de quienes se hacen usuarios del sistema. Si tal cosa no ocurre, el sistema no terminaría consolidándose en ningún momento y solo habría sido un “intento” (no intencional) del cual nadie resultaría enterado. Por otra parte, ello no elimina la posibilidad de que, con base en otros intereses o miradas, se intente buscar una explicación para por qué y, en principio, en casos particulares, un individuo decide “obedecer” a la norma, y en esos casos bien cabe asumir que existan motivos o razones de diversa índole –desde morales hasta simplemente de conveniencia– que explicarían la decisión. Con todo, sobra resaltar que, en estricto sentido, no nos encontramos ya dentro de los propósitos y procesos de una teoría del derecho.

iii 3. En el desarrollo de su respuesta, afirma a continuación Carrió: “Hay actos jurídicamente debidos como cosa distinta de actos moralmente debidos”. Afirmación sobre la que caben dos miradas distintas aunque complementarias: a) en primer lugar, puesto que aparece como una conclusión necesaria

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del análisis que acabamos de presentar, dado que de él se desprende –si bien aunque no lo hayamos hecho explícito ahí– la existencia de diversos subsistemas sociales (nuevamente, según la perspectiva Luhmann), entre los que se reconocen con facilidad, y casi como prototípicos, la moral y el derecho. En cuanto sistemas sociales de carácter normativo, moral y derecho, son observados por los teóricos como constituidos alrededor de conceptos muy básicos como el de “deber” y, en la medida en que se trate de sistemas diferentes o diferenciables, habrá “deberes jurídicos” y “deberes morales” por aparte. Téngase en cuenta que el concepto de “deber” es de carácter teórico y no estrictamente “normativo” y que, en consecuencia, él sirve para formar la mirada externa del teórico, pero no se requiere para nada dentro de las prácticas que cumplen los operadores de los sistemas. b) En segundo lugar, la afirmación se entiende –en los términos de Carrió– como la constatación o base de lo que los “juristas”, nuevamente, según Carrió, observan desde la perspectiva de su quehacer. Punto del cual nos ocuparemos a continuación bajo el numeral 4.

iv 4. “Sobre esto [la existencia de deberes jurídicos y deberes morales] hay consenso generalizado entre los juristas, quienes conciben que existen esos dos tipos distintos de deberes y hablan en términos de tal distinción”. No siendo siempre –en realidad, casi nunca– claro el alcance del término “jurista”, la afirmación de Carrió resulta discutible. Ya puede considerarse contraria a la “realidad”, si el “jurista” del que se habla es de raigambre jusnaturalista, pues desde esta perspectiva lo que se suscribe es, justamente, la necesaria dependencia de los “deberes jurídicos” en relación con los “deberes morales”. Ahora, si el “jurista” es de corriente positivista, muy probablemente la diferencia será tomada en cuenta, si no es que, en la asunción de una posición extremadamente radical, se tiende a negar la existencia misma de deberes de índole moral. Estas dos apreciaciones caben, sin duda, si estamos entendiendo el término “jurista” con el alcance de aquellos que se interesan por, y se ocupan de, estudiar el derecho con el ánimo de comprenderlo dentro de los cánones expositivos y explicativos de la teoría o la ciencia.

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Pero, tal y como ya advertimos, puesto que el término (“jurista”) no tiene un alcance unívoco, no pocas veces se lo entiende en una concepción muchísimo más amplia desde la cual se encuadra dentro de él a todo aquel que opera en términos generales con el derecho. Y desde esta perspectiva la aseveración no resulta tan plausible. Si lo deseable es que los operadores de un sistema tengan plena consciencia y conocimiento de él, bajo el entendido de que un conocimiento claro parece necesario para complementar debidamente la práctica –según sostuvo con claridad Kant (1986)–, lo cierto es que tal condición raramente se cumple, pues, aún a pesar de que la formación técnica necesaria para llegar a ser un operador competente del sistema pasa por la revisión y estudio de una buena cantidad de trabajos teóricos sobre cada uno de los tópicos en los que la disciplina se divide, el estudiante que solo aspira a un entrenamiento profesional que lo habilite laboralmente no comprenderá ni siquiera de qué se trata en los trabajos de la teoría, ni se interesará por hacerse competente en ellos. Así las cosas, los operadores restringen normalmente su capacidad a la habilidad para operar las distintas herramientas del sistema, pero sin ocuparse de adquirir una comprensión “de fondo” acerca de su conformación y su funcionamiento. El entrenamiento da para repetir un tópico como el que luego hace explícito Carrió –“el que cumple con un deber que establece el derecho positivo realiza un acto lícito (para el Derecho) aunque sea argüible que lo que ha hecho comporta una transgresión (a la Moral)”–, pero, detrás de tal formulación pocas veces hay un entendimiento de qué significa que existan esos dos tipos de “deber”. Por decirlo algo coloquialmente, el operador sabe que una cosa es cumplir un deber jurídico –pues halla una previsión en sus cánones que entiende que mandan algo- y cualquier otra cosa que él crea que “debe” hacerse, la encasillará en lo que denominará como un “deber moral”. Si lo es o no, y por qué, pueden ser cuestiones que se respondan con un simple “no son deberes jurídicos”. En síntesis y estando en ello de acuerdo con Carrió, es posible hablar de, e identificar, tanto “deberes jurídicos” como “deberes morales”, pues es factible sostener la existencia de dos tipos de ordenamientos dentro de los cuales ellos se encuentran; no es, sin embargo, tan claro que “los juristas” hagan esa distinción y, sobre todo, que se encuentren en capacidad de determinar cuándo estamos frente a un “deber moral” y por qué.

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v 5. Consecuente con la postura por la que está respondiendo, Carrió afirma luego: “las normas jurídicas positivas vividas como obligatorias son fuentes tan genuinas de deberes como las de una Moral racional, por más que unas y otras son separables”. Carrió, en efecto, está sosteniendo que los deberes jurídicos no provienen de las normas o de los deberes morales, pues ambos tipos de deberes tienen fuente u origen diverso –entiéndase: los jurídicos en el derecho, los morales en la moral–, sin que se trate de un mismo tipo de deber que se comunique de un orden al otro. La consecuencia teórica –por supuesto, para quien asume esta perspectiva– será necesariamente la constatación de tales “hechos” y la formulación del aserto acerca de la separación de ambos tipos de normas y los deberes a que ellas dan lugar. Dos cosas, sin embargo, quisiera anotar en relación con la afirmación de Carrió: a) si, como él afirma (y, en ello, creo que coincidirían todas las perspectivas positivistas), la fuente de los deberes (tanto morales como jurídicos) son las normas (respectivamente morales y jurídicas), obviamente no resulta lógico intentar ninguna búsqueda de la fundamentación o justificación del deber en una fuente diferente (a la norma respectiva) y, quizá, la pregunta que provoque algún interés será acerca de ¿qué hace que de una norma (moral o jurídica) surja efectivamente un deber (moral o jurídico, respectivamente)? Y b), quizá lo discutible de la afirmación de Carrió radique en lo que parece jugar como una condición de su valor (el de la afirmación), constituido por el giro “vividas como obligatorias”. Pues, o bien esta condición determina la posibilidad de que surja el “deber”, lo que supone hacer una separación entre “obligación” y “deber” que no está ni siquiera sugerida, o bien, de ser entendidos estos términos como equivalentes, se estaría explicando de manera circular el asunto. Una consecuencia adicional que parece derivarse del enfoque que señala la afirmación consiste en que el significado primero que tiene el giro “vividas” posee una enorme carga subjetiva, de lo cual resultaría que el peso del “deber” dependería de una circunstancia claramente ajena al ordenamiento o al sistema.

vi 6. Finalmente, creo útil pasar revista a la siguiente parte de la respuesta:

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Una razón que me lleva a sostener la ventaja de preservar la separabilidad del Derecho y la Moral como dos fuentes autónomas de derechos y deberes es ésta: ciertos valores básicos que el Derecho tiene como función establecer y preservar, tales como el orden y la seguridad, quedarían seriamente lesionados, con la consiguiente anarquía del cuerpo social, si los obligados por las normas que procuran consagrarlos pudieran pretender eximirse de obedecerlas argumentando que son contrarias a la Moral y suscitando una disputa al respecto (Nino, 1990).

a) Por más que a una respuesta “espontánea”, dentro de una entrevista, no quepa exigirle todo el rigor que sí cabe demandar de los trabajos deliberadamente teóricos o, cuando menos, argumentativos, el uso de la perspectiva que señala el giro “la ventaja” deja enormes dudas acerca de la capacidad heurística del razonamiento. Pues, en efecto, puede que hacer o afirmar que existe una separación entre el derecho y la moral represente una “ventaja” –quizá para los efectos prácticos que Carrió mismo señala-, pero, eventualmente, podría ser que dicha ventaja solo fuese posible mediante el artificio de ver una diferencia que, quizá, no se compadezca con los “hechos”. b) Y, por las razones ya esbozadas acerca de nuestra perspectiva sobre el derecho en línea luhmanniana, quizá tampoco resulte fácilmente admisible la afirmación implícita de la existencia de “ciertos valores básicos que el Derecho tiene como función establecer y preservar”. Perspectivas de análisis como las que sugiere la cita tienen raíces en una profunda concepción metafísica que pretende que el derecho o, a la sazón, cualquier otro elemento similar tienen una función inherente a la que se deben y por la que se justifican, y que, en nuestro sentir, resulta materialmente imposible de demostrar. El derecho, como cualquier otro sistema social, no debe su aparición o su funcionamiento al cumplimiento de fines u objetivos externos a él y a las dinámicas que lo han producido, sino que, por el contrario, ellos mismos se encargan de señalar –sobre la marcha, por así decirlo– qué es lo que espera que produzca cada uno de los procesos que crea dentro de sí mismo (dentro del sistema). No hay una teleología de fondo por la que los sistemas sociales se guian, sino que ellos mismos son la fuente y razón de sus fines.

VII. referencias CARRIÓ, G. R. (1984). Genaro R. Carrió (Buenos Aires). Doxa, (1), 49-51.

Hubed Bedoya

GAVIRIA DÍAZ, C. (2000). Actitudes implícitas en el iusnaturalismo y el positivismo jurídico. Letras Jurídicas, 5(1), 271-287. HART, H. L. A. (1963). El concepto del derecho (G. R. Carrió, trad.). Buenos Aires: Abeledo-Perrot. KANT, I. (1986). Teoría y práctica (J. M. Palacios, M. F. Pérez López & R. Rodríguez Aramayo, trads.). Madrid: Tecnos. KELSEN, H. (1986). Teoría pura del derecho (R. J. Vernengo, trad.). México: UNAM. LUHMANN, N. (1998). Sistemas sociales. Lineamientos para una teoría general (S. Pappe & B. Erker, trads.). Barcelona: Editorial Anthropos. NINO, C. S. (1990). Entrevista a Genaro R. Carrió. Doxa, (7), 343-352. RAMOS PASCUA, J. A., & RODILLA GONZÁLEZ, M. Á. (eds.) (2006). El positivismo jurídico a examen. Estudios en homenaje a José Delgado Pinto. Salamanca: Ediciones Universidad de Salamanca.

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capítulo 8

“Discreción judicial”: acudir a pautas razonables que no son parte del derecho, o ¿sí lo son? l u c i d i a a m aya o s o r i o *

El concepto de la “discreción judicial” o de la “discrecionalidad judicial”, como también se le llama, ha sido utilizado tanto por los teóricos del derecho –especialmente los de corte iuspositivista– como por los operadores jurídicos, para, en el primer caso –el de los teóricos–, construir un marco conceptual en el que se explique: ¿qué es lo que debe hacer el juez cuando las “normas” que integran el sistema jurídico no le brindan los elementos necesarios para tomar una decisión que resulte válida a la luz del propio sistema? Y, en el segundo caso –el de los operadores–, para tener a la mano un elemento que desde la interpretación jurídica les permita justificar una decisión “no convencional”, teniendo en cuenta las complejidades del asunto en debate. Así las cosas, nuestro homenaje a Carrió partirá del alcance que el autor dio al término “discreción judicial”, entendido como lo que les permite a los jueces “fundar sus fallos en pautas razonables que no son parte del derecho” (Carrió, 1986, p. 321). Pero, ¿qué significa que una decisión judicial esté fundada en una “pauta razonable”? Esta será, pues, la pregunta central de nuestro trabajo, que nos permitirá revisar –desde el punto de vista teórico– si la razonabilidad o, incluso, la racionalidad de una decisión discrecional, está dada por aspectos externos al derecho –tal como lo indica Carrió– o puede hablarse de una racionalidad particular de la cual hace parte tal discreción y, por ende, el juez al momento de decidir siempre se mantiene dentro del sistema jurídico. Para responder a esta cuestión, en primer lugar, haremos un breve recuento del estado de la discusión, presentando –sin muchos detalles– cuáles han sido las dos respuestas que desde el positivismo de Hart y el “coherentismo en principio” de Dworkin se le ha dado al interrogante: ¿cómo deben razonar los jueces en los casos difíciles o de penumbra? En segundo lugar, presentaremos nuestro entendimiento de la acción de razonar y, en su caracterización, partiremos de las ideas referentes a que el derecho existe solo en el lenguaje, del cual dependen tanto el razonar como el “razonamiento”; pero, que algo sea razonable, más que del lenguaje, depende de las circunstancias en las que ocurre y de la aceptación que reciba el razonamiento que haga un sujeto sobre esas circunstancias, como parte del ejercicio de una práctica social como lo es el derecho.

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Abogada de la Universidad de Antioquia, magíster de la Universidad Externado de Colombia. 235

UPB

y estudiante de doctorado de la

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“Discreción judicial”: acudir a pautas razonables que no son parte del derecho, o ¿sí lo son?

I. dos versiones sobre la discreción judicial: su defensa y su crítica La discusión teórica acerca del lugar que la discrecionalidad judicial ocupa en el derecho enfrentó a teóricos de corte positivista –como H. L. A. Hart (1998)– con los denominados teóricos axiológicos –dentro de los cuales está Ronald Dworkin (1988)–. Particularmente, lo que debaten los defensores del positivismo y la axiología jurídicos es si al momento de decidir ciertos casos, concretamente los difíciles, los jueces deben elegir entre alternativas razonables externas al sistema, con base en las cuales puedan justificar su decisión, o si deben aplicar los principios que son parte del derecho y estos eliminan cualquier posibilidad de discreción. En ese sentido, lo que las teorías de ambas corrientes intentan hacer es crear un marco conceptual en el cual se pueda explicar o dar cuenta de: ¿cuáles elementos entran en juego cuando el juez construye el razonamiento jurídico, con base en el cual motiva una decisión no convencional? La respuesta a este interrogante ha dado lugar a que dentro de la comunidad teórica se hable, por ejemplo, del debate Hart-Dworkin; aunque en este punto la versión de Carrió, en el texto Dworkin y el positivismo jurídico, es que “cualesquiera que sean las discrepancias entre Dworkin y Hart, no deben considerarse como una batalla más en la lucha entre positivistas y antipositivistas. Las ideas de Hart que Dworkin ha criticado no pertenecen al positivismo jurídico. Las críticas de Dworkin no son críticas antipositivas” (Carrió, 2011, p. 348). En otras palabras, se trata de una crítica mal etiquetada y que, para el caso concreto de la discreción judicial, es presentada en términos de que el juez en los casos difíciles parece sustituir al legislador; pues, en ausencia de una regla clara, crea la regla general que se aplica al caso concreto. Tal como lo cita Carrió, Dworkin afirma que para el positivismo hartiano “cuando el juez se queda sin reglas goza de discreción, en el sentido de que no está limitado por ningún estándar emanado de la autoridad del derecho” (2011,p. 356), por lo que dicho operador parece acudir a “reglas políticas” y “morales” con base en las cuales el caso queda resuelto. Pero para comprender lo anterior, primero debemos tener en cuenta que la respuesta de Hart a la pregunta ¿cuáles elementos entran en juego cuando el juez construye el razonamiento jurídico, con base en el cual motiva una decisión no convencional?, es que la discreción o arbitrio del juez –para

Lucidia Amaya Osorio

decidir los casos difíciles– deviene del ámbito que le dejan la vaguedad y la ambigüedad del lenguaje con el que están hechas las reglas jurídicas, en ese sentido, no parece haber un abandono del ámbito del derecho, sino la búsqueda de un sentido que sea razonablemente adecuado para resolver el caso. Es por ello que, según Hart (1998), la conclusión a la que llega el juez a partir de su discrecionalidad no es arbitraria o irracional, sino que es, “en realidad, una elección. El intérprete elige añadir un caso nuevo a una línea de casos por virtud de semejanzas que pueden ser razonablemente defendidas como jurídicamente relevantes y suficientemente estrechas” (p. 159). Como Hart lo afirma, se trata de verificar la “relevancia” y la “proximidad de parecido” del caso que es objeto de revisión por parte del juez, respecto de los casos que han sido previamente decididos por él y por otros operadores. En ese sentido, la relevancia implica observar, en primer lugar, si ciertos hechos1 tienen trascendencia para el derecho, pues, de lo contrario, el juez debería abstenerse de tomar una decisión; en segundo lugar, si tales hechos son cercanos o similares a otros de los cuales previamente se ha ocupado el derecho y, en tercer lugar, cuáles son “los propósitos u objetivos que pueden ser atribuidos a la regla” (Hart, 1998, p. 159). Lo anterior implica que la argumentación jurídica tiene algunas condiciones específicas que hacen de ella una actividad fundada sobre la razón y esta nos lleva a la necesidad de tener que elegir entre múltiples alternativas. Pero, la argumentación y el razonamiento jurídico encuentran obstáculos en la “ignorancia de los hechos” y la “indeterminación de propósitos” (Hart, 1998, p. 160). Así, pues, la construcción del razonamiento jurídico se ve limitada por el desconocimiento por parte del juez de lo que ocurrió y la indeterminación de lo que se quiso regular con la expedición de la regla. En lo que se refiere a la primera limitación, consideramos que no obstante ser cierto –pues el juez no capta directamente lo que ocurrió en el mundo–, ello no impide que la construcción del razonamiento empiece por calificar la relevancia de ciertos hechos para el derecho, antes de llegar a la relevancia de las razones que se exponen para tenerlos en cuenta como parte de un juicio.

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Por “hechos” entendemos las versiones que sobre el mundo y la realidad hacemos con el lenguaje (BEDOYA, 2009; 2017). En ese sentido, los hechos no son lo que acaece, sino lo que decimos acerca de lo que ocurre u ocupa un lugar en el tiempo. Esta versión, difiere de la idea general que señala que los hechos son lo que ocurre en el mundo, lo que deberá ser tenido en cuenta por el lector al momento de dar un alcance a las citas hechas y a las afirmaciones que son propias.

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Es decir, en todos los casos (fáciles o difíciles) el operador primero debe verificar si el hecho concreto es relevante, respecto de las previsiones contenidas en las disposiciones (generales y particulares) que conforman un ordenamiento jurídico. Ahora, la aparente correspondencia del hecho particular que se quiere juzgar con el general, contenido en la regla, hará que se active el sistema jurídico y como parte de esa activación le compete al juez decidir si efectivamente hay tal correspondencia, para lo cual expondrá las razones del caso. En ese sentido, desde el punto de vista lógico que un caso sea insólito u ordinario supone que ciertos hechos tienen relevancia para el derecho, en la medida en que si carece de ella el juez no tendría ni siquiera que ocuparse de él, tal como ocurre, por ejemplo, con los enunciados con los que describimos las variaciones en la hora en la que sale el sol según la época del año. Quien lleve a los estrados el hecho de que el sol no salió hoy a las seis de la mañana, ni siquiera será escuchado, ya que es evidente para los operadores jurídicos que ese hecho no es parte del derecho, en la medida en que no hay de por medio una conducta humana, sino un fenómeno físico que describimos con un enunciado. Lo anterior nos lleva a que, en principio, los hechos que son relevantes para el derecho son aquellos en los que está presente la conducta humana y no con los que nos referimos, por ejemplo, a lo que ocurre en la naturaleza. Respecto de las múltiples conductas que puede llevar a cabo el hombre, el punto de discusión es si al derecho le interesan todas, en la medida en que existen reglas generales que señalan que “a los particulares todo lo que no les está prohibido les está permitido” o, por el contrario, hay hechos sobre la conducta humana que no son relevantes para el derecho2. 2

En este punto el debate se centra en precisar si la libertad de los sujetos es el espacio que deja el derecho, porque no interviene en él y por ello no regula ciertas conductas (que no son para él relevantes), o si somos libres solo en la medida en que el derecho así lo prevea. Por citar solo uno de los muchos entendimientos que sobre el asunto puede haber, Kelsen en la Teoría pura del derecho afirmó: “Por libertad se entiende generalmente el hecho de no estar sometido al principio de causalidad, ya que ésta ha sido concebida –en su origen al menos– como necesidad absoluta. Se suele decir que el hombre, o que su voluntad, es libre, puesto que su conducta no está sometida a las leyes causales y, en consecuencia, por deducción, que puede ser hecho responsable de sus actos, que puede ser recompensado, hacer penitencia o ser sancionado. La libertad así sería la condición misma de la imputación moral, religiosa o jurídica. ”Sin embargo, lo contrario es lo verdadero. El hombre no es libre sino en la medida en que su conducta, a pesar de las leyes causales que la determinan, se convierte en el punto final de una

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Ahora, retomando la idea de Hart referente a la relevancia (de los hechos y de las razones dadas por el juez), si bien en la caracterización de los casos de penumbra se ha dicho que a partir de la textura abierta o el carácter indeterminado de las reglas puede ponerse en duda si, por ejemplo, la expresión “no pueden entrar vehículos al parque” comprende aeroplanos, bicicletas, patines, entre otros (Hart, 1998, p. 158), consideramos que la relevancia del hecho concreto no solo es aplicable en los llamados casos insólitos, sino algo que es necesario para que ese hecho concreto sea un estímulo para el derecho. Algo distinto es que la indeterminación de la regla acarree dudas acerca de si un hecho concreto está o no cobijado por la regla que contiene el hecho general y abstracto, caso en el cual entra en juego la relevancia de las razones dadas por el juez para defender una u otra alternativa. En términos generales, creemos que el criterio de la relevancia empieza por contrastar los hechos concretos con los hechos generales y abstractos contenidos en la disposición, y se extiende hasta las razones que un juez da para defender una u otra posición, respecto de la revisión del caso que es objeto de juicio. Así, teniendo presente la prohibición que Hart pone como ejemplo, cuando una madre pasea a su recién nacido en coche por el parque, tal hecho y tal comportamiento pueden considerarse, en primer lugar, que no son parte del derecho –no son relevantes– o, en segundo lugar, que lo son; pero, en este último caso, con base en lo que resulta razonable, el juez deberá concluir si: i) el hecho no es el que contempla la regla y, por ende, la conducta de la madre no está dentro de la prohibición, o si, ii) se debe sancionar a la madre por infringir la regla que prohíbe vehículos en el parque. Una vez el juez advierte que determinado hecho o conjunto de hechos son relevantes, necesariamente tendrá que tomar una decisión, para lo cual, seguidamente, habrá de verificar su proximidad de parecido con los casos previamente decididos por él y por otros jueces, y en ese momento echará mano de las razones que considera relevantes para tomar una u otra decisión. Con el criterio de la proximidad se destaca el valor del precedente y de las adjudicaciones que a partir de una o más reglas previamente se han hecho en el sistema jurídico, para tratar de hallar en ello las “respuestas” que pueden dársele al caso. Es por esto que, afirma Hart, en la solución de

imputación; es decir, la condición de una consecuencia específica (recompensa, penitencia o pena)” (KELSEN, 2009, p. 27).

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los casos difíciles hay una elección y con ella se muestra el arbitrio del juez, al preferir una alternativa sobre la otra. La discreción judicial, entonces, es asimilada al arbitrio que tiene el juez al momento de fallar los casos insólitos, que en ningún caso puede asimilarse con la arbitrariedad; pues desde el positivismo jurídico, tal como lo recuerda César Rodríguez, el poder de creación de los jueces tiene dos límites: i) el que se desprende del hecho de que no pueden dictar cualquier solución, lo que incluye que les está prohibido proponer soluciones que vayan en contra de los principios procesales del sistema jurídico y, ii) el que está relacionado con las virtudes que salen a relucir especialmente en los casos difíciles, esto es, con la neutralidad e imparcialidad, entendidos, según el propio Hart, como la “consideración de los intereses de todos los afectados; y una preocupación por desarrollar algún principio general aceptable como base razonada para la decisión” (Rodríguez, 2002, pp. 71-72). Con los límites a la discrecionalidad judicial se pretende controlar que el juez escape al ámbito de la arbitrariedad –que es el mismo campo de la irracionalidad–, tal como ocurre cuando decide sin ser competente, y, además, evitar que el sistema jurídico funcione sin tener en cuenta las reglas que el sistema previamente ha instruido, así como sin consideración a los intereses de las partes. Estos límites también pueden ser caracterizados en términos de las virtudes que destacan en el juez cuando decide a pesar de la indeterminación de la regla. Según lo entiende Carrió, las virtudes judiciales a las que hace referencia Hart permiten descartar que el juez lleve a acabo una actividad legislativa, en la medida en que en dicha actividad judicial hay “una preocupación por desarrollar algún principio general aceptable como base razonable de la decisión” (Carrió, 2011, p. 358). Lo anterior implica que la creación de derecho, por parte de los jueces, no es un acto de invención e innovación absolutas, ya que el juez debe permanecer en el sistema jurídico para conservar su competencia y, en cierta medida, para tomar del sistema los sentidos que previamente se han creado durante su funcionamiento ordinario. En palabras simples, no es una huida plena del sistema jurídico a otro sistema, en el que las reglas y los precedentes no tienen valor normativo; la discreción es, pues, solo un “recurso de última instancia” al que acude el juez cuando no encuentra en el lenguaje jurídico, con el cual fue creada la regla, una solución única. Por su parte, Dworkin (1988; 1989) señala que la teoría de la discreción judicial no explica adecuadamente lo que ocurre en los casos de penumbra,

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en la medida en que “no es buena solución dejar libertad al juez” para decidirlos. Por el contrario, al juez se le debe “exigir la búsqueda y la construcción de teorías que justifiquen la decisión […] [y por eso] deben acudir a los principios” (Calsamiglia, 1989, p. 13-14), para satisfacer de una mejor forma los vacíos que deja el convencionalismo legal3 al rechazar la coherencia como “fuente de derechos legales” (Dworkin, 1988, p. 103). Según Dworkin, para corregir los errores a los que conduce la discreción judicial, pensada desde el convencionalismo legal, lo primero que debe aceptarse es que las “personas tienen derecho a una extensión coherente y basada en principios de las decisiones políticas del pasado incluso cuando los jueces disientan en gran medida sobre lo que ello significa”; es decir, las personas tienen el “derecho moral a aquello que el derecho como integridad reclama como sus derechos legales” (Dworkin, 1988, pp. 103-104), a eso que no se busca ni en la semántica del texto ni exclusivamente en las razones precedentes que han llevado a otros jueces a tomar ciertas decisiones y que resultan cercanas al caso difícil, ya que la respuesta correcta no está en el pasado –entendido como convencionalismo legal– sino en los principios sobre los cuales se cimienta el derecho. La idea de Dworkin es que en el derecho no hay solo reglas, sino que también hay principios que lo estructuran de manera íntegra, y ello muestra un equilibrio entre los casos decididos con base en la ley y los que requieren de una combinación especial entre la predicción (contenida en la regla) y la flexibilidad (que crean los principios). Todo esto como parte del funcionamiento del derecho, que no le exige al juez, so pretexto de acudir a la discrecionalidad, trasladarse a un ámbito distinto del propio sistema jurídico. Otro aspecto que resulta criticable para Dworkin es la asimilación del deber que tienen los jueces de decidir, con el deber contenido en las reglas que son aplicables a los ciudadanos, derivada de lo que Dworkin llama la “teoría del deber fundada en las reglas sociales” (Carrió, 2011, p. 366). En relación con esta crítica, Carrió afirma que Dworkin está en un error, en 3

DWORKIN (1988) caracteriza el convencionalismo legal como aquella “concepción (interpretación) de la práctica legal y la tradición; su destino depende de nuestra capacidad para ver en nuestra práctica convenciones del tipo que se consideran terreno exclusivo del derecho” (p. 94). Esta concepción, para el autor, puede clasificarse en dos formas: “convencionalismo estricto” y “convencionalismo moderado”. La primera, “restringe el derecho de una comunidad a la extensión explícita de sus convenciones legales como la legislación y el precedente. Y la segunda […], insiste en que el derecho de una comunidad incluye todo dentro de la extensión explícita de estas convenciones” (DWORKIN, 1988, p. 97).

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la medida en que Hart, aun cuando no de forma explícita, sí diferenció los deberes de los jueces de los deberes u obligaciones de los ciudadanos. Sobre esta cuestión, agrega que a los ciudadanos les corresponde obedecer las reglas de acuerdo con la identificación de sus contenidos últimos; mientras que a los jueces les compete reconocer de manera explícita tales contenidos y “considerarlos pautas comunes de comportamiento judicial”. En palabras simples, los ciudadanos tienen un deber de obediencia individual y, por su parte, los jueces no obedecen, sino que siguen las pautas que los conducen a una correcta decisión, a las que se adhieren según las prácticas que se vayan imponiendo en el ejercicio del derecho (Carrió, 2011, pp. 367-368). Es así como la crítica de Dworkin a la idea de la discrecionalidad de Hart está fundada en la idea de que el juez no tiene que tomar prestado nada de ningún sistema distinto al derecho, porque en él puede encontrar la respuesta correcta –la que satisface a la justicia– con solo acudir a los principios que son parte de él. Para Dworkin, la discreción judicial en los términos en los que la caracteriza el positivismo, más que algo que les permite a los jueces decidir, los cohíbe hasta llevarlos a errar, y por ello el positivismo no acepta la idea de una respuesta correcta, pues cualquier respuesta tiene que valer en ausencia de patrones de corrección como los que da la moral. En otras palabras, el juez que es un convencionalista cohibido, tiene que asegurarse de que sus creaciones –nuevas reglas– se ajusten lo suficiente a las preexistentes, para evitar que la situación conflictiva, en ausencia de previsión alguna, empeore con la decisión que se toma (Dworkin, 1988, p. 102). En lo que concierne a las virtudes con las que el juez decide, de un lado, tenemos la versión positivista de la imparcialidad y de la neutralidad y, del otro, la moralidad responsable4 (Dworkin, 2014, p. 134). Esta última también conduce a entender el derecho como una integridad global, en la medida en que depende de un juicio moral verdadero, el cual, a su vez, reside en que la respuesta dada por el juez como solución del caso sea la correcta. Ahora, los juicios morales son verdaderos, cuando lo son, por obra de un argumento moral adecuado en favor de su verdad. Esta respuesta, claro está, suscita una nueva

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“Somos moralmente responsables en la medida en que nuestras diversas interpretaciones concretas alcanzan una integralidad global, de manera que cada uno respalda a las demás en una red de valor a la que prestamos una adhesión auténtica. En tanto y en cuanto fracasamos en ese proyecto interpretativo –y aparece imposible lograr un completo éxito–, no actuamos plenamente por convicción y, por lo tanto, no somos plenamente responsables” (DWORKIN, 2014, p. 134).

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pregunta: ¿qué hace que un argumento moral sea adecuado? La respuesta debe ser: otro argumento moral en favor de su adecuación. Y así sucesivamente […] la coherencia es una condición necesaria pero no suficiente de la verdad (Dworkin, 2014, p. 58).

Lo que Dworkin propone es que no es necesaria la discrecionalidad, cuando se tiene una respuesta correcta en todos los casos, la cual está dada por lo que moralmente resulta verdadero: aquellos argumentos morales que el juez expone en favor de su adecuación y de su acercamiento a la justicia. Ahora, como nuestro objetivo no es mostrar cuál de las dos respuestas es la que nos resulta teóricamente más conveniente, sino, simplemente, hacer una breve presentación de dos de las más importantes versiones acerca de la discrecionalidad, a continuación daremos cuenta de cuál es nuestro entendimiento en relación con lo que puede o no considerase como “razonable”, teniendo presente que el concepto de discreción judicial de Carrió señala que entiende por discreción lo que le permite a los jueces “fundar sus fallos en pautas razonables que no son parte del derecho” (Carrió, 1986, p. 321). Bajo esta perspectiva, no nos ocuparemos de mostrar cuáles de los elementos del sistema jurídico debe tener en cuenta el juez cuando está resolviendo un caso difícil –casos semejantes y precedentes cercanos–, así como tampoco se trata de descartar la discrecionalidad, bajo la idea de la existencia de una única respuesta, pues consideramos que la razón y el razonamiento están en el ámbito del lenguaje y es en él en el que adquieren un valor relevante, que no está limitado por la moral, porque lo que es moral es más lenguaje.

II. nuestra versión sobre lo que es “razonable” c ua n d o s e ac u d e a la d i s c r e c i ó n j u d i c i a l Carrió, siguiendo la línea del positivismo jurídico e influenciado por su cercanía a Hart, en los primeros capítulos de Notas sobre derecho y lenguaje, se ocupa de hacer algunas consideraciones teóricas acerca del lenguaje natural, el significado de las palabras y el uso que los juristas5 dan a ellas. Carrió

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Con este término, siguiendo en ello a KELSEN (2009), nos referimos exclusivamente a los teóricos del derecho, quienes consideramos se encargan de estudiarlo y no de operarlo. Por su parte, a quienes participan del derecho en calidad de operadores los llamamos dogmáticos u operadores jurídicos.

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de igual forma desarrolla los conceptos de “vaguedad”, “ambigüedad” y “textura abierta del lenguaje”, para mostrar a qué se enfrentan los juristas y operadores del derecho cuando usan el lenguaje. Ahora, desde nuestra perspectiva, la importancia que el estudio del lenguaje tuvo para el positivismo jurídico, especialmente para Hart y Carrió, está dada por el hecho de que tales autores reconocen que la existencia del derecho solo es posible en el lenguaje. Ahora, además de compartir tal afirmación, consideramos que el derecho está en la realidad –no en el mundo– y nuestra realidad es la construcción que hacemos con el lenguaje, que nos permite adaptarnos socialmente al mundo creando, entre muchas otras cosas, hechos, a partir de lo que ocurre en la naturaleza o con base en las conductas humanas que describimos. Así, pues, a una parte de esa realidad social la llamamos derecho. Teniendo en cuenta lo anterior, la importancia del lenguaje en el derecho no está dada –como suelen pensar algunos– a partir de creer que las teorías del positivismo jurídico lo incluyeron como un elemento significativo en la estructuración de sus marcos conceptuales o como la herramienta de interpretación6 con la que cuentan los positivistas al momento de establecer la forma como deben resolverse los casos difíciles, interpretación que se ha entendido como aquella actividad en la que los operadores parten de los textos escritos y luego toman prestados de la lingüística los aspectos sintácticos, semánticos y pragmáticos que les resulten útiles en la fijación del sentido del texto, hasta llegar a la discrecionalidad del juez como última medida en caso de que todo lo anterior falle. En este punto hay que advertir que la teoría del positivismo jurídico es más que el reconocimiento del derecho como algo que existe a partir de los textos, lo cual es distinto a señalar que su existencia está dada en el lenguaje, en la medida en que los textos son solo una parte de él. Así las cosas, el positivismo se centra en el carácter “positivo” del derecho –de ahí su nombre–, de lo cual se desprende la posibilidad de probar su existencia –contrario a la del derecho natural–, lo que les permite a los juristas hacer ciencia del derecho7.

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Distinta a la ponderación, pues esta última permite asignar unos valores numéricos a cada principio, siguiendo ciertas reglas que hacen parte del principio de proporcionalidad. Que es distinto a creer que el derecho es una ciencia. En nuestro concepto, el derecho es una práctica social con la que, en principio, no se pretende construir nuevo conocimiento.

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Con base en lo anterior podemos afirmar que reducir el derecho positivo a los textos o a las disposiciones escritas es un error, en la medida en que se desconocen las otras manifestaciones materiales en las que puede advertirse el carácter positivo del derecho, tal como ocurre con los gestos, las manifestaciones orales y las conductas constitutivas de la costumbre; manifestaciones materiales que han sido caracterizadas por Hubed Bedoya (2009) en La dogmática como derecho. En términos simples, la importancia del lenguaje para el derecho radica en que aquel es la condición necesaria para la existencia de este. Es por eso que consideramos que los positivistas aventajan a los promotores de las teorías inscritas en la axiología jurídica, ya que si bien ambos reconocen que la indeterminación de las disposiciones jurídicas y demás elementos del derecho es una característica que viene del lenguaje, los segundos omiten que tal característica también es atribuible a esas “verdades morales” en las que se ancla la respuesta correcta para un caso concreto. Esto es, nada más abierto e determinado que la formulación de un principio jurídico y, aun en las llamadas “verdades de la moral” la verdad es algo que se predica de proposiciones, no del mundo ni de los abstractos en los que aferramos nuestras creencias. Ahora, en lo que concierne al razonamiento jurídico, tanto positivistas como coherentistas coinciden en qué es lo que llevan a cabo los jueces cuando toman decisiones; en lo que no están de acuerdo es en los elementos que tales operadores deben tener en cuenta al momento de razonar: si las semejanzas entre los casos y las reglas implícitas del derecho, o los principios y la creación de teorías que sustenten la decisión judicial. Como lo advertimos previamente, en este escrito no pretendemos generar una discusión acerca de quién tiene la razón, sino mostrar que la razonabilidad de una decisión discrecional está dada por una racionalidad particular de la cual hace parte tal discreción, de ahí que el juez al momento de decidir siempre se mantiene dentro del sistema jurídico, en un intento de encajar las particularidades o anomalías del caso con la racionalidad con la que se ha operado previamente el derecho. Es decir, la discreción que le dejan al juez la vaguedad y ambigüedad del lenguaje no le da una carta abierta para que este escape a un sistema distinto al derecho desde el cual pueda decidir “a su manera”, sino que constituye el mecanismo a través del cual, desde el sistema jurídico, el juez ingresa al derecho aquellas ideas que se gestan en el lenguaje ordinario o en algún

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juego de lenguaje distinto al del derecho, relacionando tales ideas con las que hacen parte de la dogmática8 y así, tal como lo afirma Carrió, “fundar sus fallos en pautas razonables”. Para comprender lo anterior, primero tenemos que precisar que el lenguaje nos permite, además de razonar, comunicarnos, preguntar, normativizar, entre muchas otras actividades intelectivas. De ahí que razonar es solo una de las múltiples acciones que podemos llevar a cabo con el lenguaje, acción que no corresponde a la de pensar, leer o hablar. Para mostrar las particularidades de la acción de razonar, y poder llegar a afirmar que el razonamiento es lo que resulta después de llevar a cabo dicha acción, es necesario compararla con la acción de pensar, ya que es con la que frecuentemente se le asimila en el lenguaje ordinario. Lo primero es que tanto razonar como pensar son acciones intelectivas respecto de las cuales solo tenemos una evidencia de ellas en sus resultados. Esto es, ¿cómo sabemos que alguien está pensando o está razonando? Pues, Wittgenstein (1986) nos diría que solo en la medida en que podamos ver u oír los enunciados en los que están contenidos los pensamientos y los razonamientos. Si no tenemos acceso a las evidencias del lenguaje, entonces, que el otro sujeto piensa o razona solo será un supuesto para nosotros. Pero que sean dos acciones intelectivas no implica que son similares, pues consideramos que el pensamiento es una condición para razonar y que no siempre que usamos el lenguaje estamos pensando o razonando. Para dar alcance a estas dos ideas, pongamos por caso el uso de los nombres para señalar que determinada cosa es un libro, una mesa, una silla, etétera. En el uso de los nombres para señalar –con el lenguaje– las cosas del mundo no hay un pensamiento, en la medida en que tal uso implica simplemente acudir a la memoria y traer al instante las palabras que nos han enseñado, vía repetición, para nombrarlas. Si esto es así, entonces, ¿en qué momento empezamos a pensar? La respuesta es simple: cuando creamos ideas. Bajo este entendimiento, usar los nombres puede ser potencialmente una idea, pero solo lo será efectivamente cuando ese nombre haga parte de una expresión de lenguaje que contenga o enuncie un pensamiento acerca de algo; por lo que pensar es algo más que nombrar o describir una cosa, es la capacidad intelectiva de ver –con el lenguaje– el mundo y nuestra propia realidad de una determinada 8

Tal como lo indica HUBED BEDOYA, la dogmática es el derecho mismo (2009).

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manera, que va más allá de repetir los datos con los cuales nos han entrenado en el lenguaje. Ahora, si una idea es una elaboración con el (o del) lenguaje y el pensamiento es condición para construir un razonamiento, entonces, ¿qué entendemos por razonar? Razonar es hacer relaciones entre ideas o, lo que es lo mismo, las razones aparecen en los enunciados en los que se expresa la relación que hacemos entre dos o más ideas. Las razones pueden observarse en la forma como usamos el lenguaje, de ahí que la corrección de ellas dependa principalmente de la construcción de lenguaje, a partir de la manera como hemos asociado tales ideas. Estas razones resultan útiles para –en el caso del derecho– apoyar una u otra decisión que tome el juez y es por ello que en el discurso que construya este operador surgirá el razonamiento, como resultado de la acción de razonar. Otro aspecto que también está en el lenguaje es la racionalidad. Son las reglas del lenguaje las que permiten estimar o determinar que una relación entre ideas sea una interpretación correcta. La racionalidad depende de si hay razones para legitimar nuestro entendimiento. Desde el punto de vista teórico, la racionalidad puede ser “formal”, que es la que permite que una oración aislada sea tomada como correcta, o “amplia”, que es aquella en la que entran en juego las formas como se ha utilizado el lenguaje o el razonamiento y que legitiman nuevos usos. En este último tipo de racionalidad cabe, por ejemplo, lo que hace el juez cuando acude a los precedentes para mostrar cuáles son las razones para fallar un caso de determinada manera; esto, desde el punto de vista de la racionalidad jurídica, equivale a seguir las reglas del lenguaje cuando es usado en el sistema normativo. Por su parte, lo razonable se refiere a la aceptación que algo puede tener bajo unas circunstancias determinadas, en las que ya no se aplican las reglas del lenguaje como en la racionalidad, sino unas reglas ad hoc dadas por las circunstancias particulares del caso. En ese sentido, para considerar que algo es razonable primero se evalúan las condiciones especiales, o incluso anómalas, en las que ciertos eventos acaecieron, para seguidamente hacer una selección de las maneras cómo pueden esas circunstancias ajustarse a las condiciones del sistema desde el cual pretendemos ocuparnos del caso. Lo razonable surge, pues, de la forma cómo se evalúa una situación concreta, en la que las condiciones no son las normales y le corresponde al sujeto tratar de justificar determinada manera de entenderla.

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Para el caso del derecho, tenemos que los comportamientos humanos son llevados a enunciados –hechos que son relevantes para el derecho– y a partir de ellos se expresan las ideas. Un comportamiento no enunciado en el lenguaje será irrelevante para el derecho, por lo que tampoco podrá decirse si es o no racional. La racionalidad jurídica se predica de lo que decimos cuando usamos el lenguaje como parte de la operación de la dogmática, de la forma como el juez construye pensamientos sobre los comportamientos humanos y relaciona ideas para crear el razonamiento jurídico. Siendo el derecho un sistema normativo que no solo instituye reglas para regular los comportamientos humanos, sino también para la creación del propio derecho y, tal como lo señala Hart, adjudicar competencias, consideramos que además de las reglas del lenguaje que dictan la racionalidad de lo que decimos en el campo dogmático, ciertas reglas jurídicas son clave para entender en qué consiste la actividad del juez y si lo que dice es o no racional. En ese sentido, lo enunciado por César Rodríguez al hacer referencia a los límites de la discreción, permite entender por qué el juez no puede salirse del derecho, porque fuera del sistema pierde su carácter de autoridad y con ello su competencia para hablar, con efectos jurídicos, del caso concreto. Esto implica que el juez al momento de razonar y acudir a la discreción debe mantenerse dentro del juego de lenguaje del derecho; lo que no le impide traer ideas de la economía, las teorías, la política o la moral para relacionarlas, por ejemplo, con las ideas sobre la eficiencia jurídica, la validez, la democracia o la justicia, nociones o conceptos que, según sea el caso, en el derecho han sido aceptados directa o implícitamente (es el caso de la justicia como ideal del derecho). Tal como lo afirma Edward H. Levi (2005): El mecanismo del razonamiento jurídico acepta las diferencias de criterio y las ambigüedades de las palabras. Admite la participación de la comunidad en la eliminación de esas ambigüedades, al proporcionar un foro para el examen y discusión de las cuestiones valorativas dentro del ámbito que aquéllas dejan abierto. En cuestiones controvertidas serias, posibilita dar el primer paso en dirección a lo que, de otra manera, serían metas vedadas (p. 11).

Finalmente, que el razonamiento del juez sea razonable, dependerá de las circunstancias particulares o anómalas de las que se ocupe y de la aceptación que entre la comunidad jurídica tengan las razones que dé para construir su razonamiento. De ahí que no importa si tal razonamiento lo construye

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a partir de relacionar ideas del campo ordinario o de sistemas distintos al derecho con ideas que se construyen como parte del funcionamiento del derecho, o de relacionar ideas sobre los principios y las teorías a que se refiere Dworkin, ambas relaciones serán razonables si logran encajar en las circunstancias especiales de los casos difíciles, en sus anomalías, y logran ser aceptadas por la comunidad y el sistema jurídico. Lo anterior significa que con acudir a los principios y a la teoría no se descarta la posibilidad de que el juez construya un razonamiento y con él se evidencie el carácter discrecional con el que actúa. Lo que teóricamente elimina la discrecionalidad es la idea de una respuesta correcta, en la medida en que se sustituye la posibilidad de elegir por la de hallar esa respuesta; pero tal como lo afirmamos previamente, tal idea es solo un supuesto teórico, en el que no se tiene en cuenta que no hay una única verdad moral porque esta también es lenguaje y, por ende, tiene las mismas características que la lingüística le ha atribuido: vaguedad y ambigüedad, de ahí que el argumento de Dworkin parece ser circular, pero, en realidad, es el reconocimiento implícito de que es lo único que tenemos: palabras y más palabras para justificar lo que decimos.

III. referencias BEDOYA, H. (2009). Dogmática como derecho. Bogotá: Universidad Externado de Colombia. BEDOYA, H. (2017). La construcción epistémica del derecho. Bogotá: Universidad Externado de Colombia. CALSAMIGLIA, A. (1989). Ensayo sobre Dworkin. En R. DWORKIN, Los derechos en serio (M. Guasta Vino, trad.) (pp. 7-29). España: Editorial Ariel. CARRIÓ, G. R. (1986). Notas sobre derecho y lenguaje. Buenos Aires: Abeledo-Perrot. CARRIÓ, G. R. (2011). Notas sobre derecho y lenguaje. Buenos Aires: Abeledo-Perrot. DWORKIN, R. (1988). El imperio de la justicia (C. Ferrari, trad.). Barcelona: Gedisa. DWORKIN, R. (1989). Los derechos en serio (M. Guasta Vino, trad.). España: Editorial Ariel. DWORKIN, R. (2014). Justicia para erizos (H. Pons, trad.). México: Fondo de Cultura Económica.

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“Discreción judicial”: acudir a pautas razonables que no son parte del derecho, o ¿sí lo son?

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capítulo 9

Límites conceptuales y enunciaciones normativas d ú b e r a r m a n d o c e l i s v e la *

introducción La filosofía analítica provocó un impacto decisivo en el desarrollo de la teoría del derecho en América Latina. La adopción del método analítico por parte de algunos juristas y filósofos argentinos, entre otros, condujo a la formulación de tesis ampliamente discutidas en la teoría del derecho contemporánea. Las diversas y conflictivas formas de entender el método analítico (Glock, 2008, pp. 151 y ss.) originaron tres orientaciones en la filosofía del derecho argentina que podrían caracterizarse como analítica, lógica y ética (Barberis, 2015, pp. 351 y ss.). La corriente estrictamente analítica está representada por Genaro R. Carrió, quien desempeñó un papel fundamental como traductor de obras ya representativas de la tradición analítica del derecho y promotor del análisis de conceptos jurídicos1. En algunos textos, Carrió se interesó por el análisis del lenguaje jurídico con el propósito de precisar el uso teórico de los conceptos, disolver problemas que surgen por el uso equívoco del lenguaje ordinario o técnico, y evitar las confusiones que subyacen a las discusiones entre los juristas. El uso de estas técnicas analíticas contribuyó al avance y refinamiento de conceptos fundamentales del derecho, en cuya labor filósofos argentinos como Carrió han venido realizando importantes contribuciones para el desarrollo de una teoría analítica del derecho. A la fecha, muchas tesis de Carrió continúan explicando problemas como la textura abierta del lenguaje, la creación judicial del derecho, los desacuerdos entre juristas, la naturaleza de los principios o los límites del lenguaje normativo. Entre las obras conocidas de Carrió se encuentra Sobre los límites del lenguaje normativo, publicada por la Editorial Astrea en 1971. Se trata de un breve ensayo que, en perspectiva metateórica, 1) presupone a la filosofía como una actividad crítica sobre el lenguaje y, en un sentido teórico, 2)

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Agradezco los comentarios realizados por Hubed Bedoya Giraldo, David Sierra Sorockinas y Esteban David Buriticá Arango a una versión preliminar de este texto. Este trabajo es un producto de la investigación Sistema jurídico e interpretación constitucional que se realiza en el Instituto de Filosofía de la Universidad de Antioquia. Estudiante de doctorado e integrante del grupo de investigación Saber, Poder y Derecho. Correo: [email protected] La línea lógico-formal de la teoría del derecho argentina fue desarrollada por CARLOS ALCHOURRÓN y EUGENIO BULYGIN (2012) a partir de sus contribuciones en ámbitos como lógica de normas y de sistemas normativos. Se hizo de la lógica un instrumento fundamental para el teórico del derecho. En la orientación ética está CARLOS S. NINO (2014) quien analiza las relaciones entre derecho, moral y política. 253

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sustenta la existencia de límites internos, contextuales y externos en el uso del lenguaje normativo. A continuación, haré un breve análisis de cada uno de estos aspectos. En particular, abordaré algunos presupuestos metateóricos de la actividad filosófica y la idea de límites del lenguaje normativo en la perspectiva señalada por Carrió. No presentaré ideas nuevas sobre el análisis del lenguaje normativo, ni formularé discrepancias sustantivas. Las diferencias que puedan existir entre las ideas de Carrió y el análisis aquí esbozado se explican por la ausencia de distinciones básicas o la introducción de alguna categoría problemática para reconstruir prácticas lingüísticas de carácter normativo en una de sus facetas. En síntesis, trataré ambos asuntos de manera preliminar con el fin de abrir perspectivas de debate sobre un modo de abordar el estudio del derecho que, en América Latina, ha sido tomado en serio y tiene suficiente rendimiento teórico.

I . a n á l i s i s d e l l e n g ua j e c o m o ac t i v i da d crítica sobre el derecho El análisis del lenguaje normativo es una idea central en el pensamiento filosófico de Carrió. La forma como se lleva a cabo esta tarea implica asumir un conjunto de presupuestos metateóricos que explican los resultados finalmente obtenidos y que justifican la actividad realizada. Los principales aspectos metateóricos del texto Sobre los límites del lenguaje normativo son: 1) un uso del lenguaje da lugar a actos que fijan o constituyen pautas de comportamiento humano y 2) la filosofía consiste, además, en una actividad de análisis de este lenguaje con el fin de señalar los límites de lo que puede ser hecho o expresado. A este uso del lenguaje se le denomina normativo y la actividad realizada no es un tipo especial de conocimiento o doctrina sino una actividad crítica del lenguaje. En qué consistía esta actividad o cómo se lleva a cabo el análisis del lenguaje es una cuestión controvertida entre los filósofos analíticos (Glock, 2008, p. 151). Carrió practica un estilo de análisis del lenguaje derivado de los criterios formulados por Wittgenstein (1953), Strawson (1992), Austin (1990) y Hart (1994)2. 2

Otra forma de asumir el análisis filosófico tiene antecedentes en Frege, Moore, Russell, el Wittgenstein del Tractatus, Rudolf Carnap, entre otros. Esta actividad consiste en comparar y contrastar conceptos hasta determinar sus elementos simples. Russell le otorga un carácter más formal al análisis por el uso de la lógica de predicados. Este método se desarrolla en tres pasos: 1) se parte de conceptos o proposiciones en su forma gramatical, 2) se descomponen sus elementos y se

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En efecto, su actividad filosófica consiste en distinguir usos y reconstruir significados a partir de presupuestos que proporcionan estructura a los conceptos que subyacen a una práctica lingüística, con el fin de evitar las confusiones que surgen cuando se usan al margen de las reglas convencionalmente aceptadas. Tales problemas, que se originan como consecuencia de malentendidos, deben ser tratados como una enfermedad (Strawson, 1992, p. 4). La terapia filosófica contribuye a hacer más preciso el lenguaje cuando el filósofo describe prácticas lingüísticas y señala sus límites. El contenido de tales conceptos depende de conexiones, inferencias y diferencias asociadas en el ejercicio de reconstrucción. De manera concreta, el texto Sobre los límites del lenguaje normativo contiene un análisis del concepto poder constituyente originario en tres momentos. Primero, Carrió hace una recopilación de significados atribuidos al concepto poder constituyente por parte de juristas y filósofos. La naturaleza de esta actividad es estrictamente descriptiva. Segundo, contrasta los significados así identificados con el fin de determinar rasgos comunes. Este ejercicio reconstructivo de usos le permite detectar las propiedades dominantes del concepto objeto de análisis; a saber, el poder constituyente originario es un conjunto de potestades (o competencias) con la aptitud para realizar el fin que pretenden (eficacia actual). A partir de estos rasgos del poder constituyente, en el tercer momento del análisis conceptual, Carrió realiza una labor crítica a los usos que juristas y filósofos hacen del concepto. De un lado, subraya el aire metafísico del mismo al establecer analogías con categorías del pensamiento filosófico de Spinoza y Kant. Esto explicaría para Carrió el carácter alegórico del lenguaje utilizado para hablar de poder constituyente. De otro lado, hace sugerentes distinciones entre poder y competencia y entre poder como potestad y poder como fuerza política. De esta forma, subraya los límites del lenguaje (es el caso de competencia), advierte ambigüedades y resalta su carácter metafísico y emotivo, con lo cual, da cuenta de la poca utilidad que tiene esta categoría para la teoría constitucional sin las adecuadas precauciones analíticas. En los términos descritos, el análisis conceptual contribuye a comprender y explicar la lógica de los conceptos. Esto se logra porque advierte sobre identifican relaciones y 3) se sustituyen los elementos problemáticos por otros cuya forma lógica subyacente sea más clara y exacta. Una versión más sofisticada del análisis es llevada a cabo por Tarski y Quine, quienes utilizan la lógica modal. El método consiste en construir nuevos sistemas lógicos para reconstruir los elementos del lenguaje natural y eliminar sus imperfecciones.

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sesgos metafísicos, hace explícitas las ambigüedades o usos emotivos del lenguaje que provocan las confusiones en el discurso de los juristas. Esta actividad crítica sobre el lenguaje, con seguridad, implica un uso más cauto y preciso de los conceptos en el discurso de los juristas. Sin duda, este ejercicio realizado por Carrió es un clásico ejemplo de análisis conceptual que identifica malentendidos o confusiones y contribuye de manera significativa a la precisión en el uso de los conceptos. El análisis conceptual es presentado como un instrumento para afinar la base conceptual en el discurso teórico y dogmático, lo cual permite comprender y operar un sistema jurídico. Las teorías dogmáticas, en perspectiva analítica, también se ocupan de la definición o redefinición de los conceptos jurídicos como presupuesto para la construcción de un sistema de conocimiento coherente y claro. Si admitimos que el derecho positivo adopta la forma de enunciados, gran parte del trabajo de los juristas consiste en distinciones conceptuales y el análisis de estructuras lingüísticas.

I I . l í m i t e s d e l l e n g ua j e n o r m at i vo o p r e s u p u e s t o s c o n c e p t ua l e s de los actos de habla En el ensayo Sobre los límites del lenguaje normativo Carrió sustenta que el uso del lenguaje normativo está sujeto a ciertos límites que denomina internos, contextuales y externos, los cuales, una vez transgredidos, producen sinsentidos o desafueros lingüísticos. Con el fin de abordar los argumentos que formula Carrió para caracterizar estos aspectos del lenguaje normativo, 1) haré una descripción sintética de cada límite en los términos indicados por el autor y, posteriormente, 2) plantearé algunas consideraciones que podrían ser de utilidad para el análisis y la discusión sobre el lenguaje normativo. Al final, haré una breve alusión al concepto sinsentido o desafuero lingüístico. Carrió plantea que utilizamos el lenguaje normativo para realizar actos como prohibir, criticar, autorizar, atribuir o imponer derechos, entre otras funciones (Carrió, 1971, p. 19). Esta forma de lenguaje, en primer lugar, está sujeta a límites internos que consisten en la idoneidad de la herramienta lingüística para realizar una función. No podría usarse una expresión para un fin distinto de aquel para el que es idónea (Carrió, 1971, p. 21). Lo contrario implica transgredir un límite interno del lenguaje. Este concepto es ilustrado por el autor con el caso, entre otros, de un cleptómano que no

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puede justificar sus actos de apropiación ilícita de un bien ajeno con el hecho mismo de su enfermedad. En esta situación, una patología es una excusa y no una justificación de sus actos. La idoneidad de los instrumentos lingüísticos, como presupuesto para un análisis de los límites internos del lenguaje señalados por Carrió, parece problemática si denota algo distinto de las reglas sintácticas y semánticas de un lenguaje. Tales reglas hacen posible la formulación de enunciados con estructura lingüística y significado. Si bien un enunciado o expresión depende necesariamente de estas condiciones, no se sigue que exista una conexión interna entre actos de habla y enunciados en el sentido que ciertos actos solo puede producirse por medio de expresiones determinadas. El mismo enunciado puede realizar actos lingüísticos diferentes o tener significados diversos según el contexto. El enunciado prohibido fumar aquí es idóneo para realizar actos prescriptivos o asertivos e indicar una prohibición en el parque o en la universidad. Su significado varía por aspectos no lingüísticos dependientes del contexto. Aunque el uso del lenguaje presupone seguir reglas sintácticas y semánticas, tampoco implica que siempre conduzcan a la identificación del significado común más inmediato. El significado del enunciado y el significado de la enunciación no siempre son equivalentes. Aceptar lo contrario, implica rechazar la posibilidad de un uso figurado, indirecto o irónico del lenguaje. Por esta razón, no existe una relación biunívoca entre forma lingüística y función. Las expresiones lingüísticas no constituyen en sí mismas los actos de habla con independencia de enunciaciones específicas. Una expresión no es normativa solo en virtud de sus propiedades lingüísticas, pues el uso en una situación también es una variable vinculada a factores no lingüísticos que contribuyen a determinar su significado3. Dadas las consideraciones expuestas, es necesario concluir que, en el ensayo comentado, Carrió está analizando enunciaciones normativas más que el lenguaje normativo. Un acto de habla como productor de significado

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Los factores extralingüísticos aluden a ciertos datos de trasfondo que son compartidos por individuos y posibilitan la formulación de prescripciones con independencia de la estructura lingüística del enunciado (interrogativa o indicativa, entre otras) o la realización de actos de habla indirectos. Lo anterior explica por qué no existe una correspondencia biunívoca entre la forma sintáctica de un enunciado y su función (Guastini, 2016, p. 44) dado que aspectos contextuales pueden alterar su significado. El mismo enunciado puede realizar actos de habla distintos según el contexto.

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tiene una existencia empírica y su sentido depende del comportamiento intencional que adquiere expresión en la fuerza del enunciado (Carrió, 2011, p. 18). La distinción entre actos lingüísticos y enunciados hace pensar que la normatividad no es una propiedad objetiva del lenguaje. El sentido del enunciado no es independiente de su fuerza. La expresión ¿qué hora es? puede tomarse como una solicitud de información o como la invitación a terminar una actividad. Por tanto, el contexto pragmático del enunciado puede variar su contenido semántico, o mejor, contribuye en la producción del significado. Si admitimos que las enunciaciones y no los enunciados como tales pueden tener una función normativa o prescriptiva, entonces los casos analizados por Carrió para ilustrar límites internos del lenguaje expresan una falla pragmática, no un sinsentido o desafuero lingüístico. Una falla pragmática implica que el acto lingüístico no alcanza a realizar la función pretendida aunque el destinatario haya comprendido la expresión. Si una autoridad incurre en una falla pragmática, no necesariamente ha transgredido los límites del lenguaje normativo sino que ha fracasado en su propósito de regular el comportamiento. Existe una disociación entre voluntad y resultado y no una disociación entre enunciado y significado. Quien formula una excusa como justificación, fracasa en la pretensión de justificar una conducta. Quien da un consejo que es desatendido cuando en realidad pretendía imponer una obligación fracasa en su intento de regular el comportamiento. En ambos casos se incurre en una falla pragmática. Un enunciado correctamente formulado en términos sintácticos y semánticos puede cumplir las condiciones de una función distinta de la pretendida por el hablante. Una razón que explica este hecho está relacionada con los aspectos constitutivos del acto pretendido. En este sentido, los casos analizados por Carrió como límites del lenguaje normativo corresponden a presupuestos conceptuales o condiciones de posibilidad de actos de habla como excusar un comportamiento o justificarlo. De cierta manera, en los términos señalados por Carrió falta una distinción en el concepto de límite interno del lenguaje normativo, pues un enunciado es idóneo para expresar un significado y los actos de habla son idóneos para realizar una función. Ni ambos significados siempre coinciden ni su disociación es un desafuero lingüístico. En segundo lugar, para Carrió el lenguaje normativo también posee límites contextuales que si son desatendidos producen formas de sinsentido. Este concepto es ilustrado con el caso de un bombero que, en un siniestro, pide

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permiso para usar el teléfono de un morador en el momento de su rescate. En las circunstancias descritas no aplicarían las normas de cortesía (Carrió, 1971, pp. 24-25). En las mismas condiciones estaría un asaltante que pide autorización a la víctima para despojarla de sus bienes. Los límites contextuales, entendidos de esta manera, remiten a la existencia de presupuestos conceptuales para que el uso prescriptivo del lenguaje no esté fuera de lugar o, en otros términos, para que sea posible. En los casos anteriormente descritos no existen condiciones para que se produzca el acto de conceder una autorización. Si se tratara de regular una conducta de forma imperativa no bastaría con tener la intención de hacerlo; además, deben existir ciertas condiciones fácticas en la autoridad, el destinatario y la conducta pretendida, los cuales concurren en la producción del acto normativo. Los límites contextuales establecen las condiciones de posibilidad para que el acto mismo exista. Un acto de habla de carácter imperativo supone la existencia de un sujeto con la capacidad de exigir un curso de acción sobre un género posible de conductas y un destinatario cuya conducta o situación puede ser modificada. Estos presupuestos operan en un contexto que, a su vez, está estructurado por reglas o tiene una dimensión institucional. Si un sujeto dice a otro retírese de mi vista con el deseo de que permanezca en la misma posición, no ha realizado un acto prescriptivo. Querer modificar conductas es una condición necesaria pero no suficiente del acto prescribir. Quien dice retírese de mi vista a otro que se encuentra a sus espaldas (es decir, a quien no se encuentra a la vista) o a quien no puede escucharlo fracasa en su propósito. De ninguna manera puede afirmarse que ha incurrido en un desafuero lingüístico o sinsentido porque ambos enunciados son significativos. En el contexto de las enunciaciones existen límites conceptuales y convencionales. Los límites de una enunciación normativa dependen del concepto mismo de enunciación normativa pretendida. Un consejo, por ejemplo, no implicaría las mismas condiciones de un mandato. Dado que se trata de límites conceptuales, su no satisfacción deriva en un acto lingüístico distinto. Los límites también están determinados por las condiciones de eficacia del acto como tal en la forma anteriormente indicada. En este caso, regular un comportamiento implica que lo pretendido esté entre las condiciones de posibilidad de los destinatarios. Solo así se satisface la función de guiar el comportamiento. Si el lenguaje normativo presupone la posibilidad de incidir en el comportamiento, entonces debe ser posible, desde una perspectiva lógica y empírica, que lo prescrito pueda ser realizado

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por el destinatario. De este orden son las restricciones que puede tener un acto lingüístico normativo, lo cual no excluye que sea irrelevante desde una perspectiva pragmática. Si admitimos que cierto género de actos de habla depende de criterios conceptuales, la no satisfacción de sus condiciones produce actos fallidos y no sinsentidos. Tal vez el concepto falla pragmática reconstruya mejor los límites de lenguaje normativo que el concepto sinsentido sugerido por Carrió. Realizar un acto en lugar de otro está asociado a la dimensión pragmática del lenguaje. Pensar lo contrario implicaría reducir lo pragmático a lo semántico en el momento de reconstruir o explicar prácticas lingüísticas. Esto es, suponer, tal vez sin justificación, que una expresión gramatical implica necesariamente una función determinada. Las razones para exigir o promover un uso unívoco o preciso del lenguaje no son lingüísticas o comunicativas sino epistemológicas. No obstante, pese a la equivocidad del lenguaje ordinario tiene lugar la comunicación cotidiana entre los usuarios del lenguaje. En tercer lugar, los límites externos del lenguaje normativo señalados por Carrió están relacionados con las propiedades que le otorgan identidad a un concepto. Un límite externo expresa las características asociadas a algo para que pueda ser representado o expresado por un concepto. Fuera de este marco, el lenguaje normativo deja de operar con significado y se convierte en un factor de confusión (Carrió, 1971, p. 53). Este argumento es ilustrado con el análisis del concepto poder constituyente originario a propósito de una consulta hipotética que unos militares formulan a un abogado. Los militares desean saber si tienen competencia para sustituir al gobierno de turno por la fuerza e instaurar una nueva constitución. En situaciones como esta, un abogado acudiría al concepto poder constituyente originario para emitir su opinión; sin embargo, Carrió advierte que dicha categoría genera más confusiones de los problemas que resuelve. El uso del concepto poder constituyente originario para justificar una reforma revolucionaria de la constitución implicaría llevar al concepto competencia más allá de su uso informativo o justificativo (Carrió, 1971, p. 48). De ahí que se produzca el desafuero lingüístico. El concepto competencia funciona informativamente dentro de un orden normativo, condición que no se satisface cuando se ejerce la fuerza para suplantar al gobierno, pues los actos de rebelión son ilícitos según el sistema jurídico en cuestión. Además del uso problemático del concepto competencia, los problemas del concepto poder constituyente originario se deben a la ambigüedad del vocablo poder. Si

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poder significa tanto potestad o competencia como fuerza política, entonces, poder constituyente originario hace referencia tanto a una facultad o potestad suprema como a una fuerza o poderío supremos (Carrió, 1971, p. 51). Por estas razones, considera que este concepto no es una herramienta útil para la teoría constitucional. Sin duda, este ejercicio de análisis sobre conceptos que hacen parte del discurso de los juristas, evidencia la importancia de aplicar herramientas analíticas en la construcción del conocimiento jurídico. En este caso, es una pretensión epistemológica o de otra naturaleza la que justifica un uso preciso del lenguaje a través de redefiniciones de significados técnicos aceptados en contextos específicos o estipulaciones semánticas. Los juristas pueden asociar propiedades distintas a los conceptos que integran la estructura conceptual subyacente a una práctica jurídica. Las situaciones reconstruidas por Carrió como límites externos del lenguaje normativo también podrían situarse en el marco problemático de los desacuerdos. Tales diferencias pueden expresar genuinas discrepancias o distintos conceptos sobre algo más que desafueros lingüísticos. Finalmente, un tanto problemático en el ensayo de Carrió es el uso del concepto sinsentido, que tiene una orientación wittgensteiniana muy definida4. En este contexto filosófico, el lenguaje solo dice algo acerca del mundo mediante proposiciones. Las proposiciones son pinturas, figuras o modelos de la realidad (Wittgenstein, 1922, p. 29). Lo que no puede decirse solo puede ser mostrado. Esta razón explica por qué las proposiciones metafísicas carecen de sentido, pues intentan decir lo que no puede decirse. Pretenden tener condiciones de verdad y ofrecer información sin respetar la estructura lógica del lenguaje y del mundo. Dado que la noción sinsentido hace parte de un análisis crítico del discurso descriptivo, no resulta completamente clara su aplicabilidad al lenguaje normativo en la forma como ha sido planteada por Carrió. Tal vez resulte más adecuado el concepto falla pragmática para los problemas aquí analizados. El lenguaje normativo opera con presupuestos

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En la segunda parte del texto Sobre los límites del lenguaje normativo, su autor introduce notas complementarias para señalar que los conceptos sentido y sinsentido, tomados de Wittgenstein, guardan relación con sus planteamientos sobre el lenguaje normativo. Considera que, en ambos períodos, el objetivo de la filosofía wittgensteiniana es comprender la estructura y los límites del pensamiento, pues los filósofos suelen trasponerlos y perderse en un tipo de sinsentido (CARRIÓ, 1971, p. 62). Desde esta perspectiva parece que Carrió indaga por los límites del lenguaje normativo como Wittgenstein exploró los límites del lenguaje descriptivo.

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distintos del lenguaje descriptivo y no se explica por qué la noción sinsentido daría cuenta de situaciones en la cuales se usan formas gramaticales con funciones aparentemente distintas en un contexto determinado. El argumento anterior tiene un alcance más amplio si consideramos que el lenguaje normativo tiene una dimensión de ajuste distinta del lenguaje descriptivo o asertivo (Searle, 1969, p. 34). El lenguaje normativo se utiliza para expresar deseos u órdenes y no creencias como ocurre con el lenguaje asertivo. Por tanto, no trata de representar cómo es el mundo sino incidir en él, en sentido amplio, a través de la modificación del comportamiento humano. En este contexto, el lenguaje normativo no posee una forma lógica o gramatical única para hacer las cosas. El uso del lenguaje para incidir en el mundo no involucra necesariamente una forma lingüística determinada. Es frecuente que con una forma gramatical interrogativa expresemos órdenes o que un enunciado con términos deónticos no tenga una función prescriptiva sino descriptiva. De ninguna manera puede pensarse que expresar una orden a través de una pregunta sea un desafuero lingüístico, pues no existe una correspondencia biunívoca entre la forma lingüística y la función de un enunciado.

III. conclusiones Las tesis abordadas evidencian que G. Carrió exploró importantes problemas para la comprensión del lenguaje normativo, entre los cuales hay que subrayar el rol que desempeña el análisis conceptual y la idea de límites del lenguaje normativo. Aunque este análisis hace explícitos aspectos no expresamente indicados por Carrió, resulta imprescindible revisar qué son y cómo son posibles. Los límites internos del lenguaje normativo expresan la existencia de reglas lingüísticas que si bien contribuyen con la producción del significado no lo determinan completamente. El análisis del lenguaje normativo implica presuponer que depende de enunciaciones, es decir, reenvía a asuntos de carácter pragmático. La normatividad del lenguaje no es una propiedad determinable en los enunciados mismos. Los límites contextuales constituyen presupuestos conceptuales o condiciones de posibilidad de los actos de habla pretendidos. Los actos de habla implican condiciones de existencia que dependen del tipo de acto pretendido. Sin ellos, una enunciación concreta no realiza determinados actos o genera

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actos de un género distinto. En el caso de los enunciados jurídicos, autoridad, intención y conducta posible contarían como algunos presupuestos necesarios para la realización de un acto prescriptivo. La imposibilidad de producir los efectos pretendidos con el acto lingüístico no constituye propiamente un límite del lenguaje normativo sino restricciones de una práctica determinada. Si admitimos la existencia de límites lingüísticos, estos dependen de las convenciones vigentes en una comunidad lingüística y no son distintos del lenguaje en general. Como tales, están ligados a la estructura y a las condiciones de significación. Un enunciado adecuadamente construido puede fallar en su dimensión pragmática o un enunciado que cumpla parcialmente reglas sintácticas o semánticas puede ser exitoso en un ámbito de comunicación lingüística. Si bien, los límites sintácticos y semánticos del lenguaje determinan su condición de posibilidad, no ocurre lo mismo con el uso y el contexto, en los cuales existe una libertad relativa, pues un acto de habla no exige una forma lingüística en particular. Los límites externos están relacionados con propiedades que definen un concepto, las cuales resultan de gran importancia para efectos epistemológicos o comunicativos. La ausencia o presencia de propiedades (necesarias o accidentales) en un concepto puede expresar genuinas discrepancias o conceptos distintos más que desafueros lingüísticos. Aquí se han esbozado algunos apuntes a tener en cuenta en la explicación del funcionamiento del lenguaje no solo normativo en general sino del lenguaje jurídico. En el derecho, la comunicación entre autoridades y destinatarios tiene lugar en un ámbito institucional que debe ser tomado en cuenta para explicar el funcionamiento del lenguaje. No basta importar conceptos de la filosofía del lenguaje que guardan cierta similitud con el lenguaje jurídico para comprender su uso.

IV. referencias ALCHOURRÓN, C. & BULYGIN, E. (2012). Sistemas normativos. Introducción a la metodología de las ciencias jurídicas. Buenos Aires: Astrea. AUSTIN, J. (1990). Cómo hacer cosas con palabras (G. R. Carrió & E. Rabossi, trads.). Barcelona: Paidós. BARBERIS, M. (2015). Juristas y filósofos. Una historia de la filosofía del derecho (M. I. Troncoso Romero, trad.). Lima: Communitas.

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Editado por el Departamento de Publicaciones de la Universidad Externado de Colombia en abril de 2019 Se compuso en caracteres Ehrhardt Regular de 12 puntos y se imprimió sobre Holmen Book Cream de 60 gramos Bogotá (Colombia) Post tenebras spero lucem